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Filosofía de las Ciencias 2021 Prof.

Alejandro Cassini

Clase teórica N° 7

La filosofía de las ciencias fácticas

La distinción entre ciencias formales y ciencias fácticas

Comenzaremos ahora nuestro estudio de la filosofía de las ciencias fácticas o


empíricas, que ocupará el resto de este curso. Ya hemos mencionado la distinción entre
las ciencias formales y las ciencias fácticas cuando nos ocupamos de la filosofía de la
matemática. Basamos la distinción en el par de conceptos analítico-sintético, aceptando
que las ciencias formales constan exclusivamente de enunciados (o proposiciones, que
aquí no distinguiremos de los enunciados) analíticos, es decir, de aquellos que, una vez
interpretado el sistema, resultan verdaderos o falsos por razones puramente lógicas o
conceptuales. Más generalmente, son analíticos todos los enunciados que resultan
verdaderos o falsos en razón del significado de los términos que los componen. Hay
muchos tipos de enunciados analíticos, entre otros: i) los enunciados de identidad, como
“Todos los peces son peces”; ii) los enunciados de sinonimia, como “Todos los
calendarios son almanaques”; iii) las verdades o falsedades lógicas, como “Llueve o no
llueve” o “p &  p”; iv) las verdades o falsedades matemáticas, como “a + b = b + a” o
“7 + 5 = 13”; v) las definiciones estipulativas, como “Un kilogramo es el peso de un
litro de agua pura”; y, finalmente, vi) una amplia clase de enunciados donde es posible
determinar su verdad o falsedad por medio de un análisis puramente lingüístico, como
“Todas las enfermeras son mujeres” o “Todos los solteros están casados”. Lo que todos
estos tipos de enunciados tienen en común es que son verdades o falsedades necesarias,
que pueden justificarse de manera puramente a priori, es decir, por la sola razón, sin
recurrir a la experiencia, y que carecen de contenido empírico, es decir, no
proporcionan información acerca del mundo real o de los fenómenos que
experimentamos. En todo caso, tienen solo un contenido lógico-lingüístico y, por tanto,
solo proporcionan información acerca de nuestros usos y convenciones lingüísticas. En

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síntesis, los enunciados analíticos son necesarios, a priori y carentes de contenido
empírico.

Definiremos a los enunciados sintéticos como aquellos que no son analíticos.


Ejemplos de enunciados sintéticos son todos aquellos que son lógicamente contingentes,
como “Los seres humanos tienen 23 pares de cromosomas” o “La Tierra es plana”. Este
tipo de enunciados no pueden justificarse a priori, por lo sola razón, sino que su
justificación depende de la experiencia, es decir, se justifican a posteriori. Son
enunciados que tienen contenido empírico y, por consiguiente, proporcionan
información acerca del mundo real o los fenómenos de nuestra experiencia. Su verdad o
falsedad, no puede determinarse por medios puramente lógicos o lingüísticos, sino que,
cuando sea posible, su valor de verdad debe determinarse por medio de la experiencia.
“El escritorio sobre el que estoy escribiendo ahora es negro” es un enunciado sintético y
verdadero, pero eso solo puede saberse recurriendo a la experiencia, o bien al testimonio
de otros que hayan tenido alguna experiencia directa de ese objeto particular. Es
evidente, por otra parte, que se trata de un enunciado lógicamente contingente. En
síntesis, los enunciados sintéticos son contingentes, a posteriori y tienen contenido
empírico.

No todos los filósofos aceptan la distinción entre enunciados analíticos y


sintéticos. Algunos como Williard V. O. Quine (1908-2000), la han cuestionado,
considerando que todos los enunciados son revisables a la luz de la experiencia, incluso
las verdades lógicas y matemáticas. El debate sobre el tema todavía sigue abierto, pero
no es objeto de este curso. Mi posición al respecto es que las críticas de Quine y de sus
seguidores no prueban que la distinción entre enunciados analíticos y sintéticos sea
imposible de trazar, sino, a lo sumo, que hay casos dudosos y que los límites entre unos
y otros son borrosos. En otras palabras, “analítico” y “sintético” son términos que tienen
vaguedad, pero todos los términos de las lenguas naturales son vagos en alguna medida,
e incluso muchos, como “alto” o “bajo” y otros que admiten gradualidad, son más vagos
que éstos. Sin embargo, todos los términos vagos pueden emplearse sin grandes
dificultades en tanto haya casos claros a los que resultan aplicables y casos claros a los
que no resultan aplicables. Y no cabe duda de que hay ejemplos claros de enunciados
analíticos y sintéticos, aunque es admisible que pueda haber casos dudosos.

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A los fines de este curso, aceptaremos la distinción analítico-sintético como
criterio para distinguir las ciencias formales de las ciencias fácticas. Aceptaremos,
entonces, que las ciencias formales contienen exclusivamente enunciados analíticos,
mientras que las ciencias fácticas contienen tanto enunciados analíticos (como las
definiciones estipulativas) y enunciados sintéticos (como las hipótesis que forman las
teorías). Así pues, la diferencia esencial entre unas y otras es el hecho de contener o no
enunciados sintéticos. Todos los filósofos clásicos de la ciencia, desde los empiristas
lógicos, como Schlick, Carnap, Reichenbach, Hempel y otros que ya mencionamos,
aceptaron esta distinción y consideraron que las hipótesis y teorías científicas son
enunciados sintéticos y, por tanto, solo justificables a posteriori. Una gran parte del
programa de investigación de estos filósofos consistió, como veremos, en determinar de
qué manera las hipótesis y teorías científicas se justifican mediante la experiencia.

Contexto de descubrimiento y contexto de justificación

Según la filosofía clásica de la ciencia, debe distinguirse entre la manera en que


las hipótesis y teorías científicas se descubren (o inventan) y la manera en que se
justifican o evalúan desde el punto de vista epistemológico. La distinción entre contexto
de descubrimiento y contexto de justificación fue introducida por Hans Reichenbach
(1891-1953) en su libro Experience and Prediction de 1938, pero ya se encuentra, sin
ese nombre, en diversos filósofos del siglo XIX. Según Reichenbach, la filosofía de la
ciencia solo debe ocuparse del contexto de justificación, que está sujeto a reglas lógicas
(ya sean deductivas o inductivas). El contexto de descubrimiento debe ser objeto de
estudio de otras disciplinas, como la historia, la psicología o la sociología de la ciencia.
La distinción perdura en toda la filosofía clásica de la ciencia, hasta la década de 1960.
Algunos filósofos, como Karl Popper (1902-1994) sostuvieron incluso que el
descubrimiento científico no estaba sujeto a reglas lógicas y que, en algún aspecto, no
era por tanto un proceso enteramente racional. Posteriormente, diversos autores
agregaron otros contextos: el contexto de prosecución, posterior al de descubrimiento,
pero previo al de justificación, y el contexto de aplicación, posterior al de justificación.
La distinción entre los cuatro contextos es analítica o conceptual, pero eso no significa
que representen necesariamente etapas sucesivas de una investigación.

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Los filósofos clásicos de la ciencia, que estudiaremos en las primeras unidades
de esta parte del curso, no solo aceptaron la distinción entre los dos contextos, sino que
consideraron que la filosofía de la ciencia debía restringirse al contexto de justificación.
La razón de ello, en el fondo, es que consideraban que no existe una lógica del
descubrimiento. Y dado que la filosofía de la ciencia se funda en el análisis lógico de las
teorías científicas (aunque no se reduce únicamente a ello), no podrá ocuparse de los
procesos de descubrimiento, que no están sujetos a reglas lógicas.

La distinción entre los dos contextos está estrechamente relacionada con la


distinción entre el enfoque normativo y descriptivo de la ciencia. Según los filósofos
clásicos ya mencionados, la filosofía de la ciencia, y toda la teoría del conocimiento en
general, es una disciplina normativa, que no se ocupa de describir las prácticas
científicas o las conductas de investigación de los científicos o de las comunidades
científicas, sino de determinar cuáles son las normas por medio de las cuales debería
evaluarse los productos de la ciencia, en particular, las teorías, que eran consideradas los
vehículos por excelencia del conocimiento científico. En particular, la filosofía de la
ciencia debía ocuparse de la reconstrucción racional de las teorías científicas. Por
“reconstrucción racional” entendían la formulación de las teorías no tal como las
presentas los científicos, sino tal como debería presentarse desde un punto de vista
claro, simple, riguroso y lógicamente ordenado. Así la reconstrucción racional implica
reformular las teorías en un lenguaje preciso, exento en lo posible de toda ambigüedad y
vaguedad, como es el de la lógica matemática, y presentarlas axiomáticamente mediante
un conjunto lo más simple posible de axiomas independientes. Este ideal, como
veremos, resultó muy difícil de alcanzar.

Por otra parte, es evidente, para cualquiera que conozca un mínimo de ciencia o
de su historia, que los científicos no presentan sus teorías de esta forma y que los libros
de texto de ciencias naturales prácticamente no contienen axiomatización alguna. La
descripción de la manera en que los científicos presentan sus hipótesis y teorías, según
los filósofos clásicos, pertenece a disciplinas empíricas como la historia y la sociología
de la ciencia, pero no es competencia de la filosofía. Por esta razón, no es de extrañar
que dichos filósofos hayan tenido escaso interés en la historia de las teorías, en sus
procesos de descubrimiento, y en el problema del cambio científico en general. Su
interés principal era, en cambio, el análisis de la estructura lógica de las teorías, con el
fin de proporcionar la mejor reconstrucción racional de ellas. En suma, el contexto de

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justificación de la ciencia se ocupa de cuestiones normativas, principalmente de carácter
lógico, mientras que todas las cuestiones descriptivas sobre la ciencia son relegadas al
contexto de justificación. Como hemos de ver, esta distinción perduró hasta
aproximadamente la década de 1960, cuando fue cuestionada, o directamente ignorada,
por los filósofos de la ciencia de orientación historicista, como Thomas Kuhn (1922-
1996), cuya obra estudiaremos con detalle más adelante. No obstante, la distinción entre
los dos contextos resulta esencial para comprender la filosofía clásica de la ciencia, que
se origina con los empiristas lógicos y, por tanto, debemos tenerla siempre en cuenta en
todo lo que sigue.

El método hipotético-deductivo

Todos los filósofos clásicos de la ciencia, como los empiristas lógicos, son
hipotético-deductivistas, es decir, consideran que el método hipotético-deductivo es el
método propio de todas las ciencias fácticas. Surgido en el siglo XIX, aunque con
muchos antecedentes desde el siglo XVII, su nombre antiguo era el “método de la
hipótesis”. La idea central del método (en adelante, para evitar repeticiones, será
abreviado frecuentemente como H-D) es que las teorías científicas son conjuntos de
hipótesis que se justifican por medio de las consecuencias observacionales que
implican. Más precisamente, las teorías se contrastan empíricamente deduciendo de
ellas consecuencias observacionales. Carl Gustav Hempel (1905-1997) elaboró la
versión más clara del método, que es la que estudiaremos a continuación y en clases
siguientes. El método hipotético deductivo no proporciona un método para el
descubrimiento de hipótesis, sino solamente un método para su justificación. Por esa
razón, algunos filósofos de la ciencia lo consideran incompleto. Hempel mismo, por
ejemplo, reconoce ese hecho.

Las etapas de la investigación científica

El siguiente esquema resume de manera muy sintética las principales etapas de


una investigación científica de acuerdo con el método hipotético-deductivo.

0. Conocimiento disponible: en toda investigación hay un conocimiento previo


disponible, aunque sea conocimiento de sentido común o no sistematizado.

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Ninguna investigación científica puede comenzar a partir de un completo vacío
de conocimiento (algo que ya Aristóteles había advertido en el primer capítulo
de los Segundos analíticos).

1. Formulación del problema: toda investigación comienza con la formulación de


un problema que se quiere resolver. El problema se plantea en los términos del
conocimiento disponible. Es una pregunta para la cual el conocimiento
disponible no tiene una respuesta satisfactoria, o no tiene ninguna respuesta en
absoluto. Hay muchas clases de problemas diferentes que se plantea la ciencia:
algunos problemas son conceptuales, por ejemplo, si dos hipótesis son
lógicamente compatibles o no, mientras que otros problemas son de tipo
empírico, por ejemplo, cómo explicar la oxidación de un metal cuando se lo
sumerge en agua.

2. Formulación de una hipótesis: una hipótesis es un enunciado que, en caso de ser


verdadero, solucionaría el problema planteado. Es una respuesta a la pregunta
que origina la investigación. Las hipótesis son conjeturas, cuya verdad no se
conoce, pero se asume provisionalmente para proseguir la investigación. Una
teoría empírica puede considerarse como un conjunto de hipótesis organizadas
deductivamente, esto es como un sistema de hipótesis. Los postulados o axiomas
de una teoría en las ciencias fácticas se denominan las hipótesis fundamentales
de esa teoría.

3. Deducción de hipótesis derivadas: las hipótesis fundamentales de una teoría o,


en general, las hipótesis que se formulan para resolver un problema, a menudo
no pueden ser puestas a prueba o contrastadas por la experiencia. Es necesario,
entonces, deducir de las hipótesis fundamentales otras hipótesis, a veces de
menor generalidad, que se denominan hipótesis derivadas. Frecuentemente, para
deducir las hipótesis derivadas es necesario emplear otras hipótesis que se
denominan hipótesis auxiliares. Dada una teoría, las hipótesis auxiliares, por
definición, no pertenecen a esa teoría.

4. Deducción de consecuencias observacionales: la cadena deductiva de hipótesis


derivadas continúa hasta que logran deducirse consecuencias observacionales,

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enunciados que sean contrastables mediante observaciones o experimentos. Las
consecuencias observacionales son enunciados que, en principio, pueden
verificarse o falsarse mediante la experiencia, esto es, puede probarse mediante
alguna observación o experimento controlado que son verdaderas o falsas. Casi
siempre, la deducción de consecuencias observacionales a partir de una teoría o
hipótesis fundamental emplea hipótesis auxiliares. Es la conjunción de la teoría
con las hipótesis auxiliares la que implica las consecuencias observacionales y
no una hipótesis aislada por sí misma. Este hecho, como veremos, tiene
consecuencias epistemológicas muy importantes.

5. Contrastación de las consecuencias observacionales: una vez que se dispone de


consecuencias observaciones es posible realizar observaciones o diseñar
experimentos para contrastarlas. Si los resultados experimentales verifican una
consecuencia observacional, es decir, muestran que es verdadera, entonces, se
dice que la hipótesis o teoría de la cual han sido deducidas ha quedado
confirmada. Esto no implica que sea verdadera, ya que un enunciado falso puede
tener consecuencias verdaderas. Si la consecuencia observacional resulta falsa a
la luz de la experiencia, se dice que la hipótesis de la cual se dedujo ha quedado
refutada. Si puede o no concluirse de allí que dicha hipótesis es falsa es una
cuestión que debemos posponer ahora hasta analizar con más detalle la lógica de
la contrastación de hipótesis.

6. Formulación de nuevas hipótesis: si la hipótesis que sirvió como punto de


partida de la investigación fue refutada por la experiencia, debe formularse una
nueva hipótesis como solución al problema planteado. Así comienza otra vez el
ciclo de la investigación. En principio, siempre pueden formularse varias
hipótesis diferentes que pretenden solucionar un mismo problema. Cuando dos
hipótesis que se proponen para resolver un mismo problema son lógicamente
incompatibles entre sí (es decir, cuando no pueden ser ambas verdaderas) se
denominan hipótesis rivales. Los experimentos que se diseñan para contrastar
simultáneamente dos o más hipótesis rivales se llaman experimentos cruciales.
En principio, cuando una hipótesis ha sido refutada hay diferentes maneras
lógicamente posibles de revisar la teoría o el sistema de hipótesis al que

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pertenece dicha hipótesis en particular. Nos ocuparemos de esa cuestión en
próximas clases.

Señalemos solamente dos características del método hipotético-deductivo. En


primer lugar, como ya se dijo, no ofrece ninguna instrucción acerca de cómo inventar
hipótesis para resolver un problema. El método presupone que las hipótesis ya han sido
formuladas y, una vez que se dispone de ellas, ofrece instrucciones acerca de cómo
contrastarlas mediante la experiencia. En segundo lugar, en el proceso de investigación,
la observación está al servicio de la contrastación de hipótesis o teorías. La
investigación no comienza con la realización de observaciones o experimentos, sino que
estos se realizan al final del proceso, una vez que ya se han deducido consecuencias
observacionales de las hipótesis fundamentales. Todos los autores hipotético-
deductivistas señalan que sin la guía de una hipótesis la observación es “ciega”, o
directamente irrelevante. Si no se tiene una hipótesis, no es posible determinar qué
hechos son relevantes para el problema planteado, por consiguiente, el científico no
sabría qué debería observar, ya que el número de observaciones posibles es ilimitado o,
al menos, enormemente grande. De esta manera, la observación siempre está guiada por
la teoría, o, al menos, por una hipótesis preliminar.

El método hipotético-deductivo se opone así a una concepción inductivista


(ingenua, pero popular en el pasado) de la ciencia, según la cual la investigación
científica comienza realizando observaciones, clasificando los datos obtenidos y luego
generalizándolos para obtener hipótesis o leyes generales. Algunos filósofos de la
ciencia, sin embargo, sostienen que el proceso de descubrimiento de nuevas hipótesis
puede, al menos en algunas ocasiones, seguir esta vía inductiva. Reichenbach mismo
fue en algún momento partidario de esta concepción inductivista del descubrimiento.
Los hipotético-deductivistas, como Hempel, replican que, si bien algunas hipótesis
empíricas de bajo nivel pueden descubrirse por inducción, las hipótesis teóricas y las
teorías en general no son el resultado de procesos inductivos. Más aun, no pueden serlo,
ya que postulan a existencia de entidades inobservables. La hipótesis de que toda la
materia está compuesta por átomos, por ejemplo, no podría haberse descubierto
mediante un proceso inductivo que comenzara por la observación de hechos, ya que ni
los átomos ni sus propiedades son observables.

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Adviértase que, según el método H-D, la experimentación se produce en las
etapas finales de la investigación, cuando se dispone de una hipótesis o teoría que pueda
ser contrastada y se han deducido de ella consecuencias observacionales. La
investigación científica puede comenzar con la observación que lleva a plantearse un
problema empírico, por ejemplo, la observación de un fenómeno nuevo y sorprendente,
que no resulta explicable, o siquiera clasificable, mediante el conocimiento disponible.
Pero si no se plantea un problema o una pregunta acerca de ese fenómeno, la
investigación ni siquiera puede comenzar. Por otra parte, si no se formula una hipótesis,
aunque sea muy provisoria, como respuesta a dicha pregunta o solución a dicho
problema, no se puede determinar cuáles son las observaciones que serían relevantes
para dicho problema.

Estudio de un caso histórico: la presión atmosférica

Estudiaremos ahora un episodio histórico ejemplar de investigación científica


que ocurrió a mediados del siglo XVII y que tuvo como protagonistas, según veremos, a
varios filósofos y científicos de diferentes países. Se trata del descubrimiento de la
presión atmosférica y la consiguiente invención del barómetro. El caso es lo
suficientemente sofisticado como para permitirnos ver las complejidades y sutilezas de
la formulación y contrastación de hipótesis.

La historia comienza con Galileo (1564-1642), que en un pasaje de su célebre


Diálogo sobre dos ciencias nuevas (publicado en 1638) discute una observación
intrigante acerca de las bombas hidráulicas. Todos los ingenieros y artesanos que
construían bombas aspirantes para extraer agua de los pozos sabían por experiencia que
ninguna clase de bomba, cualquiera sea su tamaño, puede elevar el agua a una altura
mayor que la de 18 cúbitos (una unidad de medida antigua equivalente a 34 pies y
aproximadamente igual a 10, 4 metros). Independientemente de cuál sea el diámetro del
tubo, si este tiene más de 18 cúbitos de longitud, el agua no podrá llegar a la superficie.
El problema que se plantea Galileo y que da origen a la investigación es, precisamente,
por qué se produce esa regularidad observada. Se busca, pues, una explicación de ese
hecho, que no es un hecho singular, sino una regularidad empírica (no es algo que
ocurra con una bomba o tipo de bomba en particular, sino con todas), algo que
podríamos llamar un hecho general o típico. Para explicarlo, Galileo propone la

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hipótesis de que lo que ocurre es que la columna de agua dentro del tubo se rompe por
su propio peso, como ocurre cuando se levanta una soga, o una varilla de madera o de
hierro (algo que puede comprobarse por experiencia). Adviértase que la hipótesis se ha
concebido por analogía con otros fenómenos familiares.

¿Qué consecuencias se deducen de esta hipótesis? ¿Constituye una explicación


aceptable de la regularidad observada? En su obra, Galileo simplemente acepta esa
explicación sin desarrollarla ni analizarla. Pero es evidente que tiene problemas. Ante
todo, la hipótesis implica que el peso de 18 cúbitos de agua es el máximo que la
columna de agua puede soportar, pero tubos de diferente diámetro e igual longitud
contendrán columnas de agua de muy diferente peso. Entonces, ¿por qué todas se
rompen exactamente a la misma longitud? El volumen de un cilindro aumenta
proporcionalmente al cuadrado de su radio, de modo que un cilindro cuyo radio sea el
doble de otro contendrá una cantidad de agua que es cuatro veces mayor que la del
primero y, por tanto, pesará cuatro veces más. Para explicar que todas las columnas de
agua se corten a la misma longitud es necesario postular la hipótesis adicional según la
cual la resistencia de la columna de agua es proporcional al cuadrado de su radio. Sin
embargo, esto no es lo que se observa con las sogas u otros materiales: en general no es
cierto que una soga que tenga el doble de radio que otra sea cuatro veces más resistente.
La experiencia muestra, por el contrario, que las sogas del mismo material, pero de
diferentes grosores no se cortan todas a la misma longitud cuando se las levanta desde
uno de sus extremos. La hipótesis adicional que se necesita para explicar la regularidad
observada es en realidad una hipótesis auxiliar de un tipo especial que se denomina
hipótesis ad hoc. Más adelante analizaremos con detalle esta clase de hipótesis, por el
momento, digamos que se trata de hipótesis que se introducen con la única finalidad de
resolver un problema específico, generalmente, para evitar la refutación de una hipótesis
o teoría.

Evangelista Torricelli (1608-1647), uno de los discípulos de Galileo,


proporcionó una explicación completamente diferente del mismo fenómeno general.
Tanto Galileo como Torricelli, así como muchos otros filósofos desde la Antigüedad
habían tratado de explicar la razón por la cual es tan difícil producir vacío. Si uno suelta
un émbolo o pistón, el agua o el aire enseguida lo llenan. La explicación tradicional de
estos fenómenos, que se remonta a Aristóteles, era que la naturaleza tiene “horror al
vacío” (el célebre horror vacui de la escolástica medieval), de modo que siempre trata

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de evitarlo. La explicación parece demasiado antropomórfica como para resultar
satisfactoria en un momento de auge del mecanicismo, como era el siglo XVII. [Dicho
sea de paso, el antropomorfismo en la explicación de los fenómenos naturales es propio
del pensamiento mítico-mágico-religioso y, de hecho, todavía no ha desaparecido, como
lo muestra la pervivencia de expresiones como la “madre naturaleza”, la “madre tierra”
o la “roca viva”, que muchos todavía toman literalmente]. Torricelli, como muchos de
sus contemporáneos estaba realizando experimentos para determinar la existencia del
vacío y las causas por las cuáles la naturaleza parece tratar de evitarlo. La cuestión de si
el vacío existía o no era crucial en el siglo XVII, sobre todo para los anti-aristotélicos
como Galileo, porque toda la tradición escolástica aristotélica había negado la
posibilidad de que en la naturaleza pudiera haber vacío. Los cielos, por ejemplo, se
concebían llenos de una sustancia (sólida o fluida, eso era debatible) denominada éter.
Aristóteles mismo, en la Física, había considerado que la existencia del vacío era
imposible y hasta principios del siglo XVII su obra tenía una gran autoridad (aunque en
modo alguno era considerada indiscutible ni infalible, como a veces suele decirse).

Torricelli, contra toda la tradición aristotélica, sostuvo que el vacío existía y que
la naturaleza no le tenía ningún horror ni le oponía ninguna resistencia. La auténtica
causa de que la naturaleza parezca resistirse a la producción del vacío es según
Torricelli, la presión atmosférica. En una célebre carta a su mecenas, Michelangelo
Ricci, del 11 de junio de 1644 expuso sus conclusiones y describió los experimentos
que las sustentaban. Allí, en un pasaje célebre, afirmó que: Vivimos sumergidos en el
fondo de un mar de aire elemental, el cual [sabemos] por experiencia que tiene peso, y
tanto peso que el aire más denso en las cercanías de la superficie de la Tierra pesa
alrededor de 1/400 partes del peso del agua. Veamos cómo llego a esa hipótesis y
cómo la contrastó experimentalmente.

La hipótesis afirma que el aire tiene peso y que el peso del aire ejerce una
presión sobre el líquido que lo impulsa a elevarse por el tubo de la bomba. El hecho de
que el agua ascienda hasta los 18 cúbitos se explica por el hecho de que el aire tiene un
peso determinado. De esa hipótesis, Torricelli deduce muchas hipótesis derivadas. La
primera hipótesis derivada es que los líquidos más pesados, con mayor peso específico,
que el agua se elevarán a menos altura, suponiendo que el peso del aire permanezca
constante. Otra hipótesis derivada es que la altura a que se elevarán los líquidos será
directamente proporcional a sus pesos específicos. De allí se deduce una consecuencia

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observacional: si un líquido es tiene n veces el peso específico del agua, la altura a la
que se elevará por el tubo de una bomba será de 18/n cúbitos. Esa consecuencia
observacional puede contrastarse mediante un experimento con un líquido cuyo peso
específico relativo al del agua sea conocido.

Torricelli realizó el experimento con tubos llenos de mercurio que se invertían


en un recipiente lleno de mercurio. Su hipótesis permitía deducir que la altura del
mercurio en los tubos sería de 34/14 pies, esto es de 2 ½ pies (o en términos de
Torricelli, “una pulgada por encima de un cúbito y cuarto”), esto es, unos 76
centímetros. El experimento confirmó plenamente esta predicción. Torricelli explicó el
resultado observado como un equilibrio entre fuerzas: la columna de mercurio se
detiene cuando el peso del mercurio dentro del tubo (que ejerce una fuerza hacia abajo)
se compensa con la presión atmosférica del aire sobre la superficie del líquido, que
ejerce una fuerza hacia arriba (en suma fuerza peso = fuerza presión, es decir, ↓ = ↑). La
explicación de Torricelli es completamente mecanicista, por lo que evita todo
antropomorfismo, el problema de la altura de la columna es un simple problema de
hidrostática (la ciencia del equilibrio de los fluidos, que ya era conocida desde los
tiempos de Arquímedes (287-212 A.C.). Al hacerlo, admitió la hipótesis de que el aire
es un fluido, igual que el agua, y que ambos obedecen las leyes generales de la estática
de los fluidos.

Advirtamos que se necesita una analogía para aplicar los resultados del
experimento de Torricelli a las bombas aspirantes de agua, con las cuales no
experimentó. Se debe suponer, en efecto, que el tubo está lleno de aire y que la acción
de la bomba no consiste en producir vacío dentro del tubo, sino en desalojar el aire. A
medida que se desaloja el aire, el agua sube por el tubo empujada por la presión
atmosférica. Una vez que el agua alcanzó la altura máxima, en el tubo no queda vacío,
sino aire; el vacío se produce si la bomba prosigue trabajando una vez alcanzada la
altura máxima. Pero ¿cómo puede saberse que se ha producido un vacío?

En la siguiente figura puede verse el dibujo original que se encuentra en la carta


de Torricelli.

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El experimento de Torricelli no convenció a quienes negaban la existencia del
vacío, que sostuvieron que la parte superior de los tubos, aparentemente vacía, estaba
llena de alguna sustancia sutil y muy rarificada (“raro” en el lenguaje de la física es lo
contrario de “denso”) que no era visible, como un éter. Para refutar esa hipótesis ad hoc,
Torricelli realizó otro experimento donde el recipiente se llenaba de agua por encima
del mercurio. Luego, elevando lentamente el tubo, podía observarse que cuando el
extremo sumergido alcanzaba el agua, el mercurio caía y el agua llenaba rápidamente
todo el tubo. Con el fin de mostrar que el nivel del mercurio no se debía a la atracción
de una sustancia sutil que quedaba en la parte superior del tubo, Torricelli realizó otro
experimento con tubos que tenían extremos superiores diferentes, como se observa en la
figura. En ambos tubos, el mercurio alcanzó el mismo nivel, lo cual, según Torricelli,
refutaba la hipótesis de que la atracción se debía a esa supuesta sustancia, ya que dicha
atracción debería ser mayor en uno de los tubos (el que tiene una esfera en su extremo)
que en el otro, ya que este contendría mayor cantidad de sustancia. Los plenistas,
negadores del vacío, tampoco quedaron convencidos y propusieron la nueva hipótesis
ad hoc, según la cual el mercurio era retenido por especie de hilo invisible (un
funiculus) que operaba como una suerte de resorte. ¿Cómo podría contrastarse esa
hipótesis? No proseguiremos el tema, pero, como pueden advertir, el juego de las
hipótesis ad hoc parece no tener fin.

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Observemos que el experimento de Torricelli proporciona a la vez un
instrumento para medir la presión atmosférica: el barómetro. Los cambios en la presión
atmosférica deberían reflejarse en cambios en la altura del mercurio, a mayor presión
más altura y a menor presión, menor altura. Ese instrumento, como uno puede
imaginarse, permite diseñar nuevos experimentos para contrastar la hipótesis de
Torricelli.

La historia prosigue con Blais Pascal (1623-1662), que se encontraba en esa


misma época estudiando experimentalmente el problema de la existencia del vacío.
Pascal dedujo que si la hipótesis de Torricelli era cierta, la altura del nivel del barómetro
debía ser diferente a diferentes altitudes. Torricelli, en efecto, había estimado que la
altura de la atmósfera era de 50 millas, por lo que la superficie del mercurio en el
recipiente era el producto del peso del aire contenido en ese espesor. El espesor de la
atmósfera no se conocía con precisión, pero ese dato no es necesario para diseñar
nuevos experimentos. Cualquiera sea el espesor de la atmósfera, la hipótesis de
Torricelli implica que si se asciende una altura de una milla sobre el nivel del mar, la
presión atmosférica debe ser menor y por tanto, el nivel del mercurio en el barómetro
debe descender. Pascal, que era inválido, no podía realzar el experimento ascendiendo a
una montaña, pero le encargó a su cuñado Jean Périer que lo llevar a cabo. En una carta
del 22 de septiembre de 1648, Périer le transmite los resultados del experimento que
realizó en el Puy-de-Dôme, un monte que se encuentra cerca de la ciudad de Clermont-
Ferrand (a unos 420 kilómetros de París) y tiene una altura estimada en ese momento en
500 toesas (cerca de 1000 metros). Périer realizó, en realidad, toda una serie de
experimentos. Primero, en un monasterio situad al pie del Puy-de-Dôme colocó dos
barómetros y comprobó que el nivel del mercurio descendía hasta el mismo punto en los
dos: 26 pulgadas y 3 ½ líneas. Luego separó los dos barómetros dejó uno de ellos al pie
del monte, con un observador que lo controlara, y llevó el otro hasta la cima del monte.
Allí, mediante repetidas observaciones, comprobó que el mercurio descendía hasta 23
pulgadas y 2 ½ líneas, es decir, que la diferencia entre los dos barómetros era de 3
pulgadas y 1 ½ líneas. Al volver al pie del monte, comprobó que la altura del otro
barómetro no había sufrido modificaciones y, por el testimonio del observador que
había dejado (conocemos su nombre por la carta de Périer: era el reverendo padre
Chastin), supo que tampoco en su ausencia había sufrido variaciones. Se trató de dos
experimentos, siendo el del monasterio lo que hoy se denomina un experimento de

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control. Conjuntamente, los dos experimentos confirmaron la hipótesis de la presión
atmosférica de Torricelli.

Al enterarse de estos resultados, Pascal dedujo otras consecuencias


observacionales: si se asciende 20 toesas, la diferencia en el barómetro debería de ser de
2 líneas, mientras que si se ascienden 6 o 7 toesas, la diferencia debería ser de media
línea. Esas predicciones podían ser contrastadas en la ciudad, sin necesidad de escalar
montañas. Pascal afirma haber realizado el experimento al pie y en la cima de la torre de
Saint-Jaques-de-la-Boucherie, que se encuentra en el centro de París, y cuya altura
estima entre 24 y 25 toesas, encontrando una diferencia de poco más de dos líneas.
Luego realizó el mismo experimento al pie y en la terraza de la casa de un amigo,
encontrando una diferencia de media línea. Todo ello, concluye Pascal, concuerda con
los resultados de Périer y, por tanto, confirma la hipótesis de Torricelli.

[Nota histórica: la torre de Saint-Jacques se construyó entre 1509 y 1523, pero


fue parcialmente destruida en 1793, durante la Revolución Francesa. Se reconstruyó
varias veces durante el siglo XIX. Su altura actual es de 54 metros, un poco mayor que
la que indica Pascal, aunque no sabemos cuánto medía exactamente antes de su
destrucción. En la base hay una estatua de Pascal que recuerda sus experimentos,
aunque hay fuentes que indican que estos se habrían realizado en otro lugar: la iglesia
de Saint-Jacques-du-Haut-Paris].

[Problema matemático: tomando el valor actual de la pulgada en 25,5


milímetros y sabiendo que un pie mide 12 pulgadas, calcular, usando los datos de
Périer, cuál era el valor en milímetros de las líneas que graduaban el barómetro].

[Problema físico: cómo se explica mediante la hipótesis de la presión


atmosférica que el mercurio descienda hasta los 76 centímetros en todos los tubos,
cualquiera sea su grosor, a pesar de que los tubos más gruesos contienen más mercurio
y, por tanto, la columna tiene mayor peso].

El análisis que hemos presentado está lejos de agotar el caso de estudio. Ante
todo, como ya podemos advertir, Torricelli empleó un número considerable de hipótesis
auxiliares para deducir las consecuencias observacionales que contrastó en sus
experimentos. Y hemos mencionado una de ellas: que el aire, el agua y el mercurio son
fluidos que cumplen con las leyes generales de la estática de los fluidos. Hay otras

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hipótesis auxiliares presupuestas y constituye un buen ejercicio de análisis tratar de
identificarlas. Si no se aceptara alguna de las hipótesis auxiliares, la consecuencia
observacional que se contrastó no podría haberse deducido. Por ejemplo, si se negara
que el aire es un fluido sometido a las mismas leyes físicas que los líquidos, la
argumentación de Torricelli no podría sostenerse.

Por otra parte, existen en principio muchos factores que podrían afectar el
resultado del experimento, como, por ejemplo, la temperatura del ambiente (o la
humedad, la iluminación, el material de los tubos, etc.). Torricelli no tuvo en cuenta
ninguno de estos factores, es decir, admitió implícitamente lo que en filosofía de la
ciencia se llama una cláusula ceteris paribus (expresión latina que significa “siendo
iguales las demás cosas”). Este tipo de cláusula afirma que no existen otros factores
relevantes que podrían modificar el resultado del experimento, en particular, que no hay
causas ocultas o desconocidas operando sobre el dispositivo experimental. Todo
experimento requiere una cláusula ceteris paribus, pues, de otro modo, no podría
realizarse. En efecto, los factores potencialmente relevantes que podrían cambiar el
resultado experimental son, en principio, ilimitados. De hecho, cualquier cosa podría
influir en ese resultado: el color de ojos del experimentador, su nombre o su fecha de
nacimiento. Usualmente descartamos estos factores, pero eso solo puede hacerse sobre
la base de nuestro conocimiento previamente disponible. Al hacerlo, necesariamente
tomamos como presupuesto un número muy grande de hipótesis y teorías aceptadas,
que, sin embargo, podrían ser falsas. A menudo se descubre que un factor que no se
había tenido en cuenta está afectando de manera drástica el resultado de un experimento
y que, cuando ese factor se elimina o se controla, el resultado experimental es muy
diferente. De todo ello se sigue que las cláusulas ceteris paribus son muy inciertas,
pues, de hecho, nunca podemos saber si son verdaderas, es decir, si se cumplen o no en
el caso particular del experimento que hemos realizado. No obstante, son
indispensables, ya que en la práctica no es posible repetir un experimento variando
todas las condiciones que podrían afectar su resultado (por ejemplo, con
experimentadores de todos los nombres posibles, etc.). Todo esto ya nos da una idea de
todas las incertidumbres que acechan a la investigación científica. Algunas pueden
reducirse, y de hecho eso se hace a menudo de manera exitosa, pero nunca podrán
eliminarse todas. Por consiguiente, nunca podremos tener certeza absoluta acerca de
ningún resultado experimental. La ciencia es esencialmente falible.

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Bibliografía obligatoria

Sobre las etapas de la investigación científica deben leerse:

HEMPEL, C. G. (1966) Filosofía de la ciencia natural. Madrid: Alianza. [Capítulos 2 y


3].

KLIMOVSKY, G. (1994), Las desventuras del conocimiento científico. Buenos Aires:


A-Z Editora. [Capítulo 8].

Bibliografía optativa

Los textos originales en los que se basa el caso de estudio histórico se encuentran en:

MAGIE, F. (1963) A Source Book in Physics. Cambridge, MA: Harvard University


Press. [pp. 69-75].

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