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Nacion y Diferencia Siglo XIX PDF
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Contenido
Prólogo...................................................................................................................... ix
1. La nación como-unidad.................................................................................... 3
Criollos e hispanoamericanos............................................................... 21
La mujer calentana........................................................................... 94
Los bogas.......................................................................................... 95
Los cosecheros.................................................................................. 98
vii
Prólogo
A Isabel y Nabyl. Sus inesperadas y aun recientes muertes
me hicieron pensar y sentir de otras formas la vida,
incluido el curioso oficio de la antropología.
Esta investigación nació del gran interés que despertó en mí la lectura paralela
del Ensayo sobre las revoluciones políticas de José María Samper, 1861, y de La
República en la América española de Sergio Arboleda, 1867. A pesar de las dife-
rencias evidentes entre los dos pensadores decimonónicos respecto a su filiación
política, al papel que cada uno asignaba a la Iglesia católica en el Estado y al tipo
de democracia que proponían establecer, encontraba que era necesario ir más allá
de estas discrepancias para interrogar las formas en que era pensada la nación
colombiana en el siglo XIX. Ambos pensadores hicieron del campo de la escri-
tura y de su ejercicio letrado escenarios para fundar y pensar la nación, a la vez
que se definían y se posicionaban como miembros de la élite nacional. Ellos no
eran casos aislados en un ambiente político y cultural dominado por la figura del
letrado, ya fuese cosmopolita o “raizalista”, liberal o conservador, comerciante,
hacendado o sólo literato.
Teniendo presente estas diferencias en los letrados, comencé a plantearme
preguntas sobre la construcción de la nación “más allá de la comunidad imagina-
da”, al decir de Castro y Chasteen (2003). No sólo sobre los textos de Samper y
Arboleda, sino sobre muchos otros, era posible preguntarse cómo la nación era a
la vez un proyecto de unificación y diferenciación, en el cual la figura del pueblo
era constituida paralelamente a la de la élite nacional. De allí que, en relación con
la construcción de la nación, el tema que más me ha llamado la atención, por su
recurrencia en la descripción que se hace de Colombia, es el de la producción de la
diferencia, en particular, la regional. Sin embargo, la lectura del mismo Arboleda
y de las geografías y descripciones del país en la primera mitad del siglo XIX me
demostraba la preeminencia de otras formas de diferenciación poblacional que
no aludían a lo regional, sustentadas todas en fuertes explicaciones racialistas.
La diferencia emergía por doquier en los relatos de la nación, por cuanto era un
camino privilegiado para generar un orden jerárquico en el que las élites letradas
definían su posición. En este sentido, la construcción de las diferencias fue tam-
bién un escenario de lucha de las élites por hacerse al dominio simbólico de la na-
Julio Arias Vanegas
*****
Al respecto, ver Alonso (1994), Appelbaum (2003), Castro y Chasteen (2003), Rojas (2001),
Urueña (1994), Wade (2000, 2003b) y los ensayos contenidos en Appelbaum, Macpherson y
Rosemblatt (2003).
Julio Arias Vanegas
durante el siglo XX. Si bien podría hacerse un estudio sobre la forma en que cada
región era representada desde una clasificación regional actual –un ejercicio de
heterogeneidad sobre lo homogéneo, propio del observador contemporáneo–, ello
carece de validez para la presente investigación. El objetivo de ésta siempre ha
sido atender a las formas y a los términos propios en que la diferencia poblacional
y también espacial fueron elaboradas. Por tal razón, se exploran taxonomías
propias del siglo XIX en las que las figuras regionales todavía no aparecían
privilegiadamente o en las que se entremezclaban con otras, de acuerdo con
su función o sentido en el conjunto del mapa de la diferencia poblacional de la
nación.
El problema de la unidad y la diferencia es abordado a partir de diversos tex-
tos naturalistas, geográficos, literarios, etnográficos y políticos –esta distinción
era muy difusa– escritos por un conjunto de pensadores que, signados por su
carácter letrado, se posicionaban como agentes del gobierno de la nación. Incluso,
no pocos de los escritores analizados tomaron parte activa en la formación del
Estado nacional. En el siglo XIX, los letrados ocupaban de forma privilegiada
el campo del poder político nacional. En el fondo, esta investigación puede ser
pensada como un estudio sobre este conjunto de letrados, quienes por medio de
construir la diferencia se definían como élite nacional. En el siglo XIX, la na-
En su gran mayoría, los textos escogidos fueron de amplia divulgación, en la medida del siglo
XIX, e influyentes y determinantes en la actividad literaria y política. Algunos de ellos fueron
éxitos editoriales de la época y reeditados en numerosas ocasiones a lo largo de los siglos XIX y
XX.
Los autores de los textos analizados, en su gran mayoría, son claros representantes de la élite
letrada y política nacional de la segunda mitad del siglo XIX. Ellos escribieron y publicaron gran
parte de sus obras entre la década de los cincuenta y ochenta, y por esto han sido principalmente
estudiados en torno a las divisiones políticas propias de la formación de los partidos tradicionales.
No obstante, deben ser apreciados como una generación que se formó a plenitud bajo la vida
republicana, tomando la dirigencia intelectual y política de la primera generación de republicanos
de los treinta y cuarenta. De allí su inminente preocupación por fundar el Estado y la nación,
por consolidar una verdadera vida republicana, por conocer e integrar pueblos y naturalezas,
por el estudio de las costumbres populares, por auscultar el pueblo y el campo nacional, y
por sobrepasar definitivamente la vida colonial, sin olvidar los matices. No obstante, ya fuese
porque algunos de ellos viajaron y estudiaron en Europa, o porque particularmente trazaban
una ascendencia directa con España, esta élite se caracterizó con fuerza por la conjunción de un
pensamiento nacional y un espíritu cosmopolita determinante en la comprensión de lo propio y de
las diferencias internas –con el alma y el corazón dividido entre Europa y Colombia–. La mayoría
de estos autores transitaba entre la política, los viajes, el naturalismo, la geografía, la literatura,
la etnografía y el ejercicio de cargos gubernamentales, signados todos por el poder de la escritura
y un carácter letrado. Aunque algunos se circunscribieron a la actividad política y literaria,
otros fueron reconocidos hacendados y comerciantes, preocupados por una vida industriosa,
productiva y activa. Las diferencias respecto a estas actividades, los oficios y el origen, sin
embargo, marcaron importantes matices respecto a las consideraciones sobre la política, el poder
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Julio Arias Vanegas
eclesiástico, la educación y el papel del pueblo; estos autores no conformaban para nada un grupo
homogéneo. Empero, en conjunto, reiteraron por medio de su ejercicio la posición del altiplano
(específicamente, Bogotá), Popayán y Antioquia como centros de poder y conocimiento de la
nación. Por ello mismo, los mapas de la diferencia poblacional se movían principalmente en el eje
de poder que constituía Bogotá, Antioquia y Popayán, con tipos humanos y regionales alrededor,
y bárbaros, negros e indios en los márgenes y las fronteras.
En especial, la primera parte de este texto profundiza sobre estas reflexiones.
En este texto, el problema de la diferencia no es abordado en torno al biopoder, entendido, tal
y como lo plantea Foucault (1976), como el conjunto de políticas y prácticas gubernamentales
que desde el siglo XIX han pretendido transformar, cuidar y regular la vida de la población,
comprendida esencialmente en términos biológicos. Así, cuando aquí utilizo reiteradamente el
término “diferencia poblacional” no lo hago en ese sentido biopolítico, sino equiparándolo con
pueblo o con la diferencia entre pueblos. Esto lo determiné para no hablar de diferencia racial, ya
que, aunque el término puede ser adecuado, puede también ser interpretado exclusivamente como
referente a la clasificación racial de las tres grandes razas. Asimismo, tampoco utilizo el término
diferencia cultural, puesto que no es el adecuado en el contexto del siglo XIX, tal y como sí sería
en el siglo XX. Esta consideración sobre la biopolítica en este texto se debe al tipo de fuentes y al
problema concreto trabajado, sin negar que éste está atravesado por la creciente preocupación del
Estado moderno por el manejo de la población, como eje central de lo que Foucault (1978) llamó
la gubernamentalidad.
xvi
Introducción
Esta discusión fue motivada a partir de las obras ya clásicas de Gellner (1983) y Anderson
(1991). El primero atendió a la importancia de la estandarización cultural en las sociedades
modernas capitalistas, de la mano de la conformación de los estados nacionales. Por su lado,
Anderson enfatizó en las profundas transformaciones culturales que llevaron a que la nación
fuera pensada como una “comunidad imaginada” de iguales que se caracteriza por relaciones de
camaradería y horizontalidad. Ha sido la teoría poscolonial, en autores como Chatterjee (1986,
1993) y Bhabha (1990a), la que ha comenzado a cuestionar fuertemente las limitaciones de estas
visiones totalizantes, europeizantes y ajenas a las relaciones coloniales de poder que sustentaron
la fundación de las naciones periféricas.
En este sentido, Wade está retomando a Bhabha (1990a), quien explica cómo en la narración de
la nación se generan tensiones entre una “temporalidad historicista-pedagógica”, que sitúa al
pueblo nacional frente a los otros como una entidad homogénea en un tiempo lineal compartido,
y una “temporalidad performativa”, donde los nacionales en la cotidianidad crean significados
sobre las diferencias culturales y dan muestra de éstas. Según Bhabha, la narración de la nación
implica una ambivalencia en sí misma: entre proyectos de homogenización y de diferenciación.
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Julio Arias Vanegas
Ver también el prólogo de Holt en el libro editado por Appelbaum et al. (2003).
Los textos de la Comisión Corográfica, por ejemplo, se inscribieron en dicho esfuerzo colonialista-
modernizador. La Comisión fue una de las mayores expresiones de ese pensamiento de la época,
pero no fue la única ni lo ejemplifica todo; ensayos políticos y literarios, relatos de viaje, cuadros
de costumbres y textos científicos demuestran la centralidad del racialismo, la importancia del
naturalismo, de las exploraciones y del colonialismo en la producción de las diferencias.
10 En este texto utilizo más el término racialismo que el de racismo para dar cuenta de los esfuerzos
discursivos por explicar y naturalizar las diferencias humanas, los cuales cobraron a partir del
siglo XVIII, en la definición de Occidente como centro del mundo, una fuerza particular en la
configuración de una colonialidad del poder mundial y nacional. Según Todorov (1989), este
racialismo se ha fundamentado en una serie de proposiciones básicas: 1) la existencia indiscutible
de razas humanas que son fácilmente distinguibles; 2) la continuidad entre lo físico y lo moral,
es decir, que la división del mundo en razas corresponde a una división de grupos culturales; 3)
el racialista no sólo señala que existen las razas sino que crea una jerarquía entre éstas.
xviii
Introducción
opera solamente con la categoría de raza, sino con distintas categorías y sistemas
de clasificación que son “racializados”11. Las categorías pueblos, tipos humanos
o tipos regionales estaban plenamente racializadas en el siglo XIX colombiano. Si
bien el mestizaje, el aumento de la conciencia nacional y la transformación de los
saberes sobre la diferencia marcaron un cambio en la preeminencia de los rasgos
somáticos en el racialismo, paralela a la emergencia de cierto culturalismo, éste
nunca desapareció, por cuanto determinaba, naturalizaba y fijaba con fuerza las
diferencias poblacionales. El culturalismo de la regionalización de la diferencia
no abandonó en el siglo XIX, ni aun en el XX, la racialización de rasgos natura-
lizados de los tipos o los pueblos regionales.
En principio, esta investigación se concentró en los años que transcurrieron
entre 1830 y 1886, desde la constitución de la Nueva Granada hasta el período
conocido como la Regeneración. Este corte se basó en el supuesto de que durante
las dos últimas décadas del siglo XIX se presentaron cambios significativos en
la construcción de la unidad y de las diferencias internas, por los principios que
estableció la Regeneración, los nuevos modelos legales de ordenamiento territorial
y el ascenso de la economía cafetera y de nuevos grupos sociales asociados a
ésta. No obstante esta concentración en unas décadas específicas, especialmente
a mediados del siglo XIX, este trabajo finalmente no se rigió por un estricto corte
cronológico, por cierto arbitrario, sino que proyectó sus reflexiones a lo largo del
siglo.
Esta forma de entender el período proviene, además de un acercamiento
genealógico, de los presupuestos básicos de la antropología histórica (Süssmuth
1984). Es así, por cuanto esta investigación aborda históricamente aspectos
antropológicos fundamentales, como la diferencia, la identidad, la alteridad y los
órdenes simbólicos, en el contexto de la construcción de la nación en la Colombia
decimonónica. En este texto, las preguntas se refieren a cuestiones básicas que giran
en torno a las diferentes formas históricas y culturales en las que ha sido pensada y
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Julio Arias Vanegas
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I. La nación como proyecto de unidad
y diferenciación de la élite,
su pueblo y los marginales
Esta primera parte abre la discusión sobre las tensiones, contradicciones y retos
implícitos en la nación como construcción discursiva, a partir de la cual son crea-
das y reiteradas paralelamente la unidad y la diferencia. En esta ambivalencia, dos
figuras cobran vital importancia en el siglo XIX colombiano: élite y pueblo emer-
gen, en permanente tensión, en los relatos e imágenes sobre lo igual, lo distinto,
lo propio, lo ajeno, lo nuestro, lo otro, lo central y lo marginal, que atraviesan la
contingente, ambigua, pero pretendidamente coherente y unitaria construcción
de la nación. Como detallaré en el primer capítulo, los fundamentos de unidad
no podían distanciarse de las estrategias de diferenciación. La unidad misma era
pensada desde y con las diferencias. El pueblo nacional era inventado allí como el
otro distante y “nuestro” de la élite, y, al mismo tiempo, generaba patrones de nor-
malización y particularización desde los cuales era posible pensar una diferencia
aceptable y definir los márgenes poblacionales y simbólicos de la nación. Ello es
abordado en el tercer capítulo.
1. La nación como-unidad
Las naciones aparecen ante nosotros como objetos o conjuntos culturales limitados,
particulares y autocontenidos, precisamente porque son poderosas construcciones
simbólicas que ordenan y se sustentan en formas de identificación colectiva e
individual. Esta ficción de unidad en la forma nacional sólo tiene sentido en el
contexto de formación de los estados modernos, como un medio importante de
ejercer dominio y soberanía en un territorio delimitado como propio (Cf. Gellner
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12 En las referencias entre paréntesis utilizo “Cf.” para indicar la existencia de otros autores que
han señalado consideraciones similares a las expresadas aquí. Además, utilizo “Cf.” para indicar
que se puede confrontar esta idea en determinada fuente secundaria, y así, distingo de “ver” para
precisar la fuente primaria donde se puede encontrar la idea señalada. También uso referencias
entre paréntesis para indicar que determinada idea se puede encontrar ampliada en una parte del
presente texto. Por ejemplo (Cf. I/3.1) indica que esto se puede confrontar en la primera parte,
sección 3.1.
La nación como proyecto de unidad y diferenciación
Las biografías nacionales tienen el reto de presentar una historia coherente y uni-
taria del sujeto-pueblo nacional, que genere formas de identificación, simultanei-
dad y homogeneidad en una misma temporalidad. En el siglo XIX colombiano
fue construida una historia civilizadora y nacional, cuyo punto de origen era la
Independencia, y a partir de la cual eran explicados, en una lógica serial y teleo-
lógica, el pasado, el presente y el futuro de todos los habitantes del territorio Sin
duda alguna, la historia nacional del siglo XIX era una civilizadora, como lo ha
mostrado Colmenares (1986). Esta historia, al tener que integrar en su relato a
pueblos muy diversos y tener que reconciliar pasados de violencia y colonialismo
con el presente nacional, dejó de lado la coherencia y fue habitada por giros, pa-
radojas y fisuras.
Durante las décadas siguientes a la Independencia, la narración temporal
de la naciente república se concentró más en el futuro que en un pasado lejano
y ancestral. El horizonte ilustrado de la civilización y el fulgor postindependista
permitieron proyectarse hacia adelante, teniendo como principal sustento la idea
de la revolución. Para constituir la Independencia (en mayúscula) como momento
fundacional de la nación, la historia debía explicar su carácter, valor y legitimi-
dad, en el marco de la reflexión sobre las constantes revueltas y frente al pasado
colonial español. Las historias escritas hasta la década del sesenta del siglo XIX
se concentraron en dar un sentido a las revoluciones que había vivido Colombia
desde 1810 hasta 185413. Éstas fueron concebidas como evidencias del reajuste de
la sociedad, en aras de alcanzar la civilización y liberarse de la pesada herencia
colonial de barbarie, opresión y oscuridad14. Así lo expresaba Ancízar en un edi-
torial: “las revoluciones políticas no son acontecimientos casuales: son medios
concedidos al género humano para satisfacer sus necesidades de progreso y de ci-
vilización” (Ancízar 1848: 15). Por tales razones, más que un período de revueltas
violentas, los años que transcurrieron de 1810 a 1849 son para Samper “ejemplos
admirables de lo que pueden en los pueblos civilizados la fuerza de la razón, el in-
flujo de la verdad i el imperio incontestable de la opinión pública” (Samper 1853:
2). El propósito de esta historia, particularmente liberal, fue hacer conscientes a
todos los nacionales de vivir en una nueva y memorable época, e incorporarlos
13 Al respecto, fueron revisados, en especial, Restrepo (1858) y Samper (1853, 1861). Es significativo
que estos textos inicien en 1810 y 1832, bajo la visión implícita de la Independencia como punto
cero de la historia.
14 De allí que la revolución inaugurada desde 1810 continuara siendo un proyecto presente por el
cual luchar (Samper 1853).
Julio Arias Vanegas
15 En esta historia fueron fundamentales “los héroes de la revolución y de la patria” como modelos
a seguir, para los ciudadanos y el pueblo en formación (Álvarez 1995: 54).
16 Particularmente, en las décadas de los cincuenta y sesenta, en medio del surgimiento de los par-
tidos políticos y del espíritu reformista frente a la herencia colonial, la representación del pasado
fue un escenario de confrontación política entre el conservatismo, el liberalismo y sus vertientes.
Para las diferentes posiciones, el pasado colonial se constituyó en una forma de dar sentido y
legitimidad a su lucha política, por lo que era leído, juzgado o valorado, desde la actividad y la
propaganda política. Durante estas décadas, en el contexto de dicha confrontación política, el
pasado colonial fue usado como diferenciador de grupos sociales, miembros de la élite, poblacio-
nes y regiones (Cf. II/3). En particular, los liberales utilizaron el término colonial para referirse
a personas o grupos, como calificativo negativo equivalente a retrógrado, oscurantista, fanáti-
co, anticuado, tradicionalista y atrasado, entre otros. (Revisar, en especial, Ancízar 1853, Díaz
1859a, Samper 1861). Todo aquello que fuera visto como una perspectiva o incluso una actitud
“tradicional” frente a las ideas progresistas era desplazado al pasado, en un espectro en el que el
futuro debería ser el norte de las acciones presentes. Este juego de oposiciones y la mirada sobre
el pasado se daba en el marco de la lucha política y cultural decimonónica entre “modernos y an-
tiguos”, “progresistas y tradicionistas”, definida así por los primeros. Para los autoproclamados
progresistas, la Colonia era “el medioevo” americano necesario para legitimarse y situarse como
agentes de una nueva época –de allí la recurrente equiparación entre las dos épocas–.
La nación como proyecto de unidad y diferenciación
colombiano. Al fin y al cabo, ¿cómo podía ser tan sólo negativa la visión sobre los
ancestros y la patria con la que se compartían fuertes vínculos culturales y fami-
liares? Así, un gran reto para los letrados consistió en restaurar el pasado español
y reconciliarlo con el presente nacional. Durante el siglo XIX primó la valoración
del pasado hispánico y sus herencias culturales y morales. La historia de España
en América ofreció a los letrados la posibilidad de dar forma a un pasado más le-
jano, a una historia antigua necesaria para constituir el origen ancestral y remoto
en el que se sustentaban las biografías nacionales.
En este marco, el conquistador que la élite criolla había definido como el
invasor, dentro de la retórica nacionalista y de americanidad, era igualmente lo
semejante. Era necesario limpiar el pasado español y conjugarlo con el de las in-
cipientes civilizaciones indígenas, para enrutarlos en una misma historia:
Para ser imparciales no debemos olvidar que obtenida la independencia, después de una
guerra sangrienta y cruel, la memoria de los españoles quedó entre nosotros execrada y
odiosa, y que todos los horrores de la conquista, unidos a las crueldades de la guerra de la
independencia, formaron contra la España una masa de odio que es preciso mover con un
espíritu sereno; que hay que considerar […] que los conquistadores trajeron a estas regiones
la civilización que estos tenían: que hicieron de los indios súbditos del reino; que no los
extinguieron como en otras regiones; que las leyes los consideraron libres, y que, por el
esfuerzo español, de bárbaros errantes se formaron habitantes de las ciudades aptos para la
industria y obreros de la civilización. (Rivas 1899: 261)17
La Conquista era descrita, entonces, como una gesta heroica que había in-
troducido la civilización y el cristianismo al suelo americano. Los conquistadores
eran héroes, europeos, cristianos y aguerridos, enfrentados a climas malsanos y
tribus guerreras (Acosta 1848; Codazzi 1856, 1857, 1858; Samper 1861). La his-
toria de la Conquista, narrada como sucesos de aventuras caballerescas, aunque
bañada en sangre, era admirada por lo que significaba como sometimiento de
naturalezas, territorios y poblaciones incultas y salvajes. La Conquista marcaba
además el inicio de un batallar constante de europeos y criollos por la civilización
y domesticación de lo bárbaro, una tarea en la que se inscribían las élites naciona-
les, y en la que se representaban como portadoras de tan significativo mandato18.
17 Incluso en la obra de Felipe Pérez, quien era un acérrimo crítico de la conquista española, se
puede encontrar el esfuerzo de conjugar y equilibrar el pasado prehispánico con el español
(Acosta 2002). En sus cuatro novelas históricas, sobre el período incaico en Perú y la conquista
de este reino por parte de los españoles, Pérez intenta neutralizar las diferencias entre el mundo
español y el americano, antes y después de la Conquista, equilibrándolos e igualándolos para
hacerlos parte de una misma historia, la historia de los criollos.
18 Las exploraciones científicas y geográficas, y los proyectos colonizadores eran presentados,
la mayoría de las veces, como parte de un continuo que se había iniciado con las primeras
expediciones de los conquistadores ibéricos. En los informes de la Comisión Corográfica, por
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ejemplo, la descripción geográfica, elaborada en forma de relato de viaje, era antecedida por
una historia de las rutas conquistadoras, en la que los adelantos de la Comisión eran presentados
como la segunda conquista del territorio nacional; sobre todo en las regiones de frontera, donde
el esfuerzo mal logrado de los conquistadores realzaba el valor de los expedicionarios modernos
(Codazzi 1856, 1857).
19 En los casos en los que no ha sido posible precisar la fecha exacta de publicación original, se
recurrió a una fecha aproximada.
La nación como proyecto de unidad y diferenciación
20 Casi al final de su libro más reconocido, Rivas (1899) nos presenta una pieza literaria titulada
Sugamuxi, en la que se sintetizan los deseos y los temores que suscitaban a las élites los indígenas
pasados, presentes y futuros del altiplano. En la primera escena, Rivas presenta, en un tiempo
mitológico, a una raza de indígenas perfectos, con agradables fisonomías, con el oro reluciendo,
adorando a sus dioses. Es el cuadro de una antigua y poderosa civilización de seres míticos,
que están por fuera de una realidad histórica. En medio de la ceremonia suntuosa emergen
los españoles como seudoanimales que todo lo destruyen. Aquella era parte de la perspectiva
nacionalista sobre lo indígena y sobre el español como invasor codicioso. Sin embargo, todo
Julio Arias Vanegas
A pesar de las fuertes criticas al régimen colonial, éste era apreciado como
el período más importante en la conformación cultural y moral de la nación. La
élite criolla vio, en su mayoría, más en la Colonia que en la Conquista el origen
de su linaje letrado, científico y político. Durante la Colonia, la Madre Patria se
asentó, con lo mejor de sus hombres, en el territorio americano, propiciando la
creación de un pueblo nuevo con una fuerte tradición cultural y moral, asentada
en las bases del catolicismo21.
Es necesario aclarar que esta historia nacional se construyó en el marco de
un geocuerpo particular, como una entidad-unidad territorial y poblacional a la
vez, que es claramente diferenciable de otras (Thongchai 1994)22. La construcción
del geocuerpo se relaciona con el deseo del dominio de la unidad administrativa
y política; vista como la tierra patria, precisaba fijar y concentrar una población
como fuerza militar y de trabajo y como pueblo político que obedeciera a la élite
con la que compartía una delimitación fronteriza.
ese cuadro de una raza mítica y de fieras de cara pálida y cuatro patas no era sino un sueño
borroso del que se había despertado el autor, un sueño que en la primera escena reflejaba el deseo
de civilización proyectado sobre el indígena prehispánico. Pero ese sueño no era tan perverso,
porque un nuevo sueño, uno liberal y republicano, que fue posible por la Conquista misma, se
había hecho presente para redimir a los indígenas. Era el sueño de la incorporación por medio
del mestizaje, la ciudadanía y el conocimiento. Ese sueño, también ilustrado, lo ejemplifica la
imprenta, aquella máquina poderosa que transformará las costumbres de los indios, les hará
cambiar sus dioses y el fanatismo religioso por el poder de la razón, y los integrará cultural y
políticamente a la nación por medio de los textos que de allí nacen (Rivas 1899: 353-361).
21 La Historia de la literatura en Nueva Granada de Vergara y Vergara (1867a) fue una de las
obras que tenían el propósito de trazar y delimitar una tradición cultural en la Nueva Granada
con una profunda historia que, al provenir de Europa, posicionaba a los letrados neogranadinos
como parte del orden cultural del mundo civilizado. Por ello, el libro se presenta como un “un
inventario de la riqueza intelectual de nuestro país”. Así, este libro surge de la misma estrategia
de las antigüedades neogranadinas, al apropiarse y denominar al pasado literario español en
América como literatura neogranadina antigua. El libro de Vergara es importante también por
trazar un patrimonio moral. Una historia de la literatura, una historia de la nación, es para este
autor una historia de la presencia del catolicismo en América, introducido por los españoles. En
torno al énfasis de la historia sobre la unidad moral, sin duda alguna la obra más significativa en
el siglo XIX fue Historia eclesiástica y civil de Nueva Granada de Groot (1869), donde se insiste
en la trascendencia de una estrecha relación entre Iglesia y Estado para la conformación de la
nacionalidad.
22 Este geocuerpo se construye por medio de mapas, que si bien aparecen como fijos y estáticos, son
alineados en conjunto, de forma que puedan brindar una narración temporal de la nación en tanto
unidad corporal (Thongchai 1994: 140-163). Para el caso colombiano, Jagdman (2002) ilustra esta
biografía visual de la nación tomando como ejemplo el Atlas de 1889, publicado en París bajo la
dirección de Pérez y Paz, quienes lo adjudicaron a la memoria de Codazzi. La primera parte del
atlas evidencia las formas en las cuales se construye una narración histórica de la nación en la
que su geocuerpo existe durante siglos, antes de la Independencia misma. (Ver Codazzi, Pérez y
Paz 1889; Cf. Jagdman 2002).
10
La nación como proyecto de unidad y diferenciación
Así era constituido “el geocuerpo de la nación” en la Colombia del siglo XIX;
mapas e ilustraciones cartográficas más simples se valieron de sus convenciones,
colores, tonalidades de grises, líneas y cuadros explicativos, para fijar esa concien-
cia espacial tan abstracta de ser, estar y pertenecer a una nación particular, limita-
da y soberana (Cf. Cubides 2002; Sánchez 1999). Cumplieron este papel, de igual
forma, los manuales y tratados de geografía para la enseñanza pública, las geogra-
fías generales y oficiales, los textos de descripciones geográficas y los relatos de
viajes23. Así, por medio de la escritura, la mente de los nacionales fue poblada por
la visión geográfica, a vuelo de pájaro o detallada, que con sus coordenadas, lími-
tes, montañas, accidentes geográficos y aspectos físicos ubicaba a los hombres en
una ciudad, una región y un país que, a su vez, hacía parte de un continente. Allí,
cada espacio constituía una unidad que se distinguía de las otras, a pesar de sus
evidentes diferencias internas. Ésta es la tensión entre la homogeneidad y la dife-
renciación en la que la geografía se funda. Siguiendo esta tensión, en su esfuerzo
por un conocimiento espacial interno, la geografía nacional propició con fuerza la
construcción de la diferencia espacial y poblacional. Esfuerzo que abordará este
texto más adelante con mayor amplitud.
23 La geografía fue uno de los temas de mayor publicación en el siglo XIX colombiano. Los textos
geográficos abundaban frente a cualquier otro género (Sánchez 1999: 620). Cubides (2002) hace
cálculos de cerca de 100 textos geográficos publicados a lo largo del siglo. Respecto al papel
de los manuales de geografía en la inscripción de una idea de unidad territorial, se recomienda
revisar Arboleda (1872) y Pérez (1871).
11
Julio Arias Vanegas
Para los letrados no había duda de que la patria de lo pasado era España, a
pesar de lo que había significado el régimen colonial, particularmente para pensa-
dores como Samper. Aquella patria marcaba un tronco de origen cultural signifi-
cativo para el carácter letrado de la élite26. Desde mediados del siglo XIX, la élite
letrada comenzó a popularizar dicha herencia como fundamento de nacionalidad,
esto es, que el pueblo compartiera con ella la patria del pasado. Este hecho tuvo
significativas implicaciones para la invención del pueblo y la construcción de las
diferencias.
12
La nación como proyecto de unidad y diferenciación
1993: 47). Era una forma precisa de conectarse con el mundo y, desde la unidad
interna, acceder a una unidad abstracta mayor. Como forma de unificación in-
terna, la imposición del español permitió además la incorporación efectiva de
distintas poblaciones bajo un mismo marco comunicativo, que al ser descrito
como nacional se constituía en un deber ser. El pueblo no se podía formar por
fuera de su vía de expresión particular: la lengua patria. Por tal razón, durante
las primeras décadas de la República, se presentó una reiterada fundación de
cursos de gramática española en todo el territorio nacional (Pineda 2000: 86-
102). Igualmente, la enseñanza del español fue fundamental para el estableci-
miento de la nación, en la medida en que éste era presentado como un vehículo
civilizador de costumbres; esto bajo la idea de que la lengua representa y con-
tiene en sí misma toda una forma de vida y una cultura, que en ese caso era la de
la civilización hispánica y católica. Así se explica uno de los mayores esfuerzos
homogeneizadores impulsado por el nacionalismo y encargado a las misiones
católicas: el de instruir a los indígenas en la lengua patria como mecanismo de
incorporación y reducción. Por todas estas razones, la unificación lingüística
aparecía como una obligación para la nación:
Que si la unidad de lenguaje ha sido siempre una bendición de Dios, un principio de fuerza
incontestable, la multiplicación de dialectos ha sido, a su vez, desde la ruina de Babel, castigo
providencial, anuncio de debilidad y presagio de destrucción de naciones enteras. (Miguel
Antonio Caro, citado en Pineda 2000: 109)
Igualmente, el estudio del buen uso de la gramática fue tan extendido por-
que hablar y escribir bien en español era equiparado con el hecho de que el ciu-
dadano pudiera pensar de forma correcta. El impulso gramático en el siglo XIX
tenía como objetivo unificar una forma de hablar bien, para crear una manera
única de pensar correctamente. El buen juicio y el sentido común pasaban así
por un uso correcto y refinado del idioma (Gordillo 2000: 12-21). Unificar por
medio del español sobrepasaba las dimensiones básicas de la comunicación,
para adentrarse en el propósito de una unificación del pensamiento de los na-
cionales. Pero esta exigencia por lo correcto en el uso del lenguaje, que se desli-
zaba hacia lo bueno y lo bello (muy evidente en letrados como Sergio Arboleda,
Rufino José Cuervo y Miguel Antonio Caro), hizo de un fuerte elemento de
unificación un, aun más poderoso, dispositivo de diferenciación.
dora, la comunidad nacional debía ser pensada como una comunidad religiosa27,
algo que podía horrorizar a los progresistas, pero que al ser pensada como un
conjunto cultural y definitorio del pueblo nacional era compartida por la élite
nacional. Para los liberales, el problema no radicaba en el catolicismo como tal,
sino en ciertas prácticas y en las instituciones eclesiásticas percibidas como fruto
del oscurantismo. No obstante, los principios de la vida católica fueron apreciados
como bases de una vida moral y civilizada, y como parte constitutiva del carácter
del pueblo nacional. Ancízar lo expone claramente en un editorial del Neograna-
dino: el problema radicaba en la organización eclesiástica proveniente de una so-
ciedad medieval pero ajena a los intereses del progreso y la civilización moderna;
la solución no consistía para él, como para ningún otro, en erradicar el catolicis-
mo, “porque esta religión es uno de los principales elementos de nuestra sociedad
y un agente poderoso en ella, que impera sobre las costumbres y forma y sostiene
la moral privada base de todas las virtudes publicas” (Ancízar 1848: 89). Por ello,
Acosta (2002), refiriéndose a Felipe Pérez, afirma que las críticas de los liberales
no eran anticatólicas sino anticlericales. En este sentido, resultan esclarecedoras
las palabras póstumas de José María Samper sobre su cuñado Manuel Ancízar,
publicadas en el prólogo a Peregrinación…: “No profesaba un dogma de iglesia
positiva, pero creía necesaria una religión positiva, cristiana, para toda sociedad,
como elemento indispensable de civilización, de orden y moralidad” (1882: 19).
El triunfo de la Regeneración y su proyección en la historia demuestran el papel
trascendental que se le adjudicó al catolicismo en la cohesión nacional y en el
mantenimiento de un orden 28.
27 “Al trabajar para mi patria, este querido pedazo de tierra que Dios me señaló por cuna, no quiero
olvidarme que también soy ciudadano de la eternidad. […] Cristiano, trabajo para mi religión;
ciudadano, trabajo para mi patria” (Vergara y Vergara 1867a, tomo I: 24). Además de Vergara y
Vergara, Arboleda (1867) fue uno de los mayores expositores de esta visión durante la década del
sesenta.
28 La Regeneración fue un sueño recurrente en la visión de algunos letrados desde mediados de
siglo, que deseaban la reconciliación de los distintos bandos políticos en torno a la cuestión
religiosa. Casi al final de Manuela, Díaz, cercano a un socialismo católico (Mujica 1985: 24),
pinta un cuadro esperado durante el transcurso de la lectura: la reconciliación del cura y el
letrado respecto al papel del catolicismo. En la última de sus recurrentes conversaciones, el
cura le insiste al letrado que su papel “tiende a plantear entre selvas habitadas por hombres
semisalvajes lo que usted busca por otros caminos, que lo llevarán adonde usted quiere, esto
es, a la república cristiana. Acuérdese usted cuando ataque al clero, de que los curas somos a
los liberales de buena fe más útiles de lo que se figuran, y menos aborrecibles de lo que nos
creen” (Díaz 1859a: 434); aunque se supondría que Demóstenes iba a replicarlo, en aquellos
momentos del libro, cura y gólgota se funden en la unidad moral del catolicismo. Una moral que
plantea modelos de vida para seguir, “porque yo igualmente adoro como Dios a ese modelo de los
hombres, a ese Dios de mi madre, ese Dios de mi corazón, dijo don Demóstenes descubriéndose
la cabeza y saludando elegantemente al crucifijo” (Díaz 1859a: 434). Este cuadro tiene aun mayor
15
Julio Arias Vanegas
El catolicismo era apreciado no sólo como una religión oficial sino como
una propiedad o parte del carácter del pueblo nacional. La descripción de un
pueblo nacional eminentemente católico, como una esencia que no podía ser
contravenida, era un acto a toda vista homogeneizador, basado en la caracterización
de las tradiciones del pueblo del altiplano y de otras contadas regiones del país.
Esta imagen homogénea, paralela a la recurrente afirmación de la necesidad de
implantar y reforzar el catolicismo, evidenciaba un deseo y un ideal, imagen en la
que se sustentaban los proyectos políticos de las élites nacionales.
El proyecto unificador del catolicismo cobraba sentido para la nación, en
medio del mantenimiento de las diferencias sociales, culturales y raciales. El ca-
tolicismo basaba su ejercicio evangelizador en el postulado de una unidad de
origen de los grupos humanos. Las diferencias eran aceptadas con moderación
si los grupos y personas se adscribían a los principios de una vida católica, a un
mismo orden moral. Es también cierto que en el siglo XIX los proyectos unifica-
dores en torno a la religión reiteraron la diferencia como una forma de insistir en
las virtudes del catolicismo para la cohesión de un país que aparecía fragmentado.
Pero ello no implicaba la neutralización de las diferencias; por el contrario, la
importancia del catolicismo radicaba en que posibilitaba la contención de distin-
tas poblaciones bajo unos mismos patrones, manteniendo e incluso consolidando
un orden jerárquico en torno a lo diferente. Arboleda se refería así al caso de los
esclavos negros: “Así pronto los negros se multiplicaron y se incorporaron en la
nueva sociedad, sin que sirviera de obstáculo la diversidad de su color ni de su
origen: eran cristianos, y el bautismo los había igualado con los demás miembros
de la Iglesia” (Arboleda 1867: 60). Así ocurría con las diferencias sociales: a la
élite, los valores cristianos le permitían validar la existencia de un pueblo bajo, al
cual la religión le instruía en abnegación y sumisión.
En este escenario, los curas tenían un rol indiscutible para fundar un orden
moral nacional, especialmente en las parroquias, como lo expresaban Ancízar
relevancia si apreciamos que la reconciliación se dio entre las dos figuras guías de la nación y de
la instrucción de los pueblos.
16
La nación como proyecto de unidad y diferenciación
(1853) y Díaz (1859a). Los curas aparecían en las regiones apartadas con la urgente
labor de instruir y guiar al pueblo, como agentes civilizadores, moralizadores y
progresistas:
¡El cura! He aquí el agente positivo, único quizás, de civilización para los pueblos distantes
de las capitales y centros mercantiles. A la educación y mantenimiento de los curas debiera
dirigirse la meditación del gobierno, persuadido de que hasta no reformarlos y levantarlos a
la altura de su misión, el progreso moral, intelectual y material de la población jornalera y
agricultora de las iglesias será lento. (Ancízar 1853, tomo I: 60)
******
La unidad en torno a lo nacional, desde el pasado común, las herencias his-
pánicas y los principios morales del catolicismo, trazó ejes diferenciadores de la
población y así mismo permitió la emergencia de la figura del pueblo desde la
distancia con la élite. Porque lo que estaba en juego era la definición de una élite
nacional.
29 Sobre el papel de la escritura y su relación con el poder en el siglo XIX latinoamericano, así como
sus inherentes desafíos y conflictos, se recomienda revisar Rama (1984) y Ramos (1989).
30 Las siguientes palabras de Santiago Pérez Triana, escritor e hijo del ex presidente liberal Santia-
go Pérez, en su viaje por el Orinoco hacia el exilio en Europa, revelan con fuerza las tensiones
de una identidad de élite, en la cual la patria no podía constreñir la pertenencia a comunidades
transnacionales, compartidas con otros semejantes: “En efecto, la patria es un accidente geográ-
fico, merced al cual hemos de considerar como patriotas, es decir, como hermanos á todos los
que con nosotros comparten ese accidente; empero, ante la justicia y ante la razón, debe buscarse
la patria, y se la debe hallar, no solamente en la comunidad de origen, sino en la comunidad de
aspiraciones, en la identidad de ideales. Son nuestros verdaderos compatriotas en el campo de
la historia, los lidiadores, vencedores ó vencidos, por los ideales que forman la meta de nuestras
aspiraciones; son nuestros compatriotas y nuestros hermanos en el campo de la vida actual, todos
aquellos que luchan por los propios principios que nosotros profesamos. Ni el tiempo, ni la distan-
cia, ni el suelo, ni el clima han de ser parte á romper esta cadena inquebrantable que ata las almas
y que unifica la humanidad. Y no se crea que esto ha de disminuir nuestro amor al terruño que
nos vio nacer, ni nuestro cariño por las glorias que á él ó á sus hijos pertenezcan. No es este modo
18
La nación como proyecto de unidad y diferenciación
de ver las cosas sino una ampliación de la idea de la patria, [...] el cual nos toca ejercitar nuestras
fuerzas, y que debemos fecundar con nuestro sudor ó nuestra sangre en defensa de ideales más
grandes y más hermosos por pertenecer á toda la humanidad” (1897: 77, 78).
19
Julio Arias Vanegas
31 Aunque, como lo expone Martínez (2001), la lucha civilizadora contaba con diferentes elementos
según el conservatismo o el liberalismo –para el primero, la civilización era equiparada con la
consolidación del catolicismo, y la barbarie se evidenciaba desde el paganismo indígena hasta el
anticlericalismo de los liberales; mientras que, para el segundo, la civilización era parte de los
ideales de la modernidad democrática y la barbarie podía verse en el fanatismo y el oscurantismo
de la Iglesia–, es aun más cierto que la civilización significó en general la difusión y formación,
por medio del establecimiento de la nación, de un modelo de vida industrioso, de moral cristiana,
patriótico y educado, un batallar constante contra la barbarie de ciertas poblaciones y naturalezas,
y una forma de modelar y usar la diferencia para instaurar jerarquías raciales y sociales.
32 Sin embargo, que los letrados se hayan comprendido desde los ojos de Europa no fue un simple
acto de subyugación a esta entidad geocultural, sino un efecto de la misma invención de Europa,
basada en la idea de civilización, desde Hispanoamérica y Colombia. Europa y, más adelante, el
hemisferio occidental en general fueron creados como centros de poder, de conocimiento y de
modernidad, por las dinámicas propias del mundo moderno/colonial, en el cual participaron ac-
tivamente los grupos dominantes de las regiones que eran pensadas, a su vez, como periféricas.
20
La nación como proyecto de unidad y diferenciación
Criollos e hispanoamericanos
La conciencia criolla fue el primer sustento en la formación de una identidad de
élite nacional; una conciencia fundada en el rechazo a la dominación española,
pero marcada y plausible por su herencia. Por tal razón, la identidad criolla se
debatió en sus fundamentos antes, durante y después de la Independencia.
A finales del siglo XVIII y principios del XIX, lo criollo emergió desde una
diferencia colonial, en palabras de Mignolo (2000a, 2000b), impuesta por la ar-
bitraria distinción del lugar de nacimiento, que negaba, entre otras cosas, la ocu-
pación de cargos importantes en el régimen colonial. Como lo explicó Anderson
(1991), esta fatalidad del lugar de nacimiento generó una conciencia de identidad
básicamente territorial.
“El patriotismo territorial” (Domínguez 2000) de los primeros criollos no
puede prestarse a confusiones con la idea de nación; desde la posición del criollo,
había una absoluta distancia respecto a las poblaciones que habitaban su mismo
territorio (indios, negros y mestizos); esto se evidencia claramente en dos de los
textos más reconocidos de Caldas en el Semanario (1808a, 1808b; Cf. II/1.1). Lo
criollo resultaba ser así una “doble conciencia”, eminentemente geopolítica ante
Europa y racial ante la diferencia interna con las poblaciones negras e indias
(Mignolo 2000b: 68-69). Lo criollo formaba una comunidad en el conjunto de las
colonias hispanas en América entre los grupos que pugnaban por el dominio de
su tierra patria, aunque circunscritas a unidades administrativas y territoriales
particulares (König 1994). Era una comunidad de élite que reclamaba su dominio
y su posición frente a los españoles, por el hecho mismo de ser hispanodescen-
dientes, herederos de los primeros conquistadores. Esta tensión determinaría per-
sistentemente su posición.
Constituirse más adelante en élite nacional fue la forma que tomó lo criollo
en su lucha por la autodeterminación. Durante e inmediatamente después de la
Independencia, la conciencia criolla se difuminó para dar paso a una america-
nidad, en la cual los criollos, mestizos e indios conformaban una comunidad de
oprimidos frente al otro invasor. Lo americano fue reiterado en la propaganda in-
dependista como sustento y legitimidad de las luchas por la separación de España
(König 1994). Empero, la identidad criolla nunca salió del escenario; después del
fulgor independista, ésta fue reforzada como marcador de origen diferenciado
respecto al pueblo bajo, los negros y los indios. La Madre Patria renació estando
seguro el control de la tierra patria.
En este marco, la identidad hispanoamericana fue una vía para la resolución
de una tensión implícita en lo criollo: ser a la vez el agente de destrucción del
pasado colonial-español y fruto viviente de ese orden pasado. Si bien lo hispano-
21
Julio Arias Vanegas
22
La nación como proyecto de unidad y diferenciación
34 Esta conciencia cobraba fuerza en los viajes al exterior que realizaban las élites colombianas,
donde la sensación de ser discriminados por los europeos o norteamericanos reforzó su sentido de
pertenencia y origen (Martínez 2001). Estos encuentros conflictivos con lo otro norteamericano
se evidencian en las confrontaciones por la apropiación del canal de Panamá a mediados de siglo
XIX (McGuinness 2003). Sin embargo, la categoría que allí cobró fuerza, por el carácter de aquel
conflicto, fue la de Latinoamérica. Ésta provino de los círculos intelectuales hispanoamericanos
de París y, en especial, fue promovida por el neogranadino José Torres Caicedo (1865), quien
insistía en ella como una forma de generar una federación fuerte, que incluyera a Brasil y a los
pueblos colonizados por Francia, para interpelar a Norteamérica y a Europa (1865: 96-103). Lo
latinoamericano tomaría mayor relevancia en el siglo XX, frente al avance estadounidense, y en
parte no fue tan significativo en el siglo XIX porque implicaba que el punto de referencia directo
no fuera España.
35 Esta comunidad podía llamarse como el título del periódico en el que apareció publicado origi-
nalmente el libro de Samper (1861): Los españoles de ambos mundos. A esto mismo se refería
Arboleda con la sentencia “Seamos lo que somos: no ingleses, no franceses, no americanos del
norte sino españoles de América del Sur” (1867: 207).
23
Julio Arias Vanegas
36 Ello reforzó la búsqueda del reconocimiento de Hispanoamérica y sus élites por parte de Europa.
Al respecto, revisar el reclamo hecho por Samper a Europa por no percibir a América desde otros
conocimientos distintos al naturalismo y la geografía (1861: 6). Igualmente, ver la discusión en
este mismo libro y en el prólogo de Museo de cuadros de costumbres, publicado en 1866, sobre
la importancia de la claridad del nombre del país, para no ser confundidos con otras naciones.
24
La nación como proyecto de unidad y diferenciación
37 Entre la retórica nacionalista y las prácticas sociales existía una amplia brecha, la cual fue
cuestionada por Díaz (1859a, 1859b, 1860) en sus obras, como un individuo en la frontera entre el
25
Julio Arias Vanegas
letrado y el campesino, entre Demóstenes y Dimas. No falto de una fuerza dramática y de ironía,
Díaz (1860), escribía en un novela corta sobre los indígenas pescadores de Funza que “María
lloraba en el seno de la república más democrática del mundo, los ultrajes de un despoje en su
familia, de un reclutamiento, de una prohibición sobre el uso libre de las aguas” (279), y más
adelante, “La tumba fue el único atributo de igualdad para María; la fraternidad fue tal como se
ejerce con los pobres de la Nueva Granada” (282).
38 Sergio Arboleda, desde Popayán, fue uno de los mayores representantes de este orden aristocrático
en medio de lo nacional; refiriéndose a la igualdad, afirmaba: “Bien, pues, en lo político, cada
ciudadano use con libertad de sus recursos físicos e intelectuales y se coloque en la esfera social
que le corresponda por sus virtudes y talentos; y quedará reducido a sus verdaderas proporciones
el famoso dogma de la igualdad” (Arboleda 1867: 177).
39 Para Bourdieu, existen diferentes tipos de capital, de los cuales los más significativos son el
capital económico –acumulación y posesión de dinero y bienes materiales–, el capital cultural
–acumulación informacional– y el capital social –suma de los recursos y capitales que confieren
poder a un individuo o a un grupo– (Bourdieu y Wacquant 1995: 82).
26
La nación como proyecto de unidad y diferenciación
rebelar frente al orden claro e instituido que alguien como Florentino González
había ayudado a fundar:
Queremos, pues, una democracia ilustrada. Una democracia en que la inteligencia y la
propiedad dirijan los destinos del pueblo; no queremos una democracia bárbara en que el
proletarismo y la ignorancia ahoguen los gérmenes de la felicidad y traigan a la sociedad en
confusión y desorden. (Florentino González, citado en Rojas, 2001: 119)
A partir de allí, los conflictos entre los de levita y los de ruana marcaron el
temor de una posible sublevación del componente bárbaro de la sociedad, guiado
por caudillos ambiciosos, sobre la parte civilizada e instruida para el gobierno (Ar-
boleda 1867 y Samper 1861). Esta representación de lo bárbaro y lo civilizado, del
pueblo peligroso y de la élite gobernante, cobraba sentido, con toda su simpleza y
ambigüedad, en un escenario complejo, en el que emergían nuevos grupos sociales
en torno a la economía agroexportadora y a los conflictos con el artesanado.
40 El capital simbólico es definido por Bourdieu como la suma o la transmutación de los distintos
capitales en uno que precisa la capacidad para producir y reproducir los esquemas de clasificación,
el capital significativo en el juego de marcar la diferenciación (Bourdieu 1989a, 1989b).
27
Julio Arias Vanegas
sus miembros propicios para el ejercicio del gobierno. El linaje señalaba también el
origen de los individuos en una de las buenas y distinguidas familias que con sus
crianzas y enseñanzas transmitían valores y virtudes a sus miembros. Aunque des-
de esta visión el linaje no transmitía directa e incuestionablemente unos valores, la
insistencia en el origen racial y social fijaba y naturalizaba la pertenencia exclusiva
de unos pocos al linaje de la élite nacional. Paralelo al de linaje, el término de castas
seguía siendo ampliamente utilizado como su equivalente, para referirse al origen
negro e indio, como ocurría en el siglo XVIII (Jaramillo 1965)41.
Este énfasis en el linaje es evidente en la insistencia paralela en la sangre o
pureza-limpieza de sangre; la cual, precisamente, era pensada como el vehículo
transmisor del linaje, reforzando la idea de lo heredado, de un origen particular y de
la pertenencia a un grupo social. La pureza de sangre garantizaba un origen claro
a una distinguida cuna-familia y al tronco de ascendencia hispánica-blanca. Claro
que no en el sentido de nobleza de sangre de la sociedad estamental (Jaramillo
1965: 177-181), ni en el sentido de la genética hereditaria del siglo XX.
Esto ocurría en un escenario en el cual el mestizaje precisamente parecía
borrar tales signos, y en el que grupos ascendentes con medianos capitales eco-
nómicos podían ser un riesgo para la distinción. Respecto al mestizaje, es im-
portante anotar que desde la idea del linaje del siglo XIX, éste no era negado o
menospreciado, sino que era constituido como un atributo del variado pueblo,
incluso positivo, pero en franca oposición a la caracterización que la élite hacía
de sí misma.
En este contexto, la fisonomía “blanca” era apreciada como un signo del
linaje y la sangre. Una fisonomía racializada, es decir, convertida en atributo y
valor racial (Wade 2000, 2003a). El linaje, la sangre y la fisonomía fueron así
racializados, aunque expuestos en un orden casi estamental42. Ello hizo posible
41 Desde una perspectiva crítica, Eugenio Díaz expuso claramente la idea del linaje en su sugestiva
novela corta Federico y Cintia, o la verdadera cuestión de las razas (1859b). El padre de la
protagonista, Cintia, es un político-literato que se opone radicalmente a la relación amorosa de
su hija con Federico, quien además de mulato era artesano. El nombre ficticio de aquel letrado no
podía ser más diciente: Vicente de Lugo y Quesada. Ésta es la percepción de Díaz: los gobernantes
nacionales son descendientes de los primeros conquistadores ibéricos, que basan su linaje en la
discriminación de los no puros de sangre.
42 La fisonomía corporal y, especialmente, el color de la piel eran claramente relacionados con
el linaje. Así le recordaba el letrado a Federico, en la mencionada novela de Díaz: “le mandé
decir a usted que pusiera los ojos en una buena muchacha de su mismo linaje, que usted era un
honrado artesano, pero de un colorcillo que no me gustaba” (1859b: 337). Sin embargo, nótese
que, contrario a la idea del linaje en la sociedad estamental (Maravall 1979), éste no determinaba
naturalmente el honor, aunque en este caso ello no importase, porque eran muchos más los valores
asociados a la elaboración racial de la fisonomía.
28
La nación como proyecto de unidad y diferenciación
que los oficios y las actividades fueran también racializadas (Cf. II/2.2). El
ejercicio letrado y de gobierno estaba prácticamente reducido a aquellos que se
representaban como hombres blancos y de origen europeo43.
No obstante, la diferenciación debía enriquecerse en una sociedad cada vez
más abierta y compleja. La escenificación de un conjunto de elementos estéticos
debía ser un marcador de la posición social. Aunque se insistiera en la división de
la población entre los de levita y los de ruana, los calzados y los descalzos44, la
apariencia corporal no se reducía a esta oposición básica45. El verdadero letrado
y el hombre público se distinguían y se hacían notar por medio de sutiles rasgos
que fueran a la vez sencillos y elegantes; es decir, lo notable del notable era no
hacerse notar tanto (ver la ilustración 1). El traje, el porte y la compostura debían
estar de acuerdo con este principio. Ello cobraba fuerza, en la medida que los
grupos sociales emergentes podían apropiarse de bienes suntuosos para enfatizar
en sus recientes riquezas. De allí que para los letrados el valor de la apariencia
no se encontraba en la exhibición del capital económico sino en un capital sim-
bólico y social fundado en juicios estéticos como el buen gusto46. La serenidad
en el continente, el decoro y el recato en el vestido, el desenvolvimiento corporal
adecuado y las buenas maneras entraban a complementar la apariencia corporal,
además como un reflejo exterior de la condición moral (Cf. Pedraza 1999: 38-42,
66-77). Por ello se insistía en una correspondencia entre la forma moral y la física
que componen al individuo distinguido (Samper 1882).
43 La historia de esta división se remonta a la exclusión de los no limpios de sangre en las universidades
coloniales, cuyo sistema educativo fundamentó el círculo letrado blanco en las ciudades, así
como la segmentación de oficios nobles –la jurisprudencia y la filosofía, por ejemplo– e innobles
–oficios artesanales y trabajos manuales– (Jaramillo 1965: 184-188).
44 Para apreciar ampliamente la división estética –en la fisonomía y los atuendos– entre élite y
pueblo, se recomienda revisar Manuela de Eugenio Díaz (1859a).
45 Ésta fue un marcador de posición social muy reiterado a mediados de siglo, relacionada sobre todo
con la división de oficios y actividades entre citadinos y campesinos agricultores, y entre letrados
y artesanos. Por ello, un escritor como Díaz despertaba tanta curiosidad y, no menos aun, reticen-
cia. En el relato que hizo Vergara y Vergara (1865: 561) de su primer encuentro con Díaz, no era una
anécdota más la referencia al atuendo visiblemente campesino, de ruana y alpargatas, de este últi-
mo, el cual entraba en claro contraste con la elegante levita negra o gris de los letrados comunes.
46 Páez (1866), en un viaje a tierra caliente, elaboró un cuadro muy diciente sobre la distancia entre
riqueza y capital social. Él visita a unos compadres suyos que se han venido enriqueciendo con
el trabajo agrícola en sus propiedades. A pesar de la superioridad de riqueza de ellos frente al
letrado, este último los califica como campesinos. Un término cargado de connotaciones estéticas
en el lado opuesto del urbano letrado. En sus compadres no encuentra ni elegancia, ni buen gusto,
ni progreso, ni educación. Allí sólo había opulencia y excesos en la comida, los atuendos, la
reproducción y la corporalidad.
29
Julio Arias Vanegas
47 Esta tensión entre el poder de la escritura para la nación y la ciudad letrada, conformada desde la
Colonia latinoamericana, es advertida por Rama (1984: 62-67).
30
La nación como proyecto de unidad y diferenciación
Ilustración 2
Carmelo Fernández (1850). Notables de la ca-
pital. En Codazzi (1851). Ilustraciones como
ésta y la siguiente son recurrentes en los cuadros
Ilustración 1
de la Comisión Corográfica, bajo la idea de de-
Carmelo Fernández (1850). Notables de la capi-
mostrar la presencia de notables en las ciudades
tal. Tunja. En Codazzi (1851). El cuadro resalta
y pueblos como elementos centrales de su pro-
como su eje al hombre notable, a pesar o, mejor
greso (Ancízar 1853, Cf. II. 2.2). Los notables
aun, por la misma sencillez de su atuendo. Una
eran distinguidos en los cuadros por su corte-
sencillez que no deja de ser compleja; el conjun-
sanía, buen trato y carácter sociable, en claro
to de sombrero de copa alta, el chaquetón, los
contraste con la representación que se hacia de
zapatos y la barba así lo evidencian.
otras poblaciones, en los mismos o en otros es-
pacios (ver la ilustración 9) (Cf. Restrepo 1999:
51-52). En Tunja, seguramente acompañado de
Fernández, Ancízar afirmaba: “Los artesanos
y jornaleros no abandonan las pesadas ruanas
que les embarazan los movimientos, ni han de-
jado aquel exterior abatido que en los tiempos
coloniales revelaba el menosprecio en que eran
tenidos. En compensación las gentes acomoda-
das demuestran gusto y aseo en el vestido y las
habitaciones, particularmente las damas, que
son bellas, agraciadas y de una elegancia señoril
sin afectación ni quijotería, candorosas y en ex-
tremo sensibles para las afecciones domésticas”
(1853, tomo II: 57).
Ilustración 3
Carmelo Fernández (1850). Tipos notables de la capital, Santan-
der. En Codazzi (1851). Hombres y mujeres notables, cada uno
por separado, despliegan en algún salón su sociabilidad; mientras
los primeros conversan, tal vez prolíficamente, las segundas lle-
van su conversación discretamente como corresponde.
31
Julio Arias Vanegas
nario, por un lado, el sistema educativo se consolidó como una estructura jerár-
quica de distinción, en el que la instrucción pública era el dispositivo educativo
para la gran masa poblacional, y la educación superior, en conjunción con el ca-
pital social y cultural heredado, instituyó “títulos de nobleza” (Bourdieu 1979)
desde los títulos académicos.
Por otro lado, “la ciudad letrada y escrituraria” (Rama 1984) se reforzó ante
el advenimiento de nuevos escritores. La gramática, la retórica y los estudios lite-
rarios fueron encumbrados en el esteticismo, donde el buen juicio era supeditado
al buen gusto y donde lo correcto daba paso a lo bello y, por lo mismo, a lo bueno
(Cf. Gordillo 2000). La distinción-distancia entre élite y pueblo fue remarcada por
medio de las bellas letras. En palabras de Rufino J. Cuervo, en sus Apuntaciones
críticas (1876):
Es el bien hablar una de las más claras señales de la gente culta y bien nacida, y condición
indispensable de cuantos aspiren a utilizar en pro de sus semejantes, por medio de la palabra
o de la escritura, los talentos con que la naturaleza los ha favorecido: de ahí el empeño con
que se recomienda el estudio de la gramática. (Citado en Pineda 2000: 107)
Estos estudios fueron, así, claramente constituidos en saberes para la distin-
ción, en especial, de dirigentes y gobernantes, desde los cuales el saber decir era
equiparado con el saber gobernar (Cf. Deas 1993; Ramos 1989). El círculo letrado
se reforzó además, como lo venía haciendo desde la Colonia, en su carácter urba-
no, tanto por su ubicación y su forma eminentemente citadina, en contraposición
con los valores, actitudes y paisajes adjudicados al campo y lo campesino, como
por el cuidado riguroso y ordenado en su desenvolvimiento público y social48. Los
letrados insistían en el carácter urbano, para imponer a ciudades como Bogotá
como centros de dominio, civilización, conocimiento y producción cultural, en un
escenario en el que estas ciudades eran pequeñas, parcialmente aisladas, pobres y
rodeadas de extensos campos, bosques, selvas y conflictivas parroquias. La letra,
la cultura, la civilidad y la sociabilidad intentaban suplir las carencias de dominio
de las ciudades y sus élites, que poblaron, por medio de su escritura, de barbarie,
desiertos, soledad, violencia e incultura a los otros territorios y poblaciones.
48 De nuevo, la posición y los escritos de Eugenio Díaz son útiles para pensar en este punto. Pese a
que, para alguien como Vergara, Díaz había escrito “la verdadera novela nacional”, con la cual se
inauguraba El Mosaico (Vergara 1865), sus textos recibieron fuertes críticas de escritores como
Carlos Martínez y José Manuel Marroquín. Éstos señalaban que su lenguaje no era el adecuado,
su gramática no era la precisa y sus expresiones no eran las mejores, reiterando al mismo tiempo
su condición campesina (Mujica 1985). La condición fronteriza de Díaz y los juicios estéticos a
los que fue sometido son evidentes en la crítica directa que él hacia de lo letrado, por medio de
personajes como Demóstenes (1859a) y De Lugo y Quesada (1859b). Por ello, en el prólogo que
Camacho (1889: 217) hizo de Manuela cuestionó la caracterización que Díaz hizo de Demóstenes,
no sin antes explicar el origen y la importancia de este tipo de personajes.
32
La nación como proyecto de unidad y diferenciación
49 Palacios (2002a: 274) sintetiza este conjunto de saberes en la trinidad derecho, gramática
y geografía, pero aun más importante, resalta cómo ella no puede pensarse desde la división
partidista o desde las diferencias del proyecto radical y el regenerador.
33
Julio Arias Vanegas
que era objeto de acción y posesión. A través de la figura del pueblo era consti-
tuida una linealidad jerárquica desde donde era pensada y dispuesta la diferencia
poblacional en el siglo XIX. Los tipos humanos y regionales representaban una
diferencia aceptable dentro de éste. Al mismo tiempo, a partir de la figura del
pueblo era construida la diferencia más extrema dentro de la nación: indios erran-
tes y negros libertos eran ubicados como poblaciones problemáticas por fuera del
pueblo, en sus márgenes físicos y simbólicos.
50 Novedosos estudios que van más allá de estas ideas básicas de ciudadanía se pueden encontrar en
Sabato (1999). De allí, revisar en especial la síntesis de Sánchez (431-444).
51 Para una exposición de las principales ideas y representaciones en torno al pueblo político en
Hispanoamérica en el siglo XIX, revisar Guerra (1992).
34
La nación como proyecto de unidad y diferenciación
52 En el fondo, el objeto de Manuela de Díaz (1859a) era mostrar cómo el pueblo –sintetizado en la
figura de la protagonista– era objeto de manipulación de los letrados nacionales, los políticos lo-
cales y los hacendados. Específicamente, la novela puede ser interpretada como una representa-
ción-síntesis en la parroquia del golpe de Melo. Frente al gamonal local que movilizaba al pueblo
bajo la retórica igualitaria y de soberanía, los hacendados, letrados, políticos y curas se unieron
como agentes de gobierno del pueblo, así como en el nivel nacional se unieron las diferentes fac-
ciones de liberales y conservadores para derrocar a Melo.
35
Julio Arias Vanegas
53 Díaz exponía ese extrañamiento-distancia, como base del estudio de las costumbres, en la forma
en que Demóstenes abordaba al pueblo. Frente a un evento popular, el escritor de costumbres
decía: “¡Mil gracias! Allá iré, no por bailar, sino por sacar algunos apuntamientos para mis
artículos de costumbres; porque los artículos de costumbres son el suplemento de la historia
de los pueblos” (Díaz 1859a: 314). Este postulado hizo del estudio del pueblo nacional, en sus
inicios, algo muy similar al acto etnográfico, pero planteado como una etnografía cercana y
moderada de lo propio. Un ejemplo de ello en los cuadros de costumbres neogranadinos se puede
encontrar en “El boga del Magdalena” de Rufino Cuervo (1840). En su cuadro, Cuervo aboga
entre líneas por generar nuevas formas de descripción del pueblo nacional, más moderadas que
las que realizaban los extranjeros, sin que dejaran de ser críticas.
36
La nación como proyecto de unidad y diferenciación
37
Julio Arias Vanegas
55 Rozo (1999) explica cómo la experiencia del viajero estaba atravesada y formaba un “mapa
emocional” que jerarquizaba los territorios explorados.
38
La nación como proyecto de unidad y diferenciación
cízar 1848, 1853; Pombo 1852; Rivas 1899)56. En tanto esta imagen determina
las diferencias espaciales y poblacionales en la nación, esto será detallado en la
segunda parte.
Uno de los grandes deseos de las élites nacionales era ver transformado todo
el territorio nacional en campo. Como es evidente, la gran mayoría de éste no en-
traba en la definición del campo57. En términos generales, esta imagen planteaba
una división básica entre las zonas rurales integradas, así fueran medianamente,
al comercio y el movimiento poblacional de las zonas centrales, y las zonas pe-
riféricas y marginales a este orden, calificadas de selvas, llanos, hoyas y costas
bárbaras, desiertas, enfermas y ardientes. La imagen de un campo ideal marcaba
una clasificación jerárquica de estos primeros territorios integrados al orden na-
cional (Cf. II/3).
En conjunto, estas visiones sobre el campo observado e ideal y sobre el
pueblo nacional invocado en la política, apreciado y despreciado en el campo y
en las ciudades, reforzaban la distancia entre la élite nacional y su pueblo. La élite
urbana, recatada, controlada, ilustrada, republicana, se contraponía a una vida
de pueblo corrupta, violenta, descontrolada y ajena a la democracia, entre otros
rasgos. Esto marcaba una primera gran diferenciación poblacional y espacial de
la nación. La descripción de un pueblo observado y la proyección a futuro de un
pueblo ideal contemplaba la imagen del pueblo nacional como una entidad en
formación. Esta imagen reiteraba la idea de que el gobierno no era un asunto del
pueblo, porque éste todavía no se había formado.
39
Julio Arias Vanegas
No obstante, lo común en el pueblo había que buscarlo por medio del trabajo
de campo, recolectarlo, catalogarlo y preservarlo. Vergara señalaba la importancia
de mostrar la poesía negra y los romances llaneros a los estudiosos, tomando
estas manifestaciones como propias, aunque distantes y exóticas. El estudio de
las costumbres, al apropiarse de, o más bien, al crear lo popular, lo limpiaba
y lo ordenaba para generar lo propio compartido. Su estrategia era temporal.
Por un lado, como lo expone Guarín respecto al bambuco, éste, al igual que
otras manifestaciones, quedaría en el pasado con el ascenso de la civilización,
como una parte del recuerdo y de las remembranzas nostálgicas. El trabajo
del estudioso de las costumbres era, a fin de cuentas, recolectar y preservar lo
popular pero para dejarlo precisamente en el pasado. Por otro lado, el emergente
folclor permitía depurar el pasado y las otras posibles herencias culturales, como
la indígena o la negra, en torno a las herencias españolas. Las costumbres, al igual
que la historia, permitieron trazar un origen común con lo español, que inscribía
al pueblo granadino y colombiano en su tradición cultural. Como lo señalaba
Vergara: “debemos buscar por la literatura española el camino de la nuestra, hasta
encontrar nuestra verdadera expresión nacional” (1867b: 219). Así, lo propio del
pueblo nacional era lo español con todos sus valores asociados. Aunque Caicedo
hablaba del torbellino y del tiple como degeneraciones de las manifestaciones
populares españolas, en el transcurso de su descripción va alabando lo popular
granadino desde la perspectiva nacional, precisamente como fruto del pasado
español. Lo nacional y lo español eran “hermanos legítimos y descendientes de
un común tronco” (Caicedo 185?: 73).
58 La importancia del estudio de las costumbres en relación con los modos tradicionales o típicos
de vestirse provenía de la insistencia en la descripción física como la forma más segura de
determinar la diferencia (Cf. II/2.1). Ancízar continuamente hacía este tipo de relaciones entre
poblaciones, tierras y vestidos determinados: “En este campesino vi personificado el pequeño
agricultor granadino de las tierras altas. Su traje consiste en calzón de manta gruesa, camisa
de lienzo fuerte y tupido, ruanilla parda de lana, sombrero raspón, impermeable y de amplias
dimensiones, y alpargata doble, sujeta al pie por un simple cordón de fique” (Ancízar, 1853, tomo
I: 115; cursivas del original).
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Julio Arias Vanegas
En los cuadros de costumbres, los relatos de viaje, las geografías y los ensayos
políticos, el pueblo ideal surgía como fruto de la pretendida observación realista
y de la explícita proyección de un pueblo a futuro. Esta imagen del pueblo ideal
generaba a la vez patrones de unificación y diferenciación. El objetivo era generar
un pueblo unificado bajo ciertos valores y principios, desde los cuales aparecía
la diferencia aceptable y a partir de los cuales era posible la jerarquía interna
poblacional.
Es importante resaltar que los rasgos considerados particulares provenían en
gran medida de valores universales, en el proceso de configuración de Occidente
como centro de la civilización y del progreso, aunque signados por la civilización
católica abanderada por el mundo hispánico. Pérez, en la Jeografía Jeneral de
los Estados Unidos de Colombia, editada en París en 1865 y dirigida al público
europeo (como muchos de los textos geográficos y políticos de la época), señala
así, “delante de la civilización y del mundo” (Pérez 1865: iii), las características
particulares –al mismo tiempo universales– del pueblo granadino:
El jenial dulce de nuestros habitantes, el influjo tan directo en esto de la religión cristiana, la
índole de las instituciones democráticas, cuya sanción invijila tan de cerca la vida doméstica
de los ciudadanos, i el carácter honrado de estos; todo contribuye a hacer de los colombianos
un modelo ejemplar. (160-161) Son además los colombianos sóbrios, industriosos, amantes
del trabajo, hospitalarios, pundonorosos, sufridos i por lo jeneral frios i sesudos en sus
deliberaciones. (180)
59 Wade (2003a) ha advertido sobre esta dimensión del mestizaje que permite su maleabilidad en
diferentes proyectos nacionales.
44
La nación como proyecto de unidad y diferenciación
60 El Ensayo sobre las revoluciones… de José María Samper (1861) plantea directamente esta re-
lación indispensable entre nación y mestizaje. Sin embargo, esto no fue exclusivo de Samper;
las consideraciones sobre el mestizaje que aquí se exponen estaban presentes, implícita o explí-
citamente, en los relatos de viajes, las geografías, las historias, los cuadros de costumbres y los
ensayos políticos aquí analizados.
61 En los relatos de viaje y las descripciones geográficas de la Comisión Corográfica, la descripción
del aspecto físico y del estado de las poblaciones locales contenía recomendaciones específicas
sobre la necesidad del mestizaje o de lo adecuado o impropio de éste (Codazzi 1851, 1855, 1858;
Ancízar 1853; Pérez 1855).
45
Julio Arias Vanegas
46
La nación como proyecto de unidad y diferenciación
–que aliase las cualidades heroicas del español con la índole dulce, paciente, candorosa y
sumisa del indio colombiano. (Samper 1861: 64)
Allí era evidente una preocupación por la vida terrenal poblacional, qué de-
bía ser promovido y qué no: “en cada comarca, importa conocer [las razas y tipos]
á lo menos en sus grandes líneas, á fin de saber cuáles conviene robustecer, y
cuáles compartir ó modificar, según el fin que se busque. Hallar esos caracteres
fundamentales constituye el objeto de la etnografía” (Vergara y Velasco 1892:
952). Evidentemente, ciertos negros e indios debían ser absorbidos por el ele-
mento blanco, en un sentido que empezaba a ser cada vez más biológico como
requerimiento previo para lo moral; por ello, Codazzi decía:
No debemos creer que los indios de Casanare y Meta se podrán reducir con discursos ni
aprendiendo la doctrina cristiana; estas cosas se conseguirán más tarde, cuando una gran
masa de población se haya mezclado con ellos y haya formado una raza distinta, como ha
sucedido en las demás partes de la República. (Codazzi 1856: 89)
Esta visión del mestizaje como posibilitador de unidad cobraba más fuerza
bajo la teoría cristiana de la degeneración65. El mestizaje fue comprendido, en
particular por Samper (1861) y Arboleda (1867), como una vía segura de recom-
poner la degeneración causada desde el origen primario y su ascendencia peca-
dora. El mestizaje permitiría la regeneración hacia un nuevo hombre fruto de la
mezcla de los hijos de Jafet, Sem y Chan.
De esta forma, a lo largo del tiempo, el mestizaje permitiría generar una uni-
dad a partir de la heterogeneidad –la diversidad de origen–. En términos genera-
les, el objetivo era generar una unidad moral, social y, en cierto sentido, somática,
limpiando las otras herencias, negras e indias. Pero no suprimiéndolas o exclu-
yéndolas, sino articulándolas diferenciadamente según los valores y característi-
65 Trigo (2000) explica cómo en la idea de degeneración del siglo XIX, analizada por él en Samper
e Isaacs, tuvo un papel central la explicación cristiana de la diferencia, la cual se centraba en la
monogénesis y su progresiva degeneración-diferenciación a partir del pecado original.
47
Julio Arias Vanegas
cas que fueran útiles para la nación66. Como se nota en las citas de todo este texto,
lo indio podía aparecer como herencia de moralidad, sumisión y obediencia, y lo
negro, como fuerza física, vigor e independencia67. Así, pues, el mestizaje no im-
plicaba un blanqueamiento total, tanto por la presencia de los otros componentes
raciales como por el hecho de que lo granadino o colombiano no podía ser en sí
una entidad geopoblacional igual a lo blanco europeo.
Así mismo, dentro de la nación, las posibilidades de mezcla eran múltiples
y variadas. Habría que hablar de mestizajes, resaltando el plural. Mestizajes que
resultaban necesarios de acuerdo con la diferenciación para el trabajo, que a su
vez estaba relacionado con la concepción climática de una raza = un clima. Así,
el mestizaje debía ser diferente en cada país o porción del territorio nacional. Por
ejemplo, en la minera provincia de Chocó, el mestizaje debía ser adelantado con
base en el elemento negro, como forma de garantizar una mano de obra que había
sido naturalizada con la recolección de oro:
Esta [raza africana] ha tenido necesariamente un contacto más frecuente, más prolongado y
en mayor escala con la raza primitiva, de esa mezcla naturalmente se ha formado una raza tan
numerosa y mixta que ha hecho desaparecer enteramente los tipos y fisonomías indígenas,
resultando una raza particular, que mezclada también con la raza blanca ha diversificado los
colores y dado una constitución más robusta y vigorosa y una natural energía, mayor que
la de los individuos nacidos en el mismo clima, de padres de sangre europea o africana sin
mezcla. (Codazzi 1855: 174)
66 Desde esta visión, la colonización del territorio era apreciada como un ejercicio de mestizaje
poblacional y territorial. Al igual que con las poblaciones, el altiplano blanco –aunque también
indio– debía nutrir a las tierras bajas –indias y negras– e imponérseles como vector de su
mestizaje paisajístico. Mestizaje, por cuanto significaba la formación de una tierra nueva, no de
una simple réplica de la primera (Rivas 1899).
67 Igualmente, estas visiones sobre el mestizaje eran posibles en un período en el cual las razas no
eran vistas desde un racismo radical cientificista, como conjuntos biológicos que eran genética-
mente problemáticos, tal como ocurriría a principios del siglo XX.
48
La nación como proyecto de unidad y diferenciación
Ilustración 4
Carmelo Fernández (1850).
Tipo blanco e indio mestizo,
Tunja. En Codazzi (1851).
Ilustración 5
Carmelo Fernández (1851).
Cosecheros de anís. Indios
mestizos. Ocaña En Ardila y
Lleras (1985).
Estos cuadros revelan la imagen del buen campesino. Hombres vigorosos, de buen aspecto y con disposición
para la labranza aparecen allí; incluso en la 5 están inmersos en el anís que cultivan. La imagen tipificada del
dócil y hasta bonachón indio mestizo es repetitiva como proveniente de un molde: “Los mismos indios de formas
rechonchas, color cobrizo y fisonomía socarrona de suyo y humilde cuando saben que los miran, los mestizos
atléticos y los blancos de tez despejada y facciones tan españolas que parecen recién trasplantados de Andalucía
o Castilla” (Ancízar 1853, tomo II: 13). En general, los cuadros de Fernández son representaciones positivas e
ideales de la población neogranadina. Recordemos, que, con más claridad, los primeros cuadros de la Comisión
fueron proyectados para ser expuestos y reproducidos a un público extranjero (Sánchez 1999).
la del Chocó” (Pérez, 1865: 160). Esta idea confirma la necesidad de un mestizaje
gradual, regionalizado y regulado a lo largo del territorio nacional, y no un simple
blanqueamiento.
En este mismo escenario, el mestizaje resultaba central en la construcción de
una jerarquía poblacional regionalizada. Un mestizaje diferenciado por regiones
sustentaba la diferenciación interna (Cf. II/3). Al mismo tiempo, el mestizaje
permitía la normalización de la diferencia, haciéndola aceptable en medio de
los principios de unidad. En suma, esto demuestra, como lo ha afirmado Wade
(2003a, 2003b), que el mestizaje ha sido un elemento central en la constitución
de las naciones latinoamericanas, por cuanto se desliza entre la búsqueda de la
unidad y el mantenimiento de diferencias manejables y jerárquicas a la vez. El
mestizaje, su necesidad o sus límites, determinaba la delimitación de los márgenes
de la nación y no sólo de la diferencia aceptable.
campo, en las selvas y en los valles ardientes. Al fin y al cabo, la barbarie aparecía
por doquier, por ser el otro de la civilización. Pero, además, he señalado cómo
podemos encontrar la barbarie en los artesanos, en el pueblo ignorante y sucio,
en los caudillos y hasta en los radicales, revelando, así, el miedo generalizado al
pueblo como agente político de la nación y la revolución. Por medio de la escritura
y las prácticas disciplinarias sobre el cuerpo, al final del siglo XIX, buena parte
de lo bárbaro en el pueblo comenzaba a ser reducido; la Regeneración emergía
entonces como un gran proyecto para frenar la degeneración moral, política y
social de la República, condensando gran parte de los deseos del siglo XIX sobre
el control y contención del pueblo colombiano en torno a claros y rígidos principios
morales. Con todo, la verdadera y más temida barbarie continuaba rondando gran
parte del país, aunque circunscrita, pero no fija, a territorios particulares (valga
decir “especiales”, en los términos del ordenamiento territorial): indios errantes
y salvajes, negros libertos y libertinos, zambos y mulatos vagabundos, todos los
cuales constituían poblaciones que no solamente representaban la peor barbarie
frente a la civilización, sino también los otros más distantes del progreso y la
modernidad, que habitaban los márgenes físicos y simbólicos de la nación.
Aunque estas poblaciones representaban el otro del pueblo nacional obser-
vado o proyectado, no eran precisamente objetos de exclusión o invisibilización.
El mismo hecho de ser la imagen contraria del pueblo las hacía necesarias dentro
de los discursos sobre la nación. El centro de la nación se ve en una lectura en
reversa de sus márgenes. Indios y negros eran marginales y no invisibles en el
discurso nacional. Marginales no en el sentido de insignificantes, sino de subor-
dinados y contrarios al ideal. En este sentido, no estaban excluidos, por doquier
aparecían como motivo de preocupación68. Aun más, indios y negros fueron rea-
les poblaciones, en tanto objetos problemáticos, críticos y riesgosos para el ejer-
cicio de gobierno moderno (Foucault 1976, 1978)69. La nación hizo más urgente
la incorporación e intervención sobre ellos –en particular, sobre los indios–. Los
indios errantes y los negros libertos eran constituidos en “sujetos de crisis”, en
el sentido de Trigo (2000), desde las representaciones que las élites hacían de los
cuerpos salvajes y obscenos y, por sobre todo, de las prácticas opuestas a los pro-
50
La nación como proyecto de unidad y diferenciación
70 El Estado nacional, en vías hacia una economía capitalista, planteaba como uno de sus requeri-
mientos básicos de existencia la integración regional que había articulado bajo la presencia de
una unidad territorial y administrativa mayor. Dicha integración, en una perspectiva económica,
se basaba en la conexión efectiva de los lugares de producción o extracción de recursos con los
núcleos urbanos importantes y con las vías para el transporte interno o externo, en especial con
los puertos que permitieran exportar los productos. Además, el Estado requería de una integra-
ción política, simbólica y práctica, en la que los territorios y poblaciones incorporados estuviesen
sometidos a la dominación política y cultural que implica una formación como el Estado. Las re-
giones de frontera eran caracterizadas precisamente por esta imposibilidad de integración a una
unidad mayor, que en estricto sentido es abstracta y arbitraria. Así, por paradójico que parezca,
el pensamiento nacional, al plantear la necesidad de la integración, crea y naturaliza lo contrario
como problema en el territorio o la población. Es de allí que aparecen ideas como la desintegra-
ción, la fragmentación o el archipiélago regional. Igualmente, como una contradicción implícita
en este orden nacional, el Estado-nación inició una marginalización progresiva de ciertas regio-
nes, en la búsqueda de una centralización del poder y en el establecimiento de unas jerarquías
espaciales y culturales.
51
Julio Arias Vanegas
Se dilatan intrincadas y espesas selvas donde apenas cabe ya la vegetación, y por las
cuales atraviesan hacia el río, en un curso desconocido sin nombre y sin historia […] las
voces y los cantos desapacibles de las aves de la selva, el rumor de la corriente […] son
el ruido constante y discorde que se percibe por horas seguidas en aquellos desiertos […].
(Pérez 185?: 161)
52
La nación como proyecto de unidad y diferenciación
53
Julio Arias Vanegas
Esta imposición de lo extractivo a los territorios especiales terminaría marginándolos aun más,
simbólica y físicamente, e incentivaría o, mejor aun, terminaría produciendo la violencia y la
belicosidad que les era imputada.
74 Así, esta división espacial y poblacional seguía el nivel del avance colonizador en su relación con
el tipo de organización social, de residencia y de subsistencia de los grupos indígenas.
54
La nación como proyecto de unidad y diferenciación
basada en el ideal de progreso futuro: “Si son diestros y altivos, los vemos en la
selva; los encontramos perezosos en extremo grado en sus chozas, sin que los
mueva al trabajo el mayor interés, ni las promesas ni las pagas, porque no aspiran
sino a comer malamente y no piensan en lo futuro” (Codazzi 1855: 409; ver la
ilustración 6).
Científicos, viajeros y colonizadores relacionaban esta vida inactiva, aunque
suene paradójico, con el carácter errante de los indios salvajes. Nada aparecía más
contrario a la vida moderna, más cercano al estado de naturaleza, que la ausencia
de una residencia fija. Este hecho hacía imposible el control poblacional en todas
sus dimensiones, en especial, en la sujeción de una fuerza física. El progreso de la
nación y de cada uno de sus componentes resultaba imposible con la vida nómada:
Si se inquiere un espíritu filosófico cuál es la causa de esa inmovilidad de los pueblos nómades
en el camino del progreso, se encontrará que no es otra que la ausencia de la propiedad raíz
individual entre ellos. La propiedad raíz fija el hombre a la tierra, y establece entre ésta y
aquél vínculos que generan los primeros movimientos que lo ponen verdaderamente en el
camino de la civilización. (Restrepo 1870: 175)
Asimismo, desde la visión del sistema de hatos en las sabanas, de las ha-
ciendas agrícolas o de los complejos mineros, la eliminación de la autosuficiencia
era requerida para constituir una población de trabajadores dependientes de tales
sistemas. Los indígenas no reducidos generaban fisuras a este sistema, y con su
nomadismo y su no inserción plena al mercado-consumo fueron constituidos en
la población crítica sujeta a intervención. Por tales razones, la lógica de la au-
tosuficiencia indígena debía ser desestructurada, como lo indicaba el abogado
Joaquín Díaz Escobar en su informe al Congreso sobre los Llanos:
La razón por qué los indios queman muy poco de sus praderas allí, está, en que ven que así
no les disminuye su haber o despensa, siendo en esto lógicos i consecuentes con su vida
errante i cómoda i con su inacción, pero el día en que nosotros por cálculo económico e
industrial, les contrariemos con el elemento del fuego, ese modo de ser por la razón y la
fuerza de la necesidad, tornarán hacia un movimiento industrial i productivo, como el de
cultivar la tierra, agotar los animales dañinos, o explotar mejor la vegetación. De otro modo
la metamorfosis será tardía, porque la abundancia aleja el trabajo. (Díaz 1879: 43, 44)
De allí que se desencadenaran cruentos enfrentamientos entre indios y colo-
nos, con saqueos, por un lado, y masacres, por el otro. El nomadismo era descrito
como una vida propia de hordas de bárbaros belicosos. Los indios errantes eran
como una plaga que acechaba a los colonos blancos e impedía sus proyectos co-
lonizadores (Díaz E. 1879; Codazzi 1856). Sin duda alguna, esto justificaba su
reducción e, incluso, exterminio75.
75 Gómez (1991) demuestra que, desde mediados del siglo XIX, los colonos y los funcionarios
estatales regionales y locales participaron activa y abiertamente en el exterminio físico de los
55
Julio Arias Vanegas
indígenas nómadas de llano adentro. Esto continuaría en el siglo XX con las tristemente célebres
guajibiadas.
76 En este sentido, se entiende la preocupación de los informes de la Comisión Corográfica (Codazzi
1856, 1857, 1858), elaborados o proyectados (Sánchez 1999: 408), de detallar etnográficamente
cada una de las tribus indígenas de los territorios de Caquetá y Casanare y del estado de
Cundinamarca, como no se hacía con otros tipos o razas. Esta descripción debía estar acompañada
de un mapa con la ubicación de los indios, para facilitar las estrategias de reducción.
77 Una reseña completa de estas leyes se encuentra en Rausch (1999: 168-170).
56
La nación como proyecto de unidad y diferenciación
las misiones modernas, que incluso se preocuparon por instruir a los indios en los
principios de la ciudadanía (Rausch 1999).
Wade (1993, 2003b) ha resaltado cómo los negros y los indios han sido ubicados
de distintas formas en las estructuras de alteridad del orden nacional. Durante
el siglo XIX, lo negro fue, ante todo, además del otro extremo de lo blanco,
una construcción racialista centrada en el problema de la fuerza física para el
trabajo. Sobre la población negra salvaje no fueron dispuestas medidas estatales
de incorporación tan explícitas como las aplicadas sobre los indígenas, aunque
fue representada como una población altamente problemática.
Los negros eran a la vez una población problemática cercana y lejana para
la élite letrada urbana. Los negros trabajadores serviles de haciendas, minas y
familias acomodadas eran considerados inferiores moral e intelectualmente, como
una estrategia segura de validar esta condición de subordinación (Cf. II/1.2). Sin
embargo, una visión más radical se desplegaba sobre los negros que vivían por
fuera de este orden servil. Los negros salvajes aparecían particularmente en las
selvas del Chocó, los valles intercordilleranos, las hoyas de los grandes ríos y
la Costa Atlántica, distantes del control económico, cultural y político nacional.
La representación de éstos era aun más barbarizada, por cuanto condensaban
los temores y las limitaciones de la élite frente a lo negro, ya fuese subyugado o
libre.
Santiago Pérez, en su descripción del Chocó para la Comisión Corográfi-
ca, afirmaba enfáticamente que “lo que más contrista desde que se ve al primer
habitante, desde que se palpa la primera calamidad, desde que se entra en la pri-
mera población es la salvaje estupidez de la raza negra, su insolencia bozal, su
espantosa desidia, su escandaloso cinismo” (1855: 45). Los negros eran reiterada-
mente calificados por él y por Codazzi como libertinos, vagabundos, perezosos,
obscenos, indolentes y estúpidos. A los viajeros les incomodaban sobremanera la
desnudez, la tranquilidad en los ranchos y la vida ociosa de los negros. En suma,
el negro salvaje era visto como un ser libertino, el cual estaba desposeído de
cualquier rasgo de moralidad y dedicado a una vida perniciosa de embriaguez y
obscenidad (ver la ilustración 7).
Esta imagen cobró más fuerza en un contexto particularmente problemático
para la élite: las décadas siguientes a la abolición de la esclavitud. De allí,
precisamente, fue reforzada la visión del negro descontrolado. Según esta élite, con
el fin de la esclavitud, los negros, una raza de por sí degenerada y desenfrenada,
57
Julio Arias Vanegas
Ilustración 6
Manuel María Paz (1857). Indios guaques. Caquetá. En Codazzi (1857)
El cuadro representa la vida nómada de los indígenas. Una vida descrita como
activa e indolente a la vez, puesto que evidentemente la caza-recolección era
realmente activa, pero calificada de perezosa por lo que no aportaba a la vida
económica moderna.
Ilustración 7
Manuel María Paz (1853). Venta de aguardiente en Lloro. En Codazzi (1855).
Este cuadro podría se leído de forma paralela a las descripciones que
Santiago Pérez hizo del Chocó. En éste la única referencia a lo negro es
la bebida y la desnudez. Para Pérez, los negros se caracterizaban por su
“obscenidad en el lenguaje, licencia en las costumbres, ociosidad en todos,
desnudez y miseria” (1855: 85).
las tierras calientes podía terminar imponiéndose sobra las otras razas o tipos.
Los negros, además de vigorosos, resultaban fecundos (Codazzi 1855: 87; Samper
1861), lo cual representaba un peligro, en la medida en que aparecían como una
creciente plaga de animales, que terminarían negreando totalmente ciertas regio-
nes de frontera (Samper 1861). El temor radicaba en la ausencia del control de las
razas o los tipos adecuados y de las élites regionales o nacionales. Este argumento
también servía para marginalizar zonas como el Chocó y la Costa Atlántica.
Lo negro encarnaba así un límite al mestizaje, al absorber a los otros ele-
mentos, cuando no estaban dirigidos por los propósitos civilizadores y naciona-
lizadores. Para Samper, esta limitación la simbolizaba la figura del zambo, “una
raza de animales en cuyas formas y facultades la humanidad tiene repugnancia en
encontrar su imagen ó una parte de su gran sér” (Samper 1861: 95). Alguien como
Samper temía que la nación se convirtiera, por medio de un mestizaje degenerati-
vo, en el otro extremo de su visión idealizada del pueblo nacional.
*****
En esta parte he mostrado cómo la élite nacional, en su ejercicio de definirse como
agente de gobierno de sus otros semejantes, no sólo se preocupó por construir una
unidad nacional sino también un orden jerárquico y diferenciador. Desde la mis-
59
Julio Arias Vanegas
60
II. Figuras y jerarquías
de la diferencia en el siglo xix.
Transformaciones del mapa nacional
Esta parte aborda la construcción y representación, desde la élite nacional, de una
variedad de figuras humanas –razas, tipos o pueblos regionales–, a partir de las
cuales fue expuesta la diferencia poblacional, dentro de los contornos de la unidad
nacional colombiana en el siglo XIX. En conjunto, estas figuras constituyeron un
mapa jerárquico de la población, desde el cual el ejercicio diferenciador de gobierno
de los otros cobraba sentido para las élites. Por ello, en este documento se insistirá
en que la diferencia poblacional, elaborada en las producciones visuales o escritas
aquí analizadas, tuvo lugar en la medida que emergió una conciencia nacional y
que fue planteada la imagen de una unidad de la nación; a fin de cuentas, tan sólo
plantear lo heterogéneo implica la pretensión de una homogeneidad.
humanos y las razas. El indio chibcha habitaba al mismo tiempo los mapas de la
diferencia poblacional con el antioqueño, el negro, el santafereño, el zambo y el
calentano. Los esquemas, elementos y saberes se ampliaron desde la perspectiva
regional. La región natural, las economías regionales, la climatología por regio-
nes, aparecieron, entre otros, como elementos determinantes de la diferencia.
Buffon, todas las especies animales americanas eran inferiores y débiles, debido
a las condiciones climáticas y naturales del continente. América era entonces
un continente habitado por una naturaleza “salvaje, hostil y frígida” que la
civilización humana, al no haberse desarrollado exitosamente, no había logrado
domesticar (Gerbi 1982: 7-42). De Pauw fue incluso más lejos al enfocarse en los
hombres, afirmando de entrada su incuestionable degeneración. Para él, el Nuevo
Mundo, dominado por un clima malsano y húmedo, no habría podido generar
aquellos buenos salvajes de los cuales hablaban ciertos europeos; más bien, los
indios eran “bestiales”, “débiles” y “siervos por naturaleza” (Gerbi 1982: 81-96).
Caldas (1808b), desde Santa Fe, y Unánue (1806), desde Lima, fueron sólo algunos
de los naturalistas criollos que, utilizando los mismos argumentos climistas de
Buffon, escribieron sobre las ventajas del clima en determinados “países” y los
talentos e ingenios de ciertos hombres en el continente americano. De esta forma,
los criollos esperaban ser vistos como iguales ante los europeos, como agentes
de su propio gobierno ante el régimen colonial y como distintos ante las demás
poblaciones del Reino.
La diferencia entre las tres razas fue conjugada con una jerarquía espacial
entre las tierras altas y las tierras bajas. Tres razas distintas en dos tierras comple-
tamente distintas que reiteraban al altiplano como centro de poder frío y civiliza-
do, al igual que la Europa imaginada. En esta jerarquía fueron conjugadas la idea
de un poderoso influjo del clima, la diferenciación entre civilizados y bárbaros,
que señalaba la autodeterminación de ciertos hombres, y la concepción cristiana
sobre el acceso a la gracia divina. La utilización diferenciada de estas concepcio-
nes sustentó una jerarquía radical que tuvo lugar en una geografía horizontal y
principalmente vertical del cuerpo de la patria, una escala de valores atravesada
por los pisos térmicos, es decir, una jerarquía climática. En esta visión, el racialis-
67
Julio Arias Vanegas
mo era radical, y por tanto, las diferencias, no por una idea rígida, homogeneiza-
dora y excluyente de nación, sino porque allí primaba una colonialidad del poder
totalmente eurocéntrica y precisamente no filtrada por la idea de nación.
Después de la Independencia y hasta mediados de siglo, la diferencia pobla-
cional y espacial siguió concentrada en la oposición entre civilización y barbarie
y tierras altas y tierras bajas, cruzada por la progresiva coexistencia espacial de
las tres grandes razas. No sólo el deseo civilizador estaba en el fondo de la nación,
oponiendo a la civilizada e ilustrada élite nacional al bárbaro e ignorante pueblo,
sino que, desde su posición en el altiplano como centro de poder, la élite criolla
mantuvo la diferenciación espacial de principios de siglo. Así, las categoriza-
ciones raciales básicas, los valores asociados a lo negro, lo blanco y lo indio se
mantuvieron, aunque bajo otras formas menos radicales.
Todo esto será explicado más adelante. Por el momento, es importante acla-
rar que el racialismo, como definición de las diferencias poblacionales, se mantu-
vo con fuerza en el contexto nacional, por su papel adjudicado en la explicación
de los conflictos y problemas nacionales, en una óptica absolutamente atravesada
por el colonialismo eurocéntrico. Los letrados nacionales vieron en la composi-
ción racial poblacional y en los remanentes de la barbarie la explicación de la vio-
lencia, el atraso y las constantes revoluciones que sacudían al país (Samper 1861;
Arboleda 1867). El estudio de las razas y del carácter de la población colombiana
permitiría comprender, a juicio de la élite letrada, la condición particular de la
República: “Es necesario ir más lejos. Forzoso es entrar en el examen de las razas
que pueblan el continente considerándolas como elemento social, viendo cómo
y en qué proporciones entran en juego en el desarrollo de los Estados” (López
de Ayala 1867: 32). Estas explicaciones racialistas tenían como principal fuente
de recepción y aceptación el público europeo. De esta manera, lo particular y lo
propio eran comprendidos desde el racialismo, atendiendo a la mirada europea.
Hasta las mismas visiones optimistas y positivas de la situación del país tenían
como fundamento el racialismo (Ancízar 1853; Samper 1861). Ello era problemá-
tico. Aunque varios principios del racialismo sustentaban al nacionalismo, sobre
todo en la idea de una raza nacional diferente de otras, la percepción de sí mismos
atravesada por las doctrinas racialistas enfatizaba aun más en las jerarquías po-
blacionales.
Nuevo Reino debe ser apreciada como un esfuerzo de éstos por rechazar la in-
negable y extendida degeneración de los hombres americanos, de lo cuales ellos
harían parte, al mismo tiempo que, utilizando un pensamiento climista, intenta-
ron generar formas de diferenciación entre los pueblos del Reino, construyendo
un orden jerárquico en el cual ellos ocuparían la posición privilegiada. Esta dife-
renciación también se constituyó en una estrategia para el posicionamiento de los
criollos americanos, quienes con las reformas borbónicas se encontraban aún más
subordinados frente a los naturales de Europa.
La diferenciación poblacional que planteaban los criollos naturalistas se ba-
saba en la afirmación del influjo del clima, sustentada en términos generales en
dos principios básicos78. Primero, en especial para la geografía botánica y zoo-
lógica, los distintos especímenes tenían una ubicación geográfica particular, que
hacía pensar que las diferencias se podían situar geográficamente. En segundo
lugar, para alguien como Caldas (1808b), el hombre, al tener un cuerpo organiza-
do, como cualquier animal, con una forma y un contenido complejo compuesto
de sistemas y fluidos, era alterado en su constitución física por las condiciones
climáticas. En este último argumento operaba la idea de unos cuerpos mecánicos
e hidráulicos que eran afectados en sus propiedades por las condiciones de tempe-
ratura del medio físico, un cuerpo que se contrae, se dilata y se expande, como lo
anunciaban las incipientes físicas y químicas de la época: “el cuerpo del hombre,
como el de todos los animales, está sujeto a todas las leyes de la materia: pesa,
se mueve y se divide; el calor lo dilata, el frío lo contrae” (Caldas 1808b: 139).
Además, allí resultaba evidente el peso de la medicina hipocrática, en especial de
la teoría humoral y la clasificación en temperamentos, aunque en contradicción
con la anterior visión. Los humores, como fluidos provenientes de los elementos
primarios de la naturaleza, eran los directamente afectados por el clima y los ali-
mentos, siendo potenciados, disminuidos o renovados. El estado humoral de cada
persona definía su temperamento y éste señalaba unas características somáticas,
78 La idea del influjo del clima utilizada de forma positiva para los criollos y negativamente para
los negros o los indios errantes estuvo sustentada por unas nociones particulares sobre el clima
y la constitución física del hombre. Para Caldas, el clima no era sólo los grados de calor y frío,
sino, además, las cargas eléctricas, la presión atmosférica y el oxígeno, los ríos, las montañas,
las selvas, los vientos y las lluvias; el influjo del clima sería la fuerza de todos estos elementos
de la naturaleza poderosa sobre los seres vivientes. Además, Caldas se preocupó por el influjo
de los alimentos y las bebidas, según sus tipos, su grado de asimilación, los humores que
produce y los efectos en el tamaño, aunque no se ocupa mucho de este punto, puesto que para él
es evidente e incuestionable. Al hablar de la constitución física del hombre, este naturalista se
refería a la robustez o debilidad de los órganos, el grado de irritabilidad del sistema muscular y
de sensibilidad del sistema nervioso, el estado, abundancia y consistencia de sólidos y fluidos y
el funcionamiento de la circulación (Caldas 1808b: 138).
69
Julio Arias Vanegas
Así, la primera gran división que plantearon los naturalistas criollos pro-
venía de la imagen de la civilización. Para ellos, en el Nuevo Reino habitaban
pueblos civilizados y tribus salvajes o bárbaras, cuyas diferencias eran fácilmente
distinguibles: los primeros daban muestra de las características de la civilización,
de humanidad y de una vida social bajo ciertas leyes y costumbres, mientras que
en oposición a éstos se encontraban las tribus errantes que, aunque humanas, se
diferenciaban minimamente de los animales, por su escasa vida social. Los pue-
blos civilizados se dividían en las tres grandes razas: los criollos o europeos –por
supuesto, para un criollo, ambos estaban en igualdad de condiciones, a pesar de
la tierra en que hubieran nacido–, los indios y los africanos o negros. Cada una de
estas razas, a su vez, se distinguía por su grado de civilización en el orden anterior
de superiores a inferiores; cuando Caldas calificaba a los indios o a los negros
de civilizados, era porque a su juicio éstos contaban con ciertas leyes o costum-
bres, lo cual no negaba que se pudiese afirmar que unas eran menos civilizadas e
incluso bárbaras frente a las de los criollos. Aunque los negros e indígenas eran
ubicados en una escala inferior, para Caldas el punto más bajo en la escala de los
pueblos del Nuevo Reino lo ocupaban los mezclados, los no puros, aquellos que
no podían ser clasificados fácilmente. Esta posición de lo mestizo, que contras-
taba claramente con el lugar que se le asignaría en el orden nacional, obedecía a
lo que el mestizo significaba para un orden tan rígido y estamental. El mestizo
implicaba la fusión entre razas y la imposibilidad de determinar claramente las
diferencias. Por ello, el mestizaje implicaría más adelante un refinamiento de las
formas de diferenciar.
La disposición de estas tres razas y sus distintas mezclas en los pisos térmi-
cos conduciría a una clasificación jerárquica más detallada. Sin embargo, como
he señalado, la oposición más importante era entre las tierras altas-frías (mon-
tañas y altiplanicies) y tierras bajas-ardientes (en cuyo menor nivel estaban las
selvas). Sobre las montañas, Caldas no ahorró adjetivos positivos para calificar-
las: allí se había asentado y desarrollado “felizmente” la civilización y desde sus
alturas brotaban los manantiales de aguas puras que renovaban la constitución
física de los hombres. De estas alturas, Caldas descendió hasta las selvas, el pun-
to más bajo de la jerarquía climática, el lugar de las tribus errantes y la barbarie,
donde a su juicio, por ejemplo, el agua no purificaba sino que al extenderse sobre
todas las tierras las humedecía a un punto exagerado que no era propicio para los
hombres. Esta oposición climática se refería en conjunto, cuando hablaba de lo
71
Julio Arias Vanegas
No obstante, como señalé atrás, a finales del siglo XIX, la barbarie era ubi-
cada aun más en las poblaciones realmente marginales en el orden nacional. En
términos generales, las otras poblaciones, tipos humanos, mestizos y regionales,
73
Julio Arias Vanegas
aunque podían ser pensados desde la civilización y la barbarie, eran tipos civili-
zados, domesticados e incorporados.
Aunque inicialmente la permanencia de lo blanco, lo negro y lo indio como
categorizaciones raciales centrales demostraba cierta reticencia hacia lo mestizo
y la insistencia en un orden rígido con lo blanco criollo como centro de poder
(Zea 1822), su continuidad a lo largo del siglo XIX se debió a diferentes razones.
Es posible identificar la preeminencia de esta taxonomía en textos publicados en
especial para el público europeo e hispano (Zea 1822; Lleras 1837; Pérez 1865;
Arboleda 1867), puesto que permitía generar una conexión mayor entre la élite
nacional y sus considerados semejantes europeos. Pero también demuestra la
centralidad de la clasificación racial básica en el mundo moderno y cómo ésta era
adoptada indiscriminadamente por los letrados nacionales, siguiendo el lenguaje
occidental-cientificista de lo negro, lo indio y lo blanco. Pero aun más, ello fue
una forma de mantener una distancia radical interna entre las tres grandes razas.
La visión de Arboleda (1867) es clara al respecto. Él continúa con la imagen del
criollo-blanco imponiéndose sobre las otras razas.
La preeminencia de lo indio y de lo negro fue también evidente en el ma-
nejo y la división interna de la fuerza de trabajo. La esclavitud y su desmonte y
el problema de los resguardos de indios fueron determinantes en el manejo de la
población considerada india y negra (Codazzi 1851; 1855; Samper 1861). Ambas
eran la fuerza de trabajo más importante en determinadas provincias del país. Lo
negro aparecía como población problemática, en tanto conflictiva y a la vez carac-
terizada como una fuerza física importante para los trabajos pesados en la tierra
caliente y en las regiones de frontera (Codazzi 1855; Pérez F. 1865; Pérez S. 1855;
Samper 1861). Aunque considerado bárbaro y en estado de naturaleza, en claro
contraste con lo blanco (Pérez 1855; ver la ilustración 7), lo negro resultaba tam-
bién asociado al trabajo servil doméstico, agrícola o minero (Arboleda 1867; ver la
ilustración 8); claro que siempre visto como necesitado de dirección, por su carác-
ter por fuera de la esclavitud: “El negro sufre las penalidades, pero es flojo para el
trabajo, y, siempre desconfiado, no quiere conocer sus verdaderos intereses, ni los
conocerá, hasta que otra raza trabajadora e inteligente le enseñe prácticamente el
modo de enriquecerse exponiendo en otra actividad…” (Codazzi 1855: 85).
Lo indio era valorado como la mano de obra más importante para la agricul-
tura en las tierras altas, como el altiplano o las montañas caucanas, pero su vida en
comunidad, su indolencia, su fanatismo y su falta de iniciativa también lo hacían
objeto de críticas y de políticas de incorporación (Arboleda 1867; Codazzi 1851,
1855, 1858; Samper 1861). En suma, lo negro y lo indio eran representados en claro
contraste con lo blanco, en el nivel local y nacional, dentro de las divisiones natu-
ralizadas de la índole y genio de las poblaciones (ver las ilustraciones 8 y 9).
74
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix
Ilustración 8
Carmelo Fernández (1851). Mujeres blancas. Oca-
ña. En Ardila y Lleras (1985). Este cuadro marca un
contraste claro entre los valores asociados a una fi-
sonomía blanca y a una negra. Como muchos de los
cuadros de tipos poblacionales, expone la diferencia
de forma contrastante. Sin embargo, a ello no se re-
duce la importancia de este cuadro. En él, la atención
estaba centrada en la caracterización de las mujeres
notables y distinguidas de la provincia. En ese senti-
do, la mujer negra no hacía parte del título, no porque
fuera negada, sino porque su papel estaba subordina-
do a la definición de lo blanco. La mujer negra era
parte fundamental en la representación de las mujeres
blancas como sirvienta, como un capital o un signo
más de distinción o reconocimiento. Por ello aparecía
en el cuadro, por cierto mirando al lado opuesto de las
mujeres blancas, en un lugar claramente inferior, por
la construcción racializada de lo negro.
Ilustración 9
Manuel María Paz (1853). Aspectos de las casa de Nóvita.
En Codazzi (1855). El cuadro representa en claro contraste
a la población negra y blanca en una zona de profundas ten-
siones coloniales, como era la minera Nóvita (Pérez 1855:
43-44). Los negros en el centro del cuadro, siempre semi-
desnudos como reflejo de su barbarie, y los blancos atavia-
dos desde la casa, como si no hiciesen parte de la imagen.
Evidentemente, ellos estaban allí para la comparación y, a
la vez, para mostrar la presencia de habitantes civilizados en
estas tierras que, aunque salvajes, habían sido domesticadas
por medio de una economía extractiva. En las imágenes de
la Comisión, los negros bárbaros habitaban siempre las re-
giones de frontera, los valles ardientes y las selvas, y cuando
hacían parte de pueblos y ciudades, lo hacían incorporados
como sirvientes o fuerza de trabajo civilizada.
(ver ilustraciones 7, 8, 10 y 12).
75
Julio Arias Vanegas
Por otro lado, la insistencia en las tres razas se convirtió en una vía para señalar
y clasificar a las distintas poblaciones, aun si fueran mestizas. Desde mediados de
siglo, la oposición entre las tres razas no remitía a la división anterior entre élite
criolla-nacional y los otros internos. En lo local primaba la diferenciación racial,
como una forma segura, por el extendido racialismo de marcar jerarquías. En el
escenario nacional, lo importante era ver si esta diferenciación era superada por
identidades locales o regionales compartidas, para ser en la unidad de la nación.
Lo negro, lo blanco y lo indio servían como estrategias descriptivas del pueblo
en lo local, junto con otros marcadores, para resaltar la diferencia (Ancízar 1853;
Codazzi 1851, 1855, 1858):
La población se compone del 33 por 100 de blancos, en quienes residen la ilustración y
cultura, el 27 por 100 de mestizos que forman escalón intermediario, y el 40 por 100 de
africanos, cuyo lote es el trabajo físico, y su patrimonio la inalterable salud en medio de
las ciénagas y ríos, sean cuales fueren las intemperies que sufran. El tipo masculino de
los primeros es el joven voluble, vestido a la ligera con chupetín o chaqueta de lienzo y
casaca los domingos, dedicado al comercio, atento, despejado, bailador y poco instruido,
salvo en requiebros y galanteos; el femenino es la damita de proporciones delgadas, aspecto
débil, modales pulcros, talle flexible y profusa cabellera, en el vestir muy aseada y elegante
siguiendo las modas francesas, en el trato llena de amabilidad e ingenio, sobremanera
sociable y cariñosa, pero siempre recatada. La música y el baile son su vocación, y rara es
la casa donde al caer la noche no suene un piano con las marcadas cadencias del valse, o
una harpa maracaibera, o por ventura dos voces de timbre juvenil unidas para cantar trovas
de amor. En los mestizos se manifiesta el tipo local, completamente criollo desde el traje
hasta el alma: los hombres de mediana estatura, sueltos y ágiles, vistiendo pantalón de dril y
camisa blanca, sombrero de nacuma excesivamente pequeño y nada de ruana; zapateadores,
tipleros y enamorados, un tanto afectos a la botella y al juego, pero trabajadores y de índole
buena, sin modales ni lenguaje descompuestos, como los del boga que tripula los bongos en
el Zulia; las mujeres pequeñas, sabiendo que son bonitas y procurando lucir y ejercitar este
don de gentes, el cuerpo bien repartido, limpio y ondulante, alegres y listas para cualquier
lance y respuesta. (Ancízar 1853, tomo II: 209-210)
colonización guiada desde las tierras altas. Las razas debían fusionarse, para de-
jar de ser troncos o linajes distinguibles y generar una unidad de origen, un linaje
común de lo nacional. Ésta, sin duda, fue una de las visiones más importantes
sobre la nación, aunque no la única.
Con todo esto, no eran una excepción, sino las genuinas representantes de un género,
o si se quiere tipo, harto esparcido en nuestro país,
fácil de conocer y que bien merece fonógrafo e historiador especial.
Manuel Ancízar (1853, tomo II: 96 énfasis del original)
79
Julio Arias Vanegas
80 Esa variedad es tan inmensa y tan lejana para nosotros, que nos resulta similar a aquella
enciclopedia china descrita por Borges y que retoma Foucault (1968).
81 En general, la historia natural que surgió en el siglo XVIII con personajes como Linneo partía
del principio de la unidad de la especie humana, de acuerdo o no con la premisa del origen
80
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix
divino. Con el paso del tiempo y la expansión de las diferentes razas en climas diversos, así
como la distancia que algunas de ellas tomaron de los principios morales, se fue produciendo
la variedad humana. Toda esta variedad estaba dispuesta en un orden natural que era a la vez
moral, en tanto la naturaleza era una creación divina. La revelación y exposición de tal orden era
la labor de los naturalistas (Mutis 1764). Por ello, la historia natural era una historia moral, que
explicaba la degeneración o regeneración de las razas y la diferencia escalonada entre pueblos
respecto a la cercanía con la civilización y el grado de moralidad, en relación a su vez con la
ubicación orográfica y climática (Caldas 1808a; Unánue 1806; Zea 1822; Samper 1861; Arboleda
1867). Con la historia natural, dotada de la visión geográfica, el colonialismo pudo fijar-
determinar espacios con razas particulares. Así, la composición y distribución de las razas eran
pensadas desde la historia natural, justamente, como un hecho natural y palpable por medio de
la observación científica. En esta historia, el ensayo de La geografía de las plantas de Humboldt
fue determinante, puesto que veía la relación entre el desarrollo de las especies, su ubicación en
la altitud y el conjunto del medio exterior. Si la historia natural estudiaba el origen, los cruces
y el desenvolvimiento de las razas, no es de extrañar este comentario común: “Es notable cómo
se han cruzado las razas en estos pueblos. Ya no se veía sino uno que otro tipo de las tres razas
madres, la blanca, la indígena y la africana. Había hijas de Llano-grande muy agraciadas, indias
de San Luis y de Coyaima, y morenas de Ambalema y sus cercanías. Para que no faltase nada qué
desear al estudioso de la historia natural, allí había dos o tres ingleses puros que paseaban por
la sala en los intermedios o que observaban desde las puertas” (Díaz 1859a: 268-269). (Cf. Gerbi
1982; Todorov 1989; Deléage 1993).
82 Por tal razón, los escritores de costumbres advertían reiteradamente que su ejercicio era muy
limitado frente a lo que podía capturar un pintor en sus lienzos (ver, en especial, Guarín 1859;
Páez 1866; Rivas 1866).
81
Julio Arias Vanegas
físico y sus actividades económicas. Las mantas, los sombreros, los pantalones, las
herramientas, los productos agrícolas que cultivaban o transportaban, entre otros,
no sólo diferenciaban espacialmente a los tipos, sino que además demostraban
la variedad potencial para la producción económica y relacionaban posibles o
existentes trabajadores con riquezas naturales (Ancízar 1853; Codazzi 1851, 1855,
1856, 1858; Pombo 1852; Pérez 1855). Esta variedad de elementos definía para
pintores y escritores lo pintoresco de los tipos, lo que merecía ser pintado, lo que
resaltaba a la vista.
Aunque fuera reiterado que lo pintoresco estaba ahí para ser pintado, sin in-
tervención y con objetividad, era evidente que ello era una cuidadosa elaboración
que intentaba sintetizar y homogeneizar en una sola figura toda la variedad ob-
servada. Guarín afirmaba que “con un calentano que describiera quedaran todos”
(1859: 365). La descripción de tipos era realizada bajo este supuesto, el de poder
capturar y reducir en una imagen condensadora lo observado, como similarmente
ocurría en el ejercicio botánico (Cf. Nieto 2000). De igual forma que en los cua-
dros de costumbres, las pinturas de la Comisión Corográfica reunían todos estos
elementos de tipificación (ver las ilustraciones 10 y 11).
De esta forma, los tipos humanos y regionales pueden ser analizados desde
la categoría analítica de estereotipos, trabajada por Bhabha (1990b) como centro
de los discursos coloniales. Los estereotipos, como imágenes de pueblos y cul-
turas, se caracterizan por simplificar y tipificar, reducir a términos manejables
para el observador las características culturales, y por naturalizar y esencializar
los supuestos rasgos culturales fijándolos en el cuerpo, inscribiéndolos en “la
naturaleza” de los grupos sociales. Así, el estereotipo delimita, ordena y hace
escenificable un grupo poblacional.
Ilustración 10 Ilustración 11
Carmelo Fernández (1851). Tipo Carmelo Fernández (1851). Estancieros de
africano y mestizo. En Ardila y Lleras las cercanías de Vélez. Tipo blanco. En Ardila
(1985). y Lleras (1985).
Estos dos cuadros, como gran parte de los de la Comisión, son elaboraciones-síntesis de tipos poblacionales.
Éstos eran cuidadosamente elaborados en talleres con base en bocetos de trabajo in situ. Nada en ellos era
fruto del azar o de una mirada desprevenida (Restrepo 1999; Sánchez 2003). Los atuendos, telas y sombreros
eran signos del lugar de origen. El cacao de la primera y la amonita de la segunda, sutilmente expuestos, eran
imágenes de riqueza y curiosidades.
Hasta cierto punto, estos cuadros pueden ser comparados con los de especies de la expedición botánica
dirigida por Mutis (Nieto 2000). Al igual que las especies, los tipos eran imágenes típicas e ideales, con todos
sus detalles posibles en exposición. Se podría decir que ambas elaboraciones son fruto de la extracción de su
cotidianidad. Tipos y especies están dispuestos de cuerpo entero para el cuadro, para ser transportados y después
examinados. La ilustración 16 demuestra con claridad cómo la tejedora y el arriero, representativos del activo
Santander, aunque parecen en su cotidianidad, fueron extraídos sutilmente de ella. La mujer teje en un camino
como si nada, mientras su semejante posa desprevenidamente.
No obstante, al contrario de las plantas, que eran fragmentos extraídos de su entorno, los tipos eran elementos
vivos relacionados con su medio físico. Los tipos eran útiles en su espacio y por ser precisamente parte de uno.
Los notables se desenvolvían en sus salones o en las calles, mientras que los posibles agricultores y campesinos
debían estar inmersos en las riquezas naturales que debían cultivar. Por ejemplo, en las ilustraciones 5 y 10 los
hombres, africanos, mestizos e indios, estaban dispuestos en torno a riquezas cultivables como el cacao y el anís.
Así, los cuadros eran imágenes condensadoras de poblaciones, naturalezas y territorios, como un conjunto de
variables y elementos que con su variedad componen una unidad. Para Sánchez (2003: 111), ilustraciones como
la 10, presumiblemente guiadas por el botánico Triana, contienen el postulado de Humboldt de “la fisiognomía de
la naturaleza”, el cual indica la variedad de formas contrastantes que se agrupan en zonas particulares. Presente
o no tal postulado, en los cuadros o escritos la descripción paralela de tipos distintos reiteraba la diferenciación
por medio del contraste. Un tipo, como una raza, siempre era definido en oposición a otro. Además, los pintores y
escritores se preocuparon, la mayoría de las veces, por evidenciar la variedad poblacional de posibles trabajadores,
apreciada como una riqueza de las provincias y cantones.
83
Julio Arias Vanegas
83 En la obra de Ramón Torres Méndez, el reconocido pintor de costumbres, también se puede en-
contrar un número considerable de cuadros de tipos poblacionales, la gran mayoría referentes al
tema abordado en este capítulo: tipos de calentanos, de gentes del interior, de damas y caballeros
santafereños, de campesinos de tierras altas y de oficios –aguadores, marraneros, cargueros,
arrieros, carniceros y vendedores, entre otros– fueron retratados por Torres (ver láminas en Sán-
chez 1987: 129 a 171).
84 Kalmanovitz (2003: 217) calcula que hacia 1870 cerca del 1% de la población controlaba aproxi-
madamente al 50% de la población censada, por medio de prácticas como el arrendamiento.
84
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix
negocios humanos y mantiene ligados a los individuos y a las naciones para el progreso de
la civilización: es así como se cumple la gran ley de la variedad en la unidad. (Arboleda
1867: 174)
85 Allí, el poder colonial interno inventó sus otros desde estrategias propias de los discursos
coloniales, los cuales crean la otredad como una entidad distante y desconocida, pero que a
la vez es clara para la mirada colonizadora (Bhabha 1990b). Ello se evidenciaba ampliamente
en los relatos de viaje o en los textos que seguían este tipo de narración, como producciones
eminentemente colonialistas surgidas de zonas de contacto (Pratt 1992).
85
Julio Arias Vanegas
86 Sin duda alguna, en esta conceptualización del medio físico de los pensadores de la segunda mitad
del siglo XIX estaban presentes las ideas de Humboldt sobre el medio exterior, las cuales estaban
marcadas por la imagen de la cordillera y el ascenso y el descenso por ella. Para Humboldt, los
cuadros de la naturaleza o las unidades de paisaje se diferenciaban claramente con el cambio
de altura; así lo sintetizó en su reconocida imagen de la montaña, inspirada en el Chimborazo
(Castrillón 2000).
86
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix
divididos por serranías, ni diseminados en un área ingrata y solitaria, sino formando, como
si dijéramos, una cadena continua de seres humanos, bien dispuesta para la transmisión i la
propagación de las ideas. La planicie bogotana será, pues, siempre un foco de ilustración y
un centro de nacionalidad. (Codazzi 1858: 252)
87
Julio Arias Vanegas
Mucho más bellas, robustas é inteligentes que las de las costas y los valles ardientes;
razas laboriosas, fraternales hasta el socialismo, dulces y hospitalarias, susceptibles de todo
progreso, de una regeneración ó modificación fácil y fecunda, con tal que el régimen de
colonización no las contrariase nunca. (Samper, 1861: 29)
De esta forma, esta población laboriosa del altiplano estaba signada a colo-
nizar las tierras calientes (Restrepo 1870; Samper 1861; Vergara y Velasco 1892).
Pero más que la población, era toda la imagen del altiplano, de las tierras altas,
como un conjunto territorial-paisajístico-poblacional, la que emergía como centro
desde el cual la civilización y la nación debían ser irradiadas por medio de la co-
lonización. Cuando los viajeros y los expedicionarios comenzaban a alejarse del
altiplano y desde algún alto admiraban con asombro y algo de temor las tierras
bajas y calientes –las cuales emergían en parte de esta perspectiva del viaje y de
la panorámica–, aspiraban a que lo que dejaban atrás bajara y se replicara con
profusión (Codazzi 1856; Pardo 1866; Restrepo 1870; Rivas 1899).
No obstante, el encuentro con la tierra caliente, el ideal de la prosperidad
material y económica, la necesidad del movimiento comercial y humano, hicieron
del altiplano y sus tipos descendientes de indios chibchas entidades problemáticas.
La forma en que estaban estructuradas la economía, la población y la vida social
no parecía responder a los requerimientos de una civilización progresista y una
economía agroexportadora y comercial, a los ojos de letrados impulsores de estos
proyectos (Ancízar 1853; Samper, J. M. 1861; Samper, M. 1867). La imagen que
se tejió del altiplano desde mediados de siglo fue la de una zona anclada en el
pasado. Lo colonial era usado como metáfora para describir y pensar la zona.
En ella se vivía todavía en un ambiente colonial de atraso, pobreza, opresión,
oscurantismo, fanatismo y quietud. La población era descrita de igual forma. Los
pobladores del altiplano, y en esto eran reiteradamente presentados como de tipo
indio, eran indolentes, pobres, estacionarios, sucios, fanáticos y estúpidos, a la
vez que sumisos y religiosos:
La masa de la población andina (puramente indígena) es notable por su carácter paciente y
laborioso, su sentimiento religioso llevado hasta la idolatría y la superstición más grosera, su
carencia de todo instinto verdaderamente artístico, su amor a la vida sedentaria, á la inmovi-
lidad y la rutina, su humildad llena de timidez, su malicia disimulada, que tempera un poco la
estupidez relativa del Muisca […] dulzura en la impasibilidad, fuerza de inercia, aislamiento
casi egoísta, desconfiado, espíritu conservador absoluto, inmovilidad moral, vida sedentaria,
caracteres pasivos, superstición religiosa y aun fanatismo, poca inteligencia, fuerza física que
soporta un peso, pero sin arranque, ni pasión, ni rapidez. (Samper 1861: 316, 326)
89
Julio Arias Vanegas
Los tipos humanos y paisajes de las tierras templadas y calientes cobraron fuerza
en medio de los proyectos colonizadores del siglo XIX. La valoración sobre los
tipos y paisajes dependía de su integración e incorporación a las tierras altas.
En la primera mitad del siglo XIX, la tierra caliente aparecía como una entidad
paisajística-poblacional que describía las tierras bajas, no integradas, despobladas
y, la mayoría de las veces, salvajes del territorio patrio (Caldas 1808a; Zea 1822;
Lleras 1837). En este sentido, gran parte del país era tierra caliente y, como tal,
juzgada negativamente. Este panorama cambiaría de forma significativa desde la
década de los cuarenta. La necesidad de incorporar las tierras bajas a una econo-
mía agroexportadora de cultivos tropicales como la quina, el añil, el tabaco y el
café, y la titulación de baldíos y los incentivos a la colonización como una forma
de subsanar la crisis financiera postindependista (LeGrand 1988), propiciaron
grandes oleadas colonizadoras, que poco a poco no sólo transformarían la orga-
nización productiva, sino los mapas de la diferenciación espacial y poblacional
del país. Aunque gran parte del país era considerada tierra caliente, esta acepción,
al igual que la del tipo calentano, operó especialmente sobre el alto Magdalena,
los valles y llanos del Tolima Grande, el piedemonte metense y los llanos de San
Martín. Grandes hacendados, comerciantes y empresarios colonizadores –auto-
proclamados “los titanes de la industria” (Kastos 1858d) o “los trabajadores de
tierra caliente” (Rivas 1899)–, relacionados con el Estado, participaron en su co-
lonización y sometimiento. En estos contextos y territorios, las representaciones
sobre la tierra caliente y los calentanos desempeñaron un papel determinante.
En el descenso colonizador, las tierras templadas, una construcción climá-
tico-paisajística a partir de la cual eran resaltados y naturalizados los niveles de
integración económicos, morales y sociales con el centro, aparecían como unas
zonas intermedias, entre el altiplano y las tierras bajas, en las que los hombres y
paisajes se destacaban por su profusión, riqueza y vigor, a la vez que domestica-
ción (Ancízar 1853; Camacho 1866; Rivas 1899; Samper 1861).
90
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix
climatología moderna (Caldas 1808b; Zea 1822; Samper 1861; Rivas 1899; Vergara
y Velasco 1892).
Sin embargo, el redescubrimiento de la tierra caliente y su mayor integra-
ción económica y poblacional con la sabana de Bogotá, a partir de las oleadas
colonizadoras de mediados de siglo, incentivadas por los auges económicos en
torno al cultivo del tabaco y la especulación con tierras, propiciaron un cambio
en la imagen de la tierra caliente y los calentanos. La tierra caliente emergió
como el escenario ejemplar de la vida republicana. Ésta era el nuevo espacio de
lo nacional, de la esperanza y del futuro frente al colonial altiplano, y por tanto,
era posible como paisaje de disfrute y descanso (Ancízar 1853; Camacho 1866;
Codazzi 1858; Díaz 1859a; Páez 1866; Rivas 1866, 1899; Samper 1861). Los letra-
dos-comerciantes la hacían ver como una tierra de libertades, en claro contraste
con el yugo feudal que todavía imperaba en el antiguo Reino (Rivas 1866, 1899;
Samper 1861). La economía agroexportadora la hacía ver también como una tierra
de riquezas y oportunidades para el progreso económico. Era además nacional
por ser un espacio de encuentro, síntesis y mezclas de las variadas razas y tipos
(ver la ilustración 13). En la tierra caliente se encontraban en la búsqueda de la
prosperidad las tres grandes razas, los mulatos, los zambos, los mestizos, los co-
merciantes antioqueños y los hacendados del altiplano, entre otros. De allí surgía
un nuevo pueblo, que ya no se limitaba a los habitantes del altiplano, su fanatismo,
quietud y oscurantismo. Sin embargo, todo estaba por hacer en la tierra caliente.
Aunque ésta se constituía en la esperanza de la nación, este mismo planteamiento
del futuro hacía obligatorio la civilización de pueblos y paisajes88:
Cuando la luz penetre en esos cerebros, llegue la escuela al bosque y la ciencia a las chozas,
cuando los gobiernos colombianos se convenzan de que es necesario mejorar la condición
de nuestros campesinos y cuidar de su salud para disminuir su mortalidad; cuando […] se
les eduque y moralice de un modo racional y cristiano, esa raza de imaginación brillante
proveerá frutos exquisitos. (Páez 1866: 102)
En el contexto agroexportador, los calentanos eran un importante tipo na-
cional. Éste debía ser moldeado para potenciar su fuerza para el trabajo físico,
88 No sobra indicar que para finales del siglo XIX, con el declive del sistema agroexportador del
Alto Magdalena, y el progresivo auge de la economía cafetera y su colonización asociada, hacia
los Santanderes, el Viejo Caldas y parte de Cundinamarca, la tierra caliente decaería como un
escenario importante de lo nacional, mientras que las tierras templadas y de vertiente serían
posicionadas como ejes promisorios de la nación. Además, en buena parte, a excepción del Eje
Cafetero, las tierras templadas entre codilleras tenían una historia más larga de integración
económica y simbólica a los poderes centrales, como ocurría con aquellas cercanas a la sabana
de Bogotá. De allí se entienden estas palabras a finales del siglo, sustentadas en la perspectiva
de la climatología sobre qué es lo normal, lo sano y lo enfermo respecto a las tierras: “El hombre
normal es el de los climas templados, no sujetos a influencias extremas, y que a la vez puede
plegarse á las dos; suya es, por esto la tierra entera” (Vergara y Velasco 1892: 411).
93
Julio Arias Vanegas
La mujer calentana
Mientras que el hombre calentano podía ser a lo sumo objeto de admiración por
su fuerza física, o más bien ser tachado de feo y grotesco (Guarín 1859), la mujer
calentana era elaborada en los relatos de viaje y cuadros de costumbres como
objeto de deseo sexual y colonizador del letrado viajero urbano. Éste se presen-
taba maravillado por la belleza de la mujer calentana, de una forma que sólo era
medianamente similar a la belleza de la naturaleza, para el casi siempre recatado
escritor. Si la calentana llamaba tanto la atención a distintos letrados y aparecía en
sus escritos como parte de encuentros y propuestas cargadas de eroticidad (Díaz
1859a; Guarín 1859; Páez 1866; Rivas 1899), era porque ella funcionaba como una
metáfora de la colonización sobre los otros pueblos y las otras naturalezas. Las
ficciones románticas y eróticas decimonónicas en Hispanoamérica fueron esce-
narios narrativos para fundar las relaciones jerárquicas raciales y los proyectos de
incorporación y sometimiento de lo otro (Sommer 1990; Appelbaum et al. 2003).
El deseo de domar y poseer la naturaleza de tierra caliente era representado por
94
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix
Los bogas
El primer cuadro de costumbres publicado en el país, escrito por Rufino Cuervo
(1840), ex gobernador, escritor y padre del gramático R. J. Cuervo, tenía por
objetivo describir a uno de los tipos más importantes que habitaban la nación:
el boga del Magdalena. De allí en adelante, el boga despertaría la atención de
diferentes escritores, puesto que salía a relucir como un tipo particular alrededor
de uno de los oficios más importantes en la Nueva Granada: la circulación fluvial
de bienes y personas. El territorio del boga era el extenso río Magdalena, y su
definición, sin importar si era negro, mulato o zambo, se reducía a su fuerza física
para la movilización de los champanes (Vergara 1867b). La elaboración textual
del boga como tipo provenía de la experiencia del viaje de los letrados (Cuervo
1840; Samper 1861; Madiedo 1866)89.
95
Julio Arias Vanegas
90 La poesía del mulato Candelario Obeso, nacido en Mompox en 1849, es una interesante respuesta
a esta visión. Obeso dibuja en sus poemas a un boga completamente humanizado. Es el boga
melancólico, triste y apesadumbrado desde su champán o las playas. Sin embargo, la visión de
Obeso es justamente subalterna porque se reduce a los términos de la élite letrada. El boga en él
vale en tanto poeta, compositor de coplas y currulaos, y leal y sumiso ante sus amos (Obeso 1877;
De allí, ver, en especial, “Canción del boga ausente”).
96
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix
Ilustración 12
Ramón Torres Méndez (1850). Habitantes de las orillas del
Magdalena En Sánchez (1987).
Los calentanos, en especial mulatos y zambos, eran representa-
dos como una población problemática, puesto que “su vida mue-
lle” (Díaz 1879) era contraria a los principios de la integración
económica, la civilización y la normalización nacional. Como
muchos, Kastos explicaba este problema en la autosubsistencia
en un texto que podía acompañar el cuadro de Torres: “El habi-
tante de las orillas del Magdalena, acostado en su hamaca, pasa
largas horas del día perezoso y soñoliento […] con el guarapo,
néctar para el calentano, y el plátano, ambrosía para todo el mun-
do, completa un festín que ni siquiera han soñado los proletarios
de Europa. Pero esa vida fácil, abundante, perezosa, enerva sus
facultades, lo embrutece y lo degrada. Nace, vegeta, muere y
pasa por la vida sin dejar huella ninguna, como los cuadrúpedos
en sus bosques” (1858a: 308).
Ilustración 13
Manuel María Paz (1857). Vista de la ciudad de Ambalema. Ma-
riquita. En Codazzi (1858).
A mediados de siglo, con el auge del tabaco, la dinámica y activa
Ambalema era representada como un ejemplo de la vida republi-
cana. Ella constituía una zona de encuentro comercial y pobla-
cional. Aunque también representaba los riesgos de la industria
en la deformación del pueblo nacional, como lo expresa Díaz
(1859a) en uno de los capítulos de Manuela, titulado precisa-
mente “Ambalema”.
Ilustración 14
Ramón Torres Méndez (1849) Lucha de bogas. En Sánchez
(1987).
La corporalidad y la fuerza del boga motivaron este cuadro, al
igual que el texto de Madiedo (1866). En ambos se reflejaba la
actitud ambigua ante el boga y su cuerpo: objeto de deseo y de
fuerte repulsión a la vez. Otras láminas de bogas y champanes
pueden ser observadas en Sánchez 1987: 143, 163.
97
Julio Arias Vanegas
Los cosecheros
La descalificación de los pobladores calentanos para el trabajo, paralela a su va-
loración como población moldeable, era una manera de legitimar el sometimiento
y validar formas de trabajo represivas; ello era evidente en la representación del
tipo cosechero de tabaco de Medardo Rivas (1866). La representación de Rivas
tiene sentido si recordamos que, aparte de ser un reconocido letrado, dueño de
una importante imprenta y miembro-fundador de la Universidad Nacional, fue
hacendado y comerciante en la zona del alto Magdalena (Rivas 1899). Aunque
Rivas defendía aparentemente una fuerza de trabajo libre y asalariada, sus tex-
tos demuestran la preeminencia de un control y una sujeción laboral basados en
el ideal de la guía y la conducción del patrono sobre el trabajador. Este control
resultaba más importante, si tenemos en cuenta que, en un gran porcentaje, los
cosecheros pasaron de ser los directos beneficiarios del cultivo a ser peones y
arrendatarios, con la colonización de grandes hacendados y comerciantes, a par-
tir del desarrollo del mercado externo del tabaco y los cambios en las políticas
sobre el estanco (De la Pedraja 1979).
Para Rivas, el cosechero era un hombre que había salido del estado de indo-
lencia y vagancia propio de la vida en naturaleza de muchos calentanos. Además,
en su relato el cosechero era un tipo libre, democrático, fuerte, hospitalario y
abnegado con su familia. Él reflejaba la vida republicana. Para alguien como Ri-
vas, era importante resaltar estos rasgos, para dar cuenta de los avances políticos,
económicos y sociales de la nación.
No obstante, al igual que otros tipos de trabajadores, el cosechero habitaba el
pasado y el futuro de la nación. Ello se debía a su doble caracterización de infan-
tes y semibárbaros atrasados. El cosechero vivía todavía en un estado liminal en-
tre el salvajismo y la civilización, “una mezcla indefinible del bárbaro que quiere
98
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix
volver a sus antiguos hábitos, del astuto esclavo que quiere engañar siempre a su
señor y del horrible disipado que ama el dinero para gastarlo y que nunca estima
su valor, ni sabe aprovecharse de él cuando lo consigue” (Rivas 1866: 172). Sus
prácticas y costumbres, como el delirio por la bebida, la diversión desmedida y la
ausencia de un matrimonio católico, demostraban su permanencia en el pasado.
Taita Ponce, el cosechero de Rivas, era, según éste, un hombre falto de economía
que de vez en cuando cultivaba y la mayor parte del tiempo se emborrachaba y
chinchorreaba en su hamaca, no sabía manejar su dinero y lo perdía en vicios; por
ello, cuando rendía cuentas al patrón, le mentía y se mostraba sumiso: “Pues mi
dotor, yo vengo desahuciado, a echarme en brazos de busté, que después de Dios
es nuestro padre y a más dueño de tierras” (Rivas 1866: 175); algo de lo cual Rivas
no reniega y, por el contrario, utiliza para insistir en la necesidad de corregir a su
sirviente y mantenerlo sujeto y dependiente como a un menor a su cuidado. Así,
el cosechero podía y debía ser moldeado por las élites nacionales, por medio de
su ejercicio de gobierno, la acción positiva de la Iglesia, y por las élites locales de
hacendados; esto es, en últimas, por sus patronos. Este planteamiento era posible,
en la medida en que el cosechero fuera presentado como un hombre con falencias
y con necesidades:
Sí, le falta una voz amiga que le enseñe el evangelio, que dulcifique sus costumbres se-
mibárbaras, que lo haga sobrio y económico, que lo lleve poco a poco por la senda de la
civilización; y que sin arrebatarle el trabajo de sus hijos, les enseñe la moral y les inspire el
deseo de mejorar su condición, haciéndoles amar la virtud y mostrándole los encantos y los
placeres de la vida civilizada. (Rivas 1866)
1866). La definición del cachaco era eminentemente estética y urbana, más que
regional o de oficio. Gutiérrez (1866) representó con burla a los diferentes tipos
de cachacos, según su edad. Éstos eran vistos con cierta simpatía, en tanto se les
empezaba a considerar como un género que debería estar en vías de extinción. El
cachaco, sin embargo, continuó como una figura de distinción, aunque a la par y
en disputa con otro tipo de élites nacionales.
3. La regionalización de la diferencia
El siglo XIX colombiano no sólo estuvo marcado por la fundación y definición
de la nación, sino, de forma paralela, por la emergencia de lo regional como un
medio significativo para plantear y representar la diferencia poblacional y espa-
cial. Hablo de emergencia, por cuanto en la Colombia decimonónica surgieron
los primeros lineamientos para pensar el país en términos regionales, que toma-
rían su plena preponderancia sólo hasta el siglo XX. Esto, precisamente, porque
la unidad nacional y la diferenciación regional emergieron como construcciones
históricas interrelacionadas; esta última fue posible por la conjunción de una
serie de elementos centrales en lo nacional: la integración, exploración y apro-
piación geográfica y poblacional, la constitución de lo propio, una progresiva
conciencia de unidad, la valoración del mestizaje y la definición de estructuras
y espacios políticos, simbólicos y económicos diferenciados como regionales.
A pesar de la menor preponderancia de la diferenciación poblacional regional,
para la perspectiva actual, desde mediados del siglo XIX emergieron tipos re-
gionales significativos en un orden simbólico nacional, que no por contener una
diferencia más aceptable dejaba de ser altamente jerárquico y atravesado, así,
por el racialismo.
Aunque las regiones han sido pensadas como entidades preexistentes a la na-
ción, éstas sólo son posibles en la medida que se construya un sentido de unidad
nacional. A fin de cuentas, aunque sea pasada por alto, la misma definición de
lo regional alude a la porción de un algo, en particular, un territorio definido y
delimitado. Así, cuando nos referimos a regiones en contextos nacionales, ya sean
culturales, políticas o económicas, debe tenerse en cuenta que, como tales, éstas
son elaboraciones propias de una unidad abstracta mayor.
Las regiones son ante todo construcciones que surgen del acto de introducir
un principio de heterogeneidad bajo la idea de una homogeneidad –territorial y
101
Julio Arias Vanegas
En el siglo XIX, las diferencias regionales no eran pensadas por fuera del
racialismo. Como tales, las regiones emergieron de un pensamiento racialista:
éstas y los tipos regionales han sido ubicados en jerarquías naturalizadas, que
se basan en el ejercicio de fijar una población a un territorio y a un medio físico
91 Aunque desde una perspectiva regionalista fuerte se puede llegar a plantear la idea de una raza
o un pueblo particular y diferente –mientras que la perspectiva nacionalista habla más de tipos–,
esta raza o pueblo es pensada siempre en diálogo con la perspectiva nacional.
92 En el caso colombiano, Wade (1993, 2000), Roldán (1998), Rojas (2001) y Appelbaum (2003)
han insistido en consideraciones similares al respecto. Esta última es quien con más claridad ha
interrogado a la región como una construcción histórica en el contexto de lo nacional. Por otro
lado, Rojas (2001: 230-275) cuestiona lo regional, pero introduciendo un principio de clasificación
propio, ajeno a la diferenciación regional del siglo XIX.
102
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix
93 En la geografía del siglo XIX, país era un término equiparable a región. Este uso del término
no era azaroso; por el contrario, demuestra cómo en principio el país remitía a un paisaje y a un
campo visual cercano –de allí su cercanía con country y con paysage–. Al ser luego equiparado el
país al conjunto del territorio nacional, evidenciaba la progresiva concientización de pertenecer a
una unidad mayor espacial, a la cual el campo cercano quedaría supeditado más claramente como
una porción: la región. Habría que ahondar sobre estos planteamientos hipotéticos.
94 El territorio de Colombia fue un espacio importante para los científicos y naturalistas en la
definición de la idea de las regiones naturales. En la América equinoccial, Von Humboldt desarrolló
sus ideas sobre regiones naturales, que claramente retomaría Codazzi en su consideración sobre
las unidades de los distintos países, y que sintetizaría Hettner en su concreción del concepto de
región natural (Cf. Castrillón 2000, Sánchez 1999).
105
Julio Arias Vanegas
95 Sería interesante analizar cómo esta clasificación regional desde lo económico tuvo un antecedente
importante en los finales del régimen colonial, con las reformas borbónicas, como lo enuncia el
mismo Colmenares y como es evidente en las alusiones del criollo Caldas (1808a) a “las zonas del
oro” y “las zonas pastoriles”, entre otras.
106
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix
identificado como fruto de la mezcla equitativa de las tres grandes razas desde los
inicios de la Conquista. Por el contrario, los antioqueños parecían provenir de una
mezcla, desde el siglo XVIII, de españoles, criollos blancos propios y adecuados
al suelo americano, como lo señalaba el médico y geógrafo antioqueño Manuel
Uribe Ángel (1885), y la versión de Samper de “judíos católicos” (1861)96.
Lo indio y, más aun, lo negro no eran nombrados como componentes del tipo
antioqueño, aunque en algunos grados mínimos podían aparecer en el pueblo bajo
(Uribe 1885: 464). Los indios ocupaban un espacio de barbarie en la historia antigua
del estado de Antioquia y aparecían como rezagos en extinción, mientras que los
negros y sus derivaciones –provenientes de la minería esclavista– habitaban los
márgenes físicos y simbólicos de lo antioqueño. Allí, internamente, era aplicada
la división jerárquica entre las montañas, lo propiamente antioqueño, y los valles
ardientes y profundos habitados por negros, mulatos y zambos, en la construcción
de un proyecto hegemónico regional de colonialismo interno (Uribe 1885)97.
Este ejercicio diferenciador interno se reforzó con una fuerte imagen de ho-
mogeneidad frente a las otras regiones, tipos y razas de la nación (Kastos 1858a;
Samper 1861; Vergara y Vergara 1867b; Vergara y Velasco 1892)98. Lo antioqueño
se constituyó en el proyecto regional más fuerte de la segunda mitad del siglo
XIX. El ordenamiento territorial por estados, del cual Antioquia fue abandera-
do con su proclamación como estado soberano en 1856 –el segundo después de
Panamá en 1855–, propició la idea de unidad. A fin de cuentas, lo antioqueño
provenía de la designación arbitraria de fronteras políticas administrativas, como
provincias, estados y departamentos. Durante el federalismo y el auge del libe-
ralismo, el estado de Antioquia se posicionó como un fortín conservador que
96 En la réplica pública que presentó el ex presidente Mariano Ospina (1875), oriundo de Guasca,
Cundinamarca, pero antioqueñizado (tanto así, que es percibido como padre fundador de lo an-
tioqueño), sobre el origen judío de los antioqueños, se hacen evidentes las diferentes posiciones
que suscitaba esta cuestión. Esta idea fue usada como una forma de descalificar a la élite comer-
ciante de aquella región como avara, ambiciosa y codiciosa. Lo judío era un componente racial
ampliamente menospreciado. Por ello, Ospina inicia su texto negando enfáticamente el origen
judío de los antioqueños (1875: 208). Aunque Ospina no podía aceptar abiertamente este compo-
nente en un país católico e hispánico, enfatizó en las virtudes de una posible ascendencia israeli-
ta, al considerarla comerciante, inteligente e industriosa, sin caer en la amoralidad del utilitaris-
mo (1875: 209). Lo judío brindaba una forma de ser capitalista, a la vez que moralmente bueno.
97 Roldán aborda la construcción de este proyecto en su artículo (1998), que aunque trata sobre la
Violencia a mediados del siglo XX en Antioquia, interpreta críticamente los planteamientos de
pensadores regionales de finales del XIX.
98 Particularmente, lo antioqueño se construyó en oposición a los negros internos y externos, al
fragmentado Cauca y a los distintos tipos del altiplano cundiboyacense (Cf. Appelbaum 2003), y
más adelante, a la Costa Atlántica (Cf. Wade 1993).
109
Julio Arias Vanegas
99 A diferencia de otros tipos regionales o humanos en donde el medio físico había constituido
su carácter, en el antioqueño era el medio físico el que había sido transformado por medio del
trabajo del tipo. Las montañas y valles antioqueños, como una unidad paisajística-poblacional
ampliamente reconocida y valorada, aparecían como reflejos de la laboriosidad y tenacidad del
antioqueño (Pombo 1852) –Kastos (1858a: 308) se enorgullecía de que en Antioquia se derri-
baran cuatro veces más fanegadas de bosques que en el resto de la República–. Las montañas
antioqueñas –“un valle verde y risueño, labrado y dividido como un tablero de damas, salpicado
de bosquecillos, caprichosamente recorrido por los sesgos amarillos de sus caminos y los hilos
argentados de sus aguas” (Pombo 1852: 51)– eran admiradas a finales del siglo XIX como las más
importantes de los Andes colombianos, por su densidad poblacional, el movimiento comercial y
su compleja red de caminos y pueblos (Vergara 1892).
100 La insistencia en la movilidad del pueblo antioqueño, asociada a otros valores morales y sociales
y a su consecuente racialización blanca, implicó que la colonización, de lo que hoy conocemos
como el Eje Cafetero, en la segunda mitad del siglo XIX, fuera adjudicada exclusivamente a
los antioqueños, sin que en estos relatos aparecieran los colonos caucanos o del altiplano
cundíboyacense.
101 La narración de la colonización antioqueña como una epopeya y del espíritu colono del antioqueño
cobraría más fuerza con la consolidación de la economía cafetera (Zambrano 1990).
111
Julio Arias Vanegas
dicado a los antioqueños fue relacionado con “el espíritu de asociación, compañe-
ro del de especulación. Aquí todos se asocian, parientes o extraños, ricos o pobres,
hombres o mujeres, para lo grande como para lo pequeño […] así multiplican sus
medios de producción, puesto que a un tiempo hacen valer en diferentes empresas
dinero, propiedad, industria y crédito” (Pombo 1852: 69). La visión de los antio-
queños como comerciantes innatos –escenario también de críticas– y colonizado-
res aguerridos se relacionaba con la poderosa posición económica que comercian-
tes y empresarios de la región habían adquirido a partir de sus exportaciones de
oro (Cf. Uribe y Álvarez 1998; Palacios y Safford 2002). El capital económico de
los antioqueños era ampliamente reconocido en el siglo XIX; ellos controlaban el
comercio y la navegación por el Magdalena, y en varias oportunidades otorgaron
préstamos importantes al Estado central. Respecto a la colonización, adinerados
comerciantes de la región participaron en proyectos colonizadores importantes
en el Viejo Caldas, el alto Magdalena y los Llanos Orientales. Esta colonización,
realizada por reconocidos empresarios como Montoya y Uribe, era la realmente
valorada en los relatos colonizadores, por su fuerza económica y por los proyectos
productivos y extractivos que involucraba (Kastos 1858a; Rivas 1899).
Precisamente aquel que más ha viajado al continente europeo, llevando allá su oro i trayendo
toda clase de mercancías […] el más dedicado a las especulaciones comerciales; porque es
aquel que más se esmera en aumentar su fortuna; porque es aquel también que más pron-
tamente forma nuevas familias, ama la decencia i bienestar de ellas; es trabajador, sobrio,
fuerte, robusto, posee intelijencia i riqueza. (Agustín Codazzi, en Sánchez 1999: 307)
En contraste con los indios nómadas, que representaban una población bárbara y
salvaje, un tipo poblacional particular fue representado como parte constitutiva del
sistema de hatos de ganadería extensiva en los Llanos Orientales: los llaneros. Este
tipo regional fue definido en torno a un oficio o a unas actividades particulares,
como los bogas del Magdalena o los cosecheros, con la particularidad de ser re-
lacionado-fijado a una región y a un paisaje específicos. La relación entre Llanos
Orientales-sabanas-llaneros-caballos-ganado apareció así indiscutible y natural. La
representación de lo llanero ha corrido paralela a la imagen que ha sido tejida de los
Llanos. Ésta proviene de la visión panorámica y paisajística a distancia, como una
región compuesta de sabanas y un paisaje plano, monótono y desierto, en el que el
trabajo económico, colonizador y domesticador de la naturaleza debe ser la gana-
dería (Codazzi 1856; Restrepo 1870; Vergara y Velasco 1892). En la imagen de lo
llanero se encuentra claramente la idea de un medio físico que determina y moldea
progresivamente al tipo humano. El llanero aparece como parte de este medio físico
particular de sabanas, ríos, soledad, desiertos naturales y sociales, y a la vez, natu-
116
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix
Ilustración 15
Ramón Torres Méndez (1849). Mulero antioqueño. En
Sánchez (1987).
El arriero o mulero antioqueño despertaba la atención
de los escritores y dibujantes, por cuanto simbolizaba
la anhelada actividad comercial y la integración de la
república. Es de resaltar que en esta imagen, como en
los textos escritos, los muleros y “los mazamorreros”
eran racializados como blancos y valorados como ta-
les, aun cuando se tiene conocimiento de una impor-
tante presencia de negros en estos oficios (Appelbaum
2003).
Ilustración 16
Carmelo Fernández (1850). Arriero y tejedora de Vé-
lez. En Ardila y Lleras (1985).
Este cuadro representa a dos tipos poblacionales que,
aunque remitían a la clasificación por oficios, estaban
relacionados con la clasificación regional; específica-
mente, con la descripción que se hacía de los pobla-
dores de las provincias del Nororiente y del Estado de
Santander. Estos oficios estaban asociados al activo,
comercial y artesanalmente, Santander, empujado por
una población campesina, representada como blanca y,
por tanto, bella y vigorosa. En el cuadro son desata-
cados la mujer tejedora de sombreros de nacuma y el
arriero, símbolo de comercio, junto con la recua que
aparece al fondo y el camino en el cual son ubicados.
Ilustración 17
Carmelo Fernández (1851). Tejedora y mercaderes de
sombreros de Nacuma en Bucaramanga. En Ardila y
Lleras (1985).
En el cuadro aparecen las distintas etapas relacionadas
con la producción y comercialización –la tejedora, el
comerciante, los mercaderes y todos consumidores– de
un símbolo de la vida industriosa a mediados de siglo:
el sombrero de nacuma. Pero a finales del XIX, esta
imagen de la producción artesanal no tendría la tras-
cendencia para ser una representación de lo nacional.
117
Julio Arias Vanegas
ralezas salvajes que él había ido domesticando por medio de la ganadería (Samper
1861; Vergara y Vergara 1867b; Vergara y Velasco 1892). Esta conjunción, en torno
a la imagen de lo llano y a la figura del llanero, ha reforzado, sin duda alguna, la
visión de que el único trabajo posible sobre la región es lo ganadero.
El llanero hacía alusión a un “tipo regional”, propio del llano, que como tal
estaba centrado en los oficios de la vaquería y en sus actividades complementa-
rias. Por lo tanto, la valoración sobre este tipo giraba en torno a su disposición
y habilidades para el manejo extensivo y “tradicional” del ganado, que implican
saber montar a caballo, enlazar, aquerenciar las reses, cazar, nadar, pelear y
aguantar hambre y sol. El llanero era así valorado en tanto incansable trabajador
del Llano (ver la ilustración 18), un trabajador que además no estaba fijo y se
caracterizaba por la movilidad; valor que, aunque pasa desapercibido, ha sido afín
al tipo de contratación y de actividades estacionales requeridas en el sistema de
hatos:
Un tipo clásico en nuestra historia nacional: es el llanero, acostumbrado desde su infancia á
domar el potro salvaje, sin más auxilio que el rejo; a luchar con el toro bravío, caleándolo en
plena pampa; a pasar a nado los ríos caudalosos, infestado de caimanes; a vencer en singular
combate a las fieras. (Vergara y Velasco 1892: 746)
El llanero no concibe la vida sedentaria y profesa por los hombres de las ciudades el
más supremo desdén. Para él son lo mismo los soles quemadores que las lluvias de treinta
o cuarenta horas consecutivas; y así cruza, impávido, a nado un río caudaloso o un caño
crecido, como arremete al tigre con fría intrepidez. (Restrepo 1870: 159)
Sin embargo, como lo evidencian las citas anteriores, el llanero no era re-
presentado como un pueblo central en el orden nacional moderno. El llanero era
elaborado ante todo como un ser liminal, que a pesar de ser valorado por sus
virtudes para el trabajo ganadero, era marginado en tanto bárbaro, violento y
descontrolado, rasgos fruto de su ascendencia de indígenas reducidos. Su movi-
lidad y aparente libertad frente a la vida controlada que implican el trabajo y la
residencia fija se constituyeron también en un problema para las formas de regu-
lación poblacional. La imagen del llanero era similar a la representación que se
hacía de la región oriental, como aquella que estaba en medio de la domesticación
y del salvajismo, una tierra malsana pero llena de riquezas y prosperidad (Coda-
zzi 1856; Díaz Escobar 1879; Restrepo 1870). Los Llanos emergieron como una
región de frontera: marginal en las relaciones dentro del Estado-nación, pero que
poco a poco fue objeto del deseo colonizador y domesticador, al igual que gran
102 Habría que estudiar cómo en esta visión del llanero pudieron haber influido caudillos regionales
como Páez en Venezuela y Juan Nepomuceno Moreno en Casanare, quienes por medio de esta
imagen cobraron simbólicamente la participación de los Llanos en la guerra de la independencia
e intentaron posicionar a la región, a la cual ellos pertenecían, y a sus pobladores en el orden
nacional de cada uno de sus países.
119
Julio Arias Vanegas
parte de la tierra caliente, que la presentaba como una zona vacía de vida social
pero con muchas riquezas naturales por explotar.
Frente a esta tensión, emergieron de forma especial hacia este tipo el cos-
tumbrismo y el folclor (Vergara 1867b), como formas de regular, ordenar y definir
en torno a rasgos claros, manejables y tipificados lo que era ser llanero. Para Ver-
gara (1867b: 210), las coplas de los llaneros, “romances de hazañas”, reflejaban
la pertenencia a la tradición hispánica, su papel en el sometimiento de los indios
nativos, y cómo su carácter había sido fuertemente moldeado por su trabajo y su
medio físico. Sin embargo, en el siglo XIX, estas “costumbres” siguieron siendo
observadas como formas de exaltación de la corporalidad, la sensualidad y la
barbarie. En las siguientes palabras se pueden observar estas tensiones y tipifica-
ciones que confluyeron en la imagen de lo llanero:
El llanero gusta mucho de lo muelle, i por esto le agrada estar sentado en su hamaca o silleta;
pero en ambas, en ademán de a caballo, indicando con esto lo dominante de la costumbre.
Gusta mucho también del baile, que ejecuta como con locura, a pesar de la narcótica i pesada
atmósfera en que vive y de la demasiada transpiración a que tanto le huye por aseo i de su
modo de ser perezoso. (Díaz Escobar 1879: 40)
En las planicies orientales vive el llanero, también ya un tanto modificado, producto de
una vida casi nómade y de constante lucha en pleno desierto, en una patria sin horizontes
definidos: ama con delirio el baile, el canto y la música sui géneris, y á la par de las mujeres
hermosas, los buenos caballos, la lidia del ganado bravío, la lucha con las fieras, de donde
su desprecio por las gentes cortesanas incapaces de colear (echar á tierra) un toro como él.
(Vergara y Velasco 1892: 967)
El Estado del Tolima tiene un tipo de agricultor y de hombre formal muy notable, que se ha
mezclado con un tipo de guerrero, descubierto y explotado en los últimos años, que lo ha
maleado. Es poco apto para las ciencias intelectuales y para las artes, a causa de su recio
clima. (Vergara y Vergara 1867b: 217)
En esta división jerárquica primaba el tipo criollo, que como tal se represen-
taba blanco y descendiente directo de españoles, en su mayoría andaluces y cas-
tellanos, casi sin la presencia de mezcla racial (Samper 1861: 83; Vergara 1867b;
Vergara y Velasco 1892). En la cumbre de la clasificación racial continuaban pre-
valeciendo los puros de linaje y de sangre, aun cuando el mestizaje fuera valorado
103 Colmenares (1991) explica cómo las colonias hispanoamericanas estaban articuladas alrededor
de ciudades y no de regiones, como ocurriría con la unidad nacional. De allí, la centralidad
de identidades locales y de ciudades desde el régimen colonial, cuestión que en algunos casos
primaría sobre la adscripción regional en el siglo XIX. Ello, en especial, en las ciudades que
habían sido centros de poder de la Colonia, como Santa Fe, Tunja, Popayán y Cartagena. Los
conflictos identitarios en el orden nacional se presentaron en torno a estas ciudades como Santa
Fe, reflejos del orden colonial, y a las emergentes regiones, como Antioquia.
123
Julio Arias Vanegas
en la perspectiva nacionalista. Aunque Samper señalaba que este tipo criollo en-
globaba a los santafereños, payaneses y tunjanos, y en efecto lo hacía, cada uno
de éstos tenía una particularidad. El santafereño era caracterizado como una élite
particularmente letrada, sociable y con un alto grado de civilización, lo que la
hacía propicia para el ejercicio del gobierno. De las élites citadinas, la santafere-
ña era la más destacada por su activa vida social de tertulias, bailes y reuniones
sociales, al igual que por su índole literaria y creadora, y sus capacidades para las
ciencias morales, jurídicas y políticas (Codazzi 1858; Samper 1861). La identifi-
cación del tipo criollo con Bogotá ofrecía una posición en el orden nacional que
no requería de una adscripción regional. En este sentido, el valor simbólico de la
ciudad como espacio privilegiado del poder letrado y civilizador era tomado por
las élites urbanas como su escenario natural y exclusivo, mientras que otra parte
de la ciudad, la mísera, pobre y sucia, era adjudicada al pueblo bajo, los artesanos
y los pobres (Samper 1867). Justamente, el eje de lo santafereño estaba en la iden-
tificación con los valores propios de lo urbano y lo citadino, y en contraposición
con lo campesino (ver la ilustración 20). A diferencia de la representación que se
hacía del tipo antioqueño, la élite santafereña se relacionaba con el campo desde
la distancia y no desde una ligazón emocional; precisamente para alguien como
Santander (1866a), lo urbano del santafereño era un valor positivo mientras que lo
campesino de lo antioqueño era negativo.
Por otro lado, la representación de lo santafereño, en su misma nominación
que remitía a la Santa Fe colonial y no a la Bogotá republicana, indicaba un apego
a las tradiciones aristocráticas y coloniales (Vergara 1866). Incluso, los mismos
letrados bogotanos, como Samper y Vergara, tenían una actitud ambigua frente
al carácter del santafereño. Éste era calificado de aristócrata, perezoso, reflejo
de la sociedad castellana colonial que no “ha entrado totalmente al siglo XIX”,
inmóvil, incapaz de desempeñarse en labores prácticas y físicas, y apegado en
extremo a tradiciones anticuadas y a fueros nobiliarios (Samper 1861; Vergara
1867b; Rivas 1899). El pasado colonial remitía al mismo tiempo a una posición de
poder y a un lastre que era necesario extirpar. Estas críticas eran relacionadas con
el calificativo peyorativo de raizalista, el cual indicaba un apego desmedido a la
tierra de nacimiento y a las raíces tradicionales, que limitaba la acción y la movi-
lidad. El santafereño Rafael Santander (1866a) cuestionó la forma negativa de este
calificativo y la revirtió como un valor positivo propio del santafereño, el cual no
negaba el amor a la patria grande ni impedía la movilidad. De la misma manera
lo hacía Ortiz en su valoración de Bogotá, en comparación con las otras ciudades
y regiones del país (Ortiz 18??). La cuestión criticable del raizalismo radicaba
en la quietud y la inactividad. Los letrados bogotanos y antioqueños utilizaban
el calificativo de santafereño asociado al raizalismo, como una forma de criticar
a las élites establecidas y tradicionales de la ciudad capital, en el contexto de la
124
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix
Ilustración 18
Manuel María Paz (1856). Llaneros herrando
ganado. Casanare En Codazzi (1856)
La representación sobre el llanero conjugaba
la idea de una modelación del medio físico
sobre los pobladores y la restricción a un oficio
particular: el relacionado con la cría y levante de
ganado. Como tal, el llanero fue un importante
tipo de oficio en la segunda mitad del siglo
XIX, pero circunscrito a una región particular,
que además fue pensada particularmente desde
la ganadería de corte extractivo.
Ilustración 19
Ramón Torres Méndez (1870). Llanero militar.
En Sánchez (1987)
Ésta es una parte fundamental de la representación
del llanero en el siglo XIX: su disposición
como fuerza militar del gobierno republicano,
particularmente por sus características de jinete.
Sin embargo, por sus mismas características, ello
se convertía en una representación negativa del
guerrero llanero: si no se le controlaba, podía ser
un rebelde peligroso para el gobierno nacional,
puesto que funcionaba más como un miliciano,
ya que, por su carácter intempestivo y nómada,
no estaba adscrito a fuerzas regulares (Samper
1861).
Ilustración 20
Manuel María Paz (1857). Entrada a Bogotá
por San Victorino y vista lejana de los
nevados. En Codazzi (1858).
Aparte de su compleja escenificación de la
posición de los nevados en medio de diversas
discusiones científicas (Sánchez 2003: 108-
110), este cuadro es una particular represen-
tación de la vida bogotana. En un espacio de
la ciudad de activo movimiento comercial y
humano no son resaltados los trabajadores,
el pueblo bajo o las actividades económicas,
sino que, por el contrario, el cuadro es domi-
nado por los tipos notables de la capital. Los
caballeros y las damas santafereñas se pasean
elegantemente, se encuentran y charlan, ha-
ciendo de la ciudad un escenario privilegiado de sociabilidad, civilización y urbanidad. Ésta era la representa-
ción que primaba de Bogotá como espacio de los tipos notables, por encima de cualquier otra consideración o
perspectiva.
125
Julio Arias Vanegas
104 Aparentemente, el estado del Cauca contaba con el mayor número de negros en la segunda mitad
del siglo XIX (Pérez 1871: 91). Para la élite payanesa –dispuesta también en Cali y en Buga (Ver-
gara 1867b: 217)– era impensable formular una identidad compartida con sus antiguos esclavos,
con su otro más significativo, en tanto fundamento, por oposición a su propia identidad blanca.
Por otro lado, no sobra indicar que Appelbaum (2003: 36-47) explica que en los conflictos
militares y en los encuentros colonizadores locales entre antioqueños y los habitantes del Cauca,
los primeros tachaban a los segundos despectivamente de negros y conflictivos, subordinados
ante la imagen blanca de lo antioqueño.
127
Julio Arias Vanegas
De esta variedad de tipos hay uno que llama la atención: el indio pastuso.
En especial, en Samper (1861: 86-87) y Vergara (1867b: 216), la descripción del
pastuso es, por decir lo menos, despectiva, casi al nivel de los zambos, negros e
indios errantes. El pastuso fue un tipo marginalizado en las fronteras simbólicas
y físicas de la nación. Tachado de guerrillero, violento, semisalvaje, primitivo,
malicioso, fanático, estúpido, traidor e indolente, el indio pastuso fue una elabo-
ración sintético-crítica de los pobladores del suroccidente colombiano que resis-
tieron hasta bien entrada la República a los independentistas, en el bando realista,
y que protagonizaron guerras civiles significativas durante el siglo XIX. En el
pastuso era visto un pueblo de frontera que no estaba integrado a la nación, que
no era enteramente colombiano: “El pastuso no se parece a ningún granadino en
nada: acento, inclinaciones, comercio, vestido, costumbres, todo en él es ecua-
toriano” (Vergara 1867b: 216). Esta marginalización cultural de lo colombiano
no debe ser vista como un dato real sino como una estrategia para deslegitimar
poblaciones que están por fuera del control político y económico de la nación.
Codazzi (1855) y Samper (1861) cuestionaron a los pobladores de Pasto por no
aportar al comercio nacional y por aislarse en sus montañas en una vida física y
moralmente vegetativa.
Desde la visión geográfica, la Costa Atlántica ha sido vista como una uni-
dad particular desde los inicios de la República. A pesar de su variedad pai-
sajística, ésta ha sido homogeneizada como una región esencialmente llana,
de selvas, sabanas y litoral, en completa oposición a las zonas montañosas del
interior (Zea 1822; Pérez 1863b, 1871; Arboleda 1872); así, “forma un solo todo
con las partes bien enlazadas entre sí” (Vergara y Velasco 1892: 866). La opo-
sición de esta región al altiplano no sólo estaba determinada por su topografía
sino por sus condiciones climáticas y su grado de poblamiento y civilización.
En general, la Costa era descrita como una zona desierta, aunque no al nivel
de las selvas del Caquetá, estancada, con un mínimo crecimiento poblacional
y en extremo enferma (Pérez 1863b; Vergara y Velasco 1892); por eso, Pérez se
preguntaba: “¿Serán nuestras costas atlánticas de peores condiciones salutíferas
que el resto del país?” (1863b: 2-3). A este respecto, para la visión colonizadora
era necesario tumbar los bosques y selvas, poblar las tierras con cultivos, ga-
nados y hombres trabajadores, y, en suma, integrar la Costa a la nación, para
que fuesen curadas sus enfermedades. Todo lo contrario a lo que ocurría con la
región andina, que justamente era representada física y moralmente por encima
de la Costa. Esta oposición cobraría más fuerza con la extensión del uso de la
división espacial de la nación en grandes regiones naturales, desde finales del
siglo XIX (Vergara y Velasco 1892).
su tierra natal (1839). En varias ocasiones, la perspectiva regional fue una manera
de enfrentarse en la arena política a los estados integrados del interior. Además
de Nieto, se destacó el regionalismo político de la Sociedad de Representantes
de la Costa, creada en 1874, y de la Liga Costeña, de las primeras décadas del
XX. Sin embargo, estos proyectos no lograron trascender los reclamos políticos o
económicos (Posada 1999).
La unidad política y geográfica no fue un sustento significativo para la re-
presentación de un tipo poblacional regional costeño. En los textos de viaje de los
letrados hacia Europa podían aparecer referencias ocasionales a lo costeño, pero
lo cierto es que, en el momento de representar la diferencia en el marco de lo na-
cional, éste no aparecía de forma tan recurrente como otros tipos. Esta ausencia
indica que la Costa no fue un motivo importante en el orden nacional durante el
siglo XIX. No lo fue porque, por un lado, el siglo XIX implicó un distanciamien-
to entre el centro y la Costa105. Para los autores consultados, la Costa resultaba
lejana de sus intereses y su visión. Por otro lado, el descenso económico de las
ciudades costeras limitó la presencia de una perspectiva regional jalonada por la
élite letrada urbana costeña106. Además, al mismo tiempo que decaían las ciuda-
des tradicionales de la Costa, su élite mantuvo una división racial entre negros,
blancos e indios. Al igual que en el Cauca, la élite señorial costeña, sobre todo
la cartagenera, generó un orden estamental basado en relaciones serviles de la
fuerza de trabajo negra y, en menor medida, india. La clasificación poblacional
interna de los estados de Bolívar y Magdalena seguía esta división racial básica
entre negros perezosos e indolentes, indios bárbaros y blancos civilizados (Arbo-
leda 1872; Pérez 1863b, 1871; Vergara 1867b).
No obstante, a finales del siglo encontramos una primera referencia al tipo
costeño, con varios de los elementos a partir de los cuales sería caracterizado a lo
largo del siglo XX (Vergara Velasco 1892: 965). Amigo de las diversiones, alegre,
fanfarrón, hablador, indolente y con un acento especial, el costeño era particula-
rizado en tanto distinto a los recatados y controlados habitantes del interior. El
desparpajo y la soltura eran vistos como el resultado de la acción conjunta del cli-
ma y de una vida que nunca había estado sujeta a un control político o eclesiástico
105 Esto a diferencia del caso del llanero, el cual era un tipo recurrente por la relación cercana entre el
altiplano y los Llanos Orientales. Mientras que la Costa era un otro muy distante y con pocas relacio-
nes para el centro andino frente a la limitada visión desde el altiplano, las tierras altas y templadas.
106 En aquel siglo, las ciudades puerto de la Costa Atlántica disminuyeron su importancia económica,
lo cual las relegó ostensiblemente en el orden nacional. Las ciudades de la Costa sucumbieron
también en medio de enconadas rivalidades –entre Cartagena, Santa Marta, Mompox y, más
adelante, Barranquilla–, que a la vez impidieron una proyección de carácter regional.
130
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix
131
Consideraciones finales
En la actualidad, es bastante recurrente la afirmación de que Colombia es un país
de regiones y contenedor de profundas diferencias culturales. Al parecer, en este
país coexisten distintos grupos poblacionales que se distinguen claramente entre
sí y se encuentran anclados en determinadas porciones del territorio nacional. En
un sentido bastante general, este texto se concentró en el cuestionamiento de la
caracterización de Colombia como una nación con marcadas diferencias pobla-
cionales y exploró la manera como dichas diferencias fueron dotadas de sentido
en contextos históricos particulares. Así, pues, la preocupación por el estudio de
la nación colombiana desde una perspectiva de las diferencias internas no está
planteando que tal hecho indique la imposibilidad de la nación. Por el contrario,
se considera que las formas en que han sido pensadas tales diferencias han sido
centrales en la narración de la nación colombiana.
Desde esta perspectiva, aunque en un principio la investigación se concen-
traba exclusivamente en la representación de las diferencias poblacionales, fue
haciéndose indispensable articular más claramente esta pregunta con el análisis
de la construcción de la unidad nacional. Justamente, este texto partió de ex-
plicar cómo la misma construcción de la unidad estaba inmersa en esquemas
diferenciadores. Para ello, fueron abordados los fundamentos decimonónicos de
unidad, enfatizando en sus propias dimensiones y sentidos, que sobrepasan la
dimensión culturalista de la comunidad y del nosotros, para adentrarse en la idea
de los patrones de normalización y unificación, como linealidades jerárquicas de
incorporación y diferenciación interna. Sin embargo, habría que ahondar en otros
contextos, durante el mismo siglo XIX, en los cuales la unidad tomaba un sentido
mayor de horizontalidad. No obstante, este texto también demostró cómo la dife-
rencia poblacional interna era posible, en la medida en que emergiera la unidad
nacional. La imagen del pueblo, además de definir lo otro de la élite, planteaba los
contornos para ubicar las diferencias manejables y extremas de la nación.
En un comienzo, esta investigación se preguntaba por la diferencia regio-
nal y cultural. Sin embargo, el trabajo con las fuentes evidenció otras formas
de plantear y definir las diferencias internas que no apelaban a lo cultural o a lo
regional, tal como ocurre en la actualidad con términos y significados propios
de las ciencias sociales. La investigación se dirigió entonces a otras taxonomías
Julio Arias Vanegas
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