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Colección

PROMETEO

Nación y diferencia en el siglo XIX


colombiano
Orden nacional, racialismo
y taxonomías poblacionales

Julio Arias Vanegas

Universidad de los Andes


Facultad de Ciencias Sociales - CESO
DEPARTAMENTO DE Antropología
Primera edición: Octubre 2007

© Julio Arias Vanegas


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medio sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electro-óptico, por fotocopia o cualquier otro, sin
permiso previo por escrito de la editorial
Contenido
Prólogo...................................................................................................................... ix

Introducción. ............................................................................................................. xiii

I. La nación como proyecto de unidad y diferenciación de la élite, su pueblo y los


marginales. ................................................................................................................ 1

1. La nación como-unidad.................................................................................... 3

1.1. El pasado común: por una historia nacional.......................................... 5

1.2. Las herencias hispánicas........................................................................ 11

1.3. La unidad moral del catolicismo............................................................ 14

2. Definir la nación: definirse como élite............................................................. 17

2.1. La definición de una identidad de grupo............................................... 18

La civilización occidental: la nación como propósito transnacional... 19

Criollos e hispanoamericanos............................................................... 21

2.2. Orden nacional y estrategias de diferenciación..................................... 24

Nación, democracia y diferenciación social......................................... 24

Estrategias de diferenciación y signos de distinción............................ 27

3. Orden nacional: el pueblo y los márgenes........................................................ 33

3.1. “Nuestro pueblo” y sus costumbres....................................................... 34

Vida de pueblo y de campo.................................................................... 36

Hacia el folclore: música y bailes en la búsqueda de un orden de lo


propio..................................................................................................... 39

3.2. El pueblo ideal y el mestizaje................................................................. 42

Mestizaje, unidad y normalización de la diferencia............................. 44


Julio Arias Vanegas

3.3. En los márgenes de la nación. Temor, incorporación y otredad............ 49

“Aborígenes e indios errantes”. Los otros de la modernidad y estra-


tegias para su reducción........................................................................ 54

“Negros y zambos”. De esclavos a libertinos y los límites del mesti-


zaje.......................................................................................................... 57

II. Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix. transformaciones del


mapa nacional............................................................................................................. 61

1. Civilización andina/barbaries ardientes........................................................... 65

1.1. Razas, colonialismo y diferencia............................................................ 65

1.2. Tres razas y dos tierras........................................................................... 68

2. Tipologías, economía de trabajo y construcción de nación.............................. 78

2.1. De las razas a los tipos humanos neogranadinos................................... 78

2.2. Economía política, trabajadores y colonización.................................... 82

Los indios como tipos. Indios chibchas y campesinos del altiplano..... 86

Tierra caliente y calentanos................................................................... 90

La mujer calentana........................................................................... 94

Los bogas.......................................................................................... 95

Los cosecheros.................................................................................. 98

Tipos notables, patronos y cachacos..................................................... 99

3. La regionalización de la diferencia................................................................... 101

3.1. Regiones, racialismo y ordenamiento espacial...................................... 101

3.2. Los tipos regionales: orden nacional e identidades geopoblacionales.. 107

Antioqueños, un orden nacional de prosperidad y moral..................... 108

Santandereanos: artesanos, campesinos y liberalismo........................ 113

Los llaneros: un tipo para la ganadería................................................ 116

Tolimenses y neivanos: la normalización de la tierra caliente............. 120

Santafereños, payaneses y la costa. Ciudades en el centro de la nación


y los límites al regionalismo.................................................................. 122
vi
Contenido

Consideraciones finales. ........................................................................................... 133

Bibliografía. .............................................................................................................. 139

vii
Prólogo
A Isabel y Nabyl. Sus inesperadas y aun recientes muertes
me hicieron pensar y sentir de otras formas la vida,
incluido el curioso oficio de la antropología.

Esta investigación nació del gran interés que despertó en mí la lectura paralela
del Ensayo sobre las revoluciones políticas de José María Samper, 1861, y de La
República en la América española de Sergio Arboleda, 1867. A pesar de las dife-
rencias evidentes entre los dos pensadores decimonónicos respecto a su filiación
política, al papel que cada uno asignaba a la Iglesia católica en el Estado y al tipo
de democracia que proponían establecer, encontraba que era necesario ir más allá
de estas discrepancias para interrogar las formas en que era pensada la nación
colombiana en el siglo XIX. Ambos pensadores hicieron del campo de la escri-
tura y de su ejercicio letrado escenarios para fundar y pensar la nación, a la vez
que se definían y se posicionaban como miembros de la élite nacional. Ellos no
eran casos aislados en un ambiente político y cultural dominado por la figura del
letrado, ya fuese cosmopolita o “raizalista”, liberal o conservador, comerciante,
hacendado o sólo literato.
Teniendo presente estas diferencias en los letrados, comencé a plantearme
preguntas sobre la construcción de la nación “más allá de la comunidad imagina-
da”, al decir de Castro y Chasteen (2003). No sólo sobre los textos de Samper y
Arboleda, sino sobre muchos otros, era posible preguntarse cómo la nación era a
la vez un proyecto de unificación y diferenciación, en el cual la figura del pueblo
era constituida paralelamente a la de la élite nacional. De allí que, en relación con
la construcción de la nación, el tema que más me ha llamado la atención, por su
recurrencia en la descripción que se hace de Colombia, es el de la producción de la
diferencia, en particular, la regional. Sin embargo, la lectura del mismo Arboleda
y de las geografías y descripciones del país en la primera mitad del siglo XIX me
demostraba la preeminencia de otras formas de diferenciación poblacional que
no aludían a lo regional, sustentadas todas en fuertes explicaciones racialistas.
La diferencia emergía por doquier en los relatos de la nación, por cuanto era un
camino privilegiado para generar un orden jerárquico en el que las élites letradas
definían su posición. En este sentido, la construcción de las diferencias fue tam-
bién un escenario de lucha de las élites por hacerse al dominio simbólico de la na-
Julio Arias Vanegas

ción, en donde éstas se encontraban en el común denominador de la civilización


sobre la barbarie. Cuestionar el carácter político de la nación, las relaciones de
poder que sustenta, sus formas de diferenciación, subordinación y marginación,
es en el fondo el propósito de las consideraciones a continuación expuestas. Los
temas abordados aquí, aunque amplios, están enfocados deliberadamente sobre el
análisis de un conjunto de letrados y sus textos, con una óptica limitada entre el
eje de Bogotá, Antioquia y Popayán, quienes, justamente, erigían como centros
de poder y conocimiento de la nación a estos espacios.

*****

En principio, mis intereses al revisar a estos letrados estaban todavía enfocados


hacia la historia política y social del siglo XIX; no sólo una lectura más atenta de
sus escritos, sino las constantes observaciones directas de Zandra Pedraza me han
permitido ir poco a poco profundizando mi mirada. A Zandra, como directora de
tesis, también agradezco sus enseñanzas constantes sobre el oficio cotidiano del
investigador, su énfasis en la rigurosidad con el trabajo de fuentes y su dedicación
y atención frente a mis preguntas y mis textos. De igual forma, quiero agradecer
los pertinentes comentarios de Peter Wade, quien desinteresadamente y con
mucho entusiasmo leyó mi proyecto y atendió a mis preguntas, y a Germán Ferro,
por su interés en mí y por haberme iniciado en la antropología y en el tema de la
nación. Gracias también a mis lectores Margarita Serje y Roberto Pineda, por sus
preguntas y precisiones. Además, quiero agradecer a Álvaro Camacho, Francisco
Zarur y Heidy Casas, del Ceso, por haberme apoyado de las más diversas formas,
desde el surgimiento de estas ideas hasta su publicación.
Ya fuese en los agradables momentos de la recolección y revisión de fuentes
o en la difícil labor de escribir, siempre conté con el apoyo y la preocupación
de mis amigos Carlos, Ana María, Luisa, Diana y Franz. También agradezco el
ánimo, la ayuda y el interés de Íngrid, Rosita, Jorge y Yoli en todo lo mío. Sin
la ayuda de Ana Lucía en algunas transcripciones y en la organización de la
información no hubiera finalizado, por ahora, este trabajo. A ella y al resto de mi
familia quiero agradecerles por ser un soporte fundamental en todos mis trabajos
del último año. Especialmente, agradezco a Margarita por su comprensión, gran
amor, estimulo, dedicación y paciencia, en medio de mis ocupaciones.
Siempre me pregunto qué hubiese sido de mí, de mis trabajos y de mis pro-
blemas en los últimos años sin la compañía de Katherine Bonil. Estoy convencido
de que sin ella este texto no hubiese sido, desde todo punto de vista, ni mediana-
mente posible. A ella, un amor y un agradecimiento infinito por todo lo que ha
hecho por mí y de mí.

Es cuestionar la misma universalidad, lo “dado”,
la soberanía de ese pensamiento, ir a sus raíces y luego criticarlo.

Es alzar la posibilidad de que no es tan sólo el poderío militar o la fuerza industrial,


sino el pensamiento mismo el que puede dominar y subyugar.

Es aproximarse al campo del discurso histórico, filosófico y científico


como un campo de batalla para el poder político.

Partha Chatterjee, 1986

Mi interés principal es más el de un moralista que el de un historiador;


el presente me importa más que el pasado.

Tzvetan Todorov, 1982


Introducción
Recientemente, y en particular para el caso latinoamericano, ha sido advertido
cómo la construcción de las naciones desde el siglo XIX no ha pasado solamente
por la producción de una homogeneidad o unidad nacional, sino por un esfuerzo
constante de plantear y definir las diferencias raciales, regionales, culturales y
sociales en torno a esta unidad. La particular condición postcolonial del subcon-
tinente fue determinante en este hecho (Mignolo 2000a, 2000b; Quijano 2000,
Rojas 2001). El caso colombiano resulta paradigmático y a la vez profundamente
complejo, por cuanto la forma en que ha sido pensada la nación ha estado espe-
cialmente atravesada por discursos sobre la heterogeneidad y la diferencia (Urue-
ña 1994). En Colombia, lo nacional remite siempre a las diferencias internas. El
presente trabajo parte de estudiar la unidad y la diferencia, lo homogéneo y lo
heterogéneo, como dos formaciones discursivas en la construcción de la nación, y
no como dos objetos palpables o empíricos que simplemente se contraponen.
Así, pues, este texto se concentra en un eje fundamental de la construcción
de la nación colombiana en el siglo XIX: la elaboración y representación de la
diferencia poblacional interna, hecha por quienes en este ejercicio diferenciador
se definieron como élite nacional. La construcción de la diferencia se analiza
en torno a un problema más amplio: la tensión entre proyectos de unificación
y de diferenciación en la constitución de lo nacional. Este estudio plantea que
la misma definición de lo que une a la nación, de lo que la particulariza, de lo
propio, se concentra con fuerza en la construcción de las diferencias internas y
de sus márgenes, y, asimismo, que esta construcción sólo es posible en la medida
en que emerja la conciencia de una unidad nacional. En términos amplios, las dos
partes de este texto abordan, respectivamente, cada una de estas dos premisas.
En la primera parte comienzo estudiando los fundamentos de unidad que
mayor fuerza cobraron en el siglo XIX, para ir revelando cómo desde allí mismo
el ejercicio diferenciador emergió como parte central de la nación. Ello fue deter-
minante, en la medida en que la construcción discursiva de la nación fue un esce-

 Al respecto, ver Alonso (1994), Appelbaum (2003), Castro y Chasteen (2003), Rojas (2001),
Urueña (1994), Wade (2000, 2003b) y los ensayos contenidos en Appelbaum, Macpherson y
Rosemblatt (2003).
Julio Arias Vanegas

nario privilegiado de la definición de la élite nacional como agente del gobierno


de los otros, vistos desde la retórica igualitaria como semejantes. Esta retórica
hacía aún más indispensable la representación de las diferencias internas en una
visión jerárquica del orden nacional entre élite y pueblo. Las diferencias emergían
allí con fuerza para una élite que se representaba como tal en tanto civilizada,
criolla e hispano-descendiente. La delimitación de quién debía y podía gobernar,
en medio de cruciales tensiones identitarias, es el tema del segundo capítulo de
esta primera parte. Élite y pueblo eran los dos elementos centrales de los discur-
sos nacionales, tanto unificadores como diferenciadores. La definición de la élite
pasaba por la invención del pueblo nacional. La figura del pueblo, como funda-
mento de la nación, marcaba patrones de normalización a partir de los cuales era
posible elaborar una diferencia aceptable, a la vez que creaba los márgenes de la
nación, la diferencia más extrema de la misma. La invención del pueblo y de sus
márgenes es el tema final de la primera parte.

En la segunda parte de este texto estudio concretamente la representación de


la diferencia poblacional interna a lo largo del siglo XIX. En ella trazo la transfor-
mación y convergencia de tres modelos de taxonomías poblacionales analíticamen-
te distinguibles. En los tres capítulos de esta parte, paso de una primera oposición
básica entre civilización y barbarie –cada una asociada a dos tierras diferentes– a la
emergencia de los tipos humanos neogranadinos y los regionales como formas na-
cionales y moderadas de plantear las diferencias poblacionales, aunque no por ello
menos jerárquicas. En esta parte planteo cómo la regionalización de la diferencia se
va abriendo camino como una vía privilegiada para la creación de la heterogenei-
dad nacional bajo el supuesto de una homogeneidad. Este último capítulo, de acuer-
do con lo planteado en el conjunto del texto, enfatiza en cómo la construcción de la
unidad nacional en la Colombia del siglo XIX pasó por la re-creación de diferencias
poblacionales como una manera de constituir un orden jerárquico entre las élites
y el pueblo nacional y, asimismo, entre las distintas poblaciones que se movían en
torno a esta última figura. En este marco, la diferencia comenzó a ser reiterada por
medio de la racialización de las regiones y de la regionalización de la diferencia.
Las fuentes consultadas demuestran el naciente esfuerzo de la élite letrada nacional
por plantear un mapa de la diferencia aceptable, en términos regionales, al mismo
tiempo que se situaban por fuera o por dentro de este mapa en la definición de su
identidad de élite. Igualmente, estas fuentes revelan el orden jerárquico que se va
constituyendo entre las emergentes regiones, de acuerdo con las desequilibradas
relaciones económicas, políticas y simbólicas que se fueron tejiendo entre ellas.

Aunque en un principio el trabajo estaba concentrado en la construcción de


las diferencias regionales, el estudio de las fuentes evidenció que el país apenas
comenzaba a ser pensado en los términos regionales planteados con mayor claridad
xiv
Introducción

durante el siglo XX. Si bien podría hacerse un estudio sobre la forma en que cada
región era representada desde una clasificación regional actual –un ejercicio de
heterogeneidad sobre lo homogéneo, propio del observador contemporáneo–, ello
carece de validez para la presente investigación. El objetivo de ésta siempre ha
sido atender a las formas y a los términos propios en que la diferencia poblacional
y también espacial fueron elaboradas. Por tal razón, se exploran taxonomías
propias del siglo XIX en las que las figuras regionales todavía no aparecían
privilegiadamente o en las que se entremezclaban con otras, de acuerdo con
su función o sentido en el conjunto del mapa de la diferencia poblacional de la
nación.
El problema de la unidad y la diferencia es abordado a partir de diversos tex-
tos naturalistas, geográficos, literarios, etnográficos y políticos –esta distinción
era muy difusa–  escritos por un conjunto de pensadores que, signados por su
carácter letrado, se posicionaban como agentes del gobierno de la nación. Incluso,
no pocos de los escritores analizados tomaron parte activa en la formación del
Estado nacional. En el siglo XIX, los letrados ocupaban de forma privilegiada
el campo del poder político nacional. En el fondo, esta investigación puede ser
pensada como un estudio sobre este conjunto de letrados, quienes por medio de
construir la diferencia se definían como élite nacional. En el siglo XIX, la na-

 En su gran mayoría, los textos escogidos fueron de amplia divulgación, en la medida del siglo
XIX, e influyentes y determinantes en la actividad literaria y política. Algunos de ellos fueron
éxitos editoriales de la época y reeditados en numerosas ocasiones a lo largo de los siglos XIX y
XX.
 Los autores de los textos analizados, en su gran mayoría, son claros representantes de la élite
letrada y política nacional de la segunda mitad del siglo XIX. Ellos escribieron y publicaron gran
parte de sus obras entre la década de los cincuenta y ochenta, y por esto han sido principalmente
estudiados en torno a las divisiones políticas propias de la formación de los partidos tradicionales.
No obstante, deben ser apreciados como una generación que se formó a plenitud bajo la vida
republicana, tomando la dirigencia intelectual y política de la primera generación de republicanos
de los treinta y cuarenta. De allí su inminente preocupación por fundar el Estado y la nación,
por consolidar una verdadera vida republicana, por conocer e integrar pueblos y naturalezas,
por el estudio de las costumbres populares, por auscultar el pueblo y el campo nacional, y
por sobrepasar definitivamente la vida colonial, sin olvidar los matices. No obstante, ya fuese
porque algunos de ellos viajaron y estudiaron en Europa, o porque particularmente trazaban
una ascendencia directa con España, esta élite se caracterizó con fuerza por la conjunción de un
pensamiento nacional y un espíritu cosmopolita determinante en la comprensión de lo propio y de
las diferencias internas –con el alma y el corazón dividido entre Europa y Colombia–. La mayoría
de estos autores transitaba entre la política, los viajes, el naturalismo, la geografía, la literatura,
la etnografía y el ejercicio de cargos gubernamentales, signados todos por el poder de la escritura
y un carácter letrado. Aunque algunos se circunscribieron a la actividad política y literaria,
otros fueron reconocidos hacendados y comerciantes, preocupados por una vida industriosa,
productiva y activa. Las diferencias respecto a estas actividades, los oficios y el origen, sin
embargo, marcaron importantes matices respecto a las consideraciones sobre la política, el poder

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Julio Arias Vanegas

ción fue básicamente una construcción discursiva y una estrategia textual. En la


nación, entendida como estrategia textual, no sólo son generados sentimientos de
pertenencia e identificación a una comunidad de iguales, sino que es producido y
escenificado un orden simbólico en el que es constituido el pueblo nacional, sus
formas de vida, donde es clasificado y ordenado, donde son formados y diferen-
ciados los sujetos de la nación. Los discursos sobre la nación constituyen a los su-
jetos subordinados y, principalmente, a la élite, aquella que produce y reproduce
los discursos e ideales nacionales donde se define como dominante.
Por el conjunto de textos escogidos, el problema no se dirige concretamente
a las políticas estatales relacionadas con la unidad y la diferencia. El problema
presentado aquí no atiende directamente a la formación del Estado, a sus políticas
y proyectos para intervenir y moldear la población. Esto no niega que las fuentes
escogidas brinden los elementos para esta actuación estatal, aunque insisto en que
esto podría ser un asunto de otra investigación. El tipo de fuentes atiende más bien
a la construcción de un orden nacional, en el cual la representación de entidades
geopoblacionales y de la diferencia entre éstas fue un escenario de definición y
lucha identitaria. La diferencia regional fue uno de los espacios privilegiados de
esta lucha.
Como señalé, esta investigación parte de los planteamientos sobre la cons-
trucción de la unidad y la diferencia, en el caso de las naciones latinoamericanas.
Aunque a menudo se enfatiza primordialmente en que la construcción de la na-

eclesiástico, la educación y el papel del pueblo; estos autores no conformaban para nada un grupo
homogéneo. Empero, en conjunto, reiteraron por medio de su ejercicio la posición del altiplano
(específicamente, Bogotá), Popayán y Antioquia como centros de poder y conocimiento de la
nación. Por ello mismo, los mapas de la diferencia poblacional se movían principalmente en el eje
de poder que constituía Bogotá, Antioquia y Popayán, con tipos humanos y regionales alrededor,
y bárbaros, negros e indios en los márgenes y las fronteras.
 En especial, la primera parte de este texto profundiza sobre estas reflexiones.
 En este texto, el problema de la diferencia no es abordado en torno al biopoder, entendido, tal
y como lo plantea Foucault (1976), como el conjunto de políticas y prácticas gubernamentales
que desde el siglo XIX han pretendido transformar, cuidar y regular la vida de la población,
comprendida esencialmente en términos biológicos. Así, cuando aquí utilizo reiteradamente el
término “diferencia poblacional” no lo hago en ese sentido biopolítico, sino equiparándolo con
pueblo o con la diferencia entre pueblos. Esto lo determiné para no hablar de diferencia racial, ya
que, aunque el término puede ser adecuado, puede también ser interpretado exclusivamente como
referente a la clasificación racial de las tres grandes razas. Asimismo, tampoco utilizo el término
diferencia cultural, puesto que no es el adecuado en el contexto del siglo XIX, tal y como sí sería
en el siglo XX. Esta consideración sobre la biopolítica en este texto se debe al tipo de fuentes y al
problema concreto trabajado, sin negar que éste está atravesado por la creciente preocupación del
Estado moderno por el manejo de la población, como eje central de lo que Foucault (1978) llamó
la gubernamentalidad.

xvi
Introducción

ción pasa sólo por la vía de la homogeneización cultural, la producción de un tipo


particular de heterogeneidad también ha sido importante, en tanto que permite el
establecimiento de jerarquías dentro de la nación, las cuales privilegian a unos
grupos y subordinan a otros. Wade (1997, 2000), pensando en el caso colombia-
no, señala las limitaciones de centrarse exclusivamente en los proyectos de ho-
mogeneización: ello no permite entender cómo la heterogeneidad misma ha sido
producida en contextos particulares y en medio de relaciones de poder, como un
acto necesario para marcar unas jerarquías dentro de la nación; al fin y al cabo,
“la homogeneidad total significaría la eliminación de las diferencias de jerarquías
internas a la nación que aún las élites nacionales se empeñan en mantener” (Wade
1997: 62). Esto no significa que las élites no intenten la homogeneización, sino
que ésta entra en una compleja relación con el lugar que se le da a la diferencia en
los ideales nacionales. Los proyectos nacionales no intentan simplemente negar y
suprimir la diferencia o “domar” un pueblo que anterior a la narración es hetero-
géneo, sino que construyen y escenifican una concepción particular del mismo y
de sus diferencias.
De igual forma, Alonso (1994), respecto al caso mexicano, llama la atención
sobre la ambivalencia entre unidad y diferencia, al afirmar que en la formación del
Estado-nación se presentan dos proyectos paralelos: uno totalizante, encarnado
en el nacionalismo, en la escenificación de un “nosotros” que intenta englobar
al conjunto de la población; y otro particularizante, que esta autora estudia en la
construcción de la etnicidad, donde son individualizados grupos sociales dentro
de la nación, permitiendo de esta manera “la producción de formas jerárquicas de
imaginar al pueblo” (Alonso 1994: 391). Por su parte, Appelbaum, Macpherson y
Rosemblatt (2003) explican cómo las definiciones de raza han sido centrales en
las naciones latinoamericanas, tanto para pensar la unidad nacional como para

 Esta discusión fue motivada a partir de las obras ya clásicas de Gellner (1983) y Anderson
(1991). El primero atendió a la importancia de la estandarización cultural en las sociedades
modernas capitalistas, de la mano de la conformación de los estados nacionales. Por su lado,
Anderson enfatizó en las profundas transformaciones culturales que llevaron a que la nación
fuera pensada como una “comunidad imaginada” de iguales que se caracteriza por relaciones de
camaradería y horizontalidad. Ha sido la teoría poscolonial, en autores como Chatterjee (1986,
1993) y Bhabha (1990a), la que ha comenzado a cuestionar fuertemente las limitaciones de estas
visiones totalizantes, europeizantes y ajenas a las relaciones coloniales de poder que sustentaron
la fundación de las naciones periféricas.
 En este sentido, Wade está retomando a Bhabha (1990a), quien explica cómo en la narración de
la nación se generan tensiones entre una “temporalidad historicista-pedagógica”, que sitúa al
pueblo nacional frente a los otros como una entidad homogénea en un tiempo lineal compartido,
y una “temporalidad performativa”, donde los nacionales en la cotidianidad crean significados
sobre las diferencias culturales y dan muestra de éstas. Según Bhabha, la narración de la nación
implica una ambivalencia en sí misma: entre proyectos de homogenización y de diferenciación.

xvii
Julio Arias Vanegas

plantear jerarquías internas poblacionales y espaciales. En particular, Appelbaum


(2003), desde el caso colombiano, analiza la racialización de las diferencias
regionales, planteando que la nación y la región son construcciones históricas
paralelas.
Por otro lado, la teoría latinoamericana crítica del colonialismo, el occiden-
talismo y los proyectos civilizadores ha brindado suficientes elementos para pen-
sar en el contexto en el que las naciones latinoamericanas emergieron imbuidas
de esquemas jerárquicos de diferenciación. En el siglo XIX latinoamericano, las
élites se definieron desde una doble conciencia criolla (Mignolo 2000b), en la que
la delimitación y las distancias eran determinantes. Allí, el ejercicio diferenciador
pasó por una colonialidad interna, en la que el racialismo sustentaba un orden
jerárquico y naturalizador de las diferencias poblacionales y espaciales. La na-
ción se fundó en una lógica colonial generada en la consolidación de la economía
mundo capitalista y de un mundo moderno/colonial, en el que Europa era situa-
da como centro de poder (Quijano 2000). En las naciones hispanoamericanas, el
ejercicio de gobierno se fundó en una colonialidad del poder en la que las clasifi-
caciones raciales eran determinantes. Ello cobró aun más fuerza, por cuanto “el
deseo civilizador” (Rojas 2001) primó en la definición de identidades sociales y
geoculturales, y en la misma constitución de la nación. El colonialismo interno y
el racialismo fueron también resultado del contexto de exploración, apropiación,
conocimiento y clasificación de poblaciones y territorios que inauguró con im-
portancia el siglo XIX en la definición de lo propio.
Resulta evidente el peso del racialismo en la construcción de las diferencias.
De alguna manera, esta investigación traza el desenvolvimiento del racialismo a
lo largo del siglo XIX, partiendo de la categoría de raza, sus implicaciones po-
líticas y los discursos que articula10. Asimismo, demuestra que el racialismo no

 Ver también el prólogo de Holt en el libro editado por Appelbaum et al. (2003).
 Los textos de la Comisión Corográfica, por ejemplo, se inscribieron en dicho esfuerzo colonialista-
modernizador. La Comisión fue una de las mayores expresiones de ese pensamiento de la época,
pero no fue la única ni lo ejemplifica todo; ensayos políticos y literarios, relatos de viaje, cuadros
de costumbres y textos científicos demuestran la centralidad del racialismo, la importancia del
naturalismo, de las exploraciones y del colonialismo en la producción de las diferencias.
10 En este texto utilizo más el término racialismo que el de racismo para dar cuenta de los esfuerzos
discursivos por explicar y naturalizar las diferencias humanas, los cuales cobraron a partir del
siglo XVIII, en la definición de Occidente como centro del mundo, una fuerza particular en la
configuración de una colonialidad del poder mundial y nacional. Según Todorov (1989), este
racialismo se ha fundamentado en una serie de proposiciones básicas: 1) la existencia indiscutible
de razas humanas que son fácilmente distinguibles; 2) la continuidad entre lo físico y lo moral,
es decir, que la división del mundo en razas corresponde a una división de grupos culturales; 3)
el racialista no sólo señala que existen las razas sino que crea una jerarquía entre éstas.

xviii
Introducción

opera solamente con la categoría de raza, sino con distintas categorías y sistemas
de clasificación que son “racializados”11. Las categorías pueblos, tipos humanos
o tipos regionales estaban plenamente racializadas en el siglo XIX colombiano. Si
bien el mestizaje, el aumento de la conciencia nacional y la transformación de los
saberes sobre la diferencia marcaron un cambio en la preeminencia de los rasgos
somáticos en el racialismo, paralela a la emergencia de cierto culturalismo, éste
nunca desapareció, por cuanto determinaba, naturalizaba y fijaba con fuerza las
diferencias poblacionales. El culturalismo de la regionalización de la diferencia
no abandonó en el siglo XIX, ni aun en el XX, la racialización de rasgos natura-
lizados de los tipos o los pueblos regionales.
En principio, esta investigación se concentró en los años que transcurrieron
entre 1830 y 1886, desde la constitución de la Nueva Granada hasta el período
conocido como la Regeneración. Este corte se basó en el supuesto de que durante
las dos últimas décadas del siglo XIX se presentaron cambios significativos en
la construcción de la unidad y de las diferencias internas, por los principios que
estableció la Regeneración, los nuevos modelos legales de ordenamiento territorial
y el ascenso de la economía cafetera y de nuevos grupos sociales asociados a
ésta. No obstante esta concentración en unas décadas específicas, especialmente
a mediados del siglo XIX, este trabajo finalmente no se rigió por un estricto corte
cronológico, por cierto arbitrario, sino que proyectó sus reflexiones a lo largo del
siglo.
Esta forma de entender el período proviene, además de un acercamiento
genealógico, de los presupuestos básicos de la antropología histórica (Süssmuth
1984). Es así, por cuanto esta investigación aborda históricamente aspectos
antropológicos fundamentales, como la diferencia, la identidad, la alteridad y los
órdenes simbólicos, en el contexto de la construcción de la nación en la Colombia
decimonónica. En este texto, las preguntas se refieren a cuestiones básicas que giran
en torno a las diferentes formas históricas y culturales en las que ha sido pensada y

No obstante, a pesar de que Todorov señala este cambio epistemológico y político, es


importante separarse de este autor cuando distingue entre algo teórico que sería el racialismo
y algo cotidiano que sería el racismo. Esto podría implicar una separación insostenible entre
discurso y práctica. Por el contrario, los textos aquí analizados provienen del racismo y sustentan
y generan discursos sobre el racismo, los cuales se originan en prácticas concretas de dominación
política, cultural y económica.
11 Este término, al igual que el de “racializar”, hace referencia al proceso de marcar las diferencias
humanas de acuerdo con los principios del racialismo. En este proceso, rasgos físicos y sociales,
como la fisonomía, el color de la piel, los comportamientos, las actitudes y las costumbres, son
cargados de connotaciones raciales y juzgados desde los valores del racialismo (Appellbaum et
al. 2003; Wade 2000, 2003a).

xix
Julio Arias Vanegas

resuelta la existencia humana. Esto implica concentrarse en la historicidad de los


órdenes simbólicos y en el carácter abierto y cambiante del entendimiento sobre
el hombre. Justamente, desde la antropología histórica se hace importante una
“antropología de la modernidad” (Escobar 1999; Pedraza 1999), una investigación
que se pregunta por la modernidad occidental como fenómeno cultural e histórico
específico y, en este sentido, una etnografía histórica que cuestiona una entidad
central de la misma: la nación. De esta forma, en la antropología histórica que
aquí se propone tiene un gran peso la dimensión política, en tanto se pregunta
por las relaciones de poder, dominación y marginalización en la constitución de
órdenes simbólicos y en la definición de las diferencias poblacionales.
Así, pues, este texto mostrará cómo las diferencias emergían por doquier en
la construcción de la nación. No precisamente por una valoración de la misma o
como una expresión de una realidad observada. El asunto no era en absoluto menor
para las consideradas élites nacionales. La cuestión era políticamente importante.
A fin de cuentas, lo que estaba en juego era la definición de relaciones de poder
en el marco, los términos y las limitaciones de la unidad nacional, dentro del
pensamiento antropológico colombiano del siglo XIX.

xx
I. La nación como proyecto de unidad
y diferenciación de la élite,
su pueblo y los marginales
Esta primera parte abre la discusión sobre las tensiones, contradicciones y retos
implícitos en la nación como construcción discursiva, a partir de la cual son crea-
das y reiteradas paralelamente la unidad y la diferencia. En esta ambivalencia, dos
figuras cobran vital importancia en el siglo XIX colombiano: élite y pueblo emer-
gen, en permanente tensión, en los relatos e imágenes sobre lo igual, lo distinto,
lo propio, lo ajeno, lo nuestro, lo otro, lo central y lo marginal, que atraviesan la
contingente, ambigua, pero pretendidamente coherente y unitaria construcción
de la nación. Como detallaré en el primer capítulo, los fundamentos de unidad
no podían distanciarse de las estrategias de diferenciación. La unidad misma era
pensada desde y con las diferencias. El pueblo nacional era inventado allí como el
otro distante y “nuestro” de la élite, y, al mismo tiempo, generaba patrones de nor-
malización y particularización desde los cuales era posible pensar una diferencia
aceptable y definir los márgenes poblacionales y simbólicos de la nación. Ello es
abordado en el tercer capítulo.

Ya que este texto se desliza en la tensión entre élite y pueblo, el segundo


capítulo de esta parte estudia cómo la nación, en tanto ejercicio de poder,
posibilita la definición de quién puede y debe ejercer el gobierno sobre los otros.
Desde este planteamiento, los proyectos de unificación, de construir una unidad
abstracta y abarcadora, deben pensarse como formas de dar sentido y justificar
o, más bien, hacer incuestionable el ejercicio de dominación de un territorio y de
una población, que reclaman como suyos las élites asociadas a la formación del
Estado moderno. De esa pretendida unidad emerge precisamente la necesidad,
para las élites inmersas en el reto de fundar la nación, de plantear nuevas o recrear
viejas formas de diferenciación. La insistente retórica nacionalista en torno a la
igualdad y la comunidad, y la progresiva transformación de la conciencia de ser,
pertenecer y compartir con otros, que antes eran más otros, y que por eso mismo
no pueden dejar de serlo, refuerzan la necesidad de marcar distancias, ejercicio
fundamental en el problema identitario que atraviesa a la nación: el de definirse
como élite.

1. La nación como-unidad
Las naciones aparecen ante nosotros como objetos o conjuntos culturales limitados,
particulares y autocontenidos, precisamente porque son poderosas construcciones
simbólicas que ordenan y se sustentan en formas de identificación colectiva e
individual. Esta ficción de unidad en la forma nacional sólo tiene sentido en el
contexto de formación de los estados modernos, como un medio importante de
ejercer dominio y soberanía en un territorio delimitado como propio (Cf. Gellner
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1983, Elias 197012). Igualmente, la idea de comunidad hace posible la contención,


regulación y normalización de las poblaciones que habitan ese territorio.
Los proyectos de unificación no han pasado necesariamente por la búsqueda
de una homogeneización cultural real, aun si pensamos que esto es posible. Más
bien, la nación se funda en una imagen de homogeneidad que genera patrones
jerárquicos de incorporación. En la Colombia del siglo XIX, la generación de sen-
timientos de igualdad y de pertenencia estuvieron supeditados a la delimitación
y construcción de una unidad como orden, que jerarquiza, contiene, controla y
normaliza. Uno de los propósitos centrales de las élites estatales neogranadinas
fue construir la unidad nacional desde estrategias y dispositivos especialmente
escriturarios. Pero no una unidad en el sentido al que remite la categoría cultu-
ralista de comunidad, sino una en la que se procuró enmarcar a una población
bajo una misma visión u horizonte, donde se compartan los mismos términos
y criterios para delimitar lo nacional y para definir el quién y qué es, lo que en
últimas permite establecer una hegemonía de lo nacional. Por ello, dispositivos y
estrategias, como la instrucción publica –en particular, la enseñanza de geografía
e historia patria–, los manuales de urbanidad, las gramáticas, los catecismos o
las constituciones (Castro-Gómez 2000), más que civilizar homogéneamente o
estandarizar cultural y socialmente a una población, difundiendo los valores de
una “clase alta”, pretendieron unificar, instituir y fijar lo normal-nacional, como
una linealidad vertical generadora de clasificaciones jerárquicas internas, la cual,
aunque se basaba en construir y modelar un supuesto pueblo, único y particular,
se inscribía en proyectos civilizadores que desbordaban los límites nacionales.
A continuación, presento los principales fundamentos de unidad en el siglo
XIX colombiano, para resaltar no solamente la constitución de una imagen del
pueblo nacional como sustento de dominación de un ejercicio político, sino
también cómo estos fundamentos contenían en sí mismos formas de diferenciación
y patrones de jerarquización de la población. La unidad estaba imbuida de la
diferencia.

12 En las referencias entre paréntesis utilizo “Cf.” para indicar la existencia de otros autores que
han señalado consideraciones similares a las expresadas aquí. Además, utilizo “Cf.” para indicar
que se puede confrontar esta idea en determinada fuente secundaria, y así, distingo de “ver” para
precisar la fuente primaria donde se puede encontrar la idea señalada. También uso referencias
entre paréntesis para indicar que determinada idea se puede encontrar ampliada en una parte del
presente texto. Por ejemplo (Cf. I/3.1) indica que esto se puede confrontar en la primera parte,
sección 3.1.


La nación como proyecto de unidad y diferenciación

1.1. El pasado común: por una historia nacional

Las biografías nacionales tienen el reto de presentar una historia coherente y uni-
taria del sujeto-pueblo nacional, que genere formas de identificación, simultanei-
dad y homogeneidad en una misma temporalidad. En el siglo XIX colombiano
fue construida una historia civilizadora y nacional, cuyo punto de origen era la
Independencia, y a partir de la cual eran explicados, en una lógica serial y teleo-
lógica, el pasado, el presente y el futuro de todos los habitantes del territorio Sin
duda alguna, la historia nacional del siglo XIX era una civilizadora, como lo ha
mostrado Colmenares (1986). Esta historia, al tener que integrar en su relato a
pueblos muy diversos y tener que reconciliar pasados de violencia y colonialismo
con el presente nacional, dejó de lado la coherencia y fue habitada por giros, pa-
radojas y fisuras.
Durante las décadas siguientes a la Independencia, la narración temporal
de la naciente república se concentró más en el futuro que en un pasado lejano
y ancestral. El horizonte ilustrado de la civilización y el fulgor postindependista
permitieron proyectarse hacia adelante, teniendo como principal sustento la idea
de la revolución. Para constituir la Independencia (en mayúscula) como momento
fundacional de la nación, la historia debía explicar su carácter, valor y legitimi-
dad, en el marco de la reflexión sobre las constantes revueltas y frente al pasado
colonial español. Las historias escritas hasta la década del sesenta del siglo XIX
se concentraron en dar un sentido a las revoluciones que había vivido Colombia
desde 1810 hasta 185413. Éstas fueron concebidas como evidencias del reajuste de
la sociedad, en aras de alcanzar la civilización y liberarse de la pesada herencia
colonial de barbarie, opresión y oscuridad14. Así lo expresaba Ancízar en un edi-
torial: “las revoluciones políticas no son acontecimientos casuales: son medios
concedidos al género humano para satisfacer sus necesidades de progreso y de ci-
vilización” (Ancízar 1848: 15). Por tales razones, más que un período de revueltas
violentas, los años que transcurrieron de 1810 a 1849 son para Samper “ejemplos
admirables de lo que pueden en los pueblos civilizados la fuerza de la razón, el in-
flujo de la verdad i el imperio incontestable de la opinión pública” (Samper 1853:
2). El propósito de esta historia, particularmente liberal, fue hacer conscientes a
todos los nacionales de vivir en una nueva y memorable época, e incorporarlos

13 Al respecto, fueron revisados, en especial, Restrepo (1858) y Samper (1853, 1861). Es significativo
que estos textos inicien en 1810 y 1832, bajo la visión implícita de la Independencia como punto
cero de la historia.
14 De allí que la revolución inaugurada desde 1810 continuara siendo un proyecto presente por el
cual luchar (Samper 1853).


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a la lucha por el orden republicano, para derribar los cimientos de la estructura


colonial (Samper 1861)15.
Desde esta visión de la Independencia, la Conquista y la Colonia aparecían
como dos etapas que explicaban la necesidad de las revoluciones. La nueva era
republicana era legitimada como tal en tanto fuera construida la imagen de un
pasado de violencia, pillaje, ambición (Uricoechea 1854; Pérez 1865 y Acosta
1848) –la Conquista–, oscurantismo, fanatismo y feudalismo –la Colonia–. Las
historias sobre el pasado prehispánico y la Conquista, como las de Uricoechea
(1854), Pérez (1865) y Acosta (1848), insistieron en la barbarie e ignorancia de los
conquistadores, quienes motivados por la ambición de oro, y no por un espíritu
colonizador como el inglés, devastaron a las incipientes civilizaciones indígenas
(Cf. Langebaek 2003).
La Colonia era representada como la etapa lógica consecuente de este primer
momento de violencia. Fanatismo religioso, intervencionismo económico, monopo-
lios, esclavitud, rigidez social, intromisión de la Iglesia en política y atraso social
eran los motivos más reiterados en la crítica a la Colonia (De Plaza 1850; Ancízar
1853; Samper 1861; Pérez 1865), en particular, por los pensadores liberales16. Sin
distinción de partido, los letrados cuestionaron fuertemente las instituciones políti-
cas coloniales, que negaron la ocupación de cargos burocráticos a los criollos, y su
atraso frente a las políticas estatales y comerciales de las otras potencias europeas.
Esta imagen del pasado español en América solamente formaba unos frag-
mentos del espejo en el que se veían reflejados los letrados criollos del siglo XIX

15 En esta historia fueron fundamentales “los héroes de la revolución y de la patria” como modelos
a seguir, para los ciudadanos y el pueblo en formación (Álvarez 1995: 54).
16 Particularmente, en las décadas de los cincuenta y sesenta, en medio del surgimiento de los par-
tidos políticos y del espíritu reformista frente a la herencia colonial, la representación del pasado
fue un escenario de confrontación política entre el conservatismo, el liberalismo y sus vertientes.
Para las diferentes posiciones, el pasado colonial se constituyó en una forma de dar sentido y
legitimidad a su lucha política, por lo que era leído, juzgado o valorado, desde la actividad y la
propaganda política. Durante estas décadas, en el contexto de dicha confrontación política, el
pasado colonial fue usado como diferenciador de grupos sociales, miembros de la élite, poblacio-
nes y regiones (Cf. II/3). En particular, los liberales utilizaron el término colonial para referirse
a personas o grupos, como calificativo negativo equivalente a retrógrado, oscurantista, fanáti-
co, anticuado, tradicionalista y atrasado, entre otros. (Revisar, en especial, Ancízar 1853, Díaz
1859a, Samper 1861). Todo aquello que fuera visto como una perspectiva o incluso una actitud
“tradicional” frente a las ideas progresistas era desplazado al pasado, en un espectro en el que el
futuro debería ser el norte de las acciones presentes. Este juego de oposiciones y la mirada sobre
el pasado se daba en el marco de la lucha política y cultural decimonónica entre “modernos y an-
tiguos”, “progresistas y tradicionistas”, definida así por los primeros. Para los autoproclamados
progresistas, la Colonia era “el medioevo” americano necesario para legitimarse y situarse como
agentes de una nueva época –de allí la recurrente equiparación entre las dos épocas–.


La nación como proyecto de unidad y diferenciación

colombiano. Al fin y al cabo, ¿cómo podía ser tan sólo negativa la visión sobre los
ancestros y la patria con la que se compartían fuertes vínculos culturales y fami-
liares? Así, un gran reto para los letrados consistió en restaurar el pasado español
y reconciliarlo con el presente nacional. Durante el siglo XIX primó la valoración
del pasado hispánico y sus herencias culturales y morales. La historia de España
en América ofreció a los letrados la posibilidad de dar forma a un pasado más le-
jano, a una historia antigua necesaria para constituir el origen ancestral y remoto
en el que se sustentaban las biografías nacionales.
En este marco, el conquistador que la élite criolla había definido como el
invasor, dentro de la retórica nacionalista y de americanidad, era igualmente lo
semejante. Era necesario limpiar el pasado español y conjugarlo con el de las in-
cipientes civilizaciones indígenas, para enrutarlos en una misma historia:
Para ser imparciales no debemos olvidar que obtenida la independencia, después de una
guerra sangrienta y cruel, la memoria de los españoles quedó entre nosotros execrada y
odiosa, y que todos los horrores de la conquista, unidos a las crueldades de la guerra de la
independencia, formaron contra la España una masa de odio que es preciso mover con un
espíritu sereno; que hay que considerar […] que los conquistadores trajeron a estas regiones
la civilización que estos tenían: que hicieron de los indios súbditos del reino; que no los
extinguieron como en otras regiones; que las leyes los consideraron libres, y que, por el
esfuerzo español, de bárbaros errantes se formaron habitantes de las ciudades aptos para la
industria y obreros de la civilización. (Rivas 1899: 261)17

La Conquista era descrita, entonces, como una gesta heroica que había in-
troducido la civilización y el cristianismo al suelo americano. Los conquistadores
eran héroes, europeos, cristianos y aguerridos, enfrentados a climas malsanos y
tribus guerreras (Acosta 1848; Codazzi 1856, 1857, 1858; Samper 1861). La his-
toria de la Conquista, narrada como sucesos de aventuras caballerescas, aunque
bañada en sangre, era admirada por lo que significaba como sometimiento de
naturalezas, territorios y poblaciones incultas y salvajes. La Conquista marcaba
además el inicio de un batallar constante de europeos y criollos por la civilización
y domesticación de lo bárbaro, una tarea en la que se inscribían las élites naciona-
les, y en la que se representaban como portadoras de tan significativo mandato18.

17 Incluso en la obra de Felipe Pérez, quien era un acérrimo crítico de la conquista española, se
puede encontrar el esfuerzo de conjugar y equilibrar el pasado prehispánico con el español
(Acosta 2002). En sus cuatro novelas históricas, sobre el período incaico en Perú y la conquista
de este reino por parte de los españoles, Pérez intenta neutralizar las diferencias entre el mundo
español y el americano, antes y después de la Conquista, equilibrándolos e igualándolos para
hacerlos parte de una misma historia, la historia de los criollos.
18 Las exploraciones científicas y geográficas, y los proyectos colonizadores eran presentados,
la mayoría de las veces, como parte de un continuo que se había iniciado con las primeras
expediciones de los conquistadores ibéricos. En los informes de la Comisión Corográfica, por


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A pesar de la devastación, la Hispanoamérica republicana no hubiese exis-


tido sin la Conquista, dentro de esa historia teleológica en la que se conectaban
diferentes eventos en una misma lógica,
¿Y quiénes fueron los iniciadores de la Independencia? Fueron (todos lo sabemos) los
descendientes de los mismos conquistadores. La Independencia fue, por tanto, el desarrollo
lógico, providencial, aunque lento, de la conquista; como ésta fue derivación, mucho más
rápida, del descubrimiento. Suprimida la conquista, quedaría también, de consiguiente,
suprimido el 20 de Julio de 1810. (Núñez 1881: 438)

De esta manera, los letrados nacionales se declaraban descendientes direc-


tos de los primeros conquistadores. La historia de la Conquista fue, entonces,
una mitología de la génesis de la nación, en donde cada uno de los principales
conquistadores cumplía el papel de héroe mítico. Era la mitología de la élite, de
los descendientes de los primeros españoles; a fin de cuentas, los letrados no
se podían presentar a sí mismos como hijos y herederos de los pueblos indíge-
nas. Así lo expresó Rivas (1899: 259-287) en su reseña biográfica de Jiménez de
Quesada. Allí, el conquistador era representado como el padre fundador de toda
una sociedad, y no sólo de una ciudad, como el ancestro del linaje de los líderes
nacionales. A partir de él nació una casta de españoles del Nuevo Mundo, en las
manos de quienes estaba encargada la consolidación de lo nacional, desde Santa
Fe como centro de poder.
Se hace evidente que la importancia de la historia como saber de la cons-
titución de lo nacional no radicaba solamente en la invención de una unidad
colectiva, sino en la definición y explicación de las diferencias y jerarquías po-
blacionales y espaciales. No todos eran ubicados igualmente dentro del pasado
hispánico: “La madre común nos ha hecho tan desiguales, que es una necedad
pretender que el que no ha recibido una buena educación, haya de tratar y alternar
con otro que sí la ha recibido o que tiene otros motivos para que se le considere
de otro rango” (Santander 186?19: 485). La historia decimonónica pretendió dejar
muy en claro los centros de poder de la nación y los linajes que ejercían tal po-
der. En particular, la Conquista, en estas narraciones, inauguraba y validaba “la
topografía moral” de la nación, del descenso y el ascenso por ella, en términos
de Taussig (1987).

ejemplo, la descripción geográfica, elaborada en forma de relato de viaje, era antecedida por
una historia de las rutas conquistadoras, en la que los adelantos de la Comisión eran presentados
como la segunda conquista del territorio nacional; sobre todo en las regiones de frontera, donde
el esfuerzo mal logrado de los conquistadores realzaba el valor de los expedicionarios modernos
(Codazzi 1856, 1857).
19 En los casos en los que no ha sido posible precisar la fecha exacta de publicación original, se
recurrió a una fecha aproximada.


La nación como proyecto de unidad y diferenciación

En los relatos de viaje y en las expediciones geográficas, la presencia de una


historia antigua o no, de una historia de glorias o sólo de violencia, se constituyó
en una forma de diferenciar y jerarquizar regiones. Los Santanderes y el altipla-
no cundiboyacense, y contadas ciudades como Popayán y Cartagena aparecían
provistos de un glorioso pasado; mientras que, en el otro extremo, las regiones de
frontera, los valles interandinos y las zonas selváticas estaban antecedidos de his-
torias de conquistas fallidas y de pueblos belicosos (Ancízar 1853; Codazzi 1851,
1855, 1856, 1857, 1858; Pombo 1852). El altiplano cundiboyacense, como centro
de poder, había sido dotado de una profunda historia antigua, una historia de civi-
lizaciones pasadas que sustentaba las presentes y el esfuerzo civilizador a futuro.
Desde la óptica nacionalista y civilizadora, los chibchas o muiscas eran exhibidos
como un pasado glorioso, como nuestros indígenas, y sus manifestaciones ma-
teriales, como nuestras antigüedades (Uricoechea 1854), al ser posicionados por
“los expertos” como la tercera gran civilización del continente americano (Acosta
1848; Pérez 1865; Uricoechea 1854). La continuidad y la conexión de diferentes
personajes y épocas surgían como mecanismos de definición del centro de poder
de la nación; los historiadores trazaban así, desde los zipas, la ubicación del go-
bierno y la dominación en el altiplano y, específicamente, en Santa Fe:
En presencia de los hechos i de los números, no es posible negar la singular importancia
de esta rejión andina, cuyo clima delicioso la hizo preferible para mansión de los Zipas
Chibchas, para corte de los Virreyes españoles, para capital de la gloriosa Colombia i de la
modesta, pero intelijente i libérrima Nueva Granada. (Codazzi 1858: 252; ver también Pérez
1865: 105-113)

Los indígenas muiscas, en tanto antiguos neogranadinos, sólo habitaban una


historia lejana y perdida, recuperada de esta manera por la nostalgia nacionalista.
Únicamente aquellos amerindios que hicieran parte de la historia eran valorados
positivamente en la construcción de lo nacional. A los indios contemporáneos no
se les reconocía como herederos de dicho pasado, su experiencia temporal se en-
contraba fracturada desde una imagen elaborada por los letrados. La historia si-
tuaba a los indígenas decimonónicos en un tiempo anterior al de las incipientes
civilizaciones prehispánicas, como descendientes degenerados de los antiguos, por
acción de la Conquista y las políticas coloniales20.

20 Casi al final de su libro más reconocido, Rivas (1899) nos presenta una pieza literaria titulada
Sugamuxi, en la que se sintetizan los deseos y los temores que suscitaban a las élites los indígenas
pasados, presentes y futuros del altiplano. En la primera escena, Rivas presenta, en un tiempo
mitológico, a una raza de indígenas perfectos, con agradables fisonomías, con el oro reluciendo,
adorando a sus dioses. Es el cuadro de una antigua y poderosa civilización de seres míticos,
que están por fuera de una realidad histórica. En medio de la ceremonia suntuosa emergen
los españoles como seudoanimales que todo lo destruyen. Aquella era parte de la perspectiva
nacionalista sobre lo indígena y sobre el español como invasor codicioso. Sin embargo, todo


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A pesar de las fuertes criticas al régimen colonial, éste era apreciado como
el período más importante en la conformación cultural y moral de la nación. La
élite criolla vio, en su mayoría, más en la Colonia que en la Conquista el origen
de su linaje letrado, científico y político. Durante la Colonia, la Madre Patria se
asentó, con lo mejor de sus hombres, en el territorio americano, propiciando la
creación de un pueblo nuevo con una fuerte tradición cultural y moral, asentada
en las bases del catolicismo21.
Es necesario aclarar que esta historia nacional se construyó en el marco de
un geocuerpo particular, como una entidad-unidad territorial y poblacional a la
vez, que es claramente diferenciable de otras (Thongchai 1994)22. La construcción
del geocuerpo se relaciona con el deseo del dominio de la unidad administrativa
y política; vista como la tierra patria, precisaba fijar y concentrar una población
como fuerza militar y de trabajo y como pueblo político que obedeciera a la élite
con la que compartía una delimitación fronteriza.

ese cuadro de una raza mítica y de fieras de cara pálida y cuatro patas no era sino un sueño
borroso del que se había despertado el autor, un sueño que en la primera escena reflejaba el deseo
de civilización proyectado sobre el indígena prehispánico. Pero ese sueño no era tan perverso,
porque un nuevo sueño, uno liberal y republicano, que fue posible por la Conquista misma, se
había hecho presente para redimir a los indígenas. Era el sueño de la incorporación por medio
del mestizaje, la ciudadanía y el conocimiento. Ese sueño, también ilustrado, lo ejemplifica la
imprenta, aquella máquina poderosa que transformará las costumbres de los indios, les hará
cambiar sus dioses y el fanatismo religioso por el poder de la razón, y los integrará cultural y
políticamente a la nación por medio de los textos que de allí nacen (Rivas 1899: 353-361).
21 La Historia de la literatura en Nueva Granada de Vergara y Vergara (1867a) fue una de las
obras que tenían el propósito de trazar y delimitar una tradición cultural en la Nueva Granada
con una profunda historia que, al provenir de Europa, posicionaba a los letrados neogranadinos
como parte del orden cultural del mundo civilizado. Por ello, el libro se presenta como un “un
inventario de la riqueza intelectual de nuestro país”. Así, este libro surge de la misma estrategia
de las antigüedades neogranadinas, al apropiarse y denominar al pasado literario español en
América como literatura neogranadina antigua. El libro de Vergara es importante también por
trazar un patrimonio moral. Una historia de la literatura, una historia de la nación, es para este
autor una historia de la presencia del catolicismo en América, introducido por los españoles. En
torno al énfasis de la historia sobre la unidad moral, sin duda alguna la obra más significativa en
el siglo XIX fue Historia eclesiástica y civil de Nueva Granada de Groot (1869), donde se insiste
en la trascendencia de una estrecha relación entre Iglesia y Estado para la conformación de la
nacionalidad.
22 Este geocuerpo se construye por medio de mapas, que si bien aparecen como fijos y estáticos, son
alineados en conjunto, de forma que puedan brindar una narración temporal de la nación en tanto
unidad corporal (Thongchai 1994: 140-163). Para el caso colombiano, Jagdman (2002) ilustra esta
biografía visual de la nación tomando como ejemplo el Atlas de 1889, publicado en París bajo la
dirección de Pérez y Paz, quienes lo adjudicaron a la memoria de Codazzi. La primera parte del
atlas evidencia las formas en las cuales se construye una narración histórica de la nación en la
que su geocuerpo existe durante siglos, antes de la Independencia misma. (Ver Codazzi, Pérez y
Paz 1889; Cf. Jagdman 2002).

10
La nación como proyecto de unidad y diferenciación

Así era constituido “el geocuerpo de la nación” en la Colombia del siglo XIX;
mapas e ilustraciones cartográficas más simples se valieron de sus convenciones,
colores, tonalidades de grises, líneas y cuadros explicativos, para fijar esa concien-
cia espacial tan abstracta de ser, estar y pertenecer a una nación particular, limita-
da y soberana (Cf. Cubides 2002; Sánchez 1999). Cumplieron este papel, de igual
forma, los manuales y tratados de geografía para la enseñanza pública, las geogra-
fías generales y oficiales, los textos de descripciones geográficas y los relatos de
viajes23. Así, por medio de la escritura, la mente de los nacionales fue poblada por
la visión geográfica, a vuelo de pájaro o detallada, que con sus coordenadas, lími-
tes, montañas, accidentes geográficos y aspectos físicos ubicaba a los hombres en
una ciudad, una región y un país que, a su vez, hacía parte de un continente. Allí,
cada espacio constituía una unidad que se distinguía de las otras, a pesar de sus
evidentes diferencias internas. Ésta es la tensión entre la homogeneidad y la dife-
renciación en la que la geografía se funda. Siguiendo esta tensión, en su esfuerzo
por un conocimiento espacial interno, la geografía nacional propició con fuerza la
construcción de la diferencia espacial y poblacional. Esfuerzo que abordará este
texto más adelante con mayor amplitud.

1.2. Las herencias hispánicas

Mas ya todo eso pasó, y nosotros debemos, sino veneración,


por lo menos aprecio, a la sangre que calienta nuestras venas,
a la religión que funda nuestras esperanzas
y al idioma en que cantan nuestros poetas y nos juran amor nuestras mujeres.
Felipe Pérez, citado en Acosta (2002: 37)

Efectivamente, la historia negativa de la Conquista y de la Colonia debía quedar


en el pasado, en un tiempo que no debería regresar. Ello lo afirmaba Felipe Pérez,
acérrimo crítico de la Conquista y la colonización españolas, pero quien, como
todos los letrados decimonónicos, reforzaba su origen hispánico como miembro
del linaje de la élite nacional. Como lo señalaba Joaquín Acosta, la pluma del le-
trado era sostenida por “una mano de origen español” (1848: xxii), y lo que de ella
resultara no podía ir en contravía de dicho origen. Esta valoración de lo hispánico
era recurrente en la segunda mitad del siglo XIX.

23 La geografía fue uno de los temas de mayor publicación en el siglo XIX colombiano. Los textos
geográficos abundaban frente a cualquier otro género (Sánchez 1999: 620). Cubides (2002) hace
cálculos de cerca de 100 textos geográficos publicados a lo largo del siglo. Respecto al papel
de los manuales de geografía en la inscripción de una idea de unidad territorial, se recomienda
revisar Arboleda (1872) y Pérez (1871).

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Julio Arias Vanegas

Durante el siglo XIX, sin distingo de partidos, la crítica a la herencia colo-


nial española tuvo un sentido importante para la élite nacionalista24. En principio,
el fulgor independista, el sentido de rechazo al invasor extranjero, el ánimo refor-
mista de mediados de siglo y los perjuicios imputados a las políticas coloniales
determinaron un afán de ruptura con lo español. Los cuestionamientos a España
no fueron asunto de unas décadas. Éstos cobraban sentido en el proclamado siglo
del progreso y las luces25. No obstante, el mantenimiento de la tradición hispánica
era para la élite una estrategia primordial de diferenciación social, desde sus ciu-
dades letradas e hidalgas, y se constituía en un referente, de los pocos existentes,
para formar una unidad cultural.
En su diario de viaje a Europa, el liberal José María Samper afirmó lo si-
guiente:
Qué sensación tan profunda la que uno experimenta cuando, después de algún tiempo de
ausencia, vuelve a pisar el suelo patrio! Y es acaso esta la impresión que siento al llegar al
primer puerto de España? Es algo semejante, pero complicado […] Es que hay una patria de
lo pasado, como la hay de lo futuro, y que cada hombre está ligado a las tradiciones y glorias
de su raza, como el retoño del árbol que nace ligado al tronco! (José María Samper, citado
en Martínez 2001: 460)

Para los letrados no había duda de que la patria de lo pasado era España, a
pesar de lo que había significado el régimen colonial, particularmente para pensa-
dores como Samper. Aquella patria marcaba un tronco de origen cultural signifi-
cativo para el carácter letrado de la élite26. Desde mediados del siglo XIX, la élite
letrada comenzó a popularizar dicha herencia como fundamento de nacionalidad,
esto es, que el pueblo compartiera con ella la patria del pasado. Este hecho tuvo
significativas implicaciones para la invención del pueblo y la construcción de las
diferencias.

24 Por la confrontación política de mediados de siglo, se ha considerado que el Partido Conservador


se alineó en torno a un proyecto hispánico homogeneizador, mientras que el Liberal lo rechazó
y se concentró en la búsqueda de la unidad por medio del postulado de la igualdad política. Es
decir que los primeros abogaron por una unidad cultural y moral, y los segundos, por una política
(Jaramillo 1956; Urueña 1994: 15). Si bien es cierto que en la propaganda política ello podría
ser muy evidente, la valoración de la herencia española sobrepasaba los límites partidistas y el
problema de definir la igualdad política no se reducía al liberalismo.
25 España representaba, para detractores e hispanófilos, atraso frente al resto de Europa, rezagos en
la ciencia, el conocimiento práctico y los avances técnicos, y un espíritu no conveniente para el
trabajo y la producción y acumulación de riquezas (Jaramillo 1956: 41-60).
26 Los letrados neogranadinos insistían permanentemente por medio de sus textos en su índole
creadora e ingeniosa, en su genio inclinado a pensar, en un afán por ser reconocidos como tales
ante sus supuestos iguales extranjeros y sus otros nacionales. Para ello, era necesario apropiarse
de las tradiciones literarias hispánicas. Un ejemplo claro de lo anterior es el prólogo que Ancízar
escribió al libro de Vergara (1867a).

12
La nación como proyecto de unidad y diferenciación

La nación resultaba fundada así en una tensión entre lo propio y lo ajeno. Lo


nuestro, como individualidad diferenciable que emerge de la critica y la distancia
frente a lo otro, tenía como origen el otro español. Esta tensión se creía superada
con la idea de que lo español era un pasado que nos nutre, pero al fin al cabo un
pasado, a partir del cual nacía el carácter único nacional. El pasado constituía una
herencia viviente, evidente en los estudios de las costumbres y lo popular, como
era el caso de Vergara (1867b), Santander (1866a) y Caicedo (185?).
El énfasis de la élite en la tradición hispánica como lo propio devenía de lo
que ella ofrecía para la distinción social (Pedraza 1999: 42-46). La cortesanía, la
gramática, la lengua, las bellas letras y las tradiciones culturales formaban un
conjunto de dispositivos que, por su buen uso y grado de incorporación, era apro-
piado para el ejercicio diferenciador y legitimador de la élite, que pasaba velado o
manifiesto en la invención de una unidad hispánica del pueblo nacional. En este
escenario, el estudio de las costumbres y las tradiciones estuvo marcado por el
esfuerzo de mantener el orden de la diferenciación social. La nostalgia por la pér-
dida de las tradiciones propias y la censura a las modas extranjeras, por parte de
los escritores costumbristas (Cf. Gordillo 2003: 51-54), revelaba el miedo a perder
un orden de las cosas en el que éstos aparecían como élite establecida-tradicional.
La preocupación de los hispanodescendientes por las tradiciones expresaba un
fuerte temor al ascenso social de otros grupos, en medio de un sistema de valores
diferentes. En “Las tres tazas”, la tristeza y desolación de verse extranjero en la
propia patria que siente Vergara y Vergara (1866: 587), ante la práctica afrancesa-
da de tomar el té, demuestran la insistencia en una identidad de lo propio fundada
en valores tradicionales, y el desasosiego ante la posibilidad de que ella fuera
socavada. La visión fatalista de la pérdida de las tradiciones puede encontrarse
también en Santander (1866a: 376-379).
La insistencia paralela en el carácter hispánico del linaje de los líderes nacio-
nales y de la herencia hispánica que debía tener el pueblo nacional demuestra, por
un lado, cómo lo hispánico-blanco, en un país poblado por mestizos de ascenden-
cia indígena y negra, diferenciaba a la élite de su pueblo, y, por otro lado, exponía
patrones tan altos de lo normal-nacional que unía en medio de jerarquías sociales
y raciales. De esta forma, lo hispánico marcaba una escala jerárquica e imponía
grandes retos a la población y a sus costumbres para ser pueblo nacional.
En este marco, la lengua, como herencia hispánica viviente, fue uno de
los principales elementos de unidad cultural y, como tal, demuestra el efecto
paralelo entre la creación de una nación y una estrategia de distinción y de-
finición del buen letrado. La lengua brindaba una forma práctica y cotidiana,
aunque mediada por su refinamiento, de reafirmar la pertenencia a un pasado y
una tradición cultural, para las élites y para el sujeto-pueblo nacional (Cf. Deas
13
Julio Arias Vanegas

1993: 47). Era una forma precisa de conectarse con el mundo y, desde la unidad
interna, acceder a una unidad abstracta mayor. Como forma de unificación in-
terna, la imposición del español permitió además la incorporación efectiva de
distintas poblaciones bajo un mismo marco comunicativo, que al ser descrito
como nacional se constituía en un deber ser. El pueblo no se podía formar por
fuera de su vía de expresión particular: la lengua patria. Por tal razón, durante
las primeras décadas de la República, se presentó una reiterada fundación de
cursos de gramática española en todo el territorio nacional (Pineda 2000: 86-
102). Igualmente, la enseñanza del español fue fundamental para el estableci-
miento de la nación, en la medida en que éste era presentado como un vehículo
civilizador de costumbres; esto bajo la idea de que la lengua representa y con-
tiene en sí misma toda una forma de vida y una cultura, que en ese caso era la de
la civilización hispánica y católica. Así se explica uno de los mayores esfuerzos
homogeneizadores impulsado por el nacionalismo y encargado a las misiones
católicas: el de instruir a los indígenas en la lengua patria como mecanismo de
incorporación y reducción. Por todas estas razones, la unificación lingüística
aparecía como una obligación para la nación:
Que si la unidad de lenguaje ha sido siempre una bendición de Dios, un principio de fuerza
incontestable, la multiplicación de dialectos ha sido, a su vez, desde la ruina de Babel, castigo
providencial, anuncio de debilidad y presagio de destrucción de naciones enteras. (Miguel
Antonio Caro, citado en Pineda 2000: 109)

Igualmente, el estudio del buen uso de la gramática fue tan extendido por-
que hablar y escribir bien en español era equiparado con el hecho de que el ciu-
dadano pudiera pensar de forma correcta. El impulso gramático en el siglo XIX
tenía como objetivo unificar una forma de hablar bien, para crear una manera
única de pensar correctamente. El buen juicio y el sentido común pasaban así
por un uso correcto y refinado del idioma (Gordillo 2000: 12-21). Unificar por
medio del español sobrepasaba las dimensiones básicas de la comunicación,
para adentrarse en el propósito de una unificación del pensamiento de los na-
cionales. Pero esta exigencia por lo correcto en el uso del lenguaje, que se desli-
zaba hacia lo bueno y lo bello (muy evidente en letrados como Sergio Arboleda,
Rufino José Cuervo y Miguel Antonio Caro), hizo de un fuerte elemento de
unificación un, aun más poderoso, dispositivo de diferenciación.

1.3. La unidad moral del catolicismo

El catolicismo era valorado indistintamente como una de las principales herencias


españolas al pueblo neogranadino e hispanoamericano. Para la visión conserva-
14
La nación como proyecto de unidad y diferenciación

dora, la comunidad nacional debía ser pensada como una comunidad religiosa27,
algo que podía horrorizar a los progresistas, pero que al ser pensada como un
conjunto cultural y definitorio del pueblo nacional era compartida por la élite
nacional. Para los liberales, el problema no radicaba en el catolicismo como tal,
sino en ciertas prácticas y en las instituciones eclesiásticas percibidas como fruto
del oscurantismo. No obstante, los principios de la vida católica fueron apreciados
como bases de una vida moral y civilizada, y como parte constitutiva del carácter
del pueblo nacional. Ancízar lo expone claramente en un editorial del Neograna-
dino: el problema radicaba en la organización eclesiástica proveniente de una so-
ciedad medieval pero ajena a los intereses del progreso y la civilización moderna;
la solución no consistía para él, como para ningún otro, en erradicar el catolicis-
mo, “porque esta religión es uno de los principales elementos de nuestra sociedad
y un agente poderoso en ella, que impera sobre las costumbres y forma y sostiene
la moral privada base de todas las virtudes publicas” (Ancízar 1848: 89). Por ello,
Acosta (2002), refiriéndose a Felipe Pérez, afirma que las críticas de los liberales
no eran anticatólicas sino anticlericales. En este sentido, resultan esclarecedoras
las palabras póstumas de José María Samper sobre su cuñado Manuel Ancízar,
publicadas en el prólogo a Peregrinación…: “No profesaba un dogma de iglesia
positiva, pero creía necesaria una religión positiva, cristiana, para toda sociedad,
como elemento indispensable de civilización, de orden y moralidad” (1882: 19).
El triunfo de la Regeneración y su proyección en la historia demuestran el papel
trascendental que se le adjudicó al catolicismo en la cohesión nacional y en el
mantenimiento de un orden 28.

27 “Al trabajar para mi patria, este querido pedazo de tierra que Dios me señaló por cuna, no quiero
olvidarme que también soy ciudadano de la eternidad. […] Cristiano, trabajo para mi religión;
ciudadano, trabajo para mi patria” (Vergara y Vergara 1867a, tomo I: 24). Además de Vergara y
Vergara, Arboleda (1867) fue uno de los mayores expositores de esta visión durante la década del
sesenta.
28 La Regeneración fue un sueño recurrente en la visión de algunos letrados desde mediados de
siglo, que deseaban la reconciliación de los distintos bandos políticos en torno a la cuestión
religiosa. Casi al final de Manuela, Díaz, cercano a un socialismo católico (Mujica 1985: 24),
pinta un cuadro esperado durante el transcurso de la lectura: la reconciliación del cura y el
letrado respecto al papel del catolicismo. En la última de sus recurrentes conversaciones, el
cura le insiste al letrado que su papel “tiende a plantear entre selvas habitadas por hombres
semisalvajes lo que usted busca por otros caminos, que lo llevarán adonde usted quiere, esto
es, a la república cristiana. Acuérdese usted cuando ataque al clero, de que los curas somos a
los liberales de buena fe más útiles de lo que se figuran, y menos aborrecibles de lo que nos
creen” (Díaz 1859a: 434); aunque se supondría que Demóstenes iba a replicarlo, en aquellos
momentos del libro, cura y gólgota se funden en la unidad moral del catolicismo. Una moral que
plantea modelos de vida para seguir, “porque yo igualmente adoro como Dios a ese modelo de los
hombres, a ese Dios de mi madre, ese Dios de mi corazón, dijo don Demóstenes descubriéndose
la cabeza y saludando elegantemente al crucifijo” (Díaz 1859a: 434). Este cuadro tiene aun mayor

15
Julio Arias Vanegas

El catolicismo era apreciado no sólo como una religión oficial sino como
una propiedad o parte del carácter del pueblo nacional. La descripción de un
pueblo nacional eminentemente católico, como una esencia que no podía ser
contravenida, era un acto a toda vista homogeneizador, basado en la caracterización
de las tradiciones del pueblo del altiplano y de otras contadas regiones del país.
Esta imagen homogénea, paralela a la recurrente afirmación de la necesidad de
implantar y reforzar el catolicismo, evidenciaba un deseo y un ideal, imagen en la
que se sustentaban los proyectos políticos de las élites nacionales.
El proyecto unificador del catolicismo cobraba sentido para la nación, en
medio del mantenimiento de las diferencias sociales, culturales y raciales. El ca-
tolicismo basaba su ejercicio evangelizador en el postulado de una unidad de
origen de los grupos humanos. Las diferencias eran aceptadas con moderación
si los grupos y personas se adscribían a los principios de una vida católica, a un
mismo orden moral. Es también cierto que en el siglo XIX los proyectos unifica-
dores en torno a la religión reiteraron la diferencia como una forma de insistir en
las virtudes del catolicismo para la cohesión de un país que aparecía fragmentado.
Pero ello no implicaba la neutralización de las diferencias; por el contrario, la
importancia del catolicismo radicaba en que posibilitaba la contención de distin-
tas poblaciones bajo unos mismos patrones, manteniendo e incluso consolidando
un orden jerárquico en torno a lo diferente. Arboleda se refería así al caso de los
esclavos negros: “Así pronto los negros se multiplicaron y se incorporaron en la
nueva sociedad, sin que sirviera de obstáculo la diversidad de su color ni de su
origen: eran cristianos, y el bautismo los había igualado con los demás miembros
de la Iglesia” (Arboleda 1867: 60). Así ocurría con las diferencias sociales: a la
élite, los valores cristianos le permitían validar la existencia de un pueblo bajo, al
cual la religión le instruía en abnegación y sumisión.

Igualmente, comenzó a afianzarse la idea de que los principios del cato-


licismo podían incidir en la formación de una vida de progreso y prosperidad
material para el pueblo, impulsando en éste conjuntamente la laboriosidad, la
vida familiar, la rectitud, la honestidad, la serenidad, el patriotismo y una actitud
progresista (Ancízar 1853). De esta manera, se empezaría a conjurar un particular
capitalismo católico relacionado con el progreso nacional, el cual brotaría con
fuerza en la Regeneración (Palacios 2002a).

En este escenario, los curas tenían un rol indiscutible para fundar un orden
moral nacional, especialmente en las parroquias, como lo expresaban Ancízar

relevancia si apreciamos que la reconciliación se dio entre las dos figuras guías de la nación y de
la instrucción de los pueblos.

16
La nación como proyecto de unidad y diferenciación

(1853) y Díaz (1859a). Los curas aparecían en las regiones apartadas con la urgente
labor de instruir y guiar al pueblo, como agentes civilizadores, moralizadores y
progresistas:
¡El cura! He aquí el agente positivo, único quizás, de civilización para los pueblos distantes
de las capitales y centros mercantiles. A la educación y mantenimiento de los curas debiera
dirigirse la meditación del gobierno, persuadido de que hasta no reformarlos y levantarlos a
la altura de su misión, el progreso moral, intelectual y material de la población jornalera y
agricultora de las iglesias será lento. (Ancízar 1853, tomo I: 60)

******
La unidad en torno a lo nacional, desde el pasado común, las herencias his-
pánicas y los principios morales del catolicismo, trazó ejes diferenciadores de la
población y así mismo permitió la emergencia de la figura del pueblo desde la
distancia con la élite. Porque lo que estaba en juego era la definición de una élite
nacional.

2. Definir la nación: definirse como élite


La nación como construcción discursiva constituye a los sujetos y elementos a los
que alude (Bhabha 1990a). Los sujetos que hacen suyo tal esfuerzo de definición y
fundación de lo nacional son formados en y por medio de tal estrategia discursiva.
En el siglo XIX colombiano, la invención de la nación se constituyó en una estra-
tegia discursiva para definirse como élite en el nuevo orden nacional. Constituir
la nación fue un proyecto por medio del cual los grupos dominantes intentaban
instituirse como tales. En un país donde el capital económico no tenía la suficien-
te fuerza como garante de distinción social, y donde ésta estaba fundada en un
orden aristocrático y cortesano que entraba en tensión con el ideal democrático
de igualdad y con el lento ascenso de lo burgués, dar forma a un capital simbólico
en torno a lo nacional permitía posicionarse como élite. Específicamente, ser élite
nacional pasaba por delimitar un conjunto de valores, virtudes y capitales que
permitieran identificarse y ser identificado como agente del ejercicio de gobierno
sobre unos otros, que aparecían como sus similares y con quienes se compartía la
pertenencia a una unidad cultural y territorial. Por ello, ya he afirmado atrás que
los textos decimonónicos abordados aquí se refieren más a la élite nacional que
los produce, que al pueblo y a las poblaciones que describe directamente. El ejer-
cicio de construir las diferencias, de escribir sobre los múltiples otros internos, es
así una estrategia para generar una identidad de élite, en oposición discursiva a lo
otro (Bhabha 1990b).
Este ejercicio de definición de una identidad de élite, en medio de la cons-
trucción de lo nacional, no estuvo exento de tensiones y desafíos. En la siguiente
17
Julio Arias Vanegas

sección identifico cómo la definición de la élite transita en medio de las tensiones


entre la distancia y la cercanía respecto a la figura del pueblo y en el contexto
de pensarse entre lo que comienza a ser definido como lo propio y lo ajeno. Más
adelante, preciso las estrategias de diferenciación social que fueron re-creadas
en torno a la nación como-unidad y proyecto de igualdad política, las cuales dan
forma a aquellos que ejercían el gobierno de lo nacional, alrededor de un conflicto
que devenía particularmente del mismo poder escriturario en que se fundaban los
letrados nacionales29.

2.1. La definición de una identidad de grupo


Para la élite criolla, la conciencia de pertenecer a una tierra patria y al proyecto
civilizado occidental se va deslizando hacia la idea de ser parte de una comuni-
dad nacional, diferente de otras, que involucraba poblaciones de un origen racial
y socialmente diverso. Ello implicó que aquello visto como semejante pasara a
ser parte de lo otro, mientras que el otro inmediato, el pueblo bajo, resultó ser lo
cercano, lo similar, desde el ambiguo discurso nacionalista. La élite que se decla-
raba nacional transitó entre la definición de lo que se es como parte de los grupos
transnacionales dominantes y la delimitación de la particular concepción de lo
propio, donde entra el pueblo nacional. La distancia antes evidente e incuestiona-
ble debía ser reforzada y recreada en el escenario del nacionalismo. El nacionalis-
mo significó para la élite la necesidad de un doble reconocimiento: el de su pueblo
y el de sus considerados semejantes transnacionales (Cf. Chatterjee 1986: 163).
La definición de la élite nacional estaba circunscrita y articulada alrededor de
diferentes esferas de referencia identitaria30. Antes que cualquier otra cosa, la élite

29 Sobre el papel de la escritura y su relación con el poder en el siglo XIX latinoamericano, así como
sus inherentes desafíos y conflictos, se recomienda revisar Rama (1984) y Ramos (1989).
30 Las siguientes palabras de Santiago Pérez Triana, escritor e hijo del ex presidente liberal Santia-
go Pérez, en su viaje por el Orinoco hacia el exilio en Europa, revelan con fuerza las tensiones
de una identidad de élite, en la cual la patria no podía constreñir la pertenencia a comunidades
transnacionales, compartidas con otros semejantes: “En efecto, la patria es un accidente geográ-
fico, merced al cual hemos de considerar como patriotas, es decir, como hermanos á todos los
que con nosotros comparten ese accidente; empero, ante la justicia y ante la razón, debe buscarse
la patria, y se la debe hallar, no solamente en la comunidad de origen, sino en la comunidad de
aspiraciones, en la identidad de ideales. Son nuestros verdaderos compatriotas en el campo de
la historia, los lidiadores, vencedores ó vencidos, por los ideales que forman la meta de nuestras
aspiraciones; son nuestros compatriotas y nuestros hermanos en el campo de la vida actual, todos
aquellos que luchan por los propios principios que nosotros profesamos. Ni el tiempo, ni la distan-
cia, ni el suelo, ni el clima han de ser parte á romper esta cadena inquebrantable que ata las almas
y que unifica la humanidad. Y no se crea que esto ha de disminuir nuestro amor al terruño que
nos vio nacer, ni nuestro cariño por las glorias que á él ó á sus hijos pertenezcan. No es este modo

18
La nación como proyecto de unidad y diferenciación

se inscribía en el proyecto civilizador, al cual la nación se encontraba supeditada.


Los grupos dominantes locales fueron, así, participes del eurocentrismo y del
occidentalismo (Mignolo 2000a; Quijano 2000). Lo anterior fue determinante
en el hecho de que las identidades hispanoamericanas no pudieran pensarse por
fuera de los referentes trazados por la mirada europea. Una identidad dependiente
de lo que señale el otro europeo fue el resultado de tal colonialidad.
Estas tensiones fueron trascendentales para la construcción de las diferencias
internas en medio de la unidad nacional, porque ellas determinaban justamente
la constante precisión de qué nos une y qué nos distancia. Las identidades trans-
nacionales resultaban fundamentales en el mantenimiento de la distancia con los
otros propios, y propiciaban formas de unificación nacional o subcontinental.

La civilización occidental: la nación como propósito transnacional


La civilización aparecía en el siglo XVIII como un concepto de carácter universal
que englobaba a la humanidad –la europea– en un avance hacia un estado ideal.
Este ideal humanista cobijaba particularmente a un conjunto de hombres letrados
europeos, de los sectores medios en el orden aristocrático (Elias 1968), en el que
desde principios del siglo XIX los criollos americanos aspiraban a situarse. Esta
acepción del concepto de civilización permitió a los criollos hispanoamericanos
pensarse como parte de un propósito mundial, en el que compartían una identi-
dad con el conjunto de letrados y humanistas que abogaban por el avance de la
civilización. Mariano Ospina, fundador del Partido Conservador, lo expresaba así
cuando se refería a “un linaje humano” (1849: 74) en “el curso de la civilización”
(1849: 76).
Pero el avance y curso de la civilización fue el desarrollo del colonialismo
europeo en ultramar, el cual modificaría esta concepción. Después de la conquista
de América, y con el adelanto colonizador de las nuevas potencias noratlánticas,
la civilización fue equiparada a una entidad geocultural que tomaba más claridad:
Europa (Quijano 2000: 211). Este colonialismo generador de lo europeo, sumado a
la emergencia de las naciones en el siglo XIX, hizo que el concepto de civilización
se presentara con mayor fuerza como lo opuesto a la barbarie. Así se consolidó una
escala jerárquica de pueblos y naciones en torno a la civilización y a la barbarie,
en la cual la categoría de raza cumplía un rol determinante (Rojas 2001: 53). De
allí que la civilización fuera al mismo tiempo un estadio por alcanzar y un estado
calificativo en el que se autoproclamaban ciertos estados.

de ver las cosas sino una ampliación de la idea de la patria, [...] el cual nos toca ejercitar nuestras
fuerzas, y que debemos fecundar con nuestro sudor ó nuestra sangre en defensa de ideales más
grandes y más hermosos por pertenecer á toda la humanidad” (1897: 77, 78).

19
Julio Arias Vanegas

Las naciones hispanoamericanas se constituyeron en proyectos localizados


de la civilización, en proyectos cosmopolitas de ser parte del mundo moderno. La
lucha de la civilización contra la barbarie fue una cruzada transnacional, naciona-
lizada por las élites locales, que validaban su posición por medio de esta lucha31.
La identidad de la élite letrada quedó ligada a la idea de civilización, que,
proyectada hacia Europa, imponía “el deseo mimético de ser europeo” (Rojas
2001: 51). Una cuestión que aparecía apenas natural para los letrados, quienes,
por su condición criolla, durante buena parte del siglo XIX se autorrepresentaron
como europeos de ultramar (Martínez 2001: 531). El deseo civilizador funcionó
así como generador de jerarquías internas, permitiendo a la élite marcar y definir
distancias frente al pueblo.
En el siglo XIX, la identidad de la élite nacional se formó en medio de una
obsesión por el reconocimiento como semejante civilizado por parte del europeo.
Al validar el discurso civilizador occidental, la élite nacional corrió el riesgo de
ser tachada de inferior, por lo que se mantuvo en un esfuerzo constante de pre-
sentarse, principalmente por medio de sus producciones intelectuales, como parte
de la civilización y, por ende, como parte de Europa. De esta manera, reforzó
el eurocentrismo, entendido como el conocimiento de sí mismo filtrado por la
construcción de lo europeo como centro del mundo moderno (Quijano 2000)32.
El colonialismo europeo sobre los hispanoamericanos fue viable porque, en úl-
timas, éstos estaban colonizados por sí mismos. En el siglo XIX colombiano, la
referencia a Europa, la construcción misma de esta entidad, fue una vía de la for-
mación de identidad de distintos grupos sociales (Martínez 2001). Para las élites
nacionales, dar forma a la civilización, proyectada en Europa, fue una estrategia
de definición y validación de su ejercicio de gobierno sobre los otros, en tanto se
representaban como civilizados, criollos y europeodescendientes.

31 Aunque, como lo expone Martínez (2001), la lucha civilizadora contaba con diferentes elementos
según el conservatismo o el liberalismo –para el primero, la civilización era equiparada con la
consolidación del catolicismo, y la barbarie se evidenciaba desde el paganismo indígena hasta el
anticlericalismo de los liberales; mientras que, para el segundo, la civilización era parte de los
ideales de la modernidad democrática y la barbarie podía verse en el fanatismo y el oscurantismo
de la Iglesia–, es aun más cierto que la civilización significó en general la difusión y formación,
por medio del establecimiento de la nación, de un modelo de vida industrioso, de moral cristiana,
patriótico y educado, un batallar constante contra la barbarie de ciertas poblaciones y naturalezas,
y una forma de modelar y usar la diferencia para instaurar jerarquías raciales y sociales.
32 Sin embargo, que los letrados se hayan comprendido desde los ojos de Europa no fue un simple
acto de subyugación a esta entidad geocultural, sino un efecto de la misma invención de Europa,
basada en la idea de civilización, desde Hispanoamérica y Colombia. Europa y, más adelante, el
hemisferio occidental en general fueron creados como centros de poder, de conocimiento y de
modernidad, por las dinámicas propias del mundo moderno/colonial, en el cual participaron ac-
tivamente los grupos dominantes de las regiones que eran pensadas, a su vez, como periféricas.

20
La nación como proyecto de unidad y diferenciación

Criollos e hispanoamericanos
La conciencia criolla fue el primer sustento en la formación de una identidad de
élite nacional; una conciencia fundada en el rechazo a la dominación española,
pero marcada y plausible por su herencia. Por tal razón, la identidad criolla se
debatió en sus fundamentos antes, durante y después de la Independencia.
A finales del siglo XVIII y principios del XIX, lo criollo emergió desde una
diferencia colonial, en palabras de Mignolo (2000a, 2000b), impuesta por la ar-
bitraria distinción del lugar de nacimiento, que negaba, entre otras cosas, la ocu-
pación de cargos importantes en el régimen colonial. Como lo explicó Anderson
(1991), esta fatalidad del lugar de nacimiento generó una conciencia de identidad
básicamente territorial.
“El patriotismo territorial” (Domínguez 2000) de los primeros criollos no
puede prestarse a confusiones con la idea de nación; desde la posición del criollo,
había una absoluta distancia respecto a las poblaciones que habitaban su mismo
territorio (indios, negros y mestizos); esto se evidencia claramente en dos de los
textos más reconocidos de Caldas en el Semanario (1808a, 1808b; Cf. II/1.1). Lo
criollo resultaba ser así una “doble conciencia”, eminentemente geopolítica ante
Europa y racial ante la diferencia interna con las poblaciones negras e indias
(Mignolo 2000b: 68-69). Lo criollo formaba una comunidad en el conjunto de las
colonias hispanas en América entre los grupos que pugnaban por el dominio de
su tierra patria, aunque circunscritas a unidades administrativas y territoriales
particulares (König 1994). Era una comunidad de élite que reclamaba su dominio
y su posición frente a los españoles, por el hecho mismo de ser hispanodescen-
dientes, herederos de los primeros conquistadores. Esta tensión determinaría per-
sistentemente su posición.
Constituirse más adelante en élite nacional fue la forma que tomó lo criollo
en su lucha por la autodeterminación. Durante e inmediatamente después de la
Independencia, la conciencia criolla se difuminó para dar paso a una america-
nidad, en la cual los criollos, mestizos e indios conformaban una comunidad de
oprimidos frente al otro invasor. Lo americano fue reiterado en la propaganda in-
dependista como sustento y legitimidad de las luchas por la separación de España
(König 1994). Empero, la identidad criolla nunca salió del escenario; después del
fulgor independista, ésta fue reforzada como marcador de origen diferenciado
respecto al pueblo bajo, los negros y los indios. La Madre Patria renació estando
seguro el control de la tierra patria.
En este marco, la identidad hispanoamericana fue una vía para la resolución
de una tensión implícita en lo criollo: ser a la vez el agente de destrucción del
pasado colonial-español y fruto viviente de ese orden pasado. Si bien lo hispano-
21
Julio Arias Vanegas

americano hacía referencia a un subcontinente y englobaba a las poblaciones que


allí habitaban, funcionó como una identidad de los grupos dominantes de esta
parte del mundo, para ser reconocidos ante Europa, construyendo la imagen de
una entidad geocultural particular y distinta al resto del globo.
América e Hispanoamérica, en particular, fueron reinventadas desde la ca-
tegoría del Nuevo Mundo. Letrados como Samper (1861) y Arboleda (1867) la
utilizaron para recalcar en principio la infancia y la juventud del continente, ex-
cusando de alguna forma el estado caótico y revolucionario del subcontinente,
y su camino intermedio hacia la civilización. De igual manera lo expuso Torres
Caicedo (1865: 102) cuando se refería a “la anciana Europa”. No obstante, la ima-
gen de un Nuevo Mundo fue aun más poderosa; ella remitía a la visión de una
resurrección de todo el globo: a partir de América, el mundo entero sería nuevo.
Este Nuevo Mundo, aunque se inició en la Conquista y colonización ibéricas,
surgió con fuerza desde las guerras de independencia.
Nuevos hombres, fruto de la mezcla progresiva de las tres grandes razas,
emergerían de ella como garantía de la unidad de la humanidad y de la limpieza
racial en torno a lo blanco, a los hijos de Jafet, al extremo y real occidente, que
reviviría a Europa (Mignolo 2000a: 25). Esta nueva raza criolla en surgimiento
estaba destinada a la regeneración del mundo desde los principios de una civili-
zación occidental católica33:
No en vano ha traído la Providencia a este fértil suelo de América […] las tres grandes
razas de la humanidad, dándoles una misma lengua, una misma religión, unas mismas
instituciones y una misma historia. Parece que sin temor podemos creer que el Nuevo
Mundo va a ser el teatro espléndido en que se represente el último y más importante acto del
portentoso drama de esta civilización, que nacida entre los hijos de Can, fecundada entre los
de Sem por la verdad revelada, y desarrollada luego entre los de Jafet, bajo el benigno clima
de Europa, viene ya a América con el vigor necesario para acometer y vencer a su gigantesca
naturaleza, y presentarnos a todas las razas unidas, participando de los mismos bienes y
cooperando juntas a la producción de los últimos y más sazonados frutos de la doctrina de
amor y libertad. (Arboleda 1867: 49)
Jafet, Sem y Chan se han dado el abrazo fraternal en el Nuevo Mundo, tendiendo á re-
construir la unidad de la especie humana; mas no la unidad estancadora de la uniformidad,
sino esa unidad progresista y cristiana que se traduce en este fenómeno admirable y subli-
me: la armonía de la diversidad! (Samper 1861: 76)

33 La visión de Arboleda y Samper fue esencialmente católica. América garantizaba la unidad de


los hijos de Noé, es decir, volver a la unidad originaria. Por ello, Samper equiparó el Nuevo
Mundo con el valle de Josafat, el lugar donde Dios reuniría a todas las naciones en el fin de
los tiempos (1861: 81). Estas imágenes hacían parte de lo que Castro-Gómez (1998) llama el
hispanoamericanismo, como las representaciones producidas sobre lo hispanoamericano desde
los pensadores subcontinentales.

22
La nación como proyecto de unidad y diferenciación

En general, la élite nacional se identificó, durante la segunda mitad del si-


glo XIX, más como hispanoamericana que como americana. Esto se debía a que
Estados Unidos ya comenzaba a apropiarse del rótulo de lo americano y, preci-
samente, la élite hispanoamericana se reconocía como una comunidad de origen
compartido claramente diferenciado de la tradición anglosajona (Samper 1861;
Torres 1865)34. Por esto mismo, el uso reiterativo de lo hispanoamericano eviden-
ciaba la incapacidad de la élite nacional para pensarse como grupo dominante por
fuera de la ascendencia española, tan latente todavía y tan efectiva como marca-
dor de distinción social. Así, lo hispanoamericano podía funcionar paralelamente
como una vía de ser en el mundo civilizado, al ser parte de una tradición europea,
una forma de unificar a la población nacional en torno a lo hispánico, y una estra-
tegia de diferenciación interna por medio del mantenimiento de una comunidad
transnacional con sus “hermanos [los españoles] por la raza, las tradiciones y
otros poderosos vínculos” (Samper 1861: 12)35.
No obstante, la identificación de lo hispanoamericano significó una posición
subordinada en “la intersubjetividad mundial” (Quijano 2000: 209), porque los
letrados nacionales se leyeron y se representaron a sí mismos desde la óptica
europea, desde la división internacional de la subjetividad que había conformado
el eurocentrismo. En particular, en los textos de Vergara, Arboleda y Samper, el
carácter hispanoamericano era descrito como parte de los pueblos meridionales
y latinos, en los cuales se ubicaba España. Esta referencia geográfica, en clara
diferencia con los pueblos noreuropeos, designa una forma de ser imaginativa,
cálida, social y pasional. Lo imaginativo se resaltaba en la creación literaria, mas
no en la creación de conocimiento científico y racional, que correspondía a los
pueblos anglosajones. Esta facultad se expresaba particularmente en la lengua

34 Esta conciencia cobraba fuerza en los viajes al exterior que realizaban las élites colombianas,
donde la sensación de ser discriminados por los europeos o norteamericanos reforzó su sentido de
pertenencia y origen (Martínez 2001). Estos encuentros conflictivos con lo otro norteamericano
se evidencian en las confrontaciones por la apropiación del canal de Panamá a mediados de siglo
XIX (McGuinness 2003). Sin embargo, la categoría que allí cobró fuerza, por el carácter de aquel
conflicto, fue la de Latinoamérica. Ésta provino de los círculos intelectuales hispanoamericanos
de París y, en especial, fue promovida por el neogranadino José Torres Caicedo (1865), quien
insistía en ella como una forma de generar una federación fuerte, que incluyera a Brasil y a los
pueblos colonizados por Francia, para interpelar a Norteamérica y a Europa (1865: 96-103). Lo
latinoamericano tomaría mayor relevancia en el siglo XX, frente al avance estadounidense, y en
parte no fue tan significativo en el siglo XIX porque implicaba que el punto de referencia directo
no fuera España.
35 Esta comunidad podía llamarse como el título del periódico en el que apareció publicado origi-
nalmente el libro de Samper (1861): Los españoles de ambos mundos. A esto mismo se refería
Arboleda con la sentencia “Seamos lo que somos: no ingleses, no franceses, no americanos del
norte sino españoles de América del Sur” (1867: 207).

23
Julio Arias Vanegas

castellana, de origen romance, y de allí la insistencia en su cultivo, como desarrollo


de los talentos propios de la raza; así lo expresaba Arboleda:
Con tanta o más inteligencia que las razas del norte, pues supo producir la civilización, el
hombre del mediodía las excede con mucho en facultades imaginativas. Nuestro lenguaje
mismo es favorable a la imaginación y a las pasiones: variado, armonioso, poético. Abundante
en sinónimos, se presta admirablemente a lo declamatorio y conmovedor. En tierra española,
no hay escrito bueno si no encanta el oído, si no agita el corazón. (1867:203)

El genio y la inteligencia del pueblo hispano estaban centrados así en el


desarrollo de un mundo sensible opuesto al de la razón. Por esta misma vía se
afirmaba: “Nuestras razas latinas, al contrario, sustituyen la pasión al cálculo, la
improvisación á la fría reflexión, la acción de la autoridad y de la masa entera, á
la acción individual” (Samper, 1861: 34). Parte de la explicación de la violencia y
de las revoluciones hispanoamericanas se encontraba en este desenfreno pasional.
De esta manera, la herencia cultural de la raza latina, la doble ubicación meri-
dional –del pasado mediterráneo y del trópico americano– y la acción climática
ardiente moldearon la subjetividad de los pueblos hispanoamericanos, en franca
oposición con los del norte, que eran el modelo de una subjetividad moderna:
racional, reflexiva, individualista –no comunitaria– y autocontrolada. Una subje-
tividad que posicionó a Europa como productora de conocimiento, subordinando
a Hispanoamérica a su examen calificador36.
Frente a esta posición subordinada, la mayoría de pensadores nacionales, y
con más fuerza en el proyecto regenerador, valoró lo hispánico y latino por sus
principios morales fundados en el catolicismo romano. La religiosidad, la fe, la
caridad, la sensibilidad y el espíritu comunitario caracterizaban a los católicos
hispanos, en oposición a los fríos, racionales y ateos europeos.

2.2. Orden nacional y estrategias de diferenciación

Nación, democracia y diferenciación social


—Eso no me diga usted, porque yo venero el dogma de la igualdad entre
todos los ciudadanos.
—¿Luego hay igualdad?

36 Ello reforzó la búsqueda del reconocimiento de Hispanoamérica y sus élites por parte de Europa.
Al respecto, revisar el reclamo hecho por Samper a Europa por no percibir a América desde otros
conocimientos distintos al naturalismo y la geografía (1861: 6). Igualmente, ver la discusión en
este mismo libro y en el prólogo de Museo de cuadros de costumbres, publicado en 1866, sobre
la importancia de la claridad del nombre del país, para no ser confundidos con otras naciones.

24
La nación como proyecto de unidad y diferenciación

—Sí, señor: la república no puede existir sin haber igualdad.


—¡Ja, ja, ja! Me reigo de la igualdad.
—¿Cómo no? La igualdad social. ¿Luego usted no cree que todos somos igua-
les en la Nueva Granada?
—¡Ja, ja, ja!
—¿Por qué se ríe usted?
—Porque su mercé es tan igual a yo, como aquel botundo a esta mata de ají.
—Está usted muy retrógrado, taita Dimas; el dogma de la igualdad es in-
dispensable entre nosotros.
—¿Y por qué no me saluda su persona primero en los caminos y se espera
a que yo lo salude? ¿Y por qué le digo yo mi amo don Demóstenes y sumercé
me dice taita Dimas? ¿Y por qué los dueños de tierras nos mandan como a sus
criados? ¿Y por qué los de botas dominan a los descalzos? […] ¿Y por qué los que
saben leer y escribir, y entienden de las leyendas han de tener más priminencias
que los que no sabemos? […] ¿Y por qué los blancos le dicen a un novio que no
iguala con la hija, cuando es indio o negro? (Díaz 1859a: 242)
La implantación del Estado-nación sólo era posible para los criollos si lo-
graban incorporar en la población un sentido de pertenencia a la unidad abstracta
nacional. Las guerras por la independencia y el sentido de soberanía y delimita-
ción de la nación se sustentaron en la proclama de una igualdad política de los
miembros que conformaban la comunidad del nosotros. Esta retórica nacionalista
y la propaganda política, fundadas en las leyes, la instrucción pública, los textos
literarios y geográficos, imponían particularmente a las élites nacionales el de-
safío de ser con otros que eran representados como semejantes. La insistencia en
la igualdad política, para sustentar una república democrática, y la imagen de un
pueblo que a su vez la fundamentaba obligaban a los grupos que pretendían el
dominio de lo nacional a validar estas ideas, al mismo tiempo que a garantizar su
posición en el orden nacional. En los textos de la élite decimonónica se evidencia
este desafío, como lo expresa Díaz en la particular conversación que abre esta
sección; a fin de cuentas, la escritura debía ser el escenario de resolución de una
contradicción que en parte había surgido en su seno.
Este desafío se ampliaba, en la medida que los principios de la democracia
entraban en contradicción con las rígidas formas de diferenciación pervivientes37.

37 Entre la retórica nacionalista y las prácticas sociales existía una amplia brecha, la cual fue
cuestionada por Díaz (1859a, 1859b, 1860) en sus obras, como un individuo en la frontera entre el

25
Julio Arias Vanegas

Precisamente, el primer reto para la élite nacional consistía en re-crear estrategias


de distinción social que venían siendo socavadas por la democracia, el principio
de unidad nacional y la progresiva diferenciación del entramado social en una
sociedad que se iba tornando capitalista. Este reto era particularmente importante
para los grupos dominantes, que habían fundado su distancia frente al pueblo
bajo en un orden aristocrático-cortesano proveniente de la tradición hispánica y
de la sociedad estamental del régimen colonial38.
La constitución de un orden nacional por parte de la élite permitió la mo-
delación de un “espacio social” (Bourdieu 1989a) rígido, en torno a principios
de diferenciación que determinaran quién ejercía el gobierno sobre los otros. A
partir de lo nacional, fue re-creada una sociedad estamental jerárquica donde
emergían sus dos entidades opuestas: la élite y el pueblo. La figura del pueblo,
más que revelar una idea de unidad, se constituyó, entonces, en una forma de
generar distancias, aunque bajo la pretendida cercanía posesiva de nuestro pue-
blo (Cf. I/3.1).
No obstante, todo este esfuerzo de crear un orden rígido en torno al go-
bierno de lo nacional revela una obsesión, fruto del miedo de aquellos que se
consideraban élite. La obsesión era definir y trazar reiteradamente los límites de
quién debía componer “la nobleza de estado” (Bourdieu 1989b), como una posi-
ción de poder. Posición a la que aspiraban no pocos, en un país donde el capital
económico no era tan poderoso, y donde el capital social se había desplegado
desde la Colonia hacia la ocupación del gobierno del territorio y la población, ya
fuera desde la burocracia o desde la mera actividad letrada39. Esta obsesión revela
un gran temor y la fragilidad del “campo de poder” (Bourdieu 1989b), frente al
surgimiento del pueblo como actor de la lucha política. El pueblo bajo se podía

letrado y el campesino, entre Demóstenes y Dimas. No falto de una fuerza dramática y de ironía,
Díaz (1860), escribía en un novela corta sobre los indígenas pescadores de Funza que “María
lloraba en el seno de la república más democrática del mundo, los ultrajes de un despoje en su
familia, de un reclutamiento, de una prohibición sobre el uso libre de las aguas” (279), y más
adelante, “La tumba fue el único atributo de igualdad para María; la fraternidad fue tal como se
ejerce con los pobres de la Nueva Granada” (282).
38 Sergio Arboleda, desde Popayán, fue uno de los mayores representantes de este orden aristocrático
en medio de lo nacional; refiriéndose a la igualdad, afirmaba: “Bien, pues, en lo político, cada
ciudadano use con libertad de sus recursos físicos e intelectuales y se coloque en la esfera social
que le corresponda por sus virtudes y talentos; y quedará reducido a sus verdaderas proporciones
el famoso dogma de la igualdad” (Arboleda 1867: 177).
39 Para Bourdieu, existen diferentes tipos de capital, de los cuales los más significativos son el
capital económico –acumulación y posesión de dinero y bienes materiales–, el capital cultural
–acumulación informacional– y el capital social –suma de los recursos y capitales que confieren
poder a un individuo o a un grupo– (Bourdieu y Wacquant 1995: 82).

26
La nación como proyecto de unidad y diferenciación

rebelar frente al orden claro e instituido que alguien como Florentino González
había ayudado a fundar:
Queremos, pues, una democracia ilustrada. Una democracia en que la inteligencia y la
propiedad dirijan los destinos del pueblo; no queremos una democracia bárbara en que el
proletarismo y la ignorancia ahoguen los gérmenes de la felicidad y traigan a la sociedad en
confusión y desorden. (Florentino González, citado en Rojas, 2001: 119)
A partir de allí, los conflictos entre los de levita y los de ruana marcaron el
temor de una posible sublevación del componente bárbaro de la sociedad, guiado
por caudillos ambiciosos, sobre la parte civilizada e instruida para el gobierno (Ar-
boleda 1867 y Samper 1861). Esta representación de lo bárbaro y lo civilizado, del
pueblo peligroso y de la élite gobernante, cobraba sentido, con toda su simpleza y
ambigüedad, en un escenario complejo, en el que emergían nuevos grupos sociales
en torno a la economía agroexportadora y a los conflictos con el artesanado.

Estrategias de diferenciación y signos de distinción


He insistido en la categoría de élite nacional como aquella que agrupa al conjunto
de hombres (claramente no mujeres) que intentaban constituirse como los agentes
de ejercicio de gobierno sobre los otros comprendidos como semejantes en los re-
latos de lo nacional. En el siglo XIX, este ejercicio de poder era descrito en térmi-
nos rígidos y aristocráticos de conducción, guía, modelación y normalización de
la élite sobre el pueblo nacional. A continuación, preciso brevemente el conjunto
de capitales y recursos que eran movilizados y expuestos para la consecución de
un capital simbólico-nacional: un capital reconocido por tener el poder de ejercer
el gobierno y la clasificación40.
La élite nacional se definió a sí misma en torno a la idea del linaje. Una idea
que era propia de la sociedad que ha sido llamada estamental, de los siglos XVII y
XVIII, como determinante de estatus y honor en los miembros de las capas altas
(Maravall 1979). En el siglo XIX, la idea del linaje era recurrente para señalar la
pertenencia al grupo de dominio de lo nacional. Pero no en su sentido original como
pertenencia a una nobleza cerrada y definida por mandato divino o a un grupo fa-
miliar del cual se heredaban naturalmente y por vía directa los abolengos y los títu-
los de nobleza. Más bien, el linaje de la élite nacional hacía alusión a la pertenencia
a un grupo social de claro origen hispánico, asociado a marcadores racializados
como la blancura y las facciones, y con una serie de rasgos y virtudes que hacía a

40 El capital simbólico es definido por Bourdieu como la suma o la transmutación de los distintos
capitales en uno que precisa la capacidad para producir y reproducir los esquemas de clasificación,
el capital significativo en el juego de marcar la diferenciación (Bourdieu 1989a, 1989b).

27
Julio Arias Vanegas

sus miembros propicios para el ejercicio del gobierno. El linaje señalaba también el
origen de los individuos en una de las buenas y distinguidas familias que con sus
crianzas y enseñanzas transmitían valores y virtudes a sus miembros. Aunque des-
de esta visión el linaje no transmitía directa e incuestionablemente unos valores, la
insistencia en el origen racial y social fijaba y naturalizaba la pertenencia exclusiva
de unos pocos al linaje de la élite nacional. Paralelo al de linaje, el término de castas
seguía siendo ampliamente utilizado como su equivalente, para referirse al origen
negro e indio, como ocurría en el siglo XVIII (Jaramillo 1965)41.
Este énfasis en el linaje es evidente en la insistencia paralela en la sangre o
pureza-limpieza de sangre; la cual, precisamente, era pensada como el vehículo
transmisor del linaje, reforzando la idea de lo heredado, de un origen particular y de
la pertenencia a un grupo social. La pureza de sangre garantizaba un origen claro
a una distinguida cuna-familia y al tronco de ascendencia hispánica-blanca. Claro
que no en el sentido de nobleza de sangre de la sociedad estamental (Jaramillo
1965: 177-181), ni en el sentido de la genética hereditaria del siglo XX.
Esto ocurría en un escenario en el cual el mestizaje precisamente parecía
borrar tales signos, y en el que grupos ascendentes con medianos capitales eco-
nómicos podían ser un riesgo para la distinción. Respecto al mestizaje, es im-
portante anotar que desde la idea del linaje del siglo XIX, éste no era negado o
menospreciado, sino que era constituido como un atributo del variado pueblo,
incluso positivo, pero en franca oposición a la caracterización que la élite hacía
de sí misma.
En este contexto, la fisonomía “blanca” era apreciada como un signo del
linaje y la sangre. Una fisonomía racializada, es decir, convertida en atributo y
valor racial (Wade 2000, 2003a). El linaje, la sangre y la fisonomía fueron así
racializados, aunque expuestos en un orden casi estamental42. Ello hizo posible

41 Desde una perspectiva crítica, Eugenio Díaz expuso claramente la idea del linaje en su sugestiva
novela corta Federico y Cintia, o la verdadera cuestión de las razas (1859b). El padre de la
protagonista, Cintia, es un político-literato que se opone radicalmente a la relación amorosa de
su hija con Federico, quien además de mulato era artesano. El nombre ficticio de aquel letrado no
podía ser más diciente: Vicente de Lugo y Quesada. Ésta es la percepción de Díaz: los gobernantes
nacionales son descendientes de los primeros conquistadores ibéricos, que basan su linaje en la
discriminación de los no puros de sangre.
42 La fisonomía corporal y, especialmente, el color de la piel eran claramente relacionados con
el linaje. Así le recordaba el letrado a Federico, en la mencionada novela de Díaz: “le mandé
decir a usted que pusiera los ojos en una buena muchacha de su mismo linaje, que usted era un
honrado artesano, pero de un colorcillo que no me gustaba” (1859b: 337). Sin embargo, nótese
que, contrario a la idea del linaje en la sociedad estamental (Maravall 1979), éste no determinaba
naturalmente el honor, aunque en este caso ello no importase, porque eran muchos más los valores
asociados a la elaboración racial de la fisonomía.

28
La nación como proyecto de unidad y diferenciación

que los oficios y las actividades fueran también racializadas (Cf. II/2.2). El
ejercicio letrado y de gobierno estaba prácticamente reducido a aquellos que se
representaban como hombres blancos y de origen europeo43.
No obstante, la diferenciación debía enriquecerse en una sociedad cada vez
más abierta y compleja. La escenificación de un conjunto de elementos estéticos
debía ser un marcador de la posición social. Aunque se insistiera en la división de
la población entre los de levita y los de ruana, los calzados y los descalzos44, la
apariencia corporal no se reducía a esta oposición básica45. El verdadero letrado
y el hombre público se distinguían y se hacían notar por medio de sutiles rasgos
que fueran a la vez sencillos y elegantes; es decir, lo notable del notable era no
hacerse notar tanto (ver la ilustración 1). El traje, el porte y la compostura debían
estar de acuerdo con este principio. Ello cobraba fuerza, en la medida que los
grupos sociales emergentes podían apropiarse de bienes suntuosos para enfatizar
en sus recientes riquezas. De allí que para los letrados el valor de la apariencia
no se encontraba en la exhibición del capital económico sino en un capital sim-
bólico y social fundado en juicios estéticos como el buen gusto46. La serenidad
en el continente, el decoro y el recato en el vestido, el desenvolvimiento corporal
adecuado y las buenas maneras entraban a complementar la apariencia corporal,
además como un reflejo exterior de la condición moral (Cf. Pedraza 1999: 38-42,
66-77). Por ello se insistía en una correspondencia entre la forma moral y la física
que componen al individuo distinguido (Samper 1882).

43 La historia de esta división se remonta a la exclusión de los no limpios de sangre en las universidades
coloniales, cuyo sistema educativo fundamentó el círculo letrado blanco en las ciudades, así
como la segmentación de oficios nobles –la jurisprudencia y la filosofía, por ejemplo– e innobles
–oficios artesanales y trabajos manuales– (Jaramillo 1965: 184-188).
44 Para apreciar ampliamente la división estética –en la fisonomía y los atuendos– entre élite y
pueblo, se recomienda revisar Manuela de Eugenio Díaz (1859a).
45 Ésta fue un marcador de posición social muy reiterado a mediados de siglo, relacionada sobre todo
con la división de oficios y actividades entre citadinos y campesinos agricultores, y entre letrados
y artesanos. Por ello, un escritor como Díaz despertaba tanta curiosidad y, no menos aun, reticen-
cia. En el relato que hizo Vergara y Vergara (1865: 561) de su primer encuentro con Díaz, no era una
anécdota más la referencia al atuendo visiblemente campesino, de ruana y alpargatas, de este últi-
mo, el cual entraba en claro contraste con la elegante levita negra o gris de los letrados comunes.
46 Páez (1866), en un viaje a tierra caliente, elaboró un cuadro muy diciente sobre la distancia entre
riqueza y capital social. Él visita a unos compadres suyos que se han venido enriqueciendo con
el trabajo agrícola en sus propiedades. A pesar de la superioridad de riqueza de ellos frente al
letrado, este último los califica como campesinos. Un término cargado de connotaciones estéticas
en el lado opuesto del urbano letrado. En sus compadres no encuentra ni elegancia, ni buen gusto,
ni progreso, ni educación. Allí sólo había opulencia y excesos en la comida, los atuendos, la
reproducción y la corporalidad.

29
Julio Arias Vanegas

“Era notable en aquel tiempo el distinguido escritor y profesor, por la elegancia


de su porte, por la belleza aristocrática de su continente y por lo caballeresco
de sus maneras y la pulcritud de toda su persona” (Samper 1882: 13). Como es
evidente, la apariencia no se reducía al atuendo sino que se complementaba con el
trato, las buenas maneras y los signos corporales racializados. Esta elaboración de
la apariencia y el comportamiento corporal era necesaria por el carácter sociable
del hombre de élite (ver las ilustraciones 2 y 3). La estetización de la vida social,
originada desde la cortesanía y la urbanidad decimonónicas, instituyó formas
de distinción social que debían ser reconocidas por todos (Pedraza 1999). El
adecuado desenvolvimiento en la vida social, siguiendo una cuidadosa gramática
corporal, distinguía a los notables y gentiles hombres sobre el resto de la población.
En particular, a los miembros de la élite nacional los caracterizaba su activa
sociabilidad en las tertulias literarias, las reuniones sociales y las actividades
políticas (Cf. Gordillo 2003). El letrado sólo era posible en medio de lo público y
lo social: la conversación, la discusión y la escritura y presentación de textos.
La sociabilidad era comprendida como valor central de una vida civilizada.
Con todo su conjunto de categorías y jerarquías, la civilización ofrecía a la élite
una plataforma para definirse como tal. Por el momento, es necesario enfatizar
en dos sentidos que cobra lo civilizado en la caracterización de la élite nacional,
aparte de su ya evidente oposición a lo bárbaro y de su extensa riqueza semántica.
En primer lugar, lo civilizado remitía al civismo y a la civilidad como atributos de
los hombres públicos para la disposición al control y al comportamiento adecuado
para la actividad política. El respeto, la contención, la serenidad, la participación
y la discusión constituían sus valores más preciados; los cuales distinguían al
notable del vulgo conflictivo –artesanos o campesinos–.
En segundo lugar, al hombre civilizado lo definían su capital cultural y
escolar. Era el hombre ilustrado, frente a una masa bárbara y sumida en la os-
curidad de la ignorancia, quien debía guiar los destinos de la nación. Ello podría
ser conflictivo para la élite, puesto que para fundar la nación ésta necesitó de la
formación y educación del pueblo nacional. Eran necesarios más lectores para
difundir la retórica nacionalista y más almas y cuerpos modelados bajo sus
principios. El conflicto radicó en que la educación fisuraba la estructura rígida
de una sociedad aristocrática-letrada, en la medida que brindaba la posibilidad
de la movilidad y el ascenso a nuevos grupos sociales, y generaba más lectores
y escritores que podrían socavar el restringido círculo letrado 47. En este esce-

47 Esta tensión entre el poder de la escritura para la nación y la ciudad letrada, conformada desde la
Colonia latinoamericana, es advertida por Rama (1984: 62-67).

30
La nación como proyecto de unidad y diferenciación

Ilustración 2
Carmelo Fernández (1850). Notables de la ca-
pital. En Codazzi (1851). Ilustraciones como
ésta y la siguiente son recurrentes en los cuadros
Ilustración 1
de la Comisión Corográfica, bajo la idea de de-
Carmelo Fernández (1850). Notables de la capi-
mostrar la presencia de notables en las ciudades
tal. Tunja. En Codazzi (1851). El cuadro resalta
y pueblos como elementos centrales de su pro-
como su eje al hombre notable, a pesar o, mejor
greso (Ancízar 1853, Cf. II. 2.2). Los notables
aun, por la misma sencillez de su atuendo. Una
eran distinguidos en los cuadros por su corte-
sencillez que no deja de ser compleja; el conjun-
sanía, buen trato y carácter sociable, en claro
to de sombrero de copa alta, el chaquetón, los
contraste con la representación que se hacia de
zapatos y la barba así lo evidencian.
otras poblaciones, en los mismos o en otros es-
pacios (ver la ilustración 9) (Cf. Restrepo 1999:
51-52). En Tunja, seguramente acompañado de
Fernández, Ancízar afirmaba: “Los artesanos
y jornaleros no abandonan las pesadas ruanas
que les embarazan los movimientos, ni han de-
jado aquel exterior abatido que en los tiempos
coloniales revelaba el menosprecio en que eran
tenidos. En compensación las gentes acomoda-
das demuestran gusto y aseo en el vestido y las
habitaciones, particularmente las damas, que
son bellas, agraciadas y de una elegancia señoril
sin afectación ni quijotería, candorosas y en ex-
tremo sensibles para las afecciones domésticas”
(1853, tomo II: 57).

Ilustración 3
Carmelo Fernández (1850). Tipos notables de la capital, Santan-
der. En Codazzi (1851). Hombres y mujeres notables, cada uno
por separado, despliegan en algún salón su sociabilidad; mientras
los primeros conversan, tal vez prolíficamente, las segundas lle-
van su conversación discretamente como corresponde.

31
Julio Arias Vanegas

nario, por un lado, el sistema educativo se consolidó como una estructura jerár-
quica de distinción, en el que la instrucción pública era el dispositivo educativo
para la gran masa poblacional, y la educación superior, en conjunción con el ca-
pital social y cultural heredado, instituyó “títulos de nobleza” (Bourdieu 1979)
desde los títulos académicos.
Por otro lado, “la ciudad letrada y escrituraria” (Rama 1984) se reforzó ante
el advenimiento de nuevos escritores. La gramática, la retórica y los estudios lite-
rarios fueron encumbrados en el esteticismo, donde el buen juicio era supeditado
al buen gusto y donde lo correcto daba paso a lo bello y, por lo mismo, a lo bueno
(Cf. Gordillo 2000). La distinción-distancia entre élite y pueblo fue remarcada por
medio de las bellas letras. En palabras de Rufino J. Cuervo, en sus Apuntaciones
críticas (1876):
Es el bien hablar una de las más claras señales de la gente culta y bien nacida, y condición
indispensable de cuantos aspiren a utilizar en pro de sus semejantes, por medio de la palabra
o de la escritura, los talentos con que la naturaleza los ha favorecido: de ahí el empeño con
que se recomienda el estudio de la gramática. (Citado en Pineda 2000: 107)
Estos estudios fueron, así, claramente constituidos en saberes para la distin-
ción, en especial, de dirigentes y gobernantes, desde los cuales el saber decir era
equiparado con el saber gobernar (Cf. Deas 1993; Ramos 1989). El círculo letrado
se reforzó además, como lo venía haciendo desde la Colonia, en su carácter urba-
no, tanto por su ubicación y su forma eminentemente citadina, en contraposición
con los valores, actitudes y paisajes adjudicados al campo y lo campesino, como
por el cuidado riguroso y ordenado en su desenvolvimiento público y social48. Los
letrados insistían en el carácter urbano, para imponer a ciudades como Bogotá
como centros de dominio, civilización, conocimiento y producción cultural, en un
escenario en el que estas ciudades eran pequeñas, parcialmente aisladas, pobres y
rodeadas de extensos campos, bosques, selvas y conflictivas parroquias. La letra,
la cultura, la civilidad y la sociabilidad intentaban suplir las carencias de dominio
de las ciudades y sus élites, que poblaron, por medio de su escritura, de barbarie,
desiertos, soledad, violencia e incultura a los otros territorios y poblaciones.

48 De nuevo, la posición y los escritos de Eugenio Díaz son útiles para pensar en este punto. Pese a
que, para alguien como Vergara, Díaz había escrito “la verdadera novela nacional”, con la cual se
inauguraba El Mosaico (Vergara 1865), sus textos recibieron fuertes críticas de escritores como
Carlos Martínez y José Manuel Marroquín. Éstos señalaban que su lenguaje no era el adecuado,
su gramática no era la precisa y sus expresiones no eran las mejores, reiterando al mismo tiempo
su condición campesina (Mujica 1985). La condición fronteriza de Díaz y los juicios estéticos a
los que fue sometido son evidentes en la crítica directa que él hacia de lo letrado, por medio de
personajes como Demóstenes (1859a) y De Lugo y Quesada (1859b). Por ello, en el prólogo que
Camacho (1889: 217) hizo de Manuela cuestionó la caracterización que Díaz hizo de Demóstenes,
no sin antes explicar el origen y la importancia de este tipo de personajes.

32
La nación como proyecto de unidad y diferenciación

Aunque el poder letrado se imponía en los saberes de distinción, su verdadera


fuerza en el contexto nacional se deslizó hacia nuevos saberes desde los cuales
la élite nacional se proclamaba como tal, en tanto portadora del conocimiento
de la nación. Lo letrado se mantenía así como posición de poder, no tanto por
su rigurosidad y estética, sino por el mismo poder de la escritura y de la palabra
para dar un orden y un sentido a las cosas. Los textos naturalistas, jurídicos,
políticos, sociológicos, etnográficos y geográficos se constituyeron en estrategias
de poder49, por medio de las cuales sus escritores emergían como poseedores del
conocimiento de la nación, y, por ende, como parte de la élite nacional. De allí
que la figura del publicista fuera tan importante (Cf. Restrepo 1999: 34; Gordillo
2003: 27; ver Samper 1861: 8). En su labor de hacer público lo desconocido –en
el caso del viajero–, de dar a conocer el mundo natural y social, éste se instituía
como centro del orden que creaba (Cf. Rozo 2001). El ejercicio del publicista o el
autor era reiterado en su misma práctica, desde la cual señalaba que el mundo era
en tanto representado; así se posicionaba como agente que representaba, como
el hombre que revelaba una realidad. En el siglo XIX, este papel era central,
porque, a fin de cuentas, la nación era posible en la medida que fuera narrada y
publicada.
Así se definían los miembros de la nobleza de estado, aquellos agentes que,
por su capacidad para producir y reproducir jerarquías y esquemas de clasificación,
constituían un campo de poder. La producción de estas jerarquías y esquemas,
que en el orden nacional toman formas racializadas y regionalizadas, es lo que
veremos a continuación.

3. Orden nacional: el pueblo y los márgenes


La nación ha sido constituida por medio de la invención del pueblo nacional, una
categoría central de los discursos nacionales, aun por encima de la de ciudadanía,
ya que resultaba más amplia que ésta para moldear y jerarquizar poblaciones
dentro del marco de lo nacional. El pueblo surgía de la tensión entre un supuesto
pueblo real-observado, caótico, desordenado, inasible, que revelaba los miedos de
la élite, y un pueblo ideal que podía ser moldeado y ordenado, revelando los de-
seos nacionalizadores y civilizadores. La importancia de la definición del pueblo
radicaba en su papel como otro de la élite, un otro semejante y distante a la vez,

49 Palacios (2002a: 274) sintetiza este conjunto de saberes en la trinidad derecho, gramática
y geografía, pero aun más importante, resalta cómo ella no puede pensarse desde la división
partidista o desde las diferencias del proyecto radical y el regenerador.

33
Julio Arias Vanegas

que era objeto de acción y posesión. A través de la figura del pueblo era consti-
tuida una linealidad jerárquica desde donde era pensada y dispuesta la diferencia
poblacional en el siglo XIX. Los tipos humanos y regionales representaban una
diferencia aceptable dentro de éste. Al mismo tiempo, a partir de la figura del
pueblo era construida la diferencia más extrema dentro de la nación: indios erran-
tes y negros libertos eran ubicados como poblaciones problemáticas por fuera del
pueblo, en sus márgenes físicos y simbólicos.

3.1. “Nuestro pueblo” y sus costumbres

Quédense allá los poderosos con sus virtudes y sus vicios,


me alejaré de las clases elevadas, para acercarme con amor al pueblo...
¡Al pueblo¡, ese niño, ese león, ese ratoncillo con el cual juegan los gatos políticos,
mientras pueden clavarles las aceradas uñas. (Páez 1866: 95)

La ciudadanía ha sido considerada una categoría central en la construcción de las


naciones. Sin embargo, ésta termina siendo muy limitada en su aplicación para
el estudio de la nación en el siglo XIX. Si bien en el mundo contemporáneo la
ciudadanía remite a una supuesta igualdad política de carácter universal dentro
de la nación, en la Colombia decimonónica ésta remitía a un campo privilegiado y
exclusivo de unos pocos habitantes del territorio nacional: hombres, propietarios
y alfabetos fueron algunos de los criterios restrictivos parta definir al ciudadano
durante la mayor parte del siglo. Si la nación es mirada desde esta perspectiva de la
ciudadanía, sólo quedan dos ámbitos de posibilidad: la exclusión y la inclusión. Es
decir, la pregunta por la ciudadanía en el siglo XIX nos lleva inmediatamente a lo
excluyente de la nación50. Entonces, la nación no era conformada por ciudadanos,
sino constituida a partir del pueblo.
La figura del pueblo emergió como fundamento de legitimidad de la inde-
pendencia y la soberanía de las naciones. Durante y después de la Independencia,
el vocablo pueblo fue recurrente en la retórica nacionalista como sustento político
del gobierno nacional. La idea de que el pueblo es el soberano, de que éste es el
gobierno, era una curiosa ficción que surgió en la época, y que como tal resultaba
contradictoria51. En Manuela, dos campesinos se referían a ésta así,

50 Novedosos estudios que van más allá de estas ideas básicas de ciudadanía se pueden encontrar en
Sabato (1999). De allí, revisar en especial la síntesis de Sánchez (431-444).
51 Para una exposición de las principales ideas y representaciones en torno al pueblo político en
Hispanoamérica en el siglo XIX, revisar Guerra (1992).

34
La nación como proyecto de unidad y diferenciación

—Pero lo que no entiendo es cómo el presidente es yo, y como yo soy el presidente o el


gobierno de la América de la Nueva Granada.
—¡Compadre, no sea tan de una vez! ¿No es cierto que usted entiende que el Padre es Dios,
y el Hijo es Dios, y el Espíritu Santo es Dios, y que no son tres Dioses sino un solo Dios
verdadero?
—Eso sí lo entiendo, porque es un misterio de nuestra religión.
—Pues lo del gobierno del pueblo es lo mismo y debemos creerlo, porque los blancos así nos
lo enseñan. (Díaz 1859a: 257)
No obstante, el postulado del pueblo como soberano implicó que al mismo
tiempo éste fuera construido como problema político y objeto necesitado de
transformación. Durante las décadas de los cuarenta y cincuenta, en medio de la
conformación de los partidos políticos, de la confrontación entre el artesanado y
los gólgotas y del golpe de Estado del general Melo en 1854 (Palacios y Safford
2002: 407-411), el pueblo irrumpió como un actor central de la vida política: tanto
el pueblo invocado para la confrontación y catequización como el pueblo peligroso
y conflictivo que amenazaba el orden establecido. El pueblo aterraba porque en
su nombre podía ser tomado el gobierno que estaba restringido a los miembros
ilustres de la sociedad. La soberanía del pueblo no podía ser algo más allá que un
recurso en la propaganda política, puesto que el pueblo era representado como
una masa bárbara y caótica que podía ser aprovechada por peligrosos caudillos
como Melo (Arboleda 1867). El miedo al pueblo dominó el escenario político de
la segunda mitad del siglo XIX.
Sin embargo, el objeto del gobierno de la élite no era extirpar al pueblo, sino
moldearlo; por ello, a la vez que peligroso, aparecía como un elemento ignorante e
infantil que era manoseado por gamonales, políticos, curas o militares malinten-
cionados52. Frente al temor de la sublevación del pueblo bajo y a su representación
como caótico, bárbaro, pobre e ignorante, éste debía ser guiado y moldeado por
las élites nacionales.
En suma, el pueblo nacional debía ser creado, y no sólo como sustento po-
lítico sino como objeto cultural de la nación. Los estudios de costumbres y de
lo popular emergieron a la par con el miedo al pueblo y su ascenso como actor
político. En ellos se manifestaban las tensiones entre el pueblo-problema y el pue-
blo nacional, y entre el pueblo observado y el pueblo ideal. Esto porque el objeto

52 En el fondo, el objeto de Manuela de Díaz (1859a) era mostrar cómo el pueblo –sintetizado en la
figura de la protagonista– era objeto de manipulación de los letrados nacionales, los políticos lo-
cales y los hacendados. Específicamente, la novela puede ser interpretada como una representa-
ción-síntesis en la parroquia del golpe de Melo. Frente al gamonal local que movilizaba al pueblo
bajo la retórica igualitaria y de soberanía, los hacendados, letrados, políticos y curas se unieron
como agentes de gobierno del pueblo, así como en el nivel nacional se unieron las diferentes fac-
ciones de liberales y conservadores para derrocar a Melo.

35
Julio Arias Vanegas

de la descripción del pueblo conllevaba la definición de la élite nacional. En los


textos de costumbres, éste era definido como el otro de la élite urbana, aunque un
otro muy cercano, con el que se tenía una relación de posesión y de cuidado. La
referencia continua a “nuestro pueblo” (ver, en especial, Guarín 1859 y Caicedo
1866), demostraba ese tipo de relación, en la que éste era visto desde la distancia,
con cierto extrañamiento y exoticidad, como una entidad que es lo propio, lo se-
mejante pero no lo igual, y que como tal debía ser objeto de atención y cuidado53.
De allí que el pueblo despertara a la vez contemplación, conmiseración, diver-
sión, crítica y alabanza.

Vida de pueblo y de campo


La idea del pueblo nacional remitía a una supuesta realidad que observaban los
escritores de costumbres y los estudiosos de lo popular en las “clases bajas”
neogranadinas. La categoría pueblo sirvió a los letrados para hablar de lo propio
y lo tradicional con unos valores y costumbres determinados que eran intrín-
secos del tipo neogranadino. En buena parte de la literatura costumbrista, la
que se refería en general a los pobladores del altiplano, el pueblo era apreciado
como tradicional, con unos valores específicos, que eran una herencia viva del
pasado hispánico y colonial. En esta línea de valores, los letrados señalaban la
vida familiar tradicional, la moralidad, las costumbres sanas, la sencillez y la
abnegación, entre otros, como lo propio del pueblo bajo (Arboleda 1867; Díaz
1859a). Desde otras perspectivas, el pueblo observado aparecía no sólo como
católico y tradicional, sino también como activo, trabajador, libre, independien-
te y dinámico (Ancízar 1853; Pombo 1852), ante todo, en una idealización de la
vida campesina.
El escenario privilegiado del pueblo observado era el campo. En primer
lugar, porque reforzaba la distancia entre una élite eminentemente urbana y un
pueblo campesino. Además, porque el campo nacional era uno de los objetos de
descripción más importante de mediados de siglo; el país era en esencia rural y

53 Díaz exponía ese extrañamiento-distancia, como base del estudio de las costumbres, en la forma
en que Demóstenes abordaba al pueblo. Frente a un evento popular, el escritor de costumbres
decía: “¡Mil gracias! Allá iré, no por bailar, sino por sacar algunos apuntamientos para mis
artículos de costumbres; porque los artículos de costumbres son el suplemento de la historia
de los pueblos” (Díaz 1859a: 314). Este postulado hizo del estudio del pueblo nacional, en sus
inicios, algo muy similar al acto etnográfico, pero planteado como una etnografía cercana y
moderada de lo propio. Un ejemplo de ello en los cuadros de costumbres neogranadinos se puede
encontrar en “El boga del Magdalena” de Rufino Cuervo (1840). En su cuadro, Cuervo aboga
entre líneas por generar nuevas formas de descripción del pueblo nacional, más moderadas que
las que realizaban los extranjeros, sin que dejaran de ser críticas.

36
La nación como proyecto de unidad y diferenciación

hacia allí estaban dirigidos los esfuerzos de conocimiento e intervención de la éli-


te. Mientras tanto, el pueblo de las ciudades no ameritaba grandes descripciones.
Allí sólo eran resaltadas ciertas anécdotas o sucesos, donde eran reiterados los
valores del pueblo tradicional, como en el caso de los cuadros de Díaz, y por otro
lado, y más importante aun, era enfatizada la diferencia entre la élite y el pueblo
bajo de artesanos, trabajadores y criadas (Caicedo 1866; Samper 1867; Santander
186?). La ciudad era el escenario natural de las élites, mientras que el campo era
el del pueblo (Cf. II/3.2).
Los escritores de costumbres y los viajeros insistían en la necesidad de aus-
cultar el campo, en una visión entre romántica y crítica, con las condiciones del
país. En el campo estaba la verdad de la República, tanto lo destacable como lo
problemático (Ancízar 1853; Díaz 1859a; Samper 1861; Páez 1866). En Manuela
nunca es señalado el motivo del viaje del letrado a la parroquia, porque se presu-
pone como algo normal; éste está allí conociendo y describiendo el campo y sus
gentes. La novela es un llamado de atención a las élites letradas para que visiten
y estudien la vida del pueblo y del campo, con la presunción de que ésta contiene
una realidad conflictiva o de valores tradicionales que no puede ser negada por
la élite política. Samper (1861, 1866) y Díaz (1859a) insistían en la distancia entre
la vida de pueblo, de las parroquias, y de las ciudades, respecto a la política na-
cional54. En la parroquia se encontraba la verdadera vida política de la República,
guiada por fuera de las leyes y los designios de la democracia: “en la humilde
esfera de la parroquia la Constitución es casi un mito, una triste superfetación”
(Samper 1866: 460). En este sentido, la observación de las parroquias demostraba
cómo la República resultaba todavía precaria y lenta en su desenvolvimiento. Asi-
mismo, el campo era descrito continuamente como un escenario de violencia y
de injusticias, por la misma distancia frente a las políticas nacionales (Páez 1866;
Díaz 1859a). El campo era otro mundo para los letrados-viajeros. La insistencia
en la corrupción del mundo rural y en la distancia política entre campo y ciudad
era, también, una forma de reiterar la contraposición entre cada uno de estos
espacios: “la República sólo existe, y eso a medias, en las ciudades […] en las
parroquias nadie la conoce de vista, y casi ni de oídas, ni sabe qué color ni sabor
tiene” (Samper 1866: 468), y de paso, de enfatizar en la necesidad de colonizar lo
rural e instruir a sus habitantes en la democracia.

54 La parroquia era la unidad administrativa mínima en el ordenamiento territorial. Al ser considerada


como una unidad síntesis de la vida de la nación, era corriente que en los cuadros de costumbres o en
una novela como Manuela no se señalara el nombre de la parroquia, porque se consideraba que con
una que se describiese quedarían descritas todas. Sin embargo, las parroquias y la vida de pueblo
que llamaban la atención eran aquellas que se podían encontrar en las zonas de mediana integración
a los centros urbanos y, en particular, en la zona de vertiente entre Bogotá y el alto Magdalena.

37
Julio Arias Vanegas

La vida de pueblo estaba caracterizada y se evidenciaba por y en las festivi-


dades populares. Éste fue un motivo significativo en la descripción de los escri-
tores de costumbres, por cuanto para aquellos mostraba las costumbres populares
con una carga de exoticidad, extrañamiento y diversión (Guarín 1859; Santander
1866b; Samper 1861). En principio, de las fiestas, en particular de la tierra calien-
te, eran destacadas la diversión y la alegría del pueblo, que más adelante y al calor
de los bailes y los tragos se van transformando en pasión y excitación. El énfasis
en la pasión aparece en tanto atributo contrario del carácter del letrado viajero.
Aunque las fiestas idealmente serían espacios de integración y de diversión popu-
lar, justamente el desborde de las pasiones y el descontrol en que vivía el pueblo
hacían de ellas un escenario de violencia. En las fiestas, mientras los pobladores
bailaban danzas pecaminosas, se veían “la chicha y la sangre corriendo por todas
partes en abundancia” (Páez 1866: 101).
La oposición básica entre la ciudad y el campo, a favor del segundo, se des-
vanecía tan pronto el viajero pensaba en quedarse a vivir allí (Pombo 1852: 56).
De nuevo, la vida de campo y de pueblo aparecía corrupta, violenta, desordenada,
llena de rencillas, mojigatería e intrigas, y dominada por la tiranía del triunvirato
parroquial de tinterillos, gamonales y curas (Páez 1866; Pombo 1852; Samper
1866), y era además en extremo provinciana para el sociable y cosmopolita le-
trado.
El campo era también una noción paisajística, que durante la segunda mitad
del siglo se refería a las tierras labradas por el hombre, integradas a un mercado
y ordenadas por pueblos y ciudades. El campo objeto de disfrute era aquel que
estuviese cultivado, en todo el sentido de la palabra, por el hombre. Los viajeros
desplegaban sus descripciones alabadoras sobre el aroma, la panorámica, el aire
sano y la belleza de los paisajes que encontraban en los campos labrados, en
las tierras donde la naturaleza no se imponía sobre el hombre, donde imperaba
la vida industriosa agrícola o pecuaria55. Allí, gracias al trabajo del hombre, la
naturaleza no era vista como una enemiga de éste: “la naturaleza no es madrastra,
sino madre amorosa, para el que la honra con trabajo y la riega con el fecundo
sudor de su frente” (Pardo 1866: 40).
El campo idealizado de la nación era aquel que también estuviese domi-
nado por la presencia de una red de pueblos interconectados por caminos que
garantizaran el movimiento comercial y humano, lo que era evidente en el mer-
cado y en el sometimiento definitivo de la naturaleza a manos del hombre (An-

55 Rozo (1999) explica cómo la experiencia del viajero estaba atravesada y formaba un “mapa
emocional” que jerarquizaba los territorios explorados.

38
La nación como proyecto de unidad y diferenciación

cízar 1848, 1853; Pombo 1852; Rivas 1899)56. En tanto esta imagen determina
las diferencias espaciales y poblacionales en la nación, esto será detallado en la
segunda parte.
Uno de los grandes deseos de las élites nacionales era ver transformado todo
el territorio nacional en campo. Como es evidente, la gran mayoría de éste no en-
traba en la definición del campo57. En términos generales, esta imagen planteaba
una división básica entre las zonas rurales integradas, así fueran medianamente,
al comercio y el movimiento poblacional de las zonas centrales, y las zonas pe-
riféricas y marginales a este orden, calificadas de selvas, llanos, hoyas y costas
bárbaras, desiertas, enfermas y ardientes. La imagen de un campo ideal marcaba
una clasificación jerárquica de estos primeros territorios integrados al orden na-
cional (Cf. II/3).
En conjunto, estas visiones sobre el campo observado e ideal y sobre el
pueblo nacional invocado en la política, apreciado y despreciado en el campo y
en las ciudades, reforzaban la distancia entre la élite nacional y su pueblo. La élite
urbana, recatada, controlada, ilustrada, republicana, se contraponía a una vida
de pueblo corrupta, violenta, descontrolada y ajena a la democracia, entre otros
rasgos. Esto marcaba una primera gran diferenciación poblacional y espacial de
la nación. La descripción de un pueblo observado y la proyección a futuro de un
pueblo ideal contemplaba la imagen del pueblo nacional como una entidad en
formación. Esta imagen reiteraba la idea de que el gobierno no era un asunto del
pueblo, porque éste todavía no se había formado.

Hacia el folclore: música y bailes en la búsqueda de un orden de lo


propio
El estudio de las costumbres populares marcó el inicio de una forma particular
de ordenar y explicar las diferencias manejables en medio de la figura del pueblo.

56 El mercado era un motivo importante de descripción, porque en él el viajero veía la concreción de


sus deseos nacionalizadores. Los mercados en los pueblos eran un punto de encuentro e integra-
ción entre diferentes poblaciones y tierras. En la visión de mediados de siglo, los mercados eran
la prueba de la variedad, y por ende, de la riqueza poblacional y productiva, una diferencia que
concurría bajo unos principios y unos propósitos comunes, como debía ocurrir en el conjunto de
la nación. “La faz social de nuestros mercados semanales y su influjo en la unidad y nacionali-
dad granadinas, son temas que ciertamente merecen la estudiosa atención del patriota; y, en mi
concepto, esa costumbre es una de las que debieran fomentarse cuidadosamente, como que ella
producirá, andando el tiempo, la extinción de las necias rivalidades y antipatías que aún prevale-
cen entre varios pueblos pequeños” (Ancízar 1853: 123).
57 En general, los campos nacionales podían ser encontrados con más precisión en las tierras
templadas y altas de las montañas antioqueñas y caucanas, en el altiplano y en los Santanderes.

39
Julio Arias Vanegas

Específicamente, implicó un punto importante en el surgimiento de lo popular,


que pensado desde la diferencia dentro del pueblo nacional fue un antecedente
del folclor como saber de lo propio. Tal y como aparece en las conclusiones de
la Historia de la literatura de Vergara, el estudio de lo popular se refería a lo
común-compartido del pueblo bajo. Desde otra orilla, el mulato Obeso (1877)
también se refería a lo popular como las manifestaciones o expresiones vulgares
de un pueblo particular. En este sentido, y aun más desde la visión de los letrados
como Vergara, el estudio de lo popular se traducía en el estudio de lo propio
nacional, de lo propio –también como propiedad– de la élite: en ese caso, de su
pueblo. Justamente, el folclor emergió, como su etimología lo indica, distinto de
la etnografía, como el estudio del pueblo propio. Sin embargo, los antecedentes
decimonónicos del folclor estaban determinados por la concepción de lo popular
como lo propio y lo otro de la élite. Por ello, lo popular era lo común, lo vulgar y
lo corriente en el pueblo bajo.

No obstante, lo común en el pueblo había que buscarlo por medio del trabajo
de campo, recolectarlo, catalogarlo y preservarlo. Vergara señalaba la importancia
de mostrar la poesía negra y los romances llaneros a los estudiosos, tomando
estas manifestaciones como propias, aunque distantes y exóticas. El estudio de
las costumbres, al apropiarse de, o más bien, al crear lo popular, lo limpiaba
y lo ordenaba para generar lo propio compartido. Su estrategia era temporal.
Por un lado, como lo expone Guarín respecto al bambuco, éste, al igual que
otras manifestaciones, quedaría en el pasado con el ascenso de la civilización,
como una parte del recuerdo y de las remembranzas nostálgicas. El trabajo
del estudioso de las costumbres era, a fin de cuentas, recolectar y preservar lo
popular pero para dejarlo precisamente en el pasado. Por otro lado, el emergente
folclor permitía depurar el pasado y las otras posibles herencias culturales, como
la indígena o la negra, en torno a las herencias españolas. Las costumbres, al igual
que la historia, permitieron trazar un origen común con lo español, que inscribía
al pueblo granadino y colombiano en su tradición cultural. Como lo señalaba
Vergara: “debemos buscar por la literatura española el camino de la nuestra, hasta
encontrar nuestra verdadera expresión nacional” (1867b: 219). Así, lo propio del
pueblo nacional era lo español con todos sus valores asociados. Aunque Caicedo
hablaba del torbellino y del tiple como degeneraciones de las manifestaciones
populares españolas, en el transcurso de su descripción va alabando lo popular
granadino desde la perspectiva nacional, precisamente como fruto del pasado
español. Lo nacional y lo español eran “hermanos legítimos y descendientes de
un común tronco” (Caicedo 185?: 73).

Esta perspectiva de Caicedo se relacionaba con el hecho de que lo popular


fuese apropiado como nacional por las élites. De allí que el bambuco, como una
40
La nación como proyecto de unidad y diferenciación

expresión de los pueblos de las tierras templadas y altas, precisamente integradas


al orden nacional, se fuera nacionalizando. Caicedo lo describía como “La poesía
verdaderamente nacional, bella por su sencillez, por sus conceptos finos a veces;
y por el sentimiento que encierran muchas de estas cuartetas” (185?: 80). Así mis-
mo, Vergara lo valoraba por haberse “convertido en música y danza nacionales,
no solo de las clases bajas sino aun de las altas, que no lo bailan en sus salones,
pero que lo consideran suyo. El único caso probable de nostalgia de un granadi-
no en tierras apartadas sería oyendo un bambuco. Es de todas nuestras cosas lo
único que encierra verdaderamente el alma y el aire de la patria” (1867b: 207).
Descripciones como éstas se harían cada vez más corrientes hasta tener su punto
máximo en el siglo XIX con el poema en el que Rafael Pombo rendía homenaje
al baile nacional.
Así, el estudio de lo popular tenía como propósito construir una unidad di-
fundida y compartida, como el término lo indica, pero en su proyecto iba elabo-
rando, al mismo tiempo, una diferencia jerárquica, señalando que no existía lo
popular todavía y haciéndolo ver como una necesidad (Vergara 1867b).
Durante la segunda mitad del siglo XIX, el estudio de las costumbres y de lo
popular intervino en la construcción y determinación de las diferencias poblacio-
nales, pero no con tanta fuerza bajo la diferencia de bailes y músicas, como con
los modos de vestirse, los trajes, el acento y la comida (ver, en especial, la esce-
nificación detallada de esta diferencia en Ancízar 1853)58. Todos ellos eran vistos
como rasgos distintivos de la diferencia, tanto por su evidencia física como por su
naturalización como expresiones propias y particulares de pueblos determinados.
La diferencia era manejada y ordenada en torno a aquello que fuera fácilmente re-
conocible y escenificable, precisamente para marcar distancias dentro de un len-
guaje nacional: compartido y conocido por todos. La diferencia que expresaban
el costumbrismo y más adelante el folclor era aceptable, en tanto se movía entre
las manifestaciones permitidas, sin que significara un cambio en la constitución
moral y física. Ello cobraría aun más fuerza con el folclor y el culturalismo en el
siglo XX, los cuales observaban las expresiones de pueblos diversos integrados
bajo una unidad cultural. Lo importante a finales del XIX es que las diferencias

58 La importancia del estudio de las costumbres en relación con los modos tradicionales o típicos
de vestirse provenía de la insistencia en la descripción física como la forma más segura de
determinar la diferencia (Cf. II/2.1). Ancízar continuamente hacía este tipo de relaciones entre
poblaciones, tierras y vestidos determinados: “En este campesino vi personificado el pequeño
agricultor granadino de las tierras altas. Su traje consiste en calzón de manta gruesa, camisa
de lienzo fuerte y tupido, ruanilla parda de lana, sombrero raspón, impermeable y de amplias
dimensiones, y alpargata doble, sujeta al pie por un simple cordón de fique” (Ancízar, 1853, tomo
I: 115; cursivas del original).

41
Julio Arias Vanegas

en las manifestaciones populares, producto del clima y de la variedad producti-


va, no se tradujeran en una subversión de la constitución moral del pueblo ideal.
Precisamente, eran los negros, mulatos, zambos e indios quienes subvertían esta
diferencia moderada, mientras que la población deseada campesina comenzaba a
ser ordenada en una diferencia aceptable. Esto es lo que determina la imagen del
pueblo ideal y sus márgenes.

3.2. El pueblo ideal y el mestizaje

En los cuadros de costumbres, los relatos de viaje, las geografías y los ensayos
políticos, el pueblo ideal surgía como fruto de la pretendida observación realista
y de la explícita proyección de un pueblo a futuro. Esta imagen del pueblo ideal
generaba a la vez patrones de unificación y diferenciación. El objetivo era generar
un pueblo unificado bajo ciertos valores y principios, desde los cuales aparecía
la diferencia aceptable y a partir de los cuales era posible la jerarquía interna
poblacional.
Es importante resaltar que los rasgos considerados particulares provenían en
gran medida de valores universales, en el proceso de configuración de Occidente
como centro de la civilización y del progreso, aunque signados por la civilización
católica abanderada por el mundo hispánico. Pérez, en la Jeografía Jeneral de
los Estados Unidos de Colombia, editada en París en 1865 y dirigida al público
europeo (como muchos de los textos geográficos y políticos de la época), señala
así, “delante de la civilización y del mundo” (Pérez 1865: iii), las características
particulares –al mismo tiempo universales– del pueblo granadino:
El jenial dulce de nuestros habitantes, el influjo tan directo en esto de la religión cristiana, la
índole de las instituciones democráticas, cuya sanción invijila tan de cerca la vida doméstica
de los ciudadanos, i el carácter honrado de estos; todo contribuye a hacer de los colombianos
un modelo ejemplar. (160-161) Son además los colombianos sóbrios, industriosos, amantes
del trabajo, hospitalarios, pundonorosos, sufridos i por lo jeneral frios i sesudos en sus
deliberaciones. (180)

En este sentido, el primer gran valor esperado o adjudicado al pueblo na-


cional era su disposición para el trabajo físico; en especial, para el trabajo en
las áreas rurales, en el campo o en las selvas, para la producción y extracción
de materias primas (Arboleda 1867; Pérez 1865; Rivas 1899; Samper 1861), si-
guiendo la división internacional del trabajo y de la producción capitalista (ver
las ilustraciones 4 y 5). El pueblo campesino debía, con sus esfuerzos, participar
en la prosperidad material de la nación. Una prosperidad que no radicaba en la
obtención de bienes para la subsistencia, sino en la consolidación de mercados
amplios. La autosubsistencia era más bien un problema para la economía de mer-
42
La nación como proyecto de unidad y diferenciación

cado, consumo y trabajo, que se esperaba establecer. La autosubsistencia impedía


la integración nacional, el comercio, el movimiento poblacional trabajador y la
formación de trabajadores activos, imponiendo la pereza, la indolencia y una vida
fácil sin esfuerzos (Ancízar 1853; Díaz Escobar 1879; Kastos 1858a; Restrepo
1870; Rivas 1899). Autosubsistencia, desintegración, pereza e inactividad eran
rasgos en completa contraposición con el pueblo nacional deseado y, como tales,
conducían a una vida de vicios; así, era relacionada directamente una vida de
trabajo con una vida moral y sana:
Cíñense los moradores a producir lo necesario para su propia subsistencia; y como ésta la
fundan en el plátano, maíz y guarapo, no han menester mucho trabajo para asegurarla, de
donde procede que sean perezosos, vivan en la ociosidad y se entreguen a vicios, hijos de la
ignorancia, que los enervan y matan en número casi igual al de los nacimientos. (Ancízar
1853, tomo I: 61)
El trabajo garantizaba cuerpos sanos, así como éstos eran necesarios para
aquél. La buena conformación corporal era un requerimiento que debía cumplir
el pueblo nacional. Para ello, éste necesariamente debía llevar una vida laboriosa,
industriosa y con principios morales, y debía ser reforzada la presencia de los
adecuados componentes raciales por medio del mestizaje. Sin embargo, de por sí,
el cuidado higiénico, la belleza y la composición corporal estaban relacionados
directamente con el mantenimiento de una vida moral adecuada, a la cual las
capacidades para el trabajo estaban supeditadas (Ancízar 1853). Así, pues, un
trabajo físico fuerte y la generación de riquezas no garantizaban por sí solos la
prosperidad de la nación, puesto que ésta debía ser al mismo tiempo moral y
material. Ancízar (1853) y Díaz (1859a), entre otros, insistían en que la riqueza
no podía desembocar en los vicios y en la corrupción, y para esto era necesaria la
instrucción moral y educativa del pueblo.
De esta forma, la moral se erigía como el cimiento principal en la confor-
mación del pueblo nacional. Valga reiterar que esta moral era percibida propia o
equivalente a los principios del catolicismo (Díaz 1859a; Arboleda 1867). Dentro
de los valores que infundía el catolicismo y que eran necesarios para garantizar la
vida moral y trabajadora del pueblo estaba la unidad familiar. El pueblo nacional
deseado era aquel que estuviese ordenado en torno a familias trabajadoras, fe-
cundas, decentes, patriotas, y que fuesen ámbitos de instrucción moral (Ancízar
1853; Kastos 1855, 1858a; Arboleda 1867). La unidad familiar era la base del con-
trol poblacional, bajo una organización fija territorialmente, contenida y automo-
ralizadora. La unión libre, la dispersión poblacional y la pobreza moral y material
eran consideradas fenómenos relacionados (Ancízar 1853; Rivas 1866, 1899).
La moralidad, la laboriosidad, la vida familiar y la sobriedad o economía
eran para la élite nacional elementos necesarios que conducirían al pueblo a una
vida ordenada y controlada. En medio del temor al pueblo sublevado, caótico y
43
Julio Arias Vanegas

violento, la labor de constituir el pueblo nacional pasaba por formar y representar


uno obediente, sumiso, honrado, sin envidias, controlado y de fácil manejo para el
ejercicio de gobierno. De alguna manera, la formación del pueblo debía contener
las luchas de clases (Arboleda 1867):
Obediente, laborioso y honrado, está seguro de satisfacer sus pocas necesidades con los
productos ciertos de la industria doméstica, y ni codicia lo ajeno, porque no lo ha menester,
ni envidia los goces del rico, porque estando exento del hambre y la desnudez, no mira con
enojo la abundancia de bienes en otras manos. (Ancízar, 1853, tomo I: 115)

Para que ello fuese posible, el pueblo necesitaba de la guía y la conducción


de la élite nacional; a fin de cuentas, su definición radicaba en aquella labor y su
deber consistía en instruir al pueblo en la vida democrática y republicana. En lo
local era necesario contar con buenos sacerdotes para inculcar la moral católica,
y la élite local y regional, política, económica o cultural debía constituirse en mo-
delos adecuados de trabajo y prosperidad. Una vida de pueblo y de campo ideal
debía tener no sólo buenos campesinos sino buenos notables y curas (Cf. II/2.2).

Mestizaje, unidad y normalización de la diferencia


Contrario al orden colonial rígido y estamental, el mestizo emergió durante el si-
glo XIX como una figura central de la nación. En principio, se podría argumentar
que desde mediados del siglo XVIII la población mestiza se hizo tan numerosa que
era imposible mantener un esquema radical de rechazo hacia lo mezclado. Sin em-
bargo, este argumento no tiene validez, puesto que sigue la misma lógica colonial
de lo puro y lo mezclado, considerándolos datos reales y empíricos. La cuestión es
más bien ideológica y simbólica. Al fin y al cabo, ¿qué hizo que en 1808 Caldas
señalara despectivamente a los mestizos en la última escala de la jerarquía pobla-
cional (Cf. II/1.1), en un momento en el que la población mezclada era numerosa, y
que décadas después lo mestizo se convirtiera en el símbolo de la nación?
En primer lugar, habría que decir que la imagen sobre el mestizo ya había
cambiado radicalmente hacia mediados del siglo XIX, por lo que el mestizaje co-
menzaba a significar dentro del deseo nacionalizador de la población. La cuestión
central aquí es que, a pesar de las críticas negativas contra las poblaciones mez-
cladas en el siglo XIX, los proyectos nacionales han sido en esencia proyectos de
mestizaje. Más que al mestizo, lo que importa es ver la figura del mestizaje como
un tropo o metáfora significativa dentro de la retórica nacional59. El mestizaje
era una necesidad básica en la constitución de la nación colombiana, por cuanto

59 Wade (2003a) ha advertido sobre esta dimensión del mestizaje que permite su maleabilidad en
diferentes proyectos nacionales.

44
La nación como proyecto de unidad y diferenciación

se refería a la mezcla, integración y fusión de poblaciones y tierras distintas60.


La nación hizo de la integración y de la unión propósitos fundamentales de su
existencia; lo contrario era un obstáculo para su constitución. La Colonia era
contrapuesta a la nación por haber aislado a las razas en espacios y actividades
diferentes.

El mestizaje era también un recurso central en la crítica al régimen colonial,


y para reafirmar lo nuevo de la nación frente a éste. Por tal razón, la valoración del
mestizaje fue particularmente extendida a mediados de siglo, bajo el propósito de
derrumbar la herencia colonial (Ancízar 1853; Samper 1861). En este escenario, el
mestizaje también emergía como un ineludible factor democrático, que se contra-
ponía a la monarquía española, en el que confluían las grandes razas del mundo,
aunque evidentemente en un orden jerárquico de genios e índoles variadas:
… esa obra maravillosa de la mezcla de las razas, que debía producir toda una sociedad
democrática, una raza de republicanos, represente al mismo tiempo de la Europa, del África
y de Colombia, y que le da su carácter particular al Nuevo Mundo. La Conquista, llevándole
a Colombia la poderosa infusión de la sangre cáucaso-arábiga –es decir, el elemento
espiritual–; el régimen colonial, vigorizando el organismo del europeo y del indio con la
sangre generosa, fuerte y ardiente del negro –es decir, el elemento físico–; y el sistema
orográfico, haciendo sin cesar, durante tres y medio siglos, el gran trabajo de fusión –tales
han sido los agentes creadores de los fenómenos sociales más interesantes en la situación
actual de casi todo el mundo colombiano. (Samper 1861: 299-300)

Asimismo, el mestizaje hablaba de la posibilidad de cambio y de transfor-


mación benéfica de la población, en un escenario de búsqueda de la prosperidad
material y moral. Aunque podría conducir a la degeneración como ocurría con
ciertas mezclas, como la de zambos, ésta era una poderosa herramienta para la
regeneración de los pueblos61. La fusión y la mezcla tenían un lugar privilegiado
en la concreción de la unidad nacional y resaltaban lo nuevo, lo diferente y lo
propio del carácter nacional.
Estas imágenes sobre el mestizaje se basaban en la concepción de éste como
un proceso moral, civilizador y cultural de cruces de razas, tendiente a una re-

60 El Ensayo sobre las revoluciones… de José María Samper (1861) plantea directamente esta re-
lación indispensable entre nación y mestizaje. Sin embargo, esto no fue exclusivo de Samper;
las consideraciones sobre el mestizaje que aquí se exponen estaban presentes, implícita o explí-
citamente, en los relatos de viajes, las geografías, las historias, los cuadros de costumbres y los
ensayos políticos aquí analizados.
61 En los relatos de viaje y las descripciones geográficas de la Comisión Corográfica, la descripción
del aspecto físico y del estado de las poblaciones locales contenía recomendaciones específicas
sobre la necesidad del mestizaje o de lo adecuado o impropio de éste (Codazzi 1851, 1855, 1858;
Ancízar 1853; Pérez 1855).

45
Julio Arias Vanegas

generación o degeneración de estos procesos. Hasta que el darwinismo evolucio-


nista, la teoría mendeliana sobre la herencia y el neolamarckianismo no tomaron
fuerza a principios del siglo XX en Colombia62, el mestizaje no era visto como
un asunto de mezcla genética sino de cruce o fusión de razas, entendidas como
conjuntos poblacionales de apariencia somática particular, pero por sobre todo
con una historia moral y de civilización específicas. Por tal razón, los proyectos
políticos de inmigración de la segunda mitad del siglo no se basaron en la intro-
ducción de una nueva sangre con un conjunto biológico particular, sino de razas
y pueblos con valores particulares, en especial, para el trabajo agrícola, artesanal,
y la colonización de territorios despoblados63. En este sentido, el mestizaje de-
seado tendía hacia el blanqueamiento, no sólo como un hecho físico sino moral y
cultural. El blanqueamiento se refería a la generación de nuevas poblaciones en
torno a los valores racializados como blancos: la laboriosidad, la ilustración, la
civilización, el vigor y la moralidad64.
No obstante, el blanqueamiento no dejaba de significar una transformación
física tendiente a la constitución de una composición corporal-racial adecuada para
una vida industriosa y laboriosa. Lo blanco fue racializado como una apariencia
física relacionada con el vigor y, por sobre todo, con la actividad y el movimiento,
contrario a la indolencia y la pereza del negro. Sin embargo, el componente negro
e indígena relucía en ocasiones propicio para la fuerza física necesaria en el trabajo
agrícola y para el cultivo de las tierras calientes. Refiriéndose a la mezcla de negros
y blancos en el Chocó, Codazzi decía: “La rápida multiplicación de estos tipos,
la mejor organización que debe perfeccionarse con las nuevas generaciones, hará
descuajar grandes extensiones de tierra que modificarán mucho estas regiones”
(Codazzi 1855: 406). De esta manera, el mestizaje adecuado consistía en un cruce
preciso de determinados elementos físicos y de rasgos sociales-morales. Era
necesario determinar en qué grado y de qué debía componerse el mestizaje. En el
altiplano, Samper afirmaba:
Lo que importaba, pues, era favorecer el cruzamiento de la raza europea con las indígenas,
obteniendo así una sociedad mestiza de buen carácter: blanca, fuerte, benigna, inteligente

62 Al respecto, ver Noguera (2003).


63 En Sánchez (1999), Rausch (1999: 153) y Martínez (2001: 399-403) se pueden encontrar reseñados
los debates y las propuestas de inmigración del siglo XIX, relacionados en especial con la
colonización de las regiones de frontera, frente al problema conocido como la escasez de brazos.
Estos autores reseñan cómo en aquellos debates fue recurrente la idea de atraer poblaciones
africanas y asiáticas civilizadas que eran más adecuadas para la colonización de las tierras
calientes, mientras que las razas europeas debían poblar las ciudades y participar más bien en el
progreso de las ciencias y la industria.
64 Ver, en especial, Ancízar 1853, para el caso específico del altiplano y Santander (Cf. II/3.2).

46
La nación como proyecto de unidad y diferenciación

–que aliase las cualidades heroicas del español con la índole dulce, paciente, candorosa y
sumisa del indio colombiano. (Samper 1861: 64)

Allí era evidente una preocupación por la vida terrenal poblacional, qué de-
bía ser promovido y qué no: “en cada comarca, importa conocer [las razas y tipos]
á lo menos en sus grandes líneas, á fin de saber cuáles conviene robustecer, y
cuáles compartir ó modificar, según el fin que se busque. Hallar esos caracteres
fundamentales constituye el objeto de la etnografía” (Vergara y Velasco 1892:
952). Evidentemente, ciertos negros e indios debían ser absorbidos por el ele-
mento blanco, en un sentido que empezaba a ser cada vez más biológico como
requerimiento previo para lo moral; por ello, Codazzi decía:
No debemos creer que los indios de Casanare y Meta se podrán reducir con discursos ni
aprendiendo la doctrina cristiana; estas cosas se conseguirán más tarde, cuando una gran
masa de población se haya mezclado con ellos y haya formado una raza distinta, como ha
sucedido en las demás partes de la República. (Codazzi 1856: 89)

En el nivel nacional, el mestizaje era valorado como una vía de formación


de la unidad. En estricto sentido, aunque principalmente blanqueada, la raza
granadina o colombiana era narrada como mestiza (Pérez 1865; Samper 1861),
con valores y rasgos particulares:
Mas hoy que a la raza indígena se sustituye la granadina, diversa de la primera en índole, en
inteligencia y necesidades morales, y, además, galvanizada por las instituciones democráticas
y modificada en su manera de existir por la libertad de industria y de movimiento. (Ancízar
1853: 121 tomo 1)

Esta visión del mestizaje como posibilitador de unidad cobraba más fuerza
bajo la teoría cristiana de la degeneración65. El mestizaje fue comprendido, en
particular por Samper (1861) y Arboleda (1867), como una vía segura de recom-
poner la degeneración causada desde el origen primario y su ascendencia peca-
dora. El mestizaje permitiría la regeneración hacia un nuevo hombre fruto de la
mezcla de los hijos de Jafet, Sem y Chan.
De esta forma, a lo largo del tiempo, el mestizaje permitiría generar una uni-
dad a partir de la heterogeneidad –la diversidad de origen–. En términos genera-
les, el objetivo era generar una unidad moral, social y, en cierto sentido, somática,
limpiando las otras herencias, negras e indias. Pero no suprimiéndolas o exclu-
yéndolas, sino articulándolas diferenciadamente según los valores y característi-

65 Trigo (2000) explica cómo en la idea de degeneración del siglo XIX, analizada por él en Samper
e Isaacs, tuvo un papel central la explicación cristiana de la diferencia, la cual se centraba en la
monogénesis y su progresiva degeneración-diferenciación a partir del pecado original.

47
Julio Arias Vanegas

cas que fueran útiles para la nación66. Como se nota en las citas de todo este texto,
lo indio podía aparecer como herencia de moralidad, sumisión y obediencia, y lo
negro, como fuerza física, vigor e independencia67. Así, pues, el mestizaje no im-
plicaba un blanqueamiento total, tanto por la presencia de los otros componentes
raciales como por el hecho de que lo granadino o colombiano no podía ser en sí
una entidad geopoblacional igual a lo blanco europeo.
Así mismo, dentro de la nación, las posibilidades de mezcla eran múltiples
y variadas. Habría que hablar de mestizajes, resaltando el plural. Mestizajes que
resultaban necesarios de acuerdo con la diferenciación para el trabajo, que a su
vez estaba relacionado con la concepción climática de una raza = un clima. Así,
el mestizaje debía ser diferente en cada país o porción del territorio nacional. Por
ejemplo, en la minera provincia de Chocó, el mestizaje debía ser adelantado con
base en el elemento negro, como forma de garantizar una mano de obra que había
sido naturalizada con la recolección de oro:
Esta [raza africana] ha tenido necesariamente un contacto más frecuente, más prolongado y
en mayor escala con la raza primitiva, de esa mezcla naturalmente se ha formado una raza tan
numerosa y mixta que ha hecho desaparecer enteramente los tipos y fisonomías indígenas,
resultando una raza particular, que mezclada también con la raza blanca ha diversificado los
colores y dado una constitución más robusta y vigorosa y una natural energía, mayor que
la de los individuos nacidos en el mismo clima, de padres de sangre europea o africana sin
mezcla. (Codazzi 1855: 174)

Esta diferenciación del trabajo que negreaba al Chocó y aindiaba o blan-


queaba al altiplano, dependiendo del tipo de población y su índole, estaba sus-
tentada en la imagen racialista de que existen razas o tipos propicios para de-
terminados climas, debido a la idea de una constitución física particular o a un
acondicionamiento de siglos de historia. Los negros resultaban adecuados para el
trabajo en regiones que eran malsanas para los blancos: “La raza blanca no puede
soportar esta temperatura, y vegeta en ella sin salud ni energía; cruzada con la
africana produce una casta de atletas que reciben con gusto sobre sus cuerpos
semidesnudos los quemantes rayos del sol y los aguaceros repentinos” (Ancízar
1853, tomo II: 185), “la africana, que necesita de una temperatura ardiente como

66 Desde esta visión, la colonización del territorio era apreciada como un ejercicio de mestizaje
poblacional y territorial. Al igual que con las poblaciones, el altiplano blanco –aunque también
indio– debía nutrir a las tierras bajas –indias y negras– e imponérseles como vector de su
mestizaje paisajístico. Mestizaje, por cuanto significaba la formación de una tierra nueva, no de
una simple réplica de la primera (Rivas 1899).
67 Igualmente, estas visiones sobre el mestizaje eran posibles en un período en el cual las razas no
eran vistas desde un racismo radical cientificista, como conjuntos biológicos que eran genética-
mente problemáticos, tal como ocurriría a principios del siglo XX.

48
La nación como proyecto de unidad y diferenciación

Ilustración 4
Carmelo Fernández (1850).
Tipo blanco e indio mestizo,
Tunja. En Codazzi (1851).

Ilustración 5
Carmelo Fernández (1851).
Cosecheros de anís. Indios
mestizos. Ocaña En Ardila y
Lleras (1985).

Estos cuadros revelan la imagen del buen campesino. Hombres vigorosos, de buen aspecto y con disposición
para la labranza aparecen allí; incluso en la 5 están inmersos en el anís que cultivan. La imagen tipificada del
dócil y hasta bonachón indio mestizo es repetitiva como proveniente de un molde: “Los mismos indios de formas
rechonchas, color cobrizo y fisonomía socarrona de suyo y humilde cuando saben que los miran, los mestizos
atléticos y los blancos de tez despejada y facciones tan españolas que parecen recién trasplantados de Andalucía
o Castilla” (Ancízar 1853, tomo II: 13). En general, los cuadros de Fernández son representaciones positivas e
ideales de la población neogranadina. Recordemos, que, con más claridad, los primeros cuadros de la Comisión
fueron proyectados para ser expuestos y reproducidos a un público extranjero (Sánchez 1999).

la del Chocó” (Pérez, 1865: 160). Esta idea confirma la necesidad de un mestizaje
gradual, regionalizado y regulado a lo largo del territorio nacional, y no un simple
blanqueamiento.
En este mismo escenario, el mestizaje resultaba central en la construcción de
una jerarquía poblacional regionalizada. Un mestizaje diferenciado por regiones
sustentaba la diferenciación interna (Cf. II/3). Al mismo tiempo, el mestizaje
permitía la normalización de la diferencia, haciéndola aceptable en medio de
los principios de unidad. En suma, esto demuestra, como lo ha afirmado Wade
(2003a, 2003b), que el mestizaje ha sido un elemento central en la constitución
de las naciones latinoamericanas, por cuanto se desliza entre la búsqueda de la
unidad y el mantenimiento de diferencias manejables y jerárquicas a la vez. El
mestizaje, su necesidad o sus límites, determinaba la delimitación de los márgenes
de la nación y no sólo de la diferencia aceptable.

3.3. En los márgenes de la nación. Temor, incorporación y otredad

La barbarie fue uno de los motivos más importantes de la escritura decimonónica.


En diversos discursos políticos, sin distinción de partido, los bárbaros poblaban
todos los espacios posibles de la nación, acechaban dentro de las ciudades, en el
49
Julio Arias Vanegas

campo, en las selvas y en los valles ardientes. Al fin y al cabo, la barbarie aparecía
por doquier, por ser el otro de la civilización. Pero, además, he señalado cómo
podemos encontrar la barbarie en los artesanos, en el pueblo ignorante y sucio,
en los caudillos y hasta en los radicales, revelando, así, el miedo generalizado al
pueblo como agente político de la nación y la revolución. Por medio de la escritura
y las prácticas disciplinarias sobre el cuerpo, al final del siglo XIX, buena parte
de lo bárbaro en el pueblo comenzaba a ser reducido; la Regeneración emergía
entonces como un gran proyecto para frenar la degeneración moral, política y
social de la República, condensando gran parte de los deseos del siglo XIX sobre
el control y contención del pueblo colombiano en torno a claros y rígidos principios
morales. Con todo, la verdadera y más temida barbarie continuaba rondando gran
parte del país, aunque circunscrita, pero no fija, a territorios particulares (valga
decir “especiales”, en los términos del ordenamiento territorial): indios errantes
y salvajes, negros libertos y libertinos, zambos y mulatos vagabundos, todos los
cuales constituían poblaciones que no solamente representaban la peor barbarie
frente a la civilización, sino también los otros más distantes del progreso y la
modernidad, que habitaban los márgenes físicos y simbólicos de la nación.
Aunque estas poblaciones representaban el otro del pueblo nacional obser-
vado o proyectado, no eran precisamente objetos de exclusión o invisibilización.
El mismo hecho de ser la imagen contraria del pueblo las hacía necesarias dentro
de los discursos sobre la nación. El centro de la nación se ve en una lectura en
reversa de sus márgenes. Indios y negros eran marginales y no invisibles en el
discurso nacional. Marginales no en el sentido de insignificantes, sino de subor-
dinados y contrarios al ideal. En este sentido, no estaban excluidos, por doquier
aparecían como motivo de preocupación68. Aun más, indios y negros fueron rea-
les poblaciones, en tanto objetos problemáticos, críticos y riesgosos para el ejer-
cicio de gobierno moderno (Foucault 1976, 1978)69. La nación hizo más urgente
la incorporación e intervención sobre ellos –en particular, sobre los indios–. Los
indios errantes y los negros libertos eran constituidos en “sujetos de crisis”, en
el sentido de Trigo (2000), desde las representaciones que las élites hacían de los
cuerpos salvajes y obscenos y, por sobre todo, de las prácticas opuestas a los pro-

68 Pensar en los procesos de marginalización, más que de invisibilización o exclusión, no es un


simple eufemismo que niega el fuerte racismo discriminador sobre lo indio y lo negro. Por el
contrario, enfocarse en estos procesos permite entender que el hacer parte crítica de los discursos
sobre la nación propicia la generación de formas fuertes de discriminación y subordinación
evidentes en prácticas cotidianas y tangibles.
69 Mientras que, en términos generales, estas poblaciones requerían de un actuar directo sobre
ellas, los tipos regionales, la diferencia moderada, eran principalmente objeto de la acción de la
escritura.

50
La nación como proyecto de unidad y diferenciación

pósitos del Estado nacional. Esta posición absolutamente subordinada se eviden-


cia en la imposibilidad de hacer de estas poblaciones tipos regionales o humanos
neogranadinos, descritos a través de cuadros de costumbres, sino comprendidos
y ordenados a través de dispositivos más distantes como la etnografía.
Letrados y científicos naturalizaron la posición crítica de los indios errantes y
los negros libertos en su relación con tierras y climas particulares. Ellos habitaban,
o más bien, rondaban los grandes territorios de Casanare y Caquetá, las selvas
del Chocó, las márgenes de los grandes ríos y determinados valles interandinos,
el Urabá, la serranía del Tibú, la cuenca del Catatumbo, el Magdalena Medio y
La Guajira, entre otros. Territorios que, en conjunto, se caracterizaban por ser
zonas de frontera interna; considerados así por estar en los límites del orden
económico, político, natural y simbólico de la nación70. En este sentido, a las
tierras de frontera o marginales les era adjudicada una historia de expediciones,
conquistas y colonizaciones fallidas por las condiciones climáticas, la belicosidad
de los indios nativos y su violencia implícita (Codazzi 1856, 1857).
La condición de tierras marginales era sustentada en distintos elementos y
esquemas de diferenciación espacial. En primer lugar, la oposición civilizadora y
colonizadora entre tierras altas y bajas. Las segundas eran consideras desiertas,
a pesar de su exuberante naturaleza, por la ausencia de vida social civilizada. Lo
despoblado y lo desierto eran nociones recurrentes para describir las tierras no
integradas, con base en juicios sensibles sobre la soledad, la tristeza y la monotonía
que experimentaba el viajero ante ellas:
Al cabo resulta de una monotonía insoportable, agravada por la inmensidad del desierto,
puesto que sólo unas cuantas tribus de indios salvajes vagan aquí y allá por los ríos. (Vergara
y Velasco 1892: 211)

70 El Estado nacional, en vías hacia una economía capitalista, planteaba como uno de sus requeri-
mientos básicos de existencia la integración regional que había articulado bajo la presencia de
una unidad territorial y administrativa mayor. Dicha integración, en una perspectiva económica,
se basaba en la conexión efectiva de los lugares de producción o extracción de recursos con los
núcleos urbanos importantes y con las vías para el transporte interno o externo, en especial con
los puertos que permitieran exportar los productos. Además, el Estado requería de una integra-
ción política, simbólica y práctica, en la que los territorios y poblaciones incorporados estuviesen
sometidos a la dominación política y cultural que implica una formación como el Estado. Las re-
giones de frontera eran caracterizadas precisamente por esta imposibilidad de integración a una
unidad mayor, que en estricto sentido es abstracta y arbitraria. Así, por paradójico que parezca,
el pensamiento nacional, al plantear la necesidad de la integración, crea y naturaliza lo contrario
como problema en el territorio o la población. Es de allí que aparecen ideas como la desintegra-
ción, la fragmentación o el archipiélago regional. Igualmente, como una contradicción implícita
en este orden nacional, el Estado-nación inició una marginalización progresiva de ciertas regio-
nes, en la búsqueda de una centralización del poder y en el establecimiento de unas jerarquías
espaciales y culturales.

51
Julio Arias Vanegas

Se dilatan intrincadas y espesas selvas donde apenas cabe ya la vegetación, y por las
cuales atraviesan hacia el río, en un curso desconocido sin nombre y sin historia […] las
voces y los cantos desapacibles de las aves de la selva, el rumor de la corriente […] son
el ruido constante y discorde que se percibe por horas seguidas en aquellos desiertos […].
(Pérez 185?: 161)

Frente a la ausencia de sociabilidad, lo bárbaro y lo salvaje eran las categorías


más recurrentes para calificar a los territorios marginales. También, la violencia,
el caos y lo aislado los calificaban. En especial, éstos eran vistos como espacios
autocontenidos, absolutamente distantes y aislados de las tierras altas, con grandes
barreras, que en los relatos de viaje eran simbolizadas por las cordilleras:
Desde que se pasa la cumbre no muy elevada de los Andes orientales frente al pueblo de la
Ceja de la Provincia de Neiva parece que uno se halla en un Nuevo Mundo; separado por
decirlo así de todo comercio humano, rodeado de cerros cubiertos de un oscuro bosque
que se rebajan en desorden hacia una inmensa masa de vegetación que forma horizonte sin
percibir ningunos rastros de cultivo. (Codazzi 1857: 191)

En torno a las condiciones climáticas, la enfermedad y el deseo de un or-


den ecológico particular, articulaban éstas y otras categorías que determinaban
la marginalización de las tierras habitadas por indios y negros71. El climismo fue
explícito, con sus visiones radicales, sobre esta caracterización de las tierras de
frontera72. Un climismo que, aunque tenía presente las consideraciones hipocrá-
ticas de principios de siglo, estaba más cercano a la climatología de finales del
XIX, la cual planteaba una relación natural entre geografía y nosografía, de lo
que resultaban una clasificación y una definición espacial y ambiental de las en-
fermedades poblacionales.
La mayoría de los viajeros que recorrieron los territorios especiales durante
el siglo XIX compartía la apreciación de que éstos se caracterizaban por ser indis-
cutiblemente malsanos, con condiciones climáticas inadecuadas para la vida civi-
lizada. El hecho tenía que ver con la conjunción de la humedad, la alta presencia

71 Las políticas de ordenamiento territorial reforzaron la marginalización de ciertos territorios


al calificarlos de especiales, y asignarlos o bien al Estado central o a determinadas provincias
o estados federados, por cuanto eran considerados espacios conflictivos y de difícil manejo,
por sobre todo, por ser despoblados o, lo que era lo mismo, habitados en su mayoría por indios
salvajes. Durante el siglo XIX fueron territorios especiales La Guajira, San Martín, Casanare,
Caquetá, San Andrés, Darién y Bocas del Toro en Panamá. Sobre esta política en el siglo XIX,
ver Rausch (1999) y Sánchez (1999).
72 En este texto se utilizan los términos climista y climismo para referirse al tipo de doctrinas
o pensadores que enfatizaron, dentro del racialismo, en la explicación de la influencia o la
determinación imperante del clima en la constitución física, moral y social de los hombres. Ya
Cadelo (2002) había utilizado el término “pensamiento climista”, justamente para referirse a
las ideas sobre el influjo del clima desarrolladas por los naturalistas criollos del Semanario del
Nuevo Reino de Granada.

52
La nación como proyecto de unidad y diferenciación

de vida orgánica, los drásticos cambios climáticos, la composición de los pastos


y bosques, lo cual producía miasmas y emanaciones deletéreas que afectaban el
desenvolvimiento y la subsistencia de la vida humana y de algunos animales.
Respecto al Casanare y al Caquetá, se afirmaba:
Por los innumerables seres i cuerpos que anida i abriga esa zona en su recrudecimiento
actual; por lo perjudicial de esa doble vida orgánica; por lo vírjen i remoto de su salvaje
existencia; por su nociva influencia actual Climatérica; por lo mórbido de su humedad,
sedimentos i despojos; por el miasma que enjendra i mantiene en sus pútridos cimientos; por
su falta de armonía con debilidad i la constitución del hombre. (Díaz E. 1879: 21)
Aquí esperaban al viajero nuevos peligros porque se encuentra un clima abrasador, en
una atmósfera húmeda, cargada de miasmas pestilentes y llena de insectos ponzoñosos por
todas partes. (Codazzi 1857: 192) […] En medio de una vegetación tan portentosa en que
el hombre no ha tenido la menor parte, casi se acostumbra a considerarse como un ser
imperceptible en medio de aquel vasto suelo en donde todo es gigantesco, cerros, llanuras,
ríos y selvas. Al ver aquel inmenso desarrollo de las fuerzas orgánicas vegetales, aquella
riqueza que agobia la tierra, comprende que se necesita una numerosa población para poder
dominar tan exuberante vegetación. (Codazzi 1857: 197)

Esta imagen se concentraba en una supuesta relación desequilibrada entre las


distintas fuerzas orgánicas presentes y la vida humana; es decir, allí los viajeros
veían una ecología no armónica y perjudicial para los hombres. En esta visión,
cuando se refieren a los hombres, lo hacen sobre los civilizados, puesto que los
bárbaros, indios, o incluso negros, no se encuentran mermados por los miasmas y
parecen gozar de buena salud en estas condiciones. Por ello, en la medida en que
en los relatos de viajes e informes son enunciadas las posibles soluciones de esta
situación de desequilibrio, se hace evidente que lo que se pretendía era también un
tipo particular de ecología, en la cual el hombre fuera el centro y el dominador de
las relaciones entre la vida orgánica; es decir, que la naturaleza fuera doblegada
y vencida en beneficio de los elementos constituyentes del hombre civilizado: la
cultura y la industria. El orden ecológico deseado, por medio de la ganadería o la
agricultura, implicaba la dominación de animales, matorrales e indios:
De la sabana no se puede sacar producto sino por medio de la cría de ganado mayor, pero
para establecer las crías es preciso vencer dificultades que parecen superiores a las fuerzas
del hombre, porque las sabanas están pobladas de tigres, culebras, caimanes en los caños
que las atraviesan, una infinidad de zancudos y mosquitos de diferentes clases, y lo peor de
todo, las frecuentes incursiones de los indios salvajes. (Codazzi 1856: 129)73

73 Las regiones malsanas, peligrosas, infructuosas y despobladas de colonos eran consideradas


necesitadas de la irrupción y la avanzada de economías extractivas, como la ganadería del siglo
XIX, con lo cual se suponía que se abría paso a una sucesiva colonización y el establecimiento
de la industria y el progreso. Dentro del pensamiento colonizador y nacional, tal economía
resultaba afín con la necesidad de explotar y dominar los territorios de frontera por medio de la
extracción de recursos naturales y el sometimiento de sus pobladores a duras jornadas de trabajo.

53
Julio Arias Vanegas

“Aborígenes e indios errantes”. Los otros de la modernidad


y estrategias para su reducción
En el conjunto de los territorios marginales-especiales, en particular, Chocó, Ca-
quetá y Casanare, operaba una división entre zonas “conocidas”-“reducidas” y
zonas “salvajes”, “desiertas” y “desconocidas”. Esta diferenciación espacial se tra-
ducía asimismo en una diferenciación poblacional: las primeras eran habitadas
por los indios reducidos y civilizados, mientras que las segundas eran considera-
das “la mansión de las tribus salvajes” (Codazzi 1856: 102). Los indios reducidos
era un término utilizado para referirse a las poblaciones que habían sido incor-
poradas a una vida considerada semicivilizada por medio de las misiones. Por tal
razón, estos indios eran caracterizados como dóciles, fieles, agricultores y con
residencia fija (Codazzi 1856, 1857), aunque no por ello menos perezosos, por su
carácter indígena: “sus costumbres se reducen a cazar i pescar, i la pereza de ellos
es tan dominante, que solo la necesidad los hace salir de sus habitaciones, en don-
de pasan el día acostados en sus hamacas” (Valderrama 1869: 56). Los viajeros,
naturalistas y letrados argumentaban que los indios reducidos podían retroceder a
este estado si no se encontraban bajo una tutela reduccionista permanente.
Por otro lado, con el rótulo de “tribus salvajes” era reunido un gran número
de grupos humanos nómadas, que basaban su subsistencia en la caza y recolec-
ción, y que habitaban en extensas zonas selváticas, distantes del control policial,
eclesiástico y económico, en las cuales, en varios casos, se habían refugiado del
régimen colonial de encomiendas y misiones74. Sin embargo, el siglo XIX, con
la necesidad de ampliar tierras de cultivos y de ganadería, y con el avance de las
economías extractivas –en particular, en los Llanos Orientales–, significó un au-
mento en la presión territorial sobre estos indígenas, así como la representación
de éstos como objetos problemáticos para el avance colonizador y los proyectos
modernos del Estado nacional.
La vida del indio nómada fue barbarizada, por cuanto aparecía contraria
al orden moderno económico y cultural que encarnaba el Estado-nación. En
especial, la autosubsistencia y la ausencia de producción significaban un modo de
vida totalmente opuesto al esperado progreso material y moral de la nación. La
pereza y la indolencia no eran presentadas como rasgos o actitudes simples, sino
como formas de vida que contravenían los principios básicos de la vida moderna,

Esta imposición de lo extractivo a los territorios especiales terminaría marginándolos aun más,
simbólica y físicamente, e incentivaría o, mejor aun, terminaría produciendo la violencia y la
belicosidad que les era imputada.
74 Así, esta división espacial y poblacional seguía el nivel del avance colonizador en su relación con
el tipo de organización social, de residencia y de subsistencia de los grupos indígenas.

54
La nación como proyecto de unidad y diferenciación

basada en el ideal de progreso futuro: “Si son diestros y altivos, los vemos en la
selva; los encontramos perezosos en extremo grado en sus chozas, sin que los
mueva al trabajo el mayor interés, ni las promesas ni las pagas, porque no aspiran
sino a comer malamente y no piensan en lo futuro” (Codazzi 1855: 409; ver la
ilustración 6).
Científicos, viajeros y colonizadores relacionaban esta vida inactiva, aunque
suene paradójico, con el carácter errante de los indios salvajes. Nada aparecía más
contrario a la vida moderna, más cercano al estado de naturaleza, que la ausencia
de una residencia fija. Este hecho hacía imposible el control poblacional en todas
sus dimensiones, en especial, en la sujeción de una fuerza física. El progreso de la
nación y de cada uno de sus componentes resultaba imposible con la vida nómada:
Si se inquiere un espíritu filosófico cuál es la causa de esa inmovilidad de los pueblos nómades
en el camino del progreso, se encontrará que no es otra que la ausencia de la propiedad raíz
individual entre ellos. La propiedad raíz fija el hombre a la tierra, y establece entre ésta y
aquél vínculos que generan los primeros movimientos que lo ponen verdaderamente en el
camino de la civilización. (Restrepo 1870: 175)
Asimismo, desde la visión del sistema de hatos en las sabanas, de las ha-
ciendas agrícolas o de los complejos mineros, la eliminación de la autosuficiencia
era requerida para constituir una población de trabajadores dependientes de tales
sistemas. Los indígenas no reducidos generaban fisuras a este sistema, y con su
nomadismo y su no inserción plena al mercado-consumo fueron constituidos en
la población crítica sujeta a intervención. Por tales razones, la lógica de la au-
tosuficiencia indígena debía ser desestructurada, como lo indicaba el abogado
Joaquín Díaz Escobar en su informe al Congreso sobre los Llanos:
La razón por qué los indios queman muy poco de sus praderas allí, está, en que ven que así
no les disminuye su haber o despensa, siendo en esto lógicos i consecuentes con su vida
errante i cómoda i con su inacción, pero el día en que nosotros por cálculo económico e
industrial, les contrariemos con el elemento del fuego, ese modo de ser por la razón y la
fuerza de la necesidad, tornarán hacia un movimiento industrial i productivo, como el de
cultivar la tierra, agotar los animales dañinos, o explotar mejor la vegetación. De otro modo
la metamorfosis será tardía, porque la abundancia aleja el trabajo. (Díaz 1879: 43, 44)
De allí que se desencadenaran cruentos enfrentamientos entre indios y colo-
nos, con saqueos, por un lado, y masacres, por el otro. El nomadismo era descrito
como una vida propia de hordas de bárbaros belicosos. Los indios errantes eran
como una plaga que acechaba a los colonos blancos e impedía sus proyectos co-
lonizadores (Díaz E. 1879; Codazzi 1856). Sin duda alguna, esto justificaba su
reducción e, incluso, exterminio75.

75 Gómez (1991) demuestra que, desde mediados del siglo XIX, los colonos y los funcionarios
estatales regionales y locales participaron activa y abiertamente en el exterminio físico de los

55
Julio Arias Vanegas

No obstante, desde la perspectiva del Estado nacional, el exterminio físico


no era la solución. Por el contrario, la preocupación de la nación era incorporar
a los indígenas en una vida civilizada, lo cual pasaba por otro tipo de estrate-
gias76. Así lo demuestran las sucesivas leyes tramitadas en el Congreso sobre
la reducción o civilización de los indios salvajes77. En estas leyes se proponía la
entrega de tierras, alimentos, herramientas y ropas por “unidades familiares” a
los indios que dejaran el nomadismo y se dedicaran al pastoreo o a la siembra.
Las leyes siempre estuvieron enfocadas en la necesidad de instaurar una fuerza
física productiva en las despobladas tierras de frontera, ante la baja colonización
que atraían: “los indios, así sometidos a algún régimen ó administración regular,
prestarían incalculables servicios en la explotación de los frutos naturales que
abundan de manera increíble en todos aquellos bosques” (Pérez T. 1897: 103,
104). Por otro lado, la incorporación de los indios resultaba trascendental como
una forma de garantizar la defensa de las variantes fronteras nacionales; así lo
expresaba Emiliano Restrepo, el abogado-colonizador de los Llanos:
Es preciso ponernos en capacidad material de defender nuestro territorio y eso no consegui-
remos jamás […] si no nos ocupamos seriamente de la reducción de las tribus salvajes, que
en número de ochenta o cien mil almas pueblan nuestras llanuras orientales, incorporándo-
las por el afecto, por las instituciones, por el idioma y por las costumbres, en el gran cuerpo
de la familia colombiana. (Restrepo 1870: 226)

En este contexto, el mestizaje aparecía recurrentemente en la obra de Coda-


zzi como la forma privilegiada de incorporar a los indígenas. Un mestizaje que
podía ser guiado por los habitantes del altiplano o de otros países (Codazzi 1856;
Restrepo 1870). Aunque distintos proyectos de colonización y de inmigración
fueron tramitados en el Congreso, ninguno tuvo un impacto importante directo
en una incorporación proyectada de los indígenas. La más importante estrategia
de reducción de éstos hasta bien entrado el siglo XX fueron las misiones. Si bien
durante el siglo XIX se mantuvo una política dual y ambigua sobre las misiones,
éstas siempre aparecían como el único medio posible de reducción e incorpora-
ción de los indios salvajes. Las misiones no sólo se concentraron en adoctrinar
almas, sino en preparar poblaciones disciplinadas para el trabajo físico, más aun

indígenas nómadas de llano adentro. Esto continuaría en el siglo XX con las tristemente célebres
guajibiadas.
76 En este sentido, se entiende la preocupación de los informes de la Comisión Corográfica (Codazzi
1856, 1857, 1858), elaborados o proyectados (Sánchez 1999: 408), de detallar etnográficamente
cada una de las tribus indígenas de los territorios de Caquetá y Casanare y del estado de
Cundinamarca, como no se hacía con otros tipos o razas. Esta descripción debía estar acompañada
de un mapa con la ubicación de los indios, para facilitar las estrategias de reducción.
77 Una reseña completa de estas leyes se encuentra en Rausch (1999: 168-170).

56
La nación como proyecto de unidad y diferenciación

las misiones modernas, que incluso se preocuparon por instruir a los indios en los
principios de la ciudadanía (Rausch 1999).

“Negros y zambos”. De esclavos a libertinos y los límites


del mestizaje

Wade (1993, 2003b) ha resaltado cómo los negros y los indios han sido ubicados
de distintas formas en las estructuras de alteridad del orden nacional. Durante
el siglo XIX, lo negro fue, ante todo, además del otro extremo de lo blanco,
una construcción racialista centrada en el problema de la fuerza física para el
trabajo. Sobre la población negra salvaje no fueron dispuestas medidas estatales
de incorporación tan explícitas como las aplicadas sobre los indígenas, aunque
fue representada como una población altamente problemática.
Los negros eran a la vez una población problemática cercana y lejana para
la élite letrada urbana. Los negros trabajadores serviles de haciendas, minas y
familias acomodadas eran considerados inferiores moral e intelectualmente, como
una estrategia segura de validar esta condición de subordinación (Cf. II/1.2). Sin
embargo, una visión más radical se desplegaba sobre los negros que vivían por
fuera de este orden servil. Los negros salvajes aparecían particularmente en las
selvas del Chocó, los valles intercordilleranos, las hoyas de los grandes ríos y
la Costa Atlántica, distantes del control económico, cultural y político nacional.
La representación de éstos era aun más barbarizada, por cuanto condensaban
los temores y las limitaciones de la élite frente a lo negro, ya fuese subyugado o
libre.
Santiago Pérez, en su descripción del Chocó para la Comisión Corográfi-
ca, afirmaba enfáticamente que “lo que más contrista desde que se ve al primer
habitante, desde que se palpa la primera calamidad, desde que se entra en la pri-
mera población es la salvaje estupidez de la raza negra, su insolencia bozal, su
espantosa desidia, su escandaloso cinismo” (1855: 45). Los negros eran reiterada-
mente calificados por él y por Codazzi como libertinos, vagabundos, perezosos,
obscenos, indolentes y estúpidos. A los viajeros les incomodaban sobremanera la
desnudez, la tranquilidad en los ranchos y la vida ociosa de los negros. En suma,
el negro salvaje era visto como un ser libertino, el cual estaba desposeído de
cualquier rasgo de moralidad y dedicado a una vida perniciosa de embriaguez y
obscenidad (ver la ilustración 7).
Esta imagen cobró más fuerza en un contexto particularmente problemático
para la élite: las décadas siguientes a la abolición de la esclavitud. De allí,
precisamente, fue reforzada la visión del negro descontrolado. Según esta élite, con
el fin de la esclavitud, los negros, una raza de por sí degenerada y desenfrenada,
57
Julio Arias Vanegas

habían perdido la guía y el freno moral propiciado en el seno de la esclavitud. Por


supuesto, esto contenía una valoración positiva de la esclavitud: “Bajo su influjo y
el de la fraternidad práctica del catolicismo, el esclavo del español en América, no
fue como el del inglés, una bestia de carga, sino, dice un economista, el compañero
de los trabajos de su señor, y casi un miembro de su familia” (Arboleda 1867: 60).
Esta representación de lo negro revelaba la inconformidad del antiguo patrono-
letrado con la pérdida de su poder subyugador,
Razón tienen, pues, y de sobra, los antiguos dueños de esclavos para amostazarse, para en-
furecerse, para desesperarse, cuando, después de su ejemplo, y a pesar de sus esfuerzos, ven
y tienen que sufrir, en aquella provincia, a los negros recién libertados, es decir recién sus-
traídos de su paternal protección, tan estólidos, tan mañosos, tan insolentes y tan bárbaros
[…] Sin hábitos de libertad, sin costumbres de virtud, sin deseos de comodidades que no co-
nocen ni imaginan, han pasado de siervos de hombres, a siervos de vicios. (Pérez 1855: 45)

Estos negros libertinos y descontrolados representaban además un problema


al orden establecido. A mediados del siglo XIX existió un temor latente a la
sublevación de los negros con el fin de la esclavitud (ver Samper 1861; Arboleda
1867; Cf. Rojas 2001). Ellos representaban un componente de barbarie extrema
que podía ser movilizada por los odios y resentimientos contra la élite criolla
nacional. Aunque esto demostraba el temor del antiguo patrono, el problema
aparecía en los textos como algo natural de lo negro revoltoso, que justamente la
esclavitud frenaba.
Por otro lado, la representación del negro salvaje evidenciaba lo crítico de la
vida de autosuficiencia, relacionada con la pereza y la vagancia, al igual que ocurría
con los indios errantes. Los negros libertos representaban una población que antes
estaba sometida como fuerza de trabajo y que después de su libertad se ubicaba por
fuera del orden político y económico de la nación, sin ningún problema:
[…] él [negro] se cree más dichoso que nadie, porque no tiene los deberes del ciudadano ni
las necesidades de la civilización. Su platanar eterno, su maizal y su yucal (que son casi un
lujo), su hamaca, su red y su canoa, le bastan para vivir. Cuando necesita sal […] llena su
piragua de plátanos, yucas y pescado seco, va á venderlos a la más cercana villa o parroquia,
se provee de lo que necesita y vuelve a su vida de indolente reposo. (Samper 1861: 98)

En el fondo, todas estas visiones remitían a la brutalidad y casi animalidad


imputada al negro en estado salvaje, sin limitaciones y vigilancia. Si bien lo negro
era valorado por su fuerza y vigor físico, su constitución moral y social era inferior
frente a lo blanco. Ello se traducía en el hecho de que lo negro fuera requerido
como mano de obra para las tierras calientes, pero no por su carácter laborioso,
sino por su corporalidad.
Esta fuerza física implicaba otros temores hacia lo negro. La población debía
ser vigilada en su crecimiento demográfico, ya que por su vigor y adecuación a
58
La nación como proyecto de unidad y diferenciación

Ilustración 6
Manuel María Paz (1857). Indios guaques. Caquetá. En Codazzi (1857)
El cuadro representa la vida nómada de los indígenas. Una vida descrita como
activa e indolente a la vez, puesto que evidentemente la caza-recolección era
realmente activa, pero calificada de perezosa por lo que no aportaba a la vida
económica moderna.

Ilustración 7
Manuel María Paz (1853). Venta de aguardiente en Lloro. En Codazzi (1855).
Este cuadro podría se leído de forma paralela a las descripciones que
Santiago Pérez hizo del Chocó. En éste la única referencia a lo negro es
la bebida y la desnudez. Para Pérez, los negros se caracterizaban por su
“obscenidad en el lenguaje, licencia en las costumbres, ociosidad en todos,
desnudez y miseria” (1855: 85).

las tierras calientes podía terminar imponiéndose sobra las otras razas o tipos.
Los negros, además de vigorosos, resultaban fecundos (Codazzi 1855: 87; Samper
1861), lo cual representaba un peligro, en la medida en que aparecían como una
creciente plaga de animales, que terminarían negreando totalmente ciertas regio-
nes de frontera (Samper 1861). El temor radicaba en la ausencia del control de las
razas o los tipos adecuados y de las élites regionales o nacionales. Este argumento
también servía para marginalizar zonas como el Chocó y la Costa Atlántica.
Lo negro encarnaba así un límite al mestizaje, al absorber a los otros ele-
mentos, cuando no estaban dirigidos por los propósitos civilizadores y naciona-
lizadores. Para Samper, esta limitación la simbolizaba la figura del zambo, “una
raza de animales en cuyas formas y facultades la humanidad tiene repugnancia en
encontrar su imagen ó una parte de su gran sér” (Samper 1861: 95). Alguien como
Samper temía que la nación se convirtiera, por medio de un mestizaje degenerati-
vo, en el otro extremo de su visión idealizada del pueblo nacional.
*****
En esta parte he mostrado cómo la élite nacional, en su ejercicio de definirse como
agente de gobierno de sus otros semejantes, no sólo se preocupó por construir una
unidad nacional sino también un orden jerárquico y diferenciador. Desde la mis-
59
Julio Arias Vanegas

ma construcción de la unidad se hacía evidente el esfuerzo de constituir distintas


posiciones jerarquizadas en torno a un ideal de la nación. La imagen del pueblo
nacional no sólo funcionaba como patrón de normalización e incorporación alre-
dedor de unos valores particulares y una herencia y un pasado común, sino como
un eje diferenciador. Este hecho estaba atravesado por la definición de una iden-
tidad de élite nacional, cimentada en el deseo civilizador, la europeoascendencia
y una conciencia criolla. De allí, se consolidaba una primera gran división en el
orden nacional: la diferencia entre élite y pueblo, además de la oposición entre el
pueblo y lo bárbaro marginal.

Cuando los viajeros, naturalistas y políticos escribieron sobre los zambos,


negros salvajes e indios errantes evidenciaron sus deseos y temores sobre la
conformación de la nación, así como su distancia e incipiente reconocimiento de
las tierras marginales y de frontera. La colonización, la reducción y el mestizaje
fueron algunas de las medidas planteadas para incorporar tierras y razas distantes
de los centros de poder y conocimiento de la nación. La mirada sobre lo salvaje
e indomado del territorio nacional surgía desde el eje que constituían Bogotá,
Antioquia y Popayán. Aquello que estaba por fuera de sus fronteras era apropiado
a partir del esquema general de la civilización y la barbarie y de la clasificación
racial de las tres grandes razas. Aunque este esquema era la base de la diferenciación
poblacional de la nación, en las márgenes se hacía aun más radical. En las áreas
objeto de una activa colonización e integradas al eje mencionado, las élites letradas
representaban tipos neogranadinos y regionales, entremezclados con las grandes
razas, que conformaban el grueso del considerado pueblo nacional, mientras éstas
se definían por fuera o por dentro del esquema regional de la diferencia.

60
II. Figuras y jerarquías
de la diferencia en el siglo xix.
Transformaciones del mapa nacional
Esta parte aborda la construcción y representación, desde la élite nacional, de una
variedad de figuras humanas –razas, tipos o pueblos regionales–, a partir de las
cuales fue expuesta la diferencia poblacional, dentro de los contornos de la unidad
nacional colombiana en el siglo XIX. En conjunto, estas figuras constituyeron un
mapa jerárquico de la población, desde el cual el ejercicio diferenciador de gobierno
de los otros cobraba sentido para las élites. Por ello, en este documento se insistirá
en que la diferencia poblacional, elaborada en las producciones visuales o escritas
aquí analizadas, tuvo lugar en la medida que emergió una conciencia nacional y
que fue planteada la imagen de una unidad de la nación; a fin de cuentas, tan sólo
plantear lo heterogéneo implica la pretensión de una homogeneidad.

No fue una la forma de clasificar la población durante el siglo XIX. A lo


largo del siglo es posible identificar o plantear tres modelos taxonómicos; distin-
guibles, éstos, por las figuras a las cuales aludieron, los órdenes que plantearon
y las condiciones de posibilidad epistemológica, económica y política desde las
que surgieron. Cada una de las siguientes tres secciones explora una de estas
taxonomías poblacionales, siguiendo el orden en el que emergieron. Si bien analí-
ticamente podrían ser esbozados los contextos de origen de cada una de éstas, ello
no significa que deban ser vistas como etapas definidas y sucesivas en un trazado
lineal. A finales del siglo XIX, en los mapas jerárquicos de la diferencia pobla-
cional se entremezclaban y conjugaban las distintas taxonomías. La clasificación
racial de las tres razas no desaparecería a lo largo del siglo, por sus implicaciones
en la establecimiento de jerarquías radicales, e igualmente el climismo siguió
cumpliendo un papel central en este mismo propósito. No obstante, este capítulo
evidencia cómo la regionalización va ocupando un lugar privilegiado en la cons-
trucción de la diferencia en torno a la elaboración de una unidad nacional.

La conjunción de una serie de procesos incidió en esta variación en las


formas de clasificar a la población nacional. En primer lugar, es evidente una
progresiva transformación de la conciencia de una unidad nacional, en la que
fueron requeridas taxonomías moderadas, donde las diferencias no fueran tan
radicales e irreconciliables, y, por esta vía, permitieran plantear la idea de unidad.
La categoría tipo, por ejemplo, es una manifestación de esta transformación. Por
otro lado, la creciente valoración de lo mestizo abrió la posibilidad de pensar
más allá de las tres grandes razas y sus derivaciones básicas e “impuras”. Los
tipos humanos y regionales fueron viables en un escenario en el que la mezcla
dejó de ser percibida como la desestabilización del orden, para ser el sendero
del progreso y la depuración del pueblo. Estos procesos propiciarían, en tercer
lugar, cambios en los saberes sobre la diferencia, de unos más radicales a unos
moderados, y en la constitución de saberes del estudio de lo propio. Por último, las
lentas pero continuas exploraciones, colonizaciones e integraciones del territorio
Julio Arias Vanegas

nacional fueron enriqueciendo y complicando el escenario de la construcción de


la diferencia. La variante imagen de la geografía nacional en el transcurso del
siglo fue determinante al respecto.
Esta historia de la transformación de los modelos taxonómicos revela la casi
obsesiva preocupación por clasificar, ordenar y nombrar lo que aparecía variado,
disperso e irregular ante los ojos de la élite letrada nacional. Este ejercicio
clasificatorio estaba fundado y fue respaldado con fuerza por “el pensamiento
racialista” (Todorov 1989; Urueña 1994). Como lo he señalado, éste no opera
solamente al hablar de razas. Las taxonomías poblacionales del siglo XIX fueron
elaboraciones racialistas, desde las cuales las diferencias eran planteadas en una
jerarquía de valores y naturalizadas por medio de una relación incuestionable
entre la constitución social-moral y la constitución física individual y del “medio
físico”.
El racialismo funcionó como sustento de un ejercicio diferenciador que era
eminentemente político. Un ejercicio que permitió la definición de estructuras
de poder alrededor de lo nacional, articulando las relaciones desiguales entre los
pueblos y territorios incorporados, y de éstos con los centros de poder del Estado
nacional. Igualmente, como parte del sistema mundo moderno, los estados nacio-
nales eran ejercicios localizados de una colonialidad del poder, la cual organizaba
las relaciones productivas y de control del trabajo a partir de taxonomías que
eran fruto del racialismo (Quijano 2000). El racialismo y las diferencias que na-
turalizaba respondían a un colonialismo interno de las élites nacionales respecto
a su pueblo y sus territorios. Ello cobrara gran importancia en el contexto de la
segunda mitad del siglo XIX, en el que la colonización física y simbólica del terri-
torio, el deseo civilizador, la búsqueda de la prosperidad y la inserción lenta a una
economía mundo capitalista se conjugaron en la necesidad de un conocimiento
y clasificación de las riquezas poblacionales y naturales (Rojas 2001; Restrepo
1993; Sánchez 1999).
Así como los tres modelos que presento a continuación se traslapan y entre-
cruzan a lo largo del siglo, los elementos, esquemas y enunciados racialistas que
los componían también se entretejieron en complejos mapas de clasificación. En
los siguientes tres capítulos se intenta hacer este recorrido, que comenzaba con
las razas, conjuntos morales, naturales y de grados de civilización, comprendido
además desde el climismo y la perspectiva civilizadora de la orografía. A ello
se sumaría la complejización de la descripción física, a mediados de siglo, el
posicionamiento de la idea del medio físico, que se superponía a la idea del cli-
mismo hipocrático, la importancia de los saberes de las costumbres y el ascenso
definitivo de la división entre lo urbano y lo campesino. Elementos, todos, que
eran reforzados bajo la diferencia regional, que a su vez era cruzada con los tipos
64
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix

humanos y las razas. El indio chibcha habitaba al mismo tiempo los mapas de la
diferencia poblacional con el antioqueño, el negro, el santafereño, el zambo y el
calentano. Los esquemas, elementos y saberes se ampliaron desde la perspectiva
regional. La región natural, las economías regionales, la climatología por regio-
nes, aparecieron, entre otros, como elementos determinantes de la diferencia.

1. Civilización andina/barbaries ardientes


El racialismo y las clasificaciones poblacionales en Colombia se concentraron
inicialmente en las categorizaciones raciales básicas de las tres grandes razas,
asociándolas a una diferenciación espacial entre tierras altas –civilizadas– y tie-
rras bajas –bárbaras–. En este capítulo explico este modelo taxonómico, evidente-
mente con fuerza desde principios del siglo XIX, y vigente, aunque con cambios,
durante todo el siglo como fundamento de la diferencia poblacional y espacial de
la nación. Además, aquí introduzco de forma general la relación entre racialismo
y colonialidad del poder en la Colombia del siglo XIX. Para ello, presto especial
atención al racialismo proveniente de la conciencia criolla de principios de siglo,
considerando que fue determinante en la forma en que se desenvolvió tal proble-
ma a lo largo del siglo.

1.1. Razas, colonialismo y diferencia

La conquista-invención del Nuevo Mundo enfrentó al régimen colonial español


al manejo y explicación de la diferencia humana. Antes de que doctrinas eviden-
temente racialistas –en el sentido de Todorov– fueran comúnmente aceptadas
en América, las discusiones sobre la diferencia en la constitución moral de los
grupos humanos, la cuestión del color de la piel y la naturalización de la división
del trabajo cumplieron un papel determinante para el poder colonial (Quijano
2000). A finales del siglo XVIII, en las colonias hispanoamericanas ya había una
historia larga de dominio colonial relacionado con el manejo y la comprensión de
las diferencias poblacionales, que para esta época se reforzó con las discusiones
naturalistas en torno a la llamada “Disputa del Nuevo Mundo” (Gerbi 1982), ani-
mada a su vez por la emergente imagen de la civilización humana ilustrada y sus
valores jerarquizadores de sociabilidad y racionalidad.
Desde finales del siglo XVIII y durante todo el siglo XIX, el pensamiento
racialista fundamentó el orden jerárquico de la diferencia poblacional en el orden
global. Esto permitió, particularmente, naturalizar y fijar la “índole” y el “genio”
variado de la población, según las diferencias raciales. En general, las variadas
65
Julio Arias Vanegas

relaciones entre distintos pueblos y territorios estuvieron, entonces, mediadas


por una constante marcación de las diferencias, pensadas desde valores raciales;
raciales porque habían sido fijadas en “la naturaleza” de los grupos humanos,
tanto porque las esencializaba en un algo intrínseco, propio e invariable como
porque las fijaba en los cuerpos y en la corporalidad de los hombres y mujeres.
El punto central del racialismo es particularmente retórico, porque desde su ló-
gica cientificista pasa en su argumentación de lo físico-natural a lo moral-social
(Todorov 1989). Esta racialización de las diferencias fue un ejercicio político de
carácter mundial, puesto que sustentaba las relaciones de poder y dominación. A
este ejercicio se refiere Quijano (2000) cuando utiliza el término “colonialidad
del poder”.
En esta colonialidad surgieron categorías raciales que se constituían en uni-
dades poblacionales fijas y vistas como evidentes. En América, las más corrientes
fueron blancos-europeos, indios-americanos y negros-africanos, según la fisono-
mía-origen. A cada una de ellas fueron adjudicados valores morales, comporta-
mientos, actitudes, costumbres, grados de civilización, y hasta grados de raciona-
lidad o humanidad-animalidad.
Con la construcción de las naciones en América, la colonialidad del poder
se convirtió en una colonialidad interna. En las naciones hispanoamericanas el
ejercicio de gobierno, la distinción social y las relaciones entre los componentes
poblacionales y espaciales de la unidad nacional estuvieron mediados por las di-
ferencias raciales. Allí, lo blanco, lo negro y lo indio siguieron funcionado como
formas de diferenciación interna en estos distintos niveles.
La historia del racialismo en lo que hoy es Colombia tuvo un momento de-
finitivo a principios del siglo XIX. Los criollos del Nuevo Reino de Granada se
encontraban en una situación liminal, en la cual el racialismo posibilitaba una
forma de posicionamiento en el horizonte de la civilización y generaba mecanis-
mos de diferenciación con los otros habitantes de su tierra patria. Subordinados
ante el gobierno colonial por su origen de nacimiento y tachados de inferiores por
los naturalistas europeos, los criollos debieron enfrentarse a la definición de su
identidad racial entre los europeos, como semejantes, y los nativos americanos,
como distintos.
La reivindicación de los criollos como hombres civilizados, católicos, con
altos grados de moral y con un aspecto físico bello, que los hacía conformar
a su juicio la casta más importante del Reino, tuvo un lugar privilegiado en el
Semanario creado por el payanés Francisco J. de Caldas, en especial, frente a
las fuertes afirmaciones sobre la inferioridad de todos los pueblos del Nuevo
Mundo que se divulgaron en Europa. Por ejemplo, para el reconocido naturalista
66
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix

Buffon, todas las especies animales americanas eran inferiores y débiles, debido
a las condiciones climáticas y naturales del continente. América era entonces
un continente habitado por una naturaleza “salvaje, hostil y frígida” que la
civilización humana, al no haberse desarrollado exitosamente, no había logrado
domesticar (Gerbi 1982: 7-42). De Pauw fue incluso más lejos al enfocarse en los
hombres, afirmando de entrada su incuestionable degeneración. Para él, el Nuevo
Mundo, dominado por un clima malsano y húmedo, no habría podido generar
aquellos buenos salvajes de los cuales hablaban ciertos europeos; más bien, los
indios eran “bestiales”, “débiles” y “siervos por naturaleza” (Gerbi 1982: 81-96).
Caldas (1808b), desde Santa Fe, y Unánue (1806), desde Lima, fueron sólo algunos
de los naturalistas criollos que, utilizando los mismos argumentos climistas de
Buffon, escribieron sobre las ventajas del clima en determinados “países” y los
talentos e ingenios de ciertos hombres en el continente americano. De esta forma,
los criollos esperaban ser vistos como iguales ante los europeos, como agentes
de su propio gobierno ante el régimen colonial y como distintos ante las demás
poblaciones del Reino.

El esquema diferenciador de los criollos de principios de siglo, basado en las


tres grandes razas y sus derivaciones impuras y problemáticas, fue particularmente
radical y jerárquico porque su horizonte identitario era la civilización mundial-
europea y la posesión de su tierra patria, en la que los otros habitantes eran otras
de las riquezas o problemas con los que se contaba. Entre los criollos, indios,
negros y mestizos, en la visión de Caldas, por ejemplo (1808a, 1808b), no había
planteada una unidad de identidad. La idea de patria no puede ser confundida con
la de nación, puesto que la primera sólo hacía referencia a la ligazón con la tierra
de nacimiento, que por cierto era reiterada como parte de los conflictos con el
régimen colonial. Sin embargo, la visión de los criollos sobre los indios y negros
no fue tan extrema como la de los naturalistas europeos, puesto que estos grupos
se constituían en su fuerza de trabajo, en materia disponible y, por ende, en un
problema poblacional interno que tratar.

La diferencia entre las tres razas fue conjugada con una jerarquía espacial
entre las tierras altas y las tierras bajas. Tres razas distintas en dos tierras comple-
tamente distintas que reiteraban al altiplano como centro de poder frío y civiliza-
do, al igual que la Europa imaginada. En esta jerarquía fueron conjugadas la idea
de un poderoso influjo del clima, la diferenciación entre civilizados y bárbaros,
que señalaba la autodeterminación de ciertos hombres, y la concepción cristiana
sobre el acceso a la gracia divina. La utilización diferenciada de estas concepcio-
nes sustentó una jerarquía radical que tuvo lugar en una geografía horizontal y
principalmente vertical del cuerpo de la patria, una escala de valores atravesada
por los pisos térmicos, es decir, una jerarquía climática. En esta visión, el racialis-
67
Julio Arias Vanegas

mo era radical, y por tanto, las diferencias, no por una idea rígida, homogeneiza-
dora y excluyente de nación, sino porque allí primaba una colonialidad del poder
totalmente eurocéntrica y precisamente no filtrada por la idea de nación.
Después de la Independencia y hasta mediados de siglo, la diferencia pobla-
cional y espacial siguió concentrada en la oposición entre civilización y barbarie
y tierras altas y tierras bajas, cruzada por la progresiva coexistencia espacial de
las tres grandes razas. No sólo el deseo civilizador estaba en el fondo de la nación,
oponiendo a la civilizada e ilustrada élite nacional al bárbaro e ignorante pueblo,
sino que, desde su posición en el altiplano como centro de poder, la élite criolla
mantuvo la diferenciación espacial de principios de siglo. Así, las categoriza-
ciones raciales básicas, los valores asociados a lo negro, lo blanco y lo indio se
mantuvieron, aunque bajo otras formas menos radicales.
Todo esto será explicado más adelante. Por el momento, es importante acla-
rar que el racialismo, como definición de las diferencias poblacionales, se mantu-
vo con fuerza en el contexto nacional, por su papel adjudicado en la explicación
de los conflictos y problemas nacionales, en una óptica absolutamente atravesada
por el colonialismo eurocéntrico. Los letrados nacionales vieron en la composi-
ción racial poblacional y en los remanentes de la barbarie la explicación de la vio-
lencia, el atraso y las constantes revoluciones que sacudían al país (Samper 1861;
Arboleda 1867). El estudio de las razas y del carácter de la población colombiana
permitiría comprender, a juicio de la élite letrada, la condición particular de la
República: “Es necesario ir más lejos. Forzoso es entrar en el examen de las razas
que pueblan el continente considerándolas como elemento social, viendo cómo
y en qué proporciones entran en juego en el desarrollo de los Estados” (López
de Ayala 1867: 32). Estas explicaciones racialistas tenían como principal fuente
de recepción y aceptación el público europeo. De esta manera, lo particular y lo
propio eran comprendidos desde el racialismo, atendiendo a la mirada europea.
Hasta las mismas visiones optimistas y positivas de la situación del país tenían
como fundamento el racialismo (Ancízar 1853; Samper 1861). Ello era problemá-
tico. Aunque varios principios del racialismo sustentaban al nacionalismo, sobre
todo en la idea de una raza nacional diferente de otras, la percepción de sí mismos
atravesada por las doctrinas racialistas enfatizaba aun más en las jerarquías po-
blacionales.

1.2. Tres razas y dos tierras


La visión jerárquica de las tres grandes razas, dispuestas en dos tierras distin-
tas, fue evidente desde principios del siglo XIX, fruto de una conciencia criolla.
La diferenciación poblacional y espacial propuesta por los criollos ilustrados del
68
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix

Nuevo Reino debe ser apreciada como un esfuerzo de éstos por rechazar la in-
negable y extendida degeneración de los hombres americanos, de lo cuales ellos
harían parte, al mismo tiempo que, utilizando un pensamiento climista, intenta-
ron generar formas de diferenciación entre los pueblos del Reino, construyendo
un orden jerárquico en el cual ellos ocuparían la posición privilegiada. Esta dife-
renciación también se constituyó en una estrategia para el posicionamiento de los
criollos americanos, quienes con las reformas borbónicas se encontraban aún más
subordinados frente a los naturales de Europa.
La diferenciación poblacional que planteaban los criollos naturalistas se ba-
saba en la afirmación del influjo del clima, sustentada en términos generales en
dos principios básicos78. Primero, en especial para la geografía botánica y zoo-
lógica, los distintos especímenes tenían una ubicación geográfica particular, que
hacía pensar que las diferencias se podían situar geográficamente. En segundo
lugar, para alguien como Caldas (1808b), el hombre, al tener un cuerpo organiza-
do, como cualquier animal, con una forma y un contenido complejo compuesto
de sistemas y fluidos, era alterado en su constitución física por las condiciones
climáticas. En este último argumento operaba la idea de unos cuerpos mecánicos
e hidráulicos que eran afectados en sus propiedades por las condiciones de tempe-
ratura del medio físico, un cuerpo que se contrae, se dilata y se expande, como lo
anunciaban las incipientes físicas y químicas de la época: “el cuerpo del hombre,
como el de todos los animales, está sujeto a todas las leyes de la materia: pesa,
se mueve y se divide; el calor lo dilata, el frío lo contrae” (Caldas 1808b: 139).
Además, allí resultaba evidente el peso de la medicina hipocrática, en especial de
la teoría humoral y la clasificación en temperamentos, aunque en contradicción
con la anterior visión. Los humores, como fluidos provenientes de los elementos
primarios de la naturaleza, eran los directamente afectados por el clima y los ali-
mentos, siendo potenciados, disminuidos o renovados. El estado humoral de cada
persona definía su temperamento y éste señalaba unas características somáticas,

78 La idea del influjo del clima utilizada de forma positiva para los criollos y negativamente para
los negros o los indios errantes estuvo sustentada por unas nociones particulares sobre el clima
y la constitución física del hombre. Para Caldas, el clima no era sólo los grados de calor y frío,
sino, además, las cargas eléctricas, la presión atmosférica y el oxígeno, los ríos, las montañas,
las selvas, los vientos y las lluvias; el influjo del clima sería la fuerza de todos estos elementos
de la naturaleza poderosa sobre los seres vivientes. Además, Caldas se preocupó por el influjo
de los alimentos y las bebidas, según sus tipos, su grado de asimilación, los humores que
produce y los efectos en el tamaño, aunque no se ocupa mucho de este punto, puesto que para él
es evidente e incuestionable. Al hablar de la constitución física del hombre, este naturalista se
refería a la robustez o debilidad de los órganos, el grado de irritabilidad del sistema muscular y
de sensibilidad del sistema nervioso, el estado, abundancia y consistencia de sólidos y fluidos y
el funcionamiento de la circulación (Caldas 1808b: 138).

69
Julio Arias Vanegas

psíquicas y, en el siglo XIX, morales. En Caldas, esta visión hipocrática se con-


centraba en señalar que cada temperamento tenía unas potencias o cualidades; el
clima, al definir los temperamentos, por la vía de los humores, actuaba sobre es-
tas potencias definiendo las inclinaciones, las cuales, a su vez, llevaban al hombre
bien sea a la virtud o al vicio. Aquí, la clasificación que en el fondo importaba a
alguien como Caldas era de orden moral. El uso extensivo y radical de esta visión
hipocrática, que se fundamentaba en la conexión microcosmos-macrocosmos, se
presentaba en Caldas cuando se refería a aquellos que estaban más abajo en la
escala de degeneración: indios errantes, zambos y negros, aquellos que eran por
temperamento de determinada forma y a los cuales no era posible cambiar; la
influencia del calor, de la humedad y de los climas malsanos aparecía inevitable
para ellos.
El influjo del clima era menor o mayor, dependiendo de la raza o el pueblo
mezclado que afectara, bajo el supuesto de que el hombre civilizado era quien
incidía, en últimas, por sus propias capacidades, en la elección de una vida social
determinada; una vida que sería de virtud, por ser ilustrado, racional y sociable.
Además, Caldas desarrolló su argumento para demostrar que, por ser tan distintos
los pisos térmicos y la incidencia de un conjunto amplio de elementos climáticos
sobre ellos, en algunos casos el clima influía positivamente sobre los hombres o
por lo menos no afectaba de forma negativa sus características morales. Ello era
reiterado para indicar el carácter civilizado de los criollos del altiplano y de otras
tierras altas de la patria.
Para alguien como Caldas, si las diferencias climáticas y físicas, que los via-
jeros y exploradores reportaban en el contexto colonial, eran evidentes, por qué
no afirmar que éstas tienen que ver con las diferencias morales: “Esta asombro-
sa variedad de producciones, de temperaturas y de presión, en lugares tan poco
distantes, es preciso que haya influido sobre el carácter y las costumbres de los
pueblos que habitan la basa de la cordillera, o sobre ella” (Caldas 1808b: 21).
El racialismo sustentó el proyecto colonialista de los europeos con otros
pueblos o de los criollos con su misma patria, a partir de esta conexión entre
lo físico y lo moral, que por medio de ciertos “datos de campo” aparecía como
incuestionable en un ejercicio retórico para el convencimiento del lector. Ade-
más, la correspondencia entre diversidad de la naturaleza y diversidad moral se
relacionaba con la idea de civilización, no sólo porque ésta era dispuesta en una
naturaleza particular, sino porque la civilización era concebida en oposición al
“estado de naturaleza”, y la degeneración, como pérdida de civilización, sería
el descenso hacia el salvajismo. La distinción entre civilizados y bárbaros era
naturalizada también al evidenciarla en los rasgos somáticos. El civilizado, desde
las apreciaciones estéticas de los criollos, se caracterizaba por una belleza física,
70
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix

unas facciones y color de piel agradables, mientras que la degeneración hacia la


barbarie y el estado de naturaleza de ciertos indígenas y negros, de los zambos,
mulatos y “tribus errantes” se hacía evidente en el oscurecimiento de la piel y en
las facciones toscas y salvajes.

Así, la primera gran división que plantearon los naturalistas criollos pro-
venía de la imagen de la civilización. Para ellos, en el Nuevo Reino habitaban
pueblos civilizados y tribus salvajes o bárbaras, cuyas diferencias eran fácilmente
distinguibles: los primeros daban muestra de las características de la civilización,
de humanidad y de una vida social bajo ciertas leyes y costumbres, mientras que
en oposición a éstos se encontraban las tribus errantes que, aunque humanas, se
diferenciaban minimamente de los animales, por su escasa vida social. Los pue-
blos civilizados se dividían en las tres grandes razas: los criollos o europeos –por
supuesto, para un criollo, ambos estaban en igualdad de condiciones, a pesar de
la tierra en que hubieran nacido–, los indios y los africanos o negros. Cada una de
estas razas, a su vez, se distinguía por su grado de civilización en el orden anterior
de superiores a inferiores; cuando Caldas calificaba a los indios o a los negros
de civilizados, era porque a su juicio éstos contaban con ciertas leyes o costum-
bres, lo cual no negaba que se pudiese afirmar que unas eran menos civilizadas e
incluso bárbaras frente a las de los criollos. Aunque los negros e indígenas eran
ubicados en una escala inferior, para Caldas el punto más bajo en la escala de los
pueblos del Nuevo Reino lo ocupaban los mezclados, los no puros, aquellos que
no podían ser clasificados fácilmente. Esta posición de lo mestizo, que contras-
taba claramente con el lugar que se le asignaría en el orden nacional, obedecía a
lo que el mestizo significaba para un orden tan rígido y estamental. El mestizo
implicaba la fusión entre razas y la imposibilidad de determinar claramente las
diferencias. Por ello, el mestizaje implicaría más adelante un refinamiento de las
formas de diferenciar.

La disposición de estas tres razas y sus distintas mezclas en los pisos térmi-
cos conduciría a una clasificación jerárquica más detallada. Sin embargo, como
he señalado, la oposición más importante era entre las tierras altas-frías (mon-
tañas y altiplanicies) y tierras bajas-ardientes (en cuyo menor nivel estaban las
selvas). Sobre las montañas, Caldas no ahorró adjetivos positivos para calificar-
las: allí se había asentado y desarrollado “felizmente” la civilización y desde sus
alturas brotaban los manantiales de aguas puras que renovaban la constitución
física de los hombres. De estas alturas, Caldas descendió hasta las selvas, el pun-
to más bajo de la jerarquía climática, el lugar de las tribus errantes y la barbarie,
donde a su juicio, por ejemplo, el agua no purificaba sino que al extenderse sobre
todas las tierras las humedecía a un punto exagerado que no era propicio para los
hombres. Esta oposición climática se refería en conjunto, cuando hablaba de lo
71
Julio Arias Vanegas

alto y lo bajo, a la visión colonizadora y civilizadora, y de lo frío y lo ardiente, a


la visión del clima influyendo en las pasiones, la imaginación, la violencia y el
conocimiento de los hombres.
Así, para Caldas (1808b), los “países andinos” constituían “la zona tórrida del
corazón humano” (167), “el término superior donde ha llevado el hombre la cul-
tura y los ganados” (158), donde vivían los criollos y los indios de los Andes con
costumbres moderadas y ocupaciones tranquilas. En los “países ardientes”, por el
contrario, habitaban los indios de las costas, los errantes, los mulatos, los zambos
y negros, guiados por el salvajismo, las pasiones, la agresividad y los vicios. Esta
división, sustentada en las distinciones y categorías de la civilización, se conjugó
además con el escalonamiento de pueblos que Dios había dispuesto en la creación
del orden natural. Entre las tierras altas y las bajas se presentaba una escala similar
a la del ascenso y descenso del cielo al infierno. La topografía civilizada quedó así
ligada a una topografía moral (Taussig 1987) de la cercanía a Dios.
Después de la Independencia, esta visión de la diferencia poblacional y espa-
cial continuó sin mayores cambios, aunque la perspectiva climista, sustentada en
el hipocratismo, fue haciéndose menos viable frente a la oposición entre naturale-
za y hombre, y, por ello, su invocación fue cada vez más retórica.
La referencia a las tres grandes razas no desapareció del escenario nacional
como una forma de taxonomizar las diferencias internas. Desde Caldas, la gran
mayoría de los letrados compartía una visión similar sobre la raza. Ésta era una
categoría que en el siglo XIX trazaba una historia natural, moral y civilizadora
de diferentes troncos o linajes de lo humano, que representaban las razas. En la
visión colombiana, ello era reiterado con el origen compartido, la monogénesis,
que planteaba el cristianismo, y desde la cual se habían desprendido tales troncos.
“Aunque todos los hombres, como lo demuestra la historia natural y la lingüística
y lo enseña la revelación, tienen un origen común, los hallamos divididos en mu-
chas familias y razas, que pueden ordenarse en cuatro clases: Caucásea o Blanca,
Mongólica o Amarilla, Etíope o Negra, y Malaya” (Arboleda 1872: 18). Aquí se
nota también la relación de esta categoría con el colonialismo y su geopolítica. A
esta visión se sumaría cada vez más un mayor detalle de la composición física,
que no se reducía al color de la piel, aunque no en el sentido biológico de princi-
pios del siglo XX.
La oposición entre civilización y barbarie fue ampliamente resaltada por la
élite letrada nacional en las décadas siguientes a la Independencia. Esta élite si-
tuaba las tres razas en una escala jerárquica muy similar a la planteada por Caldas,
aunque progresivamente los indios reducidos comenzaron a ser incorporados más
claramente como parte de lo nacional (Cf. Safford 1991; ver García del Río 1829;
72
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix

Lleras 1837; Zea 1822). La utilización de esta oposición civilización/barbarie co-


braba sentido en una visión del gobierno democrático y a la vez aristocrático que
nunca dejó de ser corriente en el siglo XIX. Esta visión determinaba abiertamente
el poder del gobierno en unos pocos, por sus capacidades civilizadas, que eran
además racializadas. Lo bárbaro estaba particularmente racializado hacia lo ne-
gro y sus derivaciones zambas y mulatas, concebidas como poblaciones revolto-
sas y conflictivas. En suma, sólo a los criollos de ascendencia europea, fisonomía
blanca, carácter ilustrado, vida de virtudes, índole imaginativa y racional, moral
ejemplificante y costumbres refinadas, era adjudicado el ejercicio del gobierno.
Los descendientes de los europeos son los que predominan, los que dan el tono a la sociedad
y han promovido y llevado a cabo la regeneración política. (García del Río 1829: 109)
De raza europea somos los criollos que trabajamos por hacerle [a la civilización cristiana]
progresar. Los africanos, cuando eran esclavos estaban en contacto con sus señores blancos,
pero no adquirían sus cualidades. Libres, han vuelto a ser lo que eran en África. Si la liber-
tad tiene algo que esperar en estos países, es de los criollos [comprendiendo los mestizos,
en que predomina la sangra europea]. Los criollos son únicamente los que han manifestado
instintos favorables a la libertad y a la civilización; los que poseen las calificaciones que
indican aptitud para tener parte fructuosa de la cosa pública. (Florentino González, en Ro-
jas, 2001: 123)

Esto, de nuevo, demuestra la incapacidad de gobierno de la élite nacional,


al tener que insistir constantemente en quién tenía la posibilidad de gobernar y
quién no.
Por otro lado, la imagen de un componente bárbaro era reiterada por la élite
letrada para explicar las revueltas constantes en que se veían inmersas las nacien-
tes repúblicas. El carácter bárbaro era adjudicado así a negros, a indios, e incluso,
al pueblo bajo, como el artesanado, y a mediados de siglo, a los liberales radicales.
Sin embargo, a esa barbarie, particularmente a los primeros, había que incorpo-
rarla dentro de la perspectiva nacionalista:
El cuadro que a grandes rasgos acabamos de trazar, se modificaría sin duda mucho con la
exposición de los detalles; pero en el fondo quedaría siempre el mismo. De él resulta que
en América luchan dos elementos: la civilización y la barbarie; y que la primera, ora por
nobleza, ora por debilidad, ha abdicado el poder en la segunda. Cualquiera, empero, que
sea la fuerza del elemento bárbaro, la civilización debe recobrar muy pronto su cetro y
su prestigio; pues no hay fuerza ninguna que pueda dominar permanentemente sobre el
poder irresistible de la inteligencia. Trabajemos y afanémonos porque esta restauración
no se retarde; y una vez la civilización en el solio, seamos activos y eficaces en aniquilar
la barbarie; mas no como en Buenos Aires con el sable y el cañón, sino con la doctrina
y la enseñanza. Eduquemos a los bárbaros, acomodándolos a un régimen conforme a sus
respectivas circunstancias. (Arboleda 1867: 98)

No obstante, como señalé atrás, a finales del siglo XIX, la barbarie era ubi-
cada aun más en las poblaciones realmente marginales en el orden nacional. En
términos generales, las otras poblaciones, tipos humanos, mestizos y regionales,
73
Julio Arias Vanegas

aunque podían ser pensados desde la civilización y la barbarie, eran tipos civili-
zados, domesticados e incorporados.
Aunque inicialmente la permanencia de lo blanco, lo negro y lo indio como
categorizaciones raciales centrales demostraba cierta reticencia hacia lo mestizo
y la insistencia en un orden rígido con lo blanco criollo como centro de poder
(Zea 1822), su continuidad a lo largo del siglo XIX se debió a diferentes razones.
Es posible identificar la preeminencia de esta taxonomía en textos publicados en
especial para el público europeo e hispano (Zea 1822; Lleras 1837; Pérez 1865;
Arboleda 1867), puesto que permitía generar una conexión mayor entre la élite
nacional y sus considerados semejantes europeos. Pero también demuestra la
centralidad de la clasificación racial básica en el mundo moderno y cómo ésta era
adoptada indiscriminadamente por los letrados nacionales, siguiendo el lenguaje
occidental-cientificista de lo negro, lo indio y lo blanco. Pero aun más, ello fue
una forma de mantener una distancia radical interna entre las tres grandes razas.
La visión de Arboleda (1867) es clara al respecto. Él continúa con la imagen del
criollo-blanco imponiéndose sobre las otras razas.
La preeminencia de lo indio y de lo negro fue también evidente en el ma-
nejo y la división interna de la fuerza de trabajo. La esclavitud y su desmonte y
el problema de los resguardos de indios fueron determinantes en el manejo de la
población considerada india y negra (Codazzi 1851; 1855; Samper 1861). Ambas
eran la fuerza de trabajo más importante en determinadas provincias del país. Lo
negro aparecía como población problemática, en tanto conflictiva y a la vez carac-
terizada como una fuerza física importante para los trabajos pesados en la tierra
caliente y en las regiones de frontera (Codazzi 1855; Pérez F. 1865; Pérez S. 1855;
Samper 1861). Aunque considerado bárbaro y en estado de naturaleza, en claro
contraste con lo blanco (Pérez 1855; ver la ilustración 7), lo negro resultaba tam-
bién asociado al trabajo servil doméstico, agrícola o minero (Arboleda 1867; ver la
ilustración 8); claro que siempre visto como necesitado de dirección, por su carác-
ter por fuera de la esclavitud: “El negro sufre las penalidades, pero es flojo para el
trabajo, y, siempre desconfiado, no quiere conocer sus verdaderos intereses, ni los
conocerá, hasta que otra raza trabajadora e inteligente le enseñe prácticamente el
modo de enriquecerse exponiendo en otra actividad…” (Codazzi 1855: 85).
Lo indio era valorado como la mano de obra más importante para la agricul-
tura en las tierras altas, como el altiplano o las montañas caucanas, pero su vida en
comunidad, su indolencia, su fanatismo y su falta de iniciativa también lo hacían
objeto de críticas y de políticas de incorporación (Arboleda 1867; Codazzi 1851,
1855, 1858; Samper 1861). En suma, lo negro y lo indio eran representados en claro
contraste con lo blanco, en el nivel local y nacional, dentro de las divisiones natu-
ralizadas de la índole y genio de las poblaciones (ver las ilustraciones 8 y 9).
74
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix

Ilustración 8
Carmelo Fernández (1851). Mujeres blancas. Oca-
ña. En Ardila y Lleras (1985). Este cuadro marca un
contraste claro entre los valores asociados a una fi-
sonomía blanca y a una negra. Como muchos de los
cuadros de tipos poblacionales, expone la diferencia
de forma contrastante. Sin embargo, a ello no se re-
duce la importancia de este cuadro. En él, la atención
estaba centrada en la caracterización de las mujeres
notables y distinguidas de la provincia. En ese senti-
do, la mujer negra no hacía parte del título, no porque
fuera negada, sino porque su papel estaba subordina-
do a la definición de lo blanco. La mujer negra era
parte fundamental en la representación de las mujeres
blancas como sirvienta, como un capital o un signo
más de distinción o reconocimiento. Por ello aparecía
en el cuadro, por cierto mirando al lado opuesto de las
mujeres blancas, en un lugar claramente inferior, por
la construcción racializada de lo negro.

Ilustración 9
Manuel María Paz (1853). Aspectos de las casa de Nóvita.
En Codazzi (1855). El cuadro representa en claro contraste
a la población negra y blanca en una zona de profundas ten-
siones coloniales, como era la minera Nóvita (Pérez 1855:
43-44). Los negros en el centro del cuadro, siempre semi-
desnudos como reflejo de su barbarie, y los blancos atavia-
dos desde la casa, como si no hiciesen parte de la imagen.
Evidentemente, ellos estaban allí para la comparación y, a
la vez, para mostrar la presencia de habitantes civilizados en
estas tierras que, aunque salvajes, habían sido domesticadas
por medio de una economía extractiva. En las imágenes de
la Comisión, los negros bárbaros habitaban siempre las re-
giones de frontera, los valles ardientes y las selvas, y cuando
hacían parte de pueblos y ciudades, lo hacían incorporados
como sirvientes o fuerza de trabajo civilizada.
(ver ilustraciones 7, 8, 10 y 12).

75
Julio Arias Vanegas

Por otro lado, la insistencia en las tres razas se convirtió en una vía para señalar
y clasificar a las distintas poblaciones, aun si fueran mestizas. Desde mediados de
siglo, la oposición entre las tres razas no remitía a la división anterior entre élite
criolla-nacional y los otros internos. En lo local primaba la diferenciación racial,
como una forma segura, por el extendido racialismo de marcar jerarquías. En el
escenario nacional, lo importante era ver si esta diferenciación era superada por
identidades locales o regionales compartidas, para ser en la unidad de la nación.
Lo negro, lo blanco y lo indio servían como estrategias descriptivas del pueblo
en lo local, junto con otros marcadores, para resaltar la diferencia (Ancízar 1853;
Codazzi 1851, 1855, 1858):
La población se compone del 33 por 100 de blancos, en quienes residen la ilustración y
cultura, el 27 por 100 de mestizos que forman escalón intermediario, y el 40 por 100 de
africanos, cuyo lote es el trabajo físico, y su patrimonio la inalterable salud en medio de
las ciénagas y ríos, sean cuales fueren las intemperies que sufran. El tipo masculino de
los primeros es el joven voluble, vestido a la ligera con chupetín o chaqueta de lienzo y
casaca los domingos, dedicado al comercio, atento, despejado, bailador y poco instruido,
salvo en requiebros y galanteos; el femenino es la damita de proporciones delgadas, aspecto
débil, modales pulcros, talle flexible y profusa cabellera, en el vestir muy aseada y elegante
siguiendo las modas francesas, en el trato llena de amabilidad e ingenio, sobremanera
sociable y cariñosa, pero siempre recatada. La música y el baile son su vocación, y rara es
la casa donde al caer la noche no suene un piano con las marcadas cadencias del valse, o
una harpa maracaibera, o por ventura dos voces de timbre juvenil unidas para cantar trovas
de amor. En los mestizos se manifiesta el tipo local, completamente criollo desde el traje
hasta el alma: los hombres de mediana estatura, sueltos y ágiles, vistiendo pantalón de dril y
camisa blanca, sombrero de nacuma excesivamente pequeño y nada de ruana; zapateadores,
tipleros y enamorados, un tanto afectos a la botella y al juego, pero trabajadores y de índole
buena, sin modales ni lenguaje descompuestos, como los del boga que tripula los bongos en
el Zulia; las mujeres pequeñas, sabiendo que son bonitas y procurando lucir y ejercitar este
don de gentes, el cuerpo bien repartido, limpio y ondulante, alegres y listas para cualquier
lance y respuesta. (Ancízar 1853, tomo II: 209-210)

En muchos casos, estas categorizaciones raciales superaban incluso la fisono-


mía básica de color de piel, pelo, composición corporal y facciones, para adentrar-
se en el detalle de lo mestizo, que podía ser visto como negro por su pereza, indo-
lencia, fealdad, fuerza física, o como blanco por su ilustración, plena civilización,
belleza física, vigor y disciplina para el trabajo. En este sentido, las regiones fueron
también racializadas a partir de estas categorías raciales básicas (Cf. II. 3.2).
Si bien el esquema entre civilización y barbarie permanecía como sustento
de la diferencia poblacional, no ocurrió así con la oposición entre tierras altas
y bajas en el conjunto de la unidad nacional. Esta división, relacionada con la
civilización, fue utilizada ampliamente en las descripciones locales y regionales,
pero perdió su exclusividad como esquema general en el conjunto nacional,
sin llegar a desaparecer: “se puede decir sin exageración que las montañas de
los Andes, que representan por su asombrosa grandeza y majestad sublime la
76
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix

bondad infinita de Dios, son en el mundo colombiano los mejores agentes de la


civilización democrática” (Samper 1861: 340).
Cada región, cada localidad, era jerarquizada internamente desde la oposi-
ción civilización y barbarie. Las descripciones de la Comisión Corográfica, los
informes geográficos y los relatos de viaje partían de esta oposición (Ancízar
1853; Codazzi 1851, 1855, 1856, 1857, 1858; Pérez 1855): “[la región] se puede
dividir en dos grandes secciones características: la una que comprende las comar-
cas sometidas ya al dominio de la civilización, y la otra que aún se mantiene en el
estado de salvajismo de los tiempos primitivos” (Codazzi 1858: 167); “[el Estado]
se compone de dos regiones separadas i completamente distintas entre sí: la po-
blada i la desierta. La primera es larga, angosta i montañosa; i la segunda plana,
ancha i riquísima en bosques i en aguas” (Pérez F. 1871: 91). En dicha oposición
eran conjugados distintos modelos de diferenciación. En primer lugar, el modelo
civilizador, relacionado con un modelo colonizador orográfico del descenso y el
ascenso. En éste, la incorporación a los centros de poder y su nivel de coloniza-
ción y sometimiento eran determinados y naturalizados de las tierras altas a las
bajas. Por otro lado, a partir de la diferenciación climática, tanto del climismo de
corte hipocrático como de la climatología moderna, era generada una oposición
entre tierras frías y tierras calientes y ardientes. Las primeras eran caracterizadas
por una vida sana y organizada en torno al cultivo humano sobre la naturaleza.
Allí los hombres tenían mayor disposición a la creación literaria, al gobierno y
al control de las pasiones. Mientras que las segundas eran caracterizadas por su
condición malsana y perjudicial para la vida humana, el ímpetu, y el poder de
una naturaleza sin dominación, y unos hombres pasionales, violentos, perezosos
e incapacitados para ciertas actividades. Éste era un esquema interno similar al
que existía con fuerza en el conjunto de la nación entre las tierras integradas y
los territorios de frontera, como lo expresó el economista Miguel Samper (1867),
hermano de José María, en su estudio sobre Bogotá:
Los que descubrieron y conquistaron esta parte de la América, encontraron la barbarie más
completa sobre las costas y en las hoyas de los ríos, en tanto que las faldas y mesas de
nuestra cordillera servían de morada a pueblos relativamente adelantados en civilización.
Cerca de cuatro siglos van transcurridos desde que ocurrió aquel hecho, y las cosas no han
cambiado sensiblemente. […] la población no baja de las faldas y mesas de la cordillera sino
con lentitud y precaución, porque allí donde está la riqueza fácil, la muerte ha establecido
también su imperio. Nuestras cordilleras son verdaderas islas de salud rodeadas por un
océano de miasmas. (12 y 13)

No obstante, todos estos esquemas se traslaparían con otros más cercanos


al deseo nacionalizador. Éste se sustenta en la necesidad, o mejor, en la obliga-
ción de la fusión, la mezcla, la integración y la colonización. Para la nación no
es posible pensar en lo aislado, lo separado, lo distanciado, tanto espacial como
poblacionalmente. Las dos grandes tierras debían ser interconectadas, con una
77
Julio Arias Vanegas

colonización guiada desde las tierras altas. Las razas debían fusionarse, para de-
jar de ser troncos o linajes distinguibles y generar una unidad de origen, un linaje
común de lo nacional. Ésta, sin duda, fue una de las visiones más importantes
sobre la nación, aunque no la única.

2. Tipologías, economía de trabajo y construcción de nación


A mediados del siglo XIX, la literatura, especialmente costumbrista y de viajes,
y las representaciones pictóricas de la población estuvieron habitadas por figuras
que intentaban mostrar al mismo tiempo la variedad y la unidad poblacional de la
nación. Los tipos obedecían a una taxonomía confusa y elemental a la vez, cuyo
mayor objetivo era clasificar las diferentes variaciones, muestras y ejemplos de
lo nacional. El tronco común era la nación. La variedad indiscriminada era su
siguiente nivel. Bogas, artesanos, cosecheros, criadas, indios, negros, mestizos,
campesinos y notables fueron algunos de los tipos humanos que convergieron en
el común denominador de lo neogranadino. Los libros, relatos, cuadros e imáge-
nes, de los que eran protagonistas, fueron expresiones de constantes encuentros
coloniales. Los distintos países y paisajes de la nación fueron objetos de explora-
ción y examen continuo por parte de viajeros, letrados y naturalistas, a quienes
se les requería para dar cuenta de las riquezas y posibilidades del territorio, las
naturalezas y sus gentes (Cf. Rozo 2001; Restrepo 1999). La economía agroexpor-
tadora, las relaciones de trabajo, el problema de la escasez de manos y la prospe-
ridad material y moral marcaron la definición de los tipos neogranadinos. En este
contexto, los tipos, en lugar de ser representaciones ideales de la población, con-
tuvieron los deseos, los temores, los límites y las ambigüedades de las élites y los
patrones sobre la fuerza de trabajo existente y requerida en la Nueva Granada.

2.1. De las razas a los tipos humanos neogranadinos

Con todo esto, no eran una excepción, sino las genuinas representantes de un género,
o si se quiere tipo, harto esparcido en nuestro país,
fácil de conocer y que bien merece fonógrafo e historiador especial.
Manuel Ancízar (1853, tomo II: 96 énfasis del original)

Puede pasar como un asunto menor o inadvertido el cambio en el uso mayoritario


de la categoría raza a la de tipo desde la década de los cuarenta en la Nueva Gra-
nada. No obstante, este cambio evidencia decisivas transformaciones en la forma
de comprender a la población, en la cual la nominación es fundamental.
78
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix

La categoría raza podía aludir o no a una unidad de origen. Aunque en el


siglo XIX colombiano el racialismo no fue particularmente radical y, por tanto,
fue compartida la idea de una unidad de la especie humana, en la que las grandes
razas eran sus derivaciones más significativas, la unidad entre razas resultaba
ser algo tan abstracto que las distancias entre ellas eran rígidas e incuestionables.
Como indiqué atrás, la división poblacional en tres grandes razas era concomitan-
te con el colonialismo eurocentrista en el mundo moderno/colonial.
En este escenario, la categoría tipo iba más allá, siendo reiteradamente usa-
da en un colonialismo interno, en el que el problema era definir las diferencias
dentro de lo nacional. Si bien el tipo, como categoría de la diferencia, reiteraba la
distancia entre poblaciones, siempre remitía a la pertenencia a la unidad nacional
y a las semejanzas entre las poblaciones que contenía; eran “los tipos enteramen-
te nacionales”, decía Rivas (1866: 171). Como la misma palabra lo indica, el tipo
es la muestra, el ejemplo o la manifestación de un algo; en este caso, la raza o el
pueblo neogranadino. Incluso, la sola referencia a las grandes razas como tipos
–negros, indios y blancos– evidenciaba una conciencia de lo nacional, en la que
era resaltada la cercanía79. El tipo indio, no tanto así la raza, era una derivación
de lo neogranadino. Los tipos eran lo particular dentro de lo general y, como en el
caso de lo neogranadino a mediados de siglo, lo particular era lo variado; referían
a diferentes poblaciones siempre conectadas o enmarcadas en un tronco de origen
común. En ese caso, los tipos, desde la homogeneidad nacional, representaban la
heterogeneidad. Una heterogeneidad que era especialmente fruto del mestizaje,
de los cruces continuos de las razas madres. Los tipos eran, en general, figuras
mixtas, productos de la mezcla, hombres y mujeres nuevos de un orden y un
mundo nuevos; de un mundo con posibilidades, tendiente hacia su depuración y
el progreso, en la visión optimista de mediados de siglo (Ancízar 1853; Samper
1861).
Así como en el nivel nacional los tipos representaban la variedad, en el nivel
local exponían la síntesis de la población de una parroquia o un cantón. Los tipos,
en tanto modelos o ejemplares de un pueblo, se constituían así en figuras homoge-
neizadoras en medio de la diversidad. Sin embargo, como estos tipos emergieron
de las exploraciones al territorio nacional, de los viajes de ascenso y descenso por
las cordilleras, de la conquista de la tierra caliente y los valles profundos y del re-
corrido entre las parroquias, se hacían incontables. Con cada parroquia, con cada
país y paisaje nuevo, un nuevo tipo surgía. Esta densidad era más evidente en las

79 En su mayoría, los títulos de los cuadros elaborados en la Comisión Corográfica no contenían la


palabra raza; no ocurre así con tipo, la cual era recurrente para catalogar a las poblaciones locales
(para ver una recopilación de los cuadros, Ardila y Lleras 1985).

79
Julio Arias Vanegas

zonas más pobladas e integradas al poder central, como en general ocurría en la


cordillera Oriental (Ancízar 1853; Samper 1861). Así, aunque en líneas generales
pueda ser identificado un modelo taxonómico poblacional, entre otros, centrado
en la oposición orográfica entre el altiplano, la tierra templada y la tierra caliente,
los tipos eran variados, algunos no estaban necesariamente adscritos a territorios
específicos y no compartían un criterio común de diferenciación o semejanza.
Para los letrados, cualquier grupo poblacional “pintoresco” y con características
comunes era merecedor de ser un tipo nacional. La clasificación de esta variedad,
que, valga decir, emergía de la misma discursividad diferenciadora, constituía un
reto para los letrados: “¡Cuántos y cuántos tipos diferentes! ¡Cuántas variedades
y medias tintas, en cuya distribución y clasificación podría lucirse un talento
analítico y nomenclaturista!” (Caicedo 1866: 119). De allí que una lista completa
de estos tipos fuese interminable y que en el mismo plano de “la gran galería de
caracteres nacionales” (Rivas 1866: 171) aparecieran cosecheros, socorreños, nei-
vanos, indios, criadas, bogas y notables, entre otros. A ellos se sumarían progresi-
vamente los tipos regionales, como homogeneidades que abarcaban lo observado
en el detalle explorador.
Como es evidente, los tipos constituían una taxonomía que, aunque preten-
didamente clara y compartida por todos, no se basaba en criterios comunes, fijos
y estables desde nuestra óptica clasificadora moderna. Éstos hacían parte de un
primer ejercicio segmentador de lo nacional, en el que por medio de las palabras
y del poderoso ejercicio de nombrar, se esperaba dar un orden y un sentido a lo
que era percibido como diferente dentro de los límites de la unidad nacional80. Por
medio de la representación pictórica y escrita de los tipos, los letrados pretendían
acercarse a la supuesta diferencia poblacional dentro de la nación. La diferencia
interna existía porque así era expuesta y clasificada desde la representación y la
definición que de ella se hacía. El mundo de lo disperso, de lo variado, lo con-
tingente, lo incluso inasible, que constituía la diferencia, era real y posible en los
discursos de la élite letrada, por su misma presencia ordenada, naturalizada y fija
en ellos.
De esta manera, los tipos de mediados de siglo eran concordantes con el
ideal taxonómico de la episteme clásica y con su centralidad en la representa-
ción, para la aprehensión del mundo (Foucault 1968). De allí surgió la primera
historia natural, de donde provenía claramente la categoría de tipo81. Ésta fue una

80 Esa variedad es tan inmensa y tan lejana para nosotros, que nos resulta similar a aquella
enciclopedia china descrita por Borges y que retoma Foucault (1968).
81 En general, la historia natural que surgió en el siglo XVIII con personajes como Linneo partía
del principio de la unidad de la especie humana, de acuerdo o no con la premisa del origen

80
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix

unidad taxonómica ampliamente utilizada desde el siglo XVIII en la botánica y


en la clasificación animal, y, por ende, trabajada para el reino de lo humano, con
la premisa de dar cuenta de un orden, estructura y jerarquía en la clasificación
humana, como en el orden natural. La historia natural ofreció las técnicas y los
recursos para la descripción física detallada de las poblaciones, bajo el supuesto
de que allí es posible encontrar la base rígida y certera de la diferenciación. Con
la descripción física se intentaba naturalizar y fijar las diferencias en un terreno
que aparecía incuestionable y evidente.
En este escenario, para los naturalistas, los dibujantes y los escritores de
costumbres, los tipos requerían de una descripción rigurosa y fiel, porque, como
unidades de una historia natural de continua diferenciación, eran elementos
mixtos, complejos y con signos de variedad por doquier. Los tipos, a diferencia
de las grandes razas, complicaban, así, la diferenciación y su descripción. El
atuendo, los rasgos físicos, las actividades y las posturas debían ser detallados al
máximo, porque, de lo contrario, no sería posible determinar la distancia entre los
tipos y los linajes de origen de cada uno, los cuales eran elementos centrales de la
clasificación82. Además, estos signos de diferenciación debían dar cuenta del lugar
de origen y de la posición social de cada uno de los tipos humanos neogranadinos.
Particularmente, los tipos debían exponer los productos relacionados con su medio

divino. Con el paso del tiempo y la expansión de las diferentes razas en climas diversos, así
como la distancia que algunas de ellas tomaron de los principios morales, se fue produciendo
la variedad humana. Toda esta variedad estaba dispuesta en un orden natural que era a la vez
moral, en tanto la naturaleza era una creación divina. La revelación y exposición de tal orden era
la labor de los naturalistas (Mutis 1764). Por ello, la historia natural era una historia moral, que
explicaba la degeneración o regeneración de las razas y la diferencia escalonada entre pueblos
respecto a la cercanía con la civilización y el grado de moralidad, en relación a su vez con la
ubicación orográfica y climática (Caldas 1808a; Unánue 1806; Zea 1822; Samper 1861; Arboleda
1867). Con la historia natural, dotada de la visión geográfica, el colonialismo pudo fijar-
determinar espacios con razas particulares. Así, la composición y distribución de las razas eran
pensadas desde la historia natural, justamente, como un hecho natural y palpable por medio de
la observación científica. En esta historia, el ensayo de La geografía de las plantas de Humboldt
fue determinante, puesto que veía la relación entre el desarrollo de las especies, su ubicación en
la altitud y el conjunto del medio exterior. Si la historia natural estudiaba el origen, los cruces
y el desenvolvimiento de las razas, no es de extrañar este comentario común: “Es notable cómo
se han cruzado las razas en estos pueblos. Ya no se veía sino uno que otro tipo de las tres razas
madres, la blanca, la indígena y la africana. Había hijas de Llano-grande muy agraciadas, indias
de San Luis y de Coyaima, y morenas de Ambalema y sus cercanías. Para que no faltase nada qué
desear al estudioso de la historia natural, allí había dos o tres ingleses puros que paseaban por
la sala en los intermedios o que observaban desde las puertas” (Díaz 1859a: 268-269). (Cf. Gerbi
1982; Todorov 1989; Deléage 1993).
82 Por tal razón, los escritores de costumbres advertían reiteradamente que su ejercicio era muy
limitado frente a lo que podía capturar un pintor en sus lienzos (ver, en especial, Guarín 1859;
Páez 1866; Rivas 1866).

81
Julio Arias Vanegas

físico y sus actividades económicas. Las mantas, los sombreros, los pantalones, las
herramientas, los productos agrícolas que cultivaban o transportaban, entre otros,
no sólo diferenciaban espacialmente a los tipos, sino que además demostraban
la variedad potencial para la producción económica y relacionaban posibles o
existentes trabajadores con riquezas naturales (Ancízar 1853; Codazzi 1851, 1855,
1856, 1858; Pombo 1852; Pérez 1855). Esta variedad de elementos definía para
pintores y escritores lo pintoresco de los tipos, lo que merecía ser pintado, lo que
resaltaba a la vista.
Aunque fuera reiterado que lo pintoresco estaba ahí para ser pintado, sin in-
tervención y con objetividad, era evidente que ello era una cuidadosa elaboración
que intentaba sintetizar y homogeneizar en una sola figura toda la variedad ob-
servada. Guarín afirmaba que “con un calentano que describiera quedaran todos”
(1859: 365). La descripción de tipos era realizada bajo este supuesto, el de poder
capturar y reducir en una imagen condensadora lo observado, como similarmente
ocurría en el ejercicio botánico (Cf. Nieto 2000). De igual forma que en los cua-
dros de costumbres, las pinturas de la Comisión Corográfica reunían todos estos
elementos de tipificación (ver las ilustraciones 10 y 11).
De esta forma, los tipos humanos y regionales pueden ser analizados desde
la categoría analítica de estereotipos, trabajada por Bhabha (1990b) como centro
de los discursos coloniales. Los estereotipos, como imágenes de pueblos y cul-
turas, se caracterizan por simplificar y tipificar, reducir a términos manejables
para el observador las características culturales, y por naturalizar y esencializar
los supuestos rasgos culturales fijándolos en el cuerpo, inscribiéndolos en “la
naturaleza” de los grupos sociales. Así, el estereotipo delimita, ordena y hace
escenificable un grupo poblacional.

2.2. Economía política, trabajadores y colonización

Es imposible e inútil elaborar un análisis detallado de los variados tipos humanos


neogranadinos que fueron representados en las producciones visuales y escritas a
mediados del siglo XIX. No obstante, en este trabajo escogí un conjunto de tipos
que por su caracterización revelaban problemas centrales respecto al manejo y a
la definición de las poblaciones, para la formación del Estado-nación, en el marco
del mundo moderno/colonial capitalista. La relación entre la economía política
planteada a mediados de siglo, los sistemas productivos o extractivos existentes
y el tipo de trabajadores requeridos definió uno de los principales criterios de
clasificación poblacional. Los trabajadores, los oficios y los patrones fueron mo-
82
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix

Ilustración 10 Ilustración 11
Carmelo Fernández (1851). Tipo Carmelo Fernández (1851). Estancieros de
africano y mestizo. En Ardila y Lleras las cercanías de Vélez. Tipo blanco. En Ardila
(1985). y Lleras (1985).

Estos dos cuadros, como gran parte de los de la Comisión, son elaboraciones-síntesis de tipos poblacionales.
Éstos eran cuidadosamente elaborados en talleres con base en bocetos de trabajo in situ. Nada en ellos era
fruto del azar o de una mirada desprevenida (Restrepo 1999; Sánchez 2003). Los atuendos, telas y sombreros
eran signos del lugar de origen. El cacao de la primera y la amonita de la segunda, sutilmente expuestos, eran
imágenes de riqueza y curiosidades.
Hasta cierto punto, estos cuadros pueden ser comparados con los de especies de la expedición botánica
dirigida por Mutis (Nieto 2000). Al igual que las especies, los tipos eran imágenes típicas e ideales, con todos
sus detalles posibles en exposición. Se podría decir que ambas elaboraciones son fruto de la extracción de su
cotidianidad. Tipos y especies están dispuestos de cuerpo entero para el cuadro, para ser transportados y después
examinados. La ilustración 16 demuestra con claridad cómo la tejedora y el arriero, representativos del activo
Santander, aunque parecen en su cotidianidad, fueron extraídos sutilmente de ella. La mujer teje en un camino
como si nada, mientras su semejante posa desprevenidamente.
No obstante, al contrario de las plantas, que eran fragmentos extraídos de su entorno, los tipos eran elementos
vivos relacionados con su medio físico. Los tipos eran útiles en su espacio y por ser precisamente parte de uno.
Los notables se desenvolvían en sus salones o en las calles, mientras que los posibles agricultores y campesinos
debían estar inmersos en las riquezas naturales que debían cultivar. Por ejemplo, en las ilustraciones 5 y 10 los
hombres, africanos, mestizos e indios, estaban dispuestos en torno a riquezas cultivables como el cacao y el anís.
Así, los cuadros eran imágenes condensadoras de poblaciones, naturalezas y territorios, como un conjunto de
variables y elementos que con su variedad componen una unidad. Para Sánchez (2003: 111), ilustraciones como
la 10, presumiblemente guiadas por el botánico Triana, contienen el postulado de Humboldt de “la fisiognomía de
la naturaleza”, el cual indica la variedad de formas contrastantes que se agrupan en zonas particulares. Presente
o no tal postulado, en los cuadros o escritos la descripción paralela de tipos distintos reiteraba la diferenciación
por medio del contraste. Un tipo, como una raza, siempre era definido en oposición a otro. Además, los pintores y
escritores se preocuparon, la mayoría de las veces, por evidenciar la variedad poblacional de posibles trabajadores,
apreciada como una riqueza de las provincias y cantones.

83
Julio Arias Vanegas

tivos recurrentes en la definición de tipos humanos83. Por ejemplo, casi la tercera


parte de los cuadros elaborados para la Comisión Corográfica representaban tipos
trabajadores, de hombres y mujeres en sus oficios y en sus contextos productivos.
Ello porque la Comisión leyó a la nación desde sus capacidades para la producción
y extracción de riquezas naturales y la elaboración de determinados productos. A
lo cual se sumaba su ánimo eminentemente etnográfico tanto en las descripciones
paralelas como en los informes del propio Codazzi, en particular sobre los indios.
Sin duda, allí la población aparecía como un problema estatal, particularmente
por sus capacidades físicas y, sobre todo, morales para una vida de trabajo.
Los tipos que analizo a continuación fueron representados en un contexto
problemático de “escasez de mano de obra”, relacionado, además, con el aparente
énfasis en el trabajo productivo, libre y voluntario, frente al fin de la esclavitud
y el supuesto desmonte progresivo de las relaciones serviles de trabajo. Los tipos
de trabajadores dan cuenta de dicho escenario, en el que las élites letradas mani-
festaban los deseos y temores sobre los trabajadores, así como la conveniencia de
una “semiservidumbre” (Palacios 2002b)84. Ello constituía la economía política
imperante en la mayoría del país: una búsqueda de la maximización de ganancias,
sin incidir necesariamente en la mejora de la productividad y las condiciones de
trabajo, determinados más bien por “el deseo civilizador” y el normalizador de lo
nacional (Rojas 2001; Palacios 2002b; Kalmanovitz 2003). En este escenario, la
“escasez de brazos” y la representación ideal del buen trabajador campesino (Cf.
I/3.2) fueron también estrategias en los textos para juzgar a los pobladores rurales
y validar las formas de dominación laboral existentes y el sometimiento cultural
y moral a los patrones de normalización nacional.
Todo lo anterior fue posible por el racialismo. El trabajo físico en general
fue asociado a cuerpos racializados como no blancos, mientras que la producción
intelectual era restringida a lo criollo. Así, la variedad poblacional aparecía como
diferenciadora jerárquica de trabajos y oficios:
Esta completa desigualdad que bajo todos aspectos se encuentra entre los hombres, mantiene
el orden y la armonía en la sociedad: ella es la que proporciona la división del trabajo, y con
la división del trabajo, el comercio y, en fin, ese tejido de intereses que traba todos los

83 En la obra de Ramón Torres Méndez, el reconocido pintor de costumbres, también se puede en-
contrar un número considerable de cuadros de tipos poblacionales, la gran mayoría referentes al
tema abordado en este capítulo: tipos de calentanos, de gentes del interior, de damas y caballeros
santafereños, de campesinos de tierras altas y de oficios –aguadores, marraneros, cargueros,
arrieros, carniceros y vendedores, entre otros– fueron retratados por Torres (ver láminas en Sán-
chez 1987: 129 a 171).
84 Kalmanovitz (2003: 217) calcula que hacia 1870 cerca del 1% de la población controlaba aproxi-
madamente al 50% de la población censada, por medio de prácticas como el arrendamiento.

84
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix

negocios humanos y mantiene ligados a los individuos y a las naciones para el progreso de
la civilización: es así como se cumple la gran ley de la variedad en la unidad. (Arboleda
1867: 174)

La división interna del trabajo y el énfasis en constituir una economía agro-


exportadora provenían de la constitución de una economía mundo capitalista,
en la que la Nueva Granada era ubicada como nación periférica extractora o
productora de materias primas. Las élites nacionales aceptaron y validaron tal
posición, en tanto situaban a Europa como centro del mundo industrial e ilus-
trado y reforzaban la imagen de una América tropical e inculta. Esta división
internacional era proyectada dentro de la nación. Las élites nacionales se posi-
cionaron como europeodescendientes, productoras de conocimiento y habitantes
de tierras frías, mientras que la tierra caliente, en general, era el escenario de
tipos humanos y naturalezas que debían ser domesticadas para la producción
agrícola y minera.
A mediados de siglo, tomaron fuerza proyectos colonizadores del territorio
y las poblaciones, particularmente en las fronteras provisorias cercanas a Bogotá
(Palacios 2002b). Las clasificaciones y categorizaciones poblacionales tenían lu-
gar en la relación conflictiva que en este contexto se daba entre letrados, patronos
–algunos también letrados reconocidos– y pobladores nativos. Los proyectos co-
lonizadores marcaron la diferenciación espacial y poblacional85. Los tipos fueron
ubicados jerárquicamente en la diferenciación del “anfiteatro” (Samper 1861), del
ascenso y el descenso por las cordilleras, donde la variación climática y de las ac-
tividades productivas determinaba la diferencia poblacional. Desde la perspectiva
geográfica, climática, naturalista y económica, “el medio físico” fue constituido
en una categoría explicativa central de la diferencia, a mediados de siglo. Ésta se
refería a un compuesto paisajístico-poblacional, en el que intervenían diversos
elementos como el clima, la altura, los sistemas productivos, el trabajo, el nivel
de vida industriosa, la prosperidad y la higiene. A diferencia de la concepción
climática de principios de siglo (Caldas 1808b), en el medio físico es clara la se-
paración entre los cuerpos individuales y el entorno, que por ello mismo aparecía
como medio. Desde esta perspectiva, el hombre, su cuerpo y su alma no estaban
inmersos fluidamente en el clima, sino que como seres en el espacio hacían parte
de un medio particular que los iba moldeando al paso de las generaciones. Por
ello, la incorporación del hombre en el medio físico era un hecho del saber histó-

85 Allí, el poder colonial interno inventó sus otros desde estrategias propias de los discursos
coloniales, los cuales crean la otredad como una entidad distante y desconocida, pero que a
la vez es clara para la mirada colonizadora (Bhabha 1990b). Ello se evidenciaba ampliamente
en los relatos de viaje o en los textos que seguían este tipo de narración, como producciones
eminentemente colonialistas surgidas de zonas de contacto (Pratt 1992).

85
Julio Arias Vanegas

rico y, en especial, de la historia natural86. La jerarquización y naturalización de


las diferencias eran viables con la idea del medio físico, porque se insistía en su
inmensa variedad, por la misma variedad de los elementos, paralela a la diferen-
cia poblacional (ver, en especial, Ancízar 1853; Codazzi 1851, 1855, 1858; Samper
1861; Vergara y Velasco 1892).
La división que presento a continuación sigue esta diferenciación espacial-
poblacional del medio físico del altiplano a las tierras calientes, explorando asi-
mismo las representaciones tejidas sobre la colonización.

Los indios como tipos. Indios chibchas y campesinos del altiplano


Durante la segunda mitad del siglo XIX, el altiplano continuaba siendo descrito
como el centro simbólico y de poder de la nación colombiana. A diferencia de
gran parte del territorio nacional, lo que comenzaba a ser visto como “la región
andina” (Codazzi 1851, 1858; Vergara y Velasco 1892) y, particularmente, “el
altiplano” o “el Reino” (Ancízar 1853) era apreciado como una tierra sana, bella
y fértil. Esta visión la reiteraban los viajeros con sus juicios estéticos y sensibles.
En el altiplano se respiraba un aire tranquilo y se regocijaban los sentidos, ante
la presencia de un paisaje domesticado y cultivado de vieja data (Ancízar 1853;
Caicedo 1883). Como era corriente, lo bello y lo sano daban cuenta de un paisaje
civilizado y de una ecología ordenada en torno a la labor del hombre. Como
detallé en la primera parte, dicho paisaje del altiplano estaba, además, dotado e
imbuido de una historia civilizadora, que le adjudicaba un lugar privilegiado en
los relatos de origen de lo nacional. Los viajeros y geógrafos encontraban rastros
de una historia de gloria por doquier (Ancízar 1853; Codazzi 1851, 1858). Las
impresiones agradables que causaba el paisaje del altiplano, y en especial el de
la sabana de Bogotá, se debían también a la panorámica de una red de pueblos
interconectados, que en su conjunto se tendían sobre el territorio, organizándolo
y controlándolo. Una prominente vida moral, social y civilizada se desplegaba en
estos pueblos. Estas tierras, a pesar de otras limitaciones, estaban destinadas a
perpetuarse como centro de la nación:
No tiene, es verdad, ríos navegables, ni llegan hasta ella los huracanes del mar; pero puede
abrirse buenas vías mercantiles i tiene afianzada su prosperidad material en la agricultura,
i asegurado su progreso moral e intelectual en el estrecho vecindario de sus habitantes, no

86 Sin duda alguna, en esta conceptualización del medio físico de los pensadores de la segunda mitad
del siglo XIX estaban presentes las ideas de Humboldt sobre el medio exterior, las cuales estaban
marcadas por la imagen de la cordillera y el ascenso y el descenso por ella. Para Humboldt, los
cuadros de la naturaleza o las unidades de paisaje se diferenciaban claramente con el cambio
de altura; así lo sintetizó en su reconocida imagen de la montaña, inspirada en el Chimborazo
(Castrillón 2000).

86
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix

divididos por serranías, ni diseminados en un área ingrata y solitaria, sino formando, como
si dijéramos, una cadena continua de seres humanos, bien dispuesta para la transmisión i la
propagación de las ideas. La planicie bogotana será, pues, siempre un foco de ilustración y
un centro de nacionalidad. (Codazzi 1858: 252)

En las miradas homogeneizadoras del viaje o de la geografía circunscrita


al ordenamiento territorial, esta visión se extendía en términos generales por la
cordillera Oriental, por los estados de Cundinamarca y de Boyacá, y en menor
medida, por el de Santander (Ancízar 1853; Codazzi 1851, 1858). Igualmente ocu-
rría con los pobladores rurales y el pueblo bajo. En las descripciones del altiplano
cundiboyacense había una tendencia marcada a presentar una imagen homogénea
de sus habitantes subordinados, como indios o mestizos claramente descendien-
tes de indios chibchas. El indio de ascendencia chibcha aparecía como tipo de
la nación, como una muestra poblacional del pueblo neogranadino y del pueblo
bajo del altiplano. Éste fue el indio valorado con más fuerza como tipo nacional:
civilizado, adoctrinado y sometido por las instituciones eclesiásticas y políticas,
coloniales y nacionales, y que podía pasar como parte del pueblo católico mestizo
(Díaz 1859a, 1860). Allí era evidente que no surgió un tipo regional en el que
se cobijaran élites criollas e indios (Cf. II/3.2). La misma catalogación de indios
o mestizos de indios era reiterada por la élite letrada urbana, para generar una
distancia naturalizada y evidente entre ellos y el pueblo bajo del altiplano. La
fisonomía racializada como india, en el pueblo bajo, entraba en directa oposición
con la blanca de las élites. El poblador rural o pobre, indio o mestizo, era clara-
mente reconocido por “su color bronceado, su pelo liso y corto, sus ojos pequeños
y tristes y por un rezago de la pronunciación nacional de los muiscas, que todavía
se flota en los pueblos de la Sabana” (Díaz 1859b: 114; ver las ilustraciones 4 y
5). Sin embargo, esta insistencia en lo indio se convirtió en un valor poblacional
que, aunque proveniente de la apariencia física, la sobrepasaba. Por tal razón, las
descripciones de pobladores claramente mestizos se deslizaban entre lo blanco o
lo indio, según el rasgo que iba a ser resaltado (Ancízar 1853; Díaz 1859b). Por
esto mismo, descripciones positivas del altiplano, como la de Ancízar, blanquea-
ban de forma significativa a su población, en tanto lo blanco que componía a lo
mestizo no sólo era signo de una mejor composición física sino de unos valores
morales y sociales.
Blanco, indio o mestizo, o, mejor aun, mestizo blanqueado de ascendencia
india, el pueblo del altiplano se constituía en un modelo poblacional de trabajo, en
especial agrícola, de sumisión, de una vida católica y de posible normalización:
Las fisonomías llevan el sello indígena, o manifiestan los contornos regulares y el firme
colorido de la raza blanca de los Andes; el acento, el ademán, el saludo respetuoso y el
tratamiento de sumercé dado a las personas notables, manifiestan que se ha entrado en tierra
del reino. (Ancízar 1853, tomo II: 226; cursivas del original)

87
Julio Arias Vanegas

Mucho más bellas, robustas é inteligentes que las de las costas y los valles ardientes;
razas laboriosas, fraternales hasta el socialismo, dulces y hospitalarias, susceptibles de todo
progreso, de una regeneración ó modificación fácil y fecunda, con tal que el régimen de
colonización no las contrariase nunca. (Samper, 1861: 29)
De esta forma, esta población laboriosa del altiplano estaba signada a colo-
nizar las tierras calientes (Restrepo 1870; Samper 1861; Vergara y Velasco 1892).
Pero más que la población, era toda la imagen del altiplano, de las tierras altas,
como un conjunto territorial-paisajístico-poblacional, la que emergía como centro
desde el cual la civilización y la nación debían ser irradiadas por medio de la co-
lonización. Cuando los viajeros y los expedicionarios comenzaban a alejarse del
altiplano y desde algún alto admiraban con asombro y algo de temor las tierras
bajas y calientes –las cuales emergían en parte de esta perspectiva del viaje y de
la panorámica–, aspiraban a que lo que dejaban atrás bajara y se replicara con
profusión (Codazzi 1856; Pardo 1866; Restrepo 1870; Rivas 1899).
No obstante, el encuentro con la tierra caliente, el ideal de la prosperidad
material y económica, la necesidad del movimiento comercial y humano, hicieron
del altiplano y sus tipos descendientes de indios chibchas entidades problemáticas.
La forma en que estaban estructuradas la economía, la población y la vida social
no parecía responder a los requerimientos de una civilización progresista y una
economía agroexportadora y comercial, a los ojos de letrados impulsores de estos
proyectos (Ancízar 1853; Samper, J. M. 1861; Samper, M. 1867). La imagen que
se tejió del altiplano desde mediados de siglo fue la de una zona anclada en el
pasado. Lo colonial era usado como metáfora para describir y pensar la zona.
En ella se vivía todavía en un ambiente colonial de atraso, pobreza, opresión,
oscurantismo, fanatismo y quietud. La población era descrita de igual forma. Los
pobladores del altiplano, y en esto eran reiteradamente presentados como de tipo
indio, eran indolentes, pobres, estacionarios, sucios, fanáticos y estúpidos, a la
vez que sumisos y religiosos:
La masa de la población andina (puramente indígena) es notable por su carácter paciente y
laborioso, su sentimiento religioso llevado hasta la idolatría y la superstición más grosera, su
carencia de todo instinto verdaderamente artístico, su amor a la vida sedentaria, á la inmovi-
lidad y la rutina, su humildad llena de timidez, su malicia disimulada, que tempera un poco la
estupidez relativa del Muisca […] dulzura en la impasibilidad, fuerza de inercia, aislamiento
casi egoísta, desconfiado, espíritu conservador absoluto, inmovilidad moral, vida sedentaria,
caracteres pasivos, superstición religiosa y aun fanatismo, poca inteligencia, fuerza física que
soporta un peso, pero sin arranque, ni pasión, ni rapidez. (Samper 1861: 316, 326)

La pobreza y la ausencia de progreso son evidentes para los letrados en la


suciedad y lo feo de poblados y pobladores, que contrastaban con la belleza y la
sanidad de una vida industriosa y de prosperidad. La visión estética e higiénica
calificaba la falta de productividad, movimiento y agilidad en el trabajo como algo
evidente en la composición física y en la apariencia corporal de los habitantes de
88
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix

la altiplanicie (Samper 1861; Ancízar 1853). La ruana, pesada, sucia y encubridora


(Caicedo 185?; Ancízar 1853), era por eso el traje peculiar del indio del altiplano.
Estas descripciones del tipo indio eran una proyección de los cuestionados
sistemas productivos y la vida económica y social de la Colonia sobre las pobla-
ciones campesinas del altiplano. A juicio de los letrados-comerciantes, en el indio
o mestizo de la región se veía reflejado el sistema colonial, en contraposición con
el movimiento y la agilidad de nuevos tipos y territorios “republicanos y progre-
sistas”, particularmente en las tierras templadas y calientes (Rivas 1899). Efec-
tivamente, a mediados de siglo ya no eran necesarias almas dóciles, obtenidas
por medio del trabajo físico, sino cuerpos ágiles para el trabajo y una vida moral.
Frente a esta necesidad, lo estacionario como rasgo sintetizador del tipo indio del
altiplano lo constituía en una población crítica87. El clima frío y las instituciones
coloniales habían sido determinantes en la vida estática de este tipo (Ancízar
1853; Samper 1861). En este argumento, en el que el clima afecta la máquina
humana y por generaciones va definiendo una vida social diferenciada según los
grados de calor, el frío aparecía como determinante de actitudes y comportamien-
tos marcados por la pasividad, el encogimiento y la quietud, mientras que el calor
en grado adecuado dilataba, excitaba, vivificaba y movilizaba para la actividad
productiva y comercial.
El tipo indio del altiplano, además de ser una figura elaborada a partir de
la crítica a lo colonial, revelaba en su representación el deseo de dominación del
colonizador y una negación del sometimiento que habían sufrido los indígenas.
La obediencia, la sumisión, la poca resistencia y la fácil incorporación eran ex-
plicadas como atributos de la población del altiplano que provenían del carácter
de la raza de los chibchas, los cuales provocaron que se les tiranizara y doblegara
(Samper 1861; Arboleda 1867). Los indios chibchas y sus descendientes estaban
ahí dispuestos para la explotación y la dominación. Ésta era la imagen que proyec-
taban el patrono y el colonizador sobre su fuerza de trabajo, para distorsionar una
historia de conquista, negar la resistencia y validar formas de trabajo cercanas al
servilismo (Cf. Kalmanovitz 2003: 148-158). A pesar de esta sumisión, que apro-
baba la relación hacendado-labriego, el tipo indio resultaba reservado, solapado,
hipócrita (Samper 1861), “obtuso, terco, malicioso, desconfiado, sin entusiasmo,

87 La insistencia en lo estacionario propició la negación de una imagen de colonizadores de los


pobladores del altiplano, quienes, paradójicamente, impulsaron los más grandes movimientos
de colonización en la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX (Zambrano 1990). Las
gestas colonizadoras de la tierra caliente no podían quedar en las manos de los inertes, pobres
y pasivos cundíboyacenses, esto era un contrasentido. La colonización validada era la de las
grandes compañías y los empresarios colonizadores (Rivas 1899).

89
Julio Arias Vanegas

ni siquiera ímpetu” (Vergara y Velasco 1892: 966), en fin, un trabajador en el cual


no se podía confiar, ni del cual se podían esperar grandes esfuerzos laborales.
Esta imagen, que servía para criticar a la pesada herencia económica y social
colonial, promulgaba la incorporación definitiva de los indios del altiplano, por
medio de la instrucción y la educación (Rivas 1899, Cf. I/1.1), la desintegración
definitiva de resguardos y tierras comunales (Samper 1861), y la integración a la
vida económica laboral y comercial (Cf. Safford 1991).

Tierra caliente y calentanos

Los tipos humanos y paisajes de las tierras templadas y calientes cobraron fuerza
en medio de los proyectos colonizadores del siglo XIX. La valoración sobre los
tipos y paisajes dependía de su integración e incorporación a las tierras altas.
En la primera mitad del siglo XIX, la tierra caliente aparecía como una entidad
paisajística-poblacional que describía las tierras bajas, no integradas, despobladas
y, la mayoría de las veces, salvajes del territorio patrio (Caldas 1808a; Zea 1822;
Lleras 1837). En este sentido, gran parte del país era tierra caliente y, como tal,
juzgada negativamente. Este panorama cambiaría de forma significativa desde la
década de los cuarenta. La necesidad de incorporar las tierras bajas a una econo-
mía agroexportadora de cultivos tropicales como la quina, el añil, el tabaco y el
café, y la titulación de baldíos y los incentivos a la colonización como una forma
de subsanar la crisis financiera postindependista (LeGrand 1988), propiciaron
grandes oleadas colonizadoras, que poco a poco no sólo transformarían la orga-
nización productiva, sino los mapas de la diferenciación espacial y poblacional
del país. Aunque gran parte del país era considerada tierra caliente, esta acepción,
al igual que la del tipo calentano, operó especialmente sobre el alto Magdalena,
los valles y llanos del Tolima Grande, el piedemonte metense y los llanos de San
Martín. Grandes hacendados, comerciantes y empresarios colonizadores –auto-
proclamados “los titanes de la industria” (Kastos 1858d) o “los trabajadores de
tierra caliente” (Rivas 1899)–, relacionados con el Estado, participaron en su co-
lonización y sometimiento. En estos contextos y territorios, las representaciones
sobre la tierra caliente y los calentanos desempeñaron un papel determinante.
En el descenso colonizador, las tierras templadas, una construcción climá-
tico-paisajística a partir de la cual eran resaltados y naturalizados los niveles de
integración económicos, morales y sociales con el centro, aparecían como unas
zonas intermedias, entre el altiplano y las tierras bajas, en las que los hombres y
paisajes se destacaban por su profusión, riqueza y vigor, a la vez que domestica-
ción (Ancízar 1853; Camacho 1866; Rivas 1899; Samper 1861).
90
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix

La colonización inauguraba una nueva época para la República y se cons-


tituía en el mayor ejemplo del fin del régimen colonial. La colonización era va-
lorada por ser un medio de integración económica, de implantación de poblados
interconectados y de una vida industriosa. La privatización de la tierra era un re-
querimiento para cumplir tales propósitos, y ésta a su vez sólo se conseguía por
medio de la colonización de grandes colonos del altiplano (Díaz Escobar 1879; Res-
trepo 1870). Si todo lo anterior aparecía tan significativo, si la colonización era vista
como una lucha sin cuartel, una cruzada civilizadora realizada por titanes y guerre-
ros (ver, en especial, Restrepo 1870 y Rivas 1899), era porque ésta no sólo variaba la
vida económica de los territorios incorporados sino que se constituía en un medio
de transformación de la naturaleza salvaje, los paisajes selváticos y desiertos, la
ecología malsana y los habitantes nativos. Es decir, domesticaba y modelaba a los
pobladores y sus territorios en torno a una vida civilizada, nacional y progresista.
La colonización era presentada como una forma de curar territorios que por
su naturaleza estaban enfermos y eran inapropiados para el establecimiento de la
civilización. La colonización era justificada, por cuanto actuaba sobre territorios
incultos, salvajes, inaprovechados y despoblados –de vida social civilizada,
aunque evidentemente habitados por bárbaros–. Una ecología sana, regida por el
ordenamiento del hombre, era el propósito de la penetración de los titanes de la
industria, con sus cultivos, ganados, caminos, peones y mercancías. El titán era
aquel que “se fue a las montañas, mansión antes de enfermedades y de fieras,
abatió los bosques, los cubrió de praderas, dio trabajo a la multitud, y entregó
a la civilización del mundo y a la riqueza nacional esas grandes haciendas que
fundó en la tierra caliente” (Rivas 1899: 145). La ecología sana, y por lo mismo
bella, debía manifestarse entonces en la transformación de las selvas en campos.
Paisajes labrados y aromatizados por los cultivos debían surgir de la colonización
sobre las enfermizas selvas (Kastos 1858a; Pardo 1866, Rivas 1899).
Las descripciones sobre los habitantes de la tierra caliente también
justificaban la imagen de la colonización. Ésta debía ser realizada por los
pobladores del altiplano, porque se argumentaba que en la tierra caliente no
había la fuerza de trabajo suficiente ni adecuada para las labores agrícolas. “La
escasez de brazos” aludía a la imagen elaborada de los calentanos como una
población perezosa, indolente e incapaz para la vida laboriosa. Los calentanos
eran percibidos, además, como un conjunto poblacional contrario a la imagen del
campesino dependiente del trabajo y partícipe de redes de producción, mercado
y consumo (ver la ilustración 12). Esta imagen reflejaba el deseo de las élites y
los patrones de replicar el sometimiento y la sumisión del altiplano en los cuerpos
y almas de los calentanos, y su necesidad de establecer una economía de trabajo
de semiservidumbre (Rivas 1866); a la vez que avalaba prácticas disciplinarias y
91
Julio Arias Vanegas

normalizadoras sobre la población, por medio de la sujeción laboral y la regulación


de la vida del peón, concertado o arrendatario (ver Díaz 1859a; Cf. Rojas 2001).
La fogosidad, la pasión, el desenfreno, la violencia y el libertinaje eran otros
rasgos imputados al calentano. Éstos aparecían propios de la vida que se desen-
volvía en las condiciones climáticas calientes y ardientes de estos territorios. En
las fiestas populares y bailes calentanos, la violencia siempre relucía al ritmo del
aguardiente y el guarapo (Guarín 1859; Páez 1866; Pombo 1852). La materia y el
alma se encontraban siempre excitadas y alteradas por la acción del clima. Aun-
que, a la vez, según el argumento que se estuviese exponiendo, el clima ardiente
adormecía en un letargo extendido a los perezosos calentanos.
Si bien a mediados de siglo, por el redescubrimiento de la tierra caliente,
los calentanos no eran descritos en su totalidad como bárbaros, sí eran
representados como una población que estaba en los márgenes del control social
y moral. No eran los salvajes errantes que estaban completamente por fuera
de la civilización, pero su belleza, moralidad, higiene y apego a la sociedad –
rasgos interconectados– eran calificados como de índole regular. La ausencia de
matrimonios católicos era un indicador de tal estado (Guarín 1859; Rivas 1866,
1899). El clima, la suciedad, la pobreza, la negativa al control social y moral, la
ausencia de una economía de trabajo y mercado, y la falta de instrucción, en suma,
habían hecho del calentano un tipo liminal entre la barbarie y la civilización
(Páez 1866; Rivas 1866). Para los viajeros y escritores de costumbres, ello era
evidente en la apariencia corporal y la fisonomía del calentano. En particular,
las condiciones climáticas influían en la bárbara semidesnudez, el desaseo, la
fealdad, la palidez –signo de modorra y desidia–, la figura larga y escuálida,
por la dilatación de las fibras, los calzones o pantalones blancos y el sombrero
de paja –convertidos en signos naturalizados de diferencia– de los calentanos
(Ancízar 1853; Guarín 1859; Rivas 1866).
Estas imágenes eran reiteradas como una forma de enfatizar en lo distinto
de la tierra caliente frente al altiplano; los calentanos eran “en una palabra, una
población enteramente distinta de la que ocupa las alti-planicies andinas” (Samper
1861: 326). Lo calentano era así una estrategia para definir, por oposición, los
valores y virtudes de los habitantes de la altiplanicie. Como tal, el calentano era
una figura colonial que surgía no del ideal objetivo de conocimiento sino de la
apropiación y proyección de la identidad colonizadora (Bhabha 1990b); así, éste
era constituido en una realidad fija, manejable y cognoscible, pero que a la vez era
lo otro, lo desconocido, lo lejano y lo ambiguo frente al colonizador del altiplano.
Por ello, el climismo emergía allí con fuerza como saber que naturalizaba y fijaba
lo calentano en su físico, sus costumbres, desenvolvimiento y paisajes, desde sus
visiones más radicales que retomaban al hipocratismo hasta la no menos fuerte
92
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix

climatología moderna (Caldas 1808b; Zea 1822; Samper 1861; Rivas 1899; Vergara
y Velasco 1892).
Sin embargo, el redescubrimiento de la tierra caliente y su mayor integra-
ción económica y poblacional con la sabana de Bogotá, a partir de las oleadas
colonizadoras de mediados de siglo, incentivadas por los auges económicos en
torno al cultivo del tabaco y la especulación con tierras, propiciaron un cambio
en la imagen de la tierra caliente y los calentanos. La tierra caliente emergió
como el escenario ejemplar de la vida republicana. Ésta era el nuevo espacio de
lo nacional, de la esperanza y del futuro frente al colonial altiplano, y por tanto,
era posible como paisaje de disfrute y descanso (Ancízar 1853; Camacho 1866;
Codazzi 1858; Díaz 1859a; Páez 1866; Rivas 1866, 1899; Samper 1861). Los letra-
dos-comerciantes la hacían ver como una tierra de libertades, en claro contraste
con el yugo feudal que todavía imperaba en el antiguo Reino (Rivas 1866, 1899;
Samper 1861). La economía agroexportadora la hacía ver también como una tierra
de riquezas y oportunidades para el progreso económico. Era además nacional
por ser un espacio de encuentro, síntesis y mezclas de las variadas razas y tipos
(ver la ilustración 13). En la tierra caliente se encontraban en la búsqueda de la
prosperidad las tres grandes razas, los mulatos, los zambos, los mestizos, los co-
merciantes antioqueños y los hacendados del altiplano, entre otros. De allí surgía
un nuevo pueblo, que ya no se limitaba a los habitantes del altiplano, su fanatismo,
quietud y oscurantismo. Sin embargo, todo estaba por hacer en la tierra caliente.
Aunque ésta se constituía en la esperanza de la nación, este mismo planteamiento
del futuro hacía obligatorio la civilización de pueblos y paisajes88:
Cuando la luz penetre en esos cerebros, llegue la escuela al bosque y la ciencia a las chozas,
cuando los gobiernos colombianos se convenzan de que es necesario mejorar la condición
de nuestros campesinos y cuidar de su salud para disminuir su mortalidad; cuando […] se
les eduque y moralice de un modo racional y cristiano, esa raza de imaginación brillante
proveerá frutos exquisitos. (Páez 1866: 102)
En el contexto agroexportador, los calentanos eran un importante tipo na-
cional. Éste debía ser moldeado para potenciar su fuerza para el trabajo físico,

88 No sobra indicar que para finales del siglo XIX, con el declive del sistema agroexportador del
Alto Magdalena, y el progresivo auge de la economía cafetera y su colonización asociada, hacia
los Santanderes, el Viejo Caldas y parte de Cundinamarca, la tierra caliente decaería como un
escenario importante de lo nacional, mientras que las tierras templadas y de vertiente serían
posicionadas como ejes promisorios de la nación. Además, en buena parte, a excepción del Eje
Cafetero, las tierras templadas entre codilleras tenían una historia más larga de integración
económica y simbólica a los poderes centrales, como ocurría con aquellas cercanas a la sabana
de Bogotá. De allí se entienden estas palabras a finales del siglo, sustentadas en la perspectiva
de la climatología sobre qué es lo normal, lo sano y lo enfermo respecto a las tierras: “El hombre
normal es el de los climas templados, no sujetos a influencias extremas, y que a la vez puede
plegarse á las dos; suya es, por esto la tierra entera” (Vergara y Velasco 1892: 411).

93
Julio Arias Vanegas

proveniente en algunos casos de su sangre africana y desarrollada en los climas


ardientes, así como de su adaptación a este medio, su imaginación, iniciativa,
resistencia, cuerpo atlético, hospitalidad, pasión, libertad, agilidad y vigor. Como
es evidente, en la medida en que era necesario enfatizar en las riquezas de la tierra
caliente, entre ellas, sus pobladores, para justificar su colonización, los mismos
rasgos que aparecían antes o en el mismo nivel como problemáticos podían ser la
base de un tipo valioso.
De allí se entiende la optimista descripción que Samper (1861: 89-91) hizo
del tipo mulato de las tierras calientes. En él, Samper encontraba un mestizaje
progresivamente exitoso, entre lo mejor de las dos razas madres: lo orgulloso,
heroico, caballeroso y moral del español, y la resistencia, fuerza física, fidelidad
y servidumbre del africano. El mulato era la base del trabajo físico para el some-
timiento de la tierra caliente. No obstante, su turbulencia y fogosidad hacían evi-
dente la necesidad de guiarlo y domesticarlo. La visión de Samper evidenciaba,
en suma, un patrón, un deber ser de mestizaje y normalización de la población
calentana. Su descripción justificaba la colonización y la acción del gobierno de
las élites nacionales y el control laboral y moral de las élites de hacendados y
comerciantes locales.
Otros tipos, propiamente calentanos, permiten ver este deseo colonizador y
normalizador nacional y, asimismo, lo particular de las relaciones de trabajo de
mediados del siglo XIX. Tres de ellos son:

La mujer calentana

Mientras que el hombre calentano podía ser a lo sumo objeto de admiración por
su fuerza física, o más bien ser tachado de feo y grotesco (Guarín 1859), la mujer
calentana era elaborada en los relatos de viaje y cuadros de costumbres como
objeto de deseo sexual y colonizador del letrado viajero urbano. Éste se presen-
taba maravillado por la belleza de la mujer calentana, de una forma que sólo era
medianamente similar a la belleza de la naturaleza, para el casi siempre recatado
escritor. Si la calentana llamaba tanto la atención a distintos letrados y aparecía en
sus escritos como parte de encuentros y propuestas cargadas de eroticidad (Díaz
1859a; Guarín 1859; Páez 1866; Rivas 1899), era porque ella funcionaba como una
metáfora de la colonización sobre los otros pueblos y las otras naturalezas. Las
ficciones románticas y eróticas decimonónicas en Hispanoamérica fueron esce-
narios narrativos para fundar las relaciones jerárquicas raciales y los proyectos de
incorporación y sometimiento de lo otro (Sommer 1990; Appelbaum et al. 2003).
El deseo de domar y poseer la naturaleza de tierra caliente era representado por
94
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix

medio de la elaboración de la belleza de la calentana. Naturaleza y mujer eran


cuerpos femeninos, en el sentido de estar dispuestos al manejo del colonizador-
letrado masculino. Al igual que la naturaleza de tierra caliente, la mujer calen-
tana era como una rosa –y así era el nombre de dos mujeres deseadas en piezas
literarias (Díaz 1859a; Guarín 1859)–, “bien lo era por su frescura, sus colores,
su belleza y también por sus espinas” (Guarín 1859: 373), una flor hermosa, me-
dianamente domesticada, que atraía, pero a quien costaba acercarse y tomar. La
mujer campesina calentana, que para Páez tiene “una boca como dice el malvado
de Isaacs, que si morder no provoca, yo no sé que es provocar” (1866: 100), era así
de una belleza natural, virginal, agreste y provocadora como la naturaleza. Ella
provoca que se le dome, que se le posea y que se le corrija –en ello estaba siempre
el letrado Demóstenes con Manuela y con Rosa (Díaz 1859a)–.
Poseer a la calentana era una vía para poseer a toda una población. Las
escenas de los letrados con las calentanas evidenciaban el deseo de mestizaje
de la altiplanicie blanca sobre la negra o india de la tierra caliente. Las mujeres
fueron escenarios de dominio sobre lo otro; a fin de cuentas, controlar a la mujer
significaba controlar la reproducción de los otros pueblos o razas. Por tal razón,
en la literatura no sólo aparecían historias de los letrados pretendiendo a las ca-
lentanas sino, además, los relatos de zambos y mulatos forajidos –no podían ser
indios– que robaban mujeres blancas, revelando el miedo a ser dominado por el
otro, con la posesión de la mujer propia (ver Rivas 1899: 20-30).

Los bogas
El primer cuadro de costumbres publicado en el país, escrito por Rufino Cuervo
(1840), ex gobernador, escritor y padre del gramático R. J. Cuervo, tenía por
objetivo describir a uno de los tipos más importantes que habitaban la nación:
el boga del Magdalena. De allí en adelante, el boga despertaría la atención de
diferentes escritores, puesto que salía a relucir como un tipo particular alrededor
de uno de los oficios más importantes en la Nueva Granada: la circulación fluvial
de bienes y personas. El territorio del boga era el extenso río Magdalena, y su
definición, sin importar si era negro, mulato o zambo, se reducía a su fuerza física
para la movilización de los champanes (Vergara 1867b). La elaboración textual
del boga como tipo provenía de la experiencia del viaje de los letrados (Cuervo
1840; Samper 1861; Madiedo 1866)89.

89 En el viaje, el deseo civilizador y cosmopolita identificaba y juzgaba lo calificado como propio.


Es indicativo de este hecho que, cuando se iniciaron los primeros viajes cosmopolitas de las élites
neogranadinas a Europa, se dio inicio a los cuadros de costumbres nacionales (Martínez 2001).

95
Julio Arias Vanegas

El boga era admirado por su fuerza física, y su cuerpo no dejaba de des-


pertar cierta fascinación, cierto deseo por su exacerbada corporalidad y su fi-
gura atlética, aunque velado por el recato del letrado (ver la ilustración 14). Un
boga “tenía cada brazo como el de una ceiba, el pecho de ancho de una piedra
de lavar ropa, cada mano como un oso y la voz como el ronquido de un toro”,
decía el escritor y ex gobernador cartagenero Manuel Madiedo (1866: 14). El
cuerpo del boga atraía con cierta distancia al letrado civilizado y cortés por su
falta de maneras, de recato, y su exagerada animalidad (Samper 1861). Si bien
el boga era apreciado por ser el motor del país (Cuervo 1840; Madiedo 1866), en
términos generales era juzgado como reflejo de atraso, en medio de los ideales
de progreso y prosperidad material y moral. A mediados de siglo, el boga y
sus champanes comenzaban a ser vistos como rezagos del pasado frente a los
poderosos y modernos buques de vapor (Cuervo 1840; Vergara 1867b). La ani-
malidad y barbarie eran los rasgos principales del boga. Éste era descrito casi
como un animal en extremo violento y salvaje (Madiedo 1866; Samper 1861).
Las luchas entre bogas, recurrentes por las borracheras y su belicosidad natural,
eran muestras de su brutalidad y fuerza animal (ver la ilustración 14). Ésta es
la imagen que el viajero, en tanto observador excitado, aunque distante, tenía
de los bogas:
Semejantes a dos toros que desean el dominio del rebaño y sangrientos los ojos, las
narices hinchadas por el fuego de los celos, se acometen cien veces, se traban al fin con
encarnecimiento, se levantan encorvados sobre sus patas, pierden el equilibrio y vienen a
tierra con sorda caída. (Madiedo 1866: 20)
La animalidad del boga era resaltada desde la perspectiva del viajero, quien
no veía en él ninguna atadura social, autoridad, relaciones familiares, vida social
adecuada y educación, hasta su lenguaje era enfáticamente expuesto como signo
de barbarie (Cuervo 1840; Madiedo 1866). En definitiva, éste era para el letrado
un hombre en estado de naturaleza, cuyo medio y forma era lo salvaje: “es el boga
un hombre de color, alto, fornido, salvaje en sus costumbres, rival del caimán,
cuyo lecho de arena le disputa a palancazos de la playa” (Vergara 1867b: 216)90. Si
bien podía ser descrito como un forajido por fuera de la sociedad (Samper 1861),
el boga era presentado, desde la optimista visión autoetnográfica de Cuervo,
como un pequeño pilluelo que necesitaba de corrección y de la transformación
de su medio salvaje.

90 La poesía del mulato Candelario Obeso, nacido en Mompox en 1849, es una interesante respuesta
a esta visión. Obeso dibuja en sus poemas a un boga completamente humanizado. Es el boga
melancólico, triste y apesadumbrado desde su champán o las playas. Sin embargo, la visión de
Obeso es justamente subalterna porque se reduce a los términos de la élite letrada. El boga en él
vale en tanto poeta, compositor de coplas y currulaos, y leal y sumiso ante sus amos (Obeso 1877;
De allí, ver, en especial, “Canción del boga ausente”).

96
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix

Ilustración 12
Ramón Torres Méndez (1850). Habitantes de las orillas del
Magdalena En Sánchez (1987).
Los calentanos, en especial mulatos y zambos, eran representa-
dos como una población problemática, puesto que “su vida mue-
lle” (Díaz 1879) era contraria a los principios de la integración
económica, la civilización y la normalización nacional. Como
muchos, Kastos explicaba este problema en la autosubsistencia
en un texto que podía acompañar el cuadro de Torres: “El habi-
tante de las orillas del Magdalena, acostado en su hamaca, pasa
largas horas del día perezoso y soñoliento […] con el guarapo,
néctar para el calentano, y el plátano, ambrosía para todo el mun-
do, completa un festín que ni siquiera han soñado los proletarios
de Europa. Pero esa vida fácil, abundante, perezosa, enerva sus
facultades, lo embrutece y lo degrada. Nace, vegeta, muere y
pasa por la vida sin dejar huella ninguna, como los cuadrúpedos
en sus bosques” (1858a: 308).

Ilustración 13
Manuel María Paz (1857). Vista de la ciudad de Ambalema. Ma-
riquita. En Codazzi (1858).
A mediados de siglo, con el auge del tabaco, la dinámica y activa
Ambalema era representada como un ejemplo de la vida republi-
cana. Ella constituía una zona de encuentro comercial y pobla-
cional. Aunque también representaba los riesgos de la industria
en la deformación del pueblo nacional, como lo expresa Díaz
(1859a) en uno de los capítulos de Manuela, titulado precisa-
mente “Ambalema”.

Ilustración 14
Ramón Torres Méndez (1849) Lucha de bogas. En Sánchez
(1987).
La corporalidad y la fuerza del boga motivaron este cuadro, al
igual que el texto de Madiedo (1866). En ambos se reflejaba la
actitud ambigua ante el boga y su cuerpo: objeto de deseo y de
fuerte repulsión a la vez. Otras láminas de bogas y champanes
pueden ser observadas en Sánchez 1987: 143, 163.

97
Julio Arias Vanegas

En suma, lo que revela la descripción que se hacía del boga es la relación


conflictiva entre el letrado-viajero y su transportador por el río Magdalena. El
boga era juzgado por su oficio, calificado de irregular, precario, incierto, lleno de
imprevistos, agobiante, demorado y tortuoso. El viajero se sentía además amena-
zado por el boga, quien era tachado de ladrón de mujeres y licor (Cuervo 1840;
Samper 1861). Allí también estaba en juego la definición de la masculinidad re-
catada del viajero, frente a la masculina fuerza física del boga. El letrado-viajero
se representaba así sufriendo por el boga; y son justamente este sufrimiento, esta
experiencia recreada como tortuosa, los que validaban desde los textos la norma-
lización del boga y su oficio.

Los cosecheros
La descalificación de los pobladores calentanos para el trabajo, paralela a su va-
loración como población moldeable, era una manera de legitimar el sometimiento
y validar formas de trabajo represivas; ello era evidente en la representación del
tipo cosechero de tabaco de Medardo Rivas (1866). La representación de Rivas
tiene sentido si recordamos que, aparte de ser un reconocido letrado, dueño de
una importante imprenta y miembro-fundador de la Universidad Nacional, fue
hacendado y comerciante en la zona del alto Magdalena (Rivas 1899). Aunque
Rivas defendía aparentemente una fuerza de trabajo libre y asalariada, sus tex-
tos demuestran la preeminencia de un control y una sujeción laboral basados en
el ideal de la guía y la conducción del patrono sobre el trabajador. Este control
resultaba más importante, si tenemos en cuenta que, en un gran porcentaje, los
cosecheros pasaron de ser los directos beneficiarios del cultivo a ser peones y
arrendatarios, con la colonización de grandes hacendados y comerciantes, a par-
tir del desarrollo del mercado externo del tabaco y los cambios en las políticas
sobre el estanco (De la Pedraja 1979).
Para Rivas, el cosechero era un hombre que había salido del estado de indo-
lencia y vagancia propio de la vida en naturaleza de muchos calentanos. Además,
en su relato el cosechero era un tipo libre, democrático, fuerte, hospitalario y
abnegado con su familia. Él reflejaba la vida republicana. Para alguien como Ri-
vas, era importante resaltar estos rasgos, para dar cuenta de los avances políticos,
económicos y sociales de la nación.
No obstante, al igual que otros tipos de trabajadores, el cosechero habitaba el
pasado y el futuro de la nación. Ello se debía a su doble caracterización de infan-
tes y semibárbaros atrasados. El cosechero vivía todavía en un estado liminal en-
tre el salvajismo y la civilización, “una mezcla indefinible del bárbaro que quiere
98
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix

volver a sus antiguos hábitos, del astuto esclavo que quiere engañar siempre a su
señor y del horrible disipado que ama el dinero para gastarlo y que nunca estima
su valor, ni sabe aprovecharse de él cuando lo consigue” (Rivas 1866: 172). Sus
prácticas y costumbres, como el delirio por la bebida, la diversión desmedida y la
ausencia de un matrimonio católico, demostraban su permanencia en el pasado.
Taita Ponce, el cosechero de Rivas, era, según éste, un hombre falto de economía
que de vez en cuando cultivaba y la mayor parte del tiempo se emborrachaba y
chinchorreaba en su hamaca, no sabía manejar su dinero y lo perdía en vicios; por
ello, cuando rendía cuentas al patrón, le mentía y se mostraba sumiso: “Pues mi
dotor, yo vengo desahuciado, a echarme en brazos de busté, que después de Dios
es nuestro padre y a más dueño de tierras” (Rivas 1866: 175); algo de lo cual Rivas
no reniega y, por el contrario, utiliza para insistir en la necesidad de corregir a su
sirviente y mantenerlo sujeto y dependiente como a un menor a su cuidado. Así,
el cosechero podía y debía ser moldeado por las élites nacionales, por medio de
su ejercicio de gobierno, la acción positiva de la Iglesia, y por las élites locales de
hacendados; esto es, en últimas, por sus patronos. Este planteamiento era posible,
en la medida en que el cosechero fuera presentado como un hombre con falencias
y con necesidades:
Sí, le falta una voz amiga que le enseñe el evangelio, que dulcifique sus costumbres se-
mibárbaras, que lo haga sobrio y económico, que lo lleve poco a poco por la senda de la
civilización; y que sin arrebatarle el trabajo de sus hijos, les enseñe la moral y les inspire el
deseo de mejorar su condición, haciéndoles amar la virtud y mostrándole los encantos y los
placeres de la vida civilizada. (Rivas 1866)

De esta forma, la representación que se hacía del tipo cosechero, como la de


otros tipos, implicaba la necesidad de una élite guía, de tipos notables, a quienes
se encargaba el gobierno de la República en lo nacional y en lo local.

Tipos notables, patronos y cachacos

Los cuadros de costumbres, los relatos de viaje y las pinturas e informes de la


Comisión Corográfica se preocuparon también por describir a los tipos notables
de las ciudades, provincias y cantones. En estos textos, y en particular, en los
relacionados con la Comisión (por ejemplo, Ancízar 1853), era fundamental dar
cuenta de la presencia de familias de representación, miembros ilustres y dis-
tinguidos de las sociedades locales, como signos del progreso moral y material
de la nación en lo local. En la imagen ideal que se tejió de la vida de pueblo
era indispensable una tríada compuesta de notables, curas y campesinos, bajo
la visión de que los dos primeros son esenciales en la guía y la conducción de
estos últimos; de lo contrario, la República no sería posible en la parroquia y
99
Julio Arias Vanegas

estaría, como mínimo, sumida en la corrupción, el despotismo y la pobreza


(Ancízar 1853; Díaz 1859a; Samper 1866). Los notables debían ser la guía se-
gura y positiva de la vida republicana en la parroquia. Aparte de esta condición
de los notables, basada en una distancia jerárquica entre élite y pueblo, éstos
eran caracterizados por su sociabilidad, cortesanía, vida civilizada, ilustración,
apariencia corporal racializada como blanca y el origen claro de su linaje (Cf.
I/2.2). Además de esto, en lo local, los notables debían ser distinguidos por ser
guías de la prosperidad material, con una activa vida económica. En la élite
estaba la labor de incentivar la consolidación de una economía de trabajo y de
mercado (Rivas 1899).
No obstante, este nuevo rasgo de la élite local debió ser también compartido
por la élite nacional. La economía agroexportadora, la colonización de las tierras
calientes, la necesidad de una nueva fuerza de trabajo y el ascenso de una élite
de comerciantes y hacendados relacionados con el ejercicio de gobierno (Palacios
2002b) corrieron paralelos a una nueva definición de la élite nacional. En parti-
cular, la élite de comerciantes y hacendados letrados –como los hermanos Sam-
per, los hermanos Pérez, la familia Ospina, Medardo Rivas y Salvador Camacho
Roldán– defendió la idea de una élite trabajadora y activa, que se posicionaba
contraria a la élite tradicional tachada de colonial, perezosa, feudal y retrógrada.
La narración de la colonización abrió paso a esta nueva élite promotora de la
prosperidad material, a la que empezaba a ser supeditada la llamada prosperidad
moral. Esta visión debía permitir además el ascenso de determinada élite eco-
nómica como élite de lo nacional. Así, comenzaba a ser fisurada la encumbrada
figura del letrado:

Sabemos que de las antiguas familias, imbuidas en el tonto orgullo de un nombre, y


queriendo conservar una posición que ya no les corresponde, solo vástagos débiles y dañados
se levantan en la sociedad; mientras que por el contrario del pueblo, de la masa común, es
de donde se levantan esos hombres llenos de vigor y de energía, que no solamente forman
una fortuna para sí, sino que ayudan eficazmente al engrandecimiento de la fortuna pública
y al crecimiento moral y material del país en que nacen y de la sociedad a que pertenecen.
(Rivas 1899: 349)

La importancia del trabajo, la tenacidad, la educación práctica, la disciplina,


las virtudes y meritos conseguidos a lo largo de la vida, era reforzada por oposición
a lo que habían conseguido élites tradicionales como la santafereña y la payanesa.
Esta crítica, que comienza a ser reiterada desde mediados de siglo, se encuentra
sintetizada en el tipo cachaco. Radicado en las ciudades importantes del antiguo
Reino, en particular en Santa Fe, el cachaco era descrito como un tipo dedicado a
la vida social, las tertulias y la actividad literaria. Galante con las mujeres, pulcro
y elegante en su apariencia, refinado en sus maneras e ilustrado, el cachaco se
paseaba por la ciudad sin hacer nada práctico y útil (Kastos 1858b; Gutiérrez
100
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix

1866). La definición del cachaco era eminentemente estética y urbana, más que
regional o de oficio. Gutiérrez (1866) representó con burla a los diferentes tipos
de cachacos, según su edad. Éstos eran vistos con cierta simpatía, en tanto se les
empezaba a considerar como un género que debería estar en vías de extinción. El
cachaco, sin embargo, continuó como una figura de distinción, aunque a la par y
en disputa con otro tipo de élites nacionales.

3. La regionalización de la diferencia
El siglo XIX colombiano no sólo estuvo marcado por la fundación y definición
de la nación, sino, de forma paralela, por la emergencia de lo regional como un
medio significativo para plantear y representar la diferencia poblacional y espa-
cial. Hablo de emergencia, por cuanto en la Colombia decimonónica surgieron
los primeros lineamientos para pensar el país en términos regionales, que toma-
rían su plena preponderancia sólo hasta el siglo XX. Esto, precisamente, porque
la unidad nacional y la diferenciación regional emergieron como construcciones
históricas interrelacionadas; esta última fue posible por la conjunción de una
serie de elementos centrales en lo nacional: la integración, exploración y apro-
piación geográfica y poblacional, la constitución de lo propio, una progresiva
conciencia de unidad, la valoración del mestizaje y la definición de estructuras
y espacios políticos, simbólicos y económicos diferenciados como regionales.
A pesar de la menor preponderancia de la diferenciación poblacional regional,
para la perspectiva actual, desde mediados del siglo XIX emergieron tipos re-
gionales significativos en un orden simbólico nacional, que no por contener una
diferencia más aceptable dejaba de ser altamente jerárquico y atravesado, así,
por el racialismo.

3.1. Regiones, racialismo y ordenamiento espacial

Aunque las regiones han sido pensadas como entidades preexistentes a la na-
ción, éstas sólo son posibles en la medida que se construya un sentido de unidad
nacional. A fin de cuentas, aunque sea pasada por alto, la misma definición de
lo regional alude a la porción de un algo, en particular, un territorio definido y
delimitado. Así, cuando nos referimos a regiones en contextos nacionales, ya sean
culturales, políticas o económicas, debe tenerse en cuenta que, como tales, éstas
son elaboraciones propias de una unidad abstracta mayor.
Las regiones son ante todo construcciones que surgen del acto de introducir
un principio de heterogeneidad bajo la idea de una homogeneidad –territorial y
101
Julio Arias Vanegas

poblacional– (Martínez 1992). Una clasificación regional segmenta y divide una


unidad en porciones determinadas y delimitadas bajo un tipo de criterio o patrón
similar. El ordenamiento territorial, la economía, la visión paisajística o geográ-
fica son algunos de los criterios más recurrentes de clasificación desde el siglo
XIX. Internamente, las regiones se sustentan en una visión amplia que supera la
perspectiva de lugar, desde la óptica de ser parte de un algo mayor. Así, las regio-
nes no introducen cualquier tipo de división: una clasificación regional teórica e
ideal no plantea la existencia de un número infinito de espacios regionales que
se sobreponen sin sentido. Las regiones implican internamente un acto similar al
de definir la nación: introducir un principio de homogeneidad dentro de la diver-
sidad; pero en la región, el principio de unidad de lo regional está supeditado al
principio de unidad de lo nacional91.

En este sentido, al abordar la diferenciación regional como parte de los pro-


yectos nacionales del siglo XIX, los tipos regionales o las regiones son tratados
aquí como construcciones discursivas e históricas, al igual que las razas o los
tipos humanos92. Así, es necesario prestar atención al acercamiento propuesto
por Bourdieu (1982) a los estudios regionales, en el sentido de preguntarse por los
esfuerzos hegemónicos por crear regiones e identidades asociadas a éstas, y por
quiénes, bajo qué principios, en qué luchas y con qué sentido son nombradas y
clasificadas las regiones.

Los tipos regionales, a diferencia de los tipos humanos, emergieron de una


perspectiva más amplia que la del contexto de colonialismo interno. Además de
superar el detalle, los tipos regionales partieron más claramente de la unidad y
de la integración, puesto que aludían a regiones integradas simbólica, política o
económicamente.

En el siglo XIX, las diferencias regionales no eran pensadas por fuera del
racialismo. Como tales, las regiones emergieron de un pensamiento racialista:
éstas y los tipos regionales han sido ubicados en jerarquías naturalizadas, que
se basan en el ejercicio de fijar una población a un territorio y a un medio físico

91 Aunque desde una perspectiva regionalista fuerte se puede llegar a plantear la idea de una raza
o un pueblo particular y diferente –mientras que la perspectiva nacionalista habla más de tipos–,
esta raza o pueblo es pensada siempre en diálogo con la perspectiva nacional.
92 En el caso colombiano, Wade (1993, 2000), Roldán (1998), Rojas (2001) y Appelbaum (2003)
han insistido en consideraciones similares al respecto. Esta última es quien con más claridad ha
interrogado a la región como una construcción histórica en el contexto de lo nacional. Por otro
lado, Rojas (2001: 230-275) cuestiona lo regional, pero introduciendo un principio de clasificación
propio, ajeno a la diferenciación regional del siglo XIX.

102
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix

determinado. Esta ligazón no es sólo climático-cientificista, sino además, y desde


la perspectiva regionalista, romántica: los pueblos regionales se conciben y son
representados como frutos de una tierra particular. En este planteamiento, el medio
físico o la tierra regional eran homogeneizados como una unidad concreta que
moldeaba a las poblaciones. También la ligazón entre tipo regional y medio físico
se manifestaba en la consideración de que el primero ha moldeado al segundo.
En Colombia, las razas han sido regionalizadas, no sólo por la distribución racial
desigual en espacios diferenciados desde el siglo XVI, como lo ha explicado Wade
(1993), sino por la valoración de las regiones a través de los rasgos asociados a las
distintas composiciones raciales.

La racialización de las regiones ha sido sustentada de otras formas no tan


evidentes, como la fijación y naturalización de un tipo físico a un territorio y a un
medio específico. Los saberes de lo propio han cumplido un papel importante en
ello. La historia ha servido desde el siglo XIX para explicar el origen de las dife-
rencias poblacionales y de su ubicación en el espacio, pero manteniendo a la vez
la idea de la transformación con la naturalización de la diferencia. Cada región
y sus tipos –su composición racial, su mestizaje, su medio, sus tradiciones y su
economía– han sido definidos desde una historia que aparece como particular a
éstos. Asimismo, el estudio de los costumbres y de lo popular ha sido constituido
en un escenario de determinación y explicación de la diferencia regional. Los
modos de actuar y de hablar, los vestidos, los adornos, los bailes, la música, entre
otros, eran considerados manifestaciones propias e inherentes de pueblos deter-
minados, que además marcan las diferencias con una supuesta precisión. Desde
estos saberes, se afirmaba: “Los vestidos de bayeta y el hablar con los dientes
apretados, sonando mucho la s, indicaban ser gente reinosa” (Ancízar, 1853, tomo
I: 213, cursivas del original), [y] “El modo de expresión vulgar y las costumbres
del pueblo de Bolívar, que no a las correspondientes de Panamá y Magdalena”
(Obeso 1877: 11). Todas las descripciones detalladas eran necesarias en un esce-
nario en el cual el mestizaje se posicionaba, con su consecuente complicación de
la descripción física.

Igualmente, la determinación de la diferenciación regional ha tenido que ver


con un eje central en la formación del Estado y en la construcción de la nación:
el ordenamiento espacial. Aquí tomo el concepto de ordenamiento espacial de
Herrera (2002: 28), quien lo utiliza no sólo como la delimitación de un espacio
considerado propio –a lo que remitiría la idea de territorio–, sino como el manejo
del mismo basado en un modelo producido de cómo debe estar organizado el
entorno. Es decir, el Estado-nación no simplemente busca expandirse sobre un
espacio anterior a su existencia, sino que lo crea, le da unos sentidos, al organizarlo,
conocerlo y dividirlo.
103
Julio Arias Vanegas

La apropiación del espacio por parte del Estado-nación es un ejercicio emi-


nentemente político, en el que aquel espacio es asumido como territorio propio. De
allí surge la primera gran forma de clasificación territorial interna: la de las uni-
dades administrativas territoriales, a partir de modelos legales de ordenamiento
territorial (Herrera 2002: 29). La diferencia espacial de la nación ha estado muy
determinada por la segmentación que producen estas unidades. Antes de que la
perspectiva geográfica y el avance de la exploración propiciaran otras formas de
diferenciación, ésta era una forma segura y general de ordenar el territorio. Las
primeras geografías nacionales privilegiaron el ordenamiento territorial sobre la
diferenciación geográfica (Zea 1822; Codazzi 1851, 1855, 1856, 1857, 1858; Pérez
1865, 1871), en contraste con lo que ocurriría a finales de siglo (Vergara y Velasco
1892). El caso de la Comisión Corográfica es ejemplar al respecto: la importante
sección de descripción geográfica titulada el “aspecto físico” estaba supeditada a
la división por provincias o estados.
Es posible pensar que las regiones han sido confundidas con las unidades
administrativas territoriales. Sin embargo, ello no resulta muy adecuado si pensa-
mos que el ordenamiento territorial es una poderosa forma de segmentar y regio-
nalizar el espacio bajo principios políticos; fija y determina poblaciones a territo-
rios delimitados arbitrariamente por las fronteras políticas, constituyéndose en un
ejercicio sin igual de introducir una discontinuidad en posibles continuos físicos.
A partir del ordenamiento territorial han sido construidas identidades geopobla-
cionales, en medio de profundos intereses políticos regionales y nacionales, como
si fuesen hechos naturales y evidentes:
[…] al carácter propio de los pueblos que forman el conjunto de la que es hoy República de
Colombia. La política la ha dividido en nueve Estados de apellidos soberanos; y como es
natural que la misma política sostenga por muchos años esta división, la adoptaremos para
clasificar los caracteres. (Vergara 1867b: 215)
Como se desprende de esta cita, la relación entre regionalización y ordena-
miento territorial cobró más fuerza durante los años comprendidos entre 1830
y 1886, por la adopción de dos modelos legales de ordenamiento territorial que
daban cuenta de los conflictos e intereses políticos entre élites locales, regionales
y nacionales (Jaramillo 1982): el Estado provincia, 1830-1850, y el federalismo del
Estado región, 1855-1885 (Borja 2000).
Aunque desde el Estado la perspectiva geográfica podía estar supeditada
al ordenamiento territorial, ésta era un eje central que pasaba por otras vías en
el ordenamiento y apropiación espacial. Desde la fundación de la nación, el acto
de segmentar el espacio nacional ha estado atravesado por diferentes formas de
apropiación espacial, las cuales, en general, han incidido en que las regiones es-
paciales emerjan, en varios casos, antes que los tipos regionales. En términos
amplios, la primera diferenciación espacial de tierras altas y bajas podría ser con-
siderada como una división de dos grandes regiones. Sin embargo, el detalle del
104
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix

viaje colonialista interno permeó la construcción de la diferencia poblacional a


partir de la profusión de distintas tierras altas, calientes y bajas a lo largo del
territorio nacional. A esta profusión se superpuso la diferenciación regional, sin
negarla, por medio de una mirada totalizante y homogeneizadora del territorio,
tanto regional como nacional. En general, la geografía como saber partió jus-
tamente del ejercicio de definir unidades geográficas concretas, distinguibles y
delimitadas, en el marco de otras unidades mayores como el globo terráqueo,
los continentes y las naciones. Antes de la noción de región natural, originada a
finales del siglo XIX (ver Vergara y Velasco 1892) por la influencia de geógra-
fos como Hettner –quien se basó en sus recorridos por Colombia para plantear
sus ideas–, las regiones eran fruto de una visión eminentemente paisajística, del
viaje y el recorrido detallado, para luego elevar la mirada y determinar grandes
principios homogeneizadores desde la distancia. Ello es evidente en el acápite
“Aspecto del país” de la Comisión93, donde además está presente la idea de Von
Humboldt sobre la unidad dentro de la multiplicidad en paisajes interrelacionados
(Sánchez 1999: 464)94. La visión paisajística incidía en la elaboración de un medio
físico amplio, con determinados elementos homogeneizadores del paisaje, como
sabanas, montañas, costas, llanos, mesetas, y de las actividades y elementos pro-
ductivos. Allí, también cumplió un papel importante la climatología, que pasaba
de la perspectiva climista general a la definición de las condiciones climáticas
regionales relacionadas con diversos elementos (Vergara y Velasco 1892).
En la diferenciación regional ha tenido una importancia particular la pers-
pectiva económica, a partir de la cual eran pensados y articulados los territorios
y las poblaciones. En especial, en el contexto de impulso a una economía agro-
exportadora y de clasificación y conocimiento de las riquezas propias, los tipos
regionales y humanos fueron concebidos en torno a su relación con las activida-
des productivas y los productos de explotación o elaboración. Desde mediados
del siglo XIX, a la par de la variación climática, de la composición y distribución
racial, de la diversidad de medios físicos, el país fue segmentado y pensado a

93 En la geografía del siglo XIX, país era un término equiparable a región. Este uso del término
no era azaroso; por el contrario, demuestra cómo en principio el país remitía a un paisaje y a un
campo visual cercano –de allí su cercanía con country y con paysage–. Al ser luego equiparado el
país al conjunto del territorio nacional, evidenciaba la progresiva concientización de pertenecer a
una unidad mayor espacial, a la cual el campo cercano quedaría supeditado más claramente como
una porción: la región. Habría que ahondar sobre estos planteamientos hipotéticos.
94 El territorio de Colombia fue un espacio importante para los científicos y naturalistas en la
definición de la idea de las regiones naturales. En la América equinoccial, Von Humboldt desarrolló
sus ideas sobre regiones naturales, que claramente retomaría Codazzi en su consideración sobre
las unidades de los distintos países, y que sintetizaría Hettner en su concreción del concepto de
región natural (Cf. Castrillón 2000, Sánchez 1999).

105
Julio Arias Vanegas

partir de la variedad y la posibilidad económica. La misma noción de medio fí-


sico contenía tanto el entorno natural y climático como el contexto productivo.
Lo central aquí es que los tipos regionales fueron racializados y naturalizados a
partir de sistemas productivos o extractivos específicos: un tipo para un contexto
económico, fue una forma general de clasificación. Las actividades de produc-
ción económica moldeaban al tipo, así como éste era constituido en una población
adecuada para determinada actividad, y ésta era posible por la intervención de
esta población, como lo veremos adelante.
Esta visión de la diferenciación regional es evidente en este mapa poblacio-
nal-espacial que presentó el reconocido político y economista Salvador Camacho
Roldán para dar por sentada, como un hecho natural, la heterogeneidad del país.
Allí eran conjugados el tipo de actividad económica, la historia racial y regional,
y la preponderancia del medio físico en relación con la naturalización del orde-
namiento territorial:
El antioqueño, habitante de las montañas, minero, cambista de metales, inclinado a las ope-
raciones bancarias, tiene que ser distinto del habitador de Bolívar y Magdalena, grandes lla-
nuras en donde predomina la industria pecuaria. El pacífico cultivador boyacense, derivado
de la raza indígena disciplinada bajo el yugo de hierro del encomendero español, que forma
el principal grupo de esa sección, no puede tener muchos puntos de semejanza con el mestizo
africano-español formado en el Valle del Cauca, bajo la protección semiafectuosa a veces de
sus amos, en el pastoreo de ganados y en medio de una naturaleza que convida a la libertad.
El agricultor santandereano, descendiente quizás del altivo catalán, en cuyas tierras no parece
haber pesado el sistema feudal de mercedes y encomiendas, sino el de una más equitativa dis-
tribución de la propiedad territorial, tiene pocos puntos de semejanza con el cortesano cundi-
namarqués de la capital, y menos con el descendiente de los chibchas, más o menos matizado
ya de sangre española, doblegado, en el trabajo de haciendas semifeudales, por el propietario
altanero, casi siempre poco benévolo y demócrata sólo por excepción. El tolimense, en fin,
habitador de un valle angosto y endurecido por las ardientes llanuras del Alto Magdalena,
diferirá no poco del panameño familiarizado con las ideas del comercio internacional, por
la privilegiada posesión de la angosta faja de tierra al través de la cual se espera el grandioso
abrazo de las civilizaciones oriental y occidental. (Camacho 1889: 209-210)
Este mapa no resultaba azaroso, puesto que la diferenciación regional con-
tiene y sustenta las relaciones económicas en torno a la nación. Colmenares (1991)
plantea que la existencia de regiones se presenta aun más dentro del Estado na-
cional, que organiza el territorio en espacios de acuerdo con el mercado nacional
y la economía agroexportadora, y no dentro del imperio, que organiza el espacio
en torno a núcleos urbanos95. Asimismo, Fajardo (1993) explica que las regiones

95 Sería interesante analizar cómo esta clasificación regional desde lo económico tuvo un antecedente
importante en los finales del régimen colonial, con las reformas borbónicas, como lo enuncia el
mismo Colmenares y como es evidente en las alusiones del criollo Caldas (1808a) a “las zonas del
oro” y “las zonas pastoriles”, entre otras.

106
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix

son el espacio de producción y reproducción del Estado nacional, donde se mate-


rializan la formación del mercado y la expansión del capital. Estas perspectivas
resaltan las jerarquías y relaciones desiguales que se generan entre las regiones,
según sus posiciones en el mercado nacional y la división del trabajo. La diferen-
ciación basada en la perspectiva económica reproducía y sustentaba estas relacio-
nes desiguales.

3.2. Los tipos regionales: orden nacional e identidades


geopoblacionales
Los tipos regionales del siglo XIX, en mayor o menor medida, eran representa-
ciones bajo la perspectiva del pueblo ideal nacional, y, como tales, conciliaban
esta perspectiva con una diferencia aceptable. Sin embargo, los tipos regionales
fueron dispuestos en una relación jerárquica que develaba los vínculos económi-
cos, políticos y simbólicos desiguales entre las regiones, y el Estado central y las
regiones. Como lo indica Jimeno, “las regiones sufren una adscripción al Estado
nacional que las sitúa de manera desigual, no homogénea, les atribuye ciertos
rasgos y les asigna roles específicos” (1994: 67). La diferencia poblacional y espa-
cial resultaba central para asignar posiciones y papeles particulares a cada región
dentro de la jerarquía nacional.
No obstante, frente al problema de la construcción y representación de un
mapa de la diferencia regional, me concentro más en los proyectos, esfuerzos y
luchas por constituir un orden nacional, es decir, un orden simbólico de la tensión
entre unidad y diferencia, que en las relaciones económicas y políticas desiguales
en el marco de la formación del Estado-nación, sin olvidar este tema del todo. La
diferencia regional permitió a las élites definir un orden nacional, en el que se
posicionaban, por medio de la invención de una identidad geopoblacional y la ubi-
cación y tipificación de los otros tipos regionales. Éstos eran construidos a partir
de recursos generales, positivos o negativos, que luego eran particularizados. Por
ello, los rasgos que eran representados como propios y auténticos en cada región
hacían parte de un conjunto de valores nacionales y transnacionales del mundo
moderno/colonial. Ello no fue solamente visible en las élites centrales, sino, so-
bre todo, en otras élites regionales, como la antioqueña, las cuales se definían y
participaban en la nación desde lo regional, superando las perspectivas locales.
La identificación regional es una forma privilegiada de ser en la nación y no una
contradicción o negación de la misma (Appelbaum et al. 2003; Fajardo 1993; Gi-
ménez 2000; Jimeno 1994).
A continuación, presento los tipos regionales más recurrentes en la literatura
revisada. Allí se hace evidente cómo las élites centrales, desde su eje de poder,
107
Julio Arias Vanegas

Bogotá, Antioquia y Popayán, constituyeron un orden jerárquico en el que los


tipos regionales estaban dispuestos desigualmente. En primer lugar, es de resaltar
cómo las élites nacionales se posicionaron por fuera o por dentro de este orden: los
antioqueños, como una región en ascenso impulsada por una élite que había sido
marginal, y los bogotanos-santafereños y payaneses, como tipos urbanos de élites
establecidas. De allí que se presenten tan importantes confrontaciones en torno al
dominio simbólico de la nación entre los santafereños y los antioqueños. Debajo
de ellos estaba el pueblo nacional, representado en tipos regionales como los
llaneros, los antioqueños, los tolimenses o santandereanos, lo cual daba cuenta de
la cercanía, los intereses y la influencia de este eje de poder sobre estas regiones
y pueblos. El caso contrario es visible en la mínima presencia de la representación
sobre lo costeño.

Antioqueños, un orden nacional de prosperidad y moral


El tipo antioqueño emergió en las representaciones de la élite letrada de la segunda
mitad del siglo XIX como una proyección de los ideales sobre la nación colombiana.
Para los letrados no antioqueños, esta representación se constituía en un escenario
para exponer sus ideales de lo que debería ser un pueblo campesino, comerciante,
próspero y moral, frente a un pueblo considerado mayoritariamente contrario a
estas características. La fuerza de la descripción alabadora y positiva del tipo an-
tioqueño obedeció, en gran medida, a la construcción de una imagen poderosa de la
población y el paisaje antioqueño desde la misma región, al igual que a la posición
económica privilegiada que comenzó a ocupar Antioquia en el siglo XIX.
La atención en la descripción física del antioqueño fue central a la hora de
detallar los valores y virtudes de aquel tipo regional. Más que con cualquier otro,
la referencia a su belleza era un común denominador en su representación; se
reiteraba que era “quizás el más bello tipo de la República” (Vergara y Velasco
1892: 964; ver también Pombo 1852; Samper 1861). La conexión entre belleza
física y la constitución social y moral aparecía con toda su fuerza en la descripción
de este tipo: “El antioqueño del bajo pueblo, el más bello tipo del Estado y de
toda la República, es inteligente, gran trabajador y muy honrado” (Vergara 1867b:
216). La insistencia en la belleza física del antioqueño servía para particularizar e
identificar al tipo, como era corriente desde la descripción corporal, y, aun más,
remitía a otras características como la vitalidad y la agilidad para el trabajo y
el movimiento: el antioqueño era bello porque era trabajador, y viceversa. Si el
antioqueño era un tipo importante, debía ser bello.
En este sentido, el tipo antioqueño era descrito especialmente como mestizo
blanco. En este caso, su mestizaje era bastante especial. El pueblo antioqueño no era
108
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix

identificado como fruto de la mezcla equitativa de las tres grandes razas desde los
inicios de la Conquista. Por el contrario, los antioqueños parecían provenir de una
mezcla, desde el siglo XVIII, de españoles, criollos blancos propios y adecuados
al suelo americano, como lo señalaba el médico y geógrafo antioqueño Manuel
Uribe Ángel (1885), y la versión de Samper de “judíos católicos” (1861)96.
Lo indio y, más aun, lo negro no eran nombrados como componentes del tipo
antioqueño, aunque en algunos grados mínimos podían aparecer en el pueblo bajo
(Uribe 1885: 464). Los indios ocupaban un espacio de barbarie en la historia antigua
del estado de Antioquia y aparecían como rezagos en extinción, mientras que los
negros y sus derivaciones –provenientes de la minería esclavista– habitaban los
márgenes físicos y simbólicos de lo antioqueño. Allí, internamente, era aplicada
la división jerárquica entre las montañas, lo propiamente antioqueño, y los valles
ardientes y profundos habitados por negros, mulatos y zambos, en la construcción
de un proyecto hegemónico regional de colonialismo interno (Uribe 1885)97.
Este ejercicio diferenciador interno se reforzó con una fuerte imagen de ho-
mogeneidad frente a las otras regiones, tipos y razas de la nación (Kastos 1858a;
Samper 1861; Vergara y Vergara 1867b; Vergara y Velasco 1892)98. Lo antioqueño
se constituyó en el proyecto regional más fuerte de la segunda mitad del siglo
XIX. El ordenamiento territorial por estados, del cual Antioquia fue abandera-
do con su proclamación como estado soberano en 1856 –el segundo después de
Panamá en 1855–, propició la idea de unidad. A fin de cuentas, lo antioqueño
provenía de la designación arbitraria de fronteras políticas administrativas, como
provincias, estados y departamentos. Durante el federalismo y el auge del libe-
ralismo, el estado de Antioquia se posicionó como un fortín conservador que

96 En la réplica pública que presentó el ex presidente Mariano Ospina (1875), oriundo de Guasca,
Cundinamarca, pero antioqueñizado (tanto así, que es percibido como padre fundador de lo an-
tioqueño), sobre el origen judío de los antioqueños, se hacen evidentes las diferentes posiciones
que suscitaba esta cuestión. Esta idea fue usada como una forma de descalificar a la élite comer-
ciante de aquella región como avara, ambiciosa y codiciosa. Lo judío era un componente racial
ampliamente menospreciado. Por ello, Ospina inicia su texto negando enfáticamente el origen
judío de los antioqueños (1875: 208). Aunque Ospina no podía aceptar abiertamente este compo-
nente en un país católico e hispánico, enfatizó en las virtudes de una posible ascendencia israeli-
ta, al considerarla comerciante, inteligente e industriosa, sin caer en la amoralidad del utilitaris-
mo (1875: 209). Lo judío brindaba una forma de ser capitalista, a la vez que moralmente bueno.
97 Roldán aborda la construcción de este proyecto en su artículo (1998), que aunque trata sobre la
Violencia a mediados del siglo XX en Antioquia, interpreta críticamente los planteamientos de
pensadores regionales de finales del XIX.
98 Particularmente, lo antioqueño se construyó en oposición a los negros internos y externos, al
fragmentado Cauca y a los distintos tipos del altiplano cundiboyacense (Cf. Appelbaum 2003), y
más adelante, a la Costa Atlántica (Cf. Wade 1993).

109
Julio Arias Vanegas

lo hacía claramente diferente de los otros estados. El gobierno del conservador


Pedro Justo Berrío incidió ampliamente en el encerramiento de Antioquia como
un estado económicamente fuerte y con estabilidad política y militar, en un país
asediado por las guerras civiles y las crisis económicas (Ortiz 1991). Bajo la go-
bernación de Berrío fue incentivada la idea de una unidad antioqueña como vía
de legitimación del poder político regional; en este contexto, la moral católica y la
concepción de lo antioqueño como una familia incidieron en la cohesión social y
en el control político interno (Villegas 1995; Appelbaum 2003).
La unidad en lo antioqueño fue eficiente, en tanto se basó en una imagen de
un pueblo homogéneo en la que hacia afuera eran sobrepasadas las diferenciacio-
nes sociales internas. En Antioquia, la regionalización fue posible en la medida
que planteó una homogeneidad fuerte como parte importante de la heterogenei-
dad de lo nacional. Para los antioqueños, la insistencia en valores compartidos
como la laboriosidad, el origen pobre, el ascenso por medio del trabajo, lo campe-
sino, la frugalidad, la austeridad y la sencillez era una forma de contraponerse a la
élite santafereña, como aparece en los textos costumbristas del reconocido Emiro
Kastos, seudónimo del antioqueño Juan de Dios Restrepo. Para el santafereño
Rafael E. Santander, ello reiteraba de forma peyorativa el carácter campesino
de las élites antioqueñas (1866a). Por tal razón, la imagen de homogeneidad fue
impulsada desde adentro y afuera de la región.
El valor más resaltado en la construcción de una imagen homogénea de lo
antioqueño fue la capacidad y disposición para el trabajo, particularmente agrí-
cola y comercial (Kastos 1858a; Pombo 1852; Samper 1861; Uribe 1885; Vergara
y Vergara 1867b; Vergara y Velasco 1892). A esta laboriosidad eran asociados
la aspiración a la propiedad privada, la agilidad, el movimiento, un espíritu em-
prendedor y enérgico, el vigor y lo andariego. Estos rasgos aparecían en completa
oposición a los imputados a los pobladores del altiplano. El antioqueño, moral,
progresista, bello y saludable, contenía los valores de la vida capitalista y moder-
na que no tenían los fanáticos, estacionarios y sucios campesinos del altiplano –lo
despierto y lo ágil eran asociados a la limpieza y belleza, mientras que lo quieto
era asociado a la suciedad– (Pombo 1852). Esta caracterización se relacionaba
con la mayor presencia de trabajadores libres en Antioquia, a diferencia de otras
regiones (Rojas 2001). Asimismo, esta imagen de movilidad validaba la actividad
comercial de los antioqueños en el territorio nacional, a la vez que era una pro-
yección del deseo de las élites nacionales de un comercio activo del pueblo (ver la
ilustración 15). En suma, la descripción de lo antioqueño obedecía a los valores de
una vida moderna, a la vez que moral y civilizada: “el antioqueño es apasionado,
trabajador infatigable, patriota, excelente padre de familia, valiente, emprende-
dor, hábil para los negocios, dócil y obediente; caritativo, hospitalario, propenso a
viajar, y progresista” (Uribe 1885: 471).
110
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix

Si bien la imagen del antioqueño seguía muy ligada a la actividad minera,


su posición privilegiada en el orden nacional provenía de su concentración en las
actividades agrícolas y en la transformación de las selvas en paisajes cultivados
(Kastos 1858a). El carácter laborioso del antioqueño se apreciaba en el cultivo de
la naturaleza99. Justamente, el antioqueño era valorado en tanto campesino activo,
bajo el ideal decimonónico de prosperidad moral y material por medio del trabajo
en el campo.
Desde la segunda mitad del siglo XIX se comenzó a tejer la imagen de los
antioqueños como un pueblo colonizador y domesticador de otros paisajes por
fuera de los suyos. Lo que más cautivaba de ellos era su alto crecimiento demo-
gráfico, en un país que lo necesitaba como medio para garantizar el poblamiento
y la fuerza de trabajo. De allí que se les calificara de fecundos y precoces en
el matrimonio (Samper 1861). De acuerdo con la apreciación de los valores del
tipo antioqueño, su colonización era admirada como una forma de hacer bajar la
civilización de las montañas hacia las tierras bajas, domesticando sus pueblos y
sus naturalezas (Pombo 1852). La colonización antioqueña hacia los territorios al
sur de su estado ha representado los ideales del Estado-nación, como una vía de
mestizaje cultural, de limpieza moral y civilizadora sobre las poblaciones nativas,
para imponer o formar pueblos aptos para una vida laboral y productiva100.
No obstante, durante el siglo XIX, más que la visión de colonos, fue la de
comerciantes andariegos la que primó en torno a lo antioqueño101. Después de la
minería, y gracias al capital acumulado con ésta, fue el comercio una actividad
privilegiada para las élites antioqueñas. El espíritu comerciante y capitalista adju-

99 A diferencia de otros tipos regionales o humanos en donde el medio físico había constituido
su carácter, en el antioqueño era el medio físico el que había sido transformado por medio del
trabajo del tipo. Las montañas y valles antioqueños, como una unidad paisajística-poblacional
ampliamente reconocida y valorada, aparecían como reflejos de la laboriosidad y tenacidad del
antioqueño (Pombo 1852) –Kastos (1858a: 308) se enorgullecía de que en Antioquia se derri-
baran cuatro veces más fanegadas de bosques que en el resto de la República–. Las montañas
antioqueñas –“un valle verde y risueño, labrado y dividido como un tablero de damas, salpicado
de bosquecillos, caprichosamente recorrido por los sesgos amarillos de sus caminos y los hilos
argentados de sus aguas” (Pombo 1852: 51)– eran admiradas a finales del siglo XIX como las más
importantes de los Andes colombianos, por su densidad poblacional, el movimiento comercial y
su compleja red de caminos y pueblos (Vergara 1892).
100 La insistencia en la movilidad del pueblo antioqueño, asociada a otros valores morales y sociales
y a su consecuente racialización blanca, implicó que la colonización, de lo que hoy conocemos
como el Eje Cafetero, en la segunda mitad del siglo XIX, fuera adjudicada exclusivamente a
los antioqueños, sin que en estos relatos aparecieran los colonos caucanos o del altiplano
cundíboyacense.
101 La narración de la colonización antioqueña como una epopeya y del espíritu colono del antioqueño
cobraría más fuerza con la consolidación de la economía cafetera (Zambrano 1990).

111
Julio Arias Vanegas

dicado a los antioqueños fue relacionado con “el espíritu de asociación, compañe-
ro del de especulación. Aquí todos se asocian, parientes o extraños, ricos o pobres,
hombres o mujeres, para lo grande como para lo pequeño […] así multiplican sus
medios de producción, puesto que a un tiempo hacen valer en diferentes empresas
dinero, propiedad, industria y crédito” (Pombo 1852: 69). La visión de los antio-
queños como comerciantes innatos –escenario también de críticas– y colonizado-
res aguerridos se relacionaba con la poderosa posición económica que comercian-
tes y empresarios de la región habían adquirido a partir de sus exportaciones de
oro (Cf. Uribe y Álvarez 1998; Palacios y Safford 2002). El capital económico de
los antioqueños era ampliamente reconocido en el siglo XIX; ellos controlaban el
comercio y la navegación por el Magdalena, y en varias oportunidades otorgaron
préstamos importantes al Estado central. Respecto a la colonización, adinerados
comerciantes de la región participaron en proyectos colonizadores importantes
en el Viejo Caldas, el alto Magdalena y los Llanos Orientales. Esta colonización,
realizada por reconocidos empresarios como Montoya y Uribe, era la realmente
valorada en los relatos colonizadores, por su fuerza económica y por los proyectos
productivos y extractivos que involucraba (Kastos 1858a; Rivas 1899).
Precisamente aquel que más ha viajado al continente europeo, llevando allá su oro i trayendo
toda clase de mercancías […] el más dedicado a las especulaciones comerciales; porque es
aquel que más se esmera en aumentar su fortuna; porque es aquel también que más pron-
tamente forma nuevas familias, ama la decencia i bienestar de ellas; es trabajador, sobrio,
fuerte, robusto, posee intelijencia i riqueza. (Agustín Codazzi, en Sánchez 1999: 307)

Este texto de Codazzi demuestra la conexión entre las actividades comercia-


les de los antioqueños con sus valores morales y sus costumbres, como si fueran
dependientes entre sí. En las descripciones sobre los antioqueños se transitaba
de los valores propicios para el progreso material a los principios de una vida
moral y tradicional. El tipo antioqueño resultaba significativo, en tanto mediaba
dos formas de vida que para algunos parecían contradecirse; en él, la búsqueda
del progreso económico no negaba la permanencia de las costumbres y las tradi-
ciones (Kastos 1855). Así, la unidad familiar católica era también un motivo de
alabanza de lo antioqueño, como símbolo de moralidad, crecimiento y prosperi-
dad (Pombo 1852; Kastos 1855; 1858a). La vida de la familia antioqueña consistía
en “trabajar mucho de día y rezar mucho de noche” (Kastos 1855: 155). Éstos se
narraban insistentemente a sí mismos como un pueblo de carácter frugal, sobrio
y económico, que se evidenciaba en sus costumbres puras y campesinas (Kastos
1855; 1858a).
Esta autorrepresentación de los antioqueños era una forma de legitimarse
por medio de la diferenciación frente a las élites criollas, santafereñas y paya-
nesas. A estas élites, Kastos (1858b, 1858c) las tachaba de perezosas, estacio-
narias, anticuadas y ociosas, dedicadas a la galantería, los lujos y la tertulia,
112
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix

menospreciando el trabajo. La diferencia regional ha sido un escenario de lucha


y posicionamiento identitario en el marco de lo nacional. Ello se hizo evidente
en la discusión que sostuvieron Kastos (1858c) y Santander (1866a). El primero
descalificaba a los santafereños por su raizalismo, es decir, su apego y limita-
ción a la tierra que los vio nacer, a las raíces y a los abolengos, un apego que
les impedía movilizarse y trabajar. Santander (1866a) respondió con fuerza a
Kastos tachándolo de antioqueño provinciano, de acuerdo con la conocida ca-
racterización de los antioqueños como labriegos y campesinos. Lo provinciano
entraba en oposición con el citadino santafereño de refinadas costumbres y de
talentos ajenos al trabajo físico. Al igual que Santander, otros letrados descri-
bían a los antioqueños como conflictivos, agresivos y en extremo apasionados,
rasgos que eran contrarios a su supuesta moralidad (Samper 1861; Rivas 1899:
239). Los antioqueños Kastos (1858a) y Uribe (1885) afirmaban que la pasión
era justamente un rasgo importante, motor del dinamismo antioqueño. Esta dis-
puta no puede pasar por anecdótica; en ella se revela el deseo de los antioqueños
de posicionarse en un orden nacional en emergencia, en el que la prosperidad
material y moral, el trabajo, la colonización, el comercio y el dinamismo eran
centrales. Los valores adjudicados a los antioqueños quebraban el orden de los
criollos puros –santafereños, tunjanos, payaneses, cartageneros–, en el cual
esta región no ocupaba un lugar central. Lo antioqueño fue, en gran medida,
una construcción para salir de los márgenes del poder y aparecer en el orden
nacional como una unidad importante.

Santandereanos: artesanos, campesinos y liberalismo

En la designación de Santander como una porción particularmente importante


dentro de la nación colombiana cumplieron un papel importante el ordenamien-
to territorial, la visión geográfica y productiva y el examen etnográfico de la
población respecto a su composición y distribución racial. Aunque en la visión
climático-civilizadora de la primera mitad del siglo lo que compondría al estado
de Santander hacía parte de las denominadas tierras altas y países andinos, éste
comenzó a ser particularizado dentro de la exploración detallada de paisajes na-
turales, poblacionales y productivos. A mediados de siglo, las provincias de Vélez
y Socorro eran consideradas, en términos generales, como una unidad paisajís-
tica y poblacional que era homogeneizada en su diferencia respecto al altiplano
cundiboyacense. La proclamación del estado de Santander en 1857 reforzaría esta
visión homogénea bajo el rótulo de una unidad administrativa territorial, que por
cierto tendría una fuerza particular en el escenario radical de los sesenta y se-
tenta. Más adelante, la perspectiva, espacialmente más amplia, de las regiones
113
Julio Arias Vanegas

naturales circunscribiría a Santander de nuevo a la región andina (Vergara y Ve-


lasco 1892); no obstante, los Santanderes seguirían siendo particularizados como
una región o una subregión importante dentro de esta visión amplia de las cinco
regiones naturales.
A mediados de siglo, las provincias del Nororiente (1849-1857) y el estado de
Santander (1857-1885) fueron motivo de descripciones alabadoras que correspon-
dían al lugar en el que fueron ubicados en el orden simbólico nacional (Ancízar
1853; Samper 1861). Lo que compondría al estado de Santander se había carac-
terizado por una activa vida comercial, agrícola y textil, que lo hacía parte im-
portante del eje medular que ocupaba la cordillera Oriental y los Andes centrales
desde el régimen colonial. En medio de los ideales democráticos y de prosperidad
moral y material de mediados de siglo, esta zona era apreciada por ser un ejemplo
de las ideas republicanas sobre el comercio, la propiedad y la democracia, así
como la moralidad y la disposición para el trabajo de su pueblo. Santander conte-
nía esta imagen, o mejor aun, este deseo proyectado en sus paisajes y sus pueblos,
a diferencia del semifeudal y estacionario altiplano y de las salvajes y amorales
tierras calientes de los valles intercordilleranos.
Una estrategia importante en esta proyección de los ideales republicanos
sobre Santander consistió en la racialización de su población con los valores
asociados a una fisonomía blanca. En las descripciones de Ancízar (1853), los
tipos poblacionales de estas provincias eran reiteradamente caracterizados como
mestizos blanqueados y, por tanto –haciendo siempre esa conexión retórica–,
inteligentes, vigorosos, activos, sanos, trabajadores y de buenas costumbres. Un
blanqueamiento que se presentaba progresivo y exitoso en la incorporación de
lo indígena y hacia la constitución de un nuevo tipo medianero relacionado con
actividades productivas específicas (ver la ilustración 16):
Los moradores de la provincia son todos blancos, de raza española pura, cruzada con
la indígena, e indígena pura; la primera y la última forman el menor número, y cuando
la absorción de la raza indígena por la europea se haya completado, lo que no dilatará
mucho, quedará una población homogénea, vigorosa y bien conformada, cuyo carácter
será medianero entre lo impetuoso del español y lo calmudo y paciente del indio chibcha,
población felizmente adaptable a las tareas de la agricultura y minería, fuentes de gran
riqueza para Vélez, y a la fabricación de tejidos y sombreros para el consumo propio.
(Ancízar, 1853, tomo I: 120)

Este mestizaje-blanqueamiento contaba, además, con la presencia de impor-


tantes componentes en Santander: un blanco español, particularmente aragonés
y catalán, y un indio distinto del tipo chibcha (Samper 1861; Vergara 1867b). La
indicación de la historia de la distribución y composición era central en la racia-
lización de las regiones como unidades poblacionales. Además de ello, el medio
físico, como composición paisajística de naturalezas, climas y grado y tipo de
114
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix

industria, aparecía como determinante en la particularidad de los santanderea-


nos. Un clima benigno, no tan frío ni ardiente, y la presencia de una densa red de
pueblos, mercados, talleres artesanales y cultivos incidieron en el carácter activo,
gallardo y laborioso y en la composición física robusta de los santandereanos.
En suma, la imagen de Santander correspondía a la de un campo cultivado
e interconectado por pueblos dinámicos, en el que sus pobladores blancos-mes-
tizos tenían una activa vida de trabajo artesanal y comercial y de domesticación
de la naturaleza, que tenía como consecuencia y correlato una vida moral y sana.
Por ello, las unidades productivas familiares, convertidas en símbolo de trabajo,
de contención moral y de orden social, llamaban la atención de los letrados (An-
cízar 1853; Samper 1861). Ésta era la masa de campesinos requerida: contenida
y disciplinada por el trabajo, pero en continuo movimiento, religiosa pero sin
fanatismos, de vida familiar y símbolo de independencia, de libertad y de una
democracia económica y política.
El levantamiento comunero de finales del siglo XVIII se convirtió en la
República en un referente central en la representación de los santandereanos. Para
Samper (1861) y Vergara (1867b), los santandereanos eran un pueblo de luchadores
y guerreros que seguían su libertad e independencia en contra de la opresión y las
trabas contra la prosperidad material representadas en el Estado colonial –esto
último, particularmente, para Samper–.
En las descripciones de Ancízar y Samper llama la atención la preeminencia
de un conjunto de pequeños propietarios libres en las tierras de Santander. Para
estos letrados, ello sería el reflejo del establecimiento de la vida republicana, “el
asiento de la verdadera democracia” (Ancízar 1853, tomo II: 252), en contraposi-
ción al caso del altiplano. La insistencia en la pequeña propiedad –no es mi interés
comprobar su veracidad– pasaba por el señalamiento de la importancia de la pro-
piedad privada como vía moralizadora y, en últimas, de control de la población, al
fijarla con seguridad en un espacio determinado, a la vez que enfatizaba en la ima-
gen de Santander como tierra modelo de los principios liberales dentro de la nación
(Samper 1861: 333). Con esta representación del estado de Santander, se pretendía
dejar por sentado que la República podía establecerse en la Nueva Granada.
A mediados de siglo, las artesanías y, en particular, los textiles y la manu-
factura de sombreros ocupaban un lugar central en la imagen productiva de las
provincias del nororiente (Ancízar 1853; ver las ilustraciones 16 y 17). Ancízar
no dejaba de alabar la condición de las mujeres tejedoras de sombreros, quienes,
a su juicio, eran un símbolo de trabajo y moralidad desde sus talleres-hogares.
Las tejedoras eran a la vez buenas artesanas, madres, esposas y campesinas. Sin
embargo, esta imagen de un Santander de artesanos, tierra de libertad y pequeños
115
Julio Arias Vanegas

propietarios, que lo hacían una región central y ejemplar en el mapa simbólico


nacional, decaería, en gran medida, por las crisis en los cultivos, primero del
tabaco y luego del café, y por el descenso en la producción artesanal causada por
las políticas librecambistas. Justamente, algunos ideales económicos y políticos
de mediados de siglo entraban en contradicción con el ideal del laissez-faire, que
en conjunto provenían de un mismo campo discursivo (Rojas 2001). Hacia finales
de siglo, los santandereanos eran reconocidos casi exclusivamente como buenos
agricultores y su centralidad en la nación ya no era evidente ni, menos aun, com-
parada con los antioqueños (Vergara y Velasco 1892). Los ideales que los habían
posicionado en un lugar privilegiado en el orden nacional habían cambiado. Ya no
importaba insistir en lo republicano y democrático, como si no fuesen dados por
hecho, y su movilidad y actividad habían sido opacadas, así como su producción
artesanal, en medio de la epopeya colonizadora de los antioqueños, asociada a la
incipiente economía cafetera, que por cierto había trasladado los ejes de atención
hacia la cordillera Central y sus vertientes. Es también cierto que los santande-
reanos no construyeron un proyecto de regionalismo fuerte, como sí ocurrió con
los antioqueños y su supuesto aislamiento del resto de la nación, mientras que
Santander estuvo supeditado a las tensiones políticas y económicas del altiplano
cundiboyacense. No obstante, los santandereanos no ocupaban un lugar marginal
en una nación que, a fin de cuentas, se deseaba con una población campesina y
trabajadora y unos campos labrados.

Los llaneros: un tipo para la ganadería

En contraste con los indios nómadas, que representaban una población bárbara y
salvaje, un tipo poblacional particular fue representado como parte constitutiva del
sistema de hatos de ganadería extensiva en los Llanos Orientales: los llaneros. Este
tipo regional fue definido en torno a un oficio o a unas actividades particulares,
como los bogas del Magdalena o los cosecheros, con la particularidad de ser re-
lacionado-fijado a una región y a un paisaje específicos. La relación entre Llanos
Orientales-sabanas-llaneros-caballos-ganado apareció así indiscutible y natural. La
representación de lo llanero ha corrido paralela a la imagen que ha sido tejida de los
Llanos. Ésta proviene de la visión panorámica y paisajística a distancia, como una
región compuesta de sabanas y un paisaje plano, monótono y desierto, en el que el
trabajo económico, colonizador y domesticador de la naturaleza debe ser la gana-
dería (Codazzi 1856; Restrepo 1870; Vergara y Velasco 1892). En la imagen de lo
llanero se encuentra claramente la idea de un medio físico que determina y moldea
progresivamente al tipo humano. El llanero aparece como parte de este medio físico
particular de sabanas, ríos, soledad, desiertos naturales y sociales, y a la vez, natu-
116
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix

Ilustración 15
Ramón Torres Méndez (1849). Mulero antioqueño. En
Sánchez (1987).
El arriero o mulero antioqueño despertaba la atención
de los escritores y dibujantes, por cuanto simbolizaba
la anhelada actividad comercial y la integración de la
república. Es de resaltar que en esta imagen, como en
los textos escritos, los muleros y “los mazamorreros”
eran racializados como blancos y valorados como ta-
les, aun cuando se tiene conocimiento de una impor-
tante presencia de negros en estos oficios (Appelbaum
2003).

Ilustración 16
Carmelo Fernández (1850). Arriero y tejedora de Vé-
lez. En Ardila y Lleras (1985).
Este cuadro representa a dos tipos poblacionales que,
aunque remitían a la clasificación por oficios, estaban
relacionados con la clasificación regional; específica-
mente, con la descripción que se hacía de los pobla-
dores de las provincias del Nororiente y del Estado de
Santander. Estos oficios estaban asociados al activo,
comercial y artesanalmente, Santander, empujado por
una población campesina, representada como blanca y,
por tanto, bella y vigorosa. En el cuadro son desata-
cados la mujer tejedora de sombreros de nacuma y el
arriero, símbolo de comercio, junto con la recua que
aparece al fondo y el camino en el cual son ubicados.

Ilustración 17
Carmelo Fernández (1851). Tejedora y mercaderes de
sombreros de Nacuma en Bucaramanga. En Ardila y
Lleras (1985).
En el cuadro aparecen las distintas etapas relacionadas
con la producción y comercialización –la tejedora, el
comerciante, los mercaderes y todos consumidores– de
un símbolo de la vida industriosa a mediados de siglo:
el sombrero de nacuma. Pero a finales del XIX, esta
imagen de la producción artesanal no tendría la tras-
cendencia para ser una representación de lo nacional.

117
Julio Arias Vanegas

ralezas salvajes que él había ido domesticando por medio de la ganadería (Samper
1861; Vergara y Vergara 1867b; Vergara y Velasco 1892). Esta conjunción, en torno
a la imagen de lo llano y a la figura del llanero, ha reforzado, sin duda alguna, la
visión de que el único trabajo posible sobre la región es lo ganadero.
El llanero hacía alusión a un “tipo regional”, propio del llano, que como tal
estaba centrado en los oficios de la vaquería y en sus actividades complementa-
rias. Por lo tanto, la valoración sobre este tipo giraba en torno a su disposición
y habilidades para el manejo extensivo y “tradicional” del ganado, que implican
saber montar a caballo, enlazar, aquerenciar las reses, cazar, nadar, pelear y
aguantar hambre y sol. El llanero era así valorado en tanto incansable trabajador
del Llano (ver la ilustración 18), un trabajador que además no estaba fijo y se
caracterizaba por la movilidad; valor que, aunque pasa desapercibido, ha sido afín
al tipo de contratación y de actividades estacionales requeridas en el sistema de
hatos:
Un tipo clásico en nuestra historia nacional: es el llanero, acostumbrado desde su infancia á
domar el potro salvaje, sin más auxilio que el rejo; a luchar con el toro bravío, caleándolo en
plena pampa; a pasar a nado los ríos caudalosos, infestado de caimanes; a vencer en singular
combate a las fieras. (Vergara y Velasco 1892: 746)
El llanero no concibe la vida sedentaria y profesa por los hombres de las ciudades el
más supremo desdén. Para él son lo mismo los soles quemadores que las lluvias de treinta
o cuarenta horas consecutivas; y así cruza, impávido, a nado un río caudaloso o un caño
crecido, como arremete al tigre con fría intrepidez. (Restrepo 1870: 159)

La movilidad también ha sido relacionada con el hecho reiterado de que los


llaneros no cuentan con propiedad raíz fija, porque en principio no les interesa,
por su amor a la libertad y a la vida errante y sin ataduras. Una imagen que
desde el siglo XIX ha validado la estructura de la propiedad sobre la tierra
en los Llanos Orientales, donde a partir de la colonización desde el altiplano
ha primado la concentración de la misma en pocas manos (Gómez 1991). Así
mismo, el llanero, al ser reducido a las labores ganaderas, ha sido presentado
contrario y lejano del trabajo agrícola, lo cual en los hatos de sabana corresponde
con la monoconcentración en la ganadería y con la progresiva eliminación del
autoabastecimiento de los pobladores locales, con cultivos a pequeña escala,
para hacerlos más dependientes de la vida de hato y sujetarlos a sus relaciones
laborales (Cf. Rausch 1999). De esta manera, lo llanero se convirtió en un patrón
que, aunque no ideal, era trazado para la incorporación de los indios, quienes
en el siglo XIX conformaban una buena parte de la población regional. La
representación de los llanos y los llaneros reflejaba también el deseo de llanerizar
poblacional y paisajísticamente una porción del territorio nacional, un proceso que
sería beneficioso para las élites nacionales y, sobre todo, para el control laboral de
las élites locales sobre la población.
118
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix

Por otro lado, la participación de las milicias casanareñas en levantamientos


contra el régimen colonial, desde finales del siglo XVIII y en la guerra de
independencia, sustentó la imagen de los Llanos Orientales y de sus pobladores
como conflictivos y tendientes a la guerra. El llanero era símbolo de la lucha
libertadora, de las revueltas contra la Colonia y, como tal, era pensado como
un jinete con habilidades naturales para la guerra (ver la ilustración 19). De allí
surgió la descripción del centauro: una figura guerrera, guiada por la libertad y
la independencia absoluta, pero que además era el símbolo de la unión entre la
barbarie y la civilización. Eso era el llanero para el letrado, la mezcla de indio y
blanco, o el indio reducido y civilizado por los misioneros, el cual era luchador,
bueno para el trabajo, pero difícil de domar y fijar. Así lo describían Samper y el
abogado-colonizador antioqueño Emiliano Restrepo:
Nos pareció ser tipo del llanero en toda su pureza, y nos imaginamos que veíamos uno de
aquellos centauros del desierto, cuyas homéricas proezas oímos relatar desde los primeros
años de la vida, mezcladas a los grandes hechos y a las grandes glorias de nuestra historia
nacional. (Restrepo 1870: 74)

El llanero es el lazo de unión entre la civilización y la barbarie, entre el criollo y el indio


feroz casi antropófago, entre la ley que sujeta y la libertad sin freno moral, entre la sociedad
con todas sus trabas convencionales, más o menos artificiales, y la soledad imponente de los
desiertos, donde sólo impera la naturaleza con su inmortal grandeza. (Samper 1861: 92)102

Sin embargo, como lo evidencian las citas anteriores, el llanero no era re-
presentado como un pueblo central en el orden nacional moderno. El llanero era
elaborado ante todo como un ser liminal, que a pesar de ser valorado por sus
virtudes para el trabajo ganadero, era marginado en tanto bárbaro, violento y
descontrolado, rasgos fruto de su ascendencia de indígenas reducidos. Su movi-
lidad y aparente libertad frente a la vida controlada que implican el trabajo y la
residencia fija se constituyeron también en un problema para las formas de regu-
lación poblacional. La imagen del llanero era similar a la representación que se
hacía de la región oriental, como aquella que estaba en medio de la domesticación
y del salvajismo, una tierra malsana pero llena de riquezas y prosperidad (Coda-
zzi 1856; Díaz Escobar 1879; Restrepo 1870). Los Llanos emergieron como una
región de frontera: marginal en las relaciones dentro del Estado-nación, pero que
poco a poco fue objeto del deseo colonizador y domesticador, al igual que gran

102 Habría que estudiar cómo en esta visión del llanero pudieron haber influido caudillos regionales
como Páez en Venezuela y Juan Nepomuceno Moreno en Casanare, quienes por medio de esta
imagen cobraron simbólicamente la participación de los Llanos en la guerra de la independencia
e intentaron posicionar a la región, a la cual ellos pertenecían, y a sus pobladores en el orden
nacional de cada uno de sus países.

119
Julio Arias Vanegas

parte de la tierra caliente, que la presentaba como una zona vacía de vida social
pero con muchas riquezas naturales por explotar.
Frente a esta tensión, emergieron de forma especial hacia este tipo el cos-
tumbrismo y el folclor (Vergara 1867b), como formas de regular, ordenar y definir
en torno a rasgos claros, manejables y tipificados lo que era ser llanero. Para Ver-
gara (1867b: 210), las coplas de los llaneros, “romances de hazañas”, reflejaban
la pertenencia a la tradición hispánica, su papel en el sometimiento de los indios
nativos, y cómo su carácter había sido fuertemente moldeado por su trabajo y su
medio físico. Sin embargo, en el siglo XIX, estas “costumbres” siguieron siendo
observadas como formas de exaltación de la corporalidad, la sensualidad y la
barbarie. En las siguientes palabras se pueden observar estas tensiones y tipifica-
ciones que confluyeron en la imagen de lo llanero:
El llanero gusta mucho de lo muelle, i por esto le agrada estar sentado en su hamaca o silleta;
pero en ambas, en ademán de a caballo, indicando con esto lo dominante de la costumbre.
Gusta mucho también del baile, que ejecuta como con locura, a pesar de la narcótica i pesada
atmósfera en que vive y de la demasiada transpiración a que tanto le huye por aseo i de su
modo de ser perezoso. (Díaz Escobar 1879: 40)
En las planicies orientales vive el llanero, también ya un tanto modificado, producto de
una vida casi nómade y de constante lucha en pleno desierto, en una patria sin horizontes
definidos: ama con delirio el baile, el canto y la música sui géneris, y á la par de las mujeres
hermosas, los buenos caballos, la lidia del ganado bravío, la lucha con las fieras, de donde
su desprecio por las gentes cortesanas incapaces de colear (echar á tierra) un toro como él.
(Vergara y Velasco 1892: 967)

Tolimenses y neivanos: la normalización de la tierra caliente


Este caso demuestra la centralidad del ordenamiento territorial en la invención
de entidades geopoblacionales. Lo tolimense no apareció antes de que fuese pro-
clamado el estado del Tolima en 1861, ni como entidad territorial-paisajística, ni
como forma de homogeneizar un conjunto poblacional. A partir de la creación del
estado del Tolima fue aglutinado en torno a éste lo que antes contenían las pro-
vincias de Mariquita y Neiva por aparte. En suma, el Tolima comenzó a contener
gran parte de lo que había sido caracterizado como tierra caliente o calentanos
(Vergara y Vergara 1867b). Esta imagen continuaría con la proclamación del To-
lima como departamento, dentro del esquema territorial de la Constitución de
1886 (Vergara y Velasco 1892). No obstante, esto no implicó una simple réplica
o contención de lo calentano en lo tolimense, sino que ciertos rasgos de lo calen-
tano aparecían allí para subordinar o resaltar, en la medida que era elaborado lo
tolimense como una entidad poblacional fija a un territorio e integrada política y
económicamente al Estado-nación.
Antes de lo tolimense, lo neivano había captado la atención de escritores
como Samper (1861). Los neivanos, habitantes de la provincia de Neiva, eran
120
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix

valorados por este autor por su disposición para el trabajo y la alternación en el


mismo. Es decir, los neivanos se caracterizaban por desempeñar indistintamente
y con la misma habilidad labores de ganadería, agricultura, artesanía y comercio.
Lo particular de esta descripción es que el valor homogéneo que se adjudicaba
a una provincia era lo variado de las actividades productivas. Este ejercicio es
resultado de las primeras tendencias por generar una imagen homogénea de una
región y unos pobladores, que precisamente habían sido caracterizados a partir de
la variedad productiva en el ejercicio colonizador. El neivano, aunque calentano,
era así una imagen normalizadora de lo que deberían ser los hombres de una
región activa productiva y comercialmente: un conjunto de hombres activos en
el pastoreo, sin tener la rusticidad del llanero, y agricultores, sin ser estacionarios
como los indios del altiplano, y en los cuales la conjunción de estas actividades
había suavizado sus recias costumbres (Samper 1861: 335; ver también Codazzi
1858).

En esta imagen, lo neivano o lo tolimense aludían a una unidad poblacional


basada en un exitoso y progresivo mestizaje entre el componente blanco e indio.
En este tipo mestizo, caracterizado como vigoroso, bien formado, valeroso y
de un bello color blanco mate (Samper 1861; Vergara y Velasco 1892), lo negro,
circunscrito a las riberas del Magdalena y a sus tierras ardientes y húmedas, no
aparecía, aunque hiciera parte de las dos entidades administrativas y territoriales.
La representación del tolimense o lo neivano se circunscribía a las zonas centrales
de estas provincias y estado, que por medio de la ganadería y la agricultura, desde
el siglo XVIII, y con los tejidos de los reconocidos sombreros jipijapa, entre otros
productos, en el siglo XIX, estaban integrados al altiplano cundiboyacense y a
un incipiente mercado y comercio interregional y nacional. De lo indígena de las
sabanas y valles del Tolima, el tolimense contenía su fuerza y su vigor, así como
cierta templanza para la lucha, muy distinto al indio chibcha del altiplano. Pero,
en sí, el mismo tolimense era una depuración de este pasado pijao, que había sido
problemático para la conquista española hasta finales del siglo XVIII (Vergara y
Velasco 1892).

El tipo tolimense reflejaba también el deseo de normalización de la conflictiva


tierra caliente en torno a las labores agropecuarias. Si en principio lo neivano
era descrito como un tipo fruto de la diversidad productiva, las descripciones
sobre los habitantes del estado y del departamento del Tolima se concentraron
en señalar un tipo dedicado a la agricultura y a la ganadería. La cría de ganados
y caballos y el cultivo de cacao, de tabaco y, más adelante en forma masiva, de
arroz habían determinado el carácter y el temperamento manejable del tolimense
(Vergara y Velasco 1892). Vergara y Vergara lo describía así, sin hacer énfasis en
sus costumbres populares:
121
Julio Arias Vanegas

El Estado del Tolima tiene un tipo de agricultor y de hombre formal muy notable, que se ha
mezclado con un tipo de guerrero, descubierto y explotado en los últimos años, que lo ha
maleado. Es poco apto para las ciencias intelectuales y para las artes, a causa de su recio
clima. (Vergara y Vergara 1867b: 217)

Este último señalamiento no negaba que el tipo tolimense fuera descrito,


dentro de su carácter simpático y afable, como un pueblo alegre, distinguido por
su interpretación en la bandola y sus cantos y bailes populares (Samper 1861;
Vergara y Vergara 1892). A partir de las costumbres y del folclor, era también
normalizada la tierra caliente, que aparecía así divertida y graciosa (Samper
1861), en tanto generadora de un pueblo que iba siendo aceptado, en la medida en
que se integrara al orden nacional.

Santafereños, payaneses y la costa. Ciudades en el centro


de la nación y los límites al regionalismo
Aun a finales del siglo XIX, la diferencia poblacional en Colombia no era pensada
en su totalidad en términos regionales. Como lo he mencionado, sobre los pobla-
dores de los territorios de frontera –particularmente, del territorio del Caquetá
y la provincia del Chocó– no fue construido un tipo regional, pues ellos eran
ubicados en la clasificación básica de la civilización y la barbarie, cruzada por las
razas negras e indias y sus derivaciones. Por otro lado, aquí me interesa explicar
cómo en otros territorios integrados al orden nacional, incluso partes centrales
del mismo, tampoco fueron representados con tanta fuerza tipos regionales, por
cuanto en éstos primaban jerarquías diferenciadoras internas entre la élite, el pue-
blo y los marginales; jerarquías estructuradas desde el orden colonial, alrededor
de la visión criolla de las tres grandes razas. Mientras que los tipos regionales
más recurrentes lo eran, bien por ser representados como parte del pueblo nacio-
nal desde élites regionales o citadinas, o por ser autorrepresentaciones desde los
espacios de poder emergentes en el contexto de la nación, contrarios a las viejas
ciudades coloniales.
Desde la perspectiva geográfica, del ordenamiento territorial y bajo ciertos
contextos particulares, el altiplano, o los estados de Boyacá y Cundinamarca, el
Cauca y la Costa Atlántica eran vistos como porciones particulares de la nación;
no obstante, a partir de estas porciones no fueron constituidas imágenes de
poblaciones regionales unitarias. Allí, como lo demuestran los textos revisados
de letrados bogotanos o payaneses, las élites construyeron una identidad urbana
sustentada en una conciencia criolla, que a su vez se fundamentaba en la distancia-
distinción con sus otros cercanos. Esta conciencia y la identificación por ciudades
provenían del orden colonial y eran recreadas en la nación como una forma de
122
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix

posicionarse como centro de la misma103. Esto constituía un límite al regionalismo,


en tanto éste se basa en la representación de una homogeneidad como parte de la
heterogeneidad nacional y dentro de su heterogeneidad interna.
Como detallé en la sección anterior, el altiplano cundiboyacense fue visto
como una unidad paisajística-poblacional con características naturales, históri-
cas y raciales compartidas. El altiplano era representado como el centro físico,
simbólico y de gobierno de la nación. Su clima, su pasado civilizador, su histo-
ria antigua y patria y sus ilustres pobladores eran continuamente resaltados. La
imagen del altiplano no fue basada en la visión y segmentación del ordenamiento
territorial por estados o por provincias; Vergara hablaba de una unidad moral en-
tre los dos estados, Cundinamarca y Boyacá, que venía desde la Colonia (1867b:
218). No obstante, esta unidad contenía una división poblacional, desde la cual no
era posible plantear un tipo regional, ya fuese desde la perspectiva geográfica o
de las unidades administrativas territoriales. Mientras que los tipos antioqueños,
santandereanos o llaneros aparecían en diferentes textos, no ocurría lo mismo con
un tipo cundiboyacense, del altiplano, cundinamarqués o boyacense que no tuvie-
se otro término, calificativo o nombre que el de indio, mestizo, artesano, criollo
o criada. La población del altiplano aparecía segmentada básicamente por medio
de la división entre indios y blancos, asociada a una diferenciación social y a una
división por oficios, talentos e ingenios. Ésta era una división que, en términos
generales, se concretaba en la oposición aristocrática entre élite criolla blanca
y pueblo bajo de indios y mestizos (Codazzi 1851, 1858; Ancízar 1853; Samper
1861; Vergara 1867b). Aun en las geografías publicadas por Vergara y Velasco en
1892 y 1901 primaba la clasificación racial en Boyacá-Cundinamarca, sin que allí
emergiera un tipo único, debido a que desde esta división entre blancos e indios
las élites urbanas garantizaban una distancia entre ellas y el pueblo bajo.

En esta división jerárquica primaba el tipo criollo, que como tal se represen-
taba blanco y descendiente directo de españoles, en su mayoría andaluces y cas-
tellanos, casi sin la presencia de mezcla racial (Samper 1861: 83; Vergara 1867b;
Vergara y Velasco 1892). En la cumbre de la clasificación racial continuaban pre-
valeciendo los puros de linaje y de sangre, aun cuando el mestizaje fuera valorado

103 Colmenares (1991) explica cómo las colonias hispanoamericanas estaban articuladas alrededor
de ciudades y no de regiones, como ocurriría con la unidad nacional. De allí, la centralidad
de identidades locales y de ciudades desde el régimen colonial, cuestión que en algunos casos
primaría sobre la adscripción regional en el siglo XIX. Ello, en especial, en las ciudades que
habían sido centros de poder de la Colonia, como Santa Fe, Tunja, Popayán y Cartagena. Los
conflictos identitarios en el orden nacional se presentaron en torno a estas ciudades como Santa
Fe, reflejos del orden colonial, y a las emergentes regiones, como Antioquia.

123
Julio Arias Vanegas

en la perspectiva nacionalista. Aunque Samper señalaba que este tipo criollo en-
globaba a los santafereños, payaneses y tunjanos, y en efecto lo hacía, cada uno
de éstos tenía una particularidad. El santafereño era caracterizado como una élite
particularmente letrada, sociable y con un alto grado de civilización, lo que la
hacía propicia para el ejercicio del gobierno. De las élites citadinas, la santafere-
ña era la más destacada por su activa vida social de tertulias, bailes y reuniones
sociales, al igual que por su índole literaria y creadora, y sus capacidades para las
ciencias morales, jurídicas y políticas (Codazzi 1858; Samper 1861). La identifi-
cación del tipo criollo con Bogotá ofrecía una posición en el orden nacional que
no requería de una adscripción regional. En este sentido, el valor simbólico de la
ciudad como espacio privilegiado del poder letrado y civilizador era tomado por
las élites urbanas como su escenario natural y exclusivo, mientras que otra parte
de la ciudad, la mísera, pobre y sucia, era adjudicada al pueblo bajo, los artesanos
y los pobres (Samper 1867). Justamente, el eje de lo santafereño estaba en la iden-
tificación con los valores propios de lo urbano y lo citadino, y en contraposición
con lo campesino (ver la ilustración 20). A diferencia de la representación que se
hacía del tipo antioqueño, la élite santafereña se relacionaba con el campo desde
la distancia y no desde una ligazón emocional; precisamente para alguien como
Santander (1866a), lo urbano del santafereño era un valor positivo mientras que lo
campesino de lo antioqueño era negativo.
Por otro lado, la representación de lo santafereño, en su misma nominación
que remitía a la Santa Fe colonial y no a la Bogotá republicana, indicaba un apego
a las tradiciones aristocráticas y coloniales (Vergara 1866). Incluso, los mismos
letrados bogotanos, como Samper y Vergara, tenían una actitud ambigua frente
al carácter del santafereño. Éste era calificado de aristócrata, perezoso, reflejo
de la sociedad castellana colonial que no “ha entrado totalmente al siglo XIX”,
inmóvil, incapaz de desempeñarse en labores prácticas y físicas, y apegado en
extremo a tradiciones anticuadas y a fueros nobiliarios (Samper 1861; Vergara
1867b; Rivas 1899). El pasado colonial remitía al mismo tiempo a una posición de
poder y a un lastre que era necesario extirpar. Estas críticas eran relacionadas con
el calificativo peyorativo de raizalista, el cual indicaba un apego desmedido a la
tierra de nacimiento y a las raíces tradicionales, que limitaba la acción y la movi-
lidad. El santafereño Rafael Santander (1866a) cuestionó la forma negativa de este
calificativo y la revirtió como un valor positivo propio del santafereño, el cual no
negaba el amor a la patria grande ni impedía la movilidad. De la misma manera
lo hacía Ortiz en su valoración de Bogotá, en comparación con las otras ciudades
y regiones del país (Ortiz 18??). La cuestión criticable del raizalismo radicaba
en la quietud y la inactividad. Los letrados bogotanos y antioqueños utilizaban
el calificativo de santafereño asociado al raizalismo, como una forma de criticar
a las élites establecidas y tradicionales de la ciudad capital, en el contexto de la
124
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix

Ilustración 18
Manuel María Paz (1856). Llaneros herrando
ganado. Casanare En Codazzi (1856)
La representación sobre el llanero conjugaba
la idea de una modelación del medio físico
sobre los pobladores y la restricción a un oficio
particular: el relacionado con la cría y levante de
ganado. Como tal, el llanero fue un importante
tipo de oficio en la segunda mitad del siglo
XIX, pero circunscrito a una región particular,
que además fue pensada particularmente desde
la ganadería de corte extractivo.

Ilustración 19
Ramón Torres Méndez (1870). Llanero militar.
En Sánchez (1987)
Ésta es una parte fundamental de la representación
del llanero en el siglo XIX: su disposición
como fuerza militar del gobierno republicano,
particularmente por sus características de jinete.
Sin embargo, por sus mismas características, ello
se convertía en una representación negativa del
guerrero llanero: si no se le controlaba, podía ser
un rebelde peligroso para el gobierno nacional,
puesto que funcionaba más como un miliciano,
ya que, por su carácter intempestivo y nómada,
no estaba adscrito a fuerzas regulares (Samper
1861).

Ilustración 20
Manuel María Paz (1857). Entrada a Bogotá
por San Victorino y vista lejana de los
nevados. En Codazzi (1858).
Aparte de su compleja escenificación de la
posición de los nevados en medio de diversas
discusiones científicas (Sánchez 2003: 108-
110), este cuadro es una particular represen-
tación de la vida bogotana. En un espacio de
la ciudad de activo movimiento comercial y
humano no son resaltados los trabajadores,
el pueblo bajo o las actividades económicas,
sino que, por el contrario, el cuadro es domi-
nado por los tipos notables de la capital. Los
caballeros y las damas santafereñas se pasean
elegantemente, se encuentran y charlan, ha-
ciendo de la ciudad un escenario privilegiado de sociabilidad, civilización y urbanidad. Ésta era la representa-
ción que primaba de Bogotá como espacio de los tipos notables, por encima de cualquier otra consideración o
perspectiva.

125
Julio Arias Vanegas

emergencia de un nuevo tipo de élites relacionadas con ideales económicos y cul-


turales, modernos y nacionales. Para los antioqueños era más importante resaltar
esta crítica, en esta lucha simbólica entre élites establecidas y élites en ascenso.
Estas críticas a lo santafereño se hacían extensivas y aun más radicales res-
pecto a Tunja y a sus habitantes notables (Vergara 1867b: 218). Mientras que Bo-
gotá se mantuvo como centro de la nación durante la República, Tunja continuó
decayendo como una ciudad importante, perdiendo el estatus que había consegui-
do durante los primeros siglos de vida colonial. En las descripciones de Ancízar
sobre Tunja, ésta era presentada como una muestra perviviente del pasado colo-
nial que se intentaba sobrepasar. La permanencia del régimen colonial se refleja-
ba en su arquitectura, sus costumbres, su encerramiento y su quietud:
Una especie de osario de las antiguas ideas de Castilla esculpidas y conmemoradas en las
lápidas de complicados blasones puestas sobre las portadas de las casas, o viviendo todavía
dentro de los conventos, es decir, fuera del siglo y extrañas a todo comercio humano con
el cual han cesado de armonizar: mansión de hidalgos a quienes la revolución republicana
cogió de improviso, y la aplaudieron sin echar de ver que les traía el final político de los
privilegios y el término social de las ejecutorias. (Ancízar 1853, tomo II: 57)

Sin embargo, el mismo Ancízar resaltó el carácter de los tunjanos notables,


pues, al fin al cabo, constituían una élite criolla autoproclamada como ilustrada y
civilizada (1853: 55-59; ver la ilustración 2). En el relato de Ancízar, lo peor de la
ciudad –el atraso, la suciedad y lo colonial– recaía en sus habitantes pobres.
El tipo popayanejo o payanés también hacía parte de este tipo criollo puro
compuesto de santafereños y tunjanos. De nuevo, el tipo de ciudad remitía al
criollo blanco proveniente del orden colonial. El payanés era racializado como
del más claro origen blanco hispano, específicamente castellano, lo que se evi-
denciaba en el uso de un “buen lenguaje” (Vergara 1867b: 217; Vergara y Velasco
1892: 964). Los rasgos del payanés remitían a una élite tradicional y aristocrática,
con elevadas pretensiones nobiliarias. No obstante la similitud en la tipificación
con el santafereño, el payanés fue reducido a una posición que no resultaba tan
privilegiada en el orden nacional del progreso económico y social. El poder, par-
ticularmente económico, sobre el cual se había establecido la élite payanesa se fue
desmoronando desde principios del siglo XIX. Las guerras de independencia, la
disminución progresiva de la esclavitud y su abolición completa en 1851, base de
la fuerza de trabajo minera y agrícola, la caída de la producción local del oro y
la incapacidad para mantener productos de exportación hicieron que la economía
que sostenía a las élites payanesas entrara en un estancamiento significativo (Pa-
lacios y Safford 2002: 348-351). Poco a poco, Cali se posicionaría sobre Popayán,
y con más fuerza desde su conexión con Buenaventura, a principios del siglo XX.
Empero, durante el XIX, los payaneses tuvieron un alto capital simbólico relacio-
nado con el ejercicio de gobierno. Popayán mantuvo su importancia política en
126
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix

el orden nacional, siendo calificada de cuna de “grandes familias y de hombres


notabilísimos” (Vergara 1867b: 217; Vergara y Velasco 1892: 964).

En la obra de Sergio Arboleda (1867), miembro de una reconocida fami-


lia payanesa, que, como todas, contaba con grandes haciendas basadas en una
importante mano de obra esclava, son evidentes una división racial rígida y la
ausencia de un proyecto regional caucano. En su libro más importante, escrito
años después de la abolición de la esclavitud, Arboleda (1867) evidencia cómo la
distancia entre las identidades racializadas como blancas y negras e indias se hizo
más problemática y radical, en la medida que se había perdido la sujeción segura
de la población esclava. En esta visión, el padre blanco debía seguir cuidando a
sus hijos incivilizados, negros e indios, sin nunca llegar a esbozar un atisbo de
cercanía. Esta oposición racial a lo negro y a lo indio estaba fundada en la con-
figuración de una sociedad aristocrática, fruto de las relaciones más rígidas del
orden colonial, como ocurría en Santa Fe104. La oposición racial sustentaba en el
área de influencia de Popayán una división casi estamental de la fuerza de trabajo
y del genio de las razas. Allí la economía había sido estructurada con fuerza en el
trabajo de esclavos negros, para grandes plantaciones y la minería, y de los indios
bajo los resguardos, para la producción agrícola (Sanders 2004: 9-17). Las élites
de las ciudades y villas importantes dominaban el acceso a la tierra y su control,
y la sujeción laboral por medio de grandes haciendas. En la medida en que primó
esta diferenciación racial en el sustento de una sociedad autocomprendida como
aristócrata, no interesaba más la construcción de una imagen regional positiva
que la constitución de una identidad de élite criolla y urbana.
Sólo a finales del siglo XIX, dentro de la división por departamentos, se
encuentra una referencia a lo caucano sin mayor trascendencia, del mismo nivel
que los tipos nombrados a continuación y proyectada hacia el pueblo bajo mestizo.
En ella, el caucano es calificado de perezoso, belicoso, ardiente, inteligente y
apasionado por la política (Vergara y Velasco 1892: 964). Esto debido al papel
activo que habían tenido el Cauca y las conocidas milicias caucanas en los
conflictos militares y políticos del siglo XIX (Sanders 2004).

104 Aparentemente, el estado del Cauca contaba con el mayor número de negros en la segunda mitad
del siglo XIX (Pérez 1871: 91). Para la élite payanesa –dispuesta también en Cali y en Buga (Ver-
gara 1867b: 217)– era impensable formular una identidad compartida con sus antiguos esclavos,
con su otro más significativo, en tanto fundamento, por oposición a su propia identidad blanca.
Por otro lado, no sobra indicar que Appelbaum (2003: 36-47) explica que en los conflictos
militares y en los encuentros colonizadores locales entre antioqueños y los habitantes del Cauca,
los primeros tachaban a los segundos despectivamente de negros y conflictivos, subordinados
ante la imagen blanca de lo antioqueño.

127
Julio Arias Vanegas

Antes de esta unidad administrativa departamental, en el Cauca primó la va-


riedad desde la perspectiva geográfica. En particular, el estado del Cauca conte-
nía una variedad paisajística sin comparación con otros estados. ¿Cómo sintetizar
en una misma visión el salvaje e indio territorio del Caquetá, anexo al Cauca por
un buen tiempo, la negra provincia del Chocó, el valle del Cauca, el Patía, las tie-
rras indias y fronterizas de Pasto y las montañas caucanas? (Ver Codazzi 1855).
El estado incluía provincias que se salían de su control político: hacia el norte, las
provincias participaban más de Antioquia, y hacia el sur estaban más conectadas
con Ecuador. Específicamente, cada una de estas unidades paisajísticas o políti-
cas podía representar un tipo poblacional, los cuales, sin embargo, o eran muy lo-
calizados y no tenían la suficiente fuerza para ser regionales, o entraban en otros
registros, como las tierras salvajes y de frontera. De la visión paisajística o del
ordenamiento territorial eran representados el tipo tuquerreño, un simple campe-
sino; el patiano, descrito como pastor-jinete; y en el valle del Cauca, sin unidad
y bajo la diferencia de mestizos, indios y negros, era resaltado un tipo payanés-
criollo en Buga y en Cali (Vergara 1867b: 217; Vergara y Velasco 1892: 964).

De esta variedad de tipos hay uno que llama la atención: el indio pastuso.
En especial, en Samper (1861: 86-87) y Vergara (1867b: 216), la descripción del
pastuso es, por decir lo menos, despectiva, casi al nivel de los zambos, negros e
indios errantes. El pastuso fue un tipo marginalizado en las fronteras simbólicas
y físicas de la nación. Tachado de guerrillero, violento, semisalvaje, primitivo,
malicioso, fanático, estúpido, traidor e indolente, el indio pastuso fue una elabo-
ración sintético-crítica de los pobladores del suroccidente colombiano que resis-
tieron hasta bien entrada la República a los independentistas, en el bando realista,
y que protagonizaron guerras civiles significativas durante el siglo XIX. En el
pastuso era visto un pueblo de frontera que no estaba integrado a la nación, que
no era enteramente colombiano: “El pastuso no se parece a ningún granadino en
nada: acento, inclinaciones, comercio, vestido, costumbres, todo en él es ecua-
toriano” (Vergara 1867b: 216). Esta marginalización cultural de lo colombiano
no debe ser vista como un dato real sino como una estrategia para deslegitimar
poblaciones que están por fuera del control político y económico de la nación.
Codazzi (1855) y Samper (1861) cuestionaron a los pobladores de Pasto por no
aportar al comercio nacional y por aislarse en sus montañas en una vida física y
moralmente vegetativa.

En la visión de las élites centrales sobre las fuertes ciudades coloniales de


Cartagena y Santa Marta, en el otro extremo del país, no fueron representados
tipos poblacionales con trascendencia nacional durante el siglo XIX. Ni siquiera a
partir de Cartagena emergieron tipos poblacionales reconocidos, como sí ocurrió
con los santafereños y los payaneses. Presento aquí la cuestión de la imagen
128
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix

regional de la Costa porque, a pesar de su unidad en ciertos niveles y perspectivas,


durante el siglo XIX no fue representado de forma significativa un tipo costeño en
el marco de lo nacional, en los textos de los letrados centrales revisados aquí. Esto
sorprende a nuestra visión actual de la diferencia regional, en la cual lo costeño
ocupa un lugar importante, entre otras, por ser el otro cultural del interior. Por
ello mismo, tentativamente planteo que mientras la tierra caliente fue resaltada a
mediados de siglo como el otro del altiplano y de Bogotá, la Costa parecía ser tan
sólo parte de esta tierra, hasta que con el ascenso progresivo de la regionalización
y el posicionamiento de esta última en el escenario nacional, la oposición costa
caribe y mundo andino se consolidó.

Desde la visión geográfica, la Costa Atlántica ha sido vista como una uni-
dad particular desde los inicios de la República. A pesar de su variedad pai-
sajística, ésta ha sido homogeneizada como una región esencialmente llana,
de selvas, sabanas y litoral, en completa oposición a las zonas montañosas del
interior (Zea 1822; Pérez 1863b, 1871; Arboleda 1872); así, “forma un solo todo
con las partes bien enlazadas entre sí” (Vergara y Velasco 1892: 866). La opo-
sición de esta región al altiplano no sólo estaba determinada por su topografía
sino por sus condiciones climáticas y su grado de poblamiento y civilización.
En general, la Costa era descrita como una zona desierta, aunque no al nivel
de las selvas del Caquetá, estancada, con un mínimo crecimiento poblacional
y en extremo enferma (Pérez 1863b; Vergara y Velasco 1892); por eso, Pérez se
preguntaba: “¿Serán nuestras costas atlánticas de peores condiciones salutíferas
que el resto del país?” (1863b: 2-3). A este respecto, para la visión colonizadora
era necesario tumbar los bosques y selvas, poblar las tierras con cultivos, ga-
nados y hombres trabajadores, y, en suma, integrar la Costa a la nación, para
que fuesen curadas sus enfermedades. Todo lo contrario a lo que ocurría con la
región andina, que justamente era representada física y moralmente por encima
de la Costa. Esta oposición cobraría más fuerza con la extensión del uso de la
división espacial de la nación en grandes regiones naturales, desde finales del
siglo XIX (Vergara y Velasco 1892).

Igualmente, la idea de una unidad regional en la Costa tuvo un escenario


importante en el campo político durante el siglo XIX, sobre todo por el papel
marginal y la actitud distante de los gobiernos centrales (Múnera 1996). Esta
unidad era evidente en la obra de Juan José Nieto, quien como nadie reclamó por
una posición y un estatus político adecuado para la Costa, así como la atención
del gobierno central a través de proyectos económicos y comerciales (Nieto 1839).
Nieto, quien fuera presidente de la República, muy seguramente determinado
por su condición mulata, manifestó una fuerte perspectiva regional, aunque
supeditada a la división por provincias o estados, y siempre resaltó su ligazón con
129
Julio Arias Vanegas

su tierra natal (1839). En varias ocasiones, la perspectiva regional fue una manera
de enfrentarse en la arena política a los estados integrados del interior. Además
de Nieto, se destacó el regionalismo político de la Sociedad de Representantes
de la Costa, creada en 1874, y de la Liga Costeña, de las primeras décadas del
XX. Sin embargo, estos proyectos no lograron trascender los reclamos políticos o
económicos (Posada 1999).
La unidad política y geográfica no fue un sustento significativo para la re-
presentación de un tipo poblacional regional costeño. En los textos de viaje de los
letrados hacia Europa podían aparecer referencias ocasionales a lo costeño, pero
lo cierto es que, en el momento de representar la diferencia en el marco de lo na-
cional, éste no aparecía de forma tan recurrente como otros tipos. Esta ausencia
indica que la Costa no fue un motivo importante en el orden nacional durante el
siglo XIX. No lo fue porque, por un lado, el siglo XIX implicó un distanciamien-
to entre el centro y la Costa105. Para los autores consultados, la Costa resultaba
lejana de sus intereses y su visión. Por otro lado, el descenso económico de las
ciudades costeras limitó la presencia de una perspectiva regional jalonada por la
élite letrada urbana costeña106. Además, al mismo tiempo que decaían las ciuda-
des tradicionales de la Costa, su élite mantuvo una división racial entre negros,
blancos e indios. Al igual que en el Cauca, la élite señorial costeña, sobre todo
la cartagenera, generó un orden estamental basado en relaciones serviles de la
fuerza de trabajo negra y, en menor medida, india. La clasificación poblacional
interna de los estados de Bolívar y Magdalena seguía esta división racial básica
entre negros perezosos e indolentes, indios bárbaros y blancos civilizados (Arbo-
leda 1872; Pérez 1863b, 1871; Vergara 1867b).
No obstante, a finales del siglo encontramos una primera referencia al tipo
costeño, con varios de los elementos a partir de los cuales sería caracterizado a lo
largo del siglo XX (Vergara Velasco 1892: 965). Amigo de las diversiones, alegre,
fanfarrón, hablador, indolente y con un acento especial, el costeño era particula-
rizado en tanto distinto a los recatados y controlados habitantes del interior. El
desparpajo y la soltura eran vistos como el resultado de la acción conjunta del cli-
ma y de una vida que nunca había estado sujeta a un control político o eclesiástico

105 Esto a diferencia del caso del llanero, el cual era un tipo recurrente por la relación cercana entre el
altiplano y los Llanos Orientales. Mientras que la Costa era un otro muy distante y con pocas relacio-
nes para el centro andino frente a la limitada visión desde el altiplano, las tierras altas y templadas.
106 En aquel siglo, las ciudades puerto de la Costa Atlántica disminuyeron su importancia económica,
lo cual las relegó ostensiblemente en el orden nacional. Las ciudades de la Costa sucumbieron
también en medio de enconadas rivalidades –entre Cartagena, Santa Marta, Mompox y, más
adelante, Barranquilla–, que a la vez impidieron una proyección de carácter regional.

130
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix

lo suficientemente fuerte, para un pueblo que estaba completamente impregnado


de la herencia negra. En la breve referencia de Vergara y Velasco aparecían otros
tipos particulares a provincias, ciudades o ciertos paisajes. Para que lo costeño
homogeneizara la población regional, se necesitaría de una oposición más clara
entre la Costa o lo caribe y el mundo andino. Ello ocurriría a lo largo del siglo
XX, durante el cual los costeños y la Costa serían tipificados como zonas y pue-
blos caribeños y tropicales de placer, creatividad, cultura y diversión, desde la
música, el folclor y el turismo, y, asimismo, como un pueblo desordenado, liber-
tino y ajeno al control.
*****
En este texto he mostrado que en el siglo XIX apenas estaba emergiendo una
clasificación poblacional centrada en lo regional. Esta clasificación, analizada
desde un conjunto de pensadores particulares pertenecientes principalmente al
eje Bogotá-Antioquia, daba cuenta de la construcción de una diferencia aceptable
en torno a la figura del pueblo nacional. Por supuesto, esta clasificación era
jerárquica y, como tal, escenario de las élites para hacerse a la dominación
simbólica de la nación. El corpus de documentos revisados da cuenta también de
una mirada limitada de los letrados respecto al conjunto del país, desde sus áreas
de influencia e interés. Así, no sólo no aparecen ciertos tipos regionales, sino que
además cobran fuerza otras figuras como los calentanos en los tipos humanos
neogranadinos. Por ello mismo, las márgenes de la nación eran habitadas por razas
a las cuales se temía por lo poca posibilidad de incorporación y por la distancia
del centro con estos márgenes. En suma, la construcción de la diferencia fue un
escenario en el que, al mismo tiempo que era definida la nación, era posible para
las élites letradas, desde su pretendido poder escriturario, establecer relaciones
de poder, subordinación, jerarquización y marginación entre sus otros propios,
distantes o cercanos.

131
Consideraciones finales
En la actualidad, es bastante recurrente la afirmación de que Colombia es un país
de regiones y contenedor de profundas diferencias culturales. Al parecer, en este
país coexisten distintos grupos poblacionales que se distinguen claramente entre
sí y se encuentran anclados en determinadas porciones del territorio nacional. En
un sentido bastante general, este texto se concentró en el cuestionamiento de la
caracterización de Colombia como una nación con marcadas diferencias pobla-
cionales y exploró la manera como dichas diferencias fueron dotadas de sentido
en contextos históricos particulares. Así, pues, la preocupación por el estudio de
la nación colombiana desde una perspectiva de las diferencias internas no está
planteando que tal hecho indique la imposibilidad de la nación. Por el contrario,
se considera que las formas en que han sido pensadas tales diferencias han sido
centrales en la narración de la nación colombiana.
Desde esta perspectiva, aunque en un principio la investigación se concen-
traba exclusivamente en la representación de las diferencias poblacionales, fue
haciéndose indispensable articular más claramente esta pregunta con el análisis
de la construcción de la unidad nacional. Justamente, este texto partió de ex-
plicar cómo la misma construcción de la unidad estaba inmersa en esquemas
diferenciadores. Para ello, fueron abordados los fundamentos decimonónicos de
unidad, enfatizando en sus propias dimensiones y sentidos, que sobrepasan la
dimensión culturalista de la comunidad y del nosotros, para adentrarse en la idea
de los patrones de normalización y unificación, como linealidades jerárquicas de
incorporación y diferenciación interna. Sin embargo, habría que ahondar en otros
contextos, durante el mismo siglo XIX, en los cuales la unidad tomaba un sentido
mayor de horizontalidad. No obstante, este texto también demostró cómo la dife-
rencia poblacional interna era posible, en la medida en que emergiera la unidad
nacional. La imagen del pueblo, además de definir lo otro de la élite, planteaba los
contornos para ubicar las diferencias manejables y extremas de la nación.
En un comienzo, esta investigación se preguntaba por la diferencia regio-
nal y cultural. Sin embargo, el trabajo con las fuentes evidenció otras formas
de plantear y definir las diferencias internas que no apelaban a lo cultural o a lo
regional, tal como ocurre en la actualidad con términos y significados propios
de las ciencias sociales. La investigación se dirigió entonces a otras taxonomías
Julio Arias Vanegas

poblacionales que se entrecruzaron a lo largo del siglo XIX. En el conjunto del


texto fue abordada ampliamente la división civilización-barbarie desde principios
del siglo XIX, la cual sustentaba las diferentes taxonomías poblacionales. Esta
oposición, como lo han demostrado diversos autores para los casos colombiano y
latinoamericano, ha sustentado el ejercicio de dominio de las élites, cruzada con
presupuestos morales y raciales. Desde esta oposición han sido impulsadas polí-
ticas poblacionales específicas desde el siglo XIX, que, sin embargo, no fueron
abordadas aquí.
Un aporte central de este estudio consistió en demostrar cómo la diferencia
regional emergió progresivamente a la par de la nación. En este sentido, aquí es
historizada una de nuestras formas privilegiadas de comprender las diferencias
internas de la nación. La región, como porción, sólo es posible dentro de la nación
–aun cuando en otro nivel, al que no atiende esta investigación, las identidades
regionales tienen una larga historia que articula otras formas de identificación,
que antes de una conciencia nacional no eran pensadas en términos regionales–.
Aun cuando la diferencia poblacional fue el objeto central de este texto,
resultaría importante ahondar aún más en la diferenciación espacial del territorio
nacional, la cual en principio no fue necesariamente paralela a la poblacional: una
tierra y una raza o tipo no correspondían necesariamente. Sobre regiones espacia-
les tan importantes como la Costa Atlántica, en el siglo XIX no fueron elabora-
dos con tanta fuerza tipos poblacionales. Por otro lado, sería interesante analizar
la profusión de tipos humanos en otros territorios de colonización. Aunque ello
implicaría otras fuentes y otros problemas que atenderían más bien a relaciones
y conflictos locales o interregionales, que posiblemente no provendrían de una
perspectiva nacional. Igualmente, en otra investigación se podría profundizar aún
más en las luchas identitarias entre las regiones, indagando sobre la constitución
de entidades geopoblacionales desde las mismas regiones, o de otros proyectos
identitarios que tal vez podrían involucrar otros espacios, pero que se desplega-
ran en diálogo con lo nacional. Sin embargo, habría que ver si ello fue realmente
importante en el siglo XIX respecto a los términos regionales, lo que implicaría
poner a prueba el esquema interpretativo presentado aquí.
Este trabajo puede ser visto como una construcción monológica que atendió
y expuso exclusivamente la visión de una élite letrada. Efectivamente, es claro que
el problema está concentrado, por sus planteamientos, en una élite nacional par-
ticular, pero ello no implica que la visión de ésta sea presentada como coherente,
en absoluto poderosa, exclusiva y totalmente determinante sobre sus otros. Por el
contrario, en este texto continuamente se muestran la debilidad, las limitaciones,
los temores y las contradicciones del proyecto de dominación de la élite. Incluso,
la misma insistencia obsesiva en la creación, en un ámbito discursivo, del pue-
134
Consideraciones finales

blo y las diferencias demuestra las limitaciones prácticas de su posicionamiento


como élite y de su ejercicio de gobierno. Asimismo, esta investigación, aunque no
atendió a otras construcciones identitarias en medio de la nación, en particular de
los grupos subordinados, no niega su relevancia como objeto importante de otras
investigaciones. Aunque en el siglo XIX la nación era una preocupación mucho
más limitada a sectores particulares, estudios como el de Sanders (2004) demues-
tran el papel activo de los grupos subordinados, como los indígenas del Cauca,
en la definición de una identidad que pasaba por la negociación con la cultura
política dominante y por la invención de una imagen particular de la nación y la
República.
Desde la perspectiva expuesta, queda planteada una investigación: si bien se
proyectaron ciertas reflexiones a las últimas décadas del siglo, es necesario ahon-
dar con mayor precisión en lo que ocurre en estos años alrededor de las diferen-
cias poblacionales. Por el momento, se puede plantear que, aunque se presentaron
cambios importantes, éstos no se pueden ubicar en unas supuestas diferencias
significativas entre el proyecto radical y el regenerador (Cf. Palacios 2002a).
Sin duda alguna, el tema esbozado aquí no resulta un hecho ajeno a la histo-
ria del siglo XX y a la comprensión actual de la nación. El problema de la diferen-
cia cobró una fuerza particular durante el último siglo, aunque, evidentemente,
con transformaciones trascendentales que abren nuevos puntos de partida y rutas
de investigación. El ascenso del culturalismo, paralelo al establecimiento de las
ciencias sociales, ha sido un vector importante en la definición de las diferencias
durante el siglo XX. Más recientemente, la nueva narración de la nación como
pluriétnica y multicultural obliga a pensar de qué maneras la diferencia, pensada
ahora en términos culturales, ha sido planteada en torno a la nación. Ello ha sido
motivo reiterado de importantes estudios, aunque falta profundizar en las formas
en las que este culturalismo está nutrido por una visión racialista, y en cómo
produce fuertes, aunque posiblemente sutiles, órdenes jerárquicos y estrategias
de subordinación. Por otro lado, el problema de la construcción de la diferencia
regional pasaría cada vez más en el siglo XX por una lucha identitaria, para de-
finirse en la nación por medio de la región. El análisis de la construcción de la
diferencia regional en el siglo XX podría ser enriquecido con otras fuentes, otros
ámbitos de investigación y otras relaciones identitarias entre regiones y nación, en
un sentido distinto al de esta investigación.
El problema de la construcción de la diferencia interna sigue cobrando sen-
tido, e incluso con más fuerza, como un problema eminentemente político. La
creación de las diferencias poblacionales en el marco de lo nacional, desde las
perspectivas de las élites nacionales y regionales, y de los grupos subalternos,
es un escenario fundamental de la definición y transformación de las relaciones
135
Julio Arias Vanegas

de poder. Esta dimensión política también se puede captar en la actualidad con


claridad y concreción en las políticas estatales, las cuales son dirigidas de formas
diferenciadas, según las representaciones de las diversidades poblacionales y es-
paciales, reproduciéndolas y enfatizándolas de esta forma.
El problema es también relevante para la misma academia colombiana, y no
por ello menos político. Además de que deconstruir la nación y las diferencias
poblacionales asociadas a ésta es una forma privilegiada de develar las relaciones
de poder y desnaturalizar la subordinación a la que han sido sometidos ciertos
territorios y grupos humanos, también permite repensar ciertas apreciaciones
recurrentes en la academia sobre la particularidad de la nación colombiana. El
racialismo y la insistencia en las diferencias han desempeñado un papel tras-
cendental en Colombia desde el siglo XIX, por cuanto han sido constituidos en
estrategias explicativas de las particularidades y dificultades de “nuestra nación”.
En las últimas décadas ha sido reiterativo buscar en una supuesta imposibilidad
de la nación, en parte por sus profundas diferencias internas y la negación de las
mismas, la explicación de diversos problemas que atraviesa el país.
Este hecho, que incluso ha sobrevalorado la preocupación por la identidad
nacional, no resulta un problema meramente académico o teórico aislado de “la
realidad”. En palabras de Urueña:
Observamos sin embargo que esa forma causal identitaria de plantear problemas nacionales
y de buscar sus soluciones, puede llegar a ser parte del problema mismo: en la medida en que
logren constituirse en representaciones efectivas de lo político y en que alcancen a inspirar
la acción política, esas representaciones del “mal” –del “disfuncionamiento” social– podrán
llegar a ser parte integrante de la creación y recreación del problema mismo que pretenden
resolver. A pesar de lo que parece imponerse como una evidencia, los problemas no desapa-
recerán el día en que sepamos “qué somos”, ni cuando descubramos la “esencia” profunda
de la “colombianidad”, pues esa encuesta identitaria es un círculo vicioso que no tiene sen-
tido; el único sentido que sí puede tener es el del impacto social y político de la contienda
entre agitadores irreconciliables de la convicción de que esa idea sí tiene sentido. Mucho se
avanzará en la comprensión de los problemas del país, el día en que se admita que las ideas
son más que “paraguas” o superestructuras encubridoras de “contradicciones más profun-
das”, y en que se tome conciencia de que, en amplia manera, las interpretaciones identitarias
de los problemas del país han sido parte del problema. (Urueña 1994: 24-25)

De esta forma, tal como lo exponen Urueña y también Chatterjee en la cita


que abre este texto, aquí se pretendió avanzar en el conocimiento sobre la forma
en que la élite colombiana ha pensado la nación, y desde allí, a sí misma y al pue-
blo nacional, como un ejercicio eminentemente político e inscrito en relaciones de
poder. A pesar de que en este texto no fueron abordadas directamente las políticas
estatales sobre la diferencia, el pensamiento decimonónico de las élites letradas
colombianas sobre la nación –inmerso sin duda alguna dentro del contexto par-
ticular de América Latina– da cuenta del poderoso ejercicio político, marginali-
136
Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix

zador, jerarquizador y subordinador de definir la unidad y crear las diferencias


en medio de un deseo civilizador y nacionalizador sobre la población. Porque el
pensamiento y las ideas pueden dominar y subyugar, pero, por eso mismo, son
nuestro escenario de acción.

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en noviembre de 2007,
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