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UNIDAD DIDÁCTICA IV
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que también contribuye a desatar «las potencias adormecidas» en ella, y al hacerlo, libera esa
materia natural que sin la actuación humana hubiera quedado en una mera potencia sin
actualizar. El hombre no sólo explota la naturaleza, también la desarrolla y la perfecciona y al
hacer esto se perfecciona a sí mismo, ya que la naturaleza es el «cuerpo inorgánico del
hombre», en palabras del joven Marx. La ontología del ser social como ontología regional.
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considera a éste como el ámbito primero y primordial en el que se despliega la vida humana,
y cuyas características fundamentales son las siguientes:
1. Las objetivaciones de la vida cotidiana, el trabajo y el lenguaje, no son tan autónomas
como el arte y la ciencia.
2. Dichas objetivaciones superiores se abstraen, se separan de dicha vida cotidiana,
aunque también actúan sobre ella.
3. El papel fundamental de las costumbres y tradiciones en la vida cotidiana por encima
de una actuación científica y racional en la misma.
4. La vinculación inmediata en ella de la teoría y la práctica.
5. El materialismo espontáneo propio de esta esfera.
6. Esta espontaneidad del pensamiento cotidiano es muy fuerte y resiste a las
concepciones del mundo científicas y filosóficas.
7. Este materialismo cotidiano no impide la presencia de un idealismo religioso en esta
esfera.
8. El conocimiento cotidiano suele basarse en la analogía y la inferencia analógica.
Heidegger ha sido uno de los primeros que ha analizado la vida cotidiana desde un punto
de vista ontológico, pero para recluirla en el ámbito de lo inauténtico, de lo impersonal. Lukács
y Heller, aunque reconocen que la alienación y la reificación son componentes esenciales de
la vida cotidiana, al menos en el contexto de las sociedades de clase, admiten la posibilidad
de desarrollar una vida auténtica en lucha por la desalienación propia y de los otros a través
de la participación consciente en la lucha revolucionaria y mediante la introducción de
categorías filosóficas y científicas en la cosmovisión cotidiana, de forma que su materialismo
y su idealismo ingenuos, primarios y espontáneos, se depuren y cedan el paso a una
concepción del mundo más adecuada y realista.
La utilización consciente y no mera mente utilitarista e inconsciente de la técnica y la
ciencia en la vida cotidiana, puede transformar no sólo la práctica sino también la concepción
del mundo vigente en este ámbito cotidiano. Sin embargo, este cambio en la concepción del
mundo supone una desantropomorfización, tanto en el sujeto como en el objeto del
conocimiento, que sólo se puede alcanzar plenamente en el nivel de la ciencia, en tanto que
objetivación autónoma de la vida cotidiana. Las dificultades objetivas para que los resultados
desantropomorfizadores de la ciencia se aprovechen en la vida cotidiana residen, entre otras
causas, en el hecho de que la filosofía de la ciencia moderna, marcada por el neopositivismo
de manera esencial, ha renunciado, hasta fechas muy recientes, a tener en cuenta las
implicaciones ontológicas de sus descubrimientos, se ha negado a dar lugar a una concepción
científica del mundo y ha coexistido con una visión de éste marcada por el idealismo subjetivo.
Este rechazo de la ontología ha permitido la coexistencia, no sólo en la vida cotidiana sino
incluso en el ámbito científico, de una ciencia profundamente crítica del antropomorfismo
junto con el antropomorfismo religioso e ideológico, dando lugar a un dualismo. Según estas
posturas, las ciencias positivas no entrañan una concepción del mundo, sino que se limitan a
ser poderosos instrumentos de cálculo que nos permiten pasar con gran fiabilidad de
observaciones pasadas a predicciones futuras, pero que no dicen nada acerca de la estructura
de la realidad. Esta carencia ontológica de la ciencia moderna se rellena con posiciones
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agnósticas, místicas o religiosas puramente individuales, como analiza Lukács en sus críticas
al positivismo y al existencialismo.
Tras la crítica del neopositivismo y el existencialismo, Lukács analiza los enfoques
ontológicos de Hartmann, Hegel y Marx, destacando su enfoque realista e histórico,
especialmente en el caso de Marx. De Hartmann, Lukács reivindica su caracterización de las
categorías ontológicas como irreductibles a las epistemológicas y a las lógicas, así como su
concepción estratificada de la realidad y su ontología de los complejos. En la estratificación de
la realidad, Lukács critica a Hartmann el haber independizado el ser psíquico y el ser ideal del
ser social.
En cuanto a Hegel, Lukács retoma de él su noción de contradictoriedad de lo real como
fundamento de la filosofía y su consideración del presente real como el asunto fundamental
de la filosofía. Hegel es el gran pensador de la realidad post-revolucionaria europea. Por otra
parte, también es destacable la noción hegeliana de una dialéctica unitaria de la naturaleza y
la historia en el marco de su concepción procesual de la realidad y del pensamiento.
Igualmente, el carácter central de la categoría de trabajo en el proceso de humanización que
conjuga la causalidad de la naturaleza con los objetivos teleológicos de la humanidad. Estos
logros de la ontología hegeliana se ven empañados por la sumisión en que se encuentran al
punto de vista lógico, que subordina lo ontológico con efectos negativos como, por ejemplo,
la identificación idealista del sujeto y el objeto, que impiden la correcta comprensión del
fenómeno del conocimiento.
Frente a esta postura idealista hegeliana, Lukács retoma la visión de Marx, la cual parte del
proceso de producción y reproducción de la vida humana como de su base primordial. En este
proceso se lleva a cabo la transformación social de la naturaleza, que sin embargo se mantiene
como un elemento previo a dicha transformación humana. Este proceso de trabajo, de
intercambio orgánico entre hombre y naturaleza, transforma no sólo a la naturaleza sino
también al hombre que se realiza y se humaniza a través de la propia transformación que lleva
a cabo de la naturaleza. La teleología y el finalismo humano hacen, mediante el trabajo,
«retroceder las barreras naturales», aunque nunca las eliminan del todo. La visión marxista
subordina también la gnoseología a la ontología, y considera al ser como una «totalidad
dinámica», como una «Unidad de complejidad y procesualidad». Dentro de la consideración
ontológica de la realidad, el ser social aparece a partir del ser natural que mantiene una
prioridad ontológica, aunque no axiológica, frente a éste, debido a que mientras que puede
haber ser natural sin ser social, lo inverso es imposible. El ser -propiamente- así de un complejo
fenoménico se muestra en conexión con las leyes generales que lo condicionan y respecto de
las cuales se puede desviar debido a que el azar tiene un puesto reconocido en esta
concepción ontológica pluralista, que considera los hechos fenoménicos como síntesis de
elementos heterogéneos, en los que se entremezclan causalidades distintas que se
contrarrestan entre sí permitiendo el surgimiento del azar.
La concepción ontológica de Marx y de Lukács no son deterministas en sentido estricto,
sino que se basan en la categoría de posibilidad objetiva. El hombre realiza la historia
libremente según sus propios fines, pero para obtener estos fines tiene que poner en
funcionamiento las leyes, bien naturales o sociales. La actuación libre y voluntaria de los
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diferentes individuos da como resultado una objetividad social, con sus leyes, que se impone
como una «segunda naturaleza» y condiciona la actuación de los individuos. La obra de los
individuos se muestra en los mismos como algo ajeno a ellos que los domina desde el exterior.
La objetivación (alienación) del individuo produce efectos externos que se independizan de
esta actuación y se le enfrentan como algo ajeno. Aquí reside la dualidad de la objetivación
humana, que por una parte es producto necesario de la esencia, pero por otra parte no es
reconocida como tal, y además en las sociedades de clase, y especialmente en el capitalismo,
los productos de esta objetivación son apropiados por el capital y dirigidos contra el trabajador
que es su productor.
El análisis sistemático de la ontología lukácsiana comprende cuatro capítulos en que se
estudia: el trabajo, la reproducción social, el momento ideal y la ideología y la alienación. La
categoría fundamental de toda la ontología del ser social es la de trabajo, que es la clave de la
reproducción de la sociedad en conjunto, entendida como un «complejo de complejos»; es a
su vez, la interacción del momento ideal, teleológico, propositivo, con la legalidad natural y
social, y su producto al ser expropiado por las clases dominantes da lugar a la alienación. Esta
obra póstuma de Lukács, cuyas virtualidades aún no han sido desarrolladas, fue criticada ya
por sus propios discípulos, que destacaron una serie de puntos dudosos en la misma, como
por ejemplo, la coexistencia en ella de dos concepciones distintas de la ontología: la primera
considera el proceso de humanización del hombre (el trabajo) como un proceso
ontológicamente necesario que se desarrolla en la esfera económica, considerada la esfera de
la esencia; la segunda concepción desarrolla las posibilidades alternativas del actuar humano
dentro del espacio abierto por las objetivaciones ya existentes. Mientras que la primera
noción de ontología se centra en el desarrollo necesario, la segunda se basa en la categoría de
posibilidad. Nosotros vemos más ajustada a la realidad y al espíritu de la obra de Lukács y de
Marx esta segunda acepción, aunque el dogmatismo marxista a veces ha puesto el acento en
la otra concepción.
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La filosofía de la praxis.
Para Marx el pensamiento es un momento del ser, pero el ser en el sentido marxista se
concibe de una manera práctica. Según Zeleny, Marx distingue varias formas de objetualidad
en la realidad social que analiza:
a. la objetualidad producida por la cooperación de los individuos humanos, y que según
las circunstancias sociales apa rece como un poder extraño y exterior a los hombres
que se les impone como si fuera una ley natural inexorable (alienación capitalista) o
como un momento de la autorrealización consciente de los hombres.
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Praxis y materialismo.
La fundamentación materialista de la praxis está presente también en el iniciador de la
filosofía de la praxis en Italia, Antonio Labriola, el cual considera dicha filosofía de la praxis
como «la filosofía inmanente de las cosas sobre las cuales filosofa. De la vida al pensamiento
y no del pensamiento a la vida: éste es el proceso realista. Del trabajo, que es un conocer
haciendo, al conocer como teoría abstracta y no de éste a aquél». Dicha filosofía materialista
y práctica se opone tanto al materialismo naturalista como al idealismo. El aspecto
epistemológico que considera la praxis como elemento esencial de la teoría es recogido por
Labriola, que afirma que «pensar es producir» y que «el mismo pensamiento es una forma de
trabajo». El materialismo histórico parte, para Labriola, de la praxis y «al igual que es la teoría
del hombre que trabaja, así también considera la ciencia misma como un trabajo».
Aprovechamos esta aportación de Labriola para abordar el aspecto epistemológico de la
praxis, para lo cual analizaremos las famosas Tesis sobre Feuerbach de Marx. El materialismo
marxista se presenta en dichas Tesis, opuesto al materialismo precedente que «sólo capta la
cosa, la realidad, lo sensible, bajo la forma de objeto o de la contemplación, no como actividad
humana sensorial, como práctica». El aspecto activo fue desarrollado de manera abstracta por
el idealismo en oposición a este materialismo pasivo, que no comprende la importancia de la
actividad crítico-práctica. «Feuerbach no se da por satisfecho con el pensamiento abstracto y
recurre a la contemplación; pero no concibe lo sensorial como actividad sensorial humana
práctica» (Tesis 5). Se reconoce a Feuerbach la importancia concedida a la intuición sensible
que supera la abstracción, pero se le reprocha que no conciba esta intuición como una
actividad práctica.
También tienen importancia epistemológica las pertenecientes al grupo teoría y praxis
centradas en el análisis de la praxis como prueba y corroboración del conocimiento teórico
como criterio de verdad. «Es en la práctica donde el hombre debe demostrar la verdad, es
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corriente». Nietzsche considera que es la actividad imaginativa, teórica y práctica del hombre
la que produce la ficción de un mundo estable a partir del caos fluyente del devenir.
Habermas, y en general todos los que defienden una concepción instrumentalista del
conocimiento vulgar y científico, caen en este idealismo de la praxis, al igual que los
fenomenólogos, para los cuales es el ser humano, bien individualmente o bien de manera
intersubjetiva, el que constituye el mundo; frente a estos idealismos de la praxis conviene
recordar que el realismo y el materialismo marxista y no marxista (recuérdese por ejemplo a
Bunge y a Popper) postulan que la realidad está estructurada independientemente de nuestro
conocimiento, aunque el mundo objetivo tal como se nos presenta sea el producto de una
mediación entre dichas estructuras reales y su refiguración por parte de nuestras categorías
cognoscitivas, de manera tal que nunca podemos estar seguros de que hemos dado con la
estructura de la realidad, aunque postulemos que dicha estructura existe
independientemente de nuestras categorías.
La praxis humana en sus distintos niveles cognoscitivos y transformadores se da siempre
en un mundo que sólo parcialmente es producto nuestro, y que condiciona esencialmente
nuestra actividad, lo que no es obstáculo para que dicha praxis produzca a su vez una
objetualidad nueva que se añade a la objetualidad natural como una segunda naturaleza
producto del trabajo humano. Esta segunda naturaleza comprende el mundo de los artefactos
materiales, pero también el mundo de las instituciones sociales y políticas y el mundo de las
producciones teóricas, científicas y filosóficas. La praxis no sólo transforma mediante el
trabajo el mundo natural, sino que crea y transforma el mundo artificial de las instituciones y
las producciones teóricas, pero para todo ello debe basarse en el mundo natural y material
que es primario respecto a ella e independiente de la misma. La praxis, pues, no se
autofundamenta sino que tiene su fundamento ontológico en el mundo natural y material que
le precede y la filoso fía de la praxis debe tenerlo en cuenta. La ontología del ser social supone
y se apoya en la ontología del ser natural, como afirman Hartmann, Lukács y Bunge entre
otros muchos.
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presupuestos de innegable carácter ético. Ya Merton habla del ethos de la ciencia moderna
que es tan esencial para ella como las normas metodológicas. Este ethos científico incluye
como notas esenciales, el universalismo, en el sentido de someter los títulos de verdad a
criterios impersonales preestablecidos, y de superar el etnocentrismo; el comunismo, según
el cual «los resultados sustantivos de la ciencia son producto de la colaboración social y están
destinados a la comunidad»; el desinterés y el escepticismo organizado que implica «la
discusión latente de ciertas bases de la rutina consagrada, de la autoridad, de los
procedimientos establecidos y de la esfera de "lo sagrado" en general».
Por su parte Peirce también relaciona la investigación científica con la ética, al sostener que
el proceso histórico del conocimiento supone un compromiso moral y social de todos los
miembros de la comunidad de investigación consistente en la aplicación constante de la crítica
autocorrectiva a sus resultados, que son siempre provisionales y, por lo tanto, corregibles
continuamente. El científico es, para Peirce, un agente que debe controlar sus hábitos y no un
espectador pasivo de la realidad. Peirce establece una jerarquía de ciencias normativas en la
que la lógica depende de la ética y ésta de la estética. La comprensión y crítica de los fines de
la lógica es lo que Peirce rotula "Ética"». Como vemos en Peirce la razón teórica se encuentra
relacionada e incluso subordinada a la razón práctica.
Dado que la razón práctica se ocupa del reino de los fines, la rehabilitación contemporánea
de la razón práctica supone la postulación de una posición anticientificista y antipositivista
que reconoce la posibilidad de discutir racionalmente sobre fines y no aceptar mera mente
éstos como algo dado previamente de manera prerracional. La discusión de esta problemática
se recoge en la «disputa del positivismo en la sociología alemana» que enfrentó a Adorno y
Popper en un principio y a Habermas y Albert posteriormente. A la discusión se agregaron
después Apel y algunos miembros de la Escuela de Erlangen. Los problemas centrales de la
discusión se refieren a la posibilidad de establecer racionalmente los valores y a la cuestión
de la posibilidad de una fundamentación última de la ética. En la discusión se enfrentaban una
concepción analítica, cientificista, de la razón frente a una razón dialéctico-crítica y, en otro
sentido, una razón monológica y una razón dialógica basada en el lenguaje. La discusión es
fundamental, dado que en ella se enfrentan dos concepciones ontológicas de la razón; por un
lado la que concibe la razón de manera instrumental como una mera técnica de los medios
para fines que están más allá de ella y la que concibe la razón desde un punto de vista global
como la capacidad que tiene el ser humano de llegar a acuerdos no sólo sobre medios sino
también sobre fines mediante el lenguaje y el discurso que se configura así como una de las
dimensiones ontológicas fundamentales del ser humano (la otra la constituye el trabajo). La
posibilidad de una dimensión práctica y no sólo estratégica o tecnológica de la razón sólo se
encuentra en esta concepción dialógica de la misma. La razón instrumental es una razón
limitada que deja fuera de su ámbito la mayor parte de las dimensiones esenciales del hombre
y especialmente sus aspectos éticos y políticos (prácticos).
La reivindicación de un uso práctico de la razón que vaya más allá de su mero uso
tecnológico-instrumental nos viene exigido, ya que necesitamos una instancia racional por
problemática que sea, para poder distinguir entre usos decentes e indecentes de dicha razón
instrumental. Esta razón práctica no es indiferente a los fines, más aún debe analizar éstos,
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criticarlos y establecer preferencias entre ellos. La razón práctica no puede obviar los
problemas relacionados con lo que los antiguos de nominaban el bien supremo, tanto en su
aspecto individual (ético) como colectivo (político); y que se resume en la noción de vida justa.
La concreción de lo que significa la vida justa en unas condiciones históricas y sociales
concretas es la tarea de una pragmática que aplica los principios morales traduciéndolos a la
praxis histórica. Dicha pragmática «trata de superar la distancia entre el deber ser puro y el
deber ser históricamente condicionado». La razón práctica no considera dados e inamovibles
los valores y los fines, sino que está dispuesta a modificarlos en un proceso de aprendizaje
práctico en el que se modifican los intereses, las actitudes y las normas con las que estaban
provistos los participantes en el inicio de la discusión. El proceso de decisión de la razón
práctica conlleva un proceso de aprendizaje teórico, en el que se modifican las opiniones
previas y un proceso de aprendizaje práctico, en que se modifican las actitudes y valores
previos, todo ello con el objeto de conseguir un consenso sobre la acción. El buen
funcionamiento de la razón práctica supone la voluntad de llegar a una convicción común en
el plano teórico y a una voluntad de acción común en el plano práctico y esto exige el
reconocimiento mutuo y simétrico de los intereses de todos los afectados en la decisión, así
como la predisposición a aceptar las opiniones y deseos de los demás si son más convincente
que las propias.
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1. «La disposición a crear un uso común del lenguaje que está al servicio de la
comprensión común.»
2. «Un postulado de reciprocidad.»
3. «Un principio de razón que generaliza las condiciones anteriores más allá de los
participantes en la consulta.»
4. «Un principio· de razón práctica que prescribe la aceptación conjunta de las normas
utilizadas en la consulta.»
La consulta argumentativa analizada constituye un proceso de formación de la voluntad a
partir de deseos originarios mediante una argumentación racional. El paso de los deseos o
necesidades (deseos que decidimos satisfacer) a la voluntad, supone la crítica de la génesis
fáctica de dichos deseos con ayuda de génesis normativas en un proceso dialéctico en espiral
que media las génesis fácticas con génesis normativas. La noción de racionalidad utilizada aquí
se refiere a una racionalidad dialógica ejercida en un diálogo desprejuiciado, no coactivo y no
persuasivo y equivale a la situación de comunicación no distorsionada o situación ideal de
discurso de Apel y Habermas. La racionalidad dialógica expresada en el principio de
transubjetividad exige que el resultado del diálogo pueda ser aceptado, no sólo por los
participantes en dicho diálogo, sino por todos los afectados potenciales, si se situaran en las
mismas condiciones de diálogo no distorsionado. En resumen, para la Escuela de Erlangen, la
aplicación de la razón práctica supone una consulta en la que se produce una reconstrucción
paulatina de los deseos iniciales, mediante la combinación dialéctica de la génesis fáctica y la
génesis normativa de dichos deseos y necesidades, aplicando un principio de razón o
transubjetividad que generaliza los resultados alcanzados y un principio moral que ordena
transformar mis deseos hasta que puedan ser deducidos de unos fines superiores compartidos
por todos los participantes.
Por su parte Habermas, aborda el problema de la razón práctica a partir de una ética
comunicativa basada en una pragmática universal. Dicha ética concede validez solamente a
las normas que son corroboradas discursivamente en un proceso de formación discursiva de
la voluntad que produce un consenso no coactivo entre todos los interesados. Sólo una ética
comunicativa asegura la universalidad de las normas admitidas y la autonomía de los sujetos
actuantes debido a las características del diálogo en el que se acuerdan dichas normas. La
ética comunicativa es una ética racional basada en la razón práctica.
Como vemos la ética comunicativa de Habermas es una ética cognitivista que admite que
las normas pueden ser o no ser correctas, y la dilucidación de dicha corrección se lleva a cabo
aplicando la razón práctica, entendida como razón discursiva y dialógica. La justificación de los
enunciados prácticos es posible a través de la argumentación moral racional, discursiva, que
reconoce la pretensión de validez de una norma de acción. La voluntad formada
discursivamente es racional porque «las propiedades formales del discurso y de la situación
de deliberación garantizan de manera suficiente que puede alcanzarse un consenso sólo
mediante intereses generalizables, interpretados adecuadamente como necesidades
compartidas comunicativa mente».
Esta formación discursiva de la voluntad racional supera el tratamiento decisionista de las
cuestiones morales, típicas de la tradición positivista y que va de Max Weber hasta Popper y
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Albert. El discurso práctico conlleva la referencia a una situación ideal de habla que, por sus
propiedades formales, permite decidir entre las diversas normas propuestas, asegurando un
consenso en torno a intereses generalizables.
La ética comunicativa de Habermas es compartida, con ciertos matices, por Apel, el cual
afirma el supuesto fundamental de una ética comunicativa, a saber: «que la búsqueda de la
verdad tiene que anticipar también, bajo la premisa del consenso intersubjetiva, la moral de
una comunidad ideal de comunicación». Aquí Apel vincula por un lado la validez de la ciencia
con la posibilidad de una ética subyacente, con lo que reafirma el primado de la razón práctica
sobre la razón teórica. Este primado de la razón práctica, así como su carácter dialógico,
comunicativo, es lo que permite también relacionar la ética con la política, cosa que en la
tradición positivista es difícil, ya que la razón monológica y solipsista vigente en dicha
tradición, acepta la validez inter subjetiva de las normas sólo a través de pactos, convenios o
contratos, que pretenden conjugar empíricamente los intereses o las decisiones arbitrarias,
con lo que la responsabilidad ética no sobrepasa la esfera privada, quedando la política en el
ámbito de la racionalidad estratégica, propia de la lucha por el poder, que a lo más que llega
es a compromisos basados en la correlación de fuerzas, pero nunca a acuerdos intersubjetivos
aceptados racionalmente por todos como propios.
La escisión entre la ética (privada) y la política (pública) es total en esta tradición. Sólo el
kantismo soterrado de Rawls permite supe rar parcialmente esta escisión, al diseñar una
situación originaria ideal en que se busca una sociedad justa. Sin embargo, el contrato de
Rawls se lleva a cabo por parte de individuos, que utilizan sólo la razón estratégica y buscan
optimizar la satisfacción de sus intereses que se conservan como tales en el pacto y no se
modifican a través de una formación racional discursiva de la voluntad, como en los casos de
aplicación de una razón comunicativa analizados antes. Apel rechaza este solipsismo metódico
que sólo admite la fundamentación introspectiva o conductista de las normas éticas y apela a
la presuposición lógico-trascendental de una comunidad ideal de comunicación, base de su
concepción dialógica de la razón.
Esta comunidad ideal de pensadores capaces de acuerdo intersubjetiva y de llegar a un
consenso es el presupuesto necesario de la validez lógica de todo tipo de argumentaciones,
tanto teóricas como prácticas. Es la base, pues, de la razón dialógica, tanto en su uso teórico
como en su uso práctico. La aceptación plena de la razón práctica nos permite asegurar la
obligatoriedad moral de los convenios particulares regulados mediante normas cuya validez
ha sido aceptada mediante un discurso práctico, ya que las conclusiones de dicho discurso no
obligan sólo a los que han participado tácticamente en él, sino a todos aquellos individuos que
han adquirido competencia comunicativa a través del proceso de socialización, debido a que
di chas decisiones individuales se encuentran mediadas por la exigencia de validez
intersubjetiva obtenida en el proceso discursivo de formación racional de la voluntad. La
posibilidad de elegir racionalmente entre los distintos fines y valores éticos, o lo que es lo
mismo, la posibilidad de discusión racional sobre normas sólo está completamente asegurada
por una concepción dialógica de la racionalidad práctica.
Sólo mediante el diálogo nos podemos poner de acuerdo sobre normas morales,
asegurando la racionalidad (práctica) de nuestra decisión. La razón práctica en su versión
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interpreten como movimientos corporales que hay que explicar causalmente o como acciones
intencionales que hay que comprender teleológicamente. Parece ser que para que la
inferencia práctica sea correcta es preciso que la conducta descrita en la conclusión sea
interpretada en términos intencionales. «Para sea explicable teleológicamente la conducta
ha de ser primero comprendida intencionalmente». (van Wright). No parece pues posible
explicar a la vez una misma conducta en términos causales como un movimiento y en términos
intencionales como acción.
Según van Wright es imposible que, a la vez, uno actúe y observe la intervención de las
causas de su actuación. Al observar, el agente deja que sucedan cosas; mientras que, al actuar,
el agente hace que ocurran dichas cosas. Esto es especialmente verdadero en el caso de las
acciones básicas en la terminología de Danto, en las cuales la intención causa directamente el
movimiento. En las acciones básicas puede entenderse la intención identificándola con el
estado cerebral que causa dicho movimiento. El agente tiene conciencia de su estado cerebral
como intención mientras que desde fuera un observador percibiría la intención del agente
como estado cerebral. Esta explicación que supone la teoría materialista de la identidad en
relación con el problema mente-cuerpo es defendida por Mosterín pero es rechazada por van
Wright entre otros. Las teorías de la identidad vienen apoyadas en lo que se llama la «hipótesis
del desplazamiento» según la cual los lenguajes o sistemas conceptuales son teorías y
cualquier teoría puede ser desplazada por otra si esta última se adapta mejor a los hechos y
es asumida por la comunidad de que se trate. Según esta hipótesis la teoría de la identidad
entre sucesos neurales y mentales es la descripción verdadera de lo que sucede y sustituirá
poco a poco a las vigentes teorías dualistas a través de un proceso de educación y aprendizaje
en el que nuestro lenguaje ordinario será reemplazado por nuevas formas más finas y
ajustadas a la realidad de describir y explicar. Para Feyerabend «nos veremos forzados a
abandonar las connotaciones "mentales" de los términos mentales y deberemos
reemplazarlas por connotaciones físicas».
Por otra parte W. Sellars en su artículo «La filosofía y la imagen científica del hombre»,
distingue entre la imagen manifiesta y la imagen científica del hombre en el mundo y atribuye
a la filosofía la tarea de integrar ambas imágenes en una visión estereoscópica que permita
una experiencia coherente a partir de las distintas perspectivas sobre el hombre. La imagen
manifiesta del hombre se ha producido a partir de un afinado empírico y categorial de la
imagen originaria del hombre y es la aceptada por la filosofía perenne de origen platónico.
Mediante esta imagen manifiesta el hombre ha cobrado conciencia de sí mismo como hombre
en el mundo. La imagen manifiesta es el producto de un proceso de despersonalización del
mundo que ha ido restringiendo paulatinamente el carácter personal de los objetos hasta
reducirlo a los individuos humanos, abandonando el animismo primitivo, palpable aún en la
imagen originaria del hombre que consideraba todos los objetos como personas. La imagen
científica del hombre, en cambio, es producto de una em presa intelectual, la ciencia moderna,
que va más allá de las meras técnicas de correlación entre los acontecimientos accesibles a la
percepción y la introspección utilizadas en la elaboración de la imagen manifiesta y «postula
objetos y sucesos no perceptibles con el fin de explicar correlaciones entre los perceptibles».
Hay tantas imágenes científicas del hombre como ciencias se ocupan de él. Esta diversidad de
ciencias no supone la pluralidad de objetos, sino que es compatible con la identidad intrínseca
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de los objetos analizados desde diferentes perspectivas. El mismo objeto puede ser analizado
a través de estructuras teóricas distintas cada una vinculada de manera particular al mundo
perceptible.
Volviendo a la cuestión de relación entre la imagen manifiesta y la científica del hombre,
podemos observar que esta relación es conflictiva, aunque la imagen científica tiene su base
en la imagen manifiesta se presenta como rival de aquélla. Aunque la imagen científica, según
Sellars, es la verdadera y la completa, no es posible romper completamente con la imagen
manifiesta. Sellars no admite la visión instrumentalista de la ciencia, según la cual, la imagen
científica de la realidad sería un mero instrumento simbólico para relacionarnos con la imagen
manifiesta que sería la única ver dadera, sino que admite una visión realista de la ciencia,
según la cual la imagen científica es (en principio) la imagen satisfactoria de la realidad. La
propuesta de Sellars para salir de este atolladero conflictivo consiste en entender la conducta
humana en base a la pertenencia de los individuos a una comunidad, que es la que
proporciona el ámbito de principios y normas en el que los individuos viven su vida. Este marco
conceptual comunitario no hay que reconciliarlo con la imagen científica del hombre sino
añadirlo a ella, de manera que dicha imagen científica se vea enriquecida con «el lenguaje de
las intenciones de la comunidad y el individuo», de manera que el mundo analizado por la
ciencia se nos muestre como nuestro y no como algo ajeno al mundo en que vivimos. Como
vemos, para Sellars también, las intenciones son cuestión más social que meramente
psicológica.
Clases de acciones.
Podemos ahora retomar el hilo del planteamiento de Mosterín, viendo las distintas clases
de acciones que distingue, ya que aparte de las básicas, las demás tienen un marcado carácter
social y comunitario. La acción básica es aquella en la que la intención del agente causa
inmediatamente el objeto de dicha intención. Una acción cuyo objetivo no sea inmediato, sino
que exige una serie de acontecimientos para realizarse puede denominarse acción
compuesta. Una acción compuesta consta de varias acciones componentes que se siguen en
un orden preciso. Las acciones fundamentales para la vida social son las llamadas acciones
convencionales, en las cuales el agente lleva a cabo la acción mediante la producción de un
acontecimiento que, en las circunstancias sociales, históricas, etc., adecuadas equivale
convencionalmente al objeto de su intención. Las acciones convencionales son casos
particulares de acciones mediadas en las cuales el agente busca la realización de su intención
a través de la producción de un acontecimiento que, a su vez, produce el objeto de su
intención. Las acciones individuales que pueden ser de estos cuatro tipos, según Mosterín,
básicas, mediadas, compuestas y convencionales, pueden combinarse entre sí, dando lugar a
acciones colectivas que pueden ser a su vez mediadas, compuestas y convencionales, aunque
no básicas.
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La acción, en tanto que es diferente de los meros movimientos corporales, supone una
descripción adecuada de la misma que des taque su carácter intencional. Un mismo
movimiento producto de di versas intenciones da lugar a acciones distintas. Es la descripción
de la conducta en términos de intención lo que permite identificar un movimiento como una
acción. Toda descripción de este tipo supone una interpretación, llevada a cabo en base a
fuentes institucionales y convencionales de la conducta.
Por otra parte, las acciones pueden ser fines en sí mismas o me dios para la obtención de
otros fines. Una acción es medio de otra cuando efectuamos la primera, no por sí misma, sino
para obtener la segunda. Los fines, propiamente dichos, no pertenecen tanto a las acciones
como a los agentes. Los agentes tienen fines y las acciones tienen sentido. «El sentido de una
acción es el fin que el agente persigue con ella», en la definición que nos da Mosterín. Una
acción puede tener sentido de fin, o sentido de obtención de un resultado, o sentido de medio,
o sentido de componente, o sentido convencional o sentido contributivo. Los sentidos de la
acción son el resultado de la interpretación de la acción. Así podemos interpretar una acción
como fin en sí misma; como medio para alcanzar un resultado inherente a la propia acción;
como instrumento para conseguir un resultado que depende causalmente de la propia acción;
como parte componente de una acción más amplia; como un gesto convencional en un marco
institucional dado; o, por fin, como contribución del agente a una acción colectiva. La
interpretación de una acción lleva más a su comprensión gracias a motivos que a su
explicación basada en causas. De forma paralela, la interpretación de una acción contribuye
más a su inteligibilidad que a su posible predicción. La interpretación de una acción no es algo
que se dé de una vez por todas, sino que como nos indica la historia, es un proceso que varía
según las condiciones, saberes e intereses del intérprete, lo cual supone que el pasado
histórico nunca está completamente cerrado, sino que permanece abierto a nuevas
interpretaciones.
La teoría de la acción es un elemento esencial, tanto para una antropología, como para una
teoría de la historia. Es la clave para distinguir ontológicamente, si es posible, a los hombres
de los animales y de las máquinas. Su principal deficiencia es que no tiene en cuenta los
factores inconscientes, tan fundamentales en las explicaciones psicológicas e históricas y, en
consecuencia, que parte de una noción fuerte de sujeto y de individuo humano que parece
difícil de mantener en sentido estricto, después de las críticas psicoanalíticas, marxistas y
estructuralistas. Sin embargo, se pueden aceptar los resultados de la teoría de la acción como
análisis de los aspectos superficiales y fenomenológicos de la acción humana, resultado a su
vez de los determinismos profundos inconscientes de tipo estructural.
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