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Cultura
Apunte de Cátedra
[Se reproducen aquí en parte los capítulos sobre el concepto de cultura publicados en Apertura a la
Antropología, 2008; 93-128]
Ariel Gravano
Cultura es una categoría conceptual, una construcción que surge en determinado momento
histórico y que va modificándose según diversos usos. Su matriz original es la época del Iluminismo,
a la par de otras nociones y otras palabras que emergen dentro del pensamiento de la Modernidad
para encarar determinadas cuestiones no vistas hasta ese momento como tales o no tenidas en
cuenta. Es lo que pasa con “humanidad” e “ideología”: junto a “cultura”, apuntan a definir el
fenómeno humano en forma autónoma y ya no como algo dependiente en sus determinaciones de
la Providencia Divina o como algo degradado respecto de ésta. Lo humano se va constituyendo
como un objeto de reflexión a partir de la ruptura con el paradigma del pensamiento hegemónico
medieval, previo a la Modernidad, en el que prevalece la argumentación mística para explicar el
mundo.
Las necesidades de las relaciones capitalistas de producción (en cuanto al desarrollo de la tecnología,
los procesos sociales y de trabajo) impulsan a explicar el mundo como algo racional, analizable,
manejable y, sobre todo, previsible, con precisión y garantía de optimización de resultados y
ganancias. Por eso comienza a perfilarse el racionalismo como la forma de pensamiento más acorde
con esos intereses, en puja con las posturas místico-absolutistas que defendían el régimen feudal.
No es casual que coincida esto con la ponderación de la Razón como herramienta distintiva de la
comprensión y acción del ser humano respecto del mundo.
Desde el pensamiento moderno, científico, secular, las causas del acontecer histórico van a ir a
buscarse, entonces, también en los actos de los hombres, tanto los que se definen como materiales o
prácticos cuanto los “espirituales”. Vemos que en esta última palabra se refleja parte del antiguo
paradigma, que escinde -como señala Néstor García Canclini- “un viejo divorcio: entre lo material
y lo espiritual, el cuerpo y el alma, el trabajo y la conciencia” (García Canclini 1981:9). Esta
separación, “reproduce en el campo teórico la división de la sociedad en clases: de un lado, la
actividad -material- de apropiación y transformación de la naturaleza; del otro, la traducción
simbólica -ideal- de esas operaciones concretas” (íbid).
A esto se suma que la expansión colonial europea había producido nuevos interrogantes o bien
nuevas respuestas a interrogantes previos. Una de esas cuestiones era si debía concebirse a los seres
humanos como conformando una unidad y, si era así, cuál de las sociedades conocidas hasta el
momento era la más perfecta y modelo a seguir. El prejuicio generalizado en el pensamiento
eurocéntrico colocaba a las sociedades capitalistas mercantiles y en proceso de producir la
revolución industrial como ideal de ese modelo. Este es el terreno desde donde surgirán, en
consecuencia, las ciencias humanas y sociales.
La paradoja es que cuando el poderío económico, militar y organizativo de Occidente logra la
expansión y encuentra la amplia diversidad de imágenes de los Otros, comienza a surgir la pregunta
por los componentes comunes que pudieran hacer posible hablar de una sola Humanidad. La
diversidad pone en el tapete, entonces, la cuestión de la unicidad humana. La Antropología dirá lo
suyo cuando enuncie la noción de “unidad psíquica” de la especie humana en su conjunto.
La cultura emerge, entonces, como una categoría construida en gran medida a partir de esta nueva
problemática que planteaba la expansión colonialista y su correspondiente visión del mundo: el
cruento y asimétrico encuentro con la diversidad respecto a Occidente, con los “otros”. Lo que
interesa puntualizar aquí es que la diversidad estuvo representada tanto por el aspecto físico de los
“otros” como -y principalmente- por las distintas formas de comportamiento, de prácticas rituales,
de sistemas de creencias, de valores, de símbolos, en suma, de culturas.
En realidad, la cultura del hombre -como fenómeno- existe desde que el hombre es hombre y
produjo el primer artefacto, como se vió cuando estudiamos los procesos de hominización y
humanización. Pero la palabra cultura aparece en 1750 (pleno Iluminismo), enunciada por el
estadista y filósofo francés Anne Robert Jaques Turgot: cultura es -dice- el “tesoro de signos” que
constituye la “herencia social” de la Humanidad, que propende, a la reproducción de los hombres
sobre la base de la transformación de la naturaleza.
Con la expresión “tesoro de signos” se sintetizaba lo que nosotros hoy englobamos en la noción de
cultura en un sentido amplio, que incluye básicamente el lenguaje, sus imágenes materializadas en
relatos, íconos, gestos, que aluden a valores, metáforas, símbolos, y que se “atesoran” precisamente
porque los grupos sociales (y en conjunto la Humanidad, dirá Turgot) le asignan valor, sentido y
necesidad de preservarlos.
Mitos, creencias, tabúes, cultos, ideas, recetas, sistemas de clasificación, transformados también en
prácticas: ceremonias, ritos, oraciones, cantos, formas de conseguir y tratar el alimento, criar a los
niños, de saludar, de considerar a los mayores, a las mujeres, a los hombres, todo de acuerdo con
valores implícitos o expresados públicamente. Lo que nosotros incluimos en el conjunto de
representaciones simbólicas que refieren a significados compartidos y a prácticas llevadas a cabo en
forma regular precisamente por estar valoradas culturalmente.
La primera asociación es con la noción de cultivo; esto es: lo que hacen o producen los hombres, lo
que no es natural. Y un eje inicial constitutivo del concepto puede ser señalado por esta distinción
entre herencia social y herencia biológica. Esta última es lo que los hombres -a nivel de su especie-
tienen en común con el resto de los seres vivos. Pero la cultura, los signos, hacen que los hombres se
diferencien cualitativamente del reino de lo puramente orgánico, constituyendo un algo más, que el
componente biológico no puede explicar.
A ese algo más, la cultura, cada generación debe aprenderla en su totalidad, ya que no se recibe por
legado genético. De acuerdo con esta noción inicial, todos los hombres son igualmente capaces de
producir cultura, poseerla, transmitirla y fundamentalmente renovarla, ya que en la cultura no hay
copia; siempre implica innovación, porque el signo es eso: un resultado de la relación dialéctica
entre algo familiar (p.e. el significante, la forma) y algo nuevo: el efecto de significado que puede
tener en los receptores. Por eso la cultura es un terreno de interminables interpretaciones de esos
signos que, para mayor precisión, llamaremos símbolos.
Hablar de símbolo (o de representación simbólica) implica situarnos en el salto cualitativo que da
nuestra especie en su ruptura con lo dado de su naturaleza. El símbolo se constituye por sustitución
respecto de un referente real o imaginario: cualquier palabra remite a una cosa, a un estado, a “algo”
que actúa de referente de lo que la palabra misma significa.
Pero el símbolo sólo re-presenta (vuelve a presentar), no “es” esa cosa, estado o situación, sino que,
por medio de la abstracción y la síntesis, es posible incluir en él numerosos casos particulares de
referentes que se condensan en el mismo símbolo y hacen posible la comunicación y la
comprensión.
Además de la representación, la cultura incluye los modelos o convenciones en que los hombres
hacen todo, incluyendo sus actividades más ligadas a lo orgánico y natural, como las formas y
normas para comer, vestirse, unirse sexualmente, más que ingerir alimentos, abrigarse o reproducir
la especie. En otras palabras: en ninguna cultura los seres humanos solamente se nutren, se abrigan
o se reproducen: siempre a cada una de esas actividades se les da una significación, que implica
gustos, identidades, orgullos o desprecios compartidos, normas sobre lo que hay que comer y cómo
y en qué momento; qué ponerse sobre el cuerpo y sobre lo que no hay que hacer con él para no
recibir las burlas del conjunto (resultado de la perplejidad). Y los actos sexuales no dejan de estar
regidos por tabúes (eso no se hace, eso no se toca, eso no se dice, con ése o aquélla no, etc.) y valores
ponderados (económico, sentimental, estético, etc.).
La cultura, entonces, implica hablar de prácticas y representaciones simbólicas, acciones de vida que
adquieren significación establecida por los actores que las comparten y no sentidos dados en forma
natural. Y además implica el establecimiento de modelos que sirven para la acción, que actúan
como parámetros para la atribución de esas significaciones y valores.
La producción de significados y sentidos tiene una inherente relación con la cultura como
transformación […]. Desde esta perspectiva, la producción (material y simbólica) es el rasgo
humano por excelencia. Desde el surgimiento del hombre, todos sus actos han devenido productos,
en donde lo meramente vital se ha desgarrado bajo la infinita formación y transformación de la
naturaleza en cultura. Y es necesario resaltar que nada de lo material deja de adquirir significación
simbólica y ningún símbolo puede manifestarse sin un soporte material.
Podemos afirmar que la cultura se constituye por oposición y transformación de la naturaleza. […],
como especie, en esta doble dimensión entre lo natural y lo cultural, nos pasamos todo el tiempo
tratando de conocer las leyes naturales para “contradecirlas”. Es como si la contra-dicción (decir en
contra) fuera nuestra más específica forma de comportarnos.
Para crear cultura, el hombre “contradice” a la piedra, para que “deje” de ser solamente piedra y pase
a ser un instrumento que le permita cazar un animal y abrigarse y alimentarse. Así se adapta a los
más variados climas sin cambiar su naturaleza, sino mediante sus herramientas, su cultura. Y hoy
manda naves a las otras galaxias aplicando este mismo principio de la contra-dicción.
Esta oposición conceptual entre naturaleza y cultura, entonces, resulta básica para comprender no
sólo ésta última noción sino también para situar el primero de los eslabones que constituyen al ser
humano como tal: ser productor de cultura a partir del principio de contradicción. La oposición a
lo natural, como lo dado, mediante el trabajo de la cultura, mediante las prácticas materiales
significativas, implica la constitución del hombre como ser histórico.
Por eso la Historia resulta ser una contienda continua con lo dado, con lo que aparece como
natural, como naturalizado dentro de las representaciones del mundo, como lo que se preconcibe
como la “naturaleza de las cosas”, con lo que niega a la cultura ese carácter básico de ser ruptura con
lo dado.
Si decimos que los significados o sentidos no son algo dado sino construcciones permanentes,
también tenemos que tomar nota que en las culturas siempre se establecen -como afirmamos
recién- modelos de lo que hay que hacer, decir, etc. Los monumentos nos dictan a quiénes debemos
venerar y recordar como modelos de acción para el futuro. Los himnos nos dictan a qué símbolos
debemos atenernos para mantener una cierta identidad. Las ceremonias y ritos nos dictan qué debe
repetirse, evocarse, mantenerse. Estas serían funciones de la cultura que tienden a la reproducción, a
la actualización y re-presentación de ciertos valores, ciertas ideas y no otras.
Y hemos repetido la palabra dictar porque precisamente esos dictados son mensajes que apuntan a
la reproducción porque representan intereses que tratan de imponerse, conservarse, mantenerse. Y
esto es así porque esos valores o ideas a mantener están en riesgo de perderse o son cuestionadas,
contradichas. Si no, no habría necesidad de invocar su conservación en una cultura. Ningún signo
se mantiene o se trata de mantener de modo inercial, sin una razón histórica, sin un interés y una
racionalidad que lo motoriza.
Esta racionalidad puede manifestarse hasta en un gusto artístico, por ejemplo, musical. ¿Cuánto de
nuestra identidad se construye alrededor de nuestros gustos musicales y de nuestros artistas
preferidos? ¿Cuántas veces en un festival se establecen bandos que pujan por el mantenimiento en
el escenario de “su” artista en desmedro de los otros? Bien, pensemos -parafraseando
irreverentemente a Turgot- que una cultura es un festival de significaciones, de valores, ideas, es una
lucha permanente por imponer esas significaciones, esas ideas y esos valores.
Y el mantenimiento o no de los mismos va a depender de quién detente el poder de establecer esos
sentidos o bien de convencer a los demás de que esos sentidos son los que hay que mantener. A la
primera forma -la imposición- se la llama dominación, que es cuando al otro no se le brinda la
oportunidad ni siquiera de manifestar su significación o su identidad. La dominación es la
imposición desde el exterior de una determinada relación; imposición violenta, que cuenta con
resistencia explícita y que sólo puede mantenerse con el aparato represivo, explicaba el
revolucionario italiano Antonio Gramsci.
[…] Pero estar en una cultura implica también aceptación, consenso. El hecho mínimo de hablar un
lenguaje, desde el que establecemos la comunicación, indica que adherimos a un modelo
(sintáctico, semántico), al que difícilmente cuestionemos. En realidad, a la mayoría de las prácticas
las realizamos sin siquiera cuestionarlas, dado que estar en una cultura es precisamente no
contradecir en forma explícita todo el tiempo todo lo que hacemos. Algo siempre deberemos tomar
como dado, en algún “lugar” debemos “pararnos”, centrarnos como sujetos. Estos son los
componentes más interesantes de toda cultura. Son los modelos que actuamos y arraigan sin
imposición forzada.
Y puede haber representaciones o prácticas que no respondan a nuestros intereses objetivos, pero
aún así las actuamos. A esta segunda forma, que no implica necesariamente imposición por la
fuerza sino consenso de parte de quienes no comparten objetivamente los intereses de quien
domina y, sin embargo, se apropian de ellos, se le da el nombre de hegemonía. Consiste en la
aceptación de una concepción del mundo como propia, aún cuando resulte contraria a los intereses
sociales o de clase de quien la adopta.
La censura durante las dictaduras muchas veces está precedida o acompañada por la concepción
generalizada de que en realidad existen expresiones “peligrosas” y hasta “pensamientos peligrosos”
que deben ser censurados. Hasta la represión se avala con asunciones como “en algo andaría...”,
equivalente a los prejuicios con que se amparan las discriminaciones de nuestros días.
La hegemonía produce dominio, si bien con la “anuencia” de los dominados, porque produce que
los actores adquieran las ideas que no se corresponderían con sus intereses, sobre todo de clase. Así
lo establecía Marx:
“las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época; o, dicho en otros términos,
la clase que ejerce el poder material dominante en la sociedad es, al mismo tiempo, su poder
espiritual dominante. La clase que tiene a su disposición los medios para la producción material
dispone con ello, al mismo tiempo, de los medios para la producción espiritual, lo que hace que se le
sometan, al propio tiempo, por término medio, las ideas de quienes carecen de los medios
necesarios para producir espiritualmente. Las ideas dominantes no son otra cosa que la expresión
ideal de las relaciones materiales dominantes, las mismas relaciones materiales dominantes
concebidas como ideas; por tanto, las relaciones que hacen de una determinada clase la clase
dominante son también las que confieren el papel dominante a sus ideas” (Marx & Engels: La
Ideología Alemana; 50)
Marx establece como eje de la dominación el ejercicio del poder. Pero no meramente un poder
material, sino “espiritual” o, decimos nosotros, simbólico, en el terreno de las ideas, de los valores,
de la cultura, porque es sólo en el terreno de las ideas, de la ideología y siempre en la cultura, que los
sujetos pueden representarse el mundo de acuerdo con intereses propios o ajenos y hasta opuestos a
los propios.
“Toda clase que aspire a implantar su dominación tiene que empezar conquistando el poder
político, para poder presentar su interés como el interés general” (op.cit.30). “Cada nueva clase que
pasa a ocupar el puesto de la que dominó antes de ella se ve obligada a presentar su propio interés
como el interés de todos los miembros de la sociedad, a imprimir a sus ideas la forma de lo general, a
presentar esas ideas como las únicas racionales y dotadas de vigencia absoluta” (íb.52).
Pero señalemos que, en el terreno de la cultura, la hegemonía es necesaria para ejercer el poder
porque detrás (o en contra) de ella hay un juego permanente de oposición que podemos llamar
alterna, porque representa, en el fondo, un antagonismo con el poder hegemónico. Si no existiera
esa alternidad, no habría razón para que se ejerciera la hegemonía.
Como no existe ningún actor, individual y colectivo que sea pasivo en términos culturales, siempre
la hegemonía se da en lucha con su contrario, latente o explícito, en un proceso permanentemente
dinámico en donde nunca está dicha la última palabra. Las víctimas de la represión y de los
prejuicios discriminatorios en general “cuestionan” al poder con su sola existencia, de ahí su
“peligro”.
La dominación se ejerce por la necesidad de aplastar un movimiento opositor pre-existente,
resistente y alterno a esa misma dominación, no porque sí. La hegemonía también se edifica sobre la
base de contrarrestar o neutralizar la conciencia de verdades que las ideologías no se representan o
bien aquellos contenidos de verdad que las ideologías no cuestionan, que encubren u opacan, lo
que se da en llamar la “falsa conciencia”, que es cuando el sujeto asume como propia una idea ajena
a su interés. Pero dentro de una cultura esto es algo “normal”, no se puede evitar. Toda
comunicación produce ideología y opacidad, aunque tienda a la transparencia. Es una dialéctica
insoslayable del estar en el mundo humano, social e histórico.
¿Por qué aceptamos ideas o valores que no tienen que ver con nuestros intereses y son aún
contrarios a ellos? ¿Por qué “aceptamos” la hegemonía? Porque vivir en la cultura implica vivir en
un mundo de significados en construcción permanente y no en un mundo de ideas fijas,
transparentes o verdaderas de por sí, cuyo sentido no pueda ni deba ser contrastado, interpretado y
verificado respecto a condiciones reales.
La opacidad de nuestra vida -aquellas representaciones de la realidad que se nos “escapan” dentro de
la totalidad- es la que nos impide conocer todo, saber todo, estar por encima de los símbolos, pero a
su vez es la que nos permite -parafraseando a Engels- estar vivos, contradiciendo, desentrañando,
desenmascarando permanentemente nuestras propias condiciones de existencia, transparentando
mediante nuestra conciencia.
En este proceso, lógico es que las fuerzas de mayor poder tanto comunicativo cuanto material
-como dice Marx- se impongan como las más importantes, verdaderas o hasta “inevitables”. Por eso
la cultura hegemónica efectiva es aquella que se ejerce con flexibilidad, que se adecua a situaciones y
cambios. La hegemonía “no actúa en forma impositiva ni unidireccional” (García Canclini 1987:
23), sino que opera mediante cambios, ambigüedades y sentidos cruzados, en los que básicamente
lo que se dirime es el poder de imponer por consenso sentidos ajenos y aún contrarios a los intereses
de quienes se los apropian.
Lo importante es que los mismos contenidos culturales pueden resultar hegemónicos, esto es
conservadores de intereses dominantes en un contexto y contrarios a esos intereses en otros
contextos. Es lo que ejemplifica Gramsci con la religión: las mismas creencias y los mismos ritos
pueden esgrimirse para consolidar a sectores dominantes como para luchar contra ellos. Es
precisamente lo que llama “lucha cultural” (Gramsci 1976: 126).
Como estamos viendo, la relación entre la cultura y el contexto de lucha por los significados -en
términos de dominación y hegemonía- no puede estar ajena a la realidad de la lucha de clases, ya que
implica identificar quién ejerce el poder de dictar o pretender dictar los valores, los modelos, las
representaciones, los símbolos y, por lo tanto, determinar las acciones y los hechos sociales. Pero
también nos obliga a categorizar los procesos de confrontación (oposición explícita) y alternidad
(que puede ser una oposición objetiva pero no declarada respecto al dominio) con relación a los
significados dominantes. Por eso hablamos de puja y contradicción.
Podemos decir que la cultura no brinda la imagen de una laguna apacible, sino que se parece más al
oleaje permanente de un mar embravecido, a una confrontación permanente, a una lucha por dar,
cambiar y reproducir sentidos. Con esto afirmamos que la cultura no responde a un único orden,
lógica o sentido, sino que será precisamente el reinado de la diversidad, de la heterogeneidad, por su
carácter de magma de contradicciones permanentes y una “arena de luchas” (al decir del semiólogo
Valentim Voloshinov) por dar, compartir o imponer significados.
[…] Cultura, entonces, es el conjunto de operaciones simbólicas y prácticas mediante las cuales el
hombre está en el mundo transformándolo, produciéndolo como un mundo específicamente
humano. Es el conjunto de prácticas y representaciones simbólicas mediante las cuales, en una
determinada sociedad, grupo u organización, la gente, los pueblos, los sectores sociales, dan sentido,
en forma compartida (aún dentro de la heterogeneidad de intereses y valores determinados por la
estructura social), a las acciones y actividades que realizan.
Se habla del sentido antropológico del concepto de cultura cuando ésta se atribuye a todos los
hombres, sin establecer juicios de valor sobre cuáles manifestaciones podrían eventualmente ser o
no cultura, o ser más o menos “cultas” o “tener” menos o más cultura. Este sentido ni siquiera tiene
en cuenta estas cuestiones, no se las plantea: se parte de la base de que toda manifestación (material
o simbólica) producida por cualquier grupo humano es cultura. Este es el concepto que más ha
sido utilizado por los antropólogos, iniciales especialistas en el tema de la diversidad, precisamente
por haber apropiado y redefinido el concepto de cultura en estos términos.
El hecho de partir de la noción de una cultura distribuida por igual -en tanto tal- entre todos los
hombres es lo que hace posible concebir la diversidad entre las manifestaciones de esa cultura
genérica como culturas -en plural-, como diversidad. De esta cuestión surgirá más adelante el
problema de dónde está el límite entre una y otra cultura, porque pensar una diversidad implica
obligarse a establecer elementos en común y elementos que distinguen y, por lo tanto, hacen posible
una identificación entre unidades, como pueden ser cada cultura en particular (la cultura mapuche,
la cultura europea, la cultura nahualt, la cultura trobriandesa), en distintas escalas.
Hablamos de cultura en un sentido antropológico cuando nos ocupamos de todo lo que los seres
humanos hemos construido en el mundo y todo lo que nos representamos de ese mundo, las
formas de hacer, de pensar y de expresar. Desde este punto de vista, no hay distingos de más o
menos cultura, mejor o peor cultura: todos producimos cultura.
El uso antropológico es relativista cultural, ya que afirma la validez igualitaria de la pluralidad de
culturas, sin que sea admisible que una prepondere sobre otra y cada una deba ser comprendida en
sus propios términos, es decir: tal como la interpretan sus propios miembros. La paradoja es que la
definición más clásica, que ha servido para fundamentar la perspectiva antropológica, es la de Tylor
que vimos al inicio, enunciada en el contexto de la Inglaterra colonialista y desde la concepción
evolucionista, según la cual a la “civilización” occidental se la pre-concebía como el pináculo de la
evolución humana y al mismo tiempo se atribuye la cultura en particular a la totalidad de la especie
y a la totalidad de cosas que la especie hace. Aplicada hoy, abarcaría desde la narración de un chiste
hasta la más complicada ceremonia religiosa, desde la fabricación de una canoa hasta una nave
espacial.
Cuando nos referimos al sentido antropológico, entonces, no estamos hablando de la cultura
entendida como conocimientos refinados, o formas de buena educación, ni tampoco las bellas artes
o la literatura. Este último sentido del concepto sería el uso iluminista, y es el de uso más recurrente.
Si bien es opuesto al sentido antropológico, tienen entre sí relaciones que se remontan al
surgimiento del concepto mismo.
Vimos que la matriz de gestación de la noción de cultura y sobre todo la apropiación más
generalizada es la del iluminismo como tendencia del pensamiento occidental y la Modernidad
como paradigma histórico e ideológico de ese pensamiento. Esto es lo que explica que el mismo
sentido antropológico, que establece la universalidad de la producción de cultura como patrimonio
de la especie humana, sea eclipsado -en situaciones concretas de uso- por la valoración asimétrica de
las diferencias culturales propias de los procesos de colonialismo y conquista de las que emergieron.
En efecto, la diversidad fue concebida a partir del contraste entre las culturas “otras” de los
territorios colonizados y los valores de las culturas consideradas modernas y civilizadas, que no eran
otras que las de las sociedades dominantes y de sus sectores dominantes. Estos valores fueron
tomados como parámetros desde los que era posible establecer representaciones etnocéntricas desde
culturas pre-concebidas como superiores hacia culturas consideradas inferiores, lo que muchas
veces era expresado como un conflicto entre los “verdaderos” valores culturales y su contrario, o
entre los “portadores” de más o menos cultura y eran, por lo tanto, considerados más o menos
“cultos”.
Para este pensamiento dominante al que nos referimos, los “no cultos” o “menos” cultos podían ser
tanto el nativo de la colonia como el campesino europeo o ambos a la vez, en situaciones de cercanía
o lejanía geográfica, pero siempre como símbolos del “otro”, del distinto-extraño y en no pocas
ocasiones peligroso.
Por eso podemos afirmar que el conflicto es la base de la cultura. Los conflictos sociales -según el
pensador francés contemporáneo Pierre Ansart- no son diferentes a cómo se plantean los conflictos
dogmático-religiosos, aunque de manera más compleja y formalizada de otros modos. Pero en sí se
realizan dentro de este mundo cultural, donde la lucha por los significados es el ring donde se
dirimen. Por ejemplo, para los historiadores de la denominada en forma oficial Conquista del
Desierto (que, en realidad estaba poblado por numerosos pueblos y para nada desierto) los indios
tomaban “cautivos”, en cambio los blancos tomaban “prisioneros”, nada pequeña aunque
aparentemente sutil diferencia. Y para algunas corrientes antropológicas (y, por lo tanto, más
relativistas que esos historiadores etnocéntricos), los indios tenían “cultura”, en cambio los blancos
eran sostenedores de la “civilización”.
La Antropología se ocupa de la alteridad de valores, de la lucha de racionalidades y significados, del
entrecruzamiento de sistemas de representa ciones, de la diversidad de actores en pugna y
cooperación, dentro de la realidad práctica y concreta, en una palabra: de la realidad concebida
como una dialéctica de la cultura. En el enfoque antropológico se necesita, epistemológica mente,
de la voz de un actor “otro”, y en eso reside su punto de partida dialéctico en lo metodológico. Para
que sea dialéctico se deben tener en cuenta, desde la misma definición y constitu ción de los actores,
sus relaciones mutuas de interdependencia, asimetría y contraposición.
Si asignamos a la cultura el papel de transformadora de la naturaleza por medio del trabajo o, si se
prefiere, el ser resultado de la transformación de la naturaleza por medio del trabajo del hombre, la
relación básica o estructural que se está implicando es la de una ruptura con lo dado. Por eso
decimos que la cultura es una herramienta tanto de la reproducción como de la transformación,
porque sobre todo implica desarrollarse dentro de esta dialéctica entre lo que se supone dado,
verdadero a priori, y, por lo tanto, no se cuestiona, y lo que pretende producir una ruptura con ese
prejuicio o creencia en una verdad absoluta.
Unidad de contrarios
El sentido antropológico sirve para tomar conciencia que todas las manifestaciones humanas de
cualquier latitud y cualquier época son, han sido y serán cultura, como parte de la producción
simbólico-material de la especie, transmitida en términos de signos aprendidos y arbitrarios,
compartidos y en transformación permanente, y que todas las sociedades y grupos son productores
de cultura, sin que sea posible distinguir en términos de más o de menos. En consecuencia, nos
permite realizar una crítica respecto de las posiciones etnocéntricas, sociocéntricas y elitistas
respecto a la cultura, que en gran medida coinciden con el sentido que Stocking tipifica como
humanistas y en general situamos como iluministas.
Pero debemos tomar nota que ambos sentidos constituyen un par de opuestos que conforman una
unidad, ya que uno se constituye y define en función del otro y, como veremos enseguida,
adquieren un valor analítico y de transformación social sólo si se los ve en esta unidad de contrarios.
Por ahora digamos que si bien todas las sociedades poseen cultura por igual, no existe grupo
humano que no pondere, dentro de su misma cultura, unos valores por sobre otros.
Lo que equivale a expresar que ninguna cultura deja de reivindicar, enseñar o imponer ciertos
valores, comportamientos o creencias por encima de otras. Si bien las culturas pueden diferir sobre
quién realiza la socialización y educación de los niños (los futuros “sucesores” de la definición de
Turgot), en ninguna cultura se deja de señalar qué se debe decir, qué se debe tocar, qué se debe
hacer, etc., en suma: ninguna cultura, paradójicamente, deja de ser iluminista consigo misma, con
lo que el relativismo cultural extremo encuentra otro punto de crisis en sí mismo.
[…]
¿Cómo situarse desde una posición y acción transformadora con esta base conceptual del concepto
de cultura?
Evidentemente el concepto antropológico, manejado en forma hipertrofiada, como hemos visto,
tiende a la reproducción del statu quo. Su utilidad se dará siempre y cuando se lo maneje como un
contrario en unidad con el concepto iluminista. Es difícil pensar una transformación social sin
apelar a un sentido de la cultura como aprendizaje continuo, de acuerdo con determinados valores
y no de absolutizaciones de lo relativo.
Sólo de la combinación dialéctica y constante entre pares analíticos (material-simbólico,
etnocentrismo-relativismo, iluminista-antropológico) se pueden dar cuenta de la realidad más allá
de las naturalizaciones y los preconceptos. Si se recorren las modificaciones que fue sufriendo la
postura de la UNESCO respecto a las cuestiones culturales, se podrá encontrar de lleno con una
dinámica entre la perspectiva iluminista y la antropológica, entre concebir la cultura como todo lo
creado por el hombre y el modo de vida de los pueblos y advertir a la vez contra los peligros de la
provincialización (uno de los efectos del relativismo extremo) de las realidades culturales, que
conlleva al ahistoricismo y la aceptación de modelos estáticos y congeladores de la historia.
Si la cultura no se hereda más que socialmente y se debe aprender todo en cada generación, nada
puede obligarnos a naturalizar ni el progreso continuo ni un mundo mejor como algo garantizado
de por sí, por el mero transcurrir de los tiempos. Es la Historia, como eslabonamiento de
contradicciones, la que puede construir el progreso, pero también puede no hacerlo. Y es la acción
de los hombres, dentro de las contradicciones de cada sistema social, la que determina que los
cambios sean posibles.
“La fantasía es como la veleta y es como una antena la conciencia del hombre. Amo a las dos. Las
dos en mi tejado vibran como una rosa”, escribió el poeta argentino Raúl González Tuñón
(1905-1974). Tanto la fantasía como la conciencia entran dentro de la cultura, pues se construyen
mediante la dimensión simbólica de las acciones humanas. Es imposible escindir una de otra, como
es imposible, en el mundo humano, dejar de lado el vuelo creador de las representaciones y el
proceso de profundización de la conciencia social, en el terreno fértil que las contiene como
herramienta de análisis y transformación: la cultura.
Cuerpo y cultura
Lo material y lo simbólico
Consumo de signos