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ilosofía contemporánea

Resurgimiento
de la teoría
política
en el siglo xx:
Filosofía, historia y tradición
Ambrosio
Velasco
(compilador)

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO ❖ IN STITUTO DE INVESTIGACIONES FILOSÓFICAS


AMBROSIO VELASCO GÓMEZ
(Coordinador)

RESURGIMIENTO DE LA TEORÍA
POLÍTICA EN EL SIGLO XX:
FILOSOFÍA, HISTORIA Y TRADICIÓN

Proyecto PAPIIT IN400894

CONACYT-UNAM 4028-H9403

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO


México 1999
DR © 1999. Universidad Nacional Autónoma de México

INSTITUTO DE INVESTIGACIONES FILOSÓFICAS


Circuito Mario de la Cueva
Ciudad Universitaria, 04510 México, D.F.
56227437 fax: 56654991
e-mail: libros@filosoficas.unam.mx

Impreso y hecho en México


ISBN 968-36-8069-0
INTRODUCCIÓN: CONTROVERSIAS SOBRE LA
IDENTIDAD DE LA TEORÍA POLÍTICA
CONTEMPORÁNEA

Ambrosio Velasco Gómez


Esta antología tiene como propósito ofrecer un diálogo plu­
ral entre concepciones importantes de la teoría política que se
han desarrollado en la segunda mitad del siglo xx. Desde luego
es un diálogo limitado y de ninguna manera exhaustivo. Hay
muchas orientaciones de la teoría política contemporánea que
están ausentes en esta antología. Por citar sólo algunas, Rawls,
Walzer, Dahl, Habermas, Bobbio, Sartori, Luhmann, Easton,
son autores muy importantes que no están representados en
este volumen. La excusa obvia de su ausencia es que no se pue­
de incluir a todos. Pero esto no es justificación alguna. Quizá
tan sólo pueda explicar el criterio de inclusión. Todos los au­
tores de los textos de esta antología tienen dos características
en común: reivindican la importancia y legitimidad de la teoría
política frente a las sentencias de muerte o pronósticos de ex­
tinción por parte de los politólogos de orientación positivista;
en segundo lugar, se proponen revivir la teoría política a partir
de cierta manera de relacionar la filosofía política y la historia
de la teoría política.
Respecto a la segunda característica se pueden observar gran­
des diferencias entre ios autores de la antología: por una parte,
filósofos como Charles Taylor, Leo Strauss y Sheldon Wolin
prestan más atención o reconocen mayor jerarquía a la refle­
xión filosófica de conceptos, teorías y argumentos políticos que
a la interpretación histórica del pensamiento e ideologías poli-
6 INTRODUCCIÓN

ticas en contextos específicos. Los textos de estos tres autores


conforman la prim era parte de esta antología. En una posición
opuesta, los representantes de la “nueva historia de la teoría
política” (Dunn, Pocock y Skinner) demandan la independen­
cia de la historia de la teoría política respecto de los problemas
filosóficos tradicionales y ponen más atención a los aspectos
prácticos e ideológicos de los textos políticos. Los trabajos de
estos autores constituyen la segunda parte de la antología de­
nominada “teoría política como reconstrucción histórica”. La
última parte de la antología está integrada por autores que in­
tentan un equilibrio entre reflexión filosófica de conceptos y
teorías y reconstrucción histórica de los discursos y prácticas
políticas a través del desarrollo del concepto de tradición. Es­
tos autores son Michael Oakeshott, Hannah Arendt y Alasdair
Maclntyre.
En la introducción de esta antología se expone inicialmente
el conflicto intelectual de mediados de siglo entre científicos
y filósofos políticos. Posteriormente se discuten las tesis y ar­
gumentos centrales de los autores dentro de cada grupo, y se
amplía la discusión a otros textos y autores pertinentes. Final­
mente, en las conclusiones subrayo los principales temas de
controversia sobre la identidad de las teorías políticas y expreso
mi opinión al respecto.

1. Extinción y renacimiento de la teoría política


Hacia mediados del siglo xx la teoría política era considerada
una disciplina en proceso de extinción. La muerte o extinción
de la teoría política se explicaba como una consecuencia del
desarrollo de la ciencia política empírica de orientación po­
sitivista. Los principales representantes de la ciencia política
empírica consideraban que el desarrollo de su disciplina exi­
gía una emancipación de las teorías filosóficas de la política,
de manera análoga a como la física, la biología y la química se
habían emancipado en el pasado de la filosofía natural.
Esta oposición entre ciencia política y teoría política está ba­
sada en los siguientes presupuestos:
i) La ciencia política, como cualquier otro tipo de ciencia, se
propone describir, explicar y predecir los fenómenos políticos
AMBROSIO VELASCO GÓMEZ 7

con exclusión de todo juicio valorativo. Los enunciados cientí­


ficos son fácticos, empíricamente comprobables y nada tienen
que ver con consideraciones normativas o evaluativas.
ii) Tradicionalmente la teoría política se ha desarrollado co­
mo filosofía política y ha tenido un carácter eminentemente
normativo.
iii) Sólo los enunciados descriptivos, los enunciados de he­
cho, contienen conocimiento auténtico, en cuanto que son em­
píricamente verificables o contrastables. Consecuentemente, la
teoría política normativa carece de relevancia cognoscitiva y tan
sólo podría tener por sí misma una relevancia práctica o ideo­
lógica.
iv) Además de estos presupuestos epistemológicos, los repre­
sentantes de la ciencia política empírica consideraban que el
desarrollo progresivo de su disciplina requería también eman­
ciparse del lastre de los estudios de la historia de las teorías
políticas, que tan sólo podrían tener un interés para el anti­
cuario, pero eran un obstáculo para el desarrollo sistemático
de la ciencia política. Estos presupuestos constituían el núcleo
epistemológico de un paradigma o programa de investigación
dominante en la ciencia política anglosajona de mediados de
siglo, comúnmente denominado conductismo.1 Debido a su
carácter excluyente, el predominio de este paradigma fue la
principal causa de la extinción de la teoría política. Veamos al­
gunos puntos de vista de destacados representantes de la ciencia
política conductista.1
1 Sheldon Wolin describe las pretensiones del movimiento conductista
en la ciencia política en los siguientes términos: “El estudio científico de la
política está basado en la tesis de que la teoría tradicional es transempírica,
preocupada más por trascender el mundo de los hechos que por formular
proposiciones que pudieran ser empíricamente probadas en el mundo de los
hechos. Esta concepción errónea de la naturaleza de la teoría ha excluido la
posibilidad de conocimiento acumulativo. Una solución que ha tenido acepta­
ción amplia es distinguir la ‘teoría normativa’, que abarca las preocupaciones
tradicionales concernientes a valores e ideales políticos, así como la historia
de la teoría política, de la ‘teoría empírica’ que se concentra en el empleo
de procedimientos científicos para la obtención de conocimiento confiable a
fin de construir un cuerpo de conocimientos crecientes de generalizaciones
firm es.” Sheldon Wolin, “Paradigms and Poíitical Theories", en Preston King
y B.C. Pareckh (comps.), Politics and Experience, Cambridge University Press,
1968.
8 INTRODUCCIÓN

Bernard Berelson considera que la teoría política no consti­


tuye por sí misma conocimiento objetivo, aunque puede tener
una función heurística en términos de suministrar hipótesis que
los científicos políticos se encargarán de someter a prueba em­
pírica.2 En los casos específicos que Berelson analiza, ejemplos
de teorías políticas como “la teoría clásica de la democracia”,
el resultado de la evaluación empírica es que esa teoría es falsa.
En particular, Berelson encuentra que el requisito esencial que
postulan las teorías clásicas en términos de la necesidad de una
fuerte “virtud cívica” entre la mayoría de los ciudadanos no se
cumple en las “democracias” liberales contemporáneas como
la norteamericana, donde existe una gran apatía política y baja
participación en los asuntos públicos. Con base en encuestas
y sondeos de opinión, Berelson concluye que las teorías clási­
cas de la democracia son falsas. Lo que esta conclusión devela
es precisamente que Berelson y sus colegas politólogos pasan
por alto la función normativa y valorativa de la teoría política
“clásica” de la democracia, que no se propone tanto describir
hechos sino prescribir condiciones necesarias de toda democra­
cia. Para el teórico político, a diferencia del científico empirista,
la conclusión que debe derivarse de la situación documentada
por Berelson no es que la teoría clásica está equivocada, sino
que la sociedad norteamericana no vive en un régimen demo­
crático.3
2 Veáse B. Berelson, “Dem ocratic Theory and Public O p in ión ”, Public
Opinión Quarterly, otoño, 1954. Esta propuesta de Berelson es semejante a las
opiniones que los positivistas lógicos hacían sobre la relevancia epistém ica de
la com prensión [verstehen] com o m étodo de las ciencias sociales. Sobre este
punto N eurath consideraba que la com prensión, si bien podía ser de utilidad
heurística para la formulación de hipótesis, tenía tanto valor cognoscitivo co­
mo una buena taza de café que también podía contribuir a ese fin. Al final
de cuentas, sólo los m étodos de corroboración empírica pueden garantizar
relevancia cognoscitiva. En este mism o sentido, aunque con mayor cortesía,
Berelson considera que la teoría política en el sentido clásico debe siempre
ser evaluada por los m étodos em píricos de la ciencia política. Cfr. O. Neurath,
“Empirical Sociology”, en O. Neurath, Empiricism and Sociology, D. Reidel Pu-
blishing Co., Boston, 1973, p. 357.
3 Sobre este contraste de perspectivas normativas y prescriptivas véase mi
artículo “D escripción y valoración en las teorías clásicas y contem poráneas de
la dem ocracia”, en Revista Latinoamericana de Filosofía, B uenos Aires, otoño,
1993, vol. xix, núm. 1.
AMBROSIO VELASCO GÓMEZ 9

El fracaso sistemático de las teorías políticas clásicas al some­


terse a prueba empírica condujeron a los politólogos a proponer
el desarrollo de la teoría política empírica como parte inte­
grante de la ciencia política. Así, por ejemplo, David Easton
señalaba:

Incorporados plenamente al dominio del método científico cuan­


do operó la llamada revolución conductista, tuvimos la suerte de
poder seguir un rumbo doble pero paralelo. Alcanzamos un éxito
afilando nuestras herramientas de investigación empírica y sos­
teniendo a la vez en los más altos niveles conceptuales nuestra
interpretación sustantiva, teórica.4

Este doble movimiento tenía también un doble propósito:


por un lado, desacreditar la teoría política clásica con orienta­
ción normativa e histórica, e inaugurar una nueva tradición de
teoría empírica y descriptiva.5
Pero contra el programa positivista (o conductista) de la
ciencia política surgieron importantes reacciones de filósofos
e historiadores políticos anglosajones que enriquecieron y revi­
vieron la teoría política como disciplina autónoma y legítima.
Entre los pioneros de este movimiento reivindicado^ Michael
Oakeshott deploró el predominio de la racionalidad positivista
en la ciencia política por sus efectos desastrosos sobre la edu­
cación política de los ciudadanos. Para Oakeshott, la auténtica
educación política requiere un conocimiento histórico y filosó­
fico de las tradiciones prácticas y discursivas de la política. Por
4 David Easton (comp.), Varieties of Political Theory, Prentice Hall, 1966,
(Introducción). Hay traducción al español: Enfoques de teoría política, Amo-
rrortu, Buenos Aires, 1969, p. 21. Véase también David Easton, “The Current
Meaning o f Behavioralism in Political Science”, enJ.C. Charles Worth (comp.),
The Limits o f Behavioralism in Political Science, American Academy of Political
and Social Science, Filadelfia, 1962. Véase también David Easton, The Political
System, Alfred A. Knopt, Inc., Nueva York, 1953.
5 “cuando en la primera mitad de este siglo la ciencia política comenzó
sus tanteos en la dirección de una ciencia rigurosa (buscando explicaciones
más que afirmando preceptos), la preocupación de la teoría tradicional por
la evaluación y por la historia de las ideas contribuyó a que el subcampo de
la teoría política se divorciara de la corriente principal de investigación. En la
actualidad, por el contrario, por primera vez en el siglo la aparición de una
teoría de orientación empírica muestra síntomas promisorios de un comienzo
de consolidación teórica de liderazgo intelectual” (D. Easton, loe. cit.).
10 IN TR O D U CC IÓ N

otra parte, dentro de la tradición analítica de filosofía política,


autores como Peter Laslett, Isaiah Berlín y T.D. Weldon, entre
otros, iniciaron hacia 1956 la publicación de una serie de libros
de enorm e im portancia para la defensa y renacimiento de la
teoría política. La serie titulada Philosophy, Politics and Society6
reunió trabajos de filósofos que defendían con diferentes ar­
gum entos la legitimidad del trabajo filosófico e histórico de las
teorías políticas. Así mismo, en 1956 se fundó la revista Political
Theory, con propósitos semejantes.
Isaiah Berlín es un destacado ejemplo de las demandas rei-
vindicativas de la filosofía política. En su artículo “¿Existe aún
la teoría política?”, publicado en el segundo volumen de la se­
rie (1962), Berlín considera que el ataque a la legitimidad de
la teoría política a mediados del siglo xx no es único, ni carece
de precedentes. Este tipo de cuestionamientos ya habían sido
hechos con anterioridad siglos atrás (Hume, Helvetius, Condor-
cet, Comte). “Sin embargo, los intentos de los filósofos del siglo
dieciocho por convertir la filosofía, y en particular la filosofía
m oral y política, en una ciencia empírica fracasaron. Fracasa­
ron porque nuestras nociones políticas son parte de nuestra
concepción de lo que es ser humano, y esto no es solamente
una cuestión de hechos tal y como los conciben las ciencias
naturales.”7 Para Berlín, las categorías políticas básicas cons­
tituyen esquemas o modelos que anteceden a la investigación
empírica y la fundamentan. Por esta razón no pueden ser elu­
cidadas ni evaluadas empíricamente. Las preguntas acerca de
la naturaleza, función, validez y alcance de estas categorías y
modelos “son preguntas característicamente filosóficas, preci­
samente porque son preguntas acerca de nuestros modos per­
manentes de pensar, decidir, percibir, juzgar y no acerca de los
6 El primer libro de la serie apareció en 1956 editado por Peter Laslett
y W.G. Runcim an, profesores del Trinity C ollege d e Cambridge. El segundo
volum en se publicó en 1962, el tercero en 1967 y el últim o en 1979. Varios
de los trabajos que se recogen en esta antología fueron publicados en esta
serie. Entre los colaboradores de estos volúm enes se encuentran Isaiah Berlin,
Alasdair Maclntyre, Bernard Williams J o h n Rawls J o h n G.A. Pocock, Q uentin
Skinner y John Dunn, por m encionar algunos.
7 Isaiah Berlin, “¿Does Political T heory Still Exist?”, en Peter Laslett y
W.G. Runcim an (com ps.), Philosophy, Politics, and Society, Basil-Blackwell, O x­
ford, 1962, p. 22.
AMBROSIO VELASCO GÓMEZ 11

datos de la experiencia”.8 Formular y contestar estas preguntas


también involucra necesariamente juicios de valor y compromi­
sos, que ciertamente escapan al trabajo que realizan las ciencias
empíricas.
Así pues, para Berlin la reflexión sobre las categorías, mo­
delos y valores fundamentales que están presupuestos en toda
concepción científica de la sociedad y de la política, constituye
el ámbito de problemas de la filosofía política que de ninguna
manera puede ser absorbido por la ciencia política empírica.
Esta reflexión filosófica necesariamente tiene que realizarse so­
bre la historia de las teorías políticas, porque es precisamente
en este ámbito donde podemos encontrar una variedad de mo­
delos y categorías que diferentes autores han propuesto para
dar cuenta de los problemas fundamentales de la política, y
sólo con base en un análisis comparativo y crítico es posible
emitir un juicio fundado sobre la validez de esos modelos teó­
ricos. Esta integración de análisis filosófico de los conceptos
políticos e historia de las teorías políticas es una premisa fun­
damental de destacados filósofos políticos como Leo Strauss,
Hannah Arendt y Sheldon Wolin, quienes durante la década de
los años cincuenta y sesenta revivieron y consolidaron radical­
mente la teoría política de orientación normativa, en contra de
las pretensiones de legitimidad exclusiva de la ciencia política
empirista.
Sin embargo, no todos los filósofos políticos recurrieron a
la historia de la teoría política. Desde finales de los cincuenta,
John Rawls desarrolló una perspectiva de la teoría política de
carácter normativo pero no histórico.9 La estrategia metodoló­
gica de Rawls se basa más bien en la postulación de principios
éticos y en el uso de modelos formales de elección racional,
más parecidos a los utilizados por la microeconomía que los
empleados en la interpretación de la historia de ideas políti­
cas. Esta estrategia analítica ganó aceptación y reconocimiento

8 Ibid., p. 25.
9 “Justice as Fairness”, publicado en 1958, fue el primer artículo de Rawls
de una serie de trabajos sobre el concepto de justicia que se publicaron en
los años sesenta y que culminaron con su famoso libro A Theory o f Justice,
publicado originalmente en 1971.
12 IN TRO D U CCIÓ N

entre los politólogos empiristas. A tal punto se dio este reco­


nocimiento entre los politólogos a autores como Rawls, Nozick,
Dworkin y Akcrman, que en años recientes el mismo Easton
reconoció la legitimidad de la teoría política que ellos desarro­
llaban en virtud de que, si bien no com probaban empíricamente
sus proposiciones, sí podían demostrarlas lógicamente.10 Este
tipo de orientación no implica la descalificación de la ciencia
política empírica. Simplemente ofrece una metodología distin­
ta pero rigurosa para el análisis del comportamiento racional
de los individuos en condiciones hipotéticas. Esto quizá explica
la tolerancia de los empiristas a los enfoques formales de teoría
política como el de Rawls.
Pero las posiciones filosóficas de los autores como Wolin,
Strauss o Taylor reivindicaban una concepción del auténtico co­
nocimiento político incompatible con las pretensiones cientifi-
cistas de la ciencia política. Para todos estos autores el auténtico
conocimiento político está contenido en tradiciones milenarias
de pensamiento originadas desde la antigua Grecia, tradicio­
nes que amenazan ser sustituidas por la nueva ciencia política
positivista. Por esta razón, estas orientaciones normativas de la
teoría política son al mismo tiempo contestatarias de la ciencia
política empirista y reivindicadoras de la historia de las teo­
rías políticas clásicas. En la siguiente sección se analizan con
cierto detalle los argumentos de estos filósofos.

2. La teoría política como filosofía política

En su artículo “La neutralidad en la ciencia política”, Charles


Taylor señala que la pretensión de la ciencia política empírica de
sustituir a la filosofía política está basada en el supuesto de
una separación tajante entre la función valorativa y normativa
de la filosofía política y la función descriptiva y explicativa de
ciencia política. La crítica de Taylor a este supuesto se centra
tanto en el análisis de las teorías políticas que tradicionalmente
han formulado los filósofos, como en las teorías o modelos que

10 Cfr. David Easton, “Political Science in the U nited States, Past and Pre-
sent”, en David Easton, John Gunnell y Luigi Graziano (com ps.), The Develop-
ment o f Political Science, Routledge, Londres, 1991, p. 286.
AMBROSIO VELASCO GÓMEZ 13

implícita o explícitamente elaboran los científicos políticos de


orientación empirista.
Al analizar las teorías políticas de filósofos como Platón,
Aristóteles y Rousseau, Taylor encuentra que en todos ellos las
recomendaciones normativas están basadas desde luego en la
defensa de ciertos valores que se consideran fundamentales,
pero también en esquemas explicativos que muestran la fac­
tibilidad o eficacia causal de las recomendaciones propuestas
para realizar los valores y fines que postulan. En este senti­
do, las teorías normativas contienen conocimiento descriptivo
y explicativo del tipo que defienden y desarrollan los cientí­
ficos políticos. Este conocimiento empírico es muy relevante
para evaluar racionalmente la realizabilidad de los fines y la
adecuación de las prácticas e instituciones que se proponen co­
mo medios.
Sin embargo, este argumento parecería sostener que mien­
tras que la filosofía política es dependiente del conocimiento
empírico que proporciona la ciencia política, esta última es in­
dependiente de la filosofía política y de todo elemento norma­
tivo o valorativo. En contra de esta tesis, Taylor muestra que en
las teorías políticas empíricas también hay presupuestos valo-
rativos fundamentales y consecuencias normativas relevantes.
Así, por ejemplo, al analizar obras de destacados politólogos co­
mo Lipset, Almond e Easton, subraya que los sistemas teóricos
que formulan y sostienen con evidencia empírica, también se
proponen determinar los fines, conductas e instituciones que
son funcionales para un sistema democrático. Estos juicios que
aparentemente son valorativamente neutros, están basados en
consideraciones sobre qué fines son admisibles y cuáles no. Así,
por ejemplo, Lipset, en su famosa obra sobre la democracia El
hombre político, considera que el conflicto de clases sociales es
inevitable y no puede erradicarse, por lo que la meta de cons­
truir una sociedad sin clases, como lo propone el marxismo,
es un fin irresponsable y quimérico. Consecuentemente, la so­
ciedad comunista queda de entrada excluida como un modelo
racional de organización social, y la revolución violenta como
medio para tal fin carece de todo sentido y justificación. En
la teoría marxista, por el contrario, la sociedad comunista no
sólo es un fin realizable, sino incluso un desenlace necesario y
14 INTRO D U CCIÓ N

previsible del desarrollo histórico de las sociedades capitalistas.


Así, pues, las teorías empíricas de la política son dependientes
de valores e ideologías políticas, “no sólo niegan dimensiones
cruciales para otras teorías normativas, sino que apoyan una
propia que está implícita en la teoría misma”.11
Con base en estos resultados, Taylor rechaza el supuesto fun­
dam ental de la ciencia política empirista de que es posible se­
parar juicios de hechos yjuicios de valor, explicación de hechos
y evaluación de comportamientos, descripciones y prescripcio­
nes de la acción política. Conocimiento normativo y fáctico
se integran y condicionan recíprocamente. En consecuencia,
el program a empirista de una ciencia política valorativamente
neutra es simplemente irrealizable y los cuestionamientos de
los politólogos a las teorías políticas clásicas carecen de funda­
mento.
Si bien las teorías de la ciencia política empírica y las teorías
políticas clásicas involucran contenidos valorativos y normati­
vos integrados con las descripciones y explicaciones empíricas,
las teorías políticas clásicas presentan una ventaja muy impor­
tante: en cuanto que reconocen como fundamental la función
normativa y evaluativa, pueden hacer explícitos contenidos va­
lorativos, cuestionarlos, criticarlos y desarrollarlos, mientras
que las teorías empíricas hacen a un lado esta reflexión, con
el pretexto de ser valorativamente neutros. Para reflexionar so­
bre estos aspectos fundamentales la ciencia política empírica
depende de la filosofía política.
Por esta razón, Charles Taylor recurre permanentemente a
los autores clásicos de la teoría política, sobre todo modernos,
en la discusión y tratamiento de problemas políticos contem­
poráneos. Uno de estos problemas que está presente en todas
sus obras es el de la relación entre individuo y comunidad. Es­
te problema tiene varias manifestaciones: identidad individual
y colectiva; libertad negativa y libertad positiva; ética y moral
colectiva; igualdad humana y diferencias culturales. En el tra­
tamiento de todos estos problemas políticos fundamentales en
las sociedades contemporáneas, Taylor recurre sistemáticamen-1

11 Charles Taylor, “La neutralidad de la ciencia política”, en A. Ryan, La


filosofía de la explicación social, FCE, México, 1976, p. 235.
A M B R O SIO V ELA SC O GÓ M EZ 15

te a autores com o Aristóteles, Locke, Kant, Rousseau, Montes-


quieu, Hegel y Marx, entre otros, más que a los politólogos
contem poráneos. Así, por ejemplo, al tratar el problem a entre
la autonom ía personal y la m oral colectiva tradicional e insti­
tucionalizada com o un aspecto fundam ental de la legitimidad
política, Taylor argum enta que el concepto hegeliano de sittlich­
keit12 nos ofrece respuestas esclarecedoras a preguntas que no
puede contestar la ciencia política. En los términos de la m o­
derna ciencia política hay un declinar de la legitimidad. Pero
“¿cuáles son sus causas?” se pregunta Taylor. La causa funda­
m ental es un cam bio de las esperanzas y visión del pueblo para
arm onizar la voluntad del individuo y la vida colectiva. Por ello,
“Hegel tiene m ucho que decir a nuestra época [ . . . ] ya que no
puede perm itir suprim ir la cuestión de la sittlichkeit, com o lo
hace la corriente principal de la m oderna ciencia política”.13
En esta mism a línea, Leo Strauss ha defendido con mayor
vehem encia y radicalidad no sólo la autonomía y legitimidad
de la filosofía política como lo hacen Berlin y Taylor, sino tam ­
bién defiende la mayor jerarquía epistémica de la teoría política
norm ativa sobre la ciencia política contemporánea.
En el ensayo que aquí ofrecemos, Leo Strauss considera que
la teoría política es fundamentalmente filosofía política. Su ca­
rácter filosófico surge precisamente del planteamiento de pro­
blemas fundam entales sobre la naturaleza de la política, el me­
jo r régim en de gobierno, la concepción del bien común, la justi­
cia, etc. Estos problem as se han planteado por todos los grandes
autores de teoría política y cada uno de ellos ha propuesto solu­
ciones determ inadas con pretensión de validez universal. Leo
Strauss recurre a la historia de las teorías políticas como fuen­
te de evidencia para defender su tesis acerca de los problemas
fundamentales, así como para m ostrar la pretensión de validez
universal de las teorías políticas que se han desarrollado a lo

12 “La sittlichkeit se refiere a las obligaciones m orales que yo tengo hacia


una com unidad viva de la que form o parte. Estas obligaciones se basan en
norm as y usos establecidos [ . . . ] la vida com ún que es la base de mi obligación
sittlich ya está en existencia [ . . . ] y mi cum plim iento de estas obligaciones es la
que la sostiene y la m antiene viva”. Charles Taylor, Hegel y la sociedad moderna,
FCE, M éxico, 1983, p. 163.
13 Ibid., p. 225.
16 IN TR O D U C C IÓ N

largo de la historia. Este esfuerzo del filósofo político necesa­


riam ente lo lleva a trascender el ámbito de sus circunstancias
inm ediatas y particularidades históricas. El resultado de esta
trascendente reflexión filosófica es justam ente un conocimien­
to teórico en sentido estricto, que difiere y se contrapone a las
opiniones y creencias políticas particulares del tiempo del autor
(ideología).14
Strauss sostiene que la oposición y crítica a las opiniones
dominantes del momento, a la que necesariamente arriba to­
do gran autor de teoría política, representa un elemento de
disolución social y política. Por lo tanto, siguiendo una tesis emi­
nentemente socrática, Strauss considera que el filósofo político
constituye un peligro para la integridad y conservación del or­
den social y político de su tiempo. A fin de poder dedicarse a la
búsqueda de la verdad, sin poner en riesgo la estabilidad política
de su Estado (y con ello su misma integridad física), todo gran
autor de filosofía política tiene que desarrollar una estrategia
comunicativa singular. El texto de teoría política debe conte­
ner un doble mensaje: por un lado, un mensaje “exotérico”,
que es público, fácilmente comprensible, superficial e inocuo,
y que tiende a repetir y justificar las opiniones políticas domi­
nantes. Por otro lado, el autor debe ser capaz de com unicar
en forma encubierta, entre líneas, el mensaje profundo, crítico
y verdaderamente filosófico que intenta responder a proble­
mas fundamentales de la política y que pretende tener validez
universal. Este segundo mensaje, que Strauss denom ina “eso­
térico”, está inscrito en un código que sólo el lector filosófico
atento puede descifrar y entender.15
Para Strauss, la historia de la teoría política debe rescatar el
mensaje esotérico que contiene las enseñanzas profundas y se­
rias del autor. Para ello, el historiador debe adoptar una actitud

14 “El filósofo está en última instancia com prom etido a trascender no sola­
m ente la dim ensión de la opin ión com ún, sino tam bién la d im en sión de la vida
política m ism a.” (Leo Strauss, “O n Classical Political P h ilosophy”, en Rebirth
o f Classical Political Philosophy, com pilado por T. Pangle, University o f Chicago
Press, Chicago, 1989, p. 60.)
15 C/r. Leo Strauss, “O n a Forgotten Kind o f W riting”, en su W h a tis Political
Philosophy? A nd Other Studies, especialm ente pp. 2 1 -2 2 .
AM BROSIO VELASCO GÓM EZ 17

filosófica semejante a la del autor y trascender el nivel super­


ficial de opiniones históricamente circunscritas de los textos
(nivel exotérico) y acceder al nivel filosófico profundo, el de
las respuestas teóricas universales a problemas fundamentales,
que constituye el significado esotérico de los textos, y el cual só­
lo puede ser rescatado a través de una lectura entre líneas. Este
contenido teórico trasciende al contexto particular del autor y
se integra a la tradición transhistórica de la teoría política.16
Desde esta visión straussiana, la aparente independencia en­
tre historia y filosofía de la teoría política desaparece. Para
desarrollar su función de rescatar el significado original de los
textos de teoría política, el historiador tiene que conocer de
antem ano cuáles son los problemas filosóficos fundamentales
a los que todo autor de teoría política intenta dar respuesta.
De esta m anera, la historia de la teoría política no sólo resulta
instrum ental para la filosofía política, sino que se hace com­
pletam ente dependiente de ella. Lejos de ser una integración
crítica entre historia y filosofía política, la propuesta straussia­
na es una subsunción de la historia en la filosofía. En suma, el
historiador de la teoría política debe “llevar a cabo una trans­
formación o conversión en filósofo si quiere realizar su trabajo
correctamente, si quiere ser un historiador de la filosofía”.17
En este análisis filosófico de la historia del pensamiento po­
lítico, Strauss encuentra una tendencia hacia un deterioro o
degradación de los estándares normativos de la teoría política:
mientras que en la antigüedad griega Platón y Aristóteles toma­
ban a la virtud como el fin propio de la comunidad política a

16 En este sentido, Strauss estaría de acuerdo con Popper al considerar


que los contenidos teóricos de la filosofía y de la ciencia constituyen un “ter­
cer m u n d o”, el cual escapa a las efím eras creencias y experiencias personales
(segundo m undo) y a las contingencias de los contextos históricos. Strauss tam­
bién estaría de acuerdo con Popper en que la interpretación de la historia de
las teorías políticas (o filosóficas o científicas) es un trabajo internalista. Tra­
tar de realizar reconstrucciones externalistas de los contenidos estrictam ente
teóricos implicaría una confusión entre el mensaje “exotérico” (susceptible
de interpretación y explicación sociológica y contextual) y el m ensaje “esoté­
rico” (que por su naturaleza trascendente no puede explicarse en térm inos
sociológicos).
17 Strauss, “How to Begin the Study o f Medieval Philosophy?”, en The
Rebirth o f Classical Political Philosophy, p. 211.
1

IN TR O D U C C IÓ N

pesar de que la perfección virtuosa era inalcanzable, la filosofía


política m oderna a partir de Maquiavelo ha bajado la excelencia
de los estándares para hacerlos más realizables en términos de
lo que es y puede hacer el hombre. La ciencia política empírica
de nuestros días que ha renunciado a todo juicio de valor no es
más que la culminación de este proceso de degeneración de la
teoría política moderna.
Sheldon Wolin también comparte con Strauss esta opinión
sobre el carácter eminentemente prescriptivo y crítico de la
teoría política y también considera que la ciencia política con­
tem poránea ha perdido su función normativa y, por ende, su
identidad. A diferencia de Strauss, Wolin reconoce que las teo­
rías políticas tienen una vinculación directa con problemas de
su contexto específico y están siempre condicionadas por ese
contexto.
Sheldon Wolin retoma la idea kuhniana de paradigma para
enfatizar la relación de toda teoría política con una tradición
intelectual que le antecede y condiciona. Todo autor de teoría
política pertenece a alguna tradición de pensamiento político,
desde la cual trata de comprender, explicar y evaluar aspectos
relevantes de la realidad social que lo circunda. En este trabajo
reflexivo, el teórico político se plantea dos tipos de proble­
mas: los que se refieren específicamente a su situación histórica
particular y aquellos de mayor generalidad que trascienden el
contexto específico y pretenden tener validez universal y signi­
ficación transhistórica. Sheldon Wolin, como filósofo político,
se ocupa más de estos problemas generales que de los más prác­
ticos y específicos.
Ambos tipos de problemas y las soluciones propuestas por
cada autor están siempre acotados por la tradición o paradig­
ma en la que un autor determinado se ha formado. Pero la
pertenencia a una tradición no implica obediencia y someti­
miento forzoso. Siguiendo a Kuhn, Wolin reconoce dos tipos
de actitudes de los teóricos políticos frente al paradigma o tra­
dición vigentes: la aceptación y reconocimiento de la autoridad
y validez del paradigma, o bien su cuestionamiento, rechazo y
sustitución por un paradigma alternativo. Al prim er caso Wolin
lo asocia con la idea kuhniana de ciencia normal, y al segundo
AMBROSIO VELASCO GÓMEZ 19

con la ciencia revolucionaria.18 Wolin llama a las grandes teo­


rías políticas revolucionarias “teorías épicas” y asigna a éstas
una jerarquía intelectual más alta que las “teorías normales”,
precisamente porque las grandes teorías, al ser innovadoras y
brindar una nueva visión del mundo político, permiten una crí­
tica profunda al estado de cosas existentes y promueven así su
transformación.
Las grandes teorías épicas no surgen por mera inspiración
del pensador político, sino que son propiciadas por crisis de las
instituciones y prácticas políticas, ante las cuales el gran escritor
político trata de dar una solución que lleve a la transformación
de la realidad y superación de la crisis. En este sentido, la nueva
teoría política no busca una mejor adecuación a los hechos, sino
una transformación de los hechos mismos para que se adecúen
mejor a los ideales éticos y políticos que la teoría propone.19
A través de estas transformaciones propiciadas por las teorías
épicas, la realidad política misma progresa. Los criterios de
evaluación de este progreso dependen de la misma teoría; pero,
recíprocamente, también la validez de la teoría está en función
de su efectividad para cuestionar y transformar la realidad. En
la medida en que estas transformaciones se realizan, la teoría
épica da lugar al desarrollo de “teorías normales” que se limitan
a explicar el funcionamiento del orden político establecido.

18 “Cuando se aplica a la historia de la teoría política la noción de Kuhn de


paradigma [ . . . ] se puede considerar a Platón, Aristóteles, Maquiavelo, Hob-
bes, Locke y Marx com o la contraparte en teoría política de Galileo, Harvey,
Newton, Laplace, Faraday y Einstein. Cada uno de lo$ escritores del primer
grupo inspiraron un nuevo m odelo de ver el mundo político [ . . . ] propusieron
nuevas definiciones [ . . . ] establecieron m étodos distintivos de investigación
[ . . . ] Estas grandes teorías han servido com o paradigmas maestros a escrito­
res posteriores y de m enor estatura que han explotado esas grandes teorías
de manera semejante a lo que sucede en la ciencia norm al”. Sheldon Wolin,
“Paradigms and Political T heory”, en Preston King (comp.), Politics and Expe-
rience, 1968, pp, 140-141.
19 “Muchas de las grandes teorías del pasado surgieron com o respuesta a
una crisis en el mundo, no en la comunidad de teóricos [ . . . ] En cada caso la
respuesta de los teóricos no fue ofrecer una teoría que correspondiera mejor
a los hechos [ . . . ] por el contrario, las teorías se formularon com o represen­
taciones simbólicas de cóm o se desearía que fuera la sociedad si ésta pudiera
ser reordenada” (ibid., pp. 147-148).
1

20 IN TR O D U C C IÓ N

En esta concepción las grandes teorías épicas realizan ante


todo una crítica de las instituciones e ideologías dominantes
que han perdido legitimidad; por el contrario, las “teorías nor­
m ales” buscan explicar y predecir el funcionamiento de una
sociedad sin preocuparse en lo más mínimo por evaluar su
legitimidad. Lo más que pueden proponer son ajustes insti­
tucionales (ingeniería social) para un mejor funcionamiento
del m odelo establecido, pero el modelo mismo de sociedad no
puede cuestionarse bajo el predom inio de un paradigm a fuer­
temente establecido. Wolin considera que la ciencia política de
orientación positivista (o conductista) es un típico ejemplo de
ciencia norm al que, bajo el pretexto de neutralidad valorativa
y adecuación empírica, rechaza toda función crítica y valora­
tiva de la teoría política y enfatiza sus funciones descriptivas,
explicativas y predictivas.
Así, pues, Wolin recurre a Kuhn para cuestionar las preten­
siones de legitimidad exclusiva de la ciencia política empírica
y también para separarse de una perspectiva ahistórica como
la de Strauss. Sin embargo, Wolin coincide con Strauss en la
tesis de que las teorías políticas constituyen conocimiento au­
téntico de carácter normativo y reconocen la persistencia de un
conjunto de problemas fundamentales de carácter universal y
transhistórico, aunque reconoce que las respuestas son muy di­
versas e incluso inconmensurables. Pero no por ello se cierra
la posibilidad de compararlas entre sí y aprender de ellas en el
presente.
En contra del supuesto de que hay problemas fundamenta­
les de carácter transhistórico, hacia fines de los años sesenta
y principios de los setenta un conjunto de historiadores de las
teorías políticas desarrollaron una concepción menos filosófi­
ca y más apegada a la historia realmente existente de las teorías
políticas. Esta reacción de autores como John Dunn, John G.A.
Pocock y, sobre todo, Quentin Skinner, constituye un movimien­
to intelectual análogo al que Kuhn desarrolló en contra de las
interpretaciones filosóficas (como las de Popper o Lakatos) de
la historia de las ciencias.
Si bien los nuevos historiadores de las teorías políticas cues­
tionaban supuestos de filósofos políticos como Wolin y Strauss,
AMBROSIO VELASCO GÓMEZ 21

también se oponían drásticamente a las pretensiones positivis­


tas de la ciencia política de negar relevancia a la historia de
las teorías políticas. Así, los propulsores de la nueva historia
de la teoría política reivindican la autonomía y relevancia de
esta disciplina, tanto en relación con la filosofía política como
con la ciencia política empírica. A esta orientación histórica le
dedicamos la segunda parte de la antología.

3. La nueva historia de la teorías políticas

Entre los representantes más destacados de esta escuela históri­


ca están John Dunn, Jonh G.A. Pocock y Quentin Skinner. Una
tesis común de estos tres autores es el rechazo a la creencia filo­
sófica sobre la existencia de problemas fundamentales a lo largo
de la historia de las teorías políticas. “Los nuevos historiadores”
consideran que la interpretación de la historia del pensamiento
político como una sucesión de respuestas a un mismo conjun­
to de supuestos problemas universales necesariamente lleva a
una sustitución de los textos realmente existentes en el pasado
por reconstrucciones filosóficas que imponen conceptos ana­
crónicos y deforman el significado original de los textos. Por
estas razones, estos tres historiadores abogan por una revisión
radical de los métodos para la interpretación de los textos del
pasado, a fin de asegurar la autonomía de la historia de la teoría
política, respecto de los presupuestos de la filosofía política y
la objetividad de las interpretaciones.
El programa “revisionista” de estos tres historiadores deri­
va sus tesis fundamentales de la concepción de la historia de
Collingwood y de la teoría wittgensteiniana sobre los actos de
habla. De la primera rescatan la concepción de las teorías po­
líticas como ideologías, esto es, como creencias directamente
vinculadas a importantes discusiones sobre asuntos prácticos
del tiempo del autor. A partir de Wittgenstein, Austin y Searle,
los nuevos historiadores construyen la concepción de las teo­
rías políticas como actos de habla y, consecuentemente, como
acciones sociales.
En contraste con la concepción filosófica de Strauss, estos
historiadores consideran que para realizar una auténtica inter­
pretación histórica de los textos políticos del pasado es indis-
pensable concebirlos como un tipo especial de acciones sociales
realizadas por actores específicos en contextos de debates polí­
ticos históricamente definidos. Consecuentemente, los nuevos
historiadores aseveran que aun la lectura más atenta de un tex­
to es por sí misma insuficiente para com prender su significado
original; además, es necesario analizar la relación entre el texto
y su contexto lingüístico e ideológico. Más específicamente, es
necesario reconstruir la convenciones lingüísticas del contexto
y, de acuerdo con ellas, identificar las intenciones primarias que
el autor tenía al escribir el texto.
Como en el caso de los autores que pertenecen a la perspecti­
va filosófica, los nuevos historiadores de la teoría política com­
parten entre sí algunas tesis centrales (como las mencionadas
arriba), pero también difieren en algunos puntos importantes.
Una im portante diferencia entre Skinner y Pocock, por ejemplo,
es que Skinner da gran importancia a las intenciones primarias
de los autores al escribir un determinado texto, mientras que
Pocock considera que el tema de la intencionalidad no es muy
relevante para la interpretación de textos políticos.20
Un trabajo germinal de esta nueva historia de la teoría políti­
ca es “La identidad de la historia de las ideas políticas” de John
Dunn, publicado en 1968 y reimpreso posteriormente en uno de
los volúmenes de Philosophy, Politics and Society. En este trabajo
Dunn deplora las reconstrucciones filosóficas de textos de auto­
res del pasado que terminan por hacer una “historia de ficción,
de construcciones idealistas fuera del proceso de pensamiento
de los individuos; por estas razones es a menudo poco claro
saber si la historia de las ideas es la historia de algo que alguna

20 Cfr. John G.A. Pocock, Politics, Language and Time, A theneum , Nueva
York, 1971, p. 25. Para David Boucher ésta es una de las diferencias más impor­
tantes entre Skinner y Pocock. {Cfr. D. Boucher, Texis in Contexts. Revisionist
Methods fo r Studying the History o f Ideas, Martinus M ijhoff Publishers, 1985,
pp. 194-196.) Tarlton señala que aunque “ellos com parten una estrategia me­
todológica para reconstruir históricamente el contexto cognoscitivo”, existen
importantes diferencias: “Para Dunn la clave es la biografía del autor (más
que la biografía del historiador). Para Pocock es una cuestión de aislar el para­
digma del lenguaje político. Para Skinner es más un problema filosófico que
envuelve cuestiones de intencionalidad y convenciones que las gobiernan.”
(Charles Tarlton, “Historicity, M eaning and Revisionism in the Study o f Poli-
tical T hought”, en History and Theory, núm. 12, 1973, p. 308.)
AM BROSIO VELASCO GÓMEZ 23

vez haya existido en el pasado”. E s t a s ficciones son producto


de la imposición de la biografía intelectual del intérprete sobre
la del autor. Para evitar este tipo de anacronismo y ubicar los
textos del pasado en él contexto del autor, John Dunn recurre a
la filosofía del lenguaje de Austin y Searle. Desde esta perspec­
tiva, los textos “no son meramente proposiciones, estructuras
lógicas, también son enunciados. Los hombres lo han dicho (o
por lo menos escrito).”212223Siguiendo a Austin, Dunn afirma que
decir cosas con palabras es hacer cosas con palabras. En con­
secuencia, la historia de la teoría política, si pretende alguna
objetividad, debe centrarse no en ideas o proposiciones, sino
en actos lingüísticos que los autores realizaron en circunstan­
cias concretas con determinadas intenciones. La historia de la
teoría política es, así, una historia de prácticas lingüísticas e
ideológicas, no de ideas abstractas. Esta idea central propuesta
por Dunn fue retomada y refinada posteriormente por Quentin
Skinner y John G.A. Pocock.
Quentin Skinner y sus colegas critican la pretensión straussia-
na de considerar la historia de las teorías políticas dependiente
de la filosofía política. Los seguidores de esta perspectiva his-
toriográfica empiezan por negar la persistencia de problemas
fundamentales a lo largo de la historia de las teorías políti­
cas y afirman que toda teoría política responde exclusivamente
a problemas prácticos y específicos de su contexto histórico.
Presuponer la existencia de supuestos problemas universales
conduce a la construcción de “mitologías” en vez de interpreta-
ciones objetivas del pensamiento político.
Skinner, al igual que John Dunn, desarrolla esta concepción
historicista basado en Wittgenstein y Austin, por un lado, y en
Collingwood y Kuhn, por otro. Apoyándose en los dos prime­
ros, Skinner construye un modelo del significado de los textos,
considerándolos como actos de habla.24 A partir de Colling-

21 John Dunn, “The Identily in the Hislory o f Ideas" publicado original­


mente en Philosophy, XUII, 164, abril de 1968, pp. 85-116.
22 Ibidem., p. 92
23 Qfr• Quentin Skinner, “Meaning and Understanding in the Hislory o f
Ideas”, en History and Theory, 8, 1969.
24 “He estado argumentando que los textos son actos. Para entenderlos
com o tales necesitamos recuperar las intenciones con las cuales los autores
24 INTRODU CCIÓ N

wood, elabora un modelo del papel que desempeñan los textos


de teoría política y, en general, el discurso escrito en el cam­
bio social. De T.S. Kuhn recoge la idea del constreñimiento
lingüístico, ideológico y teórico que existe en toda comunidad
intelectual.
Skinner considera que todo texto de teoría política ha si­
do escrito por su autor con el propósito de influir en el clima
ideológico-político de su tiempo. Desde este punto de vista, a
diferencia de Strauss, los textos de teoría política son esencial­
mente ideologías políticas en acción.25 En cuanto ideologías,
las teorías políticas no son falsas o verdaderas, sino efectivas o
no para justificar, cuestionar o transformar las creencias, acti­
tudes y valores dominantes. En consecuencia, la historia de las
ideas políticas no es dependiente de concepciones filosóficas
que señalan cuáles son los problemas fundamentales a los que
las teorías políticas deben responder, y que indican los crite­
rios morales y epistemológicos universales con los que hay que
evaluar las respuestas. Además, según Skinner, la historia no
puede tener una función instrumental para la filosofía política
como la entiende Strauss; la historia no es una disciplina que se
presenta ante los tribunales filosóficos para ser juzgada moral o
epistemológicamente, no tiene la función de un “juez ejecutor”
[hanging judge\, sino, más bien, tiene simplemente la función
de un ángel que rescata y registra con fidelidad [recording án­
gel] el significado original de los textos políticos en su contexto
histórico específico.26
El modelo del significado que Skinner deriva de Wittgen-
stein, Austin y secundariamente de Frege y del emotivismo ético

escribieron los textos. Pero también he estado defendiendo la tesis de que esto
no se realiza a través de un proceso em pático misterioso que los hermeneu-
tas antiguos podrían llevarnos a suponer. Los actos son a su vez análogos a
los textos: ellos continen significados intersubjetivos que pueden ser leídos.”
(Q uentin Skinner, “Reply to My Critics”, en J. Tully, op. cit., pp. 2 79-280.)
25 Cfr. Q. Skinner, “Som e Problems in the Analysis o f Political Thought and
A ction”, en Tully James y Q. Skinner (comps.), M eaning and Context: Quentin
Skinner and His Critics, Princeton University Press, Nueva Jersey, 1988. Véase
también en esta antología de textos de y sobre Skinner su artículo “Reply to
My Critics”.
26 Cfr. Q. Skinner, Machiavelli, Oxford University Press, Oxford, 1985, p. 88
(hay traducción al español en Alianza Editorial, Madrid).
AM BROSIO VELASCO GÓMEZ 25

(Stevenson), constituye el recurso metodológico fundamental


para que el historiador pueda no sólo rescatar el significado
original del texto, sino también dar cuenta de las funciones
ideológicas que desempeñó en su tiempo.27
Para Skinner, el significado de cualquier acto lingüístico, y
en particular el de la escritura de un texto, está determinante­
mente vinculado a las intenciones primarias que el autor tuvo al
escribir el libro. Skinner identifica esta intencionalidad con la
fuerza ilocucionaria del acto o actos discursivos que constituyen
el texto. Dicha fuerza ilocucionaria, si bien está internamen­
te correlacionada con la ejecución misma (escritura del texto)
y su significado, apunta siempre hacia fuera del texto, hacia
el entorno ideológico. Por esta razón, para Skinner una mera
interpretación textualista o una meramente contextualista son
insuficientes. Ambos tipos de análisis son indispensables para
una interpretación correcta del texto.
No obstante la importancia que Skinner asigna a la fuerza ilo­
cucionaria, él mismo advierte que la identificación de ésta no es
suficiente para comprender un texto político en sus términos
originales. Para ello también es indispensable reconstruir el sig­
nificado del léxico utilizado por el autor, de acuerdo con el uso
y convenciones lingüísticas de la época. Siguiendo a Frege, Skin­
ner distingue dos componentes fundamentales del significado:
sentido y referencia. Sobre esta concepción Skinner añade la
distinción emotivista entre el sentido descriptivo y el sentido
evaluativo; este último tipo de sentido es determinante sobre la
fuerza ilocucionaria.
El autor puede darle a su texto una determinada función
ideológica mediante la manipulación del sentido descriptivo
o del sentido evaluativo de los conceptos clave de una teoría
política. Manteniendo o cambiando el sentido descriptivo de
conceptos clave, como libertad, democracia, virtud, crueldad,
etc., el autor puede inducir en su comunidad una justificación
o, por el contrario, un cuestionamiento de creencias y percep­
ciones políticas. Piénsese, por ejemplo, en el cambio del sentido
27 Este m odelo lo desarrolla Skinner principalmente en sus artículos “So-
m e Problems in the Analysis o f Political Thought and Action", “Hermeneutics
and the Role o f History”, “Motives, Intentions and Interpretaron” y “Reply to
My Critics”. Todos estos trabajos forman parle de su libro M eaningand Context.
26 INTRODUCCIÓN

descriptivo del concepto republicano de democracia como lo


entiende Rousseau o Tocqueville, por el concepto liberal de
democracia como lo proponen autores norteamericanos como
Berelson y Dahl. Este cambio induce a concebir regímenes polí­
ticos que serían tiránicos en la teoría republicana como demo­
cracias, con la connotación valorativa positiva que el termino
conserva.
Por otra parte, al operar sobre el sentido evaluativo de térmi­
nos clave, y con ello sobre su fuerza ilocucionaria, el autor afecta
las actitudes y valores de su comunidad. Piénsese, por ejemplo,
en la forma como Hobbes maneja las connotaciones valorativas
del concepto de libertad, a fin de justificar el absolutismo en
aras de la seguridad; o bien el cambio de las connotaciones va­
lorativas de los conceptos de crueldad, temor, amor, clemencia,
fuerza y astucia, en el pensamiento político de Maquiavelo.
Para Skinner, este modelo interpretativo de textos es la he­
rramienta fundamental para que el historiador de las ideas po­
líticas identifique el papel ideológico de un texto en su contexto
original y recupere su auténtico significado.
Pocock coincide con Dunn y Skinner en considerar las teo­
rías políticas como acciones sociales más que como un mero
producto intelectual.28 Este presupuesto, opuesto a la orienta­
ción filosófica de la historia de la teoría política, es necesario
para una interpretación históricamente objetiva de las teorías
políticas del pasado.29
Pocock considera que la orientación filosófica predominó
en la historia del pensamiento político hasta los años cincuenta
y señala que el fin de esta hegemonía de la filosofía sobre la
historia se ha logrado recientemente con el apoyo de la filosofía

28 “El pensamiento político puede ser estudiado com o un aspecto de com­


portamiento social [ . . . ] o bien com o una cuestión de mera intelectualidad”,
John G.A. Pocock, “The History o f Political Thought: A M ethodological In-
quiry”, en Peter Laslett y W.G. Runciman (comps.), Philosophy, Politics, and
Society, Basil Blackwell, Oxford, segunda serie, 1962.
29 “La explicación filosófica de cóm o se relacionan las ideas en un sistema
es generalmente diferente y sólo contingentemente coincidente con la expli­
cación histórica de qué quiso decir el autor [ . . . ]”, John G.A. Pocock, Politics,
Language, and Time, Atheneum, Nueva York, 1971, p. 9.
AMBROSIO VELASCO GÓMEZ 27

del lenguaje ordinario y de la concepción de la ciencia de T.S.


Kuhn.30
Siguiendo a Kuhn, Pocock concibe la historia del pensamien­
to político “como una historia del cambio en el empleo de
paradigmas”.31 Aunque Pocock no define con precisión su con­
cepto de paradigma, resalta como un elemento fundamental el
de estar constituido por un complejo sistema de lenguaje co­
municativo [communicating language system], a través del cual los
miembros de una comunidad determinada realizan sus actos de
habla o discursos. En sus trabajos más recientes, Pocock susti­
tuye el término de paradigma por el de tradición de discurso.32
Una tradición de discurso político está formada por una plurali­
dad de diversos vocabularios y juegos lingüísticos provenientes
de diversos lenguajes (y tradiciones previas), y que en su con­
junto regulan el discurso político en determinados contextos
históricos.
Desde esta perspectiva, los textos políticos son considerados
como actos discursivos que se desarrollan en una tradición de­
terminada. Entre discurso y tradición se establece una tensión,
semejante a la que señala Kuhn entre innovación y tradición
dentro del paradigma o tradición de investigación:33 si bien
la tradición condiciona y limita el vocabulario, la retórica, los
principios y proposiciones teóricas descriptivas y valorativas
que pueden utilizarse en el discurso, cada discurso específico
integra estos diferentes aspectos de manera peculiar, ya sea pa­
ra cuestionar algunas convenciones, principios y normas de la
tradición, ya sea para reforzarlas, o bien una combinación de

30 “La subversión de la filosofía política por el análisis lingüístico ayudó


a liberar la historia del pensamiento político al transformarla de una historia
de sistematización en una historia de usos lingüísticos y sofisticación . Ibid.,
p. 12.
31 Ibid., p. 23.
32 C/r. John G.A. Pocock, “The concept o f Language and the Métier d’His-
torien”, en A. Padgen (comp.), The Language of Politics in the Early Modern
Europe, Cambridge Univerity Press, 1987.
33 Cfr. T.S. Kuhn, “La tensión esencial”, en su libro La tensión esencial, FCE,
M éxico, 1977.
28 IN TR O D U C C IÓ N

ambas. De esta m anera las tradiciones se desarrollan y cambian


a través de la misma práctica discursiva.34
Pocock coincide con Skinner en que la com prensión de un
texto político no se limita ni a una m era lectura textual, por
más cuidadosa que sea, ni a un minucioso trabajo arqueoló­
gico para reconstruir los diferentes lenguajes que conforman
una tradición de discurso. Lo fundamental para ambos histo­
riadores es reconstruir la acción política desarrollada por el
texto en su contexto específico, esto es, identificar la retórica
que el autor desarrolla en el texto para confirmar, cuestionar,
refutar o transform ar ciertas convenciones lingüísticas y, en úl­
tima instancia, ciertas concepciones ideológicas dominantes en
la tradición.3536
Por otra parte, hay diferencias importantes entre Pocock y
Skinner. Una de ellas es que Pocock reconoce la posibilidad
de que tradiciones distintas se integren y formen nuevas tradi­
ciones; de hecho, cada tradición es resultado de la síntesis de
diversas tradiciones que se van conformando a través de los dis­
cursos de los autores del pensamiento político. En este sentido,
las tradiciones en la concepción de Pocock son más dinámi­
cas, plurales y comunicativas que en la concepción skinneriana.
Además, Pocock le otorga un mayor peso a las tradiciones y
m enor im portancia a las intenciones y a los aspectos ilocucio-
nanos.
Gracias a esta concepción más plural, flexible y dialógica de
los contextos (paradigma o tradición) donde los autores escri­
ben y actúan con sus obras, Pocock puede interpretar no sólo
el significado de la obra en su contexto original, sino también
la significación de esa obra determ inada en otros contextos.

34 Cfr- J ° h n O .A . Pocock, “T he C oncept o f Language and the Métier


d ’H istorien”, p. 25.
35 Por esta razón, John S. N elson considera que la nueva historia de la
teoría política es un ejem plo claro de la concepción de la teoría política com o
retórica. Cfr. J.S. N elson, “Political T heory as Political R hetoric”, enJ.S. N elson
(com p.), What Should Political Theory Be Now?, SUN Y, Nueva York, 1983, p. 187.
36 “Los paradigmas en los que actúan los autores tienen precedencia so­
bre las cuestiones de sus intenciones o sobre la fuerza ilocucionaria de sus
expresiones [ . . . ] los autores perm anecen com o actores [ . . . ] pero las unida­
des de análisis del proceso son los paradigmas de discurso p o lítico .”John G.A.
Pocock, Politics, Language, and Time, p. 25.
AMBROSIO VELASCO GÓMEZ 29

Así, por ejemplo, en su excelente libro The Machiavelian Mo­


mento Pocock no sólo interpreta la obra de Maquiavelo en la
tradición republicana del Renacimiento italiano, sino también
rastrea su influencia en el republicanismo anglosajón del siglo
xvn y x v i ii .37 En contraste con este tipo de interpretación de ma­
yor amplitud histórica, Quentin Skinner tiende a circunscribir
las interpretaciones de los textos políticos dentro de contex­
tos demasiado reducidos. Así, por ejemplo, Skinner interpreta
El príncipe y Los discursos de Nicolás Maquiavelo en distintos
contextos; el primero corresponde a la tradición cortesana de
consejos a los príncipes, mientras que el segundo a la tradición
republicana del humanismo cívico.38
Considero que esta división y separación tan tajante de con­
textos o tradiciones tan limitadas como lo hace Skinner, si bien
permite interpretar el significado de los textos con bastante
objetividad, no contribuye a comprender la significación y re­
levancia de un texto determinado en la biografía intelectual del
autor y de la obra de un autor en una tradición política deter­
minada y, en última instancia, en otras tradiciones. Al perder
de vista el aspecto de significación o relevancia de un texto en
contextos más amplios se limita mucho la evaluación de la obra
en términos de su contribución al progreso de su propia tradi­
ción o de otras tradiciones. Esta contribución forma parte del
significado del texto, en un sentido más amplio.

4. Teoría política y tradiciones

La tercera parte de la antología está dedicada precisamente a


autores que centran su atención en el concepto de tradición no
sólo como el contexto apropiado para interpretar con objeti­
vidad histórica los textos de teoría política, como lo hacen los
representantes de la “nueva historia de la teoría política”, sino
también para elucidar problemas filosóficos respecto a la ra­
cionalidad y validez cognoscitiva de las teorías políticas como

37 Qfr- John G.A. Pocock, The Machiavelian Moment. Florentine Political


Thought and the Atlantic Republican Tradition, Princeton University Press, Prin-
ceton, 1975.
88 Cfr. Quentin Skinner, Los fundam entos del pensamiento político moderno,
FCE, México, vol. I, 1985, caps. V y VI.
30 IN T R O D U C C IÓ N

lo hacen los filósofos políticos como Strauss y Wolin. En este


sentido, el concepto de tradición política que elaboran con dife­
rentes matices autores com o M. Oakeshott, H. A rendt y Alasdair
M aclntyre, representa una síntesis de las virtudes de los enfo­
ques filosóficos e históricos de la teoría política.
En el ámbito de la filosofía política contem poránea, Michael
O akeshott es uno de los prim eros en rehabilitar el concepto de
tradición en contra del imperialismo cientificista del positivis­
mo. En su ensayo “Rationalism in politics”, publicado en 1947,
O akeshott cuestiona la creciente actitud racionalista de conside­
rar que únicam ente el conocimento científico metódicamente
elaborado, em píricam ente comprobable y con aplicación téc­
nica exitosa puede ser considerado conocimiento legítimo.39
El mismo m étodo de comprobación es considerado una téc­
nica que puede ser utilizada de igual manera por cualquier
persona que la haya aprendido. Tanto por sus medios como
p o r sus fines, “la soberanía de la razón significa la soberanía de
la técnica”. Bajo este supuesto dominante en la m odernidad, y
especialm ente en nuestro siglo, el conocimiento en el ámbito
m oral, social y político tiende a convertirse en una m era cues­
tión de ingeniería. Oakeshott afirma que “esta falsa concepción
del conocim iento hum ano equivale a una corrupción del espí­
ritu hum ano”.40
En contra de esta corrupción del conocimiento m oral y po­
lítico, Oakeshott reivindica el conocimiento práctico que se ad­
quiere a través de una educación dentro de la tradición propia
de la com unidad específica a la que pertenece toda persona.
En este sentido, Oakeshott considera que el conocimiento po­
lítico y la educación que de él se obtiene “es un conocimiento
tan profundo como pueda ser posible de nuestra tradición de
com portam iento político”.41 Para Oakeshott la tradición es fun­
dam entalm ente una tradición de prácticas, de modos de actuar,
pensar y hablar, cuyo conocimiento no es algo fácil de alcanzar
“e incluso puede parecer en esencia, ininteligible”. La tradi­
ción es cambiante pero mantiene una continuidad a través del
39 M ichael Oakeshott, “R ationalism in Politics”, en su libro Rationalism in
Politics and Other Essays, M ethuen, N ueva York, 1962, p. 11.
40 Ibid., p. 31.
41 M ichael Oakeshott, “Political E ducation”, en su op. cit.} p. 128.
AM BROSIO VELASCO GÓMEZ 31

cambio. No hay un centro fijo e inmutable, pero sí podemos


com prender su identidad como un movimiento en el tiempo:

Una tradición de conducta [... ] no es fija, ni acabada; no tiene


un centro inmóvil al cual pueda anclarse nuestra comprensión;
no hay un propósito soberano que pueda percibirse ni una direc­
ción invariable que podamos detectar. No es un modelo para ser
imitado, ni una idea para ser realizada, ni una regla para seguirse.
Algunas partes pueden cambiar más lentamente que otras, pero
ninguna es inmune al cambio. Todo es temporal. Sin embargo,
aunque la tradición es elusiva no carece de identidad [. . . ] su prin­
cipio es un principio de continuidad: la autoridad está difundida
entre el pasado, presente y futuro; entre lo viejo, lo nuevo y lo que
está por venir.42

La com prensión de la tradición no puede hacerse a través


de métodos rigurosos, sino solamente a través de un aprendiza­
je de cómo participar en una conversación con la tradición, de
m anera semejante a como aprendemos nuestro lenguaje m ater­
no. Por esta razón, el conocimiento político es necesariamente
un proceso educativo.43 Sin embargo, el estudio de la política
no se queda en un proceso de formación en la tradición. Este
proceso es esencial, pero no excluye otras formas académicas
de conocimiento de la tradición. La comprensión histórica de la
tradición es otra forma de conocimiento político que es esen­
cial en el estudio académico de la política. Oakeshott señala
que esta historia “no es una historia de ideas políticas, sino una
historia de las formas concretas del pensar político” en agentes
específicos.44
El estudio de la política y la educación política no se agota
con la reflexión práctica e histórica sobre la propia tradición.
Es indispensable conocer las tradiciones políticas ajenas, no
sólo para aprender de ellas, sino también para conocer mejor
la propia. Este aprendizaje “puede revelar pasajes significativos

42 Ibid.t p. 128.
43 Gadamer concibe la tradición y la com prensión de la tradición de una
manera muy semejante que Oakeshott. Cfr. H.G. Gadamer, Verdad y método i,
Editorial Síguem e, Salamanca, 1977.
44 En este punto, Oakeshott anticipa las ideas centrales de Dunn, Skinner
y Pocock sobre la naturaleza de la historia del pensam iento político.
32 IN T R O D U C C IÓ N

de nuestra propia tradición que de otra m anera perm anecerían


ocultos".45 Así, la com prensión de otras tradiciones perm ite el
enriquecim iento y la mejor com prensión de la propia tradición.
Esta idea será desarrollada posteriorm ente por A. Maclntyre,
com o veremos más adelante.
Además de un estudio histórico, Oakeshott reconoce tam­
bién la im portancia de un estudio filosófico de la política que
tiene como propósito el análisis y la elucidación de ideas gene­
rales que están vinculadas a la actividad política dentro de una
tradición. Oakeshott nos advierte que la filosofía política no tra­
ta de ideas o sistemas de ideas ahistóricos o trascendentes, sino
que, por el contrario, debe apegarse siempre a la historia. En
última instancia, la filosofía política es un tipo de historia, “una
historia en la que los filósofos detectan incoherencias en las for­
mas com unes de pensar dentro de una tradición y proponen
soluciones, más que una historia de doctrinas o sistemas”.46
Oakeshott rechaza la pretensión normativa de la filosofía po­
lítica en térm inos de que nos perm ita distinguir entre proyectos
políticos buenos y malos. Su utilidad es más bien terapéutica,
“tan sólo podem os esperar que será más difícil que se nos en­
gañe con enunciados ambiguos y argumentos irrelevantes”.47
Finalmente, Oakeshott reconoce una cuarta m anera de com­
prender la tradición que consiste precisamente en la abstracción
y discusión de ideas y principios que parecen estar implícitas
en una tradición. A este tipo de conocimiento político Oake­
shott lo denom ina ideología. En este sentido, las ideologías
son esquemas abreviados y distorsionados de aspectos de una
tradición. A pesar de este carácter distorsionante de las ideo­
logías, Oakeshott reconoce que “pueden tener alguna función
útil para el descubrim iento de aspectos relevantes de una tradi­
ción, a la m anera com o una caricatura revela potencialidades de
una cara”,48 o a m anera de hipótesis para explorar impresiones
intuitivas [ intm
ations] de una tradición política. M ientras se ten­
ga conciencia de estas limitaciones deformantes, las ideologías

45 Ibid., p. 132.
46 Ibid-, p. 132.
47 Ibid.
48 Ibidem., p. 125.
AMBROSIO VELASCO GÓMEZ 33

pueden ser heurísticamente útiles. El problema grave consiste


en considerar las ideologías como los principios que efectiva­
mente rigen o debieran regir el comportamiento político y los
arreglos institucionales de una sociedad determinada. Bajo esta
consideración, las ideologías resultan falsas y engañosas.
En suma, Oakeshott afirma que el conocimiento político es
siempre el conocimiento de una tradición de comportamientos,
discursos, pensamientos y acuerdos políticos en una determina­
da sociedad. Este tipo de conocimiento puede adoptar cuatro
formas diferentes pero complementarias: una forma práctica
orientada a reflexionar y traer a la conciencia los recursos prác­
ticos con que contamos en nuestra tradición para resolver pro­
blemas políticos en diferentes situaciones, “para navegar, en
nuestra vida social y política”; una visión histórica del pensa­
miento y acción de los hombres en el desarrollo de nuestra
tradición que nos permite reconstruir narrativamente la iden­
tidad de la tradición propia; una visión filosófica que analiza
críticamente las ideas y principios involucrados en la historia
de nuestra tradición y contribuye a una mejor comprensión
y argumentación en nuestras interrelaciones sociales; y, final­
mente, una interpretación ideológica que formula esquemas
doctrinarios que en el mejor de los casos puede tener una fun­
ción heurística. De estas cuatro formas de conocimiento de la
tradición la única que es prescindible, e incluso riesgosa, es la
ideológica. Pero es precisamente ésta la que predomina tanto
en el mundo académico de la filosofía política, como en el ám­
bito de la actividad política. La reflexión práctica, la histórica
y la filosófica son indispensables para la educación política y
constituyen al mismo tiempo tres dimensiones esenciales del
auténtico conocimiento político, lo cual dista mucho de una
mera teoría normativa, pero también de una mera teoría empí­
rica descriptiva.
Esta concepción del conocimiento político entendido como
conocimiento práctico, filosófico e histórico de la tradición an­
ticipa en puntos fundamentales las concepciones de varios filó­
sofos e historiadores de la teoría política como Hannah Arendt
y Alasdair Maclntyre. Pero, desde luego, cada uno de estos auto­
res presenta concepciones distintas de la naturaleza, desarrollo
y relevancia de las tradiciones del pensamiento político.
M INTRODUCCIÓN

Para H annah Arendt la tradición de la filosofía política se ini­


cia con Platón y termina con Karl Marx. Su inicio está marcado
por la posibilidad de reflexionar sobre la vida política desde
una posición por encima de la vida política, pero no alejada de
ella: llega a su fin cuando se abjura49 de la filosofía como con­
dición necesaria para transformar a la sociedad política en una
sociedad ideal sin un Estado político, donde existe una gran
productividad del trabajo que libera a los hombres de la nece­
sidad misma del trabajo.50 Es el trabajo y no la contemplación
filosófica, ni la acción política, lo que puede conducir a los hom­
bres a una vida feliz. Con esta imposición del homo faber sobre
la acción y la contemplación, se cancelan las posibilidades de la
política y de la filosofía.51 Arendt no culpa a Marx de la inver­
sión de la jerarquía de la vida contemplativa sobre la activa, ni
del ascenso del trabajo sobre la acción política. Este proceso se
inicia desde la ciencia m oderna con Galileo y se consolida con
la revolución industrial, la cual constituye el contexto donde
Marx desarrolla su pensamiento. Este proceso de inversión de
las jerarquías de distintos aspectos de la condición humana {vita
contemplativa-üíta activa y, dentro de esta última, trabajo sobre
acción política) continua de manera más radical en el presente
siglo.
No obstante este panoram a desalentador, Arendt, al final de
su libro La condición humana, reconoce que el pensamiento que
es propio de la vida contemplativa “todavía es posible y sin du­
da real, siempre que los hombres vivan bajo condiciones de
libertad política”.52 Pero la lucha por restablecer y mantener
la libertad política no puede realizarse sin el apoyo de la filoso­
fía política. Por ello, el resurgimiento de esta tradición perdida
es una tarea urgente no sólo para los filósofos, sino también
para los ciudadanos. Pero la tradición de la filosofía no sólo es
relevante para promover la libertad política a través de la acción
de los hombres en el espacio público; también es indispensable
para com prender y evaluar la misma acción política. En contra
49 p. 23 de La tradición.
50 Ibid., p. 24.
51 Véase Hannah Arendt, La condición hum ana, cap. vi, “La vita activa y la
época m oderna”, Paidós, Barcelona, 1993, pp. 3 2 0 -3 3 7 .
52 Ibid., p. 348.
AMBROSIO VELASCO GÓMEZ 35

de la orientación descriptivista y causal de la ciencia política


empírica, Arendt considera que la comprensión de los discur­
sos y acciones humanas sólo puede realizarse a través de una
narrativa que dé cuenta del devenir de las interacciones de los
hombres en sus escenarios o contextos políticos. Esta narrativa
de las interrelaciones y consecuencias de los discursos y accio­
nes de los hombres constituye precisamente la historia.53 En
consecuencia, si bien es cierto que la filosofía política requiere
un distanciamiento de la comunidad política, también es cierto
que la com prensión filosófica del discurso y la acción política
necesariamente tiene que hacerse en y desde una narrativa his­
tórica. Esta narrativa histórica es semejante a lo que en años
más recientes Gadamer denomina tradición. En este sentido,
la comprensión de la acción y discursos políticos únicamente
pueden hacerse dentro de una tradición, que al ser com pren­
dida por las personas que a ella pertenecen, la transforman,
abriendo así nuevas posibilidades para la acción. Así pues, las
tradiciones son constitutivas de las acciones humanas. Esta idea
la desarrolla Alasdair Maclntyre con mucha claridad.
Al igual que Oakeshott, Alasdair Maclntyre da una prioridad
fundamental al concepto de tradición, reconociendo su carác­
ter dinámico y continuo:

Una tradición es un argumento que se extiende a través del tiempo


en el cual algunos acuerdos fundamentales se definen y redefi­
nen en términos de dos tipos de conflictos: aquellos con críticos
o enemigos externos a la tradición que rechazan todo o parte de
los elementos clave de esos acuerdos fundamentales, y aquellos
dentro de la tradición en los que se desarrollan debates interpre­
tativos a través de los cuales el significado y la racionalidad de

53 “La acción sólo se revela plenam ente al narrador, es decir, a la mirada


del historiador, que siem pre con oce mejor de lo que se trata que los propios
participantes [ . . . ] Lo que el narrador cuenta ha de estar necesariam ente ocul­
to para el propio actor, al m enos mientras realiza el acto o se halla atrapado
en sus consecuencias, ya que la significación de su acto está en la historia que
sigue. Aunque las historias son resultados inevitables de la acción, no es el
actor, sino el narrador, quien capta y hace la historia", ib id. , p. 215. (Sobre
la com prensión narrativa, véase P. Ricoeur, “T he Narrative Function", en su
libro Hermeneutics and the H um an Sciences, Cambridge University Press, 1985.
Véase tam bién Paul Ricoeur, Tiempo y narración, Siglo XXI, M éxico, 1995.)
36 IN T R O D U C C IÓ N

los acuerdos fundamentales se especifican y gracias a los cuales


la tradición se constituye.54

En contra de cualquier visión universalista, M aclntyre afirma


que las tradiciones están hasta cierto punto arraigadas siempre
con un carácter local, y form adas p o r las particularidades del
lenguaje y del am biente social. Debido a su arraigo social, la
historia de una tradición no puede ser separada de la histo­
ria social y política. Esto no significa que las tradiciones de
investigación racional sean m eras expresiones de conflictos so­
ciales o económ icos o de sucesos políticos. M aclntyre rechaza
cualquier interpretación sociológica extrem a al igual que la des-
contextualización filosófica en la explicación de las tradiciones
intelectuales.
O poniéndose a estas dos m aneras extremas de interpretar la
historia intelectual, M aclntyre sugiere una concepción holísti-
ca e interconectada de las relaciones entre filosofía y contexto
social. Desde este punto de vista, “las teorías filosóficas dan
u n a expresión organizada a conceptos y teorías ya existentes en
form as de prácticas en las com unidades”, haciendo posible una
crítica racional de esas creencias sociales. A su vez, el desarrollo
racional y crítico de las teorías filosóficas com únm ente se ma­
nifiesta en instituciones y prácticas sociales, haciéndolas “más
o m enos racionales de acuerdo con los criterios y el tipo de
racionalidad que se presupone en la investigación constituida
dentro de la trad ició n ”.55
Esta concepción dinám ica de la relación entre conocimiento
teórico y prácticas sociales confiere a las teorías políticas y a las
teorías m orales tanto una relevancia ideológica com o una sig­
nificación intelectual. M aclntyre está de acuerdo con Skinner,
y en desacuerdo con Strauss, en el sentido de que las teorías
políticas, y en general las teorías filosóficas, tienen un carácter
ideológico.56

54 A. M aclntyre, W h o s e J u s t i c e ? W hich Rationalily?, U niversity o f N


Press, N otre D am e, p. 12.
55 Loe. cit.
5e “Lo que h e caracterizado c o m o id eo lo g ía n o solam en te se traslapa con
los asuntos prop ios d e la filosofía; es filosofía. A sí p u es, la in vestigación filo só ­
fica siem p re p u ed e convérfirslTen un d iso lv en te d e las co n v iccio n es id eológicas
AMBROSIO VELASCO GÓMEZ 37

Sin embargo, a diferencia de Skinner, Maclntyre afirma que


las teorías filosóficas pueden ser evaluadas en términos de su
racionalidad. Difiriendo del universalismo de Strauss, Maclnty­
re concibe los criterios de racionalidad internamente arraiga­
dos en el desarrollo histórico de las tradiciones, de tal m anera
que tradición y razón no son mutuamente excluyentes, como
piensan filósofos modernos y posmodernos.57 El mismo autor
afirma que la racionalidad que las tradiciones poseen debe ser
evaluada retrospectivamente de acuerdo con la capacidad de la
tradición para superar a través del tiempo conflictos internos y
externos . Los conflictos internos se manifiestan en el nivel de
la “problemática” de la tradición. La problemática es “la agenda
de problemas no resueltos y de temas no resueltos que consti­
tuyen la referencia obligada para evaluar el progreso racional
que la tradición puede desarrollar, según tenga éxito o no en
resolverlos”.58
Al enfrentar su problemática, toda tradición es susceptible de
“crisis epistemológicas”. Estas crisis son decisivas para el desa­
rrollo de las tradiciones, ya que es en términos de las respuestas
a tales crisis que “las tradiciones se reivindican o fracasan”.59
De acuerdo con Maclntyre, una crisis epistemológica ocurre
en cualquier punto del desarrollo de una tradición cuando:

y de los com prom isos ideológicos al proponer conclusiones incom patibles con
posiciones de alguna ideología en particular”. (A. Maclntyre, Against the Self-
Images o f the Age, Duckworth, Gran Bretaña, 1971, pp. 6-7).
57 “El relativismo de la postilustración y el perspectivism o son, pues, la
contrapartida negativa de la Ilustración, su imagen invertida [ . . . ] así pues no
es sorprendente que lo que fue invisible para los pensadores de la Ilustración
sea igualm ente invisible para aquellos relativistas y perspectivistas posm oder­
nistas [ . . . ] lo que ninguno de ellos fue o es capaz de reconocer es el tipo de
racionalidad que las tradiciones poseen. Esto fue en parte debido a la idea de
que la tradición es inherentemente oscurantista [ . . . ] ” (A. Maclntyre, Whose
Justice? Which Rationality?, p. 353). Es importante señalar que en el presente
siglo diferentes tradiciones filosóficas han afirmado la com patibilidad entre
tradición y racionalidad. Por ejemplo, Karl R. Popper ha propuesto una teoría
racional de las tradiciones y, desde otra perspectiva, H.G. Gadamer ha des­
arrollado toda una concepción de las tradiciones que involucran cierto tipo
de racionalidad.
58 A. Maclntyre, Whose Justice? Which Rationality?, p. 361.
59 Ibidem., p. 366.
38 IN TR O D U CC IÓ N

la tradición deja de progresar de acuerdo con sus propios criterios


de progreso. Sus métodos hasta entonces aceptados como confia­
bles se convierten en estériles. Los conflictos sobre respuestas
opuestas a cuestiones clave ya no pueden ser resueltos racional­
mente [ ... ]60

Aunque esta visión de las crisis epistemológicas parece muy


similar a la idea de crisis de paradigmas de Kuhn, Maclntyre
concibe la solución de las crisis en términos muy diferentes.61
A firm a que la solución involucra un cambio revolucionario de
conceptos, teorías y métodos de tal modo que se deben satisfa­
cer tres condiciones esenciales. Primero, el nuevo y enriquecido
marco conceptual “debe proveer una solución para los proble­
mas que anteriorm ente no pudieron resolverse de una m anera
sistemática y coherente”; segundo, debe explicar por qué en
una etapa previa la tradición se volvió “estéril, o incoherente,
o ambas cosas”; y, finalmente, “estas dos tareas deben ser lle­
vadas a cabo de tal m anera que se muestre una continuidad
fundam ental de las nuevas estructuras conceptuales y teóricas
con las creencias compartidas en términos de las cuales la tra­
dición de investigación ha sido definida hasta este punto”.62
Maclntyre piensa que las crisis epistemológicas abren opor­
tunidades para encuentros entre diferentes tradiciones. En una
crisis epistemológica los defensores de una tradición estableci­
da están más atentos y receptivos a diferentes alternativas para
ver los problemas.
El reconocimiento de que es posible aceptar la validez de
tesis rivales de una tradición extraña con base en criterios de
la propia tradición es, para Maclntyre, la refutación del dilema
“universalismo o relativismo”. Este proceso de apoyarse en una

60 Ibidem., p. 362. Para una discusión detallada del concepto de crisis epis­
tem ológica, véase su artículo “Epistem ological Crisis, Dramatic Narrative and
Philosophy o f S cience”, The M onist, vol. 60, núm. 4, octubre de 1977.
61 M aclntyre reconoce que su punto de vista es más afín a Imre Lakatos,
aunque tam bién lo critica por hacer caricaturas de la historia: “evaluar una
teoría com o evaluar una serie de teorías, esto es un program a de investigación
en el sentido que Lakatos le da al térm ino, es precisam ente escribir esa historia,
la narración de victorias y derrotas. Esto es lo que Lakatos reconoció [ . . . ]"
{ibid.y p. 469).
62 A. Maclntyre, Whose Justice? Which Rationality?, p. 362.
A M B ROSIO V E LA SC O GÓ M EZ 39

tradición extraña previam ente com prendida tiene lugar a través


de la traducción.63
En los casos más difíciles de traducción (no directa) se re­
quiere la introducción de nuevos conceptos y nuevas form as de
m irar al m undo y, posteriorm ente, nuevas formas de actuar en
el m undo. Estas innovaciones pueden entrar en conflicto con
las creencias dominantes de la propia tradición. Debido a este
potencial crítico e innovativo, la no traducibilidad directa no
es una deficiencia del lenguaje de una determ inada tradición.
Por el contrario, es una condición para su desarrollo crítico.64
M aclntyre critica la pretensión de absoluta traducibilidad de
los lenguajes contem poráneos en el nivel internacional que irre­
flexivamente suponen “su habilidad para entender cualquier
cosa de cualquier cultura humana y cualquier historia, no im­
p o rta qué tan aparentem ente ajenas pueden ser éstas”. Para
M aclntyre esto no sólo es una falsa pretensión, sino que tam ­
bién se trata de un presupuesto sumamente peligroso, ya que
suponer una com pleta traducibilidad y conm ensurabilidad eli­
m ina cualquier posibilidad de cuestionamiento y confrontación
de nuestra cultura contem poránea con otras tradiciones ajenas
que sean interpretadas de m anera auténtica. En este punto Mac­
lntyre está de acuerdo con Skinner acerca de las consecuencias
críticas de interpretación de textos políticos del pasado en sus
térm inos originales. Pero Maclntyre, a diferencia de Skinner,
ofrece un criterio racional para justificar las evaluaciones acer­
ca de la superioridad de algunas creencias del pasado sobre las
actuales, y da cuenta detallada de cómo es posible que dos tra­
diciones diferentes entren en contacto a través de la traducción.

63 M aclntyre reco n o ce “dos distintos tipos d e traducción, traducción d en ­


tro d e los propios recursos lingüísticos d e una tradición y traducción por
inn ovación lingüística a través d e la cual las tesis de la tradición ajena p u ed en
ser transm itidas a partir d e su lenguaje original". Ibid., p. 372.
64 “Solam ente aquellos cuya tradición posibilita que su h eg em o n ía sea
pu esta en cuestionam iento p u ed en tener garantías racionales para defen d er
tal hegem onía. Y solam ente aquellas tradiciones cuyos defensores reco n o cen
la posibilidad de no traducción en su propio lenguaje en uso, son capaces de
reconocer y aprovechar adecuadam ente esta posibilidad”. Ibid., p. 388.
40 IN T R O D U C C IÓ N

5. Comentarios finales

Podemos distinguir varios puntos de controversia entre los au­


tores que hem os analizado en esta introducción. Entre los poli-
tólogos y los filósofos políticos el tema central de discusión es
el del carácter normativo-axiológico o descriptivo-empírico de
la teoría política. Mientras que filósofos como Strauss y Wolin
subrayan exclusivamente el carácter normativo de la teoría po­
lítica y defienden la legitimidad de este tipo de conocimiento,
politólogos como Easton y Berelson cuestionan la legitimidad
de la teoría política normativa y defienden exclusivamente la
teoría política empíricamente corroborada o al menos corro­
borable. Frente a estas posiciones opuestas y excluyentes, el
argum ento de Taylor me parece muy convincente: de hecho
las teorías normativas contienen siempre descripciones y ex­
plicaciones con validez em pírica como parte esencial de las
justificaciones que se ofrecen sobre la viabilidad de las formas
ideales o recom endables de organización política, así como de
la pertinencia de los medios que se proponen para realizar ta­
les ideas. Recíprocamente, las teorías políticas empíricas tienen
presupuestos valorativos y consecuencias normativas tan enfá­
ticas como las teorías filosóficas que pretenden desacreditar.
En consecuencia, la separación tajante entre teorías empíricas
y normativas, entre ciencia política y filosofía política, es insos­
tenible. El problem a que se plantea más bien es cómo lograr
el justo equilibrio entre los aspectos descriptivos y normativos,
entre la explicación y la evaluación de las creencias, prácticas e
instituciones políticas.
Un segundo tema de controversia se establece entre filósofos
como Strauss e historiadores como Skinner: la relación entre
teoría y práctica política. Para Strauss, la teoría política, si bien
se origina en problemas prácticos, los trasciende en busca de
un conocimiento de carácter universal que nada tiene que ver
con los problemas concretos que le dieron origen. Por el con­
trario, Q uentin Skinner y John G.A. Pocock consideran que las
teorías políticas tienen siempre como referente situaciones y
problem as políticos concretos, y más que aspirar a un cono­
cimiento dem ostrable racionalmente y de validez universal, se
AMBROSIO VELASCO GÓM EZ 41

proponen incidir en las creencias, actitudes, valores y prácticas


de la com unidad política a la que pertenecen.
En este sentido, las teorías políticas no son en sentido estricto
teorías, sino discursos ideológicos que han de evaluarse no en
términos de su falsedad o verdad, sino en función de su eficacia
persuasiva. Así, en un caso la teoría política nada tiene que ver
con la ideología, y en el otro extremo la teoría política no es otra
cosa más que ideología orientada a la acción. De nuevo, frente
a esta oposición, autores como Oakeshott y Maclntyre defien­
den acertadamente que las teorías políticas contienen tanto un
contenido cognoscitivo, cuya validez puede argum entarse ra­
cional y empíricamente, como un contenido ideológico, cuya
retórica puede com prenderse y evaluarse pragmáticamente. Es
más, como lo señala Hannah Pitkin, estas dos dimensiones se
refuerzan y complementan recíprocamente:

Si nuestros propósitos e ideales no pudieran ser institucionaliza­


dos, enseñados y puestos en práctica de manera regular, perma­
necerían vacíos y ociosos [. . . ] pero las acciones quedan cortas
respecto a las intenciones y las prácticas institucionales desarro­
llan una dinámica propia. Por ello, necesitamos siempre mantener
nuestros conceptos por encima de las prácticas e instituciones en
las que (supuestamente) se realizan con el fin de continuar siendo
capaces de criticarlas, renovarlas y revisarlas.65

Desde la perspectiva de Oakeshott y Maclntyre (coincidente


con Pitkin), las funciones teóricas explicativas y normativas y
la función práctica ideológica deben verse como momentos de
ciclos críticos que propician el desarrollo progresivo de cada
uno de estos aspectos constitutivos de toda teoría política.
Una tercera temática de discusión se refiere a la concepción
del alcance y racionalidad de las tradiciones de la teoría política.
Mientras que filósofos como Leo Strauss y, en m enor medida,
Wolin defienden una concepción transhistórica de la tradición
de la filosofía política y evalúan el desarrollo de la tradición y la
validez de las teorías que la constituyen de acuerdo con criterios
universales y ahistóricos, posiciones como la de Dunn, Skinner,

65 Hanna Pitkin, Wittgenstein and Justice, University o f California Press,


Berkeley, 1972, p. 190-191.
42 IN TR O D U CC IÓ N

o incluso la de Pocock, conciben las tradiciones de pensamien­


to político con arraigos contextúales específicos y con cierto
grado de rigidez y aislamiento (más Skinner que Pocock), de tal
m anera que no sólo se rechazan tajantemente, sino incluso se
niega la posibilidad de confrontar y com parar teorías y textos
de diferentes tradiciones De nuevo, frente al dilema de racio­
nalidad filosófica ahistórica o relativismo historicista, autores
como Maclntyre, Oakeshott y Arendt ofrecen un concepto de
tradición flexible que al mismo tiempo que aceptan el carácter
contextual de las tradiciones, subrayan su naturaleza abierta
y dinámica. Para estos autores (sobre todo Oakeshott y Macln­
tyre), la racionalidad de una tradición depende de su capacidad
para dialogar y aprender de otras tradiciones.
En suma, me parece que los autores de los textos de la terce­
ra parte de esta antología (Oakeshott, Arendt y Maclntyre), que
conciben la tradición como un proceso dinámico y dialógico en
un contexto de pluralismo de tradiciones y teorías, y que reco­
nocen que cada teoría dentro de cada tradición política contiene
tanto contenidos cognoscitivos como ideológicos, y realiza fun­
ciones descriptivas y normativas, ofrecen una concepción de la
teoría política y de su racionalidad más rica, objetiva y promi­
soria. Pero ésta es una mera opinión personal. Invito al lector a
elaborar su propia reconstrucción del debate entre los diferen­
tes textos de esta antología, se forme un juicio propio y obtenga
sus conclusiones.
PROCEDENCIA DE LOS TEXTOS

Teoría política y filosofía

Charles Taylor, “Neutrality in Political Science”, en P. Laslett


y W.G. Runciman (comps.), Philosophy, Politics, and Society,
tercera serie, Basil Blackwell, 1969, pp. 24-57. Traducción:
“La neutralidad en la ciencia política”, en Alan Ryan (comp.),
La filosofía de la explicación social, FCE, México, 1976, pp. 218-
266. Traducción de Celia Haydee Paschero.
Leo Strauss, “¿What is Political Philosophy?”, en L. Strauss,
What is Political Philosophy? and Other Essays, The University
of Chicago Press, Glencoe, Illinois, 1959. Traducción: “¿Qué
es filosofía política?”, en ¿Qué es la filosofía política? y otros en­
sayos, Guadarram a, Madrid, 1970, pp. 11-73. Traducción de
Amando A. de la Cruz.
Sheldon Wolin, “Paradigms and Political Theory”, en K. Pres­
ión y B.C. Pareckh (comps.), Politics and Experience, Cam­
bridge University Press, 1968, pp. 125-152.

Teoría política e historia


John Dunn, “The Identity of the History of Ideas”, en J. Dunn,
Political Obligation in Historical Context, Cambridge University
Press, Cambridge, 1980, pp. 13-28. (Publicado originalmen­
te en Philosophy. TheJournal of the Royal Institute of Philosophy,
vol. xliii, abril de 1968.)
Q uentin Skinner, “Some Problems in the Analysis of Political
Thought and Action”, Political Theory, vol. 12, núm. 3, agosto
de 1974, Sage Publications Inc.
44 PROCEDENCIA DE LOS TEX TO S

John G.A. Pocock, “The History of Political Thought: A Metho-


dological Inquiry”, en P. Laslett y W.G. Runciman (comps.),
Philosophy,Politics, and Society, segunda serie, Basil Blackwell,
1962, pp. 183-202.

Teoría política y tradición

Michael Oakeshott, “Political Education”, en M. Oakeshott, Ra-


tionalism in Politics and Other Essays, Methuen, Londres, 1984.
Hanna Arendt, capítulo V: “Acción”, en H. Arendt, La condición
h u m a n a ,Ediciones Paidós, Barcelona, 1993, pp. 200-240.
Traducción de Ramón Gil Norvais.
Alasdair Maclntyre, “The rationality of Traditions”, en A. Mac-
Intyre, Whose Justice?Which Rationality?, University of Notre
Dame Press, Notre Dame, 1988. Traducción: “La racionali­
dad de las tradiciones”, en Justicia y racionalidad, Ediciones
Internacionales EIUNSA, Barcelona, 1994, pp. 333-349. Tra­
ducción de Alejo José G. Sisón.
BIBLIOGRAFÍA RECOMENDADA

Esta bibliografía tiene el propósito de orientar al interesado


que desee am pliar y profundizar sus conocimientos acerca de
las diferentes concepciones de la teoría política en el siglo xx
que se han integrado en este volumen. No pretende ser un guía
exhaustiva de la filosofía política del siglo xx.

I. Textos generales que ofrecen una visión amplia de diferentes concep­


ciones de la teoría política

Bernstein, Richard J., La reestructuración de la teoría social y polí­


tica, FCE, México, 1982.
Beyme, Klaus, Teoría política en el siglo xx. De la modernidad a la
posmodernidad, Alianza Editorial, Madrid, 1994.
Dallmayr, F.R., Polis and Praxis. Excercises in Contemporary Politi-
cal Theory, MIT Press, Cambridge, 1984.
Esquith, Stephen L., (comp.), Political Dialogue: Theories and
Practices, Rodopi, Holanda, 1996.
Gunnell, John G., Political Theory: Tradition and Interpretaron,
Little Brown, Boston, 1979.
— , Between Philosophy and Politics. The Alienation of Political
Theory, The University of Massachusetts Press, Amherst,
1986.
Nelson, John S., (comp.), What Should Political Theory Be Noto?,
State University of New York Press, Albany, 1983.
Rabotnikof, Nora, Ambrosio Velasco y Corina Yturbe (coords.),
La tenacidad de la política, Instituto de Investigaciones Filosó­
ficas, México, UNAM, 1995.
46 BIBLIOGRAFÍA RECOM ENDADA

Laslett, Peter y W.G. Runciman (comps.), Philosophy, Politics, and


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I. TEORÍA POLÍTICA Y FILOSOFÍA
LA NEUTRALIDAD EN LA CIENCIA POLÍTICA

Charles Taylor

1
I. Hace unos años, uno oía decir frecuentemente que la filoso­
fía política estaba muerta, que la había matado el crecimiento
de la ciencia, el desarrollo del positivismo, la desaparición de
la ideología o alguna combinación de estas fuerzas, pero que,
cualquiera que hubiese sido la causa, estaba muerta.
No es mi intención atizar las brasas de este viejo tema una vez
más. Lo tomo simplemente como punto de partida para una re­
flexión sobre la relación entre la ciencia política y la filosofía
política. Pues detrás del criterio de que la filosofía política esta­
ba muerta, detrás de toda concepción que sostenga que puede
morir, está la creencia de que su destino puede separarse del
de la ciencia política, ya que nadie pretendería que la ciencia
de la política está muerta, por más que uno pudiera desaprobar
ésta o aquélla m anera de ocuparse de ella. Continúa siendo una
empresa siempre posible y, por cierto, importante.
El criterio era, en verdad, que la ciencia política había al­
canzado la edad adecuada como para liberarse, finalmente, de
la dependencia de la filosofía política. Ya nunca más su ámbi­
to se estrecharía, ni su obra se vería menoscabada por efecto
de alguna ubicación de im portancia valorativa, que funciona­
ría como un lastre inicial que retardaría toda la empresa. Se
creía que la ciencia política se había liberado de la filosofía al
quedar exenta de valores y al adoptar el método científico. Se
51 LA N E U T R A L ID A D EN LA CIEN CIA PO LÍT IC A

sentía que estos dos movimientos estaban íntim am ente relacio­


nados; en verdad, el segundo contiene al prim ero. Ya que el
m étodo científico, aunque no fuese más que esto, es un estudio
desapasionado de los hechos tal como son, sin presupuestos
metafísicos, y sin prejuicios o parcialidades de valor.
Com o V ernon van Dyke lo expresa:

y c i e n t í f i c o , entonces, son palabras que se relacionan úni­


c ie n c ia
camente con una clase de conocimiento; es decir, con el conoci­
miento de lo que es observable, y no con ninguno de los otros
tipos de conocimiento que pueden existir. No se relacionan con
el pretendido conocimiento de lo normativo: el conocimiento de
lo que debería ser. La ciencia se ocupa de lo que ha sido, es o será,
independientem ente de los “debería” de la situación.1

Por tanto, quienes podían sostener que la filosofía política es­


taba m uerta, eran aquellos que se atenían a una concepción de
las ciencias sociales com o wertfrei; igual que la ciencia natural, la
ciencia política debe estudiar desapasionadam ente los hechos.
Esta posición recibió apoyo de las concepciones de los empiris-
tas lógicos, quienes tuvieron, por ser filósofos, una influencia
extraordinariam ente am plia entre los científicos en general, y
en las ciencias del hom bre en particular. Anim ados por sus en­
señanzas, algunos científicos políticos ortodoxos tendieron a
que la tarea de la teoría normativa, al hacer recom endaciones y
al valorar diferentes cursos de acción, podía separarse totalm en­
te del estudio de los hechos, del intento teórico de explicarlos.
Muchos, p o r supuesto, tenían dudas; y estas dudas parecen
ir aum entando, en la actualidad, entre los científicos políticos.
Pero no tocan la tesis de la separación lógica entre hecho y
valor. Más bien se concentran alrededor de la posibilidad de
colocar los valores personales a un lado, cuando se em prende
el estudio de la política. La relación entre el estudio de hechos
reales y las creencias norm ativas es concebida, p o r tanto, de la
m ism a form a positivista tradicional: que la relación, si es que
existe alguna, va del valor al hecho real y no de éste al valor. Asi
pues, se afirm a que los hallazgos científicos son neutrales: es1

1 Political Science, Stanford U niversity Press, Stanford y L ondres, 1960,


p. 192.
CH A R LES TAYLOR 55

decir, los hechos, tal como los descubrimos, no ayudan a esta­


blecer o dar apoyo a ningún conjunto de valores; no podem os
pasar del hecho al valor. Sin embargo, a m enudo se adm ite que
nuestros valores pueden ejercer influencia en nuestros hallaz­
gos. Puede pensarse que esto es una interferencia viciosa, como
cuando enfocam os nuestro trabajo con prejuicios que oscure­
cen la verdad, o que es algo anodino e inevitable, como cuando
nuestros valores eligen por nosotros el área de investigación en
la que deseam os em barcarnos. O puede pensarse que es un fac­
tor cuyos efectos peijudiciales pueden com pensarse por m edio
de una clara concienciación del mismo: así, muchos teóricos
actuales recom iendan que uno exponga detalladam ente la pro­
pia posición de valor que adopta, al comienzo de un trabajo,
para p o n er en guardia al lector (y tal vez, también al escritor).
Por lo tanto, las creencias de valor siguen tan infundadas en
el hecho científico, para la nueva generación de teóricos más
prudentes, com o lo estaban para los pensadores de la época de
apogeo de la “libertad de la valoración”. Surgen, por así decirlo,
del estudio de los hechos reales del exterior; brotan de profun­
das elecciones que son independientes de los hechos. Así, David
Easton, quien continúa intentando dem ostrar que “cualquiera
sea el esfuerzo que se ejerza al em prender la investigación, no
podem os desprendernos de nuestros valores de la misma form a
que nos quitam os nuestras chaquetas”,2 no obstante, expresa su
aceptación, al com ienzo, del “supuesto funcional” que es “gene­
ralm ente adoptado, en la actualidad, en las ciencias sociales”,
y que “dice que los valores pueden reducirse, en últim a ins­
tancia, a reacciones em ocionales, condicionadas por las totales
experiencias vitales del individuo”.3 Así pues, no es cuestión de
encontrar valores en los descubrim ientos científicos. Las reac­
ciones em ocionales pueden explicarse m ediante la experiencia
vital, pero no se puede justificar o dem ostrar que son alopiadas
m ediante los hechos acerca de la sociedad:

El aspecto moral de una proposición [. . . ] expresa solamente la


respuesta emocional de un individuo a un estado de hechos reales

2 The Political System, K nopf, N ueva York, 1953, p. 225.


3 p. 221.
r>t) LA N E U T R A L ID A D EN LA C IE N C IA P O L ÍT IC A

o presuntos [ . . . ] Si bien podem os decir que el aspecto de una


proposición, referente a un hecho, puede ser cierto o falso, no
tiene sentido caracterizar el aspecto valorativo de una proposición
de esta m anera.4 r

La im portancia de estas palabras resulta clara. Ya que, si las


posiciones de valor pu d ieran ser apoyadas o m inadas por los
hallazgos de la ciencia, entonces no podrían caracterizarse sim­
plem ente com o reacciones em ocionales, y no podríam os decir,
sencillam ente, que no tenía sentido (aunque ello p u d iera resultar
confuso) hablar de ellas com o verdaderas o falsas.
Por consiguiente, la filosofía política, com o argum ento razo­
nado acerca de fundam entales valores políticos, puede separar­
se com pletam ente de la ciencia política, incluso desde el punto
de vista m oderadam ente positivista que está hoy día ganando
terren o entre los científicos políticos. Los “valores” conducen,
p or así decirlo, el proceso de descubrim iento, pero no ganan
ni pierden verosim ilitud m ediante él. Así pues, aunque los va­
lores hasta cierto punto no puedan desarraigarse de la ciencia
política, el argum ento razonado concerniente a ellos parecía
fácilm ente separable (aunque los teóricos pueden diferir en
cuanto a si esto es prudente o no: cfr. Easton, cit.). En
realidad, es difícil entender en qué podría consistir ese argu­
m ento razonado. Los hallazgos de la ciencia serán pertinentes
a nuestros valores, p or supuesto, en el sentido de que nos dirán
cóm o llevar a cabo las metas que nos hem os im puesto nosotros
mismos. Podem os reconstruir la ciencia política en la matriz
de una “ciencia política”, com o la ingeniería y la m edicina, que
nos m uestre cóm o p o d er alcanzar nuestras metas. Pero las fina­
lidades y los valores todavía proceden de alguna o tra parte; se
basan en elecciones cuyos fundam entos perm anecen oscuros.
El propósito de este ensayo es el de p o n er en tela de juicio
esta noción de la relación de los hallazgos reales, en política,
con las posiciones de valor, y de este m odo, la relación implícita
entre la ciencia política y la filosofía política. En particular, mi
propósito es discutir el criterio de que los descubrim ientos de
la ciencia política nos dejan, p or así decirlo, tan libres como

4 ¡bid.
CH A R LES TAYLOR 57

antes, que no avanzan nada en cuanto a establecer conjuntos


particulares de valores y derribar otros. Si se dem uestra que
esta concepción está equivocada, entonces tendrem os que re­
conocer una convergencia entre la ciencia y lo normativo en el
campo de la política.
Es usual entre los filósofos que, al discutir esta cuestión, aban­
donen los reinos de las ciencias del hom bre para embarcarse
en un estudio del significado de lo “b u eno”, lo recom endable,
lo emotivo, etc. Propongo seguir aquí otro rum bo y discutir la
cuestión, prim ero, en relación con las disciplinas en térm inos
de las cuales la he propuesto, a saber, la filosofía política y la
ciencia política. C uando alcancemos una cierta com prensión
de las relaciones entre estas dos tierras, por así decirlo, habrá
llegado el m om ento de ver si éstas son consideradas posibles
en los cielos de la filosofía.
II. La tesis de que la ciencia política es valorativamente neutral,
tiene la m áxim a verosimilitud cuando observamos algunos de
sus hallazgos detallados. Puede juzgarse que es deplorable o
alentador el hecho de que los obreros franceses tiendan a votar
por el partido com unista, pero en sí mismo ese hecho no nos
determ ina a aceptar cualquiera de estos dos juicios. Se presenta
como u n hecho neutral entre esos dos juicios.
Si esto fuera todo lo que existe para la ciencia política, el
debate term inaría aquí. Pero no es más capaz que otra ciencia
cualquiera de seguir adelante mediante una colección fortuita
de hechos. En una época se creía que la ciencia se ocupaba pre­
cisamente de la correlación de fenómenos observables presu­
miéndose que los observables que interesaban estaban situados,
sin problem as, ante nuestra mirada. Esta posición, producto de
un em pirism o más primitivo, es ahora abandonada por casi
todos, incluso por aquellos que pertenecen a la tradición empi-
rista.
La cantidad de características que puede exhibir cualquier
despliegue dado de fenómenos, y que pueden, de esta manera,
figurar en correlaciones, es indefinida; y ello poi que los fenó­
menos mismos pueden clasificarse en un num ero indefinido
de formas. Cualquier objeto físico puede clasificarse de acuer­
do con su tamaño, forma, color, función, propiedades estéticas,
58 LA N E U T R A L ID A D EN LA C IE N C IA P O L IT IC A

relación con algún proceso, etc. C uando llegam os a realidades


tan com plejas com o la sociedad política, el caso no es diferente.
Pero entre estas características, sólo un lim itado m argen produ­
cirá correlaciones que tengan alguna fuerza explicativa.
T am poco son éstas necesariam ente las más intrusas. Las ca­
racterísticas, leyes o correlaciones cruciales, respecto de las
cuales se explicarán o ayudarán a explicarse los fenóm enos del
ám bito en cuestión, pueden, en una etapa dada de la ciencia
que interesa, ser sólo vagam ente percibidas, si no es que resul­
tan francam ente insospechadas. Puede suceder que todavía no
se hayan elaborado los recursos conceptuales necesarios para
extraerlas. Se dice, p o r ejem plo, que el concepto de masa de la
m o d ern a física era desconocido para los antiguos, y sólo lenta
y penosam ente se desarrolló a través de las búsquedas de los
años finales de la Edad Media. Y, sin em bargo, es una variable
esencial de la ciencia actual. Una cantidad de características más
intrusas p u ed en resultar inaplicables; es decir, puede tratarse de
rasgos que no sea posible vincular a las funciones explicativas
de los fenóm enos. D istinciones obvias pueden ser inaplicables,
o tener u n a aplicabilidad diferente de la que se les atribuye, co­
m o o cu rre con la distinción entre los cuerpos “livianos” y los
“pesados” de Aristóteles.
Así pues, cuando querem os ir más allá de ciertas correla­
ciones inm ediatas de bajo nivel, cuya pertinencia respecto del
proceso político es bastante evidente, com o ocurre con la men­
cionada anteriorm ente; cuando deseam os explicar p or qué los
trabajadores franceses votan p o r el partido com unista, o por
qué el m acartism o surge en N orteam érica a finales de la década
de 1940, o p o r qué el nivel de la abstención varía de una elección
a otra, o p or qué los nuevos regím enes africanos están expuestos
a la tom a del gobierno p o r parte de los militares, las característi­
cas con referencia a las cuales podem os explicar estos resultados
no se p onen inm ediatam ente en evidencia. No sólo hay una am­
plia diferencia de opinión respecto de ellas, sino que incluso no
estam os seguros de tener todavía los recursos conceptuales ne­
cesarios p ara extraerlas. Podem os fácilmente argüir que ciertas
características más visibles, aquellas pertenecientes, digamos,
a la estructura institucional, no son pertinentes, m ientras que
otras, m enos visibles, digam os, la estructura de carácter predo-
CHARLES TAYLOR 59

minante en determ inados estratos de la sociedad, producirán


la verdadera explicación. Por ejemplo, podemos negarnos a ex­
plicar el macartismo en términos de la lucha entre el poder
ejecutivo y el legislativo, y más bien fijarnos en el desarrollo de
cierta estructura de la personalidad entre determ inados secto­
res de la población norteamericana. O bien, podemos rechazar
estas dos explicaciones y observar el papel de un nuevo grupo
de status alto en la sociedad norteamericana, recientemente en­
riquecido, pero excluido del establishment del Este. O podem os
rechazar esta explicación y ver el macartismo como un resulta­
do de la nueva posición de los Estados Unidos de América en
el mundo.
La tarea de la teoría en la ciencia política, tarea que no se
puede predeterm inar, si es que vamos a elaborar explicacio­
nes m erecedoras de ese nombre, consiste en descubrir cuáles
son las clases de rasgos a los cuales deberíamos m irar para lo­
grar las explicaciones de este tipo. ¿En cuál de las dim ensiones
arriba señaladas vamos a encontrar una explicación del ínacar-
tismo? O más bien, puesto que todas estas dimensiones son
obviamente apropiadas, ¿cómo vamos a relacionarlas al expli­
car los fenómenos políticos? La tarea de la teoría consiste en
describir las características pertinentes en las distintas dim en­
siones y la relación de las mismas, de modo que nos formemos
alguna idea de cuál puede ser ia causa de lo que estudiamos,
de cómo el carácter afecta el proceso político, o la estructura
social afecta el carácter, o las relaciones económicas afectan la
estructura social, o el proceso político afecta a las relaciones
económicas, o viceversa; cómo las divisiones ideológicas influ­
yen en los sistemas de partido, o la historia afecta a las divisiones
ideológicas, o la cultura influye en la historia, o los sistemas de
partido afectan a la cultura, o viceversa. Antes de que hayamos
dado, por lo menos, algunos pasos tentativos en esta dirección,
no podrem os tener siquiera una idea de dónde buscar nuestras
explicaciones; no sabremos qué hechos reunir.
No resulta sorprendente, entonces, que la ciencia política sea
el campo en el que compiten por contestar estas preguntas un
núm ero creciente de “sistemas o estructuras teóricas”. Apar­
te del enfoque marxista y de la teoría de grupo-de-interés o
grupo-de-influencia, asociada al nombre de Bentley, hemos vis-
60 I A N E U T R A L ID A D EN LA C IE N C IA P O L IT IC A

lo el reciente desarrollo de enfoques “estructural-funcionales”


bajo la influencia de la teoría de los sistemas; ha habido en­
foques que han intentado relacionar la dim ensión psicológica
con el com portam iento político (por ejemplo, Lasswell), dife­
rentes aplicaciones de conceptos y m étodos sociológicos (por
ejem plo, Lipset y A lm ond), aplicaciones de la teoría del juego
(por ejemplo, Downs y Riker), etcétera.
Con frecuencia, estos distintos enfoques son rivales, puesto
que ofrecen diferentes explicaciones de las características cru­
ciales para la explicación y las relaciones causales que sustentan.
Podem os hablar de ellos, ju n to con sus análogos de otras cien­
cias, com o de “estructuras conceptuales” o “sistemas teóricos”,
porque pretenden delim itar el área en la que la investigación
científica será fecunda. Una estructura no nos da, de inmediato,
todas las variables que serán pertinentes y las leyes que resulta­
rán verdaderas, pero nos dice qué es lo que necesita explicarse y,
en form a general, m ediante qué tipos de factores. Por ejemplo,
si aceptam os el principio de inercia, ciertas formas de conce­
bir los cuerpos y, por lo tanto, ciertas preguntas, sobrepasan
los límites. Es vano considerarlas, como lo fue la búsqueda de
la causa que m antenía en movimiento la bala de cañón por
parte de la física pregalileana. De m anera similar, un enfoque
m arxista ortodoxo no puede adm itir que el m acartism o pueda
explicarse en térm inos de la educación recibida en los primeros
años de vida y de la resultante estructura de la personalidad.
Pero tam bién podem os considerar que un sistema o estruc­
tura teórica determ ina las dim ensiones cruciales a través de las
cuales los fenóm enos pueden variar, ya que señala las esencia­
les relaciones funcionales mediante las cuales los fenómenos
pueden ser explicados, al mismo tiem po que excluye otras rela­
ciones funcionales pertenecientes a otras estructuras o sistemas
rivales. Pero el conjunto dado de relaciones funcionales define
determ inadas dim ensiones dentro de las cuales los fenómenos
pueden variar; por consiguiente, un sistema dado afirm a unas
dim ensiones de variación y niega otras. Así, para un marxista,
las sociedades capitalistas no varían en cuanto a quién está en el
poder, no im porta cuál sea la constitución o el partido que está
en el gobierno; las supuestas variaciones en estas dimensiones,
que son fundam entales en muchísimas teorías, son aparentes;
CH A R LES TAYLOR 61

la dim ensión crucial es aquella que se refiere a la estructura de


clase.
En las ciencias teóricas más exactas, el descubrim iento puede
asum ir la forma de leyes y llamarse principios, tales como, por
ejemplo, el de inercia, o el de la propagación rectilínea de la luz.
Pero en las menos exactas, como en la política, puede consis­
tir sim plem ente en una descripción general de los fenómenos,
expresada en los conceptos cruciales. O puede estar implícita
en una serie de distinciones que establezca una teoría deter­
m inada (por ejemplo, la clasificación de los tipos de gobierno
que hace Aristóteles), o en una explicación de cómo llegaron a
producirse los fenóm enos (por ejemplo, el prefacio de M arx a
Una contribución a la crítica de la economía política).
Pero, de cualquier modo que se exprese, el descubrim iento
teórico puede considerarse como el bosquejo de las im portan­
tes dim ensiones de variación para el margen de fenómenos que
interesan.
III. El descubrim iento teórico de este tipo es, por tanto, uno de
los intereses de la m oderna ciencia política, como ya lo hem os
visto. Pero es tam bién una tradicional preocupación de lo que
llamamos filosofía política, es decir, la teoría política norm ati­
va. No es difícil com prender por qué. Los teóricos normativos
tradicionales tam bién se han ocupado de delinear dim ensiones
cruciales de variación: por supuesto, estaban buscando las di­
mensiones que eran significativas para juzgar el valor de los
sistemas políticos y formas de gobierno, más que para expli­
carlos. Pero, en realidad, los dos tipos de investigación estaban
íntimamente entretejidos de m odo que al buscar el prim ero se
veían tam bién em pujados a perseguir el segundo.
Por ejemplo, se im puta a Aristóteles el haber hecho una re­
visión de la triple clasificación que hizo Platón de la sociedad
política, que acrecienta su valor explicativo. Sustituye el criterio
de cantidad por un criterio de clase que ofrece una clasiíicación
más reveladora de las diferencias, y que nos perm ite explicar
más cosas: aclaró qué era lo que estaba en juego entre la de­
mocracia y la oligarquía; descubrió todo el vasto despliegue de
explicaciones basadas en la composición de clase, incluyendo
I A N E U T R A L ID A D EN LA CIEN C IA PO LÍT IC A

aquella por la cual pasó a la historia el propio Aristóteles: el


papel equilibrador de la clase media.
Pero esta revisión no estaba desconectada de las diferencias
en la teoría norm ativa de los dos pensadores. Platón intentó
llegar a una sociedad desprovista de lucha de clases, ya sea en
la perfecta arm onía de la República, o en el Estado de una sola
clase social de su obra Las leyes. Aristóteles no está libre de tejer
el sueño del Estado ideal en una de las secciones de su Políti­
ca, pero existe poca relación entre ésta y la teoría política del
resto de la obra. Esta última está sólidamente basada en la com­
prensión de que las diferencias de clases y, en consecuencia, las
divergencias de interés y tensión, están aquí para perm anecer
como tales. A la luz de esta teoría, la idea que Platón presenta en
su República, de superación de la tensión de las clases mediante
la disciplina, la educación, una constitución superior, etc., equi­
vale a un pastel en el cielo (ni siquiera un pastel muy sabroso,
según el criterio de Aristóteles, tal como lo aclara en el libro n,
pero por otros motivos).
La visión que Aristóteles tiene de la ciencia política es in­
com patible con la teoría normativa de Platón, por lo menos
tal com o aparece en la República, y, por lo tanto, en la Políti­
ca tom a una dirección com pletamente diferente (por supuesto,
tam bién por otros motivos). La diferencia en esta controversia
podría acaso expresarse de la siguiente manera: tanto Platón
como Aristóteles sostenían que la arm onía social era de crucial
im portancia como un valor. Pero Platón consideraba que esta
arm onía era alcanzada con la disolución de todo conflicto de
clase; Aristóteles juzgaba que la misma surgiría como resultado
de la dom esticación de este conflicto. Pero es decisiva para esta
polémica la cuestión de la pertinencia causal de la tensión de
clase: ¿es una mancha imposible de quitar en la arm onía social,
en el sentido en que uno puede decir, por ejemplo, que lo son
las formas violentas de este conflicto? ¿O es inextirpable y está
siem pre presente, variando sólo en sus formas? En el primer
caso, una de las dim ensiones cruciales de variación de nuestra
teoría explicativa es la que se refiere a la presencia o ausencia
de lucha de clases. En el segundo caso, a esta dim ensión ni si­
quiera se le reconoce una base real. Si esto fuese así, entonces
la teoría norm ativa se derrum ba, o más bien es trasladada del
CHARLES TAYLOR 63

reino de la filosofía política a lo que llamamos m undo utópico,


pues la idea de una sociedad sin lucha de clases sería una idea
que no podem os siquiera enfocar. Además, el intento de enfo­
carla tendría todas las peligrosas consecuencias concomitantes
a los cambios políticos a gran escala que se basan en esperanzas
ilusorias.
Así pues, la teoría de Platón que aparece en la República, con­
siderada com o la tesis de que es normativamente significativa
cierta dim ensión de cambio, contiene declaraciones concer­
nientes a las dim ensiones de cambio que son pertinentes para
la explicación, ya que sólo es compatible con aquellos sistemas
que adm iten la realidad de la dimensión normativamente cru­
cial. Es incom patible con cualquier concepción que considere
la política com o la lucha de diferentes clases sociales, o grupos
de intereses, o individuos, entre sí.
Resulta claro que es cierto que toda teoría normativa está
ligada a cierta teoría o teorías explicativas, y que es incom pa­
tible con otras. La dimensión de Aristóteles, por la cual las
diferentes constituciones fueron consideradas en el sentido de
que expresan y plasman diferentes formas de vida, desaparece
en la concepción atomista de Hobbes. La crucial dim ensión
que presenta Rousseau en el Contrato social, que marca una agu­
da discontinuidad entre la soberanía popular y los estados de
dependencia de una u otra forma, no pudo sobrevivir a la efec­
tividad de las teorías de Mosca, de Michels o de Pareto.
La filosofía tradicional se vio así reforzada a com prom eterse
con la función teórica, que hemos visto que es esencial para la
m oderna ciencia política; y cuanto más elaborada y más amplia
es la teoría normativa, más completo y definido es el sistema
conceptual que la acompaña. Es por esto que la ciencia polí­
tica puede aprender todavía algo de las obras de Aristóteles,
Hobbes, Hegel, Marx y otros. En la tradición, una forma de
investigación es virtualmente inseparable de la otra.

2
I. Éste no es un resultado sorprendente. Todos reconocen que
los filósofos políticos tradicionales estaban em peñados en ela­
borar una ciencia política, por lo menos embrionaria. Pero
n * LA NEUT RALI D A D EN LA C IE N C IA P O L ÍT IC A

po d ría decirse que éste es precisam ente el problem a; éste es


el m otivo de que la ciencia política tardara tanto en comenzar.
Su estru ctu ra se puso siem pre al servicio de alguna teoría nor­
mativa. Para progresar, la ciencia debe liberarse de todo partí
pris y tiene que ser neutral respecto de los valores. Así pues, si
bien la teoría norm ativa requiere una ciencia política y no pue­
de avanzar sin esta última, sin em bargo no sucede lo contrario;
la ciencia política puede y debería separarse de la disciplina más
antigua. Exam inem os algunos m odernos intentos p o r elaborar
una ciencia de la política para com probar si esto es cierto.
Prim ero veamos el libro de S.M. Lipset, Political Man (Nueva
York, Doubleday, 1959). En esta obra, Lipset expone las condi­
ciones p ara la m oderna dem ocracia. Considera las sociedades
existentes en dos dim ensiones: conflicto y consenso. Ambos
son igualm ente necesarios para la democracia. No son meros
opuestos com o podría suponerlo una concepción ingenua o
simplista. Aquí el conflicto no es visto como una simple diver­
gencia de intereses, o como la verdadera acción de éstas a través
de la lucha p o r el poder y p or la política.

Por sorprendente que pueda parecer, una democracia estable re­


quiere la manifestación del conflicto o división, de m odo que haya
lucha por alcanzar el poder, desafíos a los partidos en el poder
y cambios de los partidos en el gobierno; pero sin consenso —un
sistema político que perm ita el pacífico “juego” del poder, la ad­
hesión de la “oposición” a las decisiones tomadas por el partido
que está en el gobierno, el reconocimiento de los que tienen el
poder, de los derechos de la “oposición”—no puede haber demo­
cracia. El estudio de las condiciones que fomentan la democracia
debe, por lo tanto, enfocar las fuentes tanto del conflicto como
del consenso. ( P o litic a l M a n , p. 21).

Y nuevamente, “la segm entación o división —allí donde es


legítima—contribuye a la integración de las sociedades y organi­
zaciones” (ibid.). La ausencia de dicho conflicto, com o cuando
un determ inado grupo ha tom ado el poder o un Estado todopo­
deroso puede producir unanim idad, o por lo m enos, im pedir
que la diversidad se exprese, es un signo de que la sociedad no
es libre. Tocqueville temía (Political M an, p. 27) que el poder
CH A R LES TAYLOR 65

del Estado produjera apatía y que, de este modo, suprim iera


incluso el consenso.

En una sociedad compleja, la democracia puede definirse como


un sistema político que proporciona oportunidades constitucio­
nales regulares para cambiar a los funcionarios en el gobierno
y un mecanismo social que permite al sector más numeroso po­
sible de la población influir en las decisiones de mayor alcance,
eligiendo entre los contendientes al poder político (i b i d ., p. 45).

Una sociedad de este tipo requiere que los intereses de la


organización de grupo luchen por sus propias metas: siempre
qué esto se haga de una m anera pacífica, dentro de las reglas
del juego y con la aceptación del árbitro en la forma de elec­
ciones p o r m edio del sufragio universal. Si los grupos no están
organizados, si no tienen una verdadera participación, si sus
intereses están descuidados y no pueden com partir el poder,
quedan fuera del sistema.
A hora bien: de inm ediato puede apreciarse que esta con­
cepción se opone al criterio rousseauniano que desaprueba la
organización de “facciones” y que considera que el consenso
surge de los individuos aislados. También va en contra de la mo­
derna concepción conservadora, que sostiene que organizar al
pueblo sobre una base de clases sociales divide gratuitam ente
a la sociedad. En oposición a lo afirmado por Rousseau, Lip-
set sostiene que la ausencia de un íntimo acuerdo entre todos
los que representan la voluntad general no es un signo de que
algo ha ido mal. Existen básicas divergencias de intereses que
no es posible desarraigar; es necesario ajustarlas. Si llegamos
a alguna especie de Estado sin conflicto, esto sólo puede de­
berse a que algunos de los partidos han sido en cierto modo
em baucados y se les im pide competir. Para Lipset, la ausencia
de conflicto es un signo seguro de que algunos grupos han sido
excluidos de los asuntos públicos.
Esta diferencia se parece mucho a la mencionada anterior­
mente entre Platón y Aristóteles. En verdad, en varias ocasiones,
Lipset señala la similitud entre su posición y la de Aristóteles. Y
resulta evidente que existe una diferencia en la que la teoría nor­
mativa es m inada porque se pone en tela de juicio la realidad
de su crucial dim ensión de variación. Una indicación similar
(> b
I.A N E U TR A LID A D EN LA CIENCIA POLITICA

puede hacerse respecto de la diferencia con los conservadores,


quienes adm iten la divergencia en el Estado, pero se resisten a
los partidos de clase. Aquí, la creencia es que la divergencia es
gratuita, que las verdaderas diferencias estriban en otra cosa, ya
sea en intereses más estrechos, o bien en intereses más amplios,
y que las divisiones de clases los ofuscan y hacen más difíciles
de ajuste racional. Más aún, el Estado se puede desm em brar si
se ponen en juego estas divisiones. Los conservadores tienen
tendencia a sentir, respecto de las clases sociales en política,
lo mismo que sienten los liberales en lo concerniente a la raza
en política. Una vez más, la concepción de Lipset minaría esta
posición, pues sostiene que las diferencias de clase están en el
centro de la política, y no pueden eliminarse sino reduciendo
el núm ero de jugadores, por así decirlo. Son pues, la sustancia
misma de la política democrática, siempre que se expresen mo­
derada y pacíficam ente. La lucha entre los ricos y los pobres
no puede desarraigarse; puede asumir distintas formas, eso es
todo.
Los intentos por salirse de estos límites son, por lo tanto,
irracionales y disfuncionales. Irracionales, porque se basan en
falsas premisas; y disfuncionales, porque la meta de la falta de
conflicto o ausencia de tensión de clase sólo puede alcanzarse
a expensas de características del sistema que la mayoría acep­
tará com o valiosas, oprim iendo a algún sector de la población,
o p o r la apatía o falta de organización de dicho sector. Por su­
puesto, ése es el habitual destino de las teorías políticas con una
base real falsa; com o lo hem os señalado anteriorm ente, no son
solam ente erróneas, sino positivamente peligrosas.
Puede observarse que las consecuencias valiosas de la teoría
de Lipset están bastante diseminadas, aunque nos restrinjamos
a las alternativas que dicha teoría niega o socava. Un examen de
algunos de los factores que tienden a fortalecer la democracia,
de acuerdo con la teoría, aum entará esta lista de alternativas
rechazadas. Lipset sostiene que el desarrollo económico con­
duce a la salud de la democracia, en el sentido de que, ínter
alia, reduce la brecha en la riqueza y los niveles de vida, tiende
a crear una vasta clase m edia y aum enta las “presiones entre­
cruzadas” que trabajan para desanim ar el conflicto de clase,
ya que una sociedad no puede funcionar adecuadamente co-
CH A RLES TAYLOR 67

mo una dem ocracia, a menos que, junto con una articulación


de diferencias de clase, haya algún consenso que equilibre los
bandos opuestos. A hora bien: las “presiones entrecruzadas” de
Lipset —com únm ente ejercidas, por ejemplo, por la afiliación
religiosa, que corta transversalmente las barreras de clase—son
los “opios” de un marxista riguroso, ya que son intrum entos
integradores que im piden que el sistema se separe de la veta
social, y así evitan que culmine la lucha de clases. Pero aquí
no nos estamos ocupando simplemente de dos juicios de valor
acerca de los mismos factores entendidos de la misma m anera.
La diferencia crucial estriba en que, para Lipset, la etapa que
va más allá de la lucha de clases no existe ni puede existir; la
abolición del conflicto por unanimidad resulta imposible; su
concepción es: “a los ricos siempre los tenéis con vosotros”.
Pero en este caso, los factores integradores dejan de ser “ador­
m ideras” que engendran una falsa conciencia y que ocultan la
gran potencialidad revolucionaria. No hay nada que ocultar allí,
por consiguiente, la concepción de Lipset niega de una m anera
directa al m arxism o revolucionario —de igual forma que niega
las teorías anteriores— negando que las dimensiones cruciales
de variación tengan realidad.
Pero si examinamos un poco más cuidadosamente este últi­
mo ejemplo, podem os observar consecuencias normativas aún
más amplias de la concepción de Lipset. Ya que, si excluimos la
transform ación hacia la sociedad sin clases, entonces nos que­
damos con la elección entre diferentes tipos de conflicto de
clase: un tipo violento, que divide de tal m anera a la sociedad
que ésta sólo puede sobrevivir bajo alguna forma de tiranía, o
un tipo que puede alcanzar com ponendas o ajustes en forma
política. Expresada en estos términos, dicha elección virtual­
mente se hace por sí misma. Podemos señalar que no cubre el
margen de posibilidades, ya que existen también casos en los
que el conflicto de clase está latente, debido a la relativa au­
sencia de un partido. Por ello es el resultado del subdesarrollo,
de la falta de educación, o de conocimientos, o de iniciativa,
de parte de los que no gozan de los privilegios de la mayoría.
Además, indefectiblemente, ello conduce a un em peoram iento
de la posición de los mismos en relación con los privilegiados.
Como dice Lipset en la afirm ación de su obra Political Man:
68 LA N E U T R A L ID A D EN LA C IE N C IA PO LÍTIC A

“Creo, ju n to con Marx, que todas las clases privilegiadas bus­


can m antener y aumentar sus ventajas, contra el deseo de los no
privilegiados de reducirlas” (A nchor Edition, p . x x i i , cursivas
en el original).
Así pues, para Lipset, la im portante dim ensión de la varia­
ción para las sociedades políticas puede verse como si tuviera
form a de L, por así decirlo. En uno de los extrem os están las
sociedades en las que las divisiones están articuladas, pero son
tan profundas, que no pueden ser incluidas sin violencia, su­
presión de la libertad y gobierno despótico; en el otro extremo
están las sociedades que son pacíficas, pero oligárquicas y que,
por consiguiente, son manejadas para asegurar las convenien­
cias de un grupo gobernante m inoritario. En el ángulo de la
L están las sociedades cuyas diferencias están articuladas, pero
que son capaces de ajustarlas de una m anera pacífica, y que,
p o r consiguiente, se caracterizan por un alto grado de libertad
individual y de organización política.
Frente a esta elección, resulta difícil optar por otra cosa que
no sea el ángulo, pues se trata de escoger violencia, despotis­
mo y supresión en lugar de pan, gobierno por consentimiento
y libertad, o elegir una sociedad manejada más para benefi­
cio de una m inoría, antes que una sociedad orientada hacia
el beneficio de todos, una sociedad que explota y /o m anipu­
la, prefiriéndola a una sociedad que tiende a asegurar el bien
com ún tal com o lo determ ina la mayoría. Sólo en el ángulo po­
dem os tener una sociedad realm ente dirigida a favor del bien
com ún, pues en un extrem o está la oligarquía basada en una
masa desorganizada, y en el otro, el despotism o.
El propio Lipset explícita esta opción:

U n a p r e m is a b á s ic a d e e s t e lib r o c o n s is t e e n a fir m a r q u e la d e m o ­
c r a c ia n o e s s ó lo , o s iq u ie r a p r im o r d ia lm e n t e u n m e d io a través
d e l c u a l lo s d if e r e n t e s g r u p o s p u e d e n lo g r a r su s f in e s o b u sc a r
la b u e n a s o c ie d a d ; e s la b u e n a s o c ie d a d m is m a e n f u n c io n a m ie n ­
to . S ó lo las c o n c e s io n e s m u tu a s d e la s lu c h a s in te r n a s d e u n a
s o c ie d a d lib r e o f r e c e n a lg u n a g a r a n tía d e q u e lo s p r o d u c t o s d e
la s o c ie d a d n o se a c u m u la r á n e n las m a n o s d e u n o s p o c o s d e t e n ­
t a d o r e s d e l p o d e r , y d e q u e lo s h o m b r e s p o d r á n d e s a r r o lla r s e y
e d u c a r a su s h ijo s s in te m o r a la p e r s e c u c ió n (p . 4 0 3 ).
C H A R LES TAYLOR 69

Esta es una sucinta afirm ación de la posición de valor implí­
cita en el libro Political M an, pero erróneam ente se la define
como una “prem isa”. El uso de este térm ino dem uestra la in­
fluencia de la teoría de la neutralidad de valor, pero está mal
ubicado. Sería menos confuso decir “secuela”, pues la posición
de valor brota del análisis del libro. Una vez que aceptamos el
análisis de Lipset referente al papel fundamental de la clase so­
cial en política, que ésta siempre funciona incluso cuando la
división no está exteriorm ente manifestada, y que nunca puede
ser superada por unanim idad, entonces no tenemos opción al­
guna, excepto aceptar la democracia tal como él la define como
la buena sociedad, como una sociedad en la que la mayoría de
los hom bres son hacedores, toman sus destinos en sus propias
manos, o intervienen en la determinación del mismo, y que por
lo menos reducen el grado de injusticia que se les impone, o en
que sus intereses son desfavorablemente manejados por otros.
II. Pero ahora hemos ido más allá de las consecuencias m era­
mente negativas señaladas anteriormente por el marxismo, el
conservadurism o o la voluntad general de Rousseau. Estamos
diciendo que las dimensiones cruciales de cambio de la teoría
de Lipset, no sólo niegan dimensiones cruciales a otras teorías
normativas, sino que apoyan una propia, que está implícita en la
teoría misma. Pero si esta conclusión es verdadera, va en contra
de la supuesta neutralidad del hecho científico. Examinémosla
un poco más de cerca.
Hemos dicho, anteriorm ente, que enfrentados a la elección
entre un régim en basado en la violencia y la represión, y uno
basado en el consenso; entre regímenes que sirven más o me­
nos a los intereses de todos versus regímenes que sirven sólo
a los intereses de una minoría, la elección es clara. ¿Es esto
simplemente un florilegio, retórico, que juega con valores ge­
neralm ente aceptados entre los lectores? ¿O la relación es más
sólida?
Aceptando que deseamos aplicar “mejor” y “peor” a regíme­
nes caracterizados por esta dimensión, ¿puede concebirse que
uno invierta lo que anteriorm ente parecía ser el único juicio
posible? ¿Puede uno decir: sí, un régimen basado en el gobier­
no minoritario, con violenta represión de la mayoría, es mejor
70 LA N EU TRALIDA D EN LA CIEN CIA PO LÍTIC A

que uno basado en el consenso general, donde todos tienen


una oportunidad de lograr que se vele por sus intereses? Cier­
tamente, ésta no es, en sí misma, una posición absurda desde
el punto de vista lógico. Pero si alguien aceptara la explicación
de Lipset y llegara a sustentar este criterio, indudablem ente es­
peraríam os que m encionara algunas otras consideraciones que
lo han conducido a llegar a esta sorprendente conclusión. Po­
dríamos esperar que dijera que sólo las minorías son creativas,
que la violencia es necesaria para salvar a los hombres del es­
tancamiento, o algo por el estilo. Pero, ¿si suponemos que no
dice nada de esto? ¿Si suponem os que tan sólo sostiene que la
violencia es m ejor que su opuesto, no en su calidad de estímu­
lo para la creatividad, o de elemento esencial en el progreso,
sino sim plem ente en su calidad de violencia; que es m ejor que
únicam ente se sirvan los intereses de la minoría, no porque la
m inoría fuera más creativa, sino simplemente porque se trata
de una minoría? Una posición de esta clase resultaría incom­
prensible. Podríam os entender que el hom bre se dedicara a la
prom oción de una sociedad de este tipo, pero el uso de las pa­
labras “b u en o ” o “m ejor” serían totalmente inapropiadas aquí,
pues no habría fundam entos visibles para la aplicación de las
mismas. Q uedaría abierta la pregunta respecto de si ese hom bre
ha entendido tales términos, si, por ejemplo, no ha confundi­
do “b u en o ” con “algo que me da una patada”, o “estéticamente
agradable”.
Pero, podría discutirse que éste no es un ejem plo justo. ¿Y
si suponem os que nuestro heterodoxo pensador sí aduce otros
fundam entos para preferir la violencia y el gobierno de la ma­
yoría? ¿Es seguro de que, en ese caso, se le perm itiría diferir
de nosotros? Sí, pero entonces es muy dudoso que pudiera to­
davía aceptar el sistema de Lipset. Supongamos, por ejemplo,
que alguien creyera (como lo hizo Hegel respecto de la guerra)
que la violencia es m oralm ente necesaria alguna que otra vez,
para el bienestar del Estado. Esto no dejaría de tener influencia
en la propia concepción de la ciencia política; el m argen de los
posibles regímenes sería diferente del que nos presenta Lipset;
pues los regímenes dem ocráticos pacíficos sufrirían un proce­
so de estancam iento que los haría menos viables; en realidad,
no serían capaces de m antenerse, y así, el espectro de los po-
CH ARLES TAYLOR 71

sibles regímenes sería diferente del que Lipset nos presenta; el


régim en más viable sería aquel capaz de racionar la violencia
y m antenerla en un nivel no destructor, sin caer en el estanca­
miento y la decadencia.
Pero ¿por qué este cambio de valores necesariamente tie­
ne que producir una oportunidad en el sistema explicativo? Al
parecer, estamos suponiendo que los males de la paz interna de­
ben ser tales que produzcan un efecto político, que socaven la
viabilidad de la sociedad política. ¿Se justifica esta suposición?
Por supuesto, norm alm ente esperaríamos que alguien expusie­
ra una teoría de este tipo para sostener que la violencia interna
es buena porque contribuye al dinamismo, o a la creatividad
del pueblo, o al progreso de la sociedad, o a algo por el es­
tilo, que haría menos viables las sociedades pacíficas. Pero ¿y
si suponem os que él elige otros beneficios de la violencia que
nada tiene que ver con la supervivencia o salud de la sociedad
política? Digamos, por ejemplo, que él sostiene que la violen­
cia es beneficiosa para el arte; que solamente en las sociedades
desgarradas por la violencia interna podría producirse la gran
literatura, música y pintura? ¿La posición de, por ejemplo, Ha-
rry Lime en The Third M an?
Indudablem ente, éste es un caso posible. Pero examinémoslo
más cuidadosamente. Nuestro hipotético objetor ha abandona­
do totalm ente el terreno de la política y está basando su criterio
sobre fundam entos ajenos (en este caso, estéticos). No puede
negar que, poniendo aparte estos fundamentos, el orden nor­
mal de preferencia es válido. Está diciendo, en esencia, que,
aunque es m ejor separar de consideraciones estéticas el hecho
de que la sociedad sea pacífica, no obstante, ésta debe supedi­
tarse a los intereses del arte.
Esta distinción es im portante. Debemos las diferencias entre
dos tipos de objeción a una valoración dada. Puede suceder que
la valoración sea aceptada, pero que su veredicto para nuestras
elecciones reales esté supeditado, por así decirlo, a otras va­
loraciones más im portantes. Así pues, podemos pensar que la
libertad de expresión es siempre un bien, y en cambio podemos
aceptar con reticencia que esta libertad deba ser restringida en
un caso de emergencia, debido a los grandes riesgos que supon­
dría. En este caso, estamos restringiendo, conscientemente, un
72 LA NEUTRALIDAD EN LA CIENCIA POLÍTICA

bien. La otra clase de objeción es la que socava la valoración mis­


ma e intenta privar de su status al supuesto bien. Esto es lo que
Lipset hace, por ejemplo, a los seguidores espirituales de Rous­
seau, al demostrarles que su armonía sólo puede ser el silencio
del gobierno de la minoría.5 En un caso estamos admitiendo
que la cosa en cuestión verdaderamente tiene las propiedades
que sus defensores le atribuyen (por ejemplo, que la libertad
de expresión contribuye a la justicia, el progreso, el desarrollo
humano, o a cualquier otra cosa), pero estamos añadiendo que
también posee otras propiedades que nos obligan a proceder
contra ella (por ejemplo, es potencialmente destructora), tem­
poral o permanentem ente. En el otro caso, estamos negando la
condición en cuestión, las propiedades mismas por las cuales se
la juzga como algo bueno (por ejemplo, que la legislación de la
sociedad sin segmentación emana de la libre voluntad conscien­
te de todos sus ciudadanos). Llamemos a estas dos objeciones
anuladora y socavadora, respectivamente.
A hora bien: lo que se afirma aquí es que una objeción que
socava los valores que parece extraer de un determinado sistema
debe alterar dicho sistema; que, en este sentido, el sistema está
inextricablemente ligado a un determinado conjunto de valores;
y que si podem os invertir la valoración sin tocar el sistema,
entonces estamos frente a una anulación.
Volviendo al ejemplo anterior: para socavar el criterio contra
la violencia, tendríamos que demostrar que no tiene la propie­
dad que se le adjudica. Ahora bien, obviamente, la violencia
tiene la propiedad de matar y mutilar, lo cual influyó, de algu­
na forma, para que la pongamos en la lista de los indeseables
—podría uno pensar, irrevocablemente— de modo que podría
solamente ser anulada. Pero aquí no nos estamos ocupando de
un juicio acerca de la violencia per se, sino de un criterio refe­
rente a la alternativa entre la paz y la violencia; y el juicio se
apoya en el fundamento de que la violencia tiene propiedades
que la paz no posee, que los males obviamente atribuidos a la
violencia son efectivamente evitados por medio de la paz. Pero

5 Por supuesto, la voluntad general de Rousseau puede continuar siendo


un valor en el hipotético m undo que él crea, pero eso interesa a la construcción
de una utopía, no a la filosofía política.
C H A R L E S TAYLOR 73

si u n o p u ed e d em o strar que la paz lleva al estancam iento, y así,


a la caída o d e rru m b e (y de aquí al eventual caos o violencia)
o a la conquista extranjera, entonces la brecha entre ambas se
reduce. Por el contrario, uno se ve ante una nueva alternati­
va. la que existe entre la violencia más o menos controlada y
el tipo de violencia destructiva incontrolada, asociada con el
d erru m b am ien to interno o la conquista extranjera. Lo que el
trabajo socavador ha hecho es destruir la alternativa sobre la
cual se basaba el criterio originario, privando así a la alternati­
va previam ente elegida de la propiedad diferencial p or la cual
era valorada.
Pero cualquier socavamiento de este tipo está obligado a al­
terar el sistem a explicativo del cual la alternativa originaria era
una p arte esencial. Si no podem os m antener un sistema de
gobierno pacífico, entonces la gama de posibilidades es muy
diferente, y Lipset resulta culpable de descuidar toda una mul­
titud de factores, para entendérselas con la gama tensión-estan­
cam iento.
Para tom ar el otro ejemplo, dejemos que nuestro objetor ha­
ga u n a defensa a favor del gobierno de la minoría. Dejémosle
que sostenga que sólo la m inoría es creativa; que si no se le
da preferencia, entonces no producirá, y luego, todo el m un­
do sufrirá. Así, la supuesta diferencia entre un gobierno para
la m inoría y u n o p ara todos, a saber, que la com unidad políti­
ca obtiene algo del segundo que no consigue del prim ero, es
abandonada; más bien, lo contrario resulta ser lo que ocurre.
El valor es socavado. Pero tam bién el sistema político es alte­
rado, pues ah o ra contam os con una tesis elitista acerca de la
im portancia del gobierno de la minoría; otra vai iable ha entra­
do en el cuadro que no estaba presente en el sistema antei ior
y que lo corta transversalm ente, en la medida en que dicho sis­
tem a anterior presentaba la posibilidad de buenas sociedades
progresistas dirigidas a favor de todos.
Sin em bargo, sostengam os que la violencia o el gohiei no de
élite es beneficioso para la pintura, y tendí emos un predom i­
nio, pues seguirá ocurriendo que sería mejoi no tenei v iolencia
alguna y que todos consiguieran un trato justo, peí o iay!..
Así pues, el sistema verdaderam ente encubre cierta posición
de valor, aunque se trate de una posición que pueda anularse.
74 LA NEUTRALIDAD EN LA CIENCIA POLITICA

En general, podemos ver que esto surge de la siguiente mane­


ra: el sistema nos da, por así decirlo, la geografía del panoram a
de los fenómenos en cuestión; nos dice cómo pueden variar;
cuáles son las mayores dimensiones de variación. Pero, puesto
que nos estamos ocupando de asuntos que son de gran impor­
tancia para los seres humanos, un determ inado mapa tendrá,
por así decirlo, su propia curva interna de valor. Es decir, una
dimensión dada de variación habitualmente determinará, por
sí misma, cómo vamos a juzgar lo bueno y lo malo, debido a su
relación con las obvias necesidades y deseos humanos.
Ahora bien: éste puede parecer un resultado algo alarmante,
pues es bien sabido que existen grandes diferencias respecto de
cuáles son las necesidades, deseos y propósitos humanos. No se
trata de que no haya una vasta área de acuerdo sobre cosas bá­
sicas como la vida; pero dicho acuerdo se desmorona, sin duda,
cuando se trata de ampliar la lista. Así pues, puede haber gran
desacuerdo acerca de la supuesta necesidad de autoexpresión o
de desarrollo autónomo, los cuales pueden desempeñar —y de
hecho lo hacen— importantes papeles en debates y conflictos
sobre teoría política.
Por consígueme, ¿significa esto que podemos rechazar el
resultado anterior, e imaginar un estado de cosas en el cual
podríamos aceptar el sistema de explicación de una teoría da­
da, y, sin embargo, rechazar los juicios de valor que ella oculta,
porque aceptamos una diferente perspectiva del catálogo de
las necesidades humanas?6 O, para expresarlo de otra manera,
¿significa ello que entre el aceptar un sistema de explicación
y el aceptar una determ inada noción del bien político, se in­
terpone una premisa concerniente a las necesidades humanas,
que puede decirse que pasa bastante desapercibida pero que,
no obstante, puede ponerse en tela de jucio, rom piendo así la
conexión?

6 Esto podría implicar, o bien el resquebrajamiento, o bien la anulación,


del ju icio de valor, pues podem os negar algo, una condición o resultado, la
propiedad por la cual se lo juzga com o algo bueno, no sólo negándole una pro­
piedad por la cual satisface ciertas necesidades, deseos o propósitos humanos,
sino tam bién negando que estas necesidades, deseos y propósitos existan. Y
podem os anular el ju icio de que es bueno, señalando otras necesidades, deseos
o propósitos que ese algo frustra.
C H A R L E S TAYLOR 75

La respuesta es no. Ya que la conexión entre un sistema dado


de explicación y cierta noción del catálogo de necesidades, des­
eos y propósitos, que parece interponerse en la deducción de
la teoría del valor, no es fortuita. Si uno adoptara una perspec­
tiva com pletam ente diferente de la necesidad hum ana, podría
d errib ar el sistema. Así pues, para tom ar otro ejemplo de Lip-
set, digam os que se considera que las dem ocracias estables son
mejores que las oligarquías estables, puesto que estas últimas
sólo pu ed en existir allí donde la mayoría está tan carente de
educación y tan atada a la tradición, que todavía no ha apren­
dido a exigir sus derechos. Pero supongamos que tratáram os
de destruir este criterio suponiendo que el subdesarrollo es be­
neficioso p ara los hom bres, que son más felices cuando son
regidos p o r algunas norm as incuestionables, cuando no tienen
que pensar p o r sí mismos, etc. Uno estaría entonces invirtiendo
el juicio de valor. Pero, al mismo tiempo, uno estaría cam biando
el sistema, pues en este caso estamos introduciendo una noción
de anom ia, y no podem os suponer que este factor exista sin
ejercer algún im portante efecto sobre el funcionamiento de la
sociedad política. Si la anom ia es el resultado del desarrollo de
la educación y del resquebrajam iento de la tradición, entonces
afectará la estabilidad de las sociedades que promueven este
tipo de desarrollo. Estarán sujetas a constante peligro de ser
socavadas a m edida que sus ciudadanos, enfermos de anomia,
buscan puertos de certidum bre. Si la dem ocracia hace desdi­
chados a los hom bres, entonces indudablem ente ésta no es tan
buena com o lo entendieron sus protagonistas, pero tam poco es
tan viable y factible.
La concepción anterior, de que podríam os aceptar el sistema
de explicación y rechazar la conclusión de valor, proponiendo
una lista diferente de necesidades, no puede ser sostenida, ya
que un determ inado sistema está ligado a una concepción dada
del catálogo de las necesidades, deseos y propósitos humanos,
de m anera tal que, si resulta que el catálogo ha estado equivo­
cado de algún m odo significativo, el sistema mismo no puede
mantenerse. Ello se debe a la razón, bastante obvia, de que las
necesidades, deseos y propósitos humanos tienen una im por­
tante relación con la forma como las personas actúan, y de que,
por consiguiente, se debe tener una noción del catálogo, que
70 LA NEUTRALIDA D EN LA CIEN CIA PO LÍTICA

no es tan desatinadamente inexacto, si se va a establecer el sis-


lema para cualquier ciencia del com portamiento humano, no
quedando excluida la ciencia de la política. Una concepción de
las necesidades humanas entra, así, en una determ inada teoría
política, y no puede considerarse algo ajeno que más tarde aña­
dimos al sistema para producir un conjunto de juicios de valor.
Esto no quiere decir que no pueda haber necesidades o pro­
pósitos que pudiéram os añadir a aquellos que están implícitos
en cualquier sistema, y que alterarían dicho sistema, puesto que
el efecto de los mismos sobre los acontecimientos políticos po­
dría ser marginal. Pero esto, a lo sumo, nos daría la base de
un predom inio, no de un socavamiento. Para minimizar la va­
loración tendríam os que dem ostrar que la supuesta necesidad
cumplida, no era un necesidad, o que lo que considerábamos co­
mo cum plim ento de una necesidad, deseo y propósito humano
no lo era realm ente, o en verdad era lo opuesto. A hora bien: in­
cluso un predom inio podría destruir el sistema si se introdujera
una nueva necesidad que fuese lo suficientemente importante
en el sentido de la motivación, como para im poner una conduc­
ta totalm ente im portante. Pero, ciertamente, un socavamiento
que im plique que uno ha identificado erróneam ente el catálogo
de necesidades destruiría el sistema.
III. Por el ejemplo anterior, parecería que la adopción de un
sistema de explicación supone la adopción de una “curva de
valor” implícita en él, aunque las valoraciones puedan ser regi­
das por consideraciones de un tipo extra-político. Pero podría
objetarse que el estudio de un ejemplo no constituye una base
suficientemente amplia para una conclusión de largo alcance.
Incluso podría considerarse que el ejemplo es particularmente
inapropiado, por la cercanía de Lipset a la tradición de la filo­
sofía política y, especialmente, por su estima hacia Aristóteles.
Sin embargo, si queremos ampliar el margen de ejemplos,
podem os ver, inmediatamente, que la teoría de Lipset no es ex­
cepcional. Hay, por ejemplo, todo un despliegue de teorías en
las que la conexión entre la base real y la valoración forma parte
integral, por así decirlo, de la estructura conceptual. Tal es el ca­
so de muchas teorías que utilizan la noción de función. Cubrir
una función es cum plir con un requerim iento de algún tipo, y
C H A R L E S TAYLOR 7 7

cuando este térm ino se usa en teoría social, el requisito concer­


niente está p o r lo general relacionado con necesidades, deseos y
propósitos hum anos. El requisito o finalidad del caso puede ser
el m antenim iento del sistem a político que es considerado esen­
cial p ara el hom bre, o la garantía de algunos de los beneficios
que los sistem as políticos están en situación de lograr para los
hom bres: estabilidad, seguridad, paz, satisfacción de algunas
necesidades, etc. Puesto que la política está en g ran m edida
com puesta de actividad hum ana intencionada, no es inadm i­
sible u n a descripción de las sociedades políticas en térm inos
de la función. Pero, en tanto caracterizamos a las sociedades
según realicen, en diferentes y distintos grados, el mism o con­
ju n to de funciones, la dim ensión crucial de la valoración p ara
fines explicativos es tam bién una dim ensión norm ativam ente
significativa. A quellas sociedades que cum plen las funciones
de m a n era m ás com pleta son, por tanto, mejores.
Podem os tom ar com o un ejemplo la teoría “estructural-fun-
cional” de G abriel A lm ond, tal como aparece bosquejada en
su libro Politics o f the Developing Areas (.Política de las regiones en
desarrollo) (P rinceton University Press, Princeton, 1963). Entre
las funciones que A lm ond señala que todas las políticas deben
cum plir está la de “articulación del interés”. Es una parte esen­
cial del proceso p o r el cual se puede obligar a que el gobierno
atienda a las dem andas, intereses y pretensiones de los m iem ­
bros de u n a sociedad, y que produzca algún resultado. A lm ond
considera que hay cuatro tipos principales de estructura com ­
prendidos en la articulación de interés.^ Respecto de tres de
éstos (grupos de interés institucional, no asociativo y aném i­
co), A lm ond dice que su papel principal en la articulación de
interés tiende a indicar un precario “m antenim iento de límites
entre la sociedad y la política o form a de gobierno. Solamente
el cuarto (grupos de interés asociativo) puede llevar la principal
carga de la articulación de interés, de m anera tal que le es posi­
ble m antener u n sistema que funciona serenam ente gracias al
papel regulador de los grupos asociativos de interés en la elabo­
ración de la m ateria prim a de las dem andas o las articulaciones
de interés que aparecen en cualquier otra parte de la sociedad 7

7 Politics o f the D eveloping Areas, p. 33.


78 LA N E U TR A LID A D EN LA C IE N C IA PO LIT IC A

y del sistema político, y la conducción de los mismos, de una


m anera ordenada y de una form a conjunta, a través del sistema
de partido, la legislación y la burocracia.”8
Lo que aquí se concibe es una corriente o flujo de demandas
en bruto que tienen que ser elaboradas por el sistema antes que
pueda repartirse la satisfacción de dichas dem andas. Si el pro­
cesamiento es ineficaz, entonces la satisfacción será menor, el
sistema aum entará la frustración, la incertidum bre y, a menudo
com o consecuencia, la inestabilidad. En este contexto, el man­
tenim iento de límites entre la sociedad y la form a de gobierno
es im portante para que haya claridad y eficiencia. Hablando
conjuntam ente de las funciones de articulación y agregación,
A lm ond dice:

Así pues, para lograr un máximo flujo de insumos de demandas


espontáneas por parte de la sociedad, se requiere que los grupos
asociados de interés realicen un bajo nivel de elaboración de las
demandas en forma de lenguaje común. Para asimilar y trans­
formar estos intereses en una cantidad relativamente pequeña de
alternativas de formas de gobierno y personal, es necesario un
margen mediano de elaboración. Si estas dos funciones se reali­
zan, en medida esencial, antes de que se llegue a las estructuras
gubernamentales autorizadas, entonces se facilitan las funciones
de producción de contextura de las normas y de aplicación de la
ley, y los procesos políticos y gubernamentales se vuelven calcu­
lables y responsables. Los rendimientos pueden relacionarse con
los ingresos y pueden controlarse por intermedio de estos últimos
y así la circulación se vuelve relativamente libre, en virtud de un
buen mantenimiento de los límites de la división del trabajo.9

Así, al caracterizar las diferentes instituciones p o r la forma


com o articulan o unen los intereses, A lm ond está tam bién va­
lorándolas, ya que, evidentem ente, una sociedad con las carac­
terísticas arriba señaladas es preferible a una sin ellas, es decir,
una sociedad donde hay circulación m enos libre, donde los
“rendim ientos” corresponden m enos a los “ingresos” (lo que
la gente quiere, pide o dem anda), donde el gobierno es menos
responsable, etc. La caracterización del sistema en térm inos de

8 Ibid., pp. 3 5 -3 6 .
9 Ibid., p. 39
C H A R L E S TAYLOR 79

fu n ció n contiene los criterios de “eufunción” y “disfunción”,


com o a veces se denom inan. La dim ensión de variación deja
solam ente u n a respuesta a la pregunta: ¿cuál es mejor?, debi­
do a la clara relación en que dicha dim ensión está frente a los
deseos y necesidades de los hom bres.
Las teorías de este tipo incluyen no solam ente aquellas que
hacen uso explícito de la “función”, sino tam bién otras deriva­
das de la teoría de los sistemas y estructuras que se fundan en
la analogía con los organism os. Podría pensarse que este tipo
incluye, p o r ejem plo, a David Easton (cfr; A Framework for Poli-
tical Analysis (Un sistema para el análisis político), Prentice Hall,
N ueva York, 1965, y A Systems Analysis of PoliticalLife (Un análisis
de sistemas de la vida política), Wiley, Nueva York, 1965) y a Karl
D eutsch (The Nerves of Government, The Free Press, Glencoe, Illi­
nois, 1963), pues los requisitos mediante los cuales juzgarem os
la actuación de los diferentes sistemas políticos están explícitos
e n la teoría.
Pero ¿qué decir de las teorías que explícitamente afirm an que
sep aran el hecho de las valoraciones, que “establecen condicio­
n e s” sin, de n in g u n a m anera, “justificar preferencias”? ¿Qué
sucede con u n a teoría del tipo “conductista”, como la de Ha-
rold Lasswell?
IV. Sin d u d a H arold Lasswell es un creyente de la neutralidad
de los hallazgos científicos. Lasswell está abiertam ente com­
p rom etido con ciertos valores, fundam entalm ente con aquellos
pertenecientes a la sociedad dem ocrática, tal como él la define,
u n a sociedad “en la que la dignidad hum ana se verifica o cumple
en la teoría y en los hechos”.10 Lasswell cree que los hallazgos
científicos p u ed en conducir al apoyo en la realización de estos
fines. Una ciencia así orientada es lo que él llama una ciencia
política”. Pero esto no afecta la neutralidad de los hallazgos,
u n a ciencia política sim plem ente determ ina una agí upación \
selección de los descubrim ientos que nos ayudaián a alcanzar
la m eta que nos hem os propuesto. De ello se desprende que si

10 “T h e D em o cra tic C haracter”, en Political Writings, T h e Free Press, G len­


co e, 111., 1951, p. 473.
so LA NEUTRALIDAD EN LA CIEN CIA PO LÍTICA

hay cieñeias políticas de la democracia, “también puede existir


una ‘ciencia política de la tiranía’ ”.11
Entonces, en el “análisis com parativo” de Lasswell, entran
tanto los hechos como la evaluación; pero éstos permanecen
totalmente separados. El siguiente pasaje, tom ado de la intro­
ducción a su obra Power and Society, resta am bigüedad al punto:

La p r e s e n te c o n c e p c ió n se aju sta [ . . . ] a la tr a d ic ió n filo s ó fic a


en la c u a l la p o lític a y la é tic a s ie m p r e h a n e s ta d o e s tr e c h a m e n te
a s o c ia d a s . P e r o se a p a r ta d e la tr a d ic ió n e n el h e c h o d e q u e da
p le n o r e c o n o c im ie n t o a la e x is te n c ia d e d o s c o m p o n e n t e s d istin to s
d e la te o r ía p o lític a : las p r o p o s ic io n e s e m p ír ic a s d e la c ie n c ia
p o lític a y lo s j u ic io s d e v a lo r d e la d o c tr in a p o lític a . E n e sta o b r a
s ó lo s e fo r m u la n lo s p o s tu la d o s d e l p r im e r tip o . (p . xm )

Sin em bargo, la declarada separación entre el análisis real


y la evaluación resulta desm entida por el texto mismo. En las
secciones que se ocupan de los diferentes tipos de política,1112 los
autores presentan un conjunto de dimensiones variables de la
sociedad política. Los sistemas políticos varían; 1) en cuanto a
la ubicación del poder (entre autocracia, oligarquía, república);
2) en cuanto a los alcances del poder (sociedad que soporta ya
sea una mayor regim entación o una mayor liberalización); 3) en
cuanto a la concentración o dispersión del poder (incluyendo las
cuestiones referentes a la separación de poderes o federalismo);
4) en cuanto a qué grado un gobierno es igualitario (el grado
de igualdad en el poder potencial); 5) en qué grado es liberal
o autoritario; 6) el grado en que es imparcial; y 7) el grado en
que es institucional o tiránico. La dem ocracia se define como
un gobierno que es liberal, jurídico e imparcial.
No resulta sorprendente descubrir que las propias simpatías
hacia la dem ocracia aum entan a m edida que se hunde el ara­
do en esta lista de definiciones, ya que nos dejan poco margen
para elegir. La dim ensión 5) determ ina claram ente nuestra pre­
ferencia. La libertad no es definida sim plem ente en términos
de una ausencia de coerción, sino de auténtica responsabilidad

11 Ibid., p. 471.
12 Power a n d Society, Yale U niversity Press, N ew H aven, C onn ., 1952, cap. 9,
seccs. 3 y 4.
C H A R L E S TAYLOR 81

p ara sí m ism o. “Un gobierno es liberal cuando la iniciativa, la


individualidad y la acción están difundidas; es autoritario si la
obediencia, la conform idad y la coerción son características”.1^
C itando a Spinoza, a quien aprueban, Lasswell y Kaplan se de­
claran a favor de una noción de libertad com o la capacidad de
vivir [ . . . ] p o r el libre raciocinio”.“Según esta concepción, hay
libertad en u n Estado únicam ente cuando cada individuo tiene
suficiente au to rresp eto p ara respetar a los dem ás.”1314
Así pues, resulta evidente que la libertad es preferible a su
contraria. M uchos pensadores de la escuela ortodoxa, si bien
estarían d e acu erd o con este veredicto, podrían atribuirlo sim­
plem ente a u n a fraseología o redacción descuidada p or parte
del autor, a u n pasajero aflojam iento de esa perpetua vigilia que
debe m an ten erse co n tra el asalto del prejuicio de valor. Por con­
siguiente, es im p o rtan te señalar que aquí el poder o fuerza del
valor es algo m ás que una m era cuestión de fraseología. Estri­
ba en el tipo de alternativa que se nos presenta: por un lado,
un h o m b re p u ed e ser m anipulado por otros, obedeciendo leyes
y n o rm as instituidas p o r otros, que no puede juzgar; p or otro
lado, h a evolucionado al punto de poder juzgar por sí mismo,
ejercer su raciocinio y aplicar sus propias normas; llega a respe­
tarse a sí m ism o y es más capaz de respetar a los demás. Si ésta
es, realm ente, la alternativa que tenemos ante nosotros, ¿cómo
no vam os a ju z g a r que la libertad es m ejor (ya sea que creamos
o no que hay consideraciones anuladoras)?
La dim ensión 6) tam bién decide nuestra elección. Se dice
que la “im parcialidad” “corresponde, en cierto modo, a los
conceptos de ‘j u sticia’ de la tradición clásica ,1516* y un gobierno
im parcial recibe el nom bre de “com m onw ealth , porque exal­
ta im parcialm ente la posición de valor de todos los m iem bios
de la sociedad, más bien que la de alguna clase i educida .
A hora bien: si sim plem ente hay que elegir entre un régim en
que trabaja p ara el bien com ún y otro que trabaja para el bien

13 Ibid.,p. 228.
14 Ibid., p. 229.
15 Ibid.,p. 231
16 Ibid.
LA N E U T R A L ID A D EN LA C IE N C IA PO L ÍT IC A

de algún g ru p o más pequeño, no cabe duda respecto de cuál


es el m ejor a falta de consideraciones anuladoras.
De m anera similar, la dim ensión 7) es determ inativa de valor.
“Ju d icial” se opone a “tiránico” y es definido com o un estado
de cosas en el cual “las decisiones se tom an de acuerdo con re­
glas específicas [ . . . ] más bien que arbitrariam ente”,17 o en el
que “la decisión se juzga frente a una apreciación de la misma
en térm inos de [ . . . ] condiciones que deben ser satisfechas o
cum plidas p o r los gobernantes así com o tam bién p o r los gober­
n ad o s”. Puesto que la alternativa presentada aquí es la decisión
arbitraria, que no puede ser revisada por ningún proceso con­
veniente o apto, no se discute cuál es preferible. Si hubiéram os
q u erid o p resen tar una justificación de un gobierno fuera de
la ley (tal com o lo hizo Platón), nunca habríam os aceptado el
adjetivo “arb itra rio ” en nuestra descripción de la alternativa a
go b iern o “ju d ic ia l”.
En lo que se refiere a las otras dim ensiones, los autores las
relacionan con estas tres dim ensiones clave, de m odo que tam­
poco p u e d e n ser consideradas neutrales, aunque su pertinencia
de valor es derivada. Así pues, la voluntarización es mejor, para
la libertad, que la regim entación, y puede considerarse que la
dispersión del p o d e r conduce a la carencia jurídica. En resu­
m en, descubrim os una justificación plena de la dem ocracia, y
que aparece en una o b ra que declara ser neutral. Se nos dice
en la introducción que el libro “no contiene rebuscam ientos de
doctrina política, respecto de lo que el Estado y la sociedad debe­
ría ser”.18 Incluso d u ran te la exposición mism a de la sección so­
bre dem ocracia aparecen renuncias o abandonos rituales: por
ejem plo, cuando se m enciona el térm ino “ju sticia”, se inserta un
paréntesis: “sin em bargo, el presente térm ino debe entender­
se, p o r com pleto, en u n sentido descriptivo, no norm ativo”;19
y al final del capítulo: “las form ulaciones son absolutam ente
descriptivas más bien que norm ativam ente am biguas”.20

17 Ibid., p. 232.
18 Ibid., p. xi.
19 Ibid., p. 231.
20 Ibid.,p. 239.
C H A R L E S TAYLOR 83

Pero no son neutrales, com o ya lo hem os visto: no podem os


aceptar estas descripciones y dejar de aceptar que la dem ocracia
es u n a form a de gobierno m ejor que su contrario (un gobier­
no tiránico , ex p lo tad o r”, “au to ritario ”: puede usted hacer
su elección). Sólo el sostener el m ito de la neutralidad puede
ocultar esta verdad a los autores.
Por supuesto, estas secciones no representan adecuadam ente
la o b ra total de Lasswell. En realidad, uno de los problem as que
surgen al discu tir a Lasswell es el de que ha abogado a favor de
una asom brosa variedad de sistemas conceptuales de explica­
ción. Ello se hace evidente a través de una lectura cuidadosa de
tan sólo Power and Society, com pletam ente aparte de sus otras
num erosas obras. Es posible que todos ellos desem boquen en
algún sistem a unificado, pero aunque sea esto lo que realm ente
o cu rre está m uy lejos de resultar obvio. Sin em bargo, el víncu­
lo en tre el análisis del hecho real y la evaluación reaparece en
cada u n o d e los diferentes enfoques. No contamos con espacio
suficiente com o p ara abarcarlos todos; bastará aquí u n ejem ­
plo más.
En las o b ras posteriores, de orientación siquiátrica, tales co­
m o Power and Personality, o “The D em ocratic C haracter”,21 se
establece explícitam ente que la finalidad de la ciencia política
es la dem ocracia. Pero la deducción de que ésta es una fina­
lidad elegida independientem ente de lo que se descubre que
es lo verdadero acerca de la política, resulta desm entida a lo
largo de toda la línea, pues la alternativa para una sociedad
donde las personas tengan un “autosistem a” que se ajuste al
carácter dem ocrático, es una sociedad en la que abundan di­
versas patologías, a m enudo de tipo peligroso. El problem a de
la dem ocracia consiste en crear, entre otras cosas, un autosis­
tem a que sea de “m ultivalores más bien que de un solo valor,
y que esté dispuesto a com partir más que a acum ular o a m o­
nopolizar”.22 U no podría oponerse un poco a esto: tal vez los
ingenuos son u na ventaja para la sociedad. Pero después de
ver la alternativa a la m ultivaloración, tal com o aparece en el

21 Political Writings.
22 Ibid., pp. 4 9 7 -4 9 8 .
8 ‘!
LA N E U T R A L ID A D e n l a c ie n c ia p o l ít ic a

artículo “D em ocratic C haracter”,23 se puede entender por qué


Lasswell sustenta esta concepción. Lasswell nos presenta una
serie de lo que describe, con toda franqueza, en un momento
dado, com o “deform aciones del carácter”.24 Al hablar acerca
del homopoliticus que se concentra en la persecución del po­
der, hace la siguiente observación: “El siquiatra se siente como
en su casa al estudiar a los apasionados buscadores del poder
en la arena de la polítca, porque el médico reconoce el exage­
rad o egocentrism o y la disim ulada crueldad de algunos de los
pacientes paranoicos con los que ha entrado en contacto en el
co n su lto rio .” (p. 498)
A quí la cuestión no es que Lasswell introduzca ilegítimamen­
te la valoración m ediante el uso de un lenguaje sutilmente recar­
gado, o de térm inos innecesariam ente peyorativos. Tal vez los
políticos verdaderam ente tengan la tendencia a acercarse a per­
sonalidades desequilibradas, que buscan com pensar carencias
p o r cu alq u ier m edio. La cuestión es que, si esto es cierto, en­
tonces se d esp ren d en de ello algunos juicios im portantes sobre
siquiatría política. Y éstos, por así decirlo, no están suspendidos
de algún ju icio de valor independiente, sino que surgen de los
hechos m ism os. Podría haber una ciencia política de la tiranía,
pero, entonces, tam bién podría haber una ciencia médica en­
cam inada a p ro d u c ir una enferm edad (como cuando los países
realm ente investigan la g u e rra bacteriológica). Pero no podría­
m os d ecir que vale más la pena dedicarse a la segunda que a la
p rim era, a m enos que presentem os algunas razones anuladoras
m uy pod ero sas (que es lo que los propugnadores de la guerra
bacteriológica tra ta n de hacer, sin éxito). Sin em bargo, la cien­
cia de la salud no necesita de sem ejante justificación especial.

3
I. La tesis que hem os estado defendiendo, p o r admisible que
p u e d a parecer en el contexto de una discusión de las diferen­
tes teorías de la ciencia política, es hoy inaceptable para una
im p o rtan te escuela de filosofía. En todo el análisis anterior, los

23 Ib id ., pp. 4 9 7 -5 0 2 .
24 Ib id ., p. 500.
CH ARLES TAYLOR 85

filósofos se habrán seniido molestos, pues esta conclusión va


contra la bien atrincherada doctrina de acuerdo con la cual, las
cuestiones sobre el valor son independientes de las que se re­
fieren a los hechos reales; es decir, la concepción que sostiene
que ante cualquier conjunto de hechos estamos en libertad de
adoptar una indefinida cantidad de posiciones de valor. Según
la concepción defendida aquí, por el contrario, un determ inado
sistema de explicación en ciencia política tiende a sustentar una
posición asociada de valor, produce sus propias normas para la
imposición de políticas y de formas de gobierno.
Por supuesto, es esta creencia filosófica la que, debido a su
inmensa influencia entre los científicos en general y los científi­
cos políticos tam bién, ha contribuido al culto de la neutralidad
en ciencias políticas y a la creencia de que la auténtica ciencia
no proporciona una guía para determ inar lo que está bien o
mal. Por consiguiente, ha llegado el momento de afrontar esta
concepción filosófica.
Hay dos puntos respecto del empleo de “bueno” que son
pasados po r alto o negados por la concepción corriente “no
naturalista”: 1) aplicar “bueno” puede o no equivaler a reco­
mendar, pero siem pre significa afirm ar que existen razones
para recom endar aquello a lo cual ese término se aplica; 2)
decir que algo satisface necesidades, deseos o propósitos hu­
manos siempre constituye una razón prima facie para llamarlo
“bueno”, es decir, para aplicar dicho térm ino por falta de con­
sideraciones contrarrestantes o anuladoras.25
A hora bien: la concepción no naturalista, tal como la expre­
san, por ejemplo, H aré o Stevenson, niega estas dos proposicio­
nes. Su punto de partida es la plasmación del argum ento m oral
en forma deductiva: todos los argumentos en contra de la lla­
mada “falacia naturalista” se han vuelto en contra de la validez
de la inferencia deductiva. El hom bre com ún puede pensar que
está partiendo de una consideración real acerca de algo para
juzgar que ese algo es bueno o malo, pero, en realidad, uno

25 Tam bién podríam os hablar aquí de “intereses”, pero esto p u ed e consi­


derarse incluido en “d e se o s” y “necesid ad es”. El interés p u ed e desviarse de la
necesidad, pero p u ed e explicitarse solam ente en térm inos de concep tos tales
com o “satisfacción”, “felicidad”, “desdicha”, etc., para cuya aplicación los cri­
terios tienen que encontrarse, en últim a instancia, en aquello que querem os.
86 LA NEUTRALIDA D EN LA CIEN CIA PO LÍTIC A

no puede deducir una afirmación concerniente a la bondad o


maldad de algo a partir de una afirm ación que le atribuye algu­
na propiedad descriptiva a ese algo. Así pues, el argum ento del
hombre común es, en verdad, un entimema: está suponiendo al­
guna premisa: cuando parte de “X hará felices a los hom bres” y
concluye que “X es bueno”, está actuando con la premisa oculta
“lo que hace felices a los hombres es bueno”, ya que solamente
añadiendo esto se puede derivar la conclusión por medio de
una inferencia válida.
Para poner este punto de otra manera: el hom bre común ve
a “X hará felices a los hom bres” como la razón para su veredicto
favorable sobre dicha frase. Pero desde el punto de vista natura­
lista, es una razón solamente porque él acepta la premisa mayor
oculta, pues, en sentido lógico, se podría rechazar esta premisa
y, entonces, para nada se obtendría la conclusión antes inferida.
Por tanto, el que algo sea una razón para juzgar que X es bueno
depende de los valores que sustenta el hombre que juzga. Por
supuesto, se pueden hallar motivos para sustentar estos valo­
res. Es decir, hechos de los cuales podríamos derivar la premisa
mayor, pero sólo adoptando una premisa más im portante que
nos perm itiera hacer derivar nuestra prim era premisa mayor
como conclusión válida. En última instancia, tenemos que deci­
dir, entre todas las razones, por así decirlo, cuáles son nuestros
valores, pues en cada etapa en que aducimos una razón, ya he­
mos tenido que aceptar algún valor (encerrado en una premisa
mayor), en virtud del cual esa razón es válida. Pero, entonces,
nuestras últimas premisas mayores se quedan sin razones que
las sustenten; son el fruto de una pura elección.
Así pues, la proposición 1) señalada anteriorm ente es negada
por el no naturalismo, ya que, en las premisas superiores, “bue­
n o ” se aplica para recomendar, sin la pretensión de que haya
razones para esta recomendación. Y 2) también es rechazada,
pues nada hay que pueda declarar que siempre constituye una
razón para decir que algo es bueno. El que lo sea o no, depen­
de de las decisiones que un hom bre haya tomado acerca de sus
valores y, en sentido lógico, no es imposible que decida consi­
derar que las necesidades, deseos y propósitos humanos no son
pertinentes a los juicios acerca de lo bueno y lo malo. Una razón
C H A R L E S TAYLOR 87

es siem pre una razón para alguien, y posee este status debido a
los valores que esa persona ha aceptado.
La pregunta en cuestión, entonces, se refiere a si “bueno"
puede o no usarse donde no hay razones, ya sean evidentes
o que puedan citarse por su aplicación.26 Considerem os el si­
guiente caso:27 Hay dos segregacionistas que desaprueban la
mezcla de razas. El prim ero alega que la mezcla de razas pro­
ducirá desdicha general, una declinación de la capacidad inte­
lectual y de las norm as m orales de la raza, la abolición de una
tensión creativa, etc. Sin em bargo, el segundo se niega a acep­
tar cualquiera de estas creencias; la raza no se deteriorará, los
hom bres pueden, incluso, ser más felices; de todos modos, se­
rán tan inteligentes, m orales, etc., como antes de la mezcla de
razas. Pero insiste en que dicha mezcla es mala. Cuando se lo
desafía a que presente alguna razón sustitutiva para este juicio,
sim plem ente responde: “No tengo razones que dar: cada uno
está autorizado para ac e p ta r—por supuesto, tiene que aceptar—
alguna prem isa para dejar de buscar razón alguna. He optado
por detenerm e aquí, más que por buscar fundamentos en as­
pectos que están en boga, tales como la felicidad hum ana, la
talla m oral, etc.” O supongam os que nos mira asom brado y di­
ce: “¿Razones? ¿Por qué me piden razones? La mezcla de razas
es sim plem ente m ala.”
A hora bien: se podría objetar que el prim er segregacionista
está form ulando el juicio: “la mezcla de razas es mala”. Pero, en
el caso del segundo, surge una dificultad. Ésta puede apreciarse
tan pronto com o presentam os la pregunta: ¿cómo podem os de­
cir si el hom bre está realm ente postulando un juicio acerca del
prejuicio de la raza y no, simplemente, digamos, manifestando
una fuerte repulsión, o una fobia neurótica, contra las relacio­
nes sexuales entre personas de diferentes razas? Es esencial,
para las nociones de “b u en o ” y “m alo”, tal como las usamos en

^ En lo que sigu e a continuación, estoy en deuda con los argum entos


de P. Foot M W hen is a Principie a M oral Principie?”, en Aristotelian Society,
Supplementary Volume xxviii, 1954, y su “M oral A rgum ents”, en M in d y A.S.S.V.
lxvii, 1958, aunque no sé si ella estaría d e acuerdo con las conclusiones que
saco de esos argum entos.
^ Tom ado, con algun os cam bios, de Freedom a nd Reason de Haré, Claren-
don Press, O xford, 1963.
NH LA NEUTRALIDA D EN LA CIEN CIA PO LITICA

juicios, el que se establezca una diferenciación de esta especie,


entre estos juicios y las expresiones de horror, deleite, desagra­
do, agrado, etc. Es esencial que podamos, por ejemplo, corregir
al que habla, diciendo: “Lo que usted quiere decir estaría mejor
expresado por: ‘La mezcla de razas me horroriza, o la mezcla
de razas me crispa’ ”, pues una parte esencial de la gramática
de “bueno” y “m alo” es expresar más de lo que se expresa me­
diante formulaciones de deleite, horror, etc., ya que ponemos a
un lado el juicio de alguien de que X es bueno cuando decimos:
“Todo lo que usted está diciendo es que a usted le gusta X ”. A lo
cual el hom bre puede replicar fríamente: “No me gusta X más
de lo que le gusta a usted, pero reconozco que es bueno.”
Por consiguiente, deben existir criterios de distinción entre
estos dos casos, si es que “bueno” y “malo” van a tener la gra­
mática que poseen. Pero si admitimos que nuestro segundo
segregacionista está formulando el juicio “la mezcla de razas es
m ala”, entonces no se puede hacer ninguna diferenciación de
este tipo. El juicio de que a mí me gusta algo no necesita funda­
mentos. Es decir, la ausencia de bases no socava la declaración
“me gusta "a( unque otras cosas, por ejemplo, en mi conducta,
X
pueden minarla). Pero, a menos que aleguemos razones para
ella (y, además, razones de cierta clase, como lo veremos más
adelante), no podem os dem ostrar que nuestra afirmación de
que X es bueno diga algo más que “me gusta X ”. Así pues,
un hom bre puede sólo defenderse contra la acusación de que
todo cuanto está diciendo es que le gusta X dando a conocer
sus fundam entos. Si no hay bases, entonces el juicio se vuelve
indiferenciable de la expresión; lo cual significa que ya no hay
más juicios de malo y bueno, puesto que la diferenciación es
esencial a los mismos, como lo hemos visto.
Aquellos que creen en la dicotomía hecho real/valor, han
tratado, naturalm ente, de evitar esta conclusión; han procura­
do diferenciar los dos casos afirm ándose en el uso que se hace
de los juicios de bueno y malo en recom endaciones, prescrip­
ciones, expresiones de aprobación, etc. Así, no im portan los
fundam entos de un hom bre, si es que tiene alguno, ya que po­
dem os saber que está em itiendo un juicio de bueno o malo por
el hecho de que está recom endando, prescribiendo o compro­
m etiéndose a alcanzar la cosa en cuestión, o algo por el estilo.
CH ARLES TAYLOR 89

Pero ello significa una petición de principio, pues podemos


preguntar: ¿qué constituye el recomendar, o prescribir, o com­
prometerse, o expresar aprobación o lo que sea? ¿Cómo puede
uno afirm ar que un hombre está haciendo una de estas cosas
o, simplemente, que está expresando sus sentimientos?
Si afirmamos que podemos decirlo por lo que el hom bre
acepta como consecuencia de su posición —ya sea que acepte
o no que debería esforzarse por realizar la cosa en cuestión—,
entonces el mismo problem a surge de nuevo: ¿cómo diferen­
ciamos su aceptación de la proposición de que debería buscar
esa finalidad y un simple estar encaprichado en buscar dicha
finalidad? Presumiblemente, nuestros dos segregacionistas es­
tarían de acuerdo en que deberían combatir la mezcla de razas,
pero esto todavía nos dejaría igualmente confusos e inseguros
acerca de la posición del segundo. ¿Acaso podemos decir por
qué razón están deseosos de unlversalizar su prescripción? Pero
nuevamente aquí no tenemos ninguna prueba o criterio, pues
ambos segregacionistas afirmarían que cada uno debería bus­
car la pureza racial, pero quedaría sin resolver la cuestión de
si esto tiene o no un significado diferente en los dos casos.
Tal vez el segundo simplemente quiere decir que no puede so­
portar los m atrimonios interraciales, ya sea que lo contraiga
él u otra persona cualquiera. De modo similar, un compulsivo
puede m antener sus manos escrupulosamente limpias y sentir
desagrado ante la suciedad de otros, incluso puede llegar a pe­
dir que sigan su ejemplo; pero todavía queremos diferenciar su
caso del de una persona que haya juzgado que la limpieza es
buena.
¿Podemos caer en criterios conductistas, entendiendo por
“com portam iento” aquello que un hombre hace en contraste
con lo que piensa acerca de lo que hace? Pero no hay motivo
alguno para que un hom bre con una fobia neurótica contra X
no hiciera todas las cosas que hace el hom bre que juzga que X
es malo; es decir, evitar él mismo hacer X, tratar de im pedir
que otros lo hagan, etc.
Así pues, los no naturalistas nos dejarían sin ningún crite­
rio, excepto lo que el hombre estuviera deseoso de decir. Pero
entonces no tendríamos forma alguna de saber si las palabras
fueron o no correctamente aplicadas, lo que equivale a decir
90 LA N EU TRALIDA D EN LA CIEN CIA PO LÍTIC A

que no tendrían significado. Todo lo que conseguimos, tratan­


do de señalar la diferenciación mediante lo que se desprende
del juicio, es que la misma pregunta que formulamos acerca de
“X es m alo” frente a “X me hace estrem ecer” puede formular­
se respecto del complejo “X es malo, yo/usted no deberíamos
hacer X ”, frente al complejo “X me hace estremecer, por fa­
vor yo/usted no haga X ”. Simplemente pasaríamos de lo que
el hom bre está deseando decir en la prim era pregunta a lo que
está deseando decir en la segunda. La distinción únicamente
puede ser adecuadam ente establecida si atendemos a las razo­
nes para el juicio, y es por esto que un juicio sin motivos no
puede adm itirse, porque ya no puede diferenciarse de una ex­
presión de sentim iento.28
II. Este análisis puede parecer aceptable para “la mezcla de ra­
zas es m ala”; pero ¿qué sucede respecto de “cualquier cosa que
conduzca a la felicidad hum ana es buena”? ¿Qué podemos de­
cir en este caso, si se nos pide que demos fundamentos para
esta afirm ación? La respuesta es que no podem os decir nada,
pero tam poco necesitamos decir nada, ya que el hecho de que
algo conduzca a la felicidad hum ana es ya una base adecuada
para ju zg ar que es bueno: adecuada; es decir, a falta de consi­
deraciones anuladoras. Llegamos, entonces, al segundo punto

28 Por su p u esto, p o d em o s utilizar el com portam iento para juzgar cuál de


las d os in terp retacion es d eb em o s aplicar a las palabras de un hom bre, pero las
dos no d eb en ser diferenciadas sólo por criterios conductistas, sino también
p or lo qu e un hom b re piensa y siente. Por supuesto, es posible poner en tela
d e ju ic io in clu so la creencia sincera de un hom bre d e que está juzgando que
algo es b u en o o m alo, y desvaloralizarla sobre la base d e que un o sostiene que
esa creen cia se fu ndam enta, en gran m edida, en prejuicios irracionales o en
am b icion es o tem ores inconfesados. Así, p u ed e ju zgarse que nuestro primer
segregacion ista n o es dem asiado diferente del seg u n d o , ya que hay algunas
evid en cias d e que las ideas segregacion istas p u ed en ser asimiladas, por lo
m en o s en parte, a fobias neuróticas, en sus raíces p sicológicas. Pero ésta es
p recisam en te la causa de que m uchas person as con sid eren que los juicios de
los segregacion istas son autoen gañosas e in con scien tes ficcio n es o imposturas.
“R ealm en te”, so n sim ples exp resion es de horror. Pero esto, respecto de la
lógica d e “b u e n o ”, tal com o lo h em o s bosquejado: pues saca en conclusión
q u e si la base racion al es una m era m áscara o apariencia, en ton ces también lo
es el ju icio . Por su parte, los segregacion istas rara vez p erten ecen al según o
tip o, y rin d en h om en aje a la lógica de “b u e n o ” lanzando toda suerte de razones
sensatas d e la form a correcta.
C H A R LES TAYLOR 9 1

en cuestión, la declaración de que decir de algo que satisface


necesidades, deseos o propósitos humanos, siempre constituye
una razón prima facie para llamarlo “bueno”.
Puesto que, en realidad, no es simplemente necesario que ha­
ya fundam entos para la afirmación, si es que vamos a considerar
que su sentido literal es una atribución de bueno o malo; tam ­
bién debe tratarse de fundamentos de una determ inada clase.
Tienen que ser bases que se relacionen, de alguna m anera com­
prensible, con lo que los hombres necesitan, desean o buscan.
Esto puede aclararse más si observamos otro ejemplo. Supon­
gamos que un hom bre dice: “Hacer que el cuidado médico esté
a disposición de más personas es bueno”; supongamos, luego,
que otro hom bre desea negar esto. Por supuesto, podríam os
im aginar razones para ello: la población mundial creció dem a­
siado rápidam ente; hay otras declaraciones más urgentes que
hacer sobre escasez de recursos: esta finalidad sólo puede al­
canzarse m ediante políticas sociales objetables, tales como la
m edicina socializada, etc. La adhesión a cualquiera de estas
razones haría comprensible la oposición al juicio em itido ante­
riorm ente, lo haría, incluso, inaceptable, y aclararía que es este
juicio el que se niega y que no se trata, digamos, sim plem en­
te de una reacción emocional que se está contraatacando con
otra. Sin embargo, si nuestro objetor no dijera nada y declarara
que no tiene nada que decir, su posición sería incomprensible,
como ya lo hemos visto; o bien, daríamos a sus palabras una
construcción gram atical que expresara algún sentimiento de
disgusto u h o rro r o tristeza ante el pensamiento.
Pero ¿si supusiéramos que estaba deseoso de dar fundam en­
tos para su posición, pero que no fuese ninguno de los arriba
señalados o algunos otros parecidos, y que en cambio dijera, por
ejemplo: “habría demasiados médicos” o “demasiadas personas
estarían vestidas de blanco”? Quedaríamos en duda respecto
de cómo asumir la oposición, porque nos veríamos llevados
a preguntar, respecto de su criterio en contra del aum ento de
médicos, digamos, si estaba em itiendo un juicio concerniente al
carácter de bueno o malo de su declaración, o simplemente ex­
presando algo que le desagrada. Y decidiríamos esta cuestión
observando los fundamentos que adujo a favor de esa posición.
Y si él declarara no tener nada que decir, su posición sería
92 1 A N EUTRALIDA D EN LA CIENCIA PO LÍTICA

incomprensible exactamente como si hubiera decidido perm a­


necer silencioso al principio, y dejar sin apoyo su afirmación
inicial; “'.qué es esto?”, diríamos: “¿está usted en contra del
aum ento de los servicios médicos porque se acrecentaría la can­
tidad de médicos? Pero ¿está usted expresando, simplemente,
los sentimientos de desagrado que los médicos le provocan, o
está realmente tratando de decirnos que este aum ento del nú­
mero de médicos es malo?” A falta de cualquier defensa por su
parte, aceptaríamos la prim era interpretación.
Resulta claro que el problem a quedaría sin resolver si nues­
tro opositor basara su oposición a los médicos en el hecho de
que usan generalm ente trajes oscuros, o que se lavan las manos
frecuentemente. Podríamos, en este punto, sospechar que tiene
algo en contra de nosotros, puesto que de una m anera u otra
la longitud o elaboración del razonamiento nada tiene que ver
con la pregunta.
Lo que haría que su posición fuera inteligible, e inteligible
como un juicio de bueno o malo, sería que nos contara algún
relato acerca de la mala influencia que los médicos ejercen en la
sociedad, o sobre la siniestra conspiración que los mismos están
tram ando para dom inar y explotar al resto de la hum anidad, o
algo p o r el estilo, pues esto vincularía, de un modo com pren­
sible, el aum ento de la cantidad de médicos con los intereses,
necesidades y propósitos de los hombres. Ante la ausencia de
una relación de este tipo, perm anecem os en la oscuridad y es­
tamos tentados a suponer lo peor.
Lo que aquí se quiere dar a entender por “inteligibilidad” es
que podem os entender el juicio como un empleo de “bueno”
y “m alo”. Hoy existe amplio acuerdo en que una palabra ob­
tiene su significado según el lugar que ocupa en la madeja del
discurso; podem os asignarle su significado, por ejemplo, acla­
rando sus relaciones con otras palabras. Pero esto no quiere
decir que podam os darle el significado en un conjunto de rela­
ciones lógicas de equivalencia, vinculación, etc., que un antiguo
positivismo consideró como el contenido o área del esfuerzo fi­
losófico, ya que la relación con otros térm inos puede pasar a
través de un determ inado contexto. Así, existe una relación en­
tre “b u en o ” y recom endar, expresar aprobación, etc. Pero ello
C H A R L E S TA YLO R 93

no quiere decir que podam os construir “X es b u e n o ”, p o r ejem ­


plo, con el significado de recom iendo a X ”.29 Más bien, podem os
decir que “b u e n o ” p u ed e ser usado p ara recom endar, que apli­
car esta p alab ra im plica estar dispuesto a reco m en d ar la cosa
b u en a en d eterm inadas circunstancias, pues si usted no lo está,
entonces queda d em o strad o que usted ha sido poco serio en la
aplicación de la palabra, etc.30
La relación entre “b u e n o ” y recom endar, expresar a p ro b a­
ción, persuadir, etc., ha sido subrayada p o r los teóricos no
naturalistas de ética (aunque no siem pre han sido adecuada­
m ente com prendidos, debido a su lim itada concentración en
las relaciones lógicas); pero el térm ino tiene otro conjunto de
vinculaciones, hasta las bases de su afirm ación, com o hem os
tratad o de dem ostrarlo. Estos dos aspectos corresponden, res­
pectivam ente, a lo que ha m enudo se ha llam ado significado
valorativo, em otivo o prescriptivo, por un lado (d ep en d ien d o
de la teoría), y significado “descriptivo”, p o r el otro. D urante
m edio siglo, u n a inm ensa concentración de artillería dialécti­
ca ha sido en tre n ad a en la llam ada “falacia naturalista”, en u n
esfuerzo p o r v alo rar a “b u e n o ” por fuera de cualquier co n ju n ­
to establecido de significados descriptivos. Pero este inm enso
esfuerzo ha estado fuera de lugar, pues se ha concentrado en
la inexistencia de relaciones lógicas entre predicados descrip­
tivos y térm inos valorativos. Pero el hecho de que uno p u ed a
hallar equivalencias, form ular argum entos deductivos válidos,
etc., puede ser que no dem uestre nada acerca de la relación
entre un determ in ad o concepto y otros.
Exactam ente lo m ism o que sucede con el significado “valo­
rativo”, señalado anteriorm ente, ocurre con el significado “des­
criptivo”: “b u e n o ” no significa “conducente a la satisfacción de

29 Cfr.Joh n Searle, “M ea n in g and S p eech A cts”, Philosophical R eview , lxxi,


1962, pp. 423-432.
ft A

A sí pues, si d igo, “éste es un bu en a u to m ó v il”, y lu e g o lleg a m i am igo


y d ice “ayúdem e a elegir un a u to m ó v il”, ten go que tragarm e mis palabras,
si es qu e d eseo recom en d arle el autom óvil a él, a menos qu e p u ed a alegar
otro factor contrarrestador, c o m o p o r ejem p lo el p recio, la p roclivid ad d e
mi am igo a m anejar p eligrosam en te, etcétera. Pero esta com p leja relación n o
p u ed e expresarse p or m e d io de una equivalencia: p o r ejem p lo , “éste es un
bu en au to m ó v il” su p o n e “si estás e lig ie n d o un auto, co m p ra é ste ”.
91 1 \ NI 11 K Al II)Al) h N LA CIKNCIA POLÍTICA

deseos, necesidades o propósitos hum anos”; pero su empleo


resulta incomprensible fuera de cualquier relación con deseos,
necesidades y propósitos, como lo hemos visto anteriormente.
Pues si lo separamos de esta relación, entonces no podemos
decir si un hombre está usando “bueno” para em itir un jui­
cio, o simplemente para expresar algún sentimiento; y es una
parte esencial del significado del térm ino el que se pueda es­
tablecer dicha diferenciación. Los aspectos “descriptivos”31 del
significado de “bueno” pueden, más bien, dem ostrarse de esta
manera: “bueno” es utilizado para valorar, recomendar, per­
suadir, etc., por una raza de seres cuya idiosincracia es tal que,
a través de sus necesidades, deseos, etc., no son indiferentes a
los diversos sucesos del proceso mundial. Una raza de inactivos
ángeles impíos, como espectadores realmente desinteresados,
no tendría ningún uso para esta palabra, no podría emplearla,
excepto en el contexto de la antropología cultural, tal como los
antropólogos hum anos utilizan el término “m ana”. Es debido a
que “b ueno” tiene este uso, y que puede solamente tener un sig­
nificado porque existe este papel para ser cumplido en la vida
humana, que se vuelve ininteligible cuando se lo separa de este
papel. Debido a que el tener un uso surge del hecho de que no
somos indiferentes, su empleo no puede com prenderse cuan­
do no podem os ver en qué consiste no ser indiferente acerca de
algo, como en el caso de los raros “fundam entos” citados por
nuestro imaginario opositor. Además, su papel es tal, que se su­
pone está basado en fundamentos generales, y no simplemente
de acuerdo con los gustos y aversiones o sentimientos de los
individuos. Esta distinción resulta esencial (entre otras cosas),
pues la raza a la que nos referimos dedica una gran cantidad
de esfuerzo al logro y mantenimiento de consenso dentro de

31 P uede considerarse que los térm inos “sign ificad o descriptivo” y “signi­
ficad o valorativo” son sum am ente confusos, co m o resulta evid en te a través del
análisis, pues entrañan la im plicación de que el sign ificad o está “co n ten id o ” en
la palabra, y que puede ser “desentrañado” en form a de afirm aciones de equi­
valencia lógica. Hay más bien un aspecto descriptivo y un aspecto valorativo de
su papel o em pleo, que además están relacionados, pues n o p o d em o s entender
si un uso del térm ino supon e la fuerza valorativa de “b u en o ”, a m enos que
tam bién entendam os si éste entra en la madeja d e relaciones que constituye la
d im en sión descriptiva de su significado.
c h a r les tavlor 95

grupos mayores o m enores, sin el cual no sobreviviría. Pero en


los casos en que no podem os ver cuáles podrían ser los funda­
mentos, nos sentim os tentados a continuar considerando el uso
de "b u en o ” com o una expresión de parcialidad, sólo de la clase
más trivial e individual.
Podemos, pues, com prender por qué, por ejemplo, “cual­
quier cosa conducente a la felicidad hum ana es buena” no ne­
cesita que se aduzcan en su favor otros fundamentos. En la
felicidad hum ana, que por definición los hom bres desean, te­
nem os una base adecuada. Esto no significa que toda discusión
quede excluida. Podem os tratar de dem ostrar que los hom bres
se d eg en eran de diversas m aneras, si buscan solamente la feli­
cidad, y que ciertas cosas que hacen desdichados a los hom bres
tam bién son necesarias para su evolución. O podemos procurar
dem o strar que hay una felicidad superior y una dicha inferior;
que la m ayoría de los hom bres busca, bajo este título, sólo el
placer, y que éste lo aparta de una auténtica felicidad, etc. Pero
a m enos que podam os presentar alguna consideración com­
pensadora, no podem os negar una tesis de este tipo. El hecho
de que siem pre podam os presentar esas consideraciones con-
trarrestad o ras im plica que nunca podemos decir que “b u en o ”
significa “conducente a la felicidad hum ana”, como lo entendió
M oore. Pero el que algo sea conducente a la felicidad hum ana
o, en general, a la satisfacción de necesidades, deseos y propó­
sitos hum anos, es una razón prima facie para llamarlo bueno, lo
cual queda en pie a m enos que se lo contradiga.
Así pues, no es necesario que nos sorprenda la no neutrali­
dad de los hallazgos teóricos de la ciencia política. Al exponer
un determ inado sistema, el teórico está también presentando
la gam a de posibles políticas y formas de gobierno. Pero un
sistema político no puede dejar de contener alguna concepción,
siquiera implícita, de las necesidades, los deseos y los propósitos
humanos. El contexto de esta concepción determ inará la curva
de valor de la gama, a menos que podam os presentar considera­
ciones contrarrestadoras. Si estos factores contrarrestantes son,
en el sentido de las motivaciones, suficientemente marginales
como para no tener dem asiada im portancia para el com por­
tamiento político, entonces podem os considerar que la valora­
ción originaria sólo ha sido anulada, pues la parte de la gama
9*) I.A N K U TR A LID A D EN LA C IE N C IA PO LÍT IC A

de posibilidades que originariam ente valoramos todavía posee


la propiedad que le atribuim os y, por tanto, continúa siendo
valiosa para nosotros en un aspecto, aun cuando tengamos que
darle una baja clasificación en otro. Por ejemplo, todavía cre­
erem os que el tener una form a de gobierno pacífica es bueno,
aun cuando dé por resultado un arte malo. Pero si el factor con­
trarrestante es significativo para la conducta política, entonces
ello nos llevará a revisar nuestro sistema y, por ende, nuestros
criterios acerca de la gam a de posibles políticas y formas de
gobierno; esto, a su vez, nos conducirá a nuevas valoraciones.
La base de los antiguos valores resultará minada. Así pues, si
creem os que la ausencia de violencia llevará al estancamiento y
la conquista extranjera o al derrum be, entonces cambiamos la
gam a de posibilidades: la elección ya no recae entre la paz y la
violencia, sino entre, digamos, la violencia controlada y una ma­
yor violencia incontrolada. La paz deja de figurar en el registro:
no es un bien que podam os alcanzar.
Por supuesto, puede suceder que el factor contrarrestante no
corrija n u estra gam a de elecciones tan dramáticamente. Puede
sim plem ente d em ostrar que los valores de nuestro régim en pre­
ferido originalm ente no pueden satisfacerse de m odo integral,
o que estarán am enazados por un aspecto antes no sospechado,
o que serán am enazados con peligros, desventajas o deficien­
cias no tom adas en cuenta previam ente, de m odo que tengamos
que elegir, com o en el caso arriba señalado, entre paz versus
buen arte. Por consiguiente, no todas las alteraciones del sis­
tem a socavarán los valores originarios. Pero podem os ver que
lo contrario es lo que sucede, que todo socavamiento implica­
rá un cam bio del sistema, ya que si dejamos en pie el sistema
originario, entonces los valores de su régim en preferido per­
d u rarán com o bienes plenam ente realizables, aun cuando sean
atendidos con ciertos perjuicios que nos obliguen a una difícil
elección, com o la que se refiere a escoger entre la paz y el buen
arte, o el progreso y la arm onía psíquica, u otras posibilidades
p o r el estilo.
En este sentido, podem os decir que un sistema explicativo
determ inado oculta una noción de bondad y un conjunto de
valoraciones que no se pueden suprim ir -a u n q u e pueden ser
anulados— a m enos que suprim am os el sistema. Por supues-
CH A R LES TAVLOR 97

to, debido al hecho de que los valores pueden ser anulados o


pasados por alto, sólo podemos decir que el sistema tiende a
apoyarlos, y no que determ ina la validez de los mismos. Pe­
ro esto es suficiente para dem ostrar que la neutralidad de los
hallazgos de la ciencia política no es lo que parecía ser. Esta­
blecer un sistema dado restringe el margen de posiciones de
valor que justificadam ente pueden adoptarse, puesto que, a la
luz del sistema, ciertos bienes pueden aceptarse como tales sin
más discusión, mientras que otros bienes contrarios no pueden
adaptarse sin aducir consideraciones contrarrestadoras. Se pue­
de decir que el sistema distribuye la carga de la discusión de una
m anera determ inada. Por tanto, no es neutral.
La única form a de evitar esto, al mismo tiempo que se hace
ciencia política, sería adherirse tenazmente a los descubrim ien­
tos estrechos o limitados que, precisamente debido a que son,
tomados por separado, compatibles con un gran núm ero de
sistemas políticos, pueden bañarse en una atmósfera de neutra­
lidad valorativa. Que los católicos de Detroit tiendan a votar
por los dem ócratas puede armonizar con el esquema concep­
tual de casi todo el m undo y, por consiguiente, con el conjunto
de valores políticos de casi cualquier persona. Sin embargo, en
la medida en que la ciencia política no puede prescindir de la
teoría, de la búsqueda de un sistema, en esa misma medida no
puede dejar de desarrollar una teoría normativa.
Tampoco es necesario que esto tenga los resultados defectuo­
sos que habitualm ente se le atribuyen. Nada hay que nos impida
hacer los mayores intentos por evitar la parcialidad y alcanzar
la objetividad. Por supuesto, es difícil, casi imposible, y preci­
samente porque nuestros valores están también en discusión.
Pero más que estorbar, ayuda a la causa el tener conciencia de
esto.
Traducción: Celia Haydee Paschero
¿QUÉ ES FILOSOFÍA POLÍTICA?

Leo Strauss

1. El problema de la filosofía política

El significado de la filosofía política, y su grado de interés,


es tan evidente hoy como lo fue siempre desde su aparición
con la filosofía ateniense. Toda acción política está encamina­
da a la conservación o al cambio. Cuando deseamos conservar
tratamos de evitar el cambio hacia lo peor; cuando deseamos
cambiar tratamos de actualizar algo mejor. Toda acción política,
pues, está dirigida por nuestro pensamiento sobre lo mejor y lo
peor. Un pensamiento sobre lo mejor y lo peor implica, no obs­
tante, el pensamiento sobre el bien. La conciencia del bien que
dirige todas nuestras acciones tiene el carácter de opinión: no
nos la planteamos como problema, pero reflexivamente se nos
presenta como problemática. El mismo hecho de que nosotros
podamos plantearla como problema nos lleva hacia un pensa­
miento del bien que deja de ser problemático; nos encamina
hacia un pensamiento que deja de ser opinión para convertirse
en conocimiento. Toda acción política comporta una propen­
sión hacia el conocimiento del bien: de la vida buena o de la
buena sociedad; porque la sociedad buena es la expresión com­
pleta del bien político.
Cuando esta propensión se hace explícita y el hombre se
impone explícitamente como meta la adquisición del conoci­
miento del bien en su vida y en su sociedad, entonces surge la
filosofía política. Al denominar a este empeño filosofía política,
100 ¿Q U É ES FILO SO FIA PO LÍTICA ?

querem os decir que forma parte de un conjunto más amplio:


de la filosofía. La filosofía política es una ram a de la filosofía.
En la expresión “filosofíapolítica”, “filosofía” in d ic a d método,
un m étodo que al mismo tiem po profundiza hasta las raíces y
abarca en extensión toda la temática; “política” indica tanto el
objeto como la función. La filosofía política trata del objeto
político en cuanto es relevante para la vida política; de aquí que
su tema se identifique con su meta, como fin último de la ac­
ción política. El tem a de la filosofía política abarca los grandes
objetivos de la hum anidad: la libertad y el gobierno o la autori­
dad, objetivos que son capaces de elevar al hom bre por encima
de su pobre existencia. La filosofía política es aquella ram a de
la filosofía que se acerca más a la vida política, a la vida afi­
losófica, a la vida hum ana. Sólo en su Política hace Aristóteles
uso de juram entos, esos com pañeros inseparables del discurso
apasionado.
Siendo una ram a de la filosofía, incluso la definición más
provisional de lo que puede ser la filosofía política exige una
explicación previa, aunque sea provisional, sobre qué es filo­
sofía. Filosofía, como búsqueda de la verdad, es una búsqueda
del conocim iento universal del conocimiento del todo como
conjunto. La búsqueda sería innecesaria si ese conocimiento es­
tuviese al alcance de la mano. La ausencia del conocimiento
sobre el todo no significa, sin embargo, que el hom bre no ten­
ga pensam ientos sobre ese todo; la filosofía va necesariamente
precedida de opiniones sobre él. Consiste, por tanto, en un in­
tento de sustituir esas opiniones por un conocimiento sobre el
conjunto. En lugar de “el todo”, los filósofos suelen utilizar la
expresión “todas las cosas”; el todo no es un puro éter o una
oscuridad irredenta en que no se pueda distinguir una parte de
otra o en que sea imposible todo discernimiento. La búsqueda
del conocimiento de “todas las cosas” significa la búsqueda del
conocim iento de Dios, del m undo y del hom bre, o mejor, la
búsqueda del conocimiento de las esencias de todas las cosas.
Esas esencias en su totalidad form an “el todo” como conjunto.
La filosofía no consiste esencialmente en poseer la verdad,
sino en buscar la verdad. El rasgo que distingue a un filósofo
consiste en que “él sabe que no sabe nada”, y su visión de nuestra
ignorancia acerca de las cosas más im portantes le induce a es-
L E O STR A U SS 1 0 1

forzarse hasta el límite de lo posible en busca del conocim iento.


Dejaría de ser u n filósofo si tratara de elucidar las preguntas
sobre estas cosas o las despreciase considerándolas incontes­
tables. P uede o c u rrir que las posiciones a favor y en contra
de cada u na de las respuestas posibles estén perm anentem ente
equilibradas y la filosofía no pueda ir más allá del estadio de la
discusión, ni pueda, p o r tanto, alcanzar nunca el m om ento de
la decisión. Esto no haría de la filosofía algo inútil, porque el
entendim iento d e u n a cuestión fundam ental exige la com pren­
sión com pleta de la esencia del objeto con que la cuestión se
relaciona. El conocim iento genuino de un elem ento esencial,
su com prensión com pleta, es m ejor que la ceguera o la indife­
rencia hacia el objeto com o un todo, esté o no esa indiferencia
o ceg u era acom pañada de las respuestas a un gran núm ero
de cuestiones periféricas o carentes de im portancia. M ínimum
quod potest haberi de cognitione rerum alíissimarum, desirabilius est
quam certissima cognitio quae habetur de minimis rebus (Tomás de
Aquino, Summa Theologiae, I, qu. I a, 5).
De la filosofía así entendida, la filosofía política es una ram a.
La filosofía política es un intento de sustituir el nivel de opinión
p o r u n nivel de conocim iento de la esencia de lo político. Lo p o­
lítico está sujeto p o r naturaleza a aprobación y desaprobación,
aceptación y repulsa, a alabanza y a crítica. Lleva en su esencia
el no ser u n objeto neutro; exige de los hom bres la obediencia,
la lealtad, la decisión o la valoración. No se puede com pren­
der lo político com o tal si no se acepta seriam ente la exigencia
implícita o explícita de juzgarlo en térm inos de bondad o mal­
dad, de justicia o injusticia, si no se aplican unos m ódulos. Si la
filosofía política quiere encuadrar acertadam ente su objeto tie­
ne que esforzarse en lograr un conocim iento genuino de estos
módulos. La filosofía política consiste en el intento de adquirir
conocim ientos ciertos sobre la esencia de lo político y sobre el
buen orden político o el orden político justo.
Es necesario establecer diferencias entre filosofía política y
pensam iento político en general. Actualmente se identifican
estos térm inos con frecuencia; se ha ido tan lejos en la degrada­
ción del nom bre de la filosofía que hoy se habla de las filosofías
de vulgares diletantes. Bajo la denom inación de pensam iento
político com prendem os el estudio o la exposición de ideas po-
102 <Q U É ES F IL O S O F ÍA P O L ÍT IC A ?

lílicas, y por idea política com prendem os cualquier “noción,


com entario, imaginación o cualquier cosa sobre la que se pue­
da p en sar” que se relacione de algún m odo con los principios
políticos. De aquí que toda filosofía política sea pensamiento po­
lítico, pero no todo pensam iento pob'tico sea filosofía política.
El pensam iento político, com o tal, es indiferente a la distinción
entre opinión y conocim iento; la filosofía política, sin embargo,
es un esfuerzo consciente, coherente y continuo por sustituir las
opiniones acerca de los principios políticos por conocimientos
ciertos. El pensam iento político puede no ser más, o incluso no
p rete n d er ser más, que la exposición o la defensa de una con­
vicción firm em ente aceptada o de un mito vivificador; sin em­
bargo, es esencial p ara la filosofía política tener como principio
m otor la im paciente percepción de la diferencia fundam ental
entre convicción o creencia y conocimiento.
Un pen sad o r político, no filósofo, defiende o está interesado
principalm ente en un determ inado orden político; el filósofo
político sólo está interesado y defiende la verdad. El pensa­
m iento político no es filosofía política, encuentra su expresión
adecuada en leyes y códigos, en poemas y relatos, en folletos y
discursos públicos p ara los demás. La forma apropiada para el
desarrollo de la filosofía política es el tratado. El pensamiento
político es tan viejo com o la raza humana; el prim er hom bre
que pronunció una palabra com o “padre” o una expresión co­
m o “tú n o h a rá s ... ” fue el p rim er pensador político; la filosofía
política, sin em bargo, aparece en un m om ento determ inado de
la historia.
Por teoría política se com prende hoy el estudio comprensivo
de la situación política que sirve de base a la construcción de una
política en sentido am plio. Este estudio está basado, en último
térm ino, en principios aceptados p or toda la opinión pública o
p o r u n a buena parte de ella; adopta dogm áticam ente principios
que p u d ie ra n ser posiblem ente puestos en duda. O bras de teo­
ría política en este sentido podrían ser la Autoemancipation de
Pinsker o elJudenstaat de Herzl. La. Autoemancipation de Pinsker
lleva com o lem a estas palabras: “Si yo no m e preocupo de mí
mism o, ¿quién lo hará?, y si no lo hago ahora, ¿cuándo lo haré?”
Pero om ite estas otras: “Y si yo no existo más que p ara mí, ¿que
soy yo?" La silenciosa repulsión de Pinsker hacia el pensam ien­
LEO STRAUSS 1 0 3

to que contienen las palabras omitidas es una premisa crucial


del argum ento que desarrolla en su obra. Pinsker no justifica su
repulsión. Para encontrar una justificación deberíamos volver a
los capítulos 3 y 16 del Tractatus Theologico-Politicus de Spinoza,
o sea, a la obra de un filósofo de la política.
Nos vemos obligados ahora a distinguir la filosofía política
de la teología política. Por teología política com prendem os las
enseñanzas políticas que se apoyan en la revelación divina. La
filosofía política se limita a aquello a lo que puede acceder la
mente hum ana po r sí sola. En lo que respecta a la filosofía social,
ésta com parte el mismo objeto con la filosofía política, pero
la contem pla desde un punto de vista diferente. La filosofía
política parte del principio de que la asociación política —el
país, la nación— es la asociación suprema, por encima de la
cual no existe otra, mientras que la filosofía social concibe la
asociación política sólo como una parte de un todo más amplio,
que denom ina con el térm ino “sociedad”.
Finalmente, vamos a tratar de las relaciones entre la filosofía
política y la ciencia política. “Ciencia política” es un térm ino am­
biguo: designa las investigaciones sobre lo político realizadas
bajo m odelos tom ados de las ciencias naturales y los trabajos
realizados por los miembros de las cátedras de ciencia política.
Las prim eras, o sea, las investigaciones que podríam os deno­
minar ciencia política “científica”, consideran que el suyo es el
único cam ino posible para lograr un conocimiento genuino de
lo político. Del mismo m odo que el genuino conocimiento sobre
la naturaleza surge cuando se sustituye la vana y estéril especu­
lación por el estudio experim ental e inductivo, el conocimiento
genuino sobre lo político comenzará el día en que la filosofía
política deje paso definitivam ente al estudio científico de lo po­
lítico. Del mismo m odo que las ciencias naturales se bastan a sí
mismas y, a lo sumo, proveen inintencionadam ente a la filosofía
natural con algunos materiales para la especulación, la ciencia
política es autosuficiente y, a lo más, sum inistra con la misma fal­
ta de intención algunos materiales especulativos a la filosofía
política. Teniendo en cuenta el contraste entre la solidez de la
ciencia política y la lastimosa presunción que caracteriza a la fi­
losofía política, es más razonable desechar de una vez las vagas e
insustanciales especulaciones de la filosofía política que seguir
104 <qUF. KS FILOSOFIA POLITICA?

prestando acatamiento, aunque sólo sea exteriorm ente, a una


tradición totalmente desacreditada y decrépita. Las ciencias,
tanto naturales como políticas, son em inentem ente afilosóficas.
Sólo necesitan filosofía de una determ inada clase: metodología
o lógica. Pero estas disciplinas filosóficas no tienen nada en co­
mún, evidentemente, con la filosofía política. La ciencia política
“científica” es, de hecho, incompatible con la filosofía política.
El provechoso trabajo realizado por los hom bres que se lla­
man científicos de la política es independiente de cualquier
aspiración hacia una ciencia política “científica”. Consiste en la
reunión y el análisis cuidadoso de datos políticamente relevan­
tes. Para com prender la im portancia de este trabajo tenemos
que recordar la definición provisional de filosofía política que
dimos al principio. La filosofía política es un intento de com­
prender la esencia de lo político. Antes, incluso, de que poda­
mos pensar en intentar com prender la esencia de lo político,
tenem os que conocer lo político: necesitamos poseer conoci­
mientos políticos. Todo hom bre adulto que no sufra ninguna
tara m ental posee un determ inado nivel de conocimientos po­
líticos. Todos sabemos algo sobre los impuestos, la policía, la
ley, las cárceles, la guerra, la paz o el armisticio. Todos sabemos
que la m eta de la guerra es la victoria, que la guerra exige el sa­
crificio suprem o y otras muchas privaciones, que la heroicidad
merece el aplauso y la cobardía merece el reproche. Todos sa­
bemos que com prar una camisa, a diferencia de em itir un voto,
no es p or sí mismo un acto político. Se supone que el hom bre
de la calle posee menos conocimientos políticos que el hom ­
bre que se dedica profesionalmente a proveerle de inform ación
y consejo en lo que respecta a lo político. Se da p o r supuesto
que ese hom bre de la calle posee un conocimiento político más
reducido que aquellos otros hom bres despiertos que gozan de
una larga y variada experiencia política. En lo más alto de la
pirám ide encontramos al gran político, que posee conocim ien­
tos políticos, comprensión política, discernim iento político y
habilidad política en el más alto grado: ciencia política (
episteme) en el sentido original de la palabra.
Todo conocimiento político está rodeado de opiniones po­
líticas y entremezclado con ellas. Entendemos aquí opinión
política como térm ino contrapuesto a conocimiento político:
LEO STRAUSS 1 0 5

errores, suposiciones, creencias, prejuicios, predicciones, etc.


C orresponde a la esencia de la vida política el estar dirigida por
una mezcla de conocimientos políticos y opiniones políticas. De
aquí que toda vida política vaya acom pañada por un esfuerzo
más o menos coherente y tenaz para sustituir progresivam en­
te la simple opinión p or el conocimiento político. Incluso los
gobiernos que pretenden poseer conocimientos sobrenaturales
utilizan espías.
El carácter del conocimiento político y las exigencias que
com porta se han visto profundam ente afectadas por un cam­
bio relativam ente reciente en el modo de ser de la sociedad. En
épocas pasadas, los hom bres inteligentes podían adquirir cono­
cimientos políticos —la com prensión política que necesitaban—
escuchando a hom bres mayores prudentes o, lo que es lo mismo,
leyendo a buenos historiadores con tanta facilidad como estu­
diando su situación y dedicándose ellos mismos a los asuntos
políticos. Este m odo de adquirir conocimientos políticos ya no
es suficiente, porque ahora vivimos en “sociedades dinámicas
de m asas”, en sociedades que se caracterizan, al mismo tiem ­
po, p or una inm ensa complejidad y por una mutación rápida.
El conocim iento político es hoy más difícil de adquirir y que­
da anticuado con más celeridad que en otros tiempos. En estas
circunstancias se hace necesario que un núm ero determ inado
de hom bres se dedique exclusivamente a la tarea de recoger y
asimilar el conocim iento sobre lo político. Es a esta actividad a
la que hoy frecuentem ente se le denom ina ciencia política. Sólo
surge cuando se ha com prendido, entre otras cosas, que incluso
temas políticos que no tienen gran peso en una situación deter­
minada m erecen ser estudiados y que su estudio tiene que ser
llevado a cabo con el mayor cuidado posible: un cuidado espe­
cífico que está destinado a contrarrestar las falacias específicas
a las que nuestro juicio sobre lo político está siempre expues­
to. Aún más, estos hom bres de que hablamos dedican buena
parte de su esfuerzo a dar al conocimiento político la forma de
enseñanzas que puedan ser transm itidas en las aulas. Por otra
parte, aunque el político menos escrupuloso tenga que inten­
tar constantem ente sustituir en su propia mente las opiniones
por auténticos conocimientos políticos con el fin de seguir te­
niendo éxito, el estudio de lo político irá más allá, intentando
1 0 6 ¿QUÉ ES FILOSOFÍA POLÍTICA?

presentar en público el resultado de sus investigaciones sin nin­


guna omisión ni parcialidad: el estudio representará el papel
del ciudadano ilustre y patriótico que está por encima de toda
lucha. O sea, dicho de otro modo, la búsqueda del conocimien­
to político por el estudioso está animada esencialmente por un
impulso moral: el amor a la verdad. No obstante, de cualquier
modo que pueda concebirse la diferencia entre la búsqueda del
conocimiento político por el estudioso y el no estudioso, y por
muy importantes que estas diferencias puedan ser, la búsqueda
del conocimiento político que lleva a cabo el estudioso y aquella
que realiza el no estudioso se identifican en su aspecto funda­
mental: su centro de referencia es la situación política dada,
e incluso, en la mayoría de los casos, la situación política con­
creta en el país del individuo que realiza la investigación. Es
verdad, en efecto, que un botánico en Israel presta una especial
atención a la flo ra de Israel, mientras que un botánico de Ca­
nadá presta especial atención a la flora de Canadá. Pero esta
diferencia, que no es más que el resultado de una visión del
trabajo conveniente e indispensable, tiene un significado com­
pletam ente similar entre las preocupaciones de un científico de
la política israelí y otro canadiense. Sólo cuando el aquí y ahora
desaparecen como centro de referencia puede surgir el enfoque
filosófico o científico de lo político.
El nivel cognoscitivo del conocimiento político no se diferen­
cia en nada del nivel de conocimiento que posee un pastor, un
marido, un general o un cocinero. No obstante, las pretensiones
de estos tipos humanos no dan lugar a una filosofía pastoral,
marital, militar o culinaria, porque sus fines últimos son sufi­
cientemente claros y no presentan ambigüedades. El fin último
en lo político, sin embargo, exige una reflexión coherente. La
m eta de un general es la victoria, mientras que la de un polí­
tico es el bien común. Saber en qué consiste la victoria no es
problemático; lo es esencialmente, sin embargo, com prender
el significado del bien común. La am bigüedad que rodea a los
fines políticos proviene de su carácter comprensivo. Entonces
surge la tentación de negar o eludir el carácter comprensivo de
lo político y tratarlo como un com portam iento más. Pero tene­
mos que resistir esta tentación si querem os enfrentarnos con
nuestra situación en su totalidad.
LEO STRAUSS 107

La filosofía política, en el sentido en que hemos intentado


describirla, se ha venido cultivando ininterrum pidam ente des­
de sus orígenes hasta un mom ento relativamente reciente. Hoy
la filosofía política está en decadencia o, quizá, en estado de
putrefacción, si es que no ha desaparecido por completo. No se
trata sólo de un total desacuerdo sobre su objeto, su m étodo y
su función, sino que incluso la m era posibilidad de su existencia
se ha hecho problem ática. El único punto en que los profesores
de ciencia política aún están de acuerdo es el relativo a la utili­
dad de estudiar la historia de la filosofía política. Respecto a los
filósofos, es suficiente com parar la obra de los cuatro filósofos
más im portantes en los últimos cuarenta años —Bergson, White-
head, H usserl y H eidegger— con la de H erm ann Cohén para
com probar la rapidez y profundidad con que la filosofía políti­
ca ha caído en descrédito. Originariamente, la filosofía política
se identificaba con la ciencia política, y su objeto consistía en el
estudio com prensivo del comportamiento humano. Hoy la en­
contram os dividida en trozos que se comportan como si fuesen
los anillos de un gusano. En prim er lugar, se ha aplicado la dis­
tinción entre filosofía y ciencia al estudio de las cosas humanas;
y, como resultado, se plantea la separación entre la ciencia po­
lítica afilosófica y una filosofía política acientífica, separación
que en las circunstancias actuales despoja a la filosofía política
de toda dignidad y decoro. Luego, grandes sectores de la ma­
teria, que originariam ente pertenecían a la filosofía política, se
han independizado bajo el nombre de economía, sociología y
psicología social. El lamentable esqueleto por el que los hones­
tos científicos sociales ya no se preocupan ha quedado como
presa apropiada para los filósofos de la historia y para aquellos
que encuentran mayor esparcimiento en profesiones de fe. No
exageramos en absoluto al decir que hoy la filosofía política
ya no existe, excepto como objeto de enterram iento, apropia­
do para las investigaciones históricas, o como tema de frágiles
declaraciones que no convencen a nadie.
Si buscamos las razones de este cambio profundo encon­
trarem os estas respuestas: la filosofía política es acientífica,
o la filosofía política es ahistórica, o es ambas cosas al mismo
tiempo. La ciencia y la historia, esos dos colosos del m undo
108 ¿QU É ES FILO SO FÍA PO LÍTIC A ?

m oderno, han logrado destruir definitivam ente la m era posibi­


lidad, incluso, de la filosofía política.
La exclusión de la filosofía política como doctrina acientífica
es característica del positivismo de hoy. El positivismo no es ya
lo que pretendía ser cuando Augusto Com te lo fundó. Aún con­
serva el recuerdo de Comte, no obstante, al considerar que la
ciencia m oderna es la expresión más elevada del conocim iento
porque no busca, com o la teología y la metafísica lo hicieron en
otro tiem po, el conocim iento absoluto del porqué, sino sólo el
conocim iento relativo del cómo. Pero después de ser rem ode­
lado por el utilitarism o, el evolucionismo y el neokantism o, el
positivismo ha abandonado enteram ente la esperanza de Com te
de que una ciencia social al estilo de las m odernas ciencias na­
turales p u d iera superar la anarquía intelectual de la sociedad
m oderna. H acia la últim a década del siglo xix, la ciencia social
positivista alcanzó su desarrollo final al darse cuenta de que
existe una separación radical entre los hechos y los valores, y
sólo los juicios sobre los hechos entran dentro del cam po de la
ciencia. Las ciencias sociales “científicas” no pueden em itir ju i­
cios de valor y tienen que huir de ellos radicalm ente. En cuanto
al significado de la palabra “valor” en afirm aciones com o las
precedentes, difícilm ente podríam os decir más que esos “valo­
res” significan, al mismo tiem po, objetos preferidos y principios
de preferencia.
Actualmente, para explicar el significado de la filosofía po­
lítica es indispensable un exam en previo de los principios del
positivismo científico-social. Vamos a considerar especialm ente
las consecuencias prácticas que lleva consigo este positivismo.
La ciencia social positivista es avalorativa y éticam ente neutra:
es imparcial ante el conflicto entre el bien y el mal, cualquiera
que sea la form a en que el bien y el mal puedan ser interpréta-
dos. Esto significa que el cam po com ún a todos los científicos
sociales, el cam po en que desarrollan todas sus investigaciones
y discusiones, sólo puede ser alcanzado a través de un proceso
de liberación de los juicios m orales o de un proceso de abs­
tracción absoluta: la ceguera m oral es condición indispensable
para el análisis científico. En el mismo grado en que aún no sea­
mos insensibles a las diferencias m orales, nos veremos forzados
a utilizar juicios de valor; tienen una influencia corrosiva para
LEO STRAUSS 1 0 9

nuestro sistema de preferencias. Cuanto más serios seamos co­


mo científicos sociales, más radicalm ente desarrollarem os en
nosotros mismos un estado de indiferencia hacia logros con­
cretos, de falta de metas y de impasibilidad, un estado que
podría denom inarse de nihilismo. El científico social no está
inm unizado contra las preferencias; su actividad es una lucha
constante contra las que siente como ser hum ano y como ciu­
dadano, que am enazan con sobreponerse a su im parcialidad
científica. Para contrarrestar todas estas influencias peligro­
sas el científico social deriva su poder de su dedicación a un
solo valor: la verdad. Sin embargo, según sus principios, la
verdad no es un valor que haya que elegir necesariamente. Se
puede, igualm ente, elegir la verdad o rechazarla. El científico,
para ser científico, tiene que haberla elegido efectivamente. Pe­
ro ni los científicos ni la ciencia son meram ente necesarios.
La ciencia social no puede pronunciarse sobre si ella misma
es buena. Está obligada a enseñar que la sociedad puede con
igual derecho y con las mismas razones favorecer el desarrollo
de las ciencias sociales o suprimirlas como perturbadoras, sub­
versivas, corrosivas o nihilistas. No obstante, por extraño que
parezca, solemos encontrar científicos sociales muy deseosos
de “vender” ciencia social, de probar que la ciencia social es ne­
cesaria. Su argum ento es éste: independientem ente de cuáles
puedan ser nuestras preferencias, nosotros deseamos el logro
de nuestros fines; para lograrlos necesitamos conocer cuáles
son los medios que nos conducen a ellos; y el conocimiento
adecuado de los m edios que conducen a cualquier fin social es
función de las ciencias sociales y sólo de las ciencias sociales;
de aquí que las ciencias sociales sean necesarias para cualquier
sociedad o para cualquier movimiento social; las ciencias socia­
les son, pues, necesarias por naturaleza; representan un valor
desde todos los puntos de vista. Sin embargo, una vez que he­
mos aceptado este planteamiento, nos vemos profundam ente
inclinados a preguntarnos si no habrá unas pocas cosas más
que representen valores desde todos los puntos de vista y para
todos los seres hum anos pensantes. Para evitar estas dificul­
tades, el científico social desdeñará toda consideración sobre
buenas relaciones o prom oción personal y se refugiará en su
virtuosa expresión de que él no sabe, sino que solamente cree,
no 'Q U É ES FILO SO FÍA PO LÍTIC A ?

que buscar la verdad es bueno; otro cualquiera puede creer con


igual derecho que buscar la verdad es malo. Pero ¿qué es lo que
quiere decir con esto? O bien distingue entre objetivos nobles
e innobles o bien rechaza esta distinción. Si distingue entre ob­
jetivos nobles e innobles, adm itirá que existen varios objetivos
o ideales nobles, y que un ideal no es com patible con los de­
más: si se elige la verdad com o ideal propio, necesariam ente se
rechazan los dem ás ideales. Así planteado, no puede existir la
necesidad p ara los hom bres nobles de elegir ineludiblem ente la
verdad con preferencia sobre otros ideales. Pero cuando el cien­
tífico social habla de ideales y distingue entre objetivos nobles
e innobles o entre integridad ideal y egoísmo mezquino, está
em itiendo juicios de valor que de acuerdo con sus principios
básicos son, com o tales, innecesarios. Tiene que decir, enton­
ces, que es tan legítimo hacer de la búsqueda de la seguridad,
del dinero o de la deferencia la meta vital única como buscar la
verdad com o fin principal. De este m odo queda expuesto a la
sospecha de que su actividad como científico no sirva a otros
fines que el increm ento de su seguridad, su riqueza o su pres­
tigio, y de que su com petencia no sea más que una habilidad
que está dispuesto a vender al mejor postor. Los ciudadanos
honestos com enzarán a preguntarse si se puede confiar en un
hom bre así o si este hom bre puede ser leal, especialmente des­
pués de haber sostenido que es tan defendible elegir la lealtad
com o valor propio com o rechazarla. En una palabra, se habrá
enredado en el trance que condujo a Trasímaco a su caída, aba­
tido por Sócrates, en el prim er libro de La república, de Platón.
No es necesario aclarar que, aunque nuestro científico social
pueda encontrarse en un m ar de confusiones, está muy lejos de
ser desleal o de com eter una falta de integridad. Su afirm ación
de que la entereza y la búsqueda de la verdad son valores que
el individuo puede con el mismo derecho aceptar o rechazar es
un simple movimiento de sus labios que no encuentra corres­
pondencia alguna en su pensam iento. N unca he encontrado un
científico social que, aparte de estar dedicado a la verdad y la
integridad, no fuese un ferviente adm irador de la democracia.
C uando afirm a que la dem ocracia no es un valor que necesaria­
m ente tenga que com portar una evidente superioridad sobre su
contrario no quiere decir que él se sienta atraído p o r el valor
LEO STRAUSS 1 1 1

opuesto que rechaza o que su pensam iento esté debatiéndose


entre alternativas igualm ente atrayentes por sí mismas. Su “éti­
ca avalorativa está lejos de representar el nihilismo o ser un
cam ino hacia el nihilismo; no es más que una excusa para no
tener que pensar: al afirm ar que la dem ocracia y la verdad son
valores, lo que quiere decir es que no es necesario preocupar­
se de las razones p o r las cuales estas cosas son buenas y que
él pueda bajar la cabeza, como cualquier otro individuo, ante
los valores aceptados y respetados por su sociedad. La ciencia
social positivista anim a no tanto el nihilismo como el confor­
mism o y la rutina.
No es necesario que entremos ahora a discutir los puntos
débiles de la teoría positivista aplicada a las ciencias sociales.
Será suficiente aludir a algunas consideraciones que hablan por
sí mism as contra esta escuela.
1) Es im posible el estudio de los fenómenos sociales, sobre todo
de los fenóm enos sociales más importantes, sin que este estudio
lleve consigo juicios de valor. Un hombre que no encuentra nin­
guna razó n p ara despreciar a aquellos cuyo horizonte vital se
limita al consum o de alimentos y a una buena digestión puede
ser un econom etrista tolerable, pero nunca podrá hacer apor­
tación válida alguna sobre el carácter de una sociedad humana.
Un hom bre que rechace la distinción entre grandes políticos,
m ediocridades y vulgares diletantes puede ser un buen biblió­
grafo, pero no tendrá nada que decir sobre política o historia
política. Un hom bre incapaz de distinguir entre un pensamiento
religioso profundo y una superstición en trance de desapare­
cer puede ser un gran estadístico, pero no podrá decir nada
significativo sobre sociología de la religión. En general, es im­
posible com prender un pensamiento, una acción o una obra
sin darles un valor. Si somos incapaces de atribuirles el valor
adecuado, como ocurre con frecuencia, eso quiere decir que
no hem os logrado todavía com prenderlos adecuadamente. Los
juicios de valor que encuentran cerrado el camino principal
para entrar en la ciencia política, la sociología o la economía
entran en estas disciplinas por la puerta falsa; se introducen a
través de esa m ateria añeja a la actual ciencia política que se lla­
ma psicopatología. El científico social se ve compelido a hablar
112 «QUÉ ES FILO SO FÍA POLÍTICA?

de individuos desequilibrados, neuróticos o inadaptados. Estos


juicios de valor, sin embargo, se diferencian de los que los gran­
des historiadores utilizan, no por su mayor claridad o exactitud,
sino precisamente por su inexpresividad: un operario insensato
puede sentirse tan adaptado, o incluso mejor, que un hombre
honesto o un buen ciudadano. Finalmente, no debemos pasar
desapercibidos ante los juicios de valor invisibles que se ocultan
a los ojos poco atentos pero que están muy presentes en concep­
tos que parecen puram ente descriptivos. Por ejemplo: cuando
los científicos sociales distinguen entre hábitos o tipos humanos
dem ocráticos y autoritarios, lo que llaman “autoritario” estoy
seguro de que no es otra cosa que una caricatura de lo que ellos,
com o buenos dem ócratas, rechazan. O cuando hablan de los
tres principios de legitimidad (racional, tradicional y carismá-
tico), su simple expresión “rutinización del carisma” descubre
un pensam iento protestante o liberal que ningún judío conser­
vador o ningún católico podría aceptar: a la luz del concepto
“rutinización del carisma”, la génesis del Halakah, sacada de las
profecías bíblicas, por una parte, y la génesis de la Iglesia Cató­
lica, sacada de las enseñanzas del Nuevo Testamento, aparecen
necesariam ente como casos de “rutinización del carisma”. Si se
me objetase que los juicios de valor son, en efecto, inevitables
en las ciencias sociales, pero tienen solamente un carácter con­
dicional, contestaría de este modo: ¿no son esenciales estas
condiciones en lo que respecta a los fenómenos sociales? ¿No
tiene el científico social que suponer necesariamente que una
vida social sana en este m undo es algo bueno, del mismo modo
que la m edicina supone necesariamente que la salud y la longe­
vidad sana son cosas buenas? ¿No están todas las afirmaciones
fácticas basadas en condiciones o suposiciones, aunque nunca
se planteen como problem a mientras estemos considerando los
hechos com o hechos (por ejemplo: que existe el “hecho”, o que
todo lo que ocurre tiene una causa)?
La im posibilidad de construir una ciencia política avalorativa
puede ser explicada en térm inos muy simples. La ciencia políti­
ca presupone la distinción entre supuestos políticos y supuestos
que no lo son; presupone, por tanto, alguna clase de respuesta
a la pregunta ¿qué es lo político? Para llegar a ser verdadera­
m ente científica, la ciencia política tendrá que plantearse este
LEO STRA U SS 1 13

problem a y resolverlo explícita y adecuadam ente. Pero es im po­


sible d efin ir qué es lo político, com o aquello que concierne a la
polis, el “país” o el “Estado”, sin contestar previam ente al pro­
blema de qué es lo que constituye una sociedad de esta clase.
Una sociedad, p o r o tra parte, no puede ser definida sin aludir
a sus fines. El intento más conocido de definir “el E stado” sin
hacer referencia a sus fines se adm ite que conduce a una de­
finición derivada directam ente del tipo del “Estado m o d e rn o ”
y que p o r com pleto sólo es aplicable a este tipo de Estado; se
trataba de un intento de definir al Estado m oderno sin haber
definido antes al Estado. A ceptando la definición de Estado, o
m ejor de la sociedad civil, en relación con sus fines, adm itim os,
sin em bargo, u n m ódulo a cuya luz tendrem os que ju z g ar las
acciones y actividades políticas. Los fines de la sociedad civil fi­
g u ran necesariam ente com o m ódulo para juzgar las sociedades
civiles.
2) La exclusión de los juicios de valor se basa en la suposición
de que la razón hum ana es esencialmente incapaz de resolver
los conflictos entre valores distintos o entre sistemas de valo­
res diferentes. Pero esta suposición, aunque generalm ente se la
considera com o u n hecho, nunca ha sido som etida a prueba.
Su com probación requeriría un esfuerzo semejante al que con­
dujo a la concepción y elaboración de la Crítica de la razón ;
requeriría una crítica com prensiva de la razón valoradora. Lo
que nos encontram os en la realidad son débiles observaciones
que pretenden p ro b ar que éste o aquel conflicto concreto de
valores es insoluble. Es prudente aceptar que hay conflictos
de valores que la razón hum ana, de hecho, no puede resolver.
Pero si nosotros no pudiéram os decidir cuál de las m ontañas
cuyos picos estuviesen cubiertos p o r nubes es la más alta, ¿no
podríam os tam poco decidir que una m ontaña es más alta que
un m ontón de arena? Si nosotros no podem os decidir en una
g u erra entre dos países vecinos que se han estado peleando
durante siglos cuál de los dos tiene la razón, ¿no podríam os
tam poco decidir que la acción de Jezabel contra N aboth fue in­
justificable? El más destacado de los representantes de la ciencia
social positivista, Max Weber, ha defendido la insolubilidad de
todos los conflictos de valores porque su alma ansiaba un mun-
1 1 4 •Q U É ES FILO SO FÍA PO LÍTICA?

do en que la decepción (esa hija bastarda del pecado violento


acom pañado de una fe todavía más violenta), en lugar de la
felicidad y la serenidad, fuera la nota distintiva de la dignidad
hum ana. La creencia de que los juicios de valor no están suje­
tos en último análisis a control racional fomenta la tendencia
a em itir aseveraciones irresponsables respecto a la verdad y el
erro r o a lo bueno y a lo malo. Se evaden discusiones im portan­
tes de problem as serios por el m étodo simple de pasarlos por
alto com o conflictos de valores. Lleva, incluso, a crear la im­
presión de que todos los conflictos hum anos im portantes son
conflictos de valor, cuando en realidad la mayor parte de es­
tos conflictos surgen precisam ente de las posiciones comunes
de los hom bres respecto de los valores.
3) La creencia de que el conocimiento científico (entendien­
do p o r tal el conocim iento a que aspira la ciencia m oderna)
es la form a suprem a del conocimiento hum ano lleva consigo el
desprecio de todo conocimiento precientífico. Si se acepta la
posición de un conocim iento científico del m undo y un conoci­
m iento precientífico, es fácil darse cuenta de que el positivismo
m antiene, en los mismos térm inos prácticamente, la duda uni­
versal de Descartes respecto al conocimiento precientífico y su
radical ru p tu ra con él. El positivismo, en efecto, desconfía de
todo conocim iento precientífico, relegándolo al nivel de sim­
ple folklore. Esta aberración es la base de toda una serie de
investigaciones inútiles y de complicadas necedades. Los cono­
cimientos que un niño de diez años m edianam ente inteligente
ya posee se considera que necesitan una prueba científica para
que puedan ser aceptados com o hechos; prueba científica que,
por o tra parte, no sólo no es necesaria, sino que ni siquiera
es posible. Ilustrarem os esto con el ejem plo más simple: to­
dos los estudios de ciencia social presuponen que aquellos que
los realizan son capaces de diferenciar a los seres hum anos de
los dem ás seres vivientes; este conocim iento, sin em bargo, no
lo adquirieron en las aulas, ni ha sido convertido en conoci­
m iento científico p o r las ciencias sociales, sino que mantiene
su carácter originario sin cambio alguno. Si este conocimiento
precientífico no fuera tal conocim iento, tam poco tendrían este
carácter los estudios científicos que se apoyan en él. La preocu-
L E O STR A U SS 1 1 5

pación p or buscar una p ru eb a científica p ara hechos que todo


el m undo conoce suficientem ente sin necesidad de tal pru eb a
conduce al desprecio de pensam ientos o reflexiones que tie­
nen que estar presentes en la base de todo estudio científico
que quiera representar u n a aportación seria. Frecuentem ente
se suele presentar el estudio científico de lo político com o un
proceso de ascensión desde la com probación em pírica de los
“hechos” políticos, de lo que ha sucedido en el pasado, a la for­
mulación de “leyes” cuyo conocim iento perm ita la predicción
del futuro. Se señala esta m eta com o algo axiom ático sin tra ­
tar de esclarecer previam ente si el objeto que la ciencia política
persigue adm ite o no una com prensión adecuada en térm inos
de “leyes”, o si los conceptos universales, a través de los cua­
les ha de ser com prendido el político como tal, no exigen un
planteam iento com pletam ente diferente. La aproxim ación cien­
tífica al hecho político, a las relaciones y periodicidades entre
los actos políticos o las leyes que rigen el com portam iento polí­
tico exige la contem plación aislada del fenóm eno que estam os
estudiando. Pero, p ara que este aislamiento no nos conduzca
a resultados confusos o inútiles, tenemos que contem plar los
fenóm enos que estudiam os dentro del conjunto al que p erten e­
cen; y debem os explicar ese conjunto, o sea, el orden político y
político social com o un todo. No se puede llegar, p o r ejem plo,
a un conocim iento sobre “política de grupos” que m erezca ser
llamado científico sin reflexionar en qué tipo de o rd en políti­
co, si es que hay alguno, puede darse esa “política de g ru p o s”,
o qué clase de sistem a político presupone específicam ente la
“política de g ru p o s” que estam os estudiando. Además, no se
puede determ inar el carácter de un tipo específico de dem o­
cracia, p or ejemplo, o de la dem ocracia en general, sin poseer
un concepto claro de las distintas alternativas que existen al la­
do de la dem ocracia. Los tratadistas científicos de lo político se
sienten inclinados a reducir este problem a a la distinción entre
dem ocracia y autocratism o, radicalizan un determ inado o rd en
político aferrándose a un esquem a en que no cabe ninguna
otra posibilidad aparte de ese sistema y su contrario. El plantea­
miento científico conduce al desconocim iento de los problem as
fundam entales y, con ello, a la aceptación irreflexiva de las
soluciones recibidas. En relación con estos problem as funda-
lio t KS H lO S O H A POLÍTICA'

mentales, la exactitud científica de nuestros amigos se convierte


en una extraña inexactitud. Refiriéndonos otra vez al ejemplo
más simple, y al mismo tiem po el más im portante, la ciencia
política exige una explicación sobre qué es lo que distingue
lo político de lo que no lo es; exige que se plantee y se dé una
contestación a la pregunta ¿qué es lo político? Esta pregunta no
puede ser tratada científicamente; requiere un planteamiento
dialéctico. V un planteamiento dialéctico tiene que comenzar
necesariamente en el conocimiento prccientífico, ciándole toda
la im portancia que merece. Se considera que el conocimiento
precientífico, o sea, el conocimiento basado en el “sentido co­
mún", fue superado por Copérnico y lodo el progreso posterior
de las ciencias naturales. Pero el hecho de que el conocimiento
que podríam os llamar telescópico-microscópico sea muy útil en
ciertos campos no autoriza a negar que haya materias que sólo
pueden ser contem pladas en su verdadera naturaleza si se las
m ira a simple vista o, para ser más exactos, si se las observa bajo
la perspectiva del simple ciudadano, distinta de la perspectiva
del escrutador científico. El que no esté de acuerdo con esto
repetirá la experiencia de Gulliver con el alma de Brobdingnag
y se verá mezclado en la misma clase de investigaciones que
tanto le asom braron en Laputa.
4) El positivismo se convierte necesariamente en historicismo.
Como consecuencia de su esclavitud al modelo tom ado de las
ciencias naturales, las ciencias sociales pueden correr el peligro
de tom ar erróneam ente simples peculiaridades, por ejemplo, de
la actualidad en Estados Unidos o de la civilización occidental
m oderna, para darles un poco más de amplitud, como si fuesen
caracteres esenciales de la sociedad humana. Para salvar este
peligro, las ciencias sociales se ven obligadas a em prender un
estudio comprensivo de todas las culturas, tanto en su presente
como en su pasado. Pero en este esfuerzo pierden de vista ne­
cesariamente el significado profundo de esas culturas, porque
tratan de interpretarlas mediante un esquema conceptual que
tiene su origen en la sociedad occidental m oderna, que es un re­
flejo de esta sociedad concreta y que se adapta solamente a este
tipo de sociedad. Para salvar esta dificultad, las ciencias sociales
tienen que intentar com prender aquellas culturas bajo los mis-
LEO STRAU SS 117

mos parám etros que ellas se com prenden o se com prendieron:


este entendim iento exige básicam ente un entendim iento histó­
rico. El entendim iento histórico se convierte, de este m odo, en
la base para una verdadera ciencia de la sociedad. Además, se
supone que las ciencias sociales son un cuerpo de proposicio­
nes verdaderas sobre los fenóm enos sociales. Las proposiciones
son respuestas a problem as. Cuáles son las respuestas objetiva­
m ente válidas viene determ inado p o r las reglas o los principios
de la lógica. Pero los problem as planteados d ep en d en del inte­
rés de cada uno y, p o r tanto, de su propio sistema de valores, de
sus principios subjetivos. De aquí que sean los intereses de cada
uno, y no la lógica, el origen de los conceptos fundam entales.
N o es posible, pues, separar los elementos subjetivos y objetivos
en las ciencias sociales: las respuestas objetivas vienen co n d i­
cionadas p o r las preguntas subjetivadas. Si no nos aferram os
al olvidado platonism o que anim a la noción de los valores eter­
nos, tenem os que adm itir que los valores incorporados en u n
determ in ad o sistem a de ciencias sociales dependen del tipo de
sociedad que ha producido el sistema, o sea, que, en últim o
análisis, esos valores son unos valores históricos. No sólo están
las ciencias sociales íntim am ente ligadas a los estudios históri­
cos, sino que, incluso, las ciencias sociales mismas dem uestran
ser “históricas”. La consideración de las ciencias sociales com o
fenóm eno histórico, sin em bargo, conduce a su relativización
y, en últim o térm ino, a la relativización de las ciencias m o d e r­
nas en general. C om o consecuencia, la ciencia m o d ern a viene
a ser considerada com o un cam ino históricam ente relativo pa­
ra com prender el m undo, que no es, en principio, m ejor que
cualquier otro.
Sólo es al llegar aquí cuando nos encontram os frente a frente
con el enem igo principal de la filosofía política: el historicism o.
C uando el historicism o ha alcanzado su desarrollo com pleto, las
características que le distinguen del positivism o son: prim ero,
abandona la distinción entre hecho y valor, porque cada m odo
de com prender, p o r muy teórico que sea, im plica unas valora­
ciones específicas; segundo, niega toda exclusividad a la ciencia
m oderna, que aparece sólo com o una form a entre m uchas de
interpretación del m undo; tercero, rechaza toda consideración
del proceso histórico com o algo básicam ente concatenado o,
118 ¿QUÉ ES FILOSOFÍA POLÍTICA?

en términos más amplios, como algo em inentem ente racional;


cuarto, niega el valor de la teoría evolucionista aduciendo que
la evolución del hom bre, partiendo de un ser no hum ano, ha­
ce ininteligible su condición humana. El historicismo rechaza
el planteamiento del tema de la buena sociedad, o sea, de la
sociedad ideal, como consecuencia del carácter esencialmente
histórico de la sociedad y del pensamiento humano: no es radi­
calmente necesario hacer brotar el tema de la sociedad buena;
este tema no se le plantea al hombre; su simple posibilidad es el
resultado de una misteriosa concesión del destino. El problem a
crucial se plantea respecto al significado de aquellos caracteres
perm anentes de la hum anidad, tales como la distinción entre lo
noble y lo villano, que son admitidos por los historicistas pre­
cavidos. ¿Podrían ser utilizados estos elementos perm anentes
como criterios de distinción entre buenas y malas concesiones
del destino? El historicista contesta a esta pregunta negativa­
mente; desprecia estos elementos permanentes por su carácter
objetivo, superficial y rudim entario: para poder ser tenidos
en cuanta es preciso darles un contenido, y este contenido ya
es histórico. El desprecio hacia estos elementos perm anentes
perm itió al historicista más radical, en 1933, someterse (o aún
mejor, recibir con agasajo como a una concesión del destino)
al veredicto de la parte menos prudente y menos m oderada
de su país en el m om ento en que éste atravesaba su fase histó­
rica m enos m oderada y menos prudente y, al mismo tiempo,
pronunciarse por la prudencia y por la m oderación. El acon­
tecimiento fundam ental del año 1933 vendría a probar, si es
que esa prueba era necesaria, que el hom bre no puede dejar
de plantearse el tema de la sociedad buena y que no puede
tam poco liberarse de la responsabilidad de dar una respuesta,
rem itiéndose a la historia o a cualquier otro poder distinto de
su propia razón.

2. La solución clásica
C uando describim os la filosofía política de Platón o de Aristó­
teles com o filosofía política clásica, querem os expresar que se
trata de la form a original de la filosofía política. A lguna vez se
ha caracterizado lo clásico por su noble simplicidad y su grande-
LEO STRA U SS 1 1 9

za serena. Esta idea nos lleva por el buen camino. Se trata de un


intento de presentar de forma inconfundible lo que en otro m o­
mento se llamó, tam bién, el carácter “n atu ral” del pensam iento
clásico, entendiendo “natu ral’ com o opuesto a lo m eram ente
hum ano o dem asiado hum ano. Se dice de un ser hum ano que
es natural si se guía por la naturaleza en lugar de atender los
convencionalismos, la opinión heredada o la tradición, para no
hablar de quien está guiado por el simple capricho. La filosofía
política clásica es atradicional, porque pertenece a aquel m o­
mento creador en que se derrum ban todas las tradiciones po­
líticas y no ha surgido todavía una tradición filosófico-política.
En todas las épocas posteriores, el estudio filosófico de lo po ­
lítico estuvo m ediatizado por una tradición político-filosófica
que actuaba a m odo de pantalla entre el filósofo y su objeto
político, independientem ente de que cada filósofo aceptase o
rechazara individualm ente esta tradición. De aquí se deduce
que el filósofo clásico contemplaba lo político en un plano de
proxim idad y viveza que nunca se ha vuelto a igualar. C ontem ­
plaba los asuntos públicos desde la misma perspectiva que el
ciudadano ilustrado o el político. Y, sin embargo, veía con clari­
dad las cosas que los ciudadanos ilustrados y los políticos o no
veían en lo absoluto o veían con dificultad. La razón estaba en
que los filósofos, aunque en la misma dirección que los ciuda­
danos ilustrados y los políticos, iban más lejos, profundizaban
más. No contem plaban los asuntos públicos desde fuera, com o
si fuesen simples espectadores de la vida política. H ablaban el
lenguaje com ún de los ciudadanos o de los políticos; apenas si
pronunciaban una palabra que no fuese de la calle. H e aquí p o r
qué su filosofía política es comprensiva, p o r qué es al mismo
tiem po una teoría política y una pericia política. Es una filoso­
fía capaz de com prender del mismo m odo los aspectos legales
e institucionales de la vida política y aquello que trasciende a
lo legal y lo institucional. Es una filosofía tan libre de la radi­
cal estrechez del ju rista com o de la brutalidad del técnico, de
las extravagancias del visionario o de la vulgaridad del o p o rtu ­
nista. Replantea y eleva hasta un grado de perfección la noble
flexibilidad del verdadero político, que destruye al insolente y
perdona al vencido. Es una filosofía libre de todo fanatism o,
porque se da cuenta de que el mal no puede ser desarraiga-
120 'Q U É LS F IL O S O F ÍA P O L ÍT IC A ?

(lo totalm ente y, por tanto, de que los resultados que se deben
esperar de la política no pueden ser más que modestos. El espí-
1itu que la anim a puede expresarse en térm inos de serenidad y
sobriedad sublimes.
C om parado con la filosofía política clásica, todo pensamien­
to político posterior (independientem ente de cualesquiera que
puedan ser sus méritos), y en particular del pensamiento polí­
tico m oderno, tiene un carácter derivativo. Esto significa que
en los últim os tiem pos se ha producido una sofisticación de
las paulas originarias. Ello ha hecho de la filosofía política al­
go abstracto , y ha dado lugar a la idea de que el movimiento
filosófico tiene que ser una marcha, no de la opinión hacia el
conocim iento ni de lo espacio-temporal hacia lo perm anente y
eterno, sino de lo abstracto hacia lo concreto. Se ha llegado a
pensar que, en este movimiento hacia lo concreto, la filosofía
reciente había superado las limitaciones no sólo de la filoso­
fía política m oderna, sino incluso de la filosofía política clásica.
Pasó desapercibido, sin embargo, que este cambio de orienta­
ción p e rp e tu a b a el defecto originario de la filosofía m oderna
al aceptar la abstracción com o punto de partida. No se dieron
cuenta de que lo concreto a lo que finalmente se puede llegar
p o r este cam ino no es lo verdaderam ente concreto, sino una
abstracción más.
Un ejem plo será suficiente para aclarar este punto. Se sos­
tiene hoy en determ inados círculos que la tarea básica de las
ciencias políticas y sociales consiste en com prender la más con­
creta de las relaciones hum anas. A esa relación se le denom ina
la relación yo-tú-nosotros. Evidentem ente, el tú y el nosotros son
com plem entos que se añaden al yo de Descartes. El problema
es si la fundam ental inadecuación del yo de Descartes puede ser
resuelta m ediante com plem entos o si es necesario volver a un
principio más fundam ental, el principio natural. El fenómeno
que hoy se denom ina relación yo-tú-nosotros fue ya conocido
p o r los clásicos con el nom bre de amistad. C uando yo hablo
con un amigo, m e dirijo a él en segunda persona. El análisis
filosófico o científico, sin em bargo, no se dirige a un amigo, a
un individuo aquí y ahora, sino a cualquiera que pu ed a tener
relación con ese análisis. Ese análisis no puede llegar a ser un
sustituto de la convivencia que los amigos m antienen entre si;
L E O STR A U SS 121

en el m ejor de los casos, sólo podría ap u n tar hacia esa convi­


vencia y provocar un deseo hacia ella. C uando hablo de alguien
con quien tengo una relación próxim a, yo le llam o m i amigo.
No le llam o mi tú. Un “hablar d e ” en el discurso analítico u ob­
jetivo, p ara ser adecuado, tiene que basarse y seguir las pautas
del “hablar d e ” inherente a la vida hum ana. Al hablar de “el
tú ” en lugar de “el am igo” estoy intentando m antener en el dis­
curso objetivo algo que no es m antenible en ese discurso; estoy
intentando objetivar algo que no es objetivable. P reten d o m an ­
tener en la expresión “hablar d e” algo que sólo co rresp o n d e en
la realidad a la expresión “hablar a”. De aquí que no capte los
fenóm enos en su realidad, que no los som eta a un conocim ien­
to cierto, que p ierda de vista lo concreto. Al intentar sentar las
bases p a ra u n a com unicación hum ana genuina, lo que hago es
m an ten er la incapacidad para una com unicación típicam ente
hum ana.
Los caracteres de la filosofía política clásica aparecen con
toda claridad en Las leyes de Platón, su obra política p o r exc
lencia. Las leyes son un diálogo sobre la ley y los asuntos públicos
en general entre tres ancianos: un extranjero ateniense, un cre­
tense y u n espartano. El diálogo se desarrolla en la isla de Creta.
Al principio, parece que el ateniense había venido a C reta pa­
ra estudiar allí las leyes más perfectas. Si es verdad, en efecto,
que lo b u en o se identifica con lo ancestral, para un griego las
mejores leyes serían las leyes griegas más antiguas, que eran las
leyes cretenses. La ecuación entre lo bueno y lo ancestral, sin
em bargo, sólo puede m antenerse en el caso de que los p rim e­
ros antepasados fuesen dioses', hijos de dioses o discípulos de
dioses. De aquí que los cretenses creyesen que sus leyes tenían
su origen en Zeus, que educó a su hijo Minos, el legislador de
Creta. Las leyes com ienzan expresando esa creencia. Inm edia­
tam ente después se m uestra cóm o esa creencia no tiene otra
base m ejor que una expresión de H om ero (la veracidad de los
poetas es dudable) y lo que los cretenses dicen (y los cretenses
siem pre fueron famosos p o r su falta de veracidad). De cual­
quier form a que esto p u ed a ser interpretado, inm ediatam ente
después de esta iniciación, el diálogo se desvía del problem a del
origen de las leyes cretenses y espartanas al tem a de su valor
intrínseco: u n código dado por un dios —un ser de naturaleza
122 'Q U É ES FILO SO FÍA PO LÍTIC A ?

sobrehum ana—tiene que ser necesariam ente bueno. Con gran


lentitud y prudencia el ateniense se plantea este grave proble­
ma. Para empezar, limita su criticismo contra el principio que
está en la base de las leyes cretenses y espartanas, lanzando sus
objeciones no contra las leyes en sí, sino contra un poeta, un
hom bre sin autoridad, expatriado además, que había alabado
aquel principio. Com o secuela, el filósofo todavía no ataca las
leyes cretenses y espartanas, pero sí la interpretación que ha­
bían dado a estas leyes sus dos interlocutores. No com ienza a
criticar abiertam ente estas venerables leyes hasta después de
apelar a una presunta ley cretense y espartana que perm ite es­
ta crítica en determ inadas circunstancias (circunstancias que se
cum plen, hasta cierto punto, en este diálogo). Según esa ley,
todos tienen que decir a una sola voz que todas las leyes de
Creta, o de Esparta, son buenas porque tienen su origen en
un dios, y a nadie se le perm ite decir otra cosa; pero un ciu­
dadano viejo puede criticar una ley tenida por divina ante un
m agistrado de su misma edad si no está presente ningún hom ­
bre joven. A estas alturas el lector ha com prendido claramente
que el ateniense no había venido a Creta para estudiar allí las
mejores leyes, sino p ara introducir leyes e instituciones nuevas,
leyes e instituciones verdaderam ente buenas. Evidentemente,
estas leyes e instituciones, en proporción muy im portante, eran
de origen ateniense. Parece que el ateniense, hijo de una so­
ciedad altam ente civilizada, se había em barcado en la aventura
de civilizar una sociedad em inentem ente inculta. Así, tiene que
tener en cuenta que sus sugerencias son recibidas com o odiosas
no sólo por tratarse de innovaciones, sino, sobre todo, p o r ser
extranjeras, por ser atenienses: sus recom endaciones levanta­
rían sospechas y animosidades viejas y profundas. Comienza su
crítica explícita señalando la probable conexión entre ciertas
instituciones cretenses y espartanas y la práctica de la hom o­
sexualidad en ambas ciudades. El espartano, levantándose en
defensa de su patria, no defiende, sin em bargo, la hom osexua­
lidad, sino que, tom ando la ofensiva, reprocha a los atenienses
su excesivo gusto p o r la bebida. El ateniense encuentra aquí
una magnífica excusa para recom endar que se hable de la ins­
titución ateniense de los banquetes: tiene que defender esta
institución y, al hacerlo, actúa no com o un filósofo civilizador,
LEO STRA USS 123

que p or ser filósofo debe ser un filántropo, sino com o un pa­


triota. Sigue un cam ino perfectam ente com prensible p ara sus
interlocutores y absolutam ente respetable en su opinión. Inten­
ta d em o strar que beber vino, e incluso em borracharse, si se
lleva a cabo en banquetes form alm ente organizados, es un m e­
dio conducente al logro de la tem planza y la m oderación. El
discurso sobre el vino constituye la esencia de los dos prim eros
libros de Las leyes. C uando este discurso term ina, el ateniense
se plantea el problem a de la iniciación de la vida política, y, con
ello, e n tra definitivam ente en el verdadero cam po de lo político.
El discurso sobre la bebida aparece, así, com o la introducción
a la filosofía política.
¿Por q ué com ienza el diálogo platónico sobre lo político y las
leyes con u n a conversación tan extensa sobre el vino? ¿Cuál es
la necesidad artística o de estilo que así lo dem anda? Los inter­
locutores m ás apropiados para un diálogo sobre las leyes son los
ciudadanos viejos de com unidades renom bradas p o r sus códi­
gos, p o r su o b ediencia y p o r su lealtad a las leyes antiguas. Unos
hom bres tales co m p ren d en bien lo que significa vivir según la
ley; son la en carn ació n perfecta del espíritu de las leyes: de la
legalidad y d e la perseverancia en la ley. Su gran v irtud, sin em ­
bargo, se convierte en u n gran defecto a p artir del m om ento en
que deja d e plantearse el tem a en térm inos de conservación de
las leyes antiguas p ara plantearse la necesidad de buscar las leyes
óptim as o de in tro d u cir leyes nuevas y mejores. Sus costum bres
y su sentido de suficiencia hacen a estos hom bres insensibles a
toda iniciativa d e m ejora. El ateniense, sin em bargo, les induce
a p articipar en u n diálogo sobre la bebida, un placer que les está
prohibido p o r sus leyes antiguas. La conversación sobre el vino
es u na especie de sucedáneo del placer de beber, especialm ente
cuando b eb er p o r placer está prohibido. La conversación trae,
quizá, a la m em oria de los dos viejos interlocutores el recuerdo
de sus propias secretas y placenteras violaciones de esa ley. El
efecto de este diálogo sobre el vino es, p o r tanto, sim ilar al que
produce beberlo en realidad: desencadena su lengua, los hace
volver a su juventud, los convierte en hom bres audaces, intrépi­
dos y am antes de la innovación. No d eben b eb er vino realm ente
porque ello m enoscabaría su juicio. T ienen que beberlo no de
hecho, sino de palabra.
'O l'I ' KS HI.OSOKÍA POLÍTICA?

l‘« io oslo significa que beber vino conduce a la intrepidez y


al valoi, no a la m oderación, como decíamos antes. Vamos, sin
em bargo, a considera] la posición del tercer participante en el
diálogo: el filósofo ateniense. D udar del carácter sagrado de
lo ancestral significa apelar a lo natural frente a lo tradicional;
signilica superar toda la tradición hum ana, o sea, toda la dim en­
sión de lo m eram ente hum ano; significa aprender a despreciar
lo hum ano com o algo inferior o dejar la cueva. Al dejar la cueva,
sin em bargo, se pierde la visión de la ciudad completa, de la esfe­
ra política en su conjunto. Si el filósofo quiere seguir marcando
el cam ino político tiene que volver a la cueva; tiene que volver
de la luz del sol al m undo de las sombras; su percepción debe
ser tam izada, su m ente debe sufrir un proceso de ofuscación. El
disfrute sucedáneo del vino a través de una conversación, que
am plía el horizonte de los viejos ciudadanos am amantados en
el respeto a la ley, recorta el horizonte del filósofo. Esta ofus­
cación, no obstante, esta aceptación de la perspectiva política,
esta adopción del lenguaje del político, el logro de esta arm onía
entre la excelencia del hom bre y la excelencia del ciudadano,
o entre la sabiduría y la lealtad a la ley es, evidentem ente, el más
noble ejercicio de la virtud de la m oderación. La bebida, pues,
conduce a la m oderación. La m oderación no es una virtud del
pensam iento: Platón vincula la filosofía a la locura, el polo más
opuesto a la sobriedad y a la m oderación; el pensam iento no
debe ser m oderado, sino tem erario, por no decir desvergonza­
do. La m oderación, sin em bargo, es la virtud que controla las
palabras del filósofo.
H em os insinuado que el extranjero ateniense había ido a
C reta con el fin de civilizar una sociedad inculta, y que lo había
hecho p o r filantropía. Pero ¿no debería la filantropía comenzar
p o r la casa propia? ¿No tenía el ateniense obligaciones más ur­
gentes que atender en su propio país? ¿Qué clase de hom bre es
éste? Las leyes com ienzan con la palabra “Dios”: es éste el úni­
co diálogo platónico que inicia con esta palabra. Tam bién hay
un solo diálogo platónico que term ina con la palabra “Dios”: la
(5.a) Apología de Sócrates. En la pel
A, viejo filósofo
se, Sócrates, se defiende contra la acusación de im piedad, de
no creer que existen los dioses que la ciudad de Atenas adora.
Parece com o si existiere una incom patibilidad entre la filoso-
I LO STK U 'SS

fía y la aceptación d e los dioses de la ciudad. En un


viejo filosofo ateniense recom ienda la introducción de u na ley
sobre la im piedad que hace im posible el conflicto entre la fi­
losofía y la ciudad, una ley que abre el cam ino de la arm onía
entre la filosofía y la ciudad. Los dioses cuya existencia tiene
que ser ad m itid a p o r todos los m iem bros de la ciudad de Las
leyes son seres cuya existencia puede ser probada. A quel vie­
jo filósofo ateniense de la Apología de Sócrates fue co n d en ad o
a m uerte p o r la ciudad de Atenas. Le fue dada u n a o p o rtu n i­
dad p ara escapar de la cárcel, pero él renunció a aprovecharse
de ella. Su ren u n cia no se basaba en n in g u n a apelación a un
im perativo categórico que dam andase la obediencia pasiva, sin
“p ero s” ni condiciones. Su renuncia se apoyaba en una d elib e­
ración, en u n a consideración prudente de lo que sería ju sto en
aquellas circunstancias. Una de las circunstancias era la vejez
de Sócrates: deberíam os preguntarnos qué hubiese d ecid id o
Sócrates si en lu g ar de ten er setenta años hubiera tenido trein ­
ta o cuarenta. O tra circunstancia era la inexistencia de u n lu g ar
ap ro p iad o p a ra el exilio: ¿A dónde podría huir? Parece que
h u b ie ra ten id o que elegir entre las ciudades próxim as, celosas
ob serv ad o ras d e la ley, donde le esperaba una vida insufrible
al ser con o cid o com o u n fugitivo de la justicia, o un lejano país
sin ley en que el d eso rd en predom inante hiciera su vida des­
graciada. Esta alternativa, sin em bargo, es incom pleta: existían
ciudades que, siendo lejanas, al mismo tiem po observaban las
leyes, co n cretam en te C reta (que está m encionada entre los lu­
gares observadores de la ley en la propia deliberación a q ue nos
referim os). T enem os argum entos p ara afirm ar que si Sócrates
hubiese huido habría ido a Creta. Las leyes nos dicen lo que h u ­
biese hecho en C reta después de su llegada: habría intro d u cid o
en C reta la p ro sp erid ad de A tenas, sus leyes, sus instituciones,
sus banquetes y su filosofía (cuando A rsitóteles habla sobre Las
leyes de Platón da p o r supuesto que el personaje principal de
Las leyes es el propio Sócrates). Escapar a C reta y vivir allí era
la alternativa a m o rir e n Atenas. Sócrates prefirió sacrificar su
vida p ara salvar la filosofía en Atenas antes que salvar su vida
para introducir la filosofía en Creta. Si hubiese c o rrid o u n p e­
ligro m en o r el futuro de la filosofía en A tenas es posible que
hubiese elegido la huida a Creta. Su elección era una decisión
126 'Q U E ES FILO SO FIA PO LÍTIC A ?

política del más alto nivel; no se trataba simplemente de aplicar


a su caso una regla inalterable y universal.
Pero vamos a volver, después de esta larga historia, al inicio
de Las leyes de Platón. Si el creador de las leyes de Creta, o de
cualesquiera otras, no es un dios, el origen de las leyes tiene
que estar en los seres hum anos, en el legislador. Existen varios
tipos de legisladores: el legislador tiene un carácter distinto en
una dem ocracia, en una oligarquía o en una monarquía. El le­
gislador es el cuerpo gobernante, y el carácter de ese cuerpo
gobernante depende del orden político-social en su conjunto,
del régim en ( politea.) El origen de las leyes está en ese régi­
men. El tem a principal de la filosofía política, por tanto, no son
las leyes, sino los regímenes. Los regímenes se convierten en
la preocupación principal del pensamiento político a partir del
m om ento en que se reconoce el carácter derivativo y problem á­
tico de las leyes. Existe un determ inado número de términos
bíblicos que podrían ser traducidos por la palabra “ley”; no exis­
te ninguno, sin embargo, equivalente a la palabra “régim en”.
El régim en es el orden, la forma que da a una sociedad su ca­
rácter. Es, p o r tanto, un m odo específico de vida. El régim en es
la form a de vida com o convivencia, el modo de vida de la socie­
dad y en la sociedad, porque este modo de vida depende prin­
cipalm ente del predom inio de un tipo determ inado de seres
hum anos, depende de la dom inación manifiesta de la sociedad
por ese tipo determ inado de hombres. El régimen com prende
todo ese conjunto que hoy nosotros estamos acostum brados a
contem plar en una forma em inentem ente fragmentaria: com­
prende, al mismo tiem po, la forma de vida de una sociedad,
su estilo, su gusto m oral, su forma social, su forma política, su
organización y el espíritu de sus leyes. Podemos intentar ex­
presar ese pensamiento sencillo y unitario que se indica con el
térm ino politeia así: la vida es una actividad que se dirige hacia
una meta; la vida social es la que se dirige hacia aquella meta
que sólo puede ser alcanzada a través de la sociedad; pero para
lograr esa m eta específica, como su propia meta, la sociedad
tiene que organizarse, construirse del m odo apropiado que esa
m eta exige; lo que significa, por otra parte, que los hombres
que la dirigen tienen que identificarse con esa meta.
LEO STRAUSS 127

Hay varias clases de regímenes. Cada uno dem anda, implícita


o explícitam ente, algo que va más allá del límite de cualquiera
de las sociedades que hoy existen. Estas dem andas, p o r consi­
guiente, entran en conflicto unas con otras. Hay m ultitud de
regím enes conflictivos. Así, pues, son los sistemas mismos, y no
un simple ánim o discursivo, los que nos obligan a preg u n tar­
nos cuál de los regím enes concretos en conflicto es m ejor y, en
últim o térm ino, cuál es el sistema perfecto. Ésta es la pregunta
que m arca la pauta a toda la filosofía política clásica.
El logro del régim en óptim o depende de la reunión o coin­
cidencia de elem entos que por su propia naturaleza tenderían
a m archar p o r cam inos distintos (por ejemplo: la coinciden­
cia en una m ism a persona de la filosofía y el poder político);
esta conquista depende, por tanto, de la suerte. La n atu rale­
za h um ana está encadenada por tan múltiples lazos que sería
casi u n m ilagro que u n individuo pudiera alcanzar la cum bre.
¡Qué se p u ed e esperar de la sociedad! El tipo específico de
existencia de ese régim en óptim o —concretam ente, su falta de
vigencia sincronizada con su superioridad sobre todos los siste­
mas vigentes— en cuentra su razón última en la naturaleza dual
del hom bre, en el hecho de que el hom bre sea un ser interm edio
entre los dioses y las bestias.
El sentido práctico del. concepto de régim en óptim o aparece
muy claro cuando nos planteam os la am bigüedad del térm ino
“buen ciudadano”. A ristóteles ofrece dos visiones del b u en ciu­
dadano com pletam ente diferentes. En su fam osa Constitución de
Atenas sugiere que u n buen ciudadano es el hom bre que sirve
bien a su país, sin prestar atención a las diferencias de régim en.
El b uen ciudadano, en una palabra, es el ciudadano patriota, el
hom bre leal a su patria desde el principio hasta el final. En la
Política, m enos popular, Aristóteles dice que no existe el buen
ciudadano sin más; porque el concepto del buen ciudadano
depende p o r com pleto del régim en: un buen ciudadano, p o r
ejemplo, en la A lem ania de H itler sería u n mal ciudadano en
cualquier o tra parte. No obstante, si el concepto de buen ciu­
dadano es relativo y depende del régim en, no ocurre lo mism o
con el concepto de b u en individuo. El concepto de b u en indi­
viduo es el mism o siem pre y en todo lugar. Sólo en u n caso
el buen individuo llega a identificarse con el buen ciudadano:
128 'Q U É ES FILO SO FÍA PO LÍTIC A ?

t n el caso del régim en óptim o. Sólo en el régim en óptimo se


identifican la bondad del régim en con la bondad del individuo
siendo la m eta com ún la virtud. Esto significa que en la Política
Aristóteles pone en duda la afirm ación de que el patriotismo
es suficiente. Desde el punto de vista del patriota, la patria está
p o r encim a de toda diferencia de regímenes; y todo aquel que
ponga cualquier régim en por encim a de la patria es un faccio­
so, si es que no un traidor. Aristóteles dice, sin embargo, que
el faccioso va más allá que el patriota, aunque sólo el faccioso
de una clase es m ejor que el patriota: aquel que es faccioso por
la virtud. Podría expresarse el pensam iento de Aristóteles con
estas palabras: el patriotism o no es suficiente p o r la misma ra­
zón que hace sentirse a la m adre cariñosa más feliz porque su
hijo sea b u en o que porque sea malo. Una m adre ama a su hijo
po rq u e es suyo, am a lo que es suyo. Pero, al mismo tiempo, ama
el bien. Todo am or hum ano está som etido a la ley que le hace
ser al m ism o tiem po am or a lo que es propio y am or a lo que es
bueno; esto hace que se dé necesariam ente una tensión entre lo
propio y lo bueno, tensión que puede muy bien conducir a una
ru p tu ra , aunque sólo sea del corazón. La relación entre lo pro­
pio y lo b u en o se expresa políticam ente a través de la relación
entre la patria y el régim en. En térm inos tomados de la metafí­
sica clásica, la p atria o la nación es la sustancia, m ientras que el
régim en es la form a. Los clásicos sostuvieron que la form a es
su p erio r a la sustancia en dignidad. A esta posición la podría­
mos d en o m in ar “idealism o”. Y el significado práctico de este
idealism o consiste en afirm ar que lo bueno es más im portan­
te que lo propio, o, en otras palabras, que el régim en óptimo
m erece una atención más p ro funda que la patria. El equivalen­
te ju d aico podría encontrarse en la relación que existe entre el
T orah e Israel.
La filosofía política clásica se ve hoy expuesta a dos objecio­
nes m uy com unes cuya presentación no requiere originalidad
o inteligencia, ni tam poco erudición. Son éstas: prim era, la
filosofía política clásica es antidem ocrática y, p o r tanto, mala;
segunda; la filosofía política clásica está basada en la filosofía
n atu ra l y en la cosm ología clásicas, am bas declaradas falsas a
través de las ciencias naturales m odernas.
LEO STRA U SS 129

R efiriéndonos prim ero a la actitud de los clásicos respecto de


la dem ocracia, unas premisas como “los clásicos son buenos”
y “la dem ocracia es buena” no pueden llevarnos a la conclu­
sión de que “los clásicos eran buenos dem ócratas”. Sería una
tontería que tratase de negar que los clásicos despreciaban la
dem ocracia com o a una clase inferior de régim en. No les pasa­
ban desapercibidas sus ventajas, no obstante. La acusación más
grave que se haya podido dirigir contra la dem ocracia aparece
en el libro octavo de La república, de Platón. Sin em bargo, en
ese lugar —precisam ente en esas páginas— Platón deja patente,
al coordinar su clasificación de los sistemas de gobierno con la
clasificación que H esíodo hace de las edades de la historia, que
la dem ocracia se identifica en aspectos muy im portantes con
el régim en óptim o, que corresponde al m om ento que H esíodo
denom ina la edad de oro. Si el principio que anim a la d em o cra­
cia es la libertad, todos los tipos humanos pueden desarrollarse
en una dem ocracia y tam bién, por tanto, el tipo hum ano ó p ti­
mo. Es verdad que Sócrates fue m uerto por una dem ocracia;
pero lo m ató cuando tenía setenta años. Platón, sin em bargo,
no pensó que estas consideraciones tuviesen una im portancia
decisiva. No estaba preocupado solamente por las posibilidades
de la filosofía, sino que buscaba con el mismo afán un o rd en p o ­
lítico estable que fuese com patible con un progreso m oderado.
Un o rd en tal, pensaba Platón, no podrá lograrse sino a través
de la preem inencia de unas familias nobles. En térm inos gene­
rales, los clásicos rechazaban la dem ocracia porque pensaban
que la m eta de la vida hum ana y, por tanto, de la vida social, no
radica en la libertad, sino en la virtud. La libertad com o ideal
com porta m uchas am bigüedades, porque es libertad tanto p ara
el bien com o p ara el mal. La virtud, norm alm ente, surge sólo
a través de la educación, es decir, a través de la form ación del
carácter y la creación de hábitos, lo cual requiere posibilidad
de tiem po de ocio, tanto p o r parte de los padres com o de los
hijos. Pero el ocio, por su parte, exige un determ inado nivel de
riqueza; más concretam ente, exige una clase de riqueza cuya
adquisición y adm inistración sea com patible con la fruición del
tiem po libre. Y en cuanto a la riqueza, sucede, com o ya obser­
vaba Aristóteles, que siem pre los bien situados son unos pocos
y los pobres son la mayoría. Esta extraña coincidencia, p o r o tra
130 'Q U É ES FILO SO FÍA PO LÍTICA?

parte, perdurará para siempre porque es la consecuencia del


principio natural de la escasez: “los pobres seguirán siendo
siem pre siervos de la tierra”. Por esta razón, la democracia, co­
mo gobierno de la mayoría, es el gobierno de los ignorantes y
nadie con un poco de sentido deseará vivir bajo un gobierno
tal. Este argum ento clásico no tendría fuerza si los gobiernos
no necesitasen la educación para adherirse firm em ente a la vir­
tud. No tiene que extrañarnos que fuese J.J. Rousseau el que
enseñara que todos los conocimientos que el hom bre necesita
para vivir virtuosam ente le vienen dados por su conciencia, ese
don que el hom bre sólo puede encontrar en su alma y no en
la ajena: el hom bre está suficientemente dotado por la natura­
leza p ara el logro del bien; el hom bre es naturalm ente bueno.
El m ism o Rousseau, sin embargo, se vio obligado a desarrollar
un p ro g ram a de educación que muy pocos podrían afrontar
económ icam ente. En conjunto, ha prevalecido la opinión de
que la dem ocracia tiene que convertirse en el gobierno de los
instruidos; y esa m eta sólo puede lograrse a través de una edu­
cación universal. Pero la educación universal presupone que la
econom ía de la escasez ha dejado paso a una econom ía de la
abundancia. Y la econom ía de la abundancia, p o r su parte, pre­
supone la liberación de la tecnología de todo control m oral o
político. La diferencia esencial, por tanto, entre el punto de vis­
ta clásico y el nuestro no consiste en una interpretación diversa
de los principios m orales, ni en un m odo distinto de com pren­
d er la justicia: nosotros tam bién pensamos, incluidos nuestros
contem poráneos comunistas, que es justo tratar igual a los que
son iguales y en planos de desigualdad a los que poseen méritos
desiguales. La diferencia entre los clásicos y nosotros, respecto
de la dem ocracia, se basa exclusivamente en una distinta esti­
m ación de los valores de la tecnología. Esto no quiere decir, sin
em bargo, que tengam os algún derecho para considerar que el
punto de vista clásico está superado. Todavía no está dem ostra­
do que sea falsa su profecía, según la cual la em ancipación de la
tecnología y las artes de todo control m oral y político conducirá
necesariam ente al desastre y a la deshum anización del hombre.
Tam poco podem os decir que la dem ocracia haya encontra­
do una solución al problem a de la educación. En prim er lugar,
lo que hoy recibe el nom bre de educación norm alm ente no es
LEO STRAU SS 131

una educación propiam ente tal, com o form ación del carácter,
sino preferentem ente instrucción y adiestram iento. En segun­
do lugar, en el grado en que realm ente no intenta la form ación
del carácter existe una peligrosa tendencia a identificar el buen
ciudadano con el buen com pañero, con el individuo que coope­
ra, con el “b uen chico”, supervalorando un sector concreto de
las virtudes sociales y descuidando paralelam ente aquellas otras
que m aduran, si es que no florecen, en privado, p ara no decir en
soledad: enseñando a la gente a cooperar am igablem ente con
sus vecinos, aún quedan fuera del alcance de la educación los
inconform istas, aquellos que llevan en su destino el perm anecer
solos y luchar solos, aquellos que son radicalm ente individua­
listas. La dem ocracia no ha encontrado todavía una form a de
defenderse contra el progresivo conformism o y la creciente in­
vasión de la intim idad individual que lleva consigo. Seres que
nos contem plasen desde lo alto de otro planeta podrían p en ­
sar que la diferencia entre dem ocracia y com unism o no es tan
grande com o aparece cuando se tiene en cuenta exclusivam en­
te la cuestión, sin duda im portante, de las libertades civiles y
políticas; luego, p o r supuesto, sólo individuos irresponsables o
de u na ligereza excepcional se atreven a afirm ar que en últi­
mo análisis la diferencia entre comunismo y dem ocracia es tan
reducida que puede ser despreciada. En realidad, en el g rad o
en que la dem ocracia perciba estos peligros se verá obligada
a pensar en elevar su nivel y sus posibilidades, volviendo a los
clásicos en busca de nociones sobre la educación: una educa­
ción que nunca p o d rá ser pensada com o instrucción de masas,
sino una educación a la máxima altura para aquellos a quienes
la naturaleza ha dotado a ese nivel. Sería una reticencia llam ar
a este sistema de educación mayestática.
Sin em bargo, aunque tengam os que adm itir que no existen
objeciones m orales o políticas válidas contra la filosofía política
clásica, ¿no viene unida esa filosofía política a una cosm ología
anticuada? ¿No apunta la propia cuestión de la naturaleza del
hom bre al tem a de la naturaleza del todo y, p or ende, a una
u o tra cosmología específica? Cualquiera que pueda ser el sig­
nificado de las m odernas ciencias naturales, no puede afectar
nuestro m odo de com prender el alcance de lo hum ano en el
hombre. C om prender al hom bre a la luz del todo universal
132 -QUÉ ES FILOSOFÍA POLÍTICA?

significa para las m odernas ciencias naturales com prenderle


a la luz de lo infrahum ano. Y, bajo esa prem isa, el hom bre co­
mo hom bre es com pletam ente ininteligible. La filosofía política
clásica contem plaba al hom bre desde otro ángulo distinto. Apa­
reció con Sócrates. Y Sócrates estaba tan lejos de encerrarse en
una cosmología que su conocim iento era un conocim iento de la
ignorancia. El conocim iento de la ignorancia no es ignorancia,
sino captación del carácter esquivo de la verdad y de ese todo
universal. Sócrates, pues, contem plaba al hom bre a la luz de ese
carácter misterioso del todo. Sostenía, por tanto, que el hom bre
se siente más familiarizado con su situación com o hom bre que
con las causas últimas de esa situación. Podemos decir también
que Sócrates contem plaba al hom bre a la luz de las ideas perm a­
nentes, a la luz de los problem as fundam entales e incambiables.
Porque expresar la situación del hom bre significa expresar su
conexión total con el conjunto. Este m odo de com prender la
situación del hom bre, que incluye antes la cosmología como
problem a que la solución al problem a cosmológico, era el pun­
to de partida de la filosofía política clásica.
Plantearse el problem a de la cosmología lleva consigo contes­
tar preguntas com o ¿qué es la filosofía? o ¿qué es un filósofo?
Platón se abstiene de confiar a Sócrates la discusión temática de
estos problem as. Se la encom ienda a un extranjero de Elea. Y
ni siquiera ese extranjero de Elea se plantea explícitam ente qué
es un filósofo. Trata expresamente dos tipos de hom bre que
fácilmente se confunden con el filósofo: el sofista y el político.
C om prendiendo previam ente la sofística (tanto en su signifi­
cado m ejor como en el otro peyorativo) y el arte político será
fácil captar luego lo que es la filosofía. La filosofía quiere lo­
grar el conocimiento del todo. El todo es el conjunto de todas
las partes. Nosotros no podem os contem plar el conjunto, pero
conocemos las partes. El conocim iento que nosotros poseemos
se caracteriza por un dualism o fundam ental que nunca pudo
ser superado. Por un lado, encontram os el conocim iento de lo
hom ogéneo: en la aritm ética, sobre todo, pero tam bién en las
otras ram as de las matemáticas y, derivativam ente, en todas las
artes y los oficios productivos. Por otro lado, encontram os el
conocimiento de lo heterogéneo, y, en particular, de los fines
heterogéneos; la expresión suprem a de ésta clase de conocí-
LEO STRAUSS 133

miento es el arte que com parten el político y el educador. La


segunda clase de conocimiento es superior a la prim era porque,
com prendiendo el conocimiento de los fines de la vida humana,
versa sobre aquello que da a la vida humana su carácter de tota­
lidad; se trata, por tanto, del conocimiento de un conjunto. El
conocimiento de los fines del hombre implica el conocimiento
del alma humana, y el alma humana es la única parte del con­
junto que está abierta al todo y es, por tanto, más semejante a
ese todo que cualquier otra. Este conocimiento —el arte político
en su más alto sentido— no es, sin embargo, un conocimiento
del todo universal. El conocimiento de ese todo universal ten­
dría que com binar de algún modo el conocimiento político al
más alto nivel con algunos elementos de homogeneidad. Y esta
combinación no está en nuestras manos. Los hombres se ven
continuamente forzados a forzar el planteamiento tratando de
reducir los fenómenos a unidad o dando valores absolutos bien
al conocimiento de la homogeneidad, bien al de los fines. Los
hombres se ven constantemente atraídos y engañados por dos
hechizos opuestos: el hechizo de la suficiencia, que viene en­
gendrado por las matemáticas y por todo lo que es similar a las
matemáticas, y el hechizo de la desconfianza en sí mismos, que
proviene de la meditación sobre el alma humana y sus expe­
riencias. La filosofía se caracteriza por su suave, aunque firm e,
negativa a sucumbir ante cualquiera de los dos. Es la filosofía la
expresión suprema del maridaje entre el valor y la moderación.
A pesar de su nobleza y de su excelsitud, puede aparecer fea
o como un trabajo de Sísifo si se com paran sus logros con sus
propósitos. Sin embargo, está siempre acompañada, sostenida
y elevada por eros. Recibe su gracia de la gracia de la naturaleza.

3. Las soluciones modernas


Fue posible hablar de la solución clásica al problema de la filo­
sofía política porque se da un acuerdo, tanto en el plano general
como en los detalles específicos, entre todos los filósofos clási­
cos: el fin de la vida política es la virtud, y el orden político que
conduce a la virtud es la república aristotélica o, también, la for­
ma mixta de gobierno. En los tiempos modernos, sin embargo,
encontramos un gran número de filosofías políticas fundamen-
134 -.QUÉ ES FILOSOFÍA POLÍTICA?

talmente diferentes. No obstante, todas las filosofías políticas


m odernas confluyen en un principio fundam ental común a to­
das ellas. Como mejor puede ser expresado este principio es
por vía negativa: exclusión del sistema clásico como irrealista.
El principio positivo que anima toda la m oderna filosofía polí­
tica ha sufrido un gran núm ero de cambios básicos. La mejor
forma para exponer este hecho, y sus causas, consiste en adop­
tar un m étodo más narrativo que el usado hasta aquí.
El fundador de la filosofía política m oderna fue Maquiavelo.
Intentó im plantar —y lo logró—la ruptura con toda la tradición
de la filosofía política. Com paraba su éxito con los de hombres
como Colón. Reclamaba para sí la gloria de haber descubierto
un nuevo continente moral. Su pretensión tenía fundamentos
suficientes: sus enseñanzas políticas eran “completamente nue­
vas”. El único punto que quedaba por aclarar era si el nuevo
continente era hum anam ente habitable.
En sus Historias florentinas cuenta esta historia: Cósimo de
Médicis dijo una vez que los hombres no pueden conservar el
p o d er a base de padrenuestros. Esto dio ocasión a los enemigos
de Cósimo para vilipendiarle como hombre que se amaba a sí
más que a su patria y que amaba este mundo más que el venide­
ro. Se dijo de Cósimo que era inmoral e irreligioso. Maquiavelo
está expuesto a los mismos cargos. Su obra se basa en la crítica
de la religión y de la moralidad.
Su crítica de la religión (eminentemente de la religión bíbli­
ca, pero tam bién del paganismo) no es original, sólo es una
reproducción de las enseñanzas de los filósofos paganos y de
la escuela medieval que se denom inó averroísmo. La origina­
lidad de Maquiavelo en este campo se limita al hecho de que
fue un gran maestro de la blasfemia. No obstante, más que al
encanto y a la gracia de sus blasfemias tendríam os que referir­
nos a su carácter ofensivo. Vamos, pues, a dejarlas donde están,
cubiertas con el velo con que él mismo las ocultó. Yo quiero ir
directam ente a su crítica de la moralidad, que es idéntica a su
crítica de la filosofía política clásica. El punto principal se re­
duce a esto: es erróneo todo planteamiento de lo político que
culmina en una utopía, describiendo una form a de gobierno óp­
tim a cuya actualización es altamente improbable. Vamos, pues,
a abandonar el camino de la virtud, el objetivo más elevado a
LEO STRAUSS 135

que una sociedad puede tender, y vamos a dejar llevarnos de


la mano por los objetivos que todas las sociedades persiguen
realmente. Maquiavelo rebaja conscientemente los niveles de la
acción social. Esta degradación de los módulos sociales quiere
desembocar en una mayor probabilidad de realización del es­
quema construido de acuerdo con estos niveles rebajados. Así
se reduce el grado de dependencia del factor suerte: la suerte
ha sido dominada.
El planteamiento tradicional se basa en la premisa de que la
moralidad es algo sustancial; que es una fuerza que reside en el
alma humana, por muy ineficaz que sea, especialmente en los
asuntos políticos y de gobierno. Contra esta premisa, Maquia­
velo arguye así: la virtud sólo puede ser practicada dentro de la
sociedad; el hom bre se habitúa a la virtud a través de las leyes,
las costumbres, etc. Son los propios humanos los que inculcan
la virtud en el hombre. En palabras de aquel gran discípulo
de Maquiavelo que fue Karl Marx diríamos que los educado­
res mismos tienen que ser educados. Los primeros educadores,
los fundadores de la sociedad, no pudieron ser educados en
la virtud: el fundador de Roma fue un fratricida. La m orali­
dad sólo es posible dentro de un contexto que no puede haber
sido creado por la moralidad, porque la moralidad no puede
crearse a sí misma. El contexto dentro del cual la m oralidad se
hace posible es el resultado de la inmoralidad. La m oralidad
parte de la inm oralidad y la justicia se apoya en la injusticia, del
mismo modo que toda legitimidad política descansa en última
instancia en un proceso revolucionario. El hom bre no tiende
por naturaleza hacia la virtud. Si tendiera hacia la virtud, su
peor mal vendría de sus remordimientos de conciencia; sin em­
bargo, nos damos cuenta de que la angustia del desengaño es
tan fuerte, por lo menos, como su sentimiento de culpabilidad.
En otras palabras, no podemos definir el bien de la sociedad, el
bien común, en términos de virtud, sino que, por el contrario,
tenemos que definir la virtud partiendo del bien común. Es
este modelo de com prender la virtud lo que, en definitiva, de­
termina la vida de las sociedades. Por bien común tenemos que
entender los objetivos que todas las sociedades persiguen en la
realidad. Estos objetivos son: libertad frente a toda dominación
extranjera, estabilidad o supremacía de la ley, prosperidad, glo­
136 ¿QUÉ ES FILOSOFÍA POLÍTICA?

ria y poder. La virtud, en el sentido propio de la palabra, es el


conjunto de hábitos que se requieren o que conducen al logro
de este fin. Y este fin, y sólo él, es lo que hace que nuestras
acciones sean virtuosas. Todo lo que se haga por razón de este
fin es bueno. Este fin justifica todos los medios. La virtud no
es nada más que la virtud cívica, el patriotismo o la dedicación
exclusiva a los intereses propios de la comunidad.
Maquiavelo no acaba aquí. La misma dedicación a la patria
depende de la educación. Esto significa que el patriotismo no
es algo natural. Del mismo modo que el hombre no tiende na­
turalm ente hacia la virtud, tampoco tiende naturalmente hacia
la sociedad. El hom bre es por naturaleza radicalmente egoísta.
No obstante, aunque el hombre sea por naturaleza egoísta, y por
tanto malo, puede convertirse en un ser social, animado por un
espíritu colectivo y bueno. Ese cambio exige la coacción. El éxito
de esa coacción reside en el hecho de que el hombre es asom­
brosamente maleable, mucho más de lo que se había pensado
hasta ahora. Si el hom bre no se ve impulsado por naturaleza
hacia la virtud o hacia la perfección, si no existe ningún fin
natural para él, sin embargo, puede proponerse prácticamente
cualquier m eta que desee. El hombre es maleable casi hasta el
infinito. El poder del hombre es mucho mayor, y paralelamente
el poder de la naturaleza y el de la suerte mucho menores, de
lo que los antiguos habían pensado.
El hom bre es malo; para hacerlo bueno es necesario utilizar
la coacción. Y esta coacción tiene que ser obra de la maldad,
el egoísmo y la pasión personal. ¿Qué pasión podría inducir a
un hom bre malo a interesarse apasionadamente en obligar a
otros hombres malos a convertirse en hombres buenos y per­
m anecer buenos? ¿Qué pasión educará al educador de los hom­
bres? La pasión de que estamos hablando es el deseo de gloria.
La expresión suprema del deseo de gloria es el deseo de ser
un príncipe nuevo en el sentido más amplio de la palabra, un
príncipe completamente nuevo: el creador de una forma nue­
va de orden social, el m oldeador de muchas generaciones de
hombres. El creador de la sociedad tiene un interés egoísta en
conservar esa sociedad, en conservar su obra. Tiene, por tanto,
un interés egoísta en que los miembros de su sociedad sean y
perm anezcan sociables y, por ende, buenos. El deseo de gloria
LEO STRAUSS 137

es el eslabón entre la m aldad y la bondad. Hace posible la trans­


formación de la m aldad en bondad. El príncipe com pletam ente
nuevo se ve anim ado solamente por su am bición egoísta. Las
grandes realizaciones públicas que em prende sólo son o p o rtu ­
nidades que busca para realizar su empresa. Sólo se diferencia
de los grandes crim inales en el hecho de que éstos no cuentan
con las mismas oportunidades; sus motivaciones m orales son
las mismas.
No nos es posible detenernos a ver cómo Maquiavelo logra
construir sobre esta base una doctrina política com pleta que
recoge todas las exigencias necesarias para una política a san­
gre y hierro y, al mismo tiempo, predica la libertad política
y la suprem acía de la ley. Tengo que limitarme a indicar lo
fácil que resulta dar a las enseñanzas de Maquiavelo un aire
de absoluta respetabilidad después de unos cuantos siglos de
maquiavelización del pensam iento occidental. Se le puede pre­
sentar argum entando de este modo: ¿Queréis la justicia? Voy a
m ostraros cóm o podéis lograrla. No la tendréis con serm ones
ni con discursos exorbitatorios. Sólo la obtendréis haciendo que
la injusticia sea abiertam ente desventajosa. Lo que necesitáis no
es tanto la form ación de los caracteres o el recurso a la m oral
como u n tipo concreto de instituciones, unas instituciones con
dientes. El paso de la form ación de los caracteres a la confianza
en las instituciones es el resultado específico de la creencia en
la m aleabilidad prácticam ente infinita del hom bre.
En las enseñanzas de Maquiavelo podem os encontrar el pri­
mer ejemplo de algo que a partir de entonces iba a reaparecer
en cada una de las generaciones siguientes. Un pensador intré­
pido parece haber abierto un abismo ante el cual los clásicos,
con su noble simplicidad, retroceden. De hecho, no existe en
toda la obra de Maquiavelo una sola observación cierta sobre
la naturaleza del hom bre o sobre lo hum ano que no estuviera
ya com pletam ente desarrollada en los clásicos. Una asom brosa
contracción del horizonte quiere presentarse com o una asom ­
brosa am pliación del horizonte. ¿Cómo podríam os explicar esta
paradoja? C uando llega el m om ento de Maquiavelo, la tradición
clásica había sufrido ya profundos cambios. La vida contem pla­
tiva se había recluido en los m onasterios. La virtud m oral se
había transform ado en caridad cristiana. En este proceso la
138 <QUÉ ES FILOSOFÍA POLÍTICA?

responsabilidad del hom bre ante sus congéneres (el resto de


las criaturas hum anas) había alcanzado un nivel elevado. Su
interés p o r la salvación del alm a inm ortal de sus convecinos
parecía perm itir, o incluso exigir, m odos de acción que a los
ojos de los clásicos - y a los del propio Maquiavelo— habrían
parecido inhum anos y crueles. Maquiavelo habla de la piado­
sa crueldad de Fernando de A ragón (y, consecuentem ente, de la
crueldad religiosa de la Inquisición) al expulsar de España a los
judíos conversos. Maquiavelo fue el único escritor n o ju d ío de su
época que denunció el hecho. Predijo los grandes m ales que las
persecuciones religiosas llevarían consigo, com o consecuencia
necesaria de la aplicación del pensam iento cristiano y, en últim o
térm ino, del pensam iento bíblico. Q uería creer que la creciente
inhum anidad del hom bre era en buen grado una consecuencia
involuntaria, pero no imprevisible, del hecho de que el hom bre
en busca de su m eta m irase dem asiado alto. Vamos a reducir
la altu ra de nuestras metas para no vernos forzados a com eter
atrocidades que no son estrictam ente necesarias p ara la conser­
vación de la sociedad y de la libertad. Sustituyamos la caridad
p o r un cálculo de utilidades. Revisemos todas las m etas trad i­
cionales aplicando este punto de vista. Yo sugeriría, p artien d o
de aquí, que la reducción de perspectiva que Maquiavelo fue el
prim ero en llevar a efecto era una consecuencia, al m enos en
cierto grado, de una ira antiteológica, pasión que podríam os
llegar a co m p ren d er aunque no a aprobar.
Maquiavelo transform ó radicalm ente no sólo el contenido
de las enseñanzas políticas, sino tam bién su m odo de expre­
sión. El contenido de su doctrina política pu ed e decirse que
era la teoría com pletam ente nueva que un príncipe com ple­
tam ente nuevo exigía, la doctrina exigida p o r la inm oralidad
esencial inherente en el fundam ento de la sociedad y, p o r en­
de, en la estructura de la sociedad. El creador de u n a doctrina
semejante tiene necesariam ente que construir u n nuevo código
m oral, un nuevo Decálogo. Es un príncipe totalm ente nuevo en
el sentido más am plio de la palabra. Es u n nuevo Moisés, un
profeta. Respecto de los profetas, Maquiavelo enseña que todos
los profetas arm ados han vencido, m ientras que todos los pro­
fetas desarm ados han fracasado. El ejem plo más im portante de
un profeta arm ado es Moisés. El ejem plo más im portante de
LEO STRAUSS 139

un profeta desarm ado es Jesús. ¿Puede, sin embargo, Maquia-


vclo dem ostrar que Jesús ha fracasado? O, por decirlo de otra
forma, ¿no es el mismo Maquiavelo un profeta desarmado? ¿Có­
mo puede Maquiavelo esperar que tenga éxito su aventura más
osada si los fundadores desarmados fracasan necesariamente?
Jesús fracasó en tanto que fue crucificado. No falló, sin em­
bargo, en cuanto que las nuevas ideas y formas creadas por él
han sido aceptadas por muchas generaciones en múltiples lu­
gares. La victoria del cristianismo se debió a su propagación: el
profeta desarm ado logró postumamente su victoria por su pro­
pagación. Maquiavelo, siendo como es un profeta desarm ado,
no puede esperar su victoria sino a través de su propagación.
El único elem ento que Maquiavelo tomó del cristianismo fue
esta idea. Esta idea es la única conexión entre su pensam iento y
el cristianismo. Intentó destruir el cristianismo con los mismos
medios que el cristianismo había utilizado para establecerse.
Q uería im itar no a Moisés, el profeta armado, sino a Jesús. No
es necesario decir que la imitatio Christi de Maquiavelo se limi­
taba a este punto. Concretamente, el autor de La mandrágora se
evadió de su cruz en muchos sentidos no publicando en vida
sus obras más im portantes.
Maquiavelo suponía que toda religión o “secta” tiene un pro­
medio de vida entre mil seiscientos sesenta y seis y tres mil años.
No sabía con certeza, pues, si el fin del cristianismo sobreven­
dría un siglo después de su m uerte o si, por el contrario, el
cristianismo iba a perdurar aún por otros mil quinientos años.
Maquiavelo pensó y escribió ante la perspectiva de que él mis­
mo podía estar preparando un cambio radical de las ideas y de
las formas, un cambio que se consumaría en un futuro no muy
distante; pero no perdía de vista que también era posible que su
empresa fracasara completamente. Contaba, ciertam ente, con
la posibilidad de que la desaparición del cristianismo fuese in­
minente. Veía dos alternativas en la sustitución de la Iglesia por
un nuevo orden social. Una posibilidad era la irrupción de las
hordas bárbaras por el Este, procedentes de lo que actualm en­
te es Rusia. Consideraba a esta región como el manantial en
donde la raza hum ana obtenía periódicam ente su rejuveneci­
miento. La otra alternativa era un cambio radical dentro del
propio m undo civilizado. Era, por supuesto, este segundo ca-
mino <1 que Maquiavelo buscaba ansiosamente y por el que hizo
Unió lo (|uc pudo. Concebía la preparación de este cambio bajo
la loi nía de una guerra, una guerra espiritual. Deseaba generar
un cambio de opinión que, a su tiempo, precipitase un cambio
en el orden político. No esperaba convencer más que a unos
pocos; pero contaba con hacerse escuchar por muchos. Todos
éstos serían los que, en caso de tener que elegir entre su patria
v su alma (o su salvación), pondrían por delante su patria; eran
los cristianos tibios. Esperaba que todos éstos viesen con bue­
nos ojos su empresa, que era mucho más propicia a una patria
en este m undo que a la patria celestial de los cristianos. No
todos ellos serían capaces de com prender el sentido pleno de
su intento, pero se podría contar con ellos como garantía de
que sus libros encontrarían eco. Defenderían públicamente su
obra, aunque no fuesen unos aliados seguros hasta el final. Su
éxito a largo plazo dependía de la conversión absoluta de sólo
unos pocos. Esta minoría sería el centro vital que, en circuns­
tancias favorables, inspiraría progresivamente la formación de
una nueva clase gobernante, de una nueva casta de príncipes,
semejante al patriciado en la antigua Roma. La estrategia de
Maquiavelo tenía el carácter de propaganda. Ningún filósofo
precedente había pensado en garantizar el éxito postumo de
sus enseñanzas mediante el despliegue de una estrategia y una
táctica específicas. Los filósofos anteriores, cualquiera que fue­
se su tendencia, se resignaban al hecho de que sus enseñanzas,
enseñanzas de la verdad, no desplazarían nunca a las que ellos
consideraban falsas doctrinas, sino que coexistirían con ellas.
Ofrecían sus enseñanzas a sus contemporáneos y a la posteri­
dad, sin soñar siquiera en la posibilidad de controlar el destino
futuro del pensamiento humano. Y, en el caso de ser filósofos
políticos y haber llegado a conclusiones definitivas respecto del
orden político perfecto, hubieran dem ostrado su depravación
(y, por tanto, no se hubiesen com portado como filósofos) si no
hubiesen estado deseando ayudar a sus propios convecinos a
organizar los asuntos comunes del mejor modo posible. Ellos
no pensaron por un momento que la verdadera enseñanza po­
lítica está (o al menos es probable que esté) en la enseñanza
política del futuro. Maquiavelo es el prim er filósofo que intenta
forzar el destino, controlar el futuro mediante una campaña de
LEO STRAUSS 141

propaganda. Esta propaganda está, por otra parte, en el polo


opuesto a lo que hoy se llama propaganda como presión sobre
los consum idores o alienación de masas cautivas de espectado­
res. Maquiavelo quiere convencer; no se conform a con inducir
o intimidar. Fue el prim ero de una larga serie de pensadores
m odernos que se proponen instituir nuevas ideas y formas por
medio de la ilustración de los individuos. La ilustración —lucus
a non lucendo— com ienza con Maquiavelo.
Para darnos cuenta de la m agnitud del éxito de Maquiavelo
es necesario que com prendam os claramente el principio fun­
dam ental de su teoría. Este principio, repito, se enuncia así: es
necesario rebajar el nivel si queremos que la actualización del
orden social justo sea probable, si no cierta, y en orden a vencer
la fatalidad del destino; es necesario desviar nuestro énfasis del
carácter m oral a las instituciones positivas. El sistema político
perfecto, com o Maquiavelo lo concebía, era la república bajo
una cabeza fuerte, al m odo de la antigua Roma, aunque mejo­
rándola en la adaptación. Lo que los romanos habían realizado
instintivam ente o p or azar ahora podía ser puesto en prácti­
ca consciente y deliberadam ente, después de que Maquiavelo
había interpretado las razones del éxito de los romanos. El re­
publicanism o al estilo rom ano, según había sido interpretado
por Maquiavelo, se convierte en una de las corrientes más po­
derosas del pensam iento político moderno. Encontram os su
huella en las obras de H arrington, Spinoza, Algernon Sydney,
M ontesquieu, Rousseau, en The Federalist y en aquellas clases al­
tas francesas que apoyaron la revolución francesa sin considerar
las posibilidades de Francia como gran potencia. Este éxito pos­
tumo de Maquiavelo no puede com pararse en im portancia, sin
embargo, con aquel otro que lograría a lo largo de una transfor­
mación de su esquem a original; transformación, no obstante,
que venía inspirada p o r su propio principio esencial.
El esquem a de Maquiavelo estaba expuesto a serias dificul­
tades teóricas. La base cosmológica o teorética de su doctrina
política era una especie de aristotelismo decadente. Esto signi­
fica que suponía, aunque no lo llegó a demostrar, el carácter
insostenible de las ciencias naturales teleológicas. Rechaza que
el hom bre deba orientar todos sus actos hacia la virtud, hacia
la perfección o hacia su fin natural; pero esta negación exige
142 <QUÉ ES FILO SO FIA PO LITIC A ?

un planteam iento crítico de la noción de los fines naturales.


1.a solución llegó (o por lo menos se pensó que había llega­
do) en el siglo xvn con las nuevas ciencias naturales. Se da una
misteriosa semejanza entre las ciencias políticas de Maquiave-
lo y las nuevas ciencias naturales. Los clásicos habían prestado
mayor atención a los casos norm ales, frente a las excepciones;
Maquiavelo representa un cam bio radical en el m odo de en­
tender lo político porque se deja llevar fundam entalm ente por
las excepciones, por los casos anóm alos. Com o se ve en Bacon,
existe una orientación muy próxim a entre la orientación de Ma­
quiavelo y la noción de la naturaleza atorm entada, reducida al
experim ento científico.
No obstante, la razón principal para que el esquem a de Ma­
quiavelo tuviera que ser m odificado fue su carácter revolucio­
nario. El hom bre que mitigó este esquem a hasta el punto justo
p ara aseg u rar el éxito de su propósito principal fue H obbes. Se
podría pensar p o r un m om ento que la corrección que Hobbes
introduce en Maquiavelo es una obra m aestra de prestidigita-
ción. M aquiavelo escribió un libro titulado príncipe-, Hobbes
escribió otro titulado El ciudadano. Hobbes eligió com o tema
no la práctica del gobierno, sino los deberes de los súbditos; de
aquí que sus enseñanzas pareciesen m ucho más inocuas que las
de Maquiavelo, sin que necesariam ente lo contradijera en un
solo ápice. Es, sin em bargo, más exacto decir que H obbes era
un inglés honesto y llano que no poseyó el fino estilo italiano
de su m aestro. O, si ustedes quieren, podríam os com parar a
H obbes con Sherlock H olm es y a Maquiavelo con el profesor
Moriarty, porque H obbes tom ó la justicia m ucho más en serio
que com o lo había hecho Maquiavelo. Puede, incluso, decirse
que defendió la causa de la justicia: niega que pertenezca a
la esencia de la sociedad civil el estar fundam entada sobre el
crim en. La refutación de esta prem isa principal de Maquiave­
lo puede decirse que fue el propósito principal de la famosa
doctrina de H obbes sobre el estado de naturaleza. Aceptaba el
concepto tradicional de justicia, elevándola al nivel de derecho
natural y negando que fuese m eram ente un producto de la so­
ciedad. Aceptaba, no obstante, la crítica de Maquiavelo contra
la filosofía política tradicional: la filosofía política tradicional
m iraba muy alto. De aquí que proclam e que los derechos natu-
LEO STRAUSS 143

rales derivan de los principios, de las necesidades más urgentes


y elementales que condicionan real y perm anentem ente a todos
los hom bres, y no del fin y de la perfección del hombre, que
sólo provocan el deseo de unos pocos y no en todo m om en­
to. Estas necesidades prim arias son, por supuesto, egoístas; se
pueden reducir a un solo concepto: el instinto de conservación
o, puesto en térm inos negativos, el miedo a la m uerte violenta.
Esto significa que la sociedad civil no tiene su origen en el res­
plandor o el hechizo de la gloria, sino en el terror que produce
el miedo a la muerte: no fueron los héroes aun fratricidas e
incestuosos, sino unos pobres diablos muertos de miedo, los
fundadores de la civilización. La apariencia diabólica se des­
vanece com pletam ente. Pero no nos precipitemos demasiado.
Una vez que se ha establecido el gobierno, el miedo a la m uerte
se convierte en m iedo al poder. Y el instinto de conservación se
extiende ahora como autoconservación confortable. La idea de
gloria de Maquiavelo pierde, efectivamente, todo su atractivo;
se presenta ahora como una m era vanidad mezquina y ridicula.
Esa gloria, sin embargo, no viene a ser sustituida por la justicia
o por la perfección hum ana, sino por los placeres concretos de
un hedonism o tan práctico como vulgar. La gloria sólo sobre­
vive bajo la form a de lucha. En otras palabras, mientras que en
la teoría política de Maquiavelo el eje es la gloria, en Hobbes
toda la teoría se apoya en el poder. El poder es infinitam ente
más práctico que la gloria. Lejos de ser la meta de un anhelo
sublime o dem oníaco es, en realidad, una expresión de una ne­
cesidad fría y objetiva. El poder es m oralmente imparcial o, lo
que es lo mismo, es ambiguo. Al poder y a las apetencias de
poder les falta el atractivo em inentemente hum ano de la gloria
y de la lucha por la gloria. Surge a través de una enajenación de
las motivaciones básicas del hombre. Tiene aire de senilidad.
Se hace visible en em inencias grises más que en Escipiones o
Aníbales. Éste es el alcance de la corrección que Hobbes in­
troduce en Maquiavelo: un hedonism o vulgar y respetable, la
sobriedad sin sublimidad, todo hecho posible bajo una “política
de poder”.
La teoría de Hobbes era demasiado audaz para ser aceptada.
Necesitaba, a su vez, un proceso de mitigación. Esta fue la obra
de Locke. Locke recibe el esquema fundamental de Hobbes y
144 i Q U É ES FILO SO FIA PO LÍTIC A ?

lo cambia en un solo punto. Se da cuenta de que el hom bre


necesita fundam entalm ente para su conservación los alimen­
tos, o sea, la propiedad más que la pistola. Entonces, el instinto
de conservación se transform a en deseo de prosperidad, deseo
de adquirir, y el derecho de autoconservación se convierte en
derecho a la adquisición ilimitada. Las consecuencias prácti­
cas de este pequeño cambio son enorm es. La teoría política de
Locke se convierte en una versión prosaica de lo que en Hob-
bes conservaba aún un cierto matiz poético. Sobre las propias
premisas de Hobbes, Locke construye un sistema más racional.
Teniendo en cuenta el trem endo éxito de Locke, en contraste
con el aparente fracaso de Hobbes, especialmente en el m undo
anglosajón, podem os decir que el descubrim iento o la inven­
ción de Maquiavelo sobre la necesidad de un elemento inm oral
o am oral com o sustitutivo de la m oralidad triunfa ahora a tra­
vés de la creación de Locke, que pone el ánimo de aprobación
en ese nivel de sustitución. Aquí tenemos una pasión literal­
m ente egoísta cuya satisfacción no exige el derram am iento de
una sola gota de sangre y cuya puesta en práctica lleva consigo
la m ejora de la suerte de todos. En otras palabras, la solución
del problem a político a través de cauces económicos es la más
elegante, una vez que se aceptan las premisas de Maquiavelo.
El econom ism o, pues, no es más que el maquiavelismo pues­
to al día. N adie com prendió esto mejor que Montesquieu. El
espíritu de las leyes está com puesto como si no fuese otra cosa
que el testim onio de una lucha incesante, de un conflicto sin
resolver entre dos ideas político-sociales: la república romana,
cuyo principio inform ador es la virtud, e Inglaterra, cuya expre­
sión fundam ental es la libertad política. De hecho, sin embargo,
M ontesquieu se inclina eventualm ente a favor de Inglaterra. La
supremacía de Inglaterra se basa, según él, en el hecho de que
este país ha encontrado un elem ento sucedáneo para la rígida
virtud de la Roma republicana. Ese sucedáneo es el comercio y
las finanzas. Las repúblicas antiguas, basadas en la virtud, exi­
gían unos modales rígidam ente puros; los sistemas m odernos,
al rem plazar la virtud con el comercio, crean modales mode­
rados y corteses. En la obra de M ontesquieu podem os apreciar
los últimos destellos de poesía que subyacen en la prosa m oder­
na. Sólo dos libros de El espíritu de las leyes están prologados
LEO STRAUSS 145

con poemas: el libro sobre la población va precedido por los


versos de Lucrecio en honor de Venus, y al prim er libro, que
trata sobre el comercio, le precede un poem a en prosa que es
obra del propio M ontesquieu.
Esta sabiduría caracoleada que corrom pía con su encanto y
encantaba con su corrupción, esa degradación humana, term i­
nó arrancando la apasionada y todavía inolvidable protesta de
JJ- Rousseau. Con Rousseau comienza lo que pudiéram os deno­
m inar la segunda etapa de la m odernidad: es la etapa que traerá
al m undo el idealism o alemán, por una parte, y al rom anticis­
mo por otra. Este complejo movimiento de reacción consistió
esencialmente en una vuelta atrás del m undo de la m odernidad
a los estilos prem odernos del pensamiento. Rousseau abando­
nó el m undo m oderno de las finanzas, ese m undo que él fue
el prim ero en denom inar el m undo del bourgeois para volver al
m undo de la ciudad y de la virtud, al m undo del citoyen. Kant
abandonó el concepto de idea que habían legado Descartes y
Locke para volver a la primitiva noción platónica. Hegel volvió
de la filosofía de la reflexión a la “suprema vitalidad” de Platón
y Aristóteles. Y el romanticismo, en conjunto, no es más que un
volver a empezar. En todos estos casos, sin embargo, la vuelta
a un pensam iento prem oderno fue sólo un paso inicial en un
movimiento que luego conduciría, consciente o inconsciente­
mente, a una form a m ucho más radical de m odernism o, a una
forma de m odernidad que se apartaba de los modelos clásicos
aún más que el pensam iento de los siglos xvii y xvm.
Rousseau vuelve del Estado m oderno, según se había des­
arrollado ya en su época, a la polis clásica. No obstante, él
interpretaba la polis a la luz del esquem a de Hobbes; porque
también Rousseau entiende que el origen de la sociedad civil
está en el derecho de autoconservación. Pero, apartándose de
Hobbes y de Locke, afirm a que este derecho natural apunta ha­
cia un orden social muy semejante a las polis clásicas. La razón
que le obliga a apartarse de Hobbes y de Locke se integra den­
tro de esa motivación fundam ental que anim a toda la m oderna
filosofía política. En los esquemas de Hobbes y de Locke los
derechos fundam entales del hom bre habían m antenido su con­
dición original incluso dentro de la sociedad civil, el derecho
natural seguía siendo el modelo de las leyes positivas; aún se
146 ¿Q U É ES FILO SO FÍA PO LÍT IC A ?

afirm aba la posibilidad de apelar al derecho natural contra el


derecho escrito. Esta apelación, p o r supuesto, era ineficaz en
térm inos generales; no com portaba ninguna garantía que la hi­
ciese efectiva. Rousseau arrancaría de aquí la conclusión de que
la sociedad civil debe estar constituida de tal m odo que haga
com pletam ente innecesaria la apelación al derecho natural con­
tra el derecho positivo; una sociedad civil constituida según el
derecho natural dictará autom áticam ente leyes positivas justas.
Rousseau expone su pensam iento de este modo: la voluntad ge­
neral, o sea, la voluntad de una sociedad en que cada uno de los
individuos som etidos a la ley tiene que haber tenido una parti­
cipación en la elaboración de esa ley, no puede equivocarse. La
voluntad general, inm anente en cierta clase de sociedades, re­
em plaza a los derechos trascendentes. No podem os ir muy allá
en la afirm ación de que Rousseau detesta el totalitarism o de
nuestros días. De hecho, apoyaba el poder absoluto de la socie­
dad libre, aunque rechazara con las palabras más tajantes todo
posible totalitarism o autócrata. La dificultad a que Rousseau
nos conduce viene después. Si la voluntad general es el crite­
rio suprem o p ara d eterm in ar lo que es justo, el canibalismo es
tan ju sto com o o tra política cualquiera. Cualquier institución
santificada p o r el consenso popular tendría que considerarse
sagrada.
El pensam iento de Rousseau representa un paso definitivo
en la corriente secular que intenta garantizar la integración de
todo ideal en la realidad y probar la necesaria coincidencia de lo
racional con lo real, apartándose de todo aquello que esencial­
m ente trasciende a una posible realidad hum ana. La aceptación
de esta trascendencia había perm itido a los pensadores anterio­
res m arcar una defendible distinción entre libertad y libertinaje.
Libertinaje es hacer lo que a uno le place; libertad es hacer sólo
el bien y p o r el cam ino recto; y el conocim iento del bien tiene
que venir desde arriba, una lim itación vertical. En Rousseau
el libertinaje encuentra una lim itación horizontal; el libertinaje
de uno encuentra su límite en el libertinaje de su vecino. Yo
soy un hom bre justo si reconozco a cada uno de los demás los
mismos derechos que yo m e arrogo, cualesquiera que estos de­
rechos puedan ser. Prefiere la lim itación horizontal a la vertical
porque parece más realista: la lim itación horizontal, o sea, la
L E O STR A U SS 147

lim itación de mis pretensiones p o r las pretensiones de los de­


más, se im p o n e p o r sí misma.
Podría o p o n erse que la teoría de Rousseau sobre la voluntad
general es ju ríd ic a y no m oral, y que la ley es esencialm ente
m enos estricta que la m oralidad. Para ilustrar esta disposición
se podría apelar a Kant, que en sus enseñanzas m orales afir­
ma que toda m en tira (decir algo que no es verdad) es inm oral,
m ientras que en sus escritos jurídicos concede que el derecho
a la libertad de expresión es tanto el derecho a m entir com o el
derecho a d ecir la verdad. Uno podría muy bien preguntarse,
sin em bargo, si la distinción entre derecho y m oral, de la cual
toda la filosofía ju ríd ic a alem ana se siente tan orgullosa, tiene
sentido auténticam ente. La doctrina m oral de Rousseau no re­
suelve esta dificultad. El lugar que en sus enseñanzas jurídicas
ocupa el d erech o a la autoconservación, en su teoría m oral es­
tá dedicado al derecho y el deber de darse más leyes, la ética
“m aterial” cede su puesto a una ética “form al”, y el resultado
de este proceso es la perm anente im posibilidad de establecer
principios sustantivos claros y la necesidad de extraer esos p rin ­
cipios del concepto de “voluntad general” o de lo que se va a
llam ar historia.
A Rousseau n o le pasaban desapercibidas todas estas dificul­
tades. H ab ían sido el resultado de un proceso de vaciado del
concepto de n atu raleza hum ana que culm ina en la sustitución
de la noción d e fin p o r la de principio. Rousseau había aceptado
el enfoque antiteleológico de Hobbes. Al llevarlo a sus últim as
consecuencias —lo que H obbes no había hecho— se ve obliga­
do a ab an d o n ar el esquem a de H obbes y a exigir que el estado
de naturaleza (la situación prim itiva del hom bre presocial) se
entienda com o u n estado perfecto que no lleva en sí n in g u n a
exigencia que apunte necesariam ente hacia la sociedad. Se vio
obligado a teorizar que el estado de naturaleza, este prim er
periodo del hom bre, sea la auténtica m eta del hom bre social:
sólo porque el ho m b re se ha apartado de su origen, co rro m ­
piéndose en este proceso de alejam iento, necesita plantearse el
problem a de sus fines. Estos fines se concretan esencialm en­
te en u n a sociedad injusta en que aquélla se aproxim a lo más
posible al estado de naturaleza: el instinto determ inante del
hom bre en estado de naturaleza, el instinto de conservación,
1 ÍH :Q U É ES FILOSOFÍA PO LÍTIC A ?

está en la raíz de la sociedad justa y determ ina sus fines. Es­


te instinto esencial, que al mismo tiem po es el derecho básico,
alienta el proceso jurídico, separado de todo lo moral. La socie­
dad está tan lejos de apoyarse en la m oralidad que ella misma
es la base de la moralidad; los fines de la sociedad, por tanto,
tienen que ser definidos en térm inos jurídicos, nunca en térmi­
nos morales; ningún deber m oral puede entrar a form ar parte
de la sociedad; el contrato social, en otro caso, no obligaría al
“cuerpo social”. Cualquiera que sea el significado o la condi­
ción de la m oralidad, este concepto presupone necesariamente
la sociedad, y toda sociedad (incluida la sociedad justa) es una
situación de vinculación o de alienación ajena a la naturaleza.
El hom bre, por tanto, tiene que superar toda su dim ensión so­
cial y m oral, y volver a la entereza y a la sinceridad del estado
de naturaleza. Teniendo en cuenta que el interés en su propia
conservación es lo que le obliga a entrar en sociedad, el hombre
en su cam ino de retorno tiene que ir más allá de su instinto de
conservación, tiene que alcanzar la propia raíz de este instinto.
Esta raíz, el punto cero absoluto, es el sentido de la existencia,
el sentido de la suavidad de la m era existencia. Entregándose
a la exclusiva fruición de su existencia actual sin preocuparse
en absoluto del futuro, viviendo de este modo en un bienaven­
turado olvido de todo cuidado o miedo, el individuo siente la
suavidad de su íntegra existencia: ha logrado volver al estado
de naturaleza. Pero sólo cuando se siente la propia existencia
surge el instinto de conservarla. Y este instinto obliga al hom­
bre a dedicarse enteram ente a la acción y al pensamiento, a una
vida de cuidados, deberes y sufrimientos. Todo esto le separa
de aquella felicidad que queda enterrada en lo profundo, en su
origen. Sólo unos pocos son capaces de encontrar el camino
de retorno a la naturaleza. La tensión entre el instinto de con­
servación y la fruición de la existencia se expresa a través del
antagonismo irreconciliable entre una gran mayoría que, en el
m ejor de los casos, son buenos ciudadanos y una minoría de
soñadores solitarios que son la sal de la tierra. Rousseau dejó
así las cosas. Los filósofos alemanes que se ocuparon luego del
problem a pensaron que la reconciliación era posible, y afirma­
ron que esa reconciliación podría ser la aportación, si es que
no lo había sido ya, de la historia.
LEO STRAUSS 149

El idealism o alem án reclam aba para sí el éxito de haber vuel­


to a alcanzar, o superado incluso, el alto nivel que ostentara la
filosofía política clásica en una lucha abierta contra la d e g ra d a ­
ción que la p rim era ola de m odernism o había traído consigo.
No obstante, pasando p o r alto la sustitución de la virtud p o r la
libertad, es necesario hacer notar que la filosofía política que
trae esta segunda ola de m odernidad está íntim am ente vincu­
lada a una filosofía de la historia, que no existe com o tal en
la filosofía política clásica. Y ¿cuál es el sentido de la filosofía
de la historia? La filosofía de la historia enseña la necesidad
im periosa de in teg rar el orden perfecto en la realidad social.
No ha venido a cam biar nada, por tanto, en relación con los
aspectos fundam entales; la misma tendencia realista que antes
condujera a la reducción de los niveles sociales, ah o ra viene a
parar a la filosofía de la historia. Y la filosofía de la historia
no es u n rem edio idóneo contra aquella degradación social. La
integración del o rd e n ideal en la realidad sólo se logra a través
de una ciega pasión egoísta; el orden ideal es un subproducto
inintencionado de actividades hum anas que nunca se habían
propuesto ese ideal com o meta: Hegel pudo llegar a concebir
el orden ideal en los mismos térm inos sublimes en que lo hi­
zo Platón, lo cual ya es dudable. Pero, de todos m odos, H egel
pensó integrar esa idea en la realidad al m odo de Maquiavelo,
no al m odo de Platón; pensó que se realizaría p o r un cam ino
que se apartaba del propio orden ideal. Los desengaños del
com unism o son los mismos que ya conociera Hegel, e incluso
Kant.
Las dificultades con que se encontró el idealism o alem án
iban a dar lugar a una tercera ola dentro del m odernism o, la
ola que llega hasta nosotros. Nietzsche inauguró este últim o p e­
riodo. Nietzsche conservó lo que le parecía la visión pro fu n d a
que la conciencia histórica del siglo xix le aportaba. Pero des­
echó la idea de que el proceso histórico pu d iera ser racional y
la premisa de que fuera posible la arm onía entre el individuo
y el Estado m oderno. Podem os decir que había vuelto, dentro
de los niveles de la conciencia histórica, de la reconciliación de
Hegel al antagonism o de Rousseau. A segura que toda la vida
hum ana y todo el pensam iento descansan en últim o térm ino
en unos cuadros de referencia que no son susceptibles de legiti-
150 'Q U É ES FILO SO FÍA PO LÍTICA?

m arión racional. Los creadores de estos cuadros de referencia


son individuos egregios. Este creador único que objetiva una
nueva ley y se somete a todos sus rigores viene a colocarse en el
mismo lugar que el soñador solitario de Rousseau. La natura­
leza ha dejado de ser justa y bondadosa. La experiencia básica
de la existencia es una sensación no de felicidad, sino de su­
frim iento y de vacío. La llamada creadora de Nietzsche estaba
dirigida a los individuos que estuviesen dispuestos a introducir
la revolución en sus propias vidas, antes que en la sociedad o
en su país. El esperaba, sin embargo, que su llamada, austera
y suplicante al mismo tiem po, llena de preguntas y de respues­
tas, induciría a los mejores hom bres de las generaciones por
venir a convertirse en individuos auténticos y a formar, así, una
nueva aristocracia capaz de gobernar todo el planeta. Oponía
la posibilidad de una aristocracia planetaria a la supuesta nece­
sidad de una sociedad universal sin clases ni poderes políticos.
Estando seguro de la alienación del hom bre occidental m oder­
no, predicaba el sagrado derecho a la “extinción despiadada”
de g randes masas de hom bres de un modo tan frenético como
el que usaba su antagonista principal. Utilizaba todo el inagota­
ble e insuperable p o d er de su palabra apasionada y fascinante
p ara inculcar en sus lectores el odio, no sólo al socialismo y al
com unism o, sino tam bién al conservadurism o, al nacionalismo
y a la dem ocracia. Pero, tras haber cargado sobre sus propias
espaldas esta g ran responsabilidad política, no supo enseñar a
sus lectores el cam ino que conduce a la responsabilidad política.
Sólo les dejaba elegir entre estas dos alternativas: la indiferen­
cia política irresponsable o la irresponsable opción política. Así
allanaba el cam ino a un sistema que, m ientras durase, haría
aparecer a los ojos de todos la decrépita dem ocracia como si
fuese una auténtica edad de oro. Intentó reunir sus ideas so­
bre el m undo m oderno y sobre la vida hum ana com o tal en su
teoría sobre la voluntad de poder. La dificultad inherente a la
filosofía de la voluntad de p o d er llevó a Nietzsche a renunciar
explícitam ente a la propia noción de eternidad. El pensamiento
m o d ern o alcanza su culm inación, su más alta realización, en el
historicism o más radical, al condenar la noción de eternidad
a u n olvido explícito. El olvido del concepto de eternidad, o
en otras palabras, el abandono del instinto más profundo del
LEO STR A U SS 151

hom bre, y con él de su pensam iento fundam ental, es el precio


que al hom bre le venía im puesto desde el principio p o r q u erer
llegar a ser soberano absoluto, convertirse en dueño y señ o r de
la naturaleza y dom inar el destino.
Traducción: A m ando A. de la C ruz
PARADIGM AS Y TEORÍAS POLÍTICAS

Sheldon S. Wolin

I
El status de la teo ría política ha sido p erm anentem ente objeto de
controversias. En fechas recientes, el debate en los Estados U ni­
dos se h a cen tra d o en consideraciones m etodológicas. Q uizás
esto e ra inevitable d ad a la intención de un g ru p o relativam ente
g ra n d e de tra n sfo rm a r el estudio de la política en una “ciencia
de la política m o ld ead a conform e a los lineam entos m eto d o ló ­
gicos de la ciencia n a tu ra l”.1
Los defensores del m étodo científico, al su p o n er que el m o ­
delo de la investigación científica es el apropiado p ara la ciencia
política y social, al reco n o cer que el conocim iento político váli­
do es el que se ad q u iere m ediante los procedim ientos científicos
de observación, recolección de datos, clasificación y verifica­
ción, y al insistir en que u n conocim iento preciso su p o n e la
transform ación de enunciados “m etafísicos” o “norm ativos” en
otros em píricam ente verificables, lo g raro n restrin g ir el debate
a una m era cuestión de procedim ientos. En este pun to en co n ­
traro n una oposición débil. U na que o tra crítica ocasional daba
cuenta del e rro r que com etían los científicos sociales al tra ta r
las cuestiones filosóficas com o cuestiones em píricas;12 pero, en

1 D. Easton, A F r a m e w o r k f o r P o litic a l A n a ly s is , Prentice Hall, Englewood


Cliffs, Nueva Jersey, 1965, p. 8.
2 P. Winch, T h e Id e a o f a S o c ia l S c ien c e , Routledge and Kegan Paul, Londres,
1956, p a s s im .
154 PARADIGM AS Y TEO RIA S PO LITIC A S

la m edida en que esta crítica se debilitaba, por otro lado co­


braba aceptación la utilización de los m étodos científicos en el
estudio de la política, así como la creencia en que se estaba ha­
ciendo realmente ciencia y que, consecuentem ente, no estaba
lejos el m om ento en el que la ciencia política alcanzaría los dos
principales beneficios de la ciencia, a saber, un conocimiento
preciso y acumulativo. Hoy en día, es com ún encontrar en la
bibliografía científica social y política una afirm ación retrospec­
tiva como la siguiente: “Todo lo que hemos dicho está basado
en el supuesto de que la ciencia social no sólo es posible, sino
que además es idéntica en lo esencial a la ciencia natural.”3
Hay dos aspectos del caso de la ciencia política que deseo
exam inar aquí. Como sugerí, los defensores de la ciencia se
han fijado el objetivo de desarrollar una teoría que sirva co­
mo guía de las investigaciones empíricas. Suponen que esta
teoría se perfila como un sustituto de la teoría “tradicional”
(i.e., precientífica). La naturaleza de la sustitución tiene dos
rasgos: tiene que ver con la aplicación de un método distin­
to, el científico, y un diferente conjunto de interrogantes. Esta
sustitución implica un juicio crítico sobre las deficiencias de
la teoría tradicional. Un ejemplo representativo de tal juicio
sería el siguiente: “Teorizar, aun sobre política, no debe ser
confundido con la especulación metafísica, que supone operar
en térm inos de abstracciones sin esperanza de ser sometidas a
la observación y al control em pírico.”4 Éste es el prim er aspec­
to que me interesa analizar. Sostengo que la naturaleza de la
teoría tradicional ha sido interpretada erróneam ente y que esta
incom prensión ha llevado a los científicos políticos a confundir
la naturaleza, las consecuencias y las posibilidades de su propia
actividad.
El segundo rasgo está relacionado estrechamente con el pri­
mero. La crítica científica ha señalado que la teoría política
tradicional ha fallado en su tarea de producir conocimiento
acumulativo. La respuesta de los defensores de la teoría tradicio­
nal ha sido sorprendentem ente débil. A veces han argumentado
3 B. Barber, Science and the Social Order, C ollier Books, N ueva York, 1962,
p. 311. .. {
4 H .D . Lasswell y A. Kaplan, Power and Society: A Framework fo r Politica
Inquiry, Yale University Press, N ew Haven, 1950, p. x.
S H E L D O N W O LIN 155

que ya no es posible p ro d u cir una teoría original en política.


A rgum entan que la m ayoría de las cosas im portantes ya ha sido
planteada. En otras ocasiones, los tradicionalistas han sostenido
que cada sociedad y cada época se han ocupado de sus propios
problem as políticos y que, p o r lo tanto, el conocim iento po­
lítico ha sido y siem pre será local y restringido. El científico
político h a aprovechado estas incertidum bres y, valiéndose de
los casos más exitosos de la ciencia, sostiene que una de las ven­
tajas del m éto d o científico es la esperanza de crear un cu erp o
creciente de conocim iento confiable. Bajo este rubro, quiero
exam inar la posibilidad de que la noción de progreso científico
haya sido m alinterpretada.
En u n a m ed id a considerable, los dos aspectos en cuestión
están relacionados. Los científicos políticos5 sostienen que la
razón por la cual a la teoría tradicional le era im posible p ro d u ­
cir u n cu e rp o acum ulativo de conocimientos es que se ocupaba
de tópicos m etafísicos o “norm ativos”. Al ocuparse de asuntos
relativos a la n atu raleza de la justicia, la autoridad, los d ere­
chos y la igualdad y al form ular estas cuestiones en térm inos
de m odelos proyectivos de una sociedad buena, que suponía in­
c o rp o ra r la v erd ad era form a de la justicia y autoridad, la teoría
ortodoxa se en red ó a sí m ism a en un tipo de investigación en
el que resultaba im posible progresar, o aun especificar, cóm o
se representaría su avance acumulativo. La objeción com ún es­
bozada p o r los científicos políticos es que la teoría tradicional
abunda en aseveraciones que son, en principio, incontrastables.
En esos casos, tales com o los escritos de Maquiavelo, d o n d e los
enunciados son som etidos a la p ru eb a em pírica, los teóricos
han quedado satisfechos con ejemplos ilustrativos, en lugar de
pruebas sistemáticas.
El científico político contem poráneo está decidido a evitar
estas tram pas a través de una prescripción diferente: “El que
una proposición sea verdadera o falsa depende del g rad o en

5 Uso indistintamente las expresiones ciencia “política", “social” y “de la


conducta”. Este empleo no resulta arbitrario, pues la mayoría de los científicos
políticos aspiran a ser científicos “sociales” o “de la conducta”. Mis comentarios
están dirigidos principalmente a la ciencia política norteamericana.
ir > < > l’\K \1>I(.M V> ^ 1 K IRIAS PO LIT IC A S

que aquélla corresponda al inundo real”/' Si la teoría produce


conocim ientos políticos confiables, debe basar sus afirmacio­
nes en pruebas sistemáticas. En el pasado, las deficiencias al
desarrollar métodos de verificación em pírica y al formular jui-
c ios que sean en principio com probables, ha privado a la teoría
de los medios para resolver puntos de conflicto sobre política
o para establecer una base confiable de conocimientos sobre
la que puedan construirse investigaciones exitosas. Con su re­
chazo al m étodo científico, los prim eros teóricos se cerraron
a la posibilidad de acum ular conocim iento y condenaron a la
em presa científica a una condición anárquica, en la que ningún
problem a es resuelto, ningún caso se cierra y ninguna aserción,
no im porta cuán extravagante sea, es refutada. Aun cuando la
voz disidente de Hobbes en algún m om ento protestó por el
escandaloso contraste entre la condición estática de la teoría
y la ruta de progreso de la ciencia, la situación permaneció
sin rem edio durante siglos. Hace pocas décadas, un politólo-
go contem poráneo manifestó exactamente el mismo juicio que
Hobbes: que la ciencia política no ha avanzado más allá del
pensam iento de Aristóteles.7
Según sus críticos, el carácter no acumulativo de la teoría tra­
dicional es inherente no sólo a sus preocupaciones y métodos,
sino además tam bién a su estrategia.

[Se nos dijo que] una ciencia política que merezca este nombre
debe erigirse desde el fondo, a través de simples cuestiones que
puedan, en principio, ser respondidas; no puede constituirse de
arriba abajo, haciendo preguntas que, uno tendría razones para
sospechar, no pueden responderse en lo absoluto; por lo menos,
no a través del método científico. Una disciplina empírica es cons­
truida por la acumulación lenta, m odesta y fragmentaria de teorías
y datos.8

(l R. Dahl, M odern Political Analysis, Prentice H all, E nglew ood Cliffs» Nueva
Jersey, 1963, p. 8.
7 H. Sim ón, “ ‘T h e D ecision-m aking S ch em a ’: A R eply”, Adminis­
tra! ion Review, vol. 18, 1958, p. 63.
8 H. Eulau, The Behavioral Persuasión in Politics, R and om H ouse, Nueva
York, 1963, p. 9.
SH ELÜ O N W OLIN 157

La historia de la ciencia se aboca a dem ostrar que el co­


nocimiento acumulativo ha sido el resultado de un esfuerzo
cooperativo. Por lo tanto, en un plano ideal, las teorías debe­
rían ser similares a planes de batalla que perm iten a num erosos
investigadores em pujar hacia delante, cada uno agregando sus
propios avances a la posición previam ente consolidada y pre­
parando el camino para un nuevo empuje, después de que ha
alcanzado su propio com etido. La teoría tradicional, en contras­
te, ha producido sus héroes solitarios, inspirados por el sueño
de crear la teoría perfecta y acabada de una vez por todas y para
siempre, diseñada conscientemente para no dar pie a m odifi­
caciones o mejorías. N uestra concepción contem poránea de la
im plem entación estratégica de la teoría fue inicialmente form u­
lada por Bacon, quien se burló de la filosofía clásica (“puede
parlotear, pero no g enerar”) y ha difundido entre los hom bres
un ideal de investigación organizada y estratégicam ente dirigi­
da que hoy en día es cotidiana.

No obstante, sé bien que los axiomas, una vez descubiertos co­


rrectam ente, conducirán a tropas enteras de trabajos, que se pro­
ducirán, no uno por aquí y uno por allá, sino en racimos [ .. . ]
Considero lo que puede esperarse [... ] de los hombres en su
abundante tiempo libre y en sus asociaciones laborales y en la
sucesión de sus generaciones: con mayor razón, porque no es
un camino en el que sólo un hombre puede pasar a la vez (co­
mo sucede con el razonamiento), sino uno en el que el esfuerzo
y laboriosidad humanos (especialmente en lo que se refiere a la
recopilación de la experiencia) pueden, con el mejor efecto, ser
distribuidos y luego combinados. Y sólo entonces los hom bres co­
menzarán a conocer su fortaleza, cuando, en lugar de un ejército
donde todos hacen lo mismo, uno se haga cargo de una cosa y
otro de otra cosa.9

El asunto relativo al estudio científico de la política parte


de la discusión sobre el carácter “transem pírico” de la teoría
tradicional,10 que está más interesada en trascender el mun-
9 •'T'i
T h e Great Instauration, en “T h e Plan o f the W ork”; N o vu m O rganum ,
lib. I, cxiii. Las citas p rovien en d e la e d ició n d e H .G . Dick, Francis Bacon: selected
Writings, R andom H ouse, N ueva York, 1955, pp. 447, 525.
10 V éase Dahl, op. cit., p. 102.
158 PA RA D IG M A S Y T E O R ÍA S PO L ÍT IC A S

do de los hechos, que en form ular proposiciones que pudieran


ser contrastadas con los hechos. Esta interpretación errónea
de la naturaleza de la teoría ha im pedido toda posibilidad al
conocim iento acumulativo. Una solución, que ha recibido una
am plia aprobación, es la consistente en distinguir entre la “teo­
ría norm ativa”, que se relacionaría con las tradicionales preo­
cupaciones sobre los “valores”, los órdenes políticos ideales y
la historia de la teoría política, y la “teoría em pírica”, que se
concentraría en em plear procedim ientos científicos en la ad­
quisición de conocim iento confiable y en constituir un cuerpo
de generalizaciones más inclusivas y estables.11
La idea de la ciencia y del progreso científico adoptada por
los científicos políticos queda justificada en las concepciones
prevalecientes de la ciencia. A decir de una autoridad, “la crea­
ción más dinám ica, distinguida e influyente del pensamiento
occidental es u na ciencia progresiva de la naturaleza. Sólo en el
reino técnico, el progreso, la idea favorita de occidente, mantie­
ne u n significado sostenible.”1112 Lo que desearía analizar aquí es
si estas concepciones prevalecientes son las únicas. ¿O hay otras
concepciones científicas y del progreso científico que presenten
analogías más sólidas, no con la investigación en ciencia política
tal com o se la entiende hoy, sino con la teoría política tradicio­
nal, tal com o se la practicaba? ¿Existen otras concepciones que
asignen un papel deferente a la teoría y a la investigación y que,
en consecuencia, arrojen una luz diferente, quizás inquietante,
sobre la com prensión del progreso científico y, más aún, sobre
las condiciones intelectuales y m ateriales necesarias para pro­
m over el conocim iento científico? ¿Es esa particular afinidad
que se da entre la teoría y los datos, y que parece alentar las es­
peranzas de una política científica, tan directam ente un asunto

11 Esta distinción es defendida por Dahl, op. cit., pp. 101 ss., y por W.C.
Runciman en Social Science a n d Political Theory, Cambridge, 1963, p. 2. Algu­
nas de las implicaciones de esta distinción habían sido ya anticipadas por la
distinción baconiana entre “un método para el cultivo del conocimiento y otio
para la invención de éste”. El primero era relativo a la “filosofía admitida
y era usado para “proporcionar temas de discusión o adornos del discurso
—para las lecturas del profesor y para los asuntos de la vida”. El segundo
para explorar “lo desconocido e inexplorado”. N o vu m O rganum , prefacio,
lected W ritings, pp. 458-459.
12 C.C. Gillespie, The Edge o f Objectivity, Princeton, 1960, p. 8.
S H E L D O N W O LIN 159

de la ciencia? Si existen com plejidades inquietantes, ¿cuál es su


im portancia en la relación entre las teorías políticas y los hechos
políticos?
Parece grotesco sugerir paralelos entre la teoría científica y la
teoría política trad icio n al,13 aun cuando esta objeción p u ed e ve­
nirse abajo si se considera un hecho olvidado p o r los científicos
políticos. D escribir la ciencia com o un cu erp o de conocim iento
acum ulativo, esto es, com o conocim iento increm entable adqui­
rido e n el paso del tiem po, es sugerir que p u ed en ap ren d erse
cosas im p o rtan tes sobre la práctica de la ciencia, cu an d o ésta es
in te rp re ta d a com o u n a em presa histórica. Ésta es la concepción
de u n h isto riad o r de la ciencia que trata de explicar cóm o los
descubrim ientos h an o cu rrid o y p o r qué algunos erro res fu ero n
provechosos y p o r qué otros resultaron im productivos.14 H asta
muy recientem ente el enfoque histórico era el m étodo p refe­
rido p a ra en señ ar y estudiar la teoría política. N o obstante, la
ju stificació n del m étodo histórico, curiosam ente, facilitaba al
estudioso te n e r conocim iento de teorías que fueron pro g resi­
vam ente más validas. A lgunas interpretaciones han sugerido
que las p rim eras teorías p rep araro n el cam ino p ara que la ver­
dad se in c o rp o ra se en u n a determ inada teoría (p o r ejem plo, el
tom ism o o el m arxism o), pero todas ellas han sido inspiradas
p o r el m ism o tipo de motivos sospechosos que alguna vez lleva­
ro n a los escritores cristianos a describir las religiones antiguas
com o u n a praeparatioevangélica del cristianism o. En cam bio, el
análisis de las más g ran d es teorías, de los griegos en adelante,
es defendido, sea com o u n m edio p ara m ejorar la co m p ren sió n
propia de la política, exponiéndola a la diversidad de ideas que
hay en la historia de la teoría, sea com o un m edio p a ra e n tra r en

13 A lo largo de este ensayo, el concepto de “teoría política tradicional”


es empleado para hacer referencia a los más gr andes escritores en la tradi­
ción occidental de la teoría política. Marx, cuyos escritos están imbuidos de
una fina ambivalencia respecto a las formas antiguas de teorizar, constituye
una conveniente línea divisoria.
14 La fecundidad del error ha sido enfatizada por K. Popper, C o n je ctu re s
a n d R e fu ta tio n s , Routledge and Kegan Paul, Londres, 1963, especialmente los
ensayos 1, 3, 4 y 10. Véase también Agassi, “Towards an historiography of
Science”, H is to r y a n d T h e o r y , Beiheft 2, 1963, pp. 4-54.
160 PA RAD IGM AS Y TEO R ÍA S PO LÍTIC A S

contacto con teorías “atem porales”,13 o bien, como un medio


para analizar las relaciones entre una teoría particular y su con
texto social, político y filosófico.1617Lo que no se pone en tela
de juicio es que el estudiante de la teoría debe investigar a Pla­
tón, Aristóteles, Maquiavelo y Marx con el mismo espíritu con
que el estudiante de quím ica exam ina las obras de Boyle, Black
Cavendish, Pristley y Lavoisier, es decir, com o un movimiento
hacia una teoría cada vez más verdadera.
Todo lo anterior parece un lugar com ún y de escaso valor,
excepto por el hecho de que muchos de los grandes teóricos
sostuvieron una visión diferente de su propio trabajo. Ellos cre­
yeron que sus teorías habían m ejorado las teorías políticas del
pasado. Maquiavelo escribió: “Parto de m étodos muy distin­
tos de los que usan los demás, pero, puesto que mi intención
es escribir algo de utilidad para aquel que lo com prenda, he
decidido concentrarm e en la verdad del asunto, en lugar de
cualquier noción fantasiosa.”1' El sentido exacto en que Ma­
quiavelo consideró su propia obra como un avance en relación
con el pasado es una cuestión complicada, y m ientras que es
fácil distinguirla de la pretensión de haber subsum ido los cono­
cim ientos previos, no es tan fácil decir si Maquiavelo consideró
que sus propias teorías habían reem plazado com pletam ente a
las del pasado, o sólo a una parte de éstas. En cualquier caso,
la idea de un avance teórico está presente y queda asentado de
tal form a que invita a la investigación histórica.
Si se da p o r supuesto que, en cierto sentido, así sea ines-
pecifíco aún, la dim ensión histórica es relevante tanto para la
teoría científica, que ha evidenciado un avance acumulativo,
com o p ara la teoría política, que no lo ha hecho, por lo me­
nos aparentem ente no en el m ism o sentido, entonces debemos
considerar algunas de las posibilidades que han sido sugeri­
das p o r los senderos de análisis de la historia de la ciencia. El

16 U na d efen sa d e la diversidad y la a tem p o ra lid a d está presente en J-


P lam enatz, M a n a n d Society, M cGraw H ill, N u ev a York, 1963, vol. i, p- xx*-
16 G .H . S ab in e, A H istory o f Political Theory, 3a. ed ., H olt, Rinehart and
W in ston , N u eva York, 1961 pp. v -v i.
17 E l prince, cap. 15. En este co n tex to tie n e una gran relevancia el cons
tante esfu erzo d e M arx p or in d icar lo q u e d e b e a sus p red eceso res, así como
d em o stra r la naturaleza precisa d e su avance c o n resp ecto a ellos.
S H E L D O N W O LIN 161

conductista contem poráneo, quien confidencialm ente sostiene


una difícil distinción entre las teorías políticas tradicionales o
precientíficas y las teorías científicas contem poráneas, debe, sin
duda, experim entar alguna incertidum bre cuando lee que los
historiadores de la ciencia están viviendo

crecientes dificultades para distinguir entre el com ponente “cien­


tífico” de la observación del pasado y la creencia de lo que sus
predecesores prontam ente han calificado de “e rro r” y “supersti­
ción”. Mientras más cuidadosamente estudian, por decir, la diná­
mica aristotélica, la química f logística o la term odinám ica calórica,
más certeza tienen de que esas concepciones de la naturaleza, al­
guna vez vigentes, fueron en su totalidad, ni menos científicas, ni
más el producto de la idiosincrasia humana, que lo que pueden
ser hoy día. Si esas creencias anacrónicas deben ser llamadas mi­
tos, entonces los mitos pueden ser producidos por el mismo tipo
de m étodo que hoy conduce hacia el conocimiento científico.18

A nalicem os u n ejem plo más de interés especial p ara esos


neohobbesianos que consideran a las teorías políticas tradicio­
nales com o la razón principal del status no acum ulativo del
conocim iento político: se nos dice que los historiadores de la
ciencia ah o ra m anifiestan “dudas profundas sobre los proce­
sos acum ulativos” y que, “en lugar de buscar las contribuciones
perm anentes de u n a ciencia más antigua para nuestra ventajosa
posición presente, ellos intentan m ostrar la integridad histórica
que esa ciencia m anifiesta en su propio contexto”.19
En las páginas restantes quisiera considerar los rasgos de
estas nuevas interpretaciones de la ciencia en nuestro en ten ­
dimiento, tanto de la teoría política tradicional com o de la
contem poránea. Los aspectos específicos y sugerencias que qui­
siera tratar, p u ed en ser más fácilm ente com prendidos si cita­
mos brevem ente el argum ento m ejor sustentado, proveniente 1
1fl __
T.S. Kuhn, The Structure o f Scientific R evo lu iio n s, U niversity o f C h icago
Press, C hicago, 1964; prim era e d ic ió n , 1962, p. 2. Este p u n to d e vista está
im plícito en la obra tem p ran a d e E.A. Burtt, The M etaphysical F oundations o f
Modern Science (1924); véase su d iscu sió n sobre la revolu ción co p ern ica n a ,
Doubleday A nchor, N u eva York, 1954, pp. 38 ss.
19 Kuhn, op. cit.j p. 3.
162 PARADIGMAS Y TEORÍAS POLÍTICAS

de un libro de reciente aparición, estructura de las revolucio


nes científicas del profesor Thomas Kuhn. No obstante que el
argumento de Kuhn se dirige a historiadores y filósofos de la
ciencia, mucho de lo que señala tiene relevancia y reviste un
especial interés para el politólogo de orientación científica. Po­
cos científicos políticos son entrenados como científicos y pocos
están interesados en investigar por sí mismos las bases lógicas
o el desarrollo histórico de las ciencias. Para la mayoría, sus
concepciones de la ciencia, sus métodos y su historia no tie­
nen otra base que alguna perspectiva en cuya autoridad creen.
Buscando nada más que aquello perm itido en la investigación
empírica, no están ansiosos por enredarse en disputas por los
fundamentos teóricos que fundam entan y justifican su traba­
jo. Confían en que el significado de la ciencia ha sido fijado.
Ello torna especialmente irónica la heroica misión que Hobbes
había asignado a sus herederos: si las discusiones son dirimi­
das [ valued] “por la autoridad de un Aristóteles, un Cicerón, o
un Thom as o cualquier otro doctor, ellas son el dinero de los
tontos”. El valor del libro de Kuhn radica en que toma nota
directam ente de ciertas nociones específicas sobre el progreso
científico, que son parte vital de las justificaciones aceptadas
por los científicos políticos.
Kuhn rechaza la idea de que el progreso científico sea una
forma de avance incrementativo, que es posible gracias a que
los científicos se apegan escrupulosam ente a ciertas prácticas
que gobiernan el teorizar. Para él, es errónea la noción de que
el progreso científico resulta de la forma en que los científi­
cos construyen sobre los alcances de sus predecesores, y que las
teorías científicas son desechadas cuando un conocimiento nue­
vo las ha desacreditado, o cuando ellas fallan al conformarse
a estándares científicos de explicación y constatación acepta­
dos com únm ente. La intención de Kuhn no es destruir esas
nociones de progreso científico, sino sólo objetar que ellas no
constituyen la totalidad de la actividad científica y la construc­
ción de teorías. El crecimiento acumulativo de conocimiento
científico y el proceso por el que una teoría científica en par
ticular es m odificada com o resultado de la misma investigación
son parte de lo que Kuhn llama “ciencia norm al”. Para
entender el significado de este último concepto, se vale del en
S H tL D O N WOL1N 163

guaje sociopolítico. La ciencia norm al es una form a particular


de actividad efectuada por una “com unidad” de científicos. Los
estudiantes del pensamiento político del siglo diecisiete encon­
trarán algo en com ún con el análisis kuhniano de la com unidad
científica: es una com unidad basada en un acuerdo que no se
reduce sólo a las reglas que rigen la investigación y a los acuer­
dos relativos a lo que debe considerarse una pregunta científica
y a lo que cuenta como respuesta científica, sino que se extien­
de de igual m odo a la teoría particular que es aceptada como
verdadera por los miembros en su búsqueda e investigación. La
particular teoría que dom ina una com unidad científica es desig­
nada como “paradigm a”. Desde un punto de vista sociológico,
un paradigm a proporciona una base consensual que consolida
las lealtades y compromisos de los miembros.
Los paradigm as son “alcances científicos universalmente re­
conocidos que, p o r un tiempo, proporcionan un modelo de
problemas y de solución de problemas a una com unidad de
practicantes” (p. x). C om ojuez reconocido de aquello que cons­
tituye una actividad con significado científico, un paradigm a
guía a la com unidad en su elección de problemas; la com u­
nidad, a su vez, tiene como tarea la solución de problem as
planteados por el paradigma. El progreso científico consiste
en satisfacer la prom esa de un paradigma. Generalm ente, un
paradigma es desarrollado en tres formas principales. Prim e­
ro, los científicos buscan establecer rigurosam ente la clase de
hechos delineados por el paradigma. En segundo lugar, ellos
prueban las predicciones del paradigm a con los hechos revela­
dos por la investigación: ellos “oponen” hechos y teorías para
establecer el grado de correspondencia o “adecuación” entre
ambos. Finalmente, ellos tratan de articular la teoría a través
de empeñosas investigaciones factuales, diseñadas para clarifi­
car problemas planteados p o r el paradigm a (pp. 24-27).
Como Kuhn sostendría, el rasgo crucial de una ciencia m adu­
ra consiste en poseer un paradigm a reconocido com o tal por la
comunidad científica. Dicho reconocimiento significa, no sólo
que la com unidad esté de acuerdo en conducir sus investiga­
ciones según los lincamientos del paradigm a, sino que además
esté dispuesta a consolidar al paradigm a en la concepción de sus
miembros. El progreso científico es dependiente en grado críti-
164 PA RA D IG M A S V T E O R IA S PO L IT IC A S

c« de la capacidad de una com unidad para desarrollar medios


efectivos para reforzar al paradigm a. Los alcances científicos
son un testim onio de las habilidades con que los científicos han
solucionado el problem a político de la organización. "En su es­
tado norm al [ . . . ] una com unidad científica es un instrumento
enorm em ente eficiente para solucionar problem as o enigmas
definidos por el paradigm a" (p. 165).20 Una com unidad cien­
tífica desarrolla m edios para concertar la energía, las fuentes
y la atención de los m iem bros y dirige a éstos constantemente
hacia la elaboración de una teoría señalada. Entre estos medios,
se encuentran las reglas y prácticas asociadas al paradigma; los
m iem bros de la com unidad esperan hacerse al m odo de estas
norm as de conducta científica y la no conform idad es, por lo
general, objeto de sanciones. N orm alm ente, las conductas que
se alejan de ese patrón, por así decirlo, no es que rechacen los
m étodos científicos, sino que los dirigen hacia problemas que
rebasan la jurisdicción del paradigm a aceptado, o los aplican
de un m odo que sugiere una visión diferente del m undo que el
que im plica el paradigm a dom inante.

La actividad de la ciencia normal, actividad en la que se ve in­


mersa la mayoría de los científicos, inevitablemente se basa en la
suposición de que la com unidad científica sabe cómo es el mun­
do. Mucho del éxito de la empresa depende de la disposición de la
com unidad para defender ese supuesto, si es necesario, a un alto
costo. La ciencia normal, por ejemplo, frecuentemente suprime
de modo fundamental las novedades, porque éstas son necesaria­
mente subversivas con respecto a sus compromisos básicos (p. 5).

Los científicos sociales que están im presionados por la apa­


rente fertilidad de la im aginación científica productora de nue­
vas teorías, pueden desencantarse p or la tesis kuhniana se g ú n

20 C om párese ello con la ex p lica ció n p ro p o rcio n a d a p o r un científico so­


cial: “[ . . . ] la cien cia rechaza la im p o sic ió n d e cualqu ier verdad, especialm ente
realizada por una autoridad n o cien tífica. Las reglas d e validez para el cono­
cim ien to c ien tífico son tam bién individualistas: aquélla les es conferida, no
en la organ ización form al, sin o en las co n cien cia s in d ivid u ales y en los Jul
cios de los cien tíficos, q u ien es, para esta fu n ció n , están só lo inform alm ente
organizados." Barber, op. cit., p. 99.
SHELDON WOLIN 165

la cual, uno de “los rasgos más sobresalientes” de la ciencia n o r­


mal es “qué tan poco” pretende “producir grandes novedades,
conceptuales o referentes a fenóm enos” (p. 35). El progreso
científico, lejos de originar la búsqueda concertada de noveda­
des teóricas ilimitadas, parece más bien requerir la supresión
de puntos de vista com petidores.21 El reforzam iento de un pa­
radigma perm ite a la ciencia norm al continuar con su trabajo
sin ser distraída p o r la necesidad de defender los principios bá­
sicos, los patrones de investigación o la cosmovisión que aquél
supone (pp. 162-163). Como veremos después, las teorías n u e­
vas tom an su lugar, pero tienden a ser restringidas a m om entos
problem áticos, cuando la com unidad científica atraviesa p o r
una crisis en relación con sus creencias sobre la vigencia de
su paradigm a. La com unidad científica prospera cuando la cri­
sis y la novedad son raras. A diferencia de otras com unidades
que experim entan una crisis en sus creencias y buscan a tien­
tas ajustarlas, la com unidad científica rápidam ente se adapta
al nuevo paradigm a, rápidam ente redefine su m em bresía y efi­
cientem ente se deshace de los antiguos adeptos.

S ie m p r e h a y a lg u n o s h o m b r e s q u e s e a fe r r a n a u n a u o tr a d e s u s
v ie ja s c r e e n c ia s , y e llo s s o n s im p le m e n t e e x c lu id o s d e la p r o f e ­
s ió n , la q u e , m ie n t r a s ta n to , ig n o r a su tra b a jo . El n u e v o p a r a d ig m a
im p lic a u n a n u e v a y m á s r íg id a d e f in ic ió n d e l c a m p o . A q u e llo s r e ­
n u e n te s o in c a p a c e s d e a ju sta r su tr a b a jo a a q u é l, d e b e n p r o c e d e r
a a isla r se o in t e g r a r s e a a lg ú n o tr o g r u p o , (p . 1 9 )22

El poder de reforzar un paradigm a, al parecer tan vital p ara el


avance científico, presupone una pertenencia que tiene volun­
tad y predisposición para observar las norm as de la com unidad.
Así como otras com unidades desarrollan m edios para inducir
a los ciudadanos a las prácticas y creencias de la com unidad y
buscan internalizar los valores de ésta, la com unidad científica
ha entendido tam bién que el ejercicio de la autoridad coercitiva

21 U n estu d io ilustrativo de caso acerca d e la rigidez d e la c o m u n id a d


científica se encuentra en “T h e p olitics o f Scien ce and Dr. Velikovsky”, en
American Behavioral Scientist, vol. vii, núm . I, sep tiem bre d e 1963.
22 La frase d e Kuhn acerca de “una d efin ic ió n más rígida del c a m p o ” es
em pleada en el contexto d e una discusión de la fase de crisis, qu e se da cu a n d o
un paradigm a tien d e a perderse y disolverse.
160 P A R A D IG M A S Y T E O R IA S P O L ÍT IC A S

puede ser menos difícil, más eficiente y menos inoportuno si


los modos de educación e iniciación de los miembros predis­
pone a estos en favor de la conducta de lealtad requerida en
los que trabajan con el paradigm a. Kuhn describe el proceso
de iniciación en parte com o un asunto de ganarse la lealtad de
una nueva generación de científicos hacia la visión del mundo
incorporado en un paradigm a, y en parte como un asunto de
reforzar la autoridad del paradigm a y de la com unidad sobre
los iniciados. El m ejor vehículo es la educación científica que
entrena al estudiante en los métodos y perspectivas del paradig­
ma dom inante. El uso de libros de texto científicos desempeña
un papel significativamente estratégico en la educación de los
científicos; ellos son un elem ento “para la perpetuación de la
ciencia n o rm al”. El estudiante está listo para apoyarse en los
libros de texto hasta el tercero o cuarto año de sus estudios de
graduación y, com o señala Kuhn, no sin un toque de perver­
sidad, aquél está raram ente expuesto a “la literatura científica
creativa que hizo posible el libro de texto” (p. 164). En su for­
ma com ún, el libro de texto contribuye poderosam ente a la idea
de que la historia de la ciencia es un registro de avances acu­
mulativos. Los libros de texto se refieren sólo a esa parte de
los científicos del pasado que puede ser fácilmente vista como
una contribución a los enunciados y soluciones de los proble­
mas paradigm áticos de los textos. En parte por selección, en
parte p or distorsión, los prim eros científicos, “implícitamente,
son representados com o si hubieran trabajado sobre el mismo
tipo de problem as fijos y en concordancia con el mismo grupo
de reglas fijas, que la más reciente revolución en teoría científi­
ca y m etodológica ha hecho parecer científicos” (pp. 136-137).
Kuhn concluye que “es una educación lim itada y rígida, proba­
blemente más que cualquier otra, excepto quizás la ortodoxia
teológica. Pero, para la ciencia norm al, para la solución de enig­
mas a partir de la tradición que los libros de texto definen, el
científico está perfectam ente equipado” (p. 165).
Así, los científicos políticos que envidian la organización de
la com unidad científica y los resultados de sus investigaciones
deben m antener un especial interés en las observaciones de
Kuhn sobre el proceso a través del cual dicha com unidad cientí­
fica instituye un paradigm a particular y no otro. Los científicos
S H E L D O N W O L IN 167

políticos contem poráneos se encuentran a sí mismos acom eti­


dos por una variedad de paradigm as com petidores que buscan
apoyo, tanto em ocional e intelectual, como m aterial. ¿H abrá
una form a objetiva de decidir entre las afirm aciones de la teo­
ría de juegos, la teoría del contrato, los modelos de equilibrio,
la teoría de sistemas, la teoría de comunicación, la teoría fun-
cionalista o la estructural-funcionalista? Kuhn ofrece sobre este
particular pocos puntos de apoyo. Desde cierta óptica, lo que
interesa no es cuál es el paradigm a “más válido”, sino cuál co­
bra más peso. En el tem prano desarrollo de la mayoría de las
ciencias, diversas teorías com petían por ser aceptadas; los even­
tuales perdedores no eran considerados menos científicos, ni
se decidía al ganador apelando a estándares im personales de
observación o experim entación. “Un elemento aparentem ente
arbitrario” o p era en la selección de un paradigm a sobre otro
(p. 4). “Los filósofos de la ciencia repetidam ente han dem os­
trado que más de una construcción teórica puede ser siem pre
colocada sobre u n conjunto dado de datos.” Las teorías científi­
cas alternativas son fáciles de inventar, sostiene Kuhn, pero los
científicos ra ra vez se perm iten a sí mismos esta form a de indul­
gencia, po rq u e ello distrae la energía y los recursos del trabajo
que se está desarrollando. “Reinventar las herram ientas es una
extravagancia” (p. 76).
El elem ento arbitrario en la elección de paradigm as se revela
de m ejor form a durante la crisis que se da cuando un paradig­
ma existente está siendo com petido. Cuando el reto es exitoso
y el nuevo paradigm a desplaza al anterior, la com unidad cien­
tífica ha sufrido lo que K uhn caracteriza como una revolución.
Él encuentra esto com o una experiencia recurrente en el desa­
rrollo de las ciencias m aduras. Su discusión es relevante para
los científicos políticos que se encuentran a sí mismos en m edio
de una “revolución conductual”. La im portancia de una revolu­
ción científica no descansa en la repetición de una palabra, sino
en que la experiencia científica revela la relación entre hecho y
teoría o, más precisam ente, los criterios usados para desechar
una teoría y adoptar otra.
Desde la perspectiva kuhniana, la ciencia norm al es caracte­
rizada por una estrecha “adecuación” entre teoría y hechos. En
la práctica de la ciencia norm al, la verdad o falsedad de los ju i­
168 P A R A D IG M A S Y T E O R ÍA S P O L ÍT IC A S

cios está determ inada por la confrontación entre el paradigm a


operativo y los hechos acum ulados o revelados por la investiga­
ción y la observación (p. 80). La íntim a relación entre teoría y
hechos está conectada de m odo estrecho con, y aún más, hecha
posible por el tipo de actividad determ inada por la puesta en
práctica de una paradigm a. Kuhn describe esta actividad como
una especie de solución de enigmas. Los temas de investiga­
ción de la ciencia norm al son perfilados p o r su paradigm a: los
problem as son p ara el paradigm a com o piezas de u n rom peca­
bezas. La solución “existe” pero aún no ha sido desarrollada;
o, planteado en otros térm inos, el resultado es anticipado, pero
la form a de alcanzarlo queda en duda. Lo que puede ser un
rom pecabezas no resuelto para un paradigm a, puede no ser el
caso en otro paradigm a (p. 80):

u n a d e la s c o s a s q u e a d q u ie r e u n a c o m u n id a d c ie n t íf ic a c o n u n p a ­
r a d ig m a , e s u n c r it e r io p a r a s e le c c io n a r p r o b le m a s q u e , e n ta n to
s e s o s t e n g a e l p a r a d ig m a , p u e d e s u p o n e r s e q u e t ie n e n s o lu c io n e s .
E n b u e n a m e d id a , é s to s s o n lo s ú n ic o s p r o b le m a s q u e la c o m u ­
n id a d a d m itir á c o m o c ie n t íf ic o s o q u e a n im a r á a su s m ie m b r o s
a tr a ta r d e s o lu c io n a r lo s [ . . . ] U n a d e la s r a z o n e s d e p o r q u é la
c ie n c ia n o r m a l p a r e c e p r o g r e s a r ta n r á p id a m e n te e s q u e s u s p r a c ­
tic a n te s s e c o n c e n t r a n e n p r o b le m a s q u e s ó lo s u fa lta d e in g e n io
p o d r ía im p e d ir le s r e s o lv e r (p . 3 7 ).

La afirm ación según la cual existen soluciones a los enig­


mas de u n paradigm a da origen a las expectativas sobre lo que
arrojará la investigación. En la m edida en que dichas expectati­
vas sean cubiertas satisfactoriam ente, la ciencia, puede decirse,
procede con toda norm alidad. C uando las expectativas se ven
frustradas, cuando la investigación pone al descubierto hechos
que no cuadran con el paradigm a, la com unidad científica sufre
una crisis en sus creencias. Su confianza en el paradigm a do­
m inante se sacude. Kuhn introduce el concepto de “anom alía”
para describir estos hallazgos de la ciencia norm al que no pue­
den ser conciliados con este últim o, no obstante los esfuerzos
hechos para ajustar el paradigm a (pp. 52-53). K uhn encuentra
dificultades para ofrecer una explicación sencilla que dé cuenta
de por qué o cuándo una anom alía particular provoca una cri­
sis en la teoría. “Siempre hay algunas discrepancias” entre una
S H E L D O N W O L IN 169

teoría y la naturaleza, y la ciencia norm al está dispuesta a fun­


cionar, no obstante la “persistente y reconocida an o m alía”. En
algún m om ento, la existencia de u na anom alía obligará a “p o n er
en tela de juicio generalizaciones explícitas y fundam entales del
paradigm a”. En otro m om ento, puede desarrollarse u na crisis
cuando la anom alía parece o b stru ir ciertos intereses prácticos,
com o cuando la astrología cohibió el diseño de calendarios y la
frustración resultante ayudó a p rep arar la aceptación del p ara­
digm a copernicano (pp. 81-82).
C uando las anom alías alcanzan el grado de “crisis”, las rep er­
cusiones e n la com unidad científica son profundas. E n fren tan ­
do repetidas fallas al tra ta r de solucionar los enigm as plantea­
dos p o r el paradigm a, los científicos experim entan inseguridad
y ésta se refleja en cierta pérdida de la disciplina y en u n relaja­
m iento de las reglas que gobiernan la investigación (pp. 67-68,
83). Las “articulaciones divergentes” del paradigm a com ienzan
a aparecer y son fom entadas p o r una com prensión cada vez
mayor de que aquello que consideraban sim plem ente u n ter­
co rom pecabezas es algo inexplicable bajo los térm inos de la
vieja distribución. A los pocos científicos que ya habían osa­
do cuestionar el paradigm a se unen otros que se en cu en tran
com prom etidos con la tarea de solucionar la crisis. Pronto, la
ciencia n o rm al d a paso a la ciencia “extraordinaria”, que signi­
fica u na determ inación de m irar el m undo nuevam ente y sin
estar cohibido p o r la m alencarada y tosca presencia del viejo
paradigm a. U na vez que el viejo paradigm a ha sido puesto en
duda, su estru ctu ra de autoridad se debilita y la crisis resultante
“debilita las reglas de resolución norm al de enigm as, en form as
que, con el tiem po, perm iten la aparición de un nuevo p aradig­
m a” (p. 80).
Ningún paradigm a es vencido a m enos que se tenga a la m a­
no una alternativa; mas, una vez que el nuevo paradigm a ha
sido program ado, la com unidad científica lo institucionaliza,
em pleando todos sus m edios p ara reforzarlo y extenderlo. La
rigidez de la com unidad que previam ente había rechazado nue­
vas alternativas, ahora se convierte en un poderoso factor p ara
consolidar la nueva teoría. La “estabilidad” de la que realm ente
goza la com unidad científica hace que ésta se convierta en un
mecanismo de cam bio del paradigm a rápido y eficiente. Por
PA RA D IG M A S Y T E O R ÍA S P O L ÍT IC A S
170

encima de todo, una vez que la decisión de cam biar el paradig­


ma ha sido tomada, la autoridad y p o d er de la com unidad se
disponen a asegurar obediencia (pp. 164-165).
La decisión p or sí misma no es fácilm ente alcanzada, dado el
formidable aparato de reforzam iento que está detrás del para­
digm a existente y el hecho de que u n paradigm a es m antenido
a través de la destrucción de sus rivales y la supresión de alter­
nativas. Realmente, K uhn no parece tan seguro cuando intenta
explicar p or qué razón un paradigm a siem pre resulta exitosa­
m ente com batido. Él sugiere que el elem ento arb itrario inhe­
rente a la elección de cualquier paradigm a hace probable que la
investigación n o rm al encuentre anom alías que inevitablem ente
provocarán u na crisis (p. 15). De cualquier m odo, K uhn anota
sim plem ente que la rigidez de la com unidad científica puede
prevenir a sus practicantes de com batir al paradigm a, pero,
puesto que su m andato no se extiende hacia los cam bios “m ar­
ginales”, hay siem pre la posibilidad del equivalente científico
al extranjero que p ro p o n e un nuevo paradigm a, u n a posibili­
dad que ha o cu rrid o frecuentem ente en la historia de la ciencia
(p. 14S, 164). E nfrentando a la resistencia que cualquier para­
digm a probablem ente encontrará, la in certid u m b re de Kuhn
lo lleva hacia la desesperación y su conclusión expresa las mis­
mas dudas que ato rm en taro n a los defensores m edievales de
otro tipo de paradigm a: “Pero, m ientras alg u ien aparece con
un nuevo paradigm a potencial —usualm ente u n h o m b re joven
o uno nuevo en el cam po— el fracaso d eb id o a la rigidez se
m anifiesta sólo en u n plano individual” (p. 165).
La cuestión de más interés p ara el científico político sería
¿qué lleva a la com unidad científica a rechazar su p arad ig m a do­
m inante y a elegir otro? No es suficiente su g erir que u n a teoría
se rechaza cuando es falseada. N in g u n a te o ría c u a d ra siempre
con los datos com pletam ente y cada teoría es susceptible de ser
falseada. U na teoría m antiene su d o m in io sobre sus practican­
tes, no p o rq u e haya resistido falsación o p o rq u e los hechos se
ajusten a ella com o lo hace u n guante en u n a m an o , sino porque
la com unidad científica está de acu erd o en q u e la teoría ajusta
a los hechos m ejor , cuando los hechos son observados desde
la perspectiva de esa teoría (pp. 144-146).
S H E L D O N W O L IN 1 7 1

La mayoría de los científicos políticos tienden a su p o n er que


cam biar de paradigm as es análogo a un procedim iento de ha­
llazgos de hechos en el que, per curiram, los científicos revisan
nuevos “hechos” y, sobre la base de la lógica, la evidencia y el
experim ento, solem nem ente deciden que la vieja teoría ha sido
d erro tad a p o r u na form a “más elevada de explicación”.23 En la
descripción de K uhn, el acto de elegir entre paradigm as parece
más un procedim iento entre contrarios, más com petitivo que
deliberativo.24 Lo que está en discusión son los nuevos estánda­
res cognitivos y norm ativos, no los hechos nuevos. U na nueva
teoría im plica más una nueva form a de considerar los fenóm e­
nos, y no tanto el descubrim iento de datos inaccesibles hasta
ahora. R epresenta u n rom pim iento con la tradición existente
de prácticas científicas y proclam a nuevos estándares de activi­
dad legítim a. P ropone de algún m odo reglas distintas p a ra la
investigación, u n cam po de problem as, así com o diferentes n o ­
ciones de significatividad y de lo que constituye u na solución.
Ni el nuevo ni el viejo paradigm a pueden pro p o rcio n ar p ro ce­
dim ientos neutrales p ara decidir entre sus respectivos m éritos,
porque cada paradigm a tiene sus propios procedim ientos dis­
tintivos. P orque “cada grupo se vale de su propio paradigm a
para realizar la apología de éste m ism o”, la n eutralidad de cada
uno es im p u g n ad a y no hay un tertium quid disponible.
La carencia de u n árbitro neutral se convierte en lo más
intrigante, si se considera que los hechos establecidos son sus­
ceptibles de diversas explicaciones y que n in g u n a teoría encaja

23 Tal p arece ser la a firm a ció n q u e subyace en el sig u ien te e n u n c ia d o acer­


ca del p rogreso “in terd iscip lin ario ” e n la teoría d e la cien cia social: “El q u e
algunas in vestigacion es estériles y o cio sa s e n los lím ites teó rico s d e n u estra
disciplina lo hayan d ejad o d e ser, sim p lem en te rep resen ta u n tentalear, p o r
lo m en os, las toscas u n id a d es, e n térm in o s bajo los q u e la vid a p o lític a p u e d e
quedar id en tificad a, ob servad a y analizada [ . . . ] M atem os al d ra g ó n d e la red e­
fin ic ió n disciplinaria m ientras p od am os; éste insistirá e n levantar su cab eza en
una nueva form a cada vez y en n iveles m ás altos d e so fistic a ció n c o n c e p tu a l.”
Easton, op. cit., p. 22.
24 K uhn escribe: “La c o m p eten cia entre seg m en to s d e la c o m u n id a d c ie n ­
tífica es el ú n ico p r o c eso h istórico q u e realm en te siem p re d e se m b o c a e n el
rechazo d e una teoría p reviam en te acep tada o en la a d o p ció n d e o tr a ” (p. 8).
172 P A R A D IG M A S Y T E O R IA S P O L IT IC A S

perfectam ente con los hechos.23 El elem ento “arbitrario" men­


cionado al principio no debe ser tom ado para implicar una falta
total de criterios aceptados para elegir entre paradigmas. Por
lo menos, un nuevo paradigm a debe sostener la prom esa de ser
capaz de transform ar las viejas anom alías en nuevos enigmas.
Igualm ente, debe ser capaz de generar nuevos enigmas para la
investigación. Después de todo, una reducción adicional de la
arbitrariedad asociada a la decisión de cam biar se sigue del he­
cho de que dicha decisión será tom ada por los más calificados,
en lugar de los outsiders.¿b Después de que estas denom inacio­
nes han sido am pliam ente descritas, perm anece el caso de que
la decisión concerniente a las posibilidades futuras de un para­
digm a particular es tal “que sólo puede basarse en la fe” (p. 157).
El análisis de Kuhn puede producir algunas ansiedades en
el científico político que ha creído que las teorías científicas
fueron, en un simple sentido, reproducciones simbólicas de la
realidad. Estas ansiedades pueden hacer que proteste que la
“naturaleza” representa una “realidad” que, después de todo lo
dicho y hecho, está ahí\ de aquí que sería erróneo pensar que
el afianzam iento de un paradigm a solamente pruebe que una
teoría funciona, no que es verdadera. La realidad de la natura­
leza pone límites a todos los posibles paradigm as. La forma en
que Kuhn trata esta objeción no es probablem ente p ara disipar
las ansiedades del científico político. Kuhn lo pone en la forma
de una pregunta: “¿qué debe ser la naturaleza [ . . . ] para que
la ciencia sea posible después de todo?” Su respuesta sugiere
que “la naturaleza” no constituye, ni m ucho m enos, un límite
obvio: “C ualquier concepción de la naturaleza que sea compati­
ble con el crecim iento de la ciencia” resultará adecuada (p. 172),
lo que parecería ser equivalente a decir que son los requisitos
del avance científico, más que cualquier cosa perm anente de la
naturaleza, lo que es determ inante. 256

25 C om p árese co n lo siguiente: “El c o n o c im ie n to es u n a reproducción del


m u n d o extern o [ . . . ] ” V. G ord on C h ild e, Society a n d Knowledge, H arper, Nueva
York, 1956, p. 54.
26 K uhn n o co n sid era la c u estió n d e si estas d e c isio n e s p u d iero n haber
sid o in flu id a s p o r las au torid ad es g u b ern a m en ta les o ind ustriales.
S H E L D O N W O L IN 173

II
Por costum bre, el estudio histórico de las teorías políticas in ten ­
ta trazar la evolución de las ideas políticas, ya sea d e m o stra n d o
cóm o las características de u n a época d ifieren de la de otra, o
especificando las continuidades que persisten de u n a época a
otra. En las páginas siguientes, m e gustaría to m ar p restados de
K uhn algunos elem entos, a fin de sugerir un m o d o diferente
de pensar acerca de la historia de la teoría política. En p rim e r
lugar, m e gustaría apoyarm e en su concepción del papel de los
paradigm as en la historia de la ciencia, y m o strar que u n fenó­
m eno análogo h a estado presente en la historia de las teorías
políticas. Mi p ro p ó sito no es arg u m en tar que la teoría política
es una especie de teo ría científica, sino más bien, que las teorías
políticas p u e d e n ser m ejor com prendidas com o p arad ig m as y
que el estudio científico de la política es u n a form a especial
de la investigación basada en paradigm as. N ecesariam ente, mis
referencias sobre la historia de la teoría política serán crípticas.
C uando la idea de paradigm a es aplicada a la historia de la
teoría política, es so rp ren d en te descubrir que m uchos teóricos
han co n sid erad o el teorizar com o una actividad cuyo objetivo
es la creación de nuevos paradigm as. Una de las expresiones
más fam iliares d e este tipo de autoconciencia está rep resen tad a
p o r la jactan cia de M aquiavelo en la que afirm a: “H e ab ierto u n
cam ino que n ad ie ha pisado a ú n .”27 E lcam ino al que hace refe­
rencia, desde luego, es aquel que conduce a u n a nueva teoría.
En El príncipe, su sarcástica alusión a aquellos que “h an fanta­
seado con repúblicas y principados que nunca h an sido vistos
ni existido”, intentó sin d u d a evocar el paradigm a de las teorías
utopistas y dejar en claro a todo m un d o que él estaba ofrecien­
do u na alternativa.28 Las m ism as pretensiones son evidentes en
el anuncio de H obbes de que él había elaborado “reglas” “p ara

27 Discorsi, I, p refacio.
28 En el m ism o ten o r B o d in escribió: “P r eten d em o s llevar cada vez m ás
lejos nu estro in ten to d e alcanzar, o p o r lo m e n o s aproxim arn os a la verd a d era
im agen d e u n g o b ie r n o rectam en te o rg a n iza d o . N o es q u e in ten tem o s d e scrib ir
una rep ública p u ra m en te id eal e irrealizable, tal c o m o lo im a g in a ro n P la tó n
o Tom ás M oro [ . . . ] L o q u e in ten ta m o s es alcanzar, c o m o sea p o sib le , esas
form as q u e so n p racticab les”, Six Books o f the C om m onw ealth, lib. i, cap. i, trad.
M.J. T ooley, B lackw ell, O xford , p. 2.
1 7 4 P A R A D IG M A S Y T E O R IA S P O L IT IC A S

hacer y m antener repúblicas [ ] reglas que los pobres no han


tenido tiem po libre para descubrir, com o no han tenido hasta
hoy la curiosidad o el m étodo p ara alcanzarlas los que sí tienen
dicho tiem po libre”.29 C om o Nlaquiavelo, H obbes era conscien­
te, hasta el punto de ser arrogante, respecto a la novedad de su
paradigm a: “qué diferente es esta doctrina de la que se practica
a nivel m undial, especialm ente en aquellas partes de Occidente
que han recibido enseñanza m oral de Roma y Atenas [. . . ]"30
H obbes rebasó a Maquiavelo en su determ inación de destruir
los paradigm as anteriores, especialm ente aquellos asociados a
los nom bres de A ristóteles, Cicerón y Santo Tomás.31
Esta conciencia de lo innovador de sus paradigm as no fue
privativa sólo de irónicos iconoclastas com o H obbes y Maquia­
velo, o el resultado de una conciencia agudam ente histórica de
los autores m odernos. Tucídides tenía la inquietud de distinguir
sus propios m étodos de investigación de las técnicas de poetas y
cronistas —los verdaderos rivales del historiador y filósofo de la
antigua G recia— y había recom endado sus m étodos a aquellos
“que desean un conocim iento exacto del pasado com o un auxi­
liar en la in terp retació n del futuro”.3' Polibio había discrepado
explícitam ente del paradigm a platónico del conocim iento filo­
sófico y había propuesto en cam bio una form a que combinaría
el conocim iento del historiador y el del político práctico.33
C uando aplicam os la noción kuhniana de paradigm as a la
historia de la teoría política, entendiendo por aquéllas “reali­
zaciones científicas universalm ente reconocidas que, por cierto
tiem po, pro p o rcio n an m odelos de problem as y de soluciones
a com unidades de practicantes”, ello nos invita a considerar a
Platón, Aristóteles, Maquiavelo, H obbes, Locke y M arx como
las contrapartidas en teoría política de Galileo, Harvey, New-

29 L e v ia tá n , cap. 20, ed. O akeshott, B lackw ell, O xford , p. 136.


30 Ibid., cap. 3, p. 242.
31 Esto fu e más p rofu sam en te ilu strad o en D e C ive (P refacio al lector).
H o b b es cu id a d o sa m en te ajustó sus b lan cos, c o m e n z a n d o c o n Sócrates ( El
p rim ero qu e verd ad eram en te am ó la cien cia c iv il”) y p r o c e d ie n d o a través
d e los autores clásicos tardíos ( “D esp u és d e él v in ier o n P latón, Aristóteles,
C iceró n y otros filó so fo s, tanto g rieg o s c o m o la tin o s”).
32 H istory, 1 ,2 1 -2 2 .
33 H istories, xii, 28, 2 - 3 .
S H E L D O N W O L IN 175

ton, Laplace, Faraday y Einstein. Cada escritor del prim er grupo


inspiró una nueva forma de considerar el m undo de la política;
en cada caso, sus teorías propusieron una nueva definición de
lo que era relevante para com prender el m undo; cada uno espe­
cificó métodos de investigación; y cada teoría contenía juicios
explícitos o implícitos de lo que debía contar como respuesta
a ciertas cuestiones básicas. El criterio kuhniano según el cual
un paradigm a debería proporcionar “un modelo de problem as
y de resolución de éstos” es aproximado, en el sentido de que
un teórico retom ará más elementos que otro. Cuando Tomás
de Aquino se refiere a Aristóteles como “el Filósofo” y proce­
de a incorporar ciertas nociones clave aristotélicas, tales como
physis y polis, y las emplea, tenemos una sólida analogía con
lo que Kuhn llama “adopción paradigm ática”. Muchos otros
casos podrían presentarse para m ostrar que la tradición de la
teoría política m uestra un alto grado de conciencia del papel y
la función de los paradigmas. Las ideas políticas de H arrington
fueron elaboradas en referencia a dos paradigmas fundam en­
tales, la de la “antigua prudencia” aristotélica y la de la “nueva
prudencia” de Maquiavelo.34 También podría apuntarse la in­
fluencia paradigm ática de Locke en autores políticos del siglo
dieciocho de Am érica y Francia;35 igualmente, la influencia de
Hobbes en escritores como Bentham, James Mili y Austin; tam ­
bién la de M arx y Weber en teóricos sociales y políticos de los
últimos cien años.
Al referirme al status sin par de ciertas teorías políticas mayo­
res, no sugiero que los autores posteriores simplemente hayan
sido influidos por aquéllas o hayan tomado cosas prestadas de
ellas. El punto es más sustancial, a saber, que las más grandes
teorías han funcionado como paradigmas maestros, posibilitan-

Bacon había recon ocid o estar “muy agradecido con M aquiavelo”. Works,
Spedding, Ellis y H ealth (com ps.), vol. 3, p. 430. Pareto resaltó que “m uchas
máximas de M aquiavelo [ . . . ] se m antienen válidas hoy día co m o lo fueron
en su tiem p o.” The M in d and Society, 3 vols., Dover, N ueva York, 1963, vol. 4,
pp. 1736-1737. Finalmente: “La presente obra está muy cercana directam ente
al punto de vista em pírico de los Discursos de M aquiavelo o del pensam iento
de Michel expresado en Political Parties”, Lasswell y Kaplan, op. c i t p. x.
36 Sobre el desarrollo del paradigm a lockeano en los Estados U nid os, véase
L. Hartz, The Liberal Tradition in America, Harcourt Brace, N ueva York, 1955.
17»> PAR M ili.M A S Y T t< (RIA S P O L IT IC A S

do alos teóricos menores o más recientes explotarlos de manera


com parable a la de la “ciencia norm al”. Éste fue el modo en
que el paradigma aristotélico fue usado por autores medieva­
les c o m o Juan de París o Ptolomeo de Lucca, y si aceptamos el
carácter paradigmático de la síntesis aristotélico-tomista, lo mis­
mo puede decirse de Hooker y los escritores españoles del siglo
dieciséis, tales como Victoria y Suárez. Lo mismo sucede con
todos los autores m enores vinculados a Maquiavelo, descritos
en la Straalsráisonde Meinecke, en la introducción de Acton a la
edición de Burd de El príncipe, o en los valiosos volúmenes de
Benoist sobre el maquiavelismo. Esto puede ser planteado de
forma distinta, señalando que una de las principales razones de
que los estudiantes de teoría política sigan leyendo a Locke, en
lugar de leer escritores como H unlon de Lawson, que ha sido
considerado precursor de aquél, es que Locke generó seguido­
res (lockianos) dispuestos a valerse de sus ideas para solucionar
problem as políticos.36
Estos ejemplos dejan ver la posibilidad de que haya habido
im portantes casos de conocimiento acumulativo en la historia
de la teoría política. Lo que resulta curioso es que los historiado­
res de la teoría política hayan sido tan renuentes a explorar esta
posibilidad. En la mayoría de los libros de texto y cursos univer­
sitarios sobre el tema, el m étodo de instrucción está diseñado
para producir exactam ente el efecto opuesto de los textos de la
ciencia natural. En lugar de interpretar las teorías del pasado
como preparación del camino para la siguiente fase de teorías
políticas, los com entaristas y estudiosos tienden a subrayar las
diferencias que se dan entre los grandes teóricos. El inevita­
ble resultado es un énfasis en la discontinuidad y la novedad.
Al mismo tiempo, casi ninguna atención se presta a los nume­
rosos y cercanos seguidores anónim os que se han ocupado en
desarrollar la teoría maestra. En lugar de considerárselos “cien­
tíficos norm ales”, se los ha calificado de tediosos y repetitivos
epígonos. Si recordam os que la originalidad teorética no es el
rasgo distintivo de la ciencia norm al, el historiador de la teoría

36 C .H . M cllwain, C onstitutionalism a n d the C hanging World, Cambridge)


1939, cap. ix (sobre H unton); A .H . M aclean, “G eorge L aw son a n d jo h n Locke >
en Cambridge H istoricalJournal, IX, 1947, pp. 6 9 -7 7 .
SH E L D O N WOL1N 177

política que ignora la labor de difusión de los autores m eno­


res ha clausurado un rango com pleto de cuestiones, entre las
cuales, la que más se distingue es: ¿qué clase de operaciones
intelectuales ocurren cuando una teoría política es puesta a fun­
cionar en circunstancias distintas de las que le dieron origen?
Una de las funciones del paradigm a es capacitar a sus usua­
rios en la solución de enigm as generados por aquél cuando se
aplica a la naturaleza. Aunque, com o lo he sostenido, un pro­
ceso análogo se ha dado en la teoría política, la mayoría de
los estudiosos im plícitam ente han negado que éste sea el caso.
G eneralm ente, han visto el proceso, sea como una form a de
mimesis y, p o r lo tanto, no m erecedor de atención, sea com o
un ejemplo de distorsión. La segunda respuesta es interesante,
puesto que puede relacionarse con la afirm ación kuhniana de
que un paradigm a no intenta solucionar todos los enigm as que
surjan, sino proporcionar los medios para solucionarlos, aun
si ellos no han sido anticipados. Cuando el historiador de la
teoría política encuentra el caso de un paradigm a aplicado a
enigmas no previstos, su reacción instintiva es sospechar que
el paradigm a está siendo distorsionado por intereses m ercena­
rios. Por ejem plo, siguiendo la recepción de Aristóteles en el
siglo trece, era com ún entre los escritores políticos m edievales
ponerlo al servicio de las grandes polémicas relativas a las re­
laciones Iglesia-Estado. En la recepción de un m aestro com o
Marsilio de Padua, el paradigm a aristotélico no era aplicado
m ecánicam ente a asuntos previstos por éste, sino a enigm as im­
previstos.37 Com o es bien sabido, Marsilio se opuso a las tesis
papales sobre la autoridad civil, apoyándose en los argum entos
aristotélicos sobre la naturaleza autosuficiente de la com uni­
dad política y su posesión de todos los m edios necesarios para
m antener la paz interna y el orden. En el com ienzo de su g ran
trabajo Defensor Pacis, anunció que investigaría la causa más
grande de desorden y que esta causa era una que “Aristóteles

' ' Sin referencia algun a al tem a de este ensayo, el Profesor U llm a n ha
escrito que “la orien tación aristotélica de la Edad M edia tardía quizás p u e d e ser
com parada co n la reorien tación efectu ada a través de un G alileo o un N e w to n ”.
Principies o f G overnm ent and Politics in the M idle Ages, M ethuen, L ondres, 1962,
p. 244.
178 PA RA D IG M A S Y TEO R ÍA S PO L ÍT IC A S

no pudo haber conocido”.38 Como un leal participante de un


paradigm a, Marsilio no descartó el hecho de que Aristóteles no
había concebido la Iglesia medieval, sino que adem ás continuó
con el supuesto de que, si Aristóteles fue en verdad “el maestro
de aquellos que saben”, su paradigm a sum inistraría los medios
para solucionar un nuevo problem a.
En lugar de considerar esta práctica com o una form a de
adaptación creativa, el estudioso m oderno responde, con una
fastidiosa crítica, que la noción aristotélica de polis no había sido
destinada p ara la am plísim a y dualísticam ente organizada socie­
dad política medieval. De uno de dichos ensayos, el de jam es de
V iterbo, “Un papista de inicios del siglo catorce”, Jo h n B. Mor-
rall escribe que, “u n o pensaría que el mismo filósofo griego
habría relacionado este desarrollo con la sospecha; los escena­
rios m edievales le habrían parecido dem asiado grandes para
llenar su concepción de una verdadera com unidad política”.39
No es mi intención desacreditar los intereses del historiador
p o r desviaciones de los textos, sino solam ente denunciar que
ello h a c e rra d o algunas potenciales vías prom isorias de pen­
sar a la teoría política. U na de esas vías incluye el análisis de la
función de u n a teoría p a ra dirigir a sus practicantes a nuevos
enigm as, irresueltos o aún im previstos p o r la teoría misma. De
hecho, esta concepción de la teoría está en concordancia con la
de algunos historiadores, com o lo ilustra el profesor U llm an en
referencia a Santo Tomás: “Tomás de A quino fue el único escri­
tor que no sólo co m p ren d ió totalm ente al Filósofo, sino quien
tam bién, precisam ente po rq u e tan plenam ente com prendió a
Aristóteles, percibió las potencialidades de sus d octrinas.”40
Un Tomás de A quino o un M arsilio difícilm ente p u eden ser
considerados obreros de paradigm as; son m ás bien creadores
de paradigm as que com binan elem entos del viejo paradigm a
con adiciones distintivas que ellos introducen d e su propiedad.
Al respecto, la cita de K uhn es aplicable a ellos: “los nuevos pa­
radigm as nacen de los viejos” y se apoyan en m ucho del aparato
co n cep tu al y m anipulativo del paradigm a tradicional, “aunque

33 D ictio I, cap. I, 7.
39 P olitical T hought in M e d ieva l Tim es, H arper, N u ev a York, 1962, p- 88.
40 U llm a n , op. cit., p. 2 4 3 .
S H E L D O N W O LIN 179

ellos raram en te em plean estos elem entos prestados en la form a


com pletam ente trad icio n al” (p. 148). En teoría política, la línea
divisoria entre los obreros del paradigm a y los creadores del
mismo no siem pre es fácil de dibujar, com o lo ilustra el ejem ­
plo del paradigm a m arxista. ¿Bajo qué categorías la teoría de
la revolución de L enin es desechada? ¿O los estudios de Hil-
ferding sobre el im perialism o? ¿O el análisis de Trotsky de la
revolución en u n a sociedad subdesarrollada? ¿Son éstos ejem ­
plos de ciencia n o rm al o de ciencia extraordinaria? C ualquiera
que sea la conclusión que adoptem os, parece claro que, al gene­
rar un am plio ran g o de problem as, al b rin d ar una perspectiva
distintiva del m undo, al indicar criterios de significatividad y
reglas de investigación, el m arxism o ha sido uno de los más
extraordinarios paradigm as en la historia del pensam iento p o ­
lítico occidental.
Al llevar lejos la analogía entre la teoría política y los p a ra ­
digm as científicos, debem os enseguida preguntar si la historia
de las teorías políticas revela algo com parable a los altam en ­
te eficientes p o d eres afianzadores de la com unidad científica.
Una vez q ue dicha historia es exam inada con esta cuestión en
la m ente, u n so rp ren d en te conjunto de evidencias afirm ativas
salen al paso. La A cadem ia de Platón, p or ejemplo, fue institui­
da p ara d ifu n d ir el paradigm a del m aestro en m uchas áreas de
conocim iento, entre las que la de la política era una de las más
im portantes. Lo m ism o puede decirse del Liceo de A ristóteles,
aunque el interés político fue m enos m arcado que en la A cade­
mia.41 Podría tam bién m encionarse el ejem plo de la G in eb ra
de Calvino y la puesta en práctica del paradigm a p u ritan o en la
Bahía C olonia de M assachusetts. Un prom inente ejem plo m o­
derno lo pro p o rcio n a el status oficial del m arxism o en la U nión
Soviética. T am bién es posible que otros ejem plos sean puestos
al descubierto p o r la investigación histórica. Hay bases p ara
creer que ciertos paradigm as fueron im plem entados entre las
com unidades de estudiosos del Renacim iento, y el círculo que
incluye a Erasm o y Tomás M oro debe ser estudiado desde esta

41 V éase Jaeger, Aristotle, 2a. ed ., O x fo rd U niversity Press, O x fo rd , 1962,


PP 54, 286, 314 ss. T am b ién el ensayo d e W. A n d erso n sob re las d iferen cia s
entre el L iceo y la A cad em ia e n TeachingP olitical Science, R .H . C o n n er y (c o m p .),
Duke U niversity Press, D urham , 1965.
180 PA RAD IGM AS Y T EO R ÍA S PO LÍT IC A S

perspectiva. O las actividades de los enciclopedistas del siglo


dieciocho deben ser igualm ente analizadas con esta óptica.
Con la posible excepción del marxismo, parece que los teóri­
cos políticos han tenido sólo éxitos parciales al generar com uni­
dades que, sobre una base institucionalizada, podrían afianzar
paradigm as y guiar las investigaciones. La cuestión que enton­
ces surge es: ¿han contem plado los teóricos políticos una forma
distinta de reforzar sus teorías? Aquí la respuesta es abrum ado­
ram ente afirm ativa, y una breve explicación de este tem a revela
diferencias significativas entre los teóricos políticos y los cien­
tíficos. En contraste con estos últimos, que buscan atraer la
aceptación de su teoría p or parte de sus seguidores científicos,
los teóricos políticos han puesto esta aceptación en un plano
secundario. La razón no es sim plem ente que una “com unidad”
genuina de teóricos sea una rareza, sino más bien que la clase
de p o d er que el teórico busca se encuentra en la com unidad
política misma. A través de su teoría, los científicos buscan
transform ar la perspectiva de los miem bros de la com unidad
científica y ganar el apoyo y poder de esa com unidad para la
aplicación de su teoría a la investigación de la naturaleza. El
propósito de m uchos teóricos políticos ha sido cam biar a la so­
ciedad misma: no sim plem ente cam biar la form a en que los
hom bres conciben el m undo, sino cam biar el m undo. Ésta es la
perspectiva desde la cual Platón viajó a Siracusa, d o n d e espera­
ba “cap tu rar” a Dionisio n y convertirlo en u n instrum ento para
cam biar una sociedad política, de acuerdo con los principios de
la teoría platónica.42 Si la autenticidad de la cartas platónicas es
muy dudosa, la m ism a preocupación sobre el uso del p o d er pa­
ra transform ar a la sociedad reaparece en La república (v, 473),
donde Platón alude a ese “cam bio único” con el que debía alla­
n ar el cam ino para una reform a radical, la u n id ad del “poder
político y el filosófico” en un solo hom bre.
Un im pulso similar anim ó a Maquiavelo. La dedicatoria a El
príncipe deja constancia de su intención de “discutir y dirigir
el gobierno de los príncipes”. Aun Los discursos de este mismo

42 V éa se la Epístola vil. La historia del en cu en tro en tre P latón y D ionisio


fu e transm itida a los siglos p o sterio res p o r Plutarco. T. M oro, en su Utopía, y
Elyot, en su G overnor, h a cen referen cia ex p lícita d e ello .
S H E L D O N W O L IN 181

autor son más audaces: no sólo hacían la proyección de un


nuevo sistem a político, sino que señalaban que éste surgiría
venciendo al anterior.
Un ejem plo final es proporcionado p o r H obbes. Sus objeti­
vos políticos son reconocidos en las últimas líneas de su intro­
ducción al Leviatán:

Q u i e n h a d e g o b e r n a r a t o d a u n a n a c ió n d e b e le e r e n s í m is m o a la
H u m a n id a d , n o a e s t e o a q u e l h o m b r e p a r tic u la r , c o s a d if íc il y m á s
a r d u a q u e a p r e n d e r u n a le n g u a o u n a c ie n c ia ; c o n t o d o , c u a n d o
h a y a e x p u e s t o d e m o d o c la r o y o r d e n a d o m i p r o p ia le c t u r a , d e s ­
b r o z a n d o a s í e l c a m in o , s ó lo n e c e s ita r á c o n s id e r a r si e n c u e n t r a o
n o l o m is m o e n s í p r o p io .

A notando que la teoría del Leviatán había sido p rep arad a para
“el que ha de g o b ern ar u n a nación”, Hobbes se enfrentó con
el m ism o p ro b lem a que Platón, a saber, cómo persuadir a las
autoridades de la aceptación de su paradigma. Ello queda de
m anifiesto p o r la form a en que invoca la memoria Platonis:

c o n s i d e r a n d o [ . . . ] q u é ta n n e c e s a r ia e s u n a p r o f u n d a f il o s o f í a
m o r a l e n a q u e ll o s q u e t i e n e n la a d m in is tr a c ió n d e l p o d e r s o b e r a ­
n o , c r e o q u e m i tr a b a jo e s ta n in ú til c o m o L a rep ú b lica d e P la tó n .

H obbes m antuvo su ánim o con la creencia de que ninguno,


antes de él, había lo g rad o reducir el conocim iento político a un
simple conjunto de teorem as y, po r lo tanto, aún esperaba que

e s t e e s c r it o p u e d a c a e r e n m a n o s d e u n s o b e r a n o [ .. ] y e je r ­
c i e n d o s u e n t e r a s o b e r a n ía , p r o t e g ie n d o s u e n s e ñ a n z a p ú b lic a ,
c o n v ie r t a e s t a v e r d a d d e e s p e c u la c ió n e n la u t ilid a d d e la p r á c ­
tic a .43

Los sucesores de este paradigm a puesto en m archa son dem a­


siado num erosos p ara m encionarlos. Uno piensa en Rousseau y
sus constituciones p ara C órcega y Polonia; Bentham apela a los
déspotas de Europa; Saint-Simon y sus esfuerzos p o r llam ar la
atención de N apoleón; los num erosos intentos hechos durante
el siglo diecinueve p o r en co n trar pequeñas com unidades en las

43 L e v ia tá n , cap. 31, p. 241. ,


182 PA RA D IG M A S Y TE O R ÍA S PO L ÍT IC A S

bases de teorías explícitas. Si uno se im presiona sólo por la falla


de estas teorías, habría de considerarse cuán exitoso ha resulta­
do un paradigm a teórico im pulsado en la U nión Soviética.
Sería erróneo concluir que la única posibilidad abierta al
teórico político es, ya sea seguir el m odelo de Platón y buscar
educar a un gobernante, o seguir el m odelo de M arx y trabajar
para una revolución. O tra alternativa para los paradigm as es
proporcionada p o r la presente situación que vive la teoría polí­
tica en las universidades. H obbes fue probablem ente el prim er
teórico en vislum brar estas posibilidades. R ecom endó que su
propio paradigm a fuera convertido en un tipo de teoría oficial
y que fuese enseñada en las universidades; éstas debían conver­
tirse en algo así com o “las fuentes de la doctrina m oral y civil”,
de las que “los profetas y las clases principales debían extraer
el agua y distribuirla entre la gente”.44
Hoy en día, la m o d ern a universidad norteam ericana ofrece
u n a perspectiva aún más atrayente, ya que, a la natural influen­
cia de la educación, se agrega el poder de las fundaciones. En
su conjunto, estas últim as constituyen un poderoso mecanismo
p ara reforzar paradigm as y alentar la investigación. H asta hace
poco, un ingrediente vital había estado ausente en los departa­
m entos de ciencia política, a saber, el paradigm a mismo. Ante­
riorm ente, la mayoría de los departam entos había adoptado una
actitud tolerante, adm itiendo una am plia variedad de métodos
y supuestos. A h o ra la situación ha cam biado dram áticam ente.
El crecim iento de la ciencia social y la exitosa revolución con-
ductista [behavioural revolution]h an p roporcionado el ele
faltante, que parece ser la convergencia entre un paradigm a,
un m ecanism o im pulsor y num erosos m edios p a ra desarrollar
investigaciones dirigidas p o r un paradigm a. U n notable punto
de vista en este proceso es proporcionado, quizás sin intención
alguna, en el reciente libro de David Easton, A Frameiuork forPo-
litical Analysis. Su descripción de los orígenes de la revolución
conductista en teoría política parece un eco del dictuin hob-
besiano de que “las prim eras verdades fueron arbitrariam ente
hechas p o r aquellos que, antes que nada, im pusieron nom bres

44 Ibid.,p. 467.
S H E L D O N VVOLIN 183

a las cosas [ . . . ]"45 De acuerdo con Easton, el conductism o in­


volucra “m ás” que la simple adopción de m étodos científicos
para el estudio de la política, y “es sólo parcialm ente correcto
ver en ello un arm a ideológica que da color y vigor al m ovi­
m iento de un g ru p o difuso e inform al de académ icos rebeldes
contra la tra d ic ió n ”. Por sí mismo, el rótulo de conductism o
político “p u ed e ser considerado un accidente” p ro d u cid o p o r
el deseo de apaciguar a un com ité del Senado de los Estados
Unidos, que había estado p ro p u g n an d o u n a fundación nacio­
nal de la ciencia que “estim ulara y p ro p o rcio n ara fondos p a ra
la investigación académ ica”. A los “representantes de la ciencia
social” se les convenció de no tom ar en cuenta a algunos sena­
dores que tenían su p ro p io nom bre para las ciencias sociales:
“las ciencias socialistas”, y, p o r lo tanto, eran com prensiblem en­
te renuentes a apoyar este tipo particular de investigación. Por
consiguiente, el ró tu lo “ciencia de la conducta” fue acuñado
por sus p ro m o to res “p a ra identificar esos aspectos de la ciencia
social que d eb ían som eterse al p o d er de una fundación dedica­
da al apoyo de la ciencia d u ra ”. La táctica se tradujo en éxitos
y, p o r v irtu d de o tro giro de acontecim ientos “accidentales”, la
Fundación Ford decidió, más o m enos al m ism o tiem po, “insti­
tuir” una D ivisión de las Ciencias de la C onducta, un “ró tu lo ”
destinado a convertirse en un m ovim iento.46
El m ovim iento conductista satisface de m anera so rp ren d en te
la mayoría de las especificaciones que señala K uhn de u n pa­
radigm a exitoso. H a venido a dom inar la curricula de m uchos
departam entos de ciencia política en todo el país; u n a nueva
generación de estudiantes aprende los nuevos m étodos de aná­
lisis, de procesam iento de datos y de m edición; los libros de
texto conductistas evidentem ente tienden a aum entar; adem ás,
hay signos de que el pasado está siendo rein terp retad o p ara
dem ostrar que la revolución es la m era culm inación de “ten-

45 English Works, i, 91.


46 E aston, op. cit., pp. 4 -1 3 . D eb ería señ alarse ad em ás q u e E aston su g iere
que la historia p u e d e ser apócrifa. P u esto que él la p resen ta para ilustrar el
m ism o tem a d el p od er, s ie n d o in trod u cid a para apoyar una particular form a
de investigación, la verdad literal d e la historia n o es exacta.
184 P A R A D IG M A S Y T E O R IA S P O L IT IC A S

ciencias” en ciencia política en décadas recientes.4' El hecho


de cjue o cu rra un fenóm eno similar al que describe Kuhn —la
existencia de los no leales al paradigm a, “simples disidentes de
la profesión, quienes, después de todo, ignoran su trabajo”—
no será analizado, excepto que hay que anotar que algunas de
las más interesantes teorías políticas son o b ra de
figuras m arginales y no com prom etidas, tales com o Eric Hof-
fer, H annah A rendt y B ertrand de Jouvenel, a los que se les
ignora.48
En un últim o punto debem os considerar brevem ente el tipo
de actividad paradigm ática representada p or el conductismo,
pero ah o ra será útil detenernos en una particularidad de la re­
volución, re to rn a n d o a alguna cuestiones planteadas po r Kuhn:
¿Por qué o c u rre n las revoluciones paradigm áticas? ¿Qué tipo
de anom alías se requieren para provocar una investigación de
nuevos m étodos explicativos en teoría política? En un aspec­
to, la revolución conductista form a una cercana analogía con
la d escrip ció n ku h n ian a de la crisis científica. La insatisfacción
de los científicos p o r la falta de capacidad de un paradigm a
p ara resolver algunos acertijos fue reproducida en la severa crí­
tica que los científicos políticos dirigieron a la teoría política
tradicional. Los clásicos no podían brin d ar las hipótesis “ope-
racionales” p a ra investigar problem as específicos; p or ejemplo,
determ in ar si los votantes votarán y cóm o lo harán, los orígenes
de las actitudes del votante, el grado en que son com partidas
las creencias consideradas fundam entales p ara la persistencia
del sistema, quién tom a decisiones en un sistem a dem ocrático
y el grado de control realm ente esperado p o r los ciudadanos
p o r parte de sus gobernantes. Los resultados de esta insatisfac­
ción son familiares p ara la mayoría de los lectores, pero lo que
V

47 V éase p or ejem p lo “T h e B eh avioral A p p ro a ch ”, d e R.A. D ahl, en Amer­


ican Political Science R eview , vol. 55, 1961, pp. 7 6 3 -7 7 2 . U n a afirm ación más
am b iciosa es form u lada p or H. Eulau, en op. cit., p. 7: “la p ersu a sió n conductis-
la rep resen ta un inten to, a través d e m o d ern o s m o d o s d e análisis, d e satisfacer
la p e tic ió n d e qu e el co n o c im ie n to p o lítico c o m ie n c e p o r sus autores clásicos
48 Irón icam en te, A rthur B entley, q u ien es am p liam en te reco n o cid o entre
los cien tífico s p o lític o s cien tífica m en te orien ta d o s c o m o u n o d e sus grandes
precu rsores, era u n a fig u ra realm en te m arginal, rayando en la excentricidad.
S H E L D O N W O L IN 185

es m enos obvio es el contraste entre el nuevo paradigm a y las


teorías del pasado.
Muchas de las grandes teorías políticas del pasado surgieron
como respuesta a una crisis en el m undo, no en la com unidad
de teóricos. No fue un colapso o rom pim iento m etodológico
el que llevó a Platón a com prom eterse con el bios teoréticos y
producir el prim er g ran paradigm a en el pensam iento político
occidental; más bien, fue el colapso de la ateniense. N ue­
vamente, no fue el simple deseo de reem plazar los m étodos
teológicos con los aristotélicos lo que condujeron al Defensor
Pacis, sino u n a constante crisis en las relaciones de la Iglesia y
el Estado. N o hay necesidad de multiplicar los ejemplos: los pa­
radigm as de Maquiavelo, Bodin, H arrington, H obbes, Locke,
Tocqueville y M arx fueron resultado de una profunda creencia
en que el m undo se había vuelto desordenado. La íntim a rela­
ción entre crisis y teoría es resultado no sólo de las creencias del
teórico de que el m undo está profundam ente debilitado, sino
de su sentido estratégico de que la crisis, con su com ún colapso
institucional y el colapso de la autoridad, ofrecía una o p o rtu n i­
dad p ara u n a teoría que reordenara al m undo. Este fue el tem a
de La república de Platón, del último capítulo de El príncipe de
Maquiavelo y del prefacio del libro n de los Discorsi; tam bién
en el Leviatán de H obbes y en todo lo virtualm ente escrito p o r
Marx. En todos los casos, la crisis política no era producto de
la im aginación hiperactiva de los teóricos, sino del estado de
cosas im perante en realidad. La dem ocracia griega fu e p ad e­
ciendo su crisis agonizante, final; la república florentina estaba
siendo transform ada p o r los M edid en u n gobierno personal;
las guerras civiles inglesas condujeron al colapso de la au to ri­
dad; el capitalismo industrial produjo profundas dislocaciones
sociales y políticas y surgió la cuestión de la com petencia b u r­
guesa para gobernar. En todos los casos, la respuesta del teórico
no fue ofrecer una teoría que correspondiera con los hechos,
o que “cuadrara” con ellos com o m ano en guante. El desorden
en el m undo significaba que los hechos estaban distorsiona­
dos. Una teoría sobre un m undo enferm o sería por sí m ism a
una forma de enferm edad. En cambio, las teorías se ofrecieron
como representaciones simbólicas de lo que la sociedad sería si
pudiera reordenarse.
186 PA RAD IGM AS Y T EO R ÍA S PO LÍT IC A S

Si por un m om ento regresam os a la discusión donde se m en­


cionaron ciertas crisis históricas que han ocurrido realmente,
debe ser sugestivo considerar estas crisis en la sociedad desde el
punto de vista de Kuhn en relación con el concepto de “anom a­
lía”. Debe recordarse que una anom alía presupone una teoría
que está siendo desarrollada y, en el proceso, aparecen ciertos
fenóm enos que no pueden ser explicados p or dicha teoría. Si
consideram os las crisis políticas como situaciones en las que las
autoridades no pueden explicar ciertos sucesos, en el sentido de
solucionarlos efectivamente, deberíam os considerar estas situa­
ciones com o anóm alas. Pero, de acuerdo con el planteam iento
kuhniano, ¿en qué sentido ellas constituyen anom alías teóricas?
¿Qué teoría es aquella cuyas expectativas están siendo violadas
o contradichas?
La respuesta obvia es señalar que el concepto kuhniano de
paradigm a parece fuera de lugar cuando se aplica a un contexto
para el que no ha sido construido. En lugar de aceptar esta ob­
jeción, m e gustaría replantear dicho concepto, de tal m odo que
pueda ser de utilidad para el análisis de las sociedades políticas
actuales. Mi propósito es que concibamos la sociedad política
com o u n paradigm a de tipo operativo. Desde esta perspecti­
va, la sociedad sería visualizada como un todo coherente, en el
sentido de que sus prácticas políticas usuales, instituciones, le­
yes, estructura de autoridad y ciudadanía y creencias operativas
están organizadas e ínter relacionadas. Una sociedad organiza­
da políticam ente contiene acuerdos institucionales distintivos,
ciertas com prensiones am pliam ente com partidas sobre la loca­
lización y uso del poder, ciertas expectativas sobre los intereses
que la sociedad organizada puede expresar sobre sus m iem bros
en un marco de derecho. En algunas sociedades m uchos de es­
tos rasgos son explícitam ente instalados en u na constitución
escrita. Al decir que las prácticas y creencias de la sociedad es­
tán organizadas e interrelacionadas, que sus m iem bros tienen
ciertas expectativas y creencias com unes com partidas, se quiere
decir que la sociedad cree p o r sí misma ser u na cosa y no otra,
una dem ocracia y no una dictadura, u na república y no una
m onarquía, una sociedad dirigida y no una libre. Este ensambla­
je de creencias y prácticas puede form ar un paradigm a, en el
sentido de que la sociedad trata de desarrollar su vida política
S H E L D O N W O LIN 187

de acuerdo con aquéllas. Además, en su función de reforza­


m iento y en sus sistemas de reglas, u na sociedad política posee
los instrum entos básicos presentes en la com unidad científica
kuhniana y los em plea de una form a análoga. La sociedad tam ­
bién refuerza ciertos tipos de conducta e inhibe otros; asim ism o
define qué tipo de “experim entos” —en form a individual o de
acciones de g ru p o — serán im pulsados, tolerados o suprim idos;
a través de su com pleja organización de la política, que com ­
prende legislaturas, partidos políticos y m edios de opinión, la
sociedad tam bién d eterm in a lo que debe contar p ara decisiones
futuras específicas.
En el curso n a tu ra l de su historia, una sociedad se ex pone
a cam bios que im p o n en tensiones p ara el paradigm a existente.
Una sociedad p u ed e hallar que el paradigm a es com batido di­
rectam ente, o p u ed e te n er problem as al confrontarlo con los
resultados del cam bio. Nuevas clases sociales p u ed en h ab er
surgido; nuevas relaciones económ icas pueden haberse des­
arrollado; nuevos patrones raciales o religiosos p u ed en h ab er
aparecido. Del m ism o m odo en que una com unidad científica
busca ajustar su paradigm a para explicar la “novedad”, u n a so­
ciedad política busca ajustar su sistema a los nuevos desarrollos
traídos p o r el cam bio. En la m edida en que u na sociedad tiene
éxito al adaptarse, sus esfuerzos se encam inan bajo la form a de
solución de enigm as. Por ejem plo, dada la cultura política de
la Inglaterra de inicios del siglo xix, dado su deseo de ser una
sociedad con instituciones representativas y libertades g aran ti­
zadas, las form as en que la sociedad ajustó su p aradigm a p a ra
acom odar la creciente autoconciencia entre las clases o b reras
y las dem andas de reform as en los sufragios p ro p o rcio n an un
ejemplo de la adaptación de u n paradigm a político a nuevos
“hechos”. El paradigm a tuvo que cam biar porque, si existe tal
acom odam iento, los “h echos” debieron ser vistos de form a dife­
rente: en este caso, no com o ellos los habían visto en Peterloo,
sino com o fueron vistos d u ran te el pasaje de las sucesivas Leyes
de Reform a [Reform Bills]. Una vez que los “hechos” son vistos
de m anera distinta y el paradigm a se ajusta co rresp o n d ien te­
mente, la consecuencia es u n cam bio en los hechos m ism os. En
el caso de las reform as sufragistas de Inglaterra en el siglo xix,
1 8 H
P A R A D IG M A S V TEO R IA S PO LIT IC A S

los nuevos volantes fueron creados y algunas viejas injusticias


desaparecieron.
Si ahora desplazamos nuestra atención a un paradigm a po­
lítico diferente y al mismo tiem po recordam os la cita de Kuhn
de que algunos fenóm enos pueden no constituir una anomalía
para un paradigm a, pero sí para otro, debem os considerar el
status de las dem andas sufragistas en relación con el paradigma
del zarism o ruso del siglo xtx. En este caso, las dem andas na­
cientes de establecer instituciones representativas y la difusión
del sufragio aparecieron com o anomalías, no como enigmas o
acertijos, tal com o sucedió en Inglaterra. Dado el paradigma
político del zarism o, las dem andas de cambio no podían ser
atendidas sin alterar radicalm ente dicho paradigma. Al final,
los “hechos” pro b aro n ser dem asiado para la teoría.
Es posible pensar tam bién un tercer tipo de situación, que
se construiría con la afirm ación kuhniana de que algunos enig­
mas im p u g n an la habilidad del científico más que la del propio
parad ig m a (p. 80). La falla de las adm inistraciones liberales en
tra ta r con efectividad la condición del negro americano, por
lo m enos hasta hace muy poco, puede ser tratada como un
ejem plo de lo que K uhn apunta. La falla radica no en el para­
digm a de la dem ocracia, sino en sus “científicos”; la situación
más em barazosa del m ovim iento negro de protesta fue cuan­
do, en su recordatorio de algunos de los elementos básicos del
paradigm a, tales com o la C onstitución y la Declaración de Inde­
pendencia, éstos resultaban más consistentes con las dem andas
de dicho m ovim iento que con las acciones de los guardianes
del paradigm a. I

III
Si el espacio lo perm ite, sería posible extender la discusión
de los paradigm as políticos al exam en del problem a de la re­
volución com o u n a especie de cambio de paradigm a. En las
restantes páginas, sin em bargo, me gustaría ocuparm e del pa­
radigm a político “n o rm al”. En la m edida en que una sociedad
política p u ed e m anejar sus “enigm as” y hacer ajustes menores al
paradigm a, de acuerdo con los nuevos “hechos” traídos por el
cam bio social, esa sociedad está procediendo de un modo que
S H E L D O N VVOLIN 189

recuerda a la “ciencia n o rm a l”. A hora, uno de los puntos inte­


resantes señalados p o r K uhn es que, cuando la ciencia norm al
está trabajando activa y exitosam ente, tiende a ser im paciente
con la filosofía y, de hecho, no la necesita. La filosofía tiene una
tendencia a cuestionar supuestos aceptados y a reabrir asuntos
que se pensaba estaban cerrados. Desde la óptica de la ciencia
norm al, la filosofía aparece com o una distracción y una p o ten ­
cial desviación de energías que son requeridas en la solución
de enigm as. De form a similar, debem os decir que, cu ando las
sociedades políticas o p eran norm alm ente, ellas m anifestarán
poco interés en la filosofía política, excepto quizás p ara m irarla
con escéptica desaprobación si dicha filosofía pareciera intere­
sada en cu estio n ar supuestos fundam entales. La sociedad tam ­
bién está más p reo cu p ad a p o r resolver “problem as” de política,
de acuerdo co n las prescripciones de su paradigm a. T am bién
en cu en tra la “rein stru m en tació n (filosófica) com o una extrava­
gancia”.
La indiferencia de la sociedad por la teoría com pite con la
indiferencia de los propios teóricos. A través de la historia de
la teoría política occidental, encontram os que la m ayoría de
las g randes teorías habían sido producidas durante tiem pos de
crisis, ra ra vez en periodos de norm alidad. Este fenóm eno su­
giere que las g ran d es teorías recuerdan lo que es la ciencia
“ex tra o rd in aria”: son producidas cuando el paradigm a político
operativo está e n co n tran d o , no enigm as, sino profundas an o ­
malías. A dem ás, las g ran d es teorías m uestran el m ism o rasgo
de la ciencia extraordinaria: buscan desacreditar al paradigm a
operativo existente. Sólo se necesita recordar la crítica de P latón
a la dem ocracia, la censura de Maquiavelo hacia los príncipes
en los Discorsi, las acusaciones de Locke co n tra el absolutism o
real y la crítica de M arx a la sociedad capitalista. O bviam ente
nadie p o n d rá m ucha atención en estos ataques si no se sien­
te al m ism o tiem po afectado p o r la o p eració n del paradigm a
existente. La gente, p o r m ucho, prefiere gozar los beneficios
o explorar las posibilidades del sistem a prevaleciente. Esta in­
diferencia no es la expresión de una elección entre te n er u n a
teoría o vivir sin una. U na sociedad que se en cu en tra o p era n d o
de un m odo correcto norm alm ente tiene su teoría en la form a
1 9 0 P A R A D IG M A S Y T E O R ÍA S P O L ÍT IC A S

del paradigm a dom inante, pero esa teoría se d a p o r supuesta


p o rq u e representa el consenso de la sociedad.
Así, u n o puede p en sar en térm inos de dos clases de p ara­
digm as. Está el tipo ex trao rd in ario , rep resen tad o p o r las más
grandes teorías políticas, y está el tipo n o rm al, co n stitu id o pol­
ios acuerdos efectivos de u n a sociedad política. Al principio,
una analogía había sido tom ada entre la instalación de u n pa­
radigm a político y el im pulso de u n o científico. E x ten d ien d o
la analogía un poco más, p u ed e ser posible localizar estudios
sobre la co n d u cta y decir algo acerca de su status teórico. C om o
hem os apuntado, la ciencia n o rm al fu n cio n a sobre el p a rad ig ­
m a p ro p o rcio n ad o y reforzado p o r la co m u n id ad científica; en
este sentido, la ciencia n o rm al es la extensión del p arad ig m a
de la co m unidad en la form a de investigación. V iran d o ah o ra
hacia los estudios sobre la conducta, una de las m ás llam ati­
vas características entre los num erosos estudios sobre el voto,
el p o d e r de la com unidad, la participación política y la tom a
de decisiones es su aceptación del paradigm a político prevale­
ciente com o la estru c tu ra de referencias y com o la fuente de
problem as de investigación. La mayoría de estos problem as,
si no todos, son sólo problem as porque el p arad ig m a o p e ra ­
tivo sugiere que lo son. Entre las cuestiones que están siendo
investigadas se en cu en tran : ¿Q ué d eterm in a las actitudes y p re­
ferencias de los votantes? ¿Q ué explica la apatía de los votantes?
¿Cuál es el valor funcional de la no participación? ¿En q u é g ra ­
do las élites políticas d o m inan la tom a de decisiones y en qué
g rad o son ellas responsables ante la colectividad? ¿Q ué efectos
tiene sobre la estabilidad de un sistem a político la p erte n e n c ia
a m uchos grupos frecuentem ente conflictivos?
Puesto que es difícil im aginar estas p reg u n tas com o p ro b le­
mas bajo cualquier régim en, excepto u n o liberal o d em ocrático,
ellos sugieren que el conductism o político, com o la ciencia n o r­
mal, procede a través de u n a co m prensión del m u n d o en tanto
que está d efinido p o r el paradigm a dom inante. C iertam ente,
el p aradigm a dom inante no dicta los m étodos específicos de
investigación, p ero influye en los criterios de significación y
p o n e límites alred ed o r de lo que considera investigación útil.
Así, el contraste entre la teoría conductista y la teo ría tradicional
recu erd a la diferencia entre la ciencia n o rm al y la extraordina-
S H E L D O N W OLIN 1 91

l ia. La teoría tradicional, como la ciencia extraordinaria, se


ocupa más en los m undos posibles que en los reales y, com o
consecuencia, pone en riesgo al paradigm a reinante, más que
repararlo.
En el caso de la teoría conductista y de la teoría tradicio­
nal, un contraste no implica necesariam ente un divorcio. Uno
de los rasgos más interesantes y perturbadores de los hallazgos
conductistas es su carácter subversivo. Muchas de las nociones
comunes acerca de la calidad del electorado dem ocrático han
sido sacudidas. Lo mismo debe decirse acerca de las creencias
vigentes sobre el carácter dem ocrático de la política, la tom a
de decisiones en las com unidades norteam ericanas y la repre-
sentatividad de los oficiales electos. Ciertas evidencias parecen
sugerir que un sistema dem ocrático gozará de mayor estabilidad
si ciertos segm entos del electorado no votaron; otras eviden­
cias apuntan a que los elementos más pobres de la población
poseen actitudes que pueden resultar peligrosas para el o rd en
político.49 Sobre las bases de estos hallazgos se puede especu­
lar que la ciencia norm al puede estar en proceso de ex p o n er
anomalías y no enigmas. Si éste es el caso, y si las anom alías
se volvieran más persistentes y extendidas, el paradigm a estará
en problem as; y si esto sucede, debemos esperar que la ciencia
extraordinaria reaparezca.
Traducción: Alberto M ercado Villalobos
Revisión de la traducción: A m brosio Velasco

49
Lipset, Political M an, D oubleday A nchor, N ueva York, 1963, pp. 87 ss.
II. TEORÍA POLÍTICA E HISTORIA
LA IDENTIDAD DE LA HISTORIA DE LAS IDEAS

John Dunn
Dos tipos de crítica se dirigen frecuentemente contra la historia
de las ideas en general* y la historia de la teoría política en par­
ticular. La prim era es, en gran medida, la de los historiadores
que laboran en otros áreas, y sostiene que se escribe como una
épica y que los grandes hechos los realizan entidades que, en
principio, no podrían hacer nada. En este tipo de crítica, la cien­
cia está en lucha constante con la teología, el empirismo con el
racionalismo, el monismo con el dualismo, la evolución con la
gran cadena del ser, lo artificial con lo natural, la Politik con
el moralismo político. Sus protagonistas nunca son hum anos,
sino abstracciones reificadas, y si éstas, por descuido, llegan a
ser humanos, lo son únicamente como los receptáculos de esas
abstracciones. La otra crítica, expuesta con más frecuencia por
filósofos, es que no es sensible a los rasgos distintivos de las
ideas; que no tiene interés en la verdad o falsedad o, la mayo­
ría de las veces, que su interés en ellas es inútil. Sus productos

* A este térm ino le doy un significado am plio tal y c o m o se sugiere en


el uso en el lenguaje com ún, sien d o su objeto de estudio, en principio, todos
los pensam ientos del pasado, y no m eram ente el sign ificad o excesivam ente
individual que le da el profesor Lovejoy y sus discípulos. El argum ento de
este trabajo es que las historias de las prácticas intelectuales particulares, de la
ciencia, historia, teoría política, econ om ía, teología, etc., son casos esp eciales
de esta categoría unitaria, y que, ind ep en dientem ente de cualquier autonom ía
que tengan éstas en sí m ism as, es sim plem ente un asunto de con ven ien cia
literaria. En otras palabras, se n iega que se pueda realizar un análisis coherente
de cualquiera de esas historias que les brinde algún tipo de discrecionalidad
epistem ológica.
196 LA ID EN TID A D DE LA H IST O R IA DE LAS IDEAS

parecen más catálogos de semillas intelectuales que estudios de


pensam iento propiam ente dicho. En resum en, se caracteriza
por una tensión persistente entre las am enazas de falsedad en
su historia y la incom petencia en su filosofía.1
A prim era vista, ambos cargos parecen razonables. Uno bien
podría suponer que el status de las proposiciones acerca de la
historia del pensam iento estaría en discusión con respecto a la
exactitud de la ubicación de un suceso particular en el pasado
y la adecuación de la com prensión de la naturaleza del suce­
so localizado. Los enunciados sobre un tipo de suceso en el
pasado, cuando se afirm a que el suceso X sucedió en el tiem­
po P, pueden estar equivocados en su afirm ación de que “el
suceso que tuvo lugar en el tiem po P" era un suceso del tipo
X o que “un suceso X ” tuvo lugar en el tiem po P. La concen­
tración en la identificación de ciertos tipos de sucesos (e.g., en
la historia de las ideas, los tipos de análisis más sutiles de los
clásicos de la filosofía) puede conducir a un mayor interés por
la com plejidad y fuerza analítica que por la m era historicidad;12
y la concentración en la m era historicidad puede conducir a

1 Esta p o sic ió n es más razonable cuando se trata de la historia d e la teoría


p olítica q u e cu an d o se trata de la historia de la filosofía. Pero m e parece in­
apropiada aun tratán dose de las útiles series de estu d io co m o la editada por el
p rofesor P assm ore en Beiheft 5, uLa historiografía de la historia de la filosofía”,
de la revista H istory an d Theory. Para ejem plos d e las dos diferentes perspec­
tivas en la historia d e la teoría política, véase, p o r un lado, A lan Ryan “Locke
and th e D ictatorship o f th e B u rg eo isie”, Political Studies, vol. vm , núm . 2, ju ­
nio d e 1965, p. 219, y, p or otro lado, Q u en tin Skinner “H o b b e s’s L eviathan”,
reseña d e F.G. H o o d , The D ivine Politics o f Thom as Hobbes, en The Historical
J o u rn a l, vol. VII, núm . 2, 1964, p. 333. C om o ejem p lo del tip o de diferencias
qu e a floran en los análisis exten sos d esd e estas diferentes perspectivas con­
fróntese H ow ard W arrander, The Political Philosophy o f Hobbes, O xford, 1957, y
C.B. M acpherson The Political Theory o f Possessive ln d iv id u a lism , O xford, 1962.
2 Parece que la interpretación del fa m o so pasaje en el Tratado de la natura­
leza h u m a n a de H u m e, d o n d e se d ed u cen en u n cia d o s d e d eb er d e enunciados
d e ser, ha sid o distorsion ad o precisam ente d e esta m anera. Cfr. Treatise, libro
III, 1, y R.M. H aré, The Language o f M oráis, O xford , 1952, p. 29. Pero esto
es d iscu tib le. Cfr. A. M aclntyre “H u m e o n is an oughtn Philosophical Review,
vol. LXVIII, octu b re d e 1959, y R.F. A tkinson “H u m e o n is and ought. A Reply
to M acln tyre”, Philosophy R eview , vol. lxx , abril d e 1961; M.J. Scott-Taggart,
“M acln tyre’s H u m e ”, Philosophical R eview , vol. x x , abril d e 1961; G eofrey Hein-
ter, “H u m e o n ‘is ’ and ‘O u g h t’ ”, Philosophy, vol. XXXVII, abril d e 1961; Antony
Flew “O n th e interpretation s o f H u m e ”, Philosophy, vol. XXXVlll, abril de 1963
JOHN DI NN

un nivel inferior de entendim iento sobre qué era lo que existió


en el pasado. En este sentido, los dos tipos de crítica pueden
considerarse una defensa de formas diferentes de investigación
para la misma m ateria de estudio. Esto haría de la disputa en ­
tre ellas no una disputa sobre la verdad o falsedad, sino una
elección m eram ente táctica entre sim plificaciones rivales. Es­
tá claro que la m etáfora cartográfica es adecuada aquí. No es
conveniente intentar representar en un solo plano todas las ca­
racterísticas reproducidles de un am biente geográfico que se
pudieran concebir. Pero esto no nos dice nada de las lim itacio­
nes ontológicas de la cartografía. Los mapas son m apas, y no
sustitutos lam entablem ente inútiles de am bientes físicos. Y si
tal elección entre m ales en com petencia es necesario, debe ser
igualm ente legítim o presentarlo como una elección entre bie­
nes en com petencia. De hecho, esta solución cóm oda es la que
adoptan la m ayoría de los profesionales (esto es, en la m edida
en que crean que una solución es necesaria; para ellos esto es,
en el p eo r de los casos, un asunto de descontar riesgos y no, p o r
supuesto, cuestión de form ular enunciados que son d elib erad a­
m ente falsos, ya sea histórica o filosóficamente). D espués de
que uno ha elegido el aspecto que más le interesa de un objeto
de estudio, se elim inan las críticas de aquellos cuyo interés en
él es muy diferente. Si la elección es necesaria, y ciertas fallas
son inevitables, entonces uno debe sencillam ente descontar los
costos del tipo de falla que se escogió. Tales axiomas sobre las
limitaciones necesarias de las capacidades hum anas no son sino
el más o rd in ario sentido com ún.
Lo que deseo arg u m en tar principalm ente en este trabajo es
que los costos de esta autoabnegación son m ucho más altos de lo
que se reconoce generalm ente; que la conexión entre u n a expli­
cación filosóficam ente adecuada de las nociones sostenidas p o r
un sujeto en el pasado y una explicación históricam ente precisa
de estas nociones es una conexión íntima; que es más probable
alcanzar tanto la especificidad histórica com o la delicadeza filo­
sófica si se buscan conjuntam ente en lugar de sacrificar la u n a
por la o tra en una etapa tem prana de la investigación. En otras

y G eofrey H ein ter M


A R eply to P rofessor Flew ”, Philosophy, vol. xxxvm, abril
de 1963.
198 LA IDEN TID AD DE LA H IST O R IA DE LAS IDEAS

palabras, quiero sostener que los desacuerdos sobre la elección


del objeto de estudio apropiado y la form a de explicación de
la historia de la ideas, si bien son de hecho argumentos per­
suasivos para escoger y exam inar una form a de descripción de
actos intelectuales en el pasado en lugar de otra, son también
algo más. Lo que está en cuestión no es simplemente la elección
entre historias verdaderas (o falsas), sino un problem a que es
intrínseco del intento de producir narraciones sobre este tipo
de datos. En térm inos más precisos, quisiera sostener que (1)
la integración ampliativa de ambos tipos de investigación es un
requisito prelim inar para la construcción de una explicación
que no sea fácilmente refutable de cualquiera de los dos tipos,
y que (2) un ejercicio sensato de ambos modos de explicación y
la com prensión del tipo de problem as que un auditorio podría
tener al seguir la narración tenderán a producir una conver­
gencia de tácticas; esto es, que una explicación racional de un
dilem a filosófico del pasado, una explicación causal de la em­
presa de u n filósofo y una elucidación de cualquiera de ellas,
hechas de m anera inteligible para un hom bre no especializado,
m ostrarán una considerable simetría de forma, y que la mayoría
de las características insatisfactorias de la historia de las ideas
tal com o se escribe proviene de su notable alejamiento con res­
pecto a esa forma. Espero aclarar estas nociones nebulosas en
las secciones finales de este trabajo.
No hay nada muy oscuro en la noción de que gran parte
de la historia de las ideas tal como está escrita m uestra cierta
torpeza filosófica, independientem ente de que esto sea verdad
o no. Pero ¿exactamente qué debem os hacer con la queja por
la reificación de abstracciones en la historia de las ideas? In­
tentaré dram atizar en el siguiente párrafo esta idea con el fin
de hacer más obvio su atractivo.* En esencia, el asunto es muy
simple. A parte de ejem plos extraños en la historia del desarro­
llo religioso o de los descubrim ientos científicos, pocas ramas
de la historia de las ideas se han escrito com o la historia de
una actividad. Las estructuras com plejas de ideas ordenadas de
u n a m anera lo más aproxim adam ente posible (con frecuencia,

* En la práctica esto n o siem p re p arece relevante en casos particulares. Al


fin alizar el trabajo esp ero hacer m ás claro el sen tid o e n qu e esto es verdadero.
JO H N DUNN 1 9 9

más cerca de lo que la evidencia perm ite) a sistemas deductivos,


han sido exam inadas en diferentes m om entos o su m orfología
ha sido d etallad a a través de los siglos. Las reconstrucciones
reificadas de las nociones más accesibles de un g ran h o m b re
se han co m p arad o con las de otros grandes hom bres. De aquí
la tendencia ex trañ a de m uchos escritos, especialm ente en la
historia del pensam iento político, a construirse con base en las
proposiciones de los g ran d es libros que hacen reco rd ar al au to r
las proposiciones de otros grandes libros. Los principios clave
de los sistem as de pensam iento explicativos de gru p o s sociales,
com unidades y países enteros se han investigado a lo largo de
siglos. C om o co n trap eso a este tipo de análisis, tenem os las b io ­
grafías de g ran d es pensadores que identifican los arg u m en to s
centrales de sus trabajos más im portantes, delinean en algunos
rasgos su contexto social y se explayan en la im portancia de sus
m éritos o relevancia m o ral p ara nuestros días. Finalm ente, te­
nem os análisis filosóficos form ales de las obras de los g ran d es
filósofos o científicos que nos dicen en qué consiste la teo ría de
la obligación d e H obbes, la teoría de la justicia de P latón o la
teoría del m ovim iento de Galileo, y hasta qué punto debem os
aceptarlas.* Todas estos proyectos son reconocidos, y reco n o ­
cidos p ro p iam en te, com o parte de u na búsqueda que p u ed e
llam arse “historia d e las ideas”. Sin em bargo, n in g u n o de ellos
está necesariam ente obligado a pro p o rcio n ar algún tipo de ex­
plicación histórica de u n a actividad que, en térm inos com unes,
reconoceríam os com o “p en sar” (y de hecho, realm ente pocos lo
hacen). La h isto ria del pensam iento, tal com o se escribe co m ú n ­
mente, no es la historia de los hom bres que luchan p o r o b te n e r
un orden co herente de su experiencia. Es más bien u n a historia
de ficciones, de construcciones racionalistas de los procesos de
pensam iento de los individuos, no de síntesis razonables de es­
tos procesos de pensam iento. Consiste, no en representaciones,
sino, en el m ás literal de los sentidos, en reconstrucciones; no

* Esta lista es, d e sd e lu e g o , u n a caricatura y n o se p r e te n d e m ás. N i si­


quiera es u n a tip o lo g ía p relim in ar d e lo s libros q u e existen . M u ch o m e n o s
representa u n ca tá lo g o d e lo s m ejores o p e o r e s libros. Es im p o rta n te enfatizar,
para evitar m a le n te n d id o s, la n o ta b le ca lid a d d e m u ch o d el trabajo rela cio n a ­
do co n estas m aterias realizad o p o r C assirer, Koyré, K em p S m ith , L ovejoy y
m uchos otros.
200 LA ID E N T ID A D D E LA H I S T O R I A DE LAS IDEAS

en dar cuenta razonablem ente de cómo pensaron los hombres,


sino de intentos más o menos tortuosos de elaborar sus ideas
hasta un grado de articulación intelectual form al para la cual
no hay evidencia alguna de que la hayan alcanzado.
Debido a estas características, suele estar poco claro si la his­
toria de las ideas es la historia de algo que alguna vez haya
existido en el pasado, o si ha sido realizada de una m anera
en que la relación de la evidencia y la interpretación es tan
tenue que no da fundam entos para sostenerse. Porque hay cier­
tas verdades banales que las aproxim aciones habituales parecen
soslayar: que el pensam iento es una actividad que implica es­
fuerzo p o r parte de los seres hum anos y no es simplemente
una realización unitaria y aislada; que el estado incompleto, la
incoherencia, la inestabilidad y el esfuerzo por superarlos han
sido sus características más persistentes; que el pensam iento no
es u n a actividad que adquiere significado a través de ejecucio­
nes acabadas im presas y conservadas en bibliotecas, sino una
actividad que se ha conducido de m anera más o menos incom­
petente en la vida consciente de una proporción sustancial de
la raza hum ana, que genera conflictos y que la usa para resol­
verlos; que se aplica en la solución de problem as y no en la
construcción de juegos formales cerrados; que los trabajos que
en un m om ento determ inado produce un conjunto de proble­
mas en el intento de ordenar de m anera coherente y racional
las experiencias relevantes son, en cierto sentido, ininteligibles
excepto en térm inos de este contexto; que el lenguaje no es un
depositorio de verdades formales dadas p o r Dios a Adán, sino
sim plem ente la h erram ienta que los seres hum anos utilizan en
su lucha p o r lograr que sus experiencias tengan sentido. Una
vez que hablar y pensar se consideren seriam ente actividades
sociales, será evidente que las discusiones intelectuales sólo po­
drán ser del todo entendidas si se consideran expresiones de
estas actividades sociales.
Todo esto, desde luego, presupone la verdad de lo que se
plantea; pero tiene su lado razonable. Si contiene o no algo
más, es lo que voy a tratar de m ostrar. ¿Podría esta crítica quizá
significar algo más interesante que un equívoco en la palabra
“com prensión”? Las nociones de co m p ren d er y explicar los
sucesos históricos h an recibido últim am ente u n a considerable
JO H N DUNN 201

cantidad de atención filosófica.3 Los temas com plicados de la


epistem ología y de las form as lógicas de las explicaciones se han
explorado extensivam ente, y la práctica de los historiadores se
ha aclarado en algo. Pero la extensión de la desavenencia que
todavía persiste es considerable y su carácter preciso suele ser
elusivo.
Piénsese en los siguientes problem as posibles p a ra los histo­
riadores: (1) explicar p o r qué escribió Platón la ; (2)
explicar p o r qué el Estado ideal p ara Platón tiene u n a estru ctu ra
política autoritaria; (3) explicar p o r qué Platón critica la co n cep ­
ción de Trasím aco sobre la justicia en la República-, (4) explicar
por qué se colapso el im perio rom ano en O ccidente; (5) expli­
car p o r qué h u b o u n a Revolución Francesa entre 1750 y 1820;
(6) explicar p o r qué hubo u n a Revolución Francesa en 1789; (7)
explicar p o r qué no hu b o u n a Revolución Inglesa en 1831.
A lgunas de estas cuestiones parecen ser problem as sobre la
condición del conocim iento de los agentes; otras no. A lgunas
parecen exigir una descripción de la serie de prem isas que h a ­
cen que u n arg u m en to o u n a serie de argum entos dados parezca
convincente. A lgunas parecen explicables p o r m edio de u n a
n arració n d etallad a de un periodo del pasado. O tras no pa­
recen suceptibles de ningún tipo de tratam iento narrativo; es
decir, u n a n a rra c ió n de los periodos en detalle parece dejar
la p reg u n ta planteada totalm ente sin respuesta. ¿Q ué historia
puede explicar p o r qué hubo una Revolución F rancesa entre
1750 y 1820? Se necesitaría u n a n arració n sum am ente notable
de 1789 p ara d a r u n a respuesta apropiada a la cuestión. ¿Por
qué q u erer reducir u n conjunto de estas preguntas a otras, o

3 S in co in cid ir c o m p le ta m en te c o n e llo s, h e a p ren d id o m u ch o d e lo s si­


guientes trabajos: R.G. C o lin g w o o d , T h e Id e a o fH is to r y , O x fo rd , 1961; P atrich
G ardiner, T h e N a tu r e o f H is to r ic a l E x p la n a tio n , O xford , 1952; W illia m Dray,
L atos a n d E x p la n a tio n i n H is to r y , O x fo rd , 1957; W .B. G allie, P h ilo so p h y a n d th e
H is to ric a l U n d e r s ta n d in g , L on d res, 1964; A. D o n a g a n , T h e L a te r P h ilo so p h y o f
R-G . C o llin g w o o d , O xford , 1962; A. D anto, A n a ly tic a l P h ilo so p h y o f H is to r y , C am ­
bridge, 1965; varios d e los artículos cita d o s p o r Patrich G ardin er e n T h e o rie s
o f H is to r y , G len co e, Illin ois, 1959, y d e la revista H is to r y a n d T h e o r y , G e o rg e
N adel (ed). T am b ién d e b o m e n c io n a r d o s trabajos so rp ren d en tes d e lo s h is­
toriadores q u e h acen historia, T.S. K uhn, T h e S tr u c tu r e o f S c ie n tific R e v o lu tio n s ,
C hicago, 1962 y E .H . G om b rich , A r t a n d I llu s io n , L on d res, 1959.
202 LA ID E N T ID A D D E LA H IS T O R IA D E LA S IDEAS

reducirlas a un solo tipo? O bien, p ara form ular el asunto de m a­


n era diferente, ¿por qué deberíam os su p o n er que la venerable
disputa entre filósofos de la historia, idealistas o positivistas,
o su encarnación más reciente, la lucha entre los exponentes
de explicaciones causales y los de explicaciones “racionales” o
narrativas, entre las nociones de historia com o sociología ge­
neral aplicada o com o narraciones que resultan verdaderas, es
en realidad una disputa? ¿No es más bien u n intento de legis­
lar sobre el tipo de explicaciones históricas que debería darse
idealm ente, un ejercicio indebidam ente largo en la definición
persuasiva del adjetivo “histórico”? ¿Bajo qué conjunto concebi­
ble de leyes causales p o d ría (3) estar incluida? ¿O qué relación
o serie de razones p o d rían resp o n d er (4) o (5)? O frecer razones
p ara explicar p o r qué le pareció coherente u n argum ento a un
individuo en el pasado o p o r qué un acto pareció pertinente,
no es u n caso de subsum ir algo bajo una ley causal, aunque
hay ciertam en te causas de la apariencia de coherencia en el ar­
g u m en to o de la pertin en cia de un acto. La explicación de la
persistencia y cam bio de un sistem a social com plejo a través del
tiem p o no p u e d e proporcionarse adecuadam ente sólo con una
n arració n . Pero estos dos tipos de elucidaciones, hayan o no
hayan sido realizados de una m anera definitivam ente satisfac­
toria, rep resen tan em presas explicativas* inteligibles y típicas
de los historiadores; y el intento de reducirlas al m ism o tipo de

* La m ayoría d e lo s escrito s h istó rico s, para b ie n o p a ra m a l, n o co n sis­


te p rin cip a lm en te e n e x p lic a c io n e s. E sto refu erza la p o s ic ió n d e las críticas
d e la “e x p lic a c ió n ca u sa l”. Pero si las h istorias han d e ser tod avía verd aderas,
alg u n a s c o n sid e r a c io n e s cau sales p a r e ce n in e x p u g n a b le s. Las m ás eleg a n tes
c o n str u c cio n es literarias e n la historia se ap o y a n e n h e c h o s e sté tic a m e n te tri­
viales. En el nivel p ra g m á tico , la d isp u ta es r ea lm en te a cerca d e q u é h acer con
los d atos u n a vez q u e se han reco p ila d o . L a so lu c ió n d e b e ser seg u ra m en te
q u e e l h istoriad or p u e d e organ izarlo s d e c u a lq u ier m a n er a siem p r e y cu a n d o
p u e d a probar q u e sea c o n c e p tu a lm e n te c o h e re n te. E n el c a so p articu lar que
d isc u to e n este trabajo, el p ro b lem a resid e e n q u e la o r g a n iz a c ió n c o n cep tu a l
q u e se e lig e su e le d efo rm a r lo s datos. D iferen tes h isto ria d o res han d iseñ a d o
sus trabajos (y n o habría ra zó n p o r lo cual n o lo h ic ie r a n ) c o m o in ten tos d e so ­
c io lo g ía g e n e r a l ap licad a o c o m o “h istorias q u e resu ltan ser v erd a d era s”. Las
d isp u ta s p r o fe sio n a le s p u e d e n , ca u sa lm en te, surgir so b r e estas d iferen cia s de
g u sto , a u n q u e sea n p resen ta d a s c o n e tiq u e ta p r o fe sio n a l c o m o d isp u ta s acerca
d e la verd ad d e las p r o p o s ic io n e s e n rela ció n c o n lo s d atos. En e sto , al m en o s,
la e tiq u e ta p r o fe sio n a l p a rece in c u e stio n a b le .
JOHN DUNN 203

em presa es absurdo. Pero insistir en que hay sólo un m odelo


correcto para las explicaciones históricas implica que uno de
los dos, el causal o el racional, debe ser m eram ente provisio­
nal, prelim inar a la construcción de una explicación de la form a
aprobada. En cualquier caso, ¿proporciona alguno de ellos una
forma apropiada de explicación para la historia de las ideas (sin
duda un ejem plo ideal para aquellos con una fuerte aversión a
las aspiraciones cientificistas de los historiadores)?
¿Cuál es el objeto de estudio de la historia de las ideas: el p en ­
samiento filosófico pasado, las ideas, las ideologías? Y ¿cuál es
realm ente su forma: un conjunto de narraciones, una serie de
actos de subsum ir casos individuales bajo la cobertura de las
leyes, una serie de racionalidades reconstruida para fines filosó­
ficos específicos? Y lo más urgente: ¿Hasta dónde se inmiscuye
la causalidad en esta indagación intelectual y hasta qué punto
son sus intrusiones u n a cuestión de gusto intelectual p o r p ar­
te del historiador y hasta dónde una cuestión de obligación
profesional; hasta qué punto, en suma, está irreduciblem ente
afectado el significado de cualquier conjunto de ideas p o r las
condiciones de su nacim iento?
Se podría decir que cualquier enunciado form ulado p o r un
individuo en cualquier tiem po sólo podría ser cabalm ente en ­
tendido si un o conoce su historia relevante y el conjunto de
estímulos condicionantes que lo propiciaron. Y aun así los se­
res hum anos realm ente se entienden entre sí, y para cuando
alcanzan la edad del habla, la noción de tal historia parece
eludir nuestra im agen de sus condicionantes. (Nadie ha sido
capaz de proveer tal especificación; pero, además, ¿quién po ­
dría pretender seriam ente ser capaz de im aginar cóm o sería esa
historia? Y en caso que se conociera, ¿qué resultaría al enfren­
tarla con el individuo a quien se refiere esa historia? ¿Cómo
serían las relaciones lógicas entre tal historia y nuestras propias
descripciones de las acciones?)* Evidentem ente si esto fuera
una condición necesaria para la com prensión de un enunciado

* Esto n o sig n ifica qu e nu nca pod ríam os alcanzar esta form a n o v ed o sa


de com prensión; lo q u e sig n ifica sim p lem en te es que es una form a n oved osa,
esto es, n o p o d em o s saber c ó m o sería hasta que n o sep am os c ó m o es. V eáse
Charles Taylor, The E xplanation ofB ehaviour, L ondres, 1964, pp. 4 5 -4 8 .
204 LA ID EN TID A D DE LA H IST O R IA DE LAS IDEAS

no podríam os haber adquirido la misma noción de com pren­


der enunciados. Realmente, uno podría decir que suponer algo
tan poco razonable es simplemente com eter el e rro r familiar
de confundir psicología con epistemología, de confundir la gé­
nesis de un enunciado con su status lógico. Pero la proposición
inicial no consistía en que uno no puede com prenderlos en lo
más mínimo, sino que no puede entenderse de una m anera
completa; que cualquier com prensión estaba, en principio, su­
je ta a equívocos específicos de alguna característica de lo que se
trata de entender. Pero ¿qué clase de característica? Pues cual­
quier explicación de un acto lingüístico dado en térm inos de
su historia sólo puede proporcionar, en el m ejor de los casos,
las condiciones necesarias y suficientes para su acontecer. No
puede dar razón de su valor de verdad.* Esto no significa que
tal explicación no pueda dar cuenta de por qué X pensó que era
verdadero (siem pre y cuando lo haya hecho) —evidentem ente
esto debe ser incluido—ni tam poco siquiera una explicación de
por qué X pensó que eso era verdad aunque muchas personas
con los mismos valores que X y mejores destrezas específicas
podrían h ab er dem ostrado concluyentemente por qué era fal­
sa. Lo que una explicación no puede proporcionar, en térm inos
puram ente históricos, es una elucidación de por qué es verda­
dera o falsa. Para exponer la idea de una m anera más simple,
en la historia de la ciencia la serie com pleta de enunciados so­
bre las condiciones suficientes del heliocentrism o de Aristarco
de Samos no sirve para darnos las razones p or las cuales esta
teoría era falsa o verdadera, f

* Esta tesis es am bigua. N o se so stie n e para las p ro p o sic io n e s cuya verdad


o falsedad d e p e n d en solam en te d e la sin cerid ad del hablante al proferirlas, re­
p ortes d e in ten cio n es, y quizás p rom esas. Para una ex ce le n te ex p lica ció n de
este prob lem a, véase J.L. A ustin, H ow to Do Things W ith Words, O x fo rd , 1962.
C u estio n es d e sincerid ad afectan el valor d e la verdad d e las p r o p o sic io n e s en
trabajos d e la m ás alta com plejid ad in telectu a l (d e h e c h o esta id ea ha sido la
clave d e tod o u n m éto d o d e in terp retacion es d esarrollad o p o r L eo Strauss y
un g r u p o d e sus d iscíp u los en la U niversid ad d e C h icago), p ero está claro que
el valor d e verdad d e cualquier p r o p o sic ió n , sea cual sea su co m p lejid a d des­
criptiva, n o p u e d e descansar solam en te en la sin cerid a d d e q u ien la p rop on e.
t Hay un sen tid o co n v en cio n a l im p ortan te en el qu e u n o p u e d e entender
lo que cu alq u iera p u e d e decir sin saber si es verd adero o falso. Pero co n sid ére­
se, p or ejem p lo, el proyecto d e escribir un a historia d e la cien cia sin nin gu n a
JO H N DUNN 205

Si esta aseveración es correcta, se siguen conclusiones im ­


portantes. Por ejem plo, en la historia de la filosofía la única
explicación de un acontecim iento filosófico del pasado que p o ­
dría decirse en cualquier m om ento que es realm ente com pleto
debe incluir la n arració n skinneriana com pleta de su génesis* y
la mejor evaluación disponible de su valor de verdad. A dem ás,
implica que cada relación com pleta en la historia de la filosofía
está im plícitam ente fechada (por supuesto, no todos los e n u n ­
ciados en la historia de la filosofía, com o p o r ejem plo “Platón
escribió la República ’ o aun “el Ensayo de Locke contiene crí­
ticas a la d o ctrin a de que hay verdades conocidas de m a n era
innata”). Pues su verdad es contingente en relación con la ad e­
cuación de esta valoración filosófica; y el criterio de qué tan
adecuada es la evaluación cam bia con el tiem po. Tal vez, con
todo, el punto es trivial. Quizás tam bién lo son los criterios que
determ inan las pretensiones de verdad en psicología, digam os,
desde Tomás de A quino hasta Skinner, pasando p o r D escartes
y Bain. En el siglo xix la idea de una física com pleta no parecía
fatua y, de aquí, u n a psicología com pleta era en principio conce­
bible. Hoy día, cuando la idea de una verdad inquebrantable en
la física es tan confusa, la idea de una psicología in q u eb ran tab le
parece grotesca. Tal vez sea grotesca. En tal caso, la afirm ación
se reduce a la b an alid ad de que todas las explicaciones están fe­
chadas im plícitam ente. Incluso uno podría arg u m en tar p o r la
necesidad u n a especificación tem poral en toda explicación filo-

creencia sobre la verd ad o fa lsed a d d e p r o p o sic ió n cien tífica a lg u n a . A la in ­


versa, si A ristarco p e n s ó q u e la T ierra se m ovía a lr ed ed o r d e l sol, p o d e m o s
entender la n o c ió n ex p resa d a en eso s térm in o s sin m u ch a d ificu lta d . P ero n o
por ello sab em os, o al m e n o s n o se p u e d e saber, (e sto es, n o se sa b e), lo q u e
Aristarco p reten d ió d ecir a m e n o s q u e c o n o z ca m o s lo s c o n te x to s físico s y on-
tológicos que d elin ea ro n esta tesis. L o q u e sa b em o s r u d im en ta ria m en te es q u e
Aristarco an ticip ó u n a d e nu estras creen cia s m ás fir m e m e n te esta b lecid a s. P e­
ro esto es un a a u to ce le b r a ció n an acró n ica , n o es historia. S e trata d e u n p o b re
intento d e en ten d er a A ristarco.
Esta frase se usa a m an era d e ejem p lo . N o te n g o d e s e o s d e ex clu ir e n
ninguna form a la ex p lic a c ió n causal d el co m p o r ta m ien to . Pero n o d e s e o , p ar­
ticularm ente a la luz del lib ro d e C harles Taylor, The E xp la n a tio n o f B eh a vio u r,
Londres, 1964, afirm ar q u e las e x p lic a c io n e s d e b e n ser, e n ú ltim a in sta n cia , re-
ducibles a en u n cia d o s en el len g u a je fisicalista, sea e n u n análisis c o n d u c tu a l,
° en térm inos n e u r o fisio ló g ic o s o b io q u ím ico s.
206 LA I D E N T ID A D DE LA H I S T O R I A D E LAS IDEAS

sófica en líneas paralelas a las que Danto4 utiliza para distinguir


entre descripciones específicas de sucesos, contem poráneos o
futuros. Como en el poem a de Yeats sobre Leda y el cisne: “A
shudder in the loins engenders th e re / T he broken wall, The
burning roof and tow er/ A nd A gam em non dead”. Pero parece
igualm ente razonable, hoy día, argum entar p or una especifica­
ción tem poral en la narración causal. No se trata simplemente
de cuáles enunciados verdaderos se dispone sobre el pasado
(las descripciones específicas contem poráneas o futuras del pa­
sado) que cambia, sino lo que uno sabe acerca de cóm o ha sido
el pasado. Del mism o m odo, los cambios en el conocim iento fí­
sico o quím ico pueden tener efectos en la geología que alteren
la historia geológica, m ientras que la historia de la raza hum a­
na com o tal a lo m ucho altera las etiquetas que se asocian a las
diferentes áreas de la m ateria geológica tratada.
A un en este nivel de abstracción, el argum ento denota clara­
m ente que hay dos com ponentes necesarios para la identificación
de cada logro pasado de im portancia filosófica, dos descripcio­
nes del acto que requieren procedim ientos de verificación muy
diferentes. Un argum ento principal de este trabajo sostiene que
m ucha de la incoherencia y poca razonabilidad en la historia de
las ideas se deriva de no separar estos com ponentes adecuada­
m ente, y que las discusiones m etodológicas más abstractas del
tem a d ep en d en de un esfuerzo p o r dar una m áxim a im portan­
cia a una de las dos descripciones y considerar a la otra trivial.
Se equivocan en p ro p o n er una descripción de un hecho en
lugar de otro com o si fuera la correcta. Parece claro que am­
bas descripciones son, en principio, correctas, que responden
a diferentes cuestionam ientos acerca de la naturaleza del pensa­
m iento. Lo que está m ucho m enos claro (y tal vez ni siquiera es

4 A rthur C. D anto, A nalytical Philosophy o f H istory, C am brid ge, 1965. El


lib ro está d ed ica d o a e x p o n e r la d iferen cia entre las d escrip cio n es esp ecífi­
cas co n tem p o rá n ea s y las d escrip cio n es futuras esp ecífica s d e los sucesos, por
e je m p lo , las m u estras y sus d escrip cio n es, para c o m p ren d er el análisis histó­
rico. Para reform ular la frase d e D anto, el len g u a je d e los datos d e la historia
cam bia a través d e la historia. El futuro co n sta n tem en te cam bia el conjunto
d e e n u n cia d o s d escrip tivos qu e p od rían hacerse en p rin cip io acerca del pasa­
do. N in g u n a d e scr ip c ió n co n tem p o rá n ea d e un su ceso p o d ría dar cuenta del
fu tu ro q u e en g en d ra .
JO H N DUNN 207

siem pre verdadero en la práctica) es sostener que no p u e d e n se­


pararse perfectam ente. La n arració n causal es claram ente una
pieza muy intricada de explicaciones históricas, m ientras que el
análisis filosófico bien podría parecer más simple. ¿No p o d ría­
mos seguir la sugerencia de Alan Ryan5 de dejar al h isto riad o r la
pregunta de “lo que Locke in ten tó ” y confinar n u estra aten ció n
en “lo que Locke dijo”? La cuestión, entonces, es sim plem ente
cóm o podem os saber “lo que Locke dijo”. Tal vez, si exam ina­
mos la historia de la teoría política podríam os buscar u n m edio
para descubrir tal entidad inviolada p o r el tiem po.
¿Qué es aquello de lo que la historia del pensam iento político
es historia? Por lo m enos, dos cosas: el conjunto de pro p o sicio ­
nes discutidas en el pasado que argum entan cóm o es y debe ser
el m undo político y qué debería constituir el criterio p a ra las ac­
ciones ap ro p iad as den tro de este m undo, así com o el conjunto
de actividades en las cuales los hom bres estaban co m p ro m eti­
dos cuando en u n ciaro n estas proposiciones. El g rad o preciso
de abstracción que ubica una proposición dada, den tro o fue­
ra de la catergoría es, obviam ente, un tanto arbitrario. Pero la
identificación del continuo en el que ocurre este rom pim iento
es bastante sim ple —más o m enos desde la República o la Elección
Social y los valores individuales hasta el simple calificativo “fascis­
ta”. A estos dos tipos de historia corresponden dos tipos de
explicación integral, “racio n al” y causal.* Entre los dos, y abar­
cando parcialm ente a am bas, yace una tercera narrativa, que

5 A lan Ryan, “L ock e an d th e D ictatorsh ip o f the B o u r g e o ise ”, Political


Studies viii , 1965, p. 219. Tal ex p lica ció n (el análisis del c o n c ep to d e p r o p ie d a d
de Locke, to m a d o so la m en te del Segundo tratado) p u ed e en verdad estar en
riesgo d e ser refu tad o p o r el historiad or c o m o u n a ex p lica ció n d e lo que Locke
intentó. Está en m e n o r riesgo d e c o n tra d icció n en cuanto a lo q u e L ock e dijo.
Y si esto parecería d e p o ca im p ortan cia, reco rd em o s q u e c o m p r e n d e m o s a las
personas más p o r lo q u e d ic e n q u e p o r lo qu e intentan decir. Q u ier o subrayar
que el artículo e n cu e stió n n o sufre d e las m alas c o n sec u e n c ia s q u e se derivan
de esta d octrin a m e to d o ló g ic a qu e a m i ju ic io es errón ea.
* Se trata d e nu evo d e u n a so b resim p lifica ció n . H e h e c h o d e lib e r a d a m e n ­
te una p e tic ió n de p rin cip io in viable acerca d e la ex p lica ció n p sic o ló g ic a (c ó m o
sería la form a d e u n a exp lica ció n causal adecuada d e un ca so d e c o m p o r ta ­
m iento h u m an o) al hablar d e la activid ad m ás “co n d u ctu a l” e n vez d el “a c to ”
más intelectual. C laram ente acep to qu e co m p ren d er un acto ja m á s es m era ­
m ente una pieza q u e p u ed a subsum irse bajo un con ju n to d e leyes cau sales, p ero
ciertam ente qu iero d efen d er la id ea d e q u e co m p ren d er algo fr e cu en tem en te
208 LA ID E N T ID A D DE LA H IS T O R IA D E LAS IDEAS

es “racional” sin hum ildad y causal sin el criterio de éxito. La


prim era se considera una historia de argum entos políticos; la
segunda, una historia de los debates políticos. Una trata sobre
la coherencia que una serie de proposiciones políticas parecen
haber tenido para sus proponentes y desarrolla comentarios
sobre el s t a t u s de su coherencia (desde el punto de vista de los
criterios de racionalidad e irracionalidad que aceptamos hoy
día); delinea la lógica de los argum entos y los confronta con
su propia perspectiva lógica, de tal m anera que su estructura
puede ser claram ente com prendida. Todos los enunciados con­
tenidos en este análisis son enunciados acerca de las relaciones
de proposiciones con proposiciones. Los hom bres que respiran,
excretan, odian y se burlan nunca entran en acción. Su función
es m eram ente etiquetar un conjunto particular de proposicio­
nes con el nom bre que ellos mismos llevan. Sólo aparecen los
nom bres de los hom bres, pero no los hom bres mismos. Es un
cuento p ara ser contado po r hom bres inteligentes y sutiles, y
esto significa m ucho, aunque no hallemos mucho sentido. Pe­
ro la historia, seguram ente, es acerca del m undo y no acerca
de proposiciones. ¿Dónde tienen su lugar estas proposiciones
en el m undo? ¿En qué consiste su historicidad? La respuesta,
sencillam ente, es que no son m eram ente proposiciones, estruc­
turas lógicas; tam bién son enunciados. Los hom bres los han
dicho (o p o r lo m enos escrito). Así, los hom bres aparecen otra
vez en la narración, aparecen como hablantes. Es en el papel de
hablante en que esta incorporeidad de la proposición comienza
a ser am enazada.
En térm inos del sentido com ún, hay tres m odos en que uno
puede m alinterpretar lo que un hom bre dijo. El sentido que
uno atribuye a sus palabras puede no ser un sentido propia­
m ente atribuible a ellas en su lenguaje público (en cuyo caso,
el único m odo en que la interpretación p o d ría ser correcta se­
ría si uno em pleara característicam ente m al su lenguaje de este

se red u ce a esta o p e r a ció n . Pero véase A lasdair M aclntyre “A M istake A bout


C ausality in S ocial S c ie n c e ”, en Peter L aslett y W .G. R u n cim an , P hilosophy, Po-
litic s a n d S o ciety, O xford , 1962; véan se tam b ién lo s a rg u m en to s convergentes
e n A n th o n y K enny A c tio n , E m o tio n a n d W ill, L on d res, 1963; C harles Taylor,
T h e E x p la n a tio n o f B e h a v io u r , L on d res, 1964. T am b ién Peter W inch, T h e Idea
o f a S o c ia l S cien ce, L o n d res, 1958.
JO H N DUNN 209

modo particular). El sentido que uno les atribuye p o d ría no


ser el que el hablante haya querido darles.* El sentido que uno
atribuye a su acto de habla podría estar equivocado. La id en ti­
ficación que uno hace de un acto de habla p u ed e fallar en su
com prensión de las posibilidades léxicas de la realidad histórica
de las proposiciones que haya intentado enunciar (g en eralm en ­
te una de las posibilidades léxicas),f o lo que se estaba h aciendo
al decirlas. La falla en co m p ren d er una serie de proposiciones
correctam ente p u ed e deberse a lo que necesariam ente es u n
error de trad u cció n (un e rro r acerca del lenguaje); de hecho,
una m ala in terp retació n de lo que alguien dijo (un e rro r acerca
de una em presa propositiva del ser hum ano) o u n a in te rp re ta ­
ción erró n e a de su com portam iento lingüístico (un e rro r acerca
de la naturaleza de u n a acción compleja). Si la historicidad de
la historia de la filosofía o de la teoría política consiste en el

* Esto es, p u d o n o ser lo que él qu iso decir. Lo que u n a p e r so n a q u iso


decir p u e d e ser d ifer e n te en varias form as d e lo que en efecto tra n sm itió al
decirlo. Por e je m p lo , c o m o en m u ch o s d e los casos co n sid era d o s p o r S ig m u n d
Freud en la Psicopatología de la vida cotidiana, p u ed e p ron u n ciarse u n a p a la b ra
diferente a la q u e q u ería d ecirse; o p u ed e decirse una palabra en u n le n g u a je
extranjero p e n sa n d o q u e ten ía u n sig n ifica d o qu e n o es el q u e tie n e e n esa
lengua; o p u e d e ser q u e a lg u ie n u tilice un a palabra p ersisten tem en te c o n u n a
interpretación e q u iv o ca d a d e su sig n ifica d o (p or co n fu n d ir un a p alab ra c o n
otra con un s o n id o sim ilar, u n m alap ro p ism o , o p o r un a id e n tific a c ió n e r r ó ­
nea). T odo esto p a r e ce p e r ifé ric o . Es d ifícil im aginar un h o m b re q u e n u n c a
diga lo qu e q u iere decir, (n o u n h o m b re que n u nca d ig a lo q u e p en sa ). N o
hay nada c o n c e p tu a lm e n te d ifícil en la n o c ió n d e un h ip ó crita c o n sisten te . Si
en realidad u n o se en co n tra ra co n u n h o m b re qu e n u n ca d ic e lo q u e q u iere
decir, su c o m p o r ta m ien to lin g ü ístic o tend ría q u e interp retarse c o m o u n c a so
de severo d añ o cerebral. D e sd e lu e g o qu e hay n u m e ro so s ca so s en q u e u n a
persona d ice cosas in c o n siste n te s c o n otras cosas q u e d ic e o sien te, y n o p o d ría
describir estas situ a cio n es c o m o ejem p lo s d e p erso n a s q u e n o q u ieren d ecir lo
que dicen. Pero éste es u n u so d erivad o y seg u ra m en te n o p o d ría reco n stru irse
en térm inos d e qu e la p e r so n a n o q u iso im p licar a q u ello q u e d e h e c h o im p lic ó
al decir algo, sin o m ás b ie n q u e n o se d io cu en ta d e las im p lic a cio n es d e lo
que in ten cio n a lm en te dijo, y q u e si se h u b iera d a d o cu en ta d e esas im p lica ­
ciones, no habría d ic h o lo q u e dijo. Si u n o está in teresad o en c o m p r e n d e r u n
debate, lo m e n o s q u e n o r m a lm en te se tie n e qu e intentar es escla recer lo q u e
el protagonista q u iso decir.
^ Es m ás c o m ú n para p erso n a s d e u n a cultu ra ajena m a lin terp reta r lo q u e
se ha dicho, qu e para la g en te d e cu a lq u ier cultu ra n o d ecir lo q u e q u ieren
decir.
210 LA I D E N T I D A D D E L A H I S T O R I A D E L A S ID EA S

hecho de que los enunciados fueron form ulados en una fecha


particular p or una persona particular, entonces parece que la
tarea de la identificación puede confinarse a evitar los dos pri­
m eros tipos de m alentendidos. C iertam ente, uno podría decir
que lo que im p o rta es lo que Sócrates dijo, n o solam ente las pa­
labras que usó, sino lo que estaba diciendo al usar esas palabras
—lo que quiso decir. Pero no es im portante, p o r lo que im porta
a la historia de la filosofía, qué estaba haciendo al decir esas
palabras. La filosofía com o m anipulación de heces, como la
d en u n cia de herm anos, com o aplacar a Dios o al partido, como
un grito de dolor, com o un m odelo de autogratificación puede
ser u n a d escrip ció n suficientem ente adecuada p ara la historia
de las actividades de los filósofos, pero no tiene nada que ver
con la historia de la filosofía. N inguna descripción del estado
psicológico del filósofo p uede infectar la verdad o falsedad de
lo que sostiene. La filosofía tiene que ver con la verdad, no con
la acción. P u ed e ser u n a verdad sociológica p ro fu n d a (y bien,
podría ser, d e alg u n a m anera) que el socialism o es u n grito de
d o lo r.6 Pero esto n o nos dice nada acerca del valor de verdad
de las p ro p o sicio n es y los argum entos que constituyen el so­
cialism o. En té rm in o s lógicos, uno puede gem ir la verdad tan
p restam en te com o hablarla.*
El p ro b lem a, sin em bargo, es m as aprem iante que esto. Exis­
ten ocasiones en que u n o n o p u ed e saber lo que un hom bre
quiere d ecir sin sab er lo que está haciendo. S upongam os que
u n a p erso n a rep resen tase u n a p aro d ia acerca del tipo de argu­
m entos que n o rm alm en te se p ro d u cen en favor de u n a posición
que él d etesta en p articu lar —p o r p o n e r u n ejem plo, en una
discusión acerca de la ju stificació n d e castigar los actos hom ose­
xuales com o tales, d escrib ir u n a su p u esta relación causal entre
los cam bios en las costum bres sexuales de la aristo cracia rom a­
na y el colapso m ilitar del im p erio ro m an o e n O ccidente. Si al

6 E m ile D u rk h eim , Socialism a n d S a in t-S im o n , N u e v a York, 1958, p. 41.


* E sto es, d ecirla g im ie n d o ; lo s g e m id o s n o s o n p r o p o s ic io n e s. D e la m is­
m a m a n er a q u e el v a lo r d e verd a d d e la p r o p o s ic ió n “D io s es a m o r ” n o es
d ife r e n te c u a n d o es s o ste n id a p o r u n m ártir q u e m u e r e e n u n a arena llena
d e c h a r co s d e sa n g r e q u e c u a n d o es e n u n c ia d a c o n el a p lo m o ser e n o de un
b ie n a lim e n ta d o a g n ó s tic o e n u n a fu n c ió n q u e e s r e lig io sa so la m e n te como
u n a in c o n v e n ie n te c ru d a h istórica .
JO H N DU NN 211

té rm in o del recital d esap asio n ad o se p re g u n ta se a u n oyente


lo que ha d ic h o el o ra d o r en cuestión, p o d ría ser posible que
proveyera u n a d escrip ció n co m p leta de las p alab ras usadas en
el o rd e n c o rre c to y co n u n en ten d im ien to p erfecto d e las reglas
del uso de cada p a la b ra en particular, y au n en ese caso n o h a ­
ber e n te n d id o lo q u e se dijo. D esde luego, tal in c o m p re n sió n
p o d ría de in m ed iato ser d escrita com o u n a falla en c a p ta r lo
que el o ra d o r estab a h acien d o al d ecir tales p alabras; y ésta es
claram ente u n a d escrip ció n adecuada. Pero p arece al m en o s
igualm ente n a tu ra l d escrib ir esto com o si no se h u b iese e n te n ­
dido “lo q u e él estab a d ic ie n d o ”. H acer cosas con p a la b ra s es
decir cosas, al ig u a l que d ecir cosas es h acer cosas co n p a la ­
b ras.7 L a p a ro d ia y a u n la ironía no son solam ente actos q u e
m an tien en al m u n d o a u n a distancia respetable. Son m a n e ra s
de d ecir cosas acerca del m undo. Sería seg u ram en te im posible
escribir u n in fo rm e co h eren te acerca de la ideas de P latón en el
Gorgias o d e H u m e e n los Diálogos acerca de la religión natural sin
tom ar en c u e n ta el h ec h o de que algunas de las p ro p o sicio n es
que ahí se c o n tie n e n tien en un m atiz altam ente irónico. P or
otra p arte, es claro que u n inform e coherente de los a rg u m e n ­
tos de estas o b ra s n o necesariam ente contiene en sí m ism o u n a
gran can tid ad de a rg u m e n to s irónicos. El p u n to que se req u ie re
enfatizar es ú n ic a m e n te que la identificación de los a rg u m e n ­
tos de P lató n y H u m e p u e d e d e p e n d e r del e n ten d im ien to d e
lo que ellos estab a n h acien d o al en u n ciar ciertas p ro p o sicio n es
en ciertos p u n to s p articu lares d e sus obras. Pero el tip o d e fa­
lla de id en tificació n específica y prim itiva d e que aq u í se tra ta
difícilm ente es el p elig ro más frecuente. ¿Es im posible q u e e n
cualquier caso se p u e d a id en tificar co rrectam en te el sig n ificad o
a p a rtir del texto m ism o? P orque sería m uy en g o rro so si n ece­
sitáram os un m ap a exacto de las experiencias em o cio n ales y
cognoscitivas de P latón m ien tras escribía su o b ra, o cierto tipo
de n a rra c ió n ab rev iad a d e su trayectoria intelectual, co n el fin
de captar la o b ra cabalm ente, ya que claram en te casi n o c o n o ­
cemos nada acerca de éstas excepto p o r algunas páginas d e los

7 V éa se J.L. A u stin , H oiv to Do T h in g s W ith Words, O x fo r d , 1 9 6 2


212 LA ID E N T ID A D D E LA H IS T O R IA DE LAS IDEAS

diálogos.8 Pero, para tomar un ejemplo vulgar de la narración


(ausal que tendríamos que contar, 'q u é clase de luz se arroja
sobre los argumentos de la República si se supone que fuese en
cierto sentido verdadero afirm ar que esta obra es un ejemplo
de la ideología de la élite política ateniense en decadencia?
Claramente esto no nos dice si un argum ento particular en
la obra es verdadero o falso. Pero si la afirm ación acerca de la
narración causal puede sostenerse, esto debe en algún grado
m ejorar nuestra identificación de los argumentos como argu­
mentos. A prim era vista esto no parece razonable, pues ¿qué
clase de actos podem os identificar adecuadamente en términos
de su causalidad social? Muy en general, uno puede dar cuenta
de la causalidad social de aquellos actos que pueden especificar­
se com o el desem peño de papeles definidos socialmente (esto
es circular). Estos pueden ser ampliamente diferenciados y no
deben ser vistos como si no tuviesen ningún com ponente social:
atacar al gobierno, defender (o afirm ar la racionalidad de) la es­
tructura social, am ar a la propia esposa, rezar a Dios, filosofar.
La única condición necesaria es que el acto debe aparecer sólo
com o un caso del papel (compárese “amar a la propia esposa”
con “cóm o am a uno a su propia esposa"), y el papel debe espe­
cificarse en la descripción del orden social general. Las únicas
particularidades que aparecen en la explicación deben apare­
cer como casos de las universalidades. N inguna descripción de
la estructura social, tomada en sí misma y sin la adición de un
enorm e núm ero de afirmaciones fechadas acerca de lo indivi­
dual, puede perm itir a uno deducir la historia com pleta de la
vida de un individuo. Esto es bastante irrelevante con respecto
al asunto de si uno puede en principio predecir todo el com­
portam iento humano; es m eram ente una característica lógica
de cualquier explicación de los actos individuales en términos
de una estructura social. Esto, evidentemente, no significa que
uno no pueda m ejorar su com prensión de un acto individual
perfeccionando la descripción social de este acto. (Cfr. ¿por qué
un hom bre está arrodillado incóm odam ente en la oscuridad

8 C o m o un ejem plo de las dificultades de una interpretación precisa que


surgen d e este h ech o, véase la notable reconstrucción del profesor Ryle El
progreso de P latón, C am bridge, 1966.
JO H N DUNN 213

consum iendo un alimento insípido y un vino de m ala calidad.''


Respuesta: está participando del C uerpo y la Sangre de Cristo.
Pero com pare la complejidad, hoy día, de la dem anda: describa
solamente lo que está haciendo en “adorar a Dios de esa m a­
nera”). Pero ¿qué significaría que fuera verdad, ignorando la
vulgaridad de la fraseología, que la República era una ideología
para la élite política ateniense en decadencia? C laram ente, esto
no significaría que cualquier descripción del papel social de la
élite política ateniense en decadencia hubiera escrito la Repúbli­
ca para usted. Ésta es una descripción muy abstracta del libro y
en lo que nosotros estam os interesados, si estamos interesados
en la historia de la filosofía o de la teoría política, es en una
descripción muy concreta. Lo que podría decirse acerca de la
República que haya sido originado por causas sociales es, a lo
más, ciertas características de la obra.* La estructura política
autoritaria de la utopía de Platón no es la ; no es p o r
ello que ésta aparece en la historia del pensam iento político, y
menos aún en la filosofía.9
Pero, o tra vez, hem os rechazado demasiado. Por tanto, esos
rasgos distintivos de la República para los que podríam os in­
tentar hacer un esbozo de explicaciones causales en térm inos
de la historia social de Atenas pueden ciertam ente decirnos al­
go sobre los argum entos del libro como tal. Su relevancia se
m uestra cuando nos aproxim amos a m irar las prem isas no ex­
plícitas de los argum entos de Platón o intentam os en ten d er p o r
qué las prem isas explícitam ente enunciadas le parecieron a él
que no necesitaban una justificación extrínseca ulterior. Todos

* Esto no qu iere d ecir q u e las ideas de gente estú p id a p u e d e n ser e x ­


plicadas causalm ente, m ientras qu e las ideas de los que co m p a rten nu estras
ventajas incom parables elu d en tal d eterm in ación cruda —a u n q u e hay un atis­
bo pálido y horrible de verdad e n una versión extrem a de esto. V éa se el fa m o so
argum ento de Karl R. Popper (q u e ex p o n e brevem ente en el p refacio de The
Poverty o f H istoricism, pp. IX-XI, L ondres, 1960, 2da ed.). Pero el a rgu m en to
de Popper n o se aplica a la elab o ra ció n de afirm acion es causales acerca de
las ideas del pasado— es la rareza lógica de predecir nuevas ideas en lo qu e
insiste. Es un m ero h e c h o con tin gen te, (aunque altam en te irrem ed iab le), qu e
en el caso de la República los datos d isp on ib les n o nos llevan m uy lejos para
dar una exp licación d e las co n d ic io n es que propiciaron la escritura del libro.
9 Cfr. E ugene K anenka, “M arxism and the H istory o f P h ilo so p h y ”, en
Beheft 5, H istoria y Teoría, p. 13.
214 LA I D E N T I D A D D E LA H I S T O R I A D E LA S ID EA S

los argum entos deben com enzar en algún sitio. Las diferentes
formas de explicaciones de la razonabilidad de una premisa
para un individuo proporcionan distintos tipos de puntos de
arran q u e para la explicación que puede ser dada sobre su argu­
mento. La am enaza constante de anacronism o, la globalmente
espuria transparencia que a veces caracteriza lo que los hombres
han dicho en el pasado, hacen que la identificación correcta de
las prem isas de los argum entos y la explicación de éstas sean
precondiciones básicas p ara una elucidación adecuada, ya sea
histórica o filosófica. Si vamos a entender el criterio de verdad o
falsedad im plícito en una arquitectura intelectual compleja, te­
nem os que en ten d er las estructuras de la experiencia biográfica
o social que hizo que este criterio pareciera evidente. Abstraer
un argum ento del contexto de criterio de verdad que debería
satisfacerse es convertirlo en un argum ento diferente. Si, en
n u estra insistente urgencia por aprender de los argum entos del
pasado, suponem os que la consecuente am pliación de su inteli­
gibilidad nos enseñará más, garantizam os que lo que nos enseña
debe ser algo diferente de lo que nos dice, y más aún, que lo que
nos enseña debe estar m ucho más cercano a lo que nosotros ya
sabem os. Si el esfuerzo p o r aprender de filósofos del pasado es
una heurística filosófica razonable, resultaría muy extraño si,
en general, p u d ie ra realizarse m ejor si se fracasa en captar los
argum entos que realm ente expusieron. Com o recientem ente ha
escrito Jo h n Passmore: “En verdad, con dem asiada frecuencia,
tales escritos polém icos consisten en decirles a hom bres de paja
que no tienen cerebro”.10
Si deseam os sacar partido de la n arració n causal, la histo­
ria del filosofar, para tal propósito, y si nunca se nos permite
acceso a las narraciones causales muy especiales que han sido
previam ente sugeridas com o paradigm as p ara explicación ¿de
qué clase de narraciones podem os beneficiarnos? Las explica­
ciones por motivos y las ideológicas p u ed en hacerse en forma
causal (lo prim ero con cierta dificultad) y am bas podrían, en
ciertas circunstancias, arrojar una m ayor luz sobre una estruc­
tu ra com pleja de ideas; pero ciertam ente crean problem as. Aun

10 J o h n P assm ore, “T h e Idea o f a H istory o f P h ilo so p h y ”, en Beiheft 5,


H isto ry and T h eory, p. 13.
JO H N DUNN 215

una teoría sociológica como el funcionalismo es salvajemente


evasiva en cuanto a interpretaciones causales consistentes;11 y
ha habido experimentos psicológicos sobre emociones diseña­
das para establecer em píricam ente lo que son verdades lógicas
necesarias.1112 Aun si se piensa que funcionan como bloques de
una explicación racional posterior deben ser motivos o ideo­
logías racionalm ente conectados, o de otra m anera ninguna
explicación del explicandum intelectual específico podría darse,
sino sólo una descripción que suprim e su especificidad inte­
lectual. Claram ente, el tipo de sociología del conocimiento re­
trospectiva o la inform ación biográfica al azar que teníamos a
nuestra disposición antes, digamos, del siglo xix, no va a ayu­
darnos mucho. Pero aun si esto es un aviso de perfección, o
desesperación, no es algo que podamos evadir honorablem en­
te. En cualquier argum ento debe haber un punto en el cual
un hom bre deja de ser capaz de dar razones —y en tal punto
el organism o tiene que proporcionárselas al hombre. Algunas
muy generales parecen casi datos biológicos, como la petición
de dar razones generales de la práctica de la autoconservación.
Semejante exigencia, si bien es suficientemente inteligible para
algunos (y aun podría decirse que se tiene una com pleta filo­
sofía m oderna, trazada como un intento de respuesta), debe
simplemente parecer un erro r categorial para la mayoría de la
gente. Algunas de tales leyes teleológicas están ampliam ente
acreditadas com o axiomas. Para describrir coherentem ente un
proyecto filosófico, algunas de las premisas deben legitimarse,
en este sentido, extraintelectualm ente. Cualquier sistema de­
ductivo debe tener algunos axiomas; y hay ciertas afirm aciones
que para cualquiera son sim plem ente axiomas, donde la peti­
ción de una razón para el enunciado sólo podrá ser satisfecha
por una explicación causal de su status axiomático que es una de
las estipulaciones de la historia del hom bre. “Yo sólo pienso que
comer gente está m al”. En verdad, tales explicaciones causales

11 V éase W.G. R uncim an, Social Science a n d Theory, C am bridge, 1963, capí­
tulo 6. Para un agu d o análisis de las fuentes y lim itaciones de la n o ció n co m o
la utiliza M alinowsky, véase E.R. Leach, “T h e E pistem ological B ackground o f
M alinowsky”, R. Firth (com p .), L ondres, 1957.
12 A nthony Kenny, Action, Em otion a nd W ill, Londres, 1963, pp. 2 8 -5 1 .
216 LA IDENTIDAD DE LA H ISTO R IA DE LAS IDEAS

difícilmente podrían encontrarse en el pasado. Aun si nues­


tras explicaciones incluyen ficciones explícitas como términos
explicativos (después de todo la mayoría de las explicaciones
históricas contienen, en mayor o m enor grado, ficciones discre­
tas) por lo menos esto podría posibilitar a otros intentar poner a
prueba su verdad o falsedad. Sólo si aprendem os a hacer nues­
tras ficciones explícitas es posible que escapemos de nuestro
pantano conceptual actual, del problem a persistente de nunca
saber con exactitud de lo que estamos hablando.*
H abiendo evadido, de este modo desalentador, la cuestión
de qué clase de narraciones buscar en la historia de la filosofía,
queda la cuestión de qué buscar en las narraciones de esta ac­
tividad. La historia de la filosofía, esa actividad platónica que
ha sido excluida de la causalidad, deodorizada, anestesiada, pu­
ra, debe ser escrita necesariamente en términos de intereses
filosóficos contem poráneos. Esto no significa que tiene que
ser falseado en térm inos de nuestras inclinaciones filosóficas
actuales, porque la narración causal, en tanto que podemos
todavía descubrirla, tiene que ser siempre elaborada primero.
Su historicidad es la única y suficiente garantía de inm unidad
auténtica contra nuestros prejuicios filosóficos. Llamar a esto
arbitrario es fatuo. Un hom bre para quien las articulaciones
filosóficas de una sociedad, diluidas en las destilaciones tor­
tuosas de la racionalidad de la “furia y el fango de las venas
hum anas”, parece arbitrario, es un hom bre cuya inadvertencia
entra en las dos narraciones: la filosófica y la causal, un hom ­
bre para quien todo debe ser arbitrario. Con la idea de que
todo interés hum ano es arbitrario (como con la tesis de que to­
da experiencia hum ana es un sueño) no ganam os una verdad,
solamente perdim os una palabra. Si no escribiéram os en tér­
minos de intereses filosóficos actuales, no habría intereses en
térm inos de los cuales podam os definir la actividad filosófica.
Un análisis filosófico de la República parece apto, donde uno
de la Ilíada o del Gorlyn Code no lo parece, y esto difícilmen­
te suscita un problem a. Las epopeyas y los códigos legales en

* Hay, d esd e lu ego, p eligros en aprender a hablar precisam ente acerca de


fic c io n e s, en lugar d e tratar d e hablar de co n fu sio n es del m u n d o . Cfr., en otra
área, C. W right M ills, The Sociological Im agination, N u eva York, 1954; pero aún
es im p ortante, co n tod a in ocen cia , d efen d er el intento de com bin ar ambas.
JO H N DUNN 217

las sociedades prim itivas sim plem ente no son filosóficos, aun
cuando u n o p o d ría estar un poco tu rb ad o al ser aprem iados
p o r el status de, p o r decir, Blake, M ilton o Dante; y aun cu an d o
Peter W inch13 escribe com o si cualquier análisis sociológico del
Gortyn Code fu era necesariam ente “filosófico”.14
Sin d u d a hay afirm aciones verdaderas que p u e d e n hacerse
en estas áreas, e stiran d o u n poco el significado de la p alab ra “fi­
losófico”. Pero el p u n to central sigue siendo que las epopeyas
y los códigos legales están conceptualm ente colocados en áreas
de actividad b ie n definidas, independientem ente de lo que u n o
p ueda a p re n d e r de ellas sobre la historia de la filosofía, y llam an
la atención explícita o im plícitam ente p o r la im p o rtan cia de m u ­
chos criterios separados com pletam ente de la natu raleza de la
verdad.* La h isto ria d e la filosofía, com o la historia de la ciencia,
debe ser p o r necesidad whig p ara definir el objeto de estu d io
de la m ism a m a n e ra que toda historia debe ser anticuaría ( )
con respecto a la verdad. Esto no significa que deberíam os es­
tu d iar necesariamente a K ant en vez de a C hristian Wolff; sólo
que u n o d e b e ría seleccionar filosóficam ente filosofía in teresan ­
te, después de h a b e r identificado qué tanto de filosofía hay ahí
p ara estudiar, f El criterio p ara seleccionar esto, com o efectiva­
m ente en u n sen tid o m ás am plio, el criterio de qué es filosofía
en el p asad o identificado, lo provee la filosofía de hoy en día.
Pero los criterio s p ro p o rcio n ad o s p o r la filosofía hoy en día no
necesitan ser solam ente los de la filosofía de ayer. El criterio
de interés filosófico fu tu ro es o b ra clel investigador, n o de la
tradición de las escuelas. Lo que podem os a p re n d e r del pasa-

13 Peter W in ch , The Idea o f a Social Science, L o n d res, 1958.


14 C o m o p a rte d e la h istoria cau sa l e sto p u e d e ser v e rd a d e ra m en te c o n sid e -
rabie. Cfr. so b re P latón , A rth u r W .H . A d k in s, M erit a n d R esp o n sa b ility, O x fo r d ,
1960.
* N o d e q u e u n o dejaría d e em p le a r n o c io n e s filo s ó fic a s e n c u a lq u ie r
p u n to d el in ten to d e e x p lica rlo s y valorarlos; só lo q u e g r a n p arte d e la o p e r a ­
c ió n d e e n te n d e r lo s (a u n d e sp u é s d e q u e la n a rra ció n d e c ó m o lle g a r o n ah í
ha sid o c o m p le ta m e n te d ich a ) n o tie n e nad a q u e ver c o n la filo so fía .
t M u ta tis m u ta n d is, e so se aplicará a cu a lq u ier fo rm a d e r e fle x ió n e s p e ­
cializada. C ada u n a d e esas e x tr a p o la c io n e s e sp ec ia le s se d esvía d e u n a m atriz
unitaria, las e x p lic a c io n e s cau sales d el p e n sa m ie n to h u m a n o d e l p a sa d o , el
conju nto d e las c o n d ic io n e s n ecesa ria s y su fic ie n te s para el c o n ju n to d e e so s
p en sam ien tos.
218 LA ID E N T ID A D DE LA H IS T O R IA DE LAS IDEAS

do es siem pre lo que podem os conseguir en el aprendizaje; y el


pasado educativo puede cam biar - c o m o si alguna m ina de plo­
mo abandonada de M endip fuera, algún día, a revelar un nuevo
y preciado tipo de uranio. Pero esto difícilm ente proporciona
alguna instrucción útil. Para reu n ir los hilos de la persuasión
utópica, debem os volver a los contextos de las proferencias hu­
manas. Si un enunciado se considera en un contexto totalm ente
abierto, su significado puede ser cualquier conjunto de yuxta­
posiciones de las proposiciones proferidas que sea léxicamente
posible. A la sentencia se le po d ría dar cualquier significado que
fuese posible darle. El problem a de la in terp retació n es siempre
el problem a de c e rra r el contexto. Lo que cierra el contexto en
la realidad es la intención (y, en un sentido más am plio, la ex­
periencia) del hablante. Al hablar, Locke habla acerca de lo que
habla. El p ro b lem a del historiador es siem pre que su experien­
cia tam bién c ie rra drásticam ente el contexto de su proferencia;
en verdad, todo hecho del pasado se convierte de inm ediato
en un h ech o acerca de la biografía intelectual del historiador.
Si en el siglo xvn Locke y H obbes son los dos teóricos ingleses
de la política a quienes todos leem os y si, en caso de que estu­
viésem os escribiendo la o b ra principal de Locke, seguram ente
habríam os deseado referirnos nosotros m ism os principalm ente
a las obras de H obbes, es una elipse muy sim ple su p o n er que
Locke debió seguram ente haberse estado re firie n d o a Hobbes.
De verdad, es muy com ún que los hom bres re c u rra n a los más
ex trao rd in ariam en te intrincados reco rrid o s teóricos p a ra resca­
tar esta “ap arien cia”15 d e a lg u n a m a n e ra subjetiva. La solución
al problem a del h isto riad o r es fo rm alm en te sim ple: sustituir
el cierre del contexto p ro p o rc io n a d o p o r la b io g rafía de quien
habla p o r el que p ro p o rcio n a la b io g rafía del historiador. Pero
tal proyecto no es m eram en te en u n sen tid o trivial y, a pesar de
Collingw ood, lógicam ente im posible. Es ta m b ién en un sentido
más pragm ático aplastantem ente difícil. Pero la dificultad no
es del tipo que podam os estar d e acu erd o e n ev ad ir consciente­
m ente. C om unicar lo que Locke dijo y e n te n d e r lo que Locke

V é a se P. L aslett (c o m p .), J o h n L o ck e, Two Treatises of Government, Caín


b rid g e, 1960, pp. 6 7 - 7 6 y j . D u n n , The Political ofjohn Locke, Cambrid­
g e , 1969.
JO H N DU NN 219

dijo implican hacer com prensible las proferencias de Locke. Su­


cede aquí que la sim etría entre entender, explicar y dar cuenta
de una afirm ación filosófica se vuelve más fuerte, ya que cual­
quiera de estas actividades debe necesariam ente incluir lo que
son de hecho limitaciones de las otras dos actividades, y cual­
quiera de ellas que falle en hacerlo puede ser, en principio,
corregida por cualquiera de las otras dos. El problem a de co­
municar, po r ejem plo, el significado de la República de Platón a
un auditorio, la clase de problem a que la pálida privacidad de
nuestro escribir sobre la historia de las ideas es tan notablem en­
te incapaz de resolver, es el problem a prototipo del historiador
de las ideas. Ya que esto no requiere el tipo de lucimiento de las
cartas de crédito profesionales, la gran cadena del ser, el aso-
ciacionismo, Vico, los cuales sirven bastante bien al interior de
la profesión cuando todos nos sentimos cansados, esa reacción
rígida y m uerta a esos puntos reconocidos que, como el pro ­
fesor W isdom se quejaba de la estética, “se encuentra a veces
en los adm iradores de los perros y es característico de los fari­
seos”,16 sino más bien el atrapar el punto central de la em presa
intelectual original. En la reconstrucción de esta em presa la
identificación del problem a, la identificación, de nuevo a pesar
de Collingwood, de p o r qué fue un problem a para su p ro p o n en ­
te (y por qué m uchas cosas que serían problem a para nosotros
no lo serían p ara él claram ente una parte de la historia causal),
y en el juicio crítico de la solución, transform am os un teorem a
acerca de una em presa intelectual del pasado en una em presa
intelectual del presente. Todas las premisas de nuestro propio
entendim iento y representación están insertas firm em ente en el
pasado como hipótesis para la adjudicación histórica. C uando
el auditorio pueda pensar que no hay más preguntas que hacer
y cuando nosotros podam os pensar que no hay nuevas preg u n ­
tas que hacer y que no podam os obtener de la evidencia más
respuestas a nuestras viejas preguntas, entonces tal investiga­
ción está term inada; hasta que la nueva investigación continúe
en su debido tiem po. Lo que quiero enfatizar es que tal inves­

16 A rist Soc. Supplem entary, vol. XXII, “T hings a n d P erso n s”, citado p o r jo h n
Passmore, “T h e D reariness o f A esth etics”, en W illiam Elton (com p .), Aesthetics
and. Language, O xford, 1959, p. 40.
220 I A I D E M I D A O I>F LA H IS T O R I A D E L A S ID EA S

tigación, si en algún m om ento se llevase a su conclusión, seria


el tínico tipo de explicación que necesariam ente cum pliría con
ambos tipos de crítica de la historia de las ideas en general o
de la historia de la teoría filosófica o política en particular, que
com encé haciendo notar. Todo esto es en realidad un silbido
para m antener nuestro entusiasm o en alto y fuera de un peligro
inminente. Pero a no ser que contem os con una im agen de la
posible forma de éxito, será difícil ver p o r qué hacem os todo
esto tan mal.

Traducción: Mónica Quijano


Revisión de la traducción: A m brosio Velasco
ALGUNOS PROBLEMAS EN EL ANÁLISIS DEL
PENSAMIENTO Y LA ACCIÓN POLÍTICOS

Quentin Skinner
Agradezco m ucho la generosidad de los profesores Schochet y
Wiener, quienes han com entado y divulgado con esmero, a par­
tir de sus críticas, mis puntos de vista.1 Es posible responder a
sus argum entaciones de una o dos formas. Una sería hacer ca­
so a las observaciones de W iener e intentar proporcionar algo
más de inform ación histórica sobre el contexto del pensam ien­
to político de Hobbes. Ésta me parece una alternativa atractiva,
sobre todo porque concuerdo con la sugerencia según la cual yo
debiera prestar más atención al análisis de las presiones socia­
les que m otivaron a Hobbes y a sus simpatizantes a adoptar su
peculiar form a de absolutismo (W iener no menciona, sin em ­
bargo, que este asunto ha sido ya explorado de form a brillante
por K.V. Thom as).12 La otra alternativa sería agregar algunas
consideraciones a mi enfoque general sobre el estudio de la
teoría política, que he intentado ejemplificar (como Schochet y
W iener reconocen) con mi trabajo sobre Hobbes. Esto me pare­
ce aún más atractivo, y por ello conform a la línea del argum ento
que sigo.

1 Estoy muy agradecid o con Stefan C ollini y J o h n T h o m p so n por revisar


el borrador d e este artículo. Estoy esp ecialm ente en deuda con Joh n D u n n
por las num erosas d iscu sion es co n él al respecto. Este artículo apareció en un
sim posium en Political Theory, 2 (3), agosto d e 1974, en d o n d e participaron los
profesores W iener y Schochet;
2 Keith T h om as, “T he Social O rigins o f H obbes's Political T hought", en
K.C. Brown, Hobbes Studies, Basil Blackwell, O xford, 1965.
222 A LG U N O S PROBLEM AS EN EL ANÁLISIS PO L ÍT IC O

Tendría dos razones principales para esta elección. Una es mi


deseo de hacer frente a una serie de ataques que recientemente
han sido dirigidos contra los ensayos metodológicos y filosófi­
cos en los que he intentado form ular mi perspectiva sobre el
estudio de la historia del pensam iento político. El prim ero de
dichos ataques fue publicado en 1970 por el doctor Leslie en
Political Studies. Este fue seguido por una crítica más técnica
del doctor Mew en Philosophical Dos artículos críticos
más aparecieron en 1973, uno de los doctores Parekh y Berki
en Journal of theHislory of Ideas, y el otro del profesor Tarlton
en History and Theory. Y ahora el profesor Schochet ha añadido
una serie de críticas com o conclusión de la interpretación que
ha dado de mi obra.3
Mi principal objetivo en lo que sigue será defenderm e de
mis críticos; algunos de ellos, no puedo dejar de sentirlo, han
planteado en ocasiones mal mi posición. Parekh y Berki, por
ejem plo, com ienzan prom etiendo lo que ellos llaman una apre­
ciación crítica detallada de mi obra, cuando sólo se ocupan de
un simple artículo m etodológico (del cual ellos dan una referen­
cia equivocada), sin jam ás indicar que dicho artículo era sólo
parte de una serie más amplia, o que estaba sustentado median­
te varios ejem plos históricos. Aunque la mayoría de mis críticos
han sido más escrupulosos, aún creo que lo que se requiere no
es el abandono de mi enfoque (tal como ellos lo sugieren) y
menos aún el reconocim iento de su im posibilidad (como Scho­
chet dem anda en form a particular), sino simplemente tratar de
exponer con más cuidado y en un tono menos polémico mis
afirm aciones centrales. Espero que ello sirva para eliminar un
conjunto de concepciones erróneas al respecto, así como para

3 M. L eslie, “In D efen se o f A n a ch ro n ism ”, P o litic a l S tu d ie s, 18, 1970,


pp. 4 3 3 -4 4 7 ; P. Mew, “C on ven tion s o n the T h in Ice ”, P h ilo so p h ic a l Q uarterly,
21, 1971, pp. 3 5 2 -3 5 6 ; B. Parekh y R.N. Berki, “T h e H istory o f Political Ideas:
A C ritique o f Q. Sk inn er’s M eth o d o lo g y ”, Journo f the H is to ry o f Id
1973, pp. 163 -1 8 4 ; C.D. Tarlton, “H istoricity, M ean ing and R evisionism in
the Study o f Political T hought", H is to ry a n d T h e o ry , 12, 1973, pp. 307-328;
G o rd o n S ch och et, “Q u en tin Sk in n er’s M eth o d ”, P o litic a l T h eo ry, 2 (3), 1974,
pp. 2 6 1 -2 7 6 . La crítica del profesor Tarlton tam bién tie n e que ver con los
escritos m e to d o ló g ico s de Joh n D un n yJ.G . A. Pocock. H e red ucido m is obser­
vacion es sobre su artículo exclusivam ente a aquellas seccio n es qu e se refieren
a m i obra.
Q U E N T IN SK IN N ER

m ostrar que mi argum ento, de hecho, sale prácticam ente ileso


de las críticas que han sido dirigidas contra él.
No obstante, la principal razón para ocuparm e de estas cues­
tiones m etodológicas es mi deseo de que esto tam bién pueda
servir p ara revelar dos im plicaciones de mi perspectiva que qui­
zás m erecen considerarse de m odo más atento. La p rim era de
ellas (que expondré en la sección i) se refiere a la cuestión de
lo que precisam ente debiera ser estudiado en la historia del
pensam iento político —es decir, de si debem os concentrarnos
en el cánon tradicional de los llamados “textos clásicos”, en las
principales tradiciones del análisis político, o más bien en el
“lenguaje” com pleto de la política en un periodo dado. La otra
implicación que deseo exam inar (a la que colocaré en la sección
n) es relativa a la extrem adam ente amplia pero crucial cuestión
de cómo analizar las relaciones entre los principios profesados
y las prácticas efectivas de la vida política. Mi principal objetivo
en lo que sigue es evitar repetirm e y avanzar —aún de m odo
esquem ático—hacia una consideración de estos nuevos puntos.

I
Mis prim eros ensayos m etodológicos, publicados entre 1966 y
1969, contenían objetivos abiertam ente polémicos, dado que
fueron escritos en un tono de “entusiasm o” que recientem ente
he rechazado.4 Mi interés inicial era exponer las debilidades de
dos supuestos prevalecientes respecto al estudio de los textos
clásicos en la historia del pensam iento político. Uno de ellos, al
que Parekh y Berki retornan sin ningún em pacho, era la creen­
cia de que, “en algunos casos, la inteligibilidad de un texto tiene
su origen en el texto mismo y que, para su com prensión, el
com entador no requiere considerar su contexto”.5 El otro su­
puesto consistía en la creencia de que una historia adecuada
podía ser construida fuera de la “unidad de ideas” contenidas

4 Tarlton, “H istoricity, M eaning and R ev isio n ism ”, p. 311; Q . Skinner,


“T he Limits o f H istorical E xplan ations”, Philosophy, 41, 1966, pp. 1 9 9 -2 1 5 , y
“On Two T raditions o f E nglish Political T h o u g h t”, H istorical J o u r n a l, 9, 1966,
PP- 136-139.
5 Parekh y Berki, “H istory o f p olitical id ea s”, p. 183.
224 A L G U N O S PROBLEM AS EN EL A N Á LISIS P O L ÍT IC O

en tales textos, o aún más, fuera del eslabonam iento de esos tex­
tos en una cadena de influencias m anifiestas. C om o W iener ha
indicado, yo atacaba esas m etodologías porque tenía la im pre­
sión de que daban origen a una serie de interpretaciones de los
textos clásicos exegéticam ente razonables pero históricam ente
increíbles. Tomé el caso del Leviatán de H obbes e intenté mos­
trar que dicha crítica era aplicable tanto a las interpretaciones
de W arrender y de H o o d com o a las explicaciones de Strauss
y M acpherson sobre el lugar de H obbes en el pensam iento del
siglo XVII. 67
No obstante este sesgo revisionista de mi enfoque, había por
lo m enos u n punto crucial en el que las suposiciones que gober­
naban mi perspectiva fueron de una clase totalm ente conven­
cional. C om o Schochet observa, supuse en todos lados que los
textos clásicos e ran dignos de ser estudiados p o r sí mism os, y
que el intento de com prenderlos debiera considerarse u n objeti­
vo fu n d am en tal en cualquier historia del pensam iento político.
Por ello resulta absurda la acusación de Tarlton según la cual los
objetos de análisis de mi propuesta m etodológica perm anecían
“vaga y arb itrariam en te especificados”. Mi interés estaba de
hecho con los m ism os objetos que siem pre había analizado —es
decir, con los “escasos libros selectos”, com o u n au to r reciente
los ha llam ado, que, p o r diversas razones, “h an alcanzado la je ­
rarquía de ‘clásicos’ ”.8 Mi pretensión original e ra sim plem ente
analizar la n atu raleza de las condiciones que son necesarias y
quizás suficientes p ara llegar a u na com prensión de cualquie­
ra de esos textos. C om o W iener apunta, intenté establecer que
una de las condiciones necesarias debe ser la recu p eració n del
significado histórico del texto. Así, concluí que n u n ca puede
ser suficiente p o r sí m ism o (pace Parekh y Berki) incluso rea­

6 H ow ard W arrender, T h e P o litic a l P h ilo so p h y C la r en d


O x fo rd , 1957; F.C. H o o d , T h e D iv in e P o litic s o f T h o m a s H o b b es, O x fo r d U ni-
versity Press, O x fo rd , 1964; L eo Strauss, N a tu r a l R i g h t a n d H is to r y , C hicago
U niversity Press, C h icago, 1953; C .B. M a cp h erso n , T h e P o litic a l T h e o r y o f Pos-
sessive I n d iv id u a lis m : F rom H obbes to L o c h e , O x fo rd , 1962.
7 T arlton, “H istoricity, M ea n in g a n d R e v isio n ism ”, p. 312.
8 M. L evin , “W h at Malees a C lassic in P olitical T h e o r y ? ”, P o litic a l S cien ce
Q u a rle r ly , 88, 1973, pp. 4 6 2 -4 7 6 .
QUENTIN SKINNLR 225

lizar los análisis más razonables e internam ente coherentes de


los argum entos contenidos en dichos textos.
No obstante, esta perspectiva ha sido atacada tanto p o r ser
excesivamente histórica com o p o r no ser suficientem ente his­
tórica. La últim a crítica, com o Schochet anota, es una que yo
mismo sugerí en mi artículo m etodológico más tem prano. Hoy
día debería estar más inclinado a enfatizarlo. Difícilmente p o ­
demos ocuparnos de la historia de la teoría política a m enos
que estem os dispuestos a escribirla com o historia real —esto es,
como el registro de u n a historia efectiva, y en particular com o
la historia de las ideologías. Dicha historia tendría m ucha im ­
portancia en la m ed id a en que puede proporcionarnos desde
el com ienzo u n a descripción realista de cóm o el pensam iento
político en sus variadas form as se desarrolló en el pasado. Nos
perm itiría destacar los diversos papeles que desem peñan los
factores intelectuales en la vida política. De ese m odo, nos p er­
m itiría com enzar a establecer las conexiones que hay entre el
m undo de la ideología y el m undo de la acción política. Y esto,
a su vez, ag reg aría u n a dim ensión extra al estudio de la historia
en general, que p areciera hasta el m om ento estar extraviada,
incluso en la lab o r de sus más distinguidos practicantes (se ha
vuelto u n lugar com ún, p o r ejem plo, decir que ello es la m ayor
debilidad del intento de B raudel de escribir la llam ada “historia
total”). Al respecto, es necesario señalar que el principal obs­
táculo p a ra escribir tal historia de las ideas políticas y sociales
es la constante ten d en cia a otorgarle un papel central al estudio
de los textos clásicos p o r sí mismos. Dicha tendencia prom ueve
un enfoque distorsionante cuando se intenta escribir en térm i­
nos históricos sobre el desarrollo de las ideas políticas y sociales.
Además, fom enta u n a exposición ingenuam ente difusionista de
las relaciones entre la o b ra de los principales teóricos sociales
y la aceptación de nuevas actitudes sociales y políticas. Pode­
mos considerar com o un ejem plo del p rim er riesgo el intento
del profesor C.B. M acpherson de escribir la historia del “indi­
vidualism o posesivo”, y el nivel ahistórico de abstracción en el
que procede toda la o b ra.9 El segundo riesgo descrito queda
ejem plificado al considerar los intentos recientes de vindicar

9
C.B. M acp h erson , Possessive In d ivid u a lism .
226 A L G U N O S PROBLEM AS EN EL AN Á LISIS P O L ÍT IC O

las influencias del pensam iento de B entham en el desarrollo


de las políticas sociales del siglo xix.101
No obstante, creo que se deben tener reservas contra la adop­
ción excesivamente optim ista de una aproxim ación completa­
m ente sociológica, por la que el objeto de análisis se convierte
nada menos que en la gama com pleta de “lenguajes” con los
que un pueblo articula su experiencia política a través del tiem­
p o .11 Existe cierto riesgo de que esta nueva sociología, cuando
se tom a dem asiado en serio, se reduzca nada m enos que a la for­
ma más desacreditada de inductivism o en un elegante disfraz.
Este riesgo es ya m anifiesto en la reciente historiografía de las
ideas científicas, en la que la tradicional historia “interna” de los
descubrim ientos racionales ha tendido a ser ignorada en favor
del intento de obtener “una descripción com pleta de la nue­
va ciencia”.12 Los problem as que esto probablem ente genera
son estrictam ente análogos a aquellos presentes en la historia
de las ideas políticas, y han sido recientem ente discutidos en
form a excelente.13 Si intentam os producir tal “descripción com­
p leta”, p ro n to estaríam os limitados a colocar simplemente los
detalles más triviales y aburridos. De cualquier forma, corre­
mos el riesgo de perdernos. Puesto que los hechos son infinitos
en núm ero, a m enos que tengamos idea de dónde com enzar y
p o r qué com enzar allí, podríam os literalm ente condenarnos a
tom ar en consideración p o r siem pre a todos ellos. De ahí que
debam os estar preparados para tom ar algunas decisiones cru­
ciales desde el principio acerca de lo que m erece ser estudiado
y de lo que es m ejor ignorar. Con ello, no estoy aceptando la
solución propuesta p o r B utterfield y los dem ás oponentes a
la historia “presentista”, quienes han argum entado que aun si

10 H. Parris, “T h e N in eteen th -C en tu ry R ev o lu tio n in G overnm ent: A Re-


appraisal R eap p raised ”, H is to r ic a l J o u r n a l , 3, 1960, pp. 1 7 -3 7 ; Jeffrey Hart,
“N in eteen th -C en tu ry S ocial Reform : A Tory In terp reta tio n o f H istory”, Po-st
a n d P resen t, 31, 1965, pp. 3 9 -6 1 .
11 V éase, p or ejem p lo, J.G .A . P ocock, Politics, L a n g u a g e a n d T im e , Athe-
n eu m , N u eva York, 1971, pp. 3 -4 1 .
12 V éase, p or ejem p lo, P.M. R attansi, “T h e In tellectual O rigin s o f the Royal
S o c ie ty ”, N o te s a n d R ecords o f th e R o y a l S ociety , 23, 1971, pp. 1 2 9 -1 4 3 .
13 V éase, M ary H esse, “R easons and E valuations in th e H istory o f Scien­
c e ”, en C h a n g in g P erspectives in the H is to r y o f S c ie n c e , d e M. T eich y R. Young,
H e in e m a n n , L on d res, 1973.
Q U E N T IN SK IN N ER 227

procedem os de ese m odo, debem os ser cuidadosos de “ad o p tar


la perspectiva” y los criterios de significatividad vigentes en el
periodo histórico que se estudia.14 Es poco razonable su p o n er
que entre contem poráneos de cualquier periodo histórico algu­
na vez haya un acuerdo pleno sobre los intereses de la época.
Además, si ocurriese que se diera dicho acuerdo alred ed o r de
la idea de que ciertos escritores no im portan, difícilm ente p o ­
demos esperar que se escriba una historia satisfactoria si nos
conform am os sólo con aceptar tales juicios. Esto nos dejaría,
por ejemplo, con una historia de la teoría ética del siglo xvn en
la que Spinoza es totalm ente ignorado, una historia de la teoría
lógica del siglo xix en la que Frege apenas se m enciona y así
otras historias p o r el estilo. Por lo pronto, parece fundam ental
hacer un énfasis muy m arcado en lo que parece algo bastante
obvio: que las decisiones que tom am os sobre qué estudiar del
pasado d eb en ser nuestras propias decisiones, que obtenem os
en cuanto aplicam os nuestros propios criterios para ju z g a r lo
que es racional y significativo.
Una vez restau rad o este aspecto en su status correcto com o
un lugar com ún, es posible tanto reconocer la im portancia de
una aproxim ación estrictam ente histórica en el estudio del p e n ­
samiento político, com o adm itir que el estudio de los textos
clásicos m erece au n así cierta primacía. Esto supone, desde
luego (tal com o siem pre he supesto), que referirse a u n texto
como clásico im plica que habría razones especiales p a ra d e­
sear com prenderlo. La centralidad de los textos clásicos radica
simplemente en que ellos se convierten en un foco de aten­
ción sobre el que debe parecer apropiado organizar algunas de
nuestras investigaciones históricas. No estoy afirm an d o que re­
presenten el único o incluso el más interesante foco de atención
que debam os escoger. Tal com o ya he indicado, y esp eran d o
que al final de este artículo quede del todo claro, creo que el
asunto de las relaciones entre la ideología política y la acción
sugiere un cam po de nuevas investigaciones am plio y más exi­
toso. C iertam ente, estoy de acuerdo en que los textos clásicos
siguen proporcionándonos una respuesta potencial a la inevita-

14 H. B u tterfield , The W hig Interpretation o fH isto ry, H a rm o n d sw o rth , Pen-


guin, 1973, p. 28.
A L G U N O S PRO BLEM A S EN EL A N Á LISIS P O L ÍT IC O

ble pregunta de dónde deben com enzar nuestras indagaciones


históricas, así com o un m edio potencial de conferirles a éstas
la agudeza de aquéllos.
Pudiera parecer, sin em bargo, que esta conclusión sólo sirve
para subrayar la crítica alternativa, en el sentido de que esto
representa una aproxim ación excesivamente histórica para un
científico político. Esta es la principal crítica de Leslie. Sostiene
que mi enfoque involucra un com prom iso paradójico, puesto
que com ienza presuponiendo la im portancia que tiene el recu­
rrir a los textos clásicos, pero term ina p ro p o n ien d o un m étodo
de estudio que “am enaza con destruir el mism o tesoro que bus­
camos, qued an d o sólo el polvo de la erudición”.15 Tarlton ha
expresado con convicción el mismo temor. Mi argum ento so­
bre u n a “historicidad estricta”, señala Tarlton, hace “difícil ver
cóm o, aun si fuera factible, serían posibles cualesquiera conclu­
siones im portantes que rebasen un m ero interés anticuario”.16
No veo, sin em bargo, p o r qué deba suponerse que investigar
la relevancia inm ediata de los textos clásicos nos limite a una
simple eru d ició n anticuaria. O frecer éstas com o alternativas
exhaustivas es sim plem ente desestim ar el punto que he bus­
cado enfatizar: que si estam os interesados en resultados tales
com o el proceso de form ación ideológica y de cambio, no po­
dem os evitar involucrarnos en amplias indagaciones históricas;
y si estam os genuinam ente interesados en co m prender tales re­
sultados, parece adecuado exigir que dichas investigaciones se
conduzcan con tanto cuidado y exactitud com o sea posible.
Mi respuesta a esta segunda línea de críticas es, así, la misma
que la anterior. A unque el análisis de la ideología política es
inevitablem ente un asunto histórico, es de lo más ingenuo su­
p o n er que ello constituye una razón para no darle el lugar que
sin d uda m erece en cualquier estudio académ ico de la política.
Es verdad que Tarlton desea en co n trar este tipo de respuesta
“dem asiado ligera com o para considerarse una auténtica con­
frontación del problem a”.17 Em pero, Tarlton no proporciona
fundam ento alguno para este juicio y, ante esto, aún no veo qué

15 L eslie, “D e fen se o f A n a ch ro n ism ”, p. 433.


lh T arlton, “H istoricity, M ean in g and R ev isio n ism ”, p. 314.
17 Ibid.,p. 314 n.
Q U E N 7 IN SK IN N E R 999

resulla lan insalisíactorio en esta conclusión. En un principio


intenté afanosam ente saber qué era a p a rtir del hecho de que un
grupo de filósofos sociales (p o r ejem plo, el profesor M aclntyre)
habían ya hecho uso de un conjunto sim ilar de suposiciones, al
producir algunas im p o rtan tes contribuciones para la ética y el
pensam iento p o lítico .1819 Desde entonces, he intentado en co n ­
trar ciertos arg u m en to s análogos a los presentados p o r teóricos
políticos que no tien en conexiones con la “escuela” que T arlton
... iq 1
critica. ,J
Todo esto m e lleva a la que evidentem ente es la cuestión
fundam ental: ¿cóm o p u ed e lograrse la recuperación del signi­
ficado histórico de u n texto? C om o Schochet anota, p u ed e ser
que la o rg an izació n polém ica de mis prim eros artículos im pi­
diera que e n u n c ia ra mi respuesta positiva a esta p reg u n ta con
suficiente claridad. Mi respuesta original, no obstante, e ra m uy
simple. D iscutí q u e la clave para rechazar significados ahistó-
ricos d eb e co n sistir en lim itar nuestro rango de descripciones
de cualquier texto d ad o a aquellas que el autor mism o tuvo en
principio q u e h a b e r supuesto, y que la clave para co m p re n d er
el significado h istó rico real de un texto debe consistir en recu­
perar el co n ju n to d e intenciones que tuvo el autor al escribirlo.
Me g u staría a h o ra h acer tres observaciones relevantes sobre
esta d o ctrin a con la intención de elim inar un conjunto de m alen ­
tendidos con respecto a mis puntos de vista actuales. La p rim e ra
consiste en señ alar que su aplicación siem pre se proyectó es­
tando lim itada en dos form as que intento describir. Éstas son
quizás de g ra n im p o rtan cia, puesto que algunos de mis críticos
han preferido ig n o rarlas y se han dedicado, en consecuencia,
a dem oler u n a posición que yo nunca quise defender. H e sido
criticado (p o r P arekh y Berki) p o r sostener que podem os hablar
como si el au to r d e u n a com pleja o b ra tuviese “u n a intención
definida al efectuar u n a acción que tendría un resultado defi-

18 V éase, A. M acln tyre, AShort H isto ry Ethics, M acm illan, N u ev a


1966, y A g a in st the Self-Images o f the Age, D u ck w orth , L
19 V éase, p o r e je m p lo , W .H . G reen lea f, “T h e o r y and th e Study o f Poli-
d es”, British J o u r n a l o f P olitical Sciences, 2, 1970, pp. 4 6 7 -4 7 7 , L. K reiger, T h e
A utonom y o f In tellectu al H isto r y ”, J o u r n a l o f the H istory o f Ideas, 34, 1973,
PP- 4 9 9 -5 1 6 .
230 A L G U N O S PROBLEM AS EN EL AN Á LISIS P O L ÍT IC O

n id o ”.20 Pero nunca he hecho tal afirm ación. La he rechazado


de la m anera más explícita posible con la finalidad de que este
m alentendido fuera evitado (4:86). En segundo lugar, he sido
criticado (una vez más p o r Parekh y Berki, así com o p o r Tarlton)
p o r suponer que las tareas de recuperación y el establecimiento
de las intenciones del autor pueden ser “suficientes p o r sí mis­
mas p ara u n a com prensión adecuada de la o b ra en cuestión”.21
Pero, o tra vez, nunca he hecho tal afirm ación. Precisam ente he
tratad o de prevenir este m alentendido insistiendo de la m anera
más enérgica posible en que “me ha interesado solam ente” ar­
g u m e n tar “que entre las tareas del intérprete se debe encontrar
la recu p eració n de las intenciones del au to r”. He tratado de
d istin g u ir en tre este argum ento y “la afirm ación más amplia,
frecuentem ente expresada”, según la cual, “la recuperación de
esas in ten cio n es” debe ser en su totalidad la tarea del intérprete
(3:76).
Mi seg u n d a observación es que nunca he sugerido que haya
algo p articu larm en te dram ático u original en mi argum ento.
T arlton tien e m ucha razó n al subrayar la deuda que tengo con
los recientes escritos de los profesores D unn y Pocock; a su vez,
los tres tenem os que reconocer la influencia que R.G. Colling-
w ood h a ejercido sobre nuestros estudios m etodológicos. Es de
sum a im p o rtan cia esta fuente com ún, puesto que Parekh y Ber­
ki h an d ed icad o m ucho espacio a “explicar” cóm o he alcanzado
mi presente posición intelectual, y alegan que “la más im portan­
te tra d ic ió n ” en la que m e apoyo está “cercanam ente ligada al
positivism o lógico”.22 El hecho de que yo explícitam ente seña­
le a C ollingw ood com o u n a in flu en cia intelectual fundam ental,
así com o el hecho de que C ollingw ood sea indiscutiblem ente el
p rin cip al idealista antipositivista en la reciente filosofía inglesa,
es quizás suficiente p a ra sugerir lo absurdo del argum ento de
P arekh y Berki al respecto.
En este m om en to siento que este rasgo de mi posición origi­
nal —sobre la q u e la m ayoría de mis críticos se ha c o n c e n tra d o -
p re se n ta b a fallas en al m enos dos aspectos. P rim ero, descansa-

20 P arekh y B erki, “H isto r y o f P o litica l id e a s ”, p. 169.


21 Ibid., p. 170; T arlton , “H isto ricity , M ea n in g a n d R e v isio n ism ”, p. 321.
22 P arekh y B erki, “H isto r y o f P o litica l Id e a s”, p. 175.
Q U E N T IN SK IN N ER 231

ba en la idea de que cada agente tiene u n acceso privilegiado


a sus propias intenciones; esto lo veía com o una form a de “ce­
rra r el contexto” alred ed o r del significado histórico de un texto.
Hoy acepto que he aplicado esta noción de un m odo dem asiado
rígido, com o sugirió J.W. Burrow.23 Tam bién m e he conven­
cido más acerca de ciertas dificultades existentes en la teoría
propiam ente dicha, dificultades que un g ru p o de filósofos han
explorado recientem ente más de cerca.24 Además, he visto con
más claridad q u e no tengo una necesidad real de apoyarm e en
esta teoría p a ra fu n d am en tar la mía propia y he replanteado
este aspecto de mi argum ento de tal form a que lo libere de
esta deficiencia. El otro defecto de mi presentación original
consistía en q u e em pleaba en form a erró n ea el argum ento que
tom é p restad o d e J.L. A ustin sobre la “fuerza ilocucionaria” de
las expresiones lingüísticas. Intenté em plearlo en el curso de
un ataque a la idea de que las teorías políticas son m eras d e­
rivaciones d e las prácticas políticas, un ataque que hoy siento
com pletam ente fallido (2:56-63). Desde entonces, creo que he
em pleado este arg u m en to de u n m odo más satisfactorio (3:4).
No obstante, n o creo que haya intentado proporcionar u n a res­
puesta satisfactoria al caso epifenom enalista, y p o r esta razón
me g u staría h ab lar de ello o tra vez en la segunda parte de las
presentes consideraciones.
M uchos d e m is críticos (sobre todo Parekh y Berki) escriben
com o si n u n ca hubiese intentado corregir estos defectos o ex­
tender y re fin a r la p resen tació n original de mis puntos de vista.
Sin em bargo, com o Tari ton indica con toda justicia, he venido
trabajando en el co n cep to de convención, especialm ente en lo
que se refiere a las convenciones que giran en torno a la ejecu­
ción de com plejos actos lingüísticos, a fin de p ro p o rcio n ar un
m edio más efectivo, au n q u e relacionado cercanam ente al ante­
rior, p a ra “c e rra r el co n tex to ” de los significados históricos de
los textos. En particular, he planteado preguntas sobre lo que

23 J.W . B urrow , E v o lu tio n a n d Society, C a m b rid g e U niversity P


bridge, 1970, p p . x x ii-x x iv .
24 V éa n se, p o r e je m p lo , C. O lse n , “K n o w led g e o f O n e ’s O w n In ten tio n a l
A ctio n s”, Philosophical uartely,1 9, 1969, p p . 3 2 4 -3 3 6 , y las referen cias e n
Q
W. A lston , “V arieties o f P r iv ile g e d A c c e ss”, A m erican Philosophical , 8,
1971, p. 2 2 3 -2 4 1 .
232 A L G U N O S PR O B LEM A S EN EL A N Á L ISIS P O L ÍT IC O

un escritor dado pudo haber estado haciendo y he intentado res­


p o n d er señalando que sus intenciones d eb en necesariam ente
haber sido convencionales, si ellas incluyeron la intención de
com unicar y de ser entendidas (3). T am bién he intentado for­
talecer estas consideraciones puram ente m etodológicas funda­
m entándolas en la lógica de la explicación; es decir, he intentado
m ostrar cóm o la recuperación de las intenciones del agente, así
com o de las convenciones en vigor, p u ed en ser útiles p ara pro­
porcionar una form a válida (aunque no causal) de explicación
para, p o r lo m enos, algunas de sus acciones voluntarias (4).2526
No p reten d o que esta extensión, en cierta form a ambiciosa,
de mi argum ento original quede com pletam ente libre de difi­
cultades. A cepto la crítica hecha po r Mew, a través de algunos
ingeniosos contraejem plos, contra mi argum ento de que debe
ser invariablemente necesario invocar una serie de convenciones
tanto lingüísticas com o sociales a fin de decodificar la fuerza
que involucran ciertas em isiones.2() De igual m odo, reconozco
ag rad ecid o los refinam ientos sugeridos p o r el doctor Cióse y
p o r el pro feso r H an ch er en el curso de com entarios generales
análogos a propósito de mis más recientes exposiciones sobre
la intencionalidad au to ra l.27 Me parece que, antes de que se
p u ed a hablar con seguridad sobre estas conclusiones, tendrá
que analizarse con m ucha seriedad y p ro fu n d id ad el concepto
de convención, especialm ente en relación con la idea de que
alguien intenta algo a través de decir o hacer algo.28
No obstante, no veo razón p ara d u d ar que mi argum ento, en
su form a revisada y extendida, sea capaz de reto m ar las p rin ­
cipales conclusiones en que he insistido: que la recuperación
del significado histórico de un texto dado es u n a condición

25 V éa se tam b ién Q . Skinner, “C o n v en tio n s a n d th e U n d er sta n d in g o f


S p eech -A cts”, Philosophical Q uarterly, 20, 1970, pp. 1 1 8 -1 3 8 , y “O n P e r f o r m in g
a n d E xp lain in g L in gu istic A c tio n s ”, Philosophical Q uarterly, 2 1 ,1 9 7 1 , pp. 1-21.
26 M ew, “C o n v en tio n s o n T h in I c e ”.
27 V éa se A.J. C ióse, “D o n Q u ix o tc a n d th e In ten tio n a list Fallacy", British
J o u r n a l o f Aesthetics, 12, 1972, pp. 19 -3 9 ; M. H an ch er, “T h r e e K inds o f Inten-
tio n ”, M odern L a n g u a g e Notes, 87, 1972, pp. 8 2 7 -8 5 1 .
28 Para d o s c o n tr ib u cio n e s recien tes y n o ta b les, véa se S.R. Schiffer, Mean-
ing, C la ren d o n Press, O x fo rd , 1972; y e sp e c ia lm e n te D.K. L ew is, Convention:
A Philosophical Study, H arvard U niversity Press, C a m b rid g e, M ass., 1969.
Q U tN T lN SK1NNF.R 233

necesaria p ara su com prensión, y que este proceso n u n ca p u e­


de alcanzarse sim plem ente con estudiar el texto p o r sí mism o.
Incluso Parekh y Berki parecen estar dispuestos a acep tar que
esto es en ocasiones cierto, aun cuando insistan en que en otros
casos “el contexto es prescindible y el auditorio es irred u cti­
blem ente general y tran sh istó rico ”. A rgum entan cjue “quizás el
caso más o b v io ” de un texto clásico que “tiene sentido p o r sí
m ism o” y “que no tiene un contexto específico ni u n au d ito rio
lim itado e id en tificab le” queda representado p o r el de
H obbes.29 Estoy de acuerdo en que el Leviatán p robablem ente
sea el más candidato más fuerte, pero uno de los propósitos
básicos de mis artículos historiográficos sobre H obbes ha sido
establecer que aun en este caso tal afirm ación sería e rró n e a . A
m enos que estem os listos para preguntar sobre lo que H obbes
estaba h acien d o en el Leviatán, y que busquem os las respues­
tas relacio n an d o su o b ra con las condiciones prevalecientes del
debate político en esa época, no podem os esperar elucidar el
carácter preciso de su contrarrevolucionaria teoría d e la obli­
gación política, ni podem os aspirar a entender el papel preciso
de su epistem ología en relación con su pensam iento político.
En cam bio, si estam os dispuestos a considerar el Leviatán en
relación co n su ap ro p iad o contexto ideológico e intelectual, p o ­
dem os com enzar a resp o n d er estas cuestiones y, de este m odo,
aum entar n u e stra com prensión de la obra. T am bién podem os
com enzar a ap reciar el hecho de que, aun si H obbes pudiese
haber ten id o la am bición de hablar “transhistóricam ente” (cosa
que yo nunca he intentado negar), su o b ra estaba dirigida a un
auditorio lim itado e identificable con precisión.
Mis razones p a ra insistir en estas conclusiones h an sido ju s ­
tam ente p arafrasead as p o r W iener, y no hay necesidad d e re­
plantearlas aquí. Puesto que Parekh y Berki evidentem ente las
rechazan sin reservas, sólo p u ed o concluir que ellos en cu en tran
mis argum entos históricos de alguna form a sum am ente defec­
tuosos. Sin em bargo, es u n rasgo decepcionante de su crítica
el hecho d e que ellos no ofrezcan com entarios sobre la nueva
inform ación que he intentado p resen tar sobre el contexto del

29 Parekh y Berki, “H istory o f P olitical Id ea s”, pp. 174, 170, 173.


234 A L G U N O S PR O B L EM A S EN EL A N Á LISIS P O L ÍT IC O

pensam iento de H obbes y, en consecuencia, no aporten razo­


nes para su débil crítica de mis observaciones. Sim plem ente
insisten en que nunca realicé algún intento p o r c o rro b o rar mis
afirm aciones m etodológicas generales a través de cualquier “in­
vestigación detallada sobre pensadores del p asad o ”.30
A dm itiría, no obstante, que mis hallazgos relativos a H obbes
p u ed en ser controversiales de algún m odo; p o r ello, retrocederé
a un ejem plo más sim ple que había considerado previam en­
te y que p u ed e de igual form a apoyar mis argum entaciones
centrales. Locke, en sus Two Treatises, no apela a la fuerza pres-
criptiva de la antigua constitución inglesa. U na revisión de las
condiciones prevalecientes en su época en el debate sobre la
obligación política revela que ésta era una laguna que había
p erm an ecid o en el argum ento de Locke. Esto bien puede lle­
varnos a cuestionar lo que Locke había estado haciendo aquí.
D ebem os lim itarnos a resp o n d er que estaba rechazando y re­
p u d ia n d o u n a de las más extendidas y prestigiadas form as de
arg u m en to político de su tiem po. Tam bién p uede hacer que
nos p reg u n tem o s al respecto si no pu d o haber tenido la inten­
ción de traslad ar la decisión de la obligación política hacia un
nivel m ás abstracto, ig n o ran d o las pretensiones prescriptivas y
argum entativas p o r com pleto, en térm inos de los conceptos de
la ley n a tu ra l y de los derechos naturales. Esto parece apoyar
mis argum entos centrales. Difícilmente podem os su p o n er que
hem os en ten d id o el texto de Locke hasta que hayam os con­
siderado lo que estaba haciendo en este punto crucial de su
argum ento. Además, n unca podem os esp erar h a b e r obtenido
tal com prensión sim plem ente p o r leer el texto p o r sí mismo
“una y o tra vez”, tal y com o algunos críticos h an sugerido.31
Además, no es difícil defen d er este com prom iso m etodoló­
gico básico contra la principal acusación que se le h a señalado.
De acuerdo con Parekh y Berki, dicha p o stu ra n iega la posibili­
dad de nuevas intuiciones y experiencias.32 Según Tarlton, no
p erm ite ver el hecho de que algunos escritores “o p e ra n sobre

30 Ibid., p. 172.
31 J. P lam en atz, M a n a n d Society, 2 vols., L o n g m a n s, L o n d res, 1964, vo
p. x.
32 Parekh y Berki, “H istory o f P olitical Id e a s”, p. 168.
Q U E N T IN SK IN N E R 235

o más allá de los límites de los ‘lenguajes’ establecidos”.33 Y, se­


gún Schochet, podem os p erm an ecer “ciegos ante lo g ro s” tales
com o la innovación y la “creativ id ad ” si se sigue tal p ersp ecti­
va. Esta acusación parece derivarse de u n a confusión en tre la
irreprochable afirm ación de que cualquier agente que in ten ta
com unicarse debe estar lim itado p o r las condiciones prevale­
cientes del discurso, y la afirm ación adicional de q ue dicho
agente debe estar lim itado sólo a seguir estas convenciones. O b ­
viam ente, yo n u n ca intenté com p ro m eterm e con el ab su rd o de
negar que está abierto a todo escritor el indicar que su o b jeti­
vo sea extender, subvertir o en alguna form a alterar u n g ru p o
prevaleciente de convenciones y actitudes. Estoy s o rp re n d id o
al oír que mi perspectiva haría im posible d elinear este tip o de
innovación y cam bio. Por el contrario, m e parece q ue estoy
p ro p o rcio n an d o los m edios —los únicos m edios seguros— p a­
ra m o stra r el carácter preciso de estos cam bios, y de in d icar
el m om ento preciso en q ue realm ente tienen lugar. Esto p u e ­
de apreciarse efectivam ente si regreso al ejem plo que acabo de
citar sobre los Two Treatises de Locke. Sólo al trazar todas las
condiciones prevalecientes de la decisión política p o dem os co­
m enzar a o b serv ar los aspectos en los que Locke p u d o h ab erse
interesado en apoyar o rechazar. Lejos de negar tales m om entos
de creatividad, mi enfoque parece, así, p ro p o rcio n ar los únicos
m edios de reconocerlos y destacarlos en una form a genuina-
m ente histórica.
Finalm ente m e g u staría subrayar u n m érito especial d e m i
propuesta que aún no he discutido. C reo que p ro p o rc io n a rá
un m edio p a ra evitar u n a debilidad que de o tro m o d o parece
endém ica en cualquier intento de tom ar la idea de u n “le n g u aje”
o una tradición com o u n a u n id ad de estudio en la historia del
pensam iento político. Por supuesto, no soy hostil p a ra con estas
afirm aciones p o r sí m ism as, puesto que mi propio intento de fi­
jarm e en las convenciones del argum ento político obviam en­
te tienden a culm inar en u n estudio de géneros y tradiciones
de discurso. No parecería necesario rep etir esto, si no es p o rq u e
Parekh y Berki m e h an criticado cuando señalan que no p u ed e
ser nunca justificable p a ra u n intelectual h istoriador escribir en

33 T arlton, “H istoricity, M ea n in g and R ev isio n ism ”, p. 325


236 A L G U N O S PROBLEM AS EN EL ANÁLISIS PO L ÍT IC O

térm inos de tradiciones, periodos, escuelas de pensamiento y


dem ás.34 Es difícil ver cómo ellos han llegado a tener esa im­
presión. Como he intentado aclarar, com parto su entusiasmo
por los intentos, como el del profesor Greenleaf, de escribir
sobre las principales tradiciones del análisis político, aun cuan­
do no puedo aceptar p o r com pleto su tesis (por razones que
he dado am pliam ente en otra parte) de que G reenleaf haya en
efecto alcanzado este resultado “sin ninguna distorsión”35 (tam­
bién encuentro sorprendente que den el título equivocado de
un libro tan conocido que ellos mismos seleccionaron). Creo,
sin em bargo, que si el apoyo de G reenleaf en las tradiciones,
o el de Pocock en el lenguaje, se tratan como metodologías en
sí mismas, tenderían a generar por lo menos dos dificultades.
Hay un riesgo evidente de que, si sólo nos ocupam os de las
relaciones entre el vocabulario usado por un escritor dado y
las tradiciones con las que él parece conectado por usar ese
vocabulario, podem os volvernos insensibles a las m uestras de
ironía, sesgos y otros casos en los que el escritor puede parecer
estar diciendo algo que realm ente no quiere decir. El riesgo
principal, sin em bargo, es que, si sólo nos concentram os en el
lenguaje de u n escritor dado, correm os el riesgo de asimilarlo
a una tradición intelectual ajena y, con ello, de m alinterpretar
el propósito de sus obras políticas en su totalidad.
Un ejem plo claro de este prim er riesgo lo proporciona la
obra de Bayle, com o lo he m ostrado en otra parte (2:51-3). Un
ejem plo claro del segundo tipo de riesgo puede encontrarse
en las recientes discusiones de las obras políticas de Boling-
broke. Sucede que Bolingbroke, el archienem igo de los presen-
tistas, brinda en sus principales trabajos políticos el más claro
com pendio de las creencias políticas radicalm ente presentistas,
especialm ente los ideales políticos harringtonianos. Desde lue­
go, es necesario concentrarse en las tradiciones políticas que
Bolingbroke estaba aprovechando a fin de po d er exponer esta
paradoja, y ésta ha sido la gran fuerza de los recientes com en­
tarios. Su g ran debilidad, no obstante, ha sido su incapacidad
p ara elaborar una explicación sobre este problem a. Sólo nos

34 Parekh y Berki, “H istory o f Political Ideas", p. 184.


35 / bid.,p. 180.
Q L ’h N T IN SK IN N E R 237

han dejado con la observación de que “Bolingbroke, el co n ­


servador, m u estra rasgos presentistas”, y con la caracterización
potencialinente desviada de B olingbroke com o “el más espec­
tacular de los n e o h a rrin g to n ian o s”.36
Sugiero que lo que se requiere a fin de p o d er llevar el a rg u ­
m ento más allá de este punto insatisfactorio, no es sólo indicar
las tradiciones de discurso en que se puede apoyar un escritor
dado, sino tam bién p reg u n tarse qué pudo estar haciendo cu an ­
do se apoyaba en el discurso de esas tradiciones particulares.
Puesto que m uchas cosas diferentes pueden ser hechas p o r di­
ferentes escritores con u n “lenguaje” dado, la atención no d eb e
estar, creo, en el lenguaje o las tradiciones mismas, sino más
bien en la gam a de cosas que p u ed en en principio ser hechas
con ellos (y a ellos) en cualquier periodo dado. En térm inos de
la je rg a d o m in an te, lo que necesitam os preg u n tar es qué ran g o
de actos-de-habla p u e d e realizar en form a estándar u n escri­
tor dado c u an d o hace uso de un conjunto dado de conceptos
o térm inos. Si esta cuestión adicional ha sido planteada, p o r
ejem plo, e n el caso de Bolingbroke, creo que se p o d ría h a b e r
m ostrado q u e u n o d e sus objetivos principales en sus obras polí­
ticas p u d o n o tan to h a b e r sido articular un grupo de principios
políticos e n los q ue él necesariam ente creyera, sino más b ien
recordar a sus o p o n e n te s los principios políticos que éstos p ro ­
fesaban (he in ten tad o m o strar recientem ente esta conclusión).37
Si sólo nos co n cen tram o s en el lenguaje de las obras políticas de
Bolingbroke y e n las tradiciones con las que él m ism o se id en ti­
fica, este nivel de análisis p erm an ecerá cerrado. En cam bio, si
vamos m ás allá de este punto, podríam os intentar resp o n d e r las
cuestiones que actualm ente se plantean y, así, alcanzar u n n u e­
vo nivel de co m p ren sió n en nuestro estudio de éstas y m uchas
otras obras políticas históricam ente im portantes.

36 V éa se, J effrey H art, Viscount Bolingbroke: Tory H u m a n ist, R o u tled g e a n d


K egan Paul, L on d res, 1965; P ocock , Politics, L ang u a g e a n d Tim e, p. 134; y d e
igual m o d o , C. R obb ins, The Eigtheenth-C entury C om m onw ealthm an, H arvard
U niversity Press, C am b rid ge, M ass., 1959.
37 V éase Q. Skinner, “T h e P rin cip ies an d P ractice o f O p p o sitio n : T h e
C ase o f B o lin g b ro k e versuWa lp o le ”, e n N . M cK endrick (co m p .), H istorical
Perspectives: Essays in H o n o u r o fJ.H . P lum b, E uropa P u b lica tio n s, L o n d res, 1 9 7 4 ,
pp. 9 3 -1 2 8 .
238 A L G U N O S PROBLEM AS EN EL AN Á LISIS P O L ÍT IC O

II
De acuerdo con muchos de mis críticos, mi propuesta desem bo­
ca en un rechazo hacia los intentos de asignar cualquier papel
causal a las ideas o principios políticos en relación con la expli­
cación de las acciones y sucesos políticos. Es cierto que ellos a
veces han confundido esto con la acusación más bien diferente
que ya he considerado, según la cual mi enfoque es incapaz de
explicar intuiciones innovadoras que están generalm ente pre­
sentes en las obras políticas más creativas. Sin em bargo, está
claro que cuando Parekh y Berki me acusan de “no ver en la
política nada más allá de los aspectos pragm áticos e inm edia­
tos”, lo que tienen en m ente es mi deficiencia p ara reconocer la
influencia de estructuras ideológicas generales sobre el m un­
do de los sucesos políticos.38 Y Tarlton parece tener en m ente
la m ism a crítica cuando insiste en alinearm e con quienes cre­
en que el m un d o del pensam iento “sólo refleja un m undo más
fuerte y de algún m odo más real de actividad no-lingüística”.39
Me siento algo agraviado p o r estas críticas, puesto que uno
de mis principales deseos, al proponer un objeto de estudio
más ideológico p a ra la historia del pensam iento político, era
que esto nos colocara de una form a más efectiva en la situación
de m ostrar la naturaleza dinám ica de las relaciones que supon­
go existen entre los principios profesados y las prácticas reales
de la vida política (2:56-59). Aún creo que la sugerencia que
hice originalm ente sobre la form a en que esta relación debe
analizarse era correcta —la sugerencia de que sería posible ha­
cer uso de la posición y de los puntos de vista proporcionados
p o r la teoría de los actos-de-habla. No obstante lo anterior, bien
puede ser que me haya acarreado a m í mism o este m alentendi­
do particular, ya que, com o he aceptado, el p rim er intento que
hice de form ular y aplicar esta teoría resultó fallido. Es p o r esta
razón que ahora me gustaría reto rn ar a mi pro p u esta original
e intentar explorarla en una dirección com pletam ente nueva.
Puede haber dos tipos básicos de situación en que un prin­
cipio profesado es capaz de d eterm inar una acción social y po-

38 Parekh y Berki, “H istory o f Political Id ea s”, p. 176.


39 T arlton, “H istoricity, M ean in g and R ev isio n ism ”, p. 313; v éa n se tam bién
pp. 3 2 1 -3 2 2 .
Q U E N T IN S K IN N E R 239

lítica y, a fortiori, necesita citarse a fin de explicar dicha acción.


El caso más evidente es cuando el p rincipio sirve com o m otivo
de la acción. Explicar una acción voluntaria es n o rm alm en te
citar el fin que el agente desea alcanzar —es decir, citar su m o ­
tivo p ara actu ar—ju n to con su creencia de que la ejecución de
una acción d ad a le llevará hacia el logro del fin deseado. Si el
agente adm ite que actúa m otivado p o r un principio, y si el p rin ­
cipio que él acep ta es genuinam ente su m otivo p ara actuar, es
evidente que el p rin cip io d eterm in a la acción y así necesita ser
descrito y explicado.
La cu estió n es si esta sim ple estru ctu ra de conceptos p u e d e
en todos los casos aplicarse p ara analizar las relaciones en tre
una ideología y u n curso com plejo de acción política o social.
Un intento recien te d e aplicarlo en esta form a ha sido realizado
p o r u n g ru p o d e historiadores y científicos políticos que h an
estado ansiosos d e rech azar el influyente escepticism o fo rm u ­
lado p o r Sir Lewis N am ier y sus seguidores sobre el papel d e
los factores ideológicos en la vida política. El profesor H olm es,
p o r ejem plo, h a in ten tad o co n stru ir su explicación g en eral de
British Politics in the Age of Anne apoyándose en la idea de
conflictos políticos d e la época no se relacionaban sólo con el
“p o d e r y la b ú sq u e d a d e e m p leo ”, com o todos los nam ieristas
han alegado, sino q u e están “relacionados con sucesos reales,
incluyendo el c o n flicto de principios sostenidos sin ceram en ­
te”.40 Y el p ro fe so r K ram nick h a intentado analizar de m a n e ra
sim ilar la política d e los g ru p o s de oposición a com ienzos del
siglo x v i i i en In g la te rra en térm inos del supuesto de que los
protagonistas estab an gen u in am en te m otivados p o r “ideales y
principios po lítico s” y n o sólo p o r “el interés co m ú n del disi­
d en te”.41
A pesar de tales ejem plos recientes, p u ed e decirse que este
tipo de intento p o r analizar los principios com o condiciones
suficientes de acciones h a sido en g en eral ju sta m en te ab an ­
donado. En esto p arecen h a b e r co n trib u id o las dudas q u e u n
g rupo d e filósofos (p articu larm en te algunos de los seguidores

40 G. Holmes, B ritish Politics in the A ge o f A n n e , Macmillan, Londres, 1967.


41 I. Kramnick, Bolingbroke a n d H is Circle: T he Politics o f N ostalgia in the A ge
o f W alpole, Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1968.
240 \ l (.1 ' N i )S l ’R C)RLEM A S EN E L A N Á L IS IS P O L I T I C O

de W iilgcnstein) ha expresado acerca de la tesis según la cual


los inolivos son causas. Yo m ism o no creo que haya razón algu­
na para reñir con esta afirm ación, cuyas dificultades parecen
haber sido algo exageradas (4:86-89). Esto es debido en parte al
hecho de que algunas de las corrientes más poderosas en la teo­
ría social m o d ern a han convergido en su rechazo de este m odo
de analizar la dirección de la causalidad entre principios y accio­
nes. Esto es aplicable no sólo a los nam ieristas, sino aún más
claram ente a los m arxistas (p o r lo m enos en ciertos m odos) y
más recientem ente a los conductistas. Todos ellos han insistido,
p o r diferentes razones, en las m ism as dos dem andas. La prim e­
ra sostiene que los principios aceptados en la vida política son
p o r lo co m ú n las racionalizaciones simples de motivos e im pul­
sos sum am ente diferentes. Com o N am ier (un g ran adm irador
de P areto y de F reud) señala, tales principios son usualm ente
inventados ex postfacto, sólo p ara investir a la conducta política
con u n m uy esp u ria “apariencia de lógica y racio n alid ad ”.42 La
seg u n d a d em an d a, que se sigue de la anterior, indica que tales
p rincipios n o tie n e n u n papel causal en la vida política y, en
consecuencia, difícilm ente necesitan fig u rar en explicaciones
de la c o n d u c ta política. C om o N am ier ap u n ta o tra vez, tales
“clasificaciones p a rtid ista s” no pueden p ro p o rcio n arn o s una
guía c u an d o intentam os explicar las “realidades subyacentes en
la vida política”.43
F recuentem ente se piensa, adem ás, que en este p u n to se ago­
ta la discusión. Esto es debido al hecho de que, aun quienes se
han opu esto a estas dem andas, generalm ente h an aceptado el
m ism o supuesto básico sobre la naturaleza de la relación entre
pensam iento y acción políticos. H an concedido que lo que de­
b e n m ostrar, a fin d e vindicar la relevancia de los principios
de alg u ien en la explicación de sus acciones sociales y políti­
cas, es que m uchos agentes políticos (com o B u tterfield insiste
en su polém ica c o n tra los nam ieristas) están d e h echo “ligados
sinceram ente a los ideales” p o r los que ellos característicam en-

4<¿ L.B. Namier, E n g la n d in the Age the A m erica n R e v o lu tio n , Macmillan,


Londres, 1930, p. 147.
43 L.B. Namier, The Structure o f Politics in the Accession o f George III, Mac­
millan, Londr es, 1957, p. vii.
Q U E N T IN SKINNER 241

te admiten que actúan.44 Mas esto es sencillam ente reconocer


el supuesto básico de sus oponentes, quienes sostienen (como
indica suficientem ente la explicación de Namier) que la cues­
tión de la relación entre el pensam iento político y la acción es
equivalente a la cuestión em pírica de si los principios políticos
del agente alguna vez sirven como motivos de sus acciones po­
líticas. El resultado ha sido hacer que parezca obvio que los
principios políticos no desem peñan un papel en la explicación
de la conducta política. Tan pronto como este supuesto básico es
aceptado p or los oponentes de este tipo de epifenom enalism o,
ellos se com prom eten a sostener la tesis em pírica (que intuiti­
vamente parecería más bien poco razonable) de que el apego
sincero de los agentes políticos a sus principios realm ente cons­
tituye su motivo estándar para la acción política. Y esto, a su
vez, perm ite a sus oponentes (como los namieristas) presentar
el caso epifenom enalista en la forma de una simple apelación
al realismo y a la experiencia común. Todo lo que ellos tienen
que hacer es llevar su posición a la tesis empírica alternativa
(que se juzga p o r lo com ún más razonable) de que los “ideales
políticos”, com o uno de los discípulos de Namier ha sosteni­
do, son “raram ente determ inantes por sí mismos de la acción
hum ana”.45 Dado que ello está en concordancia con la idea de
que un principio sólo determ ina a la acción si constituye un
motivo, y puesto que es intuitivamente claro que los principios
son raram ente motivos, está claro, concluyen, que usualm ente
no tenemos que referirnos a los principios del agente cuando
explicamos su conducta política efectiva.
Es esta suposición, sin em bargo, la que parece estar equivo­
cada. Aun si aceptam os que los principios del agente nunca son
sus motivos reales, aún nos quedam os con al m enos un tipo
de situación en que los prim eros son capaces de determ inar la
conducta. Tal es la situación en la que el agente está involucra­
do en una form a de acción social o política que de algún m odo
es indeseable para la sociedad (como yo mismo lo señalaré), y
donde aquél posee un fuerte motivo para tratar (según la frase
weberiana) de legitimarla. Supóngase —siguiendo un ejem plo

44 B utterfield, W hig Interpretation o f H istory, p. 209.


45 J. Brooke, “N am ier and N am ierism ”, H istory a n d Theory, 3, 1963, p. 341.
242 A L G U N O S PROBLEM AS EN EL A N Á LISIS P O L ÍT IC O

que interesaba al propio Weber— que el agente es un com er­


ciante involucrado en cierta em presa com ercial provechosa en
Inglaterra alrededor del siglo xvi. Las utilidades esperadas le
proporcionan un motivo poderoso y considerable para estar
dispuesto a continuar con esa em presa. Pero las norm as religio­
sas y sociales de la época garantizan que la em presa misma se
ajuste a los criterios m orales y aun legales de la época. Es evi­
dente que en estas circunstancias se hace deseable, y quizás aun
esencial p ara el agente, poder describir su conducta de tal mo­
do que pueda vencer, o por lo m enos rebatir, cualquier juicio
hostil sobre ella, y de este m odo legitim ar lo que está haciendo
ante aquellos que dudan de la m oralidad de sus acciones.
La p ropuesta que ahora quisiera explorar es que, si nos con­
centram os en los m edios que un agente en esta clase de si­
tuación p u ed e em plear para legitim ar su conducta, podem os
esperar descubrir un tipo adicional de conexión causal entre los
principios p o r los que actúa y sus acciones sociales o políticas
efectivas. A ntes de ello, es vital aceptar que he caracterizado la
situación de u n m odo artificialm ente simple. H e sugerido que
la única razón p ara que alguien ofrezca una descripción ideo­
lógica de sus acciones sociales indeseables norm alm ente será
p ara legitim arlas ante otros que tienen dudas de su legalidad o
m oralidad. Así, he sugerido que no hay razones para suponer
que el agente requiera en todos los casos ofrecer estas descrip­
ciones p ara su propio beneficio, o aun que necesite creer en
ellas. H e adoptado esta táctica, sin em bargo, sólo para evitar
tener que vérm elas con algunas cuestiones com plejas y pura­
m ente em píricas que de ningún m odo afectan la validez de mi
argum ento general. Es obvio que los motivos del agente en es­
ta situación serán complejos y confusos, y es discutible que la
necesidad de obtener una im agen apropiada para legitim ar su
conducta ante sí mismo y ante sus sim patizantes pueda siem­
pre ser de im portancia suprem a. Al conservar la simplicidad
del argum ento, no obstante, estoy dispuesto en lo que sigue a
aceptar lo que desde mi punto de vista es el caso más difícil: la
situación de un agente im aginario que nunca cree realm ente en
cualquiera de los principios que reconoce, y cuyos principios
nunca sirven en consecuencia com o los motivos fundam enta­
les de sus acciones. Mi propósito es m ostrar que aun en este
Q U E N T IN S K IN N E R 243

caso no se sigue (com o los nam ieristas, p o r ejem plo, su p o n e n )


que no tenem os necesidad de referirnos a los p rin cip io s de este
agente si buscam os explicar su conducta.
Si p reg u n ta m o s a h o ra cóm o esta tarea básica de u n id eó lo ­
go in n o v ad o r —legitim ar acciones sociales indeseables— p u e d e
realizarse efectivam ente, la teoría de los actos-de-habla p arece
ofrecer in m ed iatam en te u n a guía im p o rtan te p a ra la respuesta.
A lgunos filósofos del lenguaje recientes —que se h an d esecho
com o de u n a an tig u alla positivista de la d istin ció n lógica e n ­
treju icio s d e valor y ju icio s de h ech o — se h an c o n c e n tra d o en
un g ru p o de té rm in o s que p resen tan u n a función tanto eva-
luativa com o d escrip tiv a en el lenguaje.46 Dichos térm in o s se
han em p lead o d e m a n e ra están d ar tanto p ara d escrib ir accio­
nes in dividuales o estados de cosas, com o p ara caracterizar los
motivos p o r los q u e estas acciones se realizan. Pero si el cri­
terio p a ra ap licar u n o de estos térm inos p uede ser p ro p u esto
razo n ab lem en te p a ra estar presente en u n g ru p o d ad o de cir­
cunstancias, esto n o sólo sirve p a ra describir la acción d a d a o
el estado de cosas, sino tam bién p ara evaluar de algún m o d o
am bos. Así, la característica especial de esta gam a de térm in o s
descriptivos es q u e tie n e n u n a aplicación estándar p a ra realizar
uno de dos rasgos co n trastan tes de los actos-de-habla. Se utili­
zan de m o d o e stá n d a r p a ra realizar actos tales com o ensalzar
(y expresar ap ro b ació n , etc.) o aun co n d en ar (y ex p resar des­
aprobación, etc.) acciones o estados de cosas.47
La revisión de este g ru p o de térm inos es útil p a ra analizar
una intuición d esarro llad a p o r los llam ados em otivistas en te o ­
ría ética, quienes c o m p a ra n los com p o n en tes “em otivos” con los

En tan to q u e n o c r e o q u e s e p u ed a d u d ar d e la e x iste n c ia d e ta l g r u p o d e
térm inos, la categ o ría es, d e s d e lu e g o , diversa. El e sp ec tr o in clu y e u n n ú m e r o
de casos d o n d e los c riter io s para la a p lica c ió n d el té r m in o d a d o está n relativa-
tnente fijos (m ien tras q u e su d ir e c c ió n evalu ativa n o lo es tan to), u n n ú m e r o
de casos d o n d e se ap lica lo o p u e sto y u n n ú m e ro d e c a so s d o n d e tan to los
criterios y los u so s evalu ativos d el té r m in o so n su jetos d e d e b a te id e o ló g ic o .
Para ejem p lo s y d isc u sio n e s a d ic io n a les, v éa se P. F oot, “M oral A r g u m e n ts ”,
M in d , 67, 1958, pp. 5 0 2 -5 1 3 .
47 V éa se J. S earle, “M ea n in g and S p eech -A cts”, P hilosophical R eview , 7 1 ,
1962, pp. 4 2 3 -4 3 2 .
244 A L G U N O S PR O B L E M A S EN EL A N Á LISIS P O L ÍT IC O

“descriptivos” del significado de los térm inos éticos.48 Urmson


qu ien recu rre a la teoría de los actos-de-habla de Austin para
clarificar la posición de los em otivistas, señala que estos últi­
m os co n fu n d en lo que A ustin llam aba lo “ilocucionario” con
el sentido “p erlo cu cio n ario ” en el que u n agente puede tener
éxito al h acer algo o al usar u n o de estos térm inos (en lo suce­
sivo m e referiré toscam ente a ellos com o térm inos “evaluativo-
descriptivos”). Las clases de efectos perlocucionarios que un
agente p u e d e e sp e ra r alcanzar usando estos térm inos son efec­
tos tales com o in c itar o p ersu ad ir a sus oyentes o lectores a adop­
tar u n p u n to de vista particular. Mas la cuestión de si dicho agen­
te tien e éxito al realizar tales deseos no es fundam entalm ente
u n asu n to lingüístico, sino sólo un asunto de investigación em­
pírica. En cam bio, los tipos de efectos ilocucionarios que un
agente p u e d e alcanzar al usar estos térm inos son efectos tales
co m o d em o strar, ex p resar y solicitar aprobación o desaproba­
ción d e las acciones o estados de cosas que él está describiendo.
La cu estió n d e si el agente tiene éxito al realizar este tipo de in­
ten ció n es esen cialm en te u n asunto lingüístico, un asunto de
aplicar los té rm in o s relevantes correctam ente. Y es este hecho
el q u e les d á sü g ra n relevancia analítica.49
Es esen cialm en te a través de la m anipulación de este con­
ju n to d e té rm in o s que toda sociedad tiene éxito al establecer
y a lte ra r su id e n tid a d m oral. Es a través de descripciones ala-
b ato rias d e ciertos cursos de acción com o la valentía o la ho­
n estid ad , así co m o d e descripciones co n d en ato rias de acciones
tales com o la traició n y la deslealtad, que sustentam os nues­
tro cu ad ro d e acciones y estados de cosas que deseam os ya
sea leg itim ar o desaprobar. Así, la tarea del ideólogo innova­
d o r es difícil p e ro clara. Su interés, p o r d efin ició n , es legitimar
u n nuevo ran g o de acciones sociales que, en térm inos de las
form as existentes d e aplicar el vocabulario m o ral prevaleciente
e n la sociedad, estarían efectivam ente co n sid erad as ilegítimas
o p erv ersas e n alg u n a form a. Por lo tanto, su propósito debe

48 V é a s e C .L . S te v e n s o n , Facts a n d Valúes, Y ale U n iv er


ven, 1963. . jn¡_
49 J.L . A u stin , H o w to D o T h in g s w ith Words, ed . J .O . U r m so n , O xford
v ersity P ress, O x fo r d , 1 9 6 2 , p p . 9 9 - 1 0 5 .
q u e n t in s k in n e r 245

sei m ostrar que un grupo de térm inos existentes y favorables


evaluativo-descriptivos puede de algún m odo aplicarse a sus
acciones aparentem ente criticables. Si puede de algún m odo
realizar este truco, podría, por ello, argum entar que las descrip­
ciones condenatorias que de uno u otro m odo son aplicables a
sus acciones p u ed en en consecuencia ser descontadas.
Hay que subrayar dos cosas en este punto del argum ento. Pri­
mero, la exigencia de que el ideólogo, por más revolucionario
que pueda ser, u n a vez que ha aceptado la necesidad de legi­
tim ar su conducta, debe tratar de m ostrar que algo del rango
existente de térm inos favorables evaluativo-descriptivos puede
de alguna form a aplicarse en la descripción apta de sus propias
acciones aparentem ente criticables. Cada revolucionario está
en este sentido obligado a dar marcha atrás en la batalla. Para
legitim ar su conducta, debe m ostrar que ésta puede describirse
en un m odo que, a aquellos que actualmente la desaprueban,
se les haga ver que no deben hacerlo después de todo. Y para
alcanzar este fin, el ideólogo no tiene más opción que m ostrar
que, p o r lo m enos algunos de los térm inos que sus oponentes
ideológicos usan p a ra describir las acciones y estados de cosas
que ellos ap ru eb an , p ueden aplicarse para incluir y legitim ar
así su p ro p ia co n d u cta criticable.
El otro p u n to que hay que destacar y que yo acepto indica que
la situación en el m undo real es, cuando menos en un aspec­
to im portante, más com plicada que la situación planteada en
mi m odelo. N o es sim plem ente que el agente trate de aplicar
a su propia co n d u cta cualquier térm ino favorable evaluativo-
descriptivo p ara legitim arla. Es más bien que él aplica aquellos
que cree que están m ejor adaptados a este uso. Y es obvio que
él siem pre p u ed e com eter un e rro r o aun hacer una elección
irracional al ad o p ta r los m ejores m edios para alcanzar este fin
deseado. Incluso parece correcto suponer que el agente tendrá
que actuar en form a racional. Digo esto no sólo para preservar
la sim plicidad de mi discusión general, sino tam bién com o un
precepto m etodológico útil en la discusión de ejemplos reales.
Si com enzam os su p o n ien d o la racionalidad del agente y encon­
tram os que esta adopción se ha sostenido, ello nos dará una
explicación p a ra la creencia aparente del agente de que él está
actuando racionalm ente. Nos dará la m ejor explicación posible
246 A L G U N O S PR O BLEM A S EN EL A N Á LISIS P O L ÍT IC O

—a saber, que él estaba actuando racionalm ente. Por el contra­


rio, si no suponem os la racionalidad del agente, nos quedamos
sin m edios para explicar su conducta, o aun para entender con
exactitud qué hay que explicar sobre ella, si ocurriese que él
no actuara racionalm ente. A doptar esta m etodología es, así, re­
cordar a nosotros m ism os dos im portantes lecciones. Una es
que m o strar una acción social com o racional es explicarla. La
o tra es que explicar p o r qué un agente actúa com o lo hace debe
siem pre involucrar la capacidad de explicar p o r qué él eviden­
tem ente creyó racional realizar una particular acción cuando no
era de hecho racional p ara él hacerlo.
Estos puntos p u ed en efectivam ente subrayarse si regresam os
al ejem plo de quienes estaban interesados en legitim ar sus no­
vedosas em presas com erciales capitalistas en la Inglaterra de
p rin cip io s del siglo xvn. Ellos eligen tratar de legitim ar esta
c o n d u c ta criticable en parte buscando describirla en térm inos
de los con cep to s n o rm alm en te usados para ensalzar un ideal
d e la vida religiosa. Está claro que ésta era de hecho una elec­
ción racio n al. Si de algún m odo ellos aplicaran estos conceptos
p a ra d escrib ir su p ro p ia conducta, esto les daría obviam ente
u n a p a ra to m ás p o d ero so de legitim ación. Además, fue razona­
ble h acer tal intento, ya que había cierto elem ento de similitud
e stru ctu ral —que explotaron con vehem encia— entre el ideal
específicam ente protestante del servicio y la devoción indivi­
duales (a Dios) y los reconocidos ideales com erciales de servicio
(a sus clientes) y dedicación (al trabajo propio).
Esto m e lleva a u n a cuestión práctica: ¿cóm o es posible (en
lo an terio r o en cu alq u ier otro caso) realm ente m anipular un
vocabulario norm ativo existente de tal m odo que legitim e tales
cursos de acción nuevos y criticables? P uede decirse que hay
dos m étodos distintos, au n q u e son frecuentem ente confundi­
dos (p o r ejem plo, son sistem áticam ente co n fu n d id o s p or los
escrito res d e diccionarios). El p rim ero consiste de hecho en
m a n ip u la r el potencial acto-de-habla están d a r de u n g ru p o da­
d o d e té rm in o s descriptivos. La p reten sió n del agente en este
caso es d escrib ir sus propias acciones de tal form a que haga
claro (desde su contexto) a sus o p o n en tes ideológicos que aun
c u a n d o él esté u san d o u n g ru p o de térm in o s que expresan co­
m ú n m e n te d esap ro b ació n , los usa sin em bargo p a ra expresar
Q L 'E N T IN S K IN N E R 247

ap ro b ació n o p o r lo m enos n e u tra lid a d sobre esta ocasión p a r­


ticular. El p u n to de la estrateg ia es, claro, re ta r a sus o p o n en tes
a c o n sid e ra r su d esap ro b ació n o au n su m e ra n e u tra lid a d que
ellos ex p resan c u a n d o usan estos térm in o s particulares.
Hay dos p rin cip ales tácticas de las que p u e d e ech ar m an o
el ideólogo in n o v a d o r p a ra te n e r éxito en esta p rim e ra e stra ­
tegia. P u ed e in te n ta r in tro d u c ir algunos térm in o s evaluativo-
descriptivos c o m p leta m en te nuevos y favorables en el lenguaje.
Hay aq u í dos posibilidades. U na es sim plem ente a c u ñ a r nuevos
térm inos co m o las d escrip cio n es de nuevos prin cip io s re c o n o ­
cidos, y en to n ces aplicarlos com o descripciones de cu alq u ier
acción a p a re n te m e n te p erv ersa que u n o p u e d a d esear ver e n ­
salzada. E sta p a re c e ser la táctica que la m ayoría de los c o m e n ta ­
dores h a n te n id o en m en te cu an d o h an discutido el fe n ó m e n o
de “sig n ificad o s a lte ra d o s y de nuevas p ala b ra s” en el d e b a te
político.50 N o o b stan te, éste es obviam ente u n m ecanism o e x tre­
m ad am en te ru d o , y es com parativam ente raro e n c o n tra rlo e n
el d eb ate ideo ló g ico . Sin em bargo hay u n ejem plo im p o rta n te
de él e n el caso d e la ideología que he m encionado. El co n cep to
de frugalidad b rin d a u n ejem plo de u n térm in o co m p leta m en te
nuevo q u e d e v ie n e en u n uso am plio p o r vez p rim e ra a fin a ­
les del siglo xvi c o n el fin de describir un m otivo y u n a fo rm a
de acción social q u e com enzaba a ser am pliam ente acep tad a.
La o tra y m ás c o m ú n versión de esta táctica consiste, e m p e ro ,
en colocar u n a d escrip ció n n e u tra l de u n té rm in o favorable
evaluativo-descriptivo (g en eralm en te a través de u n a ex ten sió n
m etafórica d e sus usos) y entonces aplicarlo en v irtu d d e es­
te significado am p liad o p a ra d escrib ir algún curso de acción
que u n o desee ver ensalzado. H ay m uchos casos d e este tip o de
transform ación e n la ideología que h e m en cio n ad o . Los usos
m etafóricos (y p o r lo tan to evaluativos) de térm in o s tales com o
discernimiento y penetración, p o r ejem plo, ap arecen p o r vez p ri­
m era en el lenguaje d e la ép o ca a fin de d escrib ir u n g ru p o d e
actitudes que m u c h a gente deseaba ver ensalzadas.
La seg u n d a y m ás firm e táctica consiste en variar el ran g o
de los actos-de-habla q u e se realizan co m ú n m en te co n té rm i­
nos desfavorables evaluativo-descriptivos. O tra vez hay aq u í dos

50 Parekh y B erki, “H isto ry o f p o litic a l id e a s ”, p. 168.


248 A L G U N O S PROBLEM AS EN EL A N Á LISIS P O L ÍT IC O

posibilidades. La más usual es aplicar un térm ino usado norm al­


m ente para expresar desaprobación de tal form a que neutralice
este potencial acto-de-habla. Así, el agente realiza la acción pa­
ra que el térm ino que se usa para describirla se valore en esta
ocasión en un m odo del todo neutral. Un caso claro y final­
m ente exitoso de esta táctica lo proporciona el concepto de
ambición. Fue sólo hasta com ienzos del siglo xvn que este térm i­
no com enzó a adquirir sus usos neutrales actuales. Previam ente
se había aplicado exclusivamente p ara expresar la desaproba­
ción más fuerte posible de cualquier curso de acción descrito.
La otra y más dram ática posibilidad es reto rn ar al potencial
norm al del acto-de-habla del térm ino existente y desfavorable
evaluativo-descriptivo. Un ejem plo igualm ente claro y exitoso
de esta táctica lo b rin d a el concepto de sagacidad. O tra vez, antes
de com ienzos del siglo xvn, este térm ino se había usado exclu­
sivam ente p a ra expresar desaprobación. D urante la siguiente
generación su potencial se había invertido totalm ente, dándole
el uso están d ar que aún cum ple com o térm ino de aprobación.
D esde luego es conceptualm ente posible, aunque parezca
em píricam ente m enos usual, recu rrir a una representación de
am bas tácticas com o un m edio para lograr esta p rim era estra­
tegia. Es posible en p rim er lugar acuñar térm inos evaluativo-
descriptivos nuevos y desfavorables y aplicarlos p ara describir
form as fam iliares de conducta social que u no p o d ría desear que
fueran condenadas. Esto sucede en el caso de la ideología que
he citado con el concepto de derrochar y de ser u n derrochador.
A m bos térm inos se com ienzan a usar en una form a am plia por
vez p rim era a fines del siglo xvi p ara explicar y expresar una
nueva desaprobación del ideal aristocrático del consum o cons­
picuo. Tam bién es posible tran sfo rm ar térm inos descriptivos
neutrales en unos desfavorables evaluativo-descriptivos a tra­
vés de una extensión m etafórica de sus usos. Dos ejem plos de
la m ism a ideología los p ro p o rcio n an los conceptos de conducta
errante y conducta exorbitante, lo g ran d o am bos sus significa­
dos m etafóricos (y p o r lo tanto evaluativos) a com ienzos del
siglo xvii. Y, finalm ente, la aplicación están d ar de un térm ino
evaluativo-descriptivo p ara expresar aprobación p u ed e tam bién
invertirse —com o sucede con el concepto de actuar servicialmen­
te. El térm in o se usó am pliam ente h asta finales del siglo xvi
Q U E N T IN SK IN N ER 249

p ara expresar aprobación, y sólo hasta después se convirtió en


un térm ino de desaprobación.
Paso ah o ra a la segunda estrategia, que es m ucho más sim ple
y de g ran im p o rtan cia com o m ecanism o legitim ador. Consiste
en m anipular el criterio para la aplicación de térm inos favo­
rables evaluativo-descriptivos. El objetivo del ideólogo en este
caso es insistir, con tanta razonabilidad com o sea posible, que
no obstante cu alq u ier apariencia contraria, u n a serie de térm i­
nos favorables evaluativo-descriptivos puede de hecho aplicarse
com o descripción adecuada de sus propias acciones sociales
aparentem ente perversas. La idea de esta estrategia es re ta r a
los o p o n en tes ideológicos a considerar si ellos no p u d ie ra n es­
tar co m etien d o u n e rro r em pírico (y así p o d er ser socialm ente
insensibles) al no ver que el criterio ordinario p ara aplicar un
rango existente de térm inos favorables evaluativo-descriptivos
p u ed a estar presente en las mismas acciones que han co n d en a­
do com o ilegítim as.
El intento de h acer este movimiento es, desde luego, ideológi­
co en el sen tid o más peyorativo, ya que depende de la ejecución
de u n ju e g o d e m anos lingüístico. La finalidad es arg u m e n tar
que u n té rm in o favorable evaluativo-descriptivo se aplica en
la form a com ún, m ientras se trata al mismo tiem po de encu­
b rir alg u n o d e los criterios para aplicarlo, extendiendo así el
rango d e las acciones que puede usarse propiam ente p ara des­
cribir y ensalzar (o tra vez, esta estrategia queda rep resen tad a
p o r el intento de lim itar la aplicación de térm inos favorables
evaluativo-descriptivos). Esto fallará si tam bién m uchos de los
criterios ad o p tad o s se encubren, puesto que en este caso el h e­
cho de que el térm in o haya sufrido u n “cam bio de significado”
se hará dem asiado obvio. Pero tam bién fallará si no están su­
ficientem ente encubiertos, ya que, en este caso, la capacidad
del térm ino p a ra c u b rir y legitim ar así nuevas form as de acción
social no estará siendo difu n d id a después de todo.
No obstante las dificultades, esto representa probablem ente
la form a más im p o rtan te y extendida del argum ento ideológi­
co. Fue extensivam ente usada en el cam po de la ideología que
ya cité: a través de ella se intentó conectar los principios de la
cristiandad protestante con las prácticas de la vida com ercial.
Considérese, p o r ejem plo, el uso de los dos más im portantes
250 A L G U N O S PROBLEM AS EN EL ANÁLISIS PO L ÍT IC O

térm inos evaluativo-descriptivos en el vocabulario religioso de


la época, el térm ino “providencia” y el térm ino “religioso”. Para
fines del siglo xvi com enzaron a ser prom ovidos por quienes
deseaban legitim ar el interés característico de las clases comer­
ciales p o r ser prudentes en cuestiones m onetarias, con lo que
esta aparentem ente mezquina (y por ello, indeseable) pauta de
conducta pasaba a ser vista realm ente com o una obra loable de
la providencia y, por ello, com o una form a prudente de acción.
Estos individuos com enzaron a sugerir tam bién que su interés
característico en la puntualidad y la exactitud no debía conde­
narse p o r ser excesivamente riguroso y severo, sino que más
bien debiera ser apreciado y ensalzado com o un genuino modo
religioso de com prom iso. La m ejor prueba de que los moti­
vos religiosos trabajaron en estas nuevas pautas de explicación
y evaluación social es proporcionada por el hecho de que los sig­
nificados de estos térm inos evaluativo-descriptivos clave pronto
se exten d iero n y confundieron. El concepto de providencia co­
m enzó a ser usado de buena fe (como aún se usa) para referirse
sim plem ente al actuar con prudencia en cuestiones m onetarias,
m ientras que el concepto de actuar religiosamente vino a ser
usado sim plem ente para referirse a casos de conducta exacta y
puntual. La estandarización de estos nuevos significados data,
com o uno debe suponer, de comienzos del siglo xvii.
Mi principal conclusión, que estos ejem plo apoyan, es que
todos aquellos que han hablado de las relaciones entre el pen­
sam iento social y político y la acción, a la m anera de los na-
m ieristas o los conductistas, han sido presas de u n a falacia.
No se sigue, com o ellos lo han sostenido, del hecho de que
los principios adm itidos de u n agente p u ed an ser ex post
racionalizaciones, que éstos no tengan un papel en la expli­
cación de su conducta. Com o he enfatizado, este argum ento
ig n o ra las im plicaciones del hecho de que cualquier agente po­
see un motivo estándar para intentar legitim ar sus conductas
políticas y sociales criticables. Esto im plica p rim ero que nada
que el agente estará com prom etido a sostener que sus acciones
aparentem ente indeseables fueron en efecto m otivadas por al­
gún g ru p o aceptado de principios sociales o políticos. Y esto
a su vez im plica que, aun si el agente no está de hecho motiva­
d o p o r cualquiera de los principios que él profesa, no obstante
Q U E N T IN SK.INNER 251

estará o b lig ad o a c o m p o rta rse de tal m o d o que sus acciones p e r­


m anezcan co m p atib les con la p reten sió n que estos p rin cip io s
g en u in am en te m o tiv aro n en él. R eco n o cer estas im plicaciones
es a c e p ta r q u e los cursos de acción abiertos a to d o agente racio ­
nal en este tip o de situación d eb en d ete rm in a rse p arcialm en te
p o r el ra n g o de p rin cip io s que él p u e d e a d m itir ra z o n a b le m e n ­
te. T enem os ta n to u n a conclusión g en eral com o u n a específica
derivadas d e aquí. La conclusión g en eral deriva del h ech o d e
que n in g ú n cu rso d e acción p u e d e o c u rrir si no p u e d e legiti­
m arse. Se sigue q u e to d o p rin cip io que con trib u y a a leg itim ar
un curso d e acció n d e b e estar entre las condiciones disp o n ib les
de su realización. La conclusión más específica deriva del h e ­
cho de q u e la n a tu ra le z a y el rango de los conceptos evaluativos
que to d o agente p u e d e aplicar p ara legitim ar su c o n d u c ta n o
p u e d e n en n in g ú n caso ser puestos p o r el agente m ism o. Su
d isp o n ib ilid a d es u n a cu estió n referente a la m o ralid ad preva­
leciente d e la so cied a d en la que está actu an d o el agente; su
aplicabilidad es u n a cu estió n sobre el uso y significado e stán ­
d a r de los té rm in o s in v olucrados y sobre qué tanto p u e d e n éstos
ser am p liad o s razo n ab lem en te. Estos factores sirven m ás b ie n
com o d ire c tric e s y coacciones específicas p a ra el agente, e in ­
form an so b re q u é líneas precisas le p ro p o rc io n a n los m ejores
m edios p a ra aju star su c o n d u c ta criticable con algún p rin c ip io
aceptado, p a ra así le g itim ar lo q ue él hace, m ien tras aú n o b tie n e
lo que quiere. El agente no p u e d e e sp e ra r e x te n d e r la aplica­
ción d e los p rin c ip io s existentes in d efin id am en te; sólo p u e d e
esp erar le g itim ar u n ra n g o restrin g id o de acciones. Se sigue
que estu d ia r los p rin cip io s q u e el agente fin alm en te elige d eb e
ser estu d iar u n a d e las d e te rm in a n te s clave de su decisión p o r
seguir cu alq u ier linea d e acción p articular.
A un si estas conclusiones p arecen aceptables, p u e d e aú n h a­
cer falta que las ilustre con u n ejem plo d esafo rtu n ad o . Se ha
vuelto u n lu g a r c o m ú n e n tre los h isto riad o res re p u d ia r la id ea
de que los p rin cip io s del cristian ism o p ro testan te d e se m p e ñ a ­
ron un papel causal e n el d esarro llo de las prácticas capitalistas.
C om o T revor-R oper h a señalado, cu alq u ier teo ría d e este tip o
“es rechazada p o r el sim ple h e c h o ” de que “el capitalism o indus-
252 A L G U N O S PRO BLEM A S EN EL A N Á LISIS P O L ÍT IC O

irial a g ran escala” ya existía antes de la Reform a Protestante.51


Es verdad que si W eber im aginó que una ética protestante pre­
existente contribuyó después de m anera directa tal que causó el
surgim iento del capitalismo, entonces esta teoría se rechazaría
al m ostrarse que el surgim iento del capitalism o es previo al pro­
testantism o. No obstante, es difícil creer que W eber intentó sólo
sugerir tal conexión burda y fácilm ente desacreditable. Es más
razonable suponer que intentó m ostrar que la ética protestan­
te se ajustaba especialm ente bien p ara legitimar el surgimiento
del capitalism o, y de este m odo ayudó a su desarrollo y flo­
recim iento. Mi pro p io argum ento puede así leerse com o un
intento de rein terp retar lo que ha sido el significado real en
Weber. N o intento, sin em bargo, insistir aquí sobre este asun­
to. Sólo quiero enfatizar que aun si la crítica de Trevor-Roper
señalase u n a v erd ad era debilidad del argum ento de Weber, no
p u e d e extenderse sin más al argum ento que he estado desarro­
llando. Mi p ro p u esta de que el papel del protestantism o fue
legitim ar el surgim iento del capitalism o no está basada en ig­
n o ra r sino en acep tar el hecho de que el capitalism o antecede
al protestantism o. Em pero, lo que he intentado m ostrar es que
de este h ech o no se sigue, com o Trevor-Roper y otros parecen
concluir, que el protestantism o no tiene un papel causal que
d esem p eñ ar en el d esarrollo del capitalism o. C om o he m ostra­
do, esto ig n o ra el hecho de que el más tem p ran o capitalismo
careció de to d a legitim idad en el clima m oral de la época, y por
ello necésitaba —com o u n a de las condiciones p ara florecer y
desarrollarse— e n c o n tra r algunos m edios de legitim ación de la
conducta ligada a las prácticas capitalistas. C om o he intentado
ilustrar, u n o de los m ecanism os más valiosos que encontró fue
el proceso de apropiación p o r parte de los capitalistas del vo­
cabulario norm ativo de la religión protestante p a ra aplicarlo a
sí m ism os —no obstante el h o rro r de todos los protestantes sin­
ceram en te religiosos que, n atu ralm en te, n o tuvieron dificultad
en ver el truco. Pero n o hay d u d a de que el tru co funcionó: el
vocabulario del protestantism o no sólo contribuyó a aum entar
la acep tació n del capitalism o, sino que ayudó a canalizar su de­

51 H .R . T revor-R oper, “R e lig ió n , th e R efo rm a tio n a n d S o cia l C h a n g e ”, en


G .A . H ayes-M cC oy (c o m p .), H istorica l S tu d ies, 4, 1963, p. 29.
Q U E N T IN SK IN NER 253

sarrollo en form as específicas —en particular con una ética de


la laboriosidad. La relativa aceptabilidad de esta nueva pauta
de conducta social ayudó entonces a asegurar que el sistema se
desarrollara y floreciera. Es p o r esta razón que, aun si el surgi­
miento del capitalism o antecedió a la aparición de su ideología,
y aun si la ideología profesada nunca proporcionó a los capi­
talistas cualquiera de sus motivos reales, es aún esencial hacer
hincapié en la ideología con el fin de poder explicar cóm o y
por qué se desarrolló el sistema.
Traducción: A lberto M ercado Villalobos
Revisión de la traducción: A m brosio Velasco
LA H IS T O R IA DEL PEN SA M IEN TO P O L ÍT IC O : U N A
IN V E ST IG A C IÓ N M E T O D O L Ó G IC A

John G.A. Pocock

En este a rtíc u lo in ten taré d efen d er u n a tesis sobre q u é es lo


que e stu d ia m o s cu a n d o sup o n em o s que estam os e stu d ia n d o la
h isto ria del p e n sa m ie n to político, y trataré de deriv ar d e d ich a
tesis a lg u n a s in feren cias sobre cóm o d eb iera realizarse el estu ­
dio así d e fin id o .
L a h isto ria del p en sam ien to político es u n a disciplina es­
tab lecid a y e n d esarro llo , p ero los térm inos en los q u e está
estab lecid a y e n d esarro llo p arecen convencionales y tra d ic io ­
nales. E n el nivel d e la investigación académ ica con frecu en cia
es ú til s o m e te r u n a tra d ic ió n a exam en y hacerla d a r c u e n ta de
sí m ism a; y p u e d e su c e d e r que u n a trad ició n d e p en sam ien to
m u estre c ie rta s inconsistencias y am bigüedades cuya su p e ra ­
ción no p o d ría h ab erse lo g ra d o d e o tra form a. C u an d o sugiero
que ciertas m ejorías p u e d e n hacerse a esta disciplina si se a d o p ­
ta ra u n a fo rm u lació n teó rica m ás precisa d e sus m aterias y m é­
todos, n o su g iero q u e esta form ulación, o c u alq u iera o tra, sea
la ú n ica b ase so b re la q u e esta disciplina p u e d e ser efectivam en­
te d esarro llad a. Así, u n científico político p o d ría adem ás estar
interesado e n las relaciones en tre las actividades políticas, las
instituciones y las tra d ic io n e s d e u n a sociedad, y los té rm in o s
en los cuales este com plejo político es, de c u an d o e n cu an d o ,
expresado y co m en tad o , y e n los usos que recib en estos té rm i­
nos; en sum a, en las fu nciones d e n tro de u n a sociedad política
de lo que p u e d e llam arse su lenguaje (o lenguajes) d e la política.
256 LA H IS T O R IA DEL P E N SA M IE N T O P O L ÍT IC O

C uando digo que la historia del pensam iento político es en la


actualidad una form a tradicional de estudio, quiero decir que
consiste en el estudio de aquellos pensadores de la política que
se han convertido en, y perm anecen com o, objetos de atención
histórica, y que nuestras razones para estudiarlos, así como el
tipo de atención que les prestam os, son aquellas que han surgi­
do en el curso de nuestra experiencia histórica. Estos hom bres
y sus ideas no form an el objeto de estudio de una ciencia parti­
cular consistente. Sim plem ente existe un g ru p o de pensadores
a quienes tenem os el hábito de prestar atención y num erosos
puntos de vista p o r los que son interesantes p ara nosotros. Estu­
diam os estos pensadores desde dichos puntos de vista; hacerlo
es una form a tradicional de com portam iento, y ellos y su es­
tudio form an una tradición o parte de una tradición que, en
térm inos de O akeshott,1 llegamos a conocer.
Puesto que p uede aceptarse que no existe un único conjunto
de presupuestos desde el cual es conveniente acercarse a la his­
toria del pensam iento político, debe haber, en consecuencia, un
n ú m ero in d efin id o de acercam ientos que podríam os realizar, y
cuáles sean éstos está determ inado m enos p or nosotros mismos,
al elegir u n a línea de investigación de m anera independiente,
que p o r las tradiciones sociales e intelectuales en las que condu­
cimos nuestro pensam iento. La actitud tradicionalista consiste
en aceptar: (1) la variedad indefinida de los posibles acerca­
mientos; (2) que no existe n in g u n a razón a priori p ara preferir
cualquiera de ellos a los dem ás; (3) que no podem os esperar
librarnos p o r com pleto de la presencia sim ultánea, en nuestros
pensam ientos, de más de uno de estos diferentes conjuntos de
presupuestos e intereses en los que ellos están fundados. En
este cam po, com o en otros, el tradicionalista reconoce que el
objeto de su estudio form a parte de u n a trad ició n en la que es­
tá involucrado, y que su p ro p io acercam iento está determ inado
p o r ésta y otras tradiciones; él decide co n d u cir su pensam iento
d en tro de un m odelo h ered ad o sobre el cual no tien e u n control
perfecto.

1 V é a se M ich ael O ak esh ott, “P olitical E d u c a tio n ”, e n Philosophy, Politics


a n d Society, la . se r ie , 1956.
JO H N G A P O C O C K 257

En esta situación, puede desarrollarse u n a actividad intelec­


tual razonablem ente satisfactoria. Pero decir que u n histo riad o r
desarrolla su pensam iento d entro de una tradición es decir que
lo hace d en tro de u n a herencia de perspectivas intelectuales que
no p u ed en ser reducidas a un p atró n singular de coherencia y
ni siquiera p u e d e n ser com pletam ente distinguidas de otras. En
la m edida en que aceptem os lo anterior, más clara d e b e rá ser
la necesidad de d istin g u ir entre las diversas posiciones en que
consiste n u e stra trad ició n con el mayor g rad o de precisión que
pueda lograrse, e n ten d ien d o p o r “precisión” aquella precisión
que conoce sus propios límites. A ceptar que n u estra posición
es trad icio n al es acep tar que existen, y deben existir, lím ites a
nuestra capacidad p ara clarificar nuestros procedim ientos, p e ­
ro obviam ente n o significa que no debiéram os clarificar lo que
tratam os de hacer, en u n m om ento dado, dentro de los lím ites
de n u estra capacidad, o buscar m edios p ara ensanchar estos
límites. El defecto de la definición tradicionalista de u n a inves­
tigación in telectual es, no obstante, que no dice nada acerca de
los m edios a través de los cuales dicha clarificación p u e d e ser
realizada. Si los m edios p ara realizarla no se en cu en tran , las
confusiones p o d ría n llevar, paradójicam ente, tan fácilm ente a
la am b ig ü ed ad intelectual y a la pretensión, com o a la p recau ­
ción em p írica y co n serv ad o ra que es generalm ente el designio
de la d efin ició n tradicionalista.
Éste es el caso de la tradición de pensam iento que llam a­
mos la historia d e las ideas políticas, p o rq u e esa trad ició n es
una trad ició n intelectualizante; y existe u n a relación bidirec-
cional entre las confusiones del pensam iento acerca de cóm o
otros hom bres e la b o raro n su pensam iento y las confusiones
del pensam iento acerca de p o r qué y cóm o nosotros los es­
tamos pensando. P ara d e fin ir lo que q uiero decir con “u n a
tradición intelectualizante”, ad o p taré la caracterización de Bur-
ke y O akeshott sobre la teoría política com o una actividad de
“abstracción, de resum en, desde una tra d ic ió n ”. En este uso,
“trad ició n ” se refiere a la “trad ició n de co m p o rtam ien to ”, lo
que significa el com plejo total de form as de co m p o rtam ien to ,
habla y pensam iento en la política que heredam os del pasado so­
cial. D esde esta “trad ició n d e com portam iento , el pensam iento
político form a u n a serie de “abstracciones” o “resú m en es”. El
258 LA H IS T O R IA D EL P E N S A M IE N T O P O L ÍT IC O

sentido en que es deseable d efin ir esta serie en sí m ism a co­


m o u n a “trad ició n ” ha sido señalada con an terio rid ad y p o r el
m om ento no nos concierne. D esde u n a “trad ició n de com por­
tam iento”, entonces, los hom bres realizan actos de abstracción;
el estudio del pensam iento político es el estudio de lo que tiene
lugar cuando lo realizan.
Existen p o r lo m enos dos enfoques p a ra este estudio. El p en ­
sam iento político p u ed e verse com o u n aspecto del co m p o rta­
m iento social, de las form as en que los h o m b res se co m p o rtan
entre sí y con respecto a las instituciones de su sociedad, o puede
ser visto com o u n aspecto de la intelectualidad, de los intentos
de los h o m b res p o r alcanzar la com prensión d e su experien­
cia y su en to rn o . Las abstracciones se realizan p o r u n a serie
d e p ro p ó sito s que van desde los retóricos hasta los científicos.
En realidad, e n el pensam iento político, com o en o tras form as
del p en sam ien to social, nunca es posible aislar u n a de las dos
fu nciones de abstracción de la otra. Resolver u n p ro b lem a teó­
rico p u e d e te n e r im plicaciones prácticas y, de m a n e ra inversa,
p la n tear y resolver u n p roblem a práctico p u ed e llevar a nuevos
p ro b lem as de m ayor generalidad. Por m ucho q u e el conserva­
d o r p u e d a d ep lo rarlo , la m ente hum ana busca im plicaciones de
lo teórico a lo práctico y de lo práctico a lo teórico, y ningún
h o m b re sabe hacia d ó n d e lo puede llevar el proceso de abstrac­
ción que él inicia (quizás) con un propósito claro y a la vista.
Las abstracciones co n d u cen a más abstracciones y el nivel del
pensam iento cam bia constantem ente entre lo teó rico y lo prác­
tico. El m ism o pensam iento p u ed e ser co n sid erad o , a la vez,
com o u n acto de persuasión política y com o u n incidente en
la búsq u ed a de la com prensión. Y los arg u m en to s y conceptos
se repiten, después de intervalos muy cortos, p a ra propósitos
más teóricos o más prácticos que aquellos p a ra los cuales ha­
bían sido hasta ah o ra em pleados. U na filosofía reap arece como
ideología; u n eslogan p artid ista com o u n dispositivo heurístico
d e g ra n valor científico. Se vuelve im p o rtan te, entonces, que
n o form ulem os supuestos a priori sobre el carácter del pensa­
m iento político —tal com o lo hacem os cu an d o desecham os un
escrito teórico al p resen tarlo com o u n a fo rm a d e persuasión a
favor de u n g ru p o —y que poseam os m edios p a ra distin g u ir en­
tre las diferentes funciones en las que el p ensam iento político
JO H N G.A. PO C O C K 259

puede presentarse, así como de seguir la historia de conceptos


y abstracciones tal y como se m odifican de un em pleo a otro.
Puede esperarse, por tanto, que el pensam iento político que
aparece en una sociedad dada durante un periodo —y lo mis­
mo podría ser cierto con respecto al pensam iento político de
un determ inado individuo— se presente en diferentes niveles
de abstracción que varían con el carácter de los problem as que
intenta resolver. Lo anterior no enfrentará al historiador con
un acertijo insoluble. Es perfectam ente posible determ inar, po r
los m étodos ordinarios de reconstrucción histórica, el nivel de
abstracción en el que una parcela particular de pensam iento
tuvo lugar. Pero sí significa que los únicos supuestos que po­
demos ad o p tar sobre ese nivel serán selectivos. Podemos elegir
interesarnos sólo en el pensam iento político de cierto nivel de
abstracción, aunque no podem os suponer de antem ano que el
pensam iento político realm ente tuvo lugar sólo en ese nivel. La
tarea estrictam ente histórica ante nosotros es, sim plem ente, la
de d eterm in ar p o r la investigación en qué niveles de abstrac­
ción tuvo lugar el pensam iento.
Pero el historiador del pensam iento político con frecuencia
se aparta de la realización de esta tarea, y lo que lo aparta puede
ser llam ado la racionalidad indefinida de su objeto. El acto de
desasir, de “abstracción desde una tradición”, es al mism o tiem ­
po un acto de reorganización intelectual, y los hom bres cuyo
pensam iento estudia el historiador tuvieron todos, en distintos
grados, una tendencia a volverse filósofos —esto es, a organizar
su pensam iento en estadios más altos de coherencia racional.
Para este proceso, u n a vez iniciado, no hay un térm ino conoci­
do, y nuestro esfuerzo p o r entender el pensam iento del filósofo
debe ser un esfuerzo no sólo para seguirlo, sino p ara auxiliarlo
en su progreso indefinido hacia estadios más elevados de orga­
nización. En consecuencia, el historiador del pensam iento po­
lítico se encuentra com prom etido tanto con la reconstrucción
estrictam ente histórica, com o con una especie de reconstruc­
ción filosófica: busca com prender el pensam iento político del
pasado al elevarlo a niveles más altos de generalidad y abstrac­
ción.
Com o resultado, la historia del pensam iento político tiende
constantem ente a volverse filosofía. El historiador tiene otro
260 I.A H IS T O R IA D EL P E N S A M IE N T O P O L ÍT IC O

m otivo profesional que lo lleva en esa dirección: la necesidad


de en co n trar un tem a alred ed o r del cual organizar la p arte de la
historia que está estudiando. Podrá estar escribiendo u n a histo­
ria del pensam iento político en u n d eterm in ad o perio d o , abar­
cando a varios pensadores que d esarro llaro n sus ideas políticas
en un intento p o r en fren tar diversos problem as en diferentes
niveles de abstracción; y deseará elab o rar una sola historia co­
herente de todo ello. T iene ya, com o hem os visto, u n a tendencia
a estudiar a cada p en sad o r en un nivel elevado de abstracción,
y al in te rp re ta r todo su pensam iento en u n nivel com ún alto
descubre ciertos presupuestos generales que todos ellos adop­
taron, o la actitud p o r la cual cada uno p u ed e ser in terp retad o .
La historia del pensam iento político en ese p erio d o se con­
vierte, ah o ra, en la historia de los siguientes supuestos: de
las consecuencias que fueron deducidas de ellos, de las acti­
tudes que fu ero n adoptadas respecto a ellos y de las m odifica­
ciones que fu ero n introducidas en ellos; así que quizás al tér­
m ino de este p e rio d o se m uestren muy diferentes de lo que
e ra n en u n principio. La historia del pensam iento político —en
este p u n to sin d u d a parecida a otras form as de pensam iento
org an izad o — tiene, así, u n a tendencia a convertirse en historia
de las m utaciones de los presupuestos fundam entales (tal vez
inconscientes) en los que p u ed e m ostrarse que estaban basadas.
Si el térm in o “filosofía” p u ed e em plearse para el pensam iento
que lleva al establecim iento o m odificación de los presupuestos
fundam entales, la historia que está escribiéndose será una his­
toria filosófica; y si el conjunto de presupuestos cuya historia
está siendo trazada p u ed e m o strar que es fu ndam ental no sólo
p ara el pensam iento político de u n a época, sino p a ra todas o
varias de sus form as de pensam iento organizado, ellos podrían
considerarse propiam ente com o su Weltanschauung, y la historia
que se escribe será Weltanschauungsgeschichte.
De esta m anera, la tradición que es objeto de estudio ha sido
co ndensada en una sola n arració n que tiene lugar en u n nivel
de abstracción alto. D ebe ah o ra considerarse si es que el pro­
ceso descrito p ro p o rcio n a explicaciones históricas válidas. La
respuesta d eb e d e p e n d e r del criterio que adoptem os, p ero una
b u e n a p ru e b a del valor de u n a parcela de historia expresada en
térm inos altam ente abstractos es p re g u n ta r si sus abstracciones
J O H N G A. P O C O C K 261

co rresp o n d en a hechos realm ente experim entados, a cosas q u e


algún A lcibíades realm ente hizo o padeció. Si los p re su p u e s­
tos en los q u e los cam bios en el pensam iento descansan son
presentados com o si nadie se h u b iera en carg ad o de p la n tear­
los, será difícil so m eter el m odelo a verificación. Pero si p u e d e
m ostrarse d e m a n e ra in d ep en d ien te que estos supuestos fu e ro n
form ulados conscientem ente de cuando en cuando, entonces lo
que era u n m o d elo explicativo com enzará a p arece r u n a histo­
ria de sucesos q u e en realidad o cu rriero n . P odem os escrib ir
la historia del p en sam ien to en térm inos de abstracciones e n
cualquier nivel de gen eralid ad , no im p o rta qué tan alto, en la
m edida en q u e p o d am o s proveer la verificación in d e p e n d ie n te
de que las ab straccio n es que em pleam os fueron em p lead as e n
el cam po p e rtin e n te , en el tiem po p ertin en te, p o r los p e n sa d o ­
res incluidos e n n u e s tra historia. Podem os escribir en té rm in o s
de las m u tacio n e s q u e o c u rre n en la Weltanschauung, de u n d iá­
logo c o n tin u o e n tre sistem as de filosofía más o m enos estables
o ideas fu n d a m e n ta le s en u n vocabulario estable de te o ría p o ­
lítica. Y c u a n d o las explicaciones que construim os resu lten ser
h istó ricam en te válidas, la com prensión histórica se en riq u e cerá.
Sin em b arg o , es im posible estar com pletam ente satisfecho
con el p ro ceso d e p en sam ien to descrito h asta aquí. Si el p e n sa ­
m iento p o lítico es “ab stracció n de u n a tra d ic ió n ”, la ab stracc ió n
debe ser llevada a niveles diferentes de g en eralid ad teó rica, y
nosotros h em o s b o sq u ejad o u n h isto riad o r capaz de v erificar si
el p en sam ien to p o lítico d e hech o tuvo lu g ar e n el nivel d e abs­
tracción q u e él h a elegido p a ra explicarlo, p ero n o de c o m en zar
sus investigaciones av erig u an d o em p íricam en te el nivel en q u e
tenía lugar. Su elección de u n nivel d e ab stracció n está d e te r­
m inada p o r su n ecesid ad d e p ro p o rc io n a r u n a explicación ta n
racional com o sea posible d e la parcela d e p en sam ien to d e su
interés; el nivel q u e elige te n d e rá , así, a ser alto y a elevarse. El
h isto riad o r selecciona los p resu p u esto s sobre la base en la cu al
la parcela d e p en sam ien to p u e d e ser explicada con la m áxim a
coherencia racio n al, y en to n ces busca m o stra r que e ra n e m p le a ­
dos en el p e rio d o relevante y que los em p leab a el p e n s a d o r o
los p en sad o res q u e está estu d ian d o .
Si éste es el ú n ic o m é to d o q u e es capaz d e ad o p tar, p o d ría n o
saber qué h a c e r c u a n d o se vea e n fre n ta d o co n la p o sib ilid ad d e
262 LA H IS T O R IA D EL P E N SA M IE N T O P O L ÍT IC O

que la parcela de pensam iento en cuestión pueda ser explicada


tan bien, o mejor, a p artir de presupuestos que no lo dotan de
la m áxim a coherencia racional. Existen pasajes en los escritos
de Burke (supongam os) que p u ed en ser explicados considerán­
dolos com o si estuvieran basados en presupuestos que pueden
encontrarse explícitam ente en los escritos de H um e. N uestro
historiador ad o p ta esta form a de explicación con la consecuen­
cia de que presenta el pensam iento de Burke en esos pasajes
com o filosofía política sistem ática del m ism o o rd en que los pa­
sajes pertinentes de H um e. Su m étodo lo predispone a aceptar
la idea de que el pensam iento político de Burke puede ser ex­
plicado m ejor com o filosofía política. Pero ah o ra atendam os
la sugerencia de que los mismos pasajes de Burke p u ed en ser
tam bién explicados razonablem ente com o si estuvieran funda­
m entados en supuestos de un o rd en de generalidad diferente
—supuestos ad o p tad o s p o r abogados sobre instituciones y la
práctica, p o r ejem plo, más que supuestos de filósofos sobre el
p en sam ien to y la acción—; y perm itam os, adem ás, sugerir que,
au n q u e esta explicación no provee al pensam iento de Burke con
la m áxim a co h eren cia racional, es capaz de u n g rad o más alto
de verificación histórica que la explicación que él hace.
El h isto ria d o r q u e hem os im aginado hasta aquí está escasa­
m ente d o ta d o p a ra to m ar p arte en esta discusión, p o rq u e no
es capaz aú n de a d o p ta r u n m étodo que reconozca que existen
diferentes niveles de abstracción en los cuales el pensam iento
tiene lugar y diferentes g rad o s de coherencia racional en los
que p u ed e ser explicado, aú n m enos u n o que le p erm ita discri­
m in ar entre estos niveles com o u n a cuestión d e investigación
histórica. Es todavía p risio n ero d e u n m éto d o que lo condena
a explicar el p ensam iento político sólo e n tan to que p u ed e ser
p resen tad o com o u n a teo ría política sistem ática o u n a filosofía.
C u an d o escriba sobre el p ensam iento político com o u n a serie
d e sucesos q u e tie n e n lu g ar en la historia, lo tra ta rá com o si
tu v iera lu g ar en, y fu era explicable sólo p o r referencia a, un
contexto de sucesos consistentes del p en sam ien to de teóricos o
filósofos. En el caso q u e su p o n em o s,2 p re se n ta rá el pensam ien­
to d e B urke com o lo hizo, com o el efecto o de alg u n a form a

2 Que estaría localizado en la realidad em pírica, véase F. Meinecke, Dw


JO H N G.A PO C O C K 263

la consecuencia histórica del pensam iento de H um e com o él lo


hizo; y el pensam iento político de una sociedad sobre un pe­
riodo dado aparecerá históricam ente inteligible sólo com o una
secuencia de m odelos de pensam iento intercam biados entre sus
teóricos políticos o filósofos.
Parece existir un acuerdo general con respecto a que el pensa­
m iento político, en cualquier nivel de abstracción o sistem atiza­
ción, es una form a de discutir ciertos aspectos de la experiencia
social. Si esto es así, es im portante distinguir entre los enfoques
que hacen en esta m ateria el filósofo y el historiador. El filóso­
fo está interesado en el pensam iento producido en la m edida
en que p u ed e ser explicado en estricta racionalidad y en esta­
blecer los límites d en tro de los cuales ello puede realizarse. El
historiador está interesado tanto en los hom bres que piensan
sobre la política com o en los hom bres que pelean, cosechan o
hacen cualquier cosa, es decir, en tanto individuos que se con­
ducen en u n a sociedad cuyo com portam iento registrado p u ed e
ser estudiado, p o r el m étodo de reconstrucción histórica, con
el objetivo de m o stra r en qué tipo de m undo vivieron y p o r
qué se c o m p o rta ro n com o lo hicieron. Está interesado en la re­
lación entre experiencia y pensam iento, entre la tradición de
co m portam iento en u n a sociedad y la abstracción de conceptos
a p a rtir de ella que son em pleados p ara intentar co m p ren d er­
la e influirla; p ero p u ed e fracasar fácilmente en p ro seg u ir su
función al co n fu n d irla con la del filósofo.
Si el h isto riad o r busca explicar el pensam iento tan sólo d o tán ­
dolo de la más alta coherencia racional posible, está co n d en ad o
a estudiarlo sólo desde el nivel de abstracción más alto posible
de las tradiciones, o experiencias transm itidas, de la sociedad
en la que incursionó: no está en b u en a posición p ara estudiar el
proceso real de abstracción que lo produjo. En suma, si el p en ­
sam iento es d efin id o com o u n a serie de abstracciones desde la
experiencia o desde u n a tradición, pensar puede definirse co­
m o la actividad de p ro d u cir y utilizar dichas abstracciones, y es
esta actividad del p en sar la que descalifica al historiador que se
confunde con el filósofo p ara estudiarlo de m anera apropiada.

Enstehungdes Historismus, 2a. ed ., M unich, 1946, parte 1, cap ítu lo VI, y G .H .


Sabine, A History of Political Theory, Nu eva York, 1945, capítu lo XXI
264 LA H IST O R IA DEL PEN SA M IEN TO P O L ÍT IC O

Para decirlo de otra manera, se está descalificando a sí mismo


para estudiar las relaciones entre el pensar y la experiencia.
Veamos ahora por qué el historiador es vulnerable a los ata­
ques de quienes niegan que exista alguna relación significativa
entre la actividad política y la teoría política —entre la tradi­
ción de pensamiento y los conceptos abstraídos de ella. Este
tipo de ataque, aunque frecuentemente planteado, no es siem­
pre fácil de com prender con precisión. En muchos casos, por
supuesto, lo que se busca es una polémica conservadora. El au­
tor del ataque presupone que está en presencia de un oponente
que adopta una perspectiva más esperanzada —y por tanto más
peligrosa— que la que él tiene sobre la medida en la que los
conceptos políticos pueden emplearse para criticar y m odificar
la tradición de com portam iento de la que han sido abstraídos;
él busca, por tanto, enfatizar las limitaciones de la m edida en
la cual ellos pueden em plearse de esta manera.
La situación se vuelve más compleja, sin embargo, cuando el
ataque se plantea durante un debate entre historiadores. Aquí,
el argum ento aparece, al menos en un principio, relacionado
con los motivos y las causas. Un historiador acusará a otro de
exagerar la m edida en que las acciones de los hom bres en un
contexto político están motivadas por las teorías que ellos han
desarrollado de ese contexto y la m edida en que estas teorías,
aún suponiendo que motivan las acciones de los hombres, real­
mente determ inan el curso que toman. Preguntará si es que las
acciones individuales no deben ser com prendidas “más” por
referencia a la influencia determ inante de la situación histórica
en la que estaban que por referencia a los principios teóricos
en los cuales ellos dijeron estar fundadas.
A hora bien, muchos de los argum entos entre los historiado­
res, tales como si un factor histórico era “más im portante” que
otro, no tienen, sin duda, sentido. Si 5 x 3 = 15, es en vano
sostener que 5 es “más im portante” que 3 para hacer 15 so­
bre la base de que 5 es mayor que 3. La única cuestión que
vale la pena discutir es si es posible construir una explicación
satisfactoria sobre el proceso sin tom ar en cuenta el factor en
cuestión. Es im probable que esto sea imposible. Si se construye
la explicación de una acción política poniendo todo el énfasis
J O H N G A PO C O C K 265

en los factores situacionales que la determ inan, se puede fácil­


mente explicar de form a tal que no se haga referencia necesaria
a cualquiera de los principios teóricos que pudieron haber sido
expresados durante su curso. Se puede incluso tener éxito al re­
futar, de esta m anera, cualquier explicación que suponga que
ellos, o m otivaron su principio, o determ inaron su resultado.
Es todavía perfectam ente posible que las expresiones de p rin ­
cipios con frecuencia hayan sido puestas en el curso de la acción,
y que absorbieron gran parte del tiem po y la energía de aquellos
com prom etidos en llevarlos a su realización. En este m om ento,
las encontrarem os referidas como “propaganda ”, “racionaliza­
ciones”, “m itos”, etc.: un lenguaje diseñado para indicar que,
cualquiera que sea el papel que hayan desem peñado en la his­
toria, no vale la pena considerarlas. Pero ¿desde qué punto
de vista no vale la pena considerarlas? Una o más explicaciones
sobre la acción pueden construirse sin tomarlas en cuenta, y
un historiador puede legítimamente decir que está interesado
sólo en los aspectos de la acción que pueden explicarse de esta
m anera. Pero las expresiones de principios ocurrieron; form an
parte de la acción y m odifican con su presencia su carácter to­
tal. Ellas d eb en haber desarrollado algunas relaciones en su
curso y, aunque u n historiador pueda no desear explorar tales
relaciones y p u ed a estar satisfecho con una explicación de la
acción que las om ite, no tiene derecho a decir que no existían
tales relaciones o que su explicación no sería m odificada p o r la
construcción de una explicación que las incluye.3
Lo que la historiografía requiere en este punto es la habili­
dad para explorar las posibles relaciones diferentes que la teoría
puede p ro d u cir en la experiencia y en la acción. Pero el intér­
prete antiideológico tiende a suponer que cuando ha refutado
la sugerencia de que la teoría m antiene cierta relación con la
acción, h a refutado la sugerencia de que exista cualquier tipo

3 P u ed e so sten erse que la palabra “explicación" debería usarse só lo cuan­


d o u n relato d e la a cción es con stru id o en térm inos pu ram en te causales. Si
esto es así, y si se o m ite cualquier m en ció n del p ap el d e las ideas, e n to n ces
un relato de la a cció n q u e incluyera ideas só lo en algu n a otra capacidad —p o r
ejem plo, la d e destacar el sig n ifica d o subjetivo d e la acción para los q u e to ­
m an parte e n ella— tendría que ser d en o m in a d a c o n otro n om b re q u e el de
“exp licación ”.
266 l.A H IS T O R I A D EL P E N S A M IE N T O P O L ÍT IC O

de relación entre ambas. Como historiador, pueder ser acusado


de ingenuidad metodológica. Al emplear, en una forma nada
sofisticada, los conceptos de motivo y causa, refuta la sugeren­
cia de que la teoría era, por sí misma, un motivo suficiente
para explicar el principio de una acción o una causa suficien­
te para explicar su resultado, y supone que la ha privado de un
lugar en cualquier historia. Los hom bres de la política, afirma,
aprenden de la experiencia “y n o ” de la teoría —com o si pudie­
ra decirse de antem ano que sus formulaciones teóricas de la
experiencia no desem peñan ningún papel cualquiera que sea
la m anera en que aprenden de ella. Como teórico político, es­
tá sobresim plificando la tesis del em pirism o conservador que
está diseñada p ara refutar, y realm ente refuta, cualquier teoría
de la política que sostenga que los conceptos abstraídos de una
tradición son suficientes o para justificar la búsqueda de los
hom bres p o r anular y reem plazar tal tradición, o para explicar
las acciones que ellos realizan dentro de ella. Negar que los con­
ceptos p u e d e n ser aislados para m ostrar que desem peñan un
papel determ inante en la política no es negar que desem peñen
cualquier otro tipo de papel; aun el intérprete antiideológico
no sólo supone que lo tienen, sino que con frecuencia tiene di­
ficultades p a ra creer que el estudioso de las ideas en el proceso
político no está, autom áticam ente, asignando u n papel deter­
m inante a las m ism as.4
Su e rro r —su poner que la teoría puede tener sólo una rela­
ción con la acción, así que si no tiene esta relación no tiene
n in g u n a— es sólo la co n trap artid a del e rro r antes atribuido al
historiador del pensam iento político: su p o n er que la teoría sólo
p u ed e ser estudiada en el nivel de abstracción más alto posible
de la experiencia. Si éste insistió en estudiar el pensam iento tal y
com o acom pañaba a la experiencia, y la acción sólo en la forma
de teoría sistem ática y filosofía, aquél apenas p u ed e ser acusado

4 El au tor a lg u n a vez p u b lic ó u n e stu d io so b re cierto s a sp ecto s d e la con­


troversia p o líd c a in g lesa hacia 1680 y se ñ a ló q u e existía u n a c o n e x ió n lógica
en tre c ier to s p u n tos d e vista d e cierto s escrito res y d e fe n so r es d e la revolución
d e 1688. U n crítico lo acu só d e exagerar el p a p el d e las prim eras ideas pa­
ra causar la rev o lu ció n , y, al ser retad o, r e h u s ó ... a p a ren tem en te p orq u e era
in ca p a z d e c o n c e b ir q u e cu alq u ier otra a fir m a c ió n p u d ie ra h acerse sobre ella.
JO H N C A PO C O C K
267

p o r su p o n e r q u e el pensam iento p u d ie ra a c o m p a ñ a r la activi­


dad política sólo en el papel im parcial de g u ía p ro g ra m á tic a y
norm ativa. C u an d o hem os rechazado, co m p ren sib lem en te, este
relato de su co m p o rtam ien to , n in g u n a altern ativ a le fue o freci­
da, y n o fue su culpa si sus relaciones con el h isto ria d o r d e las
ideas d e g e n e ra ro n en u n a co m ed ia escolástica de in ten cio n es
cruzadas.
Si tal es la situación en la que se e n c u e n tra la m ayor p a rte d e
la h isto rio g rafía del pen sam ien to político e n la actu alid ad , ello
no es, com o se h a d em o strad o , incom patible co n el lo g ro d e
resultados válidos y valiosos en u n sin n ú m ero de investigacio­
nes p articu lares. Sí significa, n o obstante, q u e las co n fu sio n es y
fru stracio n es p u e d e n presentarse, y los esfuerzos p u e d e n e sta r
m al d irig id o s y ser desperdiciados, p o rq u e existe u n a á re a d e
investigación so b re la cual n o tenem os el ad ecu ad o co n tro l m e­
todológico. L uego, n u estras capacidades p o d rían in c re m e n ta r­
se si n u estro s m é to d o s fu eran redefinidos; y p a ra este p ro p ó sito
p arecería q u e necesitam os m edios de discrim inación e n tre las
diferentes relaciones q u e los conceptos abstraídos de u n a tra d i­
ción d e c o m p o rta m ie n to p u e d e n tener: (a) con esa tra d ic ió n ,
(b) con el co m p o rtam ien to , originado en ella, con el cual so n
relacionados.
Existen aq u í dos ám bitos de estudio distintos: el q u e tie n e
lugar cu an d o los conceptos son abstraídos de u n a tra d ic ió n y el
que tiene lu g a r cu an d o se em p lean en la acción d e n tro d e esta
tradición. En el p rim ero , estam os interesados en u n a activ id ad
del pensar, esto es, en la abstracción; en el seg u n d o , en u n a
actividad de acción política. P uede decirse q u e el h isto ria d o r d el
pensam iento está in teresad o en la actividad del p e n sa r m ás q u e
en la de la acción, y que, en consecuencia, a lg u n a m o d ificació n
es necesaria acerca de la exigencia, frecu en tem en te p lan tead a,
de que el p en sam ien to político de u n B odin o u n B urke d e b e ría
estudiarse en el contexto de la actividad p ráctica e n q u e to m ó
form a y en la q u e buscaba influir. C iertam en te, g ra n p a rte del
pensam iento político (aunque n o todo) ad q u iere fo rm a en u n
contexto práctico in m ed iato , y cu an d o éste es el caso d e b e ser
estudiado de acu erd o con él.
Pero existe u n a d iferencia evidente e n tre el co n te n id o in te­
lectual de u n a parcela del pensam iento y el papel q u e d eb ía
268 LA H IST O R IA DEL PE N SA M IEN TO P O L ÍT IC O

desem peñar, o realm ente desem peñó, en influir en la acción po­


lítica. No debem os confundir el motivo que está detrás de una
idea con su fuente, o suponer que cuando hem os encontrado
la intención con la cual una parcela particular del pensam iento
fue construida, la hem os explicado adecuadam ente. Un hom bre
podría desear justificar una acción particular, persuadir a otros
a adoptarla o aprobarla, y esto sin duda determ inará en gran
m edida el contenido de su argum ento. Pero es un error, no po­
co com ún entre los historiadores, suponer que los hom bres son
com pletam ente libres para encontrar y desarrollar exactam ente
las racionalizaciones que necesitan. Cóm o u n hom bre justifica
sus acciones está determ inado p or factores fuera de su control,
y lo que sean debe averiguarse estudiando tanto la situación en
que se encuentra, com o la tradición dentro de la cual actúa. Y
ésta es u n a investigación distinta de la vinculada al estudio de
cóm o los argum entos que él propone afectan a la situación en
la que buscan influir.
Así, bajo u n a tosca división del trabajo, el historiador de la
acción investiga cóm o las ideas, creencias y argum entos nos
ayudan a co m p ren d er las acciones de los hom bres en situacio­
nes particulares, m ientras que el historiador del pensam iento
estudia la actividad de pensar, de conceptualizar, de abstraer
ideas de situaciones particulares y tradiciones. (El historiador
de B odin o Burke, p o r supuesto, puede necesitar involucrarse
en am bos papeles, razón p o r dem ás p o r la que no deberían
ser confundidos.) El historiador del pensam iento estará p erp e­
tuam ente interesado en el pensam iento tal y com o tom a form a
bajo la presión de eventos inm ediatos, pero este interés no se­
rá exclusivo. Es más probable que considere com o su princi­
pal preocupación los conceptos relativam ente estables que son
regularm ente em pleados en el pensam iento político de socie­
dades relativam ente estables, y que utilice la m ayor parte de su
tiem po estudiando cóm o éstos son abstraídos de tradiciones de
com portam iento, em pleados p ara criticarlos y, finalm ente, in­
co rp o rad o s a ellas. U na vez que ha tom ado este cam ino, tenderá
a interesarse p o r el pensam iento com o el lenguaje de la tradi­
ción, más que con la acción, aunque m ientras vaya estudiando
cóm o los conceptos tradicionales son utilizados y m odificados
en situaciones particulares de acción, se aproxim ará al punto en
JO H N G.A. P O C O C K 269

el cual su trabajo se acerca al del historiador de la acción tal y


com o es m odificado p o r el pensam iento. En general, sin em b ar­
go, tenderá a acercarse a la historia del pensam iento político a
través del estudio del em pleo regular de conceptos relativam en­
te estables; y puede parecer com o si esto im plicara la elección
arbitraria de cierto nivel de abstracción de la experiencia y la
tradición. Pero, en tanto que está investigando el proceso de
abstracción en sí mism o, está en posición de ju z g ar el nivel al
cual ha sido llevado y de relacionarlo con el contexto social y
tradicional en el que com enzó. Por ello, su elección n o es arbi­
traria.
C ualquier sociedad estable y articulada posee conceptos con
los cuales p uede discutir sus asuntos políticos y puede asociar­
los para form ar lenguajes. No existe razón alguna p ara su p o n er
que una sociedad ten d rá sólo un lenguaje; más bien debem os
esperar e n co n trar varios, dependiendo de los cam pos de activi­
dad social de los cuales se derivan, los usos para los cuales son
establecidos y las m odificaciones que experim entan. A lgunos
se originan en el vocabulario técnico de una de las form as insti­
tucionalizadas de la sociedad para regular los asuntos públicos.
El pensam iento político de O ccidente ha sido desarrollado, en
su mayor parte, en el vocabulario del derecho; el confucianis-
mo chino en el del ritual. O tros se originan en el vocabulario
de ciertos procesos sociales que se han vuelto relevantes p a ra la
política: la teología en una sociedad eclesiástica, la tenencia de
la tierra en una sociedad feudal, la tecnología en una sociedad
industrial.
En tanto que tales vocabularios se em plean cada vez más
fuera de sus contextos originales, pueden desarrollarse los co­
rrespondientes lenguajes de una teoría diseñada p ara explicar
y defender su em pleo en su nuevo entorno y relacionarlos con
los térm inos de otro origen em pleados de m an era similar, y
aun los lenguajes de la filosofía, diseñados p ara d efen d er y
criticar la inteligibilidad lógica y ética del uso de todos estos
términos. Pero el advenim iento, digam os, de u n vocabulario de
la filosofía del derecho no necesita reem plazar el em pleo en
la discusión política del vocabulario de derecho institucional
para cuya defensa fue desarrollado el prim ero; algunos a rg u ­
mentos políticos serán desarrollados en un nivel de abstracción
270 LA H IS T O R IA D EL PE N S A M IE N T O P O L ÍT IC O

institucional, otros en un nivel filosófico. Un desarrollo similar


ocurre con los conceptos em pleados p ara d en o tar las fuentes de
la legitim idad en una sociedad, o p ara expresar el sentido de la
sociedad de su continuidad con estas fuentes, p ero aquí el pro­
ceso de abstracción produce diferentes resultados. La crítica de
un relato tradicional de la continuidad de u n a sociedad resulta
en la escritura de la historia. Llegam os a u n p u n to en el que
una sociedad posee tanto u n a teoría política com o una m anera
de in terp retar su historia; aun d o n d e sus tradiciones continúan
siendo relatadas quizás en más de un nivel de sofisticación crí­
tica, com o m edios p ara defender o n eg ar la legitim idad del
com portam iento político y así fig u rar entre las form as en las
que conduce su pensam iento político.5
De esta m anera, el pensam iento político de u n a sociedad
se construye, en su m ayor parte, con la adopción de vocabula­
rios técnicos de diferentes aspectos de sus tradiciones sociales
y culturales y con el desarrollo de lenguajes especializados pa­
ra explicar y d efen d er el uso de los prim eros com o u n m edio
p a ra d iscu tir sobre política. Podríam os llam ar a los prim eros
lenguajes tradicionales, a los segundos lenguajes teóricos, y re­
sulta te n ta d o r añ ad ir que la filosofía política n o es m ás que un
lenguaje teórico de un tipo especial, u n a form a d e segundo
o rd en p a ra discu tir la inteligibilidad de los dem ás lenguajes
que p u e d e n ser utilizados. No obstante, afirm ar lo anterior
sería —desde el pu n to de vista del h isto riad o r— subestim ar el
significado de la filosofía política en su sentido clásico que se
en cu en tra cuando u n p en sad o r em plea las p rincipales ideas
m orales y m etafísicas conocidas p o r él con la in ten ció n de po­
n er bajo su control la experienca política y explicarla p o r sus
m edios.
Los analistas p u ed en , ciertam ente, so sten er q u e los filósofos
de este tipo no lo g ran más que u n a crítica y la reexposición
de las ideas políticas tradicionales en sus sociedades. Pero el
h isto riad o r d eb e subrayar, en p rim er lugar, que u n a tradición
de este tipo de filosofar p u ed e proveer a la sociedad de uno
d e sus lenguajes de discusión política y, en seg u n d o lugar, que

5 V é a se , ta m b ién , P ocock , “T h e O rig in s o f th e S tu d y o f th e P ast - A C o m -


p a ra tiv e A p p r o a c h ”, e n C om parative Studies in Society a n d H isto ry, IV, II, 1962.
J O H N C .A . PO C O C K . 271

no se o rig in a sim plem ente en el intento p o r volver m ás inteli­


gibles los lenguajes existentes. U na trad ició n de p en sam ien to
m o ra l y m etafísico p u ed e o rig in arse de m a n era in d e p e n d ie n te
a la discusión política y después ser aplicada a ella. Aquí, e n to n ­
ces, existen al m enos dos form as e n las que u n lenguaje p u e d e
desarro llarse com o algo capaz de elab o rar discursos so b re la
política de u n a m ayor g en eralid ad de lo que n o rm a lm e n te p u e ­
de lo g rarse p o r m ed io de la sim ple ad aptación d e té rm in o s de
otros cam pos de la actividad social.
U na vez que tales lenguajes se h an d esarro llad o , el p e n sa ­
m iento so b re la política p u ed e volverse u n a actividad teó rica
au tó n o m a y a d o p ta r form as com o las de la filosofía p o lítica o
las de la ciencia política; y p u ed e suponerse que el h isto ria d o r
del p en sam ien to político es el h istoriador de estas form as d e
teoría au tó n o m a. Pero u n a vez que definim os el p en sam ien to
político co m o el lenguaje de la discusión política, esto n o p u e ­
de ser. P o rq u e lo práctico y lo teórico no p u ed en sep ararse, y
la m ism a cu estió n política p u ed er ser discutida, a la vez, e n u n
vocabulario a d a p ta d o de u n a tradición social y en u n vocabula­
rio especializado p a ra elab o rar enunciados universales so b re la
asociación po lítica com o tal. C uando aparecen vocabularios co­
m o este ú ltim o , sus afirm aciones p u ed en ser investigadas p o r
los m etodólogos, y p u ed e ser necesario co n d u cir esta investi­
gación h istó ricam en te —esto es, trazando el d esarro llo d e sus
afirm aciones p a ra elucidar ciertos tipos de problem as. Pero el
h isto riad o r q u e nosotros estam os su p o n ien d o n o es u n m eto-
dólogo y n o existe razó n alguna p o r la cual p u d ie ra d ed icarse
a los cam pos del pensam iento político de los q u e se h a dicho
que son ciencias teóricas autónom as. U na form a de discusión
política p a ra la cual esta afirm ación p u ed e ser hecha n o es in­
trínsecam ente más interesante p a ra él que cu alq u iera otra. Está
interesado en la presencia de am bos, tanto en el vocabulario de
cierta sociedad com o en la relación de am bos con las trad icio ­
nes sociales y el desarrollo de la experiencia.
Tal h istoriador p o d ría acercarse al pensam iento político de
una sociedad observando, prim ero, qué form as de crítica o d e­
fensa de la legitim idad del co m portam iento político existían, a
qué sím bolos o principios se referían, y en qué lenguajes y p o r
cuáles form as de argum entación se buscaba alcanzar objetivos.
272 l.A H IS T O R IA D EL P E N S A M IE N T O P O L ÍT IC O

En la última parte del siglo xvn inglés, por ejemplo, el com por­
tamiento político podía discutirse con referencia a los sucesos
que ocurrieron en tres áreas históricas. En prim er lugar, esta­
ba la historia constitucional inglesa, cuya autoridad com o guía
en los asuntos presentes descansaba en ciertas ideas sobre la
continuidad legal, ellas mismas derivadas de la estructura del
derecho inglés y de la tenencia de la tierra. Estaba, tam bién, la
historia del A ntiguo y Nuevo Testamento que derivan su auto­
ridad de las ideas y procesos de la Iglesia cristiana. Finalmente,
existía la historia grecorrom ana, cuya autoridad surgía de las
ideas del hum anism o latino. Además de lo anterior, existía un
cuerpo de teoría política clásica y filosofía, com ún a los pensa­
dores de Europa occidental, que derivaba su vocabulario de las
fuentes escolásticas y civiles y de los argum entos de los críticos
más recientes de estas tradiciones. Al estudiar el em pleo de los
ingleses de estos cuatro m odos distintivos de argum entación
política, un historiador estará haciendo un trabajo semejante
al que realiza Raym ond Firth cuando estudia el uso hecho por
Tikopia de las tradiciones que pertenecen a varios linajes y el
papel que éstas tienen p ara m antener la solidaridad social o
promover el conflicto social.6
Estaría estudiando los elem entos de la estructura social y las
tradiciones culturales que una sociedad elige con el objetivo de
validar el com portam iento social, y el lenguaje y las ideas que
son em pleados p ara ver que estos objetivos sean alcanzados. Al
estudiar la conceptualización de los elem entos de una tradición,
el historiador está desarrollando una exploración sistemática en
térm inos históricos de lo que hem os q uerido decir con “abstrac­
ción desde una trad ició n ” —sólo p ara rep etir negativam ente que
el pensam iento político, en tal form a de abstracción, sólo puede
ser, en últim a instancia, nada más que una polém ica conserva­
dora. Este historiador está analizando el vago y com pendioso
térm ino de “tradición” en algunos de sus elem entos, y notan­
do cuáles de ellos dan paso a la articulación de lenguajes que
son, ellos mismos, transm itidos y em pleados p ara propósitos
de discusión. Sin duda, g ran parte de lo que una tradición efec­
tivamente transm ite no está articulado ni organizado, y será
6
Firth, Tikopia Tradition a n d H istory, W ellington, 1961.
J O H N G A. P O C O C K 273

a p r o p ia d o p a r a e l h is to r ia d o r q u e d e s e a a s í s e g u ir a O a k e s h o t t
e n e l é n f a s i s d e la i m p o r t a n c i a d e l o n o h a b l a d o p a r a d a r f o r ­
m a a la t r a d i c i ó n e n la c u a l e l p e n s a m i e n t o e s u n c o m e n t a r i o .
P ero e l tr a b a jo d e u n h is to r ia d o r d e l p e n s a m ie n t o e s e s t u d ia r e l
s u r g im ie n to y el p a p e l d e lo s c o n c e p t o s o r g a n iz a d o r e s e m p le a ­
d o s p o r la s o c i e d a d , y el c o n o c im ie n to d e q u e e ste p a p e l tie n e
lim ita c io n e s n e c e s a r ia s n o n e c e s ita im p e d ir lo .
En este punto de sus estudios está investigando cóm o las
ideas en las cuales la conciencia de una tradición se articula
son abstraídas de tal tradición, y está particularm ente intere­
sado en la relación entre el pensamiento y la estructura de la
sociedad. C onociendo de cuáles elementos de tal estructura
eran conscientes los hombres, y en qué térm inos su conciencia
se expresaba, está en posición de criticar las falacias frecuentes
que son com etidas cuando los historiadores, al suponer que el
pensamiento político deber ser la “reflexión” de una estru ctu ra
social o una situación política, construyen un modelo de tal es­
tructura o situación y proceden a explicar el pensam iento com o
si estuviera de acuerdo con el modelo, aunque con frecuencia
sea incapaz de ofrecer más que una vaga congruencia o p arale­
lismo en apoyo de sus afirmaciones. Nuestro historiador puede
estar de acuerdo en que el pensamiento “refleja” la sociedad
y sus intereses. Pero él ha hecho de su trabajo el ver cóm o el
proceso de “reflexión” se lleva a cabo, y qué tan lejos está el
lenguaje de ser un simple espejo de experiencia no m ediada o
aspiración.
Está, para decirlo con otras palabras, investigando los este­
reotipos de varios elementos en su estructura y las tradiciones
en las que una sociedad conduce su pensam iento político. To­
dos los estereotipos son más o menos obsoletos o inadecuados;
el historiador se acostum bra al hecho de que los m odelos a
partir de los cuales una sociedad realiza su pensam iento con
frecuencia son poco convincentes para un historiador com o él
que busca com prender esa sociedad desde el punto de vista
de un tiempo posterior. La Inglaterra del siglo xvm no estaba
gobernada por la corrupción y los partidos, pero el inglés del si­
glo xviii —y no sólo los propagandistas políticos—regularm ente
hablaba y escribía como si lo estuviera. ¿Por qué se aceptaban
estos presupuestos? Existe una brecha entre el pensam iento y
274 LA H IS T O R IA D EL P E N S A M IE N T O P O L ÍT IC O

la experiencia, pero es tarea del historiador de las ideas políti­


cas superar esa brecha y tratar de com prender su significado.
Todos los estereotipos son más o menos satisfactorios como me­
dios para la com prensión y la acción, pero no sabemos por qué
hasta que com prendem os su historia.
Pero no todos los conceptos em pleados en la discusión políti­
ca de una sociedad, o los lenguajes en los que se basan, consisten
en simples estereotipos abstraídos directam ente de la estructu­
ra y tradiciones de la sociedad. H em os visto que el proceso de
abstracción es complejo y que los lenguajes de mayor generali­
dad teórica son construidos desde lenguajes tradicionales más
antiguos o introducidos en la tradición a partir de otras fuen­
tes. Así es com o el pensam iento político de una sociedad llega
a ser conducido en más de un nivel de abstracción y consiste
en lenguajes con más de un grado de generalidad teórica. El
historiador que estam os im aginando tiene que enfrentarse con
la situación que entonces resulta y dar lo mejor de sí mismo
para volverla inteligible. Y éste es el punto en el cual, como
ya vimos, surge la tentación de buscar los presupuestos de ma­
yor generalidad teórica posible en la cual todos los lenguajes
variantes p u ed en ser explicados con igual satisfacción. Dado
que éste es un procedim iento peligroso —a menos que el his­
toriador pueda proveer una verificación independiente de que
estos presupuestos eran em pleados tal y com o su interpretación
lo implica— debem os ahora m ostrar cóm o nuestro historiador
ideal puede evitar adoptarlo.
Para comenzar, puesto que él ha crecido ju n to con los dife­
rentes lenguajes de discusión que estaban en uso y los diferentes
niveles de abstracción que norm alm ente implican, será capaz
de averiguar en qué lenguaje y en qué nivel una controversia
específica fue desarrollada o un pensador desarrolló sus ideas.
Será capaz de unirse a Burke y Macaulay en la consideración
de si la Revolución de 1688 estaba justificada más en términos
de un precedente histórico o de una teoría política abstracta,
y de considerar si el tradicionalism o de Burke se basaba en
la concepción com ún de un legislador de derecho inm em orial
o en la visión rom ántica alem ana del despliegue nacional del
Geist. Es im portante ser capaz de in terp retar el pensamiento
situándolo en la tradición de discurso a la que pertenece legíú'
JO H N G.A P O C O C K 275

mámente. Y esto es así por dos razones. En prim er lugar, nos


capacita para interpretar el pensamiento como conducta social,
para observar la mente trabajando en relación con su sociedad,
las tradiciones de la misma y sus conciudadanos. En segundo
lugar, es útil para volver inteligible al pensamiento poder iden­
tificar los conceptos que el pensador empleaba y el lenguaje en
el que se com unicaba con sus compañeros, sobre lo que hablaba
y lo que quería decir.
Pero en tanto que el lenguaje empleado en la discusión po­
lítica se vuelve de una mayor generalidad teórica, el éxito per­
suasivo de los argumentos del pensador descansa menos en su
éxito al invocar los símbolos tradicionales que en la coherencia
racional de las afirmaciones que ha hecho en algún cam po del
discurso político donde los enunciados de mayor generalidad
teórica son posibles. Aquí, tarde o temprano nuestro historia­
dor debe abandonar su papel de estudioso del pensam iento
como el lenguaje de una sociedad y volverse un estudioso del
pensamiento como filosofía —es decir, en su capacidad para ha­
cer inteligibles las afirmaciones generales. La ventaja en este
aspecto del enfoque que hemos supuesto que adopta es la si­
guiente. Al familiarizarse con el lenguaje de discusión que el
pensador está em pleando él sabe —él “tiene que saber”— cómo
se emplea norm alm ente y el grado de generalidad teórica de los
supuestos que norm alm ente implica. A hora bien, o p o r alguna
técnica de análisis o por alguna familiaridad adquirida con la
manera particular en que la mente de cierto pensador trabaja,
intentará una reconstrucción del pensamiento de este últim o en
la medida en que posee com pletitud racional. De esta m anera,
puede hacer una estimación del grado y tipo de generalidad
teórica con el que el lenguaje tradicional está siendo em plea­
do por el pensador que analiza —así como el del problem a que
el pensador está usando para resolver y los presupuestos con
los que se acerca a dicho problema. El historiador puede ahora
considerar el nivel de abstracción en que el lenguaje del pensa­
dor tiende a hacerlo operar y el nivel de abstracción en el que
las preocupaciones del pensador tienden a hacerlo em plear su
lenguaje. Puede así dar cierta precisión al sentido de la frase
vaga —cada pensador trabaja dentro de una tradición—, puede
III. TEORÍA POLÍTICA Y TRADICIÓN
LA EDUCACIÓN POLÍTICA*

Michael Oakeshott
Los dos anteriores ocupantes de esta cátedra, G raham Wallas
y Harold Laski, fueron hom bres muy distinguidos; sucederlos
es para mí una tarea para la cual estoy mal preparado. En el
prim ero de ellos la experiencia y la reflexión se com binaban fe­
lizmente para ofrecer una interpretación de la política a la vez
práctica y profunda. Era un pensador que no tenía un sistema,
pero cuyos pensam ientos se mantenían firm em ente unidos por
un hilo de investigación paciente y honesto. Fue un hom bre
que aplicó sus poderes intelectuales para analizar el carácter in­
consecuente de la conducta humana, y para quien las razones
de la cabeza y las del corazón eran conocidas por igual. En el
segundo, la árida luz del conocim ento se veía aparejada p o r un
cálido entusiasmo; el hum or del erudito acom pañaba al tem pe­
ram ento del reform ador. Pareciera que hace apenas una h o ra
nos deslum braba con la am plitud y presteza de su saber, ga-

* Este artículo se p resentó por prim era vez en una lecció n inaugural en
la L on d on S ch ool o f E con om ics, d o n d e se com en tó d esd e varios puntos de
vista. Las notas que he añad ido ahora, y u n os p o co s cam bios qu e he h e c h o en
el texto, p reten d en elim inar algu n os de los m alenten didos que provocó. Pero,
en general, se recom iend a al lector que recuerde que el artículo trata sob re la
com prensión o explicación de la actividad política, lo cual, d esd e m i p u nto de
vista, es el objeto propio de la ed u cación política. Se con sid era aquí lo qu e la
gente proyecta en la actividad política, así co m o diferentes estilos de con d u cta
política, en prim er lugar sim plem ente porque revelan a veces la form a en qu e se
está en ten d ien d o la actividad política, y en seg u n d o lugar p orq u e co m ú n m en te
(y creo que erróneam ente) se su p o n e que las explicaciones so n ju stifica cio n es
para la conducta.
280 LA E D U C A C IÓ N P O L IT IC A

nándosc nuestra simpatía por la intrepidez con que defendía su


causa, y haciéndose querer por su generosidad. Estos dos hom­
bres dejaron su huella en varias m aneras (en las que su sucesor
no puede esperar com petir con ellos) en la educación política
de Inglaterra. Ambos fueron grandes maestros, devotos, incan­
sables, y con una gran seguridad con respecto a lo que tenían
que enseñar. Y parecerá quizás un tanto ingrato que los tenga
que suceder un escéptico; alguien que podría ser mejor si tan
sólo supiera cómo. Pero nadie podría desear testigos más exi­
gentes o más favorablemente dispuestos hacia sus actividades
que estos dos hombres. Y el tema que he elegido para hablar
hoy es uno que habría gozado de su aprobación.

1
La expresión “educación política” ha caído en descrédito en
nuestros días. En la actual corrupción deliberada y falsa del
lenguaje ha adquirido un significado siniestro. En lugares dis­
tintos de éste, se la asocia a ese reblandecimiento de la mente
p o r la fuerza, p o r tem or o por el hipnotismo de la repetición
etern a de lo que apenas si valía la pena decirse una sola vez,
y p o r m edio de lo cual se han reducido a la sumisión a pobla­
ciones enteras. Por lo tanto, vale la pena considerar de nuevo,
en m om entos de calma, cómo hemos de entender esta expre­
sión, que une dos actividades loables, y contribuir así un poco
a rescatarla de los abusos de que es objeto.
C onsidero que la política es la actividad de atender las formas
de organización generales de un conjunto de personas quienes
p o r suerte o p o r su voluntad se han unido. En este sentido,
las familias, los clubes y las sociedades académicas tienen su
“política”. Pero las com unidades en que este tipo de actividad
prevalece son los grupos cooperativos hereditarios, muchos de
ellos con un linaje muy antiguo, todos conscientes de un pasado,
un presente y un futuro, y que llamamos “Estados”. Para la
mayoría de las personas, la actividad política es una actividad
secundaria, es decir, tienen algo que hacer además de ocuparse
de estas form as de organización. Pero esta actividad, tal como
la hem os llegado a com prender, es tal que cada miem bro del
g ru p o que no es ni un infante ni un lunático tiene algún papel
M IC H A EL O A K E S H O T T 281

y alg u n a responsabilidad. P ara nosotros es, en u n nivel u o tro ,


una actividad universal.
H ablo sobre esta actividad en térm inos de “o cu p arse de las
form as de o rg a n iz a c ió n ”, en lugar de “realizar las form as d e o r­
g an izació n ”, p o rq u e en estos g ru p o s cooperativos h e re d ita rio s
nunca se ofrece a la actividad u n a hoja en blanco de p o sib ili­
dades infinitas. En c u alq u ier g eneración, incluyendo a las m ás
revolucionarias, las form as de organización de q u e se d is fru ta
siem pre ex ced en p o r m u ch o a las que se reco n o ce que necesi­
tan ser aten d id as, y las q u e están siendo p re p a ra d a s p a ra ser
d isfru tad as son pocas e n co m p aració n con las que son m o d ifi­
cadas: lo nuevo es u n a p ro p o rc ió n insignificante de la to talid ad .
Por supuesto, hay alg u n as personas que se p e rm ite n decir: Ar
if arrangements were intended/ For else but to be mended;
pero, p a ra la m ayoría de nosotros, la d eterm in ació n de m e jo ra r
n u e stra c o n d u c ta n o nos im pide reconocer que la m ayor p a rte
de lo q u e te n em o s n o es u n a carga que debam os so p o rta r o u n
d em o n io q u e te n g am o s q u e exorcizar, sino u n h eren cia p a ra
ser d isfru tad a . Y cierto g ra d o de desgaste va u n id o con cad a
co m o d id ad real.
A h o ra b ien , a te n d e r las form as de organización de u n a so­
ciedad es u n a activ id ad que, com o cualquier otra, tien e q u e
ap ren d erse. L a p o lítica apela al conocim iento. En c o n secu en ­
cia, no es irrelev an te investigar la clase de con o cim ien to q u e
está im plicada, e investigar la n atu raleza de la ed u cació n p o ­
lítica. Sin em b arg o , n o p ro p o n g o que p reg u n te m o s co n q u é
in fo rm ació n d eb em o s p e rtre c h a rn o s antes de co m en zar a ser
políticam ente activos, o q u é necesitam os saber p a ra ser p o líti­
cos de éxito, sino investigar la clase d e co n o cim ien to a la q u e
inevitablem ente apelam os cu an d o realizam os actividades p o lí­
ticas y o b te n e r d e esto u n a co m p ren sió n de la n a tu ra le z a d e la
educación política.
Así, p u e d e su p o n e rse que n u estras ideas sobre la e d u cac ió n
política surgen de n u e stra co m p re n sió n de la actividad p o líti­
ca y la clase de co n o cim ien to que im plica, y parecería q u e lo
que se q u iere e n este p u n to es u n a d efin ició n d e la activ id ad
política d e la q u e p o d am o s e x tra e r alg u n as conclusiones. Pe­
ro pienso que esto sería u n m o d o equivocado de p ro c e d e r e n
nuestro asunto. Lo q u e necesitam os no es tanto u n a d e fin ic ió n
282 LA ED U CA CIÓ N PO L ÍT IC A
\

de la política de la que podam os deducir el carácter de la edu­


cación política, sino una com prensión de la actividad política
que incluya un reconocim iento del tipo de educación que im­
plica, pues entender una actividad es conocerla com o un todo
concreto; es reconocer dentro de la actividad misma la fuente
de su movimiento. Una com prensión que haga que la actividad
dependa de algo fuera de sí misma es, p or esa misma razón,
una com prensión inadecuada. Y si la actividad política es impo­
sible sin cierta clase de conocim iento y cierto tipo de educación,
entonces tal conocim iento y tal educación no son meros apén­
dices de la actividad, sino partes de la actividad misma y deben
incorporarse a nuestra com prensión de ella. Por lo tanto, no de­
beríam os buscar una definición de política con el fin de deducir
de ella el carácter de la educación y el conocim iento político, si­
no más bien observar la clase de conocimiento y educación que
es in h eren te a cualquier com prensión de la actividad política, y
utilizar esta observación com o un m edio para m ejorar nuestra
com prensión de la política.
Por lo tanto, propongo exam inar la adecuación de dos formas
actuales de co m p ren d er la política, junto con el tipo de cono­
cim iento y la clase de educación que implican, así com o tratar
de alcanzar, m ejorando esos enfoques, lo que quizás sea una
com prensión más acertada tanto de la actividad política misma
com o del conocim iento y la educación que le corresponden.

2
Para algunos, la política es lo que podría llamarse u na actividad
em pírica. A tender las form as de organización de una sociedad
consiste en levantarse cada m añana y considerar “¿Q ué me gus­
taría hacer?” o “¿Q ué es lo que a alguien más (a quien deseo
com placer) le gustaría que se hiciera?”, y hacerlo. Esta com­
prensión de la actividad política puede llam arse la política sin
política. Tras el más breve exam en se puede m ostrar que es
un concepto de la política difícil de defender; no parece una
m an era posible de actividad en lo absoluto. Pero quizás pueda
en contrarse u n a buena aproxim ación a ella en la política del
conocido déspota oriental, o en la política del escritorzuelo de
discursos o del político electorero. Y puede suponerse que el
M IC H A E L O A K E S H O T T 283

resultado sea el caos m odificado p o r cualquier reg u larid ad que


se introduzca sigilosam ente p o r capricho. Son las políticas atri­
buidas al p rim er L ord Liverpool, de quien A cton afirm ó: “El
secreto de su política es que no tenía n in g u n a”, y de quien u n
francés observó que si h u b iera estado presente d u ra n te la crea­
ción del m u n d o habría dicho: “Mon Dieu, conservons le chaos."
Parece entonces que es posible una actividad co n creta que p u e ­
de describirse com o u n a aproxim ación a la política em pírica.
Pero está claro que, au n q u e cierto tipo de conocim iento p e rte ­
nece a este estilo de actividad política (un conocim iento, com o
dicen los franceses, no de nosotros mismos sino sólo de nuestros
apetitos), la ú nica clase de educación apropiada p ara ella sería
una educación en la locura (ap ren d er a ser g o bernado solam en­
te p o r los deseos pasajeros). Y esto revela la idea im p o rtan te, a
saber, que e n te n d e r la política com o una actividad p u ra m e n te
em pírica es m alentenderla, pues el em pirism o p o r sí solo no
es u n a fo rm a co n creta de actividad en absoluto, y sólo p u ed e
convertirse en co m p añ ero de una form a concreta de actividad
cuando se u n e a algo más (en la ciencia, p o r ejem plo, cu an d o
se u n e a hipótesis). Lo que es significativo de esta co m p ren sió n
de la política n o es que pu ed a aparecer algún tipo de aproxi­
m ación a ella, sino que confunde lo que nunca es más que u n
m om ento ab stracto de cualquier form a de actividad con u n a
form a d e actividad im pulsada p o r sí misma. La política, desde
luego, es la b ú sq u ed a de lo que se desea y de lo que se desea en
el presente; p ero precisam ente p orque es esto, nunca p u ed e ser
la búsq u ed a d e sólo lo que se sugiere a sí m ism o p o r m om entos.
La actividad de d esear no sigue este curso; el capricho n u n ca es
absoluto. Así, desde u n pun to de vista práctico, p o dem os co n ­
d en ar el estilo de política que se aproxim a al em pirism o p u ro
porque advertim os en ella u n acercam iento a la locura. Pero
desde un pun to de vista teórico, la política p u ram e n te em p íri­
ca no es algo difícil de alcanzar ni algo que deba evitarse, es
sim plem ente im posible, es el producto de un m alentendido.

3
La com prensión de la política com o una actividad em p írica es,
por lo tanto, inadecuada p o rq u e no logra revelar u n a form a
284 L A L IH JC A C IÓ N P O L ÍT IC A

co n creta de actividad en absoluto. Además, posee el defecto


incidental de que parece que anim a a las personas irreflexivas
a cultivar un estilo de atender las form as de organización de su
sociedad que probablem ente lleve a resultados desafortunados;
tratar de hacer algo que es inherentem ente im posible constitu­
ye siem pre un proyecto que corrom pe. D ebem os, si podem os,
m ejorar esta perspectiva. Y el im pulso p ara m ejorarla puede
en co n trar una dirección adecuada si preguntam os “¿Qué es lo
que esta com prensión de la política descuida en su enfoque?”
¿Qué es (dicho en térm inos toscos) lo que ha dejado de lado
y que, si se añade, constituiría una com prensión en la que la
política se nos revelaría com o una form a de actividad im pul­
sada p o r sí m ism a (o concreta)? La respuesta parece estar a
n u estra disposición tan pronto com o se form ula la pregunta.
P arecería que lo que a esta com prensión de la política le falta
es algo p a ra p o n e r en funcionam iento al em pirism o, algo que
c o rre sp o n d a a las hipótesis específicas de la ciencia, la búsque­
d a de u n fin más am plio que un simple deseo del instante. Y
d eb e observarse que esto no es sim plem ente un b u en acom pa­
ñante p a ra el em pirism o; es algo sin el cual el em pirism o en la
acción es im posible. Explorem os esta sugerencia. C on el fin de
plantearla bien la form ularé bajo la form a de una proposición:
la política se m uestra com o una form a de actividad im pulsada
p o r sí m ism a cuando el em pirism o es precedido y guiado por
una actividad ideológica. N o me interesa el llam ado estilo ideo­
lógico de la política com o u n a form a deseable o indeseable de
aten d er las form as de organización de u n a sociedad; sólo me
interesa la opinión de que cuando se añade al elem ento ineluc­
table de em pirism o (hacer lo que se quiere h acer) u n a ideología
política, surge u n a form a de actividad im pulsada p o r sí misma
y que, en consecuencia, p u ed e considerarse en principio como
una com prensión adecuada de la actividad política.
Tal com o la entiendo, u n a ideología política p reten d e ser
un p rin cip io abstracto, o u n conjunto de principios abstractos
relacionados, que han sido concebidos independientem ente.
P roporciona, antes de e m p re n d e r la actividad de aten d er las
form as de organización de una sociedad, un fin establecido
p a ra ser alcanzado, y al p ro ced er así ofrece u n m edio para dis-
M IC H A E L O A K E S H O T T 285

tinguir entre los deseos que deben alentarse y los que deben
suprimirse o reorientarse.
El tipo más sencillo de ideología política es una idea abstrac­
ta, tal como libertad, igualdad, máxima productividad, pureza
racial o felicidad. En tal caso, la actividad política se entiende
como el proyecto de asegurarse de que las formas de organiza­
ción de una sociedad estén de acuerdo con, o reflejen, la idea
abstracta elegida. Sin em bargo, es usual reconocer la necesidad
de un esquem a com plejo de ideas relacionadas en vez de una so­
la idea, y los ejemplos a los que se recurre son sistemas de ideas
tales como: “los principios de 1789”, “liberalism o”, “d em ocra­
cia”, “m arxism o” o el Tratado del Atlántico. Estos principios no
necesitan considerarse absolutos o inmunes al cambio (aunque
a m enudo así se los concibe), pero su valor reside en que han si­
do ideados de antem ano. Constituyen una com prensión de qué
ha de alcanzarse independientem ente de cómo ha de alcanzarse.
Una ideología política pretende proveer por adelantado un co­
nocimiento sobre qué es la libertad, la dem ocracia o la justicia,
y de esta form a pone a funcionar al empirismo. Tal conjunto
de principios es, desde luego, susceptible de argum entos y re­
flexiones; es algo que los hom bres idean para sí mismos, y más
tarde p ueden recordarlo o plasmarlo por escrito. Pero la con­
dición bajo la cual puede desem peñar el servicio que se le ha
asignado es que no le debe nada a la actividad que controla.
“Conocer el verdadero bien de la com unidad es lo que cons­
tituye la ciencia de la legislación”, nos dice Bentham; “el arte
consiste en en co n trar los medios para realizar ese b ien ”. Así,
la opinión a la que nos enfrentam os sostiene que el em pirism o
puede ser puesto en funcionam iento (y puede surgir u na form a
de actividad concreta e im pulsada por sí misma) cuando se le
añade una guía del siguiente tipo: el deseo y algo no generado
por el deseo.
A hora bien, no hay duda acerca del tipo de conocim iento que
la actividad política, entendida de esta forma, nos pide. Lo que
se requiere, en prim er lugar, es un conocim iento de la ideolo­
gía política elegida (un conocim iento de los fines que se buscan,
un conocim iento de lo que querem os hacer). Claro está que si
hemos de tener éxito en la búsqueda de estos fines necesitare­
mos además un conocim iento de otro tipo, un conocim iento,
286 LA ED U C A C IÓ N PO L ÍT IC A

diríamos, de econom ía o psicología. Pero la característica co­


m ún a todas estas clases requeridas de conocim iento es que
pueden ser, y deben ser, reunidas antes de em prender la acti­
vidad de atender las formas de organización de una sociedad.
Además, el tipo apropiado de educación será una educación
en la que se enseña y se aprende la ideología política elegi­
da, en la cual se adquieren las técnicas necesarias para el éxito
y (si somos tan desafortunados com o para encontrarnos con las
manos vacías en cuanto a una ideología) una educación en la
actividad del pensam iento abstracto y la reflexión previa nece­
sarias para idear una p ara nosotros mismos. La educación que
necesitarem os nos capacita para exponer, defender, aplicar y,
posiblem ente, inventar una ideología política.
Al buscar una dem ostración convincente de que esta com­
prensión de la política revela una form a de actividad im pulsada
p o r sí misma, sin d u d a habrem os de considerarnos afortunados
si podem os en co n trar un ejem plo de política que fuese condu­
cida precisam ente de ese m odo. Esto constituiría por lo menos
una señal de que estam os en el cam ino correcto. Se recordará
que el defecto de co m prender la política com o una actividad
puram ente em pírica era que no revelaba en absoluto una for­
ma de actividad, sino una abstracción; y este defecto se hacía
m anifiesto en n uestra incapacidad de encontrar un estilo de po­
lítica que fuera algo más que una aproxim ación a ella. ¿Cómo se
desem peña en este aspecto la com prensión de la política como
una form a de em pirism o unida con una ideología? Sin exagerar
nuestra confianza, quizás podam os pensar que es aquí que lle­
gamos a la otra orilla, pues al parecer no tendríam os ninguna
dificultad p ara en co n trar un ejem plo de actividad política que
corresponda a esta com prensión de ella: la m itad de la pobla­
ción del planeta, en un cálculo conservador, parece conducir
sus asuntos precisam ente de esta m anera. Y adem ás, ¿no es aca­
so u n estilo político tan m anifiestam ente posible que, incluso si
discrepam os de una ideología particular, no encontram os nada
que sea técnicam ente absurdo en los escritos de quienes nos ins­
tan a creer que se trata de una form a adm irable de la política?
Al m enos sus defensores parecen saber de qué están hablan­
do: no sólo en tienden la form a de la actividad, sino además
el tipo de conocim iento y la clase de educación que implica.
M IC H A E L O A K E S H O T T 287

“C u alq u ier n iñ o de escuela en R usia”, escribió Sir N o rm a n A n ­


gel, “está fam iliarizado con la d o c trin a de M arx y p u e d e re c ita r
su catecism o. ¿C uántos niños de escuela en la G ra n B retañ a
poseen u n co n o cim ien to sim ilar de los p rin cip io s e n u n ciad o s
p o r Mili en su in c o m p arab le ensayo sobre la lib e rta d ? ” “Pocas
p e rso n a s”, n os dice E.H. C arr, “cu estio n an la tesis d e q u e el
niño d eb e ser e d u c a d o en la ideología oficial de este p a ís”. En
resum en, si b uscam os u n a señal que nos in d iq u e q u e la co m ­
p ren sió n de la política com o u n a actividad política p re c e d id a
p o r u n a id eo lo g ía política es u n a co m p ren sió n ad ecu ad a, difí­
cilm ente p o d re m o s equivocarnos al su p o n e r que la te n em o s a
la m ano.
N o o b stan te, quizás haya lugar p ara la duda: sobre to d o ,
pod em o s d u d a r d e si esta com p ren sió n de la política revela
u n a fo rm a d e activ id ad im pulsada p o r sí misma; y, com o c o n ­
secuencia, p o d e m o s d u d a r tam bién de si se h an id e n tific ad o
ap ro p ia d a m e n te los q u e se co n sid eran com o ejem plos q u e co­
rre sp o n d e n ex actam en te a este estilo de política.
La o p in ió n q u e estam os investigando sostiene que a te n d e r la
disposición d e u n a sociedad p u ed e em pezar con u n a ideología
p rem ed itad a, p u e d e em p ezar con un conocim iento a d q u irid o
de form a in d e p e n d ie n te de los fines que se tra ta rá n d e alcan ­
zar.1 Se su p o n e q u e u n a ideología política es el p ro d u c to de la
p rem e d itac ió n in telectu al y que, debido a que es u n c u e rp o de
principios q u e n o está su p ed itad o en sí m ism o a la activ id ad d e
aten d er la d isp o sició n d e u n a sociedad, es capaz de d e te rm in a r
y guiar la d irec ció n de esa actividad. No obstante, si co n sid e ra ­
mos de m a n e ra m ás aten ta el carácter d e u n a ideología política,
encontram os d e in m ed iato q u e esta suposición es falseada. En
lugar de que u n a ideología política sea el p ad re casi divino de
la actividad política, resulta ser algo m uy distinto, su hijastro
terrenal. En lu g ar de ser u n esq u em a p re m e d ita d o de fines, es
un sistem a de ideas abstraídas de la form a en que las p e rso ­
nas h an sido aco stu m b rad as a en c a ra r la actividad de a te n d e r
las form as de o rg an izació n de sus sociedades. El linaje de todas

1 T al es el c a so , p o r e je m p lo , d e la ley natural: o b ie n se c o n s id e r a u n a
e x p lica ció n d e la a c tiv id a d p o lític a , o b ie n (d e m a n er a im p ro p ia ) u n a g u ía p ara
la c o n d u cta p o lític a .
288 LA E D U C A C IÓ N P O L ÍT IC A

las ideologías políticas m uestra que no son las criaturas de la


prem editación de la actividad política, sino de la m editación
sobre una form a de política. En pocas palabras, la actividad po­
lítica antecede a la ideología política, y la com prensión de la
política que estam os investigando tiene la desventaja de ser, en
un sentido estricto, absurda.
C onsiderem os la cuestión, en p rim e r lugar, en relación con
las hipótesis científicas, que considero que d esem p eñ an un pa­
pel en la actividad científica que en algunos aspectos es sim ilar
al que d esem p eñ a u n a ideología en la política. Si u n a hipótesis
científica fu era u n a idea brillante que se a u to e n g e n d ra ra y que
no d eb iera n ad a a la actividad científica, entonces p o d ría consi­
d erarse que el em pirism o regulado p o r hipótesis constituye una
form a de actividad independiente; pero ciertam ente ello no co­
rre sp o n d e a su carácter. La verdad es que sólo un h o m b re que
ya es u n científico p uede form ular u n a hipótesis científica; es
decir, u n a hipótesis no es una invención in d ep en d ien te capaz de
g u ia r la investigación científica, sino una suposición d e p e n d ie n ­
te que surge com o u n a abstracción del interior de u n a actividad
científica p rev iam en te existente. Además, aun cu ando la h ip ó ­
tesis científica haya sido form ulada de esta m anera, será inútil
com o g u ía p a ra la investigación sin una referencia constante a
las trad icio n es de investigación científica de la cual fue abstraí­
da. La situación co n creta no surge sino hasta que se reconoce
que la h ipótesis específica, que es la o p o rtu n id a d p a ra p o n e r en
fun cio n am ien to al em pirism o, es u n a c ria tu ra de sab er cóm o
co n d u cir u n a investigación científica.
C onsiderem os a h o ra el ejem plo del arte de la cocina. Po­
d ría su p o n erse que u n h o m b re ig n o ran te, alg u n o s m ateriales
com estibles y un libro de cocina constituyen en su co njunto las
necesidades de una actividad im pulsada p o r sí m ism a (o con­
creta) llam ada cocina. N ada más lejos de la verdad. El libro de
cocina no es un com ienzo g en erad o de m a n e ra in d e p en d ien te
del cual p u ed e surgir la actividad de cocinar; n o es más que un
resu m en del conocim iento cu lin ario de alg u n a persona: es el
hijastro y n o el p a d re de la actividad. El libro, a su vez, p u ed e
ayudar a u n h o m b re a p re p a ra r u n a cena, p ero si fu e ra su única
g u ía n o p o d ría nunca, de hecho, com enzar: el libro habla sólo
M IC H A EL O A K E.S H O T T 289

a quienes ya saben lo que se puede esp erar de él y, en co n se­


cuencia, cóm o interpretarlo.
A hora bien, así com o cualquier libro de cocina p re su p o n e
a alguien que sepa cocinar y su uso p resu p o n e a alguien que
ya sabe cóm o utilizarlo, y así com o u n a hipótesis científica su r­
ge de un conocim iento de cóm o conducir u n a investigación
científica (y sep arad a de ese conocim iento es incapaz de p o n e r
en funcionam iento al em pirism o de una m an era fructífera), así
tam bién u n a ideología política debe entenderse no com o u n
com ienzo in d ep en d ien tem en te p rem ed itad o de la actividad p o ­
lítica, sino com o u n conocim iento (abstracto y generalizado) d e
una form a co n creta de aten d er las form as de organización d e
una sociedad. El catecism o que establece los propósitos q u e h a n
de buscarse sim plem ente resum e una form a concreta d e co n ­
ducta en q u e esos propósitos ya se encuentran ocultos. N o existe
antes que la actividad política, y p o r sí mism o nunca es u n a
guía suficiente. Los proyectos políticos, los fines que h an de
buscarse, las disposiciones que han de establecerse (todos los
ingredientes n o rm ales de una ideología política), no p u e d e n
ser ideados antes que u n a form a de atender las form as de o rg a ­
nización de u n a sociedad; lo que hacem os, y lo que q u erem o s
hacer, son el p ro d u cto de cómo estam os acostum brados a d iri­
gir nuestros asuntos. C iertam ente a m enudo no refleja m ás q u e
una capacidad d escu b ierta p a ra hacer algo que luego se tra d u c e
en una au to rid ad p a ra hacerla.
El 4 de agosto de 1789 se sutituyó en Francia u n sistem a p o ­
lítico y social com plejo y en b an carro ta p o r los D erechos del
H om bre. Al leer este docum ento, llegam os a la conclusión de
que alguien se ha ten id o que p o n e r a pensar. H e aquí, en u n as
pocas oraciones, u n a ideología política: un sistem a de d erech o s
y deberes, u n esquem a de fines (justicia, libertad, igualdad, se­
guridad, p ro p ied ad y todo lo dem ás) listos y esp eran d o p a ra ser
puestos en práctica p o r p rim e ra vez. “¿Por p rim e ra vez?” Ni d e
lejos. Esta ideología no existía antes de la práctica política m ás
que lo que los libros de cocina existían antes de que alg u ien
supiera cocinar. C iertam ente fue el pro d u cto de la reflex ió n d e
un individuo, p ero no fue el p ro d u cto de u n a reflexión a n te rio r
a la actividad política, pues aquí se revelan, de hecho, en fo rm a
resum ida y abstracta, las leyes del d erecho co n su etu d in ario d e
29 0 LA E D U C A C IÓ N P O L ÍT IC A

los ingleses, u n regalo no de la reflex ió n in d e p e n d ie n te o de


la m unificencia divina, sino d e siglos de a te n d e r d ía con día
las disposiciones de u na sociedad histórica. O considérese el
Segundo tratado sobre e l gobierno civil d e Locke, q u e se in terp retó
en A m érica y en F rancia d u ra n te el siglo xvm co m o si fu era
u na enunciación de p rincipios abstractos p a ra ser puestos en
práctica, co n sid erad o s en esa o b ra com o u n p refacio d e la ac­
tividad política. Pero, lejos d e ser u n prefacio, tie n e todas las
huellas d e ser u n epílogo, y su p o d e r co m o g u ía d eriv ab a de sus
raíces en la ex p erien cia p o lítica real. A quí, fo rm u lad o e n p rin ­
cipios abstractos, se e n c u e n tra u n a breve visión g e n e ra l d e la
m a n era en q ue los ingleses a c o stu m b ra b a n e n c a ra r la tarea de
a te n d e r sus form as d e o rg an izació n (un resu m en b rillan te de
los hábitos políticos d e los ingleses). O co n sid érese el siguiente
pasaje de u n p e n s a d o r e u ro p e o c o n te m p o rá n e o de Locke: “La
lib ertad m a n tie n e a los e u ro p e o s en in q u ie tu d y m ovim iento.
D esean te n e r lib ertad , y al m ism o tiem p o saben q u e n o la tie­
nen. T am b ién sab en q u e la lib e rta d p e rte n e c e al h o m b re com o
un d e re c h o h u m a n o .” Y u n a vez q ue se h a fijado el fin q u e se
buscará, la activ id ad p o lítica se rep re se n ta com o la realización
de ese fin. P ero la “lib e rta d ” q u e se p u e d e tra ta r d e alcanzar no
es u n ideal p re m e d ita d o e n fo rm a in d e p e n d ie n te o u n sueño; al
igual q ue u n a hipótesis científica, es algo q ue ya se m an ifiesta
en u n a fo rm a c o n c re ta d e c o m p o rta m ie n to . La lib e rta d , com o
la receta d e u n pastel, n o es u n a id e a b rillan te; n o es u n “d erech o
h u m a n o ” q u e h a d e d e d u c irse d e a lg ú n c o n c e p to especulativo
d e la n a tu ra le z a h u m a n a . La lib e rta d q u e d isfru ta m o s n o es na­
d a m ás q ue form as d e o rg an iz ació n , p ro c e d im ie n to s d e cierta
clase: la lib e rta d d e u n inglés n o es algo q u e se ejem p lifica en el
p ro ced im ien to d e babeas corpus, sino q u e es, e n ese p u n to , la dis­
p o n ib ilid a d d e ese p ro c e d im ie n to . Y la lib e rta d q u e deseam os
d isfru ta r n o es u n “id e a l” q u e co n ceb im o s in d e p e n d ie n te m e n ­
te d e n u e s tra e x p e rie n c ia p o lítica, es lo q u e ya se m a n ifie sta en
esa e x p e rie n c ia .2

2 Cfr. “A p r im e r a v ista p a r e c e q u e la le y su sta n tiv a es s e c r e ta d a g r a d u a l­


m e n te e n lo s in te r stic io s d e l p r o c e d im ie n t o ”, M a in e , E a rly L a w a n d C ustom s,
p. 38 9 .
M IC H A E L O A K E S H O T T
291

Por lo tanto, de acuerdo con esta interpretación, los sistem as


de ideas abstractas que llamam os “ideologías” son resúm enes
de alguna clase de actividad concreta. La mayoría de las ideo­
logías políticas, y ciertam ente las más útiles (pues sin lugar a
duda tienen un uso), son resúm enes de las tradiciones políticas
de alguna sociedad. Pero a veces sucede que u na ideología se
ofrece com o guía p ara la política y es u n resum en, n o de u n a
experiencia política, sino de alguna otra form a de actividad,
com o p o r ejem plo la g u erra, la religión o la adm inistración de
una industria. En este caso, el m odelo que se nos m u estra no
sólo es abstracto, sino que adem ás es inapropiado d eb id o a la
irrelevancia de la actividad del cual ha sido abstraído. C reo que
éste es u no de los defectos del m odelo que ofrece la ideología
marxista. Pero lo im portante es que, cuando m ucho, u n a ideo­
logía es u na abreviación de alguna form a de actividad concreta.
Quizás a h o ra podam os apreciar de m anera más precisa el
carácter de lo que p u ed e llam arse el estilo ideológico d e la polí­
tica, y en te n d e r que su existencia no ofrece fundam entos p a ra
suponer, que la com prensión de la actividad política, en tan ­
to que em pirism o guiado solam ente p or una ideología, es u n a
com prensión adecuada. El estilo ideológico de la política es
un estilo confuso. En térm inos más apropiados, es u n a m an e­
ra tradicional de aten d er las form as de organización de u n a
sociedad que se ha resum ido en una doctrina de fines, y ese
resum en (junto con el conocim iento técnico necesario) se con­
sidera erró n eam en te la única guía en que hem os de confiar. En
ciertas circunstancias, un resum en de esta clase p u ed e ser va­
lioso: bosqueja con claridad y otorga precisión a u n a trad ició n
política que en su m om ento puede parecer apropiada. C u an ­
do una form a de aten d er las form as de organización tien e que
trasplantarse de la sociedad en que se h a desarrollado a o tra
sociedad (lo que siem pre es una em presa cuestionable), la sim ­
plificación de u n a ideología puede parecer u na g ran ventaja.
Por ejemplo, si la form a inglesa de la política h a de im plantar­
se en alguna o tra parte del m undo, quizás es ap ro p iad o que
deba prim ero ser abreviada en algo llam ado “d em o cracia” an ­
tes de ser em pacado y enviado al extranjero. Hay, desde luego,
un m étodo alternativo: el m étodo p o r el cual lo que se ex­
porta son los porm enores y no el resum en de la tradición, y
292 LA E D U C A C IÓ N P O L ÍT IC A

los trabajadores viajan con las herram ientas (el m étodo que
hizo al im perio británico). Y, en particular cuando los hom­
bres tienen prisa, l ’homme á programme con su resum en gana
siem pre; sus consignas resultan encantadoras, m ientras que el
m agistrado residente es visto sólo com o un signo de servilismo.
Pero sea cual sea el aparente carácter apropiado con respecto
al m om ento del estilo ideológico de la política, el defecto de
la explicación de la actividad política relacionado con él se tor­
na evidente cuando consideram os el tipo de conocim iento y
la clase de educación que nos alienta a creer que es suficiente
p ara en ten d er la actividad de aten d er las form as de organiza­
ción de u na sociedad, pues sugiere que un conocim iento de la
ideología política elegida puede ocupar el lugar de la com pren­
sión de una trad ició n de conducta política. La vara y el libro
llegan a considerarse en sí mism os potentes, y no sim plem en­
te los sím bolos de la potencia. Las formas de organización de
u n a sociedad adquieren el aspecto no de form as de conducta,
sino d e piezas de u n a m aquinaria que ha de transportarse in­
d iscrim in ad am en te p o r todo el m undo. Las com plejidades de
la trad ició n que se h an elim inado en el proceso de abreviación
no se estim an im portantes: se considera que los “derechos del
h o m b re ” existen de m an era aislada respecto de una form a de
a te n d e r form as de organización. Y debido a que, en la prácti­
ca, el resu m en nunca es p o r sí m ism o una guía suficiente, se
nos alienta a com pletarlo, no con nuestra sospechosa actividad
política, sino con experiencia proveniente de otras actividades
(a m en u d o irrelevantes) entendidas de m an era concreta, tales
com o la g u erra, la conducción de la in d u stria o la negociación
sindical.

4
La co m p ren sió n de la política com o la actividad de aten d er las
form as de organización de u na sociedad bajo la guía de una
ideología concebida en form a in d ep en d ien te n o es, p o r lo tan­
to, u n m alen ten d id o m e n o r que la com prensión de la política
com o u n a actividad p u ram e n te em pírica. Sea d o n d e sea que
p u e d a em p ezar la política, n o p u ed e em pezar e n la actividad
ideológica. Y hem os o b servado ya, al in ten tar m ejo rar esta com-
M IC H A E L O A K L S H O T T 293

prensión de la política, qué debe reconocerse en principio con


el fin de alcanzar un concepto inteligible. Así com o una h ip ó ­
tesis científica no p u e d e surgir, y es im posible que funcione, a
m enos que sea d e n tro de u n a tradición ya existente de investi­
gación científica, del m ism o m odo u n esquem a de fines p a ra
la actividad política aparece d entro de, y sólo p u ed e evaluarse
en relación con, u n a trad ició n ya existente que nos dice cóm o
aten d er n u estras form as de organización. En política, la única
form a de actividad co n creta discernible es aquella en que se
reconoce que el em p irism o y los fines que se p ersig u en son
dep en d ien tes, tan to p a ra su existencia com o p ara su fu n cio n a­
m iento, de u n a fo rm a trad icio n al de conducta.
La política es la actividad de aten d er las form as de o rg a n i­
zación g en erales d e u n conjunto de personas, quienes, en lo
que resp ecta a su reconocim iento de una m an era co m ú n de
ate n d e r sus form as d e organización, com ponen u n a c o m u n i­
dad. S u p o n e r la existencia de un conjunto de p ersonas que
carezca d e tra d ic io n e s de co n d u cta reconocidas, o que d isfru te
de form as d e o rg an iz ació n que no m anifestaran n in g u n a d irec­
ción p a ra el cam b io y que no necesitaran de n in g u n a aten ció n ,3
es s u p o n e r la ex isten cia de un pueblo incapaz de ten er p o líti­
ca. Por lo tanto, esta actividad no em ana ni de los deseos del
instante ni d e p rin c ip io s generales, sino de las m ism as tra d i­
ciones existentes d e co n d u cta. Y la form a que ad o p ta, d ad o
que no p u e d e a d o p ta r o tra, es la en m ien d a de form as de o r­
ganización existentes m e d ian te la exploración y b ú sq u ed a d e
lo que se m a n ifie sta e n ellas. Las form as de o rganización que
constituyen u n a so cied ad capaz de actividad política (ya sean
costum bres, in stitu cio n es, leyes o decisiones diplom áticas) so n
a la vez co h eren tes e in co h eren tes; fo rm an u n a p a u ta y al m is­
m o tiem p o in d ican u n a p ro p e n sió n hacia lo que n o ap arece
de m a n e ra co m p leta. L a actividad política es la ex p lo ra ció n
de esa p ro p e n s ió n y, e n consecuencia, el razo n am ien to político
p e rtin e n te será la ex p o sició n co n v in cen te de u n a p ro p e n sió n
presen te p e ro q u e a ú n n o h a sido d e sa rro lla d a h asta el final, y
la d e m o stra c ió n co n v in cen te d e que a h o ra es el m o m en to apro-

3 P or e je m p lo , u n a s o c ie d a d e n q u e se crey era q u e la ley es u n r e g a lo


d iv in o .
294 LA E D U C A C IÓ N P O L ÍT IC A

piado p a ra reconocerla. Por ejem plo, la condición legal de las


m ujeres e n n u estra sociedad estuvo d u ran te m ucho tiem po (y
quizás aún lo está) en u na confusión similar, pues los derechos
y obligaciones que la co m ponían indicaban derechos y obliga­
ciones que, no obstante, no se reconocían. Y, desde el punto
de vista que sugiero, la única razó n convincente que se puede
form ular p a ra la “liberación” técnica de las m ujeres e ra que en
todos o la m ayoría de los aspectos ya habían sido liberadas. Los
argum entos derivados de los derechos n atu rales abstractos, de
la “ju sticia” o de algún concepto general de p erso n alid ad fe­
m en in a d eb en considerarse ya sea irrelevantes o b ien form as
d esafo rtu n ad am en te disfrazadas del único arg u m en to válido, a
saber, que había u n a incoherencia en las form as de organiza­
ción de la sociedad que e ra obvio que urgía rem ediar. Así, en la
política cada proyecto es la consecuencia, la búsqueda, no de un
sueño ni d e u n principio general, sino de u n indicio.4 Nos las
habernos co n algo que no tiene la fuerza de las im plicaciones ló­
gicas o las consecuencias necesarias: pero si las sugerencias de
u n a tra d ic ió n de co n d u cta se consideran m enos dignas o son
m ás elusivas q ue aquéllas, no son p o r ello m enos im portantes.
N o existe, d esd e luego, u n aparato a p ru eb a de e rro res p o r m e­
dio del cual p o dam os d ed u cir la sugerencia que m ás valga la
p en a d esarro llarse, y n o sólo com etem os a m e n u d o grandes
erro res d e ju ic io e n estos asuntos, sino que adem ás el efecto
total d e u n deseo satisfecho es tan p eq u eñ o p a ra ser previsto,
que resulta que n u estra actividad de en m ien d a m uchas veces
nos lleva a d o n d e n o q u erríam o s ir. A dem ás, to d a la tarea es
susceptible en cualquier m om ento d e ser co rro m p id a p o r la in­
trom isión d e u n a aproxim ación al em pirism o en la búsqueda
del poder. Tales características n u n ca p u e d e n elim inarse; p er­
tenecen al carácter de la actividad política. Pero p u e d e creerse
que nuestros e rro res de co m p ren sió n serán m enos frecuentes
y m enos desastrosos si escapam os de la ilusión d e q u e la polí­
tica es algo m ás que seguir sugerencias; u n a conversión, no un
arg u m en to .
A h o ra bien, cada sociedad intelectualm ente viva es suscep­
tible, d e vez e n cuando, de resu m ir su trad ició n d e conducta

4 V é a se la s e c c ió n fin a l.
M IC H A E L O A K E S H O T T 295

en un esquem a de ideas abstractas; y a veces la discusión políti­


ca no se interesará en transacciones aisladas (como los debates
en La litada), ni (como en los discursos de Tucídides) en po­
líticas y tradiciones de actividad, sino en principios generales.
No hay nada malo en esto; quizás arroje algún beneficio. Es
posible que el espejo distorsionador de una ideología revele
pasajes im portantes en la tradición, como una caricatura re­
vela las posbilidades de un rostro; y si esto es así, el proyecto
intelectual de ver cóm o es una tradición cuando se reduce a
una ideología será una parte útil de la educación política. Pero
utilizar la abreviación com o una técnica para explorar las su­
gerencias de una tradición política, utilizarla, esto es, com o u n
científico utiliza u n a hipótesis, es una cosa; y es algo muy dis­
tinto e inapropiado entender la actividad política misma com o
la actividad de en m endar las formas de organización de una
sociedad p ara hacerlos que concuerden con las estipulaciones
de una ideología. Pues entonces se habrá atribuido a una ideo­
logía un carácter que es incapaz de sustentar, y podem os ser
conducidos en la práctica por una guía falsa y engañosa: falsa,
porque en la abreviación, sin im portar con cuánta destreza se
haya realizado, es probable que una sugerencia se exagere y se
proponga com o m eta incondicional, y el beneficio que se ten­
dría de observar lo que revela la distorsión se pierde cuando a
la distorsión mism a se le otorga la función de critero; engañosa,
porque la abreviación p o r sí misma nunca ofrece, de hecho, la
totalidad del conocim iento utilizado en la actividad política.
H abrá algunos que, aunque estén de acuerdo en general con
esta com prensión de la actividad política, sospecharán que con­
funde lo que quizás es norm al con lo que es necesario. Está muy
bien, se dirá, seguir en política la actividad de explorar y des­
arrollar las sugerencias de una tradición de conducta; pero ¿qué
luz arroja todo ello sobre una crisis política tal com o la conquis­
ta norm anda de Inglaterra, o el establecimiento del régim en
soviético en Rusia? Sería desde luego tonto negar la posibilidad
de crisis políticas serias. Pero si excluimos (como debem os ha­
cerlo) un cataclismo genuino que p o r el m om ento da fin a la
política destruyendo com pletam ente una tradición de conduc­
ta (lo cual no es lo que sucedió en la Inglaterra anglosajona o
296 LA E D U C A C IÓ N PO L ÍT IC A

en Rusia),5 no hay muchos elem entos para apoyar la opinión


de que incluso el trastorno político más serio nos lleva fuera
de esta com prensión de la política. Una tradición de conducta
no es una form a fija e inflexible de hacer las cosas; es un flu­
jo de propensiones. Puede interrum pirse tem poralm ente por
la introm isión de una influencia externa; puede desviarse, res­
tringirse, detenerse o secarse, y puede revelar una incoherencia
asentada tan profundam ente que (incluso sin asistencia externa)
hace que irru m p a u na crisis. Y si, con el fin de enfrentar estas
crisis, hub iera alguna guía estable, inm utable e independiente,
a la cual p u d ie ra re c u rrir u na sociedad, sin d u d a sería bueno
tom arla. Pero no existe tal guía; no tenem os recursos fuera de
los fragm entos, los vestigios, las reliquias de la propia tradición
de co n d u cta que la crisis h a dejado intactos. Pues incluso la ayu­
da que p odríam os o b te n er de las tradiciones de otra sociedad
(o de u n a trad ició n de u n tipo más vago que com parten va­
rias sociedades) d e p e n d e de n u estra capacidad de asimilarlas
en n u estras p ro p ias form as de organización y nuestra propia
m a n era de a te n d e r n u estras form as de organización. El indivi­
duo h am b rien to y d esesp erad o está equivocado si supone que
su p era la crisis m ed ian te u n abrelatas: lo que lo salva es el co­
nocim iento de alg u ien m ás sobre cóm o cocinar, del cual puede
hacer uso sólo p o rq u e él m ism o no es p o r com pleto ignorante.
En resum en, las crisis políticas (incluso cuando parecen ser im­
puestas a u n a sociedad p o r cam bios fuera del control de ésta)
siem pre surgen dentro d e u n a trad ició n de actividad política; y la
“salvación” p ro v ien e de los recursos n o dañados de la tradición
mism a. Las sociedades q ue conservan, en circunstancias cam­
biantes, u n sentido vivo d e su p ro p ia identidad y continuidad
(que carecen d e ese o dio hacia su p ro p ia experiencia que los
hace desear b o rra rla ) d e b e n co n sid erarse afortunadas, no por­
que posean lo que otros no tienen, sino p o rq u e ya han puesto
en m ovim iento lo que todas tien en y e n lo que todas, de hecho,
d ep en d en .

5 Cfr. el pasaje d e M aitland c ita d o e n la p. 157. La R e v o lu c ió n Rusa (lo que


d e h e c h o su c e d ió en R usia) n o fu e la p u esta e n p ráctica d e u n plan abstracto
id e a d o p o r L e n in y o tros e n Suiza: fu e u n a m o d ific a c ió n d e las circunstancias
rusas. Y la R e v o lu c ió n F rancesa esta b a m u c h o m ás c o n e c ta d a c o n el anclen
régime q u e c o n L ock e o A m érica .
M IC H A E L O A K E S H O T T 297

Por lo tanto, en la actividad política los hombres navegan por


un mar sin límites ni fondo; no hay puerto que sirva como re­
fugio ni lugar para anclar, ni un punto de partida ni un destino
asignado. La tarea consiste en m antenerse a flota con la quilla
estable; el m ar es a la vez amigo y enemigo, y el oficio de m ari­
nero consiste en utilizar los recursos de una forma tradicional
de conducta con el fin de convertir cada ocasión hostil en un
amigo.6
Dirán que se trata de una doctrina deprim ente (incluso quie­
nes no com eten el e rro r de añadir un elemento de crudo deter-
minismo p ara el cual, de hecho, no tiene lugar). Una tradición
de conducta no es un surco por el cual estamos destinados a pa­
sar nuestras vidas insatisfactorias y desamparadas: Spartam nac-
tus es; harte exorna. Pero la depresión surge principalm ente de la
exclusión de esperanzas que eran falsas y del descubrim iento
de que los guías, que se supone que poseen una sabiduría y una
destreza sobrehum anas, tienen, de hecho, un carácter algo dis­
tinto. Si la doctrina nos deja sin un modelo diseñado en el cielo
hacia el cual debam os aproxim ar nuestra conducta, al menos
no nos conduce hacia un pantano en el que cada elección es
igualm ente bu en a o igualm ente deplorable. Y si sugiere que la
política es nur fü r die Schwindelfreie, ello sólo debería deprim ir
a quienes h an perdido el ánimo.

5
El pecado del académico consiste en que le lleva dem asiado
tiempo llegar a lo im portante. Sin embargo, esta tardanza tiene
algo de virtud; lo que el teórico tiene que ofrecer puede no

6 Para q u ien es les parece que tien en una con cep ció n clara d e un d estin o
inm ediato (es decir, de una co n d ició n hum ana que d ebe alcanzarse), y que
confían en qu e esta c o n d ició n es apta para ser im puesta a todos, esto parece­
rá una com p ren sión ind eb idam en te escéptica de la actividad política; pero se
podría preguntarles de d ó n d e la han o b ten id o , y si im aginan que la “activi­
dad p olítica” llegará a su fin con la co n secu ció n de esa co n d ició n . Y si están
de acuerdo e n que p u ed e esperarse enton ces que un d estin o más distante se
revele, ¿no im plica esta situación una com prensión de la política co m o una
actividad abierta tal com o la he descrito? ¿O en tien d en la política c o m o si dis­
pusiera las form as de organización necesarias para un conjunto de náufragos
que siem pre tien en en reserva el pensam iento de que van a ser “rescatad os”?
298 LA E D U C A C IÓ N P O L ÍT IC A

ser, a final de cuentas, gran cosa, pero al m enos no es un fruto


inm aduro, y arrancarlo es cosa rápida. Nos propusim os consi­
d erar la clase de conocim ento im plicada en la actividad política
y el tipo apropiado de educación. Y si la com prensión de la po­
lítica que considero adecuada no es un m alentendido, no habrá
m uchas dudas acerca de la clase de conocim iento y el tipo de
educación que le pertenece. Es el conocim iento, tan profundo
com o podam os desarrollarlo, de nuestra tradición de conducta
política. C iertam ente es deseable otro conocim iento extra; pero
aquél es u n conocim iento sin el cual no podem os hacer uso de
cualquier o tra cosa que hayamos podido aprender.
A hora bien, una tradición de conducta es algo difícil de
aprender. De hecho, puede incluso parecer esencialm ente in­
inteligible. N o es algo fijo ni acabado; no tiene u n núcleo in­
m utable en el que p ueda anclarse el entendim iento; no hay un
propósito so berano discernible o una dirección invariable que
p u ed a detectarse; no hay un m odelo que pueda copiarse o una
regla p a ra ser seguida. A lgunas partes de ella p u eden cam biar
de m a n era más lenta que otras, pero ninguna es inm une al cam­
bio. Todo es tem poral. No obstante, aunque una tradición de
co nducta es frágil y evasiva, no carece de una identidad, y lo
que la convierte en un objeto posible de conocim iento es el
hecho de que todas sus partes no cam bian al m ism o tiem po y
que los cam bios p o r los que pasa tienen un carácter potencial
d entro de ella. Su principio es un principio de : la
autoridad está d ifu n d id a en el pasado, el presente y el futuro;
entre lo viejo, lo nuevo y lo que está p o r venir. A unque está en
m ovim iento es estable, pues nunca está com pletam ente en m o­
vim iento; y aunque es apacible, nunca está com pletam ente en
reposo.7 N ada que le haya pertenecido se pierde p o r com pleto;
siem pre retrocedem os hacia el pasado p ara convertir en algo
actual incluso sus m om entos más rem otos: y nada perm anece
du ran te m ucho tiem po sin m odificarse. Todo es tem poral, pero
nada es arbitrario. Todo se presenta p o r com paración, no con

7 El crítico q u e e n c o n tr ó “algun as cu alid ad es m ística s” en este pasaje m e


ha d ejad o perplejo: a m í m e p arece qu e es una d e scr ip c ió n su m a m en te objetiva
d e las características d e cualq u ier trad ición (d e, p o r ejem p lo, la ley co n su etu ­
dinaria in glesa, la así llam ada c o n stitu ció n británica, la religión cristiana, la
física m od ern a, el cricket o la c o n stru cció n d e barcos).
M IC H A E L O A K E S H O T T 299

lo que está ju n to , sino con el todo. Y puesto que una tradición


de co nducta no es susceptible de la distinción entre esencia y
accidente, el conocim iento de ella es inevitablem ente u n conoci­
m iento de sus detalles: conocer sólo su sustancia no es conocer
nada. Lo que se tiene que ap ren d er no es una idea abstracta o
un conjunto de artificios, sino una m anera de vivir concreta y
coherente con todos sus aspectos intrincados.
Está claro entonces que no debem os guardar esperanzas de
adquirir esta difícil com prensión m ediante m étodos sencillos.
A unque el conocim ento al que aspiram os no es universal, sino
delim itado, n o hay u n atzgo para alcanzarlo. Además, la ed u ­
cación política n o es sim plem ente cuestión de en ten d er una
tradición; es a p re n d e r a cóm o participar en una conversación:
es a la vez u n a iniciación en el legado en el que tenem os u n in­
terés de vida y la exploración de sus indicios. Siem pre quedará
un aire de m isterio acerca de cóm o se aprende una tradición de
conducta, y quizás la única certeza sea que no existe un punto
a p a rtir del cual se p u ed a decir con propiedad que es d o n d e
se com ienza a aprender. La política de una com unidad no es
más ni es m enos individual que su lenguaje, y se ap ren d e y
se p ractica d e la m ism a forma. No com enzamos a a p re n d e r
n u estra le n g u a m atern a aprendiendo el alfabeto o su g ram á­
tica; no com enzam os ap rendiendo palabras, sino palabras en
uso; n o com enzam os (com o cuando em pezam os a leer) con lo
sencillo p a ra después ab o rd ar lo más difícil; no com enzam os
en la escuela, sino en la cuna; y lo que decim os surge siem pre
de n u estra m a n era de hablar. Esto tam bién es verdad respecto
a n u estra educación política; com ienza con el goce de u n a trad i­
ción, o b servando e im itando la conducta de nuestros mayores,
y poco o n ad a encontram os en el m undo al adquirir n u estra
conciencia que no contribuya a ella. Somos conscientes de u n
pasado y de u n futuro tan pronto com o som os conscientes de
un presente. M ucho antes de ten er edad com o p ara interesarnos
en u n libro sobre n u estra política, nos encontram os ad q u irien ­
do ese com plejo e intrincado conocim iento de nuestra trad ició n
política sin el cual no podríam os darle sentido a u n libro cuan­
do lo abram os. Y los proyectos que tenem os son criatu ras de
n u estra tradición. Así, adquirim os la m ayor parte (quizás la p a r­
te más im portante) de nuestra educación política de m a n era
300 LA ED U C A C IÓ N PO L ÍT IC A

casual al enfrentarnos al m undo natural-artificial en el que na­


cemos, y no hay otra form a de adquirirla. H abrá, desde luego,
más cosas que adquirir si tenem os la suerte de nacer en una
tradición política rica y vivaz y entre aquellos que están políti­
cam ente bien educados; los lincam ientos de la actividad política
se tornarán precisos a una edad más tem prana. Pero incluso
la sociedad más pobre y las condiciones más estrechas tienen
alguna educación política que ofrecer, y tom am os lo que pode­
mos obtener.
Pero si bien ésta es la m anera en que com enzam os, hay hue­
cos más profundos que explorar. La política es un tem a apropia­
do p ara el estudio académico; hay algo sobre qué reflexionar
y es im portante que reflexionem os sobre las cosas apropiadas.
Aquí, com o en todas partes, la consideración que nos guía es
que lo que estam os aprendiendo a entender es una tradición
política, u n a m an era concreta de conducta, y p o r esta razón es
apropiado que, en el nivel académico, el estudio de la política
sea u n estudio histórico (no, en prim er lugar, porque sea apro­
piado que se interese p o r el pasado, sino porque necesitam os
estar interesados p o r los detalles de lo concreto). Es verdad que
nada surge en la superficie presente de una tradición de activi­
dad política que no tenga raíces profundas en el pasado, y que
no observar cóm o llega a ser lo que es a m enudo n eg ar la clave
de su carácter significativo; y p o r esta razón el estudio histórico
genuino es u na p arte indispensable de u na educación política.
Pero lo que es igualm ente im portante no es qué sucedió aquí o
allá, sino lo que las personas han pensado y dicho acerca de lo
que sucedió: la historia, no de las ideas políticas, sino de la for­
m a de nuestro pensam iento político. C ada sociedad, m ediante
los subrayados que hace en el libro de su historia, construye una
leyenda de sus propias fortunas que m antiene al día y que es­
conde su propia com prensión de su política, y la investigación
histórica d e esa leyenda (no la exposición de sus erro res, sino la
com prensión de sus prejuicios) d eb e ser u n a p arte preem inente
de u na educación política. Así, es en el estudio de la historia
genuina, y d e esa cuasihistoria que revela retrospectivam ente
las tendencias que se m antienen en m archa, d o n d e podem os
esp e ra r escapar de u n o de los m alentendidos actuales más en­
gañosos de la actividad política, el m alen ten d id o según el cual
M IC M A tl- O A K E S H O T T
301

las instituciones y pro ced im ien to s ap arecen com o piezas d e m a­


quinaria d iseñ ad as p ara alcanzar un p ro p ó sito estab lecid o d e
antem ano, en lugar de form as de c o n d u cta q u e carecen d e signi-
ficado c u a n d o se sep aran de su contexto: el m a le n te n d id o , p o r
ejem plo, con el cual Mili se convenció a sí m ism o d e q u e algo
llam ado “g o b ie rn o rep resen tativ o ” e ra u n a “fo rm a ” d e p o lítica
que podía co n sid erarse ap ro p ia d a p a ra cu alq u ier so cied ad q u e
hubiera alcanzado cierto nivel de lo que él llam ó civilización;
en pocas p alab ras, el m a len te n d id o con el que c o n sid e ra m o s
nuestras form as de o rg an izació n e instituciones com o algo m ás
significativo q u e las huellas de p ensadores y h o m b res d e E sta­
do que sabían q u é d irecció n to m ar sin saber n ad a acerca d e u n
destino final.
No o b stan te, n o b asta con interesarse sólo en n u e stra p ro p ia
tradición d e actividad política. U na educación política d ig n a d e
ese n o m b re d e b e ab arca r adem ás un conocim iento d e la p o líti­
ca de o tras so cied ad es co n tem p o rán eas. D ebe hacerlo p o rq u e
al m enos u n a p a rte d e n u e stra política está relacio n ad a co n la
de otros p u eb lo s, y d e sc o n o c e r cóm o atien d en sus p ro p ias fo r­
mas de o rg a n iz a c ió n es d esco n o cer el curso que a d o p ta rá n e
ig n o rar q u é recu rso s seleccionar en n u estra trad ició n ; y p o r ­
que co n o cer sólo n u e s tra trad ició n no es ni siq u iera c o n o c e r
eso. Pero aq u í d e nuevo d eb e n hacerse dos o b servaciones. N o
com enzam os a p e n a s ayer a te n e r relaciones con n u estro s veci­
nos, y no n ecesitam o s e sta r co n stan tem en te a la caza fu e ra d e
la trad ició n d e n u e s tra política p a ra e n c o n tra r a lg u n a fó rm u ­
la especial o alg ú n e x p e d ie n te m e ra m en te ad hoc p a ra d irig ir
esas relaciones. Es sólo c u a n d o p o r o b stin a ció n o n eg lig en cia
olvidam os los recu rso s d e c o m p re n sió n e iniciativa d e n u e s tra
tradición que, co m o actores q u e h a n o lvidado su g u ió n , estam o s
obligados a im provisar. Y, e n s e g u n d o té rm in o , el ú n ic o co n o c i­
m iento que vale la p e n a te n e r d e la p o lítica d e o tra so cied a d es
la m ism a clase d e co n o cim ien to q u e b u scam o s d e n u e s tra p ro ­
pia tradición. A quí ta m b ié n la verité les nuances; y, p o r
ejem plo, u n estu d io co m p arativ o de in stitu cio n es q u e h ic ie ra
de esto algo oscuro o frecería sólo u n sen tid o ilu so rio d e h a b e r
entendido lo q u e a ú n p e rm a n e c e e n secreto. El e stu d io d e la
política de o tro p u eb lo , com o el estu d io d e n u e s tra política, d e ­
biera ser u n estu d io ecológico d e u n a tra d ic ió n d e c o n d u c ta ,
302 LA E D U C A C IÓ N P O L ÍT IC A

no un estudio anatóm ico de aparatos m ecánicos o la investiga­


ción de una ideología. Sólo cuando nuestro estudio sea de este
tipo nos encontrarem os en cam ino de ser estim ulados, pero no
intoxicados, p or las costum bres de otros. Vagar p o r el m undo
con el fin de seleccionar las “m ejores” prácticas y procesos de
otros (como se dice que el ecléctico Zeuxis trató de com poner
una figura más bella que la de H elena ju n ta n d o características
notables cada una p o r su perfección) es una tarea co rru p to ra
y una de las form as más seguras de p erd er nuestro equilibrio
político; pero investigar la form a concreta en la que otro pueblo
se las arregla para aten d er sus form as de organización puede
revelar pasajes significativos en nuestra propia tradición que de
o tra form a pueden p erm anecer ocultos.
Existe u n tercer departam ento en el estudio académ ico de
la política que debe considerarse y que, a falta de un m ejor
nom bre, llam aré u n estudio filosófico. La reflexión sobre la
actividad política puede tener lugar en varios niveles: p o d e­
mos co n sid erar qué recursos ofrece nuestra tradición política
p ara e n fre n ta r cierta situación, o podem os resum ir n u estra ex­
p erien cia política en u na doctrina que pueda utilizarse, com o
un científico utiliza una hipótesis, para explorar sus indicios.
Pero m ás allá de éstas y otras form as de pensam iento políti­
co, existe u n ám bito de reflexión cuyo objeto es co n sid erar la
ubicación d e la actividad política m ism a en el m apa d e nuestra
ex p erien cia total. Este tipo de reflexión se ha llevado a cabo en
toda sociedad políticam ente consciente e intelectualm ente viva;
y en lo q ue respecta a las sociedades europeas, la investigación
ha revelado u n a variedad de problem as intelectuales que cada
gen eració n ha form ulado a su propio m odo y ha tra ta d o de re­
solver con los recursos técnicos a su disposición. Y d ad o que la
filosofía política no es lo que p o d ría llam arse u n a ciencia “pro­
gresiva”, q ue acum ula resultados sólidos y alcanza conclusiones
que sirven com o base confiable p ara investigaciones posterio­
res, su h istoria es especialm ente im portante: d e hecho, en cierto
sentido, no tiene o tra cosa que una historia, la cual es la historia
de las incoherencias que los filósofos han d etectad o en formas
com unes de p en sam ien to y las soluciones que han propuesto,
antes que u n a historia d e d o ctrin as y sistem as. Se p u ed e supo­
n er que el estu d io d e esta historia tiene u n lugar im p o rtan te en
M IC H A EL O A K E S H O T T 303

una educación política, y aún más la tarea de e n te n d e r el giro


t]ue la reflex ió n co n tem p o rán ea le ha dado. N o p u ed e esp erarse
que la filosofía política aum ente n u estra capacidad p ara te n e r
éxito en la actividad política. N o nos ayudará a d istin g u ir en tre
proyectos políticos b u en o s y malos; no tiene n in g ú n p o d e r p a­
ra guiar o d irig irn o s en la tarea de d esarro llar los indicios de
n uestra trad ició n . Pero el análisis d eten id o de las ideas g e n e ra ­
les que han llegado a vincularse con la actividad política (tales
com o las ideas de naturaleza, artificio, razón, voluntad, ley, au ­
toridad, obligación, etc.), en la m edida en que logre elim in ar
algunas d efo rm acio n es de nuestro pensam iento y nos conduzca
a un uso más eco n ó m ico de conceptos, es u n a actividad que no
debe so b rev alo rarse ni despreciarse. Pero debe en ten d erse co­
mo una actividad explicativa y no com o una actividad práctica
y, si la cultivam os, sólo p o d em o s esperar ser engañados m enos
seguido p o r tesis am biguas y argum entos irrelevantes.
Absent studia in mores. Los frutos de una educación política
aparecerán en la fo rm a en que pensem os y hablem os sobre p o lí­
tica y quizás en la fo rm a en que conduzcam os n u estra actividad
política. S eleccionar elem entos de esta cosecha de perspectivas
deberá ser siem p re peligroso, y las opiniones diferirán con res­
pecto a qué es m ás im p o rtan te. Pero, en lo que a m í respecta,
esperaría dos cosas. E ntre más p ro fu n d o sea n uestro conoci­
miento de la actividad política, m enos estarem os a m erced de
analogías ap aren tem en te verdaderas pero equivocadas, estare­
mos m enos tentados p o r un m odelo falso o irrelevante. Y en tre
más cabalm ente en ten d am o s n u estra p ro p ia trad ició n política,
más fácilm ente estarán sus recursos a n u estra disposición, se­
rá menos pro b ab le que adoptem os las ilusiones que acechan al
ignorante y al desprevenido: la ilusión de que en la política p o ­
dem os arreglárnoslas sin u n a trad ició n de conducta, la ilusión
de que el resum en de u n a trad ició n es en sí m ism o guía sufi­
ciente y la ilusión de que en la política hay u n p u e rto seguro, u n
destino p ara ser alcanzado, o incluso u n ten d en cia d iscern ib le
de progreso. “El m u n d o es el m ejor de los m undos posibles, y
todo en él es u n m al necesario.”
T raducción: H écto r Islas Aza'ís
ACCIÓN

H annah Arendt
T o d a s la s p e n a s p u e d e n s o p o r ta r s e s i la s p o n e m o s
e n u n a h is to r ia o c o n ta m o s u n a h is to r ia so b re e lla s .

Isa a k D in e s e n

N am i n o m n i a c tio n e p r in c i p a lite r i n t e n d i t u r a b
a g e n t e , s i v e n e c e s s ita t e n a t u r a e s i v e v o l u n t a r l e a g a t ,
p r o p r i a m s i m i l i t u d i n e m e x p li c a r e ; u n d e f i t q u o d o m n e
a g e n s , i n q u a n t u m h u iu s m o d i, d e le c ta tu r , q u ia , c u m
o m n e q u o d e s t a p p e t a t s u u m esse, a c i n a g e n d o a g e n -
tis esse m a d a m m o d o a m p lie tu r , s e q u it u r d e n e c e s s ita te
d e le c ta tio . .. N i h i l ig i t u r a g it n i s i ta le e x is te n s q u a le
p a t i e n s f i e r i d e b e t.

[P o rq u e e n tod a a c ció n , lo q u e in ten ta p r in c ip a lm e n ­


te el a g e n te , ya a c tú e p o r n e c e sid a d n a tu ra l o p o r lib re
v o lu n ta d , es ex p lica r su p r o p ia im a g e n . D e a h í q u e to d o
a g e n te , e n tan to q u e h a ce, se d e le ita e n hacer; p u e s to
q u e to d o lo q u e es a p e te c e su ser, y p u e s to q u e e n la ac­
c ió n el ser d e l a g e n te está d e a lg ú n m o d o a m p lia d o , la
d e lic ia n e c e s a r ia m e n te s i g u e . .. A sí, n a d a a ctú a a m e n o s
q u e (al actu ar) h a g a p a te n te su la te n te yo.]

D a n te

24. L a revelación del agente en el discurso y la acción

La p lu ra lid a d h u m a n a, básica co n d ició n tanto de la acción co­


m o del discurso, tie n e el d o b le carácter de ig u ald ad y d istin ció n .
Si los h o m b re s n o fu e ra n iguales, n o p o d ría n e n te n d e rse n i p la­
n ear y p rev er p a ra el fu tu ro las necesidades de los q u e lle g a rá n
306 A C C IÓ N

después. Si los hom bres no fueran distintos, es decir, cada ser


hum ano diferenciado de cualquier otro que exista, haya existido
o existirá, no necesitarían el discurso ni la acción p ara entender­
se. Signos y sonidos bastarían para com unicar las necesidades
inm ediatas e idénticas.
La cualidad hum ana de ser distinto no es lo m ism o que la
alteridad, la curiosa calidad de alteritas que posee todo lo que
es y, en la filosofía medieval, u na de las cuatro características
básicas y universales del Ser, trascendentes a toda cualidad p ar­
ticular. La alteridad es u n aspecto im portante de la pluralidad,
la razón p o r la que todas nuestras definiciones son distinciones,
p o r la que som os incapaces de decir que algo es sin distinguirlo
de alguna o tra cosa. La alteridad en su form a más abstracta
sólo se en cu en tra en la p u ra m ultiplicación de objetos inorgá­
nicos, m ientras que toda la vida orgánica m uestra variaciones
y distinciones, incluso entre especím enes de la m ism a especie.
Pero sólo el h o m b re p uede expresar esta distinción y distinguir­
se, y sólo él p u ed e com unicar su propio yo y no sim plem ente
algo: sed o ham bre, afecto, hostilidad o temor. En el hom bre, la
alterid ad q ue com parte con todo lo que es, y la distinción, que
co m p arte con todo lo vivo, se convierte en unicidad, y la p lu ra­
lidad h u m a n a es la paradójica pluralidad de los seres únicos.
El discurso y la acción revelan esta única cualidad de ser dis­
tinto. M ediante ellos, los hom bres se diferencian en vez de ser
m eram en te distintos; son los m odos en que los seres hum anos
se p resen tan unos a otros, no com o objetos físicos, sino qua
hom bres. Esta apariencia, diferenciada de la m era existencia
co rp o ral, se basa en la iniciativa, pero en u n a iniciativa que
ningún ser h u m an o p u ed e contener y seguir siendo hum ano.
Esto no o cu rre en n in g u n a o tra actividad de la activa. Los
hom bres p u e d e n vivir sin laborar, p u ed en obligar a otros a que
laboren p o r ellos, e incluso decidir el uso y d isfru te de las cosas
del m u n d o sin añ ad ir a éste un sim ple objeto útil; la vida de un
ex plotador d e la esclavitud y la de un parásito p u e d e n ser injus­
tas, p ero son hum anas. Por o tra parte, una vida sin acción ni
discurso —y ésta es la única form a de vida que en conciencia ha
renunciado a toda apariencia y vanidad en el sentido bíblico de
la palabra— está literalm ente m u erta p ara el m undo; h a dejado
de ser u n a vida h u m an a p o rq u e ya no la viven los hom bres.
H A N N A H ARENDT 307

C on p alab ra y acto nos insertam os en el m undo hum ano, y


esta inserción es com o u n segundo nacim iento, en el que con­
firm am os y asum im os el hecho d esnudo de n u estra original
apariencia física. A dicha inserción no nos obliga la necesidad,
com o lo hace la labor, ni nos im pulsa la utilidad, com o es el caso
del trabajo. P u ed e estim ularse p o r la presencia de otros cuya
com pañía deseem os, p ero n u n ca está condicionada p o r ellos;
su im pulso surge del com ienzo, que se ad en tró en el m u n d o
cuando nacim os y al que respondem os com enzando algo n u e­
vo p o r n u e stra p ro p ia iniciativa.1 Actuar, en su sentido más
general, significa to m ar u n a iniciativa, com enzar (com o indica
la p alab ra g rie g a archein, “co m en zar”, “co n d u cir” y finalm ente
“g o b e rn a r”), p o n e r algo en m ovim iento (que es el significado
original del agere latino). D ebido a que son initium los recién
llegados y prin cip ian tes, p o r virtud del nacim iento, los hom bres
tom an la iniciativa, se ap restan a la acción. [Initium] ergo ut esset,
creatus est homo, ante quem nullus fu it (“para que h u b ie ra u n co­
m ienzo, fue cre a d o el hom bre, antes del cual n o había n a d ie ”),
dice San A g u stín e n su filosofía política.12 Este com ienzo n o es
el m ism o q u e el del m u n d o ;3 n o es el com ienzo de algo, sino de
alguien q u e es u n p rin cip ian te p o r sí mismo. C on la creación
del h o m b re, el p rin cip io del com ienzo entró en el p ro p io m un-

1 Esta d e s c r ip c ió n se h a lla ap oyad a p o r recien tes d e scu b r im ie n to s e n p si­


co logía y b io lo g ía , q u e ta m b ié n acen tú a n la interna a fin id a d en tre d isc u r so y
acción , su e s p o n ta n e id a d y fin a lid a d práctica. V éa se e n e sp e c ia l A r n o ld G eh-
len, D e r M e n s c h : S e in e N a t u r u n d s e in e S te llu n g i n d e r W e lt (1 9 5 5 ), q u e o fr e c e u n
ex celen te r e su m e n d e lo s resu lta d o s e in ter p r e ta c io n e s d e la actu al in v e stig a ­
ció n c ien tífica y c o n tie n e g r a n ca n tid a d d e v a lio sa s p e r c e p c io n e s. Q u e G e h le n ,
al igual q u e lo s c ie n tífic o s e n cu y o s resu lta d o s basa sus p ro p ia s teo ría s, crea
qu e estas c a p a c id a d e s e sp e c ífic a s h u m a n a s sea n ta m b ién u n a n e c e s id a d b io ­
lógica", es d ecir, n e c esa r ia s p ara u n o r g a n ism o b io ló g ic a m e n te d éb il y m al
a d ecu ad o c o m o es e l d e l h o m b r e , es o tra c u e stió n q u e a q u í n o n o s c o n c ie r n e .
2 D e c iv ita te D e i, XII. 2 0 .
3 S e g ú n S an A g u stín , lo s d o s e ra n tan d istin to s q u e e m p le a b a la p a la b ra
i n itiu m para in d ica r e l c o m ie n z o d e l h o m b r e y p r i n c i p i u m p a ra d e sig n a r e l c o ­
m ien zo d e l m u n d o , q u e es la tr a d u c c ió n m o d e lo d e l p rim er v erso d e la B iblia.
C o m o p u e d e v erse e n D e c iv ita te D e i, XI. 3 2 , la palab ra p r i n c i p i u m te n ía para
San A g u stín u n s ig n ific a d o m u c h o m e n o s radical; el c o m ie n z o d e l m u n d o n o
sig n ifica q u e n a d a fu er a h e c h o an tes (p o r q u e lo s á n g e le s e x istía n )”, m ien tra s
qu e e x p líc ita m en te a ñ a d e e n la fr a se cita d a c o n referen cia al h o m b r e q u e n a d ie
existía antes d e él.
308 A C C IÓ N

do, que, claro está, no es más que o tra form a de decir que el
principio de la libertad se creó al crearse el hom bre, no antes.
En la propia naturaleza del com ienzo radica que se inicie
algo nuevo que no puede esperarse de cualquier cosa que ha­
ya o cu rrid o antes. Este carácter de lo pasm oso inesperado es
inherente a todos los com ienzos y a todos los orígenes. Así, el
origen de la vida a p artir de la m ateria orgánica es u n a infinita
im probabilidad de los procesos inorgánicos, com o lo es el naci­
m iento de la T ierra considerado desde el punto de los procesos
del universo, o la evolución de la vida hum ana a p a rtir de la
anim al. Lo nuevo siem pre se da en oposición a las ab ru m ad o ­
ras desigualdades de las leyes estadísticas y de su probabilidad,
que p a ra todos los fines prácticos y cotidianos son certeza; por
lo tanto, lo nuevo siem pre aparece en form a de m ilagro. El he­
cho de que el h o m b re sea capaz de acción significa que cabe
esperarse de él lo inesperado, que es capaz de realizar lo que
es in fin itam en te im probable. Y u n a vez más esto es posible d e­
b ido sólo a que cada hom bre es único, de tal m an era que con
cada nacim iento algo singularm ente nuevo en tra en el m undo.
C on respecto a este alguien que es único cabe decir verdade­
ram en te que n ad ie estuvo allí antes que él. Si la acción com o
com ienzo c o rresp o n d e al hecho de nacer, si es la realización
de la co n d ició n h u m an a de la natalidad, entonces el discurso
c o rresp o n d e al hecho de la distinción y es la realización de la
condición h u m an a de la pluralidad, es decir, de vivir com o ser
distinto y único entre iguales.
Acción y discurso están tan estrecham ente relacionados de­
bido a que el acto p rim o rd ial y específicam ente h u m a n o debe
contener al m ism o tiem p o la respuesta a la p re g u n ta planteada
a todo recién llegado: “¿Q uién eres tú?” Este descubrim iento
de quién es alguien está im plícito tanto e n sus p alab ras com o
en sus actos; sin em bargo, la afin id ad en tre discurso y revela­
ción es m ucho más próxim a que entre acción y revelación,4 de
la m ism a m an era que la afin id ad en tre acción y com ienzo es
m ás estrecha que la existente en tre discurso y com ienzo, aun­
que m uchos, incluso la m ayoría de los actos se realizan a m anera

4 Por e sta ra zó n d ic e P la tó n q u e lexis ( “‘d isc u r so ”) se a d h iere m ás estre-


c h á m e n te a la verd ad q u e la praxis.
H A N N A H ARENDT 309

de discurso. En to d o caso, sin el acom pañam iento del discurso,


la acción no sólo p erd ería su carácter revelador, sino tam bién,
por así decirlo, su sujeto; si en lugar de ho m b res de acción h u ­
biera ro b o ts se lo g raría algo que, hab lan d o h u m a n am en te p o r
la p alab ra y, au n q u e su acto p u e d a captarse en su c ru d a a p a rie n ­
cia física sin aco m p añ am ien to verbal, sólo se hace p e rtin e n te a
través de la p a la b ra hab lad a e n la que se identifica com o actor,
an u n cian d o lo q u e hace, lo que ha hecho y lo que in ten ta hacer.
N in g u n a o tra realización h u m a n a requiere el discurso en la
m ism a m e d id a q u e la acción. En todas las dem ás, el discurso
d esem p eñ a u n p ap el su b o rd in ad o , com o m edio d e co m u n i­
cación o sim ple aco m p añ am ien to de algo que ta m b ién p u d o
realizarse en silencio. C ierto es que el discurso es ú til en ex tre­
mo co m o m e d io d e com unicación e inform ación, p e ro com o
tal p o d ría reem p lazarse p o r u n lenguaje de signos, q u e tal vez
d e m o stra ra se r m ás ú til y conveniente p ara tra n sm itir ciertos
significados, co m o en el caso de las m atem áticas y o tra s disci­
plinas científicas o en ciertas form as de trabajo en eq uipo. Así,
tam bién es c ie rto q u e la capacidad del hom bre p a ra actuar, y
especialm ente p a ra hacerlo concertadam ente, es ú til en ex tre­
mo p a ra los fin es d e autodefensa o de búsqueda de intereses;
pero si n o h u b ie ra n a d a m ás en ju e g o que el uso de la acción
com o m e d io p a ra alcanzar un fin, está claro que el m ism o fin
p o d ría alcanzarse m u ch o m ás fácilm ente en m u d a violencia, d e
m an era q u e la acción n o p arece un sustituto m uy eficaz d e la
violencia, al ig u al que el discurso, desde el p u n to d e vista d e
la p u ra u tilid a d , se p re se n ta com o u n difícil su stitu to del le n ­
guaje de signos.
M ediante la acción y el discurso, los hom bres m u e stra n q u ié­
nes son, revelan activam ente su única y p erso n al id e n tid a d y
hacen su ap arició n en el m u n d o h u m an o , m ien tras q u e su id e n ­
tidad física se p resen ta bajo la form a ú n ica del c u e rp o y el
sonido d e la voz, sin n ecesidad d e n in g u n a actividad p ro p ia.
El d escu b rim ien to d e “q u ié n ”, e n co n tra d istin c ió n al “q u é ”, es
alguien —sus cualidades, dotes, talen to y defectos q u e ex h ib e u
oculta—, está im plícito en to d o lo q u e ese alg u ien d ice y hace.
Sólo p u e d e o cu ltarse en co m p leto silencio y p erfecta p asividad,
pero su revelación casi n u n c a p u e d e realizarse com o fin volun­
tario, com o si u n o p oseyera y dispusiese d e este “q u ié n ” d e la
310 A C C IÓ N

misma m anera que puede hacerlo con sus cualidades. Por el


contrario, es más probable que el “quién”, que se presenta tan
claro e inconfundible a los demás, perm anezca oculto para la
propia persona, com o el daimon de la religión griega que acom­
pañaba a todo hom bre a lo largo de su vida, siem pre m irando
desde atrás p o r encim a del hom bro del ser hum ano y por lo
tanto sólo visible a los que éste encontraba de frente.
Esta cualidad reveladora del discurso y de la acción pasa a
prim er plano cuando las personas están con otras, ni a favor ni
en contra, es decir, en p u ra contigüidad hum ana. A unque nadie
sabe a quién revela cuando uno se descubre a sí mismo en la
acción o la palabra, voluntariam ente se ha de co rrer el riesgo
de la revelación, y esto no pueden asum irlo ni el hacedor de
buenas obras, que debe ocultar su yo y perm anecer en com ple­
to anonim ato, ni el delincuente, que ha de esconderse de los
dem ás. Los dos son figuras solitarias, uno a favor y el otro en
contra de todos los hom bres; por lo tanto, perm anecen fuera
del intercam bio hum ano y, políticamente, son figuras margi­
nales que suelen en trar en la escena histórica en periodos de
co rru p ció n , desintegración y bancarrota política. D ebido a su
inherente ten d en cia a descubrir al agente ju n to al acto, la acción
necesita p a ra su plena aparición la brillantez de la gloria, sólo
posible en la esfera política.
Sin la revelación del agente en el acto, la acción pierde su
carácter específico y pasa a ser una form a de realización entre
otras. En efecto, entonces no es m enos m edio p ara u n fin que
lo es la fabricación p ara p ro d u cir un objeto. Esto o cu rre siem­
pre que se pierde la contigüidad hum ana, es decir, cuando las
personas sólo están a favor o en contra de las dem ás; p o r ejem­
plo, d u ran te la g u erra, cuando los hom bres e n tra n en acción y
em plean m edios de violencia p ara lo g rar ciertos objetivos en
co n tra del enem igo. En estos casos, que n atu ralm en te siem pre
se h an dado, el discurso se convierte en “m era charla”, sim­
p lem ente en u n m edio más p ara alcanzar el fin, ya sirva para
e n g a ñ a r al enem igo o p ara deslum brar a todo el m undo con
la p ro p ag an d a; las palabras no revelan nada, el descubrim iento
sólo p ro ced e del acto mism o, y esta realización, com o todas las
realizaciones, no p u ed e revelar al “q u ién ”, a la única y distinta
id e n tid ad del agente.
H A N N A H ARENDT 311

En estos casos la acción pierde la cualidad m ediante la que


trasciende la simple actividad productiva, que, desde la hu m il­
de fabricación de objetos de uso hasta la inspirada creació n de
obras de arte, no tiene más significado que el que se revela en
el producto acabado y no intenta m ostrar más de lo claram ente
visible al final del proceso de producción. La acción sin u n n o m ­
bre, un “q u ié n ” u n id o a ella, carece de significado, m ien tras q u e
una obra de arte m antiene su pertinencia conozcam os o n o el
nom bre del artista. Los m onum entos al “Soldado D esconoci­
d o ” levantados tras la P rim era G u erra M undial testim o n ian la
necesidad aún existente entonces de glorificación, d e e n c o n tra r
un “q u ié n ”, un alguien identificable al que h u b ieran revelado
los cuatro años de m atanza. La frustración de ese deseo y la
repugnancia a resignarse al hecho brutal de que el agente d e la
g u e rra no e ra realm ente nadie, inspiró la erección de los m o ­
num entos al “desconocido”, a todos los que la g u e rra n o h ab ía
dado a conocer, robándoles no su realización, sino su d ig n id a d
hum ana.5

25. La trama delas relaciones y las historias interpretadas

La m anifestación de quién es el que habla y quién el agente,


aunque resulte visible, retiene una curiosa intangibilidad q u e
desconcierta todos los esfuerzos encam inados a u n a ex p resió n
verbal inequívoca. En el m om ento en que querem os d ecir quién
es alguien, nuestro m ism o vocabulario nos induce a d ecir qué es
ese alguien; quedam os enredados en una descripción d e cuali­
dades que necesariam ente ese alguien com parte con otros co m o
él; com enzam os a describir u n tipo o “carácter” e n el an tig u o
sentido de la palabra, con el resultado de que su específica u n i­
cidad se nos escapa.
Esta frustración m antiene u na muy estrecha afin id ad con la
bien conocida im posibilidad filosófica de llegar a u n a d e fin i­
ción del hom bre, ya que todas las definiciones son d e te rm in a ­
ciones o interpretaciones de qué es el hom bre, p o r lo tanto d e
cualidades que posiblem ente puede co m p artir con otros seres

5 Una fá b u la (1 9 5 4 ) d e W illiam Faulkner sob rep asa a casi to d a la liter a tu r a


d e la P rim era G u erra M undial en p ercep tiv id a d y claridad d e b id o a *
h éroe es el S o ld a d o D e sc o n o c id o . ^ u
312 ACCIÓN

vivos, mientras que su diferencia específica se hallaría en una


determ inación de qué clase de “quién” es dicha persona. No
obstante, aparte de esta perplejidad filosófica, la imposibilidad,
por así decirlo, de solidificar en palabras la esencia viva de la
persona tal como se muestra en la fusión de acción y discurso,
tiene gran relación con la esfera de asuntos hum anos, donde
existimos prim ordialm ente como seres que actúan y hablan. Es­
to excluye en principio nuestra capacidad para m anejar estos
asuntos como lo hacemos con cosas cuya naturaleza se halla
a nuestra disposición debido a que podem os nom brarlas. La
cuestión estriba en que la manifestación del “quién” acaece de
la misma m anera que las manifestaciones claramente no dignas
de confianza de los antiguos oráculos que, según Heráclito, “ni
revelan ni ocultan con palabras, sino que dan signos manifies­
tos”.6 Éste es un factor básico en la tam bién notoria inseguridad
no sólo de todos los asuntos políticos, sino de todos los asuntos
que se dan directam ente entre hombres, sin la interm ediaria,
estabilizadora y solidificadora influencia de las cosas.7
Ésta no es más que la prim era de muchas frustraciones que
dom inan a la acción y, por consiguiente, a la contigüidad y co­
m unicación entre los hombres. Quizás es la más fundam ental
de las que hem os de afrontar en la m edida en que no surge
de com paraciones con actividades más productivas y dignas de
confianza, tales com o la fabricación, la contem plación, la cogni­
ción e incluso la labor, sino que indica algo que frustra la acción
en térm inos de sus propios propósitos. Lo que está en ju eg o es
el carácter revelador sin el que la acción y el discurso perderían
toda pertinencia hum ana.
La acción y el discurso se dan entre los hom bres, ya que
a ellos se dirigen, y retienen su capacidad de revelación del
agente aunque su contenido sea exclusivamente “objetivo”, in-

6 O ute legei oute kryptei alia semainei (D iels, Fragmente der Vorsokratiker, 1922,
frag. B 93.
7 S ócrates e m p le ó la m ism a palabra que H eráclito, sem ainein (“m ostrar y
dar sig n o s ), para la m an ifestación d e su daim onion (J e n o fo n te , Memorabilia>} I.
1 .2 ,4 ). Si h e m o s d e co n fia r e n je n o fo n te , S ócrates com p arab a su daim onion con
lo s orá cu lo s e insistía en qu e am bos se usaran só lo para los asuntos hum anos,
d o n d e n ad a es cierto, y n o para los p rob lem as d e las artes y los o fic io s, d o n d e
to d o se p u e d e p red ecir {ibid.y 7 -9 ).
H A N N A H ARENDT 313

teresado p o r los asuntos del m undo de cosas en que se m ueven


los hom bres, que físicam ente se halla entre ellos y del cual su r­
gen los intereses hum anos específicos, objetivos y m undanos.
Dichos intereses constituyen, en el significado más literal de la
palabra, algo del inter-est, que se en cu en tra entre las p erso n as y
p o r lo tanto p u ed e relacionarlas y unirlas. La m ayor parte de la
acción y del discurso atañe a este interm ediario, que varía según
cada g ru p o d e personas, de m odo que la mayoría de las palabras
y actos serefieren a alg u n a realidad hum ana objetiva, adem ás de
ser u n a revelación del agente que actúa y habla. Puesto que es­
te descubrim iento del sujeto es una parte integrante del todo,
incluso la com unicación más “objetiva”, el físico, m u n d a n o
medio de ju n to co n sus intereses queda sobrepuesto y, p o r así
decirlo, so b recrecid o p o r otro en medio de absolutam ente dis­
tinto, fo rm ad o p o r hechos y palabras y cuyo origen lo debe de
m an era exclusiva a que los hom bres actúan y hablan unos para
otros. Este seg u n d o , subjetivo en medio de no es tangible, puesto
que n o hay objetos tangibles en los que pueda solidificarse; el
proceso d e actu ar y hablar puede no dejar tras sí resultados y
productos finales. Sin em bargo, a pesar de su intangibilidad,
este en medio de no es m enos real que el m undo de cosas que
visiblem ente tenem os en com ún. A esta realidad la llam am os la
“tram a” de las relaciones hum anas, indicando con la m etáfo ra
su cualidad d e alg ú n m o d o intangible.
Sin duda, esta tram a no está m enos ligada al m u n d o obje­
tivo de las cosas que lo está el discurso a la existencia de u n
cuerpo vivo, p ero la relación no es com o la de u n a fachada
o, en term inología m arxista, de una su p erestru ctu ra esencial­
m ente su p e rf lúa p eg ad a a la útil estru ctu ra del propio edificio.
El e rro r básico de todo m aterialism o en la política —y dicho
m aterialism o no es m arxista y ni siquiera de origen m o d e rn o ,
sino tan antiguo com o n u estra historia d e la teoría política—8 es

8 En la teo ría p olítica, el m ateria lism o es al m e n o s tan a n tig u o c o m o el


su p u esto p lató n ico -a risto télico d e qu e las c o m u n id a d e s p olíticas (poleis) —y n o
só lo la v id a fam iliar o la c o ex iste n c ia d e varias fam ilias (o ikia i)— d e b e n su e x is­
ten cia a la n e c e sid a d m aterial. (P or lo q u e resp ecta a P latón, v é a se R epública,
369, d o n d e el o r ig e n d e la polis se ve en n u estras n ecesid a d es y fa lta d e a u to ­
su ficien cia . En cu an to a A ristó teles, q u e aquí c o m o en to d o está m u ch o m ás
p róxim o q u e P latón a la o p in ió n c o rrien te g rieg a , v éase Política, 1252b 29: “La
314 A C C IÓ N

pasar por alto el hecho inevitable de que los hom bres se reve­
lan com o individuos, com o personas distintas y únicas, incluso
cuando se concentran p o r entero en alcanzar u n objeto m ate­
rial y m undano. Prescindir de esta revelación, si es que p u d iera
hacerse, significaría transform ar a los hom bres en algo que no
son; por otra parte, negar que esta revelación es real y tiene
consecuencias propias es sencillam ente ilusorio.
La esfera de los asuntos hum anos, estrictam ente hablando,
está form ada p o r la tram a de las relaciones hum anas que existe
dondequiera que los hom bres viven juntos. La revelación del
“q u ién ” m ediante el discurso, y el establecim iento de u n nue­
vo com ienzo a través de la acción, cae siem pre d en tro de la ya
existente tram a d o n d e p ued en sentirse sus consecuencias in­
m ediatas. Juntos inician un nuevo proceso que al final surge
com o la única historia de la vida del recién llegado, que sólo
afecta a las historias vitales de quienes en tran en contacto con
él. D ebido a esta ya existente tram a de relaciones hum anas, con
sus innum erables y conflictivas voluntades e intenciones, la ac­
ción siem pre realiza su propósito; pero tam bién se debe a este
m edio, en el que sólo la acción es real, el hecho de que “p ro d u ­
ce” historias con o sin intención de m an era tan n a tu ra l com o
la fabricación p ro d u ce cosas tangibles. Entonces esas historias
p u ed en registrarse en docum entos y m onum entos, p u e d e n ser
visibles en objetos de uso u obras de arte, p u e d e n contarse y
volverse a contar y trabajarse en toda clase de m ateriales. Por
sí mismas, en su viva realidad, son de n aturaleza p o r com pleto
diferente de estas reificaciones. Nos hablan m ás sobre sus in d i­
viduos, el “h é ro e ” en el centro de cada historia, q u e cu alq u ier
p roducto salido de las m anos hum anas lo hace sobre el m aestro
que lo produjo y, sin em bargo, no son productos, p ro p iam en te

polis cob ra ex isten cia p o r el interés d e vivir, p e r o s ig u e e x is tie n d o p o r el interés


d e vivir b ie n ”.) El c o n c e p to a ristotélico d e sym pheron, q u e m ás a d e la n te e n c o n ­
tra m o s e n la u tilita s d e C iceró n , ha d e e n te n d er se e n e ste c o n te x to . A m b o s so n
p recu rso res d e la p o ste r io r teoría d el in terés, p le n a m e n te d e sa rr o lla d a p o r Bo-
din: c o m o lo s reyes g o b ie r n a n sob re lo s p u e b lo s, el In terés g o b ie r n a so b r e los
reyes. En el d e sa rr o llo m o d e r n o , M arx so b r esa le n o d e b id o a su m a teria lis­
m o , s in o a q u e es el ú n ic o p e n sa d o r p o lític o q u e fu e lo b a sta n te c o n siste n te
para basar su teo ría d el in terés m aterial e n u n a a ctiv id a d m a teria l h u m a n a
d e m o str a b le , e n laborar, es decir, e n el m e ta b o lism o d el c u e r p o h u m a n o co n
la m ateria.
H A N N A H ARENDT 315

hablando. A unque todo el m u ndo com ienza su vida in se rtá n ­


dose en el m u n d o h u m an o m ediante la acción y el discurso,
revelan u n agente, p ero este agente no es a u to r o p ro d u cto r.
A lguien la com enzó y es su pro tag o n ista en el doble sen tid o d e
la palabra, o sea, su actor y paciente, p ero n ad ie es su autor.
Q ue to d a vida individual entre el nacim iento y la m u e rte p u e ­
da contarse fin alm en te com o u n a n a rra c ió n con com ienzo y fin
es la co n d ició n prepolítica y prehistórica de la historia, la g ra n
n a rra c ió n sin com ienzo ni fin. Pero la razón de que to d a vida
h u m an a cuente su n a rra c ió n y que en últim o té rm in o la h isto ria
se c o n v ierta e n el libro de n arracio n es de la h u m a n id ad , co n
m uchos actores y o rad o res y sin autores tangibles, rad ic a e n
que am bas son el resultado de la acción. Porque el g ra n d esco ­
nocido d e la historia, que h a desconcertado a la filosofía d e la
historia en la É poca M oderna, no sólo surge cu ando u n o consi­
d e ra la h isto ria com o u n todo y descubre que su p ro tag o n ista, la
h u m a n id ad , es u n a abstracción que nunca p u ed e llegar a ser u n
agente activo; el m ism o desconocido h a d esco n certad o a la filo ­
sofía política d esd e su com ienzo en la antigüedad y c o n trib u id o
al d esp recio g e n e ra l q u e los filósofos desde P latón h a n te n id o
p o r la esfera d e los asuntos hum anos. La p erp lejid ad ra d ic a e n
que en c u a lq u ie r serie de acontecim ientos que ju n to s fo rm a n
una h isto ria co n u n único significado, com o m áxim o p o d e m o s
aislar al agente q u e p u so todo el proceso en m ovim iento; y a u n ­
que este agente sigue siendo con frecuencia el p ro tag o n ista, el
“h é ro e ” d e la historia, n u n ca nos es posible señalarlo de m a n e ra
inequívoca com o a u to r del resultado final de dicha historia.
Por este m otivo P latón creía que los asuntos h u m an o s (ta ton
anthropon pragmata), el resultado de la acción (praxis), n o h a n
de tratarse con g ra n seriedad; las acciones d e los h o m b res p a ­
recen com o los gestos de las m ario n etas guiadas p o r u n a m an o
invisible tras la escena, de m a n e ra que el h o m b re p arece ser
u n a especie d e ju g u e te de un dios.9 M erece la p e n a señ alar q u e
Platón, que no tenía indicio alg u n o del co n cep to m o d e rn o d e
la historia, haya sido el p rim e ro en inventar la m e táfo ra d e u n
actor tras la escena que, a espaldas de los h o m b res q u e actúan,

9
Leyes, 8 0 3 y 644.
316 A C C IÓ N

tira de los hilos y es responsable de la historia. El dios platóni­


co no es más que un símbolo p o r el hecho de que las historias
reales, a diferencia de las que inventam os, carecen de autor; co­
mo tal, es el verdadero precursor de la Providencia, la “m ano
invisible”, la N aturaleza, el “espíritu del m u n d o ”, el interés de
clase y demás, con los que los filósofos cristianos y m odernos
intentaron resolver el intrincado problem a de que si b ien la his­
toria debe su existencia a los hom bres, no es “h e c h a ” p o r ellos.
(Nada indica con mayor claridad la naturaleza política de la his­
toria —su carácter de ser u n a n arració n de hechos y acción en
vez de tendencias, fuerzas o ideas— que la in troducción de un
actor invisible tras la escena a quien encontram os en todas las
filosofías de la historia, las cuales sólo p o r esta razó n p u ed en
reconocerse com o filosofías disfrazadas. Por el m ism o motivo,
el sim ple hecho de que A dam Sm ith necesitara u n a “m ano in­
visible” p ara g u iar las transacciones en el m ercado de cam bio
m uestra claram ente que en dicho cam bio se halla im plicado
algo más que la p u ra actividad económ ica, y que el “h o m b re
económ ico ”, cuando hace su aparición en el m ercado, es u n ser
actuante y n o sólo un productor, negociante o traficante.)
El au to r invisible tras la escena es u n invento que surge de
u n a perplejidad m ental, p ero que no co rresp o n d e a u n a expe­
riencia real. M ediante esto, la historia resultante de la acción
se in terp reta erró n eam en te com o u n a historia ficticia, d o n d e
el au to r tira de los hilos y dirige la obra. D icha h isto ria ficticia
revela a u n hacedor, de la m ism a m a n era que to d a o b ra de arte
indica con claridad que la hizo alguien; esto n o p e rte n e c e a la
propia historia, sino sólo al m odo de c o b ra r exstencia. La dife­
rencia entre u n a historia real y o tra ficticia estrib a precisam ente
en que ésta fue h ech a”, al co n tra rio d e la p rim e ra , q u e no la
hizo nadie. La historia real en la que estam os m e tid o s m ientras
vivim os carece d e a u to r visible o invisible p o rq u e n o está he­
cha. El único “alg u ien ” que revela es su h éro e, y éste es el solo
m ed io p o r el que la originalm ente intangible m anifestación de
u n ú n ico y distinto “q u ié n ” p u ed e h acerse tangible ex post
m ed ian te la acción y el discurso. Sólo p o d em o s sab er quién es
o e ra alg u ien co n o cien d o la h isto ria d e la q u e es su h éro e, su
biografía, en o tras palabras; to d o lo dem ás q u e sabem os de él,
incluyendo el trabajo que p u d o h a b e r realizado y dejad o tras
H A N N A H ARENDT
317

de sí, sólo nos dice cómoes o era. Así, aunque sabem os m u


m enos de Sócrates, que no escribió una sola línea, que de Pla­
tón o Aristóteles, conocem os m ucho m ejor y más íntim am ente
quién era, debido a que nos es más fam iliar su historia que,
por ejem plo, la de Aristóteles, sobre cuyas opiniones estam os
m ucho m ejor inform ados.
El héroe que descubre la historia no requiere cualidades h e­
roicas; en su origen la palabra “h é ro e ”, es decir, en H o m ero , no
era más que un nom bre que se daba a todo hom bre libre que
participaba en la em presa troyana10 y sobre el cual p o d ía co n ­
tarse u n a historia. La connotación de valor, que p ara nosotros
es cualidad indispensable del héroe, se hallaba ya en la volun­
tad de actuar y hablar, de insertar el propio yo en el m u n d o
y com enzar u n a historia personal. Y este valor no está necesa­
ria o incluso prim ordialm ente relacionado con la voluntad de
sufrir las consecuencias; valor e incluso audacia se e n c u e n tra n
ya presentes al ab an d o n ar el lugar oculto y privado y m o stra r
quién es uno, al revelar y exponer el propio yo. El alcance de
este valor original, sin el que no sería posible la acción ni el
discurso y, en consecuencia, según los griegos, la libertad, no
es m enos g ran d e y de hecho puede ser mayor si el “h é ro e ” es
un cobarde.
El contenido específico, al igual que su significado g en eral,
de la acción y del discurso puede ad o p tar diversas form as d e rei-
ficación en las obras de arte que glorifican u n hecho o u n lo g ro
y, p o r transform ación y condensación, m ostrar algún e x tra o r­
dinario acontecim iento en su pleno significado. Sin em bargo,
la cualidad específica y reveladora de la acción y del discurso, la
m anifestación im plícita del agente y del orador, está tan in d iso ­
lublem ente ligada al flujo vivo de actuar y hablar que sólo p u e d e
representarse y “reificarse” m ediante una especie de repetición,
la im itación o mimesis, que, según Aristóteles, prevalece en todas
las artes aunque únicam ente es apropiada de verdad al drama
cuyo mismo nom bre (del griego dran, “actuar”) indica que la

10 En H o m ero , la palabra heros tie n e cierta m en te u n a c o n n o ta c ió n d e d is­


tin ción, p ero só lo d e la qu e era capaz to d o h o m b re libre. E n n in g ú n lu g a r
aparece con el p osterior sig n ifica d o d e “s e m id ió s”, q u e quizá p r o c ed ía d e u n a
d eificación d e los an tigu os h éroes ép ico s.
1H ACCIÓN

interpretación de lina obra es una im itación de actu ar.11 Sin


em bargo, el elem ento imitativo no sólo se basa en el arte del
actor, sino tam bién, com o señala A ristóteles, en el hacer o es­
cribir la obra, al m enos en la m edida en que el d ram a cobra
plena vida sólo cuando se interpreta en el teatro. Ú nicam ente
los actores y recitadores que re-interpretan el arg u m en to de la
obra son capaces de transm itir el pleno significado, no tanto de
la historia en sí com o de los “héroes" que se revelan en ella.1'
En térm inos de la tragedia griega, esto significa que la historia
y su significado universal lo revelaba el coro, que no im ita 11 y
cuyos com entarios son p u ra poesía, m ientras que las identida­
des intangibles de los agentes de la historia, puesto que escapan
a toda generalización y por lo tanto a toda rcificación, sólo p u e­
den transm itirse m ediante una im itación de su actuación. Este
es tam bién el motivo de que el teatro sea el arle político por
excelencia; sólo en él se transform a en arte la esfera política de
la vida hum ana. Por el mismo motivo, es el único arte cuyo solo
tem a es el h o m b re en su relación con los dem ás.

26. La fragilidad de los asuntos humanos

La acción, a diferencia de la fabricación, nunca es posible en


aislam iento; estar aislado es lo mismo que carecer de la capaci­
dad de actuar. La acción y el discurso necesitan la p resencia de
otros no m enos que la fabricación requiere la p resencia de la
naturaleza p ara su m aterial y de un m undo en el que colocar el1*5

11 A ristóteles ya m e n c io n a qu e se e lig ió la p alab ra dram a p o r q u e lo s drontes


( “las p erson as actuantes") so n im ita d o s ( , 1 4 4 8 a 2 8 ). D el p r o p io tratado
se d esp ren d e q u e el m o d e lo d e A ristó teles para la “im ita c ió n ” e n arte está
to m a d o del dram a, y la g e n e ra liza c ió n del c o n c e p to p a ra h a c e rlo a p lica b le a
tod as las artes p arece m ás b ie n d ifícil.
Por lo tanto, A ristóteles se refiere n o a u n a im ita c ió n d e la a c c ió n (pra­
xis), sin o d e lo s agentes ( prattontes)(véase oética,14 4 8 a l ss., 1 4 4 8 b 2 5 ,1 4 4 9 b 2 4
P
ss.) Sin em b a rg o , n o es c o n se c u e n te c o n e ste u s o (v éa se 1 4 5 1 a 2 9 , 1 4 47a28).
El p u n to d ecisiv o radica e n q u e la tra g ed ia n o trata d e las c u a lid a d e s d e los
h o m b res, d e su poiotes, sin o d e to d o lo q u e o cu rría c o n r e sp e c to a e llo s, a sus
a c c io n e s, vida y b u en a o m ala fortu n a ( 1 4 5 0 a l5 - 1 8 ) . El c o n te n id o d e la trage­
d ia. p o r lo tanto, n o es lo q u e llam aríam os carácter, s in o a c c ió n o a rg u m en to .
15 Q u e el c o r o “im ita m e n o s ” se m e n c io n a e n lo s Problem ata a risto télico s
(918b28).
H A N N A H ARENDT 319

p ro d u cto acabado. La fabricación está ro d ead a y en constante


contacto con el m undo; la acción y el discurso lo están con la
tram a de los actos y palabras de otros hom bres. La creencia
p o p u lar en un “h o m bre fu erte” que, aislado y en c o n tra de los
dem ás, debe su fuerza al hecho de estar solo es p u ra su p ersti­
ción, basada en la ilusión de que podem os “h a c e r” algo en la
esfera de los asuntos hum anos —“h acer” instituciones o leyes,
p o r ejem plo, de la m ism a form a que hacem os m esas y sillas, o
hacer hom bres “m ejores” o “p eo res”—,14 o consciente d esesp e­
ración de to d a acción, política y no política, redoblada con la
utópica esp eran za de que cabe tra ta r a los hom bres com o se
trata a o tro “m a terial”.15 La fuerza que requiere el in d iv id u o
p ara cada p roceso de producción pierde p o r com pleto su valor
cuando la acción está en peligro, trátese de u n a fuerza intelec­
tual o p u ra m e n te m aterial. La historia está llena de ejem plos d e
la im potencia del h o m b re fuerte y superior que no sabe cóm o
conseguir la ayuda, la co-acción de sus semejantes. A m e n u d o se
achaca su fallo a la fatal inferioridad de la mayoría y al resen ti­
m iento que to d a p erso n a sobresaliente inspira a los m ediocres.
Sin em bargo, p o r ciertas que sean tales observaciones, n o se
ad en tran en el m eollo del problem a.
P ara ilu strar lo que aquí se halla en peligro hem os de reco r­
dar que el g rieg o y el latín, a diferencia de las lenguas m o d ern as,
contienen dos palabras diferentes y sin em bargo in terrelacio ­
nadas p ara d esig n ar al verbo “actu ar”. A los verbos griegos
archein (“co m en zar”, “g u ia r” y finalm ente “g o b e rn a r”) y prat-
tein (“atravesar”, “realizar”, “acabar”) co rresp o n d en los verbos
latinos agere (“p o n e r en m ovim iento”, “g u ia r”) y gerere (cuyo 145

14 Ya P latón rep roch ab a a Pericles q u e n o “m ejorara al c iu d a d a n o ” y q u e


los aten ien ses eran p e o r es al fin a l d e su carrera q u e antes ( G orgias, 5 1 5 ).
15 La recien te historia p o lítica está llen a d e ejem p lo s in d ica tiv o s d e q u e
la ex p resió n “m aterial h u m a n o ” n o es un a m etá fo ra in o fen siv a , y lo m ism o
cabe d ecir d e la m u ltitu d d e m o d e r n o s e x p e rim en to s c ien tífico s e n in g e n ier ía ,
bioquím ica, ciru gía cereb ral, etc., q u e tie n d e n a tratar y cam biar el m aterial
hu m an o c o m o si fu era cu alq u ier otra m ateria. Este e n fo q u e m e c a n ic ista es
típico d e la E p oca M oderna; la an tig ü ed a d , c u a n d o p e r se g u ía o b jetiv o s sim i­
lares, se inclin aba a p en sar en los h o m b res c o m o si fu era n a n im a les salvajes a
los que era p reciso dom esticar. L o ú n ico p o sib le en am b os ca so s es m atar al
hom bre, n o n ecesariam en te c o m o o rg a n ism o vivo, sin o qua h o m b re.
320 A C C IÓ N

significado original es “llevar”).16 Parece com o si cada acción


estuviera dividida en dos partes: el com ienzo, realizado p o r
una sola persona, y el final, en el que se u n en m uchas p ara lle­
var” y “acabar” la em presa ap o rtan d o su ayuda. N o sólo están
las palabras interrelacionadas de m an era similar, sino que tam ­
bién es muy similar la historia de su em pleo. En am bos casos,
la palabra que originalm ente designaba sólo la segunda p ar­
te de la acción, su conclusión y gerere—, pasó

palabra aceptada p ara la acción en general, m ientras que las
que designaban el com ienzo de la acción se especializaron en
el significado, al m enos en el lenguaje político. Archein pasó
a querer decir principalm ente “g o b ern ar” y “g u ia r” cuando se
usó de m anera específica, y agere significó “g u ia r” en vez de
“p o n er en m ovim iento”.
Así, el papel de principiante y guía, que era ínter pares
(en el caso de H om ero, rey entre reyes), pasó a ser el del gober­
nante; la original interdependencia de la acción, la dep en d en cia
del principiante y guía con respecto a los dem ás debido a la ayu­
da que éstos p restan y la dependencia de sus seguidores con el
fin de actuar ellos m ism os en una ocasión, constituyeron dos
funciones diferentes p o r com pleto: la función de d ar órdenes,
que se convirtió en la prerrogativa del gobernante, y la función
de ejecutarlas, que pasó a ser la obligación de sus súbditos. Este
g o b ernante se en cu en tra solo, aislado y en co n tra de los dem ás
p o r su fuerza, al igual que el principiante estaba aislado p o r
su iniciativa de com enzar, antes de en co n trar a otros que se le
agregaran. Sin em bargo, la fuerza del principiante y del guía
sólo se m u estra en la iniciativa y el riesgo que co rren , no en
la v erdadera realización. En el caso del g o b ern an te con éxito,
puede reclam ar p a ra sí lo que realm ente es el lo g ro de m uchos,
algo que A gam enón, que e ra rey p ero no g o b ern an te, nunca
h u b iera perm itido. M ediante esta reclam ación, el gobernante
m onopoliza, p o r decirlo asíala fuerza de aquellos sin cuya ayu­
da no h u b iera p o d id o realizar nada. De este m o d o surge la
ilusión de fuerza ex tra o rd in aria y la falacia del h o m b re fuerte
que es poderoso p o rq u e está solo.

16 C o n resp ecto a archein y p ra tte in v é a se e n e sp e c ia l su e m p le o e n H o m e r o


(C. C ap elle, W órtbuch des Homeros u n d der H om eriden, 1889).
HANNAHARENDT 321

D ebido a que el actor siem pre se mueve en tre y en relación


con otros seres actuantes, nunca es sim plem ente u n “ag en te”,
sino que siem pre y al m ism o tiem po es u n paciente. H acer y
sufrir son com o las dos caras de la m ism a m oneda, y la histo­
ria que un actor com ienza está form ada de sus consecuentes
hechos y sufrim ientos. Dichas consecuencias son ilim itadas d e ­
bido a que la acción, au nque no pro ced a d e n in g ú n sitio, p o r
decirlo así, actúa en u n m edio d o n d e toda reacción se co n v ier­
te en u n a reacción en cadena y d o n d e todo proceso es causa
de nuevos procesos. Puesto que la acción actúa sobre seres q u e
son capaces de sus propias acciones, la reacción, ap arte de ser
una respuesta, siem pre es una nueva acción que tom a su p ro p ia
resolución y afecta a los dem ás. Así, la acción y la reacción en tre
hom bres n u n c a se m ueven en círculo cerrad o y n u n ca p u e d e n
confinarse a dos partícipes. Esta ilim itación es característica n o
sólo de la acción política, en el más estrecho sentido de la p ala­
bra, com o si la ilim itación de la interrelación hum ana sólo fu era
el resultado de la ilim itada m ultitud de personas co m p ro m eti­
das, que p o d ría n escaparse al renunciar a la acción d en tro de
un lim itado m arco de circunstancias; el acto más p eq u eñ o e n
las circunstancias m ás lim itadas lleva la sim iente de la m ism a
ilim itación, ya que u n acto, y a veces una palabra, basta p a ra
cam biar cu alq u ier constelación.
Más aún, la acción, al m argen de su contenido específico,
siem pre establece relaciones y p o r lo tanto tiene u n a te n d e n ­
cia in h eren te a forzar todas las lim itaciones y c o rta r todas las
fronteras.17 Las lim itaciones y fronteras existen en la esfera d e
los asuntos hum anos, p ero nunca ofrecen u n m arco que p u e d a
soportar el asalto con el que debe insertarse en él cada nueva
generación. La fragilidad de las instituciones y leyes h u m an as y,

17 R esulta in teresan te ver q u e M o n tesq u ieu , q u e n o se in teresab a p o r las


leyes, sin o p o r las a c cio n es q u e su esp íritu inspira, d e fin e las leyes c o m o rap-
ports subsistentes entre d iferen tes seres ( des lois, lib ro I, cap. 1; v é a se lib ro
x x v i, cap. 1). D ich a d e fin ic ió n es so rp re n d en te p o r q u e las leyes sie m p r e han
sid o d e fin id a s e n té r m in o s d e fronteras y lim ita cio n es. La ra zó n estrib a e n q u e
M ontesquieu se interesab a m e n o s e n lo q u e llam aba la “n atu raleza d el g o b ie r ­
n o ” - q u e fu era rep ública o m on arq u ía, p o r e je m p lo — q u e en su “p r in c ip io
[ • • • ] p or el q u e se le o b lig a a actuar [ . . . ] las p a sio n e s h u m an as q u e p o n e e n
m o v im ien to ” (libro lil, cap. 1).
322 A C C IÓ N

en general, de todas las m aterias que atañ en a los hom bres que
viven juntos, surge de la condición hum ana de la natalidad y
es independiente de la fragilidad de la naturaleza hum ana. Las
vallas que aíslan la propiedad privada y aseg u ran los límites de
cada familia, las fronteras territoriales que pro teg en y hacen po­
sible la identidad física de un pueblo, y las leyes que protegen
y hacen posible su existencia política, son de tan g ra n im por­
tancia p ara la estabilidad de los asuntos hum anos precisam ente
porque n in g u n o de tales principios lim itadores y protectores
surge de las actividades que se dan en la p ro p ia esfera de los
asuntos hum anos. Las lim itaciones de la ley nu n ca son p o r en­
tero salvaguardas confiables contra la acción d en tro del cu erp o
político, de la m ism a m an era que las fronteras territo riales no
lo son co n tra la acción procedente de fuera. La ilim itación de la
acción no es más que la o tra cara de su trem en d a capacidad pa­
ra establecer relaciones, es decir, su específica productividad;
p o r este m otivo la antigua v irtud de la m oderación, de m ante­
nerse d e n tro de los límites, es una de las virtudes políticas p o r
excelencia, com o la tentación política p o r excelencia es hybris
(com o los griegos, d e g ran experiencia en las potencialidades
de la acción, sabían muy bien) y no voluntad de poder, com o
nos inclinam os a creer.
Sin em bargo, m ientras las diversas lim itaciones y fronteras
que en co n tram o s e n todo cu erp o político p u e d e n o frecer cierta
protección co n tra la ilim itación inherente de la acción, son in­
capaces de co m p en sar su segunda característica im p o rtan te: su
in h eren te falta de predicción. N o es sim plem ente u n a cuestión
de incapacidad p ara p red ecir todas las consecuencias lógicas
de u n acto particular, en cuyo caso u n c o m p u ta d o r electróni­
co p o d ría p red ecir el futuro, sino que deriva d irectam en te de
la historia que, com o resultado de la acción, com ienza y se es­
tablece tan p ro n to com o pasa el fugaz m o m en to del acto. El
p ro b lem a estriba en que cu alq u iera que sea el carácter y conte­
n id o de la historia subsiguiente, ya sea in te rp re ta d a en la vida
privada o pública, ya im plique a m uchos o pocos actores, su ple­
n o significado sólo p u ed e revelarse cu an d o h a term in ad o . En
co n tra p o sició n a la fabricación, en la que la luz p a ra ju z g a r el
p ro d u c to acabado la p ro p o rcio n a la im agen o m o d elo captados
d e an te m a n o p o r el ojo artesano, la luz que ilum ina los proce-
H A N N A H A R EN D T 323

sos de acción, y por lo tanto todos los procesos históricos, sólo


aparece en su final, frecuentem ente cuando han m uerto todos
los participantes. La acción sólo se revela plenam ente al n a rra ­
dor, es decir, a la m irada del historiador, que siem pre conoce
mejor de lo que se trataba que los propios participantes. Todos
los relatos contados por los propios actores, aunque p u ed en en
raros casos dar una exposición enteram ente digna de confianza
sobre intenciones, objetivos y motivos, pasan a ser simple fuente
de m aterial en m anos del historiador y jam ás pueden igualar la
historia de éste en significación y veracidad. Lo que el n a rra d o r
cuenta ha de estar necesariam ente oculto para el propio actor,
al menos m ientras realiza el acto o se halla atrapado en sus
consecuencias, ya que para él la significación de su acto no está
en la historia que sigue. Aunque las historias son los resultados
inevitables de la acción, no es el actor, sino el narrador, quien
capta y “hace” la historia.

27. La solución griega

Esta falta de predicción del resultado se relaciona estrecham en­


te con el carácter revelador de la acción y del discurso, en los
que se revela el yo de uno sin conocerse a sí mism o ni p o d e r
calcular de antem ano a quién revela. El antiguo dicho de que
nadie puede llam arse eudaimon antes de su m uerte p u ed e a p u n ­
tar al tem a que tratam os si nos fuera posible oír su significado
original después de dos mil quinientos años de m anoseada re­
petición; ni siquiera su traduccón latina, proverbial ya en R om a
—nemo ante mortem beatus esse dici potest—, lleva este significado,
aunque haya inspirado la práctica de la Iglesia Católica de b ea­
tificar a sus santos sólo después de transcurrido largo tiem p o
desde su m uerte. Porque eudaimonia no significa ni felicidad
ni beatitud; no puede traducirse y tal vez ni siquiera p u e d a
explicarse. Tiene la connotación de santidad, pero sin m atiz
religioso, y literalm ente significa algo com o el bienestar del
daimon que acom paña a cada hom bre a lo largo de la vida, que
es su distinta identidad, pero que sólo aparece y es visible a los
otros.18 Por lo tanto, a diferencia de la felicidad, que es u n m o d o

18 En lo que respecta a esta interpretación d e daim on y eu d a im o n ia , v é a se


324 A C C IÓ N

pasajero, y a diferencia de la b uena fortuna, que puede tenerse


en ciertos m om entos de la vida y faltar en otros, la eudaimonia,
al igual que la propia vida, es u n estado p erm an en te de ser que
no está sujeto a cambio ni es capaz de hacerlo. Ser eudaimon y
haber sido eudaimon, según Aristóteles, son lo m ism o, de igual
form a que “vivir b ien ” (eu dzen) y “h ab er vivido b ie n ” son lo
mismo m ientras dure la vida; no son estados o actividades que
cam bian la cualidad de la persona, tales com o a p re n d e r y h ab er
aprendido, que indican dos atributos p o r com pleto diferentes
de la m ism a persona en distintos m om entos.19
Esta incam biable identidad de la persona, au n q u e revelán­
dose intangible en el acto y el discurso, sólo se hace tangible
en la historia de la vida del actor y del orador; p ero com o tal
únicam ente puede conocerse, es decir, agarrarse com o en tid ad
palpable, después de que haya term inado. Dicho con o tras pa­
labras, la esencia hum ana —no la naturaleza h u m an a en g eneral
(que no existe) ni la sum a total de cualidades y defectos de u n
individuo, sino la esencia de quién es alguien— nace cu an d o la
vida parte, no dejando tras de sí más que u n a historia. P or lo
tanto, q u ien q u iera que conscientem ente aspire a ser “esencial”,
a dejar tras de sí u n a historia y una identidad que le p ro p o rc io ­
ne “fam a in m o rta l”, no sólo debe arriesgar su vida, sino elegir
expresam ente, com o hizo Aquiles, una vida breve y u n a m u erte
p rem atu ra. Sólo el hom bre que no sobrevive a su acto su p rem o
es el d u eñ o indisputable de su identidad y posible g ran d eza,
debido a que en la m uerte se retira de las posibles co n secu en ­
cias y continuación de lo que em pezó. Lo que da a la historia
de Aquiles su paradigm ática significación es q ue m u e stra en la
cáscara de u n a nuez que la eudaimonia solo p u e d e ad q u irirse al
precio de la vida y que u n o no p u ed e sentirse seg u ro d e esto
mas que renunciando a la continuidad del vivir en d o n d e nos

S ó fo cle s, E dipo rey, 1186 ss., e n e sp ec ia l esto s versos: Tis gar, tis
e u d a im o n ia sp h e re i/ e tosouton hoson d o k e i n / k a i a p o k lin a i ( “P o rq u e q u é,
q u é h o m b r e [p u e d e ] so p o r ta r m ás eudaim d e la q u e a p resa
a p a rició n y d esvía en su a p a r ic ió n ”). C on tra esta in e v ita b le d isto r sió n el c o ro
a fir m a su p r o p io co n o c im ie n to : esto s otro s ven, “t ie n e n ” el d a im o n d e E d ip o
an te sus o jo s c o m o e je m p lo , la a flic c ió n d e lo s m o r ta le s es su c e g u e r a ante su
p r o p io daim on.
19 A r istó teles, M etafísica, 1 0 4 8 a 2 3 ss.
H A N N A H ARENDT 325

revelamos gradualm ente, resum iendo toda la vida de u n o en


un solo acto, de m anera que la historia del acto term ine ju n ­
to con la vida misma. C ierto es que, incluso Aquiles, d ep en d e
del n arrador, p o eta o historiador, sin quienes todo lo que hizo
resulta fútil; pero es el único “h é ro e ”, y p o r lo tanto el h éro e
por excelencia, que entrega en las m anos del n a rra d o r el pleno
significado de su acto, de m odo que es com o si no h u b iera sim­
plem ente in terp retad o la historia de su vida, sino que tam b ién
la hu b iera “h ec h o ” al m ism o tiem po.
Sin duda, este concepto de acción es muy individualista, co­
mo diríam os hoy en día.20 A centúa la urgencia de la p ro p ia
revelación a expensas de los otros factores y p o r lo tanto q u ed a
relativam ente intocado p o r el predicam ento de la falta de p re ­
dicción. C om o tal, pasó a ser el prototipo de la acción p a ra la
antigüedad grieg a e influyó, bajo la form a del llam ado esp íri­
tu agonal, en el apasionado im pulso de m ostrar el p ro p io yo
m idiéndolo en p u g n a con otro, que sustenta el concepto de la
política prevalente en las ciudades-estado. Un notable síntom a
de esta prevalente in flu en cia es que los griegos, a diferencia de
los posteriores desarrollos, no contaban a la legislación en tre
las actividades políticas. A su juicio, el ju rista era com o el cons­
tructor de la m u ralla de la ciudad, alguien que debía realizar y
acabar su trabajo p a ra que com enzara la actividad política. De
ahí que fuera tra ta d o com o cualquier otro artesano o arq u itecto
y que p u d ie ra traerse de fuera y encargarle el trabajo sin te n e r
que ser ciudadano, m ientras que el derecho a politeuesthai, a
com prom eterse en las num erosas actividades que fin alm en te
continuaban en la polis, estaba exclusivam ente destinado a los
ciudadanos. P ara éstos, las leyes, com o la m uralla que ro d ea­
ba la ciudad, no era n resultados de la acción, sino p ro d u cto s
del hacer. Antes de que los hom bres com enzaran a actuar, tuvo
que asegurarse un espacio d efin id o y construirse u n a estru ctu ­
ra donde se realizaran todas las acciones subsecuentes, y así el
espacio fue la esfera pública de la polis, y su estru ctu ra, la ley;

20 El h e c h o d e qu e la palab ra g r ieg a para in d icar “cada u n o ” (hekasíos)


derive de hekas ( “a lo lejo s”) p arece señ alar lo p ro fu n d a m en te e n r a iza d o q u e
d eb e d e haber estad o este “in d iv id u a lism o ”.
326 A C C IÓ N

el legislador y el arquitecto pertenecían a la m ism a categoría.21


Pero estas entidades tangibles no eran el contenido de la políti­
ca (ni Atenas era la polis} 2sino los atenienses), y n o im poní
la misma lealtad que la del tipo rom ano de patriotism o.
A unque es cierto que Platón y Aristóteles elevaron la legisla­
ción y la edificación de la ciudad a la m áxim a categoría de la
vida política, no quiere decir que am pliaran las fundam entales
experiencias griegas de la acción y de la política p a ra abarcar lo
que luego resultó ser el genio político de Roma: la legislación y
la fundación. La escuela socrática, p o r el co n trario , recu rrió a
estas actividades, que eran prepolíticas p ara los griegos, ya que
deseaba volverse co n tra la política y la acción. P ara los socráti­
cos, la legislación y la ejecución de las decisiones p o r m edio del
voto son las actividades políticas más legítim as, ya que en ellas
los hom bres “actúan com o artesanos”: el resultado de su acción
es u n p ro d u c to tangible, y su proceso tiene u n fin claram ente re­
conocible.23 Ya n o es o, m ejor dicho, aún no es acción {praxis),
p ro p iam en te h ab lan d o , sino fabricación ( lo que prefie­
ren d eb id o a su g ra n confiabilidad. Es com o si h u b ie ra n dicho
que si los h o m b res ren u n ciaran a su capacidad p a ra la acción,
con su futilidad, ilim itación e inseguridad de resultados, p u d ie­
ra existir u n rem e d io p a ra la fragilidad de los asuntos hum anos.
H a sta q u é p u n to este rem edio p uede d e stru ir la p ro p ia sus­
tancia d e las relaciones hum anas lo p o d em o s ver en u n o de
los raro s casos e n q u e A ristóteles saca u n ejem plo de actua­
ción a p a rtir d e la esfera de la vida privada, en la relación entre
el b en efac to r y la p e rso n a que recibe. C on esa in g en u a falta

21 V é a se , p o r e je m p lo , A r istó te le s, É tica a N icóm aco, 1 1 4 1 b 2 5 . N o existe


o tra d ife r e n c ia e le m e n ta l e n tr e G recia y R o m a q u e su s r esp e c tiv a s a ctitu d es
c o n r e sp e c to al te r r ito r io y la ley. E n R o m a , la fu n c ió n d e la c iu d a d y el esta­
b le c im ie n to d e su s le y es s ig u ió s ie n d o e l g r a n a cto d e c isiv o c o n el q u e to d o s
lo s h e c h o s y lo g r o s p o s te r io r e s te n ía n q u e r e la c io n a r se p a r a a d q u irir valid ez
p o lític a y le g itim a c ió n .
22 V é a se M.F. S c h a c h e r m e y r, “L a fo r m a tio n d e la c ité G r e c q u e ”, Diogenes,
n o . 4 (1 9 5 3 ), q u ie n c o m p a r a el u so g r ie g o c o n e l d e B a b ilo n ia , d o n d e el c o n c e p ­
to d e “lo s b a b ilo n io s ” s ó lo p o d ía e x p r esa r se d ic ie n d o : el p u e b lo d e l territo rio
d e la c iu d a d d e B a b ilo n ia .
23 “P o rq u e [los le g isla d o r e s] s ó lo a ctú a n c o m o a r te sa n o s (
d e b id o a q u e su a cto tie n e u n fin ta n g ib le , u n eschaton, q u e es el d ecreto
a p r o b a d o e n la a sa m b le a {p sep h ism a ) {Ética a N icóm aco, 1 1 4 1 b 2 9 ).
H A N N A H ARENDT 327

de m oralización que es el signo característico de la antigüedad


griega, au n q u e no de la rom ana, afirm a com o cosa n a tu ra l que
el ben efacto r siem pre am a más a quienes ayuda que éstos a él.
C ontinúa d icien d o que esto es n atu ral, ya que el b en efacto r
ha realizado un trabajo, un ergon, m ientras que el que recibe
se ha lim itado a sufrir su beneficiencia. El benefactor, según
Aristóteles, am a su “trab ajo ”, la vida del que recibe lo que él ha
“h ech o ”, com o el p o eta am a su poem a, y recuerda a sus lectores
que el am o r del p o eta hacia su o b ra apenas es m enos ap asio n a­
do que el de la m ad re p o r sus hijos.2425Esta explicación m u e stra
con claridad que la actuación la ve en térm inos de fabricación,
y su resultado, la relación entre los hom bres, en térm in o s d e
“trab ajo ” realizado (a pesar de sus intentos de d istin g u ir en tre
acción y fabricación, praxis y poiesEn dicho ejem plo q u
p erfectam en te claro que esta interpretación, aunque sirva p a ra
explicar psicológicam ente el fenóm eno de la in g ra titu d al d a r
p o r sentado que tanto el benefactor com o quien recibe están de
acuerdo en in te rp re ta r la acción en térm inos de fabricación, re­
alm ente e stro p e a la acción y su verdadero resultado; la relación
ha de establecerse. El caso del legislador es m enos ad ecu ad o
p ara nosotros d eb id o a que el concepto griego de la ta re a y
el papel del legislador en la esfera pública resulta ex tra ñ o p o r
com pleto al nuestro. En cualquier caso, el trabajo, tal com o la
actividad del legislador en el concepto griego, p u ed e co n v ertir­
se en el co n ten id o de la acción sólo bajo la co ndición de que
no es deseable o posible la acción posterior, y la acción sólo
puede resultar u n p ro d u cto final bajo la condición de q u e se
destruya su auténtico, no tangible y siem pre frágil significado.
El original y prefilosófico rem edio griego p a ra esta fragi­
lidad fue la fundación de la polis. Esta, com o surgió y q u ed ó
enraizada en la experiencia griega de la p r y en la esti­
ma de lo que hace que valga la p en a p a ra los h o m b res vivir
juntos ( syzein,) es decir, el “co m p artir palabras y h ech o s”,26 te­
nía u n a doble función. En p rim er lugar, se destinó a capacitar
a los hom bres p a ra que realizaran de m an era p erm an en te, si

24 Ibid., 1 1 6 8 a l3 ss.
25 Ibid., 1140.
26 Logon ka i pragm aton koinonein, c o m o dijo A ristó teles (ibid., 1 1 2 6 b l2 )
328 ACCIÓN

bien bajo ciertas restricciones, lo que de o tro m o d o sólo hu­


b iera sido posible com o em presa e x tra o rd in a ria e infrecuente
que les h u b iera obligado a dejar sus fam ilias. Se su p o n ía que
la polis m ultiplicaba las ocasiones de g a n a r “fam a in m o rta l”, es
decir, de m ultiplicar las o p o rtu n id a d e s p a ra q u e el individuo
se distinga, p a ra que m uestre con hechos y p ala b ra s q u ién es
en su única distinción. U na d e las razones, si n o la principal,
del increíble desarrollo del genio de A tenas, al igual que de
la no m enos so rp ren d en te decadencia de la ciudad-estado, fue
precisam ente que desde el principio hasta el fin al su p rim e r
objetivo fue h acer d e lo e x tra o rd in ario u n caso c o rrie n te d e la
vida cotidiana. La seg u n d a función de la polis, de nuevo m uy
en relación con los azares de la acción ex p erim en tad o s antes de
que ésta c o b ra ra existencia, e ra ofrecer u n rem e d io p a ra la fu­
tilidad de la acción y del discurso; p o rq u e las o p o rtu n id a d e s de
que u n h ech o m e re ced o r de fam a no se olvidara, de q u e verda­
d e ra m e n te se c o n v irtie ra en “in m o rta l”, no e ra n m uy g ran d es.
H o m e ro n o fue sólo u n brillante ejem plo de fu n ció n política
del p o eta, y p o r lo tanto el “ed u cad o r de toda la H é la d e ”; el m is­
m o h ech o d e q u e u n a em presa tan g ra n d e com o la g u e rra de
Troya p u d ie ra h ab erse olvidado de no h ab er existido u n p o e ta
que la in m o rtalizara varios centenares de años desp u és, ofrecía
u n excelente ejem plo de lo que le p o d ía o c u rrir a la g ran d eza
h u m a n a si p a ra su p erm a n en cia sólo se co n fiab a e n los poetas.
A quí n o nos interesan las causas históricas q u e d e te rm in a ­
ro n el nacim iento d e la ciudad-estado; los griegos d e ja ro n m uy
claro lo q u e p en sab an de ella y de su raison d ’étre. L a polis —si
confiam os e n las fam osas p alabras d e Pericles e n la O ració n
F ú n e b r e - g aran tizab a a quienes o b lig aran a c u a lq u ie r m a r y
tie rra a convertirse e n escenario de su b ra v u ra q u e ésta n o que­
d aría sin testim onio, y que n o n ecesitarían n in g ú n H o m e ro ni
c u alq u ier o tro que su p iera h acer su elogio c o n p alab ras; sin ayu­
d a d e otros, quienes actu aran p o d ría n ase n ta r el im p ereced ero
re c u e rd o de sus b u en as o m alas acciones, in sp ira r ad m iració n
en el p re se n te y en el fu tu ro .27 D icho co n o tra s p alab ras, la
vida e n c o m ú n d e los h o m b res en la fo rm a d e la polis parecía
a s e g u ra r q u e la m ás fútil d e las actividades h u m an as, la acción

27 Tu c íd id e s, II. 41.
HANNAH ARENDT 329

y el discurso, y el m enos tangible y más efím ero de los “p ro ­


ductos" hechos p o r el h o m b re, los actos e historias que son su
resultado, se convertirían en im perecederos. La o rg an izació n
de la polis, físicam ente aseg u rad a p o r la m u ralla q u e la ro d e a b a
y fisonóm icam ente g aran tizad a p o r sus leyes —p a ra q u e las si­
guientes g eneraciones no cam biaran su id en tid ad más allá del
reconocim iento—, es u n a especie de recu erd o organizado. A se­
g u ra al actor m o rta l que su pasajera existencia y fugaz g ra n d e z a
nunca carecerá d e la realidad que p rocede de que a u n o lo vean,
le oigan y, en general, aparezca ante u n público de h o m b res,
realidad que fu e ra de la polis d u raría el breve m o m en to de la
ejecución y necesitaría de H o m ero y de “otros de su o fic io ” p a ra
que la p re se n ta ra n a quienes no se en co n trab an allí.
Según esta au to in terp retació n , la esfera política surge de ac­
tuar ju n to s, de “c o m p a rtir palabras y actos”. Así, la acción n o
sólo tiene la m ás íntim a relación con la parte pública del m u n ­
do com ún a todos nosotros, sino que es la única actividad que
la constituye. Es com o si la m uralla de la polis y las fro n teras
de la ley se tra z a ra n alre d ed o r de un espacio ya existente que,
no obstante, sin tal protección estabilizadora p u d ie ra no p e r­
durar, no sobrevivir al m om ento de la acción y del discurso.
No históricam ente, claro está, sino m etafórica y teó ricam en te
hablando, es com o si los hom bres que volvían de la g u e rra d e
Troya h u b ieran deseado hacer p erm an en te el espacio de la ac­
ción que había surgido de sus hechos y sufrim ientos, e im p e d ir
que pereciera al dispersarse y re to rn a r a sus aislados lugares d e
origen.
La polis,propiam ente hablando, no es la ciudad-estado e n su
situación física; es la organización de la gente tal com o surge d e
actuar y hablar ju n to s, y su verdadero espacio se ex tien d e en tre
las personas que viven ju n ta s p ara este propósito, sin im p o rta r
dónde estén. “A cualquier p arte que vayas, serás u n a polis”-, es­
tas famosas palabras no sólo se convirtieron en el g u ard ián fiel
de la colonización griega, sino que expresaban la certeza d e que
la acción y el discurso crean un espacio entre los participantes
que puede en co n trar su propia ubicación en todo tiem po y lu­
gar. Se trata del espacio de aparición en el más am plio sentido
de la palabra, es decir, el espacio d o n d e yo aparezco ante otros
como otros aparecen ante mí, d o n d e los hom bres no existen
330 ACCIÓN

m eram ente com o otras cosas vivas o inanim adas, sino que ha­
cen su aparición de m an era explícita.
Este espacio no siem pre existe, y au n q u e todos los h o m b res
son capaces de actos y palabras, la m ayoría de ellos - c o m o el
esclavo, el extranjero y el b árb aro en el antigüedad, el lab o ran te
o artesano antes de la Época M oderna, el h o m b re de negocios
en nuestro m u n d o — no viven en él. Más aún, n in g ú n h o m b re
puede vivir en él todo el tiem po. E star privado de esto significa
estar privado de realidad, que, h u m an a y políticam ente h ab la n ­
do, es lo m ism o que aparición. P ara los hom bres, la realid ad
del m u n d o está garantizada p o r la p resencia de otros, p o r su
aparición ante todos; “p o rq u e lo que aparece a todos, lo llam a­
mos S er”,28 y cu alq u ier cosa que carece de esta ap arició n viene
y pasa com o u n sueño, íntim a y exclusivam ente n u e stro p ero
sin realid ad .29

28. El poder y el espacio de la aparición

El espacio de ap arició n co b ra existencia siem pre q u e los h o m ­


bres se a g ru p a n p o r el discurso y la acción, y p o r lo tan to p re ­
cede a to d a co n stitu ció n form al de la esfera pública y d e las
diversas form as d e g obierno, o sea, las distintas m a n e ra s e n las
que p u e d e o rg an izarse la esfera pública. Su p ecu liarid a d co n ­
siste en que, a d iferen cia de los espacios que son el tra b a jo de
n u estras m anos, n o sobrevive a la actualidad del m o vim iento
que le d io existencia, y d esaparece no sólo con la d isp e rsió n de
los h o m b res —co m o en el caso de g ran d es catástrofes c u a n d o se
destruye el c u e rp o político de u n p u eb lo —, sino ta m b ié n co n la
desaparición o in te rru p c ió n d e las p ro p ias actividades. S iem pre
que la gente se reú n e, se e n c u e n tra p o te n cialm en te allí, p e ro só­
lo p o tencialm ente, no n ecesariam en te n i p a ra siem pre. Q u e las
civilizaciones nazcan y declinen, q u e los p o d ero so s im p erio s y
g ran d es cu ltu ras caigan y p asen sin catástrofes ex tern as —y, con
m ayor frecuencia, que tales “causas” ex tern as no vayan p reced i­
das p o r u n a n o m enos visible d ecad en cia in te rn a q u e invita al

28 A r istó teles, É tica a N icóm aco, 1 1 7 2 b 3 6 s s .


29 La afirmación de Heráclito de que el mundo es uno y común a quienes
están despiertos y que quien está dorm ido se aleja de sí m ism o (Diels, op. cit.,
B89), dice esencialmente lo m ismo que la citada observación de Aristóteles.
H A N N A H ARENDT 3 31

desastre— se debe a esta peculiaridad de la esfera pública que,


puesto que su esencia reside en la acción y el discurso, nunca
pierde p o r com pleto su carácter potencial. Lo que p rim ero so­
cava y luego m ata a las com unidades políticas es la p érd id a de
p o d er y la im potencia final; y el p o d er no puede alm acenarse
y m antenerse en reserva p ara hacer frente a las em ergencias,
com o los instrum entos de la violencia, sino que sólo existe en
su realidad. D onde el p o d e r carece de realidad, se aleja, y la
historia está llena de ejem plos que m uestran que esta p érd id a
no p u ed en com pensarla las mayores riquezas m ateriales. El p o ­
d er sólo es realidad d o n d e palabra y acto no se han separado;
d o n d e las palabras no están vacías y los hechos no son b ru ta ­
les; d o n d e las palabras no se em plean para velar intenciones,
sino p a ra d escu b rir realidades, y los actos no se usan p ara violar
y destruir, sino p ara establecer relaciones y crear nuevas reali­
dades.
El p o d e r es lo que m antiene la existencia de la esfera pública,
el espacio potencial de aparición entre los hom bres que actúan
y hablan. La p alab ra misma, su equivalente griego dynamis, co­
m o el latino potentia con sus diversos derivados m odernos, o
el alem án Machi (que procede de mógen y móglicht, no de ma­
chen), indica su carácter “potencial”. Cabría decir que el p o d e r
es siem pre u n p o d e r potencial y no una entidad intercam biable,
m ensurable y confiable com o la fuerza. M ientras que ésta es la
cualidad n atu ra l de u n individuo visto en aislamiento, el p o d e r
surge entre los hom bres cuando actúan juntos y desaparece e n el
m om ento en que se dispersan. Debido a esta peculiaridad, que
el p o d er com parte con todas las potencialidades que p u ed en
realizarse p ero jam ás m aterializarse plenam ente, el p o d e r es en
grado asom broso independiente de los factores m ateriales, ya
sea el núm ero o los m edios. Un gru p o de hom bres com para­
tivam ente peq u eñ o p ero bien organizado puede g o b ern ar casi
de m anera indefinida sobre grandes y populosos im perios, y
no es infrecuente en la historia que países pequeños y pobres
aventajen a poderosas y ricas naciones. (La historia de David y
Goliat sólo es cierta m etafóricam ente; el p o d er de unos pocos
puede ser mayor que el de muchos, pero en u n a lucha entre dos
hom bres no decide el p o d er sino la fuerza, y la inteligencia, esto
es, la fuerza del cerebro, contribuye m aterialm ente al resulta­
332 A C C IÓ N

do tanto com o la fuerza muscular.) La rebelión popular contra


gobernantes m aterialm ente fuertes puede en g en d rar un p o d er
casi irresistible incluso si renuncia al uso de la violencia frente
a fuerzas muy superiores en m edios m ateriales. Llam ar a esto
“resistencia pasiva” es una idea irónica, ya que se tra ta de una
de las más activas y eficaces form as de acción que se hayan p ro ­
yectado, debido a que no se le puede hacer frente con la lucha,
de la que resulta la d e rro ta o la victoria, sino únicam ente con
la m atanza masiva en la que incluso el vencedor sale d erro tad o ,
ya que nadie puede gobernar sobre m uertos.
El único factor m aterial indispensable p ara la generación
de p o d er es el vivir unido del pueblo. Sólo d o n d e los h o m ­
bres viven tan unidos que las potencialidades de la acción están
siem pre presentes, el p o d er puede perm an ecer con ellos, y la
fundación de ciudades, que com o ciudades-estado siguen sien­
do m odelo p ara to d a organización política occidental, es p o r
lo tanto el m ás im portante prerrequisito m aterial del poder. Lo
que m antiene al pueblo unido después de que haya p asad o el
fugaz m om ento de la acción (lo que hoy día llam am os “o rg a­
nización”) y lo que, al m ism o tiem po, el pueblo m an tien e vivo
al p erm a n ecer u n id o es el poder. Y quienquiera que, p o r las
razones que sean, se aísla y no participa en ese estar unidos,
sufre la p érd id a de p o d e r y queda im potente, p o r m uy g ra n d e
que sea su fuerza y muy válidas sus razones.
Si el p o d er fu era más que esta potencialidad d e estar ju n to s,
si p u d ie ra poseerse com o la fuerza o aplicarse com o ésta en vez
de d ep en d er del acuerdo tem poral y no digno de co nfianza de
m uchas voluntades e intenciones, la om nipotencia sería u n a p o ­
sibilidad hum ana concreta. Porque el poder, com o la acción, es
ilim itado; carece de lim itación física en la n atu raleza hum ana,
en la existencia co rp o ral del hom bre, com o la fuerza. Su única
lim itación es la existencia de otras personas, p ero dicha limi­
tación no es accidental, ya que el p o d e r h u m a n o co rresp o n d e
a la condición de la p luralidad p ara com enzar. Por la m ism a
razón, el p o d e r p u ed e dividirse sin am inorarlo, y la acción re­
cíproca de poderes con su contrapeso y eq uilibrio es incluso
p ro p e n sa a g e n erar más poder, al m enos m ientras dicha acción
recíp ro ca sigue viva y n o term in a estancándose. La fuerza, p o r
el co n trario , es indivisible, y au n q u e se equilibre tam b ién p o r la
H A N N A H ARENDT 333

presencia de otros, la acción recíproca de la p luralidad da p o r


resultado una definida lim itación de la fuerza individual, que
se m antiene dentro de unos límites y que puede superarse p o r
el p o d er potencial de los demás. La identificación de la fuerza
necesaria p ara la producción de cosas con el p o d e r necesario
para la acción, sólo es concebible com o el atributo divino de
un dios. La om nipotencia nunca es, p o r lo tanto, un atrib u to
de los dioses en el politeísm o, sea cual sea la su p erio rid ad de
su fuerza con respecto a la de los hom bres. Inversam ente, la
aspiración hacia la om nipotencia siem pre im plica —ap arte de
su utópica hybris— la destrucción de la pluralidad.
Bajo las condiciones de la vida hum ana, la única alternativa al
poder no es la fortaleza —que es im potente frente al p o d e r—sino
la fuerza que un solo hom bre puede ejercer contra sus sem ejan­
tes y de la que un o o unos pocos cabe que posean el m onopolio
al hacerse con los m edios de la violencia. Pero si bien la violen­
cia es capaz de d estru ir el poder, nunca puede convertirse en su
sustiuto. De ahí resulta la no infrecuente com binación política
de fuerza y carencia de poder, im potente despliegue de fuerzas
que se consum en a sí mismas, a m enudo de m anera especta­
cular y vehem ente pero en com pleta futilidad, no dejando tras
sí m onum entos ni relatos, apenas con el justo recuerdo p a ra
entrar en la historia. En la experiencia histórica y la teoría tra­
dicional, esta com binación, aunque no se reconozca com o tal,
se conoce com o tiranía, y el consagrado tem or a esta form a de
gobierno no se inspira de m odo exclusivo en su crueldad, que
—como atestigua la larga serie de benévolos tiranos y déspotas
ilustrados—no es uno de sus rasgos inevitables, sino en la im po­
tencia y futilidad a que condena a gobernantes y gobernados.
Más im portante es un descubrim iento hecho p o r Montes-
quieu, el último pensador político que se interesó seriam ente
por el problem a de las formas de gobierno. M ontesquieu se dio
cuenta de que la característica sobresaliente de la tiranía era
que se basaba en el aislamiento —del tirano con respecto a sus
súbditos y de éstos entre sí debido al m utuo tem or y sospecha—
y de ahí que la tiranía no era una forma de gobierno entre
otras, sino que contradecía la esencial condición hum ana de
la pluralidad, el actuar y hablar juntos, que es la condición de
todas las formas de organización política. La tiranía im pide el
334 A C C IÓ N

desarrollo del poder, no sólo en un segm ento p articular de la


esfera pública sino en su totalidad; dicho con otras palabras,
genera im potencia de m anera tan natural com o otros cuerpos
políticos generan poder. Esto hace necesario, en la in terp reta­
ción de M ontesquieu, asignarle u n lugar especial en la teoría de
los cuerpos políticos: sólo la tiranía es incapaz de d esarrollar el
p o d er suficiente p ara p erm anecer en el espacio de la aparición,
en la esfera pública; p o r el contrario, fom enta los gérm enes de
su propia destrucción desde que cobra existencia.30
Resulta bastante curioso que la violencia p u ed a d estru ir al
p o d er más fácilm ente que a la fuerza, y aunque la tiran ía siem ­
pre se caracteriza p o r la im potencia de sus súbditos, que pierden
su capacidad h u m ana de actuar y hablar juntos, necesariam ente
no se caracteriza p o r la debilidad y esterilidad; p o r el contra­
rio, las artes y oficios p u ed en florecer bajo estas condiciones
si el g o bernante es lo bastante “benévolo” para dejar a sus súb­
ditos solos en su aislam iento. Por otra parte, la fuerza, d o n de
la n atu raleza que el individuo no puede co m p artir con otros,
hace frente a la violencia con más éxito que al poder, ya de m o­
do heroico, consintiendo en luchar y m orir, ya estoicam ente,
acep tan d o el sufrim iento y desafiando a la aflicción m ediante
la autosuficiencia y el retiro del m undo; en am bos casos, la in­
teg rid ad del indiv id u o y su fuerza p erm anecen intactas. A la
fuerza sólo la p u ed e d estru ir el p o d er y p o r eso siem pre está
en peligro ante la fuerza com binada de la mayoría. El p o d e r co­
rro m p e cu an d o los débiles se congregan con el fin d e d e stru ir a
los fuertes, p ero n o antes. La voluntad de poder, co m o la Época
M oderna de H obbes a N ietzsche la en ten d ió e n su glorificación
o denuncia, lejos d e ser u n a característica de los fuertes, se ha­
lla, com o la envidia y la codicia, entre los vicios d e los débiles,
y posiblem ente es el más peligroso.
Si la tiran ía p u ed e describirse com o el intento siem pre ab o r­
tad o de sustituir el p o d e r p o r la violencia, la oclocracia, o go-

30 C o n p alab ras d e M o n tesq u ieu , q u e ig n o r a la d ife r e n c ia en tr e tira n ía y


d e sp o tism o : “L e p r in c ip e d u g o u v e r n e m e n t d e s p o tiq u e se c o r r o m p í sa n s ces-
se, p a rceq u il est c o r r o m p u par sa n atu re. L es autres g o u v e r n e m e n ts p é rissen t,
p a rce q u e d es a c cid en ts p articu liers e n v io le n t le p rin cip e: celu i-ci p é r it par
s o n v ic e in térieu r, lo r sq u e q u elq u e s ca u ses a c c id e n te lle s n ’e m p é c h e n t p o in t
s o n p r in c ip e d e se c o r r o m p r e ” (op. cit., libro v in , cap. 10).
HANNAH ARLNUT 335

b ic rn o de la plebe, que es su exacta co n trap artid a, p u ed e ca­


racterizarse p o r el intento m ucho más p ro m e te d o r de su stitu ir
la fuerza p o r el poder. En efecto, éste es capaz de d e stru ir a
toda fuerza y sabem os que d o n d e la principal esfera pública
es la sociedad, existe siem pre el peligro de que, m ediante u n a
perversa form a de “actuar juntos" —p o r presión y los trucos de
las diques—, pasan a p rim er plano quienes nada saben y n ad a
p u ed en hacer. El vehem ente anhelo p o r la violencia, tan ca­
racterístico de algunos de los m ejores y más creativos artistas
m o d ern o s, pen sad o res y eruditos, es una reacción n a tu ra l de
aquellos cuya fuerza ha tratad o de en g añ ar la sociedad.31
El p o d e r p reserva a la esfera pública y al espacio de la a p a ri­
ción, y, com o tal, es tam bién la sangre vital del artificio h u m an o
que, si no es la escena de la acción y del discurso, de la tram a de
los asuntos h u m an o s y de las relaciones e historias en g en d rad a s
p o r ellos, carece de su últim a raison d'étre. Sin que los h o m b res
hablen de él y sin albergarlos, el m undo no sería un artificio
hu m an o , sino u n m o n tó n de cosas sin relación al que cada in d i­
viduo aislado estaría en libertad de añadir un objeto más; sin el
artificio h u m a n o p a ra albergarlos, los asuntos hum anos serían
tan flotantes, fútiles y vanos com o los vagabundeos de las tri­
bus nóm adas. La sabia m elancolía del Edesiastés —“V anidad d e
vanidades, todo es vanidad [ . . . ] No hay nada nuevo bajo el sol
[ . . . ] no hay m em o ria de lo que precedió, ni de lo que su ced erá
habrá m em o ria en los que serán después”—no surge necesaria­
m ente de la experiencia religiosa específica, pero sin d u d a es
inevitable d o n d e y siem pre que n uestra confianza en el m u n d o
com o lugar ad ecuado p a ra la aparición hum ana, p a ra la acción
y el discurso, se haya perdido. Sin la acción p a ra h acer e n tra r
en el ju eg o del m u n d o el nuevo com ienzo de que es capaz to d o
hom bre p o r el hecho de nacer, “no hay n ad a nuevo bajo el sol”;
sin el discurso p a ra m aterializar y conm em orar, au n q u e sea d e
m anera tentativa, lo “nuevo” que aparece y resplandece, “n o hay
m em oria”; sin la p erm an en cia del artificio hum ano, n o p u e d e

M El g r a d o e n q u e la g lo r ific a c ió n n ietzsch ea n a d e la v o lu n ta d d e p o d e r
se in sp iró en tales e x p e rie n c ia s del in telectu a l m o d e r n o ca b e c o n je tu ra r lo d e
la sig u ien te o b servación : “D e n n d ie O h n m a ch t g e g e n M en sc h e n , n ic h t d ie
O h n m ach t g e g en d ie N atur, erzeu gt d ie d esp era teste V erb itteru n g g e e e n d a s
D a se in ” (W ilU z urMacht, n. 55).
336 A C C IÓ N

h ab er “m em oria de lo que sucederá en los que serán después”.


Y sin poder, el espacio de aparición que se crea m ediante la
acción y el discurso en público se desvanece tan rápidam ente
com o los actos y palabras vivas.
Q uizá nada en nuestra historia h a ten id o tan co rta vida co­
m o la confianza en el poder, ni nada más d u ra d e ro que la
desconfianza platónica y cristiana sobre el esp len d o r que acom ­
p aña al espacio de aparición, ni n ada —finalm ente en la Epoca
M oderna— más com ún que la convicción de que el “p o d er co­
rro m p e ”. Las palabras de Pericles, tal com o las relata Tucídides,
son tal vez únicas en su suprem a confianza de que los hom bres
in te rp re ta n y salvan su gran d eza al m ism o tiem po, p o r decirlo
así, con u n solo y m ism o gesto, y que la in terp retació n com o
tal b astará p a ra g en erar dynamis y no necesitará la reificación
tra n sfo rm a d o ra del homo faber p a ra m antenerse en realidad.32
El discurso de Pericles, aunque co rresp o n d ía y se articulaba en
las íntim as convicciones del pueblo de A tenas, siem pre se h a leí­
d o co n esa triste sabiduría de la percepción p o ste rio r que nos
dice q u e sus p alab ras se p ro n u n ciaro n en el com ienzo del final.
N o ob stan te, p o r breve que haya sido esta fe en la dynamis (y en
co n secu en cia e n la política) —y ya había llegado al fin cu an d o se
fo rm u laro n las p rim eras filosofías políticas—, su d esn u d a exis­
tencia h a b astad o p a ra elevar a la acción al m ás alto rango en la
je ra rq u ía d e la vita activa y p a ra singularizar el discurso com o
d istin ció n decisiva entre la vida h u m an a y anim al, acción y dis­
curso que co n ced iero n a la política u n a d ig n id a d q u e incluso
hoy día n o h a desaparecido p o r com pleto.
Lo que es evidente en la form ulación de Pericles —y no m e­
nos tra n sp aren te e n los poem as de H o m e ro — es q u e el íntim o
significado del acto actu ad o y de la p a la b ra p ro n u n c ia d a es in­
d e p e n d ie n te d e la victoria y d e la d e rro ta y d e b e p erm a n ecer
in to cad o p o r cu alq u ier resu ltad o final, p o r sus consecuencias
p a ra lo m ejo r o lo peor. A d iferen cia de la c o n d u c ta hum ana
- q u e los griegos, com o todos los pueb lo s civilizados, juzgaban
seg ú n “m o d elo s m o ra le s”, te n ie n d o e n c u e n ta m otivos e inten-

32 En la mencionada frase de la Oración Fúnebre (n. 27), Pericles contrasta


deliberadamente la d y n a m is de la p o lis con la habilidad en el oficio de los
poetas.
H A N N A H ARENDT 33 7

ciones por un lado y objetivos y consecuencias por el otro—, la


acción sólo puede juzgarse por el criterio de grandeza debido a
que en su naturaleza radica el abrirse paso entre lo com únm en­
te aceptado y alcanzar lo extraordinario, donde cualquier cosa
que es verdadera en la vida común y cotidiana ya no se aplica,
puesto que todo lo que existe es único y .33 Tucídides
(o Pericles) sabía perfectamente que había roto con los modelos
normales de conducta cotidiana cuando encontró que la gloria
de Atenas consistía en haber dejado tras de sí “por todas partes
imperecedera memoria ( mnemeiaaidia) de sus actos buenos y
malos”. El arte de la política enseña a los hombres cóm o sacar
a la luz lo que es grande y radiante, ta megala kai lampra, en
palabras de Demócrito; mientras está allí la polis para inspirar
a los hombres que se atreven a lo extraordinario, todas las cosas
están seguras; si la polis perece, todo está perdido.34 Los m o­
tivos y objetivos, por puros y grandiosos que sean, nunca son
únicos; al igual que las cualidades psicológicas, son típicos, ca­
racterísticos de diferentes clases de personas. La grandeza, por
lo tanto, o el significado específico de cada acto, sólo puede
basarse en la propia realización, y no en su motivación ni en su
logro.
Esta insistencia en los actos vivos y en la palabra hablada co­
mo los mayores logros de que son capaces los seres hum anos
fue conceptualizada en la noción aristotélica de energeia (“rea­
lidad”), que designaba todas las actividades que no persiguen
un fin (son ateleis) y no dejan trabajo tras sí (no par’ autas erga),
sino que agotan su pleno significado en la actuación.35 De la
experiencia de esta plena realidad deriva su significado origi­
nal el paradójico “fin en sí mismo”; porque en estos ejemplos

33 La razón por la que A ristóteles en su Poética diga que la g ran d eza {mege-
thos) es un prerrequisito del argum ento dram ático se d eb e a qu e el dram a
imita a la actuación y ésta se considera com o grandeza, por su d istin ció n co n
respecto a lo com ún (1450b25). Lo m ism o cabe decir de lo h erm o so qu e reside
en la grandeza y en la taxis, el ensamblaje de las partes (1 4 50b 34 ss )
34 Véase el fragmento B157 de D em ócrito en D iels, op cit
35 Con respecto al concepto d e energeia, véanse Ética a Nicómaco n k w u i *
Física,201b31; Sobre el alma,4 1 7 a l6 , 431a6. Los eiemDlos má« f ’ ° 9 4 a l- 5 ;
em pleados son la vista y el tocar la flauta. recu en tem en te
338 ACCIÓN

de acción y discurso3®no se persigue el fin ( ), sino que yace


en la propia actividad que por lo tanto se convierte en
cheia, y el trabajo no es lo que sigue y extingue el proceso, sino
que está metido en él; la realización es el trabajo, es
Aristóteles, en su filosofía política, es plenam ente consciente
de lo que está enjuego en la política, o sea, nada m enos que el
ergon tou anthropu38 (el “trabajo del hom bre” qua hom bre), y
al definir, este “trabajo” como “vivir bien” ( zen), claram ente
quería decir que aquí ese “trabajo” no es producto de trabajo,
sino que sólo existe en pura realidad. Este logro específicam en­
te hum ano se sitúa fuera de la categoría de m edios y fines; el
“trabajo del hom bre” no es fin porque los m edios para lo g rar­
lo —las virtudes o aretai— no son cualidades que p u ed an o no
realizarse, sino que p or sí mismas son “realidades”. Dicho con
otras palabras, los medios para lograr el fin serían ya el fin; y a
la inversa, este “fin” no puede considerarse un m edio en cual­
quier otro aspecto, puesto que no hay nada más elevado que
alcanzar que esta realidad misma.
Es com o un débil eco de la experiencia prefilosófica griega
de la acción y el discurso como pura realidad para indicar una
y otra vez, en la filosofía política a partir de D em ócrito y Pla­
tón, que la política es una techne, está incluida entre las artes, y
puede sem ejarse a actividades tales com o la curación o la na­
vegación, donde, com o en la interpretación del danzarín o del
actor, el “p ro d u cto ” es idéntico al propio acto interpretativo.
Pero cabe apreciar lo que les ha ocurrido a la acción y al discur­
so, que son los únicos con existencia real, y p o r consiguiente
las actividades más altas en la esfera política, cu an d o escucha­
mos lo que ha dicho sobre ellos la sociedad m oderna, con la
peculiar y no com prom etedora consistencia que la caracterizó
en sus prim eras etapas, porque esta im portantísim a degrada- 3678

36 Carece de importancia en nuestro contexto que Aristóteles viera la ma­


yor posibilidad de la “existencia real” no en la acción y el discurso, sino en la
contemplación y el pensamiento, en theoria y nous.
37 L os dos co n cep to s aristotélicos d e energeia y entelecheia están estrech a ­
m ente relacion ados (energeia (...] synteinei pros ten la p len a ex is­
tencia real (energeia) n o efectú a ni p ro d u ce nada d e sí m ism a, y la p len a realidad
(entelecheia) n o tien e otro fin aparte d e sí m ism a (véase Metafísica, 1 0 5 0 a 2 2 -3 5 ).
38 Ética a Nicómaco, 1097b22.
H A N N A H A R EN D T 339

ción de la acción y el discurso se denota cuando Adam Sm ith


clasifica todas las ocupaciones que se basan esencialm ente en la
interpretación —com o la profesión militar, “eclesiásticos, abo­
gados, médicos y cantantes de ó p era”—ju n to a los “servicios
domésticos”, la más baja e im productiva “labor”.39 Fueron pre­
cisamente estas ocupaciones —la curación, el tañido de flauta, la
interpretación teatral—las que proporcionaron al pensam iento
antiguo ejemplos p ara las más elevadas y grandes actividades
del hom bre.

29. El homofaber y el espacio de aparición

La raíz de la antigua estima por la política radica en la convic­


ción de que el hom bre qua hom bre, cada individuo en su única
distinción, aparece y se confirm a a sí mismo en el discurso y la
acción, y que estas actividades, a pesar de su futilidad m aterial,
poseen una perm anente cualidad propia debido a que crean
su propia m em oria.40 La esfera pública, el espacio d en tro del
m undo que necesitan los hom bres para aparecer, es p o r lo tanto
más específicamente “el trabajo del hom bre” que el trabajo de
sus manos o la labor de su cuerpo.
La convicción de que lo más grande que puede lo g rar el
hom bre es su propia aparición y realización no es cosa natural.
Contra esta convicción se levanta la del homo faber al considerar
que los productos del hom bre pueden ser más —y no sólo más
duraderos—que el propio hom bre, y tam bién la firm e creencia
del animal láborans de que la vida es el más elevado de todos
los bienes. Por lo tanto, ambos son apolíticos, estrictam ente
hablando, y se inclinan a denunciar la acción y el discurso com o
ociosidad, ocio de la persona entrom etida y ociosa charla, y p o r
lo general juzgan las actividades públicas p o r su utilidad con
respecto a fines supuestam ente más elevados: hacer el m undo
más útil y herm oso en el caso del homo faber, hacer la vida más
fácil y larga en el caso del animal laborans. Sin em bargo, esto no
quiere decir que estén libres de prescindir por com pleto de una
OQ

Wealth ofNations, Co. Everyman, vol.il, p. 295.


40 ú ' 1
Este es un rasgo decisivo del co n cep to g riego d e “v irtu d ”, a u n q u e quizá
no del romano: d o n d e está el arete, n o se da el o lv id o (véase A ristóteles Ftim
a Ntcómaco, 1100M2-17). ’
340 A C C IÓ N

esfera pública, ya cjue sin un espacio de aparición y sin confiar


en la acción y el discurso com o m odo de estar ju n to s, ni la
realidad del yo de uno, de su propia identidad, ni la realidad del
m undo circundante pueden establecerse fuera de toda duda. El
sentido hum ano de la realidad exige que los hom bres realicen la
p ura y pasiva concesión de su ser, no con el fin de cam biarlo sino
de articular y poner en plena existencia lo que de o tra form a
tendrían que sufrir de cualquier m odo.41 Esta realización reside
y acaece en esas actividades que sólo existen en p u ra realidad.
El único carácter del m undo con el que se calibra su realidad
es el de ser com ún a todos, y si el sentido com ún ocupa tan alto
rango en la je ra rq u ía de las cualidades políticas se d ebe a que
es el único sentido que encaja com o un todo en la realidad de
nuestros cinco sentidos estrictam ente individuales y los datos
exclusivam ente particulares que captan. Por virtud del sentido
com ún, las percepciones de los dem ás sentidos revelan la reali­
dad y no se sienten sim plem ente com o irritaciones de nuestros
nervios o sensaciones de resistencia de nuestros cuerpos. U n
apreciable descenso del sentido com ún en cualquier com uni­
dad y u n notable increm ento de la superstición y charlatanería
son, p o r lo tanto, signos casi infalibles de alienación del m undo.
Esta alienación —la atrofia del espacio de aparición y el d e­
bilitam iento del sentido com ún—se lleva a un extrem o m ucho
m ayor en el caso de una sociedad laborante que en el de una
sociedad de productores. En su aislamiento, no m olestado, ni
visto, ni oído, ni confirm ado p o r los dem ás, el homo faber no só­
lo está ju n to al p ro d u cto que hace, sino tam bién ju n to al m u n d o
de cosas d o n d e añadirá sus propios productos; de esta m anera,
si bien de form a indirecta, sigue ju n to a los dem ás, que hicie­
ron el m u n d o y que tam bién son fabricantes de cosas. Ya hem os
m encionado el m ercado de cam bio en el que los artesanos se
reú n en con sus pares y que p ara ellos rep resen ta u n a com ún
esfera pública en la m edida en que cada u n o h a co n trib u id o a
ella con algo. N o obstante, m ientras que la esfera pública com o
m ercado de cam bio co rresp o n d e de m odo más adecuado a la

41 Éste es el sig n ific a d o d e la ú ltim a fra se d e la cita d e D a n te q u e fig u ra


al c o m ie n z o d el p resen te artículo; la frase, au n q u e m uy clara y sen cilla e n el
origin al latin o, desafía a su tra d u cció n (De m onarchia, i. 13).
H A N N A H ARENDT 341

actividad de la fabricación, el intercam bio en sí p erten ece ya al


cam po de la acción y en m odo alguno es u n a prolo n g ació n de
la producción; incluso es m enos que una sim ple función de los
procesos autom áticos, ya que la com pra de alim ento y de otros
m edios de consum o es necesariam ente aneja al laborar. La p re­
tensión de M arx de que las leyes económ icas son com o leyes
naturales, que no están hechas p o r los hom bres p a ra reg u la r
los actos libres del intercam bio, sino que son funciones de las
condiciones productivas de la sociedad com o u n todo, sólo es
correcta en una sociedad laboral, d onde todas las actividades
están ajustadas al m etabolism o del cuerpo h um ano con la n a­
turaleza y d o n d e n o existe el intercam bio sino sólo el consum o.
Sin em bargo, las personas que se reúnen en el m ercado d e
cam bio n o son principalm ente personas sino p ro d u cto ras d e
productos, y nunca se m uestran a sí mismas, ni siquiera ex h ib en
sus habilidades y cualidades com o en la “conspicua p ro d u cció n ”
de la E dad M edia, sino sus productos. El im pulso que lleva al
fabricante al m ercado público es la apetencia de productos, n o
de personas, y la fuerza que m antiene unido y en existencia a
este m ercado no es la potencialidad que surge entre la gente
cuando se u n en en la acción y el discurso, sino un com binado
“p o d er de cam bio” (Adam Smith) que cada uno de los p artici­
pantes adquirió en aislamiento. A esta falta de relación co n los
dem ás y este interés prim ordial por el intercam bio los calificó
M arx com o la deshum anización y autoalienación de la socie­
dad comercial, que excluye a los hom bres qua hom bres y exige,
en sorprendente contradicción con la antigua relación entre lo
público y lo privado, que los hom bres se m uestren sólo e n lo
privado de sus familias o en intim idad con sus amigos.
La frustración de la persona hum ana inherente a u n a co m u ­
nidad de productores e incluso más a una sociedad com ercial
quizá se ilustre de la m ejor m anera con el fenóm eno del genio,
en el que, desde el Renacim iento hasta finales del siglo xix, la
sociedad m oderna vio su más elevado ideal. (El genio creativo
com o expresión de la quintaesencia de la grandeza h u m an a e ra
totalm ente desconocido en la antigüedad o en la E dad M edia.)
Fue al comienzo de nuestro siglo cuando los g ran d es artistas
protestaron con sorprendente unanim idad contra la califica­
ción de “genios” e insistieron en los conceptos de elaboración
342 A C CIÓN

com petencia y la estrecha relación entre el arte y el oficio. Sin


duda, esta protesta no es en parte más que una reacción contra
la vulgarización y comercialización de la noción de genio; pero
también se debe al más reciente auge de la sociedad laboral,
para la que no es ningún ideal la productividad o creatividad
y que carece de todas las experiencias a p artir de las cuales
puede surgir la propia noción de grandeza. Lo im portante en
nuestro contexto es que el trabajo del genio, a diferencia del
producto del artesano, parece haber absorbido esos elem entos
de distinción y unicidad que sólo encuentran su inm ediata ex­
presión en la acción y en el discurso. La obsesión de la Epoca
M oderna p o r la firm a de cada artista, su sensibilidad sin prece­
dentes p o r el estilo, m uestra una preocupación p o r esos rasgos
que hacen que el artista trascienda su habilidad de m an era si­
m ilar a la que la unicidad de cada persona trasciende la sum a
total de sus cualidades. D ebido a esta trascendencia, que dife­
rencia el g ra n trabajo del arte de todos los dem ás productos de
las m anos hum anas, el fenóm eno del genio creativo parece la
más alta legitim ación de la seguridad del faber de que los
productos de un hom bre pueden ser más y esencialm ente más
grandes que él mism o.
Sin em bargo, el g ra n acato que rindió la Época M oderna
al genio, y que tan frecuentem ente h a b o rd ead o la idolatría,
apenas pu d o cam biar el hecho elem ental de que la esencia de
quien es alguien no p u ed e reificarse p o r sí m ism a. C uando
aparece “objetivam ente” —e n el estilo de u n a o b ra de arte o en
la escritura co rrien te—, m anifiesta la identidad de u n a persona,
y por lo tanto sirve p a ra identificar al autor, p ero p erm anece
m uda y se nos escapa si intentam os in terp retarla com o el espejo
de una persona viva. D icho con otras palabras, la idolatría del
genio contiene la m ism a d eg rad ació n de la p erso n a h u m a n a que
los otros principios que prevalecen en la sociedad com ercial.
Es un elem ento indispensable del orgullo h u m a n o la creencia
de que quien es alguien trasciende en g ran d eza e im p o rtan cia
a todo lo que el hom bre p u ed e h acer y producir. “D ejem os que
los m édicos, reposteros y criados d e las g ran d es casas sean ju z ­
gados p o r lo que h an hecho o incluso p o r lo que h a n q u erid o
H A N N A H ARENDT 343

hacer; las grandes personas se juzgan p o r lo que son.”42 Sólo el


vulgo aceptará que su orgullo deriva de lo que ha hecho; p o r
esta aceptación, dichas personas se convierten en “esclavos y
prisioneros” de sus propias facultades y com prenderán, si en
ellas queda algo más que la pura y estúpida vanidad, que ser
esclavo y prisionero de uno mismo no es menos am argo y quizá
más vergonzoso que ser el siervo de algún otro. No es la gloria,
sino el predicam ento del genio creativo, lo que hace que parezca
invertida la superioridad del hom bre con respecto a su trabajo,
de m anera que él, el creador vivo, se halla en com petencia con
sus creaciones, a las que sobrevive, aunque finalm ente le sobre­
vivan. La única buena cualidad de todos los dones realm ente
grandes es que las personas que los tienen siguen siendo supe­
riores a lo que han hecho, al menos mientras está viva la fuente
de su creatividad; porque esta fuente surge de quién son y p er­
m anece al m argen del verdadero proceso de trabajo, así com o
independiente de lo que realice. Que el predicam ento del genio
es no obstante real queda claro en el caso de los literati, d o n d e el
orden invertido entre el hom bre y su producto es de hecho con­
sum ado; lo que en su caso es tan afrentoso, y que incita el odio
popular incluso más que la espuria superioridad intelectual, es
que incluso su p eo r producto es probablem ente m ejor que lo
que son ellos mismos. La característica del “intelectual” es que
perm anece im perturbable ante “la terrible hum illación” bajo la
que labora el verdadero artista o escritor, que es “sentir que se
convierte en el hijo de su o b ra”, en la que está condenado a
verse “com o en un espejo, limitado, tal y tal”.43
Traducción: R am ón Gil N orvais

42 E m pleo aquí la m aravillosa narración “T h e D ream ers” d e Isak D in e sen ,


contenid a en su libro Seven Gothic Tales, M odern Library, esp. pp. 34 0 ss.
43 El texto com p leto del aforism o d e Paul Valéry, del q u e se han to m a d o
las citas, dice así: “Créateur créé. Q ui vient d ’achever un lo n g ouvrage le voit
form er en fin un étre q u ’il n ’avait pas voulu, q u ’il n ’a pas con^u, p r é cisé m e n t
puisqu’il l’a enfanté, et ressent cette terrible hum iliation d e se sentir d ev en ir le
fils de son ceuvre, d e lui em prunter des traits irrécusables, u n e ressem b la n ce
des m anies, u n e b orn e, un miroir; et ce q u ’il a d e pire dans un m iroir s’v voir
lim ité, tel et tel” (Tel quel, vol. II, p. 149). ' y
LA RACIONALIDAD DE LAS TR A D IC IO N ES

Alasdair Maclntyre
Este libro* h a p resen tad o u n esquem a de la historia n a rra tiv a
de tres trad icio n es de investigación de la racionalidad p ráctica
y la justicia, ju n to con u n reconocim iento de la n ecesidad d e
escribir u n a historia n arrativ a de u n a cuarta tradición, esto es,
del liberalism o. Estas cuatro tradiciones son, e ra n y n o p u e d e n
ser sino algo m ás que tradiciones de investigación intelectual.
En cada u n a d e ellas la investigación intelectual e ra o es p a rte
de u n m o d o de v ida social y m oral de la que la investigación e ra
u n a p arte integrante; y en cada u n a de ellas, las form as d e esa
vida se in c o rp o ra b a n en m ayor o m en o r g rad o de im p erfecció n
en las instituciones sociales y políticas que, a su vez, d eriv an su
vida d e otras fuentes. Así, la tradición aristotélica surge d e la vi­
da retórica y reflexiva de la polisy de la enseñanza dia
la A cadem ia y del Liceo; así, la tradición agustiniana flo recía e n
las casas d e las órd en es religiosas y en las com unidades secu­
lares que p ro p o rcio n ab an un am biente p a ra sem ejantes casas
en sus anteriores versiones tom istas en las universidades; así,
la variante escocesa del agustinism o calvinista y el aristotelis-
m o renacentista d ab an form a a la vida de las co n g reg acio n es y
de las sesiones eclesiales, de los tribunales y d e las universida­
des; y así el liberalism o, que com enzó com o u n re p u d io d e la
tradición en no m b re de principios abstractos y universales de
la razón, se convirtió en un p o d e r políticam ente in c o rp o ra d o ,
cuya incapacidad de llevar sus debates sobre la n atu ra leza y el

* El autor se refiere al lib ro Whose ? W hich R ationality?, d e l cu a l se


ha to m a d o este cap ítu lo para la p resen te co m p lila ció n . [N. d e l t.]
346 LA R A C IO N A L ID A D DE LAS T R A D IC IO N E S

contexto de esos principios universales a una conclusión ha te­


nido el efecto no intencionado de transform ar el liberalism o en
una tradición.
Por supuesto que estas tradiciones difieren las unas de las
otras en mucho más que en sus relatos rivales de la racionalidad
práctica y de la justicia; difieren en sus catálogos de las virtudes,
en sus concepciones del ego y en sus cosmologías metafísicas.
Tam bién difieren en el m odo en que dentro de cada una se llega
a los relatos de la racionalidad práctica y de la justicia: en la tra­
dición aristotélica, m ediante las em presas dialécticas sucesivas
de Sócrates, Platón, Aristóteles y del Aquinate; en la agusti-
niana, m ediante la obediencia a la autoridad divina descrita
p or las Escrituras, pasando por el pensam iento neoplatónico;
en la tradición escocesa, H um e elabora su relato p or m edio
de la refutación de sus predecesores y partiendo de prem isas
que habían llegado a aceptar; y en el liberalism o, m ediante una
sucesión de relatos de la justicia que siguen en un debate incon­
cluso, en p arte p o r la versión de la racionalidad práctica que los
acom paña.
A dem ás, estas tradiciones tienen historias muy diferentes con
respecto a sus relaciones entre sí. Los seguidores de la trad i­
ción aristotélica han polem izado entre sí sobre la preg u n ta de
si su p o stu ra es o no necesariam ente antagónica a la tradición
agustiniana. Y los agustinianos, con respecto al m ism o tema,
tam bién han estado en desacuerdo entre sí. Tanto los aristoté­
licos com o los agustinianos se han encontrado necesariam ente
enfrentados con H um e, y p o r razones un tanto diferentes, con
el liberalism o. Y el liberalism o ha tenido que negar algunas
de las afirm aciones d e todas las dem ás tradiciones principales.
Así, la historia n arrativ a de cada una de estas tradiciones con­
tiene tanto una n arrativ a de la investigación y del debate dentro
de esa tradición, com o u n a narrativa del debate y el desacuer­
do entre ella y sus rivales —debates y desacuerdos que definen
el detalle de esta variedad de tipos de relaciones antagónicas.
Es ju stam en te aquí d o n d e surgen dudas cruciales en to rn o al
desarrollo de este razonam iento.
La conclusión a la que la argum entación, p o r el m om ento,
ha conducido, no es sólo que es a p artir de los debates, de los
conflictos y de la investigación de tradiciones históricam ente
ALASDAIR MACINTYRE 347

contingentes y socialmente incorporadas que las afirmaciones


con respecto a la racionalidad práctica y a la justicia se desarro­
llan, se modifican, se abandonan o se sustituyen, sino también
que no hay ningún otro modo de llevar a cabo la formulación,
elaboración, justificación racional y crítica de los relatos de la
racionalidad práctica y de la justicia que no sea desde dentro
de alguna tradición particular en conversación, cooperación y
conflicto con los que habitan la misma tradición. No hay lu­
gar común, no hay sitio para la investigación, ningún m odo de
llevar a cabo las actividades de avanzar, valorar, aceptar y re­
chazar el argumento razonado que no sea a partir de aquello
proporcionado por alguna u otra tradición.
A partir de lo dicho no se sigue que lo que se afirm a den­
tro de una tradición no pueda ser oído o escuchado por los
que pertenecen a otra tradición. Las tradiciones que difieren
del modo más radical sobre ciertos temas pueden com partir
creencias, imágenes y textos referentes a otras cuestiones. Las
consideraciones impulsadas desde una tradición pueden ser ig­
noradas por los que llevan a cabo una investigación o un debate
desde otra, sólo a costa de excluir, según sus propios criterios,
razones buenas y relevantes para creer o no una cosa en lugar
de otra, o para actuar de un modo en vez de otro. Sin em bar­
go, en otros campos, puede ser que lo que se afirm a o lo que
se investiga en la tradición anterior no tenga contrapartida al­
guna en la posterior. Y en esos campos donde hay materias
o cuestiones comunes a más de una tradición, semejante tra­
dición puede formular sus tesis por medio de conceptos tales
que impliquen la falsedad de las tesis sostenidas en una o más
tradiciones distintas; aunque al mismo tiempo no haya crite­
rios comunes disponibles o sean insuficientes para juzgar entre
posturas rivales. La incompatibilidad y la inconm ensurabilidad
lógicas pueden estar ambas presentes.
Por supuesto que la incompatibilidad lógica requiere que
en algún nivel de la caracterización cada tradición identifique
aquello sobre lo cual mantiene sus tesis, de modo que tanto sus
seguidores como los de su rival puedan reconocer que es una y
la misma materia sobre la cual formulan sus afirmaciones Pero
aun en ese caso, cada una puede tener, desde luego, sus propios
criterios peculiares con los cuales juzgar lo que vaya a ser con-
348 LA R A C IO N A LID A D DE LAS T R A D IC IO N E S

siderado uno y lo mismo desde un aspecto relevante. Así que


dos tradiciones pueden no estar de acuerdo sobre los criterios
que vayan a aplicarse en la determ inación de la gam a de casos
en la que el concepto de justicia tiene una aplicación, y, sin em ­
bargo, cada una, en térm inos de sus propios criterios, reconoce
que en algunos de estos casos, al m enos los seguidores de otras
tradiciones aplican un concepto de justicia que —si tiene una
aplicación—excluye la aplicación de su propio concepto.
Por eso H um e y Rawls están de acuerdo en excluir la aplica­
ción de cualquier concepto aristotélico de m erecim iento p a ra
form ular las reglas de lajusticia; a la vez que están en desacuerdo
entre sí sobre si se requiere determ inado tipo de igualdad p a ra
lajusticia. Por eso, la com prensión aristotélica de la clase de ac­
ciones p o r la cual uno puede considerarse responsable excluye
cualquier aplicación de la concepción agustiniana de la volun­
tad. C ada tradición puede, en cada estado de su desarrollo,
p ro p o rcio n ar una justificación racional de sus tesis centrales
en sus pro pios térm inos, em pleando los conceptos y los crite­
rios p o r los cuales se define a sí misma; pero no hay n in g ú n
conjunto de criterios independientes de justificación racio n al
p o r apelación al cual los asuntos entre tradiciones rivales p u e­
dan decidirse.
Entonces no es que las tradiciones rivales no c o m p artan n in ­
gún criterio. Todas las tradiciones de las que nos hem os ocu­
pado están d e acuerdo en adjudicar cierta au to rid ad a la lógica
tanto e n su teoría com o en su práctica. Si no fu era así, sus se­
guidores no serían capaces de ponerse en desacuerdo del m o d o
en que lo hacen. Pero aquello en lo que están de acu erd o es in­
suficiente p a ra resolver sus desacuerdos. Por lo tanto, p u ed e
parecer que estam os ante afirm aciones rivales y e n co m p eten ­
cia de u n n ú m ero de tradiciones que solicitan n u e stra lealtad
con respecto al m o d o de co m p ren d er la racio n alid ad práctica
y lajusticia, entre las cuales no podem os te n e r n in g u n a razó n
buena p ara d ecid ir a favor de u n a en vez de las dem ás. C ada
una tiene sus propios criterios de razonam iento; cada u n a a p o r­
ta sus propias creencias de fondo. O frecer u n tipo de razones,
apelar a u n conjunto de creencias de fondo, significaría ya ha­
b er adoptado el p u n to de vista de alg u n a trad ició n particular.
Pero si no hiciéram os sem ejante adopción, entonces n o podría-
ALASDAIR M ACINTYRE 349

mos tener ninguna buena razón para conceder mayor peso a los
argum entos propuestos por una tradición particular en lugar
de a los argum entos propuestos por sus rivales.
La argum entación a lo largo de esta línea ha sido aducida en
apoyo de una conclusión de que si los únicos criterios dispo­
nibles de racionalidad son los que se nos ofrecen en y desde
las tradiciones, entonces ningún asunto entre tradiciones riva­
les podría decidirse racionalm ente. A sertar o concluir esto en
lugar de aquello puede ser racional relativo a los criterios de
alguna tradición particular, pero no racional en cuanto tal. No
puede h ab er racionalidad en cuanto tal. Un conjunto de crite­
rios, u na tradición que incorpore un conjunto de criterios, tiene
igual fuerza p ara reclam ar nuestra lealtad como cualquier otro.
Vamos a llam ar a esto el reto relativista, en com paración con
un segundo tipo de reto, que podemos llamar el reto perspec-
tivista.
El reto relativista descansa sobre la negación de que el d e ­
bate y la opción racionales entre las tradiciones rivales sean
posibles; el reto perspectivista pone en duda la posibilidad de
reclam ar validez p ara la verdad de algunas proposiciones a p a r­
tir de una tradición cualquiera. Porque si hay una m ultiplicidad
de tradiciones rivales, cada una con sus m odos característicos
de justificación racional internos, entonces ese m ism o hecho
implica que ninguna tradición singular puede ofrecer a los que
están fu era de ella buenas razones para excluir las tesis de sus
rivales. Pero si éste fuera el caso, ninguna tradición estaría legi­
tim ada p ara dotarse a sí misma con un título exclusivo; n in g u n a
tradición podría negar la legitimidad de sus rivales. Lo que pa­
recía im pulsar a las tradiciones rivales a excluir y a negar dichas
cosas era la creencia en la incom patibilidad lógica de las tesis
afirm adas y negadas entre tradiciones rivales, una creencia que
incluía el reconocim iento de que si las tesis de alguna tradición
fueran verdaderas, entonces al m enos algunas de las tesis afir­
madas p o r sus rivales serían falsas.
El perspectivista defiende que la solución está en re tira r la
adscripción de verdad y de falsedad, al m enos en el sentido en
que lo “verdadero” y lo “falso” se han entendido hasta el m o ­
mento, en la práctica de tales tradiciones, tanto p ara las tesis
individuales como para los cuerpos sistemáticos de creencias
350 LA R A C IO N A L ID A D DE LAS T R A D I C I O N E S

de los cuales tales tesis son partes constituyentes. En lugar de


in terp retar las tradiciones rivales com o m odos m utuam ente ex-
cluyentes e incom patibles de en ten d er uno y el m ism o m undo,
u na y la m ism a m ateria, vamos a entenderlas, en cam bio, com o
proveedoras de perspectivas com plem entarias, muy diferentes,
p ara enfocar las realidades de las cuales nos hablan.
El reto relativista y el reto perspectivista c o m p arten algunas
prem isas y a m enudo se p resen tan ju n to s com o partes de u n
m ism o argum ento. C ada u n o de ellos existe en m ás de u n a ver­
sión, y n in g u n o fue elab o rad o originalm ente en térm inos de
u na crítica a las pretensiones de verdad y de racio n alid ad de
las tradiciones. Pero considerados com o tales, n o p ie rd e n nada
de su fuerza. N o obstante, voy a d efen d er que están fu n d am e n ­
talm ente m al concebidos y m al orientados. Q u iero sugerir que
su p o d e r ap aren te se deriva de su inversión de ciertas p o stu ras
centrales de la ilustración referentes a la verdad y a la racio n a­
lidad. M ientras que los pensadores de la ilustración insistían
en u n tip o p articu lar d e concepción de la verdad y de la ra ­
cionalidad, u n o en el que la verdad está g aran tizad a p o r u n
m éto d o racio n al y el m é to d o racional apela a p rincipios in n e ­
gables p a ra cu alq u ier p erso n a plenam ente racio n al y reflexiva,
los p ro tag o n istas del relativism o y del perspectivism o postilus­
tra d o d e fie n d e n que, si las concepciones ilu strad as d e la verdad
y de la ra c io n alid a d n o p u e d e n sostenerse, la ú n ic a altern ativ a
posible es la suya.
El relativism o y el p ersp ectiv ism o p o stilu strad o s son, p o r
tanto, la c o n tra p a rtid a negativa d e la ilu stració n , su im agen
especular invertida. M ientras que la ilu stració n invocaba los
arg u m en to s d e K ant o d e B entham , los teóricos d e la p o stilu stra ­
ción invocan los ataq u es d e N ietzsche c o n tra K ant y B entham .
Por tanto, n o es so rp re n d e n te q u e lo q u e e ra invisible p a ra los
pensadores ilu strad o s ta m b ié n lo fu e ra p a ra los relativistas y
los perspectivistas p o sm o d e rn o s, q u e se erig en en los en em i­
gos de la ilustración, siendo así q u e e n g ra n p arte , m uy a su
pesar, son sus h ered ero s reco n o cid o s. L o q u e n in g u n o e ra ni
es capaz de reco n o cer es el tip o d e ra c io n alid a d d e las tra d i­
ciones. En parte, esto e ra y es d eb id o al prejuicio en c o n tra de
la trad ició n concebida com o in h e re n te m e n te o scu ran tista, que
se en co n trab a y se e n c u e n tra p o r ig u al en tre los kantianos y
ALASDAIR MACINTYRE 351

los bentham itas, los neokantianos y los utilitaristas posteriores,


por un parte, y entre los nietzscheanos y los posnietzscheanos,
por otra. Pero en parte, la invisibilidad de la racionalidad de
la tradición se debía a la carencia de exposiciones, más aún, de
defensas, de esa racionalidad.
En este asunto, com o en muchos otros, Burke era causante
de auténticos daños, pues atribuía a las tradiciones en funcio­
nam iento, el funcionam iento que suponía del seguim iento de la
naturaleza, una “sabiduría carente de reflexión” (C.C. O ’Brien
(comp.), Reflections on theRevolution in France, H arm ondsw
1982, p. 29). De m odo que no queda ningún lugar para la re­
flexión, p a ra la tarea racional en cuanto tarea desde dentro de
una tradición. Hay un teórico todavía más im portante de la tra­
dición, p o r lo general soslayado tanto por los teóricos de la
ilustración com o p o r los de la postilustración, debido a que la
tradición particular desde la cual trabajaba, y el punto de vis­
ta desde el cual presentaba su teoría, era teológico. Me refiero,
p o r supuesto, a jo h n H enry Newman, cuyo relato de la tradición
fue d esarrollado con éxito sucesivamente en The Arians the
Fourth Century (edición revisada, Londres, 1871) y en An Essay
on the Development of Christian Doctrine (edición revisada, L on­
dres, 1878). Pero si uno fuera a extender el relato de N ew m an
a p artir de la tradición particular del cristianism o católico a las
tradiciones racionales en general, y lo hiciera en u n contexto
filosófico m uy diferente de cualquiera entrevisto p o r Newm an,
se necesitarían tantos matices y añadidos que parecería m ejor
proceder independientem ente, tras haber reconocido, en pri­
m er lugar, u n a g ran deuda.
Lo que tengo que hacer, p o r tanto, es proporcionar u n relato
de la racionalidad presupuesta e implícita en la práctica de las
tradiciones de investigación de cuya historia m e he ocupado,
que sea adecuado para responder a los retos presentados p o r
el relativism o y el perspectivism o. En la ausencia de sem ejante
relato, la p regunta de cómo las afirm aciones rivales hechas por
las diferentes tradiciones con respecto a la racionalidad práctica
y a la justicia deben valorarse seguirá sin respuesta; y p o r falta
de una respuesta desde la postura de las mismas tradiciones, el
relativism o y /o el perspectivism o probablem ente persistirán.
Obsérvese que las bases para una respuesta al relativism o y al
352 LA R A C IO N A L ID A D DE LAS T R A D IC IO N E S

perspectivism o se encontrarán no en cualquier teoría de la ra­


cionalidad explícitamente articulada y propuesta p o r una o más
tradiciones con las que nos hem os ocupado hasta el m om ento,
sino en una teoría incorporada y presupuesta p o r sus prácticas
de investigación, aunque nunca expresadas plenam ente, a pe­
sar de que algún atisbo suyo, o de sus partes, ciertam ente se
encuentre en varios escritores, y muy en especial en Newman.
La racionalidad de una investigación constituida y consti­
tuyente de una tradición es, en g ran parte, una cuestión del
tipo de progreso que alcanza a lo largo de u n núm ero de tipos
de estados bien definidos. Cada form a similar de investigación
com ienza en y desde alguna condición de p u ra contingencia his­
tórica: desde las creencias, las instituciones y las prácticas de
alguna com unidad particular que constituyen algo dado. D en­
tro de sem ejante com unidad, la autoridad habrá sido conferida
a ciertos textos y ciertas voces. Todos serán eschuchados: los
bardos, los sacerdotes, los profetas, los reyes y, en ocasiones,
los necios y los bufones. Todas estas com unidades, en mayor
o m e n o r g rad o , siem pre están cam biando. C uando aquellos
que están educados en las culturas de las sociedades de la m o­
d e rn id a d im perialista dijeron que habían descubierto algunas
sociedades “prim itivas” exentas de cambio, dentro de las cua­
les d o m in a la repetición en lugar de la transform ación, fueron
engañados en p arte p o r su com prensión de las afirm aciones a
veces hechas p o r los m iem bros de estas sociedades de que obe­
decen los dictados de u n a costum bre inm em orial, y tam bién en
p arte p o r su p ro p ia concepción dem asiado sim ple y anacrónica
de aquello en q u e consiste u n cam bio social y cultural.
Lo que m ueve a u n a com unidad d eterm in ad a de u n p rim er
estado en el que se acude acríticam ente —o al m enos, sin una
interrogación sistem ática— a las creencias, los dichos, los tex­
tos y las personas consideradas autorizadas, p u ed e ser u n o de
m uchos tipos de sucesos. Los textos o los dichos autorizados
p u ed en m ostrarse susceptibles de —p o r recibir de hecho— in­
terpretaciones alternativas e incom patibles, las cuales exigen,
quizá, planes de acción alternativos e incom patibles. Las inco­
herencias en el sistem a establecido de creencias p u ed en llegar
a evidenciarse. La confrontación con nuevas situaciones que
en g en d ran nuevas preguntas p u ed e revelar d en tro de las prác­
A L A SD A IR M A C IN TY R E 353

ticas y las creencias establecidas u n a falta de recursos p a ra ofre­


cer o ju stific a r respuestas a estas nuevas preguntas. La u n ió n
de dos com unidades previam ente separadas, cada u n a con sus
instituciones, prácticas y creencias bien establecidas, sea p o r
m igración sea p o r conquista, p u ed e abrir nuevas posibilidades
alternativas y req u erir más de lo que los m edios de valoración
existentes son capaces de proporcionar.
Las respuestas que los habitantes de u na com unidad p articu ­
lar ofrecen ante sem ejantes estím ulos para la reform ulación de
sus creencias, o la reelaboración de sus prácticas, o am bas co­
sas, d e p e n d e rá n no sólo del acervo de razones y de p reg u n tas
y de capacidades de razonam iento que ya poseen, sino tam bién
de su capacidad de inventiva. Y ésta, a su vez, d eterm in ará la
gam a posible de resultados en el rechazo, la enm ienda y la refor­
m ulación de las creencias, la revaloración de las autoridades, la
rein terp retació n de los textos, el surgim iento de nuevas form as
de au to rid ad y la producción de nuevos textos. Puesto que las
creencias se expresan en y a través de ritos y dram as rituales,
en m áscaras y m odos de vestir, en las m aneras com o las casas
se e stru c tu ra n y los pueblos se disponen, y p o r supuesto, en las
acciones en general, las reform ulaciones de las creencias n o d e ­
ben pensarse exclusivam ente en térm inos intelectuales; o m ejor
dicho, el intelecto no debe considerarse ni cartesianam ente ni
com o un cerebro m aterialista, sino com o aquello a través del
cual individuos pensantes se relacionan los unos con los otros
y con los objetos naturales y sociales tal com o éstos se les p re ­
sentan.
Nos encontram os ah o ra en una postura para co n tra star los
tres estados en el desarrollo inicial de una tradición: u n p ri­
m er estado en el que las creencias, los textos y las autoridades
relevantes todavía no se han cuestionado; u n seg u n d o estado
en el que inadecuaciones de varios tipos han sido identificadas,
pero aún no rem ediadas; y un tercero en el que las respuestas
a esas inadecuaciones han red undado en un conjunto d e refor­
mulaciones, revaloraciones y nuevas fórm ulas y valoraciones
diseñadas p ara rem ediar las inadecuaciones y p ara su p erar las
limitaciones. C uando se le asigna a una persona o a u n texto
una autoridad que deriva de lo que se considera com o su rela­
ción con lo divino, esa autoridad divina, p o r consiguiente, lo
354 LA R A C IO N A L ID A D DE LAS T R A D IC IO N E S

librará en el curso del proceso de cualquier rechazo, aunque


sus afirm aciones, ciertam ente, estarán sujetas a rein terp reta­
ción. En realidad, esta exención es una de las señales de lo que
se considera sagrado.
El desarrollo de una tradición ha de distinguirse de la tran s­
form ación gradual de las creencias a la que cualquier conjunto
de creencias es propensa, p o r su carácter tanto sistem ático co­
mo deliberado. Por tanto, los estados muy tem pranos en el
desarrollo de cualquier cosa que merezca la p ena que se le llam e
una tradición de investigación ya están m arcados p o r su teoriza­
ción. Y el desarrollo de una tradición de investigación tam bién
tiene que distinguirse de los cambios generales y ab ru p to s en
las creencias que o cu rren cuando una com unidad, p o r ejem plo,
experim enta u na conversión en masa, aunque tal conversión
puede ser punto de origen para una tradición sem ejante. Los
m odos de continuidad de una tradición racional d ifieren de
los de la anterior, sus ru p tu ras de las de la posterior. A lgún
núcleo d e creencias com partidas, constitutivo de la lealtad a la
tradición, tiene que sobrevivir a cada ruptura.
C u an d o el tercer estado de desarrollo se alcanza, los m iem ­
bros d e u n a com unidad que hayan aceptado las creencias de
la trad ició n e n su nueva form a —y esas creencias sólo p u e d e n
form ar u n a p arte lim itada de la vida total de la co m u n id ad o ser
tales q ue se refiera n a su estructura global y, ciertam ente, a su
relación con el universo—llegan a ser capaces de c o m p arar sus
nuevas creencias con las antiguas. Entre esas creencias antiguas
y el m u n d o tal com o lo entienden ahora hay u n a discrepancia
radical. Es esta falta de correspondencia entre lo q ue la m ente
entonces ju zg ab a y creía y la realidad tal com o se percibe, se
clasifica y se en tien d e ahora, lo que se achaca cu an d o esos ju i­
cios y creencias anteriores se llam an falsos. La versión original y
más elem ental de la teoría de la verdad com o co rresp o n d en cia
es la que se aplica retrospectivam ente en la form a de u n a teoría
de la falsedad com o correspondencia.
La p rim era p reg u n ta que ha de plantearse es la siguiente:
¿qué es exactam ente lo que co rresp o n d e o deja de c o rresp o n d er
con o tra cosa? Las afirm aciones con palabras habladas o escri­
tas, ciertam ente; p ero éstas, en cuanto expresiones secundarias
del pensam iento inteligente que p u ed en ser o no adecuadas a
ALASDAIR MAC1NTYRE 355

sus objetos, las realidades del m undo social y racional. Este


es un punto en el que es im portante acordarse de que la con­
cepción presupuesta de la mente no es cartesiana. En su lugar,
hay una concepción de la mente en cuanto actividad, de la m en­
te en su relación con el m undo natural y social por m edio de
actividades com o la identificación, la reidentificación, la reco­
lección, la separación, la clasificación, el nom brar; y todo esto
a través del tacto, de la aprehensión, del análisis, de la síntesis,
de la pregunta, de la respuesta, etc. La mente se adecúa a sus
objetos en la m edida en que las expectativas que se formula so­
bre la base de estas actividades no son susceptibles al fracaso, y
el recuerdo la capacita para volver y recuperar lo que había en­
contrado previamente, estén los objetos todavía presentes o no.
La mente, al adquirir forma como resultado de su relación con
los objetos, está constituida tanto por las imágenes que son o no
adecuadas —para los propósitos de la propia mente—en cuanto
representaciones de objetos particulares o de tipos de objetos,
como de conceptos que son o no adecuados en cuanto repre­
sentaciones de las formas en términos de las cuales los objetos
se aprehenden y se clasifican. La representación en cuanto tal
no es la pintura sino la re-presentación. Las pinturas sólo son
un m odo de re-presentar; y su adecuación o inadecuación para
tal función siem pre es relativa a algún propósito específico de
la mente.
Una de las grandes intuiciones originarias de las investiga­
ciones constituidas por la tradición es que las creencias falsas y
los juicios falsos representan un fracaso de la mente y no de sus
objetos. Es la m ente la que necesita corregirse. Estas realidades
que la mente encuentra se revelan tal como son: lo presentado,
lo manifiesto, lo inoculto. Así, la concepción más prim itiva de
la verdad es la claridad con que los objetos se presentan a la
mente; y cuando la mente no consigue re-presentar esa claridad
es que aparece la falsedad, la inadecuación de la mente a sus
objetos.
Esta falsedad se reconoce retrospectivamente como una in­
adecuación pretérita cuando la discrepancia entre las creencias
de un estado anterior de una tradición de investigación se com­
paran con el m undo de cosas y de personas tal como ha llegado
a entenderse en un estado posterior. Así, la correspondencia o
356 LA R A C IO N A L ID A D DE LAS T R A D I C I O N E S

falta de ella llega a ser un rasgo de u n a co n cep ció n com pleja de


la verdad en desarrollo. Se expresa en los ju icio s la relación de
correspondencia o la falta de co rresp o n d en cia e n tre la m en te y
los objetos; pero no son los juicios m ism os los q u e c o rre sp o n ­
d en a los objetos ni, ciertam ente, a cu alq u ier o tra cosa. D esde
luego podem os afirm ar de un ju icio falso que las cosas n o son
tal com o el ju icio declara que sean, o de u n ju ic io v erd ad ero
que el que lo hace dice que u n a cosa es lo que es y q u e u n a cosa
no es lo que no es. Pero no hay dos cosas diferentes e n tre sí,
un juicio, p o r un lado, y aquello rep resen tad o en el ju c io , p o r
otro, en tre las cuales u n a relación de co rre sp o n d e n c ia p u e d e o
no m antenerse.
El can d id ato más com ún, en las versiones m o d e rn a s, d e lo
que a m e n u d o se considera com o la teoría de la v erd ad com o
co rresp o n d en cia, al que corresponde, de este m o d o , u n ju i­
cio, es u n hecho. Pero los hechos, com o los telescopios y las
pelucas p a ra los caballeros, eran un invento del siglo xvii. En
el siglo xvi y antes, el fact en inglés e ra n o rm alm en te
d u cció n del latín factum , u n hecho, u n a acción, y a veces, e n
el latín escolástico, u n evento o u n suceso. Fue en el siglo xvii
cu an d o p rim e ro se utilizó fact en el sentido en q
p o sterio res com o Russell, W ittgenstein y Ram sey lo utilizaban.
D esde luego q u e n u n ca en trañ ab a n in g ú n p ro b lem a, filo só fico
o de c u alq u ier o tro cam po, el utilizar la p alab ra fact p a ra lo q u e
u n ju ic io afirm a. Lo que sí e ra perjudicial y altam e n te c o n fu ­
so e ra co n ceb ir u n ám bito de hechos in d e p e n d ie n te del ju ic io
o de cu alq u ier o tra form a de expresión lingüística, d e m o d o
que los ju icio s o las afirm aciones o las p ro p o sicio n es p u d ie ra n
em parejarse co n los hechos, siendo la verdad o la falsed ad la
supuesta relación e n tre tales pares de cosas. Este g é n e ro de la
teoría de la verdad com o c o rresp o n d en cia llegó al escen ario
filosófico hace relativam ente poco y h a sido re fu ta d o co n clu ­
yentem ente en la m e d id a en que cu alq u ier te o ría p u e d e serlo
(véase, p o r ejem plo, P.F. Straw son, “T ru th ”, en Logico-Linguistic
Papers, L ondres, 1971). Es u n a g ra n equivocación traslad arlo
a form ulaciones m ás antiguas referentes a la verdad, tal com o
la adequatio mentís ad rem, y m ás todavía a la c o rre sp o n d e n c ia
que atribuyo a la con cep ció n d e verdad em p lead a en la historia
te m p ran a del d esarro llo de las tradiciones.
ALASDAIR MACINTYRE 357

Los que ya han llegado a cierto estado de desarrollo p u e­


den entonces echar la m irada atrás e identificar sus propias
inadecuaciones intelectuales previas o las inadecuaciones inte­
lectuales de sus predecesores, com parando cóm o ju zg an ah o ra
el m undo, o al m enos parte de él, con cóm o lo ju zg ab an en to n ­
ces. Sostener la verdad p ara la actitud actual de uno y p ara los
juicios en que ésta se expresa significa sostener que este tipo de
inadecuación, este tipo de discrepancia, nunca jam ás aparecerá
en n in g u n a situación fu tu ra posible, a pesar de lo fina que sea
la investigación, o de la cantidad de evidencia que se p ro p o rcio ­
ne, o de los desarrollos en la investigación racional que p u e d a n
ocurrir. La p ru e b a p ara la verdad en el presente, entonces,
consiste siem pre en provocar cuantas más preguntas y cuantas
más objeciones de la mayor fuerza posible; lo que con ju sticia
p odría considerarse verdadero es lo que haya so portado sufi­
cientem ente la interrogación dialéctica y la confrontación con
las objeciones. ¿En qué consiste esta suficiencia? Eso tam bién
es u n a p re g u n ta p a ra la que se han ofrecido m uchas respuestas
y p ara la que p u ed en aparecer muchas más respuestas rivales y
en com petencia. Y esas respuestas com petirán racionalm ente,
ju sto en la m edida en que se com prueban dialécticam ente, p a ra
descubrir cuál es la m ejor respuesta que pueda p ro ponerse p o r
el m om ento.
Una tradición que alcanza este grado de desarrollo te n d rá
que ser, en m ayor o m en o r m edida, una form a de investigación,
y tendrá que h ab er institucionalizado y regulado, hasta cierto
punto al m enos, sus m étodos de investigación. T endrá que ha­
ber reconocido las virtudes intelectuales, y las p reguntas que
surgen acerca de la relación de tales virtudes con las virtudes
del carácter. Sobre éstas y otras cuestiones surgirán conflictos,
se p ro p o n d rán respuestas rivales que, a su vez, serán aceptadas
o rechazadas. En algún punto se descubrirá d entro de alguna
tradición en desarrollo que algunos de los m ism os problem as
y asuntos —reconocidos com o idénticos a la luz de criterios in­
ternos a esta tradición particular—se debaten dentro de alg u n a
otra tradición, y se p o d rán desarrollar ám bitos definidos de
acuerdo o de desacuerdo con esa o tra tradición. Más aún, los
conflictos dentro de las investigaciones constituidas p o r la tra ­
dición y entre ellas se relacionarán de algún m odo con esos
358 LA R A C IO N A L ID A D D E L A S T R A D IC IO N E S

oíros conflictos que están presentes en u n a com unidad, que es


la p o rta d o ra de las tradiciones.
De m an era característica, llega un m om ento en la historia de
las investigaciones constituidas p o r la trad ició n en que aquellos
m etidos en ellas en cu en tran la ocasión o la necesidad de for­
m ular u n a teoría p ara sus propias actividades de investigación.
El tipo de teoría que entonces se d esarrollará variará, p o r su­
puesto, de una tradición a otra. Enfrentados a la m ultiplicidad
de sentidos de la p alab ra “verdadero”, los seguidores d e u n tipo
de trad ició n p u ed en resp o n d er construyendo u n relato analó­
gico de esos sentidos y de su unidad, tal com o hizo el A quinate,
m o stran d o en el m odo en que llevó a cabo su tarea la in flu en cia
del tratam ien to aristotélico de los usos m últiples de la p a la b ra
“b ie n ”. Por contraste, la m ism a m ultiplicidad p u ed e evocar u n
intento de id en tificar alg u n a señal singular, au n q u e quizá com ­
pleja, d e la verdad. Descartes, que debería en ten d erse com o u n
se g u id o r tard ío de la tradición agustiniana, así com o alg u ien
que in ten tó volver a fu n d am en tar la filosofía de novo, hizo p re ­
cisam ente esto al apelar a la claridad y a la distinción com o las
señales d e la verdad. Y H u m e concluyó que no p o d ía e n c o n tra r
n in g u n a señal fiable (7 reatis,i 4, 7).
Los o tro s elem entos de las teorías de la investigación racio­
nal p ro p u esto s de esta m an era tam bién variarán de tra d ic ió n
en trad ició n . Y e n p a rte serán estas diferencias las q u e re d u n ­
d arán en conclusiones diferentes y rivales ulteriores, respecto a
la m ateria d e las investigaciones sustanciales, que incluyen te­
m as com o el d e la ju sticia y el de la racio n alid ad práctica. N o
obstante, hasta cierto punto, en la m edida en q u e u n a trad ició n
de investigación racio n al es lo que es, te n d e rá a reco n o ce r lo
que co m p arte e n cuanto tal co n las o tras trad icio n es, y en el
desarrollo de tales trad icio n es ap arecerán p au tas com unes y
características, si n o es que universales.
Las form as n o rm ales de arg u m en tació n se d esarro llarán y
los requisitos p a ra u n a in terro g ació n dialéctica exitosa se esta­
blecerán. La form a m ás d ébil de arg u m en tació n y, sin em bargo,
la que p revalecerá en la ausencia d e cu alq u ier o tra, será la apela­
ción a la au to rid ad de u n a creencia establecida, sólo e n cuanto
establecida. La identificación de la in coherencia d e n tro de la
A L A SD A IR M A C IN TY R E 359

creencia establecida siempre proporcionará una razón para in­


vestigar más, pero no es en sí misma una razón concluyente
para rechazar la creencia establecida, hasta que no se descubra
algo más adecuado por ser menos incoherente. En cada esta­
do, las creencias y los juicios se justificarán p or referencia a las
creencias y a los jucios del estado previo, y en la m edida en que
una tradición se ha constituido ella misma com o una form a exi­
tosa de investigación, las pretensiones a la verdad hechas desde
esa tradición siem pre serán, de algún modo específico, m enos
vulnerables a la interrogación y a la objeción dialéctica que las
de sus predecesores.
Las concepciones de la racionalidad y de la verdad en cuanto
incorporadas en la investigación constituida por la tradición se
oponen a los relatos convencionales de los criterios cartesianos
y hegelianos de la racionalidad. Debido a que cada una de estas
tradiciones racionales comienza con la contingencia y con la
positividad de algún conjunto de creencias establecidas, la ra­
cionalidad de una tradición es ineludiblemente anticartesiana.
Al sistematizar y ordenar las verdades que según ellos mismos
han descubierto, los seguidores de una tradición pueden p er­
fectam ente asignar un lugar principal en las estructuras de su
teoría a ciertas verdades y tratarlas como los prim eros princi­
pios metafísicos o prácticos. Pero tales principios tendrán que
haberse defendido en el proceso histórico de la justificación
dialéctica. Por referencia a tales prim eros principios se ju stifi­
carán las verdades subordinadas dentro de un cuerpo particular
de teorías, y p or referencia a tales prim eros principios —com o
hemos visto tanto en las teorías platónicas com o en las aristoté­
licas del razonam iento práctico—no sólo serán justificados los
juicios prácticos particulares, sino tam bién las acciones mismas.
Pero esos mismos prim eros principios y, ciertam ente, el cuerpo
entero de teorías del cual form an parte, requieren una ju stifi­
cación. El tipo de justificación racional que reciben es, a la vez,
dialéctico e histórico. Se justificarán en la m edida en que en
la historia de esta tradición se hayan defendido —al sobrevivir
al proceso de interrogación dialéctica—como superiores a sus
predecesores históricos. Entonces, tales prim eros principios no
son autosuficientes, ni son prim eros principios epistem ológi­
cos autojustificantes. Ciertam ente, pueden considerarse tanto
360 L A R A C IO N A L ID A D D E L A S T R A D I C I O N E S

necesarios com o evidentes, p ero tanto su necesidad com o su


evidencia serán caracterizables en cuanto tales sólo p a ra aque­
llos cuyo pensam iento está dispuesto según el tip o de esquem a
conceptual desde el cual surgen com o u n elem ento clave, en la
form ulación y la reform ulación de las teorías fo rm ad as p o r ese
esquem a co n cep tu al que se d esarro lla h istó ricam en te. Es ilus­
trativo leer al p ro p io D escartes cu an d o p ro p o rc io n a , tanto en
las Regulae com o en las Meditations,justam ente ese re
proceso de ju stificació n racional p a ra sus p rim ero s p rincipios,
llevando así la trad ició n ag u stin ian a a u n p u n to e n el q u e Des­
cartes a p re n d e de ella lo que a p a rtir de entonces ya n o p o d rá
reco n o ce r com o algo ap ren d id o de ella. De ese m o d o D escartes
se co n v irtió en el p rim e r cartesiano.
Sin em b arg o , si e n aquello de lo que se aleja la investigación
c o n stitu id a p o r la trad ició n es anticartesiana, en aquello a lo que
se ap ro x im a es antihegeliana. C iertam ente, está im plícita en la
ra c io n a lid a d d e tal investigación la concepción de u n a verd ad
final, es decir, u n a relación de la m ente con sus objetos que
sería c o m p le ta m e n te ad ecu ad a con respecto a las capacidades
d e esa m en te. P ero q u ed a elim inada cu alq u ier c o n cep c ió n de
ese e sta d o co m o u n o en el que la m ente, p o r su p ro p io p o d er,
p u d ie ra co n o c e rse a sí m ism a com o ad ecu ad am en te form ada;
el C o n o c im ie n to A bsoluto del sistem a hegeliano es u n a q u im e­
ra d e sd e la p ersp ectiv a con stitu id a p o r la trad ició n . N ad ie e n
n in g ú n e sta d o p o d ría ja m á s elim inar la p o sib ilid ad fu tu ra de
que sus creen cias y ju icio s actuales se m u e stren in a d ecu ad o s d e
m uchas m a n eras.
Q uizá sea esta co m b in ació n de aspectos an ticartesian o s y
an tih eg elian o s la q u e p arece d a r verosim ilitud a los retos rela­
tivistas y p ersp ectiv istas. Las trad icio n es fracasan e n la p ru e b a
cartesian a d e co m en zar a p a rtir de verdades ev id en tes e in d u ­
dables; n o sólo co m ien zan a p a rtir d e algo co n tin g en te m en te
d ad o , sino q u e cada cual com ienza desde u n p u n to d iferen te de
los dem ás. Las trad icio n es tam b ién fracasan en la p ru e b a he-
geliana d e m o s tra r q u e su m e ta es algún e sta d o racio n al final
que c o m p a rte n co n todas las dem ás c o rrie n te s d e p ensam iento.
Las trad icio n es siem p re son, y h asta cierto p u n to , irre m e d ia b le ­
m ente locales, co n stitu id as p o r las p a rtic u la rid a d e s del id io m a
y del e n to rn o social y n a tu ra l, jfáb itad as p o r griegos o p o r ciu-
A L A S D A IR M A C IN T Y R E 361

d ad an o s de la África rom ana o de la Persia m edieval o p o r


escoceses del siglo x v i i , que rehúsan tozudam ente convertirse
en vehículos p ara la autorrealización del Geist. Los que están
educados o ad o ctrin ad o s p ara aceptar los criterios cartesianos
o hegelianos to m arán la positividad de la trad ició n com o señal
de arb itraried ad . P orque cada tradición seguirá —así al m enos
parece— su p ro p io cam ino histórico, y lo único con lo que nos
en fren tarem o s al final es con un conjunto de historias rivales
in d ep en d ien tes.
La resp u esta a esta sugerencia y, ciertam ente, en térm inos
más g enerales al relativism o y al perspectivism o, tiene que co­
m enzar c o n sid e ra n d o u n tipo de suceso p articu lar en la historia
de las trad icio n es que no se en cuentra p o r ah o ra entre las ca­
talogadas. Sin em bargo, en la m anera en que los seguidores
de u n a tra d ic ió n resp o n d en a tales sucesos, y en el éxito o el
fracaso q u e resulta de su respuesta, las tradiciones lo g ran o n o
la m ad u rez intelectual. Este tipo de suceso es lo que he llam ado
en otros lugares u n a “crisis epistem ológica” (“Epistem ological
Crises, D ram atic N arrative and the Philosophy o f Science”, The
Monist, 64, 4, 1977). Las crisis epistem ológicas p u ed en o c u rrir
en la h isto ria de pensadores individuales —pensadores tan va­
riados com o san A gustín, Descartes, H um e y Lukács nos h a n
dejado testim o n io s de tales crisis— así com o en la de g ru p o s.
Pero p u e d e h a b e r tam bién crisis en y para u n a trad ició n en tera.
Ya hem os señalado que es de g ran im portancia p ara u n a
investigación con stitu id a p o r la tradición en cada u n o d e sus
estados de d esarro llo su problem ática actual, esa lista de p ro ­
blem as y cuestiones sin resolver p o r referencia a la cual será
valorado su éxito o su fracaso en el p rogreso racional hacia
algún estado u lterio r de desarrollo. En cualquier p u n to p u e d e
suceder a cualquier investigación constituida p o r la trad ició n
que p o r sus propios criterios de progreso cesa de progresar. Sus
m étodos de investigación hasta entonces fiables se h an vuelto
estériles. Los conflictos sobre las respuestas rivales a p reg u n ta s
clave ya no p u ed en resolverse racionalm ente. Más aún, p u e d e
pasar que el uso de los m étodos de investigación y de las for­
mas de argum entación, p o r m edio de los cuales u n p ro g reso
racional se ha logrado hasta el m om ento, com ienzan a te n e r
el efecto de revelar de m odo creciente nuevas inadecuaciones,
362 L A R A C IO N A L ID A D D E L A S T R A D IC IO N E S

incoherencias hasta ahora no reconocidas y nuevos problem as


para cuya solución no parece haber o parece h ab er recursos
insuficientes, dentro del marco establecido de creencias.
Este tipo de disolución de certezas históricam ente estableci­
das es la señal de una crisis epistem ológica. La solución a una
crisis epistem ológica genuina requiere la invención o descubri­
miento de nuevos conceptos y la form ulación de algún tipo
nuevo o de algunos tipos nuevos de teorías que satisfacen tres
condiciones muy exigentes. En prim er lugar, este esquem a de al­
gún m odo radicalm ente nuevo y conceptualm ente enriquecido,
si va a p o n e r fin a la crisis epistem ológica, debe p ro p o rcio n ar
una solución a los problem as que previam ente se habían m o stra­
do irresolubles de m odo sistemático y coherente. En segundo
lugar, tam bién debe proporcionar una explicación ju sta m en te
de lo que causaba la esterilidad o la incoherencia de la tra d i­
ción, antes de que adquiriera estos nuevos recursos. Y en tercer
lugar, estas dos tareas prim arias tienen que llevarse a cabo de
tal m a n era que se m uestre alguna continuidad fundam ental de
las estru ctu ras conceptuales y teóricas nuevas con las creencias
co m p artid as en térm inos de las cuales la tradición de investiga­
ción ha sido d efin id a hasta el presente.
Las tesis centrales de estas estructuras teóricas y concep­
tuales nuevas, ju sto porque son significativam ente más ricas y
escapan a las lim itaciones de esas tesis que habían sido centrales
p ara la trad ició n incluso hasta el m om ento en que en tró en el
periodo de crisis epistem ológica, de ningún m odo se derivarán
de esas p o stu ras anteriores. La justificación de las nuevas tesis
d ep en d erá precisam ente de su capacidad de alcanzar lo que no
hubiera sido alcanzado antes de esa innovación. N o son difíciles
de e n co n trar ejem plos de tales resultados creativos y eficaces
para crisis epistem ológicas más o m enos serias, que afectan a
un mayor o a un m en o r cam po del tem a en el que se ocupa
una particular investigación constituida p o r la tradición, bien
en las tradiciones de cuya historia he tratad o aquí, o bien en
otros lugares. El p ro p io ejem plo central de N ew m an e ra el del
m odo en que en el siglo iv la definición de la d o ctrin a católica
de la T rinidad resolvió las controversias que surgieron de las in­
terpretaciones rivales de las Escrituras p o r m edio de conceptos
filosóficos y teológicos cuya com prensión m ism a había resulta-
A L A S D A IR M A C IN T Y R E 363

do de los debates que hasta ese m om ento estaban sin resolverse


racionalm ente. Por eso, esa doctrina facilitó para la tradición
agustiniana posterior un paradigm a de cóm o los tres requisitos
para la resolución de una crisis epistemológica pueden satisfa­
cerse. De un m odo muy distinto, el Aquinate proporcionó un
esquem a conceptual y teórico nuevo y enriquecido, sin el cual
cualquiera que profesara lealtad tanto a la tradición aristotélica
como a la agustiniana hubiera caído necesariam ente o bien en
la incoherencia, o bien en una unilateralidad estéril, en el caso
de que rechazara alguna de ellas. Y de un m odo distinto, de nue­
vo, quizá con m enos éxito, Reid y Stewart intentaron rescatar
la tradición escocesa de la incoherencia con que la am enazaba
la com binación de las premisas epistemológicas hum eanas con
las conclusiones m orales y antimetafísicas antihum eanas.
En otros cam pos de investigación pueden encontrarse los
mismos patrones de crisis epistemológicas: así, la derivación de
Boltzm ann, en 1890, de paradojas a partir de relatos de en er­
gía térm ica form ulados en los términos de la mecánica clásica
produjo una crisis epistemológica en la física que sólo logró so­
lucionarse con la teoría de la estructura interna del átom o de
Bohr. Lo que m uestra este ejemplo es que una crisis epistem o­
lógica sólo puede reconocerse a partir de lo que ésta parece en
retrospectiva. Q ueda lejos el caso en que los físicos en general
com prendieran que su disciplina estuviera en crisis entre Boltz­
m ann y Bohr. No obstante, era así, y el poder de la m ecánica
cuántica no está sólo en estar libre de las dificultades y de las
incoherencias que llegaron a afligir a la mecánica clásica, sino
tam bién en su capacidad de proporcionar una explicación de
por qué la problem ática de la mecánica clásica al final estaba
condenada a engendrar justam ente tales problem as irresolubles
com o aquellos descubiertos por Boltzmann.
El haber superado una crisis epistemológica capacita a los
seguidores de una tradición de investigación a reescribir su his­
toria de una m anera más significativa. Y semejante historia de
una tradición particular proporciona no sólo un m odo de iden­
tificar las continuidades en virtud de las cuales esa tradición de
investigación ha sobrevivido y ha florecido com o una y la m ism a
tradición, sino tam bién una m anera de identificar con mayor
exactitud esa estructura de justificación que subyace en cual-
364 LA R A C IO N A L ID A D DE LAS T R A D I C I O N E S

q u ie r pretensión de validez p ara sus afirm aciones. El concepto


de validez p ara las afirm aciones siem pre tiene su aplicación ú n i­
cam ente en algún m om ento y lugar p articu lar con respecto a
los criterios entonces prevalecientes en algún estado p articu lar
del desarrollo de u n a trad ició n de investigación, y, p o r tanto,
la pretensión de que tal o cual siem pre es afirm ab le ju stific a ­
dam ente tiene que hacer referencias, im plícitas o explícitas, a
esos tiem pos y lugares. El concepto de la verdad, sin em bargo, es
atem poral. P reten d e r que alguna tesis es v erd ad era n o sólo sig­
nifica p re te n d e r que sea verdad en todos los tiem pos y lugares,
de m odo que no p u ed e dejar de co rre sp o n d e r con la realid ad
en el sentido en que se ha elucidado “c o rre s p o n d e r” a n te rio r­
m ente, sino tam b ién q ue la m ente que expresa su p en sam ien to
en esa tesis d e hecho se adecúa a su objeto. Las im plicaciones
de esta p rete n sió n form ulada de esta m an era desde d e n tro de
u n a trad ició n son precisam ente las que nos p e rm ite n m o stra r
p o r qué el reto relativista está m al concebido.
Toda trad ició n , in d ep en d ien tem en te de que reconozca o n o
este h ech o , se e n c u e n tra con la posibilidad de que en alg ú n m o ­
m en to fu tu ro caiga e n u n a crisis epistem ológica, ad m itid a com o
tal p o r sus p ro p io s criterios de justificación racional, los cuales
h a n sido d efen d id o s h asta ese m om ento com o los m ejores q u e
hayan salido a p a rtir de la historia de esa trad ició n p articular.
P u ed en fallar todos los intentos de em plear los recursos im agi­
nativos e inventivos q ue los seguidores de esa tra d ic ió n p u e d e n
acom eter, b ien p o r n o hacer sencillam ente n ad a q ue rem e d ie la
co n d ició n d e esterilid ad y de incoherencia en la q u e h a decaído
la investigación, o bien p o r revelar y c re a r ig u alm en te nuevos
problem as, e rro re s y lim itaciones. P uede ser q ue el tie m p o pase
y no aparezca n in g ú n recurso o solución nueva.
P uede o c u rrir que en este m om ento del proceso ya n o se sos­
tengan las p reten sio n es d e verdad de esa tra d ic ió n particular. Y
este h ech o p o r sí m ism o es suficiente p a ra m o stra r q ue si p a rte
de la tesis del relativista d e q ue cada trad ició n , p u esto q ue p ro ­
p o rcio n a sus pro p io s criterio s d e ju stificació n racional, siem pre
debe d efen d erse a la luz de esos criterios, entonces al m en o s en
este p u n to se equivoca el relativista. Pero in d e p e n d ie n te m e n ­
te de que el relativista haya p en sad o o n o esto, u n a u lte rio r e
incluso m ás im p o rtan te posibilidad sale a la luz. P orque los se-
ALASDAIR MACINTYRE 365

guidores de una tradición que ahora está en este estado de crisis


fundam ental y radical pueden entender en este m om ento, de
un m odo nuevo, las pretensiones de alguna tradición rival p ar­
ticular —probablem ente una con la que por algún tiem po haya
coexistido, o una con la que se encuentra por p rim era vez—.
A hora llegan a com prender o ya habían llegado a com prender
las creencias y el m odo de vida de esta otra tradición ajena;
y para ello, habrán aprendido o habrán tenido que ap ren d er
—com o luego veremos, cuando hablemos de las características
lingüísticas de las tradiciones—el lenguaje de la tradición ajena
com o u n nuevo y segundo lenguaje principal.
C uando hayan com prendido las creencias de la tradición aje­
na, p u ed en encontrarse obligados a reconocer que desde dentro
de esta o tra tradición es posible construir, a partir de los con­
ceptos y de las teorías peculiares a ella, lo que no eran capaces
de p ro p o rcio n ar con sus propios recursos conceptuales y teó­
ricos; u n a explicación coherente y esclarecedora —coherente y
esclarecedora, es decir, por sus propios criterios— de p o r qué
su p ro p ia tradición intelectual no había sido capaz de solucio­
n ar sus problem as o de restaurar su coherencia. Los criterios
p o r los que ju zg an que esta explicación es coherente y esclare­
cedora serán los mismos criterios por los que han considerado
deficiente su propia tradición ante la crisis epistemológica. Pero
m ientras que esta nueva explicación satisface dos de los nuevos
requisitos para una respuesta adecuada a una crisis epistem o­
lógica desde dentro de una tradición —en la m edida en que
sólo explica p o r qué, dadas las estructuras de investigación d e n ­
tro de esa tradición, la crisis tuvo que suceder com o sucedió,
sino que también explica cómo se libra de los mismos defectos
de incoherencia y de falta de recursos, el reconocim iento de los
cuales había sido la fase inicial de su crisis—, no logra satisfa­
cer u n tercero. Derivada, com o de hecho está, a p artir de u n a
tradición genuinam ente ajena, esta nueva explicación no se en­
cuentra en ninguna relación de continuidad sustantiva con la
historia precedente de la tradición en crisis.
En este tipo de situación, la racionalidad de una tradición
requiere el reconocimiento, p o r parte de aquellos que hasta
ahora han habitado y han prestado su lealtad a la tradición en
crisis, de que la tradición ajena sea superior a la suya p ropia e n
366 LA R A C IO N A LID A D DE LAS T R A D IC IO N E S

racionalidad y con respecto a sus pretensiones de verdad. Lo


que habrá revelado la explicación proporcionada desde dentro
de la tradición ajena es la falta de correspondencia entre las
creencias dom inantes de su propia tradición y la realidad reve­
lada por la explicación más exitosa, y puede que sea la única
explicación exitosa que hayan conseguido encontrar. Entonces,
ha sido vencida la pretensión de verdad para lo que, hasta ese
m om ento, han sido sus propias creencias.
A partir del hecho de que la racionalidad, así entendida, re­
quiere este conocim iento de derrota con respecto a la verdad,
no se sigue que se dará realm ente semejante reconocim iento.
C uando la física natural del medioevo tardío fue vencida ju s­
to de esta m anera por Galileo y por sus sucesores, no faltaban
físicos que seguían rechazando tanto los hechos de la crisis epis­
tem ológica que habían afectado la teoría del ím petu y la de
Galileo, com o el éxito posterior de Newton en p ro p o rcio n ar
una teoría que no sólo se libraba de los defectos de la teoría
del ím petu, sino que tam bién era capaz de proveer las m aterias
para u na explicación de po r qué la naturaleza es tal que la teo­
ría del ím petu no podía haber evitado el descubrim iento de su
propia falta de recursos e incoherencia, precisam ente en esos
puntos en los que estos hechos aparecieron. La física de G alileo
y de N ew ton identificaban los fenóm enos naturales de tal m odo
que revelaban la falta de correspondencia entre lo que afirm a­
ba la teoría del ím petu acerca del fenóm eno del m ovim iento y
las características que esos fenóm enos ahora resultaban tener,
y, de ese m odo, privaron a la teoría del ím petu de bases p a ra su
pretensión de verdad.
Es im portante recordar, en este m om ento, que no todas las
crisis epistem ológicas se resuelven con tanto éxito. A lgunas,
ciertam ente, no se resuelven, y su m ism a falta de solución des­
califica la tradición que ha desem bocado en sem ejante crisis, a
la vez que acredita las pretensiones de cualquier otra. Por tan­
to, una tradición puede p erd er credibilidad racional p o r y a
la luz de una apelación a sus propios criterios de racionalidad
de más de u n a m anera. Éstas son las posibilidades que el reto
relativista no ha conseguido prever. Ese reto descansaba en el
argum ento de que si cada tradición lleva d en tro de sí sus p ro ­
pios criterios de justificación racional, entonces, en la m edida
ALA SD A IR M A C IN TY R E 367

en que las tradiciones de investigación son realm ente distintas


las unas de las otras, no hay ningún otro m odo en el que una
tradición pu ed a entablar un debate con otra, y p o r tanto, n in ­
g u n a tradición puede defender su superioridad racional ante
sus rivales. Pero si éste fu era el caso, entonces no p o d ría ha­
b er buenas razones p ara prestar nuestra lealtad a la p o stu ra
defendida p o r cualquier tradición en lugar de la de otra. Este
argum ento ah o ra no parece sostenerse. En p rim er lugar, no es
cierto, y el argum ento precedente dem uestra que así es, que las
tradiciones, entendidas cada una de ellas com o poseedoras de
su p ropio relato y práctica de justificación racional, ni p u ed en
vencer ni p u ed en ser vencidas por otras tradiciones. Es con res­
pecto a su adecuación o inadecuación en sus respuestas a las
crisis epistem ológicas com o las tradiciones se d efienden o no
lo g ran defenderse. Desde luego, no se sigue que algo así com o
el reto relativista se aplicaría a cualquier m odo herm ético de
pensam iento que no haya sido desarrollado hasta el p un to en el
que la crisis epistem ológica se haya tornado en una posibilidad
real. Pero eso no es cierto del tipo de tradición de investigación
del que ha tratad o este libro. Con respecto a ellos, entonces, el
reto relativista ha fracasado.
A esta objeción el relativista puede replicar que yo he con­
cedido, al m enos, que durante m ucho tiem po, dos o más tra ­
diciones rivales pueden desarrollarse y florecer sin en co n trar
nada más que crisis epistem ológicas m enores, o al m enos crisis
tales que sean capaces de resolver con sus propios recursos. Y
allí d o nde éste sea el caso, durante m ucho tiem po, n in g u n a de
estas tradiciones encontrará a sus rivales de tal form a que le
resulte fácil vencerlas; ni tam poco ninguna de ellas se desacre­
d itará p o r su incapacidad de resolver sus propias crisis. Resulta
claro que esto es verdad. De hecho, durante m uchísim o tiem po,
tradiciones de muy diversos tipos ciertam ente parecen coexis­
tir sin posibilidad de llevar sus conflictos y desacuerdos a una
solución racional: ejemplos teológicos, metafísicos, m orales,
políticos y científicos no son difíciles de encontrar. Pero si éste
es el caso, entonces puede parecer que al restringirse a este tipo
de ejemplos el reto relativista podría sostenerse, al m enos, de
una form a m oderada.
368 LA R A C IO N A L ID A D DE LAS T R A D IC IO N E S

No obstante, hay una cuestión previa a la que tendría que res­


ponder el relativista: ¿Quién está en una p o stu ra tal com o p ara
plantear semejante reto? Porque la persona que estuviera en se­
mejante postura debería, durante ese tiem po, o ser alguien
que habita alguna de estas dos o más tradiciones rivales, pres­
tando su lealtad a los criterios de investigación y de justificación
de una y em pleándolos en su razonam iento, o bien alguien que
está fuera de todas las tradiciones, alguien sin tradición. La p ri­
m era alternativa evita la posibilidad del relativism o. Sem ejante
persona, en la ausencia de crisis epistem ológicas serias d en ­
tro de su tradición, no tendría razón seria alguna p a ra p o n e r
a p ru eb a su lealtad hacia esa tradición, y en cam bio, todas las
buenas razones p ara seguir con esa lealtad. ¿Qué p o d ría decirse
de la segunda alternativa? ¿Podría el reto relativista plantearse
desde una p o stu ra fuera de toda tradición?
La conclusión del capítulo precedente afirm a que e ra u n a ilu­
sión su p o n e r que hu b iera un fundam ento neutral, algún lugar
p ara la racionalidad en cuanto tal, que p u d iera p ro p o rcio n ar
recursos racionales suficientes para la investigación con in d e­
p en d en cia de toda tradición. Los que han m anifestado lo con­
trario o bien han ad o p tad o solapadam ente la p o stu ra de u n a
trad ició n y se en g añ an a sí mismos y, quizás, a los dem ás, lleván­
doles a su p o n e r que el suyo era un fundam ento n eu tral, o bien,
sin más, se equivocan. La persona fuera de toda trad ició n care­
ce de los recursos racionales necesarios p a ra la investigación y
a fortiori p a ra la investigación de cuál entre las trad icio n es d e­
bería p referirse racionalm ente. No tiene los m edios adecuados
y relevantes p a ra la valoración racional, y p o r tanto no p u ed e
llegar a n in g u n a conclusión bien fundam entada, ni siquiera a
la conclusión de que n in g u n a tradición p u ed e defen d erse an­
te cualquier otra. Estar fu era de toda trad ició n significa ser
ex tran jero p ara la investigación; significa en co n trarse en u n es­
tado de destitución intelectual y m oral, u n a co n d ició n d esde la
cual es im posible desem bocar en el reto relativista.
El fracaso del perspectivista es co m plem entario al del relati­
vista. C om o el relativista, el perspectivista está co m p ro m etid o
en sostener que n in g u n a p reten sió n de verdad hecha en n o m b re
de cualquiera de las tradiciones co m p etid o ras p o d ría vencer las
pretensiones de verdad hechas en n o m b re de sus rivales. Y ya
ALASDA1R M A C IN TY R E 369

hem os visto que éste es un error, un e rro r que a m enudo surge


porque el perspectivista atribuye a los defensores de la trad i­
ción alguna concepción de la verdad distinta de la suya, quizá
u na concepción cartesiana o hegeliana de la verdad, o quizá u n a
que asimila la verdad a la “afirm abilidad ju stificad a” [ivarranted
assertability].
Más aún, el perspectivista no logra explicarse la im portancia
de la concepción de la verdad p ara las form as de investiga­
ción constituidas p o r la tradición. Esto es lo que conduce a
los perspectivistas a su p o n er que alguien puede ad o p tar tem ­
po ralm en te la p o stu ra de una tradición y luego cam biarla p o r
otra, de la m ism a form a que uno puede ponerse p rim ero u n
disfraz y después otro, o que uno puede desem peñar u n papel
en u n a o b ra de teatro y luego desem peñar un papel distinto en
o tra o b ra diferente. Mas el ad o p tar realm ente la p o stu ra de una
trad ició n lo com prom ete a uno con su visión de lo verdadero
y de lo falso, y al com prom eterlo así, le prohíbe ad o p tar cual­
q u ier o tra p o stu ra rival. Entonces, el perspectivista ciertam ente
p u ed e h acer comosi ad o p tara la postura de alguna tradición p ar­
ticular de investigación; aunque de verdad no podría hacerlo.
La m ultiplicidad de tradiciones no proporciona una m ultiplici­
dad de perspectivas entre las cuales podrem os movernos, sino
u na m ultiplicidad de com prom isos antagónicos, entre los cua­
les sólo el conflicto, racional o no racional, es posible.
El perspectivism o —en este rasgo una vez más com o el relati­
vism o—es u n a doctrina posible sólo para los que se consideran
extranjeros, no com prom etidos o, m ejor dicho, com prom eti­
dos únicam ente con desem peñar u na sucesión de papeles tem ­
porales. Desde su punto de vista, cualquier concepción de la
verdad, con la excepción de la m ínim a, parece haberse desacre­
ditado. Y desde el punto de vista ofrecido p o r la racionalidad de
la investigación constituida p o r la tradición, está claro que tales
personas se excluyen a sí mismas de la posesión de cualquier
concepto de la verdad adecuado p ara la investigación racional
sistemática. Por tanto, lo suyo no es tanto una conclusión acerca
de la verdad com o una exclusión de ella y del debate racional.
Nietzsche llegó a entender esto bastante bien. El perspectivis­
ta no debería m eterse en una argum entación dialéctica con Só­
crates, porque eso significaría —desde nuestro punto d e vista—
370 LA R A C IO N A L ID A D DE LAS T R A D IC IO N E S

estar involucrado en una tradición de investigación racional; y


desde el punto de vista de Nietzsche, u na sujeción a la tiranía de
la razón. No se debe argüir con Sócrates; debe ser despreciado
p or su fealdad y sus malos m odales. Sem ejante desprecio com o
respuesta a la dialéctica está prescrito en los párrafos aforísti­
cos de Gdtzen-Dammerung. Y el uso del aforism o en sí m ism o es
instructivo. Un aforism o no es un argum ento. Gilíes Deleuze
lo ha llam ado “un juego de fuerzas” (véase: “Pensée N óm ade”,
en Nietzsche aujourd’hui, París, 1973), algo p o r m edio del cual la
energía se transm ite en lugar de alcanzar conclusiones.
Por supuesto que Nietzsche no es el único pred eceso r del
perspectivism o m oderno, y quizá ni siquiera del relativism o
m o d ern o . D urkheim , no obstante, proporcionó u n a pista pa­
ra el o rig en de am bos cuando describió a finales del siglo xix
cóm o la desintegración de las form as tradicionales de la rela­
ción social au m en tab a la incidencia de la anomie, de la falta de
norm as. L a anomie, com o la caracterizaba D urkheim , e ra una
fo rm a d e depravación, de la pérdida de la condición de m iem ­
b ro e n esas instituciones sociales y m odalidades en las que las
n o rm as —incluidas las norm as de la racionalidad constituida
p o r la tra d ic ió n — se incorporan. Lo que D urkheim no había
previsto e ra el m om ento cuando a la m ism a condición de ano­
mie se le a trib u iría el status de u n logro y u n prem io p a ra el yo
que, al sep ararse de las relaciones sociales de las tradiciones,
había lo g ra d o —así se pensaba— em anciparse. Este éxito auto-
d e fin id o llega a ser, e n sus distintas versiones, la lib ertad de la
m ala fe del in d iv id u o sartreano que rechaza papeles sociales de­
term in ad o s, la falta de h o g a r del pen sad o r n ó m ad a d e Deleuze,
y las p resu posiciones de la elección de D errid a en tre quedarse
“d e n tro ”, a p esar de ser u n extraño, del edificio social e intelec­
tual ya co n stru id o , au n q u e sólo fu era p a ra d eco n stru irlo desde
d en tro , y el m an ten erse b ru talm en te al m argen, e n u n a con­
dición d e ru p tu ra y de discontinuidad. Lo que D urkheim vio
com o u n a patología social se p resen ta ah o ra con las m áscaras
d e la p re te n sió n científica.
El rasgo m ás m olesto de este tipo de filosofía es su tem po­
ralidad; el q u ed arse dem asiado tiem po en algún lugar siem pre
am enazará con co n ferir a esa filosofía la co n tin u id ad d e la inves­
tigación, d e m odo que se in c o rp o re en u n a trad ició n racional
ALASDA1R M ACINTYRE 371

más. Resulta que son las formas de tradición las que am enazan
al perspectivism o, y no al revés.
De m odo que todavía nos enfrentam os con las pretensiones
de las tradiciones rivales cuyas historias he n arrad o de consguir
nuestra lealtad racional y, ciertam ente, según d ó n d e y cóm o
planteem os las preguntas acerca de la justicia y de la racionali­
dad práctica, nos enfrentarem os igualm ente con m uchas otras
tradiciones. H em os aprendido que no podem os p re g u n ta r ni
responder a esas preguntas desde una p o stu ra ex tern a a toda
tradición, que los recursos de una racionalidad ad ecu ad a nos
llega sólo en y a través de las tradiciones. Entonces, ¿cóm o nos
enfrentaríam os a esas preguntas? ¿A qué relato de la ra c io n a ­
lidad práctica y de la justicia asentiríamos? C óm o re sp o n d ería­
mos, de hecho, a estas preguntas en gran parte d e p e n d e rá —lo
veremos luego— de cuál sea el lenguaje que com partim os co n
aquellos a los cuales preguntam os y del lugar en la h isto ria al
que nos ha llevado nuestra propia com unidad lingüística.
Traducción: Alejo Jo sé G. Sisón
ÍNDICE

INTRODUCCIÓN

Controversias sobre la identidad de la teoría política


c o n te m p o rá n e a ................................................................................5
Procedencia de los te x to s .............................................................43
Bibliografía r e c o m e n d a d a .......................................................... 45
Ambrosio Velasco Gómez

I. TEORÍA POLÍTICA Y FILOSOFÍA

La neutralidad en la ciencia la p o lí tic a .................................... 53


Charles Taylor
¿Qué es filosofía política?............................................................. 99
Leo Strauss
Paradigmas y teorías p o lític a s ................................................ 153
Sheldon Wolin

II. TEORÍA POLÍTICA E HISTORIA

La identidad de la historia de las i d e a s ...................................195


John Dunn
Algunos problem as en el análisis del pensam iento
y la acción políticos...................................................................... 221
Quentin Skinner
374 ÍN D ICE

La historia del pensamiento político:


una investigación m etodológica................................................ 255
John G.A. Pocock

III. TEORÍA POLÍTICA Y TRADICIÓN

La educación p o l í t i c a ................................................................. 279


Michael Oakeshott
A c c ió n .............................................................................................305
Hannah Arendt
La racionalidad de las tra d ic io n e s ...........................................345
Alasdair Maclntyre
Resurgimiento de la teoría política en el
siglo xx.' Filosofía, historia y tradición se
terminó de imprimir el 6 de diciembre
de 1999 en los talleres de Editorial y
Litografía Regina de los Ángeles, S.A.
(Avenida 13 #101-M L”, col. Indepen­
dencia, México, D.F.). Para su compo­
sición y formación, se utilizó el pro­
grama TÉX y tipos Baskerville. El cui­
dado de la edición y la tipografía estu­
vieron a cargo de Héctor Islas Azaís.
La edición consta de 500 ejemplares.
Serie antologías

En la primera parte de este volumen se exponen trabajos


de tres importantes filósofos políticos: Charles Taylor, Leo
Strauss y Sheldon Wolin, quienes tienen en común la idea de
que las teorías políticas son, en sentido estricto, teorías, y
por ello las proposiciones que las conforman expresan co­
nocimiento válido acerca de la realidad política. Tal cono­
cimiento tiene un carácter eminentemente normativo.
La segunda parte está dedicada a las concepciones que
los historiadores como John Dunn, Quentin Skinner y John Po-
cock tienen de las teorías políticas. Estos autores deman­
dan la autonomía de la historia de las teorías políticas res­
pecto de la filosofía política. Además, todos ellos prestan
más atención a la actividad política que involucran las teo­
rías políticas, pues lejos de considerarlas como proposicio­
nes abstractas, las conciben como enunciados proferidos
por personas concretas en contextos político-ideológicos
específicos.
La tercera parte reúne los trabajos de Michael Oakshott,
Hannah Arendt y Alasdair Maclntyre, quienes buscan integrar
adecuadamente el punto de vista filosófico y el punto de
vista histórico, reconociendo en las teorías políticas tanto
las funciones cognoscitivas como las ideológicas.
La introducción de Ambrosio Velasco Gómez ofrece una
reconstrucción dialógica de las tesis y argumentos de los
nueve autores mencionados, en el contexto más amplio de
las controversias contemporáneas en torno a la naturaleza
y función de las teorías políticas.

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