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CRÍTICA DE
LA ILUSTRACIÓN
LAS ANTINOMIAS MORALES
DE LA RAZÓN
T R A D U C C IÓ N D E GUSTAU M U Ñ O Z
Y JO S É IG NACIO LÓ PEZ SORIA
Ediciones Península
Barcelona
De los ensayos incluidos en este volumen, han sido traducidos del alemán los
siguientes: Ilustración contra fundamentalismo: el caso Lessing; La «primera» y la
«segunda» ética de K unt ; Luduág Feuerbach redivivo; El naufragio de la vida ante la
form a. Georg Lukács e Irma Seidler; De la pobreza del espíritu. Un diálogo del joven
Lukács; M ás allá del deber. El carácter paradigmático de la ética del clasicismo alemán
en la obra de Georg Lukács; La filosofía ¿leí viejo Lukács; La disputa del positivismo
como punto de inflexión en la teoría alemana de postguerra. Del inglés han sido
traducidos: M arx, justicia y libertad. El profeta libertario ; Habennas y el marxismo;
M a r x y la «liberación de la hum anidad». Estas traducciones son de Gustau
Muñoz. El ensayo Fenomenología de la conciencia desdichada ha sido traducido
directamente del húngaro por el profesor José Ignacio López Soria.
Diseño de la cubierta:
Albert i Jordi Romero.
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ser bueno, esto es, acceder a la bondad, de diversas maneras, pero
se debe ser bueno, aunque sea de maneras diversas. Se oculta ahí
un principio moral que, a despecho del pluralismo, podría ser
descrito como la idea regulativa de la verdad. No sabemos, cier
tamente, qué es la verdad, pero podemos no obstante, por servir
nos de la formulación hegeliana, estar en la verdad.
Podemos realizar esto de diversas maneras, podemos estar en
la verdad a partir de nuestras diversas convicciones y personali
dades, pero hay un procedimiento que es posible para todos no
sotros. Se está en la verdad cuando se utilizan los propios princi
pios racionalmente, cuando se argumenta de este modo en favor
suyo y cuando se escuchan con ánimo abierto los argumentos de
los demás. La apertura de ánimo, que posibilita en general el dis
curso racional, no se basa, sin embargo, en el propio discurso ra
cional, sino en la religio, en la vinculación de los hombres con sus
congéneres. Lo que más tarde fue formulado por Goethe diciendo
que las ideas no pueden ser tolerantes pero el ánimo debe ser
tolerante, había sido ya una idea básica de Lessing. Cuando se
está en la verdad hay que estar completamente convencido de
que son los principios propios, y no los de los demás, los verda
deros. La idea de la tolerancia ni siquiera tolera la idea de la
intolerancia. Pero si esto significase que precisamente quienes
se reconocen en la idea de la tolerancia dejasen de tolerar, en
consecuencia, las necesidades, pero sobre todo la existencia per
sonal de los intolerantes, entonces la tarea de la Ilustración re
sultaría de entrada una causa perdida.
No es esto, ciertamente, lo que estimaba Lessing. En él no
hay propiamente discurso racional sin religio, sin la vinculación
del que argumenta con todos los otros hombres, sin apertura de
ánimo hacia todas las necesidades humanas, hacia los sentimien
tos y particularmente hacia los sufrimientos humanos. Por eso
la moralidad es ante todo acción. Y en este punto quisiera for
mular una observación crítica al bellísimo ensayo de Hannah
Arendt: Nathan no sacrifica la verdad a la amistad, porque en la
concepción de Lessing la amistad deviene, a través del recono
cimiento de las necesidades del otro, símbolo de la religio y per
tenece a la verdad en tanto en cuanto pertenece a la bondad. Para
que nuestras propias convicciones nos abran las puertas de los
otros, para que no nos las cierren, debemos actuar de manera
que nuestra verdad pueda aparecer ante las otras personas como
algo placentero y querido. En consecuencia, también nosotros
mismos debemos ser placenteros y dignos de estima. Pues lo pla
centero y lo estimable que hay en nosotros pertenece a la verdad
de nuestra convicción. Cuando Falk expone al amigo Emst sus
ideas en Gesprache für Freymaurer precisa que la cautela de su
manera de expresarse no debía interpretarse como «falta de con
vicción» por su parte. El tacto que, como ya señalaba Lukács,
juega un papel central en la ética de Lessing, es un rasgo de ca
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rácter decisivo del ánimo moral. Contribuye muy poderosamente a
hacer placenteras y estimables nuestras convicciones.
El hecho de que los dos elementos constitutivos de lo bueno,
la argumentación racional y la apertura de ánimo hacia todos los
sufrimientos y necesidades humanas, sean totalmente inseparables
uno de otro tiene como consecuencia que la distinción entre la
esfera pública y la privada realmente no exista en Lessing. Hay
en él, más bien, una gradación continua de esferas que se inter
penetran. Lo que resulta hoy tan atractivo en sus dramas mayores
no es precisamente su función histórica. Conocemos muy bien,
ciertamente, el papel decisivo de la dramaturgia burguesa en la
época de Lessing y en la escena alemana. Pero todo esto nos in
teresa tan sólo a título de conocimiento histórico. En nuestro
mundo emocional e intelectual estos dramas son, sobre todo, ex
posiciones simbólicas de relaciones humanas universales y no sólo
en el sentido usual, como lo son también todas las grandes crea
ciones del espíritu humano, sino también en una perspectiva más
específica. Por citar de nuevo las für Freymáurer se
ñalemos que en ellas Falk caracteriza a la francmasonería con las
siguientes palabras: «Pues en el fondo no se basa en relaciones
exteriores, que tan fácilmente degeneran en reglamentaciones
burguesas, sino en el sentir común de espíritus simpatizantes.» Po
dría decirse incluso que las reglamentaciones burguesas mencio
nadas juegan en la mayor parte de las obras de Lessing tan sólo
un papel completamente exterior. Luego volveré sobre el hecho de
que este papel exterior tiene también una función específica.
Las reglamentaciones burguesas mencionadas, empero, no de
finen en realidad la cualidad de las relaciones interpersonales. Los
buenos y los malos aparecen unos ante otros como buenas y ma
las personas, como «almas desnudas», y no como representantes
de sus estamentos respectivos. En este sentido —y obviamente
sólo en este sentido— existe un parentesco muy cercano entre
Lessing y Dostoievsky. La súbita catarsis del tirano (al final del
Emilia Galotti) sólo puede comprenderse desde este punto de
vista, en el caso de que no se quiera atribuir un ingenuo optimis
mo a Lessing, para lo que no hay, por otra parte, ningún motivo.
Es imposible, evidentemente, imaginarse un Ricardo III, un Mac-
beth e incluso un rey Felipe que al final del drama se conviertan
súbitamente al bien. El poder político alienado es totalmente in
capaz de tales gestos. Sin embargo, a la vista de la inocencia
muerta, el príncipe no se conduce como un príncipe sino como
un hombre culpable, igual que Raskolnikof. En Lessing el hombre
no está, en general, determinado por la situación del poder o por la
de su estamento. El poder no tiene lógica. Sólo hay una lógica:
la de las relaciones humanas. Por eso los hombres, en la medida
en que son capaces de fomentar y preservar lo bueno de sus
relaciones humanas, pueden vaciar el poder.
El poder existe sólo en tanto en cuanto es capaz, por su exis
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tencia, de m utilar las relaciones humanas. Y es capaz de hacerlo
cuando de alguna manera es internalizado. El vaciado del poder
es precisamente el proceso a través del cual los individuos se
liberan de esta intemalización. Los tres dramas mayores de Les-
sing constituyen variantes, bien que bajo una forma modernizada,
de esta idea en el fondo estoica. En la última variante, en Nathañ
der Weise, sin embargo, Lessing consigue superar la huida del
mundo en que siempre se resuelve la vieja idea estoica. Emilia
Galotti y Minna von Barnhelm representan las posibilidades trágica
y no trágica del vaciamiento del poder que existían en la época de
Lessing. La solución de Nathan es en todo caso una utopía filo
sófica. El poder se ha vaciado aquí en el seno de las instituciones
de la sociedad burguesa y al mismo tiempo también se ha hu
manizado: por eso la historia está concebida en forma de una
fábula.
Actualmente, no menos que en la época de Lessing, existen si
tuaciones límite en las que sólo es posible vaciar el poder con la
m uerte voluntariam ente elegida. El suicidio es la variante extrema
de la huida del mundo. Pero si la otra alternativa es sólo la in
tem alización de un poder tiránico, la pérdida total de la propia
personalidad, la renuncia a las obligaciones morales, entonces pre
cisamente este tipo de huida constituye la única opción humana
digna. Emilia Galotti se revela como una genuina y profunda pen
sadora cuando define con las siguientes palabras la esencia del
poder: «¡El dominio! ¡El dominio! ¿Quién no es capaz de oponer
se al dominio? Pero el dominio no es nada; la seducción es el
auténtico dominio.» Emilia elige la muerte no porque no sea ca
paz de oponerse al dominio, sino porque se siente demasiado
débil como para oponerse a la seducción. Ella sabe que de seguir
viviendo internalizaría por completo el poder y podría verse em
pujada tan lejos como a someterse voluntariamente al asesino
de su amado. Voluntariamente, pero no con libertad, porque
¿sigue siendo libre la persona que obedece voluntariamente los
cantos de sirena del tirano?
Por desgracia, nosotros, a quienes ha tocado vivir los trágicos
avatares del destino en el siglo xx, podemos comprender dema
siado bien el mensaje de Emilia Galotti. Porque ¿en qué consistió
el poder de H itlér y Stalin sino en la seducción? ¿Qué habría
sido su dominio en ausencia de seducción? Nada, absolutamente
nada. Los mismos hombres que fueron seducidos por uno de los
dos poderes pudieron seguir oponiéndose, a pesar de todo, al
otro. Pero cuando uno se encuentra ya inerme frente a la seduc
ción sólo queda, como única solución, la muerte voluntaria, pre
suponiendo que se quiera salvar la propia libertad. Cuando leo
Emilia Galotti me viene infaliblemente a la memoria Darkness at
Noon de Koestler. También este libro habla del dominio como
seducción. *Die in silenc», «muere en silencio», reza la nota d
desconocido que se le hace llegar secretamente a Rubachov antes
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del proceso. Pero Rubachov no presta oídos a la voz de la ley
moral. En vez de rom per el círculo infernal, vuelve a someterse
a la seducción. En vez de vaciar el poder que había asesinado a
sus seres queridos, legitima a ese mismo poder con su someti
miento voluntario e internalizado. Por eso su figura no es trágica,
aun cuando sea de todos modos asesinado. Sabemos bien qué
un destino similar le esperaba también a Emilia Galotti. La con
desa Orsina había advertido ya al padre de Emilia que el princi
pe acostumbraba ya a los pocos días a abandonar a su suerte a
sus seducidas. Pero Emilia Galotti no teme al final, sino a lo que
media entre la libre elección y el final. Y esto es lo que no temía
suficientemente Rubachov.
En Minna von Barnhelm el poder es vaciado de una forma
trágica. La situación es aquí también extrema, si bien en un sen
tido totalmente distinto que en Emilia Galotti. El poder aparece
en una forma extrema, es decir, no aparece personificado en la
comedia. Está presente sólo en la cabeza y en el ánimo de Tellheim
como una idea fija. La fijación de Tellheim en el poder es de ca
rácter doble: es una fijación positiva y negativa. Tellheim se sien
te ofendido por el poder, incluso deshonrado. La idea de que el
poder es capaz de deshonramos legitima a éste como fuente del
honor. La idea de que el poder podría ofendemos lo legitima como
fuente de reconocimiento. Pero para Minna el poder es desde un
principio lo fútil. Comprende la fijación de Tellheim pero no la
comparte ni lo más mínimo. Incluso la idea misma de un honor
«atribuido» por el poder es para Minna tautológica. Considere
mos el siguiente diálogo: «Von Tellheim: El honor no es la voz
de nuestra conciencia, no es el pronunciamiento de un puñado de
justos... Das Fráulein: No, no, lo sé muy bien. El honor es...
el honor.» Esta irónica tautología no es menos gesto de vacia
miento del poder que lo era el monólogo trágico de Emilia Ga
lotti. ¿Qué clase de categoría moral es ésta que no constituye la
voz de nuestra conciencia y nisiquiera es el pronun
un puñado de justos? Como categoría moral sólo puede ser com
pletamente vacía y lo que es vacío no es vinculante. Un honor me
ramente exterior es sólo la fachada del poder, puesto que no dice
propiamente nada sobre las personas, sino sólo acerca de sus
«determinaciones burguesas». Minna trata en primer término de
superar con amor la fijación de Tellheim en el poder, que está
mezclada con ofensas, pero fracasa. Sin embargo, no fracasa cuan
do sigue su propia decisión de curar tal decisión recurriendo a la
compasión. Asi habla Tellheim: «La vejación y la ira más sañu
da habían nublado toda mi alma; el mismo amor, aun en el má
ximo despliegue de la felicidad, era incapaz de crear la luz. Pero
envió a su hija, la compasión, que... dispersó la niebla y volvió a
abrir todos los accesos de mi alma a las sensaciones de la ternu
ra... A partir de ahora no deseo oponer a la injusticia que me aho
ga aquí otra cosa sino el desprecio. ¿Es este país el mundo? ¿Sólo
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se levanta el sol aquí?» Con estas palabras queda rota la doble
fijación de Tellheim al poder. Ahora el poder es despreciado y ha
sido vaciado. Pero la huida del mundo sigue siendo aquí de impor
tancia, si bien no de la máxima. La decisión de apartarse del mun
do del poder sigue siendo también la últim a palabra de Tellheim,
puesto que el poder ahora ya despreciado le ofrece satisfacción!
Al final de la comedia una buena chica y un amigo sincero son
los valores que abrazan tanto para Tellheim como para Wemer
la totalidad de una vida acorde a la dignidad humana.
En la utopía filosófica Nathan der Weise, el tema del vacia
miento del poder es compuesto con una doble orquestación. Se
subdivide en tema principal y temas secundarios que, entablando
diálogo, elevan a un nivel teorético (pero no artístico) superior
y resuelven el problema. La huida del mundo acorde a la dignidad
hum ana aparece en uno de los temas secundarios de la pieza, en
el destino de El-Hafi, que renuncia a su riqueza y su posición de
poder y regresa al desierto. Y cuando Nathan le despide con las
bellas palabras de que sólo el mendigo verdadero es el verdadero
rey, no se retira él mismo al desierto. El-Hafi vacía el poder de
una m anera estoica, pero no contribuye en nada a la humanización
de éste. La suerte del patriarca constituye asimismo una historia
relativa al vaciamiento del poder. Mientras el monje se somete al
patriarca, m ientras el templario acude a él en busca de consejo,
este fundam entalista maquiavélico —lo que constituye una com
binación frecuente y típica—, es un poder no menos amenaza
dor que el príncipe en Emilia Galotti. Desde el momento en que
nadie le obedece ya, su posición de poder se convierte en una cás
cara vaciada del núcleo de la maldad. Su terrible amenaza de ha
cer quem ar al judío suena casi ridicula porque un dirigente sin
seguidores es siempre ridículo. Aquí seguimos estando ante las
máximas posibilidades morales del presente —del presente de
Lessing y también de nuestro mundo actual. Pero en el diálo
go entre Saladino y Nathan la historia es elevada (aufgehoben) al
plano de una utopía filosófica. «Elevada» se entiende aquí en
el sentido hegeliano de la palabra. Nathan tenía la posibilidad de
vaciar el poder de Saladino a través de su muerte voluntaria,
pero optó por tom ar otro camino. Por una parte vacía el poder
que se opone a los hombres, y al mismo tiempo lo humaniza
transformándolo en un poder para los hombres. Sabe muy. bien
que Saladino se propone utilizar la verdad como una trampa. Por
tanto, presenta a Saladino una verdad que es imposible de utilizar
como una tram pa. Si esta verdad se convierte en idea regulativa
del poder, entonces no podrá utilizarse ya nunca contra los hom
bres. Y el poder no podrá servirse ya entonces de los hombres
como un simple instrumento. Ésta es justam ente la utopía que
yo caracterizaba como «humanización del poder». El poder e s va
ciado en la medida en que se pluraliza. No hay poder, sino pode
res, de la misma m anera que no existe ya la verdad, sino sólo
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verdades. P ara e sta r en la verdad el poder debe hacerse ni*™,
tero a los hom bres y ser querido por ellos, así como ser capacete
entablar una relación de diálogo con todas las otras verdaS s v
poderes. 3
Es fácil percibir que esta utopía filosófica contiene también en
sí una especie de escepticismo. En Frevmaurer
leemos el siguiente diálogo: « alk: El orden, por ta
F
der existir tam bién en ausencia de gobierno. : Si cada cual
sabe gobernarse a sí mismo, ¿por qué no? Falk: ¿Crees realmente
que eso será posible alguna vez para los hombres? Ernst: ¡Será
bien difícil! Falk: ¡Qué lástima! Ernst: Desde luego.» La plurali-
zación y la humanización de los poderes es lo máximo de que
es capaz el género humano. Como lo formula Falk: «La suma de
las felicidades parciales de todos los miembros es la felicidad del
Estado. Fuera de ésta no hay ninguna otra. Toda otra felicidad
del Estado bajo la cual sufran aunque sean muy pocos miembros
individuales, y sea forzoso que sufran, es encubrimiento de la
tiranía. ¡Nada más!»
En la frase anterior la palabra «forzoso» es subrayada por el
propio Lessing. Ciertamente, si los poderes se humanizasen, nin
gún miembro individual del Estado se vería forzado a sufrir. Pero
aun el m ejor Estado supone una relación de poder. No puede
unificar a los hom bres sin separarlos al mismo tiempo. Tal como
lo expresa Falk: «Los hombres seguirían siendo entonces también
judíos y cristianos y turcos y similares... (Se conducirían) no como
meros hombres contra meros hombres, sino como tales hombres
contra tales hombres, que se disputan una cierta preferencia es
piritual y basan en ella sus derechos...» Sólo a la luz de las Ges-
prache fü r Freymaurer aparece con toda claridad la implicación
teorética de la frase de Nathan: «¡Yo soy una persona!» Esta
frase no debe entenderse como negación de su condición de judío.
En la esfera del poder humanizado es «tal» persona, un individuo
específico (un judío, un comerciante). Pero el poder humanizado
es a su vez inhumano porque sigue unificando a los hombres
a través de su división. Ser un «mero hombre» constituye una
confesión del vaciamiento relativo del poder humanizado a tra
vés de las relaciones personales directas. El hombre debe volver
la espalda al poder inhumano, resistir a su seducción, liberarse de
sus determinaciones. Pero si la humanización del poder es posi
ble, entonces se comparte; entonces no ha lugar retirarse al de
sierto; entonces no es necesario, como dice Nathan, morir por la
verdad. El discurso de las verdades (y los poderes) plurales es,
como señalaba acertadamente Hannah Arendt, la forma de la con
frontación con el conjunto de las particularidades. Pero la amis
tad, este símbolo de las relaciones humanas directas, no se agota
en este discurso. Los «meros hombres» pueden estrechar la mano
a los «meros hombres» sólo cuando el hombre no se identifica con
su papel en el discurso político. La distinción aristotélica entre el
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buen ciudadano y el buen hombre reaparece aquí. El segundo in
cluye al primero, pero es también algo más. Por eso decía yo que
el concepto del vaciamiento del poder se encuentra elevado en
sentido hegeliano en la utopía filosófica de Nathan Weise: por
un lado es negado, pero también preservado a un nivel superior.
El discurso y la religio vuelven a aparecer nuevamente juntos.
* *
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Porque se puede ser algo srn ser llamado así.» Hn uno de los
momentos m ás sublimes de A ¡athanWeise vuelve a apar
problema de la mesencialidad de los nombres.
Nathan, ¡sois un cristiano! ¡Vive Dios, sois un cristiano! ¡n S
hubo un cristiano mejor! Nathan: ¡Pues estamos bien! Poroue lo
que me hace un cnstiano a vuestros ojos es lo que os hace a los
míos, un judío.» ^ “ 105
Ya me he referido antes a la distinción entre las determina
ciones burguesas y la religio —la vinculación con los semejantes
El hombre es,sin ser llamado nada, sólo en la esfera de la religio
(como «mero hombre»). Pero también en el mundo burgués, en el
mundo de las determinaciones burguesas, en el que no es el «mero
hombre» el que se contrapone a los «meros hombres», sino «tal*
hombre a «tales» otros hombres, debemos relativizar ininterrum
pidamente nuestra «denominación». «¿Eres un francmasón?», pre
gunta E m st. Y Falk responde: «Creo serlo.» La pregunta «¿qué
eres tú?» debe contestarse siempre de esta manera; por ejemplo:
creo que soy cristiano; creo que soy socialista; creo que soy libe
ral; creo que soy demócrata. Cuando podemos responder a ese in
terrogante con un simple «soy» entonces o bien están en juego
determinaciones orgánicas que en realidad no hemos elegido o con
firmado libremente, o bien tenemos la convicción de que repre
sentamos con nuestras determinaciones particulares la verdad
como tal, la verdad absoluta. En ambos casos nos encontramos
ante un género de fundamentalismo. Se podría incluso responder
con Nathan a esta pregunta: «Yo soy una persona», pero con
esta respuesta nos situamos fuera de las determinaciones y con
vicciones burguesas, en la esfera de la religio, de la vinculación
humana.
¿Puedo responder a la pregunta «eres la hija de tu padre» di
ciendo: «creo que lo soy»? No, pero por otra parte sí. No, si se
trata de la confirmación de una relación orgánica. En tal caso a
esta y otras preguntas análogas sólo puedo contestar con un «sí»
unívoco. Pero si en la pregunta se implica también la libre elec
ción de la relación orgánicamente dada, entonces la respuesta
«creo que lo soy» es completamente pertinente. Cuando se toma
esta circunstancia en consideración, el desarrollo de la acción
de Nathan der Weise no aparece ya como una convención drama-
tica y puede verse como una confirmación simbólica de un pro
fundo pensamiento filosófico. Ni el templario, ni Recha m Nat an
son lo que parecen ser. El templario no es un francón. sino un
turco. Recha no es judía, es cristiana y es hija de un turco mu
sulmán. Nathan no es el padre de Recha. Y cuando R « l« p iJ
gunta: «¿Pero es sólo la sangre lo que hace a un padre. ¿Sólo la
sangre?», está eligiendo a Nathan como padre igual como éste la
había elegido antes a ella como hija. Recha P°dría i
cir: «Creo que soy la hija de Nathan», y esto significaría. «He
aceptado voluntariamente las enseñanzas de Nathan y hoy vuelvo
15
D u , ^ ^ voluntariam ente. Quiero serle fiel voluntariamente
ser digna de su bondad. Soy la hija de Nathan a u n lu W o
te o w T n J í t ”1? h lja .suya-’ Lessing las relaciones puramen-
fira°r AálUCaS' m uda aceptación de estas relacion
ficación con ellas, constituyen el suelo nutricio del fu n d a m e n té
mo. No obstante, el polo opuesto de las relaciones orgánicas no
son las «mecánicas», sino las voluntarias, las elegidas racional
m ente. Si algo es elegido voluntariamente, existe la autoridad de
la elección: la personalidad libre. Por eso no puedo ni debo decir
que soy lo que me llamo, sino sólo que creo que lo soy. Con las
palabras: «Creo que lo soy» expreso mi decisión de permanecer
nei a las motivaciones, libres y profundas, de mi elección y con
ello a m í misma.
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idea de la siguiente manera: «Si asumes a los seres humanos
como seres humanos y asumes su relación con el mundo como una
relación humana, entonces sólo podrás cambiar amor por amor
confianza por confianza, etc.» No creo que sea llevar demasiado
lejos la especulación reconocer la idea directriz de la obra de
Lessing Die Erziehung des Menschengeschlechts en la siguiente
frase de Marx: «Toda la historia es la historia de la preparación
y el desarrollo del "ser humano" como objeto de la consciencia
material y de la necesidad del "ser humano como ser humano".»
Ciertamente, el joven Marx era mucho menos escéptico que Les
sing. Para él, al menos en los Manuscritos económico-filosóficos,
la unidad inmediata del individuo y la especie era un proyecto
universal-social. Como sabemos ya, Lessing fue mucho más mo
desto. Lessing concebía la unidad inmediata de la especie y la
personalidad individual en el seno de una sociedad en la que a
pesar de la pluralidad de las verdades y de los poderes, a pesar
de las relaciones racionales y discursivas entre estas verdades y
poderes, a pesar del hecho de que ningún miembro del Estado
debía ser desdichado, sólo podía unificar a los ciudadanos divi
diéndolos, es decir, en el seno de una sociedad en la que no se po
dían abolir las distinciones de rango de origen burgués. Hoy la
utopía racional de Lessing nos aparece no sólo como más terrenal,
sino también como más cercana a nosotros, que la exagerada uto
pía del joven Marx y, precisamente por eso, en su racionalismo
aparece paradójicamente como más radical.
Ella nos mueve a cumplir un doble cometido. Por un lado nos
obliga a participar en el proceso de humanización del poder. So
bre cómo deberíamos hacerlo, Lessing no da ninguna prescrip
ción de carácter general. Sabemos bien que en el caso de que un
poder tiránico sólo pueda ser vaciado mediante nuestro autosacri-
ficio, no deberemos eludirlo. Sabemos también que si el poder bu
rocrático sólo puede ser vaciado con el desprecio y la indiferencia,
debemos educamos para esa indiferencia y ese desprecio. Pero
también sabemos que posiblemente la humanización del poder
tiene sus máximas probabilidades cuando está en marcha el pro
ceso de pluralización de los poderes y las verdades, cuando es po
sible entablar con ellas un discurso racional. Sabemos que para
permanecer fieles a nuestros deberes, debemos liberamos de todo
género de fundamentalismo, de cualquier identificación con nues
tras determinaciones orgánicas y que a la pregunta de si somos
tal o cual cosa debemos responder diciendo: «creo que lo soy*.
Y tampoco debemos olvidar otra paradoja de las Gespr'áche fur
Freymaurer de Lessing: «Lo que cuesta sangre, seguro que no
vale la sangre vertida.»
La utopía racional de Lessing nos obliga, por otro lado, a con
figurar nuestros contactos personales como amistad autentica,
como vinculaciones entre «meros hombres» para hacer realidad
aquí al menos y no mañana, sino ya hoy, zafándonos de todas las
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determinaciones burguesas, la unidad del individuo y la especie.
Pero ninguno de estos dos deberes se basa exclusivamente en la
razón. Ambos requieren la apertura del ánimo, el amor a los
semejantes, así como la compasión, com partir todos los sufri
mientos humanos. No son idénticos a los rigurosos deberes del
imperativo categórico. Existen situaciones trágicas, pero la mayo
ría de los conflictos no son trágicos y la amistad es una empresa
básicamente serena. «¿Qué puede contemplar más gratamente el
Creador que una criatura alegre?», dice Minna. Sí, ¿por qué no la
alegría, si se articula con la razón, el amor y la compasión? Si no
confiamos en nuestros propios sentidos y ánimo, ¿cómo podremos
confiar en cualquier otra persona? Y sin confianza no hay amis
tad, ni tampoco discurso.
Así debemos aplicar al propio Lessing las palabras que éste
escribió acerca de Sócrates: «Su modo de vida es la única moral
que predicó.» Ahora bien, ¿por qué tendría que ser esta moral de
menos valor que cualesquiera principios de validez general? Los
principios morales son en general vacuos mientras no se revelan
como válidos en los actos de al menos algunas personas vivas.
Para convertirse en maestro práctico del género humano se ne
cesita saber resolver los conflictos no con la sabiduría filosófica
de un Nathan, sino con la sabiduría terrenal y cotidiana de una
Minna. Ninguno de nosotros es un Barón de Münchhausen que
tirándose a sí mismo de los pelos pueda sacarse del lodazal: ne
cesitamos que alguien nos tienda las manos. Y ese alguien necesi
ta, a su vez, nuestras manos. Ninguna filosofía moral, por com
pleta y consecuente que sea, podrá nunca hacer por nosotros
lo que otra persona, dotada de razón ágil y ánimo abierto, es
capaz de hacer. Atenemos al modo de vida de Lessing consti
tuye una vía que ofrece más puntos de apoyo para una ética
práctica digna del ser humano que cualesquiera principios mera
mente filosóficos. Interpretar las normas universales de la liber
tad de tal manera que la interpretación respete las necesidades
de las demás personas constituye un hilo conductor simple, pero
seguro, para nuestra actuación. No es, empero, una garantía de
bondad. En realidad, no existen garantías de este género. Pero
llegado el caso de que en esta o aquella situación no adoptásemos
la buena opción, siempre podríamos decir con el templario: «¡Hice
lo que hice! Perdóname, Nathan.» ¿Sucede así cotidianamente? E
sabio Nathan dice: «El milagro supremo es que los milagros
verdaderos, auténticos, puedan llegar también a ser algo tan co
tidiano.»
* *
18
poesía dramática este don divino a los sometidos. Con gesto ami
gable, Lessing les brinda el lenguaje, la palabra, el argumento, y
los sometidos se liberan con ello, sus sufrimientos y alegrías1se
articulan con claridad poética. Todos los protagonistas de los
dramas de madurez de Lessing son personas sometidas en su épo
ca: tres de ellos son mujeres y uno es judio. Mujeres y judíos,
los marginados de la sociedad burguesa, los oprimidos de todos
los estamentos y clases sociales, cuya participación consistía úni
camente en callar y pbedecer, los parias del mundo, los símbolos
de la nada, los seres siempre dirigidos por los demás, personas
que no estaban en condiciones de dirigirse a sí mismas: este tipo
de seres son los que aparecen en todos estos dramas como su
periores en un plano moral-humano. El arte poético de Lessing es
ya por esto un testimonio de moralidad práctica.
Aquellos a quienes no les fue dado este don divino de saber
expresar lo que el hombre sufre, tienen las mismas obligaciones
sin disponer de los mismos medios. Y por mencionar sólo cuál
es el problema del teórico: no puede regalar ninguna liberación
a los sometidos, lo único que puede hacer es tomar la palabra
en favor de ellos y en su lugar. Y es aquí donde se esconde siem
pre el peligro de la imputación de necesidades, de la atribución de
intereses y de consciencia, de deseos y de ideas. Así es, aquí es
donde se esconde también el peligro de imponer nuestro anillo
como el único verdadero a los sometidos. De la relativización de
las verdades, por su lado, tampoco puede decirse que sea una
panacea, pues sólo ofrece una solución allí donde el discurso afec
ta a quienes ya se han liberado. Realmente, no hay ninguna pa
nacea; lo que existe, sin embargo, es una idea que podría servir
como hilo conductor del discurso teórico. Esta idea es el parti
dismo en favor de la razón, unido a otro, a saber, al partidismo
en favor de quienes más sufren, y actuar en el espíritu de estas
dos obligaciones. Esta idea es, justamente, el legado de Lessing.
19
II. La «primera» y la «segunda» ética de Kant
INTRODUCCIÓN
¿Por qué «La primera y la segunda ética de Kant» y no sim
plemente «La ética de Kant»? Sin duda, el título requiere una
explicación. Kant, ciertamente, legó tres obras de tema ético, pero
—desde hace ya más de siglo y medio— se ha venido hablando
de su «ética». Se le atribuye —al menos a partir de su fase crí
tica— una concepción filosófica inmutable, como si desde la redac
ción de la Crítica de la razón pura no hubiese sido ya un pensa
dor capaz de un desarrollo ulterior. Sólo en estos últimos tiempos
viene poniéndose aquí y allá en cuestión la concepción de un
sistema kantiano «acabado e inmutable», sobre todo por lo que
hace a la filosofía de la historia : Saner y Weygand han realizado,
en este aspecto, una labor efectivamente pionera.1 El desarrollo
ulterior de las ideas filosófico-históricas es más o menos eviden
te; esto puede, tal vez, explicar el hecho de que fuesen anterior
mente «excluidas» del sistema crítico, como si se tratase de ideas
situadas fuera del sistema y expuestas además en escritos «oca
sionales». Weygand, en contra de esta visión, sitúa con extraordi
naria claridad el lugar de la filosofía de la historia dentro del
sistema crítico. Si aceptamos esta explicación (en lo que sigue se
expondrá por qué lo hacemos) se plantea de inmediato otra cues
tión, a saber, si la configuración posterior de su filosofía de la
historia comportó también una modificación de dos disciplinas
del sistema crítico anteriormente desarrolladas, la teoría del co
nocimiento y la ética. Dado que después de la Crítica del juicio
Kant no escribió ya ninguna obra de temática epistemológica, no
cabe hablar, a este respecto, de modificación alguna del tenor se
ñalado aun cuando se da el caso de que hallemos en sus obras
tardías no pocas proposiciones de índole epistemológica que cons
tituyen novedad en relación con la Crítica de la razón pura, e in
cluso algunas —si bien pocas en número— que contradicen lo sos
tenido en esta obra. Sin embargo, Kant sí que escribió una ética:
la Metafísica de las costumbres publicada en 1797, una obra en la
que se hace patente hasta qué punto ocupan un espacio cada vez
mayor en el pensamiento kantiano los nuevos elementos, con
trastantes con las dos obras de ética publicadas en los años 80.
. SaNer' Hans, Kants Weg vom Krleg zum Frieden, Pieper Verlag, Munich,
KJaus, Kants Ceschichtsphilosophe.
^ 7 ; W eygand,
21
Los «desplazamientos» son de tanta importancia precisamente en
los problemas determinantes para Kant, que podemos hablar sin
aprensiones de «otra» ética. Ciertamente, es incomprensible por
qué los trabajos que someten a examen la evolución de Kant con
referencia a su «período crítico» toman en consideración tan sólo
la prim era parte de la Metafísica de las costumbres (que anaii^
el derecho) y pasan por alto el intento de la segunda parte, enca
minado a la elaboración de una ética más «próxima al hombre».
Es evidente que no hay que pensar la evolución de Kant du
rante su período crítico en términos que supongan que en un
momento y lugar dados, fuesen cuales fuesen, hubiese abandona
do conscientemente el sistema crítico como tal. La estructura «ar
quitectónica» del sistema crítico —por servimos de una expresión
que gustaba a Kant— no fue alterada. Más bien cabría parango
nar este sistema con una catedral gótica que aun habiendo sido
erigida de una vez obedeciendo a la inspiración de una idea artís
tica, no por ello deja de experimentar cambios en tiempos poste
riores. En el sistema kantiano se halla «incorporada» aquí una
torre, allá un lateral, se encuentra «adosada» más allá una capi
lla, etc. Finalmente este procedimiento suscita —al menos por
lo que hace a la ética— la impresión general de una cosa comple
tam ente distinta y esto a pesar de que no se ha tocado ni una
sola piedra de la catedral surgida de la idea original.
Añadamos a esto que una cierta reordenación de estas caracte
rísticas tuvo lugar ya entre la Fde la metaf
de las costumbres y la Crítica de la razón práctica, si bien no fue
determ inante desde el punto de vista de la concepción global. La
modificación im portante sobreviene con el cambio en la concep
ción de la filosofía de la historia, cuyo resultado, como se ha di
cho ya, es la Metafísica de las costumbres. Si se considera a Kant
desde esta perspectiva, se encuentra una respuesta a algunas cues
tiones que son, a nuestro modo de ver, escolásticas. Piensese, a
título de ejemplo, en el debate acerca de si Schiller. tenía razón
con su famoso epigrama contra Kant o si malentendió al filósofo.
Lo que queremos decir es lo siguiente: si el punto de referencia
es la Fundamentación, tenía sin lugar a dudas razón; si el punto
de partida es la Crítica de la razón práctica, predomina en cierto
modo el malentendimiento; si se trata de la Metafísica de las
costumbres, Schiller sale indudablemente mal parado —en el caso
de que la obra de Kant no hubiese aparecido después que el tan
discutido epigrama. ,
Como punto de arranque del cambio de la concepción u io ^
fico-histórica y antropológica, Weygand señala el año 179 ,
primeros síntomas en este sentido aparecen según él en
del juicio, particularmente en la segunda parte de la obra y ^
exactamente en las observaciones metodológicas acerca de ob_
tica del juicio teleológico. La peculiaridad sistemática, d®® . ¿e
servaciones sería la atribución —ausente todavía en la
22
la razón práctica—al juicio reflexivo de la función de fijación de
las ideas ideológicas. En los trabajos posteriores el cambio en el
plano antropológico y de la filosofía de la historia aparece con un
vigor creciente.
Los orígenes y los motivos de la «reordenación» son, con segu
ridad, variados. En este sentido hay que distinguir tres motivos
básicos; no hará falta especificar, dada su obviedad, que los tres
se influyen mutuamente y están estrechamente relacionados
El primer motivo es el autodesarrollo del mundo de las
No importa que el conjunto del sistema crítico estuviese acabado*
en el pensamiento de Kant en el momento en que éste trasladó al
papel la Crítica de la razón pura; en el desarrollo de nuevas disci
plinas el pensador se ve confrontado una y otra vez con proble
mas nuevos e imprevisibles. El genio de Kant se pone de mani
fiesto no en último término en el hecho de que nunca dejó de
lado los nuevos problemas, nunca se limitó a aderezar de manera
conveniente el andamiaje del sistema que le servía de punto de
arranque, sino que los desarrollaba y los «incorporaba» a su sis
tema. El énfasis de los análisis se sitúa siempre en un nuevo lu
gar: aparecen siempre ideas fértiles que no impiden que en la
obra subsecuente sean formuladas ideas de orientación distinta,
nuevas y fecundas.
El segundo motivo es el efecto de la crítica, el efecto de la
«recepción» de su obra por parte de los «creadores». Como todo
gran pensador, también Kant seleccionaba, obviamente, mucho
a sus críticos, atendiendo a irnos e ignorando a otros. Y así dejaba
de lado no sólo a sus críticos secundarios e ineptos, sino tam
bién, con cierta frecuencia, hacía lo propio con argumentaciones
verdaderamente dignas de consideración (es el caso, por ejemplo,
de la importante observación de Herder según la cual el concepto
de libertad de Kant excluye la libertad de la personalidad).
Ahora bien, a los que atendía, les dedicaba una atención exhaus
tiva. Un crítico de este género fue Schiller.
Es bien sabido con qué afecto y comprensión estudió Kant
el estudio de Schiller De la gracia y la dignidad y, asimismo, que
declaró que en esencia no veía ninguna diferencia entre su punto
de vista y el de Schiller. ¿Qué había escrito Schiller? «En la filo
sofía moral de Kant la idea del deber está expuesta con tal se
veridad que intimida a todas las gracias...» * «La cura demandaba
una sacudida, no engatusamiento y persuasión; ...era el Draco de
su tiempo porque no le parecía aún apto y receptivo para un
Solón...»* «Si la naturaleza sensible fuese siempre únicamente la
parte sometida y nunca parte cooperante en lo moral, ¿cómo po
dría prestar todo el fuego de sus facultades de percepción a un23
2. Schiller, Friedrich, Vber Anmuí und WUrde, SUmtUche Werke, vol. IX.
Rüsl, Munich/Leipzig, 1923, p. 115.
3. Ibid., p. 116.
23
triunfo que se festeja sobre ella misma?» * E n el estudio, Schiller
desarrolla la idea de varios «tipos básicos» en el orden ético y en
tre ellos tam bién la idea de las «almas bellas», «...en las que se
arm onizan sensibilidad y razón, deber e inclinación...».45 ¿Cómo
podía afirm ar K ant de estas posiciones que coincidían en lo esen
cial con sus propias ideas?
De lagracia y la dignidad apareció el año 1793. Cuatro años
después se publicaba La m etafísica de las costum bres de Kant,
obra que indudablem ente lleva la «marca» de la exposición dé
Schiller. En esta obra no cabe duda de que K ant pretende ser el
Solón y no el Draco de su tiempo. Pero para producir este resul
tado había sido necesario no sólo Schiller, sino también el «en
cuentro» de la obra schilleriana con otra cosa: con el lento cam
bio de la antropología kantiana. Efectivamente, Kant había empe
zado a considerar las posibilidades de la naturaleza hum ana de
m anera distinta a una década antes.
Y en este punto en tra en juego un tercer —y tal vez más deci
sivo— factor: la Revolución francesa.
En tanto que solución política Kant rechazó siempre teorética
m ente la revolución; sin embargo, ante la Revolución francesa no
dejó de m anifestar sus sim patías (en ocasiones fue incluso sospe
choso de sim patizar con los jacobinos). La exaltación de su simpa
tía en un m om ento en el que bastantes de los entusiastas partida
rios iniciales de la revolución empezaban a volverle la espalda tal
vez se deba al peso de la reacción prusiana, que empezaba a hacer
se sentir entonces y de la que Kant tuvo que saber también alguna
cosa; en todo caso no fue éste el único factor. La «reordenación»
optim ista de su antropología y su filosofía de la historia se inició
bajo la influencia de la revolución; es probable incluso que esta
reordenación ya iniciada se orientase luego en el sentido de la
sim patía creciente. El comienzo del cambio en la filosofía de
la historia de K ant se sitúa, como hemos visto, en el año 1790. Po
demos ahorram os el esfuerzo de «leer» en su obra qué relación
existe entre el despliegue de este cambio y la revolución, puesto
que él m ism o lo form uló con claridad.
Añadamos que el objeto de esta sim patía no son los aconteci
m ientos políticos de la revolución (en este aspecto Kant nunca
es acrítico), sino más bien la elevación ético-moral que —al menos
según Kant— fue propiciada por la revolución, la virtud y la gran
deza suscitada por la revolución tanto en su propio hogar como
en todos los hom bres que, en cualquier otro lugar, se identifica
sen con sus ideas: «La revolución de un pueblo lleno de ingenio
que hoy vemos desarrollarse ante nuestros ojos, podrá triu n fa r o
fracasar; podrá venir cargada de miserias y actos de cruela
hasta el punto de que un hombre recto, aun en el caso de que p
4. Ibid.,p. 117.
5. Ib id ., p. 119.
24
diese confiar en llevarla a cabo felizmente, por segunda vez no
se resolvería sin embargo jamás a hacer un experimento a u l
coste; esta revolución, digo, halla empero en el ánimo de todos
los espectadores... tal participación del deseo, que casi frisa con
el entusiasmo y cuya expresión puede incluso acarrear peligros
que no puede tener como causa, por lo dicho, más que una disp¿
sición moral inscrita en el género humano... Así, pues, esto y la
participación en lo bueno a través del afecto... da pie, como
derivación de esta historia, a la siguiente observación, de impor
tancia para la antropología: que el entusiasmo auténtico sólo se
dirige a lo ideal y en concreto a lo puramente moral... y no puede
injertarse en el egoísmo.»* Ahora bien, en este razonamiento
Kant afirma realmente lo mismo que antes citábamos de Schiller,
es decir, que la naturaleza sensible (el afecto) se convierte en «par
te cooperante» de lo «moral» en el triunfo sobre la mala sensi
bilidad, el egoísmo.
Así, pues, los tres componentes señalados y su interrelación
fueron los que determinaron básicamente el cambio hacia la an
tropología, filosofía de la historia y ética tardías de Kant. Hay que
reiterar empero que estas modificaciones no conmovieron la es
tructura del sistema crítico, al menos no en un orden sistemáti
co, si bien condujeron a un desplazamiento de los acentos debido
al cual cabe hablar, a la luz de la Metafísica de las costumbres,
sin temor a equivocamos, de otra ética de Kant, no draconiana
sino solónica.
¿Quiere esto decir que todos los innumerables estudiosos, crí
ticos y adeptos de Kant han sido víctimas a lo largo de los últimos
150 años de un error por no haberse percatado de la Metafísica
de las costumbres y haber sustentado su apasionada relación con
Kant —bien favorable, bien contraria— únicamente en la Funda-
mentación y en la Crítica de la razón ? No es posible res
ponder afirmativamente a esta pregunta por el hecho de que
en la historia de la eficacia de las filosofías no existe la «verdad»
y por consiguiente tampoco el «error». Debemos aceptar como
ética k a n tia n a (/a ética de Kant) aquello que fue acogido como
tal y de esta manera en la consciencia filosófica y pública, aquello
que efectivamente ha actuado e influido así, lo que siempre y en
todo momento ha sido reconocido como tal. Pero hay más aún.
No es ciertamente una casualidad que precisamente las dos pri
meras obras éticas pudiesen ejercer influencia y la tercera, en
cambio, no. Lo que es efectivamente representativo en la ética e
Kant, lo que resulta realmente «kantiano», es precisamente la for
mulación contundente de su ética, la ética «draconiana». Su é ica
tardía, la «solónica», más próxima a la vida y más a la me i
del hombre, puede constituir tal vez una prueba de la rninte6
1. INDIVIDUO Y ESPECIE
26
dad. En esta medida, por lo tanto, es una mera idea pero una
idea práctica, que realm ente puede y debe eiercer su in flu e n c ia d
bre el mundo sensible, a fin de adecuar éste todo lo posible a £
idea. La idea de un mundo moral tiene, por lo tanto, realidad o £
jetiva: no como si se relacionara con un obieto de aprehensión in
teligible... sino por su relación con el mundo sensible, considerado
solamente como un obieto de la razón pura en su uso práctico
y un corvus m vsticum de seres racionales en sí, en tanto en cuan-
to su libre arbitrio mantiene, bajo el imperio de las leves mora
les. tanto consigo mism a como con cualauier otra libertad una
unidad universal y sistem ática.*7 En la cita queda claro aue la
expresión corpus m vsticum no contradice en absoluto nu
afirmación anterior de que lo que está en juego aquí es una idea
y no una substancia.
Homo noumerton —el concepto axiológico de especie apro
piado a la hum anidad— cumple en Kant la función de una obje
tivación ideal (por em plear esta expresión moderna). Es la idea
que regula la acción humana, es decir, no es «existente» en el
sentido que lo son los objetos (las percepciones sensibles organi
zadas por el entendimiento), ni está sometida a la causalidad; al
mismo tiempo tiene «realidad objetiva» en la medida que regula
las acciones humanas insertas en el mundo causal, temporal y
fenoménico.
No hay duda de que con él Kant describía un hecho enorme
mente decisivo e indubitable, a saber: que el concento empírico
y la idea de valor de la humanidad no coinciden totalmente. Los
elementos constitutivos del concepto empírico de humanidad des
criben efectivamente de qué tipo es la humanidad existente en el
presente de cada tiempo. Los elementos constitutivos de la idea
valorativa de la humanidad describen, en cambio, cómo debería
ser la humanidad. Por aducir un ejemplo bien conocido, señale
mos aue también Marx confronta en los Manuscritos económico-
filosóficos la descripción del hombre alienado del presente y la
idea de una humanidad no alienada. Esta cumple, sin duda, la
función de una idea reguladora: ha de dirigir nuestros actos y de
bemos aspirar a su realización.
Claro es que en la contraposición entre el concepto empírico
de humanidad y la idea valorativa de ésta, Kant pone entre Pa"
réntesis algo que nosotros no podemos poner entre paréntesis,
a saber: la génesis del concepto y de la idea. Tanto la idea a
humanidad como el concepto de la humanidad se han forma o
históricamente, si bien se ha dado un primado del concep o
humanidad. Mientras el concepto de humanidad como ta no s
había configurado, mientras se ignoraba que existe una urna
dad homogénea, no era posible tampoco el advenimiento e
28
aouuuoui-c - - jueauu ios necesidades de la humanidad exis
tente —aunque ésta es una idea que no se corresponde con la exis
tencia em pírica (jen otro caso no sería una id e a !)-, que determi
nadas necesidades de la hum anidad existente son la fuente de
esa idea que contrapone el hom bre a la existencia. De este razona
miento se sigue que la inclinación y la necesidad (claro está- no
toda inclinación ni toda necesidad) pueden ser «portadoras» de
la idea de la hum anidad, si bien no bajo la forma de una idea sino
como su fuente.
Pero como este pensam iento está muy lejos de Kant, la re
velación de la máxima puram ente moral supone el sometimiento
completo del hom o fenomenon al homo noumenon. La ley es
predispuesta aquí por la pura libertad (el concepto valorativo de
la libertad) y el hom bre es tanto más moral cuanto más someta
su persona a su personalidad. Esta personalidad coincide, empero,
con el homo noumenon: la personalidad del hombre supone su
naturaleza como ser de pura razón, en el fondo no es sino la idea
del hombre. El individuo verdadero por lo tanto —por lo que
hace a la acción moral— es tanto más libre cuanto menos indivi
dual sea. La idea reguladora desde luego no puede ser realizada
jamás, pero el ideal es y seguirá siendo la disolución completa del
hombre en la idea de la humanidad, la pura generalidad del in
dividuo, la abolición de su aislamiento en la individualidad. Sim-
mel estaba en lo cierto cuando decía que en la ética de Kant no
hay lugar para la individualidad.
En lo referente a la acción moral, el razonamiento de Kant
presenta así el siguiente itinerario: cuanto más general es el mo
tivo, cuanto más absorbe la idea de especie al individuo, cuanto
más —aunque sea sólo tendencialmente— se da una unidad entre
la especie y el individuo, más moral es la acción (o su máxima).
El deber ser, que alcanza así su articulación, es por consiguiente
la identidad entre la especie y el individuo.
Pero ¿elabora Kant un concepto de individuo a la luz del homo
fenomenon?
Ni lo hace ni puede hacerlo y esto es algo que se deriva de su
propia ética. Si el deber ser es la identidad entre la especie y el
individuo, si el ser (la realidad) consiste siempre en que las in
clinaciones y las necesidades del individuo motiven, al menos
conjuntamente, la elección de la máxima y de la acción, éstas son
sin embargo en la mayoría de los casos las motivaciones básicas
de la máxima y la acción. Pero estas necesidades sensibles están
siempre enfrentadas al mandato moral: una personalida mora ,
por lo tanto, no es posible ab ovo, mientras que la pura Par K
laridad, por el contrario, no puede constituir el núcleo ordenador
de la personalidad auténtica. .
Pero aún más claramente negativa es la respuesta si so
29
a análisis también la filosofía de la historia que Kant elaboraba
en esa m ism a época.'
De io que aparece del aspecto de la acción m oral del individuo
com o p a rtic u la n o a d resu lta en la filosofía ae la m sto n a que no
es esto en aosoiuto: lo que aparecen no son torm as tenomemcas
individuales del orden n atu ral, sino leyes naturales, (juien no se
som ete a la ley de la lib e r n a procede de igual m anera ante las
leyes naturales. Tam bién en el yo que actúa en lunción de una
p articu lar m otivación io que está en juego es la identidad de in
dividuo y especie; en este caso el es idéntico a la especie
em pírica. 1
E n el caos de las sensaciones em píricas los conceptos del en
tendim iento crean «orden» no sólo en el conocimiento, sino tam
bién en la acción, esto es, los conceptos del entendim iento orde
nan la sensibilidad. Si el hom bre individual se fija m etas en el
m undo em pírico, la m otivación de su fijación de objetivos cons
tituye su «capacidad de apetencia»; la capacidad de apetencia so
m etid a a las categorías del entendim iento presenta tres torm as
de m anifestación: la am bición de honores, el ansia de dominio
y la avidez de bienes.
E n lo relativo a la naturaleza em pírica del hom bre, K ant acep
ta plenam ente la antropología de Hobbes: el hom bre es un lobo
p a ra el hom bre. Pero esto, a los ojos de Kant, es válido no sólo
en la época de un hipotético contrat social. Tras la abolición jurí
dica del denom inado estado de naturaleza, el hombre, desde el
p u n to de vista moral, perm anece invariablem ente inserto en éste:
sus actos son guiados p o r las máximas del egoísmo. Más aún:
cuanto m ás civilizado es el hom bre tanto m as férream ente le
guían en sus acciones las tres apetencias señaladas, tanto más
es un lobo p a ra su prójim o. Aun cuando la expresión «fauna es
piritual» procede de Hegel, se tra ta de una idea que lleva total
m ente el cuño de K ant; tam bién él caracterizaba a la humanidad
de su tiem po, de la época del advenim iento de la sociedad bur
guesa, como la realización de la lucha sin cuartel de todos contra
todos, del egoísmo ilim itado y guiado por el entendimiento.
La idea de que los m otivos del hom bre de la sociedad bur
guesa —de la hum anidad em pírica— nunca pueden reducirse sólo
al egoísmo, la am bición de honores, el ansia de dominio y la avidez
de bienes, que esta reducción no pasa nunca de ser una tenden
cia que se cruza con o tras tendencias opuestas, no aparece en las
m anifestaciones de K ant —al menos de la época estudiada ni
una sola vez. K ant aspira a una hom ogeneización absoluta y, en
este propósito, homogeneíza a la hum anidad empírica sobre
base del motivo del m ero egoísmo.8
8. Los trabajos más importantes de Kant sobre filosofía de la hi ^
rrespondientes al período investigado son los siguientes (entre páremeos _
publicación): idea de una historia universal (1784); ¿Qué es la ilustran \
Comienzo presunto de la historia humana (1786).
30
En su polémica ño se opone a los defensores del principio del
egoísmo burgués porque éstos no hubiesen descrito adecuada
mente la «naturaleza» del hombre, sino porque pretendían deri
var la moral, la motivación moral, de esta naturaleza. Con buen
motivo refuta la teoría del «egoísmo racional»; la motivación mo
ral no puede derivarse del egoísmo, por muy «racional» y sutil
que sea. Pero dado que acepta el punto de partida antropológico
como tal no puede, efectivamente, insertar la motivación moral
en la acción hum ana de otro modo más que separando total y
absolutamente el origen de esta motivación de la naturaleza em
pírica y oponiendo a la hum anidad del mundo natural de la pura
necesidad la hum anidad de la pura libertad, oponiendo al hombre
el mundo de los fines. Si toda m eta empírica es una meta del hom
bre egoísta, la motivación de la moral sólo puede ser un mundo
completamente independiente de ella, el mundo de las metas in
teligibles.
En Kant, por consiguiente, el hombre natural es homogéneo.
Pero precisamente a este hombre puede referirse la forma de con
sideración del tiempo. El homo fenomenon cambia con el tiempo.
¿Cómo cambia?
El cambio del homo -fenomenon debe ser ordenado bajo el pris
ma de alguna idea. El cambio del homo fenomenon no es otra
cosa sino la historia. El principio ordenador de la historia es la
idea reguladora de la adecuación de medios a fines. La historia,
por tanto, sólo puede ser ordenada como progreso hacia alguna
meta. La historia pertenece al mundo natural; la finalidad de la
historia es al mismo tiempo la finalidad de la naturaleza. Pero la
finalidad de la naturaleza, la «intención de la naturaleza», es el
estado de ciudadanía universal y dentro de esto el desarrollo de
todas las capacidades de la naturaleza humana (del homo feno
menon), la civilización acabada.’
Aun cuando no podamos considerar la adecuación a fines de la
naturaleza (la intención de la naturaleza) en esta revisión de los
puntos de vista del sistema kantiano, sino como una idea regula
dora, hay que subrayar que Kant olvidó más de una vez las exigen
cias de su propio sistem a y consideró el desarrollo permanente
de la humanidad como un hecho empírico. Pero la ciudadanía
universal —m eta de esta adecuación a fines— cumple siempre
sólo la función de una idea reguladora. Esto es también una cosa
obvia dado que el futuro no puede ser en modo alguno objeto del9
9. Nos parece necesario formular en este punto dos observaciones. La idea se-
fi^n la cual el vehículo para la fijación de la naturaleza como intención es el jui
cio reflexivo no aparece todavía en los escritos de la historia de los años ochenta,
la idea aparece en la segunda parte de la Crítica del juicio. La oposición cotre
cultura y civilización la expone Kant por primera vez en la Idea de una rus-
toria universal en sentido cosmopolita. Según lo dicho en ese lugar, la moralidad
Pertenece a la cultura, mientras que el desarrollo multilateral de las capacidades
humanas y con él el desarrollo de la moral, pertenece a la civilización.
31
conocimiento. Pero puede ser objeto de la «Esperan
za... de que finalmente se convierta en una realidad efectiva lo que
constituye la suprem a intención de la naturaleza, una situación
de general ciudadanía universal como espacio en el seno del rn^i
se desarrollen todas las disposiciones originales propias de la es
pecie humana.» w
¿Cómo avanza la naturaleza hacia un «estado de ciudadanía
universal» y hacia el despliegue de todas las capacidades huma
nas? La naturaleza tiene una «intención» (que sería la situación
de ciudadanía universal, la civilización acabada), pero los ejecuto
res de esta intención son los seres humanos individuales. Cuando
los hombres se proponen realizar sus m etas individuales, reali
zan inconscientemente la intención de la naturaleza. La lucha de
los seres hum anos individuales entre sí es un vehículo del progre
so. «Los seres humanos individuales e incluso los pueblos en su
conjunto desconocen que al perseguir cada uno, a su entender, y
a menudo contra los demás, su propia intención, se atienen sin
darse cuenta a la intención de la naturaleza, que ellos desconocen,
como si se tratase de un hilo conductor, promoviendo con sus
actos la realización de aquélla...»11 ¡Aparece ante nosotros el es
p íritu universal hegeliano! La sociedad capitalista aparecía ya a
los ojos de K ant como una ley natural comprensible en términos
de adecuación a fines, en cuya imposición los hombres trabajan
sin proponérselo al esforzarse en convertir en realidad sus metas
particulares.
Pero hay m ás todavía. Pues, ¿cuáles son los motivos que guían
los actos y las intenciones de los hombres? Son la avidez de bie
nes, la am bición de honores y el ansia de dominio. Éstos repre
sentan para K ant el m al y este mal debe ser superado día a día
por el hom bre a través de su elección de las máximas de su ac
ción. Pero al mismo tiempo dice: «¡Demos, por lo tanto, gracias
a la naturaleza por la incompatibilidad, por la vanidad maliciosa y
porfiada, por el ansia ilim itada de poseer o de mandar! Sin ellas
todas las excelentes disposiciones naturales de la humanidad dor
m irían eternam ente raquíticas.»1012 En esta formulación Kant ce
lebra la existencia del m al «en nosotros» con el mismo pathos
que la de la alta ley moral. Y este pathos equivale a lo que más
tarde Hegel había de llam ar «la función histórico-universal del
mal».
Aparece aquí una auténtica antinomia; empero, no fue perci
bida como tal por Kant, por lo que tampoco buscó una disolución
teorética de la misma. Es deber de los hombres dar al mundo
una ley moral, disponer de una personalidad, que se identifique
con la idea de la especie. Pero si los hom bres actuasen de jacto
10. Idee zu einer aügemeinen Geschichte weltbürgerlicher Absicht, en Wer
ke, op. cit., vol. XI, p. 47.
11. Ibid.., p. 34.
12. Ibid., p. 38.
32
así —o aspirasen al menos a hacerlo— entonces no habría pro
greso y las capacidades de la hum anidad no podrían llegar ni si
quiera a desarrollarse. Con todo, los últimos esfuerzos del Kant
de los años 90 se orientaban precisam ente a la superación de la
antinomia. Todos los nuevos avances de su teoría se orientan
a ello, confrontando el papel histórico-universal del bien con el
papel histórico-universal del mal.
De acuerdo con la idea reguladora del mundo inteligible, el
individuo debe identificarse con la especie y su motivación debe
ser completamente coherente con ésta, pero el resultado es la ac
ción puram ente individual. En el caso del homo fenomenon, in
dividuo y especie se sitúan en una relación completamente dis
tinta. El individuo actúa según sus motivos particulares; no aspi
ra a la realización de lo general, sino de la finalidad individual
(su propia felicidad). Todo motivo particular —individual—, sin
embargo, está ab ovo sometido a la ley natural (los tres apetitos
son la ley natural); simultáneamente, el acto individual se genera
liza en la acción: el individuo se inserta en la cadena de una ade
cuación a fines (intención) independiente y no querida por él. El
resultado es el desarrollo de las capacidades de la especie, lo
que si em bargo en modo alguno significa una ampliación de las
capacidades del individuo. Las capacidades se am
pre en la especie, nunca en el individuo. Así, el enriquecimiento
de la especie no coincide, ni mucho menos, con el enriquecimien
to del individuo.
Estudiosos de la filosofía de la historia kantiana han señala
do en repetidas ocasiones que esta posición responde a la influen
cia de la obra de Ferguson, que Kant había estudiado. Dado que
el tema de nuestro trabajo no es la filosofía de la historia, sino
la ética, b astará con dejar aquí constancia de este dato. Desde
el punto de vista del problem a que tenemos planteado —la rela
ción entre individuo y especie— el resultado es unívoco. En el
caso del homo fenomenon el individuo se inserta en la especie en
igual medida que en el caso del homo noumenon, sólo que de
manera distinta. E n el homo fenomenon el motivo es particular: el
hombre realiza contra su voluntad los fines de la especie; la auto
nomía del homo noumenon consiste en la generalidad de su fin:
el hombre Quiere alcanzar lo general. En este mundo fenoménico
hay tan escaso lugar p ara la individualidad, para la personalidad
moral (entendida como entidad autónoma multilateralmente desa
rrollada), como en el mundo inteligible, donde no había ningu
no. La especie em pírica devora al individuo lo mismo que la
especie inteligible. Sólo existe la humanidad y no existe ninguna
individualidad.
33
2. LIBERTAD, IGUALDAD O FELICIDAD
34
bien bajo la condición de som eterse, al propio tiempo, a esa legis
lación.* ü La lib ertad (m oral) hum ana elabora la ley pkra la rS ó n
práctica pura, que es idéntica a la voluntad; el hombre es librfe
—la propia lib ertad se m anifiesta en esta m edida en sus máxi
mas— en ta n to en cuanto observa la ley.
Pero la ley es universal y se constituye, como es sabido, a tra
vés de la idea de hum anidad. La libertad m ism a es inteligible no
reconocible, sobre ella sólo puede inform ar la propia ley cómo
un dato de la razón p u ra. Así, somos m ás libres cuanto más po
damos «legislar», cuanto m ás nos som etam os a la ley general,
cuanto m ás podam os h acer abstracción de lo que somos en tanto*
que seres individuales sensibles, en tanto que hom bres empíricos.
Pero, ¿de dónde procede la desigualdad entre los hombres? Proce
de precisam ente de nuestros deseos sensibles, de nuestras aspira
ciones particulares, de nuestras m etas individuales, de nuestras
posibilidades individuales, de nuestras capacidades individuales.
¿De qué abstraem os, p o r lo tanto, cuando hacem os abstracción
de ello? De las desigualdades que existen entre los hombres. Si no
puede m otivar nuestras acciones morales ninguna finalidad, nin
guna inclinación, ningún deseo ni siquiera ninguna capacidad in
dividual (en otro caso dejarían de ser morales), entonces eso sig
nifica tam bién que p ara poder ser morales debemos eliminar de
nuestros motivos todo lo que nos distingue de los otros indivi-.
dúos: en la razón pura som os todos iguales. Nuestra libertad es
al m ism o tiem po nuestra igualdad.
Pero, al m ism o tiem po, ésta es la única unificación posible
del concepto de libertad m oral y el concepto de igualdad.
La igualdad es una categoría homogeneizadora: sólo puedo
com parar si homogeneízo. La igualdad sólo puede constatarse en
un aspecto determ inado (como es el caso del intercam bio de mer
cancías a través de la m ediación del equivalente universal) cuan
do se tra ta de com parar cosas cualitativam ente distintas o bien
si cabe hacer uso de un criterio puram ente formal, como en el13
caso del derecho igual o en el de la llam ada «igualdad de opor
tunidades». En am bos casos en tra en juego la homogeneización.
Pero, ¿es posible aplicar el criterio de la igualdad a la moral?
Nuestras categorías de orientación m oral son lo bueno y lo malo,
lo bueno y lo malo, por lo tanto, son cosas distintas. Pero, ¿cómo
se pueden com parar entre sí dos hechos buenos? ¿Puede re -
mente decirse que son iguales? ¿Tendría sentido la exhortac:ion
de que todos los hom bres deben hacer el bien por igual. °
tendría por el hecho m ism o de que las personas individuales, in
sertas en situaciones radicalm ente distintas, se ven ob íga
tom ar decisiones de tipos muy diferentes, por no decir nada de
lo señalado antes acerca de la ausencia de criterios para
si dos acciones son «igualmente» buenas. En cuanto a la «comp
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todos; para acceder a la moral no se necesita ni inclinaciones ni
«na sabiduría fuera de lo común. Con orgullo señala Kant que
c u a lq u ie r muchacho despierto de diez años puede comprender el
imperativo categórico, que la ley moral se dirige a lo que es igual
en todo hombre: la razón pura, la libertad o dicho con otras pa
labras —cotidianas— la buena voluntad. N o todo hombre puede
actuar igualmente bien. Pero cualquier hombre, sin excepción, pue
de basar su actuación en la buena voluntad: todo individuo puede
querer y desear de igual m anera el bien; sí, el motivo de la buena
voluntad equipara todas las acciones. Quien es libre, es —moral-
mente— igual; en función de su libertad, es parte del mundo
de los fines puros y genera leves para el mundo (que obviamente
será el primero en cumplir). El mundo inteligible no es otra cosa
sino la república de la virtud, más exactamente, la idea regula
dora de la república de la virtud.
Pero la república de la virtud iguala también por la vía inversa.
Dado que Kant es en gran medida escéptico en la cuestión de si
realmente el individuo es capaz de actuar dejando de lado todos
los motivos sensibles, o aun de formular sus máximas excluyendo
toda inclinación, la relación antes enunciada podría plantearse
también como sigue: todos permanecen igualmente fuera de la
república de la virtud, o bien todos deben emprender cada nuevo
día el intento de hacerse con la correspondiente entrada.
Volvamos ahora a la pregunta de Rousseau, esto es, a la cues
tión de si la evolución de la civilización coincide con la evolución
de la moral. La respuesta de Kant es, como lo fue en su momento
la de Rousseau, un no inequívoco. Pero la posición de Kant hacia
esa evolución no es la misma que la de Rousseau.” Kant afirma
categóricamente la ampliación de las capacidades de la especie
humana, el progreso humano, el despliegue de las fuerzas produc
tivas burguesas y esto a pesar de que reconoce como sus motivos
los tres apetitos ya dichos, a pesar de que este progreso no sólo
no «desarrolla» la moral, sino incluso dificulta extraordinaria
mente el advenimiento y vigencia del motivo moral. Si la libertad
pertenece al yo inteligible, esto significa al mismo tiempo que
no hay evolución moral. Claro es que sensu stricto no hay prueba
teorética de esto; el yo inteligible es ciertamente incognoscible,
de los actos no es posible remontarse con seguridad a sus motivos.
Y, sin embargo, hay una prueba indirecta, que consiste en saber
si para un mundo dado es característico que los hombres quieran
al menos elegir sus máximas en el sentido del imperativo categó
rico. Estas pruebas indirectas, no obstante, atestiguan contra un
Progreso moral. Incluso en este mundo los hombres, en su mayo
ría, no eligen sus máximas sobre la base del principio moral, sino
del egoísmo.
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Pero la disposición inteligible de la moral kantiana no dice
sólo que no hay progreso moral, sino también algo completamente
distinto, a saber, que las fuentes morales del hombre son inco
rruptibles. Sea cual sea la organización del mundo, no podrá
erradicar del hombre la máxima de la razón práctica pura; la
razón práctica pura manifiesta siempre de nuevo y en cualquiera
la ley moral, lo que, como hemos visto, es un dato de la pura ra
zón práctica. Pero de esto hay también pruebas de la experiencia:
directam ente la conciencia, indirectamente la hipocrisis moral.
Es cierto que el hom bre hace el mal, pero no quiere hacerlo. No
tiene sentido por lo tanto preguntarse si Kant era optimista o
pesimista. Sencillamente, somete a examen todas las soluciones
óptimas de la sociedad burguesa, no desmiente sus valores, pero
tampoco cierra los ojos ante su destrucción de valores. Todo esto
suponía, en esta época, para Kant al mismo tiempo las posibili
dades óptim as de la especie humana.
Ya hemos dicho antes que la individualidad es la que sale per
diendo aquí. Por eso se impone también cuestionar lo que se
acaba de afirm ar: ¿realmente se trata de las posibilidades ópti
m as?
Piénsese que paralelam ente a Kant el clasicismo alemán co
mienza a desarrollar su propia concepción moral: Schiller buscan
do una síntesis con Kant, Goethe, por el contrario, accediendo a
las soluciones m ás representativas. La ética goethiana constituye
lo m ás abiertam ente opuesto a la kantiana; en Goethe el ele
m ento central es la personalidad moral. La personalidad que por
encim a de sus pecados y errores se. constituye en moral en todas
tas inclinaciones, el hom bre multilateral, rico y armónico es el
ideal de Goethe. ¿Acaso esta ética no es representativa de las po
sibilidades óptim as de la sociedad burguesa?
Creemos que no lo es. Esta ética representa, ciertamente, las
posibilidades máximas de la humanidad, pero éstas no son las
posibilidades de la sociedad burguesa. En la sociedad burguesa
una ética de esta naturaleza —Kant se dio perfecta cuenta— sólo
es realizable por los elegidos, por los menos. En este mundo ésta
es una ética aristocrática, pues exige capacidades especiales: in
clinaciones especialmente buenas, un intelecto especialmente de
sarrollado y, no en últim o término, oportunidades especialmente
favorables. Goethe intentaba, ciertamente, generalizar esta ética
— todo hom bre puede ser completo, escribe— pero eso sólo
es pensable en abstracto. Claro que, en principio, todo hombre
puede ser «completo», pero de jacto eso sólo es posible en este
mundo alienado para muy pocos —sólo para la aristocracia de la
moral y del intelecto. La ética kantiana ha sido y sigue siendo
la posibilidad óptim a de la sociedad burguesa, y lo es para cual
quiera.
* *
38
Kant confronta la libertad (la m oral) a la felicidad y lo hace
en dos aspectos.
primero: si la búsqueda de la felicidad es el motivo —o aun
sólo un motivo— de la acción, entonces la acción no es moral.
Y luego: la acción realizada sobre la base de la máxima moral
no conduce a la felicidad.
Antes de en trar a analizar estos aspectos, veamos qué entiende
Kant por felicidad: «Poder, riqueza, honor, incluso salud, y todo
el bienestar y la conform idad con una situación, bajo el nombre
de felicidad...»u
Muy claramente se separa el concepto kantiano de felicidad del
antiguo. El sensus com m unis antiguo —y la filosofía antigua— con
sideraban la virtud como un elemento orgánico de la felicidad y
además como el elemento orgánico de prim er orden. Según Platón
incluso la virtud es la ventura. A esto añade Aristóteles que son
también necesarios los bienes de la fortuna, pero también a sus
ojos lo fundamental es la virtud. De análoga naturaleza es también
el concepto de felicidad de los estoicos y, va en la Edad Moder
na, el concepto de felicidad de Spinoza, quien en este aspecto se
insniraba en los estoicos.
Sin duda, el concepto de felicidad de Kant no se deriva de la
filosofía, sino de la vida cotidiana burguesa. Esta interpretación
del concepto en cuanto a su contenido está completamente jus
tificada. En la Antigüedad, dado que los exponentes de las virtu
des de la polis eran objeto de general estimación —es verdad que
no siempre en la práctica, pero de continuo en cuanto al princi
pio—, la vinculación entre la virtud y la felicidad se basaba en
realidades. En la sociedad burguesa, por el contrario, sobre este
concepto de felicidad sólo se podía construir una ética aristocrá
tica. (Incluso en la Ética de Spinoza, en la que la libertad consti
tuye ya un valor superior a la felicidad, culmina la ética en la
conducta del sabio.) En una sociedad en la que todo se puede com
prar con dinero, en la aue el triunfador —precisamente por ser
lo— goza de honores públicos, en la que la virtud, cuando no tiene
éxito (y no suele tenerlo) es ridiculizada, el concento antiguo de
felicidad ya no podía ser mantenido. La genialidad de Kant se
pone de manifiesto en que recurre, para la determinación de la
felicidad, a los tres apetitos. Si los motivos primeros de la acción
humana son la ambición de honores, el ansia de dominio y la avi
dez de bienes, entonces los honores, el poder y la posesión consti
tuyen la suprema dicha.“
Otra muestra de su genio es su inclusión de la conformidad
en el concepto de felicidad. En esto se apoya otro concepto bá
sico— de Kant, a saber, que la felicidad es inalcanzable en el
39
mundo del homo fenomenon. No se trata, por tanto, de que los
virtuosos no puedan ser felices y que el sino de los motivados por
los tres apetitos sea alcanzar la felicidad, sino de que este
mundo nadie puede ser feliz- «De esta manera, lo que el hombre
entiende por felicidad, y lo que es efectivamente su fin natural úl
timo (no el fin de la libertad), no sería alcanzado por él nunca;
pues su naturaleza no es tal que, tratándose de posesiones y de
placeres, se detenga en un punto determinado, saciada.» El hom
bre, que es un lobo para el hombre, nunca se da por satisfecho;
toda posesión promueve nuevas ansias de poseer, todo placer re
nueva los deseos de gozar. Como las necesidades empíricas del
hombre son insaciables, es imposible que el homo fenomenon al
cance alguna vez la felicidad, su finalidad. El «homo fenomenon»
de Kant es el hombre de la sociedad burguesa. Dado que preci
samente éste es el «hombre empírico» —disponemos de experien
cias en lo tocante a él—, las necesidades «del» hombre son insa
ciables. Precisamente por eso es posible el desarrollo, pues la fuer
za motriz de éste son los tres apetitos. Si los hombres alcanzasen
la felicidad, ¿qué les motivaría entonces a desplegar las capa
cidades de su especie? M
Pero volvamos a la relación entre moral y felicidad. Esta rela
ción es simple, casi trivial. Si la felicidad es lo que Kant describe
basándose en el concepto de felicidad que se deriva de la coti
dianidad burguesa, entonces ésta no puede realmente motivar a
la bondad: la ambición de honores, el ansia de dominio y la avi
dez de bienes no pueden ser tenidas por principio como motivos
de orden moral. Y a la inversa: si ésta es la felicidad, puede de
cirse con seguridad que no es posible demostrar relación alguna
entre moralidad y felicidad y que efectivamente está excluido en
la práctica que alguien sea virtuoso para ser feliz. Hay que acep
ta r como totalmente correcta la afirmación de Kant según la cual
«...en la ley moral» no se encuentra «ni el más mínimo funda
mento para establecer una conexión, necesaria entre la moralidad
y la felicidad proporcional a ella de un ser que forma parte del
mundo, pertenece a él y es, por lo tanto, dependiente de él».1’
La acción moral, por lo tanto, no conduce en modo alguno a la
felicidad, pero el hombre virtuoso tiene «el merecimiento de ser
feliz». El verdadero sentido y contenido de esta categoría, que jue
ga ya un papel de im portancia en la analítica de la Crítica de la
razón práctica, se clarifican en la dialéctica de la Crítica de la ra
zón práctica. «Pues el necesitado de felicidad, y también mere
cedor de ella, pero no partícipe de esa felicidad... no puede en1789
40
absoluto coexistir con la voluntad absoluta de un ser racional.»»
Entre la bondad y la felicidad no hay ninguna relación causal,
«ero ha de existir alguna relación. Dicho con m ayor simplicidad:
es cierto que la virtud no obtiene recom pensa, pero debería. El
hombre no es virtuoso para ser feliz, pero la razón no puede ni
debe resignarse a que otros, que hacen el bien, no sean al mismo
tiempo felices. La razón no puede ni debe resignarse a que el
mundo sea tal como es, a que el m undo inteligible no imponga
sus leyes al mundo empírico.
Recuérdese la doble relación entre felicidad y m oral (no es
cierto que la felicidad pueda m otivar la m áxim a m oral y no
es cierto que el virtuoso sea al m ism o tiem po tam bién feliz). Pero
ahora Kant —en la dialéctica— llega a la conclusión de que la
primera afirmación es incondicionalm ente falsa, m ientras que la
segunda sólo lo es condicionadamente. De esta m anera, según Kant,
quedaría disuelta la antinom ia de la pura razón práctica. La pre
misa teorética de la disolución de la antinom ia consiste, sin em
bargo, en que K ant opera con otro concepto de felicidad, distinto
al anterior. La felicidad de la que se habla en adelante posee un
contenido radicalm ente distinto al que se había considerado hasta
este momento.
En este nuevo concepto de felicidad, K ant acepta, si bien bajo
una forma depurada, en un aspecto decisivo, el concepto antiguo
de felicidad al asum ir ésta como bien supremo: la virtud y la
felicidad aparecen de nuevo vinculadas una a otra. Pero ésta no
es la felicidad del hom bre empírico, sino la del hom bre inteligible.
La felicidad como bien supremo no es sino la realización de todos
los deseos morales del ser inteligible en el mundo. El bien supre
mo —la felicidad— no es, por lo tanto, sino la «moralización» del
mundo empírico. Pero cuando afirmamos que el bien debe con
ducir a la felicidad, que por tanto la m oral ha de dictar leyes al
mundo, aseveramos tam bién —según K ant— que esto es asimis
mo posible (pues lo que debe hacerse puede tam bién ser hecho).
Esta posibilidad, no obstante, sólo es concebible si postulam os
la existencia de un ser que sea la causa de esta «coincidencia»:
«Consiguientemente el postulado de la posibilidad del bien deriva
do supremo (del m undo m ejor) es al mismo tiempo el postulado
de la realidad de un bien originario supremo, esto es, la existencia
de Dios.»21 Si existe Dios es algo que no se puede saber; pero
debe existir porque sin él sería imposible la realización del «mun
do mejor» así como tam bién «promover el deber... del bien su
premo».22
Un trabajo de Sísifo, esta libertad nuestra. En cada acción hay
que volver a em pezar por el principio; debemos hacer abstrae-
ción de nuestra! inclinaciones, someternos a la ley, garantizar la
identificación de la especie y el individuo, y todo ello siendo cons
cientes de que —en este mundo— no alcanzaremos jam ás la feli
cidad, que el valor, la felicidad, por el cual actuamos (el bien su
premo) es sólo un postulado, que sólo sabemos de él que su reali
zación no esimposible. Pero incluso esta realización no debemos
esperarla de nosotros mismos, sino de Dios, de cuya existencia
nada sabemos, pues es asimismo solamente un postulado. Verda
deramente, esta libertad nuestra es un trabajo de Sísifo. Pero, ¿es
que somos realmente libres? ¿Puede realmente dictar leyes al
mundo empírico el yo inteligible?
Ni siquiera sabemos esto. Incluso la libertad de la voluntad es
incognoscible, también ella es sólo un postulado. Como quiera que
sea, el hecho del imperativo moral incluye nuestra libertad. Pero
lo que sabemos efectivamente es sólo que debemos actuar como
si friésemos libres y lo que se debe hacer, también puede ser
hecho: nuestra libertad, nuestra potestad legislativa son posibi
lidades; su carácter de postulado garantiza su posibilidad.
Un trabajo de Sísifo, esta libertad nuestra. En cada acción hay
que volver a empezar por el principio; por muy frecuentemente
que nuestra motivación sea la buena voluntad, no podemos estar
seguros de que nuestras máximas estén motivadas también en
la acción siguiente por la buena voluntad. Nuestros actos bienin
tencionados no nos hacen buenos; sólo la vida eterna —con sus
máximas y actos de positiva buena voluntad— podría deparar la
posibilidad de ser completamente buenos. Pero la vida no es
eterna, por lo que también la inmortalidad del alma es otro pos
tulado de la razón práctica. El alma debe ser inmortal para que
sea posible para el individuo la identificación con la especie.
Ciertamente, esta libertad nuestra es un trabajo de Sísifo.
Aquí Kant, efectivamente, lleva sus propias ideas ad
tanto Goethe como Schiller protestan de ello con razón. Pues es
verdad que la personalidad moral no es generalizable, pero no hay
mundo alguno en el que pueda excluirse su aparición o su existen
cia. No puede excluirse la posibilidad de que también las inclina
ciones del hombre se tornen buenas por sus acciones morales,
que la virtud sea fácil p ara el hombre (aunque no para todo
hombre).
A pesar de toda la extremosidad hay algo en el concepto kan
tiano de libertad que, sin embargo, es indudablemente cierto y lo
es precisamente en esta formulación extrema. En efecto, la moral
sólo es el motivo de nuestra acción —nuestra motivación sólo es
puramente moral— cuando elegimos las máximas de nuestra ac
ción como si fuésemos libres. La invocación de cualquier circuns
tancia imperativa confiere a nuestros actos una motivación hete-
rónoma. Cuando digo: debería hacer tal cosa, pero debido a cier
tas circunstancias sólo puedo hacer tal otra, tengo que ser cons
ciente de que no actúo en base a una motivación puramente xoo-
42
ral Pero ¿puede ser regida la moral efectiva del hombre por la
m¿dm a de la moralidad pura?
43
La «buena voluntad», la actitud como único criterio de la mo
ralidad de los actos del hombre, no puede ser concebida como
si se tratase, sin más, de verificar las «buenas intenciones». La
buena voluntad supone que hacemos todo, en parte por estar mo
tivados realmente por la observancia de la ley moral, y en parte
para conseguir que realmente nos guíe esto en la elección de la
acción. «Si en la búsqueda de la máxima aspiración no se consi
guiese nada y quedase en pie sólo la buena voluntad (claro es
que no como un mero deseo, sino como la puesta en juego de
todos los medios a nuestro alcance), entonces resplandecería
como una piedra preciosa, como algo cuyo pleno valor está en
sí mismo. La utilidad de su esterilidad no podrá ni añadir ni
quitar nada a ese valor.»14
Así, pues, no es posible juzgar a un hombre por sus actos, al
menos no si utilizamos consecuentemente los principios de Kant.
Es verdad que tendremos razón concluyendo en el caso de he
chos «no permitidos» que no estaban motivados por el imperativo
categórico. El asesinato de personas no puede verificarse en base
al imperativo categórico. Pero en la mayor parte de los casos no
podemos estar tan seguros. La propia acción forma parte del or
den del mundo empírico, cuyas leyes pueden convertir en su
contrario al hecho inspirado por la mejor voluntad, por la mejor
máxima. No disponemos de ningún criterio en absoluto para dis
cernir si un acto ajustado al deber se ha realizado por obedecer a
éste. En tales condiciones nos resulta imposible concluir nada, de
un acto así, en lo relativo a la naturaleza de la moral, a la mo
ralidad. Esta moralidad, así, pertenece al mundo inteligible y es,
por principio, incognoscible. No disponemos de medio alguno para
poner en claro ni lo más mínimo de la motivación, del móvil de la
otra persona.
Desde su propio punto de vista, por lo tanto, Kant es extre
madamente consecuente cuando aplica la regla del juicio práctico
determinante sólo al sujeto actuante. Dice su regla: «Pregúntate
a ti mismo, ante la acción de que se trate, si en el caso de que
obedeciendo presuntamente a una ley de la naturaleza, de la que
tú formas parte, podrías considerarla posible obedeciendo a tu
voluntad.»” El juicio subordina mi propia máxima al imperativo
categórico (determina y juzga a éste) pero no ofrece ningún cri
terio para enjuiciar a los otros.
Pero aun en el caso del sujeto actuante el juicio no se refiere
al hecho mismo (yo no juzgo hechos consumados), sino a la in
tención, al hecho conformado en mi «cabeza», en mi consciencia.
De todos modos esta utilización del juicio tiene también una
función muy bien fundamentada en el seno del sistema kantiano.
En lo relativo a las motivaciones, Kant aplica la categoría de245
44
la incognoscibilidad no sólo al mundo inteligible. Según él tam
poco puedo saber en modo alguno si laten en mí motivaciones
—absolutamente empíricas— que se derivan de mis inclinaciones
y contribuyen inconscientemente a configurar la intención rela
tiva a la acción. Aun cuando el yo inteligible nada tiene que ver
con el concepto moderno de inconsciente, esta duda en cuanto al
conocimiento de mis motivaciones empíricas remite a la existen
cia de un inconsciente de tal naturaleza. La fórmula del juicio
sirve a la finalidad de excluir esta motivación « de
la máxima de m i acción.
Más allá de cualquier duda, la ética kantiana tiene un carácter
paradójico. Se la conceptúa «rigorista» y, como todavía tendremos
ocasión de ver, no sin razón. Y, sin embargo, esta ética basada en
la pura moralidad excluye de la moral la responsabilidad por los
propios actos y la posibilidad de un juicio moral. Si el criterio
de la moral es la moralidad pura, la responsabilidad es como mí
nimo inaprehensible y el juicio moral, aún más, imposible. Sim-
mel estaba en lo cierto cuando escribía que el rigorismo moral de
Kant lanzaba la auténtica moral al caos.
Sin embargo, no en la medida que creía Simmel.
Es cierto que no podemos saber nunca si alguien ha actuado
de facto según la máxima del imperativo categórico o no. Pero
podemos saber muy bien qué es lo que significa para mí la acción
de otra persona, si puedo asumir en mi máxima el propósito, la
intención de esa acción. Piénsese en la conocida m etáfora del de
pósito. De un depósito no se puede usar, pues eso está en contra
dicción con su propio concepto. Pero si alguien —la persona a
quien se había confiado el depósito— en circunstancias de extre
ma necesidad y aunque quienes le rodean ignoran la existencia
misma del depósito, no hace uso de éste, no podremos, ni aun así,
saber realmente si esa persona es moral o no lo es. (Puede muy
bien haber temido a las consecuencias de ese paso, etc.) Pero sa
bemos muy bien que actuar de esta manera es un deber moral
para nosotros. A través de esta mediación tengo la posibilidad
—aunque condicionada— de juzgar a otros. Bien es verdad que no
puedo saber si sus actos están motivados por el imperativo cate
górico, pero sí que podría, efectivamente, haberlos motivado. Si
se usa del depósito, sabemos que esta acción contradice a la
máxima del imperativo categórico. Es cierto que la cuestión aquí
no es tampoco el acto en sí, sino el concepto del acto. Si en las
mismas condiciones que antes alguien quiere recuperar el depó
sito, pero el propietario del mismo ha fallecido y carece además
de herederos, es decir, cuando la reintegración del depósito es
imposible, el dinero queda de facto en manos del administrador,
pero ese acto no corresponde al concepto de « inde
bida». Tampoco corresponde al concepto de asesinato que hagamos
entrega de un fármaco a alguien y que ese fármaco le produzca
la muerte. Más adelante volveremos sobre este ejemplo.
45
De mayor importancia es aún, sin embargo, el hecho de que
Kant no elimina ni puede eliminar criterio de contenido
de la moral.
La imposibilidad de juzgar los actos es así una consecuencia
de la exclusión de todo criterio de contenido en la moral.
Kant se propone muy claramente —al menos en los años 80—
eliminar de la ética todo criterio de contenido. La bondad ha de
predicarse exclusivamente de la buena voluntad (ésta es inteligi-
ble), lo bueno no se sigue de la experiencia. Ninguna finalidad es
por sí sola buena, ningún acto o incluso virtud reconocido como
bueno por el consenso social es por sí solo bueno. No son las
obras, tipos de conducta y virtudes reconocidas en cuanto a su
contenido como buenas, sino a la inversa: la voluntad de lo bue
no constituye la bondad. Tenemos un solo deber auténtico: la
observancia del imperativo categórico. Todos nuestros deberes
concretos son un derivado suyo. De lo que es no se sigue nada en
relación a lo que debe ser.
Kant no distingue en absoluto —al menos en el plano teórico—
las diversas exigencias de contenido en el interior del sistema.
Hacerlo así, por otra parte, era imposible para él por cuanto ho-
mogeneizaba también los fines en cuanto a las motivaciones em
píricas de carácter finalista. Dado que el motivo de todos los ac
tos del hombre empírico es el «más bajo estrato de apetencias»
—es decir, los tres apetitos—, la acción impulsada por fines de
contenido sólo puede ser de carácter egoísta.
Vamos a intentar ahora estudiar por separado los diferentes
«fundamentos» de orden «material». Claro es que no vamos a po
der considerar aquí todos los tipos de finalidad, sino únicamente
los que son relevantes en nuestro planteamiento.
1. La finalidad es puramente particular (el ejemplo de Kant
es: quiero llevar con éxito mi negocio). Para ello debo elegir real
mente mis medios según la máxima de la inteligencia. El hecho
de que entre estas máximas se encuentre también el criterio de
que no debo estafar a mis clientes no obedece, ciertamente, a nin
gún aspecto moral —deberá considerarse como algo que debe ha
cerse, pero no como un acto que obedece al deber— pues real
mente no se trata sino de un medio para conseguir una fina
lidad particular. En la ética kantiana toda máxima material
mente motivada es pensada hasta el final análogamente a este
caso.
2. La finalidad es algún valor considerado un bien (por ejem
plo, el progreso humano es el fin de la historia; yo debo y quiero
servir al progreso). El ejemplo no es tampoco en este caso arbi
trario, sino que se apoya en el punto de vista kantiano: en su
filosofía de la historia el servicio al progreso es considerado un
deber. Pero Kant no es consecuente en este punto. El progreso
pertenece como es sabido al mundo empírico; los tres apetitos
constituyen su motivación. No tiene nada que ver con el mundo
46
inteligible (la moral es intemporal). ¿Por qué, entonces, es un de
ber servir al progreso? Muy claramente, porque Kant considera el
progreso como un valor (un valor material, no podría ser de otro
tipo). Aquí, por consiguiente, un valor material ha «dado» un
deber moral.
La inconsecuencia teorética genera empero un dato de conocí.
miento de gran importancia. No existe necesidad alguna de que
la finalidad constituya un valor moral. No tenemos ahora pre
sentes los casos en los que el individuo, obedeciendo a los apeti
tos, sirve inconscientemente al progreso; esto sería sinónimo del
primer ejemplo, pues la finalidad es particular: no es el progreso
mismo lo que se persigue. Pensamos en el caso en el que la finali
dad consciente del individuo es el progreso mismo. Pero esto no
es, en realidad, ningún obstáculo para que el individuo se atenga
en su acción meramente a la máxima de la inteligencia y para que
subordine todos sus actos, en cuanto medios, a la finalidad perse
guida, para que esos medios sean extraordinariamente heterogé
neos y para que el individuo se autoconciba incluso como un mero
medio en interés de la finalidad perseguida. El fin mismo, no obs
tante, puede dar también un motivo moral. Así, a título de ejemplo,
la superación de las propias motivaciones particulares, precisamen
te, sin utilizarse a sí mismo o a los semejantes como un mero
medio.
Resumiendo: los bienes-valores (como finalidades) pueden de
sencadenar una motivación moral, pero no lo hacen necesaria
mente.
Hasta aquí debemos, por lo tanto, expresar nuestro acuerdo
con la secuencia de Kant: ninguna finalidad material debe ser
considerada como criterio de la moral; en sí misma ninguna fina
lidad —ni aun la más elevada— constituye el «bien», dicho más
exactamente, el motivo moral.
3. Pero las fuentes materiales de la moral no son solamente
finalidades concretas, sino también objetivaciones morales. No
sólo la finalidad particular, no sólo la finaliflad que se orienta en
función de los valores de bondad, sino también las normas éticas
abstractas y concretas, los conceptos y las ideas morales, son de
naturaleza material y dan «contenidos» al sujeto. Al mismo tiem
po finalidades no particulares (valores de bondad) pueden apoyar
se también en objetivaciones morales. La consideración del co
raje, la sabiduría o la justicia como virtudes o el «ama a tu próji
mo como a ti mismo» o el postulado de que has de luchar por una
causa porque se trata de una causa justa son valores materiales y
exigencias que constituyen como tales los deberes.
Los críticos de Kant han considerado siempre la eliminación de
los valores materiales de las fuentes de la moral como el punto
más vulnerable del filósofo. Aun cuando tales críticos tienen razón
en lo esencial, no debemos ocultar, de otro lado, que se sitúan
con sus intentos de solución muy por debajo del nivel alcanzado
47
por K
ani* Asi, por ejemplo, la critica marxista de la II Interna,
dona! volvía a la derivación de los valores morales de los fines
perseguidos mientras Scheler, por su parte, en el fondo, regresaba
con su ética material de los valores al punto de vista platónico.
Es fácil apercibirse de que el problema de los valores morales
materiales se distingue substancialmente de la relación entre las
finalidades materiales y la moral. Aun cuando Kant desprendía con
extrema rigidez la motivación moral de la acción propiamente
moral, no hay duda de que sin una motivación moral ningún acto
puede ser clasificado como moralmente positivo. Ahora bien: en el
caso de la finalidad (la finalidad constituye el motivo básico) el
motivo mismo no es moral-, no lo es ni siquiera siempre —aunque
podría serlo— cuando el «valor de los bienes» constituye la fina*
lidad. Pero si la fuente material es la objetivación moral y estoy
motivado en mi acción por este contenido, entonces el motivo
mismo es moral. Las objetivaciones morales mismas no son fina
lidades para las que yo elijo medios, dado que la determinación
reflexiva medios-fines no puede vincularse en modo alguno a ellas.
Por ejemplo, la afirmación de que mi finalidad es ser más valiente
y que el medio para ello es comportarme con mayor valentía ca
rece claramente de sentido. Las objetivaciones morales (valores,
normas) no incluyen las máximas de la inteligencia. Si soy va
liente para cosechar la gloria, mi motivación es no moral no por
que el valor sea una exigencia de contenido, sino porque no es el
valor lo que me motiva.
Por tanto, como hemos visto, los valores y normativas de or
den moral son motivaciones inmediatamente morales para el su
jeto que las acepta. Por eso mismo una ética pura de las intencio
nes que no sea formal, sino material, es perfectamente concebi
ble. Pero ¿por qué tenía que eliminar Kant junto a las finalidades
de contenido también los valores materiales de la determinación
de la moral?
En su ética, Kant se propuso algo que realmente carece de
parangón en la historia de la ética. Pretendió construir una filoso
fía moral como componente orgánico de un sistema filosófico
complejo y cuyos principios fuesen al mismo tiempo
en la praxis. Se trataba de construir una ética apropiada simul
táneamente a las funciones de la filosofía moral científica y al
código moral práctico. El principio compete al filósofo, la doctri
na a todos —escribía Kant. Nosotros añadiríamos: debe compe
ter a todos por igual. Kant quería, en efecto, dar una ética cuya
formulación teorética de alto nivel no sólo no fuese un obstácu
lo para su practicabilidad, sino que precisamente la posibilitase:
una ética simple.26
26. Se ocluye a aquellos que en lugar (le la ética lrantiana se afirmaban en 1*
ética de la personalidad según Goethe y Schiller; el papel fundamental en el an
tagonismo no le correspondía aquí a la cuestión de los valores materiales o m*
materiales.
41
•Es posible construir una ética material (determinar así las
rtudes y deberes de contenido) que sea igualmente válida para
S o s e igualmente observable por todos?
Es aproximativamente posible, pero sólo si la sociedad es
una sociedad comunitaria, si el sistema de las virtudes se basa en
dsensus communis, si la moral —en su contenido— es relativa
mente homogénea. Así era aproximativamente la ética de Aristó
teles, la única ética realmente de contenido. Pero aun ésta tam
bién sólo aproximativamente: a pesar de que la tabla de virtudes
era homogénea, distinguía en su ejercicio, en la jerarquía de las
virtudes según las posibilidades morales del hombre (la conducta
del político se diferencia de la conducta del sabio, etc.).
Ahora bien, lo que era sólo aproximativamente posible para un
Aristóteles, era por principio imposible en la época de configura
ción de la sociedad burguesa. Hacía ya mucho tiempo que el or
den homogéneo del mundo se había dispersado, las normas abs
tractas se expresaban en diferentes normas concretas (frecuen
temente contradictorias), los deberes estaban particularizados (se
gún clases, estratos, profesiones, incluso según «roles»); exigencias
que ayer eran aún sagradas habían perdido su contenido de valor.
¿Qué código de conducta ética se habría podido «componer» aquí
a partir del contenido de valor o de los deberes materiales que
no fuese lugar común, prédica moral y —por paradójico que pue
da parecer— que no estuviese vacío precisamente por su índole de
código de conteidos? Precisamente a consecuencia del vaciamien
to de contenido de las categorías de valor, Kant tenía que buscar
un criterio formal para la fundamentación de la moralidad.
No todas las exigencias materiales perdían su contenido en
este mundo heterogéneo, por otra parte. En base a la elección de
determinados valores era posible decidir y destacar este o aquel
valor frente a los demás. Con todo lo formales que son los cri
terios de la moral de Kant, en el fondo no hizo sino esto; en
realidad tampoco habría podido hacer otra cosa. Su imperativo
categórico no se deriva tampoco del «mundo inteligible», sino
que se basa en un fundamento «material* en gran medida. Kant
no hizo sino reducir los valores materiales a algunos valores bá
sicos y concretamente a aquellos de los que, según su concepción,
se pueden derivar todos los demás valores en la praxis.
Ya nos hemos referido anteriormente al valor supremo. Era
éste la libertad o, más exactamente, la libertad de la igualdad: la
autonomía del individuo, situación en la que cada individuo pro-
uce por sí la ley moral sometiéndose a ella. Desde la perspectiva
•®.la j S0^ a de Ia historia, la autonomía significa también la
H , ePenaenciamoral del individuo: «La ilustración es la liberación
aei nombre de su culpable incapacidad.» n
un más: una fórmula del imperativo categórico indica que el27
27. Was ist AufktUrung?, op. cit., vol. X, p. 53.
49
hombre no ha de ser un simple medio Que utilicen otros hom
bres. Pienso que el origen material de este deber está fuera de
duda. Concretamente, la idea de que la utilización del hombre
como un medio está en contradicción con el concepto de hombre no
constituye ima analogía válido del ejemplo del depósito. Que
el uso indebido del depósito contradice al concepto de depósito
es algo que puede constatarse independientemente de que el depó-
sito mismo sea tenido por un valor o no. Pero que el hombre no
puede ser un simple medio que utilicen los otros hombres no es
algo independiente de que yo considere al hombre como un valor.
Por eso el formalismo de la ética kantiana es sólo una ten
dencia. Lo que es en ella formal —y efectivamente puramente
formal— es la fórmula básica del imperativo categórico. Si las
«elecciones» de Kant entre los diferentes deberes fuesen incom
prensibles, les aplicaríamos sólo la fórmula básica del imperativo
categórico. Kant afirma, por ejemplo, que nuestros deberes para
con Dios no son deberes morales. ¿Por qué? Se podría muy bien
formular su máxima en términos de que uno se dirige diariamente
a Dios en la oración porque desea que éste se integre como una
ley en el orden de la naturaleza. Pero ¿por qué no podrían enton
ces ser deberes morales nuestros deberes para con Dios? Para
comprender esta «elección de valor» kantiana no debemos recu
rrir al imperativo categórico sino a sus valores materiales, por
ejemplo a la igualdad. Sólo podemos tener deberes morales para
con los hombres puesto que sólo somos iguales a los hombres.
Kant mismo afirmaba que él no había creado una nueva ética,
sino sólo una nueva fórmula. La cuestión es si esta fórmula está
en condiciones de afrontar lo que realmente está fuera del alcance
de una ética valorativa material y de contenidos, a saber, pres
cribir una dirección fija a la máxima moral. Y por otra parte:
¿qué relevancia le corresponde a esta fórmula en la acción real?
* *
51
con la mejor de las intenciones (y si se quiere obedeciendo al im.
perativo categórico), pero lo hace de manera incompetente (sin
reparar en si posee el suficiente grado de conocimiento como para
elegir el fármaco apropiado). El sereno juicio moral le «imputará»
el hecho, aunque sólo relativamente: su deber habría sido medir
su grado de competencia antes de actuar. La convicción de Kant
según la cual la conciencia se vincula exclusivamente al imperati
vo categórico, que por lo tanto sólo tendrá remordimientos quien
se «sustraiga» al mandamiento de la ley moral, no se sostiene
ante los datos empíricos. Kant respondería, ciertamente, que esto
no es ningún contraargumento: supuesto que no sea así, debería
serlo. Nosotros, sin embargo, afirmamos: no tendría por qué ser
así. Si no hay ninguna responsabilidad por el conocimiento y el
individuo que carece del conocimiento necesario no experimenta
remordimiento alguno (porque no sabe lo que podría haber sa
bido), no hay en el mundo crimen tan sutil del que el hombre no
se dé a sí mismo la E
absolución l camino del infierno está real
mente empedrado de buenas intenciones.
La relación entre intenciones y acción contiene en sí misma
la relación entre intenciones y consecuencias. Desde el punto de
vista de las intenciones la acción es también una «consecuencia»
dado que pertenece al mundo empírico. No obstante, no es esto lo
que se acostum bra a entender por «consecuencia» (también Kant
entendía algo distinto), sino la repercusión de la acción en el
mundo de la «necesidad», lo que significa que también otros ac
tuantes se insertan en el proceso, que otros actuantes reaccionan
a los actos realizados en base a la ley moral (o a pesar de ella).
En esto es Kant radical y lo seguirá siendo también después, cuan
do considere la acción misma como imputable. La consecuencia
no es imputable, la consecuencia no tiene relación alguna con la
moral del actuante, la consecuencia no tiene absolutamente nada
que ver con la moralidad.
En un estudio redactado en 1797 (Über ein vermeintes Recht,
aus menschenliebe zu lügen), Kant —respondiendo a la crítica de
Benjamín Constant— 2930 sintetizaba de manera breve y concluyen-
te sus ideas acerca de la consecuencia.
El ejemplo es el siguiente: un asesino busca a un amigo tuyo
al que has dado albergue en tu casa; el asesino te pregunta si tu
52
amigo se encuentra en tu casa o no. La pregunta es: ¿es lícito men
tir para salvar a tu amigo?
La respuesta de Kant es una negativa explícita: la veracidad
es un deber incondicional que no adm ite excepciones. El impera
tivo categórico es inviolable. Pero si el asesino acaba con la vida
de tu amigo, ¿eres tú responsable de su m uerte?
De nuevo la respuesta es una negativa explícita por el siguien
te motivo: el hecho puede ser claram ente im putado. Si mientes,
eres responsable de que la m entira «aparezca» en el mundo. La
consecuencia de ese acto, por el contrario, no puede ser im putada.
¿Por qué?
Ante todo, la consecuencia nopuede ser previs
incluso en este ejemplo relativam ente sencillo. Así, por ejemplo,
no puedes saber si tu amigo, habiendo oído la conversación con
el asesino, no huirá de tu casa, acción en la que precisam ente en
contrará la m uerte.3132(En el caso de ejemplos más complicados la
consecuencia puede ser aún más difícil de prever, y frecuente
mente puede exigir un saber accesible sólo a personas excepcio
nales.) Así, pues, si mientes para salvar a tu amigo sacrificas un
bien seguro por un bien que no lo es. Ciertamente, si el hecho mis
mo es malo (si acontece a consecuencia de una mala máxima), la
consecuencia puede también ser imputada. No m oralm ente (nin
guna consecuencia puede ser moralmente im putada), pero sí ju
rídicamente. «Si impides valiéndote de una mentira la acción de
alguien poseído del ansia de m atar, serás responsable en lo ju rí
dico de todas las consecuencias que se deriven de ello. Pero si
te atienes estrictam ente a la verdad, la justicia pública no podrá
nada contra ti, sea cual sea la consecuencia im prevista.»33 Si se
dice la verdad, en modo algunos causas la m uerte de tu amigo,
«ésta la causa el azar».33
Este ejemplo suscitará la resistencia de cualquiera, por poca
que sea su sensibilidad moral, frente a la respuesta de Kant. Es
tamos ante un caso ite; en una situación así el sentido m ora
lím
estima con toda razón absurda la exigencia planteada y requiere
justificadamente la «excepción» de la norm a obligatoria de decir
la verdad. Pero si el ejemplo extremo es absurdo, no por ello hay
justificación para descartar como absurdo el problem a planteado.
31. A esta situación hace referencia, por lo demás, la novela de Sartre E l muro.
32. Vber ein vermeintlichesRecht, Menschenliebe zu op. cit.,
vol. VIII, p. 639.
33. Ibid., p. 641. El sencillo ejemplo sirve a Kant para el análisis de un pro
blema realmente complicado, a saber, si es licito m entir en política. La respuesta
es obviamente negativa. «Todos los principios jurídico-prácticos han de contener
una verdad estricta, y los llamados aquí medios pueden contener sólo una deter
minación más cercana de su aplicación a los casos que puedan plantearse (según
es regla en la política), pero nunca excepciones a aquéllos.» (Ibid., p. 642.) Sobre
esta base reclama Kant entre otras cosas el carácter absolutamente público de las
decisiones políticas y la abolición de la diplomacia secreta en una república ideal
(basada en el derecho).
53
Vamos, por lo tanto, a hacer abstracción del ejemplo y vamos
a estudiar el problema mismo. Kant habla de consecuencias «im
previstas». Si la consecuencia es efectivamente imprevisible, si
es imposible prever siquiera la probabilidad de una de las conse
cuencias. entonces Kant tiene razón: la consecuencia no se pue
de imputar moralmente a una persona concreta. Pero si se puede
prever la consecuencia —al menos su probabilidad—, esto es, si
hay personas que la pueden prever y además aportar argumentos
racionales, lo que, de todos modos, dado que se trata del futuro
no es nunca más que una probabilidad, entonces también es posi
ble imputar moralmente la consecuencia. Jurídicamente, empero,
sólo es posible hacerlo así cuando existe realmente una relación
causal entre la acción y la consecuencia. (El ejemplo de Kant
no es convincente, por lo que se refiere a la responsabilidad ante la
«justicia pública»: no sólo porque entre la mentira de su supuesto
héroe y el asesinato existe aún menos relación causal que entre la
eventual declaración de la verdad y la mentira, sino también por
que la consecuencia no se podía prever, ni siquiera como proba
bilidad.)14
La posibilidad de im putar a alguien la consecuencia que se de
riva de un acto requiere también la responsabilidad por el cono
cimiento, pero de manera diferente al caso de la acción. Cierta
mente, para mí es posible evaluar mi propia competencia; en el
caso de un acto concreto lo que está en juego no son conocimien
tos referidos al futuro (acerca de los cuales sólo es posible ex
traer conclusiones o extraoolar), sino conocimientos vinculados
al presente. La responsabilidad por el conocimiento, por lo tanto,
es incomparablemente mayor en relación con el hecho concreto
que en relación con la consecuencia.
Por eso hay que ser enormemente cauto cuando las consecuen
cias posibles o probables se integran en la motivación de manera
tal que violentan las normativas autoaceptadas (en el caso co
mentado: «No debes mentir»). Kant tiene toda la razón cuando
dice que no es posible aceptar el punto de vista según el cual la
excepción confirma la regla, porque en el caso de la moral la ex
cepción lo que hace es debilitar la regla (Kant lo dice de manera
más concluyente, esto es, en el caso de la ley no existe ninguna
excepción). El individuo que llega a utilizar a otros, con indepen
dencia de las consideraciones que formule acerca de lo «excep
cional» de su actuación concreta, está en realidad moralmente co
rrompido. Así, pues, si en determinadas situaciones límite violen
tamos la norma debido a la previsión de la probabilidad de una
consecuencia de contenido de valor moral negativo, no podemos
ocultarnos el hecho de que hemos violentado la norma y que ífl34
54
norma es válida. Esto es válido en particular para la violación de
normas abstractas; todavía tendremos ocasión de ver que Kant
elige siempre sus ejemplos en el círculo de las normas abstractas.
El razonamiento kantiano rem ite en realidad —si bien bajo for
mas muy exageradas— a un problema práctico-moral, en cuya so
lución (al menos en la mayoría de los casos) se procederá, sin
duda, con mayor seguridad observando su imperativo que adop
tando como máxima básica un contenido de conocimiento. Los
actos moralmente motivados pueden tener consecuencias am ar
gas, pero también pueden ser igualmente amargas las consecuen
cias (no en el caso aducido a título de ejemplo, sino en general)
de actos llevados a cabo dejando en suspenso la buena motivación,
incluso podría llegar a decirse que es mucho más fácil que así
suceda. Por lo tanto es aconsejable excluir en la praxis moral las
consecuencias de la motivación, aun siendo conscientes de que
con ello corremos un riesgo: el riesgo de consecuencias eventual
mente dañinas. No hay riesgo mayor que la «inserción» de la
consecuencia en la motivación; sin embargo, excepcionalmente hay
que correr este riesgo, como se ha visto en el ejemplo de Kant.
Pero Kant pretende excluir el riesgo de la ética. Su filosofía
moral desconoce esta categoría (por lo menos en lo que se refiere
a los años ochenta la desconoce absolutamente). Pretende estable
cer como hilo conductor de la acción humana una moral que sea
simple, fácil de seguir y totalmente exenta de riesgo. A ello sirve
la ley moral, la fórmula del imperativo categórico. Pero, ¿no se
corre realmente ningún riesgo cuando se sigue la fórmula del im
perativo categórico? 4
35. En la ética kantiana de los afios ochenta, «voluntad» y «libre arbitrio» son
todavía conceptos sinónimos. La separación conceptual de ambos se produce 60
la Metafísica de las costumbres.
36. Kritik der praktischen Vemunft, op. cit., vol. VII, p. 126.
37. Ibid., p. 140.
38. Grundlegung, op. cit., p. 51.
39. Ibid.
40. Ibid., p. 61.
56
formulación. Las prim eras tres fórmulas del imperativo categóri
co se refieren a la determinación de la máxima de la acción,
mientras que la cuarta alude a la determinación de la acción mis
ma. Lo mismo evidencia la secuencia de conclusiones a través de
la que Kant accede a esta cuarta fórmula: «Yo digo: el hombre,
y en general todo ser racional, existe como un fin en sí mismo y
no como un simple medio para ser usado arbitrariam ente por
una u otra voluntad; en todas sus acciones, tanto en las que tie
nen que ver consigo mismo como en las que afectan a otros seres
racionales debe ser considerado en todo m omento también como
un V
fin Kant percibe en tan gran medida esta diferencia que
considera necesario estipular extensamente por qué esta últim a
fórmula no es de naturaleza material, mientras que en los casos
anteriores no procede a explicaciones de este tipo. El punto de
partida de la explicación es la formulación de lo que es m aterial
y lo que es formal: «los principios prácticos son formales si hacen
abstracción de todas las finalidades subjetivas; son materiales
cuando toman a éstas y por ende a determinados mecanismos mo
tores como base.»4' Como el imperativo señala que el hombre
no ha de ser un simple medio para el hombre, se hace efectiva
mente abstracción de cualquier finalidad subjetiva, por lo que
este imperativo es también formal.
Pero esta argumentación no puede ser aceptada, tampoco pre
cisamente desde el punto de vista de Kant. Porque si el criterio
del carácter form al es efectivamente la demanda de que se haga
abstracción de la finalidad subjetiva, entonces toda objetivación
moral y toda norm a —particularmente toda norma abstracta—
son formales; entonces todos los contenidos de los que Kant que
ría hacer abstracción deberán ser definidos como formales. Si de
cimos: «El hom bre debe ser valiente» o «Es un deber del hom bre
ser justo», o incluso «No debes hacer ninguna imagen ni ningu
na metáfora», hacemos tanta abstracción de las finalidades sub
jetivas del sujeto como cuando decimos: «El hombre no debe ser
un simple medio para los demás.» La cuarta fórmula del impera
tivo categórico de Kant es una norma igual que cualquier otra
norma ética. Una vez que se ha eliminado de la ética toda norm a
de contenido y se asume la ley moral como efectivamente for
mal, no se puede adm itir entre las fórmulas del imperativo cate
górico ninguna que se distinga en nada de las otras objetivacio
nes morales.
Pero la cuestión no estriba en que Kant haya «incluido» esta
fórmula entre las otras, ¡hay más aún! Es que de esta norma es
de la que él deriva realmente el imperativo categórico. Su razona
miento es el siguiente: si existiese un «fin en sí mismo» en gene
ral, «la base de un posible imperativo categórico, es decir, de412
57
una ley práctica, estaría en él y sólo en él».4* Kant da por sen
tado así que el hombre, en tanto que ser racional, es un fin en
sí mismo y es en él donde fundamenta el imperativo categórico
junto con todos los criterios formales. Ya se ha señalado anterior
mente que no es posible eliminar por completo de la ética el cri
terio de contenido, por lo que Kant se vio obligado asimismo a
introducir un valor ético de contenido para formular su impe
rativo. Desde un punto de vista teorético puede que esto sea in
consecuente, pero se trata de una inconsecuencia genial
Consideremos ahora las tres primeras fórmulas del imperativo
categórico que son efectivamente formales y cuyo criterio, por lo
tanto, se basa exclusivamente en la posibilidad de generalización
de su máxima.
En cuanto a su propia naturaleza, las tres tienen el rasgo co
mún de que el imperativo no se refiere a la acción misma, sino a
la máxima de ésta. Esto es algo evidente, por otra parte, dado
que su núcleo esencial consiste en la validez general Pero la ac
ción, el acto, se vincula siempre con una situación concreta, se
produce en un proceso concreto de decisión; la acción misma no
puede ser formalmente general. Si un señor feudal libera a sus
siervos en base a la máxima «Soy favorable a la igualdad jurí
dica de los hombres», la máxima en cuestión puede ser generali
zada: puede querer que la máxima en base a la cual ha actuado se
convierta en principio de la legislación general.4344 Está claro que
no puede pretender que todos liberen a sus siervos, porque no
todas las personas tienen siervos. Por ejemplo, los siervos mismos
no pueden actuar como él, pero sí pueden tener la misma máxima.
Además ese señor feudal formula la máxima en base a la cual
actúa no sólo con referencia a la liberación de los siervos, sino en
general (de un modo válido para todos los casos). Como hemos
visto, sólo la cuarta fórmula del imperativo se refiere al hecho
mismo. Se trata aquí de un criterio en base al cual puede me
dirse cualquier hecho, pues lo «formal» y lo que se refiere al
contenido coinciden en él. (Quien libera a sus siervos evidencia
con hechos que el hombre no puede ser un simple medio para
otros hombres.)
Simmel tema razón afirmando que Kant preguntaba siempre
sólo qué es el deber, pero no qué es mi deber. No obstante, esto
no supone, contra lo afirmado por Simmel, que la pregunta por
mi propio deber quede fuera del horizonte de la filosofía moral
kantiana. En sus consideraciones, Simmel pone entre paréntesis
el hecho ya señalado antes de que las fórmulas del imperativo ca
tegórico se refieren a la máxima de la acción y no a la acción
misma. La máxima estipula efectivamente qué es «el» deber, pero
58
es en laacción donde realiza cualquier persona su propio deber
(la acción es siempre individual). K ant señala que sólo es posible
cumplir el propio deber cuando se le somete al concepto de «de
ber» (el imperativo). Todas las fórmulas del imperativo categórico
se inician ciertamente con la palabra «actúa»; pero mi acción sólo
puede ser realización de mi deber, pero éste no es general, ni
puede incluso serlo.
Sin embargo, éste no es el único punto en el que Simmel ma-
lentiende las fórmulas del im perativo categórico y su función en
la filosofía moral kantiana. Afirma, así, que las fórmulas del impe
rativo categórico no suponen en el fondo sino la formalización del
vieio principio de que no hay que hacer a los demás lo que no
quieres que te hagan a ti. Pero ésta es sólo una «máxima de la
inteligencia» y es, como tal, rechazada por Kant. Claro que aquí
no habría todavía contradicción con la consideración de Simmel
según la cual K ant form ularía sutilmente este mismo im perativo
bajo la form a del imperativo categórico, limitándose a rechazar
en tanto que motivación la fórmula de la máxima de la inteligen
cia. Ahora bien, Simmel no tiene en cuenta la expresión «en todo
momento* que aparece con tanto énfasis en la fórmula básica del
imperativo categórico. Las máximas que se elevan al nivel del im
perativo categórico son intemporales y sólo pueden elevarse a
este nivel cuando me propongo que sean en todo m om ento prin
cipios de leyes de carácter general. No tienen en absoluto rela
ción alguna con m i propia vida y su temporalidad. No elijo la ve
racidad como máxima para que no se me mienta a mi, sino al
objeto de que la máxima de la veracidad se convierta en una ley
general: en todo momento y para cualquiera.
Simmel sigue argumentando que las fórmulas del im perativo
categórico no son en general fórmulas morales; en definitiva, po
dría elegirse como máxima la de tutear a todo el mundo y querer
luego que esto se convirtiese en principio de una ley general.45
Pero esta observación crítica es completamente irrelevante. Sin
duda, afirma K ant que sólo aquello que es conceptualmente ge
n eralizare puede convertirse en máxima de la voluntad pura.
Pero, por otra parte, jam ás dijo que todo lo que fuese conceptual
mente generalizable era asimismo adecuado como máxima de la
voluntad pura. Y por lo que hace a este problema, excluye por
principio de las leyes morales todas las máximas relativas a los
usos. Los usos, desde luego, son generalizares en principio, pero
no es posible aplicarles en general las categorías de «permitido»
o «no permitido» (todo lo que se ajusta a la ley está permitido,
lo que la contradice no lo está). La voluntad relacionada con los
usos no es además «buena voluntad», voluntad moral. Y puesto
que el propio Kant hizo uso innumerables veces de esta limitación
por ejemplo, al excluir los usos religiosos de la serie de máxi-
59
mas del imperativo categórico, aun cuando éstas son, obviamente,
generalizables en el plano conceptual— resulta casi risible poner
en cuestión las fórmulas del imperativo categórico en este punto.
Pero comparemos las primeras tres formulaciones (formales)
del imperativo categórico entre sí. No cabe duda es evidente ya
a la primera ojeada— de que entre las primeras dos y la tercera
existe una diferencia substancial. Si yo quiero que la máxima de
mi voluntad sea principio de una legislación general o que se
convierta en ley general, formularé la máxima de mi acción des
de el punto de vista del mundo inteligible. Si quiero que mi máxi
ma se convierta en ley, eso no significa sino que quiero que todos
deban actuar según esta máxima, que ha de ser la máxima de
cualquier individuo que actúe y que cualquiera debe poder actuar
según el imperativo categórico. La tercera fórmula, sin embargo,
se refiere a la relación entre el mundo inteligible y el empírico;
debo elegir la máxima de mi acción de tal manera que pueda de
sear al mismo tiempo que se convierta en ley natural general. La
fórmula «deber hacer» se complementa aquí con la fórmula «de
ber ser». Naturalmente las leyes naturales del mundo empírico no
son las leyes de la libertad. Por eso reviste aquí —y sólo aquí—
la cláusula limitativa «como si» un papel: «Actúa como si la máxi
ma de tu acción hubiese de convertirse por tu voluntad en una
ley natural general.» (Subrayado mío, A. H.) No existe ninguna
relación causal demostrable (cognoscible) entre el mundo inteligi
ble y el empírico, pero una relación de este género, como ya se
ha señalado, no puede excluirse. A esta relación nunca demos
trable, pero siempre posible, hace referencia la tercera fórmula del
imperativo categórico.
Kant intenta formular una ética teorética que cumpla también
para cualquiera una función de código. El imperativo categórico
se entiende como una fórmula sobre cuya base sea posible mover
se con seguridad en el mundo de la moral; siguiéndola se hace
posible moverse con seguridad en el mundo de lo «permitido» y
lo «no permitido», de lo «bueno» y de lo «malo». La cuestión es
si el imperativo categórico cumple esta función o no.
Algunos factores han de despertar de inmediato nuestra descon
fianza. El primero es, sin duda, la elección de ejemplos que hace
Kant. Si introduce un ejemplo de la utilizabilidad —y de la utili-
zabilidad con seguridad— del imperativo categórico, lo hace siem
pre con referencia a la mentira y la sinceridad. Incluso el conoci
do (y no muy glorioso) ejemplo del depósito constituye sólo un
subcaso de esto. No debo mentir y negar que alguien me ha deja
do algo en depósito. Bien formulemos nuestra máxima bajo la
forma de «di la verdad» o «no debes mentir», está claro que se
trata de una norma que es abstracta y al mismo tiempo elemental
(es abstracta porque no es una norma de uso, y es elemental por
que su existencia en tanto que objetivación ideal constituye sen
cillamente una condición previa de cualquier convivencia social).
60
La abstracción de la situación —de la situación concreta en que
hay que decidir— (la abstracción de la norm a de uso), que es
característica de cualquier máxima kantiana, se produce aquí, por
tanto, en conexión con una norm a que no puede ser de jacto trans
gredida con carácter de generalidad sin aniquilar toda posibilidad
de convivencia social. Añadamos que existen m uy pocas normas
de esta naturaleza. («Sed generosos» es una norm a abstracta,
pero si nadie fuese generoso, la convivencia social no dejaría por
ello de ser concebible. O a la inversa: la reciprocidad es una nor
ma elemental, pero no puede ser reducida al concepto de una
única norm a abstracta.)
El segundo elemento que resulta preocupante es, sin duda al
guna, que K ant hace depender el simple hecho de si una máxima
puede ser o no im perativo categórico para mí del estado de mi
naturaleza em pírica, es decir, de m i situación. Esencialmente de
todo de lo que ha de hacer abstracción el im perativo categórico.
«No me puedo quitar la vida» puede ser, por ejemplo, la máxima
del im perativo categórico, pero sólo en el caso de que mi incli
nación me lleve al suicidio; si por el contrario amo la vida, enton
ces esa m ism a máxima no puede cumplir la función de im perativo
categórico. «Ama a tu prójimo» no puede ser la máxima del im
perativo categórico, pero «ama a tu enemigo» sí puede serlo, pues
eso sólo es posible superando mi inclinación. De esta forma, el
objeto de la máxima «retrocede» frente a la situación, etc., entre
los determ inantes del imperativo categórico. Pero esto delata una
circunstancia im portante: no es la máxima lo que «prescribe» si
una m áxima puede ser imperativo categórico o no, sino la situa
ción. Más exactamente: así sucede siempre que la norm ativa que
sirve de base de la máxima no es una norma al mismo tiempo abs
tracta y elemental. Pero esto sucede en la inmensa m ayoría de
los casos.
Consideremos ahora un ejemplo de esta «inmensa mayoría».
Por motivos de simplicidad vamos a elegir el caso planteado en la
famosa controversia entre Kautsky y Otto Bauer relativa precisa
mente al im perativo categórico. Los compañeros de un trabajador
han ido a la huelga que está suponiendo enormes sacrificios. La
familia del trabajador pasa ham bre; un hijo se pone enfermo y se
puede tem er que la m iseria reinante en la casa acabe con su vida.
El conflicto del trabajador es, así, si ha de convertirse en esquirol
o no. ¿Qué decisión m oral segura podría preconizar el imperativo
categórico en este caso? Nótese que el concepto de «imperativo»
contiene un elemento «coercitivo» en el sentido de que la ley mo
ral se convierte en un imperativo para nosotros en contra de
nuestras inclinaciones.
El consejo es el siguiente: «Actúa de tal m anera que la máxi
ma de tu voluntad pueda servir también en todo momento como
el principio de leyes de carácter general.» Pero ¿cómo aplicar
lo?
61
1. El trabajador quiere a su familia y está obligado con sus
compañeros. O bien: no quiere aparecer a ojos de su mujer como
el ascsuio del hijo, ni a ojos de sus compañeros como desleal.
En la elaboración de su maxima deberá hacer abstracción de es
tas «inclinaciones». Si es incapaz de hacerlo, le será absolutamen
te imposible elegir una máxima coherente con el imperativo cate
górico; sea cual sea la que elija, desde el punto de vista de la
moral será irrelevante.
2. El trabajador ajusta la situación a la máxima «No debes
permitir que muera tu hijo» (y quiere que éste sea el principio de
una ley de carácter general), pero también elegiría la ruptura
de la huelga por propia inclinación, porque quiere a su hijo; en
este caso actuaría obligado, pero no por deber y no lo hace deter
minado por el imperativo categórico. La acción, de nuevo, carece
de una motivación moral.
3. El trabajador ajusta la situación a la máxima «Sé solida
rio» (y quiere que éste sea el principio de una ley de carácter ge-
neral), pero seguiría también la huelga por propia inclinación ya
que no estima a su familia, y la elevada valoración de su persona
por parte de sus compañeros de trabajo representa para él el
primer «interés»; en este caso actúa obligado, pero no por deber.
No lo hace determinado por el imperativo categórico y, una vez
más, carece de una motivación moral.
4. El trabajador ordena la situación a la máxima «No debes
permitir que muera tu hijo» (y quiere que éste sea el principio
de una ley de carácter general), pero su inclinación sería la de
continuar la huelga; entonces la elección de romperla tiene una
motivación moral y es el producto de la observancia de la ley
moral.
5. El trabajador ajusta la situación a la máxima «Sé solidario»
(y quiere que éste sea el principio de una ley de carácter gene
ral), pero su inclinación sería actuar de esquirol; en este caso,
la opción de seguir la huelga obedece a la ley moral y se trata de
una decisión motivada por la moral.
6. El trabajador ajusta la situación a las dos máximas: «No
debes permitir que muera tu hijo» y «Sé solidario». En la medida
en que esto sea posible, falta la suficiente base de deber, no puede
haber conflicto de deberes. Por lo tanto, sucede no que ambos
sean deberes, sino que ninguno lo es.
Éstas serían todas las posibilidades. La conclusión que se
puede sacar de ellas es: en una situación dada que exige una de-
cisión y en la que hay dos posibilidades distintas de actuar, siendo
en cuanto a su contenido ambas acciones completamente iguales,
las dos pueden estar igualmente permitidas o no permitidas, pue
den ser elegidas obligadamente pero no por deber, o bien elegidas
por deber; así, pues, los dos tipos de acción pueden ser morales
según que a) a qué máxima ajuste mi acción; b) en qué medida
la máxima elegida tenga una base suficiente de deber; c) cuáles
62
sean mis inclinaciones y d) si finalmente mi opción se produce
atendiendo a máximas.
El único «consejo» que se puede dar es: elige una máxima de
la que desees pueda convertirse en la base de una ley de carácter
general y m antente atento a no perm itir que ninguna inclinación
particular tuya intervenga entre los factores determ inantes de tu
voluntad. Con este «consejo», en realidad, lo que se hace es repe
tir la fórmula del im perativo categórico; dicho de otro modo, no
se trata en absoluto de un consejo relativo a qué hay que elegir,
sino tan sólo a lo que debe m otivar al individuo en su elección.
Pero si intentam os ayudar en esta ocasión a K ant —de la
misma m anera que él se ayudaba a sí mismo muchas veces— re
curriendo a la única fórm ula de contenido del im perativo cate
górico, cifrada en que el hom bre no debe ser un sim ple‘medio que
utilicen los otros hombres, la situación que se presenta es la si
guiente. Si me decido por la familia y me convierto en esquirol,
hago de mis com pañeros un medio e ignoro lo que hay en ellos,
en tanto que personas, de seres racionales, fines en sí mismos; si
me decido contra mi familia, ésta es degradada a un medio: a
medio de la idea de solidaridad. No puedo hacer ni una cosa ni la
otra, am bas opciones están prohibidas. Aquí no sirve de nada la
cuarta fórm ula del imperativo.
Así, pues —repitám oslo— sólo podemos tom ar consejo en lo
relativo a la elección de la motivación, en absoluto en lo tocante
a la elección de la acción misma.
En lo que sigue vamos a poner entre paréntesis la función de
la inclinación en la elección de la máxima (la inclinación como
contraindicador), pues todavía nos hemos de referir a ella en el
siguiente apartado. Limitémonos por ahora a la elección de la
máxima.
Ya lo sabemos: debemos elegir las máximas del im perativo ca
tegórico de tal m anera que no sean «máximas de la inteligencia»,
sino máximas morales, preceptivas para cualquier persona. Cuan
do decíamos que Kant excluye el conocimiento de la esfera m oral
no queríamos afirm ar con ello que excluya la operación de «pen
sar», que la comprensión inteligente falte de la fundamentación de
su ética (como decía Scheler). En la elección de la máxima corres
pondiente la operación de pensar es necesaria, igual como la
«comprensión inteligente». Hay que poner mentalm ente a prueba
si la máxima elegida es realmente apropiada para actuar como
principio de leyes de carácter general.
En ciertos casos esto no es difícil y la comprensión inteligente
puede ser fácil, especialmente en los ejemplos de Kant. He aquí
uno de ellos: se tom a prestado dinero y se miente asegurando que
será devuelto en muy breve plazo a pesar de que se sabe que no
se hará. En este caso están realmente enfrentadas una máxima
de la inteligencia (mi finalidad es conseguir dinero y mis medios
la astucia y la m entira) y una máxima moral generalizable (no
63
debes mentir).* En tales casos hay que seguir realmente el impe
rativo categórico y esto puede formularse —si se quiere— también
en términos «de contenido»: si la cuestión estriba en elegir entre
un valor moral y la ambición particular, se elegirá siempre el
primero.
Pero el problema no está aquí, sino en las máximas realmente
generalizables y de hecho morales. La idea del deber es para
Kant una idea a priori; Kant estima incluso que todo deber con
creto es deducibte de la idea a priori del deber, justamente en
base al criterio formal de la generalizabilidad: del hecho de que
el individuo sabe que tiene un deber (dato de la razón pura) se
sigue que saben también cuál es su deber.
Suponiendo —únicamente suponiendo— que el concepto de de
ber sea realmente a priori, lo segundo no es consecuencia de
lo primero.
Hay una frase en la Fundamentación que delata muy expresi
vamente que Kant tenía la misma impresión. Refiriéndose a los
deberes del hombre dice que se propone enumerar «sólo algunos
de los deberes reales o al menos de los tenidos por nosotros como
tales»*1 ¿Cómo es esto? ¿Qué significa esta distinción entre debe
res «reales» y deberes «al menos tenidos por nosotros como ta
les»? ¿Es posible que algo que Immanuel Kant considere como
un deber no sea «realmente» un deber? ¿Dónde está aquí el crite
rio formal? Con esta frase, ciertamente, Kant delata una verdad:
aquello que nosotros tenemos como nuestro deber se deriva de
nuestra propia elección de valor o, cuanto menos, también de él.
Un individuo puede considerar como su deber algo distinto a otro
o, más exactamente, puede considerar «como el deber» en general
algo diferente. Esto significa que podemos incluir en cada caso
otros deberes en nuestras máximas (en las máximas morales),
pues podemos en cada caso querer que sea otro el que se con
vierta en principio de leyes de carácter general. Pero como la
elección de valor misma no es independiente del conjunto de
nuestra personalidad humana, tampoco es independiente de nues
tras inclinaciones. Por eso juegan nuestras inclinaciones también
un papel en la configuración de nuestro concepto del deber, aun
que no sea de prim er orden o exclusivo.
Ciertamente las cosas serían muy diferentes si se considerase
sencillamente como deber lo que la integración (el grupo) dada
en un momento dado prescribe, en calidad de deber, en su sistema
de usos. Pero Kant hacía abstracción precisamente (con pocas
excepciones) de todos los contenidos de los deberes y por ello ha
cía abstracción de las normas de deber determinadas por la cos
tumbre, porque las estimaba vacías y carentes de validez, pues no467
64
son generales, no son deberes de iguales, sino particulares y no
referidas a la idea de la hum anidad. Por eso mismo, precisamente,
dice Kant que el deber no puede ser derivado de nuestros deberes',
ante al contrario, es deldeber de donde se derivan l
res. La prim era m itad de la afirm ación tenemos que aceptarla; la
segunda, sin embargo, debe ser cuestionada.
Recuérdese el ejemplo anteriorm ente invocado. Colocado en
la tesitura de tom ar una decisión, el trabajador huelguista puede
formular su m áxima (atendiendo a que sea el principio de leyes de
carácter general) de dos maneras. Ningún imperativo categórico
puede decidir cuál es la «auténtica» máxima, cuál articula el
«auténtico» deber, pues am bas lo hacen. Será la elección de valor
del individuo (la determ inación de lo que él considere su deber
primero) lo que decidirá a qué máxima ajustará su acción.
Llegados a este punto, me propongo form ular la antinomia del
imperativo categórico: 1) Las fórmulas formales del imperativo
categórico ponen la acción m oral efectiva en manos del caos;4*
2) Las fórm ulas del im perativo categórico introducen la dictadu
ra jacobina de la morad.
65
que en lo relativo a los actos de los demás, como ya hemos visto,
no podemos saber si se han producido por deber o sencillamente
de manera obligada, carecemos de criterio moral para enjuiciar
efectivamente la actuación de las otras personas. Kant descarta la
manera de enjuiciar a las personas usual en el sensus communis
moral —que es la única adecuada— y que consiste en deducir la
moralidad de una persona a partir de una serie de actos suyos,
de la tendencia común a una sucesión de actuaciones por su par
te. Dado que todo acto individual es punto y aparte, no hay lugar
para admitir el procedimiento del sensus communis en la con
cepción kantiana.
2. a) Las fórmulas formales del imperativo categórico intro
ducen la dictadura jacobina de la moral en lo tocante a la elec
ción de la verdadera acción del sujeto. Que ninguna de nuestras
inclinaciones deba afectar a nuestra consciencia en la elección de
nuestra máxima, que no pueda ni siquiera constituir un coeficien
te en este proceso, no significa otra cosa sino la dictadura moral
de la idea sobre la totalidad de la persona. El sometimiento total de
la particularidad a la idea no«apacigua» a la particularidad, la
avasalla; la particularidad no es dirigida «democráticamente», sino
dictatorialmente. La particularidad «avasallada», desde luego,
nunca podrá ser moral; siempre «resistirá/porfiará» —forzosa
mente— a la idea. Kant no niega esto en absoluto; la lucha
contra las propias inclinaciones es un trabajo de Sísifo que em
pieza siempre de nuevo y no puede llevar jamás a un triunfo com
pleto.
2. b) Las fórmulas del imperativo categórico introducen la
dictadura jacobina de la moral en el enjuiciamiento de las accio
nes de los otros. Aun cuando esto no suceda así necesariamente
desde el punto de vista de la teoría en su conjunto, de facto
sucede siempre así. Si alguien elige antes de actuar una máxima
(que, como ya hemos visto, se basa en la propia elección de valor)
y la convierte en la base del imperativo categórico, deseando que
sea el principio de leyes de carácter general, tiene derecho a con
denar a todos los que eligen una máxima distinta para actuar,
como perpetradores de un acto «no permitido». Esto es fácil de
comprobar si volvemos al ejemplo kantiano del hombre cuyo ami
go se encuentra amenazado por un asesino. La máxima suprema
de Kant es: No debes mentir. Pero, en principio, cabe muy bien
imaginar que el hombre en cuestión ajuste la situación a esta
otra máxima: La vida humana es el valor supremo. Y consiguien
temente que desee que éste sea el principio informador de leyes
generales. Sin embargo, esto es imposible desde el punto de
vista de Kant. Kant juzga a ese hombre según su propia máxima
y por eso su juicio reza: no está permitido a nadie mentir; con
siguientemente, el sujeto que salva a su amigo no pudo actuar se
gún el imperativo categórico. El imperativo categórico plantea
así la exigencia de que yo juzgue según mis propias máximas (mis
66
propios motivos ideales) los actos de otros cuando éstos tengan
motivos diferentes.
Hemos hablado de antinomias del imperativo categórico y va
mos a fundam entar ahora esta afirmación. Esta contradicción, en
efecto, es la consecuencia de la m anera en que Kant resuelve la
antinomia entre libertad y necesidad tanto en la Crítica de la ra
zón pura como en la Crítica de la razón práctica. En la Crítica
de la razón pura, la solución consistía en la bipartición del mun
do: la autonomía es sólo una apariencia, pues en el mundo inteli
gible se es libre, pero en el empírico se está sometido a la nece
sidad. En la Crítica de la razón práctica la resolución —recuérde
se— reza así: el mundo empírico no puede afectar en modo algu
no al mundo inteligible, pero al mismo tiempo es posible (aunque
no demostrable) que el mundo inteligible dicte sus leyes al mundo
empírico.
Sin embargo, la antinom ia entre libertad y necesidad no puede
ser «superada» teoréticam ente; el antagonismo que late en ella,
su estructura antinóm ica, en efecto, no procede en realidad de
un uso incorrecto de la razón, sino de la naturaleza misma de la
sociedad burguesa. La resolución de la antinomia sólo puede acae
cer en la praxis y sólo a través de la creación de un mundo que no
se mueva en esa antinomia. En forma de idea Kant mismo for
muló ya esto, explicando que el mejor mundo es la idea derivada
del bien supremo. Según esto, la antinomia entre libertad y ne
cesidad sería soluble (aunque esto es sólo pura idea) si el mundo
inteligible dictase efectivamente sus leyes al mundo empírico, si
la idea de la hum anidad se «realizase».
Que esta antinom ia pueda superarse prácticam ente o no, el
hecho cierto es que teoréticam ente es insoluble. Por eso mismo
se reproduce en el propio imperativo categórico —en sus fórm ulas
formales, en la utilización de estas fórmulas formales— idéntica
antinomia. Pues la contraposición entre caos moral y jacobinismo
moral es una consecuencia directa de esta antinomia, una expre
sión de la m oral de los individuos aislados unos de otros, una
situación en la que la libertad sólo está presente en el «dato» de
la consciencia del individuo (por lo que puedo, en principio, juzgar
a los demás, por lo que les juzgo de jacto en base a mis propias
máximas susceptibles de generalización). Es la expresión de la mo
ral de individuos que en sus actuaciones sociales están sometidos
a leyes sociales que funcionan como leyes de la naturaleza; por
eso no sólo sus inclinaciones deben estar «avasalladas», sino que
también este proceso debe comenzar cada vez de nuevo. Repeti
mos: Kant no pudo conseguir la resolución de la antinomia."
En la parte anterior se ha formulado —sin entrar en ella con 49
49. Constituye otra prueba del genio de Kant que se diese precisamente cuenta
de esto (en los años noventa); por eso auspiciaba la abolición del aislamiento del
individuo como condición previa de la abolición efectiva de la antinomia. En lo
que sigue volveremos sobre esta cuestión.
67
mayor profundidad— la observación de que hay que poner en
cuestión el valor ético del imperativo categórico también desde
otro punto de vista. Decíamos que el camino del infierno está em
pedrado de buenas intenciones y, ciertamente, el imperativo ca
tegórico puede llegar a impartir la absolución por los pecados
cometidos —incluso más que la absolución—, llegando al extremo
de valorarlos positivamente desde un punto de vista ético. Ob
viamente, pensamos en casos en los que la máxima moral está en
oposición a la máxima de la inteligencia (el interés propio en
estado puro, la finalidad particular). En tales casos puede ser
efectivamente utilizable y orientativo para la acción, sin mas. Nos
referimos a casos en los que la máxima de un individuo entra en
colisión también con las máximas divergentes de otros, o senci
llamente con la felicidad de los otros.50
Piénsese, a título de ejemplo, en una persona que tenga entre
sus máximas morales la de que los pecados deben mostrarse abier
tamente y que además pretenda que esto sea principio de una ley
general. ¿Y por qué no tendría que quererlo? La máxima respon
de plena y totalmente a las premisas del imperativo categórico.
Sobre la base de una máxima así la persona en cuestión seña
lará a otras personas, al estar convencida de que son culpables.
El sereno entendimiento humano planteará en tal caso preguntas
relativas a las circunstancias, a los «contenidos». ¿Qué tipo de per
sona se señala? ¿Un asesino? ¿Un ladrón? ¿Un perseguido políti
co? ¿Qué circunstancias rodean el caso? O sencillamente: ¿por
qué causa, con qué finalidad ha hecho lo que ha hecho? ¿He des
cubierto su culpa por casualidad o es que recurría precisamente
a mí? Pero el imperativo categórico, como sabemos bien, hace por
su propia naturaleza abstracción de la situación, pues en otro
caso no podría ser principio informador de leyes de carácter
general. Sin embargo, precisamente porque hace abstracción de
la situación, del caso concreto, puede su observancia (como en
este caso) convertirse en un pecado en la acción real a los ojos
de cualquiera que observe los hechos y juzgue con serenidad. Si
nos quisiéramos atener consecuentemente a las fórmulas formales
del imperativo categórico, todo pecado cometido obedeciendo a
una motivación ideal debería ser valorado positivamente.
Kant niega que el sentido moral o el amor puedan dirigir de
manera fiable mis actos. Esto también es verdad. No hay ningu
na garantía de que el amor o el «sentido moral» no puedan ser el
origen de pecados (sabemos por experiencia que esto es posible).
Pero ¿por qué la idea moral debería ser una guía más segura de
nuestras acciones? Porque Kant supone que la razón no puede es
tar viciada. ¿Es esto así, empero? ¿Acaso no sabemos —también
por experiencia— de innumerables pecados cometidos por motivos
68
de carácter ideal? ¿No sería mejor, en un sentido moral, que la
razón no fuese en tales casos autónoma, sino que estuviese «afec
tada por los sentimientos», es decir, que obedeciese la voz del
amor y del sentido moral? No queremos decir que la hipótesis de
una «dirección» por parte del imperativo categórico comporte un
riesgo mayor que en el caso de dejarse guiar por el amor o el
sentido moral; lo que se quiere señalar es sólo que el riesgo es
como mínimo igual. Kant quería eliminar el riesgo moral de la
ética, pero es imposible excluir a éste de cualquier ética.
Sin embargo, es posible dar una respuesta a la pregunta acer
ca de en qué estriba el menor riesgo de la acción en base al impe
rativo categórico (debido a una motivación ideal general) o, en su
caso, el mayor riesgo. Indudablemente, el riesgo es menor en el
caso de conflictos propios de la vida cotidiana (burguesa); es ma
yor en el caso de situaciones conflictivas no cotidianas, situaciones
límite, conflictos de deberes contrapuestos. Mientras se trate de
saber si puedo estafar a mis clientes, distraerle algo a mi padre
(por el gusto del dinero), mentir a mi profesor (para evitarme un
castigo), golpear a mi mujer (porque eso me divierte), prohibir a
mi hijo su anhelado matrimonio por amor (para hacer demostra
ción de mi poder), mientras se trate de cosas así, la opción del
imperativo categórico como motivación para la acción comporta
de hecho —al menos tendencialmente— una garantía moral. Con
seguridad el riesgo es entonces menor que si me dejase llevar por
mis inclinaciones. Pero en cuanto las decisiones morales no han
de fallarse en el plano de la vida cotidiana (véase el caso del acu
sador), en situaciones límite (véase el caso de si está permitido
mentir a un asesino que pregunta por mi amigo) o en casos de
conflicto entre deberes contrapuestos (véase la situación del obre
ro huelguista), entonces la observancia del imperativo categórico
—siempre que realmente exista la posibilidad de hacer tal cosa, si
hay una «base de deber» suficiente— presupone correr un riesgo
mayor —al menos tendencialmente— que la observancia de incli
naciones como pueden ser el amor o el sentido moral.
En los años 80, Kant partía efectivamente de la vida cotidiana
burguesa: todos sus ejemplos permiten concluir esto. Y en esta
medida apelaba legítimamente a la fuente moral primera de nues
tra acción, a la generalidad de la ley moral considerada como
el «medio contrarrestante» más digno de confianza de nuestras in
clinaciones. Traduciendo ahora el imperativo categórico kantiano
al lenguaje de la vida cotidiana, al objeto de iluminar el sentido
de su función en ésta, la formulación resultante sería: si sabes lo
que sería correcto hacer, pero tus intereses particulares, sin em
bargo, te empujan a hacer una «excepción» y «dada la situación»,
con vistas a conseguir tus objetivos, a no hacer a pesar de todo
lo que sería correcto hacer, si te propones dejar en suspenso los
valores que aceptas en general y para todos «excepcionalmente»
y «sólo por una vez», entonces ¡no debes hacerlo! Haz siempre lo
69
que desde tu punto de vista es «bueno» en general y para todos,
procediendo sin contemplaciones para con tus objetivos y deseos
concretos, y esto debes hacerlo aunque actuar así te cause dolor,
aunque sea difícil y penoso; sólo entonces podrás llamarte hom
bre libre, auténtica persona, ser racional. Esto es lo que hay que
decir; en situaciones así no se puede decir más (ni nada más
veraz).
En las épocas en las que la sociedad burguesa funciona regular
mente «sin contratiempos», la mayoría de las personas se encuen
tra sólo excepcionalmente en situaciones límite; los conflictos en
tre deberes contrapuestos o los casos extremos son asimismo ra
ros. Más frecuentes y continuos son los casos, sin embargo, en los
que su actividad cotidiana tiene (pro o contra) un contenido de
índole moral. Por eso, si concebimos las situaciones que exigen
una decisión de manera por así decirlo «estadística» (para lo
cual estamos legitimados en el espíritu de Kant, puesto que él
mismo opera con estadística moral), entonces podemos decir:
tampoco nosotros podemos ofrecer como hilo conductor moral
de la acción sino la motivación moral, esto es, el imperativo ca
tegórico. «No podemos ofrecer nada mejor», en definitiva, signi
fica sólo que él «mantenimiento de la pureza» de la motivación
moral en la vida cotidiana de la sociedad burguesa sigue consti
tuyendo el criterio más digno de confianza para una acción dota
da de un contenido positivo de valor.
La misma motivación moral, sin embargo, es asaltada por ries
gos, como ya hemos visto, y se tom a incierta en cuanto se trata de
conflictos morales no cotidianos; éstos devienen —también esta
dísticamente— «masivos» en las épocas en las que la sociedad
burguesa deja de funcionar «sin contratiempos»: en las épocas de
conflictos sociales, que arrastran a una parte importante de la so
ciedad, y en las épocas de guerra. El Immanuel Kant de los
años 90 llegó exactamente a esta conclusión. La Revolución fran
cesa no era para él simplemente un problema político, sino tam
bién un problema moral. Precisamente por eso incluyó también
conscientemente en su ética valores básicos de contenido.
5. INCLINACIÓN Y DEBER
70
sino también y al mismo tiempo empírico, no puede tener una vo
luntad santa.
Que la finalidad (el objeto, su contenido) no pueda m arcar
nuestro deber, que no pueda determinam os, que no pueda seña
lar lo que debemos hacer, se debe —según Kant— a que la fina
lidad (el objeto) es siempre finalidad y objeto de nuestras in
clinaciones. Desde este punto de vista es totalm ente indiferente
que se trate de representaciones sensibles o racionales. En este
razonamiento se basa la crítica kantiana del estoicismo. Si digo
que el objetivo de mi vida es saciarme siempre en la comida o
conocer el mundo, la estructura del comportamiento que guían
estas máximas es la misma. La diferencia reside «sólo» en que
en el prim er caso sitúo mi felicidad (individual) en la saciedad de
alimentos y en el segundo en el conocimiento: pero en ambos ca
sos la aspiración a la felicidad individual es el correlato subjetivo
de mi objetivo y el motivo de mi acción es «la capacidad de ape
tencia inferior»; en los dos casos esto, empero, es moralmente ne
gativo.
Kant lleva este razonamiento tan lejos que acaba excluyendo
toda capacidad sensitiva o, lo que tanto da, toda capacidad vin
culada a la sensibilidad de las máximas morales, hasta el punto de
considerarla como un factor negativo en su filosofía moral. Con
ello se sitúa él mismo en un terreno que es inconsecuente con sus
propias prem isas sistemáticas. Ya en la Crítica de la razón pura
clasifica esta capacidad como sigue: capacidad de conocimiento,
capacidad de apetencia, sentimiento de agrado y desagrado. La ca
pacidad de conocimiento concierne a la crítica de la razón pura,
la capacidad de apetencia, a la crítica de la práctica, y el senti
miento de agrado y desagrado, a la crítica del juicio. Consiguien
temente el sentimiento de agrado y desagrado debería ser, desde
el punto de vista de la ética, irrelevante. Pero esta irrelevancia
sólo aparece en la determinación positiva de la moral. La razón
pura no es, en su uso práctico, sino la capacidad de apetencia su
perior, m ientras que el agrado y el desagrado, que siempre con
ciernen al agrado o al desagrado ante la realidad del objeto, no
intervienen para nada en esta determinación positiva.
Esta inconsecuencia de la sistemática es el precio de una con
secuencia en la sistemática. Es decir, la razón, aun en su uso teo
rético, no puede ser afectada por nada que sea sensible; consi
guientemente, esto se excluye también —análogamente— del uso
práctico de la razón. Posteriormente, Kant, sin abandonar en rea
lidad conscientemente estas ideas básicas del sistema crítico, dis
tinguirá radicalmente en lo relativo a la acción moral entre agra
do y desagrado y la capacidad de apetencia inferior. La Antropo
logía, por ejemplo, sitúa el verdadero obstáculo de la motivación
moral exclusivamente en la capacidad de apetencia inferior, mien
tras que el agrado y el desagrado, según Kant, o bien no llegan
a oponerse propiamente a la motivación moral o, si lo hacen, la
71
resistencia sólo es momentánea bajo la forma de un afecto. La
categoría de inclinación es aquí sinónimo de la capacidad de ape
tencia interior, mientras que los sentimientos de agrado y desagra
do ya no entran en la categoría de inclinación. (Desde este mismo
punto de vista distinguirá entre el amor y el amour passion,
calificando al primero de sentimiento de agrado y al otro como
expresión de los apetitos sensuales, como pasión.)51
Sin duda, Kant fundamentó la identificación de los sentimien
tos y la capacidad de apetencia inferior —más allá de la coheren
cia sistemática, de la que podía hacer abstracción cuando sus con
clusiones le llevaban a otro sitio— en la antropología de los
años 80. Dado que todos los individuos son guiados por sus intere
ses y que actúan en función de los principios del egoísmo y de
la propia felicidad, sólo se puede encontrar agrado en lo que da
satisfacción al egoísmo y a la tendencia a la felicidad: sobre todo
en el poder, la posesión y los honores. Para él estaba así fuera de
dudas que el amor, la amistad o aun el denominado «sentido mo
ral» no son sino mero encubrimiento: los hombres, en efecto, sólo
aman por regla general lo que les es útil a ellos, sólo traban
amistad con quien puede servirles como un medio para conse
guir los fines de sus apetencias y el sentido común sólo sanciona
aquello que los hombres, dirigidos por la capacidad de apetencia
inferior, harán de todos modos. Esta descripción kantiana del
hombre empírico (que se vale de categorías de Hobbes y Mande-
ville) significa también que el hombre empírico-sensible no re
presenta absolutamente ningún valor de la especie. Los hombres
individualmente tomados ciertamente pueden —si sus malas in
clinaciones innatas son débiles— tener afinidad sensible con lo
bueno, pero en los «sentidos» no se contienen valores generales y
al mismo tiempo generalizables para toda persona.
Desde este punto de vista no hay ninguna diferencia entre la
Fundamentación de la metafísica de las costumbres y la Crítica
de la razón práctica. Pero desde otro punto de vista sí que hay
una diferencia. Es el relativo a la siguiente pregunta: si no son
las inclinaciones lo que afecta a la voluntad, sino la «razón pura»,
¿perderá la máxima de la acción —cuando se plasme en la incli
nación ulterior dada por el sentido moral o las apetencias— su
condición moral o no?
Sobre la Fundamentación hay que aclarar que Kant, cuanto
menos, no distingue entre las máximas de las acciones en las que
el deber es determinante, pero en las que interviene también
una inclinación (si bien no como motivo del deber) y aquellas en
las que la inclinación es el factor determinante de la elección de
la máxima. «Ser humanitario... es un deber, pero además hay
51. Más adelante tendremos todavía ocasión de ver a qué conclusiones, diame-
metralmente opuestas a la Crítica de la razón pura, conduce a Kant esta concep
ción en la Metafísica de las costumbres.
72
algunas almas tan compasivas, que... encuentran una íntim a sa
tisfacción al serlo... Sin embargo, yo afirmo que en tales casos,
esa acción, por muy fruto del deber y muy estimable que, por lo
demás, sea, no posee, empero, auténtico valor moral.» En cam
bio, si el individuo consuma «la acción en ausencia de toda incli
nación, sólo por deber, entonces y sólo entonces es cuando alcanza
todo su verdadero valor moral».52 Es característico de la Funda-
mentación que los deberes sean determinados sobre todo por el
dato de hasta qué punto se les oponen las inclinaciones, o por la
ausencia de tal oposición. Cuanta menos resistencia oponen las
inclinaciones al deber, más es la acción meramente «obligada» y
menos se ajusta en su ejecución a lo que prescribe el imperativo
categórico.
Pues bien, en la Crítica de la razón práctica el famoso rigoris
mo se bate en retirada. Aparece aquí la tajante distinción entre
la inclinación (agrado) determinante de la máxima de la acción y
la concomitante. Consiguientemente, el actuante es también m oral
aunque haga gozoso lo que le prescribe el deber: el placer acce
sorio no menoscaba el hecho de que la acción fue ejecutada por
deber. Tan sólo se exige que la determinación de la máxima se
«depure» de inclinaciones; el individuo debe preguntarse qué
ha de hacer en la situación dada independientemente de aquello
por lo que sentiría inclinación. Si la máxima resulta determ inada
de este modo, entonces la voluntad del actuante es «pura» sin
perjuicio de que sienta inclinación o no por la acción que ejecuta.
La distinción se desprende también, como es obvio, del tem a
mismo. La Fundamentación, en efecto, se propone construir una
apoyatura para la Metafísica de las costumbres, m ientras que la
Crítica de la razón práctica apunta a determ inar el lugar de la
acción m oral (de la razón práctica) en el interior del sistem a crí
tico. Por eso no necesita Kant enum erar en esta últim a obra de
beres concretos y distinguirlos de lo que es obligado; le basta
con constatar el hecho de que los deberes han de derivarse del
deber, de la observancia del imperativo categórico, m ientras que
la enumeración de los deberes básicos es pertinente en la m eta
física de las costumbres. Pero con toda seguridad pretendía tam
bién corregir aquí la prim era formulación, que le parecía en ex
tremo rigorista, pues en otro caso no se habría ocupado de la
cuestión de por qué pueden aparecer inclinaciones en la ejecución
de la acción prescrita por la ley moral.
Pero Kant sabía muy bien que no hay acción sin estímulos sub
jetivos. Por eso había que encontrar para la capacidad de apeten
cia superior un estímulo subjetivo de esta índole, es decir, en
últim a instancia un sentim iento susceptible de contribuir a la
auténtica obligatoriedad. Este sentimiento —el único sentimiento
moral— motiva al hombre desde el ángulo subjetivo a hacer
73
lo que debe hacerse, a saber la observancia de la ley moral.
¿Qué es realmente esta observancia de la ley? «Realmente la
observancia es la representación de un valor en detrimento de
mi egoísmo», escribe Kant en la Fundamentación.” ¿Representa
ción de qué valor «en detrimento» del egoísmo? Eso se describe
de manera muy bella en la Crítica de la razón práctica: «La ley
moral es sagrada (inviolable). El hombre es, desde luego, bastante
poco sagrado, pero la humanidad inherente a su persona debe
ser sagrada para él... El es, así, el sujeto de la ley moral... Esta
idea de la personalidad que suscita observancia, que evidencia a
nuestros ojos la altura de nuestra naturaleza (por su determina
ción)... echando así por tierra nuestra vanidad, es natural y fácil
mente accesible aun para el entendimiento humano más común.»5354
Éste es, pues, ese valor que ha de despertar la observancia de
cualquier individuo, el valor que «echa por tierra la vanidad» y
que es fácilmente reconocido por el entendimiento más común:
no es otro sino la idea de humanidad. El único sentimiento moral
que poseemos nos mueve a observar en nosotros y en los demás a
la persona humana, pero no en sus particularidades, en sus de
seos egoístas, no en su bajeza —pues nada de éste merece ser
observado—, sino en su libertad y en su singularidad en tanto que
ser de razón. La observancia de la idea de humanidad obliga tam
bién a no utilizar jamás a las personas como un simple medio.
De nuevo se pone de manifiesto, como tantas otras veces hasta
aquí, que todos los valores de Kant proceden de la idea de hu
manidad, que contiene en sí misma las nociones de libertad, igual
dad y ser racional.
Con ello Kant formuló realmente una idea que hizo época; «ha
cer época» no tiene en este caso absolutamente nada que ver con
una mera adjetivación laudatoria. En efecto, Kant descubrió una
exigencia moral realmente vinculante para todo aquél que consi
dere un valor la idea de humanidad (o, con Marx, la humanidad
para sí, la humanidad no alienada). Quien haga esto, deberá guiar
se, sin duda, en la elección de máxima para todos sus actos, to
das las decisiones y todas las opciones que tome por la observan
cia de la idea de humanidad. Pero si alguien que considera un
valor la idea de humanidad elige, aunque sea para un solo acto,
una máxima que esté en contradicción con la observancia de esta
idea, si menosprecia sea cuando sea, en sí o en otro, la condición
de ser racional y libre, entonces no puede haber ninguná duda
de que nos asiste toda la razón para condenarle: la máxima y
su acto estaban prohibidos para él y son, como tales, un pecado.
Bien es verdad que no es posible aplicar este criterio para me
dir la moralidad tanto de los hombres antiguos como de los me
dievales. La idea de humanidad aún no había aparecido y habría
74
sido risible —por contradecir el sentido moral de la época— re
prender m oralm cnte a alguien por no respetar en sus esclavos la
condición de seres racionales y libres.55
Cuando decíamos que quien considera la idea de hum anidad
como un valor debe m antenerse siempre y en todos sus actos
alerta en la observancia de la humanidad, el «deberá» se formula
ba como una condicionalidad (si... entonces deberá). Pero al ha
blar del logro, que hizo época, de K ant hacíamos referencia a algo
más que a esta relación «si... entonces».
La idea de hum anidad (el valor de la hum anidad para sí, de
la hum anidad no alienada) es de hecho la idea práctico-regulado
ra más alta que el hom bre es capaz, en general, de llegar a for
mular. O, por decirlo con m ayor exactitud —y con las palabras
de Kant—, es la idea inmanente más alta. Sólo la idea trascen
dente de Dios puede ser considerada como aún más elevada. Pero
si la planteam os así, entonces —y ahora seguimos el razonamien
to kantiano— privam os a la hum anidad de su bien supremo, la
libertad, el cual, sin embargo, es un componente inherente —más
aún, núcleo esencial— de la idea de humanidad. Por eso según
Kant el concepto de Dios no puede ser una idea m oral regulado
ra (guía de mis actos derivados de la libertad), sino postulado
o ideal o necesidad de la razón pura (Kant lo form ula ora de
un modo, ora de otro). Así, pues, el razonamiento de Kant es: no
es posible concebir una idea reguladora más alta que la idea va
lor de la hum anidad. Pero como no hay nada más elevado y dado
que es previam ente «pensada», dado que aparece previam ente en
la consciencia de la humanidad, «regula» previamente, dirige por
anticipado la acción o al menos puede dirigirla, por eso hay que
decir algo m ás explícito que lo contenido en la relación «si... en
tonces deberá». Queremos form ularlo así: la idea de hum anidad,
una vez aparecida, debe ser aceptada como el valor más alto y
por eso la observancia de la idea de hum anidad debe dirigir nues
tros actos. K ant inauguró con su filosofía una época en la que la
idea reguladora m ás alta debe (y puede) ser observada como
valor director de la acción humana, una época en la que este va
lor es el que ha de m otivar a los hombres en sus actos. Entre
el deber (y el poder) de un lado y la realidad de otro no puede
establecerse ninguna relación causal en el sentido de que los
hombres (o la m ayoría de los hom bres) se guíen en sus actos
realmente por este valor y respeten realmente en sí mismos y en
los demás a la hum anidad.
Pero la observancia de ésta es tam bién el único sentimiento
moral que K ant «admite» en la filosofía moral; todos los demás
son excluidos p o r él. Con m ucha frecuencia se ha censurado que
55. Otro aspecto de la cuestión es que el hombre moderno proyecte el criterio
de la idea de humanidad también a periodos en los que esa idea todavía no estaba
presente: en sus juicios morales no puede prescindir de ella; también desde este
punto de vista elegimos nosotros mismos nuestra historia
75
procediendo de esta manera Kant sacrificó también al amor En
las épocas históricas en las que la Cristiandad ha sido dominante
en Europa, de todos los sentimientos era precisamente en el amor
en el que recaía el contenido de valor más alto. La exclusión del
«amor» indignó no sólo a quienes —de un modo u otro— querían
permanecer fieles a la jerarquía cristiana de valores, sino tam
bién a quienes buscaban en el ser sensible concreto de la espe
cie humana, vista como inmanente lo general y generalizable de la
especie, a aquellos que veían el valor supremo de la especie en
las relaciones interhumanas directas. Así, Feuerbach deriva todos
los valores de la especie de la relación directa entre dos perso
nas y por lo tanto del amor: la identificación del individuo con
la especie no puede ser un proceso puramente ideal, sino un pro
ceso práctico-sensible.
La mayor parte de los críticos verdaderamente relevantes (por
ejemplo también Schiller) ponían a Kant en cuestión en este
punto; la falta no era que demandase demasiado, sino que tenía
demasiado poco por posible.
Tienen razón: el Kant de los años 80 es, ciertamente, en parte
rigorista, pero en parte también un minimalista. El problema
no es sólo que no plantease como un postulado la humanización
de los sentimientos, sino que lo consideraba incluso imposible. Si
anteriormente le habíamos reprochado ignorar que también la
razón puede corromperse, ahora —con no menos carga crítica—
podemos decir que tampoco tuvo presente que los sentidos pueden
humanizarse. De dónde procede este desconocimiento, ya se ha di
cho: para Kant la posibilidad es sólo lo que es para cualquiera,
no im porta quién, posibilidad hic et nunc.
¿Puede decirse esto del amor? Es fácil darse cuenta de que no
está al alcance de cualquiera hallar en el conocimiento la dicha
más alta o conseguir la proyección de una personalidad armóni
ca y multilateral, pero ¿puede decirse que el amor no es una po
sibilidad al alcance de cualquiera? ¿Por qué tendría que realizarse
la igualdad humana antes en la posibilidad de conocimiento de la
ley moral que en la posibilidad de amar a otros?
Kant percibe muy bien esta diferencia y considera, por lo tan
to, necesario dejar constancia reiteradamente: el amor no es un
valor moral (en relación con otras inclinaciones y sentimientos
no siente la necesidad de probarlo tan detenidamente). Una prue
ba: todo amor se dirige a un objeto concreto, por lo que el
amor no puede generalizarse y sólo es posible amar a alguien (o
a algo). Pero esta prueba no constituye ninguna demostración.
Según Kant, por ejemplo, «ser amable» constituye un deber (se
deriva del imperativo categórico y es de carácter general), pero
es evidente, sin embargo, que sólo se puede ser amable en rela
ción con alguien y más aún en la acción concreta, en la relación
con una persona concreta. Por eso la exhortación «sé amable con
la humanidad en general» suena aún más hueca que la de «ama
76
a la humanidad». O tro elemento es que no puede haber exhorta
ción al amor. Pues, o bien el hom bre ama (y entonces carece de
sentido exhortar al am or, pues lo que se hace de todos modos no
puede ser objeto de exhortación), o no ama y entonces tampoco se
puede exhortar a hacerlo porque un sentimiento o está presente o
no lo está; su presencia en mi ánimo no es función de mi volun
tad. En el prim er caso no hay deber y en el segundo estaría fuera
de las posibilidades del hom bre y en contradicción con su concep
to («lo que debe hacerse, tam bién puede ser hecho»).
Esta segunda prueba es lógicamente irreprochable. En efecto,
el am or no puede ser exhortado y lo que no puede ser exhorta
do, tampoco puede ser clasificado como un deber. El amor, por
lo tanto, no es un deber. Pero entonces nos preguntam os: ¿es que
no hay ningún valor m oral (o valores morales) que no pueda (o
puedan) ser descrito (descritos) valiéndonos del concepto de de
ber? Y, perm aneciendo fieles a las ideas de Kant pero apartándo
nos sin duda de sus palabras, ¿es que no hay ninguna ley m oral
que pueda describirse con todas las fórmulas del im perativo cate
górico sin que sea efectivamente imperativa (es decir, una «obli
gatoriedad»)?
Antes de d ar respuesta a este interrogante, detengámonos aún
brevemente en la tercera prueba de Kant. Héla aquí: el am or no
se dirige sólo a lo bueno, por lo que no puede ser constitutivo del
bien. La verdad de la idea está fuera de duda. Pero del hecho
de que el objeto del am or no es necesariamente valor (el am or
no constituye un valor en sí mismo) ¿debe concluirse que el am or
m ismo es un no valor?
Volvamos ahora a la pregunta anterior: ¿qué se puede y qué no
se puede form ular en form a imperativa?
Si elijo como m áxima «Que el am or no sea el motivo de nin
guna acción», se trata sin lugar a dudas de un im perativo; se
guirlo sería un deber, ya que puede expresarse en la fórm ula del
imperativo categórico. Yo puedo indudablemente querer que esta
máxima sea principio de una ley de carácter general. Esto estaría
en consonancia tanto con el espíritu como con la letra de Kant.
Pero la idea de hum anidad que se articula en este imperativo ele
vándose a idea reguladora, es la idea de una humanidad carente
de amor. Ninguna persona en su sano juicio adm itiría esta idea de
humanidad. Es cierto que el am or en tanto que objeto puede con
tener también mal; empero, la idea de una hum anidad sin am or
es absurda y ello aun cuando la cuarta fórmula (de contenido) del
imperativo puede aplicarse sin contradicción a esta máxima: que
no haya am or en la hum anidad no significa, en modo alguno, que
un hombre pueda servirse de otro como simple medio o que pue
da ser un fin en sí mismo. Quod erat demonstrandum: el am or es
un valor en sí mismo.
Tratem os de insertar ahora el am or con una preferencia posi
tiva entre nuestras m áxim as. Indudablem ente yo no puedo decir:
77
«Ama a tu hijo», pues nopuedo querer que esto se conv
principio de una ley general. Esta máxima no arroja ningún im
perativo categórico. Intencionadamente he elegido una m áxima
que siempre es utilizada por los hombres de fació como una má
xima moral, siendo considerada como un valor moral «más na
tural», más evidente. Mi elección era intencionada al objeto de
m ostrar claramente que Kant lleva aquí una idea ad absurdum.
Yo no puedo querer, por ejemplo, que un padre ame a su hijo si
éste es un infame, pues falta el motivo suficiente para la genera
lización. Pero añadamos que no porque los padres —como creía
Kant— quieran «de todos modos» a sus hijos. La máxima «ama
a tu enemigo», señalada por Kant como imperativo categórico,
no ofrece base suficiente para hacer las veces de imperativo ca
tegórico, aun cuando yo no amo «de todos modos» a mi ene
migo.
Sin embargo, consideremos la frase «yo amo el bien». Esto no
es, sin duda, un imperativo; yo no puedo decir: «hay que am ar el
bien». Consiguientemente, no es tampoco un deber. Pero si esta
frase no es ningún imperativo, si no puede reducirse a la fórmula-
deber, sí que puede ser una ley mpuedo querer
nía de sentimiento y buena voluntad sea general, puedo querer
una hum anidad en la que inclinación y virtud se armonicen en
cualquier persona. Por mucho que contradiga en este punto las
palabras de Kant, creo no alejarme demasiado de su espíritu.
Porque para él es precisamente la «santa voluntad» lo que lleva
a las inclinaciones de uno a perseguir el bien, por lo que sería
absurdo imponer aquí un imperativo; la santa voluntad es volun
tad moral, pero no está vinculada a ningún deber.
Tampoco afirmo que sea posible en algún sentido una humani
dad provista de «santa» voluntad. Pero dejando esto a un lado
—y acogiéndome de nuevo al espíritu de Kant— sí puedo perge
ñar la idea reguladora de la «santa voluntad» para la humanidad:
la idea de una armonía de la buena voluntad, los sentimientos y
los deseos. Por «inclinación» no entiendo aquí obviamente sólo el
amor (esto era sólo un ejemplo —aunque importante— para ilu
m inar el problema), sino todos nuestros afectos y deseos en ge
neral.
Dejemos testim oniar ahora al propio Kant contra Kant: «La
amistad (considerada en su estado de perfección) es la unión de
dos personas en el mismo amor y estimación recíproca... Sin em
bargo, el hecho de que la amistad es una mera idea (pero práctico-
necesaria) inalcanzable en cuanto a su ejercicio pero digna de
ser perseguida por la razón (como el máximum de los buenos
sentimientos hacia los demás)... en tanto que un honroso deber,
es algo que puede comprobarse con facilidad.» *
Y en una forma aún más general: «...lo que no se hace con56
56. Metaphysikder Sitien, ed. cit., vol. VIII, pp. 608-609. (Subrayado mío, A. H.)
78
gusto, sino como una servidumbre, no tiene, para quien se somete
al hacerlo a su deber, ningún valor interno y no es estim ado...»57589
79
merecen los apetitos. Desaparece la abrupta discrepancia, tan ca
racterística de períodos anteriores, entre su valoración negativa
(en lo relativo a la moral) y su valoración positiva (por lo que
hace al desarrollo de la civilización).
Mientras Kant esperaba anteriormente la realización del esta
do de ciudadanía universal exclusivamente de la motivación de
los apetitos, ahora —aun sin negar que también podían motivar
en idéntica dirección (véase Sobre la paz perpetua)— tendía cada
vez más a la concepción de que el mal moral es también mal prag
mático, que los apetitos pueden afectar negativamente no sólo a
la moral, sino también al desarrollo de la civilización. Sobre la po
sibilidad del estado de ciudadanía universal escribe: «Entre los
obstáculos que el ansia de honores, dominio y posesión ponen a
la posibilidad misma de un proyecto así singularmente en aque
llos en cuyas manos está el poder, figura la guerra...»40 Y en la
Antropología llega a la siguiente conclusión: los apetitos «no
sólo... son pragmáticamente perniciosos, sino también moralmente
rechazables».*601
El cambio que aparece en la valoración de los apetitos es, sin
embargo, expresión de una mutación de mayor calado: la remo-
delación de la antropología kantiana en su conjunto.
La interpretación tan frecuente de que Kant llegó precisamente
en los años noventa (en La religión...) a la concepción del pecado
original y de la «humanidad pecaminosa», es totalmente falsa.
A la idea de que la naturaleza humana (la especie humana empí
rica) es mala, Kant no necesitaba «llegar»: eso era ya de antes
justam ente un elemento capital de su teoría. Lo nuevo en La reli
gión no es la idea de la «naturaleza perversa», sino lo contrario:
la noción de la posibilidad de trascender a esa naturaleza per
versa.
El razonamiento se construye por una triada (De la disposi
ción originaria al bien en la naturaleza humana - De la proclivi
dad al mal en la naturaleza humana - Del restablecimiento de la
disposición originaria al bien en su fuerza). Muy importante en
esta triada es la distinción de los conceptos disposición y pro
clividad. En la categoría «disposición» Kant analiza simultánea
mente y a la vez las posibilidades de los sentidos, de la razón y
de la pura razón, suspendiendo así antropológicamente la rígida
separación entre especie humana inteligible y empírica: funda
menta el concepto de una especie humana homogénea. La especie
humana homogéneamente interpretada (y no sólo el hombre inteli
gible) contiene en sí la disposición al bien. Esta disposición perte
nece por su propia naturaleza a la humanidad, renace con cada
posthumus, muestran, sin embargo, que en sus momentos lúcidos seguía razo
nando acerca de la ampliación de esta tendencia.
60. Kritik der Urteilskrajt, op. cit., vol. X, p. 555.
61. Op. cit., vol. XII, p. 601.
80
individuo humano, es ciertam ente susceptible de alienación (y, de
hecho, se aliena), pero es imposible de suprim ir. La proclividad
se distingue de la disposición precisam ente en que «es fortuita
para la hum anidad en general»,*2 en que «puede ser, desde luego,
innata, pero no cabe representársela como tal».43 La hum anidad
perversa no es sino la humanidad alienada de sus disposiciones
originarias; la proclividad al mal no puede representarse como
innata porque puede ser suprim ida; la disposición al bien puede
restablecerse —en un plano superior.
¿Cuál es el núcleo esencial de la proclividad al mal? La des
trucción de las máximas. No son los sentidos la causa del mal,
pues los pensam ientos mismos son indiferentes y pueden ser uti
lizados igual para el bien como para el mal. Así, no es en nuestra
«naturaleza animal» donde radica el origen de la proclividad al
mal, sino en el intelecto absolutam ente hum ano que produce las
máximas perversas.
El «restablecimiento» del bien tiene dos prem isas: la depura
ción de las costum bres, de las form as de relación entre las perso
nas, su progreso, su reforma, y la revolución de los sentim ientos.
E sta últim a da como resultado un «nuevo carácter»: el nuevo ca
rácter de la hum anidad.
Después de haber elaborado un nuevo concepto de especie
hum ana, un concepto que integra tanto la hum anidad em pírica
como la inteligible y sitúa la oposición entre am bas «humanida
des» como oposición dentro de una unidad, K ant no puede con
tem plar ya la m oral y el progreso (empírico) de la hum anidad
como «independientes» uno de otro. La idea de la hum anidad si
gue siendo «intemporal» en tanto en cuanto no cambia, como tal
idea, al m ism o compás que la hum anidad empírica, sum ida en
un proceso de cambios; y sin embargo, se le puede aplicar la ca
tegoría «tiempo», pues es temporalmente realizable, esto es, la
idea reguladora puede convertirse en idea constitutiva. El hom bre,
empero, ha de querer que se convierta en idea constitutiva y lo
que se quiere, tam bién puede hacerse. El «progreso» (la reform a de
las costum bres, la civilización) no hace, desde luego, necesaria la
«revolución de los sentimientos», pero crea su posibilidad. Cuanto
más avanzada sea esta reform a (cuanto más se desarrolle la hu
m anidad empírica), tanto m ayor será la probabilidad de un adve
nimiento general de esta revolución de los sentimientos, de la rea
lización de la triada, de la configuración de un nuevo «carácter»
de la hum anidad.
Indudablem ente, Kant incurre en reiteradas ocasiones en tras-
cendentalismo en la fundam entación de esta nueva antropología,
si bien no lo hace, como es obvio, de m anera consciente. Así suce
de ya en la suspensión de la rígida separación entre el mundo in-623
81
teligible y el empírico, para no decir nada de las consecuencias
antropológicas y filosófico-históricas de este hecho. «Pues no cons
tituiría un deber tener la intención de consumar una determinada
consecuencia de nuestra voluntad si ésta no fuese posible también
en la experiencia (puede concebirse como consumada o su consu
mación puede considerarse aproximativamente realizada)»/1b“ Que
este razonamiento está en completa contradicción con el sistema
crítico es algo que, ciertamente, no precisa ser demostrado. Incu
rre asimismo en trascendentalismo cuando transforma en un de
ber la fijación del hecho del progreso moral (la fijación de un
hecho que contradice el soporte básico del sistema crítico): «Po
dré, por lo tanto, tener por cierto que el género humano se halla
en un avance constante en cuanto a la cultura, que es su finalidad
natural, y también que progresa hacia mejor en cuanto a la fina
lidad moral de su existencia y que esto puede ser interrumpido
temporalmente, pero nunca quebrado de manera definitiva. No
es a mí a quien toca demostrar esta premisa; es a sus adversarios
a quienes les corresponderá hacerlo con la suya. Pues yo me baso
en mi deber innato... de influir sobre la descendencia a ün de
que sea cada vez m ejor...»6364*
Que la reformulación de la antropología haya de retrotraerse
en prim er término a causas políticas no es un hecho —como ya
hemos señalado— que precise «ser establecido»; el propio Kant
lo afirma claramente en reiteradas ocasiones.
£1 «motivo político» es doble: en Kant actuaban al mismo
tiempo y en paralelo una experiencia positiva y otra negativa. La
positiva era la Revolución francesa; la negativa la reacción —so
bre todo alemana— subsiguiente.
De la Revolución francesa escribe Kant: «Pues un fenómeno
así no se olvida ya nunca en la historia de los hombres porque
ha descubierto una disposición y una capacidad para lo mejor en
la naturaleza humana.»6¿ Y esto mismo es utilizado directamente
en la ética: «Esto, por tanto, y la participación en lo bueno con
afecto, el entusiasmo... da pie... a observaciones importantes para
la antropología: el entusiasmo auténtico se mueve siempre única
mente por lo ideal y dentro de esto por lo puramente moral...
Las remuneraciones en dinero no inspiraban en los adversarios de
los revolucionarios el celo y la grandeza de ánimo que el mero
concepto de derecho suscitaba en éstos...»66 De pronto se pone de
manifiesto y además por boca misma de Kant algo inesperado en
él, a saber, que la pura idea puede despertar en los hombres pa
siones que son incapaces de despertar el dinero, el poder y los
honores; que el hombre, egoísta «por naturaleza», es capaz tam
bién «por naturaleza» de prescindir de todas sus apetencias egoís-
63 bis. Vber den Gemeinspruch..., op. cit., vol. XI, p. 129. (Subrayado mío, A. H.)
64. Ibid., p. 167.
65. Streit der Fakultáten, op. cit., vol. XI, p. 361.
66. Ibid., p. 358.
82
tas y sacrificarse por su causa, de la que espera ninguna utili
dad para sí mismo.*1
Ya nos referiremos más adelante al hecho de que Kant extrajo
de la Revolución francesa aún otras conclusiones —muy distintas
de ésta— para su ética y concretamente la revisión del jacobinis
mo de su filosofía moral. De momento digamos sólo que Kant
aceptó en principio la política de motivación moral, pero estima
ba que eso iba contra la naturaleza humana. «Puede muy bien
darse siempre el caso: como los moralistas... despóticos atentan
de muchas maneras... contra la astucia del Estado, la experiencia
de este choque con la naturaleza deberá llevarles cada vez más
a un rumbo mejor.» “ Seríamos unilaterales si, hablando de la in
fluencia de la Revolución francesa sobre la antropología de Kant,
no tuviésemos en cuenta también esta experiencia. La moral no
debe ser despótica, pues esto contradice la naturaleza humana;
ninguna moral tiene el derecho de decidir en qué ha de consistir
la felicidad del otro.
Obviamente, no sólo la experiencia de la Revolución francesa
decidió en el «giro» dado en la antropología. Acerca del otro mo
tivo escribe Kant: «Lo mejor que se puede hacer es suponer que
la naturaleza del hombre tiende a la misma meta a la que apunta
la moralidad; es m ejor eso que, adulando a las personas revestidas
de poder, calumniar a la humanidad.»" No, Immanuel Kant no
quería calumniar a la humanidad adulando a los poderosos; pre
firió continuar la elaboración de su —una vez considerado ya como
acabado— «sistema arquitectónico». Y lo que es aún más: prefe
ría transgredir su propio sistema que violar su propio imperativo
categórico —cumple con tu deber aun en contra de tu interés, aun
en contra del poder que pisotea todo bien. No conocía verdad
alguna que pudiese estar en contradicción con la virtud; su vida
y su obra constituyen una prueba del primado de la razón prác
tica.
Paralelamente a la nueva antropología iniciaba Kant una nue
va tendencia en su filosofía de la historia. Es verdad que esta nueva
tendencia se apoya en elementos de la construcción anterior y que
algunos de éstos se mantienen también en ella. Así entre los mo
tivos que han de generar un estado de ciudadanía universal pue
den jugar también un papel las nostalgias negativas (si bien de
acuerdo con la nueva concepción no les corresponderá un papel
de primer plano) y, por otra parte, el ideal de Dios (Dios como
necesidad de la razón práctica) es necesario también para la con
figuración de la idea del «mundo mejor». Un elemento nuevo de
cisivo es el hecho de que la moral tiene un papel indeclinable en
la creación del «reino de la libertad» y que el reino de la libertad 6789
67. Kant piensa aquí, muy inteligentemente, no en los dirigentes de la revo
lución, sino en los héroes anónimos, en la gente sencilla.
68. Vber den Gemeinspruch..., op. cit., vol. XI, p. 234. (Subrayado mío, A. H.)
69. Ibid., p. 237.
83
—antes mera idea reguladora— puede convertirse en una idea
constitutiva (ciertamente, forma parte de esta idea reguladora el
hecho mismo de que deba convertirse en una idea constitutiva).
Con ello se transforma desde sus cimientos la idea del proceso in
definido. Mientras que el proceso indefinido aparece en la Critica
de la razón práctica vinculado al postulado de la inmortalidad del
alma, en La religión desaparece por completo de la filosofía kan
tiana el postulado de un alma inmortal. (En la Metafísica de las
costumbres se cuentan entre estos postulados tan sólo la libertad
volitiva y la existencia de Dios.) El «progreso indefinido» es des
plazado del plano del perfeccionamiento moral del hombre el pla
no del perfeccionamiento moral de la especie humana. A partir
de aquí el progreso indefinido significa desarrollo ininterrumpido
de la especie humana hacia la libertad, hacia el reino de la liber
tad. Este reino de la libertad al que tiende el hombre y que, des
de una perspectiva antropológica, significa la abolición de la alie
nación (el restablecimiento de las buenas disposiciones, el tercer
momento de la triada mencionada), es descrito en los siguientes
términos: reino de la virtud, reino de las buenas costumbres, mun
do moral, sociedad basada en las leyes de la virtud.
Posteriormente, Hegel describirá también la historia humana
como un proceso de evolución hacia la libertad. Pero todo un
mundo separa a Kant y Hegel en este aspecto. Mientras Hegel
quiere ver el fin de la historia, la libertad realizada, en la sociedad
burguesa, para Kant la sociedad burguesa es, también por su
propia idea, reino de la necesidad. La historicidad no se constL
tuye en su pensamiento —como tan acertadamente lo ha mostra
do Weygand— sobre todo en la historia que conduce al presente,
sino en la que parte del presente: en los años noventa la filosofía
de la historia kantiana está por completo orientada al futuro. En
la sociedad burguesa está dada tan sólo la posibilidad de un «rei
no de la libertad»; en ella da comienzo el progreso indefinido, que
en un futuro aún imprevisible culminará en su realización. El he
cho de que todavía no vivamos en el reino de la libertad no habla
en contra de la realización del progreso indefinido: «Pues que
aquello que todavía no se ha alcanzado no se vaya a alcanzar ja
más no autoriza a abandonar una intención pragmática o técnica
(como por ejemplo los vuelos con globos aerostáticos); menos
aún un propósito moral que, aun cuando su eficacia sea puramen
te demostrativa y resulte imposible, constituye un deber.»70
No puede negarse que esta concepción contiene algún elemento
quiliástico. Igualmente innegable es que el Kant de los años no
venta relaciona cada vez más los «pecados» humanos con las «con
diciones de vida» del hombre y sobre todo con el hecho de que
no viven en estados de derecho. Por eso le corresponde a partir
de ahora una significación tan destacada al derecho en todo el
84
mundo de ideas de Kant. Debe crearse «la» república, el estado
de derecho ideal en el que la libertad y la necesidad estén fun
didas en el derecho. El estado de derecho kantiano es, desde lue
go, el ideal de la república burguesa (que como tal no se ha reali
zado nunca), el ideal de una república burguesa con absoluta so
beranía popular (donde el pueblo, por ejemplo, decida también
acerca de la paz y la guerra, donde no haya diplomacia secreta,
donde reine una publicidad completa, etc.). Un estado de derecho
absoluto de estas características es en principio, como resulta ob
vio, sólo una idea reguladora (nuestro deber es actuar según la
idea del mismo), pero es susceptible de realización. El estado
de derecho ideal (y por lo tanto la república mundial ideal que se
sigue de él) es en sí, pero sin serlo todavía, el «reino de la liber
tad», constituyendo entretanto la mayor posibilidad de un desa
rrollo moral. El otro obstáculo al desarrollo moral es (como ya
señaló Kant en la Crítica del juicio) el hecho de que las nece
sidades del hombre se desarrollan más rápidamente que la posi
bilidad de satisfacerlas y que el desarrollo de las necesidades ma
teriales se produce más de prisa que el de las disposiciones m ora
les del hombre. Aquí es por así decirlo sorprendido el elemento
quiliástico sobre el que ya habíamos llamado la atención con ante
rioridad, al referirnos a la «revolución» de la moral, a la configu
ración de un nuevo carácter de la humanidad: «y esta situación
es precisam ente la más gravosa y peligrosa para la moralidad
aunque suponga bienestar físico: porque las necesidades crecen
mucho m ás intensamente que los medios para satisfacerlas. Pero
la disposición moral de la humanidad, que... siempre se queda re
zagada respecto de ella... la superará una vez».71
¿Cómo?
Para probar esta posibilidad Kant debía abandonar la concep
ción atom ista que era aún característica de la Crítica de la razón
práctica. En ella todo hombre individualmente considerado com
partía la idea de humanidad (el imperativo categórico), pero los
hombres se relacionaban no con su yo inteligible, sino sólo con su
yo empírico: el yo inteligible era un yo aislado.
En los años noventa aparece como fundamentación de la re
levancia de la nueva filosofía de la historia la idea relativa a la
interacción entre los hombres inteligibles: la idea de la comunidad
moral de los hombres. (Ya se dijo anteriormente que la premisa
antropológica a este respecto constituye la modificación de la con
traposición entre yo inteligible y yo empírico y su transformación
en una contraposición en el seno de una unidad,)
A p artir de ahí la influencia de la moral sobre el mundo em
pírico sólo es concebible bajo la perspectiva de que aparezca una
sociedad de individuos guiados por leyes morales, una «iglesia
moral»: «El dominio del buen principio, en la medida que los
71. Das Ende aller Dinge, op. cit., vol. XI, p. 181.
85
hombres pueden influir en este sentido, no puede alcanzarse, por
lo tanto..., sino a través de la erección y difusión de una sociedad
dirigida por las leyes de la virtud y creada a tal fin; una so
ciedad concebida para albergar en su seno al conjunto del género
humano, guiado por la razón a la renuncia y al deber.»71 En la
medida en que la comunidad moral se generaliza según las leyes
de la virtud, se realiza el reino de la libertad. Accede a su reali
zación plena cuando las leyes de la sociedad moral devienen leyes
públicas y el «estado burgués de derecho» se convierte así en un
«estado ético burgués».
Esto, ciertamente, es la realización plena del «reino de la li
bertad». Pero no sólo entonces cabe hablar de un «reino de Dios»
o de un «reino de la libertad» sobre la tierra. Porque la historia
que comienza, si lo hace en alguna parte, allí donde son recono
cidos públicamente los principios del estado ético, donde echan
raíces, es ya la historia de un mundo ético, del reino de la liber
tad: «Aun cuando la verdadera consecución del mismo se encuen
tre todavía a una distancia infinita de nosotros.»7273
¿Cómo se presenta, entonces, la historia según esto?
Aparece articulada en las siguientes fases: 1) la historia an
terior al estado de derecho, en la que reina «el estado de natu
raleza» en las relaciones interestatales (guerra) y en la morali
dad (dominio ilimitado de los tres apetitos); 2) la época del es
tado burgués de derecho, que crea una base favorable para el de
sarrollo de la civilización y la cultura, propicia la abolición de
la guerra y conduce —en parte por mediación de los apetitos, pero
en parte ya con ayuda de los principios de la virtud— al «estado
de ciudadanía universal». Entretanto crecen las necesidades más
que los medios para su satisfacción y considerablemente más
que el perfeccionamiento moral. Aparecen entretanto ya las «so
ciedades» basadas en los principios de la moral; 3) en algún lugar
son aceptados públicamente los principios de las sociedades mo
rales, se produce la revolución de las costumbres, cambia el ca
rácter de la humanidad, el desarrollo de la moral sobrepasa al
de las necesidades y finalmente aparece en sustitución del estado
burgués de derecho el «estado ético-burgués», el reino de la li
bertad que se realiza en un progreso indefinido.
Como ya hemos visto, la filosofía de la historia de Kant se
apoya en los años ochenta exclusivamente en una perspectiva bur
guesa; la idea de un progreso indefinido desarrollada en estos
años significa el progreso indefinido de la sociedad burguesa. En
los años noventa, sin embargo, Kant trasciende en su filosofía
de la historia a la sociedad burguesa; el objetivo de la historia
universal que se muestra en ella, esto es, el «mundo moral» ya no
es la sociedad burguesa. Por eso la realización de tal objetivo no
86
puede seguir dejándose en manos de la necesidad natural (o de la
adecuación medios-fines de la naturaleza), por eso la sociedad hu
mana constituida a través de la adopción conjunta de los princi
pios morales, la ideareguladora de la humanidad y su volunt
de libertad deben asum ir un papel activo en la configuración de
este mundo.
Volviendo otra vez a los efectos de la Revolución francesa hay
que señalar que su influencia es indudable en la formación de este
razonamiento. Pero estos efectos —como también en el caso de
la antropología— son dobles. Por una parte la Revolución consti
tuía un ejemplo de que la unificación de los principios morales y
jurídicos es perfectamente posible y que los hombres son ca
paces de suspender conjuntamente (en tanto que sociedad en fun
cionamiento) su particularidad en aras de motivos ideales de ca
rácter moral. Pero al mismo tiempo ofreció también un ejemplo
espantoso: la virtud no puede serle impuesta al hombre. Una
sociedad sólo puede acceder a un fundamento moral de manera
libre (por libre voluntad); jamás la codificación jurídica puede ser
punto de partida, sino sólo punto de llegada y resultado de la vo
luntad común de todos. Kant formula muy apasionadamente esta
lección: «¡Pero ay del legislador que quiera imponer con la violen
cia una constitución dirigida a una finalidad de carácter ético!
Con ello no conseguirá sino justamente lo contrario de lo ético
y además socavará y tom ará inseguras sus posiciones políticas.»74
Téngase presente lo que se ha dicho acerca de las antinomias
del imperativo categórico (esto es, que en ellas se reproducen las
antinomias de la libertad y la necesidad). Las raíces aparecen aho
ra bien claramente. Las fórmulas formales del imperativo categó
rico entregan en parte al hombre al caos moral, y en parte intro
ducen la dictadura jacobina de la moral. En la ética kantiana
—en las fórmulas formales del imperativo categórico— se expresa
la antinomia de la estructura de la sociedad burguesa: sociedad
civil (laissez faire) o sociedad política (jacobinismo).
La filosofía kantiana de la historia de los años noventa se pro
pone superar efectivamente esta antinomia, pero eso no es posi
ble en la sociedad burguesa. Por eso Kant trasciende a la sociedad
burguesa. La sociedad que ahora propone como el objetivo de la
humanidad es una que trasciende efectivamente a la sociedad bur
guesa: una sociedad utópica. A partir de aquí la utopia (un
mundo que ha abolido por completo el antagonismo entre liber
tad y necesidad) —por utilizar sus mismas palabras— se convierte
en la «idea reguladora» de su filosofía de la historia.
Y por eso los antagonismos se pueden abolir también en la
ética y además efectivamente. Efectiva, pero utópicamente. En la
concepción inherente a la Metafísica de las costumbres, el viejo
Kant podía introducir los ideales éticos del clasicismo alemán
87
dado que su ética ya no se ajustaba al patrón de la sociedad bur
guesa, porque la idea de la ética había sido «abandonada» por la
utopía.
Pero consideremos esto desde otro punto de vista. En la Crí
tica de ¡a razón pura Kant pensaba la igualdad como inserta en la
libertad. Sólo puede ser moralmente obligatorio aquello que es
igualmente posible para todos. Pero, ¿es igualmente posible para
todos acceder a la «sociedad» de la moral en el marco del estado
burgués de derecho (donde las necesidades se desarrollan más rá
pidamente que la posibilidad de su satisfacción)? ¿Acaso no acce
derán a esta —inicial mente reducida— sociedad quienes están po
seídos por pocos «apetitos» o quienes, debido a sus personales
circunstancias, se ven obligados en una medida menor a lanzarse
a la hobbesiana lucha contra el prójimo? ¿No se restituye aquí
la misma «desigualdad» que en Schiller o en Goethe? ¿Acaso la
educación ética de la humanidad —al menos en sus comienzos—
no se limita, igual que su educación estética, a una élite?
A estas preguntas hay que responder afirmativamente. La so
ciedad de los hombres de intención moral no es más que una isla
en el océano de la sociedad burguesa, igual que la sociedad dé
Wilhelm Meister.
* *
88
desarrollados por el clasicismo alemán, y ante todo por Schiller,
sin por ello abandonar en loesencial los principios
moral desarrollados con anterioridad. Hay que insistir en que no
los abandona en lo esencial, pues ciertas modificaciones en la
concepción básica aparecieron como inevitables.
Una vez que hemos tratado en detalle la estructura básica de
la ética kantiana, vamos a dirigir nuestra atención a aquellas ideas
que experim entaron cambios en relación con la
y la Crítica de la razón pura, considerando los desplazamientos
de énfasis y las modificaciones más sustanciales.
Ante todo, debe señalarse que el objeto de la Metafísica de las
costumbres no es la configuración de la máxima, sino la acción
misma. Se parte de la base que las fórmulas form ales del im pera
tivo categórico son válidas, pero la cuestión ya no es cómo ela
borar una m áxim a de validez general, sino cómo actuar en base
a esta máxima. K ant separa estrictam ente ambos problem as, por
lo que se ve obligado a distinguir tam bién entre libre voluntad y
libre arbitrio. En obras anteriores el concepto de la libre deci
sión aparece sólo al margen y aun entonces voluntad y arbitrarie
dad aparecen como sinónimos. Ahora, sin embargo, la distinción
cobra decisiva im portancia: «la últim a es en el hom bre el Ubre
arbitrio; la voluntad, que no tiene que ver con nada sino con la
ley, no puede ser ni libre ni no libre, porque no se refiere a
acciones, p or lo que es absolutam ente necesaria e incapaz, p or su
parte, de obligatoriedad alguna».”
Pero si la cuestión es la acción misma, el problem a que se
plantea de inm ediato es el de la alternativa. E n caso de determ i
nación de la libre voluntad no puede haber alternativa alguna:
sólo es generalizable una única máxima. Ahora bien, si quiero
aplicar esta m áxim a me enfrento de facto al problem a de cóm o
utilizarla correctam ente, por lo que me encuentro frente a una
elección. N aturalm ente, debo elegir entre bueno y malo; si elijo lo
malo, obro contra m i m áxim a y no la aplico en la práctica. Esto
significa que no soy libre y que mi decisión no es una decisión
libre. Pero tam bién lo bueno puede hacerse de m uchas m aneras
distintas; a p a rtir de la m ism a máxima puedo elegir entre diver
sas posibilidades buenas. Por eso dice K ant que la obligación mo
ral es siem pre un «amplio deber»: dispongo de ion ám bito exten
so para su plasm ación real.
De esta m anera, sin embargo, el conocimiento adquiere una
función en la ética. No aparece como tal en la configuración de
la máxima, pues p ara eso sólo se necesita lúcida comprensión:
la máxima es independiente de mis circunstancias, de la situa
ción concreta, etc. Mi acción, empero, ya no es independiente.
Así, pues, si aplico m i máxima a la realidad, debo saber recono
cer y com prender las condiciones en las que la aplico. Pero que
89
mi acción responda a mi máxima —es decir, que mi moralidad
produzca una buena acción— eso depende en gran medida tam
bién del conocimiento.
Si la cuestión es mi acción y no la intención moral o la bue
na voluntad, aparece en la ética el tema de la responsabilidad
de los propios actos: «Un acto es una acción sometida a las leyes
de la obligatoriedad y, por lo tanto, depende de que el sujeto sea
considerado en ella según la libertad de su propio arbitrio. El
actor es considerado, al protagonizar un acto así, como causante
del efecto y éste junto con la misma acción puede serle atribui
do.» ■ Esto significa, así, que tanto el motivo moral de la acción
como ésta misma —en la medida en que se base en una decisión
del individuo— pueden serle atribuidas al individuo. Éste tiene
una responsabilidad y es efectivamente responsable de sus actos.
En este sentido no lo es sólo de sus máximas, sino también de su
conocimiento, pues de aquí se sigue también —entre otras co
sas— cómo utiliza su máxima a la vista de las circunstancias
dadas.
Si la decisión es la categoría central y el auténtico objeto de
la ética no es la definición de la máxima sino su aplicación en
actos determinados, entonces debemos descartar también la idea
de Kant, ya considerada, según la cual no tengo deber alguno por
falta de suficiente «base de deber», es decir, que en caso de un
conflicto entre deberes, no puedo generalizar ninguno de los de
beres en conflicto. Pero si tengo que actuar no me puedo quedar
parado como el asno de Buridán; por eso dice Kant que «el mo
tivo más fuerte de deber retiene la primacía»11 en tales casos.
Sin duda reintroduce de esta manera el conflicto de deberes en su
ética. Ciertamente, sigue afirmando que ese conflicto no es un con
flicto de deberes, sino de motivos de deber (sólo se convierte en
deber lo que yo he elegido como tal), pero esta distinción sólo es
relevante en relación al sistema teórico; en la práctica da igual
que diga que de dos deberes en conflicto elijo «el más fuerte» o que
diga que de dos «motivos de deber» en conflicto asumo en mi
máxima, en calidad de deber, al más fuerte. En cualquier caso me
toca elegir y corro un riesgo (una obligación) cuando califico de
más fuerte a un motivo de deber y no a otro. (Kant introduce
numerosos ejemplos en sus llamadas «cuestiones casuísticas» re
lativas al conflicto de deberes. Así, por ejemplo, constituye un
deber salvar a alguien que se está ahogando, pero también es im de
ber conservar la propia vida. El motivo de deber que yo considere
más fuerte dependerá de mi elección, pero mi elección, a su vez,
se verá afectada por las circunstancias, tanto subjetivas como
objetivas. Si no sé nadar, el intento de salvar al que se ahoga se
ría un suicidio; el motivo más fuerte de deber, por lo tanto, es801
90
la conservación de mi vida. En cambio, si soy un buen nadador,
salvar al que se ahoga será el motivo más fuerte de deber y así
sucesivamente.) En todo caso, debo decidir y la responsabilidad
por todos mis actos recae en mí.
Recordamos todavía que el punto de partida común tanto de
la Fundament acióncomo de la Crítica de la razón práctica con
siste en: a) ninguna finalidad m aterial puede m arcar un deber
para el sujeto, pues b) toda finalidad m aterial se deriva del egoís
mo y apunta a la propia felicidad; finalmente, c) la finalidad de la
moral no puede ser, por lo tanto, sino el bien suprem o que, sin
embargo, no es una finalidad real, sino puram ente ideal y como
finalidad presupone los tres conocidos postulados de la razón
práctica.
Desde este decisivo punto de vista la Metafísica de las costum
bres difiere de m anera neta de la ética kantiana anterior. No basta
que presuponga tales finalidades materiales; afirma ya que sin el
presupuesto de esas finalidades materiales las fórm ulas del impe
rativo categórico serían vacías, carecerían de contenido. «La fina
lidad es un objeto del libre arbitrio cuya representación determ ina
a éste a una acción a través de la cual se consigue aquélla... Debe
existir una finalidad así y un imperativo categórico que correspon
da a ella. Pues dado que hay acción libre deben existir tam bién
finalidades a las que, como objetos, se oriente aquélla. E ntre es
tas finalidades, empero, debe haber también alguna que sea, al
mismo tiempo, un deber. Pues si no existiesen, entonces todas
las finalidades, dado que no puede haber acción sin finalidad, se
rían para la razón práctica tan sólo medios para otros fines y se
ría imposible el imperativo categório»“
.
El imperativo categórico no podría, así, ser nunca el m otivo
de la acción (la buena voluntad no podría convertirse nunca en
acción) si no se dirigiese a una finalidad objetiva, si no tuviese
objetos materiales. Desde el punto de vista de la acción, la ética
puramente formal aparece como insostenible.
¿Cuáles son las finalidades dotadas de contenido (m ateriales)
cuya representación transform a la máxima en una decisión —una
acción— «correspondiente» al imperativo categórico? «Son: la
propia perfección y la felicidad ajena.»,J El libre arbitrio —guía de
la verdadera acción— cumple así una función «coordinadora»:
coordina las dos finalidades m ateriales con las fórm ulas del im
perativo categórico.
Pero Kant, como ya hemos visto, afirmaba en sus escritos an
teriores de ética que sólo la propia felicidad podía constituir la
finalidad material del hom bre y que toda otra finalidad era impen
sable. Yo creo que es de una claridad palm aria: la formulación
de ambas finalidades como deberes, la idea según la cual la finali-84
84. Metaphysik der Sitien, op. cit., vol. VIII, pp. 514-515. (Subrayado mío, A. H.)
« . Ibid., p . 515.
91
dad material del hombre puede llegar a corresponder en general
con el imperativo categórico, remite al giro de Kant en el campo
antropológico. Para un hombre que sólo puede tener una única
finalidad de contenido —a saber, su propia felicidad— una ética
de tales características sería irrelevante. Al adoptar estas dos fina
lidades materiales y hacer de ellas punto de partida de deberes
de virtud, Kant explica: que es posible que el hombre considere
la felicidad de otros como su finalidad material y que es posible
que la finalidad de contenido del hombre proyectada sobre sí mis
mo se resuelva no en su felicidad sino en su propia perfección.
Y lo que se puede, también se debe. Es posible una corresponden
cia del hombre inteligible y el empírico, pero la premisa de la
buena acción es la realización de tal correspondencia.
Coh la perspectiva de que esta correspondencia es positiva se
transforma también el análisis de la relación entre la razón pura
(el yo inteligible) y los sentimientos humanos.
Kant sigue excluyendo de la configuración de la intención mo
ral toda inclinación particular, y con razón; asimismo, sigue afir
mando que la realización de todas las intenciones morales se rea
liza con «obligatoriedad», ya que una parte de las inclinaciones
ofrece resistencia a la intención moral.
Sin embargo, ya en la aplicación de las máximas a la acción
adquieren un papel los sentimientos, sensaciones e inclinaciones.
En la aplicación del deber pueden ser tomados éstos en conside
ración también, incluso es bueno que así sea.
Es de gran importancia en este contexto que Kant distinga de
manera esencial aquí la categoría de agrado-desagrado (la satis
facción ante el objeto) de la capacidad de apetencia inferior (de
los tres apetitos, de la consideración de la ventaja o el perjuicio
que nos causa). Mientras que los últimos están en contradicción
con el imperativo categórico (no es posible actuar al mismo tiem
po de acuerdo con la virtud y con el egoísmo), los primeros, si
bien no participan en la determinación de la máxima, tampoco
están en contradicción con el cumplimiento del deber. Más aún:
el deber es «dulce» cuando se va a él alegremente, con ganas.
Por ejemplo: «La decisión acerca de cuál de estas perfecciones
físicas, y en qué proporción, comparando unas con otras, deba
hacerse preferentemente finalidad propia y deber del hombre con
sigo mismo, queda reservada a su propia reflexión racional a la
vista del agrado que le produzca un determinado modo de vida y
sopesando, al mismo tiempo, las fuerzas requeridas para ello.»"
Y va aún más lejos: los sentimientos no sólo han de acompa
ñar a la realización de la máxima, sino que además la configura
ción y el cultivo de determinados sentimientos es justamente un
deber humano. «Si bien la compasión (y por lo tanto la congra
tulación) hacia los otros no es como tal un deber... sí que es un84
92
deber indirecto cultivar los sentimientos compasivos (estéticos)
en nosotros.» " ¿Y por qué? «...porque es uno de los instintos que
tenemos por naturaleza hacer aquello que la idea del deber no
promovería por sí sola.»“
De pronto suenan en el «rigorista» Kant tonos que evocan la
alegría que enlaza a millones de personas, tonos schillerianos, que
recuerdan la Novena Sinfonía: «Pero el amigo de los hombres (es
decir, de la especie en su conjunto) es aquel que participa esté
ticamente de la ventura de todos los hombres (que se congratu
la)... en él alienta también la idea y la ponderación de la igualdad
entre los seres humanos; análogamente a los hermanos en torno
a un padre común que desea la felicidad de todos.»"
¡Qué lejos estamos aquí de la reducción de todas las inclina
ciones y sentimientos de la «especie humana empírica» a los tres
apetitos! ¡Qué lejos del Kant que atribuye el concepto de valor
de la humanidad exclusivamente a la razón y niega valor humano-
general a todo lo que es característico del hombre sensorial! Di
cha, amor, agrado, todo lo que se resume en el concepto de pla
cer —y éste es, como ya sabemos, un sentimiento estético— queda
revestido, a pesar de su condición sensible, de un contenido posi
tivo de valor. Las Gracias de Schiller penetran en la ética de
Kant y le dan la mano a la virtud.
El hombre virtuoso ya no tiene que «hacer abstracción» de
todas las «inclinaciones» naturales, ya no se ve obligado a hacer
el bien sin alegría. Sólo ha de purificarse de la «capacidad de
apetencia inferior», pero no de sus características «estético-sensi
bles», que pueden fundirse ahora en la más bella arm onía con
sus virtudes. «La gimnástica ética consiste así sólo en la lucha
contra los impulsos naturales y alcanza su medida cuando es ca
paz de dom inar las tram pas que amenazan y ponen en peligro a la
moralidad.» “
De lo dicho hasta aquí debería desprenderse con claridad lo
que significa la interpretación de los sentimientos como valores
de la especie, una interpretación que suprime la rígida separación
entre el yo inteligible y el empírico. Pero queremos ir aún más
allá. Pues Kant que, como siempre, pensó también consecuente
mente hasta el final estas ideas, extrajo también las consecuen
cias de este cambio en su concepción. En algunos puntos —deci
sivos— de la Metafísica de las costumbres describe estos senti
mientos específicos como precondiciones del imperativo categóri
co. Pensamos, sobre todo, en el capítulo que lleva el título de Con
ceptos estéticos previos de la predisposición sensible para los
conceptos del deber en general.
Desde nuestro propio punto de vista, de los sentimientos esté-8567
85. Ib id .,p . 595.
86. Ibid.
87. Ibid., pp. 612-613.
88. Ibid., p. 626.
93
A
ticos, el sentimiento moral es el más importante. Tampoco ahora
es el sentimiento moral el que configura el imperativo categórico.
Pero es la premisa para que el hombre sea consciente del impera
tivo categórico: «Sin ningún sentimiento moral no existe el hom
bre; pues con una falta total de predisposición a este sentimiento,
estaña moralmente muerto.» Pero la sensibilidad moral no es
otro cosa sino «predisposición del libre arbitrio para ser movido
por la pura razón práctica».** El hombre, en tanto que ser moral,
tiene dos raíces. Una es el imperativo categórico en la razón prác
tica pura, la otra es la sensibilidad moral en el libre arbitrio. De
m anera análoga deviene ahora también la conciencia un senti
miento de la especie. En la prim era ética el imperativo categórico
mismo asumía la función de la conciencia, ahora se convierte en
una capacidad separada: «cualquier hombre, en tanto que ser mo
ral, posee (esa capacidad) originariamente en sí mismo».890
Ya aquí se hace patente en qué dirección apuntan las modi
ficaciones que introdujo Kant con la Metafísica de las costumbres
en su propia ética. Se proponía, conservando su concepción bási
ca, acoger en su ética todos los valores que habían sido desa
rrollados por la otra gran tendencia ética de su época (de Shaf-
tesbury a Schiller y Goethe): el ideal del hombre armónico, la
unión de la virtud y la belleza, la categoría del sentimiento moral
(del sentimiento de la genericidad).
Después de todo esto no puede sorprender que también la «ple
nitud», la «riqueza» del ser humano, el despliegue omnilateral de
las capacidades, obtengan un lugar en esta ética kantiana. «El
cultivo de sus capacidades naturales (espirituales, anímicas y cor
porales) como medio para todo fin posible es un deber del hombre
contra sí mism o.»91 Sin embargo, Kant no olvidaba, llegado a este
punto, que no todos los hombres tienen iguales oportunidades en
este sentido. Por eso mismo llamaba al deber de desarrollar mul
tilateralm ente las propias capacidades «deber imperfecto», es de
cir, un deber que compete no sólo a quienes tienen también la
posibilidad de cumplirlo. «Deber imperfecto» significa, no obs
tante, también: debes cumplirlo hasta donde te sea posible; el
desarrollo de las capacidades es un valor moral y no sólo un valor
guiado por la máxima de la razón. Puede orientarse también a
algo diferente a la utilidad —y en esta medida no pertenece a la
ética—; también se pueden tener finalidades morales-materiales,
pues la virtud y las gracias deben darse la mano.
Cuando nos referíamos a los factores que influyeron en la Me
tafísica de las costumbres, hacíamos mención no sólo del efecto
de la «otra tendencia» de la ética, sino también de las enseñan
zas de la Revolución Francesa, sobre todo del jacobinismo. Sin
94
duda alguna, Kant mismo reconocía rasgos «jacobinos» en su éti
c a anterior, la ética contrapuesta a la moral de la «naturaleza».
Basta recordar lo que escribe en Sobre el tópico acerca de las
consecuencias políticas de la moral despotizante; contra ésta se
alza, y con razón, la naturaleza; por lo tanto, debe corregirse.
Y Kant quería aplicarse la corrección a sí mismo; no quería arti
cular una moral contra la que se alzase la naturaleza, pues «lo
que no se hace con gusto, sino por imposición servil, no tiene para
el que al hacerlo se somete a su deber ningún valor interior y no
es querido, siendo su ejecución evitada en cuanto sea posible»."
Pero las consecuencias son aún más directas. Así, desear la
felicidad del otro significa tanto como desear lo que él tiene por
su felicidad y no lo que nosotros entendemos por ella: «Por lo que
hace a la felicidad, a la que debo contribuir como si fuese mi pro
pia finalidad, debe entenderse por tal la felicidad de los otros indi
viduos cuyos fines (admisibles) debo hacer yo míos también de
esta manera. Lo que éstos puedan tener por su felicidad es algo
que debe ser juzgado por ellos mismos.» “
No se puede ni se debe hacer feliz a nadie contra su voluntad.
Porque, en efecto, cuando nosotros decretamos lo que debe ser la
felicidad del otro, le estamos arrebatando el valor hum ano supre
mo: la libertad.
Quien impone la virtud a los otros, quien no deja que los de
más «sean felices a su manera», degrada a su prójim o —y no im
porta que lo haga por los mejores motivos— a simple medio. Pero
el hombre no debe ser un medio para otro hombre. E sta idea
—una vieja idea de Kant—, la fórmula sustantiva del im perativo
categórico, no sólo conserva toda su validez en la Metafísica
de las costumbres, sino que además destaca ampliamente de las
otras fórmulas del imperativo. El amor, la alegría, el sentim iento
moral, lo estético: todo ello tiene lugar en la ética, pero el único
sentimiento moral que es al mismo tiempo un deber es el respeto
por el hombre, que aun degradado, aun caído, representa al géne
ro humano y no es, por lo tanto, «cuantificable», pues como ser
humano es pura cualidad: «El respeto que yo siento por otros o
que otro puede demandarme es, por consiguiente, el reconocimien
to de una dignidad en otras personas, esto es, de un valor que no
tiene precio ni equivalente contra el que pudiese ser cambiado el
objeto de la valoración.»92934 La ética no puede reconocer la ena
jenación. El hombre debe luchar contra su propia enajenación;
jamás puede perm itir que otro hombre le humille: «Pero quien
95
sí hace a sí mismo gusano no puede quejarse después de que le
pisoteen.» "
• *
95. Ib * .
96. Ibid., p. 626.
96
III. Ludwig Feuerbach redivivo
1. A TRAVÉS DEL *
97
«Feuer-Bach» * de la juventud a través del cual ésta puede llegar
a su propia verdad vital. Cuando Engels evocó en su tardío
bach ** la influencia del filósofo en él mismo y en Marx, su refe
rencia, asimismo, no era sólo la historia, sino el período de Sturm-
und-Drang suyo y de su amigo, los años juventud de ambos.
Así, pues, Feuerbach encontró —de una u otra manera— al me
nos en el siglo xix un fértil suelo en el corazón de la juventud,
pero los corazones de los adultos se apartaron de él. De la misma
manera que todo pensador de importancia se había visto obliga
do a atravesar una vez el «Feuer-Bach», en el pensamiento ma
duro de todos ellos creció la distancia con respecto a Feuerbach,
la actitud crítica frente a él, llegando con frecuencia hasta el des
precio. No importa que estas filosofías que habían vadeado el
«Feuer-Bach» representasen corrientes distintas, incluso contradic
torias; los contraargumentos, la distancia, el desprecio, se resol
vían en lo mismo: Feuerbach «no había seguido el camino hasta
el final», no había «conducido consecuentemente sus principios
hasta el final», «no había tenido el valor de ajustar cuentas» con
éste o con aquél, «acabó aceptando compromisos». Dicho breve
mente: desde todas partes se le acusaba de haberse detenido en
un punto a partir del cual debería haber seguido avanzando. Pero,
¿hacia dónde?
En La Sagrada Familia escribe Engels: «Pero, ¿quién ha des
cubierto el secreto del “sistema"? Feuerbach. ¿Quién ha aniquila
do la dialéctica de los conceptos, la guerra de los dioses que
sólo conocían los filósofos? Feuerbach. ¿Quién ha puesto no “el
significado del hombre" —¡como si el hombre tuviese otro signi
ficado distinto al de ser hombre!—, sino a “los hombres” en lu
gar de la vieja cochambre, incluyendo la “autoconsciencia infini
ta"? Feuerbach y sólo eurbach»J
F.
Marx, en un principio, encuentra «algo pobre» a Feuerbach al
lado de Hegel, pero añade que, sin embargo, hizo época después
de Hegel. En una carta a Engels del año 1868 responsabiliza a
Feuerbach, precisamente, de la consideración de «perro muerto»
que el pensamiento alemán posterior había dispensado a Hegel.
En Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana es
cribe Engels: «Se atenía resueltamente a la naturaleza y al hom
bre; pero naturaleza y hombre eran en él meras palabras»1 y
constata, por lo que hace a su moral, que «se ajusta a la sociedad
capitalista actual»:4 Feuerbach no llegó nunca a la comprensión
98
de la auténtica socialidad, es decir, al materialismo histórico.
Pero sigamos. Torsten Bohlin ya ha señalado lo mucho que la
crítica kirkegaardiana de Hegel debe a Feuerbach. Feuerbach de
fendió al cristianismo contra los cristianos de su tiempo, apuntó
Kierkegaard en su diario escribiendo a propósito de esencia del
cristianismo.* Que, sin embargo, tratase a Feuerbach de «incon
secuente» y aun de contrincante ideológico es fácilmente compren
sible. Ya veremos más adelante cómo están presentes en Feuer
bach los tres «estadios» kierkegaardianos, si bien niega la exis
tencia de una alternativa del tipo «o lo uno o lo otro». La finali
dad de Feuerbach en efecto, consiste en lograr la unidad de las
actitudes sensual, moral y religiosa.
Por lo que hace a Wagner, es de sobra conocido que toda la
filosofía de El arte y la revolución se inspira en Feuerbach; su
segunda obra teórica importante, La obra de arte del futuro, apa
reció incluso con una dedicatoria a Feuerbach, pues Wagner la en
tendía como una «continuación de La filosofía del futuro de Feuer
bach, como una aplicación de las tesis feuerbachianas al arte, ho
menajeando con ello al filósofo, considerado como el hombre que
había dado una formulación teorética al «Abrazaos, multitudes...»
beethoveniano. También es conocido, sin embargo, el hecho de
que posteriormente Wagner se apartó de Feuerbach y se aproximó
a Schopenhauer, que consideró «vulgar» e inconsecuente el opti
mismo feuerbachiano (aunque más adelante veremos todo lo que
conservó en años posteriores de Feuerbach).
En su obra acerca del cristianismo Nietzsche, entonces de 18
años de edad, cita a veces textualmente a Feuerbach. La idea de
que la antropología era el verdadero «misterio» de la teología le
había impresionado profundamente. El Nietzsche maduro, en cam
bio, sólo podía adm itir los «núcleos» de ideas feuerbachianas. Que
la religión es fetichista sigue siendo una idea que Nietzsche con
sidera válida en tanto que punto de partida; pero que el cristia
nismo sea la expresión fetichista del humanismo, que en él apa
rezcan valores auténticos que se despliegan en forma enajenada,
eso lo rechazaba como una «trivialidad». Igualmente le parecía
una «inconsecuencia» el democratismo feuerbachiano, pues según
él todo hombre, en tanto que portador de la genericidad, se con
sideraba como un dios; Feuerbach, por lo tanto, no había «avan
zado» hasta el concepto del superhombre.
¿Quién se equivocaba aquí, quién tenía razón? ¿Acaso la filoso
fía de Feuerbach no contenía algo que apuntaba en la dirección
del marxismo? ¿Es que la glorificación de Feuerbach por Wagner
se basaba en un error, fue «por casualidad» que Kierkegaard se
apoyó en la crítica de Hegel y el análisis del cristianismo llevado
a cabo por Feuerbach? ¿Acaso Nietzsche leyó mal a Feuerbach? 5
99
En nuestra opinión, todos tenían razón, todos pudieron con razón
ver en Feuerbach su «punto de partida» o el filósofo que había
enriquecido su propio pensamiento: con frecuencia, en aspectos
distintos, pero a veces también en el mismo. También teman to
dos razón al afirmar que lo que ellos «llevaron hasta el final»
Feuerbach no lo había llevado. Realmente, Feuerbach no llegó
hasta el materialismo histórico, en vano había acunado la muy
terrenal categoría de «genericidad», ciertamente fue hasta el cre
púsculo de su vida un optimista, incluso un socialista (ya entrado
en años ingresó en el Partido Socialdemócrata Alemán), es ver
dad que nunca dijo que Dios había muerto y también que no
aceptó jamás el principio kierkegaardiano de «o lo uno o lo otro».
De este Feuer-Bach, de este purgatorio, partían hilos que llegaban
a todos (o al menos a muchos) y al mismo tiempo a nadie. Feuer
bach fue el filósofo de la época juvenil, pero los corazones ya
maduros se apartaron sin excepción de él —y todos ellos con
razón.
El hecho de que tantas —y tan diferentes— personas pudiesen
crear a partir de este Feuer-Bach y desde luego no sólo los más
grandes, que ya hemos mencionado, sino también los de menor
envergadura: positivistas y materialistas científico-mecanicistas,
los Dühring y los Dietzgen, los Jodl y los Erdmann, sugiere inevi
tablemente la sospecha de que tal vez ese arroyo fuese un arroyo
de eclecticismo. Pero nada de eso: fue realmente un arroyo de
fuego * y formuló una idea que en su momento Marx, tan parco
en expresiones laudatorias, por otro lado, calificó como idea que
había hecho época. Hizo época, pero sin formar parte de la época
que había hecho. Feuerbach sembró, pero la semilla lanzada por
él no fructificó. La pregunta es: ¿por qué no? Y también: ¿quién
fue realmente Ludwig Feuerbach?
Se impone formular esta pregunta y se impone hacerlo preci
samente hoy.
A lo largo del siglo xx, en efecto, justo hasta el momento pre
sente, nos las hemos visto con dos Feuerbach. Uno es el prota
gonista oficial de los libros de historia de la filosofía: un mate
rialista alemán del que hay que dar cuenta brevemente, cuyas
ideas envejecidas se enumeran aburridamente; en el mejor de los
casos es citado como uno de los momentos secundarios pertene
ciente a la tercera de las fuentes del marxismo, bajo la rúbrica
«y otros» de la filosofía clásica alemana. El otro es el Feuerbach
«secreto», un Feuerbach vivo y actual, al que Freud despertó a
una nueva vida en El porvenir de una ilusión (incluso la expresión
«proyección» la tomó del filósofo), al que los «neofreudianos»
mencionan raramente pero a quien recurren con harta frecuen
cia; es ese Feuerbach que «reaparece» hoy en día, a través de la
mediación de Freud, en la filosofía de E. Fromm y de Marcuse
100
más allá de Marx. Ese Feuerbach a quien Lowith —no sin razón—
emparenta con Heidegger, ese Feuerbach a quien nada menos que
Paul Barth ha reintegrado a la moderna filosofía de la religión. El
Feuerbach «secreto» vive e influye, se relaciona capilarmente con
el presente, con la formulación contemporánea de la pregunta por
el «¿qué hacer?» que los pensadores del presente han planteado.
Por eso no queremos preguntarnos tanto quién Feuerbach
como quién es realmente este pensador. ¿Acaso sigue existiendo
también hoy el Feuer-Bach a través del cual tiene que pasar cual
quiera en sus años jóvenes para acceder a la verdad y a la li
bertad?
2. EFILÓSOFO Y LA FILOSOFIA
101
vidad humana, deviene estéril e incapaz de encontrar una vía a
la humanidad. Como un todo homogéneo, el hombre es siempre
un ser universal; todo hombre es un ñlósofo y todo filósofo un
hombre. «La tendencia esencial de la actividad filosófica no puede
ser en absoluto otra sino la de hacer hombre al filósofo y filósofo
al hombre. El auténtico filósofo es el hombre universal... La filo
sofía no ha de ser la ciencia de una facultad particular, no ha de
ser una cualidad abstracta», ha de abarcar, antes bien, todo el
ser, el conjunto de las facultades del hombre* Con el primer
hombre, según Feuerbach, apareció también el prim er filósofo so
bre la tierra.
Consiguientemente, el filósofo es sencillamente un hombre, un
hombre como los demás, un hombre para quien el hombre mismo,
la «especie humana», ha devenido objeto de su pensamiento, al
guien que desarrollando universalmente todas sus capacidades
vive realmente una vida digna del hombre, es decir, alguien que
vive su filosofía. Al mismo tiempo todo hombre es filósofo (y el
prim er hombre fue el primero) pues todo hombre hace al hombre,
a la «especie», a la esencia humana objeto de su pensamiento.
Pero de la misma manera que todo hombre es un filósofo, tam
bién es todo hombre un artista, y también custodio y realizador
de la aptitud religiosa. «Arte, religión, filosofía o ciencia son sólo
las manifestaciones o plasmaciones de la auténtica esencia huma
na. Hombre, o más completamente hombre auténtico sólo lo es
quien tiene sentido estético o artístico, religioso o ético y filo
sófico o científico —hombre como tal sólo lo es quien no excluye
de si nada esencialmente »hum
ano, dice en los Principios
filosofía del futuro.*
No hay nada en Hegel que rechace tan radicalmente Feuerbach
como la separación del espíritu objetivo y del absoluto respecto
del espíritu subjetivo. ¿Cómo podría ser asi? Cuando Schiller es
cribe un poema ejercita una capacidad espiritual subjetiva, ¿aca
so el poema una vez llevado al papel habría de convertirse en
espíritu «objetivo» o «absoluto»? (Pero si al fin y al cabo es un
poema de Schiler! No hay otro espíritu «objetivo» o «absoluto*
que el espíritu subjetivo mismo, pues no hay otra comunicación
sino la comunicación de hombre a hombre.
En la medida en que no hay facultades separadas o no puede ha
berlas, en la medida en que no hay espíritu absoluto, sino sólo un
espíritu subjetivo, en la medida en que el filósofo es «el» hombre y
todo hombre es eo ipso filósofo, en esta medida se sigue forzo
samente que la filosofía debe ser abolida, que debe abolirse a sí
misma. Feuerbach llega realmente a esta conclusión. Él mismo
describe de esta manera su propia trayectoria intelectual; prime-89
102
ro quería hacer de la filosofía cosa de la humanidad, pero para
ello tenía que hacer a los hombres cosa de la filosofía; entonces
lo vio con claridad: «sólo será cosa de la hum anidad si deja,
precisamente, de ser filosofía».*
Nadie ha formulado una crítica más radical del radicalism o del
ánimo que Feuerbach. El ánimo es siempre radical, escribe, pues
puede imaginarlo todo, crear con ayuda de la fantasía lo que no
puede ser creado, trascender el espacio y el tiempo, pues no co
noce ni el tiem po ni el espacio. Sin embargo, a nadie se ajusta tan
to esta crítica como al propio Feuerbach. Si se quisiera resum ir
lo que dijo acerca de la filosofía y los filósofos no se encontraría
caracterización m ás acertada que la del «radicalismo del ánimo».
También por esto es Feuerbach un filósofo de la juventud: el ra
dicalismo del ánimo puro ha caracterizado siempre a la juventud.
En ocasiones el propio Feuerbach percibía que sus ideas nece
sitaban tener espacio y tiempo, que las «premisas» son tam bién
necesarias para que todo el mundo pueda ser hom bre universal,
filósofo y artista, individuo ético y científico. Esta idea, empero,
se encuentra dispersa en sus textos. En lo esencial pone entre
paréntesis al mundo con todas sus posibilidades. Posibilidad y
realidad, «ser» y «deber ser» son para él una y la misma cosa. De
su filosofía excluye realmente el apóstol de la inmediatez cualquier
mediación.
En lugar de la demanda de «vivir» el mundo, Marx planteó la
de transform arlo. Pero las dos sentencias no son contradictorias.
Pues, ¿se puede transform ar el mundo sin vivirlo? Pero al mism o
tiem po cabe (o puede caber) vivir el mundo querer transfor
m arlo o sin tener en realidad por posible su transform ación.
Kierkegaard, por ejemplo, vivía su mundo sin querer transform ar
lo. Pero, ¿vivía Feuerbach su mundo tal como él lo anunciaba? Su
«espacio» y su «tiempo» eran la Europa del siglo xix. Exacta
mente la época en que la estructura antagónica del capitalismo,
la alienación de la riqueza humana —todo lo que Marx supo des
velar de m anera tan genial—, devino universal. Marx vivió esto,
Kierkegaard también, pero Feuerbach no. Feuerbach dejó a un
lado los conflictos de su espacio y de su tiempo así como la alie
nación. que sin embargo había descubierto él mismo en la reli
gión. Para Feuerbach no hay antagonismo alguno, de la misma
m anera que no hay tampoco ningún o lo uno o lo otro. Por eso
es hasta el final un optim ista, por eso no aparecen en su horizonte
ni el conflicto ni la desesperación, por eso, como dijo Engels,
estaba fuera de su propia historia. Y, sin embargo, algo había
vivido. La nostalgia de lo m ejor de la humanidad, las relaciones
interhum anas en una sociedad sin alienación, eso lo vivió en sus
deseos. Engels fue injusto con Feuerbach cuando escribió oue su
ética alcanzaba a realizarse en la Bolsa. Pues la ética de Feuer-10
103
bach, como todavía hemos de poner de relieve, no hace referen
cia al presente. Se llamaba a sí mismo comunista y en algún sen
tido decisivo lo era en realidad; con ayuda del radicalismo del
ánimo soñaba, trascendiendo el espacio y el tiempo, un mundo en
el que todo hombre fuese universal, en el que cualquiera fuese
«filósofo», pues cualquiera haría a la especie humana objeto de
su pensamiento; un mundo en cuyo centro estuviese lo mismo que
estaba en su filosofía: el hombre.
Pero el radicalismo del ánimo no conoce ni reconoce el espa
cio y el tiempo. El radicalismo del ánimo trasciende el presente,
la posibilidad, al disolver la oposición entre el ser y el deber ser.
Ahora bien, el radicalismo del ánimo no es ningún utopismo. El
utópico se percata muy bien del espacio y del tiempo, del hic et
nunc; precisamente por eso relega conscientemente la realización
de sus deseos al futuro. El utópico vive el tiempo y el espacio,
el aquí y el ahora, para contraponerles la negación. El utópico
dice: hoy existe división del trabajo, mañana será abolida; hoy
el hombre individual no es capaz de hacer de la genericidad ob
jeto de su consciencia, mañana la genericidad estará en la cons
ciencia de cualquiera; hoy las objetivaciones —del espíritu «ab
soluto» y «objetivo»— se han desvinculado del hombre individual,
del «espíritu subjetivo», sin embargo mañana serán elementos
constitutivos genuinos de la vida cotidiana de los hombres. El
radicalismo del ánimo, por su parte, no conoce el hoy ni el ma
ñana. Aunque Feuerbach habla de la fundamentación de una «filo
sofía del futuro», en él el futuro comienza ya donde comienza la
filosofía del futuro. Si la libertad es en Hegel la necesidad no
reconocida, en Feuerbach pasado y presente son sencillamente
el futuro no reconocido. En el mundo de sueños del radicalismo
del ánimo se borran las fronteras entre el hombre tal como es
en realidad, como debería ser y como puede llegar a ser.
El filósofo debe vivir su mundo, proclamaba Feuerbach. Pero
él mismo no vivía su mundo, sino el mundo de los deseos. Y sin
embargo esta idea se encuentra orgánicamente anclada en toda
su filosofía. ¿Y qué sucede, por su parte, con la otra idea según la
cual la muerte civil es el precio de la inmortalidad del espíritu?
Ya la mera alusión a la inmortalidad del espíritu suscita perple
jidad si se considera que la formula un pensador que no reco
noce ningún «espíritu absoluto» desgajado del espíritu subjetivo,
un pensador que ve en todo filósofo al hombre y en todo hombre
al filósofo. Pero, ¿acaso no significa la muerte civil como premisa
de la auténtica filosofía la condena de todo el mundo burgués
existente como un mundo no apropiado para la comprensión de
la filosofía y para la «vida filosófica»? La premisa de la filosofía
es la muerte civil pero al mismo tiempo cualquiera debe ser
filósofo. Nos encontramos ante una pieza maestra del pensamiento-
que-no-va-hasta-el-final. Feuerbach no vivió ni pensó jamás hasta
el final lo que son el aquí y el ahora. Por eso todos los que en su
104
juventud habían atravesado el purgatorio del Feuer-Bach decían
que Feuerbach «se había detenido», que «lamentablemente, no
había llegado hasta aquí» —no im porta en qué dirección.
Puede decirse acerca de él que ni vivió ni pensó hasta el final
los conflictos de su tiempo. Pero sí que vivió y pensó hasta el
final el radicalism o del ánimo. Y lo que tal vez no sea menos: vi
vió tam bién su propia filosofía. El radicalism o del ánim o pertenece
a la juventud. El hecho de que el viejo Feuerbach no diga nada
«nuevo», que sim plem ente se repita a sí mismo, no puede atri
buirse ni al aislam iento ni a una falta de talento —porque ¿cómo
podría carecer de talento un genio? Sólo podía repetirse porque
el radicalism o del ánim o es apropiado p ara la juventud. Todo
hombre es filósofo, decía. Y en su cam pestre soledad dialogaba de
filosofía tanto con los futuros grandes del mundo, que peregrina
ban a su encuentro, como, a la tarde, en la taberna, con los cam
pesinos del lugar. Pues entre filósofos no hay ninguna diferencia.
105
en la segunda parte de La esencia del cristianismo no es sino la
fijación teórica alienada, la apología de la antropología: si se ha
bla de Dios, se habla sólo del hombre, y si se habla de la natura
leza también se habla del hombre. Frente a la filosofía especula
tiva de Hegel proclama Feuerbach la consigna de «vuelta a la
naturaleza». Entre las capacidades genéricas, propias de la espe
cie, Hegel proyecta el pensamiento abstracto; en su concepción,
la naturaleza del hombre, del hom bre vivo y sensible, se subor
dina al pensamiento. La «vuelta a la naturaleza» de Feuerbach su
pone una vuelta al hombre total, al hom bre sensible, vivo, al
hombre con necesidades. Naturaleza significa para él sobre todo
cuerpo. Si se habla de la naturaleza se habla acerca de la natura
leza del hombre, esto es, del cuerpo del hom bre y de los objetos
de la actividad humana. El m aterialism o de Feuerbach es un ma
terialismo antropológico; si se quisiera establecer un denomi
nador común entre él y el m aterialism o de la Ilustración fran
cesa, se com etería un error de bulto. El propio Feuerbach dice al
respecto: «Nada es más equivocado que pretender derivar el ma
terialism o alemán del Systém e de la Nature o incluso de la pasta
trufada de Lamettrie. El m aterialism o alemán es de origen reli
gioso; comienza con la Reforma.» “ El materialismo alemán co
mienza con el casam iento de Lutero, piensa Feuerbach: con el re
conocimiento de la naturaleza sensible, del cuerpo humano, de
las necesidades hum anas. (¡Indudablemente no es una casuali
dad que el joven Wagner pensase en componer una ópera dedicada
precisam ente a la boda de Lutero!)
Feuerbach, por su parte, no establece un denominador común
entre la religión y lo que él llama el materialismo «metafísico»
o «trascendente». Dios es una proyección de la especie humana,
pero la naturaleza existe realm ente y no es lo mismo que el
cuerpo del hom bre y que las necesidades del hombre. Pero al
concentrarse exclusivamente en la naturaleza humana o en la na
turaleza como objeto del hom bre, por un lado, y al conservar y
superar al mismo tiem po un concepto de naturaleza de cons
titución mucho m ás amplia, más universal (describe las reli
giones anteriores a las judeo-cristianas como proyección de esta
naturaleza y aún no como proyecciones de la naturaleza humana),
por otro, surgen contradicciones filosóficas. Más de una vez re
cae contra su voluntad en el materialismo del siglo X V III y con
igual frecuencia llega a soluciones puram ente kantianas:
lar la naturaleza sólo por sí is; ...sólo en ella
m
distinción entre lo que una cosa es en sí y lo que es para >
sólo en ella, a la que no se puede ni debe aplicar ninguna "me
dida hum ana” bien sea que comparemos y caractericemos inme-12
106
diatamente sus fenómenos con fenómenos humanos análogos,
para hacérnoslos comprensibles, bien sea que apliquemos en
general expresiones y conceptos humanos como orden, finalidad,
ley y, de conformidad con la naturaleza de nuestro lenguaje, que
se basa exclusivamente en la apariencia subjetiva de las cosas,
debamos hacerlo.» u Sería posible aducir aquí innumerables citas
para dem ostrar tanto el m aterialism o de viejo cuño de Feuerbach
como su kantismo, pero vamos a ahorrarnos en lo que sigue este
tipo de formulaciones. Lo que nos interesa de la filosofía de Feuer
bach,, en este momento, es la vertiente de su influencia. Pero la
influencia sobre los verdaderos grandes no la ejerció Feuerbach
a través de este tipo de ideas, sino á través de lo que era realmen
te nuevo en él; su naturaleza se corresponde precisam ente con
la tendencia principal, aportadora de novedad, de su idea de la
naturaleza del hom bre homogéneo, total y no susceptible de frag
mentación. El mismo Feuerbach dice lo siguiente acerca de esta
nueva tendencia, acerca de la diferencia que le separa de los
m aterialistas de su tiempo y de los del siglo xvm : «La verdad no
es ni el m aterialism o ni el idealismo, ni la fisiología ni la psico
logía; la verdad es únicamente la antropología... Ni el alma piensa
y siente —pues el alma es sólo la función o la plasmación del
pensar, sentir y desear personificada e hipostasiada, transform ada
en un ser—, ni el cerebro piensa y siente, pues el cerebro es una
abstracción fisiológica, un órgano arrancado de la totalidad... y
fijado en sí mismo.» “
La naturaleza descrita por Feuerbach es en prim er térm ino la
naturaleza social. La afirmación tardía de Engels según la cual
Feuerbach era «por detrás» m aterialista pero «por delante» idea
lista es engañosa, pues suscita la impresión de que se tra ta de
un m aterialism o científico-natural, cuando en realidad no hay ab
solutam ente nada de eso. La «naturaleza humana» es para Feuer
bach la naturaleza del hombre so; para él no e
otra naturaleza como objeto de la filosofía. Pero esta naturaleza
social sin objetivaciones y como tal es absurda. Tal vez se re
cuerde aún la crítica a Hegel: no hay ningún espíritu objetivo ni
absoluto, sólo existe el espíritu subjetivo. La sociedad se consti
tuye única y exclusivamente en la relación inmediata entre hom
bre y hombre. Veremos más tarde que Feuerbach no afirmó
nunca que no existiese historia, al contrario: estudió perm anente
mente qué es realm ente la historia. Pero sin una teoría de la ob
jetivación no es posible construir la historia. El radicalismo del
ánimo no conoce otra potencia social, sino el hom bre social y
el conjunto de los hombres sociales y tampoco puede reconocer
otra; un objeto que se haya desgajado del espíritu subjetivo es134
13. Das Wesen der Religión, en Kleinere Schriften 3, ed. cit., p. 61.
14. Wider den Dualismus von Leib und Seele. Fleisch und Geist, en Kleinere
Schrijten 3, ed. cit., pp. 135 y ss.
107
un objeto alienado. El radicalismo del ánimo excluye todo lo que,
como objeto, se haya desgajado del sujeto. Para el radicalismo
del ánimo no hay economía, instituciones, nada en general a lo
que deba someterse el individuo.11 No conoce ningún «aquí» ni
ningún «ahora*. Por eso —por mucho que Feuerbach se esfuerce
en construir la historia— no hay tampoco ninguna historia.
Pero si sólo existen las personas individuales y si aquella rela
ción social sólo puede ser una relación interhumana directa, ¿qué
significa entonces, la especie humana?
Es positivo enfrentarse desde un principio con esta contradic
ción de la concepción feuerbachiana. Por una parte afirma reite
radamente que el hombre individual, el individuo mismo, el sex
humano, etc., no representa a la especie humana. El individuo
no puede ser jamás idéntico a la especie, la especie es el conjun
to de las facultades de los individuos, de las relaciones entre los
sujetos. Individuo y especie serían idénticos sólo si todos los hom
bres fuesen de idéntica constitución. «El hombre individual, para
si, no posee la naturaleza del hombre en si, ni en sí como ser
moral ni en si como ser pensante. La naturaleza del hombre se
encuentra sólo en la comunidad, en la unidad del hombre con los
otros hombres, pero esta unidad se basa únicamente en la realidad
de la diferencia entre tú y yo.*“
Sólo los hombres, todo el conjunto de los individuos, que re
presenta a toda la sociedad, es decir, la especie humana y la uni
dad de la humanidad se basa en la diferencia entre el tú y el yo.
Pero esta conexión constatada en las afirmaciones de Feuerbach,
como tendremos todavía ocasión de poner de relieve, experimenta
una inversión: la diferencia entre dos personas —un yo y un tú—
se convierte en premisa suficiente para que se realice plena y
totalmente en la unidad (la unificación) de estos dos individuos la
genericidad, la naturaleza humana. Un hombre no representa la
genericidad, pero el encuentro de dos hombres —de dos indivi
duos distintos— dispone ya la fórmula básica para la realización
de la genericidad, de la naturaleza humana.
El elemento constitutivo primordial y fundamental de la esen1
cialidad, de la genericidad del hombre es, según Feuerbach, la
objetividad. En el objeto accede el hombre a la propia conscien
cia: la consciencia del objeto es la autoconsciencia del hombre.
El objeto —el objeto primario— del hombre es el otro hombre,
todos los otros objetos devienen objeto para él sólo a través de
la mediación del otro hombre. La objetividad hace del hombre un
ser determinado; la percepción, el reconocimiento del hombre
como objetivado se dirige, sin embargo, al otro como objeto. «Un
ser indeterminado es un ser no objetivado y un ser no objetivá
is. Casi todos los estudiosos importantes de Feuerbach llaman la atención acer-
ca del hecho de que este gran apóstol del amor no habla ni una sola vez del nw*
trimonio; la institución no existe para él.
16. Grundsaíze, op. cit., pp. 338-339,
108
do es un ser inexistente.» " Indudablemente, esta frase está con
cebida como íundamentación de la socialidad de la gcnericidad: el
hombre sólo entra en contacto con todos los objetos por media
ción de los hombres, esto es, por mediación de la sociedad. La
proposición de que es la humanidad en su conjunto la que confi
gura la especie se mantiene en cuanto al principio que la informa.
Sin embargo ¿puede un hombre entrar en contacto con toda la
humanidad? Si Feuerbach se hubiese atenido a la idea de un
proceso de elevación del hombre individual sobre la base de la on-
tología del contacto inmediato habría desembocado en un absur
do." Marx superó este dilema ya en los Manuscritos económico-
filosóficos al concebir el objeto desgajado en el proceso de obje-
tivización —el «espíritu objetivo y absoluto»»— es decir las diferen
tes formas de la propia objetivación como encarnación de la ge-
nericidad, de la naturaleza humana, aun cuando tales encarnacio
nes se hayan alienado en el proceso histórico. Feuerbach, en cam
bio, identifica la objetivación desgajada del espíritu subjetivo con
la alienación, y además en el plano ontológico, y le niega la «ge-
nericidad» considerándola en el mejor de los casos como una
imagen especular de la genericidad que se realiza efectivamente
en el conjunto de los individuos. Pues «...la verdad y la perfección
sólo es la conexión, la unidad de dos seres esencialmente iguales...
Todas las relaciones esenciales —los principios de ciencias dis
tintas son únicamente variantes y modos distintos de esta uni
dad».17189
Por eso la elevación al nivel de la genericidad únicamente pue
de realizarse, según Feuerbach, en la relación entre dos personas.
El otro es para el yo el representante de la genericidad: es distinto
de mí, pero idéntico a mí, pues los dos somos, en definitiva, per
sonas. Cuando me unifico con el otro en tanto que hombre total,
con todos mis sentidos, toda mi consciencia y voluntad, consumo
la unificación con la humanidad.
De aquí la alta significación del amor en la antropología de
Feuerbach. De aquí que el am or en él no sea sólo «sueño iluso
rio», que su amor, como observa muy acertadam ente Wagner, esté
cercano a la Novena Sinfonía. Se enlaza a millones de personas en
el abrazo de un único hombre, pero el abrazo de un hom bre signifi
ca siempre enlazar a millones de personas.
No, el am or en Feuerbach no es «sueño ilusorio», sino un prin
cipio filosófico en la práctica. «Así es el am or la verdadera prue-
17. Das Wesen des Christentums, Akademie Verlag, Berlín, 1973, p. 49.
18. Obviamente, el individuo no puede entrar en contacto con todo el mundo
objetivo, pero puede apropiarse, a través de las objetivaciones, de la «esencia» de
los sujetos con los que no tiene contacto alguno; igualmente sucede con los produc
tos acordes a la genericidad de generaciones anteriores. Al mismo tiempo, es im-
posible eliminar de las relaciones de los individuos las objetivaciones en tanto que
mediadoras.
19. Grundsátze..., op. cit., p. 340.
109
ba ortológica de la existencia de un objeto fuera de nuestro cere
bro —y no hay otra ¿.Tueba del ser sino el amor.»28 El amor es
la única facultad genérica del hombre que es eo ipso inalienable.
Todas las otras facultades —incluida la razón e incluida la m o ra l-
son alienables, pero el amor es siempre inalienable. Quien ama,
vive, y quien es amado, vive; quien ama es por su propia naturale
za hombre, y quien es amado es por su propia naturaleza hom
bre. El Dios que amaba tenía que convertirse en Cristo, es decir,
en un hombre, y cuando nosotros amamos, es para nosotros un
Dios, un Dios terrenal. «Así es Cristo, como consciencia del amor,
la consciencia de la especie. Todos debemos ser uno en Cristo.
Cristo es la consciencia de nuestra identidad. Quien ama, así, a los
hombres por amor a los hombres, quien se eleva al amor de la
especie, al amor universal, adecuado a la naturaleza de la especie,
ése es Cristo, ése es Cristo mismo. Hace lo que hizo Cristo, lo que
convirtió a Cristo en Cristo.»20212
¡Qué numerosas —y qué diversas— asociaciones ha suscitado
hasta aquí todo lo que Feuerbach dice acerca de la especie, acerca
de la naturaleza humana! Cuando habla de la objetividad de la na
turaleza humana necesariamente resuenan las palabras de Marx:
un ser no objetivo no es un ser. Y aún en más de una ocasión,
también en lo que sigue, se «rastreará» a Marx en Feuerbach. In
cluso aquí que habla del «amor» —punto que más tarde Engels
había de rechazar como un aburrido lugar común presente en
Feuerbach— se cree oír el eco de las palabras del joven Marx:
«La emancipación del alemán es La emancipación del hombre. La
cabeza de esta emancipación es la filosofía, su corazón el prole
tariado.»“ El proletariado no podía liberarse sin liberar a la hu
manidad; por eso es el proletariado el «corazón» de la revolución.
El «corazón» y la «cabeza» han de encontrarse para abolir la alie
nación. Véase Ludwig Feuerbach.
Pero cuando se lee que todo hombre puede ser Cristo si ama
a los otros hombres por amor a los hombres, ¿acaso no suena
eso a Dostoievski o, si se prefiere, a la Imitación de Cristo? Tam
bién a Dostoievski hay ocasión de «rastrearle» en varias ocasiones.
Y cuando se trata del amor como única ontología, ¿acaso no hay
que pensar necesariamente en Kierkegaard? ¿Acaso no fue él quien
construyó su obra principal O lo uno o lo otro siguiendo exacta
mente los diferentes estadios del amor? Kierkegaard, empero, ya
no creía en lo que Feuerbach creía aún: en la inalienabilidad del
amor. El amor de Dios está para él por encima del amor de los
hombres. Pues en el amor de los hombres, según Kierkegaard, ja
más se llega a la auténtica genericidad; el amor incondicionado-
110
incondicional a los oíros, puro y determinado sólo por sí mismo,
únicamente puede ser el amor de Dios.
En Kierkegaard las tres formas de manifestación del amor —el
amor sensual, el amor moral y el amor religioso— corresponden
a tres estadios diferentes. Hay que elegir entre ellos: o lo uno
o lo otro. Pero Feuerbach, como sabemos, deconoce una alterna
tiva del tipo o lo uno o lo otro. En él el amor del hombre por el
hombre es incondicionada e incondicionalmente genérico precisa
mente porque reúne en sí mismo lo sensual, lo moral y lo religio
so: un hombre ha de ser para el otro su perfección, su todo. Esto
no es una trivialidad cotidiana del tipo «el amor es una fuerza del
cielo», sino, de nuevo, una muestra del radicalismo del ánimo, vo
luntad de perfección, vivencia del deseo, encuentro de las almas
en un mundo sin instituciones. También en este aspecto son mu
chos los hilos que parten del purgatorio del Feuer-Bach.
Como hemos visto, la objetividad es en Feuerbach un elemento
constitutivo decisivo del ser de la especie y el amor el único ele
mento constitutivo inalienable. Su función filosófica consiste en
la solución de los problemas que se derivan del no ser (o de la no
consideración o de la negación) de las objetivaciones. Pero no
se agota aquí la determinación feuerbachiana del «ser de la espe
cie». ¿Cuáles son, así, pues, los otros elementos básicos del ser
del hombre en Feuerbach?
«El hombre no es un ser particular como el animal, sino uni
versal y, por lo tanto, no es un ser limitado y cautivo sino (un)
ser ilimitado y libre, pues la universalidad, la ausencia de límites
y la libertad son indivisibles. Esta libertad no existe limitada
sólo a una facultad particular como la voluntad, de la misma ma
nera que la universalidad no se limita tampoco a otra facultad
particular como la capacidad de pensar, la razón. Esta libertad,
esta universalidad, abraza todo su ser.»23 En el hombre incluso los
sentidos, incluyendo los inferiores, son de naturaleza teorética.
Incluso el estómago es un estómago específicamente humano: el
apetito del hombre es esencialmente distinto del «ansia de de
vorar» del animal.
A veces, el destino de toda una filosofía depende de un único
punto. Así, si se comparan los elementos constitutivos de la ge-
nericidad según Feuerbach con los que Marx expone en los Ma
nuscritos económico-filosóficos, lo primero que salta a la vista es
una desconcertante similitud. Un solo punto, sin embargo, está
ausente en el concepto de genericidad de Feuerbach y figura en el
concepto marxiano, a saber: el trabajo, esto es, la objetivación
en general.
Pero el trabajo no «falta» en Feuerbach sólo en la serie de ele
mentos constitutivos de la genericidad que él propone; es que no
existe en general y en absoluto a sus ojos. Y no se trata de un
23. Grundsdtzc..., op. cíí., pp. 335-336.
111
«déficit» casual, puesto esto precisamente constituye la esencia de
su hlosofia. No menciona el «trabajo» porque también excluye
l«» instituciones en general, porque también excluye la economía
en general. A consecuencia de esta única «carencia» el hombre
feuerbachiano flota, por así decirlo, en un «espacio vacío». Feuer-
bach analizaba el proceso de la alienación religiosa porque ésta
—al menos así lo creía él— puede superarse cuando se toma cons
ciencia de ella. Pero excluía y consideraba inexistente cualquier
otra relación humana que estuviese alienada y cuya alienación
no fuese susceptible de superación a través del simple «recono
cimiento», de la mera «vivencia», del encuentro con los otros hom
bres, del contacto de alma a alma. En un sueño no hay objetos,
sólo objetos imaginados, en el sueño nada es imposible, el mundo
no es «duro», en el sueño no hay que enfrentarse a él. Feuerbach
no toma en consideración el trabajo, las instituciones o la econo
mía porque, poseído por el radicalismo del ánimo, se zambulle en
un mundo de sueños; su mundo es un país de Jauja.
Y esto a pesar de que Feuerbach veía con agrado a Marx. En
su ética tardía presta una atención especial al Capital. Pero ¿qué
entendió de él? Pues que había que crear para los obreros posi
bilidades de vida en las que éstos pudiesen dar satisfacción a sus
necesidades vitales, en las que pudiesen ser lo que son: hombres.
Un mundo de ensueño, pero no se debe menospreciar precipita
damente el sueño en cuestión. Pues en este sueño no había ni ca
pitalistas ni obreros, ni explotadores ni explotados, en este sueño
no había Estado. En este sueño sólo existía una comunidad de
hombres libres y universales, una comunidad en la que todo
hombre se afana sólo en el despliegue de su esencia humana, en
la que todo el mundo es artista y filósofo y, si lo prefiere, también
pescador y cazador, un mundo en el que todo hombre es sólo
un fin para los demás. ¿Acaso no recuerda este mundo de ensue
ño lo que Marx llama en el libro III del Capital el «reino de la
libertad»? ¿No recuerda la idea expuesta en los Grundrisse de
que el hombre del futuro —del comunismo— saldrá del proceso de
producción? ¿Es que hay instituciones en el comunismo imagi
nado por Marx? ¿Es esto un sueño subjetivo o un sueño de la
humanidad? ¿Puede convertirse este sueño intemporal, sin aquí y
sin ahora, en una utopía fecunda?
Antes de dar respuestas propias a esta cuestión vamos a ilu
minarla, nuevamente, bajo un aspecto diferente pero esencial. Ya
se ha dicho que para Feuerbach no existe la historia y que, sin
embargo, siempre intenta desarrollar también históricamente su
visión de la «naturaleza» del hombre.
En La esencia del cristianismo escribe: «La historia de la hu
manidad no consiste sino en una progresiva superación de barre
ras, barreras que cada época anterior consideraba como barreras
de la humanidad y por lo tanto como barreras absolutas, insu
perables. Pero el futuro revela siempre que las supuestas barre
112
ras de la especie son siempre barreras de los individuos, nada
m ás.»" En las Adiciones y comentarios a la « de la reli
gión» expone posteriorm ente lo mismo de la siguiente m anera:
«El ser por encima de los Estados y los pueblos, el ser que deter
mina y decide su destino, es el ser propio del hombre; pero el
ser más acá de su arbitrio, más acá de su acción y empeño inten
cionado, es la naturaleza del hombre. Lo que corresponde a la
naturaleza humana, permanece; lo que está en contradicción con
ella o sólo corresponde a ella en determ inadas condiciones, fenece.
Pero la naturaleza hum ana sólo se manifiesta en las necesidades
humanas. Sólo la necesidad humana, sólo la urgencia humana es
por lo tanto la fuerza que tiene en sus manos el destino de los
Estados. La necesidad funda los Estados, la necesidad los
truye.» a En el mismo lugar, más adelante, se lee: «...el hom bre
propende constantem ente a un ilimitado despliegue de su propia
naturaleza, tendiendo a formas de existencia que correspondan a
todo su ser, y destruye por lo tanto implacablemente toda exis
tencia unilateral y limitada, todo Estado del mundo que única
mente pueda afirm arse por la represión de algún impulso hum a
no esencial.» “
Sin duda, la concepción de la historia feuerbachiana es de
cuño evolucionista y se basa en el supuesto de un desarrollo cons
tante e ininterrumpido. Este desarrollo avanza de la particulari
dad a la universalidad. Cualquier Estado, cualquier pueblo, es
particular en comparación con la humanidad; en el proceso de la
historia estas barreras particulares van cayendo sucesivamente. La
superioridad de la religión cristiana sobre la judía la ve Feuer-
bach, sobre todo en el hecho de que la últim a es la religión parti
cular de un solo pueblo, mientras que el cristianismo se corres
ponde con la hum anidad universal; por eso mismo fue capaz
tam bién de expresar alienadamente todos los elementos constitu
tivos de la genericidad. En el cristianismo las barreras de la par
ticularidad han caído idealmente; empero, el descubrimiento de
los «misterios» del cristianismo, la supresión del fetichismo cris
tiano haría realidad esa universalidad. A través del descubrimiento
de la terrenalidad de la especie caen las últim as barreras: a p a rtir
de aquí el hombre puede ser conscientemente lo que siempre fue,
es decir, hombre.
Ante la historia la actitud de Feuerbach, al menos en aparien
cia, es análoga a la de Hegel: hasta ahora ha habido historia, en
el futuro ya no la habrá. La analogía es aparente porque la his
toria hegeliana es real, mientras que la de Feuerbach es una pseu-
do-historia. Para Hegel la sociedad burguesa con todas sus insti
tuciones, su economía, su estado, representa el final de la historia. 2456
113
En Feuerbach el final de la historia sería el despertar de la espe
cie humana a la autoconsciencia; también prevé trascender a la
sociedad burguesa, incluyendo su sistema institucional y el Estado
que le es propio como particularidades, pero esa trascendencia no
es ctectiva y real, sino «soñada».
El concepto de especie falto de objetivaciones mduce a chocar
con nuevas contradicciones. La especie es ilimitada y universal, es
el individuo el que es limitado. Pero al mismo tiempo, Feuerbach
determina siempre a la especie como el conjunto de las relaciones
entre los individuos, las personas individuales. Considérese, sin
embargo, la cita de La esencia del cristianismo antes subrayada.
Se decía en ella que todo lo que se creía barreras de la especie
acababa revelándose como meras barreras de los individuos. Pero
la especie debe ser el conjunto de los individuos. Y cuando un pe
ríodo histórico aparece como limitado contemplado desde un
período posterior, la barrera —en cuanto supone una barrera del
conjunto de los individuos— no puede ser sino una barrera de la
especie. De acuerdo con esto la «especie» parece que no coincide
con la suma de los individuos existentes en cada momento. Pero
entonces ¿qué es la «especie»? No está contenida en los individuos,
eso ya lo sabemos. Tampoco está necesariamente contenida en el
conjunto de los individuos, pues ¿cómo podríamos entonces, ha
blando de períodos históricos anteriores, referimos a «barreras»
de la especie?
Considérese ahora la tercera cita. El hombre propende siempre
a un despliegue ilimitado de su naturaleza, por lo que destruye
todo Estado del mundo que le obstaculice en ese empeño. Consi
guientemente aquella naturaleza debería ser, empero, inherente
al hombre (¿a todo hombre?, ¿o sólo al conjunto de los indivi
duos?), pues en otro caso los hombres no podrían propender siem
pre al desarrollo ilimitado de su naturaleza. Más aún, si propen
den siempre al despliegue ilimitado de su naturaleza (es decir, si
la naturaleza es desde el principio acorde al hombre), ¿por qué
no derriban entonces de una vez todas las barreras o, dicho más
exactamente: por qué se desarrolla realmente la humanidad de la
particularidad a la universalidad? ¿Por qué no tiene su comienzo
la historia del hombre en general con esta universalidad?
Especial importancia reviste la segunda cita porque en ella
Feuerbach se esfuerza de la manera más radical por liberarse,
dentro de su mundo de ideas, de este antagonismo, del concepto
mistificado de la especie. Aquí, concretamente, es el único lugar
donde distingue entre la llamada «esencia» humana y la «natura
leza» humana. La «esencia» está «más allá» de los Estados y los
pueblos y determina su destino como tal; la «esencia humana»,
junto con algún objetivo y/o resultado, podría decirse, es el fin
último, el resultado final de la historia. En la comprensión de esto
se desarrolla la «naturaleza genérica» y lo hace posteriormente;
esta naturaleza es representada por la humanidad que despierta a
114
la consciencia de la especie. Pero ¿cómo puede determ inar el des
tino de Estados y pueblos algo que sólo se constituye ?
A través de la denominada «naturaleza» humana. No es la esen
cia humana, sino la naturaleza humana —el estadio dado de de
sarrollo de la esencia— lo que conserva un Estado particular del
mundo m ientras éste es acorde a esta naturaleza y le destruye en
cuanto ya no se corresponde con ella. La esencia hum ana se cons
tituye post festum a partir del desarrollo de la naturaleza hu
mana.
Las formas de manifestación de la naturaleza hum ana son, se
gún Feuerbach, las necesidades humanas. Así, lo que decide acerca
del ser o el no ser de Estados particulares del mundo no es aque
lla cierta «esencia humana», sino las necesidades efectivas de los
individuos efectivos de un período —y del conjunto de estos indi
viduos. Es una idea genial, pero la genialidad —por servirnos
de la terminología feuerbachiana— tiene una «barrera». Lo que
está acorde con las necesidades de la naturaleza humana, perma
nece, lo que está en contradicción con estas necesidades, es ani
quilado. Pero ¿cómo aparecen estas necesidades? ¿Tienen acaso
una evolución?
Las necesidades feuerbachianas no pueden surgir más que de
sí mismas, esto es, de la «naturaleza humana». Él desconoce las
objetivaciones, ignora también la producción. La idea m arxiana
de que todo objeto producido y toda relación humana genera nue
vas necesidades es totalmente extraña a Feuerbach. Hay necesi
dades «humanas» y son sociales, se diferencian por su propia
esencia de las necesidades animales. Pero se trata de necesidades
inertes; no se dice ni una palabra de la producción de nuevas ne
cesidades, del desarrollo de las necesidades.
Mucho se ha ironizado acerca del papel central del «agua clara»
o de las comidas en la filosofía de Feuerbach, pero poco acerca
de la «deificación» (en el sentido más estricto de la palabra) del
am or sexual. Y, sin embargo, ambos están igualmente cercanos
a la misma verdad filosófica. ¿Qué es lo que considera Feuerbach
como necesidades de la «naturaleza humana», como necesidades
universales? Esa cierta agua clara, ese cierto pan de todos los días,
el encuentro de dos seres humanos, la libre espontaneidad de la
conducta, el proceso de objetivación del espíritu subjetivo en
el arte y en la filosofía, el gozo de la contemplación cuando se re
conoce uno a sí mismo —a la propia especie— en el cielo estre
llado. Las necesidades de Feuerbach son, por decirlo así, «
sidades existenciales», la universalidad de las necesidades es en él
una universalidad no plasmada en objetos.
Las necesidades, esto es, la «naturaleza humana», no se desa
rrollan. Pero, ¿cómo puede entonces impedir el Estado la satis
facción de estas necesidades? Feuerbach responde —y podía ha
cerlo con toda razón en su tiempo— que el Estado podía impedir
lo perfectamente. Pues ¿cuántas veces los hombres no han tenido
115
ni siquiera ese pan de todos los días, ni siquiera ese agua clara,
y cuántas veces, exhaustos por el trabajo, no han estado ni si
quiera en condiciones de entregarse a la contemplación de lo
bello? Todo el mundo debe disponer de algo para poder Para
los obreros hay que crear posibilidades vitales a fin de que pue
dan ser ellos mismos, es decir, hombres. Pero si estas condiciones
básicas existen, la cuestión es hacerse cargo de ellas. La natura
leza de Feuerbach es la varita mágica de la que brotan las flores
de los hippies.
La universalidad de las necesidades no es, así, en Feuerbach
una universalidad en desarrollo, sino la multilateralidad de las
necesidades existenciales. Por eso su distinción entre «esencia
humana» y «naturaleza humana» fue una idea formulada una sola
vez, una idea-relámpago. Pues al fin y al cabo sólo conoce una úni
ca diferencia entre esencia humana y naturaleza humana, a saber,
que la «naturaleza» despierta en la «esencia» a la autoconscien-
cia, que el hombre ya no se concibe a sí mismo como «griego» o
«romano» (ejemplos de Feuerbach) sino como «hombre». Los ele
mentos constitutivos de la naturaleza humana son, en cualquier
caso, históricamente intemporales: en el encuentro entre dos seres
humanos se realiza siempre la genericidad; la diferencia está en
que nosotros sabemos que cuando abrazamos a una persona, es
trechamos a millones de seres.
Pero volvamos a nuestras preguntas. El sueño de Feuerbach,
¿es subjetivo o es el sueño de toda la humanidad? ¿Podría surgir
de este sueño intemporal, sin «aquí» y sin «ahora», una utopía
fecunda?
Las utopías no son soñadas, sino pensadas: un mundo sin ob
jetividad no puede ser objeto de una utopía. Una sociedad futura
proyectada en la discusión racional no puede existir sin una serie
de mediaciones; el desarrollo de las necesidades es también la
premisa del desarrollo de la individualidad. Pero del hecho de que
de este sueño sin objeto no pueda surgir ninguna utopía fecunda
no se sigue que ese sueño pueda ser un sueño de toda la huma
nidad. Es un sueño porque es intemporal, porque carece de objeto,
porque no es sino proyección de un deseo, porque surge del radi
calismo del ánimo. Y, sin embargo, es el sueño de toda la huma
nidad, al menos es uno de sus sueños, pues en esta nostalgia se
expresa una de las necesidades básicas de la humanidad de hoy:
la necesidad de que el hombre no esté determinado por sus con
diciones particulares de existencia, que su esencia no se «autono-
mice» en una u otra facultad hasta llevar una vida propia separa
da de la personalidad, que el individuo no esté sometido a insti
tuciones petrificadas, que el otro aparezca efectivamente ante mí
como totalidad y sólo como fin, como objeto para sí, que todo
hombre sin saberlo (pues no necesita saberlo) abrace efectivamen
te a la humanidad entera cuando abraza a otro ser humano.
116
4. Y O Y TÜ, A M O R Y M U E R T E
Quien piensa para los otros llega necesariamente a otro ser dis
tinto de él en el que reconoce la expresión objetiva de su propia
esencia hasta alcanzar finalmente, de manera forzosa, en vez de
la identidad del pensar y el ser (lo que no expresa sino la identi
dad del pensamiento consigo mismo) la identidad del yo y el tú
o dicho con otras palabras, el comunismo. Así rechaza uno de los
aforismos legado inédito por Feuerbach.
De lo dicho hasta aquí puede colegirse ya que Feuerbach sólo
puede interpretar de un modo la identidad de sujeto y objeto, a
saber, como la identidad del yo y el tú. Si no exist
tu «objetivo», ningún espíritu «absoluto» separado del sujeto, si
sólo existe un «espíritu subjetivo», entonces sólo cabe hablar de
la identidad de dos sujetos. Y dando todavía un paso más: el espí
ritu subjetivo mismo se constituye en esta identidad. Una persona
sola no es ningún «espíritu», ni siquiera subjetivo, pues el ser
vivo no objetivado es una pura abstracción, no un hombre. Feuer
bach llamaba a su filosofía «dualista» porque su unidad básica es
el dos, pero simultáneo: dos en uno. «El yo es el entendimiento,
el tú, el amor. Pero el amor con entendimiento y el entendimien
to con amor es el espíritu, el hombre total.»27
Feuerbach construye este mundo total a partir de la relación
entre yo y tú (es decir, desde su identidad). Que este mundo (ni
tampoco ningún mundo real) no sea construido hasta el final, se
sigue de la fórmula básica, del radicalismo del ánimo. Como ya
se ha dicho, Feuerbach no piensa su filosofía hasta el final. Es
verdad que intenta derivar tanto la ontología como la espistemo-
logia y la ética de la fórmula yo-tú. Pero si hubiese seguido con
secuentemente hasta el final este camino, habría sido el prim er
filósofo existencial y fenomenólogo. Efectivamente, dio los prime
ros pasos en ambas direcciones. No es ninguna arbitrariedad por
parte de Lowith haber colocado a Feuerbach al lado de Heideg-
ger. Si Feuerbach hubiese vivido su tiempo, probablemente ha
bría accedido a esta consecuencia filosófica. Pero Feuerbach era
radical, no vivía en su presente, sino en sus sueños. La fórmula
básica «tú y yo» era para él auténtico encuentro, unidad efectiva,
verdadera realización de la genericidad; en él no hay ningún in
cógnito. Su hombre no es lanzado a la nada; su prim era mirada
da en el otro, en el que se reconoce a sí mismo, su verdadera
esencia. La vida cotidiana le parece no alienada; ésta, precisa
mente, es para él la auténtica, la sensible, la pasional, la vida
completa, la vida del tú y el yo. De todos modos, como todavía
veremos, considera la vida también como una vida hacia la muer
te, pero entendiendo ésta como consumación. Empero, considera
toda institución, toda objetivación desgajada de los hombres, como
117
alienada o si se prefiere como inauténtica, pero a la vida como
vida auténtica, pues el yo y el tú son idénticos, pues el cuerpo y
el alma —siendo ambos inseparables— se encuentran siempre.
¿En qué términos trata de construir Feuerbach su epistemolo
gía y su ontología a partir de la fórmula básica del yo y el tú?a
«Coincido con el idealismo en que hay que partir del sujeto,
del yo, pues es muy patente que la esencia del mundo, tal como
es y como es para mí, depende sólo de mi propia esencia, de mi
capacidad de percepción y de mi propia naturaleza»;2829 sin em
bargo: «El verdadero yo es sólo el yo al que se enfrenta un tú.»30
Hay que tomarse muy en serio esta distinción. En la construc
ción del mundo Feuerbach parte evidentemente del yo, pero este
yo no es para él, según hemos visto, ningún sujeto en ausencia de
un tú. Por otra parte, a este tú no se llega por «disposición», sino
sobre todo a través de la sensibilidad: sólo un objeto sensible es
un objeto para el hombre. «Sólo habrá un objeto... donde haya un
ser que actúe sobre mí, donde mi propia actividad... encuentre
en la actividad de otro ser resistencia y límites. El concepto de
objeto no es originalmente otra cosa sino el concepto de un otro
yo, por lo que el concepto de objeto está como tal mediado por
el concepto del tú, del yo objetivado.»31
La percepción del «límite», de la «resistencia», empero, es sólo
el principio; significa también la aparición de la existencia del
hombre y, por lo tanto, también la espacialidad: «La existencia es
el ser primero, la primera determinación del ser... Aquí estoy yo,
ahí tú; estamos separados.»32 Pero a la existencia le sigue el ver
dadero ser: el ser es una relación activa con el objeto, con el tú.
Sólo a través del ser —a través de la relación activa con el otro—
me elevo desde el no ser (la nada); la elevación desde el no ser se
corresponde con mi proceso de devenir hombre (mi acceso a la
naturaleza humana). El ser es una relación activa-sensible con lo
que es distinto a mí, con el tú —es el amor. Aquí se constituye
la auténtica objetividad, aquí, a través de la mediación del otro,
puedo devenir objeto, ser objetivo: «Pero de la misma manera
que sólo a través del amor, de la sensibilidad en general, puedo
devenir ser, distinguiéndome del no ser, así es sólo a través suyo
como puede existir, para mí, un objeto distinto a mí mismo.»33
Ya se ha señalado anteriormente que la construcción del mun
do a partir de la relación entre el yo y el tú sirve a Feuerbach
28. Ya se ha dicho que no sólo las construye en base a esa fórmula básica y
que más de una vez sigue las huellas del materialismo tradicional del siglo xviii.
Pero, repitámoslo de nuevo: aquí consideramos sólo las nuevas concepciones de
Feuerbach y además desde el punto de vista de la historia de su influencia.
29. über Spiritualismus und Matcrialismus, en Schriften zur Ethik, ed. cit.,
p. 214.
30. Ibid., p. 214.
31. Grundsiitze..., op. cit., p. 316.
32. Ibid., p. 327.
33. Ibid., p. 318.
118
sobre todo para construir la socialidad —la socialidad sin obje
tivaciones. Si aquel objeto (incluida mi propia naturaleza) sólo
llega a ser a través del otro, entonces queda confirmada la socia
lidad prim aria de todo nuestro hacer y pensar, sin que aparezca
en el horizonte del pensamiento en general el concepto de la so
ciedad existente en la forma de mediaciones determinadas, con
cretas, objetivas de personas.
Pero la «construcción del mundo» sin objetivaciones suscita
numerosos problemas que Feuerbach es incapaz de resolver. Esto
significa que él mismo incurre en contradicciones en el interior de
su propio sistema. Tenemos, sobre todo, el problema del espacio
y el tiempo. No pocas veces subraya que el espacio y el tiempo
son efectivamente meras formas de la percepción; pero con igual
frecuencia afirma que no lo son: «Espacio y tiempo son condi
ciones del ser... leyes del ser y el pensar.»* En el llamado «dua
lismo» de Feuerbach es posible encontrar enfoques en ambas di
recciones. El prim ero es un enfoque puramente fenomenológico.
El segundo —que es el más importante— indica que la «existen
cia» (es decir, el espacio) sólo se constituye cuando el otro, la
diferencia en relación a mí, la «unidad básica» de la filosofía ya
ha aparecido. Consiguientemente, la idea del espacio no puede
ser innata al yo, pues la existencia del propio yo se supone de
fa d o reconocimiento del otro: en esta medida «aquí» y «ahora»
son premisas del ser. Yo y tú son idénticos (juntos somos la
especie); el espacio es una categoría social y también una cate
goría natural: ambas son, en el fondo, una. Lo mismo sucede con
el tiempo: «El medio de unificar sin contradicción en un mismo
ser determinaciones contrapuestas o contradictorias es, únicamen
te, el tiempo.»* Sobre esta base se podría interpretar el tiempo
como m era form a de la percepción; pero como todas nuestras
determinaciones se generan en nuestra relación con el otro, con
el tú (en nuestro amor) y viceversa, el tú y el yo tienen o to ló g i
camente un tiempo común; el tiempo, así, es una categoría del
ser, simultáneamente una categoría social y una categoría natural:
ambas son, igualmente, una sola.
Sin llegar a formulaciones contradictorias, Feuerbach se en
frente también en la exposición del concepto de lenguaje y verdad
con problemas análogos. Al lenguaje se le reconoce sólo una
función, la comunicativa. Pero como en la comunicación entre
el yo y el tú es donde se realiza la esencia humana misma, la
función comunicativa es al mismo tiempo la función que encarna
la esencia humana. En terminología moderna esto significa que
para Feuerbach no existe, en general, el lenguaje; él conoce sólo
el habla o, dicho más exactamente, para él lenguaje y habla son
una y la misma cosa. «El lenguaje no es... sino la realización de345
119
la especie, la mediación, del yo con el tú al objeto de establecer
la unidad de la especie a través de la superación de su separación
individual.» * De una función acumulativa del lenguaje no se ha
bla ni se puede hablar dado que hacerlo presupondría la existen
cia de un «espíritu objetivo» separado del «espíritu subjetivo».
La última cita procede de la crítica de Hegel. Igualmente mar
cada por la crítica de Hegel está el concepto feuerbachiano de ver
dad. Pocas cosas niega tan rotundamente como la idea hegeliana
de que la verdad es el todo, esto es, que la verdad es un resultado
linal. Si es cierto que la genericidad (la esencia humana) se rea
liza en el encuentro entre el yo y el tú, entonces la verdad —la
verdad que expresa la genericidad— deberá constituirse también
en la relación entre el yo y el tú. «La idea en la que se unifican
yo y tú es más cierta»,3637389escribe. En La esencia del cristianismo
lo formula de la siguiente manera: «Verdadero es aquello en lo
que el otro concuerda conmigo... porque la especie es la medida
última de la verdad... Verdadero es lo que coincide con la esen
cia de la especie, falso lo que la contradice.»3'
En realidad, la verdad reducida al mero consenso del tú y el
yo no es sino la aceptación de un concepto cotidiano de verdad y
además entendido en un sentido extremadamente restrictivo. Si
yo dice: «luce el sol» y tú responde: «sí, es cierto, luce el sol»,
estas dos constataciones constituyen conjuntamente la «verdad».
Pero no creo que sea posible aducir ejemplos de mayor profun
didad que éste relativos a un consenso similar. ¿O sí? ¿Tal vez
sí? Ciertamente sí, pero sólo en un único ámbito: en el que hace
referencia a la relación de dos personas entre sí. En el ámbito
que tan im portante papel jugaba en Feuerbach: el amor. Pues
si yo dice: «te quiero» y tú responde: «lo sé y yo también te
quiero», entonces la «verdad» se ha constituido efectivamente en
la relación entre tú y yo, pues —en este ámbito— no hay, efectiva
mente, ninguna verdad superior. Ésta es, si se quiere, efectiva
mente la verdad de la «especie humana». El am or es para Feuer
bach la esencia más im portante y al mismo tiempo la menos sus
ceptible de alienación (la única inalienable) de la especie. Recuér
dese que el amor reviste en Feuerbach una significación ortológi
ca central. Podríamos añadir ahora también que reviste una sig
nificación epistemológica. Constituye la única relación en la que
la relevancia de su concepto de verdad está fuera de dudas, donde
deja de ser un lugar común de tipo cotidiano.
«Donde no hay amor, tampoco hay tal es el secreto de
la verdad como consenso entre yo y tú... Antes se ha dicho que el
concepto de verdad basado en el consenso de tú y yo es un con
36. Zur K r i t i k d e r Hegelschen Philosophie, en KUlnere 1. ed. cit..
p. 27.
37. Ibid., p. 29.
38. Op. cit., p. 319.
39. Grundsatze..., op. cit., p. 319.
120
cepto de verdad de tipo cotidiano; bien, una vez que se ha descu
bierto su verdadero «secreto» se hace claro que ese concepto feuer-
bachiano de verdad no es en realidad ningún concepto de verdad.
•Verdadero y divino es sólo lo que no necesita prueba, lo que
...habla directamente en su favor convence... lo que ya está de
cidido sin más, lo que es como tal indudable, lo que aparece claro
como la luz del sol»,*0 escribe. Lo «verdadero», lo «divino», lo
«real», lo «sensible» son todos idénticos. También escribe Feuer-
bach más de una vez que está de acuerdo con el sensualismo
porque según éste la percepción es la fuente de todo; pero difiere
de él en que la percepción es en el sensualismo pasiva, de mero
reconocimiento, punto de partida para el pensamiento, m ientras
que él entiende la percepción como activa y orientada al otro: la
percepción es amor. Feuerbach entiende literalmente la bella frase
bíblica de que Adán conoció a Eva. El encuentro directo y sen
sual entre el yo y el tú: eso es precisamente el conocimiento,
eso es la verdad. Cuando se estrecha a una persona entre los b ra
zos, se reconoce en esa persona a la humanidad —y tam bién a
uno mismo.
La filosofía de Feuerbach es la apoteosis del amor y «apoteo
sis» debe entenderse aquí literalmente. El amor sensual —form a
suprema del am or en general— es al mismo tiempo «deificación»,
el acto sexual es simultáneamente acto religioso y tam bién el su
prem o acto moral. Una vez más: el amor es inalienable.
«Quien no ama a la mujer, no ama al ser hum ano»/1 «La for
ma más íntim a y completa del amor es la sexual; en ella no es
posible gozar uno mismo sin hacer gozar al mismo tiempo, aun
involuntariamente, a la otra persona; más aún, cuanto más haga
mos gozar a la otra persona, más gozaremos nosotros m ism os.»404142
Feuerbach no conoce el Don Juan kierkegaardiano ni tampoco el
Diario de un seductor, pero tampoco el matrimonio. Para él sólo
existe el descubrimiento feliz de dos seres humanos. El am or no
surge del mundo, sino el mundo, del amor: el am or mismo es el
mundo. Éste es el am or de Tristán e Isolda.
O más bien al revés: el am or de Tristán e Isolda es el am or
de Feuerbach.
El encuentro del yo y el tú es, como se ha dicho, el auténtico
secreto del radicalismo del ánimo: la reivindicación de la inme
diatez en un mundo de mediaciones. El radicalismo es más anti
guo que el sistema filosófico, pues aparece ya en toda su dimen
sión en los Pensamientos acerca de la muerte y. la inmortalidad
(1830). Aunque no supiésemos fehacientemente que éste era el
libro de Feuerbach preferido de Wagner, lo sabríamos. De la mis
ma manera, aunque no sabemos concretamente si Kierkegaard co
121
nocía estos Pensamientos, sin embargo sabemos que tenía que
conocerlos.
El amor sensual, el amor de Dios y la muerte aparecen ahí
todavía como el testimonio de una única conducta. Feuerbach
disputa contra la inmortalidad. La vida ha de tener una perfec
ción, tiene que ser incondicional y absoluta; la inmortalidad priva
a la vida de esta incondicionalidad y de este carácter absoluto.
Sin muerte tampoco habría vida; quien no puede desaparecer
como hombre libre, tampoco puede entregarse por completo al
amor: ni al amor de los hombres ni al amor de Dios.
En esta obra el amor tiene aún niveles (pero no «estadios»).
«El hombre ama y debe amar. Pero su amor es muy diverso y su
verdad y su valor se miden según el contenido y la dimensión de
lo amado... Cuanto más das de ti mismo, más grande y verdade
ro es tu amor.» ° «Al am ar explícitas y reconoces la nulidad de tu
mero ser-para-ti.»4344 «El amor presupone tanto la diferencia como
la unidad. Donde sólo hay esencia, hay unidad; donde sólo hay
persona, sólo hay diferencia; sólo en la unidad de ambos habita
el amor. Como siente el todo quien ha sentido el amor, así sabe
también el todo quien ha conocido el amor; conócelo y habrás
conocido a Dios y su consecuencia, la muerte.»45 Los niveles —que
no «estadios»— del amor coinciden aquí aún, en lo esencial, con
los estadios kierkegaardianos. Cuanto más esencial es el objeto del
amor, más es posible «entregar» el propio yo en el amor; dado
que Dios es lo más total, la esencia misma, es en el amor a Dios
en el que más auténticamente se puede amar (piénsese en Kierke-
gaard, según el cual jamás se puede tener razón contra Dios).
Pero, desde luego, no es indiferente que Feuerbach (en esta obra)
identifique niveles, pero no estadios del amor. La medida de la
entrega del yo al otro depende de la esencialidad del otro. Pero
no sólo es posible entregarse a lo más alto y esencial; el hombre
debe amar y todo amor —no sólo el amor a Dios— es entrega,
abandono en el otro. También el amor a las personas, a la mujer
puede llegar a la plena entrega de uno mismo, también en él pue
de desaparecer la «diferencia», también en éí puede consumarse el
misterio del devenir esencial.
La sensualidad de Kierkegaard no es sensual, sino mística; ya
en los dos primeros estadios de Olo uno o lo ot
mente el «amor de Dios». (Repetidamente se ha señalado que en
el Diario de un seductor el acto sexual ni siquiera aparece.) Por
el contrario, el misticismo del joven Feuerbach es sensual en sí
mismo; el placer de la entrega de uno mismo es patente en él in-
122
cluso cuando habla de Dios. Precisamente por eso no habla tam
poco mucho de Dios.
La base filosófica del giro se encuentra en esencia del cris
tianismo. En la medida en que Dios —el Dios del cristianismo—
no es en el fondo sino la proyección fetichista de la genericidad
humana, es al ser humano al que se ama en Dios, por lo que se
impone am ar al ser humano en el ser humano. Se impone, así, al
canzar la unión con el ser humano para llegar a la genericidad,
para acceder a la divinidad. Sin embargo, el tránsito del am or
divino al am or terrenal se produjo antes que el giro filosófico. La
mayor parte de los poemas acerca de la muerte tratan primero
del amor terrenal y luego, también, del amor sensual. La unión
del yo y el tú en el am or sólo es posible porque existe la muerte.
El filtro de la m uerte es el filtro del amor:
46. Reimwese auf den Tod, en Gedanken..., O. Wiegand, Leipzig, 1876, p. 96.
47. Die Unsterblichkeitsfrage vom Standpunkt der Anthropologie, en Gedan
ken..., ed. cit., p. 116.
123
5. ELANTI-KANT
En toda su filosofía Feuerbach confronta el radicalismo del áni
mo con el sistema de Hegel; en su ética, sin embargo, el contra
punto es Kant (y —en tanto que kantiano— Schopenhauer). Nada
es más natural que esto. En Hegel la moral en tanto que momento
subjetivo de la moralidad social tiene habitualmente un papel su
bordinado y por lo que se refiere a la moralidad encamada en las
instituciones, Feuerbach no tiene absolutamente ninguna relación.
Pero el planteamiento de Kant es su propio planteamiento, pues
la moral kantiana se basa en la unidad del acto individual y la
genericidad; la máxima del imperativo categórico es al mismo
tiempo la máxima de la humanidad.
El planteamiento —la realización de la unidad de individuo y
especie en la moral— es así el mismo, pero la respuesta es, en
esta misma medida, la más opuesta que se pueda concebir. La éti
ca feuerbachiana consiste en una sola gran polémica contra el con
cepto de deber.
Feuerbach sólo llegó a desarrollar sistemáticamente sus ideas
acerca de la moral en los años 60. Sin embargo, también en este
terreno es válido lo dicho acerca de Feuerbach en general: el ra
dicalismo del ánimo es muy propio de la juventud. Todo lo que
dice Feuerbach acerca de la ética en los años 60 se contenía ya,
en todos los sentidos, en su concepción del mundo madurada a
comienzos de los años 40. Por eso la siguiente exposición se vincu
la a toda la obra de su vida, con independencia de en qué pe
ríodo histórico haya sido formulada tal o cual versión de la misma
idea.
Feuerbach no niega la existencia del deber, como tampoco nie
ga que se pueda actuar sobre la base del deber. Lo que rechaza
de manera radical es el acto perpetrado únicamente por deber y
en esto va más lejos que Schiller y Goethe, los dos primeros
críticos del concepto kantiano de deber. Lo que hacían ambos poe
tas era sencillamente cuestionar que un acto tuviese necesaria
mente que perder su relevancia moral porque la inclinación coin
cidiese con el deber: es posible proceder bien por deber, pero es
más bello y mejor el acto en el que se hermanan deber e inclina
ción. El acto vinculado puramente a una inclinación, excluyendo
el deber, puede ser también fatal, como por ejemplo —sin salir-
nos de Goethe— el amor de Eduardo y Otilia en Las afinidades
electivas.
Sin embargo, Feuerbach va aún más lejos y afirma que sólo por
deber no se puede hacer absolutamente nada bueno, no se puede
ser moral. Lo fatal no es la inclinación pura, sino el deber puro:
«Una mujer, por ejemplo, que haga por su marido todo lo que
sólo puede hacer el amor, pero que no lo haga por amor o al
menos no por amor verdadero —pues aun el amor puede ser mo-
124
ralizado— sino por deber, ...esa mujer pone... veneno en cada
filtro de amor que le prepara a su marido.» “
Indudablemente, Feuerbach entiende el concepto kantiano de
deber de manera diferente a Kant y es fácil también darse cuenta
de por qué. El deber, en Kant realización de la genericidad, es
equiparado por él al convencional , que puede eo ipso no ser ge
nérico. La genericidad representa al hombre como sensible ; por
eso un acto o una posición que haga abstracción de la sensibi
lidad —las inclinaciones— no puede representar la genericidad.
No será la «palabra de la genericidad» en nosotros, sino la «pa
labra de las instituciones», la «palabra de la costumbre». La ins
titución, la costumbre, la convención o, dicho de otro modo, el
deber, sin embargo, separa a los hombres unos de otros en vez de
unirlos. Se une lo que es efectivamente genérico e inalienable
y eso es exactamente la inclinación; la más alta de todas las incli
naciones es el amor. «Tu embrujo vuelve a unir lo que la moda
ha separado tajantemente»: el amor, la inclinación vuelven a unir
lo que la moda (las instituciones, la costumbre, en una palabra:
el deber) ha separado.
Lo que no surge de la inclinación es siempre convencional, se
gún Feuerbach. Si se quisiese interpretar en general estas ideas,
se llegaría a conclusiones fatales . Tal vez se recuerde aún el entu
siasmo del joven Nietzsche por Feuerbach. ¿Y no fue precisa
mente Nietzsche quien extrajo de estas ideas la consecuencia úl
tima? Las instituciones, las costumbres, los valores de la sociedad
burguesa —los «deberes» impuestos por ella— están en contra
dicción con las inclinaciones del hombre; por eso, ¡dejadnos vivir
de acuerdo a nuestras inclinaciones! El superhombre no conoce
deber, costumbre o institución alguna, sólo su propia inclinación;
es superhombre precisamente porque es capaz de vivir de acuerdo
a sus inclinaciones. Pero es característico de Feuerbach también
no pensar hasta el final estas ideas. También en este aspecto era
«inconsecuente». ¿O tal vez era, precisamente, muy consecuente?
También Kant vivió su época y la pensó hasta el final —lo
mismo que Nietzsche. Kant sabía que las inclinaciones del hom
bre de la sociedad burguesa, del hombre del «mundo animal es
piritual» se dirigen al tener , no al «amor» de los otros hombres,
sino a su opresión, a su utilización como simples medios. Pre
cisam ente por eso erigió la moral sobre la base de la ley moral.
Las inclinaciones no podían dejar su impronta sobre el deber
porque las inclinaciones del hombre se dirigen contra los otros
hombres, porque las inclinaciones de los hombres crecidos en la
sociedad burguesa no pueden ser constitutivas, por principio, de
la moral; de inclinaciones que se ordenan en función de la par
ticularidad no puede derivarse nada general. Pero Kant quería lo
general, quería preservar la moral —si se prefiere: los «valores
125
de la genericidad»— y, por consiguiente, deslindaba la ley moral
de las inclinaciones. También Nietzsche sabía esto muy bien, pues
también él vivió su época y la pensó hasta el final. Y de todo lo
que vivió y pensó hasta el final extrajo la consecuencia opuesta.
Seguir las inclinaciones significa para él al mismo tiempo y de
inmediato destruir las escalas de valores. «Cuando vayas a la mu
jer, no te olvides el látigo.» ¿Qué habría dicho Feuerbach, apóstol
de las inclinaciones vividas, enemigo del deber, de una conclusión
como ésta, que tanto recuerda a Sade?
Sólo se puede ser feliz haciendo también felices a los otros,
piensa Feuerbach. Porque Feuerbach no vivió ni pensó su época
hasta el final. En el radicalismo del ánimo no hay aquí ni ahora;
Feuerbach vivía en un mundo de sueños.
Hay que vivir de acuerdo a las inclinaciones y no al deber. Pero
Feuerbach creía seriamente que la inclinación humana de mayor
importancia es el amor. Es decir, viviendo de acuerdo a las in
clinaciones no se iría a la mujer con el látigo. Viviendo de acuerdo
a las inclinaciones se vive para los otros, para el tú, se vive la
vida de la especie humana.
Pero hay todavía un motivo más decisivo por el cual Feuer
bach no podía aceptar para su filosofía el imperativo categórico.
El imperativo categórico constituye la moralidad pura a par
tir de la generalizabilidaddel acto (o bien de la actitud que afec
ta al acto). Pero esto no cuadra con Feuerbach, más aún, es in
compatible con los principios de su filosofía. El encuentro entre
dos individuos es siempre un encuentro único. Todo individuo es
singularidad, la relación con él es por principio no
«El individuo es intraducibie, inimitable... incomprensible, inde
finible; sólo puede ser objeto de conocimiento sensible, inmediato,
aparente.»4’ El encuentro de dos individuos, por tanto, no tiene,
por principio, ninguna máxima generalizable. Pero tampoco es ne
cesaria. Pues cuando dos individuos se encuentran en el amor,
entonces, como sabemos, se realiza también la genericidad; el sim
ple y único acto es eo ipso el acto general. Quien abraza a un ser
humano, abraza a millones.
Se ha dicho que Feuerbach no vivió el «aquí» y el «ahora» ni
los pensó hasta el final. Sin embargo, se impone añadir a esto que
el viejo Feuerbach, cuanto menos, algo intuyó al respecto. Por eso
aparecen en sus escritos cada vez más en lugar de «el hombre», el
«hombre sano», la «naturaleza humana sana». Por eso trata no de
rechazar sin más el imperativo categórico, el deber, sino de rein
terpretarlo sobre la base de su propia filosofía. Estas intuiciones
son propias, efectivamente, sólo del viejo Feuerbach y se las en
cuentra reiteradas sólo en el ensayo sobre el eudemonismo (1867-
1869). Éste, por lo demás, es el ensayo en el que, como ya hemos
dicho, invoca a Marx.
126
«La moralidad no es sino la verdadera, perfecta, natura
leza del hombre.** «Sólo es deber lo que es sano, lo que en su
mero ejercicio es signo y expresión de salud.»505152De la misma ma
nera como en su concepto, el am or no es una trivial perogrullada
del tipo «el am or es un poder del cielo», tampoco la salud se
limita en su concepto al lugar común de «mente sana en cuerpo
sano», aun cuando algunas manifestaciones sí que pueden suscitar
esta impresión. Si existe una naturaleza «sana» entonces tam bién
debe existir una «enferma» y la «inclinación» de cualquier perso
na no es necesariamente «sana» y moral. Para una naturaleza sana,
para que existan inclinaciones morales, se necesitan condiciones
de vida dignas del hombre. Donde persiste la explotación, donde
una clase priva a otra de sus condiciones básicas de vida, ahí no
hay ni puede haber una moralidad pura. Parece como si se oyesen
resonar los motivos de la «sociedad sana» de Fromm con cien
años de antelación.
Pero ¿cuáles son las condiciones de vida dignas del hombre?
Todavía las recordam os: en Feuerbach las necesidades se redu
cen a las necesidades existenciales. Agua clara, el pan de to
dos los días y aire fresco para todos por igual. Si se tiene todo
esto, entonces se está sano y resulta posible hacer a la espe
cie el objeto de uno mismo en la filosofía, en el arte, en las
relaciones con las otras personas. Poco es necesario para una «na
turaleza sana», poco se necesita para tener inclinaciones sanas. De
la ram a de la naturaleza feuerbachiana brotan las florecillas de
los hippies.
Tal como es, el hombre —en la medida en que pueda dar satis
facción a sus necesidades existenciales— es un ente completo y
total, un ser perfecto. Nada ataca Feuerbach tan encarnizada
mente en la ética como el llamado «autoperfeccionamiento»; no
dejó de hacerlo desde sus primeros años de juventud. El aguijón
para el autoperfeccionamiento es para él el espíritu del raciona
lismo, del racionalismo que hace abstracción de los placeres sen
suales. Pero el racionalismo, tanto en su form a religiosa como en
la no religiosa, es el espíritu del capitalismo. Feuerbach no pro
nuncia la palabra capitalismo, pero el título del famoso libro de
Max Weber no se ha citado por casualidad. Pues la idea de Max
Weber ya está presente en Feuerbach.
«Lo que un ser es, también lo quiere ser. Lo que soy por
naturaleza, aunque no lo sea de nacimiento... eso lo quiero con
toda mi voluntad, de corazón, con el cuerpo y con el alm a.»51 El
hombre debe crecer conforme a sus rasgos naturales y gozar de
éstos, debe poder vivir en el hoy y para el hoy, pues sólo en este
caso podrá entregarse al tú —sólo así será un hombre total.
50. Der Eudámonismus, e n Schriften tu r Ethik, ed. cit., p. 289. (Subrayado
mío, A. H.)
51. Ibid., p. 259. (Subrayado mío, A. H.)
52. Über Spiritualismus, en Schriften zur Ethik, ed. cit., p. 146.
127
Pero el racionalista niega al hombre total, por lo que el raciona
lista no llega a conocer ni la entrega ni el placer del presente. El
racionalista dice: «El progreso, el progreso sin meta y sin fin es
lo que tenemos ante nosotros... No el Príncipe de la Paz, sino el
Mariscal Adelante es nuestro modelo.» a «Así recae el racionalista,
para sustraerse al fantasma del cielo, en otro fantasma igualmen
te insondable... el fantasma de un progreso eterno; ...el raciona
lista no puede conciliar la existencia del hombre con la idea de
la felicidad, de la perfección, de la divinidad... por eso se imagina
una vida laboriosa, activa, esforzada, progresiva. Pero una vida
progresiva es precisamente una vida infeliz.»5354
No hay duda: al rechazar el «espíritu del racionalismo» (tanto
en su forma religiosa como filosófica), Feuerbach rechaza también
el espíritu del capitalismo. Sin eso sería incomprensible por qué
poma tanto énfasis en ganar a Marx para su causa. Tampoco hay
duda, empero, de que el rechazo de Feuerbach era en gran me
dida escatológico: al mundo del racionalismo le contrapone un
«reino celestial sobre la tierra». Al tratar antes la concepción
feuerbachiana de la historia hicimos mención de su posición evo
lucionista. En este punto hay que añadir que ésta nada tiene que
ver con el evolucionismo positivista que alcanzó su apogeo en la
segunda m itad del siglo xix. Hay desarrollo hasta que el hombre
despierta a la consciencia de su propia genericidad. Más aún:
un desarrollo continuo, un progreso indefinido significaría que
nunca se podría acceder plenamente a la genericidad. No hay
objetivaciones, sólo el espíritu subjetivo; hasta ahora hubo his
toria, a partir de aquí ya no la hay. No queda claro que «hasta
ahora» y «a partir de aquí» signifiquen el presente o el futuro.
El radicalismo del ánimo no conoce ni el «aquí» ni el «ahora», en
el sueño coinciden el ser y el deber ser.
Feuerbach es, como se ha dicho, un enemigo del «espíritu del
capitalismo». En contradicción con esto está —al menos en apa
riencia— la circunstancia de que introduce el concepto de «egoís
mo» en su ética de dos maneras. En sus primeras obras rechaza
aún el egoísmo: «Sólo hay un mal, que es el egoísmo; y un bien,
que es el am or»55 dice en su diario de los años 1834-1836. Pero es
notable cómo empieza, precisamente en controversia contra el
egoísmo solipsista llevado consecuentemente a sus últimos extre
mos —contra Stim er—, a introducir en su propia filosofía el egoís
mo. En la mayoría de los aforismos de esta época sigue aparecien
do el amor como el principio único de una actitud acorde a la
genericidad, pero en algunos de ellos aparece ya el doble prin
cipio de egoísmo-amor. «¿Cuál es mi principio? Ego y alter ego,
128
* e g o í s m o "y “c o m u n i s m o ",pues ambos son tan insepar
la cabeza y el c o r a z ó n .»“ Y más adelante dice: «La vida
mo. Quien no quiere ningún egoísmo, tampoco quiere que haya
ninguna vida. Sólo el muerto carece de 57 Introduciendo
esta categoría en su mundo de ideas perseguía, como ya se ha di
cho, una finalidad polémica. Justam ente en el mantenimiento de la
dualidad está la polémica, justam ente en la idea de que la con
ducta humana, especialmente la moralidad, no puede derivarse
sólo del egoísmo. No niega Feuerbach que el egoísmo forme par
te de las inclinaciones. Pero las mismas inclinaciones contienen
también el amor; por eso es posible entregarse resignadamente
a ellas frente a la m era convención, a las instituciones, al «deber».
El contenido auténticamente feuerbachiano de la categoría de
«egoísmo» aparece claramente más tarde, en sus escritos sobre
ética, en los que vuelve a rechazar o, más bien, a sustituir este
concepto por el «impulso de autopreservación», es decir, por el
«impulso de felicidad». También esta categoría está tomada en
préstamo, sin duda de Darwin, aun cuando no corresponde en
absoluto a la interpretación darwiniana. Nuevamente encontramos
algo que es característico de Feuerbach: toma de Darwin la idea
de que el impulso de autopreservación es universal sin que la «lu
cha por la supervivencia» aparezca por ninguna parte en el hori
zonte de su pensamiento.
En Feuerbach, en efecto, el «impulso de autopreservación» no
se dirige al mantenimiento de la vida humana, de la vida indivi
dual en general, sino al mantenimiento en particular de los valo
res que se form an en el individuo, en la vida del individuo. «El
impulso de autopreservación no se proyecta en él (en el hombre,
Á. H.) más que a sí mismo o al bien que él cuenta como de sí
mismo, que no puede extrañar ni abandonar sin abandonarse a
sí mismo.» “ Por eso el suicidio no refuta la existencia del impulso
de autopreservación. Se acude al suicidio cuando ya no es po
sible realizar en la vida los propios valores, cuando ya no es posi
ble satisfacer las necesidades principales. El impulso de autopre
servación se orienta al mantenimiento de una vida plena de sen
tido. «El impulso de autopreservación es lo mismo y sólo lo mis
mo que el impulso de felicidad y éste asciende y cae con la capa
cidad de alcanzar la felicidad.»565789 El impulso de autopreservación
no es otra cosa sino la voluntad de felicidad. Si se ha alcanzado
la suprema dicha, el paso inmediato es la muerte, pues ya se ha
dado satisfacción al «impulso de felicidad». En el viejo Feuerbach
aparece de nuevo el motivo del «amor a la muerte». «Pero el
hombre mismo puede estar tan poseído por la pasión de la vida
que acabe entregando, como la mariposa, su vida por y con el
56. Jbid., p. 180.
57. Erganzungcti und Erkl&rungen..., op. cit., p. 82.
58. Über Spiritualismus..., op. cit., p. 93. (Subrayado mío, A. H.)
59. lbid., p. 99.
129
placer de vivir.,. Porque, ¿qué valor y sentido tiene ia vida para
la mariposa cuando ya no es más que una piel vacía?» - No sólo
el título de la primera narración de Thomas Mann tiene profun
das resonancias feuerbachianas.
Sobre el «impulso de felicidad* puede decirse lo mismo que ya
se ha dicho sobre tantas categorías feuerbachianas: se encuentra
en la «frontera» entre un trivial lugar común y un pensamiento
profundo. La idea de que «todo el mundo quiere ser feliz» puede
ser interpretada tanto como la letra de una canción de moda como
en un plano totalmente diferente y en ambos casos la interpreta
ción está justificada.
Vamos a dejar de lado la primera interpretación y a tratar bre
vemente la segunda. Con la afirmación enfática del «impulso de
felicidad» Feuerbach vuelve a enfrentarse polémicamente a Kant
—en este caso a la Metafísica de las costumbres. Como se sabe,
Kant atribuye en esta obra a las normas morales dos fines mate
riales: el propio perfeccionamiento y la felicidad de los otros. Ya
sabemos lo que Feuerbach entiende por autoperfeccionamiento.
Cree reconocer aquí el racionalismo, el «espíritu del capitalismo».
Recordémoslo: «lo que un ser es, también quiere serlo». En opo
sición a Kant, Feuerbach volvía aquí al pensamiento antiguo se
gún el cual el bien supremo es la felicidad, la propia y la de los
demás al mismo tiempo. Un concepto de felicidad de esta índole
sólo puede ser relevante en una comunidad que exista realmente.
El concepto de felicidad de Feuerbach es un tanto tópico porque
en su mundo no existía ninguna comunidad como la evocada. No
vivía en el mundo real. Soñaba el sueño del mundo en el que la
especie humana ha despertado a la autoconsciencia, en el que todo
hombre es diferente y, sin embargo, igual porque todos pueden
realizar la genericidad en el encuentro con los otros. Y con ello
soñaba también el sueño del final de la historia, de una situación
en la que ya no hay «progreso», en la que sólo hay una vida bella
y perfecta, en la que únicamente existe el goce. En este mundo
la verdad de los antiguos volverá, efectivamente, por sus fueros:
el bien supremo es la felicidad.
Este concepto de felicidad se ha vuelto en alguna medida an
ticuado sin remisión. Y, sin embargo, Engels era injusto di
ciendo que el concepto de felicidad de Feuerbach se realiza en la
Bolsa. Pues este concepto negaba realmente el «espíritu del ca
pitalismo». Donde el concepto feuerbachiano de «felicidad» podía
realizarse efectivamente en su mundo, no era en la Bolsa, sino
en la alcoba. De la rama de la «naturaleza» feuerbachiana brotan
las flores de los hippies. La utopía fecunda no tiene nada que
ver con la generalización de un concepto de felicidad que se basa
en un sistema de necesidades estancado.
Y, sin embargo, a pesar de todo su envejecimiento, la polénu-
130
ca feucrbacliiana contra Kant contiene algo muy profundo y
justo. «La ley se entiende a sí como lo acorde a la razón y justo,
como lo no arbitrario, aristocrático o despótico; la ley, digo, no
es en general sino mi impulso de felicidad puesto en consonan
cia con el impulso de felicidad de los otros.»6162
Antes de tratar más de cerca esta idea hay que tener en cuenta
que el «impulso de felicidad» de Feuerbach se equipara con el
impulso de autopreservación y que éste no tiende meramente al
mantenimiento de la vida, sino al mantenimiento de los valores
elegidos por uno m ism o, de la propia forma de vida. Desear mi
felicidad, así, es lo mismo que desear la satisfacción de las nece
sidades más im portantes para m í, mientras que desear la felici
dad de los otros es lo mismo que desear la satisfacción de las ne
cesidades más im portantes para ellos.
Feuerbach decía de la ética kantiana que era aristocrática y
despótica. Sin duda era injusto con la concepción de conjunto pre
sente en la Metafísica de las costumbres, pues Kant realmente
pretendía en esta obra, en último término, superar el «jacobinis
mo» de su propia ética. Pero tampoco es totalmente injusta la
observación, de todos modos. Si uno quiere perfeccionarse a sí
mismo (no alcanzar la felicidad) y dar la felicidad a los otros (pero
no la perfección), entonces se «sale» de la especie humana y
adopta precisamente una posición de carácter aristocrático. Al
mismo tiempo deviene uno también un déspota: en parte un dés
pota de sí mismo, pero también y al mismo tiempo de los otros.
Sólo un hombre feliz puede ser realmente bueno, piensa Feuer
bach. Quien no puede alegrarse, quien desprecia las alegrías de los
otros, quien no sabe gozar de la vida, ése desprecia a quienes
quieren gozar de ella. El «impulso de felicidad» feuerbachiano
contiene una crítica sin paliativos del ascetismo jacobino. Aquí hay,
sin duda, una verdad de la máxima relevancia: quien es un rehén
de sí mismo, será también rehén de los otros; quien no conoce el
goce que puede lograr la personalidad, ése —excepto si es un genio
de la moral— llegará muy probablemente a despreciar y someter
a los demás. Todo Savonarola es despótico.
Feuerbach no pensó hasta el final ni vivió su mundo. Sin em
bargo, como ya hemos dicho, algo «intuyó» de él. Ante esta intui
ción y en relación a aquellas cuestiones que se le planteaban acerca
de ella, recurrió, a pesar de todo, a Kant: no a la Crítica de la
razón pura, sino a la Metafísica de las costumbres. «Frente a uno
mismo no se es nunca lo suficientemente idealista —en cuanto a
abrigar exigencias idealistas a la voluntad, "imperativos categóri
cos"— pero frente a los otros... nunca se es lo suficientemente
materialista; frente a uno mismo no se es lo suficientemente es
toico, frente a los otros no se es lo suficientemente epicúreo.*"
131
Y, sin embargo, este kantismo no es la última palabra de aquel
Feuerbach que intuye algo de la «dureza» del mundo. Su última
palabra —y esto debe entenderse en sentido literal, pues es lo
que puso sobre el papel en sus dos aforismos postreros— es la
bondad. «Sólo es bueno (“moral") aquel que hace de manera úni
ca y exclusiva, absoluta e incondicional, del bien de los hombres
su principio y criterio. Se puede ser moral en el sentido del auto
dominio, de la negación de la sensualidad, se puede ser creyente
y religioso y sin embargo un mal hombre en cuanto al corazón.
Sólo el ser incondicionalmente bueno con los demás es ser bueno.
No hay nada más.» u
Y mira por donde, con estos hemos llegado a Dostoievski.
Todo el mundo debe atravesar el Feuer-Bach; el Feuer-Bach es
el purgatorio: el purgatorio de la juventud. Desde entonces todos
lo han vadeado, todos los que pudieron vivir y pensar su mundo
hasta el final, con independencia de que conociesen a Feuerbach
o no. Feuerbach no pudo vivir ni pensar su mundo hasta el final;
su mundo era un mundo de sueños carente de objeto, un «País de
Jauja». Sin embargo, sin el bautismo de fuego que supone el ra
dicalismo del ánimo, nadie puede llegar a vivir y a pensar-hasta-
el-final. Pues el sueño de Feuerbach es, a pesar de todo, un sueño
de la humanidad —o al menos uno de sus sueños.
Recuérdese al joven Georg Lukács de El alma las formas,
recuérdese al joven Thomas Mann.
Realmente, no es necesario el recuerdo; de la rama de la «na
turaleza» feuerbachiana brotan las flores de los hippies. De los
jóvenes que han penetrado en el Feuer-Bach pero no han salido
de él. Del radicalismo actual del ánimo, un nuevo mundo de
sueños que, lo mismo que aquél, no conoce ni «aquí» ni «ahora».
Pero de la ram a de la «naturaleza» feuerbachiana no brotan
hoy sólo las flores de los hippies. Pues todos los que se rebelan
contra una sociedad alienada y petrificada en las instituciones, en
el sistema de costumbres, en las mediaciones, en el juego de roles,
y reclaman de ella la inmediatez, el encuentro de ser humano a
ser humano, los valores de la especie humana, todos los que con
frontan los contornos de una utopía fecunda y radical con lo que
existe, el «deber ser» con el «ser», las posibilidades del hombre
con la mera facticidad, todos ellos, digo, han pasado por el bau
tismo de fuego feuerbachiano. Hay que salir del Feuer-Bach para
poder ajustar cuentas con el mundo, para saber cómo es y qué
hay que hacer para que sea de otra manera. Hay que salir del
Feuer-Bach para poder vivir nuestro mundo y pensarlo hasta el
final. Pero quien no es capaz de ver más allá del «ser» el «deber
ser», quien no ve en la facticidad las posibilidades que existen,
quien no puede elevarse de la particularidad a la «especie» o, di
ciendo lo mismo de otro modo, quien olvida ante el deber el amor,
132
ante el concepto concreto de humanidad el tú concreto, quien se
«perfecciona» a sí mismo y «perfecciona» a los otros pero es in
capaz de alegrarse, quien ajustando cuentas con los horrores rea
les del mundo pierde toda noción del «momento», quien es inca
paz de abrazar a millones de personas cuando estrecha a una, ése
deberá volver al Feuer-Bach, deberá regresar de nuevo a sus aguas
y sumergirse en ellas, pues deberá volver a bautizarse con el radi
calismo del ánimo. Sí: existe un «aquí» y un «ahora» y precisa
mente por ello es también posible un futuro. La realidad no es un
sueño carente de objeto. Pero el sueño de Feuerbach es uno de los
sueños de la humanidad; si no se vuelve a soñar de vez en cuando,
tampoco es posible ajustar cuentas en tanto que adultos con la
realidad. En esta medida cabe decir: Ludwig Feuerbach redivivus.
133
IV. Fenomenología de la conciencia desdichada *
135
problemas y los conflictos como conflictos ceden cada vez más el
paso a la «soluciones»; los sistemas «encontrados» se van «ce
rrando» gradualmente. Por eso, aunque se perfeccionen los detalles
y aparezcan en ellos nuevas ideas, no alcanzan ya la belleza de la
primera obra «auténtica», belleza que brota de la vivenciación
profunda de los conflictos. Y la causa de esto, aunque formulada
desde una actitud radicalmente contraria, es en ambos semejante:
la aceptación del mundo burgués como «condición» histórica
definitiva.
* *
137
sencializa si conoce la esencia en el mundo burgués. El individuo
burgués es laindividualidad desdichada.
* *
138
Ambas son para ella esencias ajenas la una a la otra; y ella
misma, por cuanto que es la conciencia de esta contradicción, se
pone del lado de la consciencia cambiante y es para sí lo no
esencial; pero, como conciencia de la inm utabilidad o de la esen
cia simple, tiene necesariamente que proceder, al mismo tiempo,
a liberarse de lo inesencial, es decir, a liberarse de sí misma. En
efecto, si bien para sí es solamente lo cam biante y lo inmutable
es para ella algo ajeno, es ella m isma simple y, por lo tanto, con
ciencia inmutable, consciente por lo tanto de ello como de su
esencia, pero de tal modo que ella m isma no es para sí, a su vez,
la esencia. Por consiguiente, la posición que atribuye a las dos
no puede ser la de una indiferencia mutua, es decir, la de la in
diferencia de ella m ism a hacia lo inmutable, sino que es de un
modo inmediato y ella misma ambas, y para ella la relación entre
ambas es como una relación entre la esencia y la no esencia, de
tal modo que esta últim a es superada; pero, por cuanto que am
bas son para ella igualmente esenciales y contradictorias, tenemos
que la autoconciencia no es sino el movimiento contradictorio en
el que el contrario no llega a la quietud en su contrario, sino que
simplemente se engendra de nuevo en él como contrario.»5
Vemos que la fenomenología de la conciencia desdichada tiene
en Hegel —como luego en Kierkegaard— tres estadios. Los tres
estadios kierkegaardianos, por estar enraizados en un sistem a filo
sófico diverso, no son de ninguna manera idénticos a los hege-
lianos. No obstante, no se pueden negar ciertos rasgos análogos
a este respecto. Hegel resume así el comportamiento de los tres
estadios: «En la prim era actitud era solamente el concepto de la
conciencia real o el ánimo interior, todavía no real en la acción
y el goce; la segunda es esta realización, como acción y goce ex
ternos; pero, al reto m ar de ella, la conciencia se ha experimenta
do como una conciencia real y actuante... En la lucha del ánimo
la conciencia singular es solamente como momento musical, abs
tracto; en el trabajo y el goce, como la realización de este ser ca
rente de esencia, puede olvidarse de un modo inm ediato y la pecu
liaridad consciente que reside en esta realidad es echada a tie
rra por el reconocimiento agradecido. Pero este echar por tierra
es, en verdad, un retom o de la conciencia a sí misma y, concre
tamente, a sí misma como a la verdadera realidad. Esta tercera
actitud, en la que esta verdadera realidad es uno de los extremos,
es la relación de esa realidad con la esencia universal como la
nada...»4
Es indudable que en el estadio estético kierkegaardiano no
es el ánimo la categoría central; pero la abstracción de la concien
cia individual y, junto con ella, su musicalidad desempeñan tam-
139
bién un papel central en la nueva concepción. En ella el trabajo
aparece también en el segundo estadio; su «individualidad desdi*
chada» intenta aquí verse a sí misma como conciencia real y
activa. Y en el tercer estadio la realidad individual —el sujeto—,
también como nulidad, se pone a sí mismo en referencia al ser ge
neral. Los estadios kierkegaardianos portan, pues, en más de un
aspecto las huellas de los estadios hegelianos de la «conciencia
desdichada».
En Fenomenología del espíritu de Hegel, la fenomenología de
la «conciencia desdichada» es sólo un momento del desarrollo de
la conciencia, un momento históricamente superado. En los si
guientes momentos la conciencia puede poner fin a su propia dua
lidad y es capaz de realizarse a sí misma en la realidad, es decir,
es capaz de reconocer que es idéntica a la realidad misma. En
La alternativa, Kierkegaard declara la guerra a esta concepción.
En la interpretación de Kierkegaard la «conciencia desdichada»
no es más un comportamiento históricamente superado. La «con
ciencia desdichada» es producto del presente burgués; los «indi
viduos desdichados» son los mejores del mundo burgués. Kierke
gaard rebate las concepciones de Fenomenología del espíritu en
la medida en que formula la fenomenología de la «conciencia des
dichada» como posibilidad individual de relación humano-subjeti
va de nivel superior e inherente al presente. Ésta es la tarea que
soluciona, con belleza y coherencia perentorias, en La alternativa.
* *
140
mundo burgués: el estético, el ético y el religioso. De un estadio
se puede pasar al otro, pero ningún individuo atraviesa ningún
límite «necesariamente». En La alternativa, Kierkegaard analiza
sólo dos estadios detalladamente: el ético y el estético. El tercer
estadio —el religioso— aparece sólo en el últim o escrito como
«perspectiva», concretamente en la carta del pastor de Jutlandia.
El análisis del tercer estadio lo hace Kierkegaard dos años des
pués en la obra titulada Temor y temblor.
Para Kierkegaard el estadio religioso es, sin duda, el supremo;
en cuanto autobiografía estilizada, esta obra es tam bién espejo
de la evolución del filósofo. Claro que no se trata únicamente de
una autobiografía: Kierkegaard no vivió un solo estadio tal y como
lo describe en su libro. Más exactamente: no los vivió en absoluto,
sino que los pensó. El análisis del estadio estético y del ético es
cada uno de ellos un intento de conceptualización de las conse
cuencias a las que lleva el vivir a fondo esos dos estadios posi
bles de la conciencia desdichada.
El libro tiene aparentem ente una estructura muy débil; casi
parece ser un agregado de ensayos separados. Sin embargo, si se
estudia más de cerca se ve claro que está estructurado de m anera
muy refinada y cuidadosa. En realidad, el único tema estricta
mente analizado en cada uno de los ensayos es el amor. La rela
ción hum ana m ás inm ediata es presentada por Kierkegaard como
expresión y reflejo de todo tipo de relaciones humanas. Las posi
bilidades del am or simbolizan en general las posibilidades de las
relaciones humanas. El am or del estadio estético es el erotism o
(inmediato y reflexivo). El amor del segundo estadio es el prim er
amor «elevado» a matrimonio, el amor que se realiza en la vida
burguesa. El am or del tercer estadio es nuestro am or a dios.
Si el am or —como leit motiv— en prim era instancia simboliza
en general las relaciones humanas, en segunda instancia hace re
ferencia a lo que constituye de m anera determ inante la «concien
cia desdichada», a saber, su dualidad. Aparece aquí el viejo m ito
platónico según el cual el género humano, unitario en otro tiem
po, se escindió en dos: la unión del hombre y la m ujer es la res
tauración de la unidad del género. También para la conciencia
dividida de Kierkegaard la unión con el otro representaría la
conciencia unitaria que se encuentra con la esencia de sí mism a y
con la esencia de la genericidad. Pero este intento es inútil por
que la escisión de la conciencia en dos es ya insuperable.
El am or del prim er estadio (el erotismo) todavía no significa
relación humana; el erotismo tiene su objeto (en el más estricto
sentido del término); para el Yo el Otro es mero objeto y conjun
tamente la Nada. El am or del tercer estadio ya no significa rela
ción humana-, el objeto de nuestro am or es dios; el otro hom bre
—en cuanto mediador— está excluido de esta relación. (Luego
Kierkegaard mantiene una aguda polémica contra la «congrega
ción», es decir, contra la comunidad religiosa que en Hegel es la
141
realidad de la religión; en la concepción de Kierkegaard la co
munidad religiosa es también una institución burguesa y, en
cuanto tal, es sólo un obstáculo en el establecimiento de la rela
ción con dios). Pero tampoco podemos unimos con el Otro tras
cendente; la mística —que proclama la posibilidad de unión con
dios— es caracterizada por Kierkegaard como el intento, supe
rado y condenado al fracaso, de la conciencia religiosa. Con dios
en cuanto Otro no sólo no podemos unimos sino que ni siquiera
somos capaces de entenderlo: nuestra relación con él se define por
la paradoja. Precisamente de la incapacidad para la unión y para
la comprensión nace la paradoja de la fe. Así el Otro nuevamente
se manifiesta sólo como la Nada, siendo esta Nada el soporte de
nuestra esencia.
La única relación humana auténtica es la que se da en el estadio
ético. Éste es el estadio en el que la conciencia hace realmente el
intento de poner fin a su propia dualidad y, al mismo tiempo, de
ganar su esencialidad, la esencia genérica. El fracaso de este in
tento lleva luego a la resignación.
El amor del prim er y del tercer estadio (e igualmente su posi
bilidad) está abierto sólo para los elegidos: no todos pueden ser
genios o apóstoles. El estadio ético, por el contrario, está —en
principio— abierto para todos. La trascensión de la desdicha de
la conciencia ni siquiera como intento puede ocurrir privadamen
te. La conditio sine qua non de la conquista de la esencia huma
na es que cada hombre, incluso el más modesto, la logre.
De aquí se suele inferir que un hombre tan aristocrático como
Kierkegaard (quien, a fin de cuentas, elige la posibilidad aristo
crática) tiene que estim ar a priori la alternativa del estadio ético
como de nivel inferior, como indigna del hombre superior. Pero
la alternativa del estadio ético fue para Kierkegaard el intento
—dramáticamente serio— de someter a concepto la creación de
la unidad de individuo y género y la conquista de la historicidad
del género humano. Y precisamente por eso no es casual que la
crítica a Hegel elaborada en este estadio tenga no pocos puntos
de contacto con la crítica a Hegel del joven Marx. Aquí se hace
evidente en qué medida niegan lo mismo de las soluciones de
Hegel tanto Kierkegaard como su más joven coetáneo, Marx.
E igualmente se hace palpable por qué y cómo surgen de dos ne
gaciones semejantes dos afirmaciones contrarias: dos perspectivas
y dos praxis contrarias, que intentaremos analizar a continuación.
Ya nos hemos referido a cómo una obra compuesta de ensayos
aparentemente independientes entre sí está, sin embargo, estruc
turada con premeditado refinamiento. Los documentos de B se
oponen polémicamente a los de A como si fuesen su respuesta. Al
mismo tiempo, Kierkegaard no deja duda de que es la misma con
ciencia la que por segunda vez recorre el camino, es el mismo su
jeto el que vive y medita a fondo las dos alternativas del «o lo
uno o lo otro».
142
Las dos partes están compuestas •como por oleadas». (Natu
ralmente de diversa m anera debido a la diferencia del m ensaje
de las dos alternativas.) Los documentos de A «hacen su presen
tación» en la colección de aforismos titulada En es
tos aforismos la «conciencia desdichada» se manifiesta subjetiva
mente. Sigue después el prim er intento de conceptualización: el
análisis, en el ensayo sobre Don Juan, del prim er subestadio del
estadio estético, el estadio erótico inmediato, del com portam iento
que lo caracteriza y de las consecuencias de este com portamiento.
Es decir, aquí en la vida misma se realiza el principio formulado.
Después se plantea el problem a de la posibilidad de la obra de
arte propiamente tal, la objetivación estética ( de la
tragedia antigua en la moderna y Siluetas). El problem a de la
objetivación conduce del prim er subestadio (el erótico inm ediato)
del estadio estético al segundo subestadio (el erótico reflexivo).
Aquí vuelve de nuevo a cobrar vida la «ola». Y El más desgracia
do expresa nuevamente desde el punto de vista del sujeto las
experiencias de este segundo subestadio. Finalmente, cierran el
círculo los dos análisis paralelos de Don Juan, La rotación de
cultivos y Diario de un seductor. Estos últimos, sin embargo, no
son sino intentos de conceptualización del subestadio erótico re
flexivo. Lo que aquí Kierkegaard «intenta» es analizar cómo se
realiza la «consciencia desdichada» erótico-reflexiva en la vida mis
m a y cuáles son las consecuencias de esta realización. E sta realiza
ción conduce —o puede conducir— a la desesperación.
Los documentos de B «llegan» con el análisis de Estética del
matrimonio. Ésta es, otra vez, una manifestación subjetiva. Está
seguida por la generalización del principio en la vida misma: Es
tética y ética en la formación de la personalidad. Pero en este
estadio el vivir y la objetivación son entre sí idénticos; la objeti
vación del hombre ( todoslos hombres) de la vida ética es l
cotidiana misma. Y aquí «termina» el movimiento de las olas: el
«ultimátum», a saber, La sublimación de la idea de que ante dios
nunca tenemos razón, «vuelve a caer» de lo objetivo en lo subje
tivo (que aquí, como subjetivo, es idéntico a la vida). El «final»
del estadio ético m arca el fracaso del estadio ético, pues sabemos
que se trata de un «cierre» que es al mismo tiempo transición,
transición al comportamiento religioso. La «
da» ha recorrido hasta el fin su propio camino.
* *
143
cada estadio tiene su propia alternativa. ¿Cómo suena esta alterna
tiva desde la posición del estadio estético? «Si te casas, te arre
pentirás; si no te casas, tam bién te arrepentirás. Te cases o no
te cases, lo mismo te arrepentirás. Tanto si te casas como si
no te casas, te arrepentirás igualmente. Si te ríes de las locuras
del mundo, lo sentirás; si las lloras, también lo sentirás. Las rías
o las llores, lo mismo lo sentirás... Éste es, señores, el resumen de
toda la sabiduría de la vida.»1
La alternativa —en este estadio— no expresa alternativas rea
les. Más bien proclama la no existencia de alterna
lante veremos cómo, según la concepción de Kierkegaard (y éste
es uno de sus más profundos pensamientos), toda alternativa
real, es decir toda elección que en sus consecuencias conduce a
diversos resultados objetivos y subjetivos, es ética y al mismo
tiempo histórica. En el estadio «previo» a la historia y a la ética,
por lo tanto, la elección no significa elección entre alternativas.
Sea lo que fuere lo que elijamos, el resultado es el mismo.
Hay que añadir que el resultado es el mismo desde el punto
de vista del sujeto (el Otro —la objetividad— no existe, es la
Nada misma). Que el resultado sea «el mismo» quiere decir
que en el estadio estético tenemos también que vérnoslas con la
fenomenología de la conciencia religiosa, porque sea lo que fuere
lo que elijam os, nos arrepentirem os. Claro que no en el sentido
religioso tradicional, no en el sentido de la virtud, sino en el sen
tido del sentim iento vital, del estado de ánimo.
Pero si no existe alternativa, todas las acciones son de igual
valor y no disponemos de ningún criterio para juzgar. El carecer
de criterio es la consecuencia objetiva, puesto que se le supone no
existente desde la posición del sujeto estético, pero el carecer de
criterio es tam bién consecuencia subjetiva puesto que es el mismo
en todos los actos (elecciones). No hay medida con la que se pueda
m edir un acto.
La vida desde las alternativas —y el dolor y la melancolía que
la acompañan— brota de un mundo en el que el individuo desdi
chado toma conciencia de su propia carencia de hogar. De esto
Kierkegaard no deja duda alguna. La secuencia de las reflexiones
se sigue de tal m anera que las que aluden al estado del mundo
objetivo se turnan con las que expresan el estado de ánimo de la
subjetividad. Es como si oyéramos las palabras de Attila József:
«Aquí dentro el sufrimiento; allí afuera la explicación.» Kierke
gaard no describe este estado del mundo objetivo como perverso
(con lo Perverso se puede luchar), sino como monótono, conforme
y mezquino. «Vi que en la vida se le daba la máxima importancia
al hecho de conseguir un empleo y que la m eta era llegar a ser
consejero de los tribunales de justicia; que el mayor placer del
am or era casarse con una m uchacha adinerada; que la felicidad de7
144
la am istad consistía en que los amigos se ayudaran m utuam ente
en los apuros económicos; que la sabiduría era lo que la m ayoría
consideraba como tal; que pronunciar un discurso sólo era cosa
de entusiasmo; que se necesitaba coraje para arriesgarse a que le
multasen a uno con cincuenta pesetas; que era cordialidad decir
buen provecho después de una comida; y que era tem or de Dios
comulgar una vez al año. Todo esto es lo que vi y, naturalm ente,
me reía.»' No es aquí la condition hum aine lo que se expresa
sino la muy concreta situación del presente burgués. La «concien
cia desdichada» siente nostalgia por las grandes épocas desapa
recidas, por esas épocas en las que eran auténticos los hom bres,
las acciones y hasta los delitos. «Por eso mi alm a se vuelve siem
pre al Viejo Testam ento y a Shakespeare. Aquí se siente en todo
caso la impresión de que son hom bres los que hablan; aquí se
odia y se am a de veras, se m ata al enemigo y se m aldice la des
cendencia por todas las generaciones; aquí se peca.»’
La «conciencia desdichada» (en el estadio estético) crea, pues,
su pequeño m undo subjetivo y responsable y lo enfrenta a ese
«estado del mundo» en el que reina la mezquindad. Pero este re
greso al sujeto no constituye su felicidad sino su desdicha. Se
sabe alienado y se siente mal en esta alienación. (En este sujeto
no hay aún ninguna huella de la autocomplacencia heideggeriana.)
La vida enfrentada a la objetividad no se concibe como la «autén
tica» vida sino, por el contrario, como vacía, no auténtica. «El re
sultado de mi vida es cero, un ciento acorde, un color único.»1®
«Lo mismo me ocurre a mí. siempre enfrentado al vacío y lo que
me em puja hacia adelante es una consecuencia situada a m is
espaldas. E sta vida está al revés y es espantosa, insoporta
ble.» 11
El reino del estadio erótico de la «conciencia desdichada» es
ese pequeño mundo de aburrim iento y de duda en el que «Mi pena
es mi castillo feudal».89102 Un castillo en el que «el tiem po no pasa»,
«se detiene». La «conciencia desdichada» no puede, pues, realizar
se en sí mism a sino que permanece en sí misma. Pero en este
mismo individuo estético resuenan sin cesar los motivos de la
nostalgia: o bien de la personalidad, de la vida polifacética, com
pleta y auténtica, o bien de la existencia en el m undo porque tal
vez sólo ella pueda ser (si puede ser en absoluto) la única existen
cia auténtica. «¡Qué estéril está mi alma y mi pensam iento!... Lo
que necesito es una voz penetrante... tan am plia que vaya del
bajo más profundo hasta los tonos más agudos, y tan m odulada
que de ser un dulce susurro de música sacra se convierta en la
energía explosiva de la furia. Esto es lo que yo necesito p ara no
8. Ibid., p. 81.
9. Ibid, p. 75.
10. Ibid., p. 76.
11. lb id .$ p. 69.
12. I b i d p. 100.
145
asfixiarme, para lograr expresar lo que llevo dentro de mi pecho y
así dar rienda suelta a las visceras de la cólera y a las de la sim
patía.» u
En Diapsálmata —como hemos visto— la «conciencia desdicha
da» se manifiesta subjetivamente. Le sigue el primer intento de
conceptualización: el análisis, en el ensayo sobre Don Juan, del
primer subestadio del estadio estético (el estadio erótico inme
diato), del comportamiento que lo caracteriza y de sus conse
cuencias. El análisis mismo —su centro de gravedad— está deter
minado por el lugar que ocupa en la estructura del libro. Ya en
Diapsálmata KierKegaard se refiere al tema de Don Juan, y des
pués vuelve también sobre él. En todas estas anotaciones alude a
aspectos de la obra que en el análisis no desempeñan papel algu
no o desempeñan sólo un papel secundario. Asi, por ejemplo, en
uno de los aforismos de Diapsálmata el tema de Don Juan sim
boliza la superioridad de la poesía popular en la cual la «incon
tinencia» (las 1003 amantes españolas de Don Juan, en este caso)
no se convierte en cómica puesto que la tradición la justifica. En
Siluetas describe la figura de Elvira como el «destino épico» de
Don Juan, asignando a esta figura en la ópera un lugar central del
que no habla en el análisis propiamente tal. Kierkegaard mismo
subraya también esta diferencia. Antes, dice, a la heroína sólo le
interesó su relación con Don Juan, pero ahora ella misma se con
vierte en objeto de su interés.
Y en verdad el análisis de la ópera «Don Juan» es hecho en
función de la interpretación del comportamiento donjuanesco, de
la forma de vida donjuanesca. Todo lo demás —incluso las consi
deraciones sobre la problemática musical— queda subordinado a
esta función. Don Juan es el representante de la genialidad sen
sual; él realiza el primer subestadio del primer estadio de la
«conciencia desdichada». El estadio estético es, como sabemos, an
terior a la ética y, por lo mismo, exterior a la historia. La inter
pretación de la música tiene que reforzar también esta concep
ción. La música, según Kierkegaard, expresa su idea abstracta a
través de un medio abstracto; y la idea abstracta que es expresa
da a través de un medio abstracto es extrahistórica y, por lo
mismo, irrepetible. ¿Cuál es, sin embargo, la idea más abstracta?
No otra cosa que la genialidad sensual. La genialidad sensual es,
pues, la idea de la música, idea que sólo en la música es expresa-
ble adecuadamente. Para expresar de manera inmediata el demo
nismo sensual sólo la música es idónea. La música es, pues, equi
valente al demonismo sensual, es su única expresión «auténtica».
13. Ibid., p. 68.
14. No tenemos aquí espacio para discutir detalladam ente, haciendo un análisis
completo de La alternativa, la teoría de la música y la concepción de Don Juan
en Kierkegaard. Pueden verse a este respecto mis trabajos: Kierkegaard és a
modem zene [Kierkegaard y la música moderna] (Erték és tórténelem, 1968) y
Utószó Kierkegaard Don Juan-tanulmúnyához [Epílogo al ensayo de Kierkegaard
sobre Don Juan].
146
Precisamente por esto la figura de Don Juan no puede ser tra
zada de manera cabal sino por la música, por la ópera de Mozart.
El demonismo sensual y su encarnación, Don Juan, fueron, se
gún Kierkcgaard —como veremos más adelante—, creados por el
cristianismo. En la antigüedad lo erótico jugó también un papel
Importante. Pero entonces lo «sensual» estaba en armonía con lo
«espiritual», era el natural compañero de camino de la vida y no
devino en principio, no se separó de la vida «normal». El cristia
nismo tuvo que hacer de la sensualidad un pecado, tuvo que opo
nerla al principio que él había elegido (el espíritu), para que la
sensualidad se convirtiese en antisocial. El demonio de la sen
sualidad, con el atractivo del pecado de la sensualidad, aparta a
todos (con los que entra en relación) de la socialidad, de la vida
«normal». El demonio solitario, con el placer, con el mero momen
to del placer, impulsa a las mujeres a una soledad nunca más
superable, la extramundanidad.
Para Kierkegaard pierde significación todo aquello que en la
estructura de la ópera «queda fuera» de esta concepción. Las figu
ras de Octavio y Ana las considera tan insignificantes como es
posible sin falsear totalmente la ópera. Los representantes del
mundo moral simplemente «no tienen lugar» en el análisis. Mien
tras que la figura misma de Don Juan —en una interpretación
«modernizada» de manera tan personal— es analizada de modo
imperecedero y genial.
Porque no olvidemos que este Don Juan (y no el Don Juan
mozartiano) es el representante de la «conciencia desdichada».
¿En qué medida lo es?
Recordemos que el demonismo sensual fue creación del cris
tianismo. También el principio de la figura de Don Juan es, pues,
un principio muy cristiano; si la negación es cristiana, también
lo es entonces el comportamiento. He aquí la paradoja de Kierke
gaard: el comportamiento propio del demonio sensual personi
fica la primera etapa de la fenomenología de la conciencia reli
giosa.
Al mismo tiempo se trata de un comportamiento que —según
las leyes del principio elegido— representa lo pregenérico, lo pre
social, lo pre moral. Don Juan —en palabras de Kierkegaard—
«flota» entre la naturaleza y la individualidad. No es aún indivi
dualidad puesto que excluye de «la naturaleza» el alma y el espí
ritu. (En Kierkegaard, como veremos, la personalidad no puede
constituirla sino el contacto —mutuo— social.) Pero, al mismo
tiempo, dado que la naturaleza se concentra únicamente en la
persona que quiere realizarse a sí misma, es individualidad. Por
otra parte, la autorrealización de este ser que flota entre la na
turaleza y la individualidad no puede ocurrir sino de una manera:
en la infinitud extensiva. Por tanto, la «conciencia desdichada»
(en su primera fase) ambiciona la infinitud extensiva.
Para la infinitud extensiva el Otro (el otro hombre) no existe.
147
El Otro es para ella mero objeto, pero no es aún objeto de seduc
ción como lo será después para el comportamiento erótico reflexi
vo. Cada objeto es mero instante que se pierde en cuanto se atra
pa. El objeto se vuelve inútil. La infinitud extensiva vive lo que
Hegel llamó la «mala infinitud». Para Don Juan la esencia está
fuera de él, pero esta esencia es inalcanzable, inasible en esta
mala infinitud.
Esta ambición de infinitud no constituye, sin embargo, ri
queza en la personalidad de Don Juan sino pobreza. «Sólo el amor
sensual es por definición esencialmente pérfido. Esta su peculiar
perfidia se manifiesta también de otra manera, en cuanto nunca
pasa de ser una simple repetición... El propio Júpiter se sentiría
en este caso inseguro de su victoria y no podría cambiar nada las
cosas, ni tampoco lo desearía. Con Don Juan es diferente, siem
pre se mete por la vía más corta y nunca lo podemos imaginar
sino en cuanto totalmente victorioso. Alguno creería que ésta era
su ventaja, pero en realidad es su pobreza.» 15
Porque en Don Juan el goce de la vida no es felicidad, no es
dicha. Dice Kierkegaard en el análisis de la obertura de la ópera:
«En este resplandor hay angustia..., hasta poder afirmar que las
profundas tinieblas lo dan a luz en medio de la angustia. No otra
es la vida de Don Juan. La angustia le habita, mas esta angustia
es su energía. La angustia que hay en él no es una angustia sub
jetivamente reflexiva, sino substancial... La vida de Don Juan no
es desesperación, sino que es la fuerza íntegra de la sensualidad,
nacida en medio de la angustia. El propio Don Juan es esta angus
tia, y esta angustia es cabalmente la demoníaca jovialidad vital.»1617
La naturaleza (y la nostalgia, que es semejante a ella) y, con
ella, la vida misma (en su condición de no reflexiva) está deter
minada como angustia substancial.11 Por eso, según Kierkegaard,
ningún viviente puede vencer a Don Juan. Todos los vivientes —por
ser vivientes, por ser naturaleza— son un «momento» de la angus
tia sustancial; lo viviente, lo que es natural, no puede aniquilar
a la vida, a la naturaleza misma. Sólo el contorno tiene poder so
bre Don Juan, porque él está fuera de la angustia substancial pues
to que está fuera de la vida y de la naturaleza, puesto que murió
y por eso es puro espíritu.
El análisis de Kierkegaard, pues, se vuelve aquí equívoco des
de el punto de vista filosófico. La fenomenología de la «conciencia
desdichada» —como hemos visto y veremos aún— está determina
da de manera históricamente concreta, está concebida como «res
puesta» subjetiva al presente burgués. Pero, al mismo tiempo, esta
misma «conciencia desdichada» es entendida como fenómeno on-
tológico-existencial. En el Kierkegaard posterior (desde Temor y
15. Obras y papeles..., t. V III, p. 182.
16. Ibid., p. 241.
17. Los diversos estadios de la angustia son estudiados p o r Kierkegaard más
tarde en el trabajo El concepto de la angustia.
148
temblor) se va difuminando la prim era concepción mientras que
la segunda va desempeñando el papel dominante.
Aunque en el estudio sobre Don Juan Kierkeeaard describe por
primera vez el comportamiento erótico inmediato, la i ya en él
plantea marginalmente el problema de las posibilidades de la ob
jetivación artística. No es casual que la exposición comience con
el análisis del «clasicismo» en el arte, describiéndolo con el con
cepto de «armonía». Esta armonía es fruto del encuentro fortuito
entre la materia, producida por la época, y la personalidad artís
tica. Pero aquí reina ya la resignación con respecto al presente
y al futuro del arte. Fue Mozart quien mejor captó y expresó la
idea de la música; después de él —esto no está explícito pero sí
implícito en la frase— no se puede ya expresar la idea de la músi
ca: la época de la música propiamente tal (es decir, de la música
clásica, armónica, adecuada a su ideal ha pasado.
En Repercusión de la tragedia antigua en la moderna y en Si
luetas este pensamiento ocupa ya el lugar central. Cabe entonces
preguntarse si es acaso posible el arte en la época actual. Lo que
equivale a preguntarse si es posible hacer arte sobre la posición
de la individualidad desdichada, es decir, si la individualidad
desdichada puede llegar a ser objeto de arte. Las dos preguntas
son idénticas porque —como hemos dicho ya— es, según Kierke-
gaard, inimaginable otra respuesta subjetiva de calidad al estado
del mundo burgués que no sea la respuesta de los tipos de com
portam iento del individuo desdichado.
Fiel a su concepción, Kierkeeaard deja entrever la posibilidad
del arte, o más bien su imposibilidad, al tratar el tema de los con
flictos amorosos. Considera como conflictos amorosos a obras que
en principio no fueron tales (como Antígona), mientras que a
otras las reduce a los conflictos amorosos inherentes a ellas (Faus
to, Clavijo). Esta reducción consciente obedece de nuevo a exigen
cias de «pura fórmula»; esta simple fórmula expresa la dualidad
de la conciencia y ella representa para Kierkegaard las situaciones
humanas que tienen su origen en el estado del mundo.
Repercusión de la tragedia antigua en la moderna parte nue
vamente «del mundo». El punto de partida es aquí la descripción
de la diferencia entre el estado del mundo antiguo y el del moder
no. En nuestra época «la existencia está de tal manera socavada
por la duda de los individuos que el aislamiento representa hoy
una tendencia en creciente desarrollo».11 Y líneas más abajo aña
de: «Todas estas asociaciones están marcadas con el signo de la
arbitrariedad y la inmensa mayoría de las veces fueron creadas
con uno u otro fin incidental.» ” «¿O es que, desde el punto de vis
ta político, no se ha roto ya el lazo que invisible y espiritualmen
te mantenía unidas a las naciones?... Y, sin embargo, mientras 189
149
todos estarían muy contentos con ejercer el mando, no hay nin
guno que desee asumir la responsabilidad.»20 Este aislamiento es
de carácter cómico. «Toda personalidad aislada se hace cómica
siempre que pretende hacer valer su contingencia frente a la ne
cesidad de la evolución.»11 En nuestra época, dice Kierkegaard, la
culpa trágica no existe más. «Nuestra época se ha quedado sin
todas esas categorías sustantivas de familia, Estado y estirpe. Por
eso no tiene más remedio que abandonar al individuo enteramen
te a su suerte, de tal manera que éste estrictamente se convierte
en su propio creador. De ahí que su falta sea pecado y su dolor
el del arrepentimiento. Claro que de este modo ya no hay trage
dia.» a El héroe trágico, incluso en su caída, incluso en su destruc
ción, es «individualidad dichosa», mientras que el hombre mo
derno es desdichado.
La opción axiológica que se expresa en el contraste no es de
ninguna manera inequívoca. Kierkegaard lamenta, por cierto, la
dispersión de la comunidad, la destrucción de lo trágico, pero no
valora más al individuo —crecido en comunidad— del mundo an
tiguo (cuya individualidad era sólo relativa) que al individuo de
la época moderna. Y no es gratuito aducir a este respecto la ca
racterización hecha por Marx (Grundrisse) del tipo antiguo y del
tipo moderno de individuo. Porque también Marx considera limi
tada a la individualidad antigua y precisamente por la misma ra
zón que Kierkegaard: porque existe y actúa como representante
de las «comunidades naturales». Y también Marx considera que
el individuo moderno —que está ligado incidentalmente a su cla
se— está potencialmente en un nivel más alto puesto que tiene la
posibilidad de elegir su propio destino. (Recordemos que tam
bién Kierkegaard subraya varias veces el carácter casual del
individuo moderno.) La diferencia de interpretación entre Kierke
gaard y Marx no tiene su origen en su diversa manera de juzgar
la posibilidad de realización de la individualidad de nuevo tipo en
el presente estado del mundo (el mundo capitalista). Su oposición
está —como venimos diciendo una y otra vez— en que tienen una
perspectiva opuesta. Si el capitalismo es el fin de la «prehistoria»
de la humanidad y a ésta le sucede la verdadera historia, la indi
vidualidad moderna tiene un valor positivo desde dos puntos .de
vista. En primer lugar, son los individuos modernos los que
pueden poner fin a la prehistoria y poner en marcha la verdadera
historia; en segundo lugar, los valores de esta individualidad se
conservan en un nivel más elevado (el nivel de una nueva co
munidad elegida libremente). Por el contrario, si el capitalismo es
el fin de toda historia —y ésta es la concepción de Kierkegaard
en La alternativa—, la individualidad moderna —además de tener201
ISO
la posibilidad de elegir su propio destino— tiene entonces que
ser una individualidad desdichada, quedando la elección del des
tino como un componente meramente subjetivo. Esto, por otra
parte, conlleva la posibilidad de poner entre paréntesis la deter
minación histórica: un tipo de reacción a la época —como hemos
visto va en Don Juan— es entonces inevitablemente mitificado y
elevado a la categoría de fenómeno ontológico-existencial.
Pero en el último caso el fin del arte de nuevo tipo significa al
mismo tiempo el fin inequívoco de todo arte clásico (es decir, ar
mónico). Los ideales de artista son, para Kierkegaard, Homero,
Sófocles, Shakespeare, Goethe, Mozart. Y no se puede negar que
su gusto coincide con el de Marx, ni tampoco que esta coinci
dencia alude a una identidad más profunda. El capitalismo es
juzgado también por Marx como una época antiartística; tam bién
Marx tenía la convicción de que existía una profunda correlación
entre el arte clásico (normal) y la comunidad hum ana orgánica.
Pero puesto que en su perspectiva estaba una sociedad comuni
taria de nuevo tipo —compuesta de individuos libres—, consideró
que la conversión del arte en problemático era sólo un mom ento
—transitorio— del proceso histórico.
Kierkegaard atribuye dos estados de ánimo diversos al indivi
duo trágico antiguo y al moderno (el moderno —como hemos vis
to— no es ya trágico en el sentido clásico del término). El pri
mero se caracteriza por el dolor y el segundo por la pasión. (Lue
go, al analizar este mismo fenómeno, habla de dolor no reflexivo
y reflexivo respectivamente.) El dolor es el estado de ánimo trági
co de la actividad, y es propio del individuo que asume la res
ponsabilidad por la comunidad y ante ella. (Es interesante adver
tir que la figura de Cristo, aunque —según Kierkegaard— está
fuera de lo estético, se caracteriza también por la unidad de dolor
absoluto y actividad. Cristo es hijo del mundo antiguo.) La pasión
es el estado de ánimo del individuo aislado, de un individuo en
quien se ha roto la relación orgánica entre acto y consecuencia. La
pasión se hace presente siempre que el individuo puede pregun
ta r por sí mismo: ¿por qué me ha ocurrido precisamente a mí
lo que ha ocurrido?, ¿no podría acaso haber sucedido de otra ma
nera lo que ha sucedido? Y aquí aparece nuevamente —pero aho
ra ya de forma reflexiva— el concepto de angustia. La angustia no
es sino la autorreflexión de la pasión, el encerramiento del indivi
duo en su propia pasión. Esta pasión es secreta, no es comuni
cable ni superable; es la incógnita misma. Por lo tanto, el hom
bre moderno, la moderna individualidad, vive en la incógnita. La
posibilidad de «elegir nuestro propio destino» se realiza en el es
tado de ánimo que consiste en «padecer solitariamente dejando
nuestro destino librado a lo fortuito».
Pero, ¿qué tipo de arte puede surgir de semejante estado del
mundo? Dos tipos, según Kierkegaard. Por una parte, el arte de lo
cómico en la medida en que este tipo de arte representa a los
151
individuos determinados por lo fortuito de tal manera que ellos
se presentan con la exigencia de realizar la necesidad. Por otra
parte, el arte de lo incógnito, el cual es capaz de representar el
nuevo hecho de vida, la moderna individualidad, el dolor reflexivo
(la pasión).
En el siguiente ensayo del «estadio estético». Siluetas, Kicrke-
gaard se propone determinar las posibilidades del último tipo de
arte. Ya el título mismo revela que el arte moderno que represen
ta al hombre moderno no puede ser tridimensional y no puede di
bujar el rostro de los individuos. Kierkegaard muestra ser un
genial adivino porque en las exposiciones que siguen bosqueja en
realidad, adelantándose en cien años, la problemática del moderno
arte del siglo xx.
El arte moderno tiene que representar el acontecer que no se
realiza de hecho, el acontecer interior que queda encerrado en lo
incógnito. Pero ¿cómo? Puesto que la condición de posibilidad de
la representación artística tiene que ser que lo interior aparezca
en lo exterior y esto no puede ocurrir sino a través de signos, sim
bólicamente. «...lo exterior también tiene su importancia para no
sotros, pero no como expresión cabal de lo interior, sino como
un aviso telegráfico que nos anuncia algo que está oculto en las
profundidades.»21 Analizando los caminos de semejante represen
tación —alegórica—, Kierkegaard interpreta de nuevo —y rein
terpreta— las historias de amor del arte clásico. Tanto la tragedia
de María Beaumarchais como la de Elvira y la de Margarita se
convierten todas ellas en la catástrofe de otros tantos hombres
modernos, de hombres que viven en lo incógnito. Estas figuras
están «despojadas» de toda determinación histórica. Se mantiene
la situación básica: la situación de desamparo. El varón —el Otro,
la esencia, el mundo— las ha abandonado, quedando ellas arroja
das a una situación que no eligieron y que no está determinada
por su personalidad. Su vida entera es una constante reflexión
acerca de por qué ocurre todo y por qué precisamente a ellas. La
reflexión se agarra a veces de un punto del pasadq y a veces de
otro para repetir constantemente el mismo proceso. Su presente
es el pasado, su futuro no existe. Su tiempo es la sucesión ad in-
finitum. No entienden nada y por eso no pueden comunicar nada.
Es indudable que en la elección del tema desempeñó un papel im
portante la relación con Regina Olsen, pero es también indudable
que se trata de una Regina Olsen estilizada y elevada a categoría
de validez universal. La Regina verdadera lo olvidó, se casó y fue
feliz. Mientras que, según Kierkegaard, la Regina imaginada nun
ca fue ni pudo ser después feliz. Porque, en la imaginación de
Kierkegaard, Regina se convierte en representante de la «con
ciencia desdichada».
Para hacer ver la modernidad de la concepción del arte en
23. IbUL, p. 69.
1S2
Kierkegaard permítasenos referirnos al esquema de una historia
que bien pudo haber sido escrita por Franz Kafka. «Supongamos
que un hombre entra en posesión de una carta por la cual sepa
o crea saber que contiene una noticia que considere como la sal
vación de su vida; pero supongamos también que los signos sean
sutiles y estén descoloridos, de tal manera que el manuscrito sea
casi ilegible; leería entonces y reelería la carta con angustia y con
inquietud y con toda su pasión, y en un momento encontraría
en ella un sentido y en otro, otro... pero supongamos que nunca
llegase a superar la inseguridad con la que comenzó a leer. Mira
ría la carta cada vez con mayor angustia, pero cuanto más la mi
rase menos vería en ella. Sus ojos se llenarían de lágrimas... Con
el tiempo el escrito se volvería más y más descolorido e ininteli
gible; finalmente el papel mismo se volvería polvo y no quedaría
otra cosa que sus propios ojos anegados en lágrimas.»
Hemos recordado que la estructura de los «estadios» kierke-
gaardianos es como «por olas». A los ensayos sobre las posibili
dades del arte, es decir, sobre las objetivaciones, les siguen de
nuevo reflexiones subjetivas: nuevamente, primero se trata del
comportamiento y de la forma de vida —reflexivos, de ahora en
adelante— de la «conciencia desdichada»; así El más desgracia
do y La rotación de cultivos conducen a Diario de un seductor.
En las consideraciones de El más desgraciado la «conciencia
desdichada» se refleja a sí misma: sabe que es conciencia desdi
chada. La forma del ensayo es un discurso que alguien sostiene
en la asamblea de las sombras de las «conciencias desdichadas».
Cabe entonces preguntar: ¿quién es el más desdichado?
El orador «excluye» de la asamblea de los más desdichados a
todos aquellos que temen a la muerte. Temer a la muerte equi
vale siempre a amar la vida. En su segundo subestadio estético
la «conciencia desdichada» vive de tal manera que, al mismo
tiempo, no vive, puesto que nunca tiene presente, sólo esperanza
y recuerdo. El hombre alienado es un ; la supe
rioridad de la «conciencia desdichada» está en saber que es así.
El «título honorífico» de el más desdichado le corresponde a quien
asume más conscientemente el aislamiento de todos, al más cons
ciente muerto-en-vida, a quien no le puede pasar nada porque no
se relaciona con nada.
Tomar conciencia de ser conciencia desdichada es tanto como
tomar conciencia de haber sido elegido. Se hace aquí evidente el
aristocratismo del estadio estético vivido a fondo. Subrayemos
que Kierkegaard examina aquí minuciosamente este aristocratis
mo con todas sus consecuencias sin identificarse con él. Porque
este aristocratismo es, sin embargo, viviente-en-el-mundo. Y en
cuanto tal conduce a dos tipos de actitud: la del espectador y de
la del manipulador. El «más desdichado» está así excluido de es
tas reales alternativas de comportamiento, porque no-relacionarse-
con-nada es en la vida imposible de facto.
153
Kierkegaard analiza el comportamiento del espectador en las
consideraciones tituladas La rotación de cultivos. El principio bá
sico del héroe (sujeto) del ensayo es que todo hombre es aburrido.
«Todos los hombres, en definitiva, son aburridos. La misma pa
labra delata la posibilidad de una división. En efecto, la palabra
aburrido tanto puede significar al hombre que aburre a los de
más como al que se aburre personalmente. En el primer grupo
está la plebe, la multitud y, en general, la chusma infinita de la
humanidad. Los que se aburren personalmente son gentes escogi
das, son los nobles.»24 Pero ¿cómo se puede combatir este aburri
miento? Es irrisorio decir que con el trabajo. Quienes tienen que
trabajar para vivir no consiguen alejar el aburrimiento; en la
mayoría de los casos ni siquiera tienen idea de qué es el aburri
miento.
El aburrimiento descansa sobre la nada, nace de la nada que
acompaña hasta el final a la vida; su antídoto es, pues, únicamente
la diversión, una diversión que no tiene repercusiones. Esta «di
versión» es lo opuesto a todo compromiso; es el alejamiento de
la Nada del aburrimiento con la Nada. Nada puede tampoco cau
sar en nosotros admiración, nada puede tener para nosotros im
portancia. Así, todo tipo de relación queda proscrita de la vida
del espectador: la amistad, el matrimonio, el amor. Y también la
vocación. Tenemos ciertamente relación con el mundo, pero esta
relación es la arbitrariedad misma. Elegimos arbitrariamente las
situaciones desde las que contemplamos el mundo. De la pieza
teatral vemos sólo un acto; del libro leemos sólo el final; nos
«embebemos» en el mundo sin ningún tipo de empeño. Tenemos
que preocupamos de lo fortuito porque sólo lo insignificante tiene
para nosotros importancia como diversión. Y cuando nos sea ine
vitable entrar en relación con otros hombres, fijémonos precisa
mente en lo insignificante, transformémoslos en nuestra fantasía
en diversos animales o concentremos nuestra atención en el ca
mino que siguen las gotas de sudor en su rostro, y la arbitrarie
dad de lo fortuito, precisamente la insignificancia nos divertirá.
El sujeto de La rotación de cultivos es el típico espectador. Su
«diversión» es la relación sin relación. Este comportamiento fija
la Nada del hombre, pero al Otro le hace daño. El Otro es, por
cierto, mero objeto para él, pero su relación con él es contempla
tiva y su arbitrariedad pasiva y no activa. No hay «proyectos» ni
con otro ni con uno mismo, no se pretende realizar ningún obje
tivo concreto. Ésta es una de las formas de vida del estadio eró
tico reflexivo (estético). (Dado que el no relacionarse en absoluto
es, como hemos visto, imposible.) Pero ¿cuál es el único «resul
tado» de la vida de un genio espectador de este tipo? (Kierkegaard
llama también a esto genialidad.) El único resultado es vivir sin
aburrimiento. No hay personalidad porque en nuestras acciones
154
nada se apoya en otra cosa, de un acto no se sigue ningún
(si así fuera no sería válido el principio de la arbitrariedad). La
conciencia desdichada no puede realizarse en Otro, su «interiori
dad» es, pues, la Nada misma.
Pero, ¿qué pasa cuando la «conciencia desdichada» (en su esta
dio estético reflexivo) ambiciona autorrealizarse, cuando no con
templa sino que actúa, cuando no se supedita a lo fortuito sino que
quiere realizar un objetivo concreto? Entonces el espectador se
vuelve manipulador. La descripción desconcertadamente coherente
de esto es Diario de un seductor.
Diario de un seductor es uno de los escritos más significativos
de La alternativa. Su contenido es tan polifacético que no pode
mos intentar aquf analizar todas sus «capas». Lo único que po
demos es aludir a esas «capas».
Diario de un seductor es, en cierto sentido, la versión decimo
nónica de Relaciones peligrosas de Choderlot de Lacios. La situa
ción básica es similar: el seductor pretende seducir a alguien pero
de tal m anera que la persona seducida no simplemente se le en
tregue, sino que se le entregue según el «programa» del seductor,
de acuerdo al itinerario del seductor. Hay, pues, un jugador y al
guien que aparentem ente es su «compañero de juego», pero que
en realidad es alguien «con quien juega» el seductor: desde el
punto de vista del jugador ese alguien es mero objeto. Es tam bién
común en ambos autores la descripción de las consecuencias de la
razón libre de s e n t i m i e n t o s ;en los dos casos el se
porta como verdadero racionalista, «calcula» y sus cuentas re
sultan.
No obstante, la novela de Lacios y el escrito de Kierkegaard
—a pesar de estas similitudes— se diferencian entre sí en puntos
decisivos. La novela de Lacios tiene concreción histórica: el varón
es un aristócrata que seduce a una joven que es burguesa; el viz
conde Valmont es también socialmente un aristócrata. En Kier
kegaard, sin embargo, se trata de tipos socialmente iguales que
se enfrentan entre sí; el aristocratism o de su héroe no descansa
en su superioridad social sino en una superioridad exclusivamen
te espiritual. Así la historia queda reducida a una «situación bá
sica». La reducción a la situación básica tiene igualmente una sig
nificación socialmente diversa. Aquí se trata ya de la relación
«fortuita» propia de la sociedad burguesa (relación fortuita entre
personas formalmente iguales). La actitud crítica de Lacios «no
tiene nada que ver» con esto. En el jacobino francés la novela es
un acta de acusación contra el racionalismo del libertinaje aris
tocrático; las simpatías del autor están, sin duda, del lado de los
burgueses seducidos, a pesar de que describe con deleite la saga
cidad espiritual y racionalista de los aristócratas. La novela, ade
más, hace «justicia»: el marqués Merteuil, que es quien dirige todo
el «juego», queda desfigurado por una enfermedad y pierde así la
fuente de su poder. Kierkegaard, sin embargo, nunca juzga de
155
manera tan explícita. Muestra sus simpatías tanto por la joven
seducida como por el seductor. Pues no olvidemos que Juan, el
seductor, es el representante de la «conciencia desdichada». La
situación básica misma (y la acción) es expresión de la desdicha
de las dos partes.
Esta «reducción» se expresa también en el número de los per
sonajes y en la acción. Lacios describe acciones paralelas; hay
en su novela dos seductores: un hombre y una mujer. Lacios ne
cesita riqueza de tipos porque pretende reproducir en su obra un
mundo entero. La acción es, por eso, compleja, tejida de muchos
hilos. Kierkegaard, por el contrario, tiene necesidad sólo de dos
personajes: el seductor y el seducido. El hilo de la acción se sim
plifica. Juan pretende seducir a Cordelia: la ronda, se hace de ella,
la desposa, después deshace el compromiso, la hace suya. El úl
timo paso desempeña en Lacios un papel mucho más importante
que en Kierkegaard. Sus héroes disfrutan no sólo del proceso de
seducción sino del acto mismo de seducción. En Kierkegaard,
sin embargo, sólo el proceso es importante; el acto final carece
de im portancia y queda, por así decirlo, desdibujado. El «indivi
duo desdichado» no sabe gozar; en el acto no repetido se abraza
también con la Nada.
Además de m antener un cierto parentesco con la novela de La
cios, la obra de Kierkegaard recoge también un problema carac
terístico del romanticismo. A saber, si es o no posible crear de
la vida obra de arte, o si vida y objetivación se contraponen mu
tuam ente como enemigos. Este aspecto de la obra de Kierkegaard
ha sido analizado de m anera imperecedera por el joven Lukács en
su ensayo «Kierkegaard y Regina Olsen» (El alma y las formas),
por eso nos contentaremos aquí con hacer algunas alusiones a
este problema. El artista tiene, sin duda, cierto poder sobre sus
criaturas. «Puede planificar» el destino de su héroes; puede, a su
gusto, conducirlos hacia el fin proyectado. Pero en cuanto esta
actitud fracasa en la vida y el artista tiene que vérselas no con
sus propias criaturas, sino con hombres de carne y hueso, esta
misma actitud se vuelve submoral (por eso describe Kierkegaard
este problema en el estadio preético), porque en la vida los hilos
de la responsabilidad ética lo enlazan a uno con otros hombres
(y éstos también se enlazan entre sí). La pura actitud estética,
por el contrario, pone entre paréntesis la responsabilidad ética (la
cual es heterogénea en comparación con las leyes de la «creación»
artística). Por tanto, si vivimos según las leyes de la creación ar
tística, nuestro comportamiento se vuelve destructor del hombre.
La solución del joven Lukács (entre objetivación artística y vida
hay un abismo insalvable) no es la de Kierkegaard. Kierkegaard
«presenta» el problema pero no lo soluciona. Y no puede hacerlo
porque Diario de un seductor no es una obra en sí y por sí: sólo
es entendible en función del papel que desempeña en toda la es
tructura de La alternativa. Y esta función consiste en mostrar
156
—con un intento de conceptualización— a qué consecuencias lleva
el hecho de que la «conciencia desdichada» (en su estadio estético
erótico reflexivo) se relacione activamente con el mundo y quiera
realizarse en él. El resultado es la destrucción de otra persona, la
aniquilación del Otro, y al mismo tiempo, la permanencia de la
desdicha del individuo activo. No es, por eso, casual que aquí se
cierre el estadio estético y que se presente la necesidad de supe
rar este estadio y de superarlo por las vías de la ética. La aniqui
lación del Otro puede conducir a la desesperación, y la desespera
ción es —como sabemos— el pórtico del estadio ético.
Ésta es la causa por la que Juan, el seductor, es manipulador.
Y es que el «amor», la relación erótica, simboliza aquí, en general
—como siempre en La alternativa— las relaciones humanas; en
este caso concreto simboliza una de las relaciones posibles del
contacto fortuito (la relación más inhumana a ojos de Kierkegaard,
podemos decir con razón si consideramos el lugar que el Diario
ocupa en La alternativa). Porque, en realidad, en la relación sim
plificada entre Juan y Cordelia queda representada una de las si
tuaciones básicas del mundo burgués: la de manipulador y mani
pulado.
Porque ¿de qué se trata en realidad? Sabemos que Juan quiere
seducir a Cordelia y quiere hacerlo de un modo determinado, se
gún un proyecto pensado de antemano. Quiere forjar el carácter
de ella a gusto de él, por eso le «crea» situaciones determ inadas
(por ejemplo, le consigue en el momento propicio un cortejador).
Quiere hacer que brote en ella lo que es propio de su propia
existencia: la ironía y la angustia. Pero éste es todavía el proble
ma del libertinaje laclosiano y de la «vida estética» rom ántica.
Juan, sin embargo, quiere más, quiere también otra cosa (y la
consigue). Lo que quiere es que Cordelia se le entregue libre y vo
luntariam ente. Ejecuta todo su proyecto de tal manera que sea
Cordelia quien quiere realizar el proyecto; no es él quien rompe
el compromiso sino la joven. («Para ti, mi amada Cordelia, en
tu libertad, esto es detestable.») La acción entera está construida
de tal m anera que Cordelia se siente completamente libre; da
todos los pasos proyectados como si estuviesen motivados por
sus propias necesidades. Éste no es el placer de la esclavitud que
tantos representaron desde Sade hasta las historias de O; no tiene
nada en común con el sadismo ni con el masoquismo. Por eso no
se trata de un modelo psicológico sino social. Juan quiere conse
guir su objetivo, pero no abandonándose a «sus instintos» y «de
seos», sino por medio de un cálculo racional; Cordelia se somete,
pierde su individualidad, pero no por masoquismo, sino porque
considera que su libertad está en realizar el proyecto racionalmen
te construido por Juan. ¿Qué es esto sino el dibujo —profético,
magistralmente trazado y reducido a la relación entre dos persea
ñas— de la «fina manipulación» moderna?
* *
157
Los documentos de B (que representan el estadio ético) están
escritos en forma de carta. El supuesto autor se dirige a A tra
tando de convencerle de la superioridad del estadio ético. Desde
el punto de vista teórico el segundo ensayo es el realmente im
portante (más adelante lo analizaremos detalladamente). El pri
mer ensayo, Estética del matrimonio, es como la introducción sub
jetiva del último.
B repite casi todo lo que A ha dicho sobre la situación de la
sociedad burguesa. «Nuestra época recuerda la de la decadencia
griega: todo subsiste, pero nadie cree ya en las viejas formas. Han
desaparecido los vínculos espirituales que las legitimaban, y toda
la época se nos aparece tragicómica: trágica porque sombría, có
mica porque aún subsiste.»25 Al mismo tiempo rechaza inequívoca
mente los comportamientos con los que A se enfrenta a la situa
ción. «O bien te entregas, el alma abierta y accesible como una
ciudad que acaba de capitular, y entonces acallas la reflexión,
porque cada paso de los extranjeros resuena en las calles desiertas.
Pero siempre conservas un pequeño puesto avanzado de observa
ción. O si tu alma se cierra vuelves a los refugios escarpados e
inaccesibles. Así eres. Reconoce el egoísmo de tu goce: nunca te
abandonas, nunca dejas a los otros reírse de ti.»26 Ante esta mis
ma situación se puede y se debe reaccionar de otra manera; es
preciso buscar la posibilidad de relación humana real en donde el
sujeto es objeto y el objeto, sujeto, en donde la conciencia divi
dida intenta poner en práctica la unificación. La posición de B es
que es preciso lograr (y se puede lograr) a toda costa esta uni
ficación. La posición de Kierkegaard, sin embargo, es que no se
puede.
El matrimonio es la relación que, según B, hace posible, en la
situación dada, la unificación de la conciencia dividida. Es indu
dable que el matrimonio es aquí también alegoría (simboliza en
general la relación entre dos personas). Pero no es casual que sim
bolice precisamente esto, y no sólo porque siempre en La alterna
tiva se habla de las diversas formas de manifestación del amor.
La institución del matrimonio —como dice Kierkegaard— en su
sentido moderno ha sido creada en realidad por el cristianismo,
pero además el matrimonio burgués tiene su propia especificidad.
Ante todo, se basa (al menos en principio) en la libre elección de
dos personas (y por eso sigue teniendo vigencia y sigue siendo
constitutivo de la comunidad incluso después del desmorona
miento —analizado por Kierkegaard— de las relaciones natura
les). En segundo lugar, es una institución, una objetivación social
mente reglamentada, que permite a nuestro filósofo simbolizar
con ella el «ingreso» consciente al género humano. En tercer lugar,
a esta institución pertenece la familia (los niños), que es propicia
158
para la representación de la continuidad histórica. Finalm ente,
pero no en ultim o lugar, la familia es realidad en la sociedad
burguesa —aunque no siem pre funcione— la única com uni
dad.
Para crear este tipo ideal de fam ilia, B tiene naturalm ente que
hacer abstracción del m atrim onio y de la fam ilia existentes de
jacto. Del tipo ideal de m atrim onio excluye todo m atrim onio que
no se base en la elección m utua, en el am or m utuo; excluye, p o r
lo tanto, el m atrim onio por interés porque no se corresponde con
el concepto de m atrim onio. (Excluye tam bién el m atrim onio p ura
mente convencional.) K ierkegaard reconoce que la m ayoría de los
m atrim onios pertenece a los últim os tipos. Pero esto no le intere
sa, pues su objetivo es m o strar la única posibilidad existente de
unificación de la conciencia dividida aunque la existencia de tal
posibilidad no significa que todos puedan realizarla.
El m atrim onio (y la familia) se organizan en el m arco de las
actividades de la vida cotidiana. Por eso la objetivación del esta
dio ético es la vida cotidiana. Entre vida y objetivación no hay
aquí separación, como ocurría en el caso del estadio estético.
N uestra objetivación es la esfera de vida que cream os p a ra nues
tra fam ilia (y, por lo tanto, para nosotros mismos).
E sta objetivación no es la de la perfección. B dice provocativa
m ente que la belleza de su esposa (su único am or) no es perfecta.
É sta no es, pues, la esfera de la perfección sino la de la respon
sabilidad m utua, y precisam ente por eso es la esfera de lo ético.
K ierkegaard —como veremos todavía— opone polém icam ente
esta concepción a la ética kantiana. No hay m oralidad que no
se base en la aceptación (m utua) de la responsabilidad con res
pecto a nuestras relaciones. Pero esta aceptación de la responsa
bilidad pone siem pre la atención en aquellas norm as éticas que
erige la sociedad en cada época determ inada. En este caso, la
institución del m atrim onio, la realización de la aceptación de la
responsabilidad por la esposa y por los niños (en un determ inado
orden ético tradicional), es el criterio con el que puede m edirse
la índole m oral del individuo. No existe otro unidad de medida.
El m atrim onio se basa en el primer amor, pero se diferencia del
prim er am or tanto como lo histórico se diferencia de lo no his
tórico. (Ya de aquí se deduce con toda evidencia que la acepta
ción de la institución significa al mismo tiem po y a la vez la
aceptación de la continuidad histórica.) Por otra parte, el m atri
monio conserva el prim er am or (éste es precisam ente el m om ento
estético en él). Este prim er am or hace referencia a un cierto tipo
de acontecer interno, es decir, a la «historia» de dos personas en
la que se conquista la eternidad.
B describe el m atrim onio basado en el prim er am or —que es
en realidad la unidad de lo ético y lo estético en el sentido m ás
noble del térm ino— tal y como lo hacen num erosos representan
tes de la Ilustración. Leyendo a B uno recuerda, sin quererlo, a
159
Rousseau: el matrimonio de Sofía y Emilio. Se ponen aquí de ma
nifiesto las más bellas ilusiones de la ilustración burguesa, pero
sólo como un intento de conceptualización. Porque la resignación
está ya aquí entre líneas.
¿Por qué? Porque los «principios» del estadio ético entran ya
en contradicción entre sí. Pues lo propio de la vigencia del estadio
ético es, según Kierkegaard, su carácter democrático. Sabemos
que no todos pueden ser genio estético o religioso, pero para to
dos está abierta la forma de vida ética. No obstante ser cierto
—y aquí está lo paradójico— que esa posibilidad está abierta
para todos, sin embargo no se realiza de facto en el mundo bur
gués. Pero en esta sociedad es en la práctica preciso ser genio
moral para que se realice un tipo de objetivación que, en princi
pio, está abierto para todos y que ha sido concebido democrática
mente. Pero ¿cómo pueden dos hombres crear una forma de vida
cuyo principio básico es la aceptación de los marcos institucio
nales, de las éticas tradicionales existentes, de la vida-según-la-tra-
dición, de la vida-en-el-mundo? La única posibilidad es, de nuevo,
crear «pequeñas islas», pero estas «pequeñas islas» sirven muy
poco para dem ostrar lo que Kierkegaard (en los documentos de B)
quiere precisamente demostrar: la unidad con el género humano.
La «conciencia desdichada», por lo tanto, no puede trascender su
propia desdicha; lo más que consigue es oponer la «soledad de
dos» a la arbitraria soledad individual. Y puesto que no consegui
mos trascender la sociedad burguesa (y Kierkegaard no la tras
cendió), esta «soledad de dos» es en realidad lo máximo que la
necesidad de comunidad del hombre puede alcanzar. Y Kierke
gaard, pensador sincero y veraz, lo comprendió y así lo repre
sentó.
La meditación filosófica radical de este mismo problema es
lo que caracteriza a la segunda unidad de los documentos de B,
Estética y ética en la formación de la personalidad.
La primera parte de este ensayo, que está escrito en forma de
carta, es la explicación de La alternativa desde el punto de vista
del estadio ético. Su formulación es polémica en dos sentidos:
está dirigida, en prim er lugar, contra la filosofía de Hegel y, en
segundo lugar, contra la posición del estadio estético.
La filosofía hegeliana es, para Kierkegaard, no una filosofía
entre muchas sino la filosofía. Ve en ella la culminación de la
filosofía burguesa, su formulación definitiva y, por lo mismo, la
razón última de la posición de «la» filosofía. En esto su concep
ción coincide totalmente con la del joven Marx. Es más, la con
clusión final de la polémica es también semejante, puesto que
la filosofía no es la filosofía de la práctica. Tanto el joven Marx
como Kierkegaard contraponen la práctica a la filosofía, la cual se
basa en la elección entre alternativas y, por eso, es verdadero «acto
libre». Claro que —como veremos— los conceptos de práctica en
Marx y en Kierkegaard se diferencian radicalmente entre sí. Vice
160
Marx (en la Introducción a Crítica de la filosofía de derecho de
Hegel): «Ser radical quiere decir coger las cosas por la raíz. Pero
la raíz del hombre es el hombre... La crítica de la religión acaba
con la teoría de que el hombre es el ser más importante para el
hombre, es decir, con el imperativo categórico que enuncia que
es preciso subvertir todas las relaciones en las que el hombre es
un ser degradado, oprimido, abandonado, despreciable...»
La prim era parte de esta reflexión podría suscribirla Kierke-
gaard completamente. Pero de la idea de que el hombre mismo es
la raíz del hombre Kierkegaard saca consecuencias totalm ente
diversas. Deduce de allí que la alternativa real del hombre no se
presenta en la historia sino en la elección ética. El único acto
práctico del hombre es su elección moral, que es también al mis
mo tiempo —como veremos— elección de su propia personalidad.
La crítica de Marx a Hegel, ya en su punto de partida, trasciende,
por tanto, el mundo y la realidad que la «filosofía» expresa; la
crítica de Kierkegaard a Hegel, por el contrario, acepta ese mundo
como no libre, como «perverso», pero también como no transcen-
dible.
Citemos un poco más extensamente la polémica de Kierkegaard
para poder apreciar más claramente su posición: «El contraste no
existe para el pensamiento, el cual se resuelve en otra cosa y,
luego, en una síntesis superior. En cambio, el contraste existe para
la libertad; pues ella lo excluye... Las esferas en las cuales se
relaciona la filosofía esencialmente, las esferas esenciales del pen
samiento, son la lógica, la naturaleza y la historia. Ahí es donde
reina la necesidad y por eso la mediación es legítima. Pienso que
nadie negará que éste es el caso de la lógica y de la naturaleza;
pero hay una cierta dificultad en lo que concierne a la historia,
pues en ella, según se dice, reina la libertad. Creo, sin embargo,
que se tiene una idea falsa de la historia y que de ahí proviene
la dificultad. Pues la historia es algo más que un producto de los
actos libres de individuos libres. El individuo obra, pero su acto
se incorpora al orden de cosas que está en la base de toda exis
tencia. El que actúa no sabe con certeza qué es lo que saldrá de
su acto. Pero ese orden superior de las cosas que, por así decirlo,
digiere los actos libres y los coordina con sus leyes eternas, es
la necesidad y esa necesidad es el movimiento de la historia uni
versal; por lo tanto, es muy justo que la filosofía se sirva de la me
diación, es decir, de la mediación relativa... La filosofía nada tiene
que hacer con lo que puede llamarse el acto interior; pero el acto
interior es la verdadera vida de la libertad. La filosofía considera
el acto exterior, y, a su vez, no lo ve aislado, sino incorporado al
proceso histórico y modificado por él. Ese proceso es, en el fondo,
el objeto de la filosofía y es considerado por ésta bajo la determi
nación de la necesidad. Por eso la filosofía desecha el pensamien
to que intentaría significar que todo hubiese podido ser de otra
manera, considera la historia universal de tal modo que ya no
161
existe el problema de un aut-aut ”pues se llam
histórico en el mismo sentido en que se habla del proceso organi
zador de la naturaleza. Para el proceso histórico no se trata de
un aut-aut; pero un filósofo, seguramente, jam ás ha tenido la idea
de negar que se trate de eso para un individuo actuante... De ese
hecho proviene, igualmente, su impotencia para hacer que un hom
bre actúe a su disposición a dejar que todo se detenga; pues, en
el fondo, exige que se obre por necesidad, lo que es una contra
dicción. De ese modo, aun el individuo más insignificante tiene
una doble existencia. £1 también tiene una historia que no es so
lamente producto de sus propios actos libres. Sus actos interio
res, en cambio, le pertenecen... Ni la historia, ni la historia uni
versal pueden quitárselos... En ese mundo reina un aut-aut abso
luto; pero la filosofía nada tiene que hacer con ese mundo.»1*
Kierkegaard, pues, no quiere aceptar la posición de la necesi
dad cuyo atractivo hacia el laisser aller, laisser faire tan inge
niosamente descubriera. La filosofía burguesa de la historia —por
que de eso se tra ta — es considerada en el sentido marxiano como
expresión alienada de una realidad alienada. Más aún, Kierke
gaard incluso anticipa las observaciones de la célebre introduc
ción a El capital: la historia así existente e interpretada es un
proceso de historia cuasinatural. La libertad del hombre —en
esta historia— es cuasilibertad. Pero Kierkegaard no opone —ni
siquiera en la form a de intento de conceptualización— a la historia
burguesa una «verdadera historia»; para él la historia burguesa
es «la» historia. Por eso busca la forma de la libertad y de la
autorrealización en el «acontecer interior»; por eso busca la liber
tad individual efectiva en la elección puramente individual. Pero
anticipemos lo que sigue. Kierkegaard da muestras de honradez
y coherencia como pensador al comprender la irreálizabilidad de
este intento de conceptualización. Por eso, como veremos, la po
sición del estadio ético no es definitiva. El individuo arrancado
de la historia y reducido al «acontecer interior» sigue siendo un
individuo desdichado.
Pero antes de volver sobre el análisis de este problema veamos
cómo Kierkegaard contrapone —polémicamente— la alternativa
del estadio ético a la del estadio estético.
La alternativa de A —dice B— no es una verdadera alternati
va, una alternativa digna de crédito, porque no contiene la esen
cia de la alternativa, la elección. Porque la elección es siempre
ética; elegir es decidir entre el bien y el mal. Elegimos lo que
creemos verdadero y correcto frente a lo que consideramos falso y27
162
malo. Pero esto no significa que la elección estética sea «repara
ble» y la ética no. Todo lo contrario. La elección estética es, con
respecto al individuo, carente de consecuencias, por eso la «re
paración» carece en sí misma de sentido. La elección ética, por el
contrario, tiene consecuencias tanto para nosotros como para
otros. Por eso, sólo la elección ética es la que —en caso de nece
sidad— puede ser reparada, puesto que tiene su punto jijo (la
personalidad), puesto que sabemos entre qué elegimos y elegimos
conscientemente.
En la elección ética se form a la personalidad y, con ella, la
manifestación de la personalidad. Porque sin manifestación no
hay personalidad y el hom bre queda como un yo vacío. Quien vive
la vida estética (quien no elige) lleva una máscara. ¿Qué hay de
bajo de esa máscara? Nada. «¿Puedes imaginarte algo más terrible
que ver, al final, descomponerse tu naturaleza en una m ultitud de
elementos, volverte múltiple, una Legión... y perder así lo más ín
timo y lo más sagrado de un hombre: la potencia constrictora de
la personalidad?... Pero el que no puede manifestarse, no puede
am ar, y el que no puede am ar es el más desgraciado.» Y no es
cierto que en todo momento sea posible elegir; hay momentos en
que la elección (la elección ética, la elección de la personalidad)
no es ya posible; entonces el hombre está ya atado. Pero, natural
mente, la vida sin elección alguna es imposible. «Si se posterga la
elección, la personalidad, vale decir las potencias ocultas en ella,
elige inconscientemente.» 30
B —desde la posición del estadio ético— denota con ju sta iro
nía la llam ada superioridad del comportamiento de A. La posi
ción estética se esfuerza por gozar de la vida. Esta imagen del
mundo (que es inherente a toda forma de vida estética), sin em
bargo, es idéntica a la del «adorador de Baco». Pero si hacemos
abstracción de los adoradores de Baco y seguimos la huella de los
más significativos representantes de este com portamiento, nos
topamos con el em perador Nerón: «Tu intención, ciertam ente, no
era defender a Nerón; pero, en cierto modo, lo defiendes cuando
consideras no lo que hizo, sino la m anera de hacerlo.»31 En el
comportamiento estético el cómo es lo prim ero frente al qué,
mientras que en el ético elegimos el qué, frente al cual el cómo es
secundario.
No obstante, B no pone en duda que A pueda llegar al estadio
ético, y precisamente porque A se siente mal en su desdicha, por
que en sus placeres se sabe también desdichado. Pero para que la
elección ética sea posible es preciso dudar.
Y entonces se pone de manifiesto que la elección ética, en la
concepción filosófica kierkegaardiana, desempeña dos funciones.
163
Las dos funciones están en estrecha relación mutua. Una es la
elección de la personalidad y, al mismo tiempo, la creación de la
semilla humana del hombre. La otra es la elección de la eleva
ción a género humano, de la continuidad con el género humano.
Sin elevación a género humano no puede darse la personalidad,
pero sólo como personalidad podemos elevarnos a la genericidad!
Kierkegaard hace un gigantesco esfuerzo por construir un ser-en-
el-mundo tal que no sea alienado sino unidad consciente de perso
nalidad y género. Pero este ser no alienado, este ser auténtico, es
concebido por el prim er existencialista de una manera muy diver
sa a como lo hace después en el siglo xx su considerado discípulo,
M artin Heidegger. Ante todo, Kierkegaard niega que el individuo
sin relación sea idéntico a la genericidad. La genericidad es alean-
zable sólo en la objetivación, en la relación con otros, sólo en la
adhesión consciente a la continuidad del desarrollo humano. El
individuo que se pierde en lo incógnito de sí mismo es, como he
mos visto, identificado por el Kierkegaard del estadio ético con
el «adorador de Baco». Pero esta objetivación, en la que se realiza
la unidad de personalidad y género, no puede ser la palestra de la
historia; ella es, para Kierkegaard, el reino alienado de la nece
sidad, reino en el que cesa la libertad propiamente tal. Por tanto,
la relación hum ana institucionalizada —el matrimonio y la vida
cotidiana, que se ordenan (trabajo, vocación) en función de esta
relación hum ana auténtica— deviene en la objetivación genérica
«auténtica» y libre. La creación de la pequeña isla de la vida co
tidiana no alienada en una realidad alienada hace posible —según
el Kierkegaard de la esfera ética— la unidad de personalidad y
género, es decir, la actividad hum ana verdaderamente libre, la
vida ética. Éste es otro punto —decisivo— en el que Heidegger se
aparta nuevamente del Kierkegaard del estadio ético, porque en
Heidegger la vida cotidiana es, por principio, alienada. Es induda
ble que el Kierkegaard del estadio religioso abandona las tenta
tivas del Kierkegaard del estadio ético. Pero desde el punto de
vista del resultado no es indiferente la lucha conceptual librada
por Kierkegaard por la realización —que tiene lugar en las rela
ciones humanas— de género e individuo. Y tampoco es ya indi
ferente esa lucha porque la actitud que introduce al estadio reli
gioso es en él la resignación. Y esta resignación es profunda y sin
cera. La insuperabilidad de la alienación es, en Heidegger, un
fait accompli;e n Kierkegaard es aún el resultado final de la
irrealizabilidad de una vida cotidiana hum anizada. Hay que añadir
que Sartre en El ser y la nada está más cerca del estadio ético de
La alternativa que de Ser y tiempo de Heidegger. Esto hace tam
bién más comprensible su posterior giro hacia el marxismo. He
mos visto que, aunque sea sólo desde el punto de vista de la ac
titud crítica y de los valores, son muchos los rasgos comunes en
tre el Kierkegaard del estadio ético y el joven Marx. Sólo hay
que abandonar la idea de la insuperabilidad de la sociedad bur
164
guesa —aunque este «sólo» lleva ideológicamente a lo opuesto de
la conclusión final de Kierkegaard— para llegar a Marx desde el
Kierkegaard del estadio ético.
La pregunta del estadio ético es la que interroga qué hacer.
A esta pregunta «la filosofía» (sabemos que se trata de la filosofía
hegeliana) no puede darle respuesta. «El filósofo dice: hasta ahora
han sido así las cosas; yo pregunto qué debo hacer si no quiero
ser filósofo, pues si fuera mi intención serlo, bien veo que, como
los otros filósofos, tendría que hacer la mediación del pasado...
Para el filósofo la historia del mundo ha term inado... no sa
ben decir a un espíritu sencillo qué es lo que debe hacer en la
vida... Soy esposo, tengo hijos. Pues bien, si en nombre de ellos
preguntara a la filosofía: ¿qué debe hacer un hombre en la vida?...
Sin embargo, pienso que constituye un terrible argumento en su
contra que ella no pueda contestar nada. Si la m archa de la vida
ha sido detenida, la generación actual tal vez pueda vivir con
ayuda de la contemplación, pero la siguiente, ¿de qué vivirá? ¿De
la misma contemplación?... Es verdad que hay un futuro, es ver
dad que hay un aut-aut. El tiempo en el cual el filósofo vive no
es el tiempo absoluto, no es sino un momento... El tiempo mismo
se hace momento, y la filosofía se convierte en un elemento en el
tiempo.» 32
Pero ¿cómo es esa acción, cómo es esa alternativa que Kierke
gaard contrapone a Hegel (y al Kierkegaard del estadio estético)?
Ese tipo de acción, esa alternativa es descrita por Kierkegaard
—siguiendo la concepción de la obra— en la fenomenología de la
«conciencia desdichada». La pregunta se formula así: ¿cómo puede
la «conciencia desdichada» pasar de su estadio estético a su esta
dio ético? El camino pasa por la desesperación. «Entonces, ¿qué
hacer? Sólo tengo una respuesta: ¡desespera!»33 Pero tenemos que
desesperarnos no por nosotros mismos, sino por el Otro; y la de
sesperación por el Otro significa, al mismo tiempo, la desespera
ción por nosotros mismos. La situación en la que se describe este
proceso es nuevamente la del amor. Un joven ama a una joven y
la quiere para sí. «Hay ahí una diferencia y él siente que esa dife
rencia debe desaparecer para que pueda am ar verdaderam ente
a la joven. Entonces su alma se hundirá en la desesperación. No
desespera por él mismo, sino por ella y, sin embargo, también a
causa de sí mismo.»34 ¿Cuál es la función de esa desesperación? La
autoaniquilación del sentimiento de ser un elegido, del saberse
único, el encuentro de lo humano consigo mismo. «Pues el hom
bre que desespera encuentra el hombre inmortal, y en éste todos
somos iguales. Es para él absurdo em botar su espíritu o descuidar
su formación a fin de restablecer la igualdad; quiere conservar
165
los dones del espíritu, pero, en el fondo de su corazón, sabrá que
él, que los posee, es igual al que no los posee.» ” En la desespera
ción el hombre se elige a sí mismo, pero no como individuo for
tuito sino como personalidad, como unidad del género humano y
del individuo.
Ésta es la prim era y auténtica elección de la que se siguen las
demás y por la que se llega a ser ente ético. Cuando elijo de modo
absoluto, elijo la desesperación. En la desesperación me pongo a
mí mismo como absoluto. «Elijo lo absoluto que a mí me elige,
planteo lo absoluto que se me plantea.» * Me elijo a mí mismo de'
modo absoluto. «Pero, ¿qué es este yo mismo?... es la libertad.»”
«El individuo de que hablamos descubre ahora que el "sí mis
mo" que ha elegido encierra una riqueza infinita, en la medida en
que tiene una historia, una historia en la cual reconoce la iden
tidad consigo mismo. Esa misma historia es de especies diferentes,
pues se encuentra en relación con otros individuos de la familia
y con toda la familia... Sólo por ella él es lo que es. Por eso hace
falta coraje para elegirse a uno mismo, pues en el momento en
que uno parece aislarse más, más penetra en la raíz por la cual
se relaciona con el conjunto.»” Aquí aparece el amor de Dios en
la form a de arrepentimiento. En el arrepentimiento cargo con los
pecados de mi padre y de mis antecesores. Sólo así puedo elegir
me a mí mismo como individualidad histórica.
La idea —según la cual la elección de mí mismo en relación
con el mundo y en continuidad tiene lugar en el arrepentim iento-
de que en el arrepentim iento se produce la continuidad con el
género, anticipa ya la concepción del Kierkegaard del estadio re
ligioso. Sólo que en el estadio ético el arrepentimiento tiene toda
vía otra función. En el estadio religioso el arrepentimiento moral
es sólo un momento (una consecuencia) del arrepentimiento exis-
tencial que brota de lo originario. Aquí, sin embargo, el arrepen
timiento es una categoría puram ente ética que equivale a la acep
tación de la responsabilidad. Este arrepentimiento no conduce
a la indiferencia con respecto al mundo, con respecto a la existen
cia, sino, por el contrario, a una participación activa en él, a la
acción por los Otros.
Desde esta perspectiva el Kierkegaard del estadio ético rechaza
las formas antiguas y místico-cristianas de manifestación de la
«individualidad desdichada». El prim er tipo de comportamiento es
pasivo y fatalista: «que lo im portante de la vida sea el pesar, y
aquí llegamos a un fatalismo...».” El último, sin embargo, se basa
en la autoelección libre de la personalidad, «es eo ipso actuante;
pero su acción es interior... Su vida tiene entonces un movimien-356789
35. Loe. cit.
36. Ibid., p. 79.
37. Ibid., p. 81.
38. Ibid., p. 83.
39. Ibid.. p. 111.
166
to pero no un desarrollo, carece de continuidad».4* Porque la con
tinuidad de la vida sólo puede producirse si la acción interior es
al mismo tiempo acción exterior, actividad en el mundo. La vida
mística es «como un engaño para la gente con la cual el místico
está ligado o con la cual habría entrado en relación si no hubiese
resuelto hacerse místico».4041
La grandeza del hombre, lo «divino» en él, es poder d ar con
tinuidad a la historia. «Pero sólo se obtiene esa continuidad si la
misma (la historia; J. I. L. S.) no es la suma de lo que me ha suce
dido, de lo que se ha producido para mí, sino mi propia obra, de
modo que lo que me ha sucedido ha sido transform ado por mí,
y ha pasado de la necesidad a la libertad.»4243
¿Qué significa, sin embargo, elevar lo fortuito de la esfera de
la necesidad a la de la libertad? «El individuo tendrá entonces con
ciencia de ser ese individuo preciso, con esas capacidades, esas
disposiciones, esas aspiraciones, esas pasiones, influido por un
ambiente preciso, resultado preciso de un ambiente preciso. Pero,
al tom ar así conciencia de sí mismo, acepta todas esas cosas bajo
su responsabilidad.»42 En la elección debo, por lo tanto, conocer
mi propia —particular— individualidad y tengo que saber que
soy producto de una época histórica determinada. Y puedo pro
ducir precisam ente por el hecho de concebirme como producto.
«En la libertad elige él mismo (el hombre) su lugar, es decir, eli
ge ese lugar.»44 Por eso, para el individuo que vive éticam ente, él
mismo y el mundo se convierten en tarea. «El que vive éticam en
te sabe... que en todas partes hay un estrado de la danza, que el
hom bre más modesto tiene el suyo.»45
¿Cuál es, pues, la condición ontológica de la vida ética? La
creación de la unidad de individualidad y genericidad. El indivi
duo se concibe a sí mismo como criatura de sus circunstancias
históricas y de sus posibilidades particulares nacidas con él. Pero
este hecho no lo acepta como hecho. Se forja a sí mismo (en la
elección) de m anera que pueda llegar a ser personalidad auténtica.
Pero personalidad auténtica no puede ser sino aquél en quien
se produce la unidad de lo «exterior» y lo «interior», aquel que
puede historizar su propia personalidad en la prosecución de los
fines genéricos y en la realización efectiva de los mismos. Sólo en
él puede cesar la dualidad de la conciencia, la desdicha de la con
ciencia, y sólo así puede quedar liquidada la alienación. «No es
una hazaña haberse transform ado en el único hombre, pues todo
hombre tiene eso en común con toda creación de la naturaleza;
167
pero el verdadero arte de la vida consiste en ser el único hom
bre y, al mismo tiempo, el hombre general.»44
Desde esta concepción rechaza Kierkegaard (o las considera de
rango inferior) las concepciones kantiana y hegeliana de lo ético
M ejor dicho: considera su propia concepción como la superación
histórica de las concepciones kantiana y hegeliana. «La ética es lo
general, por lo tanto, lo abstracto. La ética en su abstracción com
pleta señala siempre interdicciones, hace, por consiguiente, el pa
pel de ley. En cuanto ordena encierra ya en ella algo estético.
Cuando la ética se hace más concreta se introduce en la determi
nación de las costumbres. Pero la realidad de lo que, a este respec
to, es ético se encuentra en la realidad de una individualidad po
pular... Pero la ética es todavía abstracta y no se deja entera
m ente realizar, porque se encuentra fuera del individuo. Sólo
cuando el individuo mismo es lo general, la ética se deja reali
zar.» 467
Es lícito a este respecto establecer una analogía —y no cier
tam ente superficial sino referida a la semejanza en cuanto a la
búsqueda de caminos— entre la concepción de Kierkegaard y el
proceso de las ideas del Marx de los Manuscritos económico-filo
sóficos. Aunque en Marx el planteamiento del problema no es éti
co sino histórico y la liquidación de la alienación no es ya conce
bida como un hecho ético sino histórico, el criterio para atacar
de m anera positiva la alienación es, también en él, la liquidación
de la discrepancia entre género e individuo. Sólo liquidando esta
discrepancia puede realizarse la verdadera libertad del hombre;
sólo así vuelve el hom bre a ser señor de sus propios actos y de su
m undo, sólo así elimina la necesidad cuasinatural de la historia y
consigue que lo fortuito m ute en su libertad. Marx no considera
que lo «genérico mudo» (lo que nace con todo individuo) sea la
real genericidad histórica; más bien afirma (véanse Tesis sobre
Feuerbach) que la m uda genericidad es característica también de
todo ente natural (no histórico) y que, por lo mismo, no es lo
«verdadero» general-humano. Es más, declara que la humaniza
ción del género hum ano es «descifrable» a p artir de la relación
entre el hom bre y la m ujer y que lo últim o «representa» a lo pri
mero.
A pesar de la crítica a Hegel, la relación del joven Marx con
el filósofo alemán no es tan negativa como la de Kierkegaard.
Y esta significativa diferencia es tam bién fruto de una perspec n
va diam etralm ente opuesta. Es sabido —y, por eso, no es precis
detenerse mucho en ello— que Marx tiene una gran estima po
Fenomenología del espíritu de Hegel porque dicha obra, es
edificada sobre la idea de la autocreación de la humanidad. ^
kegaard, por el contrario, considera —como hemos visto Q
168
en la concepción de Hegel (el de las últim as obras) la historia
—oue equivale a la historia alienada— no ofrece ninguna posi
bilidad para la autocreación del hombre. Por tanto, según Kier-
kegaard, la alienación no es eliminable en la historia m ism a y
mucho menos en el conocimiento de ella; la única posibilidad es
eliminar la relación alienada del individuo con el mundo. Por
tanto, la realización de la unidad de individuo y género no es po
sibilidad de la historia ni objetivo histórico, sino únicam ente
posibilidad del individuo y objetivo individual. Pero el joven Marx,
por su perspectiva histórica y por su diversa m anera de interpre
ta r el «qué hacer», interpreta el pasado histórico mismo (la his
toria alienada) de m anera muy diversa a como lo hace Kierke-
gaard. En Marx la alienación no es un pecado original sino la úni
ca form a posible del desarrollo histórico en una época que se
caracteriza p or el nivel relativam ente bajo de desarrollo de las
fuerzas productivas. En la historia alienada surgen fuerzas gené
ricas de las que el individuo tendrá que apropiarse alguna vez.
Por eso Marx —distinguiéndose en esto de Kierkegaard— no con
cibe al individuo únicam ente en sus dos polos (contrarios) (de
un lado la m uda genericidad y de otro la genericidad para-sí, es
decir, la unidad consciente de individuo y género), sino que pone
tam bién la existencia de las objetivaciones genéricas en sí (y su
desarrollo) como condición histórica de la producción de las ob
jetivaciones genéricas para-sí y de la formación de la constitu
ción de la individualidad. En Marx, pues, se vuelve soluble la pa
radoja que en Kierkegaard permanece hasta el final como insolu
ble. Pues, según Kierkegaard, la acción ética es posible sólo si el
individuo elimina subjetivam ente la alienación en el m undo alie
nado. Pero esto —como veremos— no lo considera
aunque el estadio ético es el estadio de la generalizabilidad. Marx
tam poco duda que sea posible relacionarse —individualmente— de
m anera no alienada con el mundo alienado, pero no ve en esto
la solución sino en la creación de una realidad, en la realización
de un futuro, en donde las nuevas relaciones sociales m ism as ha
gan posible la realizabilidad general de la vida individual
alienada. En Marx, pues, no sólo la alienación es categoría obje
tiva (también en Kierkegaard es categoría objetiva la alienación),
es igualmente categoría objetiva la eliminación de la alienación y,
por lo mismo, es de facto generalizable.
¿Cómo imagina Kierkegaard la eliminación subjetiva de la alie
nación en el mundo alienado?
La actitud ética se expresa en la acción. Pero, ¿cuál es el terre
no de la acción? El mundo que nos rodea y del que somos p ro
ducto: el mundo burgués. «Pues el "yo" que es el objetivo, no es
un "yo” abstracto... sino un "yo" concreto que se encuentra en
correlación viviente con un am biente preciso, con circunstancias
de vida, con un orden de cosas. El "yo” que es el objetivo no es
169
solamente un "yo" personal, sino un "yo* social y burgués.»4* El
hombre tiene que cumplir su obligación como ind
de la existencia burguesa. La obligación está fuera del hombre, le
«adviene» del mundo; pero el hombre elige la obligación como
algo suyo, es decir, entre el bien y el mal elige el bien. ¿Qué se
guridad hay de que lo elegido como el bien sea realmente bueno?
Kierkegaard no responde a esta pregunta. La rechaza por consi
derarla empírica. En esto se aproxima mucho a Kant, a quien
tantas veces criticara, puesto que según Kant el principal criterio
para la elección del bien es quererlo.
El hombres, pues, tiene que cumplir su obligación en el mun
do burgués. De aquí se sigue que «el dinero es... la verdadera con-
clitio sine qua non»," puesto que en el mundo dado preocuparse
por otros es posible sólo por medio del dinero. El hombre ético
tiene que ganar dinero, tiene que trabajar; el trabajo es una obli
gación. Pero el trabajo no sólo para ganar dinero es obliga
ción: en la decisión de trabajar se realiza lo «genérico general»,
la genericidad. «El deber de trabajar para vivir expresa lo que
es común al género humano y expresa también, en otro sentido, lo
general porque expresa la libertad. Precisamente el hombre se
libera trabajando, trabajando se adueña de la naturaleza y de
m uestra que es superior a la naturaleza.»90 Todo esto muestra
que Kierkegaard estuvo a punto de descubrir la contradictorie-
dad del trabajo. Pero mientras que en Marx esta contradicción es
objetiva (el trabajo es el fundamento de la autocreación humana,
el m otor del rechazo de los límites naturales, aunque este mismo
trabajo es alienado), en Kierkegaard la contradicción se ma
nifiesta en la relación individual. Desde el punto de vista del indi
viduo del estadio estético, el trabajo (y la decisión de trabajar) es
expresión de la alienación, mientras que desde el punto de vista
del individuo del estadio ético, este m ism o trabajo es el terreno
de la libertad humana, es autorrealización. Kierkegaard, pues, no
establece diferencia alguna entre el trabajo como labour y el tra
bajo como work.
El Kierkegaard del estadio ético rechaza la concepción según la
cual el trabajo debe ser «diversión». Sólo la actitud aristocrática
puede trabajar de tal manera que, haga lo que haga, lo hace por
diversión. El comportamiento ético, por el contrario, tiene que
ser de validez general (realizable para todos). En este sentido el
trabajo no puede ser diversión, juego, sino vocación. Todo hombre
tiene una vocación. «El individuo más insignificante tiene una vo
cación, no debe ser rechazado, no debe ser lanzado a los confines
de los animales, no se encuentra fuera de lo común al género
humano, tiene una vocación.»11 Y seguidamente añade Kierke-489501
48. Ibid., p. 146.
49. Ibid., p. 165.
50. Ibid., p. 171.
51. Ibid., p. 183.
170
gaard: «La proposición ética de que todo hombre tiene una voca
ción expresa que existe un orden razonable de cosas, dentro del
cual todo hombre, si quiere, ocupa su lugar de modo que exprese a
la vez lo individual y lo que es común al género humano.»52 Hay
un «orden razonable» de las cosas que Marx hipostasió en el fu
turo; pero, ¿existe acaso semejante orden razonable de las cosas
en el presente burgués? Tiene que existir, dice el Kierkegaard del
estadio ético. Pero este mismo Kierkegaard —con consecuente ho
nestidad— reconoce que no existe este «orden razonable». Por eso
el «estadio» ético es irrealizable. En el centro mismo de la expo
sición aparece la duda: «Pues si hubiera algunos hombres capaces
de obra útil y otros no, y la razón de tal cosa debiera buscarse en
su calidad de fortuito, el escepticismo volvería de nuevo por sus
fueros.»53
Hemos visto que la relación inmediata entre los hombres y la
comunidad basada en dicha relación constituyen el medio en el
que se realiza la elección del bien (la elección de uno mismo, la
elección de la genericidad). «La ética enseña que la relación es lo
absoluto. Pues la relación es lo general.»54 El primer amor deve
nido en matrimonio es la forma de expresión más general de
esta relación (pues contiene en sí misma a los niños, al futuro y a
la responsabilidad por el futuro). La mujer así «se convierte en
símbolo de la comunidad». Pero también la amistad es una comu
nidad de esta naturaleza. Kierkegaard recuerda con palabras muy
calurosas los análisis de Aristóteles: Aristóteles basa —convincen
temente, en opinión de Kierkegaard— la amistad en lo social , en
el principio social (y no en algún imperativo categórico). (La de
bilidad de la concepción de Aristóteles consiste, según Kierkegaard,
en que coloca al Estado por encima de todo.) Por eso, la fidelidad
es la principal virtud, la virtud de las relaciones humanas inme
diatas y de las comunidades que se basan en ellas.
Kierkegaard llega hasta aquí en sus exposiciones, pero enton
ces se pone de manifiesto que todo esto no ha sido nuevamente
sino un intento de conceptualizar la «conciencia desdichada ». La
«conciencia desdichada» ha hecho el intento desesperado de crear
la unidad de género e individuo. Este intento, sin embargo, no
puede ser exitoso sino cuando la «conciencia desdichada» tras
ciende su propia desdicha, cuando el principio del estadio ético
—la generalizabilidad— sea realizable para todos. Pero no es rea
lizable. Y entonces —como hemos visto— la vida ha perdido su
sentido.
Porque es evidente que la realización del estadio ético es posi
ble para tan pocos (en el presente orden burgués) como la del esta
dio estético. «Lo general es para la excepción señor estricto y juez;
171
levanta sobre las cabezas la espada de su justicia cuando trata de
dem ostrar no se ha convertido en excepción por su propio peca
do... lo general, sin embargo, reconoce como pecado su situación
de excepción.» Por supuesto, «sería un endiosamiento de la medio
cridad trivial si pusiésemos lo general-humano en el hecho de que
vivimos como vive “cualquiera"». Si vivimos como vive «cualquie-
ra», no llegamos a la genericidad. Pero si logramos llegar a la
genericidad, tenemos que vemos a nosotros mismos como excep
ción, lo cual es contradictorio con la exigencia de lo general, con
la realidad-para-todos. El Kierkegaard del estadio ético, sin em
bargo, recomienda esta «existencia excepcional» al hombre del es
tadio estético. Pero Kierkegaard mismo, comprendiendo la para
doja del estadio ético (la no generalizabilidad de lo genérico hu
mano), se refugia en la resignación. Esta resignación conduce al
tercer estadio, el estadio religioso. En La alternativa —como he
mos dicho— la problemática del estadio religioso no está aún ana
lizada, sólo está sugerida. Por eso, en los párrafos siguientes —al
analizar el último ensayo de La alternativa, a saber «Edifica
ción de la idea de que ante Dios nunca tenemos razón»— 35 ten
dremos que recurrir muchas veces al ensayo de Kierkegaard en
el que aparece por prim era vez la problemática del estadio reli
gioso de una m anera pregnante: Temor y temblor.1*
La carta del pastor de Jutlandia (sabemos que es la más recien
te incógnita en la incógnita) repite brevemente el punto de parti
da del proceso de las ideas de A y de B; analiza también el mundo
del sujeto. Pero el análisis del mundo no es ya aquí el análisis de
un hic et nunc histórico. La historia misma muta en mito. La his
toria mitificada aparece en la visión de la destrucción de Jerusa-
lén. Jerusalén existía y estaba floreciente aún cuando su des
trucción fue decidida. Pero esta destrucción estaba oculta a los
hombres. Y el castigo de Dios cayó por igual sobre todos: peca
dores e inocentes. «Si esto sucedió una vez y una vez tuvo que
suceder, ¿quién puede asegurar que no vuelva a suceder?»556758Jeru
salén (el mundo, nuestro mundo) puede ser destruida en cualquier
momento; esto está oculto ante nosotros. Y nuevamente pueden
ser destruidos los buenos junto con los malos. Pero este enojo
significa que aplicamos una medida ética a la relación entre el
hombre y Dios. Sin embargo, semejante medida ética no es apli
cable a esta relación. «Si está escrito que con Dios no puedes
comparecer ante el tribunal, esto significa que no puedes preten
der tener razón frente a Dios; puedes comparecer con él ante el
tribunal sólo si reconoces que no tienes razón.» * La verdadera li
bertad humana hunde su raíces en la tom a de conciencia de Que
55. GesammelteWerke, Koln/Düsseldorf, Diederichs Verlag Buchhandlung. 1956,
p. 426.
56. Ibid., p. 449.
57. Gesammelte Werke, 2a. ed., Jena, Richters Verlag, 1910, p. 595.
58. Ibid., p. 596.
172
ante Dios nunca tenemos razón. «Si el lirio se aja es porque, en
cierto sentido, tiene razón frente a Dios; sólo el hombre no tiene
razón, su privilegio frente a las demás creaturas consiste en no te
ner nunca razón ante Dios.»1*
Kierkegaard no duda un momento que esta imagen de Dios
—el dios frente al cual nunca tenemos razón— sea una necesidad
de la «conciencia desdichada». Cuando queremos a alguien, desea
mos que tenga razón frente a nosotros, pues en el afecto (y en el
amor) elevamos a otra persona por encima de nosotros mismos,
la preferimos a nosotros mismos. Pero los entes finitos (los hom
bres) nos defraudan. Por lo tanto, cuando concentramos nuestro
afecto en un ente finito (o en varios), tenemos que comprender
una y otra vez que nosotros tenemos razón. Pero éste es el estado
de la desesperación. Tenemos, pues, que suponer que existe un ser
infinito que está fuera del mundo (del mundo de los engaños y
de los defraudes). Sólo de manera absoluta es posible relacio
narse con un ser infinito; sólo de un ser infinito no sufriremos
nunca desengaño; sólo de un ser infinito podemos saber que ante
él nunca tenemos razón. Por eso, sólo a un ser infinito podemos
querer sin ser engañados, sólo con un ser infinito podemos rela
cionarnos «sin abrigar duda alguna».
£1 hecho de poder relacionarnos «sin abrigar duda alguna» es
para Kierkegaard de una importancia decisiva. En el mundo de
la ética toda la responsabilidad está en nuestra mano. Tenemos
que elegir nosotros entre el bien y el mal, nosotros tenemos que
decidir si tenemos o no razón. Así, el reino del com portamiento
ético es el reino de la inseguridad. «Si el hombre tiene una vez ra
zón y otra no la tiene, si en cierto sentido tiene razón y en otro
sentido no la tiene, ¿quién puede juzgar esto si no es el hom bre
mismo, aunque en esta decisión nuevamente en parte tiene ra
zón y en parte no la tiene? ¿O es que cuando juzga se convierte
en un hom bre diverso del que es cuando actúa?»596061N uestra rela
ción absoluta con Dios disuelve todas las dudas: la duda con res
pecto a nosotros mismos, la duda con respecto a nuestros actos,
la duda con respecto al mundo, la duda con respecto a las conse
cuencias de nuestros actos. «Sólo en la relación infinita con Dios
se apaga la duda... Pero el hombre establece una relación infinita
con Dios sólo si reconoce que Dios siempre tiene razón; en la re
lación infinitamente libre en que reconoce que él nunca tiene ra
zón. Así cesa la duda; porque lo que provoca la duda es siem
pre saber que en un momento se tuvo razón y en otro no se tuvo,
o que en cierto sentido se tuvo razón y en otro no se tuvo.»01
En esta relación no podemos ya ponemos en cuestión a noso
tros mismos ni al mundo. Si has sido infiel a tu deber y has per
173
dido tu honor, incluso entonces sólo te queda decir: ante Dios
nunca tengo razón. «Si llamas a la puerta y no te hacen pasar, si
buscas y no encuentras... si plantas y riegas y no se produce el
crecimiento... dichoso eres, porque ante Dios nunca tenemos ra
zón.» M
Con la «edificación» de esta idea llega a su fin la fenomenolo
gía de la «conciencia desdichada» porque en ella encuentra —por
así decirlo— su felicidad. Pero esta idea es al mismo tiempo fruto
de la más profunda resignación, de una resignación que nace de
la absoluta imposibilidad de eliminar la alienación.
¿Cuál es la importancia de esta idea en la estructura de La
alternativa y, en general, en la cosmovisión de Kierkegaard?
Ante todo, no habiendo conseguido trascender positivamente
la concepción hegeliana de la filosofía de la historia, Kierkegaard
llega a lo mismo a lo que llegó Hegel: el compromiso con la rea
lidad. Tenemos que tom ar el mundo como lo «recibimos», tene
mos que ser conscientes de que con nuestras acciones no podemos
transform ar ni al mundo ni a nosotros mismos. Nuestra verdad
—en el mundo mismo— no tiene punto arquimédico. (Y toda la
filosofía burguesa hasta Hegel no hace otra cosa que buscar ese
punto arquimédico.) ¿Qué nos queda? Ocupamos de nuestras co
sas y aceptar todo lo que recibimos (o perdemos) tal y como lo
recibimos (o perdemos). Pero el compromiso con el mundo —pien
sa Kierkegaard, oponiéndose en esto a Hegel— no lo constituye
el mundo mismo. La existencia de un ser infinito (o su suposición)
es lo que nos «reconcilia» con el mundo. Así pues, cuando nos re
conciliamos con el mundo no nos reconciliamos con él. Ésta es
precisamente la paradoja del estadio religioso de Kierkegaard.
Pero esta paradoja tampoco hace cambiar nuestro comportamien
to. Nuestra referencia a Dios (que es lo que constituye la para
doja) está «oculta» en nosotros. Ésta es precisamente nuestra in
cógnita. No es preciso que aceptemos la moral del mundo, no es
preciso que la «queramos» (es más, ni siquiera podemos querer
la, puesto que es finita), no es tampoco preciso que la afirmemos
(no podemos saber si Dios ha decretado ya o no su destrucción),
pero tenemos que aceptarla como fadicidad porque es el criterio
de nuestra relación incondicional con Dios.
El amor del estadio religioso es, por lo tanto, nuestro amor
a Dios. Así el sentimiento se «reespiritualiza», el caballero de la
resignación se resigna al mundo del espíritu. Éste no es el «amor
racional de Dios» de Spinoza. El Dios de Kierkegaard es un deus
absconditus como el de Pascal, y en cuanto tal incognoscible.
Éste es el comportamiento al que Kierkegaard —según su propia
confesión— llegó: meditó la paradoja de la fe. Pero más arriba
hay todavía un estadio al que Kierkegaard —de nuevo según su
propia confesión— no llegó: el comportamiento del «caballero de
174
la fe». Éste es nuevamente el terreno de la acción. Kierkegaard
mantiene también en el estadio religioso el primado del compor
tamiento activo.
El dios de Kierkegaard —el deus absconditus— es, al mismo
tiempo, un dios vacío. Puesto que su voluntad y su sentido nos
son secretos, no hace declaraciones, no da normas para la acción.
La libertad que el caballero de la resignación realiza en su am or
es, por lo tanto, una libertad puramente negativa: libertad con
respecto a sus obligaciones en el mundo, libertad con respecto
a la responsabilidad para con el mundo.
Ya en La alternativa queda, pues, de manifiesto que en el
estadio religioso las normas de acción del estadio ético no son
válidas. Las normas del estadio ético son normas del ser-en-el-
mundo, se manifiestan en la relación del hombre con el Otro y se
proponen como objetivo la identificación con el género humano.
En el estadio religioso, por el contrario, el individuo «se sale»,
por así decirlo, del género humano. La única relación que perma
nece es la relación con Dios. Y esta relación, por no ser una re
lación entre iguales, no puede estar reglamentada por normas éti
cas. La única relación existente es la relación absoluta del indi
viduo y el absoluto. En Temor y temblor (concretamente al ana
lizar el sacrificio de Abraham) Kierkegaard expresa esto mismo
de manera más clara. Abraham, medido con las leyes de la ética,
es un vulgar asesino; pero, medido con las leyes del estadio re
ligioso, es «el caballero de la fe». «La fe es esa paradoja según la
cual el individuo está por encima de lo general... Si éste no es la
fe, Abraham está perdido... Pues si lo moral (lo virtuoso) es el
supremo estadio y si lo único que en el hombre queda de incon
mensurable es el mal, es decir lo particular que debe expresarse
en lo general, no hay menester de otras categorías que las de la
filosofía griega...» “
La fe, pues, es la relación absoluta del individuo con Dios; el
caballero de la fe trasciende lo general (lo ético, lo genérico hu
mano) y, como individuo, es superior a lo general, «...el héroe
trágico renuncia a lo cierto por lo más cierto, y la m irada se
reposa sobre ello con confianza. Mas quien renuncia a lo general
para alcanzar algo más elevado, pero diferente, ¿qué hace?, ¿pue
de decirse que haya ahí otra cosa que una crisis religiosa? Y si
la cosa es posible, mas el individuo se engaña, ¿qué salvación hay
para él?»44 He aquí la pregunta que Kierkegaard plantea, pero
a la que no puede responder. Porque la je no tiene otro criterio
que la fe misma: ésta es precisamente la paradoja en ella. Y aun
que Kierkegaard no respondió a la pregunta (la consideró insolu
ble), la historia desde entonces —y más de una vez— la ha plan
teado.
175
Porque Kierkegaard se muestra nuevamente como un profeta
genial al describir la paradoja de la fe religiosa moderna. Desde
entonces —¡y cuántas veces!— los «caballeros de la fe» han de
sempeñado también un papel no menos cargado de peligros en lá
arena de la historia. Desde entonces —¡y cuántas veces!_ los
hombres (masas enteras) se han relacionado con su divinidad con
una especie de absoluto frente al cual —así lo creyeron— nunca
tenían razón. Estas divinidades no eran ya trascendentes; pero la
relación con ellas se constituyó como la del Kierkegaard del esta
dio religioso con su dios trascendente. Calle toda duda, porque
ante Dios nunca tenemos razón; aceptemos todo tal y como está
porque ante Dios nunca tenemos razón; pasemos por encima deí
bien y del mal, porque ante Dios nunca tenemos razón; ¿qué nos
da derecho a pasar por encima del bien y del mal?; la fe, la fe en
que ante Dios nunca tenemos razón. Degradación, crimen, destruc
ción de valores humanos, humillación de los hombres y autohu-
millación siguen siempre las huellas de la «sublimación» de la
idea de que ante Dios nunca tenemos razón. Y Kierkegaard vio
esto, lo supo y meditó en su posibilidad. Porque —como él mismo
dice— lo demoníaco tiene la misma característica que lo divino,
a saber, que el individuo puede entrar en relación absoluta con
ello.
* *
176
La función histórica imperecedera de alternativa está en
examinar de manera consecuente, desde el punto de vista de la
superabilidad de la alienación burguesa, las actitudes subjetivas
posibles para ello. Examina todo lo que desde entonces la filoso
fía burguesa ha dicho —de manera poco consecuente y menos
despiadadamente— y ha podido decir en absoluto sobre las posibi
lidades de la vida y de la actividad humanas. La filosofía burgue
sa de finales del siglo xix ni siquiera pudo aproximarse a la valen
tía de Kierkegaard como pensador, a su actitud consecuente y
despiadada. La filosofía kierkegaardiana que sigue a La alternativa
abandona esta lucha y se coloca por completo en la posición del
estadio religioso. Pero el análisis de los nuevos problemas que
se plantean en la reflexión de Kierkegaard después de La alter
nativa no entra dentro de los límites de este trabajo.
Porque sólo existen dos respuestas consecuentes a la alienación
del mundo burgués y a la negación de la misma. Una es la de
Kierkegaard y otra es la de Marx. O consideramos a este mundo
como insuperable, y entonces —si reflexionamos de m anera conse
cuente— llegamos a Kierkegaard, o lo consideramos superable, y
entonces —si reflexionamos de manera consecuente— llegamos a
Marx. Si reconocemos que en el mundo burgués la unidad de gé
nero e individuo no es realizable, entonces o nos resignamos, como
hizo Kierkegaard, o nos indignamos, como hizo Marx. Tenemos
que o bien buscar un dios frente al cual nunca tenemos razón, o
bien rechazar toda deidad y oponernos críticamente a toda forma
de trascendencia. O nos enfrentamos a la fe irracional con la
duda, o acomodamos la razón cognoscitiva a la fe. O renunciamos
a la acción capaz de intervenir en la realidad, o buscamos a esa
masa, a esa clase, a esos hombres que con sus acciones pueden
hacer cambiar al mundo. Los filósofos hasta ahora sólo han expli
cado el mundo, declaran tanto Kierkegaard como Marx. Pero uno
dice: es preciso cambiar nuestra relación con el mundo-, y el otro:
es preciso cambiar al mundo mismo. El reconocimiento del ca
rácter alienado del mundo burgués y la negación de esa aliena
ción pueden llevar sólo a estas dos soluciones (mutuamente ex-
cluyentes). Aquí se ubica la verdadera elección, la elección histó
rica. Desde el punto de vista de la historia no hay ninguna otra
elección, aunque desde entonces los individuos (y las filosofías)
hayan buscado «entre» ambas posiciones la solución. Desde el pun
to de vista de la historia no hay ninguna otra elección, aunque
desde entonces más de un marxista se haya aferrado a «la subli
mación de la idea de que ante Dios nunca se tiene razón», y aun
que más de un existencialista haya llegado a la idea de la trans
formación de la realidad. Ciento cincuenta años después la elec
ción está en lo siguiente: o Kierkegaard o Marx; o el uno o el otro
177
V. El naufragio de la vida ante la forma:
Georg Lukács e Irma S eid le r 1
i
«Kierkegaard creó su relación con Regine Olsen», escribe Kass-
ner, citado por Lukács en su inmortal ensayo sobre Kierkegaard.
Georg Lukács creó también su relación con Irm a Seidler. La creó
y la recreó una y otra vez. La creó y la recreó de acuerdo con
las normas de la conducta «platónica»: a través de los destinos
de otros, de las obras de otros, de las «formas» de otros. Práctica
mente cada una de las piezas que integran El alma y las formas
es el producto de una «recreación» de este tipo. «El ensayo sobre
Philippe está madurando de una manera extraña», anota el 20 de
mayo de 1910 en su diario. «Parece que será el más genuino en
sayo sobre Irma. La poesía en su estadio actual... De este modo
quedará completada la verdadera secuencia poética: George, Beer-
Hofmann, Kierkegaard, Philippe. La interrelación de los otros es-
mucho más suelta; Novalis: el humor del primer encuentro; Kass-
ner: Florencia, Ravenna; Storm: cartas de Nagybánya.» Y el 29
de mayo escribía: «El ensayo sobre Em st será también un ensayo
sobre Irma.»
Georg Lukács recreó su relación con Irma Seidler. Sin embar
go, en ninguno de los ensayos podemos descubrir ni una sola si
militud objetiva. La recreación de la relación consiste en la ex
ploración de las posibilidades de la relación. Estas posibilidades
es lo que Lukács pensó (y vivió) conforme a las normas de la con
ducta «platónica». Estas posibilidades son ensueños o, más exacta
mente, visiones racionales, los sueños y visiones de «lo que puede
ser si», de «lo que pudo ser si». En estos ensueños y visiones,
empero, el otro es sólo una vaga forma, un objeto indefinido, el
único ser real es el individuo que sueña.
Estos sueños tienen como protagonista a Irma, pero Irm a no
está presente en estas visiones racionales. A través del prisma
de su postura «platónica» el autor de los ensayos da testimonio
de sus propias posibilidades. Kierkegaard existe, pero Regine OI-
1. En el presente ensayo me baso en los siguientes manuscritos, que fueron
descubiertos en 1973 en la caja fuerte de un banco de Heidelberg:
Diario de Gyorgy Lukács del 5 de abril de 1910 al 16 de diciembre de 1911. No
tas y un borrador de carta de Gyorgy Lukács del año 1908. Dos borradores de
carta de la primavera de 1910. Las cartas enviadas a Irma Seidler por Gyorgy Lukács
en el año 1911. También, las cartas de Irma Seidler a Gyorgy Lukács de julio a
noviembre de 1908 y de enero a mayo de 1911. Además: la correspondencia entre
Gyorgy Lukács y Leo Popper durante el período 1910-1911.
179
sen no; en la vida de Storm, consagrada al deber, la esposa ama
da es sólo un cómplice anónimo de la conducta ética de la vida;
los amores de Novalis son meros símbolos de la realización te
rrenal de los sueños del poeta; tampoco la Marie Donadieu de
Philippe no es más que el sucedáneo del «gran amor» para Jean,
que es el verdadero héroe. («Marie era para él simplemente una
vía para su autoconocimiento; una vez había llegado a saber cuál
era su deber, era libre para seguir su propio camino.») En el en
sayo sobre George no aparece ninguna mujer en absoluto, sólo
un hombre «que no deja consumirse a su corazón en el secreto»,
pasando de la soledad al amor y de éste a la soledad.
Todos los individuos —en la medida en que son capaces de re
flexión, en la medida en que pueden hacer de sus relaciones hu
manas objeto de su pensamiento— «crean» de alguna manera su
relación con los otros y la recrean continuamente. A la luz de acon
tecimientos posteriores, determinadas incidencias del pasado ad
quieren significados específicos y simbólicos; otras desaparecen
en el abismo del olvido; gestos indiferentes se llenan con la ale
gría del reconocimiento mutuo, o bien se hunden poco a poco en
la espesa niebla de la tristeza y la decepción. Y si algo liega de
finitivamente a su final, ¿quién no examinará una y otra vez los
hechos para comprobar si fueron realmente fruto de la necesidad?
¿Quién no pensará y repensará las posibilidades perdidas con la
lógica o la ausencia de lógica, henchida de deseo, de los ensue
ños? Describiendo una vida indigna, el poeta hace de lo blanco
negro. Sólo el poeta permanece iluminado en blanco en su mis
teriosa pantalla. Describiendo una vida noble, la poesía trans
forma permanentemente la composición, no los colores. Todos los
individuos crean y recrean sus relaciones humanas. Pero esta
creación poética se dirige principalmente a uno mismo. Es do-
lorosa o hermosa sólo para uno mismo.
«Kierkegaard —escribe Kassner— creó su relación con Regine
Olsen y si un Kierkegaard crea su vida no lo hace tanto para ocul
tar como, más bien, para articular la verdad.» Si Lukács creó
y recreó una y otra vez su relación con Irma Seidler, no lo hizo
para ocultar, sino también, a su vez, para articular la verdad, por
que tenía una verdad que no le implicaba sólo a él, que no era
dolorosa o hermosa sólo para él.
Al soñar y pensar hasta el final en las «posibilidades que re
presenta Irma», no imaginaba las contingencias que podían deri
varse del encuentro «accidental» de dos entes «accidentales». Tan
to el héroe-yo de los ensayos como su objeto no objetivado esta
ban investidos de un sentido simbólico y estilizado. El héroe-yo
es siempre el hombre creativo, generador de formas en un mun
do caótico, prosaico, desprovisto de vida, abandonado por la cul
tura. El objeto del deseo es siempre la vida, o más exactamente,
la vida susceptible de ser conformada. «En la vida el deseo sólo
puede ser amor» —el objeto del amor es el objeto del deseo en la
180
vida y parala vida. Pero ¿puede conformarse la vida? O —plan
teando la pregunta al revés— ¿puede existir un camino orgánico
de la vida a la obra creada? ¿Puede vivir el individuo creativo una
vida germina? ¿Es accesible al andividuo creativo la experiencia
del amor y del ser-con-los-otros, la alegría de la fraternidad hu
mana?
«La última noche volví a sentirlo: Irm a es la vida» (Diario,
8 de mayo, 1910). En su obra Lukács estiliza las «posibilidades
que representa Irma» hasta hacer de ellas un hecho simbólico.
A lo largo de su prim era correspondencia, en su comienzo llena
de armonía, consideraba las posibilidades de la vida en común,
del matrimonio, del compañerismo: en el ensayo sobre Storm, re
dactado por entonces, se afirma que la vida puede ser confor
mada, que la obra creativa puede surgir de una existencia consa
grada a la vocación. Después de la ruptura escribió el ensayo so
bre Kierkegaard, en el que la creación de vida se dem uestra como
un empeño vano, destinado a fracasar. El ensayo sobre Philippe,
una pieza m aestra de la renuncia al orgullo, está escrito en el
miedo y la esperanza del reencuentro. El gran amor debe ser ascé
tico, el individuo creativo debe tocar la vida, pero sólo para tras
cenderla. Cada ensayo es una actitud; diversas posibilidades, diver
sas actitudes. Pero la pregunta formulada a las diversas posibi
lidades y actitudes es siempre la misma: ¿cómo puede tener lu
gar la creación? ¿Cómo pueden crearse formas en un mundo caó
tico, prosaico, desprovisto de vida, abandonado por la cultura?
La verdad que Lukács pretendía no ocultar, sino articular,
está contenida en esta pregunta. Lukács creó su relación con
Irm a Seidler de tal manera que en el proceso de creación era po
sible form ular esta pregunta: la pregunta vital de todo creador
significativo y consciente en el mundo burgués: el problema de la
posibilidad de la «obra creada» en la primera década del siglo xx.
«La última noche volví a sentirlo: Irm a es la vida.» Todos los
individuos «crean» su relación con los otros y la recrean continua
mente. Si esta creación implica sólo a uno mismo, si es dolorosa
o hermosa sólo para uno mismo, entonces las formas de la recrea
ción son infinitas y sus colores y composiciones innumerables.
Pero si alguien crea su relación con el otro con el propósito de
articular una verdad que no es dolorosa o hermosa sólo para
uno mismo, que no implica sólo a uno mismo, entonces las for
mas de la recreación son finitas y los colores y composiciones
también lo son. Entonces, a partir de aquí, el problema general
define aun los sueños privados y todo en la relación entre los
dos individuos adquiere una significación simbólica. La línea de
separación entre el diario y los ensayos se hace borrosa. ¿Qué
toma uno de los otros y viceversa? ¿Redactó Lukács sus ensayos
del modo que lo hizo por haber construido su relación con Irm a
de una manera determinada o fue al revés? ¿Creó su relación con
Irm a de una manera determinada porque había dado cierto tipo
181
de respuestas a cuestiones vitales del presente en sus ensayos?
¿A qué le correspondía la primacía aquí, a las formas o a la vida?
¿Qué conformó qué? ¿Fue la relación humana la que dio forma
a la ñlosofía o la filosofía la que dio forma a la relación humana?
«Pero ahora, metafísicamente, resulta que soy absolutamente
desleal, esquivo, etc. En realidad, sin embargo, soy leal y acogedor.
Ahora, en cambio —porque en sus relaciones humanas fundamen
tales el hombre actúa con la esencia metafísica de su ser (dicho
correctamente: ens u)— todo el mundo me trata como
realism
si no tuviese sentido de la lealtad, cuando (en realidad) soy más
bien un amante leal e infortunado. Con Irm a todo ha sido con la
mayor evidencia así* (Diario, 11 de mayo, 1910). El «yo» se desdo
bla; la espontaneidad se pierde en la medida que queda incógnito;
el «yo metafísico», la actitud del «yo» de los ensayos es el
realissimum; las posibilidades individuales están determinadas
por las posibilidades filosóficas. La actitud del individuo asume
—de buena o de mala gana— la expresión de las formas finitas,
simbólicas de conducta. Lukács creó su relación con Irma Seid-
ler a través de su «yo» filosófico; adecuó su vida a la verdad de la
filosofía.
Todo filósofo debe vivir su filosofía hasta el final-, la filosofía
que no es vida hasta el final deja de ser filosofía. Pero esta filo
sofía —la filosofía de la contradicción entre la vida y la «obra crea
da»— no podía ser vivida sin que la vida naufragase en el empe
ño. La vida se tom a la revancha conformándose a los principios
de esta forma. En el ensayo de 1910 sobre Philippe, el héroe evoca
de la m anera siguiente el momento de su destino en que la mu
je r —la vida— todavía pudo jugar un papel: «El deseo le había
hecho fuerte, duro. Él, que había dejado partir a la mujer sollo
zando y sin decir palabra, aniquilado, temblando de dolor, ad
quiría ahora una clara visión de la renuncia... Porque había des
trozado su vida.» La vida se toma la revancha sobre la filosofía
realizándola de m anera horrible.
Y Lukács, por su parte, tuvo que comprobar que la revancha
de la vida era algo más que una mera revancha: era también un
juicio. En su diálogo De la pobreza del espíritu identifica el peca
do con la mezcla de castas. El hombre de las formas no debe im
plicarse en la vida. Pero una filosofía no vivida deja de ser filo
sofía. Y en la obra Teoría de la novela aparece ya el motivo que
estaba implícito en todas las preguntas que había formulado en
relación con el mundo —el motivo de la creación de una vida nue
va y auténticamente humana. Una vida susceptible de vencer
el dualismo entre la «empírica» y la «metafísica», una vida que
—como dijo Thomas Mann— volviese a suministrar una base
existencial para el arte.
Los sueños de El alma y tas formas estaban dirigidos a Irma,
pero Irm a no estaba presente en ellos. El autor de los ensayos da
testimonio de sus propias posibilidades, de las posibilidades a
182
su propio «yo metafisico». Pero Irm a Seidler no era Regine Olsen,
que vivió dichosa hasta que le tocó morir. Kierkegaard pudo crear
su relación con Regine Olsen. Y la pudo crear un modo tal que
la posteridad sólo puede buscar —y encontrar— en esta creación
ñlosóñca las posibilidades del «yo» del filósofo. Regine Olsen es
verdaderamente sólo un ser no objetivado, un ser transformado en
símbolo, que no se implica en la historia que no es su historia,
sino del hombre que le dio su forma simbólica. Pero Irm a Seid
ler no era Regine Olsen, que vivió dichosa, hasta que le tocó mo
rir. No era la heroína de unas parábolas filosóficas. Ella puso fin
de una vez por todas a las parábolas filosóficas con el gesto final
de su suicidio. Fue ella, y no el filósofo, quien con ese gesto de
finitivo puso entre signos de interrogación la filosofía de El alma
y las formas, confiriéndole ambigüedad. Con su salto a la muerte
se ganó el derecho a compartir esta historia. No simplemente
como su objeto, sino como su sujeto de pleno derecho.
2
Acto primero
183
escribir ahora, ahora, cuando reciba estas líneas junto con la
noticia de mi muerte...» I. se casó con R.
A cto segu n do
184
A c to te rc e ro
185
El 24 de mayo G. anota lo siguiente en su Diario: «Nadie es
tan miserable que Dios no pueda hacerle aún más miserable. Esto
no lo sabía. Todo vínculo se había roto, porque sólo ella era el
vínculo. Y ahora sólo quedan objetivos compartidos y cosas. Y tra
bajo. Pues ella lo era todo. Todo. Todo. Todos mis pensamientos
eran flores que le ofrecía y eran su alegría y su vida: son para
ella, tal vez los vea y se alegre de ello... Ahora ya no se trata de
si me necesitaba o no. Si alguien alberga este sentimiento por al
guien, deberá estar siempre dispuesto. Deberá esperar en el um
bral y quizás una vez... Sólo de esta manera podrá ser digno de
lo que siente, sólo de esta manera podrá merecer el derecho de
ser humano. He perdido mi derecho a la vida...»
186
Pero ¿qué sucede cuando las costumbres pierden su validez?
¿Qué sucede cuando ninguna de las dos personas posee una psi
cología convencional? ¿Qué sucede, precisamente, si ninguno de
ellos tiene acceso a un sistema de instituciones y costumbres cu
yas significaciones pueden ayudar a interpretar las acciones y los
gestos del otro? Y, al mismo tiempo, ¿qué sucede si ninguno de
ellos tiene acceso a un sistema de instituciones y costumbres que
pueda ayudarles a interpretar sus propias acciones y emociones?
¿Pueden realm ente alcanzar dos personas un armónico entendi
miento mutuo si toda institución existente y sus significaciones en
cam a para ellas la banalidad cotidiana despreciable e inaceptable,
si la vida se convierte en un puro caos del que ellas emergen como
dos cimas de m ontaña solitarias? ¿Puede un alma tener acceso a
otra si sólo se estim a a sí misma como auténticamente existente?
Y, sin embargo, la predestinación al encuentro y la unión entre
Georg Lukács e Irm a Seidler hundía sus raíces en su solitario re
chazo de las convenciones. Y precisamente por esto, su predestina
ción del uno al otro no pudo convertirse nunca en un vivir el uno
para el otro.
Tanto Georg Lukács como Irm a Seidler procedían de familias
burguesas judías de Budapest, el primero de una familia próspera
y ascendente y la última, de una familia en decadencia. La «exis
tencia social» en la que habían nacido era fuertemente repug
nante para ambos. No soportaban la atmósfera codiciosa de sus
hogares, cargada de pequeños acuerdos, cálculos, egoísmo y de las
convenciones del dinero. Éste era el medio en el que crecieron
y ambos sintieron con intensidad que, de algún modo, esa vida «no
era la auténtica». El hogar, la familia, las instituciones: todo era
inauténtico. Los dos se sentían extraños «en casa». Lukács se re
fugió en el « espíritu puro», aprendió a respirar el aire em briaga
dor de la filosofía. A las convenciones irrelevantes que represen
taban el caos para él, opuso el espíritu puro, «creó obra». Las
raíces de la rebeldía de Irm a eran sin duda la bondad-, no podía
soportar la visión del sufrimiento y sufría por la falta de medios
para ayudar. «¿Qué puedo hacer yo? Imagínese, una m ujer encan
tadora, joven, llena de talento y tiene que pasar hambre. ¿No
es monstruoso? Y lo que yo puedo hacer para ayudarle es igual a
cero» (26 de julio, 1908). «Me puse enormemente contenta con los
10 forints, volé con ellos a ver a L.; inmediatamente compró al
gunas pinturas y comida. En otoño recibirá un pequeño boceto
suyo, pues no puedo darle el dinero sin que ella me dé algo a
cambio» (2 de agosto). Al mismo tiempo, esta persona conside
rada y buena se sentía insegura en la atmósfera del «espíritu
puro», que para ella no era tan embriagadora, sino más bien algo
enrarecida, desde luego. Ella suspiraba por la realidad palpable,
sensual, por la naturaleza. Confidencialmente escribió: «Los dos,
creo yo, hemos superado de una manera muy sana una fase tal vez
demasiado teórica. Yo a través de la naturaleza y usted a través
187
del estudio de la historia positiva, a través del estudio de Marx.»
Si hubiese vivido en 1919 Irma Seidler, no cabe duda, habría en
contrado su vocación en la organización de vacaciones de verano
para los niños proletarios.
Ésta era la raíz de la predestinación a encontrarse de Georg
Lukács e Irma Seidler. Y a pesar de todo, esta predestinación
a encontrarse el uno con el otro no pudo transformarse nunca en
un vivir el uno para el otro.
¿Pueden dos almas tener acceso la una a la otra si cada una
de ellas sólo se estima a sí misma como auténticamente existen
te? ¿Pueden llegar dos personas a entenderse entre sí si toda pa
labra y todo gesto manifestado entre ambas sólo adquiere signi
ficado en y para una sola de ellas, si las instituciones y las cos
tumbres no ofrecen ni siquiera una mínima base para la interpre
tación de los gestos y las palabras de la otra? O, planteando el
problema de manera más general, ¿resulta realmente posible una
relación puramente individual, libre de toda regulación y creada
en el vacío?
Lukács trata una y otra vez, incesantemente, de hacerse com
prender por Irm a Seidler, de hacerle comprender a ella el ser
que es él específicamente, que no es cualquier otro ser, sino él
«Le amo», carece de importancia; son palabras banales. «La ne
cesito», carece igualmente de importancia; siguen siendo palabras
banales. Tiene que hacerle comprender a la otra qué significa
para él y sólo para él ese «le amo», qué significa para él y sólo
para él ese «la necesito». Pero para formular la cuestión acerca
de «lo que significa» se necesita un sistema completo de categorías.
Y este sistema de categorías Lukács lo toma de una filosofía. Los
sentimientos individuales no son formulados de acuerdo con su
significación convencional; su significación procede de la filosofía
de Lukács. De una filosofía en cuya esencia —su sistema de cate
gorías— Irm a Seidler no puede penetrar. Toda palabra se hace
ambigua, toda frase puede ser malentendida. La nostalgia deja de
tener un objeto y el «yo» se convierte en una construcción. La
«comprensión» se vuelve contra sí misma. Cuanto más quiere ex-
plicitar Lukács su «yo» ante Irma, más profundo e impenetrable
se tom a su incógnito. «Hay personas que comprenden y no viven
y personas que viven y no comprenden. La persona que pertenece
a la primera categoría no puede acceder realmente nunca a la que
pertenece a la segunda, aunque la comprenda, y la segunda no
puede entender nada, pero eso no es im portante para ella porque
le ama o le odia, la posee o la poseerá y la categoría de la com
prensión no existe para ella», escribía Lukács a Irm a Seidler en
marzo de 1910 analizando el fiasco de sus relaciones. Lukács creó
su relación con Irm a Seidler y la recreó a través del prisma de su
filosofía. Pues este análisis no es sino un poema filosófico. «Irma
es la vida.» La persona de la filosofía comprende a la persona
de la vida, la persona de la vida sabe cómo vivir, pero no com
188
prende a la persona de la filosofía. Hasta aquí el poema. Pero la
realidad es que a través del prism a de las categorías filosóficas
sólo ninguna persona puede comprenderse a sí misma; lo que es
incomprensible no puede ser comprendido por nadie. La realidad
es que Irm a no era «la vida» y no lo era precisamente en el sen
tido filosófico de la palabra; tampoco quería sólo vivir, quería
comprender también al otro —sólo la autoexplicación del otro era
incomprensible para ella. La verdad es que Lukács no compren
dió a Irm a Seidler porque quería comprenderla también a ella
mediante categorías filosóficas y la persona viva con sus deman
das vivas es imposible de com prender con la filosofía con que
Lukács quería comprenderla a ella.
«Usted quería salvarme, y se lo agradezco. Usted quería salvar
me, pero a mí es imposible salvarme... Usted se propuso algo
imposible y percibió, o más bien la vida le hizo percibir, que la
vida estima a los que pueden vivir y odia a los que son como yo.»
(Carta de despedida de Lukács a Irm a de noviembre-diciembre
de 1908). «Irm a... la mujer, la redentora...» (Diario, 25 de abril,
1910). «Pero quizá podría haberla salvado si la hubiera cogido de
la mano y la hubiera guiado» (Diario, 24 de mayo, 1911).
Salvación, redención, gracia: éstas son las categorías con las
que Lukács describe su relación con Irm a Seidler, sea en un diá
logo de malentendidos o en monólogos. Irma quería salvarle, Irm a
quería redimirle; la redención fracasó y él volvió a caer en su
soledad. Si Irm a le hubiese comprendido realmente, le habría
asegurado la gracia. La gracia está para el joven Lukács en la
unión con Dios y —así de místico— en la comprensión terrena:
unión con el otro. Pero Irm a no pudo salvarle. Y tras el terrible
final los papeles aparentemente se intercambian. Él habría teni
do que salvar a Irm a, él habría tenido que redimir a Irm a, pero
no podía salvarla ni redim irla porque no le había sido confe
rida la «gracia de la bondad» (De la pobreza del espíritu). Los
papeles se intercambian, pero sólo en ; sea él el salva
do o el salvador, el redimido o el redentor, tanto da: la gracia
le ha de ser conferida bien al ser redimido o bien por ser capaz
de redimir a la otra persona.
«I go to prove my »soul: es una cita de Browning intro
por Lukács, mucho tiempo después de la conclusión de nuestra
historia, al estudiar la conducta de los héroes de Dostoievski; «/ go
to prove my soul» es el desafío del que vive la «vida desvivida»,
del que no quiere vivir de acuerdo con las normas de los sistemas
de costumbres y de las personas que a pesar de todo quieren de
m ostrar su capacidad de llevar su propia vida. «/ go to prove
my soul»: Georg Lukács quería «probar» su propia alma, su pro
pia capacidad humana de vivir, en su relación con Irm a Seidler.
No quería amar, lo que quería era la certeza, no esperaba el amor,
sino precisamente esa certeza, la confirmación de su autenticidad,
la redención, la gracia. Lo que significa que éste era para él el sig-
189
niñeado de las palabras «yo amo» y de las palabras «yo soy ama
do» en aquella época.
Para Irm a Seidler, sin embargo, significaban algo d
«Querido Gyuri, espero que esté usted muy bien, escríbame y
quiérame, Irma» (14 de agosto). Porque Irm a no quería ni salvar
ni redim ir al otro, de la misma manera que tampoco quería que
se la salvase o redimiese. Sencillamente quería am ar y ser ama
da. ¡Y fue realmente amada! ¿O tal vez no? ¿Qué significa «amar»?
En el mundo de las convenciones todo gesto es inequívoco, cla
ro, transparente, inteligible. Pero ¿qué sucede cuando se encuen
tran dos personas y ambas carecen de un sistema de instituciones
o costumbres susceptible de aportar significados para la interpre
tación de los actos y los gestos del otro? ¿Pueden darle el mismo
significado a estas palabras sencillas, que lo fundan y lo deciden
todo, que indican el principio y el final de muchas cosas, que unen
un alma a otra alma: «te quiero»?
¿Qué significaba «amar» para Irma?
«Escribe usted que el hombre siempre ha de recorrer los ca
minos difíciles (en el trabajo) solo... Pero tal vez es posible que
otra persona contemple cada paso. Lo valioso en la unión entre
dos personas lo veo en que por ello el hombre no está solo. Que
es posible sobrellevar todas las dificultades, daños, decepciones
cuando se tiene a alguien, a alguien que te coge la mano» (5 de
agosto). Para Irm a «amar» significa lo mismo que aceptar la sole
dad de dos. El «coger al otro de la mano» es para Irma el gesto
del amor terrenal. «Entonces hacía largo tiempo creía percibir
que yo le podía salvar de sus tribulaciones, a pesar de que no me
amaba. Pero quizá podía haberla salvado» (Diario, 24 de mayo). El
«receptor» anímico de Lukács no interpretó la oferta de las ma
nos unidas como or; las manos unidas era para él el gesto de
am
la salvación, no el del amor, sino el de la bondad.
Para Irm a el contacto simbólico de las manos significa tanto
como «amar», para Lukács es la redención lo que significa «amor».
Ambos aman, pero ninguno de los dos siente que es amado. Pues
las palabras «te amo» tenían un significado distinto para cada
uno de ellos.
Tanto Georg Lukács como Irm a Seidler se sentían extraños en
el círculo de los suyos. El hogar, la familia, las instituciones: nada
de esto era auténtico. Pero ¿qué podían oponer ellos a todo esto?
Lukács contrapone a eso el encuentro inmediato de las almas
en un estado de «gracia». Pero el encuentro puramente inmediato
de las almas sólo puede ser momentáneo. La posibilidad: «la
realización única de una posibilidad —dice Eckhart— significa su
realidad para siempre. Metafísicamente, el tiempo no existe. Y el
mom ento en el que yo he sido yo mismo es realmente la vida, toda
la vida y los "estados de ánimo" que llenan la vida ^en su con
ju n to tienen tan sólo una "im portancia momentánea". También
aquí persiste la misma terrible ambigüedad... ¿no es esto tam bién
190
frivolidad? Con otras palabras: el viejo problema... ¿dónde se se
para Hjalmar Ekdal de Novalis?» (Diario, 11 de mayo). Lukács no
se ahorra la crueldad consigo mismo de la personalidad clarivi
dente y en verdad superior, pues efectivamente ¿dónde se separa
Hjalmar Ekdal de Novalis? ¿Qué es lo que separa al egoísta con-
vencionalizado del poeta que asiste impávido a su propia muerte?
Y lo que es dudoso y ambiguo para el yo, ¿por qué no iba a ser
percibido precisamente por el aparato de recepción del otro en su
ambigüedad? ¿Cómo podría distinguir la otra persona estas dos
posibilidades en su juego recíproco?
El encuentro momentáneo de ias almas, las horas y no la vida:
esto es lo que contrapone Lukács a la «vida desvivida» del mundo
cotidiano. Pero ¿era ésta también la respuesta de Irma, era ésta
también la opción de Irma?
Visita de Irm a a los Ferenczy: «Viven maravillosamente... Su
vida es realmente no convencional, sino edificada sobre una in
mensa riqueza y al mismo tiempo noble, cálida, sencilla. Una for
ma superior de existencia» (5 de agosto). La opción de Irm a es
en lugar de las horas, la vida. Pero no la vida convencional, sino
la realización de una «forma superior de existencia».
La opción de Irm a afecta a las instituciones habitables: no a las
instituciones provistas del mobiliario rutinario de las convencio
nes, sino a las que difunden bienestar y calor; a las instituciones
que crean un nuevo sentido y pueden llenarse de «vida auténtica».
Pero ¿pueden crearse instituciones privadas, hay un lenguaje
privado, son posibles unas convenciones privadas? ¿Pueden dos
personas crear un mundo?
Lukács no podía comprender la respuesta de Irma porque ha
bía de ver en todo esto una falsa ilusión. Porque sabía que no hay
lenguaje privado ni convenciones privadas. Sabía que dos perso
nas no pueden crear una institución habitable. Donde no hay cul
tura, la institución habitable puede ser a lo sumo una «isla».
Y aunque sentía nostalgia por este género de islas, aunque tam
bién él consideraba modélica la vida auténtica organizada en las
islas de las instituciones habitables, no quería vivir en la torre
maravillosa de Wilhelm Meister. «Irma es la vida», y esta vida
Lukács no la quería.
Y sin embargo, ¿no se escondían en los sueños terrenales de
Irma las promesas del futuro?
4
Strindberg —y muchos otros después de él— ha descrito al
hombre y a la mujer torturándose entre sí hasta que, en el fuego
del odio, se volatiliza toda posibilidad de entendimiento mutuo.
Pero ¿ha escrito alguien el anti-Strindberg? ¿El emocionante dra
ma de dos almas en busca una de otra? ¿Cuando el corazón del
191
hombre y de la m ujer sólo está lleno de entrega y de amor, de vo
luntad de entendimiento mutuo y deseos de abrirse, cuando toda
palabra es noble y todo gesto hermoso y gradable y, sin embargo
precisamente por eso,todo naufraga irremediablemente? ¿Cu
todo gesto es ambiguo, todo entendimiento un malentendido, cuan
do las palabras pronunciadas duelen y las que se callan aún más
y cada vez se habla menos, cuando el deseo de abrirse se convierte
en reclusión hasta que acaba enmudeciendo la fe y las almas se
alejan una de otra dado el carácter definitivo del destino? ¿Ha es
crito alguien alguna vez este drama?
Cartas de I. a G. desde Nagybánya:
192
sitarla; pero si eso perturbaba su trabajo, no debía ir. «Pero en
caso de que sea posible y usted no tenga miedo... entonces se
guro.»
29 de agosto. «Para su venida sólo conozco un camino. Hágalo
abiertamente, con permiso paterno para visitar Nagybánya y vi
sitarme a mí.»
2 de septiembre. «Mi última esperanza es que pueda venir usted
de Budapest. entA
biram
».
194
¿qué significaba «creer en los milagros»? ¿Podía Irm a Scidler
creer en los milagros?
La fe se dirige siempre a la trascendencia. Creer en un mila
gro significa que nosotros no tenemos intervención ninguna en el
milagro mismo. El milagro viene de fuera: es la gracia. En un
estado de fe en los milagros, el tiempo es inexistente. Podemos
esperar durante toda nuestra vida un milagro, creer que se produ
cirá, y no podemos decir nunca que no se producirá, porque eso
será ya incredulidad.
Creer en otra persona significa pensar al otro como trascenden
te, saber desde el principio que no hay relación con él, interacción,
que todo viene del otro. El otro es el sujeto. Yo, el objeto, sólo
soy sujeto en la medida en que creo en el otro.
Pero la relación de Irm a Seidler con Georg Lukács era todo
menos religiosa; la relación entre ambos era para ella interacción,
diálogo eterno entre dos almas humanas. Irm a Seidler no creería
en Georg Lukács y por eso tenia fuerza suficiente para juzgarle:
«Siempre ha vacilado y temido.»
Irm a Seidler juzgaba a Georg Lukács y, sin embargo, quería
provocar el milagro. Pero el milagro es tan categoría religiosa
como la fe y el milagro provocado es la paradoja. Y apelar a la pa
radoja es siempre un signo de desesperación. «Esperar el mila
gro, empero, es síntoma de crisis», síntoma de incapacidad, signo
de fracaso. La carta de despedida de Irm a Seidler era ambigua,
pero el «receptor» de la carta no escuchaba precisamente porque
era el tipo de hombre que era. La provocación del milagro, en su
carácter paradójico, era en última instancia la certeza del fraca
so en sí misma.
Y antes caerán las murallas de Jericó al sonido de las trom
petas y antes descenderá el maná del cielo que no tenga tem or
quien tiene temor.
«Escrúpulo (el matrimonio sería imposible)... Estaba prepara
do para el malestar, temo el efecto enervante de la felicidad, temo
no ser capaz de orientarm e a mí mismo en una vida basada en
alguien más» (anotaciones de Georg Lukács, 1-3 de julio, 1908).
Georg Lukács tenía miedo de Irm a Seidler. No temía por su
vida, temía por su obra: «Lo que yo quiero hacer sólo lo puede
llevar a cabo un hombre que esté solo.» Cada vez lo siento con
más fuerza: las cosas realmente im portantes salen solas... siento
la soledad como una gran alegría "liberadora"; no como un com
promiso con la exclusión de la vida, sino el descubrimiento de la
vida, de mi vida, en la que todo es adecuado» (cartas de G. L. a
I. S. en enero y abril de 1911).
«Por la noche volví a sentirlo: Irm a es la vida», pero Georg
Lukács tenia miedo de esa vida.
«El gran amor es siempre ascético. Es indiferente que coloque
al amado en la máxima altura y que de esta manera se aliene y
le aliene a él mismo o que lo utilice sólo como una palana » es.
195
cribe Lukács en el ensayo sobre Philippe. Teoréticamente tal vez
no hay ninguna diferencia entre las dos actitudes, pero Georg
Lukács era un hombre sutil y sincero: sabía que una dife
rencia. Y eligió el prim er camino, la imagen de Irm a se hizo para
él simbólica y eligió esta simbolización: «Es curioso lo poco ne
cesario que era en Leo y en Irm a su estar-conmigo y su ser-para-
mí... bastaba su existencia* (Diario, 30 de noviembre, 1911). Georg
Lukács configuró a partir de Irm a Seidler el objeto eterno de su
nostalgia, una figura mítica. Él cree en Irm a (m ientras que Irma
no creían en él) y podía creer, pues lo esencial para él —y para
su obra— era tan sólo su existencia y no el estar-con-ella.
Georg Lukács sentía miedo ante Irm a Seidler, temía por su
obra y temía porque era un hombre sincero y sutil y de las dos
conductas eligió la primera. Tenia miedo de Irm a porque temía
por su obra y por Irm a. Temía por Irma porque le daba miedo,
no quería hacer de ella un medio. «Sean cuales fuesen los motivos
y la manera de actuar de Kierkegaard, siempre actuó para salvar
a Regine Olsen para la vida.» Regme Ulsen era una persona adap
tada a las convenciones y vivió feliz hasta su muerte. Irm a Seidler,
en cambio, no era una persona de convenciones y, al mismo tiem
po, no podía creer en el milagro. Provocó el milagro y desafió al
destino. Georg Lukács tenía miedo de Irm a Seidler porque temía
por su obra y temía por Irma. Este miedo era inherente a su
propia naturaleza e Irm a quería que no tuviese miedo y, sin
embargo, que siguiese siendo el mismo. Irm a esperaba el mila
gro, pero el milagro nunca viene, Irm a provocó el milagro, pero
los milagros no se provocan. Podemos creer durante toda nuestra
vida en un milagro: la fe no tiene nada que ver con el tiempo.
Pero un milagro sólo puede ser provocado en el tiempo, sólo con
el gesto de lo definitivo. E Irm a Seidler halló —la segunda vez—
el único gesto en el que lo definitivo es inapelablemente definitivo,
en el que ya no hay ninguna ambigüedad.
196
otro significa para nosotros porque estas cosas son indescripti-
bles. . ,
En el mundo de las convenciones todo gesto es inequívoco, cla
ro, transparente, inteligible. El significado de los gestos indivi
duales está regulado por instituciones y costumbres. Comprende
mos a alguien, pero es a otro a quien comprendemos. Ap
mos los «signos». Pero ¿aprehendemos los signos de la unicidad
humana ? En el mundo de las convenciones la unicidad es un obs
táculo desde el momento en que uno debe conform arse a ellas.
Los significados individuales deben disolverse en un significado
universal. Deben integrarse en éste. En el mundo de las conven
ciones cualquier persona es simple y transparente. Pero ¿el hom
bre es simple? ¿Puede lo universal hacer transparente nuestra
unicidad?
Toda persona es una entidad única y toda persona que ama
quiere que el otro perciba su unicidad. Esto es lo que quiere que
sea amado, pero sabemos que las palabras no bastan. Necesitamos
contactos directos y sensuales, el juego libre de los ojos, el en
cuentro de las manos. Necesitamos el abrazo. ¿Pero qué significa
el libre juego de los ojos, el encuentro de las manos, qué signifi
ca un abrazo? Una vez que estamos fuera del mundo de las conven
ciones, desde el momento en que nada tiene ya un significado
universal, desde el momento en que todo gesto existe sólo por
sí mismo —como signo exclusivo de nuestra unicidad—, los en
cuentros directos y sensuales vuelven a tener necesidad de las
palabras. Circunscribimos lo que hemos experimentado. Sobrevi
vimos a lo que hemos circunscrito. «No hay lecho de matrimonio
para la unión de las almas»: incluso un lecho de m atrim onio no
une a las almas.
Toda persona es una entidad única, y toda persona que ama
quiere revelar su unicidad al otro: «Quiero amar para ser ama
do»... «porque esperaba ser visto». Pero la revelación de la uni
cidad, dándose uno a conocer, no es un milagro, ni tampoco es
efecto de la gracia. La revelación de la unicidad es un resultado
que se desarrolla lentamente en la búsqueda-de-uno-a-otro; y la
búsqueda-de-uno-a-otro se da estando juntos, si se quiere, «co
giéndose la mano». Este cogerse las manos no significa dos al
mas suspendidas en el vacío, sino dos personas que se aceptan
una a otra. Y esta aceptación de una a otra es la vida. Decía Irm a
sobre los Ferency: «Viven maravillosamente... Su vida es real
mente no convencional, sino edificada sobre una inmensa riqueza
y al mismo tiempo noble, cálida, sencilla. Una forma superior de
existencia.»
La revelación de la unicidad es un resultado que se desarrolla
lentamente en la búsqueda-de-uno-a-otro y esta búsqueda-de-uno-
a-otro se da estando juntos. Y se está juntos uniendo las manos.
Y la unión de las manos significa la aceptación mutua. Y la acep
tación mutua es la vida. Y esta aceptación de uno a otro, esta
197
vida, desarrolla suspropias costumbres, en las que los gestos
rán inequívocos porque tendrán consecuencias en la vida. Y la uni
cidad puede llegar a expresarse en estos significados inequívocos
porque este estar juntos se basa, a su vez, en la búsqueda de la
unicidad. Instituciones habitables. ¿Acaso no hay elementos de
futuro en el drama terreno de Irma, después de todo?
Lukács intenta y vuelve a intentar e intenta incesantemente ha
cerse entender por Irm a Seidler, hacer que ella entienda el ser
que es específicamente él, que no es otro sino él. Se describe a sí
mismo con palabras. Se articula a sí mismo a través de categorías.
Estas palabras y estas categorías no son convencionales. Son las
categorías de su filosofía. Irm a Seidler no entendió estas catego
rías y cuanto más se revelaba Lukács ante ella, más opaco, más
incomprensible era para ella.
¿Estaban estas categorías «más allá» de Irma? ¿Acaso no en
tendió lo que articulaban porque no podía entenderlas? «¿Por qué
son Irm a y Leo beneficiosos para mí? Pienso por qué son lo su
ficientemente sólidos para entender exactamente lo que yo pienso,
pero no lo suficientemente sólidos para continuar en otro plano
cuando em barcan conmigo» (Diario, 29 de mayo, 1919). Esto es,
Irm a no consideraba a las categorías lukacsianas adecuadas para
describir la relación de ambos. Esto es, Irm a se daba cuenta de
que esas categorías filosóficas sólo les alienaban a uno de otro. La
articulación de problem as vitales en un plano puramente filosó
fico no era aceptable para ella. Se negaba a entender su relación
en las categorías de un sistema filosófico que sólo tenía términos
despreciativos para expresar la vida.
Irm a trata de recuperar la inmediatez del entendimiento recí
proco, tra ta de recuperar la espontaneidad, trata de recuperar lo
que es sensualmente real, recuperarlo de una filosofía que des
precia la sensualidad y excluye la espontaneidad de las esferas
que ella tiene por «altamente valiosa».
«Pero si puede hacerlo, no lo analice usted tanto, aunque sólo
sea por su propio bien (se trata de la relación entre el platónico
y el poeta, la conocida idea del ensayo sobre Kassner; A. H.).
A veces recogemos flores, las separamos y luego queremos volver
a componer el ramo; siempre me ha pasado que no he podido
restaurar la fresca armonía que tenía antes, porque he separado
cada flor de su lugar original. Al hacer un arreglo así, en esta bus-
queda de la armonía, hay que conservar un punto fijo. Si no, todo
se echa a perder» (5 de agosto). «El análisis descompone y 110
siem pre es posible volver a ensam blar cosas que han sido des
com puestas en sus elementos... Pues el hecho de que algo haya
sido descompuesto no justifica en todos los casos que la cosa
tuviese que ser descompuesta, sólo confirma que el experimen
p o d ía ser hecho» (30 de agosto). «No y otra vez no, no puedo an -
lizar la cosa y tampoco quiero hacerlo, porque es cruel poner
198
propia alma y la del otro en la mesa de disección...» (1 de oc
tubre).
No conocemos las cartas que Georg Lukács envió a Nagybánya,
pero sabemos qué tipo de análisis contenían. Lukács despreciaba
la psicología como principio explicativo; el análisis psicológi
co es el análisis de los motivos, el análisis de los estados de
ánimo. Y los motivos y los estados de ánimo son efímeros,
cambian de un momento al siguiente; en la disección de los mo
tivos y los estados de ánimo no llegamos nunca a lo último, a lo
verdaderamente esencial, a lo incondicional. Pero Georg Lukács
pretendía llegar a través del análisis a lo incondicional, a lo últi
mo. Georg Lukács despreciaba al psicoanálisis en tanto que prin
cipio explicativo: el alma, en su esencialidad, carece de prehisto
ria. Estudiar la prehistoria significaría perderse en el caos de las
eventualidades. La «prehistoria» hace intervenir en el análisis
factores externos al «alma». Y los factores externos son factores
aleatorios y en la infinitud de los factores aleatorios la selección
que hacemos es arbitraria, de manera que se nos escapa de las
manos lo que queremos atrapar, lo que queremos conocer y com
prender en su incondicionalidad, en su «ser así exactamente», en
su «unicidad»: la personalidad pura, el «yo inteligible». Este yo
inteligible es lo que Lukács quería explorar con su análisis, llegan
do a través del análisis a lo último, a lo incondicional. «Y con
mirada ajena contempla el alma devenida por sí toda su existen
cia anterior... Almas desnudas mantienen aquí solitarios diálogos
con destinos desnudos.»
Es éste un análisis E
existnca!. l objeto del análisis no es el
hombre vivo, pues también el «alma» del hombre más valioso lleva
en sí misma su propia prehistoria, pues también ésta tiene sus
motivos, incluso fortuitos, incluso no decisivos en relación con
la totalidad de su personalidad, el objeto del análisis es el hombre
reducido a símbolo, el hombre entendido como símbolo. Todo
hombre o, más bien, todo hombre relevante, pues sólo un hombre
relevante es digno de un análisis existencial, se convierte en sím
bolo de una actitud y el diálogo de dos hombres, en el símbolo del
encuentro de dos actitudes simbólicas. Y toda actitud simbólica
mente tratada es un destino y el encuentro de dos almas desnu
das, la búsqueda recíproca de dos destinos. Entonces Irm a Seidler
ya no es Irm a Seidler sino «la vida», «la bondad», «la redentora».
Y tampoco Georg Lukács es ya Georg Lukács en su presencia em
pírica sino «el hombre de su obra», «la soledad», «la incapacidad
para la vida». «Era sinceridad y certeza por mi parte descubrir
siempre lo que todavía quedaba entre nosotros, a pesar de que lo
hacía porque pensaba... que eran más bien tormentos del pasado
y que el futuro ya se acerca, que sus contornos ya se están per
filando y entonces usted me salvará y quizá valga la pena que us
ted me haya salvado» (carta de despedida, no enviada, de G. L.,
noviembre-diciembre de 1908). Pero Irm a Seidler no era la «sal-
199
vadora», no quería salvar a nadie, no quería ser salvada. Amaba
y quería ser am ada a su vez. Pero ¿qué significa «amar»?
Georg Lukács se propone llegar a lo último, a lo esencial, a lo
incondicional mediante un análisis existencia!, por medio del diá
logo de dos almas desnudas. Quiere lograr la redención con la
magia del análisis filosófico, con la magia de las palabras. Pero
las simple palabras son sólo la eternidad de la repetición. Las pa
labras —en sí mismas— no nos abren jam ás el destino. Y si no
se abre el destino, entonces las palabras nos alejan —en su recu
rrente reiteración— unos de otros y el vehículo de contacto se
transforma en vehículo del no-poder-ja
•H ic Rhodus, hic salta.» Las m eras palabras, el análisis es la
eternidad de la repetición. Pues sólo en los hechos conseguimos la
certeza acerca de lo que significa para nosotros alguien, lo que
significa «amar», lo que significa «yo le amo» y «él me ama», pues
sólo en los hechos obtenemos certeza acerca de lo que algo signi
fica para nosotros, sólo los hechos se convierten en el destino.
Quien desea conocer, quien desea amar, quien desea la redención
terrena, debe d ar un salto, el salto de las palabras a los hechos.
Y este salto no puede ahorrarse, no puede ser evitado con el aná
lisis, pues el análisis es la eterna repetición y la eterna posibilidad
de reiteración. « Hic Rhodus, hic salta.» El salto a los hechos es u
riesgo e implica asum ir riesgos. Pues puede dem ostrarse que no
am amos a quien amamos, puede dem ostrarse que el destino del
elegido no es nuestro destino, que lo que brillaba a la luz de lo
simbólico en el análisis pierda su brillo y que no encontremos
a quien estábam os buscando. Y sin embargo, «Ate Rhodus, hic
salta». Sin asum ir el riesgo, sin dar el salto, los seres humanos
no nos podríam os encontrar nunca unos a otros.
«La cuestión es: ¿acaso no se oculta en el tomar-como-simbóli-
co cualquier fenómeno anímico una cierta frivolidad (la frivoli
dad de la desidia empírica determ inada por el pesimismo tras
cendental)?» (Diario, 11 de mayo, 1910). Son escasos, ciertamente,
los hombres que se hayan desenmascarado a sí mismos —aunque
sólo sea ante ellos m ism os— con una sinceridad más cruel, más
implacable.
Cuando Irm a Seidler no comprendió a Georg Lukács, sí que
le comprendió, a pesar de todo, bien; comprendió bien lo que sig
nificaba para ella este pesimismo trascendental y esta desidia em
pírica. «Tiene usted miedo de mí.» Georg Lukács trataba todo fe
nómeno anímico como simbólico porque tenía miedo del riesgo
del «salto». Lukács tenía miedo de Irm a Seidler, pero no temía
por su «yo empírico», sino por su «yo simbólico»: por su obra.
Pero: «¿Cuándo se separa H jalm ar Ekdal de Novalis?» Cuan
do Novalis crea su propia obra.
200
7
El hombre se hace a sí mismo objeto de su conciencia.
Lukács trata una y otra vez, y sigue tratando de hacerse en•
tender por Irma Seidler. Se describe a sí mismo con palabras y
se formula con categorías: son las categorías de su filosofía. Todo
se hace teorético y simbólico. No hay motivos efímeros ni senti
mientos imposibles de analizar. Esto es lo último, lo incondicio
nado y su sentido simbólico puede ser captado. No hay inmedia
tez alguna pues sólo es real, sólo es «inteligible», lo que se inser
ta en este símbolo por la vía de la mediación conceptual. Sólo
existe el sentimiento que pertenece al «destino» conceptualmente
construido.
El hombre se hace a sí mismo objeto de su consciencia. El
hombre es capaz de considerarse a sí mismo con los ojos del otro;
el hombre es capaz de juzgarse según las leyes de las normas; el
hombre es capaz de socializar conscientemente sus afectos;
el hombre es capaz de configurar su propia personalidad moral.
El hombre se hace a sí mismo objeto de su consciencia. Sin
embargo, ¿puede convertirse el hombre en «pura consciencia», en
«espíritu puro»? Los sentidos pueden hacerse teoréticos. Pero
¿pueden convertirse en los verdaderos teóricos?
Carta de I. a G.: «Tengo que evocar frecuentemente esa tarde...
fueron de las pocas horas en las que fuimos libres, libres de todo
autocontrol y reflexión, libres de la pequeña pero tan importante
camisa de fuerza de nuestra cálida existencia, que se oculta en lo
más íntimo de nosotros» (14 de agosto), «...y escríbame así, de
una manera directa, tal como lo sienta en ese momento. Pues de
bemos estar m ejor juntos...» (30 de agosto), «...por mi parte, el
análisis anímico definitivamente exacto y profundo es inútil, por
que no puede sustituir funciones anímicas y se queda en un mero
placer espiritual.»
Del Diario de G.: «Y mientras no se dé que todo sea contacto
y todo contacto del mismo modo, hasta entonces no habrá nada»
(8 de mayo, 1910).
Los sentidos pueden hacerse teoréticos. Pero ¿pueden conver
tirse en los verdaderos teóricos?
El hombre es capaz de considerarse con los ojos del otro; es
capaz de juzgarse de acuerdo con las leyes de la norma; el hom
bre es capaz de socializar conscientemente sus afectos; es capaz
de configurar su personalidad moral. Esto es precisamente la cul
tura; esto precisamente es el hombre cultivado..
Pero ¿qué sucede cuando no ve con los ojos del otro poraue
no hay significados unívocos y no puede captar los «signos»? ¿Qué
pasa cuando las leyes de las normas son los esqueletos de conven
ciones vacías? ¿Cómo puede ser cultivado el hombre sin cultura,
cómo puede hacerse objeto de su consciencia «en la época de la
completa propensión al pecado»?
201
No hay esfera privada ni hábitos privados y las instituciones
no pueden hacerse habitables por vías privadas. En la época de la
«completa propensión al pecado», «la mayoría de los hombres
viven sin vivir y no se dan cuenta de ello». La mayoría de los
hombres nose hacen a sí mismos objeto de su consciencia en el
sentido ético más elevado de la palabra, no: «su destino es deter
minado por la urgencia de circunstancia de escaso calado».
Pero si el hombre quiere hacerse a pesar de todo a sí mismo
objeto de su consciencia, entonces el único medio para ello es la
teoría. Y en el alma «no puede quedar ninguna inmediatez», por
que la inmediatez media la «vida sin vida» y se pierde la espon
taneidad de los sentidos porque en la espontaneidad de los senti
dos sólo puede m anifestarse la «completa propensión al pecado».
El hombre cultivado sólo puede hacerse en la cultura, pues sólo
en la cultura puede cultivarse la propia espontaneidad, la sen
sualidad. Sólo en ella puede hacerse el hom bre objeto de su pro
pia consciencia sin que la teoría absorba a los sentidos, sólo en
el mundo cultivado puede plasm arse su arm onía sensual y espi
ritual y bella. Instituciones habitables. Un mundo habitable. «
Rhodus, hic salta.»
Sólo en la cultura puede desarrollarse el hombre cultivado;
quien, en la época de la «propensión completa al pecado» se hace
a sí mismo objeto de su conciencia, es refinado. La teoría absorbe
los sentidos. «Pobreza del espíritu es lo mismo que liberamos de
nuestra propia determ inación psicológica para entregam os a aque
llas necesidades metafísicas y metapsíquicas que son, del modo
más hondo, las nuestras.» Pero, ¿supone una liberación que nos li
beremos de nuestra propia determ inación psicológica?
En el mundo de las convenciones la psicología es también con
vencional. Entendemos a los dem ás pero la cuestión es si enten
demos a los otros; recibimos los «signos», pero la cuestión es si
recibimos los signos de la unicidad humana. Somos extraños unos
a otros tal vez sin llegar siquiera a saberlo porque nunca hemos
ido tan lejos como a plantear la cuestión de quién somos real
mente. Sabemos «lo que significa que te amo», pero la otra pre
gunta, más profunda acerca de «qué significa que yo te amo a ti»,
esa no alborea en nuestro interior.
Sin embargo, el destino del hom bre que deja atrás la vida con
vencional, que se eleva, el destino del hom bre refinado, de las «al
mas desnudas», es la pobreza del espíritu. Los sentidos son
absorbidos por la teoría y ya no hay más determinación psicoló
gica, ya no hay pasado. Se pierde la inmediatez, la espontaneidad,
y sólo quedan palabras para el abandono de uno mismo, palabras,
siem pre sólo palabras, y duelen las palabras pronunciadas y l as
no pronunciadas, todo gesto se hace ambiguo y todo entendimien
to, malentendimiento, hasta que finalmente la fe inmudece y las
almas se alejan con el carácter definitivo de lo que es fruto de
u n destino inexorable.
202
«Y m ientras no se dé que todo sea contacto y todo contacto
del mismo modo, hasta entonces no habrá nada.»
El refinamiento es nostalgia de la cultura.
es el hombre nostálgico de la cultura en un m undo carente de
ella.
«En la vida la nostalgia debe ser amor.»
«Irma es la vida.» Instituciones habitables. Un m undo habita
ble. « HicRhodus, hic salta.»
203
El hombre vanidoso dice: soy querido por muchos. El hombre
vanidoso dice: soy más querido. El hombre arrogante dice: no se
me puede querer. El hombre arrogante dice: yo amo con más
fuerza: el que ama está más cerca de los dioses que el que es
amado.
El hombre vanidoso dice: yo suscito agrado. El hombre vani
doso desea suscitar agrado. El hombre arrogante dice: yo no sus
cito agrado ni deseo suscitarlo.
El hombre vanidoso dice: soy superior a todos los demás. El
hombre vanidoso trata de dem ostrar en todo momento su supe
rioridad. El hombre arrogante no quiere dem ostrar nada porque
está seguro de sí mismo.
El hombre vanidoso se compara con otros: toda su vida es
una sucesión de comparaciones. El hombre vanidoso es envidio
so. El hombre arrogante no se com para con nadie: no tiene nin
guna medida común para sí mismo y los otros. El hombre arro
gante no conoce la envidia. Cuando encuentra a una persona más
valiosa que él, no hace comparaciones, dobla ante ella la rodilla.
Para el hombre vanidoso el ser superior a él es una desgracia.
Para el hom bre arrogante el ser superior a él es la confirmación
de su vida, la felicidad.
La vanidad se coloca a sí misma en el centro. La arrogancia
quiere encontrar el centro de su vida en otros.
La vanidad es celosa: barrunta en todos un peligro siempre.
La arrogancia no conoce los celos. Quien le abandona, deja de con
tar: no era digno de él.
La vanidad dice a quien antes quería: tú me has engañado, no
es esto lo que me habías prometido. La arrogancia dice: tú lo has
hecho; y como yo te quería, lo que tú has hecho no puede ser
malo.
El hombre vanidoso dice: yo tenía razón, yo tengo razón. El
hombre vanidoso busca su propia verdad. El hombre arrogante
no quiere tener razón, lo que busca es una verdad más valiosa
que él mismo.
¿Hay que desear que la arrogancia sea humillada?
No hay que desear la humillación de la arrogancia. Pues la hu
mildad es sólo una arrogancia «al revés», la humildad es la mani
festación de la arrogancia. El superior a él es la confirmación, la
felicidad de su vida, cuando encuentra a alguien superior, dobla
la rodilla ante él, busca una verdad más valiosa que él mismo.
Los hombres que sobresalen solitarios del mundo de las con
venciones son siempre arrogantes. Georg Lukács creó la Irma
Seidler que no le amaba porque reescribió su historia desde la
arrogancia del «amor dei intellectualis». «Si yo te amo, ¿qué te
importa?»
Yo te he amado, pero tú no me has amado a mí: éste es el
gesto de la arrogancia. No hay que desear que la arrogancia sea
humillada porque la humildad form a parte de la arrogancia. Y en
204
el gesto de la arrogante humildad esa incondicionalidad se trans
forma en lo contrario. Yo no tengo razón, tiene razón aquel a
quien yo amo. Y en la incondicionalidad absoluta se destaca el
ser amado por encima de los que aman. £1 que ama es humillado,
la arrogancia inclina la cabeza: «pues ante Dios nunca tendremos
razón».
«Y de esta manera conduce también toda esta abstracta meta
física de las formas al centro de todas las cosas: de vuelta a
Irma... pues precisamente ella es el centro de todo; de donde todo
surge y lo que así debía ser como era y tenía que hacer lo que ha
hecho y yo debo aceptarlo tal como es, debo considerarlo sagrado,
para poder atender a mi propia vida... Antes pensaba: debería
condenarla, pero ahora ya no puedo hacerlo» (Diario, 29 de mayo,
1910). Y aún más claramente, con un énfasis aún más definitivo:
«Los hombres han de juzgar la razón o la sinrazón no de sus
hechos, no de casos aislados, sino de todo su ser; los hombres han
de juzgarse unos a otros siempre. Y ahora me doy cuenta: con
respecto a mí ella siempre tenía razón y siempre tendrá razón.*
Esta «autoconsciente inclinación ante el superior es el sentimiento
del siervo, el mundo de sentimientos de Hagen» (Diario, 2 de ju
nio, 1910).
Pues ante Dios nunca tenemos razón.
El hombre arrogante está solo y la tentación de la humildad
es enorme.
Pero cuando se humilla la arrogancia, aquel ante el cual se
humilla debe ser perfecto. Pues cuando se humilla la arrogancia
ha de aceptar a aquel ante el que se humilla «tal como es» para
poder atender a su propia vida. Y cuando la arrogancia se humi
lla pierde el derecho —también la posibilidad— de juzgar y enton
ces aquel ante el que se ha humillado no puede ser juzgado en
función de «hechos, de casos aislados»; el «centro de la vida» no
puede ser ya realmente juzgado.
Georg Lukács hizo «descender a la tierra» su filosofía y la trans
formó en mito. «Irma es la vida.» Y es la Irm a hechizada en mito
filosófico —no la m ujer empírica— la que se convierte en el centro
de su vida y ante ella dobla la rodilla y la deifica y se priva del
derecho a juzgarla: la «autoconsciente inclinación ante el supe
rior es el sentimiento del siervo, el mundo de sentimientos de
Hagen».
El hombre arrogante está solo y la tentación de la humildad
es enorme: ante Dios siempre falta razón.
¡Pero juzga en aquello en que eres tú juzgado!
Pues el mito jamás desciende a la tierra. Y la m ujer empírica
no es la Irm a de los mitos y ella debe ser juzgada por sus he
chos, pues, no hay nada más esencial que el hecho. Y el que ama
no está más cercano a los dioses que el amado, pero el amado
tampoco es un ídolo, ante el que haya que doblar la rodilla. ¡Juz
guemos en aquello en lo que somos juzgados!
205
La vanidad juzga siempre, pero en el centro de su juicio está
siempre ellamisma; lo que para ella es justo, eso es «lo justo»;
lo que para ella es útil, eso es «lo bueno». La vanidad también
tiene sus ídolos, pero son ídolos «empíricos». La vanidad no hace
abstracción del hecho, pues confirma al hecho cuando el hecho le
confirma a ella.
Bienaventurada la arrogancia que se propone alcanzar algo
grande, bienaventurada la arrogancia que puede inclinar la cabeza
ante la grandeza. Bienaventurada la arrogancia aun en la humi
llación.
Pero: ¡juzga aquello en lo que eres juzgado!
El hombre arrogante está solo y la tentación de la humildad es
enorme.
¿Y cuando ya no está solo?
El hombre arrogante no es arrogante por una cosa; la arrogan
cia es su forma de existencia. Donde no hay soledad, donde las
substancias prominentes no deben elevarse por encima del mun
do para poder realizarse a sí mismas, ahí ya no existe la arrogan
cia. La arrogancia se suaviza en el orgullo. El orgullo es la medio
humanización de la arrogancia. El orgullo es la arrogancia de los
iguales. El am or de los hombres orgullosos es el amor de los
iguales, para los hombres orgullosos el ser superior a ellos es un
objeto de am istad y de afecto. El hombre orgulloso tampoco es
envidioso; no se mide con los otros, no porque no encuentre nin
guna medida común, sino porque los realmente iguales son incom
parables, porque la unicidad de la personalidad es incomparable.
El hombre orgulloso no dice: yo tengo siempre razón; no dice:
ante Dios nunca tengo razón, pues el hombre orgulloso no se dei
fica y tampoco tiene ningún dios fuera de él mismo. Juzga para
poder ser juzgado.
Bienaventurada la arrogancia, que puede suavizarse en orgullo.
Pero ¿se puede ser orgulloso en la «época de la propensión
completa al pecado»?
Instituciones habitables. Mundo habitable. Un mundo poblado
por hombres orgullosos. La cultura.
El refinamiento es nostalgia: nostalgia de la cultura. El hom
bre refinado es el hombre orgulloso, el hombre nostálgico de la
cultura en un mundo carente de ella.
Pero ¿puede producir cultura la autohumillación de la arrogan
cia?
9
«De los azares a la necesidad: éste es el camino de toda perso
na problemática», escribe Georg Lukács en el ensayo sobre Kess-
ner: ésta fue la primera flor que le regaló a Irma.
Dos personas problemáticas en la «época de la propensión com
pleta al pecado».
206
T esis: ¡a m u je r; la co n fig u ra ció n d e la tra g e d ia en la m u e rte .
«Esta autoliberación de la m ujer no es el resultado de llevar
hasta el ñnal su necesidad esencial, como toda real autoliberación
de un varón y la conclusión del dram a plantea la pregunta que el
teórico E m st ya había previsto mucho tiempo antes: ¿puede ser
lina m ujer trágica por sí y no en relación al hom bre de su vida?»
Esta pregunta retórica contiene también en sí m ism a la res
puesta: la m ujer no puede elevarse a tragedia —la libertad no
puede ser para ella nunca autovaloración. En la Brunhilda de la
tragedia —medita Lukács en su Diario— hay algo de masculino.
«La m ujer es sólo mujer.»
Anotación de G. en su Diario, 11 de febrero de 1911: «Vengon-
zosamente yo he significado poco para ella. La cuestión es: ver
gonzoso, ¿para ella o para mí? No tiene sentido: es una tragedia,
pero sólo se suscitó cuando yo levanté el vuelo. La m ujer no pue
de tener ninguna tragedia. "La m ujer es sólo mujer."»
Anotación de G. en su Diario, 22 de octubre, 1911: «Para Irm a,
desde luego, su tragedia estaba en (la) de la vida, es decir, en una
esfera en la que la m uerte es realmente el opuesto dialéctico a la
vida.»
La configuración de la tragedia en la muerte.
Carta de I. a G. del 20 de septiembre, 1908: «Quizás hay en mí
más femenino y más no femenino, artista y persona, como usted
sabe, y ambos luchan entre sí.»
En un país provinciano de principios de siglo una m uchacha
quiere liberarse del mundo de las convenciones. Y quiere liberarse
como persona, como artista. Pues crear, la autorreaüzación a tra
vés de la obra, la creación de lo nuevo es para I. una parte tan
inseparable de su vida, es tan objeto de su pasión como para G.
Irm a es cazada por el demonio del trabajo, la obra es la confir
mación de su vida: el fracaso de su obra significa su hundimiento.
Carta de I. a G. (5-VII): «Un escalofrío helado me recorre la
espalda cuando pienso que dentro de dos meses escasos es la ex
posición; y no sé si consigo algo o si todo lo que he ido pensando
a lo largo del año es un mero em borronar lienzo.» 19 de julio: «En
toda mi vida no he trabajado tanto.» A principios de septiembre
(fecha ilegible): «Y estoy deshecha después de una fase de traba
jo agotador cuyos resultados no guardan relación alguna con los
esfuerzos que cuestan... ¡las cosas están horriblemente lejos del
objetivo fijado!»; «el resultado del trabajo de los últimos dos
meses es igual a cero».
En un país provinciano de principios de siglo una muchacha
quiere liberarse del mundo de las convenciones. Quiere liberarse
como persona. Y para poderse liberar como persona ha de con
vertirse en artista. Si el mundo de la creación no es ningún ho
gar para ella, sólo el mundo de los varones puede serlo. Entonces
se dice: «La m ujer es sólo mujer.»
Pero esta muchacha no es sólo persona y artista, también que
207
ría ser mujer: «y ambos luchan entre sí». Y no quería perder nin
guno de los dos atributos. Esta doble persistencia, esta persisten
cia en su femineidad y en su existencia humano-artística, determi
nó su tragedia. Pues si no podía ser las dos cosas al mismo tiem
po, prefería no ser nada.
En un país provinciano de principios de siglo una muchacha
quiere liberarse del mundo de las convenciones. Y quiere ser
también mujer. Pero sólo puede ser m ujer para aquellos que, igual
que ella, se han liberado también del mundo convencional. Pero
estos hombres eran arrogantes y a sus ojos «la m ujer es sólo
mujer». Ella no quería saber nada de todo aquello de lo que sabía
de antemano lo que significaba. No quería un noviazgo, no quería
un matrimonio, no quería una ruptura matrimonial. Quería la
«unión de las manos» con un igual, con alguien reconocido como
igual en el mundo de los sentidos y del espíritu. Era una mu
chacha orgullosa pero los hombres eran arrogantes y a sus ojos
«la m ujer es sólo mujer».
G. esperaba de Irm a que ella creyese en él; G. creó con su figu
ra un mito y quería que ella realizase este mito, quería hacer
de las leyes del mito leyes de su personalidad para que pudiese
elevarse a la tragedia del varón. Pero ella no quería elevarse a la
tragedia del varón pues deseaba configurar su propia vida y si
era necesario —y era necesario— su propia tragedia.
Tonos del orgullo, gestos del orgullo: «nuestras dos vidas indi
viduales deben crecer y aum entar con la pertenencia de uno a
otro» (5 de julio). «Creo que hemos superado de una manera muy
sana un estadio quizá excesivamente teórico» (23 de agosto). «Mi
gente es de tal m anera que yo siempre recibo de ellos... y esto
es algo bueno y hermoso, pues recibir significa crecer, uno es
llevado, llevado. Por otra parte no es bueno, pues no poder dar
es una cosa tan insulsa, se siente uno insustancial, como un niño,
por así decir, y eso puede hacer daño, mucho daño» (28 de abril,
1911).
Los tonos de la recuperación de la propia personalidad, los
gestos de la preservación de la sustancia: «No, no puedo analizar
las cosas y tampoco quiero hacerlo» (1 de octubre). «En estas
cartas —he de ser sincera— yo me adaptaba, me amoldaba com
pletamente a usted en el sentimiento con un sacrificio que no
se puede expresar con palabras; yo hacía mías las formas aními
cas del entendimiento m utuo determ inadas por usted. Pero a par
tir de hoy ya no quiero prolongar esta aburrida compañía» (25
de octubre).
La contraposición de su propio yo artístico con el yo creativo
del otro, los tonos de la crítica, los gestos de la visión universal
de la m ujer que es persona: «Sólo son realmente buenas —por
bueno entiendo aquí algo realmente grande— aquellas personas
cuyo am or humano y cuyo mundo de sentimientos ligado a toda
suerte de relaciones humanas es tan espiritual y de visión tan hm*
206
pida como la relación del artista con su obra. Y éstos son los
verdaderos artistas y hombres de trabajo que tratan a su trabajo
como un ser vivo y orgánico al que se puede intimamente amar,
malar o salvar, pero que vive.»
Una muchacha quiere liberarse del mundo de las convencio
nes como artista y no tiene otro camino. Y al mismo tiempo quie
re seguir siendo también mujer, pero los hombres que poürian ser
sus compañeros en la soledad son arrogantes y para ellos «la
mujer es sólo mujer».
¿Acaso no cometió esta muchacha un error trágico al compro
meter precisamente lo que amaba?
El amor no puede ser jamás pecado. Y sin embargo ¿no co
metió esta muchacha un error trágico al comprometer en los
momento maravillosos del amor algo que ella podía mantener
dadas precisamente las leyes de su personalidad?
Primera carta de I. a G.: «Me gustarla poder cumplir con la
medida lijada por usted para mí» (30 de diciembre, iyU7). C arta
de 1. a G. del 30 de agosto: «Tengo la sensación de que si me
aparto ahora del trabajo volveré a hacerlo otra vez y tengo tam
bién la sensación de que si a la corta o a la larga no pueao orga
nizar mi vida de m anera que no vuelva jamás a verme obligada
a no poder trabajar una gran parte del año con todas mis fuerzas,
abandonaré para siempre la pintura. Con las metas que me he fi
jado a este ritmo no se puede llegar a ninguna parte... Y, sin em
bargo, tal vez llegaré. Dios mío, no se entade conmigo por esta
carta —sólo quiérame— y no me censure... ¡Necesito trabajar
y usted me hace falta!» ¿Había debido escribir esta muchacha si
quiera una sola vez: «me gustaría poder cumplir con la medida
hjada por usted para mí»?
Y aquí está el error trágico de Irm a Seidler. No mantuvo lo
que prometió al varón. Obedeció a las leyes de su personalidad:
¿acaso hay algo más hermoso y más justo que esto? Pero no ten
dría que haber dado jamás aquella promesa. Su filtro de am or fue
su bebida de la muerte.
«En la vida la nostalgia debe ser amor: es su fortuna y su tra
gedia.» G. fue el amor eterno de I., el objeto de su eterna nos
talgia. Pero ella quería ser persona, quería ser artista y quería
vivir de acuerdo con las leyes de su personalidad y no podía cum
plir la medida fijada para ella por el hombre al que amaba. Y sin
embargo se obligó a ello. Su filtro de amor fue su bebida de la
muerte.
I. se casó con un pintor y lo hizo con un gesto de desespera
ción; fracasó en el amor y quiso vivir para su obra. Pero esta
obra no trajo sus frutos, no aportó la realización.
Ültima carta de I. a G. (28 de abril, 1911): «Hoy me doy cuenta
de que las formas y los puntos de vista de acuerdo con los que he
vivido durante años, aun cuando fuesen buenos y sinceros... son
lastimosamente insuficientes en comparación con la intensidad del
209
arte... Aquí habría que asum ir algo de nuevo. En todos sus as
pectos.»
Irm a no pudo trasladar, poetizado, su amor a su trabajo.
«Irma es la vida.» «En la vida la nostalgia debe ser amor: es
su fortuna y su tragedia.» Irm a construyó su tragedia y no pudo
construir su vida. El filtro de amor fue para ella bebida de la
muerte.
Y en la muerte le dio una forma a su tragedia, a su propia
tragedia.
Y en el salto mortal todos los actos se convirtieron en símbolo
y todos los azares de su vida adoptaron la forma de la necesidad.
Irm a espera el milagro. Irm a quería provocar el milagro. Y el
milagro sucedió: G. no volvió a escribir jamás la frase «la mu
jer es sólo mujer». El hombre que había declarado arrogantemen
te que la vida de la m ujer nunca puede ser tragedia porque la
libertad no constituye para ella ningún valor, escribió en su Dia
rio: «Su tragedia estaba en (la) de la vida, es decir, en una esfera
en la que la muerte es realmente el opuesto dialéctico a la vida.»
«De los azares a la necesidad: éste es el camino de toda perso
na problemática.»
Dos personas problemáticas en la época de la «propensión
completa al pecado».
10
210
tas personales: todo brilla aquí a la luz de lo simbólico. Sus pre
guntas son las preguntas de los atormentados grandes de su épo
ca, las preguntas de Ady, de Bartók y de Thomas Mann. ¿Puede
conducir un camino orgánico de la vida a la obra? ¿Qué vida
es la real? ¿Puede vivir una auténtica vida el hombre entregado a
su obra? ¿Le está abierta la dicha del amor y de la cercanía al
otro, la dicha del contacto humano al creador entregado a su
obra, al creador que vive en intimidad con su obra y que desea
lograr algo grande y crear algo nuevo? ¿Puede realmente hacerse
obra en la época de la «propensión completa al pecado»?
Georg Lukács pudo enunciar su verdad de tal manera que re
construyó, poetizándola, su relación con Irma Seidler. Insertó su
amor en su obra. Insertó ese amor en su obra igual que el héroe
de la balada popular húngara introdujo la sangre de la mujer del
moro en la fortaleza para que éste pudiese elevarse de la vida
como una solitaria cima de montaña.
«Con otras palabras: el viejo problema: ¿a partir de dónde se
separa Hjalmar de Novalis?»
Donde Novalis crea su obra. También Georg Lukács creó su
obra. La construyó con la sangre de la mujer del moro, pero la
fortaleza resistió: se alza por encima de la vida como una cima de
montaña solitaria.
«El gran amor es siempre ascético. No hay diferencia entre que
eleve al amado a la máxima altura y se enajene así a sí mismo o
que lo utilice sólo como plataforma.» En un plano teórico no exis
te quizá ninguna «diferencia» entre las dos actitudes, pero Georg
Lukács era un hombre sutil y sincero: sabía que existe una di
ferencia. Georg Lukács temió a Irma Seidler: le dio miedo por
su obra y le dio miedo por Irma. Y como tenía miedo por ambos,
eligió el primer camino. Creó un mito a partir de la imagen te
rrena de Irma, el mito «de la vida», el objeto de la eterna nos
talgia del creador, y humilló su arrogancia ante la vida convertida
por encantamiento en mito, ante la filosofía adaptada, estilizada
en vida. Pero Irma Seidler no fue Regina Olsen, que vivió feliz
hasta que murió. Irma Seidler marcó su propia vida con la muerte
voluntariamente elegida. Y así contribuyó con su propia sangre
humana y viva a la fortaleza de la OBRA, que sólo podía resistir
como una cima solitaria de montaña alzándose por encima de la
vida. Irma Seidler no quería redimir a nadie y no quería tampoco
ser redimida. No quería que nadie temiese por ella y tampoco
quería que nadie tuviese miedo de ella. Y contra la voluntad del
creador se convirtió en su «plataforma» porque la OBRA se cons
truyó con su sangre.
Es imposible no interpretar la vida como un medio cuando
uno se acerca a ella por las formas. Y la vida a la que uno se ha
acercado por las formas, la vida mitificada y estilizada, se venga
en la forma y decide acerca de ella. Pero ¿es realmente la forma
lo que decide? La vida decidía acerca de la forma realizándola.
211
Pero ¿no es un signo de que a pesar de todo la forma es la forma
de esta vida el hecho de que en la nieve límpida de las cimas so-
litarias se reproduzcan, vuelvan a aparecer los torbellinos de la
caótica vida?
La vida se venga en las formas, pero no decide acerca de la
forma, decide acerca de la época de la propensión completa al
pecado, en la que la mayoría de los hombres vive «una vida des
vivida», en la que los que viven realmente, los que dan sentido
a su vida, viven idéntica tragedia independientemente de que eri
jan aquellas fortalezas o que enmudezcan con el gesto voluntaria
mente elegido de la muerte. Instituciones habitables. Un mundo
habitable. Un mundo poblado por hombres orgullosos.
Quien se proponga alcanzar algo grande, crear algo nuevo, en la
época «de la propensión completa al pecado», ése debe utilizar la
vida como un medio. Y Georg Lukács utilizó a Irma Seidler —con
tra la voluntad de ambos— como un medio para su obra. Y lo
que sucedió y como sucedió fue todo por mor de la obra.
Escribe Georg Lukács acerca de Kierkegaard: «¿acaso no dejó
de dar una batalla probablemente afortunada contra su gran me
lancolía porque amaba esa melancolía, porque la amaba más que
todo lo demás y porque sin ella no podía vivir?»
Fragmento de una carta de Georg Lukács a Irma Seidler de
marzo de 1910: «...le agradezco que por un momento haya entra
do en mi vida y le agradezco que me haya dejado. Le agradezco
la jubilosa alegría que me ha dado nuestra aproximación, y le
agradezco el dolor que casi ha destrozado mi vida: se lo agradez
co porque sin ellos no habría podido seguir adelante, eran oportu
nos, los necesitaba.»
Anotaciones de Georg Lukács en su Diario, 27 de julio, 1910:
«Su retrato está por motivos de estilo —por el ensayo sobre Phi-
lippe— sobre mi mesa de escritorio. Pero apenas lo miro... Ella
ha desaparecido —a pesar de que ahora un poco de tristeza y de
nostalgia por ella no iría mal— por causa del ensayo sobre Philip*
pe... Seriamente ha dañado tal vez (lo ha conducido «a lo patético)
el hecho de haber estado siempre presente; a pesar de que no se
adecuaba orgánicamente al marco del ensayo. Sin ella éste será
quizá algo más seco.»
Carta de Georg Lukács a Irm a Seidler en enero de 1911: «Lo
que yo me propongo hacer, sólo lo puede hacer un hombre soli
tario... El que ignora lo que puede ser para él una persona, lo
que puede ser una persona para otra, ése sólo puede ser un so
litario, pero de una soledad nunca definitiva, sino nostálgica, bus
cada por la ciencia. Sólo éste puede pasar arrogante y tranquila
mente de largo ante las pequeñas y equivocadas posibilidades co
munitarias que se le ofrecen y dedicar toda su vida al osado des
tino de una labor.»
Georg Lukács temía a Irm a Seidler porque tenía miedo por su
soledad. Tenía miedo por su soledad porque tenía miedo por
212
su obra. Y construyó su obra en la soledad, pero como la obra no
puede ser construida sin la vida, insertó la sangre de la mujer
del moro en las murallas de la fortaleza. Irma se convirtió en un
medio para su obra, a pesar de que Georg Lukács no quería ha
cer un medio de ella. Y cuando uno se acerca a la vida por sus
formas es imposible no utilizar a ésta como un medio.
Pero la ley moral vive y está en vigor. La ley moral exige que
el hombre no sea un medio para otro hombre.
Georg Lukács, empero, vivía la ley moral. Por eso hizo un
mito de la femineidad —una femineidad de carne y sangre en la
realidad— de Irma Seidler y por eso humilló ante ella su arro
gancia diciendo: jamás podré tener razón frente a ella.
Georg Lukács no quería utilizar a las personas como un simple
medio pues la ley moral estaba viva en él y él consideraba su
supremo mandamiento como sagrado. La frivolidad de la «cultura
estética» no era su camino. Y el día que abrió su Diario por última
vez anotó en él: «Y todo conduce a la vieja cuestión: ¿cómo pue
do ser filósofo? Es decir, puesto que como hombre no puedo
salir nunca de la esfera ética, ¿cómo puedo elaborar lo más eleva
do?» (16 de diciembre, 1911). Instituciones habitables. Un mun
do habitable. Un mundo poblado por hombres orgullosos.
Georg Lukács temía a Irma Seidler. Tema miedo por su sole
dad. Y el destino le deparó esa soledad.
Doktor Faustus 1911...: «se consuela con la posibilidad, con el
objeto de su nostalgia, que siempre podría estar presente, pero
que no lo está. Ahora no está» (23 de noviembre). «Seré castigado
por mi arrogancia, por mi confianza en la obra y en el trabajo.»
El destino le deparó la soledad, pero él no deseaba esa soledad.
Insertó a Irm a Seidler, su amor, su vida, en su obra, pero la ley
moral vivía en él: el ser humano no debe ser un simple medio
para otro ser humano. Ésta fue su tragedia.
Irma Seidler no pudo trasladar, poetizada, su vida en su obra
y por eso dio forma a su tragedia en la muerte. Georg Lukács
introdujo, poetizado, su amor en su OBRA y ésta fue su tragedia.
Pero élinsertó esta tragedia en su vida.
«La tragedia permanente... la gran frivolidad... la percepción
compartida de lo eternamente trágico absuelve de cualquier fri
volidad», escribe en la cultura estética.
No hay lecho de matrimonio para la unión de las almas. ¿O hay
uno tal vez? ¿Debería existir como mínimo uno?
«Dado que todo nos pertenece, que todo pertenece al alma y
todo lo trágico sólo puede acontecer en ella... Y la solución —la
fuerza redentora de la forma— sólo se encuentra al final de todos
los caminos y suplicios, en la fe viva y situada más allá de toda
prueba, en la indemostrable fe en que los divergentes caminos del
alma se encuentran al final, han de encontrarse, dado que todos
parten del mismo punto central.»
Pero para los hombres refinados toda comprensión es sólo un
213
malentendido, en ellos la teoría ahoga a los sentidos, la espon
taneidad se pierde y sólo quedan las palabras para abrirse como
persona, m ientras todo gesto es ambiguo. El hombre refinado
vive su propia tragedia y la piensa hasta el final: ambas cosas son
para él una sola y la m ism a cosa. Y juzga, juzga de manera ina-
pelable acerca de la época de la «propensión completa al pecado»
la fuente de su refinamiento, y emite un juicio inapelable acerca
del mundo en el que la o b r a sólo puede construirse con la san
gre del otro.
La humildad de la arrogancia, la inclinación del hombre re
finado ante la barbarie. La esperanza de que «vendrán los bárba
ros y destrozarán con sus rudas manos todo refinamiento». Allegro
bárbaro.
La arrogancia se suaviza en orgullo: la nostalgia del hombre
refinado es nostalgia de la cultura. Instituciones habitables. Un
mundo habitable. Un m undo poblado por hombres orgullosos. La
promesa de Karl Marx.
Georg Lukács introdujo, poetizado, su am or en su obra y ésta
fue su tragedia. Pero él insertó esta tragedia en su vida.
El «entrelazam iento de las manos» de Georg Lukács con un
otro diferente. La arrogancia inclina la cabeza ante el nuevo dios.
Pero esto ya no form a parte de esta historia.
La vida se vengó de la form a realizándose. Y con ello juzgó
acerca de la época de la «propensión completa al pecado». Pero
¿puede tam bién vengarse la form a de la vida? Y si es así, ¿para
quién es válido este juicio?
«Kierkegaard creó su relación con Regine Olsen.»
También Georg Lukács creó su relación con Irm a Seidler. En
algún sentido toda persona «crea» su relación con otra y lo hace
una y otra vez. Pero sólo muy pocos pueden crear su relación
de manera que tam bién otros puedan crear y recrear. Sólo lo
paradigmático puede convertirse en parábola.
214
VI. De la pobreza del espíritu.
Un diálogo del joven Lukács
216
Está compuesto desde el final —desde la muerte— y por lo tanto
se excluye en él la posibilidad de una solución, ciertamente que
no para el autor, pero sí para su héroe. Esta exacerbación coinci
de, de manera muy interesante, con las soluciones más trágicas del
último Thomas Mann, sobre todo con la tragedia de Adrián Lever-
kühn. El «no debes amar» es el imperativo categórico de los hé
roes tanto del joven Lukács como del viejo Mann.
Es innegable la influencia de Thomas Mann sobre el diálogo.
Pero también es indudable que en el joven Lukács hay postulados
relativos a la concepción del mundo que sería inútil buscar, a
pesar de todas las semejanzas en cuanto al objeto, en las obras
tempranas de Mann. Uno de estos postulados —tal vez el más
característico— es la soledad existencia! del hombre, la imposibi
lidad de encontrar el camino «de alma a alma», de ayudar al otro.
El objeto del diálogo es el suicidio de la amiga. Dice el héroe:
«No escuchaba la fuerte voz de su silencio pidiendo ayuda. Me
atenía al tono alegre y vital de sus cartas. Por favor, no me diga
que no podía saberlo. Tal vez sea cierto. Pero debería haberlo sa
bido.» ¿O es que ese camino existía? El héroe sigue creyendo que
existía, pero no para él: «la gracia de los buenos»: «Su silencio
hubiera resonado por encima de los países que había entre noso
tros si me hubiese sido dada la gracia de la bondad.»
La m ujer, «contrapunto» de la conversación, es «buena» en el
sentido en que el héroe entiende la «bondad». Pero el contexto
del diálogo ofrece otra versión del suicidio y la m ujer que redacta
el diálogo dice: «Me viene al recuerdo una claridad casi inquie
tante acerca de su acto y hoy es para mí totalmente enigmático
que no lo hubiese previsto, que no lo hubiese temido, que por el
contrario pasase ante él casi con completa tranquilidad y de buen
humor.»
En este «desdoblamiento» es donde alcanza lo personal, lo úni
co su sentido existencial. Y de nuevo un contrapunto: precisa
mente por eso aparece ante el héroe-filósofo infundado y fortuito
el suicidio. No es por casualidad que Lucien Goldmann creyese
encontrar los núcleos de numerosos problemas del existencialis-
mo moderno en los ensayos de juventud de Lukács.
Pero el carácter infundado y fortuito del segundo suicidio sólo
es un «dato notable» si el lector del diálogo se reconoce en los
principios éticos y postula de antemano una relación de causali
dad entre los acontecimientos; si piensa: «El héroe-filosófo no
ayudó a la muchacha a pesar de que habría podido ayudarla y
por lo tanto eligió el suicidio.» Lukács pone conscientemente el
acento en este aspecto llevado al extremo (en cualquier caso no
habría podido prestar ayuda, por lo que la elección fue casual)
para reforzar la visión del mundo de su héroe en una segunda
línea: la negación de la relevancia de la ética basada en normas
positivas y la negación de la causalidad. Entre los dos suicidios, así
no existe —tanto según la intención del autor como en la convic
217
ción del héroe— ninguna conexión causal, sólo una sucesión. La
decisión del héroe sólo tiene que ver con ; no se suicida por-
que no pudiese ayudar, sino porque quería ayudar y con ello trans
grede los límites de su «casta», que son al mismo tiempo los de
su personalidad. Esta decisión no puede describirse realmente con
categorías éticas de validez generad.
El héroe del diálogo filosófico, en efecto, está convencido de
que todo hombre sólo puede vivir de acuerdo con las leyes de la
propia casta y que no es posible transgredir la barreras entre las
castas. Estas «castas» no son sociales: son las castas de la vida
como tal. Una es la casta de la «vida normal»; otra es la de las
formas en las que el medio homogéneo inserta forzosamente a
aquellos que producen «obras» —en tanto que objetivaciones—;
la tercera es la casta de la «vida viva», que está más allá de toda
forma, que rompe toda forma, la casta de aquellos a quienes les
ha sido dada la gracia de la bondad. Estas castas no son inven
ciones humanas y no depende de la decisión del hombre a cuál
de ellas pertenece; el hombre individual puede sufrir o ser feliz,
pero no puede abandonar su casta, al menos no sin ser «casti
gado».
Estamos ante una singular combinación de orgulloso aristocra-
tismo y abnegada humillación; por eso la mezcla de ambos hace
tan auténtico el retrato espiritual. Es el orgulloso aristocratismo
lo que impide tom ar contacto con la «vida normal» al hombre de
las formas. El albatros de Lukács no tropieza con sus alas cuan
do camina, pues no puede posarse en tierra, no puede marchar,
sólo puede y debe volar. Junto a esto, la abnegada humillación,
pues el individuo es sólo el medio, sólo el recipiente de la obra
que produce; la obra no es querida por los hombres, sino por la
substancia. La sustancia —el «espíritu»— quiere realizarse; pero
esto sólo puede hacerlo a través de la división del trabajo de los
diversos géneros de vida. El hombre individual, sin embargo,
debe vivir de acuerdo con las leyes de su casta y sólo de acuerdo
con ellas para que se realice esa substancia. No el creador de la
obra, sino la obra a la que sirve el hombre es lo más alto.
Éste es el punto de partida oculto del razonamiento del héroe
del diálogo, a pesar de que sólo es manifestado explícitamente al
final de la conversación. Esta tesis oculta es la que rechaza la
m ujer desde el principio, aun antes de haberla comprendido. El
héroe sabe de antemano que todo lo que diga chocará con un
amistoso y espontáneo «no». No porque sus ideas no sean enten
didas, sino porque se es incapaz de com prender que no puede pen
sar de manera diferente a como piensa, de la misma manera que
la m ujer tampoco puede pensar de m anera distinta a como piensa.
La comprensión está excluida ab ovo: el interlocutor es... tina
mujer. No es sólo que las m ujeres pertenezcan a otras castas (a la
casta de la «vida normal», pero tam bién a la de la «vida viva»;,
sino sobre todo que rechazan la idea de las «castas» y aún más ia
218
de su intangibilidad. «Nunca entenderá cabalmente un m ujer que
la vida es meramente una palabra a la que se atribuye realidad
homogénea sólo por falta de claridad del pensamiento; que existen
tantas vidas como posibilidades de actividad por nuestra parte
susceptibles de determinación a priori. Para usted la vida es pre
cisamente la vida y nada más y (con perdón) usted no puede creer
que algo realmente grande no sea la consumación de la vida (...);
es injusto e incluso totalmente falaz, pero no deja de ser cierto:
la pobreza del espíritu no será alcanzada nunca por ustedes.» De
esta manera es expresada por el héroe la incomprensión femenina.
Lukács piensa aquí con el héroe: es su experimento mental.
Si no lo supiésemos por otra fuente lo comprenderíamos igual a
la vista de la apasionada lógica con que el héroe lukacsiano em
biste contra cualquier contraargumento. Pero como ya se ha di
cho, este diálogo tiene como interlocutores a dos personas de
igual relieve, aunque no idealmente. La convicción de la m ujer es
considerada —a nivel humano— lo mismo que la del héroe. Y no
hay argumento en la tierra capaz de socavar la convicción del
individuo acerca de la vida (de la mujer) según la cual todo lo
grande «tal vez sólo al final, tal vez sólo después de grandes su
frimientos, no será sino una consumación de la vida, vano placer
y éxtasis».
La verdad de la m ujer es tan irrefutable como la del héroe-
filósofo. Y decidir entre las dos verdades —en la situación dada y
sólo con ayuda de la lógica— es objetivamente imposible.
Hablábamos antes de la unidad del orgulloso aristocratism o
y la abnegada humildad, con lo que se ponía en cuestión la jerar
quía de los hombres vivos pertenecientes a las diferentes castas,
las leyes de sus castas respectivas. No me refiero aquí a la jerar
quía misma de las castas: en este aspecto el punto de vista del
héroe es inequívoco: en el nivel inferior está la vida normal, la
dedicada a la obra ocupa el intermedio y la labor de la bondad
detenta el más alto.
Pero esto no nos dice nada —apenas nada— acerca del lugar
que ocupan en el interior de esta jerarquía los individuos que
viven de acuerdo con las leyes de una u otra casta. Para la «vida
normal» el héroe no encuentra al principio sino palabras de des
precio: es la vida enajenada de la cotidianidad, la «vida desvivi
da» que él confronta con la «vida viva», con la vida más allá de
las formas, con lo bueno. Pero la m ujer no puede ni quiere acep
tar esta «ubicación en castas»: ella quiere hacer de la vida «nor
mal» una vida «viva». Y al final esta idea afecta incluso al héroe:
«Es algo maravilloso, intenso y hermoso esta unidad encam ada
de la vida, del sentido y de los objetivos. Pero m ientras la propia
vida sea objetivo y sentido de la vida Pero, ¿dónde sitúa usted la
obra?»
Sin embargo, aunque la obra no tenga lugar aquí, no se excluye
219
la posibilidad de que los individuos que consiguen la unidad del
sentimiento, meta y vida estén como personas por encima de aque
llos que viven según las leyes de la otra casta. La parte de los que
viven según las leyes de la segunda casta es la pobreza del
tu a través de la cual se «abandona» el creador, concretamente a
la «necesidad metafísica y metapsíquica». «La pobreza del espíritu
hace homogénea al alma: lo que no puede ser destino no es para
ella ni acontecimiento y sólo reviste atractivo la más salvaje ten
tación.»
Y esto no es sólo confesión, no meramente cuestionamiento de
la jerarquía individual de los miembros de las castas. Es la formu
lación subjetiva de la teoría de la objetivación de Lukács, que fue
característica de él hasta el final. Empezando con la juvenil Esté
tica de Heidelberg y hasta la Estética que formuló ya en edad
avanzada, Lukács siempre se pronunció por el primado de la obra
objetivada frente a la personalidad del individuo particular que la
ha creado. No sólo porque para la humanidad (como receptora)
únicamente es im portante la obra, la objetivación, no sólo porque
para ella es irrelevante quién y cómo la ha realizado, sino también
porque la personalidad que se realiza en el medio homogéneo, en
la «forma», no es idéntica a la personalidad «cotidiana» del ar
tista y el filósofo. En su temprano experimento mental esta dis
crepancia aparece como un antagonismo doloroso e insuperable:
la «pobreza del espíritu», la renuncia a la diversidad de la vida
cotidiana no es sólo premisa de la creación de una obra; sucede,
además, que en el proceso de las formas se vacía progresivamen
te el alma, porque le da todo a la obra, con la que llega a identi
ficarse. Nada queda ya de la personalidad particular. Someterse a
este destino es el deber privativo del artista y el filósofo.
La imposibilidad de pasar de una casta a otra es el punto de
partida a priori del héroe. Por eso, en este aspecto, no puede pen
sar de m anera diferente a como piensa. El problema del diálogo
no está tampoco en esto, por otra parte. El problema es el de la
existencia de la ética: si hay una ética igualmente válida para
todas las castas, si existe un sistema de deberes y responsabi
lidades al que tenga que someterse todo hombre.
También en este aspecto está el diálogo perfectamente com
puesto. El héroe y su interlocutora en la discusión tratan por tres
veces de resolver el problema y cada vez desde el punto de vista
de una de las «castas». Prim ero es la bondad, luego la vida y final
mente la obra lo que sirve de «ángulo de visión» para el análisis,
las contradicciones que salen a la luz en la discusión son, por lo
tanto, conocidas para el creador.
El m undo de la ética, de los «deberes», es según el héroe el
mundo de la vida cotidiana alienada. El «cumplimiento de los de
beres» es sólo un valor en el mundo del hom bre común, «para el
incluso el cumplimiento del deber es la única posibilidad de ele
vación de la vida». La bondad, en cambio, es algo distinto, no es
220
una categoría ética. La bondad es una gracia, un regalo de Dios.
En la bondad se produce una elevación por encima del conoci
miento humano, porque la «consideración del hombre» se convier
te en «visión intelectual»; por la bondad no se entenderá a los
otros hombres, sino que será posible identificarse con ellos: es la
bondad de los grandes héroes de Dostoievski.
Ya en este punto no acepta la m ujer la división en castas, lle
gando a experim entar frente a esta teoría incluso «aversión mo
ral». Al principio duda de la existencia de ese tipo de bondad y
cuando se ve obligada a reconocerlo como un hecho, encuentra
«frívolo» todo el razonam iento: «Puede ser una gracia, pero en
tonces hay que querer precisam ente el deber y obtener la bondad
como un regalo de Dios.»
En un plano teórico los fundam entos de este argum ento son
débiles porque entre ética y bondad no hay antagonismo, pero sí
es cierto que se tra ta de cosas distintas. Pero acierta, con fino ins
tinto, en el punto en el que la bondad vuelve a desem bocar en
la ética: habla de las consecuencias. Consecuente con su concep
ción de la «división en castas» el héroe encuentra absurdo un
planteam iento de este género. La bondad es «estéril, engañosa y
carente de consecuencias». La m ujer, empero, llena de un rebelde
«sentido moral», no quiere aceptar esta solución: para ella un he
cho sin consecuencia no puede ser valorado. Su m oral no es alie
nada y, sin em bargo, no excluye la posibilidad de una relevancia
de las categorías morales. Yo m ism a estoy de acuerdo aquí con
la m ujer —como lo estaré tam bién en la m ayor parte de lo que si
gue— y no con el héroe.
En la segunda ronda aparece por prim era vez el concepto de
pecado necesario, que luego se convertirá en tem a central. Se tra
ta de si el hom bre puede ser «puro» en la vida. El héroe estim a:
«He querido llevar una vida pura, una vida en la que todo fuese
tocado con m anos cuidadosas y tem erosam ente conservadas puras.
Pero este tipo de vida es la aplicación a la vida de una categoría
errónea. Pura ha de ser la obra separada de la vida, pero la vida
no puede nunca hacerse ni ser pura (...).» Es el ángulo de visión
de la «vida» el que aparece aquí, en el que se mezclan las esfe
ras de la «vida normal» y de la «viva». Necesariam ente debe ser
así, pues el problem a está planteado desde el aspecto de la conse
cuencia: la condición obligada p ara salvar a la m uchacha que se
suicida (consecuencia) habría sido que el héroe no hubiese teni
do en cuenta la «pureza» de su yo, que actuase observando las
leyes de la «vida». Q uerer m antenerse lejos del pecado (categoría
ética) fue un pecado (otra vez una categoría ética).
De nuevo habla en favor de la clara y consciente estructura
de la composición el hecho de que aquí, y sólo aquí, la m ujer no
pueda oponer un contraargum ento, que éste sea incluso el único
punto en el que ella intuye el propósito del varón: «¿Qué es lo
que quiere usted? ¿Qué es lo que se propone?», pregunta horro-
221
nzada y no cabe ninguna duda de que este momento está pen
sando en el suicidio. Y en este momento —pero sólo en éste— po-
dría realmente producirse el «encuentro de las almas» entre am
bos, pues los dos —aunque sólo por un momento se han situado
sobre el mismo fundamento: el fundamento de la «vida».
Y aquí da comienzo la tercera «ronda» en la que el hombre for
mula el punto de vista —y la tragedia— de su propia casta («tra
gedia» contra la que habría protestado enérgicamente el joven Lu-
káes precisamente). De nuevo aparta el héroe de sí el sistema de
categorías de la ética corriente. Tiene que encontrar (crear) una
ética que sea de validez universal, más exactamente: una ética
que contenga al menos un imperativo de validez universal, pues
en otro caso no sería una ética. Pero debería ser una ética compa
tible con la separación de las «castas», que expresase incluso la
imposibilidad de pasar de una casta a otra. «He hablado de una
ética muy general, de una ética que lo comprende todo y que
no se limita simplemente a las actividades interhumanas de la
la vida corriente. Pues en la medida en que cada una de nuestras
actividades es una acción, todas tienen las mismas premisas pura
mente formales, la misma ética; (...) si hubiese en ella un man
damiento claramente formulable, debería ser éste: abandona lo
que no debas hacer.» Para el artista (y el ñlósofo) eso significa que
sólo puede hacer aquello que promueva la objetivación, su rea
lización. Sólo este sometimiento al deber es su virtud: toda «ex
tralimitación» —como por ejemplo la amistad y el amor— es,
desde este punto de vista, pecado. La orden impartida a Adrián
Leverkühn: «No debes amar» alcanza así, medio siglo antes, su
generalización filosófica; el concepto de «deber» adquiere un nue
vo sentido: la lealtad al propio deber.
Todo esto aporta a la ética, pero sólo en apariencia, una nueva
generalidad. La m ujer lo percibe así cuando dice: «Así, pues, a
sus ojos hay sólo un pecado, la mezcla de castas.» El enfoque
auténticamente ético —y, precisamente, general— desaparece así
por completo, pues quien vive la «vida normal», puede decir el
héroe, ése tiene la posibilidad de llevar una vida normal porque
debe hacerlo y no ha de intentar sobrepasarla porque no está obli
gado a ello: lo que no es ni siquiera una solución débil, sino ab
solutamente ninguna. La auténtica ética de la vida alienada confía
al héroe normativas que él mismo considera alienadas. Pero al
hombre de las objetivaciones, de las «formas», le procura esta
ética efectivamente una norma que tanto el héroe como el autor
toman en serio: la realización de la obra como único criterio mo
ral. Esto realmente quiere decir muchas cosas pero precisamen
te por eso es profundamente problemático. No sólo porque no
sería injustificado preguntar ¿dónde está la certeza de que alguien
pertenezca a la casta de las «formas» antes de que haya creado
la objetivación? ¡Porque es sólo la obra acabada, la perfección,
la realización de la substancia lo que justifica moralmente la «P<>
222
breza del espíritu»! ¿Quién —o qué— ha de decidir por anticipado
si aquel im perativo es objetivo o sólo subjetivo? La afirmación
es problemática también —y esto es lo determinante— porque no
es posible aislarse de la «vida». Uno puede prohibirse amar, pero
no es posible impedir ser amado; uno puede convertirse en asceta,
pero no contemplar con indiferencia desde el pináculo aparente o
real de la «realización de la substancia» el sufrimiento de los
hombres.
Esto lo sabe el héroe y, por lo tanto, en este trabajo —como
en tantas otras obras de Lukács— se convierte en tema central
la idea del «pecado necesario». La Judit bíblica, entre cuya per
sona y sus actos había puesto Dios el pecado, aparece en más de
un trabajo de Lukács a modo de ejemplo y modelo de esta idea.
Los ejemplos varían, pero la idea es la misma. En toda la región
de los Balcanes es conocida la historia de la esposa del moro,
cuya sangre hizo fraguar la argamasa; el sacrificio de Abraham,
un acto que también según Kierkegaard no es trágico y se sitúa
más allá de la ética, es el fundamento necesario de la alianza
entre Dios y los hombres. El énfasis se sitúa aquí en la palabra
necesario. El héroe del diálogo se refiere al suicidio de la mucha
cha en estos términos: «Ella debía morir para que mi obra al
canzase su consumación, para que yo no tuviese en el mundo nada
salvo mi obra» (subrayado del autor). Y con mucha inteligencia
opone la m ujer contraargumentos (¿o son antipatías?) a esta ma
nifestación. Con el primero expresa una condena moral; el segundo
está formulado desde el punto de vista mismo de la obra, de la ob
jetivación: «Pero, ¿no es ésta una solución demasiado cómoda?
¿No es su ascetismo un mero alivio? ¿No resultará su obra, preci
samente por el hecho de querer salvarla dándole como fundamen
to sangre humana, una obra exangüe e insostenible?»
La m ujer deja el problema a un lado, ciertamente, pero encuen
tra con mano firme los motivos posibles de la «solución» y sus
consecuencias. Porque, es verdad, más de una obra tiene «san
gre humana como fundamento». Es indudable que toda persona
que se proponga crear una obra (independientemente de cuál sea
su naturaleza) corre el riesgo de utilizar a otras personas como un
medio o bien hace entrar en sus cálculos la posibilidad de que la
obra cuya realización considera un deber suyo pueda hipotecar
sangre humana. Pero posibilidad y necesidad son cosas diferentes.
No hay ninguna obra que se emprenda cuando se percibe por an
ticipado la necesidad de que tenga por fundamento sangre huma
na. A los ojos del héroe del diálogo sobre la pobreza del espíritu
esto resulta «frívolo». Kierkegaard y el joven Lukács admiran la
grandeza de Abraham cuando éste se muestra dispuesto a sacri
ficar a su hijo para cimentar su alianza con Dios, es decir, su
«obra». Yo, en cambio, admiro la grandeza (o la «frivolidad») del
patriarcal Dios bíblico cuando no acepta el sacrificio de Abraham.
A pesar de eso, la alianza entre Dios y Abraham fue una alianza in-
223
destructible, aun sin fundamentarse en la sangre humana. Re.
sulta, así, que un fundamento sangriento como ése era posible,
pero no necesario. El héroe del diálogo lo sabe: el sacriiicio de
sí mismo no supone ninguna absolución del pecado de haber sa
crificado a otros. En esta medida es incluso extraordinariamente
«decente», aun cuando él no consentiría que esta categoría le fue
se aplicada. Pero para él la jerarquía de los pecados está resuel
ta ya de antemano: el-único pecado verdadero es rebasar las fron
teras de las castas. Y esta jerarquía de castas no la cuestiona.
Éste es su argumento moral, en el que se reafirma con la cabeza
bien alta, pero que nosotros —exactamente lo mismo que la mu
jer del diálogo, pero no sólo debido al sentido moral— recha
zamos.
El conflicto de la «pobreza del espíritu» se resuelve filosófica
mente. Pero para resolverlo en la práctica hay que trascender la
filosofía. Hay que realizar la filosofía, dice Marx, y ésta es la revela
ción a partir de la cual el autor de Historia y consciencia de clase
dejará de lado posteriormente una gran parte de las conclusiones
de la Pobreza del espíritu. Por eso mismo el viejo Lukács pudo
analizar con una compasión tan tierna y una convicción tan llena
de comprensión la tragedia de Adrián Leverkühn (que entonces
él consideraba ya también como una tragedia), una tragedia que
sólo puede ser eliminada por una vida que vuelva a dar a la obra
un fundamento en la vida misma.
224
Vil. Marx, justicia, libertad: el profeta libertarlo
225
Acción, juicio y distribución son tres aspectos de la justicia,
cada uno de los cuales esta relacionado con los tres tipos de*
justicia, l'n análisis separado del aspecto distributivo de la justi
cia, la llamada «justicia distributiva», es una empresa que no com
pensa y puede ser incluso impracticable. Sin embargo, sena erró
neo ignorar, al menos en principio, una prolongada tradición que
lia tratado de llegar a un acuerdo con la nocion de «justicia dis
tributiva» com o una instancia según se afirma separada de justi
cia. fcsta tradición se remonta al tradicional malcntendimicnto de
Aristóteles y a la comprensión correcta de la posición de Hume.
Es bien sabido que las referencias de Marx a la justicia son
escasas y, con frecuencia, más que nada sarcásticas. Su discu
sión más amplia, aunque breve, de la justicia distributiva se en
cuentra en la C r i t i c a d e l P r o g r a m a d e G o th a ,
Marx cuestiona la noción de «justicia distributiva» en tres as
pectos distintos aunque relacionados entre sí. En primer lugar
argumenta que el m odo de distribución está inserto en y depende
del m odo de producción. En segundo lugar, la noción de «distri
bución justa» es poco más que una manera de hablar, una refe
rencia com prim ida a un nuevo criterio de distribución. Finalmen
te, la producción y la distribución genuinamente comunistas ope
rarán con un criterio más alia de la justicia. Me propongo exami
nar cada una de estas proposiciones teoréticas antes de contem
plar con un grado mayor de generalidad la cuestión de la justicia.
226
La distribución es justa si las reglas distributivas operantes en
un grupo social se aplican a todos y cada uno de los miembros de
ese grupo. En la sociedad capitalista las reglas de la producción
mercantil operan en toda la sociedad. Si las reglas de la produc
ción mercantil se aplican a todos y cada uno de los miembros de
esa sociedad, la distribución debe ser también justa. Hay que re
cordar que Marx afirmó durante toda su vida, en todas sus obras
importantes, que, al menos tendencialmente, las leyes del mercado
se aplican efectivamente a todos y cada uno de los miembros de
la sociedad. En términos del concepto formal de justicia el capita
lismo es, por lo tanto, una sociedad justa. Es evidente que no se
puede excluir, nunca puede hacerse, la posibilidad de aplicaciones
injustas de las reglas. Si los obreros reciben salarios más bajos
que el equivalente del valor de su fuerza de trabajo o si los capi
talistas perciben beneficios extraordinarios, se produce una viola
ción de las leyes del mercado y aparece una injusticia. Es posi
ble cuestionar este tipo de injusticia sin cuestionar el modo de
producción capitalista como tal, puesto que injusticias de este or
den infringen las propias leyes de la distribución. Esta argumenta
ción opera con el concepto formal de justicia. Sin embargo, la
afirmación axiomática de que la distribución depende de la pro
ducción y la afirmación que se deriva subsiguientemente de ésta
según la cual la distribución justa está definida exclusivamente
por la producción se sitúan en la órbita del concepto político de
justicia distributiva. Aquí la producción se convierte en el único
criterio de la distribución justa.
La concepción de Marx dirige nuestra atención a un tema más
importante que puede resumirse como sigue: la noción de «jus
ticia distributiva» no puede ser analizada como una instancia
separada de justicia dado que la distribución se encuentra siempre
inserta en la reproducción socio-política de la sociedad en su con
junto. Pero Marx redujo su argumentación con la afirmación unila
teral de que es el llamado «modo de producción» y sólo él el que
sirve de criterio de la distribución justa. Desconoció por comple
to, de esta manera, el hecho relevante de que los valores domi
nantes de una sociedad pueden proporcionarnos otras normas y
otros criterios susceptibles de aplicación a todos y cada uno de
los miembros de la sociedad y que estas normas pueden propor
cionar un criterio de justicia muy diferente del de las leyes de
la producción, especialmente de la producción mercantil. Lo que
ofuscó la argumentación marxiana fue la ausencia de un concepto
etico de justicia, carencia descubierta por los marxistas «kantia
nos» de final del siglo xix. Marx procedió olvidando, por así decir,
que algunos valores que se aplicaban a todos y cada uno de los
miembros de la sociedad en su época y que fueron posteriormen
te institucionalizados por la democracia imponían cada vez más
determinadas restricciones a la propia producción mercantil. De-
oido a estas restricciones, el Estado empezó a redistribuir, por la
227
vía del gasto público, una parte del presupuesto, destinándola a
bienestar social. No quiero significar con esto que las leyes de la
producción mercantil dejen de definir la distribución, sino única
mente que no son sólo ellas las que la definen con exclusividad. En
este sentido, los «ingenuos» obreros, los socialistas y los demócra
tas fueron, al menos en parte, más acertados que el pensador Marx
en la medida en que llevaron los patrones valorativos y éticos de
la justicia más allá del nivel definido por la producción.
2. Cuando Marx criticaba a los autores del Programa de Gotha
por su confusa referencia al «derecho igual» y demostraba que
estaban ofreciendo de hecho un nuevo criterio de justicia, tenía
toda la razón: «Ahora bien, "todos los miembros de la sociedad"
y el "derecho igual" son, evidentemente, sólo maneras de hablar.
El núcleo consiste en que en esta sociedad comunista todo traba
jador ha de obtener "íntegro" su... "fruto del trabajo".»3 Marx
rechaza, justificadamente, este criterio por poco razonable e iluso
rio y lo sustituye por otro criterio. Al menos en la primera fase
del comunismo, afirma Marx, el criterio de la distribución será la
cantidad de trabajo «aportada» por los miembros de la sociedad.
Al trabajador se le «devolverá» lo que haya aportado, menos las
deducciones. Lo que un trabajador «aporta» se mide en tiempo
de trabajo. Sin duda, éste es un criterio de justicia distributiva
y, aunque realista, no es menos vago que el propuesto por los
autores del Programa de Gotha. Como es bien sabido, Marx hizo
notar el problema de que un «derecho igual» no hace más que
igualar derechos desiguales y, por lo tanto, el «derecho igual» es
tan sólo un derecho a la desigualdad. Así, aplicando este principio,
resultaría que la primera fase del comunismo sería sólo la mar
ca de nacimiento del vástago del capitalismo. Pero en esta línea de
pensamiento Marx se olvida, y yo quiero volver sobre ello, un as
pecto extremadamente importante de su propia propuesta, a la
que se atiene en su controversia real con los autores del Progra
ma de Gotha. A los trabajadores no se les puede «devolver» lo
que han «aportado» porque una parte de su contribución debe ser
detraída. Ésta y nada más era la objeción de Marx a la formula
ción del programa. Pero en su discusión filosófica del «derecho
igual» se desentendió de un punto polémico: si hay que detraer
algo, ¿Quién procede a esa detracción, quién decide cómo se hará
esa detracción? Y por otra parte, ¿debería deducirse una cantidad
igual de producto de trabajo de todos y cada uno? Por e j e m p l o ,
¿deberían deducirse tres horas de trabajo de todos los trabajado
res? Si éste fuera el caso, y no podemos por menos que suponer
lo así, entonces el problema que se plantea no es simplemente el
de un «derecho igual para desiguales», sino también el de una
«obligación igual para desiguales». Una «obligación igual para
desiguales» es una norma moral, en la medida en que todas las
228
normas morales imponen a todas las personas hacer algo o ser
de una manera a pesar del hecho de que las personas son indi
vidualidades, por cuanto la estructura de su carácter o de sus ne
cesidades es «desigual». Así, en la práctica social resulta imposi
ble evitar las normas morales, a no ser que la «detracción igual»
se imponga a los trabajadores por medios coercitivos.
Pero debo señalar de nuevo que mi objeción fundamental al
modelo de la «primera fase del comunismo» es que Marx reduce
el problema de una forma de vida a la cuestión de las relaciones
de producción. Todo lo que la gente comparte en una sociedad
comunista figura bajo la rúbrica de «detracciones». Pero se ad
quiere la impresión distinta de que el concepto formal de justicia
(«aplicación de las mismas normas y reglas para todos y cada
uno de los miembros de un grupo social») es sólo relevante en el
terreno del consumo privado y no en el campo de los bienes y
actividades compartidas. Sólo el añadido menor de que en la pri
mera fase del comunismo «todos tendrán algo que decir acerca
de qué hay que detraer y de quién» o, alternativamente, que «todos
tienen algo que decir en cuanto a la disposición de la riqueza
compartida por todos» constituiría un principio de normas y re
glas de justicia diferentes a las meramente distributivas. La opo
sición de Marx al artículo del Programa de Gotha representa así
una recaída en un concepto truncado de justicia. Con todo, Marx
tenía buenas razones para proponer esa formulación truncada. Des
de su punto de vista, la primera fase del comunismo era sólo una
introducción a la segunda fase del comunismo: a una sociedad
más allá de la justicia.
Antes de considerar esta segunda fase, vamos a detenemos en
el concepto marxiano de justicia tal como está sucintamente for
mulado en conexión con la discusión de la primera fase del comu
nismo. Marx realiza aquí simplemente la siguiente ecuación: dere
cho igual = injusticia. Dado que todas las personas son únicas y,
por lo tanto, diferentes y desiguales, si se aplican las mismas nor
mas y reglas a todas y cada una de las personas integrantes de
un grupo (lo que es el principio de la justicia formal) el resul
tado es injusto. En esta aserción hay una importante pretensión.
Marx rechaza la muy extendida interpretación del dictum de
Aristóteles, repetido con tanta frecuencia incluso hoy, de que la
justicia trata igual a los iguales y desigualmente a los desiguales.
Marx sabía, lo mismo que Aristóteles, que no hay persona que
sea igual a otra. Sólo la aplicación del mismo patrón (norma o
regla) a un grupo de personas hace a estas personas iguales desde
el punto de vista de este patrón particular. Y si se aplican nor
malmente reglas y normas diferentes a grupos diferentes de perso
nas, los miembros de esos grupos sociales diferentes se harán
desiguales por esos patrones. Como una consecuencia de este exa
men profundo del problema, Marx rechazó el valor de la «igual
dad*. En tanto que valor, la igualdad puede configurar el patrón
229
de justicia de dos m aneras distintas. Por un lado podemos decir
que cuando se aplican norm as y reglas a cualquier acción o
modo de com portam iento (incluida la distribución y el juicio), de
ben aplicarse las mismas norm as y reglas a todos los miembros
de una sociedad o cuerpo político. Éste es un concepto formal de
justicia basado en un concepto político de justicia. Por otro lado
podemos afirm ar que el valor de la igualdad debe ser constitu
tivo de las normas y reglas de la justicia. Éste es un concepto po-
lítico de justicia que incluye un concepto formal. Marx rechaza los
dos usos del valor de la igualdad inherentes a ambos conceptos
para una sociedad socialista. Rechaza el segundo porque es igua
litario. Como afirmaba en los Manuscritos de París el igualitarismo
no es sino la envidia generalizada. El modelo social del igualitaris
mo es la abolición negativa de la propiedad privada y no su abo
lición positiva, que es lo que se propone el comunismo. Hasta aquí
estoy de acuerdo. Sin embargo, Marx rechaza también el primer
uso del valor de la igualdad. De acuerdo con el prim er uso del va
lor de la «igualdad», el capitalism o es una sociedad justa, pues
se aplican las m ism as reglas (las reglas del mercado) a todos y
cada uno de los m iembros de la sociedad. A este respecto, Marx
reconoce el hecho de que hay una justicia inherente a las reglas
del m ercado, pero rechaza el principio subyacente de la igualdad
en tanto que valor. Pero toda su concepción en este punto se basa
en el falso supuesto de que en la sociedad moderna no hay otro
valor que el de las reglas de la producción mercantil. En realidad
hay muchos otros valores, reglas y normas que no se aplican
igualmente a todos y cada uno de los miembros de una sociedad
capitalista, incluyendo algunas interpretaciones del valor de la li
bertad, la igualdad y la fraternidad en su uso normativo. Así, pues,
cabe concluir que la aplicación de todas las norm as y reglas a
todos los m iem bros de una sociedad o de un cuerpo político es
sólo una idea reguladora. Sin embargo, Marx difuminó la distin
ción entre los dos usos del valor de la «igualdad» en su discusión
de la prim era fase del comunismo, aunque sabía perfectamente lo
diferentes que son. E ra totalm ente consciente de que la aplicación
de las mismas norm as a todos los miembros de la sociedad no
puede basarse en la asunción de que las personas son iguales o
pueden igualarse. Sólo la interpretación igualitaria de las normas
y las reglas, basada a su vez en este supuesto, tenía por objetivo
la igualación de los desiguales. Así, si yo digo: «todo el mundo
tiene derecho a participar en los procesos de tom a de decisiones»4
no significo que todo el mundo deba hacerlo de la misma mane
ra ni tampoco que todo el mundo es igual en el sentido de que
todo el m undo debe hacerlo. Mi afirmación significa tan sólo que
4. Alien E. Buchanan, en su libro Maand Justi
Liberalism (Rowman and Littlefield, Nueva Jersey, 1982), hace una defensa muy
intensa de la afirmación de que en Marx «la idea parece ser que las decisiones
democráticas acerca de la producción consistirán principalmente en juicios cien-
230
la exclusión de cualquier persona del proceso de toma de decisio-
nes es injusta. Sin embargo, la eliminación de toda distinción en
tre los dos usos del valor de la «igualdad» no era un simple error;
antes bien, se inserta en el marco más amplio de lo que es la filo
sofía marxiana. Más adelante volveré sobre este problema. De
momento notemos que precisamente esta eliminación de los sen
tidos de la «igualdad» basta para comprender por qué Marx trató
de resolver el problema de la justicia distributiva aceptando sólo
el principio de la distribución que está de la justicia:
«a cada cual según sus necesidades».
3. El principio «a cada cual según sus necesidades» se sitúa,
en efecto, más allá de la justicia. Debe leerse en el siguiente sen
tido: «a cada cual según su unicidad». Se trata, efectivamente, de
un principio, al menos formal, dado que constituye una guía para
la acción y puede ser parafraseado de la siguiente manera: «Ne-
die tiene derecho a interferir en la satisfacción de las necesida
des de cualquier otra persona.» Sin embargo, no es un principio
de justicia al menos por dos razones. En primer lugar, las nor
mas y reglas no se aplican a la satisfacción de las necesidades
individuales como en el caso de la concepción formal de la justi
cia. En segundo lugar, y esto se sigue de lo antedicho, no hay po
sible juicio ni comparación o clasificación sobre la base de este
principio. Puede argumentarse que, al menos, prevalece aquí un
concepto negativo de justicia («nadie tiene derecho a interferir en
la satisfacción de las necesidades de otra persona»). Pero si todo
el mundo satisface completamente sus necesidades, nadie inter
ferirá la satisfacción de las necesidades de los otros, por lo que
constituye una simple redundancia la atribución de un poder nor
mativo a lo que es una paráfrasis negativa del principio. En la
órbita de este principio no hay lugar para la justicia.
Voy a argumentar en lo que sigue que el principio «a cada cual
según sus necesidades» es completamente inadecuado en tanto que
principio único de la vida social en lo tocante a la distribución.
Para evitar malentendidos, subrayo que no estoy .poniendo en
duda el punto de vista de que se trata de principios situados más
allá de la justicia ni el de que deban existir tales principios. Tam
poco cuestiono el principio como tal («a cada cual según sus ne
cesidades»). Lo que sí pongo en cuestión es el supuesto de que
este principio solo, sin ulteriores cualificaciones, tenga sentido
como el principio de la distribución en cualquier sociedad, sea co
munista o no comunista.
El principio «a cada cual según sus necesidades» debe ser cua
lificado e interpretado y esto puede hacerse de diversas maneras.
tíficos colectivos relativos a los medios más eficientes para satisfacer las necesi
dades, no en juicios políticos o jurídicos. Y no hay indicaciones... acerca de... aun
la oportunidad de participar en el propio proceso de toma de decisiones, en tér
minos de derechos» (p. 60).
231
a) «A cada cual según sus necesidades» puede significar que se
satisfarán todas las necesidades de todos los individuos.
Como sabemos por el propio Marx, las necesidades no son «na
turales», sino un producto de la propia sociedad. Marx afirmaba
que la producción crea las necesidades. Puede añadirse que los
valores, como estructuras simbólicas, configuran estructuras de
necesidades. El principio «a cada cual según sus necesidades» está
vacío si no sabemos qué o qué clase de necesidades o de
turas de necesidades estamos hablando. Podemos imaginar un
monasterio en el que todas las necesidades individuales estén sa
tisfechas porque el sistema particular de valores que rige en él las
define. Si los valores definen las necesidades de tal manera que
se excluyan todas las que no sean la necesidad de un trozo de pan,
un vaso de agua y la piadosa plegaria de todos los días, entonces
las necesidades son definidas por el sistema de valores como sus
ceptibles de ser saciadas. Es evidente que no es esto lo que Marx
tenía en mente. Su sociedad comunista estaba concebida de ma
nera que las necesidades se configuraban de acuerdo con el va
lor de la libertad. La libertad como único valor conformaría seres
humanos «ricos en necesidades», como destacaba Marx con tanta
frecuencia, pero los configuraría también como sujetos de nece
sidades ilimitadas. Si la libertad no es «libertad para algo» o «li
bertad en algo», sino un valor no cualificado y, por lo tanto, liber
tad absoluta, entonces el valor de la «libertad» configura necesi
dades llamadas a ser imposibles de satisfacer. Pero ¿cómo satis
facer lo insaciable? Por plantear el problema de manera termi
nante, la vida es una empresa limitada y ninguna «sociedad de
productores asociados» cambiará este límite natural a la satisfac
ción. Las personas tienen necesidades ilimitadas, pero su vida es
limitada. Si satisfacemos una necesidad particular, no podemos
satisfacer otra. Como señaló con perspicacia Weber, en la moder
nidad el hombre muere en la insatisfacción. Cuanto más son con
figuradas nuestras necesidades a partir del valor de la libertad,
más nos hundimos en la insatisfacción. No es ni-siquiera nece
sario que abordemos el problema de la escasez o la abundancia
material para convencernos del único tipo de escasez, que es la
condición humana.
b) Así, pues, el principio «a cada cual según sus necesidades»
no puede ser interpretado como el principio de la satisfacción de
todas las necesidades humanas individuales. Puede, empero, ser
Interpretado de otra manera. En los textos de Marx, por ejemplo,
hay indicaciones que sugieren la siguiente interpretación: la sa
tisfacción de una necesidad impide que otra necesidad sea satis
fecha. Pero es sólo el individuo quien tiene que hacer la elección
y sólo el individuo expresa una preferencia. No hay una regula
ción externa de la satisfacción de las necesidades, sino sólo in
terna, que variará de individuo a individuo.
Esta idea es mucho más relevante y mucho menos absurda
232
que «la satisfacción de todas las necesidades». No obstante, mu
chos problemas quedan sin resolver aun con esta formulación.
En primer lugar, ¿en qué se basa un individuo para elegir una
necesidad frente a otras (en orden a su satisfacción)? Aparente
mente se puede responder: simplemente, en motivos individuales.
Los gustos, al fin y al cabo, son variables. Sin embargo, las nece
sidades son también sociales y están confieuradas por los valores
(simbólicamente) tanto como por la producción. Donde no hay
ciencia, no podemos «necesitar» la actividad científica. Donde exis
te una vibrante vida pública, la necesidad de participar en ella
tendrá más ureencia para los individuos que en un medio social
en el aue la vida pública sea inexistente. Las prioridades en las ne
cesidades individuales son el resultado de estas preferencias, aun
que en ocasiones no se conformen necesariamente a ellas. Sin va
lores socialmente válidos no puede haber preferencias individuales.
Empero, las preferencias sociales no flotan en el limbo. Están in
sertas en las visiones del mundo y las instituciones. Los valores,
las visiones del mundo y las instituciones delimitan el ámbito de
preferencias de las necesidades individuales, pero incluyen tam
bién, quizás incluso primariamente, ciertas preferencias, canalizán
dolas si no a una, al menos a ciertas direcciones. Por decirlo de
manera sucinta, los modos de vida, siempre limitados en número,
configuran la selección individual de necesidades y su jerarquía
y las elecciones individuales varían con el horizonte de un modo
de vida. Si proyectamos hipotéticamente una sociedad (socialista)
futura con diversos modos de vida, generalmente no partiremos
de la premisa de átomos individuales que prefieran la satisfacción
de una necesidad determinada frente a otra por motivos de un
gusto puramente personal y único. Más bien nuestro punto de par
tida serán comunidades diversas cada una de las cuales presentará
modelos evaluados de la buena vida adaptados a una estructura
particular de necesidades, permitiendo contemplar así el mayor
ámbito (pero, ciertamente, un ámbito limitado) de variación indi
vidual en las preferencias entre necesidades. Los individuos po
drán abandonar libremente una forma de vida y elegir otra, pero
ninsuna forma de vida puede ser completamente individual. Cas-
toriadis está, así, en lo cierto cuando observa5 que el principio
marxiano «a cada cual según sus necesidades» implica el mismo
tipo de robinsonada que tan vehementemente rechazaba Marx en
el caso de Ricardo.
Ahora bien, si todas las estructuras de necesidades (y modos de
vida) están configurados por un sistema de valores y normas, éstas
deberán aplicarse a todos y cada uno de los miembros de la so
ciedad. Como consecuencia, si no* creemos aue todas las necesi
dades pueden ser satisfechas, si estamos convencidos de que los
5. C astoriadis , Comelius: «Valeur, égalité, justicc, politique: De Marx á Alis
tóte et d'Aristote A nous», en Lescarrefours du lábyrinthe, Seuil,
233
individuos ricos en necesidades deberán formular preferencias en la
satisfacción de necesidades y si no creemos en robinsonadas (unf
sociedad de átomos desligados unos de otros), entonces el princi-
pió «a cada cual según sus necesidades» no puede ser un prin!
cipio más allá de la justicia.
c) El principio «a cada cual según sus necesidades» tiene una
imperfección adicional. Implica que la sociedad comunista garan
tice la satisfacción de las necesidades (cada una de ellas o todas
las necesidades o las necesidades preferidas y autolimitadas). De
jando a un lado la diñeultad obvia de que en un modelo-robiwso-
nada no sabemos quién es la sociedad, quién satisface tod
necesidades a quién (la interrelación entre átomos no es más que
una relación de átomos), surge el problema de si la satisfacción
de las necesidades puede realmente servir como un principio para
la distribución. Una sociedad puede, en el mejor de los casos,
proveer los medios para la satisfacción de las necesidades. No
puede proveer nada más. Así, pues, hay que evitar la confusión
teórica entre la provisión de medios para la satisfacción de ne
cesidades y la provisión de satisfacción para las necesidades. Una
confusión de este tipo implicaría la falacia opuesta a la del mo
delo de la robinsonada. La satisfacción de las necesidades, a dife
rencia de la preferencia entre necesidades, tiene un carácter ine
vitablemente personal y contingente. Si A tiene necesidad del tipo
de conocimiento X, la sociedad puede proporcionarle a él/ella los
medios para la satisfacción de esa necesidad particular, pero no
puede satisfacer la necesidad. El principio según el cual «toda per
sona enferma tiene derecho a la libre hospitalización y a la aten
ción médica» no significa que la sociedad satisfaga las necesidades
de las personas enfermas (es decir, la recuperación de su salud),
sino tan sólo que la sociedad provee todos los medios necesarios
para la satisfacción de tales necesidades. Pero no cabe adscribir
«a la sociedad» la satisfacción de la necesidad de sanar: algunas
personas querrán sanar, otras no querrán, otras querrán sencilla
mente morir. La provisión de medios para la satisfacción de ne
cesidades es un procedimiento sujeto a la justicia mientras que
la satisfacción de las necesidades no lo es. El principio «todos
y cada uno de los miembros de la sociedad deben ser provistos
con los medios para la satisfacción de las necesidades» es, de nue
vo, la formulación de un principio de justicia, porque en este caso
se aplican las mismas normas y reglas a todos y cada uno de los
miembros de un grupo social dado independientemente de la uni
cidad de sus estructuras particulares de necesidades.
d) Consideremos por un momento el contexto de la propuesta
teorética de Marx. Marx afirmaba que en condiciones de abundan
cia, la sociedad podrá «inscribir en sus banderas: ¡de cada cua
según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades!». La6
234
expresión completamente altisonante de «inscribir una consigna
en nuestras banderas» sustituye, en una traducción simple, al con
cepto de «principio». Empero, sabemos desde Kant que los prin
cipios (o las ideas) pueden ser observados de dos maneras dis
tintas: o bien constituyen o bien regulan una acción humana. Si
el principio «a cada cual según sus necesidades» es constitutivo,
las necesidades de cada miembro de la sociedad deben ser fac-
tualmcnte satisfechas. Si se trata, en cambio, de un principio re
gulador, entonces las necesidades de todos deben ser reconocidas
como legítimas y, más allá, las demandas de medios para la sa
tisfacción de necesidades deben ser reconocidas como demandas
justas. El uso regulador del principio no presupone o implica la
efectiva satisfacción de las necesidades de todos, sólo la acepta
ción real y la aceptación mediante consentimiento de la norma
de que esas necesidades deben ser satisfechas. Si interpretam os
el principio de «a cada cual según sus necesidades» como un prin
cipio regulador y no como principio constitutivo, el principio no
sólo tiene sentido, sino puede incluso ser aceptado como princi
pio de «justicia distributiva» en una sociedad exenta de domina
ción y explotación que podemos llamar socialismo. Pero sólo pue
de ser aceptado como idea reguladora de la justicia en una so
ciedad exenta de dominación y explotación desde el momento en
que el reconocimiento de todas las necesidades sólo es posible si
no se reconoce como legítimo el uso de otros seres humanos como
simples medios.
Sin embargo, la utilización del concepto de «justicia» es alta
mente cuestionable aquí. Eso se debe a que el reconocimiento de
todas las necesidades humanas tiene poco que ver con la justicia:
no hay norma o regla que pueda aplicarse aquí, ni es posible cla
sificar y comparar. Así, éste se sitúa más allá de la justicia. Pero
si se reconocen igualmente todas las necesidades y la sociedad no
puede (y de hecho no puede) proveer los medios para la satisfac
ción simultánea de todas las necesidades, compete a los miembros
de la sociedad tom ar decisiones acerca de las prioridades. Cons
tituye una tarea de los ciudadanos el establecimiento de normas
y reglas en base a las cuales poder decidir en lo relativo a las
prioridades. Esto es una cuestión de justicia: el establecimiento
de normas y reglas es una cuestión de justicia política, la aplica
ción consistente de las mismas es una cuestión de justicia formal.
En este punto considero de interés volver a la famosa premisa
marxiana del llamado «segundo estadio del comunismo», al proble
ma de la abundancia. Abundancia y escasez son categorías relati
vas. Dado que las estructuras de las necesidades son simbólicas
y están configuradas por valores inherentes a modos de vida, las
comunidades socialistas, ofreciendo todas modos diferentes de
vida, pueden diferir básicamente unas de otras por su nivel de
abundancia o escasez relativas. Sin entrar en especulaciones extre
mas acerca de un futuro lejano, cabe asum ir básicamente que la
235
abundancia no puede ser absoluta, que sólo puede ser relativa
Empero, sin el reconocimiento de todas las necesidades humanas
no hay reconocimiento de la personalidad humana; no hay reco
nocimiento de la dignidad humana; en una palabra, no hay demo
cracia radical. Por esto es por lo que creo —si es que queremos
inscribir algo en la bandera del socialismo— que puede inscri
birse realmente en esa bandera el principio de «a cada cual según
sus necesidades» entendido como un principio regulador.
e) Hasta aquí he discutido el principio «a cada cual según sus
necesidades» en tanto que principio constitutivo sólo para demos
tra r que no tiene sentido en ninguna de sus interpretaciones. Lue
go he mostrado que sí tiene sentido si se lo interpreta como prin
cipio regulador: puede constituir así un principio de justicia.
A partir de aquí me propongo proceder a una tercera interpreta
ción. Es posible interpretar «a cada cual según sus necesidades»
como un principio corrector, como un principio de equidad. El
principio de la equidad es corrector en la medida en que tiene
sentido sólo en relación a la justicia.
En este punto se hace necesario recurrir a la discusión mar-
xiana del prim er estadio del comunismo. Marx señala que el prin
cipio «a cada cual según su trabajo» es injusto porque un traba
jador puede tener m ayor capacidad que otro, porque un trabaja
dor tiene familia y otro no, y así sucesivamente. Independien
temente de mi opinión acerca del principio «a cada cual según su
trabajo», es verdad que Marx no consiguió probar que el princi
pio es injusto debido a la diversidad de las necesidades individua
les. Sólo pudo probar que no es equitativo. (Y aquí, de hecho, es
la equidad, no la justicia, lo que estamos discutiendo.) Sin em
bargo, corregir la justicia con la equidad no es ni un procedimien
to inaudito ni un expediente que anule la validez de la justicia.
Marx relacionaba la «injusticia» con algo que actualmente, al me
nos en cierta medida, ha sido corregido en el estado del bienestar
en base al principio de equidad. Por ejemplo, los trabajadores con
familias numerosas perciben complementos familiares para com
pensar las sumas poco equitativas de sus salarios. De esta ma
nera el principio «a cada cual según sus necesidades» se acepta
como un principio corrector. De m anera similar, quién sea culpa
ble o no es una cuestión que compete exclusivamente a la justicia
y ninguna referencia a las necesidades es relevante a la hora de
establecer la culpabilidad o la inocencia. Pero a la hora de estable
cer la pena, el juez puede tom ar tam bién en consideración las
necesidades individuales o sociales y aplicar la equidad como un
principio corrector. La equidad en tanto que principio corrector
puede intervenir en la regulación de la distribución no sólo en con
diciones de abundancia y escasez relativas, sino también en
condiciones de escasez absoluta. Imaginemos un grupo famélico
de doce hombres, mujeres y niños en un campo de concentración;
imaginemos, además, que consiguen de alguna m anera una hogaza
236
de pan y tres cigarrillos. ¿Cómo lo distribuirán? Podrán estable
cer reglas y normas de justicia bastante diferentes entre ellos
(por ejemplo, los niños recibirán un poco más de pan porque son
los más débiles o los hombres recibirán un poco más de pan
porque tienen que trabajar). Una cosa será, con todo, obvia: los
cigarrillos serán repartidos entre los fumadores (es decir, entre
aquellos que tienen la necesidad de fumar). Análogamente, tam
bién el pan se distribuye sencillamente «según las necesidades»,
pero las cosas no son así sin más, por la simple razón de que las
propias necesidades son aquí evaluadas y los principios son esta
blecidos de acuerdo con esta evaluación.
Hasta aquí la discusión ha procedido haciendo completa abs
tracción de la otra inscripción de la bandera del socialismo: «de
cada cual según sus capacidades». Es una premisa de la satis
facción de las necesidades de todos que cada miembro de la socie
dad contribuya al bienestar social «según sus capacidades». La
presunción de que alguien trabaje según sus capacidades tiene
al menos tres connotaciones posibles. Puede significar que alguien
trabaje tanto como pueda, que trabaje lo mejor que pueda o que
haga el tipo de trabajo para el que esté más capacitado. Hay una
razón convincente para no entrar necesariamente en una discusión
específica acerca de estos tres posibles significados: Marx ofrece
dos soluciones, parcialmente contradictorias, a los problemas que
se plantean. Una se encuentra en los Grundrisse, la otra en el ter
cer volumen de El capital. Por esta razón creo oportuno dejar la
discusión en un nivel general.
Si se supone que todos trabajamos tanto o lo mejor que sea
posible en orden a proveer los medios para la satisfacción de las
necesidades de todos, entonces es la petición de satisfacción de
las necesidades lo que determina tanto la cantidad como la ca
lidad del trabajo que se supone aportamos. Esto es precisa
mente lo que pensaba Marx. Creía que en una sociedad comunista
las necesidades no aparecerán como «demanda» mediadas por el
mercado, sino como peticiones directas. La sociedad se «hará car
go» de tales peticiones y producirá de acuerdo a ellas. Pero en
este caso no es la «capacidad» lo que define la cantidad y la ca
lidad del trabajo humano, sino más bien el número de necesida
des que esperan satisfacción. ¿Cómo sabemos, realmente, cómo
podemos saber, si la suma total de trabajo a realizar se define por
el número y la calidad de las necesidades, que todos y cada uno
de los miembros de la sociedad pueden trab ajar «según sus ca
pacidades»? Las personas deberán ser «distribuidas» para la rea
lización del trabajo socialmente necesario y la capacidad para
realizar la tarea prefijada, sea de naturaleza manual o intelectual,
deberá presuponerse. No cabe duda de que la «capacidad» no es
más ni menos una simple propensión natural de lo que lo son las
necesidades. Nuestras capacidades se desarrollan a través de la
realización de tareas y dependen de la calidad y cantidad de ob
237
jetivaciones con cuya acción puedan relacionarse. Efectivamente,
existen predisposiciones innatas para la realización de tareas par
ticulares que varían de individuo a individuo. Sin embargo, las
predisposiciones sólo se hacen explícitas si se desarrollan en la
tarea a realizar.
Todo esto es evidente; también era evidente para Marx. A pe
sar de eso, Marx obvió esta conclusión cuando trató de resolver el
problema en cuestión con la famosa frase de que el trabajo mismo
será una necesidad vital (Lebensbedürfnis) para los miembros de
la sociedad comunista. Pero esta respuesta es de carácter circular.
Si la necesidad del trabajo se presume que será la primera necesi
dad vital, entonces la «inscripción en la bandera» puede ser la
siguiente: «de cada cual según sus necesidades, a cada cual según
sus necesidades». Éste es un principio vacío. No obstante, el pro
blema real está en otra parte. La suposición de que el trabajo se
convierte en la prim era necesidad vital no implica la otra presun
ción según la cual el tipo de trabajo que se le asigna a la gente
para satisfacer, junto a otros, las necesidades de todos, coincide
con el tipo de trabajo que cada cual quiere realizar. Lo que Marx
describe como «necesidad vital» es, de hecho, una necesidad vital
y no sólo en la sociedad comunista, sino en todas las socieda
des; el trabajo —y tal vez Marx conocía esto mejor que cualquier
otro— es uno de los elementos constitutivos básicos de nuestra
humanidad. Ningún ser humano puede existir, ni ha existido nun
ca, sin realizar algún tipo de actividad dirigida a alcanzar unos
fines, sin movilizar alguna de sus disposiciones para la realización
de una tarea particular. Pero sólo en circunstancias excepcionales
ha sido posible que las personas hayan podido desarrollar (en
principio) todas esas disposiciones en un momento dado en el
contexto del trabajo socialmente necesario exigido por la división
del trabajo. El punto en cuestión no es, así, la «necesidad del tra
bajo», sino más bien la satisfacción derivada de la realización del
tipo de trabajo que la gente se ve obligada a hacer. De nuevo
aquí, como en el caso de las necesidades, el principio marxiano
demanda una explicación racional por la vía de la especificación.
Se puede especificar el principio «de cada cual según sus capaci
dades» de la siguiente manera: la necesidad de realizar una ta
rea para la satisfacción de las necesidades de otros puede con
vertirse a su vez en una necesidad humana vital básica. Esta es
una especificación racional, no precisamente demasiado utópica,
dado que es una necesidad humana, aun en un sentido limitado,
incluso en las condiciones actuales (por ejemplo, la necesidad de
trabajar para satisfacer las necesidades de los miembros de
nuestra familia). En esta especificación no es el trabajo concreto
mismo lo que se convierte en una necesidad humana, sino «traba
ja r para otros». Otra especificación racional del principio «de
cada cual según sus capacidades» puede ser la siguiente: cada cual
es libre de elegir la realización de aquellas tareas (de entre las
238
disponibles) que m ejor se adapten a su interés y propensiones,
pero esto no implica que cada cual realice exclusivamente esas
tareas. Incluso nosotros, teóricos sociales, que vivimos realm ente
en el comunismo en la medida en que hacemos lo que más nos
gusta hacer, nos vemos obligados a veces a hacer algunas cosas no
porque nos atraiga la actividad misma, sino porque se tra ta de
nuestra obligación social. El cum plim iento de una obligación pue
de llegar a convertirse en una necesidad aun cuando la actividad
en sí m ism a sea escasam ente satisfactoria o no lo sea en absoluto.
Pero si esto es verdad, entonces el principio «de cada cual según
sus capacidades» no está com pletam ente m ás allá de la justicia.
Si existe algo así como una «obligación social», la m ism a norm a
se aplica a todos y cada uno de los m iem bros de una sociedad:
cada cual ha de cum plir su obligación. Es justo requerir de todos
el cum plim iento de su obligación. E incluso si este cum plim iento
de la obligación puede convertirse en una necesidad vital, la acti
vidad en cuestión no puede ser plenam ente la necesidad vital en
la m ism a extensión y al m ism o nivel. Obligaciones iguales son
asignadas a seres hum anos diferentes, «igualando» a éstos desde
este punto de vista. Pero desde el momento en que las obligaciones
son distintas en com unidades distintas, en el m arco de form as di
ferentes de vida, los individuos serán libres de elegir su conjunto
de obligaciones de m anera análoga a como eligen su estru ctu ra
particular de necesidades. Tanto las obligaciones como las nece
sidades se insertan en un modo de vida. Sólo de m anera artificial
es posible sep arar una cosa de la otra.
De todos modos, el hecho de que Marx no especificase su fa
m osa consigna puede deberse a la circunstancia de que se tra ta
ba de un tipo de form ulación adm itida de m anera general en los
círculos socialistas de su tiempo. Pero las razones de esto son m ás
profundas. H unden sus raíces en la filosofía m arxiana en su con
junto.
Volvamos p o r un m om ento a la ecuación m arxiana justicia = in
justicia. E sta ecuación puede ser interpretada como sigue: sólo
cuando hay justicia hay injusticia. É sta es una aserción innegable,
pero no un argum ento contra la justicia, ni el sentido presum ido
por Marx. Así, pues, es posible la siguiente interpretación de la
ecuación: la justicia de la sociedad X es injusticia desde el pun
to de vista de un m ódulo o criterio m ás elevado de justicia, como
por ejemplo el de la justicia divina, el de la igualdad y así su
cesivamente. Sin em bargo, sucede de nuevo que no era esto lo que
Marx tenía en la mente. Marx cuestionaba la simple existencia
y relevancia de cualquier m ódulo o norm a para la acción, la dis
tribución y el juicio porque todos los seres hum anos son únicos
e inconmensurables. Básicam ente su argum ento era como sigue:
la justicia establece m ódulos iguales, los hom bres somos incon
m ensurables, por lo tanto la justicia es una constricción, es ausen
cia de libertad. De esta m anera, Marx suscitaba idéntico problem a
239
que Tocqueville: el problema del conflicto efectivo o posible en
tre igualdad y libertad, pero trasladando el conflicto mismo ai
lenguaje de la historia y en tiempo futuro. La igualdad se situaba
en el prim er estadio del comunismo, la libertad, en el segundo-
la mayor libertad se desarrolla en la plenitud, la mayor igualdad
viene de atrás. Donde hay libertad absoluta no hay ni igualdad ni
aplicación del mismo módulo a individuos desiguales ni, por lo
tanto, justicia. Entre otras cosas la grandeza de Marx estriba en
su incondicional insistencia en la libertad como valor supremo de
la modernidad. Hasta cierto punto, estoy de acuerdo con él. La
libertad es indudablemente un valor más alto que la justicia y re
sulta fácil comprender por qué. La justicia siempre se vincula a
valores diferentes a ella misma. (El debate acerca de si la disua
sión, la recompensa o la reform a deben ser aceptadas como prin
cipio guia de la justicia lo atestigua.) La libertad puede ser el va
lor al que se vincule la justicia, pero no viceversa. La justicia no
puedo ser el valor al que deba vincularse la libertad, pues la
justicia no puede aportar criterios para la libertad.
Una vez dicho esto en favor del énfasis filosófico de Marx, no
puedo ir más allá con él. Decir que la libertad puede proporcio
nar criterios de valor para la justicia no es lo mismo que decir
que la justicia pueda ser eliminada. En sociedades sin domina
ción ni jerarquía social los miembros de la sociedad gozan de la
libertad positiva de llegar a un acuerdo en un discurso racional
acerca del tipo y el carácter de las normas y reglas que han de
aplicarse a todos y cada uno. Esta clase de debate puede reabrirse
en un momento dado y las normas y reglas pueden ser cambiadas
con un nuevo acuerdo, pero sin esas normas y reglas no hay ni
cooperación social ni cuerpo político. Realmente, no hay sociedad.
Y desde el momento en que son normas que operan con aplicación
a todos y cada uno de los miembros de la comunidad y la sociedad,
siempre hay justicia al lado de la posibilidad de injusticia. Por
otra parte, en sociedades exentas de dominación y jerarquía, los
miembros de la sociedad gozan de una libertad negativa. Dicho de
otro modo, la libertad de hacer lo que más les guste hacer. Desde
el punto de vista de la libertad negativa siempre deben existir
grandes ámbitos de la vida a los que no se apliquen reglas y
normas y a los que tampoco se aplique la justicia. Se puede de
sear que existan vastos ámbitos y muchos aspectos de la vida hu
m ana en los que no se aplique la justicia y se puede desear lo
contrario. Pero lo que más hay que desear es que exista una diver
sidad de modos de vida posibles con proporciones diferentes de
libertad negativa y de libertad positiva, modos de vida que los
individuos pueden abrazar o dejar según sus capacidades y
cesidades. No hay sociedad más allá de la justicia, pero podemo
im aginar una sociedad en la que la libertad proporcione los en e-
rios para la justicia. El proyecto de una sociedad de esta, .
m á s que n in g u n a otra, sólo puede realizarse a título de hip
240
sis. La libertad sin justicia es una q uim era, pero la justicia vincu
lada a la libertad no lo es.
Al comienzo de este trabajo planteaba dos interrogantes: ¿una
«sociedad justa» es una imagen racional o una quimera? Y más
aun: ¿cabe imaginar racionalmente una sociedad situada «mas
allá de la justicia»? He contestado ya a la segunda pregunta y
lo he hecho negativamente. Ahora voy a centrarm e en la primera.
Si se dan por garantizadas las normas y reglas de una socie
dad y si se aplican con coherencia, tenemos derecho a hablar de
una «sociedad justa». En principio, si se ponen en juego tales
principios, cualquier sociedad puede ser justa, incluida la sociedad
de Un mundo feliz, de Huxley. Así, si la gente da por sentado que
se aplicaran norm as diierentes a los ñiños alia, beta, gamma y
delta y si todos los niños alta son tratados igual (i. e., se aplican
igualmente a todos ellos las mismas reglas) y se puede decir lo
mismo de todos los niños gamma, etc., entonces la sociedad es
justa. Incluso iría m ás lejos y diría que si las normas y reglas es
tán garantizadas, pero no se aplican siempre coherentemente, la
sociedad sigue siendo justa; en tal caso, sólo serán injustas las
personas que dejen de aplicar coherentemente las norm as y re
glas. El elemento clave del problema es que en el prim er caso,
que no es com pletam ente imaginario, pues en algunas «socieda
des prim itivas» sucede así, la noción de justicia no es aplicada a
la sociedad por los miembros de esa sociedad. En otras palabras,
una sociedad ju sta es una sociedad a la que no se le puede apli
car la noción de justicia por los miembros de la sociedad por
la simple razón de que éstos ni siquiera pueden imaginar que
las cosas puedan ser diierentes a como son. En una sociedad jus
ta no se cuestionan ni se comprueban las normas y las reglas,
ni pueden serlo. Marx estaba equivocado al alirm ar que el capita
lismo es una sociedad justa, porque en él las normas que deben
observarse están muy lejos de quedar garantizadas: la propia obra
de Marx corrobora cabalm ente esto. Pero tenía razón por lo que
se refiere a la idea subyacente a su afirmación. La afirmación «la
sociedad X es justa» no debe tom arse como un elogio: una socie
dad ju sta es una sociedad preilustrada o postilustrada. Una so
ciedad ju sta es posible pero no deseable.
Sin embargo, el deseo de una «sociedad justa» es un compo
nente ineliminable del espíritu humano moderno. Cuando se ex
presa el deseo de una «sociedad justa», no se pretende significar
una sociedad a la que no se le aplique la noción de justicia. Tam
poco se piensa en una sociedad en la que las norm as y reglas estén
garantizadas o una sociedad que en ningún momento pueda ser
vista como «injusta» por los miembros de esa misma sociedad.
H asta cierto punto, suscribo la posición adoptada por Rawls.
Reformulada en mi propio lenguaje teórico, esa posición sostiene
que la idea de una sociedad ju sta no es la idea de una sociedad
ju sta de fació. Es la idea de una sociedad en la que la libertad,
241
como valor supremo, es constitutiva de los principios de la justicia
y en la que las normas y reglas de un procedimiento justo se
aceptan por consenso. Pero Rawls no va lo suficientemente lejos
si bien cabe la posibilidad de leer su formulación como un fun-
damentalismo residual. Como es bien sabido, Rawls sugiere que
hay un conjunto óptimo de reglas que cualquiera acepta como
justas en una llamada «posición original». La «posición original»,
empero, es una quimera, desde el momento en que da a entender
que todos los seres humanos pueden acceder exactamente a las
mismas normas de justicia «bajo el velo de la ignorancia». Rawls
llega a esta «posición original» dando por sentadas la estructura
de necesidades y las aspiraciones del hombre occidental actuaLEn
comparación con Rawls la posición de un radicalismo marxiano
conserva pese a todo un mensaje relevante: el hombre contem
poráneo no puede ser sustituido por el hombre, las necesidades
humanas contemporáneas, por las necesidades humanas, las aspira
ciones contemporáneas, por las aspiraciones humanas. Más aún,
como ya he señalado, las estructuras de las necesidades, los valo
res y aun las capacidades varían de acuerdo con los modos de
vida. ¿Cómo sabemos y qué nos autoriza a afirmar que personas
libres de comunidades diferentes con modos de vida diferentes
elegirán para sí mismas exactamente las mismas o similares nor
mas y reglas de justicia? Más bien cabría suponer lo contrario. Al
form ular recomendaciones acerca de «las» normas justas lo que
se hace necesariamente, de esta manera, es coartar la libertad de
futuros actores que muy bien pueden hacer opciones diferentes.
En un futuro libre deberá haber tantas normas y reglas justas
como modos de vida.
En últim a instancia, por consiguiente, Marx tenía razón: se
puede soñar en una sociedad libre, pero no en una sociedad justa.
Sin embargo, estaba equivocado al creer que una sociedad libre
está más allá de la justicia. Una sociedad libre es una sociedad en
la que todo ser humano puede vivir en cualquier comunidad, en
la que existe acuerdo acerca del principio de la justicia, el proce
dimiento de la justicia y las normas y reglas de la justicia. Pero
estas normas y reglas no pueden considerarse como garantizadas.
Es necesario cuestionarlas y comprobarlas. También tienen que
estar abiertas a una reconsideración y a una ulterior discusión
cuando se perciba que son injustas. Pueden estar abiertas a la
re-discusión bajo la guía del principio de la justicia y por medio
de un procedimiento justo. La propia discusión debe ser consti
tutiva de este procedimiento justo. Este tipo de justicia es propia
mente una justicia democrática. Y no hay procedimiento más alto
para la justicia que el radicalmente democrático. No es posible
imaginar una sociedad más libre que ésta como tal sociedad, so
como un sueño pervertido de un de Jauja, que es, en dennn -
va, un sueño acerca de la esclavitud y la tutela humanas.
242
VIII. Más
El carácter paradigmático de la ética
del clasicismo alemán en la obra de Georg Lukács
243
una objetivación —Lukács contrapone la teoría de Kierkegaard con
su vida— y en la Cultura estética rechaza con desprecio el «dise
ño estético de la propia vida». El principio de la vida debe ser
general o al menos generalizadle, pero la etica es general o, en su
caso, generahzable.
En las culturas antiguas y clausuradas —sobre todo en la grie
ga y en la cristiana— la vida se conliguraba éticamente. Eran sin
duda épocas dichosas, pero que no han de volver. Lukács contem
pla maravillado, pero sin nostalgia, el mundo de las culturas clau
suradas: no añora ningún regreso a una homogeneidad exenta de
problemas. A sus ojos el «hombre problemático» de la sociedad
burguesa no es sólo el individuo «sobrevenido», sino también el
individuo «elegido». La cuestión no es cómo se puede restablecer
la homogeneidad de las culturas «clausuradas», sino, mas bien,
cómo podría construir el «individuo problemático», el hombre mo
derno, su propio mundo cultural, cómo puede ser posible una
vida digna del hombre en un mundo heterogéneo, «abierto», cómo
es exactamente posible en este mundo una ética. Por eso mismo
aparece a sus ojos como paradigmática precisamente la ética del
clasicismo alemán, aquella ética que había surgido del suelo de la
sociedad burguesa pero que al mismo tiempo —de manera utó
pica— trasciende también a esta sociedad.
La sociedad burguesa es la época de la propensión completa al
pecado, dice Lukács con Fichte, un mundo de individuos motiva
dos por intereses materiales, de individuos atomizados, en el que
«la mayoría de las personas viven sin vivir».4 ¿Qué puede ser la
ética de una vida así? Más concretamente: ¿qué clase de ética
puede derivarse de esta vida que apunta ya tendencialmente a
otra vida, a otra cultura?
A la primera pregunta da Lukács una respuesta en forma de
alternativa. En esta vida es posible una ética doble: o bien kan
tiana o bien goethiana (en sus años de juventud pensaba también
en una ética dostoievskiana).5
La ética kantiana —que el joven Lukács «kierkegaardiza» en oca
siones enérgicamente— obtiene en su jerarquía de valores unas
veces un rango más alto y otras más bajo; el viejo Lukács la re
lega siempre al último lugar. Sin duda la ética kantiana es una
de las éticas posibles de la vida burguesa: Lukács niega siempre
que sea la única posible. La adjudicación de lugar a la ética kan
tiana en la jerarquía de valores del joven Lukács no puede deter
minarse temporalmente —el viejo Lukács, como se ha dicho, le
adjudicaba siempre un lugar muy secundario. Gestos del máxi
mo entusiasmo e incluso de compromiso y de desprecio aparecen
casi simultáneamente. Acerca de Storm escribe casi con tierno
4. «Über die Armut am Geiste», en Neue Blátter, 1912, Berlín, 5/6, p. 71.
5. En su diálogo Sobre la pobreza en el espíritu se contrapone la «bondad*
dostoievskiana, en tanto que conducta extraética, a la ¿tica, pero Lukács identi
fica esta última con la ética del deber.
244
amor: «El oficio burgués como forma de vida significa... el pri
mado de la ética en la vida: que la vida sea gobernada por aque
llo que se repite sistemáticamente, regularmente, por aquello que
retoma obligadamente, por aquello que debe ser hecho sin atender
a su aspecto placentero o penoso.»* Pero en el diálogo po
breza en el espíritu asigna la filosofía moral de Kant precisamente
a quienes «viven sin vivir»: «Su vida es meramente social, mera
mente interhumana; vea usted: pueden arreglárselas con los debe
res y su cumplimiento. Para ellos el cumplimiento de los deberes
es incluso la única elevación posible de su vida. Pues toda ética
es formal, el deber es un postulado, una forma y cuanto más
acabada es una forma, más propia es su vida, más lejos está de
toda inmediatez. Es un puente que senara; un puente por el que
transitamos de un extremo al otro v siempre nos encontramos a
nosotros mismos y nunca a los demás.»6789
El hecho de que la ética kantiana sea posible en la vida burgue
sa, que pueda proporcionar una «forma» a la vida «informe» no
tiene, desde luego, nada que ver con la cuestión de su realizabili-
dad. No es ésta, por lo demás, la cuestión a ojos de Lukács; la
cuestión es si es ésta la ética que hay que elegir.
Lo que resulta atractivo de Kant para el joven Lukács es la
universalidad de la moral, la eenericidad del «carácter» individual.
Lo que le atra con frecuencia —aunque no siempre, ni mucho
menos— es la incondicionalidad del cumplimiento del deber. El
principio de la universalidad-senericidad se encuentra, por lo de
más, presente en toda ética de Lukács, por mucho que se aleje de
Kant.
Lo que repele de Kant a Lukács es la bipartición de tos hom
bres: jamás pudo soportar la división radical entre el homo nou-
menon y el homo fenomenon. Como se ha visto, esta biparti
ción es la muerte de toda inmediatez; el hombre no puede encon
trarse nunca con el hombre. «La auténtica ética es... inhumana;
¡sólo tiene que pensar en Kant!»,' se lee igualmente en De la po
breza en el espíritu. Y en su último ensayo propiamente dicho, en
el consagrado ¿ Minna von Barnhelm, volvió a escribir acerca del
«peligro» «de que en la virtud elegida como moralmente justa pue
da esconderse un principio de inhumanidad».’ Aquí, ciertamente,
el problema se amplía; ya no se refiere sólo a la filosofía de Kant,
sino a toda acción basada en la filosofía moral y en la moral —y,
por lo tanto, también en el estoicismo y en el jacobinismo. En
su Estética escribe a propósito de Kant acerca de la «polaridad
245
nunca totalmente suprimible de lo particular individual y lo ge.
nérico universal en el sujeto que actúa moralmente»."
En la mayor parte de los casos —aunque no siempre— Lukács
siente también repugnancia ante el formalismo del imperativo
categórico kantiano, que pone entre paréntesis el contenido del
deber. Cuando Kant especulaba con utopías sociales, éstas no se
desprendían nunca de su filosofía moral. No porque la intención
de trasfonnar la realidad presente estuviese en contradicción con
la filosofía moral kantiana, sino porque la cuestión misma resulta
irrelevante desde el punto de vista de esta filosofía moral. En cam
bio, Lukács quería —ya en sus años de juventud— hallar una
ética (o, como mínimo, también una ética) en la que la intención
de la « humanización• del mundo fuese un componente orgánico
de la propia ética.
Las dos cuestiones anteriores aparecían siempre entrelazadas
en Lukács. Sólo puede orientarse a la « del »
una ética que postule un ser humano homogéneo, la elevación del
ser humano individual a la esencia de la especie en el seno del
propio mundo. Pero, ¿es posible una ética así en la época de la
«propensión completa al pecado», puede surgir de esta vida una
ética que se oriente en dirección a otra vida, a otra cultura?
Si se analiza la línea principal de la obra de Lukács en su con
junto, a lo largo de su vida, la respuesta es siempre afirmativa. Lo
único problemático es si esta ética válida puede imponerse siem
pre y en toda circunstancia y en caso afirmativo —su respuesta
es, desde luego, «sí»— con qué grado de generalidad. A la última
pregunta Lukács dio en las diversas fases de su vida respuestas
diferentes, pero estas diferencias —al menos en principio— pue
den dejarse a un lado.
La categoría básica de esta otra ética, de la ética elegida en
último término por Lukács no es la ley moral, no es el deber,
sino la personalidad moral.
La ética forma parte de la vida; la vida debe conformarse éti
camente. Todo tiene su propia forma: la ética es la forma de la
vida. La vida debe conformarse pasando de caos a cosmos; el
hombre como totalidad humana debe conformarse pasando de
caos a cosmos. En el joven Lukács esto se expresa diciendo que
hay que configurar una forma a partir del espíritu; el viejo Lukács
dice que hay que elevar la particularidad a genericidad. En el
Diálogo sobre Stem e, Joachim, el adm irador de Goethe, se expresa
de la siguiente manera: «La anarquía es la muerte. Por eso la odio
y la combato. En nombre de la vida. En nombre de la riqueza y
de la vida.»1011 Sobre Minna von Barnhelm escribe Lukács en 1963
estas elevadas palabras: «También ella tiene sabiduría, pero ésta
246
no se encuentra, superando claramente a la vida, por encima de
la vida; no es ninguna superioridad en el plano de la teoría... la
sabiduría es el impulso constante de un ser humano auténtico
en pos de una vida plena de .sentid.»“ ¿Y dónde enc
Lukács ya maduro el elemento paradigmático en la obra de Les*
sing? En la facilidad «que sortea con un paso de baile los peligros
más sombríos, todas las oscuras amenazas, sin sustraerse a su
realidad de poderes de la vida, la gracia de la comprensión racio
nal en tanto que el poder más irresistible de la vida que
za
La categoría básica de la ética de la vida es la personalidad,
el ser humano individual elevado a la genericidad. Para la perso
nalidad moral la moral no es deber, sino «naturaleza» en el sentido
en que la Ilustración entendía el término. «El hombre deviene
moral» es sinónimo de «el hombre se hace .» «De la ca
sualidad a la necesidad: tal es el camino de todo hombre
mático-,14 llegar a un punto en el que todo sea necesario porque
todo expresa la esencia del hombre»,12134516escribe en 1908 en el ensa
yo sobre Kassner. Y en su Estética de la madurez formula lo mis
mo cuando se refiere con palabras goethianas a la substancialidad
del hombre: «se trata de un resultado... que aporta al hombre en
cuestión una ética de carne y hueso y que se plasma en una vida
conducida a través de una rica interacción con el mundo... por su
condición íntima de hombre total».* “
Pero la personalidad moral no es sólo una categoría de la éti
ca. La ética forma parte de la vida; el postulado de la personali
dad moral se refiere por lo tanto a la totalidad del mundo y del
hombre. La afirmación de su posibilidad y realizabilidad —pues
esta ética presupone esa posibilidad y esa realizabilidad— está
vinculada a una determinada antropología y filosofía de la his
toria.
Esta antropología y esta filosofía de la historia las busca el
joven Lukács en la filosofía clásica alemana (en Fichte y en un
Hegel fichteizado) y luego en Goethe; el Lukács maduro las en
cuentra en Marx. La idea de que las fuerzas específicas del hom
bre se desarrollan en la enajenación, que la posibilidad de un
despliegue omnilateral de la personalidad se prepara en una socie
dad que multiplica por infinito la división del trabajo, que por
consiguiente las condiciones del trascendimiento comunista-huma
nista de la sociedad capitalista son producidas por la propia so
12. Minna von Barnhelm, cit., p. 33.
13. Ibid., p. 38.
14. Se refiere al hombre moderno.
15. Platonismus, Poesie und die Formen: Rudolf Kassner, en Die Seele und
die Formen, cit., p. 185.
* El «hombre total» constituye, como es sabido, tanto en la Estética de
Heidelberg como en el Lukács posterior una categoría de la «vida» o de la
«vida cotidiana».
16. Die Eigenart des Aesthetischen, cit., vol. I, p. 791.
247
ciedad capitalista, fue para Lukács una revelación. El hombre
dotado de un desarrollo rico y multilateral, la transparencia de las
relaciones humanas, su inmediatez, la sustitución de las regulado,
nes estatales y jurídicas por regulaciones ético-colectivas, el do
minio del hombre sobre las relaciones sociales espontáneas, la su-
peración de la reducción de la motivación humana al interés, la
conexión orgánica entre la actividad social del ser humano indi
vidual y su vida personal: todo esto era para Marx no un
valor (evidentemente era también un valor a sus ojos), sino un
valor realizable y que había que realizar. Y no sólo para ciertos
individuos —«entelequias» excepcionales— sino para todos, para
toda la humanidad. También Marx se representaba la moral de
esta sociedad —en la que, como escribe, el hombre será el re
dentor «natural» del otro hombre— como había soñado el joven
Lukács. Acerca de este encuentro habla el Lukács del año 1919
cuando escribe: «La meta final del comunismo es la construcción
de una sociedad en la que las actividades sean reguladas en vez
de por la coerción del derecho, por la libertad de la moral co
lectiva.» 17 La idea del hombre total, de la elevación del individuo
a la esencia de la especie, de la generalizabilidad de esta elevación,
es completamente marxista en Georg Lukács.
Lukács, como también Marx, está convencido de que toda pasión
del hombre puede transformarse en una «rutina virtuosa» y que
en la sociedad que surgirá de la libre asociación de los individuos,
toda pasión se transform ará también en una rutina virtuosa. Lu
kács, como también Marx, pone erftre paréntesis la psique; para
ambos los dos elementos constitutivos de la conducta humana son
la posibilidad social y la elección individual. ¿Y quién no elegiría
de manera humana en una sociedad humana? Si todo ser humano
individual se eleva a la esencia humana, si toda pasión se convier
te en rutina moral, realmente ¿quién no habría de elegir de manera
humana?
La categoría básica de la ética de Kant es la personalidad.
¿Pero se trata realmente de una ética? ¿Se constituye todo valor
en la elección de la personalidad elevada al plano de la generi-
cidad, se puede seguir entonces hablando todavía de moral en el
sentido tradicional?
No; creemos que no. La moral es una vinculación del hombre;
más aún, una vinculación individual a la genericidad, a las obje
tivaciones de la genericidad, guiada por categorías morales de
orientación de los valores. Si el ser humano individual —la Per"
sonalidad— se eleva directamente al plano de la genericidad, si
toda personalidad es representante de la genericidad, entonces
deja de existir una vinculación de esta índole y los valores ob
jetivados (incluyendo los morales) independientes de los hombres
248
pierden su función. Esto es una descripción, no una valoración.
Si todo hombre pudiese elevarse a la genericidad, la moral en
sentido tradicional sería efectivamente superflua y sin embargo la
sociedad sería «moral». Ahora bien, creemos imposible por prin
cipio que todo ser humano individual se eleve directamente al
plano de la especie; de la misma manera, tampoco creemos que
en un plazo humanamente previsible todas las pasiones de todo
hombre se reconviertan en rutinas virtuosas. Y precisamente por
eso creemos también que no cabe trascender la ética tradicional,
al menos no con esta radicalidad.
Esta reserva no significa que cuestionemos la normatividad
—la validez— de la ética lukacsiana que hemos descrito aquí.
Aunque alberguemos dudas en cuanto al ascenso inmediato del
ser humano individual a la genericidad, no por ello dejamos de
creer que todo hombre puede configurar una relación consciente
con las objetivaciones de la genericidad —con las objetivacio
nes de valor. Si negamos la posibilidad de que toda pasión
pueda transformarse en rutina virtuosa, creemos, en cambio,
que todo hombre puede ser capaz de configurar una relación
consciente con su propia particularidad, transformando así la
mayor parte de sus pasiones en rutinas virtuosas y canalizan
do el resto, las que no sean apropiadas para esa transforma
ción. La personalidad moral es realmente la categoría básica de
la ética, pero no es la única. Es susceptible de ser trascendido el
deber ajeno a la personalidad, el deber sensible que degrada a
homo fenomenon, el deber constitutivo de la oposición entre
moralidad y legalidad; no es susceptible de ser trascendido el de
ber mismo.
La ética «más allá del deber» es la ética del comunismo. Pero
¿es válida ahora —ayer y hoy y mañana— esta ética? ¿Se puede,
se debe intentar realizarla? Lukács dice: se debe. Y lo que se debe,
también se puede. Por eso le parece paradigmática la ética del cla
sicismo alemán: los héroes de Lessing, Goethe y Keller viven y ac
túan de conformidad con las normas de esa ética. Goethe formuló
también teoréticamente esa ética; para él la ética es efectivamen
te la «forma de la vida». En los años treinta Lukács quería, por
su parte, escribir un libro sobre el «diseño de la vida» goethiano;
pero ya el joven Lukács se había maravillado ante la capacidad
—formulada también intelectualmente— de Goethe para configu
rar de manera multilateral y rica su personalidad de gran poeta:
«Toda resonancia era una sorprendente ganancia para él, un azar
feliz y generador de felicidad, pero el conjunto de su vida fue
una grande, cruel y gloriosa necesidad y toda privación producía
en ella, necesariamente, tanto enriquecimiento como cualquier
ganancia.»" Ya aquí suena el motivo lukacsiano —que no ha-
249
bía de m orir jam ás en él— según el cual el hombre sólo puede
acceder a una personalidad rica en el mundo a través de la activi
dad: «Pero Goethe encontró el suyo (su mundo) en la vida ac
tual.» '* Y en su admirable estudio sobre Keller —ya en los años
treinta— alaba al escritor suizo, que había puesto «la virtud en
el orden del día», con las siguientes palabras: «Educación para la
actuación pública: ésta es la idea básica y rectora de toda la ac
tividad literaria de Keller.»" La virtud que Keller ha puesto en
el orden del día, para la que crecer es lo mismo que ganar en
aptitud para la «actuación pública», conoce juicios morales es
trictos, pero éstos afectan siempre al conjunto de la personalidad
y no sólo a la violación de la ley moral: «Su moral demanda que
el núcleo del hombre sea examinado en cuanto a su capacidad o
a su bajeza y sea juzgado en consecuencia.»11
Pero, ¿cómo puede el hombre —haciendo abstracción de «ente-
lequias» tan excepcionalmente desarrolladas como Goethe— for
marse para la actuación pública? ¿Quién juzga acerca de la «auten
ticidad» de su personalidad, quién ha de desarrollarle como per
sonalidad moral? En los análisis de las novelas clásicas de apren
dizaje, Lukács da una respuesta inequívoca: la comunidad cons
tituida por personalidades libres y morales, la comunidad demo
crática. Por «comunidad democrática» Lukács entendía siempre
en los años treinta una comunidad integrada por personalidades
morales libres, una comunidad de la que empezaba al menos a
esbozarse un ideal en sus queridas obras del clasicismo alemán,
algo que él sentía físicamente cercano en los años del auge revolu
cionario, algo que él contraponía como tipo ideal del socialismo
a la realidad de los años treinta.
La ética form a parte de la vida, pero sólo puede form ar parte
de ella porque se encarna en la comunidad de los hombres libres.
Los dos grandes ejemplos, las dos obras paradigmáticas son pre
cisamente por eso Grüne Heinrich y Wilhelm Meister. La obra de
Keller tiene primacía sobre su modelo inspirador porque repre
senta un esquema históricamente anterior, aunque desde el punto
de vista de la historia efectiva sea posterior. La comunidad suiza
—ciertamente no menos idealizada y adaptada— constituye, real
mente, una organización social total; con palabras de Lukács, en
ella se conserva aún intacta la unidad del «pequeño mundo» y el
«gran mundo». Formarse para la actuación social significa en ella
todavía devenir personalidad m oral de la comunidad libre de
todo un pueblo. La cultura es en ella aún componente orgánico
de la vida popular; Lukács analiza con deleite el papel de las gran
des fiestas populares en la configuración de la vida privada y en
el desarrollo moral del héroe. La organicidad de la vida popular
está casi completamente libre de institucionalización (al menos se-
19. Ibid.,p. 70.
20. G ottfried K eller, en Deutsche Literatur in Jahrhunderten, cit., P- 345.
21. Ib id ., p. 365.
250
gún la interpretación de Lukács); la espontaneidad de las relacio
nes y de las capacidades que se desarrollan en ellas son encam a
ciones simultáneas de la organicidad y de la inmediatez. Tampoco
en el trato humano hay determinaciones clasistas; Heinrich puede
prometerse «naturalmente» y al mismo tiempo, obedeciendo tan
sólo a sus sentimientos y a su sensibilidad moral, a la distinguida
hija del burgués y a la campesina. En este medio todo hom bre
puede ser realmente «completo» en el sentido goethiano, citado
con tanta frecuencia por Lukács, de la palabra. La campesina, que
reconoce en el poema de Ariosto su propio destino, puede desa
rrollar sus capacidades tan m ultilateral y arm ónicam ente comó
Heinrich, quien —por em plear una expresión «clasista»— se eleva
a la condición de intelectual.
El camino de la educación moral es también análogo en -
hetm Meister,según la interpretación de Lukács. Pues tam bién
Wilhelm se form a en tanto que personalidad moral de m anera
«que abandona la actitud meramente interior, meram ente subje
tiva hacia la realidad..., conformándose para la actividad en la
realidad tal como es».a La cuestión es aquí la misma: «los hom
bres no deben someterse servilmente a una moral impuesta, sino
ser sociales por su autonomía orgánica libre...».15 Pero el m undo
en el que Wilhelm Meister accede a la «actividad en la realidad»
ya no es un m undo definido por la comunidad orgánica del pue
blo, sino la sociedad burguesa. La comunidad ya no es algo
«dado»; ahora los individuos, configurados como personalidades
morales por obra de los educadores, han de crear esa comunidad
y tales comunidades son sólo «islas» en la sociedad burguesa.
La ética es la form a de la vida y el ideal más elevado es una
vida configurada en el seno de una comunidad de personalidades
morales libres. Por eso es Wilhelm Meister paradigmático tanto
para el joven Lukács como para el Lukács maduro. Debe existir
en la persona en su conjunto una armonía de la interioridad y de
la actuación en el mundo, pero esta actuación presupone una co
munidad hum ana e interior, una comprensión y una cooperación
entre los hombres en lo relativo a lo esencial, escribe Lukács en
la Teoría de la novela. Ahora bien, ¿es posible la realización de
una comunidad ético-colectiva de este tipo en el mundo burgués?
¿Acaso no es la ética del Wilhelm Meister total y absolutamente
utópica? Y si lo es, ¿en qué sentido?
En el plano del ser el joven Lukács ve inequívocamente la uto
pía: también aquí influye el ánimo utópico del poeta, que no con
siente detenerse en el dibujo de la problem ática de la época dada
y contentarse con la contemplación y la vivencia subjetiva de un
sentido no realizable; que le mueve a «proponer una vivencia
22. Wilhelm Meisters Lehrjahre,en Deutsche Uteratur in
p. 79.
23. tbid.
24. Die Theorie des Ronums, Luchterhand, Neuwied, 1971, p. 128.
251
puram ente individual, que puede ser a título de postulado de va
íidez general, como sentido efectivo y constitutivo de la real’
dad».** Lo que es utópico en el plano del ser puede, como se h
tr ic a n eat* A
visto, ser a
de validez general a título J de ________. t
postulado. « v , ,
Lukács C
descu
bre el mismo postulado de validez general en el arte de Dostoievski"
tan diferente al de Goethe, acerca del que dice lo siguiente: «Es
la esfera de una realidad anímica pura en la que el hombre apa
rece como hombre y no como ser social, pero tampoco como in'
terioridad aislada e impar, pura y por lo tanto abstracta.»15 pero
la relación humana y el trato humano en las que el ser humano
individual no es «ser social», esto es, en las que no está determi
nado por su posición de clase, pero en las que no es, al mismo
tiempo, pura interioridad, y la personalidad completa del hombre
formado para la actuación en el mundo, «pertenecen al mundo
nuevo»*
Tampoco el Lukács m aduro niega el elemento utópico del Wil-
helm Meister en el sentido de la generalizabilidad social —y de
aquí la categoría de «isla». Conserva la posibilidad de su realiza
ción y fija como valor supremo la búsqueda incansable de la rea
lización de la ética humana. «El autor de los Años de aprendizaje
no sólo cree que los ideales del humanismo están enraizados en la
profundidad m ás honda de la naturaleza humana, sino también
que su realización en la sociedad burguesa que acaba de nacer...
aunque difícil, aunque posible sólo lenta y gradualmente, es a
pesar de todo, precisam ente posible.»17 Así escribe en 1936, iden
tificándose si no con las ilusiones de Goethe sí con su voluntad
de realización.
¿Y dónde no hay comunidad? ¿Y dónde no hay ni siquiera
«islas»? ¿Es allí válida la ética, puede imponerse allí? La respuesta
de Lukács es inequívoca: es válida y hay que intervenir en cual
quier circunstancia p ara que llegue a existir. No se impondrá,
ciertam ente, p or sí sola, pero eso no significa que sea imposible.
Esta idea —esta confesión— está formulada de la manera más
clara, en térm inos de principios histórico-filosóficos y antropológi
cos, en la Estética de la madurez. No hay enajenación absoluta,
se dice allí, ni tampoco ninguna sociedad que esté totalmente «aca
bada», que no ofrezca ninguna posibilidad de que el ser humano
individual se com porte de manera no enajenada frente al mundo
enajenado. Al mismo tiempo, en la «profundidad más honda» del
hom bre alienta siempre, im prescriptible e indestructible, el deseo
de una «vida moral». «La nostalgia que siente el hombre de una
vida moral en la que el deber m oral expresa el núcleo más íntimo
de la personalidad y domina a p a rtir de ahí la entera periferia ae
afectos y sensaciones, de deseos e ideas, pero no de un moa
252
dualista-tiránico, sino orgánico, como manifestación transcrecida
de la personalidad en su conjunto, surge así de la esencia de la
propia moralidad.» “
Pero porque esta ética es válida, porque su puesta en vigor hic
et nunc no es imposible, Lukács —especialmente en sus años de
madurez y de vejez— rechaza toda respuesta subjetiva a la
enajenación de la sociedad burguesa. Por eso rechaza y reprueba a
todo escritor y a todo pensador que no escriba y piense de acuer
do con esta norma. Por eso juzga y condena a cualquiera —tanto
personas vivas como héroes de novela— que no asuma la lucha
sin cuartel contra la enajenación de la sociedad burguesa (indepen
dientemente de que lo sea con éxito o no), que no participe en esta
lucha con los valores y la actitud de la ética «digna del hombre»,
de la ética general del futuro. El gesto de Lukács, criticado con
tanta frecuencia, apartando de sí todo lo que tildaba sintéticamen
te de «decadente», hunde sus raíces precisamente en este énfasis
moral. La formulación epistemológica de esta repulsa —la teoría
del reflejo, la teoría del realismo— no debe ser considerada, o al
menos no prim ariam ente, sino como una especie de «acomoda
ción»: es la ideología de este énfasis.
Ya el joven Lukács desprecia la «satisfacción de los instintos»,
el «caos» de la vida, el entregarse a un mundo carente de «or
den moral»; la ambición de orden y forma fue siempre una idea
rectora en él. De aquí también la inmediata y nunca desm entida
predilección por la actitud y las obras de Thomas Mann. Pero no
todo «orden» es un orden moral: el «orden del deber» no es,
desde luego, verdaderamente moral y por lo tanto, así lo sos
tiene el viejo Lukács, es también un orden muy frágil. En el
«hombre escindido» no desaparece la anarquía de los afectos: el
homo fenomenon permanece intangible. En la profundidad del
alma de Thomas y Christian Buddenbrook vive el m ism o caos:
la «actitud» de Thomas (la ética kantiana) es incapaz de dar for
ma a ese caos, por lo que podía también reconocerse a sí mismo
en el lector de Schopenhauer; lo mismo sucede con la actitud que
aparece en La muerte en Venecia: el héroe Aschenbach es destrui
do en pocas horas. La moral kantiana es una m oral frágil —cuanto
más caótico es el mundo, tanto más frágil—; en el triunfo del fas
cismo sobre las almas humanas veía Lukács no en último térm ino
también una prueba de esta fagilidad. Sólo puede afirmarse y pre
servarse en tanto que hombre y acceder desde el «reino de la
muerte» a la actividad en el mundo aquel que, como el José de
Thomas Mann, resiste las pruebas de la vida, aprende de las
«cuevas» y se desarrolla como una «personalidad moral» plena
y rica.
Si la ética kantiana es frágil, la ética de la «acción heroica ins
tantánea» es aún más frágil. La «acción heroica instantánea» no
254
realizar esta ética en el mundo. Toda otra alternativa lo es del
diablo —del diablo del capitalismo, del fascismo.
Sin embargo, ¿cuál puede ser el ideal del hombre desarrollado
armónicamente en el mundo de Auschwitz y de Hiroshima? ¿Aca
so no es frívolo proclamar como único y exclusivo este ideal en
un mundo y en una época en los que millones de personas ven
amenazada su existencia, en los que la supervivencia de la propia
humanidad está amenazada? Pero Lukács se identificaba precisa
mente en estas condiciones y precisamente por eso con el «diseño
vital» goethiano, como también lo hacía otra gran revolucionaria
marxista, Rosa Luxemburg. Escribía Rosa Luxemburg a Luise
Kautsky en 1917: «El gusto por la música, como por tantas otras
cosas, se te ha esfumado por largo tiempo. Ahora tu cabeza está
llena de preocupación por la historia del mundo, que m archa
mal... Y todo el que me escribe se lamenta y suspira igualmente.
No hay nada que me parezca más cómico que esto. ¿Es que no te
das cuenta de que el desastre general es excesivamente grande
como para que lo lamentemos? Puedo estar apenada cuando la
Mimí se me pone enferma o cuando a ti te falta algo. Pero cuando
es todo el mundo el que se sale de madre, lo único que trato es
de comprender qué y por qué ha pasado y cuando he cumplido
mi deber recupero la tranquilidad y el buen humor. Ultra posse
nemo obligatur. Y después de esto me queda aún todo lo que me
produce, por otra parte, satisfacción: la música y la pintura, las
nubes, herborizar en primavera, los buenos libros y Mimí y mu
chas cosas más; en una palabra, me siento enormemente rica y
espero serlo hasta el final. Este hundimiento completo en el ho
rror del día me es absolutamente incomprensible e insoportable.
Fíjate como un Goethe, por ejemplo, se mantenía sereno por en
cima de las cosas. Pero date cuenta de lo que le tocó vivir: la
gran Revolución Francesa, que al fin y al cabo, vista de cerca, de
bía hacer la impresión de una farsa sangrienta y totalm ente ca
rente de objeto, y luego, además, de 1793 a 1815 una cadena inin
terrum pida de guerras en las que el mundo debía parecer de nue
vo un manicomio dejado a su aire. Y, sin embargo, con qué tran
quilidad, con qué equilibrio de espíritu, prosiguió al mismo tiem
po sus estudios sobre la metamorfosis de las plantas, sobre la teo
ría de los colores, sobre mil cosas. No pido que hagas poesía como
Goethe, pero su concepción de la vida —el universalismo de los
intereses, la armonía interior— eso es algo a lo que cualquiera
puede acceder o, al menos, cabe aspirar a ello. Y si me dices, pon
gamos por caso, que lo que sucede es que Goethe no era un lucha
dor político, te replicaré: lo primero que debe hacer un luchador
es precisamente tra ta r de estar por encima de las cosas, porque
si no se atascará hasta el cuello en el prim er atolladero...»"
29. Rosa L uxemburg , Briefe an Kart Luise Kautsky, ed. por Luise Kauts
ky. Berlín, 1923. pp. 191-193.
255
Rosa Luxcmburg se identificaba con la misma convicción ético-
antropológica que Georg Lukács, a saber, que cualquiera puede
acceder, o al menos aspirar, a la armonía interior de un Goethe.
Y, no obstante, ¿no es frívolo proponer como valor supremo esta
aspiración en el mundo de Auschwitz y de Hiroshima?
Si eJ mundo en el que han sido posibles Auschwitz y Hiroshima
y toda una serie de terribles cataclismos, en el que es posible in~
cluso el hundimiento universal de las formas de la «vida», si este
mundo es la «condición del mundo», entonces la generalización de
su elección personal de valor, su elevación a norma, a postulado,
es irremediablemente frívola. Pero ni Luxemburg ni Lukács con
sideran el mundo existente como la «condición del mundo», sino,
por el contrario, como un episodio histórico. Si el siglo xx no es
más que un episodio de la historia, entonces postular ese valor no
sólo no es frívolo sino realmente la única elección digna del
hombre.
Y para Lukács, a lo largo de toda su vida, cualquier crueldad
del siglo xx no fue siempre sino un episodio. La «civilización bur
guesa» que él consideraba hostil a la cultura no era a sus ojos
sino un episodio, lo mismo que la Primera Guerra Mundial y el
fascismo, la Segunda Guerra Mundial, los años de Stalin y la mo
derna «forma de vida americana». Vivió cada uno de esos cata
clismos como si cada uno de ellos fuese precisamente el último,
como si después de cada uno de ellos, del sufrimiento y la sangre,
hubiese de aparecer necesariamente un mundo nuevo en el que en
lugar de la coerción del derecho imperase la libertad de la mo
ral, en el que la obra volviese a tener un fundamento en la vida.
El siglo xx aparecía a los ojos de Lukács como un episodio de
la historia: por eso eligió una ética más allá del deber, una ética
acceder a la cual, tener la voluntad de realizarla, fuese, sin embar
go, para todos un deber.
La ética es la forma de la vida; su categoría básica es la perso
nalidad moral. Ésta es la única ética válida porque es la ética del
futuro. Si realizamos la ética del futuro en el presente, o al menos
si aspiramos a hacerlo, tendemos un puente al futuro. Este puente
cubre los «episodios» del siglo xx; se puede tender este puente.
Y lo que puede hacerse, debe también hacerse: acceder a una
personalidad moral, construir la propia vida «como si» ya exis
tiese la comunidad de hombres libres: tal es nuestro deber.
Si todos los datos indican que, a pesar de todo, el siglo xx no
es sólo un «episodio», entonces —ésta es la actitud de Lukács
peor para los hechos. ¿Y no tiene razón? ¿Qué es lo que convier
te, en definitiva, a un episodio en episodio? ¿Acaso es posible me
dir temporalmente el carácter episódico de una época histórica.
¿Lo será entonces —desde esta perspectiva— dure dos décadas o
dos siglos? No, no es la duración lo que hace episodio a una épo
ca histórica. Mientras haya movimientos y personas que consi
deren la época en cuestión como un episodio, m ientras intenten,
256
guiándose por esta creencia, día a día, trascenderla y acceder a un
futuro Ubre de enajenación, será la época sólo episodio. Mientras
exista la aspiración a realizar una comunidad integrada por per-
sonaüdades morales Ubres, mientras subsista la convicción de
que los seres humanos individuales pueden apropiarse la riqueza
de la especie, será esta época sólo episodio. Mientras exista la
ética lukacsiana, mientras miles y miles intenten realizarla «como
si» ya viviesen en una comunidad democrática integrada por per
sonalidades morales Ubres, será esta época sólo episodio. No es
el carácter episódico del siglo xx lo que confiere a la ética de
Lukács justificación para su existencia, sino la aspiración, elegida
y fijada en forma de trascendencia subjetiva de la enajenación, a
superar objetivamente la enajenación. Esta aspiración elegida y
fijada, que es al mismo tiempo la esencia de la ética lukacsiana,
puede degradar el siglo xx a episodio: pues la ética forma parte
de la vida.
257
IX. La filosofía del viejo Lukács
259
frontación con el concepto marxiano de especie fue una respues
ta a su propio miedo, a su propio malestar, a la inquietud de su
espíritu critico. Llegamos así forzosamente a una paradoja: el re
pudio de Historia y consciencia de clase estuvo motivado simul
táneamente por la elección existencial de un absoluto y por el
miedo a ese mismo absoluto. No hay aquí nada sorprendente. Ya
Kierkegaard sabía que la desesperación y la fe caracterizan simul
táneamente nuestra relación con la opción absoluta y que esto es
precisamente la paradoja en sí misma. Pero sólo a partir de esta
paradoja es posible comprender la trayectoria vital y la filosofía
de Lukács desde los años treinta: Lukács cree en su dios toda vez
que conoce todos los horrores de su mundo y contrapone un ideal
aparentemente coherente con su dios a ese mismo mundo, al mun
do existente. Por eso tienen razón todos los que —como Isaac
Deutscher— ven en él al representante del estalmismo y también
la tienen los que disciernen en él al mayor adversario filosófico
de esa misma época. Pues él era ambas cosas, hasta en sus últi
mos años, cuando también su fe en el absoluto empezó a vacilar.
Tras su repudio eran dos los caminos que se abrían para él: o
bien reestructurar su filosofía y lograr una nueva formación filo
sófica o bien renunciar a la filosofía par excellence. Si hubiese se
guido el primer camino entonces —de conformidad con su opción
existencial— no sólo habría tenido que aceptar la metafísica uni
versal del materialismo dialéctico, sino también practicarla. Se
oponía a ello no sólo el juicio que emitía su gusto filosófico, sino
también la paradoja que hemos descrito. Así, para él la alterna
tiva era la renuncia a la gran filosofía o el enmascaramiento. Sí,
el enmascaramiento. Pues tras la máscara de la crítica literaria
y de la historia de la filosofía se ocultaba una identificación: la
identificación con la especie humana y con la individualidad que
representa a esta especie.
Su única gran obra de este período es el libro sobre el joven
Hegel. Una biografía filosófica que es al mismo tiempo una auto
biografía: Lukács interpreta la evolución intelectual de Hegel des
de el punto de vista de la suya propia. Hegel escribe su opus
magnum —La fenomenología del espíritu— como culminación de
sus aspiraciones juveniles de manera análoga a como Lukács es
cribió —también como culminación de su juventud— Historia y
consciencia de clase. La gran idea madura antes de la reconciliación
con la realidad. Aquí acaba la historia lukacsiana de Hegel por
que su historia finalizaba entonces en este punto. No quería es
cribir acerca de la reconciliación —y tampoco podía hacerlo. Pues
la fe en el absoluto no es ninguna reconciliación, es precisamente
la paradoja.
La política de frente popular de la Tercera Internacional le
facilitó considerablemente el ajuste de cuentas con esta parado
ja y su representación. Todos sus miedos, su entero malestar y
su espíritu crítico pudieron convalidarse y expresarse en el terre
260
no de lo permitido. Y con un pathos justificado tanto política
como moralmente. Él vivía lo irracional y lo demoníaco pero veía
la encamación de esa irracionalidad y de lo demoníaco en la Ale
mania del nazismo, es decir, en lo otro. La pregunta «¿cómo pudo
ser, cómo pudo ocurrir?» podía y debía formularse en relación con
lo otro. Según Thomas Mann aquéllos eran tiempos moralmente
buenos. En la lucha conjunta contra el nazismo todo quedaba blan
queado, todos los otros conflictos quedaban suspendidos y todos
los interrogantes eliminados: lo que estaba en juego era el ser o
no ser de la cultura europea. Lukács se sintió autorizado a inter
pretar su absoluto como un Ormuz que se batía en el campo
de batalla contra Arimán.
El fruto más problemático de estas tendencias suyas es La des
trucción de la razón, un panfleto en dos tomos y al mismo tiempo
una demonología. Lukács rastrea la cuestión de la responsabilidad:
¿qué fue lo que hizo tan fácil la recepción de la ideología nazi,
qué fue lo que paralizó la capacidad de resistencia de la intelec
tualidad alemana? E identifica al responsable en una tendencia de
la filosofía tradicional alemana que designa como «irraciona
lismo».
Lukács no fue el único que buscó y encontró entonces la respon
sabilidad de los horrores del siglo xx en alguna filosofía. La convic
ción de que las ideas no son inocentes estaba muy extendida. Pop-
per en su Open Society o Horkheimer y Adomo en la Dialektik der
Aufklarung recorrieron el mismo camino de reconstrucción a poste-
riori. Desde el punto de vista de Popper no sólo Hegel y Marx, sino
también ya Platón, eran responsables de todas las formas del to
talitarismo. Horkheimer y Adorno veían el núcleo del mal precisa
mente —en contraste con Lukács— en una determinada inter
pretación del racionalismo. Todas estas obras se caracterizaban
por establecer una demonología, ya que dividían las filosofías en
buenas y malas (en lucha unas con otras). No hace falta sino
considerar el título de Popper, en el que open society personi
fica el bien y la otra tendencia se designa como enemy, para
comprender con facilidad esto.
A partir de una actitud humana justificada se construye aquí
una teología y una teleología histórico-filosófica que no resiste la
crítica. Por lo que hace a la actitud justificada debe decirse que
los autores de estas demonologías eran ellos mismos filósofos y
todos los filósofos están obligados a preguntar por las posibles
consecuencias de sus ideas al objeto de evitar lo negativo y afron
tar conscientemente los riesgos. Pero la responsabilidad es una
categoría ética, no histórico-filosófica: las ideas como tales no
pueden ser responsables, sólo lo son los hombres que las susten
tan. El filósofo no puede ser responsable de cualquier posible re
cepción de una idea, precisamente porque no puede prever esa
recepción ni saber de ella: la posibilidad de su previsión es pre
cisamente el límite de su responsabilidad. Quien quiera cargar
261
con la responsabilidad de las infinitas posibilidades de recepción
de sus ideas tiene sólo una salida: callar. Pero eso sería el final
de todo filosofar, más aún: el final de todo pensamiento en el
mundo de las ideas, lo que tampoco entraña un riesgo menor.
Consiguientemente, aunque un pensador sólo sea responsable de
las consecuencias de sus ideas que él pueda prever, la respon
sabilidad tampoco recae en las ideas (justamente porque no son
personas), sino en los receptores. La concepción según la cual no
hay ideas inocentes olvida la responsabilidad en la exégesis de las
mismas, en la mediación de una interpretación para otros.
La extensión histórico-filosófica del concepto de responsabilidad
conduce a la pérdida del sentido de la medida en el enjuiciamien
to del mundo de ideas criticado; se abandona la objetividad de la
crítica y aflora la injusticia. Entonces se hace de Hegel un reac
cionario feudal (según Popper) y de Max Weber un archirreacciona-
rio cargado de prejuicios (según Lukács). Se hace abstracción del
conjunto de una construcción filosófica para destacar de manera
artificiosa algunas obras o aun algunas afirmaciones aisladas y po
der así insertarlas en la cadena demoníaca y, consiguientemente,
anularlas.
En el marco de una demonología, aunque lo malo pueda iden
tificarse con lo incierto, la identificación de lo bueno con la ver
dadero es imposible. Pues si lo bueno hubiese incorporado en sí
mismo la verdad, ya no le quedaría al demonio lugar para impo
nerse triunfal. La fuerza del demonio consiste precisamente eD
que descubre las flaquezas del bien y puede, por lo tanto, ocultar
se tras la apariencia de la verdad.
Por eso Lukács —a p artir de aquí voy a referirme sólo a él—
había de duplicar también la subdivisión de la filosofía. Al lado
de la dicotomía racionalismo-irracionalismo, que se equipara al
bien y el mal, aparece también una segunda, a saber, la que opone
metafísica y dialéctica. La debilidad del racionalismo —según Lu-
kács— era su metodología metafísica: si hubiese procedido dia
lécticamente, no habría habido lugar para el irracionalismo en el
razonamiento. Dicho escuetamente: si todos los racionalistas hu
biesen sido hegelianos o marxistas, si no hubiese surgido el irra
cionalismo o al menos no se hubiese difundido, el nazismo no
habría tenido ideología, más aún, no habría podido triunfar de
ninguna manera.
Este razonamiento expresa por una parte un optimismo so
crático y por otra, una ilusión.
El optimismo socrático estriba en la inquebrantable confianza
en la razón y la racionalidad de todos los hombres. No hay un
solo problema que surja en el mundo que no pueda resolverse
mediante el razonamiento de carácter racional y además esas so
luciones deben resplandecer como evidentes ante todas las perso
nas que se enfrenten a los mismos problemas. Las ideas pensadas
con racionalidad conducen a comportamientos racionales. Lukács
262
estimaba en grado sumo la formulación de Marx según la cual
la ignorancia es un demonio que conduce a las peores tragedias
y la modificó diciendo que el conocimiento defectuoso es un de
monio aún peor que la ignorancia. Es ésta una posición ilustrada
que no sólo es respetable en tanto que normativa filosófica, sino
que forma parte de las normas básicas de todo filosofar.
La ilusión que entrañaban estas ideas procedía precisamente
de la paradoja. El hecho de atenerse por un lado al pensamiento
racional, crítico, y creer por otro en el absoluto conducía también
aquí a una ambigüedad. La justificada idea según la cual todos
los problemas dtl mundo son susceptibles de ser planteados y
resueltos de manera racional y que estos planteamientos y solu
ciones resplandecen como evidentes ante todas las personas, fue
tácitamente sustituida por otra: todos los problemas estaban ya
resueltos, pero los filósofos —debido a sus prejuicios clasistas— no
habían comprendido ni aceptado esas soluciones. La verdad ab
soluta había venido al mundo con el marxismo; desde Karl Marx
no había en el mundo ningún problema que fuese no ya en prin
cipio, sino de jacto, insoluble. Ya no hay nada nuevo bajo el sol.
El saber absoluto existe ya, sólo que los ojos de los que dudan no
lo han visto porque no podían ni querían verlo. De esta manera
la lucha teorética contra los mitos y en favor de la racionalidad es
conducida desde el punto de vista de un mito: de este círculo
vicioso no hay salida teorética.
Empero, la circularidad del pensamiento no se muestra en la
misma medida en todos los análisis. Donde menos aparece es ob
viamente donde la dialéctica todavía no estaba representada por
el absoluto: en la crítica del irracionalismo premarxiano, en la
crítica del irracionalismo de Schelling, de Schopenhauer, de Kier-
kegaard. En estos casos aflora en muchos puntos concretos la
gran fuerza analítica del autor. Pero cuanto más avanzamos en
el tiempo y particularmente cuando se trata de la filosofía del si
glo xx, la paradoja llega a desfigurar el propio análisis. La unila-
teralidad en la comprensión de un mundo de ideas es completa
mente legítima en la filosofía: desde este punto de vista incluso
la interpretación de Nietzsche por parte de Lukács era legítima.
Lo ilegítimo, sin embargo, es que ni siquiera se intente la com
prensión global, pues entonces se trata no de un mal entendimien
to de algo que se trataba de comprender, sino de una desfiguración
del mundo de ideas que se pretendía criticar. La fe en el absoluto
condujo a Lukács —en la crítica de las filosofías del siglo xx—
a esta desfiguración. A un procedimiento que, como ya se ha seña
lado, no es característico sólo de él, sino que se reveló como un
tipo de razonamiento común al maniqueísmo de la época. En su
honor hay que decir que él —a diferencia de sus contemporá
neos— exoneró a los autores clásicos de esa desfiguración.
El año 1953 y lo que siguió después liberaron a Lukács de la
obligación de canalizar sus miedos, su m alestar y su espíritu crí
263
tico. El absoluto —en la persona de Kruschev y en los gestos del
XX Congreso— articuló por sí mismo ese miedo, esc malestar y
esa crítica. Se abrió así de nuevo el camino para la gran filo*
sofía. De nuevo Lukács no necesitaba poner en duda el absoluto,
que tanto antes como ahora no podía ser cuestionable para él, y,
sin embargo, el pensamiento podía flotar en libertad. Los marcos
fijos se ampliaron, la posibilidad de una filosofía positiva estaba
abierta. El trabajo en la gran Estética comenzó.
De acuerdo con los planes de Lukács esta Estética debía com
prender tres partes. La primera, publicada bajo el título de La pe
culiaridad de lo estético, se concebía como la aplicación del «ma
terialismo dialéctico», la segunda como la del «materialismo his
tórico» y la tercera como una síntesis de las dos primeras: la teo
ría de los géneros artísticos. El hecho de que Lukács abandonase
en la práctica la empresa después de escribir la primera parte
y que en vez de hacer lo que se había propuesto tuviese la inten
ción de redactar una Ética y escribiese realmente una Ontología
no fue ninguna casualidad y no puede atribuirse tampoco a lo
avanzado de su edad. La planeada segunda parte de la Estética,
en efecto, se había hecho imposible por la primera. Luego vere
mos por qué motivos esto fue así.
La vuelta a la gran ñlosofía significó también un retomo —aun
que relativo— al pensamiento de su juventud, pero no a Historia y
consciencia de clase, sino a la Estética de Heidelberg. Podría pre
sumirse que el regreso a su primera y no a su segunda filosofía
positiva estuvo condicionado por la elección de su tema. Pero en
ese caso habría que formular también la siguiente pregunta: ¿por
qué eligió precisamente ese tema y no otro? Pero si recordamos
que los ensayos literarios de los años treinta habían expresado ya
una recuperación de la categoría de especie humana y de perso
nalidad, más aún, que habían surgido precisamente del deseo y
de la resolución de esta recuperación, entonces aparece claramen
te que la elección de la estética suponía una prosecución de las
tendencias que se habían formado precisamente en el proceso de
la autocrítica de Historia y consciencia de clase y que motivaron
también esta autocrítica. Es así como resolvió asimismo el marxis-
ta Lukács remontarse a la obra fundamental de su período pre-
marxista, a un trabajo jamás publicado y que él mismo había ol
vidado también durante largo tiempo.
Ahora bien, aunque Lukács retoma las categorías básicas de su
juventud, la metodología de su Estética de la madurez y la apli
cada a los esbozos de su juventud son esencialmente distintas. Las
obras de juventud se caracterizaban por la inversión del plantea
miento kantiano. La pregunta de Lukács era: existen las obras de
arte, ¿cómo son posibles? Ahora la primera mitad de la frase
permanecía pero la segunda, con sus signos de interrogación, se
dejaba de lado. Existen las obras de arte con su función en la
vida humana y en la actividad humana: por esta función se pre
264
gunta, no por la posibilidad. Esto significa que las premisas m e to
dológicas son marginadas, que sobre la existencia no cabe pre
guntar. puesto que es una realidad última, un dato detrás del cual
no se puede ir.
Nos encontramos así no ante la actitud reflexiva-sentimental
de su filosofía de juventud, sino ante una filosofía ingenua. Hay
que admitir que el pensador Lukács se ha revestido desde el prin
cipio de una cierta ingenuidad; eso es bien sabido y E m st Bloch
se lo reconoció en su juventud precisamente por su «filosofar de
estilo antiguo». Pero hay dos niveles de ingenuidad: el todavía-in-
genuo y el ya-ingenuo. La primera ingenuidad ontologiza en la
convicción de que puede absorber y representar el único saber
verdadero. La segunda ingenuidad ya ha transitado una vez por el
purgatorio del criticismo bien personalmente, bien en la contro
versia filosófica. Aquí la ingenuidad es un atrevimiento, un recur
so consciente a la actitud de naturalidad vista como la única fe
cunda. La Estética de Lukács parece en el prim er momento un
edificio filosófico «todavía-ingenuo». El rechazo del planteamiento
epistemológico y la aceptación de la teoría del reflejo son, sin
duda, signos de una actitud todavía ingenua. Pero cuando se exa
mina con cuidado el razonamiento del libro y se llegan a compren
der los nuevos significados que dio Lukács a las antiguas catego
rías, se hace inmediatamente evidente lo moderna —en el buen
sentido de la palabra— que es esta empresa, lo mucho que estaba
marcada por la segunda ingenuidad.
¿Por qué dejaba de lado, una vez había constatado la existen
cia de obras de arte, la pregunta por su posibilidad? Poroue Lu
kács, de manera análoga a la moderna filosofía existencial, parte
de la prioridad de la existencia sobre la esencia. La interrogación
acerca de cómo son posibles las obras de arte pretende asir y com
prender la esencia. Precisamente porque se había planteado esta
cuestión de la esencia se reveló la Estética de la juventud como
una teoría de la comunicación. Cuando se antepone la existencia
del arte a su esencia este problema no se plantea: lo que existe
antes de su esencia existe y nada más. La esencia del arte según
el vieio Lukács es un resultado, el resultado de un desarrollo.
Y precisamente porque se planteaba así la cosa es la Estética de
la madurez no una teoría de la comunicación sino una filosofía de
la historia.
¿Cómo se desarrolla —según Lukács— la esencia del arte a
partir de su existencia? La existencia de las formas abstractas
del llamado reflejo estético (como el ritmo, la simetría y la pro
porción, el ornato) por una parte y la mimesis mágica por otra
encaman sólo la posibilidad de la esencia, pero no son la esencia
misma. La existencia se revela como esencia sólo en la síntesis
de estas dos formas de existencia, con la aparición de la munda-
lidad de la obra de arte. El mundo del arte se independiza y en
esta independización deviene esencial.
265
Con la aparición de la mundalidad la obra de arte deviene
individualidad y al mismo tiempo y precisamente por eso el arte
—en el conjunto de las obras individuales— se convierte en me-
moría de la humanidad. No es difícil darse cuenta de que está
planteada aquí la cuestión del individuo y la especie y se concibe
lo esencial del arte como la unidad de individualidad y especie.
Lukács esboza en su Estética una filosofía de la historia en la que
la unidad del individuo y la especie aparece como la verdad de la
historia.
Sí, para Lukács la unidad de individuo y especie era la verdad
de la historia y él sabía bien que esta filosofía de la historia sólo
puede esbozarse en la forma de una Estética. En efecto, si no se
incide en el arte, sino en la vida misma, se encierra uno necesa
riamente en diversos callejones sin salida. El primero era, por
volver otra vez al punto candente, el de Historia y consciencia
de clase, donde faltaba por completo la categoría de especie y
también la categoría de individualidad; ambas habían sido sus
tituidas por el concepto de clase. Pero una de las funciones de
la construcción de Historia y consciencia de clase era completa
mente idéntica a la de la Estética de la madurez: la resolución
del problema de la consciencia cierta, de la consciencia no falsa.
Lukács quería encontrar la salida del círculo vicioso del fetichis
mo universal: ¿cómo es posible acceder a la consciencia correcta-
cierta en una sociedad alienada, cosificada? La respuesta fue en
tonces que la consciencia atribuida al ser de la clase era la conscien
cia cierta. Esta solución sigue jugando en sus particularidades tam
bién un papel en épocas posteriores de Lukács; podríamos invocar
aquí lo dicho a propósito de La destrucción de la razón. Pero
donde debe buscarse la solución teorética fundamental del pro
blema del fetichismo es en la unidad de la especie y la individua
lidad, solución formulada reiteradamente en los ensayos literarios
de los años treinta y cuarenta en términos de una ética basada en
una teoría de la personalidad: el despliegue rico y multilateral
de la propia personalidad es lo que define a la geneHcidad. Pero
esta solución no podía tener relevancia filosófico-histórica en Lu
kács. La unidad de la especie y el individuo en la vida misma es
un deber, al menos si se concibe como generalizable, un deber que
sólo puede pensarse como consecuencia de la consciencia desfetichi-
zada y precisamente por eso carece en sí de cualquier función des-
fetichizadora. Había que encontrar algún ente que representase en
sí ya la unidad de individuo y especie y que ofreciese a todos los
seres humanos, apropiándose de él, la posibilidad de ascender a la
consciencia cierta, desfetichizada.
Y este ente es, para Lukács, el arte mismo. .
El arte es la objetivación como tal cuya función es la desfeti-
chización. En el goce y en la comprensión de una obra de arte
—que es siempre unidad de individuo y especie— se elevan todos
los individuos a la generícidad misma: la desfetichización de Ia
266
consciencia es consumada. En la catarsis conquistan todos los
individuos la memoria de la humanidad y con esta memoria tam
bién la exigencia: debes cambiar tu vida.
Pero aquí chocamos con tres problemas importantes que siguen
abiertos en esta construcción filosófica, aun cuando Lukács nos
ofrece diversas tentativas de solución.
Toda la tesis relativa a la función en principio desfetichizado-
ra del arte se sigue de la concepción del arte como unidad del
individuo y la especie. Pero esta tesis misma debe ser fundamen
tada.
En primer lugar, el hecho de que todas las obras de arte pue
dan ser consideradas como individuos, como personalidades ce
rradas, depende de nuestra propia concepción del arte. Hamlet
o la Misaen si menor son sin duda individualidades completas,
pero ¿cabe entender así una canción o una pieza de teatro? La
«mundalidad» es indudablemente un dato presente (no pertenece
ni a lo mágico ni a lo meramente decorativo). Ya aquí queda claro
que la separación de la esencia del arte de su existencia no repre
senta sólo una discriminación histórica sino también estructural.
Lo que responde a la esencia del arte no es el «arte como tal».
Como todos los conceptos relativos a la esencia, también éste es
un concepto de valor.
Pero este concepto de valor se fundamenta en una teoría de la
objetivación.
El libro comienza con una delimitación del arte y de la cien
cia de la vida cotidiana. Aunque el pensamiento cotidiano contie
ne todos los núcleos del conocimiento artístico y científico, estos
modos de conocer sólo representan a la especie como tal cuando
se delimitan de la vida cotidiana, esto es, cuando se elevan como
mundos propios de las objetivaciones por encima de la vida coti
diana. Consiguientemente, una obra así sólo puede ser considera
da como esencial-artística cuando se separa de la vida y el pensar
cotidianos. Así, la función desfetichizadora pertenece no al arte
en general, sino sólo a las grandes objetivaciones artísticas. Pero
éstas son verdaderamente obras individualizadas. El concepto de
valor del arte corresponde a estas objetivaciones artísticas arran
cadas de la vida cotidiana.
Es su validez lo que corrobora el hecho de que las grandes
obras de arte encamen también a la especie en tanto que obras in
dividualizadas. Es aquí donde se contesta a la pregunta planteada
por Marx: ¿por qué no han perdido su carácter normativo los
poemas homéricos a pesar de que nuestro mundo es radicalmente
distinto del suyo? La validez eterna de construcciones histórica
mente formadas, que es un dato, no sería comprensible si no tu
viésemos presente que representan en su individualidad simultá
neamente la esencia de nuestra especie: nos podemos reconocer,
como seres humanos, en sus héroes y sus destinos. Pueden inter
267
pelam os porque nosotros nos interpelamos a nosotros mismos a
través de ellas.
En esta fundamentación hay una circularidad hermenéutica:
la validez de las obras de arte para nosotros es la prueba de su
genericidad y la genericidad es corroborada para nosotros Dor el
hecho de la validez. Pero precisamente porque ninguna filosofía
cerrada —o que aspire a ser cerrada— puede sustraerse a la cir
cularidad hermenéutica queríamos llam ar únicamente la atención
sobre el problema sin entrar en su crítica.
El problema real sólo aparece cuando confrontamos este con
cepto de arte con la teoría de la decadencia de Lukács. Si la gran
obra de arte es, por su función, desfetichizadora, ¿cómo es posi
ble entender casi todo el arte del presente como una expresión
de la conciencia fetichista? La idea según la cual el arte moderno
no se habría deslindado de la vida cotidiana, conduciría a una po
sición insostenible: Lukács subraya, por el contrario, siempre el
crecimiento de la brecha existente entre el pensamiento cotidia
no actual v el mundo de las artes modernas. La individualidad
de estas obras de arte no puede ser cuestionada, por lo demás.
¿Y su genericidad? Lukács incide precisamente en este punto en
sus ensayos: pone en cuestión la genericidad del arte moderno.
Pero aunaue la validez de las obras de arte demuestre su eeneri
cidad, siendo este procedimiento ilegítimo según los nroDios pa
trones de Lukács, ¿cómo podía saber que estas obras iban a per
der en el futuro su genericidad? En consecuencia, de acuerdo con
el razonam iento de su propia Estética. Lukács debía abandonar,
como iniustificado, todo su resentimiento hacia el arte moderno,
porque va no hay luear a ello. La ausencia del concepto de realis
mo en la Estética o deior dicho su presencia efímera, casual, aquí
y allá, m uestra que al menos intuía esta tendencia de su propia
obra. Pero la solución consciente no está.
También queda abierta en esta concepción otra cuestión no me
nos im portante. Si la vida y el pensar cotidianos son fetichistas
y la desfetichización sólo tiene luear en la esfera del arte —a sa
ber, en la creación v en la recepción de las obras de arte—, ¿cómo
Ilesa realmente el hombre a crear obras de arte y a vivir una ca
tarsis en la recepción? Es indudablemente cierto que las obras
de arte tienen fuerza evocativa y que pueden homogeneizar nues
tra esencia a través de esta fuerza evocativa (como lo expresó
Lukács: pueden transform ar a todos los hombres en una totali
dad humana). También está fuera de duda aue la obra de arte su
giere la suspensión de nuestras altamente heterogéneas activida
des; pero ¿ñor qué captamos esta sugerencia, por qué estamos
realmente dispuestos a esta suspensión, en el caso de que lo es
temos? En pocas palabras: ¿de dónde procede la necesidad del
arte? Si nuestra vida y pensamiento cotidianos estuviesen tan ra
dicalmente fetichizados, si no pudiésemos elaborar aquí ninguna
relación individual con la especie o al menos si no sintiésemos
268
en nuestro interior ningún deseo (désir) de una relación tal, ¿cómo
podría entonces elevamos el arte con su fuerza evocativa a la ge-
nericidad? Aún más: ¿cómo podría tener lugar entonces la misma
creación? La riqueza del análisis lukacsiano del Después, de las
vivencias receptivas, sólo es comparable a la debilidad del análisis
del Antes.
El mismo Lukács percibe esta circunstancia y eso le mueve a
añadir a su obra un capítulo dedicado a la psicología del arte. Se
propone explicar la receptividad hacia el arte postulando un sen
tido artístico al efecto de fundamentar la capacidad especial del
hombre consistente en comprender lo esencial a través de lo pre
conceptual, esto es, la visión o representación. Dejemos de lado
el hecho de que para realizar esta tarea Lukács se sirva de una
psicología primitiva, pues esto es muy secundario desde el punto
de vista de nuestro planteamiento. Lo importante es que en esta
fundamentación psicológica del sentido artístico dejó de lado su
propia concepción a ñn de analizar un viejo problema, menor
desde el punto de vista de su filosofía. Si se parte del dato de que
existen las obras de arte y no se pregunta por su posibilidad, si
se antepone la existencia a la esencia, entonces el análisis del sen
tido artístico no tiene realmente papel alguno en la concepción.
Lo que sí tenía un papel era precisamente la necesidad social del
arte-como-esencia (y no de su existencia, que se presupone), lo
que, sin embargo, no se puede captar ni comprender con el aná
lisis del sentido artístico.
En este aspecto la Estética de la madurez se encuentra muy
cercana a la obra de juventud. Pero en la obra de juventud el
abismo entre la vida cotidiana fetichista y la obra de arte desfe-
tichizada había sido concebido en términos de una trágica ima
gen del mundo caracterizada por un eterno malentendimiento.
Esta visión trágica es sustituida en el viejo Lukács por un opti
mismo ingenuo. Ya no hay nada trágico en el pluralismo de la
recepción; el pluralismo es simplemente condicionado por la ob
jetividad indeterminada de la obra de arte misma. Todas las com
prensiones son igualmente esenciales porque en ella el hombre
se eleva a la especie. Sobre la posibilidad de esta elevación, como
ya hemos visto, no se interroga directamente. Pero se nos ofrece
una solución indirecta. No es epistemológica, sino ontológica.
A saber, se declara sencillamente la identidad de todas las reali
dades humanas no idénticas.
En todas las esferas del mundo creado por el hombre operan
—según Lukács— las mismas categorías del ser (como inherencia,
sustancialidad, causalidad, azar y necesidad, espacio y tiempo).
Esta unidad categoríal del mundo garantiza la posibilidad de la
completud y la igual legitimidad de todas las recepciones. No hace
falta probar que esta solución está elaborada en la perspectiva de
la primera ingenuidad. La elección del optimismo frente a lo trá
gico condujo a Lukács a eludir el problema del fetichismo, a re-
269
montarse de la segunda ingenuidad a la primera. Pero este calle
jón sin salida teorético no prueba nada todavía contra la justifi
cación de la empresa filosófica.
Como ya se ha señalado, en esta obra se provee a todos los
conceptos del diamat de un nuevo contenido y una nueva signifi
cación. El reflejo se sustituye por la categoría de la mimesis, es
entendido como mimesis. La mimesis es, en el sentido de la pala
bra en la antigüedad, la imitación del eíhos. El ethos, en la com
prensión de Lukács, es siempre la genericidad que se manifiesta a
través de los individuos, en los hechos y en los destinos indivi
duales. Mimética es una obra de arte cuando comprende a la es
pecie en lo individual y representa así la esfera de lo llamado pe
culiar. Lo peculiar es una categoría que Lukács tomó de Goethe
—escribió todo un pequeño libro acerca de ella como propedéutica
a la Estética. Pero en el libro acerca de lo peculiar este concepto
es aún completamente formal; sólo en la amplia concepción de la
Estética se hacen realmente comprensibles su función y su senti
do. A través de la subjetividad agudizada alcanza el artista la ob
jetividad, a través de su extrema y profunda vivencia del tiempo
alcanza el nivel de la especie. Esta vivencia del tiempo, que está
en la obra aufgehoben en el doble sentido de la palabra (conser
vado y al mismo tiempo anulado), constituye la eternidad de lo
temporal, la validez general de lo que aparece en el hic nutic
histórico. El principio formal de esta Aufhebung es precisamente
lo peculiar; en lo peculiar deviene forma la vivencia individual
elevada a la especie.
La peculiaridad de lo estético, lo repetimos, es una filosofía de
la historia. En el arte y a través del arte se plantea y resuelve la
cuestión de la verdad de la historia. Pero aquí deberíamos plantear
una pregunta: ¿qué sucede con la categoría central de la filosofía
de la historia, con la categoría de la evolución?
En este punto central el libro es ambiguo y precisamente en
esta ambigüedad se encuentra su grandeza.
Lukács reconoce y afirma la evolución: habla reiteradamente
de la evolución del arte. Pero según su concepción el arte presen
ta desde el momento en que desarrolla su esencia a partir de su
existencia, es decir, que accede a la mundalidad, la genericidad
que es-para-nosotros bajo la forma de la peculiaridad. En la ma
nifestación de la esencia humana no hay, así, evolución alguna.
Las obras de arte individuales aparecen unas detrás de otras, pero
no hay ni subordinación ni prelación de unas con respecto a otras;
todas son igualmente hijas, o bien dioses, de la historia. Para el
arte van alternando épocas favorables y épocas desfavorables, pero
esto no cambia absolutamente nada en la validez igual de las
grandes obras de arte.
Sólo hay un razonamiento de Lukács que autorice —aun cuan*
do sólo relativamente— a utilizar el concepto de evolución, a sa
ber, el contenido en el capítulo sobre la lucha de liberación del
270
arte. Pero el título de la última sección reza: base y perspectiva
de la liberación. T-a» obras de arte —como unidad del indi
viduo y la especie— siempre habían representado la inmanencia
de la humanidad, son objetivaciones precisamente de esta inma
nencia. Los mitos y las religiones, que han expresado la trascen
dencia, han sido siempre enemigos del arte, aun en las épocas
en las que el arte se servía de los temas míticos o religiosos. Sólo
en un mundo libre, sin mitos ni religiones, encontrará el arte su
camino al hogar —a la cotidianidad del hombre. Lukács persiste
aquí aún en su absoluto, pero este absoluto ya no se identifica,
definitivamente, con un movimiento, clase o partido. El absoluto
es única y exclusivamente la proclamación de Karl Marx: a par
tir de la promesa formulada por éste el mundo de la libertad está
abierto para nosotros. Pero sólo está abierto en principio, no de
facto, como sucedía en La destrucción de la razón. El libro finali
za con una crítica del estalinismo como crítica de un período
que impidió la actualización de la profecía. Sólo el mundo de la
libertad es el mundo de la evolución. El arte m uestra que la uni
dad del individuo y la especie es posible. Su esencia es garantía
de la posibilidad de una evolución ajustada a la genericidad. Pero
la evolución misma es un deber. Lukács no se sirve de la palabra
«deber», él habla de perspectiva. La filosofía de la historia de la
Estética está concebida desde el punto de vista de la esperanza
de la evolución, desde el punto de vista de una esperanza garan
tizada. Y precisamente por esto puede perfectamente colocarse
esta obra como una obra maestra al lado de Historia y conscien
cia de clase. Si uno se resuelve a obviar con decisión la m ontaña
de obstáculos de las categorías obsoletas y las controversias exce
sivamente pormenorizadas, no llega ciertamente al país de Jauja,
pero sí a la tierra prometida de la filosofía. Ahora es fácil darse
cuenta de por qué renunció Lukács a su propósito inicial de es
cribir una segunda parte, «histórica», de su Estética. Porque ya
la había escrito; la subdivisión aceptada sin crítica entre el m ate
rialismo llamado «dialéctico» y el «histórico» se reveló, en lá
praxis de la teoría, un sin sentido.
La Ontología del ser social, una obra que realmente había sido
planeada como introducción a una Ética, pero que adquirió pos
teriormente dimensiones gigantescas, se encuentra en todos los
sentidos por debajo de la concepción y la ejecución de la Estéti
ca. Ésta constituye el último libro acabado de Lukács, escrito a
una edad muy avanzada pero todavía antes de su enfermedad
mortal. El fiasco del libro no debe atribuirse a sus años. A menu
do, Lukács había hablado del denominado período de las conse
cuencias. El mismo destino le estaba reservado a él. La paradoja
de la vida se vengó en su obra.
Cuando aceptó la paradoja, se apartó conscientemente de la
gran filosofía. Aceptó sin más el arsenal conceptual del diamat
oficial porque esto formaba parte precisamente de la fe en el ab
271
soluto, pero su m alestar, su miedo y su espíritu crítico le hici©.
ron siempre abstenerse de form ular algo positivo en forma de
un sistem a filosófico con estas categorías. Pero ahora el absoluto
mismo se había transform ado, solo la fuente ultim a y la procla
mación de Karl Marx eran vistas y vividas como tal. Había que
lim piar de impurezas esta fuente últim a, había que volver a lá
proclamación original de Marx. La fórm ula de un «renacimiento
del marxismo» expresaba justam ente esta decisión. El diamat no
aparecía ya como la prosecución de la proclamación de Marx, sino
al contrario como su frustración. La tarea se planteaba como el
deber de rescatar al Marx «auténtico» y exponer una prosecución
correcta de sus ideas en una construcción filosófica. El hecho de
identificar la fuente últim a con el absoluto le hizo, sin embargo,
perm anecer cautivo de sus prejuicios de los años 30, 40 y 50. La
filosofía no m arxista posterior a 1848 sólo podía ser interpretada
como burguesa-decadente, porque en todas sus «formas de mani
festación» había sido creada después de la proclamación. La evi
dencia de que la gran filosofía del siglo xx ya no es en absoluto
burguesa no podía serlo para él, pues lo no burgués se identifica
ba precisam ente con la aceptación de Karl Marx como el absolu
to. De esta m anera volvió la espalda a todos los planteamientos
form ulados después de Marx, conjugando dos actitudes: ésta de
dogmático en relación con Marx y la de contemplación incondicio
nada de la esencia, propia de la prim era ingenuidad. Una conju
gación que no es precisam ente muy rara.
E n la Estética, Lukács contaba con un Virgilio fiable: el arte
mismo. Más aún: en lo tocante a la comprensión del arte, no vol
vía en absoluto la espalda a las concepciones modernas, pues en
los llam ados detalles —tal era su concepción— también el pensa
m iento burgués puede plantear los problemas im portantes. Pero
en la «gran» filosofía esto es imposible: así rezaba su veredicto.
Y precisam ente por eso se reveló la Ontología como un fiasco.
H ablar de fiasco es acudir a palabras mayores. No sería ade
cuado em itir un juicio^ tan severo si el libro —desde su propio
punto de vista— pudiese ofrecer algo coherente. Pero es precisa
mente de esta coherencia de lo que carece. La gigantesca obra
está llena de contradicciones lógicas, de concepciones radicalmen
te distintas del mismo problema, de repeticiones vacuas, de saltos
en el razonamiento. Y, con todo, de vez en cuando resplandece
algo actual en esta jungla de impresiones, dem ostrando que no es
apropiado hablar de un fiasco usual, sino del fracaso de uno de los
espíritus más grandes de nuestro siglo. La obra escrita de Lukács
guarda en este sentido un paralelism o con la imaginaria obra de
la novela de Balzac Le chef-d’oeuvre inconnu, en la que una pier
na soberbiam ente perfilada en medio de un am asijo chapucero y
abigarrado testim onia que el artista era excelso y su idea verda
deram ente una osadía.
La reconstrucción del m aterialism o histórico es, a pesar de
272
todo, una empresa muy actual y no es por casualidad que me
venga a la mente el título habermasiano. Pues una de las ideas
rectoras y siempre reiteradas de la obra es la determinación de
la evolución como «retroceso de las barreras naturales». Este re
troceso tiene —según Lukács— tres aspectos o, mejor dicho, tres
formas —paralelas— de manifestación. Una es el desarrollo de la
producción, otra, la generalización de las integraciones, la tercera,
la socialización de la naturaleza humana, aspectos todos que Ha-
bermas ha designado como trabajo e interacción o también como
desarrollo de la producción y de la moral social, con la ventaja
teorética de que los tres se reunían en un solo concepto filosófico.
Pongo aquí entre paréntesis las objeciones críticas que cabe for
mular contra esta concepción. Lo que me proponía señalar era
sólo el hecho de que a pesar del aislamiento conscientemente ele
gido por Lukács, su sentido extremadamente fino de lo que esta
ba en el orden del día tampoco lo había perdido aquí.
La filosofía no es el terreno propio de lo trágico. Un fracaso
paradigmático no desencadena ninguna catarsis: ni en el creador
ni en el receptor. Los receptores aprenden de Lukács lo mismo
que éste había aprendido de Ernst Bloch en su juventud: la filo
sofía no ha muerto, es demasiado pronto para enterrarla, pero
hay que ponerse a trabajar de otra manera. El creador estaba in
satisfecho con su obra, pero la insatisfacción no constituye un
sentimiento trágico de la vida. Ni la desesperación ni la fe le mos
traban ya el camino; el carácter absoluto del absoluto mismo em
pezó a ser tácitamente cuestionado. Vivimos en una época de so
cialismo utópico —decía con frecuencia en sus últimos años—;
hay que empezarlo todo de nuevo. Empezar de nuevo, sin em bar
go, no significa miedo y malestar, sino valor: valor del espíritu
crítico.
Pero él ya no tema tiempo para ese nuevo comienzo, crítico y
valeroso.
273
X. La disputa del positivismo
como punto de inflexión
en la teoría alemana de postguerra
275
todología del «gran vencedor», que fue también intencionadamen
te fomentado a través de la política de becas, dominaba la escena
en la Escuela de Kóln, pero no sólo aquí: también Hofstatter ope
raba en Hamburgo con los esquemas de las relaciones ingroup-out-
group y Dahrendorf experimentaba en aquel tiempo —aunque sólo
parcialmente— con la habitual teoría americana de los roles. La
gran tradición sociológica alemana parecía haber sucumbido to
talmente a su hibernación. Influía en ello la ausencia de comuni
cación teorética a escala global: las escuelas se habían encerra
do en ellas mismas y no había ocasión de mantener confronta
ciones metodológicas en las que se pudiesen estimular tomas de
posición de orden general.
El punto de inflexión vino dado por la disputa del positivismo.
Claro es que resulta difícil hablar de un «punto»: la disputa fue,
en efecto, un proceso de reflexión y de autorreflexión. En el curso
de este proceso se creó una nueva esfera pública en la teoría. La
disputa del positivismo duró casi diez años. El primer paso lo
dio Adorno en 1957: había sido un buen sismógrafo. Imperaba
todavía, a la sazón, la guerra fría, pero unos ojos agudos podían
discenir ya la saüdad del túnel. La clausura —relativa— de la
controversia acaeció en el año 1967. Relativa, decimos, porque en
realidad continuó en los años 70 —en el debate Luhmann-Haber-
mas— pero entonces ya situada en un plano completamente dis
tinto. Para entonces ya existía una esfera teorética pública. Na
turalmente, su presencia no debe atribuirse con exclusividad a la
disputa del positivismo: los acontecimientos del año 1968, que al
canzaron urna dimensión europea general, tuvieron también mu
cho que ver. Pero la disputa del positivismo creó el aparato ca-
tegorial básico: cada cual sabía de qué se trataba y lo que signi
fican en la práctica las controversias teóricas.
Cuando afirmaba antes que en el curso de la disputa del posi
tivismo se creó la fisonomía de la esfera pública teorética alema
na no quería dar a entender que este advenimiento careciese de
paralelos en otros países europeos. En la discusión polaca se hace
también reiteradamente referencia a la disputa alemana sobre el
positivismo, por ejemplo. Pero también en Francia tuvo lugar algo
similar. La discusión entre existencialismo y estructuralismo cum
plió, desde el punto de vista teorético, idéntica función. Las im
plicaciones político-sociales tampoco estaban al principio —véase
el debate Lévi Strauss - Sartre— tan alejadas de las alemanas,
aun cuando en una segunda fase conocieron unos desplazamientos
que nunca estuvieron presentes en los debates alemanes. Si bien
estos paralelismos eran evidentes desde la óptica de otra cultura,
los participantes en la discusión no reaccionaron ante los otros.
Que contribuyese a ello el carácter recíprocamente sospechoso de
ambas culturas es una cuestión que debemos dejar abierta, a pesar
de que fue planteada por parte alemana —pienso en Lepenies,
quien reaccionó teoréticamente a esta brecha entre una y otra.
276
Aunque la disputa sobre el positivismo es también de una gran
importancia por lo que hace a las soluciones y propuestas de so
luciones teoréticas, debemos lim itam os a la clarificación de su
función. Esto es tanto más im portante por cuanto yo misma no
soy neutral en lo que afecta a las cuestiones sustanciales del
debate. Las posiciones de los antipositivistas me son más cercanas
que las de los positivistas, aun cuando no considero relevantes
todos los argumentos de los primeros.
El prim er artículo de la disputa —«Sociología e investigación
empírica», de Adorno— es un ataque a la sociología am ericana y
a través de esta mediación también al denominado «modo de vida
americano». La propuesta de em ancipar por completo a la socio
logía alemana de la am ericana confiere al análisis tonos patéticos.
El rechazo total de la sociología am ericana está form ulado al mis
mo tiempo como una profesión de fe contra la americanización de
Alemania.
Las dos tendencias principales de la sociología am ericana de
la época eran atacadas. Según Adorno la teoría del sistem a
de Parsons se sitúa a un nivel de abstracción tal que carece de
todo valor de conocimiento social. La sociología em pírica que
opera con encuestas recoge las opiniones de los meros sujetos y
supone que el promedio estadístico de estas opiniones es la verdad
y la realidad. Así identifica la realidad fetichizada con la «realidad
como tal» y es ella misma fetichista, como las relaciones de m er
cado a cuyas leyes se somete. Pero la sociología, que se propone
desvelar el fetichismo, debe ser crítica y explicar al mismo tiempo
las opiniones en relación con la totalidad. Sólo de pasada men
cionaremos que Adorno en su Dialéctica negativa —que fue for
mulada en la misma época— rechaza por completo este concepto
de totalidad, y que este mismo concepto aparece tam bién en el
artículo en dos interpretaciones completamente distintas: prim ero
como totalidad del ser del mundo completamente enajenado y se
gundo como un método del procedimiento dialéctico de compren
sión del mundo, es decir, en una formulación negativa y en una
formulación positiva —hegeliana y marxiana.
Al igual que la teoría del sistema parsoniana, tam bién la so
ciología em pírica es descrita y criticada como «positivismo», es
decir, el positivismo se caracteriza aquí, para él, por dos rasgos
(que no están necesariamente articulados entre sí): uno es la apli
cación de los métodos de la ciencia natural a la sociedad y el otro,
que se suponga que lo positivamente existente es lo que existe
en absoluto. La cuestión de los valores, que tan im portante papel
había de jugar en la discusión posterior, aún no había aparecido
aquí.
Esta crítica de la sociología americana de la época era más
que justificada. La cuestión de si el concepto de «positivismo»
puede aplicarse lícitamente a tantas y tan diversas variantes de la
sociología, podemos ponerla tranquilam ente entre paréntesis. Pero
277
no podemos perder de vista un rasgo esencial de esta profesión
de fe, a saber, que los ejemplos de comprensión adecuada y rele
vante de la sociedad, con una única excepción, proceden del ám
bito del pensamiento alemán. La única excepción es Allport, el
primero que se atrevió a trasplantar la tradición alemana a suelo
americano. Esto es tanto más importante dado que en la época
en que Adorno formulaba su credo las formas de la sociología
americana que él rechazaba estaban siendo atacadas ya por la
escuela americana de la crítica de la cultura. C. Wright Mills era
una de las ñguras rectoras de esta corriente. La discusión interna
americana permaneció completamente extraña al campo de visión
de Adorno.
Cabe explicar esta circunstancia, en parte, por la tendencia
antes mencionada: la emancipación con respecto a América y el
inicio de una sociología enraizada en la tradición alemana era la
meta a alcanzar. Pero hay en el artículo también otra tendencia y
otra motivación sin las cuales es imposible entender el paso si
guiente de la disputa sobre el positivismo. Sigamos los argumen
tos. Adorno dice: «Por muy positivistas que parezcan estos proce
dimientos, les subyace implícitamente la idea, surgida algo así como
obedeciendo al modelo de las reglas de juego de la elección de
mocrática y generalizada no sin notable irreflexión, de que la
suma de los contenidos de la consciencia e inconsciencia de lo hom
bres, que componen un universo estadístico, tiene, sin más, un ca
rácter auténticam ente clave para el proceso social.» Y de nuevo:
«La investigación social empírica se convierte ella misma en ideo
logía cuando hace de la opinión pública un absoluto. Conduce a
ello un concepto nominalista de verdad, aceptado implícitamente,
que introduce la volonté de tous como la verdad e
porque no hay otra a investigar.» Naturalmente, Adorno añade
de inmediato que la volonté générale ha determinado aún más
calamidades que la aceptación de la volonté de tous. Pero la solu
ción que él propone, es decir, juzgar la adecuación o inadecuación
de las opiniones en relación con la cosa en cuestión es más que
dudosa: coloca, en efecto, al sociólogo-filósofo que examina la ade
cuación o inadecuación de las opiniones por encima del mundo
que debe ser examinado, lo que en combinación con el rechazo
de las consideraciones cientifistas presupone después de todo una
volonté générale que viene a coincidir con el punto de vista de
una teoría crítica dialéctica. Consiguientemente la crítica de Ador
no es ella misma ambigua: se dirige contra la democracia de ma
sas y ataca no sólo al fetichismo sino también a la democracia.
No es la democracia política lo que resulta atacado, sino el méto
do de una posible producción democrática de teoría.
No puede, por lo tanto, sorprender que tras las jomadas de
trabajo celebradas en Tübingen por la Sociedad Alemana de Socio
logía en el año 1961, que es donde comenzó la disputa del positivis
m o en sentido estricto, Dahrendorf viese más coincidencias que
27®
oposición en las ponencias de Popper y de Adorno. Como Adorno,
también Popper rechaza la sociología empírica, si bien la funda-
mentación que aduce es diferente. Para Popper el pecado original
no es la aplicación de los métodos de la ciencia natural en general,
sino de los ya superados. También la sociología del conocimien
to —y su concepción de la historicidad— es rechazada por ambos.
Y cuando Popper confirma la elección irracional del valor de la
ausencia de valor (Wertfreiheit), tampoco puede haber un debate
real en este punto. La concepción de los valores como «reificacio-
nes» —donde también la ausencia de valor aparece como una rei-
ficación en el mismo plano— no hace sino subrayar la argumen
tación defensiva de Adorno. Tras lo señalado antes es plausible
suponer que la mutua cordialidad, que no reflejaba las diferencias
sustanciales de las concepciones de ambos, se fundase en una ac
titud común: al igual que Adorno sitúa al filósofo-sociólogo por
encima de la sociedad, Popper coloca al científico por encima de
esa misma sociedad. Y aunque el sentido de la categoría de «crí
tica» en Adorno era universal —se entendía como crítica de la so
ciedad en general— y en Popper tenía un alcance limitado —como
crítica de las teorías—, hay que convenir en que la concep
ción limitada de la crítica puede insertarse de un modo más ho
mogéneo en la actitud aristocrática que la universal.
La generación de postguerra participó también en esta discu
sión pero se mostró insatisfecha con sus resultados. Esta genera
ción ya había reflexionado acerca de la emancipación con res
pecto a la sociología liberal-positivista americana. Ya entonces se
daban por sentados tres presupuestos para un nuevo comienzo: el
final de la guerra fría, el establecimiento de una esfera pública
para la teoría y la existencia de la propia generación de postgue
rra. Como veremos, también la vieja generación reaccionó viva
mente ante la nueva situación, pero el nuevo comienzo en el plano
teorético fue asumido por los jóvenes.
En la época de la disputa del positivismo la nueva filosofía
y sociología fue lanzada casi exclusivamente por los jóvenes teó
ricos que habían recibido su formación en la Escuela de Frank-
furt. El protagonista de esta discusión fue Jürgen Habermas, quien
se reveló posteriormente como la figura más relevante de la gene
ración posterior a la guerra. El positivismo fue defendido por Al-
bert, un miembro de la escuela de Popper. Es sabido que la es
cuela de Popper estaba sometida a una disciplina estricta que
no ofrecía posibilidades para elaborar y representar ideas nuevas
suscitadas por la situación alemana. Ésta es la razón por la que
fue tan importante para la opinión pública alemana la aparición
de Luhmann en el segundo debate sobre el positivismo (que no
fue tan nombrado, pero que fue realmente un segundo debate).
Habermas saludó la aparición de un nuevo adversario porque
venía a ocupar un lugar que hasta entonces sólo había estado sim
bólicamente representado. Luhmann había conseguido lo que Al-
279
bert no había logrado, a saber, hacer confluir una variante del po
sitivismo —la teoría sistémica en su caso— con una tradición filo
sófica alemana, con la filosofía heideggeriana. De esta manera se
reveló cierta en esta época la premisa teorética de Habermas, a
saber: que el positivismo debe ser pensado junto con el irracio
nalismo, si no en todas sus formas sí en la forma en que había
tomado últimamente carta de naturaleza en Alemania. La ausen
cia de un interlocutor adecuado había tenido como consecuen
cia que en la primera disputa sobre el positivismo los participan
tes discutiesen, por así decirlo, irnos al lado de otros y no unos
con otros. Albert no se tomaba grandes molestias en comprender
las posiciones de la otra escuela y Habermas se veía siempre mo
vido a atacar con su crítica a la fuente original, es decir, a Popper,
lo que era más provechoso para la elaboración ulterior de sus po
siciones que reaccionar a la segunda edición de los mismos ra
zonamientos. Habermas fue el único que en esta discusión com
prendió las posiciones de la otra parte, sometiéndolas de modo
substancial a examen. Esto mismo es lo que, como tendremos oca
sión de ver, no hizo Adorno.
Para Habermas, que entretanto había publicado su libro Teo
ría y praxis, aquella discusión fue un proceso de clarificación y de
autoclarificación. El reproche que le hizo Albert, a saber, que en
el curso del debate había modificado en muchos puntos su posi
ción inicial, no habla en contra suya sino en su favor. Su primer
artículo, «Teoría analítica de la ciencia y dialéctica», estaba con
cebido como un epílogo a la controversia entre Popper y Adorno
y pensado como una defensa de la posición de este último. En
cierto sentido esta contribución es seguramente todavía una ex
posición del razonamiento de Adorno. La mayor parte de las cate
gorías con que trab aja proceden del patrimonio ideal frankfur-
tiano. Las de «totalidad» y «dialéctica» ocupan un lugar central.
Pero ya se puede percibir un desplazamiento del interés teorético
y de las actitudes. En prim er lugar, la filosofía que se anuncia
aquí no es concebida como una dialéctica negativa: se formula,
contra el positivismo, un nuevo tipo de dialéctica positiva. La
crítica conserva una espacio crucial pero el punto de vista desde
el que se critica y la historia en favor de la cual se ejerce esa
crítica estaban más clara y unívocamente fijados que en Adorno.
Está ausente la equiparación de la totalidad con la
en tanto que uso posible del concepto. El elemento utópico ad
quiere mayor intensidad y la actitud desesperada desaparece por
completo. En una palabra: esta filosofía se proyecta sobre una
situación social que puede y debe tener un futuro. Y precisamente
por eso es mucho más im portante para Habermas que para Ador
no la comprensión de los argumentos del contrincante. Están de
acuerdo en la interpretación de la función social del positivismo.
Pero para Habermas las relaciones entre ciencia y técnica en el
todo de las relaciones medios-fines deben ser tomadas en serio y
280
analizadas. Porque Habermas comparte con los positivistas una
idea clave: la del progreso. El progreso no es concebido en él en
términos de un proceso social global científico-técnico, pero la
ciencia y la técnica se integran en esta concepción del progreso.
En su segunda contribución a la discusión —«Contra un racio
nalismo menguado de modo positivista»— da Habermas un paso
más. El concepto de totalidad desaparece casi por completo, se
sitúa en el centro la categoría de ilustración racional y el con
cepto de identidad se utiliza, en contraste con Adorno, en un sen
tido positivo. «En las condiciones de reproducción de una socie
dad industrial, los individuos que no dispusieran de otro conoci
miento que el aplicable técnicamente ni pudieran esperar ya ma
yor ilustración racional sobre sí mismos y los fines y objetivos de
su acción perderían su identidad», dice. Y añade: «Su mundo des-
mitologizado sería —en la medida en que el poder del mito no pue
de ser anulado por vía positivista— un mundo lleno de demonios.»
También retomaba el problema de los valores. En la prim era
contribución la argumentación habermasiana acerca de este pro
blema había sido claramente convencional, afirmando que también
la desvinculación respecto de los valores era un postulado de
valor, cosa que, entre paréntesis, nunca había negado Popper.
Pero aquí daba un paso más en una dirección que había de reve
larse fecunda: atacaba la separación entre ciencia y ética. Dicho
de manera simple: criticaba la concepción popperiana de la ética
en su equiparación con la ética del científico natural. Habermas in
voca también necesidades, penas y motivaciones humanas cuya
formulación teorética como proceso de clarificación y autoclari-
ficación no tienen cabida en absoluto en la elaboración teórica y
en la posición positivista. El problema, nuevamente, no es enten
dido por Albert. En su respuesta argumenta con una afirmación
incuestionablemente cierta: «La ciencia es posible precisamente
donde hay ámbitos sociales en los que el interés del conocimiento se
emancipa de tales necesidades elementales» —afirmación que, no
obstante, nada dice acerca del problema planteado. El postulado
de que el científico debe hacer abstracción de las propias penas,
motivaciones y necesidades en su interés de conocimiento no dice
nada acerca de si estas penas y necesidades deben tematizarse o
no en la teoría y acerca de si los hombres pueden referir o no
esas teorías a sus penas, necesidades, motivaciones y en caso afir
mativo en qué modo.
En el curso de la discusión Habermas comenzó a invocar un
mundo de ideas y una tradición diferentes de los de Adorno: el
pragmatismo americano y en prim er lugar las propuestas teoréti
cas de Peirce. Las ideas de comunicación y comunidad empezaron
a ser pensadas conjuntamente. La comunidad de comunicación de
los científicos se aceptaba como punto de partida, pero también
se encuentra esbozada ya en este estadio la ampliación de la idea
en la noción de una comunidad universal de comunicación, noción
281
que había de jugar el papel central en la «segunda disputa del po
sitivismo».
Como hemos visto, el punto de partida de la disputa del positi
vismo fue el ataque a la sociología americana. Recordaremos aún
que la emancipación respecto del mundo de ideas americano había
sido, al propio tiempo, crítica de la democracia de masas y que
con ésta la misma democracia resultaba afectada. Por eso la re
ferencia haberm asiana a Peirce tiene un valor simbólico. En el
positivismo se critica no sólo la metodología y el cientificismo, sino
también su posición desde luego escéptico-liberal, pero también
antidemocrática. La vinculación con Peirce significaba la vincula
ción con los valores y las tradiciones de la democracia. La tema-
tización del mundo de la vida y la idea nunca explicitada, pero
sustentada implícitamente, del primado de la razón práctica apun
tan indudablemente en la misma dirección. La actitud aristocráti
ca que —a pesar de todas las oposiciones teoréticas— había dado
lugar a la sorprendente coincidencia en las tesis de apertura de
la discusión de Adorno y Popper desaparecía completamente. La
teoría social de la joven generación de la Escuela de Frankfurt
(Krahl, Negt, Wellmer y Offe deben mencionarse aquí también al
lado de Haberm as) era una teoría democrática: el marxismo era
interpretado como una tradición democrática.
Esto no significa, obviamente, que esta elaboración democráti
ca de la teoría fuese entonces la única relevante, a pesar de que
tam bién otros teóricos que no procedían de la Escuela de Frank
fu rt «estricta» —como Apel— hubiesen jugado un papel de impor
tancia en la form ación de esta dimensión democrática de la teo
ría. No debe olvidarse que al comienzo del desarrollo de la nueva
esfera pública teorética había aparecido el libro de Gadamer
Wahrheit und Methode que representaba a un nivel filosófico muy
elevado una nueva —y conservadora— variante de la hermenéuti
ca. Y tam poco hay que olvidar que hacia el final del mismo pe
ríodo la elaboración teorética de izquierda no democrática —aun
que no representada por nombres relevantes— había ganado es
pacio e influencia. Pero la discusión con la hermenéutica y con las
exposiciones de Marcuse se desarrollaba ya sobre la base de la
esfera pública teorética que había sido estim ulada y en parte
también creada por la disputa del positivismo.
Cuando las diversas aportaciones a la disputa del positivismo
fueron reunidas en un volumen, Adorno escribió una Introduc
ción y Albert un —breve— epílogo. El epílogo de Albert se carac
teriza por la ceguera del dogmatismo de escuela. No percibe en
absoluto la función social ni la relevancia del debate. Se queja de
que el libro es tendencioso en su estructuración. Pero esto lo
considera una inconveniencia científica y no como la expresión del
substancial desplazamiento que se había operado en la atmósfera
y en la autorreflexión social. La Introducción de Adorno es el
polo opuesto estricto del epílogo. Como un buen sismógrafo, el
282
gran viejo de la Escuela de Frankfurt traduce toda la discusión
en términos sociales. Aun cuando hace repetidamente referencia
a los argumentos de Habermas y los cita en sentido positivo, no
hay más remedio que señalar que era totalmente inconsciente de
la novedad de fondo que había aparecido en el debate.
La referencia a la prim era aparición del movimiento estudian
til m uestra ya la sensibilidad de Adorno. Aun cuando expone en
lo esencial sus viejas ideas, es visible un desplazamiento a un
enfoque más optimista. «Al extenderse el principio del intercam
bio, en virtud de su dinámica inmanente, al trabajo vivo de los
hombres, se transform a forzosamente en desigualdad objetiva, la
de las clases. Contradicción que de m anera pregnante podría ser
formulada así: en el intercambio todo acontece justam ente y,
sin embargo, no acontece justamente. La crítica lógica y la enfá
ticamente práctica que exigen un cambio social, aunque sólo sea
para evitar una recauda en la barbarie, son momentos del mismo
movimiento del concepto», escribe Adorno. Que hemos dejado per
der el momento de la transformación de la sociedad, la idea fun
dam ental de la Dialéctica negativa, ya no se dice aquí. Y por se
ñalar otro paralelismo, recordemos que también en Francia se ha
bía formado un grupo de teóricos que se definía a través de la
divisa: «socialismo o barbarie».
La función social del positivismo es formulada con claridad y
agudeza en la Introducción: «Aun en el supuesto de que semejan
te extrapolación —la extrapolación del método de la ciencia de
la naturaleza a la ciencia de la sociedad— fuese de alguna mane
ra posible y no descansara en un absoluto desconocimiento de la
naturaleza de las relaciones de poder sobre las que de m anera in
m ediata se sostiene constitutivamente, una sociedad totalm ente
controlada por la ciencia no dejaría por ello de ser objeto, el ob
jeto de la ciencia, y, en consecuencia, tan tutelada como siempre.»
Pero si entiende claramente la función social del positivismo, es
poco lo que comprende de la propia teoría sometida a crítica. Ata
ca la tesis de no contradictoriedad lógica y afirma que las cosas
pueden ser contradictorias entre sí, lo que significa que realmen
te no quería entender —en sentido teorético— las sugerencias de
su adversario. No puedo dejar de mencionar que existe una lla
mativa similitud entre esta actitud de Adorno y el viejo Lukács.
El capítulo de la Ontología de Lukács sobre el positivismo expresa
la misma posición y se caracteriza por el uso de los mismos argu
mentos. Aunque los dos viejos hayan polemizado tan enérgica
mente entre sí, debemos convenir que, a pesar de todo, una tradi
ción común puede realmente prefigurar las ideas en la mism a di
rección.
De la disputa del positivismo cabe deducir la fuerte im pronta
de Adorno sobre la orientación de la nueva esfera pública teoró
tica alemana. Pero él mismo no pertenecía ya a ella. El hombre
que inició personalm ente la inflexión participó en ella sólo em o
283
cionalmente, no teoréticamente. El grüne Wiesengrund* perte
necía a la generación de Thomas Mann. Pero a través de su per
sonalidad la teoría del exilio ejerció sobre la nueva teoría alema
na una influencia mayor que la literatura del exilio sobre la nue
va literatura alemana.
284
XI. Habermas y el marxismo
285
apropiada para su recepción por un destinatario particular, del
que podía prescindir. La ausencia de las experiencias emociona
les de la esperanza y la desesperación, de la dicha y la humillación,
empero, es visible en la explicación de su teoría: los aspectos pn>
píamente de criatura humana del ser humano desaparecen en ella.
Habermas rechaza la filosofía de la esperanza y la desespera
ción. Nunca ha querido ser el Príncipe de Gales de la dialéctica
negativa; el núcleo sólido de su pensamiento le impide aceptar un
papel semejante. Hablando de Adorno y Schelsky, en un período
posterior,' formula un juicio a este respecto: la filosofía de la
desesperación «no es comprometida». A esto habría que añadir:
las filosofías no comprometidas son irresponsables. En su polé
mica con Adorno/ Lukács encontró objetivamente la expresión
adecuada de tal actitud: «Grand Hotel Abgrund».* La desespera
ción total es, en la filosofía, una sensación estética; aun el opti
mismo del sentido común entraña una dosis mayor de compro
miso práctico.
Al volver la espalda a la filosofía de la desesperación, Haber-
mas sacrificó asimismo dos categorías básicas de su legado teoré
tico: la de totalidad y la de fetichismo. Cuando las aplicaba —cosa
que sucede con más frecuencia en sus escritos tempranos que en
su periodo de madurez— lo hacía con bastante cautela. Nunca las
utilizó como el marco teorético para la comprensión de la conste
lación del mundo. Esto explica, al menos en parte, su vehemente
rechazo de Historia y consciencia de clase}
Habermas ha tratado, con éxito, de combinar filosofía crítica
y positiva. Esta combinación supone que la teoría crítica deja de
ser dialéctica negativa y la filosofía positiva deja de ser positivis
mo. Ya no le grita al mundo que todos sus esfuerzos están conde
nados al fracaso, sino que lo contempla con los valores que le son in
herentes, unos valores que, aun distorsionados, implican todavía la
posibilidad de progreso. Ésta es, efectivamente, una filosofía de
la responsabilidad. El teórico asume el riesgo de convertirse en
un modesto luchador «por el progreso», si es que éste existe.
Aunque Habermas nunca ha participado en ningún tipo de movi
miento, no hay que malentenderle: es un luchador. Una filosofía
crítica positiva es como tal un proyecto osado en nuestra época.
* *
1. Crisis de legitimación.
2. En conjunto, la disputa mencionada más arriba fue un llamativo ejemplo
de comunicación distorsionada. Ambas partes se negaron a hacer el más mínimo
esfuerzo para comprender el punto de vista de la otra.
* El gran hotel del precipicio. (N. del T.)
3. En Technik und Wissenschaft ais Ideologie atribuye una teoría de la co
municación a Marx y obvia por completo cualquier énfasis en la necesidad del
socialismo en su teoría, de acuerdo con la cual la única tarea del proletariado es
moderar los dolores del parto. No quiero sostener que ésta sea la concepción
de Marx, pero sí subrayar que la referencia de Lukács era también legítima.
286
Habermas aborda a Marx con un gesto soberano. En térm inos
hegeiianos: concentra siempre su interés en el «espíritu objetivo»,
tanto el «espíritu absoluto» como el «espíritu subjetivo» son in
terpretados por él exclusivamente en su relación con el «espíritu
objetivo». Esto significa, en el caso que nos ocupa, que nunca ha
hecho el esfuerzo de disecar las delicadas fibras del tejido que se
conoce como la oeuvrede Marx y que nunca ha tratado de ente
der un cogito llamado Karl Marx. Su Marx es el Marx instituciona
lizado: el marxismo, el materialismo histórico. La oeuvre de Marx
es para él una especie de materia prima en el doble sentido de
la palabra. Duplica su interpretación en el sentido de que reinter
preta el Marx que ya ha sido interpretado por el marxismo, de
un lado, y utiliza la materia prim a desde la perspectiva de su
teoría como contraste o como marco de referencia bajo la advo
cación de je prends mon bien oü je le trouve, de otro. Por eso
mismo es irrelevante destacar que sus explicaciones de un texto
de Marx varían y son incluso contradictorias entre sí en diversas
obras (a veces aun en la misma), que critica a Marx desde el pun
to de vista que era precisamente el propio de Marx o que excluye
frecuentemente textos básicos de sus interpretaciones. La m ateria
prim a se incorpora al producto y este producto es el que realm en
te vale. Si apreciamos el producto, debemos aceptar la soberanía
del creador. Esto no significa, naturalmente, que el interés por el
«espíritu absoluto» o por el «espíritu subjetivo» pueda ser consi
derado como inferior, pues es igualmente válido, todo depende de
su rendimiento.
Hay, sin embargo, una característica básica de la interpretación
habermasiana de Marx que debe ser mencionada. Habermas des
cuida por completo los rasgos «románticos» de Marx, esos mismos
rasgos que fueron ampliamente explotados por Adorno y más aún
por Marcuse. Aunque el elemento feuerbachiano se encuentra ya
considerablemente descolorido en la obra del Marx de la madurez,
su sabor agridulce puede notarse hasta el final. El ser hum ano
sensible, dotado de necesidades, sujeto de sensaciones no dejó
nunca de ser uno de sus centros principales de atención. El hom
bre habermasiano, en cambio, carece de cuerpo, no tiene sensacio
nes: la «estructura de la personalidad» se identifica en él con la
cognición, el lenguaje y la interacción. Si bien Habermas acepta
la distinción aristotélica entre la «vida» y «la buena vida», se
tiene la impresión de que la buena vida consiste sólo en la comu
nicación racional y que cabe abogar por las necesidades sin sen
tirlas. Un ejemplo palmario de este descuido es su análisis del
capítulo de los Manuscritos económico-filosóficos dedicado al tra
bajo alienado. Para Habermas, esta odisea del sufrimiento hum a
no —una de las más grandes jam ás escritas— ejemplifica la es
tructura de la racionalidad instrumental. Luego volveré a la crí
tica habermasiana del concepto de trabajo en Marx. No obstante,
debo señalar ya ahora que la teoría de Marx tiene una ventaja!
287
Además de una cierta grandeza que desaparece en la interpreta
ción de Habcrmas, la teoría marxiana implica la comprensión del
progreso humano como sufrimiento. Marx concebía el destino del
ser humano individual conjuntamente con el desarrollo de la pro
ducción y de las instituciones. En su rechazo de los elementos «ro
mánticos» presentes en Marx, Habermas se ve movido a abando
nar también la teoría de la alienación y, sin embargo, esta teoría,
en tanto que opuesta a las del fetichismo y la totalidad, puede
tener un lugar en su sistema filosófico. Más aún, me parece que
debe incluso tenerlo. La defensa habermasiana del valor «viejo
europeo» de la dignidad humana incluye tácitamente el valor de la
individualidad como un «todo». Creo que ninguna consideración
teorética debe excluir la unificación del legado « h u m a n i s ta » y
«crítico» de Marx.
* *
288
tado por el movimiento marxista principalmente como un filósofo
y ésta es la razón por la cual la íalsacion de algunas de sus pro
posiciones no puede por menos que implicar una reorientacion de
nuestra relación con él y no sólo en la teoría, sino precisamente
en la práctica. Al asum ir la obra de Marx como ciencia y como
filosofía, Habermas se sustrae a los peligros de ambos extremos.
Su reconstrucción del materialismo histórico es tal vez el m ejor
ejemplo de la solidez y viabilidad de esta actitud —sin que tenga
relevancia alguna que estemos de acuerdo o no con todas sus pro
posiciones teoréticas.
Hay dos problemas básicos, o mejor aún dos grupos de pro
blemas, en Marx y el marxismo que Habermas interpreta, rein
terpreta, elabora, aplica y caracteriza constantemente. Uno es la
relación entre la teoría y la práctica, otro, el del materialismo
histórico. Los temas principalmente debatidos bajo este último
rótulo son el concepto de tuerzas productivas con todas sus im
plicaciones y la concepción de la relación entre la base y la supe
restructura. Por este motivo he elegido estos dos tópicos para
ejemplificar la comprensión habermasiana del marxismo. Desde
luego, ambos temas se encuentran muy extensamente ejemplifica
dos en el m arco teorético de la filosofía habermasiana y entrelaza
dos con un conjunto de problemas que me resulta imposible ana
lizar en detalle en el presente estudio. He debido restringir yo
m ism a mi propio análisis —en la medida de lo posible— a consi
deraciones relevantes para mi temática particular.
* *
290
Si el destinatario es universal y no una clase social particular,
la teoría ha de hacer frente a dificultades especiales. Ya he men
cionado una dificultad: Habermas se ve obligado a no contemplar
todo el sistema motivacional de los seres humanos.1 Marx no se
veía forzado a proceder así: atribuía muchos tipos de motivacio
nes al proletariado, si bien con frecuencia no de un modo real
mente concluyente (el proletariado está fuera de la sociedad ci
vil, sufre, se siente desgraciado en su alienación, puede m anejar
los medios de producción más desarrollados, está ya socializado en
lo que se refiere al proceso de trabajo, tiene necesidades radica
les, su interés es opuesto al del capital, etc.). La cuestión de si la
distorsión de la comunicación está motivada y cómo lo está
no puede ser respondida por Habermas; tampoco puede respon
der a la cuestión de qué puede motivamos a desembarazarnos de
la distorsión. La afirmación de que todas las acciones consensúa
les pueden transformarse en argumentos racionales no es, en rea
lidad, una respuesta: la voluntad de lograr una acción consen
sual es el problema en cuestión. Habermas intenta resolver este
problema recurriendo a su reconstrucción evolucionista del ma
terialismo histórico, pero esta solución no me parece que sea
realmente convincente.
La universalización del destinatario, por tanto, se expone a
otras dificultades teoréticas que me propongo discutir más ade
lante. En este punto voy a considerar sus ventajas.
Habermas hace referencia a la famosa fórmula de Marx según
la cual la cabeza de la revolución es la filosofía y su corazón el
proletariado. La revolución ha perdido su corazón, dice él. El pro
letariado no puede ser el destinatario de una teoría con intencio
nalidad práctica porque no ha desarrollado el interés emancipa-
torio que le atribuyó Marx. La teoría, no obstante, no puede ser
falsada por la práctica, sino sólo por otra teoría. Habermas re
chaza la propuesta de Lukács de aceptar la práctica como criterio
exclusivo de falsación o verificación. La teoría marxiana de la
revolución no se ha revelado falsa porque no se haya realizado o
porque haya sido deformada, sino porque se ha convertido en irre
levante desde el punto de vista de la teoría. El proletariado in
corpora la racionalidad estratégica en sus diferentes acciones y
ésta es la razón por la cual no puede ser —en tanto que clase—
portador de emancipación. Ni la crisis motivacional ni la crisis de
legitimación del capitalismo tardío han sido transformadas por
esta clase en interés emancipatorio. Ésta es la razón por la cual
no puede ser el destinatario, no porque su acción haya fallado. La
concepción de la revolución política debe ser abandonada porque
carece en absoluto de portador. Además, aunque lo tuviese, la re-5
291
volución política no puede conducir a la emancipación humana.
La dominación sólo puede ser trascendida de manera gradual.
Este concepto de gradualismo, sin embargo, no tiene nada que ver
con la piecemeal engineerin popperiana. Habermas insiste en
la superación de la dominación y en una concepción intensamente
marxiana: la emancipación es una empresa colectiva que depende
del interés emancipatorio del dominado y en el caso óptimo del
interés emancipatorio de todo ser humano. Por otra parte, la
fuente del interés emancipatorio puede ser detectada en la crisis
del capitalismo —lo que es, de nuevo, una idea marxiana orto
doxa. Consiguientemente, el concepto habermasiano de gradua
lismo no puede ser presentado como una idea liberal. El liberalis
mo y la democracia siempre han estado divididos en un tema im
portante, a saber, si el cambio debe conseguirse desde arriba (por
reformas) o desde abajo (por la acción del pueblo). La idea de la
comunicación libre de dominación vinculada con el interés eman
cipatorio de todos puede ser caracterizada más propiamente como
«democracia radical».
En lo que sigue voy a referirme básicamente a la nueva intro
ducción a Teoría y praxis, donde las implicaciones políticas de la
teoría de Haberm as son hechas explícitas por el autor mismo. Ha-
bermas describe aquí la relación «normal» entre la teoría, el gru
po-objetivo (Zielgruppe) y la acción política. La introducción está
pensada como una respuesta —al menos en parte— a las obser
vaciones críticas que le acusaban de carecer de una teoría de la
organización. Sin embargo, no ofrece ninguna teoría de este gé
nero; además, rechaza tácitamente la arrogancia de una teoría que
se proponga sugerir organizaciones «apropiadas» para la acción
política. Si el teórico interviene en la acción, argumenta Ha-
bermas, no puede arrogarse ninguna posición privilegiada; es uno
más entre los muchos que toman decisiones y asumen responsa
bilidades. Habermas sustituye la teoría de la organización-para-la-
acción por la de la organización del proceso de ilustración en el
que —de acuerdo con él— la teoría puede tener esa posición pri
vilegiada. Pero la teoría de la organización de la ilustración es de
finitivamente no idéntica a la teoría de la organización, que siem
pre ha sido entendida como una teoría de la organización-para-la-
acción. No veo ninguna falta en este rechazo tácito; además, me
parece que la teoría de la organización ha sido una innovación
del marxismo, basada en una mala interpretación. Marx no elabo
ró jam ás ninguna teoría de la organización. Según Georges Haupt,
rechazó una y otra vez sugerencias en este sentido formuladas por
algunos sectores de la Internacional.4 La emancipación del prole
tariado es tarea del proletariado, los obreros son quienes deben6
292
decidir acerca de sus propias organizaciones.78De esta manera Ha-
bermas vuelve a seguir a Marx cuando declina elaborar una teoría
de la organización apropiada.
Sin embargo, tampoco la organización de la ilustración puede
ser concebida como libre de contradicción con el entramado de la
teoría de Habermas. La relación entre la teoría y el grupo-obje
tivo es simple en el caso en que el destinatario de la teoría y el
grupo-objetivo son idénticos. En términos de marxismo ortodoxo,
eso significaría la ilustración del proletariado como grupo-obje
tivo definido de la teoría. Ya hemos señalado antes, empero, que
el destinatario de Habermas es la razón práctica, que es idéntica
a la asunción básica de su sistema.' Pero la razón humana no es
un «grupo». Si tomamos en serio la concepción habermasiana, no
podemos aceptar como destinatario primario a ningún grupo-ob
jetivo en absoluto. Podemos decir, utilizando la analogía del psi
coanálisis, que la teoría tiene diversos grupos-objetivo en mente
a los que se propone ilustrar uno detrás de otro o en paralelo,
a la manera del médico que trata a más de un paciente al mismo
tiempo. La analogía, no obstante, es considerablemente endeble.
La teoría que se dirige al grupo-objetivo no es una hoja de papel
ni un libro, sino el teórico (o los teóricos) como tal, quien —como
persona humana— no puede participar sólo en el proceso de ilus
tración, sino que debe también asumir el riesgo de la acción. Si
sólo asumiese la posición de médico sin incluir los riesgos al me
nos de alguna acción, podríamos formular un juicio de «no com
promiso», el mismo que Habermas formula a propósito de Adorno
y Schelsky. Los grupos-objetivo pueden concebirse en plural, pero
no pueden ser infinitos en número —la humanidad como tal de
finitivamente no es un grupo-objetivo. La humanidad no tiene in
tereses que puedan ser formulados como un argumento contra los
intereses de otros; la humanidad como tal no puede emprender ac
ciones. El grupo-objetivo en tanto que destinatario de la teoría no
puede ser concebido con la teoría de Habermas de manera con
clusiva. Esta contradicción, no obstante, es comprensible y ha
bla en favor de Habermas. La parcialidad por la razón no excluye
la parcialidad por el oprimido. Tanto el dominado como el domi
nador están igualmente provistos de razón; la parcialidad en fa
vor de la razón no puede hacer ninguna distinción a este respecto.
El valor de la comunicación libre de dominación adscribe la dis
torsión de la comunicación al sistema de dominación. De acuerdo
con este valor, debe aceptarse —aunque sólo tácitamente— que
quienes están dominados, en diferentes aspectos, en relaciones
diversas, pueden tener un impulso mayor para perseguir intereses
7. La ausencia de una teoría de la organización en Marx no está en contra
dicción con el hecho de que prefiriese algunas organizaciones a otras y que atri
buyese eventualmente tareas diferentes a diferentes organizaciones.
8 . Cuando hago referencia a la razón humana, aludo siem pre a la deducción
trascendental de la comunicación racional.
293
emancipatorios que quienes dominan. Sin este supuesto previo, la
noción de «grupo-objetivo» carecería de sentido en absoluto o sólo
lo tendría en el caso de que diésemos por supuesto que Habermas
excluye su propia teoría del proceso de ilustración, lo que tendría
aún menos sentido.
A pesar de la introducción de la noción de grupo-objetivo y de
la parcialidad por el oprimido, Habermas mantiene la prioridad
de la parcialidad en favor de la razón. La argumentación racional
puede desarrollarse en dos niveles: primero, en el seno del grupo-
objetivo; segundo, entre el grupo-objetivo y otros grupos. La teo
ría accede al grupo-objetivo desencadenando un proceso de auto-
reflexión acerca del interés del grupo-objetivo dado desde el pun
to de vista de la teoría. El proceso de ilustración finaliza (ideal
mente) cuando el grupo-objetivo se reconoce a sí mismo en la
teoría o al menos en una versión de la teoría que toma forma
en el curso de ese proceso. El autorreconocimiento debe ser (de
nuevo idealmente) consensual y sirve como base para la acción.
Toda acción consensual, empero, puede ser sustituida por la argu
mentación racional. La sustitución, por supuesto, puede significar
dos procedimientos diferentes: o bien sólo deben emprenderse
aquellas acciones cuya racionalidad pueda afirmarse siempre, o
bien la sustitución es efectiva. La diferencia entre los dos sentidos
no tiene por qué significar nada para el proceso de ilustración
en el seno del grupo-objetivo, pero vuelve a ser importante en
la relación ingroup-outgroup. Por decirlo de manera concisa: el
núcleo de la cuestión es si la lucha de clases9 en tanto que acción
puede ser sustituida por la argumentación racional. De acuerdo
con la teoría de Habermas y el valor supremo de Habermas (la
parcialidad en favor de la razón), debe serlo. Sin embargo, Haber-
mas sabe que no puede ser sustituida. Así llega a la conclusión de
que la teoría reflexiva no puede ser aplicada a actividades estraté
gicas, que la fuerza y el discurso no pueden concebirse conjunta
mente. Empero, yo me propongo argumentar que la lucha de cla
ses no puede ser descrita —al menos no en todas sus formas—
como una actividad meramente estratégica y que los modelos de
la fuerza y del discurso pueden ser interconectados sin echar por
la borda el teorema básico de Habermas.
El discurso siempre ha tenido lugar entre individuos social
mente iguales. Cuando evoca retrospectivamente las formas his
tóricas del discurso, Habermas se refiere con frecuencia a Ate
nas. Sin embargo, es de sentido común que no hay discurso posi
ble entre amo y esclavo, hombre y mujer, adulto y niño. El verbo
«discutir» expresa en su doble significado dos situaciones posibles.
Cuando alguien dice: «No discuta conmigo», el verbo implica una
transgresión y de hecho hasta el advenimiento de la sociedad ci*
294
vil, una persona de rango social inferior no estaba autorizada a
discutir con una de rango superior. En la época en que Rousseau
afirmó: «Quemar no es manera de discutir», lo hizo desde el
punto de vista de un futuro posible. Quemar no «sustituía» a la
discusión porque nadie que queme un libro puede persuadir a
nadie y menos a aquel cuyos libros son quemados. Sólo la socie
dad civil basada en la igualdad formal de los ciudadanos y en el
sistema de contrato universaliza (al menos virtualmente) el dere
cho a discutir. El reconocimiento de la igualdad formal en las
democracias pluralistas incluye la posibilidad —aunque sólo la po
sibilidad— del discurso para todos. El derecho, sin embargo, no
puede llevarse a la práctica de una manera inmediata. El sistema
social es de dominación y la parte dominante no puede ser mo
vida a escuchar una argumentación o a aceptar algún tipo de reci
procidad, a menos que se le fuerce a prestar atención.
Como consecuencia, me inclino a defender la teoría de Haber-
mas. A diferencia de lo que sucede en los sistemas políticos des
póticos, en las democracias formales las revoluciones políticas
pueden ser sustituidas por el discurso racional. Si esto es verdad,
entonces la lucha de clases sólo tiene un objeto, a saber, crear
situaciones en las que una parte se vea forzada a escuchar los
argumentos de la otra parte y a aceptar la reciprocidad de la si
tuación. Sin embargo, esto sólo puede suceder en situaciones de
igualdad momentánea de poder, lo que únicamente puede conse
guirse por la fuerza. Aunque la fuerza no puede ser sustituida
por la argumentación, puede ser aplicada «en auxilio de la argu
mentación». Por otra parte, si tomamos en serio la democracia,
deberemos aceptar que la única legitimación de la fuerza es la rea
lización del derecho, existente de manera virtual, a la argumen
tación. Si es verdad que la argumentación no puede sustituir a la
acción, también es verdad que la acción no puede sustituir a la ar
gumentación. Pero si la finalidad de la acción es la argumenta
ción (forzar a la otra parte a «prestar atención»), entonces la lu
cha de clases no puede ser concebida exclusivamente en términos
de acción estratégica: la parcialidad en favor de la razón está in
cluida en el concepto de éxito.
Todo esto no es una mera especulación inventada como un me
dio de apoyar la parcialidad en favor de la razón. El proceso an
teriorm ente descrito sucede todos los días. Tanto los intereses
particulares como las necesidades universales son formulados con
frecuencia en el proceso de forzar la argumentación. Para men
cionar lo particular: las comisiones de arbitraje son instituciones
para la argumentación en las que pueden alcanzarse compromi
sos racionales; pero antes del arbitraje deben haberse producido
huelgas, porque en ausencia de éstas los empleadores no se verán
forzados a escuchar. Por eso los sindicatos se niegan a sustituir
las huelgas por el arbitraje. La expresión de las necesidades uni
versales puede (y con frecuencia lo hace) tomar la misma forma.
295
si bien no hay instituciones de arbitraje establecidas para este
tipo de argumentación (aunque no estén excluidas por principio
de todos modos). Tampoco las manifestaciones de masas contra
emplazamientos nucleares, minas de uranio, guerras, el paro o en
favor de la liberación de la m ujer pueden ser sustituidas por la
argumentación. Debe m ostrarse la fuerza que se posee, la disputa
debe hacerse explícita, la delegación de los que se oponen debe
estar respaldada por una fuerza capaz de obligar a la otra parte
a prestar atención. Los movimientos del tipo de los grupos de pre
sión hacen lo mismo. Sin embargo, en el caso de las manifesta
ciones de masas la lucha de clases puede identificarse en tan es
casa medida con una «acción estratégica» como en el de la huel
ga. La acción escomunicación, lucha de clases y proceso de ilu
tración al mismo tiempo, no sólo porque los lemas inscritos en
las pancartas puedan desencadenar procesos de ilustración, sino
porque la finalidad consciente de la acción es —al menos en
parte— un proceso de ilustración susceptible de contrarrestar la
distorsionada comunicación vehiculizada por los medios de comu
nicación de masas. Cuantas más manifestaciones masivas, contra
instituciones y contramovimientos expresen necesidades universa
les (en su m ayor parte radicales), cuanto más poderosos sean,
mayores serán las posibilidades del progreso a través del discurso
racional, pero sólo si el discurso se fija como una finalidad. El pro
ceso de ilustración de la teoría reflexiva sólo puede tener un co
metido: d ar lugar a esta condición. Si la teoría reflexiva consigue
llevar a térm ino este cometido de importancia no menor, podrá
dirigirse a cualquier grupo, movimiento o partido y la parcialidad
en favor de la razón se habrá alcanzado.
Me parece, no obstante, que Habermas piensa en algo «más».
Pongo «más» entre comillas porque —si le he entendido bien—
la ilustración del «grupo-objetivo» descrita por Habermas es algo
«menos» que lo descrito más arriba cuando lo que está en juego
es la emancipación humana.
La organización de la ilustración presupone el interés emanci-
patorio en el seno del grupo-objetivo, lo que significa dos cosas:
la tutela es autoimpuesta y su abandono, deseado. Habermas, sin
embargo, no nos dice que éste sea el caso, sino sólo que puede ser
lo. La disposición para la emancipación es explicada en este teore
ma trascendental: dado que somos seres racionales, no elegimos la
racionalidad como valor. En sus esfuerzos por eliminar el deci-
sionismo, identifica una aserción condicional con una afirmación.
La aserción condicional es: si es que realmente elegimos, no po
demos elegir sino la racionalidad. La afirmación es: no elegimos
la racionalidad porque somos seres racionales. Habermas solo
prueba la prim era aserción (condicional), no la segunda, pero de
hecho sustituye la primera por la segunda. Pienso, sin embargo,
que se trata de proposiciones teóricas y prácticamente distintas
y que la prim era no constituye una prueba de la segunda. Por una
296
parte podemos elegir la prioridad de la racionalidad instrumental
o estratégica sobre la racionalidad comunicativa y, por otra, po
demos no elegir en absoluto, sino limitamos a seguir impulsos,
emociones o hábitos. Aceptar esta concepción no significa recaer
en la tram pa del decisionismo, porque no afirma que haya una
elección entre la racionalidad y la irracionalidad. Lo que indica
es que la racionalidad comunicativa es una elección, una elección
de valor. Nuestra racionalidad —como ha demostrado Habermas—
es una racionalidad en-sí, pero para transformarla en racionalidad
para-sí debemos elegir la racionalidad comunicativa como valor.
La cuestión decisiva no es la suscitada por Habermas de si el gru
po-objetivo acepta (o transform a) la teoría reflexiva en y a través
de la argumentación, sino si ésta es apta para la argumentación.
En la interrelación entre teoría reflexiva y grupo-objetivo esto
puede significar dos cosas distintas. La teoría reflexiva se dirige
exclusivamente al grupo en el que la argumentación racional ha
sido aceptada ya como un valor consensual o a los grupos en los
que no es éste el caso y en los que su tarea es doble: argumentar
en favor del valor del discurso racional más introducir las premi
sas en el grupo-objetivo. Lo segundo sólo puede conseguirse cuan
do se ha completado lo primero.
Habermas, sin embargo, no describe cómo ha de conseguirse
el consenso acerca del valor mencionado más arriba (se niega a
reconocerlo como tal valor), sino cómo puede alcanzarse el con
senso en una teoría.
Una teoría debe probarse como verdadera en el discurso cien
tífico antes de insertarse en el proceso de ilustración. Al mismo
tiempo Habermas sugiere que una teoría aceptada en el proceso
de ilustración puede ser corregida y que el consenso alcanzado
al final del proceso no debe significar la aceptación de la teoría en
su conjunto (lo que supondría que cualquiera se convirtiese en un
científico). Ésta no es tan sólo una idea bien fundada, sino, de
nuevo, una concepción basada en la conciencia de responsabilidad.
Aquel que se diriga a un grupo-objetivo debe ser consciente de
sus responsabilidades. En una época como la nuestra en la que los
mitos modernos y los sistemas dogmáticos han atraído a grupos
con sus eslóganes conduciéndoles a ellos y a otros a catástrofes, to
das las teorías están obligadas a probar si contienen la verdad
en discusiones racionales antes de aventurarse a ofrecer cualquier
clase de solución para un grupo de personas de carne y hueso.
Probar la teoría antes de plasmarla en la práctica no significa,
sin duda, que pueda o deba alcanzarse el consenso entre científi
cos. En las ciencias sociales éste no es nunca el caso. Pero sig
nifica que la teoría debe estar abierta a la discusión; el teórico debe
considerar todos los contraargumentos que se le presenten y debe
estar dispuesto a enmendar la teoría o a defenderla racionalmente.
Por otra parte, la explicación que pueda darse de por qué otros
teóricos no dan su aprobación a una teoría no ha de dispensar al
297
teórico de tom ar en serio sus argumentos: la atribución de los
argumentos a diferentes intereses no es en sí misma un argu
* «La teoría sirve prim ariam ente para ilu stra r a sus destinatarios acerca de
la posición que ocupan en un sistem a social antagónico y acerca de los intereses
de los que pueden tom ar consciencia objetivam ente como suyos en una situación
así. Sólo en la m edida en que la ilustración y la deliberación organizadas conduz*
can a que los grupos-objetivo se reconozcan efectivamente en las interpretaciones
ofrecidas se derivará de las interpretaciones analíticam ente propuestas una cons
ciencia actual y de la posición de intereses objetivam ente atribuida el interés
verdadero de un grupo capaz de actuar.»
** «Los afectados que aceptan sin coerción interpretaciones teoréticam ente de-
dudbles.»
298
colectiva insertada en la acción emancipatoria. Hay diferencias po
líticas importantes entre la teoría de Lukács y la de Habermas,
pero no importantes diferencias teoréticas. Las diferencias políti
cas son obvias: Habermas habla de «grupos» y no de una clase
histórica particular, lo que constituye un punto altamente oscuro
en su argumentación. Además, el proceso de ilustración no es con
ducido por un partido político, sino directamente por la teoría.
Ahora bien, esta modificación sólo rompe con una tradición (con
la identificación del conocimiento verdadero y la organización so
cial) pero no con la otra: con el elitismo. Este último afecta ine
vitablemente a la pretensión del teórico de conocer los intereses
de otros mejor que ellos mismos y de que éstos deban reconocer
sus intereses reales a través de la interpretación de la teoría, más
aún, que sin una teoría hay que perder toda esperanza. La atri
bución de necesidades e intereses no puede ni debe ser el cometido
de la teoría.
Luego volveré a la cuestión de qué puede ofrecer la teoría. Pero
antes de hacerlo hay que formular un interrogante: ¿es el con
senso relativo a una teoría condición previa de la acción consen
sual? Por otra parte: ¿es una condición previa el consenso en la
interpretación de las necesidades y los intereses? La respuesta no
ha de referirse a acciones reales, sino a la ideal, a la que está libre
de dominación.
¿Podemos entender por «acción» dos cosas diferentes? Una
acción particular emprendida en la situación actual o las normas
del procedimiento práctico-pragmático. La primera puede ser
ignorada porque es obvio que el consenso relativo a una acción
práctica singular no presupone el consenso acerca de la teoría o en
lo concerniente a todas las necesidades e intereses. (Permítasenos
tom ar el ejemplo de la organización de una manifestación: cual
quiera es libre de unirse a una manifestación si está de acuerdo
en una cosa: en la causa en favor de la cual se manifiesta.) De
hecho, es el segundo sentido el que reviste importancia.
Los seres humanos no aceptan las teorías sociales (filosofías)
desde la perspectiva de sus intereses de grupo, sino desde la pers
pectiva de lo que constituyen sus vivencias en conjunto, desde la
perspectiva de sus sistemas de necesidades. O, mejor dicho, si la
aceptan sólo desde el punto de vista de sus intereses, no se verán
concernidos por la verdad de la teoría, sino exclusivamente por
su uso pragmático, por lo que sólo están dispuestos a participar
en discusiones pragmáticas. La «disposición» para la argumenta
ción racional acerca de valores y teorías, por su parte, presupone
el compromiso del ser humano como un todo, como un ser que
necesita, busca y siente. El sistema de necesidades es idéntico a
la forma de vida. Si aceptamos la pluralidad de maneras de vi
vir, deberemos aceptar también la pluralidad de teorías. El con
senso acerca de una teoría significa consenso acerca de un solo
299
modo de vida. Cambiar pluralismo por consenso sería un mal trato
(no sólo para mí: también para Habermas).
Pero, ¿constituye una necesidad este intercambio? No lo creo.
Es posible concebir una pluralidad de maneras de vivir y consi
guientemente de teorías paralelas al consenso para —y en— la ac
ción. Sin embargo, una cosa es obvia: el consenso preliminar acer
ca del valor de la argumentación racional sólo no es bastante
para asegurar el consenso para la acción en el caso de diversos
modos de vida y de diversas teorías. Se necesita un consenso pre
liminar acerca de otro valor para que podamos pensar en esta
posibilidad sin autocontradicción.
Robert Owen formuló como sigue el papel pragmático-práctico
de la acción en una sociedad futura: «Ningún hombre puede tener
más poder sobre el pensamiento de otro que el que le pueda dar
el argumento limpio expresado en el espíritu de la caridad» (The
Revolution in the Mind, 87; subrayados míos, A. H.). Y concluye:
«Sin caridad, sin caridad práctica pura hacia toda la humanidad,
no puede existir la virtud real de la racionalidad en la mente y
la conducta de los hombres» (Id., 93). Sustituyendo la palabra «ca
ridad» por otra más moderna (pero no mejor) cabe decir: el reco
nocimiento y la satisfacción de las necesidades de los otros debe
aceptarse como un valor universal en el consenso preliminar; de
otra forma, la argumentación libre de dominación no puede ser
concebida en absoluto. Aceptada una teoría, la existencia de una
sola forma de vida excluye también la argumentación racional:
sólo teorías diferentes y diferentes maneras de vivir pueden con
ducir al discurso. Pero las formas diferentes de vida y las teorías
diferentes sólo lo hacen posible acompañadas del valor que Owen
llama «caridad». Cuando alguien da su consentimiento a una ac
ción porque satisface la necesidad de otros, no se trata de un
consentimiento equivocado: la aceptación del «bien» sin estar for
zado a ello no difiere de la aceptación de la «verdad» en las mis
mas condiciones. La ética formulada por Habermas (en su libro
acerca del problema de la legitimación) no puede rellenar el
hueco causado por la ausencia de todo tipo de valor moral po
sitivo.
Volviendo a la primera cuestión: ¿cuál puede ser el cometido
de la teoría de la sociedad si no la organización del proceso de
ilustración acerca de las necesidades y los intereses de los otros?
El teórico se encuentra en una posición privilegiada: él/ella tiene
acceso a los productos del espíritu humano en los que se reflexio
na acerca de la vida social en su conjunto y adquiere la aptitud
para reflexionar acerca de ella —siguiendo las normas de su pro
pia objetivación— de la misma manera. Las teorías del pasado,
sin embargo, están ya más o menos probadas en un aspecto: sa
bemos si en la base de su recepción se sitúan o no las necesi
dades o los intereses básicos y conocemos las consecuencias de
su recepción (si es que hay alguna). La construcción del «mundo»
300
por parte de los teóricos siempre ha estado relacionada c° n
propias necesidades e intereses: cuanto más ha compartido el teóri
co intereses y necesidades con otros, más amplia ha sido la re
cepción de la teoría. En nuestra época actual éste es el caso en
una medida no inferior. En las épocas históricas en las que
existía un consenso básico acerca de los valores rectores, el teóri
co podría permitirse proceder con escasa cautela. Desde que esto
ya no es así, el teórico tiene la obligación de proceder con pru-
dencia. El teórico debe ser consciente de que expresa sus propias
necesidades e intereses en su construcción del mundo: el deseo de
unlversalizarla no le autoriza a atribuirla también a los demás.
La teoría social es una especie de servicio y debe ser entendida
como tal. La ofrecemos y sugerimos: tómala o déjala según
necesidades, aunque esperamos que la tomes. El teórico no puede
organizar ninguna clase de ilustración para los demás; eso sólo
puede ser hecho por estos mismos. La «desigualdad» entre la teo
ría y un posible grupo-objetivo es exclusivamente una «desigual
dad» de la explicación científico/filosóíica, pero desigualdad,
en cuanto a la consciencia de las necesidades e intereses. La teoría
reflexiva empero —en especial la de Habermas— tiene una ven
taja sobre todas las otras teorías: puede ofrecer una forma um
versalmente válida de proceder para cualquiera. No está más
autorizada que cualquier otra teoría rival para informar a otros
acerca de sus necesidades e intereses reales, pero puede hacer
una cosa, a saber: sean cuales sean los intereses o los valores de
los otros, puede argumentar en su favor, puede vincular esas ne
cesidades y esos valores a argumentos racionales.
Al renunciar a la «organización de la ilustración» y al atribuir
a la teoría un cometido esencial (inducir a los otros a clarificar
sus propios intereses y necesidades racionalmente) no quiero sig
nificar que el teórico deba ser un «humilde servidor» del pueblo.
Todo el mundo tiene derecho a criticar las necesidades e intereses
de los demás, y también el teórico. Además, no es sólo un derecho
del teórico sino también una obligación criticar la recepción uni
lateral de su teoría cuando considera que las acciones a que con
duce pueden ser peligrosas o aun ambiguas desde el punto de vis
ta de sus valores. El derecho que asiste a todo el mundo es para
él, o para ella, una obligación porque le incumbe la responsabi
lidad por todas las posibles recepciones de su teoría que puedan
producirse mientras viva y por las que pueda prever que se produ
cirán en la posteridad.
El derecho a la critica es su igualdad (el derecho es siempre
un derecho igual), la obligación procede en parte de su mayor ac
ceso a la cultura tradicional y, en parte, de su mayor influencia.
Todo teórico cree que su teoría sirve de la mejor manera a los
demás, pero no puede prever todas las posibles recepciones de esa
teoría. Ésta es la razón por la que constituye un deber del teó
rico erigirse en no menos medida en abogado del pluralismo de
301
las teorías. La tendencia de la teoría a convertirse en exclusiva
debe ser contrarrestada por la crítica.
• •
302
racionalidad finalista —la primacía de la razón práctica sobre la
razón pragmático-instrumental.
El cambio de paradigma hace que nuestra atención teórica y
práctica se oriente a una dirección diferente. Destaca algunos pro
blemas básicos ignorados por Marx al tiempo que deja de tom ar
en consideración otros que están resueltos en el contexto teórico
marxiano.
La cuestión principal es la del legado histórico. Voy a discutir
primero lo que significa la herencia de la sociedad capitalista para
una sociedad futura (socialista) y posteriormente consideraremos
la generalización de este tema en una filosofía de la historia.
Anteriormente he analizado cómo este «cambio» del paradigma
de la producción al paradigma de la comunicación implica la sus
titución del destinatario de la teoría. Sin embargo, esta implica
ción se entremezcla con algunas otras. Marx consideraba que las
fuerzas productivas eran el legado principal del capitalismo no
sólo porque destruyen las relaciones tradicionales de producción,
sino porque pueden ser transferidas tal como son a la sociedad
futura, sin perjuicio de que puedan desarrollarse ulteriormente
en el futuro. Marx incluyó posteriormente también en este legado
aquellos aspectos de las relaciones de producción que Habermas
describe como relaciones de racionalidad estratégica. La sociedad
civil con su procedimiento contractual, su derecho al debate y
similares no podía ser una herencia para Marx; éste concebía una
sociedad carente de estado, carente de cualquier clase de merca
do y con una división completa entre la administración de hom
bres y de cosas. No sólo los últimos atributos han devenido utó
picos, sino tampoco sirven ni siquiera como ideas prácticas re
guladoras. Al mismo tiempo —y por esta razón tan importante—
la preservación de la racionalidad estratégica en el futuro se ha
hecho también muy problemática. He aquí la importancia del
«cambio» de Habermas. Al reconsiderar la herencia, su atención
se dirige a otra cosa: a la de la sociedad civil, el derecho a la ar
gumentación, la democracia formal, al impacto creciente de la
reflexividad en el mundo ético. La posibilidad de progreso debe
insertarse precisamente en el subsistema «ético», éste debe reali
zar el progreso y debe subordinar las actividades pragmáticas que
no pueden ser sencillamente transferidas, sino que deben conver
tirse en objeto de reflexión. Pero en tal caso no hay ruptura, sino
progresión gradual. Esta nueva comprensión del problema del le
gado histórico es convincente, particularm ente a la luz del nuevo
y (al menos para los marxistas ortodoxos) sorprendente y aun
impactante hecho histórico de que el socialismo no es la única al
ternativa al capitalismo. En la Unión Soviética y en Europa del
Este ha surgido un modo de producción que no puede ser carac
terizado ni como capitalista ni como socialista: es simplemente
diferente. Una característica de su diferencia, sin embargo, es la
ausencia de la herencia de la sociedad civil, lo que restringe la
303
comunicación racional y suprime las instituciones progresivas ya
conseguidas en el curso de la historia. La teoría de Habermas es
buena. Cumple un doble cometido: el de la promesa y el de la
advertencia.
Habermas, no obstante, paga un precio por estas nuevas in
tuiciones. Al dejar de lado el paradigma de la producción, ignora
casi completamente el significado antropológico del trabajo, que
Marx interpretó en profundidad.
La noción de «trabajo» no puede ser definida; depende por com
pleto de a qué llamemos «trabajo». Si, por ejemplo, partimos de
la división del trabajo, entonces la comunicación racional, incluso
el discurso, puede ser definido como trabajo (como sucede entre
los científicos sociales, juristas, políticos y profesores). Sólo hay
una perspectiva en la que el trabajo sea idéntico con la produc
ción material, a saber, si lo definimos como el metabolismo de la
sociedad con la naturaleza. Marx pudo definirlo de este modo,
pero no con exclusividad; sin embargo, en Habermas, esta defini
ción se hace exclusiva. Esta exclusividad es completamente legí
tima en todos los casos en los que Habermas refuta la filosofía
marxiana de la historia basada en la dinámica inherente a las
fuerzas materiales de producción. Se hace irrelevante sólo desde
el punto de vista de la antropología.
Ya se ha dicho que Habermas divide la racionalidad finalista
en racionalidad «instrumental» y «estratégica». Pues bien, el tra
bajo es la actividad propiamente caracterizada por la racionali
dad instrum ental. En el trabajo nos enfrentamos a reglas técnicas
en interacción con reglas sociales. En y a través del trabajo adqui
rimos sólo las habilidades necesarias para la resolución cognitiva
o pragmática de problemas, adquisición que no tiene nada que
ver con nuestra socialización moral. La producción se entiende
como « Aneignungder ausseren Natur» en contraste con la so
cialización como «Anegnungder inneren Natur»*** (LP, 19). Ha
blando acerca de la integración social afirma Habermas: «no exi
ge ninguna ampliación de nuestro control sobre la naturaleza ex
terior, sino la ampliación de la autonomía social frente a la inte
rior, a nuestra propia naturaleza» (Reconstrucción...). La identifi
cación de la producción y el trabajo da a entender que el trabajo
transforma la naturaleza exterior sin transform ar la interior. La
formulación citada arriba es muy extrema y no responde com
pletamente a la concepción habermasiana; no es posible desarro
llar capacidades y habilidades cognitivas sin cambiar la propia
«naturaleza interior».
Al definir el trabajo como una actividad racional-finalista de
bemos considerar que la división de las normas en sociales y téc
nicas es un desarrollo muy reciente en la historia de nuestra es-
304
pecic. En una estimación aproximada, la humanidad ha produci
do (i. e., trabajado) en el 98 % de su historia sin hacer esta distin
ción. Por otra parte, hasta el día de hoy el desarrollo de las habi
lidades ha tenido lugar no sólo en la producción, sino también
en la interacción. En nuestras actividades cotidianas la apropia
ción de normas y habilidades se encuentra completamente entre
lazada.11 Lo mismo cabe decir acerca de la creación artística. Pero
si se analiza el trabajo desde la época en que se diíerenciaron
las normas técnicas y sociales, se impone suscitar la cuestión de
si esta división es siempre un dato característico de la racionali
dad iinalista (techné).
Si se deline el trabajo racional-finalista exclusivamente como
aquella actividad que «sigue reglas de tipo técnico», entonces
hay que aceptar la propuesta habermasiana que lo describe como
«racionalidad instrumental». Habermas vuelve a referirse a la de
finición aristotélica de techné aceptada y repetida por Marx en
el capítulo 4.° de Das ¡Capital. Ahora bien, la obediencia a las
reglas técnicas es sólo un aspecto de su análisis y no precisa
mente el esencial. La racionalidad finalista es entendida primaria
mente como la actividad teleológica en la que la unidad de noiésis
y poiésis es alcanzada en el proceso de trabajo por el mismo indi
viduo. Aristóteles fue tan lejos como para definir la phronesis téc
nica como una virtud intelectual, no menos virtud que la phrone
sis moral. La obediencia a normas absolutamente técnicas no es,
según Aristóteles, techné, no es el trabajo del hombre libre, sino
banausis, el trabajo de los esclavos. Puede sorprender que Marx
vuelva a este concepto tan viejo en un libro en el que la produc
ción se identifica con la producción industrial moderna y también
que reformule el modelo procesual «un hombre-un trabajo» (que
es muy abstracto) que nada tenía que ver con el proceso de pro
ducción en sus días. Esto se hace comprensible, sin embargo, si
tomamos en consideración una importante distinción suya acerca
de un fenómeno nuevo del trabajo industrial en el capitalismo
moderno. Subraya Marx que la división entre el trabajo intelec
tual y el manual asume una forma nueva: el aspecto intelectual
y manual del mismo proceso productivo se divide, desaparece la
unidad de la noiésis-poiésis, la producción sigue normas técnicas
sin ser ya racional-finalista desde el punto de vista del individuo.12
11. Por esta razón propongo en mi libro sobre la vida cotidiana presuponer
una esfera homogénea de la objetivación (lenguaje, manejo de objetos, normas)
como la esfera de la objetivación en sí misma. (Véase A . H e l l e r , Sociología d e
la vida cotidiana, Península, Barcelona, 1977.)
12. Sin duda, aun el trabajo más alienado no está completamente privado de
racionalidad finalista. No es posible realizar una tarea sin conocerla. Pero si la
finalidad últim a (relativa) del proceso de producción es ignorada por el individuo
y éste no puede relacionar conscientemente su actividad con el conjunto, la ra
cionalidad finalista se encuentra distorsionada y pierde su creatividad. Ésta es
la razón por lo que no basta con decidir por medio de alguna comunicación
racional acerca de los fines generales de la producción; sería necesario que todos
305
Asi, lo que es socialmente racional ya no es necesaria e indi
vidualmente racional. Esta distinción entre la racionalidad fina-
lista y la racionalidad instrum ental tiene muchas ventajas teóri
cas y prácticas en comparación con la concepción habermasiana.
En prim er lugar nos permite utilizar una doble medida en la eva
luación de las sociedades: la de la producción y la de los pro
ductores. En segundo lugar nos perm ite plantear una cuestión
histórica: la no socialización de nuestra naturaleza ¿es una
característica inherente a la racionalidad instrum ental o es
meramente una consecuencia de un desarrollo histórico en
el curso del cual la racionalidad instrum ental deja de ser
racional-finalista desde el punto de vista de los productores? En
tercer lugar nos permite plantear el problema relativo a la posi
ble rehumanización del trabajo en una sociedad futura: ¿cómo
puede ser posible la recuperación de la racionalidad finalista pre
suponiendo la continuidad del tipo de trabajo moderno, industrial?
Esta pregunta puede ser contestada también sobre la base del mo
delo habermasiano: si la noiésis fuese el resultado de la discusión
racional de los productores aceptado por consenso, la unidad de
noiésis y poiésis podría ser realizada de nuevo.
En casi todos los casos en los que Marx identifica la «suje
ción a las norm as técnicas» con la producción, se refiere a la so
ciedad futura de productores asociados. Da por sentado, al me
nos en el tercer volumen de Das Kapital, que la sociedad en su
conjunto definirá los fines a realizar. Ignoraremos aquí otra posi
bilidad planteada por él en los Grundrisse relativa a la abolición
del trabajo instrum ental y racional-finalista en general. El «reino
de la necesidad», empero, no es definido como el reino de la ra
cionalidad finalista. Aunque esta concepción, definitivamente, no
es viable," vale la pena mencionar que el modelo incluye una dis
tinción entre producción y trabajo; el reino de la libertad con
trasta con el de la producción, pero no con el trabajo como acti
vidad racional-finalista que puede realizarse también en el reino
de la libertad.
La humanidad ha atribuido históricamente la creación y el
amor a Dios. La creación —objetivación ajustada a una finalidad.*
306
la configuración de la materia para el uso humano, el goce y la
satisfacción que eso proporciona— ha sido considerada siempre
como una de las máximas consecuciones de los seres humanos,
si no la mayor. Aunque el don de Prometeo debe ser completado
con el de Zeus (la racionalidad finalista con la racionalidad valo
rativa, la technécon la energeia),los dos junto
manización-socialización en nuestra naturaleza interna también.
Éste era claramente el caso mientras las normas técnicas y las so
ciales no estaban diferenciadas. Es menos obvio que eso sea así
siempre y en todo lugar. Cuanto menos racional-finalista sea el
trabajo, menos apto será para la socialización de la naturaleza in
terna. Sin embargo, aun en el trabajo alienado la naturaleza hu
mana está socializada en úna cierta medida.
Llegaría incluso a decir que los propios sentimientos están ca
nalizados y retenidos (aunque sólo temporalmente) y se habitúan
a no manifestarse en el trabajo como interacción: miedo, ira, pla
cer, disgusto. Sólo es posible satisfacer el deseo de placer cuando
el fruto está maduro. El trabajo no lo puede propiamente dar
sino concentrándonos en él; la satisfacción debe posponerse. Si
uno tiene miedo, sus manos temblorosas no pueden cumplir su
tarea; si uno está colérico, sólo podrá romper la materia prima, no
darle la forma apropiada. Pero si abstraemos la racionalidad fina
lista de su marco social, podemos añadir a todo eso que la creati
vidad racional-finalista no implica la represión de los sentimientos;
la opresión temporal y la canalización de los elementos afectivos
es completamente auto-impuesta.14 Si nos aproximamos a la ra
cionalidad finalista en su forma pura, podemos comprender su
sentido paradigmático como un modelo de socialización de nuestra
«naturaleza» al margen de cualquier tipo de represión. Pero el
trabajo siempre se da en un marco social definido.15 La racionali
dad finalista libre de perturbaciones no ha estado ni más ni me
nos presente en la historia humana que la comunicación no distor
sionada. Estoy de acuerdo con Habermas: todo acto humano de
habla es una demanda de comunicación racional, pero añadiría
también: todo trabajo humano es una demanda de creatividad
racional-finalista. La realización de la libertad humana significa
socialización de nuestra naturaleza interna sin represión tanto
en la comunicación como en la creación.
307
La necesidad de «dar sentido» a nuestras vidas incluye siem
pre la necesidad de creatividad. Si no se satisface esta necesidad,
nos vemos privados de uno de los mayores placeres que cabe al
canzar por el esfuerzo. Y la privación supone displacer. O, aún
peor, miseria. Aun el discurso institucionalizado no puede sus
tituir la necesidad de satisfacción, que es básica en nosotros. Aun
previendo el futuro más ideal posible, no podemos dejar de supo
ner que el trabajo ocupará más tiempo en nuestra muy limitada
vida que el debate público. Podemos dialogar acerca de nuestras
vidas y las de los demás, pero vivir nuestras vidas es prioritario
sobre ese diálogo. Aun en un mundo de discurso organizado, nues
tras necesidades principales serán las que antes atribuíamos a
Dios: la creación y el amor. Y ésta es la razón por la que me
opongo a la identificación habermasiana del trabajo y la racionali
dad instrumental, del trabajo y la producción, del trabajo y la
transformación de la naturaleza «exterior».
Desde un principio Habermas consideró que había algo equivo
cado en la prioridad atribuida por Marx a las fuerzas productivas.
La respuesta al interrogante relativo a qué es lo equivocado en
esa atribución ha sido formulada y reformulada de diversas ma
neras. El contraargumento empezó a tomar una forma definida
en Ciencia y tecnología como ideología pero fue trabajado en deta
lle en La reconstrucción del materialismo histórico.
Ciertamente, la teoría estaba llamada a ser desmentida porque
era irreconciliable con su teoría de la comunicación. Sin embar
go, esta crítica no constituye una refutación total. En su distinción
entre la transformación de la naturaleza «exterior» e «interior»,
Habermas no ha abandonado nunca la idea de que el progreso
puede ser parcialmente entendido como desarrollo de las fuerzas
productivas; antes bien, ha asumido éste como un indicador del
progreso, necesitado de complementación por otro indicador igual
mente decisivo.
En el análisis siguiente voy a reconsiderar todas las tentativas
que ha hecho Habermas de abordar su tema básico, pero con
centrándome en la más reciente formulada en la Reconstrucción.
En sus primeros escritos tendía a sustituir la dualidad fuerzas
productivas/relaciones de producción por el par trabajo/interac-
ción. En sus últimos escritos ofrece una teoría más completa en
la que la sustitución del modelo base/superestructura por el de
la evolución paralela de los modos de producción y las formas de
sociedad resulta decisiva.
Habermas, no menos que Marx, ofrece una teoría de la evo
lución histórica. Concibe la historia no como historias, en plural,
sino como historia en singular, como la historia. Acepta la formu
lación de Marx y confiere valor a la idea según la cual la anatomía
de los humanos constituye la clave de la anatomía de los simios,
esto es, que el estado superior de desarrollo constituye la clave
para la comprensión de los estadios inferiores. El estadio actual
308
de la historia es el estadio superior, lo que significa que la histo
ria en su conjunto puede ser entendida como una secuencia de
formas sociales que han conducido a la presente. De acuerdo con
Marx contempla el futuro como el resultado de nuestra historia,
lo que es al mismo tiempo el resultado de la Historia. Se trata
de una construcción teleológica de la historia en la que la teleolo
gía no es idéntica al concepto de tendencia hacia un fin más ele
vado, sino a la lógica de la evolución. No presupone la necesi
dad de todas las etapas recorridas por la historia, sino una nece
sidad condicional del tipo «si... entonces». Sólo podemos consi
derar como progresiva una formación social si sigue la lógica
de la evolución.1* Las formaciones sociales decisivas, empero, han
seguido la lógica de la evolución (por otra parte, nuestro propio
estadio histórico no puede ser concebido como el estadio supre
mo).” A pesar de las numerosas restricciones —cautelas— con
que opera, Habermas no nos sugiere una teoría de la historia, sino
una filosofía de la historia, con toda la belleza y con todos los
problemas de una empresa así.
Sin embargo, Habermas distingue entre la lógica de la evolu
ción y su dinámica. Esto significa que trata al menos de separar
el problema de la variable independiente del progreso y el pro
blema de los indicadores del progreso. Sigue siendo cierto, sin
embargo, que una filosofía de la historia nunca es «completa» si
no presupone la existencia de una variable independiente. La ten
tación de llegar a una concepción completa, empero, es muy gran
de: Habermas no puede resistirse a ella. Como veremos más ade
lante, reintroduce de nuevo la variable independiente, aunque muy
cautelosamente.
Marx situaba la dinámica del desarrollo histórico en el desa
rrollo de las fuerzas productivas. En su concepción, las fuerzas
productivas cumplen una triple función: motivan el progreso, in
dican el progreso y dan continuidad al progreso: la dinámica y la
lógica son idénticas. Esta triple función de las fuerzas productivas
en la filosofía de la historia permite, a nivel teorético, la totaliza
ción de la misión histórica del proletariado. La substancia (el tra
bajo) se convierte en el sujeto: el elemento decisivo de las fuerzas
productivas es idéntico a la clase que constituye el m otor de la
lucha de clases: la continuidad del progreso (el desarrollo de los
16. Habermas lo formula así: «Irreversibel sind nich die evolutiondren Vor-
gdnge, sondern die strukturellen Sequenzen, die eine Gesellschaft durchlaufen m uss,
wenn und soweit sie in Evolution begiffen ist.» * {Id., 155). [«Lo irreversible no
son los procesos evolutivos, sino las secuencias estructurales por las que debe atrave
sar una sociedad cuando, y en la medida en que, está inmersa en una evolución.»]
17. G. Lukács, en su Ortología del ser social, hizo la misma propuesta teoré
tica. Por otra parte, concebía los indicadores del progreso de manera muy pareci
da a Habermas. La medida de la evolución es «el retroceso de las barreras na
turales» en tres esferas: en la naturaleza externa, en la naturaleza interna y en
la generalización de las integraciones (de la tribu a la humanidad). Lukács se
quedó en el modelo de un solo indicador, atribuyéndole el primer rango al trabajo.
309
medios de producción) está asegurado por la dinámica consciente:
la lógica y la dinámica se conciben simultáneamente. Habermas
no puede aceptar esta variable independiente por las razones men
cionadas más arriba, antes bien, no cree en el papel emancipato-
rio del desarrollo de las fuerzas productivas y no porque la con
cepción de Marx sugiera sin ambigüedad una comprensión unili-
neal del progreso. Utilizando la concepción de Marx como base
no es difícil concebir el progreso de la misma manera que Haber-
mas. Podemos afirmar: dada una nueva dinámica de las fuerzas
productivas, podemos interpretar una sociedad dada como progre
siva. Sólo aquellas sociedades en las que se ha provocado el de
sarrollo continuo de las fuerzas productivas pueden ser llamadas
progresivas. Habermas invoca a Kautsky en lo tocante a la rela
ción entre base y superestructura: la prioridad de la base sólo es
relevante en el cambio de un modo de producción a otro. La re
lación entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción
puede ser interpretada de la misma manera. Si en una sociedad
concreta aparece una dinámica de las fuerzas productivas que
choca con las relaciones de producción, las fuerzas productivas
devienen elemento decisivo en el momento de la colisión, pero no
definen el carácter de la sociedad subsiguiente. Marx, por su par
te, preveía como mínimo otra alternativa, a saber, la autodestruc-
ción de las fuerzas productivas y de las relaciones de producción.
Por otra parte, al analizar el advenimiento del capitalismo, Marx
parte del desarrollo de la producción mercantil y del mercado
mundial que condujeron finalmente a la aparición de nuevas fuer
zas productivas: las relaciones económicas crearon su propia base
técnica. Habermas, sin embargo, no está muy interesado en esta
«débil» formulación de la teoría de Marx y, de nuevo, justifica
damente. Al reconstruir la historia, el problema principal de Ha-
bermas es el problema de los procesos de aprendizaje que hicieron
posible el desarrollo de estructuras sociales superiores cuando las
anteriores fueron destruidas. «ZWe Einführung neuer Formes der
Sozialintegration... verlangt ein Wissen moralisch-praktischer
Art - kein technisch verwertbares Wissen, das in Regeln instru-
mentellen und strategischen Handels implementiert werden
kann...» (id., 160).* De aquí que rechace la variable independiente
marxiana junto con el modelo de transformación. La cuestión ya
no es si las fuerzas productivas tienen prioridad sobre las relacio
nes de producción, sino si realmente cabe introducir nuevas rela
ciones de producción antes de que hayan tenido lugar procesos
de aprendizaje en el reino de la «superestructura». La visión mar
xiana del desarrollo de las fuerzas productivas es reducida por
Habermas a su significado simple pero relevante: es «el incre-
310
mentó endógeno del conocimiento» (id., 162). Pero no debemos
suponer que el incremento endógeno del conocimiento tenga lugar
solo en la esfera de la producción y no paralelamente en todas
las otras esferas sociales. Habermas distingue entre conocimiento
disponible y conocimiento implementado. El progreso puede expli
carse por la tensión entre estos dos tipos de conocimiento más
su prevalencia en los diferentes subsistemas de la sociedad. Así,
nuevas estructuras sociales pueden conducir a la implementación
de conocimiento disponible en el campo de la producción (pode
mos suponer que también viceversa). La razonable explicación y
relativización de la «variable independiente» de Marx desvela, sin
embargo, su secreto que no es otro que el incremento del conoci
miento humano y la atribución de prioridad a un tipo de cono
cimiento (conocimiento práctico). El progreso en el conocimiento
es igual al progreso en la libertad. Pero al descubrir el «secreto»
de Marx, al descartar su variable independiente y al sustituirla por
los procesos paralelos de aprendizaje, Habermas deja atrás suyo
no sólo una explicación altamente problemática de la historia, sino
tam bién todos los aspectos trágicos inherentes a ella.
Sin duda, Marx no negó nunca la existencia de nuevos procesos
de aprendizaje en todos los campos de la interacción humana; los
modos de producción progresivos eran caracterizados como tota
lidades de nuevos procesos de aprendizaje. La teoría del desarro
llo de las fuerzas productivas como variable independiente en la
historia le permitió aplicar la misma variable independiente como
doble indicador del progreso, relativo al nivel de la producción y
a la suerte de los productores. Los productores cargan con el pro
greso, sufren el progreso creado por ellos. El progreso es una
contradicción: una contradicción entre la riqueza creada y el em
pobrecimiento de los creadores de la riqueza. La idea marxiana del
progreso es condicional: sólo la perspectiva de la abolición de la
alienación (o como mínimo de un proceso de desalienación) nos
hace concebir la historia como progreso real. No podemos contra
pesar las pérdidas con las ganancias; las pérdidas son inconmen
surables. Sólo la perspectiva de ganancias sin ningún tipo de pér
didas nos autoriza a hablar de «progreso» en la historia. Si apli
camos el modelo de la «comunicación distorsionada» como equiva
lente de la dominación, el sufrimiento particular de los producto
res desaparece de la concepción (si bien el autor de la teoría en
cuestión nunca ha tratado realmente de explicarla en estos térmi
nos). El concepto de progreso en Habermas no es trágico, tampo
co condicional; es absoluto. Para él el progreso es un hecho; al
menos, quiere persuadim os de que lo es. Nos estamos desarro
llando espléndidamente. Pero la pregunta es inmediata. ¿Hacia
Auschwitz? ¿Hacia el Gulag? ¿Hacia Hiroshima? ¿Hacia nuestra
autodestrucción? Más adelante volveré a estos interrogantes.
Ahora voy a analizar brevemente tres problemas diferentes
(pero relacionados entre sí) suscitados y resueltos por Habermas
311
a través de una modificación mayor o menor de la teoría de Marx.
Son éstos: la tipología de las sociedades, la relación entre base
y superestructura y el orden progresivo de sociedades diferentes.
De acuerdo en esto con todas las concepciones evolucionistas,
el principio de la división es, aquí también, idéntico a un indica
dor del progreso, lo que equivale a decir que la tipología de las so
ciedades ejemplifica la discontinuidad en el proceso de evolución.
Habermas vuelve a operar con un indicador que, sin embargo, tie
ne dos aspectos. Es el incremento de la racionalidad en un doble
sentido: el de la racionalidad instrumental y estratégica por una
parte y el de la racionalidad comunicativa por la otra. La primera
es la racionalidad incorporada a la base de la sociedad; la segunda,
la racionalidad incorporada en el nivel de la integración social. Al
establecer una tipología razonable de la evolución social debemos
entender (y trasladar a categorías) las sociedades aplicándoles
estos dos criterios; la racionalidad en la base y la racionalidad de
la comunicación constituyen el fundamento de la clasificación.
El sentido de los términos base y superestructura está ligera
mente alterado respecto al que les da Marx, pero no más, sino
incluso menos dramáticamente que en Historia y consciencia de
clase y en el texto de Korsch Marxismo y filosofía. La interpreta
ción de la base como el reino de la racionalidad instrumental y es
tratégica significa que no es completamente idéntica a las rela
ciones económicas de una sociedad o más bien se hace comple
tamente idéntica a estas últimas sólo en el período del capitalismo
clásico. En otros períodos puede ser algo más restringido o más
amplio: en las sociedades precapitalistas, más restringido; en el
capitalismo tardío, más amplio.
Por lo tanto, podemos comprender (y clasificar) las sociedades
sobre la base de su nivel de modo de producción y de su nivel de
integración social. Una tipología basada exclusivamente en el
modo de producción es abstracta y vaga, según Habermas. No es
operativa. Aplicando este criterio tendríamos que incluir socieda
des muy diferentes en la misma categoría y un número inmenso
de sociedades no podrían ser incluidas en ninguna categoría en ab
soluto. Estoy dispuesta a aceptar el argumento de Habermas, pero
me pregunto si su propuesta de clasificación de las sociedades
puede vencer esas dificultades.
En la definición del nivel de integración social, Habermas
toma en consideración: a) la estructura general de las acciones;
b) la estructura de las visiones del mundo que determinan la mo
ralidad o la ley; c) las estructuras de la ley institucionalizada y las
estructuras morales vinculantes. Basándose en estos elementos
constitutivos, distingue los siguientes períodos progresivos de in
tegración social: sociedades neolíticas, altas culturas tempranas,
altas culturas desarrolladas y cultura moderna. Sin embargo, lo
que se me ocurre a la vista de estas subclases es que ninguno de
esos tipos de integración social pueden ser aplicados en abso
312
luto a la mayoría de las sociedades actualmente existentes. La más
reciente, es decir, la moderna sólo abarca la estructura de integra
ción de las democracias occidentales, que son, de lejos, una mino
ría. Por lo tanto, la nueva división tampoco es particularmente
operativa. Por otra parte, la categoría es demasiado estrecha y
deja más cosas fuera que la categoría de modo de producción.
Pero esto es marginal. Lo crucial es que Habermas sólo toma en
consideración las integraciones sociales progresivas de la histo
ria y por eso su error al no incluir la mayoría de las sociedades
existentes en nuestros días resulta que no es realmente un error,
sino una valoración oculta, tal vez incluso una confesión. El he
cho efectivo de que el criterio de la integración progresiva no pue
de ser aplicado a esas sociedades significa ni más ni menos que
no se las considera como portadoras de tendencias progresivas.
Como en todas las filosofías de la historia, no debemos sorpren
demos de encontramos con un conejo que sale del sombrero de
copa en el que había sido previamente introducido. Debo confesar
que comparto su valoración y por esta razón tiendo a aceptar la
clasificación de Habermas, no porque sea más operativa.
Ahora debemos pasar del modelo estático de la base-superes
tructura a un modelo dinámico. A este respecto, Habermas acepta
la prioridad de la base: «dass die Systemprobleme, die nicht ohne
evolutionare Neuerungen gelóst ver den kónnen, im Basisbereich
enstehen»* (id., 162); cuanto más elevado es el modo de produc
ción, más elevado es el sistema de integración. No obstante
—como ya se ha mencionado— los procesos de aprendizaje dis
curren en paralelo en todas las esferas de la racionalidad. Así se
acumula en la estructura comunicacional un conocimiento moral-
práctico que sólo puede implementarse en un nuevo modo de
producción; esta dimensión tiene su propia lógica.
Las etapas de estas varias lógicas se ejemplifican en la secuen
cia progresiva de las integraciones sociales de las que hablábamos
antes. Por esta vía Habermas tiene éxito al concebir la prioridad
de la base sin aceptar la variable independiente de Marx. El pro
blema, empero, no era eliminar la variable independiente, sino
asegurar una comprensión de la historia en términos de evolución
que condujese a las sociedades modernas y a sus perspectivas.
Por eso hay que distinguir dos problemas: el de los procesos de
aprendizaje que pueden ser implementados en un nuevo modo de
producción y el de su lógica inmanente. La implementación de los
procesos de aprendizaje superestructural puede ser concebida sin
recurrir a la teoría evolutiva; sólo su lógica evolutiva es lo que
constituye el progreso en la historia. La primera propuesta teó
rica puede ser concebida en ausencia de cualquier clase de sobre-
determinación ontológica, péro no la segunda.
* «que los problemas sistémicos que no pueden ser resueltos sin innovaciones
evolutivas surgen en el ámbito de la base».
313
Para acceder a una comprensión de la historia apoyada en se
cuencias consecutivas de formas progresivas de interacción. Ha-
bermas experimenta primero con una teoría «débil», prácticamen
te la misma que aplica Marx para establecer la relevancia de la
variable independiente. No se puede olvidar ninguna forma de
interacción, afirma; es decir, la humanidad está siempre en con
diciones de recuperar sus formas más progresivas por la vía de
su tradición viva. Esta afirmación es más factible en el ámbito de
la comunicación que en el de la producción. Unos medios de pro
ducción muertos nada nos dicen, pero las objetivaciones de la co
municación sí nos dicen algo; si la necesidad de su interpretación
está presente, podemos interpretarlos y revitalizarlos. El proble
ma de esta teoría, sin embargo, es que podemos comunicarnos no
sólo con las tradiciones progresivas, sino también con las regresi
vas, razón por la cual no puede establecer esta teoría la lógica
del progreso sin contradicción. Puede que por eso Habermas la
sustituya por una teoría «fuerte» basada en las estructuras de la
ontogénesis.
Digámoslo de entrada: Habermas establece un paralelo entre
el desarrollo ontogenético de las estructuras del yo y el desarrollo
filogenético de las integraciones sociales. Sabemos que las etapas
del desarrollo de las estructuras del ego (según la descripción de
Piaget) son: la simbólica, la egocéntrica, la objetivista-sociocén-
trica y, finalmente, la universalista. Pero Habermas es consciente
de que el paralelo no puede ser completo; por ejemplo, las integra
ciones sociales «egocéntricas» son, por definición, imposibles. Con
todo, a pesar de la cauta formulación, la introducción de la teoría
del desarrollo del ego en la comprensión del progreso en la histo
ria carecería realmente de sentido si Habermas no nos convencie
se de que hay un paralelo que nos permite comprender la lógica
evolutiva como tal. Por otra parte, si el paralelo significa tan sólo
que la ontogénesis reproduce la filogénesis, el desarrollo de las
estructuras del ego no puede ofrecernos ninguna teoría auxiliar,
lo que fortalecería tan sólo lo único obvio sin ella, a saber, que
el conocimiento disponible de una sociedad es mayor que el cono
cimiento implementado. La única explicación razonable de la in
troducción del desarrollo ontogenético de la estructura del ego
para la explicación de la lógica del desarrollo histórico es la
sugerencia relativa a la prioridad de la ontogénesis sobre la filo
génesis. Si pudiésemos afirmar la prioridad de la ontogénesis p o
dríamos matar dos pájaros de un tiro: podríamos, de esta manera,
establecer la lógica del progreso en la historia para el pasado y
para el futuro. Las cautelas de Habermas y sus formulaciones con
dicionales no cambian nada en la sobrede tem í nación ontológica
prevaleciente en el mismo paralelo. O descartamos por completo
el paralelo establecido o sobredeterminamos la comprensión de
la historia. No hay una tercera posibilidad. Si la ontogénesis es
previa a la filogénesis (y, como hemos visto, sin esta premisa la
314
teoría del paralelismo carece de sentido), entonces el progreso se
concibe ideológicamente y en tal caso podemos repetir tanto como
queramos que el desarrollo no es unilineal, que no se excluye una
eventual regresión, etc., eso carecería de importancia. Más aún: la
prioridad acordada a la ontogénesis reintroduce la variable inde
pendiente en la historia nuevamente; la ontogénesis se convierte
en la variable independiente.
Realmente, ¿cómo podemos argumentar en favor de la priori
dad de la ontogénesis? Podemos aceptar la tesis siguiente: las úni
cas sociedades que se desarrollan son aquellas en las que aparecen
nuevas estructuras ontogenéticas. Esta tesis, sin embargo, carece
de sentido tanto teórica como empíricamente. Si situamos un re
cién nacido polinesio en una familia de teóricos alemanes, reco
rrerá el mismo desarrollo ontogenético que todos los demás niños
en la sociedad alemana. El racismo implícito en esta explicación
sería, naturalmente, repulsivo para Habermas. Podemos aceptar
otra tesis: la herencia de las facultades adquiridas, pero esto se
comprobaría que carece de sentido desde un punto de vista bio
lógico. En último término, pero no en importancia, podemos ale
gar la «endogamia» de las altas culturas y concebir las estructu
ras ontogenéticas progresivas como resultados de esa endogamia.
Sin embargo, la historia del siglo xx refuta esta hipótesis totalmen
te. Si la ontogénesis tiene prioridad sobre la filogénesis, ¿cómo
puede suceder que niños que han atravesado las etapas de desa
rrollo descritas por Piaget renuncien finalmente a todos los va
lores universales, a la reflexividad y a la individualidad entregán
dose a sanguinarios actos de asesinato y destrucción y adorando
nuevos mitos y caudillos autoimpuestos? Una regresión, tal vez.
Pero ¿dónde está la lógica de la ontogénesis si es tan frágil como
para romperse en pedazos cuando le desafía una integración so
cial que no da lugar a la reflexividad, a los valores universales y
a la individualidad? La teoría de la prioridad de la ontogénesis
sugiere que la regresión es un interludio que no pone en peligro
la marcha del progreso. Esperémoslo. No obstante, no podemos
basar nuestra esperanza en la ontogénesis de la estructura del ego.
La teoría, sin embargo, es grandiosa y omnicomprensiva. No
quedan cabos sueltos en ella, todo está ordenado en tomo al men
saje básico y al mismo tiempo explicado por él. La estructura y
la lógica de la sociedad (de la historia) se conciben de manera
homogénea; no hay contradicción en el entramado de la teoría. Se
trata de una filosofía de viejo estilo totalizada como una filoso
fía de la historia, como expresión teórica del valor europeo-tra
dicional de la dignidad humana.
El teórico, empero, se sale de su propia teoría.
ermas escribe: * Einenunmittelbaren praktischen Bezug
haben evolutionstheoretische Aussagen über zeitgendssische Ge-
sellschaftsformationen, soweit sie der Diagnose von Entwicklungs-
probleme dienen. Dabei wird die gebotene Beschránkung auf -
315
trospektive Erkl'drungen des historischen Materialis zugunsten
einer aus Handlungsperspektiven vorausentworfenen Retrospekti-
ve anfgegeben: der Zeitdiagnostiker nim m t den fiktiven Stand-
punkt der evolutions-theoretischen einer in Zukunft
rückliegenden Vergangenheit ein... Auch marxistische Analysen
teilen in Regel diese asymmetrische Stellung des Theoretikers, der
die Entwicklungsprobleme der gegenwártigen Gesellschaftsystems
m it dem Blick auf strukturelle Móglichkeiten analysiert, die noch
nicht institusionalisiertsind —und vielleicht niemals eine institu-
sionalisierte Verkorperung finden werden» * {id., 250; el último
subrayado es mío, A. H.). A esta posición asimétrica del teórico
subrayada por Habermas es a lo que yo aludo cuando digo que el
teórico «se sale de su propia teoría». La teoría es la del teórico,
pero éste reflexiona acerca de su propia teoría como si fuese con
dicional; no es que la teoría, como tal, se convierta en autorre-
flexiva, sino la relación del teórico con la teoría es la que se hace
autorreflexiva. La teoría sólo puede validarse en el futuro: si
hay realmente un futuro progresivo, será la teoría del futuro; si hay
realmente progreso, nuestra historia debe interpretarse (y será
interpretada) de esta manera.
De aquí que la totalización (y la sobredeterminación) no sirva
ya para garantizar ningún conocimiento acerca del futuro de la
sociedad. Es más bien una oferta para crear progreso, una invita
ción a él. El teórico participa en la creación de un progreso posi
ble, en la formulación de su filosofía del progreso: ésta es su
contribución a la empresa colectiva.
El teórico no sabe si habrá realmente progreso, pero debe
actuar en su favor y puede esperar que exista.
Ésta es la razón por la que está fuera de lugar utilizar Ausch-
witz, el Gulag e Hiroshima para argumentar contra la perspectiva
de Habermas. Si existe progreso, entonces todas las miserias de
nuestro siglo deberán ser interpretadas como episodios regresivos
de la historia faltos de consecuencias. La teoría del progreso, no
obstante, está concebida para el progreso, será validada exclusi
vamente en el caso de que el progreso se haya realizado; el con
cepto de regresión puede ser pensado, pero no reflejado en la teo
ría. La desesperación no es un tema filosófico; además es un vene
no mortal para la filosofía. La filosofía debe expresar esperanza
316
y advertencias. Cuando formula advertencias, niega la esperanza.
Debe laborar exclusivamente en el marco de la esperanza. La de
sesperación es un tema muy apto para el arte. Habermas sigue
la lógica de su propia objetivación cuando construye la lógica de
la evolución. Si aceptamos el género, debemos aceptar su «umla-
teralidad» también. Por mi parte, la acepto.
Con todo, en la medida en que no se haga referencia a la pers
pectiva, sino a una dimensión retrospectiva, no está fuera de lu
gar argumentar en contra de Habermas utilizando a Auschwitz,
Hiroshima y el Gulag, así como todos sus antecedentes. Aquí hay
que volver a la comparación entre la reconstrucción marxiana de
la historia y la habermasiana. Marx concibe el progreso de la
«prehistoria» como alienado: el progreso mismo es condicional;
las pérdidas y las ganancias no se pueden equilibrar unas con
otras; las pérdidas son inconmensurables. Marx nos promete que
el progreso futuro es inevitable; Habermas no promete tal cosa:
en cuanto al futuro, habla en términos condicionales. Si es que
hay progreso en el futuro entonces toda la historia debe ser con
cebida como progreso libre de contradicciones, afirma. En este
punto de su «reconstrucción del materialismo histórico» no se pue
de por menos que reaccionar con sentimientos de inseguridad.
Ningún futuro podrá, devolvernos vidas destrozadas en su ju
ventud, ningún futuro podrá hacemos olvidar los horrores, las
miserias, la sangre y las lágrimas del pasado y el presente. Si los
hombres del futuro cometen el insulto contra sus padres, herma
nas y hermanos que supone concebir las épocas en las que éstos
han sido asesinados, torturados y oprimidos simplemente como
etapas de un proceso uniforme de evolución, serían realmente in
humanos. Al construir una prehistoria para un futuro posible, no
podemos eludir su recuerdo. Podemos reconstruir el pasado más
trágicamente que Habermas aun si poner en peligro la perspectiva
de progreso teorizada con intencionalidad práctica.
Como se ha dicho, Habermas construye una teoría completa
(totalizadora), pero se sale de su propia teoría al formular condi
cionalmente la esperanza. Esa condicionalidad estriba en nues
tra capacidad para crear un futuro progresivo. Pero si su sobrede-
terminación teorética no sirve a la misma finalidad a la que sirve
en Marx, es decir, para asegurar la realización de la esperanza,
¿a qué finalidad sirve? La idea subyacente puede servir para res
ponder de manera positiva el desafío de Mannheim: para presen
tar una teoría autorreflexiva que no sea al mismo tiempo relati
vista. Sin embargo, es posible responder a ese desafío sin sobre
determinación, aunque no es fácil.
Veamos otra vez la formulación condicional de Habermas: si
hay progreso, será como hasta ahora. Todas las sobredetermina
ciones sirven a un propósito: definir qué puede ser realmente el
progreso. El progreso no puede ser sino la realización de la racio
nalidad con la prioridad de la racionalidad comunicativa y con
317
siguientemente sólo puede existir una teoría del progreso, la que
lo concibe como la realización de la racionalidad. De aquí que
pueda afirmarse que sólo hay una teoría verdadera del progreso:
el progreso (si existe) sólo puede validar teoría. Ahora bien,
la argumentación libre de dominación sólo es una precondición
de la buena vida —no es la buena vida misma. Por otra parte,
¿por qué la «buena vida» y no las «buenas vidas» y que cada una
de ellas pueda reconstruir su propia historia de diferentes mane
ras? Habermas reconstruye el materialismo histórico en torno a
un valor universal, el suyo. Pero existen también otros valores
universales. Habermas sobredetermina su teoría con la finalidad
de hacemos aceptar su propio valor (y su verdad) como el único
o al menos como el supremo. No se le puede culpar por ello, por
que —también en este caso— no hace sino seguir la lógica de su
propia objetivación, la de la filosofía. Sin embargo, quienes son
capaces de crear progreso se enfrentan a diversas filosofías. Pue
den formular y expresar sus necesidades relativas al futuro en el
marco conceptual y a partir del sistema de valores de la filosofía,
entre las muchas existentes, que ofrezca mayor facilidad a esa
expresión de necesidades, pero deben hacerlo en forma de una
argumentación racional. Éste es el mensaje real del materialismo
histórico de Habermas, que debe ser aceptado aun cuando se
rechace la teoría en su globalidad. Nadie que esté en condicio
nes de crear progreso puede ignorarlo. Y de esta manera crea pro
greso incondicionalmente.
318
XII. Marx y la «liberación de la humanidad»
320
las con la alienación, mientras que los obreros se sienten misera
bles. La conciencia capitalista incluye así la ilusión de la libertad,
mientras que los obreros no acarician, ni pueden llegar a hacerlo,
tales ilusiones. La ausencia de la cualificación de «más» o de
«menos» sugiere que la libertad y la necesidad (o compulsión) no
se mezclan. .
Esto explica por qué debe ser liberada la humanidad en su
conjunto y no sólo los oprimidos y explotados. A lo largo de la
prehistoria todos los actores humanos han operado bajo compul
sión, por lo que todos han estado faltos de libertad. Podría llegarse
incluso a decir que todos han estado igualmente faltos de libertad
si la noción de «igual» no fuese una categoría tan cuantitativa
como las de «más» y «menos».
Para Marx la libertad, así, es absoluta y, por lo tanto, pura
mente cualitativa. Pero ¿qué es o qué puede ser la libertad abso
luta (o puramente cualitativa)?
En primer lugar, libertad no significa «acción voluntaria». Marx
pone un énfasis particular en el carácter voluntario de las accio
nes humanas en la «prehistoria» de la humanidad. Muy tempra
namente, ya en las Tesis sobre Feuerbach, Marx defendía la sub
jetividad humana, la voluntad humana como el vehículo más im
portante del desarrollo histórico. Los hombres hacen su propia
historia, si bien bajo el condicionante de sus circunstancias histó
ricas. Pero hay que notar que cuando Marx se refiere a la acción
voluntaria, a la subjetividad, a la praxis humana, nunca equipara
la acción voluntaria con la libertad. Para él el hombre ha creado
su propia historia hasta entonces «de manera fragmentaria» (aus
freien Stücken), no libremente.
En segundo lugar, la libertad de Marx no significa libertad po
lítica, principalmente porque la acción política se considera siem
pre como realizada en el «cuerpo político», en otras palabras,
en el Estado. Pero la mera existencia del Estado hace que la
gente no sea libre; no existe nada parecido a un «estado libre». La
«emancipación humana», la vía real hacia la libertad, no puede
derivarse, así, para Marx, de la emancipación política. La prime
ra, antes bien, se contrapone a la segunda. La emancipación polí
tica da a las personas «libertades» en plural, pero no la «liber
tad».
En tercer lugar, la libertad no significa «independencia» de las
naciones o de otras comunidades humanas. Esto es así no sólo
porque el pueblo que oprime a otro pueblo o las naciones que
oprimen a otras naciones no pueden ser libres. Imaginemos por
un momento un mundo en el que todas las naciones sean igual.
mente independientes y ninguna nación oprima a otra. Tampoco
esto sería el «reino de la libertad» soñado por Marx. La «humani
dad» que Marx tenía en mente no consistía en diferentes nacio
nes o diferentes culturas. Era concebida como la asociación glo
bal de individuos libres, los productores. Por lo tanto, para rea-
321
iizar la libertad, quienes deben ser libres son los individuos y no
la nación (o la cultura).
En cuarto lugar, la libertad no es idéntica, a pesar de las le
yendas populares, con la «comprensión de la necesidad»: fue
Fng»-i«j no Marx, quien introdujo la categoría hegeliana de liber
tad en la tradición marxista. La acción voluntaria realizada bajo
la compulsión de las circunstancias históricas puede tener éxito
si se reconoce la necesidad. Pero sabemos que la acción volunta
ria no es todavía la acción libre, la acción del hom bre libre. Por
ejemplo, en la discusión del proceso de trabajo tanto en los Ma
nuscritos de París como en El Capital, Marx dio por sentado que
tanto los fines como los medios aplicados se basaban en el cono
cimiento apropiado de los procesos materiales y debían conducir
a los resultados requeridos. Sin embargo, el conocimiento apro
piado de los procesos materiales y la fijación de los fines apropia
dos, aun realizándose, no hacen al obrero una persona libre. Inci-
dentalmente Marx formuló también la sorprendente observación
de que la hum anidad nunca se propone objetivos que no pueda
realizar. La observación es sorprendente porque la humanidad
nunca se ha propuesto ningún objetivo y aunque sustituyamos
humanidad por actores colectivos la afirmación sigue siendo in
negablemente falsa. Sin embargo, con independencia de lo fácil
mente refutable que es la pretensión de verdad del dictum mar-
xiano, su mensaje es digno de consideración si se supone que lo
que Marx quería significar es que la humanidad siempre ha reco
nocido la necesidad. Pero debemos añadir: la humanidad nunca
ha sido libre. Así, la autoliberación del proletariado puede ser
un acto de «reconocimiento de la necesidad» pero precisamente
por esta razón no es ya un acto libre. Sólo cuando el acto es li
bre puede ser el resultado la libertad.
Pero si el concepto marxiano de libertad no se identifica ni
con la «acción voluntaria» ni con la libertad política, la indepen
dencia nacional o el reconocimiento de la necesidad, ¿qué es, en
definitiva, esta «libertad»? H asta aquí hemos descubierto tres ca
racterísticas suyas: la libertad es exclusivamente cualitativa y ab
soluta, pertenece a los individuos y excluye cualquier tipo de ne
cesidad o compulsión. Pero Marx añade a la lista una cuarta de
finición de la libertad o más bien una cualidad que recubre todo
lo demás: el desarrollo de todas las habilidades y capacidades de
todos los individuos. Es de interés señalar que esta definición que
lo recubre todo no fue formulada sólo por Marx. John Stuart Mili,
contemporáneo de Marx y figura rectora del liberalismo que Marx
despreciaba (y no desprovisto totalmente de justificación) llegó
precisamente a la misma conclusión. De hecho, la formulación «el
desarrollo de todas las habilidades y capacidades» procede de la
tradición del liberalismo. Marx transformó el liberalismo en radi
calismo al form ular esta pregunta: ¿bajo qué condiciones pueden
desarrollarse libremente todas las habilidades y capacidades de
322
todos los individuos? Respondió a ella en estos términos: eso sólo
es posible en una sociedad (o en un «reino») libre de compulsio
nes o de necesidades de cualquier clase. La libertad del comunis
mo mar xiano es la libertad del liberalismo realizada plenamente y
para todos.
¿De qué compulsiones debía ser liberada la humanidad (todos
los individuos humanos) para ser absolutamente libre?
El desarrollo de las fuerzas productivas es la variable indepen
diente de la historia humana. La producción es el metabolismo
que se realiza entre la sociedad y la naturaleza. Las fuerzas pro
ductivas definen las relaciones humanas. Entre éstas, y en primer
término, a las relaciones de producción. Así, las relaciones inter
humanas son dependientes de nuestras relaciones con la natura
leza. Esta dependencia tiene tres aspectos. Primero, el desarrollo
de las fuerzas productivas es un proceso cuasinatural en tanto en
cuanto no obedece a nuestra voluntad. De esta manera, nosotros
construimos el mundo pero no podemos cambiarlo. Segundo, la
riqueza creada en este proceso no puede ser apropiada por los
creadores individuales de la riqueza social porque la riqueza está
cristalizada como una forma de poder y propiedad (colectiva o
privada). Tercero, las fuerzas productivas están subdesarrolladas
en relación a las necesidades humanas que piden, o pueden pedir,
satisfacción; como resultado, la escasez limita las posibilidades
humanas. Es bien sabido que Marx se esforzó en demostrar que
con la industria manufacturera capitalista la escasez podía ser
fácilmente resuelta en su época; la escasez no era algo necesario,
sino sólo un producto de las relaciones capitalistas de producción.
Había que cambiar estas relaciones y había que cambiarlas de
una manera totalmente distinta a cualquier tipo de cambio previo
derivado del choque entre las fuerzas productivas y las relaciones
de producción. Puesto que la escasez era la compulsión dominante,
la abundancia la eliminaría, así como al resto de compulsiones.
En condiciones de abundancia, la producción deja de ser un pro
ceso cuasinatural, las relaciones sociales adquieren la primacía y
el hombre controlará por completo el metabolismo entre la so
ciedad y la naturaleza. La liberación del trabajo es el someti
miento final de la naturaleza, la victoria definitiva del hombre so
bre la condición y la precondición de su proceso vital. La abun
dancia es lo que varía el guión de la interacción humana: la pieza
no está previamente escrita para los actores que entren en esce
na; sólo ellos la escribirán.
No hace falta decir que la definición de la «condición huma
na» en términos de escasez versus abundancia es tan tradición del
liberalismo como el énfasis en el desarrollo de todas las habilida
des y capacidades humanas. El tema lo plantea y hace de él el
tema central del pensamiento social y político una tradición inte
lectual cuya exposición clásica se encuentra en Hume. Según
Hume, todas las compulsiones sociales proceden de la tensión en
323
tre el deseo de desarrollar nuestras habilidades y la escasez de los
recursos sociales-naturales. En condiciones de abundancia, viviría
mos sin compulsiones. La diferencia entre Hume y Marx no se
encuentra en el nivel del diagnóstico, sino en el de la recomenda
ción: para Hume no hay remedio a la vista, para Marx sí que lo
hay. No traigo a colación este tema para discutir los méritos o
las deficiencias de la propuesta de Marx. Sólo pretendo indicar el
lugar de su origen. Las teorías democráticas de la libertad, sin
embargo, no han atribuido una importancia tan prim aria a la dico
tomía entre escasez y abundancia desde el momento en que para
ellas no hay «escasez» en la participación política o en los proce
sos de toma de decisiones o si la hay se trata sólo de una escasez
de tiempo que sería imposible superar bajo cualquier circuns
tancia socio-histórica.
El desarrollo cuasinatural de las fuerzas productivas es la com
pulsión dominante, pero no única, de la prehistoria humana: otras
compulsiones diferentes de la económica han esclavizado a los
humanos hasta el alba del modo de producción capitalista. Marx
operaba con dos versiones de la concepción materialista de la his
toria, una rígida y otra flexible, y elaboró dos propuestas teóricas
diferentes para explicar las compulsiones extraeconómicas. En la
versión rígida el modelo «base-superestructura» se aplica a todas
las historias particulares, mientras que en la versión flexible, sólo
a la historia del capitalismo. En lo que sigue voy a tom ar como
punto de partida los elementos comunes a ambas concepciones y
los específicos solamente de la versión flexible. Procedo así en parte
porque la últim a fue m ejor elaborada por Marx y en parte por
que es una visión mucho más favorable para abordar la cuestión
que nos ocupa.
La opción valorativa de Marx precedió a su teoría. Muy tem
pranam ente, en la disertación sobre Epicuro, se identificó ya con
el valor de la libertad; y la libertad era interpretada allí en opo
sición a la autoridad. Para acceder a la libertad, el hombre debe
desprenderse de la autoridad. Prometeo, que declaró que aborrecía
a todos los dioses, se convirtió en el modelo de la autoliberación
para Marx. La repugnancia de Marx por los dioses sólo es iguala
da por la de Nietzsche. Más tarde, cuando se hizo comunista, Marx
trató de argum entar que el ateísmo es el prim er paso hacia el
comunismo aunque no es todavía el comunismo. Cuando Marx se
m ostraba de acuerdo con la declaración de Prometeo de que abo
rrecía a todos los dioses, no pensaba sólo en los dioses del cielo,
sino también en los dioses de la tierra, lo que incluía a las autori
dades políticas, las autoridades institucionales de cualquier signo
y la autoridad de cualquier norma o regla que el individuo se vea
obligado a observar. Esa «observancia» y ese «deber» se impo.
a la voluntad individual. Deben eliminarse si el Hombre ha de
ser genuinamente libre. * .
Una vez elaborada la concepción materialista de la historia es
324
más la compulsión (necesidad) que la autoridad lo que aparece
como opuesta a la libertad. Sin embargo, la autoridad sigue sien
do el objeto principal de crítica para Marx, si bien con una or
questación diferente. En primer lugar, la acción de las diversas
autoridades se explica ahora a partir de la compulsión o la ne
cesidad; la primera es considerada expresión de la última. En se
gundo lugar, aunque su importancia no es menor, Marx atribuye
al capitalismo un logro «histórico-universal». El capitalismo, afir
ma Marx a partir del Manifiesto comunista, ha desmantelado ya
autoridades tradicionales, códigos normativos y sistemas de creen
cias que esclavizaban a la humanidad en todos los «modos preca
pitalistas de producción». Formidables obstáculos a la liberación
humana han sido vencidos ya y la compulsión aparece en su forma
pura de compulsión económica. Así, el capitalismo ha abierto el
camino hacia el comunismo no sólo desarrollando las fuerzas pro
ductivas industriales, que es la precondición absoluta de la abun
dancia, sino también destruyendo el poder de la tradición, la auto
ridad normativa. La familia y la religión, las instituciones de la
autoridad normativa, se encuentran ahora en ruinas. Estos dos
logros hacen del capitalismo un modo de producción moderno,
un sistema social moderno en contraste con todos los precapita
listas, alias premodernos.
Marx, en efecto, fue el heredero más leal de la Ilustración.
Compartía todos sus valores, aunque no todos sus principios, con
una convicción un poco dogmática. Para empezar, eliminaba al
conocimiento científico, y a la ciencia en general, de la lista de
las autoridades heterónomas, esclavizadoras del hombre. La cien
cia no figura jamás entre los elementos integrantes de la superes
tructura ideológica; antes bien, Marx se refiere a ella designán
dola como el «intelecto general». El «intelecto general» es una «ca
pacidad humana» intrínseca asociada a la autonomía, es decir, a
la libertad, más que a cualquier heteronomía, compulsión o
ausencia de libertad. Marx no consideró jamás ni aun la posibi
lidad de que la ciencia se convirtiese en «ideología», más aún, en
ideología dominante. Dado que creía que la autoridad que traba
el desarrollo individual es siempre no racional y normativa, no
podía imaginar que un cuerpo de conocimiento que es racional y
que no reconoce ninguna norma pudiese servir de vehículo para
el establecimiento de una nueva autoridad. Marx era claramente
consciente del hecho de que el desarrollo de la ciencia moderna
contribuyó al «desencantamiento del mundo» y se adhería a este
desencantamiento sin reservas. El desencantamiento es la precon
dición de la libertad, la promesa del advenimiento de una humani
dad adulta.
La tentativa de Marx de formular una dialéctica de la moder
nidad no es reducible a una «dialéctica de la Ilustración». Mien
tras que en la última se sitúa una contradicción en el cuerpo de
doctrina de la Ilustración, Marx, en cambio, trató de mostrar la
325
contradicción existente entre el cuerpo de doctrinas y creencias
y la dinámica del modo de producción capitalista. Además, con
sideraba el cuerpo de doctrina de la Ilustración, así como su
valor central, la libertad, como de naturaleza antinormativa. Dos
conclusiones se siguen de esto. La prim era es la ausencia de una
cierta sensibilidad hacia las pocas exigencias normativas que, a
pesar de la lectura antinormativa que Marx hizo del período, se
formularon efectivamente en la Ilustración; en particular, las nor
mas relativas a la institucionalización de la democracia. Ésta es
la razón por la cual el concepto democrático de la libertad, un
concepto político, ni siquiera entró en su horizonte teórico. Ya
esto da cuenta de la cercanía del concepto marxiano de la liber
tad a la interpretación liberal. La segunda consecuencia es la for
zada postergación e ignorancia de las motivaciones morales en
tanto que factores decisivos, o aun secundarios, del proceso de
liberación, de la trascendencia del capitalismo. Donde por una
parte las autoridades no normativas se suponen en curso de re
moción y por otra el valor rector (la libertad) carece de capaci
dad normativa, las motivaciones morales no pueden jugar ningún
papel. La necesidad del comunismo estaba científicamente esta
blecida, y debía ser el resultado de la acción racional de orienta
ción finalista. Es evidente que toda acción racional de orientación
finalista requiere una motivación. Marx resolvió el problema de
la motivación en su teoría de las necesidades radicales. El capita
lismo crea necesidades que no pueden ser satisfechas en el capi
talismo. Para satisfacerlas, el proletariado hará pedazos las rela
ciones capitalistas de producción y se establecerá una sociedad
—la sociedad com unista— en la que todas las necesidades creadas
por el capitalismo puedan ser satisfechas. De esta manera, dando
un rodeo, volvemos al problema de la abundancia. La sociedad
comunista dará satisfacción no sólo a las necesidades creadas por
el capitalismo, sino lisa y llanamente a todas las necesidades —y
aquí acaba la historia para Karl Marx. La motivación de la libera
ción y la condición de la libertad están entrelazadas por la teoría
de las necesidades. Podemos contem plar aquí de la m anera más
clara el «liberalismo radicalizado» de Marx. El liberalismo tradi
cional hacía confluir las necesidades con los intereses de tal ma
nera que la libertad podía ser vista como la realización de las ne
cesidades individuales en tanto que intereses. Pero los intereses
chocan siempre con otros intereses. Así, la libertad de los indi
viduos está limitada por la libertad de otros individuos. Pero su
poniendo que la necesidad difiera del interés y que la satisfacción
de las necesidades no esté lim itada por la satisfacción de las ne
cesidades de otros, de m anera que las necesidades de todos
puedan ser satisfechas simultáneamente, entonces la libertad pue
de ser absoluta y la libertad de uno no lim itará la libertad de na
die. El liberalismo aparece así radicalizado de una m anera extre-
326
madamente ingeniosa que, sin embargo, plantea más problemas
de los que resuelve.
Marx combinaba dos conceptos de libertad, ambos de proce
dencia liberal: la libertad de toda autoridad y compulsión y la
libertad entendida como pleno desarrollo de todas las habilidades
y capacidades individuales. Ahora bien, la radicalización de am
bos conceptos pende de un solo hilo: de la abundancia. Marx con
tendió con el problema de la abundancia, con el problema no re
suelto de cómo es posible lograr la abundancia. Ofreció dos solu
ciones diferentes en el tercer volumen de El Capital, en los Gran-
drisse y en la Crítica del programa de Gothat ninguna de las cua
les se ha demostrado satisfactoria. No puedo discutir en este con
texto las varias propuestas marxianas, por lo que voy a centrar
me en las básicas. La abundancia es una categoría relativa, rela
tiva a las necesidades. Si hay más necesidades esperando satisfac
ción que medios para satisfacerlas, hay escasez, con independencia
del nivel alcanzado por la riqueza social acumulada. Si no hay
más necesidades esperando satisfacción que medios para satis
facerlas, entonces hay abundancia, con independencia, nuevamen
te, del nivel de la riqueza social acumulada, si bien en este caso
existe un límite mínimo. Aun cuando no prestemos atención a
la circunstancia de que la satisfacción de todas las necesidades no
depende sólo de la sociedad y que lo mismo es cierto también en
lo relativo al desarrollo de todas las habilidades y capacidades
humanas, éste sigue siendo un problema que está lejos de ser
residual. Los recursos naturales no son infinitos. El mismo pro
ceso de producción que engendra más riqueza por un lado puede
reducir la riqueza por otro (por ejemplo, reduciendo nuestros
recursos naturales o determinando daños irreparables en nuestro
medio ambiente). Las estructuras de las necesidades están confi
guradas por los valores. Si la libertad, en tanto que libertad abso
luta, es el único valor, las estructuras de las necesidades estarán
configuradas por este valor solo. Sin embargo, la libertad en tan
to que valor único y absoluto sólo puede configurar nuestras es
tructuras de necesidades de una manera: haciéndolas ilimitadas.
Pero entonces, si las estructuras de necesidades son ilimitadas
pero los recursos naturales siguen siendo limitados, no habrá abun
dancia sino escasez. Como consecuencia, si la libertad es absoluta,
la precondición de esta verdadera libertad estará ausente.
Si deseamos aunque sólo sea una sociedad de abundancia rela
tiva, otros valores distintos a la libertad absoluta deben configurar
nuestro sistema de necesidades y deben tener, lo mismo que el
valor de la libertad, poder normativo. Y si hay todavía normas,
deben tener autoridad. Esta autoridad puede ser una expresión
de autonomía en la medida en que sea aceptada consensualmente,
pero la autoridad, la autoridad moral, subsiste. Si no se reconoce
ninguna autoridad moral (o ética), todo el edificio de la utopía
marxiana se hunde. Pero si la libertad absoluta se convierte en
327
ausencia de libertad (precisamente por su carácter absoluto) y si
la libertad del futuro significa máso mucha má
cir, si incluye parámetros cuantitativos y si más o mucha más
libertad incluye el reconocimiento de ciertas normas en tanto que
autoridades, el proceso de la «liberación de la humanidad», sea
cual sea su significado, no puede ser realizado sin la aceptación
de las normas reales que nos proponemos generalizar en un futu
ro socialista. En suma, un concepto democrático de la libertad
debe combinarse con la noción liberal de libertad.
Pero volvamos otra vez a la utopía marxiana de la sociedad co
munista. Marx rechaza la autoridad de las normas, pero no por
ello rechaza la moral. Más bien aplica la categoría de la alienación
también a la moral. Todos los poderes humanos, como ya se ha
dicho, devienen ajenos a sus creadores; el desarrollo de la especie
ha ido a la par con un empobrecimiento creciente del individuo y
la esencia de la especie se ha vuelto contra la existencia indivi
dual en forma de autoridad, dominación y compulsión. Así, las
normas morales son vistas como poderes de la especie que han
adoptado la forma de una autoridad y han sido santificados por
las religiones y enfrentados a los individuos, a quienes someten y
esclavizan. El desmoronamiento de las normas morales no es ya el
final de la historia; el final real sería la reunificación del individuo
y la especie en el proceso de la desalienación. Marx elaboró así
una solución antropológica y no simplemente social del problema
moral o, formulándolo más claramente, la solución social se en
tendía como el proceso que había de conducir a la solución antro
pológica. Marx no aceptó nunca la división kantiana en homo
nomenon y homo noumenon o, más bien, consideró esta bifurca
ción como una expresión de la alienación. Marx optó por la uni
ficación de los dos «hombres» kantianos en uno solo, por una fu
sión de la especie inteligible y la natural. Como sabemos, para
Kant la «especie inteligible» estaba integrada por individuos mo
tivados por necesidades y deseos. Para Marx la desalienación su
pone un proceso que es simple en la teoría, aunque inconcebible
en la realidad. Se concebía como un proceso en el curso del cual
todo deseo o voluntad de cada persona individual sería «inteligi
ble» en el sentido kantiano de la palabra: no sólo plenamente ra
cional, sino al mismo tiempo expresión de la humanidad como
tal. Si cada individio es la humanidad en persona y si cada una
de sus necesidades expresa esa humanidad auténtica, no haría
falta realmente ninguna norma ya que todas las normas nos im
ponen hacer o no hacer alguna cosa y si la voz de la humanidad
viene sólo del interior entonces ninguna norm a puede imponernos
hacer algo desde fuera: en estas condiciones, una autoridad exter
na sería redundante. Kant subrayaba que la ley moral no adopta
la forma del imperativo categórico para los ángeles. Marx creía
que lo mismo podía aplicarse al hombre del futuro.
Esta breve recapitulación de la idea marxiana de un cambio
328
antropológico total completa el cuadro. Obviamente, Marx no fue
consciente de las implicaciones éticas del «estado de abundancia»
porque había encontrado la solución del dilema moral mucho
antes de suscitar la cuestión de la dicotomía abundancia-escasez.
Lo que escapa a la atención de muchos intérpretes de Marx es el
hecho notable de que en los Manuscritos de París, que es la
muestra más importante de la teoría de la alienación y de la de
salienación, la abundancia ni siquiera es mencionada en tanto que
precondición del comunismo. Análogamente, la idea del desplie
gue de todas las habilidades y capacidades humanas individuales
no es elaborada en ningún lugar con un énfasis parecido al de los
Grundrisse, en un momento ya tardío. La tradición liberal, así, se
inserta en la teoría marxiana sólo a través de la elaboración de
la concepción materialista de la historia, si bien la idea marxiana
de un cambio antropológico total nunca fue abandonada, quedan
do meramente relegada a un plano secundario. Sin embargo, per
maneció lo suficientemente fuerte como para preservar a la teoría
de la abundancia de los embates críticos de la duda y para refor
zar la exigencia de libertad absoluta entendida en un sentido pu
ramente cualitativo frente a los compromisos con la cuantificación
tales como la exigencia de «libertades» (en plural) o de «más» li
bertad.
Una vez se acepta la utopía romántica del cambio antropoló
gico total, de la desalienación completa y la confluencia de la es
pecie y el individuo, nada puede ser ya discutido o ponderado. No
vale la pena enumerar los argumentos elaborados contra esta idea
particular desde el punto de vista de su irrealizabilidad, pues tal
utopía no sólo es irrealizable, sino también indeseable. Átomos
autocontenidos dando vueltas unos alrededor de otros, a semejan
za de los dioses libres del universo de Epicuro, no son realmente
humanos ni realmente atractivos, ai menos para nosotros, y en
última instancia ni siquiera la imaginación del propio Marx puede
llegar a atisbar las implicaciones de su propia teoría. Pero si el
problema moral no puede resolverse con la utopía de la desalie
nación total, si los individuos y la humanidad no confluyen, si
la especie no habla sólo desde dentro sino también desde fuera,
entonces los individuos deben ser socializados bajo la guía de una
cierta autoridad externa que sea para todos la misma. Afirmo esto
sin la más mínima sensación de resignación. La aceptación como
mucho de un puñado de normas cuya validez sea reconocida por
todos los miembros de una comunidad humana sólo está en con
tradicción con una interpretación liberal abrupta, incluso extre
mista, y no con la interpretación democrática de la libertad. Una
persona es libre en la medida en que tiene igual derecho e igua
les posibilidades de participar en cualquier proceso de toma de
decisiones que concierna y afecte a su ciudad, estado, nación o
comunidad. En los procesos de adopción de decisiones públicas,
Jos individuos deben observar las normas y reglas de la comuni
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dad. Estas normas y reglas pueden ser ensayadas o cuestionadas
y pueden ser sustituidas por otras nuevas. Es decir, son, deben ser
susceptibles de prueba, de cuestionamiento y de sustitución. El
concepto democrático de libertad no está en contradicción con
la existencia y aceptación de autoridades morales externas. La
cuestión, en este punto, no es el rechazo de todas las autoridades,
sino la calidad de la autoridad y el procedimiento por el cual esa
autoridad es establecida, obedecida o aceptada. «La liberación de
la hum anidad» puede ser interpretada bajo la guía de un concepto
democrático de la libertad. La «humanidad libre» puede significar
sim plem ente la generalización y la radicalización de la democra
cia si la libertad es entendida de esta manera. La humanidad es
tarla «liberada» cuando todas las personas humanas tuviesen el
mismo derecho y las mismas posibilidades de participar en los
procesos de toma de decisiones que afectan al presente y al fu
turo de la humanidad bajo la guía de ciertas normas comunes de
referencia. No haría falta la «abundancia» para poner en pie esta
libertad. Puede muy bien imaginarse que en una constelación so
cial de estas características no podrían satisfacerse simultánea
mente todas las necesidades, que no todos serían remunerados o
gratificados de acuerdo a sus necesidades, pero en conjunto cada
cual sería libre para participar en la decisión acerca de la satis
facción de necesidades, decisión tomada en un debate racional
entre todos los afectados, dando por supuesto que el debate sería
llevado, una vez más, bajo la guía de ciertas normas aceptadas
por consenso.
Comenzaba mi argumentación con una crítica a la absolutiza-
ción de la libertad. Puede parecer extraño que en mi reafirmación
de la interpretación democrática de la libertad haya ido tan lejos
como para que, en cierta medida, ésta aparezca de nuevo como
absoluta. No puede haber más libertad que el derecho y la posibi
lidad de igual participación en los procesos de toma de decisiones
en el marco de una concepción democrática de la libertad. Pero
puede haber considerablemente menos. En términos del concepto
democrático de libertad, cuanto más tiene uno la posibilidad y
el derecho a participar en cualquier proceso de tom a de decisio
nes, más libre es. La liberación puede así concebirse como el lento
proceso por el que todos acceden al derecho y a la «posibilidad
igual», siempre en aumento, de participar. Y esto es, en definitiva,
la libertad democrática. Los derechos en plural y las libertades
en plural sólo son otros tantos peldaños en la escalera que con
duce a la realización de la libertad democrática. Sin embargo, la
aceptación de la noción democrática de libertad no hace irrelevan
te la noción liberal de libertad o, al menos, no debe hacerla. Pien
so que el concepto marxiano de libertad, la radicalización del con
cepto liberal de libertad, sigue conservando un mensaje importan
te. En una ocasión Marx, refiriéndose a los estados medievales, ha
bló de la «democracia de la falta de libertad» y en este caso no
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se trataba simplemente de un juego de palabras. La idea del de
sarrollo de todas las capacidades y habilidades humanas no per
tenece a la tradición democrática de la libertad. Qué habilidades
individuales puedan desarrollarse libremente o cuáles de ellas, por
el contrario, sean coartadas en una democracia, depende de la
calidad de las propias normas. «Calidad» aquí no significa sólo
substancia; que las normas sean abstractas o concretas contribuye
a su calidad. Si las normas son concretas, no se permite la inter
pretación individual de las normas y los individuos socializados
en y a través de esas normas serán «cortos de espíritu» o «limita
dos» (borniert), en el sentido marxiano de la palabra. Si las normas
son más abstractas, los individuos serán libres para interpretar
las y se vivirá de acuerdo con ellas de maneras diferentes, obede
ciendo a sus propias capacidades y propensiones. Una «democra
cia de la falta de libertad» es, así, una democracia fundamenta-
lista y desde el punto de vista de la interpretación liberal de la
libertad una democracia en la que falta efectivamente la libertad.
De esta manera cuando argumentaba en favor de la reintroduc
ción de la noción democrática de libertad como una idea rele
vante y al mismo tiempo factible de la liberación de la humanidad,
me mostraba también favorable a la reintroducción de los térmi
nos cuantitativos de «más» y «menos» (también en el sentido li
beral) en la discusión de la libertad. Aunque la libertad democrá
tica fuese «absoluta», aun si toda persona tuviese igual derecho
e igual posibilidad de participar en los procesos de toma de de
cisiones, la libertad liberal podría ser ya «mayor» o «menor».
Y puesto que podemos desear que la libertad democrática incor
pore tanta libertad liberal como sea posible, la libertad absoluta,
entendida en los términos de la tradición liberal, sería impo
sible.
Al subrayar que la noción democrática de libertad no está en
contradicción con la aceptación de la autoridad moral no me he
detenido, aunque haya aludido a ello, en el hecho de que tampoco
está en contradicción con la compulsión. Si no hay abundancia, si
las prioridades de la satisfacción de necesidades deben ser deci
didas en un debate público, entonces existe la compulsión. La li
mitación de los recursos naturales es obviamente ya una compul
sión. Si los hombres y las mujeres libres son conscientes de estas
compulsiones, siguen siendo todavía libres y al mismo tiempo ac
túan y deciden en el marco de esas compulsiones. La libertad no
es idéntica a la conciencia de la necesidad, pero las personas libres
pueden reconocer también las necesidades y actuar en consecuen
cia. Si todas y cada una de las compulsiones y todas y cada una
de las obligaciones existentes son vistas como una falta de liber
tad per se, la humanidad jamás se liberará. De esta manera, si
queremos ser fieles al espíritu de Marx, si seguimos creyendo que
la humanidad puede liberarse, aunque no por medio de un gesto
decisivo, sino a través de un proceso continuo, debemos abando-
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par de una vez por todas la contraposición m a m ana entre libertad
y autoridad, entre libertad y compulsión.
La «liberación de la humanidad* no puede significar verosímil-
mente liberación de todo tipo de compulsiones, sino sólo de un
tipo específico de compulsión; no puede significar liberación de
todo tipo de alienaciones, sino sólo de un tipo particular de -
ción y, finalmente, no puede significar liberación de todo tipo de
autoridad, normas y obligaciones, sino sólo de tipos específicos
de autoridades extemas, normas y obligaciones.
El tipo específico de compulsión del que debe liberarse la hu
manidad puede ser designado con una palabra: la dominación, en
sus vertientes política, económica y personal. Empero, la humani
dad no puede ni debe liberarse de aquellas compulsiones políticas,
económicas y personales que no se derivan del hecho de la domi
nación.
El tipo particular de alienación del que la humanidad debe li
berarse (a la vez que de la dominación) es la sujeción del indi
viduo a la función permanentemente ocupada en la división social
del trabajo, porque tal sujeción es la fuente de la explotación en
tanto en cuanto de ella se derivan posibilidades desiguales de par
ticipar en los procesos de toma de decisiones. La abolición de
muchos otros tipos de alienación (incluidos los voluntarios), sin
embargo, no forma parte del proceso de «liberación de la huma
nidad».
Los tipos específicos de autoridades externas, normas y obliga
ciones de los que debe liberarse la humanidad son aquellos que
nos imponen utilizar a otras personas como simples medios, las
normas que nos imponen la práctica de la dominación, la fuerza
y la violencia. La liberación de la humanidad no depende dé la su
presión de cualesquiera otro tipo de normas, reglas u obligaciones,
sean religiosas o de otro género. Para Marx la humanidad está
integrada por individuos singulares. Pero la humanidad no se com
pone de individuos, sino que se compone de varias culturas, diver
sas historias, y todas ellas poseen sus propias tradiciones norma
tivas. Difícilmente se puede llamar «liberación» a la eliminación
de esa variedad de tradiciones, de esa diversidad de modos de
vida propios de la humanidad. Los individuos libres pueden aban
donar un modo de vida y adherirse a otro distinto de acuerdo con
sus necesidades, capacidades, creencias y deseos personales. Pero
una humanidad provista de una única posibilidad no sólo no es de
seable, sino que ni siquiera es imaginable. Ahora bien, ¿de dónde
ha de proceder la diversidad de opciones individuales sino de la
variedad de modos de vida vinculados a culturas diversas? ¿Por
qué deberían ser todos los hombres como Prometeo? ¿Por qué
deberían odiar todos ellos a los dioses? Puede incluso llegar a de
cirse que existe más liberalismo en un mundo en el que la gente
pueda elegir entre más o menos libertades liberales, entre más o
menos normas, entre diferentes clases de normas, que en un roun-
do en el que no exista nada de eso. ¿Por qué excluir la libre elec
ción de ser desiguales en un aspecto o en otro?
Marx, el hijo intransigente de la Ilustración, soñaba una super-
sociedad integrada por individuos plenamente autónomos. Es un
sueño ambicioso y bello. Creía que la sensata racionalidad de la
ciencia guiaría nuestras decisiones. Pero desde su época hemos
aprendido que esa sensata racionalidad puede ser la criada de la
dominación. Y hemos llegado a entender también que la digni
dad humana debe ser buscada en otros ámbitos distintos al de la
autonomía absoluta, porque si no hay normas entonces todo está
realmente permitido y la autonomía lejos de convertirse en ab
soluta, más bien desaparecería como tal. También hemos llegado
a saber que la libertad no es el milagro que llegará después del
diluvio de la liberación. Podemos elegir nuestra libertad, pero
no absolutamente, porque siempre estamos sujetos a ciertas com
pulsiones, aquí y ahora. Manteniendo a distancia las compulsiones,
denunciando la dominación allí donde la encontremos, ya se trate
de la dominación política, económica o personal, negándonos a
someter nuestra personalidad a la función que realizamos en la
división del trabajo, accediendo a discutir en pie de igualdad con
cualquiera que esté dispuesto a discutir con nosotros de igual a
igual, dando sentido a nuestras vidas, haciendo todo eso, vivimos
ya en un reino de libertad, aunque rodeado de necesidades, en el
reino de la libertad que puede ser o no el futuro pero con el
que no por ello dejamos de estar comprometidos.
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Sumario