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Conversaciones con Sartre

J ohn G e r a ssi
T r a d u c c ió n d e Pa l m i r a F e i x a s

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o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor

T ítulo original
Talking with Sartre

Copyright © 2009 by Yale University

Primera edición: 2012

Traducción
P a l m i r a F e i xa s

Copyright © E d i t o r i a l S exto P i s o . S. A. de C. V.. 2012


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E s tudio J oaquín G a l l e g o

Formación
Q uinta del A gua E d i c i o n e s

ISBN: 978-84-96867-95-6

Depósito legal: S. 1.772-2011

Impreso en España
Para Catherine Yelloz
INDICE

Prefacio 11

Noviembre de 1970 *9
Diciembre de 1970 59
Enero de 1971 91
Marzo de 1971 107

Abril de 1971 l35


Mayo de 1971 x53

Octubre de 1971 161

Diciembre de 1971 207

Enero de 1972; 235

Febrero de 1972; 261

Marzo de 197? ^75


Abril de 1972; 385

Mayo de 1972; 299

Junio de 1972; 341

Octubre de 197? 355


Noviembre de 1972 375
Mayo de 1973 385

Junio de 1973 4°7


Noviembre de 1973 421

Noviembre de 1974 43i

Adiós 447

Agradecimientos 453
Notas 455

Indice onomástico 495
PREFACIO

Cuando en 1966 el filósofo británico Bertrand Russell, de no­


venta años, fundó el Tribunal Internacional sobre Crímenes de
Guerra —que fue concebido sobre todo como arma de propa­
ganda para investigar e, inevitablemente, condenar a Estados
Unidos por su agresión al pueblo vietnamita—, sabía que estaba
demasiado viejo y frágil para asumir su presidencia. Por ello,
le pidió al novelista-dramaturgo-filósofo-activista más ilustre
del siglo, Jean-Paul Sartre, que fuera el presidente ejecutivo,
pero Sartre lo rechazó. Fue entonces cuando Russell me pidió
que intercediera ante Sartre.
Como cabecilla de la Fundación Bertrand Russell para
la Paz en Nueva York, yo había hecho varias propuestas para la
fundación de dicho tribunal; además, Russell sabía que yo co­
nocía muy bien a Sartre. Esto se debía, en parte, a que mi pa­
dre, el pintor español Fernando Gerassi, había sido el mejor
amigo de Sartre antes de la Segunda Guerra Mundial, y había
escrito sobre él en su trilogía Lechemins de la li
minos de la libertad]. Gómez, como lo llamó Sartre, es un per­
sonaje importante en la novela que abandona a su mujer y a su
hijo y combate por la república durante la Guerra Civil espa­
ñola entre 1936 y 1989, y se convierte en general y en el último
gran combatiente por la defensa de Barcelona, cosa que, de
hecho, sucedió de verdad.
Sin embargo, en aquella época a Sartre esto no le parecía
admirable en absoluto; nada, insistía, debería interferir con la
vocación artística. Al ir a luchar contra el fascismo, Fernando
había traicionado su compromiso como artista. Sartre me pre­
guntó en muchas ocasiones por qué mi padre había ido al
frente, aun sabiendo que la república perdería. En la novela,
Gómez dice: «No se combate el fascismo por que se vaya a ga­
nar. Se combate el fascismo porque es fascista». Una explica­
ción perfectamente lógica para cualquier animal político, hasta
para Sartre. pero eso sería más tarde.
Por otra parte, mi madre. Sarah en la trilogía, había sido
una de las mejores amigas de Simone de Beauvoir cuando am­
bas estudiaban en la Sorbona, fue ella quien le presentó a Sartre
a mi padre. Castor (el apodo de Simone) y mi madre conser­
varon su gran amistad después de la guerra, y Beauvoir siempre
se quedaba en nuestra casa cuando viajaba a Estados Unidos.
Cuando yo iba a Francia también me quedaba con Sartre y
Beauvoir.
Yo tenía mis propias razones para quedarme con ellos. En
aquel entonces, estaba escribiendo mi tesis doctoral en la Uni­
versidad de Columbia, primero sobre la estética de Sartre y,
cuando aquel tema me causó demasiado dolor de cabeza en el
departamento de ñlosofía, sobre la pelea entre Sartre y Camus.
Así que yo le hacía muchas preguntas a Sartre, cosa que parecía
que le gustaba, aunque casi siempre hablábamos más sobre
ideas políticas que sobre su estética o su pelea con Camus (de
hecho, acabé cambiando el tema de mi tesis doctoral y escribí
sobre teoría revolucionaria en el Colegio de Economía de
Londres).
Fue durante una de esas conversaciones, en el piso supe­
rior del bar Falstaff, en la avenida Montparnasse, cuando con
veintitrés años me porté como un malcriado. De forma muy
arrogante, le dije a Sartre que jamás sería capaz de combinar
su ñlosofía, el existencialismo, con el marxismo, tal y como
deseaba, si no renunciaba a su idea de «proyecto del hombre»,
que estaba en el corazón de su ñlosofía de libertad. Cuando al
fin me dio la razón y abandonó el marxismo, creí haberme ga­
nado su confianza, al menos en asuntos de política.
Como yo había escrito varios artículos aquí y allá con citas
directas de Sartre, Russell pensó que podía hablar con él en
cualquier momento, y el 2,3de diciembre de 19
Nueva York, mientras yo decoraba el árbol de Navidad con mi

12
hija Nina, de seis años, y me preguntó si queria ir a Vietnam
del Norte con el primer comité de investigación, que parti­
ría de París el 26 de diciembre. ¿Cómo iba a rechazarlo? En ­
tonces Hussell me preguntó si podía hacer escala en París y
convencer a Sartre para que aceptara el puesto de presidente
del tribunal.
Me encontré con Sartre el día de Navidad. Discutimos du­
rante casi dos horas sin llegar a un acuerdo. Al final, me dijo:
«Muy bien, ha cumplido con su obligación. Ha agotado todos
los argumentos posibles. Ahora, como amigo, explíqueme por
qué ha abandonado a su familia en mitad de la Navidad para
unirse a este tribunal y viajar a Vietnam del Norte».
«Tiene toda la razón —respondí—, no hará ningún bien
político, pero voy porque los vietnamitas son las víctimas. De­
ben saber, aunque ello no detenga ni una sola bomba esta­
dounidense, que estamos con ellos; que gente como usted,
Sartre, y como Russell o Dave Dellinger [un pacifista esta­
dounidense muy importante] está con ellos; que sabemos que
Estados Unidos es el agresor, y el pueblo vietnamita la víctima
valiente que lucha por su libertad. Por eso iré, aunque la pren­
sa am ericana e inglesa no diga ni una palabra sobre este
tribunal.»
Sartre sonrió y luego dijo: «De acuerdo, es una buena ra­
zón; cuente conmigo».
Ése fue el mejor momento que pasé con él.
Fueron muchos los momentos que compartimos, aunque
no todos tan buenos. En 1970, yo ya no me dedicaba al perio­
dismo profesional y me habían prohibido enseñar en escuelas
americanas por mi activismo en contra de la guerra. En aquel
entonces, estaba dando clases en la Universidad de París v iii ,
en Vincennes, y todos los domingos comía y hablaba de política
con Sartre y Beauvoir en La Goupole, un restaurante bullicioso,
art decó y decadente de Montparnasse, o en La Palette, otro
restaurante que quedaba a una calle y era más tranquilo. En
una de esas ocasiones, un tipo logró burlar la vigilancia de los
camareros y se acercó a nuestra mesa para preguntarle a Sartre

i3
cuándo term inaría su autobiografía. De hecho. Sartre había
empezado a contar la historia de su vida en Les mots [Las pala-
liras). pero sólo había llegado hasta los trece años. No tenía
intención de continuar. Antes de terminar aquella cena, como
he explicado tn Jean -P au l Sartre: Hated Conscience of His Cen-
tury. acepté escribir su biografía, y Sartre escribió una carta
que sirvió de contrato en exclusiva.
Empezamos a grabar las conversaciones para su biografía
en noviembre de 19 70, y continuam os durante cuatro años
académicos, hasta 1974. Nos encontrábamos en el apartamento
de Sartre todos los viernes, mientras yo recibía noticias con­
tinuas sobre mi caso hasta que mis abogados lograron ganarlo
y reinstalarme en una universidad americana. Nuestras con­
versaciones solían convertirse en peleas, a veces tan feas que
muchas veces creí que el proyecto terminaría.
En una ocasión, después de que yo publicara un artículo
en la prestigiosa revista anual francesa , en el que dije
que la relación entre Sartre y mi padre se había deteriorado
porque Sartre se sentía culpable por no haberse involucra­
do más en la Guerra Civil española, Sartre me gritó que jamás
se había sentido culpable por nada en toda su vida, y que yo
nunca entendería el verdadero significado de la literatura. En
otra ocasión, cuando defendí al entonces presidente Charles de
Gaulle, alegando que él era el único político conservador que
quería expulsar a Estados Unidos de la o t a n porque sabía que sólo
quería dominar el mundo, Sartre me llamó «idiota reacciona­
rio» como De Gaulle («Kous n ’allez pas devenir un macreau réac
comme lui?»). Profesaba un odio feroz por De Gaulle, y el viernes
siguiente me castigó con una nota colgada en su puerta que decía:
«Tuve que ir al dentista. Creo».
Pero siempre hacíamos las paces o, más bien, ignorába­
mos nuestras antiguas peleas, y seguíamos comiendo juntos
todos los domingos como de costumbre con Beauvoir y con
mi novia, Catherine. Durante una de aquellas comidas pasé mi
peor momento con Sartre. Yo llevaba unos años viviendo con
Catherine, una estudiante bonita, dulce y simpática que no tenía

14
ningún interés por la filosofía de Sartre, pero disfrutaba bur­
lándose de él por su gran apetito (a pesar del cual nunca en­
gordaba) y hablando con él de cine contemporáneo. Una vez
cuando todos estábamos en la casa que estaba cerca de Nimes,
en el sur de Francia, y que Sartre le había regalado a su hija
adoptiva Arlette, ésta y yo fuimos de compras y, al regresar,
nos encontramos a Sartre y a Catherine agachados como ani­
males, observando el suelo.
« ¿Sab ía —explicaba Sartre, complacido— que las h or­
migas siempre se saludan entre ellas entrechocando la cabeza,
antes de desplazarse hacia la izquierda para continuar su
cam ino?»
«¿Cree que eso demuestra que la naturaleza es de izquier­
d as?», respondió Catherine.
Por esta razón, cuando unos meses después llegué tarde, y
obviamente disgustado, a comer a La Palette, Sartre me pregun­
tó: «¿Dónde ei ?» . Siempre la llamaba así porque era
p
la
stá
tres centímetros más baja que él (un metro cincuenta). No supe
qué decir. Beauvoir se dio cuenta de que tenía los ojos llenos de
lágrimas y lo dijo. «Hemos terminado», confesé al fin.
Sartre me miró de lado a lado con sus ojos bizcos, y luego
declaró: «Pues lo envidio. Yo nunca he llorado por una mujer
en toda mi v id a » .
Esto fue doloroso para Beauvoir. Sartre lo intuyó y trató de
explicarse a toda prisa: «Cuando Castor y yo decidimos man­
tener lo que se llama una relación abierta, descubrimos que la
pasión lleva inevitablemente al afán de posesión y a los celos.
Así que, como sabe, decidimos que nuestra relación sería "nece­
saria” , pero que seríamos libres para mantener otras relaciones,
a las que llamamos "contingentes” . Esto exigía que eliminára­
mos la pasión, la clase de emociones que a menudo se m ani­
fiestan con lágrimas. Pero ahora me doy cuenta de que... lo
envidio; puede llorar a los cuarenta, y yo, a los setenta, nunca
he llorado».
Observé el profundo sufrimiento de Beauvoir. Obviamen­
te, ella sí había derramado lágrimas por sus amantes a menudo,

15
fuera Sartre u otro, y estaba herida por el hecho de que él no
hubiera llorado por ella.
Para mí también fue una experiencia muy dolorosa, es­
pecialmente porque, en aquel momento. Catherine formaba
parte de mi cotidianidad con Sartre. No se encargaba de trans­
cribir las conversaciones —eso lo hacía un profesional—, pero
Catherine corregia los nombres, me describía los lugares que
Sartre mencionaba y me contaba historias, suyas o de sus pa­
dres, sobre los acontecimientos evocados por él, volviéndolos
mucho más humanos. Solía marcar con un rotulador verde
los pasajes que más le interesaban de la transcripción de las
conversaciones y, a decir verdad, eran los más fascinantes.
Siempre estaba impaciente por escucharlos, ya que Sartre y
yo habíamos convenido en que no nos enzarzaríamos en d is­
cusiones sobre su filosofía. «Dejem os que los académicos se
encarguen de eso», dijo Sartre, delatando su desdén por esa
clase de gente que dedica su vida a disectar las obras de otros.
« N o so tro s nos concen trarem os en vivant [lo v iv o ]» ,
repliqué.
«D ’accord» , asintió.
Mis entrevistas con Sartre fueron más bien conversacio­
nes. Yo era, y sigo siendo, un animal político, un in tem a­
cionalista, y sobre todo un defensor del Tercer Mundo. Había
viajado por todo el planeta, en ocasiones como periodista, a
menudo como militante antiimperialista e, inevitablemente,
también como un turista cualquiera. Sartre había viajado tanto
como yo, pero como una persona famosa, era esperado siempre
en los aeropuertos por funcionarios importantes y acompañado
por intérpretes. Cuando empezamos las entrevistas, yo ya había
publicado una docena de libros sobre América Latina, Vietnam,
la Guerra Civil española y, con un amigo, sobre los estrechos
vínculos entre el crimen organizado y el capitalismo en Estados
Unidos. Sartre, por su parte, tenía una obra literaria compuesta
por obras de teatro, ensayos, novelas y la brillante autobiogra­
fía de su juventud, Las rs, por la cual había ganad
lb
a
p
Premio Nobel. Cada cual traía sus propias experiencias.

16
Aunque ninguno de los dos éramos marxistas, compar­
tíamos una idea indiscutible. Conveníamos en que, a pesar de
lo que sostuvieran los académicos pragmáticos, a pesar de lo
que casi cualquier profesor estadounidense de bachillerato in­
culcara a sus alumnos crédulos, a pesar de que los ricos de los
países desarrollados proclamaran que se preocupaban por
los pobres, y que todo el mundo se acaba beneficiando de la
riqueza de unos pocos (la teoría del goteo de la riqueza), el
mundo está en guerra, en una guerra de clases de pobres con­
tra ricos. Y estábamos de acuerdo en que, hasta que los pobres
no se sublevaran y demandaran la riqueza de los ricos, y luego
la distribuyeran justamente entre todos, la guerra de clases se­
ría una guerra a muerte, al menos cada cierto tiempo.
Nuestra intención, por tanto, no era discutir quién había
hecho algo ni cuándo lo había hecho, sino por qué. Perseguía­
mos las causas políticas de nuestras acciones (y digo «n u es­
tras» porque Sartre pretendía explicar el comportamiento de
mi padre a través de mis reacciones). Acatábamos el gran pre­
cepto existencialista de que todo lo personal es político, y todo
lo político es siempre personal. Sartre y yo convinimos en que
no tenía sentido repetir lo que él ya había contado con tanta
elocuencia en Las palabras, a no ser que yo pensara que había
mentido, cosa que había hecho en ocasiones. Me propuse es­
cribir su biografía política, evocar los caminos que había re­
corrido hasta convertirse en la conciencia mas odiada de su
siglo, por retomar el título de mi libro. Nuestras conversacio­
nes me darían las claves para entender por qué era tan odia­
do y por qué, al mismo tiempo, seguía siendo la conciencia de
los estudiantes, los intelectuales y los m ilitantes de todo
el mundo.
La grabación de nuestras conversaciones requirió setenta
y pico casetes, convertidos en una docena de cintas profesio­
nales de calidad superior, cuya transcripción ocupó más de dos
mil páginas de interlineado sencillo. Como es lógico, gran par­
te de lo que hablamos resulta hoy redundante, repetitivo e in ­
cluso incoherente, pues a menudo alude a episodios que ya no

l7
interesan ni a los académicos ni a los lectores inquietos. Por
lo tanto, al traducir las conversaciones he suprimido dichos
pasajes. En todo caso, algunos de los hechos mencionados si­
guen siendo importantes desde una perspectiva histórica. En
caso de que requieran explicaciones, las he añadido en forma
de notas. He incluido fragmentos de conversaciones que man­
tuvimos durante nuestras comidas, que transcribí de memoria
justo después de terminar dichas comidas y que Catherine
(hasta el día en que rompimos) revisó, aunque no estén gra­
badas. Quienes sientan curiosidad por lo que he suprimido o
añadido, los que no confíen en mí, o simplemente quieran oír
la poderosa voz de Sartre, encontrarán todas las cintas ori­
ginales y todas las transcripciones sin editar en la biblioteca
Beinecke de la Universidad de Yale, que las adquirió cuando
regresé de Europa, sin dinero y sin trabajo.
He agrupado las conversaciones por meses, pero el orden
no es del todo exacto, ya cpie nuestras conversaciones no siem­
pre eran cronológicas. Podíamos discutir sobre un tema en
particular durante un mes y luego, varios meses después, re­
tomarlo. A sí que he mezclado varias conversaciones bajo el
epígrafe del mes en el que se desarrolló la parte más impor­
tante de la conversación. El investigador que desee oír el ori­
ginal deberá proceder como yo: primero, escuchar todos los
casetes (o leer toda la transcripción), apuntar los temas que
tratan y asignarles un número; y, por último, reconstruirlos.
Es un trabajo muy difícil, o al menos lo fue para mí, pero el
resultado —un testimonio, más o menos cronológico, que res­
tituye la vida y la interpretación de una gran figura literaria—
vale la pena.

18
NO VIEM BRE DE 1970

¿Qué edad tenía cuando se dio cuenta que era d ife­


G e r a s s i:
rente a sus amigos, sus semejantes y sus compañeros de clase?
Su padre había muerto. Su abuelo materno —el hombre de la
casa, un titán barbudo que interpretaba el papel de Dios en las
obras de teatro de la escuela, un tirano benévolo que trataba
a su madre como si fuera su hermana, e incluso le hacía com­
partir la habitación con ella en su casa— debió de influir en su
visión del mundo desde muy pronto.

Sartke: S í y no. Su atención, su aprecio por mis fantasías l i ­


terarias —pasaba todo mi tiempo libre en casa, leyendo y e s­
cribiendo «novelas» de aventuras, que él leía puntualmente—,
su devoción por «sus h ijo s» , que éramos mi madre y yo, me
hacían sentir importante, por supuesto, pero no diferente. En
la escuela no me sentía diferente a mis compañeros de clase.
A las once y media, la hora del almuerzo, mi madre venía a
recogerme como las otras madres, y después de las clases de
la tarde, a las tres y media, vagaba por las calles igual que los
otros niños. Jugábamos al fútbol en la calle y formábamos una
especie de pandilla, por lo que a menudo acabábamos peleán­
donos con los chicos de otras escuelas.

G .: En una ocasión me contó usted que esos chicos eran po­


bres, que venían de barrios malos. ¿Cree que eso le daba una
idea de lucha de clases a sus peleas?

S.: No. Es verdad, como sabe, que los niños ricos viven en ba­
rrios ricos, lo cual signiñca que allí las escuelas son mejores.
Ello no se debe a que el Gobierno les dé más dinero. En Francia,
donde la educación está centralizada, cada escuela recibe la
misma suma por alumno, a diferencia de Estados Unidos,
donde, según me lia contado usted, las escuelas se financian
con los impuestos locales, de modo que están determ ina­
das socialmente. Aun así. en Francia, como en todas partes, los
niños ricos viven en barrios ricos. La mayoría de las madres
de los niños ricos no trabajan, y dedican parte de su tiempo,
y de su dinero, a hacer que la escuela sea más atractiva, que
esté mejor decorada, sufragando obras de teatro, conciertos y
otras actividades. En los barrios pobres, las madres trabajan
y los padres no tienen ni tiempo ni costumbre de preguntar
a sus hijos qué hacen en la escuela, ni tampoco de regañarlos
cuando algún profesor dice que no se han portado bien. En
ese sentido, sí había una diferencia de clases muy marcada
entre las pandillas callejeras. No obstante, cuando te peleas
con un adversario por el control de un territorio, el adversario
es un adversario, claro, pero es un igual. Así que, cuando iba
a la escuela en París, a pesar de mi entorno y de mis circuns­
tancias fam iliares, jamás me sentí diferente ni tuve ninguna
conciencia de clase.

G.: A pesar de que su lycée [escuela primaria francesa] de en­


tonces, el Henri iv, era uno de los mejores en París.

S.: Es verdad, pero todos recorríamos París a nuestras anchas.


(En aquella época, las calles eran seguras.) Tal vez los niños de
otras pandillas sentían cierto antagonismo de clase, pero no­
sotros no, y no nos insultaban gritándonos «¡R icachones!»
ni nada parecido.

G.: Pero cuando su madre volvió a casarse, con un ingeniero, y


se mudaron a La Rochelle, me imagino que las cosas cambiaron.

S.: Y mucho, pero no por una cuestión de clase. En primer


lugar, yo era parisino, y en La Rochelle odiaban a los parisinos.
Los niños de la capital. Eso era una distinción de clase, por
V
i.

supuesto, pero ni ellos ni yo lo veíamos así. Yo era un extran­


jero. Y no olvide que cambié de escuela a mitad de curso. Sim­
plemente, no les caí bien a mis compañeros de clase, aunque
ellos también eran niños burgueses. Las cosas se complica­
ron aún más porque al poco tiempo me convertí en un buen
estudiante, ya que había leído mucho más que ellos, gracias a
Charles [Schweitzer], mi abuelo, que me sugería sin cesar que
leyera tal o cual libro, y que cuando leía mis «novelas», las
comparaba con las de grandes autores. Y todo ello sin dejar de
elogiarme. El resultado fue que en La Rochelle me convertí en
el niño mimado del profesor de literatura. ¡No se imagina us­
ted cómo se burlaban de mí por esto mis compañeros de clase!
Pero todos éramos de la misma clase social. No éramos ver­
daderamente ricos, porque esos iban a escuelas privadas, reli­
giosas. Nunca nos peleamos con ellos porque nunca llegamos a
verlos. Digo «nosotros» porque cuando se trataba de pelearse,
yo formaba parte de la pandilla. Sólo para las peleas.

G.: ¿Con palos o sólo con puños?

S.: Ni una cosa ni la otra. Sólo había empujones y bofetadas.


Nadie se hacía daño de verdad. Pero cuando se acababan las
peleas, mis compañeros de clase me ignoraban durante mucho
tiempo, una vez durante un año entero. Nos peleábamos con
niños de otras escuelas, que en su mayoría también eran bur­
gueses, no como en Estados Unidos, donde las clases sociales
se mezclan en las escuelas, ¿verdad?

G.: En general, sí. Los ricos también van a escuelas privadas,


pero yo me crié en el Upper West Side de Manhattan, que era
una mezcla. Yo era un niño burgués, por supuesto, pero siem ­
pre acababa vagando con los niños pobres, sobre todo con los
extranjeros, en parte porque, como les pasaba a ellos, se metían
mucho conmigo por ser extranjero con un acento raro. Muchas
veces llegaba a mi casa llorando, con la ropa rota, y Fernando
siempre me preguntaba si me había defendido y cómo. Un día

2,1
-nunca lo olvidaré— regresé a casa con la ropa hecha jirones,
sangrando v dolorido, pero riéndome, y Fernando, antes de
preguntarme qué había pasado, me felicitó.

S.: 1.a diferencia es muy significativa. Usted se crió como un


rebelde. Usted experimentó subjetivamente la lucha de clases,
aunque en aquella época sus enemigos fueran raciales, una es­
pecie de xenófobos, y cuando regresaba a casa, su padre le daba
una perspectiva objetiva de todo ello. No fue mi caso. Tanto en el
lycée Henri rv de París, donde la mayoría de alumnos eran hijos
de burócratas o de funcionarios —a fin de cuentas. Charles era
profesor de alemán—, como en La Rochelle, donde la mayo­
ría de las fam ilias estaban relacionadas con el mar y el puer­
to, pero no eran pescadores, sino administradores, no había
conflictos de clase. Yo jamás fui un rebelde. Usted mismo lo
dijo cuando insistió en que su biografía intentaría desentrañar
cómo un buen burgués que nunca se había rebelado contra su
clase social acabó siendo un revolucionario. Y es verdad. He
denunciado las contradicciones de la sociedad, subrayando las
diferencias entre lo que la gente dice y lo que hace, pero jamás
he combatido con los proletarios, ni siquiera he convivido con
ellos-, siempre he llevado una vida de burgués.

G.: Pero sus lecturas y su escritura eran actos de rebelión, ¿no?

S.: No del todo. Es complicado, ¿sabe? Mi madre y mi abuela


querían que yo leyera libros para niños, el tipo de libros que
suelen leer los niños de diez años, e intentaban que Charles me
impusiera mejores costumbres al respecto. Y Charles sabía que
las «novelas» que yo escribía habían sido copiadas, inspiradas
por las que leía y que, la verdad sea dicha, apenas comprendía.
Está claro que cuando leí Madame Bovary a los diez años —¿o
fue a los ocho?— no entendí nada, pero de ella saqué un hilo
que luego retomé en una de mis historias. En teoría, toda mi
fam ilia estaba en contra de mis «novelas», pero yo sabía que
mi madre se apoderaba de los cuadernos —cada novela ocupaba
un cuaderno escolar—y se los daba a Charles, al parecer para
demostrarle lo raro que yo era. Charles los leía a conciencia e
incluso corregía las faltas gramaticales y ortográficas. De he­
cho, creo que en cierta medida escribía aquellas «novelas»
para él, aun sabiendo que no le gustaban. En ñn, el caso es
que toda mi familia estaba en contra de mis lecturas, pero no
de todas, porque también leía todo lo que escribían [Michel]
Zévaco y [Pierre] Ponson du Terrail, dos escritores populares
que, a pesar de ser anarquistas, publicaban todas las semanas
en la prensa local, junto a chillonas ilustraciones. Tampoco
les gustaban mis «novelas», pero sabía que, en realidad, me
admiraban por escribirlas.

G.: Eso forma parte de su infancia en casa, pero contrasta ra­


dicalmente con su vida fuera de casa.

S.: Es complicado. Charles me convenció de que yo era espe­


cial, un prodigio, sin decírmelo nunca explícitamente, por
supuesto. Eso significaba que yo era extraordinario. Pero en
el mundo exterior, sólo los dioses como Charles eran capaces
de comprender que yo era especial. A ojos de los demás, yo era
como todo el mundo...

G.: Usted ha dicho que de niño pensaba que en el mundo rei­


naba una armonía perfecta, que todo estaba en orden, estable,
establecido. ¿No es contradictorio con el hecho que cuando
usted quería jugar con otros niños en los Jardines de Luxem-
burgo, éstos le dijeran sistemáticamente que se largara, hasta
tal punto que su madre intervino y le pidió ayuda a los otros
padres? El mundo no era tan armonioso, a ñn de cuentas.

S.: Espere. Trataba de objetivar la situación. Aquellos niños


estaban acostumbrados a estar juntos, a jugar juntos, sin mí.
Por lo tanto, el orden de las cosas era que yo no formaba parte
de su grupo. En el Henri rv era diferente. Yo conocía a los otros
niños y ellos me conocían a mí. Los niños de los Jardines de
Luxemburgo no me rechazaban porque yo fuera pequeño o feo,
sino porque no formaba parte de su grupo.

G.: Pero en Laspalabras [la autobiografía de Sartre] usted con­


fiesa haberse sentido frustrado, rechazado. ¿Por qué esto no le
hizo darse cuenta que usted era diferente a los demás?

S.: En cierto modo, sí. Me reafirmó en la idea de que era un


prodigio, cosa que Charles había dado por sentada. En casa, yo
era el centro. Mi abuelo era extremadamente autoritario, pero
conmigo no. ¿Por qué? Porque yo era un niño prodigio. En los
Jardines de Luxemburgo, yo no era nada, lo cual era normal.
Y en la escuela tampoco, al comienzo. Cuando empecé el ba­
chillerato en La Rochelle (tenía doce o trece años), era un pé­
simo estudiante porque mis compañeros de clase no se daban
cuenta de mi inteligencia. Era tan mal estudiante que mi ma­
dre tuvo que reunirse con los profesores de francés y de latín y
rogarles que me prestaran un poco más de atención, cosa que
hicieron. Aquello devolvió las cosas a la normalidad, de nue­
vo en orden. Pero Charles no estaba en La Rochelle. Con todo,
obtuve la misma reacción que cuando intenté unirme al grupo
del parque. Ellos formaban una unidad, mientras que yo era
un extraño. Era normal.

G.: ¿De veras? Por una parte se pasaba el día leyendo y escri­
biendo historias que Charles y las dos mujeres de la casa censu­
raban. Eso era un acto de rebeldía, pero deseaba la aprobación
y la admiración de Charles. Por otra parte, los niños de su edad
lo rechazaban, cosa que usted reconoce es dolorosa, pero le pa­
rece normal. No entiendo.

S.: ¿Es que usted no hacía lo mism o? Castor me contó que


en una ocasión en la que estuvo en Nueva York, usted discu­
tió con ella durante más de dos horas, tratando de imponerle
su visión marxista, m ientras que su padre, que siempre fue
antimarxista, o al menos no marxista, se limitaba a escuchar,
sin decir una palabra —cosa rara en Fernando—, aunque usted
buscara su aprobación.

G.: Sí, me acuerdo bien, pero yo era mayor, debía de tener


quince años. Fue en el bar Menemsha, en la calle Cincuenta
y siete. Para mí era difícil hablar con Fernando, el hombre de
acción, así que adopté la postura contraria a él: leía, estudiaba,
hablaba, discutía, pero sin entrar en acción. Ésa era mi rebel­
día. Perseguía su aprobación al tiempo que adoptaba un punto
de vista opuesto al suyo. Y cuando más tarde, aquella misma
noche, me dijo que no había defendido demasiado bien mi
causa, me dolió.

S.: Ahí lo tiene. Se rebelaba y buscaba su aprobación. ¿Es con­


tradictorio? En absoluto.

G.: Pero usted afirma que jamás se rebeló contra Charles.

S.: Exacto, no lo necesitaba. A diferencia de Fernando y usted,


Charles me había convencido de que yo era especial.

G.: Pero después sí le fascinaron los hombres de acción, cosa


que Charles no era. Por ello se involucró con el único de sus
amigos que sí lo era, Fernando. De todos sus amigos, Fernan­
do fue el único por el que usted se tomó molestias para verlo,
como cuando viajaba al sur de Francia siempre que Fernando
cruzaba la frontera. Y está la fascinante conversación entre us­
ted, representado por Mathieu [en Los caminos de la ],
y Gómez, que encarna a Fernando. ¿Por qué regresa usted al
frente, le pregunta Mathieu a Gómez, si sabe que la guerra
está perdida?

S.: Era una pregunta lógica.

G.: No tanto, ya que Gómez le responde de una manera su­


mamente política a Mathieu que uno combate el fascismo no

^5
porque vaya a ganar, sino porque el fascismo es la ideología
de los fascistas.

S.: Eso fue lo que dijo su padre.'

G.: Pero usted decidió reproducirlo porque eso es lo que dice


un hombre de acción comprometido, y porque usted, como
Mathieu, se sentía culpable por no haber sido un hombre de
acción.

S.: Pero Mathieu se convierte en un hombre de acción.

G.: No del todo. Acaba en el ejército y vive el día a día de un


soldado, y luego de un prisionero, como usted, pero sin com­
promiso verdadero, tan sólo porque Francia está en guerra
y usted y Mathieu son franceses. No es lo mismo que presen­
tarse como voluntario para luchar en otro país, ni, como me
preguntó usted cuando yo estaba a punto de marcharme a Viet-
nam del Norte, cosa que demuestra que semejante acto aún le
desconcierta, «¿Por qué abandona a su mujer y a su hija?».

S.: Espere. En primer lugar, su padre era español, aunque hu­


biera nacido en Constantinopla y hasta los veintisiete años no
fuera a España, a copiar unos Velázquez en el Prado. El caste­
llano, o el ladino, era su lengua materna, y tenía el carácter de
un anarquista español en muchos aspectos. En segundo lugar,
tal vez Mathieu no fuera un revolucionario comprometido an­
tes de la guerra, pero es indiscutible que tenía cierta concien­
cia social, y fue comprometiéndose a medida que descubrió la
vida colectiva en el stalag.

G.: Vamos, no es lo mismo. Ni usted ni Mathieu tuvieron que


enfrentarse a la realidad de tener que matar a un ser huma­
no. por malvado que fuera. Y cuando Mathieu es liberado del
stalag, retoma sus viejas costumbres, como escribir en un café,
como usted.

2,6
S.: Está usted hablando del compromiso desde un ángu­
lo equivocado. La cuestión que yo trataba en esa conversa­
ción entre Mathieuy Gómez es la del abandono del verdadero
compromiso del artista, es decir, cómo puede un escritor o
un pintor abandonar su propia vocación, aunque sea por una
guerra justa.

G.¡ ¿Se refiere a la carta de Fernando a Stépha [la mujer de Fer­


nando, mi madre], a la que abandonó para ir a luchar a España?

S.: Fue crucial, absolutamente crucial. Le envió una carta que


decia: «No soy un artista. Un artista no mata. Acabo de matar
a un hombre. Olvídame». Tenía razón. Por eso en 1954 Picasso
le dijo que si su padre no hubiera ido a España, habría sido tan
famoso como él.

G.: ¿Sabía que Fernando le escribió aquella carta a Stépha cuan­


do usted escribía Loscaminos de la libertad?

S.: Ella misma me la enseñó antes de marcharse a España, a su


vez, a trabajar en la oficina de propaganda.

G.: Pero usted no la utilizó en la novela.

S.: Era demasiado melodramática, típica de Fernando.

G.: Pero usted seguía fascinado por mi padre.

S.: De todos mis amigos, era el único como yo, o eso creí.
Una vez me dijo: «Ante todo, pinto; luego está mi familia. No
me importa que Stépha o Tito se mueran de hambre; ante to­
do, pinto». [Tito era mi apodo]. Eso mismo pensaba yo por
aquel entonces, aunque no tuviera familia: ante todo, escribo.
Castor pensaba lo mismo. Probablemente por eso ninguno de
los dos quiso formar una familia. Y de pronto resultó que uno
de nuestros mejores amigos, que siempre había declarado el

27
mismo compromiso con su arte que nosotros, se fue. sin male­
ta siquiera, sin muda de ropa, a la guerra. ¿Sabía que cuando lo
llevé a usted a casa y le expliqué a Stépha lo sucedido, se puso
histérica y empezó a repetir, una y otra vez. «Pero si llevaba
calcetines de seda».

G.: ¿Cree usted, en retrospectiva, que existía alguna relación


entre Gómez y Pardaillan. el héroe de capa y espada de Zéva-
co que tanto admiraba usted —es más. veneraba— de niño? ¿Y
puede que también incluyera a Charles, el imponente hombre
de acción, aunque en realidad no lo fuera?

S.: Exacto. La verdad es que no sé cómo era Charles. Por eso no


lo definí en Laspalabras, y hasta el día de hoy sigo preguntán­
domelo. Sé que le asustaba la muerte. Creo que por eso inter­
pretaba la comedia del gran amor que me profesaba. Trataba
de aceptarlo todo, la naturaleza, la vida y la muerte: pero ne­
cesitaba algo más para aceptar la muerte como algo normal, y
eso era yo, así que sobreactuaba, lo convertía en un papel, para
convencerse de que yo sería su extensión, su supervivencia,
por así decirlo, su continuación tras su muerte. Así pues, en
realidad, era lo contrario de un hombre de acción.

G.: ¿Tan atormentado, tan atenazado estaba Charles por la an­


gustia de la muerte que esperaba convertirle a usted en la ex­
tensión de su vida?

S.: Creo que jamás llegó a comprender ni a enfrentarse con sus


demonios, pero yo debí de contagiarme y, al tratar de parecer-
me a él, rechacé cualquier acto de rebeldía, descarté la idea del
hombre de acción, aunque, como ha dicho usted con acierto,
me convertí en uno de los héroes de Las palabras. Aquello no
era cierto. Mi abuelo era un voyeur.

G.: ¿Y usted también, verdad? A pesar de sus peleas con otros


niños en las calles de París, a pesar de todas sus negaciones.
usted también estaba asustado por la muerte. Por eso una vez
dijo que uno escribe para dios o para los otros, pero no para ser
leído. En otras palabras, usted escribía para engañar a la muerte
porque usted también estaba asustado. 0 , mejor aún: escribía
para evitar la muerte. Escribía para ganar la eternidad.

S.: Y por eso me fascinaba su padre, que se convirtió en lo


opuesto, que no sentía temor alguno por la muerte.

G.: Se equivoca usted. En un pasaje maravilloso de sus m em o­


rias, [Iliá] Ehrenburg habla sobre su visita a Fernando durante
el sitio del alcázar de Toledo. Fernando lo llevó hasta la p ar­
te más alta de un edificio, cuyo tejado era muy resbaladizo, y
desde donde podían ver a unos niños que jugaban en el in te­
rior del alcázar, tras las murallas. Fernando se había negado a
bom bardear la fortaleza por esta razón. De pronto, Ehrenburg
vio que Fernando estaba blanco como un cadáver y que tem ­
blaba. «U na cosa es m orir en la batalla —explicó Fernando—,
pero caerse del tejado sería una estupidez.»

S.: Claro, claro; Fernando, el macho anarquista.

G.: No, en parte era ese absurdo sentido español del honor y
del orgullo, pero tam bién una maravillosa creencia en que la
muerte debe tener sentido. Pero aun así miedo a la muerte.

S.: Temor a la muerte, tal vez, pero no temor a ser olvidado.

G.: Exacto. Eso es lo que temía Charles, y lo que le transmitió


a usted.

S.¡ Pero no nos burlem os de eso, porque ese temor nos vuelve
más creativos, nos empuja a hacer el bien, o a convertirnos en
hom bres de acción. Al fin y al cabo, es un acicate para hacer
algo durante los pocos años que vivimos en este mundo.
G.: F.s exactamente lo que decía usted en su maravilloso cuento
« Frústrate» | Eróstrato). en el que el héroe, al darse cuenta de
que nadie recuerda quién construyó el templo de Éfeso. pero
si quién lo redujo a cenizas, decide asesinar a seis personas al
azar a fin de desencadenar un suceso tan absurdo que nadie lo
olvide jamás. Pero sus ejemplos no son comparables. De los
sesenta mil voluntarios extranjeros de las Brigadas Interna­
cionales que fueron a España a luchar contra Franco, Hitler y
Mussolini, al menos la mitad se presentaron con un nombre
falso, sin ningún documento de identidad que permitiera re­
conocerlos. El mundo jamás sabría quiénes eran, jamás po­
drían ser identiñcados. Fueron a España, lucharon y murieron
porque ése era el deber de un verdadero humanista. Y punto.

S.¡ «Se combate el fascismo porque son fascistas.»

G.: Exactamente.

S.: Por eso fue usted a Vietnam del Norte, aunque tuviera que
sacrificar un matrimonio feliz.

G.: Por eso aceptó usted ser el presidente del tribunal. Y por
eso le gustaban las historias de Zévaco, porque sus héroes lu­
chaban por los pobres, los oprimidos, los explotados. Y en
condiciones asom brosas: veinte contra uno, treinta contra
uno... Pero Charles no era así. Y, sin embargo, usted lo admi­
raba; ¿por qué? Porque era un ateo que interpretaba el papel
de Dios. ¿Y por qué amaba usted a su madre? Las madres no
necesitan ser extraordinarias para ser amadas por sus hijos;
tan sólo deben estar presentes.

S.; Mi madre se dejaba tiranizar por Charles, que la regañaba


delante de mí. «No hagas eso. No, eso está mal. Cállate.» Y ella
se doblegaba. Pero en La Rochelle las cosas cambiaron. Un día,
mi madre me pilló robándole dinero del monedero. Yo seguía
intentando complacer a mis compañeros de clase y, como un

3o
idiota, pensaba que si compraba caramelos y se los daba, me
aceptarían. Mi madre no sólo me pilló, sino que cuando Charles
vino a pasar una temporada con nosotros, se lo contó. El lo en­
tenderá, pensé yo. Se pondrá de mi parte. No dijo nada, pero al
día siguiente fuimos a comprar juntos y dejó caer una moneda,
que yo recogí de inmediato. Con un gesto grandilocuente con
la capa y el bastón, me detuvo. «Tú no puedes tocar dinero
honrado —me dijo—, porque te has convertido en un ladrón.»
Y aunque le crujieran los dedos, muy despacio, y con mucho
dolor, me pareció entonces, se agachó para recoger la moneda.
Aquello fue la ruptura. Ya no era mi defensor. Nunca más lo
admiré ni traté de imitarlo. Pero eso no me acercó a mi m a­
dre. Ella me había traicionado. Se había casado con un hombre
que no me gustaba, un graduado de la [Escuela] Politécnica.
Me había llevado a una ciudad que desdeñaba. Y me había
puesto en una escuela en la que todo el mundo me odiaba. Aun
así, jamás pude decirle lo mal que lo pasaba. ¿Por qué? Tal vez
porque hasta aquel día, en la tienda —era una farmacia; parece
que aún la veo—, detrás de mí había una roca inquebranta­
ble que me hacía comprender que la vida era tal y como debía
ser, y que una madre no significaba gran cosa. Una vez traicio­
nado por la roca, por Dios, ya no me quedaba nada. A fin de
cuentas, mi madre formaba parte de ese mundo.

G.: ¿Tan malvado era su padrastro?

S.: Desde un punto de vista objetivo, no, en absoluto. Era hijo


de un ferroviario, y era estudioso, voluntarioso, un hombre de
deber. Se había deslomado para ser el primero de la clase e in ­
gresar en una de las instituciones académicas más prestigiosas
de Francia. El triunfo burgués por antonomasia. Y se enorgu­
llecía de ello. Desde un punto de vista subjetivo, era un fanto­
che engreído, un pesado que me había robado a mi hermana
(es decir, mi madre) y que jamás me consideró un prodigio.
Pero no era mi padre, así que nunca pintó gran cosa, y no me
rebelé contra él.

3i
Mi abuelo era un farsante, un impostor, incluso, pero me
hacía creer que me admiraba. ¿Sabía usted que nos comunicá­
bamos —hasta su traición, claro— en verso? Sí, en verso. Ojalá
aún los conservara y pudiera mostrárselos. Figúrese, pues, su
paciencia y su indulgencia. Leer mis espantosos poemas, lle­
nos de faltas y de falsas rimas, ¡y tomarse la molestia de res­
ponder en verdaderos pentámetros yámbicos!

G.: ¿A qué edad? ¿A los ocho, diez o doce? ¿Cómo llegaron


ahí?

S.: No, no, mucho más pequeño. Creo que siendo muy peque­
ño decidí que ya que mi dios y las dos mujeres de la casa leían
en su tiempo libre, la lectura debía de tener un gran valor, así
que empecé a fingir que leía. Me sentaba en una caja o en algún
lugar imponente frente a mi familia, y fingía que leía, pasaba
las páginas y esas cosas. Para no aburrirme tanto, mientras
« le ía » me inventaba historias inspiradas en las ilustraciones
que acompañaban las historias de Zévaco o Ponson du Terrail
en los periódicos. Empecé a fingir que leía el periódico porque
Charles siempre lo leía, aunque los folletines no, por supuesto.
De hecho, no le gustaba la ficción, e incluso la censuraba, pero
leía a los clásicos porque « es necesario.»
Después de un tiempo fingiendo que leía, comencé a des­
cifrar lo que en realidad no leía, y aprendí a leer solo. Como
había que compartir el talento, empecé a escribir mis propias
historias, con héroes como Pardaillan, de Zévaco, que, por su­
puesto, se parecía mucho a Charles. Mi primera «novela» se
llamaba Le marchand de bananes [El vendedor de plátanos], y
el protagonista llevaba barba, como Charles. Pero hubo un li­
bro que a Charles le encantaba, y que me dio con tanta pompa
que entendí que quería que me gustara. Y me gustó, aunque me
salté páginas que habrían aburrido a cualquier niño, claro. Se
trataba de Los miserables, de Victor Hugo, que, por supuesto,
tiene su propio Pardaillan, ¿verdad? Sobre todo, JeanValjean.
Me pregunto por qué no incluí Los miserables en la lista que le

3?
di de mis lecturas de aquella época. Qué raro que me olvidara
del libro más importante, ¿no?

G.: Coménteselo a [Jacques] Lacan cuando vuelva a verlo.’

S.: ¿Brom ea usted? Le encantaría, pero jam ás le daré ese


placer.

G.: ¿Cree usted que su abuelo, al darle a leer ,


trataba de inculcarle cierta conciencia política?

S.: Oh, no; bueno, quizá un poco. Nunca se me había ocu­


rrido, pero ahora que lo pienso, nunca puso ninguna objeción
a que leyera a Zévaco, aunque él no siguiera el folletín sem a­
nal. Sabía muy bien quién era, que era anarquista. Pardaillan
—es decir, Zévaco— decía: «No soy superior a nadie». Pero sí
que lo era. Sin embargo, yo acepté aquella idea, aunque debía
ponerla en tela de juicio cuando mis primos venían de v i­
sita. Charles los trataba de forma diferente que a mí. No era
complaciente con ellos. A mí ellos tampoco me entusiasma­
ban, pero me parecía que era injusto por parte de Charles que
hiciera diferencias, ya que éramos todos iguales. Ellos eran
hijos de fam ilia numerosa, así que no les importaba lo que
Charles pensara, o cómo les hablara. Pero a mí aquello me
hizo consciente de que mi familia no era como la suya. Creo
que para un niño es muy importante tener un padre, sea bueno
o malo. Y yo no tenía. Charles era como un dios, pero no era
mi padre. Así que mi vida era, ante todo, solitaria. Y, sin em­
bargo, me sentía feliz porque estaba mimado. Me decía: qué
suerte haber nacido en Francia, con unos abuelos así, y una
madre. Por supuesto, no me lo creía del todo. Sabía que los
demás, la gente que no formaba parte de mi familia, me juz­
gaban por mis actos.

G.: ¿Huís clos [A puerta cerradal? ¿El infierno son los otros?

33
S.: Exactamente.

G.: Y Charles, de hecho, era una prolongación suya, a su en­


tender.

S .: Exacto, y como yo sabía que yo era un impostor, él también


lo era. así que ya no lo respetaba. Pero lo admiraba. Qué con­
tradicción, ¿no?

G.: ¿Es ésa la raíz de su inseguridad?

S.: Es complicado. Creo que en aquella época era inseguro


porque Charles me trataba de forma diferente que a mis primos,
que a los demás niños. Por supuesto, me encantaba que Charles
y mi familia cercana pensaran que yo era especial, y está claro
que nadie, yo incluido, entendía que Charles me tratara de ese
modo porque temía la muerte, y quería que yo fuera su exten­
sión cuando se muriera. Pero algo no encajaba. ¿Era por mi
soledad; quiero decir, porque era un niño en una familia
de adultos? ¿0 porque mi sentido de la igualdad, aprendido de
Zévaco, estaba en contradicción con mi realidad? ¿Puede uno
enamorarse del concepto de libertad, igualdad y fraternidad
tan sólo a través de la lectura?

G.-. Es una cuestión difícil, porque la idea de solidaridad, que


está en la base de la libertad, la igualdad y la fraternidad, es un
sentimiento instintivo. Por eso nos hicimos socialistas mu­
cho antes de comprender qué significaba la palabra. Supongo
que eso es lo que le perturbó cuando descubrió que Charles
no trataba a sus primos igual que a usted. A ningún aprendiz
de capitalista le hubiera extrañado. Si la diferencia le resulta­
ra favorable, estaría contento. Y si le resultara perjudicial, se
pondría celoso.

s .: Desde luego. Pero al mismo tiem po que sabía que yo


era igual a mis prim os, también sabía que ellos tenían una

34
estructura familiar más estable que yo y que, por otra parte, yo
era superior a ellos. Dicho eso, era consciente de que en mi
clase había alumnos que decían cosas más interesantes que yo.
Pero nada de eso afectaba a mi profunda convicción de que no
existía ninguna diferencia original entre las personas. Se tra­
taba de una convicción emocional. Como dijo usted en su ar­
tículo en Les Temps Modemes [una revista mensual fundada en
1945 por Sartre y Simone de Beauvoir, entre otros, y dirigida
por Sartre, que aún se sigue publicando], aunque usted tenga
un cociente intelectual de ?o y yo de 120, nuestras experiencias
son equivalentes. [El artículo al que se refiere Sartre se titulaba
«Vivre la révolution» (Vivir la revolución) y fue publicado en
el número de junio-julio de 1969 de Les Temps Modemes]. Si no
se acepta este postulado, no se puede ser un verdadero socia­
lista. ¿Sabía que en 1955, cuando estuve en China, Zhou Enlai
dijo que la idea de igualdad era pequeñoburguesa? La verdad es
que me dejó atónito. Supongo que los comunistas del partido
tienen que creer en ello para justificar los comités centrales,
que dirigen la vida de todo el mundo. A la gente le cuesta m u­
cho entender que la igualdad no significa que todos seamos
igual de inteligentes, sino que nuestra alegría, nuestro dolor y
nuestra necesidad de reconocimiento son equivalentes.

G.: ¿Dónde aprendió usted esta idea de igualdad? ¿A Charles le


interesaba la política?

S.: Charles votaba por los radicales-socialistas. Era un parti­


do de centro, pero anticlerical, al que votaba, sobre todo, la
burguesía.

G.: Lo cuenta usted en Las palabras, en especial que Charles


votaba por un partido conservador creyendo que favorecería el
progreso... Pero ello no le influyó, ¿verdad? En primer lugar,
porque antes de la guerra usted era apolítico, y luego, cuando
empezó a interesarse por la política, no era un verdadero iz­
quierdista, sino un izquierdista de salón...

35
S.: Es verdad. A pesar de la insistencia de Fernando, nunca me
uni al comité de escritores y artistas contra el fascismo, o con­
tra la guerra. o como se llamara. Y nunca fui muy activo.

G.: ¿Se debía al hecho de que esos comités estaban dirigidos


por comunistas?

s.: Quizá. Aunque [André] Malraux era el presidente de uno de


los comités, y su padre formaba parte de ellos. Había regresado
de España siendo un anticomunista radical, ¿verdad? Por eso
usted era pro comunista a los catorce años, ¿no?

G.: No lo creo. Tal vez. Yo sabía que comunistas de todo el


mundo habían ido a España clandestinamente para combatir
el fascismo. A mis ojos, eran héroes anónimos y desconocidos.

S.: Pero cuando discutió sobre ello con Castor en Nueva York,
usted ya había asistido a la aterradora cena con Ehrenburg,
¿no? Aquello debería haberlo vuelto anticomunista, o al me­
nos contrario al partido comunista, pero no fue así, ¿verdad?
¿Era simple rebeldía contra Fernando?

G.: Tal vez. Pero jamás me olvidaré de la visita de Iliá Ehren­


burg a Estados Unidos en 1945, como corresponsal de Pravda,
ni de que pasó todo el tiempo que estuvo en Manhattan con mis
padres. Una noche, durante la cena, mi madre le preguntó qué
habia sido de [Marcel] Rosenberg, el embajador soviético en
la república española, al que mis padres adoraban. Ehrenburg
agachó la cabeza y susurró una única palabra: «Stalin ». Luego
mi padre preguntó por un general ruso que luchó con las Bri­
gadas Internacionales. «Stalin.» A continuación preguntó por
otro. «Stalin .» Durante más de una hora, nombre tras nom­
bre, la explicación era «Stalin » . Mi madre lloraba. Mi padre
intentaba contener las lágrimas. Aquella cena me marcó tan­
to y, de hecho, sigue haciéndolo, que se lo conté a todos mis
amigos comprometidos políticamente. Pero también es verdad

36
que me habían impresionado mucho todos los hombres que
lucharon por la república, que eran comunistas, amigos de mi
padre, que llegó a dirigir las Brigadas Internacionales. Gente
como [Ales] Bebler, que luego fue el ministro de Asuntos Ex­
teriores del mariscal [Josip Broz] Tito; [Henri] Tanguy, cuyo
tanque fue el primero en entrar en París en 1944; los comu­
nistas italianos Luigi Longo y Palmiro Togliatti, y los socialistas
pro comunistas Pietro N enniy, sobre todo, Kantor, y ...

S.: ¿Se refiere a [Alfred] Kantorowicz, el comisario político del


batallón Thálmann, que escribió aquella gran novela, Chapa-
yev? Pero desertó...

G.: Aquello fue después, mucho después. ¿Y sabe qué le dijo


Fernando a un agente de inmigración, que en realidad era de la
c í a , cuando éste le preguntó por qué Kantor se había negado a

hablar con el Oeste? Kantor había sido viceministro de Cultura


en el Gobierno comunista de Alemania del Este antes de huir a
Bonn. La c í a intentó interrogarlo, pero no dijo ni una palabra.
Así que se lo preguntaron a Fernando, que dijo: porque es un
verdadero comunista. Desde aquel momento y durante más
de veinte años la c í a persiguió a Fernando, a pesar de ser un
veterano de la oss [el servicio de inteligencia estadouniden­
se durante la Segunda Guerra Mundial]. Lo habían enviado a
España en subm arino para que montara una red clandestina
que hiciera saltar por los aires puentes, carreteras, etcétera,
si Franco perm itía a los alemanes cruzar España para atacar
a los Aliados cuando éstos aterrizaran en Africa. Después de
la guerra, Estados Unidos se negó a reconocer su estatus (Fer­
nando se las había arreglado para mandarnos a Estados Unidos
con pasaportes diplomáticos falsos a mi madre y a mí), así que
no podía trabajar legalmente. Carmelita Hinton, la fundado­
ra de la prestigiosa Putney School de Vermont y cofundadora
de Women’s Strike for Peace, contrató a mis padres y, al co­
mienzo, les pagó según una base de honorarios, lo cual era le ­
gal, pero aun así mis padres tenían que presentarse cada mes

37
ante un supuesto agente de inmigración, que en realidad era
un agente de la cía . hasta que un amigo del escultor Al exander
Calder le pidió a su colega Abe Fortas, que por aquel entonces
era la mano derecha del presidente [Lyndon B.] Johnson, que
intercediera. Fortas consiguió que Bobby Kennedy, que en esa
época era ministro de Justicia, reclamara los dosieres al ins
[Immigration and Naturalization Service], pero resultó que
estaban en manos de la cía , que estaba tratando de chantajear
a Fernando para que colaborara con ellos, a lo que mi padre se
negaba. Tras disculparse «en nombre de Am érica», en 1964
Bobby consiguió la ciudadanía norteamericana para mis padres
por decreto presidencial.

S.: Aun así, que usted siguiera siendo comunista después de


aquella cena con Ehrenburg sólo puede explicarse como una
forma de rechazo a las ideas de su padre.

G.: Quizá. Pero entonces su admiración por el anarquismo de


Zévaco era también una forma de rechazo al «hum anism o»
de Charles.

S.: Espere. En prim er lugar, no teníamos la misma edad. Por


muy brillante que fuera yo de niño, no podía comprender en
términos políticos la diferencia entre la acción colectiva diri­
gida por un partido y la lucha de un solo individuo contra los
malvados de la sociedad. Charles era un rey, un emperador, un
dictador, es cierto, pero como cualquier burgués respetable,
profesaba gran admiración y respeto por la revolución fran­
cesa y sus valores de libertad, igualdad y fraternidad. Ni él ni
la mayoría de burgueses partidarios del humanismo entendían
que la libertad, la igualdad y la fraternidad no pueden exis­
tir sin socialismo, cosa que lo llevaba a pensar que Pardaillan
era un buen chico que luchaba por su propio humanismo. No
olvide que Charles nunca había leído a Zévaco, pero no tenía
nada que objetar a mis historias, ya que al final de todas ellas
la sociedad era mejor, como en las de Zévaco, había menos

38
pobreza, los buenos llegaban al poder y los malos eran encar­
celados. Así que yo no me rebelaba contra él ni contra su idea
de democracia, ni él se lo tomaba así.

G.: Entonces, ¿dónde o cuándo empezó usted a comprender


que el humanismo burgués encubría la dominación de una cla­
se por parte de otra?

S.: Es difícil de determinar. Tengo que pensarlo... ¿Cuándo


comprendí que no sólo mi vida familiar era una comedia, en
un sentido teatral, sino que, además, no me gustaba? ¿Cuán­
do comprendí que quería estar con mis semejantes, con mis
compañeros de clase, con mis compañeros? Porque estar
con compañeros es ser igual. Lo malo es que la otra cara de
la moneda era que en casa me invadía la soledad, o más bien
era consciente de que estaba solo, ya que la soledad es un sen­
tim iento, m ientras que estar solo es un hecho, y como yo
sentía soledad, le rehuía a través de la escritura. A Charles
le daba igual que yo me sintiera solo. Creo que ni siquiera lo
pensaba. Pero las mujeres, mi madre y mi abuela, estaban
todo el día diciendo: «Este niño es demasiado solitario, ne­
cesita am igos».
Y los amigos son compañeros, por supuesto, y entre com­
pañeros no puede haber individuos superiores ni inferiores.
Ser compañeros significa ser iguales.

G.: Aquello fue en París, pero a los trece años se mudó usted
a La Rochelle, donde no tenía compañeros, y donde sus se­
mejantes lo rechazaban. ¿Qué pasó entonces? ¿Qué fue de su
idea de igualdad?

S.: Allí todo cambió. En prim er lugar, la traición de mi ma­


dre, que se había vuelto a casar, de ahí que nos mudáramos a
esa ciudad. Luego, la traición de Charles con lo de la mone­
da. Y, por último, la muerte de mi abuela, que fue una gran
revelación, porque le tenía mucho cariño. Solíamos tocar el

39
piano juntos, y cosas así. Pero su muerte me dejó completa­
mente indiferente. Tenía ochenta y dos años, pero eso no ex­
plica nada. La cuestión es que. a mi entender, la muerte no
forma parte de la vida. En otras palabras, desligo la muerte
de la vida, siempre lo he hecho. Me han criticado mucho por
ello, como cuando murió la hermana de [Claude] Lanzmann.
[Evelyne Lanzmann, una actriz cuyo nombre artístico era Eve-
lyne Rey, y que se hizo amante de Sartre en 1953. Sartre le es­
cribió el papel de Johanna en su obra séquestrés d ’Altona
(Los secuestrados de Altona). Se suicidó en 1966, poco des­
pués de que Sartre rompiera con ella]. Cuando me dijeron que
se había suicidado, tuve un breve ataque de asma, pero nada
más. Como estoy convencido de que después de la muerte no
hay nada, no puedo llorar a los muertos. ¿Se debe a que he
identificado mi supervivencia con la literatura, aunque inte­
lectualmente sepa que no tiene sentido? Dejemos esta cues­
tión a los psicólogos. Por mi parte, no tiene vuelta de hoja: la
muerte es la nada, y por lo tanto, no forma parte de la vida, así
que no pienso en ella.

G.: Pero sí que pensó en ella cuando escribió sobre la muer­


te de su padre en Las palabras. De hecho, tengo a mano la
cita exacta, subrayada: «Sin embargo, amó, quiso vivir y acabó
muriendo; para ser un hombre de verdad basta con eso». ¿No
se trata de un juicio de valor sobre su forma de morir?

S.: Pero morir de cierta manera significa que uno aún existe.

G.: Entonces, ¿por qué suprimió la agonía —no la muerte, sino


la agonía— de L ’étre et le néant [El ser y la nada] ?

S.: Fue un error. Por aquel entonces no estaba de acuerdo con


[Martin] Heidegger, quien afirmaba que la vida es un simple
aplazamiento, una prórroga antes de la muerte. Trataba de
explicar que la vida es una sucesión de proyectos, y que los
proyectos no incluyen la muerte, así que ¿por qué hablar de

40
ella? Basta con pensar en la muerte y el proyecto se desmo­
rona. La filosofía imita la vida, como dijo [Baruch] Spinoza, y
no al contrario.

G.: Entonces, como escribió usted, si los libros no mueren,


¿leer es ser optimista?

S.: Exactamente.

G.¡ Así que, como usted escribe libros, no morirá.

S.: Eso es.

G.: De modo que la soledad, o la conciencia de la soledad, la


depresión, el hecho de ser rechazado, todo eso desaparece al
escribir.

S.: Exacto. Y su fruto es una rareza. Por eso su supervivencia es


una cuestión de vida. Todo es raro. El aire, la tierra, el agua, la
producción, el consumo, la materia, el espacio, todo es raro.
De ahí que el libro, que es tan inmortal como la materia o el
aire, simbolice la vida.

G.: Pues si escribir es eso, copiar la vida, entonces la vida es


absurda.

S.: Claro que la vida es absurda, porque está hecha de rarezas.

G .: Entonces, cuanto más absurda es la vida, más intolerable


es la muerte.

S .: Pues ignórela. Emprenda otro proyecto, cosa que, por de­


finición, excluye la muerte.

G.: Además del cuarto volumen de , ¿qué otros pro­


yectos van a impedir que piense usted en la muerte? [En 1971,

41
Sartre publicó un estudio biográfico en tres volúmenes de este
novelista francés, titulado L'idiotde .•
1821-1857 (FA idiota de la familia: Gustave Flaubert. 1821-1857).
Trabajaba en el cuarto volum en, pero no llegó a concluirlo
jam ásl.

S.: Pero ¡si los proyectos no excluyen la muerte! Los proyectos


son la antítesis de la muerte. La diferencia es significativa. Un
proyecto es un acto. Escribir es un acto. El proyecto que tengo
entre manos es la continuación de la Critique de la raison dialec-
tique [Crítica de la razón dialéctica]. Después creo que quiero
escribir mi testamento político.

G.: Pero volviendo a mi pregunta sobre su conciencia de la


igualdad, ¿está presente en sus proyectos? Volvamos a La Ro-
chelle, donde sus compañeros de clase le odiaban y le recha­
zaban. En cualquier caso, escribir es un acto solitario; ¿cómo
puede encajar con su idea de la solidaridad?

S.: No mezcle etapas diferentes. En prim er lugar, el hecho de


que mis com pañeros de clase me odiaran no tiene nada que
ver con el hecho de que en La Rochelle, una vez traicionado
por Charles y por mi madre, enseguida cobrara conciencia de
que mis enem igos eran m is sem ejantes porque me juzgaban
por mis actos. La escritura puede ser un acto solitario, pero
presupone la solidaridad, ya que responde a la sociedad en la
que vivimos. Sea bueno o malo, el libro encaja, por decirlo de
algún modo. Y da igual que el autor lo haya escrito por am ­
bición, por venganza, por temor o por lo que sea; eso deter­
mina al autor, pero no al libro. Y escrib ir un libro es como
cualquier otro proyecto: como construir una casa, asesinar al
vecino, seducir a la m ujer de tu m ejor amigo, lo que sea.
El acto de escribir en sí no tiene nada especial; su valor
está determinado por los demás. Luego la gente habla de ta­
lento, pero el talento es sentarse a escribir.

43
G.: Si es un acto como cualquier otro, ¿por qué escogió usted
la escritura?

S.: Para sentirme superior. La superioridad suprime la cul­


pabilidad.

G.: ¿Es que se sentía usted culpable por ser humano?

S.: No culpable, pues la culpabilidad surge tras un acto, sino


responsable, es decir, consciente. Todo ser humano es re s­
ponsable. Por eso le teme a la muerte. Para evitar ese temor,
hay que ser superior. Y la superioridad sólo puede nacer del
compromiso absoluto con un acto. O, mejor aún, del hecho de
ser tu propio proyecto.

G.: Esto me huele a pecado original. ¿Este «proyecto» es


la fe?

S.: Bien dicho. ¿Comprende ahora por qué el cristianismo es


tan poderoso? Todos somos pecadores. ¿Cómo vivir con ello?
Gracias a un compromiso absoluto con Dios, ¿verdad? Pues
no. Si ésa fuera la solución, la Iglesia perdería todos los heles.
Así que introdujo el misterio, el dogma de que nadie puede
estar seguro de su salvación, por muy bueno y honrado que
sea. Eso resuelve la cuestión de por qué un niño inocente
que está junto a mí recibe un pelotazo mientras que yo me libro
del golpe. Si los caminos del señor son inescrutables, uno ja ­
más puede ser salvado, ni puede comprometerse, así que sigue
siendo un pecador. Y, en tanto que pecadores, tememos lo que
pueda ocurrir después de la muerte. Estamos aterrados. ¡Bien
hecho! Pero no funciona con aquellos que no temen la muerte.
Y si no temen la muerte es porque están absolutamente com­
prometidos con sus actos, con su proyecto.

G.: Sí, pero, entonces, ¿por qué decidió usted ser escritor en
lugar de gánster?

43
S.: Por mi educación, por mi familia, por nu clase, por mi for­
mación.

G.: Pero si sólo aquellos que son su propio proyecto no temen


la muerte porque su compromiso absoluto les vuelve superio­
res. entonces ¿por qué yo no temo a la muerte?

S.: Porque usted es un escritor.

G. Pero no como usted. Yo escribo para luchar, para cambiar


el mundo, no para conquistar la inmortalidad. Yo concibo la
escritura como usted entiende su vida amorosa: algunas cosas
son necesarias; otras, contingentes. La novela que escribí a los
diecisiete años y que, gracias a Dios, no se ha publicado jamás,
era necesaria. The greatfear[El gran temor] [un ensayo qu
cribí sobre América Latina] era contingente.

S.: Muy bien. Eso me gusta. Pero su Greatfear suponía un com­


promiso absoluto con la lucha, igual que cuando su padre fue a
combatir a España. Fernando no le temía a la muerte, del mis­
mo modo que tampoco le temía antes, cuando pintaba en su
estudio. El compromiso es lo que nos hace inmortales a nues­
tra manera, antes y allí, aquí y ahora, con cada nuevo proyecto.
Y tanto en el caso de un gánster como de un filósofo. ¿Cuál es
el valor de todo ello? Lo deciden los otros, la sociedad. Nada
que ver con la muerte, o con la inmortalidad.

G.: ¿Y el escritor que escribe para Dios, como [Fran<¿ois] Mau-


riac?

S.: Cuando Mauriac escribe, es inmortal y, créame, ni siquiera


piensa en su propia muerte, aunque escriba sobre ella. Lue­
go puede que diga que escribía al dictado de Dios, pero eso es
a posteriori, cuando busca la salvación en lugar de revivir el
proceso de escritura.

44
G.: Entonces, las personas con un compromiso absoluto que
se suicidan, y que a todas luces no temen la muerte, ¿admiten
el fracaso de su proyecto?

S.: Es más complicado. En primer lugar está el gesto. Un gesto


se hace para los demás. Es una declaración. No creo que la ma­
yoría de suicidas esperen morirse de verdad. [El autor comu­
nista Michel] Leiris, por ejemplo. Al parecer, estaba decidido
a suicidarse, ya que llevaba años apartando algunos de los bar-
bitúricos que le recetaba el médico, hasta que hace diez años
decidió que había llegado su hora. Se tomó de golpe todos los
barbitúricos que había reunido. Luego se tumbó junto a su mu­
jer, que lo esperaba para dormir. Y entonces le dijo: «Creo que
he tomado demasiados barbitúricos». Ella llamó a un vecino y
lo llevaron a toda prisa al hospital, donde le hicieron un lavado
de estómago. ¿Por qué se lo dijo a su mujer? Se dio una ú lti­
ma oportunidad. Los dos habían bebido mucho aquella noche,
así que podría haberse echado a dormir y ella no habría sospe­
chado nada... Pero hasta los que se suicidan a solas convocan a
su manera a los demás. A no ser, por supuesto, que sufran un
dolor atroz, por culpa de un cáncer, pero ésa es otra cuestión.

G.: Está el caso de [Catherine] Von Bülow, que intentó su i­


cidarse «porque no veía ninguna salida» a la relación que
mantenía con un hombre mayor que ella, pero muy rico y pode­
roso, Claude Gallimard, su editor. Cuando la llevé al hospital, y
una vez que la salvó, su médico me preguntó si había intentado
suicidarse antes. «¿Sabe? —me dijo—, es un mito que quienes
hablan de suicidarse no lo intenten nunca. Acaban conven­
ciéndose a sí m ism os.»3

S.: Los suicidas son gente que juzga a la vida, que piensa que
ésta tiene un valor, un mensaje o un propósito, y que por al­
guna razón ellos no están en ello [una expresión de Sartre que
significa estar plenamente comprometido, en las trincheras,
ensuciarse las m anos]. La vida es un hecho. No tiene ningún

45
valor en si misma. Ni siquiera es cuestión de aceptarla o de
no aceptarla. Es. y punto. Aquellos que no son su propio pro­
yecto parecen incapaces de comprenderlo. Esperan esto o
lo otro. Y cuando las cosas no son como esperaban, hacen un
juicio. Bueno, malo, o como sea. Tiempo atrás conviví con al­
guien que siempre esperaba algo de la vida, como si la vida
hiciera cosas, como si fuera una entidad activa. La conoce us­
ted, ¿verdad? La hermana de Lanzmann. Usted estaba con Von
Bülow cuando ella se despertó.

G .: Sí.

s.: ¿Qué dijo?


G.: «Lo siento.»

S.: Perfecto: una reafirmación de la vida.

G.: Creía que, a su entender, la vida es, y punto. ¿Qué es esta


cosa mística de la «reafirm ación»?

S.: Jajajá... Es sólo una expresión. Tiene usted toda la razón: la


vida carece de valor en sí misma, sólo tiene valor para la gente.
Y eso depende de las circunstancias.

G.: Como De Gaulle. Usted lo odiaba, mientras que a nosotros


nos gustaba.

S.: Me deja usted atónito. ¿Cómo se puede tener el más m íni­


mo respeto por ese monárquico anticuado que se creía un rey?
En cualquier caso, su muerte me parece insignificante, aun­
que la verdad es que me gusta pensar que se ha muerto solo,
jugando al solitario.

G.; A los que nos preocupa que Estados Unidos intente do­
minar el mundo, a los que sabemos que Estados Unidos tiene

46
una política de ataque preventivo contra Rusia, a diferencia de
ésta; en fin, a los que nos preocupa que Estados Unidos esté
dispuesto y sea perfectamente capaz de desencadenar una ter­
cera guerra mundial que destruiría el mundo, el hecho de que
De Gaulle tuviera inquietudes parecidas y echara a la otan de
Francia nos pareció muy significativo.

S.: Era un mero gesto, sin ningún significado; pura propaganda.

G.: En una ocasión, cuando trabajaba como periodista en


Newsweek, comí con el general [Pierre-Marie] Gallois, el res­
ponsable de defensa nuclear —llamada, por aquel entonces,
«la Forcé de Frappe» [la Fuerza de Golpe]— de De Gaulle. Le
pregunté en francés hacia dónde apuntaban los misiles. Quiso
saber si alguien más en la mesa había entendido mi pregun­
ta, y le dije que no; de hecho, mentí, ya que Kermit Lansner,
el redactor jefe, hablaba francés y era un corresponsal secre­
to de Le Nouvel Observateur [una revista de actualidad semanal
de izquierdas]. Con las manos, hizo un gesto que indicaba que
los m isiles apuntaban a las dos direcciones, es decir, a Rusia
y a Estados Unidos.

S.: No pretendo acusarlo de ingenuo, pero puede estar seguro


que Gallois sabía que Newsweek era un periódico de centro-de­
recha, y quería impresionarle. La política de De Gaulle consis­
tió siempre en parecer nacionalista e independiente, pero era
mentira, pura propaganda para lograr que su partido reaccio­
nario fuera elegido. Durante el Gobierno de De Gaulle, Francia
consiguió muchísimas inversiones norteamericanas, así que
gran parte de su economía dependía de Estados Unidos. Ol­
vídese de los discursos, observe los hechos; ya sabe, como se
suele decir, que lo que cuentan son los hechos.

G.: Pues una vez [Jean] Ripert me contó que De Gaulle le


encargó que preparara un plan para nacionalizar toda la in ­
dustria eléctrica, que, por aquel entonces, en Francia era un

47
monopolio estadounidense.4 Y luego no se hizo nada. Cuando
Kipert le preguntó a De Gaulle que por qué, éste le contestó que
la izquierda no lo exigia. «Yo estaba listo —dijo—, pero para la
izquierda no era un asunto central.»

S.: Es verdad. Nuestra izquierda es lamentable; siempre lo ha


sido. Basta recordar cuando los socialistas y los comunistas
apoyaron la guerra en Argelia, a pesar de que el partido comu­
nista argelino estaba a favor de la independencia y los esbirros
del general ijacques] Massu torturaban a sus líderes.5 Pero no
hay que culpar a la izquierda, como De Gaulle y, supongo, Ri-
pert. De Gaulle jamás habría nacionalizado la industria eléc­
trica. La presión estadounidense era excesiva.

G.: Pero recuerde que cuando [el prim er ministro británi­


co Harold] M acm illan pasó por París, en febrero de 1963,
de camino a Barbados, donde se iba a reunir con Kennedy,
le preguntó a De Gaulle: «¿Qué puedo hacer para impedir que
Estados Unidos trate a Inglaterra como a un peón dócil?». De
Gaulle le respondió: «Demasiado tarde; Inglaterra es un por­
taaviones de mercancías am ericanas».

S.¡ Todo eso es palabrería. Los políticos son como todo el mun­
do; lo que cuenta es lo que hacen.

G.: ¿No le parece importante que De Gaulle cerrara todas las


bases aéreas estadounidenses en Francia, que impidiera que
Estados Unidos dirigiera la otan en Europa, o que dijera «Una
nación no puede ser libre si en su territorio hay bases milita­
res de otra nación»?

S.: ¡Tonterías! De Gaulle era un monárquico decimonónico que


se creía el rey. ¿Cómo pudo usted tragarse aquella estupidez de
« la grandeur de la France» [la grandeza de Francia] que nos
servía con patatas todos los días? Me deja atónito, Gerassi, que
se deje usted engañar por esta mierda.6

48
G.: ¿No cree usted que De Gaulle había entendido el peligro
que representaba Estados Unidos, que Estados Unidos preten­
día dominar el mundo?

S.: ¡Maldita sea! Quizá. ¿Y qué? El caso es que no entendió


que Estados Unidos quería dominarlo todo mediante el co­
mercio, que era una cuestión de dinero. Usted no tenía que
aguantar a ese cretino pomposo todos los días, porque en
aquella época usted vivía en Londres. Pero seguía viniendo a
París, porque comíamos juntos cada semana. París es su ciu­
dad preferida, ¿no?

G.: Desde luego. Y la suya. ¿Usted también nació en París,


verdad?

S.: Sí, pero me fui a los dieciocho meses, cuando mi padre


murió. Mi madre y yo fuimos a vivir con mis abuelos, a Meulon,
donde mi abuelo enseñaba alemán, y luego regresamos a París,
a la calle Le Goff, tal y como conté en Las palabras. Mi madre
se volvió a casar cuando yo tenía once años. Recuerdo que
vino a recogerme a la escuela con él y me lo presentó como «un
hombre de grandes virtudes». Yo no entendía qué quería, y él
se marchó al día siguiente. Entonces mi madre me sentó en sus
rodillas y me preguntó si tenía alguna objeción a que los tres
formáramos un nuevo hogar. Le dije que no, pero era mentira.
De hecho, me pareció una verdadera traición. Mi madre lo ha­
bía conocido en Cherburgo, donde estaba destacado mi padre,
que era oficial de la marina. El era ingeniero naval. Creo que
ya se había fijado en mi madre en aquella época, y cuando se
enteró de que se había quedado viuda y tenía un hijo de diez
años, se presentó. En todo caso, ella no estaba enamorada de
él, pero necesitaba independizarse de sus padres a toda cos­
ta. Charles había alcanzado la edad de jubilación, y no podía
mantenernos a todos. Y ese tipo LJoseph Mancy, el padrastro
de Sartre] era muy solvente. Pero mi vida cambió radicalmen­
te; yo estaba resentido con mi madre, pero no con él. El no

49
me gustaba; era alto, muv alto, con un bigote negro y una nariz
enorme. Intentaba enseñarme matemáticas, una materia que
yo aborrecía, y una vez que le respondí de forma abrupta, mi
madre me oyó. vino corriendo desde la cocina y me dio una
bofetada. Él no entendió por qué. Y yo jamás lo olvidé.

G.¡ Parece que. aún hoy. su recuerdo de él está teñido de celos...

S.: Tiene que comprenderlo. Durante diez años mi madre me


había pertenecido. El apartamento de mis abuelos no era muy
grande, así que dormíamos en la misma habitación. Nunca
la vi desnuda —siem pre tenía mucho cuidado—, pero le veía
el vello de las axilas y, como también había visto ciertos di­
bujos, acabé hablando con mis compañeros de clase sobre el
vello púbico, sin llamarlo así. claro. Me llevaba a los Jardines
de Luxemburgo, de compras, al cine, ¿sabe?; era toda mía. Y de
repente todo eso se acabó. Mancy era simpático conmigo, y
yo no le guardaba rencor, pero ella me había traicionado, o
al menos había traicionado el acuerdo tácito que existía entre
nosotros. Y cambié. Me convertí en lo que. por aquel entonces,
en las escuelas llamaban «un alborotador». Cuando Mancy fue
destinado a La Rochelle, mi madre se fue con él y yo me quedé
en París hasta que acabó el semestre. El había sido...
[De repente, apareció una enfermera, que interrumpió
nuestra conversación. Aunque Sartre sólo tenía sesenta y cin­
co años, ya sufría el efecto de todas las anfetaminas que había
tomado a lo largo de su vida adulta, y necesitaba que le pusie­
ran unas inyecciones cada mes. Cuando la enferm era se fue,
prosiguió.]
Esta enfermera es una verdadera pequeñoburguesa. Le di
este libro para que lo leyera, Minutes duprocés d'Alain Geismar
[Minutos del juicio a Alain Geismar], que lleva un prólogo mío,
y le dije que era un libro sobre la revuelta estudiantil de mayo
del 68, pero le ha sorprendido mucho.

G.: ¿Por qué le ponen inyecciones?


S.: Tuve mareos durante las vacaciones, y los médicos piensan
que se me han endurecido las venas, así que me ponen in yec­
ciones para ensancharlas.

G.: ¿Por las anfetas?

S.: Supongo. Pero aunque me muera mañana, habrá valido la


pena. Quiero decir que en los últimos cuarenta años nunca he
dormido más de cuatro horas al día. Si lo suma, significa que
tengo más de noventa años, al menos de vida consciente.
En cualquier caso, como le decía, Mancy había dirigido
una compañía que construía barcos, y luego lo nom braron d i­
rector de los astilleros de La Rochelle. A mí no me recibieron
bien en esa ciudad. Es una ciudad complicada. Muy protestante
y cerrada. Me consideraban un extranjero, un parisino, un ca­
nalla. Intenté integrarm e, pero fue en vano. Intenté que me
aceptaran gritando más fuerte y más a menudo que m is com ­
pañeros, pero el profesor me sacaba de la clase, cosa que hacía
llorar a mi madre. ¿Sabe?, lo peor fue una vez que intenté fo r­
mar parte de un grupo que jugaba cerca del puerto. Me acerqué
a los cuatro chicos y una chica que era preciosa. No iba a mi
clase, pero la había visto a menudo con algunos compañeros y
me gustaba mucho. Dije algo para entablar una conversación.
Se hizo un silencio sepulcral. Se me quedaron mirando y luego
ella preguntó a los demás: «¿Q uién es este tipo con un ojo que
le dice m ierda al otro ojo?» . Mientras me daba la vuelta y me
alejaba, los oía riéndose como locos.

G.: ¿Fue entonces cuando decidió usted que tendría que s e ­


ducir a las m ujeres por su brillantez intelectual en lugar de
su aspecto?

S.: Jajá. Quizá. Pero mi reacción fue convertirm e en ladrón.


Le robaba dinero a mi madre para comprar caramelos con los
que sobornar a m is com pañeros de clase. Y me metía en las
peleas locales.
G.: ¿Peleas entre escuelas?

S.: Mi lycée,que era publico, contra los chicos de otras escue­


las. Y para formar parte de los guerreros tenía que ser duro.
Pero mi táctica principal eran los sobornos. Hasta que ocu­
rrió el aciago robo de los cincuenta francos, que entonces era
mucho dinero. Aciago porque me pillaron. Yo estaba conven­
cido de que Charles, que había venido de visita, lo entendería.
Esa fue la segunda traición. De pronto tenía dos enemigos, mi
madre y Charles, que eran las únicas personas a quienes había
querido de niño.

G.: Pero no rompió con ellos, ¿verdad?

S.: Oh, no. Fingí que no había pasado nada y mi madre hizo
igual. En casa necesitaba un poco de sosiego para compensar
mi disgusto y mi odio por La Rochelle.

G.: ¿Y continuó usted leyendo y escribiendo mucho, verdad?

S.: Sobre todo leía o releía a mis autores favoritos, Ponson du


Terraily Michel Zévaco.

G.: Los grandes héroes de capa y espada, los héroes solitarios


contra el mundo, ¿no?

S.: Sí, pero a todos los niños les encantan esas cosas. Preten­
de usted sugerir que mi anarquismo se remonta a esos libros,
pero yo no lo creo.

G.: Bueno, no sólo a los libros, sino también a su vida social


de aquella época. Usted era un extranjero en las calles y en la
escuela, a no ser que se peleara con el enemigo, que, por cier­
to, era un enemigo de clase, ya que usted estaba de parte de los
ricos, mientras que se peleaba con los pobres.

52
S..- Creo que está usted forzando un poco las cosas. En primer
lugar, también leía libros tradicionales —mediocres, es cierto,
como Pierre Loti—, pero considerados «literatura»,y...

G.: Pero le gustaba Zévaco, que era un anarquista contrastado,


solo contra el peligro...

S.: Eso yo no lo sabía. A mí lo que me gustaba eran sus aven­


turas.

G.: Que volcaba en las «novelas» que iba escribiendo usted,


¿verdad?

S.: Exacto. Todas mis novelas eran de capa y espada. Mi héroe


se llamaba Goetz, por una historia que había leído cuando tuve
paperas, sobre Goetz von Berlichingen, un célebre caballero
cruzado que fue encarcelado en el interior de un gran reloj, con
la cabeza que le sobresalía de la esfera; las agujas eran sables
destinados a decapitarlo, pero se escapó. Siempre se escapaba,
a solas, para seguir luchando por los pobres.

G.: Suena a conciencia de clase sumada al nacimiento de un


anarquismo de uno contra todos...

S.: Tal vez. Pero recuerde que esas historias se publicaban en


los periódicos normales y corrientes —y las novelas de Zéva­
co aparecían también en folletines—, de modo que habría que
concluir que todos los niños tenían conciencia de clase y eran
anarquistas.

G.: En esto tiene usted razón. De hecho, se podría decir que,


inconscientemente, la mayoría de niños tenían, y siguen te­
niendo, conciencia de clase, y que fantasean con un héroe que
derrote a todos los villanos del mundo y ponga las cosas en su
sitio. A excepción de los malcriados de la escuela privada, y de
los ricos que desdeñan a los pobres, la mayoría de niños está

5^
(i*- parte de los oprimidos. Luego se adaptan a la sociedad y se
integran al sistema.

S.: Sinceramente, creo que tiene usted razón. Los niños son
egoístas, egocéntricos y egotistas, pero están de parte de los
pobres hasta que la propaganda del sistem a, que incluye a
los padres, por cierto, los hace conformistas y. más tarde, pie­
zas del engranaje del sistema.

G.: Y. en su caso, el hecho de estar volcado en sí mismo le per­


mitió sobrevivir en La Rochelle.

S.: De hecho, acostumbraba a enseñar mis «novelas» a mis


compañeros de clase. Los hacía reir. sobre todo con el sub­
título. que era siem pre igual, «la verdadera historia del hé­
roe». Decían «pero no es verdad», y se cagaban de la risa,
pero nunca las leían.

G.: Su madre sí las leía.

S.: Sí, y siempre me proponía algunos cambios. Sobre todo de


palabras, como «no digas fuerte, di robusto», o cosas por el
estilo.

G.: Dado que usted había empezado a escribir para impresio­


nar a Charles, y que Charles ya no estaba en La Rochelle, no
tendría que haber continuado escribiendo, ni ella habría te­
nido que seguir leyendo lo que usted escribía.

S.: Es verdad. En aquella época, para mí escribir era un acto de


salvación. Y para mi madre, creo, una forma de demostrarme
que se preocupaba por mí. En cualquier caso, me ayudó a so­
brevivir en el horrible puerto de La Rochelle.

G.: Estuvo allí tres años, ¿verdad?

54
S.: Si, hasta prerniére; a los dieciséis años regresé a París para
vivir con mis abuelos y continuar mis estudios. Estudié la se­
gunda parte de prerniére y filo en el lycée Henri iv, y khágne e
hypokhágne [cursos preparatorios para acceder a la École Nór­
male Supérieure] en el lycée Louis-le-Grand.7 Pasé el examen
[de ingreso a la École Nórmale Supérieure] y quedé séptimo;
estudié allí durante cuatro años, hasta el examen de
t i o n La primera vez suspendí. Luego pasé, como sabe, y fui
el primero de la segunda convocatoria.9A continuación hice
la mili, como todo el mundo, y disfruté de un año y medio de
aburrimiento. A causa de mis ojos, me destinaron al servicio
de meteorología; al parecer, no hace falta ver el tiempo, sino
tan sólo olerlo. Una vez desmovilizado, mi primer trabajo con­
sistió en enseñar filosofía en un lycée en Le Havre.10

G.: ¿Cuándo reanudó usted su relación con su madre?

S.: La veía en París de vez en cuando, después de que ella y


Mancy regresaran de La Rochelle. Ni ella ni mi abuelo apre­
ciaban lo que yo hacía o escribía, sobre todo después de que
les diera a leer « L ’ enfance d’un chef» [La infancia de un
jefe], el último relato largo de Le mur [El muro] [publicado
en 1939]. Charles se limitó a devolvérmela sin abrirla siquie­
ra. Mi madre leyó hasta la página treinta, pero «no pudo con­
tinuar» . Era bastante religiosa, aunque cuando veía a niños
o pobres que sufrían, se lamentaba por que «Dios no era ju s­
to». Podía encajar mis ideas anticlericales, pero el sexo era
otra cosa. Como dictaba su propia madre, creía que jamás se
debía hablar de sexo. Y Mancy, que a ñn de cuentas era un fun­
cionario reaccionario, aborrecía lo que yo escribía. Nadie de
mi familia quiso conocer nunca a Castor, salvo mi madre, que
organizaba encuentros esporádicos de los tres en alguna pas­
telería sin decírselo a su marido. Y, como sabe, ya que la co­
noció usted aquí, mi madre se instaló en mi apartamento al
morir su marido.

55
C.: ¿Porqué? Murió bastante joven, ¿verdad? Sus abuelos aún
vivían: su madre podría haberse ido a vivir con ellos...

S.: Mancy murió en 1945. Ella no me lo dijo en ninguna carta.


Por aquel entonces, yo estaba en Estados Unidos, como usted
recordará, ya que viví con su familia durante mi estancia en
Nueva York. A propósito, creo que Fernando no llegó a com­
prender que lo hice por amistad, porque, de hecho, el grupo de
periodistas que me habían invitado y que ñnanciaban mi viaje
pretendían pagarme un buen hotel. Recuerdo que usted y yo
estuvimos de acuerdo en una discusión en el m o m a . ¿Se acuer­
da? Habíamos ido a ver la gran exposición del constructivis­
mo, y su padre no estaba muy contento que digamos, mientras
que a nosotros dos nos entusiasmó, y usted dijo que Broadway
Boogie Woogie de Mondrian era como una danza. Tenía usted
catorce años, y me impresionó mucho. De hecho, recogí ese
episodio en Los caminos de la libertad, cuando Gómez y Richie
van a ver una exposición.

G.: ¿Sabe?, años más tarde, cuando era crítico de arte en el


Newsweek y reseñé una gran exposición en el m o m a que reivin­
dicaba la influencia de la obra de Mondrian y de los construc-
tivistas, titulé mi crítica «Una aventura sin peligro». Pensé
en la discusión entre usted y mi padre en 1945* y recordé que
Fernando decía: «Sí, pero Mondrian no formula preguntas
difíciles». Tardé mucho tiempo en comprenderlo. Pero, vol­
viendo a su madre, su marido murió mientras usted estaba en
Estados Unidos, ¿verdad?

S.: Sí, pero ella no quería complicarme la vida. La llamé al


llegar, o unos días después, cuando la asociación de prensa
me prestó un teléfono, y le conté que me encantaba Estados
Unidos (por supuesto, quería decir que me encantaba Nue­
va York, porque aún no había visto ningún otro sitio), así que
ella no me dijo nada de Mancy. Cuando regresé y me lo con­
tó, sentí una simpatía y un respeto inmensos por ella, así que

56
decidí que el sacrificio de traerla a vivir conmigo valia la p e­
na. .. Al fin y al cabo, ella se había sacrificado por nosotros, por
mis abuelos y yo, al casarse con Mancy, de modo que renun­
cié a los hoteles. Como sabe, me encantaba vivir en hoteles,
cosa que hacía desde que volví de Berlín, pues me h orro ri­
zaba la idea de vivir en un apartamento aburguesado. Pero me
acostumbré.

G.: Es verdad, ¡Berlín! Llegó usted a Berlín en iq 33, al mismo


tiempo que los nazis, ¿no?

S.: Exacto. Obtuve la misma beca para estudiar allí que Ray-
mond Aron había conseguido el año anterior. Como me ayudó
con la beca, se le atribuye el mérito de haberme iniciado en la
fenom enología, pero, como sabe usted, en realidad fue cosa
de su padre.11

G.: Pero en aquella época en Berlín no había fenomenólogos,


¿verdad? Y usted no hablaba alem án...

S .: Pero podía leerlo...

G.: ¿H u sserly Heidegger?

S.: No muy bien, es verdad; sólo un poco. Al fin y al cabo,


Charles había sido profesor de alemán y blasfemaba en ale­
mán, pensando que yo no lo entendería, pero los niños lo en ­
tienden todo, claro.

G.: ¿Cómo? ¿Fue Charles quien le permitió comprender las


blasfemias de Husserl?

S.: Jajajá. ¿Sabe?, yo siempre quise estudiar inglés, pero Charles


insistía en que estudiara alemán, así que tenía una buena base.
Pero respecto a H usserl... De hecho, su padre vino a verme
dos veces, durante dos semanas, y me tradujo gran parte de

57
la obra de Husserl. Pero bueno, en realidad, yo había ido allí
para divertirm e...

G.: ¿Con los nazis?

S.: ¡Vamos!, no sea tan malvado, aquello era un chollo. Se su­


ponía que debía impregnarme a la cultura alemana, y eso fue
lo que hice. No me gustaba, pero fue un año muy feliz.

58
D IC IEM B R E DE 1970

G eb a ssi : Cuando revisé nuestra última conversación, me sorpren­


dió su última frase, según la cual vivió un año «feliz» en Berlín.
¿Fue usted infeliz en La Rochelle y feliz en Berlín? Creía que,
a su entender, la «felicidad» era un concepto reaccionario.

S a r t r e : ¡M ierda!, jajá, con usted tengo que tener cuidado con


lo que digo. Como ser humano, en La Rochelle, en público,
estaba abatido, pero, en realidad, cuando escribía a solas e s­
taba satisfecho. La Rochelle era un agujero intolerante, xenó­
fobo, reaccionario y protestante, replegado sobre sí mismo.
En Berlín estaba de maravilla, en el corazón de una sociedad
melómana, inquieta, hedonista y abierta, hasta que los nazis
la subyugaron, pero aquello fue cuando yo ya no estaba. En
Berlín las mujeres eran hermosas y atractivas y estaban dispo­
nibles. A sí que pasé un año fantástico. Es verdad que no com­
prendí el alcance del desfile de los nazis a paso de ganso por el
Ku-damm, pero la mayoría de berlineses que conocía se lo to­
maron a broma, como yo.

G.: ¿Y Fernando, cuando fue a visitarlo?

S.: La verdad es que me advirtió, pero yo no le hice caso. Fer­


nando había vivido unos años en España, bajo una especie de
régimen fascista, una monarquía con raíces católicas, extre­
madamente reaccionario, que pretendía suprimir a los ateos, y
en Alemania veía semejanzas. Recuerdo que me advirtió de que
cualquiera que proclamara « si no estás conmigo, estás contra
m í» trataría de ejecutar a todos sus oponentes. Yo pensaba que
Fernando era el típico español, que siempre exagera. A pesar
de todo, sus dos visitas fueron maravillosas. No sólo hablaba
alemán a la perfección, incluido el alemán filosófico, sino que
le gustaban las mujeres tanto como a mí.

G.: Deduzco que Stépha no fue con él, ¿verdad?

S.: No, pero no saque usted conclusiones apresuradas. Sus pa­


dres mantenían una relación abierta...

G.: Mi madre no...

S.: Que su madre no ejerciera su derecho a abrirse a otros no


significa que no aceptara las condiciones del trato.

G.: De acuerdo. El caso es que en 1933 usted no era conscien­


te de la situación política. Pero al decir que entonces era feliz,
está pasando por alto la dimensión social d e...

S.: Es cierto, dije que era feliz. Pero ésa no era la cuestión que
discutíam os el domingo pasado durante la comida. Sostuve
que la búsqueda de la felicidad es reaccionaria. El objetivo de
una revolución no es lograr que todo el mundo sea feliz, sino
que la gente sea libre, que no esté marginada, y que se ayuden
los unos a los otros. Esa es la contradicción sobre la que dis­
cutíamos. Si quiere usted definir la libertad como el hecho de
ser feliz, de acuerdo, pero ¿cómo resuelve la cuestión de la in-

terdependencia? Ese es el aspecto colectivo de una revolución


social, ¿verdad? La diferencia entre una rebelión y una revo­
lución radica en dicha conciencia de la colectividad, en que es
completamente libre.

G.: ¿Entonces una rebelión no puede llegar a ser una revolución?

S.: Por supuesto que sí, pero sólo cuando el espíritu de colec­
tividad impera en la rebelión.

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G.: ¿Cree usted que eso es lo que ocurrió en 1968?

S.: Empezaba a ocurrir. Al principio, los estudiantes se rebe­


laron contra las llamadas reformas educativas que pretendía
imponer el ministro De Gaulle. según las cuales los estudian­
tes debían decidir a los dieciséis o dieciocho años qué querían
hacer con su vida. Los estudiantes se negaron. Querían poder
leer a Goethe al tiempo que estudiaban la física no euclidiana
de Riemann. Pero al sumar sus fuerzas, su rebelión se convir­
tió en una forma de rechazo al Estado, y desapareció el motivo
original de las m anifestaciones, convertidas en una especie
de lucha de clases en la que la clase que luchaba eran los jó ­
venes amenazados por el paro. Cuando se les unieron los tra­
bajadores, se convirtió en una lucha de los marginados contra
los dirigentes en la que los marginados eran cualquier p e r­
sona harta de tener que actuar según un código definido por
«esa gente» —es decir, los grandes, los ricos, aquellos que se
habían graduado en las grandes , los medios de com u­
nicación, los que marcaban tendencias, la Iglesia, todas las
iglesias—; en suma, aquellos que se consideraban «la élite».
¿No era eso lo que perseguía el movimiento hippie-yippie, tal
y como escribió usted en nuestra revista? La diferencia es que
en Francia —quizá porque es un país pequeño, pero yo creo
que se debe a que este siglo ha sufrido dos guerras atroces,
traiciones, racism o y las represiones de la gestapo —, la ju ­
ventud tiene mucha más conciencia política que en Estados
Unidos, a pesar de que la mayoría de los jóvenes del mayo del
68 nacieron después de todo eso. En cualquier caso, una vez
que fueron atacados por el Estado, se fundieron en un solo
cuerpo colectivo. Nadie se acordaba de las razones de la re ­
vuelta inicial. Empezaron a luchar los unos por los otros, por
todos. Usted vino en mayo del 68, justo a tiempo para verlo,
¿no? Los jóvenes ayudaban a los ancianos, interponiéndose
entre éstos y la policía, meando en sus pañuelos para cubrir
el rostro de los octogenarios y protegerlos del gas lacrim ó­
geno. Escenas así hicieron que De Gaulle se arrastrara hasta

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Badén Badén, para implorarle al general Massu que invadiera
Francia, cosa a la que éste se negó el mismo Massu que había
ordenado a sus tropas que torturaran a los rebeldes argelinos
unos años antes—. Si el partido comunista no hubiera traicio­
nado la revolución, hoy tendríamos un Estado colectivizado.
Eso habría sido la felicidad social.'

G.: Pero usted jamás persiguió la felicidad.

S.: No, perseguir la felicidad significa creer que uno puede al­
canzar el sentido de la vida. De niño, nunca me pregunté por
el sentido, el objetivo o la razón de ser de la vida. Es, y punto.
Pero era consciente de que mi clase social, la burguesía, siem ­
pre trataba de alcanzar algo.

G.: ¿Qué comprendió usted?

S.: A los diez años comprendí que se trataba del dinero. Eso
era lo que definía a la burguesía.

G.: Pero ¿a usted no?

S .: Yo era un burgués, por supuesto, criado y educado por bur­


gueses, pero, de algún modo, no me identificaba con esa clase.
Quizá porque no tenía padre, o quizá porque al mudarnos a
La Rochelle, me convertí en un extraño. Recuerdo que la vida
me parecía bien. Me daba cuenta que había mucha gente po­
bre, pero pensaba que para eso existían los ricos, para salvar a
los pobres, y los no tan ricos para ayudar todo lo que pudieran.
Y que las cosas estaban bien.

G .: No obstante, usted escribió en Las palabras que en aquella


época quería luchar contra los malvados, pero que lo decep­
cionó no haber encontrado a ningún malvado. A sus ojos, los
malvados de verdad eran los grandes malvados, como los dic­
tadores o Napoleón. Y como no se los encontraba...

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S.: Todo iba bien. Hasta que nos fuimos a La Rochelle, claro.
Allí perdí la inocencia. Me convertí en un gamberro. Me p e ­
leaba y robaba. Ni siquiera tenía remordimientos, figúrese,
porque ésa era mi forma de ver la vida. Pensaba que mi m a­
dre lo entendería. Pensaba que Charles lo entendería. Pero no
fue así.

G.: ¿Así que era usted desdichado?

S.: Como ser humano, sí, pero no porque la vida no estuviera


bien. Jamás se me ocurrió pensar que el sentido de la vida e s­
tuviera en otra cosa. Jamás he cambiado mi forma de ser; soy
lo que soy y escribo.

G.: Y usted era el héroe de sus novelas, pero a la vez com pren­
día que aquello era absurdo, ya que intentó relacionar a Par-
daillan con Don Quijote.

S.: A partir de la escuela secundaria, empezaron a manifestarse


las contradicciones literarias. Corneille no planteaba ningún
problema; sus héroes, Horacio, el Cid y Rodrigo, eran v e r­
daderos héroes, pero Racine me hizo dudar. Sus héroes son
en realidad an tih éroes, cosa que, en cierto sen tido, e n ­
cajaba con lo que yo leía sobre la guerra. Eso confirm ó mi
sospecha de que la felicidad era objetiva y colectiva, es d e­
cir, inexistente en el mundo burgués. Com prendí la d ife ­
rencia entre la felicidad y la alegría. La alegría es subjetiva.
Si estás alegre, nadie puede negar tu alegría, pero la felicidad
es un estado, que no depende de esto o de lo otro. Por su ­
puesto que puedes pensar que eres desdichado, pero entonces
estás considerando las cosas en perspectiva, como hice con
mi primera gran historia de amor, que empezó cuando estu­
diaba en la Ecole Nórmale, a los veinte años. Me enamoré con
locura de una mujer, Simone Jollivet, que posteriormente fue
amante de Charles Dullin, el gran director teatral que montó
mi primera pieza. Nuestro romance me parecía desdichado por

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tres razones: en prim er lugar, porque ella vivía en Toulouse;
y

en segundo lugar, porque yo estudiaba en la Ecole Nórmale, y


disponía de pocos días de fiesta; por último, porque no podía
perm itirm e viajar a menudo a Toulouse, y tenía que pedirle
dinero a mis compañeros de clase... Y cuando me lamentaba
de que ella no estuviera disponible el día que yo decidía ir a
verla de im proviso, ella me respondía que no podía quejar­
me, ya que a lo sumo iba a verla una vez al mes. Decía: « ¿Qué
quieres que haga; quedarme sentada, esperando, mirándome
el o m b lig o ...?» .

G.: ¡Vaya! A sí que en aquella época usted era normal; ¡tenía


celos!

S.: ¡Tenía veinte años! Y era mi primera gran historia de amor.


Duró tres o cuatro años. Aprendí. Pero, como sabe, las mujeres
quieren que tengamos celos.

G.: Pero la sociedad no.

S.: Exacto. Pero en todos mis romances descubrí que si no de­


mostraba celos, las mujeres me decían: «No estás celoso, así
que no me quieres». Me acostumbré a ftngir que estaba celoso,
menos con Castor, por supuesto.

G .: ¿Por qué esa relación se volvió tan especial y tan diferente


a las demás?

S.: Es complicado. Tiene la versión de ella en sus memorias,


pero debería entrevistarla y obligarla a ser más sincera que en
sus libros. Por mi parte, creo que nuestra relación, al comien­
zo, se desarrolló en un plano intelectual. Preparábamos juntos
la agrégation. Ella estudiaba en la Sorbona y yo en la Nórmale,
y ella era compañera de clase de René Maheu; ya sabe, el tipo
que dirige la unesco .

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G.: Si, ya lo he entrevistado...

S.: ¿De verdad? ¿Y qué le dijo?

G.: Cuando le dije que sabía que él había sido el primer aman­
te de Castor, se sobresaltó y me preguntó si me lo había con­
tado la propia Castor. Le dije que no, que habíamos decidido
que entrevistaría a Castor a lo largo del siguiente febrero, y que
me lo había contado mi madre. «Ah, sí —recordó Maheu—, la
hermosa Stépha, la ucraniana, su mejor amiga. Todo el mundo
estaba enamorado de ella, incluso Sartre.»

S.: Es verdad, pero su madre era una puritana-, creía en su fi­


delidad a Fernando.

G.: Ella decía que Fernando y ella tenían la misma relación que
usted y Castor, pero que ella no tenía la necesidad de mantener
romances «in n ecesarios».

S.: Jajajá. ¡Fantástico! Bien dicho. Pero, de todos modos, era


una gran seductora.

G.: Lo sé. En sus m em orias, Castor confiesa que fue mi m a­


dre quien le enseñó a vestirse de forma más atractiva y a arre­
glarse las uñas, para seducir a los maravillosos húngaros de la
biblioteca.

S.: ¿Sabía Stépha que Fernando desvirgó a Poupette [Héléne


de Beauvoir], la hermana de Castor?

G.: Claro, pero volvamos atrás. ¿Por qué su relación con Castor
se volvió «n ecesaria», tal y como sostienen los dos, mientras
que las demás eran «contingentes»?

S.: No siempre fue así para Castor, ¿sabe? Su relación con Nel-
son Algren fue muy seria.

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1

G.: Si. se lo pregunté, y me contó que tenía la esperanza de que


él viniera a vivir a París para estar con ella, pero que él le dijo
que no, que se quedaría en Chicago. Castor me contó que le
dijo a Algren que él no tenía nada en Chicago salvo su trabajo,
mientras que ella, en París, tenía su trabajo y a Sartre, así que
él debía mudarse a París. Y él le respondió que ella tenía
que escoger entre él y Sartre. Y Castor lo eligió a usted. Cuan­
do le pregunté por qué, puesto que estaba muy enamorada de
Algren, me dijo: «Porque Sartre no me obliga a elegir».

S.: Algren era amigo de su padre, ¿verdad?

G.: No del todo, sólo conocido. Quiero decir que nunca se veían
a solas, sin otra gente.

S.: Pero Castor conoció a Algren en casa de sus padres, ¿no?

G.: En una especie de velada con politicastros de izquierda.


Recuerdo que también acudió Joan Miró, que era amigo de mis
padres y no estaba demasiado politizado, menos contra Franco,
por supuesto. Pero todos los demás habían venido con Meyer
Shapiro, el historiador del arte, que era una especie de trots-
kista, o eso decía mi padre; vino con tres o cuatro periodis­
tas de la Partisan Review, que en aquella época era bastante
trotskista, entre ellos Algren. Castor estaba en la ñesta por­
que vivía con nosotros. Por cierto, voy a contarle una anéc­
dota sobre Shapiro. Cuando mis padres vivían en Vermont, y
eran profesores en la escuela Putney, una vez que fui a verlos,
Fernando me preguntó si podía ayudarlo a sacar una gran tela
del marco, porque no cabía en el coche, para enrollarla y lle­
vársela a Shapiro a Nueva York. Le eché una mano y, una vez
en Nueva York, en mi apartamento, mientras Fernando hacía
unas llamadas, desplegué la tela y me dispuse a colocarla en un
bastidor. Pero había calculado mal, así que me detuve al descu­
brir que la tela excedía cinco centímetros el bastidor. «No te
preocupes por eso, ponlo de lado», me dijo Fernando. Cuando

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apareció Shapiro, acompañado por un estudiante, observo el
cuadro durante un rato y luego miró al estudiante y le dijo:
«¿Ve por qué Fernando es un gran pintor?» Como el estu­
diante no dijo nada, Shapiro se explicó: «¿Ve esos cinco cen­
tímetros que han sido eliminados? Restaban equilibrio a la
[untura. El genio de Gerassi consiste en darse cuenta y supri­
mirlos. Ahora el equilibrio es perfecto».

S.: Jajajá. ¡Me encantan los críticos de arte!

G.: ¿Así que Castor tenía un concepto más relajado de la con­


tingencia, o es que no estaban enamorados?

S.: Claro que estábamos enamorados, pero no como la bur­


guesía entiende el amor. En aquella época, ella se acostaba con
Maheu, pero la verdadera relación era la de nuestros espíritus.
Nos enamoramos de la intuición, la imaginación, la creatividad
y las percepciones del otro y, durante un tiempo, también del
cuerpo del otro, pero del mismo modo que no se puede domi­
nar el espíritu del otro (menos por medio del terror, claro), no
se pueden dominar los gustos, los sueños o las esperanzas del
otro. En algunas cosas, Castor era mejor que yo, y en otras yo
era mejor. ¿Sabía usted que jamás he consentido que se publi­
que un texto mío, ni siquiera darlo a leer, sin la aprobación de
Castor? Y era una crítica muy severa. Me hizo reescribir cinco
veces mi obra de teatro Nekrassov [Nekrasov], por ejemplo.

G.: ¿Puedo preguntarle si es verdad que Castor y usted dejaron


de acostarse en 1947?

S.-. 1946, 1947 o 1948; ya no me acuerdo del año exacto, pero


sí. ¿Cómo lo sabe?

G.: Me lo contó ella.

S.: Pues ni siquiera lo escribió en sus memorias.

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G.: De hecho, me dijo que usted «no era un copulador, sino
un m asturbador».

S.: Es verdad que preñero el juego, la seducción, que el acto,


que, como dice usted, «no es para tanto». Hablando de la se­
ducción, ¿todo bien con Catherine?

G.: Sí, muy bien.

S.: Ya sabe que a Castor y a mí nos gusta mucho. Es maravillosa.

G.: Sí, sí, pero ¿[Wanda] Kosakiewicz, Olga [Kosakiewicz], Michelle


[Vian] o incluso Sally Shelley fueron romances contingentes?

S.: ¿Conoce usted mi relación con Shelley?

G.: Conozco a Sally; somos amigos. He leído algunas de las car­


tas que le escribió...

S.: Dios mío, ¿de verdad? ¿Así que las ha guardado durante
todos estos años? Pues voy a decirle una cosa: la verdad es que
fue una historia muy intensa, muy profunda.

G.: Pero ¿aun así contingente? Usted le propuso matrimonio,


¿verdad?

S.: Ya veo que conoce usted la historia. Ella quería regresar a


Estados Unidos. Eso fue lo único que se me ocurrió para rete­
nerla en Francia.

G.: Pero ¿se habría usted casado con ella?

S.: Quién sabe. ¿Sabe cómo nos conocimos?

G.: Sally me contó que llegó a Francia en 1948 e intentó en­


contrar trabajo. Fue al International Tribune, una agencia de

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prensa norteamericana, y le dijeron que demostrara que sabia
escribir, que redactara varios obituarios de gente conocida. Se
olvidó por completo hasta el día en que lo vio sentado en un
café en Saint-Tropez. Entonces se le acercóy le dijo: «Discúl­
peme. señor Sartre, debo escribir su obituario». Usted se rio a
carcajada tendida, la invitó a sentarse y así empezó todo.

S.: Ella tenía dieciocho años y era despampanante. Yo tenía


cuarenta y tantos. Quizá fue una relación contingente, a ñn de
cuentas, pero maravillosa, absolutamente maravillosa...

G.: Acabó trabajando en las Naciones Unidas; dirige no sé qué


cosa de derecho marítimo... La veo de vez en cuando. Tengo
una copia de todas las cartas que le escribió usted. Estoy in ­
tentando convencerla de que escriba un libro sobre su histo­
ria con usted. Pero lo que me asombra es que el gran Sartre no
pudiera retenerla...

S.: Todos los hombres son mortales, Gerassi, usted y yo tam­


bién...

G.: ¿Por eso escribe? ¿Para conjurar la muerte?

S.: Una vez que uno decide ser escritor, su concepción de la


vida y su forma de ser cambian. Se trata de una decisión que
requiere elegir entre dos posturas. Yo elegí las dos. La prim e­
ra, lo reconozco, no fue más que un juego. Deme una pequeña
pensión, tres comidas al día, y yo escribiré. La otra consiste en
viajar, en vivir el máximo de experiencias posibles, entrar a
otros mundos. Ir a ver cómo viven los chulos en Constantino-
pla. ¿Por qué en Constantinopla, si aqui también hay chulos,
a la vuelta de la esquina? Porque los viajes y las experiencias
enriquecen la escritura. Todas las aventuras aportan algo, in ­
cluidas las sexuales, las amorosas, etcétera. Todas ellas son la
materia primaria del escritor, pero no cuentan en sí mismas,
sino por el hecho de escribirlas. En los dos casos, la escritura

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supone un compromiso absoluto (como cualquier arte). Por
eso ahora digo que rompí con mi madre cuando ella se casó
no porque estuviera celoso ni porque temiera ser infeliz, tal y
como lo interpreté entonces, sino porque incluso el hecho de
estar celoso, de romper con tu propia madre, tiene sentido pa­
ra un escritor. Eso es lo que diría ahora, si escribiera la conti­
nuación de Laspalabras. Por supuesto, un escritor no necesita
hacer las cosas que escribe ni ir a los lugares a los que da vida.
Puede inspirarse en lo que lee y recurrir a su imaginación. En
Los caminos de la libertad, ¿Brunet soy yo o es [Paul] Nizan, mi
mejor amigo de aquella época? De hecho, no es ninguno de los
dos. Es ficción, ¿verdad? No obstante, yo conocía a suficientes
comunistas como para que Brunet fuera real. Es como lo de
«historia verdadera» de cuando tenía once años. Un escritor
debe preferir lo falso a lo verdadero. Cuando usted decidió ser
escritor, no pudo hacer esa elección porque usted deseaba la
revolución, trabajaba por la revolución. Yo no era sino lo que
escribía. Usted tenía un objetivo. Yo era mi propio objetivo.

G.: Es decir que usted era Dios. Eso me recuerda que cuando
tenía quince años, mi mejor amigo me preguntó por qué que­
ría ser escritor. «Porque Dios no existe», le contesté. «¿Y eso
qué tiene que v e r?» , insistió. «Como Dios no existe —argu­
menté—, la vida es muy injusta. Por eso quiero crear un mundo
que sea justo. En los libros, todo sigue una lógica, todo tiene
un comienzo, un nudo y un desenlace. Así que crearé un mun­
do perfecto. Seré Dios.» «Pero si quieres ser Dios —objetó—,
significa que tienes fe.» Y tenía razón. Es decir, no es que cre­
yera en Dios, pero creía en algo superior al ser humano, en la
justicia entendida como una especie de idea platónica.

S.: Casi lo entendió. Basta con cambiar su idea platónica por


la libertad y es eso. Escribir significa creer en la libertad, en
una libertad absoluta. Todas las artes consisten en crear un
mundo rebosante de libertad, un mundo querido, meditado,
construido poruña conciencia, una conciencia libre.


C.: Y un mundo autónomo, completo en sí mismo.

S.: Exacto, ésa es la clave. Lo ha expresado usted a la p e r­


fección. Un mundo autónomo. Pero cuando su amigo le dijo
que, en realidad, usted tenía fe, tendría que haberle contes­
tado que no, porque al escribir se crea lo imaginario.

G.: ¿Considera usted que la gloria corresponde a quien crea


un héroe que lucha por la justicia, que, a su entender, radica
en la libertad? Pero el verdadero héroe es el escritor, ¿v e r­
dad? [André de] Chénier decapitado. [Víctor] Hugo exiliado
en Guernsey. [Emile] Zola. Usted lamenta que, siendo Charles
partidario de Dreyfus, jamás le hablara de ello. El hombre de
acción que muere es un héroe. ¿No es el martirio un concepto
religioso?

S.: Desde luego. No cabe ninguna duda de que cuando yo era


niño, a los siete u ocho años, lo que faltaba en mi vida era la
religión, así que me inventé una: la literatura. Y el m ártir de
aquella religión era el escritor que producía y sufría. Todos mis
grandes héroes literarios eran desdichados, al menos duran­
te una parte de su vida, o morían de forma desdichada, como
Chateaubriand, sin abrigar ninguna esperanza. Pero su obra
sobrevivía.

G.: En este sentido, aprendió usted mucho de Charles, aun­


que él era feliz, o, al menos, estaba satisfecho consigo mismo,
¿no?

S.: Eso pensaba yo. Poseía una especie de equilibrio que trans­
mitía si no felicidad, al menos satisfacción. Amaba a su espo­
sa, pero ella no quería dorm ir con él, excepto para concebir
hijos, cuatro —bueno, uno murió—, así que se acostaba con sus
alumnas. Le habría gustado llevar una vida burguesa, con una
familia burguesa encantadora, pero sus hijos lo odiaban. Mi
madre lo quería, pero sufría por el desdén que su padre m os­

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traba hacia todos sus nietos, salvo hacia mí. Creo que a su
manera me quería, o al menos me hacía creer que me quería,
cosa que a mí me gustaba. Sin embargo, no podía ser un hom­
bre feliz, porque le temía a la muerte.

G.: Pero no lo mostraba, ¿verdad? Fingía ser una especie de


D ios...

S.: Y tanto. ¿Recuerda cómo describí su entrada en la obra de


teatro?

G.: ¿En la que interpretaba a Dios?

S .: Con su barba larga, su voz atronadora y su ftgura; medía más


de un metro ochenta y era muy robusto.

G.: No como un mártir, ¿no? ¿Y su padre?

S.: Yo pensaba que mi padre había sido un mártir.

G.: En Las palabras,escribió: «Amó, quiso vivir y acabó mu­


riendo; para ser un hombre de verdad basta con eso » . ¿De
verdad basta con eso para definir a un hombre?

S.: Sí.

[En diciembre de 1970, postergamos nuestras conversaciones


y comidas semanales para que Sartre pudiera ejercer el puesto
de «juez» en el juicio de los «verdaderos responsables» de
un accidente que costó la vida a seis mineros en Lens, un bas­
tión minero del norte de Francia. Fue un «juicio popular»,
en el que podían ser testigos todos aquellos que tuvieran algo
que decir. La labor de Sartre consistió, fundamentalmente, en
coordinar y orquestar las intervenciones, manteniendo el or­
den y asegurándose de que todo el mundo pudiera participar.
El «ju icio» tuvo lugar en la sala de ceremonias de la localidad

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donde se habían producido los hechos, que estaba dirigida por
el partido socialista. Cabían seiscientas personas en la sala,
pero llegaron a reunirse más de setecientas. Cuando regresó,
Sartre me explicó lo sucedido.]

S.: Cuatro trabajadores habían sido acusados de asesinato, así


que el tribunal decidió concentrarse en este incidente, pero
no nos dejamos doblegar. Los «testigos», que eran m ineros,
ingenieros, viudas y, de hecho, cualquiera que se sintiera im ­
plicado en el caso, ampliaron el debate a cómo estaba dirigida
la mina, las medidas de seguridad que habían instaurado los
propietarios, su costo, los beneficios, los sueldos de los m i­
neros, en ñn, a toda la industria m inera capitalista. Todo el
mundo, yo incluido, creía que los mineros ganaban un buen
sueldo, pero no era verdad. Descubrimos que su sueldo era de
diez mil francos al año. Los médicos testificaron sobre el daño
que les causa el trabajo. Las viudas de los mineros explicaron
los efectos secundarios que sufrían sus maridos en casa. Las
hijas de los m ineros testificaron que, a no ser que se esca­
paran, se las obligaba a trabajar como mano de obra barata o
como sirvientas en las fábricas de textiles de los alrededores.
Aparecieron cineastas con documentos sobre los m ineros, así
como ingenieros con proyectos, informes y planos que los in ­
genieros contratados por los propietarios no habían tenido en
cuenta. Parecía Germinal, de Zola. Al final tuve que hacer un
resumen, o una acusación, si quiere, y dije que resultaba ob­
vio para todo el mundo que el Estado era culpable de asesina­
to por haber aceptado aquellas condiciones y, en especial, los
propietarios de la m ina número 6 (en la que se habían p ro ­
ducido las m uertes), el director general y los ingenieros que,
obedeciendo a sus jefes, habían escamoteado las medidas de
seguridad. Tras mi acusación, la corte exigió que se liberara
a los m ineros negligentes acusados de asesinato, que habían
sido encarcelados, y que se detuviera a los propietarios. Como
gran parte de la prensa cubrió el « ju icio » de principio a ñn,
con lo que tuvo mucho eco mediático, pusieron en libertad a
los mineros, pero, como puede imaginarse, no arrestaron a los
propietarios. A pesar de todo, quizá porque la prensa de iz­
quierdas publicó historias en primera persona de los mineros,
sus viudas y sus hijas, los propietarios pagaron una indemni­
zación a las fam ilias de los muertos. Fue el m ejor resultado
que se podía esperar en un Estado capitalista, y demostró que
en un juicio verdaderamente justo deben considerarse todas
las circunstancias, el entorno y los antecedentes de un « in ­
cid en te», en lugar de declararlos irrelevantes, como hacen
nuestros tribunales.

G.: Sucede lo mismo en Estados Unidos, donde todo parece


irrelevante a la hora de juzgar a una persona pobre. Le con­
taré un caso que conozco bastante. Ocurrió en Nueva York
hace unos años. Una mujer negra vivía en Harlem con sus dos
hijos, de cinco y ocho años, sin marido ni pareja. Un lunes
muy caluroso del mes de julio, su hijo de cinco años se puso
tan enferm o que no pudo ir a la escuela, así que le prepa­
ró la comida y le pidió a su hijo de ocho años que volviera a
casa a mediodía y le trajera leche a su hermano. Luego se fue
corriendo a trabajar; era secretaria de una empresa de Wall
Street. El metro en el que iba se paró, como pasa a menudo en
Nueva York, y acabó llegando treinta y cinco minutos tarde.
Cuando se lo explicó a su jefe, éste la regañó: «La gente como
usted siempre se queda encerrada en el m etro». Había salido
tan deprisa de su casa que a la hora de comer se dio cuenta de
que llevaba una moneda para pagar el metro, pero que se le ha­
bía olvidado su monedero, por lo que no tenía dinero. Pidió a
sus compañeros de trabajo que le prestaran un par de dólares,
pero todos se negaron, y uno le dijo: «La gente como usted
nunca paga sus deudas». Aquel día no comió. Una vez acabó
su jornada de trabajo, tuvo que mendigar en la calle para po­
der pagar el precio de un billete de metro. Al llegar a casa, se
encontró a su hijo de cinco años llorando junto a una ventana
abierta. Su hermano de ocho años se había quedado jugando
con sus compañeros de clase y se había olvidado de traerle la

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leche. Como el pequeño lloraba cada vez más. la mujer se vol­
vió bruscamente y le dio un manotazo. El niño perdió el equi­
librio. se cayó por la ventana desde un quinto piso y se mató.
La mujer fue acusada de homicidio. El abogado de oñcio trató
de explicar los contratiempos que había sufrido aquel día, y le
pidió al juez, David L. Bazelon —que acabaría siendo juez de
apelaciones y un gran defensor de los derechos sociales, quizá
a raíz de este caso—, si podía citar a sus compañeros de trabajo,
pero la acusación objetó que era «irrelevante». Bazelon aceptó
la objeción. La mujer fue condenada a cinco años de cárcel. Su
hijo de ocho años fue internado en un orfanato en el que unos
chicos mayores le pegaban y lo violaban, así que se escapó y
se convirtió en traficante de drogas, hasta que fue abatido por
la policía en una redada. Guando la mujer se enteró, hizo una
cuerda con su ropa y se colgó.

S.: Vaya historia. A sí es la justicia capitalista: jamás tiene en


cuenta las circunstancias.

G.: De los pobres. Cuando un rico es juzgado por robo, se pre­


senta al juzgado hecho un pincel, con su esposa y sus hijos
entre el público, e implora clemencia, alegando que de lo con­
trario sus hijos sufrirán tal o cual cosa, al tiempo que prom e­
te devolver el dinero. Los pobres, que no pueden perm itirse
comprar ropa cara ni corbatas, y cuyos fam iliares no pueden
perder un día de trabajo para ir al juzgado, acaban en la cárcel.
Según las estadísticas, por cada dólar robado por los pobres sin
violencia, los ricos roban ochenta y siete, y por cada año que
los pobres pasan en la cárcel por un crimen sin violencia, los
ricos pasan diecisiete minutos.

S.: ¿Lo saben los estadounidenses? ¿Habla de ello la prensa?

G.: Existe un gran libro al respecto, que yo utilizaba en clase,


titulado The richget richer, thepoorget prison [Los ricos se ha­
cen más ricos, los pobres acaban en la cárcel], pero la mayoría

75
de la gente no lo sabe porque los grandes medios de comuni­
cación no quieren que se sepa. Pretenden que todo el mundo
crea que el mayor peligro de las calles son los jóvenes negros
sin trabajo, lo cual no es verdad, tal y como demuestra [Jeffrey
H.] Reiman, el autor del libro. Pero, volviendo a su definición
de qué es un hombre, ¿escribió que su padre «sufrió, amó, fue
un hom bre» porque es lo que sintió al enterarse de su muer­
te? ¿Cuándo conoció usted los detalles de la vida y la muerte
de su padre?

S.: No lo sé. Durante una época, creo que tenía siete u ocho
años, me aterraba morir, como conté en Las palabras. ¿Se de­
bía a que por aquel entonces me enteré de cómo había muerto
mi padre? Mi madre y mis abuelos nunca hablaban de ello, o
casi nunca. En aquella época, o un poco más tarde, descubrí
que mi padre había nacido muy lejos del mar, en el Périgord,
en el corazón de Francia, una tierra llena de montañas peque­
ñas y ríos, sin lagos siquiera. ¿De dónde procedía su fascina­
ción por el mar? Se esforzó para superar todos los exámenes,
fue a la Politécnica y a la Escuela Naval, se convirtió en una
especie de oficial subalterno, se fue al mar y contrajo la enfer­
medad que lo mató cuando yo no tenía ni un año. No sé decirle
cuánto me afectó, por muchas vueltas que le haya dado. El caso
es que tenía un objetivo y murió por su objetivo. ¿Fue un m ár­
tir? Cuando me convencí de que el único valor real en la vida
es la literatura, o las artes en general, ¿fue porque pensaba que
todos los artistas son mártires, y porque la muerte de mi padre
me llevaba a buscar el m artirio? Quién sabe. ¿Y se trataba de
un martirio —definido por el sufrimiento, la soledad, la falta
de reconocimiento, el ostracismo y una muerte dolorosa—por­
que el mártir lucha por una causa justa?

G.: Pero Zévaco no sufrió...

S.: ¡No se precipite usted! A los ocho o nueve años, cuando es­
cribía mis «novelas» a una velocidad vertiginosa (reconozco

76
que copiaba muchas cosas de los episodios que publicaban los
periódicos en forma de folletín), Zévaco no me parecía un már­
tir. De hecho, creo que aún no había desarrollado mi complejo
de mártir. En cualquier caso, mi héroe era el de Zévaco, Par-
daillan. el personaje extravagante de capa y espada que se en­
frentaba solo a los malvados. Y nunca lo recompensaban por ello.

G.: Pardaillan se enfrentaba a la policía, al ejército, al Estado,


así como a los atracadores y los gánsteres. ¿Es ése el origen de
su carácter anarquista?

S.: Zévaco era anarquista-, de eso no cabe ninguna duda. Sin em­
bargo, ¿qué fue primero? ¿Mi soledad al tener que enfrentarme
a mis compañeros de clase para ser reconocido —cuando nos
mudamos a La Rochelle—, o mi soledad por no tener padre?
Quién sabe. Pero el caso es que, después de enterarme de las
circunstancias de su muerte, siempre consideré a mi padre
un mártir. Sé que durante años fantaseaba con defender a una
pobre chica perseguida por su tutor malvado, o bien a un m i­
sionero, pero laico, figúrese, enviado a América en 1860 a fin
de pacificar a los imperialistas —por supuesto, en aquella época
aún no empleaba estas palabras, pero pensaba en los blancos
que eran violentos con los que no son blancos—, un buen chico
apaleado sin cesar. De hecho, ninguna de mis fantasías tenía
fin; siempre pensaba que algún día tendría que darles fin en
una «novela».

G.: Y alcanzar así la inmortalidad en un estante.

S.; Exacto. Eso es lo que hacía que un libro fuera inmortal: el


estante, el hecho de estar en un estante de la biblioteca de mi
abuelo. Allí vi los libros de Chateaubriand y los de Hugo. Para
mí, Chateaubriand encarnaba a la perfección al mártir- fue
desdichado, estuvo tan enfermo que tuvieron que transpor­
tarlo en una silla, y sufrió lo indecible; pero allí, en un estante,
estaban sus libros. Respecto a Hugo, también ejerció una gran

77
influencia en mí. En el lenguaje de hoy, era un verdadero an­
tifascista. exiliado, proscrito, pero ganaba mucho dinero, era
adorado por su m aravillosa Juliette, con la que permaneció
hasta su muerte, aunque siem pre le fue infiel, pues se acos­
tó con las viudas de otros, con sirvientas, e incluso espiaba a
las muy jóvenes por el ojo de la cerradura.

G.: No me parece que ésa sea la idea más extendida de un héroe...

S.: Bueno, no, es verdad, pero un poco sí, siempre perseguido,


salvado por la revolución del 48, después por el golpe de Estado
de Napoleón, luego ignorado, y al ñnal en el estante. En cier­
to modo, como Charles. Es una lástima que no escribiera, pero,
¿sabe?, era atractivo, alto, muchas estudiantes de la Ecole des
*
Hautes Etudes lo admiraban, y los hombres también; pero a mí
me lo ocultaban, y creo que también se lo ocultaban a él; quedaba
su existencia desdichada de profesor, que es lo que yo estaba des­
tinado a ser, y que consideraba una desgracia; de hecho, cuando
me convertí en profesor en Le Havre resultó desastroso.

G.: ¿Por qué? No lo entiendo. A Charles le encantaba enseñar.


Se acostaba con la mitad de sus alumnas y los chicos lo adm i­
raban. Y a usted tam bién lo admiraban en Le Havre. Su in ­
clinación por la violencia lo llevó a boxear con sus alumnos, y
a pesar de su estatura parece que hizo un buen papel. Y a pesar
de sus ojos, sedujo usted a las alumnas que quiso. ¿Por qué le
parece una desgracia?

S .: Yo quería ser un gran escritor, como Hugo, en el estante, y


creo que Charles, en secreto, también.

G.: ¿Lo considera usted una obsesión?

S.: Creo que sí, pero no la clase de obsesión de la que hablan


los psicólogos. Simplemente pensaba: pase lo que pase, escri­
biré. Como su padre: pase lo que pase, pintaré-, por eso éramos

78
tan amigos, creo. Compartíamos la misma vocación. Y recuer­
do que usted también la tenía cuando viajé a Estados Unidos en
1945. aunque entonces su padre no le tomara en serio.

G.: Tenía catorce años.

S.: ¿Y qué? Recuerdo que usted había escrito un par de relatos


breves que quería que yo leyera, pero Fernando se lo impidió,
diciendo que no me molestara, ¿se acuerda?

G.: Claro. Hizo lo mismo cuando [Maurice] Merleau-Ponty v i­


no de visita.

S.: ¿Y recuerda usted la discusión sobre el hecho de ganar d i­


nero, cuando Fernando le gritó a Stépha: «No me importa que
te mueras de hambre o que Tito se muera de hambre; ante to ­
do, p in to»?

G.: Stépha sostiene que me lo inventé cuando rompí con mi


padre, a los dieciséis años.

S.: Yo estaba presente. Usted no se lo inventó. ¿Y recuerda la


carta que escribió Fernando cuando se marchó a España?

G.: Por supuesto. [Se trata de la carta mencionada antes, en la


que Fernando le escribió a Stépha que lo olvidara porque ha­
bía matado a un hombre en combate]. Stépha la conservó. Le
encantaba aquella carta. La he leído miles de veces. ¿Por qué
le molestó tanto aquella carta?

S.: Debe entender nuestra obsesión, la mía y la de su padre,


o eso pensaba yo ; o al menos lo fue mientras insistía en que
«ante todo, p in to » . Vivíamos consagrados a nuestro arte. Para
mí, eso significaba que el arte estaba antes que la política o, en
aquel contexto, que la política formaba parte de nuestro arte,
es decir, que la incorporaríam os...

79
G.: ¿A la pintura?

S.: A lo que la pintura podría significar en un sent ido más pro­


fundo: la libertad. Esa es la diferencia entre los | li­
teralmente, en francés, «bom beros», término con el que se
designa a los artistas que trabajan para el sistema, creando
obras previsibles] y los verdaderos artistas. El arte verdadero
es una expresión de la libertad, de lo que los críticos burgueses
llaman el alma, o lo que Heidegger llamaba las entrañas. Así
es como definiría mi escritura y el arte de su padre, que es una
de las razones principales de nuestra amistad.

G.: De hecho, usted jam ás se desplaza para verse con a l­


guien si ello supone una interrupción de sus horarios, pero
sí lo hizo por Fernando, en 1987, al acudir a Biarritz cuando
mi padre cruzó la frontera desde España para tomarse unas
vacaciones.

S.: Es verdad, como cuando Mathieu va a ver a Gómez en


caminos de la libertad. Quería demostrar que nuestra amistad
era auténtica.

G.: Pero, en aquella época, usted no sólo escribía literatura.


Había acabado de e sc rib irla á,perfilaba su t
n
emociones y elaboraba la de la percepción. De todas maneras se
consideraba usted un filósofo. ¿Tenía, pues, dos obsesiones?

S.: Sí, pero en realidad eran una sola. De hecho, siempre he


considerado mis novelas y mis obras de teatro como una expre­
sión particular de mi filosofía. O mi filosofía como una forma
de teorizar lo que mis novelas y mis obras de teatro presentan
como situaciones individuales. En otras palabras, no creo que
exista ninguna distinción real.

G.: ¿Y no podía usted encajar la política ahí?

80
S.: Creo que por aquel entonces aún no. Tuve que vivir la guerra
para comprender que son una sola cosa. Y el cautiverio [en un
campo de prisioneros alemán durante nueve meses, en 1940].
Como escribí, al tener que vivir pegado [a los otros prisione­
ros. en el campo de prisioneros], cobré conciencia de que lo
político es personal y lo personal es político, como dijo en una
ocasión Che Guevara.

G.: Pero en 1987 usted aún estaba completamente desligado de


la política. Lo que le atraía de Fernando era su amistad, y no su
martirio, en el sentido que le otorgó en La Rochelle, referido
a los artistas...

S.: No estaba completamente desligado, pero...

G.: El caso es que mientras Fernando luchaba contra el fascis­


mo en España, usted y Castor se fueron de viaje a Italia, p e ­
ro usted no escribió sobre Mussolini, sino sobre la mortadela
que com ió...

S.: Vaya, suerte que los periodistas que hacen entrevistas no


son tan puntillosos ni leen tanto como usted... Pero tiene usted
razón: mi amistad con su padre se debía, sobre todo, a nues­
tra obsesión común, como demuestra la carta que le escribió a
Stépha. Él era el artista en la guerra. Ningún buen campesino
pacifista y simpático habría podido escribir una carta así; sólo
podía escribirla un artista que sintiera que había sacrificado su
libertad, es decir, la libertad que reconocía en cualquier otra
persona, cosa que rompía su soledad.

G.: ¿Insinúa usted que todos los artistas están condenados a


estar solos?

S.: No solos, pero sí en soledad. Sólo un artista puede com ­


prender que está condenado a ser libre, y que ello significa vivir
en soledad. Al luchar por una causa que es temporal —porque,

81
no nos engañemos, el fascismo existe hoy en día, y quizá dure
doscientos años más, pero no es más que una fase—, el artista
renuncia a su soledad para unirse a otros individuos y, por lo
tanto, viola la libertad de los demás, es decir, la suya propia,
su inmortalidad no como ser humano, sino a través del arte,
que es la libertad absoluta.

G.: ¿No estamos volviendo a la religión?

S.: Vamos, puede usted acusarme de m isticism o, pero ¿ re ­


ligión? El hecho de ser libre no tiene nada que ver con la ple­
garia, dios o la salvación, sino que forma parte de la condición
humana y, por lo tanto, es algo universal.

G.: Vaya, ¿otra vez la lucha entre los universales y los particu­
lares? ¿Quiere usted ser Ockham? Pues yo seré Abelardo.

S.: No diga tonterías. Tan sólo digo que el ser humano es libre.
Negarlo es tener mala fe.

G.: De acuerdo. Explíqueme por qué ser libre significa estar


solo; ay, perdón, quería decir estar en soledad.

S.: Porque la libertad es totalizadora.

G.: Entonces, ¿su excusa para no preocuparse por la política,


en Berlín en 1933 o cuando su mejor amigo marchó a España
a luchar contra los fascistas, es que como entidad libre, usted
no puede rebajarse a lo particular, lo cual es temporal?

S.: Es una forma de expresarlo. Sería más preciso decir que el


fascism o y las guerras son incidentes tem porales, m ientras
que el acto de escribir es universal, en el sentido de que niega
cualquier otra forma de poder. El escritor niega la existencia
de Dios, aunque afirme escribir para Dios, o incluso que su
mano está guiada por Dios.

82
G.: En la práctica, ello significa que quien no forma parte de
su mundo de escritura es insignificante, ¿verdad? Esto debe
de limitar mucho su vida so cial...

S.: Es cierto. Ya sabe que en los últimos años Castor y yo casi


nunca salimos de nuestro círculo.

G.: ¿Lo que Castor llama « la fam ilia»?

S.: Exacto. De hecho, ya hace mucho tiempo que es así. Empezó


con [Jacques - Laurent] B osty Olga, cuando él era alumno mío
y ella de Castor.2 Veíamos a uno, luego al otro, por separado,
aunque a veces a Bost lo vemos jun tos...

G.: ¿Por qué? ¿Porque discuten o hablan dem asiado entre


ellos?

S.: No, no. Sim plem ente es que aun siendo muy buenos am i­
gos, cuando están juntos crean otro mundo. Y nosotros quere­
mos perm anecer en el mundo que nos hemos creado.

G.: ¿Y qué mundo es ése?

S.: El mundo de la escritura.

G.: ¿Y cuando ellos dos están juntos, les im ponen su propio


mundo, que desbarata el suyo? Discúlpeme, Sartre, pero me
parece usted muy egoísta.

S .; Quizá, pero cuando nos alejamos de nuestro trabajo —bue­


no, tendrá que preguntarle a Castor si a ella le pasa lo mismo,
pero en mi caso es así—, es para ser amables o hacer un favor,
no es...

G.: ¿No es su verdadera forma de ser?

83
S.: Lo es. pero no mi yo de escritor. En cualquier caso, para que
no se pierda demasiado, limito las visitas, veo a mis amigos,
es decir, a mi familia, por separado. Por ejemplo, veo a Wanda
una vez por semana, siempre el mismo día a la misma hora.3
AArlette [Elkaim -Sartre], dos veces por semana;4 a Michelle,
dos mañanas por semana;5y a Castor, cuatro noches. Durante
una época, todos llevábamos una existencia de café, pero era
porque durante la guerra nuestros apartamentos no tenían ca­
lefacción, a diferencia de los cafés. Por otra parte, ahora todas
ellas tienen un apartamento propio; bueno, Olga lo comparte
con Bost, pero Michelle y Wanda viven solas, y Castor también,
por supuesto.

G .: He estado en todos ellos, y el de Castor es el mejor con di­


ferencia.

S.: Sí, tiene un apartamento magnífico, y muy práctico para mí.6

G.: Pero las reuniones del consejo de redacción de Temps


modemes siem pre se celebran en cafés, ¿verdad?

S.: No, en general en el despacho.

G .: Pero recuerdo que cuando vine a París después de la guerra,


en 1954, de hecho, nos encontramos en el Falstaff, que estaba en
la calle Montparnasse, en la equina del bulevar.

S.: Porque todo el mundo quería volver a verlo, porque todo el


mundo se acordaba de usted, «le petit Tito», a los seis años.

G.: Pero recuerdo que hubo muchas discusiones políticas. A l­


guien dijo: «¿H an visto el ataque de Mauriac en Le , o el
de Rousset en Ce Soir?». Castor dijo: «Deberíamos contestar».
Y usted se lo encargó a [Francis] Jeanson [el asistente de Sartre
de toda la vida, además de redactor de Les Temps Modemes] o a
otra persona. Y así todo el rato.

84
S.: Por supuesto, estaba toda la familia, y la familia se habia con­
vertido en una entidad política, ligada a nuestra revista, pero
por lo general nos reuníamos en el despacho. Nos encontramos
en un café por usted. Sus padres eran o habían sido parte de la
familia, por supuesto. Y usted regresaba... ¿Sabe por qué?

G.: No tengo la menor idea.

S.: Por su espíritu crítico con respecto a mí. Sí. Usted no se


acuerda. [Jean] Poullion o Bost o algún otro redactor de Les
Temps Modernes, ya no recuerdo quién, le preguntó qué h a­
cía, y usted explicó que estaba escribiendo una tesis docto­
ral sobre mi filosofía, o sobre un aspecto particular de ésta.
Alguien le pidió más detalles, y resultó evidente que usted
estudiaba El ser y la nada. Alguien lo interrumpió para decir­
le que yo estaba tratando de conciliar el marxismo con el
existencialismo. Usted me pidió explicaciones. Una pregunta
tras otra.

G.: De eso sí que me acuerdo. Me impresionó el rigor y la


exhaustividad con que me lo explicaba todo, cuando yo era un
crío de veintitrés años.

S.: Sus preguntas eran excelentes. Sentí que debía convencer­


lo, pero no lo logré.

G.: ¿Qué pasó?

S.: Para gran asombro de todos los que estaban presentes, u s­


ted acabó diciendo: imposible, no puede vincular el marxismo
con la idea existencialista de proyecto, y después argumentó
por qué. Tenía usted razón. Nunca lo logré.

G.: Sí, ahora me acuerdo, pero ¿fue entonces cuando empecé


a formar parte de la familia?

85
S .: Fue por eso y por su descripción de Estados Unidos, de las
razones económicas del plan Marshall y de la guerra fría, que
todos apreciamos mucho. De hecho, a partir de entonces siem­
pre le he pedido que me mantenga al corriente de todo lo que
pasa en Estados Unidos. Le dije a Castor que confiaba más en
su análisis que en el de cualquier otra persona.

G.: 1954 fue el año de todas las rupturas, al menos en el ámbito


político, ¿verdad?

S.: Sí. Yo había escrito «Les communistes et la paix» [Los co­


munistas y la paz] y había llegado a la conclusión de que si es­
tallaba una tercera guerra mundial, sería por culpa de Estados
Unidos. El sistema soviético no me entusiasmaba, pero sabía
que Rusia jamás desencadenaría una tercera guerra mundial,
porque militar, nuclear o económicamente no podía, así que
dije que debíamos apoyar a los comunistas. Merleau estaba de
acuerdo, pero no podía apoyar a la u r s s ni a los comunistas en
público, y abandonó Les Temps Modemes. Fue una época difícil,
pero creo que hicimos bien. Estados Unidos utilizaba la excu­
sa de la guerra fría para que su clase dirigente hiciera fortuna
con la carrera armamentística, y Rusia no tenía más remedio
que seguirles.

G.: Pero la cosa fue demasiado lejos, de modo que en 1956 us­
ted cambió de parecer y escribió «Le fantóme de Staline» [El
fantasma de Stalin], tras la invasión de Hungría por parte de
la u r s s .

S.: No fue un cambio. Siempre fui más anarquista que marxis-


ta, pero en el contexto de 1954- entre Estados Unidos, que
imponía su voluntad a Europa a través de una falsa o t a n , que no
era sino su estrategia para dom inar Europa, y el general
[Matthew B.] Ridgway, que ordenaba a los franceses, y a toda
Europa, cómo debían actuar, sin contar las bases estadouni­
denses presentes en todos los países, había que posicionarse

86
en contra de todo eso. Pero cuando los tanques soviéticos en ­
traron en Praga y mataron a la gente de izquierda porque que­
rían ser independientes de Rusia, nuestro deber era denunciar
la invasión.

G.: Pero, aun así, usted no se reconcilió con Merleau. Castor


jamás se disculpó por sus críticas contra él, ¿verdad?

S.: No, pero él entendió que no se trataba de críticas persona­


les. Siempre fuimos respetuosos entre nosotros.

G.: El siempre había sido menos anarquista que usted, ¿verdad?

S.: Tiene que entender que mi anarquismo, tal y como lo llama


usted, era en realidad una expresión de libertad, de la libertad
que le describía antes, la libertad de un escritor.

G.: Y que, de hecho, nació de la soledad y el rechazo que sufrió


usted en La Rochelle.

S.: Tal vez, pero cuando regresé a París para estudiar en el


Henri iv y luego en el Louis-le-Grand, también leía literatura
burguesa. De hecho, leía de todo. Seguía leyendo a Zévaco y a
Ponson du Terrail, dos verdaderos anarquistas, pero también
a Abel Hermant, que odiaba a los jacobinos, y a Jules Romains.
También leí y releí Los miserables, un libro espléndido, escrito
de maravilla. Y también comencé a escribir operetas. Una de
ellas se titulaba Horatius Coclés, que era el nombre de un ro ­
mano que defendió un puente contra todo un ejército, y otra,
Mucius Scaevola, sobre un guerrero que quería hablar con César
y que al ser rechazado, dijo que mantendría la mano sobre un
fuego hasta que César se dignara a recibirlo.

G.: ¿Todo lo que escribía usted tenía un aspecto violento? ¿Con­


serva algo de lo que escribió de joven, alguna de sus llamadas
novelas?

87
S.: No. eran demasiado malas. Pero es verdad, siempre me ha
atraído la violencia. Cuando tenia ocho o nueve años, porque
era pequeño o porque quería llamar la atención, quién sabe.
Entonces me peleaba en las calles, como los demás niños. En
el Henri iv o el Louis-le-Grand, ya no nos peleábamos en la
calle, pero escribía sobre la violencia. En la Ecole Nórmale,
nuestra violencia era política-, con Nizan, que se parecía mucho
a mí, aunque no fuera tan bajito, solíamos subir a los tejados,
llenábamos condones de orina y los arrojábamos a la gente de
derechas que pasaba por debajo, porque sabíamos que eran
partidarios de la política colonial francesa, sobre todo en In­
dochina. Y en Le Havre aprendí a boxear. Tenía un colega muy
raro, que era profesor como yo y que ahora da clases en Mada-
gascar, que era tan buen boxeador que lo habían elegido para
representar a Francia en los juegos olímpicos, pero enfermó
antes de los juegos. Me enseñó a boxear y me convertí en un
buen boxeador.

G.: Eso me contó uno de sus alumnos, un chico muy alto al que
usted derrotó. ¿Cree que el hecho de ser tan feo exacerbó su
concepción de la violencia?

S.: Supongo que un poco, pero no me empujó a recurrir a la


violencia. No cabe duda que me hizo cobrar consciencia de que
debía derribar un obstáculo. Y creo que, en cierto modo, fue
útil, ya que he observado que aquellos que se sienten atracti­
vos son más complacientes con el mundo. A lo sumo, llegan a
ser reformistas. En mi caso, con las mujeres, significaba que
tenía que implicarme más, tenía que hablar bien, tenía que ser
un buen intelectual, tenía que ser encantador, cosa que tenía
ventajas y desventajas. Las ventajas eran que si lo lograba, la
relación que entablaba jam ás era superficial, sino sólida.
La desventaja era que si deseaba romper aquella relación, re­
quería mucho más esfuerzo, a no ser que me conformara con
ser un sinvergüenza egoísta, que no era mi estilo. Recuerdo
que una vez, de pasada, sin pretender herirme, Simone Jollivet

88
—¿sabe?, la Camille de la que hablamos, la que se convirtió
en la amante de Dullin—, me dijo que yo era feo. Enseguida le
pregunté qué significaba aquello, y me dijo que como yo era
feo, tenía que hablar mejor, y que aquello le gustaba.

G.: ¿Cree usted que la combinación de su ojos, su fealdad y su


baja estatura contribuyeron a su rebeldía?

S.: ¡Espere! Yo nunca me he rebelado. ¡Contra nadie! Pasé de


lo que quiera que fuera a ser revolucionario después de una
larga y disciplinada reflexión sobre los principios adoptados
por la burguesía. Principios humanistas.

G.: ¿Y la historia? ¿Y la revolución francesa?

S.: No, la historia me aburría. Y ya sé por qué: porque quienes


enseñaban historia eran unos positivistas. Nunca trataban de
explicar ni de comprender las razones, sino que se limitaban
a describir los hechos. Y si yo o cualquier otro preguntaba el
porqué, respondían que nadie puede llegar a saber las causas.
Pero yo sabía que existían razones. Lo vi clarísimo en m i­
serables. Luego empecé a leer a [Fiódor] Dostoievski y [Lev]
Tolstói, y comencé a entender la revolución rusa a través de
sus personajes y las condiciones y las situaciones que vivían.
Me convertí en revolucionario porque comprendí que no se
trataba de rebelarse contra alguien, sino de derrocar un estado
de cosas, un sistema.

89
ENERO DE 1971

En la comida de la semana pasada, me dijo que siem ­


G e r a ssi:

pre se equivocaba respecto a la gente. ¿Por qué?

Sa rtre: No siempre. Me refería a mi madre, entre otras co­


sas porque era una mojigata. Jamás hablaba de nada que tu­
viera connotaciones sexuales, de ahí que yo dejara de tomarla
en serio. Con todo, podía hablar con ella sobre Dostoievski.
Aquello fue a los veinte años. Hasta entonces, la consideraba
mi hermana; recuerde que antes de que se casara, compartía­
mos habitación. Incluso leía a Heidegger, ¿Qué es metafísica?
También leía r,la revista que dirigía Nizan cuando éramos
ifu
B
estudiantes, y en la que publiqué Légende de la vérité [La leyen­
da de la verdad].

G.: ¿Fue la primera obra que publicó usted?

S.: En realidad, no. Había escrito un texto muy breve, insigni­


ficante, para una revista jurídica.

G.: Pero ¿su juicio equivocado respecto a su madre se debía a


que era tan puritana? ¿En qué se equivocó usted respecto a los
niños, sobre todo en La Rochelle?

S.: Por suerte, mi madre vivió lo suficiente como para po­


der acabar manteniendo grandes conversaciones. Leía todo
lo que yo escribía, incluso El ser y la nada, y lo entendió, más
o menos. Respecto a mis compañeros de clase de La Rochelle,
mi error de juicio está más relacionado con lo que me pregun­
ta usted. Sí, es verdad, cuando se reunían después de clase, yo
rondaba a su alrededor, un poco alejado, sin decir nada, bas­
ta que al final rne decían: « ¿Qué? ¿Vienes con nosotros?
Siempre bacía lo mismo, ¿sabe?, y ellos siempre acababan di-
ciéndome que me apuntara. Nunca me sentí lo bastante de­
seado como para acercarme al grupo de forma natural. Tenían
que proponérmelo.

G.: ¿Se sentía usted inferior, o tan sólo poco querido?

S.¡ Inferior, jamás. Al contrario, siempre me sentía superior,


pero nunca lo demostraba, porque, gracias a Dios, siempre fui
consciente de que era bajito y feo. Deseaba ser querido.

G.: Pero, por aquel entonces, ¿aún no tenía usted conciencia


de clase?

S.: Bueno, nació entonces, en La Rochelle, porque siempre ha­


bía m anifestaciones, huelgas o protestas en la fabrica de mi
padrastro. Al parecer, aunque yo no me acuerdo, le contaba a
mis compañeros de clase que los trabajadores de mi padrastro
estaban explotados, cosa que llegaba a oídos de mi padras­
tro, así que discutíamos al respecto. Verdaderas riñas, según
me han contado, pero nunca me levantó la voz. Era muy edu­
cado y cortés; un buen burgués. Pero un día, en broma, dijo
que yo era el secretario general del partido comunista, y eso
hizo que yo quisiera saber quiénes eran los comunistas, qué
ideas tenían, aunque aquello fue más tarde. En apariencia, te-
níamos una buena relación. El intentaba proyectar la imagen
de una buena «vida fam iliar» burguesa. Los domingos y los
jueves por la tarde solíamos ir al teatro.' Veíamos óperas cómi-
*
cas. Esa era mi cultura. También paseábamos por Le Mail, que
era la calle principal, llena de puestos de flores y de tiendas,
junto al mar. La fábrica de Mancy ponia un coche y un chófer
a su disposición, así que nos hacía montar y recorrer largos
trayectos por el campo... Yo me aburría soberanamente, pero
nunca me quejaba. Por aquel entonces ya tenía conciencia de

92
ser un urbanita. Igual que a usted, por lo que me ha contado,
la naturaleza nunca me ha emocionado.

G.: No se olvide de que yo me fui de casa a los dieciséis años,


así que sólo podía permitirme vagar con los chicos pobres por
la escalera del edificio donde vivíamos... Creo que me convertí
en urbanita por compromiso político.

S.: En mi caso, creo que fue al contrario, pero recuerde que


estábamos en guerra. La nación era lo primero. Todos unidos.
Pero después de la guerra, en París, muchos de mis com pa­
ñeros de clase pertenecían al s f i o [el partido socialista] e in ­
tentaron que me adhiriera, aunque, a decir verdad, yo sentía
cierto desdén estético hacia su partido. En aquella época, el
s f i o era el partido más importante. En mi círculo no había co­

munistas, que yo supiera, al menos hasta que Nizan se alistó al


partido e intentó convencerme de que hiciera como él. En el
Henri iv y el Louis-le-G rand, los chicos eran duros. Sus pa­
dres estaban en el frente y sus madres tenían que trabajar, así
que nadie los cuidaba, ni obedecían a su madre cuando ésta
regresaba a casa.

G.: ¿Mancy nunca fue llamado a filas?

S.: Era demasiado mayor; en 1914 tenía casi cincuenta años —a


ver, cuarenta y seis—. Por otra parte, resultaba muy útil para la
industria bélica. Se había graduado en la Politécnica como in ­
geniero naval, y después había entrado en Delaunay-Belleville,
que fabricaba coches, camiones y luego tanques, creo.
Cuando el patrón se murió y lo reemplazó su hijo, un dandi
que dilapidaba el dinero de la fábrica en fiestas, Mancy fue en­
viado a La Rochelle para salvar la parte de la empresa dedicada
a la construcción de barcos, pero no lo consiguió; después de
mi regreso a París, él se fue a trabajar a una fábrica de equipa­
miento en Saint-Étienne y, más tarde, a Electricité de France,
en París. Cuidó mucho de mi madre y le dejó suficiente dinero

98
como para que pudiera vivir honradamente hasta su muerte,
hace tres años. Supongo que pensaba que yo no podría hacer­
me cargo de ella si él se moría antes, ya que en aquella época
yo era profesor. Al final, como sabe, me ocupé de mi madre
durante los veintidós años posteriores a la muerte de Mancy.
Pero, en 1918, no fui a vivir con mi madre y con él, ni siquiera
con mi abuelo; estaba en el internado del Henri iv, donde me
reencontré con mi viejo compañero de clase Nizan, y nos h i­
cimos muy amigos. El también estaba interno, aunque sólo a
media pensión. Iba a casa los m iércoles y los sábados por la
noche, prim ero a casa de mis abuelos y luego, cuando Mancy y
mi madre volvieron a París, con ellos. Los internos, en
y en filo, dorm ían en una habitación común. Nizan y yo dor­
m íam os en camas contiguas, al fondo. Y, aunque los dos es­
tudiábam os a fondo, tam bién nos divertíamos a fondo. Fui
elegido so, es decir, «Sátiro Oficial», lo cual significa que era
el campeón de los insultos, las jugarretas, etcétera, aunque ello
no me im pidió obtener el premio a la excelencia en los dos
cursos. En lo que toca a las grandes lecturas, aún era un no­
vicio. Nizan y otros estudiantes aventajados leían a [Jean] Gi-
raudoux, a los surrealistas e incluso a escritores cuyo nombre
yo no había oído jamás, como Valeiy Larbaud, mientras que yo
seguía estancado en la lectura de escritores burgueses, como
Pierre Loti. Nizan me dio a leer Giraudoux, [Joseph] Conrad,
y luego insistió en que leyéramos juntos a [Marcel] Proust, co­
sa que hicimos. Como entendí más tarde, Nizan interpretaba
mucho m ejor que yo el signiñcado de Dostoievski, Flauberty
Proust. Por otra parte, los jueves y los domingos dábamos lar­
gos paseos desde el Quartier Latin hasta Montmartre, nos en­
caram ábam os a La Butte y recorríam os cada rin cón de la
ciudad. Me encantaba París. Se convirtió en mi ciudad, en el
lugar donde quería vivir siem pre, hasta que los alemanes la
echaron a perder. París cambió radicalmente bajo la ocupación
nazi. Los alemanes conñscaron los hoteles y las mansiones más
bonitas, cubrieron las fachadas con su esvástica espantosa, y
colocaron barricadas en medio de plazas preciosas. Nunca

94
llegué a superarlo, en el sentido de que tras la liberación, me
parecía que podría vivir en cualquier ciudad, que París ya no
era única.

G.: En aquella época, con Nizan, ¿estaba usted comprometido


políticamente?

S.: No, en política yo tampoco estaba a su altura. Él estaba muy


politizado. Al principio era de extrema derecha; militaba en
Acción Francesa. Creo que fue porque el verano anterior a mi
regreso a París, Nizan había dado clases a los hijos de un con­
de, y había ido con ellos a pegar carteles a favor de la revolu­
ción. En realidad, lo que le atraía era la revolución. Estaba muy
descontento con la política francesa y deseaba que ésta diera
un vuelco radical. Aquello le duró un año. Luego se convirtió al
protestantismo, porque su madre era muy católica, pero aque­
llo tampoco le duró.2

G.: ¿Siguieron siendo amigos durante la época de la École Nór­


male?

S.: Sí y no. Cuando me cambié al lycée Louis-le-Grand para


estudiar el khágne, Nizan siguió en el Henri iv como interno
a tiempo completo. Su padre, que era ingeniero de obras pú­
blicas, había sido nombrado algo así como director de los fe ­
rrocarriles nacionales franceses en Estrasburgo, así que toda
su familia se mudó allí, pero quisieron que Nizan acabara sus
estudios en un buen lycée.

G.: ¿De qué hablaban en sus largos paseos? ¿Nunca de política?

S.: No, sobre todo de París, cuando subíamos al Sacré-Coeur e


intentábamos identificar todos los monumentos que se entre­
veían a lo lejos. También hablábamos de filosofía y de literatura.
En materia de literatura, hablábamos como si los personajes de
Proust estuvieran vivos. Por ejemplo, nos preguntábamos: ¿qué

95
ha sido de Verdurin, o de Swann? Cosas así. Y en materia de
filosofía, tratábamos de elaborar un racionalismo muy estricto,
sobre todo a partir de 1928, cuando se nos unió Castor.

G.: Pero nunca de política... Con todo, en aquella época Nizan


debía de darle muchas vueltas a la política, antes de enrolarse
al partido comunista, ¿no? ¿0 ya formaba parte de algún grupo
de jóvenes militantes?

S.: No me acuerdo en detalle. En aquella época, Nizan casi no


contaba nada de sus cosas. Era muy reservado.

G.: ¿Y cómo era el racionalismo que elaboraron los dos?

S.: Los tres, porque Castor participaba en nuestras conversa­


ciones.

G.: Entonces, ¿era en 1929?

S .:A v e r... En 1928 suspendí la agrégation,así que era en 1929,


exacto, el mismo año que Castor y yo la superamos. Y Nizan
tam bién, si no recuerdo mal. Comenzamos a elaborar un
racionalism o estricto, es decir, que dijera que un gato es
un gato, por oposición a la tendencia que imperaba en aque­
lla época, que consistía en ir más allá de lo dado, tal y como
decía un autor muy de moda entonces: «Era más que am or»,
¡tonterías!, el amor es el amor, decíamos, y punto. Rechazá­
bamos cualquier idealismo. Eramos cartesianos estrictos. Co­
mo decía [René] Descartes, «Pienso, luego existo». Verdades
simples.

G.: ¿Cómo pudo usted, y especialmente Nizan, que ya estaba


obsesionado con las cuestiones sociales, pasar por alto el idea­
lismo de Descartes?

S.: ¿Qué idealismo?

96
G.: Tabula rasa, es decir, pasar de la tabla rasa al cogito, porque
para poder decir «Pienso, luego existo», hay que entender,
hay que concebir qué significa la conjunción «lu ego», cosa
que requiere años de experiencia. Cuando uno llega a esa tabla
siendo capaz de establecer esa conexión, uno lleva consigo un
montón de experiencias, de modo que la tabla nunca es rasa.

S.: Lo cierto es que Descartes no era un dialéctico, pero es que


entonces nadie lo era. Para nosotros era un arma respetable
con la que combatir a los idealistas.

G.: ¿Fue entonces cuando empezó usted su pequeña antología


de Descartes?

S.: Sí, pero no la publiqué hasta 1989. Para ganar dinero, h a­


cíamos traducciones.

G.: ¿De [Karl] Jaspers?


S.: Exacto. De hecho, en la Ecole Nórmale había un tipo lla ­


mado Kastler, que era alsaciano y hablaba un alemán perfecto
y un francés rudimentario, así que él traducía —la Psicopato-
logía general, de Jaspers—y Nizan y yo lo reescribíamos en un
francés correcto.

G.: ¿Le influyó Jaspers?

S.: No. Bueno, tomé algunas cosas —hablando de dialécti­


ca—, como la distinción que establece entre la intelección y la
comprensión. La prim era es como una fórm ula matemática
dada, aceptada, mientras que la comprensión es un acto, un
movimiento dialéctico del pensamiento. Sí, eso procedía de
Jaspers, y no de Husserl o Heidegger, que no abordaron esta
cuestión, que convertí en la base de mi Crítica de la razón d ia ­
léctica. Fue entonces cuando empecé a rumiar estos conceptos,
en 1928. De hecho, también comencé a escribirlos. Debería

97
pedirle a Castor que le enserte aquella obra temprana, que
no llegue a publicar. Constaba de tres partes, « Leyenda de l;i
verdad», «Leyenda de lo probable» y «Leyenda del hombre
so lo ». La tercera no la acabe.' La primera era, fundamental
mente, la certeza científica, evidente, absoluta Lo probable era
una especie de examen de la verdad según las élites, un ataque
a la filosofía que se enseñaba entonces, la de | l.éonl llruns
chvicg [un filósofo de segunda que estaba de moda en aquella
época], sobre todo. La tercera certeza era la que más me inte
resaba. la del individuo solitario que no estaba influenciado ni
por la primera ni por la segunda certeza, que entendía la cien­
cia como una obra construida colectivamente, entre varios, y
lo probable como la verdad colectiva. La verdad solitaria debía
ser la del individuo que emergía de lo colectivo, y se enfrentaba
al mundo, a lo dado, sin escapatoria, sin ayuda, sin explicacio­
nes. Además, en paralelo también elaboraba mi concepto de la
contingencia, que aparece en Lu náusea.

G.: ¿Su hom bre solitario se parecía un poco al Zaratustra de


[Friedrich] Nietzsche?

S.: No, no en el sentido de que fuera superior. Era como Roquen-


tin en La náusea, fruto no de algo místico, sino de las contra­
dicciones sociales del mundo en el que vivía. En aquella época,
todos tratábamos de concebir un código de conducta, una norma
ética para este mundo, quizá incluso una ética verdadera.

G.: ¿Y siempre ha abrigado usted ese proyecto, el intento de


elaborar una ética existencialista?

S.: Y jamás lo he logrado. Entonces estaba muy influenciado,


o más bien fascinado, por Nizany sus crisis. ¿Sabe?, desapa­
recía, a veces durante varios días, y vagaba por las calles, con­
fraternizaba con extraños y, aterrado por la idea de la muerte,
les confesaba cosas que a nosotros jamás nos contaba. Luego,
como ya sabe, se fue a Aden, como preceptor, y estuvo allí un

98
año entero, escribiendo su maravilloso librito al
tiempo que se iba comprometiendo socialmente, hasta hacerse
comunista. Yo lo consideré una especie de traición a nuestra
amistad, pero seguí leyendo todos los libros que me recomen­
daba y. por supuesto, una vez que tomó posición, empezamos a
leer a Marx juntos. Sin embargo, como sabe, y como reconocí
en Questions de méthode [Cuestiones de método], yo no enten­
día del todo a Marx. Es decir, el lenguaje de Marx es sencillo,
pero yo estaba demasiado inmerso en una estética burguesa
como para com prender el verdadero signiñcado de la lucha
de clases. Hay que plantearse muchas cosas para comprender
realmente la profundidad de la lucha de clases. En realidad,
no empecé a comprender a Marx hasta después de la guerra,
o durante la guerra. La lucha de clases no es más que un con­
cepto para aquellos que no se dedican a ella, que no la viven
desde dentro, por decirlo de algún modo. Nizan lo entendió
en el transcurso de su viaje a Aden. Como yo había suspendi­
do una vez el examen de agrégation y él se había tomado un año
sabático para ir a Aden, acabamos presentándonos juntos, con
Castor, que era menor. Creo que quedamos primero, segundo
y tercero. No, Maheu, el prim er amante de Castor, que ahora
dirige la unesco , fue el tercero. Ya no recuerdo en qué pues­
to quedó Nizan, pero publicó su libro sobre Aden. Un libro
extraordinario, que demuestra hasta qué punto estaba im pli­
cado. Concebía al hom bre atado por su condición, es decir,
no libre, m ientras que yo deñnía al hombre como absoluta­
mente libre, así que discutíam os durante horas y horas a lo
largo de nuestros paseos por París. Con todo, nuestros funda­
mentos filosóficos eran idénticos.

G.: ¿Se refiere a su cartesianismo? ¿Compartían otras influen­


cias de peso?

S.: Bueno, estaba Alain [pseudónimo de Émile Chartier, poe­


ta y pensador mundano]. Nosotros estábamos en contra de él,
por supuesto, pero nos influía de todos modos, porque era la

99
gran autoridad de la época. Era cartesiano, kantiano y hegelia-
no a la vez. Muy ecléctico. Decía estupideces como «El verda­
dero Hegel es el Hegel que es verdadero», y a todo el mundo le
parecía el summum de la profundidad. Con todo, fue muy in­
fluyente, y en el ámbito sociopolítico representaba el socialis­
mo radical, que era un movimiento muy pequeñoburgués pero
ateo. Al menos Alain introdujo en cierta medida a Hegel en
los estudios superiores. Hasta entonces, Hegel estaba vetado
en la universidad francesa. Veinte o treinta años antes, [Jules]
Lachelier, que dirigía el programa de la y presidía
el jurado de dicho examen, había dicho que si alguien intro­
ducía alguna idea hegeliana o se atrevía a mencionar a Hegel
en su tesis, suspendería. Los tres volúmenes de la historia de
la filosofía de Brunswick, no aparece citado ni una sola vez
en los dos primeros, y apenas le dedica tres o cuatro páginas en
el tercer volumen. Hegel no fue introducido de forma riguro­
sa en el pensamiento francés hasta la década de 1980, cuando
Alexandre Kojéve publicó su brillante tratado sobre el amo y
el esclavo y, después de la guerra, gracias a la traducción de
[Jean] Hyppolite de la Fenomenología del espíritu. Lo cierto es
que en aquella época aún no sabíamos gran cosa de los filóso­
fos alemanes, quiero decir de gente como [Johann] Fichte y
[Friedrich] Schelling, a los que yo aún no he leído en profun­
didad, apenas fragmentos dispersos...

G.: El otro día mencionó usted a [Arthur] Schopenhauer...

S.: Sí, pero no tenía nada que ver con mis cursos ni con mis
estudios. Se puso de moda en torno a 1880. Un poeta que me
encantaba, Jules Laforgue, hablaba mucho de Schopenhauer
cuando yo tenía veinte años, así que lo leí entonces.

G.: ¿YaN ietzscheno?

S.: Sí, mucho, pero lo odiaba. Creo que sus tonterías sobre la
élite, su concepto del superhombre, nos radicalizaron mucho,

100
sobre todo a Nizan, porque, para colmo, en la École Nórmale
los pedantes lo adoraban. Cuando les tirábamos condones lle­
nos de orina a la cabeza, cuando volvían de sus veladas mun­
danas, les gritábamos: «¡A sí meaba Zaratustra!». Siempre he
pensado que el ser humano, el individuo, debe ser salvado en
conjunto. Y, para eso, hay que recurrir a la violencia contra
aquellos que entorpecen el proceso.

G.: Siempre lo dice, pero usted se consideraba superior...

S.: Pero no superior a mis compañeros. Superior en tanto que


escritor, porque el escritor es inmortal a través de su e scri­
tura, pero no como miembro de la sociedad, ni como Zaratus­
tra, que, tal y como afirmaba Nietzsche categóricamente, se
considera superior a sus compañeros porque éstos son inca­
paces de compartir su perspicacia.

G.: ¿Y Kierkegaard?

S.: Antes de la guerra había oído hablar de él, e incluso había


leído algunas páginas suyas o sobre él, pero no me interesé
por su obra hasta que fui prisionero. Le pedí a Castor que me
mandara su libro sobre la angustia, Temor y temblor.

G.: ¿Cómo reaccionó usted ante el pasaje en el que Dios ordena


a Abraham que mate a su hijo?

S.: No como debería. Para mí, Dios era como el Estado que or­
dena a su súbdito que haga lo que le dice. Pero ésa fue mi p ri­
mera reacción, fruto de mi antipacihsmo durante la Guerra Civil
española.

G.: ¿Estuvo de acuerdo con la decisión de no intervenir?

S.: No, ¡claro que no! Estaba completamente a favor de la in ­


tervención, e incluso de una intervención oficial, es decir, que

101
Francia enviara unas cuantas divisiones contra Franco. A fin de
cuentas, en Francia habíamos elegido un gobierno del Frente
Popular, exactamente igual que la república española.

G.: No obstante, en plena guerra civil usted viajó a la Italia de


Mussoliniy escribió sobre la mortadela, y Mathieu...

S.: ¡Un momento! Mathieu no siempre soy yo. Bueno, quizá en


1936, pero no en 1937.

G.: Y esa gran conversación en la que Mathieu acude a la fron­


tera para ver a Gómez, que ha llegado desde el frente con el
propósito de comprar aviones o algo parecido, y Gómez le di­
ce que la república ha perdido. Mathieu no puede entender
por qué, en tal caso, Gómez regresa a la lucha. Gómez le respon­
de que no se combate el fascismo para ganar, sino que se comba­
te el fascismo porque es fascista. Una respuesta extraordinaria.

S.: Exacto. Se trata de Mathieu y Gómez, pero no de Sartre y


Fernando en la misma época. Puse esas palabras en boca de
Gómez porque creía en ellas, aunque en la novela Mathieu aún
no se hubiera convertido en un hombre de acción, como suce­
de en el tercer volumen. Pero soy yo, igual que Gómez o su pa­
dre. Siempre he sido partidario de la necesidad de combatir el
fascismo, al margen de las consecuencias que ello pueda ori­
ginar; ésa es la razón por la que trabajo con La Izquierda Pro­
letaria y por la que usted, si me permite decirlo, está aquí, tras
haber sido condenado al ostracismo en su país.4

G.: ¿Así que era usted partidario de la intervención, pero se


marchó a ver el país fascista de Mussolini?

S.: Era absolutamente partidario de la intervención, pero con


la condición de no tener que ir yo. Ya me entiende. Eso quiere
decir que en realidad no estaba a favor de la intervención.
G.: ¿Era parte de su rebelión contra todo, porque, tal y como
ha escrito Jcansón, y como dice mucha gente, sufre usted del
complejo de bastardo?5

S.: Eso es absurdo. Jeanson es un buen escritor, y está de nues­


tra parte, pero en esto se equivoca. En primer lugar, como ya
le he contado, yo nunca fui rebelde. Por otra parte, yo no era
un bastardo, sino un huérfano, lo cual es completamente d i­
ferente. Como escribí en Las palabras,me sentía muy bie
casa, creciendo junto a una hermana (mi madre) y Moisés (mi
abuelo), que me adoraban o, al menos en el caso de mi abuelo,
me hacía creer que me adoraba, de modo muy convincente,
hasta la doble traición.

G.: ¿No se convirtió usted en un rebelde después de aquellas


dos traiciones?

S.: De entrada le diría que no, porque no me rebelé contra


Charles, Mancy o mi madre. Con todo, cuanto más veía y des­
cubría lo que la sociedad burguesa hacía a la gente corriente,
especialmente a los pobres, más consciente me volvía de los
vicios y la avaricia de los colonialistas e imperialistas blan­
cos, más viraba hacia la izquierda. La cuestión es la siguiente:
¿puede uno convertirse en revolucionario sin ser rebelde? ¿No
está el rebelde más determinado que el revolucionario, en el
sentido de que el revolucionario que no es un rebelde elabora
su posición, su convicción política, a través de una reflexión
intelectual? Un rebelde que se convierte en revolucionario está
muy involucrado. Se implica desde las entrañas.

G.: ¿Y su orgullo está enjuego?

S.: Exacto. ¿Acaso no significa esto que el revolucionario, el


revolucionario intelectual, suele ceder más a la tortura que
el revolucionario rebelde, que no sólo está com pletam en­
te convencido, completamente comprometido, sino también

io 3
furioso, lleno de odio contra sus torturadores? Piense en el
caso de A rgelia. Yo estaba cien por ciento a favor del f l n
[el Frente de Liberación Nacional, los argelinos que luchaban
por la independencia respecto a Francia], Les di dinero, les
llevé medicamentos, firmé el manifiesto de los 131 de Jeanson
[la declaración sobre el derecho a la insum isión en la guerra
de Argelia],6 pero ¿habría sido capaz de resistir la picana [una
descarga eléctrica utilizada por los franceses para torturar a
los presos en Argelia]?

G.: ¿Sostiene usted que no se puede ser un revolucionario re­


belde si no se siente odio?

S.: No lo sé. Siempre se habla más de lo que se hace. Yo siem ­


pre —bueno, en los últimos veinte años— he estado de parte
de los revolucionarios, he participado en sus m anifestacio­
nes, sus ocupaciones, sus declaraciones incendiarias, incluso
en sus huelgas —bueno, sólo en una—, pero nunca he ido al
frente. Por lo tanto, si uno es lo que hace, como pensamos no­
sotros dos, entonces yo no soy un verdadero revolucionario,
sólo soy un revolucionario de salón, es decir, un reformista.

G.: ¿Como su héroe de El ?m


ro Un revolucionario
u
jamás habría hablado, quiero decir, no habría dado inform a­
ción falsa, sino que habría guardado silencio, ¿no cree?

S.: Hay un libro de un comunista checo llamado Fucik, que fue


torturado durante días y días. Entre una tortura y otra, logró
escribir un libro asombroso, en el que dice, a grandes rasgos,
que como estaba decidido a no hablar, no miraba a sus tortu­
radores como a seres humanos, sino como si form aran parte
de una epidemia de cólera o de peste —es decir, virus morta­
les—, que caían de improviso sobre alguien que sabían que no
hablaría.

G.: ¿Cómo se titula el libro?


S.: Reportaje alpie de la horca.: Es imposible imaginar cómo
actuaría uno en semejantes circunstancias. La verdad es que
Fucik demostró ser extraordinario. ¿Es que estaba tan bien
entrenado por el partido —se hizo comunista a los quince
años y a los veintitrés fue apresado por la g e s t a p o — que se ha­
bía convertido en una especie de autómata? ¿O es que estaba
tan convencido de su fe que, como un fanático religioso, po­
día soportar cualquier castigo que le impusiera la g e s t a p o ? ¿O
es que estaba tan orgulloso de ser un hombre justo que nadie
injusto podía vencer su convicción?

G.: Quizá todo a la vez. Orgullo, fe, convicción, odio al enemigo...

S.: El odio es muy importante. Sin odio, se suele claudicar an­


tes de la cuenta. Es lo que sucedió en la revolución francesa;
creo que ocurre en todas las revoluciones, cuando aquellos que
no odian al enemigo, de pronto, dicen: ya basta, y renuncian
a llevar a cabo una reforma completa de la sociedad, de modo
que traicionan la revolución.

G.: Pero el amor a aquellos por los que uno se rebela también
es muy importante. Como dijo Che Guevara: «Déjeme decirle,
o riesgo de parecer ridículo, que el revolucionario verdadero está
guiado por sentim ientos de amor». Odie al enemigo y ame a
los enemigos del enemigo. A la vez.

S.: Si afirmamos que quien se rebela es por odio al capitalismo


voraz que explota a nuestros hermanos, ¿afirmamos entonces
que el amor a nuestros hermanos explotados nace del orgu­
llo? ¿0 quizá de la comprensión intelectual de las razones y las
condiciones de la explotación? ¿Nos hacemos revolucionarios
por las emociones o por la razón?

G.: Creo que por las dos cosas. Cuando tenía quince años (aun­
que mentí sobre mi edad), fui con el Comité Unitario de Ser­
vicios —que es una organización que ayuda a los pobres, los
desamparados, los rechazados por la sociedad capitalista—
a trabajar junto a un poeta sureño llamado Don West en la
construcción de un campamento de verano interracial desti­
nado a niños necesitados en medio de Talmadge, en Georgia,
uno de los lugares más racistas de Estados Unidos. Don era un
militante auténtico, un pastor baptista que se había presentado
en las elecciones contra un congresista llamado Wood, que era
un verdadero fascista sureño, que deseaba que todos los pro­
gresistas perdieran su trabajo, como el senador Joe McCarthy
más tarde. Un día que Don nos llevó en coche por el estado, la
policía nos hizo parar porque estaban colgando a un hombre
negro. Había una multitud de policías alrededor y cientos de
personas mirando, así que no pudimos hacer nada. El desdi­
chado negro al que estaban colgando debía de tener la misma
edad que yo. La policía no hizo nada hasta que el chico murió.
Entonces uno de ellos disparó al aire y gritó: «¡M atar es ile­
gal! » . La gente alrededor se rio y se dispersó, alegre; había
muchos niños. Eso me sacó de quicio, pero una mujer de mi
grupo, graduada en Ohio, me abrazó con fuerza hasta que es­
tuvimos lejos, de modo que no pude gritar. El cuñado de Don
era comunista; de hecho, era miembro del comité central del
cpusa [Communist Party of the United States of America, el
partido comunista estadounidense], y nos visitó unos días más
tarde. Yo estaba tan molesto por lo que había visto que le dije
que quería unirme al partido comunista. Me preguntó por qué
y, al contárselo, me dijo que el partido no quería miembros
que se enrolaran por razones emocionales. «Queremos miem­
bros que lean, entiendan y acepten las ideas del partido», ex­
plicó. Un par de días después, denunció a sus compañeros
comunistas y testificó contra ellos.

S.: Odio y amor. El revolucionario, como decían Che Guevara


y Nizan, es fruto del odio a la injusticia y del amor a sus her­
manos de sufrimientos. Estoy de acuerdo. Uno se rebela por
odio, pero se convierte en revolucionario a través de la razón.
Las dos cosas a la vez.

106
MARZO DE 1971

G e r a ssi : La última vez acordamos que los revolucionarios tam ­


bién deben ser rebeldes; la diferencia es que uno se rebela por
odio, mientras que se convierte en revolucionario por amor,
como dijo Che Guevara. Pregunta: cuando a uno lo influye una
novela, ¿se trata de emoción o de razón?

S a r t r e : ¿Se reñere usted a las novelas que lo influyeron a u s­


ted, de Dostoievski y Tolstói?

G.: De hecho, como le conté el domingo pasado durante la co­


mida, me influyó mucho Dostoievski. Leía a Tolstói como si
se tratara de un libro de historia, al menos
Karénina me aburría soberanamente.

S.: Uno de sus colegas de Vincennes [la Universidad de París


v iii , donde yo daba clases] le dijo en una ocasión a Castor que
la diferencia entre nuestras novelas era muy reveladora, p o r­
que los personajes de Castor tardan mucho en tomar decisio­
nes, son muy contemplativos, mientras que los míos son muy
bruscos, incluso im pulsivos. Esa es la diferencia entre D os­
toievski y Tolstói, tam bién. A mí, Tolstói no me ha aburrido
nunca, ni Anna Karénina ni nada de lo que escribió; de hecho,
me emocionó mucho aquella novelita...

G.; La muerte de Iván ,Ilichuna verdadera joya.

S.: Exacto. Una verdadera obra maestra. Pero los que realm en­
te me interpelaban eran los personajes de Dostoievski.
G.: ¿Piensa en Iván. M ishay Raskólnikov?

S.: En los dos primeros, sobre todo. Raskólnikov no es un hé­


roe verdadero; ¿no es un antihéroe, más bien? Pero el tipo te­
nia razón. Como ocurre en L age de raison [La edad de la razón],
Mathieu toma todas las decisiones importantes como respuesta
a una crisis, hasta que en el tercer volumen se da cuenta que la
guerra ha terminado y que él ya no tiene nada que aportar.

G.: Incluso cuando decide acostarse con la prostituta, en par­


te es porque ella lo empuja, ¿verdad? Es como si el prim er
volum en de Loscaminos de la libertad fuera dostoievskiano
en la imaginación, mientras que el tercero es tolstoiano en la
contemplación.

S.: No forcemos las interpretaciones; al fm y al cabo, en Gue­


rra /p a z tam bién se toman un sinfín de decisiones descon­
certantes...

G.: En la guerra, sí, por supuesto, pero en el plano humano,


quien toma las decisiones es Pierre, que en realidad no está
vivo. Es una construcción. El personaje de carne y hueso, el
personaje existencial, es André, tal y como defendí una vez en
un trabajo que hice en Columbia.

S.; Por lo tanto, debe considerar a Aliosha, de Los hermanos


Karamázov, una construcción, también.

G.: Desde luego, aunque en Los hermanos Karamázov hay dos


personajes existenciales; Iván, por supuesto, como dice todo
el mundo, pero también Dimitri, que actúa desde las entrañas,
siempre ñel a sí mismo.

S .; ¿Así que Chatov es la construcción en Los poseídos? ¿Y cuál


es el personaje existencial?

108
G.: A mi entender, aunque nadie esté de acuerdo, hay tres.
Stavrogin. por supuesto. Y Kirilov, que se suicida para de­
mostrar que es libre. Y también el comunista. ¿Cómo se lla­
maba? Me acuerdo de Chatov, de Kirilov y de Stavrogin, pero
no el nombre del comunista, que me fascinaba más que los
demás.

S.: Porque es el hombre de acción, ¿verdad? Usted siempre


interpreta las novelas en clave política.

G..- Cuando leí Losposeídos tenía diecisiete años y poca con­


ciencia política, pero me poseyó por completo.

S.: Usted siempre ha sido una criatura política. Con un padre


que fue guardaespaldas de [Chaim] Weizmann [el primer pre­
sidente de Israel], secretario de cultura de la fugaz República
Soviética de Baviera, general y último defensor de Barcelona
en la guerra civil, y espía de la oss [Ofñce of Strategic Services,
el antecedente de la c í a ] durante la Segunda Guerra Mundial,
¿cómo no iba usted a ser una criatura política, se rebelara o no
contra su padre? Por eso nunca ha tenido usted la paciencia de
leer a Proust.

G.: ¿Insinúa usted que no me gustaba Proust porque yo esta­


ba politizado? Vamos, ¡diecisiete páginas para describir Les
Aubépines! No entiendo cómo usted no se hartaba.

S.: Pero el estilo es magnífico; eso es lo que me fascinaba, el


estilo. Incluso en el pasaje del Les Aubépines, aunque le con­
fieso que no me emocionó particularmente. Su descripción del
mundo burgués, de los salones y las Restas...

G.: ¿Dirá usted lo mismo a propósito de Salambó, de Flaubert?

S.: Vaya, hoy me persigue usted... No, Salambó es una m ier­


da, estoy de acuerdo, pero ¡Madame Bovary no! La forma de
Flaubert de describir su época me ha enseñado muchas cosas
sobre la moral de aquel tiempo, y lo cierto es que aún se puede
aplicar su perspicacia para diseccionar la sociedad de hoy.

G.: ¿Políticamente?

S.: En aquella época yo no estaba muy metido en política, pero


los libros de Flaubert me enseñaron que cualquiera puede es­
cribir, que escribir es tener la paciencia de escribir, la volun-

tad, el aguante de escribir. Esa es la clave. El resto es cuestión


de leer, leer y leer.

G.: Así que si se tiene el aguante y la voluntad de escribir, pero


no se lee más que a Proust y Flaubert, uno acaba sumido en las
entrañas del mundo burgués.

S.: Por eso hay que leer todo lo que se pueda. Yo leí a los ru­
sos, a los ingleses —que son mucho peores, desde su punto de
vista, claro, que Proust o Flaubert—y a [Paul] Valéry, también
en aquella época, pero ¿sabe?, formaban parte del mundo en
el que yo vivía. Me recordaban a Mancy, mi padrastro, el típi­
co burgués, director pero con sueldo, siempre luchando para
salir adelante. Típico.

G.: Su abuelo no era así.

S.: Claro que sí, pertenecía a ese mundo. Era republicano y


socialista radical, es decir que era un defensor laico de la li­
bertad para todos, pero un burgués, a fin de cuentas. Mi abuelo
pensaba que una novela no debía tomar partido, que no debía
defender una causa. Con todo, una buena novela debía invocar
el humanismo, debía despertar la voluntad de ser útil.

G.: ¿Qué lecturas le despertaron la voluntad de ser útil, o al


menos la intención?

110
S.: Pues, como le he dicho, primero los rusos y luego los nortea­
mericanos. aunque aquello fue más tarde. ¡[John] Dos Passos!
¡Oh. Dos Passos, qué poder el de ese hombre!

G.: ¿Sabe que hoy en día, en Estados Unidos, casi nadie lo co­
noce? Mis estudiantes llegan a la universidad sin siquiera ha­
ber oído hablar de él.

S.: No me sorprende para nada. El sistema educativo es una


herramienta del Gobierno.

G.: No del todo. Nuestro sistema educativo está en manos de


los estados, las ciudades y las comunidades; no está centrali­
zado como aquí en Francia.

S.: Pero aquí el ministro de Educación debe actuar en el marco


de un contexto, de una tradición, de una historia, incluso de
los mitos de Francia, lo cual engloba las revoluciones socia­
les, la de 1848 y la Comuna de París. Ningún ministro podría
suprimir a Zola, pongamos, o a [Mijaíl] Bakunin del programa
de estudios. Sin embargo, en Estados Unidos aún no ha habido
ninguna revolución social, pero todo pedagogo estadounidense
cree que vive en el país más libre del mundo, y la prensa apoya
al Gobierno haga lo que haga, ¿verdad?

G.: Sí, pero no porque el Gobierno practique la censura, sino


por una cuestión de dinero. ¿Sabe?, allí no existe prensa libre,
sólo prensa propiedad de empresas libres. Los anunciantes
dictan la política de nuestra prensa. Bueno, no en cada tema,
sino en general. Como las leyes contra los rojos. Por ejemplo,
las leyes Taft-Hartley y McCarran prohíben que un comunista
ocupe un puesto dirigente en un sindicato, pero a nadie se le
ha ocurrido jamás que en el caso de un nazi o un fascista pueda
ser igual de ilegal.

S.: ¿Cree usted que la prensa francesa es mejor?

111
G.: Sin duda, porque en Francia existe la prensa política. Los
periódicos de derecha o los periódicos socialistas temen que
si no recogen un escándalo, éste aparezca en un periódico co­
munista, o Le Fígaro teme que aparezca en Le Monde, así que
suelen ser más precavidos a la hora de mentir. ¿Cuándo des­
cubrió usted a Dos Passos?

S.: Durante la Gran Depresión, creo. En cualquier caso, mucho


*
más tarde, después de la Ecole Nórmale.

G.: Sé que le influyó mucho, pero ¿en qué sentido? ¿En el es­
tilo, en el tema?

S.: En las dos cosas. Relea mi relato breve «La infancia de un


je fe » . Creo que es puro Dos Passos.

G.: El murofue publicado después que La náusea, pero lo es­


cribió antes, ¿no?, al menos el relato que menciona. No fue su
prim er texto de ficción, ¿verdad?

S.: No, antes había escrito los relatos publicados en nuestra


revista maldita.

G.: La Revue Sans Titre, que codirigía usted con Nizan, data de
1923, cuando aún cursaba khágne.

S.: De hecho, el director, el administrador, no éramos ni Nizan ni


yo, sino un tipo llamado Charles Fraval, que se hizo comunis­
ta, creo, y luego no sé qué fue de él; Nizan y yo sólo éramos
colaboradores, aunque lo escribiéram os casi todo, y Arm ára­
mos con diferentes nombres los textos que no eran nuestra
aportación principal. Además de ese relato, publiqué el co­
mienzo de una novela que había escrito durante las vaca­
ciones, es decir, entre hypohágney khágne, en la q
de mi «viejo am igo», lo cual signiñca que Nizan y yo ya ha­
bíamos roto.

112
G.: ¿Por razones políticas?

S.: No. Yo nunca critiqué sus ideas políticas, ni siquiera cuan­


do coqueteó con los fascistas de Acción Francesa. Quiero decir
que discutíamos de política, pero en aquella época yo trataba
de definir, o de caracterizar, la libertad, cosa que a mi e n ­
tender aún no incluía la política. No, creo que rompimos por
La Reme... Sólo se habían publicado dos números, el de enero
y febrero de 19 23... Bueno, no es mucho, ¿no? Ojalá pudiéra­
mos encontrarlos. Es imposible que escribiera, o comenzara
a escribir la novela durante las vacaciones de 1938; debió de
ser en 1923, porque nos*
reconciliamos en otoño de 1928, cuan-
do empezamos en la Ecole Nórmale.

G.: Entonces, ¿por qué rompieron?

S.: Creo que fue por La Reme, por algo de la revista. Al fin y al
cabo, mi novela era sobre dos grandes amigos que rom pían
por culpa de una revista. Pero no pudo ser sólo por eso, por­
que en realidad quien decidía qué se publicaba era Fraval, y
nosotros no teníamos ninguna influencia; era un verdadero
dictador, ¿sabe?, escuchaba nuestras opiniones, pero siempre
decidía él y no había nada que decir. Así que tuvo que haber
otras razones.

G.: ¿Estaba usted celoso de Nizan?

S.: Tal vez; quizá después de su viaje a Aden y de su libro, que


fue muy bien recibido. Recuerdo que cuando nos reencontra-

mos en la Ecole Nórmale, yo estaba mucho más contento, no


sólo de ser su amigo, sino de formar parte de un grupo, por­
que éramos unos diez que íbamos juntos y les hacíamos la vida
imposible a los pedantes. Lo bueno de las acciones en gru­
po es que te «desculpabilizan». Participas en las decisiones,
pero el proceso de tomarlas se hace en grupo. Así que cuan­
do decidíamos adueñarnos de un café, y ello desencadenaba

n3
enfrentamientos, por ejemplo, ninguno de nosotros era res­
ponsable, sino que era un acto colectivo. Por supuesto, tam­
bién hubo desastres individuales. Bueno, no desastres-, quizá
exagero, pero como cuando decidimos experimentar con dro­
gas. Yo acabé con una depresión nerviosa.

G.: ¿Se reñere usted a los cangrejos?

S.: Sí, después de tomar mescalina, empecé a ver cangrejos a


mi alrededor todo el rato-, me seguían por la calle, en clase...

G.: ¿Cómo podía usted estudiar, entonces?

S.: Me acostumbré a ellos. Al levantarme por la mañana, les


decía: «Buenos días, pequeños, ¿qué tal habéis dorm ido?».
Les hablaba todo el rato, o bien les decía: «Bueno, chicos, aho­
ra entramos en clase, así que tenéis que estar quietos y calla­
dos», y se quedaban ahí, alrededor de mi asiento, en silencio
absoluto, hasta que sonaba el timbre.

G.: ¿Habían muchos?

S.: De hecho, no; sólo tres o cuatro.

G.: Pero ¿sabía usted que eran imaginarios?

S.: Sí, desde el principio. Mientras estuve en la Ecole Nórma­


le, me dejaron en paz, pero luego, cuando acabé los estudios,
durante todo un año, en realidad, empecé a pensar que me ha­
bía vuelto loco, así que fui a ver a un psicólogo, un tipo joven
que desde entonces es amigo mío, Jacques Lacan. De hecho, se
hizo psicoanalista y una vez, mucho tiempo después, intentó
psicoanalizarme.

G.: ¿Y descubrieron algo?

114
S.: Nada interesante, ni para él ni para mí. excepto los can­
grejos; concluimos que eran fruto del temor a la soledad o. en
ese contexto, del temor a perder a mis compañeros de grupo.
Como sabe, una vez que pasé la agrégation. mi vida dio un giro
radical; antes formaba parte de un grupo de unos diez, que in­
cluía a campesinos y obreros, así como a intelectuales burgue­
ses, y a partir de entonces me quedé solo con Castor.

G.; ¿Campesinos? ¿Obreros?

S.; Claro. ¿Se acuerda de Pierre Guille? Era hijo de cam pe­
sinos.' ¿Y del tipo al que llamábamos Rubiales, porque era el
más moreno de todos? Pues era hijo de un minero. Recuerde
que la educación era gratuita, y que si uno aprobaba los exáme­
nes, aunque no tuviera dinero, el Estado le daba una beca para
los gastos de mantenimiento. Esa era la ley, y sigue en vigor.
Los gastos de viaje también. Si uno sacaba buena nota como
para elegir la universidad a la que quería ir pero vivía dema­
siado lejos para ir en metro, como Frantz Fanón, ¿se acuerda?,
el Estado le pagaba los viajes en avión desde Guadalupe cada
año, hasta que lo contrataron como psiquiatra en un hospital
psiquiátrico público.

G.: ¿Todos tenían apodos? ¿Cuál era el suyo?

S.: Hombrecillo. No es muy original, pero siempre lo utilizá­


bamos. Fue Maheu —no recuerdo su apodo— quien se inven­
tó el de Castor, y cuando Stépha se unió al grupo, se convirtió
en La Baba, por eso llamábamos a su padre Le Boubou. Sabe,
ahora que lo pienso, ser parte de un grupo, de una colecti­
vidad, resuelve muchos complejos psicológicos. Siempre me
he desenvuelto bien en un grupo; nunca he sentido la nece­
sidad de mandar, ni he tenido inconveniente en obedecer, si
todo el mundo estaba de acuerdo con lo que había que ha­
cer. Siempre he sufrido ansiedad; nada grave, sólo la ansie­
dad propia de ser huérfano, de vivir con alguien que se creía
Moisés, de ser feo, bajito, extraño, de haber sido traicionado
por mi madre y por Moisés, y rechazado por mi primer gran
amor [Simone Jollivet], Me adapté muy bien a la vida colecti­
va. también en el ejército y como prisionero. El sentimiento
de ser igual es extremadamente importante, pero yo no me di
cuenta hasta la guerra, hasta que fui prisionero junto a otros
prisioneros.
*
G.: ¿Y las mujeres, en la Ecole Nórmale?

S.: En aquella época no había mujeres que estudiaran allí.

G.: Ya lo sé, me refiero a la sexualidad. Tengo curiosidad por


saber cómo reaccionaba el grupo, si había celos o conflictos.

S.: No, para nada. Traíamos a mujeres que conocíamos en ba­


res. Estaba prohibido, por supuesto, pero el conserje, que era
un hombre muy majo, miraba hacia el otro lado mientras las
hacíamos entrar a escondidas. Las mujeres se adaptaban en­
seguida a la situación, e incluso la disfrutaban. Al cabo de un
tiem po, se acostaban con cualquiera, pero nadie se sentía
engañado, o al menos nadie se quejaba. Había un tipo, llama­
do Larroutis, que era virgen e insistía en que seguiría siendo
virgen hasta que se casara, por su catolicismo estricto, pero
se emborrachaba con nosotros y hacia el ridículo y era muy
gracioso, así que nunca nos pareció que no form ara parte
del grupo.

G.: Y, respecto a la ñlosofía, ¿todos estaban en la misma onda?

S.: Políticamente, no, en el sentido de que no apoyábamos el


mismo partido ni el mismo movimiento, pero todos estábamos
de acuerdo en que el Gobierno estaba podrido, que el sistema
estaba hecho para que los ricos se enriquecieran aún más. Era­
mos todos unos rebeldes. Filosóficamente, todos éramos racio­
nalistas. Todos decíamos: «U n gato es un gato, un cretino un

116
cretino», pero N izanyyo éramos los únicos que preparába­
mos la agrégation de filosofía. Perón, el tipo que murió durante
la Resistencia, estudiaba inglés. Había un par que estudiaban
alemán, y casi todos los demás literatura, pero, por supuesto,
todos estudiábamos un poco de todo a la vez, creo.

G.: ¿Quería usted ser profesor de filosofía?

S.: En realidad, no. En la École Nórmale, el filósofo de moda


era [Henri] Bergson, que afirmaba que la filosofía nace de una
intuición inicial sobre el mundo. Puede tratarse de una intui­
ción imprecisa, pero ése es el comienzo absoluto; si no se tiene
dicha intuición, no se puede filosofar. La intuición era como
un don, pero lo cierto es que yo no la tenía. Yo era un raciona­
lista, así que no encajaba. Con todo, me dije que tendría que
ganarme la vida, y que una vez aprobada la agrégation tenía un
puesto de profesor garantizado; pensé que enseñar filosofía era
lo mejor que podía hacer. Nunca quise ser filósofo, pero sabía
que consagrarme a la escritura de novelas requería entender
el máximo de cosas posibles, y que la filosofía me ayudaría. Así
que para escribir, concluí, el mejor trabajo era enseñar filoso­
fía, ya que exigía leer y aprender lo que pensaba todo el mun­
do, y ser capaz de tomar mis propias decisiones intelectuales
basadas en un conocimiento aún más vasto.

G.: Pero Castor me contó que cuando se hicieron amigos, usted


quería ser filósofo, y que ella se burló de la idea.

S.: Burlarse es un poco excesivo. Ella sólo decía que era una
locura meterme en eso si yo podía escribir. Ya sé que la razón
por la que usted abandonó la filosofía es porque le parecía, en
sus propias palabras, una masturbación mental, pero Castor
no fue tan lejos.

G.: Pero no siguió usted su consejo.

u7
S.: Sí. en parte sí. en la medida en que dejé de considerarme
un filósofo. Pero no olvide que en aquella época los dos pre­
parábamos la agrégationde filosofía.

G.: Y estudiaban juntos, ¿verdad? En la Ciudad Universitaria.2

S.: Como no pasé la agrégationla primera vez que me pres


me mudé a un apartamento en la Ciudad Universitaria, don­
de conocí a Castor, que preparaba la agrégation en la Sorbona.
Pero fue Maheu quien nos presentó formalmente. Se habían
conocido en la Biblioteca Nacional y fue su prim er amante.
Luego Castor trajo al grupo a su mejor amiga, que era su ma­
dre, a la que también había conocido en la Biblioteca Nació-
y

nal. Y Stépha trajo a Fernando, y yo a Nizan. Ese se convirtió


en nuestro pequeño círculo, aunque Stépha no preparara la
agrégation, y Fernando pintara. Pero ella era adorable, y él muy
divertido.

G.: ¿Es verdad que usted deseaba tener un romance con Stépha
y que ella le rechazó?

S.: ¡Jajajá! ¿Se lo dijo su madre?

G.: ¡Oh, no! Stépha nunca habla de esas cosas, al menos con­
migo. No, fue Castor quien cantó.

S.: ¡Jajajá! Bueno, es verdad. Stépha era un manojo de energía,


sexual también, increíblemente bonita, e incitante, y ...

G.: Castor me dijo que usted estaba enamorado de ella.

S.: Sí, tal vez. Ella me rechazó, como ha dicho usted, pero con
suavidad, con dulzura. Su padre se acostaba con todas las muje­
res de Montparnasse, incluidas Castor y su hermana, Poupette,
pero Stépha no, era extremadamente fiel.

118
G.: ¿Conoce usted la historia de Noiditch?

S.: ¿Su novio ucraniano?

C.: Se habían conocido en Berlín. Él también era refugiado,


un chico buena gente. Lo conocí años después en Estados Uni­
dos. Un encanto. Pero no pasó nada porque ella se fue a vivir
a París. Hasta que un día, cuando ella ya vivía con Fernando,
que se acostaba con todas las modelos que posaban para él,
y ella lo sabía aunque no parecía importarle, cosa que hacía
que Fernando se sintiera culpable, Noiditch apareció en Pa­
rís, pelado, sin un céntimo. Así que Fernando animó a Stépha
a que saliera con él, para que se divirtiera, y le dio dinero a
Noiditch para entretenerla y que incluso pudiera pagar una
habitación de hotel. Pasaron una gran velada juntos, pero
a la hora de ir al hotel, ella le dijo: «No, gracias». Entonces él
le contó que Fernando le había dado el dinero, y ella se partió
de la risa, pero decidió seguir el juego, en el sentido de pasar
la noche con Noiditch —platónicamente—, y le hizo prometer
que no le diría nada a Fernando. Cuando Noiditch le preguntó
por qué, le respondió: «Para que pueda dejar de sentirse cul­
pable por sus romances de una noche».

S.: Ya conocía esta historia; me encanta. Quería escucharla de


usted, para ver si encajaba con lo que me había contado Cas­
tor. Es genial, ¿no? ¿Cómo no estar enamorado de una mujer
así?

G.: Supongo que por eso escribió el personaje de Sarah en La


edad de la razón, pero ¿por qué la hizo judía?

S.: Por varias razones. En primer lugar, Fernando era el ju ­


dío menos judío que he conocido jamás, aunque llegara a ser
guardaespaldas de Weizmann. Es el español típico, con su ma-
chismo, y esa voluntad ridicula de todos los españoles de salvar
las apariencias. Como yo tenía presente a Fernando mientras
escribía sobre Gómez, Gómez no podía ser judío. En segundo
lugar, porque Stépha era como una madre judía. Sí, ya lo sé,
quizá con usted no; una madre judía jamás abandonaría a su
hijo para ir a luchar en una guerra civil de otro país, pero con
todo el mundo, con sus amigos, con cualquier mendigo de la
calle, su madre siempre estaba dispuesta a echar una mano.

G.: Hasta escribió usted en la novela que Stépha habría podido


matar con amabilidad.

S.: Es verdad. Y, por último, en aquella época de victorias de los


nazis antisemitas, me parecía importante encontrar una for­
ma de abordar esta cuestión, aunque no encajara en España;
quiero decir que por muy malvados que fueran los enemigos
de Gómez, los estalinistas, no podía insinuar que los agen­
tes de la Internacional Comunista, o los consejeros soviéticos,
fueran antisemitas, ya que en realidad todos ellos eran judíos.
El embajador ruso, Marcel Rosenberg, a quien todo el mundo
adoraba, era judío, y aunque André Marty era antisemita en
secreto, en aquella época no me lo hubieran creído.

G.: Usted ha dicho que introdujo a Nizan en el grupo, pero en


realidad no formaba parte del grupo, ¿verdad?

S.: Bueno, sí y no. A menudo estaba extremadamente depri­


mido, sobre todo por la idea de la muerte, que lo angustiaba.
Entonces salía a emborracharse él solo.

G.: Pero ustedes también se emborrachaban a menudo, ¿no?

S.: No, no exagere. Una vez cada dos semanas, a lo sumo, pero
no porque estuviéramos deprimidos. Nos emborrachábamos
hasta desplom arnos, pero como una especie de p u rifica­
ción colectiva, para vaciarnos de nuestros problemas, de pen­
samientos triviales, un poco como sus sesiones de hachís, con
la diferencia de que luego acabábamos con un dolor de cabeza

120
A

atroz, mientras que ustedes no. Me refiero al grupo de la Eco-


le Nórmale; nunca bebíamos porque estuviéramos deprim i­
dos. Nizan sí. Bebía solo. Su decisión de irse a Aden a trabajar
de preceptor de los hijos de un rico fue fruto de la depresión.
Quería transgredir la normalidad, superarla, tanto lo normal
como la universidad. Cuando regresó, o poco después, se ca­
só. Yo fui su testigo, cosa que estrechó nuestra relación. ¿Sabía
usted que el mismo día de su boda sufrió una apendicitis se­
vera, muy grave, que lo tuvo en cama tres meses? Pero levantó
cabeza tras una larga convalecencia, estudiamos juntos y apro­
bamos la agrégation a la vez. Lo celebramos juntos, con Castor y
Rirette, su mujer, que más o menos se acopló a nuestro grupo,
con Maheuy Guille, luego.

G.: ¿Y Merleau-Ponty?

S.: Merleau era un año menor. Nos conocíamos y nos apreciá­


bamos, creo, pero no nos hicimos amigos hasta la Resistencia.

G.: ¿YAron?
A
S.: También estudiaba en la Ecole Nórmale con nosotros y for­
maba parte del grupo, pero era externo. Nunca participaba en
nuestras borracheras. Eramos amigos, pero no con la m is­
ma intensidad que con Nizan. Cuando Nizan fue destinado a
Bourg [-en-Bresse, una ciudad en el centro norte de Francia]
y dejamos de vernos durante dos años, Guille ocupó su lugar y
se convirtió en mi mejor amigo. Fuimos amigos durante cin­
cuenta años. Llegó a ser secretario de los debates en la Asam ­
blea Nacional, ¿sabe?, los funcionarios que se encargan de
analizar todos los días lo que han dicho los diputados y lo que
pretendían decir, etcétera. El parlamento conserva una trans­
cripción de todo, pero encargan un resumen de los debates y
se publica a diario. Eso es lo que hacía Guille, y lo sigue ha­
ciendo, igual que [Jean] Pouillon, por cierto. Pero Guille y yo
rompimos hace unos años.

131
G.: ¿Por razones políticas?

S.: No. cosas que pasan, ya sabe, ves a alguien casi cada día, du­
rante diez, veinte años, y luego un día no le llamas y él tampoco
te llama. Pero no por razones políticas. Tenía otros amigos que
no estaban politizados, como Maheu. Usted lo entrevistó, así
que ya sabe lo encantador, sociable y cálido que puede llegar
a ser. En la u n e s c o todo el mundo lo considera un malpari­
do. imperioso, mezquino e intrigante, un mal tipo, vaya, pero
conmigo es encantador, y nunca hemos roto por sus ideas de
derechas; bueno, de centro...

G.: Pero con Camus...

S.: Esa es otra cuestión. Complicada, también. Nos hicimos


muy amigos durante la Resistencia, cuando él dirigía Combat
y me propuso escribir en el periódico. Luego publicó El ex­
tranjero y yo escribí una reseña muy elogiosa en Les Cahiers du
Sud. Es una novela excelente, pero Camus, como sabe, es un
pied-noir [palabra en argot que designa a los blancos estableci­
dos en Argelia, a quienes los argelinos consideraban colonos],
de ahí que jamás pudiera comprometerse a favor del Frente de
Liberación Nacional.

G.: Como sabe, cuando renuncié a escribir la tesis en Colum-


bia sobre su estética, antes de empezar ciencias políticas,
quise escribirla sobre su disputa con Camus. En el proyec­
to, en el par de páginas que tuve que entregar con una ex­
plicación de por qué había elegido ese tem a, escrib í que
Camus se enorgullecía de no haberse posicionado jamás
en ningún asunto de su tiem po, que afirm aba que la única
postura que defendía de corazón era la de la república du­
rante la guerra civil española. Jeanson tenía razón. Nunca
habría obtenido el doctorado en Estados Unidos criticando
a Camus.

12 ?
S.: Jeanson era un buen compañero, y trabajamos juntos du­
rante la revolución argelina. Pero cuando Camus publicó El
hombre rebelde, enseguida me di cuenta de que si publicaba una
crítica en Les Temps Modemes tendría problemas, así que en la
reunión del consejo de redacción le pregunté a Jeanson si lo
había leído —no lo había leído; yo había recibido unas galera­
das—y si tenía una opinión formada respecto a Camus, a favor
o en contra. Sabía que se habían visto algunas veces, pero de
forma superficial, en veladas sociales. Así pues, le pedí que h i­
ciera la reseña, y no corregí ni una palabra. Camus se enfureció
por el hecho de que alguien se atreviera a criticarlo, y escri­
bió una respuesta amarga, poco honesta, ya que no la dirigió
a Jeanson, sino a «Monsieur le directeur des Temps modemes»
[señor director de Les Temps ]M
e, así que tuve que con
d
o
testar, y eso arruinó nuestra amistad.

G.: La respuesta fue magistral. Daba a entender, sin decirlo


explícitamente, que nos deñnen nuestros actos. Camus, al ne­
garse a tomar partido en la cuestión argelina, era partidario,
pues, a mi entender, de la Argelia francesa, es decir, contrario
a la independencia. Eso es lo que escribí en un texto que creía
muy bien redactado, que debía ser la introducción a mi tesis,
un análisis de unas treinta y pico páginas sobre su pelea con
Camus, que, como ha de imaginarse, no le gustó al comité de
selección de Columbia. Fue la gota que colmó el vaso que me
hizo abandonar a Columbia.

S.: Aquí la cuestión argelina acabó con muchas amistades. ¿Se


acuerda de la señora Morel? En sus memorias, Castor cuenta
que íbamos a menudo a su casa de campo, que hacíamos pic­
nics con ella, su hijo y otros amigos. Castor yyo solíamos ir con
Guille y Maheu, aunque a Guille y a Maheu no les gustaba Ni-
zan, al que consideraban demasiado rígido, demasiado obseso.
En cualquier caso, éramos muy amigos de ella hasta que un día
dijo: «Je suis Algérie frangaise» [un dicho que significaba que
Argelia era una provincia de Francia, extraído de un discurso

123
(Ir Fran^ois Mitterrand, de la época en la que era ministro de
Interior, y que los franceses de derechas gritaban o tambori­
leaban con el claxon del coche], Y se acabó.

G.: Y en la Ecole Nórmale, ¿la política nunca interfirió en sus


amistades?

S.: No, en mi grupo había cierta unidad política, ya que todos


odiábamos a los niños ricos, no porque fueran ricos, sino por­
que eran malcriados.

G.: ¿Aron no era rico?

S.: Procedía de la burguesía, como yo. Pero se divertía mucho


con nosotros. No nos emborrachábamos juntos, porque él era
externo y no solía estar por las noches. ¿Sabe?, teníamos unos
horarios muy apretados. Nos levantábamos bastante temprano,
tomábamos café y luego estudiábamos hasta la hora de comer.
Después de la comida, que se alargaba un par de horas, vol­
víamos a estudiar hasta las nueve, a no ser que tuviéramos
clase, y por la noche, salvo que estuviéramos agotados, nos re­
lajábamos de una forma u otra.

G.: Parece que tenían pocas clases. ¿No había ningún profesor
que le inspirara?

S.: En la Sorbona había un historiador de la ñlosofía que me


gustaba bastante, e iba a escucharlo, sobre todo cuando habla­
ba de los estoicos. Pero aparte de eso, casi nunca iba a clase a

la Sorbona. Y en la Ecole Nórmale, casi todos los profesores
eran unos pedantes e increíblemente estúpidos. Así que es­
tudiaba solo, en mi t hume[en argot, nombre de las p
habitaciones de los estudiantes internos en la Ecole Nórmale
Supérieure], con Nizan, que estaba en el suyo. Y cuando des­
cansábamos, discutíamos sobre lo que habíamos leído, a n°
ser que fuéramos a emborracharnos.
G.: No podía usted estudiar a los alemanes y odiaba a Bergson.
¿Qué le gustaba, entonces?

S.: Los griegos antiguos, sobre todo los estoicos. Y Descartes,


por supuesto; nunca me aburría. Yo era cartesiano hasta los
tuétanos...

G.: Y lo sigue siendo.

S.: En cierto modo, supongo que sí. Me gustaba mucho Spi-


noza, y los ingleses, Hume, por ejemplo, aunque prefería
a [Immanuel] Kant. A menudo me volcaba tam bién en la
escritura de mis «novelas», o en la lectura de Stendhal, que
me parecía el mayor escritor de las letras franceses. Pero no
olvide que teníam os que estudiar un sinfín de cosas, como
griego o latín, porque en los exámenes nos interrogaban en
la lengua original de cada filósofo. De hecho, Castor estuvo a
punto de ser la prim era clasificada, porque cometí un error
gravísimo en griego, que me costó seis puntos, pero yo sa ­
qué mejor nota que ella en el escrito, y la superé en francés
y en latín.

G.: ¿Competían entre ustedes?

S.: No, claro que no. De hecho, por aquel entonces queríamos
ser profesores, y sabíam os que los que obtuvieran los p r i­
meros puestos tendrían las mejores plazas, así que queríamos
ser los primeros.

G.: ¿Así que escogió usted Le Havre, Bouville?

S.: No, bueno, sí, en 1929 apenas se podía elegir. Pero me tras­
ladaron a París al ser liberado del stalag.

G.: Pensaba que usted no quería ser profesor.


S.: Después i\v la agrégation, sí. ¿Sabe?, durante cuatro años ha *
bía tenido un sueldo, alojamiento y comida, e incluso dinero
para gastos, no mucho, pero algo, todo pagado por el Estado, así
que me parecía que debía al Estado los diez años del contrato.

G.: ¿Diez años? Pensaba que era más t iempo.

S.: No, sólo diez años, y siempre se podían saldar, como hice
yo. En parte. Pero no, me gustaba ser profesor porque me daba
tiempo de escribir y, ante todo, yo quería escribir.

G.: Y, sin embargo, desdeñaba usted a sus profesores en la École


Nórmale y la Sorbona.
*
S.: En la Ecole Nórmale sí, aunque me encantaba la vida allí, el
hecho de tenerlo todo pagado, incluso el dinero para gastos. No
era gran cosa, no crea usted —como le dije, no podía permitir­
me ir a Toulouse a ver a Simone muy a menudo, pero, de todos
modos, bastaba para emborracharse y divertirse cada dos sema­
nas—. La Sorbona era diferente. Había profesores muy jóvenes,
que daban clases sobre todo tipo de temas, y podíamos asistir
a cualquiera. Como ya le he dicho, había un tipo que daba unas
clases muy interesantes sobre historia de la filosofía, así que
íbamos todos a escucharle, Maheu, Nizanyyo, todo el grupo.

G.: ¿Y Castor, verdad? ¿Stépha también acudía?

S.: Castor sí, a todas las clases. Stépha, no. Por aquel entonces
ya había decidido renunciar al título. Pasaba mucho tiempo en
la Biblioteca Nacional, donde ella y Castor se hicieron amigas,
sobre todo porque le enseñó a Castor, como cuenta ésta en sus
memorias, a vestirse y arreglarse para seducir a los hombres,
a los estudiantes húngaros, ¿recuerda? Pero dejó de ir a clase
cuando empezó a salir con Fernando. Ella también vivía en la
Ciudad Universitaria, pero una vez que se mudó con él, tenía
que ganar dinero para que él pudiera pintar.
G.: ¡Vaya con mi padre!

S.: Bueno, fue ella quien tomó la decisión. Él no estaba d is­


puesto a ganarse la vida. Solía hacer trabajillos cuando no te­
nia dinero para comer ni podía cambiar una pintura por una
comida. ¿Sabía usted que era muy habitual en aquella época?
El propietario de La Coupole, por poner un ejemplo, era ge­
nial en esto. Solía alimentar, al menos una vez por semana, a
todos los amigos de Fernando: Mané-Kats, Giacometti, Utrillo,
Soutine, Masson, Chagall, Modigliani, en fin, todos los artis­
tas de Montparnasse, y con el tiempo llegó a hacer fortuna con
las pinturas y los dibujos que obtuvo a cambio de comida. Pero
como todos ellos, Fernando se negaba a trabajar a tiempo com­
pleto, así que Stépha tenía que trabajar.3 Una vez. Castor me
dijo que, aunque ella no creyera en los santos, pensaba que
Stépha era una verdadera santa.

G.: Pero cuando Stépha abandonó la Sorbona, ¿siguió siendo


tan amiga de Castor? ¿Aún formaba parte del grupo?

S.: Sí, pero aquello fue después, en 1927, el año antes de que
yo hablara con Castor por primera vez.

G.: ¿Por qué? Asistían a las mismas clases...

S.: Ella era la chica de Maheu, formaban una pareja, y él se


negaba a compartirla. No quería presentárnosla, ni a mí ni
a Nizan ni a nadie del grupo.

G.: Pero acudían a las mismas clase, seguían la misma asig­


natura, ¿por qué necesitaban que alguien les presentara? ¿No
podía usted acercarse y preguntarle qué le parecía [Gottfried]
Leibniz? Digo Leibniz porque, al parecer, usted lo dibujó «en
la cama con las mónadas» y le regaló el dibujo a Castor. ¿No
se lo agradeció ella? ¿No entabló una conversación?

127
S.: Me lo agradeció y se fue. En Francia, en aquella época, un
hombre y una mujer no podían empezar a hablar sin más, a
menos que fuera en un bar, donde las mujeres eran distintas.
Quiero decir que las diferencias de clase eran muy rígidas, y
no era una cuestión de dinero, porque yo era pobre, a pesar de
la riqueza de mi padrastro, y la familia de Castor había perdi­
do todas sus inversiones. Era una cosa de clase. Alguien había
presentado a Maheu y a Castor, y a no ser que él nos la presen­
tara, no podíamos tratarnos. Si no recuerdo mal, fue Stépha
quien nos presentó. Castor le había conseguido un trabajo de
preceptora de su amiga de infancia Zaza [Elisabeth Lacoin], que
estaba locamente enamorada de Merleau-Ponty, y Stépha,
que desdeñaba todas las diferencias de clase, presentó a toda
la gente que le gustaba.

G.: ¿Qué pasó con la pareja Zaza-Merleau?

S.: Una verdadera tragedia. Cuando los padres de Zaza se


enteraron de que eran pareja, contrataron a un detective para
que investigara los orígenes de Merleau, y descubrieron que
su madre había sido infiel a su padre, que había mantenido
una larga relación adúltera con un ingeniero llamado Fran^ois,
que, resulta, era el verdadero padre de Merleau y de su her­
mana. Los padres de Zaza escribieron una carta a Merleau y
le dijeron que se opondrían a su boda, y Merleau rompió con
Zaza, que, como sabe, todos supusimos que murió de tristeza,
aunque, de hecho, falleció por una enfermedad.4 Castor odió
a Merleau hasta que descubrió la verdad. Stépha igual. Así que
durante aquella época, aunque Merleau también fuera a la Eco-
le Nórmale, a un curso menos, nunca fuimos amigos. Hasta la
Ocupación.

G.: En 1946, cuando Merleau viajó a Estados Unidos, Stépha


lo trató con mucha amabilidad. Yo le enseñé Nueva York de día
(mis padres, de noche), lo llevé a comprar cosas para su mujer
y le organicé una charla en el curso de filosofía de mi escuela,
cosa que me perm itió asistir a la charla, aunque yo era un
año menor que los alumnos de aquella asignatura. Aun así. no
me gustó.

S.: No era muy divertido, ¿verdad? Pero era un buen hombre


y un excelente filósofo. Sus libros Humanismo y terror.
tid o /si asentido y Las aventuras de la dialéctica son obras de
primer orden. Fue un gran fenomenólogo.5

G.: ¿Y no un racionalista, como usted?

S.: No del todo. Era demasiado marxista para pensar que so­
mos absolutamente libres.

G.: De hecho, ¿cómo podía usted, como puede usted pensar


que todos los hombres son libres?

S.: Gomo sabe, se trata de una postura filosófica. Por supues­


to, no creo que un disidente encarcelado sea libre, ni que un
individuo que depende de su patrón para vivir sea lib re,
ni que quien vive en la precariedad sea libre. Políticam en­
te, lo cual significa económicamente, claro, la libertad es una
realidad burguesa. El trabajador no es libre porque vive en la
precariedad.

G.: Pero ¿no cree que el burgués que se preocupa constan­


temente por su futuro financiero no vive en la misma p re ­
cariedad? Si es vicepresidente, quiere ser presidente. Si es
asistente de un profesor, quiere ser profesor titular.

S.: Seré más preciso: filosóficamente, todos somos libres de


aceptar lo que somos.

G.: Eso es lo que quería usted decir cuando hizo aquella decla­
ración que desencadenó tantas críticas, al afirmar que durante
la Ocupación, Francia era absolutamente libre.

129
S.: Exacto, lo que quería decir es que en realidad no había elec­
ción. Dicho de otro modo, sólo se podía ser colaboracionista o
resistente. Si uno era resistente, esa postura entrañaba ciertas
acciones y reacciones. Este ejemplo ilustraba mi idea de que la
libertad individual consiste en aceptar ser lo que se hace.

G.: Una vez puse el siguiente ejemplo a mis estudiantes cuan­


do traté de explicarles Elser y la nada. Aunque tuvié
tos científicos de cómo toma las decisiones Joe, y aunque Joe
los conociera, Joe se sentiría libre de todos modos. Pongamos
que una noche decide ir al cine; consulta la cartelera y ve que
dan una comedia, una película de acción y una porno. Cien­
tíficam ente, todos sabemos que elegirá la película pomo. El
también lo sabe. Y la elige. Al salir del cine, se lamenta: «¡ Qué
aburrim iento! Debería haber elegido la película de acción».
¡Debería! Se atribuye a sí mismo, en lugar de a la ciencia o a los
datos, la responsabilidad de la elección, aunque sabe que está
determ inado por completo. El sentido de la libertad de Joe,
les explicaba a mis estudiantes, radica en su idea de sí mismo
como ser humano. Pienso, luego soy libre. Pero la mayoría de
la gente no entiende la libertad de esa forma.

S.: Por supuesto que no. Políticamente, creen que ser libre es
poder hacer todo lo que uno quiera. Económicamente, tener
seguridad. Eso pensaba Nizan.

G.: ¿No creía que el ser humano es libre?

S.-. No. El concepto de libertad le parecía absurdo. Como Ki-


rilov [en Los poseídosde DostoievskiJ, solía decir que no ele­
gimos nacer ni elegimos m orir. No podemos nadar y volara
la vez. Soy condenadamente feo y tú no, así que tú tienes más
suerte que yo. Como buen comunista, insistía en que nadie
que deba trabajar para vivir, nadie que deba preocuparse pof
si lo echan o por si tendrá suficiente dinero para que su hij°
estudie en la Ecole Nórmale, es libre. Y en este sentido tema

i3o
razón, por supuesto. La libertad económica está limitada a una
parte ínfima de la clase burguesa.

G.: ¿Usted tuvo esa libertad, verdad? ¿Y él?

S.: A pesar de que robara para ganarme el afecto, o la acepta­


ción, más bien, de mis compañeros de clase en La Rochelle,
nunca me he preocupado por el dinero. Siempre he dado por
sentado que tendría suficiente. Si tuviera más, lo gastaría.
Castor también. Cuando teníamos dinero en aquella época,
íbamos a un buen restaurante. A finales de los años veinte,
creo que ya nos alcanzaba para ir a comer a La Coupole cada
dos semanas. Nizan nos acusaba de ser unos pequeño burgue­
ses con una mentalidad de clase dirigente. En cierto sentido,
era verdad. ¿Por qué seguimos yendo a comer a La Coupole?
Por la intimidad. Como sabe, nos sentamos en un lugar e s ­
pecial, y los camareros y el maítre se encargan de que nadie
nos moleste.

G..- Son extraordinarios. Tienen una intuición asombrosa pa­


ra saber a quién deben dejar acercarse a ustedes y a quién no,
como cuando llego yo; de algún modo, saben que me están
esperando...

S.: Lo han visto muchas veces con nosotros.

G.: Sí, pero cuando usted me dijo que invitara a [Herbert] Mar-
cuse durante su estancia en París, hace un año, ¿se acuerda?,
él nunca había ido allí, y llegó muy tarde, así que ya estábamos
todos sentados a la mesa cuando nos buscó con la mirada. Los
camareros lo sabían. Incluso le señalaron nuestra mesa sin ne­
cesidad de que Marcuse se lo preguntara.

S.: Vamos, no convierta usted a nuestros pobres camareros en


héroes. El maitre debía de saber que esperábamos a alguien y
al ver el aire extraviado de M arcuse...

i3 i
G.: Tiene usted razón. Entonces, ¿Castor y usted nunca se han
preocupado por el dinero?

S.: Nunca. Si no teníamos suficiente dinero para ir de vacacio­


nes, las pasábamos en la biblioteca. De hecho, ahora estoy casi
en la ruina. Flaubert[el estudio de Sartre en tres volúmenes
titulado El idiota de la familia] aún no ha aparecido, y no creo
que me reporte gran cosa. Pero aún cobro derechos de autor
por La náusea, treinta años después; es extraño, porque aún
no lo relaciono en mi cabeza, como si escribir y el dinero no
tuvieran nada que ver, mientras que el curro de un trabajador
y su sueldo son las dos caras de la misma moneda, al menos
para el trabajador.

G.: He leído en algún lugar que se siente usted culpable por


tener dinero.

S.: ¡Claro que no! Quizá en el sentido de que nunca he enten­


dido por qué el hecho de trabajar en una novela, pongamos,
durante un año debería reportarle al autor suñciente dinero
como para vivir durante veinte años. Es absurdo. Suñciente
dinero para pasar un año o dos, o incluso cinco para escribir
otra novela, pase, pero ¿una fortuna?

G.: Se dice que su asombrosa generosidad es fruto de su sen­


timiento de culpa.

S.: Tal vez. Es cosa de los psicoanalistas. No me considero es­


pecialmente generoso, pero si tengo más dinero del que nece­
sito, ¿por qué no darle a aquellos que lo necesitan?

G.: En cierto sentido, eso enlaza con una pregunta que usted
se ha formulado a menudo, la de qué papel debe desempeñar
un intelectual en una sociedad revolucionaria. Castor dice que
esta pregunta lo ha llevado a leer a Trotski a conciencia.
S.: Exagera. En primer lugar, yo no tenía nada de revoluciona­
rio cuando leí a Trotski, sólo curiosidad. En segundo lugar, no
me pareció que dijera nada brillante al respecto. Pero es ve r­
dad que se trata de una cuestión importante. En una sociedad
burguesa, el intelectual es un privilegiado, tanto desde el pun­
to de vista del prestigio como financiero, si tiene éxito, claro.
¿Por qué un actor debería ganar millones, ganar más por una
sola película que un trabajador en toda su vida? Pasa lo mismo
con un libro de éxito. 0 con un artista. [Chaim] Soutine vendió
un cuadro a cambio de una comida. El propietario del restau­
rante que se lo compró podría venderla hoy mismo y vivir feliz
en la Riviera el resto de su vida sin trabajar. En una sociedad
revolucionaria, Trotski convertiría a los artistas en trabaja­
dores a sueldo del Estado. De acuerdo, pero ¿a qué artistas?
¿Al pintor vanguardista o al escultor o al escritor a quienes
nadie admira? ¿Y quién lo decidiría? Es una cuestión difícil.
¿Por qué Fernando no logra vender sus cuadros por millones,
si Picasso lo consideraba tan buen pintor como él, al menos
como colorista? Todos los marchantes de arte quieren tener
un Picasso, pero ¿por qué no tienen en cuenta sus opiniones
artísticas? Todo eso es absurdo. Y la historia ha demostrado
que quienes son recompensados no son los que están « a d e ­
lantados a su tiempo», sino que aquellos que imitan su época,
que no se inventan nada nuevo, son los que obtienen fama y
dinero. A menudo, los que están «adelantados a su tiem po»
mueren antes.

Gr.: ¿Ha resuelto usted la pregunta?

S.: ¿Se refiere a la pregunta del papel del intelectual en la so­


ciedad? No, pero le he dado vueltas a la idea de crear colecti­
vos de intelectuales, algo así como reunir a todos los escritores
obsesionados por el poder, que eligieran a representantes y se
dividieran el dinero que ganaran entre todos, según sus nece­
sidades. Algo así.

i 33
G.: Yo necesito emborracharme todas la noches. De lo contra­
rio. por la mañana no puedo escribir. Así que necesito más
dinero que alguien que no beba jamás. ¿Es justo?

S.: El colectivo lo decidiría.

G.: ¿Y qué me dice del escritor que asesina a su mujer y acaba


en la cárcel? ¿Se merece su parte?

S.: Tan sólo es una idea sin perfilar: la cuestión es que el mo­
do en que la sociedad celebra y recompensa a los intelectuales
es injusto.

G.: Razón de más para derrochar.

S.: Estoy de acuerdo, pero hay razones mucho más poderosas.


ABKIL DE 1971

Vaya, tiene usted un ejemplar de Fiesta sobre el escri­


G e r a s s i:

torio. ¿Está leyendo a Hemingway?

Sartre: L o leí todo hace tiempo; ahora sólo estoy releyendo


este libro. He leído un artículo que cuenta que Hemingway era
antisemita y que rompió con todos sus amigos judíos por culpa
de este libro, porque el único judío que aparece es un perso­
naje malvado. Nuestra intelligentsia pretende que existe una
regla no escrita según la cual si el malo de la novela es el único
negro, judío o lo que sea de todo el libro, significa que el autor
piensa que todos los negros o todos los judíos son malos. Su
padre tuvo una pelea con Hemingway, ¿verdad?

G.: No por este libro; fue a causa de Por quién doblan las cam­
panas. Al parecer, Hemingway cambió la palabra «fascista»
por «nacionalista» a fin de complacer a los productores de la
versión cinematográfica de la novela, que no querían insultar a
nuestro buen aliado Franco, o algo así. Fernando lo llamó opor­
tunista asqueroso, o eso me contaron, porque yo no estuve en
la pelea. Pero estoy seguro de que su pelea tenía razones más
profundas. Quizá fue por Martha Gellhorn, la tercera esposa
de Hemingway y una gran reportera. Mi padre la adoraba; su­
pongo que se acostaba con ella.

S.: ¿El general que ordena a Jordán que se una a la guerrilla [en
Por quién doblan las campanas] no está inspirado en su padre?

G.: No lo creo. Recuerdo que una vez, durante la guerra, He­


mingway vino a cenar a casa y llegó antes que Fernando, y me
preguntó si había leído su novela. Cuando le dije que no, me
dijo: «Pues debería, porque en gran parte habla sobre su
padre». Tanto Fernando como Stépha me dijeron que era
mentira. Yo tenía once o doce años. En todo caso, cuando tu­
vieron aquella pelea, no oí que dijeran nada sobre el antise­
mitismo. ¿Ha terminado usted de leer ¿Qué conclusión
ha sacado?

S.: Es un debate sin importancia. Demuestra que la izquier­


da no puede limitarse a combatir a la derecha, sino que debe
combatir también a otros partidarios de la izquierda, que es la
razón, me temo, por la cual nunca conseguiremos —o ustedes,
porque yo ya estoy demasiado viejo— llevar a cabo una revolu­
ción digna de ese nombre.

G.: Usted siempre tan optimista. ¿Cuándo se volvió tan derro­


tista, al menos en materia política?

S.: En 1958, cuando De Gaulle dio el golpe de Estado. Yo tenía


cincuenta y tres años y comprendí que pasaría el resto de mi
vida bajo el yugo de aquel tipo ridículo y anacrónico.

G.: ¿Su viaje a Cuba no lo animó un poco?

S.: Sí, mientras estuvimos allí. Nuestras conversaciones con


Fidel y con Che, sobre todo, fueron extraordinarias, muy edi­
ficantes, pero no duraron mucho. La represión para ocultar la
ineficacia se volvió invasiva. Inevitablemente, los revoluciona­
rios acabaron cometiendo los mismos crím enes que conde­
naban, lo cual fue aún más desalentador que De Gaulle.

G.: Vaya, realmente lo odiaba. Jamás le ha reconocido usted el


mérito de haber creado Europa, ¿verdad? Vale, vale, no reto­
memos esa discusión. Pero ¿nunca se le ha ocurrido que Esta­
dos Unidos era culpable de la represión en Cuba? La ineficacia
que m encionaba usted fue causada por el éxodo masivo de

i36
todos los c ubanos formados, es decir, de los ricos, a Miami.
No obstante, hasta 1967, prácticamente no hubo represión. La
euforia y el entusiasmo por la revolución, sobre todo durante
osi 'a a a i . y o ía s Idos grandes conferencias que reunieron a los
jefes revolucionarios del tercer mundo en La Habana en 1966
y 1967], eran sobrecogedores.' Es cierto que había mucha in e­
ficacia. Recuerdo un cargamento enorme de cajas de naran­
jas que se estaban pudriendo en los muelles, y Che me llevó a
ver un almacén lleno de bicicletas importadas sin neumáticos
(«No tenemos caucho», observó entre risas), y otro lleno de
quitanieves importados de China, ¡en Cuba, donde hace tanto
calor! Pero cualquier nuevo país revolucionario habría com e­
tido errores parecidos. Usted mismo lo dijo en su prólogo a Los
condenados de la ,tierade Frantz Fanón.

S.: Por supuesto, todo eso es muy normal, pero no se debe arres­
tar ni encarcelar a los que no están de acuerdo, ni acusarlos de
ser responsables de esos errores de principiantes, como su ­
cedió en Cuba. Ni detener a la intelligentsia por el hecho de
que critique al Gobierno, o a grandes escritores y poetas como
[Heberto] Padilla, por ejemplo.2

G.: Pero no fue eso lo que lo abatió o lo volvió pesimista. ¿Cuál


fue la causa? ¿De Gaulle?

S.: De Gaulle, sin duda. Como le he dicho, no podía soportar


a ese charlatán perorando sobre la grandeza de Francia. Pero
es verdad, la cosa empezó antes, mucho antes. Creo que mi
primera depresión comenzó cuando me gradué en la Ecole
Nórmale. De pronto, me di cuenta que tendría que convertir­
me en una pieza cualquiera de un engranaje. No es que no me
gustara dar clases, sino que de repente estaba determinado y
deñnido como profesor. ¿Dónde estaba la libertad que yo ha­
bía defendido que todos poseemos, la libertad de aceptar el
propio destino? Había algo que no encajaba. La consideraba
una idea moral, en el sentido de que debemos aceptar lo que

l37
hacemos en la medida en que somos responsables de ello. En
otras palabras, mi mundo se volvió serio. El año en Alema­
nia constituyó un hiato, pero sólo un hiato. Luego estuve en
un campo de prisioneros de guerra. De repente, todo cambió.
Me convertí en un ser social, no en un escritor, ni un filósofo,
ni un profesor, aunque escribiera durante todo el tiempo que
pasé en el stalag. Me había convertido en un simple miem­
bro de un grupo, de una colectividad, ni peor ni mejor que
otro, por muy diferentes que fuéramos. Fue entonces cuan­
do comprendí el verdadero significado de la palabra «huma­
nidad», por qué su padre se marchó a España, por qué iba a
regresar a España aun sabiendo que su bando perdería. Pero
una vez que me soltaron, volví a ser una criatura solitaria. Sí,
me uní a la Resistencia, en cierto modo, pero a través de la es­
critura, porque con mis ojos no podía hacer nada más. Pero
aún era un individuo. Sentado en un café, escribiendo. Sí, con
Castor en otra mesa. Y enseguida formamos lo que ella llama
« la fam ilia» , pero cada uno de nosotros era un individuo, o
eso pensábamos. Qué cosa tan terrible, pensar. Hemingway
lo sabía. No piensen. Vayan a nadar, a pescar, a cazar, cualquier
cosa para evitar pensar. Pensar enloquece.

G.: Un nuevo cartesianismo: pienso, luego me vuelvo loco.

S .: ¡Bingo! En serio, pensar, quiero decir, el verdadero pensa­


miento, que se lleva a cabo en soledad, sentado a una mesa, es
lo opuesto a la pasión, al compromiso, a estar vivo.

G.: ¿Lo que usted llamó «estar en el m eollo»?

S.: Exactamente.

G.: Por eso prefiere usted la compañía de las mujeres.

S.: Claro. Los hombres siem pre quieren debatir sobre ideas,
explicar cómo interpretan las cosas, mientras que las mujeres

i38
cuentan lo que sienten, lo que han sentido. Piense en sus ideas
en su despacho y déjeme en paz. Hábleme de sus experiencias,
de cómo se sintió, y cada vez aprenderé algo nuevo. Eso es muy
raro en un hombre. Su padre era así, por eso me pasaba horas
charlando con él. Usted también es así. Calder también. Pero
la mayoría de los hombres son un aburrimiento mortal. Como
Malraux. Le contará por qué dos colores juntos son bonitos,
pero jamás le dirá qué siente cuando ve esos colores.

G.: Pero toda su obra está hecha de ideas.

S.: Por eso debo examinarlas en situaciones concretas, de ahí


que escriba obras de teatro y novelas.

G.: ¿Entonces no hace falta que lea El ser y la nada si leo o voy
a ver A puerta cerrada ?

S.: En cierto modo, no. Su Catherine no había leído El ser y la


nada, y decía que no entendía mi filosofía, pero sí que la en ­
tendía, porque había leídoylpuerta cerrada, y Les Mouches [Las
moscas], y todos los textos obligatorios del curso que daba u s­
ted cuando ella era estudiante suya.

G.: Sí, pero me pasaba horas explicándoselos, recreando la


esencia en situaciones concretas...

S.: ¡Conque situaciones concretas! ¡Eso es! Individualizó usted


mi filosofía haciéndola colectiva, pero cada situación concreta
que se inventaba era aplicable a todo el mundo.

G.: Tal vez, pero ¿qué tiene eso de malo? ¿Y qué relación tie­
nen los cangrejos con su sensación de aislamiento?

S.: Los cangrejos aparecieron cuando se acabó mi adolescen­


cia, es decir, cuando me gradué en la École Nórmale y me con­
vertí en profesor y en una pieza del engranaje. Al comienzo,
en Le Havre, los esquivé escribiendo sobre ellos —sobre todo,
deñniendo la vida como una náusea—, pero al tratar de obje­
tivarlos, los cangrejos volvieron a aparecer. Una especie de
psicosis, alucinaciones...

G.: ¿Como Pierre en «La chambre» [La habitación] [uno de


los relatos breves de El muro]?

S.: Exacto. Al comienzo sólo me imaginaba que oía cosas. Re­


cuerdo la primera vez, en La Coupole. Castor y yo estábamos
comiendo cuando de pronto empecé a oír «Napoleón, el pe­
queño, el gran d e...». Castor no lo oía, así que enseguida pen­
samos que se trataba de una alucinación. Luego resultó que
había un grupo de gente detrás de un biombo —lo nunca visto
en La Coupole— hablando de Napoleón. Castor no lo oyó, pero
aún se acuerda de cuánto me molestó. Y a partir de entonces
los cangrejos aparecían siempre que iba a algún lugar. No en
casa, ni cuando escribía, sino sólo cuando caminaba, cuando
iba a algún sitio, sobre todo cuando paseaba durante las vaca­
ciones. La prim era vez que lo discutí con Castor, cuando apa­
recieron en uno de nuestros paseos por el Midi, concluimos
que estaba atravesando una depresión, originada por mi temor
a estar condenado a ser profesor el resto de mi vida. No es que
aborreciera la enseñanza, pero sí el hecho de que pudiera ser
algo definitivo, clasiñcado, serio. Eso era lo peor, tener que
ser serio respecto a la vida. Los cangrejos siguieron aparecien­
do hasta el día en que simplemente decidí que me aburrían y
que ya no les prestaría atención. ¿Sabe?, tenía por costumbre
hablar con ellos cuando andaba solo y ellos deambulaban a mi
alrededor. Entonces comencé a ignorarlos y, poco a poco, se
fueron. Luego llegó la guerra, el stalag, la Resistencia y las ba­
tallas políticas posteriores a la guerra.

G.: ¿Se reñere usted a su intento de crear la llamada Tercera


Fuerza, contraria a Estados Unidos y al comunismo?

140
S.: Exacto, pero no funcionó. Atraía a demasiados reaccio­
narios que estaban en contra de Estados Unidos pero por ra ­
zones equivocadas, por una moral ridicula, por anacronismo
monárquico, por fervor religioso o Dios sabe por qué. Y e n ­
seguida comprendimos que teníamos que elegir. La pregunta
fundamental era la siguiente: ¿quién de los dos estaba listo
—e incluso deseoso— para llevar a cabo un ataque contra el
otro, que desencadenaría una nueva guerra que devastaría
el mundo? Estados Unidos, sin duda. Así que tuvimos que
abandonar la Tercera Fuerza y aliarnos con Rusia.

G.: Eso le costó el apoyo, la admiración de casi todos los in ­


telectuales anglosajones. Hoy sabemos que tenía usted razón,
que Estados Unidos seguía una política de ataque preventivo, a
diferencia de la u r s s —bueno, hasta Gorbachov, al menos.

S.: ¿Gorbachov?

G.: Al parecer, cuando se enteró de la estrategia de Estados


Unidos ordenó a sus generales que prepararan una p are ci­
da, y que se aseguraran de que llegara a oídos de la c í a , como
arma de disuasión. En realidad, Rusia siempre había recurrido
a armas de disuasión. A ftnales de la década de los cincuenta,
creo, cuando la guerra fría se agravó, el Pentágono, la c í a , la
n s a [National Security Agency] o alguien del Gobierno encar­

garon un estudio de viabilidad, y resultó que un prim er ata­


que estadounidense hubiera bastado para destruir todos los
silos de misiles rusos excepto el seis por ciento, aunque afec­
taría a muchas ciudades norteamericanas, así que se hizo un
estudio en Denver —¿por qué en Denver?; nunca se supo—y
la conclusión fue que si los soviéticos lanzaban un m isil nu­
clear dirigido a Denver, doscientas mil personas m orirían en
el acto y cinco millones a lo largo de un año, por la radiación.
Así pues, la estrategia de disuasión soviética nos salvó la vida,
y no al contrario.

141
S.: Ojalá lo hubiera sabido en la época en la que discutía tanto
al respecto con | David | Rousset.1

G.: ¿En aquella época no se le aparecían escarabajos? ¿No es­


taba usted deprimido?

S.: Hasta 1958, no. Teníamos mucho trabajo, muy intenso. De­
bíamos sacar a Francia de la o t a n , debíamos rechazar las bases
estadounidenses, debíamos dejar de vender nuestros recursos
a los conglomerados norteamericanos. Había concentracio­
nes, manifestaciones y marchas casi todos los días. Y nuestra
revista tenía que marcar el camino. Entonces aquel anciano se
hizo con el poder y de pronto comprendí que toda mi vida sería
completamente absurda, que mi generación estaba condena­
da a existir bajo sus lamentables y ridiculas proclamas de «la
grandeur de la France» [la grandeza de Francia].

G.: Y, sin embargo. De Gaulle llevó a cabo algunas de las cosas


por la que usted batallaba, como cerrar las bases estadouni­
denses, mantener a Inglaterra, que no era más que un títere
de Estados Unidos, fuera de la Comunidad Europea, o decirle
al mundo que ningún país sería libre mientras tuviera bases
extranjeras en su territorio.

S.: Bueno, sí, pero no nos sacó de la o t a n , ni nombró a un


sucesor que siguiera manteniendo a Inglaterra fuera de la
Comunidad Europea,4 ni nacionalizó los conglomerados esta­
dounidenses que continúan dirigiendo nuestras vidas.

G.: A diferencia de su depresión anterior, que era personal,


que giraba en torno al sentido de su vida, esta depresión era
social, cosa que excluía a los cangrejos, ¿verdad?

S.: Ojalá hubieran vuelto los cangrejos. Esta nueva depresión


fue mucho peor. Los cangrejos me pertenecían-, ya me había
acostumbrado a ellos. Me recordaban sin cesar que la vida es
absurda, sí, nauseabunda, pero no ponían en juego mi inm or­
talidad. A pesar de sus burlas, los cangrejos jamás cuestiona­
ron (jue mis libros no fueran a acabar en un estante, o que, en
caso contrario, daba igual. Tiene que entender que mi psico­
sis era la literatura. Había sido arrojado a un mundo en el que
existia cierta idea de la inmortalidad, y tardé cincuenta años
en ponerlo en tela de juicio, en pasar no de la torre de marfil,
pero casi, de una concepción privilegiada del intelectual a la
contraria, a cuestionar el papel, la utilidad, la razón de ser del
intelectual. Fue escribiendo Las palabras, releyendo a Marx,
acercándome al partido comunista, cobrando conciencia de
que simplemente me había protegido, al convencerme de que
las desgracias de los demás no eran cosa mía, a no ser, por su­
puesto, que escribiera sobre ellas, pero como cosa ajena. Tal
y como había dicho Fernando antes de marcharse a luchar a
España, «M e da igual que el mundo se muera de hambre, yo
pinto», pues yo escribía. Era una forma de desterrar la pasión
de mi vida, es decir, todos los peligros reales, todas las am bi­
güedades. Estaba a salvo. Pasara lo que pasara, mis libros esta­
rían en un estante, así que era inmortal. A pesar de mi ateísmo
feroz de aquella época, era como un cristiano que piensa que
si es una buena persona, acabará con Dios.

G.: ¿Y su depresión social acabó con todo esto?

S.: Por completo. Me arrojó a la realidad, a la realidad del ser


humano, alienado, explotado, inquieto, aterrado; en una pala­
bra, a la náusea. Pero no a la de Roquentin [el protagonista de
su novela La náusea], sino a la mía, a la de todos, y me di cuenta
de que mi lucha es también la suya, y viceversa, que no existe
más escapatoria que la de encontrar nuestra plenitud, por así
decirlo, a través de la lucha conjunta, pero sin pensar que ésta
tiene un significado, sino que es un simple acto. El significa­
do nos corresponde crearlo a cada uno de nosotros, pero como
carecemos de significado, ¿cómo podemos crearlo?

143
G.: Pero éste era el mensaje, por decirlo de algún modo, de
todas las obras que escribió usted mientras se debatía en su
depresión personal, es decir, cuando se consideraba un pri­
vilegiado pero, en consecuencia, se sentía solo, perseguido
por los cangrejos. Como sus novelas cerrada, Las
moscas y Les mains sales [Las manos sucias], y su gran obra de
teatro Le diable et le bon Dieu [£1 diablo y ].

S.: Sí, pero sin participar en ello. Nada de lo que escribí en


aquella época contradice lo que soy hoy, al contrario. La di­
ferencia es que en lugar de describir, o de dar vida a los per­
sonajes que estaban inmersos en la realidad, yo era como un
cocinero, que lo preparaba todo, de vez en cuando probaba
algo, y lo servía a los demás. Con Las palabras y a través de La
Izquierda Proletaria, acabé inmerso en la realidad.

G.: Pero aquello fue fantástico. ¿Por qué culpar a De Gaulle?


Debería usted agradecérselo.

S.: Su monarquismo anacrónico me hizo comprender no sólo


hasta qué punto somos todos absurdos, sino que la necesidad y
el absurdo son dos caras de la misma realidad. Así que al con­
vertirme en activista, comprendí que en tanto que individuo,
como todo el mundo, yo no era ni privilegiado ni poseedor
de signihcado. El activismo me dio la sensación de tener un
propósito, es cierto, pero la depresión que sufría, causada por
mi consciencia de que mi existencia, como la de todo el mun­
do, era completamente absurda, me hizo darme cuenta que
todos estamos condenados a una insignificancia nauseabunda.
Los cangrejos me consideraban importante, de lo contrario
no me habrían molestado. De Gaulle, que era admirado por
los franceses, así como el sinsentido de la guerra fría y el afán
de conquista y de dominación de Estados Unidos, todo eso me
hizo comprender que yo no era, ni sería jamás, poseedor de
signihcado alguno, ni yo ni nadie.

144
G.: Esta clase de depresión, como la llama usted —aunque yo
creo que más bien se trata de lucidez—, suele llevar a una e s­
pecie de búsqueda mística de la salvación.

S.: ¿Como Fernando? Cuando lo conocí, a pesar de su voluntad


de pintar contra viento y marea, era muy activo políticamen­
te. Formaba parte de Artistas y Escritores contra el Fascismo,
y siempre intentaba que yo me apuntara, y a menudo salía a
la calle a luchar contra los fascistas. Y, por supuesto, luego se
comprometió muchísimo con la lucha en España. Con todo,
aunque por aquel entonces yo no me diera cuenta, siem pre
tuvo un lado místico, ¿verdad?

G.: Como cuando Fernando le dijo, y usted hizo que Richie se


lo dijera a Gómez en Loscaminos de la libertad, que «Mondria
no formula preguntas difíciles». ¿Qué significa esto en mate­
ria de arte?

S.: Exacto, se trata de una afirmación mística. Fernando siem ­


pre buscaba algo de lo que no hablamos nunca. Por ejemplo,
leía Bhagavad-gita, [Jakob] Bóhme y [el maestro] Eckhart,
Tomás de Kem pis e incluso [Ignacio de] Loyola,5 cosas así,
pero si le preguntaba por qué, fingía que era por simple afán
de conocimiento.

G.: En una ocasión le pregunté por qué interrumpía tal o cual


serie de pinturas. ¿Sabía usted que empezaba un tipo de cua­
dros y hacía uno tras otra hasta que pintaba el que considera­
ba el mejor de la serie, y siempre lo era, y entonces empezaba
otra serie? « ¿P o r qué lo d e ja s?» , le pregunté una vez. « E s
un callejón sin salid a» , respondió. Pero un día Stépha me
dio una explicación más convincente: «Tu padre intenta en ­
contrar a Dios a través de la pintura. Cuando se da cuenta de
que el concepto visual que tiene entre manos no lo llevará a
Dios, lo abandona y prueba un nuevo concepto». A sí que un
día le pregunté a mi padre si creía en Dios, o si al menos creía

145
que algún dia podría encontrar a Dios, y contestó que no, que
por supuesto que no creía en Dios, y luego añadió, me acuerdo
perfectamente: «D ios no existe, pero el propósito de la vida
es encontrarlo».

S.: Sí. así era Fernando la última vez que lo vi, cuando fuimos
a aquella exposición en Nueva York en 1946.

G.: Es muy propio de él, y de Gómez, decir que no se combate


el fascismo para ganar, sino que se combate el fascismo por­
que es fascista.

S.: ¿Sabía usted que aún me cuesta entender a su padre? Na­


die me ha explicado jamás el arte mejor que él. Cuando fuimos
juntos al Prado y comenzó a explicarnos su adorado Veláz-
quez, fue extraordinario. Hizo que Velázquez cobrara vida ante
nosotros. Castor y yo casi podíamos ver a Velázquez pintando
ante nuestros ojos, diciendo a sus modelos que se dieran la
vuelta hacia un lado u otro, y entendiendo por qué ésa era
la m ejor postura. También le recuerdo esquiando con su viejo
amigo Heidegger, o dándoles la espalda, a éste y a su maestro,
el gran Husserl, para siem pre. Pero lo más importante, creo
—y se entiende muy bien en La edad de la razón [el prim er vo­
lumen de Los caminos de la libertad], por lo que me han dicho—,
es la influencia de su padre, de Gómez, en mí, Mathieu o, en
ocasiones, Brunet, en el despertar de mi conciencia de que
el capitalismo conduce al fascismo, de la necesidad de ser an­
ticomunista, revolucionario. Y, no obstante, lo cierto es que yo
no hice nada durante treinta años.

G .: Pero en el cuarto volumen de Los caminos de la libertad, que


no ha llegado a publicar jamás, convirtió usted a Brunet en un
comunista resistente.

S.: Sí, pero sin saber qué sería de su compromiso después de


la guerra.

146
G.: ¿Por eso lo asesinan?

S.: Exacto.

G.: ¿Y por eso hizo que Gómez tuviera que exiliarse en A m é­


rica?

S.: Supongo que tampoco sabía qué hacer con Gómez. Nadie
ha influido tanto en mí como su padre. Aún recuerdo cuando
los padres de su padre se presentaron en París, empobrecidos
después de que [Kemal] Atatürk [el primer presidente de la
república de Turquía] les expropiara sus bienes [a finales de
los años veinte], y él tuvo que mantenerlos. Castor y yo íbamos
a visitarlo a menudo a Madrid y luego a Barcelona, donde tra­
bajaba para ganarse la vida, y la verdad es que se ganaba muy
bien la vida, porque enseguida llegó a ser jefe de no sé qué
compañía de electrodomésticos húngara, y mientras los espa­
ñoles dormían la siesta, él pintaba como un loco en su taller.
Aquello me alentó mucho, porque yo también tenía que ga­
narme la vida a pesar de que sólo quisiera escribir. Y Fernan­
do seguía igual cuando visité a toda la familia en 1946. Acaba
de empezar a pintar de nuevo después de diez años sin pintar,
por la guerra de España, porque fue espía durante la guerra [la
Segunda Guerra Mundial], y porque estaban sin blanca. Vivían
ustedes en un tugurio, y sus padres no tenían permiso de tra­
bajo,6 así que Fernando se pasaba el día traduciendo para un
oscuro funcionario al que detestaba, y su madre hacía masajes
faciales a sus amigas. Pero él pintaba con verdadero furor, ape­
nas tres horas al día, y con poca luz. En aquella época no había
vida de café, así que no había nadie a quien cambiarle un cua­
dro por comida. Y él seguía pintando. Y sigue, por lo que sé.

G.: Y tanto.7

S.: Y creo que se ha desentendido un poco de la política...

*47
G.: Se ha vuelto más bien pacifista, pero está a favor de los viet­
namitas. Si^ue lleno de contradicciones. Por ejemplo, le en­
cantan las colinas de Vermont, a las que llama «m is Pirineos»,
pero desdeña la arrogancia de Estados Unidos y, sobre todo, su
patriotismo exacerbado. No puede entender que la gente tenga
que escuchar el himno nacional en cualquier acto, en los par­
tidos, las carreras...

S.: ¿En las carreras? ¿Quiere decir que tienen que escuchar el
himno antes de empezar a apostar por los caballos?

G.: Sí, en los partidos de béisbol, de fútbol, en casi cualquier


acto público, y los hombres deben quitarse el sombrero y co­
locarse la mano en la parte izquierda del pecho, sobre el cora­
zón. ¿Sabía usted que cada vez que un político pronuncia un
discurso, sobre todo el presidente, debe concluir con la frase
«Que Dios bendiga a Am érica»?

S.: No me parece extraño que Estados Unidos se crea autori­


zada para dominar el mundo. Con todo, su cultura, sus nove­
listas, sus artistas y sus músicos, sobre todo los de jazz, son los
mejores del mundo.

G.: Y usted hace bien elogiándolos en Francia.

S.: Cuántas contradicciones. Pero, dígame usted, ¿Stépha aún


da clases en aquella escuela? ¿Qué enseña?

G .: La Putney School es una escuela de secundaria [situada en


Putney, en Vermont] cuyos alumnos son internos. Es muy ca­
ra para los ricos y completamente gratuita para los pobres. Es
muy progresista y moderna, con unos cursos de arte y música
fantásticos. Y es autosuficiente, es decir, que los niños se en­
cargan de la granja, ordeñan las vacas y lim pian la mierda de
los establos, incluidas las niñas Kennedy, que eran alumnas
cuando yo iba. Incluso llegué a dar clases de historia durante

148
un semestre, ya que el profesor titular se puso muy enfermo.
Stépha enseña easi todo lo que necesitan. Ruso, francés, es­
pañol. alemán, historia antigua, griego, latín, lo que sea. Le
encanta y la adoran.

S.: Pero Fernando nunca ha triunfado como artista, ¿verdad?


¿Por qué? Es un gran artista, un colorista extraordinario... ¿Se
le ha agriado el carácter? ¿Está amargado?

G.: No, en absoluto. Durante un tiempo, yo me sentía cul­


pable porque había sido crítico de arte en las revistas Time y
Newsweek, y pensaba que debería haberlo ayudado más, pero
Fernando se negaba a venir desde Vermont para adular a los
galeristas, y aunque era un expresionista abstracto, al menos a
mediados de los sesenta, no era tachista, ni espontáneo. Com­
ponía sus abstracciones con sumo cuidado, así que no encajaba
en ninguna moda o escuela en boga.

S.: Supongo que ya no le interesa la filosofía, ¿verdad? Cuan­


do estuve en su casa en Nueva York, antes de mi viaje,8intenté
discutir con él sobre Heidegger, pero no quería hablar de él,
excepto para acusarle de antisemita y de ser el culpable de que
su mentor, Husserl, fuera arrinconado. Y en ninguna de las
cartas posteriores aparece ni una sola referencia a mi obra. No
creo que la haya leído.

G.: Creo que tiene usted razón. Conmigo nunca habla de filo­
sofía. Respecto a las cartas, aún las conservo..., pero son entre
Castor y Stépha. ¿Por qué ustedes dos, los hombres, nunca se
escribieron?

S.: Ante todo, porque yo nunca escribo a un hombre, nunca, a


no ser que sea por trabajo, por supuesto, como a los editores,
por ejemplo. Yo sólo escribo cartas de amor, jajá. Pero es que,
además, hubo un pequeño desencuentro entre Fernando y yo,
no recuerdo por qué.9

149
G.: En 1964 usted se negó a ir a verlo.

S.: Estaba escribiendo. Ni siquiera dejo de escribir por Castor.

G.: Vamos. Sartre, yo lo he visto dejar de escribir para


reunirse con los crios de La Izquierda Proletaria.

S .: Bueno, ahora sí, y también lo haría por Fernando y Stépha,


pero porque me he convertido en un animal político, como
dice usted.

G.: Y en 19 6 4 estaba usted en plena depresión social, ¿se


acuerda?

S.: Es verdad. Supongo que en aquella época tenía demasiados


líos, o demasiada pereza, o algo por el estilo. Pero, bueno, ha
transcurrido tanto tiem po... Y yo estaba intentando escribir
una ética. Como sabe, era la obra que más deseaba escribir...

G.: ¿Más que El ser y la d?La empezó durante la


a
n
¿verdad?

S.¡ Durante la guerra extraña.10 Estaba muy obsesionado y es­


cribía tan deprisa como me permitía la mano. Luego, como
en el campo de prisioneros había un montón de sacerdotes
que querían conocer las ideas de Heideggery de Husserl, les
di algunas conferencias, durante las cuales descubrí que, en
realidad, yo quería escribir una ética. Pero antes tenía que si­
tuar al hombre en el mundo, tenía que comprender la con­
dición humana, así que retomé El ser y la nada. Aquello —ya
había escrito dos mil páginas de notas— requería entender
las emociones y el comportamiento humanos. En cualquier caso,
allí nacieron mis libritos sobre las emociones y la psique. Per­
dí casi todas las notas y algunos esquemas. En aquella épo­
ca, estaba furioso contra la guerra. Después no, por supuesto,
cuando entendí el significado político de la colectividad. P °r
aquel entonces me parecía muy bien luchar contra los nazis,
pero pensaba que no era cosa mía.

G.: ¿No formó usted parte del Frente Popular en 1936?

S.: No. de hecho no. Castor y yo ni siquiera votamos. Nos pa­


recía muy bien, en cierto modo. Por ejemplo, cuando desfila­
ron por Montparnasse, los aclamamos y nos alegramos de que
fueran tantos, pero no nos unimos a la comitiva.

G.: Tampoco formó usted parte de Artistas y Escritores contra


el Fascismo.

S.: No. Sólo era para los artistas y escritores conocidos, y en


aquella época yo no era nadie... Su padre se pasaba el día in ­
tentando que me admitieran...

G.: Pero él tampoco era muy conocido, entonces...

S.: ¡Oh, sí! Desde 1981 exponía en el Salón de los Suprain-


dependientes, y en 1985, creo, participó en una exposición
colectiva de pintores españoles, con Picasso y Miró, entre
otros. En cualquier caso, siempre intentaba que me admitieran,
pero... Y le aseguro que no me molestaba que insistiera tanto,
al contrario, siempre le pedía que me contara de qué hablaban
en las reuniones, y nos veíamos todo el tiempo, literalmente,
cada día. Pero no llegó a convencerme. En el stalag, yo aún era
apolítico, en el verdadero sentido de la palabra. Sólo desea­
ba escribir. Y pensaba que si lograba situar al hombre en el
mundo, entonces podría escribir una ética, pero eso no llegaría
hasta la Crítica de la razón dialéctica, que sitúa al hombre en la
sociedad. Ese libro lo escribí en condiciones completamente
diferentes.

G.: ¿En qué sentido?


S.: Redacté gran parte de El ser y l durante el c
y luego en cafés de París durante la Ocupación. La Critica la
escribí casi toda aquí [en su apartamento], hasta las cejas de
Corydrane [una anfetamina], de un tirón.

G.: He oído decir que había preparado usted un plan muy rí­
gido, capítulo por capítulo.

S.: Sí, pero no me ceñí a él, sino que divagaba. De hecho, no


tenía ni idea de lo que iba a escribir hasta que empezaba a es­
cribirlo, así que la escritura se volvió divertida, excitante.
MAYO DE 1971

He releído las memorias de Castor durante las v a ­


G e r a ssi:

caciones [por aquel entonces, yo daba clases en la U n i­


versidad de París v m ] y he encontrado esta frase sobre la
época del Frente Popular, en la que dice que eran ustedes
«m ás bien espectadores que actores». ¿Cómo lo ju stifica­
ría usted?

Sartre : E s difícil. Tanto las concentraciones, como los d es­


files y las m anifestaciones eran acciones con las que estába­
mos de acuerdo, pero no eran cosa nuestra; ¿sabe?, el Frente
Popular fue una especie de alzamiento obrero, y aunque n o­
sotros simpatizáramos completamente con los obreros, no éra­
mos obreros, así que si participábamos en todo aquello, era
como extraños. Los obreros ocupaban las fábricas. ¿Qué
iba a hacer yo? ¿Ocupar mi despacho? Es decir, mi mesa de
trabajo...

G.: ¡Vamos, Sartre! ¡Si no se perdió ni una sola manifestación


de izquierdas desde la llegada de Ridgway!'

S.-. Pero aquello fue después de la guerra. Por aquel entonces


ya me había politizado mucho. Estaba intentando explicarle
cómo justificar nuestra inacción en 1936 con mi conciencia
política de aquella época.

G.: No obstante. Castor escribió que eran ustedes contrarios


a [Léon] Blum [el líder del Frente Popular y prim er ministro
francés cuando estalló la Guerra Civil española en 1986] por­
que cerró la frontera,2 y que «Durante los dos años y medio
siguientes, la guerra de España fue toda nuestra vida». Sin em­
bargo, no participaron en ninguna manifestación de apoyo a
la república española.

S.: El otro día, un chico de La Izquierda Proletaria me dijo:


«Como usted es tan conocido, una pequeña participación suya
sirve de mucho, porque la prensa y el mundo se interesan por
lo que hace. Pero nosotros, que somos desconocidos, tenemos
que comprometernos por completo». En 1936, yo también era
un desconocido. Aún no había publicado La náusea ni El muro.
Habría sido un desconocido cualquiera, nada más.

G.: Como todos nosotros.

S.: Ahora lo entiendo, pero en 1936...

G.: Sin embargo, sus dos mejores amigos estaban en España,


Fernando y Nizan, éste como corresponsal del periódico co­
munista Ce Soir. Y en agosto viajó usted a Escandinavia con su
padrastro y su madre.

S.: Qué raro, ¿no? Y discutí con él todo el rato sobre España.

G.: Pero nunca llegó a romper con él, ¿verdad?

S.: Nunca jamás. Ya le he dicho que era un rebelde, aun­


que sé que los argumentos no son actos. Si soy lo que ha­
go, entonces podría usted decir con razón que yo no estaba
politizado.

G.: ¿Y qué hacían Castor y usted en clase?

S.: Sin ninguna duda, éramos mucho más de izquierdas que la


mayoría de nuestros alumnos, pero no expresábamos nuestras
opiniones.

*54
G.: ¿Y Colette Audry [una colega de Beauvoir que posterior­
mente. seria una novelista y guionista de prestigio]? ¿Ya era
militante trotskista?

S.: En clase, no. ¿Sabe?, hoy en día, un profesor tiene dere­


cho a expresar sus opiniones en clase, aunque sean subversi­
vas, sin que nadie se queje, pero en aquella época, teníamos que
ser muy prudentes. Debíamos ser «objetivos»; de lo contrario,
la administración podía sancionarnos. Por muy militante que
fuera Audry fuera de clase, en clase tenía que ir con cuidado.

G.: Más o menos como en Estados Unidos hoy en día. Existe un


estatuto llamado tenure que, una vez obtenido, cosa que lleva
bastante tiempo, garantiza la libertad de expresión, pero, aun
así, un profesor no puede criticar a Israel en exceso, de lo con­
trario la Administración se enfada.

S.: ¿Todos los empleados de la administración son antipa­


lestinos?

G.: En general, sí, pero a menudo por razones de dinero. La


mayoría de donaciones económicas a las universidades pro­
ceden de judíos ricos, y la mayoría de judíos norteamericanos,
igual que en Francia, son tan antipalestinos que podrían ser
acusados de racismo, pero eso tampoco se puede decir en pú­
blico. ¿El trato de Israel a Palestina supuso un problema en su
partido de la tercera vía? ¿Cómo se llamaba el partido?

S.: r d r , es decir, Rassemblement Démocratique Révolution-


naire [Agrupación Democrática Revolucionaria]. No, porque
nos disolvimos demasiado pronto.

G.: ¿Sigue en contacto con los otros cofundado res?

S.: No. Como sabe, debatí públicamente con Rousset cuando


rompimos. Ya ha visto el librito que publicamos, Entretiens sur

*55
la politique[Conversaciones sobre política]. Debería usted en­
trevistarlo. Es un militante trotskista convertido en gaullista.
Ya no tiene ninguna influencia, pero le dará una idea de cómo
era la política francesa de posguerra. Intentó lanzar r d r a la
palestra convirtiéndolo en un partido de derechas, de ahí que
yo lo disolviera.

G.: ¿Disolvió usted mismo el partido?

S.: ¿No lo sabía? Sí, convoqué a todos los miembros a una


asamblea general a fin de debatir todos los problemas. El con­
sejo de adm inistración, que estaba controlado por Rousset
y un socialista moderado que se llamaba [Gérard] Rosenthal,
se opuso y rechazó financiar la asamblea, así que la pagué
yo con mi propio dinero, y desde el estrado, propuse la di­
solución del partido, explicando por qué una Tercera Fuerza
ya no era posible en el contexto de la intensidad que había al­
canzado la guerra fría, e hice un llamamiento a los militan­
tes de r d r a que se adhirieran a la izquierda, sin especificar
a qué partido, pero subrayando que debíamos ser conscien­
tes de que Estados Unidos trataba de controlarnos, al menos
económicamente.

G.: ¿Jeanson y Lanzmann estaban con usted en ese mo­


mento?3

S.: Lanzmann ya estaba demasiado volcado en su judaismo.


Jeanson aún era un militante extremadamente comprometi­
do, pero estaba mucho más a la izquierda que nosotros, hasta
la guerra de Argelia, cuando nos enroló en su red de apoyo al
Frente de Liberación Nacional. Era un hombre increíble, un
gran bebedor, un gran mujeriego, al menos hasta que se casó
con una mujer que estaba completamente de acuerdo con él,
pero siguió siendo un valeroso militante. Ahora vive en Calón,
cerca de Rurdeos; debería usted ir a verlo y entrevistarlo.4

156
G.: Durante aquella época, entre el final de la guerra y el golpe
de Estado de De Gaulle, ¿ya no lo acosaban los cangrejos ni
la depresión?

S.: Los llamamos cangrejos por mi obra de teatro [Los secues­


trados de Aliona], pero en realidad eran langostas.5

G.: Hasta Castor, cuando habla de ellos, los llama cangrejos.


En cualquier caso, ¿se hablan ido o no?

S.: Sí, sí, me dejaron durante la guerra. ¿Sabe?, nunca se lo


había dicho a nadie, pero a veces los echo de m enos... Cuando
me siento solo o, más bien, cuando estoy solo. Cuando voy a
ver una película que es un aburrimiento, o poco apasionante,
me acuerdo de cómo venían a sentarse junto a mi pierna. Por
supuesto, siem pre supe que en realidad no estaban ahí, que
no existían, pero cumplían una función importante. Eran una
señal de alarma de que mi pensamiento se extraviaba, se d is­
persaba, o de que me embarcaba en un camino equivocado,
al tiempo que me decían que mi vida no iba bien, que no era
como debería ser. Pues bien, ya nadie me lo dice. Castor me
dice qué falla en lo que escribo. De hecho, hablando de Los se­
cuestrados deAltona, me dijo que el final era muy malo, y me
hizo reescribirlo cinco veces.

G.: Pero durante la Guerra Civil española, ¿los cangrejos o las


langostas seguían apareciendo?

S.: Cada vez menos. Como le he dicho, empezaba a estar harto,


así que simplemente les decía «¡Largo! » , y se iban, al menos
durante un rato. Creo que lo que pasaba era que mi depre­
sión, que era personal, causada, insisto, por el hecho de que
aborrecía mi vida de profesor, porque tenía que escribir en ­
tre horas, medio a escondidas, de pronto se situó en un con­
texto más amplio, en el que debía enfrentarm e al fascismo,
como todo el mundo. En 1937 me dieron a elegir entre Lyony

157
Laon. Supongo que cualquier persona con dos dedos de frente
habría elegido Lyon. una ciudad maravillosa con una comida
fantástica, pero l^aon estaba cerca de París, y Castor había ob­
tenido un een París, y yo quería estar cerca de ella, así
n
g
á
h
k
que elegí Laon. ¡Sólo por un año! En 1987. me propusieron ir
al lycée Pasteur, donde di clases hasta que tuve que alistarme.
Tendría que haber estado mucho más contento y. de hecho,
en el plano personal lo estaba: vivía en París, veía a Castor
cada día, vivía en un hotelito encantador cerca de la avenida
del Maine, en el extremo del barrio de La Galté, desayuna­
ba en Les Mousquetaires, y escribía en ese mismo café. ¿Qué
más podía pedir? Pero Francia se estaba volviendo fascista.
El Frente Popular había fracasado. Cuando resultó evidente
que la república española iba a perder, al principio pensé:
«Bueno, es una tragedia, pero no es más que España, a no­
sotros no nos afectará». Pero, poco a poco, ya no podía cerrar
los ojos ni hacer oídos sordos. Aparecieron Cruz de Fuego y
Acción Francesa, los gamberros nazis estaban desbocados, los
políticos pronunciaban discursos estúpidos y, por supuesto,
pasó lo de los Sudetesy Múnich. Entonces me convencí de que
la guerra sería inevitable. Aquel verano, el de 1938, Castor y
Olga estaban de vacaciones en el Midi, dando largas camina­
tas. Les mandé un telegrama que decía: «Guerra inevitable».
Y mi depresión dejó de ser personal...

G.: Pero no respecto a su amigo comunista, Nizan...

S.: ¡No, no! Aquello fue después, cuando los soviéticos firma­
ron el pacto de no agresión con los nazis. Yo no tenía nada que
objetar; al fin y al cabo, en Múnich, las potencias occidenta­
les habían abandonado a Rusia... No cabía ninguna duda de
que la siguiente maniobra de Hitler sería atacar Polonia... In­
vadió Austria sin un solo disparo. Invadió los Sudetes sin un
solo disparo. Estaba claro que Polonia sería la próxima, y Stalin
tenía razones de peso para pensar que Occidente lo consenti­
ría. Así pues, Stalin sólo podía prepararse. Lo terrible fue que

158
los comunistas franceses aplaudieran el pacto. Stalin no tenia
elección, pase; pero ningún comunista francés debería haberlo
aprobado en nombre de Francia. Sin embargo, cuando estalló
la guerra, la tacharon de «guerra capitalista» y se negaron a
apoyara Francia e Inglaterra. Aquello fue desalentador. Los
comunistas franceses eran más estalinistas que Stalin. Pero
Nizan, no. Se negó a seguir la consigna pacifista de los comu­
nistas franceses, se alistó en el ejército, y mandó su carné de
militante al jefe del partido, Maurice Thorez. Cuando Hitler
atacó a Rusia todo cambió, por supuesto. De repente, los co­
munistas eran los grandes combatientes de la Resistencia, y
todos nos convertimos en buenos aliados. En mi grupo, jun­
to a los comunistas había todo tipo de anticomunistas, como
Camus o el escritor católico Mauriac.

G.: De eso se trataba el cuarto volumen de Los caminos de la


libertad, de la Resistencia. ¿Por qué lo abandonó usted?

S.: Por culpa del tercer volumen.

G.: Es mi favorito.

S.: Y el mío, la verdad. Y el de Castor y de toda «la/am iiie».


Pero a los críticos no les gustó. Las reseñas fueron muy negati­
vas, algunas espantosas. Al parecer, a nadie le gustó leer un li­
bro sobre los oficiales franceses que abandonaron a sus tropas
y corrieron como locos para escapar del enemigo. Pero yo lo vi
con mis propios ojos. Todos mis oficiales huyeron. Fernando
me contó que en el frente en el que estuvo pasó lo mismo.6Así
que abandoné el proyecto de escribir el cuarto volumen.

*59
OCTUBRE DE 1971

Sartre: ¡Bienvenido! ¿Cómo se encuentra Fernando?

Le operaron de un cáncer de esófago bastante grave.


G e r a s s i:

Ahora se encuentra bien, pero el médico me dijo que no vivirá


mucho tiem po...

S.: ¿ Ylapetite? ¿Lo acompañó?

G.: Sí. Fue m aravillosa. Estuvimos en el hospital casi todo


el tiempo, pero nos ayudó mucho, sobre todo a Stépha, que ya
casi no ve ni oye...

S.: ¿Como yo, no?

G.: Peor. Y andar le causa un dolor atroz. ¿Sabe?, le gusta tanto


su jardín y conoce tanto las flores y las plantas, que cada día
sale al jardín y puede distinguir a tientas las malas hierbas. Y
le duelen tanto las manos a causa de la artritis que cuando toca
el piano no puede contener las lágrimas.

S.: Pero ¿sigue tocando?

G.: Cuando está triste. Sólo la consuela la música.

S.: ¿No está demasiado sorda como para oírla?

G.: Dice que la oye a través de los dedos.

S.: ¿Yusted cómo está? ¿Ya han empezado las clases en Vincennes?
G.: Si. ¿Qué tal le ha ido el verano?

S.: En verano, reina la calma chicha. En julio todo el mundo se


prepara para agosto, y en agosto todo el mundo está iuera. Co­
mo sabe, durante el verano, Francia está en un punto muerto.
Pero desde la vuelta de las vacaciones, se ha armado la gorda.1
| El ministro de Interior Raymond] Marcellin se ha embaladoy
hace detener a todo el mundo que puede, así que la gente de La
Izquierda Proletaria se ha encrespado y está organizando más
ocupaciones, más enfrentamientos, y la cosa irá a peor.

G.: Y me han dicho que ha participado usted en algunas de sus


acciones, como la ocupación de edificios vacíos para cedérse­
los a gente sin techo...

S.: Los de La Izquierda Proletaria lo llevan haciendo desde hace


tiempo, y los matones de Marcellin los detienen y les pegan,
así que algunos de nosotros —ya sabe, gente conocida, como
IMichel] Foucault, Claude Mauriacyyo— decidimos sumar­
nos, para ver si también nos pegarían. Pues bien, los polis no
se atrevieron a atacar antes de que nos fuéramos por la noche.
Bueno, yo me fui por la noche, sintiéndome culpable, lo reco­
nozco, pero, como sabe, ya no veo muy bien y me cuesta andar.
Allí no habían sillas, y no puedo estar de pie mucho rato. En
cualquier caso, Foucault y Mauriac se quedaron, y el aconte­
cimiento tuvo mucho eco en la prensa. Y debo decir que nadie
me reprochó que me fuera, ni siquiera Le Fígaro.

G.: Por supuesto que no, ya que todo el mundo, o al menos los
estudiantes y los medios de comunicación, sabe muy bien que
su Crítica preparó el terreno y sirvió de justificación intelectual
para los sucesos de mayo del 68. En esa obra, explica usted, a
través de ejemplos que abarcan desde la revolución francesa
hasta, pongamos, el caso de la gente que espera el autobús en
la Tercera Avenida en hora punta, que las revoluciones se ori­
ginan en el seno de un grupo unido por la mezcla de un sueño

162
y un propósito. Imaginemos una cola larga de autobús, formada
por numerosos individuos que regresan de una ardua jorn a­
da de trabajo alienante y carente de sentido en la oftcina. Pasa
un autobús lleno a reventar, en el que no cabe nadie, así que
ni siquiera abre las puertas. Luego pasa otro autobús, igual de
atestado, que ignora a los que esperan con amargura. Enton­
ces, cosa extraña, pasa un autobús vacío, con la señal de «fuera
de servicio», y se detiene frente a la cola por culpa del tráfi­
co. Todo el mundo lo m ira con codicia. De repente, uno de
los tipos de la cola empuja la puerta, la fuerza, y ésta se abre.
El conductor grita que ya no está de servicio. «¿A donde va
usted?», le pregunta el asaltante. «A l garaje», responde el
conductor. Como vive a medio camino, el rebelde le dice:
«Bueno, puede dejarm e de p aso». Entonces toda la gente
que hacía cola sube al autobús. Se está formando un grupo.
«¿Dónde vive? De acuerdo, pare en la calle Cuarenta y siete.
¿Yusted? Muy bien, pare en la calle Sesenta. ¿Y usted? » « E n
la Noventa y seis, pero cuatro bloques hacia el este; allí ten ­
go que tom ar otro autobús porque mis piernas viejas ya no
me dejan an dar.» « ¡S e ñ o r conductor! En la calle Noventa y
seis, haga una pequeña vuelta y vaya cuatro bloques hacia el
este.» «P ero me voy a m eter en un lío .» «N o se preocupe
usted; le daremos un justificante.» Y alguien escribe en un pa­
pel que todos son responsables de la requisición del autobús y
de haberle ordenado al conductor que se desvíe un poco de la
ruta para acercar a los ancianos, los pobres y los necesitados
a su casa. Todos ellos ñrm an. Y empiezan a hablar entre sí.
«¿Dónde trabaja?» «¿Q ué hace?» «¿Tiene h ijo s?» Cuando
el autobús acaba de acompañar a todos los pasajeros ilegales,
ya ha nacido una concepción de la vida completamente nueva.
¿Se trata de una revolución? Sí, pero muy pequeña, espontánea
y extremadamente moral. La vida de cada uno de los pasajeros
ha cambiado, así como la del conductor. Al ñnal, éste también,
al igual que todos los pasajeros, se reía y cantaba y deseaba
buena suerte a todo el mundo. Dígame, Sartre, ¿se contenta
usted con apoyar a los maos [los maoístas, como la izquierda

i63
llamaba a La Izquierda Proletaria] o bien se ha unido a ellos?
¿Se ha vuelto usted maoísta?

S .: Ante todo, le agradezco que haya expuesto mis ideas con


tanta lucidez, con tanta claridad. Muy buen trabajo. Respecto a
los maos, debe usted comprender que no predican el terror, al
contrario. Creen que la gente debe poder tomar las decisiones
que afecten a su vida.

G.: Eso procede de la revolución cultural, pero ¿significa una


descentralización masiva? ¿Cómo podría aplicarse al mundo
moderno?

S.: Recuerde lo bien que funcionó en Lens. Allí se reveló que


el «estado de derecho» de un gobierno constitucional tra­
dicional no está adaptado a las condiciones, las necesidades ni
la realidad de la gente corriente. En Francia, así como en todas
las «d em ocracias» occidentales, especialmente en Estados
Unidos, por lo que sé, las leyes están hechas para defender el
statu quo, para defender la sacrosanta propiedad privada. Por
lo tanto, ignoran los sentimientos, las esperanzas y las nece­
sidades de la gente de a pie, como me demostró usted al con­
tarme la historia de aquella m ujer pobre que mató a su hijo
pequeño por accidente...

G.: ¿El caso que acabó quebrando la confianza del juez Bazelon
en el sistema jurídico estadounidense?

S.: Exacto. Sólo la justicia popular puede encargarse de estos


asuntos, y la justicia popular es aquella en la que pueden par­
ticipar todas las personas de un vecindario, una fábrica o una
mina, así como sus fam ilias. Y, por supuesto, la única forma
de que puedan llevarse a cabo esos juicios, pero también de­
cisiones de todo tipo, como dónde construir un hotel, una ca­
rretera, un mercado o una iglesia, es limitando el proceso de
tomar decisiones a las personas directamente afectadas, a lo

164
que sus estudiantes llaman ag [assemblées genérales, es decir,
asambleas generales, en las que se decidieron los estatutos de
la Universidad de París vni Vincennes].2

G.: Cosa que sólo puede darse si se colectiviza la propiedad.

S.: No necesariamente. Ese es el fin último, por supuesto, pero


en Lens las minas no fueron expropiadas. Se acordaron nuevas
medidas de seguridad, y los propietarios tuvieron que aplicar­
las. Estos fueron condenados a pagar indemnizaciones a las
víctimas, y las pagaron. Y ninguna de estas medidas fue dicta­
da por un tribunal nacional, sino por el voto de los miembros
de aquella comunidad.

G.: ¿Cómo empezó el juicio de Lens?

S.: Primero hubo manifestaciones de protesta por el arresto


de los m ineros sobrevivientes, que habían sido acusados de
negligencia. Luego los manifestantes exigieron que se juzga­
ra a los propietarios. A continuación, le pidieron al alcalde de
Lens, que era socialista, que cediera la sala del ayuntamiento
para ello. Luego La Izquierda Proletaria tomó las riendas del
asunto, y me pidió que fuera a Lens y ejerciera de «ju ez», es
decir, de una especie de maestro de ceremonias. Pero en la
requisición, mi papel se redujo a señalar a las sucesivas p er­
sonas que querían intervenir. En cierto modo, se podría decir
que todo aquello surgió de manera espontánea.

G.: Y ésta es la clave, ¿no cree usted? ¿Considera que La Iz­


quierda Proletaria es maoísta por la veneración, por llamarla
de algún modo, que profesa por las exigencias espontáneas de
la gente de a pie?

S.: En parte. Creo que su moralidad es igual de importante.


El maoísmo, tal y como se entiende hoy en Francia, dada la
influencia de La Izquierda Proletaria, no es sino un m arxis­
mo moral. Piense en las acciones recientes de La Izquierda
Proletaria. Ocupa edificios vacíos para cedérselos a los que
no tienen dónde vivir, pero se queda ahí para combatir a los
policías enviados para sacar a los que no tienen dónde vivir.
O lo de Fauchon [la tienda de comida más elegante y cara de
París, situada en la avenida Cham ps-Elysées; un día, La Iz­
quierda Proletaria la ocupó y distribuyó toda la comida entre
los africanos pobres que vivían en el distrito xvin, no lejos de
allí]. O lo del otro día en la Goutte d’Or [un barrio de París
habitado, en su mayoría, por inmigrantes argelinos pobres].
Empezaron a gritarle al agente de policía que dirigía el trá­
fico en el cruce principal de calles: «¿P or qué trabajas para
las fuerzas represivas? Tú también perteneces a la clase tra­
bajadora. ¿Por qué te enfrentas a los miembros de tu clase?»,
etcétera. Formaron un círculo a su alrededor, y mientras unos
cuantos detenían la circulación, en el momento en que había
más tráñco, otros compañeros se abalanzaron sobre el policía
y le quitaron la pistola. Luego proclamaron a gritos, dirigién­
dose a éste y a la muchedumbre: «Ahora eres como todos no­
sotros-, explotado, dominado, miembro de la clase marginada,
oprimido como el resto. Este objeto —le dijeron, blandiendo
la pistola— es parte de la dominación de tus amos. Sin él, eres
como nosotros». Y antes de que llegaran más agentes de po­
licía, le devolvieron la pistola (le habían quitado la munición)
y desaparecieron. Se trata de gestos morales. Y, como sabe,
han fundado Socorro Rojo [un servicio gratuito de asistencia
médica y jurídica, dirigido por médicos, enferm eras y abo­
gados] , con furgonetas equipadas para atender urgencias, que
se precipitan hacia cualquier tugurio en cuanto se enteran de
un accidente o un incendio. Al ñnal tienen que poner a los
enfermos en manos de la medicina oñcial, por supuesto, pero
siempre llegan antes que nadie, y cuentan con médicos que
pueden prestar los primeros auxilios. Como no han sido reco­
nocidos oficialmente por el Estado, son ilegales. Pero la mo­
ralidad revolucionaria no puede ser ilegal.

166
G.: ¿Y aprueba usted sus decisiones?

S.: Desde luego. Cuando la Universidad de Cornell me invitó


a dar un ciclo de conferencias, contesté: «No mientras Esta­
dos Unidos esté implicado en una guerra de agresión contra el
pueblo vietnam ita». Así pues, como sabe, no fui.

G.: ¿Aprueba usted todas sus acciones?

S.: La mayoría. Aveces discutimos. Yo insisto en que deben ser


un partido que no mienta jamás. Si cometen errores, deberían
revelarlos, analizarlos, explicarlos abiertamente, por ejemplo
en un artículo en LaCause du Peuple. [La Cause du Peuple era un
periódico gratuito semanal publicado por La Izquierda Prole­
taria entre 1968 y 1972. Enseguida alcanzó una gran difusión
entre los jóvenes, cosa que hacía palidecer a Marcellin. Este
lo prohibió y ordenó que se detuviera al «director de la pu ­
blicación». Entonces Sartre figuró como «director de la publi­
cación», de ahí que De Gaulle tuviera que intervenir poco
antes de m orir; dijo: « ¡N o se arresta a Voltaire!». Debió de
parecerle muy grandilocuente, pero se equivocaba, ya que Vol­
taire fue arrestado varias veces por el Gobierno francés].

G.: Se está usted volviendo un auténtico romántico, Sartre.

S.: Jajá. ¿Sabe?, cuando le pregunté a Fidel por qué ren u n ­


ció a una vida plácida para hacer la revolución, me respondió:
«¡Porque soy un rom ántico!». « ¡U n rom ántico!», exclamé.
«Por supuesto. Creo en la justicia, pero como la justicia no
existe en el mundo, soy un rom ántico.»

G.: Bueno, ¿cuándo va usted a escribir su deseada ética?

S.: La he comenzado varias veces, como sabe, y realmente em ­


pezó a cuajar cuando preparé la primera conferencia que iba a
dar en Cornell. La había titulado Histoire etpolitique [Historia

167
y política] [ahora el texto se titula Insto ¡re (Moral e
historia)]. La idea fundamental era que tío puede existir un
código ético de acción a no ser que antes exista una libertad
absoluta, es decir, que la moralidad está determinada por la
lucha del hombre contra aquellos que limitan la libertad hu­
mana. La historia, pues, determina la ét ica. Y viceversa: la ética
modifica la historia.

G.: Entonces, en una revolución, ¿la justificación ética para


matar cambia en cada etapa?

S.: Exacto. Todas las revoluciones que he estudiado se acabaron


de golpe al ejecutar a sus peores enemigos, es decir, a la cúpu­
la del régim en represivo anterior, porque esta categoría se va
adaptando siem pre a las circunstancias. Se ejecuta a los tortu­
radores, aunque fueran sim ples peones que obedecían órde­
nes: no obstante, también eran víctimas del aparato represivo
y, por lo tanto, podrían haber sido reeducados y salvados.

G.: Los gerifaltes nazis fueron ejecutados tras la guerra.

S.: Sí, pero por el deseo de venganza de los ganadores. No cabe


ninguna duda de que aquellos que cometen crím enes contra
la humanidad m erecen la pena de muerte, pero la historia ha
demostrado que esos criminales sólo son ejecutados si pierden
el poder. ¿Cree usted que los líderes de su país que cometie­
ron crím enes contra la humanidad en Vietnam, de todo tipo,
a saber: tortura, asesinato de inocentes, envenenamiento de
recursos naturales y de comida, crímenes todos ellos tan graves
y abominables como cualquier salvajada de la g e s t a p o , algún
día serán perseguidos, o al menos acusados, por sus crímenes
contra la humanidad?

G.: Por supuesto que no, del mismo modo que no fueron perse­
guidos por cometer esos mismos crímenes en Filipinas, o con­
tra los indígenas americanos, o por asesinar a miles de civiles

168
en Hiroshima y Nagasaki. o por el millón de niños menores
de once años que mueren cada año en Latinoamérica porque
las corporaciones mineras estadounidenses contaminan el agua
que beben; los británicos tampoco fueron perseguidos por bom­
bardear a civiles en Dresde. Pero ¿es legítimo que los débiles,
que no tienen suficiente poder como para aplicar las leyes que
condenan los crím enes contra la humanidad, quieran vengar­
se? ¿El revanchismo es justificable éticamente?

S.: Entendido como justicia revolucionaria, sí.

G.: Pero ¿no llevaría al vigilantismo?

S.: Tal vez, si se trata de una decisión colectiva; podría ser. Nos
encontramos ante un problema grave. Las leyes están concebi­
das para proteger a los ricos, los poderosos, las élites. No existe
ninguna ley que, originalm ente, favorezca a los pobres, a no
ser que tam bién redunde en ellos, pero fuera creada para las
élites. De acuerdo. Por lo tanto, las leyes que definen los c rí­
menes contra la humanidad son leyes destinadas a justificar el
poder de los poderosos. Puede que los culpables hayan viola­
do esas leyes, como los nazis, pero si son ejecutados no es por
el hecho de haberlas violado, sino, a fin de cuentas, porque la
ejecución de los culpables refuerza el sistema a través del cual
los poderosos tienen derecho a imponer tales leyes.

G.: Pero permítame poner un ejemplo concreto que me preocu­


pa. Cuba, 1960. Fidel inició un proceso contra los torturadores
que habían trabajado a las órdenes de Batista. Prácticamente fue
un juicio popular, en el sentido de que todo el mundo podía tes­
tificar y, de hecho, testificaron miles de personas que habían s i­
do torturadas, o cuyos allegados sufrieron torturas. Las pruebas
eran abrumadoras. Ni siquiera la revista Time las cuestionó,
sino que aventuró que los juicios eran una catarsis que salva­
ría al país de un baño de sangre salvaje y vengativo. Al mismo
tiempo, los medios de comunicación concluyeron que el hecho

169
de que los verdugos fueran ejecutados, al menos trescientos
sesenta y cinco, demostraba que Castro no era un simple refor­
mador burgués, tal y como Time y Estados Unidos querían, sino
un revolucionario auténtico, así que decidieron condenarlo.
Ahí va mi pregunta, pues: ¿había que ejecutar a los verdugos,
cuando todo el mundo. Castro incluido, sabía que los verdade­
ros culpables eran los altos cargos del Gobierno de Batista, en
especial los amos de su régimen, es decir, los propietarios de
United Fruit, t & t y otras corporaciones norteamericanas
en beneficio de las cuales Batista y sus esbirros habían explo­
tado al pueblo cubano?

S.: Estoy de acuerdo; en una situación ideal, los torturadores


podrían haber sido rehabilitados; con todo, también estoy de
acuerdo con Fidel, pues en aquel momento había que evitar un
baño de sangre, y aquellos torturadores eran escoria, al ñ n y al
cabo, así que si ejecutándolos por sus crímenes demostrados,
a pesar de que el presidente de t & t fuera el responsable úl­
timo, se podía evitar el baño de sangre, entonces su ejecución
estaba justificada éticamente, como demostró usted tan bien
en su obra de teatro [The cell (La celda)].3 Pero si los juicios
hubieran tenido lugar un año más tarde, sin la amenaza de que
se produjera un baño de sangre, entonces las ejecuciones no
habrían estado justificadas.

G.: ¿Y si Fidel hubiera detenido al propietario de t & t ?

S.; En 1960, sí, pero ¿en 19 6 5 ...? ¿Usted qué opina?

G.: Soy tan radicalmente contrarío a la pena capital que mi pos­


tura supone un escollo. Como ha leído, yo estaba a favor de las
ejecuciones en 1960, pero ¿en 1965? Yo habría preferido con­
denar al presidente de t & t a lim piar los baños con un cepi'
lio de dientes durante veinte años.

S.; ¿Así que entiende usted el problema?

170
C.: ¿Cómo situaría la Fracción del Ejército Rojo en este contexto?

S.: ¿Se refiere a la banda Baader-Meinhof? En su contexto,


estaba plenamente justificada. Recuérdelo. Cuando el sah [de
Iraní llegó a Berlín, los estudiantes protestaron pacíficamente.
No obstante, los esbirros de seguridad del sah y la policía ale­
mana les pegaron, y ésta disparó y mató a un estudiante, Benno
Ohnesorg. Entonces la prensa pro Estados Unidos declaró que
el verdadero culpable era Rudi Dutschke [el líder de las protes­
tas estudiantiles!, y éste recibió un disparo en la cabeza. Desde
un punto de vista moral y revolucionario, los secuestros y los
asesinatos de industriales alemanes por parte del grupo esta­
ban absolutamente justificados, pero... ¿comprende usted mi
problema? Toda ética depende de las circunstancias.

G.: Supongo que por eso aún no ha escrito la suya...

S.: En un momento dado, después de redactar las notas para


Cornell, me planteé escribir mi testamento político. Lo d is­
cutí con algunos tipos de La Izquierda Proletaria y concluí que
no tenía sentido. Un testamento político es una crítica de la
realpolitik, pero para un revolucionario, un testamento político
carece de sentido, ya que el revolucionario rechaza cualquier
realpolitik. Con todo, seguí acariciando la idea de elaborar una
moral revolucionaria. Lo intenté en Italia, como sabe, cuando
me invitaron al instituto Gramsci a explicar mi postura. Los
materialistas, los llamados marxistas fieles, que rechazan cual­
quier consideración ética en su visión de la lucha de clases,
eran la minoría con respecto a los participantes que vinieron
de países soviéticos, sobre todo los checos, que criticaron la
estructura comunista por su burocracia, es decir, por la inmo­
ralidad de la burocracia. Entonces decidí que algún día escri­
biría sobre ello en el segundo volumen de mi Crítica.

G.: Entretanto, ¿qué pasó con su proceso judicial? Lo acusaban


de difamar a la policía, ¿verdad?
S.: ¿Se refiere al de Tout?4 IComo «director del periódico»
Sartre habia sido acusado de difamación por la policía al afir­
mar que éstos pegaban sistemáticamente a los homosexuales
que detenían.] Nada. Archivado. ¿O se refiere al de las ma­
letas? [Los partidarios del manifiesto de los i? i que fueron
apodados «portadores de maletas» por la prensa, ya que sos­
tenían que había que llevar dinero, medicamentos y armas a
los revolucionarios argelinos]. También archivado.

G.: No, me refería al más reciente, a la acusación de difamación


contra usted y La Cause du Peuple a raíz de que usted afirmara
que la policía recurre sistemáticamente a la tortura.

S.: El juicio en sí mismo, si llega a tener lugar, no es nada,


pero ha puesto de manifiesto ciertas pequeñas contradiccio­
nes. Por ejemplo, la gente de La Izquierda Proletaria dice que
todo debe depender de los trabajadores. Bien. Eso significa
que no necesitan intelectuales, o que los intelectuales son sim­
ples trabajadores, ni mejores ni peores qne los demás trabaja­
dores. Bien, estamos todos de acuerdo. Pero entonces el Estado
interviene La Cause du Peuple y prohíbe su publicación, así
que La Izquierda Proletaria publica un nuevo número en el que
denuncia a la policía, al Gobierno, la censura, todo, en fin, y de
paso aprovecha para denunciar la corrupción generalizada
de la policía. Entonces se dan todas las condiciones —las di­
versas infracciones, el hecho de ignorar una orden del Gobier­
no, la difamación de la policía, etcétera— para que el director
del periódico, es decir, yo, sea arrestado. Pero interviene De
Gaulle, y luego también Pompidou —ya sabe, dijo que Francia
no arrestaría a Sartre—, y la cosa se queda en un punto muerto.
Entretanto, Castor y yo, con la ayuda de algunos de nuestros
amigos famosos, repartimos el periódico de forma manifies­
ta. La prensa nos hace fotos y las publican en las portadas. En
ellas aparecen Sartre, Castor y varias actrices distribuyendo La
Cause du Peuple. ¿Qué puede hacer el Estado? Decide ignorar la
manifestación y centrarse en la difamación, aunque no desea
que la cosa acabe en un juicio. Bueno, la policía sí, y el ministro
de Interior también, pero Pompidou no. ¿Qué pasa entonces?
La Izquierda Proletaria proclama que no pretende utilizar ni
acercarse siquiera a la gente famosa, ¿verdad? Todo el mundo
es igual. Los intelectuales no son mejores que los trabajadores.
Es verdad, pero su periódico se ha salvado gracias a que quie­
nes lo distribuían eran intelectuales. Si [Jean-Pierre] Le Dan-
tec [un conocido militante de La Izquierda Proletaria] hubiera
sido el director del periódico y lo hubiera distribuido clandes­
tinamente por la calle, lo habrían arrestado y encarcelado, y
probablemente le hubieran pegado, incluso, y los periódicos,
la imprenta y todo el material habrían sido requisados y des­
truidos. Así que mientras sigamos viviendo en un Estado bur­
gués, de vez en cuando debemos aprovecharnos de sus leyes,
¿no cree? El pueblo quiere libertad, mientras que la burguesía
quiere leyes. Sí, pero no es tan sencillo, al menos hasta que no
estalle una revolución.

G.: No obstante, cuando una revolución añrma que los inte­


lectuales deben formar parte del pueblo, usted se opone, como
en el caso de Padilla.

S.: La Cuba revolucionaria no trata a los intelectuales como a


los trabajadores. Allí, los intelectuales tienen un estatuto espe­
cial. Mire quién es el embajador de Fidel aquí. [Alejo Carpen-
tier, un novelista cubano que en aquella época era el embajador
de Cuba en Francia]. Y hasta que la revolución no cambie las
costumbres de los militantes a través de la educación, segui­
rá concediendo un estatus particular a los intelectuales. Pero
acusar a Padilla por su «actitud antirrevolucionaria» es otra
cosa. ¿Qué es exactamente una actitud antirrevolucionaria?
¿Lo sabe usted?

G.: En el caso de Padilla, fumar hierba y decir que no le impor­


ta la ley. En realidad, implicaba que los poetas están exentos de
esa clase de leyes. Creo que esa ley es terrible. Yo fumo hierba
desde la guerra de Corea, pero nunca fumaría en Cuba, no por­
que piense que tienen razón al prohibirla, sino porque se tra­
ta de un país revolucionario, que hace todo lo que puede para
enfrentarse a tentativas enormes de intervencionismo y de sa­
botaje por parte de los países más ricos y poderosos del mundo.

S.: Pero ¿está usted de acuerdo con que las leyes de un país re­
volucionario no deberían ser leyes, sino acuerdos discutidos
y aprobados en asambleas populares, en lugar de mandatos de
una entidad superior al pueblo?

G.: Sí, en teoría sí, pero debemos adaptarnos a la situación tal


y como es. Ningún socialism o podrá triunfar sin recurrir a
medidas represivas mientras Estados Unidos domine el mun­
do, ya que éste no dudará en invocar cualquier razón, incluso,
a la larga, estoy convencido de ello, razones engañosas, para
justificar las invasiones y la guerra a fin de aplastar un Esta­
do socialista o, incluso, neutral. Usted mismo nos advirtió de
que Estados Unidos estaba dispuesto a em prender una ter­
cera guerra m undial a fin de salvar el capitalismo salvaje, y
tenía usted razón. Si seguimos vivos es porque Rusia conta­
ba con una fuerza disuasoria. El propio Marx también nos lo
advirtió al decir que el prim er país en volverse socialista de­
bería ser el que tuviera un proletariado más desarrollado, es
decir, el más rico. ¿Cómo podemos pretender que Cuba resis­
ta a esta terrible amenaza sin desplegar una serie de medidas
antirrevolucionarias, como un poderoso ejército, un servicio
de inteligencia extremadamente informado y, por desgracia,
la represión? Piense en lo que intentó hacer Estados Unidos
en la bahía de los Cochinos. No era una simple invasión, sino
una invasión llevada a cabo con la ayuda de uno de los peo­
res dictadores del mundo [Anastasio Somoza, de Nicaragua].
Estados Unidos ha derrocado cualquier gobierno decente en
Latinoam érica al que considerara un enem igo «neutral»-
Cualquier país que pretenda vender sus bienes al mejor pos­
tor y comprar lo que necesita al mejor precio es un «enemigo

174
de la democracia» según Estados Unidos. Teniendo en cuenta
todo esto, creo que el régimen cubano ha sido extremadamente
moderado en su represión.

S.: Estoy completamente de acuerdo con usted en lo que re s­


pecta al contexto político-económ ico, pero ¿cómo se puede
condenar una «actitud»?

G.: ¿No cree que estamos volviendo al punto de partida de la


discusión de hoy? ¡La moralidad! ¿Acaso su principio funda­
mental no es que lo político es moral y lo moral es político?

S.: Exacto, pero la revolución debe proceder de abajo, como


en mayo del 68. y no de un grupúsculo de ideólogos con una
voluntad de hierro.

G.: Sartre, si tenemos que esperar a que pase un autobús vacío


para que un puñado de desconocidos lo tomen, tendremos que
esperar una eternidad. A fín de cuentas, ¿qué pasó entonces?
Al día siguiente, toda la gente que había ocupado el autobús
estaba de vuelta en la oficina, llevando a cabo un trabajo tan
mecánico como siempre, pero con el maravilloso recuerdo de
haber pertenecido por un día a un «grupo en fusión», como
dice usted, de haber dirigido el autobús.

S.: Desde una perspectiva histórica, cincuenta años no son na­


da. La revolución cultural no se olvidará, pero es preciso o l­
vidar sus excesos, centrarse en lo que significó, en lo que se
proclamó, sobre todo que es el pueblo quien toma las decisio­
nes políticas, mientras que la Administración debe limitarse
a llevarlas a cabo. Los chicos de La Izquierda Proletaria están
convencidos de ello. Creen de corazón que todos somos igua­
les-, que, aunque usted tenga un coeñciente intelectual de 125
y yo de 25, nuestras experiencias son iguales, su sufrimiento
es igual al mío, sus esperanzas tan válidas como las m ías, y
que una sociedad humana debe tratarnos en función de este
principio. Este mensaje ha arraigado en algún lugar, y más
adelante volverá a brotar.

G.: Se está usted metiendo por los vericuetos de la psicología...


¿Es ésta la razón por la que rompió usted con [Bernard] Pin-
gaud. IJean-Bertrand] Pontalis y otros?

S.: Está relacionado. De hecho, hubo dos cuestiones cruciales.


La primera la puso de manifiesto [Andró] Gorz [uno de los
miembros del consejo de redacción de Les Temps ].
Sostenía que, como las universidades se han convertido en un
pilar del sistema elitista, en una herramienta de propaganda
del sistema, debían ser boicoteadas y, en su lugar, había que
fundar universidades populares, como intentó hacer usted en
Nueva York, según tengo entendido.5 La otra cuestión giraba
en torno a un artículo publicado en Les Temps , titu­
lado « L ’homme au magnétophone» (El hombre con la gra­
badora). Contaba la historia de un paciente de un psicólogo
que solía grabar las sesiones, hasta que el paciente, a su vez,
decidió traer su propia grabadora. El psicólogo se opuso radi­
calmente y le dijo a su paciente que su comportamiento estaba
fuera de lugar, que era agresivo y paranoico, y acabó negándose
a «tratarlo». Nuestra revista se puso del lado del paciente, y
afirmó que la única manera de «tratar» a un paciente es com­
partiendo la realidad con él, que si un paciente se arriesga a
expresarse, tiene derecho a exigir que su «analista» se exprese
a su vez, pues a fin de cuentas no se puede «curar» a nadie a
no ser que el psicólogo y el paciente se embarquen juntos en
dicha tarea. A raíz de este artículo, Pingaud, [Henri] Lefebvre
y Pontalis se distanciaron de nuestro grupo. No se opusieron
a nosotros, sino que simplemente se alejaron. Pingaud siem­
pre había estado mucho más a la derecha que todos nosotros.
Pontalis, que era psicólogo, se sentía incómodo por el hecho de
que hubiéramos cuestionado su metodología. Pero la cuestión
de fondo, la misma de la que estábamos discutiendo usted y yo.
era la posición privilegiada del intelectual.

176
G.: Lo demostró usted de maravilla en la entrevista que le hice
para el New YorkTimes.

S.: El Times lo entendió, ¿no? Al fin y al cabo, no fue usted quien


tituló la entrevista «La responsabilidad de los intelectuales»,
sino el periódico. Originalmente la entrevista no era para el
Times, ¿verdad?

G.: No, me la había encargado Ramparts, la revista mensual pa­


cifista de California de la que era corresponsal en París. Pero
echaron al consejo de redacción con el que me había com pro­
metido, y el nuevo redactor jefe era un trotskista doctrinario
llamado David Horowitz, que nunca me gustó ni me in s p i­
ró confianza. Cuando se hizo cargo de Ramparts. rechazó la en ­
trevista con el pretexto de que no encajaba con su proyecto
ideológico, según el cual el cometido de los intelectuales es
trazar las grandes líneas de acción y no, como defendía usted
en la entrevista, form ar parte de los grupos que combaten la
opresión. De modo que le pasé la entrevista a mi agente lite ­
raria, y fue reproducida en un montón de periódicos, como el
London Guardian y el New York Times No cabe duda
de que Horowitz no era más que un oportunista, pero lo cie r­
to es que a gran parte de los intelectuales estadounidenses les
cuesta entender su postura sobre el compromiso. Piensan que
basta con decir «Estoy con ustedes», pero que no hay que s i­
tuarse en la prim era línea. Y a usted también le cuesta encajar
su obsesión por Flaubert.

S.: Es verdad. No logro quitarme de la cabeza a ese idiota de la


familia, pero me las arreglo. Por la mañana, estoy con La Iz­
quierda Proletaria, y hago lo que se decide en las asambleas:
desfilar, manifestarm e, hacer de piquete de huelga, escribir
p a ra la Cause, distribuirlo por la calle, en fin, lo que sea. D es­
pués de comer, vuelvo a mi existencia burguesa y escribo sobre
el escritor burgués por antonomasia, Flaubert. Pero tengo ex­
cusa: soy demasiado viejo para estar de pie todo el día, o sentado

177
en una caja de jabón delante de los trabajadores de Renault-,6
demasiado viejo, también, para estar sentado o tumbado en
un edificio vacío a la espera de que lleguen los que no tienen
donde vivir, que al principio están muy asustados, hasta que no
les dicen que la policía no se atreverá a tocarlos porque varios
intelectuales de prestigio, de los que nunca han oído hablar,
como Foucault, Mauriac o yo, están allí para protegerlos. Ni
siquiera puedo levantarme del suelo sin ayuda.

G.: Y la contradicción sigue sin resolverse, puesto que la razón


por la cual la policía no se atreve a atacar a las personas sin ho­
gar es por temor a herir a los intelectuales de prestigio, ¿ver­
dad? ¿Cuándo comprendió usted que no era un privilegiado ni
debía ser tratado como tal?

S.: Durante la guerra. Durante mi cautiverio. Fue muy extraño.


Todo empezó porque algunos prisioneros adulaban a los ale­
manes, y otros prisioneros, que eran sacerdotes, me pidieron
que los ayudara a convencer a los primeros de que se mantuvie­
ran heles a nosotros. Los que adulaban a los alemanes se sentían
humillados por la derrota, y culpaban a la democracia; además,
era tal su humillación que hasta habían perdido el deseo sexual.
Así que se habían vuelto una especie de fascistas, e intentaban
imitar a los alemanes, que no se inmutaban, a no ser que armá­
ramos líos. El caso es que no armábamos líos, pero creamos co­
mités para cualquier cosa que se pueda imaginar. Era una forma
de compromiso. Bueno, tiene usted razón, eran simples pala­
bras, no acciones, pero creamos un entendimiento colectivo.
Había un comité encargado de recoger ropa para aquellos que
la necesitaban. Otro encargado de conseguir papel de cartas.
Otro de música. Un par de sacerdotes y yo empezamos un ci­
clo de conferencias, en el que cada cual podía hablar de aquello
que considerara importante. Y, por supuesto, había un comité
de teatro, que era en el que yo más trabajaba. Y escribí Bario-
ná, y luego la presentamos. Pero no fue como si dijera: «Aquí
hay una obra de teatro de Sartre», sino que, por el contrario, la

178
presentábamos todos juntos, y como hablaba de religión, no
hubo objeción ninguna por parte de los alemanes, pero los sa­
cerdotes sabían muy bien que el verdadero mensaje era el s i­
guiente: «El hecho de ser prisionero no significa no ser libre»,
lo cual era una llamada al compromiso; era muy raro, claro, pues
se trataba de un compromiso de la conciencia, puesto que nues­
tros cuerpos no eran libres. Creo que fue entonces cuando com­
prendí la diferencia entre la conciencia y la mala fe.7Y observé
hasta qué punto el hecho de trabajar para el bienestar de los
demás creaba ese sentimiento de bienestar en los demás y en
uno mismo. En otras palabras, comprendí hasta qué punto llega
a ser el socialismo, en realidad, una forma de humanismo. Los
alemanes eran la élite. Los prisioneros fascistoides eran los es­
birros de esa élite. Y los demás éramos los explotados, y sólo
podíamos superar el sentimiento de explotación uniéndonos.

G.: Sin embargo, su compromiso con la lucha de clases desapa­


reció el mismo día que abandonó usted el stalag.

S.: Salí por chiripa. Vi una salida y empecé a caminar. Luego


fui al centro m ilitar y pedí que me desmovilizaran.

G.: Pero firmó usted un juramento de lealtad.

S.: Eso no significaba nada para mí. Castor ya lo había firmado


para conseguir un puesto de profesora, así que yo también lo
firmé y conseguí una plaza en el lycée de Laon y luego en París.
El hecho de firmarlo no significaba nada, era un simple papel
para poder ganarse la vida. Pero intenté unirme al movimiento
de la Resistencia, y empecé a escribir guiado por una idea co­
lectiva por la cual todos debíamos resistir.

G.: ¿No era sólo para oponerse a los alemanes?

S.: No. En 1943, sabíamos que los alemanes perderían la gue­


rra. Y sabíamos que llegarían los norteam ericanos. A sí que

179
nuestra tarea, lo que decidimos entre todos en la Resistencia,
o al menos en mi grupo, que se encargaba de la propaganda,
supongo, puesto que publicábamos periódicos y octavillas —y
Camus, figúrese, que dirigía el periódico Combat. estuvo de
acuerdo—, era hacer entender a todos los franceses que sí, que
seriarnos liberados por el ejército norteamericano, pero que du­
rante la Ocupación alemana habíamos creado nuestros propios
combatientes, nuestros resistentes, y que éstos eran perfec­
tamente capaces de guiar a Francia hasta una democracia es­
table una vez que fuéram os liberados. En otras palabras, ya
éramos conscientes de que Estados Unidos pretendía controlar
la «Francia liberada» y convertirla en una especie de satélite
después de la guerra, y que acabaríamos encontrándonos con
unos nuevos gauleiters.

G.: Ha empleado usted la palabra «dem ocracia». Los comu­


nistas eran la mayoría en su grupo. ¿Ellos también utilizaban
este térm ino?

S.: Sí, sí, sabían muy bien que Stalin no tenía ninguna inten­
ción de ordenar al partido comunista que tomara el poder en
Francia, porque de lo contrario se desencadenaría una m a­
sacre y Estados Unidos no se iría nunca. No, entendían per­
fectamente que Francia debía regresar al mismo régimen que
antes, a una democracia parlamentaria, ineficaz, corrupta y ri­
diculizada, pero una democracia capitalista, al ftn y al cabo.8

G .: ¿Así que pretendían ustedes hacer lo que hizo a la larga De


Gaulle, es decir, devolverle el prestigio a Francia a fin de man­
tener alejada la sed de dominación estadounidense?

S .: ¿No me va a dar tregua con De Gaulle, eh, Gerassi? Todo lo


que hizo fue para lograr un lugar en la historia. De acuerdo, era
nacionalista, muy bien, y quería que Francia fuera indepen­
diente políticamente de Estados Unidos, estamos de acuerdo;
pero no económicamente, y como sabe usted muy bien, ésa es

180
la forma de dominar el mundo contemporáneo. Estados U ni­
dos no desea establecer tropas donde no son necesarias. Lo
único que quiere es poner bases en todas partes, por si acaso.
Lo demostró usted muy bien en su libro sobre América Latina.
Estados Unidos recurre a sus servicios secretos para reinar a
través del dinero, y derroca cualquier régimen que no haga lo
que le ordena. ¿Cómo se llamaba aquel hombre de la cía sobre
el que escribió usted, el que iba por América Latina enseñando
a la policía cómo torturar?

G.: Dan M itrione.9

S.: Exacto. Aquello fue en Uruguay. Allí no habían tropas e s­


tadounidenses; no las necesitaban. Sólo mandan a las tropas
cuando sus títeres pierden el poder, como en la República Do­
minicana en 1965. Pero lo que Estados Unidos busca es la do­
minación económica, y De Gaulle jamás se resistió a eso, así
que le ruego que deje de mencionarme a ese monstruo.

G.: Vamos, Sartre, no se ofusque. El caso es que De Gaulle era


tan odiado por el Gobierno estadounidense que imaginé que
debía de haber hecho algo bueno. En cualquier caso, durante
la Resistencia, trataban ustedes de convencer al pueblo francés
de que los líderes de la Resistencia eran perfectamente capa­
ces de liderar la Francia liberada, porque, supongo, a juzgar
por sus novelas, que todos los dirigentes políticos de antes de
la guerra, así como los oficiales del ejército, eran unos corrup­
tos cobardes.

S.: Bueno, no todos. También estaban [Pierre] Mendés-France,


Léon B lu m y...

G.: Ambos judíos. Pero en su novela [Los caminos de la libertad]


usted explica cómo se fugaron los oficiales, abandonando a su
suerte a los soldados de a pie. Y Fernando me contó que en su re­
gimiento pasó exactamente lo mismo. Incluso me dijo que había

181
planeado matar a dos de sus tenientes, pero al ver que todo el
mundo se escapaba, se limitó a guiar a todos los judíos hasta la
frontera suiza y a decirle a los demás que regresaran a su casa.

S.: Ésas eran, precisamente, las historias que queríamos con­


trarrestar. La Resistencia existió de verdad. En este sentido,
debo reconocer que los hombres de De Gaulle no se andaban
con chiquitas. Jean Moulin [uno de los grandes líderes de la
Resistencia] era admirable, de eso no cabe ninguna duda. Pero
nuestro objetivo no era convertir a los com batientes de la
Resistencia en héroes, sino decirle al mundo, y sobre todo a
nuestro pueblo, que éramos perfectamente capaces de estable­
cer un país libre, independiente y digno, una vez que fuésemos
liberados. La idea fundamental era que no debíamos consentir
que Estados Unidos nos convirtiera en un protectorado, como
hizo en Asia más tarde.

G.: Pero en el cuarto volumen, que no llegó a publicar, iba us­


ted más lejos. Al parecer, decía que la violencia era un gesto
liberad or...

S.: Exacto. Cuando Mathieu se escapa y se une a la Resistencia,


encuentra la libertad, tal y como escribió Fanón más tarde: a
través del acto violento que persigue la liberación de los otros,
se obtiene la propia libertad.

G.: Pero mientras que usted escribía a favor de la Resistencia,


que estaba encabezada por los com unistas...

S.: El que dirigía a Combat era Camus, y no los comunistas.

G.: Pero cooperaban, ¿no?

S.: Por supuesto, eran la fuerza principal de la Resistencia. In­


cluso Jean Moulin cooperaba con ellos antes de ser capturado
[por la gestapo] . 10

183
G.: Pero al mismo tiempo que usted combatía con ellos, los
condenaba en sus escritos.

S.: ¿Se refiere al pasaje sobre Schneider del tercer volumen?

G.: Schneider es comunista, y usted habla de la creación, tras


la guerra, de un m ovim iento « p o r el socialism o y la lib e r­
tad» y ...

S.: Espere. Era comunista. Su verdadera historia aparece en el


cuarto volumen, que no acabé y que no se ha publicado, salvo
la parte que cuenta su amistad con Brunet, que también es co­
munista." Cuando Brunet es capturado de nuevo, se entera por
sus compañeros de que Schneider abandonó el partido a cau­
sa del pacto germ ano-soviético, como Nizan en la vida real, y
que, por lo tanto, es considerado un traidor. De hecho, Brunet
es molido a palos, así que decide escaparse con Schneider.
M ientras intentan evadirse, un guardia alemán les dispara
con una am etralladora; mata a Schneider y detiene a Brunet.
A continuación, quería escribir que Brunet vuelve a escapar­
se y se dirige a París, donde pregunta a la jerarquía comunista
por Schneider, y le dicen: «Ningún problema. Ahora Rusia y
Alemania están en guerra, así que todos vamos en el m ismo
barco». Entonces Brunet se vuelve como Schneider.

G.: Ése es el tema de su obra de teatro manos sucias.1*

S.: Exacto. A raíz de esa obra, los comunistas rompieron con­


migo por completo. Entre 1945 y 1953, hicieron todo lo p osi­
ble por calum niarm e. Publicaron un m ontón de artículos
repugnantes en Action,su periódico. Incluso mandaron a e s­
pías a Les Deux Magots [el café de Sain t-G erm ain -d es-P rés
donde se reunían los llam ados existencialistas] para escu­
char mis conversaciones con Castor, que tergiversaban en
gran medida.

i83
G.: Hasta que todo cambió con la campaña «Ridgway go home!»
1¡Vuelve a casa. Ridgway!], ¿verdad?

S.: Y también con el caso Henri Martin. Lo de Ridgway galva­


nizó a toda la izquierda, no sólo a los comunistas, sino tam­
bién a los burgueses liberales. Al ftn y al cabo, nadie quería
que aquel general, que no sólo había comandado a las tropas
estadounidenses sino también a las fuerzas fascistas del dic­
tador Syngman Rhee [de Corea del Sur], dirigiera la o t a n y,
para colmo, en Francia. No, para el partido comunista, el ca­
so Henri Martin fue más grave. ¿Lo recuerda usted, verdad?
Henri Martin era un marinero comunista que se negó a subir
a bordo de su barco, porque éste iba a Indochina a participar
en la guerra imperialista de Francia. Fue arrestado y ensegui­
da se organizaron todo tipo de manifestaciones y de huelgas,
así que el partido comunista me pidió que encabezara una de­
legación para ir a ver al presidente [Vincent] Auriol. Pero el
viejo político se negó a recibirnos. Bueno, en realidad, dijo:
«Por supuesto que recibiré al señor Sartre, por cortesía, pero
no a una delegación». Entonces yo le pregunté al comunista
que se encargaba del asunto, un ginecólogo llamado Dalsace,
si no recuerdo mal, si debía ir. El lo consultó con sus jefes, me
dijeron que sí y, como la cosa no cuajó, el partido comunista
me culpó a mí. Al final, Henri Martin acabó siendo liberado.
Pero el caso Ridgway fue lo que me convirtió en un aliado del
partido comunista. El hecho de que la o t a n se hubiera vuelto
un arma agresiva en la lucha de Estados Unidos contra Rusia,
en la que Inglaterra, Italia, etcétera, y nosotros, claro, sobre
todo nosotros, íbamos a desempeñar un papel importante; el
hecho de que Estados Unidos fuera, sin duda, el agresor, y de
que incluso deseara la guerra contra Rusia, todo eso cambió
nuestra visión de las cosas, fuera a favor o en contra. El caso
de Ridgway me convenció de que nuestro pequeño grupo, la
Tercera Fuerza, tal y como la llamábamos, no podía hacer nada
para salvar al mundo. A sí que me convertí en un compañero
de ruta, por decirlo de algún modo. No me gustaba, pero el

184
hecho de estar políticamente activo significa llevar una vida
esquizofrénica.

G.: Igual que durante la Ocupación, ¿no?

S.: No se imagina usted. Por una parte, trabajaba con los co­
munistas. Por otra, escribía para Combat, el periódico d irigi­
do por Camus, que odiaba a los comunistas. Además, tuve que
pedir a los censores alemanes que aprobaran dos de mis obras
de teatro, A puerta cerrada y Las moscas, pues tenía la esperan­
za de que transm itirían al público la idea de que el honor y
la integridad exigían resistir a los alemanes, al margen de las
consecuencias.

G.: ¿Cree usted que logró transmitir el mensaje?

S.: Creo que los críticos alemanes sí que lo entendieron. El


Pariser Zeitung,que publicaban en París las fuerzas ocupantes,
dijo que Las moscas era una buena obra pero dirigida contra
ellos. Por el contrario, las críticas francesas fueron espantosas,
y Dullin tuvo que retirar la pieza al cabo de cincuenta rep re­
sentaciones. Las críticas francesas, por supuesto, se negaron
a subrayar el hecho de que Orestes representaba la Resisten­
cia, y aunque acabara sintiéndose culpable por haber m ata­
do a los dirigentes, en su caso a su madre y al amante de ésta,
que sin duda eran los alemanes, tenía que hacerlo. La cues­
tión fundamental, que entonces nadie comentó, aunque los
alemanes la mencionaran en 1946, cuando montaron la obra
en Berlín, es por qué Orestes decide marcharse. ¿Por qué no
reina él? A ñn de cuentas, es el nuevo rey, pues ha matado a
sus padres, que eran los reyes. Los críticos alemanes posnazis
comprendieron que mi intención era dar una lección moral,
dar a entender que alguien sobre cuya conciencia pesa un ase­
sinato no puede reinar.

G.; No se siente culpable pero es culpable, ¿verdad?

l8 5
S.: Exacto. Orestes se lleva a las moscas consigo. Es su deci­
sión. Por lo tanto, como subrayaron los críticos alemanes, no
es un revolucionario.

G.: Cuando se montó la obra después de la guerra, ¿los críticos


franceses no llegaron a la misma conclusión?

S.: No. Esta pieza fue un fracaso en casi todas partes.

G.: ¿Cómo reaccionó su familia? Por aquel entonces, usted da­


ba clases en París, ¿verdad? Primero en el lycée Pasteur y des­
pués en el Condorcet, así que veía a su madre y a su padrastro
a menudo. ¿Fueron a ver su obra de teatro?

S.: Sí, y les gustó. Mancy era gaullista hasta los tuétanos, muy
patriótico. Se negaba a concebir siquiera la lucha de clases, pe­
ro estaba dispuesto a hacer todo lo que estuviera en sus manos
para apoyar el combate contra los nazis. Estoy convencido de
que si se lo hubiera pedido, incluso habría escondido a com­
batientes de la Resistencia, aunque tuviera que jugarse la v i­
da. Pero nunca se me ocurrió pedirle que escondiera nuestras
cosas, los panfletos, las máquinas Roneo [de mimeografía] o
los documentos.

G.: Según Castor, eran ustedes bastante descuidados...

S.: No se imagina usted cuánto. Bost iba por todo París con
la Roneo bajo el brazo, yo llevaba las octavillas en el maletín y
aun así me sentaba en un café durante largo rato, esperando a
que apareciera Merleau; cometíamos toda clase de errores así,
increíbles, que a veces le costaron la vida a algunas personas,
como a la novia de Merleau, a la que pillaron con unas octavi*
lias y fue deportada. Nunca regresó.

G.: ¿Merleau y usted eran amigos en aquella época?

186
S.: No. Pertenecía a nuestro grupo, pero en realidad no éramos
amigos. No olvide que aún no sabíamos la razón por la que h a­
bía roto con Zaza. Discutíamos mucho sobre filosofía. Estaba
a punto de publicar su Fenomenología de la percepción, y preten­
día que yo suprimiera algunas ideas suyas que había incorpo­
rado a El ser y la nada, porque todo apuntaba a que mi libro se
publicaría antes que el suyo.

G.: ¿Y las quitó?

S.: No.

G.: ¿Y él siguió formando parte del grupo?

S.: Pues sí, pero no era muy amigable.

G.: ¿Gamus formaba parte del grupo?

S.: No. Conocí a Camus en el estreno de Las moscas. Yo había


escrito una crítica de El extranjero en la que añrmaba que se
trataba de un libro muy importante, pero «del m om ento», co­
sa que ofendió un poco a Camus, así que discutimos un rato. Yo
me refería a que el libro tenía mucho sentido en aquellas c ir­
cunstancias, en plena guerra, bajo la Ocupación, ante nuestra
incapacidad de dar sentido a la vida cotidiana. El caso es que
nos entendim os. Camus no tragaba a los com unistas, aun ­
que formara parte de la unión de escritores, del c n e [Com i­
té National des Écrivains], como yo, que estaba dirigido, en
gran medida, por comunistas, como [Louis] Aragón y otros,
y aunque escribiera para su periódico clandestino, Les Lettres
Franpaises, en el que yo también escribía en aquella época.

G-: ¿No en t?
a
b
m
o
C

S.: No. Camus lo montó más o menos entonces, en 1943, creo,


pero yo no empecé a colaborar hasta mucho más tarde. Con

187
todo, nos entendíamos de maravilla. De hecho, cuando em­
pezamos a distribuir los papeles de A puerta cerrada, se me
ocurrió —y Dullin estuvo de acuerdo— que Camus podría in­
terpretar el papel de Garcin. Olga iba a interpretar a Inés, y su
hermana Wanda, a Estelle, pero Olga se enfermó,'3 y todo dio
un vuelco. En aquella época Camus y yo nos hicimos grandes
amigos. Le gustó Apuerta cerrada y, ahora que lo pienso, a la
larga acabó pareciéndose a Garcin, ¿no cree?

G.: En la medida en que Garcin se oponía al dictador, que en


aquella época eran los alemanes, y se juzgaba a sí mismo no
por lo que hacía, sino por lo que decía, sí. Eso es aplicable a la
actitud de Camus durante la guerra de Argelia, pero no durante
la Ocupación, ya que entonces Camus estaba muy comprome­
tido, sobre todo después de lanzar Combat.

S.: Tiene usted razón. En cualquier caso, fuimos amigos du­


rante mucho tiempo.

G.: ¿Hasta que Camus publicó hombre ?

S.: No, de hecho, tuvimos un pequeño desencuentro cuando


Merleau publicó Humanismo y terror, pues en ese libro afir­
ma que oponerse a un gobierno revolucionario significa ser
un traidor y, al darle la vuelta a la frase, que los traidores son
aquellos que se oponen a un gobierno revolucionario. En una
fiesta en casa de Vian empezó una pequeña pelea,’4 primero
entre Merleau y Vian, que era un anarquista y un ser humano
extraordinario, realmente fantástico, y luego entre Merleau
y Camus, que interpretó la declaración de Merleau como un
ataque personal. El tono fue subiendo hasta que Camus se fue
de la fiesta dando un portazo. Corrí tras él e intenté apaciguar­
lo, pero no regresó. Así que la pelea no fue conmigo, pero, a
partir de entonces, Camus pensó que yo compartía la opinión
de Merleau, lo cual era cierto. En cualquier caso, estuvimos un
poco distanciados por un tiempo, luego nuestra amistad volvió

188
a estrecharse hasta que Camus publicó, como ha dicho usted.
El hombre rebelde. Pero hasta ese momento, nos veíamos a m e­
nudo. Camus me pedía que firm ara todo tipo de peticiones,
que si la amnistía para tal, que si la liberación de cual, peticio­
nes que solía organizar Malraux, que entonces era un gaullista
fanático. No obstante, cuando le pedí que firmara la petición
para liberar a Henri Martin, el marinero encarcelado por n e­
garse a luchar en la guerra colonial de Francia contra In do­
china, Camus dijo que no, con el pretexto de que M artin era
comunista. Y, por supuesto, tampoco quiso unirse a la campaña
de «Ridgway go hom e!» [¡Vuelve a casa, Ridgway!], ni, poste­
riormente, denunciar la guerra que llevaba a cabo Francia en
Argelia. Pero está usted en lo cierto, fue la reseña de El hombre
rebelde por parte de Jeanson, la ridicula carta que Camus me
dirigió llamándome «señ or director de Les Temps Modemes» y
mi respuesta lo que nos hizo romper definitivamente.

G.: Y, después de su ruptura, usted nunca volvió a e s c r i­


bir para Combat, sólo para Les Lettres Frangaises, el periódico
del c n e .

S.: Creo que escribí algunos artículos, pero no como miembro


del equipo de Combat. Después de la guerra, cuando Combat
salió de la clandestinidad y se convirtió en un periódico legal,
el Gobierno estadounidense invitó a Camus, o a alguien de la
redacción, a viajar por Estados Unidos, y éste me preguntó si
quería ir, y acepté. Fue la ocasión en la que llegué unos días
antes para estar con su familia y reanudar mi vieja amistad con
Fernando y Stépha.

G.: E ir a ver la exposición de Mondrian en el m o m a , que usted


inmortalizó en el tercer volumen de Los caminos de la libertad.

S.: Le agradezco que lo exprese usted en estos términos, pero


la verdad es que hoy aquella conversación carece de sentido.

189
G.: Claro que tiene sentido. La idea de que el arte puede for­
mular preguntas importantes...

S.: ... no tiene ningún sentido para la gente. La verdadera pre­


gunta es: ¿para quién crea el artista?

G.: Supongo que en una sociedad de clases jerarquizada, se es­


cribe y se pinta para convencer a los burgueses de que se opon­
gan a las medidas más nefastas de la clase dirigente. moscas
se va a estrenar en La Cartoucherie. ¿Cómo será el público? La
gente no va al teatro.

S.: Es verdad, pero la pequeña burguesía, que sí va al teatro,


tiene más contacto con la gente que la alta burguesía. Y, ade­
más, existen las octavillas, los panfletos...

G.: La gente tampoco los lee.

S.: Algunas personas sí. Los distribuimos en sus lugares de


trabajo, junto con La Cause du Peuple, que recoge sus vivencias,
sus experiencias, historias del acoso que sufren en el trabajo.
Los chicos de La Izquierda Proletaria acuden a las fábricas, a
las tiendas, las paradas de autobús y las salidas del metro, y le
A

cuentan a la gente qué trae el periódico. Ese es el propósito


del periódico, tal y como lo concibió [Alain] Geismar. [Geis-
mar fue uno de los organizadores de la revuelta estudiantil de
1968, que enseguida fue conocida como el movimiento del 22
de marzo, por la protesta catalizadora que tuvo lugar aquel día].
A comienzos de 1969, cuando Geismar me presentó a algunos
miembros de ese movimiento para que pusiéramos en marcha
un periódico, y acepté participar, la idea fue reunir todas las
noticias que afectaran a la gente, de modo que si un trabajador
está contrariado por un nuevo reglamento en una fábrica, pue­
da enterarse de que están intentando imponer el mismo regla­
mento en otra fábrica, y si en algún lugar deciden secuestrar
al patrón para hacer presión a favor de sus exigencias, puedan

190
sentirse arropados al saber que otro patrón también ha sido
secuestrado en otra filial. Y funciona. Recuerde lo que pasó en
Contrexeville. Los trabajadores de aquella fábrica no habían
hecho ninguna huelga en treinta años, hasta que al fin deci­
dieron. después de una larga charla con La Izquierda Prole­
taria. hacer un paro de una hora, sólo de una hora, un día en
concreto de la semana siguiente. Cuando empezaron la huelga,
su causa era bien conocida gracias a un artículo especial de
Cause, así que otros obreros acudieron a darles apoyo. En un
abrir y cerrar de ojos, votaron seguir en huelga hasta que con­
siguieran sus reivindicaciones. La huelga duró tres semanas,
y ganaron, pero no porque algún jefe sindical, desde su des­
pacho de París, la hubiera ordenado, sino porque los obreros
aprendieron a manejar el poder de los trabajadores, el poder
de la base. El cometido de La Izquierda Proletaria no fue en ­
señar —los intelectuales no pueden enseñar a la clase traba­
jadora—, sino informar, explicar lo que habían hecho otros y
A

por qué. Esta es la tarea principal de La Cause.

G.: ¿No cree usted que serían más eficaces algunas películas
revolucionarias distribuidas a gran escala?

S.: Rodar y distribuir películas de ese tipo requiere mucho


dinero... Pero a veces funcionan, como La sal de la tierra o La
batalla de Argel, o incluso Queimada, aunque ésta era dem a­
siado elitista, estaba realmente dirigida al mundo intelectual,
¿no cree?*5

G.: Tiene usted razón, pero en clase resulta una herramienta


fantástica. Es una película extraordinaria que permite que los
estudiantes comprendan que quienes practican la explotación
en el tercer mundo predican la democracia y la libertad.

S.: Antes eran los ingleses y, hoy en día, los estadounidenses...


Intenté plasmarlo en mi adaptación de El cñsol [más conocida
como Las brujas de ]S
lemde Arthur Miller.
a

191
G.: En 195.3. cuando Miller escribió esa obra de teatro, su pro­
pósito era combatir el macartismo. Cundo usted la adaptó cua­
tro años más tarde, se centró en la lucha de clases entre los
pobres de Salem y sus ricos explotadores, pero, en esencia, se
trataba de la misma lucha, ya que el senador [Joseph] McCarthy
era un simple peón de la clase dirigente estadounidense que
trataba de impedir el éxito de la élite de izquierdas. La cues­
tión fundamental, no obstante, es la siguiente: ¿puede el arte
ser revolucionario? Usted parece sostener que sí en Qu’est-ce
que la littérature? [¿Qué es la literatura?].

S.: Bueno, no del todo. Decía que un buen escritor no puede


ser reaccionario o, para ser más preciso, colaboracionista.

G.: Eso enlaza con la conversación sobre Dos Pasos que man­
tuvimos durante la comida.

S.: Exacto. ¿Empezó a escrib ir mierda porque se volvió de


derechas, o sus ideas políticas casi fascistas lo convirtieron en
un escritor de mierda?

G.: ¿Y [Louis-Ferdinand] Céline? ¿0 Saúl Bellow? ¿ 0 , en arte,


Nicolás de Staél, el confidente de la policía?

S.: Debemos situar nuestra discusión en su contexto. Guando el


arte era una experiencia burguesa, la mayoría de los escritores
no se preocupaban por la política, a no ser que estallara algún
conflicto. Como Dostoievski, que se volvió creyente después de
enfrentarse a un pelotón de ejecución, o Tolstói, que reaccionó
a la invasión de Napoleón. En cualquier caso, los escritores no
se engañaban respecto a su público, ya que por aquel enton­
ces la gente no sólo no leía, sino que no sabía leer. Piense en
Victor Hugo. Era un gran escritor de cancioncillas, se podría
decir, un charlatán, hasta el golpe de Estado de 1848. Entonces
se hizo socialista y escribió obras de teatro que desafiaban al
Estado, que proclamaban la libertad humana.
G.: Y que. no obstante, sólo leen o van a ver los burgueses.

S.: Porque, en aquella época, sólo esa clase, la pequeña burgue­


sía. podía exigir y llevar a cabo cambios. Pero las cosas ya no
son así. Hoy, la gente es el motor del cambio, así que el com ­
promiso de un escritor debe enmarcarse en ese contexto.

G.: Con todo, ¿quién va a leer su Flaubert? ¿Y qué cambios pue­


de desencadenar su ert?
b
u
la
F

S.: Es verdad, ésa es mi contradicción. Sin embargo, Flaubert


mostró lo repugnante que era la alta burguesía...

G.: ¿Puede usted imaginarse a algún obrero leyendo El idiota


de la fam ilia?

S.: No, es verdad, pero mi público cambió mucho en 1968; de


hecho, todo cambió. Hasta entonces, un escritor de izquierdas
escribía para la burguesía de izquierdas, con la esperanza de
inspirar alguna reforma. Después del 68, tuvo que elegir: ¿me
contento con promover reformas o deseo una reestructuración
total de la sociedad? Si elijo esto último, significa que debo
reconocer que el mundo está inmerso en una lucha de clases
omnipresente, y aunque yo sea un burgués por nacimiento, por
educación, por talento y por oficio, debo unirme a aquellos que
luchan contra esta clase.

G.: ¿Com oAm ílcar Cabral?16

S.: Cosa que, en realidad, es muy dura, ya que uno debe enfren­
tarse a la lucha con toda clase de certezas que da por sentadas.
¿Sabía usted que cuando mi obra de teatro Laputain respectueuse
[La puta respetuosa] se montó en Rusia, en una sala popular, el
final dejó desconcertados a los obreros del público? No podían
entender por qué la prostituta acaba de parte de los policías.
¿Y qué ha sido de su conciencia social?, preguntaban. Y, en

193
1946. cuando pasé por Harlem con Richard Wright, la gente
que se nos acercaba, porque lo conocía, daba por hecho que
yo era rico porque era blanco y que Wright era pobre por­
que era negro, cuando, en realidad, su novela Hijo nativo, que
había sido un éxito de ventas, lo había hecho mucho más rico
que yo. De modo que no se puede ignorar el contexto. Ahora
mismo, yo soy una contradicción en el seno de la burguesía.
Escribo libros que sólo lee la burguesía, pero también colaboro
con un periódico dirigido a la gente y que, sorprendentemen­
te, la gente lee.

G.: Pero esa es la razón por la cual usted es tan conocido.


¿Qué debe hacer un autor joven y politizado que quiera tener
éxito?

S.: Es una pregunta difícil. Tendría que encontrar un estilo


nuevo que, de algún modo, no sólo situara la escritura, sino
también al escritor, en la realidad.

G.: Pero la realidad cambia continuamente.

S.: Pues sí. Pongamos el caso, por ejemplo, de Las moscas. Es­
cribí aquella obra de teatro para convencer a los franceses
de que, en efecto, asesinar a un alemán significaba ser culpa­
ble de asesinato, pero que moralmente, era lo correcto, aunque
quien cometiera un asesinato no encontraría consuelo moral
en el acto en sí. Pues bien, en 1946, en Berlín, un grupo de
alemanes resistentes, de amigos y familiares de gente asesi­
nada por los nazis por haber distribuido octavillas, cosas así,
montaron la pieza. No se imagina lo crítico que fue el público.
¿Por qué Orestes se marcha solo? ¿Por qué no ejerce el puesto
de rey liberador? ¿Qué pretende dar a entender la historia de
un héroe que asesina a los dictadores de la ciudad y luego se va
solo, diciéndole a la ciudad que se las arregle? Qué héroe tan
ridículo, romántico y solitario. Pues bien, tenían razón. Cuando
escribí Las moscas, resultaba inconcebible que la Resistencia

194
tornara el poder, que se convirtiera en la nueva fuerza dirigente.
Durante la guerra, todo el mundo pensaba que la Resistencia
no perseguía el poder. Así lo veia Camus. Y Mauriac. E incluso
Malraux. aunque sospecho que por aquel entonces ya había em ­
pezado a conspirar para unirse al círculo de De Gaulle. a ñn de
formar parte del futuro Gobierno. Pero todos nos equivocamos.
En cuanto terminó la guerra, todos los grupos de la Resistencia
—bueno, no todos, pero la mayoría— empezaron a maniobrar
para obtener el poder.

G.: He oído decir que deseaba usted que Malraux se incorpo­


rara a LesTemps Modemes.

S.: Se lo propuse. Fui a visitarlo al sur en 1943. Le enseñé el


proyecto de socialismo que había elaborado...

G.: ¡Oh!, ¿así que llegó usted a escribir un proyecto? ¿Un pro­
grama?

S.: Sí, pero no le interesó. Ya estaba pensando en unirse a De


Gaulle. Y perdí el programa en el tren, de vuelta.

G.: Así que, en 1943, sus inquietudes ya eran candentes, por


así decirlo.

S.: Bueno, no, quiero decir que el socialismo era perfectamen­


te aceptable para un pequeñoburgués, ¿no? Yo aún era un in ­
dividualista. Mi experiencia en el stalag todavía no me había
llevado a un cuestionamiento radical de mis ideas. Al ftn y al
cabo, en El ser y la nada había escrito que ser Lenin o embo­
rracharse es lo mismo: actos individuales que pertenecen al
individuo. Por supuesto, si los alemanes se hubieran embo­
rrachado y nos hubieran dejado en paz, todos habríamos sido
más felices, pero en términos de actos individuales, cada cual
era igual de responsable. Un acto no tiene carácter moral, sólo
sus consecuencias. Aquello fue en 1943.

x95
G.: Castor dice que a usted le parecía que la obra de [Alberto]
Giacometti. al que frecuentaba en aquella época, encarnaba
aquella concepción.

S.: Lo que veía en su obra era un pensamiento esencial, por


llamarlo de algún modo, toda la sociedad contenida en un solo
individuo, pero no las contradicciones de la sociedad. Ahí es­
tábamos, invadidos por los alemanes, ocupados por los ale­
manes, que nos decían lo que podíamos hacer y lo que no.
Odiábamos a los alemanes, en fin, a los nazis, y nos preguntá­
bamos qué pasaría después, como en La peste, ¿sabe?, la no­
vela de Camus. Estábamos ocupados, algunos de nosotros se
oponían, otros morían. Eso es todo. Pero era completamen­
te falso, y Camus se equivocaba. Todos nos equivocábamos:
los alem anes no eran la peste, y no estábamos ocupados por
una peste, sino por seres humanos, que hacían lo que hacían
por culpa del tipo de sociedad que habían creado los seres hu­
manos, aquí, allá y en todas partes. Pero ninguno de nosotros
pensaba así en 1943. Creíamos que era cosa de los malvados
nazis que nos decían qué podíamos hacer, y algunos de noso­
tros, a quienes no nos gustaba, reaccionábamos matándolos.
Camus se equivocaba estrepitosamente: no se trataba de una
plaga incom prensible, sino de una invasión de seres huma­
nos procedentes de una sociedad que era preciso comprender,
seres humanos que ocupaban otra sociedad que también era
preciso comprender.

G.: ¿Y cuándo lo comprendió usted?

S.: Paulatinamente. Después de la guerra. Pero las cosas se en­


venenaron tan deprisa que fue difícil hacer balance. Yo había
trabajado con los comunistas durante la Resistencia, pero de
repente me atacaban violentamente en su periódico,
sobre todo porque intentamos formar una Tercera Fuerza que,
por supuesto, no funcionó. A sí que, la verdad, me mantuve
alejado de la política después del fracaso de la Tercera Fuerza.

196
En realidad, seguíamos publicando el periódico, que adqui­
rió mucho prestigio por su independencia. Nuestro grupo se
fue volviendo más sólido. Estaban Bost y su compañero, Jean
Pouillon, que también había sido alumno mío, y del que he se­
guido siendo amigo toda la vida, todavía hoy. Veíamos mucho
aVian y a su mujer, Michelle, a quien, como sabe, le encanta­
ba bailar. Y yo trabajaba con Dulliny otra gente en el montaje
de mis obras de teatro. También hice películas; escribí varios
guiones, como Les jeux sontfaits [La suerte está echada], que
llegó a rodarse. Fue una época en la que dedicábamos mucho
tiempo a divertirnos, a ir a discotecas, caminar por la montaña
o viajar al extranjero.

G.: Al parecer, siempre que viajaba usted era con Castor, sólo
con Castor.

S.: No siempre. A veces, Lanzmann venía con nosotros. Pero


es verdad que compartimos los viajes importantes, es decir,
los viajes que considerábamos una experiencia de aprendizaje
político, como cuando fuimos a Egipto para conocer a [Gamal
Abdel] Nasser o, más tarde, cuando fuimos a conocer a Fidel
[Castro], o a Rusia, aunque allí fuera yo solo.

G.: ¿Sigue siendo así?

S.: Más o menos, excepto cuando fuimos a Israel con Pierre.

G.: ¿Se reñere a Bloch, es decir, a Pierre Víctor, el jefe de La


Izquierda Proletaria? [Pierre Victor y Pierre Bloch eran los dos
seudónimos del activista político y ftlósofo Benny Lévy].'7Algu­
nos de mis estudiantes que forman parte de La Izquierda Pro­
letaria me han contado que es una especie de estalinista...

S.-. Me temo que sí. Yo no quiero formar parte de La Izquier­


da Proletaria, sino ser un simple miembro del consejo de re ­
dacción de su periódico. Además, soy el director oficial del

*97
periódico, pero no quiero implicarme en La Izquierda Pro­
letaria propiamente dicha. Si me piden que vaya a hablar con
alguien, o que me una a un piquete de huelga, cosas por el es­
tilo, lo haré, pero quiero mantenerme al margen de los deba­
tes internos. Pierre es de una brillantez indiscutible. Quiere
que La Izquierda Proletaria sea un partido que escuche a la
gente, en especial a los trabajadores de las grandes empresas,
pero también de las pequeñas, y sólo se vuelca en sus necesi­
dades. Es muy dogmático en esta cuestión. Al parecer, no ha
permitido ninguna alternativa. Dice que su objetivo es desa­
rrollar un partido formado por militantes a tiempo comple­
to. totalmente transparente, abierto sólo a los trabajadores.
Ya veremos.

G.: También dirige usted Vivela Révolution, que es


talmente trotskista, ¿verdad?

S.: No del todo. Desde 1968, estas etiquetas se han difumi-


nado. Pero a diferencia de La Cause, en el que realmente par­
ticipo. es decir, acudo a las reuniones de la redacción, reviso
todos los artículos —bueno, sólo cuando puedo—, en Vive la
Révolution sólo di mi nombre cuando la policía quiso detener al
director, y ahora se ha armado un lío con esa octavilla...

G.: ¿Sobre los policías que dan heroína a los prisioneros?

S.: Exacto, alguien la añadió al periódico, no sé dónde, yo no la


vi, y los chicos del lycée la han sacado de contexto y han produ­
cido un panfleto explicando toda la historia, y puede causarme
muchos problemas, porque yo seré el responsable no sólo del
periódico, sino también del panfleto, y no es verdad.

G.: Révolution no es el mismo tipo de periódico, ¿no?

S.: LaCause ha sido —quiero decir, es— concebido como una he­
rramienta de organización. Prevemos que pronto lo prohibirán,

198
esperemos que no hasta dentro de unos meses, el tiempo nece­
sario para crear centros del periódico en toda Francia; ése es el
objetivo. A la larga, el periódico se convertirá en una publica­
ción clandestina, como LesLettres y Combat durante
la Ocupación alemana. Recogerá noticias sobre trabajadores
y campesinos de toda Francia, pero para eso es necesario que
los centros los creen los propios trabajadores y campesinos,
que operen de forma clandestina y medio independiente, de
modo que si un grupo es detenido, ello no impida que se pu ­
blique el periódico. Este es el plan, en el que están trabajando
a destajo. Los otros periódicos, supongo que ya los ha v is ­
to usted todos — Révolution,Tout, Vive la Révolution!, La Parole
du Peuple— sólo utilizan mi nombre porque el Estado no se
atreve a detenerme. Pero si la cosa se complica, sacarán una
nueva ley que perm ita detener a cualquier colaborador del
periódico, no sólo al director. De hecho, las cosas ya están
cambiando, pues me han acusado de difamación. Me van a
poner una multa considerable, que acarreará la prohibición
de Révolution.

G.: Toutya no se publica, aunque intentan recaudar dinero para


volver a sacarlo.

s.: Todos esos periódicos dejarán de publicarse porque no in ­


tentan echar raíces en las fábricas ni en las granjas, sino que
funcionan como si fueran periódicos burgueses. Resulta evi­
dente si se compara su lenguaje. Révolution y Tout no están es­
critos como L ’Humanité y Ce Soir, los diarios comunistas, pero
se amoldan a la composición clásica y a la maquetación de la
prensa tradicional. Compárelos con Cause. El lenguaje es
radicalmente diferente. El de La Cause es brutal, incluso vio ­
lento, directo, simple, incluso simplista, pero es intencionado.
De hecho, está escrito en el lenguaje con el que se expresan
los trabajadores contestatarios entre sí. Sólo por el lenguaje
ya es ilegal.

199
G.: Pero si se ilegaliza, surgirán toda clase de problemas, co­
mo dónde imprimirlo, cómo distribuirlo, etcétera. En tal caso,
¿cada grupo publicarla su propia versión?

S.: No, ya sabe que en Francia estam os acostum brados a la


prensa clandestina. Nos las arreglamos durante la Ocupación
y, hace poco, durante la guerra de Argelia, florecieron toda cla­
se de periódicos partidarios del Frente de Liberación Nacional.
Jeanson incluso publicó una revista impresa en papel satinado,
completamente ilegal, ya que llamaba a la resistencia activa
contra el Gobierno francés, a la sedición pura y dura.

G.: Sí, pero el Gobierno no persiguió a los colaboradores de la


revista, como hubieran hecho los alemanes. Además, Jeanson
utilizó su propio nombre, y no un seudónimo, y le hizo aquella
célebre entrevista en la que usted reconocía quién era.

S.: Es verdad, pero si se prohíbe La Cause, podrían confiscarlo


cuando se distribuya, en las fábricas, en los cafés, en los su­
perm ercados, y nuestros hombres deberán estar preparados
para ello, así como para la posibilidad de que echen a cualquier
trabajador al que vean leyéndolo.

G.: ¿Y cómo se van a preparar?

S.: ¿Se acuerda usted de nuestras fiestas’ durante la Ocupa­


ción? A causa del toque de queda, que duraba hasta las seis o
las siete de la mañana, solíam os estar de ñesta hasta esa ho­
ra, para que ninguno de nosotros fuera detenido al regresar
a casa a hurtadillas. Aquello se convirtió en una costumbre, y
enseguida empezamos a hacer fiestas, como las llamábamos,
tan sólo para divertirnos, sin necesidad de que se hubiera con­
vocado ningún consejo de redacción ilegal. Pues eso es lo que
estamos intentando organizar ahora en ciudades obreras y en

* En castellano en el original. (N. de la T.)

200
centros agrícolas: que la gente se reúna para publicar y d istri­
buir LaCause P
ueuple. y que de paso se divierta.
d

G.: Eso me hace recordar mi encuentro con Ho Chi Minhy Pham


Van Dong, el primer ministro de Vietnam del Norte, en 1966.
Ya estaban al corriente de lo que hacíamos en Estados Unidos
contra la guerra, pero Pham quiso conocer algunos detalles,
y mientras se los explicaba, observé que Ho hacía un gesto de
asentimiento, que interpreté como si éste pensara: «No es gran
cosa», así que empecé a exagerar un poco, y cuando Ho volvió a
hacer el mismo gesto, exageré aún más. Entonces me interrum­
pió. «¿Y cuándo se divierten? —preguntó, y a continuación aña­
dió—: Un revolucionario que no se divierte se cansa » , y Pham
respondió: «Un buen revolucionario debe amar la vida».

S.: ¡Fantástico! ¡Sólo por eso van a ganar! Lo recordaré. ¡Es


genial! ¡Y completamente cierto!

G.: Espere. Hay un problema. Por ejemplo, ¿qué pasaría con


la fiesta si se enteran de que otro grupo que estaba de fiesta ha
sido rodeado, torturado y, por último, ejecutado? ¿Seguirán de
fiesta? No digo que vaya a ocurrir en Francia si la policía rodea
a un grupo en Saint-Étienne, pongamos, pero si el grupo en
cuestión es declarado ilegal, entonces seguro que les pegan.
Al fin y al cabo, no existe ni una sola fuerza policial en todo el
mundo que no disfrute pegando a la gente. ¿Qué pasaría si los
grupos se asustan?

S.: De hecho, ya pasó durante la Ocupación. No en mi grupo, ni


en los grupos que frecuentaba, pero pasó. Y, por supuesto, nos
afectó. Recuerdo que, en una ocasión, al enterarnos que habían
detenido a un grupo que transportaba medicamentos y m uni­
ciones, nos pasamos toda la supuesta fiesta hablando de ellos,
explicando quiénes eran a aquellos que no los conocían, así
que no hubo fiesta. Con todo, la ilegalidad tiene algo especial.
Instaura una igualdad, un vínculo entre todos, sean conocidos
o desconocidos, que dice: por el bien de todos, ¡sigamos! E,
instintivamente, comprendimos que seguir significaba conti­
nuar la fiesta. La verdad es que no éramos tan inteligentes ni
tan experimentados como Hoy Pham. pero nosotros también
sentimos lo que le dijeron a usted. Y creo que la gente de La
Cause du Peuple también lo siente. Lo intuí en las discusiones.
Y, ¿sabe?, también lo sentían todos los que venían a las fiestas,
aunque no compartieran la causa por la que hacíamos la fies­
ta. Como el escritor Georges Bataille. Estaba de nuestra parte,
pero no participaba. O Castor, que no escribía ni nos ayudaba
a distribuir el periódico, pero estaba con nosotros y venía a
nuestras fiestas. O Picasso.

G.: ¿Era un habitual?

S.: No, no, pero cuando el escritor comunista Michel Leiris


montó aquella pequeña obra de teatro escrita por Picasso, éste
estuvo presente, y nos pasamos toda la noche juntos; de hecho,
gran parte de nosotros interpretaba algún papel, y Camus era el
protagonista. Pero no fue así desde el principio. Nuestras fiestas
empezaron en el 42, quizá un poco antes, en el 41, pero sobre
todo en el 43 y el 44. Antes, estábamos sumidos en nuestra cié­
naga. En 1939 y 1940 nos aterraba la perspectiva de morir y de
sufrir por una causa que nos repugnaba, es decir, por una Fran­
cia repugnante, corrupta, ineficiente, racista, antisemita, dirigi­
da por los ricos para los ricos; nadie quería morir por eso, hasta
que, bueno, hasta que entendimos que los nazis eran peores.

G.; Parece que no le gustaban demasiado los franceses...

S.: Eran malvados, egoístas, mezquinos y arrogantes, y muchos


siguieron siéndolo durante la Ocupación, colaborando, denun­
ciando a judíos para apropiarse de sus casas, sus muebles y
otras cosas. Castor contó la historia de [Jean-Pierre] Bourla,
un maravilloso pintor judío al que todo el mundo adoraba, cuya
novia judía fue denunciada por otra mujer que lo deseaba a él,

30 ?
con el resultado inesperado, para ésta, de que quien fue arres­
tado. deportado y asesinado fue él. y no su amante. Eso pasaba
una y otra ve/.. No. no se podía defender a Francia, pero m u­
chos intelectuales lo hicieron porque el nazismo aún era peor.
Es cierto, algunos colaboraron, pero, en su mayoría, quienes
colaboraron con los nazis lo hicieron por razones ideológicas.
Como [Pierre] Drieu La Rochelle y [Robert] Brasillach, que
hicieron campaña para exterminar a todos los judíos, pero no
para sacar unos francos de los bolsillos de los m uertos.18 La
mayoría de los intelectuales fueron resistentes, activos o pasi­
vos. Pero no nos hicimos resistentes porque amáramos Fran­
cia, sino tan sólo porque odiábamos aún más el nazismo. De
hecho, yo siem pre tuve celos de su padre. Adoraba la vida.
Siempre estaba alegre, siempre estaba celebrando algo. Y se
fue al encuentro de su propia muerte, conscientemente, con­
vencido de su causa; es más, orgulloso de su causa, no sólo
antifranquista, ni anticlerical, ni antifascista, sino por la R e­
pública, por el socialismo, por la vida.

G.: ¿Y cómo encajan [Charles] Maurras, Drieu y Brasillach en


su teoría de que un buen escritor no puede ser reaccionario?

S.: Eso es ahora, hoy en día. Esos escritores se volvieron de ex­


trema derecha porque estaban completamente desengañados
por la idea de democracia que imperaba en su país. Observa­
ban que, pese a todo, reinaba la corrupción, la estupidez y la
falta de libertad. Hoy en día, aunque Estados Unidos no perm i­
ta la libertad cuya existencia proclama, aunque cualquier de­
mocracia sufra su propio McCarthy, su Comité de Actividades
Antiamericanas, su f b i y sus políticas secretas, su Deuxiéme
Bureau y sus zes'9
u
ro
a
b, nadie en su sano juicio puede añrmar
que la derecha es más humana que la izquierda. Hoy resulta
imposible ignorar los hechos más reveladores.

G.: ¿Eso piensa usted? ¡Mire a Estados Unidos! La gran m a­


yoría de estadounidenses cree que la invasión y la destrucción
sistemática de Vietnam estaban justificadas, a fin de detener
el efecto dominó del comunismo.

S.: La propaganda estadounidense funciona, de eso no cabe


ninguna duda, con la gente que no lee ni escucha, pero no con
los intelectuales. Si éstos se dejan convencer, es por dinero,
por vanidad o porque desean ser idolatrados por la espantosa
prensa estadounidense. Pero, como comentamos el otro dia,
hoy en día escriben mierda, como Steinbeck.

G.: En Estados Unidos también hay intelectuales buenos, es­


critores buenos, que son muy progresistas, pero no de izquier­
das, escritores como [Bernard] Malamud, [E. L.] Doctorow,
[Kurt] Vonnegut, [Norman] M ailer...

S.: Espere. He leído El libro de Daniel [de Doctorow] y Mata­


dero cinco [de Vonnegut], Esos autores están de nuestra parte,
Gerassi, digan lo que digan los críticos. Tal vez no han experi­
mentado la toma de decisiones colectiva, el hecho de formar
parte de una verdadera colectividad en la que todo el mundo
es igual, pero ahí están. Es usted injusto con ellos. Relea Los
desnudos y los muertos. Ese es el verdadero Mailer. Su amigo, el
amigo de su padre.ao Estados Unidos no ha sufrido una inva­
sión, ni una ocupación extranjera, ni una dictadura sangrienta,
así que a sus intelectuales les cuesta desear un vuelco estructu­
ral. Siguen atascados con las reformas. Es normal. Pero cuando
llegue la revolución, estarán de su parte.

G.: Dentro de un siglo.

S.: Recuerde que nosotros empezamos hace siglos, y apenas


hemos comenzado a entenderlo. Nuestras grandes revolucio­
nes, y no sólo me refiero a Robespierre, sin o ...

G.: A Orestes, Goetz, H oederer...


S.: Exacto, también ellos fueron reformistas.

G Y subjetivistas, individualistas y moralistas.

S.: Exacto. Jamás entendieron que el cambio es colectivo. No


puede llevarse a cabo desde arriba. Debe surgir desde abajo,
y eso significa colectivamente. La moralidad no puede im po­
nerse desde arriba. De hecho, la moralidad no es posible en
un mundo de individuos, por eso yo nunca he podido escribir
una ética. Y por eso escribí la Crítica de la razón dialéctica, a fin
de explicar que la plenitud del ser humano es colectiva. El ser
y la nada fue un ejercicio individual. La Crítica es la base de
una ética.

G.: ¿Sigue usted trabajando en ella?

S.: Es difícil. Aún lo intento. Es muy difícil.2'


DICIEM BRE DE 19 7 1

G e h a ssi : Volvamos a la guerra. He releído dos artículos [«L a


République du silen ce» (La república del silencio, 1944) y
«París sous l ’Occupation» (París bajo la Ocupación, 19 4 5 )’
reproducidos en Situationsm(Situaciones m , 1949)] en los
que habla usted del temor a la muerte y la tortura, aunque sea
indirectamente. En el primero, que es muy conocido, escribió
usted que nunca fue tan libre como durante la Ocupación; en el
segundo, que escribió usted para los lectores ingleses, añrmó
que todos los franceses sufrieron a causa de la Resistencia.

Sa b tr e : Espere. Pongamos los artículos en perspectiva. El p ri­


mero, desde un punto de vista fdosóñco, está perfectamente
claro, ¿no? Durante la Ocupación, sólo teníamos dos opcio­
nes: colaborar o resistir. Uno no podía permanecer neutral si
los alemanes lo detenían durante una redada en un café por el
simple hecho de estar ahí y de que algún agente de la gestapo
hubiera dicho que un grupo clandestino se reunía en aquel ca­
fé. Uno acababa siendo torturado, como todo el mundo. Tanto
daba quién fuera o qué hiciera; a no ser que fuera un colabo­
rador y tuviera un carné de identidad especial que otorgaban
los alemanes, era encarcelado, torturado y, probablemente,
asesinado. Así que cualquier francés era libre para elegir en ­
tre formar parte de la Resistencia, aunque sólo fuera en su ca­
beza, aunque en realidad no hiciera nada, o ser un enemigo.
Pero esa elección tenía implicaciones. En sus cabezas eran re­
sistentes, de modo que si un combatiente de la Resistencia le
pedía que lo escondiera, uno debía esconderlo, así que era un
resistente consciente. Bien, pues el segundo artículo lo escri­
bí para explicarle a los ingleses cómo esa elección afectaba a
la vida cotidiana. Nos aterraba, todos los días, hiciéramos lo
que hiciéramos, dondequiera que estuviéramos, que un des­
tacamento alemán, salido de la nada, invadiera nuestra calle,
nuestro bloque, nuestro edificio, lo que fuera, cerrara todas
las salidas y apresara a todo el mundo. Aquello ocurría sin ce­
sar, sobre todo después de que la red clandestina empezara a
disparar sistemáticamente a todos los oficiales alemanes. Re­
cuerde la regla de los alemanes: diez franceses por cada oficial
asesinado, luego cincuenta y al final cien. Sin discusión, sin
excusas. Si uno estaba en el lugar equivocado en el momen­
to equivocado, lástima. Adiós. Es una vida espantosa, ¿no le
parece? La arbitrariedad de la vida bajo los nazis, idéntica a
la arbitrariedad de la vida bajo Dios. No obstante, cada uno
de nosotros, conociéramos o no a algún resistente, aceptába­
mos esa posibilidad, en la medida en que habíamos decidido
libremente no ser colaboradores, lo cual significaba ser resis­
tentes. Y ser asesinado no era lo peor. Lo que más nos aterraba
era la tortura. Si resultaba que sabía algo, aunque sólo fuera el
nombre de uno o dos verdaderos resistentes, o ni siquiera eso,
el nombre de alguien que había dicho que al final ganaríamos
la guerra, ¿cuánto tiempo podría resistir, cuál era mi límite?
Aterrador.

G.: No todos los que iban a sus fiestas eran resistentes activos,
¿verdad?

S.: No, eran precisamente el tipo de gente que creía, taly como
había dicho De Gaulle, que Francia había perdido una batalla
pero no la guerra. Como [Armand] Salacrou.1

G.: ¿Era un resistente?

S.: No, pero era antialemán. Y lo atormentaba la idea de ser


torturado. Hasta que uno no es torturado, decía, no puede co­
nocer sus propios límites.

208
G.: Y. no obstante, se jugaba la vida al participar en aquellas
fiestas.

S.: No. se jugaba la vida al no ser un « co lab o » . Lo sabía, y


nosotros también. Es lo que intenté hacer comprender a los
ingleses, que no nos tenían respeto. Ellos sufrían bombardeos,
y pérdidas continuas y creían que nuestra vida era bastante
plácida, que nos entreteníamos en los cafés, y no podían e n ­
tender nuestra angustia, nuestro terror, sobre todo después de
la guerra, cuando los periódicos describieron nuestras ñestas,
que no eran más que la consecuencia del terror que sentíamos.
Eso es lo que intenté explicarles.

G.: De todas formas, durante la Ocupación, no es eso lo que usted


intentaba conseguir a través de sus ñestas, sino dar a entender
que «Francia seguía», por decirlo de algún modo, ¿verdad?

S.¡ Lo que voy a decirle desconcertará a muchos combatientes,


sobre todo a aquellos que sacrificaron su vida, o a sus fam i­
lias, pero el caso es que nuestra Resistencia no desempeñó un
gran papel. Quiero decir que, visto en perspectiva, ¿qué con­
siguió? ¿Acaso forzamos a los alemanes a mantener cuarenta
divisiones en nuestro país, como los partisanos yugoslavos?
De acuerdo, hicimos saltar por los aires algunos trenes, y m a­
tamos a unos cuantos oficiales, pero, en el conjunto de la gue­
rra, eso no es nada. Aunque no es eso lo que cuenta, sino que
el propósito de la Resistencia era decir a todos los franceses
que estábamos unidos contra los alemanes, que podían ganar
la guerra, pero nunca la paz, porque todos estábamos unidos
contra ellos. Por eso la película La tristeza y la piedad [un do­
cumental de Marcel Ophtils] —¿la ha visto usted?— está com ­
pletamente equivocada. Por supuesto que hubo un montón de
«colabos» que eran capitalistas fascistas de extrema derecha
(Tue temían el auge del socialismo, o canallas que sim plem en­
te querían que ganaran los nazis para robar las propiedades
y las posesiones de los judíos. Antes de la guerra, la sociedad
francesa estaba podrida, de eso no cabe duda, pero, podrida
o no. era francesa, estaba dirigida por franceses podridos, si
quiere, pero en beneficio de los capitalistas franceses. Pero ni
siquiera éstos, los capitalistas franceses, querían someterse a
los quizá no tan podridos capitalistas alemanes. Y nuestra tarea
consistió en decirle a todos los franceses que los alemanes no
*

nos gobernarían. Ese fue el cometido de la Resistencia, y no el


hecho de volar unos cuantos trenes o puentes aquí o allá. Esos
actos de sahotaje nos subieron la moral, y ése era su verdadero
propósito. Ningún resistente creía de verdad que podríamos
vencer al Tercer Reich haciendo saltar por los aires unos cuan­
tos trenes. Y porque manteníamos viva la llama de Francia, por
muy podrida que estuviera, los alemanes sabían que éramos
peligrosos y que debían matarnos.

G.: Pero en esos dos artículos usted parece decir que cuando
se trataba de decir quién era «colabo» y quién no. no hacían
juicios de clase.

S.: Espere, sí y no. No olvide que uno de los primeros artículos


que escribí para Les Lettres Franfaises, «Socialism e et liberté»
[Socialismo y libertad], sostenía que la verdadera libertad, la
que no se oculta con mala fe, sólo puede existir en el seno de
una colectividad, es decir, en un régimen socialista. Pero es
verdad, en los dos artículos que cita usted no afirmé que la cla­
se capitalista fuera necesariamente colaboracionista. Dependía
del interés privado de cada capitalista.

G.: Pero ¿consideraba usted a la burguesía una clase colabora­


cionista?

S.= De nuevo, sí y no. Cuando llegaba a Les Deux Magots, sa­


ludaba al dueño como de costumbre. Sabía que su interés era
nuestro interés. A los pequeños tenderos, a los mandos inter­
m edios no los considerábam os « co lab o s» . Quizá al princi­
pio, pero enseguida nos dimos cuenta de que sabían que nunca
volverían a disfrutar de su estilo de vida de antes, y no me re­
fiero al dinero, sino a su manera de vivir, al placer de charlar
con sus amigos, a los que se encontraban cuando sacaban a pa­
sear al perro; ese tipo de situaciones eran inconcebibles bajo
los ocupantes alemanes, y ellos lo sabían. Añádale ese ridículo
sentimiento que tenemos todos, esa emoción llamada patrio­
tismo, que procede de nuestra historia, de nuestras referencias
cotidianas, incluso de nuestro lenguaje, y sólo por eso ya éra­
mos resistentes. Como mi padrastro. No era un combatiente
de la Resistencia, tenía sesenta y cinco o setenta años, pero
ayudó a sus amigos judíos a esconderse y otras cosas pareci­
das. Odiaba a los ocupantes por el mero hecho de que atacaban
su sentimiento de ser francés, por vago que fuera éste. Y creo
que eso mismo es lo que convirtió al dueño del café Flore o al
de Les Deux Magots en compañeros nuestros; bueno, quizá es
una palabra demasiado fuerte, pero el caso es que estaban de
nuestra parte, sin necesidad de ponerlos a prueba. En Le Dome
era un poco diferente. Era el lugar donde desayunaban todas
las mañanas « las ratitas grises».

G.: ¿Se reñere usted a las soldados alemanas?

S.: No, a las soldados no, sino a las personas que trabajaban
en la logística, como las secretarias, las asistentes del hogar,
las chóferes de los que no combatían, como sus w a f [M uje­
res del Ejército] o w a c [Cuerpo Femenino del Ejército], su ­
pongo, que se vestían con uniform es grises, e iban a tom ar
el café y el pan al café, con su propio bote de m erm elada.
No sé por qué iban a Le Dome. Dejamos de ir no sólo por
ellas, sino también porque cerraron la estación de metro de
Vavin por razones económ icas, así que nos quedábamos en
Saint-Germain.2

G.: ¿Así que no tenía usted conciencia de clase durante la Re­


sistencia?

211
S.: En conjunto, no. pero la recuperé durante la Liberación
cuando llegó la división de [el general Philippe] Leclerc. Mu­
chos soldados alemanes ya se habían rendido a los comba­
tientes de la Resistencia, y mientras éstos los escoltaban hasta
Leclerc. los burgueses salieron a insultarlos a gritos. Los que
habían combatido defendían a los alemanes; los que no habían
combatido de pronto los trataban como cerdos. Y los tende­
ros estaban en la puerta de sus establecimientos. Y entonces
nos dijimos: «Menudos burgueses colaboracionistas», pero se
trataba de un juicio equivocado. Los peores colaboracionistas
fueron los agentes de policía, que apresaron a miles de judíos y
los llevaron al Vél d’Hiv [el Velódromo de Invierno, un estadio
enorme deportivo cubierto], desde donde fueron deportados
a campos de concentración en los que encontraron la muerte.
Pero incluso el hecho de juzgar a la policía en conjunto era un
error. Muchas veces, cuando regresaba a casa a toda prisa tras
el toque de queda, me detenía un agente de policía que se li­
mitaba a preguntarme adonde iba y, a continuación, me decía
que me apresurara. A Castor también le pasó varias veces. Por
otra parte, dos amigos nuestros en las mismas circunstancias
se quedaron en el apartamento de alguna familia, que había
insistido en que era preferible que no salieran hasta el ftn del
toque de queda, y luego fueron denunciados a los alemanes por
esa misma familia (y, en ambos casos, los alemanes les dije­
ron: «Vayan con cuidado la próxima vez»).

G.: Cosa que parece demostrar que nunca se debería juzgar a


un individuo por su clase, sino juzgar a las clases por sus in­
tereses históricos.

S.: Exacto, señor Marx, exacto. Como individuos, somos lo que


hacem os. Como clase, som os parte de fuerzas históricas
que determinan nuestro destino.
/
G .: ¿Así que su ética, si algún día llega usted a terminarla, estara
consagrada a la libertad del individuo de actuar de buena fe?
S.; Pero en un contexto histórico determinado.

G.: Tal y como intentó dem ostrar usted en su guión La suer­


te está echada, supongo; pero entiendo que su mensaje puede
interpretarse como un intento místico de ignorar la realidad.
Claro que fue escrita en 1943, en plena Resistencia, m ientras
muchos franceses se decían que los alem anes iban a ganar,
nos vamos a convertir en una parte de Alem ania, nada de lo
que yo pueda hacer supondrá ninguna diferencia, pero re sis­
tiré, ¿por qué?, ¿por la historia?, ¿es que me niego a aceptar
la realidad?

S.: Y hacer que la paz fuera insoportable para los alemanes.

G.: Eso no sale en la película. En la película, Pierre sabe que


sus amigos han sido traicionados y que los van a matar, pero
se reúne con ellos, sabiendo que él también morirá. Y punto.
No hay esperanza, ni ninguna perspectiva de salvación, sólo
una decisión moral: si mis amigos están condenados, yo estoy
condenado con ellos. Muy místico, ¿no?

S.: Igual que cuando su padre me dijo que regresaba a luchar


contra Franco aunque sabía que Franco había ganado.

G.: Pero usted comprendió, o al menos yo lo entendí así al leer


su novela, que Fernando dejaba un mensaje para la posteri­
dad, la idea de que uno combate el fascismo no porque vaya
a ganar, sino porque los fascistas son fascistas. ¿Un mensaje
para la historia?

S.: Un acto moral, pero no un imperativo kantiano. Un acto


moral en la historia, porque la historia son los actos de los se ­
res humanos.

G.: Cosa que significa que hace usted proselitismo.

2i3
S.: No me gusta esa palabra: tiene demasiadas connotaciones.
Lo que quiero decir, en realidad, es que una persona que lucha
contra Franco, los nazis u. hoy en día, los estadounidenses en
Vietnam. piensa: da igual si pierdo, lo que cuenta es la acción,
todas las acciones de quienes luchan por la libertad, por la
autodeterm inación y, en últim a instancia, por la toma de
decisiones colectiva, que forman parte del movimiento histó­
rico que define a la humanidad.

G.: Pero ésta no es la razón por la cual lucha Pierre, ni Fer­


nando. ni Nizan o Schneider, ni Brunet, ni Mathieu, ni Ba-
rioná. Luchan por fidelidad a su sentido de la justicia o de la
humanidad o del respeto propio, ninguno de los cuales es po­
lítico. Su acto es moral y niega la realidad. Filosóficamente, eso
lo convierte a usted en un idealista.

S.: Es cierto, pero tenga presente que las obras que ha cita­
do son todas anteriores a la guerra o la Liberación, antes de
que encajara realmente mi experiencia como prisionero de los
alemanes.

G.: ¿Cuando aún se oponía usted a la eficacia?

S.: Se podría decir eso. En El muro, el hecho de cooperar con el


enemigo, aunque sólo sea mintiéndole, resulta desastroso. Pero
en [la obra de teatro] Morts saris sépulture [Muertos sin sepultura],
Canoris, el comunista, se enfrenta a aquellos entre sus hombres
que quieren mantenerse fieles a su idea de sí mismos, e insiste
en que deben mentir, que su honestidad interior no basta para
salvar vidas, que deben hacer lo que sea útil en la lucha, y que no
importa si las milicias interpretan su mentira como una mues­
tra de rendición, de temor a la tortura y la muerte. Su honor,
proclama Canoris, no significa nada en el conjunto de la lucha.

G.: ¿Y qué fue de su ética? ¿Regresaba usted a la eficacia, al


realismo?
S.: Se trata de una cuestión difícil. El problema siempre ha
sido, para mí y para la gente de izquierdas no comunista, qué
tipo de relación mantener con el partido y con los buenos am i­
gos que pertenecen al partido...

G.: ¿Como Francis Ponge?

S.; Exacto. Un tipo maravilloso. Cuando dirigía la sección de


literatura de^lctíon y los del partido me atacaron, me invitó a
responder...

G.: Lo vi. Debió de darle mucho espacio...

S.: Mi relación con el partido siempre ha sido confundida y


confusa. Empezó con mi mejor amigo, mi compañero de clase,
Nizan, con el que durante años, en la Ecole Nórmale, lo com­
partí todo, y que al principio me acusó de pequeñoburgués, lo
cual era verdad, y luego abandonó el partido a raíz del pac­
to entre Stalin y Hitler. Yo no sabía cómo tratar a los buenos
resistentes comunistas en La edad de la razón. Hasta el cuarto
volumen no lo abordé a conciencia, a través de la relación en­
tre Schneider, que, como Nizan, abandona el partido, y Brunet,
un miembro del partido fiel pero muy honrado. Tras la Libe­
ración, rehuí el tema, lanzando el movimiento de la Tercera
Fuerza, que no podía prosperar precisamente porque los movi­
mientos deben perseguir algo, y no sólo oponerse a algo, como
Camus, que acabó perdiendo toda su influencia política...

G.: Menos en Estados Unidos.

S.: Pero porque durante la guerra fría los combatientes lo uti­


lizaron para sus propios fines. El caso es que decidimos —bue­
no, la mayoría de nosotros, menos David Rousset, el director
adjunto de nuestro movimiento, que estaba virando hacia la
derecha—convertirnos en compañeros de ruta del partido co­
munista porque, en aquel momento, el mundo estaba al borde
de un desastre nuclear por culpa de Estados Unidos. Así que
el partido comunista intentó ser amable conmigo, y Ponge,
que era muy amigo mío, contribuyó sin dobleces —porque era
demasiado recto como para avenirse a ser un simple peón— a
tender puentes. No sólo era una persona extraordinaria, sino
que además escribió grandes novelas, que pasaron sin pena
ni gloria. Camus, que era tan anticomunista que ni se dignaba
elogiar la novela de Ponge, me pidió que la reseñara yo. De­
bería usted leer [el libro de Ponge] Departe de las cosas y [el de
Raymond Queneau] Zazie en el metro. Son espléndidos. En cual­
quier caso, conmigo Ponge siempre fue un tipo muy legal.

G.: ¿Y Raymond Queneau?

S.: También, pero su caso fue aún peor, pues era un novelista
de prim erísim o orden y, no obstante, fue prácticamente ig­
norado por su pasado de extrema izquierda. Toda la narrativa
de posguerra debe su lenguaje y su estructura a Queneau. Pero
luego el muy desdichado fue elegido miembro de la Academia
Goncourt, y ése fue su fin.

G.: ¿Por qué aceptó?

S.: En el caso de Queneau, no lo sé, pero, en general, la gen­


te tiene la necesidad de pertenecer a algo que sea mayor que
ellos. Eso explica el éxito de la Iglesia, los clubes, los movimien­
tos, los partidos políticos. El partido comunista se presta mu­
cho a eso, como sabe, pues convierte la pertenencia en un acto
de caridad, es decir, de ayuda a los demás, y a la vez en una
obediencia; suprime la angustia de tener que elegir.

G.: Claro, la elección, ésa es la base de su psicoanálisis exis-


tencial, de su rechazo a Freud.

S.: No del todo. Cuando tenía veinte años, sí. Me negaba a


creer que la prim era infancia o la infancia determ inaran el
comporta miento de los adultos. Recuerde que sustituí la noción
del « inconsciente» de Freud por la de «lo vivido», es decir,
la angustia constante por tener que elegir. Sin embargo, con el
transcurso de los años fui matizando este punto de vista. Pero
estábamos hablando sobre la necesidad de pertenencia. Como
en el caso de Queneau, que era comunista, al aceptar formar
parte de la Academia Goncourt. ¿Por qué? ¿Por prestigio, por
honor? ¿Por qué unirse al partido comunista, a ftn de cuentas,
o a cualquier partido, movimiento, club o iglesia de jerarquía
estricta? Por la necesidad de pertenencia, de seguridad, como
en la infancia. Como los padres, o la familia, pueden ser in ­
justos, e incluso crueles, los vástagos anhelan conservar su
seguridad a cualquier precio. Una vez que la unidad familiar se
disuelve, ¿dónde encontrar ese sentimiento de seguridad?

G.: En todos los ensayos autobiográficos que ha escrito, so ­


bre todo en Las palabras, resulta claro que usted sí poseía
*

esa seguridad. Y, no obstante, la buscó en la Ecole Nórmale,


donde casi nunca estaba completamente de acuerdo con sus
compañeros de clase, ¿verdad?, salvo con Nizan, que, por su
parte, al comienzo era una especie de fascista y luego se h i­
zo comunista. Así que, Freud acertaba al hacer hincapié en la
predeterminación...

S.: Un momento. En prim er lugar, Freud sostenía que el prin­


cipal factor perturbador en la búsqueda de la seguridad es el
sexo. No niego que exista, por supuesto, ni que sea importante,
pero ¿es la fuente principal de acción? No. Castor no estaba
de acuerdo conmigo en esta cuestión; soliamos discutir sobre
ello. Ella era mucho más freudiana que yo, aunque yo jamás he
negado el papel del sexo...

G.; No en vano ha insistido usted en que su madre era como


su hermana, en el significado de que durmieran juntos, en su
sorpresa al descubrir que tenía vello en las axilas, etcétera.
S.: Es verdad, pero también he escrito páginas v páginas sobre
el dios de la familia, sobre mi abuelo barbudo, alto y majestuo­
so. y sobre la seguridad que me procuraba su presencia.

G.: Hasta su golpe bajo, que usted llama su traición. Fue una
violación de su seguridad, es decir, de su sentido de perte­
nencia, de modo que si usted hubiera sido Salacrou, se habría
alistado en el partido comunista y, luego, habría ingresado en
la Academia Goncourt.

S.: En este punto, el psicoanálisis existencial dice que no,


no necesariam ente, pues depende de una elección. Y cada
elección se hace en función de lo vivido, en el contexto de todo
lo que pasa en el mundo. Cuanto más difícil sea una elección,
más angustiosa resulta, pero eso no significa que el sujeto de
la elección no sea libre para hacerla.

G.: G arcin quiere parecer valiente, un buen hombre que


está en el lado bueno, pero no lo consigue. ¿Por qué? Por­
que también quiere seguridad y, ante todo, pertenecer a la cla­
se respetada por su entorno, su educación, es decir, la clase
de «gente que se rem anga». Está ávido de gloria. A sí pues,
al tiempo que quiere ser admirado como resistente, también
colabora para sobrevivir. Dígame, ¿cómo explica el psicoaná­
lisis existencial la razón por la que elige la salida que parece
más fácil, es decir, huir como un cobarde?

S.: El psicoanálisis existencial no lo explica, a diferencia del


freudiano. Su infancia no nos da ninguna clave. Es cosa de la
realidad, ¿sabe?, de la situación. Se trata de analizar la realidad.
Todos nosotros, en el seno de una sociedad capitalista basada
en el individuo, buscamos reconocimiento y seguridad...

G.: ¿Y si estos dos están en conflicto, como pasa a menudo? El


reconocimiento signiñca sentirse importante en un mundo
absurdo, ¿verdad? Y la seguridad signiñca estar tranquilo en
un mundo ordenado, ¿no? ¿No le concede usted a Freud que
si Garcin hubiera tenido una vida familiar feliz, una vez en el
periódico, habría recuperado a su familia?

S.: Creo que por eso mismo no quiere arriesgarse a perderla,


cosa que. en términos prácticos, en la realidad, significa no
ponerla en peligro. Pero ¿es ésa la razón de su cobardía? ¿O se
debe a que, pese a su situación matrimonial, le gusta su vida tal
y como es? La cuestión es que elige. Conoce las razones de su
elección. El hecho de que Inés critique sus justificaciones no
lo lleva a reconocer su cobardía. El sarcasmo de su mujer tan
sólo lo empuja a confesarlo en voz alta.

G.: Su célebre « el infierno son los otros».

S.: Pero eso sólo es una cara de la moneda. La otra, que nadie
parece recordar, es « el paraíso son los otros».

G.: ¿Quiere decir que si esas tres personas se hubieran preo­


cupado por los demás en lugar de intentar parecer virtuosas
o, al menos, humanas, habrían superado su historia desas­
trosa y habrían creado un grupo con la seguridad psicológica
que, de niños, todos damos por sentada y que tanto n ecesi­
tamos? Como diría usted más tarde en su Crítica, estaban se­
riados. Si hubieran creado un grupo fusionado, su situación
no habría cambiado, pero al apropiarse de ella, habrían podi­
do aceptarla.

S.: Exacto. El infierno es la soledad, la separación, el ensim is­


mamiento, el afán de poder, de riqueza, de gloria, mientras
que el paraíso es muy sencillo, y a la vez muy difícil: consiste
en preocuparse por los demás, cosa que sólo es posible de m a­
nera continuada en el seno de una colectividad.

G.: Pero, de todos modos, Garcin habría muerto demasiado


pronto, como dice él, y su mensaje sigue siendo el mismo, es
decir, que todos morimos demasiado pronto, o demasiado
tarde.

S.: Eso forma parte de la condición humana, y es aplicable a to­


do el mundo. Y el veredicto, es decir, morir demasiado pronto
o demasiado tarde, supone el infierno o el paraíso en la tie­
rra. Imagínese si Lenin siguiera vivo; ¿no sería muy diferente
el socialismo soviético hoy en día? Si Céline hubiera muerto
justo después de su Viaje,¿no sería aclamado ahora por to
los franceses? Pero vivió suñciente tiempo como para volverse
pro alemán, y prácticamente ha desaparecido del panteón de
los grandes escritores.3

G.: El caso de Dos Passos es idéntico. Debería haber muerto


tras 7979.

S.: Y si Malraux hubiera muerto en España, aún sería el ídolo


de la izquierda de todo el mundo.

G.: De todos modos, los dos estamos de acuerdo con Freud en


al menos una cosa: que en la vida no existen los accidentes.

S.: Desde una perspectiva histórica, es cierto, pero si situa­


mos las cosas en su contexto, en «lo vivido», Céline murió
demasiado tarde, igual que Dos Passos y Malraux, mientras que
[Franz] Kafka y tal vez Camus murieron demasiado pronto. ¿Y
Hemingway? ¿Cómo se llamaba aquel espantoso libro suyo so­
bre su amante en los árboles, o algo así?

G.: ¿Se refiere a Alotro lado del río y entre los árboles? Sí, e
bastante malo, pero encontró su forma auténtica en su novela
siguiente, El viejo y el mar, que es extraordinaria. Hemingway es­
taba lleno de contradicciones. Llegó a ser el escritor más famoso
de Estados Unidos, pero se volvió alcohólico; estuvo casado con
mujeres fantásticas, pero las veía como rivales, así que acababa
divorciándose. Ganó el Premio Nobel y se deprimió.

■2,2,0
S .: ¿Y se suic idó por esa depresión?

G.: No está claro. Tenía toda clase de problemas de salud desde


que fue herido en la Primera Guerra Mundial, o quizá eran h e­
reditarios, sumados a dos accidentes de avión en Africa y otros
accidentes varios. Tuvo un éxito enorme y fue asombrosamente
infeliz. A propósito de lo absurdo de la vid a...

S.: Pero no olvide que el absurdo es una descripción o b je ­


tiva de la realidad, y ¿quién vive así? Pongamos el caso de la
Ocupación. Hasta Stalingrado y el desembarco en Africa, todos
estábamos convencidos de que Alemania ganaría la guerra, lo
cual significaba que seríamos gobernados por los nazis. A lgu­
nos estaban encantados, como los grupos fascistas de Acción
Francesa y Cruz de Fuego, o como el aristócrata de La tristeza y
la piedad que se une a las Waffen-ss para ir a luchar contra los
rusos. Y, por supuesto, otros se dijeron: «Bueno, adaptém o­
nos y seamos colaboracionistas». Pero la mayoría, al margen
de sus ideas políticas, se refería a los alemanes como boches y,
en la medida de lo posible, no tenían ningún trato con ellos. Y
luego estaban los maquis, la Resistencia. Se podría argumentar
que en 1943, con el avance ruso hacia Alemania, la invasión de
Sicilia por parte de los Aliados en julio y su triple desem bar­
co en Italia en septiem bre, de repente todos los « co lab o s»
se volvieron opositores al nazismo. De hecho, gran parte de
la clase dirigente dio un vuelco político parecido. La mayoría,
pero no todos, como comentamos el otro día. Pero en junio
de 1941, cuando Hitler lanzó [la operación] Barbarroja y avanzó
más de trescientos kilómetros en Rusia en apenas una semana,
todo el mundo pensó que, tal y como había anunciado Hitler, el
Tercer Reich reinaría durante el siguiente milenio. No obstan­
te, la resistencia clandestina fue en aumento. Cada vez había
más hombres jóvenes deseosos de luchar. ¿Por qué? Era com ­
pletamente absurdo. Porque en nuestras cabezas, cada uno de
nosotros se niega a vivir de forma absurda. La mayoría negará
que la vida sea absurda, del mismo modo que la mayoría desea
creer en un Dios que traerá la salvación universal. La diferen­
cia es abismal, por supuesto, porque creer en Dios entraña, a
lo sumo, algunas plegarias rituales y regalar dinero, mientras
que el hecho de creer que el enemigo podrá ser derrotado sig­
nifica estar dispuesto a sacrificar la propia vida.

G.: Esta dicotomía entre las condiciones objetivas y las subje­


tivas reverbera en todos los debates de la izquierda. Recuerdo
que, una vez, en Cuba, Fidel nos invitó a comer a cinco perio­
distas latinoamericanos, comprometidos politicamente, y a
mí. A medida que la discusión giraba en torno a dónde y cuán­
do hacer la revolución en todo el continente, Fidel comenzó a
irritarse ante afirmaciones del tipo: «Pero en ese país nadie
cree que sea posible» o «En ese país, la mayoría de la gente
está demasiado oprimida». Dábamos vueltas, en bucle, al pro­
blema de las «condiciones objetivas». Al final, Fidel estalló.
«Para empezar una revolución sólo hacen falta siete revolucio­
narios dispuestos a morir. ¡Como aquí!» Ninguno de nosotros
se atrevió a contradecirle explícitamente; sólo objetamos que
Cuba tenía una larga historia de luchas contra España, Estados
Unidos, los dictadores, etcétera, de ahí que los estudiantes tu­
vieran una gran conciencia social. «¡No fue eso lo que hizo la
revolución! ¡La revolución la hicieron aquellos que creían en
ella! » Entonces me atreví a replicar: «Eso es exactamente lo
que dice el sacerdote a sus fieles: «Creed, e iréis al paraíso».
Temía una diatriba, pero Fidel sonrió y dijo: «Por supuesto;
el sacerdote cree en lo absurdo, como el revolucionario. La
diferencia es que su absurdo no ayuda a vivir, mientras que
el nuestro sí. ¿Y qué es lo absurdo en el revolucionario?
Que cree en algo que no existe en este mundo, como el sacer­
dote, pero en beneficio a la humanidad, y no de un anciano
barbudo con santos. El revolucionario cree en la justicia».

S.; ¿Conclusión? Como la «justicia» no existe en ninguna par­


te, Fidel es un idealista. A mí me dijo lo mismo.
G.: Pero, volviendo a los años posteriores a la Liberación, s i­
guió usted colaborando con LesLettres un periódic
dirigido por comunistas, ¿verdad?

S.: Durante una época, sí, pero enseguida empezaron a criti­


carme, no en el periódico, sino enAction o L'Humanité.

G.: ¿Por qué? Aún no había escrito usted nada contra ello s...

S.: Creo que se debía a que la prensa, los medios de comuni­


cación, hablaban demasiado de mí y de Castor, y del « e x is-
tencialismo», un término inventado por uno de ellos, [Roger]
Garaudy, cuando aún era comunista.4

G.: ¿Fue antes de que lanzara usted Les Temps ?

S.: Exacto. Al comienzo, sus críticas fueron moderadas, e s­


trictamente culturales. Me reuní con tres de ellos en el apar­
tamento de un profesor de filosofía de la Escuela Alsaciana
[escuela privada laica]. Garaudy estaba presente, y tam bién
había otro tipo del que no me acuerdo. En teoría, la reunión
era para elaborar una estrategia común, pero degeneró ense­
guida, primero en críticas moderadas y luego en afirmaciones
muy hostiles, casi insultos. Luego el escritor ruso [Alexander]
Fadéyev estalló, y las cosas terminaron hasta la situación de
Henri Martin en 1952.

G.: ¿Fadéyev era el escritor ruso que lo acusó de ser una hiena
con un lapicero? ¿Fue entonces cuando decidió usted fundar
su propia revista?

S.: No, no, no fue a causa de sus críticas. Lo he mencionado


para que pudiera hacerse una idea de nuestra situación d es­
pués de la Liberación. Los comunistas querían dominar, o al
menos marcar la pauta, de la vida cultural francesa posterior
a la guerra. La mayoría de los grandes escritores y poetas eran

,
2 2,3
comunistas, como Aragón y f Paul] Éluard, por citar un par,
así como los artistas más célebres, como Picasso. Casi todos
los franceses respetaban a los comunistas por el papel que
habían desempeñado durante la Resistencia, y aún no se co­
nocían las atrocidades que luego salieron a la luz. El partido
comunista era el partido principal en Francia, pero Stalin
no deseaba que tomara el poder, sólo que complicara las co­
sas para Estados Unidos, y una forma de lograrlo era asegu­
rándose de que los escritores, los cantantes y los pintores co­
munistas encabezaran la vida cultural del país. Como solíamos
estar de acuerdo con las maniobras políticas de los comunis­
tas, una alianza entre la izquierda no comunista y nosotros
resultaba muy natural, pero los comunistas no aceptaban que
tuviéramos tanto respaldo en 1945, pues temían que quisié­
ramos quitarles su puesto, así que intentaron arrinconar­
nos. Entonces lanzamos LesTemps Modernes, que
se convirtió en la revista independiente de izquierdas más
influyente.

G.: Y, al comienzo, fue una revista muy ecuménica, en el sen­


tido de que entre los fundadores estaban Raymond Aron, un
social-demócrata de derechas, Merleau-Ponty, un filósofo muy
de izquierdas, y André Malraux, que era gaullista. ¿Cómo en­
cajaba usted entre ellos?

S.: Mal, y como sabe, la cosa no duró. Malraux quería formar


parte del Gobierno de De Gaulle. Aron empezó a escribir para
Le Fígaro, que era muy de derechas. Pero durante mucho tiem­
po, Merleau y yo veíamos las cosas de forma muy parecida, y
publicamos artículos extraordinarios, como el primer análisis
completo de ese ataque del im perialism o, no sólo en Fran­
cia, sino también en Estados Unidos; me refiero al peligro del
neocolonialismo. El escándalo de la guerra de Francia contra
los vietnamitas. El intento de Estados Unidos de convertir el
Caribe en tierra americana.
G.: Si. es verdad, pero ai releer los primeros números, e n ­
contré lagunas graves, y además en cuestiones fundamenta­
les. como el hecho de que no hubiera ninguna conciencia de
clase, ninguna noción de la importancia de la toma colectiva
de decisiones, ni siquiera la comprensión de que la política lo
engloba todo...

S.: Es cierto. Como puede ver en El ser y la nada, en aquella


época creía que la política era la forma de hablar de la gente
que quería conseguir algo para sí. Tardé un tiempo en com ­
prender que la política lo engloba todo, cosa que formulé en
la Crítica.

G.: Creo que pasó usted de un extremo al otro. Al comienzo,


rechazaba la importancia de lo colectivo, ya que se centraba en
el significado de la autenticidad del individuo que deñne sus
propias elecciones. En la Crítica, hablaba usted de la revolución
permanente, es decir, de la creación de grupos fusionados, pe­
ro insistía en una especie de voluntarismo del individuo, es
decir, sostenía que la fuerza subjetiva de un grupo radica en la
acción de un individuo, por ejemplo el tipo que se apodera de
un autobús, y no en la acción colectiva.

S.: ¿Ha leído usted Las aventuras de la dialéctica, de Merleau?


Debería leerlo. Merleau me critica precisamente por esto. Dice
que soy un ultrabolchevique voluntarista. Creo que tanto él co­
mo usted se equivocan. Es cierto, el hombre que se apoderó del
autobús actuó de forma impulsiva, sin consultar con sus com­
pañeros de fatigas, pero su decisión de reaccionar así se debía,
precisamente, al hecho de que compartían la misma realidad.
Ese hombre representaba la voluntad de todos, la decisión de
todos. Reconozca usted que si aquel hombre hubiera estado
solo, jamás se habría atrevido a apoderarse del autobús. Por lo
tanto, su acto individual fue un acto colectivo. Estoy citando a
Castor, que respondió a Merleau en Les Temps Modemes.
G.: Pero no fue ésa la razón de su ruptura con Merleau. ¿ver­
dad?

S.: No. Después de la guerra, Merleau se encontró en una posi­


ción muy delicada. Simpatizaba con casi todas las acciones de
los comunistas, como yo, y pensaba, como yo también, que el
partido representaba a los trabajadores, de modo que en este
sentido era incuestionable. Pero pretendía instaurar en nues­
tra postura revolucionaria, es decir, en la ideología del partido
comunista, un respeto indiscutible por la legalidad burguesa.
El simple hecho de que la democracia burguesa viole sus pro­
pias leyes, el simple hecho de que en la práctica vulnere las
leyes sumamente democráticas de los derechos del individuo,
decía Merleau, no significa que debamos renunciar a toda la
estructura legal burguesa. Para Merleau, las libertades indivi­
duales eran sagradas, pero, aun así, no quería romper con el
partido comunista por el hecho de que los burócratas del par­
tido no las tuvieran en cuenta.

G.: Cosa que sí hizo usted.

S.: La Tercera Fuerza, tal y como llamó la prensa a nuestro movi­


miento, conocido como r d r , fue objeto de críticas de una violen­
cia asombrosa, e incluso de ataques por parte de esos burócratas.

G.: ¿Como, por ejemplo, su antiguo alumno Jean Kanapa?


*

S.: ¡Esa fue otra historia! ¿Sabe?, yo me había desvivido para


ayudarlo cuando era mi alumno. Incluso lo llevé a un psiquiatra
al darme cuenta de que estaba perdiendo el juicio, pero él ne­
cesitaba una iglesia, necesitaba creer, y lo encontró en el par­
tido comunista. Y cuando le dijeron que demostrara su lealtad
atacándome, lo hizo.

G.: Con escaso éxito, debo decir; su respuesta en Les Temps Mo-
demes lo desarmó por completo. Pero Kanapa no fue el único

226
en atacarlo; hubo toda una serie de ataques contra usted en
Action.

S.: Pero, como le he dicho, creo que se debía a nuestra rele­


vancia en la esfera cultural y no a nuestra orientación políti­
ca. porque, a fin de cuentas, r d r apenas tenía influencia en
el ámbito político. Por eso casi nunca atacaban a Merleau, o lo
hacían con mucho cuidado, porque no suponía una amenaza
real, por decirlo de algún modo, aunque sí a través de sus obras
de teatro y sus novelas, como Castor y yo.

G.: Sin embargo, he releído hace poco Humanismo y terror, y


Merleau hace una crítica feroz de la falta de consideración del
partido por los derechos humanos. No sé cómo lo aceptaron.

S.: Tiene usted toda la razón. De hecho, no lo aceptaron, pero


Merleau, que se había convertido, sobre todo, en el redactor
jefe de la sección de política de Les Temps Modemes, no alcan­
zaba a influir a las bases del partido comunista. Los trabaja­
dores no tienen tiempo ni ganas de leer novelas, ni de ir al
teatro por la noche, ni de leer artículos filosóficos. En cambio,
sí que se enteran a través de la prensa popular de los escánda­
los que desatan las obras de teatro o de los secretos que revelan
las novelas, y saben de qué se habla en los cafés. Así que ése es
el enemigo en el que se centra el partido.

G.: Entonces, ¿por qué el partido comunista atacó con tanta


vehemencia a r d r , si no era un movimiento político im por­
tante?

S.: Por nosotros, por nuestra talla, me reñero a la de Castor,


la mía y la de nuestros amigos, entre los que figuraban varios
nombres famosos, algunos extranjeros, como el escritor es­
tadounidense Richard Wright. Fue entonces cuando comen­
zamos a sospechar que Rousset, el codirector de r d r , recibía
dinero de la c í a . Ya sabe usted que era la época en que la c í a
repartía dinero a todas las fuerzas anticomunistas de Europa,
e incluso revistas tan prestigiosas como la inglesa Encounter
y el Congreso por la Libertad de la Cultura lo aceptaban, aun­
que luego lo negaran, claro. Hoy se sabe que la cía financió
Fuerza Obrera, la nueva confederación de trabajadores france­
sa. y que intentó corromper la c f d t [Confédération Frantjaise
Démocratique du Travail], que era de izquierdas pero no co­
munista. Y, entretanto, Rousset se volvió de derechas, al igual
que sus compañeros. Fue entonces cuando el partido comu­
nista organizó una concentración multitudinaria en París del
Movimiento por la Paz —ya sabe, aquel célebre movimiento
para el que Picasso pintó su hermosa paloma blanca—. El par­
tido comunista intentó popularizar aquel movimiento, y me
invitó a pronunciar un pequeño discurso, cosa que hice. Dos
o tres sem anas más tarde, Rousset y sus com pañeros trata­
ron de financiar otro encuentro parecido, pero sin la partici­
pación de los comunistas y, peor aún, dando a entender que
Estados Unidos prom ovía la paz en todo el mundo. Aquello
nos sacó de quicio. De entrada—me refiero a Merleau, Wright
y nuestro grupo— escribimos una carta a fin de denunciarlo. A
continuación, convoqué una asamblea general de r d r , con mi
propio dinero, pues aunque teníamos la mayoría en la base,
Rousset era mayoritario en el seno del comité de organización
y, por supuesto, se negó a financiar la asamblea. Fue entonces
cuando pedí a los miembros que votaran la disolución de r d r ,
basándome en esta cuestión fundamental: ¿qué país tiene la
intención de empezar la tercera guerra mundial?

G.: Y, sin embargo, por aquel entonces no conocía usted la es­


trategia de ataque preventivo de Estados Unidos, ¿verdad?

S.: No, pero habíamos llegado a la conclusión de que si Estados


Unidos había desarrollado la bomba H, era porque pretendía
dominar el mundo, y acabaría haciéndola estallar para lograr
sus fines.
G.: De hecho, en aquella época Estados Unidos ya había renun­
ciado a la idea de dominar el mundo a través del poder nuclear,
aunque ése fue su propósito durante un tiempo, mientras pen­
saron que sería posible lograrlo sin saltar por los aires ellos
mismos.

S.: ¡No me diga! Aunque en aquella época no conocíamos la po­


lítica de ataques preventivos, sí que éramos conscientes de las
ambiciones estadounidenses. Pensábamos que la o t a n formaba
parte de la estrategia de Estados Unidos para dominar Europa,
mientras que la u r s s sólo empleaba el Pacto de Varsovia para
defenderse, no para conquistarnos. Así que decidimos —bue­
no, me reñero a los redactores de Les Temps Modemes— que si
teníamos que elegir entre Estados Unidos y Rusia, elegíamos
estar de parte de Rusia. Eso en primer lugar. En segundo lu ­
gar, nos gustara o no, el partido comunista representaba a la
clase trabajadora. Era un partido reformista, no revoluciona­
rio, pero se oponía sistemáticamente a la explotación de los
trabajadores, igual que nosotros. Y, en tercer lugar, la reali­
dad era que todos los demás partidos o movimientos, fueran
políticos o culturales, estaban corrompidos, comprados por
la c í a , de modo que, incluso desde el punto de vista del honor
o del orgullo, teníam os que ser antiamericanos, y seguimos
siéndolo, pero no por ello sentíamos ninguna añnidad con el
partido comunista.

G.: ¿Y con sus amigos del partido comunista?

S.: Durante la guerra, éramos compañeros. Como compañe­


ros, me entendía bien con ellos y disfrutaba de su compañía.
Pero una vez que la maquinaria estalinista comenzó a intentar
dominar la mente de los militantes, el trato con ellos se com­
plicó. La verdad es que todos ellos eran enfermos mentales.
Me reñero tanto a Aragón como a Garaudy. Pongamos el caso
de Claude Morgan, uno de los intelectuales a quienes habían
ordenado que me convencieran de establecer una alianza con
el partido comunista: resulta que acabó comprendiendo la rea­
lidad de la u r ss y, tras la invasión de Hungría, escribió una
carta de denuncia a L'Humanité, que no la publicó, pero si que
publicó una respuesta por parte de uno de los intelectuales del
partido, que denunciaba la carta de Morgan, que ningún comu­
nista pudo leer. Y, a continuación, lo expulsaron del partido. Si
los intelectuales del partido se negaban a hacer el trabajo sucio
que les encargaban, entonces los arrastraban por el barro. Por
otra parte, era asombroso el desprecio que mostraban por sus
aliados. El otro rojo de la reunión organizada para convertir­
me a su causa, que era un famoso ginecólogo, me dijo: «Los
compañeros de ruta viajan con nosotros hasta cierto punto, y
luego siempre se apean. Los llamamos traid o res» . O Claude
Roy, que durante la guerra era un pétainista despreciable y que
luego se hizo del partido comunista para asegurarse el futuro.
Todos los dirigentes del partido comunista francés, todos sus
intelectuales, eran de esa clase de tarados, todos, empezando
por aquel vendedor de alfombras, [Jacques] Duelos.5 Pero no
habia otra opción. En aquellas circunstancias, nos tocaba ser
sus rehenes. Ojalá el partido comunista francés hubiera sido
como el italiano.

G.¡ El partido comunista italiano también obedecía a Stalin.

S .: Si, pero, como individuos, los comunistas italianos eran


mucho más amables, simpáticos e inteligentes. Si hubiera sido
italiano, habría formado parte de su partido, lo habría aban­
donado en 1969 con Rossana Rossanda y luego habría escrito
para II Manifestó.6

G.: No obstante, en los años cincuenta estaba usted entusias­


mado por Estados Unidos.

S.: Estaba dividido. Me encantaba Nueva York, pero porque


tenía una guía fantástica.

23o
C. ¿Dolores [Vanetti]?

S.: Era una mujer maravillosa, una amiga fantástica, como sabe,
ya que usted la conoció antes que yo. Conocía todos los antros,
todos los clubes de jazz, y a todos los músicos, todos los fum a­
deros de opio (donde había cocaína, anfetam inasy cualquier
cosa menos opio), todos los lugares frecuentados por los inte­
lectuales, lo conocía absolutamente todo, y llegué a descubrir
muchas cosas de Estados Unidos gracias a ella. Lo que más me
gustaba de su país era su universo pequeñoburgués, la gente
que experim entaba las contradicciones del país, es decir, el
abismo entre la vida y la representación de la vida. Estados
Unidos está lleno de mitos, es asombroso, mitos de felicidad,
de progreso, de libertad, de igualdad, de que todo es posible,
mitos que convierten a los estadounidenses en la gente más
optimista del mundo, aunque vivan bajo una dictadura abso­
luta de la opinión pública; son gente tan ingenua que resulta
encantadora, hasta que la clase dirigente les dice que la otra
gente es in ferio r, claro. Oficialmente, desprecian a Europa,
con la excepción de su país de origen, pero en realidad es falso:
a pesar de toda su riqueza, su poder y su enorme energía, los
estadounidenses tienen un complejo de inferioridad in creí­
ble. ¡M enudas contradicciones! Me encantan. Sobre todo en
lugares como Iowa, Kansas o Wyoming, donde la gente ni s i­
quiera había oído hablar de Stalingrado, Auschwitz o Churchill.
Descubrí una parte de Estados Unidos extremadamente pobre,
otra fascista en Chicago, y otra abierta, encantadora y genero­
sa. Me encantaron los rascacielos, pero también las grandes
avenidas, y fue una delicia descubrir el Estados Unidos de Dos
Passos, de Steinbeck y de Faulkner. Al viajar en tren o en una
avioneta —con un piloto que se divertía intentando asustarnos
al atravesar el Gran Cañón a pocos metros de los acantilados—,
revivía las novelas que tanto me habían gustado.

G.: Viajó usted a Estados Unidos en tres ocasiones, ¿verdad?

23 i
S.: Si. 1.a primera fui como corresponsal, y escribí mis im pre­
siones para varios periódicos. La segunda vez fui a ver a Do­
lores. Viajam os durante tres m eses por todo Estados Unidos
y Canadá. Me ganaba la vida dando conferencias. En el tercer
viaje permanecí un mes en Nueva York y luego recorrí Centroa-
mérica y el Caribe, especialm ente Cuba.

G.: ¿Qué hizo usted durante el mes que estuvo en Nueva York?

S.: Sobre todo, pasear. Dolores y Stépha trabajaban, así que


Fernando, que no trabajaba, y yo paseábam os por diferentes
barrios, y por la noche nos reuníam os los cuatro.

G.: ¿Dio usted alguna vuelta por Harlem?

S.: La prim era vez que fui a Harlem fue con Dolores. La expe­
riencia no fue demasiado buena. Ella estaba asustada. Pensaba
que todo el mundo la m iraba porque era blanca, pero no era
cierto. Se hacía pasar por blanca, lo cual complicaba aún más
las cosas. La siguiente vez fui solo, y no tuve ningún problema.
La gente era muy amable, muy amigable, muy sonriente y, por
supuesto, también increíblemente pobre. La tercera vez fui con
Wright y Fernando. Wright nos llevó a clubes nocturnos, res­
taurantes y toda clase de sitios. Fue un gran viaje.

G.: Pero creía que en aquella época había roto usted con Fer­
nando.

S.: No, nunca llegamos a romper del todo. Tan sólo, bueno, nos
distanciamos, pero eso fue durante mi p rim er viaje; cuando
llegué, al día siguiente me precipité a su casa, pero lo encontré
un poco amargado, como si le pesara el hecho de haber tenido
que marcharse de Francia y vivir en Estados Unidos, país que,
por aquel entonces, detestaba. Me echaba en cara, creo, que yo
no hubiera ido a España, o más bien el hecho de que al haber
ido, él estaba atrapado en Estados Unidos.
G.: Creía que había oeurrido algo antes, antes de la guerra, in ­
cluso.

S.: Bueno, sí. la historia con Poupette [que había estudiado


pintura con él]. Castor y yo nos enfadam os con él porque en
19 31. cuando Fernando aún estaba en España y Stépha vino
a París para abortar, Poupette fue a verlo a Barcelona y tuvie­
ron un rom ance. Ella todavía era virgen, y no fue un sim ple
lío, porque se la tiraba en todas partes, de pie contra la puerta
cuando ella llegaba, y cosas así. Pero no fue eso lo que le m o­
lestó a ella, sino que Fernando le dijera que sus pinturas eran
una mierda. Poupette se derrumbó, y Castor y yo nos enfada­
mos mucho. Creo que incluso le escribí una carta malévola.

G.: Pero siguieron siendo amigos, porque usted vino a La Clo-


serie el día que nací, y fue la prim era persona, aparte del p e r­
sonal del hospital, en verme cuando Fernando se emborrachó.

S.: Castor y yo queríam os tanto a Stépha que jamás se nos p a­


só por la cabeza rom per con Fernando, pero más tarde, en
Estados U nidos, cuando Fernando descubrió que Dolores y
yo éram os am antes, la trató tan mal que ella no quiso volver
a verlo nunca más.

G.: ¿Por celos?

S.: No, no lo creo, sólo por amargura. En aquella época, F er­


nando se sentía tan desdichado por estar en el exilio, por no
pintar, que no soportaba verme feliz, creo.

G.: Durante sus tres viajes a Estados Unidos, ¿llegó usted a


comprender la política del país?

S.-. No, hasta que no fui a Centroamérica y sobre todo a M éxi­


co, no —aunque en Cuba fue aún peor, desde luego—. En esos
países resulta im posible no ver el daño que causa el business

s>33
estadounidense, resulta imposible no entender que los capita­
listas estadounidenses, ayudados por su Gobierno, defendidos
por su ejército, sólo pretenden explotar a la gente que vive alli.
Y. de hecho, resulta imposible no comprender por qué los em­
presarios estadounidenses son racistas; justifican la explota­
ción aduciendo que la gente de esos países es inferior. Así que
no tienen cargo de conciencia. Después de esos viajes, sobre
todo del tercero, regresé entusiasmado por la vida cotidiana en
Estados Unidos, pero odiando a los capitalistas y al Gobierno,
que está a las órdenes de los capitalistas. La última imagen que
recuerdo es de Venezuela. Fui a Maracaibo para ver el petróleo;
todos los ejecutivos estadounidenses de la Creóle Oil Corpo­
ration8vivían con un lujo desmesurado, mientras que los que
trabajaban, es decir, los venezolanos, vivían en tugurios y ape­
nas podían darle de comer a su familia. Luego fui a Caracas, y
me pareció peor aún. A la hora de comer, justo antes de irme,
mis anfitriones estadounidenses me dijeron que sólo se podía
comer en un restaurante, el del hotel Tamanaco, el hotel más
suntuoso que había visto por aquel entonces, en el que no po­
dían entrar los venezolanos a menos que les invitara un esta­
dounidense, o a menos que trabajaran allí, claro. Nunca había
visto tanto lujo. Luego regresé a Francia, y me di cuenta que
Estados Unidos estaba tratando de americanizar mi país.
ENERO DE 1972

G e r a ssi : El otro día, comiendo, hablamos de su libro ¿Qué la


literatura?, y convino usted en que escribe para los burgueses,
para que se comprometan contra el egoísta ensimismamiento
de su clase, ¿verdad? ¿No es la misma razón por la que escribe
Aragón? Usted no escribe para los trabajadores, ni él tampoco.
Los trabajadores no van a leer su Flaubert, los trabajadores no
van a leer Aurélien[de Aragón] ni El caballo blanco [de su m u­
jer, Elsa Triolet].'

S a r tb e : Espere. Está usted mezclando cosas diferentes. En p ri­


mer lugar, las novelas de escritorzuelos comunistas se venden
en los encuentros, las reuniones, las conferencias y las asam ­
bleas comunistas, y los vendedores ambulantes dan por se n ­
tado que com prar esos libros es un deber comunista. A sí es
como hacen campaña y ganan la llamada batalla de los libros.
Los trabajadores los compran pero no los leen. Y ya que se re ­
fiere a mi Flaubert: tiene usted razón, no es una novela, sino un
libro de lectura compleja, sin duda, que la clase trabajadora no
compra ni lee. (Dicho esto, el caso es que se vendieron quince
mil ejem plares, a gente que cabe suponer que quería leerlo y
lo leyó. Casi nada.) Volvamos a la cuestión fundamental: ¿para
quién escribim os, en realidad?

G.: Usted ha dicho que escribe para la clase oprimida, a través


de la élite intelectual, es decir, la pequeña burguesía. También
ha dicho que el escritor escribe para expresar su libertad, que es
una forma de decir que escribe para rehuir el absurdo de la vida,
para crear un mundo con significado, que tenga un comienzo,
un nudo y un desenlace; es decir, para ser dios.

235
S.: No. En fin, es posible. Esa es, sin duda, la razón por la cual
escribían los grandes escritores del siglo xix. para dar sentido
a un mundo absurdo.

G.: En otras palabras, para engañar a la muerte.

S.: Exacto, pero ése no es el caso del escritor moderno. Aliena­


do, a su vez, en un mundo absurdo, escribe a fin de exaltar su
propia libertad, así como la libertad de sus lectores, precisa­
mente en ese mundo absurdo.

G.: ¿Cuál es la diferencia respecto a Dostoievski? Olvídese de


las razones que dio el propio Dostoievski; en la práctica, ¿qué
dicen sus novelas? Que los únicos seres verdaderamente libres
son aquellos que aceptan lo absurdo de la vida, como Stavro-
gin, como el príncipe Mishkin, incluso como el terrorista co­
munista Verkhovenski en Los o
p
, a diferencia de
o Shatov, o incluso Kirilov, que se suicida para demostrar que
es libre.

S.: Tiene usted razón, así es cómo se interpretan hoy sus no­
velas, pero su pregunta era por qué escribir. Hoy, el escritor
escribe para cambiar la sociedad, para ayudar a los lectores —y
a sí mismo— a liberarse en el seno, y no fuera, del absurdo.
Y eso significa com prom eterse, es decir, ser políticamente
consciente de que la clase dirigente domina y quiere dominar
a los pobres, a los desvalidos, a los extraviados.

G.: El escritor nombra las cosas y, al nom brarlas, las cambia,


¿no?

S.: Bueno, no estoy seguro. En nuestra generación, sí, pero


Flaubert... estaba lleno de rencor cuando escribió Madame Bo-
vary. Escribió la novela para desmoralizar. Era extremadamente
reaccionario; creía que la clase burguesa era una clase universal-
Aún era joven cuando la escribió, pero, de todos modos...

236
G.: Entonces, ¿qué es de su teoría de que sólo un hombre coni-
prometido con los pobres, los desdichados y los explotados
puede ser un buen escritor?

S.: Eso lo escribí en 1946 o 1947, muy marcado aún por la


Resistencia. Hay escritores de mala fe, por supuesto, como
Hemingway, cuyas novelas parecen girar en torno a la con ­
frontación de grandes ideas, pero en un plano simbólico, como
Tener y no tener o ¿Por quién suenan las campanas? En realidad,
se trata de un burgués individualista que se va a hacer la revo­
lución; un revolucionario que se va de safari, a luchar por una
buena causa en España, pero que antes acude a una corrida.
Al igual que Flaubert, Hemingway, como individuo, era un tipo
abominable, y eso se refleja en su escritura. Flaubert estaba
completamente alienado, pero escribía para los alienados.
Mientras perseguía la libertad a través de la alienación, tam ­
bién perseguía nuestra libertad, sin proponérselo, tal vez. E s­
taba completamente chiflado, e incluso loco, pero al buscar la

libertad, también buscaba la mía. Este es, en última instancia,
el propósito de la escritura.

G.: ¿Y Mauriac? ¿Y, antes, Céline?

S.: De hecho, Céline es un escritor decimonónico. En cual­


quier caso, al comienzo de su carrera aplicó unos principios
retorcidos, es cierto, pero precisos a sus libros, como al
fin de la noche, y luego se desquició durante la Ocupación nazi.
Ya nadie lee lo que escribió en aquella época. Los casos de
Dos Passos y de Steinbeck son idénticos; se trata de escritores
completamente insignihcantes después de que abandonaron
el compromiso con sus semejantes que sufrían. A propósito de
Mauriac, un católico muy convencido, que dice escribir para
ayudar a sus hermanos a encontrar a Dios, ¿a usted le gusta lo
que escribe? A mí sí. ¿Por qué? ¿Porque buscamos a Dios, o un
sentido? No, por supuesto que no. Nos gusta Mauriac porque
lucha con sus propios demonios para estar en paz, no sólo él,
sino tocios nosotros. Mauriac se preocupa por los seres hum a­
nos. Tanto da su Dios. Exactamente igual que Iván o Stavrogin.
Aquí, en la tierra, en medio de la existencia absurda que lle ­
vamos todos. Como Keo en La condición humana de Malraux.
una de las grandes novelas del siglo xx.

G.: Estoy com pletam ente de acuerdo con usted. Me asom ­


bra que ninguno de m is estudiantes la haya leído, ni la haya
oido nombrar siquiera, antes de que se la dé como lectura obli­
gatoria. Los profesores de literatura tienden a hacerles leer
novelas psicológicas norteam ericanas, pero no que ilustran la
extraordinaria teoría de Hegel de la literatura entendida como
la confrontación de grandes ideas, ni siquiera la trilogía usa de
Dos Passos.

S.: ¡Qué lástim a! Manhattan Transfer [de Dos Passos] es, sin
duda, una de las grandes novelas norteam ericanas de todos
los tiem pos, junto con Una tragedia americana [de Theodore
Dreiser] o ¡Absalón, Absalón! [de William Faulkner] o aquel li­
bro sobre la Guerra C iv il...

G.: La roja insignia del valor [de Stephen Crane].

S.: Exacto; que cuenta esa confrontación universal a través de la


psicología de un pobre soldado. Pero algunas de las novelas que
usted considera las típicas novelas psicológicas norteamerica­
nas también intentan hacer lo mismo, y algunas son bastante
buenas, sobre todo porque detrás de la psicología está la con­
frontación de ideas importantes, como Trampa [de Joseph
Heller] y algunas de [Philip] Rothy Malamud. Pero los críticos
estadounidenses nunca lo subrayan, al menos los que leemos
aquí. Es como si les pareciera un sacrilegio reconocer que v i­
vimos en un mundo absurdo sin ningún significado grandioso.

G.: Desde luego. Estados Unidos es un país fundamentalista,


por mucho que pretenda haber separado la Iglesia del Estado.

238
Incluso las monedas dicen « In God We Trust» [Confiamos en
Dios], y los niños, en la escuela pública, deben jurar su leal­
tad a Estados Unidos y «a la bandera que la representa», «al
amparo de D ios».

S.: ¡Ya me acuerdo de la historia de la bandera! No he visitado


ningún otro país con tantas bandera, ni siquiera Rusia. Están
en todas partes, hasta en jardines y edificios privados, como si
dijeran: «¡E h ! No olvides que eres estadounidense y que todos
los demás son enem igos».

G.: De hecho, eso es lo que transmite la bandera, al menos a


la mayoría de los estadounidenses de pie. Permite que la m a­
yoría de la gente tolere el im perialism o, como en el caso de
[William] Walker.

S.: ¿Cuál era la historia?

G.; Walker era un dentista, un abogado, un filibustero del s i­


glo xix, es decir, un aventurero que formó un ejército privado
con el dinero del F irst Boston Group, que p o sterio rm en ­
te sería la United Fruit Company, y conquistó Nicaragua, y
la convirtió en un Estado esclavista, e incluso intentó con ­
vertir al país en un estado Am ericano. A continuación in ­
tentó conquistar a Honduras Británica, pero los britán icos
lo derrotaron, lo apresaron vivo y se lo entregaron a Estados
Unidos para que fuera juzgado por violación de las leyes de
neutralidad. Fue juzgado en Nueva Orleans, y en su d e fen ­
sa dijo que era preferible ser esclavo y pertenecer a Estados
Unidos que ser independiente. El jurado le aplaudió al m is­
mo tiempo que proclamaba: «N o culpable». Pero, volviendo
a la cuestión que discutíamos, el escritor, tal y como usted lo
concibe, escribe para contribuir a la creación de una so cie­
dad sin clases, porque sólo entonces podrá vivir su existencia
absurda sin angustiarse.
S.: Exacto. En una sociedad sin clases viviríamos en colectividad,
y nuestro sentimiento de lo absurdo seria tolerable porque com­
partiríamos la identidad con nuestros hermanos humanos.

G.: Pero entonces ya no harían falta escritores, ¿no?

S.: La sociedad sin clases debe poder contemplarse.

G.: ¿Es decir, el escritor seria un simple portavoz de la comu­


nidad y. por ejemplo, escribiría sobre los cortadores de caña
de azúcar para los obreros de una fábrica, y viceversa, a ñn de
que se comprendieran los unos a los otros?

S.: Aún no se ha formulado una teoría convincente sobre la so­


ciedad sin clases que englobe el papel del escritor, del artista,
aunque, sin duda, debería especificar que el escritor escribiría
para todo el mundo, ya que, idealmente, no existirían élites. Ni
Marx ni Lenin explicaron cómo o, mejor dicho, quién. [Anto­
nio] Gramsci lo intentó, por supuesto, y casi llegó a elaborar
una teoría del intelectual proletario, pero lo situó en una fa­
se de transición. Por su parte, Rosa Luxemburg, que sin lugar
a dudas fue la más democrática de todos los revolucionarios
comunistas, escribía para sus compañeros, para impulsar la
acción.

G.: Resultado: el partido comunista la ignora.

S.: El partido comunista es estúpido, y punto.

G.: Y, sin embargo, no atacaron ¿Qué es literatura?, ¿verdad?

S.: No, pero porque no lo leyeron o no lo entendieron, o por­


que los jefes dijeron: «N o ataquemos a Sartre ahora, que lo
necesitam os», o algo así.

G.: ¿Y [Georg] Lukács?2


G.: Pero fue el primero en explicar, en contra de la opinión
generalizada, que [Honoré de] Balzac era mucho más revolu­
cionario que Zola.

S.: Es verdad. Zola era un mero reformista. Den más comida


y un sueldo más alto a los mineros y estarán bien. Sólo estoy
de acuerdo con Lukács en esto. Pero su crítica de mi obra no
tiene nada que ver con lo que he escrito (me pregunto si la ha
leído). Fundamentalmente, sostiene, en su prosa alambicada,
que los escritores comunistas escriben para la gente, no para
las élites comunistas.

G.: De hecho, todos escribimos para las élites, ¿no?

S.: Sí, pero las élites entendidas en un sentido amplio, por así
decirlo-, a través de los pequeñoburgueses que nos leen.

G. -. No se puede recurrir a la intermediación de nadie cuando


se escribe en La Cause du Peuple.

S.: No. En el periódico puedo escribir, y ser leído por m ili­


tantes de toda Francia y, en parte, de Alemania e Italia, pero
al mismo tiempo he escrito y seguiré escribiendo miles de
páginas sobre Flaubert. Lo que hago para La Cause es poner
en práctica mi oficio de escritor, mientras que Flaubert es una
obra artística, cuyo prestigio garantiza que todo el mundo me
lea cuando escribo sobre los escándalos en la cárcel de Toul.3

G.: ¿No me va a decir que se ha pasado usted quince años escri­


biendo Flaubert para poder atraer a los lectores de La Cause?

S.: Por supuesto que no, pero, en cierto modo, sabía que ésa
sería la consecuencia. Al fm y al cabo, durante veinte años he
escrito literatura para poder escribir mi « J’accuse».4 Por otra
parte, rms obras de teatro son obras comprometidas. No escri­
bí las obras de teatro para poder firmar |peticiones y manifies­
tos!. pero puedo firmar porque he escrito obras de teatro.

G.. ¿Y cuál de estos actos tiene más valor?

S.: ¿Para la sociedad? Firmar. Para mi. las obras de teatro. Pe­
ro. en los dos casos, ¿no estoy diciendo que el escritor es aquel
que cree que el mundo ha sido elegido libremente por quien­
quiera que viva en él para darle el significado que merece, por
todos sus habitantes que respetan el mundo, a pesar de los de­
sastres, las guerras y los escándalos?

G.: En tal caso, volvemos a la búsqueda de Stravrogin de un


dios que no existe. 0 a la definición de Malraux de la vida como
el intento de cruzar un rio aun sabiendo que nadie lo conse­
guirá y que todos nos ahogaremos, pero que hay que intentarlo
de todos modos.

S.: Sí, como una libre elección.

G.: Sólo la élite puede creer en una realidad tan rigurosa. La


gente de a pie, que sufre a diario la explotación, la codicia y
la avaricia de los ricos, necesita creer que, de algún modo, será
vengada, como el credo cristiano que dice que es más fácil que
un camello pase por el ojo de una aguja a que un rico entre en
el reino de los cielos. De hecho, preñero la idea budista según
la cual el pobre se reencarnará en una mariposa, mientras que
el rico se reencarnará en una cucaracha.

S.: Se lo acaba de inventar usted, ¿verdad?

G.: Si, pero me gusta. En cualquier caso, todas las religiones


prom eten alguna clase de venganza; de lo contrario, no se
extenderían.
S.: I^a judia no.

C.: Por eso no hacen proselitismo. Y por eso no es simplemen­


te una religión, sino una entidad étnica, por llamarla de algún
modo. Por eso muchos judíos transmiten sus tradiciones, pe­
ro en realidad son ateos. 0 al menos las élites. Y esas élites
se desviven tanto por dar sentido al absurdo como cualquier
otra élite, y también ocultan su alienación metafísica, como
las otras élites.

S.: El caso es que existen diferentes grados de élites. Arriba


de todo está la primera categoría, como la llamaba mi abuelo,
que sabe perfectamente a qué atenerse. 0 bien son canallas
codiciosos o bien revolucionarios, de modo que se dicen: «Ya
que la existencia es absurda, aprovechemos, y peor para los
dem ás», o bien: «D e acuerdo, es imposible escapar del ab­
surdo, pero intentemos que todo el mundo tenga el máximo
confort y satisfacción posibles». Pero, además, y tenía razón
mi abuelo, existe una élite de segundo orden, que o bien imita
o bien obedece servilmente —bueno, él no lo decía así, pero yo
sí—. Y, por último, está el tercer nivel de élite, al que él creía
pertenecer, formado por burgueses instruidos que tratan de
divulgar, explicar, traducir y hacer aceptables las cosas. Esta
élite se encuentra dividida entre la conciencia de sí y el au-
toengaño. Explotada y maltratada, dominada y acosada, sien­
te la necesidad de creer en una especie de retribución, pero la
necesidad y la convicción no son sinónimos. Y, en el fondo,
no está convencida.

G.: Como los funcionarios del partido comunista.

S.: Exacto. Necesitan creer que, obedeciendo las órdenes de


Stalin, o de cualquier otro, contribuyen a que la humanidad
alcance una cota de felicidad superior. Y que el hecho de con­
sagrarse a esta causa les convierte en parte de la humanidad.
G.: Como todos los extraordinarios com unistas de base que
fueron a España a luc har contra Franco con nombres falsos,
con documentos falsos, dejando atrás su propia vida, para que
nadie supiera que habían muerto en España combatiendo por
la libertad, ya que para ellos era una forma de hacer avanzar la
humanidad de la que formaban parte.

S.: Exacto. Sabían que a través de sus actos representaban a to­


da la humanidad, como el hombre que se apropió del autobús
en un acto que representaba a todos los que hacían cola.

G. Pero, al hacerlo, ¿no se convertía en el líder? En un m iem ­


bro de la élite en fusión, por decirlo de algún modo.

S.: No, yo diría que su acto era plenam ente democrático, la


expresión de la voluntad del pueblo, como las decisiones to­
madas por las asambleas generales.

G.: Pues yo tengo un problema con las asambleas generales,


al m enos donde doy clase. La mayoría de mis estudiantes, e
incluso diría la mayoría de los estudiantes en general, traba­
jan, muchos de ellos a tiempo completo. Vienen a Vincennes
—y supongo que a Nanterre, Jussieu, etcétera, también— para
adquirir algunos conocimientos que les permitan m ejorar su
sombría existencia. No tienen tiempo para asistir a las asam­
bleas generales, y m enos aún para participar en los talleres
o los comités de investigación que organizan las asam bleas
gen erales. Por otra parte, hay un m ontón de estudiantes
—yo conozco a tres— que son brillan tísim os, pero exagera­
damente tím idos, y no se atreven a despegar la boca en una
asamblea general, ante centenares de estudiantes. A sí que me
pregunto en qué medida es democrática la supuesta «dem o­
cracia directa».

S.: ¿Qué propone usted, pues?

244
G.: Es muy complicado. En cuanto a los estudiantes, haría
asambleas generales más reducidas, incluso una por clase,
pero como en Estados Unidos tenía clases de sesenta y cinco
alumnos, tal vez habría que partirlas. Quizá habría que dar a
todos los estudiantes alojamiento y comida gratuitos, así como
un pequeño salario, pero ¿qué hacer con los estudiantes ricos,
o con aquellos que no sólo trabajan para su propio sustento,
sino para ayudar a su familia, a menudo pobre y en el paro,
como es el caso de muchos de mis estudiantes argelinos? A
todas luces, el problema actual de la democracia directa o par-
ticipativa, en el estadio del capitalismo en el que nos encon­
tramos, se enmarca en los problemas generales de la sociedad
capitalista. Creo que el ejemplo de la gente que se apodera del
autobús y forma un grupo en fusión plantea problemas en los
dos sentidos, ya que una vez que llegan a su casa y, al día s i­
guiente, vuelven al trabajo, están seriados de nuevo. Tendrían
que empezar una y otra vez, lo cual es demasiado exigente, de­
masiado agobiante. Estoy dispuesto a concederles, a usted y a
Marx, que no existe la naturaleza humana como tal, pero sí una
condición humana que debemos tener en cuenta a la hora de
mejorar la sociedad. Creo que parte de esa condición, tan real
como los ojos, la nariz o los brazos, tan real como la condición
animal en lo que respecta a la velocidad, el miedo o la huida,
es el hecho de que tanto los humanos como los animales sólo
pueden soportar cierto grado de estrés o de agotamiento. Tal
vez no sepamos cuál es el límite, pero creo que éste, en última
instancia, deñne nuestro potencial.

S.: Tiene usted razón, pero nadie ha dicho que las revoluciones
sean fáciles. Si definimos el progreso como el aumento de la
participación de la gente en la toma de decisiones que afectan a
su vida, no cabe ninguna duda de que, a pesar de las masacres,
los genocidios y las matanzas que han asolado sin cesar la h is­
toria de la humanidad, ha habido un progreso. Aunque queden
dictadores en todo el mundo, ningún historiador, o casi ningu­
no, afirmaría que una dictadura es mejor que una democracia
burguesa, del mismo modo que antes casi ningún historiador
afirmaba que un soberano con derecho divino era mejor que
una monarquía parlamentaria. Todos los avances pueden ser
aplastados temporalmente, y el mundo puede sufrir un retro­
ceso temporal, pero una vez instituida en la ética humana, la
idea de progreso se expande a toda prisa entre los pueblos del
mundo. Pongamos el caso de la revolución cultural china, por
ejemplo. Al parecer, acabó en terribles excesos. (Y digo «al
parecer» porque no confío en los historiadores ni en los me­
dios de comunicación para el gran público, es decir, partida­
rios del orden establecido.) Pero la característica fundamental
de la revolución cultural es que el pueblo determina la políti­
ca y los administradores la administran. Hoy en día, esta idea
forma parte de nuestro mundo, de nuestra concepción de lo
que la gente llama la naturaleza humana. Ni los cortesanos, ni
todos los propagandistas destinados a Washington y Londres
podrán borrarla. Mao dijo: dos pasos adelante, un paso atrás.
Puede que las potencias del dinero hayan conseguido dar dos
pasos hacia atrás, pero una vez que el hombre saborea la miel,
no puede olvidar su dulzura. De modo que sí, cada vez que un
grupo en fusión se disuelve en un conglomerado de individuos
seriados es una derrota, pero nadie olvidará jamás la maravi­
llosa experiencia de la fusión.

G.: Debería usted explicar todo esto en detalle en su ética.

S.: Suponiendo que la escriba. ¿Sabe?, he perdido mucha


energía. Tengo sesenta y siete años, y soy consciente de que si
estallara una revolución aquí, mi labor perdería todo el senti­
do. Y si no estalla... Mi pasión por la escritura se ha desvane­
cido. Como sabe, durante toda mi vida he mantenido un ritmo
desaforado a costa de tomar anfetaminas, pero ahora el médico
me las ha prohibido, así que he bajado el ritmo drásticamente
(aunque aún tome alguna). Con todo, acabo de poner punto y
ftnal a otras mil páginas de ñaubepero me aburr
G.: No creo que sea una cuestión de edad, sino de la época. Yo
estoy desengañado. ¿Sabe?, en Estados Unidos casi rozamos
la revolución la noche que asesinaron a Martin Luther King.
Los negros estaban tan furiosos que ocuparon un centenar de
ciudades —sí, cien—. Un centenar de ciudades ardieron aque­
lla noche. ¿Y qué hicieron los blancos? Pues mirarlo por la
televisión. Si nos hubiéramos unido a los negros, quién sabe
qué habría pasado. Así que yo también he perdido el ardor
de antaño. Mis estudiantes no se han dado cuenta. Admiran mi
pasión. El otro día oí cómo me elogiaban; un estudiante le dijo
a otro: «No se sabe si Gerassi es comunista, si es anarquista
o si está loco, o las tres cosas a la vez, pero nunca te duermes
en sus clases». Quizá no sea más que una cuestión de expe­
riencia. Comencé a escribir, ahora me doy cuenta, por tres ra­
zones: para ganar dinero, para tener fama y para cambiar el
mundo, pero intuyo que no voy a poder cambiar el mundo ni
un ápice, y que la fama y el dinero no son razones suficientes
para seguir escribiendo.

S.: Le entiendo, pero debería usted recordar lo que decía nues­


tro viejo Mao Zedong: «Una sola chispa puede incendiar la
pradera». Acuérdese del 68. Casi hubo una revolución aquí, y
todo empezó porque el Gobierno construyó una estúpida p is­
cina en Nanterre.

G.: ¿Cree usted que el 68, o el fracaso del 68, modificó sus há­
bitos de trabajo? ¿Cuándo decidió usted escribir

S.: Fue por casualidad. Una amiga mía poseía un ejemplar de


su correspondencia y, un día, en su apartamento, comencé a
hojearla. Aquello fue en el 45. Más tarde, hace dieciséis años,
el viejo Garaudy, que seguía peleándose, vino a verme, creo
que en busca de ayuda. Me propuso que trabajáramos en la
biografía de alguien por separado y que luego comparáramos
los resultados. Le dije que de acuerdo, y sugerí la figura de
Flaubert. Aquello fue en 1954. Pero no hice nada, porque en

247
aquella época vo estaba releyendo a Marx. Estaba decepciona­
do con el tercer volumen de mi trilogía. Por otra parte, había
decidido no continuar mi ética. En cualquier caso, empecé a
leer todo lo que encontraba sobre Flaubert. Y comenzó a d i­
vertirme. Cuando llegué a su última novela, de pronto me di
cuenta de que iba a tener que enfrentarme con su muerte, es
decir, con mi propia muerte. Y entonces estalló el 68.

G.: ¿Asi que el 68 lo puso todo en tela de juicio?

S.: No, el 68 no. No entendí verdaderamente el 68 hasta el 70,


hasta ahora.

G.: ¿Y, ahora, qué ha comprendido usted del 68?

S.: Que escribir no es más que ejercer un oficio. Que hay gente
que hace zapatos, gente que se hace soldado, y gente que escri­
be. Ahora escribo tres horas cada mañana, excepto los viernes,
que converso con usted, y tres horas después de comer. El res­
to del tiempo hago lo que quieran que haga.

G.: ¿Y qué ha comprendido usted de la muerte, en primer lugar


de la de Flaubert y, luego, de la suya?

S.: Para Flaubert no supuso ningún cambio, porque durante


toda su vida estuvo aterrorizado por la m uerte, pero no por
el hecho de estar muerto, suponiendo que puedan formularse
esta clase de contradicciones, sino por el tem or a la nada, de
ahí que intentara creer en alguna forma de más allá, que es la
razón por la cual todos sus intérpretes y biógrafos dicen que
era religioso, aunque no lo fuera. No tenía ni un pelo de tonto,
más bien al contrario. Tan sólo montaba una función ante sus
ojos. Sus dioses siempre lo decepcionaron.

G.: Como los amantes de Emma.


S.: Exacto. Y. como ella, jamás llegó a escapar de las garras de
la gente que quería destruirlo. La decisión de Emma de co­
meter adulterio es la única forma que se le ocurre de ejercer
el poder en su propia vida, cosa que, por supuesto, acarrea su
muerte. La voluntad de Flaubert de condenar a la burguesía,
de la que forma parte, lo lleva a buscar una salvación en la que
no puede creer, y él también acaba desesperado. El temor a la
muerte suele conducir a buscarla. El dios de Flaubert no le dio
ningún consuelo.

G.: ¿Y el suyo?

S.: ¿Mi dios? ¿Mi muerte? En mi caso, no era para escapar de


la muerte, sino para siluetearla, la razón por la cual he escrito
sobre ella, a través de él, por supuesto.

G.¡ ¿Temía usted la muerte o, mejor dicho, se negaba usted a


que ésta influyera en su visión de la vida, en sus elecciones, en
sus prioridades?

S.: Nunca he pensado en la muerte como en mi muerte. Está


aquí, en mi interior. Ha influido en mi relación con la política
en la medida en que a los cuarenta años no hubiera hecho lo
que hice a los veinte, o en la medida en que ahora que tengo
sesenta y siete no haría lo que hice a los cuarenta.

G.: ¿Se refiere usted a la Resistencia?

S.: No, me reñero al significado interior de mis actos. Por ejem­


plo, si hubiera habido una revolución en 1945, después de la
Liberación, sin ninguna duda yo habría participado en ella,
y probablemente me habrían matado o habría sufrido el terror
que se hubiera desencadenado luego. Ahora, a los sesenta y
siete, haría lo mismo, pero concebiría mi actitud de otro modo.
A los cuarenta habría esperado ver los resultados de mis ac­
tos, fueran buenos o malos. A los sesenta y siete, no. En otras

?49
palabras, saber (pie uno morirá significa que a cierta edad ya
no puede ver las consecuencias de sus actos, suponiendo que
puedan verse a los veinte o a las cuarenta, ya que se puede mo­
rir en cualquier instante, especialmente en una revolución.
Pero a los sesenta y siete años, uno sabe que ya no presenciará
las consecuencias, por muy afortunado que sea.

C.: ¿Y eso no influye en su comportamiento?

S.: Claro, en la medida en que la posibilidad de morir a los


veinte o a los cuarenta años es una injusticia incorporada a
las acciones, aunque no las cambie en modo alguno, apenas
refuerce no la condición de revolucionario, sino la de rebel­
de. Hoy, a los sesenta y siete años, ya sólo puedo ser revolu­
cionario, porque si muero en la revolución, no sería ninguna
injusticia.

G.: ¿Y la injusticia de ver morir a tantos inocentes, no sólo por


la codicia humana, sino por otras razones, como los terremotos
que siempre acaban con los pobres?

S.: Como Freud, que quería creer en Dios tan sólo un instante,
para reprenderlo.

G .: Como mi amigo Frangois Charlot, que el martes pasado


estaba en el hospital conmigo —la policía le pegó mucho más
fuerte que a mí—, y decía: «O jalá existiera un dios para que
pudiera pegarle un puñetazo en la cara por ser tan favorable
a los ricos».

S.: ¿Se encuentra bien? Menuda manifestación. Los argelinos,


por supuesto, fueron los que salieron peor parados, ¿verdad?

G.: Sin duda. De hecho, uno perdió un ojo. Charlot está bien,
pero la prensa no ha dicho ni una sola palabra al respecto.
S.: LaCause lo cubrirá todo, con diez fotos, en un número e s ­
pecial. Politique tH
oambién publicará grandes fotos. ¿Qué
d
eb
le hicieron los médicos?

G.: Poca cosa. Me hicieron radiografías de las piernas y la ca­


beza. que me sangraban bastante, pero no tenía ninguna frac­
tura ni conmoción cerebral. Me curaron y volví a casa para que
se me pasara durmiendo. Pero, dígame, ¿no le angustia un po­
co el hecho de no conocer el resultado de sus acciones, de sa­
ber que no podrá conocerlo?

S.: A veces. De hecho, la noche pasada me levanté para ir a


mear, y cuando volví a la cama no podía dormirme, pensando
en la muerte y la vejez. De todos modos, soy muy ansioso. Y la
ansiedad siem pre está ligada a la muerte, ¿no cree? Pero me
dormí al cabo de media hora, con un sueño poco profundo, y
por la mañana estuve grogui hasta que me tomé un café. Así
que no fue como las otras veces.

G.: Ha sufrido usted tres ataques.

S.: Sí, uno en octubre [de 1970], otro pequeño en mayo, y otro
en julio [de 1971]- Los llamo achaques de la vejez. Creo que
fueron pequeños infartos, porque no podía subir por las esca­
leras ni hablar con claridad. Pero no duraron mucho.*

G.: Me acuerdo, porque canceló usted nuestra cita.

S.: Sólo una, ¿verdad? Enseguida me puse bien. No me afectó


psicológicamente, creo. Bueno, de hecho empecé a plantearme
la posibilidad de quedarme incapacitado, y cosas por el estilo.
Pero no pensé en lo que se supone que preocupa a los viejos, a
juzgar por lo que dicen los estudios al respecto, me refiero al
temor a ser abandonado. Yo aún tengo amigos. Cada día tra­
bajo con gente joven. Sigo siendo útil, pero en realidad siento
que pronto se acabará.
G.: ¿Y eso no le provoca más angustia?

S.: No. Lo (|ue acrecienta la angustia es el sufrimiento. Como


después de la guerra, cuando iba en avión a todas partes, en­
tonces sí. estaba muy angustiado, tenía miedo de que los avio­
nes se cayeran, se incendiaran y de quemarme vivo, ese tipo de
cosas. ¡No se puede usted imaginar mi primer vuelo! No había
asientos. Era un bombardero con una especie de bancos en los
lados y un agujero en medio para tirarse en paracaídas, y es­
tábamos en medio de una tormenta, volando muy bajo, hacia
Bermudas, porque el piloto no creía poder llegar a la costa este.
Usted también le tenía bastante miedo a los aviones, recuerdo.

G.: Antes, sí. Una vez estaba tan nervioso mientras sobrevolaba
los Andes que mi mujer se hartó y me dijo que nunca más se
sentaría a mi lado en un vuelo, así que le dije: «De acuerdo, ya
no volveré a ponerme nervioso», tomé un periódico y empecé a
leerlo con calma, de izquierda a derecha. De repente, mi mujer
se echó a reír: sostenía el periódico del revés.

S.: ¡Jajajá! Esta clase de ansiedad desaparece con los años. Esa
es la parte buena. La mala es que te tratan como a un viejo. Ha­
ce tres días, Foucault, M auriacyyo nos unimos a La Izquierda
Proletaria en una manifestación frente al ministerio de Justi­
cia para protestar contra el trato que reciben los presos en las
cárceles —bueno, ya lo sabe porque usted también acudió—, y
después de la conferencia de prensa todos nos sentamos, ¿se
acuerda?, allí mismo, en las escaleras. Al final de la m ani­
festación, un tipo alto y corpulento que estaba sentado detrás
de mí —supongo que La Izquierda Proletaria le había pedido
que me hiciera de guardaespaldas— vio que me costaba le­
vantarme, y me levantó como si fuera un saco de patatas. Me
recordó un pasaje de En busca del , de Proust,
cuando una mujer joven le cede su asiento en un tranvía reple­
to de gente, y él se desalienta por el hecho de parecer tan viejo.
Así es cómo me sentí yo. ¡Ah, sí!, peor aún. Cuando la policía

253
empezó a dar empujones y porrazos, un agente me zarandeó y,
acto seguido, me dijo: «Le ruego que me excuse».

G.: Le había reconocido.

S.: No, ésa es la cuestión, simplemente vio que yo era viejo. No


me ofendí, p e ro ... Claro que es la realidad, soy un viejo, pero
no me siento viejo, es decir, me olvido de las cosas, me cues­
ta mucho levantarme del suelo, pero aún puedo trabajar, aún
puedo analizar las frases de Flaubert.

G.: Esa es la clave, seguir ejercitando la cabeza. Mire a todos


esos repugnantes políticos viejos, como De GaulleyAdenauer,
que vivieron muchos años en plena forma hasta que se ju b ila­
ron y pataplum. O Churchill.

S.: ¿Qué edad tiene Fernando?

G.-. Setenta y dos años.

S.: ¿Sigue pintando? ¿Sigue dando largos paseos por sus am a­


das colinas de Vermont, a pesar del cáncer? ¿Es muy grave?

G.: Sí, es muy grave. Tiene un cáncer de esófago, que es incu­


rable. Pero sí, aún camina los tres kilómetros hasta su taller,
¿se acuerda?, una pequeña escuela antigua de color rojo, que
el municipio de Putney le alquila [por treinta y cinco dólares
al año]. Con su perro ftel. Me escribió en año nuevo. Una car­
ta extraña, supongo que en respuesta a una mía en la que me
quejaba, más o menos, de estar exiliado de la revolución, que
por supuesto ya no existe, desde que los blancos abandonaron
a los negros después de que mataran a cuatro estudiantes blan­
cos en Kent el año pasado. Supongo que lo interpretó como si
me cuestionara toda mi vida, y me dijo que era algo p erfec­
tamente legítim o, que él lo había hecho en cada etapa de su
vida, después de la Guerra Civil española, después de que le
echaran de oss. después de mudarse a Vermont y convertirse
en profesor, y así sucesivamente.

S .: Parece que está un poco amargado, ¿no?

G.: No lo creo. En la carta me decía que amara lo que hago,


que ésa es la clave de la vida. Decía que a él le gusta pintar,
venda o no los cuadros, que le gustan los colores, que son sus
compañeros. Decía que sólo desea que el cáncer no le impida
pintar.

S.: Creo que ésa es la clave. Quienes temen el sufrimiento


que entraña la muerte no temen verdaderamente la muerte.
Quienes

temen la muerte tienen remordimientos respecto a su
vida. Este es mi caso. He tenido la típica buena vida burguesa
de un burgués típico. Formación, profesión, amigos, viajes y,
además, en mi caso, un poco de gloria y celebridad. Esta parte
no gusta a la burguesía, pero incluso aunque haya tratado de
rechazar los honores burgueses por mi obra antiburguesa, creo
que la satisfacción de haber desempeñado un papel relevante
en el marco de nuestra absurda existencia ha sido importan­
te para mí.6

G.: Como [Bertrand] Russell.

S.: Vaya pájaro. Un aristócrata que, con la edad, fue mejoran­


do, como el buen whisky. Creó el Tribunal Internacional so­
bre Crímenes de Guerra por pura convicción, a los noventa y
cinco años.

G.: Cuando fui a visitarle a Gales al regresar de Vietnam del


Norte, hablaba casi tanto como Fidel, hasta altas horas de la
noche, de ese tribunal, que era su caballo de batalla. En un mo­
mento dado, le pregunté qué le mantenía tan vivaz. Recuerde
que en aquella época Russell también estaba escribiendo sus
memorias, durante más de seis horas al día. Se sirvió otro tragó

^54
de Scotch creo que era Scotch—, levantó el vaso y proclamó:
«Una botella al d ía» .

S.: Un guerrero.

G.: Y, sin embargo, después de la guerra había defendido la


necesidad de una guerra preventiva contra la Rusia soviética.

S.: De hecho, aquella época fue muy extraña. No sabíamos que


las radiaciones no se disipan, y nos creíamos gran parte de la
propaganda de la cía que invadía nuestros periódicos. Por eso
creamos r d r , craso error.

G.: Incluso era usted muy amigo de Arthur Koestler, en aquella


época.

S.: No tanto. No me entusiasmaba. Siempre hablaba de sí m is­


mo en tercera persona, «tío Koestler...» , «papá Koestler...» .
Pero su m ujer me encantaba. Era bonita, jovial y cálida, aun­
que bastante perversa y un poco corrompida. Salí con ella v a­
rias veces. Había sido amante de Camus, y de vez en cuando
salíamos los tres juntos. Y El cero y el infinito es un libro fasci­
nante. Merleau lo analizó de maravilla en su libro Humanismo
y terror.

G.: Koestler formaba parte de r d r , ¿verdad? El cero y el infinito


apareció en 1947, en la misma época en la que usted escribió
«Matérialisme et révolution» [Materialismoy revolución], un
artículo que, por cierto, aún doy a leer en algunas asignaturas.
Creo que es el m ejor análisis político-filosófico de lo que los
comunistas llaman el camino objetivo de la historia.

S .: No pretendía escrib ir un artículo político. Recuerde que


por aquel entonces yo no estaba politizado, sino que era un
intelectual que trataba de explicar qué estaba sucediendo en
el mundo y por qué. De hecho, ni siquiera la creación de r d r

255
me pareció un acto político —aunque, por supuesto, sí que lo
fuera a ojos de todo el mundo—: para mí era fruto de una ne­
cesidad intelectual de comprensión cognitiva independiente
y. por tanto, como el hecho de nombrar significaba reaccionar,
de acción, pero no un partido político al uso. No me politicé
hasta el año pasado, cuando entendí el significado del 68 y me
uní a La Izquierda Proletaria como militante.

G.: Pero, al margen de que se considerara usted politizado o


no, lo cierto es que desde 1945 su actividad siempre ha sido
política y, más importante aún, ya que, como dice usted, el in­
fierno son los otros, su actividad siempre ha sido considerada
política por sus semejantes, así como por la mayoría de fran­
ceses, ¿no cree?

S.: Sin ninguna duda. Desde finales de la guerra hasta el 51 o el


53, intentamos permanecer neutros, cosa que, por supuesto,
nos valió ataques de la derecha y la izquierda...

G.: ¿A quién se refiere al decir «nosotros»?

S.: ACamus, M erleauy a aquellos que usted, o la prensa, o in ­


cluso Castor, llama «lafam ilia»: Bost, Pouillon, Gorzy, acier­
ta distancia, por así decirlo, Castor. Quiero decir que siempre
estuvieron presentes en los encuentros y las reuniones, cuando
organizábamos, pero una vez que fundamos r d r , jamás llegaron
a ser miembros del todo. Incluso Camus, que sí que era miem­
bro, siempre se mantenía un poco distante, igual que Merleau,
que no quería ponerse en contra de los comunistas, cuyas crí­
ticas eran feroces. Siempre insistía en que r d r jamás llegaría
a desempeñar un papel importante a no ser que se convirtiera
en un partido político, y que en tal caso no conseguiría nada,
porque los franceses sólo votan a partidos grandes, como a los
comunistas, los socialistas, los gaullistas, la derecha no gaullis-
ta, y nada más. Y tenía razón, por supuesto. Pero ninguno de
nosotros, me refiero a ningún miembro de izquierdas de r d r ,

256
era partidario de convertirlo en un partido político. Así es có-
mo me veía a mi mismo, como el jefe, pero un jefe que seguía
siendo un intelectual, y no un político. En 1951 ya contábamos
con diez mil seguidores, e iban en aumento. La base compar­
tía los mismos principios que M erleauyyo. Los dirigentes,
Rousset, [Georgesj Altm any otros, eran más anticomunistas
que nada. De hecho, debería usted entrevistar a Rousset.

G.: Ya lo he entrevistado.

S.: Bien. Y esa gente quería más dinero del que hubieran po­
dido proporcionar, de haber querido, los diez mil seguidores
de r d r , así que Altman, que había sido comunista pero que por
aquel entonces dirigía Franc-Tireur, un periódico de un anti­
comunismo feroz, viajó a Estados Unidos para pedir dinero
al cío [Congress of Industrial Organizations]. Sabíamos que
el servicio de asuntos extranjeros del cío, dirigido por [Jay]
Lovestone, estaba financiado por la c í a , de ahí que pidiéramos
a los miembros de r d r que votaran a favor de la disolución del
grupo, cosa que votaron casi unánimemente. En aquella épo­
ca, Camusya se había distanciado, y Merleau estaba demasia­
do preocupado por su escritura. Venía al 42 [el número de la
calle Bonaparte en el que estaba el apartamento de Sartre] con
«la fam ilia» para asistir al consejo de redacción de Les Temps
Modemes, pero eso es todo. Y, de vez en cuando, escribía al­
gún artículo para la revista, por supuesto. Pero el mundo había
cambiado. Resultaba evidente que Estados Unidos preten­
día americanizar Francia, así como toda la Europa occidental.
Ya no cabía ninguna duda de la intrusión de la c í a en nuestra
vida política y en los medios de comunicación, más manifiesta
aún en Italia, ni del absoluto servilismo de Inglaterra respecto
a Estados Unidos. Y Francia había iniciado una guerra im pe­
rialista en Indochina que debía ser condenada. Fue entonces
cuando el marinero Henri Martin se negó a embarcarse en un
buque que llevaba material de guerra a Vietnam, por lo que fue
acusado de motín y estuvo a punto de ser ejecutado. El partido

^57
comunista me pidió ayuda. Y acepté, claro. Mi etapa de compa­
ñero de ruta empezó entonces, en 195'^' b*,sú> 195^** cuando se
produjo otra invasión rusa, la de Hungría, y mi denuncia desen­
cadeno otra ruptura, que duró hasta la guerra de Argelia. Los
comunistas apenas se mojaban en esa cuestión, pero en aquella
época yo fui a Rusia y. como sabe, me enzarcé en una relación
muy apasionada y seria, de ahi que regresara varias veces.

G.: ¿Con Lena [Zonina], su traductora?

S.: Viajamos mucho por Rusia juntos, a veces con Castor, los
tres. Era. y es, una mujer fantástica. Su padre había sido uno
de los primeros revolucionarios rusos, pero Stalin lo ejecu­
tó, y a su hermano también. Su madre, una comunista devota,
fue expulsada del partido, y aunque ella nunca fue acusada de
«actividades antipartido», tenia que someterse a frecuentes
interrogatorios del n k v d . Durante el juicio a [Yuli] Daniel,7fue
perseguida por haber firmado una petición a favor de éste, y le
negaron varias veces el visado para visitarme, pero perseveró
y al final vino a París y regresó sin problema. Vivimos en un
sistema capitalista abominable, pero quienes más sufren son
los pobres. En Rusia, el Gobierno teme a cualquier intelectual,
pero no a los pobres, a quienes proporcionan los medios de
subsistencia, sino a la gente como nosotros, porque podemos
ser demasiado críticos con lo que hacen o dicen, y entonces
¿qué? Nunca se lo han planteado.

G.: Creo que ello se debe a que la gente contraria al sistema


capitalista sigue aceptando, en conjunto, el proceso electoral.
En Estados Unidos, la prensa y los medios de comunicación
en general están tan controlados por el complejo industrial,
financiero y militar que las únicas voces disidentes se reducen
a unos cuantos periódicos o revistas que sólo leen los intelec­
tuales, a los que, por otra parte, ya casi nadie respeta. Aquí,
en Francia, los intelectuales son respetados, y las declaracio­
nes que hacen, como las suyas, son recogidas por los medios

358
de comunicación oficiales. Si el Gobierno francés ha inten­
tado cerrar La Cause du Peuple y detener a La Izquierda Prole­
taria, es precisamente porque éstos han rechazado el sistema
capitalista. Como Matzpen [la organización socialista israelí]
en Israel. La estrategia de Estados Unidos para acallar a los
disidentes consiste en privarlos de trabajo, así que muy poca
gente puede permitírselo, y nadie presta atención, por ejem ­
plo, cuando Norman Mailer dice que el capitalismo no es bue­
no. Los intelectuales suelen firmar peticiones en el New York
Times; a veces, incluso pagan páginas enteras de publicidad
para salir en la prensa, pero ello no tiene ningún eco a no ser
que lleve a medio millón de personas a manifestarse frente al
Pentágono. Y resulta imposible movilizar a mil personas para
que participen en una marcha a favor de la nacionalización de
las compañías mañosas más poderosas del mundo, es decir,
la industria de los seguros y de la sanidad. Aquí, en Francia, si
el Gobierno intentara privatizar un hospital público, al menos
diez millones de personas saldrían a la calle. En cambio, los
estadounidenses están convencidos por los grandes medios
de comunicación de que las empresas públicas no son tan efi­
cientes como las privadas.

S.: Tiene usted toda la razón, pero si nosotros —usted, yo, «la
fam ilia»— fuéramos rusos, y siguiéramos con nuestras cosas,
estaríamos en el gulag, ¿no cree?

G.-. Sí, precisamente porque nuestras ideas disidentes serían


influyentes.

S.: Por eso los comunistas me han seguido los pasos. Creo que
hasta que no comprendí, pasado el 68, que la política lo englo­
ba todo, toda mi trayectoria estuvo marcada por los comunis­
tas, por lo que decían, por lo que hacían, por cómo me trataban
y por cómo me oponía a ellos.

259
FEBRERO DE 1972

El otro día dijo usted que se convirtió en com pañe­


G e r a s s i:

ro de ruta de los com unistas en 1952, a raíz del asunto Hen-


ri Martin, pero ¿qué pasó cuando estalló la guerra de Corea?
¿Permaneció usted en silencio?
*
Sa rtre: Esa fue la prim era crisis grave en Les Temps ,
quiero decir entre Merleau y yo. La postura de los demás era
natural: Aron era un social-demócrata de derechas, así que ya
se había ido, y Malraux quería formar parte del equipo de De
Gaulle, así que se fue. Pero el prim er problema de enverga­
dura surgió cuando se abrió el fuego en Corea. Al principio,
nos creimos casi toda la propaganda estadounidense, es decir,
que los coreanos del norte habían invadido a los del sur sin
provocación alguna, que Syngman Rhee, del sur, era un buen
demócrata, que Kim Il-Su n g era un canalla fanático, etcétera,
etcétera. Tardamos unos meses en hacernos una idea de la rea­
lidad, de que había habido escaramuzas entre el norte y el sur
desde que los rusos se habían retirado del norte, mientras que
los estadounidenses seguían en el sur. Entonces descubrim os
que Kim era un héroe de la Resistencia mientras que Rhee era
un semicolaborador que había jurado reuniñcar Corea bajo su
tutela. Pero cuando se rom pió el fuego, no sabíamos nada de
esto. Ni siquiera sabíamos que [el general Douglas] MacArthur
era un antiguo general fascista que había ordenado a sus tropas
disparar a los veteranos de la Prim era Guerra Mundial que se
habían reunido en Washington para reclamar su pensión por­
que se morían de ham bre. Nosotros tan sólo pensamos-. «Ya
tenemos aquí la tercera guerra m u n d ial».
G.: Pero ¿aun asi guardaron silencio?

S.: Hasta que no descubrimos la realidad, Merleau, como todos


nosotros, se creía la propaganda y, por tanto, pensaba que ésa
era la estrategia de Stalin para soslayar los acuerdos de Yalta
y conquistar toda la región, pero Merleau no quería criticar la
política de los comunistas soviéticos, ya que los comunistas
franceses, que, a ftn de cuentas, eran los portavoces del prole­
tariado explotado, lo habrían interpretado como un ataque.

G.: Del mismo modo que hoy, en Estados Unidos, criticar


la política de Israel significa ser acusado de inmediato de
antisemita.

S.: Exacto. Así que Merleau no quería que dijéramos nada so­
bre Corea. Creo que ello estaba ligado a su educación de bur­
gués demócrata pero muy católico. Su madre había sido una
católica muy estricta, y acababa de morir, por lo que la ente­
rraron con toda la pompa católica. Era un gran defensor de
la libertad personal, pero entendida en abstracto, ¿sabe?, no
consideraba la libertad en el contexto del mundo capitalista,
la libertad de poseer un par de zapatos. En otras palabras, sus
principios democráticos eran muy burgueses, pero basados en
un sentimiento de inferioridad ligado a su clase social, a la que
odiaba profundamente. Por otra parte, estaba la cuestión de su
carrera, que no quería poner en peligro. Soñaba con una cá­
tedra en el Collége de France, que acabó consiguiendo. Era un
deseo inconsciente, por supuesto, pero creo que, en parte, era
la razón por la cual no firmaba sus editoriales, por ejemplo.

G.: Pero usted tampoco.

S.: Yo sólo escribí uno, precisamente sobre Corea, al enterar­


nos de la realidad, y lo firmé. Más tarde, después de la ruptura
con Merleau y de escribir «Los comunistas y la paz», una serie
de artículos que se publicó en la revista, escribí otro editorial

262
que. en efecto, no firmé, porque expresaba la opinión de todo
el equipo. Pero Merleau era el redactor jefe de política y escri­
bía casi todos los editoriales, pero no los firmaba nunca.

G.: Es normal. A fin de cuentas, se supone que los editoriales


representan el punto de vista de la revista en general, y si algún
redactor difiere, puede escribir un artículo para expresar su
desacuerdo o, si la revista no se lo publica, puede dimitir.

S.: En cualquier caso, Merleau era muy pro comunista, pero


siempre intentaba no implicar a la universidad en sus activida­
des políticas. Al igual que Camus, su vertiente personal influía
mucho en la política.

G.¡ ¿Camus? Pensaba que su política estaba determinada por


su condición de pied-noir.

S.: También, pero aún le influía más su mujer, Francine. Era


bastante brillante, era matemática, y extremadamente bonita,
pero también era extremadamente reaccionaria, pro «A lgé-
rie fram jaise», pro o a s [Organisation de TArmée Secrete, una
organización terrorista creada por oficiales nacionalistas de
derecha para luchar contra el plan de De Gaulle de garantizar
la independencia de Argelia]. De hecho, fue testigo en el juicio
de [el general Edmond] Jouhaud.1

G.: ¿Cómo pudo consentirlo Camus?

S.: Cuando se celebró el juicio, Camus ya había muerto en un


accidente de coche. Pero la trataba muy mal. Salíamos a m e­
nudo juntos, Castor y yo y ellos. Él tenía un romance con [la
actriz María] Casares [Quiroga], y todo el mundo lo sabía.2 En
aquella época, ella actuaba en una obra cuyo entreacto era a las
diez y cuarto, así que cada noche, estuviera con quien estuvie­
ra, y sin miramientos por el sufrimiento de Francine, Camus
se excusaba e iba al encuentro de Casares. Y luego, si Casares

s>63
estaba de buen humor, acompañaba a Francine a casa y salía a
bailar o adonde fuera con Casares. Lo llevaba con mucha na­
turalidad, pero aun así le consumían los remordimientos. La
verdad es que después de la guerra ninguno de nosotros era
muy normal. Pongamos el caso de la redacción de Les Temps
Modemes. Merleau, el redactor jefe de política, estaba muy
cerca de los comunistas. Yo, que era el cofundadory el corre­
dactor, sufría incesantes ataques de los comunistas, a pesar de
ser muy de izquierdas. No era el caso de Aron, [Albert] Ollivier
y [Jean] Paulhan, a quienes había conocido en la Resistencia.
Ollivier había participado en Combat de Camus. Paulhan, al
que conocía desde antes de la guerra, había estado conmigo en
el movimiento de resistencia comunista. Estábamos en con­
tinuo desacuerdo, no sólo a propósito de Corea, aunque fue
entonces cuando Ollivier y Paulhan abandonaron la revista,
sino que teníamos graves discusiones sobre asuntos como, por
ejemplo, si había que castigar a los colaboradores. Camus que­
ría que ejecutaran a Brasillach, por ejemplo. Mauriac no. Ni
Castor. Yo estaba en Estados Unidos, de modo que no participé
en aquel debate y, por otra parte, como le dije, me consideraba
apolítico. Todo el país estaba igual de convulso. No olvide que
después de que De Gaulle dimitiera, había un gobierno tripar­
tito, formado por el m r p [Mouvement Républicain Populaire],
de derechas y fundamentalmente católico, los timoratos de los
socialistas y los comunistas, que se habían negado a suceder a
De Gaulle. Y, en medio de todo eso, cuando regresé de Esta­
dos Unidos, estaba yo, que me había vuelto famoso y era con­
siderado el portavoz de la izquierda no comunista, pero estaba
muy desconcertado. Fue entonces cuando los grandes medios
de comunicación empezaron a atacar al partido comunista,
y me pedían sin cesar que aclarara las cosas, que concedie­
ra entrevistas, que discutiera sobre la derecha y la izquierda,
que acudiera a debates radiofónicos e, incluso, que dirigiera
un programa de radio. Existe una diferencia abismal entre ser
conocido y ser famoso. Yo sabía que era conocido, como inte­
lectual, pero ¿qué se supone que hace un famoso? Camus solía
burlarse de mí diciendo que yo no podía sonarme en París sin
que se enteraran en Río de Janeiro. En 1947 salió una revistilla
semanal, llamada Samedi ir, dedicada únicamente a co
o
S
chismes de los famosos, ya sabe, quién se acuesta con quién,
y esas cosas. Y luego Pierre Lazareff, el despreciable magnate
de la prensa,3 lanzó France ,D
c que prácticamente era
n
a
im
igual de mala. No sé cómo, descubrieron que yo tenía paperas,
así que publicaron que Wanda había venido a visitarme para
demostrar que los efectos secundarios de la enfermedad —se
supone que vuelve impotentes a los hombres— no eran ciertos,
y para agradecerme que le hubiera dado el papel de Jessica, la
esposa de Hugo, en Las manos Más tarde, me encon­
tré a ese imbécil en un club; me salió al paso y me dijo: «Ya sé
que me desprecia usted, pero yo le admiro m ucho». La otra
cara de la fama fue igual de espantosa. Dominique Desanti,
por ejemplo, me despedazó por completo en un artículo en
Action.s Pero hay que situar las cosas en su contexto: Francia,
que antaño era el centro del mundo, había sido dividida en dos
por los alemanes, y bastante ignorada por el resto del mundo.
Así que después de la guerra, el mundo comenzó a existir pa­
ra Francia y Francia comenzó a existir para el mundo. Súmele
el desarrollo de los medios de comunicación de masas, y ob­
tendrá una especie de lucha de todos contra todos, en la que
todo el mundo intentaba encontrar su lugar, fama, objetivos o
un cargo. Y en ese caos, la mayor atracción era el «existencia-
lismo», y yo en calidad de fundador. Adondequiera que fuera,
al igual que Castor, que era apodada «la Grande Sartreuse»,6
nos fotografiaban, nos pedían declaraciones sobre cualquier
cosa, que resolviéramos conflictos, que ayudáramos a los en­
fermos... Enñn, era desquiciante.

G.: No me extraña, pero no nos engañemos; en parte, era cul­


pa suya. Siempre estaba usted en las boites [clubes nocturnos,
discotecas, no necesariamente respetables] de la Rive Gauche
[la orilla izquierda del Sena], bebiendo hasta bien entrada la
mañana.

365
S.: Es verdad, pero la mayoría de los que me criticaban hacía
lo mismo. Solian llegar antes que nosotros, así que no sólo
iban a escribir cosas malévolas sobre nosotros, sino que se
emborrachaban ellos solos.

G.: ¿Su fama despertó celos en Temps ?

S.: No lo creo-, por parte de Merleau seguro que no, porque re­
huía nuestra existencia pública. Escribí sobre ello en «M er­
leau-Ponty vivant» (M erleau-Ponty vivo). Y respecto a los
demás, creo que disfrutaban saliendo con nosotros, me re­
fiero a aquellos que se convirtieron en lo que Castor llama «la
fam ilia», y no pretendían ser escritores famosos.

G.: La inm ensa mayoría eran antiguos alumnos suyos, como


Bost y Pouillon, ¿verdad?

S.: Algunos sí, pero no todos. Lanzmann no había sido alumno


mío, ni usted, que se unió a nosotros en el 54, y Castor le aco­
gió en « la fam ilia». Recuerdo que a usted le encantaba ir a La
Cave du Vieux-Colom bier con nosotros.

G.: Porque Sidney Bechet tocaba allí con la orquesta de Claude


Luther. Me encantaba aquel tipo de jazz.

S.: A nosotros también. Y a usted le encantaba bailar con Mi-


chelle Léglise [Vian]. Se entendían a las mil maravillas.

G .: Aquello fue más tarde. El período de mayor agitación, du­


rante el cual su fama, su celebridad, se extendieron por todo
el mundo, acabó con los cañones coreanos, tal y como dijo
Merleau. Aron, Ollivier y Paulhan abandonaron entonces Les
Temps Modemes. Gamus siguió siendo un buen amigo suyo,
pero ya no le interesaban los debates políticos. ¿Quién llevaba
la revista? ¿Jeanson?

366
S.: Jeanson se convirtió en el redactor jefe en aquella época,
pero aquello no significaba nada, ya que todos escribíam os
lo que queríamos, sin interferencias. Por razones legales, yo
era el director de la publicación, es decir que si algún artículo
aparecido en la revista era acusado de traición por el Estado,
me detenían a mí. Con todo, Lanzm anny [Marcel] Péju ha­
cían una gran labor, y Jeanson también, claro, aunque sus opi­
niones eran un poco timoratas hasta que se produjo el asunto
Camus.

G.: No lo ideó usted, ¿verdad?

S.: Por supuesto que no. Cuando llegaron las galeradas de El


hombre ,reb
ldle propuse a Jeanson que lo reseñara él. Jean ­
son ya había escrito un artículo muy elogioso sobre Camus,
así que pensé que haría una buena labor con el nuevo libro de
Camus. Ninguno de los dos lo habíamos leído aún. De hecho,
yo no lo leí hasta después de que el artículo de Jeanson e s ­
tuviera maquetado. Entonces me dije: «¡Vaya!, la que le va a
caer», pensando en Jeanson, claro, porque siempre supe que
Camus era muy egocéntrico; en una ocasión, me dijo que de­
berían haberle dado el Premio Nobel tan sólo por extranjero.
En cualquier caso, nunca se me ocurrió que Camus pudiera
atacarme a mí, personalmente, a través de una carta dirigida a
«Monsieur le directeur des Temps Modemes» [señor director
de Les Temps ]M
s, ignorando por completo a Jeanson. Y
em
d
o
cuando respondí a su carta, no lo hice por lealtad a Jeanson,
sino porque estaba completamente de acuerdo con su crítica
del libro y con su derecho a hacerla. Y el incidente resultó útil
en un aspecto, al menos: a partir de entonces, Jeanson dirigió
la revista con sumo cuidado, astucia y agudeza. Siempre esta­
ba en la onda política correcta, cosa que le permitió a Merleau
centrarse más en sus obras filosóficas.

G-; ¿Cree usted que la carta que le dirigió Camus era fruto del
egocentrismo al que se refería antes?

367
S.: Creo que aún era más complicado. Camus siempre tenia di­
lemas: por una parte, pensaba que los argelinos tenían derecho
a la independencia, pero que fueron los colonos quienes hicie­
ron prosperar el país; por otra parte, que Rusia tenía derecho
a temer a Estados Unidos, pero que los países de la zona neu­
tral que había creado en Europa del Este habían acabado sien­
do países satélites; que Henri Martin tenía derecho a negarse
a participar en una guerra im perialista, pero que el Gobier­
no electo tenía derecho a imponer su política. Su vida perso­
nal funcionaba igual. Además, estaba la cuestión de la muerte.
Tuvo varios brotes de tuberculosis, una enfermedad que le ate­
rraba. Soñaba con la inmortalidad. Como todos los que temen
la muerte, la cortejaba. Se dice que Michel Gallimard era el
conductor del coche en el que se mataron los dos, pero yo me
preguntó si en realidad no conducía Camus. En cualquier caso,
seguro que incitó a Michel para que fuera aún más deprisa. Con
todo, Camus sabía que la inmortalidad es una engañifa; por
muy brillante que sea un libro, ¿cuánto tiempo permanecerá
en nuestra conciencia intelectual? ¿Mil años? ¿Dos? ¿Diez?
Es ridículo. La búsqueda de la inmortalidad, y Camus lo sabía
perfectamente, sólo tiene sentido mientras uno está vivo.

G.: ¿Qué pasó con Les Temps Modernes cuando Jeanson aban­
donó la revista para trabajar a tiempo completo para el Frente
de Liberación Nacional argelino?

S.: Gorz, Pouillon, Bost, Lanzmanny, por supuesto, Castor se


encargaron de la revista, que ya estaba bastante rodada.

G.: ¿M erleauya se habla ido?

S.: Sí, se fue distanciando discretamente durante la década


de 1950.

G.: ¿En la misma época en la que usted se acercó al partido co­


munista? La serie de artículos «Los comunistas y la paz», que

268
apareció en el 52. les gustó mucho, supongo, pero, al releerlos
el otro día. encontré en ellos el germen de su posterior ruptura
con los comunistas.

S.: ¿El final? Desde luego. El anuncio de lo que iba a ocurrir


ya está allí.

G.: Pero se produjo mucho más tarde, en el 64, con « E l fa n ­


tasma de S ta lin » , ¿verdad? Tengo la im presión de que estaba
usted muy politizado en aquella época, primero con una gran
obra de teatro, en m i opin ión la m ejor de todas las que ha
escrito, El diablo y Dios, en la que parece argumentar que el fin
justifica los m edios —aquello fue en el 5 1—, luego con « L o s
comunistas y la paz» y su libro sobre el asunto H enri M ar­
tin en el 53 y, por supuesto, su divertidísim a obra de teatro
Nekrasov en el 55.

S.: Pero mi acercamiento era muy ético. Cuando condenaba a


los comunistas, o a quien fuera, siempre era desde un p u n ­
to de vista moral. Y no olvide que la obra en la que me volqué
en aquella época fue Saint Genet [ et ] [San Ge-
net, comediante y m ártir], en la que intentaba mostrar en qué
medida la sociedad, con su estupidez y sus prejuicios, puede
arruinar a un individuo y, al mismo tiempo, crear un genio.

G.: La semana pasada comí con [Jean] Genet y lamentó, no sé


si en broma, que usted lo había diseccionado y analizado tanto
en su libro a través de sus novelas y sus obras de teatro que ya
no puede escribir. Lo cierto es que no ha escrito nada en m u­
cho tiempo, ¿verdad?

S.: ¡Jajá! No me culpe a mí. Yo simplemente pienso que no le


apetece luchar por una causa que ya ha ganado. Hoy en día,
el mundo intelectual, por no decir toda Francia, acepta que
nna pasión homosexual puede ser tan intensa y significativa
como cualquier otra. Y que la víctim a de un prejuicio pueda

369
convertirse en un criminal, para vengarse de una sociedad in­
justa. Pero ya lo verá usted, Genet volverá a escribir. De todos
modos, mi análisis de Genet y de su obra era estrictamente mo­
ral, así como mi análisis de Flaubert. El hecho de que conde­
nara su sociedad y la clase burguesa que oprimía a Genet y que
Flaubert odiaba, aunque luego la idealizara, y que mi condena
tuviera un significado político, no quiere decir que mi análisis
fuera político. En aquella época, antes de comprender que el
dinero y la política están ligados, cuando añrmaba que un ca­
pitalista era codicioso, egoísta, avaro, etcétera, emitía un juicio
moral, no político.

G.: Funcionaba usted como las universidades, que separan la


economía de la política. En Estados Unidos no existe ningún
departamento de economía política. Creo que es el único país
del mundo en el que se da este caso, como si la economía no
tuviera nada que ver con la política, y en Estados Unidos un
estudiante puede graduarse en ciencias políticas sin haber cur­
sado ni una sola asignatura de economía, y viceversa. En su
caso, por una parte estaba la moral y, por otra, la política.

S.: Es cierto, aunque todas mis obras son muy políticas. No era
consciente de ello, eso es todo. Pero creo que se debía a que mi
formación, y mi interés inicial, eran ñlosóftcos.

G.: ¿Y no cambió usted después de lo de Budapest?

S.: No después de lo de Budapest, pero sí de lo de Praga. De


hecho, yo siempre lo había creído, aunque no me diera cuen­
ta. Ya durante la Resistencia, en nuestro grupo, que se llamaba
Socialismo y Libertad —fui yo quien se inventó el nombre, por
cierto—, siempre cuestioné la idea comunista de que la liber­
tad, el hecho de ser libre, no llegará hasta que se establezca
una sociedad sin clases. Eso es lo que le objeté a Goetz en El
diablo y Dios.
G.: V, sin embargo, es e) personaje más simpático de todos, aún
más que Hoederer, creo.

S.: Bueno, Lenin también es un personaje simpático, ¿no? Y


[Nikolai] Bujarin aún más. Y [Karl] Radek. Incluso Gramsci,
cuando languidece en una cárcel de Stalin.

G.: Es verdad, pero también está mi favorita, la mayor demó­


crata comunista hasta el Che, es decir, Rosa Luxemburgo.

S.: ¿Por eso fracasó? ¿Como Hoederer? No obstante, éste ha


sido siempre mi compromiso: socialismo y libertad. Y la razón
por la cual, al margen de en qué grado fuera compañero de ru­
ta, mi objeción a los comunistas se ha mantenido inquebran­
table: socialismo, fundamental, pero también libertad, incluso
durante la transición, durante el proceso hacia una sociedad
sin clases.

G.: ¿Y lo consideraba usted una cuestión moral, no política?

S.: Hasta el 68, sí. Una vez que entendí las raíces del 68, es
decir, la inexistencia de una libertad significativa en nuestra
sociedad, comprendí al ñn que la política lo engloba todo.

G.: ¿Qué fue lo fundamental de su aprendizaje?

S.: Que para los capitalistas la libertad signiñca poder decir


cualquier cosa, pero no hacerla. La sociedad capitalista con­
trola todos los hilos de la economía. Uno es libre de gritar,
de exigir, de condenar una política concreta, de moverse para
intentar cambiarla y, de hecho, en ocasiones cambia, como con
el referéndum de 1961 en el que la mayoría de franceses ex­
presaron su deseo de que Argelia pudiera obtener la indepen­
dencia, como sucedió más tarde. Pero la libertad respecto a la
pobreza, la libertad respecto a los prejuicios, la libertad res­
pecto a la policía, la libertad respecto a la opresión, resultan
inconcebibles. Esta falta de libertades destruye al ser humano
Consume sus entrañas, sus deseos, sus propósitos. Por eso los
chicos de clase media del 68 querían derrocar el Gobierno.
Y por eso, cuando desfilaron frente al m inisterio de Interior,
donde la policía almacenaba todos los expedientes policiales,
y los agentes que había apostados allí les gritaron: «¡N o hay
nadie dentro; venid a to m arlo s!» al tiem po que alzaban el
puño, [Daniel] Cohn-Bendit o Geism ar, ya no me acuerdo,
replicó: « ¡N o querem os el p o d e r!» . Fue entonces cuando
los comunistas intentaron llegar a un acuerdo con De Gaulle.
Com prendieron que aquellos chicos no lograrían derrocar el
Gobierno, aunque hubiera millones de chicos manifestándose
contra él. Y cuando todo hizo aguas, Castor y yo al fin entendi­
mos que todos somos animales políticos.

G.: Y acabó usted uniéndose a los maos. ¿Castor también?

S.: Ya sabe que ella siempre había compartido mis opiniones,


tam bién las políticas, aunque discutiéramos sobre ellas des­
de una perspectiva moral. Pero el 68 también la cambió a ella.
Tomó conciencia de que las mujeres aún tenían que conseguir
muchas cosas, me refiero a hechos concretos; que escribir so­
bre la liberación de las mujeres no bastaba; que hay que luchar
por el cambio, por la democracia real, e n ...

G.: En la calle.

S.; Exacto. Y eso hizo. Empezaron a manifestarse, a ocupar es­


pacios públicos, etcétera, y a menudo se unieron a La Izquierda
Proletaria si consideraban que compartían la misma lucha. Pe­
ro desde entonces, Castor empezó a ir a sus propias reuniones,
sin mí; a mí no me admitían. Y eso cambió su relación con ñus
« m u jere s» , como dicen ellas.

G.; ¿Por qué?

272
S.: Porque viven de mí. Ya sabe que las mantengo a todas ellas.
A mí me parece normal, ya que, al ñn y al cabo, cuando em ­
pezamos nuestra relación, yo era tan exigente que ellas no po­
dían hacer nada más que vivir la relación. Así que hoy, Wanda,
MichelleyArlette, mi hija [adoptiva], viven de mi escritura, y
aunque sea normal, a Castor le cuesta aceptarlo.

G-: ¿Y Olga?

S.: No. Ella hace su vida, está con Bost.

G.: He oído decir que cinco autores jóvenes reciben una paga
mensual de Gallimard por orden suya.

S.: ¿Quién se lo ha dicho? ¿Robert [Gallimard]?7 No se lo diga


a nadie. No quiero que se sientan en deuda conmigo.

G.: ¿Alguno de esos cinco escritores es una mujer?

S.: No se lo voy a decir, porque es usted demasiado buen perio­


dista, pero le voy a decir una cosa: ojalá tuviéramos a nuestra
propia Rossana aquí.

G.: ¿Rossana Rossanda?

S.: Sí, es la comunista más extraordinaria del mundo; no forma


parte del partido, que yo sepa, y es una gran feminista. Le gus­
ta mucho cocinar, cosa que hace para [Kewes S.] Karol y para
cualquier invitado.8 Me encanta ir a verla. Encarna mi ideal de
feminista comprometida y de escritora revolucionaria. Y me
encanta su cocina.
MARZO DE 1972

Francia atravesó un período muy convulso entre 1 9 4 5


G e r a ssi:

y 1963 y, sin embargo, coincide con su época más productiva.

Sa rtre: El final de la Resistencia, la guerra en Indochina, el


derrumbe del Gobierno tripartito, r d r , la guerra de A rgelia
y, si llegamos hasta 1966, la destrucción de la izquierda fran ­
cesa. Tanto Les Temps Modemes como yo, personalmente, re s­
pondimos a cada una de las crisis, a cada una de las fases.
Cometimos errores, como fundar r d r , pero acertamos más o
menos en cada fase, en el ámbito internacional, que era nues­
tro mayor problem a, aunque no el único, basándonos en
nuestro compromiso antiimperialista. Acertamos al unirnos
a los comunistas en la campaña contra la americanización de
la o t a n —y seguimos acertando al respecto, por supuesto—, y
en las manifestaciones «Ridgway go hom e!» [¡Vuelva a casa,
Ridgway!]; acertamos al ponernos de parte de los comunistas
en las luchas por el trabajo, porque este partido representa a la
inmensa mayoría de los trabajadores de Francia; acertamos al
unirnos al partido comunista cuando éste se opuso a la guerra
colonial en Indochina, pero también acertamos al condenar
a Rusia por sus invasiones de Berlín, Praga y, por supuesto,
Budapest en el 56; acertamos al condenar a toda la izquierda
por su postura respecto a Argelia, incluido el partido comu­
nista, que no se mojó hasta que no resultó evidente que los
comunistas argelinos combatían con el Frente de Liberación
Nacional y que Massu torturaba a los militantes comunistas.
Pero, incluso entonces, su apoyo a Argelia fue débil, cosa que
destruyó la credibilidad de la izquierda.
G.: F.1 Gobierno tripartito no se derrumbó por culpa de Argelia.
¿Qué pasó realmente?

S.: Disputas. Los socialistas representaban, y siguen repre­


sentando, a los pequeños funcionarios franceses, fundamen­
talmente a la pequeña burguesía. Estos reclamaban algunas
reformas menores, pero Dios los libre de nada que se parezca
a una revolución. Sólo querían un poco más de liberalismo, un
poco más de libertades burguesas. Los comunistas tampoco
querían una revolución en Francia. Nunca la quisieron, fue­
ra por orden de Stalin o porque temían que Estados Unidos e
Inglaterra invadieran Francia si subían al poder. 0 , al menos,
eso es lo que decían los militantes. Pero también está el hecho
de que los dirigentes también son pequeñoburgueses, y dis­
frutan de su estatus de diputados, senadores o jefes sindicales,
y no quieren sacrificar todo eso. Y, por supuesto, cuando dos
partidos mayoritarios están de acuerdo, disputan. Se inventan
problemas para poder insultarse. Por ejemplo, el partido co­
munista era contrario al mercado común, a pesar de que inclu­
so Brézhnev estaba a favor, mientras que los socialistas estaban
a favor, pero no tal y como lo habían propuesto, así que en un
referéndum se abstuvieron. El partido comunista ordenó a sus
militantes que votaran en contra, lo cual era como aprobar el
referéndum. Y así sucesivamente.

G.: ¿Y por qué la izquierda no creó un partido que fuera real­


mente de izquierdas en aquella época?

S .: En primer lugar, porque la Resistencia condujo a todos los


jóvenes opositores al nazismo a unirse al partido comunista.
Una vez que Rusia entró en la guerra, el partido comunis­
ta emprendió una violenta campaña contra los ocupantes; fue
muy acertada, estuvo bien dirigida, fue dura y justa. Así que la
mayoría de jóvenes con conciencia política lucharon con los
comunistas durante la Ocupación y, después de la guerra, se
unieron al partido comunista. Para todos esos chicos, el partido
comunista era como su papá. Como la mayoría de niños, se
mantuvieron fieles, aunque les decepcionara el hecho de que
sus papas ya no fueran m ilitantes. Por eso les gustaba tanto
aquel guerrero que parecía de antaño. André Marty. Como de­
be de haberle contado su padre. Marty estaba loco, p ero...

G.: Fernando decía que su apodo era « el carnicero de A l­


bacete».

S.: Exacto. Los militantes de base del partido sólo sabían que
había dirigido el motín del mar Negro en 1919 [cuando la m a­
rina francesa recibió órdenes de combatir a los bolcheviques],
que había luchado en España, que había dirigido una extraor­
dinaria fuerza de la Resistencia durante la guerra y que, en
compañía de otro gran héroe de la Resistencia, Charles Tillon,
había defendido una postura más revolucionaria mientras fue
miembro del Politburó del partido comunista. La mayoría de
militantes de base compartían la postura radical de Marty, co­
sa que suponía una amenaza para la vieja guardia que dirigía
el partido, así que, en 1953, Marty y Tillon fueron perseguidos
por traición y, en 1953, expulsados del partido. El partido co­
munista jamás llegó a superar del todo este episodio.1

G.: Entonces, ¿por qué los que abandonaron el partido duran­


te aquella época, en protesta contra la postura reformista del
partido, no fundaron un nuevo partido comunista, o un partido
revolucionario? Algo parecido a Manifestó en Italia.

S.: La izquierda francesa nunca ha sido tan inteligente como


la italiana. Por otra parte, la guerra de Francia contra Viet-
nam trajo nuevos miembros al partido comunista o, más bien,
retuvo a algunos antiguos que querían abandonarlo, porque
el partido comunista era el único que estaba a favor de la in ­
dependencia de Vietnam, pues los malditos socialistas eran
colonialistas —¡figúrese!—, como demostraron más tarde en
Argelia. Así que, progresivamente, en Temps Modemes nos

277
acercamos al partido comunista, y escribí «Los comunistas y
la paz», a continuación L'affaireHenri Martin [El asunto Hen
Martin], luego asistí al congreso por la paz en Viena en diciem­
bre de 195:4 y, por último, publiqué El diablo y Dios.

G.: ¿Y empezó usted a cooperar con el partido?

S.: ¡No! Sólo nos pusimos de acuerdo sobre las grandes cues­
tiones, y coordinamos nuestras respuestas. No obstante, no­
sotros nunca negamos que había dos potencias antagonistas,
susceptibles de confrontarse militarmente, y despedazarnos
a todos. La diferencia entre las dos era que Estados Unidos, a
diferencia de Rusia, tendía hacia la guerra. Luego estaba el
asunto Ridgway, la caza de brujas de McCarthy, la interven­
ción estadounidense en la guerra de Corea, encabezada por el
conocido general fascista MacArthur, el despliegue de misiles
en Turquía, y un largo etcétera. En Francia, y en Europa, nadie
dudaba que Estados Unidos pretendía destruir Rusia. A mu­
cha gente, por supuesto, le parecía bien, pero nadie dudaba
de las intenciones estadounidenses. Con todo, la mayoría de
europeos no se daban cuenta de que el campo de batalla sería
Europa, especialmente Europa occidental, en cuyo caso Fran­
cia desaparecería.

G .: ¿Y siguió usted acudiendo a congresos de paz financiados


por los comunistas?

S.: Sí, pero cada vez me resultaba más difícil defender mi te­
sis, es decir, que el mundo se beneficiaría más de confronta­
ciones culturales pacíficas. Por supuesto, ésta no era su visión
en absoluto. Pensaban que la cultura y la política no pueden
separarse. Y tenía razón, claro, como me enseñaron más tar­
de los chicos del 68. Pero, en aquella época, mi postura era
inquebrantable y, aun así, los rusos no me trataron como a un
tarado. De hecho, en el siguiente congreso, en Moscú, orga­
nizaron un taller para debatir esta cuestión, con dos equipos-
Ehrenburg estaba de mi parte. El debate continuó durante un
tiempo, en los congresos de Polonia y Finlandia. Me consi­
deraban sospechoso, por supuesto. Y Elsa Triolet les advirtió
de que yo acabaría echándome atrás. Y fue lo que hice, claro,
cuando los rusos irrumpieron en Budapest.

G.: También asistió usted a un congreso por la paz en China,


¿verdad?

S.: Menudo viaje. Para empezar, Zhou Enlai, que era el encar­
gado de la organización, pensaba que éramos espías rusos,
porque, de hecho, nos había recomendado Moscú. Hasta nos
evitó en el estrado y ni siquiera nos dio la mano. Mao sí, pero
supongo que porque nadie le había dicho quiénes éramos.

G.: ¿Conque fue usted con Castor?

S.: Le apetecía mucho ir.

G.: Usted no escribió nada sobre el viaje, mientras que ella es­
cribió Lalongue marche [La larga marcha].

S.: Pero excepto algunas descripciones de lugares en prim e­


ra persona, podría haber escrito ese libro aquí, en París, en
la biblioteca. Castor, al igual que yo, no entendía qué pasaba.
¿Sabe?, como no hablamos ruso, siempre tuvimos intérpre­
tes oficiales. No obstante, los rusos son europeos, en cuanto
a las expresiones, las respuestas culturales, todo eso. Se ve a
la legua cuando un ruso miente, sobre todo los intelectuales,
a quienes no les gusta mentir. Pero a los chinos no podíamos
descifrarlos. No había forma de saber si nos contaban cuentos
o la verdad, así que el libro de Castor se basa en documentos y
otros libros que están en la biblioteca.

G.: ¿No viajaron por China? ¿Cuánto tiempo estuvieron allí?

379
S.: Seis semanas. Fuimos a todas partes: a Pekín, Shanghái,
Cantón y Nankín. Es verdad que vimos muchas cosas, pero en
realidad no vimos nada. Cuando preguntamos si podíamos vi­
sitar un pueblo tradicional, nos llevaron a uno que estaba tan
limpio que parecía que estuviéramos en un escenario. Todas
las casas estaban pintadas de blanco. No había barro en las ca­
lles. Y todo era tan uniforme que nos perdimos, así que pre­
guntamos dónde estaba el hotel de La Paix, y aplaudieron, una
y otra vez. Al parecer, habían oído tan a menudo la palabra
«paz» que creían que estábamos difundiendo la buena nue­
va, o algo así. Al final, el tipo que nos había seguido, un agente
de los servicios secretos disfrazado de pueblerino, nos salió al
paso y nos indicó el camino de vuelta.

G.: ¿Y no conversaron ustedes con intelectuales?

S.: Claro que sí, en cenas, comidas y sesiones de trabajo. Si


sacábamos el tema de Corea, silencio. Si preguntábamos por
la política del partido o por algo interesante, nos preguntaban
si habíamos probado tal o cual plato. Lo que más recuerdo es
que los intelectuales, en todo el país, me felicitaban por haber
escrito la vida de Nekrasov. Sí, en serio. Algún ruso debía de
haberles dicho que yo había denunciado su traición, sin preci­
sar que se trataba de una obra de ficción, de una obra de teatro.
Adondequiera que fuéramos, me aclamaban como el hombre
que había desvelado la fraudulenta mascarada de Nekrasov.

G.: ¿Y no visitaron fábricas, ni discutieron con sus intérpretes?

S.: Nos llevaban a fábricas en las que nos servían el té mientras


el director nos decía que China estaba trabajando muy duro,
como en aquella fábrica, para alcanzar a Occidente. Con nues­
tros intérpretes podíamos hablar de las óperas que veíamos,
y compararlas con las europeas, o de qué ciudad preferían, o
de historia, pero sin mencionar hechos contemporáneos ni la
revolución. Nada más. Si intentábamos hablar de la invasión

280
japonesa, por ejemplo, se incomodaban tanto que desistimos.
Acabamos diciendo que no vimos nada en China. Su experien­
cia fue parecida, ¿no?

G.: Pero yo sólo estuve en China unos días, mientras intenta­


ba regresar a Francia después de pasar dos meses en Vietnam
del Norte, y fue en 1967, en plena revolución cultural. Cuando
vi que todo el mundo llevaba carteles de Mao y banderas ro ­
jas, me quedé atónito. Estaba muy angustiado. Cuando llegué
a Nanning no había ni un solo avión que fuera a aterrizar o a
despegar. Y los guardias rojos me miraban con mucha su s­
picacia; pensé que me tomaban por ruso, así que sólo hablé
en francés.

S.: ¿Cómo consiguió usted salir de ahí?

G.: Es una larga historia. En resumen, conseguí unirme a un


convoy m ilitar que iba a Shanghái, y allí busqué la embajada
francesa. Fingí que era Roger Dumonville, que me habían ro ­
bado todas mis pertenencias, incluido mi pasaporte francés,
y todo el dinero. Me dieron un laissez-passer [de la o n u ] y un
billete para un vuelo de A ir France.

S.: ¿Por qué no contó usted este episodio en su relato de su


viaje a China?

G.: No quería comprometer a Dumonville. Algún día lo conta­


ré. De hecho, fue un viaje fantástico, incluidos los tres días que
pasé en la parte trasera de un camión con soldados que habla­
ban inglés, pero, como se suponía que yo era francés, tenía que
hablarles en inglés con un acento francés espantoso.

S.: ¡Jajá! Pero en Vietnam, según cuenta en su libro, no tuvo


usted ningún problema para comunicarse ni entender a la gen-
te>¿verdad?

281
G.: Los vietnamitas son completamente diferentes. En primer
lugar, hablan francés, al menos la gran mayoría. Y se han edu­
cado con costumbres francesas. Les gusta sentarse a charlar en
cafés, discuten y gritan. Y les gusta reírse; eso es lo mejor.2

S.: Como los cubanos. Además, usted habla español, así que
nunca ha tenido problemas en Cuba, pero yo no hablaba ni una
palabra, y tampoco los tuve. Escribí diecisiete artículos sobre
la revolución cubana, algunos de ellos bastante críticos, y aun
así los cubanos los publicaron todos.

G.: Pero no se publicaron en Estados Unidos, por desgracia,


aunque sí el libro de Karol, Los guerrilleros en el poder, que tam­
bién salió en Cuba. Y, como sus artículos, es bastante crítico.

S.: Esto es algo que nuestros comunistas estalinoides no com­


prenderán jam ás, que se puede ser crítico pero estar de su
parte. Recuerdo una cena con Aragón y Cocteau, en la que Ara­
gón se ensañó con Jean Genet, quizá porque yo acababa de pu­
blicar mi estudio sobre él, y el libro había recibido muchos
elogios, o porque yo ya había roto con ellos —fue después de
lo de Budapest—. Aragón dijo que estaba harto de que aquel
«maldito m arica» llamara tanto la atención, que ojalá se pu­
driera con los negros y los palestinos. Cocteau casi se echó a
llorar y, por supuesto, luego se lo contó a Genet. Es absurdo;
perdieron a la ligera el apoyo de un gran escritor y un mara­
villoso humanista.

G.: Es bastante típico de los comunistas; nunca han entendido


que la rebeldía es propia de los revolucionarios.

S.; Exacto. Bastante antes de estar politizado, yo ya había en­


tendido que en una sociedad capitalista todos los presos son
presos políticos. Por eso, cuando me invitaron a hablar en una
concentración comunista a favor de Henri Martin, me descon­
certó ver una pancarta inmensa que proclamaba que el partido
comunista era «el partido de la gente honesta». Lo peor fue
que su mujer, cuando intervino, lamentó que hubieran encar­
celado a su marido junto con presos comunes.

G.: Es lo mismo que disgustaba a los comunistas respecto a Cu­


ba, donde muchos guerrilleros habían sido presos comunes,
como [Juan] Almeida, que llegó a general y jefe del ejército
revolucionario, o como Malcolm X en Estados Unidos.

S.: Incluso algunos de nuestros maos cometen el mismo error.


Por ejemplo, cuando organizaron una huelga de hambre para
protestar contra el tratamiento de los presos en las cárceles,
especialmente en la de Toul, sus quejas sólo se referían a los
presos políticos. Ni siquiera Geismar pudo evitar la distinción
entre los presos comunes y los presos políticos.

G.: Este es el argumento, invertido, que aduzco yo contra su


apoyo a Padilla. Padilla fue detenido porque se sentía p rivi­
legiado, como si un poeta estuviera por encima de la ley. Si
quiere usted afirmar que las leyes contra la hierba son repul­
sivas, y que habría que abolirías, como creo yo, adelante, pero
resulta que un gobierno revolucionario parece pensar, equivo­
cadamente, claro, que los fumadores de hierba acabarán sien­
do contrarrevolucionarios, así que persiguen a cualquiera que
fume hierba. ¡Abajo esta estúpida ley! Con todo, ñrmar una
petición a favor de un poeta que fuma hierba es como decir:
«Se lo ruego, traten a los presos políticos con más amabilidad
que a los presos comunes».

S.: Bien dicho.

*83
A B R I L DE 1972

En la comida del domingo pasado, dijo usted que


G e r a s s i:

Malraux era un cerdo. ¿Ello se debe, como escribió Castor


en sus m em orias, a que Malraux hizo todo lo posible para
que Gallimard, el editor de ambos, se deshiciera de Les Temps
Modemes?

En general, sí, es un cerdo. Todo en él suena falso. La


Sa r t r e :

condición humana es una novela fantástica, una de las grandes


obras del siglo, sin ninguna duda, pero él, como individuo,
es un farsante, un aventurero que fue a Camboya para robar
obras de arte y venderlas. Siempre ha sido un hombre de d i­
nero. Sí, ya sé que salvó a su padre de una ejecución por parte
de la Internacional Comunista.1 No digo que no hiciera grandes
cosas, pero de ahí a convertirlo en un líder de la Resistencia,
en el coronel M alraux... Cuando fui a verle, justo después de
que los alemanes ocuparan París y partieran Francia en dos,
con la intención de proponerle crear un grupo de resistencia,
su respuesta fue: «¿Q ué podemos hacer? No tenemos tanques
ni aviones. Esperem os a que se impliquen los am ericanos».
Y esperó y esperó hasta que desembarcaron en Italia. Pero lo
que sacaba de quicio a Castor eran sus maniobras en relación
con Les Temps Modemes.

G.: ¿Qué pasó?

S.: No sé si se acuerda usted: la viuda de Trotski pidió a la iz­


quierda francesa que organizara un «tribunal de honor» para
juzgar el asesinato de su marido. Cuando Malraux dirigía —en
hn, era el líder— de Escritores y Artistas contra el Fascismo, o
comoquiera que se llamara aquella organización —pregúntese­
lo a su padre, que era miembro—, había mantenido correspon­
dencia o algo parecido con Trotski, no me acuerdo. El caso es
que tenían una relación bastante estrecha, así que el tribunal
le pidió que testificara a favor de él. Malraux se negó, porque
por aquel entonces ya le lamía el culo a De Gaulle, empujado por
su sed de poder, y la viuda de Trotski nos mandó una copia
de su carta, que decidimos publicar. Entonces Malraux fue a
ver a Gallimard, me reñero a Gastón, al viejo Gastón, y le ame­
nazó no sólo con abandonar la editorial si Gallimard seguía fi­
nanciándonos, sino con denunciar la actitud colaboracionista
de Gallimard, o quizá incluso sus actos manifiestamente pro
alemanes. Entonces Gastón cedió y nos presionó para que no
publicáramos la carta, pero nosotros nos negamos y mantu­
vimos nuestro proyecto de publicar la carta, así que dejó de
financiarnos. Nos fuimos con Juillard, y cuando el viejo Jui-
llard murió, Claude Gallimard, que empezó a dirigir la edito­
rial cuando papá se medio jubiló, nos recuperó.

G.: ¿Qué decía la carta?

S.: Ya no me acuerdo; nada trascendental, pero resultaba com­


prometedora para Malraux, porque demostraba que había sido
trotskista o simpatizante de Trotski, cosa que era perjudicial,
creía él, para su carrera por el poder. Se equivocaba, por su­
puesto. Aquello no le perjudicó en absoluto.

G.: ¿Y cómo colaboró Gallimard con los nazis?

S.: Pues como todos los editores que siguieron publicando


abiertamente durante la Ocupación. Como Gallim ard era la
mayor editorial, llamaba más la atención, pero nunca ha sido
condenada por haber obligado a Pierre Drieu la Rochelle, un
fascista declarado, que dirigía la n r f [ Revue Frangaise,
la revista literaria más famosa antes de la guerra, durante la
guerra y después de la guerra], a someterse a las exigencias de

386
la censura alemana. Algunos editores eran de la Resistencia a
escondidas, asi que la cosa no tuvo más trascendencia.

G.: ¿Y su disputa con Malraux?

S.: Tampoco tuvo más trascendencia. Pero todo lo que ha es­


crito desde entonces es una mierda.

G.: ¿Incluso su obra sobre arte y sus

S.: Sí, una mierda.

G.: Pero lo cierto es que durante la época del comité antifas­


cista y durante toda la guerra civil, Malraux se acercó mucho a
los comunistas y, sin embargo, cuando se volvió de derechas,
y gaullista, jamás reveló ninguno de los secreto que sabía. Al
preguntarle por qué en el 54, me dijo que todo lo que había
aprendido en aquella época se debía a la confianza que le había
dado el partido, de modo que nunca revelaría nada. Recuerdo
que añadió: «No como el crápula de Koestler».2

S.: Bueno, tiene usted razón, soy un poco duro con Malraux,
pero es que podría haber hecho milagros por Francia, en lugar
de contentarse con que le limpiaran sus viejas piedras. Quería
vivir rodeado de lujo, así que se volcó en ello, y era lo bastante
listo para saber cómo engañar a los críticos y que elogiaran sus
libros, especialmente sus Antimemorias,que son una verdad
mierda. Tuerce usted el gesto. ¿No está de acuerdo?

G-: Estoy de acuerdo respecto a sus novelas de posguerra y sus


Antimemorias, porque sé que se inventó cosas o, peor aún, que
mintió descaradamente, pero me gustó su libro sobre arte, y
fui uno de los críticos que lo elogió cuando ejercía de crítico
en Newsweek.Pero es verdad, Malraux ha escrito muchos libros
mediocres, sólo deseaba dinero y lujo, etcétera, pero con su
e*periencia, tras comprometerse con la gente de bien, ¿cómo

287
pudo volverse tan de derechas, cuando Francia actuaba de for-
ma tan abominable en Africa, enVietnam , e n ...?

S.: Y en casa. Aquí mismo, en el norte.

G.: ¿A qué se refiere usted?

S.: A la huelga de mineros. Fue muy grave. En 1948, bajo el go­


bierno tripartito...

G.: Pero ¿los comunistas no dimitieron en el 47?

S.: Sí, sí. Los comunistas dimitieron en mayo del 47, pero no
por la espantosa masacre en Madagascar, sino por el intento
de privatizar Renault.

G.: ¿Qué pasó en Madagascar?

S.: Los nativos se sublevaron para pedir la independencia, y


mataron a un centenar de colonos franceses. Entonces el ejér­
cito francés respondió con una masacre de al menos diez mil
hombres, aunque otros estiman que hubo noventa mil muer­
tos. El socialista Paul Ramadier era el presidente del consejo,
y Maurice Thorez, el líder del partido comunista, era el vice­
presidente. Fue como la masacre de Sétif, en Argelia, en mayo
del 45, cuando el ejército francés reconoció haber ejecutado
a entre seis y ocho mil argelinos, mientras que el ministro de
Asuntos Exteriores, Georges Bidault, declaró que se estimaba
que el número de muertos era de al menos veinte mil. A na­
die le importaba un comino. Bueno, a algunos intelectuales sí.
Camus lo denunció. Los franceses sólo se preocupaban por su
bolsillo, pero los socialistas no, puesto que se negaron a votar
un aumento general de los salarios, a pesar de que sus propios
seguidores se lo exigían. Mandaron la c r s [Compagnie Répu-
blicaine de Sécurité, una de las fuerzas de seguridad france­
sas]3 para que aplastara una huelga masiva de m ineros en el

388
norte de Francia, de mineros que no exigían una revolución,
ni siquiera un cambio de gobierno, sino una retribución me­
jor. Comida. Y la crs abrió fuego contra los huelguistas y mató
a varios. Se trataba de los mismos mineros que habían orga­
nizado una huelga contra los alemanes durante la guerra. Los
alemanes detuvieron a unos cuantos y un pelotón los ejecutó
de inmediato, allí mismo. Y cuando aquellos héroes de Fran­
cia quisieron unas condiciones de vida mejores, los socialistas
enviaron a la c r s para matarlos.

G.-. ¿En el norte de Francia? El socialista Guy Mollet es origi­


nario de allí, ¿no?

S.: Sí, Arras es su feudo.

G.: Y su partido y él también fueron responsables de lo que


pasó en Indochina, ¿no?

S.: Y tanto. Y a nadie le importaba lo más mínimo, al menos


hasta que al final se implicó el partido comunista, gracias a
Henri Martin. A decir verdad, parte de la responsabilidad fue
de los medios de comunicación. Cubrieron tan mal los aconte­
cimientos que la mayoría de franceses pensaba que la lucha en
Indonesia era contra los japoneses. Y ni siquiera se inmutaron
cuando, más tarde, mientras Francia y el Viet Minh estaban en
plena negociación para poner término a la guerra, un imbécil
de las fuerzas aéreas, que se llamaba Thieriy d’Argenlieu, bom­
bardeó el puerto de Hai Phong; lo denunciamos en Les Temps
Modemes como un acto de sabotaje, y casi todos los opositores
acabaron en la cárcel por sedición.

G-: En aquella época, Francia contaba con todo el apoyo de Es­


tados Unidos. Y resulta indiscutible que nuestros dirigentes
ya codiciaban aquellos territorios. Los hermanos Dulles que­
rían Indochina y Madagascar, sin ninguna duda; encajaban por
completo en sus arrogantes planes de dominación del mundo,
por aquel entonces mediante bases y ejércitos, sobre todo, aún
no a través del capital, pero al ñn y al cabo se trataba de una
dominación.

S.: Siempre me he preguntado por esos tipos. Quiero decir que


Eisenhower resultó ser honesto. Nos impidió, a Francia e In­
glaterra, apoderarnos del canal de Suez. ¿Por qué no se deshizo
de aquellos dos fascistas?

G.: En prim er lugar, porque eran muy influyentes en el par­


tido republicano. Además, representaban la flor y nata de la
clase dirigente. John Foster Dulles, que fue secretario de Es­
tado [ministro de Asuntos Exteriores] de Eisenhower entre
1953 y 1959, había sido miembro del consejo de administra­
ción de la Fundación Rockefeller, y en los años treinta había
simpatizado maniñestamente con los nazis. Defendió la estra­
tegia de la contención en la política exterior estadounidense,
y abogó por la o t a n y la o t a s e entendidas como instrumentos
de dominación de Europa y del sudeste asiático, y contribuyó
a su fundación una vez que llegó al poder. Fue él quien ordenó
a su hermano Alien, que dirigía la c í a , que urdiera un golpe
de Estado contra el líder democrático de Irán [Mohammad
Mossaddeq], así como el golpe de Estado para derrocar al pre­
sidente de Guatemala, elegido democráticamente. Definió el
neutralismo como «inm oral». Las grandes empresas lo ado­
raban, y Eisenhower no comprendió, hasta sus últimos días
en la Casa Blanca, hasta qué punto su política llevaría a «una
dictadura del complejo industrial y militar, basada en un es­
tado de guerra a través del mundo». Como su hermano John
Foster, antes de la guerra A lien Dulles había sido socio del
poderoso bufete de abogados Sullivan and Crowell, e ideó el
perverso acuerdo según el cual casi todas las tierras arables
de Guatemala, es decir, casi una sexta parte del país, serían
propiedad de la United Fruit Company. Pero, a diferencia de
su hermano, Alien no era pro nazi antes de la guerra, sino
que tenía mucho trato con alemanes de ambos bandos, cosa
que le resultó de gran utilidad más tarde, cuando logró traer
a muchos de los cientíñcos de Hitler a Estados Unidos con pa­
saportes y documentos falsos. Mientras dirigía la c í a , siem ­
pre estaba inventándose nuevas armas, o haciendo que sus
colegas capitalistas las desarrollaran, siendo la más exitosa
de ellas los ua, que los rusos consiguieron abatir a dieciséis
mil metros de altura. No obstante, Sartre, cuando dice usted
que Eisenhower acertó al impedir la invasión de Suez por par­
te de Francia, Inglaterra e Israel, no se da cuenta de que, en
realidad, fue cosa de la política de los dos Dulles. No que­
rían que Francia e Inglaterra siguieran siendo grandes poten­
cias coloniales. A su parecer, ya había llegado el momento de
que Estados Unidos dominara el mundo. De hecho, fue Alien
quien orquestó el «ataque al corazón» que acabó con Nasser
hace un par de años. Para mí, el peor golpe de Estado de todos
los que organizaron los hermanos Dulles fue el de Guatema­
la. Usted viajó a Guatemala con Dolores, si no recuerdo mal,
antes del golpe.

G.: De hecho, he estado tres veces, pero el gran viaje, en el 49,


con Dolores, fue verdaderamente memorable, no tanto por
Guatemala, aunque vimos todas las ruinas mayas, que son ex­
traordinarias, sino por nuestro viaje a Haití, que resultó asom­
broso. Por supuesto, fue antes de la dictadura de [Frangois]
«Papa Doc» Duvalier. Por aquel entonces, el presidente era
un tipo llamado [Dumarsais] Estimé, un negro, el primero
desde la retirada de los invasores estadounidenses ordenada
por Roosevelt. Pero el verdadero poder estaba en manos de la
federación de conductores de taxi, sí, de los taxistas, que nos
llevaban a todas partes. Por ejemplo, a ceremonias de vudú en
granjas perdidas, ocultas tras inmensas montañas, para co­
nocer a comunistas haitianos que soñaban con el regreso de
alguien parecido a su gran héroe, Toussaint Louverture, que
había combatido admirablemente a los franceses a comien­
zos del siglo xix, o para entrevistarnos con unos ingenieros es­
tadounidenses que querían hacer fortuna, tan racistas como
cualquier colono francés en Argelia o Madagascar. Mis recuer­
dos de Haití siguen siendo muy vividos. Viajamos por toda
Centroamérica, hasta Panamá, que era, y me temo que sigue
siendo, una provincia estadounidense completamente sub­
yugada; y también fuimos a muchos sitios del Caribe, pero lo
que más recuerdo son aquellas dos semanas en Haití. Bueno, y
Cuba, claro, que era, y sigue siendo —porque he regresado—, un
lugar encantador, aunque en aquella época también fuera una
colonia estadounidense completamente corrupta.

G.: ¿Realmente vio y experimentó usted la corrupción?

S.: Y tanto. Con sobornos se podía conseguir cualquier cosa, lo


que fuera. Hasta una niñita de diez años, o un niño, por supues­
to, si se prefería un niño. Cualquier cosa. Una noche fuimos
al Shanghai, el famoso, o más bien infame, club nocturno cu­
yo espectáculo incluía parejas que follaban en escena. Aquello
perturbó un poco a Dolores, que adoptó un gesto atónito, creo,
porque temía que la tomaran por una negra, es decir, por una
mujer haitiana, ya que daba por hecho, supongo que acerta­
damente, que un hombre blanco como yo jamás iría allí desde
Estados Unidos o Francia con una mujer negra. Se equivocaba.
Su piel era demasiado clara, o quizá es que a nadie le impor­
taba. Jamás la insultaron ni le preguntaron nada embarazoso.

G.: Rompió usted con ella poco después de aquel viaje, ¿no?

S.: No, mucho después. Vino a Francia y empezó a incordiar­


me. Al principio, quería divorciarse de su marido. Bien; le di
dinero para que pudiera divorciarse. Luego se instaló en una
villa en Carmes. Aún me acuerdo del propietario, que se llama­
ba Pissarro, porque era descendiente del pintor. Y luego vino a
vivir a París. Aquello fue demasiado, así que nos separamos.

G.; Querrá decir que le pidió usted que se fuera, ¿no? Eso no
es una separación; una separación se decide entre dos.
S.: Bueno, sí, le dije que se había acabado, y regresó a Estados
Unidos. Para mí, fue una época muy ajetreada.

G.: Por los ataques y las demandas, supongo. Por cierto, ¿có­
mo acabó su proceso contra Nagel? [En calidad de editor de
Las manos ,su
cia Nagel había autorizado una traducción de la
obra de teatro para Broadway, titulada Red Gloves (Guantes
rojos)].

S.: Hace años y años que dura. De hecho, sólo he ganado una
fase, pero aún quedan muchas cosas por resolver, aunque está
claro que voy a ganar. Como sabe, cuando descubrí que habían
añadido pasajes enteros y que habían suprimido otros para ha­
cer la obra más anticomunista, intenté detener la producción.

G.: La vi en Broadway. No me pareció particularmente anti­


comunista, pero es verdad que la había leído antes de verla.
¿Cuáles fueron las peores modiñcaciones?

S.: Ya no me acuerdo. La que todo el mundo comenta es cuando


Jessica dice « il a du chien», que tradujeron como «h e’s vul­
gar» en lugar de ¿qué?, ¿« h e ’s sexy»?

G.: De hecho, también se podría traducir literalmente al inglés


«il a du chien», «he has dog», pero poca gente lo entendería.
Creo que es mejor traducirlo como «he s sexy».

S.: ¡Como si un comunista no pudiera ser sexy! Pero había otras


modiñcaciones importantes, algunas a petición de [Charles]
Boyer [que interpretaba el papel protagonista, el de Hoederer],
que sabía que debía parecer un líder muy duro, pero también
quería ser seductor. Detalles. En cualquier caso, la obra fue un
fracaso en Broadway, gracias a Dios, y cuando Boyer regresó,
aclaramos las cosas, y ahora todo está en orden. Pero era una
obra de circunstancias; hoy en día ya no tiene valor.
G.: Difiero. Creo que esta pieza dice muchas cosas sobre los
partidos políticos, la lealtad hacia un partido, el fin opuesto a
los medios, etcétera. Me gusta mucho, aunque no tanto como
El diablo y Dios, que me parece extraordinaria.

S.: Nunca ha sido montada en Estados Unidos. Quizá la mon­


ten en Inglaterra, a pesar de que la traducción no es ninguna
maravilla, aunque esta vez no por razones políticas.

G.: A propósito de ataques, he observado que en aquella época


Mauriac se ensañaba mucho con usted. ¿Era algo personal? Lo
parecía...

S.: Primero debe usted aclarar a qué Mauriac se rehere. El vie­


jo, Frangois Mauriac, que obtuvo el Premio Nobel de Literatura
en 19 5? y murió hace dos años, era un católico fanático pero
atormentado, bastante buen novelista, un hombre de gran mo­
ralidad que condenó el papel de Francia en Indochina y las
torturas en Argelia. Escribía p a r a l [ u n a revista sema­
nal de centro-derecha]. Luego está su hijo, Claude, no tan ca­
tólico, ni tan buen escritor, ni tan cortés, que escribía para
Le Fígaro [un periódico de derechas]. Claude era redactor jefe
de la revista Liberté de l ’E
,sp
rit y me atacó con saña y, a me
do, de forma personal, pero se alineó con nosotros en algunas
confrontaciones con el Gobierno, al que consideraba racista,
autoritario y carente de principios morales. Nunca reconoció
que los ataques que me dirigía eran, en realidad, ataques ad
hóminem, y me saludaba como a un am igo...

G.: He leído algunos ataques muy feroces en su periódico.

S .: En cambio, estuvo con nosotros en la Goutte d’Or [en una


sentada] y, más tarde, en la conferencia de prensa posterior,
nos afeó como si fuéramos unas almas caritativas del Ejército
de Salvación. De todos modos, Le Fígaro publicó un artículo so­
bre el acontecimiento porque él estuvo presente. Lo que desea

294
Claude es un líder reíormista que quiera una bonita república
que dé un techo a todo el mundo y no explote a ningún tra­
bajador, en la que no existan el racismo ni la violencia, pero
tampoco sindicatos ni socialismo.

G.: En la manifestación del otro día frente al Palacio de Ju s­


ticia, Claude tenía una silla y usted no, y al ver el enorme e s­
fuerzo que hacía usted para sentarse en el suelo, se apresuró a
cederle su silla. Fue muy amable.

S.: ¿Cómo lo sabe? Usted no estaba, y tampoco había ningún


militante.

G.: Michelle sí que estaba. Pero, dígame, ¿ya no escribe usted


en cafés?

S.: Imposible. El Flore y Les Deux Magots siempre están inva­


didos por turistas curiosos. Hasta hace poco, de vez en cuando
iba a escribir a Les Trois Mousquetaires [en la avenida Maine,
cerca de la calle Gaité, en uno de los barrios más multicultu­
rales de París], pero lo han modernizado y ha perdido todo el
encanto.

G.: Podría ir a Le Liberté, en la esquina de la calle Gaité con


Edgar Quinet.

S.: Demasiado lleno.

G.: De hecho, siem pre me he preguntado cómo puede usted


escribir en un café. Novelas y obras de teatro, aún, pero ¿libros
de filosofía, El ser y la nada, b
u
la
F
?

S.: Siempre he pensado que debía permanecer en contacto con


el mundo, con mi mundo. Desde Marx, la filosofía debe lle ­
var a la acción; de lo contrario, resulta irrelevante. Por tanto,
un filósofo hace lo que debe hacer, y luego se sienta ante su
escritorio, esté donde esté, para «retomar el hilo de su cólera»
como dijo una vez Valéiy. Las distracciones no me preocupan
mientras pueda retomar el hilo de mi cólera, cólera contra el
sistema, contra todos aquellos que piensan que tienen derecho
a ser codiciosos, que se sienten superiores a los demás, como
los franceses en Argelia o Madagascar, los estadounidenses en
Haití o Puerto Rico, los blancos en los barrios negros de Nue­
va York, los Dulles en Guatemala o Egipto. Los filósofos deben
estar furiosos, y permanecer furiosos en este mundo.

G.: ¿Cree usted que esto es aplicable a todos los artistas, o sólo
a los escritores comprometidos?

S.: Como escribí en ¿Qué es la literatura?, creo que es aplicable


a todos los buenos escritores. Ya comentamos hasta qué punto
Malraux, Dos Passos, Steinbeck, etcétera, se volvieron real­
mente malos escritores cuando renunciaron a cambiar el mun­
do. Usted está más documentado que yo sobre los artistas-, ¿qué
piensa usted?

G.-. Los buenos artistas quieren cambiar el mundo de distintas


formas, pero creo que eso es aplicable a todos ellos. Cuando
le pregunté a [Willem] De Kooning cómo lograba no perder
fuelle, sobre todo con sus maravillosas mujeres, desde prin­
cipios de los años cuarenta, me contestó: «Venganza, chico,
venganza». Pero permítame que le dé la vuelta a la pregunta:
¿debe un escritor estar comprometido para ser bueno? Y, por
supuesto, se entiende que el compromiso es con los pobres,
los explotados, los subyugados.

S.: Creo que sí. Al menos ahora, que sabemos la razón por la
cual son pobres, explotados o subyugados.

G.: ¿[Pierre] Courtade [escritor y periodista comunista] es un


buen escritor?
S.: El compromiso es un requisito indispensable, pero no basta
para ser un buen escritor.

G.: ¿Está usted hablando de talento, de repente? Le recuerdo


que dijo usted que «el talento es sentarse a escribir».

S.: Es verdad, pero ese acto, el hecho de sentarse ante el es­


critorio, también es fruto del compromiso, de la experiencia
y, especialmente, de lo que hablábamos hace un momento, de
la cólera.

297
MAYO DE 1972

Releí «Merleau-Ponty vivo» después de nuestra úl­


G e r a s s i:
tima conversación, así como las principales obras de Merleau,
y me sorprendió mucho el enorme tiento con el que usted da a
entender que Merleau y usted no eran amigos.

Sartre: S í , fui un poco hipócrita. ¿Ha leído usted su Fenome­


nología de la n
erció
p
? ¿Así que ha visto cuánto se parece a
muchas de las cosas que escribí en El ser y la ? Merleau
había leído parte de esta obra, y me pidió que no la publicara
hasta que no apareciera su libro, a causa de unos capítulos que
yo había escrito durante la guerra, antes que él, y le ofendió
que no esperara a que se publicara antes su obra. Pensaba que
se jugaba su carrera...

G.: Ya que no era ése su caso, ¿por qué no esperó a publicar El ser
y la nada hasta que él publicara Fenomenología de la percepción?

S.: ¿Entonces cree usted que debería haber esperado? Bueno,


quizá, pero, a decir verdad, a mí su carrera no me importaba lo
más mínimo. Como cuando en Les Temps Modemes se negaba a
que su nombre figurara en la portada, en calidad de codirector,
porque pensaba que afectaría a su carrera.

G.: Pero acabó aceptando, porque yo he leído varios artículos


firmados por él en la revista en aquella época.

S.: En los artículos, sí. Fue una época extraña. Nuestra revis­
ta se veía con malos ojos, en general. Resultaba sospechosa,
pero se consideraba que era bueno para la carrera de uno haber
publicado en ella. Era raro. Intelectuales de izquierdas de todo
tipo no paraban de mandarnos propuestas, pero los mismos
intelectuales criticaban el «objetivo general» de la revista, tal
y como lo llamaban, sin precisar siquiera cuál era. En cualquier
caso, los artículos de Merleau eran muy husserlianos: recuer­
de que era fenomenólogo hasta los tuétanos y. políticamente,
mendesista. Hasta llevaba la corbata Mendés- France.1 En otras
palabras. Merleau era un burgués que defendía una postura
burguesa honesta y « p u ra» . También era un poco creyente.

G.: Parece que Merleau no le gustaba nada.

S.: No nos engañem os; nunca fuimos grandes amigos. En la


École Nórmale, pensaba que era inteligente e incluso intere­
sante, aunque por aquel entonces yo ya era reacio a hablar de
ideas, que era la única cosa que parecía interesarle, al menos
cuando estaba conmigo. Castor tenía un trato mucho más es­
trecho con él, por supuesto, ya que Merleau salía con su mejor
amiga. Zaza. Pero en aquella época, como sabe. Castor le con­
sideraba culpable de la muerte de Zaza después de que M er­
leau rompiera con ella, sin saber que los padres de Zaza habían
amenazado a Merleau con divulgar que era hijo ilegítimo si no
la dejaba. Pero había más cosas que no nos gustaban de M er­
leau. Se acostaba con una chica muy fea que le guardaba to­
dos los artículos que escribía, sin firmar, claro, de modo que
cuando los nazis inspeccionaron su apartamento, ella se ne­
gó valerosamente a decir quién los había escrito, y los nazis,
pensando que ella era la autora, se la llevaron a un campo de
concentración. Había muchas cosas así de M erleau que nos
molestaban, como de Camus.

G.: ¿De Camus? ¿A qué se refiere usted?

S.: A su forma de utilizar a las mujeres. Camus también era así.

G.: ¿Cómo?

3 oo
S.: Bueno, internaba seducir a todas las mujeres que conocía, y
luego las plantaba, a no ser que ellas lo mandaran a paseo, en
cuyo caso empezaba a acosarlas, como a juliette Gréco...

G.: ¿La cantante?

S.: Sí, y ellas siempre lo mandaban a paseo, porque una vez que
conseguía lo que quería, sólo hablaba de sí mismo.

G.: Pero Merleau y usted al menos aparentaban ser amigos,


¿no?

S.-. Sí, pero en realidad no formaba parte de nuestro grupo, ya


sabe, de lo que Castor ahora llama «la fam ilia». No sé cómo
explicárselo. Recuerdo que un día vino a vernos a un café y
dijo: «No tengo planes para la cena. ¿Hacemos algo juntos?».
Castor le dijo que íbamos a cenar con Giacometti, pero que
podía apuntarse si quería. Se sumó a la cena y, cuando se hubo
marchado, Giacometti dijo: «No es de los nuestros». Y eso
lo decía todo, aunque no sé explicar a qué se refería exacta­
mente, supongo que quería decir que pensábamos de form a
diferente.

G.: No obstante, escribió usted que Merleau le había influido,


al menos políticamente, más que nadie.

S.: Sí, es verdad.

G.: Especialmente a propósito de la guerra de Corea.

S.: Sí, me ayudó a ver las cosas con claridad, a entender que
Estados Unidos se arriesgaba a que estallara una guerra pa­
ra tomar el control, a diferencia de Rusia. Y luego Merleau se
volvió neutral, por decirlo de algún modo.

G-: Y, sin embargo, en Humanismo /ter..

3oi
S.: ¿Ve?, ésa es otra de sus contradicciones, al igual que su pa­
pel en rdr. Estaba dentro, pero fuera. Le gustaba nuestra «ter­
cera vía», pero apoyaba a los comunistas...

G.: Como usted en aquella época.

S.: En Francia, porque era el partido de los trabajadores, pero


Merleau consideraba el partido comunista, y todo, de hecho,
desde una perspectiva filosófica.

G.: No obstante, ha afirmado usted en varias ocasiones que


Merleau le influyó mucho.

S.: Por supuesto que me influyó, no sólo a mí sino a toda la iz­


quierda que no formaba parte de ningún partido, pero ¿quién
cita sus obras hoy en día?

G.: Bueno, muchos intelectuales aún citan sus obras. Su aná­


lisis de la caída de Bujarin es brillante, creo yo, así como su
crítica de la estrategia de Trotski.2

S.: Sí, estoy de acuerdo, pero todo eso ya está anticuado.

G.: Sin embargo, usted citó una célebre frase de ese texto, en la
que, de algún modo, Merleau lavaba los crímenes de Staliny, por
tanto, usted también: «Tenemos los mismos valores que los co­
munistas, a pesar de ellos». ¿Aún mantiene usted esta postura?

S.: Sí y no. Es decir, en conjunto, sí, como el célebre eslogan


de [Louis de] Saint-Just: «U n patriota es aquel que apoya la
república por completo; quien la combata en detalle es un trai­
dor». Hoy en día, por supuesto, habría que decir: «cualquiera
que apoye la revolución», no la república.

G.¡ Si defiende usted esta sentencia, no puede criticar a Padi­


lla ni a Mao...

3 o:?
S.-. Bueno, seguro que Merleau no los habria criticado.

G.: Claro que no. porque él, como todos los buenos marxis-
tas. habría situado la revolución en sus circunstancias contin­
gentes, cosa que le hubiera permitido añrmar que no puede
existir revolución sin terror. Y usted no comparte este argu­
mento. Recuerdo que en la entrevista que le hice para el New
York Times, declaró usted que deseaba una revolución sin te­
rror, pero concluyó que resultaba contradictorio. Con todo, en
«Merleau-Ponty vivo» insiste usted en que no basta con lim i­
tarse a criticar, que, a ñn de cuentas, era la postura de Merleau
—una de sus grandes contradicciones, ¿no?—. Y, sin embargo,
eso es precisamente lo que hizo usted con r d r , ¿no?

S. -. Es verdad, pero recuerde que en la época de r d r yo aún era


un ferviente burgués, un pequeñoburgués. De hecho, no dejé
de serlo hasta el 68, como le expliqué.

G.: Pero en el 47 escribió usted que un escritor que no se com­


prometa es un mal escritor. El compromiso no sólo consiste
en criticar, sino en tomar partido.

S.: Exacto, pero tomar partido, mojarse, no significa necesa­


riamente ser revolucionario, pero como tomar partido a la larga
lleva a ser revolucionario, criticar no tiene sentido, ya que el
Gobierno dice: «Vamos, sigan criticando; la libertad es esto»,
pero no tiene en cuenta las críticas, a no ser que reduzca al
silencio al disidente, porque su crítica suponga una amenaza,
como durante la caza de brujas. El macartismo no fue fruto de
la ambición de un solo político, sino que representó a un gru­
po de gente que temía perder dinero, o no ganar tanto, como
escribió usted en Les Temps Modemes. Había rivalidad entre los
que querían comerciar con la Rusia soviética y los que no que­
rían, porque ganaban dinero gracias a la guerra, la industria
armame ntística...

3o3
G.: El complejo militar e industrial.

S.: Exacto. Por eso hubo una caza de brujas en Estados Unidos,
y aquí también, con el ridículo asunto de las palomas.3Aquello
tendría que haberme hecho tomar partido de inmediato, pe­
ro esperé. Era un pequeñoburgués que no quería ensuciarse
demasiado las manos. Fue necesario que se produjera un in­
cidente más flagrante aún. Fue el asunto del general Ridgway,
cuando Estados Unidos no ocultó sus intenciones de convertir
Francia en una colonia. Hasta De Gaulle pensó que era escan­
daloso, y por eso expulsó a la o t a n y las bases estadounidenses
de Francia.

G.: E hizo su célebre declaración: «Una nación no puede ser


libre si permite que haya bases extranjeras en su territorio».

S.: Y entonces tuvimos que elegir.

G.: Como dice su célebre frase, «Elegir no elegir es hacer una


elección». Pero usted eligió ser antiamericano, no pro comu­
nista. ¿Qué le llevó a adoptar esta postura? ¿Los Rosenberg?

S.: ¿Eso no fue más tarde?

G.: Fueron ejecutados en el 53. Castor escribió que entonces


ustedes estaban enVenecia. Los Rosenberg fueron declarados
culpables en el 52, perdieron todos los recursos, y fueron eje­
cutados en junio del 53. Fue entonces cuando usted escribió
«Los comunistas y la paz», que es más bien moderado, te­
niendo en cuenta la ira que sintió al leer enVenecia que habían
sido electrocutados.

S.: Es que nunca habría pensado que Eisenhower y el Gobierno


estadounidense serían tan estúpidos, tan infames, como para
llevar a cabo la ejecución. Escribí «Los comunistas y la paz»
antes de que fueran ejecutados, en el 53, cuando aún pensaba

304
que Estados Unidos entraría en razón. Y entonces se produ­
jo el asunto Henri Martin. A partir de ese momento, resultó
imposible creer en la democracia burguesa, aunque yo aún me
comportara como un burgués. Dije que la ejecución de los Ro-
senberg era escandalosa, y que el asunto Henri Martin supo­
nía una violación del derecho a la desobediencia civil. ¿Lo ve?
Hacía juicios morales.

G.: ¿Sabía usted que la derecha siempre recurre a la violencia


cuando se siente amenazada? ¿Y que la ejecución de los Rosen-
berg, que no eran culpables de nada más que de ser comunistas
y de distribuir un periódico del partido — Daily Worker—por
el Lower East Side, no era sino un acto de terror destinado a
asustar a todos los disidentes serios?

S.: No del todo. Es decir, teóricamente, sí, pero en la práctica,


como la derecha tiende a utilizar los tribunales, los jurados y la
ley para enmascarar el terror, siempre acaba engañando a los
burgueses, al menos un poco. Pero tiene usted toda la razón: la
derecha siempre recurre al terror cuando se siente amenazada,
siempre lo ha hecho.

G.: Bueno, eso resultaba creíble cuando era usted un burgués,


como Merleau, tan lleno de contradicciones, en los cincuen­
ta, como el propio M erleau. ¿Qué opina usted al respecto
ahora, que se declara revolucionario, comprometido con La
Izquierda Proletaria, grupo que no cree en las elecciones bur­
guesas? ¿Es posible una revolución sin terror? ¿Apoyaría u s­
ted una revolución así?

S.: ¡Vaya, hoy me tiene en vilo! De acuerdo, empecemos por


la primera pregunta. Sí, pienso que es imposible que una re ­
volución no entrañe terror, precisam ente porque la derecha
recurriría al terror para aplastarla.

Pero en Cuba no hubo terror; represión, sí, pero no terror.

305
S.: Eso nos lleva a otro aspecto de la revolución, que es el si­
guiente: para triunfar, una revolución debe llegar hasta el final.
No tiene sentido que se detenga a medio camino. La derecha
siempre recurrirá al terror para aplastarla, así que la revolu­
ción debe recurrir al terror para detener a la derecha. A pro­
pósito de Cuba: es verdad, en Cuba no hubo terror, ¿por qué?
En primer lugar, porque, como dijo usted, Castro permitió que
unos tribunales populares juzgaran a los torturadores de Batis­
ta, a fin de que el odio saliera a luz, como una especie de purga
catártica de la sed de venganza. Pero, más importante aún, a
causa de las circunstancias: en primer lugar, los cubanos ricos
tenían muchos familiares y amigos en Miami; en segundo lu­
gar, Estados Unidos permitió la entrada de los ricos a voluntad
—precisamente porque eran ricos, es decir, de la misma cla­
se social, la alta, que aquellos para quienes existe el Gobierno
estadounidense—; en tercer lugar, porque Fidel dejó que los
ricos se marcharan. Cualquiera podía irse con dos maletas de
equipaje, mientras no llevara oro ni dinero, ¿verdad?

G.: Exacto. Y añádale la estupidez estadounidense. Al comien­


zo, Estados Unidos estaba convencido de que Castro era un
burgués reform ista. En aquella época, yo era redactor en el
Time, y los redactores jefes enseguida consideraron legítimo
que Castro autorizara aquellos juicios. Incluso nuestro corres­
ponsal en Cuba, que resultó ser un agente de la c í a , repetía
una y otra vez: «Los juicios son justos, los juicios son justos».
Pero mis jefes lo entendieron al instante: sí, los juicios eran
justos, pero si Castro estaba dispuesto a ejecutar a los tortu­
radores, aquello significaba que iba en serio, y si iba en serio,
enseguida se entendería que detrás de todo lo que hizo Batista
había un capitalista estadounidense. Cuando Castro se enteró,
le dijo a nuestro secretario de Estado, Christian Herder, que no
garantizaría la inviolabilidad de las empresas estadounidenses
en Cuba. Y aquello zanjó la cuestión. Por aquel entonces, los
testaferros burgueses de Castro —¿se acuerda?, el Gobierno
provisional que colocó mientras él consolidaba su poder entre

3o6
los militares y creaba milicias por todas partes—, estaban fuera
de juego, así que no necesitó recurrir al terror.

S.: De acuerdo, ésa es la excepción que conñrma mi regla. Una


revolución debe llegar absolutamente hasta el final para poder
triunfar en un mundo dominado por poderosos países capita­
listas dispuestos a entrar en guerra. Lenin y Trotski lo sabían
muy bien, de ahí que persiguieran a los contrarrevolucionarios
con ahínco. El Ejército Rojo, formado por Trotski, debía ser
superior a los catorce ejércitos «voluntarios» capitalistas y los
dos ejércitos blancos, ¿no? ¿Cómo? Pues haciendo que fueran
los soldados de a pie quienes eligieran a los oñciales, y que tu­
vieran carta blanca para revocarlos, y con comisarios políticos
que explicaran el sentido de cada operación. De modo que los
mismos soldados refunfuñones que habían sido derrotados por
los alemanes, de la noche a la mañana se convirtieron en fe ­
roces revolucionarios.

G.: Y entonces Lenin y Trotski hicieron fracasar la revolución


porque dieron la espalda a la izquierda.

S.: Exacto, como Robespierre, que contaba con el apoyo de los


sans-culottes y, más tarde, al buscar estabilidad en las calles,
les dio la espalda. La estabilidad es una exigencia de la derecha-,
los revolucionarios jamás deberían perseguirla. Una vez que
Robespierre perdió el apoyo de la calle, se condenó.

G.: Como Mao, o los maoístas en China. Otra revolución sin


terror, aunque Occidente se empeñe en argumentar que la re­
volución cultural fue una forma de terror.

S.: Estoy de acuerdo con usted; no hubo terror de Estado, p e­


ro ¿y excesos? Muchos. Con todo, no fue terror de Estado co­
mo en el caso de Stalin o Franco, que son evidentes, o como
el terror de Estado de la caza de brujas, de los falsos juicios o
de las ejecuciones legales, como la de Sacco y Vanzetti, o la de
los Rosenberg. El terror de Estado de los países capitalistas
afianzados nunca necesita ser tan invasivo como el terror de las
revoluciones, por la simple razón de que los capitalistas dis­
ponen de todas las armas disuasorias, como ejércitos, policía,
medios de comunicación, tribunales, etcétera. En China, Mao
debería haber permitido que la revolución cultural siguiera su
curso, que los jóvenes purgaran a los mandarines del partido
y la jerarquía m ilitar. En el fondo, fue una extraordinaria
rebelión nacida de la base, de gente que decía: «Nosotros
determinamos la política, y los burócratas la adm inistran».
Pero Mao temió que hasta él pudiera acabar recogiendo patatas
en una granja colectiva, y la llamada banda de los cuatro no fue
lo bastante fuerte como para llegar hasta el final; fracasó, y la
revolución fracasó con ellos.

G.: Entonces, ¿cómo entendería la sentencia de Saint-Just en


este caso? En última instancia, ¿quiénes eran los traidores,
Mao o la banda de los cuatro?

S.: Aún no se sabe a ciencia cierta, pero, en mi opinión, el lí­


der de la revolución cultural fue Lin Biao, quien, al parecer,
no intentó huir a Rusia. Su muerte, probablemente asesinado
por el ejército, significó la condena de la revolución; la ban­
da de los cuatro se volvió impotente. Ya se verá. De lo que no
cabe ninguna duda es de que Mao, o su entorno, o el aparato
del partido o del ejército, han impedido el movimiento hacia
la izquierda; la revolución original, es decir, la de Mao, Lin
Biao y Zhou Enlai, se ha acabado; han fracasado, y China da­
rá un giro radical hacia la derecha. Estoy convencido de ello.
Una revolución que postule que para sobrevivir debe aplastar
a la izquierda y la derecha, como hizo Robespierre, o Stalin,
fracasa por fuerza.

G.¡ ¿Y qué partido tomará usted? Es decir, volviendo a Saint -


Just, ¿cuál es la postura del intelectual que ve lo inevitable?

3o8
S.: Permanecer fiel a sus principios, a los principios de la re ­
volución.

G.: Y ahora que está usted politizado, que es un intelectual re­


volucionario, que desea una revolución sin terror, ¿condenará
usted el terror? Si hay terror en Cuba, ¿lo condenará usted?
Creo que es usted culpable del crimen que denuncia Saint-Just
en la segunda parte de su frase, puesto que ha condenado usted
la autocrítica forzada de Padilla.

S.: La revolución cubana no es culpable de sus errores, pues los


cometieron incompetentes. Pero eso se debe a que la mayoría
de la gente instruida, con formación y competencias técnicas,
era de la alta burguesía...

G.: Y en su inmensa mayoría blancos, en un país con un ochen­


ta y cinco por ciento de negros o mestizos.

S.: Y huyeron a Estados Unidos.

G.: Y también rehuyeron Rusia.

S.: Pero en aquella época Rusia estaba en plena guerra civil, y


durante aquella guerra muchos comunistas de a pie adquirie­
ron un sinfín de habilidades. Por otra parte, existe una larga
tradición de literatura comunista escrita por intelectuales ru­
sos, toda clase de revolucionarios, anarquistas, decembristas,
así como por pensadores y hombres de acción.

G.: Con todo, ello no impidió que Lenin se lamentara de que


entre sus colaboradores más estrechos hubiera muchos in ­
competentes. Recuerde la gran sentencia de Lenin al derrotar
a los invasores: «Hemos derrotado a los contrarrevoluciona­
rios, pero nunca nos libraremos de los im béciles».
S.: Pues sí. es magnífica, pero lo cierto es que los líderes siem­
pre piensan que saben más que los demás, que es una de las
razones por las cuales intentan conservar el poder.

G.: Entonces, el intelectual revolucionario critica, pongamos,


un detalle, como Padilla, partiendo de los principios revolu­
cionarios y en nombre de esos mismos principios revoluciona­
rios, es decir, se pregunta si la revolución ha actuado conforme
al conjunto de los principios generales que constituyen la base
de la revolución, ¿no? ¡Vaya! ¡Menudo trabajazo!

S.: Bueno, lo que yo critiqué en el caso de Padilla fue que el


tribunal que le condenó por mantener una «actitud contrarre­
volucionaria» no se basó en esos principios.

G.: ¡Vaya! Entonces no era el veredicto, «actitud contrarrevo­


lucionaria», sino el propio tribunal, que no era lo bastante...
¿qué, en su opinión?

S.: ¡Ay! Supongo que debo decirlo; se trataba de un tribunal


formado por un comité dirigente, en lugar de un tribunal que
emanara de la lucha revolucionaria.

G.: Creo que se está enzarzando usted, porque de haber sido un


tribunal popular, como el del juicio al que yo asistí, formado
por gente de su barrio, su sirvienta, si hubiera tenido, los vigi­
lantes de su distrito, los barrenderos de la calle o los reparado­
res de su edificio, es decir, por gente que había luchado contra
el ejército de Batista o que se había unido a las milicias después
de la victoria de Castro, le podrían haber caído fácilmente diez
años de cortar cañas de azúcar «por el pueblo».

S.: Entonces, ¿cuál es su respuesta?

G.: Criticar desde el interior, jamás desde el exterior.

3 io
S.: ¿Y si criticar desde dentro signiñca meterse en líos, sin
mejorar nada?

G.: No tengo una respuesta. Váyase, como Volin, y escriba un


gran libro explicándolo todo [La revolución desconocida]. 0 es­
pere su hora y conñésese, como Arthur London, y expliqúese
a continuación [en La confesión],* o, como explicó Merleau a
propósito de Bujarin, critique desde dentro y, acto seguido,
acepte la sanción del tribunal sin reservas. Bueno, ¿cómo va a
solventar usted su problema con LCause du ?
torial del periódico había hecho un llamamiento a linchar a
un informante. Sartre se enfureció y acusó a La Izquierda Pro­
letaria de ser incapaz de diferenciar entre una situación y un
individuo.]

S.: Les he dicho que si no cambian de postura, abandonaré


La Izquierda Proletaria.

G.: Si la abandona, perderá usted su eficacia.

S.: Y, si me quedo, perderé la autoridad de mi voz política. La


Izquierda Proletaria es el único partido —o grupo, o asocia­
ción, ya que no se trata de un partido político— que intenta ser
revolucionario y ético a la vez, marxista y moral. Eso es lo que
me llevó a unirme a ellos al comienzo. De hecho, si se piensa,
la idea de venganza es moral, pero ¿y qué? ¿Hay que conver­
tir la justicia popular en linchamientos? En tal caso, todo está
perdido.

G.: Pero, volviendo al punto de partida de nuestra discusión,


mientras los capitalistas de todo el mundo quieran seguir sub­
yugando a las masas, haciendo que los ricos sean más ricos,
con la inevitable consecuencia de que los pobres sean más po­
bres, no será posible una revolución sin terror, hasta que todo
el mundo no sea revolucionario, ¿verdad?

3n
S.: ¡Verdad!

G.: ¿Y quién pone las condiciones? Precisamente las masas


subyugadas.

S.: Sí, pero no son las masas las que eligen. La elección es cosa
de una banda de intelectuales pequeñoburgueses que se inven­
tan una definición proletaria de la justicia.

G.: Y si no lo hicieran ellos, ¿quién lo haría? La justicia del


pueblo fue muy popular en la época de Robespierre; las masas
adoraban la charrette [la carreta utilizada para trasladar a las
víctimas hasta la guillotina].

S.: Es cierto-, mientras Robespierre incorporó la violencia de las


masas a su terror, tanto él como su terror fueron populares, al
igual que los juicios y las ejecuciones en Cuba de 375 secuaces
de Batista, pero cuando Robespierre sustituyó el terror popular
por el terror jurídico, lo perdió todo, hasta su propia vida.

G.: ¿Llegó usted a explicárselo a sus anfitriones cubanos, cuan­


do estuvo allí?

S.: Por supuesto; les dije que su terror aún estaba por llegar.
Dicho esto, era fantástico, realmente fantástico, estar en Cuba
en los años sesenta, ¿no le parece?

G.: ¡Y tanto! Nunca me olvidaré de la experiencia, en 1967, de


ver a todo el mundo armado excepto los policías, ni de aque­
llas hermosas agentes de tráfico, todas ellas jóvenes fabulosas
en minifalda. Tendría que haber visto qué embotellamientos
se formaban.5

S.: Fue la época en la que Castro se desembarazó de los viejos


apparatchik comunistas.
G.: Si. fue* la llamada « microfracción de Aníbal Escalante», que
fue enviado a Checoslovaquia. Una época fantástica en Cuba.

S.: Entonces, ¿qué se torció? O, poniendo las cosas en pers­


pectiva. ¿por qué hoy, apenas dos años después. Cuba ya no es
lan fantástica como entonces?

G.: A causa del dinero. El embargo estadounidense ha sido muy


perjudicial, no cabe ninguna duda, y la élite burguesa instruida
sigue yéndose del país. Además, después de la crisis de los m i­
siles, Kruschov perdió el interés por Cuba, y cuando le sucedió
Brézhnev, el desinterés se acrecentó. Hoy en día, la vida en Cuba
es muy dura, de ahí que tantos cubanos intenten marcharse a
Estados Unidos. Pero el único terror se debe a Estados Unidos:
aviones que lanzan veneno a los lagos, y bacterias a los campos
de caña de azúcar, que sabotean los cargamentos, y otras cosas
parecidas, pero, aún así, el servicio de inteligencia de Castro
está muy lejos de la brutalidad de los servicios de inteligencia
formados por la aid [Agency for International Development,
la Agencia para el Desarrollo Internacional] y Civic Action, las
dos agencias estadounidenses de la cla. que enseñan a torturar
a las policías simpatizantes de toda América Latina. De hecho,
creo que el servicio de inteligencia de Castro es de primer or­
den. ¿Conoció usted a Barbarroja cuando estuvo en Cuba?

S.: No, ¿quién es?

G.: Manuel Piñeiro, llamado Barbarroja, el jefe de la inteligen­


cia cubana, un policía brillante, simpático y extremadamente
eficiente, además de un gran tipo.

S.: Vaya, me deja usted atónito: ¿un policía amable?

G.: Un policía revolucionario. En cualquier caso, no hay terror,


de momento.

3i3
S.: Ya llegará, puesto que la población sufre cada vez más por la
falta de comida, de ropa o de lo que sea. Como en China. Bue­
no. quizá sí hubo un período de terror durante la campaña de
las cien flores, o no sé cuándo. Y también hubo una especie
de terror en miniatura durante el apogeo de la revolución cul­
tural, pero al parecer no fue tan grave. Me pregunto si la ra­
zón del terror, probablemente la principal, no será que los
revolucionarios no desmantelan correctamente el aparato del
antiguo régimen.

G.: Eso es lo que decía Lenin y, sin embargo, él tampoco lo


desmanteló. Lo utilizó, y observe el resultado.

S.: La cuestión es si tenía elección. Dos ejércitos blancos, ca­


torce ejércitos «voluntarios», un campesinado recalcitrante,
hambrunas, conspiraciones-, sólo Dios sabe con qué tuvo que
enfrentarse.

G.: No obstante, según su definición, Lenin no permaneció


fiel a los principios de la revolución. No sólo al aplastar a los
marineros de Kronstadt, sino con la política de poder, al no
ayudar a los revolucionarios de Béla Kun en Hungría, al ce­
rrar la frontera con Irán a los guerrilleros rebeldes del partido
comunista iraní a cambio del reconocimiento británico de su
Gobierno, y así sucesivamente.

S.: Tiene usted razón, pero, pese a todo, en Francia, en 1952, el


único partido que se oponía sistemáticamente al imperialismo
estadounidense y que representaba al proletariado era el par­
tido comunista, así que no cabía otra postura más que ser un
compañero de ruta, crítico pero aliado.

G.: Hasta Praga, ¿y luego?

S.: Pasaron dos cosas. En prim er lugar, quería ir a Rusia por


mi enorm e... Ay.

314
G.: ¿Por Lena?

S.: Si. pero también por Argelia, que era una cuestión crucial.
El partido comunista no era partidario del Frente de Libera­
ción Nacional. Como de costumbre, el partido comunista se
debatía entre su estúpida postura nacionalista y oportunista,
que le permitía obtener votos, y su reticencia a ponerse de par­
te de unos musulmanes fanáticos.

G.: El Frente de Liberación Nacional aún no era una secta fa ­


nática; sí que era nacionalista, pero, como hemos sostenido
siempre, el nacionalismo en un país imperialista desarrollado
es fascismo, mientras que el nacionalismo en un país subde­
sarrollado, sometido al imperialismo, o colonizado, es revo­
lucionario. Lo escribió usted mismo en su prólogo al libro de
Frantz Fanón, Loscondenados de la tierra.

S.: Sí, claro, pero ¿qué partido, aparte del partido comunista,
podía ponerse de parte del Frente de Liberación Nacional en
Francia en 1953? Me refiero a algún partido de peso que pudie­
ra tener cierta influencia en el Gobierno. Por aquel entonces,
había mucha gente de izquierdas que estaba a favor del Fren­
te de Liberación Nacional, y también muchos comunistas de
base, además de algunos intelectuales del partido comunista,
así que me propuse —y me volqué en ello— convencer a toda
esa gente de izquierdas de que apoyara el Frente de Liberación
Nacional. Mi razonamiento era que si un número suficiente
de gente de izquierdas se proclamaba a favor del Frente de L i­
beración Nacional, y lo hacía públicamente, es decir, m ani­
festándose en las calles, acudiendo a mítines pro Frente de
Liberación Nacional, entonces el partido comunista se sentiría
obligado a unirse a dicho movimiento. El Frente de Libera­
ción Nacional nos daba la oportunidad de unificar la izquier­
da, de salvar la izquierda en Francia, pero aquello no funcionó.
Sí sentó las bases para lo que vendría después. Fue entonces,
con nuestro apoyo al Frente de Liberación Nacional, cuando

3 l5
nació la nueva izquierda francesa. Y se afianzó al volvernos aún
más militantes para apoyar a los vietnamitas contra el impe­
rialismo estadounidense. Cuando me convenció usted de que
me uniera al Tribunal Internacional sobre Crímenes de Gue­
rra de Bertrand Russell, argumentó que contribuiría a subir
la moral a los vietnamitas. Y yo acepté. Fue una toma de par­
tido moral, ¿no cree? Pero también consolidó nuestra estruc­
tura. Y a partir de aquella toma de partido moral, nació una
izquierda joven, no comunista, militante, vuelta hacia la calle,
una izquierda que desdeñaba los compromisos de las élites di­
rigentes, una izquierda que no respetaba el poder. Y todo eso
cristalizó en el 68. Lo que yo no intuí cuando usted me habló
del tribunal fue el significado que tenía a ojos de los jóvenes.
Estos comprobaron, a lo largo de las sesiones, que apelábamos
directamente a la gente, a las masas. Era una especie de tri­
bunal popular, pero de campanillas, por los grandes nombres
implicados. No tuvo mucho eco en la prensa, y los medios de
comunicación estadounidenses, suponiendo que se tomaran
las molestia de reseñarlo, fue para burlarse, pero los jóvenes
se dijeron: «¡A l diablo con sus tribunales, con sus leyes, que
siempre defienden a los ricos y crucifican a los pobres y los
desvalidos!». En el fondo, defendíamos que la legislación que
los capitalistas proclamaban a los cuatro vientos era una far­
sa, una forma de subyugar a los pobres, los necesitados, los
débiles, los justos. En realidad, siempre lo habíamos sabido,
pero como el tribunal contaba con intelectuales y pacifistas
conocidos en todo el mundo, logró transmitir el mensaje a los
jóvenes. Ellos ya lo sabían instintivamente, pero el tribunal
venía a decirles: «Russell también lo piensa, y Sartre y Beau-
voir, y Dave Dellinger, Lelio Basso, Jimmy Baldwin, Stokely
Carmichael, Lázaro Cárdenas e Isaac Deutscher», y todos los
premios Nobel a quienes tanto respetaban los jóvenes. Aquello
fue de una enorme importancia.

G.: De hecho, también supuso el inicio de La Izquierda Pro­


letaria, ¿verdad?

3i6
S.: El tribunal se reunió en dos ocasiones, en el 67, en Estocol-
nio y Copenhague, y el hecho de que Estados Unidos e Inglaterra
no permitieran que tuviera lugar en su territorio contribuyó
mucho a que los jóvenes de todo el mundo se dieran cuenta
de que Estados Unidos e Inglaterra eran aliados y tenian una
política fascista imperial. No fue muy inteligente por su parte
prohibir el tribunal; de hecho, ello ayudó a florecer a la nueva
izquierda, ya que, poco después, durante los acontecimientos
de mayo del 68, los comunistas tuvieron que apoyarla cuando
los obreros comunistas se unieron a los estudiantes y los jóve­
nes en su lucha contra el Gobierno de De Gaulle.

G.: Antes de traicionar su causa.

S.: Pero eso fue porque los chicos no quisieron derrocar el ré­
gimen —es decir, no querían el poder—, y el partido comunista
no tuvo otra opción que maniobrar en beneficio de sus miem­
bros. Fue entonces cuando nació verdaderamente La Izquierda
Proletaria, un movimiento que pretende tomar el poder no a
través de las urnas, que no eligen más que a políticos corrup­
tos, sino por medio de la revolución.

G.: En efecto. En todas partes, incluso en Israel y Palesti­


na, cosa que supuso una enorme contradicción para usted,
¿verdad?

S.: Nuestras posturas no son tan divergentes. Yo siempre he


sido partidario de un Estado israelí-palestino en el que todo
el mundo sea igual. El problema es que la derecha religiosa es
demasiado poderosa. Quiere un Estado judío, como sea, con
todas esas tonterías religiosas que ha puesto en su constitu­
ción, y que, por supuesto, no sólo enajenan a los musulmanes,
sino también a los cristianos y los judíos laicos. Bueno, en tales
circunstancias, sería partidario de dos estados independien­
tes, iguales y libres.
G.: Pero La Izquierda Proletaria apoya las acciones revolucio­
narias de los palestinos.

S.: Y yo, y la izquierda israelí, desde que Israel subyuga a los


palestinos, les quita sus tierras y les impide vivir libremente.

G.: Pero los palestinos defienden la lucha armada-, consideran


que los terroristas suicidas son «combatientes de la libertad».

S.: Yo siempre he defendido el contraterror contra el terror ins­


titucional. Y siempre he definido el terror institucional como
la ocupación, la apropiación de tierras, las detenciones arbi­
trarias, etcétera, al igual que la izquierda israeli, Matzpen, por
ejemplo. Siempre he estado muy cerca de la gente de Matzpen.6

G.: Lo sé, fue usted quien me puso en contacto con ellos. Por
cierto, ¿le conté que me trataron de maravilla durante mi es­
tancia allí en el 69? Me enseñaron todo lo que quise ver, me
presentaron a fedayines e incluso lograron organizar un en­
cuentro con rabinos contrarios al sionismo. Y resulta que ahora
la mayoría de los dirigentes de Matzpen están en la cárcel.

S.: Mandamos una carta de protesta al respecto al Gobierno y


a nuestros amigos israelíes. Al parecer, les acusan de estar en
contacto con fedayines, lo cual es ilegal.

G.: ¡Y se supone que es una democracia! ¿Sabía usted que Lanz-


mann rompió conmigo cuando se enteró de que mi viaje fue fi­
nanciado por Matzpen? ¿Cómo se lleva usted con él ahora?

S.: Durante un tiempo tuvimos un grave desencuentro, porque


cuando estalló la guerra de los Seis Días me pidió que firmara
una carta dirigida a ambos bandos para que hicieran un alto
el fuego. No me pareció mal, pero luego Lanzmann organizó
un congreso a favor de Israel basado en esa carta, que habían
firmado los de siem pre. Fue entonces cuando proclamó que

3i8
si [Lyndon] Johnson apoyaba a Israel, él gritaría: « ¡B ravo ,
Johnson!» . Estábamos en plena guerra de Vietnam, y Jo h n ­
son no dejaba de enviar tropas y más tropas, de ordenar que
bombardearan y quemaran a los desdichados campesinos con
napalm. Aquello nos distanció, pero como Lanzmann no e s­
taba implicado en ninguna de nuestras acciones, no le di más
vueltas.7

G.: ¿Y sus actividades periodísticas, como el hecho de que e s­


cribiera en Elle, no le causaban vergüenza ajena?

S.: No mucho. Era un burgués que quería llevar una buena vida
burguesa. Cumplió de joven, al combatir en la Resistencia...

G.: ¡Alto ahí! Como buen maoísta, debería usted saber que Mao
dijo que uno nunca deja de cum plir...

S.: Tiene usted razón. De todos modos, Lanzmann no hacía


ningún daño colaborando con Elle.Se puede ser revo
rio y escribir en Elle, ¿no?

G. ¿Y en France Dimanche?

S.: Aquello fue en el 48, creo. Por aquel entonces yo aún no


tenía mucha conciencia política. Recuerdo que un día esta­
ba con Fanón y apareció Lanzmann; Frantz se abalanzó so ­
bre él y le increpó: « ¡E scrib es para France Dimanchel ¿Estás
loco o qué?». Sí, fue muy incómodo, pero, bueno, ahora es un
buen burgués, investiga para hacer un documental y se desha­
ce en elogios a Israel, aunque considero que sus elogios son
consecuencia del holocausto. Creo que no es verdaderam en­
te consciente de lo que están sufriendo los pobres palestinos,
que son expulsados de su tierra, cuyas casas son expropiadas
sin compensación alguna, cuyos hijos son expulsados de la es­
cuela, acosados de la mañana a la noche, abatidos por extranje­
ros armados hasta las cejas. Lanzmann identifica Israel con las
víctimas del holocausto. Y cree que cualquiera que critique a
Israel es antisemita, y punto. Y que los judíos como los miem­
bros de Matzpen, Pierre Bloch o usted son judíos que odian su
condición. Por su edad, Lanzmann podría haber sido víctima
del holocausto, si le hubieran detenido durante la época de la
Ocupación, por eso se ha quedado ahí.

G.: ¿Se debate la cuestión de Israel en La Izquierda Proletaria?

S.: No. En este asunto hay unanimidad, son absolutamente pro


Matzpen, como toda la nueva izquierda, así como los «trots»
[trotskistas] y los «anars» [anarquistas].0

G.: Pero ¿no hay debates internos en La Izquierda Proletaria?

S.: Sí, pero no sobre cuestiones políticas. Los que se han ido
es porque no les gusta cómo les tratan los jefes cuando algo
va mal, aleccionándolos, acusándolos de incompetentes. Y los
jefes, especialmente Pierre [Bloch], los tratan así por frus­
tración, creo. Gran parte de la izquierda, es decir, casi todos
los que reclaman salarios justos para los obreros de Renault,
a hacer de piquetes de huelga delante de escuelas de élite, a
exigir que las bases militares sean retiradas de tierras culti­
vables, etcétera, están de acuerdo con La Izquierda Proletaria,
pero por muy justa que sea su causa, y aunque su periódico, La
Cause du Peuple, sea leído por toda Francia, no se unen a ellos.
Eso resulta muy frustrante para Pierre y los demás jefes au-
todesignados. Hoy en día, La Izquierda Proletaria cuenta con
cuatro mil militantes activos, y no parece que vayan a crecer.
La mayoría de los nuevos militantes de izquierdas son reacios
a enrolarse en ningún partido, sea cual sea.

G.: Excepto, al parecer, la Liga [Comunista Revolucionaria].9

S.: No entiendo por qué. No hacen nada. Son increíblemente


dogmáticos y estalinistas en su estructura organizativa. No se

320
de dónde sacan a los militantes. [El líder del partido, Alain]
Krivine me ha pedido una entrevista, y acudiré, porque quiero
hacer todo lo que esté en mis manos para unir a la nueva iz­
quierda y, a pesar de sus métodos, la mayoría de sus seguidores
son jóvenes, a raíz del 68.

G.: ¡Menuda agenda tiene usted! Flaubert, el segundo volumen


de la Crítica, artículos para La Cause, ¡y aún tiene tiempo para
ir a los cafés con todas sus mujeres!

S.: París, Francia, serían completamente diferentes si no exis­


tieran los cafés. Sentarse plácidamente a observar a los tran­
seúntes y hacer com entarios...

G.: ¿Malévolos?

S.: No, no necesariam ente. Cosas como «Vaya peinado», o


«¿Qué te parece ese abrigo?».

G.: Así que va usted a los cafés con mujeres, imagino.

S.: Por supuesto. La vida de café con hombres no tiene gracia.


Sé que usted y yo estamos de acuerdo en que las conversacio­
nes placenteras son sobre emociones, sensaciones, percep­
ciones o descubrimientos; no sobre ideas ni política.

G.: ¿Y con quién comparte usted esas horas «placen teras»?


¿Con Arlette, Michelle, Wanda y Castor?

S.: No; de hecho, a ellas las veo en sus casas, por la simple ra­
zón de que en un café no se puede disfrutar del hachís.

G.¡ Por cierto, ¿cuánto le debo por la última barrita de hachís?

S.: Olvídese. Me la dio Arlette o Wanda. Era buena, ¿no?

3 ^i
G.: Increíble. Realmente increíble. ¿De dónde venía?

S.: No lo sé, pero cuesta cien mil francos los cien gramos.

G.: ¡Eso son quinientos dólares! El doble de lo que pago yo en


Estados Unidos.

S.: Pero ¿allí es igual de bueno?

G.: No sabría decirle. Allí fumamos hierba. El hachís que tie­


nen aquí es más fuerte. Con un porro ya estaba colocado.

S.: Yo también, con uno o dos. Quizá puso demasiado hachís


con el tabaco. Pero es fantástico, ¿no? A Arlette y a mí, o a Wan­
da y a mí, realmente nos coloca mucho, sobre todo si estamos
haciendo el amor.

G.: ¿Ya no toma usted anfetaminas?

S.: ¿Coiydrane? No. Los médicos me han dicho que se ha vuel­


to peligroso. Es una lástima, porque me encantaba. No te da un
subidón; sólo acelera las cosas. ¿Sabía usted que escribí toda
la Crítica tomando Corydrane? La mano se me movía a tanta
velocidad que no podría haber escrito más deprisa.

G.: ¿Ha intentado usted escribir, o hacer el amor, bajo los efec­
tos de la cocaína? Es fantástico cómo intensiñca los orgasmos.

S.: No, nunca he probado la cocaína, el opio o la heroína. Ni


el l s d , de hecho, aunque creo que tiene un efecto parecido al
del peyote, ¿sabe?, la mescalina, que yo tomaba hace tiempo.
Creo que eso fue lo que me causó las alucinaciones, los can­
grejos y las langostas. Pero no eran malos. Solían andar a mi
lado, pero sin rodearme, al contrario, muy amables, nada ame­
nazantes. Hasta que un día me harté. Simplemente les dije:
«¡Vamos, largaos!», y se fueron. Me encantaba la mescalina.
Como sabe, la naturaleza no me entusiasma. Prefiero sentarme
cuatro horas en un café que caminar por los Pirineos, a dife­
rencia de su padre.

G.: Yo también. Yo también soy un urbanita.

S.: Ya lo sé. De todos modos, con la mescalina, las montañas de


los Pirineos adquieren tantos colores que parecen una obra
de arte.

G.: De acuerdo, o sea que se coloca usted a menudo. ¿Cuándo


va a La Cause?

S.: Agrandes rasgos, mi horario es el siguiente: por la mañana,


hasta la hora de comer, Flaubert. Como sabe, comemos tarde,
entre las dos y las tres y media, más o menos. Luego escribo
panfletos, artículos, lo que sea, para La Izquierda Proletaria, o
me reúno con ellos y participo en sus debates. Por las noches,
a no ser que haya concentraciones, mítines o cosas p areci­
das, estoy con Castor, Wanda, Arlette o Michelle.

G.: ¿Y P ierre? ¿Cómo encaja en este horario?

S.: Ahora mismo, como hay discusiones bastante graves, estoy


más implicado de lo que debería o querría estar. La Izquier­
da Proletaria corre el riesgo de disolverse. Mucha gente se ha
ido, fundamentalmente porque cree que Pierre es demasiado
autoritario, demasiado duro.

G.: Pero ésa no es la razón por la cual La Izquierda Proletaria


está en peligro, ¿no? Es por el artículo sobre Bruay, ¿verdad?
[El 5 de abril de 197?, una joven llamada Brigitte Dewévre fue
asesinada en Bruay-en-Artois, y en un «artículo del pueblo»
publicado en La Cause du Peuple (el 17 de mayo) se acusó a un
notario local de ser el culpable, haciendo un llamamiento a
lincharle. Sartre respondió en el mismo periódico (el 26 de
mayo) con una critica vehemente, recordando al consejo de
redacción que el hecho de ser «inocente hasta ser declarado
culpable» no era un principio burgués, «sino una victoria po­
pular», «que no debía ser abandonada por una justicia popu­
lar» .] Pierre no tuvo nada que ver con eso.

S.: Pero fue su gente quien escribió el artículo. Los demás, los
«demócratas revolucionarios», se han ido por eso.

G.: Hace dos días cené con Claudine [Trouvier, una militante
de La Izquierda Proletaria]; a ella le parecía fascismo, fascismo
puro y duro. Con todo, encaja en la idea de «justicia popular»
de La Izquierda Proletaria, ¿no?

S.: Hay un artículo de Pierre en el próximo número —el que


sale hoy— que intenta decir lo mismo, pero haciendo muchas
concesiones. El problem a es que Pierre, y el núcleo duro de
sus seguidores, quieren empujarnos hacia la lucha armada. Y,
por supuesto, aún no toca, aún estamos demasiado lejos, pe­
ro esos chicos están angustiados, muy angustiados. Y Pierre
está convencido de que es culpa de los intelectuales de La
Izquierda Proletaria, de aquellos que han tenido una buena
formación, como Geism ar, porque avanzan demasiado des­
pacio, porque ponen demasiadas condiciones y objeciones. Lo
raro es que todos ellos son intelectuales, Pierre incluido.

G.: Es un judío egipcio, ¿verdad?

S.: Sí, pero educado en Francia. Estudió con [Louis] Althusser


y es muy culto. ¿Sabía usted que fundó la Unión de Jó ve­
nes Comunistas M arxistas- Leninistas, y luego La Izquierda
Proletaria?

G.: ¿Y cuál es el papel de Geism ar? Es el redactor del perió­


dico, ¿no?
S.¡ Lo vi anoche en la reunión de [Paule] Thévenin.

G.: Yo también. Habló muy bien, pero no dijo nada.

S.: Entonces observó usted que había representantes de todos


los grupos de izquierda, de la asociación de estudiantes judíos,
el psu , la Liga, La Cause du Peuple, pero muy poca gente escu­
chaba a Paule Thévenin...

G.: Y, sin embargo, estuvo magníñca al condenar sin tapujos


[al ministro de Interior] Marcellin por el asesinato de su hijo
[por parte de la policía, durante una manifestación]. En cam­
bio, me sorprendió que Geismar no estuviera a la altura.

S.: En el periódico tampoco es muy brillante. Se comporta co-


A

mo un comisario político. El y [André] Glucksmann, que hace


todo el trabajo, controlan el comité editorial, pero hacen gala
de una especie de triunfalismo que me molesta. Dicho esto,
su lucha por la ocupación de apartamentos vacíos de París fue
loable, y una verdadera victoria para muchas familias. En París
hay 165.000 apartamentos vacíos. ¿Y cuántos sin techo?

G.: ¿Y ahora qué? La Izquierda Proletaria está a punto de desapa­


recer. La Cause du Peuple está a punto de cerrar. Habrá que luchar
por los avances sociales en la calle, como en Estados Unidos.

S.: La gente corriente, los disidentes, los marginales, cual­


quiera que tenga una razón legítima para quejarse, o ilegítima',
tanto da, ya no tiene palabra en Francia. La democracia, me
reñero a la democracia burguesa, está muerta.

G.: ¿La Quinta República ha barrido la representación propor­


cional?

S.: ¡Hace siglos que no existe! Pero al menos había muchos par­
tidos diferentes, muchos movimientos diferentes, todos ellos
con su propio periódico. Ahora estamos como en Estados Uni­
dos. Nuestro partido republicano es el gaullista, con sus dis­
tintas sectas, y nuestro partido demócrata es el socialista, a
cuyos faldones se agarran los comunistas, los trotskistas y los
verdes. Incluso desde un punto de vista capitalista, ya no tene­
mos alma. Nos hemos convertido en una sociedad ignorante,
volcada en el consumo, racista, cruel con los ancianos, indi­
ferente, aprendiz de la estadounidense.

G.: Necesitan otro De Gaulle.

S.: ¡Otra vez no! Ya basta con ese maldito canalla. Pero ¿qué es
lo que ve usted en él?

G .: Ya sé que usted le odia, pero, en realidad, fue el único polí­


tico que comprendió que Francia, y tal vez toda Europa, estaba
más amenazada por Estados Unidos que por Rusia; fue el único
en advertir que «Una nación no puede ser libre si permite que
haya bases extranjeras en su territorio», y ordenó que los m i­
siles franceses apuntaran tanto al este como al oeste. Expulsó
a la o t a n americanizada de Francia. Y se avino a negociar con
el Frente de Liberación Nacional a propósito de la indepen­
dencia de Argelia. Se enfrentó a los generales fascistas que se
oponían a ello. Promulgó una reforma agraria que permitió a
los agricultores y a sus familias permanecer en sus tierras y ser
solventes. Vetó repetidas veces la entrada de Inglaterra en la
Unión Europea. Y, cuando dimitió, aceptó, tal y como establece
la Constitución, dejar la presidencia en manos del vicepresi­
dente, que era un comunista. ¿Qué más se le puede pedir a un
dirigente francés?

S.: Con su ridicula grandeur,insultó a Francia. Nombró p ri­


m er m inistro a Pompidou, y ese im bécil acabó permitiendo
que los británicos fueran miembros de la Unión Europea y la
sabotearan para que Estados Unidos pudiera dominarnos me­
jor. Y, peor aún, intrigó para que, en mayo del 68, Pompidou

3^6
nombrara ministro de Interior a Marcellin, con lo que perm i­
tió que los fascistas destruyeran nuestras libertades civiles, a
la americana.

G.: Pero ¿le gustó, al menos, su declaración de que « ¡F ra n ­


cia no arresta a sus Voltaires!» cuando fue usted sorprendido
mientras distribuía un periódico ilegal justo enfrente de los
cuarteles de policía, y no le detuvieron?

S.: ¿Lo ve? Aquel imbécil ni siquiera sabía que Voltaire sí que
había sido arrestado en Francia. Pero da igual quién tenga la
culpa-, todos son culpables, por eso hoy sufrim os una cen ­
sura masiva, o una autocensura; ya no hay arte que esté a la
altura de nuestra herencia, ni literatura, ni amor propio. Nos
hemos convertido en los perritos falderos de los capitalistas
estadounidenses.

G.: Aún queda el periódico Libération.

S.: Ya no; sólo durante un tiempo. ¿No ha observado usted que


ha virado hacia la derecha?

G.: Fue fundado gracias a su aportación económica. ¿Ya no tie­


ne usted ninguna influencia en él?

S.: Ni la más mínima.

G.: Un momento: el programa de televisión más visto en Fran­


cia es sobre libros; noventa minutos de discusiones sobre l i ­
bros e ideas, ése es el programa más popular de la televisión
francesa. En Estados Unidos, un programa así no duraría ni
un día en una televisión pública. Y aún hay productores que
quieren montar sus obras de teatro, cosa que no se les pasaría
por la cabeza si no pensaran que mucha gente irá a verlas. En
Estados Unidos sería inimaginable. Allí, el pensamiento libre
no atrae a nadie, a ningún crítico, a nadie.
S.: ¿Se refiere a v?Sí, pero aquí tampoco supondría
so
ra
ek
N
ninguna diferencia para el público. Se trata de una condena
de la prensa, pero ¿cree usted que contribuiría a mejorar las
cosas? A propósito, quisiera pedirle su opinión sobre esa obra.
Cuando la escribí y se representó, todo el mundo captó las dos
ideas principales, a saber, que la prensa está corrompida de
raíz, cosa que forma parte de las maquinaciones de la guerra
fría, y que los comunistas luchan por los trabajadores. Usted
la ha visto y la ha leído. ¿Cómo cree que se interpretaría
hoy la obra?

G.: Igual, creo, aunque la interpretación de los actores pueda


teñirla un poco. He oído decir que pensó usted [en 1955] en
Louis de Funes [un actor cómico] para el papel de Palotin [un
personaje caricaturesco, que parece el idiota de la obra pero
que resulta ser el triunfador social] .l0

S.: ¿Hoy no parecería demasiado pro comunista? Los tiempos


han cambiado; no quiero que esta obra de teatro sirva a los in­
tereses comunistas.

G.: Yo abreviaría un poco el final. Es demasiado largo, y el


triunfo de la hija comunista me recuerda a un sermón, tenien­
do en cuenta que ella no es una notable del partido, sino una
simple m ilitante...

S.: Buena idea. Sobre todo ahora, después de lo de Praga y Bu­


dapest...

G.: Y de «E l fantasma de Stalin», que escribió usted. Está bien


aliarse con los comunistas en su lucha por conseguir mejores
salarios para los obreros, pero también es importante asegu­
rarse de que los espectadores sepan que el partido comunista
no necesariamente representa los intereses de sus miembros.
Y eso es lo que da a entender esa obra de teatro, aunque se vuel­
va un poco confusa a causa de la extensión del baile, al final.

3 s>8
S.: ¿Sabía usted que un productor quiere montar brujas de
Salem?No sé si el proyecto llegará a cuajar...

G.: Me gustó mucho más su película que la versión de Arthur


Miller. porque era mucho más política, es decir, traslucía más
conciencia de clase. Miller condenaba la caza de brujas, por
supuesto, mientras que usted la puso en el contexto de la lucha
de clases. Pero ¿sabía que cometió usted un error histórico?
Miller también, claro.

S.: ¿En qué sentido?

G.¡ Históricamente, la lucha de clases tuvo lugar entre los po­


bres que no tenían acceso al río y debían pagar muchísimos
impuestos a los Putnam, y los ricos propietarios que también
controlaban los puertos. El reverendo Parris representaba a
los pobres, que acusaban a los ricos, incluido el gobernador
de Massachusetts, de brujería, que por aquel entonces se de­
finía como el hecho de no respetar el ethos de la «ciudad de
la colina». Los prim eros líderes, los famosos predicadores
John Winthrop y John Cotton, creían en el colectivismo, en
la prosperidad de todos, y Parris era su discípulo. De hecho,
fueron los predicadores —el yerno de John Cotton, llamado
Increase Mather, y su hijo, John Mather— quienes conven­
cieron a Parris de que abandonara la lucha, pues se les estaba
yendo de las manos. La confrontación era entre los ricos y los
pobres, y los acusadores eran los buenos, pero recuerde que,
en la época, ser acusado de brujería significaba ser acusado de
individualista ajeno a los demás.

S.: Lo cual significa que ni Miller ni yo hicimos nuestro trabajo


de investigación, ¿no?

G.: Nadie se dio cuenta. Los historiadores no muestran n in ­


gún interés por la lucha de clases en Salem. Lo descubrimos
por casualidad, mientras investigábamos para nuestro libro

3?9
The american w ayof crime[El estilo de crimen americano
un sótano de un juzgado de Salem, encontramos una lista de
la gente de Salem y de sus posesiones, que mostraba que el
ochenta y cinco por ciento de los parroquianos de la iglesia
de Parris vivían en la miseria. Por cierto, ironías del destino,
cuando New York Times Books, que era la editorial con la que
habíamos firmado el contrato originalmente, vendió nuestro
contrato a Putnam Publishers, resultó que nuestros editores
eran descendientes de los Putnam de Salem. Publicaron cinco
mil ejemplares y se negaron a reeditar el libro cuando se ago­
tó la primera edición. Un día le pregunté la razón a la señora
Putnam, la propietaria, y me respondió sin tapujos: «No me
gustó. Es un libro comunista».

S.: No es el caso, por supuesto, pero demuestra que el capita­


lismo y el crimen organizado han colaborado desde el princi­
pio. Entiendo perfectamente que a la élite estadounidense no
le guste que se esparza, pero en Francia, la traducción de su
libro, Le crime á l ’a
,m
e fue un éxito, ¿no?
n
érica

G.: ¡Y tanto! Aún sigo viviendo de ese libro. ¿Qué ha sido de


L'engrenage [El engranaje]? He oído decir que quizá también
se pondrá en escena...

S.: De hecho, últimamente se ha representado mucho, dos ve­


ces en Alemania y en Suiza, y una vez en Italia, y aquí el año
pasado. ¿Sabe usted por qué? Pues porque se interpreta como
una parábola de Cuba, de un país revolucionario que intenta
ser independiente, mientras es víctima del chantaje de su po­
deroso vecino. Y pensar que la escribí en el 4 8 ...

G.: Pero iba a ser una película, ¿no? La escribió como si fuera
un guión.

S.: Sí. Hasta firm é un contrato con varios productores, pero


al final me dijeron que sus financiadores habían cambiado de

33o
parecer. Entonces los comunistas italianos quisieron hacer­
la. De hecho, tuve una agradable conversación al respecto con
[Palmiro] Togliatti [el líder del partido comunista italiano].

G.: ¡Ah, s í!, la famosa cena larguísima con él y Gina Lollobri-


gida, la actriz más guapa del mundo. Yo estaba locamente ena­
morado de ella a los dieciséis años.

S.: Se confunde usted. Aquella famosa cena fue en el 54’ en


Piazza Santa María en Trastevere, y ella estaba cenando con un
grupo de gente en otra mesa. Pero sí, fue una cena memorable, no
tanto por ella, sino por el interés genuino que mostraba Togliatti
por todo lo que pasaba en Francia. Yo estaba atónito al ver la
atención con la que me escuchaba, y que quisiera inform arse...

G.: Pero antes de empezar a desbarrar sobre los com unis­


tas italianos, recordemos que ellos también, y especialmente
Togliatti, por mucho que nos gustara en un plano personal,
como fue el caso de Fernando en España, recordemos que esa
gente, y él en especial, eran estalinistas empedernidos.

S.: Es verdad, pero, a diferencia de sus colegas franceses, él


jamás insultó a quienes lo criticaban. Siempre respondía edu­
cadamente y tenía en cuenta las críticas. Nuestra cena duró
tres horas, y casi todo el tiempo me hizo preguntas, no sólo
qué pensaba yo sobre tal o cual asunto, cosa que podría haber
hecho por sim ple cortesía —aunque yo creo que realmente le
interesaba—, sino que fundamentalmente me preguntó por la
política francesa, las estrategias comunistas francesas, la po­
lítica del Gobierno francés, y así sucesivamente. Me pareció
un estalinista desestalinizado.

G.: ¿Y qué fue de Gina?

S.: Estábamos en un barrio muy popular, lleno de restaurantes


al aire libre, unos casi al lado de los otros, y había centenares

33i
de personas, ricos y pobres, que pasaban por delante. Nuestro
restaurante tenía fama de ser el mejor, y lo era.

G.: En efecto. [El director de cine Gillo] Pontecorvo me lle­


vó en el 67. Fue él quien me dijo que en aquel restaurante
había tenido lugar su fam osa cena con Gina y el jefe del
partido.

S.: ¡Pues sí que se tergiversan las historias! Gina y su gru­


po estaban tres mesas más allá de la nuestra y, por supuesto,
los transeúntes la reconocían y le expresaban su admiración,
incluso su amor, a gritos. Pero entonces alguien reconoció a
Togliatti, y la muchedumbre se volvió hacia él, vitoreándolo,
«¡V ivaTogliatti!», aplaudiéndolo, saludándolo. Era un espec­
táculo digno de ver: la gente aclamaba más a un político co­
munista que a la mayor sea; Symbol italiana. De hecho, era tal
el alboroto que no podíamos hablar, así que Togliatti me pro­
puso ir a un café cercano. Saludó a la muchedumbre, estrechó
algunas manos, y nos fuimos. El café en cuestión era el lugar
de encuentro de muchos obreros comunistas, que también lo
aclamaron, pero al cabo de un rato nos dejaron solos para que
pudiéramos charlar. Hasta que apareció un famoso cantante
local, que le preguntó a Togliatti si le apetecía escuchar viejas
canciones. «P o r supuesto», dijo Togliatti. Y el juglar empezó
a cantar unas maravillosas canciones antiguas, que databan de
i 83o, todas ellas católicas. Aún me acuerdo de algunos estribi­
llos, como «¡Guárdate del diablo, que ha desembarcado! ¡Ga-
ribaldi está a las puertas de Rom a!». Togliatti se sabía todas las
canciones, y empezó a cantar con aquel hombre, y enseguida
todo el café rompió a cantar-, todos aquellos comunistas can­
taban viejas canciones realistas y papistas, se reían y se diver­
tían a sus anchas, y yo también, claro, cuando lograba descifrar
algún estribillo y cantaba con ellos.

G.: Dice Castor que tiene usted una voz de bajo magnífica.

33?
S.: Eso era antes, pero el caso es que aquella noche salí bas­
tante airoso. De todos modos, ¿se imagina usted a Thorez, o a
cualquiera de nuestros líderes comunistas, caminando entre
el gentío sin guardaespaldas, cantando canciones reacciona­
rias o escuchando durante tres horas a un extranjero criticar
la estrategia comunista? Los comunistas italianos son así, e s­
tán dispuestos a que les pongan en entredicho, pero al mismo
tiempo son respetuosos con sus enemigos.

G.: Me temo que ya no.

S.: ¿Resultado? Los buenos comunistas se escindieron y lan ­


zaron II Manifestó.

G.: En aquella m ism a época fue usted a ver a Heidegger. ¿Le


impresionó un poco, al menos?

S.: Pues no. Hubo una sesión que no me impresionó, pero sí


me interesó. Se habían reunido grandes filósofos alemanes,
todos ellos muy im portantes, que le hacían preguntas muy
profundas a Heidegger, supongo, porque yo no entendía ni
una palabra. Todo lo que decía Heidegger, yo se lo atribuía
a Husserl." A mí me influyó más Husserl que Heidegger. De
hecho, ya había escrito El ser y la nada, que la gente suele con­
siderar que está inspirado en Ser y tiempo, cuando leí el libro de
Heidegger, durante la guerra. Sorprendentemente, lo encontré
en la biblioteca del stalag cuando estuve prisionero. Lo cierto
es que me ayudó a añnar algunos conceptos. Era muy hábil, de
ahí que diera coba a los nazis y sobreviviera.

G.: En aquella m ism a época atravesó usted casi toda R u ­


sia. ¿Cómo pudo no darse cuenta de que había un régim en
abominable?

S.: Estaba demasiado cegado por mi interpretación de la polí­


tica internacional. Como tenía el convencimiento de que Rusia

333
no empezaría la tercera guerra mundial, a diferencia de Esta­
dos Unidos, cerré los ojos a la realidad. Recuerdo que la pri­
mera vez que viajé a Rusia, en el 54 o el 55, mi anfitrión, que
era el presidente de la federación de escritores, ya no recuerdo
su nombre, me dijo: «Señor Sartre, es usted libre de ir adon­
dequiera, excepto a los campos de concentración, porque no
existen». Tenga presente que Stalin había muerto y que nues­
tro viejo amigo Ehrenburg acababa de publicar Deshielo, sobre
el proceso de desestalinización.

G.: Una novela pésima.

S.: Sí, pero muy importante. Fue el primero. [Konstantin] Si-


monov, por ejemplo, aún iba con pies de plomo.12

G.: Pero la gente que conoció entonces y, más tarde, el discurso


de Kruschov del 56 sobre la desestalinización, ¿no le abrieron
los ojos a las condiciones reales que había en Rusia?

S.: Sí, pero de forma encubierta. Castor incorporará muchos de


aquellos comentarios en el próximo volumen de sus memorias,
en el relato de nuestro viaje a Rusia, pero como Ehrenburg ha
muerto, le atribuirá a él todos los comentarios, para no poner
en peligro a quienes los hicieron. Con todo, ¿sabía que inclu­
so los escritores que más tratamos, al contarnos cómo eran las
cosas —y tenga presente que la mayoría eran marxistas y ver­
daderos revolucionarios—, no querían reconocer que todo iba
mal? Encontraban aspectos positivos, como el hecho de que se
acabara de publicar a [Osip] Mandelstam...*3

G.: ¿Conoce usted las m emorias de su m ujer? Son extraor­


dinarias.

S.: Sí, todo el mundo lo decía.

G.: ¿Y no le convencieron?

334
S.: Claro que no. En mi favor, le diré que al regresar de Rusia ja­
más proclamé, como Nizan: «He visto el futuro, y funciona».

G.: Pero tampoco lo denunció usted, a diferencia de [André]


Gide.'+

S.: De hecho, nunca he escrito nada sobre Rusia, ni bueno ni


malo. Pero es verdad, era tal mi deseo de creer que la revolu­
ción da dos pasos hacia adelante y uno hacia atrás, como dijo
Mao, que tenía la esperanza de que el sistema soviético supe­
raría su espantosa etapa represiva.

G.: Con todo, entre nosotros, aunque no lo reconozca usted en


público, le engañaron por completo. ¿Cómo pudo ser?

S.: Viajé a Rusia con todos mis prejuicios burgueses, incluido,


por supuesto, mi odio a la moralidad burguesa o, diría yo, a la
falta de moralidad burguesa. Como los medios de comunica­
ción burgueses m ienten sistemáticamente sobre todo o, para
ser más preciso, tergiversan las noticias a favor del estilo de
vida burgués, yo estaba dispuesto a creer que la contrapropa­
ganda antiburguesa sería más veraz, o menos engañosa. Estaba
acostumbrado a los artículos habituales, del estilo: «Ayer, en
Tombuctú, hubo una m anifestación para protestar contra el
hecho de que unos paracaidistas franceses le hubieran dado
una paliza a los principales grupos partidarios de la indepen­
dencia. No obstante, vimos que los paracaidistas, bajo un ca­
lor sofocante, reparaban la carretera y excavaban un pozo para
aportar agua, y un poco de alivio, a los pobres habitantes».
Típico: mencionar el verdadero asunto a toda prisa, de punti­
llas, y, acto seguido, alabar a bombo y platillos a los de nues­
tro bando.

G.: Los m edios de comunicación estadounidenses hicieron


exactamente lo mismo durante la invasión de Vietnam. Y n in ­
guno, ni siquiera el New York Times o el Washington Post, recogió

335
las advertencias del presidente Eisenhower sobre «el complejo
militar e industrial». Los medios de comunicación publicaban
fielmente, sin comentario alguno, el número de soldados del
Viet Cong asesinados, sin sumar siquiera las cifras oñciales,
que ascendían a varios centenares de miles.

S.: Yo consideraba que todas las críticas a la Rusia soviética


que aparecían en los medios de comunicación occidentales
eran mentiras descaradas o exageraciones desmedidas, y que­
ría creerm e, en la medida de lo posible, la versión de los co­
munistas o de la propaganda rusa. Con todo, cuando llegué a
Rusia, enseguida me di cuenta de que ellos también mentían,
pero sabía que en Occidente los trabajadores estaban explota­
dos y que sus manifestaciones eran aplastadas.

G.: De hecho, en comparación con Estados Unidos, en Francia


los trabajadores están en la gloria. ¿Sabía usted que en Estados
Unidos no existen leyes que garanticen vacaciones pagadas a
los trabajadores, ni que las mujeres embarazadas conservarán
su puesto de trabajo después de dar a luz, o que deben cobrar
durante el perm iso de maternidad? No existen leyes que ga­
ranticen a los trabajadores la seguridad de sus inversiones en
una compañía de seguros privada, a pesar de que están obliga­
dos a cotizar. Ni siquiera existe una ley que obligue a las em ­
presas a pagar una indemnización a los trabajadores que son
despedidos, ni una ley que les dé cobertura médica, por no ha­
blar de que no existe un sistema de sanidad público. Los sindi­
catos están batallando, pero no olvide que en Estados Unidos
el Gobierno puede disolver un sindicato, imponer multas a sus
dirigentes por haber hecho huelga, una huelga que, para col­
mo, el Gobierno puede declarar ilegal.

S.: El capitalismo estadounidense es espantoso, no cabe nin­


guna duda. Es verdad que en Francia hay sindicatos muy po­
derosos y un sistem a de sanidad público que, más o menos,
garantiza cierta seguridad, pero, aun así, a nuestro parecer,

336
las condiciones de trabajo son muy malas. No olvide que, ex­
cepto algunos líderes burgueses, como Jean Moulin, casi to­
dos los que lucharon contra los nazis —y muchos murieron en
combate— fueron trabajadores, sobre todo ferroviarios, en su
mayoría fervorosos comunistas. Tal vez las fábricas francesas
no están tan deshumanizadas como las estadounidenses, pero
son horrorosas. Por eso esperaba que las rusas fueran mejores,
y pedí que me enseñaran algunas. Las vi como turista, claro, pe­
ro no eran mejores en absoluto, aunque supongo que me mos­
traron las mejores. Había oído hablar del sistema estajanovista
[que instauraba cuotas de producción para los trabajadores],
pero, por supuesto, no podía hacer preguntas, o, si las hacía,
dependía del intérprete oficial que me habían asignado. Y si un
obrero, o quien fuera, me decía algo que no era del gusto ideo­
lógico del intérprete, ¿qué le impedía a éste decirme: «¡Ah! Le
vio ayer en la tele, y gritaba: "¡Viva Sartre!” » ? Añádale todos
nuestros prejuicios, fruto de años de tergiversaciones por parte
de nuestros medios de comunicación. Por ejemplo, un día, en
Praga, Castor y yo fuimos a la biblioteca principal sin intérpre­
te, y al entrar el bibliotecario empezó a explicarnos a gritos lo
espantosa que era la vida bajo el régimen comunista. Enseguida
supusimos que se trataba de una especie de provocador oficial.
En otra ocasión, en una biblioteca de China, Castor quiso leer
todo lo que encontrara en francés o en inglés sobre el fem i­
nismo y los problemas de las mujeres, especialmente sobre el
rumor de que el Gobierno tenía un programa para matar a to­
das las niñas recién nacidas. La bibliotecaria la reconoció y dijo
algo en chino para que lo tradujera el intérprete, pero, cuando
éste fue al servicio, la bibliotecaria explicó en su pobre francés
lo infeliz que era y lo sometidas que estaban las mujeres. De
nuevo, dimos por sentado que el incidente estaba montado de
antemano, para ver cómo reaccionábamos.

G.: Pero ¿y una vez que empezó a frecuentar a Lena? Iba usted
a todas partes con ella, y siendo amantes, imagino que ella no
le mentía sobre lo que veían.

337
S.: No. claro que no. pero los grandes viajes con Lena fueron
después de la desestalinización, y antes de la vuelta de la esta-
linización con Brézhnev.

G.: ¿Y en Cuba?

S.: En Cuba todo es diferente. De entrada, todo el mundo ex­


presa su desacuerdo con los demás en público. Recuerdo que
la primera vez que viajé a Cuba, al comienzo de la revolución,
en el 6o o el 61, fui a la televisión con Castro y discrepamos en
algo. No recuerdo de qué se trataba, pero el caso es que duran­
te los dos días siguientes, todo el mundo me daba su parecer
al respecto, en castellano, claro, pero mi intérprete me tra­
ducía todas las opiniones: Castro se equivocó en esto, Castro
tenía razón en lo otro, lo puso usted entre la espada y la pared
en aquello, etcétera. Para usted aún debió de ser mejor, ya que
habla la lengua del país.

G.: Y, aun así, a veces yo también tenía sospechas. Recuerdo


que en, el 67, una hermosa joven se me acercó por la calle. Me
había visto en la conferencia de prensa que se había celebra­
do después de que los cubanos sorprendieron a cinco agentes
de la c í a que estaban soltando bacterias en unos campos de
caña de azúcar justo antes de la siega, y el presidente [Osvaldo]
Dorticós reprendió a la prensa estadounidense, que se nega­
ba a cree que se trataba de agentes. Unos reporteros de Miami
preguntaron cosas como «¿Qué había en la esquina de donde
vivía usted en M iam i?», o «¿Cóm o se llama la bodega de la
otra esquina?», y cuando Dorticós perdió los estribos, yo in ­
tervine para explicar que los reporteros estadounidenses están
formados para formular este tipo de preguntas embarazosas
cuando cuentan historias favorables a la oposición. El caso
es que la m ujer me preguntó si podía ayudarla a marcharse a
Miami. Al parecer, había solicitado el visado cinco veces, pero
no había obtenido respuesta. Me dio una lista de sus contactos.
Yo pensé que era una espía, que me mandaban a raíz de mi

338
intervención en la tele, y pasé por alto su ruego. Y resulta que
ocho meses más tarde me buscó en Nueva York para agradecer­
me que la hubiera ayudado, dando por hecho que la razón por
la cual había obtenido el visado era porque yo había intercedi­
do a su favor ante el Gobierno. Fue absolutamente honesta, así
que figúrese mi vergüenza... Y, por cierto, no tardó en echar
pestes de la comunidad de exiliados cubanos en Miami.

S.: Pues ya ve usted cómo nos lavan el cerebro los medios de


comunicación. Por tanto, no tenemos más opción que recor­
dar que todos los gobiernos mienten, que todos los medios de
comunicación mienten para no perder la publicidad, si se tra­
ta de prensa capitalista, o para mantener una buena relación
con el Gobierno y conservar las licencias, allí donde la prensa
no se financia a través de la publicidad, o donde los gobiernos
sostienen la espada de Damocles sobre los reporteros y los re­
dactores. Mi postura, hoy por hoy, después de haber conde­
nado tanto los regímenes estalinistas y los partidos políticos
de todas partes, consiste en no olvidar jamás que nadie se ha­
ce comunista de ningún tipo si no es porque verdaderamente
quiere luchar para que los pobres, los trabajadores y los colo­
nizados tengan una vida mejor. Los revolucionarios nacen de
la avaricia de los capitalistas.

339
JUNIO DE 1972

Acabo de leer el nuevo número de


G e r a s s i: Temps Moder-
nes, que está dedicado a los maos en Francia, justo cuando La
Izquierda Proletaria y La Cause du Peuple parecen a punto de
desmoronarse.

Sartre: N o confunda usted los diferentes grupos. ¿Fue usted


a la reunión de La ?C
se
u
a

G.: No, pero he oído a los que han dimitido despotricar de Pierre.

S.: En realidad lo admiran por su conocimiento, su talento


analítico y su tenacidad, pero le consideran un dictador y no
han renunciado a su decisión de dimitir.

G.: ¿Todo el equipo de redacción? ¿Los siete?

S.= Sí.

G.: Con todo, Glucksmann ha elogiado a Pierre en Les Temps


Modemes.

S.: Es el único. Y no entiendo por qué. ¿Será porque tiene la


intención de recuperar el periódico él solo, ya que Pierre no
va a hacerlo? ¿O es que le ha dado por el centralismo? Pero
¿ha leído usted el artículo de Foucault? Está completamente a
favor de la justicia popular.

G.: Pero no está a favor de los juicios populares, de los juicios


del pueblo.
S.: Eso es porque rechaza los juicios, porque le parecen una
creación de la clase dirigente.

G.: ¿Y cómo funciona la justicia popular?

S.: Pregúnteselo a él cuando vuelva a verle. Pero el articulo tie­


ne el mérito de demostrar que la clase dirigente, generación
tras generación, ha logrado convertir la justicia en un instru­
mento del poder. El análisis es de prim er orden.

G.: Lo que me gusta del análisis de Foucault es que desembo­


ca con toda lógica en la brutalidad del Estado, en su recurso
a la violencia masiva, de forma amable y legal, por supuesto,
para hacer las cosas a su manera. Pero no me diga usted que
Foucault no es pesimista.

S.: Foucault tiene razón, me temo. Las cosas están mal en to­
das partes. Y a nadie parece importarle. Todas esas masacres
en Bangladesh, Túnez e Irán, por ejem plo... Más de cien mil
personas asesinadas en Burundi, y ni una sola protesta. ¿Por
qué en Estados Unidos nadie se manifiesta contra las torturas
sistem áticas en Colombia, Uruguay y Brasil? Todo el mundo
sabe que están organizadas, e incluso ejecutadas, por la c í a ,
pero a nadie parece importarle.

G.: El ñnal inm inente de la guerra de Vietnam , el asesinato


de M alcolm X y de Martin Luther King, el fracaso del proyec­
to de la Weather Organization de provocar incidentes arm a­
dos a gran escala y, sobre todo, la absoluta corrupción moral
y política de los medios de comunicación, que no se atreven a
acusar a la c í a y al f b i , los dos mayores sindicatos criminales
del mundo, de haber enseñado a las fuerzas policiales de todo
el mundo a torturar, todo ello comienza a surtir efecto.

S.: Y lo peor está por llegar. Como en Chile. Harán algo antes
de que estalle una guerra civil, ya lo verá, organizarán un golpe
de Estado y asesinarán a miles de personas. Y el partido comu­
nista chileno no hará nada, ya lo verá. Se quedará de brazos
cruzados y pedirá paciencia, elecciones o un referéndum.

G.: Me pregunto si han entendido que la lucha de clases es


entre los países ricos y los países pobres. No cabe ninguna
duda de que Rusia acabará entre los países ricos. El gran in ­
terrogante es China, aunque me temo que también secundará
a los ricos.

S.: Tal y como escribió Foucault, me temo lo peor. Hace cua­


tro o cinco años aún había esperanzas de que China se uniera
al tercer mundo frente al primero y al segundo. La revolución
cultural, a pesar de sus excesos, fue un movimiento revolu­
cionario que no nacía del Estado, sino que era una verdade­
ra guerra del pueblo contra el terror burocrático, tanto en
China como en el extranjero. Pero ahora, tras la muerte de Lin
Biao, resulta que la política exterior china no tiene nada que
ver con el desarrollo interno del país. Los chinos están repi­
tiendo el esquema francés, es decir, un poder centralista bajo
la égida de los jacobinos, en lugar de un poder popular bajo la
de los sans-culottes. Ahora, los revolucionarios chinos estudian
los diferentes índices económicos, como el producto nacional
bruto, la tasa de cambio o la balanza comercial. Cuando esto se
convierta en el criterio, será el fin.

G.: En Francia pasa exactamente lo mismo, ¿no?

S.: Pues sí. Nuestros hombrecillos de negocios han adoptado


los estándares estadounidenses para todo, sin entender que
no se aplican más que a las empresas que dominan el m er­
cado. Tienen la sensación de que algo no acaba de funcionar,
por eso han creado todas esas asociaciones de propietarios,
pero están condenados. Y montaron esas asociaciones en el
56, incluso antes del regreso de De Gaulle, sin vislumbrar si­
quiera que les llevarían al caos económico. Estados Unidos aún

34,3
podrá mantener durante mucho tiempo el impulso capitalista
de obtener más y más provecho a expensas de una producción
cada vez menor, pero Francia no puede. Nuestras principales
industrias están a punto de quebrar, como la del acero.

G.: ¿No intentaron invertir este proceso los economistas de De


Gaulle al instaurar una especie de «dirigism o», que no signi­
fica una nacionalización, sino una forma de control público de
las principales industrias? Fue así cómo se lanzó la industria
del Airbus, y los nuevos trenes de alta velocidad.

S.: Nada de esto podrá solventar nuestro problema fundamen­


tal, que es que los consejeros delegados de las empresas quie­
ren enriquecerse sin cesar, al igual que los de Estados Unidos.
Y, por supuesto, la única forma de enriquecerse más y más
es produciendo bienes de cada vez peor calidad o, mejor aún, no
produciendo nada, es decir, convirtiéndose en una economía
de servicios. Por eso cada vez hay más bancos, más especu­
ladores, más inmobiliarias, más fusiones y más adquisiciones
y, por supuesto, más recaderos, más publicistas y más tipos
que sirven el café.

G.: Lo que en Estados Unidos llamamos go/or, de togo [ir] y


[a buscar algo]; en una palabra, un chico para todo, cuyo tra­
bajo consiste en llevarle cosas al jefe.

S.: Supongo que Estados Unidos podrá sobrevivir mucho tiem ­


po con esta clase de economía, pero en Francia no es posible.
Hoy por hoy, aquí hay tres tipos de trabajadores: el primero
se levanta por la mañana, tiene una hora de trayecto hasta el
trabajo, cobra lo suficiente como para sustentar a su familia de
cuatro personas y que su mujer sea una consumista, tarda otra
hora de regreso a casa y, al llegar, está tan agotado que apenas
puede hacer nada, ni siquiera leer, así que se contenta con ver
estupideces en la tele.

344
G.: Este tipo de trabajador es al que se reftere la canción que
dice «dodo. métro, boulot, métro, dodo» [piltra, metro, cú­
rrelo. metro, piltra], ¿verdad?

S.: Exacto. Es miembro de cgt o de cfdt [los mayores sin d i­


catos franceses] porque los sindicatos le permiten tener va­
caciones pagadas y un salario decente, pero nunca hará una
revolución, aunque, como se demostró en el 68, pueda unirse
a una que ya haya empezado, si cree que ésta puede triunfar.
El segundo tipo de trabajador es un joven que vive en el centro
de la ciudad, odia su trabajo pero le encanta su vida; va al cine
un par de veces por semana, come en restaurantes, no lee, ni
siquiera los periódicos, y culpa a los extranjeros de todo lo que
no funciona. Y, por último, está la tercera categoría de traba­
jadores, que en su mayoría son los extranjeros a los que odian
los del segundo grupo, que hacen el trabajo que los del prim er
y del segundo grupo no harían, como barrer las calles, recoger
la basura o hacer recados, es decir, degofor, como ha dicho u s­
ted. Viven en arrabales del extrarradio, donde sus hermanos y,
en ocasiones, sus padres están en el paro. Muchos de ellos son
ilegales, en su mayoría son originarios de Argelia o Marruecos,
pero el Gobierno no los persigue porque de lo contrario nadie
haría su trabajo y, por tanto, ellos no se quejan, hasta el día
que reciben una paliza brutal por no tratar de « se ñ o r» a un
policía racista, o porque, en el paro y hambrientos, roban una
manzana y todo su vecindario estalla. Pero si llega a darse e s­
te caso, los demás trabajadores, los de la prim era y la segunda
categoría, los acusan de ingratos. El resultado es que nada va a
cambiar. Estamos condenados a perpetuar esta sociedad abo­
minable hasta que la economía estadounidense se desmorone
y nos arrastre a todos.

G.: ¿Como en 1929?

S-: Con la diferencia de que en el 39, o unos años después,


Estados Unidos tenía un presidente que sabía cómo salvar el

345
capitalismo, firmando contratos con los productores. E, incluso
entonces, necesitó una guerra para que todo el país arrancara.
Esta vez no funcionará. El mundo, en su mayoría, ha intui­
do las intenciones de Estados Unidos y su necesidad de tener
enemigos perpetuos. Y la economía capitalista ya no produce
bienes reales. Alemania y Japón aún lo hacen y, por desgracia,
China satisface las necesidades de los consumidores estadou­
nidenses y franceses, pero ¿y Estados Unidos? ¿Realmente
produce algo que sea necesario? Aparte del material de guerra,
claro. Se desmoronará y, entonces, tal vez, resurgirá una forma
de humanismo. Pero no mientras yo viva. Ni usted.

G.: Y, sin embargo, las cosas se siguen moviendo, entre los jó ­


venes existe cierta conciencia de que jamás se producirá una
verdadera humanización en el seno de un estado capitalista.

Este es, en parte, el legado de la revolución cultural. Creo que


ahora la juventud ha entendido que la burocracia capitalista,
el parlamentarismo capitalista, nunca podrá solventar los pro­
blemas del mundo.

S.: Yo no estoy tan seguro. Mire lo que ha pasado en Alemania,


donde un grupo revolucionario violento, el Baader-Meinhof, ha
tenido una actuación perfectamente correcta. No han matado
ni a un solo inocente, únicamente acorralaban a los cerdos v i­
ciosos de su sociedad, y a los coroneles estadounidenses que los
adulaban. Y, sin embargo, la gente estaba en contra de ellos.

G.: Sin embargo, parece que en todas partes hay jóvenes dis­
puestos a jugarse la vida, por decirlo de algún modo, para lu ­
char por cambios verdaderos, por cambios significativos.

S.: No estoy tan seguro. El grupo de Baader-M einhof estaba


formado por chicos burgueses.

G.: Los Tupamaros [movimiento guerrillero uruguayo] no. La


mayoría de ellos eran trabajadores explotados de azucareras.

346
S.: Pero dirigidos por un diputado socialista. ¿Y por qué los
arrestaron.1' Porque los pobres los denunciaron.

G.: Porque el Gobierno consiguió suficiente dinero de Estados


Unidos como para ofrecer cien mil dólares de recompensa por
cada Tupa vivo. En Uruguay, con esta suma se puede sustentar
a cinco familias pobres durante diez años.1

S.: Es posible, pero la mayoría de la gente no se identiñea con


los sacrificios de los burgueses. Los dirigentes de los Tupa­
maros eran m édicos, arquitectos y abogados, y creo, aunque
no podría demostrarlo, que los trabajadores simpatizaban con
ellos, pero no confiaban en ellos, porque les parecía que ac­
tuaban por frustración burguesa. Lo cierto es que a pesar de
que los guardias rojos fueron creados por los estudiantes de la
Universidad de Pekín, su inm ensa mayoría, y casi todos sus
portavoces, especialmente aquellas jóvenes maravillosas, eran
trabajadores, o hijos o hijas de trabajadores, y su legado, como
ha dicho usted, sigue vivo, en algún lugar. Y, en los demás lu ­
gares, bueno...

G.: ¡EnÁfrica! La cosa ha arrancado de maravilla. Seguro que lo


van a aplastar todo, sí, pero la gente se acordará de sus Fanón,
Mulele, Gizenga, Lumumba, Nyerere, los dos Cabral, Moumia,
Nkrumah, Hawatmeh y Ben Barka. Y sobre todo de A m ílcar
Cabral, que era un burgués, es verdad, un ingeniero agróno­
mo cualificado, pero que regresó con su tribu y la guió en la
lucha por la independencia [de G uinea-Bissau] contra los
portugueses, y escribió varios ensayos extraordinarios sobre
los intelectuales, burgueses por definición, que cometen un
suicidio de clase. [Mehdi] Ben Barka, de Marruecos, fue, sin
ninguna duda, uno de los m ejores y más poderosos revolu­
cionarios africanos; fue él quien lanzó el movimiento de los
países no alineados, y estoy seguro de que todos los africanos
lo recordarán.

347
S.: ¿Y quién mató o compró a todos esos tipos? Ben Barka fue
asesinado por De Gaulle. La c ía se cargó a Mulele y Lumumba.
¿Y qué dijo la gente corriente en Estados Unidos, eh?

G.: De acuerdo, de acuerdo. (Bueno, no a todos, a Cabral aún


no.) Pero no se han olvidado de ellos. No conozco ni a un solo
m ilitante o revolucionario negro estadounidense, ni a un
solo militante de base de [Black] Panthers o de Muslim, que
no sienta veneración por Fanón o Malcolm X.

S.: Es posible, pero ¿qué hacen? Vamos. Aquí, en Francia, ¿qué


ha sido de todos aquellos ardientes intelectuales radicales del
68, eh? ¿Qué ha sido de todos los estudiantes de Althusser?

G.: Althusser no aboga por la violencia. A su entender, el co­


munismo es una fase, el paso de un tipo de sociedad a otra, de
modo que, a menos que sepamos a qué tipo de sociedad nos va
a conducir, y a qué precio, no vale la pena.*

S.: El problema es que los comunistas revolucionarios, es de­


cir, aquellos que aún son revolucionarios, y ya no quedan mu­
chos, tienen una mentalidad burguesa; actúan por culpabilidad
burguesa, lo cual significa que su convicción es puramente mo­
ral. Gomo la mía hasta que el 68 me abrió los ojos. Y aún sigo
siendo demasiado burgués, a pesar de haber renunciado a es­
cribir mi ética precisamente por esa razón. Pero puedo asegu­
rarle que Pierre no piensa, o ya no piensa, como un burgués;
por eso es un auténtico revolucionario.

G.: Ya se verá. Lo que es seguro es que no es un revolucionario


democrático. ¿Y no me dijo usted que lo que le había atraído de
los maos era precisamente el hecho de que sean revoluciona­
rios morales?

S.: Sí, pero no me refería a una moralidad burguesa. La culpa­


bilidad burguesa lleva al revanchism o. Ésa es la grandeza de

348
Castro, haber comprendido los peligros de la venganza y ha­
ber organizado aquellos juicios. No tengo nada en contra del
revolucionarismo moral.

G.: Pero ¿no es eso lo que lleva a escribir artículos como aquel
de La C au se que tanto le chocó?

S.: Aquello fue revanchismo puro y duro. Querer cargarse a


alguien no tiene nada que ver con la moral.

G.: ¿Es ésta la razón por la cual ya no le gusta Los secuestrados


deAltona?

S.: Sí. Toda la obra se basa en la culpa.

G.: Yo no la interpreté así. Ni tampoco la película de De Sica.


[La obra de teatro de Sartre fue llevada al cine por Vittorio de
Sica en 196?, con Fredric Marchy Soba Loren como protago­
nistas]. A mi entender, la obra decía que cuando se supera el
sentimiento de culpa individual, uno se acaba sintiendo cul­
pable por toda una clase.

S.: Exacto, pero un auténtico revolucionario no quiere acabar con


la burguesía por un sentimiento de culpa, sino porque, histó­
ricamente, esa clase se ha dedicado a explotar el proletariado.

G.: De acuerdo? entonces hay que erradicar el sentimiento de


culpa de clase, lo cual significa que éste no puede expulsarse,
ni salvarse siquiera, a través del arte. Y puesto que sólo la bur­
guesía lee, la literatura carece de utilidad. No obstante, sigue
usted escribiendo. ¿Por qué? Reconoció que no desea la in ­
mortalidad, ya que no tiene en cuenta la muerte en ninguno
de sus actos. ¿Qué opina al respecto?

S.: Es verdad, yo no soy como Flaubert, que decía escribir por


placer. Y Fernando, ¿por qué pinta?

349
G.: Cuando comprendió que el arte no sirve para nada en el
esquema general de las cosas, y que jamás sería famoso por­
que ningún marchante ni galerista querría exponer a un des­
conocido que ha alcanzado el final de su vida —pues no sale
a cuenta—, durante tres meses Fernando atravesó una espe­
cie de pequeño infierno, en la soledad de su estudio, contem­
plando una pintura —extraordinaria, debo decir, de colores
que danzan—, hasta que acabó diciéndose: «Pintar me place.
Me da placer. Y punto».

S.: Yo no puedo decir lo mismo de la escritura. No sé si sirve


para algo; espero que sí. Y usted, ¿por qué escribe?

G.: Empecé a escribir por tres razones: para obtener fama, para
ganar dinero y para cambiar el mundo. Cuando me di cuenta
de que nunca podría cambiar el mundo, de que nada de lo que
hicieran los escritores, los pintores, los bailarines o los actores
cambiaría el mundo, entonces dejé de escribir. Ya había publi­
cado diez libros al ñrmar el contrato para escribir su biografía
y, tal y como le advertí, no tenía ninguna intención de redac­
tarla. Todo el mundo me decía lo mismo: «No habrá ninguna
revolución en al menos cincuenta años; no eche por la borda
el contrato. Regrese a Francia, escriba la biografía, explique al
mundo por qué un burgués que jamás ha sufrido por el hecho
de ser burgués, que jamás se ha rebelado contra nada ni nadie,
se ha convertido en un revolucionario». Eso es increíblemen­
te importante para la revolución, que, por lo demás, usted no
presenciará ni vivirá jamás.

S.: Y creo que es verdad. Para los revolucionarios y los bur­


gueses que quizá se conviertan en revolucionarios es impor­
tante saber cómo un escritor del siglo xx se introdujo en el
ámbito revolucionario, mal que le pesara, porque la política le
aburría mortalmente. Y cómo lo logró. Y es que cada vez que
me implicaba literariamente en algo, acababa metido en asun­
tos políticos. Creo que es de enorme importancia enseñar que
si un escritor piensa y escribe honestamente, acaba siendo un
revolucionario.

G.: Pero, en el pasado, ha sido el caso de muy pocos.

S.: En el siglo xix, al menos Victor Hugo pidió amnistía para


la Comuna de París, pero ni siquiera Zola le secundó. Y to ­
dos aquellos que condenaron la Comuna de París, como los
Goncourt [los hermanos Edmond y Jules de Goncourt] o Flau-
bert, deberían haber sido ejecutados.

G.: Dijo usted en una ocasión que un escritor siempre debería


estar en contra. Estoy de acuerdo; siempre contra el Estado,
como dijo Malraux, pero ¿cuál debe ser la postura del escritor
en un régimen revolucionario?

S.: No puede estar en contra, pero tampoco a favor. No debe


formar parte del nuevo Gobierno. Jamás debe ejercer el poder.
Debe mantener su independencia, jamás debe convertirse en
un burócrata.

G.: ¿De modo que no aprueba usted el hecho de que [Roberto


Fernández] Retamar dirija la Casa de las Américas?

S.: No, porque no se trata de un organismo oñcial, aunque re ­


ciba dinero del Estado.

G.: ¿YAlejo Carpentier?3

S.: Creo que se trata de un caso aparte, ya que de no haber­


se unido al Gobierno como representante de Cuba en el ex­
tranjero, imagino que habría acabado marchándose del país.
Lo conocía bastante, o al menos le veía a menudo, porque v i­
vía en el mismo barrio que yo. Siempre parecía triste, incluso
sombrío.
G.: Porque tema un cáncer que. acabó con él. De modo que si de
repente un gobierno revolucionario tomara el poder en Fran­
cia. usted no querría participar en él. y criticaría que Aragón.
Eluard u otros trabajaran para el Estado.

S.: Su pregunta da a entender que el partido comunista es re­


volucionario. De acuerdo, pongamos que, hipotéticamente, lo
fuera. Entonces su labor consistiría en asegurarse de que el
Gobierno no traicionara sus principios revolucionarios, que
no se volviera oportunista. Pero el partido comunista francés
jamás podrá ser revolucionario, sus intelectuales jamás po­
drían liderar una revolución. Son demasiado cerrados, dema­
siado pedantes, demasiado didácticos, demasiado falsos. No se
puede hablar con ellos, ni ellos tampoco quieren hablar. Sólo
quieren que les escuchen.

G.: No como los comunistas italianos, ¿no? Creo que se equi­


voca usted. Por muy encantadores que sean los comunistas ita­
lianos, forman parte de un partido dotado de una estructura
particular, que no permite que los miembros de base partici­
pen en las decisiones políticas, en el corazón del partido co­
munista. Y si lo hacen, como Togliatti, o Tito [el presidente de
Yugoslavia], o como nuestro amigo [Vladimir] Dedijer, ello no
signiñca que la estructura del partido cambie ni pueda cam­
biar.4 Fue precisamente para combatir este centralismo secre­
tista y cerrado que los chicos lanzaron la revolución cultural
china, pero en cuanto persiguieron a la jerarquía del partido,
los aplastaron.

S.: ¿Entonces quiere usted ser un spontex [término del argot de


izquierdas que designa a un militante espontáneo]?

G.: Es lo que son sus maos, ¿no?

S.: Sí, y eso es lo que me gustó de ellos. De hecho, es por lo que


yo abogaba, por decirlo de algún modo, en la Crítica.
G-: ¿Lo llania usted un «grupo en fusión»?

S.: Exacto, pero eso no es lo que dice el artículo de Cause.


En una sociedad burguesa estamos todos atomizados. Cuando
de repente un grupo se une y grita « ¡N o !» , y acto seguido pro­
longa ese « ¡N o !» —que no es sino una reacción moral a una
injusticia extrema— en forma de acción conjunta, se trata de
un grupo en fusión. Nace del rechazo espontáneo a una inm o­
ralidad, pero no se constituye un grupo en fusión hasta que el
rechazo no se convierte en una acción en beneficio de todos.

G.: ¿Como el grupo que se apodera del autobús en la Tercera


Avenida? Pero un grupo de ese tipo también sería capaz de lin ­
char. Y no sería un acto de justicia popular. La víctima podría
ser juzgada culpable por su diferencia, así que podría tratarse
de linchamiento, de racismo, de fascismo.

S.: Es posible. Asegurarse de que no pase es el papel del inte­


lectual revolucionario, del escritor popular, de los periódicos,
del sistem a educativo. Pero cuando un grupo en fusión e n ­
tra en movim iento, el intelectual sólo es parte del grupo, no
lo dirige ni es dirigido. Como cuando los sans-culottes con ­
quistaron las calles de París, y no Robespierre ni Marat, al que
tanto admira usted, me consta. O como cuando los cocas [los
esclavos negros] ganaron Haití a los franceses, y no Toussaint
Louverture diciéndoles lo que debían hacer, por muy adm ira­
ble que fuera éste.

G.¡ Todos ellos fracasaron.

S.-. Sí, y supongo que la próxim a hornada tam bién fracasará.


Pero el éxito de los grupos en fusión es la única esperanza de
una vida justa en este mundo.

353
OCTUBRE DE 1972

Sa r t r e : ¿Cómo se encuentra Fernando?

Sufre mucho, porque se niega a tomar morfina. Dice


G e r a ssi:

que si toma morfina no puede pintar. ¿Qué tal usted?, y ¿Castor?


¿Qué tal el verano?

S.: Castor está muy bien; ya la verá el domingo. En agosto viajó


bastante. Yo estuve trabajando, sobre todo en Flaubert, y luego
fui a Nimes con Arlette.

G.: He visto que acaba de aparecer el tercer volumen, pero aún


no me ha dado tiempo a leerlo. Las críticas han sido apoteósicas.

S.: Sí, mucho m ejores que las del p rim ery el segundo volúm e­
nes, y con razón, creo, porque el tercero es mucho mejor.

G.: ¿Y ahora qué toca? ¿M adame ?

S.: Sí. Todo el cuarto volumen, que será el último, por supues­
to, está dedicado a Madame Bovary.

G.: ¿Tan importante es este libro? Lo leí en clase y me gustó,


pero sólo como un ejemplo más de la pregonadísima literatura
francesa del siglo xix.

S.: Debería usted releerlo y fijarse en lo que dice sobre los usos
y las costumbres franceses, la m oral, los prejuicios y, sobre
t°do, las estupideces de la sociedad burguesa que ostenta el
poder. Y tenga presente que fue escrito por un pequeñobur-
gués que compartía plenamente aquella forma de vida, al tiem­
po que la denostaba.

G.: Me acuerdo perfectamente de su célebre comentario cíni­


co: « Ser tonto y egoísta y tener buena salud: ésas son las tres
condiciones necesarias para ser feliz. Pero, si falta la primera,
todo está perdido». Entonces, ¿ahora escribe usted todos los
días sobre Madame ?B
ry
va
o

S.: A no ser que surja algo urgente, como ayer, que los chicos
de La Cause du Peuple me pidieron un artículo. Pero tiene que
ser algo importante, como la masacre de Múnich, por ejem ­
plo. Escribí el artículo por la mañana y después de comer volví
a Madame Bovary y no respondí a ninguna llamada telefónica
hasta la hora de cenar.

G.: Tengo que hacerme con los últimos números de La Cause.


¿Qué escribió usted a propósito de Múnich?

S.: Amplié la cuestión a un análisis del terrorism o palestino.


En prim er lugar, expliqué la historia de los palestinos, cómo
fueron expulsados de su tierra, muchos de ellos asesinados,
encerrados en un espantoso campo de refugiados, ignorados
o incluso reprimidos por los gobiernos árabes, obligados a una
diáspora que los ha convertido en trabajadores prácticamente
esclavos en Arabia Saudí, Kuwait, Jordania y otros países su­
puestamente pro palestinos; cómo se han rebelado para con­
seguir una vida decente y han sido condenados por todos los
países ricos, porque éstos se sienten culpables por no haber
hecho nada para detener el holocausto, del que los palestinos
son completamente inocentes y, sin duda, del que ni siquiera
estaban al corriente. Dicho esto, saqué la conclusión inevita­
ble de que los palestinos no tienen otra opción, al carecer de
armas o de defensores, que recurrir al terrorismo. No obstan­
te, me sentí obligado a examinar el terrorism o. Observé que

356
la masacre del aeropuerto de Lod, en la que una banda de ja ­
poneses fanáticos acabó asesinando a unos turistas puertorri­
queños, no sólo fue estúpida, sino contraproducente. Menuda
idea la de elegir, entre todos los pueblos, a los puertorrique­
ños. que también están dominados, y que para luchar por su
independencia no tienen más opción que el terrorismo. Por
el contrario, el acto terrorista de Múnich, argumenté, esta­
ba justificado en dos sentidos: en prim er lugar, porque todos
los atletas judíos presentes en los juegos olímpicos eran sol­
dados y, en segundo lugar, porque era un acto destinado a ob­
tener un intercambio de prisioneros. De todos modos, hoy se
sabe que tanto los israelíes como los palestinos fueron abatidos
por la policía alem ana...

G.: Se sabe en todo el mundo, excepto en Estados Unidos. Los


medios de comunicación estadounidenses son tan favorables
a Israel, el lobbyisraelí es tan poderoso, que la gente aún cree
que los palestinos mataron a los israelíes y que la policía ale­
mana mató a los palestinos. En Estados Unidos nunca se cuenta
la verdad sobre el conflicto palestino-israelí, a no ser que uno
se dedique a indagar, a leer el Hindú Times o The Independent.
Pero, dígame, La Izquierda Proletaria no condenó el atentado
japonés en Lod, ¿verdad? Creo que afirmaron que fue un gran
alarde de internacionalismo.

S.: ¡Qué estupidez! Hubo bastante discordia, pero Pierre les


convenció de que publicaran mi artículo tal cual.

G.: ¿Glucksmann no objetó nada?

S.: Ya no está; se fue durante su ausencia. Dijo que necesitaba


seis meses de distancia y de reflexión, lo cual significa, en mi
opinión, que se ha ido definitivamente.1 Los buenos de la re ­
dacción también se han ido, ¿sabe?, Le Dantecy [Michel] Le
Bris ya no están.

357
G.: ¿Y Geismar?

S.: No lo sé, pero es nulo. No sabe escribir ni pensar bien en


términos políticos.2 El único realmente clarividente que queda
es Pierre, además de los maos de toda Francia, que escriben
artículos magníficos sobre sus luchas locales. Pero el perió­
dico y La Izquierda Proletaria están en declive, me temo. Será
el fin de una gran era: la quiebra de estos chicos en Francia,
de los que lanzaron la revolución cultural en China, y de los
Estudiantes para una Sociedad Democrática en Estados Uni­
dos; de nuevos m ovim ientos de izquierdas en todas partes,
de una nueva generación que ha entendido que la política de
partidos, el parlamentarismo, en una palabra, las elecciones y
todo lo demás, están tan podridos que cualquier reforma re­
sulta im posible. A partir de ahora, me temo, les correspon­
derá a los verdaderos revolucionarios, como los militantes de
R Manifestó, proseguir la lucha, con coraje pero solos, y en su
mayoría ignorados.

G .: ¿Ya no cree usted en China?

S.: En absoluto. Hasta han retirado a [la pequeña fotografía de]


Mao de [la cabecera de] La Cause. Hace un tiempo me pregun­
taron si debían quitarlo, y les dije que no me importaba lo más
mínimo. De hecho, creo que Pierre suprimió a Mao en cuanto
se enteró de la muerte de Lin Biao. Y la verdad es que estoy de
acuerdo. Cuando la revolución cultural comenzó a exigir una
purga del partido y del ejército, la vieja guardia se asustó, em ­
pezando por Zhou Enlai. Entonces comenzaron a detener a los
grupos más de izquierdas, y enseguida se desembarazaron del
m ism ísim o Lin Biao, ya que se dedicaba a llevar la revolución
cultural al ejército.

G .: Pero Mao no corría peligro. Además, ya estaba un poco se­


nil. En realidad, el poder estaba en manos de Zhou Enlai, que
tenía pavor a los chicos.

358
S.: Exacto. Y Zhou siempre ha sido un hombre de Estado con
ambiciones internacionales, como cuando convenció a Mao de
que concibiera China como una gran potencia mundial. Así que
el año pasado Lin Biao fue asesinado y, en resumidas cuen­
tas, Zhou le sustituyó, a escondidas de Mao, y se las arregló
para que Nixon visitara China y aparentar que todo iba bien.
La estrategia internacional de China es exactamente igual que
la de Rusia, dos rivales que persiguen los mismos objetivos.

G.: Y como en China la tradición impide ejecutar a los opo­


sitores políticos, que deben ser enviados a campos de reedu­
cación, es decir, a cárceles, no podían condenar ni ejecutar
a Lin Biao. Era demasiado popular, así que tuvieron que sim u­
lar un accidente aéreo, y simplemente lo mataron. Pero p re ­
tender que Lin Biao tramaba asesinar a Mao, y que tuvo que
escaparse a Rusia, él, que era el más antisoviético de todos los
líderes chinos, es absurdo; no entiendo cómo el mundo se lo
ha tragado.

S.: La mayoría de la gente se limita a creer a su Gobierno y a


los medios de comunicación, así que cree que Lin Biao falleció
en un accidente de avión mientras trataba de huir a Rusia. Esta
versión convenía a los dirigentes chinos, convenía a Kissinger,
convenía al New YorkTimes, y eso es todo. Por cierto, ¿fue usted
a visitar a Jeanson a Burdeos cuando regresó?

G.: Sí. No pude venir a verlo a usted primero, porque se h a­


bía ido con Castor a Bruay. La comida con jeanson y su mujer
fue fantástica. La verdad es que cocinaron para un regimiento;
prepararon varias docenas de ostras, una enorme pieza d
grasy un delicioso filete de rodaballo, seguido de un cháteau
aupoivre [ftlete de buey elaborado convino de Madeira seco y
coñac]. Me dijo que estaba trabajando mucho en su biografía.
Tiene que entregarla dentro de seis meses.

S.; ¿Le dijo usted que también está escribiendo una?

359
G.: Ya lo sabía. Y no supone ningún conflicto; él se está cen­
trando en su batalla con su ética, está escribiendo una es­
pecie de historia de la cuestión, mientras que, a mí, lo que
más me interesa, como sabe, es su trayectoria hasta llegar a la
revolución.

S.: La cosa me inquieta un poco. Como todo el mundo sabe que


Jeansonyyo colaboramos muy estrechamente durante muchos
años, la gente dará por supuesto que he aprobado su libro, así
que tendré que leerlo antes de que se lo entregue a su editor.
Él también quiere que lea el manuscrito, claro. No me apetece,
pero me temo que no tengo otra opción.

G.: ¿Por qué no se lo dice? Dígale ahora, antes de que le entre­


gue el manuscrito, que escribirá usted un prólogo si le gusta la
biografía, y un epílogo si no le gusta.

S.: ¡Magnífico! No, tengo una idea aún mejor. Haré eso con
su libro. Y, a juzgar por lo que discutimos, será un epílogo.
¡Jajajá!

G.: Perfecto, entonces escriba un prólogo para el libro de Jean-


son, y sólo hable de su pugna por elaborar una ética, y expli­
que por qué jamás escribirá una y, así, si hay cosas con las que
discrepa, podrá decirlas indirectamente, al explicar los pro­
blemas que le supone escribir una ética que dependa de la
situación y de la dicotomía entre el en-soi [en sí] y el
[para sí].

S.: ¡Vaya, señor sabelotodo! ¿Quiere usted escribir el prólogo


en mi lugar? ¿Y qué más sacó de su visita a Jeanson, además
del festín?

G.: Debo decirle que me gustó, y mucho. Su mujer también. Y


me habrían gustado aunque me hubieran servido Tuve la
impresión de que Jeanson piensa que se siente usted un poco

36 o
culpable por los 12 1, por no haber regresado a tiempo de Bra­
sil. y haberse perdido el juicio, su juicio.

S.: Tonterías. Les había dicho, a él y a los demás, que espera­


ran hasta mi regreso. Decidieron publicar el manifiesto antes
de lo previsto y me pidieron que volviera a toda prisa, apenas
cuarenta y ocho horas después de mi llegada. Me habían orga­
nizado todo un itinerario de conferencias. Y cuando regresé,
fui derecho a ver a la policía y les dije: «Yo soy uno de los 121.
Arréstenme. Han arrestado a los otros, así que arréstenme a
mí tam bién».

G.: No, espere, lo siento, he confundido los 121 con la red. Jean-
son cree que se siente usted culpable por no haber testiñcado
en el juicio sobre su red.

S.: Ah, eso es otra cosa, aunque las fechas sean casi idénticas.3
Jeanson me pidió que testificara en el juicio, pero yo no podía,
así que escribí una carta, que fue leída allí. Tuvo mucho eco. Al
día siguiente, la oas desfiló por Montparnasse gritando: « ¡F u ­
silen a Sartre, fusilen a Sartre!». En fin, el caso es que después
de la guerra todo el mundo fue amnistiado, Jeanson consiguió
un puesto de director en un centro cultural de Chálon-sur-
Saóne, cerca de Burdeos, y eso nos separó, pero no sólo por la
distancia, sino porque, aunque fuera en cuestiones culturales,
él trabajaba para el Estado. Pero, como sabe, Jeanson vino el
último fin de semana para leer cosas y hablarnos, a Castor y
a mí, de su libro. Estuvimos juntos un par de horas.

G.: Me contó que le concedería usted cinco entrevistas para


ayudarle a avanzar.

S.: ¿Cómo? ¡Se lo ha inventado! No le daré ni una sola entre­


vista. Ya le ayudé el último fin de semana. Bueno, no debería
ser tan malvado con él: luchó bien durante la guerra, muy bien
por Argelia, y llevó Les Temps Modemes correctamente. Pero

36i
respecto a Argelia, no exageremos nuestra influencia, com­
parada con la de libros como La Question [de Henri Alleg], y
muchos otros.4

G.: Pero los franceses creyeron que Alleg y los otros testigos de
las atrocidades francesas decían la verdad. En Estados Unidos,
antes de que se diera a conocer la masacre de My Lai, publica­
mos un montón de artículos e incluso algunas fotografías que
conseguimos sobre las atrocidades estadounidenses en Viet-
nam, pero no sólo la inmensa mayoría de estadounidenses no
nos creyeron, sino que, además, los medios de comunicación
populares se negaron a publicarlos. La autocensura de nuestros
medios de comunicación es absolutamente desoladora, pero me
temo que aún es peor la docilidad de los ciudadanos de a pie.

S.: ¿Cómo se lo explica usted?

G.: En parte, porque nunca han sido ocupados por una po­
tencia extranjera que los haya maltratado. También, por ese
viejo dogma puritano según el cual los triunfadores están más
cerca de Dios. Pero la razón fundamental, a mi juicio, es que
en Estados Unidos el ciudadano de a pie está asustado. Desde
que nace le dicen que el mercado libre y el capitalismo salvaje
son el mejor sistema del mundo. Lucha por ti mismo, le dicen,
y tendrás la oportunidad de convertirte en m illonario como
fulano o mengano. En Estados Unidos, la gente normal tiene
proyectos a largo plazo, repite ad infinítum que Estados Uni­
dos es el mejor país del mundo porque allí sus sueños pueden
hacerse realidad, pero a diario vive asustada hasta los tuétanos.

S.: De hecho, tuve la m ism a im p resión al le e r el libro de


Tocqueville sobre Estados Unidos. Todos los intérpretes sos­
tienen que se trata de un elogio de Estados Unidos y, a juzgar
por cómo era Europa en aquella época, no cabe ninguna duda
de que Tocqueville pensaba que Estados Unidos era mejor,
mucho m ejor. Pero al constatar que el dinero era la mayor

36?
preocupación de la gente, que el individualismo supino y el ca­
pitalismo de mercado se habían convertido en los principios de
la nueva cultura, también expuso los peligros que llegarían si el
comportamiento más extendido de la sociedad era, como se dice
en Estados Unidos, d o g e a t dog [expresión popular que ven
significar, literalmente, «perro come perro», y que metafóri­
camente se refiere a una competencia despiadada y carente de
ética]. En su época, el libro de Tocqueville fue un extraordinario
grito democrático a favor de la igualdad, por supuesto, pero una
vez que nuestra obscena cultura aristocrática se desmoronó a
causa de rebeliones constantes, que no podrían haberse produ­
cido de no haber existido cierta unidad de clase, nos acercamos
a la idea de que es preciso respetar a la gente corriente en tanto
que miembros de una clase social. Aún nos queda un largo ca­
mino por recorrer, y dado el poder de Estados Unidos, que hará
todo lo posible por detenernos, puede que nunca lo alcancemos,
pero una cosa está clara en Europa, en toda Europa, tanto en el
este como en el oeste: todos los seres humanos deben vivir en
un sistema que garantice la vida, la libertad y la búsqueda de
la felicidad. Ese es el famoso eslogan de Estados Unidos, pero la
vida engloba la salud, y allí ésta no se garantiza. La libertad en­
globa la educación, y allí ésta no se garantiza; existe, pero sólo si
se paga por ella. Y la búsqueda de la felicidad engloba la seguri­
dad pero, como ha dicho usted, la mayoría de estadounidenses
no viven seguros. En Francia, lo simplificamos en el eslogan
«libertad, igualdad, fraternidad». La clave es la fraternidad;
vivir juntos, en lugar del individualismo supino que lleva al dog
eat dog. Es verdad, ningún Estado europeo ha establecido aún
un régimen que permita convertir ese eslogan en una realidad,
pero todos los políticos saben que ése es el ideal, y al menos
deben pretender que trabajan por su consecución.

G.: No es el caso de Estados Unidos. Pero, dígame, ¿por qué


no acepta usted el Premio Nobel y aprovecha para decir todo
esto y, de paso, dar el dinero al grupo sueco Glarté, que está
compuesto de revolucionarios maoístas?

363
S.: Lo pensé, pero implicaba reconocer toda esa farsa. Me opon­
go a que un escritor reciba un premio de una élite, porque,
como convenimos, el sistema de valores de esta élite, tanto
en Suecia como en Estados Unidos, se basa en principios a los
cuales nos oponemos, que deben ser destruidos.

G.: Pero un Premio Nobel no se puede rechazar, sólo el dinero.

S.: Es verdad, yo recibo todas sus cartas, y en la mayoría de mis


perfiles biográficos figura «Premio Nobel de Literatura (recha­
zado)». Cuando se lo dieron a Pasternak, declaré que el premio
era demasiado político, así que debía ser coherente...

G.: La razón por la cual rechazó usted el dinero me parece un


acto individual, un acto de honor personal, por decirlo de al­
gún modo.

S.: Estoy de acuerdo con usted. Es un poco ambivalente. Cuan­


do Lena vino a París, me echó una bronca tremenda por esto...

G.: ¿La dejaron venir?

S.: En calidad de miembro de una delegación, de un intercambio


de escritores, como traductora. Al comienzo de la era Kruschov
eran bastante permisivos. Se quedó en mi casa, en lugar de alo­
jarse en el hotel con el resto, y a nadie pareció molestarle.

G.: ¿En Rusia también podía quedarse con usted, cuando es­
taba alojado en un hotel?

S.: A nadie parecía importarle. Tenía que escabullirse para es­


capar de las matronas que había en cada piso, pero ellas ya lo
sabían, y nadie decía nada.

G.: ¿Aún siguen en contacto?

364
S.: De vez en cuando. Yo le mando libros, m iosy de otra gen ­
te. y ella me escribe una bonita carta de agradecimiento, e x ­
plicándome qué tal le va todo. Tuvo problemas, aunque nada
grave, por firm ar una carta a favor de [Yuli] Daniel y [Andréi]
Siniavski.

G.: ¿Y Lena no querría quedarse en Francia?

S.: Tiene que cuidar de su hijo y su madre. Las cosas le van bien
como traductora. Para ella, lo ideal habría sido casarse, y de
hecho me lo pidió, porque así habría podido pasar seis m eses
en París y seis meses con su hijo y su madre.

G.: ¿Usted no quiso? Pensaba que estaba usted muy apegado


a ella.

S.: Sí, claro, pero estar casados, aunque sólo fuera seis m eses
al año, me complicaba demasiado la vida.

G.: ¿No cree usted que aquí todo el mundo lo habría interpre­
tado como un acto político?

S.: No todo el mundo. Por otra parte, no habría sido bueno p a­


ra ella. En Rusia tiene un enorme prestigio como traductora, y
se gana bien la vida, mientras que aquí habría sido una m ujer
mantenida. Además, están Arlette, Michelle y Wanda, que se
habrían enfurecido.

G.: Pero todas ellas sabían que tenía usted un rom ance con
Lena, ¿no?

S.: Sí, y me imagino que estaban un poco celosas, pero si me


hubiera casado con Lena y hubiéramos vivido juntos en París,
¡los celos de Arlette, Michelle y Wanda habrían volcado la torre
Eiffel!

365
G.: Cuando habla usted de sus mujeres, nunca se reftere a Cas­
tor, como si jamás hubieran tenido una relación íntima.

S.: En prim er lugar, dejamos de acostarnos en 1947. Por otra


parte, como ya sabe, nuestra relación es diferente. No cabe
ninguna duda de que estamos atados el uno al otro de por vida,
cosa que llamamos nuestra relación necesaria. Los dos hemos
tenido romances a lo largo de toda la vida, a los que conside­
ramos contingentes.

G.: Pero no de la misma intensidad, ¿no? Como el de Castor


con Lanzmann, que duró casi toda su vida.

S.: No, sexualmente no-, siguieron manteniendo una relación


muy estrecha, y aún la conservan. Ella sigue muy implicada en
su vida, como ahora, que le financia un documental [Shoah],
pero ya no son amantes.

G .: ¿Y usted nunca estuvo celoso de Lanzmann?

S.: Nunca. Como le dije, yo nunca he sido celoso. Bueno, se lo


dije a usted, pero no es verdad. Estuve celoso de Olga. Cuando
Castor daba clases en Rouen, formábamos un trío maravilloso,
ella, Olga y yo.

G.: Es lo que cuenta la prim era novela de Castor, L ’invitée [La


invitada].

S.: Olga era alumna de Castor y, en la m ism a época, Bost era


uno de mis alumnos. Bueno, tuve celos de Olga cuando em pe­
zó un romance con Bost. Estuve celoso durante seis meses. Lo
discutí con Castor, pero su com prensión y su empatia no me
sirvieron de gran cosa. En aquella época, me perseguían más
cangrejos que nunca. Fue parte de una grave crisis vital, la p ri­
mera de dos, ¿no?

366
G.: La segunda fue en el 58, con el golpe de Estado de De
Gaulle.

S.: Exacto. Renuncié a mi juventud, cosa que senti con m u­


cha intensidad. «A p artir de ahora, mierda, nada más que res­
ponsabilidades, obligaciones, seriedad.» Espantoso. Y aquella
criatura maravillosa, Olga, yéndose con mi alumno. Pero en ­
tonces encontré una salida: la hermana de Olga, Wanda. Se pa­
recían, pero Wanda era más joven, lo cual era aún mejor. La
mujer que amaba me había abandonado, así que conseguí su
viva imagen, pero más joven.

G.: Suena muy posesivo.

S.: Pues sí. ¡YWanda sólo tenía veintidós años! ¡Fantástico pa­
ra mi ego!

G.: ¿Tan seguro estaba usted de que Wanda caería en sus bra­
zos? Lo digo porque era, y sigue siendo, como descubrí la
semana pasada, cuando cené con ella, más bien volátil, espon­
tánea, irascible e imprevisible, tal y como usted la describe en
Lamort dans l ame [La muerte en el alma].

S.: ¿Sabía usted que casi todos los críticos y los biógrafos creen
que Ivich representa a Olga? Eso demuestra lo estúpidos que
son.

G.: Vamos, todo el mundo está al corriente de su romance con


Olga, por la novela de Castor, pero nadie ha escrito nada sobre
Wanda, así que se trata de un error comprensible. En cualquier
caso, conociéndola, me reñero a Wanda, me sorprende que es­
tuviera usted tan seguro de que ella se enamoraría de usted, y
seguiría enamorada hasta el día de hoy.

S.: Yo sólo di por hecho que si era tan feliz conmigo, si e s ­


tuviera con otro sería desdichada. Y aún lo siento, por eso

367
nunca he vuelto a tener celos. Asi es como me sentí con Do­
lores y con Lena.

G.: ¿Y Michelle?

S.: Forma parte de mi segunda crisis, la del 58.

G.: Espere, ya estuvo usted con ella antes, me acuerdo perfec­


tamente, porque me enamoré de ella en el 54, cuando usted me
pidió que la llevara a bailar a La Cave du Vieux Colombier.

S.: ¡Ah, sí!, cuando usted le pidió a Sidney Bechet que tocara
When the Saints Go Marching In, y Michelle y usted bailaron
jitterbug como locos. Me lo contó todo. Pero usted nunca in ­
tentó nada con ella.

G.: En aquella época, yo era un buen chico burgués, ¿se acuer­


da?, que escribía una tesis sobre usted, mi mentor. ¿Cómo se
me habría podido pasar por la cabeza seducir a su chica? Su­
poniendo que ella hubiera querido, claro, cosa que dudo. Pe­
ro aquello fue en la primavera del 54; yo tenía veintidós años.

S.: Lástima. Habría sido una bonita historia, ¿no? En cualquier


caso, mi crisis fue en el 58. Odiaba mi vida, odiaba Francia,
odiaba a Michelle. Habría odiado a cualquiera que hubiera es­
tado conmigo. En primer lugar, porque acabábamos de descu­
brir que el ejército francés recurría a la tortura en Argelia. En
segundo lugar, porque el hombre de Neandertal llegó al poder.
En tercer lugar, porque tuve que dejar de escribir la Crítica para
denunciar la tortura...

G.: ¿Por eso escribió usted Los secuestrados de Aliona?

S.: Sí, y odiaba esa pieza, porque estaba escribiendo contra


Francia, contra los valores que cualquier francés debería
conservar.

368
G.: ¿Odiaba usted esa obra de teatro mientras la escribía?

S.: Sí. igual que Flaubert odiaba Madame Bovarj'. Y. para com­
plicar aún más las cosas, le había prometido a Evelyne que se­
ría la protagonista de mi próxima obra de teatro, así que sabía
que ella pensaría que actuaría en ésa, pero por aquel entonces
yo ya había acabado con ella en mis adentros —bueno, y en
mi cuerpo también, porque era impotente con ella—. También
odiaba la obra por esto.

G.: ¿También deseaba usted poner ñn a su relación con M i-


chelle?

S.: No, no. La odiaba porque formaba parte de mi vida, y yo


odiaba mi vida, tener que vivir bajo ese cerdo, tener que acep­
tar la tortura como algo normal.

G.: Castor me contó que estuvo muy preocupada por usted en


aquella época. Me dijo que bebía usted demasiado, y que to­
maba anfetaminas.

S.: Ella estuvo preocupada, pero yo no. Tomé Corydrane du­


rante tres o cuatro meses.

G.: Me dijo que se pasaba usted el día preguntando qué pasaría


si uno de los dos sobrevivía al otro, y cosas así.

S.: ¡Ja! Era ella quien sacaba este tema todo el rato. Supongo
que porque pensaba que me iba a caer muerto. Yo estaba fatal.
Arlette me ha contado que le envié una carta en la que escribí
las líneas unas encima de las otras.

G.: ¿Cuándo empezó con Arlette?

S.: En el 55, creo.

369
G.: ¿Y cuándo la adoptó como hija?

S.: A ver; volví de Rusia en el 6?, luego Lena vino a París en el


63, y la o a s estaba a pleno rendimiento, así que debí de adop­
tarla en el 64.

G.: ¿Fue cuando le pusieron la primera bomba?

S.: No, eso fue justo antes de ir a Rusia, en el 62. Pasé la no­
che en casa de Castor y pedí un taxi para ir a [el aeropuerto de]
Orly, así que de camino nos detuvimos en el 42 Lde la calle Bo-
naparte, donde Sartre vivía con su madre] para ver los daños.
Poca cosa. Ya había alquilado un par de habitaciones en los al­
rededores. Así que trasladamos a mi madre, que estaba bien, y
me fui. La ironía fue que aquellas habitaciones estaban en un
edificio en el que vivía un sastre argelino que se negaba a pagar
a la o a s —ya sabe que eran gánsteres, extorsionistas—, así que
pidió ayuda a la policía, y le mandaron un montón de agentes,
desde las siete de la mañana hasta las ocho de la tarde, pero no
durante la noche, que era cuando la o a s hacía estallar todas las
bombas. A sí que después de que me pusieran otra bomba allí,
Giséle Halim i [la abogada de Sartre] nos encontró un apar­
tamento en el elegante [distrito] xvi, que daba al Sena, en el
Quai Branly. E, ironías del destino, en el piso de arriba vivían
dos terroristas de la o a s . A sí que mientras no nos vieran, no
podíamos estar más seguros. Pero entonces amenazaron con
matar a Castor, y ella llamó a la Sorbonay pidió voluntarios. Se
presentaron centenares de personas. Se turnaban para vigilar
las ventanas y atender el teléfono, y no pasó nada.

G.: Pero usted llevó a su madre a un hotel, ¿no? Es decir que


sabía que era una época peligrosa.

S.: Por supuesto.

G.: Pero ¿no le afectó?


S.: No, en absoluto. Por aquel entonces, mi crisis se había aca­
bado. La guerra con Argelia había terminado, pero en Francia
estábamos en guerra. La policía quería juzgarnos por traición,
y la derecha quería hacernos saltar por los aires. Ese tipo de
situaciones son el mejor remedio para superar una depresión.

G.: ¿Ello le permitió dejar de beber y de drogarse? ¿Y qué pasó


con el tabaco?

S.: Nunca he dejado de beber, pero reduje las cantidades, tan


sólo para complacer a Castor, ñgúrese, porque no era el alcohol
lo que me derrumbaba —o me enderezaba, de hecho—, sino la
situación en Francia, en el mundo. Las drogas, sí, las dejé. El
tabaco más tarde, aunque nunca he dejado de fumar del todo,
como sabe. Me limito a un cigarrillo por hora.

G.: Cosa que ha dado pie a algunos momentos muy divertidos,


por ejemplo con Girardin, ¿se acuerda?, aquel estudiante que
le mandé, que estaba escribiendo la tesis sobre su teoría del
estado.

S.: Ah, sí, un tipo brillante. Me gustó mucho charlar con él.

G.: Bueno, pues cuando se marchó, nos vimos para comer, y


me dijo que debía de haberle aburrido mucho, porque usted
no dejaba de mirar el reloj.

S.: ¡Jajajá! ¿Le dijo usted que estaba esperando a que llegara
la hora de fumar? A veces Arlette y Michelle se olvidan de por
qué me paso el rato mirando el reloj, y se ponen hechas un
basilisco.

G.: Pero la verdadera razón de todo ello es su salud, ¿no? De


repente, cobró usted consciencia de que el alcohol, las drogas
y el tabaco podían matarle antes de tiempo.
S.: No. lo hice por Castor. Le asustaba la muerte, pero no la
muerte en sí, sino el hecho de morir. Sus investigaciones pa­
ra el libro sobre la vejez le demostraron que la gente mayor no
piensa demasiado en la muerte, sino en el proceso que lleva
a la muerte, pero ése no era mi caso, pues nunca he pensado
en la muerte, jamás pienso en la muerte, pero ella sí, al menos
hasta que apareció Sylvie [Le Bon de Beauvoir], claro.

G.: ¿En qué medida cambió las cosas Sylvie?

S.: Pues al ser reconocida por Castor como hija adoptiva. A los
dos nos gusta mucho Sylvie, y Castor incluso tuvo una relación
íntima con ella. Tiene veintinueve años, así que Castor sabe
que Sylvie podrá encargarse de todos sus asuntos durante mu­
cho tiempo. Se lo legará todo a ella, cosa que le quita un peso
enorme de encima. Así ahora podrá ser más espontánea, estar
más comprometida.

G.: ¿El hecho de adoptar a Arlette le permitió comprometerse


más, tener la sangre más caliente, por así decirlo?

S.: Creo que siempre he tenido la sangre caliente, pero tam­


bién he actuado a sangre fría. En una palabra, a menudo escri­
bo artículos iracundos, muy violentos, pero con frialdad.

G.: Como el artículo sobre los juicios vascos, que acabo de releer
en Situaciones. La verdad es que es un artículo fulminante.

S.: Exacto. ¿Quién podría no haber odiado a Franco una vez


más por aquel juicio, por aquellas ejecuciones? Sin embargo,
escribí el artículo a sangre fría, muy concentrado, siendo muy
calculador. Quería ser extremadamente eftcaz.

G.: ¿También escribió usted a sangre fría aquel violento ataque


contra Estados Unidos tras la ejecución de los Rosenberg?
S.: No, en ese momento me hervía la sangre. Recuerdo que
estaba en Venecia cuando me enteré. Llamé de inmediato a
L ib era tio n y pregunté si querían un artículo al respecto. Cuan­
do me dijeron « S í, enseguida, si es posib le», me senté y lo
escribí a toda prisa, como si fuera a m orir al cabo de cinco
minutos. Luego lo dicté por teléfono. A Castor y a Lanzmann
—estábamos los tres juntos en Venecia— no les gustó, porque
les pareció muy violento, pero yo no estoy de acuerdo con ellos,
ni nadie más, al parecer.

G.: ¡Al contrario, era extraordinario! Aún lo citan militantes de


todo el mundo y, de hecho, todos aquellos que recuerdan las
grandes manifestaciones, o sus hijos, a quienes han explica­
do que la ejecución de los Rosenberg hizo que Estados Unidos
perdiera el respeto internacional. ¿Sabía usted que muchos
escritores conservadores intentan demostrar aún que sí, que
de hecho los Rosenberg eran culpables, al igual que algunos
académicos, que declaran ser «objetivos», al tiempo que se
desviven por salvar el alma de Estados Unidos? La ejecución de
los Rosenberg sigue siendo una de las pruebas más sombrías
e insoslayables de la falta de justicia en Estados Unidos, y su
artículo aún es citado siempre que se aborda este tema.

S.: Me alegro. Aquellos asesinos me revolvieron el estómago, y


me convencieron de que no debía volver a confiar nunca más
en Estados Unidos.

G.: Con todo, ya no le hervía la sangre cuando escribió usted


otras diatribas políticas, como el ataque al Gobierno por la cru­
cifixión de Henri Martin. Sin embargo, siguió juzgando la obra
de los demás según su criterio de a sangre fría o caliente.

S.: Fría por fuera, caliente por dentro; es decir que uno debe
saber bien, y con calma, qué va a decir, y luego expresarlo con
todo el vigor necesario.
G.: Es lo que hizo usted al escribir sus críticas artísticas, tam­
bién. Como a propósito de Tiziano y Tintoretto.

S.: Tiziano es frío; no me gusta. Tintoretto, Picasso, Giacometti,


su padre, todos ellos eran calientes.

G .: ¿A eso se refería usted en su discusión con Fernando en la


exposición de Mondrian, que cuenta en su novela, cuando dice
que Mondrian no formula preguntas difíciles?

S.: Exacto.

G.: ¿Podría usted dem ostrar que los pintores que pintan «a
sangre caliente» son todos de izquierdas?

S.: Nunca he pensado en ello, pero veamos. Sí, Tiziano daba


coba a sus señores, mientras que Tintoretto odiaba el sistema,
Picasso era comunista, Giacometti no podía expresar sus ideas
políticas, pues de lo contrario corría el riesgo de ser deporta­
do a su Suiza natal, pero no hay duda de que estaba de nuestra
parte, era un buen amigo. Y su padre, por supuesto.

G.: ¿YVelázquez?

S .: M m m ... Era un judío en un país antisemita.

G.: No, no encaja. ¿YN icolás de Staél?

S.: Lo sé. En 1939, antes de unirse a la Legión Extranjera, se


ganaba la vida como informante de la policía, y delató a su pa­
dre. Pero hay que tener presente su origen, pues era hijo de un
general ruso, barón de no sé qué. Y más tarde se suicidó. Eso
le excusa, ¿no? Bueno, no, no encaja. Fin de una nueva teoría,
por suerte inédita.
NOVIEM BRE DE 1972

G Parece que los maos tienen el proyecto de fundar un


e r a s si:

nuevo periódico.

Sa r t r e : Prevén lanzarlo el año que viene, en febrero.

G.: ¿Y tienen dinero para eso?

S.: Sí. No sé de dónde lo sacan.

G.: ¿Y harán un llamamiento a boicotear las elecciones?

S.: Sí. Odian a Socorro Rojo, porque está compuesto por in ­


telectuales insignificantes, que es precisamente lo que son la
mayoría de los maos de París. En cualquier caso, ahora quie­
ren crear comités en toda Francia, que se llamarán Verdad y
Justicia, y estarán organizados «desde la base», es decir, por
y con el proletariado, del que ninguno de ellos forma parte,
por supuesto. Todo el movimiento maoísta se desintegra, a
mi parecer.

G.: ¿Y cuál es el papel de Pierre en todo eso?

S.: Es el único que queda de la vieja guardia. En La Cause du


Peuple ya sólo quedan unas cuantas chicas. Es curioso. Y Pierre.
Aprecio a Pierre, pero...

G.: ¿No podría usted hablar con Pierre, me refiero a hablar


en serio con él sobre todas estas cuestiones, y el papel que ha
desempeñado su postura antidemocrática en todo ello? Todos
han abandonado el barco por culpa de su actitud dictatorial,
¿no?

S.: No cabe ninguna duda. No, no entiendo qué pretende. Es


muy reservado.

G.: Con todo, los isten


ch
u
a
g[ ombre con que los medios de
comunicación designaban a aquellos que estaban a la izquier­
da de la izquierda clásica] siguen siendo la principal fuerza de
izquierdas de la oposición, los únicos que se niegan a som e­
terse al juego electoral, a pedir autorización para manifestarse,
permisos para publicar, y todo eso.

S.: Desde luego. ¿Sabia usted que, durante su ausencia, [Pierre]


Overney [un manifestante de La Izquierda Proletaria que fa­
lleció en el transcurso de una huelga frente a la fábrica de
Renault, al ser abatido por uno de los agentes de seguridad
de la empresa] fue enterrado en el [cementerio] Pére-Lachaise?
Al menos doscientas cincuenta mil personas siguieron su ataúd
en el cementerio, pero cuando La Izquierda Proletaria convocó
una concentración allí, apenas aparecieron dos mil. Entonces
fundaron un nuevo grupo, llamado Nueva Resistencia Popular,
que pretendía secuestrar al asesino de Overney y juzgarlo clan­
destinamente, cosa que no llegaron a hacer, por supuesto. Esta
es la triste historia de los gauchistes.Por lo demás, h
concentraciones y manifestaciones extraordinarias organiza­
das por grupos feministas. Una de ellas tuvo muchísimo éxito;
era en defensa de una mujer que practicó un aborto ilegal a una
chica de diecisiete años. La madre [de la chica] también esta­
ba acusada porque había reconocido públicamente que fue ella
quien encontró a la mujer que practicó el aborto. Al parecer, le
preguntó a su hija: «¿Q uieres al niño o n o ?» , y cuando la chica
le dijo que no, organizó el aborto. Las dos, tanto la mujer que
practicó el aborto como la madre, han sido declaradas culpables
en el juicio, pero, gracias a las marchas y a las manifestaciones,
se ha aplazado su condena.

376
G.: Entonces, ahora, ¿quiénes son sus amigos políticos? Me
consta que sigue usted viendo a Pierre. pero ya no se siente muy
cómodo discutiendo de política con él. ¿Quién más?

S.-. Usted.

G.: Gracias, pero me refería a gente a quien ve regularmen­


te. No puede usted discutir con Lanzmann. Los jóvenes de
Temps Modemes son fantásticos, pero no acaban de estar a la al­
tura, ¿no? Quiero decir en un plano personal. Está Gorz, pero
pasa gran parte del tiempo en el campo. Está Claire Etcherelli,
que lleva el día a día de Les Temps Modemes, pero está volcada
en la escritura de una novela. Leí su anterior novela hace un
mes, y realmente es muy buena. Supongo que está Bost, claro.
¿Quién más? ¿Qué ha sido de sus viejos camaradas de la Re­
sistencia? ¿Sigue usted viéndolos? ¿Y a Aragón?

S.: A Aragón lo veía muchísimo durante la Resistencia, claro,


pero también después, a él y a su mujer, Elsa Triolet; solía­
mos cenar juntos de vez en cuando. A Castor y a mí nos caían
muy bien. Yo flirteé un tiempo con Elsa; era un poco coqueta,
y me gustaba. Les habíamos invitado el día que murió Stalin, o
que lo asesinaron, y Aragón apareció una hora más tarde de
lo acordado, trastornado. Balbucía. Yo no podía entenderlo,
pues pensaba que también odiaba el estalinismo, en privado,
claro. Al final salió el porqué: Aragón pensaba que sin Stalin
las cosas empeorarían, que su sucesor, quienquiera que fue­
se, sería mucho peor. Y unos años más tarde, cuando Brézhnev
tomó el poder, declaró que los hechos le habían dado la razón.
Aragón era un comunista curioso. En público, muy del partido.
En privado, muy liberal. Nos contaba muchos chismes, como
que Marty parecía un agente de policía, no sólo en España,
como representante de la Internacional Comunista, sino aquí,
en Francia, donde se pasaba el día denunciando a gente que
consideraba que se desviaba de la doctrina oficial. Nos contó
que al partido no le gustaba la manera de escribir de Francis

377
Ponge. su estilo, su prosa, y que por eso lo echaron. Cosas así.
Pero al morir Elsa. hace un par de años. Aragón salió del arma­
rio. participó en desfiles por el orgullo gay, disfrazado con un
increíble vestido rosa, y dejó de frecuentarnos. Lástima. Ara­
gón era muy divertido, y más aún desde que ella ya no estaba
para aterrorizarlo. Por lo demás, ya se verá. Están los yugosla­
vos. Dedijer. Es genial, y nuestra cena con él la otra noche fue
fantástica, ¿no?

G.: Nunca le había visto tan silencioso.

S .: Bueno, es que usted y él llevaban la voz cantante de la con­


versación. ¡Ja! Por lo demás, ya se verá. No, nunca he sido ami­
go de nadie del grupo de Lettres Ni de los que se
quedaron en el partido. Resulta imposible hablar con ellos;
son demasiado groseros, demasiado pedantes, demasiado sa­
belotodos... No como...

G.: Los italianos, lo sé.

S.: O los cubanos, incluso los rusos.

G.: ¿Simonov?

S.: No, pero Solzhenitsyn y Ehrenburg sí, por supuesto. Y los


cubanos.

G.: Por cierto, su libro sobre Cuba no se ha publicado nunca


en francés. ¿Por qué?

S.: Porque no era ése su propósito. Yo había roto con L ’Express,


y Libérationaún no existía, ¿verdad? Aquello fue en 1960, así
que le pedí a Lanzmann que le preguntara a Lazareff si que­
ría que escribiera una serie de artículos sobre mi viaje. «Por
supuesto», me dijo éste, y los publicó todos, dieciocho, creo,
en su mayoría muy favorables a Cuba. Y recuerdo que en un

378
articulo figuraba la célebre declaración del Che Guevara: «No
somos marxistas, pero no es culpa nuestra si la realidad si lo
es», y no tocó ni una coma. Tampoco contradijo mi articulo
sobre LaCoubre, un buque belga lleno de municiones al que,
sostenía yo. unos buzos estadounidenses habían hecho esta­
llar en el puerto de La Habana. Y figúrese que en la explosión
murieron marinos franceses.

G.: No estaba usted allí durante la crisis de los misiles, ¿ver­


dad?

S.: No, estaba aquí, en París.

G.: ¿Los franceses no se alarmaron? Quiero decir, ¿no pen­


saron que estábamos a un paso de la tercera guerra mundial?

S.: En absoluto. En primer lugar, la mayoría de la gente pensa­


ba que Cuba tenía todo el derecho del mundo a comprar todas
las armas de defensa que quisiera, tanto más cuando Estados
Unidos estaba tan belicoso. Por otra parte, todos sabíamos que
Kruschov jamás se arriesgaría a entrar en guerra, sino que ce­
dería, sobre todo después del discurso de Kennedy.

G.: ¿Y usted qué pensaba al respecto?

S.: Yo estaba desolado por el hecho de que los rusos cedieran.


Me oponía a la coexistencia pacífica que empezaba a perfilarse.
En aquella época, conocí a Fanón, y me convenció de su argu­
mento de que una coexistencia pacífica sería un desastre para
el tercer mundo, pues no habría dinero para el desarrollo. Me
daba cuenta de que Estados Unidos, ya antes de la coexisten­
cia pacífica, siempre había chantajeado a los líderes del tercer
mundo para que secundaran su fobia anticomunista si que­
rían recibir dinero, y de que el anticomunismo no sólo signi­
ficaba decir «Matad a todos vuestros comunistas», como hizo
Nasser, sino «Votad lo que os digamos que hay que votar; si
n o ...» . No existe mejor ejemplo que el de la presa de Asuán,
¿no cree? Yo deseaba que la crisis de los misiles desencadena­
ra más confrontaciones, que creara una rivalidad entre Rusia y
Estados Unidos que contribuyera al desarrollo del tercer mun­
do. Pero cuando Kruschov cedió, Estados Unidos se sintió libre
para invadir la República Dominicana y, por supuesto, Viet-
nam. Recuerdo que Fanón me dijo que Rusia había aceptado
su papel de segunda potencia en la historia, lo cual significaba
que, a partir de entonces, Estados Unidos era libre para ser
imperialista militarmente, y que nosotros íbamos a sufrirlo,
pues se había acabado la política imperialista de Roosevelt a
través del dinero, dijo Fanón, o, más bien, que el dinero iría
acompañado de pistolas.

G.: A propósito del imperialismo de Roosevelt, ¿ha oído usted


hablar de la ley de préstamo y arriendo?

S.: Era el programa estadounidense destinado a ayudar a los


países que combatían las fuerzas del Eje, y en especial a Ru­
sia, ¿verdad?

G.: Supongo que ha oído usted hablar de todas las pistolas, los
cañones y las armas que les dio Estados Unidos, y de la comida
y los tanques que dio a Inglaterra, así como de la generosidad
de Estados Unidos, ¿no?

S.: Sí, nos enteramos, y es verdad, ¿no?

G.: Es verdad, sí, pero sólo un cinco por ciento. De todo ese
dinero, llamado de préstamo y arriendo, los Aliados sólo re­
cibieron el cinco por ciento. El resto se utilizó para conven­
cer a los propietarios de plantaciones en Latinoamérica, a los
latifundistas, de que dejaran de cultivar comida y en su lugar
plantaran café, bananas o azúcar. Se trata del acuerdo del café,
el azúcar, el cacao y la soja, que garantizó a los ricos su fortuna
infinita, a la vez que convertía a los países latinoamericanos

38o
en dependientes de Estados Unidos en relación a la comida.
Menuda faena, ¿no?

S.: No tenía ni la más remota idea, pero no me sorprende en


absoluto. Leí que, antes de la guerra, Brasil era completamen­
te autosuficiente respecto a la comida, pero que en el 4,6 ya
importaba quinientos millones de dólares de Estados Unidos.
Ahora ya sé por qué. Vaya hombre de negocios estaba hecho
Roosevelt. Pero, por supuesto, todos sabemos que en reali­
dad salvó el capitalismo en Estados Unidos, que después de la
quiebra del 29 estaba al borde del abismo, ¿no?

G.: Pues sí. Y los im béciles de los capitalistas estadouniden­


ses lo odian porque creen que era socialista, ya que una de sus
estrategias para evitar la revolución fue conceder bastantes
derechos a los trabajadores, como, por ejemplo, el derecho a
organizarse en sindicatos, a hacer huelga o el sistema de closed
shop [sistema acordado entre el patronato y los sindicatos, se ­
gún el cual sólo se puede contratar a trabajadores sindicados];
en fin, todas esas cosas que salvaron el capitalismo. No obs­
tante, ayudó a México a obtener una contrapartida más justa
por su petróleo.

S.¡ Pero ¿aquello no fue porque previo la posibilidad de una


guerra mundial que impediría importar petróleo?

G.: Sí, claro, pero, aun así, cuando Cárdenas nacionalizó el pe­
tróleo mexicano y ofreció una parte ínñma, no recuerdo cuál, a
Standard Oil, que era la antigua Exxon, y Rockefeller exigió que
Estados Unidos invadiera México, Roosevelt dijo: «Dejem os
que decida la Corte Internacional», y se avino a la decisión del
tribunal, que estableció que Standard Oil había estafado millo­
nes y millones a México, tal y como había demostrado Cárde­
nas. Esa fue la única vez que Estados Unidos ha obedecido un
veredicto que no le gustaba. No obstante, Roosevelt hizo que
la guerra con Japón se volviera inevitable.

38i
S.: ¿Cómo?

G.: Tenía la ambición de convertir Estados Unidos en «una po­


tencia en dos océanos», como solía decir. El único obstáculo
era Japón, que se estaba desarrollando muy deprisa y estaba
adquiriendo materias primas en toda Asia, así que Roosevelt
comenzó a imponer embargos a Japón, con el pretexto de que
ese país estaba construyendo una maquinaria de guerra, lo cual
era cierto. Los lingotes de acero, las barras de acero y, más
tarde, el petróleo, fueron objeto de embargos. Japón no tenía
nada de eso, de modo que decidió obtenerlo en Manchuria,
después en China y, el petróleo, en Indonesia, que flota en pe­
tróleo. No todos los dirigentes japoneses eran partidarios de
una guerra total. [Isoroku] Yamamoto, el comandante de las
fuerzas navales que atacaron Pearl Harbor, intentó negociar
una tregua inmediatamente después de llevar a cabo el ata­
que, en el que, por cierto, se negó a mandar la última oleada
de bombarderos. Sólo reclamaba la apertura de los mares y los
mercados, pero Roosevelt lo rechazó, por supuesto.

S.: Estados Unidos siempre está a favor del libre mercado si


éste le beneñcia, y en contra si le perjudica.

G.: Exacto, pero volviendo a lo que hablábamos antes, a los


amigos, ¿sabía usted que mucha gente, liberales e incluso gen­
te de izquierdas, piensa que Ehrenburg sobrevivió porque era
un soplón? Supongo que no está usted de acuerdo.

S.: No. Hizo todo lo que pudo, siempre en el límite. No se le


puede condenar por eso. ¿Sabe?, la fam ilia de Lena era ju ­
día, y su marido fue enviado a un campo. Fue entonces cuando
la echaron de la universidad en la que daba clases. Fue a ver a
Ehrenburgy éste la contrató como secretaria. Era muy arries­
gado para los dos, pero siguió en sus trece hasta la muerte de
Stalin. Kruschov también le hizo la vida imposible por lo mis­
mo, pero eso es todo.

38?
G_: Usted no la conocía en aquella época, ¿verdad?

S.: No. la conocí cuando me hizo de intérprete en mi viaje a


Rusia en el 62. Aquélla fue una época bastante decente allí.

G.: Pero ¿en Francia no?

S.: ¿Políticamente? Fue espantosa. Estábamos entre dos aguas.


Poruña parte. De Gaulle aceptó el alto al fuego en Argelia, pe­
ro, por otra parte, la policía se dedicaba a reprim ir violenta­
mente las manifestaciones. Por una parte, la inmensa mayoría
de la gente votó a favor de la independencia de Argelia en el re ­
feréndum de aquel año, pero, por otra parte, De Gaulle quería
que se enmendara la Constitución para permitir que el presi­
dente fuera elegido por sufragio universal, cosa que interpreta­
mos como una estrategia para permanecer en el poder toda su
vida, como un rey no hereditario de Francia. En aquella época,
yo pasaba mucho tiempo en la Sorbona, discutiendo con e s­
tudiantes que me parecían muy decepcionantes. La mitad de
ellos estaban deslumbrados por los estructuralistas. Intenté
leer sus textos, pero eran increíblemente aburridos. ¿Ha leído
usted a [Claude] Lévi-Strauss? Además de estar equivocado,
es tan aburrido que no entiendo cómo puede un estudiante
alardear de haber leído toda su obra. Como si aquello no fue­
ra bastante, yo pasaba el resto del tiempo en la Sorbona con
miembros de la célula Che-Lumumba del partido comunista,
que no tenían nada nuevo ni interesante que aportar, aparte de
repetir las tonterías que decían Thorez y [Laurent] Casanova
[entonces miembro del comité central del partido comunista,
y encargado del trato con los intelectuales] antes de que lo ex­
pulsaran. Aquella época, hasta que Vietnam nos despertó, fue
espantosa, pero en cuanto vimos lo que hacía Estados Unidos
a los pobres campesinos vietnamitas, volvimos a la vida. Los
vietnamitas me despertaron, y los estudiantes franceses me
politizaron, me hicieron entender, al ftn, que la política lo en­
globa todo.

383
MAYO DE 1973

Ger Parece que los dos hemos viajado mucho desde nues­
a s s i:

tro último encuentro.1 ¿Le gustó Japón?

No puedo contestarle más que diciendo tonterías, como


Sa r t r e :

«eso era bonito», o «aquello estaba abarrotado». Quiero decir


que no entendí nada. Nos llevaban a todas partes. Conocimos a
líderes sindicales, jefes del partido socialista, diputados, pero ¿y
qué? Todo con intérpretes. No éramos más que turistas de lujo.
Israel fue diferente. Allí todo el mundo, o casi, habla inglés, len­
gua que Castor entiende muy bien, y en la que yo me desenvuelvo,
y mucha gente habla francés. Además, allí teníamos un montón de
viejos amigos, a los que podíamos hacer preguntas embarazosas.

G.: ¿Y a qué conclusión llegó usted?

S.: Están condenados. La esperanza de un Estado israelí-p a­


lestino está muerta, por la sola razón de que Israel jamás de­
volverá a los palestinos sus posesiones, sus tierras, sus casas,
sus bienes. Eso es todo.

G.: Pero una parte de la izquierda sigue luchando por conse­


guir un Estado así.

S.: No. Bueno, quizá algunos sí, pero nadie les presta atención.
Los israelíes quieren un Estado judío, incluso los de izquierda.
Como Lanzmann.

G.: Esto me desconcierta, sobre lo de «como Lanzm ann».


Lanzmann es ateo, como yo. No practica los rituales judíos,
como yo. No habla hebreo ni yidcomo yo. No tien
de judío, y no se iría a vivir a Israel por nada del mundo. Es
completamente francés.

S.: Pero no se siente francés del todo.

G: ¿Y entonces por qué no se marcha a vivir a Israel?

S.: Supongo que porque allí tampoco se sentiría del todo bien;
¿quién sabe? Pero, de algún modo, se siente muy próximo a
Israel, aunque no tenga la más remota idea de qué significa
ser judío. Pero piensa en ello, a diferencia de usted. Además,
usted sólo es medio judío, y el sefardí de su padre ni siquiera
sabía qué es el Yom Kipur.

G.: ¡Vamos!, pero si fue el guardaespaldas de ChaimWeizmann


durante dos años.

S.: Aquello formaba parte del activismo político de Fernando;


no era un acto de solidaridad judía. Por cierto, la película de
Lanzmann ya está acabada; se ha ido a Cannes a presentarla.

G.: ¿Al festival?

S.: No, al margen. Da igual, olvídese de Lanzmann. El caso es


que no veo ninguna solución; lo que existe ahora es la derecha
contra la derecha, porque diga lo que diga Mapam [el partido
marxista, que estaba en el poder en Israel] sobre los valores
que representa, se trata de un partido de derechas y, por su­
puesto, todos los gobiernos árabes son de derechas.

G.: ¿Así que ya no cree usted en la izquierda israelí?

S.: No tiene ningún poder. Descubrí que la mayoría de israelíes


son reaccionarios y racistas. Que yo sepa, sólo queda Matzpeny,
fundamentalmente, está formado por chicos. No, no veo ninguna

386
posibilidad en el futuro inmediato, de modo que Israel sólo po­
drá sobrevivir si cuenta con la ayuda de Estados Unidos.

G.: ¿Y está usted a favor?

S.: Sí, del mismo modo que apruebo la resistencia palestina.

G.: ¿Incluido su recurso al terror?

S.¡ Los pobres y los débiles no tienen otra arma.

G.: Está usted de las dos partes, por así decirlo. ¿No resulta
contradictorio con la postura de los maos?

S.: Sí, claro, pero estamos de acuerdo en muchísimas otras co­


sas; además, intentan pasar por alto mi postura en la cuestión
de Israel y Palestina.

G.: ¿De modo que prevé usted que la situación continuará tal
y como está ahora para siempre, con bombas y tanques israe­
líes contra terroristas palestinos? ¿Hay que renunciar no sólo
a un Estado democrático, sino a la esperanza de que existan
dos Estados iguales?

S.: Me temo que sí. Tal vez dentro de cincuenta años, después
de otra guerra...

G.: ¿Así que le decepcionó el viaje a Israel?

S.: Sorprendentemente, no. Me gustó mucho Nasser. Resul­


ta muy fácil conversar con él, discutir, preguntarle cosas em­
barazosas. No es el caso de los funcionarios israelíes. Repiten
exactamente el discurso oficial, como si lo recitaran de m e­
moria. No tienen cintura. En cambio, Nasser me pareció muy
generoso. Piensa que es inevitable que estalle otra guerra, pero
le da pavor. Realmente, no desea la guerra.

387
G.: ¿Le gustó pasear por Egipto?

S.: Sí y no. Puede hacer mucho calor, y es muy húmedo. Y hay


una pobreza extrema, aunque se percibe que Nasser realmente
está intentando ayudar a su pueblo. Además, resulta muy fácil
comunicarse con los árabes. Al principio dicen cosas muy for­
males, pero luego se sueltan y tienen reacciones maravillosas
a lo que uno les dice. Egipto no es muy árabe, claro. Y todos los
egipcios hablan inglés, gracias al imperialismo británico. A
propósito, Eldridge Cleaver ha intentado ponerse en contacto
conmigo. ¿Sabe usted por qué?

G.: Su propio grupo, los Panthers, y el Gobierno se han con­


chabado para expulsarle de Argelia. Está intentando obtener
un permiso para quedarse aquí, y pensó que usted podría ayu­
darlo. Le di el nombre y el teléfono de varios amigos abogados,
pero es el típico estadounidense que piensa que sólo funcionan
los contactos. Yo no le di su teléfono, dicho sea de paso.

S.: Lo sé. Llamó a mi secretario, que le dijo que yo no estaba,


lo cual era cierto. Pero yo no puedo hacer nada por él.

G.: Tal vez Giscard [Valéiy Giscard d’Estaing] pueda. Eldridge


tiene un romance con Catherine Schneider, o como se llame,
que es la amante de Giscard, así que le dije que le pidiera a
ella que intercediera ante Giscard.

S.: Es un simple ministro, pero quizá pueda hacer algo. Se pre­


sentará a las elecciones presidenciales el año que viene, y si
gana tal vez pueda ayudarlo.3 He oído decir que Cleaver sos­
tiene que, hoy en día, la única solución para Estados Unidos
es la lucha armada.

G.: Cleaver es muy volátil, pero siempre se va con el viento


que corre. Hoy por hoy, la lucha armada no tiene ningún sen­
tido en Estados Unidos. Pero creo que su razonamiento es que

388
como usted puede ayudarlo a obtener un permiso de residen­
cia en Francia, y usted apoya a los maos, y los maos están a fa­
vor de la lucha armada, él también lo está. Creo que ése es su
razonamiento.

S.: Pues tiene razón en eso; lo cierto es que el núcleo duro de


los maos aún aboga por la lucha armada, pero lo que realmente
quieren es hacer actividades ilegales.

G.: ¿Y usted los apoya?

S.: En lo que respecta a la ocupación de apartamentos vacíos,


huelgas salvajes, marchas sin autorización previa, y cosas pa­
recidas, sí; pero respecto a la lucha armada, hoy, no sé qué
significa.

G.: Ya no tiene sentido, ¿verdad? La lucha armada en Francia,


Italia o Alemania ya no tiene sentido. Tal vez en España, contra
Franco, pero ¿qué posibilidades tendría?

S.: Lo importante es mantener viva la noción de ilegalidad. Y


resulta difícil, ahora que el partido comunista está totalmente
enredado en el sistema, y actúa con toda legalidad. No obstan­
te, el proletariado está que arde. Nadie se ha olvidado de que en
el 68 estuvieron a punto de derrocar a la burguesía. Pero habrá
que esperar a una nueva generación de rebeldes, una nueva ge­
neración de izquierdas, porque los gauchistes no son una
nueva izquierda, sino una simple refundición de la izquierda
sin los comunistas, pero pensando como los comunistas.

G.: Usted no creía que los chicos llegaran tan lejos en el 68,
¿verdad?

S.: Veía su revuelta como una lucha cultural. Sentía que debía
apoyarlos, pero nunca imaginé que convencerían a tantos tra­
bajadores para su causa. ¿Sabía usted que las huelgas del 68

389
tuvieron más seguimiento que las del 36, que desembocaron
en el Frente Popular? En mayo del 68, París era una maravilla.
No habia coches, ni metro, ni autobús, ni gas; todo el mundo
iba a pie a todas partes. No había periódicos, aparte de las ga­
cetas estudiantiles. Hasta Le Monde dejó de publicarse durante
unos días. Y el 27 o el ?8 de mayo, ya no me acuerdo, dos gran­
des marchas, una formada por millones de estudiantes y la otra
por millones de trabajadores, se encontraron en Deferí, creo,
y se unieron. Fue entonces cuando el mayo del 68 se volvió
plenamente político, y no sólo cultural.

G.: Pero no para usted, ¿eh?

S.: Aún no. Yo seguía atrapado por las palabras de Cohn-Ben-


dit, que le había dicho al prefecto que su piscina les importaba
un pimiento, que ellos querían hacer el amor. Lo vi a menudo
en aquella época; me entrevistó para no sé qué programa de
radio. No era demasiado brillante. No me entusiasmó.

G.: Pero en mayo del 68, usted continuó trabajando


No obstante, acudía a la Sorbona.

S.: Porque me lo pedían.

G.: Usted había defendido su causa en un programa de radio,


y ellos lo sabían. Le recibieron mejor que a ningún otro inte­
lectual, pero aún existía cierta distancia, ¿no?

S.: Por ambas partes. Intenté tender puentes con ellos al dar­
me cuenta de que no eran comunistas ni trotskistas. Algunos
sí, claro, pero la mayoría eran anarquistas. Cohn-Bendit tam­
bién era « an ar» [anarquista], en cierto modo. Yo siempre
he tenido una gran inclinación « an ar», como sabe. Descubrí
que estaban en contra de todo tipo de principios culturales,
o educativos, a los que yo también me oponía. En eso coinci­
díamos. Por ejemplo, los requisitos de las tesis, que seguían

390
siendo horribles, y eran una forma de forzar a los estudiantes
a aceptar las opiniones institucionalizadas y a defenderlas en
sus trabajos. O la costumbre de las clases magistrales. Querían
tenerla libertad de interrum pir y de discrepar.

G.: En eso, « la fam ilia» no le arropó. ¿Por qué «la fam ilia»
no se le unió? Castor ni siquiera le acompañó a la Sorbona.

S.: Castor no está demasiado politizada. Apoya mis opiniones,


pero pasivamente. Bost está a favor de la acción directa, y pun­
to. Sólo quiere poner una bomba e irse. Por lo demás, es dema­
siado perezoso como para implicarse, desñlar o gritar; no es lo
suyo. No aguantaría ni una semana bajo un régimen socialista.
Pouillon está de nuestra parte, sin duda, pero discretamente;
como secretario de los debates de la Asamblea Nacional, no
puede decir ni hacer nada en público. Se encarga de resum ir
los debates de la Asamblea Nacional, los edita y los publica a
diario; es un trabajo muy bien remunerado. Estará a nuestro
lado si llega el gran día. Gorz está dispuesto a analizar y di-
seccionar lo que hacemos, a escribir sobre ello, pero jamás iría
a hablar con los estudiantes. Michelle me habría acompañado
si se lo hubiera pedido, pero el caso es que tomo todas las de­
cisiones solo, y luego las justiñco. Aveces, Castor puede hacer
que cambie de parecer, pero sólo una vez tomada una decisión.
Nunca empiezo discutiendo un asunto. Primero tomo una de­
cisión y luego la discuto.

G.: ¡No es usted muy colectivista! ¿Y Pierre?

S.: Vino a verme con su grupo de maos. Me pidió que fu e ­


ra redactor jefe de La Cause du Peuple. Era un domingo; me
acuerdo porque se me hizo tarde para la comida con Castor
y usted, así que le propuse que comiéramos juntos otro día, y
tuvimos una conversación muy agradable. Aún me gusta m u­
cho Pierre.

391
G.: Sigue usted siendo amigo de la gente que le gusta, aunque
se trate de enemigos políticos, pero rompe con la gente que se
aleja apenas un poco de su postura, si no le gusta como indivi­
duo. En última instancia, sus apegos son siempre morales.

S.: Su conclusión es correcta, pero se equivoca en las prem i­


sas. No sigo siendo amigo de enemigos. Lanzmann no es un
enemigo; discrepamos respecto a Israel, es cierto, pero si es­
tallara una revolución en Francia, y sólo hubiera dos bandos,
estaríamos en el mismo. Igual que [Pierre] Leroy...

G.: ¿El sacerdote que fue prisionero con usted?

S.¡ Ya no es sacerdote. Se casó con una bibliotecaria. Apenas


nos vemos; no vive en París. Pero nunca hemos roto. Merleau
rompió conmigo, pero no con él. Camus igual. Con Koestler,
sí; no quiero volver a verlo nunca más. Pero mis juicios no
se basan en cuestiones políticas, sino en la confianza que me
inspiran las personas. Y tiene usted razón, se trata de una cues­
tión moral. Sé que puedo confiar en Pierre, al margen de sus
ideas políticas. Como Arlette. Tenga presente que entiendo la
confianza no sólo como el hecho de saber que alguien no se
pondrá en mi contra, de palabra. Para mí, la confianza signifi­
ca saber que en caso de emergencia, podría contar con aquella
persona. Castor piensa lo mismo.

G.: Yo también estoy de acuerdo.

S.: Lo sé. Toda «la fam ilia» está de acuerdo en esto.

G.: ¿Y su ruptura con Aron?

S.: ¿Ha leído usted su libro?

G.: Sí, pero apostaría a que usted no.


S-: ¡JaJ aJa - Pe r° porque ya no veo bien. ¿Fue usted a ver a
Maheu ayer?

G.: Sí. pero fue muy breve, porque no tenía nada que decir.
Quiero decir que sólo me contó pequeñas anécdotas. Cuan­
do nombré a Castor, hizo un gesto con la mano para dar a en­
tender que no le apetecía hablar de ella, pero sí que se refirió
a ella en las anécdotas, al evocar la felicidad de los días que
com partieron, o los paseos por París. Sabía que yo estaba
al corriente de lo de Castor [Castory Maheu fueron amantes],
pero los dos fingim os que yo no sabía nada. Con todo, tenía
lágrimas en los ojos al hablar de ella. En cuanto a usted, dijo
que desde que dirige la unesco , usted le ha hecho la cruz, que
ya nunca se ven. Pero ¿cómo está su ojo? ¿Qué le ha dicho
el médico?

S.: Tengo la tensión a treinta; demasiado alta. Debo ponerme


gotas y toda clase de cosas. La verdad es que me he convertido
en una especie de botiquín. Pero hábleme de Aron. Lo entre­
vistó usted, también, cuando regresó, ¿no? ¿Cómo fue?

G.: Muy interesante. Insinuó que usted y él rompieron por cua­


tro razones. En prim er lugar, por la conferencia que dio en la
Sorbona contra Merleau.

S.: Recuerdo que dio una conferencia absurda, sí, y podría ha­
bérselo echado en cara, pero no rompimos por eso. Ni siquie­
ra fui.

G.: ¡Ah, sí! Eso es lo que le reprochaba; no sólo que no fuera,


sino que además se lo afeara sin haber ido.

S.: Puede que yo hiciera algún comentario, pero basado en las


impresiones de gente en quien confío, como Bost o Pouillon,
que sí fueron a la conferencia.
G -. En segundo lugar, le reprocha que diera usted una confe­
rencia titulada «¿E s Nietzsche un filósofo?», en la que le copió
su idea de la contingencia.

S.: ¡Ja! Fue durante mi último año en la Ecole Nórmale, y era


una conferencia destinada a los estudiantes de la propia Ecole,
aunque vinieron muchos alumnos de secundaria y de los cur­
sos preparatorios, pues se había corrido la voz. Así que Aron
también estaba. El ya se había graduado, pero debió devenir
por alguna razón. Pero yo no tenía ni la más remota idea de qué
pensaba él. En aquella época apenas teníamos trato, y no éramos
grandes amigos, como con Nizan, que, por cierto, no soportaba
a Aron. ¡Y la contingencia era mi tema favorito entonces! Hasta
escribí una cancioncilla sobre la contingencia. Aún me acuerdo
de un par de versos: «Traigo aburrimiento, traigo olvido».

G.: La tercera razón es que él no le gustaba a Castor.

S.: Eso sí que es verdad, pero mi relación con él no tenía nada


que ver con Castor. No creo que a mí me gustara su mujer, o
viceversa, pero eso no afectó a nuestra relación. ¿Y la cuarta
razón?

G .: Que eran muy amigos, pero que se trataba de una amistad


intelectual, que se quebró al emprender caminos divergentes.

S.: Pues sí, es más o menos verdad, salvo que nunca fuimos tan
amigos. Bueno, quizá sí, pero no como con Nizan o Maheu.
Nunca fuimos de putas juntos, ni nos emborrachamos a muer­
te. Durante una época estuvimos muy próximos intelectual­
mente, pero, como sabe, mis apegos son más emocionales. Si
me gusta alguien, me seguirá gustando aunque se vuelva fas­
cista, como Nizan antes de pasar al otro extremo y unirse al
partido comunista. Pero necesito sentir un vínculo afectivo real,
que no acababa de sentir con Maheu; bueno, sí, quizá un poco,
pero no tanto como para que me apeteciera verlo una vez que
entró en la u n e s c o . en todos esos saraos oficiales de esmoquin.
No. no sentía ningún vinculo emocional conAron. Intelectual,
sí. pero cuando resultó evidente que él era idealista, en térm i­
nos filosóficos, y yo racionalista, nos dimos cuenta de que las
consecuencias políticas de esas diferencias acabarían con nues­
tra relación. Y así fue. El se hizo de derechas, yyo de izquierdas.
Pero su libro sobre mí es bastante benévolo, al parecer.

G.: Asim ple vista, sí, pero está lleno de pequeñas insinuacio­
nes que pretenden socavar el elogio que, en teoría, le hace. Se
lo dije durante nuestra entrevista, y se quedó un poco preocu­
pado. «¿Cóm o q u é?», preguntó. «Bueno —respondí—, como
cuando dice usted que Sartre escribió la Crítica sin haber leído
los Grundische de Marx, que tiene pasajes muy parecidos. Aún
no se habían traducido al francés», repliqué. «Bueno, pues
ahora s í —añadió—; debería corregirlo.» Tuve que contenerme
para no echarme a reír, porque estoy seguro de que usted aún
no ha leído el libro de Maheu, ¿verdad?

S.: ¡No! ¡Jajá!

G.: Me preguntó si había leído su ñaubert, y como no quería


discutir con él sobre eso, le dije que no. «Yo tampoco —dijo—,
así que leámoslo este verano y veámonos en septiem bre.» Fue
muy amable conmigo, y tuve la impresión de que le respeta mu­
cho, aunque crea que está usted equivocado.

S.: ¿A quién más ha entrevistado usted desde que ha vuelto?


¿Ha visto a los comunistas?

G.: No, veré a unos cuantos esta semana, entre ellos a Garau-
dy, el miércoles.

S.: Se va a divertir mucho con él. Es un bicho raro, ¿sabe? Un


comunista que quiere conciliar el comunismo con el catolicis­
mo, o fundirlos. Supongo que también ha visto usted a Pierre.

3 95
G.: ¿Cómo llevan el libro? [Sartre, Pierre Víctor y un arquitecto
y militante llamado Philippe Gavi habían decidido consignar
sus ideas sobre la necesidad de una revolución en Francia. La
postura de Sartre era moral, la de Víctor, marxista centralista,
y la de Gavi, cultural.]3

S.: Ya casi está terminado.

G.: ¿Qué tal las discusiones? ¿Alguna disputa reseñable?

S.: No. La cosa funciona asi: planteamos un tema. Pierre ex­


presa su postura, aunque a veces espera al ñnal; luego Gavi
explica la suya, siempre de manera muy personal; y, al ñnal, yo
expongo la mía, en general de forma bastante personal, tam­
bién. Hablamos de todo, pero nuestra intención, que sólo apa­
rece explícitamente en el título del libro, es demostrar que en
este mundo, y en Francia en especial, resulta im posible que
alguien encuentre la plenitud. Puedo conseguirle una fotocopia
de lo que hemos hecho para la semana que viene.

G.: ¿Y de dónde saca usted tiempo para ñaubert? Todo el mun­


do habla de su generosidad, porque mantiene usted a tres mu­
jeres —¿por qué?, por cierto—, y da dinero a escritores novatos
y a toda clase de causas de izquierda, pero eso no me im pre­
siona tanto como su generosidad con su tiem po, que sé que
para usted es precioso. Cuénteme cómo se organiza el día.

S.: Respecto a las mujeres, ya sabe usted que cuando uno man­
tiene una relación larga, acaba adquiriendo obligaciones. Éstas
son agobiantes, devoradoras de tiempo, aveces irritantes, pero
creo que debo seguir con ellas. No me reñero al dinero, sino
al tiempo. En ñn, de acuerdo. Me levanto a las nueve, desayu­
no con un amigo que vive en la esquina, es una vieja costum­
bre, pero bastante deprisa, porque a las diez y media me siento
ante mi escritorio, durante tres horas. A la una y media o las
dos como, los lunes y los viernes con M ichelle, los martes,

39 6
los miércoles y los sábados con Arlette. los jueves con Castor,
v los domingos con Castor ySylvie o. si está usted, con Castor y
con usted. Desde las cuatro y media hasta las nueve trabajo, ex­
cepto los viernes, que salgo de casa a las siete para pasar la ve­
lada con Wanda, hasta medianoche. A ella le digo que me voy a
casa, pero paso la noche con Castor. Los lunes y los jueves por
la noche veo la televisión con Arlette: los martes, los miércoles
y los domingos, con Castor, y los sábados, con Castor y Sylvie.

G.: ¿Nunca ve a Michelle por la noche?

S.: No. pero llamo a Wanda y a Michelle todos los días a la una
y media, a no ser que ese día vaya a comer con ellas, y también
las llamo todas las noches a medianoche.

G.: ¡Vaya! Creo que yo me volvería loco con tantas obligaciones.

S.: Pues aún era peor cuando Evelyne estaba viva. Ella era la
cuarta de mis mujeres mantenidas.

G.: ¿Y en vacaciones?

S.: Veinte días con Arlette en Junas, cerca de Nimes; ya lo


conoce usted porque ha estado. Arlette no sabe que voy de
vacaciones con Wanda; bueno, supongo que sí que lo sospecha.
En cualquier caso, este año Castor y Sylvie me recogerán en
casa de Arlette, e iré con ellas a Venecia y, unos días después,
vendrá Wanda y pasaremos quince días juntos allí; luego vo ­
laré a Roma, donde estaré seis semanas solo —excepto cuando
venga a verme Castor—, sobre todo escribiendo.

G.: ¿Le gusta este programa?

S.: No, es muy aburrido. Lo que me gusta es escribir, pero,


como sabe, prefiero estar con mujeres que con hombres. Sólo
veo a hombres por trabajo, o por política.
G.: Y la única persona a quien no miente jamás es a Castor.

S.: Sí. bueno, ahora también a Sylvie, indirectamente, porque


Castor le cuenta todo lo que le digo. Y, como sabe, los viajes
importantes, como a Rusia, Egipto o Brasil, al menos las pri­
meras veces, antes de tener una red de contactos, son siempre
con Castor. Y a las grandes concentraciones o manifestaciones,
me acompañan Castor y a menudo Michelle. Pero mi rutina es
como se la he descrito; no tiene nada excitante.

G .: ¿Y no ve nunca al resto de «la fam ilia»? ¿Bost? ¿Pouillon?

S.: Quizá una vez cada dos o tres semanas, en casa de Castor
o en los consejos de redacción de Les Temps Modemes, que tam­
bién se celebran en casa de Castor.

G , ¿Y Olga?

S.: No, no la veo nunca, desde que tuvo aquel romance con
Bost cuando estaba conmigo, y me volví medio loco. Es cosa
del pasado, por supuesto, pero ya no nos vemos nunca, bue­
no, excepto cuando me cruzo con ella en casa de Castor. Vlado
D edijer acaba de llamarme; estará en París tres días y me ha
dicho que le gustaría verle. Se aloja en el hotel de siempre,
me ha dicho.

G.: Sí, claro, es muy simpático.* Está chiflado, pero es simpá­


tico. ¿Tiene usted intención de verlo?

S.: Creo que sí. Me gusta mucho, pero las cosas se han com­
plicado. Resulta que tuvo un romance con Arlette, y puede que
continúe, así que quiere vernos a los dos. Para él es muy nor­
mal, pero para ella, y para mí, por culpa de ella, resulta un po­
co incómodo. Pero sí, lo veré. Está a punto de irse a Estados

*
En castellano en el original. (N. de la T.)

398
Unidos para dar unas conferencias, o clases, o qué sé yo. De
todos mis amigos, Vlado es el único que ha leido la Crítica,
aparte de usted y de Castor, claro, pero usted porque estaba
obligado, ¿no? ¡Jajá!

G.: Bueno, hablemos un poco de la Crítica. Su «grupo en fu ­


sión» es muy fácil de identificar a lo largo de la historia. Son
los parisinos que tomaron la Bastilla, la Comuna de París, los
marinos amotinados del Kronstadt, el pueblo de Petrogrado al
apoderarse del Palacio de Invierno, los estudiantes de la re ­
volución cultural, los estudiantes parisinos de mayo del 68.
¿Cómo permanece en fusión el grupo? Históricamente, todo el
mundo se vuelve seriado, sea por su propia inercia o por la ins-
titucionalización. ¿Me equivoco? Inercia significa ineficiencia,
que lleva a la derrota, como cuando los sans-culottes parisinos
permitieron que una élite hablara en su nombre y que, con
el tiempo, los reprimiera. Por otra parte, eficiencia significa
institucionalización, es decir, organización, por tanto, centra­
lismo y, de nuevo, represión. ¿En qué parte de este proceso,
pues, se encuentra su totalización? Para evitar la derrota, el
grupo en fusión debe permanecer en fusión. ¿Cómo? La gente
del autobús se fue a su casa. Al día siguiente, todos ellos vol­
vían a hacer cola, seriados. Los marinos del Kronstadt se rebe­
laron otra vez, pero Lenin los aplastó. La Comuna de París no
consiguió el apoyo que merecía, y fue abatida por los soldados
versallescos de [Adolphe] Thiers. Y así sucesivamente. Según
Marx, los participantes de la Comuna de París fueron dema­
siado débiles, ya que interrumpieron la lucha para ir a votar;
en una palabra, creían en la democracia burguesa. Si hubieran
tenido un comité central de una dictadura del proletariado que
hubiera ordenado la confiscación de la banca nacional y de to­
dos sus haberes, el asalto de Versalles, etcétera, la Comuna de
París habría podido triunfar. En otras palabras, si el grupo en
fusión se hubiera convertido en un partido de tipo leninista,
podría haber salido victorioso. Pero luego, ¿qué? Los prusia-
nos habrían vuelto en masa, probablemente secundados por

399
los británicos, y en lugar de cincuenta mil muertes, Francia
habría sufrido diez veces más de bajas.

S.: Fu prim er lugar, da usted a entender que se trata de un


proceso circular, que la gente del autobús volvió a estar seria­
da al día siguiente, y que tuvo que empezar de cero, pero no es
el caso. Los sans-culottes siguieron activos hasta 1795-, la Co­
muna de París permitió que se celebrara el congreso de Tours
[el congreso nacional de los socialistas en 192:0, del que nació
el partido comunista francés]-, la revolución cultural no está
muerta, ni tampoco su principio fundamental, es decir, que el
pueblo decide la política y los administradores la administran;
el espíritu del 68 tampoco ha muerto, al contrario, como cons­
tata usted en las clases que da en Vincennes. ¿Conoce a un solo
profesor que salga airoso dando clases magistrales?

G.: Entendido, la curva del progreso tiene picos, pero, en con­


junto, es ascendente. Como dijo Mao, dos pasos adelante, un
paso atrás. Empezamos con dioses, después hubo reyes divi­
nos, a continuación monarquías hereditarias, luego élites bur­
guesas, y ahora éstas se están resquebrajando. Es verdad. Sé
que cada siglo, o cada dos, hay más gente que puede participar
en el proceso de toma de decisiones que afectan su vida. Pero
si el grupo en fusión está condenado al fracaso, por muchos
vestigios que deje para el estudio de los historiadores, ¿por qué
arriesgarse a comenzar de nuevo? Y, por cierto, ¿cree usted
que bajo Stalin la gente de a pie tenía más influencia a la hora
de determinar las reglas de conducta que bajo [Pável] Miliukov
o [Alexander] Kérenski?4

S .: A decir verdad, sí, creo que tal vez era el caso de la gente de
a pie, que no hacía política, pero ésa es otra cuestión, desligada
de lo que discutimos. El progreso es deñnido subjetivamente
por un individuo en una situación. Objetivamente, examina­
mos el contexto, que refleja nuestra subjetividad. ¿Está m e­
jo r Cuba ahora que bajo Batista? Usted y yo direm os: « ¡S in

400
duda!*, mientras que los capitalistas cubanos que huyeron a
Miami dirán: « No. en absoluto», pero incluso si nos regimos
por nuestro criterio, resulta complicado responder. El traba­
jador cubano, que ahora puede quejarse de su trabajo, de sus
vecinos y de las horas de vigilancia obligatoria en los cdr [Co­
mités de Defensa de la Revolución], piensa que hoy día es más
influyente que antes, claro, pero el capitalista, que no puede
decir ni una palabra sobre el uso que se da a su fábrica o sus
tierras, piensa que Cuba es una dictadura absoluta. Usted y yo
no podemos discutir nada con el capitalista. Para nosotros, la
cuestión es cómo mantener el grupo en fusión hasta su totali­
zación, es decir, hasta la revolución permanente. Hasta el día
de hoy, a lo largo de la historia, todo grupo en fusión ha aca­
bado seriado. Lo único que puede hacer la gente del autobús
es comentar lo fantástico que fue tratar con tantos extraños, la
satisfacción que les produjo ayudarse entre ellos, recordar
la maravillosa sonrisa de la anciana minusválida en silla de
ruedas al ver tantas manos dispuestas a acompañarla hasta
su casa. Ahora, en la cola del autobús, ya sólo pueden mirar
a su alrededor con la esperanza de encontrarse a alguno de sus
compañeros. Y, algún día, mientras esperen el autobús con
su hijo, le dirán: «Hijo, ¿sabes qué pasó un día?», y quizá su
hijo se lo cuente a sus compañeros de clase. Y quizá uno de
ellos diga: « ¿Y si organizamos una línea de autobús? Entre to­
dos, podremos apoderarnos de un autobús, y haremos que
se detenga para recoger a todas las ancianas que veamos es­
perando». Y otro añadirá otra cosa, y así sucesivamente. Pues
esto pasa en China ahora mismo. Los campesinos, campesinos
corrientes y molientes, campesinos analfabetos y pobres, han
empezado a protestar abiertamente, por vez primera hablan con
sus vecinos de cosas insólitas, como el sentido de la vida, de
manifestarse o discutir. Y mire lo que pasa en Francia. Ya no se
puede ignorar a los estudiantes. Ellos también han cambiado,
y obligan a sus profesores a cambiar. Aunque el Gobierno sea
conservador, ya no puede mandarlos a paseo. Mayo del 68 fra­
casó, es cierto, pero cambió a Francia, y seguirá cambiándola.
G.: Muy bonito, pero a cada fracaso, a cada represión, una gene­
ración pierde la esperanza. Si Estados Unidos elige al general
indicado para dar un golpe de Estado contra [el presidente de
Chile, Salvador] Allende, ese general acabará con una genera­
ción entera de profesores, estudiantes e intelectuales. ¿Cuán­
tos años transcurrirán hasta que una nueva generación lleve
a otro Allende hasta la Casa Moneda [el palacio presidencial
de Chile]? ¿Y si el nuevo Allende, por temor, maniobra con
tanta cautela que en la práctica no hay ningún progreso real?
[El anterior presidente de Argentina, Juan] Perón no es un
revolucionario, pero tampoco es un títere de Estados Unidos,
así que si se presenta a las elecciones del año que viene y ga­
na, Estados Unidos le derrocará. Nasser le gustó precisamente
porque intenta ayudar a su pueblo, lo cual significa que Esta­
dos Unidos quiere que se vaya. ¿Y en África? Estados Unidos
derrocará sistemáticamente a cualquier líder que acaricie en
sueños la menor idea de socialismo, como [Kwame] Nkrumah
[el prim er presidente de Ghana, destituido por un golpe de
Estado del ejército y la policía en 1966]. Por tanto, ¿de qué ti­
po de totalización podemos hablar? 0 , en términos marxistas,
¿contempla usted el ftn de la historia?

S.: Es difícil. Pero sí, la revolución cultural, los acontecimien-


*

tos de mayo del 68, aquí, la incesante agitación en Africa, todo


eso es obra de los grupos en fusión. Cada vez habrá más, inclu­
so en Estados Unidos. De hecho, ya ha habido muchos grupos
en fusión allí, entre los obreros, las mujeres, los negros y, más
recientemente, el movimiento pacifista. Y puede usted añadir
a su definición del progreso la frecuencia con la que se produ­
cen los grupos en fusión. Al comienzo muy despacio, quizá una
revuelta de campesinos al siglo en Rusia, una huelga salvaje al
siglo siguiente, pero mire cómo se suceden ahora.

G.: Pero la mayoría no son revolucionarios; sólo persiguen re­


form as puntuales.
S.: Así es cómo empiezan las revoluciones. Las clases dirigentes
nunca quieren ceder en nada, así que rechazan cualquier refor­
ma. por menor que sea. y reprimen a aquellos que protestan.
Eso lleva a mayor disensión, y a mayor represión. Al final, una
simple declaración como «Su piscina nos importa un pim ien­
to-, nosotros queremos hacer el amor» lleva a cinco millones de
estudiantes a manifestarse frente a la sede del poder.

G.: Pero entonces la clase dirigente se vuelve razonable, y en ­


seguida lleva a cabo las reformas, y todo el mundo se va a casa.
Y si no hace reformas y los grupos en fusión se unen y se con­
vierten en una fuerza revolucionaria, como en Cuba o Argelia,
los grupos se evaporan y una camarilla gobierna el país a su
antojo, en ocasiones bien y en otras ocasiones mal. No conci­
bo que pueda triunfar ninguna revolución humanística, m o­
ral, mientras Estados Unidos siga dirigido por capitalistas, o
por sus hombres de paja, que pretenden dominar el mundo. Y
una revolución humanística, moral, significa que cada uno de
nosotros tenga influencia, cosa que requiere una descentrali­
zación y, por tanto, supone debilitarse frente al enorme poder
estatal de Estados Unidos o la u r s s . Mire con qué facilidad una
dictadura tan enclenque como la de Franco ha barrido Euskadi,
el movimiento independentista vasco o el catalán.

S.: De momento.

G.: Lo sé. Franco acabará muriéndose, y surgirán nuevos m o­


vimientos. No siempre perdemos. Pero nos referimos a la to­
talización de un grupo en fusión, a la totalización que permite
que cada individuo pueda influir, que todas las experiencias
tengan el mismo valor. Le corresponde al pueblo determinar la
política y a sus elegidos, los representantes del pueblo, siem ­
pre revocables, administrarla. 0 , como dicen los suyos, « ¡L a
imaginación al poder!».

S.: Ésta es, precisamente, la definición del ñn de la historia.

4o3
G.: Entonces su grupo en fusión equivale a la tesis de Hegel,
las medidas represivas del Estado a la antítesis, y su totaliza­
ción a lo que Hegel llama el espíritu, o el cielo, según Marx, es
decir, el comunismo. Hegel y Marx eran optimistas. ¿Y usted?
Todos los grupos en fusión han fracasado. ¿Triunfarán algún
día? ¿Necesitamos que [Gilíes] Deleuze o [Félix] Guattari nos
ayuden a encontrar nuevas form as de conciencia?5

S.: No, de ningún modo. El proceso dialéctico se dirige hacia


el ftn de la historia-, es un hecho incontestable, aunque nos pa­
rezca algo muy lento porque pasamos muy pocos años en este
mundo. Pero ¿se le habría ocurrido jam ás que alguien en su
juicio pudiera gritar semejante eslogan antes de mayo del 68?

G.: Tiene usted razón. Significó el ñn del leninism o, ¿no?

S.: ¿Se refiere usted a todas partes, o sólo en nuestro partido


comunista tan estalinista?

G.: Me reñero al leninism o. A ftn de cuentas, fue Lenin quien


dijo : «D adm e un centenar de hombres acostumbrados a en ­
frentarse a la policía, y me apoderaré de Rusia». ¡Eso es e fi­
cacia! Stalin fue una creación de Lenin.

S.: Pero ¿tenía Lenin otra opción? Atacado por todas partes,
por ejércitos «voluntarios» venidos de catorce países capita­
listas, por dos temibles ejércitos blancos, con la economía en
quiebra, improductiva, sin comida ni calefacción, ¿qué más
podía hacer? De no haber recurrido al criterio de la eficacia,
habría sido el ftn de los bolcheviques. De ahí la Nueva Política
Económica, la Checa [la policía secreta], las represiones...

G .: Y de ahí el estalinismo. Una vez que se instaura la eficacia


como criterio que rige una sociedad, el idiota se convierte en
esclavo, y el genio en dictador.

404
S.: Que es la razón por la cual el ímpetu revolucionario debe
permanecer en manos de un grupo.

G.: No obstante, admira usted a Pierre. que dirige a los maos


como si fuera un dictador.

S.: Pero les anima a discutir sobre las estrategias y las dificul­
tades, y a votar las acciones que van a llevar a cabo.

G.: Pero, diga lo que diga al respecto, sus opiniones siempre


prevalecen.

S.: Es cierto. Yo siempre le digo que debe democratizar a los


maos, que éstos deben convertirse en un verdadero grupo en
fusión.

G.: Pero no es así, por eso tantos abandonan el grupo.

S.: Entonces fracasarán.

4°5
JU N IO DE 1973

G e r a s s i : ¿Por qué Malraux se volvió tan vengativo respecto a


Les Temps s? De Gaulle aún no había llegado al poder,
em
d
o
M
¿verdad?

Sartre: La verdad es que no lo sé. Creo que fue porque publi­


cábamos cosas de Víctor Serge, y por la amistad de éste con la
mujer de Trotski. Malraux odiaba a los trotskistas, probable­
mente porque durante un tiempo había estado muy cerca de
ellos, y no tenía ningún respeto por Serge, quizá porque m u­
chos intelectuales lo veneraban.' Publicamos varios pasajes
de sus memorias y algunas de sus cartas, en especial las que le
escribió a la m ujer de Trotski.

G.: ¿Y por qué Gallimard cedió a las exigencias de Malraux, si


Les Temps ,M
s a pesar de no tener una enorme tirada, era
em
d
o
una revista extrem adamente popular entre los intelectuales
franceses, sobre todo entre los neutrales?

S.: Gastón [Gallimard, el fundador de la editorial] tenía pavor a


Malraux. Aprovechando que Gastón se ha retirado y que [su hijo]
Claude ha tomado el relevo y, además, que el viejo propietario de
Julliard ha muerto, le pedimos a Claude si podíamos regresar a
Gallimard, y aceptó. Es más bien de derechas, pero tanto le da.2

G.: ¿Ha intervenido Claude alguna vez, o ha hecho propuestas?

S.: No, nunca. Cuando publicamos unos artículos de los anti-


Psiquiatras se interesó por ellos y publicó libros de Pontalis,
[David] Coopery [Ronald David] Laing.3
G.: ¿Tuvo usted una áspera disputa con Pontalis?

S.: No, fue una simple discusión. Dijo que no podía avalar aquel
artículo [« L ’homme au magnétophone» (El hombre del mag­
netófono)], y dimitió [del consejo de redacción de Les Temps
Modemes].Yo no lo presioné para que dimitiera; de hecho, le
dije que podía escribir tantas refutaciones como quisiera.

G.: Tiene usted mucha mano izquierda para no granjearse la


antipatía de la oposición, como aquellos sacerdotes que fueron
prisioneros con usted. El otro día intenté volver a ver a Leroy,
A

pero está en Africa. Me dijo que era usted el eje de su existen­


cia, y que lo había abandonado, pero luego se desdijo.

S .: Es un tipo muy raro. En el stalag se tomaba su papel de sa­


cerdote muy en serio, de forma muy metódica. Luego empezó
a cuestionarse los votos a causa de las mujeres, abandonó la
Iglesia, se casó, y ahora se ha separado.

G.: Usted le pidió que interpretara el papel de recitante de


su obra de teatro Barioná. ¿Trataba de apaciguar la ira de los
alemanes?

S.: No, de ningún modo. Pensé que podría ser un gran actor,
y no me equivoqué. Pero ése no era el papel principal. El pro­
tagonista era Barioná, por supuesto, que es Jesús, o un Jesús
rebelde. Los alem anes captaron perfectam ente el m ensaje
—no renunciar jamás a la lucha—, pero o bien no les importaba
lo más mínimo, o bien pensaron que daría un poco de ánimo
a los prisioneros y que, dadas las circunstancias, no tenían nada
que temer. Tal vez les gustó el hecho de que Barioná muriera
con Jesús. Vinieron a ver la obra cuando la montamos, y pa­
reció gustarles.

G.: ¿ Y a lo s sacerdotes?

408
S.: Les encantó. Además, la obra dio pie a horas y horas de
discusiones. Cuando apagaban las hogueras a las nueve de la
noche, nos reuníamos en torno a una vela y discutíamos am is­
tosamente.

G.: ¿Sobre qué?

S.: Sobre cualquier cosa. Recuerdo una discusión: ¿de dónde


salió Jesús?, ¿de la vagina, todo ensangrentado, enredado en el
cordón umbilical, o bien del estómago, todo limpio y rosado?
Como ni la Biblia ni ningún texto sagrado lo especifica, la con­
versación era muy acalorada, pero sin animosidad. De hecho, a
los sacerdotes les entusiasmaban aquellas sesiones nocturnas,
especialmente si discutíamos cuestiones morales.

G.: ¿Como qué?

S.: Bueno, pues, como supondrá, la cuestión principal era la


siguiente: si Dios es todopoderoso, ¿cómo puede el hombre
ser libre?

G.: Ah, sí, la fam osa discusión con la policía, con aquellos
agentes de la Resistencia.

S.: ¿Cuál? Hágame memoria.

G.: Según Leroy, cuando los metieron en su barracón, ense­


guida dijeron: «D e acuerdo, vamos a organizar una evasión.
Somos capaces; tenem os que estar dispuestos a todo para
escapar». Entonces usted preguntó: «¿A tod o?». « S í» , repli­
caron. «Pues vayan a sodomizar a ese asqueroso cerdo nazi. Lo
desea y lo necesita. Y, mientras tanto, nosotros nos escapare­
mos». «N i hablar», respondieron los agentes. Y usted llegó
a la conclusión de que la moral impone límites al comporta­
miento humano.
S.: Ya no me acuerdo, pero me pregunto si se habrían negado
de haberse tratado de un nazi joven y apuesto, como los típi­
cos alemanotes. En tal caso, parece más una cuestión de gustos
que de ética, pero lo cierto es que debimos de hablar largo y
tendido de este tipo de asuntos.

G.: ¿Todas las noches? ¿Como un ritual?

S .: Sí.

G.: ¿Y los sacerdotes sabían que era usted ateo?

S.: Por supuesto. Lo aclaré cuando los demás aceptaron que yo


escribiera la obra de teatro.

G.: ¿Fue el hecho de escribir y montar Borionó lo que despertó


su amor por el teatro de por vida?

S.: No, de hecho ya había escrito varias piezas de teatro a par­


tir de mi segundo año de lycée. Escribía operetas tontas y obras
de un solo acto.

G.: ¿Del mismo estilo que sus primeras novelas? ¿El rebelde
frente a un mundo cruel?

S.: Pues sí.

G.: ¿Por qué? Al h n y al cabo, usted era un buen chico burgués,


cuyos deseos se hacían más o menos realidad, y era adorado
por su madre y colmado por su abuelo. ¿Por qué se rebelaba?
¿Contra qué o contra quién se rebelaba usted? Tal vez debe­
ríamos volver atrás y hablar sobre su relación inexistente con
su padre. ¿Qué recuerdos tiene usted de su padre?

S.: Muy pocos. Encima de la cama de mi madre había una fo­


tografía de un oñcial de la marina, con una barbita estrecha,
creo, que supuestamente se parecía a mí, aunque por aquel
entonces yo ya tenía un ojo que se desviaba del otro. « E s tu
padre», me dijeron. Y, muy de vez en cuando, durante la cena,
se hablaba de sus proezas, pero yo sospechaba que eran inven­
tadas. Aparte de eso, nada.

G.: ¿Se sentía usted abandonado por su padre?

S.: No, en absoluto.

G.: En Flaubert insiste usted en la importancia de los primeros


seis meses de vida de una persona. ¿No es su caso?

S.: Tal vez, pero necesitaría someterme a un análisis intenso


para dilucidarlo. En una ocasión lo intenté con Pontalis, pero
los dos decidimos interrumpir el psicoanálisis porque éramos
demasiado amigos. No cabe ninguna duda de que un psicoa­
nalista se centraría más en mi relación infantil con mi madre,
que era bastante incestuosa, al menos en términos visuales. A
los once o doce años, a menudo me la imaginaba desnuda,
y luego que hacía el amor con ella, aunque no sabía cómo. En­
tonces apareció mi padrastro, y ella empezó a dormir con él,
cosa que me hacía sentir celoso. O, más bien, me horrorizaba
la idea de que tuvieran relaciones sexuales. Para colmo, él era
bastante mayor que ella, y la idea de su cuerpo gastado enci­
ma del cuerpo joven de mi madre me horrorizaba. Pero lo cier­
to es que él no pasaba mucho tiempo con ella; era un jefecillo
que daba órdenes a la gente, y yo lo odiaba por eso. Pero no
tengo ni idea de dónde saqué ese antagonismo de clases. En
casa también hablaba como un jefe, daba órdenes a diestro y
siniestro. De vez en cuando intentaba comportarse como un
padre, pero enseguida volvía a ser autoritario, y a menudo mi
madre tenía que intervenir. ¿Su actitud me convirtió en un re ­
belde? Lo dudo. Nunca me impuso sus valores ni su estilo de
vida, y si digo que lo odiaba miento, simplemente no le tenía
ningún respeto. Por tanto, ¿me burlaba del éxito porque él era
tan exitoso en aquella época de mi adolescencia? No tengo la
más remota idea, tanto más cuanto yo admiraba a los héroes de
Zévaco. todos ellos muy exitosos. Pero su éxito consistía en sal­
var a los demás. Mi madre defendía a mi padrastro argumen­
tando que éste salvaba la vida a los demás al darles un trabajo
bien pagado, pero me dejaba frío.

G.: No obstante, al final de su trayectoria, se ha convertido us­


ted en un verdadero colectivista, sin por ello haber vivido ni un
solo día en colectividad —aparte de en el campo de prision e­
ros, durante la guerra—, en una especie de marxista extremo y
convencido, una postura que requiere cierto tipo de vida; e s­
tá usted enraizado en una interpretación m arxista-leninista-
maoísta de la lucha de clases, que exige a sus adherentes que
vivan según los principios que predican, pues para declararse
mao, uno debe ser mao, partícipe de un grupo que, pese a sus
errores, y Dios sabe que comete m iles, espera que uno viva
conforme a los principios que predica, aunque no siempre sea
así, pero al menos que lo desee y lo intente.

S.: Pierre sí, en cierta medida.

G.: ¡Vamos, Sartre! Vive con su m ujer, bien separado de sus


camaradas, que ni siquiera tienen su número de teléfono. Es
como usted: los dos acuden a las reuniones, deñenden su pos­
tura, o sim plem ente se contentan con m anifestarla, y luego
vuelven a casa, no respon den al teléfo n o , y usted trabaja
en Flaubert, que será leído y admirado por los académicos, p e­
ro no contribuirá en modo alguno a la revolución. Entonces,
¿cómo participa usted en los grupos en fusión ? Dicho esto,
reconozco que es usted un rebelde hasta los tuétanos, siempre
crítico con la izquierda mayoritaria y los m arxistas-leninistas
al uso. Teniendo en cuenta que vivió usted una infancia feliz,
que su madre le quería y su abuelo le mimaba, aunque a veces
le prohibiera cosas, ¿cuándo nació su rebeldía?

412
I
I
S.: En Ea RocheUe.
íi
\/

i G.: ¿Por qué? ¿Porque se sentía usted marginado? ¿Porque el


grupo ya estaba formado cuando usted llegó y se mostró reti­
cente a aceptarle? Eso pasa en todos los grupos de adolescentes.

S.: Antes de llegar a La Rochelle no sólo estaba mimado, sino


que me sentía extático, porque vivía con un dios que me amaba.
Aquel monstruo alto y de barba blanca, al que todo el mundo
respetaba pero también temía, me amaba. Perderlo cambió las
cosas. Recuerdo que cuando apareció en la iglesia para anun­
ciar a los parroquianos congregados allí que Francia había ga­
nado la batalla del Marne, fue como si Dios en persona hubiera
hablado, incluso como si hubiera permitido aquella victoria.

G.¡ De acuerdo, era la perfección misma, y cualquier persona


que piense un poco acaba rebelándose contra la perfección im ­
puesta, pero ¿es ésa la raíz de su rebeldía? Mucha gente podría
decir lo mismo.

S.: Pero yo sabía que Charles no era perfecto, que, en realidad,


era un impostor, un bufón. Luego pasó lo de La Rochelle.

G.: ¿Cuando le robó usted dinero a su madre para comprar ca­


ramelos con los que sobornar a la pandilla para que le admitie­
ran? Cualquier niño en esa situación habría hecho lo mismo,
pero no se habría convertido en un ardiente maoísta.

S.: No se olvide de mi padrastro. No sólo no me gustaba cómo


nos trataba a mi madre y a mí, como un jefe, sino que además
sabía que era un jefe, que daba órdenes a la gente, que debían
llamarle «patrón», porque les pagaba para que hicieran lo que
él quisiera.

G.: Eso no basta para adquirir una conciencia de clase y com­


prometerse con la lucha de clases. La rebeldía es más profunda.

4 i3
S.: Creo que mi rebeldía está ligada a la literatura, ya que leer
era una forma de escapar de la realidad para intentar encontrar
la verdad en otra parte.
A

G.: Así no se obtiene el diploma de agrégation. ¿En la Ecole


Nórmale también se refugiaba usted en la lectura?
/

S.: Sí, pero ya no la consideraba un refugio. En la Ecole Nór­


male llegué a la conclusión de que todo era una farsa gigantes­
ca. Recuerde que la primera vez suspendí, porque escribí un
texto absolutamente original, mi Teoría de las emociones, que
se publicó más tarde, así que la segunda vez tuve que am ol­
darme a las exigencias. Fui a la biblioteca, descifré el esquema
de las tesis que habían quedado en el primer puesto en los úl­
timos diez años, hice exactamente lo mismo en las primeras
sesenta páginas de la mía, y a continuación añadí doscien­
tas cuarenta páginas de citas de los profesores y los filósofos
más respetados en aquella época —es decir, ni una palabra so­
bre Hegel—, y conseguí el primer puesto. Más tarde, una noche
A

me deslicé en la Ecole Nórmale y destruí todos los ejemplares


A

de mi tesis. No, para mí, la Ecole Nórmale, aparte de esos ejer­


cicios estúpidos, fue mi última huida, aunque no me di cuenta
hasta mi prim era crisis, e intenté disfrutarlo al máximo.

G.: ¿Maheu, Guille, N izanyA ron pensaba como usted?

S.: No creo que vieran la época en la École Nórmale como yo,


es decir, como el fin de la buena vida, por decirlo de algún
modo. Aron era demasiado serio. Nunca se apuntaba cuando
íbamos de putas y a emborracharnos, pero Maheu sí-, como le
dije, era muy divertido, hasta que empezó a subir peldaños en
la U N ESCO .

G.: Creo que ya le conté que cuando entrevisté a Maheu estu­


vo increíblem ente nostálgico, y aunque se negó a hablar de su
romance con Castor, aun sabiendo que yo sabía que él había

414
sido el primer amante de Castor, cuando evocaba escenas en
las que aparecía ella, se le humedecían los ojos. Me gustó mu­
cho. ¿Cambió su grupo al incorporarse Castor?

S.: Para mí, no, pero Maheu no se alegró en absoluto cuando


le dije que Stépha nos había presentado a Castor. De hecho,
Stépha y Castor tenían una relación muy estrecha, siempre es­
tudiaban juntas, y como Stépha vivía con Fernando, era natural
que los cuatro empezáramos a salir juntos. Cuando estábamos
todos, la cosa no funcionaba. Al comienzo, Fernando y Castor
no se llevaban muy bien; a ella le desconcertaba la arrogan­
cia de Fernando, hasta que descubrió que era una coraza para
ocultar su inseguridad, su incesante búsqueda de un dios que
sabía que no existía, pero, como sabe, al final nos hicimos muy
amigos, y Maheu pagó el pato.

G.: ¿Fernando y Castor llegaron a tener un romance?

S.: Debería preguntárselo a ella, aunque ya conoce usted a su


padre; tenía que seducir a todas las mujeres que le gustaban,
pero empezó cortejando a la hermana de Castor, Poupette.

G.: ¿Y Stépha y Maheu? Se lo pregunté a Maheu, pero se es­


currió.

S.: Todo el mundo estaba enamorado de Stépha, y seguro que


Maheu también. Pero, como sabe, a Stépha no le importaba lo
más mínimo con quien se acostaba Fernando, pero mandaba
a paseo a todos los hombres que intentaban seducirla.

G.: ¿Conoce usted la historia de Noiditch? No sé cómo se ape­


llida, pero había sido amante de Stépha en Viena, antes de que
ella conociera a Fernando. Un día, llegó a París, sin blanca, y
Stépha se alegró y se inquietó mucho al verle. Fernando le dio
dinero a Noiditch para que saliera con Stépha y la invitara por
todo lo alto. En realidad, pretendía apaciguar su sentimiento
de culpa. Cuando volvieron a verse, Noiditch le devolvió el
dinero a Fernando, diciendo que ella había insistido en que
fueran a cenar a un restaurante de estudiantes, y que se había
negado a acostarse con él, pues decía que estaba demasiado
atada a ese «tiran o». Al parecer, acto seguido, añadió: « D e­
vuélvele el dinero; él también es muy p o b re » .

S.: ¡Jajajá! Todo el mundo adoraba a Stépha.

G.: ¿Usted también?

S.: No se imagina cuánto.

G.: ¿Y logró usted seducirla?

S.: No, nadie.

G.: A sí que los dos grupos permanecieron separados. Por una


parte, los cuatro, las dos parejas burguesas respetables y, por
otra parte, el trío, riéndose, yendo de juerga, de putas, y em­
borrachándose, ¿no?

S.: No; en prim er lugar, tal vez sus padres procedieran de en­
tornos burgueses, pero siempre estaban sin blanca. Era raro
que Fernando vendiera un cuadro, y Stépha se ganaba la vida
dando masajes faciales a sus amigas ricas, o al menos con más
dinero que ella. Y el trío no era como cree usted. Maheu anda­
ba con nosotros, pero estaba casado y a última hora de la tar­
de volvía a casa. No, el trío lo formábamos Nizan, Guille y yo.
Luego Nizan se fue a Aden, y el trío desapareció, pero Maheu
no formaba parte de él.

G.: Guille también estaba con alguien, pero seguía en el trío.


¿Maheu se sentía incómodo con sus amigos por el hecho de
proceder de una familia de campesinos?

416
S.: ¿De una familia de campesinos? ¿De dónde lo ha sacado
usted1’ Sus padres eran profesores universitarios.

G.: Me lo dijo él.

S.: Porque tenían una granja. ¡Ja! Le estafó. Bueno, en realidad


hay que ser un estafador para dirigir la unesco.

G.: ¿Y Aron, que pretende haberse inventado la idea de la con­


tingencia y haberle descubierto la fenomenología?

S.: Otro estafador. Como le dije, la «contingencia» era una


idea a la que yo le daba vueltas desde la adolescencia. Iba de
la mano con mi idea de que la necesidad no existe más que
en las matemáticas, pero Castor y yo lo pasamos por alto cuan­
do sellamos nuestro pacto. En cuanto a la fenomenología, su
padre estuvo hablándome de Husserl durante dos años antes
de que Aron fuera a Alemania. Hasta leí un libro de [Emma-
nuel] Lévinas al respecto. No, lo que Aron quería es que yo
fuera a Alemania, con todos los gastos pagados, para diver­
tirme. El problema es que todo el mundo le ha echado mucho
cuento, yo incluido, porque fui a Alemania el mismo año que
los nazis se enfrentaban a los comunistas por las calles de Ber­
lín, mientras que yo bailaba e iba de putas a los cabarets.

G.: Pero al menos estudió un poco, ¿no? ¿Y Hegel?

S.: Pero ¿está usted loco? ¿Quién va a un país desconocido,


lleno de historia y de cultura, para leer a Hegel, para más inri?

G.: Entonces, ¿dónde encontró, o más bien dónde encontró y


transformó, su idea de «en -sí» y «para-sí»?

S.: En mi cerebro.

G.: ¿No leyó usted la Fenomenología del espíritu en aquella época?

417
S.: Sí, claro, después de la guerra.

G.: ¿Cómo? ¿En el 45? ¿Después de escribir El la nada?

S.: Sí. Y lo que no sabía lo aprendí más tarde, a través del li­
bro de Hyppolite. Mientras fui prisionero no tenía acceso a su
obra,4 pero al leerla añadí varios capítulos a El ser y la nada. Al
verdadero Hegel lo descubrí después de leer a Marx, que fue
quien logró que Hegel fuera conocido en todo el mundo.

G.: Cosa que explica por qué en la Crítica parece usted muy
próximo a Hegel, pero no en El ser y la nada.

S.: Exacto.

G.: Así que el mito de que Aron le impulsó a elaborar las ideas
que recoge usted en El ser y la nada es sólo eso, un mito, ¿ver-

dad? El m ism o, en la entrevista que le hice, declaró que las
ideas eran suyas.

S.: Él no tuvo absolutamente nada que ver con la elaboración


de El ser y la , ni de ninguna de mis ideas filosóficas. Yo
d
a
n
no le comentaba nada; es imposible: al instante interpone sus
propias ideas sobre cualquier cosa que se hable. No, de hecho,
me acuerdo perfectamente de cómo empecé a desarrollar mis
ideas en 1940, en el ejército, antes de caer prisionero. Recuer­
do que durante la extraña guerra me dieron un permiso y lla­
mé a Castor; ella fue a recogerme a la estación, y enseguida
comencé a explicarle mis ideas. Hablamos —sobre todo ha­
blé yo— durante horas, mientras tomábamos un largo desayu­
no. Sus comentarios me ayudaron muchísimo. Recuerdo que
me decía: «H a sacado esta conclusión demasiado deprisa»,
o «Esto no queda muy claro », o «D ebería am pliar esta de­
ducción». Con Aron, esto era imposible; de inmediato expli­
caba cómo dem ostraría él tal cosa, y se iba por la tangente,
aunque a nadie le importara un comino lo que contaba.
G.: Tengo la sospecha de que todos esos m itos sobre A ron son
cosa de los m edios de com unicación, que adoran su postura
política pro estadounidense y conservadora.

S.: Sin ninguna duda. Y porque, a todas luces, es totalmente,


completamente, sistemáticamente de segundo orden; funda­
mentalmente, es un imbécil rematado.s

419
NOVIEMBRE DE 1973

En
G e r a s s i: El ser y la nada perseguía usted dos obje
prenderse del determinismo, a ftn de afirmar la libertad hu­
mana, y subrayar la plena realización de esa libertad a través
de la creatividad y la contingencia que rige nuestras acciones,
así como la conciencia que tenemos de ellas, que define usted
como activa, y a la que llama praxis.

S a r t r e : Aún
no. Eso es en la Crítica. Deduzco que ha leído usted
las notas que le di el año pasado para mi ética y para el segundo
volumen de la Crítica. Tenga presente que ninguna de las dos
obras está concluida, y que aún tardaré un tiempo.

G.: En El ser y la nada partía usted de la noción hegeliana del


amo y el esclavo, sin citarla literalmente, y ahora sé por qué:
aún no había leído usted a Hegel. Con todo, su interés era fun­
damentalmente psicológico, pues pretendía demostrar en qué
medida el amo depende de su relación con el esclavo, que le da
validez y, así, los objetiva a ambos, cosa que usted definiría más
tarde como práctico-inerte. En sus notas para una ética, que,
por cierto, me han entusiasmado, y que ojalá se decida usted
a publicar,1 y en el primer volumen de la , su interés se
ha desplazado del individuo al grupo o, más bien, argumenta
usted que para que el individuo adquiera una intencionalidad,
es decir, un sentido histórico, debe crear un grupo, es decir,
formar parte de un grupo en fusión. Pero como la necesidad
del individuo de tener un sentido perdura, los «intereses ob­
jetivos de clase» de Marx ya no bastan para explicar el movi­
miento histórico. En consecuencia, no existe la garantía, ni
la inevitabilidad y, por tanto, tampoco existe el materialismo
histórico, aunque la lucha de clases continúe siendo la expli­
cación principal del movimiento y de la evolución históricos,
como demuestra usted a través del análisis de las revoluciones
francesa y rusa.

S.¡ De acuerdo, prosiga.

G.: De acuerdo. No existe ninguna garantía de que vayamos a


ganar algún día, pero, sin darse cuenta, el enemigo que nos
oprime nos da las herramientas para intentarlo. Como esa
especie de «colectivo» que toma la Bastilla y se une en un gru­
po en fusión coherente y cohesionado intencionadamente,
es decir, conscientemente o, en sus palabras, en la praxis. Bue­
no, una vez tomada la Bastilla, ¿qué? Surge un partido «m e­
diador» en el seno del grupo, creando una dinámica que llama
usted de «fraternidad-terror», porque constituye tanto una
amenaza (al dar órdenes) como una solución potencial ante
un callejón sin salida (al proponer soluciones). Por otra par­
te, este partido «m ediador» permite que el individuo en­
tienda mejor su propia postura, al confrontarse el yo con los
otros. Ello lleva tanto al individuo como al grupo a redeftnir su
libertad como un acto y, por tanto, a considerar las organizacio­
nes y las instituciones degradantes o alienantes o, recurriendo
a las palabras de la Crítica, senadoras y atomizadoras, lo cual
significa que si ganamos, o estamos ganando, alcanzaremos
unas condiciones de vida en las que la escasez material desa­
parecerá. Con todo, la conclusión más importante, a mi en­
tender, es que nadie podrá ser libre a no ser (pie todos seamos
libres, que nuestras luchas deben pasar por grupos en fusión,
que nacen de la base, del pueblo, aunque temporalmente su­
fran su «fraternidad-terror», y aunque la historia siga, tal vez
no determinada materialmente, pero sí definida adrede como
una lucha de clases. Y esa lucha —y éste es el hilo que une sus
obras tempranas, como El ser y lanada, con sus li
riores, como la Crítica— no sólo libera al esclavo, sino también
al amo y, por tanto, los humaniza a ambos.
S.: ¿Y qué aportan a todo ello mis notas para el segundo volu­
men de la Crítica?2

G.: Lo que he sacado de sus garabatos, dificilísimos de inter­


pretar, son unas cuantas precisiones que me han ayudado a
comprender lo que acabo de decirle. Como la «totalización»,
por ejemplo, aunque ya hablamos de ella hace tiempo. Me ha
gustado su ejemplo del artista que pinta, la mezcla de la ima­
ginación con trozos de pintura, de tela, de pequeños guijarros,
qué sé yo, una combinación que constituye una entidad social,
una cosa en sí misma, que, una vez acabada, claro, no es más
que un trozo inerte que empieza a degradarse. Se trata de un
trozo de «materia obrada», que ha sido totalizada por la activi­
dad humana, y que luego es institucionalizada por organizacio­
nes alienantes. Es una buena forma de aclarar mi ejemplo del
autobús, del grupo en fusión que se apodera del autobús, y lue­
go se vuelve seriado después de abandonarlo, pero permanece
alterado para siempre, afectando, pues, al estado de las cosas.
Como ha dicho usted, el grupo ha expresado una subjetividad
creativa al desplegar su libertad intencional. Así que por muy
seriado que se vuelva, no se trata de una derrota, sino tan sólo
de un hiato en la lucha sin ñn a través de la cual se expande la
libertad. También me ha gustado su definición del concepto de
fraternidad-terror, que se convierte en un «grupo juramenta­
do», que engendra el «momento de la trampa», que marca el
paso de una libertad creadora a una inercia institucional. Nada
es fácil, ¿no? En política, al igual que en nuestra conciencia,
somos una mezcla de « e n -sí» , que corresponde a una iden­
tidad sólida, inerte, y de «para-sí», que es un explorador en
movimiento, activo, dinámico; se trata de una dialéctica per­
petua entre nuestra «facticidad» y nuestra «trascendencia»,
que se resuelve con una zambullida «en situación», donde se­
remos «m ás» porque somos la praxis que busca escapar de las
constricciones y expresar nuestra libertad. Eso es lo que dice
usted en su Crítica, así como en El ser y la nada, al afirmar que
estamos «condenados a ser libres».

4?3
S.: Bien. Arlette le dará el resto de la Critica —bueno, aún no
la he terminado—, o al menos el nuevo manuscrito corregido,
cuando acabe de transcribirlo. De hecho, lo ha corregido, pero
no ha dejado de pedirme que fuera más preciso y que le dijera
qué debía escribir. Es posible que no lo retome jamás. Ya estoy
demasiado ciego como para escribir.

G.: ¿Cómo? Desde que he vuelto no he hecho nada más que


leer lo que ha escrito usted desde que me fui; artículos, dis­
cursos. .. No ha parado usted ni un momento.

S.: No es lo mismo. Los artículos, los discursos, por mucho que


los escriba, lo cual es necesario en el caso de las conferencias
políticas o ñlosóñcas importantes, son una cosa, y escribir es
otra. Los artículos y los discursos se escriben solos; casi po­
dría dictarlos. Pero escrib ir... No entiendo a los estadouni­
denses que utilizan máquina de escribir; yo necesito escribir
a mano.

G.: Pero los escritores estadounidenses que yo conozco utilizan


la máquina de escribir igual que usted la estilográfica. No tie­
nen la habilidad de las secretarias que pueden picar sesenta u
ochenta palabras por minuto sin mirar siquiera el teclado. No
han ido a ninguna escuela para aprender a teclear. Utilizan dos
dedos, como yo, y ven cada una de las letras que pican.

S .: De todos modos, para mí es importante la forma de las pa­


labras, su apariencia, su disposición en la página. Y, ahora que
ya casi no veo con un ojo, cada vez me resulta más difícil escri­
bir. Acabo haciendo garabatos.

G.: Pero siem pre ha escrito usted de tal modo que muy poca
gente podía descifrar su caligrafía...

S.: ¡Ja! Bueno, Arlette transcribe lo que escribo, Castor puede


leer mi letra, y usted también, ¿no?
G.: A duras penas. Aún me acuerdo de las sesiones familiares,
en casa, cuando Stépha recibía una carta de Castor, cuya cali­
grafía es aún peor que la suya. Nos sentábamos en torno a la
carta y decíamos: «Esto es una/», «No, es unap», y así suce­
sivamente. Tardábamos siglos en descifrar una carta.

S.: Pero entiende usted mi caligrafía, ¿no?

G.: A decir verdad, ahora mismo la parte más ardua de mi tra­


bajo con usted es leer sus obras inéditas, como su Moral de
1964- ¡Menudo trabajazo! Pero me alegro de haberlo hecho,
porque la transcripción de Gallimard está repleta de errores.

S.: Pero usted tiene ventaja, porque ha convivido con nosotros,


incluso de niño, así que sabe cómo nos expresamos, o puede
adivinarlo.

G.: Pero ha intentado usted dictar, ¿verdad? Todo el libro de


conversaciones con Pierre y Gavi está grabado en casetes, que
Arlette está transcribiendo. ¿Por qué no escribe así?

S.: ¿Novelas?

G.: Claro, como Simenon.3

S.: Novelas quizá, pero así no podría escribir análisis concien­


zudos en los que cada palabra es crucial.

G.: Pero sí que podría dictar obras de teatro, porque pronuncia


usted los diálogos en voz alta a medida que escribe.

S.: Pero ya no escribo obras de teatro ni novelas. Y lo demás


resulta demasiado arduo, porque ya casi estoy ciego.

G.: ¿Aún ve? ¿Y la tele? ¿Sigue usted yendo a desayunar solo a


un café todas las mañanas? ¿Ve suficiente?

4^5
S.: Miro la televisión con mi hija dos noches por semana. No
distingo a la gente, apenas veo formas vagas, pero oigo los diá­
logos, así que aún puedo disfrutar un poco. Los coches sí que
son un problema: veo el movimiento, pero no lo distingo a m e­
nos que se encuentren a menos de diez metros de distancia,
y entonces podría ser demasiado tarde si el coche circula muy
deprisa. Respecto a la escritura, bueno, ya lo ve, garabateo, a
veces una línea encima de la otra, porque no veo lo que escribo.

G.: ¿Y la columna que publica usted los lunes en ?*

S.: La hago como si fuera una entrevista, es decir, Pierre me


hace preguntas sobre el tema que quiero abordar, y luego da
forma de columna a mis respuestas. Y Stépha, ¿cómo se las
arregla con sus afecciones? ¿Aún ve?

G.: Como usted: ve los movimiento a diez metros de distancia.


Ahora se desplaza con un andador y un bastón. Y sigue coci­
nando, reconociendo los ingredientes con los dedos. Se niega
a dejar de dar clases, así que cuenta con la ayuda de dos estu­
diantes, una joven rusa que la ayuda a preparar la asignatura de
ruso, y un chico que la ayuda con las clases de historia. Es tal
su conocimiento de la materia que sale adelante. Me dijo que
le gusta tanto dar clases que si tuviera que dejarlo se suicida­
ría. Me pidió consejo, expresándose con tanta serenidad que
le dije que la comprendía perfectamente.

S.: Creo que hizo usted bien.

G.: Lo que me asombra es la respuesta de sus alumnos. Asistí


a algunas de sus clases, sin decírselo a Stépha ni a los alum­
nos, que no me conocen. Si llegan tarde, se lo dicen; y cuan­
do toman la palabra, se presentan. Se comportan de manera
completamente diferente que en las otras clases. Y ella conti­
núa siendo una profesora fascinante. ¿Sigue usted negándose
a vivir con alguien que le ayude?

436
S.: Bueno, es que este estudio es muy pequeño, pero la verdad
es que he vivido solo toda la vida, excepto durante las vacacio­
nes. claro, y ya estoy acostumbrado, aunque el hecho de estar
sin teléfono me aterraba.

G.-. ¿Cómo se lo han reparado tan deprisa? Yo tardé cinco m e­


ses en conseguir el teléfono.

S.: Giséle Halimi habló con Edgar Faure, y me lo repararon


ayer.5

G.: ¿Faure? ¿Esa víbora reaccionaria? ¿Lo conoce usted perso­


nalmente?

S.: En 1958 íbamos a comer juntos, no recuerdo por qué, cuan­


do, de repente, un rumor sembró el pánico: París sería inva­
dida por los generales amotinados que estaban a punto de
llegar de Argelia para tomar el poder. Me llamó por teléfono
para decirme que todo francés debía ir a sentarse a la pista
de aterrizaje a ftn de impedir que los generales argelinos pu­
dieran aterrar. Y eso hicimos. Eramos miles de personas.

G.: ¿Y ello detuvo a los generales? Los generales no tienen nin­


gún respeto por los seres humanos. ¿Por qué no aterrizaron en
medio de la gente?

S.: Aún hay mucha controversia al respecto: quién originó


el rumor, por qué, y si era una forma de llevar a De Gaulle al
poder. Faure acabó uniéndose a De Gaulle. En cualquier caso,
ayer vinieron dos tipos a arreglarme el teléfono. Para mí, estar
sin teléfono es muy arriesgado.

G.: ¿Y los periódicos? ¿Alguien se los lee en voz alta?

S.: Castor me lee Liberation y algunas partes de Le Monde.

437
G.: ;A sí que está usted al corriente de los acontecimientos en
Chile?

S.: Está pasando exactamente lo que usted predijo. Los comu­


nistas se negaron a armar al pueblo antes de que fuera dema­
siado tarde, y ahora los van a ejecutar a todos.

G.: También van a ejecutar a los socialistas, al Movimiento de


Izquierda Revolucionaria y a todos los grupos de izquierda, in ­
cluso a algunos buenos cristiano-dem ócratas, aunque la m a­
yoría ha seguido al canalla de Eduardo Frei, que apoyó el golpe
de Pinochet. Dígame, ¿sigue usted el mismo horario que tiem ­
po atrás?

S.: Continúo viendo a Pierre casi todas las mañanas, que es mi


forma de estar al día en materia de política. El resto, como de
costumbre, aunque ya no voy nunca al cine. Sólo veo la tele,
conArlette.

G.: ¿Y sigue viendo a Wanda y Michelle como antes?

S.: Sí, y tam bién a mi amiga griega, que ahora está en París.

G.: ¿Y a Lena? Ella también está en París ahora.

S.: Sí, sí, la veo bastante a menudo.

G.: ¿Cuánto hacía que no la veía?

S.: Diez años, tal vez. Me gusta mucho verla, pero los se n ­
tim ientos de antaño han muerto, por culpa del tiem po, su ­
pongo, por parte de los dos, aunque me gusta mucho estar
con ella.

G.: ¿Hablan ustedes de los viejos tiempos?

4.38
S.: No, en absoluto.

G.: ¿Y los viejos amigos?

S.: El único amigo de verdad era Ehrenburg, y está muerto. ¿Y


Lena? ¿Le gustó?

G.: Mucho.

S.: ¿Le preguntó usted por los viejos tiempos?

G.: Más o menos, aunque tuve la impresión de que no le ape­


tecía contar gran cosa, salvo que era usted el hombre más fas­
cinante que había conocido en toda su vida. La conversación
me perm itió com prender que, para ella también, había sido
una relación muy intensa y profunda.

S.: Sin duda. Para mí también. ¿Qué aspecto tiene ahora?

G.: Tiene un aspecto magnífico, muy elegante. Está al corriente


de todo, es muy culta, muy leída.

S.: Castor me dijo que era la mujer más interesante que había
conocido jamás. Ninguna de las dos se mostró intimidada an­
te la otra.

G.: Y Castor puede intimidar, a diferencia de usted.

S , ¿Yo?

G.: Le voy a contar la experiencia de Catherine. Estaba muy in ­


timidada de antemano. «¡Oh, Dios mío, voy a conocer al gran
Sartre!» Pero me confesó que al cabo de quince minutos, en
el primer encuentro, se sentía perfectamente cómoda, estaba
haciendo bromas, medio burlándose de usted, incluso medio
flirteando con usted.

439
S.: Yo también lo sentí. Fue muy bonito. Ahora ya entiende por
qué me gusta tanto estar con mujeres jóvenes.

G.: Si, pero Lena no era tan joven cuando usted la conoció.

S.: Pero no fue un romance, sino algo serio. ¿Qué edad le pon­
dría usted?

G.: Diría que unos cuarenta y cinco. Volveré averia la semana


que viene. Me apetece mucho.

S.: Pero no me la quite, como hizo con Michelle.

G.: ¡Por Dios, Sartre! ¿Se está usted volviendo posesivo a es­
tas alturas?

S.¡ ¡Jajajá! ¿Y cuándo regresará usted a Estados Unidos?

G.: Cuando Lena se vaya. ¡Jajajá! Dentro de unas semanas.

S.: ¿Con Catherine?

G.: Sí, pero puede que ella no se quede si yo me uno a los tipos
de Weather. Si no, le veré dentro de un año.

S.: Que tenga suerte.


NOVIEMBRE DE 1974

Sa r tr e : ¿Cómo se encuentra Fernando?

G e r a s s i : Creo que sabe que va a morirse. Me pidió que le d i­


jera al cirujano que no lo reanimaran después de la operación
si no puede llegar al final del verano sin tomar morfina. Dice
que si toma morfina no puede pintar.

S.: ¿El médico aceptó?

G.: Me convocó a una reunión ayer por la mañana, justo antes


de que me marchara del hospital de la Universidad de Pen-
silvania para ir al aeropuerto de Nueva York. Habia seis m é­
dicos presentes: el anestesista, su ayudante, otro cirujano
y dos médicos más. Me hicieron toda clase de preguntas, muy
concienzudas, muy serias; a todas luces, querían asegurarse de
que Fernando pensaba lo que decía. Luego, cuando fui a despe­
dirme de él, le pidió a Stépha que saliera de la habitación, me
agarró la mano y me dijo: «Por favor, perdóname por toda mi
vida contigo, perdóname por no haberte dicho que te quería,
por no haberte felicitado cuando hacías las cosas bien, como
ser el primero de la clase en bachillerato, publicar libros, o ne­
garte a pagar una multa e ir a la cárcel. Jamás hagas con tus h i­
jos lo mismo que he hecho yo. Diles lo maravillosos que son
siempre que se lo merezcan». Tenía lágrimas en los ojos; era
la primera vez que lo veía llorar, y yo también lloré, claro.1

S.: Como ahora, imagino, aunque no puedo verlo, a pesar de


que veo mejor que el año pasado.
G.: Sí. Castor me lo ha contado cuando he llamado por teléfo­
no desde el aeropuerto esta mañana: también me ha dicho que
planea usted ir a Portugal.

S.: Precisamente quería hacerle unas preguntas al respecto.


¿Cuánto tiempo estuvo usted en Portugal? ¿Fue a todas partes?
¿Vio a Otelo [Saraiva de Carvalho]?

G.: La respuesta a todas las preguntas es sí. Estuve en agosto y


durante todo el mes de septiembre, y aún me habría quedado
más tiempo si Stépha no me hubiera mandado un telegrama
sobre Fernando. Otelo es m aravilloso; es divertido, de trato
llano, nada parecido a la idea que tenía yo de un oficial m i­
litar. [Carvalho fue uno de los líderes, junto con el general
Antonio de Spínola, del golpe de Estado m ilitar de izquierdas
que, en abril de 1974, derrocó el Gobierno m ilitar autorita­
rio de Portugal].2 Fuim os juntos en coche hasta el Algarve,
donde vive ahora que le ha pasado el relevo a Spínola. Le dije
que quería usted verlo, y está encantado ante la perspectiva
de conocerle.

S.: Robert [Gallimard] me dijo que se había llevado usted un


ejemplar impreso de las conversaciones con Pierre y Gavi [pu­
blicadas con el título de On a raison se ]. ¿Qué le han
parecido?

G .: Tengo muchas reservas. De entrada, me dio la im presión


de que ellos dos se odian.

S.: Bueno, sí, es verdad, no se tienen mucho aprecio. Pero


Pierre se ha moderado mucho, está más maleable.

G.: Ahora que está en el paro, digamos; quiero decir, ahora


que La Izquierda Proletaria se ha disuelto y La Cause du Peuple
ha muerto.
S.: El periódico ha muerto, pero van a lanzarlo de nuevo, ya
lo verá.

G.: Pero en el libro Pierre parece muy duro, muy desagradable,


como Gavi, por otra parte. Los dos repiten «yo esto», «yo lo
otro». ¿Qué ha sido de su colectivismo?

S.: Pero, de todos modos, ¿no se desprende de nuestras con­


versaciones que deseamos que surja un nuevo movimiento sin
líderes, espontáneo, que emane de la base, y que pueda emerger
con plena libertad, poniendo a todo el mundo de acuerdo...?

G.: Claro, pero sólo hasta que haya una crisis. Por ejemplo, si
todos están de acuerdo para manifestarse pacíficamente contra
una ley o una acción del Gobierno, y la policía carga, si algunos
quieren vengarse y otros quieren escaparse corriendo, ¿quién
decide qué hacer? ¿Quién lleva la voz cantante, quién convence
a todo el mundo de lo que hay que hacer?

S.: Nadie. Cada cual hace lo que quiere.

G.: ¡Ja! ¿Cree usted que así van a formar un verdadero movi­
miento, que ése es el camino hacia la revolución?

S.: ¡No diga tonterías! ¿No querrá usted centralismo?

G.: ¿De qué otro modo cree usted poder lograr una respuesta
unánime cuando la situación cambie inesperadamente?

S.: Ese es nuestro cometido, intentar encontrar una libertad


que sea eñciente.

G.: ¡Pero no en ese libro!

S.: No sea usted malvado. Primero intentamos elaborar la


categoría descentralizada de los grupos en fusión, y luego

4.33
estudiaremos cómo coordinarlos en acción. Ahora tenemos
que encontrar el modo en que los objetivos, o las tácticas,
pueden ser modificados con libertad, o más bien, en libertad,
cuando lo exijan las circunstancias.

G.: ¿Sin líderes? Por mi parte, y creo que también por parte
de los maos que son amigos míos, no quisiera ser guiado por
Benny, o por Pierre, como le llama usted.

S.: Creo que Pierre lo ha entendido. Quiere que hagamos otro


libro juntos, a partir de una conversación, precisamente para
esclarecer cómo actuar en tanto que colectivo absolutamente
libre, ya que el concepto de colectividad cambia si se considera
desde el punto de vista de la libertad.

G.: Y para ello, prim ero se necesita una teoría. No obstan­


te, usted mismo ha afirmado que la teoría debe nacer de la
práctica.

S.: Eso es lo que Pierreyyo intentaremos establecer en el próxi­


mo volumen.3

G.: Siento decírselo, pero tendrá usted trabajo para rato, por­
que lo importante, creo yo, es que Pierre se desprenda de su
intelectualismo. No es difícil bajar al nivel del grupo en lo re­
lativo al contenido. Basta con un poco de autocontrol para decir
con amabilidad: «En eso estoy confundido», o «Ahora me doy
cuenta de que no sé cómo podemos hacerlo», y así sucesiva­
mente. Pero renunciar al estilo, los aires, las fanfarronadas, los
puñetazos en la mesa, los andares y las miradas de superiori­
dad de los que hacen gala todos los intelectuales, sea de forma
consciente o inconsciente, es extremadamente difícil. Por eso
necesitam os revoluciones culturales. No bastaría con que
los maos tomaran el poder, suponiendo que pudieran; aún sería
más importante que reflejaran la angustia, las dudas interio­
res, las esperanzas y las aspiraciones, la auténtica expresión de
la libertad real de las masas. La izquierda, además de prometer
satisfacción, una buena vida o todos los eslóganes inventados
por los políticos, debe ofrecer un programa de desalienación
colectiva e individual. ¿Pueden ofrecerlo los maos?

S.: No, pero, a diferencia de la izquierda clásica, saben que ése


es su verdadero cometido. Pero espere, está usted tomando
notas a toda prisa. Volvamos a mi apartamento y utilicemos el
magnetófono. De todos modos, tendrá que redactarlo todo para
la entrevista en Playboy.

G.: En su opinión, ¿cuál ha sido su influencia en la Francia


de hoy, en las ideas y la política? ¿Qué efectos cree usted que
tendrá? En una palabra, ¿cuál es su legado?

S.: No lo sé. Ni siquiera sé si dejaré rastro.

G.: Sin duda, en la ñlosofía.

S.: Ah, sí, en la ñlosofía.

G.: ¿Y en el teatro?

S.: Mucho menos. No, lo que espero que deñna mi viaje en es­
te mundo es mi compromiso con la libertad, el hecho de que
todo lo que he escrito o cualquier acción en la que he tomado
parte ha nacido de mi necesidad de subrayar la importancia
de la libertad, de la verdadera libertad, no la libertad super­
ficial que tanto el Gobierno estadounidense como el francés,
o los comentaristas de uno y otro país proclaman que posee­
mos, es decir, la libertad de los ricos de decir y hacer lo que
quieran en los medios de comunicación que compran, o en las
elecciones que organizan y que están amañadas de antema­
no, o su equivalente, en forma de comités centrales; en suma,
esa libertad de mentira, que nos limita e, incluso, nos elimina
en tanto que agentes libres. Si lográramos crear un colectivo en

435
el que esos agentes libres pudieran expresarse, estarían com­
pletamente desalienados.

G.: Ese tipo de agentes libres no pueden existir bajo el capi­


talismo o el estalinismo. y su definición de la filosofía encaja
perfectamente con eso, ya que insiste usted en que la tarea del
filósofo es entender al ser humano en la época que vive, en lu­
gar de encontrar la verdad, ¿no?

S.: Interpretar al hombre en su época.

G.: Pero las épocas se definen por la libertad de base.

S.: Exacto.

G.: Por eso su aserto de que «Jam ás fuimos tan libres como
bajo la Ocupación» no es contradictorio.

S.: Exacto, porque teníamos opciones claramente definidas:


defendernos, de un modo u otro, o bien colaborar. En aquella
época, la libertad definía perfectamente nuestras elecciones.

G.: Y el hecho de que en Francia hubiera más colaboracionistas


que en ningún otro país ocupado no cambia las cosas. Demos­
tró usted que los colaboracionistas eligieron colaborar, que ésa
era su libre elección. Pero hoy en día no existe una situación
tan marcada.

S.: Pero el compromiso absoluto del individuo sigue siendo la


cuestión fundamental, y lo será siempre.

G.: Pero, hoy en día, la elección de un tipo de compromiso u


otro entraña muchas dudas.

S.: Pero, a pesar de las dudas, hay que tomar una decisión.

436
G.: Pero en 1942 no había ninguna duda. Cuando aquel hom ­
bre le pidió ayuda para decidir si debía quedarse en Francia y
ayudar a su anciana madre, o si debía marcharse a Londres
y combatir junto con la Francia libre, y usted le dijo que era
libre de elegir, para usted fue una respuesta sencilla. Hoy, la
situación, y por tanto el hecho de elegir, son mucho más cam­
biantes; decidir qué hacer resulta mucho más arduo.

S.; Es verdad; en 1942* el hecho de elegir luchar contra los nazis


influía en toda la vida de un individuo, aunque era de imaginar
o de esperar que los alemanes acabarían retirándose. Hoy no
existe una situación tan marcada, pero el compromiso del in ­
dividuo debe ser absoluto, en todas las situaciones. Ello im pli­
ca que las elecciones se presentan más deprisa, pero siempre
en el marco del compromiso.

G.; De acuerdo, retomemos el ejemplo anterior, el del grupo de


personas completamente comprometidas, que deciden, como
colectivo, ir a una manifestación todos juntos, y llevan a sus
hijos, porque acuerdan que su participación no será violen ­
ta. Pero la policía carga contra ellos, dando porrazos a diestro
y siniestro, y algunos manifestantes del grupo deciden esca­
parse corriendo, mientras que otros se quedan y se enfrentan
a los agentes. Se desvanece entonces la unanimidad, la toma
de posición colectiva, y aquellos que deciden luchar, al sentir­
se abandonados pierden fuelle y son aplastados por la policía.
Con todo, en su opinión, cada uno ha tomado una decisión l i ­
bre en tanto que colectivo. ¿No le parece contradictorio?

S.: No. La libre elección del colectivo de oponerse a una


acción determinada del Gobierno, acudiendo a una manifesta­
ción, era correcta. Lo equivocado fue pensar, como individuos,
que el colectivo determinaría la naturaleza del enemigo, por
eso malinterpretaron lo que podría pasar. El hecho de que una
m anifestación acabe siendo pacífica o violenta jam ás es
una decisión de los manifestantes. Sí, claro, la prensa siempre

43 ?
acusa a los gamberros, porque lanzan la primera piedra, o lo
que sea, pero eso es porque la prensa nunca entiende, o nun­
ca quiere mostrar que entiende que los gobiernos son vio ­
lentos en esencia. Jam ás m andan a la policía para salvar
vidas, pues su trabajo es proteger la propiedad y defender el
statu quo; en una palabra, la policía es violenta por naturaleza.
La violencia de aquellos que carecen de poder, de los pobres,
los oprimidos y los ocupados, es contraviolencia. El Gobierno
y sus medios de comunicación siempre tachan de terroristas
a la oposición si ésta recurre a la violencia. Pero la oposición
debe recurrir a la violencia frente a la violencia del Estado, que
es violento aunque no ejerza la violencia. El hecho de que los
estados tengan fuerzas de policía y ejércitos los convierte en
violentos por naturaleza, aunque no utilicen la policía o aun­
que el ejército no imponga su voluntad. Quienes se opongan a
esa voluntad no tendrán otra opción que ser violentos, aunque,
a su vez, no recurran a la violencia. Por tanto, retomando su
ejemplo, la decisión colectiva de oponerse al Gobierno entra­
ñaba la contraviolencia, aunque no la ejercieran. Y la reacción
del Gobierno a la manifestación era violenta, aunque los agen­
tes de policía no dieran ni un solo porrazo en la cabeza a nin­
gún m anifestante. Y, volviendo al asunto que discutíamos al
comienzo, hoy en día, el cometido del filósofo es aclarar, a tra­
vés del análisis de las contradicciones, la esencia de los e s­
tados, las diferentes opciones que tiene la gente en ese tipo
de situaciones.

G.: ¿Cree usted que los jóvenes de hoy lo entienden?

S.: Creo que sí; no todos, por supuesto, pero sí aquellos que
lucharon en el 68, sobre todo los de más edad, que recuerdan
cómo era Francia hace veinte años. En aquella época, hace cin­
cuenta años, o treinta, o incluso cuando se rebelaron en el 68,
en muchos aspectos Francia estaba en el centro del mundo, y
ellos lo sabían. París era la ciudad más estim ulante, con sus
pintores, sus escritores, su energía y su vida de cafés, envidiada

438
en todas partes. Y esa grandeza permitía que los alienados se
enterraran en ese paraíso cultural, que ignoraran el futuro,
que olvidaran que estaban alienados porque todo el mundo lo
estaba. Hoy, todo aquello queda muy lejos. Ya nadie cree que
seamos el centro del mundo.

G.: Peor aún. No sólo la cultura francesa ha perdido toda su


originalidad, sino que los franceses parecen odiarse entre
ellos, cosa que hace que la vida aquí sea...

S.: Mediocre. Absolutamente mediocre.

G.: ¿Y eso le vuelve optimista?

S.: Si, porque hace que los jóvenes comprendan —cosa que se
acentuará aún más en la próxima generación— que Francia ya
no cuenta, que formamos parte de un mundo alienado y alie­
nante que debe ser transformado, y que el proceso de trans­
formación en sí mismo es desalienante.

G.: Sí, pero, aparte del hecho de que ya no pueda usted ver, su
vida como parisino no ha cambiado.

S.: Yo soy un parisino por costumbre, pero desde hace mucho


tiempo estoy convencido de que cualquier acto revolucionario,
en cualquier lugar, contribuye a cambiar el mundo entero,

G.: Pero su compromiso revolucionario es bastante reciente.


¿Reniega usted de su pasado?

S.: No, en absoluto. De hecho, el libro que siento más cercano


sigue siendo La náusea.

G.: Con todo, en aquella época, y en esa novela en particu­


lar, su interés se centraba en el individuo solo y solitario que
se pregunta qué sentido tiene la vida. Y, en el fondo, su tarea

439
filosófica era responder a esa pregunta. Hoy, su pregunta es
qué senlido tiene la acción. La diferencia es abismal.

S.: La acción arrastra la vida, la acción y nada más. Mi vida


es algo dado, en una situación en la que he crecido alienado.
La alienación es propia del ser humano. No se puede hacer
nada contra algo dado: corresponde a mi condición humana.
Por el contrario, sí que puedo, y debo, combatir la alienación.
Ése es el único cometido de mi actividad. Y sólo puedo desa­
lienar mi vida formando parte de un colectivo. La acción in ­
dividual sólo conduce a más alienación.

G.: Con todo, le gusta saber que la gente continúa leyendo sus
obras, aquellas en las que un héroe salva a una dama en apu­
ros, a los extraviados y los débiles, como Zévaco, el héroe de
su infancia.

S.: ¿Por qué no? Esas obras forman parte de mi trayectoria


hacia la com prensión del hecho de que nuestra situación es
alienada.

G.: Entonces, ¿aún le alegra que la gente lea sus novelas, que se
representen sus obras de teatro, como ahora cerrada?

S.: Todas mis obras de teatro, y especialmente todos mis libros


de juventud, también muestran nuestra alienación.

G.: Como cuando escribió usted « e l infierno son los otros».


Pero esta sentencia parece una afirm ación psicológica.

S.: Si está mal interpretada, sí. Es psicológica y metafísica a un


tiempo. Hoy, la afirmación es política y metafísica a la vez.

G.: Pero dijo usted que ya no cree en la psicología. ¿Es verdad?

S.: Sí.

440
G.: No obstante, le interesaba lo bastante como para escribir
un guión larguísimo sobre el inconsciente.

S.: ¿Lo ha leido usted?

G.: Sólo he leído los pasajes que tiene Arlette, fruto de su fas­
cinación por la idea del inconsciente.

S.: No, entonces no lo interpretó usted correctamente; el


guión es sobre Freud y sobre su descubrimiento de la idea
del inconsciente.

G.: Pero si usted no creía en el inconsciente, ¿por qué escri­


bió el guión?

S.: Porque [el director de cine] John Huston me ofreció veinti­


séis millones [de francos], y en aquella época yo estaba arrui­
nado. ¿Vio usted la película [Freud, estrenada en 1963]?

G.: No, pero me gustó el guión.

S.: Huston lo cambió tanto que pedí que retiraran mi nombre.


Acabó siendo una película sobre Freud como persona y no so­
bre su supuesta invención del inconsciente, que ha tenido una
enorme influencia en la psicología hasta día de hoy.

G.: ¿No cree usted que el modo en que le educaron entrañó


ciertos patrones de conducta o ciertas ideas que, sin ser usted
consciente de ello, han deñnido su vida, y que el hecho de «no
ser consciente de ello» corresponde a lo que se suele llamar el
inconsciente? Como el hecho de que su abuelo jamás hablara
de Dios, pero sí de libros, señalando la biblioteca y diciendo
—creyendo, de hecho— que lo que estaba en aquellos estantes
era inmortal, transmitiéndole la convicción de que si sus libros
llegaban a los estantes, usted también sería inmortal, cosa de
la que sacó usted dos conclusiones: la primera, que Dios no
existe, o que si existe carece de importancia por completo, y,
la segunda, que no temía usted la muerte.

S.: Sí, claro, pero aquello no fue inconsciente. Yo adoraba a mi


abuela, que era católica. Mi abuelo era protestante, al menos
de nombre. Se condenaban el uno al otro. Por tanto, ¿quién de
los dos tenía razón? Tanto daba, en realidad. En cambio, nadie
discutía el valor de los libros del estante. Jam ás oí que na­
die cuestionara el valor de Hugo o Balzac, así que concluí, pero
no «inconscientem ente», que los libros eran más importan­
tes que los dioses.

G.: El significado psicológico es que aceptaba usted cierta for­


ma de autoridad todopoderosa. Puede usted llamar dioses a los
libros, de acuerdo, pero el caso es que, para usted, los libros
se convirtieron en una fuerza que le guiaba en la vida, lo cual
demuestra, dirían los psicólogos, que todos los niños necesi­
tan una autoridad y que...

S.: ¿Sostiene usted que el hecho de que todo el mundo necesi­


te a alguien o algo que admirar es un hecho psicológico? ¿Por
qué? ¿No demuestra eso que todos los niños, e incluso todo el
mundo, necesita un valor que defender? Pero ¿por qué defen­
der que es algo inconsciente? Creo que ello forma parte de la
situación que vivimos, que es deshumanizadora porque es de
alienación. Ahora me dirá usted que el complejo de Edipo
es una realidad psicológica.

G.: ¿Y qué es, a su entender?

S .: A medida que un niño madura y toma conciencia —o se in ­


quieta— de sus pulsiones sexuales nacientes, se vuelve hacia la
única persona que ha amado y obedecido, la única persona que
lo abrazaba cuando lloraba, que lo acariciaba cuando sufría, y
de repente siente mayor atracción. Es perfectamente normal.
Yo lo viví con mi madre. Y, como todos los niños, tenía celos de
cualquiera que se interpusiera entre nosotros, que, en mi caso,
era mi padrastro. No, ¿oye usted?, la psicología que trata pro­
blemas individuales enmarcándolos en situaciones abstractas
no tiene sentido. La psicología debe desarrollar nuevas herra­
mientas para tratar al ser humano en el «ser-en-situación»
del que el psicólogo también forma parte.

G.: ¿Como el hombre del magnetófono?

S.: Exacto. Ambos comprometidos. Ambos en el meollo, como


solíamos decir. Ambos en peligro. Ambos iguales.

G.: De acuerdo, pues pongamos que usted y yo pertenecemos


al mismo colectivo. Y que yo me enamoro de una mujer, pero
no consigo tener una erección cuando intento hacer el amor
con ella. A sí que voy a verle y le pido ayuda. Le explico que
nunca antes había tenido este problema, ni con prostitutas ni
con novias, pero que ahora que estoy locamente enamorado y
que quiero compartir el resto de mi vida con esa mujer, no se
me levanta. ¿Qué me diría usted?

S.: De entrada, debo ponerme a su altura, no como un médico


con aires de superioridad. Así que le cuento una experiencia
parecida que sufrí yo. Luego empezamos a hablar sobre qué
significa comprometerse, hasta que llegamos a la solución,
que en este caso es bastante sencilla: es usted reacio a renun­
ciar a lo que considera su libertad. A continuación, discutimos
sobre la libertad. Pero lo importante es que, en cada fase, yo
debo estar implicado, arriesgándome a revelar cosas mías, del
mismo modo que usted confiesa cosas suyas. De lo contrario,
permanece usted alienado. El psicoanálisis existencial trata
problemas sociales, nunca individuales.

G.: De acuerdo, entonces apliquémoslo a la generación del 68.


El trauma, por así decirlo, es que se dicen: «En mayo del 68 nos
prometieron la luna, pero ¡apenas hemos logrado la tierra!».

443
S.: Para empezar, lo que dice no es verdad. En el 68 no tenían
ni la más remota idea de adonde se dirigían, ni de qué que­
rían. La declaración de Colín-Bendit de que les importaba un
pimiento la piscina, que querían hacer el amor, demuestra que
comprendían que estaban completamente alienados por el Go­
bierno, el sistema educativo, la moral y los valores impuestos
por la sociedad capitalista, pero que no sabían cómo luchar, ni
qué actitud adoptar. Estaban colectivamente en contra, pero
no colectivamente a favor. Por eso, al fracasar, recurrieron al
pasado, a los partidos tradicionales, las manifestaciones, las
marchas, etcétera. Es lo que los psicólogos llamarían una re­
gresión, pero, a mi juicio, fue una actitud derrotista.

G.: Cuando dice usted que «recurrieron al pasado», ¿se refie­


re al hecho de que se volvieron atomizados, seriados?

S.: A rribistas. Se convirtieron en médicos, educadores, in ­


genieros o burócratas, lucharon para sí mismos y trazaron su
propio camino.

G.: Pero no todos, claro. Mire a sus maos. Para ellos, recurrir
al pasado significa volver a estudiar las revoluciones ante­
riores, aunque ello suponga no haber comprendido que cada
situación es total. Jamás podrá producirse otra revolución rusa,
ni china. ¿Por qué se llaman maoístas? Sería preferible que
se llam aran gauchistes,o la révolution , tal y como
los llama la prensa. O nanterristes, o No exis­
ten modelos de revolución. Cada una debe estar com ple­
tamente enraizada en la situación local, como la revolución
cubana, y como la próxima revolución. La nuestra, donde­
quiera que se produzca, llegado el momento, será muy deudora
de mayo del 68 y los movimientos estadounidenses, pero no en
las tácticas o las estrategias, sino más bien en el compromiso
del que hablábamos antes. Creo que sólo reivindicaremos una
característica clarísima: los nuevos revolucionarios se nega­
rán a sacrificarse para hacer la revolución. La harán, porque

444
la desean para sí y para su colectivo. La revolución no tolerará
el elitismo.

S.: Y estará descentralizada, pero ¿cómo? Aún no lo sabemos.


Nos han propuesto hacer un programa de televisión mensual
en el que podremos reflexionar sobre eso...

G.¡ ¿A quiénes?

S.: A Castor y a mi y a quien queramos invitar.

G.: ¿Y tendrán libertad para decir todo lo que quieran?

S.: De lo contrario no habríamos aceptado.

G.: Así que tienen ustedes la intención de utilizar el sistema


contra el sistema.

S.: Estamos esperando a que lleguen los contratos.

G.: ¡Vaya! ¿Tan seguros están de su poder que están dispues­


tos a mostrar al mundo que pueden tolerar cualquier crítica,
cualquier llamamiento a la acción?

S.: Eso parece. Me han dado su palabra. P ierreyyoya estamos


preparando el primer programa. [El primer programa, así co­
mo los dos siguientes, estaban listos para ser retransmitidos,
pero jamás se programaron. La televisión, propiedad del Esta­
do, no mantuvo su palabra y, tras la muerte de Sartre, canceló
el contrato.]

445
ADIOS

Sartre falleció en 1980, a la edad de setenta y cinco años, en


gran parte a causa de su abuso de las drogas, pero, como me
dijo en una ocasión, dado que raramente dormia más de cua­
tro horas al día, en la práctica había vivido mucho más que la
mayoría de gente. «Haga el cálculo —me dijo, riéndose—;
a los setenta es como si ya tuviera noventa.» En su obituario, la
prensa anglosajona reseñó correctamente su trayectoria, pero
declaró que se había vuelto del todo irrelevante. No obstante,
Newsday me encargó que escribiera un artículo sobre él a modo
de despedida. A continuación figura el texto que escribí, tal y
como fue publicado el 17 de abril de 1980.

T odos som os h ijo s d el esp ír itu de Sartre

Algunos de nosotros ni siquiera conocen su nombre. Muchos


de nosotros jamás han leído sus obras. Pero la mayoría de no­
sotros utilizamos su lenguaje —y sentimos su pensam iento-
cada día de nuestra vida.
Aunque fracasemos, tratamos de afrontar nuestra situa­
ción y de superar nuestras angustias llevando una vida autén­
tica, comprometiéndonos con nuestros proyectos y nuestros
prójimos. Aun sabiendo que jamás podremos escapar a nuestro
entorno, nuestra herencia, nuestras coordenadas en el espa­
cio y el tiempo en un mundo que no hemos ni elegido ni acep­
tado —en una palabra, nuestra condición humana—, seguimos
intentando dar sentido al absurdo a través de nuestra acción,
cuya responsabilidad, a regañadientes pero desafiantes, con
dolor pero con orgullo, reivindicamos como nuestra.
Cuando nos salimos por la tangente, cuando culpamos a
otros, cuando nos escondemos en los oscuros armarios de la
racionalización o en los llamativos escaparates del determi-
nismo, sabemos —en lo más hondo de nuestro corazón y de
nuestra alma— que somos culpables de mala fe.
Nos guste o no, todos —las tres generaciones de este s i­
glo— somos hijos de Jean-Paul Sartre.
A ojos de muchos académicos, sobre todo en Estados Uni­
dos, Sartre es un mal filósofo. Su énfasis en el «yo» como pun­
to de partida de la conciencia de sí es demasiado solipsista,
dicen. Su constante revaluación de la situación del hombre, que
impone un perpetuo cuestionamiento de nuestros imperativos
éticos, es demasiado arbitraria, se lamentan. Su fiero compro­
miso con las exigencias fluctuantes de los oprimidos y los des­
validos le vuelve demasiado versátil, concluyen.
Es verdad, en los distinguidos vestíbulos de la universi­
dad y en los cuidados jardines de la burocracia, la filosofía de
Sartre no tiene lugar. Formuló demasiadas preguntas difíciles
sin dar respuestas paliativas permanentes. Hurgó en dem a­
siados recovecos de la mente como para dar consuelo a los
complacientes. Se burló de demasiados dogmas como para
apaciguar a los atormentados. Pero, para los jóvenes de edad
así como de espíritu, continuará siendo su conciencia. Les
dijo, del mismo modo que se decía a sí mismo, una y otra vez:
puede que el mundo sea un hecho carente de sentido que no
podemos controlar; puede que el dolor y el sufrim iento sean
órdenes de un Dios que jamás conoceremos, puede que nues­
tra muerte no sea más racional que nuestra vida, pero somos
lo que hacemos, y lo sabemos.
Sartre dijo: al apropiarnos de este absurdo cúmulo de
acontecimientos contingentes que constituyen nuestra « v i­
da», al entender que con cada acto que llevamos a cabo pro­
ponemos un valor moral absoluto a los otros, al reivindicar
obstinadamente la existencia como propia y al proclamar te­
nazmente su valor, y por tanto su moralidad, estaremos verda­
deramente vivos, y seremos libres.

448
Para Sartre —y para nosotros, sus hijos—, la libertad se
define por sus límites. Ni Dios, que puede hacerlo todo en
cualquier momento, ni una piedra, que no puede hacer nada,
son libres. Elegir significa también no elegir lo opuesto. La
libertad, pues, es dolorosa, genera angustia. Por tanto, los se­
res humanos son las únicas criaturas que pueden dar sentido
a su existencia. Y es que el significado, así como el parto o cual­
quier acto creativo, son fruto de un esfuerzo, es decir, del do­
lor. Con cada elección que hacemos, dijo Sartre, percibimos al
«otro». Con cada acto, establecemos un vínculo humano. Y
ese vínculo es lo que llamamos moralidad. Así, partiendo del
egocéntrico « yo » , el ser humano descubre el social —y, más
importante aún, el colectivo— «nosotros».
Sartre vivía según sus principios. En cada situación toma­
ba una decisión y actuaba en consecuencia. Por esta razón, na­
turalmente, cometió errores. En ocasiones sus errores fueron
atroces, como cuando en 1954 se puso de parte de los comu­
nistas y defendió el telón de hierro monolítico de la ideología
en palabras (en «Los comunistas y la paz») o en actos (al ejer­
cer adrede de su potiche,tal y como decía él, o de su hombre
de paja, en la red de propaganda del Congreso para la Paz). Pe­
ro nunca culpó a los demás de sus tonterías, sino que enmendó
sus errores con el mismo fervor (como en «E l fantasma de
Stalin», donde atacaba el comunismo ruso y hacía autocrítica,
condenando el apoyo que le había dado antaño).
Aveces fue el único intelectual que defendió sus propias
convicciones. Durante los «acontecim ientos» de mayo de
1968 —la revuelta de los estudiantes y los trabajadores—, por
ejemplo, Sartre, al igual que otros célebres hombres de letras
franceses, fue abucheado por los estudiantes rebeldes; a dife­
rencia del poeta comunista Louis Aragón, que replicó tratando
a los jóvenes de «pandilla de gamberros», Sartre regresó a
su casa para intentar dilucidar por qué no había logrado ha­
cerse comprender, en lugar de por qué los estudiantes no le
habían comprendido. A raíz de aquella experiencia, Sartre
concluyó que los jóvenes ya nunca más votarían a un partido

449
revolucionario que no proclamara el valor absoluto de cada in ­
dividuo. El resultado, que algunos han llam ado su «an arco-
m aoísm o», fue una filosofía política de la acción que, al tiempo
que se oponía al Estado burgués estratificado y jerarq u iza­
do, defendía que la revolución debía llevarse a cabo mientras
se combatía por ella, es decir, que el ftn jam ás justificaría los
medios.
Sartre era un hombre enormemente generoso y muy m o­
desto. Aunque ganó mucho dinero con sus obras de teatro, sus
novelas, sus ensayos, sus obras filosóficas y sus biografías de
Baudelaire, G e n e ty Flaubert, m urió con deudas, tras haber
dado la mayor parte de su fortuna a m ovim ientos políticos y
activistas, así como a un sin fín de intelectuales necesitados.
Aún hoy, todos los meses cinco jóvenes escritores reciben un
cheque del editor de Sartre, sin conocer la verdadera fuente
de ese dinero.
Era igual de pródigo con su tiempo. En una ocasión, en
1954, cuando yo redactaba mi tesis doctoral, que versaba sobre
él, fui a visitarlo acompañado por una joven amiga que le dijo
que no entendía su filosofía. Sartre dedicó las siguientes dos
horas a conversar con ella con palabras muy sencillas, y nos
fascinó por la profundidad de su explicación.
No le parecía nada extraordinario com partir su tiempo,
ya que —al haber rechazado siem pre creer en el « ta le n to » —
decía haber desarrollado un sim ple oñcio, como el carpintero
o el albañil, y que el hecho de transm itirlo form aba parte del
oñcio. Respecto a la inspiración, llegaba, como solía decir, «a
fuerza de sentarse a e sc rib ir» .
Y, ante su escritorio, a partir de 1968, se pasaba las m a­
ñanas escribiendo la biografía de Flaubert, las tardes y las no­
ches pergeñando a toda prisa artículos políticos, y aún tenía
tiempo y fuerzas para participar en, literalm ente, centenares
de m anifestaciones en la calle a ñn de denunciar injusticias.
« E l papel de los intelectuales —decía— consiste en escla­
recer los problemas y dar a conocer las batallas, pero no en de­
finirlas. Es el pueblo quien elige las batallas.» En una ocasión,

45°
le pregunté si no era contradictorio que, siendo activista, de­
dicara tanto tiempo a Flaubert —tres volúmenes en los que
Sari re se sirve de la época para explicar al hombre, y del hom­
bre para explicar la época—. «Sí, claro —me respondió—, pero
a la vez soy un escritor burgués, como Flaubert, y un activis­
ta revolucionario, como Babeuf. Asumo la responsabilidad de
los dos.»
Un día me presenté en su minúsculo apartamento, ates­
tado de libros, pero por lo demás austero, desconsolado a causa
de una ruptura amorosa. Sartre escuchó mi triste relato duran­
te horas, con suma atención, y luego me dijo: «Gomo sabe, yo
elegí una vida amorosa libre, pero esa decisión entrañó renun­
ciar a la pasión. Hoy, mientras le miro, me doy cuenta de que
yo nunca he llorado por una mujer. Le envidio».
La filosofía de Sartre resulta difícil de poner en práctica.
Quizá por esta razón la mayoría de comentaristas y profesores
anglosajones, educados en la tradición filosófica del pragma­
tismo, que está llena de escapatorias, han preferido elogiar el
mensaje moral que difundió el rival existencialista de Sartre,
Albert Camus. Como todas las acciones organizadas conducen
a un autoritarismo doctrinario, decía Camus, lo único que po­
demos hacer es gritar ¡no!
Mala fe, replicaba Sartre. Al contrario; lo que tenemos que
hacer —decía Sartre— es comprometernos una y otra vez. No
existen los actos puros. Todos los actos son elecciones que alie­
nan un poco. Nadie puede vivir sin ensuciarse las manos. Con­
tentarse con oponerse significa también ser responsable de no
estar a favor, de no defender el cambio. Suscribir la idea de
que todos los actos humanos están predeterminados supone
renegar del género humano. Ningún escritor puede aceptar el
totalitarismo implícito en el concepto de la «naturaleza hu­
mana» . Si escribe, es porque quiere cambiar el mundo, y cam­
biarse a sí mismo. Escribir es un acto. Es un compromiso.
Sartre estuvo comprometido toda su vida. Tras haber ex­
perimentado la dependencia respecto a sus compañeros de
combate durante la guerra y, a continuación, con el movimiento

451
de la Resistencia, llegó a la conclusión de que nuestra única
esperanza, la de todos los individuos, es comprender que el
« yo » no puede existir sin el «n osotros», que mientras un
hombre duerma en un lecho de rosas, al tiempo que otros se
desploman en el barro, todos nosotros permanecemos incom­
pletos —y, en parte, con el alma muerta—.
Éste es el mensaje que nuestra generación —así como las
venideras— aprenderán de Sartre, del hombre y su obra. En
los últimos años, he enseñado la filosofía del compromiso
de Sartre en más de una docena de cursos, y he descubierto que
Sartre, más que ningún otro escritor del siglo xx, conmueve a
los jóvenes hasta lo más hondo.
Tal vez éstos crean pertenecer a la generación del « yo » ,
pero, en realidad, están igual de furiosos, angustiados y ator­
mentados que mi generación. Y no sólo por su destino indivi­
dual. El porvenir de aquellos que se desploman en el barro
sigue royendo la supuesta autocomplacencia de la que hacen
gala. Sartre les sacude su adormecimiento dogmático de un mo­
do que la filosofía de Hume jamás ha hecho, ni hará jamás.
Sartre les hace comprender que no existen atajos hacia la
verdad —ni hacia la vida, la verdad o la revolución—. No sólo
les interpela directamente, sino que vive en su interior. Sartre
no sólo es el mayor moralista del siglo, sino también su mayor
profeta.1

453
agradecim ientos

Por supuesto, estoy en deuda con el equipo parisino que se


encargó de la transcripción de las conversaciones, especial­
mente con Catherine Yelloz, que revisó toda la transcripción,
corrigió los errores, me explicó muchas de las referencias
de Sartre, me organizó citas con la gente de la que hablaba Sar-
tre, y tomó notas de las numerosas conversaciones con él en
el restaurante. Más tarde, cuando empecé a editar las dos mil
páginas a espacio interlinear simple de la transcripción, m u­
chos amigos intentaron ayudarme a concentrarme en lo que
era fundamental y habia que decir, pero también en lo que h a­
bía que explicar. Entre ellos, en Estados Unidos, los más tena­
ces fueron Peter Manicas, antiguo director del departamento
de filosofía del Queens College, de la Universidad de Columbia
de Nueva York —donde sigo dando clases en el departam en­
to de ciencias políticas—, y que ahora dirige el programa de
cultura general de la Universidad de Hawaii en Manoa; y mi
amigo, el gran abogado Leonard Weinglass. En Francia conté
con los atinados consejos de Claire Etcherelli, una novelista
maravillosa que durante años fue la secretaria de redacción
de la revista de Sartre y Beauvoir, Les Temps Modemes. Pero fue
mi agente literaria, Linda Langton, de Langtons International
Agency, quien realmente hizo posible este libro, al dedicar ho­
ras y horas a animarme cuando la tarea me parecía demasiado
ardua, a consolarme cuando estaba desalentado, y a recordar­
me sin cesar que yo había conocido de primera mano a uno de
los grandes pensadores del siglo xx, y que no podía desperdi­
ciar semejante privilegio.
NOTAS

N o v iem b r e de 1970

1. El 18 de ju lio de 1 9 3 6 , F e rn a n d o estab a ch a rla n d o co n u n o s a m i­


gos en el c a fé R o to n d e , en M o n tp a rn a sse , cu an d o su am ig o A n -
d ré M a lra u x lle g ó a to d a p r is a d e sd e su d e sp a c h o e n la a g e n c ia
F r a n c e - P r e s s , c o n la n o tic ia de que F ra n co h a b ía dad o u n g o lp e
de E stad o e n E s p a ñ a a ñ n de d e rro c a r el G o b ie rn o r e p u b lic a n o .
E n cuanto se e n te ró , F ern an d o le p id ió a S a rtre , que esta b a p r e ­
sen te, q u e m e lle v a ra a casa y le exp licara a m i m ad re lo que h a b ía
su c e d id o . E l fu e de in m e d ia to a la em b aja d a e sp a ñ o la c o n la i n ­
te n c ió n de p re s e n ta rs e com o volu n tario p ara lu c h a r co n tra F r a n ­
co. E n la e m b a ja d a le d ije ro n que esp erara. D os d ías d e sp u é s, tra s
u n a d e sp e d id a a la que acu d iero n todos lo s artistas y lo s e s c rito re s
de M o n tp a rn a sse , d escrita p o r Sim o n e de B eau vo ir e n sus m e m o ­
ria s , F e rn a n d o y tr e s am ig o s suyos se m a rc h a ro n a E s p a ñ a p a r a
su m a rse a la c au sa re p u b lica n a .
2. L acan , el c é le b re p sic o a n a lista p o ste stru ctu ra lista , q ue e stu d ia b a
c ie rto s c o m p le jo s in c o n sc ie n te s fre u d ia n o s , ta le s com o e l m ie ­
do a la c a stra c ió n , e ra am igo de S a rtre y, en u n a o ca sió n , in te n tó
an alizarlo .
3. V on Bülow so b re v iv ió , se con virtió en m ilitan te y e sc rib ió u n lib ro
fu n d a m e n ta l so b re a q u e lla épo ca, titu lad o La goutte d ’or, q u e e ra
el n o m b re d el b a rrio a rg e lin o de P arís.
4- R ip ert era u n c ristia n o -d e m ó c ra ta de izq u ierd as que fu e m in is tro
de P la n iñ c a c ió n co n D e G au lle.
5- E n A rgelia, la g u erra p o r la in d ep en d en cia del p o d e r co lo n ial fr a n ­
cés em pezó en 19 5 4 . E n Fran cia, una coalición trip artita que in clu ía
a la izq u ierd a ganó la s e le c c io n e s en 19 5 6 , y el p re s id e n te s o c ia ­
lista Guy M ollet en vió al ejército fra n c é s, a las ó rd e n e s de Ja c q u e s
M a ssu , p a ra a p la s ta r la r e b e lió n a rg e lin a . L a s tr o p a s de M a s s u
to r tu r a r o n s is te m á tic a m e n te a lo s p r e s o s a r g e lin o s , in c lu id o s
lo s líd e r e s del p a rtid o c o m u n is ta (h e c h o s d e s c r ito s c o n su m o d e ­
ta lle p o r H e n ri A lle g en su lib r o La Q u e stio n , p u b lic a d o e n 19 5 8 ) .
E l c o lm o d e to d o e sto e s q u e el m in is t r o d e I n t e r io r fr a n c é s e ra
el s o c ia lis t a F r a n g o is M it t e r r a n d , q u e a ñ o s d e s p u é s s e r ía p r e s i ­
d e n te , y q ue lan zó el e s lo g a n « L ’A lg é r ie , c ’ e st la F r a n c e » [A rg e lia
es F r a n c ia ]. L a c r is is a r g e lin a tuvo c o m o c o n s e c u e n c ia d ire c ta el
q u e e n 19 5 8 C h a rle s de G a u lle r e g r e s a r a al p o d e r y se p r o c la m a ra
la Q u in ta R e p ú b lic a e n F r a n c ia .
6. S a r tr e e m p le ó la p a la b r a m e rd e, q u e e s b a s ta n te c o r r ie n t e e n la s
d is c u s io n e s in te le c t u a le s e n F r a n c ia , in c lu s o p o r e s c r it o .
7. E l lycée H e n r i i v y el L o u is - le - G r a n d s o n d o s d e la s e s c u e la s p ú ­
b lic a s d e s e c u n d a r ia m á s e x ig e n te s d e F r a n c ia . P o r a q u e l e n t o n ­
c e s, « f i l o » c o r r e s p o n d ía al a ñ o p o s t e r io r al b a c h ille r a to , d u ra n te
el c u a l lo s e s t u d ia n t e s se p r e p a r a b a n p a r a e l d i f í c i l e x a m e n d e
b a c c a la u ré a t, q u e le s p e r m it ía in g r e s a r e n la u n iv e r s id a d . L o s l l a ­
m a d o s k h á g n e e h y p o k h a g n e e r a n lo s d o s a ñ o s d e e s tu d io p r e p a -
r a t o r io e x ig id o s p a r a in g r e s a r e n la s g ra n d e s ¿coles, c o m o la E c o le
N ó r m a le S u p é r ie u r e .
8. L a E c o le N ó r m a le S u p é r ie u r e , q u e es la u n iv e r s id a d d e c ie n c ia s
s o c ia le s m á s a v a n z a d a y e x ig e n te d e F r a n c ia , a la q u e s e i n g r e ­
s a t r a s s u p e r a r u n c o m p e titiv o e x a m e n , se e n c u e n tr a e n la c a lle
U lm , e n e l c e n tr o d e P a r ís . S a r tr e e s tu d ió a llí e n tr e 1 9 2 4 y 1 9 2 9 .
L a a g rég a tio n e s u n a e s p e c ie d e d o c to r a d o q u e r e q u ie r e s u p e r a r
e x á m e n e s m u y c o m p le jo s y e la b o r a r u n a t e s is s o b r e u n t e m a o r i ­
g in a l, q u e d e b e d e fe n d e r s e a n te u n t r ib u n a l fo r m a d o p o r c u a tro
« in q u is id o r e s » .
9. L a p r im e r a t e s is d e S a r t r e e r a u n a o b r a m u y o r ig in a l q u e , p o s ­
t e r i o r m e n t e , s e p u b lic ó c o n e l t ít u lo d e E s q u is s e d ’u n e th éo rie
des ém o tio n s [ B o s q u e jo d e u n a t e o r ía d e la s e m o c io n e s ] ( 1 9 8 9 ) .
P a r a e l a b o r a r s u s e g u n d a t e s i s , S a r t r e le y ó la d e l o s d ie z p r i ­
m e r o s c la s if ic a d o s , e x t r a jo la e s t r u c t u r a q u e t e n ía n e n c o m ú n y
a p lic ó d ic h a fó r m u la a s u p r o p io t r a b a jo . L a f ó r m u la e r a la s i ­
g u ie n t e : s e s e n t a p á g in a s s o b r e u n a t e o r í a f i l o s ó f i c a q u e s e p a ­
r e c ie r a s o b r e m a n e r a , s in s e r id é n t ic a , a la c o n c e p c ió n filo s ó fic a
d e l m a e s t r o q u e r e in a r a e n la é p o c a , lu e g o d o s c ie n t a s c u a r e n ta
p á g in a s (s e s u p o n ía q u e la s t e s i s d e b ía n s u p e r a r la s t r e s c i e n ­
ta s p á g in a s ) d e c ita s, r e s ú m e n e s y d is c u s io n e s s o b r e a q u e lla c o n ­
c e p c ió n im p e r a n t e , q u e d e b ía im p o n e r s e a c u a lq u ie r o b je c ió n .
U n a v e z s u p e r a d a la a g rég a tio n c o n e l p r i m e r p u e s t o , S a r t r e y su

456
m rjor amigo, Paul Nizan, entraron a hurtadillas en la biblioteca
♦ le l.i universidad, se apropiaron de todos los ejem plares de su
tesis, y los quemaron
10. Sartre comenzó su carrera di ¡ «rofesor en 1981 en Le Havre. Como
todas las g ra n d es écoles francesas, enu t L - '-nales la École Nórma­
le Supérieure es de las más prestigiosas, están ñnanciadas por el
Estado y son gratuitas, el Gobierno exige a los graduados que den
clases durante diez años en escuelas públicas, donde se les rem u­
nera según los sueldos establecidos. El costo de la formación uni­
versitaria tam bién puede devolverse prorrateado, cosa que hizo
Sartre tras publicar el primero de sus libros que fue un éxito de
ventas, L a n á u s e a , en el que la ciudad de Le Havre se llama Bou-
ville (nombre que, en francés, suena como «ciudad de barro»).
11. El filósofo y politólogo Raymond Aron se hizo amigo de Sartre en la
Ecole Nórmale Supérieure. Reconocido socialdemócrata, se con­
virtió en el pensador de referencia de las clases dirigentes, y los
medios de comunicación generalistas lo admiraban. Fernando,
que le introdujo la fenomenología a Sartre, había estudiado filo ­
sofía primero con Ernst Cassirer en Berlín y después con Edmund
Husserl en Friburgo. Iba a la misma clase que Martin Heidegger,
y los dos fueron asistentes (privatdozent) en el g y m n a siu m (escue­
la de bachillerato) mientras preparaban su tesis. Fernando había
concluido la suya (sobre «la fenomenología del pensam iento»),
pero aún no la había defendido, cuando asistió a una conferen­
cia del historiador del arte y filósofo Heinrich Wólfflin. A raíz de
aquel encuentro, Fernando abandonó la ñlosofía, siguió a Wólfflin
hasta M ú n ic h y posteriormente a Zúrich, donde acudió al estudio
del pintor Stanislaw Stückgold y decidió ser artista. En 1924, tras
varios años copiando pinturas de Velázquez en el Prado a ñn de
«perfeccionar su arte», se fue a París y acabó viviendo con una
emigrante ucraniana, Stépha Awdykowicz, que estudiaba en la Sor-
bona en la misma clase que su mejor amiga, Simone de Beauvoir,
que también estaba preparando la agrégation y a menudo estudiaba
con Sartre. (En 1929, Beauvoir fue la segunda clasiñcada, después
de Sartre). Beauvoir tuvo un breve romance con su compañero de
clase René Maheu, que la «desfloró» (tal y como me contó ella
años después, aunque no lo recogió en sus memorias), y después
ella y Sartre se hicieron amantes. Stépha y Fernando se casaron en
1929, y las dos parejas solían ir de vacaciones juntas.

457
D i c i e m b r e de 1970

1. La r e v u e lta d e 1 9 6 8 e m p e z ó el 2,2, d e m a rz o d e e s e a ñ o , e n u n a de
la s s e d e s d e la U n iv e r s id a d d e P a r ís , e n el c a m p u s d e N a n te r r e ,
d u ra n te la in a u g u r a c ió n d e u n a p is c in a fin a n c ia d a p o r el G o b ie r ­
n o p o r p a r t e d e l p r e f e c t o lo c a l. D u r a n t e e l a c to , u n e s t u d ia n t e
lla m a d o D a n ie l C o h n - B e n d it g r it ó : « S u p is c in a n o s im p o r t a u n
p im ie n t o ; n o s o t r o s q u e r e m o s h a c e r e l a m o r » , y e x ig ió q u e la s
c o n d ic io n e s d e a c c e so a lo s d o r m it o r io s fe m e n in o s la s d e c id ie r a n
s u s o c u p a n t e s y n o la a d m in is t r a c ió n .
D a n n y e l R o jo , ta l y c o m o fu e a p o d a d o d e in m e d ia t o D a n ie l
C o h n - B e n d i t p o r s u s id e a s p o lít ic a s y p o r s u c a b e llo p e l i r r o jo ,
e r a u n ju d ío a le m á n n a c id o e n F r a n c ia , a d o n d e s u s p a d r e s h a b ía n
lle g a d o e n 1 9 3 3 h u y e n d o d e H itle r. R e g r e s a r o n a A le m a n ia tr a s la
g u e r r a , d e a h í q u e su h ijo t u v ie r a p a s a p o r t e a le m á n , y la s a u t o r i­
d a d e s fr a n c e s a s a p r o v e c h a r o n la s c ir c u n s t a n c ia s p a r a d e p o r t a r lo
t e m p o r a lm e n t e c u a n d o se c o n v irtió e n e l líd e r e s t u d ia n til d e to d a
F r a n c i a . E n u n d is c u r s o c o n t r a lo s e s t u d ia n t e s b u r g u e s e s q u e
s e c o n v e r t ir ía n e n e x p lo ta d o re s d e lo s t r a b a ja d o r e s u n a v ez q u e se
g r a d u a r a n , e l p r i m e r s e c r e t a r io d e l p a r t id o c o m u n is t a , G e o r g e s
M a r c h á is , s e b u r la b a d e « e s e ju d ío a l e m á n » , a c u s á n d o lo d e s e r
u n n iñ o m im a d o y a lb o r o ta d o . E llo d e s e n c a d e n ó q u e u n m illó n
d e e s t u d ia n te s se m a n ife s t a r a n e n P a rís al g rito de « ¡T o d o s s o m o s
ju d ío s a l e m a n e s ! » .
L o s e s t u d ia n t e s n o t a r d a r o n e n c o n s e g u ir e l a p o y o d e m i l i ­
t a n te s d e iz q u ie r d a a n t ic o m u n is t a s , s o b r e to d o d e l jo v e n p r o fe s o r
A la in G e is m a r , el líd e r d e l s in d ic a to e s tu d ia n til Ja c q u e s S a u v a g e o t
y e l a g it a d o r t r o t s k is t a A la i n K r iv in e , q u e , a d e m á s , le s a y u d a r o n
a o r g a n iz a r s e . C o n d e n a r o n e l s is t e m a p o lít ic o f r a n c é s y , e n e s p e ­
c ia l, e l s is t e m a e d u c a tiv o , q u e o b lig a b a a lo s e s t u d ia n t e s a c o m ­
p e t ir e n t r e e llo s e n u n s i n f í n d e e x á m e n e s —c o m o fu e e l c a so de
S a r t r e , N iz a n , A r o n , B e a u v o i r y g r a n p a r t e d e lo s a lto s c a r g o s d e l
E s t a d o —, c o s a q u e g a r a n t iz a b a u n a e s t r u c t u r a p o lít ic a a lie n a n t e .
A m e d id a q u e e l m o v im ie n t o s e fu e e x t e n d ie n d o —a m e d ia d o s
d e a b r i l , c in c o m ill o n e s d e e s t u d ia n t e s d e s e c u n d a r ia y u n i v e r ­
s it a r io s s e s u m a r o n a la s m a n ife s t a c io n e s —, e l p a r t id o c o m u n is ta
e m p e z ó a d a r m a r c h a a tr á s . E l 3 d e m a y o , lo s t r a b a ja d o r e s h a b ía n
o c u p a d o la s fá b r ic a s e n to d a F r a n c ia , r e c la m a n d o , c o m o lo s e s t u ­
d ia n t e s , la « a u t o g e s t i ó n » . E n lo s a s t ille r o s n a v a le s d e R o u e n , lo s

458
t r a b a ja d o r e s c o m u n is t a s a y u d a r o n a lo s e s t u d ia n te s a d i s t r ib u ir
u n o s p a n fle t o s q u e c o n d e n a b a n al p a rtid o c o m u n is ta p o r su p a r ­
t ic ip a c ió n e n e l s is t e m a p o lít ic o . E n S u d A v ia t io n [u n a c o n s t r u c ­
to ra a e r o n á u tic a , p r o p ie d a d d e l E s ta d o ], lo s t r a b a ja d o r e s h ic ie r o n
h u e lg a e n c o n t r a d e la s c o n s ig n a s de lo s s in d ic a t o s , p u e s e x ig ía n
t e n e r la ú lt im a p a la b r a e n su v id a .
L o s lí d e r e s d e la r e v u e lt a , c o m o G e is m a r , K r iv in e y C o h n -
B e n d it , h a b ía n s id o in flu id o s p o r su s p r o fe s o r e s , su s le c tu r a s y la
e f e r v e s c e n c ia in te le c t u a l d e lo s c a fé s , la u n iv e r s id a d y la p r e n s a ,
e n tre la q u e d e s t a c a b a Les Temps Modemes. E l p r o p io S a r tr e h a b ía
ro to c o n e l p a r t id o c o m u n is t a c u a n d o é ste se n e g ó a c o n d e n a r la
in v a s ió n s o v ié t ic a d e B e r l ín e n 1 9 5 3 y la de H u n g ría e n 1 9 5 6 . Su
a rtíc u lo « E l fa n t a s m a d e S t a lin » h a b ía h e c h o ta m b a le a r la s e s p e ­
ra n z a s q u e la ju v e n t u d h a b ía d e p o s ita d o e n el p a rtid o c o m u n is ­
ta p a r a q u e li d e r a r a la lu c h a c o n tra el n u e v o c a p it a lis m o . A n d r é
G o rz , r e d a c t o r d e p o lít ic a d e Les Temps M odemes y d is c íp u lo d e
S a r t r e , h a b ía e la b o r a d o u n a n u e v a id e o lo g ía , lla m a d a m a r x is m o
e x is t e n c ia lis t a , q u e , a g r a n d e s ra s g o s , a firm a b a q u e la s a n tig u a s
id e a s s o b r e la e x p lo ta c ió n m a te r ia l d e l p ro le ta ria d o y a n o t e n ía n
s e n t id o . E n u n c a p it a lis m o in d u s t r ia l a v a n z a d o , a r g u m e n t a b a
G o rz , lo s t r a b a ja d o r e s e s t a r ía n cad a vez m á s fo r m a d o s y c u a li f i ­
c a d o s y , p o r lo ta n to , m e jo r p a g a d o s , p e ro ta m b ié n c a d a vez m á s
a lie n a d o s e n s u tr a b a jo . S o s te n ía q ue lo s s o c ia lis ta s t e n d r ía n q u e
r e c la m a r m á s a u to g e s tió n , a s í co m o u n a r e e s tr u c tu r a c ió n d e l e s ­
p a c io d e t r a b a jo a ñ n d e q u e lo s tr a b a ja d o r e s p u d ie r a n s e r m á s
c r e a tiv o s . E n 1 9 5 7 , G o rz h a b ía e s c rito en El traidor, u n a o b ra p r o ­
lo g a d a p o r S a r t r e q u e d e fe n d ía q u e y a n o p o d ía e x is t ir u n a s o la
c la se r e v o lu c io n a r ia u n id a , y e n 19 6 4 , e n su lib r o Estrategia obrera
y neocapitalism o, h a b ía p r e d ic h o la e m e r g e n c ia d e u n a n u e v a c la ­
se o b r e r a , q u e s e r ía m u c h o m á s e s p o n tá n e a , a n a r q u is ta y q u e , d e
h e c h o , v e s t ir ía t r a je y c o rb a ta .
E l 8 d e m ay o , S a rtre , G orz, B e a u v o ir y su g ru p o A r m a r o n u n a
d e c la r a c ió n , p u b lic a d a e n Le Monde, a fa v o r d e lo s e s tu d ia n te s . E l
12, de m a y o , m ie n tr a s c in c o m illo n e s d e e s tu d ia n te s se m a n i f e s ­
ta b a n e n la s c a lle s de P a r ís , S a r tr e , e n u n a e n tr e v is ta c o n c e d id a a
R a d io -L u x e m b o u rg , d eclaró que a p ro b ab a su s m éto d o s. L o s c o m u ­
n is t a s s e g u ía n ta c h a n d o a lo s e s tu d ia n te s de « n iñ o s m im a d o s » .
C la u d e L é v i- S t r a u s s se la m e n ta b a de la m u e rte d e l e s t r u c t u r a lis -
m o y d e q u e « t o d a o b je tiv id a d h a b ía sid o r e p u d ia d a » . A c u s ó d e

459
e llo a S a r t r e . y s u s s e g u id o r e s a M a r c u s e . C o h n - B e n d it fu e t a ja n ­
te al r e s p e c t o : « A l g u n o s h a n in t e n t a d o c o n v e r t ir a M a r c u s e e n
n u e s t r o m e n t o r , p e r o e s d e r is a . N in g u n o d e n o s o t r o s h a le íd o
a M a r c u s e . A lg u n o s h a n le íd o a M a r x , p o r s u p u e s t o , a B a k u n in ,
A lt h u s s e r , M a o , C h e G u e v a r a o L e f e b v r e , y t o d o s h e m o s le íd o a
S a r t r e » . C o h n - B e n d it h a b ía s e g u id o lo s c u r s o s d e H e n r i L e fe b v r e ,
u n f iló s o f o c o m u n is t a q u e a b o g a b a p o r u n a r e v o lu c ió n a t r a v é s
d e la fie s t a , a f in d e li b e r a r s e d e la a lie n a c ió n , t e s is q u e fu e c o n ­
d e n a d a p o r e l p a r t id o c o m u n is t a . G e i s m a r h a b ía e s t u d ia d o c o n
L o u is A lt h u s s e r , cu y o m a r x is m o n o c o n t e m p la b a la e s p o n t a n e i ­
d a d . C u a n d o A lt h u s s e r a c u d ió a l te a tr o O d é o n , e l b a s t ió n c u ltu ra l
p a r is in o , ju n t o c o n e l p o e ta c o m u n is t a A r a g ó n , f u e r o n a b u c h e a ­
d o s p o r lo s e s t u d ia n t e s , q u e h a b ía n o c u p a d o e l t e a t r o . L e f e b v r e
t a m b ié n fu e a b u c h e a d o , a p e s a r d e s u a p o y o a la r e v u e lt a , p o r la
s e n c i l l a r a z ó n d e q u e in t e n t a b a d e c ir le a lo s e s t u d ia n t e s lo q u e
d e b ía n h a c e r .
C u a n d o S a r t r e e n t r ó e n e l t e a t r o O d é o n fu e o v a c io n a d o .
C u a n d o le p r e g u n t a r o n p o r q u é h a b ía a c u d id o , r e s p o n d ió : « P a r a
a p r e n d e r » , c o s a q u e d e s e n c a d e n ó u n a n u e v a o v a c ió n . E n u n a
e n t r e v i s t a q u e le h ic e p a r a e l New York Times M agazine ( 1 7 d e o c ­
t u b r e d e 1 9 7 1 ) , m e e x p lic ó : « Y a p r e n d í. C o m p r e n d í q u e lo q u e
c u e s t io n a b a n lo s jó v e n e s n o e r a s ó lo e l c a p it a lis m o , e l i m p e r i a ­
l i s m o , e l s i s t e m a , e t c é t e r a , s in o t a m b ié n a q u ie n e s p r e t e n d í a n
o p o n e r s e a t o d o a q u e llo . S e p u e d e d e c ir q u e e n t r e 1 9 4 0 y 1 9 6 8
f u i u n in t e le c t u a l d e iz q u ie r d a s , y q u e a p a r t i r d e 1 9 6 8 m e c o n ­
v e r t í e n u n h o m b r e d e iz q u ie r d a s in t e le c t u a l. L a d i f e r e n c i a e s tá
e n la a c c i ó n » .
E l 2 5 d e m a y o , D e G a u lle lle g ó a u n a c u e rd o c o n cgt , el m ayor
s in d ic a t o d e F r a n c ia , q u e e r a c o m u n is t a ; s e t r a t a b a d e lo s « a c -
c o r d s d e G r e n e l l e » , q u e o t o r g a b a n u n o s b e n e f i c i o s m a t e r ia le s
s in p r e c e d e n t e s a lo s t r a b a ja d o r e s . N o o b s t a n t e , e n t o d a F r a n c ia
n u m e r o s o s t r a b a ja d o r e s se n e g a r o n a v o lv e r a s u s p u e s to s . C u a n d o
G e o r g e s S é g u y , e l s e c r e t a r io g e n e r a l d e cgt , tra tó d e d ir ig ir s e a su s
a filia d o s q u e h a b ía n o c u p a d o la fá b r ic a d e R e n a u lt, fu e a b u c h e a d o .
A q u e lla n o c h e , d ie z m ill o n e s d e t r a b a ja d o r e s h i c i e r o n h u e lg a .
E l 2 9 d e m a y o , D a n ie l C o h n - B e n d i t r e g r e s ó d e A le m a n ia a
e s c o n d id a s m ie n t r a s t o d a F r a n c ia e s t a b a p a r a liz a d a . E n t r e ta n t o ,
D e G a u lle v ia jó a B a d é n - B a d é n p a r a ro g a r le a l g e n e r a l M a s s u , e l j e ­
fe d e l E jé r c it o f r a n c é s q u e o c u p a b a e l s e c t o r f r a n c é s e n A le m a n ia ,

460
(jue in v a d ie r a a F ra n c ia y r e s ta b le c ie r a el o rd e n , p e ro é ste se n eg ó .
C u a n d o el G o b ie r n o e sta b a a p u n to de c a e r. D e G a u lle le o fr e c ió a
lo s t r a b a ja d o r e s f r a n c e s e s u n a u m e n to s a la r ia l d e l d iez p o r c i e n ­
to. El p a r t id o c o m u n is t a c e d ió , al m is m o t ie m p o q u e p r o m e t ía
a l ia r s e c o n e l p a r t id o s o c ia lis t a y o tr o s p a r t id o s d e iz q u ie r d a a
fin d e im p u ls a r u n p r o g r a m a q u e p e r m it ie r a c o m b a tir la a l ie n a ­
c ió n y e s t a b le c e r la a u t o g e s t ió n e n la in d u s tr ia . P a u la tin a m e n te ,
lo s t r a b a ja d o r e s e m p e z a ro n a v o lv e r a su s p u e s to s . L a s r e fo r m a s
e d u c a tiv a s fu e r o n a b o lid a s . L a re v u e lta h a b la lle g a d o a su fin . C o n
to d o , D e G a u lle tu v o q u e d im it ir t r a s p e r d e r u n r e fe r é n d u m . E l
p a rtid o c o m u n is ta n o c u m p lió su p ro m e s a y , p o co a p o c o , fu e p e r ­
d ie n d o s u i n f lu e n c ia e n la v id a p o lít ic a fr a n c e s a . A u n q u e h a b ía
lle g a d o a s e r e l m a y o r p a rtid o p o lític o en F ra n c ia , h o y e n d ía a p e ­
n a s c u e n t a c o n e l n u e v e o e l d o ce p o r c ie n to de lo s v o to s .
D a n ie l C o h n - B e n d it se c o n v ir tió e n p o lític o y e n la a c t u a ­
lid a d e s d ip u ta d o d e lo s v e r d e s a le m a n e s e n e l p a rla m e n to e u r o ­
p e o . K r iv in e e s e l je f e d e la L ig a C o m u n ista R e v o lu c io n a r ia , y s e
h a p r e s e n t a d o a la s e le c c io n e s p r e s id e n c ia le s e n n u m e r o s a s o c a ­
s io n e s , n o c o n la in t e n c ió n de s e r e le g id o , sin o p a ra d is p o n e r d e
u n a t r ib u n a e n la q u e e x p r e s a r su s id e a s, y a q u e e l d e re c h o f r a n ­
c é s c o n c e d e a to d o s lo s c a n d id a to s el m ism o tie m p o e n lo s m e ­
d io s d e c o m u n ic a c ió n d u ra n te la c a m p a ñ a e le c to ra l. G e is m a r e s
in s p e c t o r g e n e r a l d e e d u c a c ió n .
%. B e a u v o ir tu v o u n r o m a n c e c o n O lga K o sa k ie w ic z y B o s t a la vez?
d ic h o t r ío le in s p ir ó su n o v e la L'invitée [L a in v ita d a ]. E s s a b id o
q u e S a r t r e in te n tó s e d u c ir a O lga d u ra n te m á s de d o s a ñ o s . O lga
ib a a s e r la e s t r e lla d e su o b ra d e te a tro A puerta cerrada , p e r o a l
fin a l n o fu e a s í, p ro b a b le m e n te p o rq u e se n egó a a c o s ta rs e c o n él.
B o st y O lga a c a b a r o n s ie n d o p a r e ja y lle g a r o n a c a s a r s e . B o st fu e
u n g r a n a m ig o d e S a r tr e d u ra n te to d a su v id a .
3. W an d a K o sa k ie w ic z , la h e r m a n a p e q u e ñ a de O lga, fu e a m a n te de
S a r tr e d u ra n te la rg o tie m p o . E l p e r s o n a je d e Iv ic h d e s u n o v e la
Los caminos de la libertad estab a in s p ira d o , e n p a rte , e n e lla . S a rtre
lle g ó a p r o p o n e r le m a trim o n io .
4. A rle tte E lk a im e ra u n a ju d ía a rg e lin a de d iecin u ev e a ñ o s, e stu d ia b a
filo s o fía cu an d o se c o n v irtió e n am an te de S a rtre e n lo s a ñ o s c in ­
cuenta. U n a década después, Sartre la adoptó o ficialm en te com o h ija.
5. M ic h e lle V ia n (d e so lte ra , M ic h e lle L é g lis e ) e sta b a c a sa d a c o n el
e s c r it o r y m ú s ic o B o r is V ia n , q u e fa lle c ió e n 1 9 5 9 . E n 1 9 4 9 s e

461
c o n v ir t ió e n a m a n te d e S a r t r e , c o n e l q u e m a n tu v o u n a r e la c ió n
m u y e s t r e c h a h a sta la m u e r te d e é s te .
6. E n la é p o c a e n la q u e m a n t u v im o s e s ta c o n v e r s a c ió n , S a r t r e t e ­
n ia a lq u ila d o u n e stu d io e n e l n ú m e r o 2,2,2, d e l b u le v a r R a s p a d . E l
a p a r ta m e n to d e B e a u v o ir e s ta b a e n la c a lle S c h o e lc h e r , m u y c e r ­
ca. S a r t r e s e h a b ía c o m p r a d o u n a p a r t a m e n t o e n e l n ú m e r o 4 2
d e la c a lle B o n a p a r te c u a n d o su m a d r e s e fu e a v i v i r c o n é l, p e ro
lo v e n d ió c u a n d o é s ta m u r ió y a p a r t i r d e e n t o n c e s s ie m p r e v i ­
v ió d e a lq u ile r . P o r su p a r t e , B e a u v o ir , c u y o s lib r o s a lc a n z a b a u n
g r a n é x ito d e v e n t a y g a n a b a m u c h o d in e r o , h a b ía c o m p r a d o su
a p a r t a m e n t o . L o s t r e s a p a r t a m e n t o s d e la s a m a n t e s d e S a r t r e
lo s h a b í a a d q u i r i d o é l, q u e e r a m u y g e n e r o s o . C u a n d o d e c id í
c o m p r a r u n a p a r t a m e n t o , S a r t r e m e p r e s t ó t r e in t a m il fr a n c o s .
T ie m p o d e s p u é s , a l v e n d e r lo , le d i u n c h e q u e p a r a d e v o lv e r le la
d e u d a , y S a r tr e m e m ir ó a s o m b ra d o y m e p re g u n tó d e q u é se t r a t a ­
b a . C u a n d o s e lo r e c o r d é , m e d ijo : « P u e s y o n o m e a c u e r d o » , y lo
ra s g ó . G r a n p a r t e d e lo s in g r e s o s de S a r tr e p r o c e d ía n d e s u s o b ra s
d e t e a t r o , a u n q u e G a llim a r d , su e d ito r , ja m á s se n e g ó a m a n d a r ­
le d i n e r o c u a n d o S a r t r e s e lo p e d ía , a l m a r g e n d e s u s a c u e r d o s .
E n u n a o c a s ió n , S a r t r e m e c o n fe s ó q u e u n a d e la s r a z o n e s p o r la s
c u a le s h a b ía a d o p t a d o a A r le t t e e r a q u e e r a m u y m e t ó d ic a y j a ­
m á s s e o lv id a b a d e e n v ia r la s p e n s io n e s q u e S a r t r e le d a b a a s u s
a m a n t e s t o d o s lo s m e s e s , c o s a d e la q u e A r le t t e se e n c a r g a b a c o n
su m o r ig o r .

E nero de 1971

1. E n a q u e lla é p o c a , e n F r a n c ia , la s e s c u e la s c e r r a b a n e l ju e v e s y el
d o m in g o , e n lu g a r d e l s á b a d o .
2,. N iz a n t e n ía v e in t it a n t o s a ñ o s c u a n d o e s c r ib ió A den A rabie ( 1 9 8 1 ) ,
a c e r c a d e s u v ia je a O r ie n t e P r ó x im o . A c o n t in u a c ió n , e s c r ib ió
n u m e r o s a s n o v e la s p o lít ic a s . D u r a n te la g u e r r a c iv il e s p a ñ o la fu e
c o r r e s p o n s a l d e l p e r ió d ic o c o m u n is t a Ce Soir. A b a n d o n ó e l p a r ­
t id o c o m u n is t a t r a s e l p a c to d e n o a g r e s i ó n g e r m a n o - s o v ié t ic o ,
s e e n r o l ó e n e l e jé r c it o f r a n c é s y m a n d ó s u c a r n é d e l p a r t id o a
J a c q u e s D u e lo s , u n s e n a d o r c o m u n is t a y u n o d e lo s p r i n c i p a l e s
d e f e n s o r e s d e la I n t e r n a c io n a l C o m u n is t a . F a lle c ió e n 1 9 4 0 , d u ­
r a n t e la b a t a lla d e D u n k e r q u e .
3. E sto s te x to s fu e ro n p u b lic a d o s e n 1 9 9 0 . p o s tu m a m e n te , p o r G a -
llim a rd . e n el lib r o Ecrits de jeunesse [ E s c r it o s d e ju v e n tu d ], e d i ­
tado p o r M ic h e l C o n t a t y M ic h e l R y b a lk a .
La Iz q u ie rd a P ro le ta r ia (e n fr a n c é s . La G a u ch e P r o lé ta r ie n n e ) e ra
un p a rtid o de jó v e n e s m a o ísta s de e x tre m a iz q u ie rd a cuyo a c t iv is ­
m o, su m a m e n te m o ra l, c o n tra sta b a c o n la s p rá c tic a s p o lític a s h a ­
b itu a le s e n la é p o c a . A s í, p o r e je m p lo , La Iz q u ie rd a P r o le ta r ia se
a p ro p ia b a de e d ific io s v a c ío s a fin de c e d é r s e lo s la s p e r s o n a s q u e
c a r e c ie r a n de v iv ie n d a , al tie m p o q u e c o n v o c a b a n a in te le c tu a le s
de p r e s t ig io c o m o S a r t r e , M ic h e l F o u ca u lt, Je a n G e n e t o C la u d e
M a u ria c p a r a q u e im p id ie r a n la in t e r v e n c ió n d e la p o lic ía . P o r
a q u el e n to n c e s , y o d a b a c la s e s e n la U n iv e rs id a d de P a rís v iii, en
V in c e n n e s , y a q u e h a b ía sid o vetad o e n las u n iv e rs id a d e s e s ta d o u ­
n id e n s e s a ra íz d e m i p a r t ic ip a c ió n —y e n c a rc e la m ie n to — e n u n a
m a n ife s t a c ió n e s tu d ia n til c o n tra la g u e rra que tuvo lu g a r e n 1 9 6 6
e n la u n iv e r s id a d p ú b lic a de S a n F ra n c is c o , q u e, co m o to d a s la s
u n iv e r s id a d e s d e la é p o c a , fa v o re c ía la in v e s tig a c ió n m ilita r . L o s
a b o g a d o s d e l s in d ic a t o de p r o fe s o r e s r e c u r r ie r o n y g a n a r o n e n
19 7 6 . A p a r t ir d e e n to n c e s , p u d e in c o rp o ra rm e a la U n iv e r s id a d
de C a lifo r n ia , e n Ir v in e .
5. E n Sartre p a r lui-m ém e [S a rtre p o r él m is m o ], de F r a n c is J e a n s o n
(S e u il, P a r ís , 1 9 5 5 , 1 9 6 9 ) , u n a re c o p ila c ió n de c ita s a u t o b io g r á ­
fic a s de S a r tr e .
6. Je a n s o n o rg a n iz ó u n a re d p a ra p r e s ta r ayud a a lo s c o m b a t ie n te s
in d e p e n d e n tis t a s a r g e lin o s . La d e c la ra c ió n , p u b lic a d a e n 1 9 6 0 y
firm a d a o r ig in a lm e n te p o r 1 2 1 in te le ctu a le s re p u ta d o s y p o r o tro s
r e p r e s e n t a n t e s d e la c u ltu ra fr a n c e s a , se o p o n ía a la g u e r r a c o ­
lo n ia l fr a n c e s a y d e fe n d ía la s e d ic ió n fr e n te al E sta d o , h a c ie n d o
u n lla m a m ie n to al p u e b lo fr a n c é s p a ra q u e a y u d a ra al F r e n t e d e
L ib e r a c ió n N a c io n a l, p ro p o rc io n á n d o le n o só lo m e d ic a m e n to s y
d in e ro , sin o ta m b ié n a rm a s, m u n ic io n e s e in fo rm a c ió n , a s í co m o
que sa b o te a ra la p o lític a m ilita r. M as ta rd e , D e G a u lle d e c la ró q u e
d ic h o m a n ifie s to h a b ía te n id o m á s p e s o e n su d e c is ió n d e c o n ­
c e d e r la in d e p e n d e n c ia a A r g e lia q u e lo s c o n s ta n te s a ta q u e s d e l
F re n te de L ib e r a c ió n N a c io n a l.
7. Ju liu s F u c ik , Reportaje al pie de la horca , tra d u c c ió n de V e ra K u k h a -
rava, E d ic io n e s Ir r e v e r e n te s , M a d rid , 2 0 1 1 .

463
M arzo de 1971

1. E n r e a l id a d , lo s p a d r e s d e G u ill e e r a n m a e s t r o s q u e p o s e í a n
t ie r r a s .
2. R e s id e n c ia p ú b lic a d e l d is tr ito x iv d e P a r ís , d e s tin a d a a e s t u d ia n ­
te s u n iv e r s it a r io s , ta n to fr a n c e s e s c o m o e x t r a n je r o s .
3. H e a q u í u n a p a rte e n tr e G e r a s s i y S a r t r e a l r e s p e c t o :

G e r a s s i : Y a sa b e q u e to d o a q u e llo c a m b ió r a d ic a lm e n t e e n 1 9 2 9 .
L o s p a d r e s de F e r n a n d o , q u e h a sta e n to n c e s e r a n e x t r e m a d a m e n ­
te r ic o s , p e r d ie r o n to d a s u fo r t u n a c u a n d o e n 1 9 2 7 e l G o b ie r n o
d e A t a tü r k [d e T u rq u ía ] c o n ñ s c ó to d a s la s p r o p ie d a d e s d e lo s e x ­
t r a n je r o s . L le g a r o n a P a r ís a r r u in a d o s y le s d i je r o n a s u s h ijo s :
« M u y b ie n ; o s h e m o s p a g a d o to d o h a s t a e l d ía d e h o y . A h o r a e s
v u e s tro t u r n o » . F e rn a n d o y su h e r m a n o A lfr e d o , q u e e r a p ia n is t a ,
la n z a r o n u n a m o n e d a a c a ra o cru z y A lf r e d o p e r d ió . D e c id ie r o n
q u e c a d a u n o t r a b a ja r í a d u r a n t e d o s a ñ o s y s e i r í a n t u r n a n d o .
A lf r e d o s e fu e a t r a b a ja r c o m o v e n d e d o r e n u n a c o m p a ñ ía e l é c ­
t r ic a h ú n g a r a , p e r o e n 1 9 2 9 re to m ó la m ú s ic a y le d ijo a F e r n a n ­
d o q u e lo r e le v a r a . F e r n a n d o lo h iz o t a n b ie n q u e la c o m p a ñ ía
le o fr e c ió u n p u e s t o d e d ir e c t o r e n M a d r id . A l l í tu v o ta n to é x ito
q u e p u d o a lq u ila r u n a c a sa in m e n s a , c o n d o s s ir v ie n t a s , e n la q u e
o r g a n iz a b a v e la d a s m u lt it u d in a r ia s a la s q u e a c u d ía t o d a la inte-
lligentsia, y m ie n t r a s lo s e s p a ñ o le s h a c ía n la s ie s t a , d e c u a tr o a
o c h o , F e r n a n d o p in t a b a . A l a s o c h o v o lv ía a la o h c in a , c o m o to d o
el m u n d o .

S a r t r e : M e a c u e r d o m u y b ie n . C u a n d o C a s to r y y o f u im o s d e v i ­
s it a , e n u n a d e a q u e lla s f ie s t a s c o n o c im o s a N e r u d a , G o n z á le z ,
A lb e r t i, D a lí e in c lu s o a P ic a s s o , q u e s o l í a q u e d a r s e e n c a s a d e
F e r n a n d o y S t é p h a c u a n d o ib a a M a d r id , ¿ v e r d a d ?

G .: N o, e r a e n B a r c e lo n a . F e r n a n d o tu v o ta n to é x ito q u e e x ig ió q ue
la s o fic in a s c e n t r a le s d e la e m p r e s a s e t r a s l a d a r a n a B a r c e lo n a ,
c iu d a d q u e p r e f e r ía a M a d r id . ¿ S a b ía q u e S t é p h a e m p e z ó a s a l ir
con él p o rq u e F ern an d o era p o b re ?

S .: ¿ E n B e r l ín ?
G .: N o, en a q u e lla é p o c a a e lla no le g u sta b a n ad a. E n 1 9 2 5 . S té p h a
vivía con A lb an B erg , que h a b ía lleg ad o a B e r lín d e sd e su V ie n a n a ­
tal p o rq u e al fin ib a a e s t r e n a r s e (e n d ic ie m b r e d e 1 9 2 5 ) su ó p e r a
Wozzeck (c o m p le ta d a e n 1 9 2 2 ) . E lla lo c o n o c ió e n V ie n a , c u a n d o
s a lió de la c á r c e l p o r h a b e r e s c r it o y d ifu n d id o u n o s p a n f l e t o s
fe m in is t a s . B e r g se a lo ja b a e n u n a e s p e c ie d e h o t e l p a r a a r t i s ­
tas, d o n d e t a m b ié n v iv ía A lf r e d o , al q u e ib a a v is it a r F e r n a n d o .
« E ra n d o s r ic o s in s o p o r ta b le s —m e c o n tó —, p e ro al m e n o s A l f r e -
do no a la r d e a b a d e e llo . Tu p a d r e , p o r e l c o n t r a r io , e ra u n d a n d i
r e d o m a d o ; y o n o p o d ía s o p o r t a r lo .» C u a n d o se lo e n c o n t r ó e n
M o n tp a r n a s s e e n 1 9 2 7 , é l e s ta b a a r r u in a d o . « N i s iq u ie r a p o d ía
p e r m it ir s e u n c in t u r ó n ; se a ta b a lo s p a n t a lo n e s c o n u n c o r d ó n ,
p e ro s e g u ía s ie n d o u n d a n d i. E s a vez s í q u e m e g u s t o .»

S .: Y se c o n v ir t ió e n e l s o s té n de la fa m ilia G e r a s s i.

G .: H a sta e l ñ n a l. G u an d o e c h a ro n a m i p a d re d e l o ss [d u r a n te la
S e g u n d a G u e r r a M u n d ia l, F e r n a n d o tr a b a ja b a p a r a la e s t a d o u ­
n id e n s e O ffic e o f S t r a te g ic S e r v ic e s ] , se g a n a b a m á s o m e n o s k
v id a h a c ie n d o tr a d u c c io n e s , p e ro cu an d o e n 1 9 4 6 d e c id ió v o lv e r
a p in t a r , e r a m i m a d r e la q u e se ib a a t r a b a ja r d e fo r m a ile g a l,
p o rq u e n o t e n ía n p e r m is o de tra b a jo , e n u n a fá b r ic a d e z a p a to s ,
diez h o r a s al d ía , y d e v u e lta a casa h a c ía la c o m p ra y lu e g o c o c i ­
n ab a. Yo o d ia b a a m i p a d re p o r esto , y ta m b ié n le p e r d í e l r e s p e t o
a m i m a d re .

S.*. ¿ P o r e so se fu e u ste d de ca sa a lo s q u in c e a ñ o s ?

G .: U n a s e m a n a a n te s de c u m p lir d ie c is é is a ñ o s . L a p r im e r a n o ­
che d o rm í e n u n p a rq u e —e ra ju lio —, y lu eg o e n c o n tr é u n a h a b i ­
ta c ió n e n u n a p e n s ió n p o r c in c o d ó la r e s a la s e m a n a . Y a s a b e lo
que o c u rrió . V o lv í de la e sc u e la y , a la h o ra de la c e n a , S t é p h a n o s
sirv ió e l m ism o m e ju n je q u e la s ú ltim a s t r e s n o c h e s . L o r e c u e r d o
m u y b ie n , e ra u n a e s p e c ie d e e s to fa d o c o n c r e m a s e r v id o s o b r e
u n a re b a n a d a de p a n , lo q u e e n e l e jé r c it o lla m á b a m o s shit on a
shingle [m ie r d a s o b r e g u ija r r o s , o p o r su s s ig la s , s o s ]. Y y o d ije :
« ¿ O t r a v e z ? » . F e rn a n d o e sta lló : « ¿ C ó m o te a tr e v e s a c r it ic a r la
c o m id a , s i n i s iq u ie r a p a g a s e l a lo ja m ie n to n i la c o m i d a ? » M e
le v a n té y e m p e c é a re c o g e r m is c o sa s. Oí a m i m a d re , lo ju r o n o

465
a m i p a d re , q u e le d e c ía : « V e a v e r lo y haz la s p a c e s . E s d e m a s ia ­
d o jo v e n p a ra ir s e s o l o » . Y o í. aú n lo o ig o , a m i p a d re r e s p o n d e r :
« D é ja lo ir. Le fo r ja r á el c a r á c t e r » . P e ro , e n r e a lid a d , fu e al c o n ­
t r a r io ; m e lo c o n ta ro n lo s d o s m á s ta r d e .

G .: ¡Q u é m u je r ! N o m e e x t r a ñ a q u e y o e s t u v ie r a t a n ... Y s ig u ió
m a n t e n ié n d o lo , ¿ v e r d a d ?

S .: S í, t r e s a ñ o s d e s p u é s d e q u e lo s c o n t r a t a r a n c o m o p r o fe s o r e s
e n la P u tn e y S c h o o l, é l lo d e jó p a r a d e d ic a r s e a p in t a r a tie m p o
c o m p le to , m ie n tr a s q u e e lla sig u ió d a n d o c la s e s . C u a n d o tu vo que
ju b ila r s e a lo s s e s e n t a y c in c o a ñ o s , se fu e a t r a b a ja r a la e s c u e la
d e m ú s ic a d e R u d o lp h S e r k in , e n F ila d e lñ a , y v o lv ía a c a s a to d o s
lo s ñ n e s d e s e m a n a p a r a p r e p a r a r le a F e r n a n d o la c o m id a d e t o ­
da la s e m a n a . I n c lu s o c u a n d o la o p e r a r o n de u n c á n c e r de p e c h o
c o n d o s m a s t e c t o m ía s r a d ic a le s , v o lv ió a c a sa al c a b o d e u n a s e ­
m a n a y le h iz o la c o m id a p a r a to d a la s e m a n a . U n a vez le p re g u n té
p o r q u é h a b ía r e n u n c ia d o a su d e se o de e s c r ib ir . M e d ijo : « D e c id í
q u e é l t e n ía m á s t a le n to p a r a la p in tu r a q u e y o p a r a la e s c r it u r a ,
así q u e ...» .
4. Zaza e r a la t e r c e r a d e s e is h e r m a n o s d e u n a fa m ilia b u r g u e s a m u y
c a tó lic a . A ra íz d e su a m is t a d c o n S im o n e d e B e a u v o ir —c a tó lic a
p e r o e s c é p t ic a , a la q u e c o n o c ió e n la e s c u e la a lo s o n c e a ñ o s — y
c o n S t é p h a —o r to d o x a r u s a p e r o a g n ó s t ic a —, Zaza e m p e z ó a i n ­
t e r r o g a r s e s o b r e s u p r o p ia fe . E s t a b a e x t a s ia d a c o n la id e a d e
c a s a r s e c o n M e r l e a u - P o n t y , t a m b ié n c a t ó lic o p e r o , e n a q u e lla
é p o c a , a te o . C u a n d o é l r o m p ió e l n o v ia z g o t r a s r e c i b i r u n a c a rta
d e c h a n ta je d e la fa m ilia d e Z aza, é s ta s e s u m ió e n u n a d e p r e s ió n
q u e , s e g ú n B e a u v o ir , le c a u só la e n c e fa lit is q u e a c a b ó c o n su v id a
y
a lo s v e in t e a ñ o s . B e a u v o ir lla m a a Zaza E lis a b e t h M a b ille e n s u s
Mémoires d ’une jeu ne filie rangée [M e m o r ia s d e u n a jo v e n f o r m a l ] .
V é a s e ta m b ié n : Zaza: Correspondance et carnets d'Elisabeth Lacoin,
S e u il, P a r ís , 1 9 9 1 .
5. M a u r ic e M e r le a u - P o n t y d a b a c la s e s e n e l p r e s t ig io s o C o llé g e de
F r a n c e c u a n d o m u r ió d e u n a ta q u e a l c o r a z ó n e n 1 9 6 1 , a lo s c i n ­
c u e n ta y t r e s a ñ o s .

466
A br il de 1971

1. A s is t í a la s e g u n d a d e e s t a s c o n f e r e n c ia s c o m o o b s e r v a d o r d e l
C o n tin g e n te R e v o lu c io n a r io , la s e c c ió n d e E s t u d ia n t e s p a r a u n a
S o c ie d a d D e m o c r á t ic a d e la U n iv e r s id a d L ib r e d e N u e v a Y o r k .
D u ra n te u n t ie m p o , la u n iv e r s id a d se e x p a n d ió a la c a lle C a to rc e ,
a tra y e n d o a m ilit a n t e s c o n t r a r io s a la g u e rra de to d a N u e v a Y o r k y
de to d o el p a ís . E n tr e la s d e le g a c io n e s n o r te a m e r ic a n a s p r e s e n t e s
en o las fig u r a b a n lo s G u e r r e r o s d e la L ib e r a c ió n N e g ra , e n c a b e ­
z ad o s p o r S t o k e ly C a r m ic h a e l.
% P a d illa e r a u n p r e s t ig io s o p o e ta q u e fu e a r r e s ta d o y e n c a r c e la d o
p o r h a b e r c r itic a d o al g o b ie r n o re v o lu c io n a rio cu b a n o e n s u s t e x ­
to s, y lu e g o fu e o b lig a d o a r e t r a c ta r s e p ú b lic a m e n te d e s u s « e s ­
c rito s s u b v e r s iv o s » . F u e o b je to de u n a c o n tro v e rs ia in te r n a c io n a l
a r a íz d e q u e e s c r i t o r e s e in t e le c t u a le s de to d o el m u n d o , e n t r e
e llo s S a r t r e , d e n u n c ia r a n la r e p r e s ió n q u e h a b ía s u fr id o .
3. E n lo s a ñ o s c u a r e n t a y c in c u e n ta , R o u sse t e ra u n a c tiv is ta p o lític o
y e s c r it o r q u e p a r t ic ip ó e n la T e rc e ra F u e rz a de S a r tr e h a s ta q u e
d ic h o m o v im i e n t o s e d i s o l v i ó . A p a r t ir d e e n t o n c e s , s o s t u v o
q u e e l n e u t r a lis m o e r a la ú n ic a p o s tu ra le g ítim a , a u n q u e é s ta n o
c o n t r ib u y e r a a la s a lv a c ió n d e l m u n d o . S a rtre lo r id ic u liz ó e n s u
o b r a d e te a t r o Nekrasov , e n la q u e a p a re c e co m o re d a c to r .
4. T r a s la d i m i s i ó n d e D e G a u lle e n 1 9 6 9 , G e o r g e s P o m p id o u fu e
e le g id o p r e s id e n t e d e F r a n c ia . L le v ó a cab o u n a p o lít ic a c o n t r a ­
r ia a la d e D e G a u lle —q u e u tiliz a b a su d e re c h o a v e to p a r a i m p e ­
d ir q u e G r a n B r e t a ñ a s e in c o r p o r a r a a la C o m u n id a d E u r o p e a (e l
a n te c e d e n te d e la U n ió n E u r o p e a ) —, c o sa q u e lle v ó a la a d h e s ió n
b r it á n ic a e n 1 9 7 3 .
5. B ó h m e fu e u n m ís tic o lu te ra n o a le m á n de p r in c ip io s d e l sig lo x v ii,

c o n o c id o c o m o « e l s ir v ie n t e de D io s » . E c k h a rt, u n te ó lo g o m í s ­
tic o a le m á n d e fin a le s d e l s ig lo x m y p r in c ip io s d e l x iv , fu e c o n ­
d e n a d o p o r h e r e jía p o r el p a p a Ju a n x x n . T o m ás de K e m p is fu e u n
c é le b re te ó lo g o c ris tia n o a le m á n d el sig lo xv. Ig n a c io d e L o y o la fu e
u n in flu y e n te te ó lo g o c a tó lic o d e l s ig lo x v i, fu n d a d o r d e la o r d e n
je s u ític a .
6. Lo d e « t u g u r i o » e s u n p o c o e x a g e r a d o ; v iv ía m o s e n u n a p a r t a ­
m e n to s i n a s c e n s o r , e n e l t e r c e r p is o , d e b a jo d e la e s t a c ió n d e
m e tr o e n la T e r c e r a A v e n id a (la lín e a d e t r e n e le v a d o q u e lu e g o
fu e d e m o lid a ) , e n e l c e n tro d e M a n h a tta n .

4 67
7. F e r n a n d o s e g u ía p in t a n d o y c a m in a n d o t r e s k iló m e t r o s d ia r io s
h a s ta la p e q u e ñ a e s c u e la p in t a d a d e r o jo q u e e l m u n ic ip io d e
P u tn e y , e n V e r m o n t , le a lq u ila b a p o r la ín fim a s u m a d e tr e in t a
y c in c o d ó la r e s al a ñ o , u n g e s to e s t r ic t a m e n t e s im b ó lic o , y a q u e
la e s c u e la , a u n q u e e s t u v ie r a a b a n d o n a d a , le g a lm e n t e n o p o d ía
s e r d e fic it a r ia , y a lg u ie n h a b ía c a lc u la d o q u e m a n t e n e r a b ie r t a
la c a r r e t e r a p r iv a d a h a s ta la e s c u e la c o s ta b a t r e in t a y c in c o d ó ­
la r e s . T o d o el m u n d o lo c o n o c ía , p u e s s ie m p r e lle v a b a u n a b o in a
n e g ra y lo a c o m p a ñ a b a u n fie l chow -chow . A l c o m ie n z o , la g e n te
se d e te n ía y se o fr e c ía a lle v a r lo e n c o c h e , p e r o c o m o él s ie m p r e
d e c lin a b a la in v it a c ió n ( « T e n g o q u e c a m in a r p o r c u e s t io n e s de
s a l u d » , s o lía d e c ir ) , a p r e n d ie r o n a lim it a r s e a r e d u c ir la v e l o c i ­
d a d y s a lu d a r lo c o n la m a n o . M u r ió d e c á n c e r e n 1 9 7 4 , a lo s s e ­
te n ta y c u a tro a ñ o s .
8. S a r tr e v ia jó a E s ta d o s U n id o s e n 1 9 4 6 co m o r e p o r t e r o d e Combat ,
u n p e r ió d ic o d ir ig id o p o r A lb e r t G a m u s, y fu e g u ia d o p o r to d o el
p a is p o r u n a a g e n c ia d e c o m u n ic a c ió n . T ra s a q u e l v ia je , y a n o r e ­
g r e s ó a E s t a d o s U n id o s .
9. D e h e c h o , h u b o d o s e p is o d io s c o n flic tiv o s . E l p r im e r o fu e c u a n ­
d o S a r t r e e s t u v o d e v i s i t a e n N u e v a Y o r k e n 1 9 4 6 . F e r n a n d o le
p r e g u n t ó s i h a b ía c o la b o r a d o c o n lo s n a z is , y S a r t r e d io u n r e s ­
p in g o , a tó n ito . F e r n a n d o le e x p lic ó e n s e g u id a q u e h a b ía o íd o q u e
S a r t r e h a b ía e s t r e n a d o su p ie z a Las moscas e n u n te a tro q u e a n te s
d e la g u e r r a s e lla m a b a S a r a h B e r n h a r d t , e n h o m e n a je a la g r a n
a c tr iz fr a n c e s a , t e a tr o q u e h a b ía s id o re b a u tiz a d o p o r lo s a le m a ­
n e s , p u e s é s t a e r a ju d ía . E r a v e r d a d , p e r o y o n o m e a t r e v í a p r e ­
g u n t á r s e lo . E l s e g u n d o d e s e n c u e n t r o se p r o d u jo d e s p u é s d e q u e
m is p a d r e s o b t u v ie r a n la c iu d a d a n ía e s t a d o u n id e n s e ( g r a c ia s a
la i n t e r c e s i ó n d e R o b e r t F. K e n n e d y ) , c u a n d o v i a j a r o n a V ie n a
p a r a v is it a r a la m a d r e d e S té p h a , q u e a ú n e s ta b a e n u n c a m p o de
d e s p la z a d o s , a f i n d e m e jo r a r u n p o c o s u s c o n d ic io n e s d e v id a .
L la m a r o n a S a r t r e y le p r o p u s i e r o n e n c o n t r a r s e e n M ilá n , c i u ­
d a d e n la q u e d is p o n ía n d e a lo ja m ie n t o g r a t u it o . S a r t r e s e n e g ó
e i n s i s t i ó e n q u e e ll o s f u e r a n a v e r l o a R o m a , p e r o m is p a d r e s
n o p o d ía n p e r m i t i r s e e l v ia je n i e l a lo ja m ie n t o . L e r e c o r d é e ste
e p is o d io a S a r t r e .
10 . L a « g u e r r a e x t r a ñ a » , lla m a d a e n fr a n c é s la dróle degaerre , c o r r e s ­
p o n d e a lo s p r im e r o s o c h o m e s e s d e la S e g u n d a G u e r r a M u n d ia l,
tr a s la in v a s ió n a le m a n a de P o lo n ia , a n te s d e q u e e s t a lla r a la lu ch a

468
e n el fr e n te o c c id e n ta l. S a rtre e sta b a d e stin a d o e n el s e r v ic io m e ­
te o ro ló g ic o y n o te n ía n a d a q u e h a c e r, a s í q u e em p ezó a e s c r ib ir .

M ayo de 1971

1. E l g e n e ra l R id g w a y , q u e se h a b ía h e c h o fa m o s o d u ra n te la g u e r r a
de C o re a , fu e n o m b ra d o c o m a n d a n te su p re m o de la s fu e rz a s a l ia ­
d as e u r o p e a s d e la otan e n 1 9 5 ?. La iz q u ie rd a fr a n c e s a r e a c c io ­
nó c o n fe r o c id a d y o rg a n iz ó m u ltitu d in a r ia s m a n ife s t a c io n e s d e
p r o t e s t a c o n p a n c a r t a s q u e p r o c la m a b a n « R id g w a y go h o m e ! »
[¡V u e lv e a c a sa , R id g w a y !]. E l asu n to no se re s o lv ió h a sta q u e e n
1 9 5 8 D e G a u lle d io u n g o lp e de E stad o y e x p u lsó a to d a s la s f u e r ­
zas de la otan d e F ra n c ia .
2. B lu m o rd e n ó q u e se c e rra ra la fro n te ra en tre F ra n c ia y E s p a ñ a , s i ­
g u ie n d o la s ó r d e n e s d e l C o m ité de No In te rv e n c ió n cre a d o p o r la
L ig a de N a c io n e s, a p e s a r de que la A le m a n ia nazi, la Ita lia fa s c is ta
y , e n m e n o r m e d id a , la R u sia so v ié tic a no re sp e ta b a n el e m b a rg o
de a rm a s d e c re ta d o p o r d ich o co m ité.
3. Je a n s o n se h a b ía co n vertid o e n u n red acto r in e lu d ib le de Les Temps
M odem es , r e v is t a de la q u e acab ó s ie n d o el g e re n te . L a n z m a n n ,
g ra n a m ig o d e S a rtre , fu e am an te de B e a u v o ir d u ran te a ñ o s . P r o ­
dujo y d ir ig ió el e x ito so d o cu m en tal Shoah ( 19 8 5 ) , se g u id o p o r u n
e sp a n to so d o c u m e n ta l so b re el e jé rc ito is r a e lí. (F u im o s a m ig o s ,
p e ro r o m p im o s a raíz de m i apoyo a la o rg a n iz a c ió n s o c ia lis ta i s ­
ra e lí y al e sta d o p a le stin o .) Tanto Je a n s o n com o L a n z m a n n lu c h a ­
ro n e n la R e s is te n c ia d u ran te la g u erra , p e ro n i S a rtre n i B e a u v o ir
lo s c o n sid e ra b a n m ie m b ro s de « la fa m ilia » , fo rm ad a, s o b re to d o ,
p o r e s tu d ia n te s y a m ig o s de a n te s de la g u e rra . M i p e r t e n e n c ia a
la fa m ilia se d e b ía a m is p a d re s.
4.- E n tre v isté a J e a n s o n y a su e sp o sa , y m e e n tu s ia s m a ro n . J e a n s o n
h a b ía e s c r it o y e d ita d o v a r io s lib r o s s o b re S a r tr e , e n tre lo s q u e
d e sta c a n Sartre pa r lui-m ém e [S a rtre p o r él m ism o ] y Le Probléme
moral et lapensée de Sartre [E l p ro b le m a m o ra l y el p e n s a m ie n to
de S a r t r e ] .
5- Los secuestrados deAltona ( 1 9 5 9 ) , u n a o b ra de te a tro de la cu a l y a
ca si n a d ie se a c u e rd a , cu en ta la h is to ria de u n in d u s tria l n azi y de
su fa m ilia . U no de lo s p ro tag o n istas se im ag in a u n fu turo e n el que
u n a raza de c a n g re jo s se re ú n e p a ra ju z g a r a la e s p e c ie h u m a n a .

469
6. F e rn a n d o lo g ró e s c a p a r de la s fu e rz a s de F ra n c o e n el ú ltim o m i ­
n uto, a b o rd o d el ú ltim o a v ió n q u e d e sp e g ó de B a r c e lo n a . C o m o
F ra n c ia a rre s ta b a a to d o s lo s r e p u b lic a n o s e s p a ñ o le s e n la f r o n ­
te ra , se tiró en p a ra c a íd a s u n a vez c ru z a d o s lo s P ir in e o s , y se la s
a r r e g ló p a ra lle g a r a P a r ís , d o n d e o b tu v o u n p e r m is o d e tra b a jo
a m e n a z a n d o al p r e fe c to d e l d is tr ito x iv c o n u n a s im p le p ip a que
lle v a b a e n el b o ls illo . C u a n d o el p r e fe c t o v io q u e F e r n a n d o s a ­
c a b a la p ip a d e l b o ls illo y s e la p o n ía e n la b o c a , le d ijo q u e lo
a r r e s t a r ía , p e ro F e rn a n d o re p lic ó : « ¿ Q u ie r e u s te d q u e la p r e n s a
se e n te r e de q u e lo h e a m e n a z a d o c o n u n a p i p a ? » . E n t o n c e s el
p re fe c to a c o m p a ñ ó a F e rn a n d o a la p u e rta y le d ijo : « E s u n h o n o r,
m i g e n e r a l » . F e r n a n d o fu e d e n u n c ia d o p o r e l p in t o r ru s o e m i ­
g ra d o N ic o lá s d e S ta e l, q u e se g a n a b a la v id a c o m o c o n ñ d e n te de
la p o lic ía . F e r n a n d o fu e c o n d u c id o a F r e s n e s , la c á rc e l e n la q u e,
p o s t e r io r m e n t e , r e u n ie r o n a o c h e n ta m il ju d ío s fr a n c e s e s a n te s
d e m a n d a r lo s a c a m p o s de c o n c e n tra c ió n n a z is, y le d ije r o n que
s e r ía lib e r a d o s i se u n ía a l e jé rc ito fr a n c é s . F e r n a n d o a c e p tó c o n
la c o n d ic ió n d e s e r n o m b ra d o c o ro n e l y d ir ig ir u n a b rig a d a , q u e
e n c a b e z ó c e r c a d e L o s V o sg o s. D u ra n te la b a ta lla , m a n d ó a to d o s
s u s s o ld a d o s ju d ío s a S u iz a y lu eg o re g r e s ó a P a r ís , d e s d e d o n d e
p a r tió a l e x ilio c o n S té p h a y c o n m ig o .

O c t u b r e de 1971

i . L o s fr a n c e s e s lla m a n al m e s de s e p tie m b r e la rentrée, e s d e c ir , « e l


r e g r e s o » , c o m o s i to d o el m u n d o se h u b ie r a id o y h u b ie r a v u e l­
to de v a c a c io n e s . P o r s u p u e s t o , e sto s ó lo e s a p lic a b le a q u ie n e s
p u e d e n p e r m it ir s e e s t a r d e v a c a c io n e s , q u e n o e s e l c a so d e lo s
a rg e lin o s o lo s m a r r o q u íe s p o b r e s , n i d e lo s n e g r o s de la s an tig u a s
c o lo n ia s fr a n c e s a s e n Á fr ic a .
2. E s t a b a n in v ita d a s a p a r t ic ip a r e n la s a s a m b le a s g e n e r a le s q u e se
c e le b r a r o n e n la u n iv e r s id a d to d a s la s p e r s o n a s s u s c e p t ib le s de
v e r s e a fe c ta d a s p o r la d e c is ió n o la p o lític a q u e s e ib a a d e b a tir, no
só lo lo s e s tu d ia n te s , s in o ta m b ié n lo s p r o fe s o r e s , lo s a d m in is t r a ­
t iv o s , e l e q u ip o d e lim p ie z a e in c lu s o e l r e c to r . E n a q u e lla é p o c a ,
e l r e c t o r y e l g e r e n t e d e V in c e n n e s e r a n c o m u n is t a s , c o n t r a r io s
a c u a lq u ie r m o v im ie n t o q u e o to r g a r a e l p o d e r d e d e c is ió n a la
b a s e , a u n a m a s a n o o rg a n iz a d a . A q u e llo tu v o u n a c o n s e c u e n c ia

47 °
e x t r e m a d a m e n t e s ig n ific a t iv a . E l e q u ip o d e lim p ie z a , fo r m a d o e n
su m a y o r ía p o r in m ig r a n t e s ile g a le s p o r t u g u e s e s d e u n a e m p r e ­
sa c o n tr a ta d a p o r e l r e c to r , e m p e z a ro n u n a h u e lg a p a r a e x ig ir u n
su e ld o m e jo r . A lg u n o s p r o fe s o r e s , e n tre lo s q u e m e c o n ta b a , a p o ­
y a r o n e n s e g u id a a lo s h u e lg u is ta s y c o m u n ic a r o n a lo s e s t u d ia n ­
t e s q u e la s c la s e s t e n d r í a n lu g a r ju n t o a lo s p iq u e t e s d e h u e lg a .
E n t o n c e s s e c o n v o c ó u n a a s a m b le a g e n e r a l, e n la q u e la in m e n s a
m a y o r ía v o tó a fa v o r d e la h u e lg a . A l ca b o d e c u a tro d ía s , p r á c t i ­
c a m e n t e n o h a b ía c la s e s . E n t o n c e s e l r e c t o r p id ió s o c o r r o a s u
p a r t id o , y a l q u in to d ía fu im o s a ta c a d o s p o r el Service de Vordre, e s
d e c ir , la s e c c ió n v io le n t a d e l p a rtid o c o m u n ista , o b r e r o s m e t a lú r ­
g ic o s d is p u e s t o s a a b r ir n o s la cab eza a g o lp e s d e p a lo s d e m e ta l.
G r a c ia s a la p r e n s a , q u e h a b ía sid o a le rta d a p o r lo s p r o fe s o r e s m á s
p r e s t i g i o s o s d e V in c e n n e s —e n tre e llo s , G ilíe s D e le u z e , L a c a n y
F o u c a u lt — y p o r S a r t r e , p u d im o s r e s is t ir y el e q u ip o d e lim p ie z a
lo g r ó u n n u e v o c o n tra to . P o r n u e s tra p a rte , c o n s e g u im o s q u e e l
r e c t o r n o s p r o m e t ie r a q u e e n lo su c e siv o to d a s la s d e c is io n e s q u e
a fe c t a r a n a la u n iv e r s id a d se s o m e te ría n a la s a s a m b le a s g e n e r a ­
le s . P o r s u p u e s t o , a q u e llo no d u ró d e m a sia d o , y el p a rtid o c o m u ­
n is t a fu e a r r in c o n a n d o a to d a la g en te de iz q u ie rd a s c o n t r a r ia al
p a r t id o c o m u n is ta (lo s lla m a d o s gauchistes), in c lu id o y o , p u e s m e
e c h a r o n d o s a ñ o s d e sp u é s .
E n La celda, d o s h o m b r e s , u n to rtu ra d o r d e l ré g im e n p r e r r e v o lu -
c io n a r io c u b a n o d e F u lg e n c io B a tista y u n in te le c tu a l o p o s it o r d e
la r e v o lu c ió n d e C a stro —e l p r im e r o , r e c u p e r a b le ; e l o tro , n o —,
a g u a r d a n su e je c u c ió n . La o b ra se e stre n ó e n e l Ju d s o n M e m o r ia l
T h e a t e r d e N u e v a Y o r k e n 1 9 6 6 y e n v a r ia s o c a s io n e s e n C u b a .
Tout, u n p e r ió d ic o tro tsk is ta n o d o g m ático , q u e v e n d ía p o r la c a lle
g e n te s in te c h o , h a b ía to m a d o su n o m b r e d e u n o d e lo s e s ló g a -
n e s de la s m a n ife s t a c io n e s e s tu d ia n tile s d e 19 6 8 : « Q u e v o u lo n s -
n o u s ? T o u t !» [¿Q u é q u e r e m o s ? ¡T o d o !l.
E n 1 9 6 6 , la s e c c ió n d e N u e v a Y o r k de la a s o c ia c ió n E s t u d ia n t e s
p a r a u n a S o c ie d a d D e m o c rá tic a m o n tó e n la c a lle C a to rc e , s o b r e
u n e s ta b le c im ie n to de c o m id a rá p id a , u n a u n iv e r s id a d lib r e q u e
a tr a jo n o só lo a c e n t e n a r e s de e s tu d ia n te s , in c lu s o p r o c e d e n t e s
d e o tr o s e s t a d o s , s in o t a m b ié n a p r o fe s o r e s d e p r e s t ig io , c o m o
C o n o r C r u is e O ’ B r ie n , N o a m C h o m s k y , Is a a c D e u t s c h e r y E r ic
H o b sb a w m , e n tre o tro s. A s im is m o , p u b lic a b a u n a r e v is t a lla m a ­
d a Treason, d ir ig id a p o r S h a ro n K re b s , u n r e v o lu c io n a r io , b a jo la
in flu e n c ia de la p o stu ra s e d ic io s a ad o p tad a p o r J e a n s o n y S a rtre
re sp e c to a la g u erra de A rg e lia . M i o b ra de te a tro La celda a p a r e ­
ció en esta re v ista .
6. C osa q ue, no o b sta n te, hizo d u ran te la s h u e lg a s de m ayo d e l 68.
7. En el o rig in a l fig u ra mauvaisefoi, que su e le tra d u c irs e p o r « m a la
f e » , aunque el con cepto no ten ga n ad a que v e r co n la fe. Se re ñ e re
al hecho de e n g a ñ a rse a u n o m ism o , n e g á n d o se a a c e p ta r la r e a li­
dad, sie n d o la re a lid a d la situ a ció n p re s e n te , y no algo m e ta físic o .
8. E s exactam en te lo que o cu rrió . Poco d e sp u é s de la L ib e ra c ió n , De
G aulle e je rc ió de p re sid e n te p ro v isio n a l de F ra n c ia , p e ro n o tardó
en d e n u n c ia r el siste m a , que le p a re c ía ta n m o rib u n d o com o an tes
de la g u erra , m arcad o p o r la con stan te riv a lid a d e n tre lo s d ife r e n ­
tes p a rtid o s, d e sd e e l p a rtid o c o m u n ista , que e ra e l m a y o rita rio ,
h asta p e q u e ñ o s p a rtid o s p ro v in cia le s. E n 19 4 6 , De G au lle se hartó
y d im itió , d ic ie n d o que cuando F ra n c ia to cara fo n d o , lo v o lv e ría n
a lla m a r. E so e s lo q u e su c ed ió e n 19 5 8 , a ju z g a r p o r lo s h is t o r ia ­
d o r e s g a u llis ta s , p o rq u e , e n r e a lid a d , De G a u lle lle v ó a cab o u n
g o lp e d e E sta d o e in sta u ró la Q u in ta R e p ú b lic a , q ue c o n c e d ía al
p r e s id e n te —e s d e c ir, a s í m ism o — u n p o d e r c a si a u to c rá tic o . E n
1 9 4 6 h a b ía a c a ta d o lo s p r in c ip io s de la C o n s titu c ió n y le h a b ía
o fre cid o la p r e s id e n c ia a M au rice T h o rez, el je fe d el m ay o r partid o
p o lític o , el p a rtid o co m u n ista. T h o rez reh u só , p u es e ra co n scie n te
de que si a su m ía la p r e s id e n c ia de u n p a ís cuya e c o n o m ía aú n s u ­
fr ía lo s estra g o s de la g u erra , y que seg u ía d o m in a d o p o r la s tro p as
e s ta d o u n id e n s e s , só lo lo g ra ría d e s a c re d ita r e l c o m u n ism o com o
fo rm a de v id a y , p o r tan to , s e r d e rro ta d o .
9. M itrio n e , u n ag e n te d e l f b i o r ig in a r io de K a n s a s , fu e e n tre n a d o
p o r la c ía com o exp erto en e x p lo siv o s y, p o ste rio rm e n te , e n to rtu ­
ra s, y e n viad o a v a r io s p a ís e s de A m é r ic a L a tin a p a ra e n s e ñ a r a la
p o lic ía lo cal cóm o to rtu ra r s in d e ja r trazas. Tal y co m o d o cu m en tó
e l c o r r e s p o n s a l A . ]. L a n g g u th , p r im e r o e n e l New York Times en
1 97 ° y lu e g0 ^co n su m o d etalle, e n su lib ro Hidden terrors [T erro res
o cu lto s], p u b licad o p o r P an th eo n e n 19 7 8 —qu e n o h a sid o tra d u ­
cid o al c a ste lla n o —, M itrio n e e ra u n a ñ c io n a d o a la p ic a n a , u n a
e sp e c ie de acicate elé c trico p ara el g an ad o co n el q u e to rtu ra r a las
v íc tim a s de fo rm a e x tre m a d a m e n te d o lo ro sa . F u e c a p tu ra d o p o r
lo s T u p am aro s, u n m o v im ien to de r e s is te n c ia u ru g u ay o , y juzgado
e n u n a c o rte p o p u la r c la n d e s tin a e n 19 7 0 . S e g ra b ó su d e ta lla d a
c o n fe sió n , a ñ n de que no c u p ie ra n in g u n a d u d a so b re lo s h ech o s,

472
y fu** e j e c u t a d o . La c ía se n eg ó a r e c o n o c e r q u e p ro v e ía a la p o l i c í a
la tin o a m e r ic a n a de m a te ria l de to rtu ra.

i o. S a rtre c re ía , a u n q u e c a re c ía de p ru e b a s, que la d e c is ió n de M o u lin


d e c o la b o r a r c o n la r e d c la n d e s t in a c o m u n is t a , t r a s d is c u t ir lo
c o n D e G a u lle e n L o n d r e s , lle v ó a a lg ú n m ie m b r o d e su u n id a d ,
u n g a u llis ta d e e x t r e m a d e r e c h a , a t r a ic io n a r lo . M o u lin fu e t o r ­
tu ra d o h a sta la m u e r te p o r K la u s B a r b ie , a p o d a d o « e l c a r n ic e r o
de Lyon>>.
n. E sta p a r te d e la h is t o r ia , titu la d a « D r ó le d ’ a m it ié » [L a e x t r a ñ a
a m is t a d ], fu e p u b lic a d a e n Les Temps Modemes.
12,. Las m anos sucias c u e n ta la h is t o r ia d e u n m ilit a n t e c o m u n is t a ,
H ugo, q u e es n o m b ra d o se c re ta rio d e l je fe m ás re sp e ta d o d e l p a r ­
tid o , H o e d e r e r , c o n la m is ió n de a s e s in a r lo , y a que lo s o tro s je f e s
e stá n e n c o n tra de su p o lític a de c o o p e ra c ió n co n lo s n o c o m u n is ­
ta s. T ra s e l a s e s in a t o de H o e d e re r, M o scú o rd e n a q u e se c o o p e r e
c o n lo s n o c o m u n is ta s , y H o e d e re r se c o n v ie rte en u n h é r o e .
13. E n r e a lid a d , O lga se n eg ó a a c o sta rse co n S a rtre .
14 . B o r is V ia n e r a u n re c o n o c id o n o v e lista e in té rp re te de jazz. E s t a ­
b a c a sa d o c o n la actriz M ic h e lle L é g lise , que p o s te rio rm e n te s e r ía
a m a n te d e S a r tr e . V ia n m u rió de u n ataque al c o ra z ó n e n 1 9 5 9 , a
lo s t r e in t a y n u e v e a ñ o s.
15 . La sal de la tierra ( 1 9 5 4 ) , d irig id a p o r H e rb e rt B ib e r m a n , p r o d u ­
c id a p o r P aul Ja r r ic o y p ro tag o n iza d a p o r W ill G e e r (e n e l p a p e l d e
sheriff ), to d o s e llo s v e ta d o s e n H ollyw ood d u ran te la caza de b r u ja s
de M cC arth y, m o stra b a la vid a cotid ian a de u n o s m in e ro s d e zin c de
N u e v o M é x ic o y d e s u s e s p o s a s , c o n la a c triz m e x ic a n a R o s a u r a
R e v u e lta s . Q ueim ada ( 1 9 6 9 ) , titu la d a B u m ! e n E s ta d o s U n id o s ,
e s u n a p e líc u la ita lia n a d irig id a p o r G illo P o n te c o rv o , p r o t a g o n i­
zad a p o r M a r ió n B ra n d o , s o b re e l n e o c o lo n ia lis m o b r itá n ic o y la
r e v o lu c ió n e n e l C a rib e e n el sig lo x ix . H oy e n d ía, la p e líc u la m á s
c o n o c id a de P o n te c o rv o , La batalla de Argel ( 1 9 6 6 ) , se p r o y e c ta a
lo s so ld a d o s d e stin a d o s a Ira k , y a que n a rra d e m a ra v illa la i n s u r ­
ge n c ia de lo s n a tiv o s.
16 . A m ílc a r C a b ra l, u n in g e n ie r o a g ró n o m o de la c o lo n ia p o r tu g u e s a
d e G u in e a - B is s a u , fo rm a d o e n P o rtu g a l, e n ca b e z ó la lu c h a p o r la
in d e p e n d e n c ia h a sta que fu e a se sin a d o p o r u n agen te d e la c ía que
se h a b ía in filtra d o e n el p a rtid o a fric a n o p o r la in d e p e n d e n c ia d e
G u in e a y C ab o V e rd e , fu n d a d o p o r e l m is m o C a b ra l, u n o s m e s e s
a n te s de q u e el p a ís lo g r a r a la in d e p e n d e n c ia e n e n e r o d e 1 9 7 3 .

473
E n la c o n fe r e n c ia tr ic o n t in e n t a l c e le b r a d a e n La H a b a n a e n 19 6 6 ,
C a b ra l e x p u so su t e o r ía de q u e e n la s lu c h a s a n t iim p e r ia lis t a s e n
el t e r c e r m u n d o , lo s líd e r e s r e v o lu c io n a r io s d e b ía n c o m e t e r u n
s u ic id io d e c la s e .
17 . B e n n y L é v y , u n ju d ío e g ip c io n a c id o e n 1 9 4 5 , lle g ó a F r a n c ia i l e ­
g a lm e n t e d e n iñ o , c o n s u f a m il ia . E s t u d ió ñ l o s o f í a e n la E c o le
N ó r m a le S u p é r ie u r e , y p a r t ic ip ó e n lo s a c o n t e c im ie n t o s d e m ayo
d e 1 9 6 8 . C o m o m a o ís t a y r e d a c t o r j e f e d e La Cause du Peuple , e l
p e r ió d ic o d e L a Iz q u ie r d a P r o le t a r ia , s e h a c ía lla m a r P ie r r e V í c ­
t o r y P ie r r e B lo c h . C u a n d o S a r t r e s e v o lv ió c ie g o y d u r o d e o íd o
e n la d é c a d a d e 1 9 7 0 , L é v y s e c o n v ir t ió e n s u s e c r e t a r io p e r s o n a l,
y le le ía lo s p e r ió d ic o s t o d o s lo s d ía s . G r a c ia s a la in t e r c e s ió n de
S a r t r e , L é v y lo g r ó la c iu d a d a n ía fr a n c e s a . I n flu id o p o r e l filó s o fo
t a lm ú d ic o E m m a n u e l L é v in a s , L é v y e m p r e n d ió u n r ig u r o s o e s ­
tu d io d e l T a lm u d , c o s a q u e la s m a la s le n g u a s lla m a r o n « p a s a r d e
M ao a M o is é s » .
18 . A n t e s d e la S e g u n d a G u e r r a M u n d ia l, D r ie u la R o c h e lle y B r a s i-
lla c h e r a n e s c r it o r e s d e g r a n p r e s t ig io , in flu id o s p o r e l e n s a y is t a ,
p o e t a y c r ít ic o m o n á r q u ic o y a n t is e m it a C h a r le s M a u r r a s , m i e m ­
b r o d e la A c a d e m ia F r a n c e s a . D r ie u se s u ic id ó e n 1 9 4 5 . B r a s illa c h
y M a u r r a s fu e r o n ju z g a d o s p o r t r a ic ió n d e s p u é s d e la g u e r r a ; B r a ­
s illa c h fu e c o n d e n a d o a m u e r t e y M a u r r a s , a c a d e n a p e r p e t u a . D e
G a u lle s e n e g ó a c o n m u t a r la s e n t e n c i a d e B r a s i l l a c h , q u e fu e
f u s ila d o m i e n t r a s g r it a b a « ¡Q u e D io s b e n d ig a a F r a n c ia , p e s e a
t o d o ! » . M a u r r a s p e r m a n e c ió e n la c á r c e l h a s t a 1 9 5 ? , h a s t a p o c a s
se m a n a s a n te s d e su m u erte .
19 . L o s barbouze p e r t e n e c ía n a u n a p o lic ía u lt r a s e c r e t a f r a n c e s a , c o m ­
p u e s t a p o r a g e n t e s d e lo s s e r v ic io s s e c r e t o s d e F r a n c ia e n e l e x ­
t r a n je r o , q u e t o r t u r a b a n s is t e m á t ic a m e n t e a lo s « e n e m i g o s d e l
E sta d o » .
20. C o n o c í a lo s M a il e r c u a n d o t e n ía q u in c e a ñ o s y t r a b a ja b a d e r e ­
c a d e r o , d e s p u é s d e la e s c u e la , e n e l I n t e r n a t io n a l L i b r a i y B u r e a u .
M e e n a m o r é lo c a m e n t e d e la h e r m a n a d e N o r m a n , B a r b a r a , q u e ,
p o r d e s g r a c ia , e r a m u c h o m a y o r q u e y o y n o m e p r e s t a b a n i n g u ­
n a a t e n c ió n . N o r e c u e r d o c ó m o , p e r o u n ñ n d e s e m a n a q u e fu i a
V e r m o n t e n c o c h e a v i s i t a r a m is p a d r e s , lle v é a u n a n t ig u o c o m ­
p a ñ e r o t r o t s k is t a d e F e r n a n d o , e l e s c r it o r fr a n c é s J e a n M a la q u a is ,
y a N o r m a n M a ile r . A M a la q u a is y M a il e r le s e n t u s ia s m ó ta n to la
r e g ió n q u e a lq u ila r o n u n a c a s a a llí, e n la q u e M a ile r e s c r ib ió Costa

474
barbara, q u e d e d ic ó a M a la q u a is . M a i l e r y F e r n a n d o se h ic ie r o n
m uy a m ig o s.
2 1. S a r tr e in te n t ó e la b o r a r u n a é tic a g e n e r a l a t r a v é s d e v a r io s e s ­
c r ito s , q u e e n su m a y o r ía fu e r o n p u b lic a d o s p o s tu m a m e n te . E n
19 8 3 , se p u b lic ó Cahierspour une morale [C u a d e rn o s p a ra u n a m o ­
r a l], e s c r it o s s in o r d e n n i c o n c ie r t o e n tre 1 9 4 7 y 19 4 9 * A d e m á s
d el v o lu m in o s o a u n q u e in c o n c lu s o se g u n d o v o lu m e n de la Crítica
de la razón dialéctica, el texto de la s c o n fe r e n c ia s s o b r e la « m o r a l
d ia lé c t ic a » q u e ib a a p r o n u n c ia r e n la U n iv e r s id a d d e C o r n e ll, y
q u e al fin a l a n u ló , se p u b lic a r o n c o n el títu lo de « M o r a l e h i s t o ­
r i a » e n Les Temps Modemes ( ju lio - o c tu b r e de 2 0 0 5 , p á g in a s 2 6 8 -
4 1 4 ) . E s t o s e s c r it o s c o n ju g a n el e x is t e n c ia lis m o y e l m a r x is m o a
fin d e e la b o r a r u n a é tic a de la a u te n tic id a d y el c o m p r o m is o , a s í
c o m o d e la to m a d e d e c is io n e s b a s a d a e n lo s o c ia l, e n r a iz a d a e n
u n c o n te x to p o lític o y , p o r ta n to , so m e tid a a c a m b io s c o n s ta n te s ,
c o s a q u e e x p lic a su d iñ c u lta d .

D ic ie m b r e de 1971

1. S a la c ro u e ra u n d ra m a tu rg o m uy p o p u la r an tes de la g u e rra , c u y a s
p ie z a s d e g r a n é x ito fu e r o n m o n ta d o s p o r C h a rle s D u llin , e l m i s ­
m o d ir e c t o r de te a tro que fu e el a rtífic e d el éxito de la s d e S a r tr e .
T ra s la g u e rra , S a la c ro u m ezcló su fero z d e n u n c ia de la s in ju s t ic ia s
s o c ia le s c o n u n a a n g u stia d ifu s a p o r el s in s e n tid o de la m u e r te .
2. V a v in e s la p r in c ip a l e s ta c ió n de m e tro de M o n tp a r n a s s e , b a r r io
d o n d e se e n c u e n tr a n lo s c a fé s L e D o m e , L a C o u p o le , L a R o to n d e
y Le S e le ct; e n S a in t - G e r m a in - d e s - P r é s e stá n Le F lo re y L e s D e u x
M ag o ts, q u e s ig u e n a b ie rto s .
3. L o u is - F e rd in a n d C é lin e , cuyo v e rd a d e ro a p e llid o e ra D e s to u c h e s ,
p u b lic ó su p r im e r a n o v e la , la b r illa n t e Viaje al fin de la noche, e n
1 9 3 2 , in a u g u ra n d o u n le n g u a je c a lle je r o d e g r a n in flu e n c ia e n ­
tre to d o s lo s e s c r it o r e s fr a n c e s e s y o c c id e n ta le s q u e s ig u ie r o n su
e je m p lo . M é d ic o de o ñ c io , C é lin e e s c r ib ió v a r io s p a n fle t o s a n ­
t is e m it a s y a fa v o r d e l in te n to n a z i d e e x t e r m in a r a lo s ju d ío s .
A c u sa d o de c o la b o ra c io n ista , e sc a p ó de la c á rc e l, e s ta b le c ié n d o s e
p r im e r o e n A le m a n ia y lu ego e n D in a m a rc a ; n o r e g re s ó a F r a n c ia
h a sta 1 9 5 1 , añ o e n q u e se le c o n c e d ió la a m n is t ía . E s c r ib ió m á s
n o v e la s, p e ro se g an ó la v id a co m o m é d ic o . F a lle c ió e n 1 9 6 1 .

475
4. R o g e r G a r a u d y lle v ó u n a v id a p o lít ic a y fil o s ó f ic a m u y e x t r a ñ a .
F u e p r is io n e r o e n A r g e lia d u r a n te la S e g u n d a G u e r r a M u n d ia l.
P o s t e r io r m e n t e , tra tó d e c o n ju g a r e l m a r x is m o c o n e l c a t o l ic is ­
m o . e n ta b la n d o e n t u s ia s t a s d e b a t e s c o n fig u r a s in s i g n e s d e la s
d o s p a r t e s , in c lu id o S a r t r e . E n 1 9 8 2 a b a n d o n ó e l m a r x is m o y el
c a to lic is m o , y se c o n v ir t ió al is la m , a d o p ta n d o e l n o m b r e d e R a -
gaa. E n 19 9 5 , G a ra u d y p u b lic ó u n tra ta d o s o b r e el h o lo c a u s to e n el
q u e n e g a b a q u e lo s ju d ío s h u b ie r a n s id o e x t e r m in a d o s e n c a m p o s
de c o n c e n tr a c ió n ; fu e a c u s a d o d e « n e g a c i o n i s m o » p o r la j u s t i ­
c ia fr a n c e s a , y c o n d e n a d o a p a g a r u n a m u lta d e 1 2 0 . 0 0 0 fr a n c o s
—q u e p a g ó , e n g r a n m e d id a , e l G o b ie r n o i r a n í —, y s e fu e a v i v i r
a E s p a ñ a . S u lib r o fu e tr a d u c id o al á r a b e , a l p e r s a y a n u m e r o s a s
le n g u a s a fr ic a n a s .
5. D u e lo s , q u e , a n te s d e la g u e r r a , fu e d ip u ta d o c o m u n is t a d u r a n te
m u c h o tie m p o , se c o n v ir tió e n u n o d e lo s líd e r e s d e la R e s is t e n c ia
y , t r a s la g u e r r a , fu e s e n a d o r . S e p r e s e n t ó a la s e le c c io n e s p r e s i ­
d e n c ia le s e n 1 9 6 9 y o b tu v o e l v e in t iu n o p o r c ie n t o d e lo s v o to s .
F a lle c ió e n 1 9 7 5 .
6. R o s s a n d a , q u e al c o m ie n z o e r a c o m u n is t a y lu e g o fu e d ip u t a d a
in d e p e n d ie n t e d e iz q u ie r d a s , e r a u n a b r illa n t e e s c r it o r a , e d it o r a
y p e r io d is t a q u e p a r t ic ip ó e n la fu n d a c ió n d e l p e r ió d ic o JZ M a n i­
festó 1, q u e a ú n s e p u b lic a .
7. V a n e t t i, u n a p e r i o d i s t a d e o r i g e n a b i s i n i o e i t a l i a n o , v i v i ó e n
F r a n c ia h a s ta 1 9 3 8 , a ñ o e n q u e e m ig r ó a E s ta d o s U n id o s p a r a c a ­
s a r s e c o n u n d o c to r n o r t e a m e r ic a n o . E n 1 9 4 5 , c u a n d o S a r t r e v ia jó
a E s t a d o s U n id o s y F e r n a n d o s e la p r e s e n t ó , e lla t r a b a ja b a e n la
o fic in a d e p r o p a g a n d a O ffic e o f W ar I n f o r m a t io n , a l ig u a l q u e m i
p a d r e d e s p u é s d e q u e le e c h a r a n d e o s s . S a r t r e y D o lo r e s fu e r o n
a m a n te s , y e lla le e n s e ñ ó E s t a d o s U n id o s e n d e t a lle .
8. C r e ó le O il C o r p o r a t io n e r a u n a f i l i a l d e S t a n d a r d O il ( la a c tu a l
E x x o n - M o b il) .

E nero de 1972

1. L a s n o v e la s A urélien y El caballo blanco e r a n m e lo d r a m a s c o m u ­


n is t a s a r q u e t íp ic o s .
2- L u k á c s , u n c r ít ic o li t e r a r i o m a r x is t a h ú n g a r o , e r a a d m ir a d o p o r
c o m u n is t a s d e to d o e l m u n d o , a s í c o m o p o r t e ó r ic o s b u r g u e s e s ,

476
e n c a lid a d d e b r illa n t e a n a lis t a y filó s o fo . S o b r e v iv ió a to d a s la s
p u r g a s y fa lle c ió e n 1 9 7 1 .
3. L a s c o n d i c i o n e s e n e s a c á r c e l , e n la q u e f u e r o n i n t e r n a d o s
m u c h o s m ilit a n t e s , e r a n t a n e s c a n d a lo s a s q u e n o s ó lo S a r t r e y
F o u c a u lt, s in o t a m b ié n M a u r ia c y o tro s in te le c t u a le s la s d e n u n ­
c ia r o n , o b lig a n d o al G o b ie r n o fr a n c é s a lle v a r a c a b o c ie r t a s r e ­
fo r m a s b á s ic a s .
4. S e tra ta d e l títu lo d e la c é le b r e c a rta de Z ola, e s c r ita e n 18 9 8 , a ra íz
d e la c o n t r o v e r t id a c o n d e n a d e A lf r e d D r e y fu s a la is la d e l D ia ­
b lo . S a r t r e e s c r ib ió su p r o p io Yo acuso a p r o p ó s it o d e la p o lít ic a
r e p r e s iv a d e l G o b ie r n o , y su d e n u n c ia se c o n v ir tió e n u n fa m o s o
c a r t e l, c o lg a d o e n la s p a r e d e s d e la s u n iv e r s id a d e s .
5. E s t o s a t a q u e s le c a u s a b a n u n a e s p e c ie d e v é r t ig o d u r a n t e u n o s
m in u t o s . S e g ú n lo s m é d ic o s d e S a r t r e , se d e b ía n a su e x c e s iv o
c o n s u m o d e a n fe t a m in a s d u ra n te g ra n p a rte de su v id a .
6. S a r t r e re c h a z ó la L e g ió n d e H o n o r fr a n c e s a y el P r e m io N o b e l d e
L it e r a t u r a .
7. Y u li D a n ie l y A n d r é i S in ia v s k i fu e r o n ju z g a d o s e n 1 9 6 6 p o r h a b e r
e s c r it o v a r io s lib r o s e n lo s q u e p a r o d ia b a n e l s is t e m a s o v ié t ic o , y
h a b e r lo s d ifu n d id o c la n d e s tin a m e n te fu e ra de R u s ia . S e n e g a r o n
a e x il ia r s e y s o b r e v iv ie r o n .

F ebr ero de 1972

1. L o s g e n e r a le s E d m o n d Jo u h a u d , M a u ric e C h a lle y A n d r é Z e lle r ,


c o n e l ap o y o d e l g e n e r a l R ao u l S a la n , fu e r o n lo s je f e s o fic ia le s d e l
g o lp e d e E sta d o de m arzo de 1 9 6 1 c o n tra el G o b ie rn o d e D e G a u lle ,
q u e h a b ía d e c id id o n e g o c ia r c o n e l F re n te de L ib e r a c ió n N a c io n a l
a r g e lin o d e s p u é s d e l r e fe r é n d u m e n e l q u e F r a n c ia v o tó p o r m a ­
y o r ía a p la s ta n te a fa v o r de la a u t o d e t e r m in a c ió n d e A r g e lia . T ra s
e l fra c a s o d e l g o lp e de E sta d o , d e b id o , s o b re to d o , a l h e c h o d e q u e
lo s s o ld a d o s se n e g a ro n a o b e d e c e r a lo s g e n e r a le s , lo s p r in c ip a le s
g o lp is t a s fu n d a r o n la oas [ O r g a n is a tio n d e F A r m é e S e c r e t e ] , u n
g ru p o te r r o r is ta q u e p u so b o m b a s c o n tra n u m e r o s o s in te le c tu a le s
p ro a r g e lin o s y a s e s in ó a o fic ia le s y fu n c io n a r io s d e l E s ta d o q u e
h a b ía n p e r m a n e c id o le a le s al G o b ie r n o . La oas fu e d e s m a n te la d a
e n 1 9 6 3 , y lo s g e n e r a le s , e s p e c ia lm e n t e lo s q u e s e h a b ía n r e f u ­
g ia d o e n la E s p a ñ a fr a n q u is ta y h a b ía n sid o e n tr e g a d o s a F r a n c ia ,

477
fu e r o n ju z g a d o s y c o n d e n a d o s a d iv e r s a s p e n a s d e c á r c e l; S a la n ,
p o r su p a rte , fu e c o n d e n a d o a m u e rte . A lg u n o s de lo s líd e r e s de la
o as, s o b r e to d o c o r o n e le s y c iv ile s d e e x t r e m a d e r e c h a , d e c la ra d o s
c u lp a b le s d e a s e s in a t o , fu e r o n e je c u ta d o s p o r p e lo t o n e s . N o o b s ­
ta n te , lo s e x p e r to s e n to r tu r a s e s c a p a r o n a A r g e n t in a , y e n s e ñ a r o n
a t o r t u r a r a lo s m ilit a r e s a r g e n t in o s , q u e d u r a n te la « g u e r r a s u ­
c i a » h ic ie r o n « d e s a p a r e c e r » a m á s d e t r e in t a m il p e r s o n a s , q u e
fu e r o n to r tu r a d a s h a sta la m u e rte . Jo u h a u d , C h a lle y Z e lle r fu e r o n
a m n is t ia d o s e n 1 9 6 8 , y s e r e in c o r p o r a r o n a l s e r v ic io .
2. M a r ía C a s a r e s Q u ir o g a , h i ja d e u n m i n i s t r o y j e f e d e G o b ie r n o
r e p u b lic a n o e s p a ñ o l, c r e c ió e n F r a n c ia y s e c o n v ir t ió e n u n a g r a n
a c triz d e te a t r o , q u e p ro ta g o n iz ó o b r a s d e I b s e n , S y n g e y d e l p r o ­
p io C a m u s . S u s in t e r p r e t a c io n e s e n la s p e líc u la s Los niños del p a ­
raíso , d e M a r c e l C a r n é , Las dam as del bosque de B olonia , d e R o b e r t
B r e s s o n , y s u p a p e l d e la m u e r te e n e l Orfeo, d e J e a n C o c te a u , a ú n
s o n o b je t o d e e lo g io s .
3. L a z a r e ff fu e u n p e r io d is t a d e g e n io q u e c o n v irtió P añs-Soir , France-
S o iry o tra s r e v is t a s c o m o Elle, a s í co m o v a r io s p r o g r a m a s d e t e le v i­
s ió n , e n e n o r m e s é x ito s. M á s in te re s a d o e n e l s e n s a c io n a lis m o q u e
p o r la p o lít ic a , a m e n u d o p a s a b a p o r alto s u s s im p a t ía s d e e x tr e m a
d e r e c h a a la h o r a d e p u b lic a r u n a e x c lu s iv a , e s tu v ie r a p r o t a g o n iz a ­
d a p o r g e n te d e d e r e c h a s o d e iz q u ie rd a s .
4. W a n d a K o s a k ie w ic z a d o p tó e l n o m b r e a r t ís t ic o d e M a r ie O liv ie r
y , p o s t e r io r m e n t e , d e W a n d a O liv ie r .
5. T a n to D o m in iq u e D e s a n t i c o m o su m a r id o e r a n e n s a y is t a s p o l í ­
t ic o s c o m u n is t a s m u y in flu y e n t e s e n a q u e lla é p o c a .
6. L it e r a lm e n t e , « l a G r a n S a r t r i a n a » , a u n q u e e n la s c a lle s d e P a r ís
se la s o lía ll a m a r « l a G r a n d e S a r t r i o d e » o « S a r t r o u c h e » .
7. R o b e rt G a llim a r d , s o b r in o d e l fu n d a d o r d e la e d it o r ia l G a llim a r d ,
e r a m u y a m ig o m ío .
8. K a r o l, e l c o m p a ñ e r o d e R o s s a n d a , e r a u n p e r i o d i s t a q u e c o la b o ­
r a b a a m e n u d o c o n la r e v i s t a s e m a n a l Le N ouvel Observateur, d e
d e r e c h a s p e r o n o c o m u n is t a ; e s c r ib ió u n e x c e le n t e a n á li s i s d e la
r e v o lu c ió n c u b a n a e n u n lib r o titu la d o Los guerrilleros en el poder.

478
M a r z o dk 1972

1. M a rty se n e g ó a d e c la r a r s e c u lp a b le d e n in g u n o de lo s c a r g o s d e
lo s q u e fu e a c u s a d o d u r a n te el ju ic io q u e le h izo el p a r tid o , a l e ­
g a n d o q u e e r a d e m a s ia d o a n c ia n o c o m o p a ra r e c o r d a r lo q u e h a ­
b ía d ic h o , y fa lle c ió e n 1 9 5 6 , d e s o la d o , a) p a r e c e r .
2. A lo la r g o d e lo s a ñ o s , íu i c o n t á n d o le a S a r t r e m is a v e n tu r a s en
V ie tn a m d el N o rte ju n to co n u n e q u ip o q u e in v e stig a b a lo s c r ím e ­
n e s d e g u e r r a , y s ie m p r e q u e r ía s a b e r m á s c o s a s . E n tre o tro s d e ­
t a lle s , q u is o in d a g a r s o b r e m i e s ta n c ia en N am D in h , u n a c iu d a d
q u e , s e g ú n la onu, n u n c a fu e b o m b a rd e a d a , au n q u e el c o r r e s p o n ­
s a l d e l New York Tim es , H a r r is o n S a lis b u r y , q u e e stu v o a llí a n t e s
q u e n o s o t r o s , d ije r a q u e h a b ía sid o b o m b a rd e a d a e n e x tre m o . U n
d ía , d o s a v io n e s e s t a d o u n id e n s e s s o b re v o la ro n n u e s tra s c a b e z a s.
S a lis b u r y h a b ía e s c r ito q u e la ciud ad estab a in d e fe n s a , p e ro c u a n ­
d o s o n ó la a la r m a , u n a s d e fe n s a s a n tia é re a s s u r g ie r o n de la n a d a .
L o s á r b o le s p a r e c ía n a b r ir s e , lo s te ja d o s p a re c ía n r e t ir a r s e p a ra
d a r p a s o a c a ñ o n e s . F u e u n e s p e c tá c u lo a s o m b r o s o . M á s t a r d e ,
d e s p u é s d e la a le r t a , la a lc a ld e s a , u n a m u je r q u e h a b ía lu c h a d o
c o n t r a lo s f r a n c e s e s y q u e h a b ía p a sa d o o ch o a ñ o s e n la c á r c e l,
d io u n a v u e lta p o r la c iu d a d co n n o so tro s p ara e x a m in a r lo s d a ñ o s
q u e h a b ía n c a u sa d o la s cu a tro o cin co b o m b a s que h a b ía n la n z a d o
lo s a v io n e s . L e c o n té q u e S a lis b u ry h ab ía e sc rito q u e la c iu d a d e s ­
ta b a in d e fe n s a , y r o m p ió a r e ír . E n to n c e s le d ije : « P e r o p r e fie r o
q u e s e a a s í, al v e r lo b ie n q u e d e fie n d e u sted a su c iu d a d » . S e m e
a c e rc ó y m e ab razó . E n to n c e s S a rtre d ijo : « E x a c ta m e n te lo m is m o
q u e h a b r ía h e c h o u n o rg u llo s o a lca ld e fr a n c é s » .
G u a n d o se p u b lic ó m i lib r o , que in c lu ía fo to g r a fía s d e N a m
D in h y su a lc a ld e s a , S a lis b u iy m e lla m ó p o r te lé fo n o p a ra d e c i r ­
m e q u e g r a c ia s a m í h a b ía d e s c u b ie r to q u e h a b ía e s ta d o c ie g o a
la re a lid a d . N u e s tro e q u ip o fu e in v ita d o a u n a r e u n ió n c o n P h a m
V an D o n g y , m á s ta r d e , c o n H o G hi M in h . D u ra n te e l e n c u e n tr o
c o n P h a m , le p r e g u n t é s i c o n t e m p la b a la p o s ib ilid a d d e a c e p ­
t a r la c o la b o r a c ió n d e u n a s b r ig a d a s in t e r n a c io n a le s , c o m o e n
E s p a ñ a . C o n te stó q u e s i e llo p e r m itía u n ir a to d a s la s fu e rz a s s o ­
c ia lis t a s c o n tra lo s im p e r ia lis t a s , tal vez s í. E n to n c e s le d ije a la
lig e r a : « ¿ P o d r í a u ste d d a rm e su c o n s e n tim ie n to a n te s d e l v i e r ­
n e s ? » . « ¿ P o r q u é el v ie r n e s ? » , p regu n tó . « P o r q u e , en p rin c ip io ,
n o s m a rc h a m o s el v ie r n e s —le e x p liq u é —, p e r o s i a c e p ta u s te d a

479
in t e r n a c i o n a le s , m e q u e d a r é y s e r é e l p r i m e r b r ig a d is t a e s t a ­
d o u n id e n s e .» P h a m e ra u n h o m b r e d e h ie r r o , q u e h a b ía d e d i­
c a d o to d a su v id a a lu c h a r c o n tr a e l c o lo n ia lis m o fr a n c é s , y h a b ía
p a s a d o d ie c is é is a ñ o s e n la c á r c e l. H a sta e n to n c e s , n u e s t r a c o n ­
v e r s a c ió n fu e m u y fo r m a l, p e r o c u a n d o y o h ic e a q u e l c o m e n t a ­
rio ir r e fle x iv o , se le v a n tó d e u n sa lto y se a b a la n z ó s o b r e m í p a ra
a b ra z a rm e . T o d o s n o s r e ím o s y , a p a r t ir d e e se m o m e n to , n u e s tra
c o n v e r s a c ió n e stu v o lle n a d e b r o m a s , r is a s y b u e n h u m o r .

A b r il de 1972

1. I n m e d ia ta m e n te d e s p u é s d e la b a ta lla d e G u a d a la ja ra , q u e fu e u n a
d e la s e s c a s a s v ic t o r ia s r e p u b lic a n a s , F e r n a n d o —q u e h a b ía r e ­
c u p e r a d o e l p u e s to de c o m a n d a n te c u a n d o e l g e n e r a l M á té Z alk a ,
c o n o c id o c o m o P a v o l L u k á c s, fu e a s e s in a d o p o r u n o d e lo s a v io n e s
C a p r o n i d e M u s s o lin i— o r d e n ó q u e to d o s lo s c o m is a r io s p o l í t i ­
c o s c iv ile s , q u e ib a n d a n d o ó r d e n e s s in lu c h a r v e r d a d e r a m e n t e ,
fu e r a n a r r e s t a d o s e n su s t ie n d a s d u ra n te la s ig u ie n t e b a ta lla , q u e
e r a in m in e n t e . P o r s u e r te , a q u e lla b a ta lla , la d e H u e s c a , t a m b ié n
fu e u n a v ic t o r ia p a r a la r e p ú b lic a , p e r o , a u n a s í, e l r e p r e s e n t a n t e
d e la I n t e r n a c io n a l C o m u n is ta , A n d r é M a rty , p id ió q u e F e r n a n ­
d o fu e r a e je c u ta d o . L o sa lv ó M a lra u x , q u e h a b ía r e u n id o e l d in e r o
n e c e s a r io p a r a lle v a r a E s p a ñ a u n a e s c u a d r illa , lla m a d a Vescadrille
Lafayette , y le d ijo a l « c o m a n d a n t e L u i s » , e s d e c ir , a V it t o r io C o -
d o v illa , e l j e f e d e l p a r t id o c o m u n is t a a r g e n t in o , q u e t a m b ié n e ra
r e p r e s e n t a n t e d e la I n t e r n a c io n a l C o m u n is t a , q u e s i e je c u t a b a n
a F e r n a n d o n o le s d a r ía lo s a v io n e s y d e n u n c ia r ía e l t o r p e d e o p o r
p a r te d e l p a r t id o c o m u n is t a d e lo s e s fu e r z o s le g a lis t a s e n la g u e ­
rr a . P o r a q u e l e n t o n c e s , M a lr a u x y a e r a m u y c o n o c id o , p u e s h a b ía
e s c r it o u n a d e la s g r a n d e s n o v e la s d e l s ig lo x x , La condición h u m a­
n a. E l c o m a n d a n t e L u is s e a v in o y m a n d ó a F e r n a n d o a d e fe n d e r
B a r c e lo n a . (L a h is t o r ia c o m p le t a s e e n c u e n t r a r e c o g id a e n H e n r i
G o d a r d ( e d .) , A ndré M alraux, G a llim a r d , 2 0 0 1 ) .
2. K o e s t le r t a m b ié n h a b ía e s ta d o m u y c e r c a d e l p a r t id o c o m u n is ta ,
c u y o s m ilit a n t e s le t e n ía n p le n a c o n fia n z a , p e r o c u a n d o c a m b ió
d e c h a q u e t a , r e v e ló to d o lo q u e s a b ía .
3. La crs e ra o d ia d a p o r lo s o p o s ito re s al G o b ie r n o . E n 19 6 8 , a p a r e c ie ­
r o n u n s i n f í n d e p in t a d a s e n la s p a r e d e s q u e d e c ía n « crs = ss».

480
M ayo de 1972

P ie rr e M e n d é s - F r a n c e e r a u n s o c ia lis t a m o d e ra d o q u e , a n te s d e la
g u e r r a , fo r m ó p a r te d e l G o b ie r n o d e l F r e n te P o p u la r, d ir ig id o p o r
L é o n B lu m . E n 1 9 4 2 s e e s c a p ó d e u n a c á r c e l d e V ic h y p a r a u n ir s e
a D e G a u lle e n L o n d r e s , y fu e m in is t r o d e E c o n o m ía e n e l G o b ie r ­
n o p r o v i s i o n a l d e D e G a u lle t r a s la g u e r r a . D e fe n s o r d e l c o n t r o l
e s ta ta l d e la e c o n o m ía , d im it ió c u a n d o D e G a u lle s e d e c a n tó p o r
u n a e c o n o m ía d e m e r c a d o , a u n q u e fu e e le g id o d ip u ta d o e n v a r ia s
o c a s io n e s y , e n 1 9 5 4 , fo r m ó « e l g o b ie r n o p o r la p a z » q u e p u s o
t é r m in o a la g u e r r a d e F r a n c ia c o n tr a I n d o c h in a . A c o n t in u a c ió n ,
a p r o b ó la in d e p e n d e n c ia d e T ú n e z , p e r o p e r d ió e l p o d e r c u a n d o
q u is o g a r a n t iz a r la in d e p e n d e n c ia d e A r g e lia . V e s t ía n la c o r b a ­
ta M e n d é s - F r a n c e t o d o s s u s s e g u id o r e s , p a r t id a r io s d e l f i n d e l
i m p e r i a l i s m o f r a n c é s e n A r g e lia e n 1 9 5 6 , p e r o M e n d é s - F r a n c e
p e r d i ó l a s e l e c c i o n e s a c a u s a d e l v o to d e u n m i ll ó n d e f r a n c e ­
s e s p ie d s -n o ir s . E n 1 9 5 8 se e n f r e n t ó al g o lp e d e E s t a d o d e D e
G a u lle , p e r o lo a p o y ó e n su s n e g o c ia c io n e s c o n el F r e n t e d e L i b e ­
r a c ió n N a c io n a l, q u e p e r m it ie r o n la in d e p e n d e n c ia d e A r g e lia . A
c o n t in u a c ió n se r e t ir ó d e la v id a p o lític a , y fa lle c ió e n 1 9 8 2 .
2,. N ik o lá i B u ja r in , u n o d e lo s p r im e r o s b o lc h e v iq u e s , fu e e n c a r c e ­
la d o , d e p o r t a d o y , p o s t e r io r m e n t e , e le g id o e n e l C o m it é C e n t r a l
S o v ié t ic o y la I n t e r n a c io n a l C o m u n ista . C r e a d o r d e la N u e v a P o l í ­
t ic a E c o n ó m ic a de L e n in , se o p u so al p r o g r a m a d e c o le c t iv iz a c ió n
d e S t a l in , y fu e e l p r in c ip a l r e d a c t o r d e la c o n s t it u c ió n s o v i é t i ­
ca d e 1 9 3 6 , q u e g a ra n tiz a b a la lib e r ta d de e x p r e s ió n , d e p r e n s a , d e
a s a m b le a y d e r e lig ió n , a s í c o m o la in t e g r id a d d e la s p e r s o n a s ,
de su h o g a r y su c o r r e s p o n d e n c ia , p r in c ip io s ig n o r a d o s p o r S t a lin ,
q u e , e n 19 8 8 , o r d e n ó e je c u t a r a B u ja r in p o r t r a ic ió n . F u e r e h a b i ­
lita d o p o r G o r b a c h o v e n 19 8 8 .
3. E l s e n a d o r c o m u n is t a Ja c q u e s D u e lo s , q u e c r ia b a p a lo m a s m e n ­
s a je r a s e n su j a r d í n , fu e d e t e n id o y a c u s a d o d e u t i l i z a r la s p a r a
m a n d a r in fo r m a c ió n s e c r e t a s o b r e la d e fe n s a d e F r a n c ia a lo s s o ­
v ié t ic o s , c o s a q u e d e s e n c a d e n ó u n a caza d e b r u ja s m a s iv a c o n ­
t r a lo s c o m u n is t a s f r a n c e s e s a p r i n c ip io s d e la d é c a d a d e 1 9 5 0 .
A d ife r e n c ia d e lo s ju ic io s c e le b r a d o s e n E s ta d o s U n id o s , d o n d e
la p o b la c ió n s u e le c r e e r s e la s m e n t ir a s d e l G o b ie r n o , e n F r a n c ia
e s ta s a c u s a c io n e s fu e r o n r id ic u liz a d a s c o n e s t a llid o s d e r is a p o r
p a rte d e lo s ju e c e s m á s b r illa n t e s .

481
4- L o n d o n n o fu e e je c u t a d o p o r q u e P ic a s s o i n t e r c e d ió p o r él a n te
S t a lin .
5. A q u e l a ñ o fu i a p la n t a r á r b o le s d e c a fé a la is la d e P in o s , q u e l u e ­
go s e r ia lla m a d a la is la d e la Ju v e n t u d . Y u n d ia , c r e o q u e d u r a n te
la s e g u n d a s e m a n a , se m e a c e r c ó u n o fic ia l, m e t e n d ió u n fu s il y
c in c o b a la s , y m e d ijo : « E s t a n o c h e te to c a h a c e r g u a r d ia » . « P e r o
—o b je té —, s i so y u n g r in g o , u n e n e m ig o .» R e p lic ó : « T r a b a ja s c o n
n o s o tr o s , c o m e s c o n n o s o t r o s , ju e g a s c o n n o s o t r o s , a s í q u e d e b e s
h a c e r g u a r d ia c o n n o s o t r o s » . Y e s o h ic e .
6. M a tz p e n , la o r g a n iz a c ió n s o c ia lis t a is r a e lí, fu e c r e a d a e n 1 9 6 2 p o r
e l a la iz q u ie r d a d e l p a r t id o c o m u n is t a i s r a e l í . T r a s la g u e r r a d e
lo s S e is D ía s , e n 1 9 6 7 , se o p u s o a la o c u p a c ió n i s r a e l í d e la r i b e ­
r a o e s t e d e l J o r d á n y d e la f r a n ja d e G a z a . C u a n d o v i s i t é I s r a e l ,
S a r t r e lo a r r e g ló p a r a q u e lo s m ie m b r o s d e M a tz p e n m e e n s e ñ a ­
r a n « l a I s r a e l r e a l » y , a t ó n it o , d e s c u b r í q u e u n o d e e ll o s h a b ía
s id o e s t u d ia n t e m ío e n la U n iv e r s id a d d e N u e v a Y o r k e n 1 9 6 6 .
7. L a n z m a n n l l e g a r ía a s e r d ir e c t o r d e Les Temps M odem es.
8. L o s a n a r q u is t a s a c a b a b a n p a r t ic ip a n d o e n c u a lq u ie r m a n i f e s t a ­
c ió n c o n t r a e l G o b ie r n o .
9. L a L ig a C o m u n is t a R e v o lu c io n a r ia e r a e l p a r t id o t r o t s k i s t a m á s
im p o r t a n t e d e F r a n c ia . D u r a n te m u c h o t ie m p o , fu e d ir ig id o p o r
A l a i n K r i v i n e , u n o d e l o s l í d e r e s d e l m o v im ie n t o d e m a y o d e l
6 8 . K r i v i n e f u e m i e m b r o d e l p a r la m e n t o e u r o p e o e n t r e 1 9 9 9 y
2 0 0 4 , y d im it ió d e l politburó d e la L ig a C o m u n is t a R e v o lu c io n a ­
r ia e n 2 0 0 6 .
10 . A m i ju ic io , e l p e r s o n a je fu n d a m e n t a l d e la o b r a e s V a le r a , e l f a r ­
sa n te q u e p r e t e n d e h a b e r s e e s c a p a d o d e R u s ia c o n la lis ta d e q u ié ­
n e s s e rá n a s e s in a d o s c u a n d o lo s r u s o s o c u p e n F r a n c ia , y q u e v e n d e
e sp a c io e n d ic h a lis t a a lo s a m b ic io s o s p r o p ie t a r io s d e l p e r ió d ic o
e n e l q u e t r a b a ja P a lo t in , p u e s é s t o s p e r s ig u e n a lo s r o jo s .
11. H u s s e r l, e l f u n d a d o r d e la f e n o m e n o l o g í a m o d e r n a , s o s t e n í a
q u e la s e x p e r ie n c ia s d e b e n a n a liz a r s e e n t a n to q u e « c o s a s e n s í
m is m a s » — « l a p u e s t a e n t r e p a r é n t e s i s » — , s i n r e c u r r i r a e s p e ­
c u la c io n e s m e t a fís ic a s . H e id e g g e r , s u d i s c í p u lo y s u c e s o r c o m o
p r o f e s o r d e filo s o f ía e n la U n iv e r s id a d d e F r ib u r g o , p a r t ió d e lo s
a n á l i s i s d e H u s s e r l p a r a e x a m i n a r e l s e r (S e in ) e n s u c o n t e x t o
t e m p o r a l e h is t ó r ic o , y e l D asein, p o r s u p a r t e , S a r t r e d e r iv ó de
e llo s u s n o c io n e s d e « e n - s í » y « p a r a _ s í » , a s í COm o d e « e n -
s itu a c ió n » .

483
12 . T an to E h r e n b u r g c o m o S im o n o v fu e r o n c o r r e s p o n s a le s d e g u e rra
d u ra n te u n o s a ñ o s , y e s c r ib ie r o n n o v e la s m u y le íd a s . N o o b s ta n te ,
S im o n o v , q u e t a m b ié n e s c r ib ía p o e m a s y o b ra s de te a tro m u y p o ­
p u la r e s , q u e a m e n u d o e r a n lle v a d a s al c in e , s e c e ñ ía m u c h o m á s
a la lín e a d e l p a r t id o . F u e g a la r d o n a d o c o n lo s p r e m io s L e n in y
S ta lin , y n o m b ra d o p r e s id e n te de la u n ió n de e s c r it o r e s d e la u rss.

E h r e n b u r g fa lle c ió e n 1 9 6 7 ; S im o n o v , e n 1 9 7 9 .
13 . O s ip M a n d e ls t a m fu e u n o d e lo s g r a n d e s p o e t a s r u s o s m o d e r ­
n o s . A r r e s t a d o y lib e r a d o e n r e p e t id a s o c a s io n e s , fa lle c ió e n u n
« c a m p o d e t r á n s it o » e n 1 9 3 8 . N a d e z h d a M a n d e ls ta m , su m u je r ,
d e s c r ib ió su e x p e r ie n c ia e n u n lib r o de m e m o r ia s c o n m o v e d o r ,
Contra toda esperanza.
14 . A n d r é G id e , g a la r d o n a d o c o n el P r e m io N o b e l d e L it e r a t u r a e n
1 9 4 7 , t r a s la p u b lic a c ió n de jo y a s co m o La sinfonía pastoral y El in ­
moralista, se u n ió al p a rtid o c o m u n ista e n 1 9 3 0 , p e ro lo a b a n d o n ó
a l r e g r e s a r d e su v ia je a R u sia , cuyo to ta lita ris m o d e n u n c ió .

J u nio de 1972

1. L o s T u p a m a r o s f u e r o n e x tr e m a d a m e n te p o p u la r e s e n U r u g u a y
m ie n t r a s se d e d ic a r o n a s e c u e s tra r a a lto s fu n c io n a r io s , a lo s q u e
ú n ic a m e n t e lib e r a b a n s i se a v e n ía n a la p u b lic a c ió n de s u s a c u e r ­
d o s c o r r u p t o s c o n lo s c a p ita lis ta s e s ta d o u n id e n s e s e n la p o r t a d a
d e lo s p e r ió d ic o s . S ig u ie r o n sie n d o p o p u la re s in c lu s o d e s p u é s d e
e je c u t a r a D a n M it r io n e , e l a g e n te de la c ía e x p e r to e n t o r t u r a s ,
d e l q u e d ifu n d ie r o n u n a c o n fe s ió n g ra b a d a e n la q u e é s te r e c o ­
n o c ía h a b e r e n s e ñ a d o a la p o lic ía u ru g u ay a a to r tu r a r a lo s p r e s o s .
T ra s la c a íd a d e la d ic ta d u ra , lo s c iu d a d a n o s u ru g u a y o s v o ta r o n u n
p a r tid o d e iz q u ie r d a s n o v io le n to .
2. N a c id o e n A r g e lia y c ria d o e n M a rs e lla co m o c a tó lic o p r a c tic a n te ,
L o u is A lt h u s s e r e r a u n e stu d ia n te b r illa n t e , a u n q u e e r r á t ic o , c u ­
y a s t e s is s o b r e H e g e l le v a lie r o n u n p u e s to d e répétiteur [ p r o fe s o r

p a r t ic u la r ] e n la E c o le N ó r m a le S u p é r ie u r e . T ra s s e r c a p tu r a d o
d u ra n te la S e g u n d a G u e r r a M u n d ia l, c o m e n z ó a in t e r e s a r s e cad a
vez m á s p o r M a rx , se u n ió al p a rtid o c o m u n ista e n 19 4 8 y , h a sta su
m u e rte , fu e u n c o m u n is ta fe r v o r o s o , a u n q u e c o n t r o v e r t id o , c r i ­
tic a d o a m e n u d o p o r lo s je f e s d e l p a rtid o . S u s o b r a s a h o n d a n e n
la e p is t e m o lo g ía de M a rx y p r o p o n e n u n a r e in t e r p r e t a c ió n de El

483
capital, lle g a n d o a la c o n c lu s ió n d e q u e la d is t in c ió n e n tre el o b ­
je to y el su je to es u n c o n c e p to id e o ló g ic o falaz d e l q u e ú n ic a m e n te
se p u e d e e sc a p a r d e stru y e n d o el e stad o b u rg u é s. A q u e ja d o de p e r ­
t u r b a c io n e s m e n ta le s p e r ió d ic a s , e n 1 9 8 0 A lt h u s s e r e s tra n g u ló a
su m u je r , p a só t r e s a ñ o s e n u n h o s p it a l p s iq u iá t r ic o y fa lle c ió e n
1 9 9 0 , a lo s se te n ta y d o s a ñ o s . M u c h o s de su s e s tu d ia n te s d e s e m ­
p e ñ a r o n u n p a p e l r e le v a n t e e n la r e v u e lta d e m a y o d e l 6 8 , y s u s
o b r a s a ú n s o n o b je to d e a r d o r o s o e s tu d io p o r p a r te d e g e n te d e
iz q u ie r d a s y m a r x is t a s d e to d o el m u n d o .
3. A le jo C a r p e n t ie r , n o v e lis t a , e n s a y is t a y m u s ic ó lo g o , fu e u n o d e
lo s fu n d a d o r e s d e l p a r t id o c o m u n is t a c u b a n o , y s ig u ió s ie n d o
d e iz q u ie r d a s d u r a n te to d a su v id a , in c lu s o d e s p u é s d e a b a n d o ­
n a r e l p a r t id o . A p e s a r d e su in c o m o d id a d r e s p e c t o a l r é g im e n
d e C a s tr o , q u e d e c id ió m a n d a r lo a P a rís c o m o a g re g a d o c u ltu r a l,
p e r m a n e c ió le a l h a s ta su m u e rte e n P a rís e n 1 9 8 0 .
4. D e d ije r fo rm a b a p a rte de la v ie ja g u ard ia c o m u n ista y u g o sla va , y fu e
u n v a le r o s o p a r tis a n o d u ra n te la S e g u n d a G u e rra M u n d ia l. E le g id o
m ie m b r o d e l c o m ité c e n tr a l de T ito , r e p r e s e n tó a Y u g o s la v ia an te
la onu e n v a r ia s o c a s io n e s . In c lu s o tra s s e r a p a rta d o d e l G o b ie r ­
n o y u g o s la v o p o r h a b e r d e fe n d id o a M ilo v a n D jila s , q u e d e n u n c ió
lo s a b u s o s c o m e tid o s e n el á m b ito de la s lib e r t a d e s c iv ile s , D e d i­
j e r c o n tin u ó s ie n d o u n c o m u n is ta a c tiv o , a u n q u e in d e p e n d ie n te y
c o n tro v e rtid o , y e s c r ib ió la b io g ra fía de T ito , c o n el b e n e p lá c ito y la
c o la b o ra c ió n de é ste . C o la b o ró co n el T rib u n a l In te r n a c io n a l s o b re
C r ím e n e s d e G u e r r a d e R u s s e ll. F a lle c ió e n 1 9 9 0 .

O ctu bre de 1972

1. G lu c k s m a n n , q u e h a b ía d e fe n d id o a lo s boat people, a d o p t ó u n a
p o s t u r a ta n p r o i s r a e l í q u e a c a b ó s ie n d o m u y d e d e r e c h a s , c o s a
q u e le v a lió , e n ta n to q u e l í d e r d e « l o s n u e v o s f i l ó s o f o s » , u n a
g r a n p o p u la r id a d e n la p r e n s a fa v o r a b le a E s t a d o s U n id o s .
2,. G e is m a r se u n ió al p a r tid o c o m u n is ta , d e c la r á n d o s e u n p e q u e ñ o -
b u r g u é s , y o c u p ó v a r io s c a rg o s d e r e s p o n s a b ilid a d e n e l M i n i s t e ­
r io d e E d u c a c ió n h a s ta su ju b ila c ió n e n 2 0 0 4 .
3. V e in t ic in c o m ilit a n t e s d e la r e d d e « p o r t a d o r e s d e m a le t a s » d e
J e a n s o n , c u y o f in e r a c o la b o r a r c o n e l m o v im ie n t o d e r e s i s t e n ­
c ia a r g e lin o , fu e r o n ju z g a d o s p o r s e d ic ió n e l 6 d e s e p t ie m b r e d e

484
k ¿6o . E n t r e l o s q u e h a b ía n lo g ra d o e s c a p a r d e la c a p tu ra e s ta b a n
Je a n s o n y H e n ri C u r ic l. un ju d ío e g ip c io q u e lu c h ó p o r la i n d e ­
p e n d e n c ia d el t e r c e r m u n d o d e s d e lo s c a to rc e a ñ o s h a sta q u e en
19 7 8 fu e a b a tid o e n fr e n t e d e su a p a r ta m e n to p o r lo s i s r a e l íe s ,
q u e re c h a z a b a n su p r o p u e s ta d e u n d iá lo g o p a c ífic o e n t r e Is r a e l
y P a le s t in a . U n d ía a n te s d e l in ic io d el ju ic io , se p u b lic ó e l l l a ­
m ad o m a n ifie s t o d e lo s 1 2 1 , q u e lla m a b a a la s e d ic ió n y a q u e lo s
re c lu ta s se n e g a ra n a lu c h a r en A r g e lia ; el m a n ifie s to lo g ró p u b li­
c a rse a p e s a r de la s c o n fis c a c io n e s , la c e n s u ra y el a r r e s t o d e lo s
d is t r ib u id o r e s p o r p a rte d el E sta d o , y alca n zó u n a g ra n d ifu s ió n .
Su c o n s e c u e n c ia in m e d ia ta fu e u n a n u m e ro s a c o n c e n tr a c ió n e s ­
t u d ia n t il c o n tr a la g u e rra , p e ro co m o ni el p a rtid o c o m u n is t a n i
lo s s in d ic a t o s a filia d o s al p a rtid o c o m u n ista a b o g a b a n p o r la i n ­
d e p e n d e n c ia d e A r g e lia , y a u n q u e n i la re d n i el m a n ifie s t o l o ­
g r a r o n m o d ific a r la p o lític a d e l G o b ie rn o al re s p e c to , la o p in ió n
p ú b lic a fu e d e c a n tá n d o se a m e d id a que s a lía n a la luz n u m e r o s o s
t e s t ig o s d e la s to rtu ra s c o m e tid a s p o r F ra n c ia . M a rc e l P é ju , u n o
d e lo s p r in c ip a le s o rg a n iz a d o re s de la re d , a sí co m o u n h is t ó r ic o
a g ita d o r a n tic o lo n ia l, que fu e g eren te de Les Temps Modemes c u a n ­
do J e a n s o n e stu v o e n la c la n d e s tin id a d , fe lic itó e n u n a o c a s ió n a
A h m e d B e n B e lla , el p r im e r p r e s id e n t e de la A r g e lia i n d e p e n ­
d ie n t e , p o r su c o ra je y su te n a c id a d en la lu ch a p o r la lib e r t a d d e
su p a ís . B e n B e lla re p lic ó : « F e lic id a d e s ta m b ié n a la intelligent-
sia fr a n c e s a , q u e e stim u ló e se c o ra je y esa te n a c id a d g r a c ia s a su
p r o p io c o ra je y t e n a c id a d » .
4. E l lib r o de A lle g , p u b lic a d o en 19 5 7 , fu e p ro h ib id o de in m e d ia to ,
y a q u e e x p lic a b a d e ta lle s de la s to rtu ra s que el e jé rc ito fr a n c é s le s
in flig ió a él y a lo s re b e ld e s a rg elin o s. A p e sa r de la c e n su ra , se v e n ­
d ie ro n m ás de d o sc ie n to s m il e je m p la re s d el lib r o , q ue in s p ir ó la
p e lícu la La batalla de Argel de G illo P o n teco rvo . T ras h a b e r s id o e n ­
c a rc e la d o p o r se d ic ió n , A lle g se escap ó a C h e c o slo v a q u ia . G u an d o
A rg e lia obtuvo la in d e p e n d e n c ia , re g re só y p a rtic ip ó e n la r e f u n ­
d a c ió n d el p e rió d ic o en el que tra b a ja b a a n ta ñ o , Alger Républicain.

M ayo de 1973

1. Tanto S a rtre com o yo v ia ja m o s m u ch o d u ran te e l in v ie r n o , y c u a n ­


do n o s re e n co n tra m o s, en m ayo , q u iso s a b e r q u é h a b ía a p re n d id o

485
y q u é im p r e s ió n m e h a b ía c a u s a d o la g e n te q u e h a b ía c o n o c id o . A
c o n t in u a c ió n fig u r a u n a p a r te d e n u e s t r a c o n v e r s a c ió n d e a q u e l
d ía . e n q u e n o s r e e n c o n t r a m o s .

S a r t r e : C a s to r m e h a d ic h o q u e e s tu v o u s t e d c h a r la n d o c o n [ S a l ­
v a d o r ] A lle n d e [e n C h ile ] . ¿ Q u é le c o n tó ?

G e r a s s i : T e m e q u e se p ro d u z c a u n g o lp e d e E s ta d o m ilit a r e n b r e ­
v e. D e h e c h o , d is c u tim o s m u c h o s o b r e e sto . Y o le d ije q u e s i e s t a ­
b a ta n s e g u r o , d e b ía d is t r i b u i r a r m a s a lo s « c o r d o n e s » , q u e s o n
lo s t r a b a ja d o r e s q u e v iv e n c e r c a d e la s f á b r ic a s , e n la s a fu e r a s d e
la c a p ita l, S a n t ia g o , y fo r m a n u n c ír c u lo a lr e d e d o r d e la s f á b r ic a s .
E s o s t r a b a ja d o r e s h a n o r g a n iz a d o c o m it é s d e s e g u r id a d , p e r o n o
t ie n e n a r m a s .

S .: ¿ Y q u é le r e s p o n d ió A ll e n d e ?

G .: D ijo q u e s i d i s t r i b u í a a r m a s a lo s t r a b a ja d o r e s , e l p a r t id o c o ­
m u n is t a a b a n d o n a r ía e l G o b ie r n o y le r e t ir a r ía su a p o y o .

S .: ¿ Y q u é ? Y a n o q u e d a n p a r t id o s c o m u n is t a s d is p u e s t o s a p r o ­
m o v e r r e v o lu c io n e s .

G .: E s lo q u e le d ije y o , p e r o in s is t ió q u e e n C h ile la r e v o lu c ió n s e ­
r ía im p o s ib le s in lo s t r a b a ja d o r e s c o m u n is t a s , y q u e é s to s d u d a r á n
h a sta q u e e l p a r t id o n o le s d é su c o n s e n t im ie n t o . D ijo q u e c u a n d o
se p r o d u z c a e l g o lp e d e E s t a d o , t e n d r á n q u e s o b r e v i v i r t r e s d ía s ,
p o r q u e é s e e s e l t ie m p o q u e t a r d a r á n lo s t r a b a ja d o r e s e n u n i r s e
a la lu c h a . Y s i h a y u n a g u e r r a c iv il, d ijo , E s t a d o s U n id o s n o s ó lo
m a n d a r á a r m a s , s in o t a m b ié n lo q u e lla m a n « c u e r p o s e x p e d i c i o ­
n a r i o s » , p a r a r e fo r z a r e l e jé r c it o , s i lo s t r a b a ja d o r e s e s t á n a r m a ­
d o s d e s d e e l c o m ie n z o . « T e n e m o s q u e e s p e r a r h a s t a q u e t o d o e l
m u n d o s e p a q u e lo s m ilit a r e s e s t á n in t e n t a n d o d e r r o c a r la d e m o ­
c r a c ia —d ijo —; n e c e s it a m o s q u e A r g e n t in a y P e r ú , a l m e n o s , e s t é n
a b ie r t a m e n t e d e n u e s t r a p a r t e .» P e r o , e s p e r e , s i y o h e v e n id o p a r a
p r e g u n t a r le p o r s u s v ia je s a J a p ó n , E g ip t o , I s r a e l y ¿ a d o n d e m á s ?

S .: L u e g o . A n t e s , d íg a m e q u é le r e s p o n d ió u s t e d a A ll e n d e . L o c o ­
n o c e b a s t a n t e , ¿ n o ? ¿ P o d ía h a b la r le s i n t a p u jo s ?

486
G .: S í, s í . V ia jé p o r lo d o el p a ís co n él y c o n el g ra n líd e r s o c ia lis t a
S a lo m ó n C o r b a lá n d u r a n te la c a m p a ñ a d e l 6 4 . E n a q u e lla é p o c a ,
C o r b a lá n d ir ig ía el p a r tid o ; e ra u n tip o e x t r a o r d in a r io , q u e m u r ió
d e u n a ta q u e al c o r a z ó n a lo s t r e in t a y n u e v e a ñ o s . B u e n o , e l c a so
e s q u e le d ije a A lle n d e q u e E s t a d o s U n id o s a p o y a r ía u n g o lp e d e
E sta d o o r g a n iz a d o p o r E s t a d o s U n id o s , p e r o n o u n g o lp e d e E s ­
ta d o d e u n o s c u r o g e n e r a l, p e r o q u e a p o y a r a e l g o lp e d e E s t a d o
q u e a p o y a r a , E s t a d o s U n id o s ja m á s le c o n c e d e r ía t r e s d ía s . P e r o
él in s is t ió e n q u e n o p o d ía a r r ie s g a r s e .

S .: ¿ C r e e u s t e d q u e A ll e n d e c o n s e g u ir á e l a p o y o d e A r g e n t i n a y
P erú ?

G .: N o , e n a b s o lu to . Q uizá H é c to r C á m p o ra , el p r e s id e n t e [d e A r ­
g e n t in a ], e s t a r ía d is p u e s to , p e ro [Ju a n ] P e ró n lo d is u a d ir á . [Ju a n ]
V e la s c o A lv a r a d o , e l g e n e r a l n a c io n a l- p o p u lis t a q u e g o b ie r n a e n
P e r ú , p o d r ía m a n d a r a y u d a m ilit a r s i A lle n d e lo g r a a g u a n t a r u n
p o c o , p e r o c u a n d o E s t a d o s U n id o s d e c id a d e r r o c a r le , s e r á a lg o
r á p id o , y e s p r o b a b le q u e lo m a te n . ¿ S a b ía u s te d q u e e n m i lib r o
s o b r e A m é r ic a L a tin a p r e d ije q u e P e ró n ja m á s r e g r e s a r ía a A r g e n ­
t in a ? P u e s d e n t r o d e u n a ñ o v o lv e r á a s e r p r e s id e n t e , y a lo v e r á .
¡L á s t im a p a r a m i b o la d e c r is t a l!

S .: T e n g o la i m p r e s ió n d e q u e e s e p e ru a n o le c o n v e n c e .

G .: ¿ V e la s c o ? A m e d ia s . D ir ig ió lo s s e r v ic io s s e c r e t o s d e lo s m i l i ­
t a r e s d u r a n te la g u e r r a c o n t r a la s g u e r r illa s d e iz q u ie r d a s , y p a r a
e n te n d e r la s m e jo r , le y ó to d o lo q u e h a b ía n e s c r ito , y se c o n v e n c ió
de q u e t e n ía n ra z ó n . A s í q u e c u a n d o lle g ó al p o d e r a t r a v é s d e u n
g o lp e d e E s t a d o , ju n t o c o n o tr o s g e n e r a le s n a c io n a lis t a s , lle v ó a
c ab o m u c h a s d e la s r e fo r m a s q u e p r o p o n ía n la s g u e r r illa s , c o m o
la n a c io n a liz a c ió n d e l p e t r ó le o y lo s b a n c o s , o u n a r e fo r m a a g r a ­
r ia , e in c lu s o lib e r ó a H é c to r B é ja r , e l l í d e r d e la p r i n c i p a l g u e ­
r r ill a , q u e h a b ía s id o c a p tu r a d o y e n c a r c e la d o , y le e n c a r g ó q u e
d ir ig ie r a u n a o r g a n iz a c ió n lla m a d a C o n c ie n c ia c ió n d e la s M a s a s .
M i lib r o se v e n d ió m u c h o e n P e rú , a s í q u e c u a n d o V e la s c o s e e n ­
te ró d e q u e y o e s ta b a a llí, p r e g u n ta n d o c o s a s a la g e n te , m e in v itó
a c e n a r. H a b la m o s b a s ta n te , p e r o n o a b ie r t a m e n t e , p o r q u e h a b ía
t r e s o c u a tro g e n e r a le s m á s. N o c re o q u e su p o d e r s e a m u y s ó lid o .

487
H ay o tr o s g e n e r a le s q u e n o se m u e s tr a n ta n s u s p ic a c e s co m o él
h a c ia E sta d o s U n id o s.

S .: ¿O s e a q u e a llí t a m p o c o h a y n in g u n a r e v o lu c ió n e n p e r s ­
p e c tiv a ?

G .:N o .

S .: ¿ Y en V e n e z u e la ? C a sto r m e h a co n tad o q u e se e n tre v is tó u sted


c o n [R a fa e l] C a ld e ra e n d o s o c a s io n e s , u n a e n p r iv a d o .

G .: E s c r is t ia n o , c r e y e n t e , n o só lo m ie m b r o d e l p a r t id o d e m ó ­
c r a t a - c r is t ia n o , e in te n ta a c tu a r m o ra lm e n te . T rata de a r r e g la r lo
q u e h izo e l c e rd o d e [R ó m u lo ] B e ta n c o u rt. P o r e je m p lo , h a r e c o ­
n o c id o a la U n ió n S o v ié tic a y su s s a té lite s , ha a u m e n ta d o lo s i m ­
p u e sto s s o b r e lo s in g r e s o s de la s c o m p a ñ ía s p e tro le ra s , y e ste tip o
d e c o s a s . P e ro V e n e z u e la e stá ta n d o m in a d a p o r E s ta d o s U n id o s
y p o r u n a c la s e d ir ig e n te ta n p ro e s ta d o u n id e n s e q u e é l n o p u e d e
h a c e r g r a n c o s a . E s u n p a is q u e n e c e s ita d e s e s p e r a d a m e n te u n a
r e v o lu c ió n , u n líd e r r e v o lu c io n a r io q u e se p a a r r a n c a r el p e tró le o
d e m a n o s d e la c la s e d ir ig e n te y u tiliz a r lo s in g r e s o s d e l p e tró le o
p a r a a y u d a r a lo s p o b r e s . P e ro y a h e h a b la d o d e m a s ia d o d e m i
v ia je . A h o r a le to c a a u s t e d c o n ta rm e lo s su y o s.
2. G is c a r d d ’ E s t a in g se p r e s e n t ó a la s e le c c io n e s p r e s id e n c ia le s y ,
u n a ve z e le g id o p r e s id e n t e e n 1 9 7 4 , in te r c e d ió p a r a q u e C le a v e r
o b tu v ie r a u n p e r m is o d e r e s id e n c ia te m p o r a l e n F r a n c ia . C le a ­
v e r , q u e e n E s t a d o s U n id o s e s ta b a a c u s a d o d e l a s e s in a t o d e u n
p o lic ía , h a b ía ro to c o n H u e y N e w t o n y c o n e l p a r tid o de lo s B la c k
P a n th e r u n p a r d e a ñ o s a n te s , h a b ía v ia ja d o a C u b a , lu e g o a C h i­
n a y , d e s p u é s , a A r g e lia , d o n d e A h m e d B e n B e lla le d io , a é l y a
o tro s m ie m b r o s d e B la c k P a n th e r q u e h a b ía n d e fe n d id o la lu c h a
a rm a d a , r e s id e n c ia e in m u n id a d c o n tr a c u a lq u ie r in v e s t ig a c ió n
p o lic ia l (re s p e c to a la s d r o g a s , p e r o n o la s a r m a s ) . F u i a v is it a r a
C le a v e r a A r g e lia y , d e r e g r e s o , le d ije a S a r tr e q u e C le a v e r e s t a ­
b a c o m p le ta m e n te d e a c u e rd o c o n lo s m a o s fr a n c e s e s , p e ro q u e,
e n el p la n o p e r s o n a l, e r a u n a p ilt r a fa y u n d ro g a ta . N o o b s ta n te ,
cu a n d o lle g ó a P a rís ile g a lm e n te , a n te s d e q u e G is c a r d le a rre g la ra
lo s p a p e le s , lo ac o g í e n m i a p a rta m e n to , q ue c o m p a rtía c o n C a th e -
r in e Y e llo z , c o n q u ie n tu v o u n « d e s a g r a d a b le » e s c a r c e o —se g ú n

488
e ll a - m ie n tr a s y o e sta b a de v ia je en L a tin o a m é ric a . C a t h e r in e y
yo é ra m o s u n a p a re ja a b ie rta , p e ro C le a v e r no pudo m ira rm e a lo s
o jo s c u a n d o r e g r e s é , y se fu e a v iv ir co n o tro an tigu o m ie m b ro de
los P a n th e r. C le a v e r v o lv ió a E sta d o s U n id o s en 19 7 5 . g ra c ia s a u n
a c u e rd o e n tre G is c a rd y el fbi se g ú n el cual C le a v e r d e b ia d e c la ­
ra rse c u lp a b le de lo s c a rg o s q u e te n ía p e n d ie n te s , y o b te n d r ía la
lib e rta d c o n d ic io n a l. Poco d e s p u é s , p e rd ió c u a lq u ie r e sp e ra n z a ,
se u n ió a la se c ta M o o n , d e s p u é s a lo s m o rm o n e s, e n 1 9 8 0 ap o y ó
la c a n d id a tu ra de R ea g a n a la p r e s id e n c ia , y fa lle c ió e n 19 9 8 .
3. El lib r o , titu la d o On a raison de se révolter [T en em o s ra z o n e s p a ra
r e b e la r n o s ], fu e p u b lic a d o p o r G a llim a rd e n 19 74 - N o se h a t r a ­
d u c id o al in g lé s n i al c a ste lla n o .
4. M iliu k o v y K é r e n s k i fu e ro n lo s líd e re s lib e ra le s del G o b ie rn o q u e
d irig ió R u sia e n tre la caíd a d el zarism o y el a scen so de lo s b o lc h e ­
v iq u e s al p o d e r ; a m b o s a la b a ro n el c o m p ro m iso de R u sia c o n lo s
A lia d o s d u ra n te la P rim e ra G u e rra M u n d ial, d e c isió n e x tr e m a d a ­
m e n te im p o p u la r e n tre la p o b lació n , p ero , p o r otra parte, tra ta ro n
de r e s p e t a r la s lib e r ta d e s c iv ile s.
5. D e le u z e y G u a t ta r i, filó s o fo s y a c a d é m ic o s m ilita n te s , m u y i n ­
flu id o s p o r lo s a c o n te c im ie n to s de m ayo d e l 6 8 , e la b o r a r o n e n
c o n ju n t o u n a t e o r ía d e l « e s q u i z o - a n á l i s i s » , s e g ú n la c u a l la
e s q u iz o f r e n ia e s u n a n e u r o s is q ue e l c a p ita lis m o p r o m u e v e a
s a b ie n d a s co m o e stra te g ia p ara p e rp e tu a rse . Para c o m b a tir e l c a ­
p ita lis m o , o e sa s in s id io s a s « s o c ie d a d e s de c o n t r o l» , s o s te n ía n ,
era p r e c is a « l a in v a s ió n » no v io le n ta de las e stru ctu ra s je r á r q u i­
cas p o r p a rte de u n a « r e s is t e n c ia s in j e f e s » , que e llo s lla m a b a n
« r iz o m a s » . S a rtre rechazó su teoría. Tanto D eleuze com o G u a tta ri
fa lle c ie r o n e n la d écad a de 19 9 0 .

Junio de 1973

1. Serg e, uno de lo s re v o lu cio n a rio s id e a lista s m ás g e n u in o s de a n tes


de la g u erra , fu e e n ca rce la d o v a ria s v e c e s e n F ra n c ia , B é lg ic a —su
p a ís n atal— y R u sia, tanto an tes com o d e sp u é s de h a b e rs e u n id o a
los b o lch e v iq u e s y h a b e r trab aja d o en la In te rn a c io n a l C o m u n ista
com o p ro p a g a n d ista . A n a rq u is ta e n su s o ríg e n e s , se d e ñ n ía c o ­
m o u n a n a rc o -c o m u n ista y critic a b a a b ie rta m e n te a L e n in , al q ue
c o n sid e ra b a u n m ie m b ro de la « o p o s ic ió n de iz q u ie r d a s » , h a sta

489
q u e la r e p r e s ió n se v o lv ió d e m a sia d o fu e rte b a jo S ta lin , q u e o r d e ­
nó a r r e s t a r lo y e n c a r c e la r lo . F u e lib e r a d o g r a c ia s a u n a c a m p a ñ a
a fa v o r d e su lib e r ta d la n z a d a e n F r a n c ia . A c a b ó e n M é x ic o , d o n ­
de e s c r ib ió v a r ia s n o v e la s p o lít ic a s , ay u d ó a la m u je r d e T ro ts k i
a re d a c ta r su s m e m o r ia s , y fa lle c ió e n 1 9 4 7 . S u s Memorias de un
revolucionario, q u e r e v e la n q u e fu e u n lib e r t a r io c o m u n is ta h a sta
su m u e rte , s o n b r illa n t e s y fa s c in a n t e s .
2. E n 1 9 9 0 , tra s la m u e rte de C la u d e G a llim a r d , s u s h ijo s se d is p u ­
t a r o n e l c o n t r o l d e la e d it o r ia l. S e im p u s o A n t o in e , e l m á s p o ­
litiz a d o y d e d e r e c h a s d e lo s h e r m a n o s G a llim a r d . E l p r im o de
C la u d e , R o b e rt, q u e h a b ía s id o s ie m p r e m i in te r lo c u t o r , d im itió .
G a llim a rd sig u e p u b lic a n d o Les Temps Modemes. D e s d e q u e L a n z -
m a n n to m ó la s r ie n d a s al m o r ir S a r t r e y B e a u v o ir , y a n o e s u n a
r e v is t a d e iz q u ie r d a s r e v o lu c io n a r ia , p e r o , a p a rte d e la c u e s t ió n
is r a e lí, a ú n e s m á s o m e n o s de iz q u ie rd a s .
3. P o n ta lis fu e u n d e fe n s o r de la a n t ip s iq u ia tr ía . C o o p e r , q u e fu e el
p r im e r o e n u tiliz a r y d e fin ir e l t é r m in o a n t ip s iq u ia t r ía , y L a in g ,
a q u ie n n o le g u s ta b a la e x p r e s ió n , e s c r ib ie r o n n o s ó lo a ftn d e
d e m o s t r a r q u e la e s q u iz o fr e n ia e s u n a e n fe r m e d a d s o c ia l, s in o
t a m b ié n s o b r e c u e stio n e s p o lític a s , a rg u m e n ta n d o , co m o D eleu ze
y G u a tta r i, q u e e l c a p it a lis m o e s la c a u sa p r in c ip a l d e la s e n f e r ­
m e d a d e s s o c ia le s c o n te m p o rá n e a s . L a in g fu n d ó K in g s le y H a ll, u n
lu g a r e n e l q u e lo s p s iq u ia t r a s y lo s p a c ie n te s « m e n t a l e s » v iv ía n
ju n to s , e n u n in te n to p o r « c u r a r » a e s q u iz o fr é n ic o s , e x p e r im e n ­
to q u e d io lu g a r a u n a p lé to r a d e lib r o s fa s c in a n t e s , ta n to a fa v o r
co m o e n c o n tr a d e su m é to d o .
4. E l ñ ló s o fo y g e r m a n is ta J e a n H y p p o lite , a n tig u o e s t u d ia n te d e la

E c o le N ó rm a le S u p é r ie u r e , tra d u jo al fr a n c é s la Fenomenología del
espíritu e n 1 9 8 9 , y e n 1 9 4 7 p u b lic ó Génesis y estructura de la Feno­
menología del espíritu de Hegel, u n a o b ra d e e n o r m e in flu e n c ia e n ­
tre su s c o le g a s m á s jó v e n e s , e n tr e e llo s F o u c a u lt, D e le u z e y S a rtre .
H y p p o lite fu e n o m b ra d o d ir e c t o r d e la É c o le N ó r m a le S u p é r ie u r e
e n * 9 5 5 ’ o b tu v o u n a c á te d r a e n 1 9 6 3 y fa lle c ió e n 1 9 6 8 .
5. A r o n y S a r t r e e s c e n if ic a r o n u n a p o m p o s a r e c o n c ilia c ió n al ñ n a l
d e s u v id a , a ñ n d e o b t e n e r d in e r o y p e r m i s o s d e in m ig r a c ió n
p a r a lo s boatpeople, e s d e c ir , lo s m ile s d e v ie t n a m it a s q u e h u y e ­
r o n d e lo s c o m u n is t a s c u a n d o E s t a d o s U n id o s lo s a b a n d o n ó tra s
la g u e r r a d e V ie t n a m .

490
N o v ie m b r e de 1973

1. E s c r it a s e n tre 1947 y 1949. fu e ro n p u b lic a d a s e n u n v o lu m e n e n


19 8 2 p o r su h ija a d o p tiv a .
2. Esta o b ra in c o n c lu s a fu e p u b lic a d a en 19 8 5 .
3. S im e n o n e s c o n o c id o co m o el e s c r it o r m ás p r o líñ c o d el m u n d o ,
a u to r de q u in ie n ta s c in c u e n ta o b ra s p u b lic a d a s , e n tr e e lla s m á s
de d o s c ie n t a s n o v e la s, de la s q u e se te n ta y c in c o e s tá n p r o t a g o ­
n iz a d a s p o r e l in s p e c t o r M a ig re t. S im e n o n p o d ía a r m a r s e s e n t a
u o c h e n ta p á g in a s al d ía , y u n a vez q u e se a c o s tu m b r ó a u t iliz a r
u n m a g n e tó fo n o , p o d ía e s c r ib ir u n a n o v e la e n te ra e n u n a n o c h e .
F a lle c ió e n 19 8 9 .
4. S a r tr e c o n trib u y ó a la fu n d a c ió n y la fin a n c ia c ió n d e l d ia r io L ibe­
ration, q u e e m p e z ó a p u b lic a r s e e n 19 7 3 . E je r c ió de d ir e c t o r d e l
p e r ió d ic o h a sta m ayo de 19 7 4 , y d u ra n te a q u e lla é p o c a , to d o s lo s
e m p le a d o s , d e sd e el re d a c to r je fe h asta el c o n s e r je , p e r c ib ía n e l
m is m o su e ld o . G uan do S a rtre ab an d o n ó la d ire c c ió n de Libération ,
é ste fu e tr a n s fo r m a d o e n u n p e rió d ic o al u so , c o n u n s is t e m a d e
p a g o « n o r m a l » y , a c o m ie n z o s de la d é c a d a de 1 9 8 0 , e m p e z ó a
p u b lic a r a n u n c io s, cosa que atrajo a in v e rs o re s p riv a d o s , a u n q u e ,
al p a r e c e r , no b a stó , p o rq u e el p e rió d ic o c e rró al cab o d e t r e s m e ­
s e s , e n 1 9 8 1 . P o ste rio rm e n te fu e re o rg a n iz a d o y r e d is e ñ a d o , b a jo
la d ir e c c ió n d e S e rg e Ju ly , u n an tigu o m a o ísta q u e h a b ía p a r t i c i ­
p a d o e n su la n z a m ie n to . A u n q u e Libé —tal y c o m o e r a c o n o c i d o -
c o n tin u ó s ie n d o u n p e rió d ic o de iz q u ie rd a s , o p u e sto a to d o s lo s
p a rtid o s , tan to de d e re c h a s com o de iz q u ie rd a s, q u e r e iv in d ic a b a
la alian z a de la c o n tra cu ltu ra co n el ra d ic a lis m o , c o n el p a s o t ie m ­
po fu e p e r d ie n d o fu e lle y a c a b ó s ie n d o u n p e r ió d ic o c u a lq u ie r a
p a ra el g ra n p ú b lic o .
5. P o lític o o p o r tu n is ta , a p o d a d o « l a v e le t a » p o r q u e c a m b ia b a d e
p a rtid o p o lític o a m en u d o , F au re fo rm ó p a rte de v a r io s g o b ie r n o s ,
y lle g ó a s e r p r e s id e n t e d e l c o n s e jo y m in is t r o d e A s u n t o s E x t e ­
r io r e s y , en 19 7 3 , p re s id e n te de la A s a m b le a N a c io n a l. D u ra n te la
S eg u n d a G u e rra M u n d ia l, c o m b atió c o n la R e s is te n c ia , y lu e g o fu e
a A rg e l p a ra u n irs e a D e G au lle. F u e el p ro c u ra d o r g e n e ra l a d ju n to
de F ra n c ia e n el trib u n a l de N ú re m b e rg , a s í co m o el r e p r e s e n t a n ­
te de F ra n c ia e n la c o n fe re n c ia in te rn a c io n a l de G in e b ra , d e s t in a ­
da a p o n e r té rm in o a la g u e rra de V ie tn a m . F a lle c ió e n 19 8 8 .

491
N o v i e m b r e de 1974

1. F e r n a n d o s o b r e v i v i ó a la o p e r a c ió n , p e r o f a l l e c i ó d o s n o c h e s
d esp u és.
2. C a rv a lh o e ra u n m e r c e n a r io n a c id o e n M o z a m b iq u e —o c u p a d o , e n
a q u e lla é p o c a , p o r P o r tu g a l— e n 1 9 7 4 , ju n t o c o n s u j e f e S p ín o la ,
e sta b a a c a rg o d e la r e p r e s ió n d e lo s m o v im ie n t o s in d e p e n d e n t is -
ta s d e la s c o lo n ia s p o r t u g u e s a s . A m b o s d ie r o n u n g o lp e d e E sta d o
q u e d e r r o c ó la d ic t a d u r a d e M a r c e lo C a e ta n o . C u a n d o e l e jé r c it o
n a c io n a l r e c ib ió la o r d e n d e a p la s t a r e l g o lp e d e E s t a d o , lo s l i s ­
b o e ta s y o tr o s p o r t u g u e s e s e m p e z a r o n a c o lo c a r c la v e le s , q u e e s ­
ta b a n e n p le n a flo r a c ió n , e n lo s c a ñ o n e s d e lo s f u s ile s , d e a h í q u e
d ic h o m o v im ie n t o r e c i b i e r a e l n o m b r e d e « l a r e v o lu c ió n d e lo s
c l a v e l e s » . E n 1 9 7 5 , la e x t r e m a iz q u ie r d a d e l p o d e r m i l i t a r tr a tó
d e lle v a r a c a b o u n n u e v o g o lp e de E s ta d o , p e r o S p ín o la s e n e g ó a
p r e s t a r s u a p o y o , a l ig u a l q u e C a r v a lh o , a p e s a r d e s u s s im p a t ía s
d e iz q u ie r d a s . A c u s a d o d e h a b e r a y u d a d o a lo s t e r r o r is t a s , fu e e n ­
c a r c e la d o d u r a n t e u n t ie m p o , y lu e g o lib e r a d o . S e p r e s e n t ó a la s
e le c c io n e s p r e s i d e n c i a l e s e n 1 9 7 6 y 1 9 8 0 , a la c a b e z a d e u n a lis t a
d e e x t r e m a iz q u ie r d a , p e r o p e r d ió y s e r e t ir ó a l A lg a r v e .
3. E s t e s e g u n d o v o lu m e n n o lle g ó a c o n c lu ir s e ja m á s . P o c o d e s p u é s
d e la c o n v e r s a c i ó n , S a r t r e p e r d ió la c a p a c id a d d e l e e r , y P i e r r e
V i c t o r s e c o n v ir t ió e n s u s e c r e t a r io . V ic t o r a c a b ó r e t o m a n d o s u
v e r d a d e r o n o m b r e , B e n n y L é v y , p r e s e n t ó u n a t e s is d o c t o r a l, d io
c la s e s d e ñ l o s o f í a , d e s c u b r ió s u s r a íc e s ju d ía s , a p r e n d ió h e b r e o ,
v ia jó a I s r a e l, s e u n ió a u n a yesh ivá y s e c o n v ir t ió e n r a b in o y e s ­
p e c ia lis t a e n e l T a lm u d . E n la s c o n v e r s a c io n e s q u e m a n tu v o c o n
S a r t r e u n a v e z q u e é s t e s e q u e d ó c ie g o , S a r t r e r e c o n o c ía la e n o r ­
m e i n f lu e n c ia q u e e je r c ió e n é l e l T a lm u d , c o s a q u e d e s p e r t ó u n
s i n f í n d e b u r l a s , p u e s L é v y p a r e c í a h a b e r c o n v e r t id o a S a r t r e a l
ju d a is m o ; S im o n e d e B e a u v o ir d e n u n c ió la s e n t r e v is t a s c o m o e l
fr u t o d e u n a im p o s t u r a . L a ú lt im a v e z q u e v i a S a r t r e , s e i s m e ­
s e s a n t e s d e s u m u e r t e , m e d ijo , b r o m e a n d o , q u e lo s e s c á n d a lo s
a v iv a n e l i n t e r é s d e l p ú b lic o y , p o r t a n t o , « h a c e n v e n d e r m is l i ­
b r o s » . L é v y fa lle c ió d e u n a ta q u e a l c o r a z ó n a lo s c in c u e n t a y o ch o
añ o s, en 2o o 3 .
4. E n e l c a m p u s d e la U n iv e r s id a d d e P a r ís x , N a n t e r r e , c o m e n z ó e l
m o v im ie n t o e s t u d ia n til iz q u ie r d is t a d e m a y o d e l 1 9 6 8 , y e n la U n i­
v e r s id a d d e P a r ís v iii, V in c e n n e s , e n s e g u id a c o n s ig u ió e l a p o y o d e

492
lo s e s t u d ia n te s y d e lo s in te le c tu a le s que d a b a n c la s e s a llí, co m o
F o u c a u lt y D e le u z e , e n tr e o tro s . E l t é r m in o nancenniste e ra u n a
m e z c la d e la s p a la b r a s N a n te r r e y V in c e n n e s .

A d ió s

i . C u a n d o e l c a d á v e r d e S a r t r e fu e t r a s la d a d o a l c e m e n t e r io d e
M o n t p a r n a s s e , d o s c ie n t a s c in c u e n ta m il p e r s o n a s s ig u ie r o n e l
c o r t e jo , y c in c u e n t a m il e s tu d ia n te s m a n tu v ie ro n la ca b e z a a lta ,
« c o m o é l h a b r ía q u e r id o » , e n p a la b ra s de u n e stu d ia n te q u e e s ta ­
b a a m i la d o . « N o e sta m o s e n d u elo; estam o s a d m ir a d o s .» S im o n e
d e B e a u v o i r e s t u v o a p u n to d e d e s m a y a r s e ju n t o a la t u m b a .
C u a n d o m u r ió s e is a ñ o s m ás ta rd e , ca si el m ism o d ía d e l a ñ o , fu e
e n t e r r a d a ju n t o a S a r tr e . D e sd e e n to n c e s, cad a d ía la g e n te lle v a
flo r e s o p e q u e ñ o s o b je to s a su tu m b a. E n ju lio de 2 0 0 6 , fo t o g r a ­
fié u n b ille t e d e m e tro u sa d o e n el que a lg u ien h a b ía g a ra b a te a d o :
« O n g a g n e r a la p r o c h a in e f o is » [La p ró x im a vez g a n a r e m o s ] .
ÍNDICE ONOMÁSTICO

A l a i n ( C h a r t i e r , E m ile ) , 9 9 - 1 0 0
A l g r e n , N e ls o n , 6 5 - 6 6
A l l e g , H e n r i, 3 6 2 , 4 5 6 , 4 8 5
A l l e n d e , S a lv a d o r , 4 0 ? , 4 8 6 - 4 8 7
A l m e id a , Ju a n , 2*83
A l t h u s s e r , L o u is , 3 ^ 4 , 3 4 8 , 4 6 0 , 4 8 3 - 4 8 4
A l t m a n , G e o r g e s , ^ 57
A ragón, L o u is , 2 2 4 , 2 2 9 , ^ 5 , 2 8 2 , 3 5 2 , 3 7 7 - 3 7 8 , 4 4 9 , 4 6 0
A r g e n l i e u , T h ie r iy d ’ , 2 8 9
A r o n , R aym ond, 57, 224 , 457
A t a t ü r k , K e m a l, 14 7 , 4 6 4
A u d r y , C o le t t e ,i5 5
A u r i o l , V in c e n t , 1 8 4
A w d y k o w ic z , S té p h a , 4 5 7

B a k u n i n , M ija íl, 1 1 1 , 4 6 0
B a l d w in , Ja m e s , 3 i 6
B a l z a c , H o n o ré d e , 2 4 1 , 4 4 2
B a r b i e , K la u s, 4 7 3
B a s s o , L e lio , 3 i 6
B a t a i l l e , G e o rg e s , 2,02,
B a t i s t a , F u lg e n c io , 1 6 9 - 1 7 0 , 3 o 6 , 3 io , 3 i 2 , 4 0 0 , 4 7 1
B a z e l o n , D avid L ., 7 5 , 1 6 4
B e a u v o ir , H é lé n e d e ( « P o u p e t t e » ) , 6 5 , 1 1 8 , 223, 4 15
B e a u v o ir , S im o n e de ( « C a s t o r » ) , 12;, 15 , 2 4 , 2 7 , 3 6 , 5 5 , 6 4 - 6 8 , 8 1, 8 3 -
84, 8 6 -8 7 , 9 6 ’ 9 8 -9 9 , 10 1, 10 7 , 115 , 1 1 7 - 1 1 8 , 12 1 , i ? 3 , 2 5 - 12 8 ,
i 3 i - i 32, i 3 8 , 1 4 0 , 1 4 6 - 1 4 7 , 1 4 9 - 1 5 4 , 1 5 7 - 1 5 9 , 1 7 2 , 1 7 9 , i 8 3 , 1 8 6 ,
1 9 6 - 1 9 7 , 2 0 2 , 2 12 , 2 17 , 2 2 3 , 2 2 5 , 22 7 , 2 3 3 , 2 5 6 , 2 5 8 , 2 6 3 - 2 6 6 , 2 6 8 ,
2 7 2 - 2 7 3 , 2 7 9 , 2 8 5 , 3 o o - 3 o i , 3 0 4 , 3 2 i, 3 2 3 , 3 3 2 , 3 3 4 , 3 3 7 , 3 5 5 ,
3 5 9 , 3 6 i, 3 6 6 - 3 6 7 , 3 6 9 - 3 7 3 , 37 7 , 3 8 5 , 3 9 1 - 3 9 4 , 3 9 7 - 3 9 9 , 4 1 4 -
4 15 , 4 17 -4 18 , 4 2 4 -4 2 5 , 427, 4 29 , 4 32, 4 4 5, 4 6 4 , 48 6 , 4 8 8 , 49 5
B e b l e r . A le s , 3 7
B e c h e t , Sydney, 2 6 6 , 368
B é j a r , H é c to r, 4 8 7
B e l l o w , S a ú l, 1 9 2
B e n B a r k a , M e h d i, 3 4 7 , 3 4 8
B en B e l l a , A h m ed , 4 8 5 , 4 8 8
B e r g , A lb a n , 4 6 5
B e r g s o n , H e n ri, 1 1 7 , 12 5
B e t a n c o u r t , R ó m u lo , 4 8 8
B e y l e , H e n r i- M a r ie ( « S ten d h al» ),
B i b e r m a n , H e rb e rt, 4 7 3
B i d a u l t , G e o rg e s, 2 8 8
B l o c h , P ie r r e (L é v y , B e n n y ) , 19 7 , 3 2 0 , 4 7 4 , 492»
B lu m , Léon, 18 1, 4 6 9 , 4 8 1
B ó h m e , Ja k o b , 1 4 5 , 4 6 7
B o st , Ja c q u e s-L a u re n t, 8 3 - 8 5 , * 8 6 ,19 7 , 2 5 6 , 2 6 6 , 2 6 8 , 2 7 3 , 3 6 6 , 377,
3 9 1, 3 9 3, 39 8 , 4 6 1
B u j a r i n , N ic o lá i, 2 7 1 , 3o 2, 3n , 481
B o u r la , Je a n -P ie r r e , 2 0 2
B o y e r , C h a r le s , 2 9 3
B r a n d o , M a rió n , 4 7 3
B r a s i l l a c h , R o b e rt, 2 o 3 , 2 6 4 , 4 7 4
B r e s s o n , R o b e rt, 4 7 8
B r é z h n e v , L e o n id , 2 7 6 , 3 i 3 , 338, 377
B r u n s c h v ig g , L é o n , 9 8 , 1 0 0
B ü l o w , C a th e rin e v o n , 4 5 - 4 6 , 4 5 5

C a b r a l , A m ílc a r , 1 9 3 , 3 4 7 - 3 4 8 , 4 7 3 - 3 7 4 .
C a e t a n o , M a rc e lo , 4 9 2
C a l d e r , A le x a n d e r , 3 8 , 1 3 9
C a l d e r a , R a fa e l, 4 8 8

C a m u s , A lb e r t, 12 , 1 2 2 - 1 2 3 , 1 5 9 , 1 8 0 , 1 8 2 , 1 8 5 , 1 8 7 - 1 8 9 , 1 9 5 - 1 9 6 , 202»
3 15 -3 16 , 330, 3 5 5 -3 5 7 , 3 6 3 - 3 6 4 , 3 6 6 - 3 6 8 , 3 8 8 , 3 o o , 3 9 3 , 4 5 1.
4 6 8 ,4 7 8
C a m u s , F r a n c in e , 3 6 3 - 3 6 4
C á r d e n a s , L á zaro , 3 i 6
C a r m i c h a e l , S to k e ly , 3 1 6 - 4 6 7
C a r n é , M a rc e l, 4 7 8
C a r p e n t i e r , A le jo , 1 7 3 , 3 5 1 , 4 8 4

496
C a r v a l h o , O telo S a ra iv a d e , 4 3 2
C a s a n o v a , L a u re n t, 383,
C a s a r e s , M a ría , 2 6 3 , 4 7 8
C a s s i r e r , E r n s t, 4 5 7
«C a sto r» ( B e a u v o ir d e, S im o n e ) , 12 , 1 5 , 2 4 , 27 , 3 6 , 5 5 , 6 4 - 6 8 , 8 6 ,8 7 ,
96, 9 8 - 9 9 ,1 0 1 ,1 0 7 ,1 1 5 ,1 1 7 - 1 1 8 ,1 3 1 ,1 2 3 ,12 5 -12 8 , i3i - i 32, 138-
1 4 0 ,1 4 6 - 1 4 7 , 1 4 9 - 1 5 1 ,1 5 3 , 1 5 4 , 1 5 7 - 1 5 9 ,1 7 ? , 17 9 » l8 3 ’ l8 6 ’ 1 9 6 "
19 7 , 2 0 2 , 2 1 2 , 2 17 , 2 2 3 , 2 2 5 , 2 2 7 , 2 3 3 , 2 5 6 , 2 5 8 , 2 6 3 - 2 6 8 , 2 7 2 - 2 7 3 ,
279 , 28 5 , 3 o o - 3 o i, 3 0 4 , 3 2 1, 3 2 3 , 332, 3 3 4 , 3 3 7 ’ 3 5 5 * 3 5 9 <3 ^ i,
3 6 6 -3 6 7 , 36 9 , 373, 377, 385, 3 9 1-3 9 4 , 3 9 7 -3 9 9 , 4 14 -4 15 , 4 17 -
4 1 8 , 4 2 4 - 4 2 5 , 4 2 9 , 4 3 2 , 4 4 5 , 4 6 4 ,4 8 8
C a s t r o , F id e l, 1 7 0 , 1 9 7 , 3o 6 , 3 io , 3 i2 - 3 i3 , 338, 3 4 9 , 4 7 1, 4 8 4
C é l i n e , L o u is - F e r d in a n d , 1 9 2 , 2 2 0 , 28 7, 4 7 5
C h a g a l l , M a rc , 1 2 7
C h a l l e , M a u r ic e , 4 7 7 - 4 7 8
C h a r l o t , F r a n g o is , 2 5 0
C h a t e a u b r i a n d , F r a n g o is - R e n é d e, 7 1, 77
C h é n ie r , A n d ré , 7 1
C h o m sk y, N oam , 4 7 1
C l e a v e r , E ld r id g e , 38 8 , 4 8 8 -4 8 9
C o c t e a u , Je a n , 2 8 2 , 4 7 8
C o d o v il l a , V itto r io ( « c o m a n d a n te L u is » ) 4 8 0
Cohn-B e n d it , D a n ie l, 2 7 2 , 3 9 0 , 4 4 4 , 4 5 8 - 4 6 1
C o n r a d , Jo s e p h , 9 4
C o o p e r , D a v id , 4 0 7
C o r b a l á n , S a lo m ó n , 4 8 7
C o r n e i l l e , P ie r r e , 6 3
C o t t o n , Jo h n , 3 2 9
C o u r t a d e , P ie r r e , 2 9 6
C r a n e , S te p h e n , 2 3 8
C u r i e l , H e n ri, 4 8 5

D a n i e l , Y u li, 2 5 8 , 3 6 5 , 4 7 7
D e K o o n in g , W ille m , 2 9 6
D e d i j e r , V la d im ir , 3 5 2 , 3 7 8 , 3 9 8 , 4 8 4
D e l e u z e , G ilíe s , 4 0 4 , 4 7 1 , 4 8 9 - 4 9 0 , 4 9 3
D e l l i n g e r , D ave, i 3 , 3i 6
D e s a n t i , D o m in iq u e , 2 6 5 , 4 78
D e sc a r t e s, R ené, 9 6 - 9 7 ,12 5

497
D e S i c a , V it to r io , 3 4 9
D eu tsch er, Is a a c , 3 1 6 , 4 7 1
D e w é v r e , B r ig it t e , 3^ 3
D j i l a s , M ilo v a n , 4 8 4
D o r t i c ó s , O sv a ld o , 3 3 8
D os P a s s o s , Jo h n , 1 1 1 - 1 1 2 , 2 2 0 , 2 3 i , 2 8 7 - 2 3 8 , 2 9 6
D o s t o i e v s k i , F ió d o r , 8 9 , 9 1 , 94» 1 0 7 - 8 , i 3 o , 1 9 2 , 2 3 6
D r e is e r , T h eo d o re, 238
D r i e u l a R o c h e l l e , P ie r r e , 2 o 3 , 2 8 6 , 4 7 4
D u c l o s , Ja c q u e s , 4 6 2 , 2 3 o , 4 7 6 , 4 8 1
D u l l e s , A lie n , 2 8 9 - 2 9 1 , 2 9 6
D u l l e s , Jo h n F o s t e r , 2 8 9 - 2 9 1 , 2 9 6
D u l l i n , C h a r le s , 6 3 , 8 9 , 18 5 , 1 8 8 , 1 9 7 , 4 7 5
D u m o n v il l e , R o g e r, 2 8 1
D u t s c h k e , R u n d í, 1 7 1
D u v a l i e r , Fran<¿ois ( « P a p a D o c » ) , 2 9 1

E c k h a r t , m a e s t r o , 1 4 5 , 16 7
E h r e n b u r g , Iliá , 2 9 , 3 6 , 3 8 , 2 7 9 , 3 3 4 , 3 7 8 , 3 8 2 , 4 2 9 , 4 8 3
E is e n h o w er, D w ig h t, 2 9 0 - 2 9 1 , 3 0 4 , 336
E l k a i m - S a r t r e , A r le t t e , 8 4 , 4 6 1
E l u a r d , P a u l, 2 2 4 , 3 5 2
E s c a l a n t e , A n íb a l, 3 i 3
Etch e r e l l i, C la ir e , 3 7 7 , 4 5 3

F a d é y e v , A le x a n d e r , 2 2 3
F a n ó n , F ra n tz , 1 1 5 , 1 8 7 , 1 8 2 , 8 1 5 , 3 1 9 , 3 4 7 , 3 7 9 - 3 8 0
F a u l k n e r , W illia m , 2 3 1, 2 3 8
F a u r e , E d g a r, 4 2 7 , 4 9 1
F i c h t e , Jo h a n n , 1 0 0
F l a u b e r t , G u s ta v e , 4 1 - 4 2 , 9 4 , 1 0 9 - 1 1 0 , i 3 2 , 15 0 , 17 7 , 1 9 3 , 2 8 5 -2 8 7 ,
2 4 1-2 4 4 , 2 5 3 , 270, 2 9 5 , 3 2 i, 3 2 3 , 3 4 9 , 3 5 5 , 3 6 9 , 3 9 0 , 3 9 5 - 3 9 6 ,
4n-4i2,45°-45i
F o u c a u l t , M ic h e l, 1 6 2 , 1 7 8 , 2 5 2 , 3 4 1 - 3 4 3 , 4 6 3 , 4 7 1 , 4 7 7 , 4 9 0 , 4 9 3
F r a n c o , F r a n c is c o , 3 o , 37 , 6 6 , 10 2 , 18 5 , 2 1 8 - 2 1 4 , 2 4 4 , 8 0 7 , 3 7 2 , 3 8 9 ,
4 °3 , 455, 470
F r a v a l , C h a r le s , 1 1 2 - n 3
F r e í , E d u ard o , 4 2 8
F r e u d , S ig m u n d , 2 1 6 - 2 1 7 , 2 1 9 - 2 2 0 , 2 5 0 , 4 4 1
F u n e s , L o u is , 3 2 8

498
G a l l im ard , A iit o in e . 2 7 3 , 4 9 0

G a l l im ard , C la u d e , 4 5 , 2 7 3 , 2 8 6 , 4 0 7 , 4 9 0

G a l l im ard , G a s tó n , 2 7 3 , 2 8 5 - 2 8 6 , 4 0 7 , 4 2 5 , 4 6 2
G a l l im ard , M ic h e l, 2 6 8 , 2 7 3

G a l l im ard , R o b e rt, 278 , 4 3 2 , 4 7 8 , 4 9 0


G a l l o is , P ie r r e - M a r ie , 4 7

G a r a u d y , R o g er, 2 ^3 , 2 3 9 , 3 4 7 , 4 7 6
G a u l l e , C h a r le s d e , 1 4 , 4 6 - 4 9 , 6 1 , i 3 6 - i 3 7 , H 2 ’ x4 4 ’ x5 7 . 1 6 7 , 1 7 2 ,
18 0 - 18 2 , 19 5 , 2 0 8 , 2 3 4 ,2 5 3 ,2 6 1 , 2 6 3 -2 6 4 , 27a, 28 6 , 3 0 4 ,3 1 7 ,
326 , 3 4 3 -3 4 4 , 34 8 , 36 7, 383, 40 7, 427, 4 5 5 -4 5 6 , 4 6 0 -4 6 1, 4 6 3,
4 6 7, 4 6 9 , 4 7 3 -4 7 4 , 4 77, 4 8 1, 4 9 1
Gavi, P h ilip p e , 3 9 6 , 4 2 5 , 4 3 2 - 4 3 3
G e e r , W ill, 4 7 3

G e is m ar, A la in , 5 0 , 1 9 0 , 2 7 2 , ^ 8 3 , 3 3 4 - 3 3 5 , 3 5 8 , 4 5 8 - 4 6 1 , 4 8 4
G e l l h o r n , M a rth a , 1 3 5
G e n e t , Je a n , 369-370, 383, 450, 463
G e r a s s i , A lf r e d o , 4 6 4 - 4 6 5
G e r a s s i, F e rn a n d o , 4 , 3 1 - 2 2 , 25, 27, 29 , 3 6 - 3 8 , 4 4 , 5 6 , 59 , 6 5 -6 7 , 7 9 -
8 1 , 1 0 3 , 1 1 8 - 1 1 9 , 1 3 6 - 1 3 7 , i 3 3 , i 3 5 - i 3 6 ,, 1 4 3 , 1 4 5 - 1 4 7 , 1 4 9 - 1 5 0 ,
1 5 4 , 1 5 9 , 1 6 1 , 1 8 1 , 1 8 9 , 3 i 3 , 3 3 3 - 2 3 3 , 2 5 3, 277, 3 3 i, 3 4 9 - 3 5 0 , 3 5 5 ,
374 , 3 8 6 , 4 15 - 4 16 , 4 3 1-4 3 2 , 455, 457, 4 6 4 -4 6 6 , 468, 470 , 4 7 4 -
476, 480, 492.
G e r a s s i , S t é p h a (A w d y k o w ic z , S té p h a ), 4 5 7 , 4 6 4 - 4 6 5
G i a c o m e t t i , A lb e r t o , 1 2 7 , 1 9 6 , 3o i, 3 7 4
G id e , A n d ré , 335, 483
G i r a r d i n , J e a n - C la u d e , 3 7 1
G ir a u d o u x , J e a n , 9 4
G is c a r d d ’ E s t a in g , V a lé ry , 3 8 8 , 4 8 8 - 4 8 9
G lu c k sm a n n , A n d ré, 335* ^ 4 1, 357, 4 8 4
G o n co u rt, E d m o n d de, 3 5 1
G o n c o t jr t , Ju le s d e , 3 5 1
G o r b a c h o v , M ija íl, 1 4 1 , 4 8 1
G o r z , A n d r é , 17 6 , 2 5 6 , 3 6 8 , 3 7 7 , 3 9 1 , 4 5 9
G r a m s c i, Antonio, 340, 371
G u a t t a r i , Félix, 4 0 4 , 4 8 9 - 4 9 0
G u e v a r a , E r n e s to ( « C h e » ) , 8 1 , 1 0 5 - 1 0 7 , 3 7 9 , 4 6 0
G u il l e , Pierre,n5 , 131, 1 2 3 , 4 14 , 4 16 , 4 6 4
Ha l im i, G is é le , 3 7 0 , 4 2 7
H eg el , G e o r g W ilhelm Friedrich, 1 0 0 , 238, 4 0 4 , 4 1 4 , 4 1 7 - 4 1 8 , 4 3 1
483
H k i d e g g e r , M a r tin , 4 0 , 5 7 , 8 0 , 9 1 , 9 7 , 1 4 6 , 1 4 9 - 1 5 0 , 333, 457, 482
H e l l e r , Jo se p h , 238
H e m in g w a y , E r n e s t , 1 3 5 , i 3 8 , 2,2,0, 2,3 7
H e r d e r , C h r is t ia n , 3 o 6
H e r m a n t , A b e l, 87
H i n t o n , C a r m e lit a , 3 7
H i t l e r , A d o lf, 3 o, 15 8 - 15 9 , 2 15 , « 1 , 2 9 1, 4 58
Ho C h i M in h , 2 0 1, 479
H o b s b a w m , E r ic , 4 7 1
H o r o w it z , D a v id , 17 7
H u g o , V ic t o r , 3 ?, 7 1, 7 7 - 7 8 ,1 9 2 , 2 6 5 , 3 5 1, 4 4 2 , 4 73
H u m e , D a v id , 1 2 5 , 4 5 2
H u s s e r l , E d m u n d , 5 7 -5 8 , 97, 1 4 6 ,1 4 9 - 1 5 0 , 333, 4 17 , 4 5 7, 4 8 ?
H u st o n , Jo h n , 4 4 1
H y p p o l it e , Je a n , 10 0 , 4 18 , 4 9 0

J a r r i c o , P a u l, 4 7 3
J a s p e r s , K a r l, 9 7
J e a n s o n , F r a n c is , 8 4 , 1 0 3 - 1 0 4 , 1 2 2 - 1 3 3 , 1 5 6 , 1 8 9 , 2 0 0 , 2 6 6 - 2 6 8 , 3 5 9
3 6 i, 4 6 3 , 4 6 9 , 4 7 2 , 4 8 4 -4 8 5
J o h n s o n , L y n d o n B a in e s , 3 8 , 3 1 9
J o l l i v e t , S im o n e , 6 3 , 8 8 , 1 1 6
J ouhaud, Edm ond, 2 6 3 , 4 7 7 -4 7 8
J u l y , S erg e, 4 9 1

K a f k a , F ra n z , 2 2 0
K a n a p a , Je a n , 2 2 6
K a n t , I m m a n u e l, 1 2 5
K a n t o r o w i c z , A lf r e d , 3 7
K a r o l , K e w e s S ., 2 ? 3 , 2 8 2 , 4 7 8
K e n n e d y , J o h n F it z g e r a ld , 4 8 , 3 7 9
K e n n e d y , R o b e r t F it z g e r a ld , 38, 468
Kéren s k i, A le x a n d e r , 4 0 0 , 4 8 9
K ru sch o v, Nikita, 3 i 3 , 334, 364, 379 -38 0 , 3 8 2
K im I l - S u n g , 2 6 1
K in g , M a r t in L u t h e r , 2 4 7 , 3 4 2

5° °
Kj s s i n g er , H en ry, 3 5 9
Ko estler , A r lh u r , 2 5 5 , 2 8 7 , 3 9 2 , 4 8 0
Ko jf v e , A l e x a n d e r, 1 0 0
Ko sa k ie w ic z . O lg a, 6 8 , 4 6 1
Ko sa k ie w ic z , W an d a ( « O l iv ie r , M a r ie » ; « O l iv ie r , W a n d a » ), 6 8 , 4 6 1,

478
K r e b s , Sh aro n , 4 71
K r i v i n e , A la in , 3 ^ i , 4 5 8 - 4 5 9 , 4 6 1 , 4 8 ?

L a c a n , Ja c q u e s , 33,1 14 , 455, 471


L a c h e l i e r , J u le s , 1 0 0
La c o i n , E lis a b e t h ( « Z a z a » ) , 1 2 8 , 4 6 6 , 1 8 7 , 3oo
L a f o r g u e , J u le s , 1 0 0
L a i n g , R o n a ld . D a v id , 4 0 7 , 4 9 0
La n g g u t h , A . J ., 4 7 2
L a n s n e r , K e r m it , 4 7
L a n z m a n n , C la u d e , 4 0 , 1 5 6 , 1 9 7 , 2 6 6 - 3 6 8 , 3 i 8 - 3 2 0 , 3 6 6 , 3 7 3 , 3 7 7 - 3 7 8 ,

3 8 5 - 3 8 6 ,3 9 2 , 4 6 9 ,4 8 2
L a n z m a n n , E v e ly n e , 4 0 , 4 6
La r b a u d , V a lé iy , 9 4
La z a r e f f , P ie r r e , 2 6 5 , 3 7 8 , 4 7 8
L e B on de B e a u v o ir , S y lv ie , 2 6 5 , 3 7 8 , 4 7 8
L e B r i s , M ic h e l, 3 5 7
L e c l e r c , P h ilip p e , 2 1 ?
L e Da n t e c , Je a n -P ie r r e , 3 57
L e f e b v r e , H e n r i, 17 6 , 4 6 0
L é g l i s e , M ic h e lle ( V í a n , M ic h e lle ), 2 6 6 , 4 6 1 , 4 7 3
L e i b n i z , G o t tfr ie d , 12 7
L e i r i s , M ic h e l, 4 5 , 2 0 2
L e n i n , V la d im ir I llic h , 1 9 5 , 2 2 0 , 2 4 0 , 2 7 1 , 3 0 7 , 3 0 9 , 3 1 4 , 3 9 9 , 4 0 4 ,
4 8 1, 4 8 3 , 4 8 9
L e r o y , P ie r r e , 3 9 2 , 4 0 4 , 4 0 9
L é v in a s , E m m a n u e l, 4 1 7 , 4 7 4
L é v i - S t r a u s s , C la u d e , 383, 459
L év y , B e n n y ( « P i e r r e B lo c h » , « P i e r r e V í c t o r » ) , 19 7 , 4 7 4 , 4 9 3
L i n B ia o , 3o 8, 3 4 3 , 3 5 8 -3 5 9
L i t t l e , M a lc o m ( « M a lg o lm X » ) , ^ 83
L o l l o b r i g i d a , G in a , 3 3 1
L o n d o n , A rtu r, 3n , 482

5o1
Lonco, Luigi, 37
INOREN, S o lía . 3 4 9
Loti, Fierre, 5.3, 94
L ouvertube, T o u s s a in t , 2 9 1 , 3 g 3
Lovkston e , J ay,2 5 7
L oyola, Ig n a c io d e , 1 4 5 , 4 6 7
« L u i s , c o m a n d a n t e » ( C o d o v i l l a , V it t o r io ) , 4 8 0
L u k á c s , C yo rgy, 2 4 0 - 2 4 1 ,4 7 6
L u k á c s , P a v o l, 4 8 0
L uther , Glaude, 266
L u x e m b u r g o , R osa, 2 7 1

M acA r t h u r , D o u g la s , 2 6 1 , 2 7 8
M cCarth y, Jo s e p h , 10 6 , 19 2 , 2 o 3 , ^78, 4 7 3
Macm il l a n , H a r o ld , 4 8

M a h e u , R en é, 6 4 -6 5 , 67, 9 9 ,1 1 5 ,1 1 8 ,1 2 1 - 1 3 3 ,1 3 6 - 1 3 8 , 3 9 3 - 3 9 5 , 4 14 -

4 l 6 ’ 457
Ma il e r Barbara, 474-475
,

M a i l e r , Norman, 2 0 4 , 259, 474-475


M a l a m u d , Bernard, 2 0 4 , 2 3 8

M a l a q u a i s , Jean, 474-475
« M a l c o l m X » ( L i t t l e , Malcom), 283

M a l r a u x , A n d r é ,3 6 , 1 3 9 , 18 9 , 19 5 , 2 2 0 , 2 2 4 , 2 3 8 , 2 4 2 , 2 6 1, 2 8 5 - 2 8 7 ,

29 6 , 3 5 1, 4 0 7 , 4 5 5 , 4 8 0
M a n c y , Jo s e p h , 4 9 - 5 1 , 5 5 - 5 7 , 9 2 - 9 4 , i o 3 , 1 1 0 , 18 6
M a n d elst a m , N adezhda, 4 8 3

M a n d e l s t a m , O s ip , 3 3 4 , 4 8 3

Man é -K ats, E m m a n u e l, 1 2 7 ,
M ao Z e d o n g , 2 4 6 - 2 4 7 , 2 7 9 , 2 8 1, 3 o 2, 3 o7 -3 o 8, 3 19 ,3 3 5 ,3 5 8 ,359, 400,
4 6 0 ,4 7 4
M a r a t , J e a n - P a u l, 3 5 3

M a r c e l l in , R aym on d , 1 6 2 ,1 6 7 , 3 2 5 , 327
M a r c h , F r e d r ic , 3 4 9

M a r c u s e , H e rb ert, i 3 i, 4 6 0

M a r t i n , H e n r i, 1 8 4 , 1 8 9 , 2 2 3 , 2 5 7 , 2 6 8 , 2 7 8 , 2 8 9 , 3 0 5 , 3 7 3

M a r t y , A n d ré, 12 0 , 277, 377, 4 7 9 -4 8 0

M a r x , K a r l, 9 9 , 1 4 3 , 1 7 4 , 2 1 2 , 2 4 0 , 2 4 5 , 2 4 8 , 2 9 5 , 3 9 5 , 3 9 9 , 4 0 4 , 4 1 8 ,

4 2 1, 4 6 0 , 4 8 3
M a sso n , A n d ré, 12 7
M a s s u , Ja c q u e s , 4 8 , 6 2 , 2 7 5 , 4 5 5 , 4 6 0
M a t h e r , In cre a se , 3 ^9
M a t h e r , Jo h n , 3^9
M a u r i a c , C la u d e , 1 6 2 , 4 6 3
M a u r i a c , F ra n g o is , 4 4 , 8 4 , 1 5 9 , 1 6 2 , 1 7 8 , 1 9 5 , ^ 7 - ^ 3 8 , 2 5 2 , 2 6 4 , 2 9 4 ,

477
M a u r r a s , C h a r le s , 4 7 4 , s o 3
M en d és- F ran ge, P ie r r e , 1 8 1 , 3 o o , 4 8 1
M erleau -P o nty, M a u ric e , 7 9 , 8 6 - 8 7 , l2>1 ' *28 , * 8 6 ,1 8 8 , 2 2 4 ~ 2 2 8 , ^ 5 5 -
^ 57, 2 6 1 - 2 6 4 , 2 6 6 - 2 6 8 , !^ 9 9 -3 o 3 , 3 0 5 , 3 n , 3 9 2 - 3 9 3 , 4 6 6
M il iu k o v , P á v e l, 4 0 0 , 4 8 9 ,
M il l e r , A r t h u r , 1 9 1 - 1 9 2 ;, 3 2 9
M i r ó , Jo a n , 6 6
M it r io n e , D an, 18 1, 472, 4 8 3
M it t e r r a n d , F r a n g o is , 12 4 , 4 5 6
M o d i g l i a n i , A m e d e o , 12 7
M o llet, G u y, 2 8 9 , 4 5 5
M o n d r ia n , P ie t, 5 6 , 1 4 5 , 1 8 9 , 3 7 4
M o u l in , Je a n , 182;, 3 3 7 , 4 7 3
M u s s o l i n i , B e n ito , 3o, 8 1,10 2 , 480

N a s s e r , G a m a l A b d e l, 19 7 , 2 9 1 , 3 7 9 , 3 8 7 - 3 8 8 , 4 0 ?
N e n n i , P ie tro , 3 7
N i e t z s c h e , F r ie d r ic h , 9 8 , 1 0 0 - 1 0 1 , 3 9 4
N i z a n , P au l, 7 0 , 4 5 7
N k r u m a h , K w am e, 3 4 7 , 4 0 3

O ’ B r i e n , C o n o r G ru ise , 4 7 1
O h n eso rg , Benno, 17 1
O l l i v i e r , A lb e rt, 2 6 4 , 2 6 6
«O l iv ie r , M a r ie » ( K o s a k ie w ic z , W an d a), 6 8 , 4 6 1 , 4 7 8
«O l iv ie r , W an d a» ( K o s a k ie w ig z , W an d a), 6 8 , 4 6 1 , 4 7 8
O v e r n e y , P ie rre , 3 7 6

P a d i l l a , H eb erto , 1 3 7 , 1 7 3 , 2 8 3 , 3 o 9 ~ 3 i o , 4 6 7
P a s t e r n a k , B o ris, 3 6 4
P a u l h a n , Je a n , 2 6 4 , 2 6 6
P e j u , M arcel, 2567, 4 8 5

5°3
P e r ó n , Ju a n , 4 0 2 . 4 8 7 ,
P ham V an D o n g , 2 0 1, 479
P i c a s s o , P a b lo , i 3 3 , 1 5 1 , 2 0 2 , 2 2 4 , 2 2 8 , 3 7 4 , 4 6 4 , 4 8 2
P jñ e ir o , M an u el ( « B a r b a r r o ja » ) , 3i3
P i n g a u d , B e r n a r d , 17 6
P o m p id o u , G e o r g e s , 1 7 2 - 1 7 3 , 3 2 6 , 4 6 7
P o n g e , F r a n c is , 2 1 5 - 2 1 6 , 3 7 8
P o n so n du T e r r a i l , P ie r r e , 2 3 , 3 2 , 5 2 , 87
P o n t a l i s , J e a n - B e r t r a n d , 17 6 , 4 0 7 - 4 0 8 , 4 1 1 , 4 9 0
PONTECORVO, G illo , 332, 473, 485
P o u il l o n , Je a n , 1 2 1 , 1 9 7 , 2 5 6 , 2 6 6 , 2 6 8 , 3 9 1 , 3g 3 , 398
P r o u s t , M a r c e l, 9 4 - 9 5 , 1 0 9 - 1 1 0 , 2 5 2

Qu en ea u , R aym ond, 2 16 - 2 17

Ra c in e , J e a n , 63
R a d e k , K a r l, 2 7 1
Ra m a d ie r , P a u l, 2 8 8
R e a g a n , R o n a ld , 4 8 9
R e im an , J e f f r e y H ., 7 6
R e t a m a r , R o b e rto F e rn á n d e z , 3 5 1
Rh ee, S yn gm an , 18 4 , 2 6 1
R id g w a y , M a th e w B ., 8 6 , 1 5 3 , 1 8 4 , 1 8 9 , 2 7 5 , 2 7 8 , 3 0 4 , 4 6 9
R ip e r t , Je a n , 4 7 - 4 8 , 4 5 5
R o b e s p i e r r e , M a x im ilie n d e , 2 0 4 , 3 o 7 - 3 o 8 , 3 i 2 , 3 5 3
R o m a i n s , J u le s , 8 7
R o o s e v e l t , F r a n k lin , 2 9 1 , 3 8 o -3 8 2
R o s e n b e r g , E th e l, 3 0 4
R o s e n b e r g , J u liu s , 3 0 4
R o s e n b e r g , M a r c e l, 3 6 , 1 2 0 , 3 0 4 , 3 o 8 , 3 7 2 - 3 7 3
R o se n t h a l , G érard , 15 6

R o ssa n d a , R o ssan a, 2 3 o , 2 ? 3 , 4 7 6 , 4 7 8
R o t h , P h ilip , 2 3 8

R o u s s e t , D a v id , 8 4 , 1 4 3 , 1 5 5 - 1 5 6 , 2 1 5 , 3 2 7 - 3 3 8 , 2 5 7 , 4 6 7
R o y , C la u d e , 2 3 o
R u s s e l l , B e r t a n d , 11 - i 3 , 2 5 4 , 3i 6 , 484

S a i n t - J u s t , L o u is d e , 3o 2, 3 o 8 -3 o 9
Sa la c r o u , A rm a n d , 2 0 8 , 2 18 , 475
Salan. R aou l, 4 7 7 4 7 8
S a i i s b i ’Ry . H a rriso n , 4 7 9
S a u v a g e o t , Ja r q u e s , 4 5 8
S c h e l l i n g . F rie d r ic h , 10 0
S c h n e i d e r , C a th e rin e , 1 8 3 . 2 1 4 - 2 1 5 , 388
S c h o p e n h a u e r , A rth u r, 10 0
S c h w e it z e r , C h a rle s, 2 1
S éguy, C e o rg e s, 4 6 0
S e r g e , V íc to r ,4 0 7
S e r r í n , R u d o lp h . 4 6 6
S h a p i r o , M e y e r, 6 6 , 67
S h e l l e y , S a lly , 6 8
S i m e n o n , G e o rg e s, 4 2 5 , 4 9 1
S im o n o v , C o n sta n tin , 3 7 8 , 4 8 3
S in ia v k s i, A n d r é i, 3 6 5
S o l z h e n i t s y n , A le x a n d e r, 3 7 8
S o m o z a , A n a s ta s io , 17 4
S o u t i n e , C h a im , 12 7 , i 33
S p í n o l a , A n to n io d e , 4 8 2 , 4 9 2
S p in o z a , B a ru c h , 4 1
S t a é l , N ic o lá s d e, 19 2 , 3 7 4 , 4 7 0
S t a l i n , Y o s if, 3 6 , 8 6 , 1 5 8 - 1 5 9 , 18 0 , 2 15 , 2 2 4 , 2 3 o , 2 4 3 , 2 5 8 , 2 6 2 , 2 6 9 ,
2 7 1, 2 7 6 , 3 o 2 , 3 o7~3o 8, 3 2 8 , 3 3 4 , 377, 3 8 2 , 4 0 0 , 4 0 4 , 4 4 9 , 4 5 9 ,
4 8 1-4 8 3 , 49 0
S t e i n b e c k , Jo h n , 2 0 4 , 2 3 i , 287, 2 9 6
« S t e n d h a l » ( B e y l e , H e n r i-M a r ie ),

Ta n g u t , H e n r i , 3 7
T h é v e n i n , Paule, 325
T h i e r s , A d o lp h e, 3 9 9
T h o r e z , M au rice, 15 9 , 28 8 , 333 , 3 8 3 , 4 7 2
T il l o n , C h a rle s, 2 7 7
T in t o r e t t o , 3 7 4
T it o , Jo sip Broz, 3 7
T iz l a n o , 3 7 4
T o c q u e v il l e , A le x is de, 3 6 2 -3 6 3
T o g l ia t t i , P alm iro , 37, 33 i - 332 , 3 5 2
T o l s t ó i , Lev, 8 9 , 1 0 7 , 1 9 2
T r io l e t , E lsa, 28 5, 279 , 377

5°5
I rotskj. l/ó n , i 3 2 * i 33, 285- 286. 3o2, 3o7. 407. 490
r rouvier, Claudinc, 324

Utrillo . Maurice, 127

V a i .é r y .Paul, 110. 296, 388


Y a n k t t i . Dolores, 281, 476
V e l a s c o A l v a r a u o , Juan. 487

V k l á z q u e z , Diego, 26. 146, 374, 457

V í a n , Boris, 461, 473

V í a n , Michelle (L église , Michelle) 266, 461

V í c t o r , Pierre ( L é v y , Benny), 197, 323 , 396, 492

V o n n e g u t , Kurt, 204

Walker , William, 239


W e i z m a n n , Chaim, 109, 119, 386 , 492

Winthrop, John, 329


Wólfflin , Heinrich, 457
Wright , Richard, 194, 227-228, 232

Yam am oto, Isoroku, 382


Y elloz, Catherine, 453, 488

« Z a z a » (L a c o in , Elisabeth), 128, 466, 187, 3 oo


Zeller, André, 477-478
Z é v a c o , Michel, 23 , 3 o, 32 - 34 , 38 , 52-53, 7^ " 77’ 87, 4 13 »44 °

Z h o u E n - L a i , 35, 279, 3 o 8 , 358-359

Z o l a , Emile, 71, 73, 111, 241, 351, 477

Z o n i n a , Lena, 258

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