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Según esta manera de entender la disciplina, existirían dos formas de ciencia política. Una
sería plural (abarcando a todos los trabajos de filósofos y teóricos que hayan estudiado
los fenómenos políticos) y rigurosa pero no técnica. La segunda, en sentido estricto y
técnico, estaría compuesta solo por aquellos estudios basados en métodos característicos
de la investigación empírica y reconocidos e institucionalizados por la comunidad
científica de referencia, los “politólogos”.
Con esta definición, los autores intentan una doble maniobra de separación: por un lado,
separan a la ciencia política “en sentido amplio” de la mera opinión y, por otro lado,
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Pertenencia institucional: IESHOLP – CONICET. Jefa de Trabajos Prácticos de la Asignatura
Fundamentos de Sociología y Ciencia Política de la Facultad de Ciencias Humanas (UNLPam).
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Ciencia política: aproximaciones al ámbito de lo político - Ficha de Cátedra - Fundamentos de Sociología y Ciencia
Política/Facultad de Ciencias Humanas/UNLPam
distinguen la ciencia política “en sentido estricto” de la filosofía política. Estas divisiones
responden al interés por especificar cuáles son los métodos para analizar la política
considerados como “científicos” y cuáles no, y quiénes están capacitados para hacerlo.
¿Por qué esta necesidad de defender la cientificidad del estudio de la política? Porque su
campo de estudio estuvo siempre vinculado a otras disciplinas científicas y porque se trata
de ciencia “joven”, que se afianza como tan recién en el siglo XX (Aznar, 2006).
Conviene, entonces, que hagamos un poco de historia, para comprender el lugar que le
tocó ocupar a la ciencia política en la larga tradición de reflexiones sobre los fenómenos
políticos y el poder.
Como explican algunos autores (Borón, 2000; Wolin, 1993 [1960]), el estudio de la
política fue muy fructífero ya en el siglo IV antes de Cristo, en el momento histórico en
que la crisis de las polis griegas llevó a la reflexión crítica de Aristóteles (384-322 a. C),
quien dejó como legado, entre otros, su obra La Política. Desde entonces, el avance de
esta reflexión estuvo siempre ligado al poder enmarcado en sucesivas crisis, como las
luchas entre el poder temporal y el poder espiritual que atravesaría la Europa medieval –
problema que tratarían San Agustín y Tomás de Aquino en profundidad2–, la aparición
de los Estados nacionales, las revoluciones inglesa y francesa, la revolución industrial o
el surgimiento de la democracia en los Estados Unidos de América. Todos estos
acontecimientos históricos socavarían el orden político vigente y darían forma a nuevas
teorías que replantearían el discurso político analítico aceptado y consensuado hasta
entonces. Wolin (1993 [1960]) diría que se trata de paradigmas –tomando el término y el
desarrollo conceptual de Kuhn (1971[1957])3 – que a lo largo de la historia van definiendo
y re-definiendo el objeto de lo político (aunque siempre relacionado con el poder: la polis,
los estados-nación, la salvación espiritual, la salvaguarda de la vida, la comunidad o la
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San Agustín (354-430), frente a la toma de Roma en el año 410 por parte de los visigodos, escribe su obra
más importante, La Ciudad de Dios, donde realiza una primera teología de la historia que toma al hombre
y a su naturaleza como protagonistas de la misma, donde algunos construirán ciudades efímeras y
contingentes (la Ciudad Terrena) mientras otros perseguirán la promesa de la eternidad (Ciudad de Dios)
(Rossi, 2000). Tomás de Aquino (1224-1274), siguiendo la corriente aristotélica que ponderaba el
conocimiento por medio de la razón humana (además de a través de Dios), se preocupó por el derecho, la
política, los valores y la moral pero enmarcados dentro de la teología, que consideraba como ciencia
verdadera (Dri, 2000).
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Se denomina paradigma a aquellas “realizaciones científicas universalmente reconocidas que, durante
cierto tiempo, proporcionan modelos de problemas y soluciones a una comunidad científica”.
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democracia) así como los métodos y técnicas de investigación con los que se adquiere el
conocimiento científico. En su intento de definición, Pasquino (1995) avanza sobre el
objeto de estudio de la ciencia política:
Los modos de adquisición y utilización del poder, su concentración y
distribución, su origen y la legitimidad de su ejercicio, su misma definición en
cuanto poder político han sido el centro de todos los análisis políticos desde
Aristóteles, precisamente, a Maquiavelo, de Max Weber a los politólogos
contemporáneos (Pasquino, 1995:16).
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Pero a partir de estos logros iniciales, los estudios sobre la política como ciencia autónoma
alcanzaron un éxito espectacular luego del final de la Segunda Guerra Mundial: como
señalan Aznar y Tonelli (1993), mientras que en 1946 la Asociación Norteamericana de
Ciencia Política contaba con 4.000 miembros, en 1966 llegaría a tener 14.000. Y las
facultades de ciencia política en Estados Unidos, que antes de 1950 eran unas pocas,
llegaron a ser más 500 en 1968. ¿A qué se debió este rápido crecimiento? A la llamada
revolución conductista de la ciencia política.
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expresaba solamente opiniones y deseos que eran inútiles para resolver problemas
políticos concretos. Separando los valores de los hechos, proponían en cambio buscar
regularidades y explicaciones causales que permitieran “elaborar hipótesis claras, sujetas
a procedimientos de control empírico contrastables” (Aznar, 2006: 17), lo que llevaría a
su vez a producir generalizaciones comprobables.
Como lo explica Robert Dahl, uno de los grandes protagonistas del conductismo:
(…) comportamiento político y método conductista llegaron a quedar
relacionados con un número de científicos de la política, principalmente
americanos, que compartían un fuerte sentimiento de insatisfacción por las
realizaciones de la ciencia política convencional, principalmente en los terrenos
histórico, filosófico y descriptivo institucional, junto con la creencia de que debían
existir o podrían ser desarrollados métodos o procedimientos adicionales que
pudieran aportar a la ciencia política proposiciones empíricas y teorías de
naturaliza sistemática, comprobadas por observaciones más estrechas, más
directas y más rigurosamente controladas de los acontecimientos políticos (Dahl,
1964:92).
Bajo el influjo de teóricos como David Easton (1917-2014), Gabriel Almond (1911-2002)
y Robert Dahl (1915-2014), el conductismo –behavioral approach– abandonó el
estudio de las instituciones, de las ideas que las sustentan y del marco histórico que les
dan sentido para abordar, como objeto central de la ciencia política, el estudio de la
personalidad y la actividad política del individuo. Para ello, el conductismo recurrió a los
métodos cuantitativos ya utilizados por la sociología, recolectando datos considerados tan
rigurosamente científicos como los utilizados en las ciencias naturales, como por ejemplo
los censos y las encuestas.
Las críticas al conductismo no tardaron en llegar. En su importante obra Política y
Perspectiva, publicada en 1960, Sheldon Wolin plantearía que el conductismo
esterilizaba la dimensión “política” de la teoría misma, es decir, su capacidad para influir
y operar sobre la realidad. Si bien el conductismo prevaleció sobre los otros enfoques, a
partir de 1970 se revitalizaron los debates sobre los viejos paradigmas de la ciencia
política. Un ejemplo de esto son los estudios sobre el poder y la violencia de Hannah
Arendt (1906-1975), aquellos sobre la justicia de John Rawls (1921-2002). Surgieron
también otros enfoques que intentaron dar cuenta de nuevos objetos de estudio. Ejemplo
de esto son los enfoques feministas y de análisis del discurso, el primero retomando la
dimensión de género en las relaciones de poder y el segundo advirtiendo que los sistemas
de significado o “discursos” condicionan y conforman las maneras de entender la
actividad política.
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Para finalizar este breve recorrido histórico, al no existir un paradigma que haya
prevalecido de manera indiscutida en el tiempo, algunos autores consideran que la ciencia
política está actualmente en crisis o incluso que se ha firmado su acta de defunción
(Sartori, 2005). Sin embargo, si tenemos en cuenta, como pudimos observar de manera
sintética, que la ciencia política es resultado de la interacción entre la práctica política en
todas sus dimensiones y los desarrollos teóricos y metodológicos para abordarla, tal vez
la “crisis” deba explicarse en esa misma interacción. En un mundo en donde, como
explican Aznar y Tonelli (1993), las crisis han golpeado tanto a los “consolidados”
sistemas políticos occidentales como a las nuevas democracias, la ciencia política se
encuentra ante el desafío de proponer soluciones a nuevos y cada vez más complejos
objetos de estudio.
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los autores aclaran que el político se trata de un tipo de poder específico, de hombres
sobre otros hombres, y no del hombre sobre la naturaleza, por ejemplo.
Michelangelo Bovero, en un famoso ensayo de 1997 denominado “La naturaleza de la
política. Poder, fuerza, legitimidad”, también vincula a la política con las relaciones de
poder entre los hombres, pero se pregunta sobre las características que diferencian al
poder político de otros tipos de poder (el de un padre sobre su hijo, el de un médico sobre
el paciente, por ejemplo). Para Bovero, la primera característica distintiva consiste en que
el poder político habilita al uso de la fuerza en un determinado ámbito para lograr imponer
una voluntad o un fin perseguido. Esta fuerza, sin embargo, no será puramente
“violencia”, porque si no el poder político se limitaría al poder del más fuerte. La
violencia es una fuerza ilegal, ilegítima, mientras que el poder político debe consistir en
un poder legitimado para el uso de la fuerza.
Aparecen aquí dos cuestiones que hemos mencionado anteriormente: el consenso
(necesario, según los contractualistas, para legitimar a la sociedad civil) y la figura de un
poder centralizado que detenta el “monopolio de la coerción física legítima” en un
territorio determinado, términos con los que Max Weber define al poder del Estado4. De
esta forma, la fuerza del poder político proviene de un pacto, real o imaginario, en que
los gobernados aceptan como legítimo el ejercicio de ese poder.
Esta centralidad de la cuestión del Estado y sus formas en la reflexión política occidental
se remonta al apogeo del Estado como orden político luego del Tratado de Westfalia
(1648), y llegó a ser tan importante como para justificar que la ciencia política fuera
considerada como la “ciencia del Estado”. En efecto, antes que los politólogos
contemporáneos se encargaran de las democracias modernas, del Estado de Bienestar o
del Estado en tanto conjunto de instituciones y relaciones sociales (O’Donnell, 1993), ya
Locke se preguntaba por el Estado pluralista, Tocqueville por el democrático, Hegel por
el Estado unificado y fuerte, Kelsen por el Estado como asegurador de un compromiso
entre las clases sociales y Schmitt por un Estado totalitario (Pasquino, 1995). Así, el
Estado como forma de ordenamiento político, social, histórica y espacialmente situado,
se transformó rápidamente en el objeto de estudio prioritario de la ciencia política y de
las relaciones internacionales (Sassen, 2003, p. 69; 2010, p. 116).
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En una de las definiciones presentes en su obra Economía y Sociedad, Weber define: “el Estado es aquella
comunidad humana que en el interior de un determinado territorio –el concepto de “territorio” es esencial
a la definición- reclama para sí (con éxito) el monopolio de la coacción física legítima” (Weber, 1996
[1922]:1056).
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Contra esta centralidad del Estado se rebeló el conductismo cuando David Easton propuso
el concepto de “sistema político” como nuevo objeto de estudio de la ciencia política.
Esta noción no se refiere a un sistema político concreto (o a un simple sinónimo
actualizado del “Estado”), sino al conjunto de procesos que, en diferentes niveles,
producen “asignaciones autoritativas de valores”. Estaría compuesto, según Easton, por
los roles e interacciones políticas que son cruciales para concretar las asignaciones
imperativas de una sociedad en su conjunto (Easton, 1965). Las asignaciones son
“imperativas” porque los actores afectados por ellas consideran que sus decisiones son
obligatorias. Esta definición sugiere así que la política consiste en las modalidades con
las cuales los valores (y los recursos) son asignados y distribuidos en el interior de
cualquier sistema político, por pequeño o grande que sea.
A medida que la realidad política se complejizaba a fines de los años 60’, el papel del
Estado comenzó a ser jaqueado por elementos que no estaban, hasta aquel momento,
dentro de las preocupaciones de la ciencia política, tales como las reivindicaciones
raciales, feministas, antibélicas, estudiantiles de numerosos movimientos sociales, el
poder de las empresas transnacionales en crecimiento, los compromisos que implicaban
los organismos gubernamentales y no gubernamentales internacionales.
Más allá del debate sobre la debilidad de los Estados modernos frente a estas nuevas
realidades, iba quedando claro que donde había relaciones de poder había política, pero
que no necesariamente donde había política había Estado. Es decir, había política y poder
por fuera del Estado. Es en ese contexto que el filósofo francés Michel Foucault propuso
que el poder constituye una trama microscópica capilar que penetra y circula por todas
las relaciones sociales. Y que la manera en que estas relaciones de poder se configuran a
niveles micro –familia, escuela, parejas, etcétera– condiciona y posibilita formas de poder
político más globales o generales:
Entre cada punto del cuerpo social, entre un hombre y una mujer, en una familia,
entre un maestro y su alumno, entre el que sabe y el que no sabe, pasan relaciones
de poder que no son la proyección pura y simple del gran poder del soberano sobre
los individuos; son más bien el suelo movedizo y concreto sobre el que ese poder
se incardina, las condiciones de posibilidad de su funcionamiento (Foucault, 1992
[1979]:167).
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Vemos así que para definir la ciencia política y su objeto de estudio tuvimos que dar un
“pequeño” rodeo de casi dos mil años. Primero tuvimos que discutir si se trataba de una
ciencia autónoma o no. Luego intentamos dar cuenta de la realidad compleja y cambiante
de su objeto de estudio, es decir, los diferentes fenómenos relacionados con el poder
político en sus diversos dominios y dimensiones: formas de gobierno, instituciones y
prácticas, procesos y procedimientos, sujetos, acciones y sentidos, símbolos y
significados. Aceptando que la política es un producto de la creación humana, no nos
debe resultar extraño que la ciencia política sea, por lo menos, dinámica. Pasquino (1995)
aclara:
La evolución de la ciencia política es continua, y se produce tanto a través de la
definición y redefinición del objeto de análisis, como a través de la elaboración de
nuevas técnicas y en especial de nuevos métodos, en búsqueda de la
“cientificidad”. En el transcurso del tiempo, cambiaron por ende tanto el objeto
(qué es la política) como el método (qué es la ciencia) (Pasquino, 1995:15).
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