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Ciencia política: aproximaciones al ámbito de lo político - Ficha de Cátedra - Fundamentos de Sociología y Ciencia

Política/Facultad de Ciencias Humanas/UNLPam

Ciencia política: aproximaciones al ámbito de lo político

María Dolores Linares1


Año de elaboración: 2017
Revisado y modificado: 2019

¿Qué es la ciencia política? Siguiendo el razonamiento de Marsh y Stoker (1997 [1955])


podríamos afirmar, en primer lugar, que la Ciencia Política es un conocimiento adquirido
a través del estudio que aborda la política y que responde a una tradición académica,
transmitiéndose de profesor a alumno por medio del discurso. La ciencia política
englobaría, según Aznar (2006) a todos los estudios dedicados a los fenómenos y las
estructuras que dan forma a la política y al poder. De referencia obligada es la definición
que hicieran Bobbio, Matteucci y Pasquino (1994), en su Diccionario de Ciencia Política,
donde proponen una división entre ciencia política en sentido amplio y en sentido
restringido:

La expresión ciencia política puede ser utilizada en sentido amplio y no técnico


para denotar cualquier estudio de los fenómenos y de las estructuras políticas,
conducido con sistematicidad y con rigor, apoyado en un amplio y agudo examen
de los hechos, expuesto con hechos racionales. (…) En un sentido más estricto y
por lo tanto más técnico (…), la expresión ciencia política indica una orientación
de los estudios que se propone aplicar, en la medida de lo posible, al análisis del
fenómeno político –o sea en la medida en que la materia lo permite, pero siempre
con mayor el rigor– la metodología de las ciencias empíricas (…). (Bobbio,
Matteucci y Pasquino, 1994: 218)

Según esta manera de entender la disciplina, existirían dos formas de ciencia política. Una
sería plural (abarcando a todos los trabajos de filósofos y teóricos que hayan estudiado
los fenómenos políticos) y rigurosa pero no técnica. La segunda, en sentido estricto y
técnico, estaría compuesta solo por aquellos estudios basados en métodos característicos
de la investigación empírica y reconocidos e institucionalizados por la comunidad
científica de referencia, los “politólogos”.
Con esta definición, los autores intentan una doble maniobra de separación: por un lado,
separan a la ciencia política “en sentido amplio” de la mera opinión y, por otro lado,

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Pertenencia institucional: IESHOLP – CONICET. Jefa de Trabajos Prácticos de la Asignatura
Fundamentos de Sociología y Ciencia Política de la Facultad de Ciencias Humanas (UNLPam).

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distinguen la ciencia política “en sentido estricto” de la filosofía política. Estas divisiones
responden al interés por especificar cuáles son los métodos para analizar la política
considerados como “científicos” y cuáles no, y quiénes están capacitados para hacerlo.
¿Por qué esta necesidad de defender la cientificidad del estudio de la política? Porque su
campo de estudio estuvo siempre vinculado a otras disciplinas científicas y porque se trata
de ciencia “joven”, que se afianza como tan recién en el siglo XX (Aznar, 2006).
Conviene, entonces, que hagamos un poco de historia, para comprender el lugar que le
tocó ocupar a la ciencia política en la larga tradición de reflexiones sobre los fenómenos
políticos y el poder.

La Filosofía Política: los fundamentos de la ciencia política

Como explican algunos autores (Borón, 2000; Wolin, 1993 [1960]), el estudio de la
política fue muy fructífero ya en el siglo IV antes de Cristo, en el momento histórico en
que la crisis de las polis griegas llevó a la reflexión crítica de Aristóteles (384-322 a. C),
quien dejó como legado, entre otros, su obra La Política. Desde entonces, el avance de
esta reflexión estuvo siempre ligado al poder enmarcado en sucesivas crisis, como las
luchas entre el poder temporal y el poder espiritual que atravesaría la Europa medieval –
problema que tratarían San Agustín y Tomás de Aquino en profundidad2–, la aparición
de los Estados nacionales, las revoluciones inglesa y francesa, la revolución industrial o
el surgimiento de la democracia en los Estados Unidos de América. Todos estos
acontecimientos históricos socavarían el orden político vigente y darían forma a nuevas
teorías que replantearían el discurso político analítico aceptado y consensuado hasta
entonces. Wolin (1993 [1960]) diría que se trata de paradigmas –tomando el término y el
desarrollo conceptual de Kuhn (1971[1957])3 – que a lo largo de la historia van definiendo
y re-definiendo el objeto de lo político (aunque siempre relacionado con el poder: la polis,
los estados-nación, la salvación espiritual, la salvaguarda de la vida, la comunidad o la

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San Agustín (354-430), frente a la toma de Roma en el año 410 por parte de los visigodos, escribe su obra
más importante, La Ciudad de Dios, donde realiza una primera teología de la historia que toma al hombre
y a su naturaleza como protagonistas de la misma, donde algunos construirán ciudades efímeras y
contingentes (la Ciudad Terrena) mientras otros perseguirán la promesa de la eternidad (Ciudad de Dios)
(Rossi, 2000). Tomás de Aquino (1224-1274), siguiendo la corriente aristotélica que ponderaba el
conocimiento por medio de la razón humana (además de a través de Dios), se preocupó por el derecho, la
política, los valores y la moral pero enmarcados dentro de la teología, que consideraba como ciencia
verdadera (Dri, 2000).
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Se denomina paradigma a aquellas “realizaciones científicas universalmente reconocidas que, durante
cierto tiempo, proporcionan modelos de problemas y soluciones a una comunidad científica”.

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democracia) así como los métodos y técnicas de investigación con los que se adquiere el
conocimiento científico. En su intento de definición, Pasquino (1995) avanza sobre el
objeto de estudio de la ciencia política:
Los modos de adquisición y utilización del poder, su concentración y
distribución, su origen y la legitimidad de su ejercicio, su misma definición en
cuanto poder político han sido el centro de todos los análisis políticos desde
Aristóteles, precisamente, a Maquiavelo, de Max Weber a los politólogos
contemporáneos (Pasquino, 1995:16).

La tradición clásica de la filosofía política reflexionaba sobre el poder que ordenaba la


vida política, se preocupaba por el orden moral Borón (2000): discriminaban las formas
de gobierno deseables de las indeseables –por injustas, por tiránicas, por pecadoras–, sin
perder nunca de vista la búsqueda de un ordenamiento político perfecto. Fue Nicolás
Maquiavelo (1469-1527), un autor y consejero político florentino, quien marcó un punto
de inflexión en esta tradición. Considerado el último de los clásicos y el primero de los
modernos, en su obra El Príncipe analizó los fenómenos políticos de su tiempo,
intentando separar “el deber ser” de aquello que “realmente es”.
La tradición política moderna nos legó asimismo la perspectiva contractualista, cuyos
principales exponentes fueron Thomas Hobbes (1588-1679), John Locke (1632-1704) y
Jean-Jacques Rousseau (1712-1778). Estos autores plantearon una oposición entre el
“hombre natural” (una construcción imaginaria de cómo sería el hombre antes de su
perversión por parte de la civilización) y el Estado, explicando que los individuos sólo
pueden consentir o aceptar un orden social y político por medio de un pacto o contrato.
Existirían, así, dos momentos o estados de la vida humana que no pueden coexistir: por
un lado el estado de naturaleza, por el otro la sociedad civil, y el pasaje de uno a otro
estaría dado por un tercer momento, el del contrato social (Bobbio y Bovero, 1986:15 y
16). Poco importa que la teoría contractualista estuviese fundada en una ficción histórica
(es muy difícil encontrar ejemplos de algo parecido al estado de naturaleza), su efecto
sobre el pensamiento político fue decisivo: a partir de entonces la reflexión dejó de buscar
la perfección del orden político para pasar a interrogarse acerca de su legitimidad. La
noción de contrato, sobre todo en la versión de Locke, sentó las bases del pensamiento
liberal y, a partir de estas ideas y de los trabajos de Alexis de Tocqueville (1805-1859)
sobre la experiencia norteamericana, los estudios de la política se centraron en el concepto
de democracia, su extensión (el demos) y sus límites.

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Hacia la definición de un campo científico autónomo

Como ya expresamos, pese a los avances en el estudio de los fenómenos políticos, la


ciencia política no surgió como disciplina científica autónoma sino hasta o mediados del
siglo XX. Aún cuando autores como Karl Marx (1818-1883) y Max Weber (1864-1920)
se preocuparan por las cuestiones políticas de su tiempo y marcaran el rumbo de los
estudios políticos por varias décadas con sus trabajos sobre la dominación, el Estado y el
poder, el proceso de diferenciación de lo político respecto de las demás ciencias no era
todavía claro. Fue necesario diferenciarla tanto de la tradición anterior como de las otras
ciencias ya institucionalizadas –como el derecho, la historia o la economía– o en vías de
institucionalización, como la sociología. Esta diferenciación no era sencilla ni evidente.
Como plantea el teórico italiano Giovani Sartori:
Cuando hablamos de la autonomía de la política, el concepto de autonomía no
debe entenderse en sentido absoluto, sino más bien relativo. Además, se pueden
sostener al respecto cuatro tesis: primero, que la política es diferente; segundo,
que la política es independiente, es decir que sigue leyes propias, instaurándose
literalmente como ley de sí misma; tercero, que la política es autosuficiente,
autárquica en el sentido de que basta para explicarse a sí misma; cuarto, que la
política es una causa primera, una causa generadora no sólo de sí misma sino
también de todo el resto, dada su supremacía. (…) De todos modos, la tesis capital,
la que más importa clarificar, es la primera.
Afirmar que la política es diferente equivale a poner una condición necesaria, no
todavía una condición suficiente (de la autonomía). A pesar de ello, toda la
continuidad del discurso queda estrechamente condicionada por esta punta de
partida. ¿Diferente de qué? ¿De qué modo? ¿Hasta qué punto?
Con Maquiavelo (1469-1527) la política se diferencia de la moral y de la religión.
Es esta una primera y nítida separación y diferenciación (Sartori, 1995: 209).

En un contexto académico, para justificar el status científico y autónomo del estudio de


la política había que encontrar las leyes indiscutidas que la regían. Pero las ciencias
sociales no avanzan con rupturas paradigmáticas en términos de Kuhn (1971[1957]), sino
que los distintos enfoques –así como sus “leyes”– conviven temporal y espacialmente.
Esta coexistencia, esta yuxtaposición de teorías, enfoques y métodos explica, aún bien
entrado el siglo XX, el rechazo a considerar a los estudios políticos como “ciencia”. Así
mientras que otras ciencias sociales como la sociología ya estaban dejando de lado esos
debates, a la ciencia política se le seguía recriminando que no pudiese utilizar los mismos
métodos que las ciencias naturales. Se dio entonces el caso, como explican Marsh y
Stoker (1997 [1955]), de que en Inglaterra, a lo largo del siglo XX, las universidades
prefirieran referirse a sus cursos como “estudios de gobierno”, “teoría e instituciones

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políticas” o “política y relaciones internacionales” en vez de hablar de “ciencia política”.


De este modo, la asociación académica más representativa de la ciencia política inglesa
se denominó “Asociación de Estudios Políticos” (Politicas Studies Association), mientras
que su par norteamericana se llamó la Asociación Americana de Ciencia Política
(American Political Science Association). A fines del siglo XIX los estudios sobre el
ámbito de lo político prosperaron notablemente en las universidades de Estados Unidos,
Inglaterra y Francia Abal Medina, 2000). Estas cátedras seguían aplicando enfoques
normativistas (pretendiendo descubrir preceptos morales para aplicarlos a la práctica
política) e institucionalistas (fundamentada en una concepción idealizada de la
democracia liberal) que luego serían muy criticados por ocuparse todavía del “deber ser”.

Pero a partir de estos logros iniciales, los estudios sobre la política como ciencia autónoma
alcanzaron un éxito espectacular luego del final de la Segunda Guerra Mundial: como
señalan Aznar y Tonelli (1993), mientras que en 1946 la Asociación Norteamericana de
Ciencia Política contaba con 4.000 miembros, en 1966 llegaría a tener 14.000. Y las
facultades de ciencia política en Estados Unidos, que antes de 1950 eran unas pocas,
llegaron a ser más 500 en 1968. ¿A qué se debió este rápido crecimiento? A la llamada
revolución conductista de la ciencia política.

La Ciencia Política vista por el conductismo

El conductismo es una corriente de pensamiento científico que tiene sus orígenes en


Estados Unidos a principios del siglo XX, específicamente en el campo de la psicología.
Nutrido del positivismo lógico y del funcionalismo, tiene como ámbito de aplicación el
análisis de las readaptaciones de la conducta humana a través de un mecanismo
psicológico de estímulo - respuesta. Este mecanismo, estimaron los politólogos, podría
explicar los comportamientos políticos de los individuos.
Gracias al conductismo la ciencia política logró, finalmente, ocupar un lugar dentro de la
comunidad científica en su definición estricta (recordando la definición de Bobbio), es
decir, desde el punto de vista kuhniano, como una actividad “científica normal” dentro de
un paradigma científico establecido (Aznar y Tonelli, 1993). Este paradigma tuvo su
epicentro en las universidades de Chicago y Stanford y se convirtió en el enfoque
dominante dentro de la disciplina desde 1950 hasta fines de los años setenta. Los
conductistas plantearon que la ciencia política anterior, al interesarse en los valores,

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expresaba solamente opiniones y deseos que eran inútiles para resolver problemas
políticos concretos. Separando los valores de los hechos, proponían en cambio buscar
regularidades y explicaciones causales que permitieran “elaborar hipótesis claras, sujetas
a procedimientos de control empírico contrastables” (Aznar, 2006: 17), lo que llevaría a
su vez a producir generalizaciones comprobables.
Como lo explica Robert Dahl, uno de los grandes protagonistas del conductismo:
(…) comportamiento político y método conductista llegaron a quedar
relacionados con un número de científicos de la política, principalmente
americanos, que compartían un fuerte sentimiento de insatisfacción por las
realizaciones de la ciencia política convencional, principalmente en los terrenos
histórico, filosófico y descriptivo institucional, junto con la creencia de que debían
existir o podrían ser desarrollados métodos o procedimientos adicionales que
pudieran aportar a la ciencia política proposiciones empíricas y teorías de
naturaliza sistemática, comprobadas por observaciones más estrechas, más
directas y más rigurosamente controladas de los acontecimientos políticos (Dahl,
1964:92).

Bajo el influjo de teóricos como David Easton (1917-2014), Gabriel Almond (1911-2002)
y Robert Dahl (1915-2014), el conductismo –behavioral approach– abandonó el
estudio de las instituciones, de las ideas que las sustentan y del marco histórico que les
dan sentido para abordar, como objeto central de la ciencia política, el estudio de la
personalidad y la actividad política del individuo. Para ello, el conductismo recurrió a los
métodos cuantitativos ya utilizados por la sociología, recolectando datos considerados tan
rigurosamente científicos como los utilizados en las ciencias naturales, como por ejemplo
los censos y las encuestas.
Las críticas al conductismo no tardaron en llegar. En su importante obra Política y
Perspectiva, publicada en 1960, Sheldon Wolin plantearía que el conductismo
esterilizaba la dimensión “política” de la teoría misma, es decir, su capacidad para influir
y operar sobre la realidad. Si bien el conductismo prevaleció sobre los otros enfoques, a
partir de 1970 se revitalizaron los debates sobre los viejos paradigmas de la ciencia
política. Un ejemplo de esto son los estudios sobre el poder y la violencia de Hannah
Arendt (1906-1975), aquellos sobre la justicia de John Rawls (1921-2002). Surgieron
también otros enfoques que intentaron dar cuenta de nuevos objetos de estudio. Ejemplo
de esto son los enfoques feministas y de análisis del discurso, el primero retomando la
dimensión de género en las relaciones de poder y el segundo advirtiendo que los sistemas
de significado o “discursos” condicionan y conforman las maneras de entender la
actividad política.

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Para finalizar este breve recorrido histórico, al no existir un paradigma que haya
prevalecido de manera indiscutida en el tiempo, algunos autores consideran que la ciencia
política está actualmente en crisis o incluso que se ha firmado su acta de defunción
(Sartori, 2005). Sin embargo, si tenemos en cuenta, como pudimos observar de manera
sintética, que la ciencia política es resultado de la interacción entre la práctica política en
todas sus dimensiones y los desarrollos teóricos y metodológicos para abordarla, tal vez
la “crisis” deba explicarse en esa misma interacción. En un mundo en donde, como
explican Aznar y Tonelli (1993), las crisis han golpeado tanto a los “consolidados”
sistemas políticos occidentales como a las nuevas democracias, la ciencia política se
encuentra ante el desafío de proponer soluciones a nuevos y cada vez más complejos
objetos de estudio.

El objeto de estudio de la ciencia política

¿Qué es lo que estudia específicamente la ciencia política? ¿En dónde reside


esencialmente él ámbito de lo político?
La dificultad de definir la política y de ubicarla reside en que es polisémica (tiene muchos
significados), policausal (muchas causas) y multidimensional. Pero también en que es una
palabra que utilizamos en nuestra vida cotidiana cuando, desde el sentido común, nos
referimos a la política como aquella actividad en donde unos pocos (los políticos)
administran el poder público en la sociedad, cosa que no sucede si pensamos en otras
disciplinas como la historia, la sociología o el derecho. Esta amplitud de significaciones
se expresaba ya en los clásicos de la filosofía política, quienes recurrían a ella para
referirse a fenómenos tan dispares como el arte de gobernar, el conjunto de los asuntos
públicos, el poder de imponer ideas o la búsqueda de consensos.
Así, definir los límites de la política es problemático. Aznar (2006) advierte que, para
algunos autores “la política está en todas partes y todos hacen política” mientras que,
para otros, la política está reservada a un ámbito restringido conformado por las
instituciones, el gobierno o los partidos políticos.
Si intentamos pensar en el elemento que tienen en común todos los fenómenos políticos
ya señalados, surgirá uno que será central: el poder. En su Diccionario de Ciencia
Política, Bobbio, Matteucci y Pasquino definen a la política como aquella “forma de
actividad o de praxis humana (que) está estrechamente vinculada con el poder” (Bobbio,
Matteucci y Pasquino, 1994:1215). Ahora bien, como existen diferentes formas de poder,

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los autores aclaran que el político se trata de un tipo de poder específico, de hombres
sobre otros hombres, y no del hombre sobre la naturaleza, por ejemplo.
Michelangelo Bovero, en un famoso ensayo de 1997 denominado “La naturaleza de la
política. Poder, fuerza, legitimidad”, también vincula a la política con las relaciones de
poder entre los hombres, pero se pregunta sobre las características que diferencian al
poder político de otros tipos de poder (el de un padre sobre su hijo, el de un médico sobre
el paciente, por ejemplo). Para Bovero, la primera característica distintiva consiste en que
el poder político habilita al uso de la fuerza en un determinado ámbito para lograr imponer
una voluntad o un fin perseguido. Esta fuerza, sin embargo, no será puramente
“violencia”, porque si no el poder político se limitaría al poder del más fuerte. La
violencia es una fuerza ilegal, ilegítima, mientras que el poder político debe consistir en
un poder legitimado para el uso de la fuerza.
Aparecen aquí dos cuestiones que hemos mencionado anteriormente: el consenso
(necesario, según los contractualistas, para legitimar a la sociedad civil) y la figura de un
poder centralizado que detenta el “monopolio de la coerción física legítima” en un
territorio determinado, términos con los que Max Weber define al poder del Estado4. De
esta forma, la fuerza del poder político proviene de un pacto, real o imaginario, en que
los gobernados aceptan como legítimo el ejercicio de ese poder.
Esta centralidad de la cuestión del Estado y sus formas en la reflexión política occidental
se remonta al apogeo del Estado como orden político luego del Tratado de Westfalia
(1648), y llegó a ser tan importante como para justificar que la ciencia política fuera
considerada como la “ciencia del Estado”. En efecto, antes que los politólogos
contemporáneos se encargaran de las democracias modernas, del Estado de Bienestar o
del Estado en tanto conjunto de instituciones y relaciones sociales (O’Donnell, 1993), ya
Locke se preguntaba por el Estado pluralista, Tocqueville por el democrático, Hegel por
el Estado unificado y fuerte, Kelsen por el Estado como asegurador de un compromiso
entre las clases sociales y Schmitt por un Estado totalitario (Pasquino, 1995). Así, el
Estado como forma de ordenamiento político, social, histórica y espacialmente situado,
se transformó rápidamente en el objeto de estudio prioritario de la ciencia política y de
las relaciones internacionales (Sassen, 2003, p. 69; 2010, p. 116).

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En una de las definiciones presentes en su obra Economía y Sociedad, Weber define: “el Estado es aquella
comunidad humana que en el interior de un determinado territorio –el concepto de “territorio” es esencial
a la definición- reclama para sí (con éxito) el monopolio de la coacción física legítima” (Weber, 1996
[1922]:1056).

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Contra esta centralidad del Estado se rebeló el conductismo cuando David Easton propuso
el concepto de “sistema político” como nuevo objeto de estudio de la ciencia política.
Esta noción no se refiere a un sistema político concreto (o a un simple sinónimo
actualizado del “Estado”), sino al conjunto de procesos que, en diferentes niveles,
producen “asignaciones autoritativas de valores”. Estaría compuesto, según Easton, por
los roles e interacciones políticas que son cruciales para concretar las asignaciones
imperativas de una sociedad en su conjunto (Easton, 1965). Las asignaciones son
“imperativas” porque los actores afectados por ellas consideran que sus decisiones son
obligatorias. Esta definición sugiere así que la política consiste en las modalidades con
las cuales los valores (y los recursos) son asignados y distribuidos en el interior de
cualquier sistema político, por pequeño o grande que sea.
A medida que la realidad política se complejizaba a fines de los años 60’, el papel del
Estado comenzó a ser jaqueado por elementos que no estaban, hasta aquel momento,
dentro de las preocupaciones de la ciencia política, tales como las reivindicaciones
raciales, feministas, antibélicas, estudiantiles de numerosos movimientos sociales, el
poder de las empresas transnacionales en crecimiento, los compromisos que implicaban
los organismos gubernamentales y no gubernamentales internacionales.
Más allá del debate sobre la debilidad de los Estados modernos frente a estas nuevas
realidades, iba quedando claro que donde había relaciones de poder había política, pero
que no necesariamente donde había política había Estado. Es decir, había política y poder
por fuera del Estado. Es en ese contexto que el filósofo francés Michel Foucault propuso
que el poder constituye una trama microscópica capilar que penetra y circula por todas
las relaciones sociales. Y que la manera en que estas relaciones de poder se configuran a
niveles micro –familia, escuela, parejas, etcétera– condiciona y posibilita formas de poder
político más globales o generales:
Entre cada punto del cuerpo social, entre un hombre y una mujer, en una familia,
entre un maestro y su alumno, entre el que sabe y el que no sabe, pasan relaciones
de poder que no son la proyección pura y simple del gran poder del soberano sobre
los individuos; son más bien el suelo movedizo y concreto sobre el que ese poder
se incardina, las condiciones de posibilidad de su funcionamiento (Foucault, 1992
[1979]:167).

Poniendo el acento en los movimientos sociales en tanto actores, la política se expandía


a todos aquellos asuntos o cuestiones que los hombres y mujeres de una sociedad
quisieran debatir públicamente. La división entre lo público y lo privado se sometía a la
voluntad de la comunidad: cuestiones como las relaciones de género, de raza o de clase,

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así como cuestiones familiares como la maternidad o la paternidad, se transformaron en


cuestiones políticas al ingresar a la esfera de lo público. Esta visión más amplia y
dinámica de la política, como diseminada por toda la sociedad y entendiendo que ésta
última tiene poder de agencia, determinan su característica de “colectiva”. La política no
sería ya “cosa de unos pocos” y, como señala Anderson (1977, en Marsh y Stoker, 1997
[1955]), siempre que tomemos decisiones en nombre de otros y no sólo para nosotros
mismos estaremos actuando políticamente.
Llegamos aquí a otro nudo que nos plantea la naturaleza de la política si la entendemos
en términos de poder (de agencia, para tomar decisiones, para asignar recursos y valores,
etcétera): ¿“poder” para qué? ¿Existe un fin eminentemente político? Es evidente que el
poder no es sólo un fin en sí mismo sino que es un medio para alcanzar otros fines. Pero,
como vimos, si el poder es detentado por un grupo que ejerce su dominio en un territorio
determinado de manera exclusiva, se podría decir que el fin de ese orden político siempre
lo determinará el grupo dominante. En ese caso, los fines cambiarán a medida que los
elencos gobernantes se alternen en el poder. Existiría, sin embargo, un fin mínimo de la
política que podría ser, en términos de Bobbio, Matteucci y Pasquino (1994: 1219), lograr
el orden público en las relaciones al interior de un Estado y la defensa de la integridad
con respecto a sus relaciones con otros Estados. En ese sentido, Bovero considera que
todo poder político buscará organizar la convivencia de la sociedad. Teniendo en cuenta
que en toda sociedad hay conflictos de toda índole, el poder político tendría el fin de
impedir que los conflictos se generalicen al punto de discutir o impugnar el orden político
vigente. Dice Bovero: “si ese fin mínimo no se logra, la misma relación de poder cae:
podría decirse que el fin de impedir el conflicto, de mantener el orden público y la paz
social es irrenunciable” (Bovero, 1997:99).
Por esta razón, retomando el carácter colectivo de la política y del poder, de las cuestiones
a ser debatidas, de los nuevos temas, y comprendiendo que los conflictos no pueden
simplemente impedirse sino que deben negociarse, encauzarse y solucionarse, diremos
con Aznar (2006) que el ámbito de lo político es aquel donde “los desacuerdos pueden
manejarse colectivamente: las decisiones políticas regulan los desacuerdos a través de
las decisiones obligatorias para todos los miembros de la comunidad” (Aznar, 2006:16).

Un desarrollo científico con historia

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Vemos así que para definir la ciencia política y su objeto de estudio tuvimos que dar un
“pequeño” rodeo de casi dos mil años. Primero tuvimos que discutir si se trataba de una
ciencia autónoma o no. Luego intentamos dar cuenta de la realidad compleja y cambiante
de su objeto de estudio, es decir, los diferentes fenómenos relacionados con el poder
político en sus diversos dominios y dimensiones: formas de gobierno, instituciones y
prácticas, procesos y procedimientos, sujetos, acciones y sentidos, símbolos y
significados. Aceptando que la política es un producto de la creación humana, no nos
debe resultar extraño que la ciencia política sea, por lo menos, dinámica. Pasquino (1995)
aclara:
La evolución de la ciencia política es continua, y se produce tanto a través de la
definición y redefinición del objeto de análisis, como a través de la elaboración de
nuevas técnicas y en especial de nuevos métodos, en búsqueda de la
“cientificidad”. En el transcurso del tiempo, cambiaron por ende tanto el objeto
(qué es la política) como el método (qué es la ciencia) (Pasquino, 1995:15).

A la luz de una dimensión social múltiple, heterogénea y fragmentada, la ciencia política


actual trabaja haciendo coexistir diferentes enfoques, revisando sus métodos e
instrumentos y redefiniendo sus objetos de estudio. Integrando las lecturas clásicas a
miradas innovadoras, se debe aggiornar a los cambios que va sufriendo el poder político,
ya sea enmarcado en el Estado, la institucionalidad y las formas de gobierno, las
representaciones, los valores y las relaciones sociopolíticas en su conjunto en diferentes
coordenadas espacio-temporales. Continuar con la reflexión científica, analizar, describir,
comprender y explicar estas complejas realidades políticas superpuestas suponen el gran
desafío de la ciencia política del siglo XXI.

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