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NORTEAMERICA AL DESNUDO

SIMONE DE BEAUVOIR

NORTEAMERICA
AL
DESNUDO

EDICIONES SIGLO VEINTE


BUENOS AIRES
Título del original francés
L’AMERIQUE AU JOUR LE JOUR

Gallimard París
-

Traducción de
JUAN JOSÉ SEBRELI

Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723


© EDICIONES SIGLO VEINTE — Maza 177 — Buenos Aires
Impreso en la Argentina — Printed in Argentina
*

ELLEN Y R IC H A R D W R IG H T
PREFACIO

Pasé cuatro meses en Norteamérica: es poco. Además viajé por


gusto y al azar de las ocasiones; hay inmensas zonas del nuevo mun­
do a las que no hice la menor escapada. En particular atravesé ese
gran país industrial sin visitar sus fábricas, sin ver sus realizacio­
nes técnicas, sin entrar en contacto con la clase obrera. No pene­
tre tampoco en las altas esferas donde se elabora la política y la
economía de Estados Unidos. No obstante, no me parece inútil, al lado
de los grandes cuadros que otros más competentes han trazado, re-
latar día a día, cómo Norteamérica se ha revelado a una concien -
cia: la mía.
A falta de un estudio, que sería presuntuoso intentar, puedo
aportar aquí un testimonio fiel. Como las experiencias concretas
abarcan a la vez al sujeto y al objeto, no he buscado eliminarme
de este relato ; sólo puede ser _verdadero teniendo en cuenta las
circunstancias singulares,^personales, en que cadcTdescubrimiento
se ha efectuado/Espor eso que he adoptado la forma de un diario:
aunque retrospectivo, este diario, reconstituido con la ayuda de al­
gunas notas, de cartas y de recuerdos frescos, es escrupulosamente
exacto, fíe respetado el o rden cronológico de mis asombros, de mis
admiraciones, de mis indignaciones, de mis dudas, de mis errores.
Ocurre frecuentemente que mis primeras impresiones se elucidan
sobre la marcha: para los temas que me han parecido importantes,
he indicado por notas su traslado de un pasaje a otro. Pero tengo
que señalar que ningún trozo aislado constituye un juicio definiti­
v o ; frecuentemente, además, no Ileso a ningún__Dunta jde vista con­
cluyente, y es el conjunto de mis indecisiones, de mis agregados y
rectificaciones lo que constituye mi opinión. Ninguna elección pre­
sidió la elaboración de esta historia; es la historia de lo que me ha
ocurrido, ni más ni menos. He aquí lo Que he visto y cómo lo he vis-
íoT ño he intentado decir nada más.

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25 de enero de 1947

Algo está por sucederme. Se pueden contar en una vida los mi­
nutos en que algo sucede. Pinceladas de luz barren el terreno don-
de brillan fuegos rojos y verdes; es una noche de gala, una fiesta
nocturna: mi fiesta. Algo está sucediendo; las hélices giran cada vez
más veloces, los motores arrancan: mi corazón no puede seguirlos.
De un solo golpe las balizas rojas se aplastan contra la tierra; a lo
lejos, las luces de París vacilan, sobrias estrellas que ascienden de
un abismo azul sombrío.
He aquí. Ha sucedido. Vuelo hacia Nueva York. Es verdad. El
altoparlante ha llamado: “ Los viajeros para Nueva York” , y la voz
tiene el acento familiar de todas las voces que se oyen a través de
los altoparlantes, en los andenes de las estaciones. París-Marsella,
París-Londres, París-Nueva York. No es más que un viaje, un pasaje
de un lugar a otro. Eso es lo que dice la voz; es lo que pretende el
rostro cansado del steward. Él encuentra natural, por oficio, que yo
vuele a Norteamérica. Hay un solo mundo y Nueva York es una
ciudad del mundo. Pero no. A pesar de todos los libros que he leí­
do, los filmes, las fotografías, los relatos. NuevaJYork es,, en. mi pa­
sado, una ciudad legendaria; de la realidad a la leyenda, no existe
cambio. Frente a la vieja Europa, en el umbral de un continente
poblado por 160 millones de hombres, Nueva York pertenece al por­
venir: ¿cóm o podría saltar a pies juntilías sobre mi propia vida?
Intento razonar; Nueva York es real y presente; pero mi emo­
ción persiste. Comúnmente viajar es intentar anexar a_ mi universo
un objeto nuevo; la empresa es ya emocionante. Pero hoy es dife-
rente; me parece que me voy a_salir de mi vida. No sé si será a tra­
vés de la colera o de la esperanza, pero algo se va a revelar, un
mundo tan jden o, tan. rico j tan imprevisto que coñocénTía"extra­
ordinaria aventura de transformarme en otra.

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El vuelo tranquilo del avión es ya una prom esa; ya me he es­
capado. En tierra se ha deslizado hasta el fin de un éter extraño.
No estoy en ninguna parte; estoy en otra, parte. ¿Q ué hora es? ¿En
qué estaeión estamos? Es verano en las Azores, a la sombra de los
grandes sombreros de paja. El sol de Terranova está cubierto de
nieve y de escarcha. Son las ocho en París y las dos en Nueva York.
F1 tiempo se confunde con el espacio. Mis sueños son menos extra­
vagantes que esa gran ala a la que estoy ligada, y que planea inmó­
vil entre las nubes v las estrellas.
He dormido. Abro los ojos. Sobre el cielo negro que tapiza el
abismo estalla bruscamente un fuego de artificio horizontal y fijo :
estrellas, redes, círculos, haces de luces multicolores. El ai?ua tiem­
bla entre girándulas brillantes. Se diría Venecia enloquecida. O
bien es alguna prodigiosa victoria que se celebra sobre la tie r r a ...
‘ ‘Boston” , dice la camarera aérea. El nombre puritano evoca una ciu­
dad de piedra razonable. Trazado en fuego y oro, sobre la alfombra
de la planicie, el dibujo me parece desordenado. Boston. Norteamé­
rica. "Miro ávidamente. No puedo decir aún: “ estoy en Norteaméri­
ca” . Bastaría un minuto para aplastarme sobre su suelo, ñero estoy
en un cielo que no pertenece a ningún continente: el cielo. Encima
de mí la noche se acentúa. Norteamérica duerme; pero a lo leios
estallan los fuegos de una nueva fiesta. Una ciudad, un pueblo. Pa^
rece que en este país, las piedras y los ladrillos se cambian por la
noche, en lentejuelas de llamas; cada aldea es un árbol de Navidad
rutilante.
Descender del cielo sobre la tierra, es una pequeña pasión. El
aire límpido y sin peso se espesa en una atmósfera que se peea a
la corteza terrestre y que atraviesa remolinos. El vuelo magnífico
se transforma en una navegación aplicada. Mis sienes zumban, me
duelen los oídos; mi tímpano es esa membrana que describen los li­
bros de historia natural. Se estira, vibra, está mal. No soy sino una
mirada, una espera; ahora tengo un estómago que es una bolsa, un
cráneo que es una caja ósea, un tímpano que es una membrana, to­
da una maquinaria de piezas separadas y mal compuestas. He ce­
rrado los o jo s ; cuando los abro de nuevo, todas las estrellas del cie­
lo han rodado sobre la tierra. Es un centelleo de pedrerías y de car­
bunclos, de frutas, de rubíes, de flores de topacios y de ríos de dia-

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mantés: sólo en J a Jnfancia. conocí ese_deslumbramienLo _j esíy pa­
sión de deseo.
Todos los tesoros de las Mil y una Noches que he soñado enton­
ces y que jamás entrevi, helos aquí; todas las barracas de feria
donde no he entrado, las calesitas, Magic City, Luna Park. Helos
aquí; y también los decorados de Chátelet, los postres de cumple­
años, las arañas de cristal que iluminan por la noche, salones plenos
de música. Todo eso me ofrecen, me lo dan. Esa rama de boj de
la que colgaban collares, brazaletes, racimos de bombones trans­
parentes y helados y que tanto codiciaba los domingos de Ramos,
está aquí. Me ataré al cuello, a los puños, esas joyas de azúcar, haré
estallar el cristal entre mis dientes, aplastaré contra mi paladar la
escarcha brillante y tendré sobre la lengua un gusto de casis y de
ananás. El avión desciende: cabecea. Ligado a los vientos, a la nie­
bla, al peso del aire, vive al presente una vida elemental y pertur­
bada: pertenece a la naturaleza. Desciende. Los hilos de perlas se
transforman en calles, las bolas de cristal en faroles; es una ciudad
que se ofrece y las propias palabras de la infancia son demasiado po­
bres para nombrar las promesas. Una chimenea de fábrica se ba­
lancea en el cielo. Distingo casas a lo largo de una avenida y pien­
so: caminaré por esas calles. La chimenea se columpia por segun­
da vez, giramos en redondo. Mi vecina murmura:
— El motor hace mucho ruido.
Nos inclinamos sobre un ala y yo pienso muy ligero: “ No quie­
ro morir. Ahora no. No quiero que las luces se apaguen” . La chi­
menea ha desaparecido: las balizas rojas se acercan y siento el cho­
que de las ruedas que tocan la pista. Esperamos nuestro turno, sim­
plemente; a cada minuto hay un avión que aterriza sobre el aeró-
dromo de T.a (Guardia.
Los elementos son vencidog, las distancias jdbolidas; pero Nue­
va York desapareció. Para encontrarlo hay que meterse en el es­
trecho túnel de la vida terrestre. Los papeles pasan de mano en
mano: un médico examina distraídamente nuestros dientes, como
si fuéramos caballos en venta. Nos conducen a una sala recalenta­
da y esperamos. Siento la cabeza pesada, me ahogo. Me lo habían
advertido: “ Hace siempre demasiado calor en Norteamérica” . Ese
calor embrutecedor es Norteamérica: y ese jugo de naranja que
me ofrece con una sonrisa de revista una joven de cabellos lustrosos,

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es también Norteamérica. Habrá que descubrirla lentamente, n o se
dejará devorar com o un bom bón. L os árboles de N avidad y las fuen­
tes luminosas están lejos. Y a no me ilusionara jese _rostro de fie s-
ta. N o brilla para ninguno de los que pesan sobre el suelo con to­
do su peso humano. IVfedlámán: un funcionario examina mi h erm o­
sa visa de papel duro decorada con sellos ro jo s com o una carta m e­
dieval. Sacude la cabeza.
— Usted llega de un herm oso país — dice— , pero viene a un
país aún más hermoso.
Me pide nueve dólares. Después los aduaneros ojean sin em ­
pecinamiento mi valija y entro en el gran hall redondo donde la
gente se adormece y se aburre. Soy libre y del otro lado de la puer­
ta, Nueva Y ork espera.
D. P. ha venido a buscarme, no la con ozco. Heme aquí con ­
ducida por una joven que jamás he visto, a través de una ciudad don­
de mis ojos no saben aún ver nada. El auto se desliza tan suavemen­
te. bajo las ruedas, la pista es tan lisa que la tierra parece tan im ­
palpable com o el aire. Seguimos por un ribera, pasamos un puen­
te metálico, y mi vecina dice de pronto: “ Esta es Broadway” . En­
tonces, de golpe, veo. ~
V eo largas calles luminosas, por donde centenares y centena­
res de autos circulan, se detienen y vuelven a partir con tanta dis­
ciplina que parecen dirigidos desde lo alto del cielo por alguna p ro­
videncia magnética. El cuadriculado regular de las calles, las aris­
tas inmutables de las esquinas en ángulo recto, la alternación ma­
temática de las luces rojas y verdes dan tal impresión de o rden y
de paz que la ciudad me parece silenciosa: el hecho es que no se oy e
una pocina, y com prendo por qué nuestros visitantes norteamerica­
nos se asombran de las terribles frenadas en las esquinas de nuestras
calles. Aquí los autos se deslizan sobre una calzada__de_. fieltro de
la que brotan pequeños géiseres de vapor; parece un filme m udo.
Los autos lustrosos parecen salir de un hall de exposición y el
suelo me parece tan limpio com o el embaldosado de una cocina ho-
landesa; la luz lava toda la suciedad. Es una luz sobrenatural que
transfigura el asfalto, que envuelve en una aureola las flores, los
vestidos de seda, los bombones, las medias de nylon, los guantes, los
sacos, los zapatos, las pieles, las cintas ofrecidas en las vidrieras de
los negocios. Miro con mis dos ojos. Sin duda, no volveré a en-

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contrar este silencio, este lujo, esta paz; no volveré a ver alrededor
del Central_Park, esas murallas de lava negra, esos gigantescos dó­
minos de piedra y luz. Mañan_a_Nuev£L .York será una ciudad. Pero
esta noche- pertenece-» la magia. Giramos en redondo sin encon­
trar un sitio dónde estacionar el coche; es que el rito lo exige y yo
me someto con una curiosidad de neófito. En el restaurante, deco­
rado con palmeras rojas y doradas, la cena es una comida de ini­
ciación ; el martini y la langosta tienen un gusto sagrado.
D. P. me reservó una habitación en un inmenso hotel de la ca­
lle 44 y la 8* Avenida. Preguntó cuánto tiempo podría retenerla:
“ Tanto como quiera, si se porta bien” , respondió el gerente con una
gran sonrisa. Parece que es una oportunidad; no es fácil encontrar
alo i amiento. D. P. me dejó, pero yo no subí a mi habitación. Ca­
miné a pie por Broadway. El aire era húmedo y dulce; un invier-
no meridiqnah_Después de todo Nueva York está sobre el mismo pa­
ralelo que Lisboa. Camino. Broadway. Times Square. La calle 42._
Mis ojos no tienen recuerdos, mis pasos no tienen proyectos; cor­
tada del pasado y del porvenir, soy una pura presencia. Tan pura,
tan tenue, que dudo de mí misma y del mundo. Digo: es Nueva
Y ork; pero no lo creo del todo. Ni carriles ni surcos: nn tengo tra-
zado m i c a mino sobre la superficie jdeLla. lierra. Esta ciudad y Pa­
rís no están ligadas como dos elementos de un mismo sistema; cada
una tiene su tiempo propio que no está ligado con el de la otra, no
existen juntas y no puedo pasar de la una a la otra. Ya no estoy en
París, pero no estoy tampoco aquí; mi -presencia es una presencia
prestada. No hay lugar para mí en estas calles; este mundo extra­
ño donde he caído por sorpresa no me esperaba, estaba pleno sin
mí, lo_caj3 to eñPml perfecta ausencia. No formo parte de esa mu­
chedumbre con la que me codeo; me siento invisible a todas las
miradas. Tengo el incógnito de un fantasma. ¿Conseguiré reen­
carnarme?

26 de enero

En lo más profundo de la noche, del sueño, una voz dice súbi­


tamente, sin palabras: “ Algo me ha sucedido” . Duermo aún y no sé
si es una gran felicidad o una catástrofe lo que ha caído sobre mí. Tal
vez estoy muerta, como me sucede a menudo en los sueños, tal \ez

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voy a despertar del otro lado de la muerte. Abriendo los ojos, ten­
go miedo. Y recuerdo; no es el otro mundo. Es Nueva York.
No es un milagro. Nueva York está ahjLJtodo es verdadero. La
verdad estalla en el cielo azul, en el airehúm edo y dulce, más triun­
fante que los encantamientos inciertos de la noche. Son las 9 de la
mañana, es domingo, las calles están desiertas. Hay todavía algunas
luces sobre los carteles de neón. Ni un peatón, ni un auto, nada des­
ordena la fuga rectilínea de la 8* avenida. Cubos, prismas, paralele­
pípedos, las casas son sólidos abstractos y las superficies, la inter­
sección- abstracta de dos volúmenes. Los materiales no tienen den­
sidad, ni contextura; es el espacio mismo derramado en moldes. No
me muevo, miro. Estoy aquí y Nueva York va a ser mío. Reconoz­
co esa alegría. Tiene quince años. Salía de la estación y desde lo
alto de la escalera monumental, veía todos los techos de Marsella a
mis pies; tenía un año, dos años para pasar sola en una ciudad des­
conocida. No me movía y miraba, pensando: esta ciudad extranjera
es mi propio porvenir, será mi pasado. Entre esas casas que han
existido sin mí durante años, siglos, se han trazado calles para mi­
llares de hombres que no eran yo, que no son yo. Pero he aquí que
camino, desciendo por Broadway, soy toda yo. Marcho por calles
no trazadas para mí, donde mi vida no ha dibujado aún una ruta,
donde no siento ningún olor de pasado. Nadie aquí se preocupa por
mi presencia, soy un fastasma y me deslizo por la ciudad sin trastor-
nar nada. No obstante mi vida abrazará, en lo sucesivo, la línea de
las calles, las casas; Nueva York me pertenecerá, yo le perteneceré.
Bebo un jugo de naranja junto a un mostrador, me siento en
el puesto de un lustrabotas, sobre uno de los tres sillones elevados
por una pequeña escalera; poco a poco me hago carne y la ciudad
se domestica. Las superficies se han transformado en fachadas, los
sólidos en casas. Sobre la calzada, el viento levanta polvo y viejos
papeles. Pasando W ashington Square las matemáticas pierden sus
derechos. Los ángulos rectos se cortan, las calles no tienen ya nú­
meros, sino nombres, las líneas se encorvan y se enredan. Me pier­
do como en una ciudad europea. Las casas no tienen sino tres o
cuatro pisos y espesos colores que oscilan entre el rojo, ocre, negro;
la ropa se seca sobre las escaleras de incendio, que zigzaguean so­
bre las fachadas. Esa ropa que promete el sol, los lustrabotas apos­
tados en las esquinas, los techos en terraza, evocan vagamente a una

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fin fiad meridional, aunque el rojo fatigado de las casas hace pensar
en la niebla de Londres. En verdad este barrio no se parece a na­
da que yo conozca. Pero sé que me gustará.
El paisaje cambia. Paisaje es la palabra que conviene a esa
ciudad abandonada pox los hombres e invadida por e l.c ie lo ; s e le -
vanta por arriba de los rascacielos, se abisma en las calles rectas.
Es demasiado vasto para que la ciudad haya podido anexarlo, la des­
borda; es un cielo de montaña. Camino entre altos frontones en el
fondo de un cañón donde no penetra el sol; flota un olor salino. La
historia humana no está inscripta sobre esos edificios de equilibrio
sabiamente calculado, que están más cerca de las cavernas prehistóri­
cas que las casas de París o de Roma. En París, en Roma, la his­
toria se ha infiltrado en las entrañas del suelo; París se extiende
en profundidad hasta el centro de la tierra. La Batería de Nueva
York no tiene raíces tan lejanas; bajo los subterráneos, las cloacas
y las cañerías de calefaccióm_la _r.aca_es_vir.gen_e. inhumana. Entre
esa roca y el cielo libre, Wall Street, Broadway, bañándose en la
sombra de sus edificios gigantescos, pertenecen esta mañana a la na­
turaleza. La pequeña iglesia negra, con su cementerio de losas cha­
tas, es tan inesperada y tan emocionante en medio de Broadway, c o ­
mo un calvario a las orillas salvajes del Océano.
El sol es tan hermoso, el agua del Hudson tan verde que tomo
el barco que lleva a los provincianos del Medio Oeste a la estatua de
la Libertad. Pero no me bajo en la pequeña isla que parece un for­
tín. Quiero solamente ver la Batería tal com o aparece frecuentemen­
te en cine. La veo. A distancia, esos companarios parecen frágiles.
Descansan tan exactamente sobre sus aristas verticales que la me­
nor trepidación las arrojaría a tierra com o castillos de naipes. Cuan­
do el barco se acerca, sus hileras de ladrillo parecen más firm es; pe­
ro la línea de caída permanece trazada de un modo obsesionante.
¡Qué fiesta para los bom beros!
Hay centenares de restaurantes en esas calles, pero los domin­
gos están todos cerrados; el que descubro está atestado. Com o apn-
rada presionada por la camarera. No hay lugar para descansar. La
naturalezaT eíT más clemente. Nueva York se vuelve humana en esa
dureza. Pearl Street, con su elevado, Chatham Square, el barrio chi­
no, el Bowery. Comienzo a fatigarme. Log, slogans dan vuelta en mi
cabeza: “ Ciudad de contrastes” . Esas callejas con olor a especias y

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papel de embalaje al pie de fachadas de mil ventanas, son un con ­
traste; encuentro uno a cada paso y son todos diferentes. “ Una ciu ­
dad de pie.” “ Geometrías apasionadas.” “ Delirantes geom etrías”
Son precisamente esos rascacielos, esas fachadas, esas avenidas; lo
veo. He leído también frecuentemente: “ Nueva Y ork con sus catedra­
les” . Y o hubiera podido inventar esas palabras; todos esos v ie jo s
clisés me parecen huecos. No obstante en la frescura del (lésciiíErí-
miento, las palabras “ contrastes” o “ catedrales” me vienen también
a los labios y me asombro de encontrarlos deslucidos, mientras la
realidad que tratan de captar no se altera. Me han dicho cosas más
precisas: “ En la Bowery, los domingos los borrachos duermen sobre
la calzada” . He aquí la calle B ow ery; los borrachos duermen sobre la
calzada. Era eso lo que querían decir las palabras y su exactitud me
desconcierta: ¿có m o pueden ser tan vacías siendo tan verdaderas?
N o es con palabras que captaré a Nueva Y ork. Y a no pienso en cap­
tarla; me descompongo. Palabras, imágenes, saber, esperas, no pue­
den servirme de nada; decir que son verdaderas o falsas no tiene
sentido. Ninguna confrontación me es posible con las cosas que es-
tán ahí; ellas existen de otra manera: están ahí. Y y o m iro y m iro,
tan asombrada com o un ciego que acaba de recuperar la vista.

21 de enero

Si quiero descifrar a Nueva York, debo dirigirme a los n eoyor­


quinos. Hay nombres en mi carnet pero no me evocan ningún rostro.
Tendré que hablar por teléfono, en inglés, con gente que no me c o ­
noce y a quien yo no conozco. Bajo al lobby del hotel y me siento
más intimidada que si tuviera que pasar el oral de un examen. Ese
lobby me aturde por su exotismo ; un exotismo al revés. Soy el zulú
que se asusta de la bicicleta, la campesina perdida en el subterráneo
parisiense. Venta de diarios y de cigarrillos, Western Union, pelu­
quería, writing roorn, donde estenógrafas y dactilógrafas escriben
lo que le dictan sus clientes. Es, a la vez, un club, un escritorio, una
sala de espera, una gran tienda ~ ~
Presiento alrededor de mí todas las comodidades de la vida eo-
tidiana. pero no sé aproverli^H38 La menor acción plantea un pro­
blema: ¿cóm o se envían las cartas? ¿D ónde se depositan? Ese ba­

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tir de alas cerca del ascensor, esos relámpagos blancos, los tomé casi
por alucinaciones. Detrás de una placa de vidrio, las cartas caen des­
de el piso 25 hasta las profundidades del subsuelo: el buzón está ahí.
En el puesto de diarios hay una máquina que pega las estampillas.
Pero me embarullo con las monedas. Un cent, para mí, es a la vez
una moneda y un céntimo; cinco cents son cinco céntimos, pero tam­
bién cinco monedas, es decir, veinticinco céntimos *. Durante diez
minutos intento en vano hablar por teléfono; todos los aparatos re­
chazan el níquel que deslizo obstinadamente en la ranura destinada
a las piezas de veinticinco cents. Me quedo sentada en una de las
cabinas, agobiada; tengo ganas de abandonar mi empresa; detesto
ese instrumento maléfico. Pero, en fin, no puedo encerrarme en mi
soledad. Pido ayuda al empleado de la Western Union. Esta vez me
responden. La voz sin rostro vibra en el extremo del h ilo; hay que
hablar. No me esperan y no tengo nada que ofrecer. Digo solamente:
— Estoy aquí.
Y o tampoco tengo cuerpo, no soy sino un nombre propalado
por amigos comunes.
— Quisiera verlos — agrego.
No es cierto, y ellos lo saben; no es a ellos a quien deseo ver,
puesto que no los conozco. No obstante las voces son casi amisto­
sas, naturales. Esa naturalidad, ya me reconforta com o una amis­
tad. No obstante, después de tres llamados, cierro mi libreta, con
fuego en las mejillas.
Entro en la peluquería, me siento menos desolada. En todas las
ciudades que conozco, esos lugares se parecen; el mismo olor, los
mismos secadores metálicos. Los peines, los rizadores, los espejos,
no tienen personalidad. Abandonada a las manos que me friccio­
nan el cráneo, ya no soy un fantasma; entre esas manos y yo hay
un verdadero encuentro. Soy yo de carne y hueso. Pero ni aun ese
instante es del todo normal. Observo, por ejemplo, que no tengo ne­
cesidad de darle uno a uno los alfileres a la muchacha que me pei­
na; están fijados en un imán enganchado alrededor de su puño, y
también con un imán me los saca cuando mis cabellos están secos.
Ese pequeño juego me maravilla.
T odo me maravilla, tanto las visiones imprevistas como las que

* Confusión con la moneda francesa incomprensible en castellano.


(N. del T.)

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preveía. Y o no sabía que frente a los inmuebles de los barrios ele­
gantes. hay esos toldos de tela verdosa marcados con un gran nú­
mero. que se adelantan sobre la calzada, anunciando no se sabe que
boda. Un portero, de pie en el umbral, da a cada casa el aire de un
hotel o de un bar. La entrada también, guardada por porteros ga-
lonados. parece el hall de un palacio. El ascensor es manejado por
un empleado: es difícil recibir visitas clandestinas. En compensa­
ción he visto frecuentemente en el cine esas casas sin portero, aná­
logas a las casas provinciales de Francia. Se cruza una puerta
de vidrio y se encuentra una serie de timbres correspondientes a
cada locatario: cada uno tiene su buzón. Se llama y se abre una se­
gunda puerta de vidrio. He reconocido también los botones de tim­
bres largos y chatos que había observado en los filmes y esa sono­
ridad más sorda que la de los timbres franceses. L o que me descon­
cierta es que esos decorados de estudio, en los cuales no he creído
jamás, de pronto sean verdaderos.
Tantas pequeñas sorpresas a lo largo de los prim eros días les
dan una gracia particular; no hay nada que me aburra. Esa com i­
da de negocios en un restaurante de la calle 40 es perfectamente
triste; con sus alfombras, sus cristales, sus arañas, ese rincón ele­
gante se parece a un salón de té de gran tienda, y bien m irado ha­
ce demasiado calor. Pero en mi martini, en el ju go de tomate, sien­
to el gusto de Norteamérica: esa com ida es todavía una comunión.
Esa gracia se paga. El exotismo que transfigura cada uno de
mis instantes me tiende también sus trampas. Hay un hermoso sol
y quiero pasearme a lo largo del East River. Pero la drive, esa an­
cha calzada elevada que bordea el río, está reservada a los autos.
Trato de hacer trampa, y avanzo pegada al muro. Pero es difícil ha­
cer trampa en N orteam érica; los engranajes son precisos, sirven al
hom bre a condición de que este se ajuste dócilmente. Los autos lan­
zados a noventa kilómetros sobre esa especie de autopista, me ro­
zan peligrosamente. Hay una plaza al borde del agua, p or donde
pasan los transeúntes, pero me parece im posible poder unirme a
ellos. Tom o impulso, alcanzo la línea que separa las dos corrientes
opuestas, pero debo permanecer allí largo tiempo, plantada com o
un farol, esperando que un breve claro me permita acabar mi tra­
vesía: debo aún saltar un enrejado para encontrarme segura. Bajo
mi tapado de invierno, demasiado pesado para ese sol, estoy más

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fatigada que después de una ascensión a la montaña. Algunos ins­
tantes más tarde me entero de que hay bajo la drive pasajes para pea­
tones y que también la cruzan puentes.
El río huele a sal y a especias. Hay hombres sentados so­
bre bancos al sol: vagabundos y negros. Chicos sobre patines se lan­
zan sobre el asfalto, se atropellan y gritan. Al borde de la drive, han
construido casas baratas: esos vastos edificios que se van estrechan­
do de abajo arriba son feos. Pero más allá percibo las altas torres
de la ciudad, y a través del río veo a Brooklyn. Me siento en un
banco, con el ruido de los patines, miro a Brooklyn y me siento lle­
na. Brooklyn existe, y también Manhattan, con sus rascacielos, y to­
da Norteamérica, allá en el horizonte; pero yo ya no existo. Ahora
comprendo lo que vine a buscar; esa plenitud que sólo se conoce en
la infancia o en la primera juventud, cuando uno es abolido en pro­
vecho de otra cosa distinta de uno mismo. Seguramente en otros via­
jes he gustado esa alegría, esa certidumbre, pero ha sido fugazmente.
París seguía siendo para mí, en Grecia, en Italia, en España, en Á fri­
ca, el corazón del m undo: yo no abandonaba del todo a París, per­
manecía instalada en mí misma.
París ha perdido su hegemonía. No sólo aterricé en un país
extranjero, sino en otro mundo, un mundo autónomo, separado;
toco ese mundo, está ahí. Me lo van a dar. Tam poco me lo darán
a m í; existe con una evidencia demasiado deslumbrante para que
sueñe cazarlo en mis redes; será una revelación que se cumplirá más
allá de los límites de mi propia existencia. De golpe heme aquí li­
brada de esa empresa monótona que llamo mi vida. No soy sino la
conciencia encantada a través de la cual el Objeto soberano se re­
velará.
He caminado largo rato. Cuando llegué al puente, el sol esta­
ba completamente rojo, el enrejado negro del puente metálico obs­
truía al cielo en llamas; a través de esa red de hierro se veían las
torres cuadradas de la Batería. El impulso horizontal del puente, el
vuelo vertical de los rascacielos se amplificaba en ese encuentro.
La luz era una gloria que recompensaba su audacia.
Tengo una cita a las 6 en el Hotel Plaza, calle 59. Subo la es­
calera del elevado. Ese elevado es enternecedor com o un recuerdo,
apenas más ancho que un scenic-raüway provincial. Las paredes son
de madera, se diría un apeadero de campo. La puerta también es

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de madera, pero gira automáticamente. No hay guarda, para pasar
basta un níquel, la pieza mágica que hace funcionar los teléfonos,
abre las puertas de los lugares privados llamados púdicamente ‘ 'cá ­
mara de reposo” . Vamos por encima de la Bowcry, a la altura del pri­
mer piso; se queman las estaciones. He aquí ya la calle 14, después
la 35, la 42, espero la 59, pero pasamos a todo lo que da: 70, 80,
no nos detenemos. Por debajo de nosotros todas las lámparas es­
tán encendidas. Era la fiesta nocturna que había presentido desde
lo alto del cielo: cines, bares, drug-stores, calesitas.
Me llevan a través de un prodigioso Luna Park y ese pequeño
tren aéreo es él mismo una atracción de feria. ¿S e detendrá? ¡Qué
grande es Nueva Y o r k ! . . . Había tomado un expreso. En la prime­
ra estación descendí y tomé un “ local” . Esperé un largo ralo en la
estación perfumada, recalentada, del Plaza; el clima era el mismo del
restaurante. Demasiados cristales, alfombras, tapices, arañas. Espe­
ro tanto tiempo que me asombro y súbitamente advierto que estoy
en el Savoy-Plaza; la cita es enfrente. Fatigada, confundida, atur­
dida, después de tantos descubrimientos y errores me siento en el
bar del Plaza: felizmente me han esperado. El martini me reanima.
La gran sala amueblada de roble negro está recalentada, sobre­
cargada.
Miro a la gente. Las mujeres me sorprenden. Sus cabellos cui­
dados con una ondulación impecable, soportan jardines de flores,
armazones. La mayoría de los tapados son de visón; los vestidos, de
paños complicados, están sembrados de lentejuelas brillantes y ador­
nados con pesadas joyas sin valor y sin fantasía. Todas están cal­
zadas con zapatos de tacones muy altos y ampliamente festoneados.
Siento vergüenza de mis zapatos suizos de suela crepé, de los que
estaba orgullosa. En la calle, durante ese día de invierno, no me
he encontrado con ninguna mujer con tacones b ajos; ninguna tiene el
aire deportivo y libre que yo imaginaba en las norteamericanas. T o ­
das están vestidas de seda y no de lino, están cubiertas de plu­
mas, de velos, de flores, de perifollos. Demasiados adornos, dema­
siados cristales y tinturas; en los platos demasiadas salsas y almí­
bares; por todas partes demasiado calor. Las superabundancia tam­
bién es una plaga.
Ayer cené en casa de D. P.. con franceses. Esta noche ceno
con franceses. Y después de cenar, B. C., que es francés, me condu­

22
ce por los bares. Cuando estoy con franceses siento la misma de­
cepción que cuando estaba con mis padres en mi infancia: nada
era del todo un hecho verdadero; entre las cosas y yo había un vi­
drio y todos los pájaros parecían pájaros de jaula, los peces nada­
ban en acuarios, los chimpancés estaban disecados. Y yo deseaba
ver el mundo en libertad.. . No me gusta el whisky, me gustan so­
lamente esas varillas de vidrio que sirven para revolverlo; no obs­
tante hasta las tres de la mañana bebo scotch con docilidad, por
que el scotch es una de las claves de Norteamérica. Quiero llegar
a romper ese vidrio.

28 de enero

Tengo que preparar una conferencia. Me instalo en uno de los


escritorios de la “ sala de escritura” . Se oye el ronroneo de voces que
dictan informes a las estenógrafas y el sonido de las máquinas de es­
cribir. Es tranquilo y triste. ¡Se parece al Bon Marché! Decido ins­
talarme en uno de los bares que se encuentran alrededor del Cen­
tral Park. No me gustan mucho, pertenecen a grandes hoteles y es­
tán bañados en la misma atmósfera blanda y respetable que el hall
de lujosas vitrinas. Aunque se sirve alcohol, me hacen pensar en
los salones de té para ancianas; el whisky toma la inocencia de un
jugo de frutas. Estos son rincones donde la calle no entra; nada
puede pasar. No obstante, tienen una magia para mí: los amigos
cuyos viajes a Norteamérica había envidiado pronunciaban los nom­
bres de Sherry Netherland o Café Arnold con orgullo de iniciados.
Sigo sus huellas. No tengo ningún pasado mío y tomo prestado el
de ellos. Nueva York les pertenece aún; yo no soy sino una recién
venida y es ya mucho deslizarme en su intimidad. Tengo la modes­
tia del invitado de la última hora.
No se acostumbra aquí trabajar en los lugares donde se bebe:
este es el país de las especializaciones. En los lugares donde se be­
be, hay que beber. Cuando mi vaso está vacío, el mozo se aproxima
con solicitud; si no lo bebo demasiado rápido, ronda alrededor de
mí con aire de reproche. Esta mañana el gusto del whisky no me
parece tan malo. Pero me parece más inteligente irme antes del
cuarto vaso.

23
Hoy H»i conferencia delante de un público francés. V oy a un
coctel en casa de una francesa; todos los invitados son franceses,
salvo dos norteamericanos que hablan francés. No obstante, no estoy
en un país colonizado donde las costumbres hacen casi imposible
mezclarse a los indígenas; somos nosotros, al contrario, los que for­
mamos aquí una colonia. Quisiera salir. Estoy muy emocionada al
llegar a lo de A. M., que me ha invitado a cenar; al fin penetro en
una casa norteamericana. Pero aparte Richard Wright, a quien
conocí en París, y con quien me encuentro con alegría, todos los
convidados son franceses, hay también gente de la embajada, y to­
do el mundo habla en francés, de Francia, con un tono muy oficial.
Todos esos franceses que encuentro se complacen en explicar­
me a Norteamérica: su experiencia debe, sin duda, servir. Casi todos
tienen una actitud extrema: la odian y no aspiran sino a abandonar­
la, o derraman incienso con el celo excesivo que manifestaban los
colaboracionistas frente a Alemania. R., profesor de una universi­
dad. es de esa especie. Desde que me dio la mano me pidió que le
“ prometa” no escribir nada sobre Norteamérica: es un país tan du­
ro. tan com plejo, que en veinte años no se llega a comprenderlo; es
deplorable criticarlos superficialmente, com o lo hacen ciertos fran­
ceses. Norteamérica es demasiado vasta para que nada de lo que se
pueda decir sea verdadero. En todo caso, debo “ prometerle” no es­
cribir nada sobre los negros: es un problema doloroso y difícil so­
bre el cual no se debería tener opinión sin una riqueza de informa­
ción que exigiría más de una vida humana. Y , por otra parte, ¿p or
qué se obstinan en Francia en interesarse tanto por los negros? ¿Las
realizaciones intelectuales y artísticas de los blancos no son supe­
riores? Hasta la música de los compositores blancos modernos tie­
ne más valor que el jazz.
V., que es antinorteamericano, me explica con desprecio que
esa actitud es la única posible para un francés instalado en este país:
si no se entregaran servilmente vivirían en un estado de rebelión
y cólera intolerables. Ninguno de los valores europeos es recono­
cido aquí; y V. no reconoce ninguno de los valores norteamericanos.
La atmósfera cotidiana le parece irrespirable. Detesta a Nueva York.
La actitud de R. me repugna por su servilismo; por otra parte,
durante la guerra, era petenista. Es un colaboracionista de nacimien­
to. Pero no puedo creer que no haya nada de atractivo en este país.

24
Nueva \ork me conmovió. Es cierto que. en ambos campos, me
dijeron: Nueva \ ork no es Norteamérica". V. me impacienta cuan­
do me declara: ‘ Nueva Y ork le gusta porque es una ciudad europea
perdida en medio de este continente". Es demasiado claro que Nue­
va York no es Europa. Pero desconfío más aún de P., otro petenista
pronorteamericano, cuando opone a Nueva York, ciudad de mete-
eos y de judíos, a los pueblos idílicos de Nueva Inglaterra, habitados
por paisanos ciento por ciento norteamericanos y dotados de virtudes
patriarcales: frecuentemente se nos ha hablado así de la “ Francia
real” , que se oponía a la corrupción de París.
No tengo nada que decir aún; no puedo sino escuchar. Pien­
so solamente que Norteamérica es un mundo y que no se puede acep­
tar o rechazar un mundo, como no se puede aceptar o rechazar el
mundo. Hay que elegir a sus amigos y a sus enemigos, afirmar sus
proyectos y sus rebeliones singulares. Norteamérica es un trozo de
planeta, una política, una civilización, clases, razas, sectas y hom­
bres tomados uno a uno: hay ladrones y policías, ingenieros y ar­
tistas, descontentos y satisfechos, aprovechadores y explotados. Sé
que el odio es el reverso del amor, el amor el reverso del odio.

29 de enero

Me he acostado tarde, pero hay algo en el aire de Nueva York


que hace el sueño inútil; tal vez es que el corazón late más rápido
que en otra parte. La gente enferma del corazón, duerme poco y mu­
chos neoyorquinos mueren de enfermedades del corazón: en todo
caso yo me alegro de ese amanecer; los días me parecen demasiado
cortos.
El pequeño desayuno en el drug-store de la esquina es una fies­
ta. Jugo de naranjas, tostadas, café con leche; es un placer que no
se pierde. Sentada en mi asiento giratorio, participo un momento de
la vida norteamericana; mi soledad no me separa de mis vecinos,
que desayunan solos ellos también. Es más bien el placer mismo que
experimento por estar entre ellos, lo que me aísla; ellos comen, sim­
plemente, no están de fiesta.
En verdad, todo es fiesta para mí. Los drug-stores, entre otras
cosas, me fascinan. Todos los pretextos son buenos para detenerme;

25
ellos resumen para mí todo el exotismo norteamericano. Los ima­
ginaba mal; dudaba entre la visión aburrida de una farmacia y a
causa de la palabra fuente de soda— la evocación de una fuente
Wallace encantada escupiendo chorros de ice cream rosa y blanca.
En verdad, son los descendientes de los viejos bazares de las ciuda­
des coloniales y de los campamentos del Far W est donde los pione­
ros de los siglos pasados encontraban reunidos alimentos, utensilios,
todo lo que era necesario para vivir. Son, a la vez, primitivas y m o­
dernas ; eso es lo que les da esa poesía específicamente norteameri­
cana. Todos los objetos tienen un aire fam iliar: el mismo brillante
bon marché, la misma alegría modesta; los libros con tapas de pa­
pel glacé, los tubos de pasta dentífrica y las cajas de caramelos tie­
nen los mismos colores. Se tiene vagamente la impresión de que la
lectura dejará en la boca un gusto de azúcar y que los bombones
contarán historias. Compro jabones, cremas, cepillos de dientes. Aquí
las cremas son cremosas, los jabones enjabonan, esa honestidad es
un lujo olvidado. Desde que se separa de esa norma, la cualidad de
los productos se vuelve más incierta. Sin duda, los negocios de la
5* Avenida satisfacen a los más delicados, pero esas pieles, esos tai-
lleurs de una elegancia internacional están reservados a la interna­
cional capitalista.
En cuanto a las boutiques democráticas, maravillan, en primer
lugar, por su abundancia y su variedad: pero si las camisas de hom ­
bres son hermosas, las corbatas son dudosas, las chaquetas y las fal­
das de las mujeres francamente feas, y en esa profusión de vestidos,
blusas, faldas, tapados, una francesa apenas si podría hacer una
elección que no chocara a su gusto. Y después uno advierte pronto
que bajo los papeles multicolores que los envuelven, todos los ch o­
colates tienen el mismo gusto de cacahuete, todos los best-sellers
cuentan la misma historia. ¿ Y por qué elegir un dentífrico y no
otro? Hay en esa profusión inútil un resabio de engaño. Hay mil p o­
sibilidades abiertas: pero son todas la misma. Mil elecciones permiti­
das: pero todas equivalentes. De ese m odo el ciudadano norteameri­
cano podrá consumir su libertad en el interior de la vida que le es
impuesta sin advertir que esa vida misma no es libre.
Soy la única que recorre las vidrieras. A pesar de todo, las que
Dalí ha diseñado o inspirado son destacables: esos guantes que vue­
lan en los árboles como pájaros, esos zapatos varados entre las al­

26
gas, no hay sino una o dos tiendas en París que pudieran ofrecerlos.
Si hubiera que pagar para entrar, habría una muchedumbre para
admirar ese teatro de la m oda; pero el espectáculo es gratuito y aun
las mujeres pasan sin echar una mirada. Todo el mundo en la ca­
lle marcha a grandes pasos hacia un fin. Otras vidrieras, de una in­
ventiva menos rara, evocan los decorados que las grandes tiendas ex­
ponen para Navidad. Broadway a través de las edades, elegantes en
ropa del 1900 sobre un coche antiguo iluminado por un farol. De­
cididamente soy turista; todo me entretiene.
Paso la tarde y la noche con viejos amigos que se han refu­
giado en Nueva Y ork en 1940; españoles, rojos. Sé que para muchos
refugiados, Norteamérica no fue más que una tierra de exilio: no la
amaban. Ellos tampoco la aman. Dicen que la vida es cruel en Nueva
York para los desarraigados, para los pobres.
C. L. es pintor, y com o muchos artistas, ha conocido en Ber­
lín, en Madrid, en París, una semimiseria. Pero en Europa, la po­
breza no tiene nada de deshonrosa: un artista sin fortuna conoce
las facilidades y las amistades de la bohem ia; le prestan dinero, le
hacen uno de esos servicios que es natural que se hagan entre ami­
gos. Aquí, dice C.. no dejan que nadie se muera de hambre, pero
una comida ofrecida, un adelanto de dinero, son limosnas que se
acuerdan con desprecio y que hacen toda amistad imposible. De Io­
dos modos, aun ahora, que han mejorado su situación material, mis
amigos viven en un gran aislamiento; no existen cafés ni salones
donde se encuentren los intelectuales. Cada cual vive separado de
los otros. Y las distancias son tan grandes, me dice S. L., que después
de un día de trabajo, vacilan en pasar otra hora en (4 subterráneo
para ir a reunirse con otros. Hay gente con las que les gustaría ver­
se, y con las que se limitan a mantener de cuando en cuando una
conversación telefónica. Amistades en conserva, que pierden lodo
sabor, como las fresas momificadas en barras de hielo. En esas con ­
diciones, sin camaradas, sin emulación, el esfuerzo creador parti­
cularmente ingrato. Un pintor desconocido no puede despertar el in­
terés de otros pintores que lo ignoran, ni el del público esclarecido,
puesto que no existe público esclarecido. Hay apenas otro medio pa­
ra. hacerse descubrir, y es confiarse a un agente de publicidad. Uno
de ellos ha hecho ofrecimientos a C. Le propuso tres presupue>tos: un
poco de publicidad, mucha publicidad, una enorme publicidad. Con

27
el tercer presupuolo el éxilo eulú asegurado, pretende el agente, ei
segunda da solamente algunas oportunidades. De todos modos, aun
el primero, que no sirve para nada, es demasiado costoso para un pin­
tor que no vende.
Volviendo de un restaurante francés, donde hemos comido un
pato a la naranja, digno del París de la preguerra, me maravillo de
la belleza de las grandes avenidas, bajo el cielo pintado con neón.
Mis amigos suspiran. Piensan en el Madrid prohibido, en el París
donde ya no tienen ni departamento ni trabajo. Y yo pienso que Nue­
va York puede ser también una prisión.

30 de enero

Exploro Nueva York, barrio por barrio. Ayer vi las orillas del
Hudson y el alto Broadway. Hoy remonté durante horas el East Ri-
ver y anduve por las calles alemanas, alrededor de la 90 Street.
Nueva York me da todas las alegrías de los viajes a pie por las
montañas: el viento, el cielo, el frío, el sol, la fatiga. Cuando vuelvo
al hotel, a las cinco de la tarde, he caminado y mirado tanto, que
estoy como intoxicada. Mis piernas ya no me sostienen; pero mis
ojos, fatigados de ver, quieren ver más. Al lado del hotel dan En­
rique V,, con Laurence Olivier; entro.
Me gustó la película, pero cuando salgo del cine, no me siento
satisfecha: esas imágenes coloreadas no me hablaron de Norteamé­
rica. Mirándolas, olvidé a Nueva York. Esta noche, más que ninguna
otra noche, quisiera aprehenderla, con mis manos, mis ojos, mi b o­
ca ; no sé cómo, pero la aprehenderé. Camino por esas mismas ca­
lles por donde caminé como un fantasma, el sábado por la noche.
Ahora tomé cuerpo. Oigo los ruidos de Times Square, veo la boca
redonda del fumador de papel pintado que expele aros de humo ver­
dadero; codeo a la gente, me ven. Y la ciudad se ha organizado al­
rededor de mí. Sé dónde está mi hotel. La casa de mis amigos espa­
ñoles, la de D. P., me indican direcciones privilegiadas: de la 125
Street a la Batería, he explorado muchas calles. . . El sábado, me
encantaba con mi perfecta ignorancia; esta noche estoy orgullosa de
mi ciencia: siempre se adquieren superioridades.
Camino lentamente. Quisiera envolver alrededor de mi cuello

28
esas luces, acariciarlas, comerlas. Helas aquí, ¿ y qué puedo hacer?
Mis manos, mi boca, mis ojos, no aprisionan esta noche. Paso por
los bares, los restaurantes; no tengo sed ni hambre. Tiendas: nin­
guno de esos objetos que se compran me entregará a Nueva York.
Un libro me arrancará de Nueva York. Pero dar vueltas alrededor
de Times Square no me sirve de nada tampoco. Esa gente tiene as­
pecto de marchar com o y o ; pero ellos van a alguna parte, la noche
los encamina hacia el encuentro deseado. Y o no deseo nada, salvo
un m ito: Nueva Y ork, que está en todas partes y en ninguna.
Entro en otro cine. La pantalla blanca y negra es una morfina
y el acento norteamericano de los actores me conmueve. La película
me entretiene: es La dama del lago. Pero cuando salgo, estoy nueva­
mente desengañada, de nuevo he olvidado a Nueva York. El cine me
había resumido durante mucho tiempo a Norteamérica y recuerdo
con qué em oción, en agosto de 1941, pasando la línea de contraban­
do, volví a ver en Marsella filmes norteamericanos: iba a ver tres
por día. Pero ahora estoy en Norteamérica y ya no hay nada que
pueda resumirla. Bebo un jugo de naranja en un drug-store, y des­
pués un whisky en un b a r; si Norteamérica estuviera lejos, tal vez el
gusto del scotch me devolvería de un solo golpe la memoria.
Aquí no tiene poder. ¿C óm o devolverme lo que no he encontrado?
Vuelvo al cin e; elijo un programa de actualidades para que ninguna
historia extraña me aparte de lo que busco; tengo necesidad de imá­
genes blancas y negras com o de una droga, pero quiero que ellas me
ocupen sin distraerme del todo. Al cabo de una hora estoy de nue­
vo en la calle. Es medianoche, la ciudad se baña en esa claridad he­
chizante y abatida que el sol de verano expande por las noches blan­
cas del norte; es imposible ir a dormir. Sobre la calle 42 los afiches
de colores violentos anuncian sobre todo thrillings — filmes de te­
rror— y laffmovies — filmes cómicos-—. Me detengo. De cada lado
de la boletería, espejos deformantes reflejan a lo largo y a lo an­
cho a los paseantes. Me miro y poco falta para que me haga mue­
cas; me siento triste. Entro. Esta vez toco fondo, el filme es bastante
estúpido para que piense: esto es Nueva York, estoy en un cine de
Nueva York. Pero he buscado demasiado esta alegría, ella se des­
vanece muy rápidamente y yo me aburro. El aburrimiento no me
conducirá a ninguna parte. Son las dos de la mañana; me vuelvo.

29
31 dr enero

Lo que hace tan agradable la vida cotidiana en Norteamérica, es


el buen humor y la cordialidad de los norteamericanos. Seguramen­
te esa cualidad tiene su reverso. Me impacientan esas imperiosas in­
vitaciones a “ tomar la vida por el buen lado” que se repiten en pa­
labras y en imágenes a lo largo de los días. En los afiches, delante
de los Quaker Oats, las Coca Colas, los Lucky Strike, exhibición de
blancas dentaduras; la sonrisa parece un tétanos. La joven consti­
pada sonríe con una sonrisa de enamorada al ju go de naranja que
relaja sus intestinos. En el subterráneo, en las calles, sobre las pá­
ginas de las revistas, esas sonrisas me persiguen com o obsesiones.
He leído sobre un anuncio en un drug-storc: N ot to grin is a sin
( “ No sonreír es un pecado” ) . Se presenta la consigna, el sistema.
Cheer up! Take it ea sy! El optimismo es necesario para la tranqui­
lidad social y para la prosperidad económ ica del país. Si un ban­
quero ha prestado generosamente cincuenta dólares sin garantías a
un joven francés en apuros, si el gerente de mi hotel toma el ligero
riesgo de cobrar él mismo los cheques de los clientes, es que esa con­
fianza es exigida e implicada por una economía basada en el crédi­
to y el gasto.
La amabilidad también es concertada. Esta tarde he ido a co­
brar un cheque. Cuando entré en el banco, un empleado galonado
avanzó hacia mí para ponerse a mi servicio; hubiera podido creer
que me esperaba. M e guió hacia una especie de hall donde se ali­
nean los escritorios; sobre cada escritorio hay un cartel que anun­
cia al público el nombre del empleado. Me siento, muestro mis pa­
peles al señor John Smith; no es una rueda anónima, y yo no soy
una cliente anónima, me testimonia una cortesía que se dirige a
mí, en persona. Hace una marca sobre mi cheque y el cajero me da
al instante la suma que me corresponde. En Francia, la verificación
se habría hecho del otro lado del escritorio, sin complicidad con ­
migo y sin duda de un m odo áspero, puesto que se me habría asimi­
lado a un simple número. No me dejo engañar. Ese respeto acor­
dado al ciudadano es totalmente abstracto; esa mismo sonrisa ama­
ble que le asegura a David Brown que es un individuo único y a
John Williams que también él es único, tendrá su recompensa. No

30
hay nada tan universal com o esa singularidad que se reconoce pom ­
posamente. Se huele el engaño. Pero ello no impide que, gracias a
esas atenciones, el norteamericano no tenga necesidad de engreírse
para tener el sentimiento de su dignidad de hombre. La cordialidad de
los empleados, de los vendedores, de los mozos de restaurantes, de
los porteros, podrá ser comercial, pero nunca servil; sin acritud ni
tiesura, no por estar estimulada por fines interesados su gentileza es
monos real. Hemos considerado a los soldados alemanes responsables
de la manera cóm o aplicaban consignas de crueldad. En efecto, el
hombre no es jamás pasivo. En la obediencia, compromete su liber­
tad; someterse al mal es tomarlo por su propia cuenta. La mayor
parte del tiempo esta toma se cumple a través de invenciones y de
iniciativas que hacen manifiesta la responsabilidad.
Del mismo m odo, el ciudadano norteamericano no sufre pasi­
vamente la propaganda de la sonrisa; sobre un fondo de optimismo
de encargo, se hace libremente cordial, confiado, generoso. Su gen­
tileza es tanto menos dudosa cuanto menos esté interesado en el éxi­
to del sistema, cuanto más engañado sea que engañador. Piense lo
que piense de la ideología norteamericana, tendré siempre una cálida
simpatía por los choferes de taxis, los vendedores de diarios, los
lustrabotas, toda esa gente que sugiere con sus actitudes cotidianas
que los hombres pueden ser aliados los unos de los otros. Crean a su
alrededor un clima de confianza, de alegría y de amistad. El pró­
jimo no es un enem igo; aun si se engaña no es inmediatamente
presumido culpable. Tal benevolencia es bien rara en Francia. Soy
extranjera; eso no aparece ni com o una tara, ni com o una excen­
tricidad. Nadie se ríe de mi acento, que es deplorable; más aún,
tratan de comprenderme. Si no tengo monedas para pagar, el chofer
del taxi no me supondrá mala voluntad; me ayudará a buscarlas,
hasta me descontará algunos centavos con magnificencia. Tengo
además una afección particular por los choferes de taxis. Durante to­
do el trayecto me conversan; suele ser difícil entenderlos, su acento
desconcierta a los propios neoyorquinos. Muchos de ellos han esta­
do en Francia durante la guerra y me hablan de París; emociona
pensar: este es uno de esos hombres que hemos recibido con tanta
alegría y amor, uno de esos hombres cuyo casco y uniforme signifi­
caba la liberación. Es extraño encontrar aquí, cada uno con su nom­
bre y su vida individual, a esos soldados anónimos que llegaron de

31
un mundo inaccesible, un mundo separado de nuestra miseria por
barreras de hierro y de fuego. Tienen por París una simpatía un
tanto condescendiente, com o el aduanero que me recibió dicien do:
“ Llega de un hermoso país a un país aún más herm oso” . Su cordia­
lidad se volvió rezongona, cuando me resfrié; fue por culpa del cli­
ma de Nueva Y ork, que salta sin previo aviso del calor al frío. Pero
-a sus ojos yo traía conm igo una de las imperdonables taras de la
vieja Europa. M e preguntan con severidad:
— ¿Está resfriada?
Están un p oco escandalizados. Un buen ciudadano norteamerica­
no no es enfermo, y para un extranjero resfriarse en Nueva Y ork
es una descortesía. M e indican rem edios; uno hasta saca de su
bolsillo un tubo de píldoras y me las ofrece.
Sí, yo desconfié el otro día tanto de R. com o de V . No quiero
apresurarme a juzgar a N orteam érica; pero una de las cosas de
las que ya estoy segura, además de la belleza de Nueva York, es
que hay calor humano en el pueblo norteamericano.

I 9 de feb rero

Paseos por Nueva York, galerías de pinturas, m useos; cumplo


conscientemente mi oficio de turista. De vez en cuando voy a ver a
un editor, a un director de revista; aun en esas actividades sigo
siendo turista. P or ejemplo, cuando entro en un gran edificio de
Lexington Avenue, me detengo en el inmenso tablero colgado de la
pared y que da la lista de todos los escritorios agrupados en el edi­
ficio. El inmueble es, él mismo, una ciudad. Además, com o los sub­
terráneos, los ascensores están divididos en “ locales” que van a los
siete primeros pisos y en “ expresos” que suben de un impulso has­
ta el 99. Una entrevista de negocios es una excursión. Las salas de
espera son miradores. Me gusta contemplar desde un sexto piso las
casas de Nueva York. Los techos son chatos, no son verdaderos te­
ch os; terrazas embetunadas y de cemento. Sirven frecuentemente
de playa de estacionamiento de automóviles y resulta extraño ver los
brillantes coches alineados a la altura del sexto piso.
N o pierdo una ocasión de encontrar norteamericanos. Anoche,
en casa de A. M., Richard W right habló de su experiencia france­

32
sa. Aparte su exposición, la reunión fue bastante triste. Pero encon­
tré a R. C., de quien precisamente tenía el nombre anotado en mi
libreta; es poeta y ensayista, traduce al inglés obras francesas, es
decir que habla muy bien francés. H oy hemos com ido juntos y me
ha propuesto llevarme a un party de intelectuales norteamericanos.
Acepté ávidamente. Alrededor de las siete, llego a un pequeño de­
partamento de la 20 Street, lleno de libros, cuadros y muebles, y más
envejecido que muchos interiores parisienses. Salvo R. C., no c o ­
nozco a nadie y nadie habla francés: ¿có m o he aterrizado aqu í?
Nuevamente me siento un fantasma, el fantasma que se desliza a
través de las paredes y que mira el universo humano sin tomar par­
te en él. Es m ágico, pero desilusiona, pues ¿puede una ver algo si
no comprende nada?
Me ofrecieron un gran vaso de manhattan. La dueña de casa
viste un largo vestido de taffetas negro y r o jo ; espesos bucles ne­
gros le caen sobre la espalda y tiene ojos exorbitados de sonámbu­
la. Las invitadas son menos extrañas, pero en casi todas, una bufanda
estrambóticamente anudada, una mezcla audaz de colores, un fleco
demasiado pesado denotan una preocupación por la originalidad. Es
una reunión de escritores y artistas. Todas esas mujeres son ele­
gantes; la m ujer de R. C. sirve en un drug-store, esa m ujer morena
de cabellos rizados trabaja en el departamento de publicidad de
una gran tienda, esa otra hace crónicas de moda. Su toilette y su aire
no dejan suponer la dureza de su existencia. En cuanto a los hombres,
no sé dónde detener mi m irada; rostros y rostros, todos diferentes,
pero para mí todos desprovistos de sentido. Las voces norteamerica­
nas me rodean de una charla exótica. Me siento perdida. N o o b s­
tante en ese com ienzo, todo es com iezo, todo es prom esa; no me re­
signo a que todas esas presencias a mi alrededor permanezcan va­
nas. Bebo otro manhattan, y otro. Debo hablar en inglés, es nece­
sario que consiga un punto de encuentro con esa gente; es necesa­
rio que los norteamericanos me inicien en Norteamérica.
Después del cuarto manhattan, me encuentro hablando en in ­
glés con R. C. y un hom bre de barba puntiaguda, D. M. D., que
dirige una revista de intelectuales de izquierda. Discutimos sobre
uno de los problemas que apasionan en ese momento en Francia
a los intelectuales de izquierda: el problema de la violencia. La ac­
titud de R. C. — que adopta también C., un amigo italiano— es que

33
la violencia debe ser rechazada en todos los casos, (i. piensa (jue la
acción es posible sin violencia; cita el ejemplo de Gandhi. R. C. sos­
tiene más bien que la violencia no es necesaria. Es judío, critica
duramente a Norteamérica; no se siente responsable de sus faltas,
v no ve por que debe tratar de combatirlas. Su posición es puramen­
te individualista. D. M. D. es menos pasivo; por la revista que diri­
ge. los artículos que escribe, se enzarza en un terreno político, pero
creo que su esfuerzo lo deja muy solitario. Abandonando la discusión
teórica le pregunto algunos informes concretos. ¿Qué hay para ver
cu Nueva Y ork ? Sonríe: nada, no hay nada. ¿Qué filmes me reco­
mienda? Ninguno. ¿Q ué buenos libros han aparecido recientemen­
te? No aparecen buenos libros. Me explica que la manía de los fran­
ceses por la literatura norteamericana lo irrita. Admite a Faulkner,
pero a Hemingway, Dos Passos, Caldwell, Steinbeck, los tiene por
periodistas, chatos realistas. Y para que se traduzca en Francia a
James Cain, a Mac Coy, a Dashiell Hammett, es necesario que ten­
gamos a los norteamericanos por un pueblo bárbaro. Es irritante
que nos entretengamos con esos balbuceos existiendo en Norteaméri­
ca una literatura tan valiosa com o en Europa: Melville, Thoreau,
Willa Cather, Hawthorne.
Le digo que yo también los admiro y trato de discutir, pero él
habla demasiado rápido para mí, estoy vencida de antemano. Estoy
vencida sobre todo por su buena disposición; habita en el inmueble
y sube a su departamento, de donde desciende con una brazada de
libros. Me dice que puedo tenerlos todo el tiempo que quiera. Y des­
pués, com o entre otras cosas le pregunto sobre jazz, va a buscar a
la pieza vecina a A . E., que ha escrito un libro sobre el tema y que
promete llevarme una noche de esta semana a oir una buena orques­
ta. Me deja su número de teléfono, que aprieto en mi bolsa como
un talismán. Libros, la promesa de una noche de jazz, tal vez ami­
gos. Regreso aturdida de placer. Me parece haber dado un gran
paso adelante.

3 de febrero

Continúo mi viaje de exploración a pie, en taxis, sobre el impe­


rial de los ómnibus, en subterráneo. El subterráneo es rápido, pero
no me gusta; en París, en Madrid, en Londres, una estación es un

34
hall de azulejos con sus decorados, sus puertas, un rincón cerrado y
cálido. Aquí las estaciones subterráneas son uniformes, sin dimen-
sion definida, una yuxtaposición de rieles, de plataformas, entre
paredes desnudas, ba jo un cielo raso sombrío y bajo. No hay emplea­
dos. Solamente a la entrada de los largos corredores, un pequeño
quiosco donde pueden cambiarse monedas y procurarse los níqueles
rituales. Casi ninguna indicación. Felizmente en el interior de Man­
hattan no hay sino una dirección, de lo alto a lo bajo de la ciudad.
Entre el Hudson y el East River, hay que tomar ómnibus que se
detienen cada dos cuadras; es un medio de transporte agradable,
pero lento.
He subido al “ Empire State Building” . Se saca la entrada en
la planta baja en un escritorio que tiene el aspecto de una agencia de
turismo. Un dólar. Dos veces la entrada de un cine. Hay muchos v i­
sitantes, sin duda gente de Saint Louis o de Cincinnati.
Nos conducen hacia los ascensores rápidos que llevan de un sal­
to al piso 80. A hí hay que cambiar para llegar a la cima: un verda­
dero viaje vertical. A través de un vestíbulo donde venden empire-
state-buildings en miniatura y diferentes especies de recuerdos, se
gana un gran hall de v id rio: hay un bar con mesas y sillones. La
gente aplasta la nariz sobre los vidrios. A pesar del viento que sopla
con violencia, salgo y doy la vuelta por esa galería que ilustran mu­
chas veces por año suicidios espectaculares. Veo a Manhattan, hundida
al sur sobre la punta de su península y extendiéndose hacia el nor­
te: veo Brooklyn, Queens, State Islands, el mar con sus islas, el
continente roído por las aguas que penetran dos ríos perezosos.
El dibu jo geográfico es tan claro, la presencia luminosa del
agua revela con tanta evidencia la del elemento terrestre original que
las casas son olvidadas. Nueva Y ork se me aparece com o un pedazo
de planeta virgen. Los ríos, el archipiélago, las curvas de la penín­
sula pertenecen a la prehistoria: el mar no tiene edad; la ingenuidad
de las calles en ángulo recto le da, en cambio, un aire de extrema
juventud. Esta ciudad acaba de nacer; recubre con una corteza ligera
piedras más viejas que el diluvio. No obstante, cuando las luces se
encienden en el Bronx, en la Batería, en New Jersey, en Brooklyn, el
mar y el cielo no son sino decorados. El reino humano, que es la
verdad del mundo, se afirma en la ciudad.
Descendí a las profundidades de la ciudad; largo tiempo anduve

35
p or los subsuelos del Rockefeller Center. Es un mundo tan vasto
. com o los sokos de Fez y el dédalo es apenas menos em brollado. Hay
largos pasillos, encrucijadas, sobre las que desembocan escaleras
automáticas, tiendas, bancos, escritorios, cafés, un correo, una cen­
tral telefónica, peluquerías, restaurantes; más de una vez advierto
al final de un corredor que he dado una vuelta redonda. A poyada en
uno de los edificios, al nivel del subsuelo, hay una pista de patinaje
al aire libre; los paseantes se inclinan p or encim a de una balaus­
trada para mirar desde lo alto a los patinadores. Se puede también
sentarse en una cafetería que está en el mismo piso de la pista y o b ­
servarlos tomando ice-cream s.
Entro en las galerías de la 57 Street, parecida a nuestra calle de
la Boétie: tiendas de antigüedades, boutiques de lu jo, objetos de arte.
Pero en lugar de dar sobre la calle, la m ayoría de las salas de expo­
sición se abren en el 10? o en el 12? piso. M uchos pintores franceses:
Masson, Picasso, Dubuffet. Entre los norteam ericanos, la pintura abs­
tracta parece la p referida; en la nueva escultura, sobrevive el surrea­
lismo. Tiene su iglesia en la galería de Peggy Guggenheim, concebida
por el arquitecto Kisler. Esa galería no se parece a ninguna otra: el
decorado tiene más im portancia que los objetos m ism os de culto.
Los pájaros de Brancusi, las mujeres de Lipschitz no reposan sobre
pedestales, sino sobre plataformas de madera suspendidas p or cuerdas
que descienden del cielo ra so; recuerdan los aparejos, en las gavias,
de un barco. Los cuadros de Chirico, de M ax Ernest, de Dalí, de
Tanguy, de M iro no está colgados de las paredes, sino puestos sobre
caballetes o aun en el suelo en m edio de sillas y taburetes que revelan
el universo del doctor Caligari. Se cliría que los objetos de arte están
destinados a adornar ese extraño palacio y no que este haya sido
concebido para servirlos; esto es lo que le da su insólito encanto.
A l lado de las esculturas y de los cuadros, hay toda una suerte de
objetos b a rrocos: botellas incrustadas de conchillas, una gran rueda
de barco cuyo movim iento despliega la aparición de una serie de
reproducciones de Duchamp. Es una exposición surrealista de m odelo
reducido con sus brom as y sus menudos prodigios.
Quise conocer a Harlem. N o es el único barrio negro de Nueva
Y ork. Hay una importante com unidad negra en Brooklyn, tres o cua­
tro distritos de poca extensión en el Bronx, otro llamado Jamaica,
en el Queens, y algunos otros en los confines de la ciudad. En Nueva

36
York mismo se encuentran por aquí y por allá barrios donde habitan
familias negras. Hasta 1900, además de Brooklyn, la más importante
comunidad negra de Nueva Y ork se situaba cerca de la 57 Street West.
Los inmuebles de Harlem habían sido originariamente construidos
para albergar a locatarios blancos; pero a comienzos de siglo los me­
dios de transporte eran insuficientes y los propietarios podían apenas
alquilar las casas situadas en el este del b a r rio ; por sugerencia de un
negro, Phillip A . Payton, que se ocupaba en negocios inmobiliarios,
se propuso a los negros instalarse en los departamentos situados sobre
la 134 Street. D os inmuebles fueron de ese m odo ocupados y pronto
varios otros. Los blancos no advirtieron en el primer momento esa
invasión de gente de c o lo r ; cuando trataron de detenerla ya era
demasiado tarde. Los negros alquilaron, poco a p ocor todos los depar­
tamentos disponibles y com enzaron a com prar las casas privadas que
se levantaban entre Lenox y la 7* Avenida. Los blancos se vieron en­
tonces obligados a m udarse; desde que una familia negra era señalada
en una manzana de casas, todos los blancos huían com o hubieran
huido de la peste. Los negros ocuparon bien pronto todo el distrito.
Se formaron centros sociales y cívicos, se elaboró una comunidad
negra. Harlem tom ó una extraordinaria expansión sobre todo des­
pués de 1914.
Los franceses que adoran de rodillas a la poderosa Norteamérica
adoptan sus prejuicios más servilmente que los propios norteameri­
canos. Uno de ellos me d ijo :
*— Si quiere, atravesaremas a Harlem en auto; se puede atravesar
a Harlem en auto, pero por nada del mundo vaya a pie.
Otro, más audaz:
— Si quiere ver a Harlem, de ningún m odo se separe de las gran­
des avenidas; si ocurre algo siempre podrá refugiarse en el subte­
rráneo. Pero sobre todo evite los callejones.
Y me han contado temblando que al amanecer se encuentran
blancos ahogados en los arroyos. Y o he recorrido ya en mi vida
tantos rincones donde la gente sensata declaraba que no se podía ir,
que no me dejé impresionar dem asiado; fui deliberadamente a Harlem.
Fui a Harlem, pero mis pasos no eran tan despreocupados com o
<1® ordinario; no se trataba solamente de un paseo, sino de una espe­
cie de aventura. Una fuerza me tiraba hacia atrás, una fuerza que
emanaba de los fronteras de la ciudad negra y que me rechazaba:

37
el miedo. N o el m ío; el de los otros, el miedo de todos esos blancos
que no se arriesgan jamás por Iíarlcm, que sienten al norte de la
ciudad la presencia de una inmensa zona misteriosa y prohibida don­
de ellos se transforman en enemigos. Dobló una esquina de una ave­
nida y sentí un choque; en un abrir y cerrar de ojos, el paisaje se
transformó. También me habían dicho:
— No hay nada que ver en Harlem; es un rincón de Nueva York
donde la gente tiene la piel negra.
Y sobre la 125 Street, encuentro en efecto los cines, los drug-
stores. las tiendas, los bares, los restaurantes de la 42 o de la 14, pero
la atmósfera ha cambiado com o si hubiera atravesado una cadena de
montañas, un brazo de mar. Súbitamente apareció un hormiguero de
niños negros, vestidos con camisas estrepitosas de cuadros rojos y ver­
des. escolares de cabello crespo y piernas morenas, que charlaban en
la acera: negros que soñaban en el umbral de las puertas y otros que
ganduleaban con las manos en los bolsillos. Los rostros, de gesto laxo,
no parecían fijarse en un punto invisible del porvenir, sino reflejar
el mundo tal com o se daba en ese instante, bajo ese cielo. Nada de eso
me pareció espantoso, y hasta sentí nacer en mí una alegría sin fiebre,
que Nueva Y ork no me había dado aún. Si en la esquina de una
calle de Lille o de Lyon yo hubiera desembocado de pronto en la
Canebiére. habría tenido el mismo placer. Pero el exilio no tenía
solamente esa dimensión pintoresca: nada era espantoso, pero el mie­
do estaba ahí, pesaba sobre esa gran fiesta popular. Atravesé la cal­
zada y avancé a través de espesuras y espesuras de miedo, el miedo
que inspiraban esos niños de ojos vivaces, esos escolares, esos hom ­
bres de trajes claros, esas mujeres sin sombrero.
La 125 Street es una frontera: hay aún algunos blancos que
circulan. Pero sobre la Avenida Lenox no hay un rostro que no sea
m oreno o negro. Nadie parecía prestarme atención. Era el mismo
decorado que el de las avenidas de Manhattan y esa gente, con toda
su indolencia y su alegría, no parecía más diferente de los habi­
tantes de Lexington que los marselgleses de Lillois. Sí, se puede cam i­
nar por la avenida Lenox. Y o me preguntaba qué era lo que podría
haberme hecho huir, gritando, hacia la boca protectora de los sub­
terráneos; me parecía tan difícil provocar allí un asesinato o una
violación com o en el centro de Columbus Circus, en pleno mediodía.
Deben de pasar extrañas bacanales por la cabeza de la gente sensata;

38
en cuanto a mí, ese ancho bulevar apacible y alegre desalentaba mi
imaginación. Miré en los callejones: apenas algunos niños, andando
sobre patines, desordenaban su calma pequeñoburguesa; no tenían
aire peligroso.
Camine por las grandes avenidas y por los callejones; cuando me
sentía fatigada, me sentaba en una plaza. La verdad es que nada
podía sucederme. Y si mi seguridad no era del todo serena, era por
ese miedo que anida en el corazón de la gente cuya piel tiene el mis­
mo color que la mía. Que un burgués demasiado rico tenga miedo
de aventurarse en los barrios donde hay hambre, es natural; pasea
por un universo que rechaza al suyo y que un día triunfará. Pero
Harlem es una sociedad completa, con sus burgueses y sus proleta­
rios, sus ricos y sus pobres que no están ligados en una acción revo­
lucionaria, que desean integrarse en Norteamérica y no destruirla.
Esos negros no van a arrojarse súbitamente sobre Wall Street, no
constituyen ninguna amenaza inmediata. El miedo irracional que
inspiran no puede ser sino el reverso de un odio y de una especie
de remordimiento. Clavado en el corazón de Nueva York, Harlem pesa
sobre la buena conciencia de los blancos como el pecado original
sobre la de los cristianos. Entre los hombres de su raza, el norte­
americano acaricia un sueño de buen humor, de bonanza, de amistad,
y pone sus virtudes en práctica; pero ellas deben morir en los límites
de Harlem.
El norteamericano medio tan preocupado por estar de acuerdo
con el mundo y con él mismo, sabe que más allá de esas fronteras
adquiere una figura odiosa de opresor, de enemigo: es ese rostro el
que le da miedo. Se siente odiado, se sabe odiable; esa espina en su
corazón conciliador es más insoportable que un peligro exterior de­
finido. Hay menos crímenes en Harlem que en los alrededores de
la Bowery; esos crímenes no son sino un símbolo, no el símbolo
de lo que podría suceder, sino de lo que sucede, de lo que ha suce­
dido. Los hombres son aquí, minuto a minuto, enemigos de otros
hombres. Y los blancos que no tienen el coraje de querer la frater­
nidad, tratan de negar ese desgarramiento en el seno de la propia
ciudad, tratan de negar a Harlem, de olvidarlo. No es una amenaza
para el porvenir, es una herida en el presente. Es una ciudad mal­
dita, la ciudad donde ellos están malditos; es a ellos mismos a quienes
tienen miedo de encontrar a la vuelta de la esquina. Y porque soy

39
blanca, pese a lo que piense, diga o haga, esta m aldición pesará tam­
bién sobre mí. No me atrevo a sonreír a los niños en las plazas,
siento que no tengo derecho a caminar por esas calles donde el color
de mis o jo s significa injusticia, arrogancia y odio.
P or ese malestar moral, más que por timidez, me siento feliz de ir
esta noche acompañada por Richard W right al Savoy. M e sentiré me­
nos sospechosa. Viene a buscarme al hotel y observo que en el lob b y
lo miran sin am abilidad; si pidiera una habitación, seguramente se
la negarían. Vam os a cenar a un restaurante chino porque en los res­
taurantes de up-town es muy probable que no quieran servirnos.
W right vive en Greenwich con su m ujer, que es una blanca de B roo-
klyn, y ella me dice que cuando se pasea por el barrio con su hijita,
oye cotidianamente las reflexiones más ásperas. Además, mientras
esperamos un taxi, la gente dirige miradas hostiles a ese negro ro ­
deado de dos m ujeres blancas; hay choferes que rehúsan delibera­
damente detenerse a nuestro llamado. Después de eso, ¿có m o pretender
mezclarse tranquilamente en la vida de H arlem ? Siento en mí esa
especie de torpeza que da la mala conciencia. En tanto que W right
saca las entradas a la puerta del Savoy, dos m arineros nos abordan
a Ellen y a mí, com o todos los m arineros del m undo abordan a las
mujeres a la puerta de los dancings, pero me siento turbada com o
jamás lo he estado: forzosam ente seré ofendida o confundida. Mi sola
presencia es un equívoco. Con una palabra, con una sonrisa, W right
pone todo en ord en ; un blanco no habría p od id o tener la palabra
justa ni la sonrisa, y y o sé que su intervención, aun natural y simple,
no habría hecho sino agravar mi inquietud. Subo la escalera con el
ánimo tranquilo: la amistad de R ichard W right, su presencia a mi
lado, son p or esta noche una especie de absolución.
El Savoy es una especie de gran dancing norteamericano, sin
ningún exotismo. P o r un lado, la pista está limitada por una pared
contra la que se apoya la orquesta; p or el otro, hay boxes con mesas
y sillas, y más allá una especie de gran hall parecido a un lo b b y d e
h otel; el suelo está cubierto por una alfom bra y la gente ocupa los
sillones con aire de aburrimiento. Son clientes que no consumen,
abonan solamente el precio de la entrada y en el intervalo entre pieza
y pieza, las mujeres permanecen sentadas com o en un baile de pre­
fectura. N os sentamos en uno de los boxes, y W right pone sobre la
mesa una botella de whisky: no se vende whisky aquí, pero el cliente

40
tiene derecho a llevarlo; pedimos soda, bebemos y miramos. No hay
un rostro blanco. En verdad, este rincón no está más prohibido que la
avenida Lenox. pero sólo algunos fervientes del jazz y extranjeros
tienen el gusto de aventurarse. La mayoría de las mujeres son jóve­
nes. llevan faldas simples y pullóveres, pero sus zapatos de tacones
altos son casi estrambóticos: el tostado leve u oscuro de la piel les
viste las piernas desnudas m ejor que las medias de nylon. Muchas
son alegres, pero sobre todo, todas parecen vivaces. ¡Qué diferencia
con la frialdad engreída de las norteamericanas blancas! Y cuando
se ve bailar a esos hombres, cuya vida animal no está ahogada p o r
una armadura de virtud puritana, se comprende cuánto puede haber
de celos sexuales en el odio que provocan en los norteamericanos
blancos de cuerpos entumecidos.
Hay un porcentaje muy pequeño de linchamientos o de riñas
raciales cuyo pretexto sea de carácter sexual; no obstante los blan­
cos se empecinan en creer y en decir que los negros codician a las
mujeres blancas con una lubricidad de bestias salvajes. Aun aquí,
no hacen sino disfrazar un temor totalmente distinto; tienen miedo
de que las mujeres blancas se sientan “ bestialmente” atraídas por los
negros; ellos mismos se fascinan con las capacidades amatorias quv.
les adjudican. Su envidia se extiende más aún. Dicen con rencor:
“ Esa gente es más libre y más feliz que nosotros” . Hay una verdad
en esa afirm ación. ¡Q ué alegría, qué libertad, qué vida en esa mú­
sica y en esa danza!
Eso me impresiona tanto más porque ese gran dancing tiene
algo de familiar y de cotidiano. En París, cuando en la calle Blomet
los negros bailan mezclados con los blancos, son demasiado cons­
cientes de sí m ism os; en las mujeres, sobre todo, la licencia de los
gestos tiene algo de provocador que cae fácilmente en la obscenidad.
Aquí, están entre ellos, no buscan producir ningún efecto, muchas
de esas mujeres jóvenes pertenecen a familias decentes y van, sin-
duda, al templo los domingos por la mañana. Han trabajado todo el
día y vienen a divertirse pacíficamente con su boy-friend. Bailan
simplemente con su característica natural; hace falta un perfecto aflo­
jamiento interior para dejarse poseer tan totalmente por la música
y el ritmo del ja zz; es ese aflojamiento lo que les permite también
el sueño, la emoción, el callejeo, la risa que ignoran la mayoría
de los norteamericanos blancos. Los racistas extraen de esto un

41
argumento: ¿para qué cambiar la condición de los negros si ellos
son más libres y más felices? V iejo argumento que se encuentra en
la boca de los patrones capitalistas, de los colonos; los obreros, los
indígenas son siempre los más felices, los más libres. En efecto, el
oprimido escapa al poder de los ídolos que se lia elegido el opresor;
pero esto no es un privilegio que baste para justificar la opresión.
Escucho el jazz, miro el baile, bebo whisky; comienza a gustarme
el whisky. Me siento bien. El Savoy es el dancing más grande de
Nueva York, es decir, el más grande del m undo; hay en esa afirma­
ción algo que satisface al espíritu. Y este jazz es tal vez el mejor del
mundo; en todo caso, en ninguna parte se puede encontrar más ple­
namente su verdad. Se la encuentra en el baile, en el corazón, en toda
la vida de la gente que se ha reunido aquí. Cuando escuchaba jazz
en París, cuando veía bailar a los negros, el instante era total­
mente suficiente por sí mism o; me anunciaba otra cosa, una realidad
más acabada de la que sólo era un reflejo incierto. Precisamente era
esta noche lo que me anunciaba. Aquí toco algo que no me remite
a nada más que a mí misma: he salido de la caverna. De vez en
cuando conocí en Nueva York esa plenitud que da al alma liberada
la contemplación de una Idea pura; ese es el más grande milagro de
este viaje y jamás ha sido más deslumbrante que hoy.

4 de febrero

Por la noche, Nueva York se cubre de nieve. El aspecto del Cen­


tral Park se transfoma. Los niños abandonan sus patines y llevan
esquís; descienden orgullosamente por minúsculas colinas. Los hom­
bres permanecen con la cabeza descubierta, pero los jóvenes se cu­
bren las orejas con unos tapones de felpa fijos a un semicírculo de
celuloide que les cierra la cabellera como una cinta: es horroroso.
A las cinco tengo un encuentro en el bar del Plaza con el gerente
de una gran revista, para discutir un proyecto de artículo. La discu­
sión es difícil porque está medio borracho. Lo llevo a un party que
me ofrece J. C., joven y bella norteamericana que trabaja en Vogue,
y que es amiga de una francesa que conozco; ha reunido para ha­
cerme un favor a los gerentes de diferentes revistas y otra gente
capaz de ayudarme a desenvolverme en Nueva York. Tanta gen-

42 v
tileza me confunde, no soy nada para ella, ella no espera nada de mí.
Hasta me siento avergonzada: no somos tan solícitos en Francia.
Es un party específicamente norteamericano: mucha gente, mu­
cho alcohol, aún más alcohol que gente; todo el mundo permanece
de pie, salvo mi invitado, que bien pronto se acuesta cuan largo es
detrás de un canapé. Sube el tono de las conversaciones. Discuto áspe­
ramente con un director de revista cuyo aire de superioridad me
irrita. Después me encuentro llevada violentamente aparte por un j o ­
ven corpulento de insolencia en proporción: ¿H a leído a los filósofos
hindúes? ¿C onoce a C onfucio? ¿ Y a Jacobo Boehme? ¿ Y si no,
cómo me atrevo a tener opiniones filosóficas? Bien mirado, no es
tan joven ; tiene treinta años, tal vez treinta y cinco. Trato de expli­
carle que confunde pensamiento con erudición, pero él también se
aprovecha de su conocimiento del inglés para hablar más ligero
que yo. Me designa a uno de sus amigos diciendo:
— He aquí al hombre más inteligente de Norteamérica.
Me encuentro rodeada por el equipo de una revista que se di­
ce de izquierda y de vanguardia y cuya agresividad me sorprende.
Con tono más áspero renuevan los reproches que me dirigió D. M.
D., quien form ó largo tiempo parte del mismo grupo, separándose
después: saborear la literatura norteamericana que nos gusta en
Francia, es insultar a la intelligentsia del país. Ellos también perdo­
nan a Faulkner, pero hacen pedazos a Hemingway, Dos Passos, Cald-
well y sobre todo a Steinbeck, que parece ser su bestia negra. Estoy
un poco aturdida; conozca mal su revista, no sé dónde quieren lle­
gar, ni en nombre de qué valores hablan. Y a través de la virulen­
cia de sus ataques no distingo qué puntos comunes podemos tener
o qué profundos desacuerdos nos separan. Los martinis, los whiskys,
mis dificultades para comprender el inglés agravan mi confusión.
Hacia las 9 de la noche me encuentro en compañía de los “ hombres
más inteligentes de Norteamérica” en un restaurante al nivel de la
calle, donde nos sirven magníficos bifes; pero la fiebre de la discu­
sión me corta el apetito. Ahora me persiguen en el plano político, a
propósito del artículo de Maurice Merleau Ponty: “ El yogui y el
proletario” *. Odian el stalinismo con -u n a pasión que me hace
comprender que son ex stalinistas.

* Humanismo y terror, Ed. Leviatán, Bs. As. (Y . del T .)

43
Pienso que el alcohol nos hace medir mal las palabras. Mis fra­
ses parecen dignas de un agente del G epeu ; pero uno tomaría fá­
cilmente a esos espíritus libres por imperialistas norteamericanos. El
gran joven insolente declara en medio de la conversación:
— N o son los rusos los que les dan de com er; la U.N .R.A. la creó
Norteamérica.
Si los intelectuales de izquierda están tan orgullosos de las ca­
jas de leche condensada que su gobierno nos dispensa, no debe asom­
brarnos la arrogancia de la prensa capitalista, ese tono de condes­
cendencia que he observado un poco en todas partes con respecto a
Francia y que comienza a exasperarme. Me indigno y discutimos
de veras. El propio exceso de nuestra cólera nos calma poco a poco.
Hace calor, G. F. chorrea su dor; estamos preocupados por no sa­
ber ni los unos ni los otros qué debemos hacer. Sin duda un cam bio
de ideas más reflexivo hubiera sido más provech oso; han hablado
con tanto fuego que no me han escuchado y yo los entendí mal. Aban­
donamos el restaurante. Afuera nieva, y b a jo el cielo puro, el frío
muerde. Alguien propone retomar la discusión, pero yo estoy ago­
tada por haber hablado tanto tiempo, en inglés, con tantos descono­
cidos. Tengo la boca amarga y me quedan algunos arrebatos de có ­
lera en el pecho. Es medianoche pasada: nos volveremos a encon­
trar algún otro día.

5 de febrero

La conversación de ayer me conm ovió. Durante esta primera


semana, he estado demasiado encantada por mi descubrimiento de
Nueva Y ork com o para dejarme deprimir por la lectura de la pren­
sa diaria o semanal; pero esta mañana todas las cóleras y los temo­
res que había ahogado vuelven a mi corazón. M e habían prevenido
y y o conocía la orientación general de la política norteam ericana;
pero el clima es aún más irrespirable de lo que me habían dicho.
Antes que nada, la mayor parte de las revistas y de los diarios — la
prensa Hearst a la cabeza— se dedican a crear una psicosis de
guerra. Repiten día tras día que el conflicto es inevitable y que es
necesario prevenir la agresión rusa. Life ha llegado a declarar en
un artículo retumbante que el mundo ya está en guerra; el uso de

44
las armas es legítimo, y en el interior del país ese estado de guerra
larvado, de guerra fría, autoriza medidas excepcionales. La políti­
ca exterior puede avanzar sobre la política interior. El partido co­
munista, aunque aún abstractamente reconocido, no es ya partido,
sino una quinta columna; luchar contra él es un deber nacional. Con
la psicosis de guerra se desarrolla el “ terror rojo” ; todo hombre de
izquierda es acusado de ser comunista y todo comunista es un trai­
dor. Habiéndose transformado Europa en un campo de batalla, toda
intervención está autorizada. Se habla de Europa como de un vasa­
llo despreciable pero indócil; Francia, en particular, es un niño muy
indisciplinado. En el interior, el Congreso prepara activamente leyes
anti obreras.
Es bien sabido que en un país capitalista la libertad siempre se
burla; pero aun la apariencia de la democracia se desvanece día a
día y la arbitrariedad estalla con mayor impudicia. Ese es el fondo
sobre el cual se destaca todo lo que leo, lo que oigo, lo que veo. Hoy
se impone con tanta evidencia que el cielo mismo de Nueva York se
oscurece; el lujo de los drug-stores, las sonrisas, las voces nasales y
alegres, los cigarrillos, los jugos de naranja, todo tiene un resabio
falso.
Por casualidad se me presentó una buena ocasión para concen­
trar mi cólera. Ayer, en casa de J. C., un periodista borracho me
citó en el New York Times a propósito de un proyecto de artículo.
El diario ocupa un inmenso edificio; un ascensor me lleva al 10° pi­
so. El periodista se puso sobrio durante la noche. Me introduce en
el escritorio de un gran gerente; el gran gerente se balancea sobre
un sillón giratorio. Desde lo alto de su propio poder y del poder
norteamericano en general, me lanza una mirada irónica: ¿así que
Francia se entretiene con el existencialismo ? Por supuesto, no sabe
nada de existencialismo, su desprecio se dirige a la filosofía en ge­
neral y más generalmente aún a la jactancia de un país económ ica­
mente pobre y que pretende pensar. ¿N o es ridículo que quieran
pensar los que no son cabezas de algún gran diario norteamericano,
lo cual, por otra parte, dispensa de pensar?. . .
— Sí — dice— , en Francia ustedes plantean los problemas, pe­
ro no los resuelven.
El sillón gira y chirría. En Francia, los poderosos de ese mun­
do juegan más bien a la inmovilidad intimidante; aquí juegan a la

45
desenvoltura. Tal vez su agitación — como también en muchos norte­
americanos la masticación de chicle— está destinada a enmasca­
rar una incertidumbre interior algo perturbadora. Me parece que
en este país el complejo de inferioridad no está nunca muy lejos,
aunque lo oculten cuidadosamente bajo una seguridad concertada.
A través de mi corta experiencia, siento que Norteamérica es
dura para los intelectuales. Los editores, los gerentes valúan el cere­
bro con un aire crítico y disgustado, el aire de un empresario que
le pide a una bailarina que le muestre las piernas. Desprecian a prio-
ri el producto que van a comprar, com o también al público al que
se lo venderán; su papel es crear entre esas dos formas despreciables
de humanidad — el autor y el lector— una relación igualmente
despreciable pero que su habilidad convertirá en respetables dólares
en provecho de la casa. La precisión misma de las medidas asimila
la escritura a una mercadería de almacén. Se dice: quiero 2.500 pa­
labras. Pagamos tantos dólares por cada 1.500 palabras. Los directo­
res franceses también cuentan las columnas y las líneas, pero con
mayor flexibilidad. En cuanto al contenido de los artículos, se
admite aún en Francia que ciertos valores conservan un sentido y
que el público es capaz de reconocerlo. Aquí se trata de disimular
a la estupidez de los lectores la vanidad fundamental de las páginas
que le presentan. Esa estupidez, amplificada por el del precio arro­
gante de los hombres de empresa que la explotan, hace la ley.
Está prohibido confiar en el público con la esperanza de que nos
tendrá confianza. Hay que servirle lo que pide: la dificultad está en
que, al mismo tiempo, se lo debe sorprender, siendo la sorpresa una
de las formas recomendadas del señuelo. De ahí un dilema difícil:
si se les propone un tema de artículo inédito, contestan que a los
norteamericanos no les interesa; si se elige un problema que les
preocupa, se objeta que ya está muy machacado. La destreza está
en inventar en el seno del lugar común una pequeña novedad picante.
No sé si es mi humor que esta noche ha desencantado incluso
a Nueva York. En verdad los nights clubs sufren de ese comienzo
de depresión que se llama púdicamente “ receso” . Con mis amigos
españoles hemos ido, en primer término, a la 52 Street — a la ca­
lle de los cabarets elegantes— a lo de Billie Holliday. Un público es­
caso escucha una orquesta sin estrépito esperando que Billie cante.
Aquí está ella, sonriente, muy bella, con un largo vestido blanco; sus

46
cabellos negros, alisados por una hábil permanente, caen lacios y
lustrosos alrededor de su rostro moreno claro: su flequillo parece
esculpido en un metal sombrío. Sonríe, es bella, pero no canta. Di­
cen que toma drogas y que no canta sino muy raramente. Descendemos
a Greenwich. El decorado del Cajé-Society down-town es agradable;
las atracciones no son malas, pero la sala está también casi vacía. Va­
mos a Nick’s, en la esquina de la 10 Street. Parece que el año pa­
sado el jazz lia sido de primera calidad y el público numeroso. Re­
ceso. La gran habitación, decorada con cabezas de ciervo, que le
dan un poco el aire de una entrevista de caza, es agradable para be­
ber y charlar, pero la orquesta es mediocre y estamos casi solos. Be­
bemos y charlamos. Pero estoy desilusionada. Las luces, la anima­
ción de la calle prometen mil encantos nocturnos. ¿Es que no hay
ningún rincón donde esas promesas se cumplan? Tal vez no he­
mos sabido encontrarlo. Buscaré.

6 de febrero

Entre todos los paseos que hago diariamente en Nueva York, el


de hoy es uno de los más bellos. C. L. quiere mostrarme la biblio­
teca española en lo alto de la ciudad. Subimos al imperial de un óm­
nibus que bordea el Hudson. Es un hermoso día frío; las plazas es­
tán cubiertas de nieve. El ómnibus rueda lentamente y el viaje du­
ra más de una hora. Entro y con sorpresa me encuentro en el cora­
zón de España. Las salas silenciosas tienen olor a España; están de­
coradas con mayólicas, con maderas esculpidas, con cueros precio­
sos. En las paredes de la galería que corre alrededor del hall cen­
tral hay colgados cuadros de Goya, de Greco, de Zurbarán; algunos
tienen un aire sospechoso. Algunas telas del Museo Metropolitano
también me han parecido copias. Los norteamericanos son, sin du­
da, demasiado ávidos de pinturas antiguas como para mostrarse de­
masiado exigentes. Pero hay aquí cuadros que son evidentemente
auténticos: es un placer olvidado contemplarlos en esta atmósfera
que recuerda al Escorial y a las iglesias de Toledo. Del otro lado del
corredor encontramos un museo indiano; máscaras, cinturones de
perlas, pieles de búfalo con dibujos sagrados. Una maqueta de car­
tón evoca a Manhattan en el tiempo en que lo ocupaban los indios,.

47
hace tres siglos solamente, 'reñían sus chozas \ sus fuegos en medio
de las rocas que afloran en los jardines públicos, ha isla se llama­
ba entonces “ Manhaltalnck que significa, por un extraño presen­
timiento, "la isla de la borrach era", Los indígenas la vendieron u
la Dutcfi East India Com¡Hmy por sesenta piezas de plata. Los ho­
landeses construyeron Nueva Amslerdam y en 1.653 levantaron el
m uro de donde Wall Street extrae su nom bre, para defenderla con-
tra las am biciones de los ingleses.
P ero diez años más tarde la cedieron al rey Carlos II, que la
regaló a su herm ano, en h on or del cual la ciudad tom ó el nombre
de Nueva Y ork . T oda esa historia es muy vieja. A principios del
siglo pasado, este alto B roadw ay, por el que caminam os, no era si­
no una ruta de cam po. Subim os hasta el claustro que R ockcfeller ha
hecho traer de E uropa piedra p o r piedra y donde ha reunido o b ­
jetos medievales. Llegam os en el m om ento en que se cierran las
puertas, pero no lo lam entam os. Lo excitante es el sitio donde nos
encontram os. El claustro está en las cum bres llamadas Washington
Heights, al fo n d o de un estrecho espolón. Atravesamos un gran
parque solitario, cuyos aledaños desaparecen b a jo una espesa capa
de nieve virgen, y llegam os a la punta extrema de Nueva Y ork. La
ciudad se detiene aquí, bruscamente, tropezando con una amplia
curva del H udson. En frente están los altos frontones salvajes de
Nueva Jersey. A la derecha, la ciudad no es sino un corredor ex-
trangulado entre W ashington Heights y la planicie del B ron x: se
ven los asientos de estas colinas que soportan com o una plataforma
el alineamiento regular de los inmuebles. Ese relieve ha mantenido
algo de b á rb a ro : la arquitectura no alisó las curvas. Se plantaron ca­
sas, sobre un pedazo de territorio que perm aneció inculto. B a jo la
nieve, a la luz del sol poniente, ese paisaje caótico parece a punto de
volver a la naturaleza. N os creem os al bord e de un fin de mundo
helado. Estamos solos, en la punta de ese ca b o silencioso, com o dos
sobrevivientes olvidados. Casi con asom bro encontramos en la pla­
n icie las luces, los ruidos y la vida.

48
7 de febrero

Los diarios publican una conferencia de prensa de Marshall, en


la que este se declaró opuesto a toda clase de desarme. Por otra
parte, se abre hoy el proceso de Eisler, el líder comunista número
uno, acusado de conspiración contra el gobierno, desprecio al Con­
greso, fraudes en los impuestos, falsificación de pasaportes. La vo­
luntad de guerra se afirma, la persecución a los rojos prosigue.
Esta noche tengo que dar una conferencia en el Vassar College.
Entro por primera vez en la estación central, ese inmenso edificio
cuya torre domina a Parle Avenue. Me recuerda el subsuelo del Roc-
kefeller: restaurantes, cafés, lunch room, drug-store, teléfono, libre­
rías, venta de flores, de cigarrillos, de caramelos, peluquerías, lus­
trabotas. P or todas partes escaleras. Hay salas de espera, un hall
donde se venden billetes, porteros negros con gorras rojas. Pero
nada indica la presencia de los trenes, ocultos bajo tierra.
Es la primera vez que tomo un tren. Me detengo un momento
frente a una puerta que se abre diez minutos antes de la partida:
un corredor se hunde en el subsuelo. Subo a un coche. El vagón no
se parece a ningún vagón francés sino, más bien, al interior de un
autocar. La atmósfera está recargada. Por el corredor central pasan
vendedores de revistas, de ice-cream, de Coca Cola, de caramelos, de
sándwiches. Sirven también café con leche en vasitos de cartón. El
tren se hunde en un subterráneo; emerge entre las casas de Nueva
Y ork a la altura del segundo piso, sigue por Park Avenue, cuyo es­
plendor se apagó y que no es más que un bulevar miserable a tra­
vés del barrio portorriqueño, y atraviesa el Bronx. Advierto a mi
izquierda el monasterio encaramado en la colina. El tren sigue por
el Hudson. H oy apenas puedo creer que Nueva York sea tan meridio­
nal com o Nápoles. El Hudson está helado; sobre el hielo, la nieve
se entretiene en mil caprichos. El frío no ha acobardado a las ga­
viotas, que se reúnen sobre el agua endurecida. Del otro lado de
esa inmensa pista de patinaje, me asombran las colinas desiertas, tan
próximas a una de las capitales del mundo, y tan desamparadas.
Poughkiepsee es la primera pequeña ciudad norteamericana que
veo. B ajo la nieve, con sus casas de madera, sus calles alegres, me
hace pensar en una estación de deportes de invierno. Las casas que

49
se alinean al borde de las rutas blancas tienen el aspecto artificial
de los chalets de Megeve. jQué paz al salir de Nueva York!
El auto se detiene delante de una suntuosa villa: es la casa de
huéspedes. Hall, salones, biblioteca, comedor, las híibitaciones es-
“ hostelería” de lujo y el monasterio. Mi habitación tiene la blancu-
paciosas, de un estilo más o menos medieval, evocan, a la vez, la
ra y la paz del campo nevado; invita a la enfermedad. Sería de de­
sear una fiebre ligera para gozar m ejor el silencio, la frescura de
las paredes y las sábanas. A algunos cientos de metros de allí, una
puerta con torrecillas solemnes se abre sobre el campus, que es aquí
un gran trozo de campo virgen con sus colinas y sus bosques. En­
tre los edificios, medievales también, que son los dormitorios, las
bibliotecas, los laboratorios, se encuentran las college-girls en ropa
de esquiar y llevando esquíes sobre sus espaldas: helas aquí descen­
diendo una pendiente que no distraería a un debutante francés.
M e hacen visitar el gim nasio; presencio la lección de danza. En shorts
azules, muslos y piernas desnudas, las alumnas giran sobre la punta
de los pies. En el agua azul de la piscina, otras nadan bajo la mira­
da de un profesor que las vigila. En la biblioteca, ellas parecen con­
fortables y libres, leen, hundidas en profundos sillones, o sentadas
en el suelo, dispersas por pequeñas habitaciones solitarias o reuni­
das en grandes halls.
A través de las ventanas con vidrios, se ven los árboles, la nie­
ve. ¡ Cómo las en vidio! . . . Pero debo tomar el té con los profesores
de francés del colegio, después cenar en su compañía en la casa de
huéspedes. Es una cena cuidadosa de pensión de familia bien man­
tenida: ni cocktail ni vino. Invitaron a dos profesores varones, pero
la atmósfera es netamente fem enina; algo acolchada, añeja. Encuen­
tro aquí la misma prudencia que en las salas de profesores de nues­
tros liceos, pero agravada en esos franceses de ultramar por una pre­
ocupación de propaganda nacional: una referencia a la enseñanza fi­
losófica de la Sorbona basta para hacerles fruncir el ceño. Me con­
ducen a la sala de conferencias. Tiene un escenario bastante gran­
de con decorados griegos; las alumnas se preparan para represen­
tar Las moscas. El teatro ocupa un gran lugar en la vida del cole­
g io : es una de las materias que se estudian oficialmente. M e siento
y comienzo a hablar.
Todas las college-girls que saben algo de francés se han reuni-

50
(lo; tienen de dieciséis a veinte años. Los cuatro años de estudio co­
rresponden aproximadamente a nuestros dos años de bachillerato y
a la preparación de una licenciatura. Parecen muy alegres. Mirándo­
las, sus rostros no tienen nada de raro. Pero sus cabellos son her­
mosos com o reclames de shampu, los rasgos recargados por maqui­
llajes de mujeres de treinta años; a pesar de los naturistas, esa mez­
cla de frescura y de artificio, esos labios pesados de afeite entre­
abriéndose sobre dientes de una juventud resplandeciente, la son­
risa de ojos de dieciséis años bajo las largas pestañas cargadas de
rimmel, me parecen sumamente seductoras. Muchas han conserva­
do sus ropas de esquiar. Otras llevan ese conjunto que censuran va­
namente los profesores viejos y que es casi un uniforme del Vassar:
los blue jeans remangados por encima del tobillo, una camisa de
hombre, blanca o de cuadrados de colores violentos, que dejan flotar
por encima del pantalón y cuyas puntas anudan por delante con una
negligencia estudiada. Las camisas son resplandecientes, pero los
jeans deben ser usados y sucios. Los revuelcan por el polvo, les co ­
sen remiendos disparatados, les arreglan desgarrones invisibles con
hilos de colores más oscuros. Vestidas com o muchachos, pintadas
com o grullas, muchas de esas muchachas tejen mientras me escu­
chan. M e dicen que el gusto por el tejido les ha sido inculcado du­
rante la guerra. Esa supervivencia artesanal asombra en el país de
los productos en serie. Supongo que para muchas de estas mucha­
chas el tejido es una anticipación del matrimonio y de la maternidad.
Vassar es uno de los colegios más aristocráticos de Norteamé­
rica ; eso significa que los estudios son muy costosos y las pensio­
nistas cuidadosamente seleccionadas de acuerdo con su capacidad
intelectual, su familia y su fortuna. Vienen de todos los estados de
Norteamérica y se reciben de vez en cuando una o dos negras; hay
también algunas becadas pero, en conjunto, esa cultura lujosa está
reservada para una élite afortunada. Todas esas college-girls tienen
un aire de salud y de bienestar que me atrae; me conmueve también
su desenvoltura sin insolencia, su soltura reservada. Su cortesía tie­
ne el encanto de la espontaneidad, su espontaneidad el tacto de la
buena educación, ftle gustaría saber si son conscientes de su encanto
y si tantas facilidades no le son perjudiciales. Me responden vaga­
mente; son gentiles, serias, trabajan muy bien. Espero encontrar
profesores más perspicaces o menos discretos. Pero de todos modos,

51
estoy del mal lado: tendría que tener veinte arios menos para co­
nocerlas.

8 de febrero

Vuelvo a encontrar a las college-girls en el tren que me devuelve


a Nueva York. Van a pasar el weeh end a la ciudad. Apenas las re­
conozco. Llevan, igual que sus madres o sus hermanas mayores, som ­
breros con plumas, flores, redes, pesadas pieles, zapatos de tacones
altos. Están mucho menos encantadoras que ayer. V eo con eviden­
cia que la originalidad de su ropa de campus no era también sino
un conform ism o: blue jeans, visón, dos uniformes. Creo que jamás
las norteamericanas se visten para su com odidad, para ellas mismas.
La vestimenta es, en primer lugar, la afirm ación de un standard de
vida: es por eso que toda búsqueda personal que no pueda evaluar­
se en dólares no tiene lugar (salvo en ciertos medios artísticos o in­
telectuales, pero aun allí sobre un fondo fijo de seda y pieles). No
hay otra jerarquía que la cuantitativa: a igual fortuna, igual tapa­
do. El éxito social de una m ujer está estrechamente ligado al lujo
de su apariencia; eso es para los pobres una terrible carga.
Una empleada, una secretaria, está obligada a consagrar cerca del
25 % de su salario a gastos de peluquería y productos de belleza.
Sería desconsiderada si fuera dos días seguidos a su escritorio con
la misma ropa. Para trabajar en cierta gran tienda femenina se exi­
ge una elegancia refinada, hace falta un guardarropa más costoso
que para trabajar en una bolle de París. Muchas jóvenes no pue­
den hacer los progresos necesarios y un gran número de situaciones
les están prohibidas por esta razón a aquellas que tendrían precisa­
mente la m ayor necesidad.
Cuando se llega a Nueva Y ork , el resplandor de las cabelleras,
de las tinturas, parece m ilagroso; pero es un milagro que se paga.
Otro hecho me parece cargado de sentido: es que la vestimenta stan­
dard impuesta a la mujer norteamericana no está concebida para su
com odidad; esas mujeres que, en toda ocasión reivindican áspera­
mente su independencia, cuya actitud frente al hom bre es tan fá­
cilmente agresiva, se visten, no obstante, para los hombres. Esos ta­
lones que paralizan su marcha, esas plumas frágiles, esas flores en
el corazón del invierno, todos esos perifollos son evidentemente

52
adornos destinados a subrayar su fem ineidad y a atraer las miradas
masculinas. En verdad las toilettes de las europeas son menos serviles.
Tengo una cita a las 5 en el hall de mi hotel con A . E., que me
había prom etido, el otro día, hacerme oir buen jazz. Esperándolo
hojeo los diarios. Están todos llenos del discurso que Dwight Green,
gobernador republicano de Illinois, pronunció en W ashington. Ha
dicho con una violencia destacable lo que muchos republicanos ex­
presan un p oco más tímidamente. T od o país extranjero es despre­
ciable, especialmente Inglaterra y R u sia; hay que armarse a ultran­
za, intensificar la prod u cción de la bom ba atómica, poner la mano
sobre todos los países cu yo vasallaje es necesario para la seguridad
norteamericana.
Recuerdo apenas el rostro de A . E., aunque es tan característi­
co. Hay demasiados rostros nuevos a mi alrededor, y apenas hemos
cambiado cuatro palabras. Estoy un p oco asombrada de encontrar­
me marchando p or la calle al lado de ese desconocido que me habla
con la cordialidad de un v iejo amigo y que me llama por mi nom ­
bre de pila, a la manera norteam ericana; hay aquí en las relaciones
humanas una facilidad que me encanta. Tay vez las amistades sean
en Francia más sólidas y más profundas; no sé, pero en todo caso,
entre nosotros, la primera acogida no tiene jamás ese calor. ¡Y con
qué diligencia toda esa gente está dispuesta a prestarnos servicios!
He expresado el deseo de oir jazz y heme aquí en camino para el
concierto que Louis Arm strong da en Carnegie Hall: es una rara
suerte; hace años que Arm strong no actúa en una sala de conciertos
y todos los lugares están tomados desde hace largo tiempo. A . E.
es un aficionado , tiene sus entradas, pero que me las haga apro­
vechar a mí, a quien no conoce, con una gentileza tan gratuita, es
nuevamente un asombro que me llena de una especie de vergüenza.
— Pasaremos por lo de M. para tomar las entradas me dice
A. E.
Una vez más conozco esa maravilla de la que aun no me he
cansado: ver un nombre, una imagen transformarse en un ser de
carne y hueso. P oco tiempo antes de partir para Nueva Y ork, escu­
ché en París la orquesta de Don Redman, pensando que debía par­
tir, y hojeé la revista negra Ebony, cuyas imágenes me parecieron
singularmente emotivas por todo lo que ellas me prometían de N or­
teamérica; entre otros estaba M., que reía por las calles de Harlem:

53
es un músico blanco que, casado con una negra, vivió veinte años
entre los negros y loca en una orquesta negra. lia conlado su his­
toria en un libro que acaba de tener un gran éxito: él nos recibe
en un escritorio lleno de libros y de discos. Hay muchas personas
alrededor de él y sería intimidante si no fueran lodos norteameri­
canos. A. E. me presenta, entre otros, a N. G., que acaba de publi­
car una novela bastante escandalosa sobre una escuela militar del
sur. Es un gran muchacho pelirrojo, de aspecto de adolescente,
aunque ya está casado; tiene el mentón de Fred Astaire. A mis
ojos, es típicamente norteamericano, es decir, tengo la impresión de
haberlo visto veinte veces, por trozos, en los filmes de Hollywood.
M. me tiende un vaso de whisky, me dedica un ejemplar de su li­
bro. me da algunos de sus discos. N. G. me dedica también su nove­
la. Heme aquí con los brazos cargados de libros y de discos, rodea­
da de amigos que parecen conocerme de siempre. Sé que ellos aman
el jazz con ardor, que odian ardientemente al capitalismo norteame­
ricano, al racismo, al moralismo puritano, todo lo que yo detesto en
esta Norteamérica a la que ellos pertenecen y muchos de cuyos as­
pectos les son queridos. Eso basta para que yo me sienta m ejor cer­
ca de ellos que de los franceses demasiado serviles o demasiado hos­
tiles para quienes este país no es sino una potencia abstracta.
Carnegie Hall, la sala de conciertos más grande del mundo, está
llena. El público norteamericano asesinó al jazz, pero lo ama toda­
vía. Armstrong aparece en medio de aplausos frenéticos, y una vez
más asisto con emoción al prodigio de una materialización; reco­
nozco ese rostro, del que he visto tantas fotografías. Pero Armstrong
envejece. Al presente casi no toca sino con fines comerciales, con
una de esas orquestas demasiado vastas donde la intimidad y la
verdad del jazz se pierden. Parece que quería tocar con esa orques­
ta esta noche, y costó mucho convencerlo de que tocara con sólo
cinco músicos. Para los últimos momentos, no obstante, reunió a to­
da su troupe. Y el público acoge con tanto entusiasmo esa música para
diners dansants com o el jazz auténtico, tan puro y tan conmovedor
de la primera parte.
Ya afuera, los brazos cargados con mis discos y mis libros, y
la cabeza zumbándome, salto a un taxi. V oy a cenar a un restauran­
te español del Village con el equipo del Partisan Review, para reto­
mar la discusión de la otra noche. El tono de la conversación es hoy

54
muy diferente: G. T. y P. B. comienzan por disculparse por su v i­
vacidad; temen haber sido groseros. Están tanto más arrepentidos
cuanto que apenas existe en este país la costumbre de llevar las dis­
cusiones de ideas muy lejos. Como en el salón de Madame du De-
ffand, el buen tono pone un freno a las pasiones; si algún antagonis­
mo amenaza revelarse con un estallido, se corta rápidamente o se
repliega con fórmulas amables y vagas. Y o me excuso, a mi vez; soy
yo, sin duda, con mis hábitos franceses, quien ha exasperado la
disputa. Nos confundimos en cortesías; a todo lo que afirmo ellos
me dicen que sí. Como yo me explico mal, entienden negro cuando
quiero decir blan co; ellos aprueban, yo rectifico, ellos también aprue­
ban. Este exceso de miramientos nos hace reir, lo que descarga un
poco la atmósfera. Tratamos de hablar francamente, sin cólera. Por
prudencia nos alejamos de la cuestión política. Acantonamos sobre
el terreno de la literatura donde, por otra parte, su opinión me in­
teresa más.
Ellos se quejan, en primer término, de la dura condición de
los intelectuales norteamericanos. Su revista tiene apenas diez mil
lectores, lo que es insignificante en Norteamérica. Un escritor que
no fabrica deliberadamente best-sellers no puede vivir de su pluma.
Ninguna compensación de orden moral le es ofrecida; no hay amis­
tad con los otros escritores, cada uno está solo: no hay influencia so­
bre el público, que no es sensible sino a los triunfos monetarios. El
propio éxito no abre al literato las puertas de la buena sociedad; su
reputación es siempre menos escandalosa y más pasajera que la de
las estrellas de Hollywood. Encuentro al respecto un eco de lo que
me decía C. L., a propósito de la pintura. En Francia tampoco se
vive fácilmente de la literatura; pero el hecho es que no se habla
del oficio de escritor con tan amargo rencor.
En casa de G. T., alrededor de una botella de whisky, reinician
sus ataques contra la literatura de éxito. Existe, me dicen, una au­
téntica cultura norteamericana, heredera de la cultura europea, con
la que se liga directamente; fueron, en el siglo pasado, Thoreau,
Whitmann, Melville, Hawtorne, Henry James, Crane (no citan a Ed­
gar Poe, no lo citan jamás: creo que es un autor francés). Más cer­
ca de nosotros están W olffe y Fitzgerald. Es una literatura civili­
zada que busca a la vez la perfección formal y una captación pro­
fundizada del mundo. Si se exceptúa a Faulkner, todos los escrito­

55
res que nos gustan en Francia van en contra de esta tradición. Han
caído en un realismo sin belleza, superficial. La descripción del com ­
portamiento ha reemplazado a la psicología profunda, y la exacti­
tud documental, a la invención y la poesía. Ilomingway o Wright,
si se los compara con James Joyce, por ejemplo, no aportan nada;
relatan historias, eso es todo. Si nos gustan esos libros, es por una
suerte de condescendencia. Nos entretiene descubrir a través de Ca­
maradas errantes o El camino del tabaco un pueblo cuyas costumbres
nos asombran com o las de una tribu bárbara. No aceptaríamos en
Francia un equivalente de esas novelas. (M e pregunto si esa idea
de equivalencia tiene algún sentido, pero pasemos.) Esa condescen­
dencia nos hace poner sobre un mismo plano a Dashiell Hammett,
James Cain, que son despreciados aquí, Mac Coy, que es totalmente
ignorado, y un Faulkner. Entretengámonos con la lectura de nove­
las policiales, si queremos, con las de Steinbeck y Dos Passos, si po­
demos, com o nos entretenemos con los filmes de Hollywood que el
propio G. T. ve con placer cuando está fatigado, pero a los que no
sueña con acordarles un valor artístico.
Convengo que el realismo toma fácilmente al pasar de un país
a otro los falsos colores de la poesía: ellos mismos admiran La mu­
je r del panadero. Convengo que el snobismo asegura el éxito de cual­
quier novela norteamericana; las traducen sin discernimiento, has­
ta las fabrican. Y ciertamente el aporte de Dashiell Hammett, aun­
que me parece valioso, no es el de Faulkner. Pero sobre el fondo de
la discusión no estoy del todo de acuerdo. Ellos se irritan un p o­
co. Dicen que es la influencia de Steinbeck, de Hemingway que se
encuentra en esos best-sellers cuyo peso estúpido ahoga a la auténti­
ca literatura norteamericana. Hay que combatirlos, hay una dura
lucha a seguir para que se abran otras vías. ¿Q ué vías? No pueden
citar ningún escritor joven que les satisfaga: sus aspiraciones per­
manecen sobre todo negativas y muy vagas. Me parece que sueñan
con un retorno a la psicología del análisis y a un cierto clasicismo, to­
das cosas que nos aburren hoy en Francia. Además, aunque opon­
gan Norteamérica a Francia, tampoco les gustan los escritores fran­
ceses vivientes.
“ Detestan a todos los escritores vivos porque ellos mismos no
son escritores ni están vivos” , me dijeron escritores norteamericanos
vivos; atacan sus críticas con la misma fuerza que aquellos han pues­

56
to e n d e m g r a r l ° ! ; .V a , ee.T,
del Parlisan Review’ según me explica-
ron, tiene necesidad de ídolos porque no se siente segura de sí mis­
ma; han admirado a Stalin, después han pasado a Trotsky, y han
terminado por ponerse al servicio de la Tradición. Ese es su dios del
momento, y la justificación de sus od ios; ellos mismos son estéri­
les, ese es el fo n d o del asunto y por eso tienen pocos lectores, una
influencia política nula y ninguna pasión en el corazón. Odian la
vida no solamente en literatura, sino en todas las partes donde ella
se encuentre.
Hay, sin duda, mucha injusticia en este proceso: lo que es en
todo caso llamativo es el divorcio que se comprueba entre los intelec­
tuales y los escritores: la mayoría de los escritores han comenzado
por ser vendedores de diarios o lustrabotas y se han dado una cultura
al azar de la vida. Es muy raro, inversamente, que los hombres cul­
tivados escriban, por lo menos libros que apasionen. Esta querella es
casi una querella de clase. Tenemos en Francia intelectuales para ven­
der; mientras que el esfuerzo de los escritores para integrar la vida
en la literatura b a jo su form a más cruda, es nuevo para nosotros
y nos ha enriquecido singularmente. Acordaré a Partisan Review
que la vida puede cuajarse si el novelista se deja llevar por la facili­
dad, y que muchos Steinbecks y el último Caldwell son libros fabri­
cados con recetas. Pero la acusación de realismo no tiene ningún sen­
tido claro. Se sabe perfectamente lo que ha sido la escuela realista
en Francia; un prejuicio disfrazado de imparcialidad frente a lo
dado, actitud que se destruye a sí misma. Pero en las novelas norte­
americanas que nos gustan, lo dado es descripto a través de violentos
prejuicios de amor, de odio, de rebeldía. La vida se descubre en su
verdad, es decir, que la conciencia del heroe esta presente. ¿ Qué
quiere decir, entonces, la palabra realismo? Y además, ¿qué gusta
en Stephan Crane, en particular en esa larga novela llamada Maggie
sino, frente a las convenciones de la época, una audacia realista?
Lo que he sentido con evidencia a través de esas querellas, es
que la ^literatura norteamericana” , como norteamericana , no es un
bloque homogéneo y cerrado, com o se tiene demasiada inclinación
a creer de lejos. Es una realidad viviente y movediza, atravesada por
corrientes diversas y que frecuentemente se combaten. Que la nueva
generación se aparte de los grandes escritores que la han precedido,
es natural^ es necesario; no encontrarán ya en Melville o en Hawt-

57
horne las respuestas a sus problemas. Son problemas nuevos a los
cuales ellos mismos deben aportar las soluciones. Si estas son buenas,
se inscribirán a sí mismos en la Tradición 1.

9 de febrero

“ Los domingos” , me había dicho una norteamericana, “ uno se


pasa la mañana en la cama leyendo el suplemento del New York Ti­
mes.” La primera vez que compré el Sunday New York Times creí que
me equivocaba, que me llevaba toda una pila de diarios; pero toda
esa pila no era sino un solo diario. Aun en los días de semana, me
cuesta manejar esa masa de papeles. Aprendí a dejar a un lado las
páginas de deportes, de inversiones, de casamientos y decesos y de
notas sociales. Mis ojos saltan por encima de los avisos que llenan
páginas enteras, pero todavía me pierdo. Lo que me desconcierta es
que esa gran prensa internacional es también una prensa local. Los
problemas del desarme están en el mismo plano que la milagrosa
curación del blue baby de los esposos Thompson o que el ingenioso
arreglo de un tráiler por el veterano Smith, nuevamente casado. Aquí
también se trata de persuadir al norteamericano de que toda Norte­
américa se interesa por el caso particular de cada ciudadano; la
prensa elige abstractamente cada día algunos ejemplos bien concretos
que ofrece com o prueba a sus lectores. Y en tanto que organizan
colectas en favor del niño enfermo o envían cartas de felicitación
a los esposos felices, la gente tiene, con p oco gasto, la impresión de
participar activamente en la vida del país y deja con mucho gusto
a los especialistas la solución de los problemas de la libertad de tra­
bajo, de la lucha contra los rojos y de la intervención en los asuntos
de Europa.
Un bello día helado. Por la mañana asisto con Richard W right
a un servicio en una iglesia negra, la iglesia Bautista Abisinia, que es
la más grande de Nueva Y ork. Tiene de 12.000 a 14.000 miembros.
Su pastor es una figura popular, es el reverendo A. Clayton Powell.
hombre joven, am bicioso, de tez clara, de trazos tan finos que no
lo hubiera tomado jamás por un negro. Desarrolla una intensa acti­

1 Volveremos a tomar esta discusión en la página 244.

58
vidad social. Ayuda frecuentemente a los obreros en las huelgas, pu­
blica un diario negro y es miembro del Consejo de la Ciudad de
Nueva York. Es representante de esa categoría bastante rara de pas­
tores que se encargan de sostener y de expresar las reivindicaciones
de los negros. Me siento conmovida por el lado social de su sermón:
se diría menos una reunión religiosa que un mitin político. Recuerda
a los negros su dura condición, pero dice que no es con la rebelión ni
con el odio como podrán mejorarla; es preciso, en primer lugar,
que ganen el corazón de Dios. Entre ellos también hay injusticias,
hay ricos y pobres, sanos y enfermos y deben aprender a ayudarse
los unos a los otros; que frecuenten la iglesia, que sus costumbres
sean puras, que vivan en el Bien, entonces llegará el día en que ten­
drán término sus males. Los asistentes escuchan con una atención
ardiente y aprueban el discurso con Y es! All rigth!, batiendo pies
y manos; pero es una asistencia burguesa muy acomodada, decente
y que sabe moderar sus manifestaciones. Wright me dice que para oir
los más bellos spirituals y para sentir el lado emocional de la religión
negra, hay que ir a las iglesias de los barrios pobres. Él me llevará.
El aspecto político, laico, de la reunión, me conm ovió; es necesario
comprender, me explica, que no hay un minuto en la vida de un
negro que no esté penetrado de conciencia social. Desde su nacimiento
hasta su muerte, trabajando, comiendo, amando, paseando, bailando,
rezando, no puede jamás olvidar que es negro, y eso se lo hace pre­
sente a cada minuto el mundo de los blancos del cual la palabra negro
recibe su sentido. Haga lo que haga, un negro está “ comprometido” .
No hay escritor negro para quien no se plantee el problema del com­
promiso. Está resuelto de antemano.
Conversando, descendemos las grandes avenidas de Harlem; reina
una paz aldeana, la calzada está desierta como la de los bulevares
parisienses durante la ocupación. En las aceras los niños juegan con
la nieve a pesar del frío que muerde. Jamás Greenwich Village ha
merecido m ejor ese nom bre; en las calles provinciales que bordean
las casas de dos o tres pisos, la nieve ahoga todos los ruidos. Recu­
bre los techos, invade las graderías; nos hundimos hasta el tobillo
y los automóviles que estacionan en el bordillo de las aceras están
totalmente enterrados. Pero a la noche, sobre la Bowery, el frío ha
perdido su encanto campesino: bajo el techo negro del elevado, tiri­

59
tan esos hom bres que aquí llaman cruelmenle “ los olvidados’ * “ los
hom bres solos” .
La Bowery es la avenida de la miseria. Los tranvías — creo que
son los únicos tranvías de Nueva ^ o r k — pasan ruidosamente b a jo el
elevado; las casas, todos los negocios son de color gris, de rostro mal
lavado. A b a jo, se venden pieles de lu jo y diamantes; esas joyerías
son halls tristes donde los comerciantes tienen sus mostradores uno
al lado de otro. Más arriba, se encuentran sobre todo los negocios
de los revendedores, los baratillos, la ropa de ocasión, los racim os de
zapatos usados colgando alrededor de las puertas, de arriba abajo.
Hay sastres, entre otros un sastre de gordos, que expone fotografías
de obesos vestidos p or él, y chaquetas y pantalones de dimensiones
fabulosas. Hay, sobre todo, tiendas de prestamistas, distinguidos con
la enseña tradicional: tres gruesas bolas de cobre. Se reconocen tam­
bién por las guitarras expuestas en las vidrieras; entre joyas deslu­
cidas, fonógrafos, relojes, aparatos fotográficos y utensilios de c o ­
cina, se ven siempre guitarras, tan nobles, a pesar de la mezcla que
las rodea, com o en los cuadros de Picasso. Frecuentemente trompetas
y saxofones les hacen com pañía. Entre esos negocios se levantan, a lo
largo de la Bowery, los hoteles para “ hom bres sin m ujeres” . Las
fachadas descostradas, los vidrios polvorientos, oprim en el corazón ;
son asilos donde por algunos centavos se puede alquilar un jergón,
o solamente un rincón del piso, bullente de chinches. Los desocupados
neoyorquinos, más pobres, van a las flop-houses, donde duermen, sen­
tados sobre bancos, los brazos apoyados sobre una cuerda y la cabeza
sostenida por los brazos replegados. Duermen hasta que el tiempo
de reposo que han com prado se a gota ; entonces les tiran de la cuerda,
cae el cuerpo y el choque los despierta. Los que son todavía más
pobres, permanecen en la calle. Los enferm os, los viejos, los fracasa­
dos, los desgraciados, todos los desechos de la vida norteamericana
ruedan por esas calles. Se acuestan sobre el asfalto a pesar de la
escarcha y de la llu via; se acurrucan sobre los escalones de las pe­
queñas escaleras que descienden a los sótanos o bien permanecen pa­
rados, apoyados en las paredes, tratando de dorm ir de pie. Tienen
un solo fin en la tierra: beber. En la angustia negra y fría de la B o­
wery, el lu jo de los carteles de neón anuncia en cada bar un paraíso.
Pero la borrachera también se paga. Tratan de vender a los tran­
seúntes, de venderse los unos a los otros su última camisa, sus zapa-

60
tos agujereado», un cuchillo roto; alrededor de un pingajo recogido
por la mañana en un lacho de basura se desencadenan todas las pa­
siones del Hotel de Ventas o de la Bolsa. Muy frecuentemente no
tienen nada que vender: mendigan. Mi amigo S. L., que trabaja en el
barrio, conoce a más de uno; para mendigar, bromean. Es la regla
aquí. Desde el presidente de TJ. S. A. hasta el desocupado, siempre
piden haciendo chistes: “ El banco está cerrado, señora, no puedo
cobrar mi cheque, ¿quisiera adelantarme veinticinco centavos?” A
veces, frente al libro que uno tiene bajo el brazo, les brillan los ojos:
“ Préstemelo, se lo devolveré” . Lo devuelven; lo piden prestado para
leerlo. S. me dice que muchas mujeres viven también sobre la Bowery,
pero se las ve más bien en los cafés que en la calle; hay una, llamada
“ la reina de la Bowery” , una vieja belleza que ha sido célebre, que vi­
ve miserablemente, pero que posee una abultada hucha.
El bar más célebre de la Bowery es el Sammy’s. Era hasta hace
poco un bar como los demás, una especie de flop-house donde, por
algunos centavos, se podía beber y dormir de día y de noche. A la
tarde su fisonomía apenas ha cambiado: los únicos clientes son vaga­
bundos, hombres y mujeres, que beben en el mostrador cerveza barata
o que duermen sentados sobre sillas, el busto acostado sobre la mesa.
Pero Sammy, el propietario, tuvo una idea genial. Reunió a viejas
actrices, a cancionistas, a bailarinas de sesenta a ochenta años y las
exhibe por la noche empenachadas de plumas, presentando los bailes y
las canciones de su juventud. El bar se convirtió en un cabaret: Sam­
my’s Follies, y tiene un gran éxito. Afuera, frente a la puerta, hay
hombres esperando que una moneda caída del cielo les permita entrar:
aquellos que han tenido la oportunidad, titubean alegremente alrededor
del bar que presiden, pintadas en el muro sobre el lujoso arsenal
de botellas, las reinas de la Bowery. Pero es una burguesía decente
la que está sentada a las mesas, bebiendo whisky y comiendo ham-
burgers. Las paredes están cubiertas de fotografías, de recortes de
diarios, de autógrafos; hay también viejos afiches en colores, pro­
paganda de películas mudas, donde se perpetran violaciones y asesi­
natos. Como en todos los cabarets neoyorquinos, una fotógrafa envuelta
en seda negra circula por las mesas; con una sonrisa simpática en­
foca su lámpara sobre las parejas y los grupos alegres. Nos sentamos
al lado del estrado adornado con cintas; un hombre toca el piano
y una joven triste el violín; ella se encuentra fuera de lugar aquí, se

61
siente desdichada y distinguida. Hay también una mujer que golpea
sobre un bombo, desenfrenándose con una aplicación desatinada.
Una a una desfilan las cancionistas.
Las eligen deliberadamente enormes: Mae West con degenera­
ción adiposa. Sus cabellos son de color rojo o negro cuervo. Afeites do
extravagancia a gusto. Placas anaranjadas sobre mejillas que cuel­
gan, polvo gredoso en los pliegues del doble mentón. Sólo los ojos,
a pesar de las pestañas postizas, el carbón, la máscara, las ojeras
azules, permanecen humanos. Esos frágiles redondeles no se pueden
tocar; escapan a todos los disfraces. Todas esas viejas hadas llevan
inmensos sombreros con plumas anaranjadas o verdes, joyas bri­
llantes, vestidos de seda negra ceñidos al cuerpo y con los pechos
levantados. Cantan canciones de cowboys, baladas sentimentales, to­
dos los estribillos del 900; esbozan pasos de baile, saltan haciendo
estremecer sus senos espesos. Muchas han tenido talento, belleza y to­
davía conservan bastante fuego, vida y ambigua femineidad como
para que los aplausos que recogen sean equívocos. El público está
fascinado.
Observo a una mujer que está sentada sola a una mesa, joven
aún, decente, y que bebe whisky tras whisky, mirando el escenario
con aire duro. Otras mujeres, cuyos ojos zozobran, ríen histérica­
mente. La atracción mayor es una octogenaria cuyo rostro pintarra­
jeado, muellemente hundido en una masa informe de carne, evoca
aún a la belleza; canta dando a su gran sombrero canallescas sacudi­
das ; ondula y a pesar de sus ochenta y cinco años, resucita por un ins­
tante a esa Mae West que ha sido. Cuando levanta sus faldas de seda
descubriendo un pantalón canario, ceñido en las rodillas, y piernas
dignas de la Mistinguett, todo el público aúlla. Las mujeres histéricas
se levantan los vestidos y se desvanecen a medias sobre el pecho de
sus hombres molestos.
La vieja recorre la sala abrazando al pasar las cabezas masculi­
nas; avanza bailando y de tanto en tanto esboza el ademán de le­
vantarse las faldas por detrás; un silbido la llama al orden. El pú­
blico aúlla más y más fuerte. Con un gran redoble de tambor, en
medio de aplausos, de risas y de gritos ahogados, la vedette va a sen­
tarse en un rincón de la sala, completamente sola; tiene un aspecto muy
viejo y muy fatigado. Mañana por la noche, volverá a comenzar.
Toda esta historia, desde luego, no es herm osa; es burlarse de

62
viejas miserables. ¿Pero qué les ofrecen los sensatos que protestan?
Después de todo Sammy les permite ganarse la vida. Desde el mo­
mento que la Bowery existe, no se puede vituperar a Sammy. Y la
Bowery es el reverso de Wall Street. Hay que buscar más lejos las
razones para indignarse.

10 de febrero

Por la noche cayó nieve, las calles de Nueva York están cubier­
tas de una suciedad gris; están tan descuidadas, tan sucias como las
calles de París durante un invierno de ocupación. Esta ciudad no es
tan aseada como me pareció en un primer momento. Los tachos de
basura permanecen mucho tiempo en las aceras. A veces, por la ma­
ñana, sobre las avenidas populares, se queman las basuras en grandes
cajones de lata. Y de noche, cuando camino por las calles, tengo súbi­
tamente el rostro tan negro como si saliera de un depósito de carbón.
Dentro de tres días, abandono Nueva York. Tengo muchas cosas
que hacer, asuntos que arreglar y toda la mañana recorro las calles
barrosas de los hermosos barrios. Las confiterías exponen en sus vi­
drieras inmensos corazones rojos decorados con cintas y atiborrados
de bombones; hay también corazones ingeniosamente suspendidos en
las papelerías, en las corbaterías. Pronto es San Valentín, día en que
las chicas deben regalar a sus boy-friends. Hay siempre alguna fiesta
en Norteamérica; eso distrae. Aun las fiestas privadas tienen la dig­
nidad de las ceremonias públicas; en particular los cumpleaños. Pa­
rece que el nacimiento de cada ciudadano es un acontecimiento nacio­
nal. La otra noche, en un club nocturno, toda la sala se puso a cantar
a coro Happy birthday, en tanto que un señor grueso, confundido
y lisonjeado, apretaba con embarazo la mano de su mujer. Antes de
ayer tuve que hablar por teléfono; dos coüege-girls entraron antes
que yo en la cabina y en tanto que yo esperaba impacientemente
frente a la puerta, ellas descolgaron el receptor y cantaron todo el
Happy birthday, hasta el final. En los bazares se venden tarjetas pos­
tales para cumpleaños, con congratulaciones impresas, frecuentemente
en verso. Y se pueden “ telegrafiar” flores para esa ocasión o para
otra. Todos los floristas recomiendan en grandes caracteres: iFire
flotvers.
Esta tarde he visto en el cine un documental producido para la

63
“ Marcha del Tiem po” ; se asiste en él a la búsqueda de la felicidad
tal com o se la practica en Norteamérica. Se ven en primer lugar libre­
rías donde hombres y mujeres compran libros con títulos prometedo­
res: El secreto de la felicidad, La felicidad en cinco lecciones, etc.
Después sesiones de cultura física ; en la gimnasia se mezclan ejerci­
cios de persuasión que recuerdan al método Coué. Otros insatisfechos
consultan a videntes, a astrólogos. Otros escriben con esperanza a dia­
rios especializados y analizan ávidamente las respuestas de alguna
“ Miss Lonely Heart” sin escrúpulos. Otros escuchan por radio las
consultas de Anthony o van a consultarlo ellos mismos. Anthony es
célebre en Norteamérica y sus audiciones causan furor. A coge a las
almas en pena, les pide que expongan sus problemas, les da alguna
respuesta banal; y toda la conversación es transmitida por radio, in­
cluyendo los sollozos que súbitamente cortan la voz del consultante.
El engaño era tan impúdico que se terminó por prohibir a Anthony,
pero hay émulos. Y el documental no habla de los psicoanalistas pa­
tentados, muchos de los cuales son explotadores sin escrúpulos.
Ese pequeño filme, muy oficial, confirm a lo que me han dicho
de varios lados; los norteamericanos tienen esas mejillas llenas, esas
risas amplias, esas miradas limpias, esos rostros ebrios de buena con­
ciencia, solamente en los carteles y en las páginas de propaganda.
En la realidad casi todos tienen dificultades consigo mismos. La be­
bida aporta un remedio a ese malestar interior cuya figura más ordi­
naria es el aburrim iento: com o el hecho de beber es admitido por la
sociedad, no aparece com o un signo de inadaptación. Es la forma
adaptada de la inadaptación.
Pero el alcohol no es, a pesar de todo, una panacea universal
y algunos individuos se formulan en voz alta esa inquietud que cada
uno experimenta en secreto. Es entonces cuando Anthony o el psico­
análisis proponen sus servicios. Si el psicoanálisis está en boga en
Norteamérica, si la psicología es uno de los temas de conversación
favoritos de los intelectuales, de la gente cultivada, no es porque los
norteamericanos esperen que esas disciplinas los ayuden a encon­
trarse a sí mismos, sino por el contrario, porque ellas se hacen cóm ­
plices de su fuga. Cuando uno se siente inadaptado puede intentar
poner el mundo en tela de ju icio : esa actitud revolucionaria es peli­
grosa para la sociedad, angustiosa para el individuo que se encuentra
frente a decisiones que tomar, riesgos, responsabilidades. Se admite

64
a priori que es el inadaptado el que está equivocado; y él mismo se
siente totalmente feliz de considerar su desarreglo com o una enfer­
medad tan seguramente curable como un catarro. Rechaza toda ver­
dad interior a los problemas que plantea, a sus dudas, a sus angus­
tias; los considera como una realidad dada que se trata de estudiar
científicamente. No es ya un tema que se debate en su drama singular,
sino un caso objetivamente definido. Cada individuo es un caso, una
singularidad universal. Al individuo más destacable por sus extrava­
gancias, por sus excentricidades, por la afirmación de su individuali­
dad, se lo llama un “ carácter” , y es aun ahí una categoría general
en la cual se encuentran negadas la separación y la soledad de las
libertades. El caso se expresa por el “ problema” . T odo ciudadano
norteamericano tiene un problema como tiene un estado civil; si es
normal y esclarecido sabe definirlo él mismo en términos que ya indi­
can la solución. Menos esclarecido, define el problema y pide una
solución a la gente competente. Esos son precisamente los problemas
acompañados de su solución que difunden en gran escala la radio y la
prensa; si el problema no se ve claro, va a hacerse poner en ecuacio­
nes por el psicoanálisis.
El psicoanálisis es una vasta empresa de recuperación social.
Su único fin es permitir a cada ciudadano volver a tomar un lugar
útil dentro de la sociedad. En este momento hay toda una categoría
de individuos que se trata activamente de recuperar: son los G. I.
venidos de Europa o del Pacífico y cuya experiencia de ultramar los ha
perturbado. D. P., cuyo oficio es someter a test a enfermos psíquicos,
me dice que hay entre ellos un número considerable de veteranos.
Se comprende que después de haber respirado durante toda su juven­
tud el optimismo norteamericano, después de haber vivido en un país
que niega la existencia del mal, esos jóvenes hayan sido perturbados
por una brusca confrontación con el mundo de la guerra, y que su
experiencia no se integre ya en el sistema en el cual debe situarse
nuevamente.
Aquellos que tienen el coraje de continuar creyendo en esa expe­
riencia, representan una fuerza nueva; pero muchos se sienten sim­
plemente perdidos. Se los considera curados cuando han perdido la
conciencia de estar perdidos. Adaptarse aquí es, en verdad, dimitir
de sí mismo; ser feliz es saber enceguecerse con empecinamiento.

65
Muchas cosas cambiarían en los norteamericanos si quisieran admitir
que existe el mal sobre la tierra y que el mal no es a priori un crimen.

11 de febrero

D oy una conferencia seguida de un coctel en Relaciones Cul­


turales. Una francesa de no menos de cuarenta años me interpela:
— En nombre de la juventud francesa, rechazo todo lo que usted
ha dicho.
Otra me estrecha la mano con efusión:
— Le agradezco en nombre de Francia.
Quisiera saber qué voz sobrenatural las ha mandado.
Una vez más observo qué engreídos son los oficiales franceses:
los norteamericanos llamados “ importantes” saben establecer inme­
diatamente con el recién llegado una com plicidad humana. Y si se
trata de hablar en público, un auditorio norteamericano no es inti­
midante, porque se sabe que el problema no es para ellos tomarnos en
falta, sino simplemente escucharnos.
Esa benevolencia norteamericana me seduce y me irrita a la
vez: confía en el hombre. Pero la confianza es un sentimiento am­
biguo: ¿generosidad o hipocresía? ¿ Y hay que confiar en todos los
hombres? La amistad se pierde si no es una elección. La benevolen­
cia va tan lejos aquí, que se rechaza, por ejemplo, creer en las atro­
cidades alemanas. Frente a los filmes tomados en Buchenwald, el
norteamericano se alza de hom bros: esos cadáveres no son rusos ni
franceses, son austríacos matados en un bom bardeo que se pretenden
hacer pasar por víctimas del nazismo. Es verdad que la propaganda
torpe de 1914-1918, esos niños belgas con las muñecas cortadas que
jamás la Cruz R oja norteamericana pudo identificar, han inclinado
a los norteamericanos al escepticismo; y a nosotros mismos, nos ha
faltado tiempo, entre el 40 y el 44 para creerlo todo. Pero hay un
prejuicio en ese rechazo. No es seguro que sea un prejuicio huma­
nista: de los japoneses se creería, sin dudar, cualquier cosa. El hu­
manismo está atemperado por el racism o: la benevolencia no se ex­
tiende a los amarillos; en tanto que hay mucha sangre alemana en
las venas de los ciudadanos norteamericanos. Y además la política
de Marshall implica que los crímenes alemanes sean olvidados.

66
Ciertamente, sería falso no ver en el optimismo moralista nor­
teamericano sino una política; esos hijos de puritanos creen en la
Virtud y en el Bien con una especie de sinceridad. Me han citado
una palabra del filósofo alemán Scheller que me ha parecido muy
justa: “ Creía” , ha escrito, “ a los norteamericanos hipócritas. Creía
que cuando decían Dios, querían decir: algodón. No. Cuando dicen
Dios, quieren decir Dios. El milagro es que hay siempre algodón.”
Y en efecto, si se ha comenzado por anexar Dios al algodón, por
identificar Virtud y Prosperidad, se puede, sin hipocresía y sin ries­
go, invocar a Dios y a la Virtud. El bien ofrece tantos recursos com o
el mal, y sin duda más, si se lo sabe canalizar. Los engaños norteame­
ricanos no descansan en mentiras, sino más bien en verdades hábil­
mente explotadas. Es verdad que Europa tiene necesidad de Norte­
américa; a los ojos de los norteamericanos medios, el imperialismo
toma la figura de la caridad. La arrogancia de los norteamericanos
no es voluntad de poderío: es voluntad de imponer el Bien; el mi­
lagro es que la llave del paraíso está entre sus manos.
Recuerdo a un joven norteamericano que estaba en París el
verano pasado. Su mujer sufría de calor; quería encontrar cápsulas
de sal para aliviarse. No había en ninguna farmacia. “ Debe de ha­
ber” , decía con cólera. Se empecinaba, de una farmacia corría a
otra y en su alma el escándalo crecía: “ Debe de haber” . Ese d ebe. . .
confiaba en el orden del mundo, pero estaba también lleno de ame­
nazas: pues si ese orden se encontraba imprevisiblemente desorde­
nado, era necesario restablecerlo.
Sin duda, no se podría definir tan imperiosamente el Bien sin
plantear cierto Mal. Lo que importa, es que uno no usurpe al otro
y que el Mal no aparezca como la antítesis, claramente localizada del
Bien. Hay malas mujeres, pero aquellas que son virtuosas, lo son in­
tegralmente; hay malos ciudadanos, se los pone en prisión. El buen
ciudadano es leal en todos los aspectos. Los japoneses encarnan muy
afortunadamente al Diablo. Se obtiene de ese m odo un universo ar­
monioso donde el Bien triunfa por la evidencia misma de su exis­
tencia. Entre esas grandes imágenes de Epinal, tan próximas a los
mitos infantiles, Juan que llora y Juan que ríe, el desgraciado alco­
hólico y el buen padre de familia, Genelon y Roland, las realidades
intermedias, no alcanzan a inscribirse. Si trato de volcarlas, siento

67
súbitamente que el espíritu de mi interlocutor permanece en blanco;
la imagen demasiado sutil no ha sido captada.
Muchas veces durante este coctel he quedado impresionada
por los problemas que me plantean sobre la ocupación de París. Unos
creen que, en cada esquina, afrontábamos la amenaza de las bayo­
netas, que éramos constantemente golpeados o molestados. Pregun­
taban: “ ¿H a pasado cuatro años en P a rís?” , com o si preguntaran:
“ ¿H a pasado cuatro años en Ravensbrück?” Otros se asombran de
que verdaderamtnte nos hayan faltado ananaes y naranjas durante la
guerra; aún lo dudan. Por otra parte les faltaron muchas cosas a
ellos también.
Cuando les doy algunos detalles verdaderos, siento que los es­
candalizo. Si los norteamericanos tienen tan poco sentido de los ma­
tices, no es porque sean incapaces de aceptarlos; la realidad norte­
americana es ella misma suficientemente matizada. Es que entonces
se sentirían inquietos. Admitir el matiz, es admitir la ambigüedad del
juicio, la oposición, la duda; frente a las situaciones complejas, hay
que pensar. Ellos desean conducirse en la vida por la geometría, no
por la sabiduría; la geometría se aprende en tanto que la sabiduría
se inventa, y sólo la primera da la tranquilizadora certidumbre necesa­
ria a un hombre escrupuloso. De ese m odo optaron por creer en un
mundo geométrico, donde las perpendiculares se contradicen exac­
tamente, com o en sus edificios y en sus calles.

12 de febrero

Mis amigos españoles me invitan a dar un paseo en auto por


los alrededores de Nueva Y ork. Partimos de Greenwich y vamos
hacia el East R iver; la circulación es terriblemente lenta en el cora­
zón de la tarde. Cada dos cuadras las luces rojas nos cortan el pa­
so. Sobre la drive, por el contrario, se puede correr a gran veloci­
dad. Pasamos Queens Bridge y correm os hasta T riborou gh ; es un
inmenso puente, o más bien un conjunto de tres puentes que miden
22 kilómetros. Al lado de la ancha calzada por donde circulan ca­
miones y autos, se abrió un pasillo para los peatones: pero nadie
emprende a pie ese largo trayecto. A la izquierda hay una planicie
cubierta de casuchas miserables; a la derecha Manhattan se recorta

68
sobre el horizonte con el esplendor de sus rascacielos: se abarcan con
una sola mirada los edificios del Central Park, el “ Empire State” , la
Batería.
Atravesamos barrios pobres, dejamos atrás un cementerio, des­
pués otro; hay muchos cementerios por aquí. Salimos de Nueva York.
Encontramos una de esas famosas encrucijadas en forma de trébol
de cuatro hojas que evitan los cruzamientos y parecen hacer toda co­
lisión imposible. No obstante, hay muchos accidentes en Norteamé­
rica, pero son debidos al exceso de velocidad y a la borrachera.
Estoy asombrada de encontrarme tan rápido en la verdadera
campiña, entre bosques. La ruta es en declive y se advierte a lo le­
jos una inmensa ciudad obrera cuyas casitas, todas idénticas las
unas a las otras, están impecablemente alineadas en filas geométri­
cas. Los niños que habitan aquí no han visto jamás a Nueva York,
y los adultos que trabajan en las fábricas vecinas no van a la ciudad
con frecuencia; su horizonte está en el infinito de las barracas de
madera, de los patios de tierra negra. Saint Denis, Saint-Ouen pa­
recen ciudades plenas de encanto y de fantasía después de esos cam­
pamentos desolados.
Dejamos atrás el triste paisaje; ahora seguimos la bahía. Agua
azul, sol y gaviotas. Pero esto no es sino una breve escapada. Volve­
mos a Queens. Queens es toda una ciudad, más vasta que Manhattan.
Abarca aldeas y barrios; nos perdemos en un barrio residencial don­
de por calles y calles, las villas duermen bajo la nieve. Las grandes
avenidas donde nos encontramos después de vueltas y revueltas me
ayudan a comprender a Nueva York. Hace algunos días, en la gran
Biblioteca Pública de la 5* Avenida, he visto una serie de estampas
que representan al viejo Nueva York; son esas imágenes las que se
materializan ahora ante nuestros ojos. Se diría que esos anchos ca­
minos bordeados de barracas, de carteles publicitarios y también de
terrenos baldíos, acaban de ser trazados por las manos rudas de al­
gunos pioneros; son emigrantes los que habitan en esa ciudad in­
acabada.
Por comparación Manhattan me parece súbitamente viejo; ya
tiene depositados los recuerdos de muchas generaciones. El pasado
inscripto sobre las piedras de Broadway le promete un porvenir. Esas
avenidas de Queens podrán ser barridas mañana; un equipo de
hombres acaba de construirlas, bastará otro equipo para que las

69
destruya. No se nota que todo un pueblo las haya lomado por su
cuenta. Están ahí, pero nadie las quiere tal com o son. Los edificios
están puestos al azar; tan pronto permanecen aislados, tan pronto
se aglomeran. Esa vegetación desordenada no constituye una ciudad.
El auto anda por una calle transversal, barrosa y traqueteada como
un mal camino de cam po; el coche tiene necesidad de una repara­
ción y lo abandonamos en un garage. El garagista nos propone
hacernos llevar por uno de sus coches que va a Nueva York. Acepta­
mos y como hay que esperar algunos instantes), descendemos a
un Bowling vecino.
He visto frecuentemente brillar en la noche con grandes letras
rojas la palabra “ Bowling” . Es el viejo juego de bolos al que juga­
ban los enanos de Rip van Winkle, pero modernizado. En lugar de
una quebrada salvaje, encuentro un bar con mesas y sillas. Las pis­
tas, alineadas una al lado de otra, son de madera barnizada. La bo­
la gruesa empuja a los bolos, que caen en una trampa; un mecanis­
mo la devuelve automáticamente al jugador. Sentados en conforta­
bles bancos, los consumidores miran el juego, que es también un es­
pectáculo. Y o recuerdo una partida de bolos en un villorrio fran­
cés, una tarde de un 14 de ju lio; el terreno desigual tendía trampas a
los jugadores. Jardines, casitas, lugares sombreados de plátanos, to­
do eso es reemplazado en Norteamérica por esos grandes halls con
“ aire acondicionado” donde se lanzan, sin risas y sin disputas, bolas
de tamaño standard sobre pistas exactamente medidas. En los ro­
dajes de esa maquinaria, se ha insertado un ser humano: el pin-boy.
Está oculto detrás de una pared cuando el jugador lanza la bola; se
ven aparecer sus pies y sus manos cuando cambia los bolos derriba­
dos, y después los retira rápidamente para no ser alcanzado por la
pesada masa de madera. El ritmo de las apariciones es regulado co ­
mo el movimiento de una biela. El juego es tan popular que las pistas
se alquilan con dos días de anticipación. Es monótono mirarlo.
Un chofer nos conduce. Sobre las avenidas de Queens, quema
con desdén todas las señales, lo que nadie hace jamás en Manhattan;
aun de noche, en las calles más desiertas, los coches son de una do­
cilidad ejemplar; es que no hay muchas reglamentaciones en N or­
teamérica, pero cuesta caro infringirlas. Las multas son muy ele­
vadas. Pero Queens, a pesar de lo extenso de su superficie, no es si­
no un suburbio, y la disciplina pierde sus derechos. Entramos por el

70 1
gran puente de hierro. Los camiones ruedan sobre la plataforma su­
perior; no hay más que autos, todos más o menos de la misma talla,
del mismo color oscuro, casi idénticos. Corren a diez centímetros
de distancia unos de otros; dos filas dirigidas hacia Manhattan, y
dos dirigidas hacia Queens. Llenan exactamente toda la calzada;
avanzan tan regularmente que se los creería transportados por una
alfombra rodante que saliera de la fábrica que acaba de armarlos.
Me pregunto qué pasaría con esa cadena precisa si uno de ellos ca­
yera en panne.
Es la última noche que paso en Nueva York, después de una vi­
sita de dos meses. Desciendo en Greenwich con mis amigos. Me mues­
tran cerca de Washington Square un encantador café, el Jumble
Square, que es de un estilo casi europeo con su embaldosado rojo y
sus pequeñas mesas tranquilas ordenadas a lo largo de la pared. Se
puede comer y beber toda la noche. Durante los años de exilio, los
escritores y pintores franceses trataron de resucitar aquí Les deux
Magots y Le Café de F lo re; pero fracasaron. Sus encuentros tenían
un aire demasiado concertado. Por una razón o por otra, no hay en
Nueva Y ork el clima necesario para la vida de café.
Entramos al azar en un night-club del Village. El salón es muy
alegre: es un gran granero con vigas aparentes adornadas con rue­
das de carretas. Cowboys de fantasía, sonrientes y compuestos, can­
tan y tiran el lazo; todas las atracciones son detestables. Hay mucha
gente, pero es un público de provincia. En un momento dado el ani­
mador que presenta el espectáculo, interpela desde el micrófono a
una de las mesas:
— ¿D e qué estado?
Son de Ohio y la orquesta entona el aire tradicional de Ohio. La
mesa siguiente es de Illinois; tocan un himno local. De mesa en me­
sa, una docena de estados desfilan. No hay un solo neoyorquino.
Encontramos a los neoyorquinos en el Café Society. Hay mucha
más gente que el otro día. Sin duda el programa ha cambiado y
esa noche Josh White, un cantor negro célebre en ese momento, can­
ta las canciones de las que compone él mismo música y palabras; se
acompaña con la guitarra. Es hermoso, casi demasiado hermoso y
demasiado magníficamente vestido, y sus canciones son casi dema­
siado emocionantes. Una está dedicada a Roosevelt, a quien los ne­
gros — aun los de extrema izquierda— respetan porque ha hecho

71

<
m ucho por su causa. En otra, más audaz, J. \Y. recuerda que en la
guerra negros y blancos han vertido su sangre cod o a codo y que esa
sangre tenía el mismo color. La sala aplaude calurosam ente; es una
boite más o menos “ de vanguardia” , donde el público tiene ideas
liberales.
N o obstante me siento molesta. H ace algunas semanas una jo ­
ven negra vino aquí en compañía de am igos blancos, para oir a los
camaradas de color a quien el público otorgaba tanto éxito. La di­
rección rehusó servirla y hubo un pequeño escándalo. Aplauden una
ca n ción ; palabras. Pero los negros que cantan y actúan, saben muy
bien que no tienen derecho a ubicarse entre la concurrencia. N o de­
be de haber mucha amistad en su corazón.
¿E s que no tengo suerte? ¿ 0 la culpa es del “ receso” ? N o me
he divertido mucho en los night-clubs n eoyorqu in os. Salvo en Har-
lem, no he oído buen jazz. El Á ngel A zul, que hacía fu ror en ese
momento, no me ha parecido unir, com o se pretende, los encantos
de Europa y los de N orteam érica: espejos, alfom bras, faroles, cris­
tales, luces mortuorias, atracciones decentes; m e pareció un rin­
cón presuntuoso y sin carácter. M uchos de esos night-clubs, com o
los restaurantes elegantes y los bares de los grandes hoteles, tienen
un aspecto de “ salón de té” que me ahoga. El decorado, com o el pú­
blico, no se distingue ni p or su gusto acertado ni p or un verdadero
lu jo ; respira solamente opulencia. P o r todas partes se siente el mis­
m o olor a dinero.
M e gustó en la 52 Street un estrecho corred or donde un pia­
nista negro tocaba jazz v ie jo ; allí los periodistas beben y cenan has­
ta el alba. Sobre Lexington, hacia la 57 Street, me gustó también un
pequeño bar som brío con largas mesas de madera, donde los hom ­
bres se em borrachaban solitariamente. En T o n y ’ s, com o en Tahy lio ,
se puede conversar, hasta se pueden escribir tranquilamente cartas
o artículos. Pero estas son excepciones. En casi todos los rincones pa­
ra la clase media una música licorosa difundida p or radio o p or pick-
up envenena los oídos y termina p or congestionar la cabeza. Los
que son simpáticos en Nueva Y o rk son todos los pequeños bares
populares, los bares de barrio cuya clientela corresponde a la de
nuestros cafés con billares; están abiertos a la vida, la gente vive
gratos instantes en ellos. Se siente calor humano. Sólo que no se pue­

72
de hacer otra cosa que sentarse al mostrador y beber. No se puede
prmanecer largo tiempo.
Por primera vez desde hace dos meses, doy vueltas alrededor
de Times Square, camino por Broadway y comprendo. No, las pro­
mesas de ese cielo, de esas luces, no pueden cumplirse en ninguna
parte: no existe ninguna cosa que concuerde del todo con el esplen­
dor de esas noches. Esa plenitud exterior con la que sueño, será siem­
pre un fantasma: jamás seré acreedora a nada fuera de mí misma,,
y yo no soy nadie si no tengo nada que hacer conmigo. La noche es
un decora d o; cuando trato de aprehenderla, de hacer con ella la sus­
tancia de los instantes que vivo, se hunde en mis manos. Es necesa­
rio que algo me suceda, algo verdadero, y todo lo otro me será da­
do por añadidura.

13 de febrero

El tren se hunde en el subterráneo, emerge por sobre el Park-


Avenue: parto, he partido. Tengo el corazón tan desgarrado, com o
si abandonara a alguien. No creía poder amar a ninguna ciudad
más que a París. Casi todas las mañanas, salía por las calles, en óm­
nibus, en taxi, en subterráneo, y después a pie. Subí por las orillas
del Hudson: los niños patinaban y otros se entretenían con las ha­
macas de pequeñas plazas parecidas a patios de escuela: por encima
de mi cabeza desfilaban las estatuas, los monumentos, los falsos cas­
tillos. El agua estaba verde, pronta a cambiarse en hielo duro, el vien­
to la balanceaba y me soplaba en el rostro un olor frío. A lo lejos,
el puente de Washington abría con majestad las rutas de otra N or­
teamérica. Recorrí el East River hasta Harlem, vi frente a mí los
grandes archipiélagos chatos, cubiertos de fábricas, unidos por puen­
tes de hierro, surcados de rutas y de trenes. Atravesé el puente de
Brooklyn, solo en un estrecho corredor que el viento barría a tra­
vés de la claraboya. Las vigas de hierro se estremecían al paso de
los camiones y de los trenes; ese puente parecía peligroso como un
sendero de montaña en la tempestad. A lo lejos, derechas, inmóviles,
las torres de la Batería tenían la calma de los torreones medievales.
Mi camino solitario descendía hacia la calle con rodeos complica­
dos, como una colina abrupta iba a perderse en un valle. Me encon­
traba así en pleno Nueva York de las colinas inesperadas; de tanto

73
en tanto el suelo se magullaba súbitamente, la roca se mostraba al
vivo y desde lo alto de ese mirador se descubría toda una planicie.
Al lado de los edificios sabios de la Universidad, tocaba bruscamen­
te el borde de un frontón y veía hasta el infinito un damero de casi­
tas rojas y negras, con techos chatos, separadas por calles de suelo
negro. El aire aparecía cargado de pesadas humaredas; era el Bronx,
su pobreza y su aburrimiento. En medio de Harlem también he cho­
cado contra rocas desordenadas que escalaban senderos torcidos.
En lo alto, sobre la plataforma, los negros soñaban mirando al fon ­
do del horizonte la silueta incierta de los rascacielos. Durante horas
he recorrido el Bronx. Tenía una avenida sin fin que seguía la cres­
ta de una colina; a mis pies se abría un sombrío valle surcado de
trenes. Descendí al valle, me perdí en calles desconocidas, y súbita­
mente me encontré en un gran puente metálico lanzado a través del
río de Harlem; por debajo de mí estaba el agua negra, alrededor el
caos de los suburbios, y toda la ciudad estaba presente en los vapo­
res violáceos que ascendían al horizonte. Al anochecer recorrí en taxi
la orilla del Hudson. Del otro lado del agua, sobre el emplazamien­
to de las fábricas y de las canteras de Nueva Jersey, toda una Ri-
viera se ilu m in aba.. .
Ahora el tren corre. Atraviesa un paisaje n órd ico: me imagi­
no así al Canadá. De tanto en tanto se advierte a lo lejos el mar li­
bre, pero las bahías que recortan profundamente las orillas, los la­
gos, los estanques, están helados. Los bosques despojados están al­
fombrados de nieve. El cielo es de un azul rígido por encima de ese
paisaje fijado por el frío.
Me gustaba Nueva Y ork y me gustaba mi vida en Nueva York,
los llamados telefónicos que me despertaban por la mañana, las car­
tas que leía en el mostrador del drug-store esbozando el programa
del día. Cada semana compraba con avidez el New Y orker: me delei­
taba con su tapa de colores satinados, los cartoons elípticos, y sobre
todo, la lista atractiva de exposiciones y películas. Había siempre un
filme entretenido para ver: Enrique V, La dama del lagot Lo que no
fue, Laura, Jornada de terror, La huella fa ta l.. . ¡Y qué fácil parti­
cipar de la vida neoyorquina! Desde la mañana la gente hace cola
frente a los cines de Broadway. En todo momento del día, cuando se
tiene una hora para matar, se va a ver dibujos animados y actuali­
dades. Pero el cine tiene, sobre todo por la noche, en la populosa

74
42 Street, la atracción a la vez de las fiestas foráneas y de los rego­
cijos nacionales. En Times Square se puede asistir a las más recien­
tes producciones de H ollyw ood ; en la calle 42 proyectan viejos fil­
mes de cow boys, laffm ovies, y esas películas para poner la carne
de gallina: los thrillings. En un pequeño cine de los grandes buleva­
res, desde hace veinte años, dan cada semana uno de esas películas de
terror que, ahora habladas, apenas han cam biado. He vuelto a ver
esas momias asesinas a las que terminan por atravesar el corazón a
lanzazos, he vuelto a ver esos vampiros que beben golosamente una
sangre ingenua y los robots cargados de fuerzas incontrolables que
siembran el terror y la m uerte. . . A cada aparición de la momia el
público lanza rugidos, no de terror, sino de risa; ya no hay cre­
dulidad.
Los dibujos animados me han desengañado; se han vuelto fijos
y mecánicos. Y los filmes que he visto no me han dado a Nueva
York, com o esperaba una noche. Pero me han ayudado a anclarme
en Norteamérica. Y a no miro la pantalla con los mismos ojos que
en Francia: el exotismo de los drug-stores, de las calles, de los as­
censores y de los timbres han desaparecido: son simplemente deta­
lles realistas. Pero ese realismo tiene más poesía que ninguna inven­
ción. La pantalla transfigura los objetos cotidianos, restablece entre
el drug-store y yo esa distancia que parece abolirse cada vez que be­
bo naranjada y que, no obstante, continúa existiendo. El primer co ­
nocimiento que tuve de Norteamérica fue por medio de esas imáge­
nes en blanco y negro y aún veo en ellas su verdadera sustancia; la
pantalla es un cielo platónico donde vuelvo a apoderarme en su pu­
reza de la Idea de que las casas de piedra, las luces de neón, no son
sino una encarnación incierta.
Atravesamos New Haven; grandes docks oscuros, agua negra.
Cae la noche. Lejos, detrás de mí, la flecha del “ Empire State Buil-
ding” se enciende, y no la veré. Jamás volveré a ver a Nueva Y ork
con ojos totalmente nuevos. La primera etapa de ese viaje se ha
acabado.
Calles, museos, bares, cines. Gente también. Jamás he visto en
tan poco tiempo tantos rostros nuevos: europeos en exilio y norte­
americanos. La palabra europeo, que no empleo jamás en Francia,
me ha venido a los labios aquí. Salió de una discusión con los nor­
teamericanos; los italianos, los españoles, los franceses, los judíos

75
alemanes, me parecen lodos de una misma patria, que es también
la mía. Todos tenían el mismo sentido, los mismos valores, el mismo
gusto por la interrogación y la discusión. N o obstante, a pesar de
esas afinidades, no prefería su compañía. Demasiado habituados a
Norteamérica para sentirla día a día, no estaban bastante arraigados
para amarla o detestarla a sabiendas. Casi todos la denigraban de una
manera demasiado sistemática para ayudarme a conocerla. La gen­
te que deseo volver a ver cuando regrese, son los norteamericanos
de pensamiento libre que participan en la vida de ese gran continen­
te sin estar perdidos. Muchos de aquellos con los que me he cruza­
do, me conm ovieron por su generosidad, por ese calor tan vivo, esa
simplicidad cordial, que durante estas tres semanas no han dejado
de asombrarme. ¡C óm o lamento no poder saborear más ampliamen­
te un país donde el reino del hom bre se afirma con tanta magnifi­
cencia, donde el amor de los hombres entre sí parece a primera vis­
ta tan fácil de realizar! ¿ P o r qué esas buenas voluntades que he sen­
tido frecuentemente alrededor de mí son tan totalmente impotentes?
¿ L o serán siempre?

14 de feb rero. Washington

En New London tuve el tiempo justo para cenar a la orilla del


mar antes de dar mi conferencia, y ya he tomado el tren nocturno
para W ashington, donde esta noche me espera otra conferencia. Es
la primera ciudad de Norteamérica que abordo fuera de Nueva York.
No conozco a nadie y no pasaré sino un día y medio. Justo en el
momento en que com ienzo a hacer mi nido en Norteamérica, heme
aquí nuevamente com o turista.
El hotel donde tengo mi habitación está en lo alto de la ciudad,
al borde de un parque más vasto que el Bois de Boulogne. Desde
mi ventana veo pistas de tenis, un gran jardín. Parece una ciudad
balnearia. M i habitación tiene el lu jo apacible y triste de los hoteles
de balnearios termales. Hay una radio que se puede hacer marchar
durante dos horas echando diez centavos en una ranura. N o sé
demasiado qué hacer conm igo. Sé pasearme en una ciudad europea.
Pero en Norteamérica es otra h is t o r ia ...
Es necesario que me decida a zambullirme. Desciendo. Tom o un

76
taxi. Esas avenidas bordeadas de villas tranquilas, de tiendas ele­
gantes y discretas no se parecen para nada a las de Nueva York. T o­
das las casas son de ladrillos. Pocos autos, pocos peatones. Es una
ciudad de provincia. El taxi entra en una larga avenida bordeada de
monumentos que tienen la blancura del mármol: ¿Serán de már­
mol? En todo caso el estilo es grecorromano. A lo lejos se recorta
el Capitolio, tal como lo he visto tan frecuentemente en cine. Me de­
tengo. Para ganar tiempo antes de arrojarme a lo desconocido, de­
cido ir al Museo. Es de estilo grecorromano, con una inmensa y so­
lemne escalera. El interior no desmiente las amenazas de la facha­
da. Con sus enormes columnatas jaspeadas, sus escalones, sus losas,
sus plantas verdes, ese museo tiene mucho de mausoleo y de baño
turco. La riqueza de las colecciones me aturde. No obstante hay algo
de descansado en volverse a encontrar con el universo sereno e in­
ternacional de los cuadros; podría creerme en el Louvre, en el Prado,
en Offices; el nuevo mundo se acerca al viejo, ambos tienen un so­
lo pasado. Es un asombro, cuando salgo, encontrarme de nuevo en
Washington.
Soy una turista consciente. Como en el centro comercial de la
ciudad; un barrio desabrido y feo cuya geometría no alcanza gran­
deza y sólo produce aburrimiento. Y después voy al Capitolio. Cen­
tenares de norteamericanos, venidos de todos los puntos de Norte­
américa, efectúan ese peregrinaje piadoso. Como se hace en todos
los monumentos históricos, miden con los ojos la altura de las cúpulas,
se detienen frente a las estatuas. Los más audaces suben hasta lo alto
de la cúpula por un dédalo de escaleras de piedra y de escalas de
hierro. Todos lanzan una mirada tímida a la gran sala del Congre­
so, medio vacía en ese comienzo de la tarde. Guías autorizados ex­
plican el pasado y el presente. Me contento con un vistazo superfi­
cial. Con sus corredores, sus halls, sus subterráneos, sus terrazas, sus
escaleras, sus monumentos, sus columnatas, sus galerías, el Capitolio
es aburrido como el Panteón o la Cámara de Diputados. Y la ex­
planada verde que se extiende hasta el obelisco elevado a la memo­
ria de Washington es más descorazonador que el Champ-de-Mars. A
pesar de la luz atemperada y del frescor del césped, se me aparece
como un desierto tórrido; el aburrimiento lo quema. Los museos, las
embajadas refractan en la blancura de sus mármoles todo el melan­
cólico calor de un verano furioso. Doblo a la izquierda. Huyo de

77
las explanadas oficiales y desciendo hacia los puentes que huelen a
brea y pescado. El P otom ac: es una palabra fabulosa. Sin duda de­
be, para mí, una parte de su poesía al bello color ro jo del libro de
Cocteau, a sus Mortimer y a sus Eugenios. Y además tiene la sono­
ridad bárbara de los viejos nombres indios: esa barbarie sor­
prende en W ashington, donde se afirma la conquista de la natura­
leza por la política, la diplom acia y los monumentos a los muertos.
El Potom ac está helado. Los navios, los yates, las barcas, están
aprisionados por el hielo. Estoy al borde del agua. Los niños se en­
tretienen en arrojar piedras pesadas sobre la superficie brillante
que resiste el choque, o se hunde. Grandes parques, declives verdes
bordean el río que se encorva y se extiende en un lago. Es muy ancho.
Las colinas cubiertas de árboles de la otra ribera parecen lejanas. Allá
lejos, en un islote de verdura, advierto columnatas de blancura mar­
m órea: el monumento a Lincoln. Un poco más lejos, a mi derecha,
en lo alto de una absurda escalinata, otras blancuras marmóreas: el
monumento a Jefferson. Tanta fealdad confunde en el país de los
nobles rascacielos. Pero si uno se sienta sobre la escalera, la espalda
vuelta a esa ciudad donde la Historia se ha petrificado en aburri­
miento, se contempla un sitio digno de los recuerdos que evoca. Es
un gran río n órdico que brilla con un resplandor fijo en medio de
las hierbas de primavera, b a jo un cielo azul m eridional. W ashing­
ton, para la gente de Nueva Y ork , es ya el sur; presiento el sur en
ese calor inesperado saliendo de las nieves del Central Park. Es ma­
ravilloso estar sentada al sol, al borde del agua helada, b a jo un cie­
lo resplandeciente.
A l salir de mi conferencia, una anciana me interroga:
— En suma, ese pobre Petain, era existencialista; estaba bien
embarazado para eleg ir. . .
Tengo la impresión de que Petain tenía m ucho sex appeal a los
ojos de las ancianas francesas de Norteamérica.

15 de febrero

Partir a pie esta mañana a través de W ashington me parece bien


van o: las dimensiones de estas ciudades norteamericanas acobardan.
Siento deseos de refugiarm e en algún rincón con un libro y hacer de

78
cuenta que no estoy viajando. Era no contar con la infatigable gen­
tileza norteamericana; dos ancianas me telefonearon para proponer­
me un paseo en auto por la ciudad. Media hora más tarde, estamos
en camino. Descendemos la colina, seguimos hasta el fondo de una
quebrada. Ese parque es un gran trozo de campaña, sin artificios,
boscoso, accidentado, recorrido por ríos que bordean enormes ro­
cas; me recuerdan la Bretaña en los alrededores de Huelgoat. En
medio del bosque se levantan las tumbas de un viejo cementerio. Ga­
namos un rico barrio residencial. Una vez más estoy asombrada de
encontrarme en la realidad con lo que me parecía en el cine un de­
corado de estudio: reconocí a lo largo de las caminos desiertos esas
verjas blancas que se abren sobre jardines floridos, y esas casas de
madera clara, coquetas y monótonas. Súbitamente me encuentro, sor­
prendida, en el corazón de una vieja ciudad holandesa; las calles es­
tán empedradas con pequeñas piedras redondas, son estrechas y ele­
gantes. Las viejas casas están revestidas de un barniz rosado sobre
el cual se dibujan los ladrillos rectangulares. Es Georgetown, el más
antiguo barrio de Washington. Sobre las fachadas se leen las fe­
chas: 1776, 1780. Esas pequeñas ventanas, esos techos puntiagudos,
esas graderías, esos hierros forjados me recuerdan las casas infan­
tiles de los villorrios de Zuíderzee. A algunas millas de distancia, nos
vemos transportados a una aldea inglesa, con sus cottages florecidos
de geranios, sus amplios techos color de paja, sus calles calmas. No-
esperaba encontrar alrededor de Washington el paisaje de la vieja
Europa. Pienso con alegría que Norteamérica me reserva aún mu­
chos placeres inesperados.
Atravesamos el Potomac. Entramos en el cementerio de Arling-
ton. Es un parque magnífico donde están enterrados los oficiales
que han tenido el mérito de ser particularmente glorificados. No pu­
dieron evitar la erección de un monumento horrible en lo alto de la
colina, desde donde la vista sobre el Potomac y Washington es, por
otra parte, atractiva. Pero nada desfigura el prado verde, las arbole­
das sinuosas. Las tumbas son lozas chatas erigidas verticalmente y
que llevan sólo un nombre. Ni una inscripción, ni una corona, ni
una flor: los árboles y el cielo bastan para honrar a los muertos. Esas
lozas están muy alejadas unas de otras, perdidas en el verdor; cada
muerto reina sobre grandes espacios subterráneos. Y se diría que la
elección de cada emplazamiento ha sido guiada por consideraciones

79
personales; ni simetría, ni dibujo de conjunto. Sin duda la sombra
de ese árbol conviene a ese muerto, la desnudez de la tierra a ese
otro.
No se balda voluntariamente de la muerte en Norteamérica; ja ­
más nos cruzamos con un entierro en las calles. Es verdad rpie sobre
las avenidas advierto frecuentemente las palabras que resplandecen
alegremente en la noebe con sus luces de neón: Funeral H om e, pero
su nombre quiere ser reconfortante. Desde afuera se diría un bar,
un cabaret. He leído sobre los carteles: “ Funeral H om e. Habitacio­
nes de recepción. Habitaciones de juego para los niños. Toilette. Ves­
tuario. Precios moderados” .
Antes de ser enterrado el muerto da allí su último party con el
rostro descubierto, maquillado con colores chillones, y una gardenia
o una orquídea en el ojal. Sus amigos van a saludarlo por última vez.
En cuanto a mí, esos H om es agradables que se abren entre un drug-
storc y un bar, me hacen estremecer. Espero siempre ver salir un
zom bie. o un vampiro. Es que la verdad de la muerte está verda­
deramente negada. En los cementerios, ella se revela y es lo que da
a esos jardines de duelo su encanto inesperado. Súbitamente en ese
país donde la felicidad y la salud están garantizadas por los proce­
dimientos más modernos, se descubre que los hombres mueren; y la
vida encuentra una dimensión que había perdido, pretendiendo im i­
tar la propaganda del Quaker Oats. En Broadway, contra la pesada
afirmación de los rascacielos, en Queens, contra la desolada unifor­
midad de las ciudades obreras, en Arlington, sobre la serenidad mar­
mórea del Capitolio, los cementerios recuerdan que la vida es car­
nal, que aun el aire acondicionado se respira con los pulmones. R e­
tom ando a la tierra, el hom bre com prueba que no es un m ecanism o;
es de carne y es verdadera sangre la que corre por sus venas. Son las
tumbas las que en Norteamérica afirman, con la m ayor autoridad,
que el hombre es humano.
Y o no sé si los norteamericanos son sensibles a ese recuerdo, si
tienen para el sueño que los descansará de su vida jadeante más
ternura de la que confiesan; el hecho es que no entierran en serie,
que sus cementerios tienen más personalidad que sus ciudades. En­
tre esas lozas, hundidas a medias en la tierra, uno se evade de la
banalidad cotidiana.
No tenemos ya tiempo para ir a Mount V ern on ; lo lamento.

80
Vuelvo a ver algunos de los cuadros del Museo y lomo el tren que
desciende hacia Lynchburg; en Macón College me espera una con­
ferencia.
El cielo es azul, como ayer. La tierra se vuelve roja y la som­
bra es roja bajo los pinos. Pienso: desciendo al sur. Descender al
sur es siempre fascinante; me pregunto si esa atracción permanece
del otro lado del ecuador. Aquí la palabra sur tiene resonancias más
patéticas que en otras partes. Es la tierra trágica descripta por Faulk-
ner, por Caldwell, es el país de la esclavitud y del hambre. De tan­
to en tanto, sobre las colinas, veo una cabaña de madera sombría al­
rededor de la cual andan hombres negros y me siento emocionada.
Luces de neón, drug-stores, sonrisas, prosperidad, facilidad, el mun­
do no es ese paraíso barato. Hay otra verdad; la verdad de la fa­
tiga, de la miseria, del odio, de la crueldad, de la rebelión, la verdad
■del mal. Tierra trágica, tierra humana donde la vida es un drama y
no un proceso social arreglado por expertos. Ese paisaje cuyos colo­
res cálidos evocan a la Riviera, recubre un sombrío dibujo donde
figuran los trabajos y las penas de los hombres; de tanto en tanto,
bajo el glacis dorado, ese dibujo se transparenta; un campo de sur­
cos ingratos, una casa perdida en el desamparo de los campos, un
rostro moreno que no sonríe.
Lynchburg. Por ahora, no iré más lejos. Me hundiré en el sur,
después de algunas semanas de rodeos. Dos amables señoritas me
guían a través de la ciudad de nombre cargado de amenazas. Y o só­
lo advierto esa “ Main Street” que Sinclair Lewis ha descripto. Es,
en todas las ciudades norteamericanas, la calle de los negocios y de
los cines, donde, por decreto, no se planta ningún árbol; su sombra
arriesgaría desfavorecer a tal o cual negocio en provecho de sus
competidores. Calles hormigueantes de niños negros, de residencias
apacibles, y, a pocos kilómetros de la ciudad, el Macón College.

16 de febrero

Al despertar, me pregunto por qué estoy descansando en esta


fresca clínica. La habitación es blanca y acolchada como la de Vassar.
Una mujer ha depositado junto a mí, con prevenciones de enferme­
ra, la bandeja con el pequeño desayuno. Ayer por la noche, para aho-

81
rrarme loda fatiga, me trajeron la cena a mi habitación. Sin aban­
donar la cama, bebo ju go «Ir naranja, com o pastelea crujientes y sa­
boreo en el café con leche las dulzuras de la convalecencia: nada
me es más extraño que esos sabios y profundos placeres. En medio
de cuidados tan atentos me siento frágil y preciosa al punto que me
intimido yo misma. Emprendo, sin duda, una cura de desinloxica-
ción : nada de alcohol, nada de ruido, nada de cine, nada de músi­
ca, nada de fiebre. A cerco un sillón a la mesa. Permaneceré aquí
hoy para escribir un artículo antes de atravesar mañana apresura­
damente Nueva Y ork para dirigirm e al norte: pero me gusta aca­
riciar la ilusión de que estoy retenida a la fuerza y que trabajo pa­
ra distraerme. Nada más descansado en el curso de un viaje que
creerse en prisión.
Al m ediodía, una delegación de collegc-girls viene a buscarme
para almorzar. Las alumnas se agrupan en pequeñas mesas ruido­
sas, en un gran com edor. Es dom ingo y ellas llevan esas vestimen­
tas de dama que dep loro; un vestigo de seda griega se adorna con
una bufanda y un manguito de cuero de cocodrilo. Sus fantasías son
raramente más felices. En alta voz y mecánicamente, las bocas, des­
figuradas por un ro jo espeso, pronuncian juntas la bendición. Des­
pués me ponen delante una fuente donde se mezclan queso blanco,
mayonesa, confituras, pescado y hojas de lechuga.
Conversamos. Después del pollo frito a la moda de Virginia, al­
gunas de esas muchachas me pasean por el colegio. Subimos a una
torre desde donde se divisan grandes extensiones de pinos blancos
alrededor de prados asoleados. Y continuamos conversando. Me ha­
blan de sus proyectos para el porvenir, el más esencial de los cualo-
es encontrar m arido. Algunas desean un m arido y una ocupación, pe­
ro la m ayoría prescindiría fácilmente de la ocupación. Está bien te­
ner un jo b durante uno o dos años, me explican ; en primer lugar es
una manera de conocer gente joven, y además se testimonia de ese
m odo la independencia; hecha la prueba se puede una casar sin es­
tar preocupada por un sentimiento de inferioridad.
Para esta categoría de jóvenes ricas y mimadas, el matrimonio
aparece com o el único destino h on orable; el celibato es considc rado
com o una tara. Justamente el dom in go es el día de la caza de mari­
do. L os aledaños del campus son invadidos p or brillantes automóviles
y las parejas se sientan en el prado, al so l; las college-girls reciben

82
sus dates. Se llama date, que significa “ cita” , al joven que vie­
ne a hacer la corte. Es que el hecho de la “ cita” tiene mucha más
importancia que la persona del pretendiente. El prestigio de la col-
lege-girl depende esencialmente del número de dates que acumule. Es
un desastre para aquellas cuyo físico está en desventaja.
Las parejas pueden, a su gusto, permanecer en el prado o sa­
lir del campus. En Macón, los estudiantes han hecho solamente el
juramento solemne de no beber alcohol, en cualquier parte que se
encuentren. Me explican con orgullo que la vida del colegio descan­
sa en gran parte sobre juramentos. Los exámenes, se hacen sin vigi­
lancia, bajo la fe del juramento. En conjunto, el juramento juega un
gran papel en Norteamérica: por ejemplo, en los hoteles se les pide
a las parejas ilegítimas que juren que son casadas. Fingiendo creer
en la palabra dada se evitan muchos problemas difíciles. Si el per­
jurio es flagrante, es severamente castigado. Por el rigor del casti­
go, los norteamericanos manifiestan su fe en la lealtad norteameri­
cana; esa fe permite conciliar la más austera moralidad con una có­
moda libertad de costumbres. Pero esta no está jamás garantizada;
los ojos que se cierran con complacencia siempre pueden abrirse.
Me hablan también, sin mucha precisión, de las “ sororitics” , si­
milares a las “ fraternidades” masculinas. Son unas especies de clu­
bes que se extienden a través de todos los colegios; sólo se admiten
jóvenes de familias particularmente distinguidas, o que posean un
gran prestigio personal. Se ocupan de obras sociales, me explican
muy vagamente. Una francesa que es bccaria aquí, se muestra escép­
tica; a su modo de ver, las sororities tiene por único objeto refirmar
el carácter ya aristocrático de los colegios. La importancia de en­
trar en ellas reside únicamente en las exclusiones que implican. En Ma­
cón, más que en el norte, las college-girls forman cotarros cerrador:
ellas son originarias de diferentes estados de Norteamérica, pero
las sudistas están en mayoría y tienen el sentimiento de pertenecer a
una casta superior. El viejo antagonismo del norte y el sur se per­
petúa y se expresa frecuentemente aquí por violentas querellas. En
particular sobre cuestiones raciales.
Las yanquis son liberales, en tanto que las muchachas del sur
comparten los prejuicios de sus padres. Está, desde luego, descarta­
da la posibilidad de admitir en un colegio del sur a una muchacha de
sangre negra. Una de las profesoras, ella misma originaria del sur,

83
pero que tiene un sentido democrático de la justicia y de la igual­
dad, me dijo con tristeza que es imposible vencer prejuicios tan
arraigados: persuación, razonamiento, influencia personal, todo fra­
casa; esos espíritus jóvenes están ya amurallados.
Me llevan a pasear en coche. Es la primera vez que me sumerjo
en el campo norteamericano. Es salvaje y bello: colinas con bosques,
campos de tabaco, tierra roja. Es un mediodía sin violencia. Un
río corre a los pies de la montaña. N o sé por qué me sería imposi­
ble situar en Europa este paisaje m oderado; está trazado, sin duda,
con rasgos demasiado grandes. Además, tiene un aire deshabitado.
Se advierte, de tanto en tanto, una casa, pero ella no se incorpora al
conjunto. En Francia, las casas están hechas del mismo granito, de
la misma lava, de la misma arcilla que el suelo; han envejecido ba­
jo las mismas lluvias y el mismo sol, por ellas el hombre arraiga tan
profundamente en la tierra com o un árbol. Aquí las casas son de
madera, impersonales com o pabellones de exposición, tan precarias,
tan extrañas a la naturaleza que destruyen la soledad sin, no obstan­
te, poblarla. Sí, extraño las granjas de Provenza. Pero esos grandes
horizontes son fascinantes. ¡C óm o desearía partir en libertad por
esos cam inos! . . .

18 de febrero

Llega siempre en el curso de un viaje, una cierta mañana, o una


cierta noche en que uno se pregunta con estupefacción: ¿P ero qué
estoy haciendo aquí? El momento ha llegado; abro los ojos, me en­
cuentro sentada en un sillón de cuero en medio de un lobby de ho­
tel y pienso: ¿P o r qué vine a naufragar precisamente aquí, en este
rincón del mundo llamado Rochester? Pasé dos noches en trenes,
haciendo entre tanto rápidas pasadas por Nueva York. Cuando llegué
aquí, al amanecer, llovía y no había habitación libre hasta las 10.
Se hubiera dicho el comienzo de una novela de Simenon. Me senté
en el hall entre otros viajeros en pena, y me adormecí. Llueve siem­
pre. Una semana antes yo no conocía ni aun el nombre de Rochester.
Quinientos mil habitantes viven aquí alrededor de fábricas donde
se construyen aparatos y productos fotográficos. Me siento perdida.
Luego, en mi habitación, duermo con horribles pesadillas.

84
El doctor B., que ha organizado mi conferencia de esta noche,
viene a buscarme para comer. Atravesamos en auto una ciudad nór­
dica, una implacable ciudad de ángulos rectos, con negocios stan-
dards, aplastada bajo un cielo gris. La tierra roja y el cielo azul de
Virginia están lejos. N o obstante, en todas las ciudades los barrios
residenciales tienen encanto: las calles están cubiertas de nieve, los
abetos rodean a las villas de madera, algunas de las cuales son ale­
gres; más bien que un trozo de aldea, esos grandes rincones pare­
cen sitios de recreo, com o los que se encuentran en la Costa Azul o
alrededor de Arcachon. Hay edificios suntuosos reinando sobre vas­
tos jardines, pero también casas construidas en serie que se alinean,
todas semejantes, entre dos filas de casas, todas semejantes; cada
una posee su pequeño cuadrado de hierba y sus prados se yuxtapo­
nen en un largo camino de césped. El aire es puro, agradable de res­
pirar. Son residencias sanas; pero no tienen ni los placeres del cam­
po ni los de la ciudad. La vida debe de ser razonable y austera. El d oc­
tor B., que es profesor, habita en una de esas residencias.
El interior es confortable y claro; muchas ventanas, pocos mue­
bles, pocas chucherías. La señora B. me dice que la mayoría de sus
amigas, com o ella misma, preferirían vivir en departamentos; esas
casas, aun las modestas, son pesadas cargas. A pesar de las com odi­
dades norteamericanas, el mantenimiento es difícil. Casi nadie tiene
sirvienta en N orteam érica; las mujeres de servicio son raras. A pesar
de que muchos comerciantes llevan las mercaderías a dom icilio, no se
pueden evitar algunas recorridas por la ciudad; son verdaderas expe­
diciones.
Los departamentos no existen sino en muy pequeño número, es­
tán reservados a algunos privilegiados; toda la burguesía media ha­
bita también en villas, alejadas del centro comercial.
— Con dos niños para atender, el trabajo es tan absorbente que
una mujer no tiene tiempo para llevar una vida intelectual — me dice
la señora de B.
Ha preparado ella misma el excelente almuerzo que nos ofrece.
Los bridges, los tés, los cocteles, los clubes femeninos, son ocios de
mujeres ricas. En las clases medias, la norteamericana está tan devo­
rada por las preocupaciones de las tareas domésticas com o una pe­
queña burguesa francesa.
El campo es bello bajo la nieve, con sus colinas desnudas, sus

85
Os?tanques helados, com o en la Virginia roja y azul. Me siento impre­
sionada por la generosidad del paisaje. Las líneas tienen esa ampli­
tud que admiré en Nueva Y ork en el impulso del rascacielos, de los
puentes, de las avenidas. Salimos a la Larde, el sol se pone con lenti­
tud en un cielo polar, sobre la nieve con reflejos de un rojo apagado.
Si' diría que la luz se adormece por toda una larga estación.
Cenamos con velas, todas las demás luces apagadas, en casa de
una amiga del doctor B .; esa iluminación es un signo de lujo. D oy
mi conferencia en una sala de museo de ojivas medievales. Cuando
vuelvo son más de las once. Dudo en la puerta del hotel, doy algunos
pasos e inmediatamente com prendo; a pesar de las insignias de neón,
la noche es tan desierta y desolada com o en Lim oges, com o en A va­
llen. Deseo que el destino no me haga jamás vivir en Rochester.

19 de feb rero

— ¿Irá a ver las cataratas del N iágara? — me preguntó el h ijo


del doctor B.
— ¿S o n herm osas?
— ¡O h, sí! ¡S on hermosas!
En Nueva Y ork me habían dicho, sonriendo: “ Es un lugar para
viajes de boda” , pero agregaron: “ M erece, por lo menos, verse” .
Hacía mucho tiempo que deseaba verlas. N o a causa de Chateau­
briand, sino porque cuando yo tenía la edad de los h ijos del doctor B.
las contemplé un dom ingo en Chátelet, totalmente verdes y espumosas.
L n acróbata las atravesaba sobre un hilo de acero, llevando en sus
brazos a la heroína a quien arrancaba p or esa audacia de terribles
peligros. He leído también en un libro de aventuras una descripción
que me ha parecido largo tiempo un fragm ento de antología. Puesto
que tengo un día libre, en lugar de ir directamente a Cleveland, pa­
saré por Buffalo.
Buffalo no está lejos. El ómnibus rueda durante dos horas a tra­
vés de una magra planicie: nieve, árboles desnudos, pabellones de
bosques, dispersos o aglomerados y form ando lo que se llama aquí
un village. A lo lejos se advierte la línea blanca del lago. Se diría que
se desarrolla indefinidamente una m onótona tela de fon do. Buffalo.
El nom bre tiene los colores ro jo y verde de las viejas revistas infan­

86
tiles, el olor salvaje de las botas de Buffalo Bill, y de las grandes tro­
pillas de búfalos. Tiene la rudeza primitiva de un campamento de p io ­
neros al borde de un lago oleoso. Seguimos una línea de tranvía, en
una calle negra bordeada de casas bajas, cortadas por calles rectas
donde se fuga basta el infinito una calzada negra, bordeada de casas
bajas. Después de unos treinta kilómetros, entramos en Buffalo. El
ómnibus se detiene en medio de Main Street: cines, negocios y edi­
ficios macizos que abrigan bancos. D ejo mis valijas en la estación,
que es a la vez un drug-store, una librería, una sala de espera, y tomo
otro ómnibus para las cataratas del N iágara: Niagara Falls.
A ¡agara Falls no es un decorado de Chátelet. Es un Buffalo de
modelo reducido, una ciudad de fábricas, negra y triste. Se llega por
una ruta que bordea el lago, pero no se ve el la g o ; se ven los depó­
sitos y las manufacturas, se respira un olor de humo y de nafta. El
ómnibus se detiene delante de una agencia; afiches coloreados p rop o­
nen paseos en barco, en auto. Un empleado galoneado se ocupa de
m í; puesto que no tengo tiempo para hacer la excursión colectiva
en barco, me instala en un taxi. Le doy algunos dólares a cam bio de
un cartón rosado que daré al chofer al volver. Es un chofer especia­
lizado que debe servirme de guía. Toma su papel en serio. N o deja
de hablar. Seguimos un camino al borde de una garganta y me des­
cribe todas las fábricas que, erigidas en la otra ribera, desfiguran el
paisaje. Pasamos un gran puente. Ahí hay que detenerse; entramos
en Canadá. Los aduaneros están acostumbrados, todos los turistas
atraviesan el río para ver las caídas del lado canadiense, el que permite
las perspectivas más interesantes; no obstante, meditan un cuarto de
hora sobre mi pasaporte; aunque no encuentran nada que desaprobar,
lo miran atentamente. Pasamos el puente y continuamos por las gar­
gantas al fondo de las cuales el Niágara se oculta; no he visto aún
el color de sus aguas. El chofer se detiene delante de un pequeño
pabellón: ahí hay un lunch-room, un bazar con “ recuerdos” , y un as­
censor que, por cincuenta centavos, me desciende al nivel de las aguas.
Miro. ¿Q ué más puedo hacer? Es agua. Vuelvo a subir. Partimos nue­
vamente. Nueva parada. Esta vez el ascensor sube; me alza hasta una
terraza desde donde advierto un codo del Niágara y un afluente que
viene a acrecentarlo. Desciendo y partimos, vamos ahora en sentido
inverso, hacia las cataratas. El taxi se detiene en un mirador, después
en otro, en medio de un parque tapizado de nieve y, al fin, descubro
el lago. Seguramente en el tiempo de Chateaubriand, antes de que
fueran construidas las fábricas y los pabellones turísticos, ese paisaje
debía de ser atractivo. En medio de los pinos, el lago es inm enso;
no está helado, pero el agua verde y blanca parece a punto de helarse.
Tal vez bastaría, com o lo he leído en una novela de Julio Verne, arro­
jar un témpano para que toda esa superficie movediza se congele.
El lago es bello com o un paisaje de Julio Verne, parece una promesa
para todas las aventuras, para todos los prodigios. El viento revuelve
las aguas verdes, descubriendo sus oleadas blancas y aceradas; co r­
tarían un dedo. Agua líquida y dura, agua recortada en agujas y en
oleadas. Si el lago se coagulara de un solo golpe, lanzaría un largo
gem ido trágico: sería más maravilloso que una aurora boreal. Des­
pués de esa inmensidad rica de prodigios incumplidos, las cataratas
mismas son un prodigio demasiado m edido. Tal vez cuando las mire
desde abajo las encuentre más fogosas. Pero no desciendo inmediata­
mente. El auto sube a una co lin a ; me lleva al punto de vista nú­
mero uno. Es un pabellón de dos pisos: lunch-room , recuerdos. Saco
la entrada en la caja y me introducen en una pieza completamente
negra por donde avanzo a tientas a lo largo de una rampa. ¡A ten ción !
Una antorcha encendida me revela un pozo som brío, y alrededor,
sobre las paredes, frescos que representan m isioneros con largas ves­
timentas. El guía arroja la antorcha al pozo, y el agua arde. Ese p ro­
digio lo descubrieron los indígenas y los m isioneros después de ellos.
Es verdaderamente el agua lo que arde. M i guía me llena un vaso
que vacío, y cuando lo he bebido, enciende en el fondo algún depósito
mineral que produce una gran llama. Esa llama no quema, el guía
pasa impunemente la m a n o: me vuelvo a encontrar en Chátelet. Salgo
y un ascensor me alza hasta una gran sala de v id r io ; frente a las ven­
tanas hay catalejos que se pueden hacer funcionar mediante un
níquel. P or encima, una terraza al aire libre. Desde aquí, el lago es
infinito, pero las cataratas aparecen aplastadas, son cascadas com o
tantas otras.
Esto no ha terminado: ahora descendemos hasta el borde del
agua. Entro en una nueva construcción. El ascensor se hunde en la
tierra. M e encuentro en una galería de loza donde el aire es hú­
m edo. Sobre ese corredor se abren dos vestuarios, uno para hom ­
bres, otro para mujeres. Entro. Hay centenares de impermeables
colgados a lo largo de las paredes, centenares de botas de medidas

88
diversas alineadas sobre cajones. Una camarera toma mi chaqueta
y mis zapatos. Me ayuda a ponerme las botas y a endosarme un
enorme impermeable, con un capuchón que me cubre la cabeza. Se
trata de ir a pasear bajo la catarata; me imagino que pasaré por de­
trás de la cortina de aguas lluviosas como lo he hecho a veces en
el Bois de Boulogne ( ¿ o era en Buttes-Chaumont?) en mi infancia.
Pero no. Estoy en un corredor subterráneo: al fin hay una especie
de ventana donde, levantando la cabeza, veo las cataratas de aba­
jo arriba; están medio heladas, pero no se pueden ni aun tocar las
suntuosas estalactitas. Otro corredor, otro respiradero. Un hombre
vestido como yo de alcantarillero mira vacilando el anuncio: “ P ro­
hibido pasar” . Pasa; yo también. Con los pies sobre la nieve dura*
se ve mejor la caída medio coagulada de las aguas. El hombre es­
tá visiblemente desilusionado; como yo. Tiene un aparato fotográ­
fico y me pide que lo fotografíe. Su gruesa cara roja ríe presuntuo­
samente bajo el capuchón de cera, sobre el fondo de las cataratas.
Volvemos melancólicamente a lo largo de los corredores de loza. Ver­
daderamente no valía la pena disfrazarme.
No queda sino regresar. Parece que de noche, los reflectores
dan a las aguas colores encantados; imagino aproximadamente esas
maravillas. Tal vez si uno se pasea sin guía, al azar, desconfiando
de las atracciones, se consiga, a pesar de las maquinarias y del tu­
rismo organizado, encontrar la belleza de ese gran paisaje de agua.
En cuanto a mí, me entretuve sólo como en un mal circo. Es muy
raro en Norteamérica que los lugares destacados no estén clasifica­
dos y protegidos; me pregunto cómo es que el Niágara no ha sido
declarado parque o monumento nacional.
A las tres vuelvo a Buffalo. Sopla un viento helado. Entro en
una cafetería rosa y blanca donde se fabrican doughnuts bajo la mi­
rada de los clientes; los pálidos buñuelos salen de una plancha res­
baladiza, atraviesan lentamente un lago donde la grasa hierve y vie­
nen a instalarse dorados y calientes sobre una fuente. Después de un
rápido almuerzo salgo valientemente a pasear. Quisiera ver el lago.
Desciendo Main Street contra el viento; la calle se transforma en
un terreno baldío, donde el barro, medio helado, se desliza bajo
mis pies. Canteras, depósitos, vías, esqueletos abandonados de gran­
des barcos, camino por una no man’s land, que no es ni puerto, ni
estación, ni aldea; muy lejos se advierte el lago, pero no hay ningún

89
medio de aproxim arse. El viento se vuelve cada vez más cortante;
cae la noche. Contra los ed ificios de un negro de hollín, las luces de
neón en rojecen ; se diría brasas aplastadas por una masa opaca de
carbón frío. Nueva Y ork debe de esLar herm osa a esta hora. Las
ventanas de los edificios son una pálida m ica entre las piedras d o ­
radas ; los vapores del cielo se hunden hacia Lexington A ven u e. . .
A quí estamos en B u ffa lo; el cielo perm anece lejano com o una pena.
M iro Main Street. N o me queda otra cosa qué hacer más que ir al
cine. Tengo que elegir: El jilo de la navaja y Simbad el marino.
O pto por El jilo de la navaja. Son las c in c o ; cuando salgo son las
ocho. Tres horas de un aburrimiento casi insoportable. Pero b e­
biendo un whisky para reconfortarm e, m e digo que no he perdido
absolutamente mi tiempo. Somerset M augham es inglés pero el filme
extraído de su novela es típicamente norteam ericano. Se ve a un
joven de buena voluntad perturbado p or ese ligero malestar que se
observa particularmente h oy entre los veteranos y que no puede sa­
tisfacerse con la vida, el amor, el éxito com o el que proporciona
Norteamérica. D ecide partir en busca de su alma* Exactamente c o ­
mo si partiera a las aguas termales en busca de su salud, va hacia
los especialistas: en prim er término, la Sorbona, donde lee un nú­
mero impresionante de libros. Después a la India, b a jo altos pláta­
nos, donde un hom bre de barba blanca y pies desnudos le da, en efec­
to, el secreto de la sabiduría. M unido de ese talismán, vuelve a su
país para hacer el bien. Esa primera parte es ya significativa; la in­
quietud del héroe tiene un carácter francamente anormal. Su n o­
via, incapaz de com prenderlo, rom pe con él. N o es cuestión de vivir
con esa angustia, buscando profundizar por sí mismo el sentido; ni
por un instante se trata de una experiencia interior, es siempre de
afuera de donde debe venir el rem edio. La segunda parte merece
también una reflexión. En general, el secreto es que hay que vivir en
la caridad; esa caridad toma la figura puritana de una lucha con ­
tra el libertinaje. Después de haber curado algunas neuralgias, el
héroe trata de redimir a una prostituta, ex m ujer honesta a quien
un horrible accidente de auto, en el que perdió a su m arido y a sus
hijos, le perturbaron el sentido moral empujándola a la bebida. Fra­
casa y la infeliz muere con la garganta cortada. Entonces, embaraza­
do por su buena voluntad impotente, se emplea com o m inero en el
norte de Francia. Fue capaz de renunciar a la fortuna y a la mu-

90
jei que amaba, y de buscai duiante unos una respuesta a sus pro­
blemas; pero era una respuesta perfectamente estéril. No se le ocu­
rre la idea de que podría intentar actuar verdaderamente; se lim i­
ta a cultivar una vaga disposición de alma. Se extrae de esta his­
toria la triste impresión de que en Norteamérica ni la buena vo­
luntad desemboca en esperanzas.
El bar donde bebo un whisky, iluminado de violeta oscuro, es
tan caluroso, tan afelpado que la calle, del otro lado del vidrio, pa­
rece glacial. Lo absurdo de mi presencia aquí estalla más violenta­
mente que en Rochester y siento súbitamente el corazón lleno de
alegría. Esta ciudad es una aldea tan perdida bajo el cielo como un
caserío sobre una llanura del Cáucaso, pero su desolación ha sido
multiplicada en escala gigante. Entre yo y este villorio de quinien­
tos mil habitantes, no existe ningún lazo, no tenemos nada que hacer
juntos. Salgo a Main Street y algo ríe dentro de mí, como si una
mitad de mi persona hubiera hecho una buena broma a la otra mi­
tad. ¿ P o r qué estoy precisamente en esta calle grande de Buffalo?
Camino porque hace frío, pero no voy absolutamente a ninguna
parte; no hay ningún lugar adonde pueda ir. Y a no estoy en París,
ni en Nueva Y ork, y no estoy todavía en Chicago. No estoy en nin­
guna parte; me fugué de las leyes del espacio. Las dos mitades de
mí misma ríen juntas: la broma es tanto para la engañada como pa­
ra la engañadora.
Esa alegría amenaza disiparse demasiado pronto. Para terminar
voy a ver Simbad el marino, en tecnicolor. Este filme es tan típica­
mente norteamericano que no hay nada que pensar. No queda sino
olvidarlo bien rápidamente e ir a dormir.

20 de febrero

Para conducirme a la estación el taxi anda media hora por una


calle desierta donde cada kilómetro es exactamente igual al prece­
dente y corta en ángulos rectos calles exactamente idénticas. Es
grande” , dice el chofer. Eso es precisamente lo que me da m iedo: es
grande. ¿P o r qué han tirado tantos ejemplares de esas casas? ¡Qué
proliferación! Las calles están vacías en la luz fría de la manana ) ,
no obstante, saturadas de humanidad. ¡ Que tristeza debe de haber

91
en esas casas, y qué triste debe de ser salir de ellas! Son tristes a
mis o jo s ; seguramente las habitantes de Buffalo piensan que Buffa-
lo es la ciudad más bella de Norteamérica, y por consiguiente del
m undo. Eso es lo que piensan de su ciudad natal, todos los norte­
americanos.
El tren rueda por ese campo que ayer atravesé en auto; no es que
vuelva sobre mis pasos, pero es la misma planicie blanca, el mismo la­
go en el horizonte. Y al final de la vía férrea vuelvo a encontrar la
misma ciudad. Main Street, los edificios som bríos, las casitas de
madera sucia, las grandes arterias opulentas y los terrenos baldíos
barrosos. Pasear por aquí es una distracción de maniático: he com ­
prendido. M e con fío a un chofer de taxi. Alejándose del centro, Cle­
veland se distingue más de Buffalo y de Rochester. Hay grandes
parques, bastante alegres, y una ruta que bordea el lago. M e deten­
go delante del M useo que me han recomendado visitar. Es un pe­
queño ed ificio aislado que se levanta en medio de jardines a la fran­
cesa y cuyos estanques están helados. Entro y siento la misma im­
presión apacible que en W ashington; ¡qué alivio! Escapo de N orte­
américa, de Cleveland, de mí misma. Y después de esos tres días
desolados es una alegría olvidada encontrar delante de mis ojos ob ­
jetos que se miran con placer. H ay un herm oso Picasso azul y tam­
bién una exposición de D egas: me parece que he encontrado un sen­
tido p erd id o; me han devuelto la vista y me dan algo para ver. En
el ángulo de los cuadros hay nom bres frecuentes, nombres de ciu­
dades: Cincinatti, Albany. Algunos están llenos de promesas: Tole­
do. Pero ya sé. Centenares de ciudades parecidas a Buffalo, a R o­
chester, cada una con su pequeño museo, con su cuadro de D egas. . .
¡Cuántas ciudades! Esperando el ómnibus para Oberlin en una
gran estación, donde hay carteles con horarios, miro fascinada la
lista de n om b res: Detroit, Pittsburg, Saint L o u is. . . Centenares de
ciudades, centenares de veces la misma ciudad. Se podría rodar día
tras día, en el mism o ómnibus, a través de la misma planicie, y se
llegaría cada noche a la misma ciudad que tendría cada vez un
nom bre distinto. La idea me da vértigo. M i ómnibus rueda p o r una
sola calle indefinidam ente repetida: kilómetros y kilómetros de Cle­
veland. Después kilóm etros y kilómetros de suburbios de Cleveland,
y siem pre esa calle. La ciudad ha cam biado de nom bre y es la mis-

92
nía calle. Otra ciudad, y es la misma calle. Sin duda, no hay sali­
da. Cierro los ojos, vencida.
Oberlin es un pueblo tranquilo alrededor de un colegio, el pri­
mero que en 1633 ha abierto sus puertas a las mujeres. El hotel don­
de desciendo tiene el viejo encanto de nuestros hoteles de provincia.
Ceno en la casa francesa con estudiantes y después de mi conferen­
cia. me invitan a tomar una copa: un vaso de leche. Oberlin está ba­
jo la ley seca, como la mayoría de los pueblos donde hay colegios
o universidades, lo cual no impide a los alumnos ni a los profesores
beber copiosamente en sus habitaciones. Se trata, sobre todo, de
una vieja tradición; no hay país donde el respeto a las tradiciones
sea más empecinado que en Norteamérica, me dice uno de los estu­
diantes. Bebemos leche en una cafetería triste y conversamos. La ma­
yoría de los intelectuales que he encontrado en Nueva York me han
asombrado por su abstencionismo con respecto a las cuestiones so­
ciales y políticas; pero esos jóvenes me asombran más aún. Sé bien
que, en un sentido, no hay vida política en Norteamérica, pero se­
ría normal que a su edad, intentaran crear alguna. N o; ni aun en­
tre ellos hablan de problemas sociales; y no hablan mucho más de
cuestiones intelectuales, según me dicen. “ ¿D e qué hablan ustedes?”
Se encogen de hombros: de nada. En rigor, de deportes: o de la
organización interior de la vida del colegio. Esos son los principa­
les derivativos propuestos a los estudiantes: elijen presidentes, co­
mités: se agitan y creen que actúan.
Los que me hablan son conscientes de ese engaño y de lodos los
engaños de la democracia norteamericana. Deploran esa lucha en­
carnizada que el Congreso emprendió contra la A. F. L.. y la C. I. O.
Con el pretexto de revisar la legislación del trabajo se dedicaron a
arruinar los sindicatos obreros. Deploran que las fuerzas capitalis­
tas precipiten con una velocidad vertiginosa el derrumbe de la de­
mocracia. Pero ese mismo derrumbe, dicen, es el que hace toda ac­
ción imposible; la presión social es demasiado aplastante. La pro­
pia Constitución impide al ciudadano intervenir en la vida políti­
ca: una intervención indirecta, de orden intelectual, por ejemplo,
está prohibida por las convenciones privadas, dictadas por los in­
tereses capitalistas. Un profesor es muy pronto perseguido si ense­
ña ideas juzgadas subversivas. Un libro subversivo es obstaculizado
por los editores, por los críticos, cuando no es oficialmente condena-
lío. Esos propósitos que propalan con louo do evidencia hacen líe la
democracia norteamericana un proceso desoí a d o r; oslan rom enel­
dos, poro no están tentados de Incitar. Hay uno entre ellos, norte­
americano de Iresoa data, de origen húngaro, que aporta a sus críti­
cas una virulencia particular: la única solución que él encara es par­
tir para Europa, que es el único lugar donde pensar significa aún
aleo.
T.o que me conmueve, lo que me desespera es que sean tan apáti­
cos sin ser ciegos ni inconscientes. Conocen, reprueban la opresión
de trece millones de negros, la terrible miseria del sur, la miseria
casi tan desesperada que ensucia las grandes ciudades. Asisten a la
ascensión cada día más amenazante del racismo, de la reacción; al
nacimiento de un fascismo. Saben cuál es la responsabilidad de su
país en el porvenir del mundo. Pero ellos mismos no se sienten res­
ponsables de nada, porque no creen poder hacer nada en ese mundo.
A los veinte años, están convencidos de que su pensamiento es va­
no. su buena voluntad ineficaz: “ Norteamérica es un cuerpo dema­
siado vasto, demasiado pesado para que un individuo sueñe remover­
lo” . Y yo me formulo esta noche lo que pienso desde hace días. En
Norteamérica, el individuo no es nada. Es el objeto de un culto abs­
tracto: lo persuaden de su valor individual, detienen en él el desper­
tar de un espíritu colectivo, pero, de ese modo, reducido a sí mismo,
le quitan todo poder concreto. Sin esperanza colectiva, sin audacia
personal, ¿qué puede hacer el individuo? Someterse, o, si por un
azar muv raro esa sumisión le es demasiado odiosa, irse 1.

21 de febrero

Treinta y tres horas para pasar en Chicago, es poco. Tomo el


primer tren de la mañana, pero son ya. las dos cuando llego a la es­
tación. El taxi me lleva por una avenida aplastada por la pesada y
negra construcción metálica de un elevado. Me han hecho reservar
una habitación en Palmer House: de todos los hoteles que he visto,
es el más monstruoso. Bar, cafetería, lunch room, sala azul, sala roja,
sala victoriana. orquesta gitana, orquesta mejicana, flores, bombo-

1 Sobre los estudiantes, ver págs. 163 y sig .; 264 y sig. y 286 y sig.

94
nes, toda clase de negocios, agencias de viajes, líneas aéreas: es una
ciudad con sus barrios residenciales, sus calmos aledaños, y sus rui­
dosa zona comercial. Se respira mal en el lobby, donde reina un ca­
lor sofocante y un espeso olor a dólares. Mi habitación está en el
piso 16. Una anciana de cabellos blancos guarda la entrada de los co ­
rredores ; ella tiene mi llave. De ese modo cada cliente es vigilado com o
en una pensión de familia provinciana.
Como en Washington, me refugio en primer término en el M u­
seo. Hay en el Instituto de Arte Moderno una magnífica colección
de impresionistas y de cuadros contemporáneos. Durante las dos h o­
ras que paso mirándolos, siento bajo mis pies un suelo firme. P ero
cuando me encuentro en la terraza, al borde del lago y de la M ichi­
gan Avenue, que se alarga hasta perderse de vista, se apodera de
mí una inquietud rayana en la angustia. Me gusta la línea dura
de los rascacielos, son más macizos que en Nueva Y ork y más pu­
ros; no hay ventanas Renacimiento, no hay campanario gótico. Han
sido construidos en una época en que el rascacielos ya había gana­
do la partida y no había necesidad de excusarlo. Desciendo por la
Michigan Avenue, por donde sopla un viento helado, vago por las
calles de downtown, que aquí se llaman el Loop. Estoy contenta de
encontrarme en una ciudad que parece una capital y no una aldea
indefinidamente multiplicada. ¿P ero, qué podré captar? Chicago.
El solo nombre me fascina: me acuerdo de Bancroft en Las noches
de Chicago, y tantas otras historias de gangsters; pienso en Stud Lo-
nigan, donde Farrell describe la vida de los barrios irlandeses, en
Black M etrópolis, ese enorme estudio sobre la vida de la ciudad ne­
gra. Están también los mataderos, los burlesques.. . Y parto mañana.
Mis amigos de Nueva Y ork me han dado dos direcciones: un
escritor y una anciana. Si no quiero que mi noche se pierda, es ne­
cesario que uno de ellos venga en mi ayuda. Para gustar las n o­
ches de Chicago, el escritor me parece preferible. Descuelgo el te­
léfono y pregunto por N. A. *. Una voz nasal me responde: ‘ ‘N ú­
mero equivocado” . V erifico en la guía; la equivocación está en mí
acento. Llamo de nuevo. Apenas abro la boca, la voz repite, esta vez
irritada: “ Número equivocado” . Vuelvo a colgar. ¿Q ué h ago? In­
tento comunicarme con la anciana: no está en casa. Bueno. Ceno

* Nelson Algreen. (N . del T. )

9o
m elancólicam ente en el m ostrador de un dru^-store. l\o quiero, no
«obstante, dejar que la noche se me escurra (mire los dedos. Sola, no
soy capaz de hacer nada: Nueva Y ork no ha com enzado a abrírse­
m e sino cuando tuve guías. En el torbellino de las luces, en el dé­
dalo de las calles, jam ás sabré encontrar las puertas buenas. Tengo
que probar de nuevo. A taco a! escritor: vuelve a colgar. Me em peci­
no. P id o a la telefonista que establezca la com unicación. No bien oye
el timbre, me dice con una dulce autoridad y un acento que inspi­
ra con fian za: “ N o corte, p or favor. Aguarde un in s t a n t e ...” Al
o ir el nom bre de nuestros am igos com unes, el desconocido, desde
el otro extremo del hilo, se suaviza; su voz se aclara; seguramente,
estará encantado. Dentro de m edia hora, me encontrará en el lobby
Comienzo a habituarme a encontrar en los halls o sobre los puen
tes de las estaciones a gente que no con ozco ni me co n o ce ; al pri
mer golpe de vista, nos reconocem os, es sorprendente. Pero cuan
do se trata de pasar un largo rato juntos, me siento siempre un po
<o inquieta. En W ashington, he dudado largo tiem po antes de lia
mar a F .; era un francés y me habían pedido que le llevara libros y
noticias de París. P ero, ¿tendría él interés en esos libros y en esos
m ensajes? M e a cog ió m uy amablemente. Pasam os tres horas en un
am biente de intim idad para, sin duda, no vernos más. Y o ignoraba
qué trasfondo ocultaban las palabras que decía y en qué form a eran
recibidas las que y o decía: esa confrontación oscura, sin mañana,
me parecía p or instantes, resumir lo absurdo, el señuelo seductor de
los viajes, más aún que mis vanos paseos nocturnos p or Times Squa-
re. Nuevamente he venido con las manos totalmente vacías. Esta no­
che he m olestado a un descon ocido para que me haga pasar una
noche interesante: es indiscreto. Y corro también el riesgo de abu­
rrirm e. N o me siento de buen hum or cuando desciendo al lobb y lle­
vando en la mano un libro com o contraseña, com o si me dirigiera a
una entrevista de m atrim onio organizada por el Club del Ribete V e r­
de. M e consuelo pensando que al m enos la suerte de la noche no
está en mis manos. H ice lo m ejor que pude y tengo mi conciencia
tranquila.
En cada nuevo encuentro con un norteam ericano, es preciso que
rehaga el aprendizaje de su lengua: me pregunto si en Francia tam­
bién hay entre los diversos individuos, tales diferencias de elocución.
C om prendo cóm odam ente a R. W . y a A . E. Pero sentada frente a

96
j\\ A., en un pequeño bar silencioso, pierdo la mitad de sus frases
y tengo la impresión de que él no tiene menos dificultades que yo.
Duda sobre lo que va a mostrarme en Chicago. N o hay buen jazz,
los night clubs para la clase media no son más interesantes aquí que
en Nueva Y ork y la idea de ver burlesques no me entusiasma. Si quie­
ro, puede guiarme a las zonas donde, sin duda, no tendría frecuente­
mente en Norteam érica la ocasión de aventurarme. Puede ofrecer­
me una ojeada de los bajos fondos de C h icago; él los con oce bien.
Acepto.
Me lleva a West M adison Avenue, que llaman también la B ow ery
de C hicago; es aquí donde se encuentran los hoteles para hom bres
solos, las jlop-houses, los bares miserables. Hace m uchó frío , la cal­
zada está casi desierta; no obstante, hay algunos hom bres, con ros­
tro de náufrago que se ocultan en la som bra de las puertas o que
andan p or las aceras nevadas. Entramos en un bar que se llama Sam-
my’s F ollies: pero no hay espectáculo ni espectadores, ni más turis­
tas que yo. N. A . no es turista: viene aquí frecuentemente y con oce a
toda esa gente, vagabundos, borrachos, viejas bellezas arruinadas:
nadie se daría vuelta a la entrada de la loca de Chaillot. A l fon d o
de la sala hay una pequeña orquesta negra. Se lee en un anuncio:
“ P rohibición absoluta de bailar” , pero hay parejas bailando. H ay
un rengo que camino con pesados pasos de p a to: súbitamente, cuan­
do se pone a bailar, sus piernas le obedecen, gira y salta, brinca,
con una sonrisa en los labios, extática y maniática. Parece que pasa
aquí sus días y sus noches, bailando todas las noches.
Sentada en el bar hay una m ujer de cabellos finos, largos y ri­
zados, adornados con una gran cinta ro ja : tan pronto sus cabellos
son rubios, su rostro afectado parece el de una m uchacha; tan p ron ­
to su cabeza aparece cubierta de una estopa blanca, es una b ru ja de
sesenta años pasados. V acía una detrás de otra, botellas de cerveza
de un litro, hablando sola y lanzando gritos de desafío; de tanto en
tanto se levanta y baila, arremagándose las faldas.
Un borracho adorm ecido sobre la mesa se despierta, toma en
sus brazos el cuerpo de una vieja com adre en harapos, y salen los
dos brincando; bailan con un desenfreno alegre rayano en la locu ­
ra y en el éxtasis. Tan feos, tan viejos, tan miserables, durante un
instante se pierden, son felices. M e siento aturdida; abro desmesu­

97
radamente los o jo s y d ig o : “ / / is brautifid” . Ese epíteto asombra a
N. A. Le parece singularmente francés.
— Entre nosotros — dice— , lo bello y lo feo, lo grotesco y lo trá­
gico, com o también el mal y el bien, se van cada uno p or su la d o ; a
los norteam ericanos no les gusta pensar que esos extrem os puedan
mezclarse.
Satisfecho de que ese lugar pueda parecerm e tan fascinante,
me dice:
— Le voy a mostrar otro m ejor.
En un sentido, en efecto, es m ejor. A qu í no hay más que h om ­
bres, los hom bres de W est M adison con rostros de reprobados o de
idiotas, tan sucios que uno piensa que deben de tener hasta los hue­
sos grises, y expandiendo a su alrededor un espantoso olor a m i­
seria. A la una de la mañana com ienzan a afluir, buscando un abri­
go en la nieve y el hielo nocturnos. A lgunos se acercan al m ostra­
dor. apretando unas m onedas en la palma de la m a n o ; beben cer­
veza. Otros tratan de vendernos un par de tijeras, lápices, m endigan­
do cincuenta centavos. Una rubia de cabellos oxigenados atiende la
caja.
— T od o lo que yo sé de literatura francesa m oderna se lo debo
a ella — me dice N . A .— . Está m uy al corriente.
Y com o dudo, le pide a F. que venga a tom ar una copa con
nosotros.
— ¿C uál es la última novela de M alrau x? — me pregunta en se­
guida— . ¿H a y un segundo volum en? ¿ Y Sartre? ¿H a acabado L os
caminos de la libertad ? ¿E l existencialismo está aún de m oda?
M e quedo estúpida. Esa m ujer se pasa las noches vigilando ese
bar que es, al m ism o tiem po, un asilo n octu rn o; sus distracciones
preferidas son la lectura y las drogas. Parece que toma drogas en or­
memente y que, más de una vez, ha escapado a la p risión ; en cuanto
al hospital, no se sabe bien cuántas veces ha estado. D e vez en cuan­
do tiene también historias sentimentales, pero es raro que term i­
nen bien. Ella me explica que en el piso superior hay una gran sala
con jergones donde uno se puede tender hasta el amanecer p or diez
centavos. Pero m uchos de esos miserables prefieren emplear los diez
centavos en beber otra cerveza. La rubia les permite entonces per­
manecer sin pagar nada, en el corredor que conduce de la sala a los
rest room s.

98
— V enga a ver — me dice.
V oy. Sentados sobre bancos, arrollados sobre mesas, acurruca­
dos en los rincones, hom bres, m uchos hom bres que duermen, con la
mandíbula caída, sumidos en su mugre y su miseria. N i en el sueño
tienen un verdadero descanso; los músculos permanecen crisp a d os; se
levantan con el cuerpo fatigado. Luis X I inventó el suplicio de las cel­
das muy pequeñas, en las que el preso no se podía acostar. Con el
cuello torcido, las coyunturas doloridas ¿en qué sueños se evadirán?
Una m ujer rubicunda, muy pintada y muy enrulada se acerca
con pequeños pasos de sus tacones altos. M e dice con un embarazo
virgin al:
— Quisiera quedarme en los rest-rooms, pero todos esos hom ­
bres. . .
La cajera se encoge de hom bros:
— ¡T ienen demasiado sueño para atentar contra su virtud!
Volvem os al bar, donde b ebo un w hisky; al rato vuelve la ru­
bicunda, desilusionada.
V olviendo p or las avenidas frías, b a jo el negro techo del ele­
vado, me digo que jamás la miseria me ha parecido tan horrible co ­
mo en Nueva Y o rk y en Chicago. He visto en M adrid los suburbios
de Vallecas, en Lisboa la costa de Gracia, las calles hormigueantes de
Nápoles, y en el soko m arroquí, niños con los pies de adelante ha­
cia atrás, con los o jo s ciegos p or las pestañas torcidas. Esa miseria
de los países pobres es frecuentemente afrentosa; pero ligada a la
desnudez del suelo, a la aridez de los arroyos, es la miseria de una
especie animal. Se ve, sin duda, en el horizonte, la injusticia y la
estupidez. ¡P ero su rostro en un país rico está más próxim o y es
más cruel! En Nápoles, en Lisboa, por pobre que sea la gente, les
quedan todavía las alegrías animales: el ardor del sol, la frescura
de una naranja, los abrazos en la sombra de las camas. Se los oye
frecuentemente cantar y reir, y se hablan; son pobres juntos, juntos
cuidan sus enfermedades, lloran a sus muertos, honran a sus santos.
Alrededor de sus cuerpos afligidos sienten por lo menos un calor
humano. Aquí, los pobres son malditos: es la gran maldición de los
hombres solos. No tienen ni hogar, ni familia, ni am igos; no tienen
lugar sobre la tierra. No son sino desechos, una espuma inútil que se
trata sin piedad: ¿p o r qué han llegado a lo que son? El optimismo
universal los vuelve sospechosos; es necesario que haya sido por su

99
1

culpa. La policía los acecha, y de hecho lodo los impulsa a volver­


se culpables, todos son ciiiuinales en potencia. Esa miseria social los
coloca bien por debajo de las bestias indiferentes. Andan por un
mundo hostil donde sus enemigos tienen rostro humano; no tienen
más amigo que el alcohol, y es lina amistad que cuesta cara. En la
soledad, la necesidad y la borrachera, frecuentemente su cabeza se
desorienta; además del hambre, hay extrañas bestias a su alrededor
que los roen.

22 de febrero

Me despierta el teléfono: un francés de la legación me anuncia


que ha organizado para mí un almuerzo y una cena. Me siento de­
solada, no he visto aún nada de Chicago y las horas son cortas. Pero
no hay nada que hacer. Sin duda mi interlocutor no está más entrete­
nido que yo, pero es su oficio atender a sus compatriotas; no pode­
mos hacer nada ni uno ni otro.
Vuelvo a ver el Museo, el Ijoop, Michigan Avenue, la mañana
pasa como un relámpago. A mediodía encuentro en el hotel a J. L.
en compañía de un rico norteamericano culto y amigo de Francia;
son muy gentiles. Y las ancianas amigas de Francia a cuya casa
me llevan son muy gentiles también; solamente tengo la impresión
desoladora de que pierdo un tiempo precioso. Almorzamos en un
club de salones suntuosos, en lo alto de un gran ed ificio; por las
ventanas con vidrios, miro el canal, los rascacielos y trato de con­
vencerme de que es Chicago lo que veo. Pero la ciudad está sepa­
rada de mí, la han puesto en una vitrina; o más bien soy yo quien
ha sido puesta en vitrina. Frente a mí está sentada una francesa ru­
bia que me han presentado com o baronesa y periodista; da confe­
rencias por todo Norteamérica sobre “ la alegría francesa durante
la Resistencia” y a lo largo de la com ida recita con entusiasmo sus
frases patrióticas.
J .L . y su amigo norteamericano me sacan de allí rápidamen­
te. M e proponen un paseo en auto, lo que me reconforta; damos una
gran vuelta por la ciudad: borde del lago, jardín, soberbios hote­
les, residencias lujosas, esta Chicago es aquí una ciudad de opulen­
cia y de fiesta. Pero el norteamericano menea la cabeza:
— Esto es la fachada — dice.

100
Cuando nos dirigim os al barrio polaco, donde me he encontra­
do con N. A ., el decorado cam bia: depósitos, fábricas, terrenos bal­
díos, casuchas. H ay trenes que circulan a través de avenidas y que
obstaculizan el p a isa je ; las calles son m ucho más sucias aún que en
Nueva Y o r k ; por todas partes, desorden y miseria. El bello auto os­
curo parece m uy fuera de lugar en la W abansia Avenue, un largo
terreno baldío a lo largo del cual se han plantado casuchas de madera.
Puesto que nos encontram os en el barrio polaco, que es donde
vive N. A ., nos qu ed am os; hace dem asiado frío para una larga m ar­
cha y además este barrio es él solo una ciu dad: hay más irlande­
ses en C hicago que en Dublin, y más polacos que en V arsovia. La
tarde transcurre paseando por esas calles y entrando en bares don­
de bebemos vodka. A lgunos son, al m ism o tiem po, m ercados con olor
a pescado seco, otros, restaurantes donde se venden postres rosa­
dos y amarillos adornados con crema agria; en estos la camarera no
sabe hablar en inglés. A quel en el que permanecemos el m ayor tiempo,
tiene la desnudez, el aire impersonal y neutro de los lugares verda­
deramente norteam ericanos. Parece que fue, durante largo tiempo,
el lugar de encuentro de una fam osa banda. Estoy un p o co desen­
gañada, m e im aginaba que los bares de gangsters, serían recon oci­
bles por algún signo, por una misteriosa cualidad de la atmósfera.
Se reúnen en una esquina com o todo el mundo.
Interrogo a N . A . sobre esa época. M e dice que salvo una o p o r­
tunidad excepcional no se veía nada de particular en las calles, pe­
ro se tenía una im presión general y vaga de inseguridad y había
barrios p or donde se evitaba pasear de noche. En cuanto a la p r o ­
hibición, había apenas diferencia con el mom ento presente. Los que
se llamaban speakeasy, eran los mismos bares que venden alcohol
hoy. Solamente se pagaba el whisky un p o co más caro, y la cerveza
era menos buena. En ciertos lugares se tomaban algunas precau cio­
nes antes de abrir la puerta a los consum idores.
Me gustan esos bares, en esas pequeñas calles donde el viento
muerde: no me siento demasiado turista. M e parece que vivo una
auténtica tarde de Chicago en com pañía de un verdadero indígena.
N. A. ha pasado aquí su infancia y la m ayor parte de los años de
su existencia. Le planteo problemas sobre su v id a : es una vida clá­
sica de escritor norteamericano semejante a muchas de las que he
leído la historia. Lo asom broso es descubrir en un caso particular

101
\¡x verdad de cana historias estereotipadas. Pasó sus primeros años
por C hitado; aquí los niños, com o sus mayores, forman bandas. En
banda van a desvalijar cualquier n egocio; el raid es tan rápido que
los comerciantes mal pueden defenderse. Al tiempo de llamar a la
policía, los pillóles ya están lejos; es bien difícil identificarlos.
El juego del base-ball que se realiza en los terrenos baldíos ocu ­
pa también una parle importante de sus ocios. N. A . era un adoles­
cente en el momento de la gran depresión. Buscó trabajo a través
de Norteamérica, subiendo clandestinamente a los trenes de carga,
comiendo y durmiendo a costa del Ejército de Salvación.
En Nueva Orleáns se hizo vendedor ambulante; la ocupación
le daba poco y durante semanas se alimentó exclusivamente de ba­
nanas. Para m ejorar la venta, prometió a todas las mujeres que le
compraran cinco dólares de mercaderías, una ondulación permanen­
te en lo de cierto peluquero X . . . Bien pronto las dientas afluyeron
a la peluquería, reclamando enérgicamente lo que les debían. Des­
cubierto el engaño, N. A ., partió para M éjico desde donde volvió
a Estados Unidos, haciendo una cantidad de trabajos: vendedor de
hot-dogs y de hamburgers, masajista, pin-boy en un bow ling; dice
de este último trabajo, que consiste en levantar infinitamente los b o ­
los infinitamente abatidos por los jugadores, que no es de lo más
cansadores.
Instalado en un puesto de nafta con un camarada, comenzó a
escribir, en primer término por placer, después con la esperanza de
ganar algún dinero. Habiendo tenido éxito su primera novela, obtu­
vo contratos con un editor que le permitieron emprender nuevos li­
bros. Se hizo amigo de Richard W right y de James T. Farrell y fre­
cuentemente los designan con el nombre colectivo de “ escuela de
Chicago” , aun cuando no haya entre ellos grandes afinidades lite­
rarias.
Durante la guerra estuvo en Alemania y en Marsella, atravesó
Nueva Y ork al ir y al volver, pero no conoce la ciudad. No sale ja ­
más de Chicago. N o frecuenta a casi ningún escritor. Sus amigos son
gente de la Bowery o vecinos del barrio polaco. M e parece uno de
I0 9 ejemplos más impresionantes de esa gran soledad intelectual en
que viven los escritores de Norteamérica.
Cuando me encuentro con J. L. y V . en un gran restaurante ele­
gante del L oop, donde sirven martinis y langosta asada, apenas pue­

102
do creer que es la misma ciudad. Antes de conducirme a la estación,
me muestra la skyline iluminada, casi tan bella como la de Nueva
York. Pero pienso con un temor retrospectivo que si no hubiera sido
empecinada ayer por la noche, no habría conocido de Chicago sino
un decorado de piedras y luces y una falsa fachada opulenta y ci­
vilizada. Al menos he echado un vistazo detrás de las telas pinta­
das, he entrevisto una verdadera ciudad, trágica y cotidiana, fasci­
nante com o todas las ciudades donde hombres de carne y hueso v i­
ven y luchan por millones. La estación donde me embarco para
Los Ángeles hace un sorprendente contraste con aquella en que he
llegado ayer: esta no es sino una gran barraca de madera a medias
demolida. V . me llena los brazos de revistas y de libros y J. L. me
instala con solicitud en el tren. Lamento amargamente partir. Es
necesario que me arregle para volver a Chicago 1.

23 de febrero

Corro las cortinas de rugoso género verde oscuro, me despren­


do los botones, cuelgo mi ropa en la percha y dispongo mis cosas
en la red. La ventana está tapada por una persiana y enciendo la
pequeña lámpara .por encima de mi cabeza. Del otro lado de la del­
gada pared, la gente va y viene por el corredor. No obstante, en
ninguna habitación de paredes gruesas, hubiera tenido esta im­
presión de aflojamiento y de calma. Esta litera donde estoy extendi­
da, es más que un lecho: es, reducida a las dimensiones de una ca­
ma, toda una residencia. Hay recuerdos de la infancia en el fon­
do de este placer. Recuerdo un sauce llorón donde había hecho una
casa, un gran lecho de campaña con dosel cerrado por pesadas cor­
tinas; y esa casilla oscura donde me gustaba meterme, bajo el es­
critorio de mi padre. Los psicoanalistas ven en eso un deseo de volver
al seno materno, pero ese lenguaje demasiado simbólico no aclara na­
da. Mi litera no es el sueño de una felicidad perdida, me da una satis­
facción que se basta a sí misma; es refugio, soledad, separación. La
tensión, la fatiga que comporta toda existencia tiene su fuente en las
otras existencias que la ciernen; en esas literas superpuestas a cada la-i

i Sobre Chicago, ver págs. 331 y sig.

103
do del corredor, com o cu las tumbas do la galoiia di' las ( .alai'utubus,
cada uno realiza su soledad absoluta, l'.sa residencia nocturna evoca
la paz de las cámaras funerarias de Mironas, do (.e n c lo n . Ningún
llamado de afuera viene: mi vida no se opone ya. no se liga ya a
nada, a nadie: se encierra sobre si misma, en el silencio do la muer­
te. Me extiendo, cierro los ojos. Siento el movimiento rítmico del
tren que rueda hacia lo desconocido. Ese movimiento también tito trac
la paz; la paz de una coartada. No solamente estoy aquí separada
de todos, sino que no me sitúo ya en ningún punto del universo: na­
da más que un pasaje. No tengo más lugar en la tierra, ni deseo, ni
aun curiosidad. El sueño que me arranca de este mundo concuerda
con el rodar del tren que me rehúsa minuto a minuto cualquier lu­
gar singular. Es. sin duda, por eso que mi sueño es siempre tan
feliz en los trenes.
Al despertar, la fisonomía del tren lia cam biado. Casi todos
los viajeros están levantados y las literas están reemplazadas por
confortables banquetas. En los lavabos recalentados, las mujeres en
combinación y los niños se lavan. Bien sumergida en mi camarote
acolchado, en medio de mis libros y de mis valijas, me encuentro
con esos dos largos días de vacaciones, delante de mí. Después de
esas semanas en que estuve sin cesar dispuesta para no sé bien qué
conquista, es un gran descanso dejarse llevar al ritmo de las ruedas,
cautiva, pasiva. A bro un libro. V oy a poder leer todo el tiempo, com o
esas estudiantes de Vassar que envidiaba: el paisaje es tan feo que
no me distraerá. La lectura que encantará estas horas es también el
pretexto que me permitirá gustar de todo el indolente ocio. Las pa­
labras: Oriente-express, transiberiano, me han hecho soñar siem­
pre. Deseaba hacer en tren un viaje de muchos días: entonces, com o
en la Casa de vapor, de Julio Verne, el tren se vuelve verdaderamen­
te una residencia, y es una residencia tan insólita que la vida esca­
pa a la rutina de los días y las noches, se desarrolla con una mara­
villosa gratuidad. No es por azar, sin duda, que el recuerdo de Ju­
lio Verne, en quien no he pensado desde hace veinte años, me per­
sigue a través de N orteam érica; este es un país de prodigios m ecá­
nicos donde se realizan, en la escala de los adultos, las imaginaciones
infantiles de la “ biblioteca de viajes” .
Cuando entro en el coche com edor para almorzar, un gran nor­
teamericano canoso me aborda con esa fam iliaridad abrupta que se

104
encuentra tanto en los choferes de taxi com o en los profesores uni­
versitarios. Me pregunta: ¿S o y francesa? ¿D o y conferencias? Él
también las da. Se sienta frente a mí, me mira con un aire malicio­
so y me pregunta a boca de jarro:
— ¿Q ué piensa de Rusia?
Le devuelvo la pregunta. Ríe.
— Hay cosas buenas también allá — dice.
Es la primera vez cpie oigo sonar esa campana. Seguro de mi
simpatía me cuenta que fue profesor en Harvard, que pasó algunos
años en Rusia com o corresponsal de varios periódicos, que retom ó
después su puesto, pero que fue perseguido después de la aparición
de un libro con demasiada simpatía por Stalin. Después escribió
numerosas obras donde critica al capitalismo norteamericano e hizo
giras de conferencias hablando en favor de Rusia. Ahora precisa­
mente iba a Emporia para hablar; parece conocer a todo el mundo en
el tren, no deja de apretar manos mientras volvemos a nuestro va­
gón. Con ese tono medio serio, medio burlón, que es la regla de los
norteamericanos de esta generación, me dice que va a ir este invier­
no a Europa con una misión que desea informar de los problemas
europeos. Esos problemas se le presentan esencialmente com o proble­
mas de abastec imiento. Como me pregunta sobre el porvenir de Fran-
eia con ese aire de juez indulgente que tanto les gusta exhibir aquí,
le contesto que no podría distinguirlo del porvenir del mundo y que
depende en parte de la política norteamericana. Él exclama:
— ¿P ero, qué podemos hacer nosotros por ustedes? ¿E s que no
les enviamos bastante leche condensada?
Se diría que cree poder arreglar la suerte de Europa con cajas
de leche condensada. ¿E s un prejuicio ignorar sus verdaderas res­
ponsabilidades y olvidar que la decisión de la paz y de la guerra está
en sus m anos? Este es ciertamente un hombre de buena voluntad, pe­
ro su optimismo no me consuela mucho más que la apatía de los es­
tudiantes de Oberlin: “ Si todo el mundo tuviera buena voluntad, to­
do iría bien” . Lo que me inquieta más es que parece tan mal in for­
mado sobre Francia, que ignora el nombre de sus líderes políticos
tanto com o el de sus escritores y. además, no sabe una sola palabra
de francés. No es un buen punto de partida para una encuesta. Estaría
segura que me miente, de un modo o de otro, si no hubiera aprendido
que muchos norteamericanos tienen una confianza pasmosa tan-

105
lo en la facilidad del mundo com o en sus propias capacidades. Pue­
den pretender en una semana dar vuelta una situación tan compleja
com o la de Europa a partir de cero y casi sin instrumentos de tra­
b a jo ; la buena voluntad es la panacea radical que basta para todo.
\ o quisiera informarle más exactamente sobre mis proyectos,
pero llegamos a Em poria; él desciende. De una gruesa cartera de
cuero saca un libro, que me regala. Es una obra conciliadora con
prefacio del em bajador Davies, y que tiende a probar que Rusia es
un país com o cualquier otro, del que no hay que temer ni el impe­
rialismo ni el espíritu revolucionario, un país moral y conservador
con el cual un acuerdo es posible: en el fondo, otra Norteamérica, tan
idílica y paradisíaca com o su hermana. Es una lectura doblemente
deprimente. Rechazo esa dulce pastoral cuya tapa está ilustrada con
un enorme retrato de Stalin. Un instante más tarde el negro encar­
gado del coche dorm itorio, se detiene sorprendido: su rostro se acla­
ra y ríe con todos sus dientes: A good guy, dice designando a Sta­
lin. A good g u y ! En lo sucesivo, soy una amiga y me rodea de so­
licitudes.

25 de febrero

Cuando me desperté ayer por la mañana, había un desierto de


piedras rosas hasta el infinito. Pasé todo el día en el bar, que tiene mag­
níficas ventanillas de v id rio: el desierto invadía el tren. Al medio­
día en Albuquerque el sol quemaba. Sobre el puente, indios de tren­
zas vendían alfombras y pequeños mocasines multicolores. En el
jardín del bello hotel de estilo m ejicano, los turistas, sentados en ha­
macas, miraban a los viajeros del tren, que los miraban. Sé que den­
tro de algunas semanas vendré a descansar en estas regiones y veo
desaparecer sin lástima esas grandes planicies coloreadas de fuego,
las cabañas de los indios. Estamos aún en el desierto cuando me
duermo. Una neblina gris ahoga las praderas húmedas y los árbo­
les. A lo lejos las colinas se esfuman contra un cielo húmedo. He
entrado en California. El nom bre es casi tan m ágico com o el de
Nueva Y ork. Es el país de la quimera del oro, de los pioneros, de los
cow boy s; a través de la historia y del cine es una tierra de leyen­
da que, com o todas las leyendas, pertenece a mi propio pasado.
A rdo de impaciencia. Esta vez no llego com o turista a un país

106
donde nada me está destinado: vengo a ver a una amiga que habita
por casualidad un lugar que dicen es maravilloso. Es tal vez aún más
extraño sentirse esperada en un lugar desconocido que prepararse a
desembarcar sin socorro: no sé lo que me espera, pero alguien lo
sabe. El mar, los jugos de naranja, las montañas, las flores los whis-
kys, no voy a encontrarlos ni intentar apoderarme de ellos: me los
darán. Alguien espera el momento de hacerme el regalo; ya son
un regalo. Hay en mi corazón la misma ansiedad y avidez de las no­
ches de Navidad infantiles.
La neblina se levanta un poco. Veo largas avenidas sombreadas
de palmeras, casas apacibles rodeadas de césped fresco y el tren se de­
tiene en una pequeña estación de suburbio: Pasadena. Durante media
hora aún rodamos a través de suburbios cortados de campos infor­
mes y el tren se hunde en un subterráneo. Los Ángeles. Un empleado *
negro despliega una escalenta de tres escalones que une el vagón con
el suelo. Sigo el puente desierto, después un corredor y heme aquí
en el hall donde N. me espera.
N. se ha casado hace un año con un G. I. que es al presente script-
writer de Hollywood. Cuando vino a reunirse con él, no tenían un
centavo. I. ganaba muy poco dinero y N. esperaba un hijo. Gracias
al sistema de crédito que se practica aquí, pudieron alquilar y trans­
formar en casa una especie de granja y comprar un auto, instru­
mento de trabajo absolutamente necesario en esta ciudad de distan­
cias inmensas. Ahora la situación de I. ha mejorado, pero su salario
está casi enteramente consagrado a pagar deudas; además una ley
obliga a los padres a llevar a sus hijos al médico, una vez por semana
durante su primer año. Son gastos muy costosos. Cada mes el presu­
puesto es difícil de cerrar. Sé todo esto y también que el auto de I. es
rojo. Por eso me quedé totalmente asombrada al ver un auto amarillo
delante de la estación, y oir a N. que decía: “ Es nuestro. I. lo ha
comprado expresamente la semana pasada para que pudiéramos pa­
sear” . “ Nada más simple” , agrega N., “ pues uno lo compra sin pagar” .
Evidentemente. Pero tanta facilidad me aturde. Los Ángeles también
me aturde. Esta ciudad no se parece a ninguna otra. A bajo, el dis­
trito comercial me parece idéntico a los de Rochester, Buffalo, Cle­
veland, que evocan ellos mismos al downtown de Nueva York, al
Loop de Chicago: son grandes edificios que albergan bancos, nego­
cios. Es el damero monótono de calles y avenidas; pero en seguida

107
todos los barrios que atravesamos son o bien suburbios desordenados,
o bien inmensas parcelas donde las casas de madera se repiten hasta
el infinito, cada una rodeada por un pequeño jardín.
La circulación es terrorífica; los anchos caminos están divididos
en seis pistas, tres en cada sentido, limitadas por líneas blancas, y se
puede doblar hacia la izquierda o hacia la derecha: esta última ma­
niobra está frecuentemente prohibida, lo que complica los itinera­
rios; en los cruces hay prioridad para el coche que se ha detenido
primero, regla que provoca mil discusiones. Los expertos se desenvuel­
ven a maravilla y los autos ruedan con una velocidad inquietante;
N. debe ir también ligero, si no la parte trasera del coche recibirá
duros golpes; com prendo que eslé un poco crispada sobre su volante.
Am inora la marcha cuando llegamos a las colinas donde está insta­
lada la parte más elegante de la ciudad.
Aquí las avenidas corren entre terrenos de golf, jardines, parques
en los que se ocultan lujosas residencias. Atravesamos Beverley Hill,
donde habitan los astros de H ollyw ood; penetramos en una gran
ruta casi campesina, rodeada de campos y de jardines, y el auto se
detiene delante de un seto que corta un camino de arenilla. Hemos
rodado durante una hora y frecuentemente a más de setenta kilómetros
por hora.
La casa está al fondo de un jardín florido de rosas y bordeado
de grandes eucaliptos. Es de madera con una escalera exterior, no
tiene aire norteamericano. La planta baja es un inmenso atelier per­
teneciente a un pintor que tiene su habitación del otro lado del jardín.
N. habita solamente el primer piso. Las habitaciones están casi des­
nudas, amuebladas con camas, mesas y taburetes que N. e I. han
fabricado con tablones y pintado de colores claros. Algunas alfombras
indígenas, algunos bellos objetos m ejicanos: un gallo de metal b ri­
llante, naranjas de cera. El cuarto de baño está ya instalado, pero no
hay heladera; se prevé una para el año próxim o. Desde la terraza en
lo alto de la escalera, más allá de la inmensidad confusa de la ciu­
dad, se advierte el mar. En el fondo del jardín hay tres caballos per­
tenecientes a ricos vecinos y que N. ha tomado en pensión: tenía
también patos, pero un coyote salido de las profundidades del
cañón los ha devorado a todos. Las montañas a lo lejos tienen un
aire salvaje; se siente que la ciudad más sofisticada del mundo está
rodeada por una naturaleza indomada. Si la presión humana se aflo­

108
jara un instante, las bestias salvajes, las hierbas gigantes retomarían
rápidamente posesión de su dominio.
Después de un breve alto volvemos a partir en el pequeño auto.
Es un día brumoso y húmedo, el cielo es gris: tales días son raros en
California. Comprendo qué servicio nos ha prestado I. comprando ese
auto: no hay subterráneo en esta ciudad a flor de tierra; los trayectos
en ómnibus o en tranvía son interminables, los taxis raros y costosos.
De marchar a pie ni se habla. No hay un solo peatón sobre esas rutas
sin fin. Los que no tienen coche hacen auto-stop en las esquinas. Los
Ángeles es casi tan vasta com o la Costa Azul, de hecho no es tan sólo
una ciudad, sino un conjunto de ciudades, de lugares de residencia,
de campamentos, separados por bosques, por parques, por praderas.
Brentwood, W estwood, Beverley, Hollywood, tienen cada una su auto­
nomía. La aglomeración más próxima de nuestra casa está a cinco
o seis millas de distancia, Westwood. Es un verdadero pueblo, en el
sentido norteamericano de la palabra: tiene su calle principal, sus
negocios, sus bancos, sus drug-stores y, alrededor de ese centro co­
mercial, sus barrios residenciales. Una de las particularidades es que
en Westwood, por estar próxim o a una Universidad, está prohibida
la venta y la consumición de alcohol: ni bar ni venta de bebidas
alcohólicas; hay que ir hasta Brentwood si se quiere comprar una
botella de vino. En Hollywood están, como se sabe, los estudios. En
Beverley viven las estrellas. Para ver sus casas hay que entrar en
un parque artificial donde no palpita ni la vida sorda de las campi­
ñas ni la vida afiebrada de las ciudades; las villas lujosas se en­
vuelven en una falsa soledad. Avenidas bordeadas de garages y de
negocios con techos chatos, de un solo piso, cornisa azul al borde
del mar, vastos campos donde estacionan los trailers, esas casas ro­
dantes donde muchos norteamericanos sin domicilio habitan en el
límite de los pueblos, ciudades obreras con barracas monótonas, todo
eso da vueltas en mi cabeza. A l borde de las rutas, grandes carteles
proclaman: “ Para conocer la residencia de las estrellas diríjase a la
agencia Smith” . La neblina se disipó. Sobre el azul duro del cielo,
los aviones dibujan con humo blanco anuncios publicitarios. Con el
sol, la polvareda, el ruido, Los Ángeles tiene la fealdad de una feria
de París.
Comemos a la orilla del mar, en el mostrador de un bar con las
paredes tapizadas de fotografías de artistas. Por la tarde doy una

109
conferencia, actividad que me parece hoy singularmente insólita. AI
caer la noche, nos encontramos con I. en un bar de H ollywood. Estoy
casi asombrada de verlo de civ il: el uniform e norteamericano, tal vez
porqu e los soldados lo llevaban de m odo tan poco militar, me parecía
en París com o una vestimenta nacional. M e sentí vagamente sopren­
dida al llegar a Nueva Y ork y encontrar hombres vestidos con trajes
com pletos. En el crepúsculo, la dureza de la ciudad se atenúa. H olly­
w ood Boulevard sigue en pendiente una colina. Sentados en el bar,
vem os a nuestros pies, a través de una amplia ventana de vidrios,
la capa superior de las casas por donde apuntan las primeras luces.
L os Ángeles p oco a p oco se transforma en un gran lago centelleante.
El vidrio que encuadra la noche, la presencia de mis amigos cerca
de mí, hacen de esta visión un espectáculo que me es destinado. Los
Ángeles ha preparado para mí esta recepción triunfal: toda la noche
voy a pasear a través de una fiesta que se da en mi honor. El gran
auto ro jo de I. lleva en la puerta de atrás y sobre sus costados las
trazas de m uchos ca m b ios; la vida es dura aquí para los coches
Vam os al b arrio m ejicano. Hay pocos negros en Los Ángeles y, en
com pensación, m uchos m ejicanos a quien más o menos se desprecia,
a quien tal vez se boicotea, pero por quien los blancos no experi­
mentan od io racial. En el este de Norteamérica, California aparece
com o un país e x ó tico ; para California, el exotismo es M éjico, tan
próxim o en el espacio y a través de la historia, puesto que hace cien
años esta parte era m ejicana. Andam os durante media hora y cuando
nos detenemos, me deslumbra una extravagante abundancia de colo­
res; es el estallido, la vida, la alegría de los mercados españoles, de los
sokos m arroquíes. La calle es un gran bazar: sobre la explanada se
alinean pequeños kioscos alumbrados con velas. Venden objetos mara­
villosos: blusas amarillas o rojas bordadas con palmeras o pájaros,
vestidos abigarrados, botas leonadas incrustadas de cuero verde o rojo,
sandalias, muñecas, vajillas, alfombras, telas, collares y brazaletes de
semillas. Se venden cabezas de muertos en miniatura, y pequeños es­
queletos articulados, fetiches favoritos de un pueblo enam orado de la
m uerte; una de las invenciones más seductoras, son las guirnaldas
de piñas y de follaje petrificado pintadas de azul, amarillo y rojo
v ivos: es un ornamento que se suspende del cielo raso y tiene el
lu jo rústico de las ristras de cebollas y de ajos, de los hongos
secos, de los jam ones enganchados en las vigas de las granjas fran-

110
cesas. Sobre las dos aceras de la calle se abren n egocios donde se
venden las mismas m ercaderías cambiantes. De todos los negocios, el
más hermoso es aquel en el que se fabrican las velas. Es un palacio
de colores, con un penetrante olor a cera y a resina, enorm es cirios
ascienden del suelo, cuelgan del techo, adornan las paredes: los hay
gruesos, delgados, rojos, amarillos, verdes, están decorados con cora ­
zones, lágrimas, serpientes, pinas de cera escarlata, naranjas, ananaes,
descansan en palmatorias de metal recortado. Y en las grandes cubas
Ja cera bulle; en los sokos de M arruecos, las tinturas chisporrotean
en cuevas semejantes a ese mismo azul, ese m ism o am arillo, ese
mismo ro jo sangre. Pero aquí los colores en fusión son peligrosos de
tocar, queman. Enfriados, form an enormes masas donde se entre­
mezclan en un desorden de cuentas de vidrio. T odas las maravillas
desordenadas de los bazares han encontrado su lugar en el restau­
rante donde entramos. Las mesas están iluminadas p or velas para las
cuales se ha inventado el más asom broso candelero: fijadas en el
cuello de una botella, las velas lloran noche tras n och e lágrim as m ul­
ticolores y el vidrio se sumerge en la espesura de un arco iris sur­
gido de estalactitas de cera. Las palmatorias parecen form adas p or el
capricho de alguna fuente petrificada o concebida p o r un cerebro dul­
cemente delirante: a la vez prodigio natural y fantasía surrealista.
Los mozos y las camareras están disfrazados de m ejicanos. Pedim os
tequila y el m ozo duda: N. tiene aire de m uy joven y no se puede
servir bebidas alcohólicas a los menores. Ella exhibe su cédula de
identidad. D e todos m odos com o la consum ición de los adultos no es
limitada, hubiéramos pod id o fácilmente hacer tram pa; pero de ese
modo ella tiene derecho a un vaso personal. M iro los bailes m ejicanos
comiendo chili con carne, bebo tequila y estoy aturdida de placer.
En Nueva Y o rk he con ocid o la áspera alegría del descu brim ien to:
aquí recibo regalos: es otra felicidad.

2 6 de feb rero

Ninguno de los norteamericanos que con ocí en el este puso ja ­


mas los pies en California. Cuando están de vacaciones, Europa, casi
tan cerca, los atrae más. Hay mucha gente en este país que jamás
ha visto a Nueva Y ork. Salvo en raros lugares especializados, es im po-

111
sible encontrar aquí diarios de Nueva Y o rk ; en Los Ángeles se leen
d ia rios de L os Ángeles, l o d o s los estados tienen su prensa local y un
sentido vivo de su singularidad. P ero California es, me han dicho,
el ú n ico estado, tal vez con Texas, que se siente California, antes de
sentirse un pedazo de U. S. A . Su actitud se explica por su historia,
su situación geográfica y sobre todo su autonom ía económ ica. Si des­
d e L os Ángeles pienso en Nueva Y ork , en Chicago, tengo la impresión
de estar completamente en otra parte, y, no obstante, la de encon­
trarme aún en el mism o m undo. A través de su radio, de sus revistas,
de sus productos manufacturados, Norteam érica está enteramente
presente en cada una de sus partes; pero estas son más o menos
extranjeras unas de otras. N o hay com unicación directa entre los
diferentes estados entre sí, sino participación de todos en la unidad
que los trasciende. D e ahí proviene una mezcla de uniform idad y de
regionalism o que frecuentemente desconcierta.
N . m e pasea todo el día a través de un L os Ángeles anticipada­
mente fam iliar y perfectam ente im previsto. V eo por el lado de West-
w ood un hospital de veteranos que es p o r sí solo todo un pueblo.
A qu í se reeduca a los heridos, a los mutilados, a los inadaptados, se
alberga a los enferm os, a los incurables y se aloja provisoriamente
a ciertos veteranos que no han encontrado aún trabajo ni dom icilio.
H ay pabellones co n habitaciones, bibliotecas, drug-stores, cafeterías
donde, p o r cierto, la venta de alcohol está prohibida. Unos se calien­
tan tristemente al sol, sobre los bancos, frente a las puertas, y otros
se pasean con aire aburrido. Atravesamos suburbios y subu rbios; de­
cididam ente no hay más que su bu rbios; la ciudad se oculta, es una
ciu d a d fantasma. Las calles son arrojadas, no im porta cóm o, sobre
los flancos de las colinas, en lo profu n do de los valles. Están trazadas
a l azar de la necesidad, sin ningún plan de conjunto. Andam os du­
rante largo rato antes de llegar al lugar que queremos visitar: el ce­
m enterio “ optimista” llam ado Forest Lawn M ortuary. R ecubre una
vasta colin a donde serpentean, com o en A rlington, largas rutas carre­
teras. Es un verde parque sem brado p or árboles de lu jo. D e tanto en
tanto, sobre el césped fresco se levanta una losa chata con sólo un
nom bre. Se diría que los muertos están enterrados b a jo el césped con
una sim plicidad campesina, com o en los cem enterios co rso s: no hay
tum bas monumentales, no hay capillas m ortuorias. N os imaginamos
sim ples ataúdes de madera con fiados a la tierra. Justamente una fosa

112
ha sido abierta; trabajan hom bres alrededor de ella. Nos acercamos
sin timidez, pues nadie acom pañó al muerto hasta su tum ba; no es
costumbre en este país sonriente. En realidad el césped cubre con una
corteza ligera inmensas maniposterías. Las fosas son de h orm ig ón ;
se desciende el ataúd p or un sistema de cabrias y poleas. Los sepul­
tureros n o son jardineros, sino m ecánicos. En cuanto a la hierba
que disfraza la arquitectura de cemento, se corta en anchas bandas
por donde se anda com o sobre lin ó le o ; debe de fabricarse en serie,
no sé dónde. N. me dice que los ataúdes mismos son herméticos, el
aire no puede pasar, de m odo que los gusanos no pueden v ivir; los
cuerpos están m om ificados co n una perfección más o menos grande
según los diferentes presupuestos. De todos m odos, se les sacan las
visceras, se maquilla y pinta el rostro, que se expone a los familiares
durante uno o dos días en la Funeral H om e. En la cima de la colina
hay una inmensa vista de L os Ángeles, el mar, y por detrás, las m on­
tañas. Hay una capilla, pero el monumento más asom broso es el
“ Libro de D avid” , una reproducción de un libro abierto, más o me­
nos de la altura de un hom bre. En las páginas se lee, trazada con
grandes caracteres de imprenta, una inscripción que dice en sustan­
cia: “ Es herm oso desde lo alto de esta colina majestuosa dominar la
ciudad de los vivos y la ciudad de los muertos. Esta es una de las
cumbres del m undo. Pero lo que ustedes no ven es que en los flancos
de esta colina están los más grandes depósitos de agua de Los Ángeles.
Contienen X . . . galones, y gracias a ella nuestro césped está siempre
verde. ¡T al es la grandeza del h om b re!”
Más suburbios, parcelas, encrucijadas, y llegamos a Pasadena.
Avenidas en suave pendiente se pavonean entre naranjos y palmeras
rechonchas. Las grandes familias del petróleo habitan esas suntuosas
residencias; con relación a las estrellas de Beverley Hill, representan
una vieja aristocracia. Súbitamente desembocamos en la naturaleza
salvaje: vegetación hirsuta cubre los flancos de un profundo cañón
y montañas desiertas se perfilan en el horizonte. La pequeña ruta salta
de una orilla a otra con rodeos tan com plicados que nos perdemos.
No hay un coche, ni una casa, ni un peatón, com o si estuviéramos
a muchas horas de la civilización. Viajam os un rato largo sin encon­
trar a nadie que nos pueda indicar el camino.
Quedo completamente asombrada al ver que el lugar donde debo
dar mi conferencia es una casita perdida al borde del cañón, se diría

113
un coto de caza. Para volver a W estw ood, seguimos esta vez la amplia
d rive, donde los coches marchan a una velocidad que aturde. De tanto
en tanto nos pasa alguno de esos pequeños coches llamados hot-rods,
que los jóvenes fabrican con v iejos m odelos. Les sacan la carrocería,
los guardabarros, las puertas, todo lo que no es absolutamente nece­
sario para la m archa y ajustan al m otor un instrumento que le
aumenta el poder y que hace un ruido terrible. La juventud zazii se
hacina en paquetes cerrados. Su deporte favorito es saltar de una
pista a otra quem ando a todos los demás autos. Es un ju eg o peligroso
que provoca frecuentes accidentes. A l entrar en la ciudad, me asom bro
de la cantidad de peatones que hacen auto-stop en las esquinas de las
avenidas. N. me dice que los automovilistas ya no se detienen tan v o ­
luntariamente com o en otros tiem pos. En N orteam érica el auto es un
instrumento fa m ilia r; en tanto que en Francia se duda en confiar el
volante a un am igo, aquí se lo abandona aun en m anos desconocidas:
lanzado sobre las interminables rutas de Estados U nidos, un viajero
era hasta hace p o co feliz de recoger en su coch e a alguien con quien
pudiera descansar. Cuando se tenía un largo trayecto para hacer, se
pedía frecuentem ente p or pequeños anuncios un com pañero que su­
piera con ducir. P ero ha h abido en estos últimos tiempos tantos con ­
ductores desvalijados o asesinados, tantos autos robados, que ahora
la gente tiene m ie d o ; desconfían, sobre todo de noche. N o obstante,
los norteam ericanos son serviciales y esos jóvenes no corren el riesgo
de quedarse en el cam ino ¡h ay tantos y tantos coch es! Esa noche has­
ta la circulación es enloquecedora. A dm iro la audacia y la destreza
de esos chicos de diez a quince años que venden diarios en las encru­
cijadas, introduciéndose entre los autos, saltando sobre los estribos.
Esa noche cenam os en un cañón que desem boca en el mar y
donde vive toda una colon ia de artistas o que pretenden serlo. Hay
pequeños cafés que recuerdan vagam ente al v ie jo Montparnasse, y
entre otros un encantador café restaurante, una especie de sem irro-
tonda decorada con rayas verdes, blancas y rojas, con un bar semi­
circular en el m edio y sólo cin co o seis mesas junto a las paredes. El
patrón es pederasta y se acuesta con el co cin e ro ; es este últim o el que
manda, y no acepta a los clientes cuya cara no le gusta. N os sirven
m agníficos bifes con esa sangre ro ja que espanta com únm ente al
puritano norteam ericano. ¿A d o n d e irem os después? I. duda. Dice
que las noches de L os Ángeles no son alegres. A m edianoche los ba-

114
res y 1°* night-clubs Lienen que cerrar. Es una ciudad muy m oral;
los niños no tienen derecho a pasear libremente después de las nue­
ve de la noche. En muchos distritos el alcohol está prohibido. No
hay burlesques, los shows están censurados. Además se siente aquí
también, com o en Nueva York, el receso, y las boitcs están medio va­
cías. Desde luego, la moralidad con la que H ollywood se emboza,
no impide que los diarios anuncien cada día algún crimen sensacio­
nal. En estos momentos Los Ángeles está atormentada por la sombra
de Black Dahlia. Hace un mes una joven negra a la que llamaban
“ Black Dahlia” , ha sido encontrada despedazada en un terreno
baldío. Después dos o tres mujeres jóvenes fueron asesinadas en el
mismo barrio, más o menos de la misma manera, y cerca de sus ca­
dáveres se encontró, com o en las novelas policiales baratas, una tar­
jeta con las palabras: “ Black Dahlia” .
De ese m odo se designa ahora al asesino. No lo descubrieron. El
hecho interesante es que esos crímenes han provocado crisis histéri­
cas de denuncia y de autoacusación. Hay mujeres que han escrito
o telefoneado a la policía para denunciar a sus amantes infieles y
hombre que se han denunciado a sí mismos, relatando sus crímenes
con la m ayor precisión de detalles; han sido necesarios fuertes inte­
rrogatorios para conseguir convencerlos de su inocencia. Se les da
un descanso y por la noche el verdadero Black Dahlia acecha tal vez
una nueva presa. Las mujeres tienen miedo de pasearse solas des­
pués de medianoche. Si se aventuran, muchas cuentan al día siguien­
te que han sido seguidas o abordadas o aun agredidas por un hom ­
bre que era seguramente Black Dahlia y de quien dan señas varia­
bles. Los diarios locales consagran cada día largas columnas a esta
historia a la que también se dedican Time, Life y todas las grandes
revistas.
Creo que N. e I. han decidido hacerme gustar de ese siniestro
nocturno de Los Angeles, pues me llevan a Venecia . Es un parque
de diversiones desolado a orillas del mar. Nadie gira en las calesitas,
nadie ríe en los palacios de la risa; las avenidas están brillantemen­
te iluminadas, pero desiertas. Entre los almohadones de satén y las
muñecas, los tenderos tienen el aire de velar a un muerto. Con la
esperanza de distraernos subimos en el scenic-railway, pero desde
abajo no habíamos medido las curvas terribles. Llevados a una horri-
hle caída vertical. N. y yo cerramos los ojos, en tanto que una voz

115
firm e y sepulcral articula lentamente «letra* «le mmoliim: <ú iiio
lamento que hayamos hecho est«»” .
En tanto «pie volvemos a West\voo«l, los liares mo « m' iiu m mu»
tras otro. \ tías los pasos «le Black Ihihlia, ol t«*rror se <lesli/a por
las calles desiertas.

27 de febrero

La casa queda abierta ile «lía y «le no«dio. (Inundo la de jamón


nadie piensa cerrar con llave; y no estoy ni supliera secura «le «pie
haya cerraduras. En Francia siempre he visto harnear las «'asas de
cam po o de suburbio, cuando las dejan. Me guala esta dospreocupu-
ción confiada. Los proveedores entran tranquilamente y depositan
la leche, el pan, los huevos, también las facturas, sobre la mesa «le
la cocina. A decir verdad, en lo de N. no hay gran cosa pura robar,
pero, en general, la idea de robo no es una obsesión on Norteamérica.
Los objetos poseídos no son tabúes, siempre se pueden reemplazar.
Esta mañana me despertó a las ocho un auto que se detuvo
frente a la casa. Alguien sube la escalera, abre la puerta; esta visita
matinal me intriga. Cuando me levanto, encuentro en el comedor a
una joven bastante elegante que me saluda con reserva. Es la sir­
vienta. Ella también tiene su coch e; le sería imposible ganarse la
vida si cada hora de trabajo se doblara con una hora de transporte.
La nafta, el cuidado del coche no cuestan nada aquí. La venta es a
crédito, ella tiene la ventaja de economizar su tiempo, que vale al­
rededor de un dólar por hora.
H oy voy a visitar los estudios de Hollywood. I. nos ha citado
para almorzar. Vagam os durante un cuarto de hora alrededor de
Gower Street sin encontrar el menor rincón donde estacionar el pe­
queño coche am arillo; de tanto en tanto se advierte un pequeño es­
pacio libre, nos precipitamos, pero hay siempre una línea roja que
sign ifica: estacionamiento prohibido. Frente a los estudios de la
R.K .O . hay una playa reservada al personal. N. decide abalanzarse
osadamente. El guar«iián defiende con aspereza el pequeño rectángulo
de betún, donde ella ha conseguido colocarse: “ Es el coche de mi
m arido” . “ El coche de I. M. es r o jo ” , protesta el guardián. Pero ter­
mina por declararse vencido.

116
Estamos invitadas a desayunar con S . e l director cinema­
tográfico con quien trabaja I. Reservó una mesa en Lucy’ s, un res­
taurante situado entre los tres grandes estudios, W arner, R. K. O.
y Paramount. Sin esa precaución sería im posible obtener un lugar:
es el sitio de m oda donde se encuentra lo m ejor del mundo del cine.
El público es de una elegancia un p oco chillona, las mujeres plati­
nadas están vestidas de rosa suave, de celeste y, com o en Nueva Y ork ,
empenachadas de plumas. Se sufre aquí esa plaga que agobia a to­
da la N orteam érica rica : la superabundancia. Demasiado ruido, ca­
lor, perfume, dem asiado falso lu jo. Pero después de los martinis —
que son a los martinis de París lo que es el círculo ideal con rela­
ción a los círculos de los pizarrones— la com ida es suculenta. S. ha
invitado con nosotros a dos script-writers, un hom bre y una m ujer,
que son am igos de I. El trabajo de esos “ escritores” no corresponde
exactamente al del guionista o dialoguista francés. Están atados al
estudio, donde pasan cada día nueve horas en un escritorio. Tienen
que buscar ideas para filmes, ya sea en su im aginación, ya de prefe­
rencia en los últimos libros aparecidos, y esbozar a partir de allí
la construcción de un guión. También tienen que colaborar en los
cortes y en los diálogos del filme que ya está empezado. Todas esas
tareas son ingratas a causa de una división del trabajo tan extendi­
da que nadie abarca la obra entera. M e repiten que la censura se ha
vuelto cada vez más severa en estos últimos años, lo que hace la in­
vención de un tema cada vez más difícil. Piensan hacer un filme
del último Steinbeck, W ayward bus, pero hay una joven de buena fa­
milia que se acuesta, p or pura sensualidad, con el chofer. Es im po­
sible introducir en el cine ese episodio que es, no obstante, esen­
cial. Habrá que reemplazarlo por una historia sentimental, del gé­
nero moral y con m ovedor que es la regla: esto es desnaturalizar los
personajes y retocar la intriga tan profundamente, que no quedará
nada de la novela. Dudan. M e dicen que sin cesar se encuentran, de
este m odo, atados. Los guiones se vuelven cada vez más estúpidos y
monótonos y el público comienza a advertirlo: a fuerza de servirles
todos los días su plato favorito, han terminado por cansarse, de ahí
proviene el éxito que tienen, particularmente en Nueva Y ork, los
filmes ingleses e italianos, aun los franceses que son, no obstante, tan1

1 George Stevens. (N . del T .)

117
mal distribuidos y que se mutilan siempre con cortes arbitrarios. Y
Hollywood declina. Hay en los estudios cantidades de filmes reali­
zados durante estos diez últimos años que no han conseguido ven­
derse aún. Se comprende que los directores carezcan del entusiasmo
necesario para emprender una obra de importancia. Por ejemplo,
S., que ha tenido no hace mucho grandes éxitos, se refugia hoy en
un trabajo de rutina.
S. tiene alrededor de cuarenta y cinco años, tiene un rostro ma­
cizo y simpático. V ivió siempre en California, y ya su padre traba­
jaba en el cine. S. es un hombre que llegó hasta donde se puede de­
sear. Conoció éxitos ruidosos, tuvo relaciones con las más bellas es­
trellas de Hollywood, posee una enorme fortuna. No obstante, gene­
ralmente se encuentra incóm odo en las reuniones, apenas habla. H oy
parece suelto; quiere mucho a N. y a I., y el relato de nuestra no­
che en “ Venecia” lo alegra. Me cuenta con em oción su entrada en
París, algunos días después de la Liberación. Me lo imagino de uni­
forme, bajo el casco. Describiendo su campaña, repite muchas veces
con tono penetrante: “ Era un momento de verdad” . Sí. Un momen­
to de verdad: tiene razón de hablar con nostalgia. Cambiamos de
tema. Decimos que N. y yo vamos a partir en auto por algunos días
a través de California. S. se ilumina. Contamos con atravesar Lone
Pine y es allí precisamente donde pasó su infancia, donde film ó hace
diez años su película más importante. N o ha vuelto después, aunque
el lugar no está sino a cuatro horas de Los Ángeles. Sería maravillo­
so volver: propone alcanzarnos con I. y mostrarnos la región. La ci­
ta es más o menos aceptada. S. está contento com o un niño. Posee
cuatro coches, es dueño de su tiempo y de su vida, tiene poco traba­
jo en ese momento ¿p o r qué no había hecho nunca ese paseo de
cuatro horas, cuya idea tanto lo encantó? Y a he observado en otros
norteamericanos esa falta de iniciativa y de invención, pero este caso
es más asombroso que ninguno otro. I., que es medio inglés y que ha
pasado su juventud en Londres, me dice que a él también le asom­
bró com probar cuántos norteamericanos se enredaban en su propia
libertad. Ese rasgo es particularmente chocante en California y más
particularmente aún en H ollywood. S., que se aburre en el estudio de
la mañana a la noche sin hacer nada, no conoce otra diversión que el
alcohol. Muchos norteamericanos se emborrachan obstinadamente
por falta de imaginación. No obstante, S. es inteligente, curioso y

118
de una vitalidad desbordante. Nos lleva a su escritorio. Su secreta­
ria nos hace uno de esos cafés sin sabor que se beben aquí. Es una
rubia de unos cuarenta años, arruinada por la bebida. Es legenda­
ria en el estudio porque suele tener por la mañana unos terribles
hang-overs. Como vive del otro lado de la ciudad, telefonea declaran­
do con aplom o que no puede ir porque el valle está inundado. S. me
interroga con apasionado interés por Francia, su vida intelectual, su
literatura, su filosofía y me hace prometer que en Lone Pine le ha­
ré una exposición seria sobre el cogito cartesiano.
Los estudios de H ollyw ood no me han parecido muy diferentes
de los de Francia. Son, desde luego, ciudades. Comienzo a habituar­
me a ellas: un colegio, un hospital, una carpintería. Aquí todo es in­
mediatamente una ciudad. En un gran hall se preparan para tomar
fotografías publicitarias; aspirantes a pin-up en slips y sostenes de
fantasía, exhiben piernas suntuosas. Las fotografían en poses com ­
plicadas, colgadas en equilibrio inestable en andamiajes de tabure­
tes y escabeles que, por supuesto, serán invisibles en las placas; allí
aparecerán naturales y sueltas. ¡Cuánta fatiga para producir esas
sonrisas que afirman en todas las esquinas que Life is fu n ! Es un tra­
bajo penoso que no reporta mucho. Veo filmar una escena de inte­
rior, con las mismas dudas, las mismas lentitudes que en Joinville o
Epinay. Encontramos también los mismos milagros a lo C hirico; un
árbol plantado en medio de un dormitorio, un com edor Luis Felipe
al aire libre. En conjunto esta feria de prodigio trasunta fatiga y
aburrimiento. Se trabaja lánguidamente, sin grandes ambiciones,
ni aun monetarias. Fuera, frente a la puerta, hay tres hombres sen­
tados en sillas plegadizas, al borde de la calle; el día está fresco y
los hombres encendieron pedazos de madera para calentarse. Tien­
den la mano hacia las llamas con el gesto clásico del vagabundo. Son
huelguistas. Hace tres meses que los carpinteros se declararon en
huelga porque están muy mal pagados; ya han perdido la partida y
ese piquete sim bólico apena.
Los Ángeles está bien lejos de poseer la belleza de Nueva Y ork
y la profundidad de Chicago. Comprendo que los franceses me ha­
yan hablado de ella con h o rro r; sin amigos estaría perdida. Pero uno
puede entretenerse com o en un calidoscopio; una sacudida y los tro­
zos de vidrio coloreado dan la ilusión de un rosetón nuevo. Me dejo
tomar por el juego de espejos. Después de haber visitado anteayer

119
a M éjico, abordo esta noche a Hawaii. El cónsul de Francia me ha
invitado a com er con N. e I. En un hall hay expuestas joyas hawaia-
nas, collares de piedras, franjas de flores y semillas de colores tier­
nos. N o he visto jamás un restaurante tan encantador: es bello co­
mo el Palacio de Espejismos del Museo Grevin. Invernaderos con
plantas lujuriosas, acuarios, jaulas donde vuelan pájaros con colo­
res de mariposas, bañados por una turbia luz submarina. Las mesas
son veladores de cristal donde se refleja la paja resplandeciente que
recubre el cielo raso. Las columnas prismáticas son espejos de face­
tas donde el espacio se multiplica hasta el infinito. Comemos en una
cabaña, en el fondo de un lago, en un bosque, en el corazón de un
inmenso diamante. La ropa de los mozos evoca con decencia la de
los hawaianos. En vasos cilindricos que tienen casi la dimensión de
un medio litro, nos sirven zom bies, cocteles hechos con siete espe­
cies de ron superpuestas; el líquido ambarino desciende gradual­
mente del castaño oscuro al amarillo claro. La com ida nos transpor­
ta de manera inesperada a la China. Los platos no tienen ese estalli­
do demasiado visual que frecuentemente en Norteamérica desilusio­
na al paladar; pero por los ojos hablan al gusto. Y si la cocina fran­
cesa es “ reflexiva” , según dice Colette, esta parece el fruto de una
meditación milenaria.
A medianoche nos encontramos solos, N., I. y yo, en la cima de
una colina. Nos sentamos en el suelo y fumamos en silencio. Los
Ángeles es, allí abajo, una gran magia silenciosa. Hasta el fondo del
horizonte, las luces centellean. Entre las girándulas rojas, verdes y
blancas, se arrastran sin ruido grandes bichos de luz. A hora no me
dejo engañar por el espejism o: sé que son las lámparas de las ave­
nidas, los carteles de neón, los faros. Pero sin espejismo, las luces
continúan centelleando; son también una verdad, y tal vez son más
conmovedoras aún al no expresar nada más que la presencia des­
nuda de los hombres. A quí viven hombres, y he aquí que la tierra
rueda en la paz de la noche con esa llaga deslumbrante sobre el flanco.

28 de febrero

La campaña del Congreso contra las Uniones obreras se exas­


pera. El senador Taft, seguido de otros senadores republicanos, acu­

120
sa a los líderes del C.I.O. de estar afiliados al partido comunista: la
maniobra habitual. I. se indigna. Cuando le pregunto: ¿N o pueden
hacer nada? ¿Q ué hacen ustedes?, queda desconcertado, com o to­
dos aquellos a quienes les han hecho la misma pregunta.
Esta mañana parto con N. para nuestro viaje a través de Cali­
fornia. La primera etapa es O jai, una aldea montañesa; allí viven
los padres de I., que nos esperan esta noche. A continuación la ruta
toma vuelo por encima de las colinas; es desierta y salvaje, con gran­
des despoblados sobre el mar. De tanto en tanto un albergue; todos
son pintorescos, construidos en el estilo western, con listones de ma­
dera. A veces tienen por insignia un viejo carromato con toldos ver­
des; más frecuentemente una o dos ruedas junto a la pared. Al lado
de una de esas casitas, un gran elefante de carne y hueso se pavo­
nea detrás de un enrejado, más allá un león vivo llama la atención de
los paseantes. La hostería donde nos detenemos prometería en Fran­
cia una comida refinada; hay una vasta chimenea, bancos de made­
ra, ventanas con pequeños cuadritos, vigas en el cielo raso. Pero nos
sirven un alimento de drug-store. Abandonamos la gran ruta, descen­
demos hacia un valle por un camino estrecho, sinuoso, magullado.
En un lugar um brío, cerca de un río, hay un campo preparado para
turistas: mesas, bancos, lugares para encender fuego, trapecios, ha­
macas. No hay más que plantar las carpas. P or supuesto, los turistas
llegan en auto; el lugar está a demasiada distancia para que la mar­
cha a pie y la bicicleta sean posibles. El camping se practica en esos
trailers que he visto estacionados en los alrededores de Los Ángeles.
Son verdaderas casas rodantes provistas de todo el confort norteame­
ricano, pero sólo tienen derecho a estacionarse en lugares expresa­
mente destinados, y las pequeñas rutas com o la que seguimos, les
están prohibidas.
El valle donde descendimos ofrece a la mirada exactamente el
paisaje que se espera encontrar en California: por tres costados está
cerrado por montañas, y por el cuarto se abre ampliamente y des­
ciende hacia el mar, que se advierte a lo lejos. Todo ese circo está
plantado de naranjos que se alinean tan regularmente com o los ár­
boles de vergeles sobre los viejos tapizados. Lo que no había previs­
to era, a lo largo de los surcos, esas pequeñas estufas de hierro par-
duzco. El valle es bastante alto y puede suceder que hiele una no­
che de invierno; toda la cosecha se perdería. Se han designado hom-

121
bres que deben, com o los minute-m en de la Indqiem ieneia, acudir,
cuando se da el alerta, dejando toda ocupación, para encender y
mantener los fuegos protectores. Kl pequeño auto amarillo avanza
sacudiéndose a través de los cam pos. Rueda por la tierra móvil y
se h u n d e; escala colinas cubiertas de rocas y de maquis por donde
N . gusta andar a caballo. Retom am os la ruta de O jai. En este sitio
alegre, O ja i es tan desolado com o una aldea del M iddle W est; es una
triste calle blanca bordeada de bancos y de n egocios y cortada per-
pendicularm ente p or otras calles blancas.
V am os a hacer las com pras para la cena. Es la primera vez que
entro en uno de esos grandes m ercados. Se diría una exposición agrí­
c o la ; abiertos, alisados, barnizados, los frutos y las legumbres tie­
nen todo el lustre un p o co falso de productos demasiado m agníficos
de in vern adero: los azares de la lluvia y del sol no los han m arca­
d o . N. toma en un rincón un pequeño carrito de hierro y lo empuja
delante de ella, nos paseamos entre los estantes y tomamos todo
lo que nos gusta. H ay tal profu sión de viandas, de pescados y, sobre
todo, de latas de conserva, que la elección es m uy difícil. Nuestras
necesidades y aun nuestros deseos no están a la altura de tan magní­
fica abundancia.
E., la m adre de I., es una inglesa que se casó con un norteame­
ricano, se d iv o rció y se volvió a casar hace quince años. H abía sido
sumamente bella, com o he p o d id o com probarlo, p or una fotografía
tomada p or M an R ay. V ia jó m ucho y frecuentó siempre medios de
artistas y de escritores; fue am iga de Frieda Lawrence y de Bret. N.
me dice que la vida que lleva h oy con V . es representativa de la vi­
da de m uchos intelectuales y artistas de la C osta: m uchos vienen
atraídos p or el clim a y la belleza del lugar. E. se interesa muy par­
ticularmente p o r el teatro. En un rincón perdido del valle N. me
muestra un pequeño pabellón aislado donde se ha hecho un teatro.
A llí una com pañía de aficionados representa de tiempo en tiempo,
b a jo la dirección de E., piezas m odernas o clásicas. E. hace los gran­
des papeles fem en in os; el resto de la com pañía está compuesto en
parte por actores venidos de L os Ángeles, en parte por habitantes de
O ja i: hay, entre otros, un carpintero a quien E. inculca pacientemen­
te el o ficio . En este m om ento se preparan para dar M acbeth.
La casa oculta entre los naranjos está rodeada por un jardín
salvaje pleno de árboles y de flo re s; ni seto ni pared. N o hay cerro-

122
I
l
I
jo en lu puerta aunque nadie ente allí. El jardín, un poco en altura,
domina el valle y el mar, se pierde insensiblemente en el campo y
los grundes ventanales de vidrio no separan el jardín del estudio ba­
ñado por el cielo; las paredes me parecen ligeras como la tela de una
carpa, no encierran. No obstante no es un campamento, es un in­
terior y tino de los más seductores que conozco: el estilo mejicano
domina: alfombras, pinturas, viejas vasijas indígenas, no hay sino
piezas raras. IVIe gustan sobre todo los grandes gallos orgullosos de
metal recortado. Me pavoneo. Es otro viejo sueño infantil que se
cumple; en medio de un bosque encontrar por milagro una casita
que no esperábamos, y que está preparada para nosotros, que no es
para nosotros y que es nuestra, pasearse de habitación en habita­
ción, locar los objetos, gustar los platos con gestos imprevistos y
previstos. El teléfono suena. I. y su madre nos anuncian que llega­
rán bastante tarde porque hay un incendio en el bosque que corta
el camino entre Los Ángeles y Ojai.
F. llega primero, enun gran auto descubierto. Me han habla­
do frecuentemente de él: es lo que se llama aquí un carácter. El
primer rasgo chocante en él es su belleza: moreno, con ojos muy
azules, un gran rostro huesudo y alegre. Lo segundo, su vesti­
menta. Está magníficamente ataviado de cowboy de alto lujo: botas
decuero trabajado, pantalón de pana, chaqueta de gamo, camisa de
cuadros combinando con la pana del pantalón, ancho cinturón de
cuero incrustado con turquesas, bufanda de seda sujeta con un pin­
che de turquesa. En los dedos lleva anillos de plata cincelada: tiene
tal vez demasiadas joyas, pero son joyas salvajes que hacen jue­
go con el cuero de las botas y con la chaqueta. Tal indumentaria no
es un disfraz en California. F. nos lleva a su habitación y nos mues­
tra un arreo de cinturones de cuero y de plata, de chalecos de gamo,
de bufandas, de botas con dibujos verdes o rojos, como para hacer
llorar de envidia a muchas mujeres. Monta a caballo como un au­
téntico cowboy; se gana la vida haciendo de vez en cuando algún pe­
queño papel en una película de Hollywood El resto del tiemno se
almue como en Norteamérica se aburren todos ^ s que disponen de
ocio. Parte con su gran auto a encontrar a c í a gente que se abu­
rre, lleva a unos a las casas de otros, y cuando ha conseguido formar
un grupo bastante numeroso, piensa que está bien entretenido.
I. y su madre llegan, por fin. E. es muy delgada, joven aún; vis-

123
te un traje naranja apretado en la cintura con un cinturón clavetea­
do de oro. Comemos lo que N. nos ha preparado: bebemos whisky
y escuchamos discos. E. tiene una considerable colección de cancio­
nes de cowboys y de canciones que cantaban los inmigrantes abrién­
dose camino hacia el oeste. Oigo también viejas canciones medieva­
les inglesas que han sido retomadas en el siglo xvm por los músicos
populares de Norteamérica: algunas están muy próximas, en cuan­
to al tema, a las viejas baladas francesas. Randall my son, es la his­
toria de un caballero envenenado por su amada y que viene a mo­
rir en los brazos de su madre: es casi la misma historia del rey Re-
naud. Escucho. Y tal vez jamás he visto a Norteamérica tan violenta­
mente presente com o en los refranes de su pasado. En este instante
Times Square rutila, los negros bailan locamente en la pista del Sa-
voy, las viejas bellas de la Bowery se levantan las faldas, hombres
solos tiritan en la West Madison Avenue, mendigan a las puertas
de las flop-houses, las bolas ruedan sobre las pistas enceradas de los
bowlings y sobre los tapetes verdes de los billares, los estudiantes de
Vassar y de M acón se duermen en sus camas blancas, cuerpos em­
papados en alcohol se acurrucan en el rincón de un mostrador y en los
salones distinguidos, las muchedumbres miran en silencio un drama
pintado en blanco y negro, en las habitaciones solitarias los hombres
escriben a máquina, las viejas damas tejen. Ya mis recuerdos me dan
vértigos: Norteamérica no está en ninguna parte. Pero la música esca­
pa a los rigores del espacio; puede encerrar lo que no está en ninguna
parte. Lo encierra, me lo da. Al menos eso es lo que creo, esta noche.I

I 9 de marzo

Por la puerta grande abierta advierto a E. vestida con una ba­


ta de seda exótica y sentada en su vasta cama. Dos enormes perros
están acostados sobre las colchas de piel y en la cabecera de la ca­
ma dos desconocidos declaman. P or el jardín, un hombre marcha
de una punta a la otra, con un libro en la mano, dando signos de la
más grande agitación. N. trabaja en la cocina. Las alacenas y la he­
ladera están vacías, según la m ejor tradición de la bohemia. Feliz-

124
mente hemos com prado ayer elementos para preparar un desayuno
confortable.
Con pena abandono esta mansión a la que tal vez no volveré
jamás; otra pequeña muerte, ya hubo muchas en este viaje. Pero de­
bo estar mañana en San Francisco y no queremos apurarnos. Nos ins­
talamos N y yo en el gran auto rojo que I. nos presta porque es
más rápido que el otro. N. entra en un vallado y sale victoriosamente
y abandonamos el jardín en una nube de polvo: hace apenas dos
semanas que ha obtenido el permiso para conducir, después de dos
ensayos infructuosos.
Salidos de Ojai, nos cuesta un poco encontrar nuestro camino.
Es asombroso, pero no se encuentran en Norteamérica ni postes in­
dicadores, ni m ojones kilom étricos: aun en las encrucijadas ningu­
na dirección está señalada. Un garagista nos enseña, las placas azu­
les que llevan la cifra I y un oso, símbolo de California, deben guiar­
nos, pero estas no aparecen sino de tanto en tanto, y com o si fue­
ra expresamente, jamás cuando se llega a una encrucijada. Hermo­
so tiempo, el viento huele a flores de naranjo. Rodamos por el flanco
de las colinas que dominan la costa, advertimos a lo lejos el mar y
las playas de moda. De pronto atravesamos barrios residenciales y
la ruta entre los jardines se vuelve una avenida cuidada, bordeada
de zarzas bien cortadas y sombreada de bellos árboles, y de pronto en­
filamos por una montaña desierta. Ningún auto sobre esta ruta estre­
cha y sinuosa, que se vuelve cada vez más salvaje. N. y yo pen­
samos que Georges Duhamel ha debido pasear muy poco por Norte­
américa para haber osado pretender que el campo estaba oculto por
paneles publicitarios. A pesar de sus ciudades gigantes, de sus fá­
bricas, de su civilización mecánica, este país sigue siendo uno de
los más vírgenes del m undo: el hombre con sus pompas y sus obras
es un fenómeno nuevo y esporádico cuyos laboriosos esfuerzos no
hacen sino arañar la corteza terrestre; eso es lo que se siente desde
que uno se aleja de las grandes aglomeraciones.
En una aldea de una fealdad implacable, comemos albóndigas re­
llenas de cebollas y apretadas entre las dos mitades de un bollo.
Y continuamos rodando hasta que cae la noche. A las siete nos de­
tenemos; hemos llegado a una aldea al borde de una bahía que cie­
rra una enorme roca. Frecuentemente desde el tren, desde el ómni­
bus he visto con envidia estos lugares semejantes a donde vamos a

125
dormir esta noche y que se llaman cauri o motel. Parece un conven­
to de modern-styU'. Casitas de madera con garage contiguo alinea­
das alrededor de un cercado: se alquilan por una o varias noches
a los automovilistas de paso. Cuando ninguna está libre un gran
cartel anuncia: No vacancy. Pero esa noche no hay cartel y nos di­
rigimos hacia la primera cabina que una insignia luminosa de un
hermoso verde esperanza nos designa com o el escritorio de locación.
Durante una noche henos aquí propietarias de una minúscula villa
a orillas del mar. Tenemos una gran habitación, un cuarto de baño,
una cocina de gas, un balcón desde donde vemos las primeras estre­
llas. Hemos pagado, nos han dado la llave, podemos entrar y salir
con toda libertad. El restaurante donde comemos es tan agradable
como nuestro albergue. Es un mirador construido sobre pilotes en el
agua. Las mesitas están iluminadas con velas de todos colores cuya
llama vacila en las tinieblas. Están puestas en el cuello de esas bote­
llas cubiertas de cera llorosa que tanto me gusta. El pescado que nos
sirven me parece delicioso. Afuera no hay más que una calle sin un
cine, sin un drug-store. Iré a dormir temprano: lo necesito.

2 de marzo

A las siete, partimos, hay tres millas de aquí a San Francisco.


La ruta está abierta en pendiente en el flanco de las montañas, que caen
a pico en el m ar; ondula vertiginosamente por encima del abismo.
No hay una casa, no hay un auto, no hay una planta ni un animal do­
méstico: los hombres están lejos. En el auto que nos abriga y nos
transporta, estamos tan perdidas com o si atravesáramos a pie el
Cáucaso o el maquis corso. Es un lugar soñado para que Humphrey
Bogart asesine a su mujer simulando un accidente1. Nos asombra­
mos cuando al cabo de dos horas descubrimos súbitamente, sus­
pendido al borde de la pendiente, un albergue construido de madera,
adornado por miradores floridos. ¿H ay gente que pasa alguna vez
por aquí? Comemos huevos con tocin o; alrededor de nosotros el
paisaje resplandece. Hay que pagar este sitio y esta soledad; el des­
ayuno cuesta el precio de una cena. El hotelero nos mira partir con

1 Alusión al filme La huella fatal, de Kurt Bemhardt ( N . del T.)

126
sorpresa. No se ve frecuentemente a mujeres viajar solas sobre las
rutas de California. Las norteamericanas conducen en las ciudades,
pero es raro que emprendan un viaje sin apoyo m asculino; esta es
aproximadamente la medida de su independencia.
La naturaleza ya no está domesticada; seguimos sobre el mar
junto a un gran muro de rocas salvajes. Son las once cuando en­
tramos en M onterrey: allí fue librada la batalla que quitó California
del Sur a M éjico para dársela a Estados U nidos; una célebre bata­
lla donde murieron, creo, cuatro hombres. Monterrey es un v iejo
puerto que ha conservado piadosamente los recuerdos de su pasado
mejicano. Un cartel indica a los turistas que deben seguir por el
puntillado ro jo trazado sobre la calzada; conduce, según el itinera­
rio más racional, a las principales curiosidades de la ciudad. Fren­
te a las viejas mansiones de maderas floridas y carcomidas, hay car­
teles que cuentan su historia. Se han etiquetado con el mismo cuida­
do las moradas de los gobernantes virtuosos y de los bandido repu­
tados. Aquí, un teatro centenario y una antigua posada; allí, la ba­
rraca donde los buscadores de oro ponían en depósito sus bolsas de
polvo precioso. Hay muchos rincones pintorescos, paredes naranjas
o albaricoque, alamedas, albergues coloreados, pero hacen un poco
el efecto de trozos de museo, uno se siente aún en U.S.A. Es en el
puerto del otro lado de una aglomeración central puramente norte­
americana donde nos encontramos felizmente desconcertados. Un
vasto muelle de madera avanza hacia el mar entre barcas de pesca
de colores m eridionales: a cada lado, en las barracas, se venden enor­
mes pescados rosados, azulados, lisos o escamados, descansando so­
bre rocallas de hielo. Sobre el suelo se han instalado grandes conchi­
llas aún húmedas de algas y forradas de nácar irisado: cuestan cin­
co centavos la pieza. El olor de este mercado es tan fresco com o el
del mar. Al final del muelle, están los restaurantes construidos sobre
pilotes. Todos son de madera, todos tienen balcones y terrazas aso­
leadas. El que elegimos es de estilo m ejicano; paredes amarillas, mue­
bles de madera pintados de colores vivos y adornados con dibujos
ingenuos, todo es fresco y claro. Por la noche se iluminan con velas
plantadas en candeleros de cera. Comemos en el balcón, por enci­
ma de las barcas pesqueras: hay un gran sol atemperado por el vien­
to. La cocina es italiana. Comemos pescado bien fresco y una pizza:
la hemos pedido “ pequeña” y no gigante, ni grande, ni aun media­

127
na: nos traen una tarta adornada de tomates y de anchoas que cu­
briría dos asientos. Permanecemos pensativas. Las pizzas gigantes
deben de tener la dimensión de una rueda de carro.
El paisaje se endulza un poco. Atravesamos Carmel, uno de los
rincones más reputados de este lado: invadido de jardines, de árbo­
les, de flores, la aldea misma es alegre. No tenemos tiempo para vi­
sitar las misiones españolas, pero atravesamos el parque: esa palabra
no tiene el mismo sentido en Norteamérica que en E uropa; designa
un sitio que el gobierno ha tomado bajo su protección. A veces hay
que pagar para entrar, pero es un trozo de naturaleza bruta. A quí el
parque no es sino un rincón de la costa: mediante un dólar, pode­
m os continuar, en lugar de tomar la gran ruta, siguiendo la orilla
del m ar: las rocas, la violencia de las olas nos hacen pensar en Qui-
beron : es muy hermoso, pero añoramos la soledad de la mañana:
centenares de automovilistas venidos de San Francisco celebran aquí
el dom ingo. Tan pronto pasamos Carmel nos volvemos a encontrar
c o n los desiertos, atravesamos inmensas selvas de pinos. En lo pro­
fundo de un valle, en un claro, al salir de una garganta, se erigen
de tanto en tanto un albergue aislado, o una L odge hecha de casitas
yuxtapuestas, o un campamento, es decir barracas alrededor de una
fuente: nos gustaría detenernos por unos días en estos lugares pareci­
dos a aquellos donde, en otros tiempos, los m onjes elevaban sus ermi­
tas. Aun cuando el mapa indica una aglom eración, n o se advierten si­
no raras casas semiocultas por los árboles y separadas por vastas zonas
de silencio. A bro bien los o jo s para ver Big-Sur, donde vive Henri
Miller, y no advierto nada más que un pequeño albergue de madera,
flanqueado por un puesto de nafta. T oda esa parte áspera y magní­
fica ha sido apenas rozada por la mano del hom bre.
Aproxim ándonos a San Francisco las playas se multiplican: bu­
llen de gente. Es el final del dom ingo y la gente com ienza a volver
a la ciudad: los autos se persiguen sobre la ruta estrecha y sinuosa
donde adelantarse es un problem a. N o obstante, avanzan a mar­
chas desiguales: hay bólidos orgullosos y miserables coches que su­
ben resoplando. La flota se espesa. A hora hay delante de nosotros
una larga serpiente de anillos brillantes y no podem os sino seguirla
resignadamente. Una vez N. ha pasado a dos coches por demasiado
asmáticos, pero le ha sido por largo rato im posible retomar el lu­
gar en la fila que ocupa el costado derecho de la ruta.

128
La impaciencia nos devora: es fascinante, saliendo de esas so­
ledades, la idea de una gran ciudad, de su vida, de sus luces, y es­
tamos aturdidas por el gran aire, por la fatiga. Tenemos antojo de
paredes a nuestro alrededor, de un sillón inmóvil, de un whisky o
de un calor sofisticado. En una encrucijada donde se entrecruzan
amplias autopistas, el engranaje se rompe, los autos se dispersan en
abanico, pero ¿q u é haremos con la libertad que nos ha sido conce­
dida? ¿D ón d e está la ciudad? Percibim os colinas donde se levantan
cubos blancos: se diría una ciudad árabe o grandes cementerios. ¿E s
eso la ciu dad? Para intentar orientarnos, escalamos uno de esos ce­
rros, pero en lo alto no vemos nada sino delante y detrás de nos­
otros la calle que desciende vertiginosamente; los frenos del auto no
son seguros y estamos más aterrorizadas que en el scenic-railway.
Nos sumergimos, queremos evitar en lo sucesivo las colinas, pero es
imposible, esos suburbios están construidos en montañas rusas. D e­
bemos de habernos equivocado de camino, pues nos encontramos en
un parque del que no vemos el fin. ¿D ón d e está la ciudad? Es de
creer que la han escamoteado. Súbitamente, desembocamos en un
gran puente de color de oro r o jo : es Golden Gate, y descubrimos a la
derecha todo el esplendor de San Francisco, escalonada sobre esas
colinas alrededor de su m agnífica bahía. La ciudad es completamen­
te blanca y el sol poniente la dora. Siento un choque: es algo nuevo
en Norteamérica una ciudad cuya form a se deja ver, una ciudad que
no ha salido caprichosamente de la tierra, que se ha construido
y cuya arquitectura está tomada de un gran diseño natural. Quisiera
descender del auto, mirar, puesto que hay aquí al fin, algo humano
que se deja ver. Pero sobre un cartel fulguran las palabras “ No de­
tenerse” . No detenerse y, lo que es más grave, no dar vuelta: nos
está prohibido ir hacia la ciudad. Sin saberlo hemos entrado en un
nuevo engranaje y la única posibilidad que nos queda, es atravesar
el puente: la idea de un rodeo de no menos de cincuenta kilómetros
nos desespera. El empleado que percibe la tasa de peaje declara: “ Hay
que atravesar” . Decididamente, los mecanismos norteamericanos son
de una perfección formidable, no permiten ningún error: no lo pre­
vén y no dan el medio para repararlo. Por todas partes, en los ca­
minos com o en la vida, se apuesta sobre seguro. Parlamentamos, al
final el empleado se apiada y nos indica una maniobra complicada
que, por vueltas y revueltas subterráneas, nos llevará hacia la ciu*

129
dad, N. simplifica, se introduce en un túnel, que un cartel designa
com o “ pasaje proh ibido” y oím os detrás de nosotros el ruido de una
plancha que se hunde en el mar, pero cuando emergemos a la luz, San
Francisco está delante de nosotros.
Un norteamericano no sale de viaje sin haber reservado cuidado­
samente sus habitaciones de hotel: se me ha repelido diez veces que
sin esta precaución no encontraría dónde alojarm e. Lo he encontra­
do sin esfuerzo en Buffalo. A quí encontrarnos también, después de
una búsqueda que nos parece bien corta: hay que decir que en Fran­
cia hemos con ocido frecuentemente otros miedos. Confiam os el au­
to a un garage, tomamos un taxi que desciende sin pestañear las ca­
lles en tobogán y nos hacemos conducir al Mark Hopkins. Es el
“ Empire State Pudding” de San Francisco. En el último piso, el
bar con su luz sorda, sus alfombras, sus sillones de cuero, el rumor
suave de las voces y el chocar de los vasos donde brilla el whisky, es jus­
tamente el abra que soñábamos. Pero detienen a N. a la entrada:
aquí se sirven bebidas alcohólicas, el lugar está prohibido a los me­
nores. Ella exhibe su cédula de identidad y pasamos. Las paredes son
de vidrio y damos lentamente la vuelta m irando, debajo de nosotras,
el jardín de luces: es m ucho más bello que la vista nocturna de Los
Ángeles, que la de la propia Nueva Y ork, a causa del largo diseño
de la bahía trazado en líneas brillantes sobre el fon d o de aguas ne­
gras, a causa de esas escalas de fuego sobre el mar. M irando ese
cielo artificial desplegado a la puerta de las grandes soledades, com ­
pruebo m ejor que nunca lo que tan frecuentemente me ha hecho sen­
tir Norteam érica: no hay distancia entre el reino humano y el de
la naturaleza. Con manos animales las colonias humanas han creado
esos paisajes de piedra y de lu z; y el hom bre no conquista la tierra,
sino porque emana de ella. Tal vez es porque le falta la dimensión
de una larga historia, por lo que esas ciudades parecen tan abrup­
tamente talladas en la corteza terrestre: privadas de un pasado hu­
mano, hunden directamente sus raíces en la espesura cien veces m i­
lenaria del planeta.
M iramos largo tiempo. Hay en los viajes momentos que son pro­
mesas y otros que son recuerdos: este se basta. Servirá de medida
a muchos momentos futuros: el d ibu jo se im prim e en filigrana a
través del porvenir. M iram os largo rato y después descendemos a
mezclarnos en la noche.

130
3 de marzo

He visto muchas ciudades construidas sobre alturas a la orilla


del mar. Por diferentes que sean Marsella, Argel, Lisboa, Nápoles, tie­
nen todas un rasgo com ún: sus colinas son utilizadas com o elemen­
to arquitectónico; las calles abrazan las curvas, trepan en espiral, si
bien casi por todas partes se percibe el mar: el plano com plicado so­
bre el mapa aparece en la realidad simple y natural. T odo lo contra­
rio ocurre aquí: San Francisco es un escándalo de abstracción obsti­
nada, un delirio geométrico. El plano ha sido trazado sobre el papel
sin que el arquitecto echara una ojeada sobre el sitio: es un damero
de líneas bien rectas exactamente com o Nueva Y ork o Buffalo. Las
colinas, esos accidentes demasiado concretos, los han negado, sim­
plemente, las calles las suben y las bajan sin separarse de su di­
bujo rígido. Una de las consecuencias es que no se ve casi nunca el
mar. Encerradas entre barreras sucesivas que cortan el horizonte,
las calles tienen una calma provincial: están pavimentadas de ladri­
llos rojos, que evocan los frescos embaldosados de las cocinas holan­
desas, y bordeadas de casas blancas de tres a cuatro pisos. San Fran­
cisco no tiene los cálidos colores cosmopolitas de Barcelona o de
Marsella; el recuerdo de los buscadores de oro, de sus campamentos,
de sus peleas parece bien lejano. Se puede marchar largo rato por
esos barrios apacibles y burgueses sin suponer que se está en el co­
razón de una aglomeración de ochocientos mil habitantes.
Repentinamente, en lo alto de una avenida parecida a otras,
nos encontramos al borde de un frontón donde se descubre el océa­
no. Para descender a la planicie desplegada a nuestros pies, el ca­
mino es tan vertiginoso que parece insensato arriesgarse en auto.
Es la otra consecuencia de ese urbanismo abstracto: las pendientes
son tan abruptas que algunas están prohibidas a los autos, desalien­
tan a los tranvías. N o son accesibles sino a los pequeños vagones de
cremallera, herederos de los viejos carruajes provistos ellos también
de cremallera y que conducían hasta hace poco caballos: llegados
a lo alto, el caballo describía un semicírculo y regresaba. Al presente,
el conductor se traslada de una punta del vagón a otra. A veces ocu­
rren accidentes y acaba de hacerse una consulta para saber si se deben
suprimir esos vehículos desusados. La opinión publica esta dividida.

131
Las almas sentimentales, ln^ mujeres principalmente, quieren conser
varios por amor a la tradición. Es probable que se mantenga una lí
nea com o testimonio.
No liemos visto muy bien a San Francisco porque hornos perma­
necido solamente cuatro días y no conocemos a nadie; pero hemos
pasado momentos felices. Hemos paseado a pie. Vimos las vidrieras
del barrio chino, admirando las sederías, los jades y los ansarones
que cuelgan desnudos y relucientes detrás de los vidrios de los ne­
gocios de alimentación. La colina del telégrafo es un pequeño Mont-
martre donde se instalan los atelieres de los artistas, pequeños ca­
fés y villas minúsculas: la liemos escalado. En la cima, hemos con­
templado largo tiempo la bahía azul y oro. A la izquierda, Golden
Gate rutila al sol: también se eligió en una consulta para ese gran
puente metálico su ardiente color de cobre: todas las llamas del
mediodía se derramaron en esas vigas. Cada año tres o cuatro de­
sesperados se precipitan de lo alto de esa pasarela vertiginosa. A
la derecha. Bay Bridge está hecho con dos tarugos que se apoyan so­
bre una isla: liga a San Francisco con las ciudades industriales cons­
truidas del otro lado de la bahía: Oakland, Berkeley, Richmond.
San Francisco no parece ya entonces com o una plácida aldea, sino
com o el corazón de una vasta aglomeración que cuenta con tres mi­
llones de habitantes. En el centro comercial hay la misma animación
que en Nueva Y ork o Chicago. Barket Street es otra Broadway. Des­
de que uno se dirige a los suburbios, se encuentra la infinita desola­
ción de las grandes ciudades: las avenidas inacabadas com o las de
Queens o Los Ángeles, las estaciones, los depósitos, los garages, las
encrucijadas desiertas. Pero rodeada por las fábricas, las ciudades
obreras, el trabajo, la pobreza, la bahía es un paraíso lujurioso. Una
pequeña isla que flota sobre las aguas alegres parece un tranquilo
Edén: es la prisión donde los condenados a muerte esperan la hora
de la cámara de gas.
Hemos descendido hacia el muelle de pescadores: las barcas se
balancean en estrechas cuencas, entre escolleras de madera. El pe­
queño lugar está rodeado de restaurantes con grandes ventanales
transparentes donde se come langostas y pescados. En las puertas se
venden buñuelos fritos, mariscos, langostinos y grandes camarones rí­
gidos en bloques de hielo. El olor de la grasa bullente se mezcla con
el olor propio del fuco. Pero si se piensa en el viejo puerto de Mar­

132
sella, en sus erizos de mar. en sus canciones, este paisaje parece de­
masiado corregido.
En auto, hemos explorado los suburbios y los campos circunve­
cinos. Hemos seguido la costa, atravesado parques, escalado coli­
nas. A la orilla del mar hay un pequeño Luna Park triste como la
“ Venecia de Los Angeles: dos millas más lejos, hay langostas sal­
vajes entre las rocas. Cruzamos el Golden Gate, rodando tan len­
tamente com o es posible, puesto que está prohibido detenerse. Atrave­
samos Bay Bridge: el puente penetra profundamente en la ciudad
y hemos errado un largo momento antes de encontrar el acceso. Lo
veíamos muy alto por sobre nuestras cabezas y no sabíamos por
dónde ascendería. Hay un peaje a la entrada y un cartel previ­
niendo que debe pagarse una multa de cinco dólares si uno se que­
da sin nafta en medio del puente. Al partir, un pequeño aparato des­
carga a los autos de la electricidad que han acumulado: frecuente­
mente, en Nueva Y ork, en Washington, he sentido sacudidas eléctricas
tocando objetos metálicos. La gente pretende aún que saltan chispas
cuando dos personas se dan la mano.
Oakland, todo fábricas y parcelas: es horrible. Pero siempre es
la misma sorpresa: pasada la última casa, nos encontramos en cinco
minutos sobre colinas cubiertas de bosques, cruzadas de lagos, don­
de por millas y por horas no aparece nada de humano. La peque­
ña ruta serpentea por encima de las recortaduras de la bahía, a tra­
vés de bosques y de maquis: hay pinos, árboles en flo r; ese paisa­
je, que podría evocar ciertos lugares salvajes y templados de Fran­
cia, se distingue, no obstante, profundamente: no hay casas, no hay
animales, ni campos, ni vergeles, ni jardines. La campiña francesa
está hecha de “ propiedades” , cada pedazo de suelo tiene un estado
civil, aun los eriales y los pantanos. En tanto que esta tierra no fue
anexada por los hom bres; aunque sus campamentos son fijos, ellos
la atraviesan com o nómadas.
El sudeste de San Francisco se extiende a lo largo de una parte
chata y pantanosa, un vasto suburbio industrial. Por la gran ruta
pasan camiones oliendo a petróleo. Conozco pocos lugares más in­
gratos. Pero ahí también basta tomar un pequeño camino sobre la
derecha y en algunas millas el siglo xx es olvidado. Toda la penín­
sula está cubierta por un antiguo bosque de secoyas. Secoya es todavía
una bella palabra legendaria: este bosque es menos imponente que

133
aquellos a los que me transportaron los filmes en tcenieolor, pero lu»
tintas son más raras: los troneos rugosos tienen la sorda belleza de
viejos tapices persas, do sedas apagadas, de oros tiernos. De la ruta
qut sigue la costa .se ve por los dos lados el océan o: el bosque verde
oscuro se lia extendido durante millones de anos, a la izquierda, hacia
el mar lib re ; a la derecha, hacia la bahía. Estamos más cerca de San
Francisco que M eudon de París: es difícil creerlo.
De regreso de esas vueltas, cuando cae la noche, nos sentimos
perdidas. R odam os por Market Street, entramos al azar a bares, ci­
nes de actualidades, restaurantes, nos dejam os llevar por la multi­
tud: y es la misma em oción que he sentido frecuentemente alrede­
dor de Times Square: ¿c ó m o acceder a esta n och e?, ¿p o r dónde
tom arla? En Los Ángeles nos habían indicado un night-club, el
Dawn Club, donde se toca bastante buen ja zz; está cerrado. Hay
ciertamente otros lugares que nos darían algo de esta ciudad: pero
no estamos seguras de que son ellos justamente los que sabremos
encontrar. La gente los con oce, podrían conducirnos, pero no con o­
cem os a nadie. Perm anecem os en la superficie de las luces, de los
ruidos, de todas las promesas que palpitan en la noche de una gran
ciu dad: no conseguim os sumergirnos.
Las ciudades de Estados U nidos son demasiado grandes. P or
la noche sus dimensiones se multiplican, se vuelven junglas donde
es fácil perderse. La segunda noche quisim os ver Los asesinos, el
film e extraído del relato de Hemingway que se pasaba en un leja­
no suburbio. Partim os a pie, caída la noche, pensando tomar, des­
pués de una corta marcha, un tranvía, un ómnibus o un taxi. Nos en­
contram os súbitamente con una larga ruta negra bordeada hasta el
infinito de vías, de trenes inmóviles, de hangares, y que cortaban,
de tanto en tanto, otras rutas tan desoladas: estábamos en el cora­
zón de la ciudad y, sin em bargo, en un desierto. Comenzó a llover
con violencia y nos sentimos b a jo el viento y la lluvia tan desampa­
radas com o en m edio de un desierto sin árboles: ni un abrigo, ni
un auto. Al fin, percibim os una luz y llamamos a la puerta de una
especie de depósito — acto que no hubiéramos jamás osado en Fran­
cia y que parecía natural aquí— . En efecto, hombres ocupados alre­
dedor de cajas y de bultos de mercaderías nos condujeron al teléfo­
no para que llamáramos un taxi, que esperamos b ajo su techo. H ubo
que esperar un buen cuarto de hora. En dos millas, estuvimos de

134
nuevo en un barrio pleno de luces, de drug-stores acogedores. Al me­
nos llegamos a tiempo para ver Los asesinos.
El martes, después de mi conferencia en Mills College, el cón­
sul francés nos conduce a un night-club del barrio chino. La mayoría
de los clientes son chinos: las camareras, las coperas, las bailarinas,
todas, pretenden ser chinas; en realidad muchas son filipinas y-una
o dos, sin duda, japonesas. La gran atracción es ver a esas alegres mu­
chachas de ojos oblicuos bailar el French Can Can. La sala está deco­
rada con chinerías de cabaret. La policrom ía verdadera y coti­
diana del público, el exotismo adulterado del cuadro y de las atrac­
ciones, componen una atmósfera falsa que me ha encantado. Esta sa­
lida nos ayuda a reparar un poco más en el San Francisco noctur­
no. Y decidimos con N. pasar juntas hoy una buena noche.
En primer lugar, eso se impone, iremos al teatro chino: lo in­
tentamos ayer, pero nos impidieron la entrada; la representación
estaba reservada para los chinos. Esta noche nos admiten. No hay
otros blancos en la sala. Cuando entramos, son ya las diez, el es­
pectáculo ha comenzado desde hace largo rato. Hombres, mujeres,
niños, el público tiene aire de condición muy modesta. La entrada
cuesta cincuenta céntimos solamente y la sala hormiguea, ahumada
y desnuda com o un cine de Belleville. La mayoría de los espectado­
res están sentados, pero hay también algunos que circulan por los
pasillos, salen, entran, permanecen un momento de pie y salen de
nuevo. Casi todos están ocupados en comer algo: salchichas, he­
lados o bombones. El lujo de la escena contrasta con la pobreza del
auditorio: está adornada con inmensas cestas de flores decoradas
por brillantes gallardetes de seda; parece un altar. Bordados de oro y
plata, resplandecientes de colores, los actores son de una fastuosidad
real, los lazos de seda, las oriflamas que sirven de decorado son tam­
bién de una extraordinaria riqueza. El maquillaje rojo oscuro trans­
forma los rostros en máscaras inmóviles. Sé que tienen un lengua­
je simbólico, pero no lo entiendo; ignoro también la significación
de los accesorios, en particular esos grandes garrotes adornados con
cintas con que juegan los actores. La historia me parece oscura. Lo
que me consuela es que mis vecinos no la comprenden tampoco: ha­
blan el chino popular y el drama se desarrolla en viejo cantonés clá­
sico. Pero, com o ellos, estoy conmovida; la belleza de la mímica, el
ritmo de la música y de las voces son suficientes para apresarme. No

135
conozco la intriga, pero capto, una a una, las situaciones: el amor,
el desafío, la cólera, la venganza, la traición, la desesperación. Se
expresan con mímica y bailes de una violencia estilizada y pun­
zante. Los músicos ocupan uno de los costados de la escena y los
maquinistas circulan tranquilamente sobre las tablas; cambian
los decorados, traen y sacan los muebles, a la vista del público. Clau-
del ha querido en El zapato de raso imitar esa libertad, pero se sintió
en su esfuerzo una voluntad demasiado concentrada: podía esperar
al menos una complicidad inteligente de los espectadores. El encan­
to reside aquí en que las ayudas son espontáneamente invisibles: el
héroe ha perdido en el combate una de las grandes plumas que en­
noblecían su casco. Un ayudante la recoge y la acomoda sin que el
actor se interrumpa: nadie lo ha visto. La mirada acomodada a un
mundo imaginario ya no percibe el mundo real.
Contábamos con entrar y salir y nos hemos quedado dos horas.
Vamos a cenar a un pequeño cabaret chino, análogo al que nos ha­
bía gustado la víspera. Cuando salimos no tenemos ganas de dor­
mir. Descendemos por esa calle que desemboca en el puerto y a tra­
vés de la cual un cartelón anuncia con términos pom posos: “ Conce­
sión internacional” . Es la calle de la mala vida, nos han dicho, pero
es, sobre todo, una calle muerta. Algunos marineros medio borra­
chos no bastan para crear la animación de los puertos. Los bares con
decorados hawaianos o mejicanos están vacíos: un pianista o un
guitarrista toca tristemente en la penumbra. N o hay nadie en las
ventanillas de Varietés que anuncian, no obstante, pin-ups atracti­
vas. El público afluye a un solo lugar: es un café concierto que se
llama Al alegre 1900 y que pretende reencarnar un cabaret de fin de
siglo. Se bebe whisky y cerveza alrededor de pequeñas mesas y si­
llones de felpa rosada, en tanto que sobre el escenario desfilan fan-
tasistas con trajes de cuadros, mostacho y canotier, y bailarinas con
medias negras; las atracciones nos entretienen porque constituyen el
espectáculo clásico que resucitan los western. En un momento, el es­
cenario queda vacío y todas las miradas se vuelven hacia una pantalla
donde se proyectan viejas canciones sentimentales; la orquesta las
acompaña y toda la sala las repite a coro. En ese instante pasado y
presente se confunden verdaderamente: hace medio siglo era la cos­
tumbre cantar así esos refranes, muchos de los cuales son encanta­
dores. El público de hoy no evoca solamente una tradición supera­

136
da; entra en el juego, se apasiona con un impulso totalmente nuevo*
Sobre la pantalla, las coplas impresas tienen la poesía de imágenes
proyectadas en la linterna mágica en el tiempo en que ni el cine ni
la fotografía habían sido inventados.
¿Tiene algo m ejor San Francisco para ofrecernos? ¿ 0 esos se­
cretos que nos lamentamos de no haber descubierto no son sino es­
pejismos? Eso no lo sabremos jamás.

6 de marzo

El martes di una conferencia en Mills College. El campus es un


parque lujurioso sobre el flanco de una colina, penetrado del olor
ardiente de los eucaliptos; la edificación es, com o en el este, de es­
tilo medieval, con halls artesonados, tapicerías, blasones azul y oro,
vigas barnizadas. La cafetería es la nota detonante en ese pasado so­
lemne. He visto las habitaciones de las college-girls que se parecen a
todas las habitaciones de las estudiantes acom odadas: divanes, ana­
queles, fotografías de familia y notas personales obtenidas por la
elección de las chucherías y las reproducciones colgadas en las pa­
redes. Por los corredores las muchachas circulan libremente en piya­
ma o en robe de chambre. Las casas de los profesores están disemi­
nadas a través del parque. He pasado un momento de la noche en la
de Darius Milhaud, que enseña música aquí.
Hoy debo hablar en la Universidad de Berkeley. Un joven es­
critor, que tiene una librería frente a la Facultad, viene a buscarme
en auto. Edita una revista de vanguardia influida por el surrealis--
mo y por Henri Miller. Hay un regionalismo intelectual en Norte­
américa: Henri M iller; no tiene mucha importancia en Nueva York,
pero en la costa oeste, donde habita, lo tienen por un genio. M uchos
de sus libros están prohibidos, pero los ejemplares se pasan bajo la
chaqueta, y aun hay trozos que han sido registrados en discos. La
librería donde V . me conduce recuerda un poco a la “ Casa de ami­
gos de los libros” de Adrienne Monnier. Es muy pequeña, con una
minúscula galería de arte en el fondo. Muchos nombres que leo so­
bre los estantes me son desconocidos: quisiera informarme sobre la
nueva generación de escritores, pido consejo. Las respuestas que re­
cibo se diferencian apenas de las que me han dado en Nueva York^

137
S obre los antiguos también, aparte Faulkner y Melville, parece que
nadie está de acuerdo. Por cierto, también en Francia tenemos nues­
tros corrillos, nuestros prejuicios, nuestras prevenciones; pero aquí
la indecisión marca un cierto desarreglo. Los escritores dan la es­
palda a su pasado sin presentir aún su porvenir. Casi lodos concuer-
dan. no obstante, en reconocer que hay una gran renovación poética
en este momento.
En tanto discutimos, Y., que es él mismo poeta, me llena los
brazos de libros y revistas y de un disco, un fragmento de Trópico
de Cáncer. Libros y discos detonan en el com edor del Club de la Fa­
cultad: un austero com edor totalmente negro, con una gran mesa
familiar en el medio y alrededor de la mesa viejos señores graves.
La mayoría de los universitarios están, com o en Francia, y aún más,
aislados de los movimientos literarios y artísticos de vanguardia. Me
parecen también aislados de la vida. Sin duda no será de ellos de
donde saldrá la chispa que pueda hacer algo de inquietud, una pre­
ocupación por sus responsabilidades entre esos jóvenes que están en­
cargados de instruir: no hacen sino asegurarlos en el conform ism o y
en la apatía. Anteayer el Congreso ha comenzado a discutir el pro­
yecto de intervención en Grecia, al que llaman proyecto “ de ayuda”
a Grecia, y Marshall declaró con energía que está dispuesto a com ­
batir el comunismo en Grecia. Mientras tanto, Truman prepara la
proposición que va a dirigir al Congreso y que tiende a eliminar de
los cargos públicos a toda persona que sea juzgada “ desleal” . Por su­
puesto, son también los comunistas a los que se designa en esa fo r­
ma, y con ellos a todos los liberales de izquierda. M iro a las jóve­
nes de aire deportivo, las muchachas sonrientes de mi auditorio y
pienso que seguramente, com o entre los estudiantes de Los Ángeles, no
hay sino una o dos a quienes estas noticias preocupen. Se dice, a
veces, que Norteamérica es el país de la juventud. No estoy segura.
La verdadera juventud es aquella que se emplea en trascenderse ha­
cia un porvenir de hombre, y no la que se encierra con una resigna­
ción complaciente en el dominio que le es asignado.

7 de marzo

P or la mañana atravesamos Golden Gate sin esperanza de vol­


ver. Abandonamos San Francisco y nos lanzamos a la aventura por

138
rutas desconocidas. N. en el volante, yo con el mapa: y toda la
alegría de los comienzos de viaje en nuestros corazones. En auto,
por caminos trazados, sabemos que en esas regiones salvajes cono­
ceremos los azares y la soledad de las excursiones a pie por las mon­
tañas.
Damos la vuelta a la bahía. Desde el comienzo del día, el sol está
ya caliente. Nuestra primera etapa es Sacramento, adonde llegamos
a las diez. En esta capital de California gusto por primera vez en
Norteamérica de la poesía de las ciudades muertas. El Capitolio,
reproducción del de Washington, se levanta al fondo de un parque,
entre hierbas y árboles. En las ciudades modernas los árboles están
confinados a los jardines; aquí invaden las avenidas, cuyo olor
vegetal y silencio asombran. Forman una espesa bóveda por enci­
ma de la avenida central que bordean viejas y hermosas casas de ma­
dera: me gusta la arquitectura rebuscada, los frentes, los porches,
los balcones; me gustan los colores polvorientos. Se espera ver vie­
jos genllemen con galera de felpa, mujeres con miriñaque, descender
de las graderías. Saliendo de San Francisco, nos encontramos en
Bruges, en Aigues-Mortes. En Europa, las capitales difuntas tienen
nueve siglos de edad, aquí, uno apenas. Pero están también total­
mente embalsamadas.
De Sacramento a Reno, he elegido sobre el mapa la ruta que
parece más estrecha y menos frecuentada: pasa por el lago Tahoe,
que me han alabado. Atraviesa una planicie desnuda y después se hun­
de en bosques de abetos. De tanto en tanto se encuentra una aldea de
leñadores: he aquí, por fin, construcciones humanas que hacen jue­
go con el paisaje: están talladas en esos árboles de troncos rugosos,
totalmente hechas de esas planchas apiladas en los claros; la ma­
dera no es ya un material impersonal: tiene su color, su olor, su
contextura, vive. De pronto las casas forman un campamento, y de
pronto se desplazan a lo largo de calles tortuosas. Atravesamos una
ciudad de buscadores de oro que llaman ahora La ciudad del Pla­
cer” , pero cuyo nombre verdadero es Hangtown, y el abergue tiene
por insignia el árbol donde colgaban a los ladrones y asesinos. No
está más que semi-muerta; otras lo están totalmente; se las llama
ghost-towns: las **ciudades fantasmas . Las casas después de estar
largo tiempo desocupadas caen en la podredumbre: se ven aun ins­
cripciones medio borradas que anuncian una taberna, un teatro y

139
a veces jirones de avisos. El bosque se vuelve cada vez más solita­
rio. Sobre un viejo m ojón se lee: “ Placer, 1 milla y 1¿>” y me sien­
to casi tan emocionada com o si descubriera, a la vuelta de un cami­
no, el castillo de la Bella Durmiente del Bosque. Es verdaderamente
aquí donde han vivido los hombres cuya leyenda ha maravillado mi
infancia, cuya historia me ha hecho soñar frecuentemente: es aquí
— o en el bosque vecino, pero es lo mismo— , donde Chaplin ha film a­
do La quimera del oro. Esos paisajes imaginados a través de la pan­
talla y de los libros y que existían al margen del mundo com o los
palacios de los cuentos o los paraísos pintados por Fra Angélico, los
veo ahora con mis ojos.
Desde hace largo tiempo no encontramos ninguna casa. Súbita­
mente un cartel: “ 6.000 pies” . M iro incrédula: la ruta no ha subi­
do desde Sacramento. 7.000 pies. Se ha dicho que las montañas se
elevan en pendiente tan suave que se las escala sin advertirlo; pero
se dicen tantas cosas. . . 8.000 pies. Hay que rendirse a la eviden­
cia. El suelo se ha cubierto, poco a poco, de nieve y el viento que
nos sopla en la cara es frío. Descubrimos altas montañas alre­
dedor; parece Suiza. Pienso también en las nieves de La quimera
del oro. Henos aquí en una garganta: el cartel avisa: “ Ruta resbala­
diza” , en efecto, está helada. Recordam os que el garagista se ha al­
zado de hom bros mirándonos arrancar: el auto llegará o no llegará
y hemos pensado que naturalmente llegará. N o obstante, si tuvie­
ra un panne, justo a q u í.. . Sería necesario por lo menos un día de
marcha para encontrar una habitación humana y no nos hemos cru­
zado con un solo auto. N. desciende lentamente. A bajo, siempre el
frío y la nieve. A pesar del desayuno tomado en Sacramento, tene­
mos hambre y comenzamos a soñar con un apeadero cálido y con­
fortable a las orillas del lago Tahoe. El lago está en medio de un
circo de montañas nevadas: sus aguas son azules com o el acero. Va­
mos hacia él, para verlo m ejor; y la tierra es dura y fría bajo nues­
tros pies, el viento nos sopla en la cara. Los hermosos albergues aco­
gedores están cerrados. Volvemos a partir. Hay muchas estaciones
indicadas en el m apa; el mapa no miente, pero todas las casas es­
tán bloqueadas por la nieve, no hay una presencia humana. Habrá
pues que ir hasta Reno, con el estómago vacío. En el mapa, una pe­
queña ruta la sitúa a 20 millas: no está ya muy lejos. Encon­
tramos la ruta y encontramos también una barrera con un cartel:

140
es un camino de montaña impracticable en invierno, la calzada des­
aparece bajo la nieve.
Me indigno conm igo misma. Tantas veces he sentido a las
puertas ae la ciudad la naturaleza acechando ruda, indomable; y en
la tibieza de San Francisco he olvidado las resistencias de los cli­
mas, de las montañas, de las estaciones. Miré el mapa com o si hu­
biera íeflejado un mundo sometido al reino del hombre, con distan­
cias convertibles en horas, y en un número preciso de litros de naf­
ta. Esta mañana estábamos en San Francisco, es verdad, y los agen­
tes de policía dirigían el tránsito. N o más agentes, no más regla­
mentos. No tenemos nada que obedecer, pero nada nos obedece. So­
bre el cuadrante, la aguja que mide nuestra nafta se inclina verti­
ginosamente hacia cero.
Volver sobre nuestros pasos, retomar la ruta de Carson City,
son 60 millas sin un socorro. La falta de nafta es segura. Si segui­
mos encontramos a 20 millas una aldea: ¿tal vez no está aban­
donada? Es esa oportunidad la que intentamos y continuamos con­
torneando el hermoso lago de un gris helado. La aldea está viva. Car­
gamos nafta V com em os. Jamás los hamburgers me han parecido tan
deliciosos.
Aún 80 millas hasta Reno. Pasamos por State Line, entramos
en Nevada. La noche ha caído y nada rompe la monotonía de la ruta
salvaje. A l fin, se iluminan los primeros motéis. Motéis, courts, lod-
ges se suceden durante millas y millas. Existe la mayor variedad en
esos pueblos artificiales: unos tienen estilo mejicano, otros evocan
iglúes, otros cottages ingleses. Con sus luces de neón, sus prados, sus
bosques, parecen parques de diversiones o dancings florecidos; es
una decepción pensar que hay solamente habitaciones y camas. No
vacancy. No vacancy. T odo está lleno. En esas casitas los can­
didatos al divorcio vienen a pasar las seis semanas de plazo regla­
mentario. Esta industria que hace la riqueza de Reno no descansa
nunca. Antes de encontrar dónde alojarnos, erramos un largo rato
por la ciudad; se nos ofrece al fin una habitación para cinco per­
sonas” , que ocupamos fastuosamente.
Toda Norteamérica es una caja de sorpresas. Pero Reno es uno
de mis más grandes asombros. Asociando este nombre al de Holly­
wood, imaginaba un Monte Cario lujoso, poblado de vedettes llenas
de perlas. Y caigo en un rudo pueblo del Far West. Dos avenidas

141
iluminadas se cortan en ángulo recto, una in scripción anuncia en
letras trazadas con neón: “ La ciudad pequeña más grande del mun­
do” . Alrededor de las dos arterias centrales, las calles están som brías
y desiertas. Las cafeterías y los restaurantes son miserables, los ba­
res están vacíos. Toda la vida se ha concentrado en los “ clubes” .
Afuera rutilan las luces, los grandes carteles anim ados evocan en
trazos de fuego la época heroica de los buscadores de o r o ; un h om ­
bre golpea el suelo con un azadón; un asno cargado de lingotes su­
be a pasos cansados una colin a ; una caravana galopa hacia la tierra
prometida. Para entrar se empujan esas puertas cuyos dos batientes
móviles están cortados a la altura de las rodillas y que he visto tan
frecuentemente en los filmes del Far-W est; nos encontramos enton­
ces en el corazón de una monstruosa kermesse. Las paredes se ador­
nan con los mismos cuadros legendarios de la fachada, pero apenas
si se los distingue a través del espesor de la humareda. A lrededor
de los tapetes verdes, en el bar, en los corredores se amontona una
multitud tan pintoresca que parecen figuras rodando un film e de
gran espectáculo. No obstante ni aun un director de genio hubiera
sabido inventarlas: en el pesado olor de whisky y de gin, los anchos
som breros roñosos, las roñosas camisas de cuadros tienen un aire
demasiado auténtico. Son obreros de las minas de plata, cow boys ve­
nidos del fondo de sus ranchos, y también vagabundos, restos arrui­
nados desde hace largo tiempo p or el ju ego pero que vienen aún a
respirar el olor de los dólares. Las mujeres son tan miserables com o
las de la Bowery. Hasta los croupiers tienen un aspecto descuidado y
pobre. Esos lugares están proh ibidos a m enores — una vez más ve­
mos rechazar a N.— , pero permanecen abiertos toda la noche. Com ­
pramos fich as; son redondeles de cartón m ulticolor que valen un
cuarto, un níquel o aun un cent. Juego de cartas, ju ego de dados,
hay no sé cuántos juegos diferentes de los que no com prendo nada.
N os arriesgamos solamente a la ruleta. Cerca del croupier se alinean
pilas de m agníficos dólares redondos: son los prim eros que veo. Se
desprecia aquí a los billetes de papel verde, no se con oce sino la
plata sonante que pesa en la mano. Es, además, raro que alguien
arriesgue todo un dólar. Con aire grave y maniático, una m ujer dis­
tribuye en cuatro lugares del tapete fichas de un cent. La m ayoría
de la gente juega de ese m odo, con una seriedad científica, sumas
minúsculas. Encima del bar enormes cuadros anuncian las carreras

142
de caballos que se corren a través de toda Norteamérica: los book-
makers toman las apuestas. Para mantener la animación de los clien-
tes, se les distribuyen billetes de lotería: a cada hora se sacan los nú­
meros y los ganadores reciben fichas que arriesgan en los apara­
tos tragamonedas.
Con sorpresa, al salir de estas vastas pocilgas, uno se en­
cuentra con las calles desabridas. Los negocios no evocan el lujo de
Hollywood, pero están dedicados a una clientela acomodada y de­
cente. En los carteles sonríen frescas muchachas en traje de novia:
“ Todo arreglo para casamientos. Divorcios rápidos. Cásese en la
capilla X . . ., la pequeña capilla de las estrellas” . En las vidrieras se
exhiben vestidos de tul blanco espumoso, rasos brillantes, alianzas,
sortijas, joyas, regalos de casamiento de toda especie. Esos llama­
dos a la vida de hogar, al salir de los garitos poblados de hombres
solos y de mujeres perdidas, el brillo de las luces y el estallido so­
noro con que se rodea aquí la miseria, son contrastes tan violentos
que me dejan desconcertada. Pero N. me explica la paradoja lógi­
ca. Nevada es el lugar más desértico, menos poblado y más pobre
de U.S.A.; no posee sino tres o cuatro ciudades, Reno, Las Vegas,
Carson City. Está habitado por obreros que trabajan en las minas y,
sobre todo, por cowboys que viven duramente en ranchos solita­
rios. Esos ranchos están aún regidos por la ley del más fuerte; los
asuntos de ganado o de terreno, las querellas personales se arreglan
sin tribunales, con el revólver. No hay burguesía, por lo tanto, no
hay moral burguesa; Nevada no ha impuesto jamás las prohibicio­
nes puritanas que pesan sobre otros estados. El juego, la venta de
bebidas alcohólicas, la vida nocturna, el divorcio están autorizados
y aun — si no en el corazón, en las fronteras de las ciudades— la
prostitución. Es esta licencia surgida de la pobreza del lugar, que
se ha transformado en la fuente de su riqueza: la opulenta California
se ahoga, por el contrario, en su rígida armadura de moralidad. Di­
vorcio difícil, represión de la prostitución y del juego, reglamenta­
ción severa de la consumición de alcohol, vida nocturna limitada, he
sentido en Hollywood esas opresiones. Es, pues, con una alegre avi­
dez que los californianos atraviesan el State Line: pueden gustar
aquí de la libertad de todos los placeres y, en cambio, aportan a
Nevada su hermoso dinero. De ahí viene la prosperidad de Reno
y de Las Vegas. Pero, no obstante, estas ciudades tienen, en primer

143
lugar, una clientela local: la única distracción de los cowboys y de
los mineros, es venir a arriesgar en los clubes el salario duramen­
te ganado. Si la moneda es aquí plata sonante es, en parte, porque
lá gente de Nevada tiene una atracción primitiva por el melal que se
extrae dentro de sus fronteras: es así que son demasiado pobres pa­
ra comprar nada a los otros estados, y las monedas acuñadas en el
estado no salen afuera. A veces se encuentran en otras partes de N or­
teamérica, pero en pequeñas cantidades.
Comprendo. Y Reno, en su verdad rutilante y sórdida, me fas­
cina mucho más que el casino artificial que evocaba para mí su nom­
bre. Me duele irme a dormir en esta ciudad donde la esperanza y la
desesperación no duermen jamás.

8 de marzo

Orgullosamente, como otros diarios anuncian premios, casamien­


tos, aniversarios, nacimientos, los diarios de Reno enumeran cada
mañana los divorcios pronunciados el día anterior. Es una larga
lista donde, de tanto en tanto, brilla el nombre de una estrella co ­
nocida.
Partimos hacia Lone Pine, donde I. y S. deben encontrarnos ma­
ñana. Hasta Carson City, la ruta atraviesa un desierto: desierto de
piedras y de hierbas rojas al pie de las montañas nevadas. La pe­
queña capital de Nevada está aún dormida, no hay un auto ni pea­
tón. Son las 9 de la mañana: tal vez no se despierte jamás. Alrededor
de un pequeño museo se exhiben viejas reliquias: una locomotora
centenaria, carros de buscadores de oro. Sacramento, Hangtown, Car-
son City. Porque son tan jóvenes el pasado en aquí tan em ocio­
nante; un siglo de vejez es, no obstante, tan lejano como nuestra
edad media. Existe la necesidad de las epopeyas y de los oropeles, en
tanto la vida palpita aún bajo el barniz mortuorio. Esta locomotora
de cobre con su tierna carga de leña está tan caduca como la dili­
gencia; pero contiene en sí la promesa de todos los trenes que ciñen
hoy la tierra; aislada del porvenir que anunciaba y que era un sen­
tido, el pasado está disecado com o una flor de herborista : en el
Far West, el corte no está aún hecho. Sin duda tenemos también en
Francia esos recuerdos próxim os; pero se sitúan en nuestra historia:

144
son del pasado. Aquí el siglo pasado mide todo el pasado: antes nada
había comenzado. Frente a esos carros, atravesando las ghost-towns,
se sueña con un mundo de medida humana donde se podría tender la
mano a través del espacio y del tiempo para abarcar alrededor fron­
teras seguras.
Hemos entrado ayer en Nevada casi sin advertirlo; pero para
volver a California es otra historia. Es un estado desconfiado y ce­
rrado: los aduaneros examinan cuidadosamente nuestros papeles y N.
pagaría una grave multa si yo fuera una vagabunda recogida en el
camino. Abren nuestras valijas. Grandes carteles anuncian que está
prohibido introducir en California semillas, flores, plantas prove­
nientes de otro estado: esas precauciones son tomadas contra los pa­
rásitos que demasiado frecuentemente arruinan las cosechas. En prin­
cipio toda mercadería vegetal es sometida desde su arribo a una rigu­
rosa desinfección. Hace algunos años el emperador del Japón obse­
quió a los Estados Unidos una carga de semilla, y se descuidó por
cortesía esa formalidad. Resultó una inmensa epidemia que arrui­
nó todos los cultivos; es necesario gastar cada año una fortuna para
impedir que se reproduzca. En los puertos, en las estaciones, en los
grandes caminos, la vigilancia es estrecha. Esas medidas se dirigen
especialmente a M éjico, cuya salubridad es incierta: frecuentemente
los turistas tratan de pasar de contrabando semillas o plantas; la
flora mejicana es tan bella. También los escudriñan severamente. Los
aduaneros nos hacen dar vuelta los bolsillos, y N., para abreviar, pro­
testa: “ No hemos pasado sino una noche en Nevada” . Entonces el
empleado guiña el o jo con aire maligno: “ ¡A h !, una noche es sufi­
ciente” . Y deja pasar a la joven divorciada con la sonrisa enternecida
con que gratificaría a una recién casada.
El paisaje es de una belleza impresionante. Es una región de de­
sierto y de sol, árida como Andalucía, como el África, pero un velo de
nieve ligera filtra los colores ardientes: las montañas blancas desmien­
ten las amenazas de un sol tórrido. La ruta sube: hoy también su pen­
diente nos permanece oculta, pero creemos a los carteles: 7000 pies,
3000 pies. El triunfo del invierno se afirma: a nuestro alrededor está
la blancura desnuda de los Alpes. Esa garganta a la que llegamos es
el punto más alto de la ruta que va de Canadá a M éjico. Los es­
quiadores descienden torpemente de las cimas. Entramos a un cha­
let-refugio donde se sirve de beber y de com er; se venden tarje-

145
tas postales y un poco de especias. Son uno de los encantos del viaje,
esos abrigos rústicos donde se afirma contra el frío, el viento, la sole­
dad. toda la seguridad de la civilización. Uno está suspendido a la
orilla de un frontón, otro perdido entre grandes secoyas, este está
rodeado por las nieves. En todos liemos encontrado los mismos mue­
bles de madera primitivos y confortables, las revistas en desorden so­
bre las mesas, los fonógrafos con discos, los hamburgers, el café
caliente. Las fotografías en blanco y negro, los caracteres negros
sobre Jas páginas blancas, descansan a los ojos fatigados por demasia­
das maravillas naturales y por el viento. Comiendo, bebiendo, leyen­
do. anclamos sólidamente en el universo de los hombres antes de
arrojarnos de nuevo a través de una tierra salvaje.
Descendemos. La nieve desaparece. El sol retoma sus derechos.
La tierra está dorada, las hierbas amarillas, las piedras desnudas al­
rededor de los grandes lagos que se alternan entre un desierto y otro.
En cada codo, en cada ondulación del camino, el paisaje cambia y, no
obstante, es siempre el m ism o: atravesamos un único desierto, y está
enteramente presente en cada visión. Estamos más perdidas aún que
en la costa, por donde al menos el mar asignaba límites al continente.
Aquí, a nuestro alrededor, las líneas huyen hasta el infinito, el hori­
zonte es tan vasto que da vértigos. No hay una huella humana. Ni un
paseante a lo largo de toda la ruta, ni un auto. Atravesamos un desfi­
ladero llamado “ Devil’ s Gate” , y justo cuando pregunto a N .: “ ¿Ire ­
mos a encontrar al d ia b lo ?” , un gran coche negro sale del suelo,
detrás de nosotras, se nos adelanta y se detiene, y he aquí al más
célebre personaje de los W estern que se ha salido de la pantalla y que
avanza. Un gran sombrero de fieltro claro sobre la cabeza, una es­
trella colgada sobre la camisa de seda suave: el sheriff. Mira a N. con
disgusto:
— Usted ha tocado la línea blanca, es muy peligroso: suponga
que un auto hubiera querido doblar en ese momento.
Nuestras miradas escudriñan hasta el fin del horizonte la ruta
desierta. Él cambia de tema, examinando con o jo desconfiado los
flancos abollados:
— ¿Y a han tenido accidentes? ¿D e quién es este auto? ¿D e sus
padres?
La toma seguramente por una college-girl desobediente. Hacía
mucho tiempo que nos seguía, mucho antes de que la rueda hubiese

146
tocado la línea blanca; ese auto rojo, esas dos mujeres solas lo ha­
bían intrigado, sin duda también se aburría. Los papeles están en re­
gla. Se limita a hacer a N. una advertencia. Se va. Nosotras también.
Lo que quisiéramos saber es de dónde ha surgido; desde cien millas
atrás no habíamos visto ni una pared, ni una arboleda que pudiera
disimularlo.
El primer pueblo que atravesamos es tan impersonal, tan feo
como todos los que hemos encontrado hasta ahora, el segundo tam­
bién. Ahora estamos al pie de las llanuras, en medio de praderas sin
límites donde se atropellan las tropillas de búfalos, donde galopan en
banda los caballos que los cowboys persiguen a través de la pradera.
Lone Pine, adonde llegamos hacia las siete, no es sino una larga
calle desagradable, pero está construido en un sitio privilegiado.
Frente a nuestro hotel se levanta, en medio de una cadena nevada,
el monte Whitney, que es la más alta cima de Norteamérica: a 20 mi­
llas de distancia se abre el “ Death Valley” , cuyo nivel desciende por
debajo del mar. Nos encontramos aquí, por lo tanto, entre la cima
más elevada y la más baja depresión del nuevo mundo. Bastarían
dos horas a lomo de muía para tocar las nieves de las Rocosas; en
una hora de auto conoceremos mañana el calor salado del desierto.
Y estamos a 200 millas de Los Ángeles. Comprendo que S. nos haya
dicho con pasión: “ En Lone Pine tocarán California” .

9 ele marzo

Por la mañana, hay un hermoso sol, muy suave. Hacia el medio­


día, sentadas en el balcón frente a la puerta, comenzamos a mirar la
ruta y a esperar; el mensaje recibido ayer, por la noche, fijaba el
encuentro para mediodía. En el restaurante de enfrente comemos un
grueso jamón de Virginia aderezado con ananá: es una mezcla tan ar­
moniosa como la del pato con naranja. Dos horas, tres horas; espera­
mos. Son las cuatro cuando un gran auto descubierto aparece por el
fondo del camino: no reconozco en el primer momento sino a dos cow­
boys; tienen grandes sombreros de fieltro claro, camisas de cuadros
rojos y verdes, pañuelos al cuello. Son I. y S. Se excusan: el auto ha te­
nido accidentes. Hemos reservado dos habitaciones en el Lone Pine
Hotel, donde N. y yo ya hemos dormido esa noche; pero S. declara in-

147
mediatamente que quiere alojarse en el Whitney Hotel, que le trae re­
cuerdos. El Whitney no tiene habitaciones. Y el Lone Pine no quiere
anular la reserva. S. se empecina. Reclama vigorosam ente las camas
que le rehúsan, y rehúsa vigorosamente las que le quieren imponer.
Súbitamente nos damos cuenta de que está borracho. T am poco I.
parece estar del todo seguro de sí. Nos cuenta con alguna exalta­
ción que esa mañana, a las cinco, saliendo cada uno de un party
diferente después de la presentación del último film e de Chaplin, S. y él
se encontraron por casualidad en H ollywood Boulevard. S. estaba tan
trastornado de alegría con la idea de otorgarse dos días de vacacio­
nes que lo había comenzado a celebrar ese amanecer: continuaron
celebrándolo juntos hasta las ocho de la mañana, encantándose ade­
más del azar que los había reunido. Una vez en el camino, S. se in­
quietó varias veces: “ Me parece que algo no anda bien” , decía. Se
detuvieron en el primer pueblo, y antes de decidir nada, se recon for­
taron con un buen whisky. S. examinó vagamente el m otor: “ ¡O h !,
no hay nada serio, después de todo” . Fue así com o, de alerta en aler­
ta, de whisky en whisky tuvieron cuatro horas de retraso en un tra­
yecto de cuatro horas. “ Es que S. está tan contento” , nos dice I. en
un aparte. Se diría que habla de un escolar severamente cuidado por
sus padres y que acaba de osar su primera escapada.
Nuevos whiskys. S. me recuerda que debo explicarle el Cogito
cartesiano. Queda convenido, nos ocuparemos esta noche si lo quiere.
Lo quiere, apasionadamente. Antes nos mostrará el lugar donde ha
filmado hace diez años su última gran película. Subimos en su auto
y vamos por una pequeña ruta resquebrajada en dirección del monte
Whitney. Súbitamente se detiene: “ Los voy a apabullar” , dice con
solemnidad. Con el índice muestra las montañas blancas: “ He aquí las
montañas más jóvenes de Norteamérica” . Después muestra la llanura
donde se erigen enormes rocas: “ He aquí las más viejas” . N o me
siento apabullada, porque toda com petición es verdaderamente im­
posible; pero el hecho es que el contraste de los dos paisajes es seduc­
tor. En el filme de S. * las llanuras amarillas figuraban con acierto
las montañas gastadas de la India: frecuentemente se las ha utilizado
para representar al Tibet. La cadena de W hitney proporciona a H olly­
wood imágenes de Suiza, del Himalaya, del Cáucaso. A algunos pasos

* Gunga Din. (N . del T.)

US
se tiene el África con sus dunas de arena, y las malezas de Australia.
El milagro es que ese falso Tibet, esa Suiza ilusoria son auténticos
pedazos del planeta. Y puesto que el arte vive de mentiras, no veo por
qué no han de filmarse visiones de Asia en Lone Pine: entre los repro­
ches que se dirigen a Hollywood, este me parece estúpido. Salto, una
fuerte sacudida me arranca de mi sitio: el sendero que S. sigue por
entre las rocas amarillas está cruzado por enormes agujeros. S. no
los ve, no se preocupa. Recuerdo muy exactamente ese sitio. Pero
había al final del filme una vasta planicie de fondo por la cual apa­
recía un ejército triunfante: no la veo. S. me indica un cuadrado de
tierra grande como una huerta: “ Es aquí” . Explica cómo instalando
la cámara en lo alto de tal roca, inclinándola en cierto ángulo, obte­
nía esta magnífica perspectiva. Bien o mal, el auto dio medio vuelta
y regresamos. Están justamente por levantar un hangar de madera
y yeso blanco para rodar aquí un nuevo filme: este sitio es fre­
cuentemente utilizado, parece que uno lo encuentra en la mitad de los
westerns. S. me dice que ha subido a la cima del Whitney a lomo de
muía: esa montaña es más alta que el Monte Blanco, pero su latitud
está por debajo de la del Atlas. No hay nieve en verano sobre la
cima, a la que se llega por un camino de muías.
Durante la cena, S. pronuncia un largo discurso sentimental so­
bre Francia, Norteamérica y el mundo en general. Está ablandado por
el whisky, pero sus propósitos son apenas diferentes de los del sobrio
conferenciante de Emporia del tren de Chicago: ¿P or qué las gue­
rras? ¿P or qué el odio? ¿Es que con un poco de buena voluntad no
se pueden entender todos? Muchos norteamericanos continúan enga­
ñándose con ese idealismo optimista en tanto que la prensa Hearst
declara que la guerra con Rusia ya ha comenzado. Levantándonos de
la mesa, S. repite aún una o dos veces:
— Tiene que explicarme el Cogito de Descartes.
Lo acompañamos hasta su habitación, donde cae sobre la cama.

10 de marzo

Al día siguiente por la mañana, S. está completamente fresco


y digno: es un hombre sensible y tímido, y es, en el fondo, por timi­
dez, que ha bebido: debe de estar desolado. Subo a su lado en su

149
auto, N. e 1. nos siguen y partimos hacia el Dcatli Vallcy. Peligroso
para los hombres, lo os también, por oscuras razones de presión, para
los autos, v nos felicitamos N. v vo do no habernos aventurado solas.
Saliendo de l.one Pino, ol desierto com ienza; millas de desierto
y súbitamente, al borde de un lago medio seco, un puñado de ba­
rracas de madera. Se extrae sal de esas aguas muertas, pirámides de
cristales blancos brillan al sol. No hay una hierba sobre el suelo
salado; a las diez de la mañana, no hay una brisa de aire. Las vías
conducen hacia Lone Pino vagones medio enm ohecidos, pero no hay
un tren en las proxim idades; y no es cierto, com o lo afirma una
leyenda amable, que todo obrero norteamericano tenga auto: los
de aquí no lo poseen. Están encerrados entre el ciclo implacable
y una tierra momificada. Calor, sal, aburrim iento: este lugar tan pin­
toresco para atravesar debe de ser un pequeño infierno terrestre.
N o vemos una casa desde hace largo tiempo. La ruta serpen­
tea a través de la montaña, donde se mezclan los ocres y los v io ­
letas crudos. Descubrimos un primer valle: está profundamente hun­
dido entre dos murallas; una hierba azulada y seca recubre el fondo
que una ruta corta en dos: recta, empecinada, la ruta traspasa la
amplia depresión, después sube en meseta sobre la cresta de enfrente.
En ese lugar hostil al hombre, es una emocionante afirm ación hu­
mana : es ella la que da su sentido a una región que, desde hace largo
tiempo, ha sido un lugar de pasaje difícil y peligroso: todas las trá­
gicas migraciones de los viejos pioneros se resumen en esa rígida
cinta blanca. M uchos aventureros, que marchaban hacia California,
esperaban abreviar su viaje evitando el rodeo de las altas crestas y
cortando por Death Valley y Panamint Valley: muchos perecían en
esos desiertos salados donde el agua era rara y el calor insoportable.
H oy a la entrada del Death Valley hay un puesto de policía: los viaje­
ros deben inscribirse en un registro; se les recomienda no alejarse
de la ruta, sobre todo en verano. Perderse o sufrir un desperfecto en
los pequeños caminos puede ser una aventura mortal. Hace largo
tiempo que Scott, el viejo héroe del Death Valley, de quien se mues­
tra aún el “ castillo” , recorriendo a caballo el valle encontró en un
rincón aislado a una vieja pareja cuyo auto se negaba a continuar.
Les dio un poco de agua y prometió traerles socorro; pero en el
tiempo de ir y volver, los desdichados estaban destinados a m orir en
el horror de la sed y del sol. Scott reflexionó, sacó su revólver y los

150
mató rápidamente. lili castillo de Seoll se erige entre dunas de arena
que durante millas evocan al Sahara. Lo dejamos a nuestra izquierda
y tomamos por el suelo pedregoso orlado de sal: esta vasta de­
presión es un antiguo lago que el sol ha bebido. Ya en esta estación,
el calor es devorante: estamos todos sudados. En dos horas llegamos
a un lugar llamado “ la hoguera” , que los emigrantes miraban com o el
corazón mismo del infierno. Es un minúsculo oasis con algunas fuen­
tes y árboles débiles: en el siglo pasado, cuando las fuentes estaban
secas, a los emigrantes no les quedaba más que esperar la muerte,
llo y se ha hecho de modo que el agua no falte jamás: hay un lujoso
hotel con una terraza donde la gente tendida en perezosas toma ba­
ños de sol, y un “ court” más modesto hecho de cabinas agrupadas
alrededor de una cafetería.
Comemos. Después vamos a ver las viejas reliquias expuestas
sobre una especie de explanada: los carros de los emigrantes, con sus
toldos verdes; los aparatos que servían para extraer el oro y purifi­
carlo. Los vagones utilizados para transportar el borato una vez ago­
tadas las minas de o r o ; en esos tiempos se hacían penosamente 15 mi­
llas diarias. He aquí los primeros coches públicos: son viejas carretas
que llevan en grandes letras la inscripción: “ Death Valley Stage” .
Jamás las viejas epopeyas me han parecido tan inverosímiles como en
ese lugar, donde ellas se han desarrollado verdaderamente. Siento el
ardor bárbaro del sol, veo las crestas difíciles, mido la inmensidad
de los espacios: ¿cóm o creer que familias enteras hayan conseguido
atravesar estas tierras desnudas, sin el socorro de una ruta? Algunos
han esperado durante meses en estos parajes a que los más robustos de
la caravana hayan avanzado hasta la costa para volver a salvarlos:
se han salvado y han gustado los frutos de California. ¿Es posible
que eso haya ocurrido verdaderamente? ¿ Y hace apenas cien años?
Jamás he sentido tan fuerte como aquí la emoción infantil que se
desprende del joven pasado del Far West.
Más allá del tímido oasis, el valle baja hasta el nivel del mar.
Es ahí donde von Stroheim ha filmado las últimas escenas de Codicia.
Como se ve a Holanda a través de sus viejas pinturas, encontrando
aquí un árbol Ruysdaél, allá un molino de Hobbema, más allá una pa­
red de Ver Meer, se descubre a California a través de las imágenes del
cine; cowboys, policías, tropillas de búfalos, caballos al galope, desfila­
deros salvajes, pueblos de madera no me han maravillado tanto porque

151
\u los con ocía. Poro ningún paisaje me ha parecido sobre la pantalla
tan turbador com o esas planchas de tierra salada, hendidas de p ro ­
fundas crid a s, y recom enzando hasta el infinito entre paredes de fue-
n o : no me atrevía ni aun a soñar que las to ca ría ; las toco, y en la
resplandeciente verdad del decorado el drama m ism o deviene verda­
d ero; la agonía de los héroes de Slroheim , creo. Ese fon d o de valle me
da miedo.
No descendemos más allá. V olvem os a la izquierda para evadir­
nos por debajo de la cresta. El auto de S. se detiene bruscam ente,
escupe agua: esta vez es verdad, algo no anda bien. N os arrastramos
penosamente hasta el garage. Un m ecánico lo tritura sin co n v icció n :
escupe siempre. S. duda, después decide intentar una oportunidad.
Sube dos o tres millas y el m otor se para. S. nos dice que continue­
mos el viaje sin él: se hará conducir del garage al cam po de aviación
más próxim o v volverá a Los Ángeles. L. lo ayuda a dar la media
vuelta, e impulsa el coche que baja suavemente la pendiente. S. está
por supuesto desolado, pero creo que, en el fon d o, este contratiem po
era secretamente deseado: dos días de libertad era más de lo que él
podía soportar.
En lo alto de la cresta encontramos al desierto M o ja v e : una in­
mensa planicie cubierta de piedras y de hierba seca. Se extiende hasta
perderse de vista: más que los matices de las plantas verdes y azules,
más que la curva altiva de las montañas, es esta inmensidad lo que
le da su belleza. Las cimas rocosas son más inhumanas que las agujas
de los A lpes: nadie habita en sus sombras, donde no se hace pacer
al ganado, ni un turista se aventura. Detrás de esta primera barrera
hay cadenas y cadenas que ningún o jo ha contem plado jamás. Son
a tal punto extrañas que parecen hostiles; su presencia es gratuita,
obstinada, com o la de la luna en el cielo. Y toda la tierra se revela
súbitamente com o un planeta consagrado él también a los horrores de
la paz eterna.
Volvem os a Nevada. Dos carteles aparecen en la ruta: “ Vayan
a ver la granja de los animales salvajes: serpientes, m onos, coyotes” .
Con insistencia durante muchas millas los carteles se repiten: “ Ser­
pientes, m onos, coyotes” . En el cruce de dos rutas, ambas infini­
tas y desnudas, se alza un e d ificio : un puesto de nafta flanqueado
por rest-room s y una especie de bar-m ercado. En el bar un tape­
te verde, una ruleta. Afuera, jaulas donde las bestias están encerra-

152
(las: hay dos monos, algunas serpientes enroscadas sobre sí mismas,
lina lechuza, un triste buitre y uno de esos coyotes que devoraron
los patos de N. Ese zoológico perdido en medio de un océano de
piedras y de silencio me parece de lo más insólito. Pero un poce
más lejos, a la vuelta de un camino, un nuevo cartel nos invita:
Rancho con tres fuentes. 15 Millas. Búfalos. Animales salvajes” .
Supongo que los cowboys de Nevada se interesan en las bestias con
pasión: están orgullosos de exhibir las que han capturado.
La noche cae mientras nos aproximamos a Las Vegas. Las Vegas
conoce hoy una mayor boga que Reno. En enormes carteles se ve.
a través de toda California, un cowboy con un grueso cigarro en
la boca, guiñando el ojo con aire chistoso; debajo dice: “ For flirt. . .
Las Vegas” . Se ve también a una muchacha que telefonea a su boy-
friend y que dice mostrando las piernas: “ S í . . . es el hotel de la
Última Frontera, en Las Vegas” . He aquí las mismas propagandas
que en Reno: “ Cásese en la capilla de las estrellas. Todos los arre­
glos para casamientos. Divorcios rápidos” . He aquí jardines de fies­
ta que son sólo “ courts” o “ lodges” . Estamos en Las Vegas, resplan­
deciente de luces. Aquí también encontrar habitación es difícil, pero
terminamos por descubrir un motel que huele a tamarisco y mimosa.
Nos alquilan toda una casita, dos habitaciones, cuarto de baño y
cocina. Observo que no se piden jamás, en estos lugares, documen­
tos de identidad; nadie sabe cuándo se entra, cuándo se sale, ni si
se reciben visitas. Hay muchos medios de eludir el rigorismo nor­
teamericano.
Un chofer de taxi nos indica un restaurante cuya cocina hace
perdonar las luces escandalosas, el calor, el ruido. Los clubes se pa­
recen a los de Reno: los mismos carteles luminosos evocando el
tiempo de la quimera del oro, los mismos juegos, las mismas lote­
rías, en el olor de alcohol y de tabaco. Pero a la miserable cliente­
la de cowboys y de vagabundos se mezcla un público más decente.
Observo, entre otras, a mujeres que tienen el aire de pequeñoburgue-
sas y que están sentadas sobre taburetes, de ambos lados de un lar­
go mostrador. Hay un vaso de cerveza al lado de cada una de ellas,
y delante un cartón del juego de lotería. Consideraba a la lotería
como una apacible diversión que se practicaba en familia y esas
mujeres tienen la edad de las madres y de las abuelas que se divier­
ten con los niños en las veladas tranquilas; pero siguen con los ojos,

153
con un ardor maniático, la rueda de la lotería, que gira cu la punta
del m ostrador. Una voz anuncia por altoparlante la cifra que sale, y
ellas disponen sus fichas numeradas sobre los cartones correspondien­
tes. Están cada una tan sola com o las viejas damas francesas, que
matan las noches jugando a las cartas al lado del fuego. Pero ellas
están solas todas juntas, por centenas. Y en ese inocente pasatiempo
arriesgan verdadero dinero.
Uno de los clubes nos encanta entre todos: posee un bar de un
lu jo r o jo y oro, cuyos cristales y velos datan del otro siglo. Uno se
imagina a Edward R obinson con patillas, sentado en esos sillones,
bebiendo whisky con sus acólitos y vigilando la pocilga llena de humo
donde se arruinan los buscadores de oro. Tam bién nosotros bebemos
whisky, y nos arruinamos con econom ía. Pero nos gustaría ver otros
aspectos de Las Vegas. Pedim os con sejo a un chofer de taxi y nos
propone llevarnos al barrio negro. En Nevada, com o en California,
las relaciones entre negros y blancos son menos tensas que en Nue­
va Y o rk : nuestra intrusión no parecerá insolente. Confiam os, pues,
en el chofer. N os lleva fuera de la ciudad. En las orillas se encuen­
tran las casas de p rostitu ción : están cerradas desde hace algunos
días, pero por una iniciativa local y, sin duda, provisoriam ente. Des­
pués seguimos un cam ino barroso, desfondado, que atraviesa una
especie de zona. El barcito donde entramos tiene el aire de un al­
bergue de campaña. Se nos acoge bien, sobre todo cuando decimos,
N. y yo, que som os francesas. Pero ya es tarde, los músicos han par­
tido. Bebemos solamente un vaso con el chofer y el patrón y partimos.
Esta vez nuestro guía nos conduce a un dancing elegante. Sea.
N os lleva del otro lado de la ciudad, al fam oso “ Hotel de la Última
Frontera” . Este hotel es todo un pueblo construido con grandes tro­
zos de madera negra y reluciente. El hall inmenso está decorado con
recuerdos del viejo Far W est: hay carros suspendidos del cielo ra­
so, ruedas contra las paredes, pieles de animales, cabezas de ciervos,
osos embalsamados, revólveres, fusiles. Pero lo pintoresco muere
en el umbral del dancing; es uno de esos lugares decentes don­
de jamás pasa nada; el público es burgués, provinciano, vulgar. Las
parejas bailan sin gracia al son de una jazz para familias. Muchas mu­
jeres llevan vestidos largos, rosa salmón o verde alfóncigo, con tules
y lentejuelas. La camarera nos trae whisky; tiene un rostro fati­
gad o b a jo cabellos de un rubio artificial. D ice en tono abrupto: “ Qui-

154
siera saber de qué hablan ustedes” , y agregó mirándonos u N. y a
m í: “ Porque las h<* visto en el diario, por lo lanío, me interesan” .
Era una pequeña fotografía con un breve suelto en un diario de Los
Ángeles, la otra semana. Para haberlo observado, es necesario que
se informe con escrúpulo y pasión de lodo lo que pasa en el m undo;
y para recordarlo, era necesario que esa imagen le haya parecido el
signo de un éxito del que quisiera saber el secreto. A hora nos exa­
mina con una curiosidad ávida y desconfiada. Todos estos destinos
fabricados en serie están atormentados por mil sueños de evasión;
y, sin duda, más allá de las rutinas cotidianas, esta mujer busca a
ciegas la clave del mundo y de la vida. Después de todo, la gente
norteamericana se plantea también problemas.
La camarera se va, afanada y altiva, hacia otros clientes. En
la pista, el asistente golpea sus manos: “ ¿H ay entre la concurrencia
una dama de Texas? ¿Q uiere ella subir al escenario?” Unas muje­
res se ponen a cloquear en la mesa vecina: esperas, risas y conciliá­
bulos; una de ellas, vestida de seda celeste, va a plantarse en medio
de la sala. El animador reclama una habitante de Ohio, una de Illi­
n o i s ... Cada vez, es el mismo ceremonial. Cuando una decena de
matronas se han reunido en arco iris sobre la pista, se les pide ele­
gir un caballero. Nuevos cloqueos. Una rubia con vestido ciclamen
designa enrojeciendo a un caballero de edad madura: las otras se
enardecen; he aquí ahora diez hombres que se menean inquietos
bajo el fuego de las miradas. El animador devuelve las damas a sus
lugares: ellas no eran sino un apoyo para atraer a los señores. Los
señores no tienen aire de estar muy contentos. Se les explica lo que
se espera de ellos: van a desfilar frente a la concurrencia, com o las
pin-ups girls, que se contonean en malla sobre las playas, y el pú­
blico discernirá los premios. El animador se levanta los pantalones,
ondula, una mano apoyada en la cintura en la actitud clásica de los
concursos de belleza. Los señores tienen siempre aire de desconten­
tos. Les ponen sombreros de papel en la cabeza. Ellos se burlan, du­
dan. Al fin, un moreno pequeño se decide; marcha con poses pre­
suntuosas balanceando el cuerpo. La sala cloquea, estalla en risas y
aplausos. El vecino es tomado por la emulación, desfila a su vez y
es aclamado. Todos entran en el juego, tratan apasionadamente de
sobrepasarse unos a otros: las caderas vibrantes, se afanan frenéti­
camente y el público se sofoca de risa. Los más aplaudidos son Miss

155
Texas v Miss Wisconsin. Harén una nueva exhibición y en osl<'
momento cada uno estaría dispuesto a matar al o lio para conseguir
el premio. Triunfa el de Texas, en medio de clamores, lúe. saluda:
en el momento de abandonar el estrado se da vuelta y dice unas pa­
labras al animador; este aprueba y reclama silencio:
— Señoras, señores, el ganador del premio me pide señalar que
es el representante de la gran fábrica de chocolates .So wna So. Los
mejores chocolates en las condiciones más ventajosas.
Esta escena — que sería tan inconcebible en Nueva Y ork com o
en París— nos parece el summum: nada puede pasar aquí más cho­
cante. Nos vamos. El hotel está situado muy lejos del centro de la
ciudad v nos encontramos en una eran ruta desierta v som bría: no
j C - «

obstante allí es donde están situados la mayoría de los night-clubs.


pero instalados a grandes distancias. Son las tres y todos los caba­
rets están abiertos, no tenemos sino el embarazo de la elección: ele­
gimos muchos, uno después de otro. Para terminar volvemos a dar
una vuelta por el club que nos gustó tanto. Nada ha cambiado, las
viejas damas continúan jugando a la lotería en el alba naciente; los
croupiers arrastran los dólares con una mano un poco insegura. Co­
meten voluntariamente menudos errores que en Monte Cario pondrían
fin decisivo a su carrera. Los jugadores serios tratan martingalas
complicadas con fichas de ciento; dos abandonan la mesa con aire
satisfecho por la cosecha de una pila de dólares. Es fascinante pen­
sar que esta vida febril no se va a interrumpir; sin duda se aflo­
jará un poco. LTnas mujeres jabonarán el piso, se abrirán las ven­
tanas. echarán a algunos borrachos dormidos. Pero el ruido de las
máquinas “ tragamonedas” no se detendrá.*

* 11 de marzo

Frecuentemente por la mañana, en los drug-stores de Nueva


\ ork he visto a jóvenes pálidos pedir a la camarera un vaso de bro-
mo-seltzer y beber ávidamente el precipitado blancuzco. Adm iro es­
ta ausencia de respeto humano. Esta mañana lo pedimos N. y yo
porque no podemos seguir más. Las horas que hemos dormido se
cuentan con una m ano; para los whiskvs que bebimos, las dos manos
apenas bastarían. Son las nueve. En el mercado donde nos detene-

156
mos, las mujeres hacen sus compras. Pero ya la pasión riel juego las
ha vuelto a tomar. Dos, que tienen en los brazos recles llenas de vitua­
llas, sobre la cabeza sombreros floridos, buenas amas de casa entre
dos edades, se han detenido frente a las máquinas “ tragamonedas”
y juegan con un tranquilo frenesí.
I na hora más tarde nos dirigim os por la ruta recta y fea que
va de Las Vegas a Boulder Dam, el gran dique construirlo a través del
Colorado y gracias al cual la región comienza a ser convenientemen­
te irrigada. Llegamos a Las Vegas a través de un desierto y a tra­
vés de un desierto nos alejam os; Las Vegas no es sino un oasis ais­
lado. A los treinta kilómetros, no obstante, pasamos por un campa­
mento tan lúgubre com o aquel donde, cerca de Lone Pine. se extraía
la sal. A quí se reparan aviones, hay cientos de aviones alineados en
la planicie y barracas de madera desoladas. En lontananza, el cielo
azul, las piedras, la pesadez del día, el sol. Las luces de Las Vegas,
por la noche, deben de tener los peligrosos colores de la espe­
ranza. Es difícil para un joven de aquí llegar a ser presidente de los
Estados Unidos o Rockefeller.
En la pequeña ciudad de Boulder, los carteles nos piden: antes
de ir al Dique, pasen por la Oficina d§ Informaciones. Dóciles, segui­
mos las flechas. En la oficina nos distribuyen folletos donde se ex­
plica con amplitud cuándo, por qué y cóm o el dique ha sido cons­
truido. En una sala de proyecciones, un filme resucita el duro tra­
bajo de quince años. Lo vemos, com o turistas conscientes, pero pron­
to nos cansamos del espectáculo de carretillas y de grúas.
Nos vamos para ver el dique con nuestros propios ojos. La ru­
ta serpentea por las montañas rojas que bordean el C olorado; en
un recodo descubrimos el lago artificial, una gran napa de agua de
un azul falso que detona en medio de las piedras rosadas. Esa agua
está desplazada en ese desierto, com o un jardín de naranjos entre
matorrales; com o un fresco conjunto de abedules en dunas de are­
na roja : es un paisaje irreal com o pintado por pintores ingenuos del
pasado; tiene los colores mentirosos de las telas de Gaughin. Y, no
obstante, creado por las manos del hombre, es un auténtico lago que
vemos con nuestros ojos. Al fondo del lago está el dique. No ha­
cen falta las explicaciones de los ingenieros para ser conm ovidos:
basta ver el nivel del lago, el del agua en el fondo del cañón es­
trecho y la caída casi vertical de esa alta muralla encorvada. Se

157
extiende por más de dos millas de largo, está cruzada por galenas
a las que se desciende por ascensores, l'u gran numero de turistas
que han estacionado sus autos a la entrada del puente se preparan
para descender detrás de los guías patentados. ¿Descenderemos nos­
otras? En las fotografías esas galerías parecen los corredores de un
subterráneo; todas las cifras que el guía recitará están inscriptas
en los folletos y además las olvidaremos. I. debe estar mañana por
la mañana en el estudio v tenemos hambre. Damos media vuelta.
Atravesamos de nuevo Las Vegas, y andamos entre pinos y cac­
tos. En el sur, como en el norte, el pueblo más cercano está a 100
millas: sin industria, sin comercio, en el corazón de un estado que
no produce nada, esta ciudad es el triunfo del artificio: no hace sino
explotar la licencia, que es el reverso fecundo de su pobreza. La lla­
nura está tapizada de un terciopelo cambiante de dulces matices ama­
rillos y verdes: son cactos muy pequeños que brotan tupidos, com o
las hierbas de las praderas. Rodamos a través de esa soledad monó­
tona y variada como el mar, al pie de grandes montañas intocadas.
En el puesto donde nos detenemos después de dos horas de camino,
no hay animales vivos, sino, más curiosamente aún, todo un museo
polvoriento: bestias embalsamadas, cuerpos de búfalo, esqueletos de
pescados, de pájaros, osamentas, fetos en frascos y, sobre todo, ser­
pientes, sobre todo serpientes de cascabel momificadas. Todas esas
cosas muertas están en camino de morir otra vez. se caen en cenizas.
¿Qué hacen aquí? Bebemos un vaso. Partimos. Al final de 100 mi­
llas, hay otro puesto de nafta, con un bar decorado con avisos co­
loreados y de inscripciones cóm icas: “ No respondemos de maridos
perdidos” . “ El alcohol mata, pero si usted no bebe, morirá igual.”
Lo que me encanta en estos lugares, es que nos están destinados. El
turismo en Norteamérica tiene un carácter privilegiado: no aísla del
lugar que descubre, al contrario, es un medio de acercarlo. Frecuente­
mente en Italia, en Grecia, en España, he sentido con pena que mi
condición de viajera me separaba de los habitantes que apenas si
viajaban. En tanto que el norteamericano medio consagra una gran
parte de sus ocios a rodar por los high-tvays. Los puestos de nafta, las
rutas, los hoteles, los albergues solitarios no existen sino por el tu­
rista y para él: y e^as cosas pertenecen profundamente a Norteamé­
rica. Esos paisajes del Far West que recorremos tienen esencialmente
una existencia turística; casi nadie los habita, su único sentido hu-

158
mano es el que reciben de la gente que los atraviesa sin detenerse.
Viajando por Norteamérica, no me alejo de ella. Ningún sueño de
arraigo se opone a la feliz monotonía del auto y del viento. Hemos
dejado sin pena a Las Vegas: la noche que hemos pasado no tuvo más
premio que el de carecer de mañana: y marchamos sin pena por ese
desierto donde la fijeza, aun provisoria de un campamento, espanta.
La noche cae, ya ha caído. Una rueda luminosa gira en el cielo
som brío: es la insignia luminosa de un hotel. Un martini, una cena
robusta nos da fuerzas: comenzamos a estar fatigadas. Pero quisié­
ramos llegar a Los Ángeles por la noche. Hay aún cuatro horas de
camino. Partimos. Rodamos 20 millas y el coche se detiene. I. no
consigue persuadirlo para que siga andando.
Miramos a nuestro alrededor. Tenemos aún una oportunidad. A
algunos metros hay una casa. Pasamos una barrera, seguimos un
sendero. Las vacas mugen en la noche. Hay una inmensa tropilla
de vacas detrás de barreras de madera. Un hombre de mono azul
está por ordeñarlas. Le preguntamos si podemos telefonear a un
garage: cosa asombrosa, no hay teléfono. Pero tiene un auto, nos
conducirá a la ciudad cuando haya terminado su trabajo, y ma­
ñana por la mañana podremos hacer reparar el coche. Mientras es­
peramos podemos colocarlo en el jardín. Lo dejamos con sus vacas
y empujamos el coche hasta la casa. Es una gran casa de madera,
fea, con una galería con sillones de vaivén, almohadones. El gran­
jero acaba de ordeñar, limpia la lechería. Es un holandés instalado
aquí desde hace veinte años: se ocupa casi solo de esa gran tropilla,
trabaja desde las cinco de la mañana hasta la noche. Ahora son las
diez y ha terminado precisamente su jornada. Nos avergüenza robar­
le un momento de su descanso. Pero él parece pensar que no hay
ningún problema: nos conduce a la ciudad del mismo modo que ha
ordeñado sus vacas; hace una cosa después de otra con la misma
tranquila simplicidad. Saca del garage un último modelo con carro­
cería de lu jo; ha cambiado su mono azul por un hermoso traje y
zapatos de cuero reluciente. Nos deja en la ciudad sin abandonarnos
hasta que hemos encontrado habitaciones. Dormimos en un motel de
hermosas casitas de madera clara.

159
12 il<‘ nuir;,o

P or la mañana temprano el m ecánico nos lleva a la granja ilel h o­


landés. Está trabajando en m edio de sus vacas y nos hace, desde lue­
go, una señal amistosa. Su m ujer nos saluda; es una anciana tic ca­
bellos blancos espum osos, frágil y distinguida en un traje sastre ce­
leste. Sube en su auto personal para ir a la ciudad a pagar los im ­
puestos. Seguramente jam ás lia tocado una vaca con sus manos ni
puesto el pie en la lechería: es el m arido el que hace todo el trabajo.
El auto ro jo no estaba muy descom puesto; es rápidamente reparado
y no hay que pagar nada, pues I. está asociado al A utom obile Tou-
ring Club, que garantiza gratuitamente el desplazamiento y el tra­
b a jo de los m ecánicos en caso de avería: sólo las piezas de cam bio
corren p or cuenta del automovilista. D e nuevo andam os a través de
los cactos. Pero nos detenemos en un lunch-room solitario para to­
mar el desayuno y cuando querem os arrancar, el auto permanece
en el lugar. Amablemente, el patrón del lugar sube a su propio c o ­
che y. según una técnica que he visto aplicar muchas veces en Los
Ángeles, nos em puja durante algunas m illas; eso no es, tal vez, muy
bueno para las carrocerías, pero nadie se preocupa. T om ado el im ­
pulso, el auto continúa rod a n d o; pero habrá que tener cuidado de
no detenerse hasta llegar a Los Ángeles.
Al fin el paisaje cam bia. Descendem os en espirales a través de
montañas cubiertas de m atorrales; se ve el mar a lo lejos. El lugar es
hermoso y se ha clasificado com o parque nacional. Esos parques, a
veces, son grandes com o estados, están b a jo la protección del g o ­
bierno federal. Los “ m onum entos” se distinguen de los parques, p or­
qu e pertenecen al estado del que form an parle. El Death Valley es
un m onum ento. El Cañón del C olorado, un parque. Frecuentemente
nada indica al turista los límites. Descendem os y el paisaje cambia
a ú n : aparecen pueblos. Entre las aglom eraciones se alinean casas
sobre la ruta: hay cam pos de trailers, parcelas, cou rts, bares, taber­
nas. El calor se vuelve aplastante en m edio de las plantaciones de
naranjos. Es el valle de Los Ángeles donde los veranos son particu­
larmente tórridos p orqu e de cada lado las montañas detienen el vien­
to. Encontram os m ercados, canastos cargados de naranjas y de ana-
náes, esa es la única nota de color y de alegría en este valle polvo-

160
riento donde el sol da al blanco de las paredes la agudeza de un su­
frimiento y a la verdura de las plantas la angustia de una agonía. La
aridez de los desiertos es plácida y simple com o la muerte, pero esas
hierbas amarillas, esas palmeras sedientas, esos arbustos achaparra­
dos de hojas tiernas, son los lastimeros esfuerzos de una vida que
rechaza a la muerte y que muere en vida. Es aquí donde comienza el
horror.
La entrada a Los Angeles es una larga y ardiente agonía. S o­
bre las colinas de H ollywood y de Beverley un poco de aire fresco
nos reanima. En lo alto el calor está casi siempre atemperado y, aun
en verano, es soportable. Regreso a la casa, con agrado. Qué bien
se está sin hacer nada en la terraza asoleada, con el mar azul a
lo lejos y el olor próxim o de los eucaliptos. Pero, ¡qué duro debe de
ser el trabajo en ese clima perezoso! Ahora que el verano se ha abati-
tido sobre la ciudad, comprendo por qué en H ollywood las am bicio­
nes se ablandan, las inteligencias se embotan, y sólo lo inmediato pa­
rece real. El azul definitivo de esc cielo es demasiado fácil y dema­
siado duro a la vez.

13 de marzo

A pesar del agrado de mi vida personal, siento m ejor que a mi


llegada que el clima de Los Ángeles es deprimente. Caminar por
esas calles es tan fatigante desde la mañana, que no paseamos mu­
cho. Hace falta cada vez un esfuerzo para descender a la ciudad. No
obstante, valientemente, N. me ha llevado al cine a ver Los mejores
años de nuestra vida y Días sin huella. En los estudios R.K.O. se ha
proyectado para nosotros Conciencias muertas, esa obra maestra clá­
sica que los norteamericanos no han querido exportar porque cuen­
ta un linchamiento, ubicado, no obstante, en el siglo pasado. A tra­
vés de estas tres películas he vuelto a encontrar sobre la pantalla el
elevado y los pawn-sliops de Nueva York, los garajes, los drug-stores,
las playas de estacionamiento de todas las grandes y pequeñas ciu­
dades, el astillero de aviones encontrado a la entrada de Las Vegas,
los paisajes rudos de Nevada y este es un placer más agudo que el
que pude experimentar al captar las propias imágenes. Frecuente­
mente comemos en uno de esos restaurantes de un rebuscamiento fá­
cil que se encuentran en todos los rincones de Los Angeles; falsas

161
isbas, falsos cotlages, falsas mansiones, cuyo decorarlo barato es fre­
cuentemente encantador. O si no comemos un hamburger y helarlos
complicados en esos drive-in, que son grandes bares circulares alre­
dedor de los cuales los autos se ordenan en círculo: los mozos llevar»
la comida al auto. Saliendo de Las Vegas, la vida nocturna nos pa­
rece un desengaño; en uno de los night-clubs hay hombres dis­
frazados con vestidos de seda que cantan sin convicción canciones
obscenas frente a un público escaso compuesto sobre todo por mu­
jeres de aire masculino: es triste y anticuado. Cuando a mediano­
che todos los bares se cierran, Hollywood tiene el aire de un pue­
blo puritano, no de una inmensa ciudad de resplandor escandaloso.
Ho\r he tocado con las manos la dureza de Los Ángeles. Estoy
citada en la Ciénaga con P. C., especialista en problemas indígenas,
a quien quiero consultar sobre Santa Fe, donde estaré bien pronto.
Él parte precisamente de excursión con su mujer y me ha mostrado
el interior de un tráiler que ha confeccionado él mismo. Es el triun­
fo de la inegniosidad; hay en ese rodante una cama, sillas, un horno,
una heladera, todo ello plegable y desmontable a gusto. Ellos acam­
pan a veces por semanas en esa casa rodante, en los alrededores de
los pueblos indígenas. Lo he admirado y parto en busca de un taxi.
Es la una. el asfalto y el betún están calentados al blanco. Nadie se
aventuraría a pie bajo ese sol. Con mis piernas, con todo mi cuerpo
he comprendido lo que había sólo presentido: no se camina, no se
puede caminar en Los Ángeles, y particularmente en La Ciénaga. Es
una actividad tan insólita que apenas una estrecha banda de calle
está reservada a los peatones a lo largo del césped milagrosamente
fresco que se extiende delante de las casas. De tanto en tanto, hay
mujeres conversando al borde de un jardín, un hombre corta el
pasto, pero están enraizados en el suelo, no se mueven. Sólo se mue­
ven los autos lanzados a una velocidad enceguecedora sobre la am­
plia pista, viviente y ardiente arteria de un gran cuerpo amodorra­
do. Desplazarme aquí con mis pies es una empresa tan vana, tan de­
sesperada, como si me encontrara en el corazón del Sahara. ¿D ón ­
de están los taxis? Pregunto en un puesto de nafta a un mecánico,
que me indica con un gesto vago el horizonte. Camino. Interrogo a
un joven que corta con pereza un cuadrado de hierba verde. M e mi­
ra asombrado, e inmediatamente, con ese sentido de la ayuda que
se encuentra en todas partes, en cualquier circunstancia, de una pun-

162
ta a otra de los Estados l nidos: "¿Q u iere que la lleve en auto?”
Contesto que no. por discreción. Pero me arrepiento. Debo caminar
media hora aún por esa avenida que indefinidamente recomienza
con sus casas idénticas en medio de sus cuadrados de hierba y de
arenilla, antes de encontrar un yeüow-cab, cuvo chofer me habla
con entusiasmo de París.
Pero más deprimente que esas calles de alquitrán, que esas no­
ches puritanas, que esos carteles blancos con los que se ensucia el
cielo azul, es la gente encontrada en Los Angeles lo que me ha en­
tristecido; estudiantes, cineastas, periodistas. El jueves y viernes por
la mañana he dado conferencias en las dos universidades, situadas
una por arriba de TCestvvood. otra abajo de Los Ángeles. La primera
es rica y lujosa: instalada en un sitio magnífico en lo alto de una
colina, no parece un lugar de trabajo sino de placer. Los estudiantes
acostados sobre el pasto, leen el diario y fuman; las estudiantas se
doran al sol. El otro es menos aristocrático, pero los estudiantes re­
volcados en el prado parecen también participar de un alegre pic­
nic. De hecho sería injusto creer que su vida es demasiado fácil: en
South California no son todos ricos y ejercen diferentes oficios, fre­
cuentemente manuales, para pagar sus estudios. El profesor francés
que me pasea a través de los grandes edificios, me dice que muchos
de ellos trabajan seriamente; pero encerrándose de una manera muy
escolar en su especialidad: en el departamento francés se habla muy
bien francés. Pero igual que en otras partes, no hay entre estos jó ­
venes verdadera cultura porque no tienen curiosidad espiritual. B.
me conduce a la cafetería. Profesores y estudiantes se empujan, se
saludan con una desenvoltura recíproca que asombraría a nuestros
viejos profesores; aun ese codeo alrededor de las mesas de café se­
ría inconcebible en París. Esa camaradería fácil, la gentileza de los
estudiantes y de los colegas, hace muy agradable la vida de los pro­
fesores, me dice B., y es también una vida infinitamente más amplia
de la que llevarían en Francia. Pero la indiferencia de los estudian­
tes confunde. Esa misma mañana, el presidente Truman ha pronun­
ciado un importante discurso donde explica más imperiosamente
que nunca, que ha debido enviar recursos a Grecia y a Turquía, y
donde anuncia en términos que nos traen recuerdos recientes, la
apertura de la cruzada anticomunista. Es apoyado entre otros por
el secretario de trabajo, que ha pedido se ponga al P.C. fuera de la

163
Jcv bajo pretexto de que hende a derrocar al gobierno, y por la
Cámara fie Com ercio, (pie asimila los rojos a la cpiinla columna,
y pide se los ponga fuera de la ley y se les impida entrar en las
Uniones obreras. Ciertamente hace largo tiempo que esas ideas es­
tán en el aire, que la lucha contra los rojos y contra el trabajo ha
comenzado, que la intervención en Grecia es anunciada. Pero el
discurso del presidente es, al menos, un acontecimiento de alguna
im portancia: “ Mire a esos jóvenes” , me dice B. “ Ni uno solo habla
del discurso. Discuten, com o habitualmente, las novedades depor­
tivas. No se interesan absolutamente en la política.” Agrega que
esa inercia no se encuentra sólo en ellos. “ Esta mañana he hablado
con una docena de personas” , me dice, “ mozos de café, guardas de
tranvía, vendedores de diarios. Sólo mi zapatero, que es ju dío, me ha
dicho: « ¿ H a oído el discurso de T ru m an ?» Los otros simplemente
no piensan nada.”
“ Por cierto, no pensamos” , me dice por la tarde Elsa Maxwell
con arrogancia. Es una célebre periodista que escribe notas de un
sentido común esclarecido en la prensa reaccionaria — es decir en
la gran prensa— . Ha habido inmediatamente un golpe de antipatía
entre este Clément Vautel norteamericano y yo. Esta vieja voluble y
maciza, apretada en amplios rasos negros, encarna todos los defec­
tos de Norteamérica sin tener sus cualidades. Estos defectos revis­
ten en ella una forma caricaturesca. Me ha hecho leer con aire sa­
tisfecho la serie de burradas malévolas que ha dicho a sus lectores
sobre la vida intelectual de la Francia actual: uno a uno señalo a
los autores y a los libros que cita: ¿lo ha leíd o?, ¿ y este lo ha leíd o?
No, ella no ha leído nada y se vanagloria. ‘ En Norteamérica” , dice,
“ nadie tiene necesidad de leer porque nadie piensa. Míreme a m í: cen­
tenares de millones de personas no piensan otra cosa que lo que yo
les digo que piensen en mi nota cotidiana y yo misma no pienso.
Está muy bien así. Cuando se piensa se pierde el tiempo. Es la anar­
quía. No pensamos porque no tenemos necesidad, porque tenemos
instinto. M ire a Truman: no piensa, pero tiene instinto. Su p o ­
lítica es un éxito de primer orden porque tiene un buen instinto.”
Ella ha pronunciado este discurso tal com o lo transcribo, sólo que
con más palabras: ha hablado de un tirón durante cinco minutos.
Respira apenas y toma aliento: “ Y o también tengo un buen instin­
to: es por eso que siempre he sabido conducirm e bien y que amo

164
la vida. La vida es maravillosa si se la sabe tomar. El único punto
está en saber encontrar el buen lado: todo tiene su buen lado” . A pro­
vecho débilmente el medio segundo en que toma aliento y para pro­
bar su optimismo, hago alusión a la guerra, a los bombardeos, a los
campos de concentración. Me interrumpe rápidamente: “ Sí, los cam­
pos de concentración” , dice vagamente; ríe con coraje: “ Todo tie­
ne un buen lado si se tiene un buen instinto” . Y concluye: “ En Fran­
cia ustedes piensan demasiado” . Por supuesto ha elegido un tono
bufón para decirme estas verdades, pero esas payasadas, de rigor
aquí cuando se abordan temas importantes, son aún una manera de
tomar una superioridad sobre el adversario: no se les deja ni aun la
oportunidad de una discusión seria, se elude la crítica por la ironía
que se simula ejercer. A pesar de eso la he atrapado en un recodo
y he tenido el placer de ver que el solo hecho de que se le resistan, la
dscompone: pero se vuelve a componer rápidamente. Su optimismo
le reporta mucho dinero y honores, la vista misma de Buchenwald
no podría destruir una fe tan confortable.
En los partys adonde N. e I. me han conducido, es otro asunto.
La atmósfera era simpática alrededor de los vasos de whisky. No he
visto muchas estrellas: Anabella me ha recibido en su encantadora
mansión, donde encontré también a Jean Pierre Aumont. Charles
Boyer, que está de servicio cada vez que un intelectual francés atra­
viesa Los Ángeles y que se defiende con mil artimañas, no se ha
mostrado. He encontrado por todas partes guionistas, sc.reen-writers.
Lo que hay de entristecedor en su conversación es el disgusto que
experimentan frente a la condición actual del cine norteamericano.
Todo lo que dicen, lo sé: la censura permite al erotismo aparecer só­
lo a través de un camuflaje de inocencia, como en Gilda. Existen re­
glamentos precisos y pueriles sobre el largo mínimo de los sostenes
y de los slips: en el país de las pin-up-girls, se hace a veces volver a
comenzar una película por un descote demasiado audaz. Los guiones
están frangollados por una voluntad de optimismo que defigura, por
ejemplo, el final de Los mejores años de nuestra vida, filme, no obs­
tante, de una valerosa veracidad. El gusto por los éxitos fáciles lle­
va a reediciones infinitas y a monótonos clisés: de toda película de
éxito se extraen al instante veinte mixturas. Los actores están fijados
en marionetas cuyo papel está ahora definido tan rígidamente co­
mo el de Guignoí o el del Gendarme; Claude Rains, Bette Davis,

165
Humphrey Bogart, que han sido grandes actores, están ahora tan
estereotipados como Pierrot o Arlequín. Lo que me choca en este
dominio como en otros es que estas comprobaciones amargas no se
acompañan de ninguna esperanza de cambio. Por el contrario, todo
el mundo piensa que la situación va aún a empeorar. Y me parece,
en efecto, que Hollywood no sufre sólo por una crisis económica o
por una división del trabajo demasiado extrema, y otros accidentes
contingentes. El mal es mucho más profundo: Norteamérica no sa­
be expresarse a sí misma, no se atreve a reconocer nada. Ni la fan­
tasía viviente y trágica de las calles de Nueva York y Chicago,
ni los dramas verdaderos y cotidianos de 160 millones de hom­
bres que habitan esa gran tierra son llevados a la pantalla; esta nos
da una convencional Norteamérica de cartulina, donde sólo los pai­
sajes y los detalles materiales tienen alguna realidad. Desde este
punto de vista, Días sin huella, con sus imágenes de la Tercera Ave­
nida, y Los m ejores años de nuestra vida , son excepciones casi úni­
cas. A la literatura no la han podido aún estrangular, pero el cine,
más directamente ligado a las fuerzas capitalistas, ha aprendido ya
a callar; ese silencio es el silencio de la muerte.
Parto mañana por la mañana con N. para una excursión en óm­
nibus de alrededor de tres semanas que me llevará a Nueva York
pasando por el sur. Esta noche decimos adiós a Los Ángeles. Un
screen-writer , amigo de I., ha organizado un party. Otro amigo,
que es vendedor de discos y especialista en jazz, trajo las piezas más
interesantes de su colección: viejos blues de Nueva Orleáns, funerals,
Bessie Smith, Louis Armstrong. A lo largo de la noche es toda una
viviente historia del jazz lo que se desarrolla. Me explican de nuevo
las diferencias entre el estilo de Nueva Orleáns y el estilo de Chica­
go: la explicación no es nunca del todo la misma; pero es que nece­
sariamente ella es analítica. ¿Cómo decir con palabras lo que dis­
tingue a Leonardo da Vinci de Luini o a Vermeer de Delft de Peter
H ooch? Haría falta en todo caso mucho tiempo. Cuando se oyen los
discos, no obstante, las dos escuelas se distinguen de una manera bien
tajante, aun para un profano. Mientras escuchamos, comemos, con­
versamos, bebemos. Al final de la camida llega S., a quien no había
vuelto a ver desde el Death Valley. Hoy ya no está vestido como un
cowboy: lleva un traje oscuro con un gran clavel blanco en el ojal
que le da el aire de un novio de pueblo. Cuando nos ve nos abraza

166
u e ie m e n e a ]\ y a m í: ¡cóm o nos hemos divertido! ¡Cómo me
esta agradecido de haberle permitido volver a ver Lone Pine! Es
necesario que vuelva a Los Angeles para que subamos a lo alto del
i” 011 1 1 1j le^* ^ien contenta: creía que tenía un recuerdo
amen a e e a expedición. Pero ha tenido la impresión de gustar
oe la libertad, es bastante.
„ C onocí también a W yler, el director de La loba y Los mejores
anos e nuestra vida. Es de origen austríaco y habla muy bien el fran­
cés, parece mucho más europeo que norteamericano. Me da deta­
lles inteiesantes sobre la manera en que ha sido rodado su último
film e: hay entre otros un momento muy hermoso cuando Dana An­
drews, sentado en la carlinga de un viejo avión semidestruido, re­
cuerda su pasado de piloto. W yler en primer término había evocado
recuerdos en sobreimpresión: después suprimió esas imágenes y con­
servó solamente el fondo sonoro que las acompaña. Al fin re­
husó también ese recurso; pidió a la imagen de una nuca, de
un vidrio, de un cielo, que expresara a la vez pasado y presente, y
obtuvo en efecto ese éxito singular: fotografió el pasado en el
presente. Converso a continuación con Man Ray, de quien he gus­
tado en otro tiempo los filmes y las fotografías. Él también tiene el
aire de disgusto de Hollywood, donde por supuesto las búsquedas
poéticas que le interesan son imposibles. Está casado con una joven
morena que tiene aspecto de árabe: lleva pantalón de seda negra con
una chaqueta de brocato, y baila maravillosamente, creo que ha sido
bailarina profesional. Hay otras mujeres muy alegres. El tiempo pasa
tan rápido que me quedo asombrada al saber que son las dos de la
mañana. Pero N. me dice que los partys de Hollywood están lejos de
parecerse a este; generalmente nada más insípidas que esas reuniones
donde nadie tiene nada que decir a nadie y donde todo el mundo bebe
esperando el momento de partir.

16 de marzo

En el alba que nace, Los Angeles es gris y húmeda. Esas calles,


más obstruidas durante el día que una gran tienda en una tarde
de liquidación, están desiertas y el auto rueda llanamente, s.n de-
tenciones ni reparos, en medio del s.lencio. Aquí, la noche no es,

167
com o la luz. sino un decorado teatral: cae el telón n el decorado cam­
bia, eso es todo. Pero súbitamente esa monotonía vacilante en que la
ciudad se baña la emparentó con los desiertos ) las montañas que la
rodean: está sometida también al ciclo de las horas y de las estaciones,
descansa sobre el zócalo del planeta original. Es un momento insó­
lito. La escena está vacía. La noche ha sido barrida y el día está aún
entre bastidores. En las encrucijadas algunas figuras que no se ad­
vierten jamás ni de día ni de noche: levantan un dedo con el ademán
clásico del auto-stop. Tienen aire de vagabundos. ¿D e dónde han sur­
gido? Hay un auto empacado en un cruce: lo empujamos durante
alaunos
o cientos de metros. En mi cabeza también todo es ogris v bru-
moso. He dormido poco y estoy triste por la partida: ¿cuándo vol­
veré? En lo profundo de doum-town, la estación de ómnibus es triste
como un puente de subterráneo por la mañana temprano. Es una ver­
dadera estación con buffet, kiosco de cigarrillos, diarios, sala de re­
gistro de equipajes, depósito y puertas numeradas que se abren sobre
diferentes andenes a lo largo de los cuales están colocados los Grey,
hounds. Frecuentemente hemos envidiado en los caminos la rapidez
de esos grandes ómnibus grises que nos pasaban con ventaja a pesar
de nuestras 60 millas por hora. Pensamos que sería descansado con­
fiarse a ellos para rodar durante millares de millas a través del de­
sierto. Nos instalamos con libros, cigarrillos y nos sentimos completa­
mente cómodas. I. está triste por no poder partir con nosotras.
El ómnibus está casi vacío. Los norteamericanos no lo utilizan
jamás para un viaje turístico, sino solamente para el transporte, y sólo
si son de condición modesta; consideran que es un medio de locom o­
ción lento y fatigoso. Esa lentitud relativa me permitirá ver a gusto
las regiones atravesadas; y en cuanto a mí, encuentro esta jornada
de lo más descansada. Leo, m iro: es agradable dejar desarrollarse de
la mañana a la noche una larga historia, en tanto que el paisaje se
despliega sin cesar del otro lado del vidrio. Una vez salidos de Los
Ángeles es a través de desiertos por donde rodam os; pero hay mil
variedades de desiertos: este es rojo y cubierto de pequeños cactos
aterciopelados que tienen los colores del otoño. La ruta toma una de
las antiguas pistas que seguían los emigrantes: entramos en Arizona.
cuyo hermoso nombre aventurero hace soñar con Mayne Reid y Ous-
tave A ym ard; de tanto en tanto ghost-towns se levantan solitariamente
y siempre me siento emocionada por sus barracas de tablas húme-

168
da?, sus viejos lealros, sus carteles (tintados. La rula sube insensible­
mente entre piedras rojas basta una garganta desde donde se descu­
bre un inmenso horizonte de tierras áridas: parece increíble que fa­
milias enteras, ron mujeres y niños, hayan escalado esta cadena
abrupta en pesadas carretas.
Cada tres o cuatro horas encontramos un puesto de nafta, donde
nos detenemos. Se puede beber y comer a veces; como en Nevada, el
lunch room es al mismo tiempo un extraño bric-á-hrac, donde se exhi­
ben coyotes vivos o embalsamados, serpientes, pieles de animales, pie­
dras. plantas desecadas. Casi siempre se encuentran diarios de Los
Angeles, y folletos de colores violentos que relatan aventuras del
Far West. Saliendo del ómnibus y de los desiertos, estos altos son
breves fiestas. Me encantan sobre todo esos Juke-boxes que apenas ha­
bía observado en los bares de las grandes ciudades y que resumen
para el cowboy perdido en Arizona todos los esplendores de Times
Square: día y noche, las luces de neón giran en redondo alrededor
de la caja de vidrio donde se hallan apilados los discos, cuyos títulos
aparecen inscriptos en el vientre del aparato; se aprieta el botón co­
rrespondiente al trozo elegido, se desliza una moneda en un agujero y
un gancho metálico toma con un discernimiento inteligente una de las
placas negras y la deposita sobre el platillo del fonógrafo. Por un
quarter la operación se repite cinco o seis veces seguidas. En el Far
West hay pocos aires de jazz, pocas canciones de Sinatra: son sobre
todo canciones nostálgicas de cowboys y de emigrantes: me gusta
oírlas. El nombre de Juke-box tiene un origen un poco incierto. Los
Juke constituyen una familia célebre en los anales de la criminología
y de la psiquiatría porque todos los hombres han sido criminales y to­
das las mujeres prostitutas. La boga de los Juke-box habría nacido
en un burdel cuya dueña era una Juke, que habría sido la primera
eri comprar esa gran caja de música.
Hemos partido a las 7 de la mañana. Desde hace largo rato la
noche ha caído cuando llegamos a Williams, de donde parte la ruta
para el Gran Cañón. El ómnibus nos deja en medio de la calle silen­
ciosa y prosigue su ruta hacia Kansas City. No tenemos tiempo para
sentirnos perdidas: inmediatamente encontramos habitación en un
hotel, donde nos dormimos.

160
17 de marzo

En California el exotismo es m ejicano. A quí toma otro rostro:


se vuelve indígena. Hemos observado ayer, al fin de la tarde, que los
carteles que encontrábamos en la ruta eran indios ataviados con gran­
des plumas que indicaban las marcas de cigarrillos más favorables
a la garganta, o los quakcr-oats más suculentos. Entre los negocios
standard* de la gran calle, hay curious-shops, donde se venden m o­
casines, {ovas de plata cincelada, turquesas verdaderas o falsas, toca­
dos de plumas, alfombras, mantas, chaquetas tejidas por los indios
y toda especie de chucherías.
A las diez tomamos un coche para el Gran Cañón. Rodamos a
través de florestas de pinos negros sobre una planicie que parece
extenderse sin accidentes hasta el fin del mundo. Pasamos por un
pequeño aeródrom o: los hay en todas partes en Norteamérica, a las
puertas de las ciudades y de los pueblos, com o en pleno desierto:
aquí son una media docena de aparatos rojos, azules, amarillos, que
se elevan y descienden con una suavidad de pájaros. Son tan pe­
queños, tienen tan frescos colores barnizados, que se dirían juguetes
infantiles. Rodamos dos horas a través de un terreno totalmente llano.
Y súbitamente el enorme filón se descubre: el Gran Cañón.
El sitio está considerado com o parque nacional: nada lo altera.
Hay una estación, pero está oculta entre los árboles, bastante lejos.
Sólo un hotel y a la distancia dos casitas, que son curious-shops atendi­
dos por indios e instalados al borde del frontón. En el sendero trazado
en desplomo, algunos bancos. Eso es todo. El hotel está construido
con rollizos de madera negra, y decorado con tapices indígenas. Los
indios con sus ropas, sus largos cabellos negros ceñidos por una cinta
roja, sirven de porteros y de camareros. Me gusta el hall sombrío y
coloreado que no me aísla del paisaje, sino que me lo anuncia, que
me invita a descubrirlo. Me aproximo al precipicio y miro las mura­
llas rosas y rojas, ocre y azufre que encierran al Colorado. A causa
de esa palabra tan hermosa, Colorado, a causa de imágenes percibi­
das, hace largo tiempo, muy largo tiempo que sueño con este lugar;
no sé demasiado por qué me parece el más inalcanzable, encarna
el misterio de todos los paisajes que no descubriré jamás, es el desa­
fío doloroso de lo imposible. Más tarde me ha parecido más accesible:

170
se me ha descripto osle hotel, ese abismo y ya no he soñado tocarlo:
lo he querido. Heme aquí. Y me siento completamente confusa. Como
en todos los casos, el choque de la realidad me aturde; mi imagina­
ción no había sabido inventar tanto esplendor, y precisamente este
esplendor. Pero ¿qu é es lo que podré hacer con toda esta belleza
ofrecida?
Es demasiado tarde hoy para descender hacia el río ; las ca­
ravanas de mulos han partido por la mañana. Pero hay un auto este
mediodía que sigue la ruta en cornisa por encima de las gargantas.
La ruta serpentea a través de bosques de pinos, se aleja del cañón con
curvas demasiado caprichosas, lo vuelve a encontrar y en cada reen­
cuentro hay un mirador donde los turistas hacen un alto piadoso.
En el último recodo, que se puede considerar com o el fin del Cañón
propiamente dicho, se levanta una torre redonda. Encuentro aquí el
mismo clima que en el Niágara; se han hecho los más ingeniosos
esfuerzos para transformar una maravilla natural en una especie de
Luna Park. Atracciones variadas solicitan al turista. En la gran sala
redonda de la planta baja, los vidrios están dispuestos de modo que
reflejen el paisaje. No sé por qué procedimiento absorben el exceso
de luz: a la visión directa que es violenta y cruel se substituye una
visión “ condicionada” de colores filtrados y suavizados; los visitan­
tes se afanan alrededor de esos cristales sin alinde y los maniobran
concienzudamente uno después de otro. Sobre la terraza, se propone
otro ju ego: se aplican los ojos a un agujero practicado en una especie
de caja y se ve el mundo al revés; el efecto es vertiginoso: la mirada
se hunde en caída vertical hasta el cielo, uno se siente caer. En la sala
del primer piso el guía comenta pinturas indígenas. Subimos la esca­
lera en espiral. Desde la terraza superior la visión es inmensa: se per­
cibe a lo lejos una vasta planicie violeta y roja, de colores tan deci­
didos que parece haber sido pintada por la mano de un Gaughin
megalómano; también se lo llama el desierto pintado. Una docena de
anteojos de larga vista, diferentemente orientados, se ofrecen por una
moneda para extraer el trozo de paisaje que uno desee. Cuando volve­
mos al hotel, a las cinco, nos enteramos que en un pabellón vecino, pro­
visto también de una docena de anteojos, habrá esta noche una confe­
rencia con proyección de filmes sobre el Gran Cañón. Se ofrecen al
turista todos los medios de domesticar con artificios un espectáculo de­
masiado natural: es de ese modo que en Norteamérica se consume el

171
aire “ acondicionado” , la carne y el pescado congelados, la leche ho-
mogeneizada, las legumbres y las frutas en conserva; es de ese modo
que se introduce en el chocolate un sabor artificial de chocolate. Los
norteamericanos son naturalistas, pero 110 admiten sino una naturaleza
revisada y corregida por el hombre.
El Curioiis-shop frente al hotel se llama “ Maison H opi” . Los in­
dios que lo habitan están vestidos todo el día a la norteamericana. Pero
a las seis se endosan por encima su ropa ordinaria de pantalones de
cuero, de chaquetas de búfalo, se tocan con plumas y ejecutan un
número de baile: es siempre el mismo baile que bautizan cada vez
como baile del oso, baile del águila, baile del búfalo. Un niño, ade­
cuadamente disfrazado, brinca con una sonrisa ya comercial y el
público se enternece. V oy a sentarme a algunos metros sobre uno de
los bancos y miro. He querido venir aquí y heme aquí. Miro enfrente
de mí las murallas ciclópeas. Cortadas en dos, como se puede cortar
en dos un bizcocho adornado de crema y de confitura, está la tierra
con sus capas superpuestas, sus mariscos, sus peces, sus plantas in­
crustadas en las piedras de edades sucesivas; se sigue, de abajo
arriba, la formación de la corteza terrestre. El sol, a punto de po­
nerse, ensangrienta las rocas, cuyo rojo mineral se licúa y después
se evapora. Miro. Comprendo los espejos al revés y los vidrios m ó­
viles, todas esas torcidas tentativas para captar este decorado y para
utilizarlo. Está ahí, yo estoy aquí: uno quisiera que pasara algo.
M iro: nada, no pasa nada. Es la misma historia cada vez. El año
pasado estaba el cabrilleo de las dunas color de albaricoque y las
palmeras plateadas por la luna: nada ha pasado. Arena, piedra, luna,
sol poniente: las cosas están ahí y yo estoy aquí y no nos confronta­
mos. Para terminar, soy siempre yo que me levanto v me voy.

18 de marzo

Lo mejor para hacer es descender al fondo del Cañón: no mirarlo


solamente, sino tocarlo y durante un día vivirlo. Alquilamos en el
hotel, slacks azules, ropa, guantes. Las muías están estacionadas en una
pequeña tarima, bajo la vigilancia de dos cowboys con ropas un poco
chillonas: nos eligen monturas de nuestra talla y nos ayudan a subir­
nos a ellas. Somos casi una docena para hacer la excursión. Uno de

172
los cowboys va a la cabeza. ('I o lio cierra la fila. INos fotografían
a todos en línea, en lo alio del sendero: las fotografías nos esperarán
al regreso. Por debajo de nosotros, una caravana de cuatro muías
cargadas de heno desciende el camino tallado en el flanco del fron­
tón. Comenzamos a descender nosotros también. Un cartel previene
a la salida: está prohibido llevar perros. Las muías pasan con paso
igual; a cada vuelta se arrojan con aire ciego hacia el precipicio
y al ultimo segundo hacen una conversión y ganan tranquilamente el
medio del sendero: en una hora, uno se habitúa. De tanto en tanto,
un cartel nos indica hasta qué edad geológica hemos descendido;
nos señalan también mariscos y heléchos fosilizados. De arriba ahajo
del sendero, hay instaladas cabinas telefónicas y uno puede entrete­
nerse en llamar a Nueva York.
Descendemos muy lentamente, mucho más lentamente que a pie.
Poco a poco, el paisaje cambia, se vuelve más verdadero. Hemos
abandonado el frontón, atravesamos una planicie cubierta de mato­
rrales espinosos y azules. Desde lo alto era solamente una superficie
coloreada, ahora tiene espesor, olor. Cada matorral existe por sí
mismo y los azules son cambiantes. Al cabo de tres horas nos de­
tenemos al borde de rocas chatas que sobresalen a pico sobre el río.
Desde arriba no era más que un angosto hilo brillante; desde aquí es
un torrente de aguas rápidas, frescas, tentadoras, peligrosas. Si yo me
bañara, ellas cambiarían aún. Pero no vamos hasta ellas. Hacemos
alto un poco más arriba, cerca de un pozo de agua. Las muías comen
heno y nosotros sandwiches que los cowboys nos distribuyen. Me ador­
mezco un momento al sol. No tengo tiempo, lo sé; pero en lugar de
ese paseo en caravana, debería haber andado largo rato y sola por
esos senderos, dormir a la orilla del agua, seguir la ribera durante
noches y noches a pie o en canoa; tendría que haber vivido en la
intimidad del Gran Cañón. Es una intimidad que debe de ser singu­
larmente difícil establecer; la belleza del sitio es, al primer golpe
de vista, demasiado evidente para todos. Sus secretos más raros no
pueden evidentemente conquistarse sin penurias. Monto sobre mi
muía y trepamos por el frontón. No puedo esperar nada más. Los
paisajes tampoco dan nada si no se les da algo de sí.
En el tren que, por la noche, nos devuelve a Williams, experi­
mento un sentimiento incierto que duda entre el triunfo y la pena.
Es un hecho: he visto el Gran Cañón. La esperanza tornasolada tan
largo tiempo acariciada se ha cambiado en un pasado definido. Al
término de mi espera se me ha dado un recuerdo más, nada más que
un recuerdo. Pienso con satisfacción: he hecho lo que deseaba hacer.
Pero es una satisfacción ambigua, del género de aquella que puede
experimentar el sabio en su lecho de muerte cuando se dice para
consolarse de m orir: “ He vivido bien” .

19 de marzo

Partimos de Williams para Albuquerque a las nueve de la ma­


ñana. Dejamos detrás los bosques de abetos, entramos en el desierto
desnudo donde los rojos y los ocres son los mismos de los fronto­
nes del Gran Cañón; ese será el paisaje del día. Me gusta esa gene­
rosa monotonía; demasiado frecuentemente en Europa los paisajes
están solamente indicados: frecuentemente también su variedad, su
alegría le dan una suerte de servilismo. Uno encuentra demasiado
fácilmente el reflejo de los propios deseos. En tanto que esas ciegas
planicies tiernamente cocidas por el sol existen con un soberbio em­
pecinamiento, por sí mismas. El ómnibus pasa a algunas millas del
Bosque petrificado: hubiera deseado verlo a causa del filme que lleva
su nombre y que tanto me había gustado. Pero después de todo me
gustaba sobre todo porque me hacía presentir estas comarcas; y aquí
estoy. Su magia no reside ya en un nombre, en un lugar; ahora me
rodea. En cuanto a los fósiles no me preocupan mucho. De tanto
en tanto se erige sobre la ruta una barraca donde se vende madera
petrificada; grandes carteles lo anuncian con fórmulas solemnes:
a ocho kilómetros maderá petrificada. A seis kilómetros, auténtica
madera petrificada, A cinco kilómetros, su última oportunidad para
adquirir madera petrificada. Justamente el ómnibus se detiene. Frente
a la puerta del bazar hay una escalera de madera petrificada y gran­
des troncos redondos donde los siglos están concéntricamente inscrip­
tos y mineralizados: se diría mármol de una extraña calidad. En el
interior se venden figuritas, sortijas, collares hechos con esa materia
ambigua: se vende también Coca Cola, chewing-gum, chocolate arti­
ficialmente perfumado de chocolate. Y hay serpientes de cascabel em­
balsamadas, escorpiones, mígalas, cuernos, cráneos, lagartos polvo­
rientos amontonados en una vitrina. Detrás del puesto de nafta se

174
levanta un andamiaje construido en madera natural y sobre el cual se
puede subir — “ tiene sus riesgos y peligros” , dice un cartel— para
contemplar el desierto pintado. Se diría verdaderamente que desde
lo alto del cielo una paleta cargada de rojo y violeta se aplastara
sobre el suelo. Los colores no tienen la dulce indecisión de los colo­
res naturales: están trazados como si salieran de un tubo etiquetado.
El relieve del terreno que es magullado, agrietado, contrasta en su
desorden con el vigor de los rosas, de los malvas, de los rojos. A lo
lejos se advierte, ya incierta como un recuerdo, la oscura boca del
Cañón.
A lo largo de la ruta, indios emplumados sonríen con todos los
dientes desde los carteles publicitarios; y de vez en cuando un indio
de carne y hueso, surgido no se sabe de dónde, detiene el ómnibus.
Generalmente desciende al cabo de unos treinta kilómetros y se va,
con aire decidido, a través de las piedras, hacia algún invisible obje­
tivo. Más numerosos que los puestos de nafta se suceden los canastos
donde se exponen alfombras navajas. Automovilistas, no dejen de ir
a ver, a nueve kilómetros de aquí, las alfombras navajas. Un indio
solitario vigila las mantas de colores vivos suspendidas en hilos de
acero. ¿Hay tantos habitantes en Norteamérica para comprar tantas
alfombras? No cruza un solo auto por la ruta.
Son solamente las seis cuando llegamos a Albuquerque. El her­
moso hotel mejicano que yo había visto desde el tren con placer, está
completo. Bebemos un vaso en el bar, donde somos servidas por
mujeres de largas faldas amarillas. Hay otros hoteles de estilo me­
jicano o indígena: todos completos. Nos alojamos en una posada con
olor a insecticida, llena de viejos muebles y de viejos adornos. Se sube
por una escalera miserable, no hay lavabo, pero en el corredor se
abre un cuarto de baño. Como no pasaremos sino una noche, poco im­
porta. Descendemos a la calle principal, más o menos parecida a la
de otras ciudades. Las únicas notas que nos indican que hemos en­
trado en Nuevo Méjico, son las de los Curious-Shops, llenos de hermo­
sos objetos indígenas, y dos cines donde pasan películas mejicanas y
películas norteamericanas dobladas al español. Delante de las entradas
hacen cola parroquianos de rostro bronceado y cabello muy negro.
Este estado perteneció a Méjico y los españoles lo ocuparon durante
siglos; casi todos sus habitantes hablan español y hay muchos en el
campo que no saben una palabra de inglés.

175
En un pequeño restaurante m ejicano com em os un chiii con carne
que nos llena la b oca : nos cansamos de com er antes de estar satisfe­
chas. Lo mismo que en San Francisco, nos sentimos un poco perdi­
das; debe de haber lugares donde el whisky tenga el gusto del desierto
y donde la música nos dé la clave de esta tierra de rico pasado. ¿ Pero
cóm o descubrirlos? Seguramente los iniciados los aprecian, porque
no se abren fácilmente al turista; conozco demasiado ese placer egoís­
ta com o para no sentirme despechada por pertenecer esta noche al
grupo de los excluidos. Hojeam os una pequeña guia de la ciudad:
indica un solo night-club. La camarera lo conoce, nos habla de el
con aprobación. Ensayamos. El taxi va por una ancha avenida ilu­
minada cuyos aires de fiesta se disipan a medida que avanzamos: ya
hay sino garajes, casas tristes. Nos detenemos casi en el campo
pero hay centenares de automóviles estacionados frente al edificio
alegremente iluminado. Entramos: es una sala de concierto y un
violinista está a punto de ejecutar una sonata. La música clásica no
conviene a nuestro humor. Vagamos un momento por la ruta, por
donde sopla un viento frío y entramos en el primer lugar que encon­
tramos. La primera sala es un bar am ericano; debajo de las botellas
un cartel: “ Prohibido a los indios” . La sala del fondo está casi vacía,
una orquesta negra toca sin convicción al borde de una pista donde
nadie baila. Nos sentamos en un box. Apenas hemos vaciado nuestro
vaso de whisky, la camarera nos sonríe: “ ¿N o quieren o tr o ? ” Sea.
Como bebemos lentamente esta vez, ella merodea a nuestro alrededor
acechándonos: “ ¿ O tr o ? ” Rehusamos, pero su mirada descontenta
nos hace sentir indiscretas. En todos esos lugares hay que consumir
sin parar. Nos vamos. Afuera el viento es glacial y nos damos cuenta
que estamos sobre una meseta; una vez más la subida ha sido insen­
sible. Ni taxi, ni ómnibus, pero basta entrar en una estación de servi­
cio y telefonear. Volvemos al hotel. Justo enfrente dan D ecepción, con
Claude Rains y Bette Davis. El nombre nos atrae y entramos. Des­
engaño.

20 de marzo

¡Qué fácil es viajar por estas regiones! Los ómnibus van siempre
vacíos. A la llegada, uno encuentra en la estación, además del depó­
sito abierto día y noche, pequeños armarios superpuestos como las

176
casillas de un palomar: uno coloca las valijas y cuando se han des­
lizado veinticinco centavos en la ranura se puede cerrar la puerta
con llave. Uno lleva la llave numerada, que permitirá sin nuevos
gastos y sin espera recuperar los bienes. No tardamos más de un
cuarto de hora en encontrar habitación en un buen hotel de Santa Fe.
La planicie al fondo de la cual se erige Santa Fe es una meseta
situada a dos mil metros de altura; a las once de la mañana y con
un fuerte sol hace un fresco maravilloso. Desde la primera mirada
nos seduce la pequeña ciudad española, que se puede recorrer a pie,
com o una buena y vieja ciudad europea y que, no obstante, no es
una aldea, sino una verdadera ciudad. Después de Nueva Y ork y Chi­
cago, después de Los Ángeles y San Francisco, ¡qué cambio encanj
tador! Las calles son retorcidas, no hay un ángulo recto: la mayoría
de las casas son de estilo mejicano, tienen pesadas paredes de tierra
cocida, sin ventanas. Alrededor de la plaza central hay arcadas com o
en Madrid o en Ávila. El gran hotel La Fonda — que está, ¡a y !, com ­
pleto— recuerda con sus paredes de adobe y sus almenas a una ciu­
dad africana. Pocos autos: la gente se pasea a pie bajo el fresco sol.
Tiene cabello negro y habla español. Las mujeres no exhiben las
largas piernas de los grandes maniquíes de la costa, pero sus ojos
brillan y sus cuerpos son cálidos y vivientes. En la plaza se conversa,
se pasea, com o en las ramblas de Barcelona. Indios cuidadosamen­
te vestidos venden plata cincelada y turquesas. Los hermosos objetos
de los Curious-Shops huelen un poco a bazar, pero no son por ello me­
nos pintorescos.
No tenemos sino tres días para pasar aquí: no hay tiempo que
perder. Consulto la lista de direcciones que me ha dado P. C. en un
mediodía ardiente en La Ciénaga: antiguamente los viajeros iban de
ese modo de ciudad en ciudad, a través de Europa, munidos de car­
tas de recomendación. Entramos en primer lugar al Museo para ver
a Mrs. G., que es la administradora. Es un encantador museo provin­
cial, donde se exponen entre otras cosas los recuerdos del gran Car-
son que, a comienzos del siglo xix, combatió severamente a los in­
dios; se ven sus botas, su gran sombrero, sus revólveres. En un
diorama aparece la Spanish trail por donde en el siglo xvn los espa­
ñoles penetraron en Nuevo M éjico y por donde prosiguieron, más
tarde, las caravanas que venían de la costa este. Más tarde fue se­
guida por las diligencias y ahora por los Greyhounds; los trenes no

177
suben hasta aquí. Junto al escritorio de Mrs. G. reconozco a un joven
arquitecto francés, R. C., que había encontrado en San Francisco:
él también viaja en Greyhound y nos ha precedido en dos días. Conocí
aquí a otra francesa, P. B., que viaja en Greyhound de Nueva York
a Los Ángeles. Gracias a este azar, Santa Fe me parece de un acceso
singularmente fácil. Mrs. G. nos invita a todos a su parLy esa misma
tarde, y N. y yo vamos a comer a La Fonda con nuestros dos com pa­
triotas. R. C. me dice que ha sido calurosamente recibido por la gente
de aquí; hay en la ciudad toda una colonia de intelectuales y de ar­
tistas que son atraídos por el clima, el lugar, la vecindad de los indios,
pero que encuentran la vida local un poco monótona y están ávidos
de diversiones.
El hotel La Fonda es el más hermoso de Norteamérica, tal vez
el más hermoso que he visto en mi vida. Alrededor del patio hay
frescas galerías pavimentadas de mosaicos y amuebladas a la espa­
ñola: en el hall un indio vende desde hace años a los turistas turque­
sas falsas y madera petrificada; ese pequeño comerciante tiene un
noble rostro esculpido con profundas arrugas, com o un viejo jefe
de Fenimore Cooper. El comedor es m ejicano; decorados, ropa y co ­
cina adecuada. Y henos aquí cuatro forasteros reunidos por el azar,
que fraternizamos alrededor de una mesa como en las viejas novelas de
aventuras se ve a los viajeros fraternizar en las postas. R. C. visita
a Norteamérica como arquitecto. P. B., como economista, N. y yo
sin punto de vista definido, y confrontamos nuestras impresiones con
una volubilidad muy francesa. Alrededor de nosotros los norteameri­
canos comen, como de costumbre, en silencio y lig ero; nosotros nos
levantamos de la mesa los últimos. Prolongamos O la conversación en
el bar y nos citamos para la noche.
No obstante, N. y yo continuamos explorando la ciudad; es la
única ciudad de Norteamérica que se puede explorar enteramente
caminando. Vemos casas de madera y de adobe que pretenden ser
las más viejas del Nuevo Mundo, y una iglesia que es una de las más
antiguas misiones españolas; es simple y desnuda, como una iglesia
de aldea francesa. Subimos hasta el pequeño museo etnográfico, que
está situado sobre una eminencia, a tres kilómetros de la plaza. Desde
arriba la vista es atractiva. Durante estas últimas semanas, he visto
muchos paisajes; pero este me conmueve. Quisiera vivir aquí. Tiene
la generosa amplitud y la frescura virgen de las montañas y de los

178
desiertos del Far West; y no obstante es ordenado como un paisaje
de España o de Italia. Su inmensidad es armoniosa y medida. Quisiera
volver aquí; cada noche y cada noche lo descubriría y lo amaría más.
A lo lejos una humareda: es en Los Álamos, donde se levanta, en
medio de una ciudad obrera de ochenta mil habitantes, la usina ató­
mica. En esos parajes, en el corazón de estos desiertos, fue experi­
mentada la primera bomba atómica.
El Museo posee una hermosa colección de objetos indígenas y en
particular de vasijas. Pero N. observa con razón que si uno no es
etnógrafo de profesión hay algo de irritante en contemplar esos obje­
tos encantadores que no tienen la belleza distante de las obras de arte,
que han sido hechos para ser poseídos y manoseados con familiaridad
y a los que podemos tocar tanto como a los acantilados del Colorado.
Esas vasijas tan seductoras, tan diversas y semejantes en su variedad,
tan inútiles en su seducción, nos llenan de una especie de fatiga.
¿Sobre qué cosas se toma posesión viajando? ¿Qué llevaremos con
nosotros que hayamos hecho realmente nuestro? ¿Para qué mirar
esos vasos? ¿Para qué mirar nada? Volvemos las espaldas a esas vi­
trinas deprimentes y pedimos ver al director del Museo. Nos recibe
con toda la gentileza del mundo y nos indica sobre un mapa las prin­
cipales aldeas indias que debemos tratar de ver alrededor de Santa Fe.
Nos explica rápidamente la posición de los indios de las reservas.
Roza apenas, como es su deber, el hecho de que los indios fueron
despojados de todas sus tierras fértiles con el pretexto de que no
sabían explotarlas, y de que les dejaron los pedregales sin agua donde
el cultivo es casi imposible. Los indios viven sobre todo del tejido,
que ya no se hace a mano, sino en fábricas. Aparte algunos privi­
legiados, son pobres y su standard de vida es muy bajo. Pero pueden
vegetar casi apaciblemente en los territorios que les son asignados;
no tienen el título de ciudadanos norteamericanos ni los derechos
que ese título implica. No tienen tampoco sino una parte de las car­
gas correspondientes y bajo la protección paternalista de los blancos
gozan de un simulacro de autonomía. Por ejemplo, ejercen la justicia
ellos mismos, según sus leyes, para los delitos menudos; una muerte
o un robo, aun en el interior de las reservas, corresponde a la justicia
norteamericana, pero el caso no se presenta casi nunca, pues son de
costumbres muy mansas. Llevan un poco la vida de animales bien
cuidados en un parque de aclimatación. No obstante, tienen derecho

179
a abandonar eso cerco, de volverse ciudadanos norteamericanos y de
tentar suerte en la vasta Norteamérica. Su presencia no provoca la
hostilidad que suscitan los negros; son descendientes de poblaciones
que jamás han conocido la esclavitud, y sobre todo, ni por su número
ni por sus ambiciones o vitalidad, representan un peligro racial, Pero
a causa de su formación, de su temperamento tal vez, están mal ar­
mados para la lucha por la vida, y cuando se evaden de su condición
es muy raro que lleguen a una situación satisfactoria.
Volvemos en auto, y a falta de otro restaurante que parezca agra­
dable, comemos de nuevo en La Fonda; los músicos tocan con langui­
dez aires vagamente españoles. Descendemos en taxi hacia el Canyon
Road. Es al pie de Santa Fe, una pequeña calle que resume ella sola
a Montparnasse y Greenwich Village. Pintores, músicos, poetas — son
muy frecuentemente todo esto a la vez— habitan allí en casitas de
madera arregladas a lo artista. La de Mrs. G. es minúscula y encan­
tadora. Los indios han permanecido impermeables a la influencia de
los blancos, pero en compensación los blancos que viven aquí están
profundamente penetrados por la influencia indígena. Tienen el gusto
por los colores vivos, por los tejidos a mano, por el tiempo perdido:
el gusto de la cualidad. En tanto que el norteamericano medio no
conoce otra medida de valores que esa medida abstracta que es el
dinero, los estelas de Santa Fe sugieren escalas más sutiles; no se
vive impunemente en la intimidad de esas máscaras, de esos muñe­
cos, de todos esos objetos familiares y mágicos de los que no existe
ningún equivalente monetario. La influencia es sensible, en primer
lugar en el amueblamiento; alfombras, mantas, adornos; cada cual
se esfuerza por apropiarse de las piezas más raras. La adquisición de
los muñecos es particularmente delicada; pertenecen a los niños, y los
indios respetan la infancia. Ninguno de ellos despojaría a su hija de
su juguete favorito. Luego hay que negociar el trueque con los pro­
pios niños. Se les ofrecen bombones, juguetes norteamericanos, dine­
r o ; y hay a quien ninguna tentación puede hacer ceder. La ropa de
los hombres y de las mujeres es también destacable; recuerda un
poco a la de los veraneantes de Saint Tropez. Santa Fe me hace pen­
sar en un Saint Tropez donde los indios desempeñaran, de manera
un poco más misteriosa, el papel de pescadores indígenas, a quienes
los turistas les imitan los pantalones y los capotes. Las mujeres impre­
sionan por su palidez, los hombres por su aire descarnado. A causa

180
de su altitud y de su clima, se envía a esta ciudad a muchos enfermos
pulmonares; pero ciertamente ese aspecto de mala salud es también
buscado. Ningún maquillaje disfraza las mejillas blancas, porque
los rostros de fantasmas están de moda, y es por moda que los hom­
bres se dejan crecen la barba y el bigote indisciplinado.
Nuestros amigos franceses han venido también, y nos asaltan
a preguntas. Nos piden novedades de París y nos hablan mucho
de Henri Miller, cuyo proceso apasiona a sus admiradores. Santa Fe
no está muy lejos de la costa oeste y pertenece a la zona de influencia
de Miller, que aparece aquí como el primer escritor de Norteamérica.
Bajo su instigación se está a punto de hacer circular una petición
cuyo fin es liberar a Céline de la prisión de Dinamarca donde está
encerrado. Me hablan de una defensa que Céline ha compuesto en su
propio favor y donde pretende que Guignol’ s band ha sido escrita
por los alemanes, para arruinarlo. Tratamos de informarles un poco
sobre Céline, pero nos esforzamos en vano: los norteamericanos tie­
nen tanta desconfianza ante lo que los franceses cuentan de la resis­
tencia, de la colaboración, de la ocupación, de los campos, que la
petición por Céline continuará seguramente corriendo.
Antes de separarnos nos ponen en la mano un montón de poe­
mas, artículos, folletos, catálogos de exposiciones, revistas, destinados
a informarnos sobre la producción literaria de Canyon Road. Y nos
invitan a otro party para mañana.

21 de marzo

Otro golpe de suerte. Nos habíamos preguntado si podríamos


alquilar un auto para hacer la gira por las aldeas indígenas. Telefo­
neamos a las ocho al garaje vecino: podemos partir inmediatamente,
un auto está a nuestra disposición por todo el día. El precio es de
diez dólares hasta los cien kilómetros, y quince céntimos por cada milla
suplementaria.
N. toma el volante y abandonamos a Santa Fe por la ruta de Río
Grande, para subir a Taos, donde vivió D. H. Lawrence, cerca del
más hermoso pueblo de la región. La ruta sube y desciende majestuo­
samente a través de montañas en suave pendiente. El paisaje tiene la
grandeza y la belleza del que nos ha emocionado ayer. Comprendo que

181
sobre la placa donde está inscripto el nombre del estado al cual per­
tenecen los autos, en lugar de una palabra demasiado seca: C alifor­
nia, Nevada, se lea aquí el slogan orgulloso: “ Nuevo M éjico, tierra
de ensueño” . En carteles amarillos y rojos, los colores de la vieja
monarquía española, el antiguo trail convertido en una calzada mag­
nífica. nos cuenta su historia: por aquí entraron los conquista­
dores; aquí los indios atacaron una caravana; aquí Carson libró una
batalla; aquí fue matado un célebre outlaw. Esta inscripción nos de­
signa un pueblo situado a una milla de la ruta. Tom am os un camino
transversal. Es el primer pueblo indígena que visitamos: nos encanta
sin asombrarnos, por el contrario. Las casitas de tierra batida, los gra­
neros, las pilas de paja y de heno, los cercados donde las bestias pa­
tean detrás de barras de madera, todo esto está más cerca de una
aldea francesa que de Lone Pine u O jai. Lo que encontramos aquí es
esa civilización rural vieja, de muchos miles de años, que se perpe­
tuó tanto en los campos de Europa com o en estos territorios privile­
giados donde los norteamericanos no han asesinado el pasado: mien­
tras que las aldeas norteamericanas tienen, a nuestros ojos, el exotis­
mo ingrato de las cosas demasiado nuevas. Retomamos la ruta. Se­
guimos por el río Grande. Al borde del río el viento sacude los ár­
boles frutales en flor. Saliendo del pesado verano ealiforniano. esa
seca y tierna primavera nos parece deliciosa.
Construida en medio de una planicie, al pie de una cadena de
montañas, exactamente en la misma situación que Santa Fe, Taos apa­
rece como una reducción fiel de la pequeña capital: hay también una
plaza con arcadas que abrigan los mercados y los Curious-shops, calle­
juelas retorcidas, casitas de madera y de adobe, jardines floridos de
melocotones y de almendros. A lo lejos hay un idéntico panorama de
llanuras desnudas y de montañas boscosas. El hotel es de tierra ba­
tida y almenado com o La Fonda. El interior está decorado con objetos
indios y mejicanos: del cielo raso cuelgan racimos de piñas de colores
vivos. Es también un rincón donde me gustaría quedarme a vivir.
Tomamos un ligero refrigerio en el bar y partimos hacia el pueblo.
No pensábamos encontrar a tres millas de esa pequeña ciudad encan­
tadora, pero moderna, una verdadera aldea indígena; no obstante,
el pueblo de Taos es la más característica de todas las reservas. Inme­
diatamente su belleza nos atrae. A los dos costados de un terreno
baldío, en medio del cual corre un arrovo, se levantan dos enormes

182
bloques irregulares, casi lau allos com o largos, donde casas de barro
cocido se superponen imbricadas. Hay también cabañas aisladas al­
rededor de la plaza, pero están aplastadas por las dos ciudades de
paredes cegadas donde se levantan terrazas de adobe. El color dom i­
nante es un amarillo opaco, pero las telas rojas y violetas que se
orean sobre los lechos chatos, avivan el fondo ocre. Dejam os el auto
a la entrada de la aldea y leemos la inscripción: “ Está prohibido a los
blancos pasearse por este reducto después de las cinco de la tarde” .
Hay que pagar un dólar si se quiere estacionar el coche en el lugar
\ no se pueden tomar fotografías sino con la autorización del gober­
nador. ante quien es preciso presentarse al llegar. Las flechas indican
el camino que conduce a su residencia. Las seguimos. En la plaza,
cerca del río, encontramos un gran indio cubierto por un trozo de
tejido esponjoso rojo y vivo y que declara: Y o reemplazo al gober­
nador. Está parlamentando con un grupo de turistas que estacionan
su automóvil. Nos pregunta dónde está el nuestro, parece descontento
de que lo hayamos dejado afuera: es imprudente, afirma. No le im pe­
diremos ganar su medio dólar; ya está bastante desilusionado de
que no tengamos aparato fotográfico. Los otros turistas tienen el suyo
y han pagado un im puesto; el gobernador los guía hasta los puntos
de vistas más interesantes.
Nos alejamos del grupo, atravesamos un pequeño muro de pie­
dra: las casitas de adobe parecen granjas francesas: hay aquí haces
de heno, gavillas de paja, vacas tranquilas. Los niños, de cabellos
negros y lisos que juegan en los caminos, tienen aire feliz, com o ani­
males prósperos y libres. Nos cruzamos con una banda de escolares
de diez a doce años vestidos a la norteamericana; muchachos y chi­
ras hermosos de ojos alegres y vivos. Quisiéramos saber si se acom o­
dan al destino que les está reservado en este pueblo, artificialmente
separado del mundo, y aislado por la civilización moderna. En las
escuelas les enseñan sus tradiciones y los bellos y viejos oficios in­
dios: el dibujo, la alfarería, el tejido; pero también los inician en la
lengua y en la vida del gran país que los abriga. Es difícil adivinar
qué es lo que pasa detrás de esas jóvenes frentes morenas. Nos senta­
mos en el borde de un pozo, de donde emergen dos grandes pértigas:
unas mujeres agitan los brazos en nuestra dirección y sacuden la
cabeza con censura. Una de ellas se acerca: “ Váyanse. El goberna­
dor las va a echar” . Nos levantamos y advertimos que ese pozo es

183
una jivá, lugar sagrado, donde ningún europeo, aunque sea el me­
jo r amigo de los indios, tiene derecho a descender. Nos alejamos de
prisa, y en ese momento aparece el gobernador, con su capa flotante
de esponja: hemos trasgredido el límite asignado a los blancos. Nos
lleva hacia la pequeña pared de piedra donde vemos sentado un
grueso indio de trenzas que se esmera con una acuarela. Nos inter­
pela: “ ¿N o tienen miedo de andar solas? ¡Las mujeres indias ten­
drían m ied o!” Le preguntamos: “ ¿D e q u é ?” R íe; ellas tendrían
miedo. Nos lleva a su casa, que es fresca y clara y nos muestra cua­
dros donde las tradiciones del arte indígena están cuidadosamente
olvidadas. Nos vamos sin comprar nada y atravesamos el río. Esca­
lamos una calle retorcida; un hombre, desde lo alto de una terraza,
nos hace señas de que retrocedamos. De nuevo acude el gobernador,
sin aliento: “ Por aquí también está prohibido pasearse” . Parece que
sólo la gran plaza baldía está autorizada. Me han dicho que en mu­
chas aldeas, los indios se rodean de prohibiciones para guardar el
misterio y la atracción, que es su principal recurso económ ico; viven
en gran parte del dinero que sacan a los turistas. Pero tal vez también
respetan sinceramente ciertos tabúes; aquellos que más los practican
dicen que nadie puede jactarse de conocerlos. Argucia comercial o
prejuicio religioso, todas esas prohibiciones nos aburren. Visitamos
por cortesía una casa donde se venden vasijas, collares de granos co­
loreados, pinturas afligentes: compramos algunas tarjetas postales
y partimos. Habría que volver siendo invisibles, pasadas las cinco,
cuando el pueblo retorna a su soledad y la vida es simple y cotidiana
como en una aldea de Francia. Pero su acogida, aunque comercial
y huraña a la vez, no puede disminuir su belleza.
En el camino de regreso hacemos un rodeo para ver San Ilde­
fonso. La arquitectura es más simple; son casas con techos chatos
agrupadas alrededor de dos plazas. En cada pueblo hay dos plazas,
la una mira al oriente, la otra al occidente. El centro está ocupado
por una jivá. Lo que nos sorprende aquí es que, sin que podamos
comprender la razón, todas las puertas de las casas están cerradas
y no se ve ni un alma afuera. Se diría una aldea azotada por la peste
o por una secreta maldición.
A la vuelta vamos a tomar el té, o más exactamente a beber
whisky con soda a un atelier de Canyon Road. Nos anuncian con
gran misterio que habrá, sin duda, bailes el próximo domingo en un

184
pueblo de los alrededores; no se sabe aún en cuál ni la hora. Los indí­
genas son muy secretos, porque no les gusta que los blancos vayan
a sus ceremonias. Pero los iniciados se las arreglan para informarse.
Casi toda la gente de Canyon Road se ocupa, de cerca o de lejos, de
arqueología, etnografía, antropología; o están afiliados a una especie
de Sociedad para la Protección del Indígena. Ni uno faltará a los bai­
les y nos exhortan a que permanezcamos aquí hasta el lunes, para
verlo. Se abordan un montón de temas, pero observo que nunca se
discute de política. Esperamos encontrarnos en La Fonda entre fran­
ceses para comentar las novedades del día; el gobierno ha exigido
el fin de la huelga de los mineros para el 31 de marzo y Lewis ha
aceptado este ultimátum. Se ha identificado como comunistas a cua­
tro de los dirigentes de la huelga Allis, una huelga que se desen­
cadenó en las fábricas de automóviles. Me pregunto si los estetas de
Santa Fe miran alguna vez las humaredas que ascienden de Los
Álamos,

22 de marzo

Los obreros reclaman que el tiempo, frecuentemente bastante


largo, que transcurre entre la llegada a la fábrica y la entrada en el
taller, les sea contado como tiempo de trabajo. El Senado vota contra
esta proposición. No obstante, Truman decide una depuración de los
empleados del gobierno: si son “ desleales” , es decir, esencialmente,
si tienen simpatías por los comunistas, serán despedidos. Se comienzan
a confeccionar listas negras. Por supuesto, los funcionarios echados
de ese modo pueden buscar trabajo en otra parte; que lo encuentren
es mucho más dudoso.
R. C. ha partido esta mañana para Nueva York. Por la tarde
vamos P. B., N. y yo a dar un paseo en coche. La ruta bordea la pla­
nicie donde se levanta Santa Fe. Más allá de las zarzas y de los pe­
queños abetos, el desierto es infinito como un mar. Al cabo de setenta
kilómetros atravesamos un pueblo de estilo norteamericano cuya po­
blación es española, y bien pronto uno de esos carteles rojos y ama­
rillos que nos son ahora familiares nos indica el camino de un viejo
pueblo abandonado. Se levanta en la cima de una colina herbosa,
que domina un vasto horizonte bordeado de montañas boscosas, de
lentas curvas. Son restos de casas de adobe que bordean una gran

185
ruina rojiza; tal vez una fortaleza, o un bloque de casa análogas a la>
de Taos, o aun una iglesia levantada por los españoles. Tiene plan­
tada una cruz en la punta de la colina. Fortaleza o iglesia, lo que es
conmovedor es la afirmación de una presencia humana en el corazón
de esas montañas solitarias. Desiertas pero armoniosas, parecen, aun
en su desamparo, hechas para acoger al hombre, com o esos sitios
donde se instalaban los viejos cartujos y cuyo salvajismo hablaba al
alma. Es un lugar que hace soñar en el misterio del matrimonio que
liga nuestra especie con este planeta. Se piensa también en esos hom ­
bres que levantaron la cruz sobre las ruinas de ciudades destruidas por
ellos. ¿C óm o juzgar esos prodigiosos y atroces desatinos? No se puede
juzgar un acto sino tomando activamente partido por él o en su con ­
tra, y este pasado está consumado. No se puede ligarlo al presente por
un lamento o por un orgullo: es ese silencio en mi corazón lo que me
da una impresión de malestar cuando miro las murallas de tierra roja
v la cruz.
A la vuelta nos detenemos en el campo de batalla de la Glorietla.
Es un sitio destacable por las diferentes capas de recuerdos que se
superponen. A la izquierda de la ruta un cartel indica: “ V iejo pozo
indio” . Una barricada cuidadosamente hecha con un enrejado de
hierro, plantas trepadoras y tela grisácea la envuelven en el misterio
de las barracas foráneas. Al precio de medio dólar por cabeza, el
guardián nos abre la puerta y bebemos un vaso de agua varias veces
milenaria: ese pozo es el más viejo de toda Norteamérica, está hecho
con grandes piedras superpuestas y es muy profundo. Frente al pie
de un espolón rocoso que domina el desfiladero donde serpentea la
ruta, hay una barraca de madera: fue, en primer lugar, un fuerte
donde los españoles se atrincheraban contra los indios. Nos imagina­
mos fácilmente a los acechadores ocultos entre los rocas y vigilando
las gargantas estrechas. Más tarde fue aquí donde se libró la gran
batalla de la Glorietta en la guerra de Secesión, donde Nuevo M éjico
y Texas se enfrentaron y se quebró el impulso de los sudistas. A pe­
sar de que Nuevo M éjico es el estado más meridional de U. S. A..
no tenía plantaciones, ni esclavos, y sus intereses, como los de Cali­
fornia, estaban ligados a los yanquis. Los téjanos que intentaban
abrirse paso hacia el norte fueron vencidos al precio de una terrible
hecatombe: doscientos o trescientos muertos en cada campo. Los
cuerpos quedaron muchos días sin sepultura y los enterraron sin

186
identificarlos: se ignora dónde están sus tumbas. El anciano balbu­
ciente que nos sirve de guía afirma que esa batalla arrancó la victoria
a los rebeldes. Él nos precede en un sendero rocalloso que trepa a la
cima del espolón. Otro lugar de cine o de revista ilustrada: he visto
en imágenes anteriormente una bandera plantada entre esos bloques
de piedra y hombres de uniforme azul cayendo heroicamente sobre
ese suelo. En un arbusto, en lo alto de la prominencia, hay una d o­
cena de campanillas invisibles que el viento hace tintinear. ¿Q ué sig­
nifican? Nos perdemos en hipótesis y finalmente terminamos por in­
terrogar al guardián.
— Y o las colgué — dice.
— ¿Para qué?
— Para que suenen.
Descendemos. Al pie de la colina hay viejos cañones, balas, carros
en ruinas, trozos de diligencias, ruedas, planchas, hierro viejo. En la
barraca donde entramos encontramos toda la ostentación de los baza­
res del Far W est: una enorme boa disecada enroscada en las vigas
del cielo raso; pieles de bestias, animales embalsamados, cráneos, es­
queletos, fetos; y también cinturones de cuero, bancos, riendas, cas­
cabeles, revólveres, fusiles, viejos sacos postales y los restos de una
diligencia desvalijada por los bandidos. Aquí es donde dicen que
vivió el Robin H ood de Nuevo M éjico, Billy the Kid, el más célebre
de los outlaws. Nacido en Nueva York en 1850, mató a los doce años,
en Nuevo M éjico, a un hombre que había insultado a su madre. Pasó
a Arizona, de ahí a M éjico, a Texas, tomó parte en la guerra de Lin­
coln County en la fracción Murphy. fue hecho prisionero, escapó a sus
carceleros en una evasión sensacional, y cuando visitaba de noche a
su amada, en Fort Sumer, fue muerto por el sheriff Pat Garett. La
leyenda ha hecho de él un héroe que mató en veintiún años a vein­
tiún hombres, que distribuyó a los pobres las tierras de los ricos,
que reparó injusticias y que, puesta su cabeza a precio, bailó alegre­
mente en Gallisteo Street, en Santa Fe. Lo consideran uno de los
más famosos desesperados del sudoeste. Las paredes están cubiertas
con sus fotografías, con recortes de diarios que cuentan sus crímenes,
con afiches que prometen recompensas a quien lo prenda vivo o
muerto. El guardián nos muestra sus pistolas, sus puñales, sus botas.
En un baratillo vertiginoso han reunido aquí todos los accesorios de
un Western de la gran época. Al cabo de una hora todavía ni hemos da­

187
do la vuelta. Y en tanto que seguimos la legendaria Spanish trail que
nos lleva a Santa Fe, indios y españoles, rebeldes y confederados,
malos y sheriífs bailan zarabandas enloquecidas en nuestras cabezas.
Cenamos en casa de la señora 0 ., (pie me regala a boca de jarro
un hermoso libro sobre Sania Fe, un brazalete de plata vieja y tur­
quesas auténticas, de las que no se encuentran en los bazares: uno
de esos golpes de generosidad norteamericana que me dejan aver­
gonzada. Atravesamos un terreno baldío y llegamos a una pequeña
villa iluminada; la pintora W ., que es también poetisa y escritora, da
un party. No hay más que dos pequeñas habitaciones en el departa­
mento: el atelier sirve de vestuario y en el estudio exiguo ya están
instaladas una decena de personas; el olor de la pintura al óleo se
mezcla con el del tabaco y el whisky. Desde las diez a las dos de la
mañana la puerta de la casa se abre cada dos minutos para dejar
entrar a nuevos invitados; se diría un gag cóm ico. Pienso en esa
minúscula cabina donde se apretaba toda una multitud en Una noche
en la Ópera, de los hermanos Marx. Los hombres se esfuerzan por
resucitar el viejo Dom e de preguerra; llevan barba, camisas de colo­
res vivos, alpargatas, grandes pañuelos de seda. Las mujeres parecen
escapadas de los cuentos fúnebres de Edgar Poe, un polvo color de
tiza acentúa su palidez, sus cabellos caen sobre sus espaldas fo r­
mando capas plañideras, sus ojos están exorbitados. Son esposas di­
funtas que al amanecer volverán a sus tumbas. N o obstante sus ves­
tidos tienen un estallido de Carnaval; frecuentemente mal cortados,
están hechos con tejidos maravillosos que vienen de las reservas in­
dígenas, de Guatemala o de M éjico. Están adornadas con joyas sal­
vajes y espléndidas: pesadas placas de plata, brazaletes erizados de
puntas, jade, turquesas, cuero trabajado. Una de las mujeres está vi­
siblemente encinta bajo un vestido m ejicano verde y r o jo ; otra es
gibosa y medio enana. Hay también un joven paralítico de rostro
desdichado, en un carrito que arrastra un viejo negro desdentado.
Como no hay aquí prejuicios de raza ni de clase, se invita al domés­
tico negro a sentarse entre nosotros; este parece aburrirse mucho.
Whisky. Vodka. Un pintor ejecuta en violín aires gitanos mien­
tras un joven poeta toca sobre su guitarra canciones de cow boys.
El guitarrista lleva bien su borrachera pero el violinista oscila cada
vez más peligrosamente a medida que la noche avanza y las notas
agudas se vuelven totalmente discordantes. De vez en cuando se lleva

188
al vestuario que sirve también de enfermería un cuerpo caído: es
siempre un cuerpo masculino. Las mujeres ríen histéricamente pero
se mantienen de pie. El violinista deja su violín y el guitarrista que
toca muy plácidamente ataca un aire de jazz. El viejo negro desden­
tado se despierta bruscamente; se ilumina, canta acompañándose con
los pies, batiendo palmas para indicar el ritmo. ¡Más ligero! ¡Más
ligero! El blanco no toca suficientemente hot y el negro lo toma del
brazo y revolea los ojos suplicando: “ ¡Más rápido!” El guitarrista
se desprende con un poco de impaciencia, el negro mira a su alre­
dedor, pero los rostros no son muy amistosos; está haciendo demasia­
do ruido, se da demasiada importancia. El negro ¡se va a sentar otra
vez en su rincón; de pronto se siente completamente solo. La gente
comienza a partir. Las botellas están vacías, el alba va a aparecer.
La música se detiene. Se llevan a los borrachos y cada cual se va a
dormir.

23 de marzo

Por la mañana nos telefonean: tienen informes seguros, hay


bailes esta tarde en San Ildefonso. Nos vendrán a buscar en auto.
Recorremos entre tanto Santa Fe, cuyas tiendas tienen echado el ce­
rrojo; no hay un bar abierto, ni un restaurante, ni aun en los hote­
les. Es domingo y el clero católico, que es rey en esta ciudad española,
es más riguroso que el de las iglesias protestantes. Encontramos con
dificultad un drug-store donde podemos comer.
Las ancianas que nos llevan en coche no son del género “ Canyon
Road” ; se parecen a las moms clásicas. Forman parte de la Sociedad
protectora de los indios (este no es el nombre exacto de la asociación
pero sí su sentido) y hablan con el mismo tono enternecido de los
buenos salvajes y del pobre Pétain. La aldea a la que nos conducen
es la de San Ildefonso, que estaba tan desierta dos días atrás; hoy
la plaza hormiguea de gente. No hay turistas extranjeros pero en
compensación todo Canyon Road está reunido. Hay muchas mujeres
con ropa de hombre que afectan aires viriles; pero las que no re­
niegan de su sexo llevan slacks, sandalias, zapatos chatos. Los hom­
bres llevan camisa de cuadros, muy abiertas, pantalones de color
vivo, rojo o azul. Uno se mandó hacer un traje con tela de paracaídas

189
con camuflaje amarillo y verde: parece disfrazado de árbol. Los niños
también parecen estar disfrazados, no se sabe bien de qué. Los artis­
tas han traído sus cartones de dibujo y toman croquis. Otros tienen
aparatos fotográficos y el gobernador indio hace una colecta fruc­
tuosa: es el único que está vestido sin fantasía, con un clásico traje
norteamericano. No es el jefe religioso de la aldea sino sólo su ad­
ministrador; nos muestra su casa donde vende terracotas y tarjetas
postales.
Vemos otros interiores, provistos de todo el confort norteame­
ricano; los ateliers de Canyon Road son más exóticos. Entre las
figuritas modernas hay un joven indio que sonríe en una fotografía:
lleva un uniforme de G. I., con el que com batió contra los japoneses
durante la guerra. Se reinician los bailes, que comenzaron por la
mañana. A decir verdad no hay sino un solo baile que se repite a
lo largo de toda la jorn ada; está destinado a los poderes de la fecun­
didad. Llama a la lluvia, a las hermosas cosechas. Está ejecutado por
mujeres que prefirieron vestirse con ropas masculinas; pero yo no
atribuiría ningún sexo a esa ropa. Los brazos, los pies, el cuello y
el rostro están pintados de blanco. Las mejillas embadurnadas de
rojo, el cuerpo apretado en una chaqueta y un pantalón de cuero re­
cubierto por ramas de helécho. Lhia larga cola de zorro golpea las
piernas de los bailarines. Nadie es capaz de explicarme el simbolismo
de los diferentes accesorios. Hay dieciséis mujeres, dispuestas en fila
india y por orden de edad desde la más joven, que tiene tres o cuatro
años, hasta la decana, que cuenta sesenta; la fila vuelve a descender
en forma de meseta hasta una chica minúscula. Sin cambiar de lugar,
golpean el suelo con los pies, todas juntas, y cantan un refrán que
vuelven a empezar sin una pausa no bien han terminado. El ritmo es
monótono pero precipitado y ese ejercicio parece agotador. Cuando
llegan al final describen un ángulo de noventa grados y vuelven a
comenzar: de ese modo bailan cuatro veces en cada rincón de la
plaza, para honrar a los cuatro puntos cardinales. Pero entre una y
otra serie entran a descansar en una de las casas. Se afanan con un
ardor que prueba que una fe profunda las anima; si no, se caerían
de fatiga.
Los indios las contemplan con aprobación y las alientan con la
palabra y el gesto. En particular el decano de la aldea se parece
a los ángeles; es un viejo de mono azul que lleva un amplio som-

190
forero de paja y se parecería a un pescador marsellés a no ser
por sus dos trenzas. De acuerdo a su edad y a su rango debería
ser el gran sacerdote de la tribu, pero se le rehúsa ese título porque
se emborracha con demasiado empecinamiento. Su ojos están enro­
jecidos por el alcohol en tanto que lanza a las bailarinas bromas que
desencadenan las risas.
Volvemos por una pista pedregosa que bordea un río seco; la
ruta da vuelta alrededor de una gran roca chata, una Mesa que
domina desde lo alto la planicie y donde muchas veces al año los indios
se reúnen para realizar sacrificios y ceremonias secretas: es un lugar
¿agrado. Atravesamos Santa Clara. Desde lejos los habitantes han
advertido la polvareda levantada por nuestro auto y cuando llega­
mos a la plaza hay media docena de mujeres agachadas desatando los
paquetes donde tienen sus mercaderías. Instalan fra'zadas, potiches,
animales de terracota. Les compramos algunos objetos. Durante el
regreso, las ancianas nos afirman que a pesar de la inscripción vista
en un bar de Albuquerque: “ Prohibido a los indios” , no hay dis­
criminación racial. Supongo que prácticamente ella se hace por sí
misma. Los blancos no penetran sino por curiosidad en los parques
de aclimatación de donde los indios no salen sino para breves ex­
cursiones comerciales en las aldeas vecinas. Como no representan
ninguna fuerza social, se puede permitir respetar en ellos a los des­
cendientes de una raza vencida pero que fue grande y que no sufrió
jamás la esclavitud. De ese modo, es verdad que los indios son vistos
con ojos benignos y que tener sangre india en las venas no es una
tara, pero es verdad también que de esa benevolencia y de esa to­
lerancia no sacan ningún beneficio concreto.

24 de marzo

Todos los desiertos que hemos atravesado después de Los Ángeles


son verdes Normandías al lado del que atravesamos hoy, desde las
8 de la mañana hasta la noche. Durante doce horas la ruta sigue
una línea rígida que no se rompe ni se encorva, que huye infinita­
mente al corazón de una planicie pedregosa; el único accidente es,'
de tanto en tanto, un cacto de puntas aceradas, grande como una
palmera. El ómnibus está casi vacío; aun los puestos de nafta par-

191
ticipan de la monotonía del paisaje. Conocemos de memoria todas
las canciones de los Juke-boxes y los animales embalsamados ya no
nos entretienen. Leemos. Pero cuando cae la noche la lectura se vuel­
ve imposible, los coches no están iluminados en su interior. Con ali­
vio percibimos las luces de Pecos. Hay pasajeros que ya están ins­
talados para la noche, la cabeza aplastada sobre la alm ohada; no
nos gustaría estar en su lugar.
Aun después de haber visto el Far West, nos parece, cuando
bajamos en Pecos, que nuestro tranquilo Greyhound es, en verdad,
una máquina de explorar el tiempo: henos aquí de vuelta cien años
atrás. Es el pueblo de los viejos W esterns; en medio del desierto, cerca
de la frontera mejicana, dos calles bordeadas de barracas de made­
ra se cruzan en ángulo recto. Entramos en un lunch room ; sentados
al mostrador y alrededor de mesas, nada más que hombres, cowboys
con rostros bronceados protegidos por grandes sombreros claros; lle­
van lujosos pantalones de cuero y botas de cuero incrustado de dibujos
verdes o rojos. Todos son jóvenes, viriles y hermosos, com o Tom Mix.
Una vez más nos creemos en el cine, mientras comemos jamón con
ananá.
La gran atracción de Pecos es la casa del juez R oy Bean “ Law
West o f the Pecos” . Es el más célebre de los jueces que se especiali­
zaron en delitos pasibles de multa y que tiranizaban a sus conciu­
dadanos. Después de una movida carrera de aventurero, siguió com o
propietario de bar la construcción del South Pacific Railway. Se
instaló en Langtry, lugar donde en 1883 los dos troncos de la línea se
encontraron, y fue encargado de hacer observar la ley a los ocho mil
trabajadores de la línea. A continuación se instaló en Pecos donde
se transformó en una figura legendaria. Durante veinte años fue a
la vez juez, jurado, ejecutor. Conocía un solo libro de leyes, el de los
Revised Statutes o f Texas for 1876 y lo acomodaba a su manera.
Había inventado ingeniosos castigos. Poseía un oso llamado Bruno;
cuando apresaba a un borracho, ataba, a veces por todo un día, al
delincuente y al oso a la misma cadena. Pero comúnmente infligía
multas y manejaba el revólver de tal modo que sus decisiones siempre
eran respetadas. Se cuenta que un día encontró sobre un camino
un cadáver con la billetera bien llena; el muerto llevaba también
un revólver. Roy lo condenó por portación de armas prohibidas y se
qrnso la billetera en el bolsillo. Murió con todas las honras en 1903,

192
después do veinte años de ejercicio. No había dejado de ser pro­
pietario de bar y era en sn saloon donde se hacía justicia. He visto
frecuentemente en carteles la imagen popular: Hoy Lean sentado en
un tonel en el porche de su casa. Hoy veo la propia casa con su
porche y su tonel: esa barraca de madera es un monumento histó­
rico. En el interior están los escritorios del juez que oficia ahora en
Pecos y una gran habitación vacía que es una suerte de museo; las
paredes tapizadas de revólveres que pertenecieron a Roy, y los re­
cortes de periódicos que le fueron consagrados. Los papeles están
amarillos, las armas oxidadas. Pero en lugares perdidos de Nuevo
Méjico y de Texas hay más de un sheriff que prolonga la tradición
de Roy Bean y que impone a sus conciudadanos su ley y su terror.

25 de marzo

Doce horas de ómnibus a través de desiertos y de cactos. Pare­


cería que Norteamérica no es sino un inmenso desierto donde se
han esparcido algunos puñados de casas prefabricadas y volcado un
carro con latas de conserva. Entramos en Texas donde los cactos son
idénticos a.los de Nuevo M éjico. Se hace noche cuando penetramos
en los suburbios de San Antonio; se extienden durante millas y
millas y no acabamos de llegar. Los negocios de bebidas alcohólicas
brillan en la noche; son tan numerosos que nos asombramos. ¿Se
bebe en Texas más que en otros estados?
En medio del desierto la State Line era invisible. Pero cuando
descendemos del ómnibus, comprendemos que hemos cruzado una
frontera. Sobre las puertas de los rest-room¿ se lee de un lado
“ White ladies” , “ White gentlemen” , y del otro “ Coloured women” ,
“ Coloured men” . No hay más que blancos en el gran hall que sirve
de sala de espera: los negros están en un.pequeño reducto. Al lado del
restaurante espacioso reservado a los blancos el minúsculo lunch
room para coloured people no puede recibir sino cuatro clientes por
vez. Es la primera vez que vemos con nuestros propios ojos esa se­
gregación de la que tanto habíamos oído hablar; y de la que tanto
nos habían prevenido. Algo cae sobre nuestras espaldas que ya no nos
abandonará a través de todo el sur: es nuestra piel que se ha vuelto
pesada y sofocante y cuyo color nos quema.

193
26 de marzo

Separada de M éjico por una guerra, Texas co n o ció nueve años


de independencia antes de entrar en la confederación de U .S.A . Con­
servo de ese pasado un vivo sentimiento de su autonom ía: los téja­
nos están orgullosos de ser téjanos. Tienen la reputación de ser los
más grandes jactanciosos de N orteam érica y hasta de eso se jactan.
Han reunido en su vasto territorio todas las capitales del m u n do:
París, Londres, M adrid, T oledo, San Petesburgo, M o s c ú . . . , y algu­
nas hasta se encuentran repetidas.
En sus malezas pulula una especie de con ejo gigante de piel
espesa que llaman ja ck-ra b b it: han hecho de él su emblema. En
todos los negocios de San A n ton io, se ven los jack-rabbits de felpa,
grandes com o becerros, que sirven de reclame.
San A ntonio es una ciudad antigua muy próxim a a la frontera
m ejican a: es viviente y m oderna a la manera norteamericana, tiene
grandes negocios, rascacielos, pero también los alegres colores de
M éjico, y está habitada por los recuerdos de la vieja España. Su
corazón, es la encantadora plaza de Á lam o: en un jardín florido de
rosas nuevas se levanta una vieja biblioteca y una vieja capilla es­
pañola que han transform ado en M useo. Piedras antiguas rodeadas
de flores: algo que todavía no me había ofrecid o Norteamérica. En
la capilla abovedada, se han reunido las gloriosas reliquias de la
independencia tejana: cañones, revólveres, retratos de héroes de la
Independencia, un facsím il de la Constitución.
En esa vieja m isión española, que com prendía entonces una
capilla, un claustro, un convento defendido por muros sólidos, ciento
ochenta téjanos resistieron durante trece días a los cuatro mil me­
jican os com andados por el general Antonio López de Santa Ana.
Cuando la posición fue tomada, no quedaban sino cinco sobrevi­
vientes y el general los hizo matar. Pero el general Sam Houston los
vengó en San Jacinto. A l grito de “ ¡Recuerden Á la m o!” , los téjanos
lograron la victoria, hicieron prisionero a Santa Ana y constituyeron
una República de la que Houston fue nom brado presidente. Su ban­
dera llevaba una estrella para señalar su deseo de estar unidos a
U .S.A ., lo que obtuvieron en 1845.
Un pequeño río serpentea a través de la ciudad y la rodea

194
con sus meandros. Sus muelles son verdes jardines. Están unidos por
puentes rústicos bajo los cuales se abrazan los enamorados y a los
cuales se superponen grandes puentes ciudadanos que pasan por so­
bre las calles y su tránsito. Un teatro al aire libre se anexó una curva
del río; una vieja casa construida alrededor de un patio, sirve de
bastidor, de vestuario y de foyer para los actores. Los asientos de
los espectadores se escalonan a sus pies, y el escenario, en semicírculo,
está situado del otro lado del agua. Toda la calle donde se abre ese
teatro está bordeada de viejas casas de madera y de adobe de color
rosa y verde vivo. Un poco más lejos, al fondo de una plaza excén­
trica y abandonada se levanta el viejo palacio del gobernador. Está
defendido por altas murallas de tierra gris donde no se abre ninguna
ventana. Cruzando el umbral de la puerta uno se encuentra transpor­
tado a un interior español del siglo x v i; las habitaciones y los sa­
lones de paredes blancas, de cielos rasos de madera, son ascéticos
como un monasterio. Los muebles son preciosos pero de un estilo
rudo; ninguna ventana da a la calle, sino sobre un gran jardín ro­
deado de altos m uros; hay bancos de piedra bajo los árboles en flor,
un viejo pozo y sobre uno de los lados una campana. El palacio es
de una sobriedad castellana, pero las zarzas violetas y rojas, la lan­
guidez de las plantas trepadoras y de los árboles perfumados evocan
a Andalucía. Norteamérica está muy lejos.
Norteamérica está a la puerta, pero es alegre bajo el cielo azul,
entre las risas de una población de cabellos negros, de tez tostada.
Los curious-shops rompen la monotonía de los drug-stores y de los
dollar-shops. La más asombrosa es esa famosa boutique que se llama
“ La Boutique de los diez mil cuernos” : es una extraordinaria apoteo­
sis de todos los bazares del Far West. Las paredes del negocio, su
cielo raso y el gran hall que lo prolonga son un bosque de cuernos:
ciervos, búfalos, renos, antílopes, gacelas, gamos, cebras salvajes,
toros, bisontes, alces, gamuzas. Todas las especies rumiantes han si­
do despojadas de sus astas; esos trofeos aparecen orgullosos y hu­
millados, como las banderas rotas que cuelgan en el hall de los Invá­
lidos. A la sombra de esas frondosidades están los hermosos objetos
mejicanos que he visto en Los Ángeles, las joyas y las chucherías
indias de Santa Fe, los cinturones y las botas de cuero del Far West.
Un ladrón loco asaltó un Museo y vació su saco en desorden en una
vitrina: piedras y conchas marinas, escorpiones, serpientes, esquele-

195
U\s fetos. Otro desvalijó más cuidadosamente un museo etnográfico:
se puede comprar aquí todo un atavío de cowboy, una vestimenta
india, un disfraz de esquimal o ropas mejicanas. Hay siempre otra
cosa que mirar y la cabeza nos da vueltas. Al fondo se puede beber
en un bar v comer en pequeñas mesas. Pedimos un whisky. La ca­
ntarera nos fulmina con la mirada: “ ¡Estamos en Texas!” , dice con
orgullo.
V Y nos sirve cerveza.
Hemos visto alegres restaurantes mejicanos a la orilla del agua.
Elegimos uno que nos seduce por sus muros blanqueados, su techo
amarillo canario y sus postigos verdes. El interior está alegremente
pintado de amarillo y verde, y el suelo enladrillado de rojo. Hace
fresco como en un bosque, un hermoso día de verano. Somos servi­
das por auténticas mejicanas que, a pesar de nuestros ruegos, nos
traen bifes de betún; los rocían con salsas violentas, que no consi­
guen ablandarlos.
V.

Los taxis son un lujo costoso en California: aquí su tarifa es


irrisoria. Alquilamos uno por algunas horas. El chofer nos hace
atravesar barrios residenciales, muchas de cuyas residencias son muy
viejas, con paredes de madera de colores polvorientos y húmedos,
pero la arquitectura es lujuriante. Me gustan las columnatas, las ga­
lerías románticas, los pórticos donde están dispuestos sillones de vai­
vén. y especies de balancines munidos de un respaldo y guarnecidos
con confortables almohadones: uno imagina aquí existencias indo­
lentes. egoístas y civilizadas. Aquí está intacta la casa donde vivió y
escribió O'Henry. Ahora atravesamos un parque, terrenos baldíos.
A os cruzamos con una carreta donde se amontonan bananas doradas;
niños de hermosos ojos negros se empujan para comprarlas. Por al­
gunos centavos se puede llenar una gran bolsa; son pequeñas, blan­
das y deliciosamente perfumadas: no son productos de invernadero,
sino verdaderos frutos que han salido de la tierra.
El taxi se detiene frente a una misión española. Es una iglesia
del siglo xiv construida en un hermoso estilo barroco en medio de
o

un jardín salvaje: más vivamente que frente a la capilla de Álamo,


gusto, después de tantas construcciones de madera, de tierra, de la­
drillos, de adobe, la sorpresa de tocar verdadera piedra y de contem­
plar un edificio que no es solamente pintoresco, sino hermaso. Vamos
hasta otra misión, a algunas millas de allí, que es más atractiva aún.
La iglesia de piedra, de líneas puras, se levanta al borde de una pra-

196
dera de flores que rodean por tres costados anchos edificios apenas
más altos que un hombre y que eran en otra época las celdas de los
misioneros. En el cuarto costado se abre un parque mal rastrillado
y encantador: un sendero desciende a un valle, escala un cerro, cru­
za un pequeño puente; sobre la ribera hay un viejo molino del que
permanecen intactas las paredes de madera y también la rueda, las
muelas y el mecanismo de cabrias y de polcas. En un recodo del sen­
dero un reverberamiento inesperado: por todas partes, flores en des­
orden. En el molino, en la pradera, frente a la iglesia, uno parece
estar bien lejos de Norteamérica. Pero cuando atravesamos la puer­
ta de la iglesia, nos sobresaltamos. Una gran voz nasal resuena bajo
las bóvedas solitarias y comienza a contarnos la historia de la Misión.
Es un sacerdote el que habla; se ha registrado su voz y un sistema
ingenioso hace girar el disco no bien el visitante abre la puerta. Hay
poco que ver en el interior de la capilla y esa voz nos hace huir. Des­
de lejos la oímos aún proseguir en la iglesia desierta su obstinado
relato.
Hay otras dos misiones sobre la ruta que se llama, por esta ra­
zón, “ ruta de las misiones” , pero el chofer decreta que son menos
interesantes. Nos lleva del otro lado de la ciudad a ver un jardín,
que antes de la guerra se llamaría “ japonés” y que ahora se ha trans­
formado en “ chino” . Atravesamos un gran parque, el auto trepa
por una prominencia que comunica con una pasarela de madera con
un pabellón de estilo oriental. Desde lo alto vemos a lo lejos un is­
lote de rascacielos, y a nuestros pies un cuadrado de rocallas, de
minúsculos estanques donde nacen peces rojos, puentes como los
que se ven sobre los biombos de laca, arbustos enanos que parecen
pintados a mano. El conjunto es tan encantador como inesperado y
absurdo. Más lejos, en medio del bosque, un zoológico; las grullas
y los flamencos tienen colores tan preciosos que parecen escapados
de un álbum infantil. Las bestias, gordas y lustrosas, no han sufri­
do la guerra. Desdeñando el museo etnográfico, el museo de histo­
ria natural, vamos a echar una ojeada a la casa de las serpientes.
En medio de un circo que encierra un pequeño muro hay veinte
especies de serpientes enroscadas en sí mismas o reptando indolente­
mente; cadáveres de polluelos y pájaros siembran el cemento. El
guardián que recorre con indiferencia esa zona venenosa afirma que
esas serpientes no ha sido mutiladas, sus colmillos tienen veneno;

197
pero parece que no muerden jamás. Para demostrárnoslo, molesta a
las serpientes de cascabel; estas hacen tintinear con cólera esa es­
pecie de carraca que llevan en la cola, pero esta dem ostración pare­
ce, en efecto, bastarles.
Volvemos a nuestro hotel sobre la plaza del Álam o, y pai timos a
dar una vuelta a pie por los barrios que se extienden por detrás. Sú­
bitamente, sin haberlo premeditado, nos encontram os en el barrio
negro. En m edio de terrenos invadidos por malas hierbas y que co r­
tan senderos agrietados, se levantan casas de madera decrépita. En
dos lugares, cenizas negras, tablones medio consum idos nos hacen
presumir recientes incendios. Las calles están vacías. De tanto en
tanto un negro viejo o una gruesa matrona se balancea sobre uno
de los asientos móviles de la galería. Los niños están reunidos alrede­
dor de un kiosko donde se vende Coca Cola, bananas, bom bones. La
voz de un fonógrafo invisible se expande y se pierde entre las hier­
bas malas, las cenizas, el silencio. Dos o tres negros se cruzan con
nosotras sin aparentar vernos.
En la gran calle com ercial, en el centro de la ciudad, se proyec­
ta La canción del sur de Walt Disney. El público blanco sonríe con
complacencia con la imagen del “ tío Remu” , el viejo negro consagra­
do al alma infantil y juvenil. En verdad, el autor de los cuentos en­
cantadores donde el viejo padre con ejo se debate contra las astucias
del zorro, es un blanco de cabellos rojos. Los dibujos animados in­
sertados en el film e no compensan el aburrimiento y el disgusto que
provoca la insípida historia en tecnicolor; los verdes, los rojos de
los campos idílicos ocultan mal el fon d o de odio, de injusticia y de
miedo sobre el cual se levantan.
Esta noche no com em os en un restaurante m ejicano. Elegi­
mos a la orilla del río una especie de rancho de interior rústico: hay
una orquesta y, sin duda, se baila cuando hay gente; la sala está
casi vacía. D os parejas com en en una mesa vecina y observo que p o ­
nen sobre la mesa una majestuosa botella de w hisky; les traen soda
y en el curso de la com ida vacían la botella con soltura. Comprendo
la arrogancia de la camarera esta mañana: “ ¡Estamos en T ex a s!” ;
esto significa que se debe com prar el whisky en uno de esos negocios
de bebidas alcohólicas, cuya abundancia nos ha chocado al venir
de San Antonio. Además se puede com prar aquí m ism o; solamente

198
está prohibido despacharlo en copas. Todos los clientes llevan sus
botellas y se instalan para comer: “ ¡Estamos en Texas!”
Parece que hace algunos meses, durante toda la noche se veía
una vaca atada a una tranquera: a medianoche la dejaban en la pis­
ta y los cowboys debían atraparla con el lazo. Pero al presente el
lugar no tiene nada de picante. Lo dejamos. Caminamos por las ca­
lles de fiesta, soñamos — como en Albuquerque, donde no lo hemos
encontrado o donde tal vez no exista— con ese lugar privilegiado, in­
terdicto al turista ingenuo, del que los conocedores dicen: “ Aquí
está el verdadero Madrid, esta es la auténtica Italia, es todo el Orien­
te” . Pero esos lugares se distinguen por su ausencia de color local,
por una aparente banalidad; imposible descubrirlos sin guía segu­
ro. ¿Existen en San Antonio? No es seguro que esta ciudad, que
evoca a la vez a Nueva York, Méjico, Santa Fe, Nueva Orleáns, posea
además un alma personal de la que se pueda buscar la clave. En Ur­
do caso no la encontramos. Fracasamos en un night-club sin esplen­
dor, decorado con palmeras y paja trenzada. Dos pequeños negros
de diez a doce años tocan la matraca en gran estilo. Los clientes que
están todos sentados alrededor de sólidas botellas de whisky, les
arrojan monedas a la pista. A medianoche, como en Los Ángeles, to­
dos los bares y los cabarets se cierran, la ciudad se duerme.

27 de marzo

Por la tarde tomamos un ómnibus para Houston. Abandonamos,


al fin, los desiertos, y entramos en el sur, que tantas veces he deseado
conocer. Grandes campos de tierra negra donde en algunos meses
florecerá el algodón coposo, tan duro para las manos que lo recogen.
Bosques frondosos donde veo aparecer ese extraño parásito que cuel­
ga de las ramas de los árboles en blandas estalactitas: el “ musgo es­
pañol” . El suelo duro y puro de los desiertos se ha empapado de agua
y la tierra ahora habla un lenguaje cargado de gérmenes y de fe­
cundidad; plantas y miasmas, cosechas y parásitos. No son ya pie­
dras desnudas sin promesas y sin mentiras; la arcilla y el barro se
han hecho portadores de esperanza, y la desesperación ruge. Esta es
la región de la riqueza y de la miseria, una lujuriante y cruel re­
gión de hombres. De tanto en tanto, en medio de soledades fecun-

199
das, se levanta una cabaña o un grupo de cabañas deterioradas; en
el umbral, tan pronto rostros negros, tan pronto rostros blancos.
Son los blancos pobres del sur. cuya vida miserable han descrip-
to Steinbeck y Caldwell.
Y justamente mientras desfilan ante nuestros ojos, esos luga­
res donde no entraré, leo el fascinante reportaje escrito por un nor­
teamericano que ha vivido algunos meses entre los esclavos del al­
godón. El libro se llama Let us now praise famous men, y su autor,
Algee. Tuvo un gran éxito de crítica pero ningún éxito comercial.
Describe minuciosamente cómo viven, comen, se visten, trabajan los
habitantes de esas casuchas por las que pasamos. Las fotografías que
ilustran la obra nos ayudan a penetrar en ellas: sillas cojas, jergón
bullente de bichos, techos con claraboya, ropa de algodón agujerea­
da. Ningún campesino francés conoce esas condiciones de vida tan
lamentables. Los rostros están demacrados, aun los niños parecen
viejos. Leo, miro sin decidir si es el libro el que está destinado a
aclararme el paisaje, o si esas visiones no son sino ilustraciones
concretas del documento patético que estudio.
Este libro está consagrado a los blancos. Pero la inmensa ma­
yoría de los trabajadores del algodón son negros y el régimen al cual
todos están sometidos es una herencia del régimen de esclavitud. Es
una extraña paradoja — y además a los ojos de la propia Norteamé­
rica, un escándalo— la supervivencia de una economía paternalista
en medio de la sociedad capitalista moderna.
Hay aquí muy poco de pequeña y media propiedad; sobre todo,
hay vastas plantaciones y entre los que la trabajan sólo una décima
parte son arrendatarios que, disponiendo de una renta fija de algo­
dón o de dinero, adquieren el status de un empresario relativamen­
te independiente. El noventa por ciento restante no son sino obre­
ros agrícolas a quienes se les proporcionan instrumentos de trabajo
y a quienes se les paga un salario; lo que hace su situación singular
es que ese salario no es una suma de dinero definida, es una parte
más o menos importante de la recolección del algodón anual. El pro­
pio trabajador dehe, de ese modo, asumir los riesgos que, en un ré­
gimen capitalista normal, corresponde siempre a los propietarios.
Esos riesgos son enormes porque la cosecha no sólo depende de la
lluvia y del viento, sino que el mercado de algodón es el dominio

200
por excelencia de la especulación y los precios sufren de un año a
otro fluctuaciones considerables.
Para colmo, es el propio propietario quien vende la cosecha,
comprendida la parte del arrendatario a quien él declara los bene­
ficios que le place declarar; en todas las circunstancias, esta liber­
tad invita a la mentira, pero más particularmente aquí donde los
hombres de palabra y de honor sienten un placer malicioso engañan­
do a los negros. Ese género de robo no les está prohibido por su
código moral. Si recordamos que un negro del sur no tiene ningún
recurso contra los blancos, veremos que su ganancia depende exclu­
sivamente de la buena voluntad de su amo.
Lo que hace la dependencia aún más estrecha es que, cuando el
trabajador se instala está obligado a pedir prestado al propietario pa­
ra comer y para vestirse durante el año precedente a la primera co­
secha; vive de crédito siendo enorme la tasa de intereses que se le
impone (hasta el 37 % ) . Es entonces cuando el patrón se autoriza
a tomar la cosecha y venderla él mismo. Si no se le reembolsa el di
ñero prestado, tiene derecho a vender los muebles, los animales, todo
lo que posee el arrendatario. Este tiene, en principio, un medio para
desligarse de la deuda: ir a trabajar a otra plantación; pero de co­
mún acuerdo los plantadores rehúsan acoger a estos tránsfugas que
se encuentran ligados al suelo y a un amo casi tan estrechamente
como los esclavos de otros tiempos.
Estas condiciones son cada vez más duras a medida que la si­
tuación agrícola del sur es menos próspera. Hay una terrible super­
población, sobre todo en el Viejo Sur, esa región del Delta que jus­
tamente atravesamos; desde 1860 la población se duplicó sin que
la extensión de las tierras cultivadas haya aumentado. Más de la
mitad de la población rural de los Estados Unidos habita el sur, qu«*
representa solamente el 28 % de las riquezas agrícolas de la región
Por su naturaleza esta hermosa tierra negra es fértil, apta para cul­
tivos variados; pero es un suelo suave y que debe soportar pesadas
lluvias. La concentración del algodón, que no se ha compensado con
ninguna medida defensiva, lo ha agotado.
En los tiempos de la esclavitud, el propio terreno era mirado
como sin valor; el único capital valioso era la bestia humana encar­
gada de explotarlo. Los plantadores no se preocupaban de economi­
zar riquezas. Hoy, la monotonía del cultivo de algodón lleva a la

201
ruina. N o obstante, es casi im posible instalar una econom ía agrícola
más sabia. El cultivo del algodón exige al principio capitales bastan­
te grandes que los propietarios están obligados a pedir prestados por­
que sus beneficios son demasiado débiles para proporcionárselos.
El sur ha vivido siempre del crédito: los préstamos son con
grandes intereses a causa de los riesgos que resultan de las fluctua­
ciones del mercado, y las deudas no pueden jamás ser amortizadas.
Es necesario sin cesar nuevas cosechas para reembolsarlas: de allí
un círculo vicioso, puesto que en su lucha por sobrevivir la región
se empobrece cada vez más. Si se agrega que la producción extranje­
ra ha ocasionado la superproducción y una caída vertiginosa de
los precios, que la política del A .A .A . ha reducido los cultivos, y
que desde 1935 ocasiona una terrible reducción de la mano de obra,
que la mecanización que no ha podido hasta aquí realizarse — las
técnicas son aún muy primitivas, han cambiado apenas desde la
esclavitud— está en vías de cumplirse y disminuirá aún más la ma­
no de obra, se ve que la situación de los negros y de los blancos
pobres que se han infiltrado entre ellos es de lo más trágica. Viven
no sólo en la miseria, sino en la ignorancia, en la pasividad, en la
inseguridad, en la falta de higiene, que son sus consecuencias. Los
niños mueren tan fácilmente com o nacen: los que sobreviven son
muy pronto sometidos al duro trabajo de la cosecha. En ningún país
de Europa los trabajadores agrícolas constituyen tan vasto y misera­
ble con ju n to: no encontramos una réplica sino en sus colonias; aquí
la colonia está en el interior mismo de Estados Unidos, lo que no ha­
ce a la situación más indignante, sino más impresionante, más para-
dojal, y aumenta su com plejidad.
Después de la fertilidad vegetal de los campos de algodón, la
prosperidad mineral: los pozos de petróleo. Se anuncian desde lejos
por el olor. En la gran soledad de los campos desnudos, ese olor de
fábrica y de máquina, ese olor de ciudad, es aquí el olor natural de
la tierra, el olor del suelo, del cielo, del aire, no se puede ni aún so­
ñar separarlo para encontrar detrás una pureza perdida. Es la ver­
dad primera. Los niños en la cuna lo respiran ya en esas casas pre­
fabricadas que se alinean en medio de piedras, b ajo la égida de las
altas torres de hierro. Para muchos hombres que viven aquí, la vi-
-da no ha tenido jamás otro gusto.
Es en el fondo de los pozos de petróleo donde la rica ciudad de

202
Houston tiene sus raíces. Hace veinte años no era sino una aldea;
sobre los terrenos donde se elevan hoy los grandes edificios no se
encontraban sino hierba y piedras. Pero ningún olor malsano se es­
parcía por sus calles. Tenemos habitaciones reservadas en un gran
hotel, que, com o todos los grandes hoteles norteamericanos, engloba
bares, cafeterías, lunch-rooms, restaurantes, dancings. Comemos en
una “ sala roja ” que es la exacta réplica de la “ sala victoriana” de
Chicago, de la “ sala azul” de W ashington: espejos, pinturas, brillo
de cristales. Hay una orquesta, una pista encerada, domésticos ama­
nerados. No obstante el regionalismo mantiene sus derechos: uno
se siente en Texas. Los comensales han puesto botellas de whisky en
medio de sus mesas: hay, al lado de nosotros, un party ruidoso; mu­
jeres congestionadas bajo sombreros floridos, hombres que ríen
fuerte. Todos nos miran con una obstinada fijeza. ¿E s posible que
sean extranjeros? ¿E s posible que no sean téjanos?
Para el turista, Houston de noche es tan lúgubre com o Buffalo.
En el corazón de una inmensa aglomeración, encontramos esa calle
que recorremos en cada ciudad, en cada pueblo donde el Greyhound
hace alto; conocem os de memoria las luces y las vidrieras. Felizmen­
te un cine anuncia sensacionales thrillings. Entramos.
Vemos a Víctor Francen en el papel de un pianista genial pa­
ralizado de una mano, que muere patéticamente al comienzo del fil­
me. Su hijo adoptivo, Peter Lorre, que se dedica a misteriosos tra­
bajos de erudición, se ve amenazado de ser expulsado de la biblio­
teca del castillo por una banda de herederos egoístas. La muerte se
desencadena: una mano misteriosa estrangula a hermanos, sobrinos,
primos y amenaza a la alegre nieta; es la propia mano de Francen
que Peter Lorre ha cortado y encerrado en una caja. La vemos salir
sola de su caja para ir a tocar conciertos en el clavicordio. Al fin
ella ataca al propio Peter Lorre,- justo en el momento en que este
iba a asesinar a la dulce heroína. Él arroja la mano al fuego, pero
ella se retuerce entre las llamas, se escapa y trepa lentamente hasta
la garganta del desdichado. A pesar de la estupidez de la historia,
esta enorme mígala que levanta una colcha y se arrastra sobre una
mesa, es inquietante com o el comienzo de El perro andaluz *.

* Se trata del viejo filme La mano de Orlar. ( N . del T .)

203
28 de marzo

M., que es profesor desde hace veinte años en Norteamérica, me


conduce a la Universidad. Los edificios se levantan en m edio de lu jo­
sos jardines floridos de camelias y de azaleas. Comemos en el club
de la Facultad. Esos clubes están reservados a los hombres, lo que
da a la com ida algo de austero; pero en las universidades, com o por
todas partes, los clubes masculinos rehúsan apasionadamente admi­
tir a las mujeres. Ellas exigen demasiada atención y deferencia; los
hom bres prefieren aburrirse al menos sin obligación.
Después de la com ida M. me lleva en auto. Atravesamos los
grandes parques que bordean la ciudad y que prolongan bosques
salvajes. Los árboles son de una lujuria tropical, las lianas se entre­
lazan y las ramas están veladas por “ musgos españoles” : a su som­
bra holgazanean lentos riachos de aguas suaves que aquí llaman ba-
yous. A la orilla del bosque, están las lujosas casas de los reyes del
petróleo construidas en el estilo de las viejas plantaciones, de made­
ra, con porches y galerías: pero son frescas y lustrosas. Frente a los
porches, grandes negros tranquilos cortan el pasto asoleado. Aza­
leas, camelias, hierba dorada, servidores amanerados: todo es paz,
orden, belleza. Sólo los “ musgos españoles” recuerdan en este uni­
verso lím pido las turbaciones misteriosas de la germinación y de la
prosperidad.
M. es un anciano m alicioso que, cosa rara, juzga a Norteaméri­
ca sin hostilidad de principios y sin complacencia. Se divierte, en
tre otras cosas, con la mezcla de rigorism o y licencia hipócrita que
se encuentra aquí, com o en todo el país. P or ejemplo, está prohibido
introducir alcohol en el R ice Institut. Si uno quiere entrar en el
campus llevando una botella en la mano, no lo dejan pasar, pero bas­
ta tomarse el trabajo de esconderla en una bolsa, y nadie piensa revi­
sarlo. De hecho, estudiantes y profesores beben m ucho; entre estos
últimos, hay algunos a quienes no se ve jamás más que en estado de
ebriedad.
La unión libre está muy mal vista, pero los matrimonios son
de lo más elásticos. Cierto profesor intrigó mucho a sus colegas vol­
viendo en otoño al R ice Institut, en compañía de una joven esposa
absolutamente diferente de la prometida con quien había ido a Mé-

204
jico al comienzo de las vacaciones; había tenido tiempo de casarse,
de divorciarse y de volverse a casar. Precipitó las cosas con la espe­
ranza de que, habiéndose olvidado el rostro de su primera mujer, se
recibiría a la segunda sin problema como la única señora Z. Su pri­
mer matrimonio no había sido sino un matrimonio de ensayo; lo
rompió al cabo de una semana.
Me contó muchas otras anécdotas, probando que los celos y las
rivalidades no son el privilegio de los universitarios franceses. Des­
pués me habló algo de la cuestión racial. La tensión es más gran­
de que nunca, los negros están indignados por no haber sido de
ningún modo recompensados por los servicios que rindieron duran­
te la guerra. Los blancos temen que reclamen ciertos privilegios y
los tratan con mayor arrogancia que antes. Los negros buscan to­
das las ocasiones para vengarse de esas bromas pesadas. Si un blan­
co contrata para una comida a un cocinero negro o un extra, este,
después de dar promesa formal, falla a último mom ento; y sucede
que, como por azar, no se puede encontrar a nadie para reempla­
zarlo. Esa noche todos los cocineros, todos los extras están ocupados.
Los negros manifestaron al salir del ejército sentido de solida­
ridad racial y voluntad de rebelión. M. me cuenta también que el
año pasado, visitando una Universidad negra de los alrededores, fue,
como francés, acogido con una amabilidad muy particular. Pero en
el momento de comer, lo condujeron a una pequeña pieza donde ha­
bían tendido para él una mesa con un cubierto.
— No puede comer con nosotros — dijeron los profesores, excu­
sándose— ; tendríamos graves contratiempos si se supiera que he­
mos permitido sentarse a un blanco a nuestra mesa.
En la mayoría de las ciudades, los restaurantes elegantes, como
los cabarets, están situados en los suburbios. Es muy lejos del cen­
tro donde comemos, en un lugar típicamente “ houstiano” ; un gran
albergue, de madera, de una blancura resplandeciente. El sur es la
única comarca de Norteamérica donde los alimentos no sólo se con­
sumen sino que se cocinan según tradiciones probadas. Hacemos una
comida tradicional y excelente. Me dicen que es lamentable que no
pueda ver en Texas una riña de gallos; están prohibidas, pero ello
les da mayor atracción. Sobre la frontera mejicana, un rudo públi­
co de cowboys se reúne en lugares más o menos secretos para apos­
tar con pasión sobre el presumible ganador del combate. Hay que
i
205
prestar mucha atención, y guardar un rostro impasible y no levan­
tar un dedo, pues el menor pestañeo es interpretado por los book-
makers com o una apuesta, y estas siempre resultan desventajosas.
A falta de gallos, un profesor me llevó después de mi con fe­
rencia a ver una sesión de w restling: si esto no es típicamente tejano
es, al menos, típicamente norteam ericano. Llegam os hacia el final
de la sesión; era un vasto palacio de deportes, lleno de una multitud
delirante. Las mujeres gritaban con voz huraña:
— jM átalo! ¡M átalo!
Sobre el ring, los luchadores se afrontaban con el rostro desbor­
dante de odio bestial, imitando con aplicación la marcha y el rictus
de King-Kong. Se veía inmediatamente que se trataba de un espec­
táculo y no de un verdadero com bate. U no de los luchadores a rrojó
al árbitro sobre las cuerdas; otro precipitó a su adversario sobre el
suelo de la sala. Al final del com bate, el vencido finge furor, aprieta
los dientes, se arroja sobre el vencedor que, súbitamente, huye ate­
rrorizado y se persiguen a través de las gradas, se encuentran y se
baten en tanto que los espectadores gritan histéricamente. Saben se­
guramente que se está representando una com edia, pero se rehúsan a
creerlo. Además, lo hacen por su d in ero; los golpes cam biados son
rudos, la sangre corre.
Al cabo de media hora, partimos. L. me lleva a beber una copa
en una de las grandes calles de Houston. A quí nadie bebe whisky, si­
no cerveza, en grandes cántaros. Las paredes están cubiertas, desde
el cielo raso hasta el piso, con inmensas fotografías representando
toros y vacas premiadas en concursos agrícolas. En un rincón hay un
carro de inmigrante con su toldo verde y por todas partes cuernos de
toros gigantes. Parece que la mayoría de los cafés están decorados
en ese estilo. Esta noche me dorm iré sin pena. Creo que ninguna
de las seducciones de Houston me ha permanecido oculta.

29 de marzo

Tierras negras, bosques tropicales, “ musgos españoles” , b a you s;


la última etapa antes de Nueva Orleáns, donde pasaremos cuatro días.
Mientras el ómnibus corre, leo con pasión Viaje p or el Misisipí, de
Mark Twain, y en cada río me pregunto: ¿Este es el M isisipí? Siem-

206
pre es él, y jamás enteramente él; es sólo vina rama de ese delta in­
finitamente ramificado.
Oyéndome hablar francés, una mujer me aborda en una de las
paradas.
— ¿Es francés lo que usted habla?
Me invita a sentarme a su lado. Ella es bretona, pero está instalada
desde hace veinte años en una granja de Louisiana. La vida de aquí
le agrada y me muestra con orgullo una foto de su hija, que es es­
tudiante de una Universidad. Un poco más lejos, un hombre me di­
rige la palabra en una jerga que no comprendo y donde emplea sin
cesar la palabra “ gare” . Acabo por adivinar que también habla
francés, el francés que Louisiana ha heredado del siglo xvm y que
me pregunta si tengo hermanos muertos en la guerra.
Nuestro Greyhound es muy diferente de aquel que atravesaba,
casi vacío, los desiertos de Arizona y de Nueva M éjico. Ahora hay
colas en las estaciones; todos se dirigen al corazón de alguna ciudad.
Los negros, a quienes frecuentemente no se proporciona ningún abri­
go, esperan afuera, a veces sobre bancos, generalmente de pie, a que
la raza superior se haya instalado en el ómnibus; cuatro o cinco lu­
gares les son reservados sobre el asiento del fondo. Frecuentemente,
no efectúan sino trayectos breves; son habitantes de esas campiñas
que se desplazan de un pueblo a otro. Cuando llaman para detener
el ómnibus, el conductor y los pasajeros los miran desfilar por el
pasillo central con una mezcla de mal humor y de ironía. Los blan­
cos, por supuesto, viajan de pie antes que sentarse al lado de negros,
si por azar queda un lugar libre entre ellos.
Algunos de esos blancos hablan un viejo francés que me es más
ininteligible que el inglés. En los pueblos que atravesamos, se leen
sobre los mercados, sobre las tiendas de confección, sobre las pelu­
querías los nombres: Mathieu, Debureau, Lefebre, Boucher, R obert;
casi únicamente nombres franceses. Al caer la noche, el ómnibus se
detiene para cenar en una pequeña villa a orillas del múltiple Misisi-
pí. Comenzamos a detestar esas estaciones de ómnibus donde se co­
me carne negra, donde los Juke-boxes tocan Sinatra y Crosby, donde
los rest-rooms están compuestos de compartimientos que ninguna
puerta defiende de las miradas, donde los negros son instalados en
reductos sin ventanas.
Llueve suavemente, pero vamos a pasear por una arboleda de

207
suelo m ojado que bordea el río; se ven a derecha e izquierda los
altos bosques solitarios que aprisionan sus aguas; arriba el cielo
húmedo, está negro, triste y misterioso.
M iro el río. pienso en Cavelier de la Salle, que m urió asesina­
do por sus hombres, por haber con fu ndido los brazos de ese delta
múltiple y m onótono. Llegado de Francia con cuatro vasallos para
fundar gloriosamente la Louisiana, fracasó al no reconocer la autén­
tica desembocadura de ese “ Padre de las A guas” , por el que ya ha­
bía descendido una vez peligrosamente, y se perdió con sus com pa­
ñeros sobre la costa ingrata.
Un agente de la Compañía de Indias, M. de Bieville, fundó en
1718 la ciudad que en honor del Regente se llamó Nueva Orleáns.
Su hom ónim o francés le quitó lo m e jo r ; arqueros con órdenes de
Law y de su banda, levantaron a través de las calles a las mujeres de
escasa virtud y, sin duda, las condujeron en sus carretas de honora­
bles ciudadanos.
En 1763, Louisiana, que com prendía entonces una gran parte
del valle del M isisipí, fue cedida a España, que había recon ocido a
los norteamericanos el derecho de almacenar sus mercaderías en
Nueva Orleáns. En 1802 la colonia fue dada a Francia a cam bio de
T oscan a; Jefferson ofreció a Talleyrand cincuenta millones de fran­
cos por Nueva Orleáns y la Florida. Le vendió p or sesenta millones la
Louisiana entera, lo que garantizaba a Norteamérica la libre navega­
ción del Misisipí, permitiéndole extenderse hasta el oeste con toda
seguridad.
Largo rato rodam os por la noche. De tanto en tanto, se encien­
den luces, pero no es sino un puesto de nafta perdido en medio del
delta. Millas y millas de noche húmeda, puentes, aguas sombrías,
otros puentes, otras aguas, la misma noche y al fin, luces aglomera­
das. Ahora hay avenidas, encrucijadas, otras avenidas y otras encru­
cijadas, suburbios y otros suburbios. Al fin, Broadway, Market
Street: la gran calle iluminada, hormigueante que lleva aquí el nom ­
bre de Canal Street. Esta ciudad, mañana por la mañana será Nueva
Orleáns.
30 de marzo

A cada momento me siento aplastada por la horrible opulen­


cia de los grandes hoteles norteamericanos: se podría vivir toda una
vida sin salir jam ás; floristas, confiteros, libreros, peluqueros, ma­
nicuras, dactilógrafas, estenógrafas, están a nuestro servicio. Hay
cuatro clases de restaurantes, bares, cafés, dancings. Es una zona
neutra, com o tas concesiones internacionales en el corazón de las
capitales de color.
Pero basta atravesar la calle y henos aquí en el corazón de
Nueva Orleáns, en la plaza francesa. La vieja ciudad colonial ha
sido construida en damero com o las ciudades modernas, pero sus
calles estrechas están bordeadas de casas de uno o dos pisos que
evocan a la vez a España y Francia; tienen la serenidad de A njou,
de Turena, pero los hermosos balcones de puntilla verde hacen soñar
con los balcones de Cordone y con las rejas de hierro forjado que
condenan las ventanas de los palacios árabes. Un calor andaluz
penetra el silencio provinciano.
El exotismo aquí no es mejicano ni indio, es francés. Sobre
las losas del viejo cementerio, en las esquinas, sobre los negocios,
los nombres franceses tienen resonancias antiguas; en los curious-
shops, en lugar de tomahawks y de máscaras indias se venden lám­
paras de petróleo, vasos de Sévres, vestigios de una civilización tan
atrasada como la de los hopis y los navajos. Los caireles de perlas
son diademas bárbaras, las arañas y los potiches, extraños ídolos.
Muchas viejas residencias tienen su leyenda: aquí está la casa del
herrador, aquí vivió el pirata Jean Laffitte, en aquella no vivió
Napoleón, aunque le estaba destinada y lleva abusivamente su nom­
bre; no lejos está la casa del ajenjo. Todas han sido transformadas
en bares, que están apacibles y vacíos bajo el sol matinal. Hay mu­
chas calles donde una puerta de cada dos se abre sobre un bar o
un cabaret. En este lugar no se venden sino libros: compras, ven­
tas, ocasiones. Los negocios son minúsculos y desbordan sobre la
acera, ofreciendo al peatón cajas llenas de viejos volúmenes desen­
cuadernados.
Aún más curious shops y confiterías con sus canteros de almen­
dras; frente a la puerta una gran negra de cartón, con un pañuelo

209
anudado en la cabeza, sonríe señalando con aire goloso esa espe­
cialidad criolla. Visitam os un pequeño teatro que ha perm anecido
intacto desde el siglo x v m y donde se representa, de vez en cuando,
una obra francesa.
Desem bocam os en una plaza simple y pura com o la plaza des
Vosges, en París. T o d o el lu jo de las viejas mansiones sobrias re­
side en los ricos enrejados de hierro fo rja d o , de un verde tierno y
cálido, que corren a lo largo de las terrazas. Un pequeño museo
resucita la vida colonial de los siglos perd id os: casas en miniatura
con su m obiliario enano, muñecas llevando ropas de cerem onia, y
más cerca de nosotros, en viejas fotografías, grupos y retratos.
Pueden verse también joyas, platería, ropa, porcelanas, de las fa­
milias más notables del pasado. Seguim os p or calles silenciosas y
llegamos al m ercado de los pescadores; aquí el presente retoma sus
derechos, la vida renace. Los com ercios son bazares ruidosos, una
multitud se em puja sobre las aceras.
El café donde com em os buñuelos horm iguea de gente. La bu­
honería del vendedor de frutas y de legumbres con sus redes pol­
vorientas, sus bananas machucadas, sus pobres lechugas, sus peras
semimaduras, parece importada de la calle M ouffetard. N o es ya
el esplendor igualitario de las frutas de invernadero; las peras, las
uvas, el vendedor y los clientes, todos participan de la misma vida
difícil y precaria. A través de los diques avanzamos hasta las aguas del
M isisipí: entre las casas y las fábricas, es un río parecido a muchos
otros.
El Cuadrado está en el corazón de Nueva Orleáns com o una
blanca y dura alm endra; pero la pulpa generosa y magullada que
se abre alrededor de ese núcleo tiene un gusto más espiritoso. Toda
la tarde nos hemos paseado a pie y en taxi por amplias avenidas
concéntricas, a orillas del canal, en los cementerios, en los parques
y sobre la ribera del lago. Quisiera caminar durante días a lo largo
de esos caminos. Están bordeados de esas casas románticas de las
que me gustaron en San A ntonio los frentes, las columnas, los p or­
ches, las galerías. Muchas de esas residencias son centenarias y el
tiempo ha dado a sus arquitecturas de madera una confusa vida
vegetal; tienen el color de los liqúenes y de los musgos. Están fre­
cuentemente rodeadas de jardines con frondosidades caprichosas;
en alguno de esos edenes privados la primavera no está tan mag-

210
níficamente exaltada como sobre las avenidas públicas donde se
esparcen hasta el infinito canteros de azaleas.
En Francia, son flores aburridas que se ven en floreros en las
florerías, que se regalan a la abuela para su cumpleaños o que mezcla­
das con cintas rojas, decoran las salas de los banquetes. Aquí son ver­
daderas flores; en zarzas desgreñadas, salvajes como los espinos de
los bosques, como las madreselvas, expanden a través de la ciudad
el lujo de los altares, de los salones de fiesta, de los invernaderos
cálidos. No tienen olor, se diría que su color demasiado vivo, de­
masiado acabado, ha absorbido su perfume. El penetrante olor que
se expande por las arboledas de fiesta, es el olor del otoño. Los ár­
boles en los que los brotes asoman apenas, pierden ya sus hojas,
que caen en lluvia dorada sobre las azaleas, recubren las aceras de
una capa húmeda y olorosa como una floresta en octubre. Sobre la
seda primaveral de las flores, sobre la podredumbre otoñal de las
hojas moribundas pesa un cielo de verano tormentoso, de un gris
luminoso y húmedo.
No queremos que Nueva Orleáns se nos escape; no queremos
que el secreto de sus noches nos permanezca oculto. En las calles
del viejo Cuadrado, por donde pasamos al caer la noche, vemos
anunciadas orquestas mejicanas, hawaianas, bailarinas desnudas, girls;
pero no es lo que deseamos. Lo que deseamos es oir verdadero jazz
tocado por negros. ¿Y a no lo hay en Norteamérica? Decido telefo­
near a gente de la que me han dado los nombres en Los Ángeles. Abro
la guía; hay veinte que se llaman John Brown, doce G. David, otras
tantas B. Smith. Intento al azar; del otro lado del hilo voces des­
confiadas se asombran. Pruebo cuatro o cinco veces sin éxito. Aban­
dono. Tendremos que abrirnos solas nuestro camino. Con toda la
sagacidad de que somos capaces consultamos la pequeña guía tu­
rística que distribuyen en el mostrador del hotel. Nuestra primera
elección es afortunada. El restaurante del Viejo Cuadrado donde va­
mos a cenar nos encanta; la sala está decorada con pinturas inge­
nuas que representan barcos bogando sobre un mar estampado; y
suspendidos del cielo raso, reinando sobre la chimenea, fragatas en
miniatura con sus velas y sus aparejos. Al fondo se abre un patio
sombrío cuyas mesas están ocultas entre los árboles y discretamente
iluminadas por lámparas individuales. Nos sirven una cocina criolla
de gran estilo. De tanto en tanto, se ve temblar en la noche la llama

211
azul de un “ brulote” , cuyo hielo se funde lentamente entre los vapo­
res abrazadores de un alcohol con gusto de cereza.
El Cuadrado Francés comienza a animarse: grooms galonados
están apostados a las puertas de los night-clubs. Las puertas de los
bares se han abierto, se ve brillar el whisky sobre los mostradores;
se oye desde la calle el ruido de las copas y la voz de los fonógrafos.
¿A donde ir? Entramos en la “ casa de Napoleón” de la que nos gusta
el decorado de madera sombría, pero no hay jazz. El patrón es muy
amable porque somos francesas y le explicamos que queremos oir
buen jazz. Una sombra pasa por su rostro; la situación es muy tensa
en los últimos tiempos entre negros y blancos, los negros no quieren
tocar para los blancos. No obstante nos aconseja ensayar en Absinthe
House. Es una de las supuestas residencias del pirata Jean Laffitte.
La primera sala es un pequeño bar cuyo cielo raso y paredes
de madera están enteramente tapizadas con viejas tarjetas postales y
billetes de banco de todos los países; en la segunda pieza, algunas
mesas y un estrado con tres músicos negros: piano, guitarra y con­
trabajo. Inmediatamente nos sentimos atraídas: esta música no se
parece nada a la del Cafe S ociety, ni aun a la de Harlem. Los tre3
negros tocan con pasión, para sí mismos. El público es poco nume­
roso, no es elegante, a decir verdad no hay un público, sino algunas
viejas parejas, algunas familias, sin duda de paso por Nueva Orleáns
y tan desplazadas aquí que no se puede tomar en cuenta su presencia.
La orquesta no busca cuidarse ni deslumbrar, toca com o le parece
bien ; si el contrabajo — un joven negro que no tiene más de dieci­
nueve años a pesar de su corpulencia— cierra a veces los ojos con
aire perdido, no es una mímica servil, no obedece sino a la música
y a los movimientos de su corazón. Justo al lado de la orquesta hay
dos blancos, muy jóvenes, de cabellos negros, que escuchan con una
atención religiosa y que en los intervalos ríen amistosamente con los
músicos. Son muy diferentes de los otros clientes; nos hacen pensar
en el “ joven de la trompeta” de Dorothy Baker. Son, sin duda, de
esos jóvenes que se ahogan en la civilización norteamericana y para
quienes la música negra es una puerta de escape. Nos miran tanto
com o nosotras los miramos, porque nuestra presencia debe parecer-
les algo insólita.
Entre tanto, bebemos con delicia grandes zom bies. Ese coctel
form idable es originario de Nueva Orleans; lleva el nom bre de esos

212
muertos-vivos que son los héroes de tantos thrillings y cuya leyenda
ha nacido también en el sur. Me han dicho que más de un adulto
civilizado y culto de Louisiana y de Georgia cree aún en la existencia
de esos fantasmas atormentados; hay que atravesar con una espada
el pecho del cadáver para asegurarle el reposo eterno. El coctel
zombie es considerado tan violento que en muchos lugares no está
permitido servir más de uno por cliente. En verdad es inferior a su
reputación; no sentimos más efectos que en los Ángeles.
Nuestra amistad con los jóvenes morenos ha hecho progreso;
juntos aplaudimos con el mismo fuego, cambiamos palabras y helos
aquí sentados a nuestra mesa. R. es de origen italiano; C., español.
Y el milagro es que R. es exactamente el joven de la trompeta que
imaginamos. De familia miserable, se enganchó en la marina hace
cinco años y forma parte como trompetista de la banda militar. Le
queda todavía un año, y desea ardientemente convertirse entonces,
definitivamente, en músico. Ha estudiado un poco en el Conservatorio
de Filadelfia, ciudad que le parece por esa razón la más maravillosa
de Norteamérica. Habla con pasión no sólo del jazz sino de Stravins-
ky, de Ravel, de Bela Bartok. Ha leído poco, pero el libro que pre­
fiere entre todos es Ulises, de James Joyce. Tiene veintidós años. De
todos los jóvenes de esa edad que he encontrado en Norteamérica,
es el primero verdaderamente joven.
En Nueva York, le sería posible llevar su trompeta y tocar con
sus amigos negros; aquí, ni pensarlo. Ni pensar tampoco en invitar
a los músicos a beber una copa en nuestra mesa. Les hablamos desde
nuestro lugar. Sonríen ampliamente porque somos francesas; dos de
ellos tienen mujeres francesas, es decir que descienden de familias
negras de la Louisiana francesa, y que hablan un francés antiguo.
Conversamos con ellos, les pedimos viejas canciones. Nos quedamos
largo rato pero queremos descubrir otros lugares. Los negros nos su­
plican que no nos llevemos a R. y a C.; se sienten felices de tocar
ante gente que ama verdaderamente el jazz y que comprende. Nos
hacemos indicar algunos lugares y nuestros nuevos amigos nos pro­
meten servirnos de guía mañana por la noche.
Estamos completamente deslumbradas por nuestra suerte; esta
noche ardiente ya no nos intimida, la hemos domesticado. Esta vez
participamos, no pertenecemos ya al triste grupo de los excluidos.
El Absinthe Barn se parece al Absinthe House como una hermana

213
gemela; las mismas tarjetas postales y billetes de banco en las pa­
redes del bar, el mismo salón banal con la misma clientela de paso.
Pero en lugar de orquesta hay un pianista; toca bien, de una ma­
nera un poco demasiado suave.
En la mesa vecina, hay un cliente, borracho a medias, que pier­
de su mano en el respaldo de nuestras sillas. Jamás tales incidentes
se producen en Norteamérica; todavía N. no ha hecho retroceder su
silla cuando el patrón ha saltado y expulsado al borracho. Cuando
partimos se confunde en excusas, nos suplica creer que su clientela
es correcta y que podemos volver con toda seguridad.
Damos una vuelta por otro bar, donde se reúnen, según parece,
los artistas y la bohemia de la ciudad. Nos quedamos sorprendidas
sobre todo por el gran número de pederastas que se menean en el
mostrador. Hay uno solapado que ataca a una joven pareja; simula
cortejar a la mujer pero se las arregla siempre para tirarse sobre la
espalda del marido. Una joven negra, medio borracha, toca en el
piano viejo jazz del estilo más conm ovedor. Es un hormiguero de
gente que parece toda embebida de alcohol; pero borrachera y vicio
tiene aquí colores fáciles, la atmósfera no es pesada, nos parece fresca
y alegre; ¿ o esa alegría está en nosotras?
La noche es tibia en la calle, bajo un cielo de un gris luminoso.
P oco a poco los cabarets se cierran, pero no tenemos deseo de ir
a dormir cuando nos sentimos aún tan vivientes. Nos sentamos al
mostrador de un bar miserable, abierto a la noche, donde un enano
de rostro café con leche golpea frenéticamente en un viejo piano. Dos
vagabundos bailan en la calle. Cuando se van, cuando el piano se
calla y no encontramos nada que hacer con nosotras mismas, nos re­
signamos a volver al hotel.

31 de marzo

Por la mañana, paseamos por los mismos lugares que la víspera.


A mediodía comemos cocina criolla en un viejo restaurante francés.
Y tomamos el barco que sube y baja algunas millas el Misisipí. Hay
cuatro pisos superpuestos y en cada uno de ellos un bar, una cafeteríay
o un dancing. Por la noche hay una orquesta y la gente baila en la
vasta pista encerada. Durante el día se pasan simplemente sentados
en sillones de cuero, beben y se miran. A decir verdad no hay mucho

214
que ver. La excursión es agradable a causa del sol, del cielo, del ruido
y del olor del agua, pero el río corre entre fábricas y depósitos que
no tienen nada de particular. El capitán instalado frente a un micró­
fono explica lamentablemente el paisaje. Se trata siempre, como en las
cataratas del Niágara, como en el Gran Cañón, de dar a los turistas
una naturaleza “ condicionada” , “ homogeneizada” por intermedia hu­
mano.
Comemos en un patio diferente al de la víspera pero igualmen­
te encantador. El color del cielo sobre nuestras cabezas nos sorpren­
de: es gris perla, luminoso como un alba, se diría que está aclarado
por algún faro misterioso. Una vez en la calle, comprendemos: una
tierna neblina envuelve a la ciudad; los grandes edificios del otro
lado de Canal Street han retrocedido muchas millas; son lejanos, fan­
tasmales. La bruma ahoga los carteles de neón, pero forma sobre los
techos una pantalla donde reverberan sordamente todas las luces de
Nueva Orleáns; el cielo es casi blanco, el aire húmedo. Es una dul­
zura sofocante, próxima a la tempestad y a las lágrimas.
En Absinthe House, volvemos a encontrar a nuestros amigos.
Estamos orgullosas de tener esos amigos y de sentirnos cómplices, no
del público que escucha estúpidamente, sino de los músicos. Hay un
mundo de gente esta noche; un grupo de estudiantes y de estudian-
tas atentos, de parejas aburridas y de partys alegres. En una de las
mesas un anciano se pone a cantar; rostro rosado y fresco bajo her­
mosos cabellos blancos, anteojos con armazón de oro, seguridad tran­
quila emanando de su billetera repleta; pertenece a un tipo corriente
y particularmente detestable. La orquesta lo acompaña complaciente­
mente y él entona otra canción. Me indigno, el italianito sonríe; me
explica que un miembro de la concurrencia tiene derecho a cantar
con la condición de pagar: los músicos se benefician. Y veo, en efec­
to, que el cantor importuno deposita unos dólares sobre el piano;
tiene una insolente manera de amar la música.
R. y C. quieren llevarnos a un dancing reservado a los negros,
donde ellos tienen entrada; pero.es semana santa. Nueva Orleáns es
una ciudad católica y piadosa y esta noche el lugar está cerrado.
Nos conducen simplemente a otro bar en el Viejo Cuadrado, donde
hay un excelente jazz negro con saxofón y trompeta. El trompeta es
muy joven, toca con toda su juventud, con un don de sí mismo tan
total que su vida entera parece comprometida en cada nota.

215
Es aquí, en estos cabarets modestos, entre m úsicos desconoci­
dos, más que en el Carncgie Hall o en el Savoy, donde el jazz alcanza
una verdadera dign idad; ni diversión, ni exhibición, ni com ercio, es
para algunos hombres un m odo de vida y una razón de vivir. Tiene
sobre el arte, la poesía y la música impresa el patético privilegio de
una com unicación inmediata y fugaz, com o los instantes»mismos de
los que transfigura la sustancia. Si la vida de estos hom bres es fre­
cuentemente atormentada es que, en lugar de tener la muerte a dis­
tancia com o los otros artistas, ellos realizan minuto a minuto el ma­
trim onio de la existencia y la muerte. Sobre ese fon d o — sobre fondo
de muerte— se levantan los coros inspirados del joven trompetista;
y no se puede escucharlo solamente con los oídos y la cabeza. Nos
propone una experiencia a la cual hay que arrojarse todo entero. La
propone ¡en qué desierto! La gente que hay aquí no tiene ni aun
el celo respetuoso de los habitués de los con ciertos; se entretienen
con el jazz y lo desprecian desde lo alto de su dignidad de hombres
blancos, bien instalados en su dinero y en su m oralidad.
Con ese mism o ceño los grandes señores del pasado se entrete­
nían con los bufones e histriones. R. habla con el trompetista, cam­
bian algunas palabras y el joven negro se ilumina. T ocando nos mira,
nos son ríe; com o los del Absinthe House, sienten la necesidad de to­
car para alguien y esa oportunidad no les es dada con frecuencia.
El jazz se detiene. Una bella joven de cabellos negros avanza
sobre el pequeño estrado; comienza a bailar y a despojarse lentamen­
te de sus vestimentas, según los ritos clásicos de los burlesques. En
un rincón una m ujer de edad madura la vigila con o jo negligente;
se le parece com o una madre, y me dicen que es, efectivamente, su
madre. Dicen también que la bailarina es de excelente familia, que
ha hecho altos estudios, que es inteligente y culta; pero en Nueva
Orleáns se rodea voluntariamente a las bailarinas desnudas de una
aureola legendaria. L o que es cierto, es que esta es hermosa y atrac­
tiva.
Cuanto más se desnuda, tanto más los rostros se vuelven auste­
ro s ; expresan una curiosidad lejana, cortés y algo aburrida. Cuando
ella deja su slip, conservando solamente un pequeño triángulo con len­
tejuelas atado por un cordón de seda, la atmósfera está tan cargada
de moralidad que uno se cree en el templo un dom ingo por la mañana.
Nuestros amigos quieren tratar de llevarnos al barrio negro. Un

216
taxi nos transporta a la otra punta de la ciudad. Entramos en un pe­
queño dancing cuyo patrón, que conoce a R., nos acoge amistosa­
mente, pero no hay orquesta hoy, a causa de la Semana Santa, y los
negros que están sentados en el har nos miran con ojos hostiles. No
les impondremos nuestra presencia, partimos. Cuando pasamos la puer­
ta, sentimos que ríen detrás de nosotros, sin amistad.
En la calle, los taxis rehúsan detenerse, unos dicen “ no” con voz
irónica, otros se excusan: tendrían problemas si cargaran a blancos.
Y es verdad que en Nueva Orleáns los choferes negros no tienen de­
recho de trabajar sino para clientes de color. Atravesamos, pues, a
pie esa ciudad enemiga, esa ciudad donde, sin quererlo, somos
enemigos, precisamente responsables del color de nuestra piel y de
todo lo que, a pesar nuestro, ella implica. R. nos dice que, pese al
encanto tan profundo de Nueva Orleáns, no puede soportar la vida
aquí, a causa de la odiosa discriminación racial, y que se irá al nor­
te tan pronto como le sea posible.
Marchamos largo rato. El rosado de las azaleas brilla sordamente
a través de la niebla color de perla; el cielo difunde una claridad
blanca y las calles no tienen fondo. El aire húmedo se pega a nues­
tra piel y el olor de las hojas muertas oprime la tierra. Nos detene­
mos en un barcito y bebiendo whisky hablamos hasta el amane­
cer. R. se emborracha de palabras y dice que es raro en Norteamé­
rica poder hablar. Nos acompaña hasta el hotel. El hall tan soberbio
durante la jornada no es sino una sala de espera m orosa; un hombre
lava las baldosas, que expanden olor a jabón. Está oscuro; en un
sillón duerme un anciano, con la boca entreabierta. Nos despedimos
del pequeño italiano, de quien sin duda no conoceremos jamás el
destino y que nos dice con aire aprobador:
— Es raro encontrar con quién hablar en este país.
— Es raro encontrar un norteamericano de su especie — respon­
demos.
Sonríe.
— ¡O h !, ya sé — dice— ; soy un “ carácter” .
Quisiera volverlo a encontrar dentro de diez años.

217
/>' de abril

Esta mañana me lie hecho conducir en taxi, ni azar, lejos del cen­
tro de la ciudad, y he andado durante horas a través de snhnihioH
tranquilos. Sobre las palmeras, sobre las azaleas rosadas y los ca­
nastillos de grandes flores rojas, el viento sopla, áspero com o una
venganza, y de tanto en tanto la lluvia se abate en breves sollozos.
Las viejas casa románticas parecen tan frágiles com o las flores; el
agua se infiltra en las paredes de madera co lo r verde y gris y las
tablas podridas parecen prontas a desmoronarse, com o en m edio do
las selvas tropicales los troncos de los arboles roídos por la intem­
perie. Esta tarde, cuando el profesor S. y su m ujer me paseaban
en auto, se desencadenó el diluvio. No he visto jamás caer la lluvia
en esa form a. Era una rebelión del cielo, una convulsión mortal de
la tierra. El mundo lloraba con una violencia desesperada, lloraba
hasta m orir, sabiendo que no podía m orir y que quedarán siempre
lágrimas para derramar.
Detenidos en el bordillo de la acera, frente a una vieja mansión
que queríamos visitar, nos fue imposible descender y atravesar los
d os metros que nos separaban del umbral. Era igualmente imposible
avanzar; los vidrios chorreaban, el paisaje se agrietaba y temblaba
com o en la pantalla en el instante en que el héroe va a m orir. Esperá­
bamos el estallido de una noche definitiva, donde el mundo se hun­
diera. Pero la noche no venía.
Bruscamente, a las cinco, la lluvia se detuvo, com o si las lágrimas
mismas y la rebelión se hubieran vuelto inútiles. En el fondo del
cielo, de un amarillo fijo , la última esperanza estaba muerta; las
flores, los árboles, las casas se bañaban en una gran luz de fin de
mundo. Más tarde cayó la noche de siempre.
Visité el interior de algunas viejas casas, toqué la puntilla verde
de los hierros forjados. P or la noche, después de mi conferencia, el
profesor S. reunió en su casa a varios colegas. Su hija de quince
años, que cultivaba con cuidado una lejana semejanza con Bette
Davis, se paseaba descalza, en slaks, por la sala; se había vestido
para ir al cine con su date. Con su frescura ingenuamente sofisti­
cada, con su gracia viva y libre ¡q u é diferente era de las hija* de

218
los profesores de nuestro país! Pero aun en ese hogar sonriente, en­
tre esos intelectuales hasta hace poco liberales, el terror rojo había
penetrado.
— Hace aún algunos meses — dicen 8. y sus amigos— , pensába­
mos que una democracia debe respetar todas las opiniones. Pero
ahora comprendemos que deben reprimirse aquellas que son nefastas
para la propia democracia.
La propaganda está bien hecha. Hace cuatro días el líder de la
F .B .I . declaró a su vez que los rojos deben ser asimilados a Ja
quinta columna y la palabra “ rojo” es de las más elásticas. Entre
los obreros, como entre los burgueses, entre los intelectuales como
entre los políticos, el sentido de la libertad se pierde día a día.

2 de abril

A través de sus tormentas, su sol, sus noches húmedas, a través


de su primavera gris perla con olor de otoño. Nueva Orleáns nos
pareció digna de sus más fabulosas leyendas. Sé que es también una
de las ciudades más miserables de Norteamérica, donde la vida es
más dura; ya su lujo corrompido nos ha parecido ambiguo. Quisiera
penetrar más adentro en su corazón, quisiera vivir en la verdad de
su vida cotidiana. Al partir pienso resueltamente: volveré.
Es una larga travesía la que emprendemos hoy. El ómnibus parte
a las nueve de la mañana, estará en Jacksonville a las dos de la mañana
siguiente. Es un “ rápido” que no se detiene sino dos o tres veces.
Venden sandwiches, Coca Cola; los respaldos de los asientos son mo­
vibles y por la noche cada uno puede encender una pequeña lámpara
individual, como en los aviones. Y el stewart nos reconforta; de
tanto en tanto anuncia los próximos altos y explica el paisaje.
Atravesamos Louisiana, el Misisipí, Alabama, Florida. Los brazos
del delta son vastos como lagos, brillan al sol y el golfo de Méjico
es azul como un sueño para lunas de miel. Palmeras, cactus, azaleas,
villas floridas, selvas tropicales de vegetación enmarañada, casas
románticas en medio de prados apacibles y cabañas destartaladas en
la soledad de los bosques, mar deslumbrante, lagunas lánguidas, “ mus­
go español” lujoso y sórdido; es todo el sur de contrastes patéticos el
que se ofrece a lo largo de la jornada.
Y a lo largo de todo el día la gran tragedia del sur nos persigue

219
com o una obsesión. Aun el viajero acantonado en el ómnibus y en
las salas de espera no puede escapar. Desde que hemos entrado en
Texas, por todas partes por donde pasamos hay un olor de odio en
el aire, odio arrogante de los blancos, odio silencioso de los negros.
En las estaciones, las pequeñoburguesas decentes y mal vestidas miran
con cólera envidiosa a las alegres muchachas negras de ropas llama­
tivas, de joyas alegres; y los hombres se resienten por la belleza des­
cuidada de los jóvenes negros de trajes claros. La gentileza norteame­
ricana no tiene lugar aquí; en la fila que se amontona a la puerta
del ómnibus, se empuja a los negros.
— No va a dejar a esa negra delante de usted — dice una mujer
a un hombre, con una voz temblorosa de furor.
Los negros se instalan humildemente en el asiento del fondo, tra­
tan de hacerse olvidar. En medio de la tarde, con el calor y el vaivén
que es particularmente rudo en la parte de atrás, una mujer encinta se
desmaya; su cabeza abandonada golpea sobre el vidrio a cada salto.
Oímos la voz burlona y escandalizada de una college-girl que grita:
— ¡L a negra está loca!
El conductor detiene el ómnibus y va a ver lo que pasa; no es
más que una negra desvanecida, y todo el mundo se burla: siempre
ocurre que esas mujeres armen d istu rb io s... Sacuden un poco a la
enferma, la despiertan y el ómnibus vuelve a partir.
No nos atrevemos a ofrecerle nuestro lugar en la parte de adelan­
te, todo el ómnibus se opondría y ella sería la primera víctima de la
indignación provocada. El ómnibus continúa andando, la mujer su­
friendo y cuando llegamos a la ciudad se desvanece de nuevo.
La gente va a beber Coca Cola, sin ocuparse de ella; solamente una
vieja norteamericana viene con nosotras a tratar de prestarle una
ayuda. Ella nos agradece, pero está inquieta y se va rápidamente sin
aceptar que la ayudemos; se siente culpable a los ojos de los blan­
cos y tiene miedo.
No es sino un pequeño incidente. Pero me ayuda a comprender
por qué, cuando atravesamos los suburbios donde se instala una po­
blación negra, son miradas tan salvajes las que se dirigen al plácido
Greyhound.

220
3 de abril

Entre Jacksonville y Savannah, esta mañana, N. se ha sentado por


falta de otro lugar, al lado de un joven negro. Cuando un sitio quedó
libre en la parte de los blancos, él se lo señaló:
— Supongo que preferirá no quedarse aquí — le dijo secamente.
Ella contestó que se encontraba bien donde estaba, y que era fran­
cesa. Entonces él se alegró y comenzó a hablarle. Le contó que había
hecho la guerra como voluntario, a fin de tener derecho, a su regreso,
a los años de estudios gratuitos que le son concedidos a los veteranos;
y ahora era becario en una Universidad negra, donde estudiaba abo­
gacía. Explica con una pasión donde suena también el odio por qué
quiere tan ardientemente obtener el derecho de defender: es una de
las únicas maneras concretas de luchar por la causa de los negros.
Detrás de todos esos rostros hostiles, a través del desaliento, el miedo,
o más raramente la esperanza, la rebelión está siempre al acecho. Y los
blancos lo saben.
Savannah duerme entre canastillos de azaleas: del norte al sur, del
este al oeste, la ciudad está formada por squares tranquilas unidas
por senderos floridos. Cada square está rodeada de viejas residencias
entre las cuales se levanta a veces una iglesia de la época colonial.
En medio de la plaza, hay un gran cantero cuadrado con azaleas
que comienzan a florecer y en el centro del cantero un hombre de
bronce verde: algún general, héroe de la Independencia o de la Guerra
de Secesión. La gran figura de Oglethorpe, fundador de la colonia,
los domina. El general James Edward Oglethorpe, habiendo visitado
a un amigo detenido, por deudas, en una prisión vecina de Londres,
se sintió sublevado por la situación de los prisioneros y reclamó una
encuesta parlamentaria. Los diez mil prisioneros que fueron liberados
a consecuencia de esa investigación fueron enviados por él a Norte­
américa, y una carta del rey Jorge II les concedió en 1732 el territo­
rio que se llama Georgia. Los virtuosos filántropos que financiaron la
operación prohibieron en la colonia la venta de alcohol, lo que hizo
emigrar al poco tiempo a todos los colonos; una legislación más hu­
mana los hizo regresar. Su sentido moral elevado no impidió al ge­
neral Oglethorpe poseer numerosos esclavos.
Una de las plazas es un cementerio. Las losas chatas y verticales

221
están desnudas y medio rotas ; llevan nombres y fochas muy antiguos.
Los paseantes andan alegremente por los senderos que serpentean en­
tre las tumbas, junto a las cuales juegan los niños. Ln gran parque les
está reservado un poco más lejos, a ios pies de un militar de bron ce;
tienen allí hamacas, trapecios, caíesitas, toboganes, en los que se
arriesgan tímidamente, toda suerte de juguetes mecánicos que los
asustan y les encantan. Las sirvientas negras vigilan esa especie de
kermese de modelo reducido.
Caminamos lentamente de plaza en plaza, penetradas por el
tranquilo perfume del pasado. He hecho un viaje al revés del tiem­
po, del oeste al este. Cuando San Francisco nacía entre rudos bus­
cadores de oro, Savannah languidecía en el lu jo de una civilización
ya vieja. Es la primera vez que me encuentro transportada a los pri­
meros días de la colonización, al pasado más lejano de la joven Norte­
américa; más aún que en el Far W e st la escala del tiempo es aquí
desconcertante. Esos hombres de metal verde parecen tan antiguos
com o César o V ercin gétorix; y el más viejo no tiene dos siglos. Sa­
vannah está más muerta que Sacramento, se remonta más lejos que
la edad m edia; y no existía hace trescientos años. Y com o sé que la
Historia se extiende en más vastos períodos, me siento, con un poco
de inquietud, no al final, sino al com ienzo de una era ; esta jornada
rosa y azul tiene el olor del otoño perteneciente al pasado, ¿ a los
ojos de qué porvenir?
En medio de azaleas en flor, las viejas mansiones duermen, los
niños juegan y las estatuas de los grandes esclavistas que crearon la
ciudad y lucharon por ella están fijadas en la gloria. Pero alrededor
de Savannah la muerta, hay otra ciudad bien viviente, donde habitan
en la miseria y el odio los pequeños hijos de los esclavos sin gloria;
un cinturón negro alrededor de la ciudad blanca. Durante millas y mi­
llas el ómnibus pasa pór avenidas bordeadas de cabañas miserables,
donde los rostros negros se vuelven hacia nosotros sin amistad; he­
mos sentido el mordisco de esas miradas. Pero el cinturón negro nos
fascina, intentamos pasear por esas calles hostiles.
Los niños juegan en la calzada, nos miran con sorpresa. Los
hombres, de pie en las puertas de sus casas, las mujeres acodadas en
las ventanas, nos clavan la mirada con un aire impasible que da mie­
do. Esto no es la Lenox Avenue, no es tampoco Harlem; hay odio
y rabia en el aire. Ropa de colores vivos se seca en los patios, detrás

222
de la empalizada de madera o de hierro mohoso. Las casas son pe­
queñas, aplastadas las unas sobre las otras, tienen el color pardusco
de la tierra; las calles y las plazas no son sino terrenos baldíos. A cada
paso nuestro malestar crece; a nuestro paso las voces se callan, los
gestos se detienen, las sonrisas mueren. Toda la vida se fija en el
fondo de esos ojos que nos maldicen.
El silencio es tan sofocante, la amenaza tan opresiva que es casi
un alivio cuando algo explota por fin; una vieja nos mira con dis­
gusto y escupe dos veces, una vez por N., una vez por mí, impetuo­
samente, en tanto que una pequeña huye gritando:
— ¡Los enemigos! ¡Los enemigos!
La vuelta a la plaza de los canastillos floridos nos ha parecido
muy larga.
Recuerdo que la primera noche de mi estada en Nueva York, un
francés me pidió que no escribiera nada sobre la cuestión negra, con
el pretexto de que en tres meses no podría comprender nada. Con­
vengo que mi experiencia es poca para tema tan grande. Sería, no
obstante, absurdo no hablar de un conjunto de hechos que tan fre­
cuentemente me han chocado y que tienen tanta importancia en la
vida norteamericana. Tomo, pues, el partido de apoyarme aquí en
una experiencia cuya extensión, valor y profundidad se reconoce ofi­
cialmente en Norteamérica: la que Myrdall expone en una obra auto­
rizada: American Dilemma. Habiendo decidido la Fundación Carnegie
financiar una vasta encuesta sobre el problema negro en Norteamérica
y queriendo asegurarse de la imparcialidad del estudio, la confió a v
un extranjero, el doctor Gurnval Myrdall, célebre economista de la
Universidad de Estocolmo, consejero económico del gobierno sueco y
miembro del Senado.
Desde 1938 a 1942, Myrdall reunió a su alrededor un inmensa
equipo de economistas y sociólogos norteamericanos y examinó con
su ayuda los diferentes aspectos de la cuestión. No haré un resumen
exhaustivo de esa voluminosa obra. Diré solamente lo que me parece
necesario saber para interpretar correctamente Ids impresiones que se
pueden recoger en un viaje como el mío.
El problema negro, dice Myrdall, es, en primer lugar, un pro­
blema blanco. De ahí hay que partir para comprenderlo. Son los
blancos quienes han introducido en Norteamérica a los esclavos ne­
gros (alrededor de 400.000 antes de 1800, cuando el tráfico era lí-

223
cito, y más o menos otro tanto, de una manera ilegal, entre 1808
y 1860). Son los blancos los que han luchado entre ellos para decidir
¡a mantención o la abolición de la esclavitud; hoy los negros suman
13 millones, pero no reciben sino una ínfima parcela de las riquezas
económicas del país y no tienen ninguna influencia política. Son los
blancos quienes les asignan su lugar; su modo de vida es una reacción
secundaria a la situación creada por la mayoría blanca. Además ese
problema no puede ser encarado aisladamente, depende de todo un
com plejo de problemas planteados por la civilización norteamericana;
reacciona sobre toda la estructura de la sociedad, que está, en gran
parte, condicionada por la presencia de 13 millones de ciudadanos
negros.
Es un problema blanco en un sentido más destacable aún: es en
el corazón de cada norteamericano donde se plantea, es ahí donde el
conflicto racial alcanza su máxima tensión, es ahí donde se desarro­
lla la lucha decisiva. Muchos blancos cuando tocan esta cuestión,
experimentan un sentimiento de peligro y muchos una impresión de
culpabilidad individual y colectiva; en todos crea un malestar. Pero
el norteamericano no es cínico, detesta tener mala conciencia. De ahí
nace el gran “ dilema norteamericano” .
Norteamérica es idealista. En sus escuelas, en sus iglesias, en sus
tribunales, en sus periódicos, en los discursos de sus hombres políti­
cos, en el texto de sus leyes tanto como en las conversaciones privadas
se afirma a través de todas las regiones, todas las capas sociales un
mismo credo: el que está inscripto en la Declaración de la Indepen­
dencia, y en el Preámbulo de la Constitución. Plantea la dignidad
esencial de la persona humana, la igualdad fundamental de los hom­
bres y algunos derechos inalienables a la libertad, a la justicia, a te­
ner oportunidades concretas de triunfo. Ese Credo ha sido un instru­
mento político en el curso de la guerra de Independencia, pero es
notable que, a continuación, haya permanecido vivo y efectivo; aun
los conservadores norteamericanos luchan en favor y en nombre de
los principios liberales. Estos tienen sus raíces en la filosofía de las
luces, en el cristianismo puritano, en el derecho inglés y sobre todo
en la historia original de Norteamérica. “ No olvidemos que somos
descendientes de revolucionarios y de emigrantes” , ha dicho Roose-
velt, llamando a la conciencia democrática del país.
Pero ese Credo profundamente anclado en el corazón de todos

224
los blancos, sin exceptuar los del sur, encuentra en la situación del
negro la más flagrante desmentida: nadie pretende que ellos tengan
con los blancos una igualdad de condición ni de oportunidades. El
hecho mismo de que los negros tengan el sentimiento de la injusticia
que se les hace y lo expresen con una fuerza creciente, impide a los
blancos olvidarlo fácilmente. La gente del sur dice que no hay pro­
blema negro, que es un mito inventado por la gente del norte: en
verdad están obsesionados. La mala fe que aportan en sus discusiones
es la prueba misma del conflicto de valores que se desarrolla en ellos.
Su ignorancia les sirve; pretenden “ conocer” al negro exactamente
como el colono francés cree “ conocer” al indígena, porque sus ser­
vidores son negros. Pero en realidad no tienen con ellos sino las rela­
ciones más falsas y no buscan informarse sobre sus verdaderas condi­
ciones de vida.
Pero esta ignorancia no es bastante grande com o para que sus
conciencias estén verdaderamente en reposo. Necesitan otras defen­
sas. Hay todo un sistema de racionalización que ha nacido en el sur
y que está más o menos extendido en el norte y cuya razón de ser es
eludir el dilema norteamericano.
La manera más segura de conseguirlo es convencerse de que la
desigualdad entre negros y blancos no ha sido creada por las volun­
tades humanas, sino que estas no hacen sino ratificar un hecho dado.
Se afirma la existencia de ciertas características raciales que asigna­
rían a los negros un rango inferior al de los blancos en la escala
biológica. Pero hay que advertir que la idea de “ raza” en el sentido
científico del concepto no se aplica jamás ahí donde precisamente se
plantean cuestiones “ raciales” . En primer lugar, el origen africano de
los negros de Norteamérica está muy mezclado y sobre todo más
del 70 % de ellos tienen sangre blanca, y aproximadamente el 20 %
sangre india. Un negro en los Estados Unidos es todo individuo que
tiene un porcentaje, por pequeño que sea, de sangre negra en las
venas; por eso los sociólogos emplean la palabra “ casta” , y no “ raza” ,
para designar a esa categoría de ciudadanos.
Que en general ciertos rasgos fisiológicos definidos distinguen
a los negros de los blancos, es evidente; pero que esos rasgos impli­
quen una inferioridad, es lo que no está, de ningún m odo, fundamen­
tado. La capacidad craneana del negro es un poco menor que la del
blanco, pero la ciencia no ha establecido ninguna relación entre la

225
capacidad craneana y la capacidad mental. El prejuicio corriente en
cuanto a las dimensiones gigantes de los órganos genitales de los ne­
gros — signo de su bestialidad— es absolutamente desmentido por es­
tadísticas precisas. En cuanto al olor “ cabruno” de los negros, los
blancos a los que se les pidió que reconocieran el olor de las muestras
de sudor extraídas de cuerpos negros y de cuerpos blancos, han sido
incapaces de hacerlo.
De una manera general, las ciencias sociales y biológicas tienden
hoy a considerar los accidentes fisiológicos y psicológicos como de­
pendientes del medio donde se desenvuelve el individuo y no de fac­
tores hereditarios fijos; no ha habido en los últimos veinte años
una sola obra sería que osara defender el prejuicio, tan cóm odo, de
una inferioridad biológica dada.
Pero muchos racistas, pasando por alto los rigores de la ciencia,
se empecinan en declarar que, aun no habiendo razones fisiológicas
establecidas, el hecho es que los negros son inferiores a los blancos.
Basta atravesar Norteamérica para quedar convencido. ¿Pero qué
significa el verbo ser? ¿Define una naturaleza inmutable como la
del oxígeno? ¿O define el momento de una situación que se ha des­
arrollado, como toda situación humana? Esa es la cuestión. Para ojos
no prevenidos está claro que es el segundo sentido el justo. “ Los ne­
gros son incultos” . La mejor respuesta a esa acusación ha sido pro­
porcionada por Jefferson, hablando de los norteamericanos blancos
a quienes la vieja Europa reprochaba no tener ni pasado histórico
ni fuerza constructiva, ni haber producido en las ciencias ni en las
artes ningún hombre superior: “ No hemos tenido todavía nuestras
oportunidades” , dice en sustancia. “ Que nos dejen en primer término
existir: entonces se podrá pedir que hagamos nuestras pruebas” .
Se dice también: “ Los negros son sucios” . Aquí se marca la
ambivalencia de opiniones de los sudistas con respecto a los negros:
si se trata de sentarse a la misma mesa que ellos, los juzgan sucios;
pero comen con gusto las comidas preparadas por sus manos. Les
confían sus niños, el cuidado de sus casas. De hecho, al nivel de la
vida cotidiana, los negros son exactamente tan aseados y cuidadosos
como los blancos.
“ Son perezosos, mentirosos, ladrones.. . ” Observo, al margen de
Myrdall, que es chocante encontrar esas vulgaridades en la boca de
todos los opresores, a propósito de los oprimidos: los negros del

226
África, los árabes, indochinos, hindúes, los indios tal como los vieron
los conquistadores españoles, los obreros blancos en los tiempos en
que la clase obrera estaba sin defensa. Estos defectos “ raciales” son
curiosamente universales; la pereza significa que el trabajo no
tiene el mismo significado para el que recibe sus beneficios que para
aquel que lo ejecuta; la mentira y el robo son defensas del débil, una
silenciosa y torcida protesta contra la fuerza injusta.
Además (Richard Wright lo ha señalado también en Black B oy) ,
el blanco alienta al negro a cometer robos menudos, pues prueba con
ellos que no alcanza el nivel de moralidad de los blancos.
De modo general, los racistas del sur alientan en los negros la
inmoralidad dando pruebas de una extrema indulgencia con respecto
a todos los desórdenes de los negros en el interior de su comunidad;
un negro que mata a otro negro no es sino ligeramente castigado por
los tribunales. No obstante se castiga con extrema severidad todo
delito con respecto a los blancos: el robo por ejemplo, fuera de los
menudos hurtos paternalmente alentados, es visto como un crimen.
Esa es una de las razones por las que los negros son considerados
también como un elemento peligroso para la sociedad. El índice de
criminalidad es un poco más elevado entre ellos que entre los blan­
cos, en parte porque son tratados con una incomparable severidad,
porque su pobreza no les permite defensa legal ni ilegal contra la ar­
bitrariedad policial, y en parte porque tienen casi todos un nivel de
vida miserable y un status social tal que la legalidad de los blancos
no tiene para ellos sino el sentido de una violencia detestada.
Con una mala fe aún más flagrante, todas las negras son, a los
ojos de los blancos, mujeres lúbricas sin virtud; pero en el sur es
imposible defenderse contra los avances sexuales de los blancos, es
imposible a los hombres de su familia protegerlas, ellas son las presas.
En fin, si en las grandes ciudades se encuentran tantos negros en los
bajos fondos de la sociedad, es porque hay pocas salidas económicas
que estén abiertas para ellos y se ven obligados a arbitrar otros me­
dios para vivir.
Las faltas y las taras reprochadas a los negros son precisamente
creadas por el terrible handicap de la segregación y de la discrimina­
ción; son el efecto y no la causa de la actitud de los blancos hacia
ellos. Hay aquí un círculo vicioso que Bernard Shaw, entre otros,
ha denunciado con este exabrupto: “ La altiva nación norteamericana

227
obliga a los negros a lustrarle los zapatos y demuestra en seguida su
inferioridad física y mental por el hecho de que son lustrabotas .
Los racistas admiten en su mayoría que el negro no es un indi­
viduo a priori tarado: se vuelve peligroso cuando sale de su condi­
ción. Si permanece en su lugar, puede ser un “ buen negro” lleno de
útiles y estimables cualidades. Pero si no se admite ya que ese lugar
es designado al negro por su naturaleza misma, si se considera que
hay en él posibilidades abiertas, es evidente que podría adaptarse
a otras situaciones que aquellas que les han impuesto.
El blanco recurre a otro argumento: la prueba de que ese lugar
que le asignamos es bueno para el negro, es que él es feliz. En pri­
mer lugar, “ esa gente vive con nada” . (Esto también es una fórmula
que en todos los países coloniales, los colonos aplican a las poblacio­
nes indígenas y que se utiliza hablando de los obreros y los campe­
sinos hasta el día en que nace otra fórm ula: “ Esta gente vive m ejor
que nosotros” .) La mala fe de tal aserción es flagrante: evidente­
mente, los pobres gastan menos que los ricos, se pasan sin lo super-
fluo y frecuentemente sin lo necesario, y todos aquellos que no mue­
ren, sobreviven. Pero la menor encuesta demuestra que el costo de la
vida es tan elevado para los negros como para los blancos; los alqui­
leres de los tugurios negros son a veces un poco menos elevados que
los de las casas más decentes de los blancos en condiciones análogas.
Como compensación, en Harlem las mercaderías son más caras que en
los barrios blancos; y en la clase media, un negro, con salario igual,
siendo a los ojos de su comunidad un personaje más importante que
un blanco a los ojos de otros blancos, se exige de él un standard de
vida más elevado, se espera mucho más de su generosidad.
En cuanto a la famosa risa de los negros, al buen humor que
hace su suerte tan envidiable, en primer lugar, los blancos la exageran
deliberadamente; no es frecuentemente sino una máscara que el ne­
gro reviste en presencia del blanco porque sabe que eso es lo que se
exige de él. (Richard W right en Black Boy, John Dollar en Caste and
Clase in a South communauty, insisten mucho sobre ese doble rostro
del negro, una de cuyas fases está expresamente destinada a los
blancos.) Y en la medida en que ese rasgo es auténtico, manifiesta
una salud moral, una riqueza viviente que debería incitar a los norte­
americanos a dar a los negros un amplio lugar en una civilización
que no peca por su exceso de alegría.

228
En fin, si uno lleva al racista a sus últimos atrincheramientos, re­
currirá al argumento de más peso: “ ¿Aceptaría que su hija se casara
con un negro?” (He oído entre otras, esta objeción formulada a la
bella Rita Hayworth, quien respondió con reproche: “ ¿Pero impe­
diría usted a su hija casarse a su gusto?” El interlocutor, además,
no tenía hija. Me ha chocado la forma anticuada de la pregunta en
un país donde las muchachas se casan sin el consentimiento de nadie.
A pesar del giro concreto que se le da, es absolutamente teórica; ex­
presa la repugnancia abstracta que experimenta el norteamericano
medio ante la idea de que una mujer blanca tenga relaciones sexuales
con un negro.)
Myrdall observa que en el orden de las discriminaciones reclama­
das por los blancos, es la primera y más importante de todas. Se la
presenta como la discriminación “ clave” a partir de la cual la crea­
ción de un conjunto de tabúes e interdicciones se explica y se justi­
fica: “ Es necesario que la raza blanca se mantenga pura” . A los
blancos no les importa mezclar su sangre con la sangre de las mu­
jeres negras; pero sus hijos pertenecen entonces a la casta de los
negros; la de los blancos no se altera. El hombre engendra sin gas­
tos; en la mujer tener un hijo es un trabajo y, además de las razones
místicas, no se quiere que ese trabajo sea utilizado en provecho de la
casta extranjera. Pero ese rechazo sólo se explica porque la voluntad
de segregación ya está puesta, y no a la inversa. Se trata de justificar
el rechazo de la mezcla de sangres planteando la inferioridad de los
mulatos con relación a los negros puros; pero el mito del “ mal mu­
lato” , del “ pobre mulato” no tiene ningún sentido, pues el 80 % de
los ciudadanos de color son mulatos. Ese mito no ha impedido jamás
a los blancos acostarse con mujeres negras, y de hecho hay, por el
contrario, entre los propios negros un prejuicio favorable en cuanto
a los individuos de piel clara, lo que les abre más oportunidades
y les permite más éxitos que a los otros.
Casi todas las personalidades negras importantes son mulatas.
Los blancos no rechazan la asimilación para evitar la mezcla de san­
gre, les repugna esa mezcla porque la voluntad de segregación está
en su corazón. Lo que es muy importante de notar es que la posibi­
lidad de matrimonios mixtos está en el último puesto de las reivindi­
caciones de los negros: la mayoría no se preocupa por ello. Lo que
reclaman es la igualdad en el plano económico, frente a los tribunales.

229
en el terreno político, después en las escuelas, en las iglesias, en los
hospitales y en la vida social en general. Que todo el sistema de discri­
minación se haya construido para defenderse contra el peligro de los
matrimonios mixtos cuyo interés es para los negros absolutamente
secundario, es una racionalización que no se tiene en pie.
En verdad, las razones de la actitud de los blancos deben ser
buscadas no del lado de los negros, sino de los propios blancos. (C o­
nozco un antisemita que dice: Debe de haber algo en los judíos,
porque yo no los puedo soportar. M uchos blancos racistas tienen una
convicción análoga: Debe de haber algo en los negros, pues una es­
pecie de instinto me aleja de ellos.)
La razón original, es que el sur de hoy ha tomado la herencia de
la esclavitud después del traumatismo de la guerra civil. La esclavitud
no sería aceptable para las conciencias cristianas y democráticas si
Dios mismo no hubiera creado a los negros inferiores a los blancos;
y toda la organización social tiende a impedir que esa creencia sea
puesta en duda. Además, los estados del sur sufrieron su derro­
ta en el odio y la cólera: las enmiendas de la Constitución decla­
rando a los negros ciudadanos norteamericanos en igualdad con los
blancos fueron sentidas com o un insulto humillante infligido por
los yanquis. Han conservado un recuerdo tan agudo que el período
de la rastauración y de la dominación negra es visto en el sur como
una época de terror.
La gente del norte no desmiente demasiado esa leyenda, que jus­
tifica los com prom isos de 1870; pero un estudio histórico serio de­
muestra que contiene enormes exageraciones. Lo que sí es cierto es
el horror provocado en los sudistas por la revolución que los yanquis
llevaron al seno de su civilización. La esclavitud las había hecho des­
preciar a los negros; el traumatismo de la guerra, de la derrota, de la
reconstrucción ha desarrollado en ellos una fobia que se transforma
frecuentemente en verdadero odio. Las rivalidades económ icas refuer­
zan cotidianamente esta actitud. En tanto que una educación política
no haga tomar a los grupos oprim idos conciencia de su solidaridad
frente a la opresión, son llevados a odiarse entre sí. En el sur, donde
la situación económ ica de los trabajadores del algodón es de lo más
precaria, donde la miseria es grande, la enemistad entre los blancos
de las clases inferiores y los negros es exagerada. Esta enemistad ha
comenzado a desarrollarse también entre los blancos del norte desde

230
que la migración ha llevado a una importante población negra del
sur hacia los grandes centros del norte.
La competencia negra es temida aun por las clases medias. Lo
que los blancos del sur no confiesan jamás abiertamente es que ex­
traen de la discriminación grandes ventajas económicas, porque re­
partiendo desigualmente los recursos del estado, del condado, hacen
enormes ganancias sobre las espaldas de los negros. La idea de la
segregación, tal como ha sido formulada en 1870 por la legislación
“ Jim Crow” , no está en flagrante contradicción con el Credo cris­
tiano, se apoya sobre el slogan “ Iguales, pero diferentes” . Sabemos
que la idea “ igualdad en la diferencia” de hecho manifiesta siempre
un rechazo de la igualdad. La segregación ha traído al punto la dis­
criminación. La gente del norte, los liberales en general y hasta cier­
tos líderes negros tratan, al menos como primera etapa, de hacer
respetar la fórmula “ iguales, pero diferentes” .
Esta política está destinada al fracaso pues la segregación im­
pondría al sur un pesado fardo si no implicara la discriminación.
Por ejemplo, sería mucho más costoso para una comunidad tener
dos edificios escolares, dos grupos de profesores, dos servicios de
ómnibus para los niños del campo, que una escuela única si edificio,
personal docente, ómnibus no fueran, en lo concerniente a los ne­
gros, de un precio irrisorio; de ese modo, por el contrario, la ins­
titución blanca se beneficia. La confrontación del presupuesto de
escuelas, iglesias, hospitales, calles, cloacas, higiene, servicios pú­
blicos, en los barrios negros y blancos muestra de una manera evi­
dente el provecho que sacan los blancos de la miseria en que man­
tienen a los negros.
A los intereses materiales se superponen motivos de orden psi­
cológico; los blancos que ocupan los últimos escalones de la jerar­
quía social se sienten felices de tener por debajo de ellos a hom­
bres de los que son automáticamente superiores. Los de las clases
más elevadas se sienten felices de ver a los “ pobres blancos” usar
sus energías contra los negros en lugar de emplearlas en atacarlos
a ellos. Esta situación es, además, nefasta para los propios “ blancos
pobres” , que completamente ocupados en “ mantener a los negros
en su lugar” no tratan positivamente de conquistar para ellos mis­
mos un lugar mejor.
Los blancos pueden enmascarar su responsabilidad gracias al

231
círculo vicioso que señalamos a continuación: encuentran en la con­
dición de los negros una aparente confirmación de su conducta con­
tra ellos. Una de las razones que les permite creer a veces con una
gran dosis de buena fe en la inferioridad de los negros, es que ella
existe, pero existe porque la han hecho, porque la hacen, y eso es
lo que rehúsan reconocer.
Su presión no ha dejado de ejercerse desde 1870 hasta nues­
tros días. El fracaso de la reconstrucción, el establecimiento de las
leyes “ Jim Crow” y la existencia ilegal de la discriminación políti­
ca, económica, social, no pueden explicarse sino a partir de una
tradición de ilegalidad tan importante en Norteamérica como el res­
peto por la Constitución y el Credo norteamericano. Lo que es cu­
rioso aquí es que la ilegalidad haya sido el instrumento de los con­
servadores, que la casta dirigente se ha servido de ella para man­
tener los status anteriores. La situación presente del sur es la cul­
minación de los movimientos revolucionarios que hicieron fraca­
sar a la reconstrucción y que simboliza la actividad del Klu-Klux-
Klan. Cuando en 1877 los estados del sur se encontraron en las ma­
nos de los sureños, les fue fácil imponer ilegalmente su ley.
La Constitución de los Estados Unidos estipula que “ los dere­
chos de los ciudadanos de los Estados Unidos a votar no serán ni
rehusados ni restringidos por los Estados Unidos ni por ningún es­
tado, por razones de raza, de color o de situación anterior de escla­
vitud” . Pero el sur prohíbe a los negros votar. Toda la historia del
voto en el sur es un esfuerzo por reconciliar esas dos exigencias in­
compatibles. Se ha instituido la “ cláusula del abuelo” que exige del
votante que sus antepasados hayan ejercido el derecho del voto an­
tes de 1861. La Corte Suprema la declaró ilegal. Se ha excluido a
los negros de las “ asambleas primarias” , donde se eligen los can­
didatos propuestos por el partido, bajo pretexto de que estas asam­
bleas son privadas; si la Corte Suprema las estima privadas o pú­
blicas, está aún en suspenso.
Se exige un poli tax, “ impuesto de escrutinio” , demasiado ele­
vado para la mayoría de los negros. Se exigen también garantías
de educación, de cultura, de moralidad que permiten arbitrariamen­
te rechazar a todos los negros. En fin, se usa de la violencia, de la
intimidación. El negro sabe que será por lo menos “ mal visto” si
pretende votar, y ser “ mal visto” contiene los más graves peligros.

232

i
Resulta de todas esas maniobras que, en conjunto, los negros del
sur no tratan de reivindicar sus derechos de electores, lo que permite
a los blancos decir que pueden votar, pero que no se preocupan; la
apatía política que se comprueba en la masa de los negros no es si­
no una resignación. No votar tiene para ellos graves consecuencias.
Los negros del norte votan, lo que les procura pocas ventajas políti­
cas directas: en 1942 tenían un diputado en la Cámara de Represen-,
tantes y ningún senador, pero esta participación en la vida política
les permite obtener una aproximativa igualdad con los blancos en
los tribunales, la protección de la policía, los empleos en los servi­
cios civiles, las escuelas, los hospitales, las cloacas, etc.
Lo que es trágico en la situación de los negros del sur además de
su mezquino nivel de vida, que depende de la pobreza económica
del sur en general, es que nada, absolutamente nada, les está garan­
tizado. El carácter democrático del sistema judicial norteamerica­
no, donde los oficiales de la ley y los policías son elegidos, puede
ser una buena cosa en una sociedad homogénea; pero se transfor-,
ma en un grave peligro para la democracia legal en una sociedad
donde la participación política está restringida y donde una casta
oprime tradicionalmente a otra. La minoría apolítica se encuentra
sin ninguna defensa frente a los tribunales y a la policía, de donde
resulta que el negro está constantemente en peligro frente a los
blancos.
Desde el fin de la reconstrucción sólo una vez un blanco fue
condenado a muerte por el asesinato de un negro. Aun las penas
de prisión son raramente aplicadas en tales casos; el jurado dicta un
veredicto de “ legítima defensa” , es decir que contra la violencia y
el robo ejercido por los blancos, el negro se encuentra sin ningún
recurso. Inversamente se sabe con qué severidad es castigada la me­
nor audacia de un negro con respecto a un blanco. Aquí también la
carencia de tribunales, la parcialidad de la policía, crean un círculo
vicioso; el negro no puede ni aun tratar de luchar contra el esta­
do de cosas que lo aplasta. Toda tentativa le es imputada com o
un crimen. Y puesto que su suerte depende enteramente de la bue­
na voluntad de los blancos, no es asombroso que la segregación per­
sonal, residencial, institucional, se ejerza en su detrimento. Los blan­
cos encuentran en la discriminación a la vez ventajas materiales y

233
-el más seguro medio de im pedir al negro elevarse a un estatuto que
le permita hacer oir sus reivindicaciones.
En cuanto a la actitud «le los negros es, por supuesto, funda­
mentalmente una actitud de protesta y rechazo; pero también ne­
cesitan adaptarse a las condiciones que les son dadas. Su conducta
oscila necesariamente entre la rebelión y la sumisión. Los que pueden
emigran del sur al norte; pero hay que tener dinero para el viaje,
hay que tener esperanzas de encontrar tra b a jo; y com o las gran­
des m igraciones se han sucedido p or oleadas a partir de 1915, el
^‘problema negro” se plantea también, aunque de manera atenua­
da. en el norte. Se vuelve a encontrar aquí, con rasgos suavizados, el
esquema que prevalece en el sur. La adaptación consiste para los
negros en modelar su conducta de acuerdo a lo que los blancos exi­
gen de ellos, actitud que se encuentra expandida en el sur, donde
están más desarmados.
La forma extrema de la rebelión es una suerte de anarquismo
desesperado que engendra fácilmente el crimen (com o en el héroe de
Sangre negra, de Richard W rig h t). Entre esos extremos, ambos ne­
fastos para la causa de los negros, los líderes negros tratan de in­
ventar una política que sea, al mismo tiempo, “ adaptada” , es decir
que se someta en parte a las reglas impuestas por los blancos y no
obstante “ progresista” , es decir, capaz de suprimir esas reglas. La
dosificación de esas dos tendencias lleva a tácticas muy diferentes y
a violentas oposiciones entre los propios negros.
La actitud de los liberales blancos es esencialmente de invocar
Norteamérica a Norteamérica, la ley a la ilegalidad, el gobierno fe­
deral a! gobierno de los estados; se esfuerzan particularmente en
hacer respetar por los tribunales los grandes principios del Credo
norteamericano y a falta de asimilación, realizar la igualdad. Otros
piensan que ningún resultado puede ser alcanzado sino por un cam­
b io de toda la econom ía de los Estados Unidos. Todos reconocen, y
los conservadores racistas también, que ese es uno de los más difí­
ciles problemas a los cuales, cualesquiera que sean los fines que se
propongan, Norteamérica debe hacer frente.

234
4 de abril

Me han dicho: “ Hay que ver a Charleston y sus jardines” . He­


mos llegado ayer por la noche y nos ha costado bastante encontrar
un albergue. Esta mañana nos hacemos conducir por un taxi, a vein­
te millas de la ciudad, a las grandes plantaciones que datan del si­
glo xvm. Esos paraísos aristocráticos están hoy comercialmente ex­
plotados: hay que pagar dos dólares para cruzar las puertas; hay fle­
chas blancas que indican a los visitantes los paseos clásicos. No obs­
tante están desiertos en la frescura asoleada de la mañana; jóvenes
negras, vestidas con alegre ropa de algodón y tocadas con largas ca­
pelinas, recogen las hojas muertas del otoño primaveral. En sende­
ros más secretos, jardineros negros cortan el pasto, pero no hay más
paseantes que nosotras. Jardines de la Alhambra, islas Borromeas,
patios floridos de Kew, terrazas florentinas, bosques petrificados de
Cintra, ¡cuántos jardines hay en el mundo! Pero creo que estos
6on los más encantadores: la profusión de las azaleas y de las came­
lias es tan apasionante como las tormentas de Nueva Orleáns.
Pequeños puentes de madera de curvas románticas cruzan la­
gos misteriosos, senderos furtivos serpentean entre los matorrales
floridos. Por encima de las aguas, de los pastos, de las flores, está
el triunfo desgreñado de los “ musgos españoles” , suspendidos de
los grandes árboles tranquilos. Extraño parásito que simboliza en
su esplendor y en su abyección, las contradicciones de una tierra sun­
tuosa y sórdida. Tiene un nombre de enfermedad: el nombre de esa
peste que bautizamos en Francia como “ gripe española” . En los bos­
ques que bordean el Misisipí, cuelga de los árboles, ajado, gris,
sucio como las telas de arañas de los graneros; en los jardines es
precioso y delicado como tela de araña emperlada de rocío que tie­
ne el arco iris cautivo. Adorna de estalactitas vaporosas las bóve­
das vegetales de las avenidas: por su magia, las rutas se transforman
en cavernas frecuentadas por los elfos. Tiene color de humo, color
de ámbar y de crepúsculo, el color impalpable de las ropas de Piel
de Asno; evoca los velos de gasa, las bufandas, los volados de las
jóvenes inclinadas que se miran en estos estanques; frágil, inútil,
sutil e inquietante como el oriente de las perlas, como el azul vivo
de las turquesas, basta un soplo para cambiarlo en polvo y se ase-

235
me ja entonces a esos “ cord eros” co p o so s que se encuentran b a jo
los v iejos muebles. N o es más que un d esech o; recuerda sobre la
cim a de los árboles el enm ohecim iento de los pantanos donde se su­
mergen sus raíces. B ajo los dedos que lo palpan pierde su m a gia ; es
solamente un p o co de materia vegetal, in form e, sin o lo r y casi sin
color, justamente una celulosa.
Pero en esos jardines nada deja suponer las confusas alquim ias
de la vida que se abren en form as indolentes y perfectas. El lu jo
alcanza aquí la belleza. Sentarse sobre u n o de esos bancos, mirar,
respirar, es una alegría tan acabada que uno com pren de que esas
curvas y esas luces, que esa arm oniosa afirm ación del hom bre a tra­
vés de las riquezas de la naturaleza, haya p o d id o parecer a algu­
nos un valor suprem o: los hom bres han luchado apasionadamente
para que no desaparezcan de la tierra una civilización en la que esos
jardines tienen un lugar viviente y encarnan exquisitos refinam ien­
tos. Si m iro solamente esos pastos y esos lagos, com prendo.
N o es un azar que volviendo a Charleston, antes que cualquier
otro vestigio del pasado, nos hayam os encontrado con el m ercado de
esclavos. Ha sido conservado casi aproxim adam ente com o se lo veía
en las ilustraciones de La cabaña del tío T om . En un ala, los com er­
ciantes han instalado stands entre los postes: C oca Cola, bananas,
ice-cream s. La otra parte está desierta; es un largo hall rectangu­
lar pronto para recibir el ganado humano. Para crear paraísos pri­
vados tan extravagantes com o la Alham bra, eran necesarias las ri­
quezas inmensas de los plantadores, era necesario el infierno de la
esclavitud: los delicados pétalos de las azaleas y de las camelias es­
tán tintos en sangre.
N o obstante el v ie jo Charleston no evoca ni los esplendores ni
el h orror de la civilización sudista. A pesar de las inundaciones que
han soportado las casas situadas cerca del mar, una gran parte de
la ciudad ha perm anecido intacta; es la vida burguesa y com ercian­
te de los pequeños puertos ingleses que trajeron aquí, en el prim er si­
glo, los inmigrantes de ultramar. Las casitas de colores crem osos:
rosa, ro jo , blanco, amarillo vivo, parecen juguetes para niños muy
ricos; todas tienen pequeñas ventanas, pequeñas puertas y las pare­
des están pintadas com o un decorado de d ib u jo animado.
Tiendas de antigüedades, albergues, v iejos teatros, boutiques,
han conservado las insignias de otros tiempos y andamos a través del

236
siglo xvii provincial. A orillan del mar, algunos cañones y balas re­
cuerdan <jiu* <•n los comienzos <le la guerra por la Independencia se
libró una balalla conlra los ingleses. Se puede visitar una de las in­
numerables casas de Washington; pasó unas noches en Charleston y el
recuerdo de eso paso ha sido piadosamente embalsamado.
Comernos en un viejo albergue inglés sabrosos platos de V ir­
ginia y lomamos una vez más el ómnibus. Remontamos hacia el
norte y el paisaje se deseca. No hay más bosques, ni “ musgo español” ,
ni hayan,s. Sólo grandes campos con surcos negros, donde las pro­
mesas de algodón son aún invisibles. De tanto en tanto, una casa de
madera sombría se levanta solitariamente en medio de tierras des­
nudas, contra las nubes rojas del poniente.

5 de abril

Dormimos en Raleigh y subimos hacia Richmond, capital de


Virginia, que fue durante la guerra de Secesión la capital de la con­
federación sudista. La ruta era un camino de guerra y, como los
trails del Far West, nos cuenta su historia; pero los carteles que nos
designan los campos de batalla, el emplazamiento de los estados ma­
yores, ya no tienen los soberbios colores amarillos y rojos de Nue­
vo M éjico: son de un gris austero y las inscripciones se destacan
en letras negras.
Pasamos el domingo en Williamsburg, que todo el mundo nos
aconseja ver, y tomamos, por la noche, el tren hacia Nueva York.
Ardemos de deseos de volver a Nueva York y el ómnibus ya no nos
entretiene: hay demasiados viajeros, numerosas detenciones, frecuen­
tes retardos. Las estaciones con fondas sin atractivos, calurosas, mal­
olientes, donde sirven guisados incomibles.
Por lo menos hemos tenido la suerte de encontrar habitaciones
en el hotel. Hay en el ómnibus una familia que vuelve tristemente de
Miami por no haber podido alojarse; han hecho tres días de viaje
para descender en Florida y vuelven inmediatamente. No están con­
tentos de sus vacaciones. Su imprevisión me asombra, es muy raro
que un norteamericano viaje sin haber establecido minuciosamente
por adelantado cada milla de su itinerario y reservado una habita­
ción en cada alto. Richmond ha sido la capital de los estados con-

237
federados. Tengo en la cabeza los dos versos de John B row n’ s body
que los soldados yanquis cantaban descendiendo de W ashington:

W e ll hang Jeff Davis on a sour apple trce !


On lo R ichm ond! On lo R iclim ond! On lo R ich m on d!

En la sangrienta batalla librada frente a sus puertas, Lee per­


dió 20.000 hombres y Max Ellan 16.000; fue la batalla de los siete
días que acabó con la retirada de los soldados de la Unión. La ciu­
dad por donde nos paseamos a pie o en taxi es triste y fea. Vemos
el Capitolio, donde se reunió en 1861 el Congreso rebelde, y la “ Ca­
sa Blanca” , donde Jefferson Davis debió refugiarse hacia fines de
marzo de 1865, días antes de la llegada de Lincoln. En los parques,
en las avenidas, los árboles no tienen aún sus h o ja s ; después del
verano y de la primavera, sentimos la tristeza de volver a encon­
trar el invierno. En vano el chofer intenta com unicarnos algún en­
tusiasmo. Aun los recuerdos de la guerra de Secesión nos parecen
helados. D ecidim os partir esta misma noche para W illiamsburg,
que está a una hora de ómnibus.

6 de abril

W illiam sburg es uno de los más tristes engaños que sufrí. En com ­
paración. Carcasonne y el castillo del Alto Koenisburg tienen un emo­
tivo perfume de autenticidad. Cuando llegamos, por la noche, ya
nos espantamos por su carácter turístico. Lo mismo que en Reno y
Las Vegas, hay kilómetros de lodges, motéis y tourist-courts. Cuan­
do comenzamos a buscar habitación con la ayuda de un taxi com ­
placiente, advertimos que todos los habitantes alquilan a los visitan­
tes y, no obstante, en esa víspera de Pascua, erramos una larga ho­
ra antes de encontrar lugar, muy lejos del centro.
El hermoso hotel, claro y brillante, que se levantaba en el co­
razón de un parque y donde com im os, hormigueaba de gente. A fal­
ta de intimidad, esperábamos encontrar en un lugar tan reputado
un pintoresco atractivo. Y llegamos por la mañana, después de una
larga marcha, a un mal decorado de cartón. V iejas fotos expuestas
en el Museo, muestran que W illiam sburg poseía en otros tiempos

238
restos auténticos de su pasado; ruinas mezcladas a la vida de una
ciudad moderna que le daban un encanto sin resplandor. Rockefe-
11er decidió reconstruir enteramente, a partir de esos restos, una
ciudad colonial. Se transportaron al suburbio todos los edificios nue­
vos, abatiendo muros, suprimiendo todos los vestigios del presente y
también todos los del pasado que no se insertaban en la reconstruc­
ción y se edificaron, según un plan del siglo XVIII, pseudas tabernas
viejas, antiguas casas de tablones completamente frescos, un pala­
cio, una prisión.
W illiamsburg no puede dejar de parecer una feria y un estu­
dio de cine, pero, después de todo, hay, frecuentemente, poesía en
las ferias y en los estudios de cine. No sé qué azar despiadado le ha
rehusado, en cambio, toda gracia a W illiamsburg. Las avenidas son
tan anchas, tan largas, los terrenos que las bordean tan desérticos,
que el conjunto de la ciudad no aparece jam ás: se descubren, una
después de otra, casas aisladas que huelen todas a mentira. El guar­
dián de la prisión, por ejemplo, reconoce que en ninguna época el
edificio ha tenido el aspecto que ofrece h o y : ha habido un tiempo en
que los prisioneros estaban encerrados en pequeños calabozos sórdi­
dos, y otro en que se alojaban en grandes salas bastante cuidadas,
pero esas alegres celdas de madera lustrada, adornadas de paja fres­
ca no han existido jamás.
Se huelen por todas partes inexactitudes análogas. Para colm o,
una irrisoria mascarada se despliega en las calles: calesas con duci­
das por lacayos negros de libreas rutilantes pasean, a través de la
mañana pascual, a familias maravilladas. En el umbral de los negocios,,
de las tabernas, las mujeres que nos reciben llevan pelucas polvo­
rientas y ropa en cestas. Ese frío carnaval nos aburre.
Sólo un pequeño musco nos retiene un m om ento: vemos cua­
dros ingenuos del siglo pasado y bellos pájaros de cobre que fue­
ron, en otro tiempo, pararrayos. Pero cuando los hemos visto, cuan­
do nos hemos perdido en el laberinto del triste jardín a la francesa
que rodea el palacio, y del que escapamos agujerendo un seto, no
tenemos sino un deseo, irnos.
Los norteamericanos que se reúnen aquí los días de fiesta ma­
nifiestan un conm ovedor amor por su pasado; pero ese pasado, tan
crudo, tan verdadero en Savannah, en Charleston, es aquí un pasado
condicionado” , com o lo es también la naturaleza ofrecida a los

239
jóvenes matrim onios sobre el Misisijn Show lioat. Se trata, en ver­
dad, do una empresa com ercial y hay que convenir que tienen el
mismo éxito que Lourdes en Eraneia: el gusto de los peregrinajes
dehe do ser común a todos los continentes.

7 de abril

Nueva Y ork. Un portero negro de casquete r o jo nos toma las


valijas y nos da un cartón con un n ú m ero; por un sistema de carre­
tillas y ascensores, las valijas descienden a una especie de túnel don­
de desfilan taxis amarillos que llevan a los recién llegados, con un
ritmo precipitado, para dispersarlos a través de la ciudad. Son las
siete de la mañana y siento en mi corazón la misma alegría que los
días en que vuelvo a París, después de un viaje, y me vuelvo a en­
contrar en mi ciudad.
T om o el teléfono, ya no para llam ados al vacío, com o dos me­
ses atrás. Las voces suenan familiarmente en mis o íd o s ; con el pla­
cer que experim ento al oírlas, recon ozco que tengo aquí verdade­
ros am igos. La separación dom esticó a Nueva Y ork . El exotism o se
desvaneció. Y a no hay en el horizonte otro m undo sobre el cual
esas casas, esos carteles, esas vidrieras se destaquen con formas sin­
gulares: Europa está olvidada y es este propio mundo el que cons­
tituye el fon d o sobre el cual se levanta mi vida.
Muestro a N. las calles, las avenidas, los rascacielos con tanto
orgullo com o si paseara a una provinciana a través de París. Sé que
subiendo al óm nibus hay que deslizar una moneda en una especie
de alcancía, cerca del conductor, y que la presión de los pies abre
automáticamente la puerta de salida. Sé obedecer las luces rojas e
introducirm e entre los coch es en m ovim iento y no tendré ya la idea
de bajar por las escaleras. Y , sobre todo, p or todas partes por don­
de me encuentro, sé dónde estoy y lo que me rodea.
Com em os en lo alto del Pent House, en el piso 18, a orillas del
Central Park. El restaurante es una amplia terraz^ abrigada por una
v id riera ; para los comensales que no tienen la suerte de una mesa
cerca de la ventana, se han instalado grandes espejos que permiten
^ver, a falta del parque m ism o, su reflejo perfectamente dispuesto.
A b a jo , los árboles de h ojas primaverales no son solamente una

240
vegetación confusa; ese parque me es tan familiar como el jardín
de Luxemburgo. Por sus pastos corren gordas ardillas grisas; de
tanto en lanío se levanta una estatua en lo alio de un cerro verde.
Me paseo alrededor de un gran depósito de agua encerrado por un
enrejado de hierro. Más lejos, hacia el norte, al lado de una pe­
queña fuente, jóvenes negros en trajes de color pastel pasean por
los senderos, y mujeres negras sentadas en bancos, vigilan a los ni­
ños de cabellos lanosos. Todo eso está presente, más allá de mi m i­
rada.
A la tarde, descendemos down-town. Me gustan esos barrios con ­
fusos que se extienden entre Greenwich y la Batería; con un olor
de cajas de embalaje se venden al por mayor y al por menor esas
mercaderías ingratas que se encuentran en París alrededor de la ca­
lle Réaumur: clavos, tornillos, tuercas, resortes y toda clase de hierro
v ie jo ; cotonadas, bramantes, cartonería, cartuchos, ampollas eléctri­
cas, manijas de puertas, hules. En las calles viejas, donde los edifi­
cios no tienen más de dos pisos, en las calles más modernas, donde
los inmuebles son tan altos com o en París, se encuentran por tone­
ladas esos objetos oscuros que, en la vida corriente, no existen ja ­
más por sí mismos. Los camiones van y vienen sobre las calzadas su­
cias de papel de embalaje.
En compensación, la calma reina en el barrio de los negocios.
No había visto aún Wall Street a las cinco de la tarde. Los grandes
cañones sombreados están casi desiertos: la pequeña iglesia duerme
al pie de los frontones, en medio de su cementerio. Súbitamente, las
puertas de los edificios escupen oleadas negras, una marea huma­
na inunda las calles: somos arrastradas por el huracán.
Dócilmente nos dejamos llevar hasta el ferry-boat de Nueva Jer­
sey. Muchos de esos empleados, esos contadores, esas secretarias, esas
dactilógrafas, tienen que tomar el tren del otro lado del Hudson: quie­
ren llegar a sus casas lo más rápidamente posible, no prolongar un
minuto la larga jornada de trabajo. A esta hora es imposible obli­
gar a los peatones a respetar las consignas luminosas; parece que
para intimidar a las mujeres, que son las más desatinadas, se han
elegido soberbios policías de sonrisas joviales, pero ellas permane­
cen irreductibles y el otro día un cop que pretendía aplicar multas
a los peatones indisciplinados, poco faltó para que fuera linchado.
Cada mañana, cada noche, el subterráneo, el ómnibus, el tren

241
roban una hora o más u los trabajadores. Se com prende que recla­
men con tanta pasión que, al menos los minutos perdidos en los co ­
rredores, en los vestuarios, les sean pagados; reivindicación que, por
otra parte, no ha sido escuchada.
Se penetra en el frrry-boat p or una verdadera estación donde
se compran directamente los pasajes para los trenes de Nueva Jersey.
Tomamos solamente un boleto para la travesía. La enorme balsa está
llena de gente que se ha precipitado a la parte de adelante para p o ­
der descender más rápido. A la llegada se arrojan hacia los trenes.
Descendemos las últimas y nos encontram os perdidas en medio de
trenes y de depósitos que se extienden hasta perderse de vista. Hay
un ómnibus que espera y subimos al azar. Se hunde a través de ba­
rrios deteriorados. En esas calles bordeadas de casuchas sórdidas,
negros y blancos habitan juntos, confundidos en una com ún miseria.
P or vueltas y revueltas, el óm nibus nos lleva a otro ferry-boat un
poco más alto sobre el Hudson.
La noche cae y en tanto atravesamos el río, acodadas en el b or­
de del barco desierto, vemos encenderse las luces de la Batería. El
faro r o jo que brilla en la cima del “ Empire State Building” me es
tan querido com o los fuegos de la T orre E iffel; y en tanto que lo
m iro siento, al fin, lo que buscaba vanamente en las noches de Times
Square: pertenezco a Nueva Y ork y Nueva Y ork me pertenece.

9 de abril

Es verdad que se encuentra en Nueva Y ork algo distinto que


en el resto de N orteam érica; donde no hay sino pequeñas ciudades y
pequeños estados que se complacen en sí mismos, una verdadera ca­
pital desborda sus propias fronteras. Es amar curiosamente a N or­
teamérica declarar que Nueva Y ork no es nortemericana, bajo el
pretexto de que está abierta al resto del mundo.
La vida toma aquí una dimensión exaltante porque uno se sien­
te situado en una de las encrucijadas del mundo. En casa de mis ami­
gos L. he pasado una tarde española en com pañía de arquitectos y
pintores. M iró acaba de llegar de las Baleares, donde ha vivido mu­
chos años en una sem iclandestinidad; por contraste, la libertad nor­
teamericana le encanta. Encuentro p or azar a un amigo que ha lie-

242
gado de la Argentina y a quien había perdido de vista desde hacía
diez años.
Supe que el pintor y escritor Cario Levi, que conocí en Roma,
acababa de llegar; le serví de guía ayer por la noche a través de los
night clubs de la Bowery y de Greenwich. Sus primeras impresio­
nes se recortan sobre las mías. Está encantado con la belleza de Nue­
va \ork, inversamente simétrica a la belleza romana; se asombra
de encontrar tan humana una ciudad a la que se describe como dura
y mecánica. Le choca también el silencio de las noches; las de Ro­
ma son más ruidosas. En la calma de las pequeñas calles, cuando es­
tallan de pronto risas, cantos, gritos, o aun voces próximas, el dur­
miente se despierta, en tanto que el tráfico de las grandes avenidas
forma un fondo sonoro monótono que no se oye y donde los ruidos
singulares se pierden. Además, a poco que se habite arriba del sexto
piso, se gusta del silencio del cielo.
Conocí hace dos meses al director alemán antifascista Piscator.
Después de haber trabajado en Berlín, en París, posee hoy dos tea­
tros en Nueva York. En uno de ellos se dan representaciones popu­
lares donde el público es invitado gratuitamente. Al final de la segun­
da avenida se levanta, al lado de un teatro ídish, un edificio de nue­
ve pisos que parece inmenso en medio de las pobres casas de East
Side; lleva inscripciones en ídish y es la sede de una especie de franc­
masonería judía. Todos los pisos están ocupados por puestos: detrás de
sus puertas, en una atmósfera cargada de humo, los comerciantes
del barrio discuten, con un misterio casi religioso, asuntos de nego­
cios. En lo alto hay una vasta bohardilla de la que se ha hecho
una sala de espectáculos, con un escenario, una orquesta y, bajo las
gruesas vigas del cielo raso rústico, un balcón. Cuando estuve repre­
sentaban una pieza rusa; los decorados estaban indicados por acce­
sorios y por paneles con proyecciones luminosas. Actuaban los alum­
nos de Piscator y el público los aplaudía con pasión. La escuela mis­
ma está situada en el corazón de Nueva York, sobre la 48 Street;
allí se forman jóvenes actores que dan, en una pequeña sala, obras
de valor cuyo éxito sería incierto en Broadway. Esta noche se da la
primera representación de Las moscas.
Asistí en esos días a los últimos ensayos; era la misma fiebre
que en París en iguales circunstancias. Pieza francesa, actores nor­
teamericanos, director alemán, he aquí el cosmopolitismo neoyor-

243
quino. Pero la existencia tic im teatro experimental es m ucho más sin­
gular aquí que en Francia. M uchos jóvenes se interesan por el tea­
tro ; en los colegios los cursos de arle dram ático son muy seguidos
y Jas representaciones aparecen com o grandes fiestas. P ero no hay
mucho lugar para las iniciativas individuales en este dom in io, es
muy difícil emprender nada. Una obra es un n eg ocio com ercial que
no puede lanzarse sin un gran capital: no se exponen tales sumas con
autores desconocidos, con actores debutantes.
La tentativa de Piscator p or montar espectáculos de arte es ca­
si ignorada; sólo un pequeño número de aficion ados se suscribe a
los abonos. Tan próxim o a B roadw ay, este pequeño escenario está
tan perdido com o la bohardilla de East S id e ; lo que se representa no
encuentra casi eco. En N orteam érica se desarrollan siempre esos es­
fuerzos, en medio de una austera soledad. Entre la oscuridad y el
éxito no hay término m edio. El artista trabaja en el desamparo o
en el gran ruido de la multitud. H ay que tener suerte para dar el
salto y mucha fuerza para no caer.

1 0 d e a bril

Los telefonistas, después de largos debates, de numerosos par­


lamentos, se declararon ayer en huelga. A decir verdad, casi no se
advierte. En el interior de la C ité los automáticos funcionan siempre;
los llamados a larga distancia están suspendidos, pero basta pre­
textar una urgencia para obtener Miami o Los Ángeles. Entre tan­
to la historia Eisler se repite: otro líder comunista, Dennis, es cita­
do ante los tribunales por el uso de pasaportes falsos. La persecución
se vuelve cada vez más sistemática y no encuentra casi resistencia
en la opinión.
El tiempo es lluvioso en estos días. Cuando no voy a casa de
amigos, visito con N. las galerías de pintura, los museos. Ayer he­
mos pasado horas en el Museo de Historia Natural. No tiene el en­
canto añejo de nuestros viejos museos ni la alegría de feria de Neuil-
ly ; pero sus colecciones son tan ricas que aun sin agradarnos no po­
demos desentendemos de ese universo “ naturalizado” . No sólo los
animales están magníficamente embalsamados, sino que se han em­
balsamado también los paisajes, donde fueron capturados. Costosas

244
expediciones han ido a buscar a los animales a través del m undo;
en el curso de las cacerías, frecuentemente largas y difíciles, se eli­
gieron entre los montones de cadáveres, el león, el gorila, que parecían
las más puras encarnaciones de su especie. Se reconstruyó, enton­
ces, con minuciosidad, por fotografías y dibujos, el sitio que los r o ­
deaba, transportando muestras de piedras y de plantas. En las vitri­
nas se reconstruyó el conjunto contra un telón de fondo pintado pa­
ra dar la ilusión. El decorado es a la vez tan exacto y tan falso, el
movimiento del animal está fija d o en una tan definitiva inmovilidad,
que se siente malestar. Cuando en un hall vecino advertimos indios
de tamaño natural acampados alrededor de un wigwam, nuestro p ri­
mer impulso es creer que están embalsamados.
En Radio City, en el más grande music-hall del mundo, vemos
trabajar a los Rocketts, pero nada se parece más a los decorados de
los music halls que otros decorados de music halls, las girls a otras
girls. H oy vamos al circo que acaba de instalarse en Madison Garden.
Los intelectuales norteamericanos consideran con desprecio esta dis­
tracción infantil y bárbara. Los franceses de buena voluntad me han
hablado maravillados com o de un fenómeno sociológico de la ma­
yor importancia. Pero si a uno le gusta el circo no necesita excusas
ni justificaciones para sentarse en sus gradas.
He aquí una vez más una de esas sombras percibidas en la ca­
verna de la infancia que encuentra aquí su verdad: esto no es sola­
mente un circo ; es el Circo, el más grande del mundo, el más lujo-
so y que ofrece los más extraordinarios números. Hay tres pistas
donde clowns, juglares y acróbatas trabajan al mismo tiem po; es
una superabundancia, no se puede seguir con dos ojos las hazañas
de tres equipos de equilibristas. Pero en esa seducción de luces, de
colores y de ruidos, esa generosidad alcanza una m agnificencia que
me deslumbra. Más que la audacia de los bailarines de cuerda, que
la docilidad de las otarias, lo que fascina es el propio decorado, las
tres pistas redondas, los trapecios, las cuerdas, los aparejos, la luz
de los reflectores, el olor de las fieras, el desorden de los clowns.
A pesar de su ingeniosidad y su perfección, las atracciones no
son sino un pretexto. De tanto en tanto se desarrolla — oro, seda, b ro­
cado— una monstruosa cabalgata: el matrimonio de Cenicienta, una
recepción en la Corte de Inglaterra, en tiempos de la reina Victoria.
Ni un instante de descanso: entre los desfiles, los acróbatas v las

245
bestias salvajes, un ejército de clow n s, enanos y gigantes dan volte­
retas, bailan, se pavonean, se empujan. No obstante esta profusión
no basta para llenar a los espectadores. Entre las gradas circulan
vendedores ofreciendo no sólo Ice-crea m s y bombones, sino pitos,
trompetas, látigos y toda clase de g a d g ets. En tanto que las gir/s, sus­
pendidas por aparejos, bailan un can-can horizontal, los niños soplan
en las trompetas y luchan entre sí a golpes de látigos, y los padres
se entretienen con pequeños juguetes mecánicos. Y o no sé si la avi­
dez con que tragan por los ojos y las orejas todo lo que se les ofre­
ce dan la medida de su aburrimiento cotidiano: en ese caso, este es
un vertiginoso abismo.
El público se calla, al fin, cuando sobre un hilo de acero, a
treinta metros del suelo, un hombre se dispone a saltar a la cuerda. No
hay red y los espectadores están anhelantes. En cuanto a mí encuen­
tro esta angustia insoportable y me indigna que las redes no sean
obligatorias ni en Francia ni en Norteamérica. Sé bien que es el ries­
go de muerte lo que da a este ejercicio la verdad de un acontecimien­
to. Algo que pasa: eso es lo que quiere el acróbata, lo que fascina
al público y me fascina. Sólo la presencia de la muerte puede dar
a un momento de la vida una autenticidad tan punzante. Pero, ¿qué
es digno aquí de tal verdad? Se propone en un instante destinado
a las diversiones más fáciles y él mismo carece de verdad. Lo que
permite defender las corridas de toros es su carácter sagrado: la
asistencia participa con gravedad y la sangre vertida por el animal
justifica, exige aun, que la sangre de su matador pueda también co­
rrer. Pero aquí el acróbata no tiene adversario viviente, podría de­
safiar la gravedad a dos metros del suelo sin poner en juego su pro­
pia vida y, puesto que no hay nadie frente a él que lo amenace y las
leyes de la física no lo matarán, es el público mismo que aparece
como su asesino.
No obstante, él no asume de ningún modo ese papel: mira, eso
es todo. Cuando es un espectáculo real y no imaginario lo que se da,
su relación con el espectador se vuelve un problema difícil; lo que
es evidentemente chocante aquí es que la muerte sea invitada por ra­
zones puramente espectaculares. Su tragedia se encuentra mancha­
da. La emoción no se suscita por una situación por sí misma dra­
mática, como la de un hombre y una fiera que se afrontan; se ha­
ce dramática la situación a fin de suscitar emoción. Por estar des-

246
tinado a ser contemplado en un circo, ese ejercicio acrobático ha si­
do sazonado con peligro mortal; resulta una negación de su verdad
que degrada la verdad de la muerte misma, y que ubica al dinero
más alto que la vida en la jerarquía de los valores.
Además, en una corrida, la muerte del torero no es sino una
vaga posibilidad, necesaria a la belleza del drama pero perdida en
un lejano horizonte; la concurrencia no está atormentada. Aquí a
cada segundo el equilibrista es precipitado de lo alto de las cimbras
y milagrosamente resucitado; lo que conmueve no es que su pie to­
que el hilo de acero sino que no se haya caído. Es un triunfo nega­
tivo; el número del juglar encanta por sí mismo, pero este ejercicio
no es más que un largo horror conjurado.
Después de la plácida parada de los elefantes, el circo se vacía
en tumulto. Vamos a encontrar en el restaurante Mac Carthy, sobre
la Segunda Avenida, a A. E. y N. G., el joven escritor de veintidós
años que se parece a Fred Astaire. Su libro ha escandalizado porque
trata con crueldad cuestiones pederastas y porque constituye un vio­
lento ataque contra las escuelas militares. Ha sido llevado a la jus­
ticia por la “ Liga por la supresión del vicio” , pero ese escándalo
mismo ha ayudado a su éxito. Ha alcanzado un gran tiraje y ese es
el pretexto de esta cena. Comemos suculentos T-bone steaks, así lla­
mados porque la carne está cortada alrededor de un hueso en forma
de T. Compramos una botella de whisky y subimos a lo de N. G.
Tales ágapes son excepcionales; comienzo a conocer muchos
jóvenes escritores y sé las dificultades de su vida material. Después
de un primer libro de éxito, ocurre frecuentemente que los editores le
garantizan una pensión de uno o dos años, el tiempo de escribir una
nueva obra. Tal el caso de N. A., de A. E., de N. G. La ventaja es
que se encuentran librados provisoriamente de las más graves pre­
ocupaciones prácticas: el inconveniente es que están obligados a
producir en un tiempo limitado un segundo libro de éxito. Si no tie­
nen un gran talento, altas ambiciones o una honestidad exigente, es­
tán tentados de repetirse en lugar de renovarse; antes de buscar ex­
presarse, tratarán de fabricar un best-seller. Otros viven de traduc­
ciones, del periodismo, de artículos críticos, pero el periodismo es
devorador, muchos se pierden y los artículos críticos se pagan mal,
salvo en las grandes revistas.
En conjunto, pensiones o trabajos no proporcionan sino esca-

247
sos ingresos. Casi lodos i'slos escritores viven con su mujer (legi­
time o no. le unión !il>re es mucho mes habitual de lo c|ue pensa­
b a ). y en todos esos bonetes le m ujer lembien trebeje 5 este es ca-
m ercre en un í/mg'-.s/ore. aquella. vendedora de une gren tiende, le
otre. profesora. La alimenleeióu y le veslimente son fácilmente con ­
fortables. pero, fior supuesto, no pueden tener auto, y les comidas
en restaurantes y las salidas son muy raras, y mas raros aun los via­
jes. En todo el año no se abandona le ciudad y yo con ozco m ejor los
paisajes de Norteamérica que cualquiera de mis am igos. Los interio­
res son tan modestos com o los de los intelectuales franceses: una
pieza o dos. muchos libros, pocos muebles. Sólo el con fort del cuar­
to de baño v de la heladera manifiesta la superioridad del standard
de vida norteamericano.
Tienen todos, sin excepción, máquina de escribir: escribir a
mano les parecería tan extravagante com o tejer ellos mismos la te­
la de su ropa. Pero su verdadero lu jo es el m agn ífico tocadistos que
encuentro en todas las casas, aun en la de R.C., que no tiene cuarto
de baño ni heladera. El jazz es tan necesario para ellos com o el pan: e^
su única diversión en el curso de los días de trabajo. Es también su úni­
co antídoto contra el conform ism o norteamericano y su aburrim ien­
to. su única abertura a la vida.
Para presentir lo que puede representar el jazz para un joven
escritor norteam ericano, hay que con ocer la sofocante rutina y la
soledad desolada de sus días. En Francia, en España, en Italia, en
Europa Central, la vida de café ofrece al intelectual, al artista, des­
pués del trabajo cotidiano, el aflojam iento de la camaradería, la
emulación y la fiebre de la con versación ; nada de eso hay aquí. A quí
las reuniones com o las de esta noche son raras. L os partys represen-
lan una obligación social a la cual uno se pliega de tanto en tanto,
pero no se conversa en ellos más de lo que se distrae y es muy raro
que los escritores se reúnan entre sí. En París la vida literaria aca­
ba a veces por tomar el lugar de la propia literatura, lo que no es
un b ien ; pero la ausencia de toda vida literaria es un mal aún más-
debilitante.
Se comprende que Hollywood y todos los espejismos de la fa­
cilidad tienten peligrosamente al escritor dotado; se comprende que
esos que crean penosamente se desalienten. Hace falta mucho asce­
tismo y vigor para “ contenerse” mucho tiempo. Eso es lo que me ex-

248
plica un fenómeno que me ha parecido desde hace tiempo descon­
certante; que tantos escritores, después de un buen libro o, al menos,
lleno de promesas, se hayan callado definitivamente. Se pueden ci­
tar largas listas de esos hijos únicos. Son una de las pruebas más
llamativas de las posibilidades que encuentran en este país, los in­
dividuos tomados uno por uno y la manera en que la civilización
norteamericana los mata.
Escuchamos viejo jazz: Louis Armstrong de la gran época, ai­
res de Bessie Smith, la cantante negra que murió com o consecuen­
cia de un accidente automovilístico porque no la quisieron admitir
en un hospital blanco. Oímos también música folklórica más vieja
que el jazz: las canciones fúnebres que se cantaban en Nueva Or-
leáns, refranes de trabajo cantados en el tiempo de la esclavitud por
los negros de las plantaciones. Entre dos discos discutimos sobre la
literatura norteamericana. Muchos problemas se plantean a los jó ­
venes novelistas.
La generación precedente ha forjado un excelente instrumento y
se ha servido de él con acierto; la sustitución del análisis por el beha-
viorismo no em pobreció a la psicología, como se pretende a veces. La
vida interior de un hombre no es nada más que su aprehensión del
mundo. Volviéndose hacia el mundo y dejando en la sombra la sub­
jetividad del héroe se consigue expresarla con la mayor verdad y
profundidad. Está hondamente indicada a través de los silencios, de
una manera mucho más sabia que por las charlas de los malos dis­
cípulos de Proust. Y ese prejuicio de objetividad permite manifes­
tar el carácter dramático de la existencia humana.
No obstante la riqueza de las implicaciones no es la misma en
todos los autores de esa escuela; en los mediocres el procedimiento
se vuelve mecánico y nada está ya indicado sino el vacío. De todos
modos, esas técnicas, com o ninguna otra, lo expresan todo. Se com ­
prende que los jóvenes no quieran referirse a Hemingway, a Dos
Passos. Buscan. N. G., que es admirador y discípulo de Farrel, ha es­
crito un relato totalmente objetivo y no comprende que le reproche­
mos que sea frecuentemente más documental que novelesco. Nos pa­
rece también que las conductas de sus personajes son a veces injus­
tificadas, que se autoriza desde el punto de vista elegido para es­
camotear el problema de las motivaciones psicológicas. Se defiende
con pasión y defiende la estética a la cual se liga. A. E. siente, por

249
el contrario, la necesidad ele una nueva forma de arte. Es de aque­
llos a quienes la novela bien construida, bien conducida, no parece
ya satisfactoria. Estima imposible dar la totalidad de un ser huma­
no en su inmanencia y su trascendencia, en su ambiente y en su sole­
dad, sin inventar nuevos procedimientos.
Muchos jóvenes eligen hoy la poesía porque sienten las faltas
de la novela tal como la han creado sus mayores. Y hay prosistas que
buscan incluir la poesía en sus obras; la influencia del surrealismo
y del monólogo interior, a la manera de James Joyce, es muy signi­
ficativa. El debate se prolonga hasta las dos de la mañana, y lo pro­
seguimos aún marchando hacia nuestro hotel, a lo largo de Central
Park, con una dulce noche primaveral.

11 d e abril

Muestro a N. la Bowery, el barrio judío, el barrio chino. Vamos


a un coctel en casa de nuestros amigos L. y después a una cena en
un restaurante francés. A. E. nos lleva a oir en la 52 Street la trom­
peta de Sydney Becliet. Es uno de los últimos músicos que tocan en
el puro estilo de Nueva Orleáns. Fue famoso en Norteamérica y to­
có también en Francia. En París mató a otro músico negro en una
pelea, y cumplió un año de prisión, en cuyo transcurso los cabellos
se le volvieron blancos. Hoy es un hombre viejo de rostro arruina­
do. Un pianista lo acompaña. No es una atracción suficiente: el pe­
queño n ig h t clu b está desierto. Hay solamente tres jóvenes en una
mesa vecina que escuchan con pasión; son, sin duda, de la misma es­
pecie que el italianito de Nueva Orleáns. Escuchan como otros rezan.
Pero Bechet no podría soñar con un público más digno de su ge­
nio que la mujer de rostro negro y delantal blanco que aparece, de tan­
to en tanto, por una pequeña puerta, detrás del estrado. Es, sin du­
da, la cocinera; una fuerte mujer de unos cuarenta años, de rostro
fatigado pero habitado por grandes ojos infatigables. Las manos so­
bre el vientre, se tiende hacia la música con un fervor religioso. Po­
co a poco su rostro gastado se transfigura, su cuerpo indica el rit­
mo de una danza, y baila sin moverse. La paz y la alegría han des­
cendido sobre ella. Tiene preocupaciones, tiene desdichas; olvida pre­
ocupaciones y desdichas, olvida sus rodillas, sus hijos, sus enferme-

250
dades, su pasado, su porvenir. Está colmada: la música la justifica
a través de toda su vida difícil, y el mundo está justificado con ella.
Ella baila inmóvil con una sonrisa de ojos desconocida en los ros­
tros blancos, donde sólo la boca imita a la alegría. Y mirándola,
comprendemos mejor aún la grandeza del jazz que oyendo al pro­
pio Bechet.
Es evidente que los norteamericanos blancos comprenden ca­
da vez menos el jazz. No forma para nada, como yo lo creía, su ali­
mento cotidiano. Hay aquí una institución formidable que se llama
M usic b y M usak, que despacha música a quien la pide, a no
importa qué hora del día. Tienen numerosas clases de programas:
para funeral hom es, para compromisos y noviazgos, para cocktail
partys, para bares y restaurantes. También en las fábricas irradian
oleadas de música por los talleres, mientras los obreros trabajan. Y
cada lugar público posee su Juke-box.
El norteamericano cuando come, trabaja, descansa^ en todo
momento de su jornada, y aún en el taxi, gracias a la radio, se ba­
ña en música; hay quienes llevan en las manos radios portátiles, cuyo
precio es irrisorio. Pero lo que se les sirve no es nunca jazz: es Si-
natra o Bing Crosby, son melodías azucaradas que se llaman sweet
music y que son tan empalagosas como las sweet potatoes. Es la sweet
music lo que se ofrece más frecuentemente en los night clubs de éxi­
to, o un sweet jazz que es un abastardamiento del jazz.
Al público le gustan las grandes orquestas espectaculares, don­
de no es posible tocar sino música escrita. Lo que es más grave es que
los mismos que pretenden amar el verdadero jazz lo desnaturalizan;
y como los negros no ganan su vida sino por la clientela blanca, se
hacen necesariamente cómplices de esa perversión. Cuando se com ­
para a Bechet o a las pequeñas orquestas de Nueva Orleáns, o los
viejos discos de Louis Armstrong y Bessie Smith con el jazz que
está hoy en boga, uno se da cuenta de que los norteamericanos casi
han vaciado a esa música ardiente de todo su contenido humano y
sensible. Duelo, trabajo, sensualidad, erotismo, alegría, tristeza, re­
belión, esperanza, la música negra expresaba siempre algo y el hot
jazz era la forma afiebrada y apasionada de esa expresión. El pre­
sente estaba exaltado en su verdad concreta, es decir, cargado por
el peso de un sentimiento, de una situación, ligado a un pasado y a
un porvenir.

251
Los norteamericanos se desprenden con desprecio del pasado.
( “ ¿C óm o se interesan ustedes por el viejo Faulkner?” , me decía es­
candalizado un editor.) El porvenir colectivo está en manos de una
clase privilegiada, la pullmann class, a quien está reservado el goce
de emprender y de crear en gran escala. Los otros no saben in­
ventarse. en el mundo de acero del cual son rodajes, un porvenir
singular: no tienen provectos ni pasión ni nostalgias, ni esperanzas
que los comprometa más allá del presente. No conocen sino la re­
petición indefinida de las estaciones y las horas.
Pero cortado del pasado y del porvenir, el presente no tiene ya
sustancia; no es nada, es un puro ahora vacío. Y porque es vacío no
puede afirmarse sino por medios exteriores; es necesario que sea
“ excitante” . Lo que gusta a los norteamericanos en el jazz, es que
el j azz manifieste el instante, pero com o para ellos el instante es
abstracto, es también una manifestación abstracta lo que reclaman;
quieren ruido, ritmo, nada más. Puede ser que ese ruido y ritmo
esté orquestado con arte, con ciencia, y de manera que infinitamen­
te el presente renazca de su muerte; pero el sentido del viejo jazz se
ha perdido.
A. E. me dice que la form a más reciente del jazz, el be-bop, ma­
nifiesta aún más claramente esta divergencia. Originariamente, se
trata de un hot llevado a su punto extremo, es un esfuerzo por ex­
presar el quiver, la palpitación de la vida, en lo que tiene de más
frágil v de más afiebrado. Pero de esa fiebre interior los blancos
han hecho, y los negros a continuación de ellos, una trepidación com ­
pletamente exterior. N o han conservado sino los ritmos de una pre­
cipitación anhelante pero que no significa más nada.
Tal pasaje a la abstracción no está limitado al dom inio del jazz.
R ecorriendo nuevas galerías de cuadros, leyendo ciertas obras de
jóvenes, me ha sorprendido la generalidad del fenóm eno. El cubis­
mo, el surrealismo han sido vaciados, también ellos, de su conte­
nido. No se ha mantenido sino el esquema abstracto. Esas formas
que han sido en Europa lenguajes vivientes y que se han destruido
por el m ovimiento mismo de su vida, se encuentran aquí intactas, pe­
ro embalsamadas. Las producen reproduciéndolas mecánicamente
sin advertir que ya no dicen nada. En este país tan ardientemente
vuelto hacia las civilizaciones concretas, esta palabra: abstracción,

252
me viene cada día a los labios. Es necesario que comprenda más
exactamente las razones.

12 de abril

Ayer por la noche se ha estrenado en Broadway el último filme


de Charles Chaplin, Mr. Verdoux. Hubo una multitud; habrá, sin du­
da, multitudes durante varias semanas. Vamos temprano para conse­
guir más fácilmente lugar. Los críticos de todos los diarios sensatos
han sido ásperos. Denunciaron la película como antinorteamerica­
na, antisocial, amoral, etc. Me hubiera gustado encontrarla buena.
Pero Chaplin no ha conseguido crear ni un hombre ni un mito. Se
tiene la impresión de que ha estado intimidado, a pesar de todo, por
su audacia. Sin duda también el pasaje de un arte espontáneo y pri­
mitivo a un arte consciente y clásico es difícil. Pienso en un pintor
holandés del que he visto cuadros en Utrecht y que pintó con un ge­
nio frustrado pero atractivo los retratos de notables de la ciudad;
hizo un viaje a Italia y ya no produjo más que deplorables imitacio­
nes del Ticiano.
Esta noche vamos en banda al teatro chino. Está situado, por
supuesto, en el barrio chino, donde como y paseo un momento con N.
Chinatown constituye una comunidad mucho más cerrada que Har-
lem: tiene no solamente una cultura diferente de la cultura norte­
americana, sino un gobierno interior autónomo. No sé por qué dicen
que es menos auténtico aquí que en San Francisco; a mí me parece
mucho más viviente. Es uno de los raros rincones de Nueva York don­
de la gente camina. A mí también me gusta caminar, mirar los bazares
donde se venden especias, pastas de frutas, muñecas de conchillas, hi­
los de vidrio, un montón de golosinas exóticas y de chucherías baratas,
mucho más entretenidas que los potiches costosos de Grant Street.
Los restaurantes son cavernas guardadas por dragones o pago­
das laqueadas de oro y ro jo ; esos bellos colores de biom bo animan la
monotonía de las calles con insignias desteñidas que participan de
la miseria de la Bowery, donde desembocan. En Chatham Square ama­
rillos y vagabundos se codean; en esa encrucijada los elevados se
cruzan, las arquitecturas de hierro se enredan y todo el lugar es un
oscuro subterráneo de cielo raso metálico y negro. Las luces de un

25A
cine chino brillan; los filmes chinos están, me dicen, calcados so­
bre la producción norteamericana y son muy aburridos.
A algunos pasos de ahí se abre el teatro. La sala es más gran­
de y el público más mezclado que en San Francisco; muchos blan­
cos, y el espectáculo no es, ni de lejos, tan atractivo. Como decora­
dos, en lugar de los hermosos paneles bordados, telas pintadas de
una manera realista y fea. Los actores trabajan com o actores blancos,
ni en sus voces ni en sus gestos el ritmo y el estilo que hacen in­
necesario entender el drama. Tal vez hemos caído, en lugar de una
pieza antigua, en una comedia moderna sin valor. Tal vez la compa­
ñía se ha adaptado al público mezclado que viene a oírlos y ha re­
nunciado a los rigores de la tradición. En todo cpso, nos aburrimos
y no nos quedamos mucho tiempo. Una amiga que conoce un poco
a los actores nos hace dar una vuelta por los bastidores. Admiramos
la suntuosa ropa colgada en el vestuario, los extraños accesorios, y
nos fascina mirar de cerca los rostros enmascarados de pintura roja.
Después de tomar una copa en un café de Greenwich, nuestros
amigos vuelven a sus casas. No son más que las once y decido ren­
dirme a la invitación que me ha hecho ayer A. E .: encontrarla en
un party en casa de amigos suyos.
No conozco a la gente en cuya casa golpeo, pero me atienden.
El dueño de casa L. W ., un hombre grueso, de anteojos, exuberante,
me recibe con un tono de desafío cordial. Inmediatamente me ataca
a propósito del existencialismo, pero cuando se entera de que no
me gusta La mujer del panadero, que parece a tantos norteameri­
canos como el fin del fin del cine francés, se suaviza. Se vuelve
amistoso cuando le digo que me gustaba en otro tiempo Al Jolson.
Me muestra la traducción francesa de una novela aparecida hace
quince años y que me había gustado, preguntándome lo que pen­
saba del traductor; no pienso nada, pero le digo que fuimos mu­
chos en Francia los que saboreamos el libro. Se pone rojo de placer:
él es el autor. Llena todos los vasos y se bebe dos, uno tras otro.
Después va a su escritorio a buscar el borrador del libro que está
escribiendo; salen con él A. E. y su mujer y permanecen ausentes
cinco minutos.
Converso con Mrs. W ., una pequeña mujer de cabellos negros,
profesora en un high school, y que me parece mucho más alegre,
mucho más viva y más suelta que la mayoría de las norteamericanas.

254
Hay algunos invitados, entre otros un joven que duerme sobre un
canapé y su mujer, cuyos cabellos estirados se unen en un mechón
en lo alto de la cabeza y que tiene aire de enojo. Cuando L. W.
reaparece, ella va hacia él y declara con aire frío que se retira; ese
party lia sido dado en honor de su aniversario y encuentra inacep­
table que el dueño de casa se haya eclipsado con otros amigos.
Supongo que está celosa de V. E. Se deja poco a poco aplacar por
las protestas amistosas de L. W. y se queda otro momento, pero
sin abandonar su aire enfurruñado. Mrs. W. me dice que este epi­
sodio no tiene nada de insólito; las mujeres norteamericanas tienen
una necesidad absoluta de respeto y de atenciones, y si estiman que
no se los dieron, deben manifestarlo. No se liberan con estallidos
pasionales como las mujeres eslavas, pero sus tormentas en blanco
no son menos tremendas. Esa es una de las razones por las que los
hombres las encuentran tan fatigantes.
Terminado el incidente escuchamos jazz. Los W. poseen tam­
bién un magnífico tocadiscos y una inmensa colección de discos,
donde predomina el viejo jazz, como en las casas de todos los intelec­
tuales que conozco.
Poco a poco y a medida que la noche avanza, la gente se va
vendo, menos los A. E. Entonces L. W . me muestra su manuscrito.
Es una sátira de las “ Public Relations” , agencias de informaciones
que están destinadas en principio a servir los intereses de todos los
ciudadanos, pero cuyos informes son muy manejados. De hecho,
está financiada por hombres de negocios y productores y, con una
aparente falaz imparcialidad, invita al público a consumir tal o cual
producto que se desea hacer correr en el mercado. Por ejemplo,
a instigación de las “ Public Relations” los médicos abrieron una
campaña declarando que la cerveza es el más rico y sano de los
alimentos; lo cual no es más que una publicidad disfrazada, pagada
por los fabricantes de cerveza.
L. W. fue, en otra época, más o menos comunista; tuvo una
prolongada psicosis durante la cual le fue imposible escribir y de la
cual lo ha curado el psicoanálisis. Hoy vive como un individualista
y tiene una actitud sobre todo negativa; ataca a la civilización nor­
teamericana en sátiras y panfletos. Detesta la moral puritana, a la
cual escapa, tal vez, en parte, porque es de origen israelita. Reprocha
a los norteamericanos el odio al cuerpo. Los carteles y los anuncios

255
de las revistas >on sintomáticos, dice, y es verdad. Un maravilloso
joven brillan»inado abraza a una arrobadora joven de ropas vaporo­
sas, y debajo dice la leyenda: “ ¿Está usted seguro de que no tiene
mal aliento?” Dos jóvenes esposos saltan de la cam a; acaban de
beber ju go de citrus, que les ha hecho mover los intestinos. En Fran­
cia también hay propaganda de desodorantes y de laxantes; pero
no nos prsigue de una manera tan obsesiva a través de los diarios,
en la calle, en el subterráneo; es más discreta. Lo que es chocante
aquí es que se emplea en evocar todo el esplendor y la alegría del
cuerpo humano en el momento en que señalan sus enfermedades. L.
W . observa (observación inversa a la que hace Tilomas W olfe cuan­
do cuenta en D el tiem po y del río su estada en Francia) que los
cuartos de baño en este país no tienen nunca b id é: es el signo de (pie
los norteamericanos, y particularmente las mujeres pretenden negar
cierta parte de su cuerpo, declara. Además estas son todas frígidas;
hay que ver los besos que soportan sin pestañear en lo s filmes de H ol­
lyw ood y que pondrían knock-out a cualquier m ujer normal.
L. W . habla, com o otros tocan jazz, con una verba y un fuego
que no se gastan en toda la noche, confiando al instante lo m ejor
de sí. Es seguramente el más grande virtuoso del lenguaje que he
con ocid o en Norteam érica. Pero observo que todos los intelectuales
que con ozco hablan con anim ación y discuten con fiebre cada vez
que se les da la ocasión. El mutismo norteam ericano no es segura­
mente una elección original, sino la resultante de numerosos com ple­
jo s ; se refuerza en cada uno por el silencio de todos los otros. M u­
chos son felices cuando pueden eludirlo, y con gusto, entonces, se
desatan. Otra observación m e parece im portante: la truculencia satí­
rica de L. W . es excepcional, pero esa actitud crítica me es familiar,
es com ún a todos mis am igos norteam ericanos. N o obstante, no hay
que equivocarse: hay una tradición de autocrítica en Norteamérica
com o la había en otro tiempo en Francia. Y la gente que habla de
su país con la m ayor severidad no es, tam poco aquí, la que le tiene
menos cariño. L os franceses que, en el tiempo de la prosperidad, ha­
bían rechazado el chauvinism o, fueron los más fieles a su patria
vencida.
Los norteam ericanos no atacan una cierta m oral, una cierta po­
lítica, una cierta econom ía, muestran que reclaman para esa gran
tierra de la que son ciudadanos un destino a su m edida. Sus exigen-

256
cias y su lucidez son la más alta forma del amor. Ni L. W., ni A. E.,
ni N. A. quisieran vivir en otra parte que en Chicago o en Nueva
\ o rk ; no desean otras raíces que las que han echado en ese suelo
para el cual piden cosechas dignas de él. Declarar antinorteamerica­
nos los libros, los filmes, las afirmaciones que dan al ideal de Jeffer-
son una realidad viviente, es mutilar a Norteamérica. El día que le
esto prohibido discutirse ya no será distinta de los totalitarismos a
ios que pretende oponerse.
El cielo aclara. Nos sentamos a la mesa de la cocina y com e­
mos tostadas con dulce de naranja bebiendo té. Desde la ventana se
descubre una amplia vista sobre la Batería y el East River. Es la
primera vez que veo nacer el alba por encima de Nueva York y me
conmuevo por esa prenda nueva de nuestra intimidad. Pero un signo
más secreto me anuncia que comienzo verdaderamente a participar
de Norteamérica: no estoy deslumbrada ni desengañada, aprendo
como algunos de sus hijos, a amarla dolorosamente.

13 de abril

Me acuesto a las siete. A las nueve estamos citadas N. y yo con


Richard W right para asistir a un servicio religioso en una iglesia
de Harlem. La que ha elegido hoy es renombrada por sus spirituals.
Son negros de pequeña condición quienes la frecuentan. Y aunque la
ceremonia se desarrolla según los mismos ritos que en la gran iglesia
burguesa que he visitado hace dos meses, la atmósfera es mucho
más vibrante.
Por temor a que nuestra presencia aquí parezca chocante (aun­
que en las iglesias del norte los negros son muy hospitalarios con
los blancos que van a visitarlos) Wright se hace conocer y expli­
ca que somos amigas francesas. Nos hacen sentar en la segunda
fila, al lado de los coristas vestidos de largas ropas grises. Hay tres
grupos de cantantes: unos vestidos de gris, otros de marrón, otros de
negro. Llevan sombreros cuadrados y el conjunto de sus indumenta­
rias recuerda al de los estudiantes ingleses. Un solo coro de hombres.
Esos diferentes grupos cantan ya separadamente, ya en conjunto.
Las voces son muy bellas y, en el silencio tenso de la concurrencia,
los spirituals parecen singularmente emocionantes.

257
Hay una mayoría de mujeres en los bancos, pero también mu­
chos hombres. Todos están endomingados con una alegre fantasía:
trajes claros, camisas de seda, sombreros floridos, frescos vestidos
de colores tiernos. Los rostros atentos pasan de la alegría a la risa
según que los cantos patéticos se eleven o se desarrollen discursos
familiares. Ancianas avanzan sobre el estrado para dar noticias de
algunos miembros de la comunidad, anunciar diversiones, reclamar
dinero o ayuda en favor de tal o cual empresa de caridad. El pastor
habla en seguida con la misma bonhomía. Hoy es su aniversario, se
le ofrecen regalos y se canta en su honor el H a p p y B irth d a y ritual.
Él agradece con ese tono medio jocoso, medio emocionado que es
de rigor en Norteamérica. Dice que tiene ya seis hijos y que espera
tener otros, pues declara: “ Soy s e x y y mi mujer también” . Esta con­
fidencia bonachona desata rugidos de alegría. Aprovecha esa alegría
para exponer las necesidades de la comunidad y para pedir a los fie­
les subvenirlas lo más generosamente posible. Esas iglesias son, en con­
junto, pobres, los pastores mal pagados, y uno de los principales
recursos es la colecta de los domingos. Es natural que esta se en­
vuelva en gran solemnidad. Mujeres de blanco con cinturones azules
pasan por los bancos, con los platillos en la mano. Se deposita direc­
tamente el óbolo o se lo encierra en un pequeño sobre hecho expre­
samente para ese uso. Durante ese tiempo, los coros entonan un sp¡-
piritu al.
Acabada la operación, las colectoras desfilan frente al estrado
teniendo en una mano el platillo y la otra en la cadera, con una
marcha marcada por la música, que es un verdadero paso de baile: es
uno de los momentos más asombrosos. De nuevo vuelve la conver­
sación familiar. Entre otras cosas, el pastor señala la presencia de
Richard Wright. Avanza, habla, lo aclaman. Me presenta como ciuda­
dana de un país que ignora la segregación de las razas, y todos los
rostros negros me sonríen. Me siento confusa cuando debo articular
algunas palabras. De nuevo un spiritu a l y un nuevo predicador en­
frenta a la concurrencia.
Es joven, con un rostro ardiente y una voz violenta; su tono es
completamente distinto al del pastor. A través de imágenes moder­
nas, retoma el patetismo y la grandeza del estilo bíblico. El tema es
místico: antes que nada, cada hombre debe tratar de encontrar a Je­
sús, verlo, hablarle, nutrirse en su infinita riqueza. Se expresa

258
más o menos así: “ No hay excursión lograda, no hay sight-seeing-
tour válido si descuidan ver a Jesús” . Habla con un ritmo muy acen-
luado, anhelante, y que minuto a minuto se precipita: mide sus fra­
ses con movimientos de pies, de manos, de todo el cuerpo. El sudor
corre por su rostro en tanto que su voz sube, se estrangula, se des­
garra, muere y renace: es una improvisación hot, es el jazz más autén­
tico. Compara a Jesús con todos los tesoros, con todas las bellezas del
mundo, con su fauna y su flora, sus océanos, sus monumentos, sus
montañas, sus llanuras y particularmente con esos drug-stores donde
todas las necesidades del hombre pueden satisfacerse. Y en una especie
de trance llama de nuevo a los fieles a ver a Jesús: “ Vengan, mis her­
manos, vengan a ver este drug-store ambulante.. Se diría que está
haciendo la propaganda a la puerta de una barraca de feria; pero
el fenómeno es Jesús, y el rostro del predicador chorrea sudor, su cuer­
po tembloroso vacila de atrás adelante.
Ya durante el discurso del pastor, la asistencia aprobaba con en­
tusiasmo por medio de exclamaciones y gestos; pero la fiebre del
orador la gana:
— ¡Sí, en efecto, es verdad! ¡Queremos!
Golpean las manos, los pies, las cabezas oscilan, una anciana
muy decente sacude frenéticamente su gran sombrero de paja. Los
movimientos y las palabras están marcados por el ritmo del dis­
curso: es la batería sosteniendo el coro de la trompeta. De tanto en
tanto estalla en algún rincón algún gran grito inesperado; hay, sobre
todo, un negro viejo que grita como si lo degollaran. La joven co­
rista a nuestro lado está silenciosa, pero las lágrimas corren por sus
mejillas.
El predicador se arranca aún una frase, su voz se quiebra y cae
en brazos de dos acólitos que lo depositan en un sillón, en tanto que
un spiritual se eleva en la iglesia. A continuación el pastor dirige
un llamado vibrante a todos los miembros de la concurrencia que no
han entrado aún en la comunidad; los incita a unirse sin esperar,
camina de una punta a la otra, tendiendo hacia los fieles su mano
abierta en un gran gesto sagrado.
Todo el mundo canta en coro palabras de llamado apasionado.
Observo a una joven vestida de celeste que acaba de levantarse, con
las manos crispadas sobre el respaldo del banco; sus labios tiemblan
y todo su pequeño cuerpo se agita en su alegre vestido de domingo.

259
El pastor tiende la mano, los coristas cantan y uno tras otro, con in­
decisión, la mirada baja, hombres y mujeres van a sentarse sobre
los bancos al pie del estrado. La joven negra de vestido azul tiembla
siempre, algo en ella lucha y se debate. Ha luchado un cuarto de hora
y después, en una especie de trance frío, marcha hacia el pastor, que
la toma de la mano.
No es uno de esos extraordinarios revivá is de los que he leído
frecuentemente relatos: estos tienden cada vez más a desaparecer; la
joven generación desconfía de las histerias ardientes de otros tiem­
pos. Los blancos tienen interés en encerrar a los negros en un domi­
nio emocional a fin de negarles toda aptitud intelectual: estos rehúsan
entrar en el juego. Las clases superiores son las que se controlan con
mayor rigor, al punto de que en las iglesias los propios spirituals son
apenas apreciados. En las comunidades más pobres, las conductas
permanecen más espontáneas, pero la emoción ya no es tampoco
sistemáticamente cultivada. Y eso es lo que hace a nuestros ojos tan
perturbadora a esta cerem onia; este no es sino un servicio de do­
mingo como hay cada semana en todas las iglesias de Harlem — más
de 160— y los fieles no están transportados fuera de sí mismo*
son ellos mismos, simplemente. La riqueza de sentimientos que ex­
presan, es la de su vida cotidiana.
¡ Qué hermoso sería si el fin de estas asambleas fuera integrarlos
a una vida terrestre en lugar de volverlos en provecho de un Dios
de sumisión! jQué símbolo conmovedor sería si la mano del pastor
fuera un llamado a los hombres y no un gesto de mentira! La iglesia
tiene en todas las comunidades negras un papel que no es solamente
religioso; es una especie de club donde! la gente se alegra de
encontrarse, tanto para mostrarse sus ropas de domingo, hablar y
reir con sus amigos, distraerse del trabajo y de las inquietudes coti­
dianas, como para organizar conferencias, conciertos, obras de cari­
dad y probar así su solidaridad. Todas las iglesias cumplen en todos
los países esa función, pero ella es más importante aquí que en otras
partes, porque los negros tienen tan poco acceso a la vida social, tan
pocas posibilidades de acción y de expresión.
El solo hecho de reunirse para rezar y esperar juntos, vivir co­
lectivamente algunas horas febriles, los ayuda a romper su aisla­
miento y a presentir su fuerza. Pero, aparte algunas excepciones, el
conjunto del clero está, por supuesto, aquí como en todas partes,

260
aliado al poder, y más aún en tanto que tiene necesidad del apoyo
moral y financiero de los blancos.
La religión es esencialmente explotada como derivativo. Los
pastores hablan más a gusto del otro mundo que de este, alientan
a los negros a poner su destino en las manos de Dios, predican el
desprecio de los bienes terrenales y la resignación, y no obstante,
a pesar de ellos mismos, del hecho mismo de que hacen alusión a los
agudos problemas de la justicia, del bien, sus sermones tienen tam­
bién resonancias sociales y ayudan a los negros a tomar conciencia
de sus problemas. Es por eso que muchos intelectuales negros mues­
tran cierta benevolencia frente a la iglesia, aunque condenen su acti­
tud de sumisión.
Discutimos estas cuestiones con Wright mientras caminamos ha­
cia la boca del subterráneo. En Harlem se mira con curiosidad pero
sin malevolencia a un hombre negro al lado de dos mujeres blancas.
Pero en el subterráneo los rostros son menos amistosos, y cuando
descendemos en los alrededores de la calle 59, una anciana me inter­
pela con irritación: “ ¿Q ué hacen ustedes dos con ese n egro?” Aun
los norteamericanos que frecuentan a los negros lo hacen con
cierta prudencia. Se recibe por supuesto a Richard Wright porque es
un escritor célebre. Pero observo que en la única casa verdadera­
mente high class donde es admitido, no se invitan jamás con él más que
a franceses, judíos, japoneses, chinos, hindúes, y he provocado en ese
salón una evidente preocupación cuando conté mis impresiones del sur.
Por supuesto, entre los intelectuales liberales la discriminación
no existe para nada. Después de comer, acompañamos a los Wright
a dos partys en casa de amigos blancos para quienes la cuestión ra­
cial no se plantea. El primero tiene lugar en Brooklyn, en un barrio
tranquilo; está ahora en decadencia, pero en su abandono, encanta
por su aspecto provinciano y antiguo. Hay árboles en la calle y, frente
a la Batería, altivamente levantados del otro lado del agua, viejos
hoteles con fachadas rococó que nos transportan muy lejos de Nueva
York.
Conozco a un profesor de la Universidad de Nueva York que
me habla de Dewey, el único filósofo conocido y reconocido de N or­
teamérica.
Volvemos a Manhattan al anochecer; no hay en el mundo excur­
sión más hermosa que atravesar el puente de Brooklyn cuando la

261
ciudad se ilumina. La vista que se descubre desde el pequeño depar­
tamento situado sobre W ashington Square es otra fiesta. La square
es tranquila com o una plaza provinciana y a su alrededor las casas
apacibles brillan con todas las ventanas ilum inadas. Se festeja un
cumpleaños alrededor de una torta de diez pisos, crem osa y fea.
A hora que esos partys han perdido para mí el atractivo de la
novedad, me doy cuenta de que son la m ayoría tan aburridos com o
un té en un salón francés: el whisky no consigue animarlos.
LTn importante — no sé a título de qué, pero él se considera
importante— me hace con arrogancia el proceso de F ran cia: esta­
m os en plena decadencia; ¿ p o r qué nos hem os dejado derrotar?,
¿ p o r qué hav tantos comunistas entre n osotros? Tiene aire de to­
marse por D ios Padre en el Juicio Final. Y a he o íd o muchas veces
esa clase de voces tajantes y de insolentes am onestaciones y si hu­
biera frecuentado ciertos m edios, sé que ellas habrían sonado más
frecuentemente aún. L o peor es que m uchos franceses se hacen cóm ­
plices de esa actitud: nuestros capitalistas hacen una activa propa­
ganda antifrancesa en N orteam érica. Tal vez es su servilism o el que
autoriza a ciertos norteam ericanos a hablar de Francia a una fran ­
cesa con ese tono acu sador: el tono de los oficiales alemanes cuando
decían al ocupar un p u eblo:
— Vean adonde los con dujeron los políticos y los ju díos.

14 de abril

La “ Liga por la supresión del vicio” ha atacado como inmoral


la novela de N. G. El asunto es llevado esta mañana ante los tribu­
nales. El proceso se desarrolla en una salita de la 57 Street, donde
se juzgan los delitos recogidos por la Correccional. Todo individuo,
toda asociación puede, de ese modo, perseguir a un autor que lo es­
candalice, y la “ Liga” , usando de ese derecho, procede de una ma­
nera tan rutinaria como el abate Bethléem cuando publica su boletín.
Si gana, entonces el asunto toma importancia; la obra incriminada
es juzgada en segunda instancia por un tribunal que puede decidir
prohibirla. Si pierde, como ocurre frecuentemente, el libro se bene­
ficia de una publicidad suplementaria.
Hay mucha gente en la sala cuando el debate se abre hacia me-

262
diodía. Todos los amigos de N. G. están ahí, están los Wright, E. A .
y Farrel. N. G. está sentado al lado del juez en un b o x , tiene aire
obstinado e infantil. Frente a él, de pie, un señor de hermosos cabe*
líos blancos cuyo rostro respira virtud, lo interroga con tono agre­
sivo: ¿P o r qué ha hablado de la pederastía?, ¿es usted pederasta?
N. G. señala que está casado. El representante de la Liga queda un
poco desconcertado, pero se repone rápidamente: ¿P o r qué G. es­
cribe eso?, ¿quién le ha dado la idea? ¿P o r qué usa tales palabras:
esta palabra, por ejem plo?, ¿esta otra?
— Porque dicen lo que quiero expresar — declara el escritor— ;
es el uso ordinario de las palabras.
El debate se eleva hasta la discusión de la estética realista y de
la libertad en el arte. Se interrumpe al cabo de una hora: continuará
a la tarde, dándose tiempo para almorzar.
Nos instalamos en los b o xes de un restaurante de Lexington: me
siento al lado de Farrel. Me habla largamente de un tema que ha
desarrollado en numerosos artículos: la falta de verdadera libertad
en la literatura norteamericana. Se ejerce tal presión sobre la opi­
nión pública, me dice, que en ese dominio también el ideal demo­
crático pierde cada vez más su verdad. Procesos com o el de N. G. no
tienen mucha importancia: las que cuentan son las tiranías más sola­
padas. En primer lugar, por supuesto, los editores pueden negarse
a publicar un libro o una vez publicado el libro detener su difusión.
Inversamente, si deciden hacer de la obra un best-seller, por m edio­
cre que sea, lo harán a fuerza de publicidad. La propia crítica en
los diarios y las revistas literarias es apenas una form a disfrazada
de publicidad: son los editores quienes, en gran parte, financian
todas las revistas y exigen que se hable con elogio de las obras que
publican; el fin de los artículos críticos es hacer vender el libro cri­
ticado. Por supuesto, sería equivocado loar indistintamente a toda
la producción: el público no se dejaría sorprender. Conviene, pues, in­
troducir algunos matices y la severidad es permitida de vez en cuando.
Pero la cortesía de los artículos, su tono laudatorio, asombra, en
efecto, cuando se está habituado a las durezas de las críticas fran­
cesas.
No asistimos al final del proceso; a pesar de la lluvia que co­
mienza a caer. N. y yo vamos a dar una vuelta por el Bronx. Echamos
una ojeada al zoológico con magníficos animales y andamos por las

263
calles. En verdad el gran decorado de rascacielos que choca tanto
al recién llegado, no es visible sino de muy pocos punios de Nueva
York. En la mayoría de los barrios, las casas no tienen sino dos o tres
pisos y parecen tan poco arraigadas al suelo com o los c ampamentos
y Jas parcelas del Far W est. Las paredes están negras de hollín, las
calzadas sucias de desperdicios. Desde el elevado se puede obtener una
ojeada de conjunto, a través del Bronx, de Harlem, de Manhattan, de
esa monótona y sórdida tristeza del Nueva Y o i k de los pobres.
Por la noche doy una conferencia en C olom b ia ; ceno con p ro­
fesores, converso con estudiantes. A m edianoche vuelvo con N. a es­
cuchar la trompeta de Sydney Bechet. U no de sus jóvenes admira­
dores blancos toca el saxofón a su lad o: tiene un aspecto orgulloso y un
poco intimidado. Pienso en nuestro am igo, el italianito y deseo que
venga al norte. Andamos hasta una hora avanzada por los bares de
Broadwav: mañana N. vuelve a Los Ángeles y yo parto por una
semana a hacer nna gira por colegios y universidades.

15 de abril

He pasado tres días en los colegios de Smith y de Wellesley.


He dorm ido en las blancas habitaciones de huéspedes que huelen
a clínica y a monasterio y he conversado m ucho con profesores y
alumnos. La atmósfera de Smith era íntima y alegre. Wellesley es
más espléndida con su gran lago color pizarra, sus árboles, sus to­
rreones medievales. Como en Vassar, los estudios son serios (aun­
que los becarios franceses los juzguen muy fáciles y los pequeños
norteamericanos se sientan desconcertados si vienen aParís por la
dureza de los exámenes: derecho, letras o ciencias políticas). No se
admiten sino muchachas que hayan tenido altas notas en los high-
schools. Para las que no quieren trabajar, pero cuya situación social
exige que pasen por un colegio, hay establecimientos más benigno^.
He visto cerca de W7ellesley un colegio de lo más aristocrático, donde
se admiten estudiantes rechazados en otras partes y que prosiguen
blandamente sus estudios con un con fort que bordea el l uj o: viven
en pabellones encantadores diseminados a través de la campiña sin
apenas preocuparse de otra cosa que de su toilette y sus dates. Des­
precian a las ]>ensionistas del Wellesley, quienes a su vez las despre-

264
cian a ellas. Reina en los grandes colegios un espíritu mucho más
democrático: se han suprimido, por ejemplo, las sororitys, de las que
me han hablado con cólera las college-girls de Srnith. Son, dicen,
instituciones estúpidas de las que no se quiere ser miembro sino
porque otras están excluidas: es un modo de tener superioridades
baratas. Las pruebas clásicas a las que se somete a las neófitas son
brutales y tontas. No se hace nada positivo en esos clubes, no tienen
otro fin que su propia existencia, ni otra razón de ser que el esno­
bismo. Ellas expresan sus opiniones en un francés puro y rápido, lo
que prueba que, en ciertos puntos al menos, sus conocimientos son
muv sólidos.
Cuanto más converso con esas muchachas me es más difícil
tener una opinión sobre ellas. Aunque los colegios representan cierto
tipo de selección — todas son de familias ricas o al menos acomoda­
das— , pertenecen a medios, a comarcas diferentes y, a través del con­
formismo al cual se pliegan, tienen su propia individualidad. He visto
en Wellesley alumnas de clases superiores que me han parecido tan gra­
ves y profundas como otras me han parecido frívolas. “ Aun las que
parecen frívolas no lo son” , me han dicho. “ Hay que comprender que
hay entre nosotras un esnobismo de la frivolidad. Se tiene miedo de
parecer vulgar si se toman las ideas o los estudios demasiado en
serio; pero muchas estudiantes se interesan en cosas importantes.
Sólo que lo ocultan porque es mal visto. Nosotras queremos ante
todo encontrar marido y no nos contentamos con un job que
nos ocupará uno o dos años. Queremos hacer un trabajo que sirva
para algo. Queremos también ver el mundo, enriquecernos intelec­
tualmente.” Muchas me repiten con convicción: “ Queremos ser úti­
les” . Están preocupadas por problemas económicos y sociales y en
esos dominios se especializan con gusto y encaran hacer una carrera.
Me conmueven por la frescura y el ardor de su buena voluntad. Pox
supuesto, se trata de una élite, pero en los liceos o universidades
francesas no hay tampoco muchas jóvenes que tengan sinceramente
tales propósitos; ese deseo de realización personal no les viene de
una necesidad de compensación: las que me han hablado así eran
por el contrario las más alegres, las más encantadoras. Han agre­
gado que sería totalmente falso juzgar a su generación desde esos
grandes colegios elegantes.
En escuelas especializadas más modestas o en las universidades

265
Jel estado, donde los estudios son mucho monos caros, la mayoría
de las estudiantes, que no tienen fortuna, trabajan mucho más seria­
mente que aquí. Saben que no pueden contar más que consigo mis­
mas, y eso las conduce a una independencia más concreta. Aquí la
independencia os una consigna, casi una institución 5 las alumnas
critican libremente los métodos de los profesores, que toman en
cuenta sus observaciones; pero critican frecuentemente por el gusto
de criticar.
Ostentan con gusto opiniones tajantes, insólitas, para dar prue­
bas de una personalidad que no saben concretamente realizar. Esos
defectos también se encuentran en la juventud francesa, y tanto
más cuanto más ociosa y conform ista: la afirm ación de originalidad
es también un conform ism o. ¿ A las coUege-girls les gustan los pa­
raísos artificiales en que viven? Es una cuestión sobre la cual están
divididas. Muchas están encantadas y encuentran el hogar de sus
padres aburrido y sofocante: tienen miedo de abandonar el colegio.
Otras se lamentan de estar aisladas del mundo, preferirían vivir a la
manera de las estudiantes francesas.
Una noche, encontrándome tete á tete con una vieja señorita
francesa que me ha parecido más libre de espíritu y de propósitos que
sus colegas norteamericanas, la interrogué sobre las costumbres sexua­
les de los estudiantes:
— ¿E s verdad que son tan libres, que tienen una vida tan des­
ordenada que se encuentran, com o me han dicho, en ciertos lugares
del campus, montones de preservativos?
Ella sonrió.
— Sobre el campus no sé, tal vez en los lib r o s .. .
Según una estadística, el 50 % de las coUege-girls serían vír­
genes. ¿P ero cóm o se establecen esas estadísticas? “ Es posible, no
obstante*’, dice, “ que en estos últimos años los casos de virginidad sean
bastante numerosos: los jóvenes tienen tanto miedo de ser atrapados
en la trampa del matrimonio que hacen de m odo de dejar a sus pare­
jas indemnes” . Este no es, por otra parte, un régimen sano y la ma­
yoría de las muchachas son neuróticas. El último año, ella llevó
a Francia, durante los meses de vacaciones, una quincena de alum­
nas elegidas cuidadosamente entre las más equilibradas. No obstante,
inmediatamente estallaron dramas. De sus salidas con jóvenes fran­
ceses volvían llorando. Habiendo aceptado generosamente y aun pro­

266
vocado los besos en la boca, el neching, el pcuing, que en Norteamé­
rica no tienen consecuencias, ellas se habían asombrado de ver a sus
dates ignorando las reglas del juego y atentar francamente contra su
virtud: tal granujada las hacía llorar.
El problema, que me parece más interesante, es saber hasta qué
punto, aun cuando es complejo, el acto sexual tiene para ellas conse­
cuencias. La señorita T. me dice que, a pesar del número y la natu­
raleza de sus experiencias, todas esas pequeñas norteamericanas per­
manecen por un lado cándidas: transformarse en mujer no las cam ­
bia, no las madura; casi se diría que es una operación en que ellas
no participan. Sin duda, esas relaciones, implícitamente admitidas por
la sociedad, con jóvenes tan ingenuos com o ellas, no representan
una verdadera iniciación sexual, aun menos una realización. N o hay
relaciones apasionadas de amantes, sino más bien una prolongación
de ciertos juegos equívocos de la infancia. Me imagino que las más
grandes audacias permanecen puritanas y que, de común acuerdo,
muchachos y muchachas, en su búsqueda de placer, se esfuerzan por
conjurar todc.s los turbadores misterios de la sensualidad.
Entre las conferencias y las conversaciones, he comenzado a des­
cubrir a Nueva Inglaterra. Cerca de Smith, me han mostrado el viejo
pueblo de Nueva Harford, donde fue librada, durante la guerra de la
Independencia, una gran batalla entre ingleses y norteamericanos:
se cuenta que el minúsculo arroyo que serpentea entre las prade­
ras tenía color de sangre. Hay en esos pueblos encantadoras man­
siones de madera, grises o blancas, mucho más sobrias que las ro ­
mánticas residencias del sur. Algunas tienen encima de la puerta
una fecha lejana: algunas datan de la época colonial, y todas repro­
ducen el estilo. En las más hermosas, el ladrillo rosado se une a la
madera pintada de blanco; los rasgos más característicos son, frente
a la puerta, las dos columnas encuadrando una pequeña escalera,
el vidrio rectangular encima del batiente y los pequeños azulejos de
la fachada. Ese tema general permite muchas sutiles variaciones. Las
iglesias de madera blanca y luciente, me sorprenden; parecerían han­
gares, de no ser por sus encantadores campanarios infantiles, que
parecen sacados de un juego de construcción. El único defecto d©
esos pueblos es que no están construidos: no tienen unidad, las
casas están separadas unas de otras y dispersas sobre un terreno que
no tiene forma propia, no es sino un fondo vago: no hay ni calles ni

267
lugares que posean una individualidad. El espacio vacío en medio
del pueblo, es una especie de campo de feria incierto.
Hay muchos de esos pueblos alrededor de Wellesley, y esta ma­
ñana me han llevado a hacer una excursión a través del pasado de
Norteamérica. Era un día de primavera muy azul, florecido de forsy-
thius amarillas y de árboles frutales rosas y m alvas; ni una hoja
aún, sólo flores. Es un abril sin verdor, de color de pastel: sobre
ese fondo tierno estalla la gloria de arces rojos de savia almibarada.
Seguimos estrechas rutas sinuosas por las cuales ningún auto se
aventura, y súbitamente nos encontramos en una encrucijada donde
hay muchos coches detenidos: detrás de esos árboles, está el es­
tanque de W alden, al borde del cual Thoreau construyó su cabaña
hace cien años. Descendemos, no me cansan nunca estas metamor­
fosis, y esta me toca y me asombra más que muchas otras: el libro
de mi juventud, con los colores rojos y negros de la N. R. F., es un gran
lago salvaje de azul pizarra en m edio de bosques despojados. He
leído a W alden a la edad en que la lectura es m agia: es esa magia la
que, a años de distancia, arranca a las páginas de un libro un sitio
que había vanamente evocado y le insufla vida. He aquí la descrip­
ción que hace el p rop io T horeau:
“ El paisaje de W alden es de humilde dimensión, y aunque fuer-
temente herm oso no tiene nada de g ra n d ioso. . . Es un pozo profundo,
verde oscuro, de m edia milla de largo y de una milla tres cuartos
de circunferencia, con una extensión de sesenta y un acres y medio
aproximadamente. Una fuente perpetua entre pinares y robledos sin
la menor entrada o salida posible, salvo las nubes y la evaporación.
Las colinas circundantes se levantan ásperamente del agua hasta altu­
ras entre cuarenta y ochenta pies, aunque p or el oriente y sudeste
alcanzan ciento cincuenta pies y cien pies respectivamente, en una
extensión entre un cuarto y un tercio de milla. Estos oteros están
cubiertos de bosques en su totalidad. Todas nuestras aguas de Con-
cord se reducen finalmente a dos co lo re s: uno visto desde la distancia
y el otro, más preciso, desde cerca. El prim ero depende más de la luz
e imita el cielo. Con una atmósfera clara, durante el verano, estas
aguas aparecen azules a poca distancia, especialmente si se mueven
y, a gran distancia, todas parecen iguales. En tiempo tempestuoso,
las aguas son a veces de color pizarra o s c u r o .. . Pero mirando di­
rectamente desde una chalupa hacia abajo a nuestras aguas, se ve que

268
son de colores muy diferentes. Walden es azul en un tiempo y verde
en otro, aun visto desde un mismo punto. Colocado entre la tierra y
el cielo, participa del color de ambos. Divisado desde la cima de
un cerro, refleja el color del cielo, pero desde muy cerca, adquiere
un matiz gualda, junto a la orilla, donde puede verse la arena, y lue­
go un verde ligero, que pasa gradualmente a un verde oscuro unifor­
me, ya dentro de la laguna. Con algunas luces, vista también desde lo
alto del cerro, es de un verde vivo cerca del río. A veces aparece a
poca distancia como un azul más oscuro que el mismo cielo; y en ese
tiempo, estando en su superficie y mirando con visión separada para
poder ver la reflexión, he percibido una luz azul, incomparable e in­
descriptible, como la que sugieren las sedas irisadas o moirées y las
hojas de las espadas, más celestes que el mismo cielo, alternando con
el verde oscuro original de las caras opuestas de las olas que, al final,
aparecen hasta lodosas comparativamente. Es un azul verdoso de vi­
drio, parecido, por lo que recuerdo, a esos trozos de cielo invernal que
se divisan a través de perspectivas de nubes en el oeste, ants de la
pusta del so l. . .
“ La costa se compone de un cinturón de piedras blancas, lisas
y redondas, que parecen de pavimento, exceptuando un par de pe­
queñas caletas silíceas, y es tan empinada que, en muchos lugares,
un sencillo brinco puede sumergir a uno en aguas que lo cubren;
y si no fuera por su notable transparencia, ese borde sería lo últi­
mo que se vería en su lecho, hasta que ese álveo emerge de nuevo
en la costa opuesta. Algunos piensan que no tiene fondo. El lecho
en ninguna parte es borroso y un observador casual afirmaría que
no hay en el mismo maleza alguna. .
Quisiera ver la cabaña donde Thoreau pasó muchos años. Pa­
rece que se acaba de descubrir después de muchos errores el empla­
zamiento auténtico: pero habría que marchar una hora por estos
bosques, no tenemos tiempo. Vamos hacia Concord, donde él nació y
pasó la mayor parte de su vida. Visitamos su casa. Thoreau es una
gran figura norteamericana como lo testimonian en esta hermosa
mañana los autos alineados al borde de su estanque y el cuidado con
el que se han guardado intactos su gabinete de trabajo, su habitación,
su salón, su cocina. Cada día numerosos turistas hacen un respetuo­
so peregrinaje. Existe una asociación Thoreau que cuenta con miles
de miembros: lo que es curioso, es que están reunidos por los inte-

269
reses más diversos, aun opuestos. Algunos aman en Thoreau al na-
turista, otros al antiesclavista, al demócrata, al apóstol de la liber­
tad. Otros a un cierto tipo de humanista. La asociación se ocupa
del camping y de los trabajos históricos concernientes a la vida de T h o­
reau, da cada año un banquete y de una manera general se esfuerza
por expandir a través del mundo m oderno el espíritu de aquel a
quien se ha llamado el San Francisco de Asís norteamericano.
Concord es una de las cunas intelectuales de Norteamérica.
A una milla de aquí tuvo lugar el primer com prom iso de la gue­
rra de la Independencia. Me muestran, al lado de la casa de Emer­
son, el sitio que parece destinado a una batalla ingenua. Hay en
medio de grandes praderas, un río con una isla que un puente
une con las dos orillas: era hasta hace poco un puente de madera
que se ha reemplazado por una construcción de cemento, por lo que
las almas nostálgicas por el pasado, se indignan. A quí los minute-men,
esos hombres de Nueva Inglaterra que habían jurado responder al
llamado de la guerra, al minuto mismo suspendiendo toda tarea,
derrotaron a los soldados rojos del rey Jorge. Se les ha levantado
una efigie en bron ce: conozco de memoria esa imagen, la he visto
en billetes de banco, en carteles, en anuncios, en proclamaciones, es
casi tan célebre com o en Francia la cabeza de la República. Es una
estatua de plaza pública que asombra en la alegre soledad, junto al
agua rumorosa. En Concord, he visto en un decorado de papel
maché el puente de madera, la ribera, pequeños soldados de plomo,
rojos, huyendo frente a los aguerridos paisanos armados de fusil y
de guadañas. El pueblo ha conservado sus viejas tiendas portátiles
del siglo xvin con sus insignias y sus bellos colores comestibles. Me
hacen observar, entre otros, el ro jo sangre de las tabernas, carac­
terístico de la región. Hay un viejo cementerio y en menos de una
milla se escalonan las residencias centenarias de los melifluos es­
critores del siglo pasado: además de la de Thoreau, está la de Emer­
son, donde vivió amorosamente con su segunda mujer y escribió la
mayoría de sus libros. Está aquí también una de las residencias de
Nathaniel Hawthorne: aquí Louisa Alcott pasó una parte de su in­
fancia, soñando evadirse, aplastada p or la tiranía persuasiva de su
padre, el pastor, testimoniando con su obra tímida, los estrechos lí­
mites entre los cuales era entonces posible a una mujer norteame­
ricana tomar vuelo. ¡En esas apacibles avenidas, qué lejos estamos

270
tic los rascacielos y do las fábricas, «lo Wall Street, de H ollyw ood, dé­
los desiertos avenlureros del Kar West, do las negras casuchas de
Jacksonville, de Savannah! Volvemos por oirás rutas que empavesan
los amentos rojos d«‘ los arcos, las zarzas amarillas de las forsylhias,
Atravesamos oíros pueblos. Sobre las losas de un antiguo cementerio
leo viejos nombres bíblicos de los antiguos puritanos: Sarah, Abraham r
Albigail. Han muerto mucho antes del nacimiento de los funeral-
fio mes, de las pm-np-g/r/s, de Times Squaro, de la Bowery, de Lassa-
lle Street, de Reno. Esos agricultores, esos mercaderes de costumbres
austeras no sospecharon los misterios de las finanzas ni los peligrosos
prodigios del maqum ism o: ni Thoreau ni Emerson comprendieron su
fatalidad. Y , no obstante, ese pasado que parece haber sido tan
rápidamente superado está presente en todos los recodos de la vida
norteamericana. Es en esas aldeas olvidadas donde se fo r jó la moral
y la ideología que constituyen el Credo al cual adhiere hoy toda
Norteamérica y que, más que la identidad de las heladeras y las
latas de conserva, ha hecho la profunda unidad nacional. La sombra
de ese Albigail difunto se extiende sobre la estrella de H ollywood, y
alrededor de la lánguida y corrompida Nueva Orleáns, el alma del
viejo Abraham gime aún sobre los campos de algodón. Emerson y
Damon Runyon pertenecen a un mismo mundo. N o se puede com ­
prender ni Chicago, ni Los Ángeles, ni Houston, si se olvida que
están atormentados por los fantasmas importunos, propicios, irritados o
complacientes de los viejos puritanos. Para abrirse camino hacia el c o ­
razón difícil de Norteamérica, es en Concord donde se encontrará la
llave de la primera puerta.

18 de abril

Los diarios liberales se indignan porque la Cámara de Repre­


sentantes acaba de proponer al Senado un proyecto de ley draco­
niana dirigida contra las uniones obreras. Se prohíben a los obreros
casi todos los medios que les permitan sostener sus reivindicaciones.
Y por supuesto se rehúsa reconocer a las Uniones que cuenten entre
sus miembros a comunistas o antiguos comunistas. Se supone que
el Senado no osará votar esa ley sin enmiendas.
Hablo en Harvard esta noche y Miss C., que dirige un pequeña
colegio en los alrededores, me ofreció conducirme a Boston. A dora

271
a F rancia donde ha v iv id o largo tiem po, y d on d e en otras épocas pa­
saba algunos meses cada año. H a n a cid o en B oston y se m e apa­
rece com o una fig u ra típica de N ueva Inglaterra, de la m ism a raza
de una L ou isa A lcott. En m uchas m u jeres ya m aduras, casadas o
solteras, que ejercen en coleg ios, he en con tra d o una v irg in id a d y
frescura de las que no veo ningún equivalente en m i ex p erien cia fran ­
cesa: la m en or em oción colorea sus m ejillas de un r o jo ardiente, a
veces la tim idez anuda su garganta, a veces sus o jo s brillan de en­
tusiasmo in fa n til; en su pech o h ay un p á ja ro alegre que bate sus
alas, que golpea los b a rro te s; no ha estado nunca lib re, n o lo estará
jam ás, p ero está v ivo y palpita. M iss C. m e encanta entre todas.
La filo s o fía existencialista le parece un p o c o pesim ista, un p o co
triste: ella cree en un v a g o D io s de b o n d a d , p e ro la idea de la res­
pon sabilid ad in dividu al de cada h o m b re frente al m u n do encuentra
en ella un eco p ro fu n d o . D em ócrata, idealista y generosa, form a
parte de una cantidad de asocia cion es de carid ad, de ligas antirra-
cistas, etc., p ero com ien za a desalentarse, a pensar qu e el bien no
triu n fa p o r sí m ism o, qu e n o se hace jam ás lo bastante para hacerlo
triunfar, que si n o se hace lo bastante, n o se h ace nada. N o le gus-
tann los “ r o jo s ” , detesta la violen cia, pero frente a la v iolen cia am e­
nazadora de la guerra, frente a la violen cia de la m iseria y del
ham bre (y , p o r ejem p lo, atravesando los su bu rbios de Boston, que
tienen la tristeza de tod os los su bu rbios de gran ciu d a d ) se siente
perdida, no sabe ya qué querer o no q u e r e r . . .
— H aría falta una crisis — dice— . H aría falta qu e el malestar se
volviera visible. E ntonces tal vez com pren deríam os, cam biaríam os.
¡H a y tanto eg oísm o en este p a ís!
He o íd o otras veces esa voz patética de gente de buena v o ­
luntad en desorden. M e cuenta có m o lucha p o r expandir sus ideas
en tre sus alumnas.
Invitó un día al co le g io a un célebre p ro fe s o r n egro y después
de su con feren cia lo invitó a su m esa: “ Si h ay alumnas que no
quieran com er con nosotras, son libres” , h izo saber antes de c o ­
menzar. D os pequeñas sudistas que siem pre habían ostentado sen­
timientos racistas, p id ieron com o una gracia ser adm itidas en la
com id a . Las palabras del conferencista, la eviden cia de su valor
intelectual y hum ano las había perturbado. A l regresar con sus fa­
m ilias, en Louisiana, luchan al presente con todas sus fuerzas, contra

272
el racismo. Pero Miss C. sabe bien que en ese dominio tampoco las
buenas voluntades esparcidas son suficientes.
Las rulas que llevan a Boston están bordeadas de grandes ma­
torrales amarillos y alegres y atravesamos parques donde la prima­
vera comienza tímidamente a sonreir: en Nueva Inglaterra la pri­
mavera despierta lentamente. Miss C. me muestra entre los árboles
y los prados la lujosa mansión del alcalde de Boston que acaba de
pasar un año en prisión por robos y estafas, pero que ha retomado
su puesto oficial a la cabeza de la ciudad más rigorista de toda
Norteamérica. Que un hombre al que los diarios tratan cotidianamen­
te de gángster reine sobre esa ciudad que ilustra entre otros la
gran dinastía puritana de los Adams, es uno de esos menudos he­
chos que resumen la complejidad de Norteamérica.
En ninguna parte la poesía del pasado norteamericano es más
atractiva que en las calles del viejo Boston, estrechas como las de
una aldea francesa y construidas en una sobria y pura arquitectura
de ladrillos rojos. La pequeña plaza del corazón de Beacon Hill,
rodeada de casas del siglo XVIII, tiene proporciones más exquisitas
que la plaza des Vosges; se prolonga por calles del mismo estilo severo
y noble. De tanto en tanto se observa en las ventanas un vidrio in­
sólito, de un hermoso color violeta cuyo secreto se ha perdido desde
hace tiempo. El tiempo no ha rozado la aristocrática colina, nada
ha cambiado en doscientos años en esas calles monótonas y graves.
Al pie del cerro, hay algunas amplias avenidas bordeadas de resi­
dencias menos viejas, pero silenciosas y nobles. En compensación,
los monumentos antiguos perdidos en medio de las arterias moder­
nas no son ya, aislados de su contorno, sino piezas de museo. V i­
sitamos la biblioteca, célebre menos por sus ricas colecciones que
por la severidad con la cual las lecturas son censuradas. Cuando
Miss C. quiso un día consultar las Memorias de Casanova, se exa­
minaron largamente su pedido y sus títulos, la condujeron a un ga­
binete donde después de haberle confiado el libro pedido, la ence­
rraron con llave. Al cabo de dos horas vinieron a buscarla y se
remitió cuidadosamente el volumen a su cofre cerrado. Paseamos
por los muelles, en donde entre los estrechos pilones con olor a al­
quitrán tuvo lugar el tea party que inauguró la guerra de la In­
dependencia, cuando los bostonianos en rebelión contra los impues­
tos, arrojaron al mar toda una carga de té inglés. Son muelles de

273
madera bordeados de casas deterioradas. Miss C. me confía que
hubiera querido habitar una de esas viejas casas donde se han
instalado estudios o departamentos ocupados sobre todo p or artis­
tas; pero agreda con un suspiro que su hermana la ha apartado de
un proyecto tan irrazonable. En todo caso, h oy nadie le impide
elegir para com er un restaurante de su gusto; esa libertad le da una
alegría de escolar. Me lleva hasta el final del muelle de madera,
a un pequeño lunch room decorado con esqueletos de pescado, velas
en botellas a la manera del Far W est. Com em os la chow der-soup con
crema v pescado que es el plato regional. P o r la ventana se ve un
brazo de mar, algunos barcos.
Me hundo un poco más atrás en el tiem po. Descendem os la costa
sur hacia Plymouthi, la playa donde tíos m arinos puritanos han
desembarcado. M e persigue la imagen de H enry Adam s, cuya di­
nastía dio a los Estados U nidos m uchos presidentes, y cuya autobio­
grafía publicada antes de la guerra mundial les parece a los norteame­
ricanos de h oy uno de los más importantes testimonios sobre su pa­
sado inmediato. U no de sus abuelos habitaba Beacon Hill y el
otro la aldea de Quincy que atravesamos. Todas esas viejas aldeas
se parecen con sus mansiones encantadoras desparramadas al azar.
M i viaje al revés del tiempo ha acabado cuando percibo al borde deí
agua gris el lugar de la costa donde se arrodillaron hace trescientos
años los prim eros colon os de Nueva Inglaterra.
Miss C. está alegre con este paseo com o si fuera yo la que se
lo ofrezco. P or p oco, com o S. en Lone Pine, me lo agradece. Quiere
mostrarme también la costa norte y nos citamos para un día p ró ­
xim o. En Boston me encuentro con estudiantes que me conducen a
Cam bridge: atravesamos el ancho río plácido y paseamos p or la
ciudad universitaria. M e designan el colegio de muchachas situado
a poca distancia de Harvard.
— Ellas vienen aquí para casarnos — dice uno de ellos con ren­
cor anticipado.
Después de mi conferencia discutimos, pero demasiado breve­
mente. Volveré a Boston y nos pasaremos una noche conversando.
Esa noche vuelvo a Nueva York en avión. Aquí se toma el avión
como en Francia un tren suburbano; el trayecto no dura sino una
hora y cuesta el mismo precio que un camarote o un asiento pull­
man. Comienzo a habituarme a mirar las distancias de 300 millas

274
como absolutamente desdeñables. Pero estoy aún asombrada de aban­
donar a Cambridge a las diez y estar a medianoche en mi cama.

19 de abril

En el diario de la mañana, observo dos pequeños acontecimien­


tos cuyo acercamiento es significativo. El cantor negro Paul Ro-
beson debía dar un recital en Peoría; a último momento el concier­
to fue prohibido con el pretexto de que Robeison es comunista.
Se insiste mucho sobre el hecho de que no se le ha prohibido la
entrada a la sala por negro sino por comunista.
Por otra parte un divertido episodio acaba de encontrar su con­
clusión. Hace algunas semanas, un chofer que conducía un ómnibus
cargado de pasajeros a lo largo de no sé qué avenida pasó de largo
por todas las estaciones, fue más allá de la final y se dirigió ha­
cia la gran ruta en medio de las protestas enloquecidas de sus pasa­
jeros. Terminó por hacerlos bajar, pero en cuanto a él, siguió tran­
quilamente su carrera hasta la Florida. Arrestado, interrogado, de­
claró con buen humor:
— Ese trayecto era demasiado monótono. Siempre he querido
ir a la Florida. Una hermosa mañana me dije: ¿P or qué no con­
tinuar hasta la Florida? Continué.
Este chofer se ha convertido en un héroe popular. A pesar de
lo lejos que se lo ha pescado, ha retomado ayer su trabajo en
medio de ovaciones; se lo ha reporteado, fotografiado cien veces y
en todos los diarios se lo ve sonriendo en el volante del nuevo ómni­
bus que se le ha confiado. Tal vez esa fantasía no sea concebible
sino en Nueva York. Mis amigos me han dicho que nada semejante
podría pasar, por ejemplo, en Chicago. Pero aunque no sean capaces
de hacerlos, todos los norteamericanos se apasionan con esos actos des­
envueltos en los que ven una prueba flagrante de su amor por la
libertad. Ese chofer es un character, un original que ha manifestado
altivamente ese individualismo del que se enorgullece Norteamérica.
Es cierto que en Francia jamás se lo hubiera reintegrado a sus fun­
ciones, es cierto que Norteamérica es mucho más indulgente por las
boutades y los caprichos que no ponen seriamente en tela de juicio
su autoridad. He conocido una madre de familia devota y hábil cu-

275
\ os h ijos oran envidiados p or todos sus com pañeros porqu e los de­
jaba sonriendo subir a ios árboles, pelearse, sacar la lengua a los
profesores. Y a m ayores, las m uchachas se casaron dócilm ente con
los m aridos que se les eligió, los h ijo s entraron en las carreras
que se quiso hacerlos entrar. El placer y el orgu llo que encontraban
en su independencia los había convertido en las presas más sumisas
en manos de sus padres. El ch ofer del óm nibus p o r cierto se reiría de
cualquiera que dudara ante él de la libertad de los ciudadanos n or­
teamericanos. Paul R obeson, no obstante, no quería entregarse a nin­
guna excentricidad: quería solamente cantar.
— Nuestra dem ocracia no es ya sino una seu dodem ocracia — me
d ijo por la tarde un am igo que com entaba con m ig o esos inciden­
tes— . La palabra libertad se ha vaciado de tod o con ten ido. N o hay
va ningún derecho que sea garantizado al in divid u o, está a la merced
de voluntades arbitrarias.
Y en efecto, hay dos prin cip ios que se in vocan h oy sucesivamente
y juntos, deslizándose de uno a otro de m od o de tom ar al individuo
en una trampa fatal: “ El interés de cada uno supera al de todos” , se
declara y al m ism o tiem po se a firm a: “ Cada uno es libre, el ca rb o­
nero es amo en su casa” . Si un ciudadano es con sid erado com o “ r o ­
jo ” se lo echa de los servicios gubernam entales en n om bre del interés
general, pero p or otra parte las adm inistraciones privadas rehusarán
em plearlo: “ Es su derecho, cada uno es lib re” . Y el ciu dadan o se en­
cuentra libre también él para ser r o jo y para m orirse de ham bre. En
n om bre del prim er p rin cip io se restringe el derecho de huelga, se arrui­
na a las uniones obreras. En n om bre del segundo, se autoriza frente a
las m inorías raciales o los partidos p olíticos toda clase de pesadas b r o ­
mas privadas. Y la triste verdad es que el “ interés general” no se en­
cuentra sino en una categoría “ privada” de ciudadanos, aquellos que
se aprovechan del régim en y que quieren continuar aprovechándose. Y
los otros no son libres sino en la m edida en que se someten, lo que es
la más abstracta de las libertades. M e cuentan un incidente donde
el engaño se ve al desnudo. U n capitán israelita quiso nadar
en una piscina de Baltim ore. Se le re co n o ció com o ju d ío y se le
p roh ib ió la entrada. E scribió con in dign ación a un diario, su carta
im presa suscitó otras cartas de indignación, se las p u b licó también.
P ero un corresponsal o b je ta : todo el m undo parece olvidar que el
propietario de la piscina tiene el derecho de aceptar los clientes que

276
quiere aceptar. El diario concluye: se puede admirar en esta historia
la libertad de la que goza el ciudadano norteamericano. Libremente
el capitán israelita ha pedido el acceso a la piscina, libremente se le
ha rehusado, libremente ha escrito al diario que ha publicado su
carta, publicando también la de sus partidarios y las que reflejaban
una actitud diferente. Todo el mundo ha ejercido, pues, su libertad.
Sería fácil concluir como se lo hace a veces, que el ideal de­
mocrático no es ya en los Estados Unidos sino una mentira hipócrita
cínicamente explotada. Pero eso no sería del todo justo. Ese ideal
tal como ha sido expresado en la Declaración de la Independencia,
tal como se expresa cada día a través de discursos y documentos o fi­
ciales, es algo más que una charlatanería vacía. El respeto por la
persona humana y los principios que le garantizan sus derechos
está profundamente anclado en el corazón de los ciudadanos norte­
americanos. Reina entre ellos un clima verdaderamente democrático
y es aun eso lo que hace a primera vista, tan seductor a este país.
A las desigualdades de fortuna no se superpone una jerarquía de
clases; el standard medio de vida es bastante alto para que la exis­
tencia de los privilegiados del dinero cree complejos de inferio­
ridad. El norteamericano rico no tiene altivez, el pobre no tiene
servilismo. En la vida cotidiana las relaciones se estabecen sobre un
pie de igualdad. El común orgullo que cada uno extrae de su título de
“ ciudadano norteamericano” crea un terreno de acuerdo fácil; cada
uno puede disfrazar la mediocridad de su suerte pensando que par­
ticipa de la vida de una gran nación y cada uno reconoce en otro
su prójimo y quiere que la dignidad del hombre y del norteamericano
sea afirmada en ese prójim o como en sí mismo: de ahí la genero­
sidad, la benevolencia, el clima de amistad que es el rasgo más atrac­
tivo de Norteamérica. Y es verdad también que una vez integrado
en esa sociedad no se encuentra sino un mínimo de violencia — por
ejemplo no me han pedido ni una vez mis papeles— y que la des­
envoltura del chofer del ómnibus haya sido posible, y tantos otros
menudos ejemplos. Esto no es, después de todo, una cosa desdeñable.
Sería falso declarar inauténticos el gusto por la independencia, el
sentido de la dignidad humana, del que se encuentran por todas par­
tes tan numerosos y sorprendentes testimonios. Lo que es verdad es
que hay un divorcio cada día más profundo entre el ideal y la reali­
dad. El idealismo de Jefferson no está ya adaptado a la vida de

277
hoy y es porque entre su form ulación y su actualización hay tal
hiato que intenta hablar de ‘ 'pura hipocresía” . Este hiato no vie­
ne de un secreto desprecio por los grandes principios que se sa­
crificarían sin vergüenza a intereses más positivos, sino de que bajo
su form a caduca ellos no se aplican ya al mundo m odern o: la igual­
dad y la libertad que permiten están vacías de su sentido por las
exigencias de la situación presente.
Los norteamericanos no han reclamado jamás una igualdad e c o ­
nóm ica actual. Admiten que haya diferentes niveles de vida, siempre
que cada ciudadano tenga la posibilidad de elevarse por su propio
esfuerzo de un escalón a otro. Pero es precisamente aquí donde el
engaño comienza. En la época de los pioneros cuando la tierra
no tenía fronteras, sus recursos inexplotados, la econom ía realmente
anárquica, los hom bres no im ponían los unos a los otros más lím i­
tes que los de su propia existencia: la concurrencia era verdadera­
mente libre y las palabras de libertad y de igualdad no entrañaban
conflicto. Lhi individuo tenía posibilidades si un acto positivo no lo
privaba. A l presente el N uevo m undo es tan f ijo com o el V ie jo , la
sociedad ha perdido su m ovilidad, los capitales están en pocas ma­
nos y las tareas del trabajador cuidadosam ente trazadas: también
las oportunidades son fijas. El individuo no parte con un porvenir
abierto; su lugar en el engranaje define su vida íntegra. P or su­
puesto, algunos éxitos accidentales perm iten agitar aún en el h o­
rizonte el m ito del selj-m ade-m an; pero esto es una estafa aná­
loga a la que asimilara un billete de lotería a un b o n o del T e soro:
cada billete puede ganar, pero no hay sino un porcentaje m ínim o de
billetes ganadores. Se explota aquí el equ ívoco de la palabra “ chance”
cuyo sentido estadístico preciso es m uy diferente de la vaga signi­
ficación individual que alienta promesas inciertas y encantadas. En
un tiempo en que la econ om ía ya no es individualista, es mentira
considerar aun a cada individuo com o un caso singular: no hay sino
la singularidad de un número. Sin saberlo está som etido a la ley de
los m edios: es semejante a esa piedra de la que habla Spinoza y
que cree que rueda p or su decisión en tanto que obedece al principio
de la inercia. Esto es lo que hace que su “ participación” en la vida
del país tome también la figura de un señuelo; en verdad el des­
tino de los Estados U nidos no se juega igualmente en cada uno
de sus m iem bros. H ay una clase que dirige creyendo servir a esta

278
entidad: “ Norteamérica” ; el norteamericano medio sirve intereses
singulares y concretos que no son los suyos. Es decir que al igual
que la igualdad, la libertad no tiene realidad concreta: por supuesto
podemos siempre creernos libres si permanecemos dentro de los lí­
mites que nos han asignado y toda la destreza del sistema está en
saber retener a los ciudadanos sin que la violencia aparezca; pero
aquel que quisiera traspasar los límites chocaría con una pared. El
ciudadano de la clase media no tiene ninguna participación en la vida
económica del país, no influye sino débilmente sobre su destino eco­
nómico: la abundancia de vestimentas, libros, filmes, diarios, etc.,
le dan la ilusión de elección, pero de hecho es pasivo. Muchas razo­
nes hacen que se resigne a esa pasividad. Y entre otras hay que
contar con ese conservatismo de los norteamericanos del que me ha­
blaron un día los estudiantes de Oberlin y que es tan profundo pese
a sus rápidos progresos en los dominios materiales y técnicos. El
Credo norteamericano aparece como la expresión de una ley su­
prema a la vez natural y divina que parece inscripta en la eternidad
y de la que no se supone que la manifestación terrestre pueda haber
sido modificada. Y es por eso que podemos estimar a la vez que los
norteamericanos son el pueblo más idealista del mundo y el más
positivo. Tienen tal respeto por su ideal que lo han relegado a un
cielo intangible; y del mismo golpe su realismo escapa a la empresa
de la moral, como se lo ve por la facilidad con la cual esos huma­
nistas sinceros adoptan la idea de una guerra desde que la oportu­
nidad parece probada. El idealista más empecinado es también el
más desarmado cuando se le explica que “ también hay que tener en
cuenta a la realidad” . No puede negarla y como la realidad no es su
fuerte está dispuesto a aceptar todas las decisiones de los especialis­
tas. Sería necesario que la moralidad norteamericana en lugar de
fijarse en el respeto de una ley caduca y que por consiguiente,
permanece verbal, inventara un sentido nuevo y viviente: es este
un esfuerzo al cual un puñado de hombres se dedica. Pero más nu­
merosos y más poderosos son los que se les oponen porque el divorcio
entre un cielo demasiado lejano y la tierra presente les permite ex­
plotarlo en provecho propio.
Asisto a un gran party esta noche en casa de Piscator. Están Le
Corbusier, Kurt Weil, Connolly, autor de Praderas verdes, y me
señalan tantos grandes críticos, músicos, escritores, actores que no

279
sé adonde dirigir la mirada. Pero me siento perturbada por la lle­
gada del más ilustre de los astros: Charlie Chaplin. Desde que él es­
tá aquí, ya no se trata de que nadie hable con nadie. Un círculo se ha­
ce a su alrededor y él habla durante tres horas seguidas. N., que lo ha
visto frecuentemente en H ollywood, me lo había descripto en tér­
minos tan exactos que al verlo con mis propios o jos no conozco
nada nuevo. Tiene los cabellos completamente blancos y en su rostro
envejecido sólo los ojos y la sonrisa permanecen jóvenes. Defiende
largamente su filme, con sus largas y habituales diatribas contrá la so­
ciedad en general y Norteamérica en particular: es verdad que ha
sido perseguido de manera bastante infernal. Pero esos grandes lu­
gares comunes no me entretienen m ucho. A veces Chaplin abandona
su tono profético, se pone a representar lo que cuenta, vuelve a ser Car-
litos. Dice que el público norteamericano quiere que uno sea trágico
con alegría y que se lleve a los peores dramas gentileza y agilidad:
no lo dice solamente, lo representa. Representa el horror que se
cambia en sonrisa, muestra el grin de las pin-up yuxtaponiéndose a las
lágrimas de melodrama. Con su rostro y con todo su cuerpo, se entre­
ga a una extraordinaria y fascinante acrobacia; pero ese número
de gran clase no dura mucho. De nuevo habla. Se lo escucha de pie,
en la mayoría de los partys se permanece de pie, lo que yo encuentro
muy cansador. Los auditores han fija d o en sus labios una amplia
sonrisa inteligente, opinan maravillados. A veces alguno de ellos, sor­
prendido de su audacia, se atreve a presentar una sutil objeción :
pero esto no es sino un trampolín que permite a Chaplin saltar más,
alto. Hay dos mujeres que se mantienen lejos del círculo, melancó­
licamente sentadas en un rin cón : es, acompañada de una amiga, la
mujer de Chaplin que está, com o habitualmente, encinta. Es muy
morena y muy hermosa con su vestido violeta y grandes aros de oro.
H ija de O’Neill el dramaturgo, ha tenido una brillante juventud.
Al presente parece aplastada por el peso de la gloria conyugal. Pare­
ce que aun en la ausencia de su m arido mantiene esa actitud borrada
y sumisa de las esposas árabes. Ella no tenía nada que esperar de
él y seguramente se ha casado por amor, pero no debe de ser fácil ser­
vir de mujer a Chaplin. Continúa hablando, es infatigable, y a su alre­
dedor la asistencia continúa sonriendo. Es horrible pensar que debe
dedicar muchas horas por semana a este mismo ejercicio. Cuando al
fin se harta de sus propias palabras, se va. L o m iro partir con un

280
poco de pena: hay tanto encanto en su sonrisa, en sus gestos; pero
solamente he asistido a una mediocre representación: no he visto
a Charlie Chaplin.

24 de abril

Por sesenta y siete votos contra veintitrés, el Senado acaba de


votar la ayuda a Grecia.
Mi gira por las Universidades se acaba. El martes he hablado
en Yale. Ayer llegué a Princeton en una gran mañana primaveral. Es
una primavera más sobria que las intemperancias tormentosas del
sur, pero más lujuriosa que un abril francés. En Francia es mezclada
a las hierbas de las praderas, a los arbustos, a los matorrales, donde
brilla la nueva desnudez de las flores. Aquí se exhiben con un esta­
llido provocador sobre los árboles sin hojas. Avalanchas de uvas vio­
letas visten el esqueleto de los árboles de Judea, los ramilletes de
magnolias se encorvan bajo el peso de flores carnosas, rollizas como
frutas; rosas y blancos, los árboles del Japón y los dog-woods chis­
pean; no hay verdor, los colores rozagantes se recortan en vivo
sobre el azul del cielo. Me han paseado por el campo de horizontes
amplios y dulces y por la pequeña ciudad que ha conservado una plaza
y algunas calles de puro estilo colonial. El hotel donde comemos es
un viejo albergue inglés con suaves colores de agavanzo. Por la ven­
tana se ven inmensos prados en medio de los cuales se levantan los
edificios de la Universidad; las flores, los pastos, las terrazas domi­
nan una vasta planicie dando a ese lugar de estudios el lujo de una
residencia real. La pompa medieval del refectorio y los salones, es
digna de un príncipe refinado. Es extraño ver entre los muebles
solemnes, los cuadros, las tapicerías, los escudos de armas, a los
jóvenes con camisas de cuadros que fuman, con los pies sobre la mesa.
La despreocupación de los norteamericanos no me disgusta pero,
¿por qué todos esos esplendores añejos? Sé la respuesta. Sin consen­
tir, como los ingleses, renunciar a los placeres del dejarse estar, mu­
chos estudiantes son, no obstante, deliberadamente snobs; les gus­
ta encontrar alrededor de ellos una imagen de su cualidad singular. El
régimen de los clubes que denuncian con una indignación tan ama­
ble las college-girls de Smith, es más rígido aquí que en ninguna otra
Universidad, porque es esta una de las más ricas. Es la única que en

281
«1 norte permanece fiel a las tradiciones del sur y donde los estudian*
tes de color son rigurosamente excluidos. Muchas viejas mansiones
coloniales que hacen encantadoras las calles de Princeton son clubes:
los estudiantes comen y duermen agrupados por elecciones persona­
les; eligen por razones de familia y de fortuna, de prestigio social;
las cualidades intelectuales cuentan para los negocios. En el tiem­
po en que Wilson era presidente de la Universidad de Princeton, en
1902, intentó imponer a los estudiantes dormitorios comunes. Los
profesores liberales lo apoyaron, pero los “ patrones” ricos se decla­
raron contra él y la democracia universitaria fue vencida por la vie­
ja tradición de los clubes. Para defender esas instituciones que tien­
den a crear una nueva aristocracia en el corazón de una comunidad
ya de las más aristocráticas, me dicen que un “ club de los sin club”
que algunos trataron de fundar fue un fracaso; pero que los parias
de esa pequeña sociedad no hayan encontrado en su sentimiento de
inferioridad un terreno de acuerdo no me parece un argumento pro­
batorio.
M e a lojo en una casa maravillosa, com o todas las casas de Prin­
ceton, de un profesor que m e ha hecho, con su m ujer, una encanta­
dora acogida. Una vez más, tomando el té con ellos, p or la mañana,
en el pequeño com edor lustroso, adm iro la cordialidad norteamerica­
na, tan cálida y tan sim ple; ¡có m o nos hubiéramos dado tono en­
tre franceses! A qu í som os ya am igos, y sé que detrás de esas bromas
y esas risas ninguna malevolencia, ninguna doble intención se disi­
mula. Algunos profesores de la Universidad me han parecido más fo ­
silizados que nuestros fósiles franceses. P ero otros conservan a los
cincuenta o sesenta años una frescura infantil sin un rasgo de pedan­
tería o de im portancia.
En dos horas de tren estoy en Filadelfia. El clima es m uy diferen­
te al de Princeton. La U niversidad está situada en el corazón de una
gran ciudad, no tiene lu jo, es casi p o b re : es una Universidad de es­
tado: los estudios son m ucho menos caros y los profesores mucho
más pobremente pagados que en las grandes fundaciones privadas.
La jornada está consagrada a los peregrinajes históricos. Visito
el Hall de la Independencia, donde se em pujan grupos de escolares
y de piadosos turistas en “ conferencias guiadas” . A pesar de la multi­
tud, el lugar sigue siendo em ocionante. Se han conservado la mesa,
las viejas sillas, el tintero y la lapicera exactamente com o estaban

282
el día en que nacieron los Estados Unidos. Veo la gran campana que
tocó a libertad cuando la declaración de la Independencia fue firma­
da. La campana de la Libertad; ahora está rajad^.
A través de parques, colinas y valles verdes, por pequeñas rutas
sinuosas y salvajes, me conducen al célebre sitio de Valley Forge. Es
allí donde, después de haber perdido a Filadelfia, Washington acampó
durante un largo invierno con un puñado de hombres que el frío y
el hambre desprendían de él día tras día, temiendo un ataque que hu­
biera fácilmente destruido sus fuerzas: no se sabe por qué milagro
el general inglés dejó pasar su oportunidad y permaneció incrustado
en Filadelfia, com o Aníbal en Capua. Cañones con sus balas están
diseminados por el pasto en los alrededores de un majestuoso arco de
triunfo. Desde una torrecilla que domina la cima de los árboles se
descubre una inmensa planicie con sus granjas, sus ríos, sus rutas, las
rutas donde Washington esperaba ver aparecer de un momento a otro
los ejércitos enemigos. La casa donde vivió durante esta larga tregua
trágica ha sido piadosamente conservada; cada taburete, cada cace­
rola, está en su lugar. Me pregunto si mis compañeros no se sien­
ten turbados por el recuerdo del héroe que dio Norteamérica a los
norteamericanos, cuando piensan en los griegos de Grecia que sus
dólares van a “ ayudar” .
Volvemos a la ciudad por barrios residenciales que son hermo­
sos como en todas las ciudades norteamericanas, gracias a su verdor,
a los árboles, al pasto, a los grandes espacios floridos. En los setos
de forsythias danzan gotas de sol. Antes de volver a la Universidad,
vamos a golpear a las puertas de la fundación Barnes. El doctor Bar-
nes es un antiguo farmacéutico que, habiéndose enriquecido prodi­
giosamente, com pró hace diez años una colección de cuadros moder­
nos que dicen es extraordinaria. En Nueva York me habían aconse­
jado que le escribiera pidiéndole autorización para verlos. Pero es
un misántropo y detesta particularmente a la gente que tiene funcio­
nes oficiales en los dominios intelectuales: profesores, directores de
museo, etc. Todas las recomendaciones sobre las que hubiera podi­
do apoyarme hubieran sido juzgadas peligrosas: no he argüido, pues,
sino mi deseo de conocer una colección tan rica y tan célebre. No me
respondió. Rehusar el acceso a esas galerías es uno de sus mayores
placeres. A veces somete al postulante a una prueba. Un joven escul­
tor había solicitado ser admitido en el santuario; no hubo respuesta.

283
P ero cuando preparó en N ueva Y o rk una ex p osición de sus obras,
recib ió unas palabras co n v ocá n d olo para el día m ism o de su vernis-
sa g e: había que elegir. E ligió ver los V an G og, los R en oir, los Cézan-
ne, los aduaneros R ousseau, y el d octor Barnes fue burlado pues, de
hecho, la ex p o sició n se p ostergó algunos días. La fu n dación está en
el fo n d o de un parque, un gran e d ific io severo. Las puertas y venta­
nas están cerra d a s: tocam os. D espués de un tiem po m uy largo, un
portero entreabre la puerta. A ntes de que hayam os articulado tres
palabras, nos p on e un pedazo de cartón en la m ano y nos cierra en
las narices. En el cartón, un texto im preso explica que el m useo no
está abierto sino a los “ estudiantes” que siguen los cursos y conferen­
cias d irig id o s p o r el d octor B arnes. N o nos queda sino dar marcha
atrás y descender hacia la U n iversidad.

25 de abril

Un tren n octu rn o me co n d u jo a B oston, don de M iss C. me espe­


raba. T u vim os un m om en to de in qu ietu d p orq u e una dama empena­
chada que se en orgu llecía de v iv ir en una de las v ieja s mansiones de
B eacon H ill du daba en acom pañ arn os. A c a b ó p o r dejarn os partir solas,
p ero telefon eó a un cou n try-clu b aristocrático para que com iéram os
en él. H ay m u ch o sn ob ism o en este rin có n de N orteam érica.
H o y su bim os h acia el norte. E stoy contenta de pasar aún un
día en ese ca m p o atem perado, a través de esas viejas aldeas que la
literatura y el cine n orteam erican os apenas m e han h ech o presentir: son
otros aspectos del país, más ru id osos, los que se exportan. Algunos
pu eblos, M arblehead, p o r ejem p lo, parecen h aber perm anecido into­
cados desde el siglo x v n i: han d eca íd o solamente. M arblehead era
una pequeña y próspera aldea de a rm a d ores; poseía importantes asti­
lleros don de se construían b a rco s. L os astilleros han m uerto, la pros­
peridad se ha evap orado, p ero todas las viejas m ansiones están de pie
con sus pequeñas ventanas ro ja s o violetas. Instaladas sobre una pro­
m inencia, a orillas del m ar, d ib u ja n aquí las calles tan bien, que la
aldea tiene casi un aire eu rop eo. M ás le jo s, en un pueblo un p oco mas
grande, al b o rd e del cual se han con stru ido b a rrios m odernos, vamos
a visitar la casa que H aw thorne ha ilustrado en su novela La casa de
los siete pilares. L a intriga se desarrolla en esa residencia, que perte-

284
necia a una de sus prim as: hoy es un monumento histórico. Se levan­
ta a orillas del agua, al fon do de una calle vieja y tranquila, y su ar­
quitectura com plicada de madera se enorgullece, en efecto, con siete
pilares. Entramos. En Francia, en esta clase de excursiones, se visi­
tan esencialmente iglesias, claustros, abadías, de tanto en tanto un
castillo. Nuestros monumentos nos han sido legados por el clero y la
nobleza más que por el Tercer Estado. A quí son las viejas residen­
cias burguesas, los negocios, los que se ofrecen al viajero. Nos mues­
tran salones, habitaciones, viejas bohardillas: todos esos muebles, esos
biom bos y esos potiches parecen a Miss C. antiguas piezas de museo,
pero, com o en Concord o Charleston, observo que es exactamente el
m obiliario en medio del cual vivían en la casa de mi abuelo. Como en
muchas de las residencias de Nueva Inglaterra, hay una escalera ocul­
ta que conduce a una habitación secreta: ahí se refugiaban contra
las incursiones de los bandidos que a veces asolaban la región.
Es ahí también donde escondían a los esclavos, infrigiendo las
ordenanzas, cuando poco antes de la guerra de Secesión los anties­
clavistas del norte ayudaban a los negros a huir de sus amos y les
ofrecían abrigo. Esos puritanos no han sido siempre, no obstante, hu­
manistas plenos de dulzura. En muchas de esas aldeas tranquilas se
levantaban en medio del siglo x v m hogueras donde quemaban a las
brujas. M e imagino fácilmente que en esas piadosas aldeas de so­
brias mansiones, de lu jo honesto, se experimentaba, de tanto en tan­
to, la necesidad de diversiones violentas. Una sociedad de orden y
autoridad que haba tomado a Dios a su servicio, debía defenderse
ásperamente contra los peligros del individualismo místico ; la descon­
fianza, la estupidez, los celos, el aburrimiento hacían el resto. Una de
las historias más asombrosas me parece la siguiente: dos niños que
sufrían convulsiones acusaron a una mujer de ojos negros de haber­
les hecho el mal de o jo . La comunidad fue súbitamente víctima del
pánico y se abrió un gran proceso donde fueron citadas numerosas
acusadas. Los niños, que podían tener de nueve a diez años, reina­
ban en medio del tribunal. Se observaban sus rostros a la entrada de
cada sospechosa: si sonreían era una prueba de inocencia, si caían
en convulsiones la mujer era al instante convicta de comerciar con
el diablo. Había un seguro medio de escapar a las llamas: era re­
conocer su crimen. Esa sinceridad parecía sospechosa, Satán pro­
hibía a sus auténticas esposas denunciarse: las que lo traicionaban

285
t

no estaban, pues, sometidas a su yugo, y se devolvía a su hogar a esas


mitómanas. Aquellas que, por escrúpulo, por orgullo o por estupidez,
se empecinaban en negar sus relaciones con el dem onio, eran que­
madas.
Es m ediodía cuando llegamos a R ockport. El mar está gris bajo
un cielo lluvioso. Iglesias de madera, tabernas sangre de toro, viejas
mansiones. A pesar de sus parecidos, esas aldeas no son nunca las
mismas, tienen tanta individualidad com o las de Francia o Italia.
Esta se distingue por sus amplias vistas sobre el océano oleoso, por
las rocas que erizan la costa y. sobre todo, por su pequeño puerto don­
de veranean numerosos artistas. En las paredes de las cabañas están
suspendidas redes de pesca color pizarra y boyas de brillantes colo­
res. azules y roias. Las propias casitas están pintadas en tonos vivos,
muchas son atelieres de pin tu ra; hay un pequeño teatro donde se dan.
durante la temporada, espectáculos de vanguardia. Es un Saint Tropez
menos co lo rid o ; un Saint Tropez de Nueva Inglaterra. A Miss. C. le
gusta pasar aquí las vacaciones; reina entonces en las callejas una ani­
m ación que le encanta. P or el momento, las calles están aún vacías. Los
obreros reparan una calzada. Los tiendas de curiosidades, las galerías
de arte, las tiendas de telas, se preparan para renovarse e instalar sus
vidrieras. H ay que esperar aún un mes antes de que los prim eros clien­
tes lleeruen. Desdeñando el elegante club que nos ha sido asignado,
Miss C. me lleva a un pequeño restaurante que da sobre el m ar: más
que la chow der-soup le encanta su libertad. Abandonando la costa vol­
vemos a Boston p or amables campiñas, después de lúgubres subur­
bios. Llueve. M e despido de Miss C. y entro a trabajar en mi habi­
tación.

26 de abril

Después de una jornada ocupada por una conferencia y diversas


conversaciones, salgo esta noche con estudiantes de Harvard. Es tra­
dicional que el sábado a la noche se desparramen por toda la ciudad
y las tabernas. El austero Boston está muy animado esta noche: en
una gran plaza donde se abren cantidad de bares y de dancings hor­
miguea una juventud ruidosa. M arineros salen tambaleándose del ca­
fé de una esquina. El patrón de un establecimiento arroja a uno a la
acera. Se advierte que Boston es un puerto. Nos sentamos en una gran

286
sala llena de humo donde un público popular baila al son de una mala
orquesta. Bebiendo cerveza, conversamos hasta tarde. Pienso que es
mi oficio entrevistarme con estudiantes y que trataré de reunir mis
impresiones sobre la vida universitaria de Norteamérica.
Hay dos especies de universidades en los Estados Unidos. Unas,
que están financiadas por el estado — com o la de Filadelfia o la
Universidad de Nueva York, cerca de Washington Square— tienen
un modesto presupuesto; los edificios son pobres, los profesores maT
pagados, los estudios no cuestan caros y son frecuentados p or
jóvenes sin fortuna y que tienen necesidad y verdaderamente deseos
de instruirse. Frecuentemente hacen al mismo tiempo algún traba­
jo que les permite vivir. Lamentablemente, por el hecho de que los
sueldos son bajos, los profesores más distinguidos desean enseñar en
las grandes universidades privadas, comandadas por ricos patrones y
engordadas por donaciones y herencias. Estas poseen edificios y cam­
pus m agníficos; su personal es generosamente remunerado y tienen
un prestigio incomparable con el de las instituciones públicas. El pre­
cio de los estudios es exorbitante, lo que ayuda más a su/brillo. Es,
por supuesto, en Yale, Princeton, Harvard, Columbia, donde ejercen
los sabios y los letrados más reputados. Se llega así a esta paradoja: a
los estudiantes que por su condición social tienen la voluntad de tra­
bajar, no se les dispensa sino una enseñanza m ediocre; la cultura
más sólida y más brillante es ofrecida a aquellos que se inquietan me­
nos por los valores intelectuales.
Las palabras de un estudiante de Harvard me han conm ovido. C o­
mo yo me asombraba del desprecio en que muchos de sus camaradas
parecían tener esos valores, me d ijo : “ En Europa, los estudiantes son-
intelectuales, aquí no” . Adula a los estudiantes de Europa; en Fran­
cia también se encuentran en las facultades de medicina o de derecho,
en la Sorbona, cantidad de jóvenes que no son, de ningún m odo, in­
telectuales. Pero el hecho es que esa observación es singularmente
verdadera para las grandes universidades norteamericanas: ellas están
frecuentadas por todos los hijos de familia que deben tener una edu­
cación distinguida y que no es, para la mayoría de ellos, sino una ma­
nera elegante y alegre de pasar la juventud. Se agrupan en clubes, fo r ­
man comités, se ocupan de la vida de esos clubes y comités y de la
organización interna de la Universidad, lo que les da una impresión de
independencia y de actividad; se interesan un poco por los deportes

287
v se dan vastas borracheras: todas las aglom eraciones universitarias
tienen régim en seco, pero esta prudencia no ha preocupado jamás a na­
die. Entre tanto, siguen algunos cursos. P ero está mal visto tomar los
estudios dem asiado en serio. N o sólo en los clubes y fraternidades,
las distinciones de inteligencia y cultura no cuentan absolutamente
para nada, sino que, más aún, hay que evitar sucesos universitarios
dem asiado llamativos.
Las college-girls de W ellesley me habían hablado de ese snobis­
m o que hace estragos también entre ellas: tom a una figura casi ca­
ricaturesca en Y ale o H arvard. Los jóvenes tienden a ser gentlemen y
no intelectuales, y ambas cosas les parecen incom patibles: hacer estu­
dios profundos no concierne sino a algunos becarios admitidos entre
ellos. En los exám enes hay cin co notas: A , B, C, D y E, correspondien­
tes, más o menos, a nuestras cifras 20, 15, 10, 5, 0. L o que el estudiante
gentlem an busca obtener es el C, llam ado p or esta razón el “ gentle-
m erís C \ En efecto, E o D sería un fra ca so ; esas notas demasiado
bajas probarían que no se es capaz de alcanzar un fin propuesto; pe­
ro A o B serían el signo de una pedantería de mala ley. El profesor
T ., con quien he conversado largamente, m e ha dicho que frecuente­
mente, venían a verlo alum nos preguntándole: ¿q u é debo leer exac­
tamente, qué conferencias debo seguir, qué proporcion es debo dar a mi
diplom a para recibirm e con el “ gentlemen’ s C” ? Y A . E., que ha sido
becario en Y ale, me ha contado que para ganar un p oco de dinero,
los becarios se encargaban de escribir tesis de estudiantes ricos. Ellos
daban también durante los dos últimos meses del año escolar, confe­
rencias donde los conocim ientos necesarios para el examen eran ofre­
cidos completamente m asticados: había tarifas diferentes según los
com pradores convinieran un A , un B o un C, y era el C el que se pa­
gaba más caro. A . E. agregó que era d ifícil acertar justo y no hacer un
demasiado buen examen.
P o r supuesto, hay, a pesar de todo, una élite que trabaja seria­
mente: he visto sobre todo alumnos del departamento de francés y
el hecho es que hablan un buen francés. N o he residido en ninguna
parte demasiado tiempo com o para darme cuenta del valor de la
cultura ofrecida p or los profesores ni del nivel alcanzado por los
estudiantes. L o que me han dicho y he p od id o sentir, es que la ense­
ñanza es muy estrechamente especializada. Se fabrican lingüistas, quí­
m icos, matemáticos, so ciólog os; pero no se form an espíritus. Espe-

288
rializarse en lileralura parece sospechoso: los “ literatos” son conside­
rados como o víranos estetas. Ellos mismos extraen alguna gloria de
esa originalidad y se acantona: nada los desconcierta más que la
idea de literatura “ comprometida” , les repugna. El dominio del ar­
le, de la poesía, del verbo, está a sus ojos aislado del mundo. Vuel­
vo a encontrar aquí la tendencia que me ha chocado no entre los es­
critores sino entre los intelectuales norteamericanos; ella tiene, por
otra parte, raíces mucho más profundas que el solo gusto por la es-
pecialización; volveré sobre el tema. La filosofía no es, aquí, como en
Francia o en Alemania, la más general de las disciplinas: está divi­
dida en ramas absolutamente heterogéneas: psicología, sociología, ló­
gica. que son tratadas del mismo modo que las ciencias exactas, que
permanecen tan estrechamente encerradas en sí mismas como la fí­
sica o la química. En cuanto a la metafísica, no tiene casi existen­
cia; la filosofía de Dewey, la más generalmente reconocida, no es una
metafísica ni una mitología y aun rehúsa plantear ese tipo de proble­
mas. En Yale se interesan seriamente en la fenomenología y en las
diversas formas del existencialismo: pero es un caso casi único. El
profesor T. — que es un israelita europeo, filósofo y físico— me dice
que ha sufrido un fracaso completo cuando ha querido iniciar a los
estudiantes en los métodos fenomenológicos, e igualmente cuando ha
querido explicarles la marcha del pensamiento cartesiano: la especu­
lación les parece inútil, ociosa, y nada les interesa tan poco como
la historia de las ideas. Sólo los resultados positivos cuentan. Aun en
ciencias, se preocupan poco de las demostraciones: las fórmulas finales
les bastan. T. me ha contado que un día, ante una teoría física di­
fícil de exponer, enunció en primer término la ley, después se puso a
demostrarla. Lo interrumpieron cortésmente: “ No se tome el traba­
jo. Creemos en su palabra” . De todo esto resulta, al menos en el do­
minio literario, un divorcio muy neto entre el mundo universitario y
el mundo intelectual vivo. Contrariamente a lo que ocurre en Fran­
cia, donde muchos escritores son o han sido profesores, no sucede aquí
casi nunca que un profesor sea al mismo tiempo escritor. La mayoría
de los novelistas no han pasado por la Universidad. De la cultura a
la vida en general, no hay casi ningún pasaje: que la literatura, la
filosofía tengan, como tales, responsabilidades políticas y huma­
nas, es una idea que sorprende, que desagrada. De modo general, to­
da esta juventud no me ha hecho sino confirmar la impresión que ha-

289
bía tenido en O berlin: no se atreve a querer nada y tranquiliza su
conciencia pretendiendo que la política es asunto de especialistas.
“ Cuando haya guerra entre Norteamérica y Rusia, ¿d e qué lado
se colocará F ran cia?” He aquí una pregunta que he oído frecuente­
mente. Ella denota un fatalismo que me parece terrorífico. La opinión
pública pesa en Norteamérica y aquí, más que en otras partes, n,*
verdadera la idea de A lain: esa resignación a la guerra es el primer
factor que la hará posible. M uchos agregan: por supuesto la guerra
es una cosa detestable, pero si no la hacemos hoy, ¿quién puede ga­
rantizarnos que no la hará Rusia cuando sea más fuerte? La propa­
ganda de la guerra preventiva se abre camino entre los estudiantes
tan fácilmente com o entre las camareras de los drug-stores. N o he
oído sino a un veterano declarar con indignación que a ningún pre­
cio. en ningún caso, aceptaría la idea de guerra: era, por supuesto,
un “ r o jo ” . Aun aquellos que sienten la m ayor repugnancia por tan
trágica eventualidad la consideran com o inevitable; esta guerra será
absurda, injusta, crim inal, pero ocurrirá. Si se les pregunta: ¿pero,
por qué piensan así, p or qué no tratan de hacer a lg o ?, se obtiene
siempre la misma respuesta: no podem os hacer nada. Esta noche en
Boston, P. y D . se han indignado contra la intervención en Grecia,
contra las leyes antiobreras, pero no piensan aún buscar un medio de
hace oir sus protestas:
— Vea — me dice P.— , mi camarada D. debe entrar en el ne­
gocio de su padre, y yo también haré carrera en los negocios. Usted
sabe que en este momento existe el “ terror r o jo ” y que si osten­
tamos nuestras ideas de izquierda se dirá que som os rojos, y esto
com prometerá nuestro porvenir.
Esta confesión conmueve por su ingenua sinceridad: un “ niño
bien” francés tendría más malicia, pero es más aterradora todavía
porque P. y D., precisamente, tienen buena fe y buena voluntad. Están
m etidos en un engranaje social para salirse del cual les haría falta un
verdadero heroísm o. N o son sus profesores quienes les darán cora je:
estos tienen, por otra parte, poca influencia y se quejan de no ser con ­
siderados. Un profesor universitario es aún menos personaje aquí que
en Francia, pero es, tal vez, precisamente porque no buscan de nin­
gún m odo hacr el papel de guía espiritual. Hay un círculo v icioso:
ellos no tienen ninguna participación en la administración de los es­
tablecimientos donde enseñan y saben que por una palabra impruden-

290
te serían fácilmente echados; no les queda sino servir al régimen con
una ejemplar docilidad.
Pero la inercia que he observado tanto en Oberlin como en Ca­
lifornia y en el este no se explica por simples razones de pereza y de
timidez. Es precisamente eso lo que desconcierta en primer término:
individualmente estos jóvenes parecen frecuentemente dotados de las
más sólidas cualidades. No es ninguna tara interior, es la situación lo
que los paraliza. Todos tienen la impresión de que Norteamérica es
una máquina demasiado vasta con rodajes demasiado complicados. Un
norteamericano me decía: “ Este país se parece a una enorme balle­
na. Tiene un pequeño cerebro que es el este y un cuerpo que no se
termina” . El pequeño cerebro no se siente capaz de mandar a la aplas­
tante masa de carne. Por muchas razones se ha establecido en este
mundo tan nuevo y ya tan viejo una tradición de derrotismo inte­
lectual. Myrdall lo ha descripto y analizado de una manera penetran­
te en su gran obra: American Dilemma. Escribe: “ La tendencia polí­
tica del «laissez faire» es fuerte en la ciencia social de hoy. Está de
una manera bien típica desarrollada en una teoría general. Los soció­
logos no hacen sino reflejar la gran desconfianza que experimentan
ante la política y la legislación todas las clases cultas de Norteamé­
rica. . . El fatalismo respecto a la res-publica es una enfermedad co­
rriente del espíritu democrático norteamericano que está por volverse
crónico” . Según él hay que buscar la causa de ese derrotismo en la
concepción puritana e idealista que los norteamericanos se hacen
de la ley: consideran que ella debe ser la emanación de una ley
natural superior. Esta concepción se explica históricamente por el ori­
gen revolucionario de los Estados Unidos, que opusieron al régimen
al cual los sometían los ingleses las reivindicaciones surgidas libre­
mente de su corazón y que los hicieron triunfar. En un sentido, refuer­
za el valor de la ley en general, puesto que le confiere una dignidad
superior a la de una institución oportuna y provisoria pero, por otra
parte, autoriza a refutar toda ley singular en nombre de una m ora­
lidad más alta de la cual toda conciencia puede constituirse en me­
dida. Nos encontramos aquí frente al dramático conflicto que Hegel
ha descripto cuando habla de la “ ley del corazón” : el juicio singular
recusa el orden universal esforzándose él mismo en constituir una
verdad universal pero, en ese movimiento, la nocion misma de uni­
versalidad queda arruinada. En nombre de la ley del corazón y

291
apoyándose en el gran recuerdo de la guerra de Independencia,
con m uchos reparos, ciertos elementos de la reacción norteamerica.-
na rehúsan someterse a legislaciones dadas. Entre otros, el fraca­
so de la R econstrucción después de la guerra c iv il; el fracaso de las
leyes contra los trusts dictadas b a jo la presión de los granjeros del
oeste y que no hacen sino servir al capitalism o; el fracaso de la prohi­
bición , han creado en la nación norteam ericana verdaderos trauma­
tismos. D e hecho, ellos ocurren porqu e esas leyes son votadas de una
manera demasiado teórica, sin que se hayan encarado seriamente
las posibilidades de su aplicación y, p o r otra parte, porqu e han es­
tado mal administradas. P ero de ello resulta un derrotism o general
que se refleja en el slogan: “ Sate ways cannot change Folkways” .
“ La ley no puede cam biar las costum bres.” “ El norteam ericano, di­
ce también M yrdall, considera generalmente la política y la admi­
nistración de su país y de su com unidad co n indulgencia y toleran­
cia, com o una cosa de la que no es responsable: no se m ira com o
siendo él m ism o legislador y no trata de coop era r en la organización
de una vida social conveniente. Está aún inclinado a disociarse de
la política com o de una cosa despreciable, y a mantener fuera
del dom inio político todo lo que atañe al valor. Eso form a parte de
lo que L ord B ryce llamaba “ el fatalism o de la «m ultitud» en Norte­
am érica. Ese fatalism o, esa falta de participación, crean un círculo vi­
cioso : son a la vez causa y e fe c to . . . ” Y la existencia de ese círculo
v icioso la siento y o también en el curso de esas conversaciones y me
parece m uy desoladora. N adie puede nada p orq u e todos piensan no
poder nada, y la fatalidad triunfa desde que se cree en ella.
Desde que se ha com prendido el ju e g o de ese círculo trágico, no
podem os ya indignarnos de la pasividad de esos jóvenes ni asombrar­
nos. P ero ella nos parece más nefasta porqu e va a crecer y a multi­
plicarse hasta el infinito. Sin saberlo, sin quererlo, ellos mismos ti­
ran las redes donde serán atrapados, y el m undo con ellos. Indivi­
dualmente tam poco encuentran el bienestar en esa resignación. Si las
grandes borracheras a las que se dan son ritos queridos por la tradi­
ción , m anifiestan asimismo un desarreglo interior y una necesi­
dad de fuga. N o obstante, no tienen inquietudes claramente for­
muladas. U no de ellos, particularmente inteligente y lúcido, me ha
dicho en Y a le : “ Querem os ir a Francia, m i cam arada y yo, para des­
cu brir cuáles son nuestros problem as. P orqu e sentimos que los tene-

292
I

mos, pero ni siquiera los conocemos. ¿Cómo podremos resolverlos?


Desde Francia, con distancia, espero que veamos más claro” . Ese jo ­
ven, que tenía opiniones de extrema izquierda y que había discutido
con violencia sobre las relaciones del compromiso intelectual y del
compromiso político, aparecía ante todos sus camaradas como una es­
pecie de fenómeno. Uno de sus amigos ha agregado: “ No, no cono­
cemos la inquietud, pero en algunos de nosotros empieza a nacer un
pequeño malestar” . Ese pequeño malestar se encuentra, sobre todo,
entre los jóvenes veteranos que han hecho la experiencia de Europa
y de la guerra: es un fermento vivo y nuevo en el corazón de las uni­
versidades. El gobierno les garantiza becas que les permiten hacer gra­
tuitamente sus estudios. Se deduce que son frecuentemente de un me­
dio totalmente distinto al de los estudiantes que extraen de su sola for­
tuna el privilegio de una alta cultura. Por otra parte ellos abordan la
vida intelectual a partir de una experiencia viviente y que los ha mar­
cado profundamente. Están más inclinados que los demás a plantear­
se problemas y a tratar de pensar su vida. Algunos de estos estudian­
tes me han dicho: “ Sería necesaria una crisis: entonces las cosas cam­
biarían” , pero esta fórmula repetida blandamente por todos los nor­
teamericanos de buena voluntad, forma parte de lo que se llama el
“ Lip-Service” , esto es, frases vagas en las que nadie cree. De una ma­
nera más reflexiva y más juiciosa, otro estudiante objetaba: “ Una cri­
sis no haría sino empeorar la situación, sin despertar en las masas
una conciencia política. Ya hemos tenido crisis y nada ha salido. Si
sobreviniera una nueva, se emplearían en conjurarla, y una vez con­
jurada sería muy pronto olvidada: ni siquiera estamos maduros pa­
ra recibir lecciones” .
A falta de participación en la vida social, esos jóvenes no ali­
mentan tampoco audaces ambiciones personales; en primer térmi­
no, porque una cosa va con la otra. Para soñar hacerse un lugar en
el mundo hace falta que este esté abierto, inestable, plástico. Los nor­
teamericanos hablan aún mucho de esos pioneros que fueron sus an­
tepasados y cuya vida era una constante creación del mundo, y perpe­
túan la leyenda según la cual el más humilde de los emigrantes
puede llegar a ser mañana presidente de los Estados Unidos. Pero esa
era está cerrada hoy: el “ empuje hacia arriba” que caracterizaba la
vida norteamericana, por el cual, de generación en generación, las
clases bajas subían un escalón en la sociedad, está más o menos aca-

293
hado. Era correlativo a la existencia de fronteras abiertas y de
una econom ía favorable a las pequeñas empresas. H oy la inmigra­
ción está casi detenida (en 1940 había 8,7 % de individuos nacidos
en el extranjero contra 12,5 % en 1 9 2 0 ), no hay más tierras vacan­
tes, la agricultura atraviesa un período de depresión, la industria está
tan organizada que hacen falta enormes capitales para lanzar un ne­
gocio cualquiera. Y a no hay oportunidad en N orteam érica para
el self-made-man. Es al presente un universo rígid o, fijo donde no se
puede dejar de ocupar, en la jerarquía social, un lugar completamen­
te establecido. En Francia los jóvenes obreros se encuentran más o
menos en la misma situación, ninguna posibilidad de elección les es
ofrecid a ; pero los estudiantes que son jóvenes burgueses pueden con­
servar el sueño de hacer cualquier cosa, de ser alguien. Están en
un mundo abierto, agitado por rem olinos, donde, sin cesar, el equi­
librio se deshace, cuyo porvenir no está dado y que les ofrece op or­
tunidades individuales. A qu í la am bición personal sería aún posible
en las clases b a ja s; el pequeño trompeta de Nueva Orleáns que tenía
una inquietud tan apasionada por su destino, era de las extracciones
más modestas, pero en las esferas más altas, donde se reclutan los
alumnos de las grandes Universidades, un individuo no encuentra
ninguna oportunidad que le permita inventar sus p rop ios proyectos.
P or supuesto, en un sentido, esa invención es siem pre posible. En
la situación más limitada la libertad puede conquistarse, pero esta
reconquista exige una revolución interior. Y aquí tocam os una se­
gunda razón de la inercia norteamericana, la más profu n da: am bición,
proyecto, inquietud por sí m ism o, suponen una separación de lo da­
d o, una vuelta a las fuentes originales de la existencia tal com o cada
uno la prueba en su interior, un replanteo análogo al que efectuó
Descartes en el plano de las ideas. Pero es este m ovim iento el que
más repugna en las conciencias norteamericanas. Pienso aún en ese
periodista que me decía: “ A quí no nos planteamos problemas, los
resolvem os” . Este desplante expresa lamentablemente una importan­
te verdad. El gusto por el resultado desnudo, el desdén por el cami­
no que lo engendra revelan el mismo preju icio. Hay en esto dos ra­
zones ; una es p ositiva : lo dado es maravillosamente rico, de una abun­
dancia y de una perfección em briagadora. H eidegger dice que “ el
m undo aparece en el horizonte de los instrumentos descompuestos” y
aquí los instrumentos no se descomponen. El mundo en su presencia

294
.global e inquietante, no se desenmascara, ni el sujeto que es el corre­
lativo. El individuo está demasiado ocupado en servirse del teléfono,
de las heladeras, de los ascensores, está demasiado investido por ios
utensilios para mirar más allá y más acá. La otra razón es negativa:
la tradición puritana, el sentido del pecado prohíben volver a la des­
nudez primitiva. El norteamericano tiene miedo de ese vacío verti­
ginoso que el menor problema hundiría a su alrededor y en sí mismo.
La adolescencia es, precisamente, el pasaje entre el mundo dado de
la infancia y la existencia de hombre donde todo está por fundar y por
conquistar, pasaje que frecuentemente se efectúa a través de una cri­
sis difícil. Creo que la mayoría de los adolescentes norteamericanos
no lo efectúan, y eso es lo que da cierta verdad al slogan por lo de­
más tan superficial: “ Los norteamericanos son niños grandes” . Su
drama es, precisamente, que no son niños, que tienen responsabilida­
des de hombre, una existencia de hombre, pero que continúan afe­
rrados a un universo opaco, totalmente hecho, como el de la infan­
cia. Inversamente, los niños norteamericanos son ya pequeños hom­
bres: en un sentido, la infancia es, en ese país, una edad de oro, pe­
ro también es apenas una infancia, es una vida de adulto de modelo
reducido. Y porque el mundo infantil y el mundo adulto son homo­
géneos, la juventud no es una época privilegiada. Igual que en cual­
quier otra, el individuo se contrasta, se forma, se elige. Resultan de
todo esto consecuencias de las que volveré a ocuparme. Hoy quiero
solamente hablar de la juventud. Se podría reducir, de este modo, la
impresión que me ha dejado: en tanto que en Europa, cada adoles­
cente recomienza el mundo — ya sea en la rebelión y el orgullo, o la
avidez o el miedo, ya sea con timidez o con ímpetu— en Norteamé­
rica ocupa el espacio que le ha sido repartido en un mundo exterior
a él y que no lo ha esperado para existir; consume su juventud sobre
el lugar, sin saber que el hombre es la medida de todas las co­
sas y no que estas le imponen a priori sus límites. Tal vez la razón por
la cual los norteamericanos permanecen hasta una edad tan avanza­
da tan jóvenes es que no lo han sido jamás.

295
2 9 d e a b ril

A través de idas y vueltas, he conquistado, al fin, lo que busca­


ba ardientemente hace tres meses: e s t o y en Nueva Y ork. Por lo me­
nos tengo la impresión. He dejado los parajes de Times Square: es
un barrio donde los neoyorquinos auténticos no viven, del mismo módó
que los parisienses auténticos no viven en los Campos Elíseos. Me insta­
lé en Greenwich, en el Brevort Hotel, un viejo hotel francés, el único
que ha instalado una tímida terraza en la acera. Casi todos mis amigos
viven en calles vecinas: de un salto estoy en casa de los Wright. Fre­
cuentemente por la mañana subo hasta la de R. C. para discutir la tra­
ducción de artículos que escribo y me encuentro con gente en la es­
quina de la Quinta Avenida, igual que en la plaza de Saint Germain-
des-Prés. “ La vi pasar ayer b a jo mi ventana” , me dice P. B. al cru­
zarme, y mientras m iro una vidriera de anticuario, una estudiante de
Vassar sale de una librería para saludarme. Es una verdadera vida de
barrio. M e gusta pasearme por el Village. Las mujeres llevan zapatos
chatos, pantalones de franela, los hombres trajes de terciopelo; hay
tal vez alguna afectación de bohemia en esa indumentaria, pero yo
la prefiero a las plumas, a las lentejuelas, a los sombreros estrambó­
ticos de u p -t o w n . Si quiero encontrar el horm igueo populoso de Nue­
va Y ork, no tengo más que caminar cuatro cuadras, y estoy en la
14* Street, que es una de las más aturdidoras: d r u g -s to r e s , dollars-
s h o p s , pieles de ocasión, zapatos, ropa interior, confección; es la fa­
bulosa opulencia de las grandes tiendas baratas. Las multitudes se
empujan en las c a fe te r ía s y los a u to m a tic s . Esta calle se vuelve cada
vez más miserable cuando nos acercamos a la Bowery; en un gran
café donde entro no hay sino hombres, vagabundos que, en su mayo­
ría, no consumen nada; de pie, apoyados en los pilares, esperan no
se sabe qué. Si quiero silencio, calma, desciendo por el lado contra­
rio, hacia las pequeñas calles de más allá de Washington Square. Bor­
deadas de casitas de dos y tres pisos, son tranquilas com o callejones;
salvo sus habitantes nadie las pisa jamás. En Greenwich Avenue, sobre
la 8* Street, reina una animación m oderada: se puede pasear como se
pasea por la calle Bonaparte o por la calle del Sena; comienzo a co­
nocer uno a uno los negocios. Hay muchas pequeñas librerías donde
se venden libros raros, tiendas de antigüedades, joyerías que ofrecen

296
en sus vidrieras plata cincelada, turquesas de Santa Fe. Se encuentran
aquí tesoros dignos de los buenos tiempos del Mercado de Pulgas: ta­
fetán antiguo, casacas, extrañas blusas y extraños vestidos como los que
las mujeres artistas de Montparnasse gustaban descubrir, en otros
tiempos, en los alrededores de la puerta de Clignacourt. Hay también
anchos cinturones con clavos, sandalias de fantasía, alfombras, chaque­
tas, faldas tejidas en telas de Méjico o Guatemala; sería imposible
encontrar en ningún negocio de up-town esos hermosos objetos colo­
reados y vivos. Cuando me encuentro fatigada de caminar, me siento
en uno de los bancos asoleados de Washington Square: hay viejos que
se calientan pensativamente, obreros que descansan, estudiantes — per­
tenecientes, sin duda, a la Universidad vecina— que estudian o que
bostezan. Se puede leer aquí tan apaciblemente como en los jardi­
nes de Luxemburgo.
El domingo por la tarde las pequeñas calles están abandonadas
a los niños: más que nunca se las tomaría por corredores de una villa
privada. No hay un peatón, sólo los giitos de los niños que golpean la
pelota con un palo o la envían con el puño a rebotar sobre la pared,
quebrando el silencio espeso. Los de más edad fuman y discuten re­
costados sobre las paredes. Una se siente indiscreta atravesando su
reinado con un paso de adulto. Ayer, al caer la noche, el barrio ita­
liano desbordaba de una espesa vida comercial: en los negocios ilumi­
nados había una profusión de mortadelas, jamones crudos. Las amas
de casa discutían con las bolsas bajo el brazo y los hombres reían en
pequeños bares. De una calle a otra, Greenwich se transforma, ad­
quiere diferentes colores a lo largo de los días y las horas; es rico en
sorpresas. Al ir a casa del profesor J. B., yo no esperaba descubrir de­
trás de su salón un jardín pleno de malas hierbas, de estatuas, de vie­
jas piedras, tal como se los encuentra en los fondos de los viejos ho­
teles de la calle de Lille o de la calle de Reaune. Hay muchos restau­
rantes encantadores, tan italianos como en Italia, tan españoles como
en España, ingleses, franceses o alemanes. Y en Redford Street se
encuentra el único lugar en Nueva York donde se puede leer y tra­
bajar de día, discutir a lo largo de la noche, sin despertar la curiosi­
dad ni la reprobación: es el Chamby’s. Las paredes están decoradas con
viejas tapas de libros, no hay música, lo que permite las conversacio­
nes. El salón es cuadrado, muy simple, con sus mesitas alineadas a lo
largo de las paredes, pero posee esa cosa tan rara en Norteamérica.-

297
una atmósfera. Son, sobre todo, periodistas quienes se reúnen aqu í;
el público es un p oco del género del Montparnasse de otros tiempos,
p ero en norteamericano, es decir m ucho más cu id a d o: las m ujeres es­
tán un p oco desgreñadas, pero sus champúes y ondulaciones son de
prim era calidad, los trajes negligés son de buena tela. Es un lujo
discreto. El Cham by’s no jtiene ese olor a dinero que envenena los ba­
res y íos restaurantes de u p-tow n ; n o se viene aquí para afirm ar un
-cierto standard de vida, sino simplemente porqu e uno se encuentra
bien. Es raro que en un dom inio u otro los norteam ericanos conozcan
esa libertad del buen p la cer; se tiene siem pre la im presión de que in­
visibles lazos los paralizan, que rehúsan inventar nada nuevo, que pa­
ra elegir vestimentas, alimentos, distracciones, se refieren a un inmu­
table barem o que a nadie se le ocurre discutir. Es p o r eso que una
atmósfera de ocio, de capricho, de aflojam iento parece, p or contras­
te, tan agradable de respirar. Se puede com er aquí hasta las cinco de
la mañana ham burgers o una langosta asada, beber whisky, mirar
rostros; tal vez alguien nos reconozca y no es insólita la conversación.
En contraste, lo que me desagrada más que nunca son los night
clubs. Aun Josh W hite, cuando lo o ig o de nuevo en Cafe Society, me
doy cuenta que su audacia está atemperada p o r un tacto segu ro; se
mantiene cuidadosamente en el terreno donde un pú b lico liberal puede
arriesgar aventurarse. Qué otra cosa puede hacer, tiene m ujer y tres
hij os, es necesario que guste. Si pusiera su verdadero corazón al des­
nudo no le quedaría sino ir a lustrar zapatos a la esquina. Es esa ne­
cesidad de agradar lo que me disgusta. Sé demasiado con qué despre­
cio y odio es sentida aún p o r los mismos blancos que la sufren, ya
sean músicos, cantantes, maitres de hotel, m ozos de restaurantes; p a ­
ra todos aquellos que tienen la sonrisa p or o ficio , el cliente es un ene­
m igo. Pero los hom bres que saben, además, que los clientes los de­
testan, que están oprim idos p or ellos desde su nacim iento y en todos
los actos de su vida a causa del color de su piel, no deben sentir na­
da herm oso en su corazón. A yer p or la noche estuve en Vanguarda el
night club de m oda en down-town, con franceses y un dibujante n or­
teamericano. H abía una orquesta negra que se podía juzgar excelente
p or su m aravilloso virtuosism o, pero ¡q u é distinto era este trío de
aquel del A bsinthe H ou sel Imitaban el estilo hot de una manera
tan espectacular com o los luchadores de Houston representaban el sal­
vajism o y la cólera: la mentira era del mismo m odo evidente. El pú-

298
blico blanco abría los ojos maravillado, quería participar en los mis­
terios del alma negra, ser arrebatado por los torbellinos de la violen­
cia primitiva, penetrado por su trepidante poesía, ¡y bien! era servi­
do. El pianista saltaba sobre su taburete, el guitarrista y el contraba­
jo bailaban en su lugar con un ritmo endiablado, todos mostraban los
dientes y hacían girar los ojos con éxtasis de poseídos.
Y todos los rostros blancos enarbolaban grins admirativos y es­
túpidos. Entre los blancos “ esclarecidos” hay en Nueva Y ork un sno­
bismo de la música y de la literatura negra. Richard W right relata con
gusto esta anécdota. Un joven lleva un manuscrito a un editor.
— ¿U n manuscrito? — dice el editor— . ¿Es un negro el que lo
ha escrito?
— No — dice el joven— , es mío.
— ¿ Y usted no tiene sangre negra?
— No.
— ¿Está seguro? ¿N i una gota?
— No, lo lamento — dice el autor.
— Pero supongo que es una novela sobre la cuestión negra — agre­
ga el editor.
— No.
— En fin ; ¿p o r lo menos uno de los personajes es negro?
El joven se descompone.
— No, no hay un solo negro en todo el libro.
— Pero entonces — dice el editor con cólera— ¿qu é quiere que
haga con esto?
Esta historia tiene un doble sentido: manifiesta también el me­
nosprecio en que se tiene a la literatura; músicos y escritores no son
más que bufones. Sólo en este carácter suscitan los negros tanto en­
tusiasmo. Y el trío que se excita en el Vanguard lo sabe bien. Estoy
segura de que entre ellos tocan de otra manera y que al placer de lo ­
grar una brillante carrera se mezcla el de engañar al público. Olvi­
dando todas las tragedias de la discriminación racial — en el norte
las olvidan fácilmente— los blancos abren sus almas, se ofrecen hu­
mildes y blandos en la ventana de sus ojos, se bañan con inocencia en
la música sofisticada y en el odio.
El dibujante B. es encantador. Duerme de día, por la noche rue­
da durante horas, solo, por los rdght clubs de Greenwich, y al re­
greso se pone a trabajar. Tiene talento, gana dinero, está persuadido

299
de que N orteam érica es el país donde la suerte de los artistas es la más
feliz: ¿h a y algún otro donde se les paga m e jo r ? Esta con versación es
el exacto contrapié y la perfecta co n firm a ció n de aquella qu e he te­
nido a mi llegada con mi am igo, el pin tor C. L.
__ En París — dice B.— , mis d ib u jo s gustan, p ero el p re cio que
me ofrecen es irrisorio al lado de lo que m e dan aquí.
O bjeto que N orteam érica es, en efecto, generosa co n los artis­
tas llegados, pero que los otros no tienen oportu n idades.
— P ero si son grandes artistas llegarán y ganarán din ero — dice B.
— Supongam os que no lleguen.
— Entonces no son arandes artistas.
H ay en este razonam iento algo de h egelia n o: lo real es lo que
prueba su realidad. Es una de esas ideas norteam ericanas qu e n o pien­
so refutar. El genio se confunde con la exp resión que se d a ; p ero ¿ e s
la obra hecha o el dinero ganado lo que lo ex p re sa ? A q u í n o estamos
de acuerdo. Se vuelve siem pre a esa p a ra d o ja de que, aunque apasio­
nado p or la realidad concreta, el norteam ericano n o recon oce, n o ob s­
tante, otra m anifestación que el signo totalmente abstracto del dinero.
L os otros valores son dem asiado difíciles de a p recia r; ju zg a r qu e un
h om bre tiene talento aunque el éxito no lo haya d ecid id o, es una an­
gustiosa respon sabilidad; nadie quiere tom ar el riesgo. Cada uno
se descarga sobre todos. El peligro de tal actitud es que ella no p o ­
ne jam ás confianza en el porven ir. Sin interés p or el pasado, los norte­
am ericanos no dan crédito al fu tu ro: tener talento es algo, p od er te­
nerlo no es nada. H ay que tenerlo h oy . El día en que pueda d e cir: lo
tengo, se interesarán p o r usted. C óm o hacer el pasaje entre la in d ife­
rencia y el éxito, es asunto suyo. Si usted tiene dinero, páguese un
agente de p u b licid a d ; si no, arrégleselas. En todos los dom inios don ­
de la eclosión de una obra dem anda tiem po, un lento trabajo de bú s­
queda, esta doctrina es particularm ente nefasta. Es verdad que en
París M odigliani se suicidó p or la m iseria: m e im agino que en N ue­
va Y ork ni aun hubiera p od id o existir.

30 de abril

M e siento dem asiado neoyorquina para retom ar mis grandes ca­


minatas de la mañana. A l presente, en lugar de explorar a grandes

300
pasos, ando por Nueva York como si fuera mío. No todo me entre­
tiene: elijo. Cuando declino una invitación me siento más segura­
mente instalada en mi vida. No veo sino a tres o cuatro amigos,
muy frecuentemente. Hablamos siempre en inglés, no leo sino libros
norteamericanos. He acabado por no pensar sino en inglés: por la
noche eso se vuelve pesadilla, sucede que no me comprendo a mí mis­
ma. De día tengo a veces la penosa impresión de que mi nivel de in­
teligencia ha bajado netamente: no tengo sino pensamientos muy sim­
ples, escapo a la menor dificultad. Me pregunto si los emigrantes que
se instalan aquí sufren la misma deficiencia: hay que manejar muy
bien una lengua para pensar libremente. Tal vez su torpeza para ma­
nejar el lenguaje norteamericano, los ayuda a renunciar a su singu­
laridad y a deslizarse en los cuadros preparados por ellos. Contraria­
mente a lo que dice la mayoría de la gente, me parece más fácil ha­
blar que comprender: cuando hablo elijo yo misma mis palabras y
empleo aquellas que conozco; mis interlocutores son más imprevis­
tos. Observo que los franceses son mucho más sensibles que los nor­
teamericanos a mi deplorable acento, es que cada uno da una gran
importancia a la aproximación que he realizado con respecto a él. Los
norteamericanos, me parece, consideran con igual indiferencia esos
diversos grados de imperfección; desde el momento en que se hace
comprender, lo mismo da hablar francamente mal que a medias bien.
Hoy voy a pasear con N. A., que ha venido a Nueva York por ne­
gocios. Ha atravesado la ciudad cuando partió para Francia, con G.
I., y a su regreso, pero no la conoce. Los intelectuales, la gente de
condición modesta, viajan muy poco: un chicaguense pasa su vida en
Chicago, mucha gente de Brooklyn no ha visto jamás a Manhattan. Me
entretengo viendo a N. A. descubrir a Nueva York con ojos de hom­
bre de Chicago. Está conmovido por la ropa de colores vivos que se
seca en las escaleras de incendio, por el rojo inesperado de las fa­
chadas de las calles tristes, por la fantasía de un puesto de librería, de
una pequeña plaza, por la pátina de una casa centenaria; la ciudad
le parece poseer la riqueza de un pesado pasado, de una originalidad
casi desconcertante. La Bowery se parece a West Madison Avenue,
pero aquí es donde el burlesque roza la miseria. Se detiene delante de
los trajes para gordos, delante de la tienda de tatuajes y delante de
aquella donde se arreglan ojos empavonados; no hay en Chicago es­
te aspecto de “ Ópera de los mendigos” .

301
V amos a dar una vuelta por ese barrio que M orand llama el
“ Ghetto” y los norteamericanos “ East Side” . R ecorrien do sus calle­
juelas hormigueantes, me siento transportada a Europa cen tial: las
casas grises de tres o cuatro pisos, con sus cobertizos, sus insignias de
colores tiernos me recuerdan ciertos rincones de Berlín, de otro tiem­
po. Es una inmensa feria a lo largo de las aceras: m uchos negocios
están en el sótano, una escalera desciende hasta la tienda. Otros, por
el contrario, están ligeramente elevados, hay que subir tres o cuatro
escalones para entrar. T odos ponen mesas en la calle con ropa inte­
rior, medias, corbatas, zapatos, bu fan das; de norte a sur, de este a
oeste, durante cuadras y cuadras. V endedores y com pradores discu­
ten ásperamente; mucha de esa m ercadería es de ocasión, pero pare­
ce de buena calidad. D e tanto en tanto una vitrina brillante, grandes
vestidos de noche, de raso, de tafetán, con colores violentos y rutilan­
tes de lentejuelas; vestidos ricos para m ujeres p o b re s; supongo que
las cancionistas, las coperas de los night-clubs de segundo orden deben
de equiparse aquí. Hay más alegría verdadera en las vidrieras m odes­
tas: sobre las corbatas hay, pintados a mano, caballos, m ujeres desnu­
das, y quisiera saber quién com pra esos calzoncillos floreados, esos
slips con rayas malvas. Detrás de un vid rio, en m edio de damas con
pieles, dos maniquíes enteramente desnudos: el rostro de cera son­
ríe ; b a jo los senos redondos, el cuerpo es liso com o una cabeza
de C hirico. Saliendo de esas calles tan risueñas, las largas avenidas
están desiertas; las casas son demasiado bajas, tienen aspecto misera­
ble, tienen aire húm edo, el suelo es barroso. Parecen esos caminos
tristes por donde se sale de las grandes ciudades. V olvem os a las ca­
llejuelas; hay aquí pastelerías donde se venden postres judíos, ch ori­
zos casher y baren donde beben hom bres solos; nos acercam os a la
Bow ery. Desem bocam os en una calle cuyo decorado fantástico parece
hecho para un sueño de virgen o para una pesadilla de v iejo solterón.
En todas las tiendas se venden vestidos de n o v ia ; a derecha, a izquier­
da, durante varios metros, muchachas jóvenes sonríen b a jo el velo
de tul coron ado con flores de azahar. Una dama de negro arregla con
gestos delicados la cola de una de las n ovias: parece una m adre dan­
do la última mano a la toilette de su h ija la mañana de la boda. Esa
calle virginal que prom ete a todas las Cenicientas de la ciudad el b e­
so del príncipe encantado y deliciosas m etam orfosis, se abre sobre
la B ow ery ; los hom bres sin m ujer están de pie b a jo la lluvia, recostados

302
sobre las paredes grises o acurrucados sobre los escalones de las pe­
queñas escaleras. Andrajosos, hambrientos, solitarios, cuando atra­
viesan esa calle, las blancas novias en trajes de raso les sonríen, pero
ellos no las miran. Pasan sin perturbarse a través de ese triunfo de
lirio que se desarrolla en otro mundo.
No hay barrio judío en Chicago, me dice N. A. No se encuen­
tran esos teatros judíos donde se representan piezas ídish y sí un gran
inmueble tuviera la insolencia de poner sobre su fachada carteles con
inscripciones en ídish, rápidamente le romperían las ventanas. No se
tolera a los judíos sino a condición de que no ocupen demasiado lu­
gar. En Nueva Y ork es bien diferente y los amantes de la “ Norteamé­
rica real” dicen que es una ciudad “ enjudecida” . El hecho es que hay
muchos judíos muy poderosos, que una gran parte de las finanzas y
del comercio está en sus manos. Esto no significa que el antisemitis­
mo no esté muy desarrollado; por el contraria. La potencia y la v o­
luntad de asimilación de los Estados Unidos es tan grande que muy
frecuentemente una mezcla de sangre israelita pasa tan inadvertida co ­
mo una herencia alemana, sueca, india o irlandesa: del melting-pot
salen, finalmente, los norteamericanos. Ocurre, casualmente, que la
mayoría de los amigos que hice en Norteamérica tienen sangre judía;
me parecieron que estaban perfectamente asimilados. Pero del anti­
semitismo abortado o latente que se desarrolla cada día más en Norte:
américa, he tenido muchos testimonios. El doctor T., refugiado aquí
desde hace siete años y que enseña en una Universidad, me ha dicho
que era una actitud singularmente extendida en Yale, Harvard, Prin-
ceton, etc., no solamente entre los estudiantes, sino entre los profeso­
res. En cuanto a él no tiene casi ningún contacto con sus colegas nor­
teamericanos ciento por ciento. En las comidas, por ejemplo, se ha
establecido espontáneamente una segregación: se sienta en una mesa
entre otros refugiados, “ metecos o judíos” como él. Me ha contado que
un estudiante le había pedido una recomendación para obtener un
puesto de celador en un colegio. Escribió en vano seis cartas, que fir­
mó con su nombre y con su título de profesor en la Universidad de X.
Su secretaria le dio un consejo: dé solamente sus títulos franceses;
de ese modo no sabrán que es un judío refugiado. Lo hizo e inmedia­
tamente su carta de recomendación fue admitida. L. W . me relató una
anécdota, alguna de cuyas implicaciones son curiosas. Un día que es­
taba reunido con sus amigos, algunos de los cuales eran israelitas no-

303
torios, había invitado también a un joven escritor, L., de origen sure­
ño, pero que profesaba las opiniones más liberales. Después de algunos
whiskys, y no se sabe con qué pretexto, L. com enzó a insultar a todos
los asistentes, a querer hasta pelearse con ellos a puñetazos: “ Soy
rubio de ojos azules” , decía, “ no tenemos la misma sangre” , e hizo
tales declaraciones de antisemitismo que acabaron por ponerlo en la
calle. P or supuesto, se excusó a la mañana siguiente, pero su reacción
había desconcertado a todos sus amigos. Suponían que L., educado en
Georgia, había debido luchar dificultosamente consigo mismo para
vencer sus prejuicios sudistas con respecto a los negros. En su libro
se cuida siempre de definir exactamente el color de los cabellos y la
piel de sus héroes. Es consciente de su com plexión rubia. Su antisemi­
tismo aparece com o una especie de transferencia. Es una cuestión muy
interesante y muy com pleja la de la relación entre ju díos y negros en
la conciencia de los norteamericanos en general, y las relaciones re­
cíprocas entre ambos grupos. El ju dío medio reacciona frente al ne­
gro com o cualquier blan co: en ciertos lugares de Massachusets y de
Gonnecticut (corazón de la Norteamérica real) hay playas reservadas
a los judíos, que no tienen derecho a bañarse con los a rios; pero los
judíos, a su vez, envían a sus servidores negros a bañarse a otra pla­
ya. Y dada la zanja cavada por la discrim inación racial, imponer a
los judíos la prom iscuidad con los negros sería un insulto mucho
peor que todos los que se permiten contra ellos. P o r su parte, por el
hecho de que muchos de los blancos con quienes tienen tratos — pro­
pietarios de inmuebles, comerciantes— , son judíos, los negros son
antisemitas. N o obstante, el hecho de pertenecer los unos y los otros a
minorías, cuyos status son profundamente diferentes, pero siendo
am bos igualmente despreciados por el norteamericano m edio, crea
entre judíos y negros ciertas afinidades. Aun los ju díos que rechazan
la promiscuidad con los negros, en tanto que a los o jo s de los otros
blancos, la discriminación subsiste, desean que esta sea abolida; jue­
gan un gran papel en todas las ligas, en todas las campañas antirra*
cistas. Buscan evadirse entre los negros de la civilización norteameri­
cana que les es hostil; de los músicos blancos que han sabido asimi­
lar la música negra muchos son judíos. N o es extraño que Mezzrow,
q u e vivió en Harlem después de haberse casado con una m ujer negra
y frecuentaba únicamente a los negros, haya sido ju dío.
Esta noche voy con mis amigos españoles a un pequeño music-

304
hall de la Segunda Avenida, a la altura de la 50 Street. Nadie me lo
había nombrado, pero su fachada me encanta; parece un viejo cine
mudo o un circo ambulante. El corredor de entrada está decorado
con carteles en colores donde sonríen las estrellas del tiempo pasado:
Clara Bow, Mary Pickford, George O’Brien, Lon Chaney. Un gran car-
telón promete filmes mudos. Al final del corredor se abre un salón
fresco, umbrío, con mesas de jardín. El decorado evoca vagamente
enrejados y setos; hay un escenario y a su lado una pequeña panta­
lla. Se puede comer un solo plato: el chicken in basket que también
se llama chicken in the rough. Es el plato tradicional del sur: el pollo
frito y desmembrado se trae en un canastillo, sobre un canapé de pa­
pas fritas. El rito consiste en servirlo “ sin platería” , es decir, sin cu­
chillo ni tenedor ni plato: hay que comerlo con los dedos. Poco a po­
co llegan algunos clientes: todo el mundo bebe cerveza. Una cancio­
nista canta, una bailarina baila, un prestidigitador falla con arte to­
dos los trucos que promete al público, pero los objetos desobedientes
sufren transformaciones inesperadas. Se hace la oscuridad, vemos un
viejo skeich de Laurel y H&rdy, de aquella lejana época en que no
hablaban y en que eran graciosos. Otro sketch recuerda la epopeya del
primer ferrocarril que atravesó el Far West; los gags son ingenuos,
pero me conmueve encontrar en la pantalla la locomotora de Carson
City, el ténder cargado de leña, los paisajes rocallosos, los desfila­
deros, los precipicios. El momento del espectáculo que prefiero es
cuando, como en Alegre 1900 de San Francisco, se proyectan refra­
nes de antiguas canciones que todo el mundo repite a coro. Esas ro­
manzas son encantadoras. Y más que en el decorado sofisticado de
la Concesión internacional, encuentran la atmósfera que les conviene
en ese pequeño café-concert tan añejo como el moulin de la Galette.

I 9 de mayo

Hay mucha agitación esta mañana en los alrededores de la Unión


Square; pasan grupos, la policía se estaciona. Una gran multitud
se ha reunido en la plaza, discutiendo, esperando. Pareciera que algo
va a pasar; es una impresión que no he tenido nunca en Nueva
York, donde parece comúnmente que las ruedas del mecanismo están
armadas para la eternidad. Estaba invitada a un party y no vi el des-

305
file. M e han dicho que ha durado largo tiem po y que se ha desarro­
llado sin incidentes. M e han d ich o tam bién que policía s arm ados
de aparatos fo to g rá fico s registraban al pasar el rostro de los m ani­
festantes.
Eí parly donde v o y tiene lugar en un atelier de G reenw ich, en
casa de un anamita am igo de R ich a rd W rig h t que trabaja en la
O .N . U . E scribe tam bién artículos sob re gastron om ía y el curso deí
m undo, el últim o titulado “ M ayonesa y b o m b a a tóm ica ” . H a prepa­
rado él m ism o extraordin arios sandw iches. U na de las ventanas da
sobre los techos y subim os a la terraza su perior p o r un sistema com ­
plicado de escaleras de in cen d io y de escalas. N uestro an fitrión nos
dice que frecuentem ente se instala en lo alto para pintar. T ien e una
agradable vista, en efecto, una vista de b a rrio qu e abraza casas b a ­
jas con sus techos, y callejuelas tranquilas. Este lugar es uno de los
más v iejos de la ciudad y tiene casi la dign idad de una aldea p r o ­
vinciana.
H ay m uchos franceses alrededor del suntuoso bu ffet. Cada vez
que los veo en gru po, siento un pequ eñ o ch oq u e y m iro entonces
a los norteam ericanos co n o jo s nuevos. E xperim ento de un cu rioso
m odo, el fen óm en o que B lanchot describe en la P a rad oja de A y t r é :
los prim eros días to d o m e asom braba en N orteam érica, veía la r i­
queza de los d ru g-stores y sentía la gentileza de los norteam ericanos.
A h ora este fo n d o m e es fam iliar y sólo v eo lo que me asom bra o m e
ch oca. M e h ace falta un contraste para recuperar lo que en los c o ­
m ienzos m e encantaba, lo cual, sin duda, en F rancia m e hará falta
amargamente. M e d o y cuenta h o y p o r qué m e han p ro p o rcio n a d o ese
contraste. H ay que re co n o ce r que, aparte m uy raras excepciones,
los franceses de N orteam érica encarnan todos los defectos de su país
y no indican sino tím idam ente sus virtudes. M irán dolos com p ren d o
que una de las virtudes de los n orteam erican os es que no son jam ás
vulgares: tienen un sentido espontáneo de la d ign idad hum ana qu e
los protege de buscar la d istin ció n ; n o la buscan, tam poco les falta.
Ese esfuerzo abortado es específicam ente francés. N in gu n o tiene esa
voz cultivada tan querida p o r nuestros com patriotas de las altas es­
feras, esa voz civilizada, lam inada, qu e huele a ortogra fía correcta
y a bachillerato. D e arriba a b a jo de la sociedad, las voces norteam e­
ricanas perm anecen naturales, vivientes. C uando un norteam ericano
no tiene nada que decir se calla, bebe. Este silencio puede ser de-

306
primen te, pero lo prefiero a esas elegantes volutas, a esos arabescos
de palabras que incansablemente levantan vuelo y caen en el vacío
como ectoplasmas engañosos. Prefiero también los rostros de made­
ra a esos tics de inteligencia que agitan las fisonomías francesas.
Lo que me choca más profundamente es ver a los franceses tan in­
capaces de participar de la vida de otro país. Muchos se niegan
hasta a aprender la lengua, como ese mozo del restaurante La Fayette
que me dijo el otro día con orgullo, cuando le di una orden en in­
glés: “ Y o, señora, no hablo inglés” . No buscan mezclarse con los
norteamericanos; los miran desde lo alto de su civilización milena­
ria con un complejo humillado de superioridad. Se arrastran a sus
pies, conservando por compensación, en el fondo de sí mismos, esa
misma beata certidumbre de una fineza y una cultura superior. Siem­
pre admiran o se burlan desde afuera. No se dan cuenta de que es
su propia historia la que se cumple aquí, una historia que se desarro­
lla también en China, en Rusia, a través del mundo entero, y de
la cual ellos tienen la oportunidad de descubrir uno de los aspectos
más llamativos. Puesto que están aquí, es aquí donde deben vivirla;
tampoco la viven en Francia, donde no están. Lo que hace tan inquie­
tante todo contacto con ellos es que no están situados en ninguna
parte sobre la tierra.
Me siento muy feliz cuando me encuentro con mis amigos nor­
teamericanos que aquí, sin refugio, sin ayuda, viven y luchan, espe­
ran y desesperan. Y compruebo una vez más que cuando tienen algo
que decir lo dicen con tanta fiebre y pasión como en cualquier otro
país. Ceno con los Wright, Farrel, los E. A., los L. W . en un res­
taurante italiano y toda la comida está ocupada por una discusión
política tan ardiente que apenas puedo seguirla. Pedimos a una joven
periodista muy gentil que venga con nosotros; y ella se hace rogar
un poco. Somos, sin ella, un número igual de hombres y mujeres. Ella
estaba preocupada por ser una extra-ivomen y se sentía de más. Esta
reacción me asombró. Pero me quedo más sorprendida aún, cuando
en medio de la comida, advierto que su silla está vacía; no habién­
dose ocupado nadie especialmente de ella, se eclipsó. Este episodio
me recuerda aquel que presencié en casa de L. W . Y de nuevo me
afirman que tal conducta no tiene nada de excepcional entre las mu­
jeres de este país.
Por supuesto la mujer norteamericana es -un mito. Hay en Nor-

307
teamérica cerca de ochenta millones de individuos del sexo femenino.
Aun si me limitara a mi estrecha experiencia, he encontrado a todas
las especies; algunas eran simplemente buenas amas de casa absor­
bidas por la preocupación de su m arido y de sus h ijo s ; otras, profe­
soras sacrificadas. El m arido de B. es de salud delicada y es ella,
con su valiente trabajo, quien hace vivir a la pareja. M uchas tienen
calor de vida, un encanto propiam ente fem enino que pueden envi­
diarle muchas europeas; y ¿q u é com paración establecer entre esa
joven escritora de rostro feo y generoso que una juventud demasiado
pobre y demasiado difícil ha llevado al alcoholism o, y la bella y fría
novelista que ha devorado ya tres m aridos y m uchos amantes en el
curso de una carrera diestramente con certada? N o obstante, puesto
que todo el mundo habla en N orteam érica y los hom bres sobre todo,
hay ciertamente una verdad en este m it o ; y yo m ism o siento que
me refiero a él frecuentemente.
En Generation o j Vipers, Philip W ylie describió brillantemente
a “ Cenicienta” , la joven que espera del príncipe encantado el tapado
de visón, tan necesario a la dignidad fem enina com o en otra época,
en Francia, el cuello postizo a la dignidad burguesa, y a “ M om” ,
la mujer madura que somete a N orteam érica al reino del matriar­
cado. Disponiendo de la libreta de cheques de su m arido, domi­
nando a sus hij os, reclam ando de todos los hom bres el respeto más
solícito, la m ujer norteamericana es com parada a la mantis religiosa
que devora al m acho. En general, la com paración es justa, pero hay
que comprenderla. En cuanto a mí, me im aginaba que las mujeres
de aquí me asombrarían por su independencia; m ujer norteamerica­
na, m ujer libre, esas palabras me parecían sinónim os. En primer
lugar, com o ya lo he dicho, las indumentarias me han asombrado
por su carácter violentamente fem enino, casi sexual. En las revistas
femeninas, m ucho más que en Francia, he leído largos artículos
sobre el arte de la pesca, de la caza de m arido, sobre el arte de hacer
caer al hom bre en la trampa. H e visto que las college-girls no tienen
casi otra preocupación que los hom bres y que el celibato está mucho
más desacreditado aquí que en Europa. Una noche he sido invitada a
com er con V . D., una m ujer de unos treinta años que se gana agra­
dable y bastante ampliamente la vida. Es alegre, inteligente, tiene
am igos y numerosas relaciones, vive en un confortable departamento
de los herm osos barrios con una inquilina, joven, elegante y alegre

308
y también con lina carrera interesante. Ninguna de las dos está ca­
sada. P oi primera vez en mi vida, una comida entre mujeres me ha
parecido una com ida * sin hombres” ; a pesar de los martinis, a pesar
de la buena com ida, nos bañábamos en una amarga ausencia. El
departamento olía a soltería. V. D. aun afirmando altivamente que
se felicitaba de no estar casada, se quejaba de su soledad. Su amiga
decía más francamente que ella deseaba con toda el alma un marido.
Se las veía a ambas obsesionadas por ese lugar vacío en su anular
izquierdo.
Que las norteamericanas no estén en un tranquilo pie de igual­
dad con los hombres, lo prueba su actitud de reivindicación y desa­
fío. Desprecian, frecuentemente con razón, el servilismo de las france­
sas, siempre prontas a sonreir a sus hombres, a soportar sus humores;
pero la tensión con la que se crispan sobre su pedestal disimula una
debilidad también grande. En ambos casos, a través de la docilidad
o de la exigencia, el hombre permanece rey: es él lo esencial, la mujer
lo inesencial. La mantis religiosa es la antítesis de la servidora sumi­
sa del harén: ambas dependen del macho. La dialéctica hegeliana del
amo y el esclavo se verifica también en este dom inio: la mujer que
se quiere ídolo está, en verdad, al servicio de sus adoradores. Toda
su vida se consume en hacer caer al hombre en la trampa, en mante­
nerlo bajo su ley. La afirmación de independencia es puramente ne­
gativa, por lo tanto, abstracta: una vez más la palabra abstracción se
impone. La verdadera libertad es aquella que se realiza por un pro­
yecto positivo; las mujeres maduras me han dicho que a sus ojos,
la generación precedente tenía una libertad más verdadera que esta
porque el feminismo no había triunfado aún, había que conquistarlo;
esta era una tarea concreta. En ese esfuerzo de liberación se cumplía
la libertad. Ahora, en ciertos dominios económicos todavía hay cier­
tas resistencias que vencer y terrenos que anexar; pero, en general,
la batalla está ganada. En lugar de superar los resultados obtenidos por
sus mayores, las mujeres no tratan sino de gozar estáticamente, lo
que es un grave error, puesto que un fin no es jamás válido sino co ­
mo nuevo punto de partida. En Europa las mujeres han comprendi­
do mejor que el momento de afirmarse como mujeres ha sido supe­
rado: buscan hacer la prueba de su valor sobre un plano universal
en la política, en las ciencias o las artes, o simplemente en su vida.
Ese movimiento positivo hace inútil la actitud abstracta del desafio.

309
Para no olvidarse de sí misma en favor de un fin objetivo, la n or­
teamericana se empecina en una defensa de sus superioridades que
oculta mal un com plejo de in ferioridad. A decir verdad, n o es suya la
culpa. Sufre una situación que es la de la m ayoría de sus conciuda­
danos. Con excepción de los grandes hom bres de negocios, de los
grandes políticos, de los grandes ingenieros y de algunos raros in­
dividuos, los norteam ericanos viven en un universo cerrado sin descu­
brir ningún objetivo al cual dedicarse. H e hablado, a propósito de
los estudiantes, de esa ausencia de proyecto. Se com prueba tanto en
las clases medias com o en las clases ricas, entre los trabajadores ma­
nuales com o entre los em pleados y los intelectuales. Y las mujeres
son particularmente las víctim as. L os hom bres están, en general,
más ocupados, tienen m enos tiem po para darse cuenta de que su v i­
da gira en re d on d o; están m e jo r asentados en un m undo que es, des­
de hace milenios, un m undo form a d o p or los hom bres. Satisfechos
del lugar que ocupan en la gran nación, de la que están orgullosos,
tienen la vaga esperanza de que su tra b a jo rutinario contribuya a su
destino.
La m ujer está m ucho m enos satisfecha en este universo mascu­
lino donde sólo es adm itida com o igual desde hace m uy p oco tiem­
po. Si no es arrancada a la preocu pación de su con d ición , por fines
que la soliciten de una manera urgente, es natural que se crispe en
exigencias y rechazos. La única manera de superar las debilidades e
incertidum bres que le vienen de una pesada herencia sería no pensar
más, pero haría falta que encontrara fuera de ella fines a los cuales
darse. A quellos que se propon e son casi siempre insuficientes. Hay
muchas m ujeres que escriben, pero, más que una verdadera vocación,
suele ser un m edio de ganar dinero o un pasatiempo análogo a los
trabajos de las m ujeres de otros tiempos. En las carreras que eligen
buscan, generalmente, una afirm ación de sí mismas a través de un
éxito social, más que el cum plim iento de una obra objetiva. Y la ma­
yoría está privada de esos recursos. Esta im posibilidad de realizarse
concretam ente p rovoca en ellas una sorda irritación que en su desor­
den vuelven con gusto en contra de los hombres.
Resulta de ahí que las relaciones entre los sexos se sitúan en un
plano de verdadera lucha. Una de las cosas que pude apreciar in­
mediatamente en N orteam érica es que hom bres y mujeres no se aman.
Las m ujeres viven casi únicamente con referencia a los hombres. Una

310
fran cesa, profesora de un colegio, me decía que sus colegas eran mu­
cho más gentiles y benévolas entre ellas que las de Francia. No tie­
nen mezquindad, ni celos, ni malicia; las mujeres de este país igno­
ran lo que es la perfidia y la maldad. Pero, por otra parte, los nor­
teamericanos me lo han confirmado, las verdaderas amistades, ín­
timas y cálidas, entre mujeres, son casi desconocidas. No obstante, la
amistad entre hombres y mujeres no existe. Muchachos y muchachas
no son ni siquiera camaradas; inmediatamente se establecen entre
ellos relaciones de flirt. Mrs. C, profesora, casada con un italiano,
me dice que no conoce ninguna mujer, salvo ella misma, que tenga
amistad con su marido. Eso se debe en parte a que los norteamerica­
nos son malos conversadores y que, a pesar de todo, hace falta un
mínimo de conversación para hacer una amistad, pero se debe tam­
bién a una desconfianza recíproca, a una falta de generosidad con­
cretada, a un rencor que tiene muy frecuentemente un origen sexual.
Es un lugar común entre los hombres de este país que las mujeres
son frígidas; en algunos esto se vuelve casi una obsesión. Pero los
hombres también dicen los unos de los otros que son amantes des­
preciables. En este dominio tienen evidentes complejos de inferioridad
con respecto a los europeos y a los negros. La tragedia del hombre
o de la mujer que habiendo descubierto en Europa formas más ar­
dientes del amor no puede ya vivir con su fría mitad, es una histo­
ria estereotipada. Se dice también que hombres y mujeres consienten
las aventuras sexuales al abrigo de los vapores del alcohol; de ese
modo pueden ocultarse en la noche de su conciencia. “ Eso es muy
caro” , me dice C. I. “ Hacen falta muchos whiskys para llevar a una
mujer al grado de borrachera conveniente; y si la dosis es demasia­
do fuerte, ella no está bien sino para dormir” . Los norteamericanos
tienen horror a las prostitutas, pero sus mujeres legítimas les inspiran
un respeto que los paraliza: permanecen inciertos en cuanto a sus
posibilidades eróticas; esa duda los inquieta y los paraliza aún más.
Las mujeres se sienten frustradas, víctimas de una duda similar. Y
todas esas dudas y esos complejos crean mutuas acritudes. ¿Cuál de
los dos participantes comienza este juego de intimidación? Cierta­
mente las mujeres tienen su parte de responsabilidad. Las college-girls,
exteriormente tan fáciles, tienen, evidentemente, fuertes defensas in­
teriores; es posible que muchas de ellas no derriben jamás esas ba­
rreras. En ambos sexos se ha señalado frecuentemente la imporlan-

311
cia del antecedente puritano. P ero además hay entre las m ujeres un
com plejo socia l: su voluntad de reinar sobre el hom bre, de dom inar­
lo, debe de parecerles incom patible con un don animal de sí mismas.
Ellas aceptan el aturdimiento del alcohol, pero desconfían de las tram­
pas insidiosas de la sensualidad.
Que sean verdaderamente frígidas o que en esa acusación los
hombres resuman simbólicamente el con ju n to de reproches que les di­
rigen, el hecho es que ellas no aparecen ni com o amantes, ni com o
amigas, ni com o compañeras. Los hom bres se encierran en sus clu­
bes, las mujeres se refugian en los suyos, y sus relaciones están he­
chas de menudas vejaciones, de menudas disputas y de m enudos
triunfos. Esta fundamental enemistad ayuda aún más a la gran so­
ledad de esta gente. A falta de fines que les perm ita superar los lí­
mites de su vida, ni aun encuentran en esta vida otro ser a quien
poder destinarse. N o se ven enam orados p or las calles, p or los al­
rededores del Central Park no hay parejas abrazadas ni besos. A d e­
más, se habla de am or con palabras especializadas, casi h igién icas:
una m ujer agradable es s e x y , p rovoca deseos de tener con ella un
s e x y affa ir, un sex u a l-in ter -c o u r se . H ay una aceptación racion al de la
sensualidad que es una manera disimulada de rechazarla.
Hace dos días he visto R o m a , ciu d a d a b ie rta . N o con ozco más
hermosa figura de m ujer en cine que la M agnan i: tanto más hum a­
na cuanto más animal, tanto más libre cuanto más generosam ente
dada, luchando al lado del hom bre que ama, vivien do para él, com o
él para ella, y juntos para otra cosa que ellos m ism os. A lo largo
del film e p ien so: ¡q u é lejos está esta m ujer de todas las que veo
aqu í! Jamás un norteam ericano hubiera p od id o inventarla. Ella es
la perfecta antítesis de las heroínas de H ollyw ood, de las que pue­
blan las novelas policiales y en las que a la norteam ericana le gus­
ta recon ocer su ideal.

2 de m ayo

He visto L a rg a es la n och e, película inglesa con James M asón.


He encontrado, aunque sea radicalmente diferente, el m ism o placer
que en R o m a , ciu d a d a b ierta , el placer de ver un film e que no sea
norteam ericano. He cam biado en tres m eses; tal vez me haya vuel­
to un p oco norteam ericana. En Nueva Y ork , p o r lo menos, el éxito

312
de los filmes extranjeros es cada vez más grande; aun The Adventu-
ress, que lie encontrado bastante pueril, ha sido considerado como el
mejor filme de la semana. Hay alguna justicia en esta severidad con
respecto a Hollywood. Cuando saliendo de ver una película norte­
americana, me paseo por las calles de Nueva York, me indigno de
(pie su originalidad tan imprevista, su poesía, su tragedia no ha­
yan sido jamás expresadas en la pantalla. Un Carné nos habría mos­
trado las rubias novias sonriendo en las brumas de la Bowery, un
Gremillon hubiera captado la luz del crepúsculo descendiendo sobre
los barcos del East River, sobre la balsa enmohecida, los cajones de
pescado. En una calle de Chicago, por la noche, a lo largo de las
aceras, los vagabundos están sentados en silencio y los bares donde
se refugian los hombres olvidados son más asombrosos que los sa-
loons estereotipados del Far West.
— Dentro de cincuenta años, todas esas cosas habrán adquirido
el derecho de ser llevadas a la pantalla — me dicen mis amigos.
Sin duda cuando ya no existan. Se pueden contar con los de­
dos los paisajes del cine: los desiertos del Far West, las playas de
la Florida, los bosques de secoyas, mucho más raramente una vie­
ja plantación del sur. Pero las granjas y aldeas de Nueva Inglate­
rra, los bosques y bayous de la Louisiana, los campos de tabaco de
Virginia, los pueblos abandonados de Nuevo Méjico no los he vis­
to jamás, como tampoco los suburbios de las grandes ciudades
y sus verdaderas calles. Las historias estereotipadas se desarrollan
en un mundo que no tiene verdaderamente sino dos dimensiones;
faltas de atmósfera, todo es chato. Y, no obstante, Nueva York
no tiene nada que envidiar a Dublin, a Londres, a París. Se po­
dría dar a Chicago, a Nueva Orleáns tanta presencia como Rosel-
lini ha dado a Roma o Carné al Havre. Es cierto que entonces ha­
bría que hacer vivir a personajes de carne y hueso, sus historias de­
berían ser humanas. Con todo esto se podría poner al “ Empire Sta­
te Building” en botella y hacer del cine norteamericano un gran arte.

3 de mayo

Como en todas las grandes ciudades, se toman muchos estu­


pefacientes en Nueva York. La cocaína, el opio, la heroína, tienen

313
una clientela especializada, pero en com pensación hay un excitante
benigno, cuyo uso es corriente, aunque está p ro h ib id o : es la m ari­
huana. Un poco en todas partes, pero, sobre todo, en Harlem (su
status económ ico lleva a muchos negros a especializarse en los trá­
ficos ilegales) se vende marihuana en form a de cigarrillos. Los mú­
sicos de jazz que tienen necesidad de mantenerse en el curso de las
noches en un alto grado de tensión, lo usan m ucho. N o se com prueba
ninguna perturbación psicológica com o consecuencia: el efecto es
más o menos el mismo que el de la ortedrina y la benzedrina y pa­
rece que esa sustancia es menos nociva que el alcohol.
He deseado menos gustar la marihuana p or sí misma que asis­
tir a una reunión donde la fum aban. Tan pronto fue form ulado el
pedido, tan pronto fue atendido; la com placencia norteamericana
es verdaderamente inagotable. Z. se reúne con am igos que son vipers,
es decir, habituales fum adores; estos dan un party h oy. Cuando
viene a buscarme p or la noche, me dice que la reunión ha c o ­
menzado desde la tarde; estas sesiones duran largo tiempo porque
la marihuana precipita el curso del tiem p o; en cuanto a él ya ha fu ­
mado un cigarrillo, aunque nada en el com portam iento lo denota. Y
m e aconseja no fum ar más que uno, es prudente para un debut, las
reacciones estomacales son imprevisibles.
M e quedo asom brada al vez que Z. me conduce a uno de los
más grandes hoteles de Nueva Y ork . H ay en el hall una clientela
clásica y respetable; viejos señores con anteojos de oro, ancianas
con som breros floridos, toda la m oralidad y la decencia acaudalada
de Norteamérica. El ascensor nos transporta al 59 p is o ; salimos. Una
voz circunspecta pregunta:
— ¿Q uién es?
Contestamos, la puerta se abre y se cierra rápidamente. Hay en
la habitación, confortable y recalentada, olor a peluquería, a viole­
tas o a claveles; olor a perfume.
Es una curiosa asam blea; un joven en pijam a que tiene gestos
de m uchacha; una joven rubia, de cabellos cortos, que tiene las ma-
• ñeras de un m u ch ach o; una soberbia m ujer de cabellos negros, de
o jo s som bríos, y un negro de tez clara que es, según me ha dicho Z.,
la personalidad más interesante de la banda. Es el dueño de casa,
es bailarín profesional, no sale jamás sin llevar un revólver en el
b o lsillo ; la idea de que un blanco pueda infligirle una afrenta es pa-

314
ra 61 tan insoportable que ha decidido, si esto sucede alguna vez, ma­
tar al ofensor y matarse en seguida. Tiene un aspecto sonriente y des­
envuelto.
Todos han fumado ya y se sienten high. Me tienden un primer
cigarrillo; el gusto es acre, poco agradable. No siento nada. Me di­
cen que no me he tragado el hum o; hay que aspirar com o con una
paja. Aspiro concienzudamente; mi garganta arde. Todo el mundo
me mira. ¿A h ora ? El joven del pijama recoge con cuidado mis ce­
nizas; no hay que dejar rastros. La rubia aplasta contra la ampolla
de una lámpara un papel embebido en perfume y nos perfuma a
todos: hay que disimular el olor de la marihuana.
El bailarín negro me da otro cigarrillo.
— Cuestan un dólar — me dice secamente.
Sea. Sé también que hay que someterse a todo un manejo para
obtenerlo. Aunque el traficante tenga los bolsillos llenos, simula ir
a buscarlos a la otra punta de la ciudad para poder cobrarlos más
caros. Me aplico, hago lo m ejor que puedo: nada. La hermosa m o­
rena está tirada sobre un diván, la cabeza entre sus manos, con un
rostro desesperado.
— Me siento tan feliz — dice— . Tan locamente feliz.
Me siento curiosa por tal felicidad, me empecino. Un cigarrillo
más: siempre nada. Me dicen:
— Levántese, camine.
Me levanto y camino derecho. Parece que debería sentirme sos­
tenida por ángeles: los otros planean, me dicen, vuelan. El bailarín
imita ese vuelo maravilloso y después hace un número de “ ralenti”
cinematográfico: sabe bailar. Tiene aire devoto. La morena repi­
te, con lágrimas en los o jo s:
— Tan locamente feliz.
Trato una vez más: es la última. Las miradas están fijas sobre
mí, pesadas, severas; me siento culpable. Mi garganta arde. Me tra­
go todo el humo y ningún ángel me levanta de la tierra; no debo
de ser alérgica a la marihuana. Me vuelvo hacia el frasco de borbón.
Tengo la idea de que por largo tiempo el más humilde cigarrillo
me dará horror.

315
5 de m ayo

D ebo partir a fin de sem ana; apenas com ien zo a sentirme ins­
talada en Nueva Y o rk y ya debo irm e. Esta idea me da fie b re : com o
apurada, no duem o. La angustia de la partida me anuda la gargan­
ta: me es más fácil beber que com er, v iv o en una som nolencia. Y
tal vez los humos de la marihuana se me han deslizado insidiosam en­
te en mi sangre.
c_
He tenido de tanto en tanto,7 en el curso de este via-
je. m otivos de fatiga o de desarreglo, pero jam ás he o b ra d o de una
manera tan desadaptada com o h oy.
Estoy frecuentemente vacilante cuando el teléfono com ienza a
llamar hacia las 9 de la m añana; h oy el ru ido me despierta de un
sobresalto. Una voz francesa se disculpa p o r m olestarm e, balbucea
un nom bre, que no me tom o el trabajo de escu ch ar: es, evidentem en­
te, M ., quien, cuatro veces p or semana, con uno u otro pretexto, me
despierta disculpándose. Renueva una in vitación para com er que
ya he reh u sado; le corto, diciéndole con tono seco que la llamaré an­
tes de partir.
D iez m inutos más tarde nuevo llam ado: la voz de M . suena ale­
gremente en mis o íd o s :
— ¿ L a desperté?
R ecib o una sorpresa. ¡N o era a ella a quien respondí hace un
ra to! ¿Q u ién sería? M e rom po la cabeza en vano, no puedo discul­
p a rm e; y es tal vez alguien p or quien siento m ucha simpatía, ¿ c ó ­
m o se explicará esa fria ld a d ? El rem ordim iento me persigue toda
la mañana. H acia el m ediodía, vagamente asom brada de tener mi
alm uerzo libre, telefoneo a los W righ t y los encuentro en un peque­
ño restaurante.
C uando vuelvo al hotel, hay una nota de T. B., un am igo de
N . y de I., a quien quiero y con quien estaba citada; se asombra
de m i ausencia y m e pregunta si puedo pasar a las cin co por su es­
crito rio . A las cin co estoy en el hall de un gran ed ificio sobre Le-
xin gton A ven u e, p ero n o recuerdo el nom bre de la editorial donde
trabaja. En vano in terrogo al portero n e g ro : un ed ificio es una pe­
queña ciu dad, él no co n o ce a todos sus habitantes. M e planto fren ­
te al inm enso tablero que enumera p or orden alfabético todas las
em presas instaladas en el inm ueble, pero la lista llena columnas \

316
columnas y ni siquiera estoy segura de reconocer el nombre de pa­
sada. Voy a partir desesperada, cuando T. B. surge a mi lado. Adi­
vinó que estaría perdida y descendió a buscarme.
Tomamos una copa juntos; es un momento de aflojamiento.
Pero al dejarlo, a las siete, tengo una nueva angustia: debo dar
una conferencia esta noche, y además en inglés, pero no recuerdo
ya en qué dirección. Me han telefoneado y no la anoté. V oy al
azar al 214 E. 52 Street: es una casa particular donde muy eviden­
temente no esperan ninguna conferencia.
Una especie de resignación fatalista se abate sobre mí, y entro
en un pequeño restaurante francés de la Tercera Avenida pensando
vagamente: “ Ya veré” . N o obstante, a las ocho — la conferencia es
a las ocho y media— la angustia me vuelve. Trato de telefonear, pe­
ro la gente que sabe dónde es la conferencia ya ha salido para en­
contrarme. Nadie responde. Nueva York es grande, camino al azar,
tengo pocas oportunidades de golpear la puerta exacta. Cuando
abandono mi mesa, abrumada, advierto en una mesa del fondo, a
los C. R. Me precipito hacia ellos: tengo una oportunidad. Justamen­
te ellos van a escucharme; me tienden una tarjeta donde la dirección
está impresa. A las ocho y media estoy en mi puesto.
Hubiera debido irme a dormir temprano. He trasnochado aún
en el Chamby’ s con amigos, comiendo hamburgers y bebiendo whis­
ky hasta las cinco de la mañana.

6 de mayo

Un día de campo no me hará mal. Estoy contenta de haber si­


do invitada por los H. Tomo un tren que me pone a las once de la
mañana en M . . . , donde me han dicho que el ómnibus para Rox-
bury parte sólo a las dos. Hace buen tiempo, y me encanta tener
que pasar tres horas en un pequeño pueblo de Norteamérica, donde
no tengo ninguna razón para encontrarme. Esto me recuerda altos
más o menos imprevistos, cuando me paseaba por Francia, y ello
me da una impresión de intimidad con este país. El pueblo es de una
fealdad clásica, pero hay árboles en flor, pasto fresco, y me gusta
esta paz provinciana a las puertas de Nueva York. El hotel donde
como se parece a un hotel de subprefectura; el restaurante está en

317
el primer piso, decorado con frescos y ampliamente vacío. Mi pre-
sencia me parece tanto más gratuita pues no me esperan a ninguna
hora precisa y además no conozco a los H. (apenas si los he visto
hace tres meses) y ellos no tienen más razón para invitarme que yo
para ir a verlos.
El ómnibus me lleva a través de un encantador paisaje donde
la primavera es tan ligera com o en la Isla de F ran cia ; mucha agua*
lagos y riachos, praderas ondulantes, rutas blancas, som breadas de
grandes árboles, por todas partes flores. Que no me digan que no
hay campo en Norteamérica, aunque los poison-ivy infesten las pra­
deras; además esas grandes ortigas venenosas no intimidan a to­
do el mundo. Mucha gente es feliz de poder vivir en m edio de esos
frescos horizontes. Aun en este lugar civilizado del este, la m agnífi­
ca generosidad del espacio ha sobrevivido a la civilización m oderna:
ni un tren, ni siquiera un auto va a R oxbury.
Desciendo del ómnibus, todavía hay que tomar un ta xi; el
pueblo está perdido entre colinas. Y no es, en verdad, un pu eb lo; ca­
da casa está perdida en medio de sus cercas y de sus bosques. Sólo
los ricos propietarios o los pastores miserables gozan en Francia de
tan vastas y placenteras soledades; aquí la más humilde villa rei­
na sobre un dom inio que se extiende tan lejos com o la mirada.
¡Cuánto lugar vacío hay en Norteamérica! Esto me da una vez más
la impresión de que asisto solamente a la infancia de un mundo.
S. H. es francesa, pinta. Su m arido se ocupa desde hace tiem­
po en la civilización india; su casa provocaría la envidia de los ha­
bitantes del Canyon Road, en Santa Fe. En el estudio, donde arde
fuego de leña entre las flores y los ramajes, hay máscaras indígenas,
muñecas, collares de semillas, joyas, tocados de plumas, alfombras,
mantas, vasijas. Nada está de más, todo es hermoso. En la estantería
de madera clara, viejos libros; una vasta biblioteca que H. ha here­
dado de sus padres y que anuda la casa nueva con el viejo pasado.
Están las obras completas de Hawthorne, de Meredith, de Henry Ja­
mes, de Thackeray; la vieja cultura norteamericana tiene raíces in­
glesas. Los hermosos objetos de Nuevo M éjico entre la flora de
Nueva Inglaterra, la pesada tradición de los libros entre las paredes
frescas son una síntesis feliz de diversos aspectos atractivos de N or­
teamérica, más acabada aún cuando en el rincón del gran fuego rús­
tico se eleva la voz de Billie Holliday.

318
H. es escultor; he visto una hermosa exposición suya en Nue­
va York. Echo una mirada por su atelier. Recuerdo en París, en un
jardín baldío, el atelier de G.: yesos, escombros, las paredes borro­
neadas de manchas. La lluvia rezuma a través del cielo raso, y en
invierno el frío hace temblar. Y o no creo que ningún artista norte­
americano pueda trabajar en tal desamparo. En ese vasto hall bien
calentado, racionalmente iluminado, la contingencia de las estaciones,
los caprichos del mundo exterior no tienen derecho de entrada. Todo
está prolijo, limpio, todo está previsto y ocupa un lugar necesario.
Hay útiles minuciosos, instrumentos de precisión, como si fuera el
taller de un relojero. Los paneles concebidos por el cerebro deben
ser ejecutados con una rigurosa exactitud; parece chocante que se
encarnen en la tosquedad de una manera sensible. El ideal sería que
el vacío se dejara formar. No obstante, es la materia lo que H. ma­
nipula, ella resiste, él lucha, gana o pierde. A pesar de la diferen­
cia tan chocante del aparato, supongo que los mismos problemas se
plantean en Francia y aquí. Y, sin duda, a través de la gran ma­
quinaria nueva de Norteamérica y de nuestros viejos utensilios, los
mismos problemas se presentan a los hombres.

7 de mayo

Esta mañana, S. viene a buscarme en auto. Lo he conocido al


comienzo de mi residencia, y ha decidido patrocinar una de mis
conferencias. “ Es un señor muy importante” , me ha dicho veinte
veces el francés que nos presentó en un bar de Saint-Regis, y pene­
trado de ese respeto por la importancia que tienen los franceses
importantes y mucho más aún los que quisieran serlo, se ahogaba de
timidez. Hay pocos norteamericanos que aprecian el servilismo; tam­
poco S., quien se siente visiblemente molesto. Nada indica en sus ma­
neras que conceda la menor importancia a su importancia; no es ni
mas ni menos que un hombre cordial, vivaz. Y, por supuesto, su
cordialidad se manifiesta en seguida de la manera más efectiva, por
los encuentros que ha arreglado para mí, por los servicios que me
ha prestado. Gracias a él he podido ver en el Museo de Arte M o­
derno un viejo filme mudo de Douglas Fairbanks, y el asombroso-

319
E n och A rden, uno de los prim eros G riífith . H oy m e va a pasear a
través de Connecticut.
Su m ujer conduce el auto y su am igo D . nos acom paña. El au­
to tiene carrocería de madera y es tan grande com o un óm n ib u s; he
visto frecuentemente esos m odelos rústicos y los creía lentos com o
camionetas, pero en verdad están provistos de excelentes motores,
se puede pasear a una fam ilia de diez h ijo s a ciento veinte kilóm e­
tros por hora. R oxbu ry es una de las num erosas colon ias de artis­
tas de los alrededores de Nueva Y o rk .
Buscamos la casa del pintor francés T ., vecin o de los H ., lo que
significa que vive a treinta kilóm etros de ahí. N os perdem os por
pequeños cam inos, donde m ojon es e in dicacion es son tan parsim o­
niosos com o los del Far W est, antes de descubrir la brillante fachada
de madera. T . nos ofrece cocteles de ron, rosados co m o un jarabe
de frambuesas, y una excelente com ida.
L o dejam os pronto porque tenemos una gran vuelta que dar. No
le jo s de ahí se encuentra el atelier de Calder, con su fauna y su flo ­
ra de metal m óvil, de dulces zu m b id os; pero no vam os a verlo p or­
que Calder está h oy en Nueva Y o rk . Las joy a s que inventa son una
contraseña entre las m ujeres pertenecientes al m edio de “ vanguar­
dia” : he visto reuniones donde cin co de cada cin co las llevaban. La­
mento no poder echar una ojeada sobre esos tesoros. P ero me llevan
a otra galería de arte no menos interesante en el corazón de un pue­
blo tranquilo, con casas de madera pintada, esparcidas en pradop
p or donde corre un a rro y o ; es la residencia de M rs. D ., anciana de
ochenta años de origen alemán que reunió en ese retiro, con poti-
ches chinos, fantasías del siglo x v m y retablos españoles, las más ra­
ras piezas del arte m oderno.
Hay, entre otras, estatuas de Brancusi y la fam osa pintura so­
b re v id rio de Duchamps, la M ariée mise á nu par ses célibataires m e-
mes, que han transportado desde el M useo de Arte M odern o aquí. Se
ha cascado en el curso de num erosos viajes, pero las finas rayaduras
del v id rio arm onizan con el d ib u jo concertado, aumentan la ver­
dad de ese extraño ob jeto erig id o en los límites del m undo im agi­
nario y del m undo real.
D ucham ps pintó también en el salón un decorado donde pegó
una m ano de papel rosado. F abricó una falsa ventana perfectamente
imitada, de dim ensión reducida, y un ascensor que se parece tan

320
exactamente a un verdadero ascensor que la anciana se sirve de él pa­
ra subir de un piso al otro: se alza tirando la cuerda de una polea.
Mrs. D. me pregunta cuál es el más lejano recuerdo que tengo
de mis existencias anteriores y me siento confundida para responderle.
Una magnífica autopista nos devuelve a Nueva Y o rk ; de tan­
to en tanto, se ve un cartel con el nombre de una ciudad y supon­
go que allá abajo habrá aglomeraciones, pero no se advierte ni una
sola casa a lo largo de todo el recorrido; solamente cercos, bosques,
pinos y en los claros, el mar deslumbrante. Es el mismo paisaje que,
bajo la nieve del invierno, me evocaba a Canadá cuando dejé por
primera vez a Nueva Y ork ; no hay ya nada de nórdico, es verde y
florido. El suburbio de Nueva Y ork es encantador, con sus casas
graciosas perdidas en grandes jardines. Para entrar seguimos la ori
lia del Hudson y, por largo rato, vemos delante de nosotros el admi
rabie puente de Washington. El sol declina detrás del “ Empire Sta
te Building” , que me resulta ahora tan familiar com o la Torre E if
fel, y que dejo y vuelvo a encontrar cada vez con la misma em oción.
Seguimos la drive, entramos en un gran túnel; esas rutas superpues­
tas, esas encrucijadas en espiral, esos subterráneos que, evitando to­
do cruzamiento, permiten un máximo de velocidad, son de una com ­
plicación que me pasma. El menor error entraña largos rodeos. P e­
ro Mrs. C. está acostumbrada y me deposita sin incidente en Brevort.
Como con E. A. en casa de dos de sus amigos, que pertenecen
al equipo de la revista V iew ; en su pequeño departamento down town,
encuentro a S. K., poeta, ensayista, crítico. En su casa asistí a mi
primer party norteamericano, pero estaba en ese tiempo tan perdida,
que soy incapaz de reconocerlo. Surge una gran discusión que dura
hasta tarde, sobre la acción. Es un tema que me interesa más que
ninguno, puesto que constantemente entre la juventud universitaria,
«ntre los intelectuales de Nueva Y ork (para no hablar del Far West
ni de Santa Fe) he com probado un prejuicio de inercia que me ha
parecido en primer lugar asombroso.
Lo que asombra a S. K., en compensación, es lo que llama nues­
tro complejo de acción” . Saint Exupéry, Malraux y Koestler le
parecen atacados por esa enfermedad tanto com o Camus y Sartre, por
no decir nada de Aragón. Naturalmente no es que predique una
actitud de yogui. Ha habido momentos en la historia en que la ac­
ción era posible: Lenín es un ejem plo. Pero hoy la situación objeti-

321
va no permite ninguna intervención individual eficaz en Francia. L o
mismo que en N orteam érica, la voluntad de acción ya no es más que
una actitud subjetiva, una actitud inadaptada, que necesitaría ser psi-
coanalizada y especialmente entre los intelectuales, puesto que no tie­
nen, por el mom ento, ningún papel que hacer. Es además observa­
ble, dice, que los héroes de un H em ingw ay, co m o los de un Koest-
ler, se definan siempre com o o u ts id e r s. En P o r q u ié n d o b la n las ca m ­
panas, Jordán ni siquiera sabe exactam ente p or qué está coloca d o en
las filas de los españoles r o jo s ; lo m ism o K oestler en T e s ta m e n to e s ­
pañol. , no es sino un periodista, un testigo. D escribe desde afuera el
drama de Palestina, sin ser él m ism o sionista. En C ru za d a sin cru z ,
el personaje principal se apasiona p or participar en la guerra com o
consecuencia de un traumatismo infantil, él m ism o lo confiesa. Y o
o b je to que el tema de este últim o lib ro es, precisam ente, que Iqs
m óviles subjetivos y contingentes no bastan para dar cuenta de un
h om bre y que más allá tiene derecho de pon er librem ente sus m oti­
vos. Se puede siem pre elegir describir a un h om b re p o r sus m óviles;
ese trabajo de relojero enmascara la verdad del h om bre que per­
petuamente trasciende hacia fines, lo dado que él es para sí m ism o.
Sin duda hay siem pre un hiato entre la verdad subjetiva y la rea­
lidad objetiva de una acción . T o d o agente es tam bién un actor y n o
puede saber qué figu ra tomará en el m undo de los otros hom bres el
papel que hace en el escenario p riv a d o : en la m edida en que es es­
to lo que S. K . sostiene, estoy de acuerdo. P ero lo acuso de sofism a
cuando trata de explicar a los intelectuales com prom etidos p or m ó­
viles, y su propia actitud p or un m otivo o b je tiv o . D iscutim os lar­
g o rato sin que, p o r supuesto, ninguno de los dos convenza al otro.
Q uisiera com prender cuál es el com p lejo de m óviles y m otivos que
fundam enta su propia actitud.
T o d o s los intelectuales que he frecuentado me han sido pre­
sentados los unos p o r los o tr o s ; no se puede decir que form en un
m ism o gru po — no se con ocen todos entre sí— pero tienen tenden­
cias y valores com u n es: constituyen una cierta categoría, la única de
la que pu edo hablar. En general son hom bres de extrema izquierda
que desean una sociedad sin discrim inación, sin clases y sin fronte­
ras. Casi sin ex cep ción , todos han sido com unistas hacia 1930-1935
y han d eja d o de serlo en épocas variables. Han evolu cion ado a con ­
tinuación de distintas maneras. P ero, salvo R ichard W righ t, que p o r

322
su situación se encuentra y se quiere colmprometido, todos profesan
hoy una especie de individualismo pesimista. No conozco bastante co ­
mo para comprender de manera totalmente satisfactoria su actitud*
pero me la explico más o menos de este modo.
En primer lugar, hay que observar que su evolución política
tiene un sentido diferente que la de un francés que haya abandona­
do el P.C. después de haber sido miembro de él. Los comunistas no
constituyen aquí un partido electoral; no tienen verdadera existencia
política. Son un grupo difuso, con límites bastante inciertos, y no un
organismo estable. Se entra y se sale con bastante más facilidad que
en Francia; declararse comunista no representa el mismo tipo dé
com promiso que entre nosotros y desentenderse del movimiento no
es un acto tan grave. R. W., F., N. A., pertenecieron en Chicago al
club John Reed, instaurado bajo los auspicios del autor de Los diez
días que conm ovieron al m undo; pero era un club privado.
Ser comunista es casi una actitud privada y un asunto de op i­
nión personal. Creo que difícilmente se persuadiría a un norteame­
ricano que aceptara una disciplina colectiva si no pudiera adherir
totalmente en espíritu. Su individualismo es demasiado profundo.
Basta una evolución de su pensamiento para que se encuentren, casi
sin haberlo decidido, no siendo ya comunistas. N. A., por ejemplo,
me explicó que dejó de ser comunista porque ya no veía razón para
serlo: esto le basta. La adhesión y el rechazo no son ya, com o en­
tre nosotros, consideradas como actitudes simétricas, igualmente p o­
sitivas y significantes; es al comunista a quien le corresponde pro­
bar que su elección es fundada y no a aquel que permanece o se
vuelve neutral. No obstante, hubo tantas fluctuaciones subjetivas só­
lo por razones objetivas.
Los escritores de que hablo han puesto en otro tiempo su espe­
ranza en una revolución social porque querían otra Norteamérica,
querían una justicia y una igualdad concreta; pero los procesos de
Moscú, la dictadura stalinista, no correspondían para nada a sus
objetivos. En 1936 muchos repudiaron al stalinismo. Por otra parte
los comunistas norteamericanos no tienen gran prestigio ante los
ojos de los comunistas de otros países. No han conseguido captar a
las masas obreras, jamás su marcha ha sido revolucionaria, no son
ni eficaces ni simplemente vivientes. Hoy su acción se limita a una
propaganda pro-rusa, pero en los dominios políticos, económicos y

323
sociales ella es casi nula. E ncim a se han insertado para cada uno
razones más personales, m óviles o m otivos, no sé. A h ora bien, en su
conjunto los intelectuales com unistas de h o y son equipo n u evo; el
de los años 1930-1936 se ha hundido.
Los cam inos que esos intelectuales han seguido son bastante
diferentes: el equipo del Partisan R eview y Farrel han sido trotskis-
tas, los prim eros han terminado p or deslizarse hacia la derecha y por
acom odarse más o menos al im perialism o norteam ericano, lo que fue
una de las razones de la escisión con P olitic, que perm anece siem­
pre fiel al ideal de la revolución permanente. Otros han buscado so­
luciones personales: L. W . se limita a violentas sátiras, escritas y r
sobre todo, habladas contra la civilización norteam ericana. N. A ., en
sus libros, en la radio, en su vida individual, se preocupa por cues­
tiones sociales concretas, tales com o la crim inalidad juvenil. Entre
quienes profesan más deliberadamente el rechazo de la acción están
A . E. y S. K . El prim ero no ve casi otra salida que el m artirio: dice
que en caso de guerra ruso-norteam ericana no irá a las filas y ten­
drán que fusilarlo. S. K. ha perm anecido fiel a la ideología marxis-
ta. Y es ahí precisamente donde encuentra una ju stificación de su
actitud presente y de la de sus am igos; en el m om ento histórico por
el que atravesamos no hay ningún lugar para una acción auténtica­
mente revolucionaria en el interior de N orteam érica. Y esa coyun­
tura los hace resignarse a permanecer a la expectativa.
Para discutir la verdad objetiva de esta afirm ación, habría que
poner en tela de ju icio toda la filosofía de la historia: lo que me in­
teresa aquí es sólo el aspecto subjetivo del problem a. Pues desde
mi punto de vista siendo toda apreciación de una actitud un acto de
superación, yo quisiera saber por qué los intelectuales norteameri­
canos han preferido ese m odo de superación, a saber, la pasividad.
Ciertamente n o hace falta mucha ciencia marxista para ver que el
advenim iento en los Estados U nidos de un estado socialista no es
para mañana. Si se rechaza igualmente el régimen burocrático y
policial que oprim e a Rusia y al capitalismo norteamericano con sus
consecuencias imperialistas, no hay mucho lugar para la esperan­
za. P ero la diferencia de conducta entre, por una parte, los france­
ses y los italianos, y por otra parte, los norteamericanos frente a un
m ism o hecho, es flagrante. Deriva de las diferentes tradiciones polí­
ticas de esos países. La intensa vida interior de los partidos, la li­

324
gazón de la vida sindical y de la vida política permite a los ciuda­
danos fr a n ce s e s una permanente participación en la vida política;
cada tino de ellos se considera com o un agente histórico. Se sabe que
no hay nada de eso en Norteamérica. Y a he señalado, con respecto
a los jóvenes universitarios, ese derrotismo que pesa sobre la na­
ción. Hay una clase que detenta el poder econ óm ico y que influye
en la política, que maquina los negocios, form a proyectos, decide,
emprende; la que se llama pullman-cíass. En los tiempos del self-m ade-
man esta clase estaba ampliamente abierta, pero las barreras socia­
les se vuelven cada vez más estrechas y las capas inferiores no tie­
nen gran esperanza de llegar. En todo caso los intelectuales de que
hablo no forman parte de ella; no viajan en pullman y no es sobre el
público pullman que esperan ejercer influencia. Pero, por otra par­
te, no encuentran en las masas ni audiencia ni oportunidad de apoyo.
La relación del escritor francés con la masa está muy lejos de
ser satisfactoria; pero una burguesía que se descompone, una peque­
ña burguesía en desorden, una clase obrera vacilante, constituyen
un público al que es posible captar. Richard W right, por ejemplo,
está asombrado del prestigio que gozan aún hoy entre nosotros cier­
tos escritores; bien o mal se los conoce, tienen peso. En Norteamé­
rica esa relación no existe para nada, los escritores no son popula­
res o simplemente lo son para divertir. Las mujeres de la pullman-
class, que constituyen su público más habitual, no les piden más que
distracción; el resto de la nación los ignora.
El escritor no tiene la posibilidad de agitar profundamente la
opinión pública. Algunos de los jóvenes son, en este punto, conscien­
tes, y se vuelven hacia la radio, no pensando encontrar en los libros
un medio de hacer oir su voz. Hay que contar también con el diri-
gismo literario del que me hablaba Farrel y que no da oportunida­
des sino a los autores neutros y conformistas. Aunque un escritor
llegue a hacer penetrar sus ideas en las masas, estas están tan iner­
tes, tan desprovistas de todo instrumento de acción, que no se habrá
ganado gran cosa.
Esta pasividad se explica por toda la historia de los Estados U ni­
dos: la inmigración entraña una heterogeneidad de culturas, poco
propicia para una toma de conciencia colectiva. La existencia de
fronteras abiertas, las oportunidades ofrecidas a cada ciudadano ca­
nalizaban a los emigrantes hacia la realización de fines individuales, y

325
la inestabilidad social arrancaba sin cesar a las capas inferiores sus
líderes. Resulta que, en la sociedad f i j a de h oy, el pueblo perm a­
nece dividido, inorgánico, privado de sentido de solidaridad y a
causa de ello pasivo, receptivo. Es posible que la situación cam bie.
Pero tal com o está h oy no hay ninguna esperanza para un escri­
tor de agrupar en torno de él fuerzas vivientes p or la sencilla razón
de que esas fuerzas vivientes no existen. P o r eso m ism o no es en­
tendido; es que no es escuchado. Para escuchar con atención, ha­
cen falta proyectos, esperas, voluntades y rechazos y eso es lo que
falta en el pueblo norteam ericano. N o es verdad que las ideas sean
menospreciadas aquí, por el con tra rio; el norteam ericano m edio ig­
nora el cinism o y una idea no es para él un ju gu ete; está pronto a p ro­
longarla por la acción, pero inversamente, si no está dispuesto a la
acción, se cierra a las ideas.
En Francia, en Italia, se acogen con m ayor gusto las ideas que
traen menos consecuencias. Para las conciencias puritanas que dis­
tinguen de manera tajante el Bien del Mal, lo V erdadero de ío Falso,
las ideas tienen consecuencias; pero por eso las rehuyen o al me­
nos no les van al encuentro. M e parece que esa es la razón esen­
cial de esa diferencia de actitud de la que h a b lo ; el escritor francés
produce fácilmente en torno de él rem olinos, torbellinos y esos re­
sultados lo alientan a una acción tal vez ilusoria. En tanto que el
norteam ericano no turba la inmutable frialdad de su contorno. Antes
que hablar en el desierto, se calla o se limita a susurrar confidencias
en un pequeño círculo de amigos. Sería presuntuoso decidir si es
más sabio su abstencionism o o nuestras agitaciones.

8 de m ayo

Cualesquiera sean las razones profundas de la situación de los


intelectuales norteamericanos, es cierto que muchos de ellos sufren.
L. W . me decía maliciosamente el otro día que los escritores france­
ses, italianos, ingleses tienen celos porque cada uno estorba el éxi­
to del otro y lo envidia; pero los escritores norteamericanos se de­
testan porque cada uno descubre en el otro la imagen de su fraca­
so y de su propia miseria. Es en parte esa actitud lo que, volviéndo­
se com plejo de inferioridad, les im pide tener objetivos audaces y

326
mostrarse dignos de una influencia más grande; se encuentra aquí
el mismo círculo vicioso que entre los profesores de la Universidad.
He oído, en particular, deplorar que la Liga de Escritores se mostrara
tan obstinadamente por debajo de sus tareas: en sus reuniones se
limita a discutir asuntos de dinero y de interés, ¿cóm o obtener una
mejor distribución de libros? ¿Cuánto debe recibir el editor por
la publicación de un libro en una revista?
Las discusiones de ideas, si alguna vez las hay, no se elevan
casi por sobre temas tales com o: “ Is writing fu n ? ” “ ¿E s divertido
escribir?” Hay que decir que nuestra Sociedad de Gente de Letras
de la cual esa asociación es, más o menos, el equivalente, no tiene
tampoco un brillo muy apreciable.
Para cambiar un poco de atmósfera W right ha tenido la idea
de invitar esta noche a intelectuales extranjeros de paso por Nue­
va York y pedirles a cada uno una breve exposición sobre la in­
fluencia en su país de la literatura norteamericana. La reunión co ­
mienza con una excelente cena con cocteles, vinos y una cocina muy
francesa en el hermoso hotel Algonquin. A continuación, un argenti­
no, un sueco, un alemán antinazi, una norteamericana que ha vivi­
do largo tiempo en China y yo hacemos nuestro discurso, cada uno
con su acento nacional. El público que nos escucha es viejo y tris­
te, en gran parte femenino.
Un delegado del Departamento de Estado, a quien nadie había
invitado, hizo una intervención que nos ha parecido a todos inútil:
con el pretexto de estudiar la “ influencia” de la literatura norte­
americana, ha tratado únicamente la salida que el libro norteameri­
cano puede v debe tener en los mercados extranieros, como si se tra­
tara de vender algodón. Habla con tierna piedad de la pobre Euro­
pa sin techo, sin pan, sin fuego, sin zapatos, y de la avuda que de­
be aportarle Norteamérica, de los libros que debe enviarle para ali­
mentarla espiritualmente.
— Cuando los transportes eran caros y difíciles — dijo— he­
mos enviado por avión a Polonia una copia del filme Lo que el vien­
to se llevó. Algunos nos han reprochado ese despilfarro. Pero tal
vez hava un puñado de polacos que presenciando esa película hayan
comprendido que aún existe en el mundo una tierra de lib e rta d ...
— Hubiese sido milagroso — me dijo Wright— , que la palabra

327
dólar no hubiese sido pronunciada. Más vale que haya sido por un
m iem bro del Departamento de Estado y no por un escritor.
V olviendo a casa, me interrogo con perplejidad. D ebo dejar a
Nueva Y ork dentro de dos días. Un contratiem po retarda mi parti­
da. Dudo. N. A . me ha sugerido, el otro día, volver a Chicago y me
han dicho frecuentemente que Chicago es tan im portante com o Nue­
va Y ork para com prender a N orteam érica. P o r otra parte, y o me
siento bien aquí, aunque de otra m anera: he com enzado a sentirme
disgustada. Tengo un círculo de am igos, hábitos. Cuando cam ino
por Greenwich Avenue, cuando me siento en un banco de W ashing­
ton Square, cuando h ojeo el N ew Y ork er para encontrar un progra­
ma de cine, siento que mi fantasma ha tom ado cuerpo. Esta tarde,
la m ujer de A . E. me ha llevado a un ensayo de danza en un estu­
dio de up-tow n: es un ballet futurista que será presentado dentro de
una semana en un círculo bien cerrado.
El com positor, John Cage, toca el piano. M e gusta la coreogra­
fía cuya agilidad imita con arte la rigidez, me gustan los hermosos
accesorios abstractos que los bailarines llevan solamente en sus ma­
nos y las asombrosas proezas de Cunningham, la estrella de la com ­
pañía. Pero me gusta, sobre todo, la intim idad de esas horas de
trabajo en una tarde cálida. Las m ujeres estaban vestidas con m a­
llas negras más o menos desgarradas y remendadas, que me pare­
cían más hermosas que ningún vestido para seducir al público.
Ser admitida familiarmente entre bambalinas me da la im pre­
sión de haber sido adoptada por Nueva Y ork .
Al salir de una noche de discusión apasionada y de jazz, me
paseo con A. E. y L. W . a orillas del East River. El día despunta a
través de la bruma que humedece a los b a rco s; el muelle está desier­
to. Un marinero lava el puente de una gran em barcación. La Ba­
tería se perfila a lo lejos. Una noche estaba sola, desde lo alto del
T u dor Square, inclinada sobre una balaustrada; m iraba un gran
sol ro jo y redondo descender en el agua. A algunos pasos un hom ­
bre inclinado en la balaustrada miraba el mism o so l; y o pertene­
cía a la ciudad tanto com o él. Y , no obstante, a pesar del con fort y
la poesía de tales impresiones, no eran más que ilusiones. M is am i­
gos tienen aquí sus ocupaciones, sus inquietudes cotidianas. Tienen
todos los problemas de los que he hablado. P ero yo permanezco afue-

328
ra. Cuando discuto, es para comprender, para saber; pero no estoy
en el juego.
Esos bailarines que en la fatiga y el calor comienzan y reco­
mienzan sin tregua, viven un verdadero momento de su vida, se
arriesgan. Yo no arriesgo nada, jamás. Permanezco como especta­
dora. Cuanto más intimo con ese mundo, más siento la necesidad
de tomar un verdadero lugar; tal vez si permanezco aquí largo tiem­
po, lo encontraré. Pero en diez días, no es cuestión ni de buscarlo.
Nueva York no es sino un espejismo que me hace convertirlo en una
ciudad de carne y hueso; es una realidad aturdidora. Tiene la opa­
cidad y la resistencia de la realidad. No recibiré nada sino dándo­
me a ella; pero sería necesario un radical cambio de existencia para
que ese don fuera posible. Visitante, viajera, ese es mi destino. Ma­
ñana por la mañana iré a sacar mi pasaje de avión para Chicago.

9 de mayo

Esta es mi última noche en Nueva York. La pasaré en Harlem


con A. E. y R. W . Comemos en un restaurante chino y pedimos a un-
taxi que nos lleve a lo largo de la drive, que sigue el East River. Me-
tamorfoseadas por la noche, Brooklyn y Queens titilan; las facha­
das de los rascacielos se han vuelto traslúcidas, los rojos y los ver­
des de los carteles de neón pavimentan el cielo. Es la última vez que
veo este paisaje fabuloso. Wright está muy alegre; imita a un locu­
tor comentando por la radio una partida de basebol y a Mr. An­
thony dando consejos a las almas en pena. Cuando nos detenemos,
el chofer le dice con admiración:
— Es famoso su número.
Y para no ser menos hace funcionar en nuestro obsequio los vi­
drios de su auto último modelo, que se levantan y se bajan automá­
ticamente.
En el primer niglit club donde entramos, la orquesta toca ese
jazz nuevo del que A. E. me ha hablado: el be-bop. Los blancos se
empeñan en desfigurar lo que los negros inventan, y los negros
toman dócilmente por su cuenta esas deformaciones. Los músicos
tocan aquí un jazz que, en lugar de inscribirse en la tradición de

329
Nueva Orleáns com o el be-bop original, no es sino la expresión an­
helante, exasperada, de la fiebre neoyorquina.
El salón esta v a cío: es el “ receso” ; a menos que sea porque el
público no soporta esas tormentas de rim o. A decir verdad es im­
posible soportarlas largo tiem po; al cabo de media hora nos senti­
mos rotos.
El segundo night club está menos desierto, la música es menos
•experimental. Hay algunas atracciones; canto y bailes. Un número
tiene un gran éx ito; es una vieja negra vestida con un batón de algo­
dón rosado, con bigudíes alrededor de la cabeza, un gorro de dor­
mir enorme y chanclos. Canta y relata historias con voz ronca'.
A. E. y R. W . me aseguran que es muy graciosa, pero sus canciones
y sus dichos, pronunciados con acento del sur, llenos de alusiones
y doble sentido, permanecen herméticos para mí. La m ím ica me en­
tretiene, el personaje me encanta, pero tengo la hum illación de no
com prender una sola palabra.
Descendemos a pie Lenox Avenue y com o tenemos apetito, en­
tramos en un restaurante Barbe-Q. V eo frecuentemente este cartel a
través de todas las ciudades norteam ericanas; la carne barbecue es
la carne asada, simplemente. Esta técnica primitiva está considerada
com o una atracción en países de cocin a eléctrica. N os sentamos
junto a una mesa de madera oscura, en un salón muy pequeño donde,
detrás de un m ostrador, la carne asada gira en una parrilla; pollos
y costillas de cerdo clavados en varillas de acero. Las paredes están
cubiertas de fotografías: boxeadores, bailarinas, cantantes de color.
H ay muchas inscripciones bromistas com o en todos los bares popu­
lares; pero una de ellas nos llama la atención: I f you want you r pra-
yers answered, don’ t stay on you r hnees, get up and h oller: “ Si quie­
re que sus ruegos sean oídos, no permanezca de rodillas, levántese
y grite” . Estamos en Harlem.
C om iendo costillas de cerdo y fritos, bebiendo agua — pues esos
lugares modestos no tienen permiso para vender bebidas alcohóli­
cas— se prom ueve nuevamente la discusión sobre la cuestión negra.
W righ t deplora, entre otras cosas, esa especie de atracción que mu­
chos blancos del norte y especialmente de Nueva Y ork experimentan
frente a los negros. Ellos los definen com o la antítesis de la civiliza­
ción norteam ericana; magníficamente dotados para la música y el
baile, ricos de instintos animales y entre otros de una extraordinaria

330
potencia sexual, inquietos, aturdidos, soñadores, poetas, abiertos a
los sentimientos religiosos, indisciplinados, infantiles, tal es la con­
vencional imagen que se crean gustosamente de los negros. Y “ quie­
ren a los negros” porque han proyectado en ellos lo que desearían
ser y no son.
Pero los más fascinados son aquellos que sienten en sí mismos las
más profundas deficiencias. Esos niggers lovers, como los llamarían
los hombres del sur, son, en su mayoría, exasperados, enfermos, in­
dividuos neuróticos, débiles, roídos por complejos de inferioridad.
El que Mezzrow viva en Harlem y prefiera sistemáticamente los ne­
gros a los blancos, deriva de esta actitud. Wright la encuentra ne­
fasta, porque tiende a mantener la existencia de un abismo entre
negros y blancos. Las diferencias evidentes entre las dos castas pro­
ceden de diferencias de situación histórica, económica, social, cul­
tural, que pueden — al menos teóricamente— ser abolidas. Pero esa
es una de las verdades de las que los norteamericanos blancos, aun
los más benevolentes, no quieren dejarse convencer.

11 de mayo

De Nueva York a Chicago se vuela sobre una planicie más m o­


nótona que un desierto. Duermo durante todo el trayecto; como el
horario cambia, y me embrollo con el asunto del tiempo standard
y el tiempo local, no sé cuántas horas ha durado el viaje. Me parece
tan temprano a la llegada como a la partida. Tengo la impresión de
haber sido transportada a Chicago por arte de magia; y solamente
por arte de magia podré salir de allí. Jamás una ciudad me ha ro­
deado de una espesura tan impenetrable; me siento más perdida que
el día de mi llegada a Norteamérica, y prisionera.
Es difícil reconocer esas calles; se cortan en ángulo recto, por
supuesto, y no obstante aun en el plano del que me he provisto cui­
dadosamente, dan una impresión de desorden. No se alternan regu­
larmente con las avenidas, tienen frecuentemente nombres en lugar
de números, desembocan en canales, terrenos baldíos, vías férreas.
Me pierdo; las calles no tienen fin ni aun en el plano. Nueva York
es vasta pero el dibujo es claro, está dictado por necesidades geográ­
ficas y es fácil de abarcarla en una imagen; los grandes ríos desem-

331
bocan sobre el mar libre: al norte la ciudad se detiene a p ico sobre
el Hudson, frente a altos frontones. Se siente alrededor de Chicago
la presión de las planicies infinitas; es una ciudad de tie iia firm e;
el lago se cierra sobre un flanco no perm itiendo ninguna evasión.
De tanto en tanto, al cabo de un largo trayecto en tranvía, en
tren o en el elevado, los edificios se diluyen, parece que la ciudad va
a decidirse, por fin, a m orir, pero renace más vigorosa. H em os alcan­
zado solamente una anticua frontera, más allá de la cual nuevos ba-
rrios se lian construido, y más allá hay aún otro cinturón y otro más
lejos. Pero no son sólo esas dimensiones exorbitantes las que dan a
Chicago su espesura: Los Ángeles es inmensa, pero frágil. Esta ciu ­
dad está hecha de una pasta opaca, sin levadura; huele a hom bre
com o ninguna otra ciudad del m undo. Eso es lo que hace la atmós­
fera tan sofocante y trágica. Eso es lo que hace la atmósfera tan
sofocante y trágica. Ni la naturaleza ni el pasado se infiltran, pero
a falta de policrom ía posee una poesía negra. El negro es su color:
es un color orgulloso, resplandeciente com o las facetas de un bloque
de antracita.
De norte a sur. de este a oeste, las calles están atravesadas, habi­
tadas por las arquitecturas metálicas del elevado al que se llama fa­
miliarmente el El. Ese cielo raso de acero transforma las avenidas en
sombríos túneles: las vigas sacudidas por el paso de los trenes llenan
el aire de lamentos que penetran hasta las casas; es una gran voz
natural com o la del viento en los bosques. Hav también viaductos,
puentes, carriles por donde día y noche desfilan vagones y locom o­
toras silbantes. Los tranvías traquetean con ruido en medio de las
calzadas. Entre esos rumores de metal se forjan los destinos de los
hom bres; también en la polvareda, en el hollín. La suciedad es tan
vertiginosa que se anula: un pañol de carbón no es sucio.
Cuando se camina por el L oop un día de sol, la sombra que
baña la calzada concuerda tan bien con las paredes de color noc­
turno que parecería que los grandes edificios retienen incrustadas en
sus piedras grandes sombras fijas. Las cuadras están aquí hendidas
por estrechos senderos; a derecha, a izquierda, las paredes aparecen
decoradas por escaleras de incendio tan próximas que, de un lado
a otro, se pueden dar la mano. De arriba abajo de esas hendiduras la
sombra es una enorme polvareda temblorosa.
En los barrios ricos, e^as marañas de noche y de metal anun-

332
cían va la vida dura y desolada de vastas extensiones de los alrede­
dores. Lejos del centro, entre casillas de ladrillos y cabañas de ma­
dera, la noche se diluye. En las calles pavimentadas se abren callejas
de tierra, callejones sin salida v patios donde los tachos llenos de
basura lanzan al viento sus cenizas; los vacían sólo una vez por se­
mana. El viento levanta torbellinos de polvo terroso, grisáceo; arroja
a los ojos briznas de paja, pedacitos de carbón, lanza a las piernas
pedazos de periódicos viejos, papeles grasicntos, y a veces acarrea
acres olores de incendio: como en Nueva York, los niños se divierten
prendiendo fuego a los detritus.
Ayer he caminado dos horas en sandalias por esas calles; a tra­
vés de las medias mis pies se cubrieron de una espesa capa de hollín.
Hay que caminar con zapatos cerrados y limpiarlos cuatro veces
por día.
No obstante, en los límites de Chicago hay una zona sonriente
y azul. Esta larde de domingo he ido a parar a las orillas de un lago
entre inmensos prados verdes. Bajo el sol las aguas son pura seda
y diamantes, y los yates de velas blancas se pavonean; es el lujo se­
reno de las costas azules. A mi izquierda, en una bruma de calor, se
levantan los rascacielos de Michigan Avenue; nada evoca la miseria
con sus restos.
Mucha gente está sentada sobre la hierba al sol. Hay enamorados
muy convencionales que se rozan apenas las manos. Unos mucha­
chos han organizado en el pasto una partida de basebol y en los
matorrales los niños levantan emboscadas: juegan a los sioux.
Sigo a la multitud que me lleva a un edificio redondo: es un
acuario. Hay centenares de peces y millares de visitantes. Se miran
los unos a los otros con un asombro recíproco. Es un día de prima­
vera, de ocio. Las gaviotas vuelan por encima del lago y Chicago
parece una gran ciudad acaudalada y alegre.
Las noches de Nueva York han conservado siempre para mí una
especie de milagro. Aquí me siento inmediatamente ahogada, ba­
ñada en una atmósfera sofocante. Salgo con N. A. y C. L., una joven
que tiene una librería cerca del hotel donde estoy alojada, y erramos
largo rato por Clark Street y State Street; son, con West Madison,
las tres calles de placer de Chicago, donde el lujo y la miseria se
codean con la más extraordinaria familiaridad. Hav cines, restau­
rantes, espectáculos de burlesque, cafés eoncerts. dancings e infinidad

333
de bares. L os elegantes se bañan en luces de co lo r azul, violeta o r o jo
oscuro, refinadas, suaves a los o jo s . Están acolch ados, sobriam ente
decorados, y casi siem pre vacíos en sus tres cuartas partes. Sirven pa­
ra conversar.
Justo al lado de esos lugares calm os y decentem ente frecuenta­
dos, se abren pocilgas sem ejantes a aquellas que he entrevisto en mi
prim er p a sa je ; horm igueantes de b orra ch os y de vagabundos, con
mesas de m adera m ugrientas en m edio de violentas luces y ruido.
En unas com o en otras se encuentra una atracción propia de Chi­
ca g o : la d ice-girl. Está detrás de una m esila cubierta p o r un tapete
verde, con un cubilete de dados y un papel en las m anos. El jugador,
de pie frente a ella, elige un núm ero y tira los d a d os: ella marca los
pu n tos; sobre 26 tiradas hay que sacar más de 13 veces el número
elegido para ganar una suma equivalente a la que se ha arriesgado.
Este ju eg o es de los más rudim entarios, pero tiene la atracción de
todos los ju egos de dinero, y la dice-girl casi no descansa. Es un tipo
popular en C hicago y sucede a veces que su destino es trá g ico: no es
ra ro leer en el diario que una dice-girl ha sido asesinada; es que pasa
sus noches en los límites de zonas peligrosas donde la pasión del
ju eg o y el erotism o se desencadenan.
En prin cipio los otros ju egos de dinero están proh ibidos, pero
en cantidad de lugares la sala del fon d o es un g a rito; he visto uno,
ayer, que estaba tranquilamente abierto a un lado del vestuario. N o se
admiten m ujeres y hay que con ocer a algún cliente para ser admiti­
d o ; pero no son lugares clandestinos. Supongo que la policía los
tolera mediante una coim a.
— N o irem os a este bar — dice N. A .— . P erdió todos sus clien­
tes desde que el pianista fue baja do de un tiro.
A u n qu e la época de los gangsters haya terminado, parece que
el asesinato sigue siendo aquí una costum bre bastante corriente; hay
arreglos de cuentas, querellas privadas, querellas políticas. Sin contar
las agresiones.
— En ese bar, un p o c o más allá — dice N. A .— , he visto a un
h om b re atacar a otro con una botella: es un arma que da m iedo
aun a los más valientes. El otro se desplom ó con los vidrios. Hay
que tener cu idado de no recibir un trozo de vidrio en la espalda en
esos alborotos.
Nos hace observar a los policías de civil que vigilan la calle;

334
hay también muchos agentes de uniforme. No es un barrio muy
tranquilo.
Entramos en un bar al que. según parece, han emigrado los
clientes del pianista asesinado: es una corte de milagros análoga a la
de West Madison. Muchos vagabundos duermen, con la cabeza sobre
la mesa. Bajo un cartel que dice: “ Prohibido bailar” , las parejas
bailan. Un alegre joven acaricia riendo a una enana adiposa horri­
blemente desvanecida sobre su espalda. En medio del tumulto de risas,
de canciones, de gritos de gruesas mujeres quisquillosas, la dice-girl,
muy digna, lee un libro instalado frente a ella sobre el tapete verde:
es una rubia rechoncha, sabiamente enrulada, que lleva alrededor de
su cuello de gruesas arrugas, tres hileras de perlas. Miro el título deí
libro: Las mujeres de Nueva Orleáns.
Nos sentamos junto al mostrador. Sobre los espejos hay inscrip­
ciones que anuncian: “ No se fía” , en veinte fórmulas graciosas; hay
también billetes de banco de todos los países y fotografías de muje­
res desnudas. Observo, entre estas, a jóvenes japonesas desnudas. Son
fotografías que los G. I. han sacado de los bolsillos de los soldados
japoneses. Los mendigos mendigan, parejas horriblemente desgracia­
das se estrechan, los borrachos discuten y se tambalean, los dormidos
gimen, la miseria estraga todos los rostros, bajo las vestimentas bullen
los bichos. Y por todas partes, en las paredes, hay frescas imágenes
en colores de drug-stores, donde sonríe una joven norteamericana sana
y alegre, con dientes bien lavados, atascada de quaker-oats y Coca
Cola.

12 de mayo

Todos los estados, todas las ciudades de Norteamérica tienen su


orgullo y sus susceptibilidades locales. He leído esta mañana en el
Chicago Tribune un artículo venenoso dirigido contra un periodista
de Los Ángeles: este había tenido la audacia de pretender que en
el transcurso del invierno había caído nieve en Chicago y que el
clima había sido rudo. En su editorial el Chicago Tribune refutaba
reciamente esas afirmaciones. En cuanto a la nieve, decía, no han
caído sino algunos copos; y nuestro corresponsal en Los Ángeles
puede garantizar que allá la atmósfera es malsana, sofocante, la
ciudad está envuelta en neblina húmeda durante la mitad del día.

335
Detrás de esa sensibilidad quisquillosa hay, pienso, intereses en ju eg o:
toda ciudad está ávida de atraer (‘I m ayor número de visitantes p o­
sible, el turismo proporciona un aporte considerable de clientes, de
com pradores. Se ven prospectos donde una propaganda persuasiva
alaba las bellezas de Illinois; sin duda hay también recuerdos histó­
ricos en Nueva Inglaterra y paisajes atractivos en Florida, pero “ Illi­
nois proporciona a los amantes del pasado gran cantidad de lugares
de peregrinaje y sus horizontes son los más atractivos” .
La prensa tiene un carácter local; por supuesto Chicago Tribune
y Chicago Sun tienen dimensiones internacionales, pero, en algunos
aspectos, se emparentan con Courrier du Centre o la Petite G ironde;
cuestiones de m eteorología, de transportes, crímenes, accidentes y fes­
tivales de la ciudad, ocupan columnas enteras. Las fotografías de la
última página están casi únicamente consagradas a las visiones n oc­
turnas o diurnas del Loop. Se ven sentinas con sus tachos de basura,
o por el contrario parques y monumentos. Si un chicaguense triunfa
en el plano político o literario, lo reivindican con orgullo com o un
h ijo de la ciudad, un local man, o local youth. No se ocupan de lo
que pasa en Nueva Y ork. La inmensa mayoría de la gente ignora a la
gran ciudad rival.
Chicago, no obstante, no es una sola ciudad; más que ninguna
otra ciudad norteamericana, está constituida por una aglomeración
de pueblos, de dimensiones inmensas, agrupados alrededor de un
centro com ercial. Los diferentes barrios están mucho más estancados
que en Nueva Y o r k ; los emigrantes no se han fusionado. Muchos
sólo hablan su lengua nacional, tienen periódicos nacionales, desarro­
llan un chauvinismo que origina frecuentemente querellas y riñas.
Los irlandeses y los polacos se odian. N. A. me relató un episodio que
muestra la profundidad de esa segregación; él se especializó en el es­
tudio d e jo s polacos, en cuyo barrio habita. Aunque describe la mi­
seria de sus pobres vecinos con una total simpatía, el diario polaco
se indignó en 1941 contra su lib ro ; acusó al autor de colaborar
con la propaganda alemana dirigida contra la desdichada Polonia,
y de ser un agente nazi. Eso no tiene nada de asombroso, agregaba el
crítico polaco, puesto que el autor es de origen sueco y Suecia es
un enem igo hereditario de Polonia. En cam bio el diario escandinavo
de Chicago alabó la obra con pasión.
Pero no hay que creer que la diversidad de su población hace

336
a Chicago particular y pintoresco. Nada se asemeja más al barrio
griego que el barrio m ejicano. Aun el barrio chino carece de exotis­
m o: en las vidrieras de los negocios, los nombres y las inscripciones
están trazados en chino en lugar de estarlo en polaco o en alemán,
nada más. Hay también muchos japoneses en Chicago. En el oeste,
los japoneses fueron internados en campos de concentración du­
rante la guerra; los miraban con hostilidad. A quí están tan asimilados
que los consideran com o norteamericanos con el mismo título que
los ciudadanos de origen alemán y también han com batido en gran
número en Europa con el uniform e de los G. I.
Abandonando las grandes avenidas se puede encontrar a un
cuarto de hora del L oop la paz de las aldeas. Hay lugares que pa­
recen más viejos que ninguna calle de Nueva Y ork. Se ven todavía
en las puertas de los negocios de tabaco los sioux de madera pintada
que les servían de insignia en el siglo xix, y frente a las peluquerías se
levantan barras donde el azul y el rojo giran en espirales. El polvo
que ciega los vidrios y oculta las paredes parece centenario.
He visto, entre otras, una callecita olvidada al borde de una vieja
estación donde las vías se enmohecen. De tanto en tanto, pasa un
tranvía v a cío; las casitas de madera precedidas de porches donde
la gente se sienta para saborear el sol o la dulzura de las noches,
poseen cada una un minúsculo jardín, parecido a los jardines del
suburbio francés; el pasto es adornado con una estatua de yeso, con
una bola coloreada, con un pequeño molino de madera barnizada.
Hay centenares y centenares de calles silenciosas, abandonadas. M u­
chas han sido hostigadas por el azar de las necesidades y sus cabañas
deterioradas están tan carcomidas que se las tomaría por covachas,
aunque frecuentemente los interiores son decentes.
Tomo el elevado y planeo durante largos kilómetros por encima
de zonas de color de barro, íntegramente ocupadas por esas tristes
casas plantadas en tierra batida.
De tanto en tanto se advierten algunos montones de hierba sobre
H terreno baldío, un árbol contra un cercado de madera. Jamás
los árboles me han parecido tan conmovedores com o los de esta ciu­
dad negra; se plantan con humildad entre los detritus, los tachos de
basura, los hierros viejos, en los patios interiores, en los callejones
sin salida. Pero esta vecindad no los eusucia. El verde de sus hojas
se exaspera; todos los pastos de los Alpes, todas las selvas tropicales
no conseguirían expresar un verde que fuera tan verde. Más antiguos
que las casas en las que se reclinan, son los sobrevivientes de un p ro­
digioso desmonte y recuerdan silenciosamente la existencia de un
reino inhumano. En un m undo concertado donde la contingencia es
siempre el reverso de una voluntad, donde todo desorden toma la
figura del mal, tienen la negligencia de las cosas naturales y su visión
es un descanso para el alma.
P or la noche, sobre todo, flota en las calles una poesía provin ­
cial. En la esquina de un callejón sin salida, los ch icos fum an y con s­
piran cuchicheando. Sentadas en sus porches, las m ujeres miran en
el horizonte las luces de la ciudad. El gem ido del elevado rom pe el
silencio, el follaje de un árbol v ib ra ; un gato atropella un tacho de
basura, el m enor ruido resuena largamente. Se sienten lejos, m uv
leí os las aventuras y las locuras humanas, en el corazón de una
vida tranquilamente ordenada que se repite día tras día. N o obstante
se leerá mañana p o r la mañana en el diario que, en uno de esos m a­
torrales, se ha encontrado un cadáver cortado en pedazos, que dor*
hom bres se han degollado mutuamente en una taberna vecina, que
a dos pasos de ahí el dueño de un bar ha sido matado a balazos.
La dulzura de las noches de Chicago es solapada.

13 de mayo

El periodista B. S., a quien he co n o cid o , me dice que el p or­


centaje de crím enes no es más elevado aquí que en L os Ángeles o en
N ueva Y ork . En verdad es la provinciana W ashington la que, en re­
lación con la cifra de la p ob lación , ha tenido este año el porcentaje
más elevado de asesinatos y robos. P ero supongo que Chicago está
más orgullosa de su mala vida que otras ciudades, pues no pasa día
sin que los diarios traigan algún dram a sensacional. Una anciana
ha sido asesinada en pleno m ediodía mientras hacía las com pras en
un gran m ercado. Un m uchacho de quince años estranguló a su com ­
pañero de once. Un joven ahogó a su pequeña sobrina que lo abrazó
con demasiada ternura: crímenes de dinero, crímenes sexuales, el
lector está seguro de encontrar cotidianam ente su provisión. Esta
mañana leo que un sátiro fue derribado en la escalera de un inmue­
ble mientras trataba de forzar la puerta detrás de la cual se había

338
refugiado una estudiante de dieciséis años. Uno de los locatarios de
la casa descargó sobre él su revólver. Era un hombre de West Ma*
dison. Dan la fotografía. Y se parece tanto a todos esos “ hombres
olvidados” , a todos esos “ hombres sin mujeres” que he visto errar
por la Bowery de Chicago, por la Bowery de Nueva York, que siento
un peso en el corazón.
B. S. me llevó esta tarde a un police-show. El cine me había dado
ya alguna idea de esta ceremonia, pero si el esquema abstracto es
bastante banal, la realidad es llamativa. Tres veces por semana, la
gente que se ha quejado vanamente por robo, violación, asalto, estafa,
etc., es invitada a reunirse en una sala de la policía judicial. Se hace
desfilar delante de ellos a los malhechores arrestados los últimos días,
a fin de que tengan la oportunidad de identificarlos. Los detenidos
son introducidos por pequeños grupos, los alinean sobre una plata­
forma, contra una pared donde gruesas rayas horizontales los mi­
den con evidencia. Los interrogan uno después de otro y les ordenan
presentarse de espalda, de perfil, con sombrero, inmóviles y cami­
nando. Observo que muchos de ellos dan como dirección: West Ma-
dison.
Comienzan con dos mujeres, desgreñadas, de rostro pálido y
golpeado, acusadas de practicar el hurto del coito 1 en Palmer House;
llevan a los clientes a su habitación, los duermen con drogas, les va­
cían los bolsillos y escapan. Recuerdo el Palmer House, de apariencia
tan decente, y me pregunto de qué sirven las ancianas que vigilan
severamente los corredores. Me pregunto también, y toda la concu­
rrencia conmigo, qué hombre que lleve un poco de dinero en el bol­
sillo puede dejarse encantar por estas pobres criaturas; el policía
que las interroga, dice riendo:
— De noche lucen mejor.
El policía está sentado, sin aparato, al lado de la plataforma,
habla con tono familiar, frecuentemente risueño; todo pasa en fami­
lia. Después de las mujeres introducen negros; la primera pregunta
que se les hace después del nombre, edad, dirección, es: “ ¿P or qué
está aquí?” , y todos responden: “ Pretenden que he conducido en
estado de ebriedad” , “ Pretenden que robé en una vidriera” . No se

1 En francés “ entólage” . En España se le llama “ timo del gato” y en la


Argentina, en lunfardo, “ tirar la lanza” . ( N . del T .)

339
trata, por otra parte, de un interrogatorio en regla, sino de una “ mues­
tra” . Después de los negros, vienen los blancos: blancos y negros
parecen igualmente mal dispuestos, se les anuda la garganta, la voz
les tiembla. Entre cuarenta, hay apenas tres o cuatro que responden
con distinción: un hermoso indio de rostro altivo, un aprendiz de
gángster muy joven e insolente, un duro de rostro clásicamente ta­
jeado.
Los otros están atemorizados o avergonzados; un hom brecito
pálido, con corbata de moño, da vuelta nerviosamente a un botón de
la chaqueta entre sus dedos; antes de que haya abierto la boca esta­
mos seguros de que es un pervertido sexual. Parece torturado cuando
confiesa que su mujer lo acusó de haber abusado de su hija menor,
y protesta con los labios blancos.
Muchos robos de automóviles, golpes y heridas, hurtos menudos
o graves, asaltos, dos muertes. Traen también, encadenados uno al otro
con esposas, a dos hombres blancos com o sábanas, con el pantalón
roto desde el muslo al tobillo, las mejillas cubiertas de m oretones: se
han encontrado en el calabozo esta mañana después de haber cele­
brado en el curso de la noche algún aniversario, y no saben dema­
siado lo que les ha pasado sino que un vidrio ha volado en pedazos
y los ha herido.
A pesar de la rutina del ceremonial y de la m onotonía de los de­
litos, esta triste exhibición es atractiva a causa de las fisonomías fre­
cuentemente tan acusadas que parecen haber sido seleccionadas de
propósito. Ninguno de los detenidos ha sido reconocido por la con ­
currencia; parece que el otro día dos ladrones se han identificado,
el uno al otro, con gran alegría de la policía. Los police-show no son
un espectáculo p ú b lico; no se viene sino por citación o por cartas de
presentación.
En ese mismo edificio, se juzgan los procesos que se reali­
zan entre nosotros en la correccional. Se está bien lejos aquí de
la pompa de nuestros palacios de justicia. Ni los abogados ni los
jueces usan toga; no hay sino un ujier con uniform e galonado que
parece sentirse intimidado. Entro en algunas salas, es más o menos
la misma rutina que en Francia. Frente a uno de esos tribunales hay
una banda de veinticinco hombres aproximadamente que han sido
capturados en el transcurso de una batida en una sala de juego.
Los dejan libres uno tras otro, después de un interrogatorio , rápido.

340
Se van con una sonrisa esbozada a excepción de tres de ellos que
son, sin duda, los patronos del garito.
Por la noche, N. A. me presentó a M. G., un negro de Chicago
que acaba de escribir una novela de gran éxito, la primera novela
de un autor negro que no trata de la cuestión racial; pasa en los bajos
fondos de Chicago. Vamos hacia el norte de la ciudad, a un barrio
burgués, cuya calle principal recuerda a todas las main Street de
Norteamérica, y comemos en un restaurante decorado con cabezas
de gamos y jabalíes. Después de la cena asistimos a un match de
box. La multitud se aprieta aunque los precios de las entradas son
bastante elevados. La atmósfera en esa sala de barrio es totalmente
análoga a la que se encuentra en Francia en la Central de la calle
Saint Denis, por ejemplo. Acabamos la noche en los bares de West
Madison. Vuelvo a ver con gusto a la cajera letrada, “ drogada” y ge­
nerosa, que dispensa un poco de sueño a sus miserables clientes: me
gusta su rudeza caritativa. Miro al bailarín negro, la bruja niña con
su turbante de seda roja, los borrachos. Es fácil imaginarlos, de
pie, con los brazos colgando, inscriptos en una de esas casillas pin­
tadas con grandes rayas negras sobre una pared. Tal vez muchos de
ellos ya hayan atravesado esa prueba, y otros la atravesarán algún
día.

14 de mcuyo

Continúo instruyéndome sobre el bajo fondo de Chicago. Esta


mañana visito con B. S. la prisión de Comté. No es representativa
del sistema penitenciario norteamericano, es una prisión modelo. El
director le ha consagrado toda su filantropía puritana; pero es inte­
resante como tal.
Por supuesto, me hizo falta una autorización especial para que
la puerta se abriera ante mí. Me hacen esperar en un hall que cuida
en una garita blindada un policía armado de fusil. Los empleados
circulan y manipulan papeles detrás de un locutorio de espesos ba­
rrotes: son prisioneros modelos que han sido elevados a esos puestos
envidiados. No tienen más aspecto de enjaulados que los empleados or­
dinarios de bancos a quienes un enrejado metálico también separa
de la gente. Al cabo de un momento, un policía viene a buscarme.
¿No tiene lápiz labial? ¿N o tiene cigarrillos? Para simplificar, dejo

341
mi cartera en el vestuario. M i guía abre una segunda puerta. Paso
por corredores claros y lim pios, recorridos p or centinelas arm ados
de revólveres. A través de tres puertas de barrotes, se advierten a lo
lejos hombres en slacks azules sentados en largos bancos y trabajando.
La ventana al fon d o del corredor da a un gran jardín cuadrado
donde jóvenes cavan la tierra y juegan a la pelota; son delincuen­
tes de menos de veintiún años y cuya pena no excede de los seis
meses. Negros y blancos están mezclados, están lim pios y aun p ro ­
lijos, tienen cara alegre; parecería un patio de recreo, a no ser por
el mirador, en la cresta de un m uro de altura anormal.
M e muestran la sala donde los prisioneros reciben la visita de
sus familiares, y las especies de confesionarios donde se sientan a
conferenciar con sus abogados; estos no son adm itidos en las celdas.
Observo que todos los relojes marcan m ediodía. M arcan siempre
mediodía, ninguno de los detenidos tiene reloj, de m odo que, para
una rebelión o una manifestación, ninguna hora precisa puede ser
fijada.
Un ascensor nos desciende hasta el subsuelo; aquí está el lava­
dero donde, entre el olor y la humedad del vapor caliente, la ropa
es lavada, desinfectada, planchada. Los prisioneros están ocupados
en planchar sus ropas. Más lejos está la cocina, un inmenso hall de
loza, con enormes hornos eléctricos donde se cocinan las marmitas
de Gargantúa. Con inmaculadas blusas blancas, prisioneros bien re­
putados pelan montones de papas y vigilan las habichuelas. Mesas
de madera, platos de estaño, el refectorio tiene una blancura de
hospital; el hospital también. M édicos de blanco examinan a los
enfermos con instrumentos com plicados; observo que en las camas
reposan blancos y negros, unos al lado de otros; me parece que no
hay en la sección de hombres ninguna segregación.
Los prisioneros encargados de la cocina, del lavadero, de la en­
fermería, duermen en un gran dorm itorio al fondo del cual hay al­
gunos estantes con libros. N o lejos se abre la biblioteca, un salón
de clase donde se dan cursos nocturnos y que decoran dibujos y
pinturas hechos por los prisioneros. Un p oco más lejos está la ca­
pilla de un rosado pálido de pasta dentrífica, decorado con yeso
dorad o; una capilla para monjas de corazón infantil. “ Tenemos bue­
nos oficios” , dice el guardián con convicción. Está orgulloso de su
prisión, comenta todo con orgullo. Hay un anciano pequeño que

342
viene con nosotros en el curso de toda la recorrida y que se hace
repetir tres veces cada explicación. A veces comprendo mal y me
pregunta con aire feliz:
— ¿Tam bién usted es dura de oíd o?
— No — le digo— , pero soy extranjera.
Pero, creo que no ha oído y me sonríe con connivencia.
Un ascensor nos sube hasta el segundo piso, a la sección de las
mujeres. No sé por qué, pero aquí negras y blancas están separadas.
Me sorprende la elegancia de las prisioneras; llevan todas blusas azu­
les que se cierran estrechamente en la cintura y las dientas de Antoi-
ne les envidiarían las cabelleras. Todas están maquilladas, con los la­
bios escarlata, aunque el lápiz de labios esté estrictamente prohibido.
Cosen a mano y a máquina, cortan, componen: he visto talleres más
tristes.
Pero mientras admiro ese paraíso forzado, oigo gritos como para
hacer helar la sangre. Estallan súbitamente, seguidos de terribles rui­
dos de muebles tirados: es en el piso superior, entre las adictas a las
drogas. Mientras subimos por el ascensor retumban otros aullidos. Una
guardiana de cabellos blancos se precipita hacia una puerta y la
abre; es una gran celda con dos camas. Hay una joven blanca de aire
tranquilo y aburrido y una negra sentada al borde de su cama que
se retuerce los brazos y grita:
— No puedo más, voy a morir.
La guardiana la mima; le va a enviar al médico, él la curará in­
mediatamente. No es ella la que ha iniciado la batahola sino, en una
habitación vecina, otra que no nos muestran y que ha tirado su ca­
ma, su colchón, las sillas y los taburetes.
En el corredor nos cruzamos con el médico, que pasa con su es­
tuche. Creo que nuestra visita ha sido una suerte para la viciosa; ha­
bitualmente la deben de atar con una camisa de fuerza hasta que la
juzguen calmada. Por supuesto, a las viciosas no se las priva de la
droga todo el día, lo que sería asesinarlas; pero la cura de desintoxica­
ción es llevada con rudeza.
Bajamos. Nos abren una puerta de metal y llegamos al lugar
donde se purgan las penas más largas. A la entrada del corredor, de­
trás de la reja un hombre, un negro, se mantiene de pie, las manos
agarradas a los barrotes, la mirada fija. Hay algo de insólito en la
inmovilidad. El viejo sordo se ilumina:

343
— ¿E s el condenado a m uerte?
— Sí — dice el guardián.
El viejo lo mira largamente: no venía a ver a nadie m ás; esa pro­
mesa de muerte lo fascina. Seguimos p or el corredor. A nuestra de­
recha se alinean, detrás de las rejas, celdas pequeñas com o cabinas de
barco, con dos tarimas superpuestas. En cada una de ellas una cu ­
beta con agua corriente. T od o es meticulosamente p rolijo, se diría
que las sábanas han sido cambiadas esta mañana. Cerradas de nues­
tro lado, esas celdas se abren a la derecha sobre un corredor flan­
queado por otra hilera de celdas simétricas. Los prisioneros pueden
circular y conversar. Mientras su recurso no haya sido rechazado, el
condenado a muerte permanece aquí, una de esas tarimas es suya;
pero en lugar de permanecer mezclado con sus camaradas avanza has­
ta el final del corredor y aprieta los barrotes con las manos. Recha­
zado el recurso es transferido al edificio reservado a los condenados
a muerte.
Bajam os. Hay, una al lado de otra, cuatro celdas con una pared
al fondo y sobre los tres costados, barrotes. Son bastante grandes,
cada una con su cama, de una blancura deslumbrante; pero están her­
méticamente cerradas y hay delante de ellas una mesa en la que día
y noche vigila un guardián armado. P or el momento están vacías. A la
derecha de la mesa hay un sistema com plicado de botones y de pa­
lancas, junto a una cortina de hierro. Del otro lado de la cortina está
la silla eléctrica. P or aquí es llevado el prisionero, pero el guardián
nos hace dar la vuelta para que la veamos de frente.
Llegamos a un hall donde los días de ejecución están los perio­
distas y los policías autorizados. Otra cortina de hierro se levanta y
detrás un vidrio. C om o un sillón de dentista expuesto en una vidrie­
ra para la venta, vemos a la silla, con los ingeniosos dispositivos que
permiten electrocutar al paciente y en un minuto y medio llevar su
sangre a la temperatura de ebullición; hay una especie de máscara
para el rostro. El guardián me dice con orgullo:
— ¿U sted nunca lo v io ? ¿C óm o hacen en Francia?
Le d ig o que tenemos la guillotina.
— ¡Tienen aún la guillotina! ¿E s posible? ¡P ero es bárbaro!
Está sinceramente indignado.
— ¡En una época com o la nuestra, cortar la cabeza!

344
Está intrigado al mismo tiempo y me hace veinte preguntas. Fi­
nalmente. como va a ir a París ese año, me dice con convicción:
— Iré a ver eso. Siento verdadera curiosidad por verlo.
Espera, visiblemente, que le proponga servirle de guía. Nos mues­
tra de nuevo resortes y botones.
— Cuando ejecutan a un condenado, hay cuatro guardianes que
están designados para apretar cuatro de estos botones: uno solo da
la muerte, y nadie sabe cuál. Así nadie siente que ha matado verda­
deramente.
Eso me recuerda la vieja costumbre de cargar un fusil en blan­
co en un pelotón de ejecución; cada soldado tiene una oportunidad
sobre doce de conservar sus manos limpias. Aquí cada verdugo tiene
tres chances sobre cuatro, y puede, sin duda, arreglárselas fácilmen­
te con sus pesadillas. Lo que me agrada es que no haya ejecutor espe­
cializado y que cada guardián sea obligado a asumir hasta lo último su
función de verdugo. El guardián nos escolta hasta la puerta, mueve la
cabeza: “ ¡La guillotina!”
En algunos estados, California entre ellos, deben de hablar con
el mismo desprecio de la vieja silla eléctrica: allí se adoptó el sistema
más perfeccionado de la cámara de gas. Se ha ejecutado recientemen­
te a una mujer en California, una comadre gorda de cara afectuosa que
había envenenado a muchos maridos y amantes; se puso un vestido
floreado y entró sonriendo en la pequeña oficina donde la esperaba un
sillón confortable, sin correas ni placas eléctricas. El condenado se
instala tranquilamente, a su antojo. Se cierran todos los escapes, se
aprieta algún botón y en menos de un minuto todo se acabó. Es más rá­
pido, menos intimidante que la silla eléctrica; hasta se pretende que
el condenado muere en una especie de agradable éxtasis. Para aca­
bar de edificarme, el guardián se ha lanzado a una gran apología de
la filantropía norteamericana.
— Nosotros, en Norteamérica, estamos siempre prontos para dar­
le una mano a la gente, a ayudarla, y somos comprensivos, ayudamos
aun a nuestros enemigos; los alemanes han sido nuestros enemigos,
pero ahora eso está olvidado, los ayudamos tanto como a los otros.
Nos despedimos. Espera que iremos a ver juntos la guillotina.
Hay que confesar que no se puede reprochar nada a tan hermosa
prisión, salvo el hecho de que es una prisión.
Esta tarde, C. L. ha abandonado su librería y me ha acompa-

345
fiado a través de las calles de C hicago. En el lím ite de los barrios ne­
g ro, griego e italiano, descubrim os al azar uno de los más p ro d ig io­
sos m ercados que be visto después de la plaza D jelm a el Fna, en
M arruecos. O cupa casi dos kilóm etros de largo de la calzada y las
aceras de una ancha calle. H ay un sol aplastante, un sol de pleno ve­
rano y el negro Chicago se ha vuelto de pron to una ciudad exótica, cá­
lida y colorida, tal com o me había im aginado en otro tiem po a San
Francisco. Los hom bres dejan flotar sobre sus pantalones camisas
de color celeste, verde suave, rosa de cam arón, salmón, malva, ama­
rillo azufre, índigo y muchas m ujeres tienen anudadas alrededor
del om bligo las puntas de sus blusas blancas, descubriendo entre la
falda y el corsé una gran p orción de vientre desnudo.
M uchos rostros negros, otros oliváceos, otros bron ceados, otros
b lan cos; frecuentemente am plios som breros de p a ja los abrigan. A
derecha e izquierda, kioscos de madera donde venden saltos de ca­
ma de seda cruda, zapatos, telas de algodón, joy a s, mantas, velado­
res, lim ones, hot-dogs, hierro v iejo, pieles; una asom brosa mezcla
de objetos de desecho y de sólidas m ercaderías confortables, una fe ­
ria de h ierro v ie jo mezclada a un lu jo de precio único.
P or la calzada circulan carritos que venden helados y Coca
Cola. H ay otros cargados de p o p -co rn ; en la casilla de v id rio osci­
la la llama de una pequeña lámpara, cuyo calor hace estallar las se­
millas porosas. Un hom brecito completamente andrajoso, con ros­
tro de in dio, con un gran som brero de paja y un aparato acústico
fija d o detrás de su oreja grasosa, dice la buenaventura con la ayu­
da de una m áquina; el aparato es muy com plicado, verdaderamen­
te m ágico. H ay sobre un carro m óvil una colum na de vidrio llena
de líqu ido donde saltan unos ligeros muñequitos. Se acerca una
d ien ta , una negra con el vientre desnudo, de aspecto a la vez p ro­
vocador, escéptico e in tim idado; pone la m ano sobre el vidrio. Los
ludiones saltan y se hunden en las profundidades invisibles del ins­
trumento, el que escupe un pedazo de papel rosado con el destino
escrito de la consultante. Esta m ecánica puesta al servicio de la ma­
gia, el aparato acústico b a jo el som brero exótico, son esas alianzas
que dan a este bazar un carácter tan im previsto. Es una feria del
siglo x v m donde se venden productos de drug-store entre los clam o­
res de cuatro o cin co aparatos de radio.
Un charlatán digno del v ie jo Pont Neuf, con una serpiente en-

346
roscada alrededor del cuello, vende un elixir negro que cura todas
las enfermedades, mientras a través de un m icrófono describe los
prodigios de su panacea universal. Otro se especializa en los males
de cabeza, los cura por la simple imposición de sus manos ; él tam­
bién hace su pregón por micrófono y hay detrás de él una plancha
anatómica, completamente científica, que representa un cerebro hu­
mano. Sobre las aceras hay negocios, generalmente en subsuelos, co ­
mo en el barrio judío de Nueva York, y cuyas mercaderías desbor­
dan en las terrazas.
Por una puerta abierta, veo en una pieza sombría a una gita­
na cubierta de bufandas y velos, arrodillada al lado de una tina, la­
vando su ropa.
Las radios vociferan y cada una con una audición distinta. En
la esquina los negros realizan un mitin religioso; los hombres es­
tán con sus ropas cotidianas, pero las mujeres llevan largos vestidos
negros y velos con orlas blancas, exactamente como las religiosas de
ciertas órdenes. Cantan a coro. Por encima de sus cabezas, una fa­
milia negra sentada en un balcón los escucha con indolencia. Can­
tan spirituals emocionantes. Un poco más lejos un predicador ne­
gro habla con pasión; guitarristas tocan aires de jazz al borde de
una acera. Otro predicador negro, con un gorro rojo sobre la cabeza,
gesticula con vehemencia; designa a los otros predicadores con có ­
lera porque predican el Dios de los blancos. Él invoca al Dios de los
negros y exhorta a sus hermanos a ir hacia él y a ningún otro. Las
sectas que están abiertamente contra los blancos se han desarrolla­
do recientemente, pero en muy pequeña cantidad. Son, en su mayo­
ría, islámicas; adoran al Dios de Mahoma y no al de los cristianos
y esperan la salvación de la raza negra de los pueblos bronceados
de Asia Menor y de África. Ese predicador pertenece, sin duda, al
grupo de los “ Moros” que no es solamente una secta religiosa, sino una
pequeña comunidad económica que posee un harem.
Hay doscientos negros, en su mayoría mujeres, que viven en
una de las covachas vecinas. Escuchamos, miramos. Supersticiones,
ciencia, religión, vituallas, adornos, remedios corporales y espiritua­
les, harapos, sedas, pop-corn, guitarra, radio. ¡ Qué extraordinaria mez­
cla a través del tiempo y del espacio, de civilizaciones y de ra­
zas! En las manos de los predicadores, de los vendedores y de los
charlatanes los espejuelos para alondras brillan, y la calle está llena de

347
chirridos de millares de pájaros de plumas brillantes. N o obstante,
b a jo el cielo azul los grises de Chicago se obstinan, A l fon do de la
avenida que corta el bazar rutilante, las casas, la calzada, la luz, son
color de agua y de polvo.

15 de m ayo

Esta mañana visité un gran hospital psiquiátrico. Es un Instituto


modelo, de los que existen sólo un pequeño núm ero en N orteam é­
rica. Está destinado menos al tratamiento de enfermedades que a
la investigación científica. Un pequeñísimo núm ero de sujetos ele­
gidos por el interés de sus casos en diferentes hospitales han sido
reunidos aqu í; ellos proporcionan un material de prim er orden para
las experiencias de los estudiantes de medicina, psicología, psiquiatría,
etc. E dificios de diez o doce pisos rodeados de vastos ja rd in es; se
ven estudiantes, practicantes de guardapolvos azules que leen sobre
las terrazas, al sol. La doctora que me sirve de guía me muestra los
grandes hornos eléctricos en los que se trata a los paralíticos gene­
rales; en lugar de elevarles la temperatura inculcándoles malaria,
com o se hacía antes, se procede del exterior por una electrificación
progresiva. V eo cubas de hidroterapia, un “ pulmón de acero” , apa­
ratos que sirven para reeducar los dedos y las piernas de los en­
ferm os cuya columna dorsal está atacada.
Cantidad de salas de operaciones y de instrumentos quirúrgi­
cos. En subsuelos m isteriosos donde viven tropillas de cobayos,
ratas, m onos y perros, veo también una colección de diagramas ce­
rebrales, con innumerables variaciones según las diversas en­
fermedades. Una anciana de aspecto fatigado entra precisamente
en una de las habitaciones donde le van a realizar su diagrama. Las
paredes están decoradas con papagayos pintados de alegres colores.
V esa alegría de nursery parece irónica, pero, p or lo visto, las pin­
turas tienen un efecto apaciguador sobre los pacientes, que son fre­
cuentemente niños. Desgraciadamente de este herm oso hospital no
veo sino el caparazón. N o se permite hablar con los enfermos. No
los exhiben en virtud de una orden, lo que apruebo, pero lamento.
V eo solamente, sentado frente a un doctor, a un adolescente de ros­
tro degenerado que está por responder a un test; se concentra con

348
una aplicación desgarradora, como si estuviera por jugarse la ca­
beza.
Por la larde, M. G. me lleva a pasear por uno de los barrios
negros. Hay muchos en Chicago. Los negros se instalaron en la ciu­
dad desde 1830 pero comenzaron a afluir en 1894 y 1904, durante la
huelga de los mataderos. Eran aún poco numerosos y vivían al otro
lado de la ciudad, en los límites de los barrios blancos acaudalados.
Hacia 1915, en el momento del boom de las industrias de guerra, la
inmigración se volvió intensa; en la misma época la ciudad se agran­
daba rápidamente, pero los negros no pudieron penetrar en los ba­
rrios nuevos. La sección sur, que era en 1910 la más vasta, se ex­
tendió considerablemente, formando una estrecha franja a la que
llamaron el “ cinturón negro” . Las otras secciones se desarrollaron
poco, pero ninguna se abrió a los negros en el interior de la ciudad.
Lo mismo que en Nueva York, el acrecimiento de la población
negra que se sextuplicó durante la primera guerra mundial, trajo una
segregación más rigurosa. Hasta los negros de las clases superiores
cuyos antepasados vivían en Chicago casi en un pie de igualdad con
sus vecinos blancos, son ahora rechazados a los ghettos negros y se
diferencian apenas de los “ negros pobres” recientemente llegados
del sur. Se han creado organizaciones para impedir a los propieta­
rios blancos vender o alquilar a los negros; y se usa violencia y
amenazas para impedir a los negros poner el pie en los barrios
blancos.
Bajo el impulso de Roosevelt, se han construido una serie de ha­
bitaciones baratas para los negros y que, en efecto, ellos ocupan,
pero ese esfuerzo es insuficiente. La constante inmigración de los
negros del sur a las zonas cerradas que les son concedidas obliga a
muchas familias a vivir hacinadas en alojamientos concebidos pa­
ra una sola, a tomar pensionistas, a convertir en minúsculos departa­
mentos residencias espaciosas, a utilizar edificios insalubres. Eso es
lo que explica el contraste que me choca hoy entre el aspecto exterior
de esas casas que son, en su mayoría, miserables, y su interior decente.
Nos paseamos por una amplia avenida por encima de la cual
el elevado extiende su cielo raso. A derecha e izquierda hay casas
de madera, con escaleras estrechas que dan sobre minúsculos re-

349
ductos. Subimos por una de esas escaleras, avanzamos sobre un
balcón donde hay ropa tendida. Se ve un patio rodeado de empali­
zadas y otras cabañas con techos chatos. Las grandes estructuras del
elevado dominan ese paisaje de zona; al paso de los trenes todas las
casas tiemblan. Por una puerta abierta, veo una habitación pequeña,
pero muy prolija.
Un poco más lejos exploramos otro edificio que asombra por
su pintoresco carácter meridional: son tres pisos de terrazas abier­
tas al viento v bordeadas a cada lado por habitaciones. Una escale­
ra, rígida como una escala, los traspasa y observo una especie de
montacargas medieval cuvas cuerdas enrolladas en una polea des­
cienden desde el techo hasta la planta baja. En Italia y en España*
esta casa carcomida contendría covachas sórdidas; a través de las
puertas de vidrio advierto interiores exiguos pero cuidados. Hay he­
laderas. linóleos, hules, a veces una radio. Por supuesto, en todas
esas cabañas que dan a Chicago su fisonomía deteriorada, viven
muchas familias miserables, pero por la crisis de viviendas, la que
sufren también los blancos, mucha gente habita casas que son muy
inferiores a su standard de vida. No es espacio lo que falta.
Desde la terraza superior, acodada sobre una balaustrada de las
que cierran las galerías, se ven los rascacielos del L o o p y la ciudad in­
finitamente gris y chata: observo vastos terrenos baldíos. A pie. en
subterráneo, los he encontrado sin cesar a través de Chicago. Pero la
especulación sobre las tierras, el precio elevado de la construcción,
la falta de capitales, hace que los dejen vacíos en el corazón mismo
de las zonas más superpobladas.
Descendemos; doblamos en la esquina de la avenida y nos en­
contramos en una calle más confortable, cuya atmósfera me re­
cuerda a ciertos lugares de Nueva Orleáns: los bu n ga low s son me­
nos románticos, pero las malas hierbas, los árboles espesos, las ca­
misas rosas y azules de los niños de cabello crespo, y la marcha in­
dolente de los jóvenes le dan una impresión tropical. No obstante, que
yo pueda pasearme con un hombre de color, es la prueba evidente
de que nos encontramos en el norte.
No se pasa por Chicago sin ir a ver un espectáculo de burlesque.
Parece que las grandes exhibiciones que. hace dos años, aún reunían
espectadores por millares, no existen ya; pero, en compensación, en-

350
t r e l o s c in e s y l o s b a r e s s e a b r e n p e q u e ñ o s t e a t r o s , e s p e c i e s d e cafés
concerts, d o n d e la a tr a c c ió n p r in c ip a l es el r it u a l desn udo de la s
girls e s p e c i a l i z a d a s . 13. S . m e c o n d u c e , e n p r i m e r t é r m i n o , a u n night
club m u y m o d e s t o , donde a lg u n a s p a r e ja s , a lg u n a s fa m ilia s y uno
o d o s g r u p o s d e h o m b r e s s o lo s m ir a n a la s b a i l a r i n a s con ese a ir e
can sado que ya h a b ía observad o en ta le s c ir c u n s ta n c ia s en N ueva
O r le á n s . Y o h a b r í a d e d u c id o q u e e se e s p e c tá c u lo y a n o e n tr e tie n e a
n a d ie , lo q u e m e h a b r ía a s o m b r a d o p oco, porqu e no hay e sp ectá cu ­
l o m á s m o n ó t o n o . P e r o e l a m b i e n t e es m u y French-Ca-
d ife r e n te e n
sino: e s o s l u g a r e s s e lla m a n French Casino, París Follies, c o m o e n ­
t r e n o s o t r o s s e b a u t iz a a la s r e v is t a s d e d e s n u d o s Broadway Follies;
New York Burlesqu£s.
Aquí la sala desciende en gradas hasta el escenario, que está
tapizado de rojo e iluminado por esa sorda luz violácea de la que
Chicago tiene el secreto. Un animador anuncia a los artistas con
gran refuerzo de chistes obscenos y el público que bebe whisky al­
rededor de mesitas parece bastante excitado. Una especie de muelle
avanza hasta el centro de la pieza y las girls se pavonean desde el
estrado hasta el final de ese proscenio entre los aplausos y los gritos
de la gente.
Han tratado de variar el estilo; en general, las rubias se visten
con ropas virginales y vaporosas y guardan un aire de pudor asus­
tado hasta el momento más extremo de la desnudez. Algunas more­
nas llevan vestidos hieráticos y adoptan posturas adecuadas, cOn una
sonrisa de esfinge en los labios; otras ostentan una fría obscenidad,
y otras fingen una excitación bestial. Pero es siempre el mismo jue­
go de cierres relámpago, de faldas con múltiples lazos, de soste­
nes superpuestos v sucesivamente abandonados, de slips, que pro­
gresivamente se achican hasta ser un pequeño triángulo retenido por
un simple cordón de seda llamado, nadie sabe por qué, G-string, eT
nombre de una de las cuatro cuerdas del violín. *
El cuerpo lustroso, depilado, empolvado, la punta de los senos
pintada de rojo vivo, esas hermosas criaturas, a pesar de los meneos
de extraordinaria obscenidad, no dan sino raramente la impresión
de ser carne viva. Ganan bastante convenientemente su vida y es un
trabajo menos fatigante que muchos otros, aunque hagan muchos
números cada noche. Como, en general, hay que consumir para te-

351
ner derecho a las atracciones, es una diversión que resulta bastan­
te cara aun en los night clubs de baja estofa.
Los cines ofrecen frecuentemente, en los intervalos de las películas,
algunos números de burlesque. Y para los curiosos cuyas posibilida­
des financieras son muy modestas, existen singulares oficinas que son,
además, más o menos empresas de estafa. No he podido verlas con
mis propios ojos, pues la cajera me ha negado la entrada, las mu­
jeres no son admitidas, pero me las han descrito así: los clientes son
introducidos en una sala desnuda, donde no pasa nada: en la pared
hay unos aparatos que, mediante una moneda, destapan la pieza ve­
cina donde una girl comienza a desvestirse según los ritos; apenas
se ha sacado los guantes, el aparato se apaga, hay que echar otra
moneda para ver un trozo de pierna, otra para la espalda, una voz
mantiene el anhelo de los espectadores, prometiéndole cada vez más.
Cuando el espectáculo comienza a volverse provocador, se anuncia
que, mediante cincuenta centavos suplementarios, podrán pasar a
la otra sala donde serán regalados con visiones verdaderamente in­
citantes: se presentan algunas danzas obscenas. La atracción en con­
junto es la misma que en los casinos; pero me hubiera gustado ver
al público.

1 6 de m ayo

No dejaré a Chicago sin haber visitado los Mataderos. Sabemos


que es la gran central donde de todos los lugares de Norteamérica
afluyen las bestias vivas, que son enviadas a todo el país en forma
de carne congelada y de latas de conserva. Está bastante lejos del
centro y durante kilómetros, el elevado corre por encima de una pla­
nicie ocupada por corrales donde están encerradas las vacas. De la
mañana a la noche desembarcan de grandes trenes que las traen del
oeste o del sur y cowboys a caballo guían las tropillas por los sende-
tos de ese enorme campo de concentración.

Flota olor a sangre, fiera y rancia, que penetra hasta los vago­
nes del elevado. Cuando desciendo la escalera de la estación, el olor
me salta a la garganta y aunque trato de antemano de endurecerme el
corazón, una inquietud se infiltra en mí a cada bocanada de aire
qué respiro.
No me desayuné y pregunto dónde se halla el restaurante; me
indican un gran edificio que se levanta sobre las barracas de ma­
dera. El restaurante está en el último piso. El inmueble está ocupa­
do de arriba abajo por escritorios donde teclean las máquinas de
escribir; el olor no entra, la carne y la sangre están convertidas
aquí en cifras abstractas que se incriben sobre papel bien prolijo,
en una atmósfera cuidadosamente condicionada. Las oficinas de La-
ssalle Street y de Wall Street no huelen tampoco a petróleo ni a sudor,
pero el hiato que separa el mundo del provecho del mundo del tra­
bajo es más sensible aquí que en otras partes, a causa del olor tan
próximo que rodea a ese torreón.
Desde las ventanas se advierte toda una ciudad de madera, es­
pecies de mercados con el suelo cubierto de paja, de virutas, de de­
tritus, y se siente vagamente que pasan cosas ambiguas. Aquí todo
está bien ordenado, todo es franco. En las paredes hay fotografías
de vacas y de carneros resplandecientes de salud; se ven también co ­
lores atractivos y cínicos de maravillosos bifes, de tajadas de jamón.
Imágenes tranquilizadoras donde el triunfo del hombre sobre la na­
turaleza es consumado.
Es el drama intermediario al cual voy a asistir. Después de mi
comida pregunto a qué hora comienza la visita y me dicen que jus­
tamente una “ vuelta” parte dentro de cinco minutos de un inmueble
vecino. Desciendo, atravieso el olor, subo a un escritorio donde
cinco o seis personas esperan. El guía abre la puerta; parece que
vamos a visitar un museo. Solamente, al final de una larga galería de
madera, cuya planchada sube y baja en plano inclinado, un cartel
nos previene: “ Que las personas sensibles se queden en la puerta” .
Todo el mundo entra.
Los mataderos son empresas privadas, hay grandes y modestas;
creo que esta es una de las más considerables. Las plataformas* de
madera han sido construidas especialmente para los turistas y ser­
pentean alrededor de vastos halls, a mitad de camino entre el suelo
y el cielo raso. Desde esta situación elevada, podemos echar un vis­
tazo a la vez preciso y distante sobre la agonía de las bestias y el
trabajo humano. Grandes carteles numerados nos explican las dife­
rentes fases de las operaciones, como los carteles de las rutas nos
cuentan la historia de Norteamérica, como los afiches describen a
los G. I. los monumentos de Florencia y de Roma: este país tiene vo­
cación pedagógica. Se han descripto muy frecuentemente esas gran-

353
des fábricas salchicheras com o para que yo vuelva a hacerlo: los
cerdos gritan, la sangre brota y ya en el cuarto cartel las bestias va­
ciadas, decapitadas, escaldadas, no son sino una materia dócil, co ­
mo una tabla de madera recortada.
Antes de ser vendidas, permanecen veinticuatro horas colga­
das de ganchos en vastas salas de refrigera ción ; menos que una
operación con fines utilitarios, me parece un rito sagrado. Es la vela
de armas, la iniciación que tranfigura a un ser carnal, enraizado en
la naturaleza y penetrado de efluvios turbios en una conquista hu­
mana que tiene su lugar y su papel en la sociedad. El animal que
hasta hace poco escupía sangre y gritos se vuelve un alimento con
el cual un individuo civilizado puede alimentarse con toda tranqui­
lidad de conciencia. Del mismo m odo el m atrimonio transforma en
casta esposa a la mujer de sexo venenoso.
En los grandes almacenes que se abren al lado de las heladeras,
los jamones envueltos en celofán tiene el color del trigo m aduro, del
pan bien c o c id o ; el oro incitante de las salchichas y los salchichones ha
retenido la pureza de las llamas, y los sortilegios de la sangre y de
la carne están conjurados. Comería sin un mal pensamiento un pe­
dazo de ese tocino. Aunque la muerte de las vacas es menos h orri­
blemente espectacular que la de los cerdos degollados, porque la
bestia cae detrás de una empalizada de madera cuando el martillo del
ejecutor se abate sobre su cabeza, es ese enorme palacio de la car­
nicería lo que me causa la mayor impresión. En el olor de la san­
gre caliente, en la sorda luz del hall donde brilla el acero de los cu­
chillos, hay dos dramas que se superponen: el hom bre contra las
bestias,, y los hombres entre sí. No es por casualidad que los bra­
zos sangrientos que despedazan los cadáveres son casi todos, bajo
sus guantes rojos, brazos negros.
El trabajo de los mataderos es uno de los más rudos, y la his­
toria de los mataderos es uno de los capítulos más som bríos de la
historia del trabajo en Norteamérica, una historia de huelgas y de
luchas raciales. En 1894, en 1904, los negros fueron utilizados com o
rompehuelgas, lo que condujo a los trabajadores blancos a ligarse
entre ellos y a excluirlos. Durante la guerra de 1916-1917, los patro­
nes recurrieron de nuevo a ellos, y la mayoría de las uniones obreras
rehusaron admitirlos entre sus miembros. En 1919 estalló una gran
lucha racial. En 1921 los negros fueron nuevamente utilizados com o

354
r o m p e h u e l g a s ; lo s t r a b a ja d o r e s f u e r o n v e n c i d o s y d u r a n t e d ie z a ñ ors
la s u n io n e s n o d esem p eñ a ron p r á c t ic a m e n t e n in g ú n p a p e l e fic a z e n ­
tre lo s o b r e r o s de lo s m a ta d eros. D esp u és, ese ju e g o c o n tin u ó ; lo s
p a tro n e s a p ro v e c h a n la s it u a c ió n m is e r a b le d e lo s n e g r o s , a q u ie n e s
les es p e r m i t i d o u n n ú m e r o m u y p e q u e ñ o d e o c u p a c i o n e s , y lo s u t i­
liz a n s is t e m á t ic a m e n t e con tra lo s s in d ic a t o s obreros. E sta m a n io b r a
es n e fa s t a a la v e z p a r a lo s t r a b a ja d o r e s b l a n c o s y p a r a lo s p r o p i o s
n e g r o s q u e , c o n s i d e r a d o s p o r a q u e llo s c o m o e n e m ig o s , se e n c u e n tr a n
t o t a lm e n t e d e p e n d ie n t e s d e lo s e m p le a d o r e s , s in a p o y o en su p r o p i a
c la s e .
M ir o la s v a c a s q u e , a s o m b r a d a s y p a lp ita n t e s , r u e d a n p o r u n a
tra m p a b ru sca m en te a b ie r t a , y caen sobre el p i s o ; un gan ch o las
a lz a y un brazo arm ado con un c u c h il lo le s c o r t a u n a a r t e r ia y la
v id a . L a s d e c a p it a n , le s e c h a n s o b r e la s p a ta s u n la r g o d e la n ta l b la n ­
c o . S e lle v a n e n c a r r o s e n o r m e s p u lp o s a z u le s y c u b o s lle n o s d e s a n ­
g re e sp u m o sa . V a c ía n s o b r e el p a v im e n t o b a ld e s d e a g u a , c u y o m e ­
tal t o m a con tra el s u e lo r o jo r e f l e jo s a s e s in o s .
E s ta c o lo s a l c a r n ic e r ía es la t r a g e d ia v is ib le , s ím b o lo d e o tr a
t r a g e d ia m á s c r u e l, m á s d is im u la d a . P a r a v iv ir , el h o m b r e a b s o r b e
v id a s a j e n a s ; p e r o t a m b ié n se a lim e n t a c o n la v id a d e su s s e m e ja n ­
tes. M e p a r e c e s ú b it a m e n t e q u e el c o r t e d e la s c a r n e s h e r id a s , t o d o
ese gra n d e c o r a d o de sa n gre y d e a c e r o , está d e s t in a d o a ilu m in a r
e l s e n t id o fo r m id a b le de e sa le y n a tu ra l a la q u e e s ta m o s h a b it u a ­
d o s d e s d e n u e s t r o n a c i m i e n t o : el h o m b r e es u n a b e s t ia q u e c o m e .
E sta n o c h e v o y a p a s e a r al b a r r i o it a lia n o , la “ p e q u e ñ a I ta lia ” ,
con N . A . y C. L. A t r a v e s a m o s c a m in a n d o el b a r r i o g r ie g o , el b a ­
curious-shops m e r e c u e r d a n a S a n ta F e.
r r i o m e ji c a n o , d o n d e a lg u n o s
E n u n a e s q u in a n o s d e t e n e m o s p a r a c o n t e m p la r u n p e q u e ñ o carnival,
uno d e e s o s p a r q u e s d e d iv e r s io n e s en m in ia t u r a q u e s e e n c u e n tr a n
fr e c u e n t e m e n t e en lo s b a r r io s p o p u la r e s de la s gran des c iu d a d e s :
c a b a llo s d e m a d e r a , t ir o s , ice creara, a e r o p l a n o s ; s o n , m á s o m e n o s ,
la s m is m a s a t r a c c io n e s d e n u e s tr a s fe r ia s fr a n c e s a s y s e a m o n t o n a n
s ie m p r e m u ch os c lie n te s . A lo s n o r t e a m e r ic a n o s les g u sta n esas d i ­
v e r s io n e s m e c á n ic a s y v io le n t a s .
Un poco m á s l e j o s h a y u n a v it r in a m a g n ífic a m e n t e ilu m in a d a ;
u n a s c in c u e n t a p e r s o n a s está n s e n ta d a s en silla s y d o s m u je r e s c o n
a n t e o jo s , v e s tid a s u n a d e r o s a y la o tr a d e ce le ste , c a n ta n a c o m p a ­
ñ án dose con un ó r g a n o . E s un m itin r e lig io s o . E n tr a m o s . S o b r e las

355
paredes se leen máximas edificantes, preguntas: “ ¿Cuándo ha es­
crito por última vez a su m adre?” La mayoría de los hombres refu­
giados aquí son viejos vagabundos de más de sesenta años, que evi­
dentemente no tienen madre. Nos pasan un librito de himnos mar­
cado con un signo azul. Todo el mundo se pone de pie y canta, o al
menos mueve los labios. Nos quedamos un instante y al partir da­
mos nuestro tomo piadoso a nuestro vecino. Este sacude la cabeza,
con un guiño cómplice. N. A. me muestra una de las inscripciones de
la pared: “ Después del oficio será servida una com ida” : He aquí
por qué el mitin tiene tanto éxito. A algunos cientos de metros más
lejos, vemos otro; es un hombre que predica en lugar de mujeres
que cantan; delante de la puerta un celador distribuye prospectos.
Pero preferimos comer en otra parte. Atravesamos una encrucija­
da, célebre por la cantidad de muertes que se perpetraron en la épo­
ca de los gangsters. Los italianos tienen el cuchillo particularmente
rápido.
Entramos en un restaurante, que es, al mismo tiempo, un nego­
cio de bebidas alcohólicas donde se alinea una atractiva colección
de botellas de Chianti. El suelo embaldosado, las mesas de madera,
las familias de cabellos negros jaraneando en lengua italiana me
transportan a Roma. Nos sirven Chianti rosado, pizzas gigantes y
spumoni de colores tiernos y ácidos.
Regresamos por calles maravillosamente calmas por donde no
pasan ni autos ni peatones, donde no brilla un solo farol. No se oye
sino el rumor del viento en los árboles, y sombras que cuchichean
en los porches de los bungalows. Sentimos a nuestro alrededor un
olor de campiña verde; bajo los pies la rudeza de la tierra desnuda.
Sólo el cielo, sobre la calzada sombría, tiene el matiz sospechoso de
los cielos de las grandes ciudades. Hay mucha gente en esta inmen­
sa y oprimente ciudad que vive tan apaciblemente como en una al­
dea de Italia o de Francia.

17 de mayo

La última jornada que paso en Chicago. He vuelto a ver esta


mañana el museo, y el lago lujoso sobre el cual brillan las velas blan­
cas de los yacbts. Un joven mulato duerme en la hierba asoleada con

356
el sombrero de paja sobre los ojos. Una bruma gris azulada disuel­
ve los sólidos edificios del L oop; no parecen pesar sobre la tierra.
Pero la negrura no pierde sus derechos; al lado de la fuente donde
duermen los barcos pintados, al borde del agua satinada, se levantan
enormes cerros de carbón y carbonilla: son depósitos surcados de
vías, con vagones cargados de bloques negros.
Atravieso una avenida por donde marchan a una velocidad en­
loquecida automóviles lustrosos, desciendo hacia los canales y me
encuentro en un extraño subterráneo cuyo techo es una calzada y
donde la noche es mucho más espesa que bayo el El. Está iluminada
por lámparas y es una verdadera calle con negocios y bares donde
brillan en pleno mediodía los carteles de neón. Tengo aún en los
ojos el resplandor del sol y de las aguas azules, y ese trozo de ciudad
subterránea me hace pensar en la vieja metrópolis. La calle me lleva
hasta el Loop, por donde camino por última vez.
Extrañaré a Chicago. No lo he visto de la misma manera que
a Nueva York y eso me hace imposible toda comparación. En lugar
de tratar de conocer mucha gente, muchos lugares, he preferido apro­
vecharme de las amistades que me permitieron profundizar uno de
sus aspectos. Mi experiencia ha sido muy limitada. No he vuelto a
los “ hermosos barrios” entrevistos en mi primer pasaje; no he pues­
to los pies en los night-clubs elegantes, no he tomado contacto con
la universidad, que es una de las más interesantes, según me han
dicho. Pero por el hecho de haber elegido premeditadamente un
punto de vista, he tenido con esa ciudad una familiaridad que ja­
más he podido establecer con Nueva York. De todos modos, mañana
no será ya sino un recuerdo. Mi fantasma ha tomado cuerpo lenta­
mente: he espiado el aflujo de sangre en sus venas, he sido feliz
cuando su corazón latía como un verdadero corazón humano. Aho-
Ta comienza a descarnarse con vertiginosa rapidez.

19 de mayo

Dos días de carreras y de adioses. En lo de G. T. he confrontado


laboriosamente con Sydney Brock, discípulo de Dewey, la filosofía
pragmática y el existencialismo. En un party en lo de D. M. D. en­
cuentro a algunos escritores y digo adiós a la mayoría de mis ami-

357
En el restaurante La Fayette, cuyas mesas de m árm ol se esfuer­
zan tristemente por evocar un café francés, mantengo una breve en-
trevista con Dos Passos, a quien había con ocid o en París. Va rara­
mente a Nueva York, vive muy retirado en Princetown, en Nueva In­
glaterra, donde escribe un libro sobre la época de Jefferson. N o cree
en una guerra inminente.
— Creo que se conseguirá mantener el conflicto en un carácter
local — me dice— . Se luchará tal vez en China: la China es local.
He debido declarar el dinero ganado durante estos cuatro m e­
ses y pagar el impuesto adecuado. En Francia esta operación hubie­
ra reclamado días de marchas y contramarchas. A quí el asunto se
trata de persona a persona, como siempre, y en media hora todo está
arreglado. El funcionario que se sienta frente a mí para examinar la
hoja que he llenado, me pide a modo de verificación mi palabra de
honor, nada más. En seguida me ayuda a desglosar mis gastos: ¿trans­
portes, taquígrafas y dactilógrafas, recepciones, hoteles, l a v a d o ? ...
Es él quien hace todas las sugerencias con un celo conm ovedor. Está
desolado de que el total no sea más considerable y que me quede un
impuesto para pagar. Dos sellos y ya puedo salir de Norteamérica.
Puedo salir. V oy a salir. La noche desciende sobre Nueva York.
La última noche. Es el país contra el que me he irritado tan fre­
cuentemente y me siento desgarrada al abandonarlo. Frecuentemen­
te me han preguntado en los últimos tiempos: “ ¿L e gusta Norteamé­
rica ?” , y he tomado el hábito de responder: “ Mitad y mitad” , o
“ Cincuenta por ciento” . Esta evaluación matemática no significa
gran cosa, refleja solamente mis dudas. Apenas ha pasado un día sin
que Norteamérica me haya deslumbrado, apenas un día sin que me
baya desengañado. No sé si podría vivir aquí con felicidad; pero
estoy segura que la extrañaré con pasión.
Columbus Circus, Broadway, Times Square. Cuatro meses han
pasado. Es la misma multitud, los taxis, los coches, la corriente de
luces. Los drug-stores y los rascacielos no han perdido nada de su
magia. Sé por qué los amo. A través de las facilidades de esta civi­
lización y su generosa abundancia hay un fascinante espejismo que
se ostenta: el de una existencia que no se consumiría en mantener­
se y que podría emplearse totalmente en superarse. Comer, despla­
zarse, vestirse, todo eso se hace sin esfuerzo. La atracción vertigino­
sa que tiene para mí Norteamérica, en la que flota aún el recuerdo

358
p r ó x im o de lo s pioneros, es q u e ella p a r e c e e l r e in a d o d e la tr a s ­
c e n d e n c ia ; c o n t r a íd a en el t ie m p o , m a g n íf ic a m e n t e e x p a n d id a a
tr a v é s d e l e s p a c io , su h is t o r ia es la d e la c r e a c i ó n de un m u n d o. Es
e s o lo q u e m e c o n m u e v e e n lo s r a s c a c ie lo s . E llo s c la m a n q u e e l h o m b r e
n o es u n s e r q u e se e s ta n c a e n su s e r , s in o q u e es im p u ls o , e x p a n s ió n
y c o n q u i s t a ; y e n la p r o f u s i ó n d e s v e r g o n z a d a d e lo s drug-stores, h a y
u n a p o e s ía ta n d e s a t in a d a com o en u n a ig le s ia ba rroca.
E l h o m b r e h a t o m a d o la c o s a b r u t a e n el c e p o d e su s d eseos^
a f ir m a el p o d e r d e su i m a g i n a c ió n sobre la m a t e r ia . N u e v a Y ork,
C h i c a g o , r e f le ja n la e x is t e n c ia d e e s e d e m iu r g o de s u e ñ o s im p e r ia ­
le s , y es p o r e s o q u e s o n la s c iu d a d e s m á s h u m a n a s y la s m á s e x a lt a n ­
tes q u e c o n o z c o . N o h a y lu g a r a q u í p a r a la m o n ó t o n a s a b id u r ía d el
p e q u e ñ o b u r g u é s e n p a n t u fla s c u y o s o lo p r o y e c t o , tal c o m o se e x p r e s a
p o r e je m p lo , en el f a m o s o s o n e t o d e la f e l i c i d a d , “ es e s p e r a r e n su
casa d u lc e m e n t e a la m u e rte ” . C o n s a g ra rs e a tal e s p e r a es y a la
m u e r te . E n este s e n t id o lo s n o r t e a m e r ic a n o s está n b ie n v i v o s : n o v i ­
v e n e n la p e r s p e c t iv a d e la m u e r te s in o d e la v i d a ; n o se c o m p la c e n
en la in e r c ia . S e ju z g a a u n h o m b r e p o r su s a c t o s . P a r a s e r h a y q u e
h acer. L os g r a n d e s p u e n te s m e t á lic o s , lo s e d i f i c i o s , C e n tr a l S ta tio n ,
P a r k A v e n u e , y lo s a e r o p u e r t c v la s r u ta s , la s m in a s , s o n la a f i r m a ­
c ió n d e esa fe .
Me d u e le arran carm e de esa s gran des v is io n e s de esperan za,
a u n q u e c o n o z c o su e n g a ñ o . E n este p a ís t a m b ié n la v id a se a g o t a en
m a n te n e r s e .
— E s to y en la c a lle d e s d e la s s e is d e la m a ñ a n a — m e d e c ía a n o ­
c h e , a e s o d e la s d ie z , u n c h o f e r d e t a x i— . I m a g ín e s e si t e n g o g a n a s
d e v o lv e r a ca s a .
R e c u e r d o el c a m in o h a c ia el f e r r v b o a t d e N u e v a J e r s e y . *T*odos
m is a m ig o s m e h a n d i c h o q u e s o n d u r o s lo s d ía s d e t r a b a jo e n esta
c iu d a d d e d is ta n c ia s in m e n s a s ; en p a r t ic u la r p a r a la s m u je r e s que
tie n e n a la v e z u n t r a b a jo y u n h o g a r q u e m a n te n e r . E stá n e x t e n u a ­
d a s c u a n d o lle g a la n o c h e . F r e c u e n te m e n t e la s h e v is t o d e m a s ia d o
can sa d as p a ra a cep ta r una s a lid a o p a ra en con tra r una d iv e r s ió n .
H e c o m p r e n d id o ta m b ié n q u e si se b e b e ta n to n o es s o la m e n t e p o r
m a n ía , se n e c e s ita un la t ig a z o al c a e r la ta r d e . Y es d e e n fe r m e d a d e s
d el c o r a z ó n d e lo q u e m u e r e m á s fr e c u e n t e m e n t e la g e n te e n N u e ­
va Y ork .
E so n o es t o d o . S e tie n e la im p r e s ió n e x a lta n te d e q u e t o d o p u e -

359
de comenzar. Pero, de hecho, ¿qu é es lo que com ienza? ¿Q ué se ha­
ce con el tiem po? ¿C on el dinero ganado? Sin duda no he conocido
a la clase dirigente, la que estudia, inventa, emprende, lucha: pero
ella no constituye sino una estrecha m inoría. La m ayoría de los nor­
teamericanos son com o aquellos que he frecuentado: dejan su vida
girar en redondo. No tienen el gusto ni el sentido de la vida colec­
tiva. no tienen tampoco la inquietud de su destino individual. D e ahí
la tristeza que he sentido tan frecuentemente entre ellos; este mundo
de generosas promesas los aplasta; y su esplendor aparece bien pron­
to com o estéril porque no hay hombres para dominarlo.
Todas las civilizaciones proponen a los hombres la evasión de la
‘ 'banalidad de la vida cotidiana” , pero lo que es particular aquí es
hasta qué punto esta evasión está sistemáticamente organizada. Ni
su educación, ni el medio en el cual se desarrolla están hechos para
descubrir al individuo su interioridad. Tom a conciencia de sí mismo
no sólo com o de un cuerpo de carne sino com o de un organismo que
protege y prolonga un arsenal de aparatos m ecánicos; sube y baja
de un piso al otro en ascensor, se desplaza en subterráneo, habla por
teléfono, escribe a máquina, barre can un aspirador; entre los ali­
mentos y su cuerpo se interponen las fábricas de conservas, las he­
laderas, las cocinas eléctricas. Entre sus deseos sexuales y su cum pli­
miento hay toda una ostentación de preceptos morales y de prácticas-
higiénicas. Desde la infancia la sociedad lo cerca. Aprende a buscar
fuera de sí, en el otro, el m odelo de sus conductas; de ahí viene lo
que se llama el conform ism o norteam ericano; de hecho, los indivi­
duos son tan diferentes, tan separados en el nuevo mundo com o en
el viejo, pero encuentran más fácilmente el medio de huir de su sin­
gularidad y de evitar el sentimiento de “ desamparo original” . O tal
vez no lo encuentran, pero por lo menos lo buscan con m ayor empeci­
namiento. Conocen com o todo el mundo, el aburrimiento, la insa­
tisfacción, la duda, pero tratan de racionalizar su desarreglo plan­
teándose sus “ problemas” ; en lugar de tomar apoyo en su soledad,
de tratar de superarla profundizándola. Se apoyan obstinadamente
en lo dado. La fuente de valores y de la verdad la ven en las cosas v
no en ellos; su propia presencia no es sino un azar al cual no quie­
ren dar importancia. Es p or eso que se interesan en el resultado bruto,
no en el movimiento del espíritu que lo engendra, com o los estudian­
tes del profesor T.. que rechazaban la demostración de una fórmula.

360
Del mismo modo creen poder aislar la parte del todo como tes­
timonio del prejuicio de especialización que se encuentra en las téc­
nicas, en las ciencias, en la cultura. En términos hegelianos, se pue­
de decir que la negación del sujeto conduce al triunfo del entendi­
miento sobre el Espíritu, es decir, al triunfo de la abstracción. Y es
por eso que en este país que parece tan decididamente vuelto hacia
lo concreto, la palabra abstracción me ha venido tan frecuentemente
a los labios; el objeto erigido en ídolo, pierde su verdad humana
y se vuelve abstracto, pues la realidad concreta es tal que envuelve
a la vez un objeto y un sujeto. Esa es la paradoja de todos los posi­
tivismos, de todos los seudo realismos, que se desprenden del hom­
bre para afirmar la cosa; les falta la cosa misma y no alcanzan sino
a los conceptos.
Lo que he sentido frecuentemente escuchando su jazz, hablando
con;ellos, es que el tiempo mismo en el cual viven es abstracto. Res­
petan el pasado, pero como monumento embalsamado; la idea de un
pasado viviente, integrado en el presente, le es extraña. No quieren
conocer sino un presente cortado del curso del tiempo, y el porve­
nir que proyectan es el que pueden deducir mecánicamente, no aquef
cuya lenta maduración o brusca explosión implica imprevisibles ries­
gos. Creen en el porvenir de un puente, de un plan conómico, no en
el de un arte o de una revolución. Su tiempo es “ el tiempo del físico” ,
una pura exterioridad que dobla la del espacio. Y por el hecho de
rechazar la duración, rechazan también la cualidad.
No es sólo por razones económicas que no hay un solo artesa­
no en Norteamérica; ni aun en los ocios de la vida doméstica se
busca un logro cualitativo. Se hacen cocer los alimentos y madurar
los frutos lo más rápido posible; en todos los dominios hay que
apresurarse por miedo a que el resultado haya caducado en el mo­
mento de alcanzarlo. Cortado del pasado, del porvenir, el presente
no tiene espesor; nada más extraño a los norteamericanos que la
idea de mirar el instante como un resumen del tiempo, un espejo de
la eternidad, y anclar en él para captar verdades o valores intempo­
rales. El contenido del momento les parece tan precario como el mo­
mento mismo. Por no admitir que las verdades y los valores devienenT
no saben conservarlos en el momento en que los superan; los reniegan.
Aquí la historia es un gran cementerio: hombres, obras, ideas%
mueren casi tan pronto como han nacido. Y cada existencia singular

361
1iene un gusto de m uerte; de minuto en minuto el presente no es
sino un pasado h on ora rio; haee falla sin cesar llenarlo de nuevo pa­
ra disimular esa maldición que lleva en sí. P or eso aman la v eloci­
dad, el alcohol, los thrillings, las novedades sensacionales; reclaman
con fiebre otra cosa y otra cosa, porque no descansan en nada.
No obstante aquí, com o en todas partes, día tras día la vida se
repite. Entonces se entretienen con gadgets y a falta de verdaderos
proyectos cultivan hobbys. A través de esas manías intentan retomar
por su cuenta, por elección, las costumbres cotidianas. L os deportes,
el cine, los cóm ics proponen derivativos. Pero para acabar terminan
en aquello de que precisamente querían h u ir; el fon d o árido de la
vida norteamericana es el aburrimiento.
El aburrimiento, la soledad también. Se ha dicho mil veces, y
•es verdad, esa gente que frecuento está sola. P orque ellos esca­
pan demasiado atemorizadamenle de su soledad original, porque
escapan, no tienen una verdadera posesión de sí mismos. ¿C óm o en­
tonces podrán darse? ¿C óm o podrán recibir? Son, no obstante, abier­
tos y acogedores, son capaces de ternura, de pasión, de sentimenta-
lidad, de cordialidad; pero es raro que sepan construir un amor p ro ­
fundo, una amistad duradera. Están lejos de la sequedad de corazón
y, no obstante, sus relaciones permanecen superficiales o frías. Es­
tán lejos de faltarles la vitalidad, el impulso, la generosidad, y no
obstante no saben darse tampoco a la empresa de la vida, por la mis­
m a razón.
Ser Julien Sorel o Rastignac, eso reclama que uno se tenga en
las manos y no que se desprenda de sí. Hay pocos verdaderos ambi­
ciosos aquí, se rinde a los héroes un culto por demás caprichoso,
pero en cuanto a sí, sólo desean apenas elevarse uno o dos escalones
•en la jerarquía social; a lo más si un joven desea distinguirse será
com o ciudadano y no com o h om bre; no soñará con emerger más
allá del mundo dado, sueño que simboliza ese árbol donde se cuelga
Julien Sorel, la prom inencia desde donde Rastignac domina sober­
biam ente a París. Esos deseos de grandeza son fuente de muchas
decepciones y se traducen frecuentement por defectos mezquinos
que los norteamericanos no con ocen ; tienen las virtudes que nacen
de la indiferencia por sí m ism o; no son ni irritables, ni perseguido­
res, ni malévolos, ni envidiosos, ni egoístas. Pero no tienen fuego
Interior. P or estar perdidos en el objeto, se encuentran sin objeto.

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Experimentan bajo otra forma el “ desamparo original” que su civi­
lización pretende enmascararles. Es ese contraste entre su secreta
fragilidad y sus constituciones orgullosas lo que los hace tan patéti­
cos. Me parece que es a causa del clima abstracto en que viven que
el dinero adquiere aquí una importancia tan desmesurada. Esta gen­
te no es ni avara ni mezquina, por el contrario, esos son los defec­
tos que reprochan a los franceses; no desean el dinero para amasarlo,
están prontos a gastarlo, tanto para los demás como para sí mismos.
Dar es natural en ellos; tampoco son gozadores, no buscan la fortu­
na para satisfacer extravagantes apetitos. Si el dinero es para mu­
chos el único objetivo, es porque todos los otros valores han sido re­
ducidos a ese común denominador, es que se ha convertido en la me­
dida de todas las realizaciones humanas: entonces es sólo un signo
abstracto de la verdadera riqueza. A falta de saber constituir y afir­
mar valores concretos, los norteamericanos se satisfacen con ese sím­
bolo vacío. En verdad no se satisfacen; salvo los capitalistas de alto
vuelo, están embarazados con sus dólares tanto como con sus ocios.
Supongo que es una de las razones que ha permitido a las mujeres
norteamericanas hacer la figura de ídolos: el dólar es una divinidad
demasiado triste. El hombre no está descontento de justificar su pro­
pio trabajo y sus ganancias dedicándolos a un ser de carne. Pero
el culto de la mujer, como el culto del dinero, no es sino un sucedá­
neo. El destino del hombre norteamericano no tendrá sentido si no
consigue dar un contenido concreto a esa entidad abstracta: su li­
bertad. Hay aquí un círculo vicioso, pues para llenar esa libertad
vacía habría que cambiar las condiciones políticas y sociales en las
que vive y que precisamente ordenan su inercia. Por supuesto, miles
y miles de norteamericanos trabajan para romper ese círculo. Y, por
supuesto, hay también miles y miles de norteamericanos a quienes
estas reflexiones no se aplican para nada, o apenas. Pero, permitién­
donos una generalización, la gran mayoría es víctima de esa maqui­
naria; la fuga del aburrimiento y de la soledad los encierra en el
aburrimiento y la soledad. Por querer perderse en el mundo, han
perdido toda toma sobre sí mismos.
Uno de los rasgos que más me ha chocado es la repugnancia
que sienten para poner a los demás y a ellos mismos en tela de ju i­
cio. Necesitan creer que el Bien y el Mal son categorías netamente
separadas y que el Bien es o será fácilmente realizado. Lo he senti­

3 6 3
do desde el comienzo de mi estada. Pero he tenido en estos últimos
timpos confirmaciones estrepitosas. Entre otras, he suscitado un es­
cándalo o poco menos entre los estudiantes sin excepción de Colum-
bia, Yale y Harvard, cuando les hablé del caso de conciencia plan­
teado por Rousset en Los días de nuestra muerte. ¿D e acuerdo con qué
criterio los responsables capaces de salvar en un cam po de concen­
tración a dos o tres camaradas, deben elegir? Me han respondido
obstinadamente: “ Nadie tiene derecho a disponer de las vidas hu­
manas” o “ ¿C on qué derecho hubieran eleg id o?” Si se les objeta
que no elegir puede ser no salvar a nadie, que de todas maneras
el acto positivo de ahorrar dos vidas es más valioso que una abstrac­
ción mortal, ellos se cierran. Creo que en lo que a ellos se refiere,
hubieran preferido dejar m orir a todo el conjunto, antes que fomar
una iniciativa demasiado pesada. O m ejor aún, ellos no pueden ni
aun pensar en una situación donde estuvieran obligados a hacer la
parte del mal. Aquí se rechaza hacer la parte del mal que es, no obs­
tante, la única manera de luchar contra él.
Repugna, por ejemplo, aun a los espíritus de buena voluntad,
plantear claramente el conflicto actual entre justicia y libertad, y
la necesidad de inventar un com promiso entre ambas ideas; prefie-,
ren negar la injusticia y la falta de libertad. Que la com plejidad
de los factores presentes crea problemas que traspasan a todas las
soluciones virtuosas, no lo pueden admitir. El mal no es sino un re­
siduo que se conseguirá eliminar progresivamente por una aplicación
más rigurosa de las instituciones, en sí mismas sanas: he aquí lo que
piensan muchas almas idealistas. Si ese optimismo parece dema­
siado fácil, entonces se toma el partido de crear una suerte de abs­
ceso de fijación : la URSS. Ese es el Mal, no hay más que eliminarlo
y se recuperará el reinado del Bien. Lo que explica que esos mismos
estudiantes que eran tan respetuosos de la persona humana, hablen
tranquilamente de atomizar a Rusia.
Si volviendo a pensar todas estas cosas form ulo nuevamente
tantas críticas, ¿p o r qué, a pesar de todo, me duele tanto par­
tir? Es que, en primer lugar, se podría formular contra nuestra ci­
vilización europea, contra la civilización francesa que voy a recupe­
rar, otras críticas diferentes pero también deprimentes. Tenemos
otras maneras que los norteamericanos de ser desdichados, de ser

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inauténticos, he ahí todo: los juicios que emito sobre los norteameri­
canos en el curso de este viaje no se acompañan de ningún sentimien­
to de superioridad. Veo sus faltas, no olvido las nuestras. Y a tra­
vés de lo que amo y de lo que detesto, hay en este país algo de fas­
cinante : es la enormidad de posibilidades y de riesgos que corre hoy,
y el mundo con él. Todos los problemas humanos se plantean en una
vertiginosa escala; y es, en gran parte, la solución que tengan aquí la
que los aclarará retrospectivamente con una luz patética o que los
hundirá en la noche de la indiferencia. Sí, creo que eso es lo que me
conmueve tan profundamente en el momento de la partida; este es
uno de los puntos del mundo donde se juega el porvenir del hombre.
Amar a Norteamérica, no amarla: estas palabras no tienen sentido.
Es un campo de batalla y no podemos sino apasionarnos por el com­
bate que se libra en ella misma y cuya apuesta rehúsa toda medida.

20 de mayo

Los “ musgos españoles” y las azaleas primaverales deshoja­


das por las lluvias del otoño, las novias liláceas en la esquina donde
mendigan los hombres olvidados, los coyotes embalsamados, los
héroes de bronce verde, los pueblos de color de ocre, las casas pre­
fabricadas esparcidas al borde de un desierto de sal, los rostros ne­
gros con ojos de odio, las granjas de madera pintada a la sombra de
los arces rojos, las coüege-girls risueñas, los cowboys de botas sal­
v a je s ..., qué baratillo en el granero polvoriento donde las ara­
ñas comienzan a tejer su tela.
Terranova. Shannon. París. Eli día nace en Orly. ¡Qué viejos
son los aduaneros y que ajados sus uniformes! No tienen el aire or­
gulloso de ser ciudadanos franceses; en su rostro hay algo que men­
diga. Están demasiado mal pagados para tener el respeto puritano de
las consignas; alrededor de una valija opulenta, tienen extraños con­
ciliábulos. Uno se las arregla como puede. Sobre la triste avenida que
va hacia París la gente está mal vestida, las mujeres tienen cabellos
sin color, mal peinados, los hombres rostros grises, su marcha es
humillada. Las legumbres del mercado están achaparradas. No hay

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axi en la estación de los inválidos; al borde de la acera los viajero*
se excitan, comienzan a disputar. Es un día gris. París parece ate­
rida, las calles están apagadas y tristes, las vidrieras son irrisorias.
Allá abajo, en la noche, un enorme continente centellea. Tendré que
recuperar a Francia y volver a entrar en mi piel.

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Este libro se terminó de
imprimir el 10 de julio
de 1964, en los talleres
El Gráfico / Impresores,
Nicaragua 4462, Bs. Aires.

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