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IMPRESIONISMO Y POSTIMPRESIONISMO

CLAVES DE LA ÉPOCA

Los progresos técnicos y el arte


La segunda mitad del siglo XIX conoció muchos adelantos técnicos y científicos
que condujeron a una
modificación importante de
los modos de percepción
visual. El ferrocarril se
extendió de un modo
vertiginoso y su uso frecuente
impuso la idea de que las
cosas podían (o debían) verse
ya a una gran velocidad.
Contó también la difusión de la luz artificial, gracias a la implantación de
lámparas de queroseno o de gas y, ya a finales de siglo, la iluminación eléctrica
(causó furor el "Palacio de la Electricidad" en la Exposición Universal de París
de 1900). Mencionaremos también algunos progresos espectaculares en la foto-
grafía, como los que permitieron fijar el movimiento de los seres vivos
empleando placas que eran mucho más fotosensibles que las anteriores.
El mundo aparecía a finales del siglo XIX como algo móvil, inestable,
cambiante. Los artistas que deseaban representarlo tal como se suponía que era
no se preocupaban ya por su hipotética forma permanente sino por la
apariencia fugaz de las cosas ante la mirada humana. Los temas que interesaban
a los pintores sólo contaban considerados tal como se veían bajo unas
condiciones luminosas determinadas. Y además había que representarlos
deprisa, antes de que la luz, siempre cambiante, alterase la imagen que se había
formado en la retina.
Éstos son algunos de los factores que dieron origen a los modos de trabajo y a
las obsesiones de los impresionistas. Con este nombre se designa a un grupo de
pintores que expusieron conjuntamente sus obras en París entre 1874 y 1886, y
que causaron un gran escándalo en su época por la novedad de sus
planteamientos artísticos. Los asuntos de aquellos cuadros no eran mitológicos
o patrióticos, sino marinas, paisajes de las afueras de la capital o escenas
anodinas de la vida cotidiana.
Lo más novedoso, sin embargo, era su técnica abocetada, con pinceladas cortas
y muy visibles. Respecto al colorido, casi estridente, debemos señalar
innovaciones tan radicales como la eliminación del color negro en la paleta y su
sustitución por tonalidades azuladas o violáceas. Los impresionistas practicaron
la pintura al aire libre, con el caballete colocado directamente ante el asunto que
querían
representar, lo
cual fue posible
debido a que la
pintura al óleo se
podía adquirir ya
en tubos de
estaño, fabricados
por industriales
que ofrecían
colores de calidad
estandarizada.
Después del impresionismo
El impresionismo, en suma, privilegiaba la mirada "fotográfica" de la realidad,
aparentemente desapasionada, neutral. Pero la inmediatez de la ejecución, el
abocetamiento técnico y el empleo de colores "puros" (los de los tubos de
fabricación industrial, con poca mezcla en la paleta) condujeron pronto a otras
investigaciones artísticas. Hacia 1880 se notó un cierto cansancio o agotamiento
del impresionismo. Los conflictos entre los miembros iniciales del grupo se
hicieron manifiestos, y Durand-Ruel, el marchante que estaba logrando
imponer las obras de estos revolucionarios en el mercado artístico, empezó a
organizar exposiciones individuales de algunos de ellos.
Aparecieron entonces nuevos artistas que, aunque partiendo de los logros del
impresionismo, desarrollaron algunas de sus premisas en direcciones
completamente novedosas. Su actitud fue más claramente rupturista,
inaugurándose con ellos algunas de las líneas peculiares de las vanguardias
artísticas del siglo XX. Son
los postímpresionistas, una
denominación genérica
con la que se engloba en
realidad a artistas y
tendencias bastante
diferentes entre sí, y cuyo
denominador común fue
el de aprovechar las
lecciones de los
impresionistas, continuando, entre 1880 y los primeros años del siglo XX, su
tradición de ruptura con los valores artísticos establecidos: Cézanne geometrizó
la representación anticipándose al cubismo; Seurat y Signac (los
"neoimpresionistas") disolvieron el cuadro en una miríada de puntos
discontinuos que la retina y la inteligencia del espectador debían recomponer;
Van Gogh hizo del arte un vehículo de autoexpresión; Gauguin nos ofreció la
imagen pictórica de un lejano paraíso perdido; los simbolistas, en fin, hicieron
la primera exploración artística del inconsciente preanunciando lo que sería
luego el surrealismo.

Escultura: el monumento y la impermanencia


De la escultura debe decirse que sólo en parte siguió una evolución paralela a la
de la pintura. Las décadas finales del siglo XIX y la primera del XX fueron espe-
cialmente fecundas para el monumento público. La misma evolución política
que llevó a la extensión de la enseñanza primaria obligatoria (y del servicio
militar) condujo a los Estados a preocuparse por la educación cívica de los
ciudadanos mediante el arte. De ahí la proliferación, en todas partes, de esta-
tuas de los grandes hombres y de alegorías que encarnaban los ideales colec-
tivos que al poder le interesaba transmitir. El lenguaje plástico de estas obras
era "realista" y la disposición
normalmente muy teatral, pero también
llegaron a este terreno los aires de
renovación que se detectan en la
pintura. Un escultor como Medardo
Rosso, por ejemplo, ha podido ser
calificado de "impresionista". Auguste
Rodin es la figura más importante del
momento: su obra está impregnada de
todo el sentimentalismo de la época,
pero muestra en su inacabamiento el
mismo aire de fugacidad e impermanencia que percibimos en la pintura
coetánea.

1. El impresionismo y la figura humana


Manet, el precursor
El precursor directo de los impresionistas fue Édouard Manet (1832-1883), un
hombre de familia burguesa que empezó su carrera artística pintando cuadros
realistas. Pero lo que más le separaba de artistas como Courbet eran los temas:
Manet no se interesaba por las implicaciones sociales y políticas del arte, o por
lo menos no adoptaba ante los asuntos la óptica izquierdista peculiar del
realismo de mediados de siglo. A principios de los años sesenta acusó el
impacto de la pintura española, sobre todo de Goya y Velázquez, cuyos
valientes "borrones" y estridentes destellos luminosos fueron un gran estímulo
para que Manet aclarase su paleta y liberase la pincelada.
Así es como llegó a producir los primeros cuadros escandalosos de la pintura
moderna, como El almuerzo sobre lo hierba o la Olympia (ambos de 1863). El
primero de esos cuadros mostraba a una mujer desnuda, junto a los restos de
una merienda campestre esparcidos por el suelo, y acompañada por un par de
jóvenes vestidos, aparentemente entregados a una amable conversación. El
cuadro no fue admitido al Salón oficial de 1863 y hubo de figurar en el llamado
"salón de los rechazados", provocando no pocos comentarios sarcásticos por
parte del público y
de la crítica. Se le
reprochaba su
crudeza técnica, la
apariencia
abocetada y el aire
lechoso, casi plano,
del desnudo. No se
entendió entonces
que Manet estaba
abriendo la pintura
hacia nuevos derroteros: afirmaba el plano del cuadro en tanto que tal y no su
profundidad ilusoria. Esto también era obvio en Olympia.
Manet fue visto como un maestro y un guía por los impresionistas y de estos
discípulos más jóvenes aprendió a su vez algunas cosas, como su pasión por el
aire libre y su interés por los aspectos puramente luminosos del asunto a pintar,
todo lo cual es palpable en las obras que ejecutó a partir de los años setenta.
Degas y Renoir
También procedía de una familia burguesa Edgar Degas (1834-1917). Sus gustos
artísticos eran más conservadores que los de sus colegas impresionistas, y
preparaba minuciosamente sus composiciones antes de la ejecución definitiva.
Le gustaba que su obra pudiera enlazar con la gran tradición de la pintura
occidental, lo cual no le impidió adoptar encuadres y reproducir movimientos
que habrían sido impensables si no se hubiese inspirado en las imágenes
fotográficas. Moderno y tradicional a la vez, Degas es, como Manet, una especie
de gozne entre la pintura antigua y el arte moderno. Lo mejor fueron sus
figuras de contenido social (como La planchadora, de 1869), las bailarinas y
también las escenas hípicas como El desfile (caballos de carreras ante las tribunas).
Se nota siempre su
preocupación por representar
un segmento mínimo del
movimiento humano y
animal. Igual obsesión llevó al
fotógrafo E. Muybridge, en
1872, a fijar en distintas tomas
las varias fases del
movimiento de las patas de
un caballo.
Pierre-Auguste Renoir (1841-1919) fue un impresionista más típico que Manet y
Degas. Su representación de La Grenouillere (1869), por ejemplo, es muy
parecida a la que hizo el mismo año Claude Monet. En ambos casos vemos las
mismas pinceladas cortas y vibrantes y una atención similar a los efectos
cambiantes de la luz reflejándose sobre el agua. Pero lo más característico de
Renoir son sus figuras humanas. En sus desnudos al aire libre mostró insólitos
efectos luminosos, nunca hasta entonces representados en la pintura.

EL CUERPO HUMANO
Olympia es el título de esta
obra de Manet, y ello debe
entenderse como una parodia
de aquellas escenas
mitológicas con una gran
idealización de la figura
humana desnuda que eran
habituales en la pintura que se
exhibía en los "salones"
parisinos. El cuerpo lechoso de la modelo reposa sobre un diván blanco y sobre
un chal español, formando así un contraste intenso con el fondo y con la figura
de la sirvienta negra que ofrece a su señora un ramo de flores. La joven
recostada es una prostituta, sin duda, y su mirada intensa al espectador sugiere
que éste (el que mira el cuadro) es el cliente hipotético que acaba de entregar las
flores a la criada. Así se explica el escándalo que causó en su día este cuadro.
También fue muy criticado lo que hoy nos parecen logros indiscutibles del
artista: sus juegos pictóricos con colores afines (como las "armonías en blanco"
de la mujer y del lecho en el que reposa), la planitud general de la escena, el
vigor de la pincelada, etc.
Con este Torso de mujer al sol hizo Renoir una demostración de cómo el
cuerpo desnudo podía representarse también directamente bajo la luz del sol,
en un paisaje natural. Los rayos solares se filtran entre las hojas proyectando
manchas discontinuas sobre la piel. Las sombras no se han obtenido
oscureciendo los colores con negros o marrones (como hacían los pintores
renacentistas), sino mediante pinceladas azuladas y violáceas. Ello llevó a un
crítico coetáneo a atacar al artista diciendo que este torso femenino parecía "una
masa de carne en
descomposición". Nada más lejos
de la verdad: Renoir nos enseñó
a ver el cuerpo pintado como algo saludable, luminoso y alegre como una
simple mañana primaveral.
Muy distinta es la imagen del
cuerpo femenino que nos
presenta Degas en Bailarinas en
la barra. Las actitudes son
insólitas, sin ninguna relación
con las poses convencionales del
arte académico. No nos miran,
concentradas como están en sus
ejercicios. El espectador del
cuadro no está implicado de
ningún modo: es como un ojo
inerte que capta las cosas en su
instantánea fugacidad, sin
sentimientos especiales, como lo
haría una máquina de fotos.
También el encuadre parece casual, con ese inmenso suelo en diagonal y las
figuras descentradas hacia la parte superior derecha. Degas mira el cuerpo
humano y el escenario donde se sitúa como un impresionista típico: sin dar
lecciones ni suscitar pasiones.

2. EL PAISAJE
Pissarro y Sisley
El más veterano de los pintores del grupo que nos ocupa ahora fue Camille
Pissarro (1830-1903). Tomó como punto de partida las lecciones de Corot y de
Courbet, pero evolucionó
rápidamente hacia esa
factura suelta con colores
claros que caracterizaba el
trabajo de los
impresionistas. Su
ideología izquierdista le llevó a introducir ocasionalmente en sus cuadros
algunas alusiones "sociales". A Millet recuerda un poco, por ejemplo, el perso-
naje y el paisaje desolado de Escarcha, aunque nada tienen que ver con la técnica
de los realistas esas pinceladas cortísimas con superposiciones abruptas de
color que vemos aquí por todas partes. Tales "punteados" inspiraron de un
modo especial a los neoimpresionistas. Además de un gran pintor, Pissarro fue
también un hombre bondadoso cuya personalidad contribuyó bastante a limar
asperezas en el seno del grupo impresionista.
Otro gran paisajista fue Alfred Sisley (1839-1899). Si nos fijamos en el cuadro La
inundación en Port Marly nos damos cuenta de que es un exponente equilibrado
y muy fiel de la poética impresionista. Se ha representado una tragedia, sin
duda, pero el ojo
analítico y distanciado
del artista nos muestra
una escena despro-
vista de dramatismo.
Las casas y los árboles
se reflejan en las aguas
con total indiferencia.
Apenas se insinúan
unas figuras humanas
sobre una barca, en el
centro del cuadro, pero sería difícil aventurar qué hacen o cuál es su estado de
ánimo. Se trata, en suma, de un paisaje: lo que importa no es la anécdota
"histórica", sino las nubes cambiantes y los parpadeos de color sobre el cauce
desbordado y móvil del río. La paradoja del impresionismo es que pone el
acento sobre lo eterno (la naturaleza) y no sobre lo efímero de la condición
humana. Pero lo hace enfatizando la impermanencia, la mutabilidad de los
datos luminosos y atmosféricos del paisaje.
Claude Monet
Ningún otro pintor encarna la representación del impresionismo de una manera
tan completa como Claude Monet (1840-1926). Él fue, de alguna manera, el
vertebrador del grupo y el que marcó su orientación estética así como la
evolución que condujo desde la ortodoxia del "aire libre" hasta una especie de
romanticismo simbolista. En efecto, fue un cuadro de Monet el que sirvió para
denominar a los impresionistas: Impresión: sol naciente (1872). Pero ya había
demostrado antes su interés por los elementos cambiantes de la atmósfera y del
agua, como es evidente en su mencionada representación (tan similar a la de
Renoir) de La Grenouillére (1869). A finales de la década de los años setenta
empezó a interesarse por la disolución de las formas en el humo y el vapor
(Estación de St. Lazare, de 1877). Diez años después su fama era ya considerable,
sus obras se vendían bien, y pudo permitirse vivir en una espléndida casa con
jardín "a la japonesa", en el cual se inspiró para algunas series de sus últimos
años, como las Ninfeas (hacia 1920).

EVOLUCIÓN DEL PAISAJE IMPRESIONISTA EN TRES ÓLEOS DE


MONET
Fue el crítico Louis Leroy el que acusó despectivamente de "impresionistas" a
los pintores que
expusieron sus obras
por primera vez en un
local prestado por el
fotógrafo Nadar.
Sucedió esto en 1874, y
tal calificativo vino
suscitado por un
cuadro de Monet,
Impresión: sol
naciente (1872), que representa bien los ideales estéticos del grupo en el
momento de su presentación pública. El disco rojo del amanecer proyecta sobre
el agua unas intensas pinceladas de color naranja. Apenas se intuye el lugar del
horizonte: el cielo y el agua se han fundido en una tonalidad única, violácea,
interrumpida por las pinceladas con las que se trazan las siluetas más oscuras
de las barcas y las grúas portuarias. Se diría que la imagen pintada es apenas el
recuerdo de un parpadeo visual: es justo hablar aquí de una "impresión".
Mucho más conscientemente
elaborados parecen los cuadros que
Monet hizo copiando la fachada de la
Catedral de Rouen (1894), un edificio
que pintó a distintas horas del día,
utilizando en cada momento un tono
predominante: desde el azulado por la
mañana temprano hasta el dorado del
atardecer. Demostraba así que el tema
no tenía un color sino que éste era
cambiante. Se trata de una serie muy
elaborada en sus aspectos
conceptuales, pero también muy
laboriosa desde el punto de vista
técnico. Las formas arquitectónicas, los
detalles primorosos del gótico, se
disuelven en la luz. La masa de piedra
parece perder su gravidez, aunque aún reconocemos una similitud entre la
forma visible en la pintura y la que el ojo encuentra en el supuesto modelo real.
No es ése ya el
caso con las
Ninfeas (h.
1918), el
experimento
más radical de
Monet. Debe
decirse que lo
desarrolló en un
momento en el que causaban furor las vanguardias artísticas radicales,
incluyendo la abstracción. Parece que Monet soñaba con disponer los grandes
lienzos de esta serie formando un círculo dentro del cual estaría el espectador,
como en un prodigioso panorama pictórico. El Monet anciano seguía sin ser un
pintor "abstracto", pues se inspiraba en lo que podía verse flotando en el agua
de su jardín de Giverny (cerca de París), pero la disolución de las formas era
casi total. Un magma luminoso y vibrante lo impregna todo. Más que a una
"impresión" asistimos, en este estadio final del impresionismo, a un auténtico
deslumbramiento.

3. EL POSTIMPRESIONISMO: CÉZANNE
Un incomprendido
No todos los pintores que participaron en las exposiciones de los impresionistas
fueron capaces de compartir los supuestos estéticos característicos del grupo.
Algunos no asimilaron bien las innovaciones que se estaban gestando, y otros
no pudieron entender nunca las lecciones de aquellos jóvenes maestros.
Proliferaron entonces los incomprendidos, artistas que enlazaban (a veces sin
querer) con la tradición romántica del creador puro que lucha contra la socie-
dad filistea, y que sólo muy tarde, o después de su muerte, logra el reconoci-
miento de su genio. A
esta categoría
pertenecieron casi
todos los grandes
creadores
postimpresiónistas. Se
apartaron por igual
de la tradición acadé-
mica y de la
ortodoxia
impresionista, lo cual
les situó en una
especie de tierra de nadie. La evolución ulterior del arte contemporáneo ha
permitido el reconocimiento tardío del genio de algunos de ellos
considerándolos como creadores de primera magnitud y precursores de la
vanguardia.
Paul Cézanne (1839-1906) es seguramente el más importante de todos ellos. Sus
primeras obras, en los años sesenta, ¡lustraron temas románticos con una técnica
que derivaba de artistas como Delacroix, Daumier y Courbet. La influencia de
Manet le condujo hasta los impresionistas, con los cuales expuso en 1874 y 1877.
Cézanne era entonces, tal vez a su pesar, un pintor inasimilable: sus paisajes y
bodegones podían parecer torpes intentos de adaptarse a los procedimientos de
los impresionistas, pues faltaba en ellos la frescura cromática y la sensación de
inmediatez. Pero tampoco tenían nada que ver con las maquinaciones pictóricas
de los académicos y de los realistas, con sus acabados "fotográficos" y con el
culto que rendían todos ellos a las reglas del "oficio". En la década de los años
ochenta Cézanne se quedó casi completamente aislado, abandonó París y se
trasladó a su ciudad natal de Aix en Provence, donde residió hasta su muerte.
No se preocupó mucho por agradar a hipotéticos compradores o marchantes,
pero al mismo tiempo demostró una constancia en el trabajo y una obstinación
dignas de un verdadero profesional.
Del ojo al intelecto
Pero la posteridad ha reivindicado a Cézanne y ha considerado como virtudes
lo que a sus contemporáneos les parecían defectos. Observemos una obra típica
del artista como la Naturaleza muerta con cráneo: los tonos azulados del paño
recuerdan a los impresionistas, ciertamente, pero no por ello ha prescindido del
negro para sombrear y delimitar los contornos de algunas figuras; renuncia al
suave modelado de las frutas y de la calavera, que aparecen tratadas con
pinceladas discontinuas que no crean puntos o destellos de luz, ni tampoco
volúmenes suavemente degradados, sino manchas cromáticas relativamente
uniformes y yuxtapuestas. La sensación táctil (y gustativa) que era habitual en
los bodegones tradicionales es aquí sustituida por evocaciones exclusivamente
visuales. Ninguna relación, sin embargo, con el hedonismo sensitivo de los
impresionistas: este pintor se dirige al intelecto; el cuadro empieza a dejar de
ser un asunto que afecta a la retina para convertirse en un estímulo para la
reflexión.
Cézanne vivió lo suficiente como para ver recompesados su aislamiento y su
excentricidad. Durante la última década de su existencia fue objeto de una
admiración creciente por parte de una nueva generación de jóvenes pintores.
Exposiciones ulteriores de Cézanne fueron vistas por los primeros
vanguardistas propiamente dichos: los fauves, Braque y Picasso, fundamental-
mente. A las lecciones que ellos extrajeron del maestro de Aix en Provence se
deben las transformaciones más radicales de la historia de la pintura universal.
TRES OBRAS DE CÉZANNE
Una escena de género como la de estos Jugadores de cartas (1890-1895) ha sido
abordada por Gézanne de un modo muy distinto al habitual. El ambiente
tabernario ha
desaparecido casi por
completo, reduciéndose
a la mesa en la que
apoyan sus brazos los
jugadores. También el
color se ha eliminado:
apenas una gama de
tonos apagados (ocres,
pardos y verdosos), en
abierto contraste con el
brillante despliegue del que hicieron gala otros pintores coetáneos como Van
Gogh o Gauguin. Debe señalarse además la tendencia de Cézanne a representar
las figuras sirviéndose de unas pocas figuras geométricas elementales: "Todo en
la naturaleza —dijo en una ocasión— se modela según la esfera, el cono y el
cilindro ", y de ahí la nítida solidez de los brazos, el sombrero, o de todos los
otros elementos de la composición.
Nada mejor para apreciar lo que separaba a Cézanne de los impresionistas que
examinar alguno de sus paisajes. Representó muchas veces La montaña Sainte-
Victoire, como si quisiera emular las series de Monet, pero no tuvo nunca
intención de fijar en el lienzo los efectos atmosféricos cambiantes, sino más bien
todo lo contrario. El ejemplo que se reproduce aquí (h. 1885-1895) representa
bien el estilo maduro del artista. La montaña del fondo tiene una nitidez similar
a la de las granjas y los árboles del primer plano: todo parece estar cerca y lejos,
a la misma distancia del ojo del espectador. No es ésta la imagen de algo
efímero o impermanente, pues responde bien al deseo expresado por Cézanne
de "rehacer a Poussin del natural", es decir, de reinterpretar la tradición del
paisaje clásico desde la
experiencia histórica del
impresionismo.
Las grandes bañistas fueron
pintadas poco antes de su
muerte, sólo un año antes de
que Picasso realizase Las
señoritas de Aviñón (1907). En
este gran lienzo (2,5 x 2;
metros), representó Cézanne a
un grupo numeroso de mujeres
desnudas en un espléndido
paisaje natural. Agrupadas en
dos mitades casi simétricas,
forman una especie de
pirámide con la prolongación
de los árboles hacia la cúspide
central. La técnica es muy
ligera, con el óleo diluido, como si fuera acuarela, lo cual contribuye a acentuar
la sensación de transparencia que tiene toda la composición. No hay nada
sensual en una escena como ésta, que produce la sensación de una rara
comunión entre las figuras y el entorno, entre los cuerpos y el aire. Sólo un paso
separa este trabajo del cubismo analítico de Picasso y Braque.
4. SEURAT Y VAN GOGH
El neoimpresionismo
El impresionismo estuvo animado, en parte, por algunas investigaciones
científicas. Pero los descubrimientos de la óptica fueron explotados más
sistemáticamente por un artista ulterior como Georges Seurat (1859-1891). El
punto de partida de su trabajo está en el interés por el aire libre y por la
captación de la luz de pintores inmediatamente anteriores, pero pronto intentó
sistematizar la idea de la
pincelada corta,
llegando a concebir el
cuadro como una
superficie vibrante con
elementos discontinuos
de color. En una pintura
grande como los
Bañistas en Asniéres
(1883-84) ya está
plenamente definido su
procedimiento: muchos puntos de colores que se funden en la retina cuando la
obra se contempla a una cierta distancia. El método era tan laborioso que
resultaba impensable ejecutar este tipo de obras al aire libre. Se ha denominado
a esta corriente neoimpresionismo y también (lo que parece más adecuado por
razones técnicas) puntillismo.
La obra maestra de Seurat fue Tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte, una
composición de enormes dimensiones que requirió muchos estudios
preliminares. Logró el artista una sensación de gran naturalidad para un cuadro
que es, en realidad, sumamente artificioso. Todos los personajes tienden a estar
de frente o de perfil, lo cual, añadido a la horizontal del río y a las líneas
verticales de los árboles, contribuye a hacernos sentir que la pintura está
organizada en una trama ortogonal. Más interesante aún es la superficie misma:
el pincel no barre la tela sino que se posa en ella en forma de golpes nerviosos.
La pintura ya no parece algo inerte: nuestro movimiento físico, o el del ojo al
fijarse en alguna parte de la composición, provocan una intensa sensación de
vibración.
Fiel seguidor de Seurat fue Paul Signac (1863-1935), un pintor prolífico y viajero
que abandonó la idea ortodoxa de aplicar sólo puntos de colores puros (hay en
sus cuadros numerosos punteados violetas, naranjas y verdosos, además de los
de color azul, rojo o amarillo). Como escritor contribuyó mucho a divulgar el
procedimiento y a justificarlo con una teoría estética.
Van Gogh, el incomprendido
Más todavía que Cézanne, el holandés Víncent van Gogh (1853-1890) encarna el
prototipo del artista incomprendido en vida y reivindicado por la posteridad. A
los veintisiete años decidió hacerse pintor e inició un lento y azaroso
aprendizaje, tomando al principio como modelo a artistas como Millet, de cuyas
composiciones admiraba sobre todo sus valores humanos. Pero no logró
convertirse en un verdadero "profesional": Van Gogh no vendió en vida ningún
cuadro, manteniéndose siempre de la modesta asignación que le pasaba su
hermano Theo, con el cual mantuvo una de las más intensas correspondencias
de la historia del arte.
En 1886 se trasladó a París y allí entró en contacto con la obra de los
impresionistas y neoimpresionistas: su paleta se hizo más clara y brillante,
adoptó el hábito de la ejecución rápida al aire libre, y también acortó la
pincelada haciendo más espeso y denso el rastro del pincel sobre la tela. Pero no
siguió las actitudes intelectuales predominantes entre los innovadores
franceses. Van Gogh, por el contrario, concibió el cuadro como un lugar donde
el artista proyectaba con inmediatez sus pasiones y sentimientos. Los temas
solían tener para él un escondido valor simbólico, de raíz cristiana: el
sembrador o el segador, los girasoles, muchos paisajes y vistas urbanas, casi
todo, en fin, era explicado como si la pintura careciese de justificación
prescindiendo de una escondida lección moral. En 1888 Van Gogh se trasladó a
Arles, muy afectado ya por la enfermedad mental que le llevaría al suicidio dos
años después. Fue en esta ciudad donde creó sus cuadros más intensos, los que
han ejercido una influencia mayor en el arte ulterior.
LA TORMENTA INTERIOR: TRES OBRAS DE VAN GOGH
En El dormitorio pintó Van Gogh una vista de su habitación, en el interior de la
"casa amarilla" de Arlés,
donde vivió,
compartiéndola durante
un breve periodo con
Gauguin. La perspectiva
está acelerada (como si
se hubiera fotografiado
con un objetivo de gran
angular), y los colores,
casi planos, se han
dispuesto para que
armonicen entre si y transmitan emociones, sensaciones de reposo y estabilidad.
No es eso lo que percibimos en este Autorretrato. El artista estaba
recuperándose entonces de una crisis
mental en el asilo de Saint-Rémy, y
quiso seguramente que una pose
equilibrada y el atuendo relativamente
elegante sugiriesen la idea de su
recuperación. Armonizó
admirablemente la figura con el fondo
empleando un tono uniforme de azules
y malvas. Pero las pinceladas son
espesas y forman remolinos
inquietantes sin justificación alguna,
como si fueran la expresión pictórica
inconsciente de los tormentos mentales del creador.
El mismo procedimiento aparece en un paisaje tan inquietante como La noche
estrellada. Van
Gogh parece
haber pintado
aquí una
alegoría de la
muerte y del
destino del alma
hacia los astros
(según su
creencia). Las
estrellas y la
luna son presa
de una intensa
agitación: se diría que sus remolinos violentos anuncian un inminente
cataclismo cósmico. Los cipreses, en primer plano, se elevan al cielo como si se
tratase de las llamas oscuras de una tierra que ha iniciado ya la ignición de una
hecatombe apocalíptica. He aquí, en fin, una demostración de cómo la pintura
era un vehículo privilegiado de autoexpresión. Por estas y otra razones Van
Gogh es el precursor indudable de todas las corrientes expresionistas del arte
del siglo XX, desde los fauves o los alemanes de los años diez, hasta el
expresionismo abstracto de la segunda postguerra.

5. DE GAUGUIN AL SIMBOLISMO
Paul Gauguin
Una manera de superar el impresionismo
diferente de las examinadas hasta ahora es la
representada por Paul Gauguin (1848-1903),
que empleó con preferencia los colores planos
en superficies homogéneas, y buscó en las
sociedades primitivas un modo de regenerar el
arte occidental.
Lo que Gauguin buscaba era un arte más abstracto, y de ahí la atracción que du-
rante un tiempo ejerció sobre él Cézanne. En 1886 se instaló en Bretaña, una re-
gión atrasada que conservaba intactas muchas de sus formas ancestrales de
vida, y allí hizo su primera inmersión en el primitivismo. Trabó entonces
amistad con Émile Bernard, un pintor que practicaba el estilo llamado cloisonnéo
tabicado, es decir, que aplicaba el color en masas uniformes separadas por
contornos más oscuros. Esta forma de simplificar la realidad visual es la base
del estilo maduro de Gauguin. También se sintió fascinado por la religiosidad
candorosa de Bernard y de los campesinos bretones. Con tales supuestos pintó
sus primeras obras maestras, como Visión después del sermón: Jacob luchando
contra el ángel (1888).
Persiguiendo su búsqueda de un mundo primitivo ideal, Gauguin se instaló en
Tahití en 1891. Soñaba con abandonar del todo la civilización europea y con al-
canzar la libertad para "amar, cantar y morir". Y aunque hubo de sufrir el
decepcionante contacto con la corrupta administración colonial, percibiendo la
destrucción que se estaba operando en el modo de vida de los nativos, captó
también lo que pervivía todavía en aquellas islas del océano Pacífico del mítico
paraíso perdido. Sus cuadros de aquellos años son excelentes precursores del
primitivismo ulterior de algunos vanguardistas.
Simbolistas y pintores del "art nouveau"
Las dos décadas finales del siglo XIX conocieron un resurgir espiritualista y ro-
mántico, una especie de reacción contra el empirismo científico y el positivismo
filosófico. El satanismo convivió con la nostalgia religiosa, y fueron muy
abundantes en las artes los paraísos imaginarios. Esta actitud tuvo importantes
repercusiones en pintores de muy distinta naturaleza y procedencia, algunos de
los cuales, como hemos visto, encuadrables dentro del postimpresionismo.
Podemos recordar, además de ellos, unos pocos nombres significativos.
Pierre Puvis de Chabannes (1824-1898) renovó la pintura mural y fue autor de
cuadros presididos por una audaz voluntad de simplificación formal. Gustave
Moreau (1826-1898), mantuvo una línea decadentista, evocando con recargado
barroquismo episodios mitológicos o pasajes evangélicos, tal como se aprecia en
La aparición. A otra generación perteneció ya el austríaco Gustav Klimt (1862-
1918), cuyo estilo, muy ornamental, estuvo casi siempre al servicio de temas
cargados de simbolismo.
Pero entre todos los pintores calificables de "simbolistas" los más interesantes
son los nabis ("profetas", en hebreo), un grupo que arrancó de una obra de Paul
Serusier (1863-1927) titulada El talismán (1888). Había pintado este cuadro en
Bretaña siguiendo el ejemplo y los consejos de Gauguin. El resultado es un
paisaje casi completamente abstracto,
ejecutado con los colores puros, tal
como éstos salían de los tubos de
fabricación industrial. El teórico
principal del grupo fue Maurice
Denis (1870-1943). Él enunció esta
famosa declaración programática de
casi toda la pintura moderna: "Un
cuadro, antes de ser un caballo de
batalla, una mujer desnuda o
cualquier otra anécdota, es una
superficie plana cubierta de colores
en un cierto orden".

LA BÚSQUEDA DEL PARAÍSO: TRES OBRAS DE GAUGUIN


A la primera época de Gauguin pertenece El Cristo amarillo (1889). Se ve en
este cuadro la tosca imagen de un Cristo
crucificado que el artista copió de una iglesia
rural de Bretaña; el inverosímil color amarillo
uniforme de su cuerpo es como una emanación
del paisaje otoñal, con esa cálida intensidad que
acentúan los árboles y la cruz, cuyo color rojizo
comparten.
Tan real es la imagen como la naturaleza, y no
sabemos, de hecho, si esas campesinas están
adorando a un Cristo esculpido o han caído de
hinojos ante una aparición. No es una visión óptica realista, ni tampoco está
interesado Gauguin por la sistematización de la práctica pictórica, ni por la
expresión de la conciencia subjetiva. Busca, por el contrario, lo primordial, lo
mágico y lo maravilloso. Con la simplicidad técnica de los buenos carteles
quiere transportar al espectador a una edad de oro alejada del espacio y del
tiempo históricos. La pintura era entendida como una materialización de la
utopía.
Matamúa es palabra tahitiana que
significa "en otra época". El brillante
colorido de la escena, tan irreal como
armónico, sugiere la alegría y la
felicidad de un remoto país donde la
desnudez no es pecaminosa ni el
trabajo necesario. El cuadro se
relaciona con un viaje (imaginario, al
parecer) del artista alrededor de
Tahití, en el curso del cual halló un
valle cuyos habitantes "quieren vivir
aún como antaño". Es obvio que
Gauguin fue un artista de gran
personalidad, muy conectado con el
universo ideológico de los simbolistas. Su búsqueda pictórica del paraíso
preludia los logros en la misma línea de un artista como Matisse.
No prescindió Gauguin
tampoco de la expresión
ambigua del terror y la
inocencia, como se ve en
Manao Tupapau (1892), que
significa en tahitiano
"pensamiento-aparecido". Se
ha dicho, con razón, que este
cuadro es como una inversión
de la Olympia de Manet, y por
eso debería interpretarse como un homenaje al amor no mercenario ni culpable.
Semejante canto a la sexualidad inocente de los mares del Sur fue pintado por
Gauguin conmemorando lo que le sucedió una noche cuando su joven amante
nativa le confundió, durante un instante, con una aparición.

6. LA ESCULTURA "FIN DE SIGLO"


Impermanencia y fugacidad
Aunque no puede hablarse en sentido estricto de una escultura impresionista, sí es
posible detectar en este campo una preocupación por la fugacidad y lo efímero que
enlaza con algunas inquietudes de los pintores del momento. Las audacias personales
eran más difíciles en la escultura, un arte caro que no puede sobrevivir fácilmente al
margen de los grandes encargos y de la protección oficial. No olvidemos que los
trabajos más frecuentes seguían siendo los monumentos y las estatuas decorativas en los
edificios públicos. Esto no impidió la experimentación con pequeños formatos y
materiales poco costosos como la arcilla o la cera, y es muy significativo que algunos de
esos trabajos escultóricos fueran ejecutados
por pintores. Edgar Degas había dado a
conocer una interesante bailarina esculpida en
la exposición impresionista de 1881, pero
ejecutó otras muchas obras del mismo tipo,
siempre pequeñas. Común a todas ellas es la
preocupación por detener un movimiento
fugaz. También Gauguin hizo esculturas,
practicando la talla directa en madera.
Nada que ver, desde luego, con esa obsesión
por lo impermanente que predominó en los
años finales del siglo XIX, y que tanto se nota en Medardo Rosso (1858-1928). Fue éste
el más cercano al impresionismo entre todos los escultores coetáneos. El pequeño
formato de sus piezas le permitió experimentar con el inacaba-miento y con la
disolución de las formas. Todo parece a punto de fundirse y desaparecer. Refuerza
mucho esta impresión el hecho de que sean piezas de cera, un material semitransparente
que filtra y refleja la luz, pero también sumamente maleable mediante un leve aumento
de la temperatura.
Rodin y Camille Claudel
El más grande de los escultores del siglo XIX
fue Auguste Rodin (1840-1917). Empezó siendo
un realista radical y sufrió por ello las
consecuencias: su Hombre con la nariz rota
(1864) fue rechazado en el Salón oficial. Pero
un viaje a Italia en 1876 le puso en contacto con
los grandes escultores del Renacimiento, como
Miguel Ángel, de cuyo "inacabamiento" sacaría
importantes lecciones para el futuro. Rodin
entró así con mayor facilidad en una línea de
trabajo que podía ser i aceptable para el gusto
oficial. A partir de obras como La edad de
bronce (1877) y San Juan Bautista predicando
(1878) alcanzó una fama creciente. Le llovieron
desde entonces los encargos, como el de su obra maestra indiscutible, Las puertas del
infierno (1880-1900).
Merece una mención el caso de su discípula Camille Claudel (1864-1943), una de las
pocas mujeres esculturas de la historia, olvidada injustamente hasta fechas muy
recientes. Durante unos años mantuvo una tortuosa relación amorosa con Rodin, en
cuyo taller trabajó. La mejor creación de Claudel es La edad madura, un tema
típicamente simbolista que alude al paso del tiempo.
Las puertas del infierno de Rodin
En al año 1880 Rodin, famoso y
admirado ya por todo el mundo, recibió
el encargo de ejecutar una puerta
monumental para lo que iba a ser un
futuro museo de artes decorativas. El
escultor se entusiasmó con el proyecto
y puso en él todo su talento creativo,
incorporando allí algunas de las
mejores invenciones de toda su carrera.
Tardó veinte años en concluir un
modelo que no fue fundido en bronce,
sin embargo, hasta después de la
muerte del artista. Se había
abandonado mientras tanto la idea del
museo, y el trabajo de Rodin, sin
destino aparente, quedó como una
escultura "pura", una especie de
retablo prodigioso dedicado a toda la
humanidad.

Torrente figurativo
En éste y en sus otros trabajos quiso Rodin superar el
mero realismo físico o sociológico de la generación
anterior para incluir también las pasiones, los deseos
insatisfechos, el sufrimiento y el goce. Las formas
fluyen como una especie de torrente figurativo. La
ausencia de compartimentos para las escenas, al estilo
de su modelo renacentista (las Puertas del Paraíso de
Ghiberti, en el baptisterio de la catedral de Florencia),
sugiere el deseo de fundir los espacios y los tiempos de
la representación. Parece evidente que el escultor con-
sideraba inacabada la aventura de vivir: no era posible
concebir en la época del simbolismo un "juicio final" como el que había pintado
en la Capilla Sixtina Miguel Ángel, uno de los ídolos de Rodin.

Una meditación sobre el destino del ser humano


En efecto, las puertas representan a los innumerables descendientes de Adán y
Eva, sufriendo y gozando tras la caída
provocada por el pecado original. Modi-
ficó así Rodin su idea inicial de
representar el infierno según la Divina
Comedia de Dante, y de ahí que
sustituyera la proyectada imagen del
poeta, en el centro de la parte superior,
por una de sus obras maestras: El
pensador (1880). La puerta es, por lo
tanto, una especie de colosal meditación
sobre el destino apasionante y dudoso
del ser humano. No rehúye la
representación de ningún aspecto, desde
la sensualidad extrema del grupo de
Paolo y Francesca (que es el origen de El
beso, 1898, otro célebre grupo del escultor), hasta las imágenes más patéticas de
la decrepitud y el sufrimiento.

7. LA ESPAÑA FINISECULAR
Regionalismo y "luminismo"
Nuestro mejor pintor "impresionista" fue quizá el puertorriqueño Francisco Oller (1833-
1917), que viajó a París y conoció personalmente a los impresionistas y
postimpresionistas. Su búsqueda consciente del "tipismo" nos permite considerar a Oller
como un verdadero regionalista, en la misma onda que la mayoría de los pintores
españoles de finales del siglo XIX y de principios del xx que mostraron alguna voluntad
renovadora.
Darío de Regoyos (1857-1913) se mantuvo muy próximo al postimpresionismo
internacional. Viajó a París en 1880 y adoptó con frecuencia algunos de los rasgos
estilísticos del neoimpresionismo, como la pincelada corta. Sin embargo, nunca se
mostró tan interesado en la ortodoxia técnica como en la transmisión correcta del color
y de la luz de los lugares que representó.
Muchos artistas de la época trataron de cultivar un luminismo local que mostrara lo más
impalpable y característico de la región o del país: la luz. Así se explica la estrecha
asociación entre el país valenciano y la obra de Joaquín Sorolla (1863-1923), que
alcanzó merecida fama en su época por ser uno de los pintores que mejor captaron la
intensa luminosidad del Mediterráneo. En su primera etapa no escaseaban los temas
sociales, pero pronto empezó a ser conocido por escenas de playa intranscendentes
donde era esencial la presencia de los cuerpos y de las ropas, junto al agua, y bajo una
intensa luz solar. Sorolla representaba las sombras mediante tonos azulados y violetas,
como los impresionistas
franceses, pero no adoptó la
pincelada corta ni renunció a
la mezcla de los colores en
la paleta.
Verdadera obsesión por la
luz tuvo también Antonio
Muñoz Degrain (1843-
1924). Sus escenas
legendarias y paisajes están
bañados por una
luminosidad tan intensa y
cegadora que es imposible
muchas veces reconocer las
formas. Este postimpresio-
nista español hace de los
lugares que representa
mágicos escenarios para
sueños remotos, por eso está
más próximo al simbolismo que al verismo fotográfico de los impresionistas.

Del simbolismo a la "España negra"


Simbolista tardío y regionalista a la vez, aunque sin adoptar ninguna de las técnicas
impresionistas y postimpresionistas, es Julio Romero de Torres (1874-1930). Consagró
sus mejores energías pictóricas a representar a la mujer andaluza, reinventando para sus
cuadros todos los tópicos del amor trágico y fatalista. Esta temática nos lleva a
considerar, en fin, otra visión pictórica del país, contrapuesta a la del optimismo
luminoso de Sorolla: es la "España negra", trágica y desgarrada, cruel y miserable. Su
inventor pictórico fue José Gutiérrez Solana (1886-1945), que con colores oscuros (es
en realidad un artista muy próximo al expresionismo) representó escenas de burdel,
corridas de toros, supersticiones religiosas, etc.
Algunos escultores
La escultura española de la época careció casi por completo de aliento experimental.
Hubo, eso sí, excelentes autores de monumentos públicos, cuya competencia técnica fue
equiparable a la de sus mejores colegas internacionales. Cabe destacar a Agustín Querol
(1860-1909), Mariano Benlliure (1862-1947) y Josep Llimona (1864-1934). Todos ellos
fueron habilísimos organizadores de grupos de figuras, disponiéndolas con gran eficacia
teatral, adoptando con acierto las curvas sinuosas y esa tendencia a la fusión de las
figuras, peculiar del art nouveau internacional.

ESPAÑA, FIN DE SIGLO: TRES OBRAS SIGNIFICATIVAS


Estos Nadadores dan una
buena idea del estilo maduro
de Joaquin Sorolla, con su
preocupación por captar la
incidencia de la luz del sol
sobre el cuerpo humano. La
transparencia y la movilidad
del agua, velando en parte el
cuerpo de los niños, han sido
captados de modo admirable.
Este aspecto emparenta al pintor valenciano con los vanguardistas finiseculares del otro
lado de los Pirineos. El optimismo, la intensa alegría de vivir, es otro de los rasgos que
definen el arte de Sorolla.
La exaltación hasta el paroxismo de los
tópicos andaluces llevó a Julio Romero
de Torres a pintar cuadros tan delirantes
como Cante hondo. Es una obra muy
tardía que enlaza inconscientemente con
el universo surrealista, pero sus raíces
están en el simbolismo de principios de
siglo, impregnado de regionalismo. La
"mujer morena" (cantada luego por una
copla popular), típica de sus cuadros, es
presentada aquí como una diosa
seductora, tan atractiva como
demoniaca: ella es el origen de un amor
amargo que conduce al crimen y a la
desesperación.
Esta Plaza de toros de las Ventas, de José Gutiérrez Solana, es un lugar sórdido y
bárbaro. No percibimos brillantez ni alegría en una visión tan desesperanzada de la
llamada "fiesta
nacional". Frente
al colorido
intenso y brillante
de un Sorolla,
vemos tonos
marrones y
negros. No hay
sol ni sombra sino
sólo un universo
plomizo, sin
heroísmo ni exaltación emocional. Los rústicos campesinos del primer plano comen y
beben con absoluta indiferencia respecto al espectáculo absurdo que tiene lugar a sus
espaldas.
La visión pesimista de España que ofreció Gutiérrez Solana ejerció una notable
influencia ulterior en los artistas informalistas que trabajaron durante el franquismo.

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