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Él, amablemente me invitó a pasar, y al mismo tiempo que le hablaba, me percaté

de que en su escritorio yacía, debajo de unos documentos, la última carta que les
había escrito a Rodrigo y Mina hacía por lo menos un mes atrás.
Él notó mi atención en el escritorio y disculpándose argumentó que en las últimas
semanas no había tenido oportunidad de pasar por las oficinas de correo, pero
que sin falta, al día siguiente sería depositada sin más demora.
Su actitud un poco nerviosa me hizo pensar que antes de mandar mis cartas, él
las leía, aunque yo ponía un sello considerablemente grueso, difícil de romper sin
dañar el papel. También tenía la idea de que Lupe era la encargada de depositar
la correspondencia cada día. La preocupación no me duró mucho, qué me
importaba si la leía o no, finalmente, mis mensajes eran bastante breves y fríos.

Sin la atención auténtica de sus padres, Eréndira creció en los últimos años más
rebelde que las otras dos. Desde que tuvo conocimiento sobre el teatro, se
aficionó a leer todo lo que podía acerca de sus giras artísticas y los horarios de
cada obra. Hasta ese momento, nunca había asistido sin la compañía de sus
padres. Ahora, como un volcán a punto de hacer erupción, tomó la firme decisión
de convertirse en actriz. Cada día inventaba sus propias historias y nos castigaba
a Rosaura, Mercedes, Lupe y a mí con su presentación histriónica.

A causa de la gran bocota de Mercedes, Leopoldo se enteró de las inquietudes de


su hija. Ni tardo ni perezoso quiso ponerle remedio a esa situación vetándole la
información de los periódicos y las revistas y forzándola a pensar que aquellas
mujeres nada tenían que ver con el concepto de decencia.
Su reacción fue natural. Cual si le hubieran prohibido ver al amor de su vida, la
pequeña entró en un duelo tan agudo que dejó de comer. Cuando los doctores la
atendieron en el hospital, se vieron obligados a introducir una manguera por su
pequeña nariz cuyo destino era el estómago. Con un embudo vaciaban alimento
muy molido por esa manguera a fin de alimentarla.
Todo el día debía permanecer vigilada por una enfermera para que no se le
ocurriera vomitar lo que tan amablemente le hacían comer.

La señora Rosaura, enterada de lo sucedido en sus brevísimos momentos de


lucidez, me mandó llamar. Entre sollozos me pidió que me hiciera cargo de la
pequeña ya que ella no tenía la fuerza suficiente para visitarla en el hospital.
Dije que sí porque no me quedaba más remedio. Eréndira era definitivamente una
niña muy tonta, preferir una manguera a no tener teatro, era anormal. A la
pequeña le costó trabajo salir de su crisis. Se entristecía mucho al ver
incompletos sus sueños. Ahí fue donde intervine. Le expliqué que poco a poco
entraba al mundo de los adultos, y que sin duda, ese tránsito era muy doloroso.
Lentamente comprendió que de nada le servía pelear contra su padre. Era mejor
hacerse a la idea de que en pocos años, tendría un nuevo amo, su marido.

Capítulo 6

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Con el despuntar de la primavera, me llegó una excelente noticia. Ricardo y
Liliana se mudaron finalmente a la capital. Su casa estaba situada a una hora de
camino de la nuestra, rumbo al norte, pero todavía muy lejos de la Basílica de
Guadalupe. Era pequeña, de dos pisos muy bien acomodados y sólo con tres
habitaciones. El espacio no les importó mucho. Los cuatro eran como un dulce de
muégano, pegados todo el día, excepto cuando Ricardo iba a trabajar.

Derivado de la situación en la casa de los García y con tantísimos problemas a


cuestas, me fue difícil planear alguna visita a mis entrañables amigos. Las tres
veces que fui en los siguientes meses tuve que pedir un permiso especial en
domingo. Esos días me ausentaba tres, cuatro o cinco horas.
Las conversaciones de Ricardo eran francamente absorbentes e interesantes, y
de ahí nació la idea de que yo escribiera un tercer libro. El tema que acordamos
los tres fue sobre Europa. Sería muy interesante platicar acerca de las riquezas
turísticas de las que gozaban aquellos países. El problema era realizar semejante
investigación.

Liliana era la más terca, buscaba cualquier oportunidad para platicarme sobre
Rodrigo y Mina. Debo admitir que tantas veces como ella tocaba el tema, otras
tantas era yo muy grosera. No quería saber mucho de ellos, con estar enterada
de que vivían y estaban sanos, era suficiente para mí.
Sus hijos crecían rápidamente. Sólo verlos me inquietaba sobremanera por el
hecho de que mientras ellos ya habían formado una familia, yo seguía y seguiría
soltera.

Pedro reapareció en mi vida el 4 de abril, poco antes de que yo cumpliera


veintiséis años. El proceso fue el mismo, el sofoco, el temblor, y luego…, ahí
estaba. Lo bueno es que ese día estaba yo en mi habitación ordenando mi ropa,
por lo que no hubo testigos de que me quedara pasmada con los ojos abiertos.
–Sé que quieres escribir otro libro. Yo te puedo ayudar.
Sin mirarlo, le contesté:
–No me interesa tu ayuda.
–Ya lo sé, ¿pero se te olvida que ahora soy yo el que decide cuándo nos
veremos? Recuerda bien que las últimas veces no has podido hacer contacto
conmigo porque yo no he querido, y hoy decidí venir.
–Pues vete por donde viniste. No quiero tener relación con un hombre casado ni
en sueños.
–Ese no es el punto ahora. Quiero ayudarte. Yo puedo explicarte todo sobre
Europa. ¿Qué quieres saber? ¿Por qué no empezamos por España, luego
seguimos con Portugal, Francia, Italia…? Tú no conoces ni Veracruz.
–¡Déjame en paz!
Sin hacerme caso, Pedro comenzó a platicar sobre España. Por más intentos que
hice por no hacerle caso, fue imposible. Su aterciopelada voz e interesantísima
forma de narrar, impedía zafarse fácilmente. Lo más que logré fue sentarme de
espaldas a él y aguantarlo.
Cuando por fin pude abrir los ojos para regresar a la realidad, lo primero que hice
fue tomar papel y pluma y transcribir cuanto me había dicho.

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¿Cómo sería la esposa de Pedro? Él no hablaba bien de ella, al contrario, le
achacaba muchas de sus desventuras. Yo la imaginaba como a una mujer
autoritaria, del estilo antiguo, rígida, inflexible, dura y mandona. No sabía si era
guapa o fea, gorda o flaca, y me corroía una infinita envidia de saber que él había
llegado al altar con ella. ¡Cuánto hubiera yo deseado casarme con él aunque
fuera en sueños! Imposible. Por más que él insistiera en que me amaba, la
evidencia era otra. Temía, sin embargo, que el día menos pensado, me la llevara
a los sueños. Entonces sí, me destruiría en todos los sentidos.

Como si yo no tuviera mayores ocupaciones, noté que Pedro me obligaba a soñar


casi todos los días a eso de las nueve de la noche. Sus descripciones sobre
Europa duraban entre tres y cuatro horas. Terminaba exhausta.
Mi temor por ser descubierta en mis trances, me obligó a pedir permiso a
Leopoldo para retirarme a dormir más temprano. Así, no evidenciaría lo que me
estaba pasando.

Creo que ya llevábamos un poco más de la mitad escrito, cuando una noche,
durante mi ensoñación, Pedro me describía Portugal y las características
fabulosas de su oporto. En ese trance, escuché una voz de hombre muy cerca de
mí, como si alguien remedara a Pedro. Me levanté inmediatamente y prendí una
lámpara. A pesar de estar caminando, ese eco salía de algún lado. Me asomé al
closet, busqué debajo de la cama e inclusive abrí los cajones de la cómoda. Era
un murmullo que venía de muy lejos. El tono de voz era el de Pedro, pero no se
entendía claramente lo que decía.
En cualquier punto de la habitación se escuchaba de la misma manera, con la
misma intensidad y volumen.
Salí de mi cuarto, y también podía oírlo en el patio, en las escaleras, en la
estancia y la cocina. Tenía la misma fuerza si me tapaba los oídos o no.
Definitivamente la voz no estaba en la casa, sino dentro de mí. Muy asustada
regresé al cuarto antes de que la curiosa de Mercedes saliera del suyo y me
echara agua encima, me pusiera sales o llamara a Leopoldo. Intenté conciliar el
sueño; no pude.

Los siguientes tres días sucedió lo mismo. Escuchar una voz en mi cabeza, sin
que yo lo autorizara, ponía claramente frente a mí la posibilidad tan temida que
rondaba mi mente, pero que cada vez adquiría mayor sentido: la de estar
enloqueciendo.
Tenía tanto miedo que lo único que pensé fue en ir con Liliana y platicarle lo
sucedido. No me importó lo que pensara de mí. Era la única persona, después de
mi hermano, con quien podía tener más confianza.

Llegué a su casa en un estado de alteración nerviosa evidente.


Liliana notó enseguida que algo no estaba bien y me sirvió un té de Tila para que
me calmara. Me acomodó en uno de los sillones grises de la sala y acercó una
silla del comedor para estar de frente a mí y escuchar atentamente lo que me
sucedía.

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Antes de iniciar, la forcé a realizar un juramento de silencio. Nadie, ni Ricardo ni
Rodrigo ni Mina o cualquier otra persona podría enterarse jamás de lo que le diría,
de lo contrario, nuestra amistad habría terminado.
Ella hizo un gran esfuerzo por entender mis razones, y accedió.
Conforme yo le platicaba, podía observar en su rostro una dolorosa
transformación. En un momento dado, sacó su pañuelo y comenzó a llorar.
–No sé cómo has podido vivir todos estos años así. –dijo–. Es terrible lo que te
está pasando, ¿Por qué nunca visitaste a un médico?
–Tengo miedo
–¿A qué?
–A que me digan que estoy loca.
Con mucha ternura me abrazó
–Amiga mía. ¿Y no has pensado que quizás hay alguna medicina para lo que te
pasa? ¡Cómo es posible que la mente humana pueda trastornarse por algo tan
simple como soñar despierto!
Yo me dejé abrazar. El miedo y el llanto se agolparon en mi pecho.
–Liliana, yo he leído sobre la vida en los manicomios. No quiero pasar ahí el resto
de mi vida.
–Muy bien –comentó– ¿qué te parece si hacemos una cita con algún médico sólo
para que te diagnostique. Tienes que ser fuerte. Es peor que vivas en la
incertidumbre. Yo te prometo que si sufres de alguna locura, te cuidaré, contrataré
a una dama de compañía o enfermera que te acompañe para que nunca tengas
que estar en un manicomio.

Quedé en el acuerdo de que lo pensaría muy seriamente. Por lo pronto, debía


hablar con Pedro para explicarle que lo más conveniente era que no se
presentara más a la fuerza frente a mí.
–Tú no estás loca ni lo estarás. Fue lo que me contestó con una tranquilidad
asombrosa.
–Eso dices tú, pero me estás orillando a ir al médico, y probablemente me
internen en un hospital el resto de mi vida.
Él se empezó a reír tan efusivamente que me enojó.
Yo continué:
–No entiendes nada. Si tanto me quieres, deberías ayudarme.
–Mira Mónica, no estás loca. Y yo no estoy dispuesto a dejarte. Eres el aliciente
de mi vida. Tú eres la que no comprendes por lo que paso cada día al tener que
evadir a mi esposa.
–Y entonces, ¿por qué te casaste con ella?
Se levantó, me miró y todavía se dio el lujo de acomodar unos libros.
–Me casé enamorado de ella, pero sucedió algo en nuestras vidas que todo lo
cambió. Ahora es iracunda e insufrible. Lo más importante es que te conocí. Y es
contigo con quien quiero seguir.
Pedro no comprendía mi angustia, aunque yo sí lo comprendía a él. Envuelto en
una batalla contra su esposa, los únicos momentos de alegría eran los que
pasaba a mi lado. Lo último que le dije fue:
–Si el médico diagnostica que estoy enferma, habré entendido que nunca exististe
en mi mente, pero si me dice que gozo de salud, nunca más me separaré de ti. Te
lo prometo. Por lo pronto, dame la oportunidad de descubrir qué me pasa. No
vengas, por lo menos en un tiempo, no vengas.
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Pedro me tomó de las manos, me abrazó y sumió su rostro en mi hombro. Creo
que quiso llorar aunque lo disimuló.
Esta despedida fue tristísima. Mi pobre Pedro. Lo dejé solo.

Una mañana de junio, la señora Rosaura amaneció más enferma que de


costumbre. Fue asombrosa su transformación en esos meses. De ser robusta y
fuerte, quedó en los huesos. Por primera vez noté una extraña protuberancia en
su estómago, al costado derecho. Se veía como una simple inflamación, aunque
luego supe que se trataba de un tumor. Ella ya no pensaba con lucidez. Pasaba
casi todo el día dormida y su piel se tornó amarillenta, al igual que sus ojos.

Mercedes me dijo que la señora quería hablar conmigo. Llegué a la habitación,


pero ella ya no me contestaba. La vi tan mal, que le pedí a Lupe que de inmediato
fuera a buscar a un doctor y a una ambulancia. Me apresuré a mandar un aviso a
Leopoldo, y bajé a las niñas a la estancia.
El médico llegó acompañado de tres ayudantes. La examinó detenidamente y
solicitó la presencia de un sacerdote para aplicarle la extrema unción. No se podía
hacer nada. Moribunda como estaba, sólo me quedó enfrentarme a sus hijas para
decirles la verdad. El corazón se me rasgó cuando vi sus expresiones.
–Vamos –les dije– ustedes aún tienen la oportunidad de despedirse de ella. Sean
buenas y dulces. Ella las necesita mucho.
La escena me sobrecogió tremendamente. Rosaura, en sus pocos momentos de
conciencia y dolor derramaba sus últimas lágrimas a los costados de su cara. Con
la mano derecha temblorosa, intentó jalar a una y luego a la otra para que la
abrazaran. Las tres se sumergieron en el terrible mar de la tristeza.
Mercedes, Lupe, el chofer y yo lloramos junto a ellas, especialmente cuando el
sacerdote, con palabras serenas y fuertes, la preparó para su viaje a la eternidad.
Jamás me lo había preguntado, ¿mis padres tuvieron la oportunidad de ser
confesados?
Rosaura murió a las 7:25 del 7 de junio.

Envié otro mensaje a Leopoldo para que supiera del deceso y nos diera alguna
indicación. Su respuesta fue que la preparáramos para velarla esa noche.
Mercedes y yo nos encargamos de vestirla, peinarla y cubrir su boca. Lupe
compró cuatro cirios que colocamos en las esquinas de su cama, e iniciamos con
los rezos y rosarios correspondientes. Rosaura y Eréndira aguantaron toda la
noche velando. Ya no eran unas niñas.
A las 10 de la mañana, Leopoldo llegó algo ebrio a la casa. Él se encargó de
organizar el cortejo fúnebre y el entierro. Qué vergonzosa situación. Qué pena tan
grande para sus hijas verlo en ese estado.

Aquel día medité largamente acerca de mi experiencia en esa casa, el futuro de


las niñas y mi futuro. Nunca me llevé bien con la señora, sin embargo, el aprecio
es algo que va naciendo poco a poco, aun en contra de nuestros deseos. Mal que
bien, me acostumbré a ella y a sus modos. Me dio tristeza pensar que quizás lo
del amante nunca fue verdad y lo mucho que debió sufrir pensando que una
apreciación injusta llegara a oídos de sus hijas. Andábamos todos tan embebidos
en nuestras actividades, que muy probablemente no le prestamos la atención
necesaria. ¿Sufriría de muchos dolores? ¿Le deberíamos haber leído algo en su
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dolencia? ¿Qué pensaría durante tantas horas de agonía? No fui capaz de
sembrar en sus hijas el amor por una madre moribunda, nunca las llevé a verla
por temor a que se impresionaran. Sólo un beso en la mañana y otro en la noche.
¡Qué dureza de corazón tuve! ¡Qué falta de ternura y compasión! ¡Qué crueldad
para un enfermo!
Hoy me duele todavía pensarlo. Creo que merezco morir igual que ella, así podría
saldar esa cuenta que me ha pesado a lo largo de los años.

Todo debía cambiar a partir de ese momento. No era posible que yo viviera –dada
mi edad y soltería– por más tiempo en esa casa, bajo el mismo techo de un
hombre viudo. Las lenguas viperinas esperaban una oportunidad para hacer
daño, y francamente no quise ser ocasión para perjudicar a las niñas.

Leopoldo me citó en su estudio. Me explicó lo necesaria que era mi presencia en


la vida de sus hijas, y la confusión que tendrían en esos momentos, sin su madre
y sin mí. Nada pudo disuadirme. La buena voluntad no es vista por los demás y mi
integridad podría quedar en entredicho. Así es que lo más pronto que pude, les
avisé a Ricardo y Liliana y les pedí asilo únicamente el tiempo necesario mientas
yo encontraba otro sitio para vivir.

Me costó mucho despedirme de las niñas. Rosaurita se quedó callada cuando les
expliqué detenidamente la causa de mi partida. Eréndira lloraba tan profusamente
que ocupó todos los pañuelos disponibles de su padre y de su difunta madre. Al
terminar, las dos, con un abrazo franco, auténtico y sentido, me desearon lo mejor
y prometieron que serían mis amigas el resto de sus vidas.
También me dio tristeza despedirme de Mercedes y Lupe. Era increíble que a
ellas siempre las sentí más cercanas que a la propia familia.
Desafortunadamente, Silvia no pudo llegar al entierro ya que ella y su marido
estaban de viaje por el norte del país. No me fue posible verla porque cuando ella
entraba a la casa de sus padres, yo estaba entrando a la casa de Ricardo y
Liliana.

Mi pobre amiga se vio en grandes aprietos. Dispusieron de una habitación para


mí. Era muy pequeña, apenas cabía una cama individual, un pequeño buró y un
armario diminuto con cajones todavía más diminutos para guardar la ropa.
Una vez instalada, asimilé el gran cambio que esto implicaba. Ya no tendría que
soportar a la familia García. Tenía dudas sobre lo que sentía. Tanto tiempo
quejándome, y ahora resultaba que los extrañaba. Los sentimientos humanos son
complicados

A pesar de que le había pedido a Liliana que jurara nunca hablar sobre mi
problema, intuí que Ricardo ya lo sabía. Muchas veces me repetía las cosas dos
veces, como si tuviera lento entendimiento, y cuando leíamos textos en la
estancia, uno de sus ojos patinaba a su rabillo para cerciorarse de que estaba
bien sentadita y prestando atención. No la culpo, el esposo se convierte en la
persona más cercana y en quien se deben poner todas las ilusiones. Ellos
reconfortan nuestras debilidades y dan respuesta a nuestras dudas. Me agobiaba
pensar que Ricardo pensara que yo estaba loca y pudiera hacerles daño a sus
hijos. No sé, es lo que yo temería.
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Debido al trajín, a que Liliana no lo mencionó nunca y que no terminaba yo de
perdonar a mis padrinos, no les escribí. Supuse que Leopoldo les habría enviado
unas líneas describiéndoles mi nueva situación, porque durante los siguientes
meses, Leopoldo mismo me siguió enviando la mensualidad que Rodrigo le hacía
llegar.

Tal como lo acordamos, Liliana me consiguió una cita con un colega del doctor
que usualmente atendía y revisaba a sus hijos.
El mundo es extraordinariamente pequeño. Aquel galeno fue uno de los múltiples
pretendientes que Rodrigo me presentó en Taxco años atrás. Julián Rivadeneira
se convirtió en una eminencia que dedicaba la mayor parte de sus estudios en
saber más sobre la mente humana y sus defectos.

Sólo cruzar la puerta de su consultorio –que por cierto era confortable y muy
limpio–, me reconoció inmediatamente.
Igual que yo, no tuvo suerte en cuestión de amores y se mantenía soltero. Qué
diferente lo vi ahora. Se convirtió en todo un hombre hecho y derecho con
enormes responsabilidades. Me avergoncé al platicarle sobre mi desafortunado
destino como institutriz, a lo que él, galantemente, no dio importancia.

Las sesiones se realizarían dos veces por semana, con una duración de dos
horas. Fue muy difícil para mí abrir mi golpeado corazón inmaduro y tener que
explicarle mis románticos encuentros con Pedro. La pena me sonrojaba con
frecuencia. Cuando desviaba la mirada por la vergüenza, él me pedía que lo viera
directamente a los ojos, lo que aumentaba mi inseguridad. También debo admitir
que hubo detalles que me guardé celosamente para no parecer una mujer adulta
contando historias de niñas.

Julián fue muy considerado. Me escuchó atentamente narrar mis aventuras e


inclusive preguntaba muchos detalles como de qué color era la ropa, cuántos
libros yacían en el escritorio, si los lugares tenían ventanas o no, etcétera. Cada
comentario lo anotaba en una pequeña libreta gris con mi nombre en la carátula.
Sus diminutos espejuelos le añadían algunos años, y su piel morena y cabello
negro gozaban de una espectacular pulcritud.

Al mismo tiempo que asistía a mis consultas, averigüé con varios conocidos de la
familia García si existía la posibilidad de ser contratada nuevamente como
institutriz. No sólo me sorprendió, sino que me desilusionó grandemente escuchar
que la señora Rosaura había dicho de mí que era una joven inestable y que sufría
de frecuentes crisis de tristeza. Sus referencias nunca me permitirían encontrar
otro trabajo. Lástima que ella ya no estaba entre nosotros. Hubiera querido
enfrentarla cara a cara para que probara lo que sobre mí decía. Me desilusionó
saberme tan mal querida, después de que al final yo comenzaba a sentir algo de
afecto por su familia.
Buscar a Leopoldo para pedir una explicación tampoco era viable. Por una carta
que Eréndira me mandó, supe que el hombre llevó a una mujer a su casa con la
excusa de que cuidaría de las niñas, aunque en realidad compartía el comedor, la
sala, la estancia y la recámara con él. ¡Qué rápido para olvidar a Rosaura!
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Algunos hombres pasman por su increíble capacidad de engaño y su presteza
para dormir con cualquiera, aunque destruyan a sus propios hijos.

Me gustó recibir correspondencia de las niñas. Yo misma deposité en el correo


unas cartas animándolas a seguir estudiando y ser buenas mujeres.
También en esas fechas tuve un pequeño disgusto con Francisco. Aun a
sabiendas de que yo vivía de prestada con Ricardo y Liliana, me pidió, con la
excusa de que su mecenas lo había olvidado, que incrementara mí obsequio
monetario mensual. Se lo expliqué detenidamente, pero como un asno cabeza
dura, dijo que con esto demostraba yo lo poco que lo quería, y que si un día lo
encontraban en la calle muerto por el hambre, sería completamente mi culpa.
Cuando vio que me enojé por semejantes estupideces, se calmó y con
resignación aceptó seguir recibiendo la misma pensión hasta que yo me
estabilizara económicamente.

Obviamente, ante tal situación, nadie me dio trabajo. Afortunadamente la mesada


que me enviaba Rodrigo alcanzaba tanto para Francisco como para que yo les
diera a Ricardo y Liliana una compensación por el espacio y alimento que yo
utilizaba y consumía.

Julián pidió, después de unas cuantas sesiones, que por ningún motivo entrara en
contacto con alguno de mis sueños. No me extrañó su receta, bien sabía yo que
si quería curarme, debía olvidarme para siempre de Pedro. Sufrí mucho por la
ausencia de mi gran amor. Sus patillas entrecanas y su figura alta y esbelta
aparecían con frecuencia en mis momentos de ocio. Rápidamente tomaba un libro
para distraerme o iniciaba alguna plática con Liliana.
Convivir con su familia me enseñó mucho sobre la naturaleza de los géneros. Sus
hijos, varones los dos, solían pelear todo el tiempo con golpes y arañazos. En
cambio Silvia, Rosaura y Eréndira no pasaban de hablarse bruscamente o a lo
más, jalarse el cabello.

Poco tiempo después, Julián esbozaba un diagnóstico previo.


–Creo saber qué es lo que le sucede señorita Zertuche –dijo ofreciéndome
asiento.
Comencé a sudar. Me quité los guantes, puse el bolso sobre mi rezago y lo apreté
disimuladamente mientras él acomodaba sus anteojos y leía su pequeño librito.
–Usted sufre de una enfermedad que se llama disociación mental.
–¡No! –pensé–. ¡Sí estoy loca!
–Esta enfermedad se caracteriza porque las personas prefieren huir de su
realidad para cobijarse en historias imaginarias. Lo que al principio puede iniciar
como diversión, se transforma con el tiempo en una especie de adicción, tal como
sucede con el opio.
–Un momento doctor –interrumpí–. A usted se le olvida el detalle del café donde
yo veía a mis personajes y que existe realmente en el centro.
Me miró con simpatía.
–Señorita, los sueños están formados por una mezcla de realidad y fantasía.
Pablo fue real, Pedro no. El restaurante era real, las conversaciones no.
Las lágrimas fluyeron como manantial de mis tensos ojos.

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–No sufra, todo tiene remedio. Mire usted que no es la única que padece de dicha
enfermedad.
–¿Se puede curar?
–Si usted pone de su parte, sí. Lo que necesitamos descubrir ahora es qué
factores fueron los que detonaron el mal, es decir, a qué o a qué situaciones les
temía usted. O quizás la muerte de sus padres la orillaron a crear un mundo
diferente. Necesitamos seguir con la búsqueda.
–¿Esto quiere decir que nunca más voy a poder soñar otra vez con Pedro?
Él sonrió, se levantó, tomó una de mis manos y la besó.
–No sea niña Mónica. Cuanto antes termine con sus fantasías, antes sanará y
tendrá la oportunidad de rehacer su vida con gente de la vida real.
Jalé mi mano con fuerza, tomé mi bolso y llorando salí de aquel lugar.

Días enteros luché contra mí misma. Quería despedirme de Pedro, no sólo lo


amaba, lo necesitaba. Su imagen regresaba una y otra vez, pero no pude
desobedecer al médico. En el fondo de mi corazón realmente quería sanar.
Entré en una franca crisis nerviosa. Estaba como una fiera enjaulada. Mi
irritabilidad se expandió hacia Ricardo y Liliana, quienes por no pelear preferían
guardar silencio.

En mi siguiente cita, Julián expuso el problema desde otra perspectiva. Yo debía


ponerme en el lugar de la pobre esposa de Pedro. Esa mujer engañada a quien
yo quería arrebatarle al marido.
–Ella puede defenderse –dije muy molesta.
–Y según lo que usted me comenta, es lo que está haciendo, ¿no?
–Sí, pero yo no tengo la culpa de que Pedro no sea feliz a su lado.
–Exactamente, aunque tampoco les está dando usted la oportunidad de
reconciliarse. Se ha convertido en la destructora de su matrimonio, ¿eso le parece
bien?
Su tonito de voz me desagradó sobremanera.
–¿Por qué mejor –continuó– no se decide usted por buscar a alguien real?
No supe qué contestarle. Pensar en la esposa de Pedro me puso de muy mal
humor.
Se levantó, abrió la puerta, me invitó a levantarme y antes de que yo saliera me
dijo:
–¿Qué opina si para la próxima cita nos vemos en la cafetería que está al final de
esta calle? Probablemente cambiar de ambiente le sirva.
–No lo sé doctor, debo pensarlo. Estoy confundida.
Yo sabía que este tipo de doctores, es decir, los que tratan con enfermos
mentales, no pueden hacer amistad con sus pacientes porque si no, pierden
objetividad. Me causó incomodidad el hecho de pensar que Julián pudiera estar
interesado en mí. Para evitar problemas, decidí no regresar más, aunque él se
puso en contacto con Liliana para que me convenciera.
Ella se molestó por mi decisión. Argumentó que no debía dejar mis consultas a la
mitad, especialmente cuando ya había logrado estar tanto tiempo sin pensar en
Pedro.
A pesar de su molestia, acordó buscar a otro médico.

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Esa misma noche planeaba desobedecer completamente a Julián. Me pondría mi
mejor vestido y me arreglaría el cabello en trenza para llamar a mi Pedro. Harta
de su ausencia, debía verlo nuevamente.
Andaba yo en esos menesteres frente al espejo, cuando empecé a ver borrosa mi
imagen. Todavía me tomé el tiempo necesario para ir por un trapo húmedo y
pasarlo sobre el vidrio para que la imagen fuera nítida otra vez. ¡Qué horrible
sorpresa! Me vi en esa imagen a mí misma, con el cabello suelto y entrecano.
Con pronunciadas ojeras y arrugas alrededor de los ojos. Del susto solté el moño
que colocaba en mi trenza y caminé hacia atrás. Me pareció escuchar a lo lejos
una voz que lloraba y decía algo como “déjalo vivir, lo estás matando”.
Me acerqué otra vez a la imagen y ahí estaba yo, con mi trenza a medio terminar
y con unos ganchos para pelo en la mano. Este suceso me persuadió de hacer
contacto con Pedro, y me recordó la razón por la que Julián me atendía. Mi locura
se hacía cada vez más patente. Me senté en la cama y lloré amargamente. ¡Qué
horrible un hospital mental! Saqué mi diario y anoté también este episodio.

Los días transcurrían lentamente. No tenía con quien platicar de temas distintos a
los ordinarios. Liliana era buena conversadora y Ricardo todavía más, pero sobre
Europa o los negocios no existía nadie como Pedro. Una y otra vez revisé los
manuscritos que alcancé a escribir sobre Francia, España y Portugal. Los leía
constantemente porque para mí significaban un gran tesoro. Ese trabajo fue el
último que hicimos juntos y estaba inconcluso.

Para distraernos, Ricardo nos invitaba los fines de semana a tomar agua de
horchata o comer algún helado cerca de la Alameda. Qué precioso lugar, lleno de
gente que cargaba dulces de todo tipo. Organilleros que alegraban el paseo y un
paisaje apacible dentro del gran ajetreo de las avenidas principales. Lo poquito
que conocía de México me encantaba. –Ojalá no estuviera loca, aprovecharía mi
dinero para viajar por el país entero.

Muy cerca de Navidades, los papás de Liliana, que hacía muchísimos años se
habían mudado de Taxco a Veracruz llegaron para pasar unos días con su hija.
Desafortunadamente no tenían más espacio en la casa para que se hospedaran,
así que Ricardo les consiguió estancia en un hotel pequeño y muy limpio del
centro. Para evitarles las fatigosas idas y venidas, él los recogía temprano y los
llevaba a la casa, donde estaban todo el día. Después de comer, el señor
Armando ocupaba la habitación de Liliana y Ricardo para dormir la siesta. Ya por
la noche, su yerno los devolvía al hotel.

Eran personas muy queridas por mí. No tanto porque los conociera; el tiempo que
tuve contacto con ellos fue muy breve durante mi niñez, sino por lo que
representaban, los padres que se me fueron tan pronto. Ella era bajita y
regordeta, igual que Liliana y él era bajito pero muy delgado. Ambos se
asombraron de que yo no me hubiera casado. Rodrigo conocía mucha gente y era
inexplicable que nadie me hubiera echado el lazo. Hablaban como si mis
posibilidades de contraer matrimonio se hubieran acabado, y me preguntaban
sobre mis planes a futuro como institutriz. La verdad es que me dolió mucho,
especialmente porque había escuchado de mujeres un poco mayores que yo, y
que finalmente encontraron a alguien con quien casarse. Es curioso, quizás lo que
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más me entristecía era escucharlos hablar como si ningún hombre se hubiera
fijado en mí, siendo que fui yo la que siempre los rechacé.
En vez de anotar en un diario mis experiencias importantes con Pedro, debí
anotar mis numerosas desilusiones.

Después de un sábado de tertulia, subí a mi cuarto para dormir. Estaba muy


fatigada a pesar de que en esa casa sólo ayudaba a Liliana con los niños y con la
limpieza, ya no tenía tantas responsabilidades como con los García.
Al quitarme los pendientes, abrí mi alhajero. Instintivamente brinqué hacia atrás
como si se tratara de un enorme alacrán güero. Mi pulso tembloroso dificultó que
moviera mis joyas. Ahí estaba asomándose con el más precioso oro que hubiera
visto jamás. Jalé poco a poco. Descubrí su forma y el aire me empezó a faltar. Era
la esclava que Pedro me regaló en mis sueños.
La tomé y vi en su interior mi nombre grabado con finísima letra. La contemplé
durante casi dos horas. ¿Era posible lo que veían mis ojos? En mis manos tenía
la prueba de que no estaba loca. No hay nada que pueda brincar de un sueño a la
realidad.

Decidí no comentarle nada a Liliana en esos días porque mi amiga, sumergida


entre sus padres, Ricardo y los niños podría malinterpretar el suceso o
simplemente, no comprenderme.
Mi corazón, henchido de dicha brincaba con un ritmo diferente. La joya pasó a
formar parte de mi blanca piel. No me la quité nunca, y si debía disimularla, la
cubría con la manga de alguna blusa larga.
–Si la esclava pasó del sueño a la realidad, Pedro también puede hacerlo –
pensaba con mis nervios alterados–. Claro, ahora tengo la certeza de que quizás
en un día, en una semana o en un mes entre a esta casa y me pida que lo ame
para siempre. ¿Y su esposa? ¡Qué más da! Lo quiero. Él acabará dejándola con o
sin mí. Sí, Pedro vendrá a esta casa, y yo estaré aquí para recibirlo. Me rescatará.
¡Qué bueno que no estoy loca!

–Creo que no está bien. –Escuché al bajar las escaleras. Me detuve para que ni
Ricardo ni Liliana me vieran.
–¿Por qué lo dices? ¿Has notado algo raro en tu mejor amiga?
–Sí Ricardo. Ella no se da cuenta, pero cuando platica, abre los ojos de manera
especial, yo diría que exageradamente. Además todo el tiempo camina. No se
sienta más que para las comidas. Habla rápido y entrecortado. Me preocupa
mucho.
Guardaron silencio unos momentos.
–¿Ya le encontraste otro doctor?
–En eso estoy. Le pregunté a Jazmín, la vecina, y dice que hay un buen médico
en el sur.
–Bueno, por lo pronto no la contradigas. Procura que esté tranquila, y dale algo de
té, eso la ayudará.

Subí a mi habitación y me encerré. De pie frente al espejo platiqué conmigo


misma. –Es natural que piensen que estoy loca. El simple hecho de creerlo, les
hace ver cosas donde no las hay. ¡No tengo los ojos más abiertos! ¡Tampoco

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hablo más rápido! Creo que debo buscar otro lugar donde vivir, ¿pero adónde
voy?

–¿Qué haces tejiendo en la sala? –me dijo Liliana una tarde en la que decidí
disimular mi actitud.
–Nada, aquí me siento a gusto.
–¿Y por qué no vienes al comedor?
–No, no te preocupes. Realmente disfruto estar aquí.
–Bueno, dijo derrotada. Entonces yo me vengo también a tejer aquí. ¿Te
molesta?
–Claro que no, por favor, adelante.
Liliana no lo sabía, pero yo estaba pendiente de la puerta de la casa, que desde la
sala se veía mejor, para ser la primera en recibir a Pedro una vez que pudiera
cruzar del sueño a la realidad.

La Navidad fue muy bonita. Rosaura y Eréndira me hicieron llegar un obsequio


que fui a agradecerles personalmente acompañada de Liliana y sus hijos. Se
veían tan grandes y tan señoritas que me enorgulleció haber formado parte de su
vida.

De regreso a la casa, tuvo lugar el segundo suceso milagroso. Era de tarde, los
padres de Liliana habían partido a Veracruz, el aire en la casa era apacible y
silencioso. Liliana hacía su tejido y subí a cambiarme de ropa y ponerme algo más
holgado y cómodo. Abrí la puerta, y sobre la cama, yacía el más precioso clavel
rojo que jamás vi en mi vida. Miré a mi alrededor.
–Pedro –dije– ¿estás aquí?
Esperé unos momentos.
–Pedro –repetí– ¿me escuchas?
Era la segunda vez que algo material pasaba de mi sueño a la realidad. Tal
euforia entró en mí, que bajé corriendo las escaleras.
–¿No lo has visto? –le pregunté a Liliana.
–No, todavía no llega de trabajar.
–Liliana por favor –dije casi gritando– me refiero a Pedro.
Se levantó inmediatamente, y antes de que yo pudiera continuar con mi búsqueda
por el resto de la casa, me detuvo tomándome de los brazos.
–Cálmate, por favor cálmate. Aquí no hay nadie.
Me miró lastimosamente.
–Verás Liliana, hace unos días apareció en mi alhajero la esclava de oro que
Pedro me regaló en mis sueños, y ahora que llegué, en mi cama estaba este
clavel, idéntico al de mi fantasía. ¡Solo él pudo mandármelo! ¿Te das cuenta? ¡No
estoy loca!
Liliana me sujetó fuertemente. Mi excitación era tan grande que apenas podía
hablar. Ella guardó silencio unos momentos hasta que me controló.
–Tranquila Mónica, tranquila.
Lentamente me condujo –mientas me abrazaba– a la puerta de la casa. La abrió y
continuó:
–¿No es ese clavel como estos que hay aquí?
Palidecí del susto. Jamás había notado la presencia en la entrada exterior, de un
enorme macetón con claveles rojos.
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Sus ojos me lo dijeron todo. No me creía. En mi interior llegué a pensar que de
manera refleja yo misma lo había arrancado y que después, por una traición de mi
cabeza lo había relacionado con mis sueños.
Esa noche fue infernal. Tuve calentura y vómito. Viendo esto, era muy probable
que existiera una buena explicación para el hallazgo de la esclava. ¿Sería que
Mina y Rodrigo me la regalaron y yo, inmersa en mi locura, lo olvidé?

Días enteros me desgasté llorando, hasta que por un impulso inesperado decidí
hacer un último esfuerzo para reflexionar.
Le anuncié a Liliana que caminaría un rato por las calles del centro. Necesitaba
comprar unos zapatos, y la verdad, también necesitaba respirar aire puro.
Muy disgustada aceptó que me fuerza a pasear. La pobrecita estaba ya muy
nerviosa conmigo. Suponía que en un ataque de locura no supiera ni siquiera
regresar a la casa. Cuando me negué a que alguien me acompañara, introdujo en
mi bolso un papelito doblado con el domicilio de la casa. Si algo malo sucedía,
alguna alma caritativa les avisaría.

Eran cerca de las 10 de la mañana cuando empecé mi recorrido por las tiendas.
Cruzaba de una calle a la otra, admirando los bellos escaparates y el fluir
constante de la gente que entraba y salía por todas las puertas.
Decidí comprarme dos pares de zapatos y un sombrerito pequeño muy fino. Al
atravesar la calle, vi en la esquina a Pablo. No sé exactamente que sentí. El
corazón me dio un vuelco, pero no me causó la emoción de años atrás. Él me
miró y muy atento me sonrió y gritó:
–Mónica Zertuche, ¡que gusto verla de nuevo!
Nunca antes me saludó con tanta familiaridad. Aquella imagen evasiva se fue por
completo. Caminamos por la acera unos momentos. Él me preguntó sobre mi
suerte, tema que intenté evadir por todos los medios. Así fue que me enteré de
que ya tenía una hija de cuatro años y un hijo de dos.
De pronto me percaté de que el sombrero lo había dejado olvidado en el
mostrador de la tienda.
–Perdón Pablo, es que dejé olvidado un paquete y no quisiera que se perdiera o
se lo llevaran. Debo volver por él.
–Caro que sí, –contestó cordialmente– permítame acompañarla. Sólo dimos unos
cuantos pasos y sentí aquél desconcertante sofoco que siempre iba acompañado
de un temblor generalizado en todo el cuerpo. Me detuve. Era Pedro en mi mente.
Alcancé a verlo sentado frente al escritorio de aquel estudio de mi imaginación.
Pablo continuó la marcha.
–¿Viene? –me dijo.
Como no le pude contestar porque estaba confundida con la imagen de Pedro,
continuó:
–No se preocupe, ahora se lo traigo.
Aceleró el paso.
Vi a Pedro inclinando su cuerpo sobre el escritorio.
–¡Mónica! –me gritó– ¡ayúdame!, ¡me muero!
En ese mismo instante, Pablo cruzó corriendo la calle sin fijarse que dos
hermosos corceles, jalando un carro, transitaban velozmente. No pudo
esquivarlos. Ambos lo derribaron al suelo y pasaron sobre él. Yo, caí desmayada.

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SEGUNDA PARTE

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