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Guillermo Barrantes

Nació en Buenos Aires, en 1974. Terminada la escuela secundaria, a los 17 años ingresó en la
carrera de Astronomía en la Universidad Nacional de La Plata. Si bien más adelante cambió la
ciencia por la escritura, nunca dejó de indagar en los misterios del universo. De hecho, Cosmos,
de Carl Sagan, sigue siendo uno de sus libros favoritos.

Entre sus obras publicadas se encuentran las novelas El temponauta, Enrique Enríquez y el
secreto de San Martín y Encallados, los libros de cuentos Gritos lejanos y Las vueltas de la Muerte,
la novela Los malditos de Dios, y el ensayo Crónicas mundiales.

Además, escribió junto con Víctor Coviello la saga Buenos Aires es leyenda.

También es el autor del guion de la película Ecuación, dirigida por el argentino Sergio Mazurek.

El bondi espacial: Textos ReCreados en la ciencia ficción, ya ha sido publicado en esta colección.
En el bar llamado "Prologo"

La cucharita se sumergió en el café y comenzó a moverse en círculos; lentamente, la espuma


flotante fue tomando la forma de una espiral giratoria, de una galaxia. El líquido oscuro parecía
haberse convertido en una porción de espacio interestelar y Fabián no podía dejar de mirar ese
mundo dentro de otro, ese portal a otro universo.

Entonces, sacó la cucharita y el café se fue aquietando. La galaxia se fue desarmando y, cuando
el café se detuvo, quedó hipnotizado con la superficie. La mirada de Dios sobre aquel cosmos...

¿Un Dios? ÉI? Si ni siquiera era capaz de controlar su destino.

Se bebió de un sorbo el café. Estaba frío. El mozo, casi de inmediato, se llevó aquel cadáver y le
dejó otro, uno nuevo, rebosante. Fabián creía que lo atendían muy bien en ese bar.

Mientras vertía dos sobrecitos de azúcar, Fabián volvió a pensar en la decisión que debía tomar.
Se trataba de hacerlo o no, de volver a verla u olvidarla. ¿Pero podía olvidarla? Ya sabía qué
hacer. Era volver a verla o no verla jamás.

La cucharita obró nuevamente su magia. Se hundió en el café, giró y creó otra galaxia. Esta vez
no dejaría que se enfriara.

Fabián vació aquel flamante universo en su garganta. Le habían advertido que tuviera cuidado,
que no convenía pasarse de la raya. Pero sin Rufina...

Cuando el pocillo, ya sin su contenido, tocó la mesa, Fabián tuvo la rara sensación de que lo
observaban. Miró para un lado, para el otro. Ahí estaban. Eran dos hombres, ambos de traje,
sentados a una mesa, la más cercana al baño. Uno tomaba un café en pocillo, como él; el otro, un
submarino. Cuando los descubrió, aquellos dos le sostuvieron la mirada por unos segundos. El
del café sonrió. El otro, incluso, se animó a señalarlo con esa cuchara larga típica de los
submarinos. Luego, retomaron su conversación.

¿Eran ellos? ¿Al fin se mostraban? Malditos. Lo habían atrapado, lo tenían a su merced. Aquel
era su momento. Tenía que decidirse. Verla o no verla. Ir a buscarla o quedarse ahí, sentado. La
primera opción lo condenaba a esos hombres de traje, los que lo seguían, a su constante
amenaza. La segunda... ¿no verla nunca más? Era la peor de las condenas.

Sin que Fabián se diera cuenta, el mozo ya había retirado el pocillo vacío y le había dejado un
tercer café. Entonces, le puso azúcar y hundió la cucharita en café. Esta vez revolvió en sentido
contrario, como si así volviera el tiempo atrás, un año y dos días atrás, cuando la conoció.
Era una noche muy fría de fines de julio en Buenos Aires. Fabián caminaba por las veredas

del barrio de Recoleta. lba rápido, pateando el piso de vez en cuando para que no se le
congelaran los pies. También se tiraba aliento sobre las manos, para calentarlas. Entre el vapor
que exhalaba y aquella manera de caminar, parecía una especie de locomotora humana. Hacía
rato que no se cruzaba con nadie.

Pocos se animaban a enfrentar una perfecta noche de invierno como esa. Se subió el cuello del
saco y bajó la cabeza, buscando protegerse del aire helado, implacable. Estaba bien vestido, pero
no lo suficientemente abrigado. Se dio ánimo pensando que no le faltaba mucho para llegar a la
casa de Hernán. Eran unas siete u ocho cuadras. Veía que las calles de esa zona eran medio
retorcidas y costaba sacar una cuenta exacta. Concentrado al máximo en apurar el paso para
acortar esa tortura, no se dio cuenta que caminaba junto a uno de los muros del cementerio.
Hasta que percibió un llanto. Se lo trajo el viento, una ráfaga, la más helada de todas las que
había soportado. Tiritó.

Entonces, se tapó más la cara con el cuello del saco.

Así y todo, la vio. Estaba allí adelante, de pie, en la esquina de Vicente López y Azcuénaga. Una
chica con el vestido blanco y el pelo negro hasta los hombros, que se tapaba la cara con las
manos. El llanto, sin dudas, provenía de ella.

Era imposible no detenerse. Los sollozos eran realmente desgarradores.

Cuando Fabián llegó a la esquina le puso la mano en el hombro.

- Estás bien? -le preguntó, y de inmediato se dio cuenta que se trataba de una pregunta estúpida.
Era obvio que no estaba bien-. Te puedo ayudar en..?

Fabián no pudo terminar de formular aquella segunda y más acertada pregunta. Al escucharlo,
la chica sacó las manos de la cara y lo miró. El frío, el apuro...El mundo pasó a ser un recuerdo,
un eco lejano. Esa cara, esos ojos marrones llenos de lágrimas, clavados en él, fueron, por un
instante, lo único real, lo único vivo para Fabián.

Aquella chica era linda, aunque no la más linda que jamás hubiera visto; y tampoco la más
bronceada. Pero esa palidez enmarcando esos ojos algo achinados y ese pelo negro enmarcando
esa palidez...Y por dentro escuchaba un único grito: No la pierdas...

Cuando Buenos Aires volvió a existir, ella seguía ahí, llorando. Intentaba contestarle a Fabián,
decirle algo a través de las lágrimas, de la angustia, pero le costaba mucho. Entre sollozos y
gemidos, apenas pudo entender su nombre, Rufina, y que algo terrible le había ocurrido, no una
sino dos veces.

-Dos veces... dos veces...no es justo.

El cabello y el vestido de la chica parecían moverse de manera caótica, como si desafiaran las
direcciones impuestas por el viento.

-Estoy yendo al cumpleaños de un amigo-le dijo Fabian Fabián-. ¿Por qué no me acompañas? Te
va a hacer bien Ella lo miró, primero sorprendida, después con cierta duda.

No la pierdas...

-Es un lindo grupo -continuó, tratando de transmitirle seguridad-. Me refiero a mis amigos. La
vas a pasar bien conmigo. Con nosotros, digo.

Ella parpadeó. Nuevas lágrimas rodearon su pequeña nariz. Pero ya no lloraba. Hasta pareció
esbozar una sonrisa.

Era el momento de arriesgarse.

- Vamos? - le preguntó Fabián, ofreciéndole la mano abierta.

Ella volvió a dudar. Miró a su alrededor, luego a él. Con la punta de los dedos se secó las últimas
lágrimas. Al fin apareció en su cara una sonrisa completa. Y Rufina lo tomó de la mano a Fabián.

-Vamos-le dijo-. Confío en vos. Sos mi guía.

Fabián pensó que, si todo lo que había vivido, desde que nació hasta ese momento, lo llevaba
hasta aquella esquina, hasta aquella noche...Si era así, valía la pena. Caminar con esa chica siete
u ocho cuadras le daban sentido a su existencia.

Era la voz de ella preguntándole sobre varios detalles de la ciudad, como si acabara de llegar
de un pueblo lejano. El contacto de sus manos, todavía húmedas por las lágrimas. Su mirada, el
marrón de sus ojos... Ya no podría olvidarlos.

También fue su risa. Después de escucharla por primera vez, a la 1:34 de la madrugada, de
aquel 29 olvidarte un poco...de eso... de julio, el día del cumpleaños de Hernán, Fabián supo que
ese sonido sería su condena. No podría ser feliz sin esa risa. Sus días sin esa risa serían fríos y
oscuros como una cripta abandonada en medio de un bosque.

Sí, aquella sola noche le bastó para enamorarse de Rufina. Por eso, le costó dejarla cuando
comenzaba a amanecer, en la misma esquina donde la había encontrado, sabiendo que no la vería
por... ¿cuánto tiempo? No, no... Tenía que lograr que ese lapso fuera lo más breve posible.

- Cuándo nos volvemos a ver? Mañana yo puedo...

Ella le puso un dedo en los labios, para callarlo. A él le corrió un escalofrío por la espalda.

-Pronto-le respondió-. Eso espero.

- No querés que te lleve a tu casa? -le preguntó por enésima vez-. Mirá que no tengo drama
con...

-No, gracias, Fabián. Este sitio es el adecuado. Fue una velada magnífica.
Cómo le gustaba esa manera "antigua" que tenía de hablar. Podría quedarse escuchándola
meses, años enteros.

-Mágica-dijo él-. Fue una noche mágica.

El viento seguía helando Buenos Aires. Fabián volvía a tener esa sensación de que el pelo y los
volados blancos del vestido de Rufina se movían de una manera extraña, como mecidos por otro
viento. Entonces, le puso el saco sobre los hombros de ella.

-Aunque sea dame tu número de celular -le suplicó-.Y no me vuelvas a decir que nunca usaste
uno.

-Rufina...no quiero perderte.

-Yo tampoco, pero debo irme. Confío en vos.

Y ella, de pronto, le dio un beso. Duró un segundo, aunque bien pudieron ser mil años. Para
Fabián, durante ese lapso, pasado, presente y futuro se mezcla-ron en un único momento, en una
fugaz eternidad. Fue como si el universo naciera y muriera con aquel beso. Y cuando se recuperó,
vio que Rufina ya corría a varios metros de él con su saco aún puesto.

-iRufina! -le gritó.

¡Pero ella no solo no se dio vuelta, sino que rodeó el muro...y entró al cementerio!

¿Qué pretendía hacer en ese lugar y a esa hora? Tenía que averiguarlo, así que corrió tras ella.

Aunque los primeros rayos de sol ya acariciaban la ciudad, ahí adentro, entre las tumbas aún
reinaba la noche. Una bruma gris se arremolinaba alrededor de las cruces y las lápidas. Y allá iba
Rufina, convertida en un jirón más de esas tinieblas, con los mechones de pelo y los volados de
su vestido retorciéndose con el viento.

Un chillido como de demonio quebró el silencio mortuorio y dejó a Fabián, por un momento,
inmóvil y a punto del infarto. Enseguida, el dueño de aquel quejido emergió del vapor helado.
Era un gato que huía a toda velocidad y se perdía entre las sombras del cementerio. Sin dudas,
Fabián le había pisado la cola.

Cuando quiso localizar nuevamente a Rufina, solo alcanzó a ver un último atisbo de la tela de
su vestido, desapareciendo por un pasillo del cementerio.

Al llegar a la boca del sendero, Fabián se dio cuenta de que aquel sector era de los más
imponentes. Los mausoleos y criptas a ambos lados de la galería eran tan altos y complejos que
parecían casas. Un barrio residencial dentro de aquella ciudad de muertos.

Había perdido a Rufina.

Trotó por aquel sendero, bajo la mirada de los ángeles y querubines que se erguían en las
terrazas de las bóvedas familiares.

Entonces, vio eso oscuro que se mecía sobre la entrada de uno de los mausoleos, justo al final
del corredor. Tenía que ser su saco.
Confío en vos, le había dicho Rufina cuando aceptó ir con él a la fiesta. Confío en vos, le repitió
al despedirse. ¿A qué se había referido? ¿Por qué escaparse así de alguien en el que se deposita
tanta confianza?

Era su saco, efectivamente. Colgaba sobre una estatua, cubriéndole la cara. Fabián se puso el
saco y, de inmediato, retrocedió, horrorizado.

No era posible... Se restregó los ojos varias veces.

La cara de piedra que acababa de descubrir era la de ella. Toda esa estatua era idéntica a la
chica que perseguía, que amaba, que ya extrañaba.

Aquella chica petrificada estaba de pie frente a la entrada del mausoleo, con la mano apoyada
en el picaporte que abría la cripta...su cripta. Tras la estatua, sobre el umbral, podía leerse, en
letras igualmente pálidas e inmóviles, “Rufina Cambaceres".
A pesar de la cara de piedra y del nombre en el mausoleo, Fabián siguió buscándola por las
calles del cementerio.

-iRufina! -gritaba.

-iRufinaaaaa! -parecía que le contestaban los muertos desde el interior de las bóvedas,
burlándose de él; aunque alguien menos enamorado diría que solo se trataba del eco.

Después de un rato, creyó verla en una encrucijada, con un gato negro jugando entre las
piernas.

-iRufina!

-iRufinaaaaa!

Pero no, era su estatua, otra vez. Había andado en círculos.

De pronto, una sombra se movió. Fabián la percibió por el rabillo del ojo. Era alguien vestido
de negro, de pies a cabeza. No le hubiera extrañado entrever los huesos de una calavera bajo su
sombrero o la hoja de una guadaña entre los pliegues de su traje.

Aun así, lo siguió. Si se trataba de la misma Parca recorriendo las habitaciones de uno de sus
“hoteles”, haciendo el inventario matutino de los huéspedes, bien podría conducirlo al más allá,
donde Rufina ya no sería de piedra.

La oscura silueta se detuvo frente a otro mausoleo, no muy lejos. Allí también se alzaba la
estatua de una chica, aunque esta no parecía de piedra. Tenía cierta apariencia metálica, como de
bronce. Junto a ella había otra estatua, la de un perro. La chica se encontraba acariciando
eternamente a su mascota. La figura vestida de negro lanzó tal suspiro que pareció estremecer a
un ángel con el ala izquierda mutilada, ese que Fabián veía posado sobre una bóveda familiar en
ruinas.

La sombra sacó una flor de su bolsillo, un jazmín, y lo colocó en la mano libre de la chica y,
luego de lanzar un nuevo suspiro, dijo:

-Yo no puedo llevarte hasta ella.


El viento helado sopló por los corredores del cementerio y amenazó con llevarse la flor de la
mano de la chica.

-A vos te hablo-pronunció la silueta, pero ahora, la misma mano que había puesto el jazmín
entre los dedos inmóviles de la chica, lo señalaba a él, a Fabián. El dedo índice que, estirado en
su dirección, asomaba por la negra manga del sobretodo, si bien se veía flaco y pálido, tan solo
eran huesos desnudos. Se trataba de un hombre lo que habitaba dentro de aquel traje.

- Se refiere a mí? -preguntó Fabián, como si no contemplara el dedo acusador.

-Te vi perderla, igual que yo perdí a Lili. Fabián observó que a los pies de la estatua unas letras
góticas rezaban: “Liliana Crociati".

-En realidad, no la perdiste de la misma manera -continuó hablándole el otro. Su índice había
retrocedido al interior de la manga-. Yo la perdí en un accidente. Me la quitó un alud de nieve en
plena luna de miel. Pero ahora la estás buscando, así como yo busqué a mi Liliana.

-Y la encontró? Digo...después de...

- Después de muerta? Por supuesto. Tuve que atravesar cada uno de los círculos míticos para
llegar a ella, pero no me bastó. ¿A quién le bastaría?

-Lléveme, por favor-Fabián se aferró a esas palabras, a esa absurda posibilidad. ¿Pero no era ya
absurdo todo lo que había vivido esa noche?

-Te repito que yo no puedo guiarte.

- Quién, entonces? ¿Quién lo guió a usted hasta Liliana?

-No lo hagas. Es muy peligroso. Si no logras sortear los círculos, si algunos de los seres míticos
te vencen, te atrapa...será peor que la misma muerte.

-Necesito ver a Rufina, aunque sea una vez más.

-Si conseguís alcanzar el Otro Lado, como lo conseguí yo, te aseguro que no te alcanzará una
vez. Volverás, volverás y volverás. Y mientras más vuelvas, más peligros habrá. Te convertirás
en lo que yo soy ahora.
-No me importa. No me detendré.
-Lo sé. Eso mismo dije yo ante la advertencia. Escuchá con atención: lo que viviste se trata de
un fenómeno de ectoplasmosis. Sucede cuando un puente de ectoplasma se tiende, por un
instante, entre ambos mundos, entre ambas Buenos Aires, la natural y la sobrenatural. El punto
exacto donde ambos planos se tocan, se conoce como “Zona mítica cero".

-El lugar donde vi a Rufina por primera vez..

-Claro, lo menos riesgoso seria esperar otra ectoplasmosis. Pero podrías estar décadas enteras
aguardando. No, ahora vas a bajar vos mismo, sin importar que tan largo y terrible sea el camino,
verdad?.-

-Si.

-Bien. Todo comienza con el cuidador de este cementerio. Su nombre es David Alleno. Si
pronuncias la palabra correcta él te..
Se interrumpió. Su vista se desvío hasta un par de figuras sombrías, que de pronto, aparecieron
detrás de una sepultura. Eran dos señores con sendos impermeables oscuros, aunque no tan
oscures como el sobretodo del amante de Liliana. Ambos sujetos caminaban hacia ellos.

-Lo ves? No me dejan en paz. Debo irme

El hombre de negro acaricio el hocico metálico del perro, la mascota de su amada, y empezó a
correr, alejándose por el corredor.

-Espere- le rogo Fabian- Palabra? ¿A que palabra se refiere?

El hombre grito algo así como ¡Ana..illi!, y doblo perdiéndose detrás de un monolito fúnebre.

Los dos señores con impermeables pasaron junto a Fabian y se perdieron tras los pasos de aquel
hombre. Dos extraños tras un extraño.

Entonces, el jazmín cayo de la mano de bronce que la sostenía. amanecía en el cementerio


Salvo por el hombre de negro y sus dos perseguidores enfundados en impermeables, Fabián no
había visto a nadie más en el cementerio. ¿Dónde estarían los sepultureros, los serenos, los
cuidadores?

El sol, lejos de combatir las tinieblas que se arremolinaban alrededor de los sepulcros, que se
demoraban sobre los escalones de los mausoleos, solo se dedicaba a alargar las sombras de las
lápidas, de las cruces, de los ángeles petrificados.

Al rodear un mural de piedra que representaba una procesión de monjes encapuchados,


Fabián creyó encontrarse ante una nueva escultura: un ángel con las alas plegadas, sentado sobre
una saliente de mármol, apoyado contra una pared, dormido; y había un hombre pequeño, con
ropa de trabajo, un pañuelo anudado que le cubría la garganta, y un sombrero de ala mediana,
empuñando una escoba. Cuando la escoba se movió para un lado y para el otro, barriéndole los
pies al ángel, y un manojo de llaves tintineó en la cintura de aquel hombre, Fabián supo que el
sujeto no era parte del monumento.

-Perdone...estoy buscando a un cuidador -se animó a decirle-.David, se llama...David Salerno


o algo así.

-David Alleno, querrás decir-lo corrigió aquel hombre sin dejar de barrer-. ¿Para qué lo andás
necesitando, si se puede saber?

-Me dijeron que él podría guiarme a..cierto lugar.

El hombre detuvo el vaivén de su escoba y miró a Fabián con detenimiento.

- No te advirtieron? -le dijo-. A él, a David, le gustan mucho los juegos de palabras.

- Es usted? -arriesgó Fabián-. Usted es David Alleno, no?

-Buen comienzo, muchacho-asintió el cuidador-. Buen comienzo. Pero antes de ayudarte, hay
algo que me gustaría escuchar.

-Debo pronunciar la palabra, ¿no?

Fabián trató de recordar lo dicho por el hombre de negro. Ahora David, con un plumero,
sacudía la tierra pegada a las alas del ángel dormido. El tintineo de sus llaves retumbaba en los
pasillos solitarios.

-Ana...iAnailil!-exclamó Fabián.

- Qué cosa? ¿Estás seguro de que eso es lo que quieres decir?


El cuidador caminó hasta un sepulcro, donde se marchitaban dos margaritas en un pequeño
florero de plástico. David retiró las flores muertas y las reemplazó por dos nuevos pimpollos. De
alguna parte, sacó una regadera, llenó el florero con agua y regó una franja de pasto alrededor de
la tumba.

-Yo voy a andar por acá-le dijo el hombre-. Creo que te conviene pegar una vuelta, refrescar la
mente y volver a buscarme. La palabra debe ser la correcta.

Tenés que tomarlo como la primera prueba que has de superar.

La vuelta no fue muy larga. Fabián regresó al mausoleo de su amada y ahí se quedó, como
esperando que la escultura de Rufina cobrara vida. Y sucedió que, en cierto momento, recorriendo
con la vista el nombre tallado sobre la entrada a la bóveda, se dio cuenta de la clave.

Fabián, entonces, corrió hasta el sector del cementerio donde había conversado con David, pero
no lo encontró, solo estaba el ángel, sentado en el mismo lugar, soñando con sus días en el cielo.

-Buen día -escuchó Fabián a sus espaldas, y dio un respingo. El corazón le saltó en el pecho.

Se trataba de un guardia de seguridad. Por las arrugas y los mechones canosos que brotaban
por debajo de su gorra, calculó que tendría más de sesenta años.

-Hijo, ¿qué haces acá? -le preguntó el guardia.

-Estoy buscando a David Alleno, un cuidador. Ya tengo la palabra.

- La palabra? No sé de qué estás hablando, muchacho; pero, si me seguís, puedo llevarte hasta
él.

El guardia lo condujo a través de un par de corredores hasta un angosto sepulcro. Allí, de pie
sobre la tumba, se encontraba Alleno. Pero no la estaba limpiando: esa era su tumba. El cuidador
con el que hacía unos instantes había conversado, al que había visto en plena tarea de limpieza,
se hallaba rematando aquella lápida, retratado en piedra, como Rufina. Vestía tal cual lo había
visto Fabián, con sombrero y pañuelo incluidos. Hasta la escoba, el plumero y la regadera lucían
junto a él, esculpidos en la misma piedra. De una de sus manos colgaba el manojo de llaves, pero
ya no tintineaban, eran parte de la estatua. A sus pies se leía: “David Alleno, cuidador de este
cementerio de 1881 a 1910".

Fabián buscaba a un hombre que llevaba muerto más de cien años...

-Hay muchos que vistan la tumba de David -le dijo el guardia-. Cuentan que amaba tanto este
cementerio que un buen día se compró esta pequeña parcela se mandó a construir su sepultura
y, ansioso por estrenarla, se suicidó. Algunos dicen que ven su fantasma, pero yo no creo en esas
cosas.

-Gracias-murmuró Fabián.

-De nada-replicó el otro y se alejó entre las criptas.

Fabián esperó que el guardia se perdiera en el paisaje fúnebre, para hablarle a la estatua del
cuidador:

-Anifur.
A David Alleno le gustaban los juegos de palabras, el mismo David (o su espectro) se lo había
confesado. Y aquello que el hombre de negro había gritado era "Anailil", el nombre de la mujer
que amó y perdió, Liliana, pero invertido. "Anifur" era la inversión de Rufina.

Entonces, sucedieron dos cosas: primero, sopló un viento helado, que recordó lo fría que había
sido la noche. El viento trajo una hoja amarillenta que se posó junto a la regadera de piedra. Al
levantarla, vio que tenía un mensaje escrito:

Lo segundo que ocurrió fue que una de las llaves que eran parte de la escultura del cuidador, de
pronto, dejó de ser de piedra, cobró el brillo del metal, y cayó del manojo. Fabián miró hacia un
lado, hacia el otro, tomó la llave y la guardó en su bolsillo. Luego, se dirigió hacia la salida del
cementerio. Antes de irse, le dio un beso a la escultura de Rufina.

-Hasta pronto-le dijo.


EI día resplandecía fuera del cementerio. Lo primero que hizo Fabián al salir fue conectarse a
internet con su celular y escribir "ectoplasma" en el buscador. Leyó dos definiciones:
"emanación visible del cuerpo del médium" y "sustancia blanquecina que representa al espíritu
o fantasma manifestado". La segunda parecía ser más acertada.

Rodeó, entonces, los muros del cementerio, hasta llegar a la esquina de Vicente López y
Azcuénaga, al sitio exacto donde contempló por primera vez a Rufina, la "Zona mítica cero",
según el hombre de negro y David Alleno. No vio ninguna "sustancia blanquecina", salvo los
restos de lo que parecía haber sido una geométrica telaraña. Aquellos hilos colgaban,
entrelazados, de varias hendiduras de la pared exterior del cementerio. Pero cuando Fabián los
tocó, supo que no habían sido formados por una araña. Al mínimo contacto, los filamentos le
rodearon los dedos, como si estuvieran vivos.

Le costó despegar el ectoplasma de su mano, pero consiguió meter unos hilos de la sustancia
en el bolsillo del saco. Luchó contra su ansiedad y se obligó a pasar por su casa. Tenía que
descansar un rato, sobre todo, si se disponía a hacer semejante viaje. Tardó en relajarse, pero
finalmente logró dormir seis largas horas

Extrañamente, no soñó nada. ¿Sería porque la región de su mente encargada de los sueños no
podía competir con lo que había vivido aquella noche? Apenas se despertó pensó en otra
posibilidad: ¿y si lo que él creía haber vivido en las últimas horas se trataba de un sueño? Tal vez
nunca fue a la fiesta de Hernán. Se habría quedado dormido y solamente soñó que llevaba a
Rufina a la casa de su amigo, que la perseguía por el cementerio, ¿que hablaba con un hombre
vestido de negro y con un cuidador muerto hacía cien años?

Se levantó de la cama, fue hasta la silla donde había dejado su saco y metió la mano en uno de
los bolsillos. La llave, esa que cayó del manojo de Alleno, continuaba allí. Por si no bastara, buscó
en el otro. El interior estaba pegoteado, como si hubieran metido en él un poco de algodón de
azúcar. Pero Fabián sabía que, en realidad, eran los hilos del ectoplasma. Una vez más, los
filamentos le envolvieron las puntas de los dedos. Luego de quitárselos y dejarlos en el bolsillo,
supo que existía otra evidencia.
Además, aún aleteaba sobre sus labios el frío beso de Rufina.

Una vez que subió al colectivo, Fabián volvió a buscar información con el celular. El Palacio
Barolo, inaugurado en el año 1923, era un libro hecho edificio. Luis Barolo, un productor
agropecuario italiano, lo pensó de esa forma.
La dama de blanco·11

10·Guillermo Barrantes

Su compatriota, el arquitecto Mario Palanti, lo construyó. Ambos buscaban traer las cenizas del
mítico poeta italiano Dante Alighieri a la Argentina y guardarlas en el interior del palacio. Por
eso, la construcción del edificio se inspiró en la gran obra de aquel poeta: la Divina Comedia. De
ahí que los cien metros que terminó midiendo corresponden a las cien partes, o "cantos", en que
se divide el libro. Además, sus veintidós pisos coinciden con las estrofas de los versos que lo
componen.

La Divina Comedia relata, entre otras cosas, aquello que David Alleno le anticipó en la nota: el
descenso al infierno de su autor, Dante Alighieri.

Fabián ingresó al palacio por la entrada de Avenida de Mayo al 1300, en pleno centro de la
ciudad, y fue directamente hacia un hombre de uniforme azul que se asomaba por sobre un alto
mostrador de madera.

-Buenas tardes-dijo.

-Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarte?

Fabián decidió aprovechar la amabilidad de aquel sujeto para no andarse con vueltas.

-Necesitaría un poco, tan solo una pizca de las cenizas de Dante Alighieri. Es para un
experimento...digamos...científico.

El hombre se dobló de la risa. Su carcajada reverberó por todo el edificio como si fuera una
multitud la que se reía.

-Muchacho-le dijo cuando se repuso-, ese es un mito urbano. Las cenizas de Dante nunca llega-
ron a la Argentina. Lo único que puedo ofrecerte, en recompensa por el buen rato que me hiciste
pasar, es que subas a visitar el edificio, incluso, podés sacar algunas fotos con tu celular.

Fabián aceptó la propuesta y subió por las escaleras hasta el nivel más alto. Había leído que en
la cima del palacio había un faro, como esos que guían con sus luces a los barcos. Era verdad, ahí
estaba. Le sacó una foto. Sin embargo, él buscaba otra cosa. Según lo escrito por Alleno, las cenizas
de aquel que lo llevaría hasta Rufina debían estar allí, en algún lugar. Repasó la otra parte de la
nota:

¿Y si el hombre de la recepción tenía razón? ¿Y si las cenizas aún continuaban en Italia? ¿Y si


el espectro de aquel cuidador del cementerio de la Recoleta se estaba burlando de él?

Entonces, en medio de aquel mar de dudas, el faro se encendió. Fue solo un momento, como si
alguien lo hubiera prendido y apagado, pero bastó para que el haz de luz iluminara un panel
de madera, justo donde terminaba la escalera. Algo había brillado en el panel en ese instante
fugaz. Fabián fue hasta él. El techo era muy bajo en ese sector, y estaba todo muy oscuro. Ahora
se alumbró con su celular. Y cuando la luz de la pantalla volvió a iluminar el panel, aquello
brilló una vez más. Eran los rebordes metálicos de una cerradura. Fabián, de inmediato, pensó
La dama de blanco·11

10·Guillermo Barrantes

en la llave de Alleno. La sacó de su bolsillo, la metió en la cerradura y cerró los ojos. La llave
giró y el panel se abrió. Emocionado, introdujo las manos lentamente, hasta que tocó un objeto.
Lo tomó con delicadeza y lo llevó a la luz. Era una urna dorada del tamaño de una caja de
zapatos. La tapa representaba una serpiente enroscada en sí misma, mordiéndose la cola.

Entonces, Fabián sintió que le arrebataban la urna. Pensó en el recepcionista vestido de azul.
También podía ser el espectro de Barolo o del arquitecto Palanti, o una combinación de ambos.
Pensó en el mismísimo demonio. Todo esto pasó en uno o dos segundos. Hasta que vio quién
era. O más bien qué: los hilos de ectoplasma habían brotado de su otro bolsillo, se habían pegado
a la base de la urna, y ahora la sostenían en el aire. La tapa cayó...y sucedió.

Las cenizas brotaron de la urna y se unieron a los hilos de ectoplasma en un remolino


fenomenal, formando primero un contorno, luego una figura, y finalmente un cuerpo... el cuerpo
de un hombre. Algunos hilos de ectoplasma todavía colgaban de una de las manos del hombre.

-Toma-le dijo el hombre recién formado, haciendo que aquellos filamentos sobrantes
regresaran al bolsillo del que habían salido-. Tal vez los necesites más adelante.

-Gra...gracias.

-Mi nombre es Dante -se presentó el caballero-.Dante Alighieri. Y si estás aquí es porque necesitas
un guía. ¿Tu nombre?

-Fabián, señor.

-Fabián, no me trates de señor. A los poetas no nos gusta. Además, como llevo muerto setecientos
años, no soy oficialmente un señor. ¿Quién de todos te mandó?

-Alleno. David Alleno. El cuidador del cementerio de Recoleta.

-Sí, sí. Hace mucho que no me mandaba a nadie. ¿Y para qué quieres ir al infierno?

-No...yo solo busco a una chica...

-Una chica en el infierno-lo interrumpió Dante.

-No creo que Rufina...

- Rufina cuánto? -lo volvió a interrumpir el poeta.

-Cambaceres.

-Claro, la dama de blanco. Muy bien. Entonces, deberemos recorrer otros círculos.

- Círculos? -De pronto, Fabián recordó que el hombre de negro le había nombrado unos
círculos; pero necesitaba más información.

-Así como para llegar al Averno hay que atravesar nueve círculos infernales, para volver a ver
a Rufina deberemos atravesar la misma cantidad de círculos, pero estos son círculos míticos.
Tendrás que demostrar que eres merecedor de vislumbrar el Otro Lado de Buenos Aires.
¡Vamos, no perdamos tiempo! Debemos adentrarnos en el segundo círculo.

-¿Segundo?
La dama de blanco·11

10·Guillermo Barrantes

-Sí, Fabián, acabas de atravesar el primero, el de los fantasmas pacíficos, como David Alleno o
como yo. Ahora las cosas se pondrán un poco más peligrosas.
La dama de blanco·11

10·Guillermo Barrantes
La dama de blanco·11

10·Guillermo Barrantes

Fabián siguió a Dante escaleras abajo, y luego por un pasillo que terminaba en una puerta.
Cuando la abrieron salieron. Caía la tarde y las sombras se enrojecían en Buenos Aires. El
poeta le hizo señas a un taxi. El vehículo que se detuvo dejaba bastante que desear. Era un
modelo viejo y el traqueteo de su carrocería pedía una visita urgente al taller mecánico.
Igualmente, subieron.

-Al Parque Rivadavia, por favor -indico Dante.

El chofer gruñó, el taxi chirrió, y arrancaron.

Entonces, Fabián reparó en las manos del conductor. ¡Aquellos dedos en el volante no solo
mostraban la palidez de los huesos...Eran solo eso! Huesos! Falanges apenas cubiertas con
unos colgajos de carne putrefacta.
Se trataba de las manos de un muerto. O de la Muerte.

Fabián desvió la vista hacia Dante. El poeta, adivinando en su mirada la pregunta, sonrió y
asintió con la cabeza.

Ese era el taxi del que hablaban las leyendas urbanas, ese que era manejado por la misma
Parca, ese cuya tarifa era un alma.

-Ella es una vieja conocida-lo tranquilizó Dante-.

Nos llevará gratis. Me adeuda un par de favores. De la que debes preocuparte es de nuestra
próxima visita, la guardiana del segundo círculo mítico.

La Muerte aceleró y Fabián se hundió un poco más en el asiento.

-Hace unos ciento cincuenta años, donde hoy está el Parque Rivadavia, en pleno barrio de
Caballito, se alzaba la mansión de la familia Lezica-continuó el poeta-. En aquel tiempo, todos
los martes se daban grandes fiestas en la casona; y en esas celebraciones, se le asignaba a cada
sirviente una función específica...salvo a la planchadora. Esta esclava negra se desempeñaba
en un patio exterior, totalmente sola, planchando pilas y pilas de ropa con una plancha a
carbón.

- Por qué hacían eso con la mujer? -quiso saber Fabián.

-Se dice que la planchadora era muy hermosa, y las mujeres de la casa no querían
competencia a la hora de coquetear con los galanes invitados. Así fue hasta que cierto martes,
cuando la fueron a buscar luego de terminada la fiesta, y la encontraron muerta al pie de un
ombú del patio.

- Qué le pasó?

-Puedes preguntárselo a ella.


La dama de blanco·11

10·Guillermo Barrantes

Con un nuevo gruñido de su conductora, el taxi se detuvo. Habían llegado al Parque


Rivadavia.

-A los fantasmas pacíficos les siguen los fantasmas enfadados-continuó Dante-. Y la


planchadora los representa muy bien. Pocos resisten un encuentro directo con ella, pero si
anhelas llegar a Rufina...

Dante estiró la mano y abrió la puerta para que Fabián bajara. Entonces, respiró profundo
y salió del auto. Antes de cerrar la puerta del vehículo, Dante le regaló un verso:

Así como es de esperar


que pueda atacarte el asma,
volverás a respirar
si recuerdas el ectoplasma.

El parque estaba desierto. No había chicos corriendo, ni artesanos vendiendo sus


creaciones, ni perros. Fabián juraría que incluso no había pájaros sobre los árboles, ni uno solo
cantándole al crepúsculo. Lo único que hacía algún tipo de sonido era el viento. Corrientes de
aire helado aullaban entre los troncos, entre los restos descascarados de un muro, tal vez una
parte de la desaparecida mansión de los Lezica.

Lo primero que vio fue una sombra ardiente, a lo lejos, que parecía acercarse. Luego,
despareció...para volver a materializarse, de repente, a unos diez metros de Fabián. Ahora la
sombra mostró contornos propios de un cuerpo femenino.

Tuvo miedo.

Sí, era la esclava asesinada de la que le habló Dante. Aún llevaba la plancha en la mano.
Fabián, a través de su terror, vislumbró que algo andaba mal con aquella silueta, algo...como
un vacío.

Pero la figura volvió a desaparecer sin darle tiempo a descubrirlo.

Uno, dos segundos de soledad, de aquel aire gélido exhalado por el parque. ¡Bastó un
pestañeo para verla de nuevo...¡a tan solo cinco o seis pasos de él! Entonces, lo supo: ¡aquel
amante celoso no se conformó con matarla... ¡la había decapitado! Ese vacío que pudo percibir
era la falta de una cabeza sobre los hombros.

Fabián hubiera preferido que aquel espectro gritara, maldijera o, al menos, que arrastrara
unas ruidosas cadenas tras él. Porque lo que hacía aún más aterradora semejante aparición
era la ausencia de sonido, el silencio que la acompañaba. Ese fantasma quería gritar su locura,
pero no tenía boca...

Aunque no podía gritar, el espíritu de la esclava llevaba en lo alto la plancha de carbón al


rojo vivo, lista para dejarla caer sobre la temblorosa humanidad de Fabián.

Ante el avance de la planchadora decapitada, Fabián retrocedió y tropezó con las raíces de
un ombú y cayó de espaldas. El suelo del parque parecía una capa de hielo.
La dama de blanco·11

10·Guillermo Barrantes

Como Fabián sí tenía boca para gritar, lanzó un alarido tremendo ante ese espanto del más
allá que iba en camino de abalanzarse sobre él.

Pero la desesperación, la profunda desesperación del que sabe inminente su final entre los
vivos, siempre produce una última opción, como el manotazo que lanza aquel que está a
punto de ahogarse. El manotazo de Fabián consistió en meter la mano en el bolsillo de su saco
y extraer el último resto de ectoplasma que aún guardaba. Y sucedió que los filamentos
blanquecinos saltaron de los dedos de Fabián hacia el vacío sobre el cuello cercenado de la
planchadora, y reptando en el aire, uno sobre el otro, fueron tejiendo la cabeza faltante de la
mujer.

Como bien supuso Fabián, la planchadora gritaba, pero recién ahora, gracias a su flamante
cara de ectoplasma, pudo escuchar ese grito. Era atroz. Una mezcla de graznido y llanto
desgarrador.

A pesar de que se trataba de una máscara blanque-cina que imitaba la cabeza original, a
pesar del gesto extraño, se notaba que había sido hermosa.

La plancha cayó a un costado y empezó a quemar el césped. Las dos manos de la mujer
palparon la nueva cara. Enseguida, dejó de gritar y se puso a reír.

-Al fin-murmuraba entre carcajadas, sin dejar de tocarse los filamentos que formaban su
cara-.Al fin.

Fabián aprovechó la distracción de la planchadora para ponerse de pie y correr hasta el taxi,
que permanecía en el mismo lugar donde él había bajado.

-Casi te perdemos, hijo -comentó Dante apenas Fabián subió al vehículo-. Aquí, con mi
amiga, apostamos acerca de si eras capaz de lograrlo. Ahora ella me debe un poco más que
antes.

La Muerte gruño y el taxi se puso en marcha.

-Tu verso, el del ectoplasma, lo recordé justo -le dijo Fabián al poeta-.Gracias.

Lo último que vio Fabián a través de la ventanilla fue una imagen pesadillesca: la
planchadora seguía riéndose, seguía palpándose las facciones, mientras las llamas que ahora
brotaban del pasto comenzaban a abrazarla.
La dama de blanco·11

10·Guillermo Barrantes
La dama de blanco·11

10·Guillermo Barrantes

Otro gruñido. Otra frenada. Otro parque. La noche había caído en Buenos Aires. Noche de
luna llena.

-Estamos en el barrio de Versalles-anunció Dante-, más precisamente en la plaza Ciudad de


Banff.

-Qué nombre extraño -comentó Fabián.


-No tanto como llegar a ella en un taxi manejado por la Muerte, junto con un poeta fallecido
hace cien-tos de años-Dante sonrió y continuó-: Banff es el nombre de una pequeña ciudad
escocesa donde San Martín fue declarado ciudadano ilustre.

-iSan Martín?

-Sí,don José de San Martín, el Libertador. Aquel via-je a Escocia en 1824 por parte del general
fue muy mis-terioso. Pero esa es otra historia. Aquí,en esta plaza,hay otra cosa misteriosa, y
deberás enfrentarte a ella.

Dante le puso en la mano un revólver y lo cargó con dos pequeños proyectiles plateados.

-Balas de plata-dijo Fabián-. No me digas que...

-Sí-lo interrumpió el poeta-. La condecoración de San Martín en Escocia no es el único lazo


entre esta plaza y Gran Bretaña. La leyenda urbana asegura que, hace varias décadas, a Versalles
llegó un cargamento proveniente de Inglaterra. El cargamento incluía parte

de la estructura de lo que luego fue el Mercado Municipal. Lo que nadie sabía era que, escondido
en aquella estructura, había un hombre maldito, un inglés que se convertía en lobo en noches
como estas. Hoy sigue apareciéndose en esta plaza y odia el metal plateado, pero recuerda:

Si bien es sabido
que la plata mata hombres lobo,
también es conocido
que la goma los deja bobos.
Dicho esto, Dante estiró el brazo y abrió la puerta del lado de Fabián, quien guardó el arma y
bajó.
La dama de blanco·11

10·Guillermo Barrantes

La noche se sentía un poco menos fría que la última en el cementerio. Tal vez fuera por el disco
entero de la luna que flotaba allá arriba, en el cielo oscuro, y que con su luz interrumpía el aire
negro y helado.

En la plaza, creyó ver a un niño o una niña jugando, aunque un instante después reconoció
que era muy tarde para que alguien de esa edad estuviera ahí solo. Además, al fijarse mejor, vio
que aquella sombra era muy grande. Además, los niños no suelen aullarle a la luna. Porque eso
fue lo que sucedió: ahí, subida a lo más alto del tobogán, la sombra le aulló a la luna llena.

Entonces, volvió a pasarle lo mismo que en el Parque Rivadavia: retrocedió, asustado y, al


tropezar, cayó al suelo, pero ahora, en vez de raíces de ombú, lo que le provocó la caída fue uno
de los tachos de basura del parque.

Con el golpe, el arma se disparó no una, sino dos veces. Las balas surcaron la noche sin un blanco
definido. Así que ahora estaba desarmado, tirado en el piso y con el contenido del cesto sobre el
regazo y las piernas. Había papeles, envoltorios de todo tipo de golosinas, botellas de plástico y
hasta una ojota.

Cataplum,cataplum,cataplum...

Aquel retumbar era peor que el aullido.

Cataplum,cataplum,cataplum...

Fabián no tuvo dudas: los disparos habían revelado su presencia. Eso que retumbaba eran las
patas de una bestia sobrenatural corriendo hacía él, la misma que había aullado a la luna. Y a
la única bestia sobrenatural que se le daba por hacer esas cosas era al lobizón.
Cataplum,cataplum,cataplum...
Derribando dos árboles con sus garras, apareció aquel monstruo mitad hombre, mitad lobo.
Erguido, mediría un poco más de tres metros. Su espeso pelaje
brillaba bajo la luz lunar, aunque no tanto como la saliva que le chorreaba de las fauces.
La bestia le clavó los ojos rojos, se pasó la lengua

por los colmillos y...


Cataplum,cataplum, cataplum...
Paralizado por el terror, el único músculo que podía mover era su cerebro. Así que pudo
recordar el verso de Dante. Como ya no tenía balas de plata, pensó en lo que habría querido
decir el poeta con eso de "la goma los deja bobos”.
Cataplum,cataplum,cataplum...
Lo único de goma que tenía a mano era...

El lobizón saltó para dar la dentellada fatal y entonces Fabián tomó esa ojota de goma media
rota que había caído del cesto de basura y alcanzó a pegarle justo entre los ojos.

¿Qué podría hacer un “ojotazo”, por más fuerte y certero que fuera, contra un monstruo en
pleno salto sobrehumano? Pues, lo anunciado en el verso de Dante: cuando el lobizón tocó tierra
ya se había convertido en un hombre. La cara de aquel caballero era la de alguien desconcertado.
Los deja bobos...
La dama de blanco·11

10·Guillermo Barrantes

-Excuse me -le dijo el hombre en un perfecto inglés. Y luego se fue corriendo.

Fabián guardó la ojota salvadora en uno de sus bolsillos y, respirando aliviado, regresó al taxi.
La dama de blanco·11

10·Guillermo Barrantes
EI taxi se detuvo en la esquina de Sarmiento y Salguero, en el barrio de Almagro. Esta vez la Parca
no gruño y Dante se mantuvo en silencio. El semáforo estaba en rojo. No había otro auto, ni
siquiera algún caminante nocturno a la vista. Pero, de pronto, apareció un mimo.

Lo vio aparecer avanzando por la senda peatonal. Se detuvo justo frente al taxi y, sin perder un
momento, comenzó a desplegar su show.

Fabián no era un fanático de la pantomima, pero tenía que reconocer que el otro era realmente
bueno. Con sus manos, palpaba paredes que no existían, con sus pies subía escaleras invisibles,
como haría cualquier mimo; pero sus movimientos eran...diferentes. Daba la sensación de que
era capaz de adquirir casi cualquier postura, como si sus huesos fueran flexibles.
El artista terminó su rutina arqueándose hacia atrás, como si su columna vertebral fuera de
hule, haciendo parecer una pavada las piruetas de Neo en la película Matrix. Cuando el semáforo
cambió a amarillo, Fabián imaginó que el mimo vendría a buscar su recompensa, lo que ellos tres
como espectadores quisieran pagarle por el show. Y la verdad era que se lo había gana-do. Sin
embargo, el mimo, simplemente, dejó el centro de la calle, y se perdió por el mismo costado por
el que había aparecido.

El semáforo se puso en verde. La Muerte no gruñía. El taxi no arrancaba.

Pero Dante rompió el silencio lanzándole a Fabián una pregunta:

-¿Lo conocías a Xavier, el mimo?

-El de recién? No.

-Nunca escuchaste su historia, entonces.

-Jamás.

-Pues, el mito urbano asegura que aquí, en la esquina de Sarmiento y Salguero, un artista de la
pantomima, que dicen que se llamaba Xavier, hacía su rutina callejera frente a los automovilistas
que se detenían frente al semáforo. Pero cierto día, uno de estos conductores, tan impaciente como
impiadoso, no esperó la luz verde, y menos que Xavier terminara su show. Apretó el acelerador
y atropelló al mimo, quien quedó tendido sobre el asfalto, con los huesos rotos, sin vida.

-Entonces, el mimo que vimos recién...


La dama de blanco·11

10·Guillermo Barrantes

-Es el guardián del cuarto círculo mítico, el representante de los muertos vivos.

-Muertos vivos?

-Exacto. La leyenda cuenta que un grupo de amigos de Xavier, mimos también algunos de ellos,
llevaron el cadáver del malogrado artista a la casa de un chamán, un brujo que mediante un ritual
despertó la conciencia de Xavier a la pseudovida de un zombi.

-Un mimo zombi...en Buenos Aires-Fabián no dejaba de sorprenderse-

Y aquí viene lo peor: se dice que Xavier sigue realizando su número de pantomima, en la
esquina de siempre, pero ahora lo hace con otra intención.

En ese preciso instante, una cara maquillada de blanco y rojo se pegó a la ventanilla del lado de
Dan-te. ¡Era el mimo, era Xavier! Fabián notó que lo blanco era pintura, pero lo rojo... lo rojo era
sangre. Incluso podían percibirse trozos de hueso asomando entre la carne de las mejillas. Por
eso sus movimientos eran tan extraños: su cuerpo continuaba tan roto y descoyuntado como
después de ser atropellado. Los ojos del muerto vivo tenían un brillo líquido, como los de un
pez. Y giraban de aquí para allá, como intentando ver algo a través del vidrio, algo dentro del
taxi.

-Ahora Xavier da su show-continuó Dante-para luego fijarse en cada auto que se detiene frente
al semáforo, para mirar en su interior en busca de su asesino y darle su merecido. Y como todos
los zombis son medio miopes...suele creer que cualquiera es ese hombre.

Entonces, los ojos del mimo dejaron de bailar en sus cuencas deformadas y coincidieron en
observar a Fabián. Dante estiró la mano para poder abrirle la puerta una vez más.

-Corre-fue el único consejo que le dio el poeta.

Y Fabián obedeció de inmediato. Corrió por las calles de Almagro, y a pesar de algún que otro
tropiezo y de su desesperación, en esta ocasión su nuevo perseguidor, aunque se movía bastante
rápido para ser un zombi, no era tan veloz como los anteriores. Para terminar de despistar a
Xavier, Fabián se metió

en un pasaje. Cuando llegó al final del callejón, se dio cuenta de su error: no tenía salida. Podía
intentar trepar el alto enrejado que daba a las vías del tren, pero era demasiado tarde: Xavier
acababa de descubrir su escondite y ya arrastraba sus destrozados pies por el angosto corredor.
Se acercaba a Fabián con sus ojos de pez nadando en el poco maquillaje blanco que aún le
quedaba en la cara.
La dama de blanco·11

10·Guillermo Barrantes

Otra vez acechado por un ser mítico, pero ahora no tenía con qué defenderse. Ni balas de plata,
ni ectoplasma, ni siquiera una de esas advertencias en forma de poema de su guía. Solo guardaba
la ojota encontrada en la plaza de Versalles. Veía difícil que aquel viejo calzado también
ahuyentara mimos zombis.

Fabián sintió una vibración en la pierna. Primero pensó que se trataba del temblor propio del
miedo. Pero no, era su celular. Lo extrajo del bolsillo pensando más en usarlo como arma
arrojadiza contra aquel muerto vivo que en atender el llamado. En la pantalla se leía "Número
desconocido". Xavier seguía acortan-do la distancia. Seis... cinco... cuatro metros.

-Hola,hola

Sin querer, con sus dedos vacilantes, Fabián había atendido la llamada. Juraría que era la voz
de Dante la que sonaba al otro lado de la línea. El poema a través del teléfono le confirmó que se
trataba de su guía:

En el pasillo de Pedro,
podrás, amigo, salvarte,
si te das cuenta, en serio,
que la clave está en el arte.

La llamada se cortó. Fabián guardó el celular y levantó la vista. Allí, en el muro, justo arriba
suyo, un cartel indicaba el nombre de aquel pasaje: Pedro Laredo. En el pasillo de Pedro.

Tres metros... dos...el mimo ya casi lo atrapaba.

El arte... la clave está en el arte.

¡Claro! Era absurdo, pero... qué otra cosa podía hacer?

Fabián, como si él también fuera un mimo, dibujó en el aire, con sus dedos, entre él y Xavier,
una pared; en el interior de esa pared dibujó una puerta, y luego hizo la mímica de cerrarla con
llave.

Y sucedió que, justo cuando el muerto vivo extendía sus brazos descoyuntados hacia él,
¡chocó contra su pared invisible!

Era ahora o nunca.


Fabián trepó el enrejado, mientras el mimo zombi parecía querer forzar con desesperación el
picaporte de aquella puerta imaginaria, sin poder transponerla.
La dama de blanco·11

10·Guillermo Barrantes

Fabián saltó a las vías férreas y, cuando encontró un paso, volvió a las calles. Allí lo esperaba
el taxi.

-No sabía que tenías celular-le dijo Fabián a Dante apenas subió al auto.

-No era mío-le respondió el poeta-. Ella me prestó el suyo.

Ella era la Muerte y estaba al volante.


La dama de blanco·11

10·Guillermo Barrantes

Si había algo peor que caminar solo por el interior del tren fantasma de un parque de diversiones,
era caminar solo por el interior del tren fantasma de un parque de diversiones... ¡abandonado!
El taxi que llevaba a Fabián y Dante había llegado al Parque de la Ciudad, también conocido
como Interama, un enorme parque de diversiones abandonado del barrio porteño de Villa
Soldati.
Fabián se acordaba de él. Sus padres lo habían llevado cuando tenía seis o siete años. Las
montañas rusas, los carruseles, los autos chocadores...seguían funcionando en su memoria, en el
recuerdo de aquel día. Ahora, el Parque de la Ciudad era un manojo de juegos en ruinas
abrazados por el óxido y la vegetación.

Lo que Fabián acababa de enterarse era que según la leyenda urbana una familia de vampiros,
chupasangres como Drácula, aunque estos serían descendientes de uno que azotó la provincia
de Tucumán entre 1950 y 1960, vivían allí, entre los esqueletos de los diferentes juegos mecánicos.
Más específicamente, en el interior de lo que fue el tren fantasma.

Así que ahí se encontraba ahora, caminando por las vías retorcidas de aquel tren, iluminado
por la linterna de su celular, al que no le quedaba mucha batería, y recordando el poema que su
guía le recitó antes de bajar del taxi:

Cuando creas que perdiste


con esta gente draculesca,
el único juego que resiste
te salvará de la gresca.

Una mujer decapitada que no era la planchadora de Parque Rivadavia, un lobizón que no era
el de Versalles, un zombi que no era el mimo de Almagro...todo eso alumbró su celular. Eran
figuras que se alzaban a ambos lados de la vía, y que, a pesar de ser de cartón pintado, metían
miedo, o al menos generaban escalofríos en la espalda de Fabián. Luego de un sector don-de
hilos de algodón colgaban del techo a manera de telarañas, Fabián llegó a una escenografía que
simulaba un cementerio. Y allí, posadas en tres lápidas diferentes, había un trío de gárgolas,
menos deterioradas y más realistas que los monstruos anteriores.

La linterna de su celular se apagó. Fabián lo sacudió y volvió a prenderse. En la pantalla, leyó


que estaba casi sin batería. Pronto necesitaría recargar su celular. Apuntó el haz de luz
nuevamente hacia las lápidas...y las gárgolas ya no estaban. O sí, pero paradas delante de él,
mirándolo fijamente, mientras sonreían mostrando unos filosos colmillos.
Fabián corrió como un poseído, volviendo sobre sus pasos, alumbrando con la cada vez
más tenue luz de su celular, mientras oía el batir de alas, los chillidos, las risas de los
vampiros a su alrededor.

Cuando salió del tren fantasma, tenía a uno de ellos posado sobre los hombros, como antes
lo había visto sobre aquellas lápidas de cartón. A punto de que el maldito le hincara sus
colmillos, Fabián utilizó la última energía de la batería del celular para sacarse una selfie. El
flash hizo chillar al vampiro. El monstruo alzó vuelo y se alejó, pero tanto ese como los otros
dos no tardaron en contraatacar.

De noche, no había sol que ahuyentara a esas criaturas, y Fabián no tenía carga para otra
foto. Tampoco guardaba en los bolsillos algún crucifijo o ajos para repelerlos. La ojota no le
parecía un arma realmente adecuada. Lo único que tenía era el verso del poeta. Pero esta vez
el consejo de su guía parecía inútil. Allí todo se hallaba en ruinas, no había ningún juego en
buen estado que pudiera salvarlo.

Aunque...

Justo frente al tren fantasma, Fabián divisó una puerta desvencijada, y sobre ella un cartel
que rezaba "Laberinto de espejos”. Corrió hasta la abandonada atracción y traspuso el pórtico
cubierto por la herrumbre.

Esta vez, la luna llena jugó a su favor. A través de las ventanas rotas, los rayos lunares
alumbraban el interior del recinto, multiplicados por el rebote en los diferentes espejos del
laberinto. Fabián percibió que la mayoría de los cristales de esos espejos, salvo alguna que
otra rajadura, estaban intactos. O sea, podría decirse que aquel juego del parque de
diversiones aún resistía.

Cuando Fabián oyó un rechinar terrible, como si hubieran arrancado de cuajo la puerta de
entrada, supo que los vampiros habían ingresado al lugar. También sintió sobre los hombros
nuevas y bestiales garras. Lo que lo salvó de la mordida, en esta ocasión, fue el primer espejo
del laberinto: el vampiro no soportó ver su imagen reflejada en el cristal y cayó al suelo con
un chillido.

Fabián corrió por aquellos corredores retorcidos, y cada vez que alguno de los vampiros
estaba por darle caza, un espejo volvía a salvarlo, reflejando al maldito y dejándolo fuera de
combate por un rato. Terminó saliendo por una puerta lateral, igual de desvencija-da que la
primera. Vio el taxi estacionado junto a la base de la Torre Espacial, una torre altísima, de
más de ciento cincuenta metros, que aún se mantenía de pie en el parque.

Subió al vehículo para escapar definitivamente de aquellas criaturas de ultratumba.

Nunca estuvo tan contento de tener tan cerca a la Muerte.


La dama de blanco·11

10·Guillermo Barrantes
Fabián miraba por la ventanilla cuando escuchó: -Te mereces un descanso -le dijo Dante mientras el
taxi avanzaba hacia su próxima parada-. Has enfrentado valientemente a los representantes de cada
círculo y has descubierto la clave para vencerlos.

- ¿Entonces, no iremos ahora hacia el próximo círculo mítico?

-Sí, pero este es diferente. La representante del sexto círculo entrelaza los destinos de todos los
habitantes de Buenos Aires. Ella es quien me dio los consejos que te di, aunque luego yo los convertí
en verso. Es un trabajo en conjunto. Pero este último consejo te lo debe dar ella, sin intermediarios.

-Y cuál es el desafío?

-Solo puedes formular una pregunta. Ella te responderá. La utilidad de esa respuesta dependerá
de lo que le hayas preguntado. Por eso, el desafío es formular la pregunta correcta.

El taxi se detuvo junto a un nuevo espacio verde.

-Hemos llegado-anunció Dante y volvió a abrirle la puerta-. Debes hallarla en el interior de este
jardín inmenso: el Parque Avellaneda.

-Y cómo la encuentro? ¿Cómo la reconozco?

-Te darás cuenta. La encontrarás tejiendo el porvenir de cada uno de nosotros.

Los faroles que asomaban entre los árboles crea-ban un oasis de luz amarillenta en medio de la
noche, dándole a los senderos del parque tonalidades sepias. Fabián se sentía caminando dentro de
una foto antigua. En una de las tantas encrucijadas, divisó una figura blanca sentada sobre un
bloque de piedra. Se acercó hasta ella. Era una anciana, una anciana indígena con un tejido sobre su
falda. Lo miraba a él como si lo hubiera estado esperando.

En otro momento de su vida, aquel encuentro hubiera sido, como mínimo, inquietante, extraño.
Sobre todo, porque esa mujer que lo miraba era una estatua. Pero como en las últimas dos noches
La dama de blanco·11

10·Guillermo Barrantes

lo extraño se había convertido en algo familiar, Fabián formuló su pregunta. Si ya había recibido
una nota procedente de la escultura mortuoria de un cuidador, por qué no esperar una respuesta
de una tejedora de piedra?

- Volveré a ver a Rufina? -fue su pregunta.

Sopló una brisa, aunque bien pudo haber sido el suspiro de la tejedora. ¿No había pestañeado,
además? ¿Sus manos no se habían movido levemente, acomodando el tejido?

Entonces, una voz sonó dentro de la cabeza de Fabián. De inmediato, supo que era la voz de la
tejedora. La verás en el próximo círculo, más solo si la contemplas podrás mantener la esperanza,
dijo. La brisa se detuvo. Fabián hubiera jurado que el mismo tiempo había dejado de correr.
Cuando entró al taxi, Dante se alegró.

-Excelente, hijo-le dijo el poeta mientras el gruñir de la Parca y el quejido del motor poniéndose
en marcha se confundían-. Has hecho la pregunta adecuada.

-¿Cómo lo sabés?
-Porque hubo un pequeño detalle que evité contarte: cualquier otra pregunta hubiera enfurecido
a la tejedora y te hubiera matado.
La dama de blanco·11

10·Guillermo Barrantes
De pronto, Dante le pregunto:

-Que es una salamanca?

-Me suena a una ciudad- arriesgo Fabian.

-Muy bien. Es una ciudad española. Pero también se le dice así a un tipo de cueva donde se
reunían antiguamente las brujas. En el interior de estas cavernas, hechiceros y hechiceras de todo
el mundo compartían pócimas, brebajes nefastos y nuevas maldiciones mientras comían y
bailaban sin parar.

El taxi se detuvo. Lo primero que Fabián observó por la ventanilla fueron los carteles que
indicaban que era la esquina de Rodríguez Peña y Paraguay. Y lo segundo...

-En este preciso lugar-continuó Dante-, junto a aquel ombú...

Pero Fabián ya no lo escuchaba. La tejedora había tenido razón. Ahí, en esa esquina, con el
mismo vestido blanco, con las mismas lágrimas en los ojos, estaba Rufina.

Bajó del auto y fue directamente hacia ella. Estaba junto al ombú, ese mismo ombú del que le
había empezado a hablar el poeta. Le puso la mano en el hombro y ella lo miró. Otra vez esos ojos
achinados, esas mejillas pálidas, ese pelo negro. Y otra vez esas palabras en su cabeza:

No la pierdas...

De pronto, reconoció aquella voz en su cabeza: era la voz de la tejedora, siempre lo había sido.

-No voy a perderte -dijo Fabián y Rufina sonrió.

Quería besarla, era lo que más ansiaba.

La dama de blanco cerró los ojos para recibir aquel beso, y justo cuando Fabián se disponía a
cerrar los suyos, sucedieron dos cosas. La primera fue ese olor. Un tufo ácido, como de algo
podrido, que parecía salir por entre los labios entreabiertos de Rufina. Y fue ese hedor lo que lo
alertó y le permitió apreciar la segunda cosa. Por detrás de la chica pasó una sombra y luego dos
La dama de blanco·11

10·Guillermo Barrantes

más. Fabián tardó un segundo en darse cuenta de que esas figuras sombrías eran el hombre de
negro, aquel que había conocido en el cementerio de la Recoleta, y sus dos incansables
perseguidores. Uno de estos últimos, al pasar, giró la cabeza hacia Fabián, para luego volver a
dirigir la atención hacia su presa. Aquel hombre llevaba anteojos espejados.

La voz de la tejedora volvió a sonar en su mente: La verás en el próximo círculo, más solo si la
contemplas podrás mantener la esperanza.

Así como "salamanca" no era lo mismo que "salamandra", "ver" no era lo mismo que
"contemplar". Contemplar algo involucra una mirada más profunda de ese algo, más diversa,
desde otro ángulo.

A Fabián, ese otro ángulo se lo dieron los anteojos de aquel hombre. En ese instante fugaz en que
pareció mirarlo, Fabián pudo verse reflejado junto a su amada en esos cristales espejados. Pero en
el reflejo no estaba a punto de darle un beso a Rufina...sino a un engendro, a una cosa flaca y
peluda, con una nariz monstruosa emergiendo de lo que parecía una cara tan alargada como
arrugada.

Fabián retrocedió de inmediato, y a pesar de que ahora volvía a ver a la hermosa Rufina delante
de él, sabía que no era ella.

-Si llegabas a besar a esa maldita, te hubiéramos perdido para siempre-le dijo Dante apenas
subió al taxi.

-La tejedora me ayudó-Fabián hablaba aún impresionado-. La tejedora y unos anteojos


espejados. ¿Qué era aquella cosa?

-Antes de bajar del auto como poseído, te estaba contando que ese ombú que se alza en la esquina
de Rodríguez Peña y Paraguay es lo único que queda de un bosque donde, hace muchos años,
cuando Buenos Aires recién nacía, se abría una de estas cuevas llamadas salamancas. Hoy la cueva
ya no existe, pero las brujas siguen llegando guiadas por antiguos mapas.

-Entonces, esa...

-Esa que casi besas era una bruja que te hechizó valiéndose de tus recuerdos.

-Casi lo consigue.

-Casi te perdemos.

-Casi la pierdo.

No la pierdas...
La dama de blanco·11

10·Guillermo Barrantes

Esta vez el taxi se detuvo en la esquina de Triunvirato y Avenida de los Incas.-Lo que resta de
camino deberás seguirlo a pie-anunció Dante y le señaló una calle-.Aquella es Cádiz.

-Otra ciudad española-comentó Fabián, recordando uno de los significados de “Salamanca".

-Es verdad. Parque Chas es un barrio donde muchas de sus calles y pasajes llevan nombres de
ciudades europeas. Por Cádiz ingresarás a él. Pero debes ir con mucho cuidado: allí adentro
podés perderte para siempre.

-Es cierto. Escuché muchas historias acerca de gente que, supuestamente, nunca pudo salir
del barrio.

-Exacto, es un laberinto urbano. Sus calles parecen trenzadas entre sí por la misma tejedora.
Por eso te dejamos aquí. Ningún taxi, ni siquiera el que maneja la Muerte, se anima a entrar a
Parque Chas.

Su guía le abrió la puerta para que bajara y continuó:

-Caminando por Cádiz llegarás a la esquina de Bauness y Bauness.

-La esquina de Bauness y...-Fabián creyó haber escuchado mal el nombre de la segunda calle.

-Bauness y Bauness-repitió el poeta.

-Pero...una esquina formada por la misma calle es absurdo.

-En Parque Chas todo puede pasar. Se dice que el mismo Diablo perdió el poncho en algún
lugar de este barrio. Y hablando del Señor de las Tinieblas: uno de sus demonios maneja el único
colectivo que se anima a entrar ahí. Debes tomarlo en esa esquina imposible. Es el único que
puede llevarte al último círculo mítico, donde se alza la otra Buenos Aires.

-O sea, que...aquí nos separamos.


La dama de blanco·11

10·Guillermo Barrantes

-Exacto, Fabián. Lo has hecho muy bien.

- No hay un último consejo? ¿Un verso final?

-El último consejo te lo dio la tejedora en persona, o mejor dicho, en piedra. Y el verso final
deberás escribirlo vos mismo.

-Y ahí...en esa otra Buenos Aires... ¿estará ella?

-Eso espero. Te lo merecés. Se nota que la amas.

Fabián abrazó a Dante. Sentía tan real a aquel hombre, le había tomado tanto cariño que le
parecía mentira que hubiera muerto hacía tantos años.

-Gracias por ser mi guía -le dijo al poeta, y luego miró hacía el asiento de adelante-. Y gracias
a usted también...señora.

La Muerte gruñó. Fabián lo tomó como un "de nada". La puerta se cerró y el taxi arrancó.
Fabián observó al vehículo alejarse hasta convertirse en un fragmento más de noche, de esa larga
noche.

Cádiz, Bauness y... Bauness. Era verdad, la esquina existía. No había transcurrido ni un minuto
cuando escuchó el ruido de un motor. Por Bauness y Bauness (Por que otra calle si no?) se
acercaba un colectivo. El número que llevaba impreso en el frente era el 187. A un costado del
número decía en letras rojas "INFIERNO", al otro costado, "LA OTRA BUENOS AIRES".

Alzó el brazo ante aquel colectivo de la misma manera que lo hacía cuando paraba el 12 casi
todas las mañanas. El vehículo se detuvo con un crujido de hierros estrangulados y un
chisporroteo multicolor. Fabián subió.

El interior estaba repleto. Gente sentada, gente parada, gente trepada a las paredes, colgando
del techo. Y también, mezclados entre las personas, había otro tipo de criaturas. Todas parecían
igualmente peligrosas.

-No hace falta que saque boleto -le dijo el demonio de piel escamosa y cuernos amarillentos
que conducía el colectivo-. Eso sí, avíseme cuando quiera bajar porque el timbre no funciona.

¿Avisarle? ¿No lo llevaría directo a su destino?

Fabián no tardó mucho en darse cuenta de que el recorrido de aquel colectivo incluía varias
paradas. Y en esas paradas algunos seres bajaban y otros tantos subían. Lo que se apreciaba a
través de las ventanillas, allí afuera, cada vez que el colectivo se detenía, no era nada alentador.
Aquellos eran lugares infernales: árboles de fuego, ríos de lava, lluvias de ojos, personas
desesperadas huyendo de todo tipo de monstruos. Y entonces supo que el verdadero peligro no
se encontraba allí, entre los pasajeros, sino al bajarse en la parada equivocada.
La dama de blanco·11

10·Guillermo Barrantes

El colectivo se detuvo una vez más, y entonces Fabián observó que, en realidad, lo que veía a
través de los cristales roñosos del vehículo no era tan terrible. Divisaba la orilla de un lago de
aguas muy tranquilas y lo que parecía ser nieve cayendo desde un cielo entre gris y azul.

Tendría que ser su parada. Debía decidirse, y así lo hizo. Se acercó a la puerta trasera del
colectivo, que aún se mantenía abierta, y comenzó a bajar por la escalera. Entonces, sintió que lo
tomaban de los hombros por detrás, y lo volvían a arrastrar al interior del vehículo.
La puerta se cerró, el chofer hizo entrechocar sus cuernos y el colectivo se puso en marcha.

Aquel que le impidió bajar volvió a ocupar el último asiento de la fila doble. Fabián se apresuró
a sentarse junto a él. Era el hombre de negro del cementerio de Recoleta.

-Si bajabas en ese lugar-le explicó-hubieras sufrido el frío más atroz durante dos o tres
eternidades, dependiendo de tu conducta. Ese lago que viste lleva congelado desde antes que
existiera el mundo.

-Gracias-dijo Fabián-, gracias otra vez. ¿Y los dos hombres que te persiguen? Me pareció verlos
tras tus pasos en la esquina de Rodríguez Peña y Paraguay, cerca de un ombú.

-Ellos no pueden subirse a este colectivo -le respondió poniéndose de pie-. Tu parada es la
próxima, igual que la mía.
La dama de blanco·11

10·Guillermo Barrantes
La dama de blanco·11

10·Guillermo Barrantes

Ellos dos fueron los únicos en bajar en la siguiente parada.

-Este es el último círculo mítico, el reverso de la ciudad-le dijo el hombre de negro-.


O también pue-de decirse que es el primero, depende de cómo lo veas.

A simple vista, se encontraban en una esquina de Buenos Aires. O algo parecido a Buenos
Aires. Justo frente a ellos, cruzando la calle, dominaba el paisaje un parque de diversiones.
Pero este estaba en ruinas, como aquel que servía de hogar para criaturas mitad gárgolas,
mitad vampiros. Todo lo contrario. En medio de la noche, sus luces resaltaban como una
galaxia en el espacio. En ese momento, Fabián pudo ver cómo el carrito de una montaña rusa
caía desde lo más salto. El viento, además de acercarle el olor a algodón de azúcar, a pochoclo
y a manzanas acarameladas, le trajo los gritos y las posteriores risas de los emocionados
pasajeros.

-Esta es la esquina de Callao y Avenida del Libertador. Y ese parque es el mítico Italpark.
En nuestra Buenos Aires cerró allá por 1990, en cambio, de este lado, abrió en ese mismo año.

-Entonces, todo lo que muere allá, de alguna manera, nace acá-dedujo Fabián.

-No es tan sencillo. No todo .No todo.

Los ojos del hombre de negro, de pronto, se hicieron tan brillantes que se confundieron
con las luces del parque. Era un brillo que vibraba, un brillo líquido, de lágrimas
contenidas. Aun así, continuó:

-No estoy seguro todavía sobre cómo funciona esto exactamente, pero una de las cosas que
descubrí es que los habitantes de esta otra Buenos Aires, en la nuestra, no son más que
historias, mitos urbanos. Como tu Rufina o como mi Liliana.
La dama de blanco·11

10·Guillermo Barrantes

- Rufina, en nuestra Buenos Aires, es un mito urbano? -preguntó Fabián. Entonces, se dio
cuenta que ni siquiera había investigado a su amada en internet. Nunca se detuvo a pensar
que detrás de su estatua podía ocultarse una historia de ese tipo.

- No conocés su leyenda? Los porteños convirtieron a Rufina en un gran relato. Ellos cuentan
que allá por fines de mayo de 1902, a punto de salir a festejar su cumpleaños número
diecinueve, Rufina Cambaceres se desvaneció en su cuarto, mientras se vestía. Cuando los
médicos la revisaron y vieron que no tenía signos vitales, concluyeron que la joven había
fallecido. Horas después fue ubicada dentro de la bóveda familiar de los Cambaceres en el
cementerio de la Recoleta, junto a sus parientes muertos, encerrada en un flamante ataúd. Sin
embargo, un cuidador no tardó en escuchar sonidos extraños en la bóveda, por lo que más
tarde entraron al mausoleo, abrieron el féretro de Rufina, y así descubrieron algo espantoso:
la cara de la joven se hallaba petrificada en un grito de horror, los ojos abiertos, las manos
ensangrentadas y casi sin uñas, pues estas últimas estaban clavadas en la madera de la tapa
del ataúd. Sí, mi querido amigo, ¡la pobre fue encerrada en aquel cajón... iviva! El desmayo
en su cuarto habría sido provocado por un ataque de catalepsia, un trastorno repentino que
deja prácticamente sin signos vitales al que lo padece. Por eso Rufina fue tomada por muerta.
Se despertó cuando yacía atrapada en el interior del ataúd y luchó intentando abrirlo hasta
que, ahora sí, murió a causa de la desesperación, del terror. Desde entonces, su fantasma se
aparece en una de las

esquinas del cementerio, llorando desconsoladamente. -Qué terrible -repetía Fabián una y
otra vez-.

-Qué terrible...

-Te servirá pensar que aquella triste historia, aquel horroroso desenlace, mantiene viva y
joven a tu amada Rufina de este lado del mundo, en el noveno círculo mítico.

-Qué terrible...

El hombre sonreía luego de secarse las lágrimas con una de sus manos.

-Y otra cosa que descubrí -siguió explicando el hombre-es que no podemos permanecer
mucho tiempo aquí. Unas tres o cuatro horas, como máximo. Encima hay acciones que
aceleran la partida, todo lo que te emocione... Y cuanta más emoción sientas, más rápido
tendrás que irte.

-Acabo de darme cuenta de que no sé cómo volver -se sorprendió Fabián-. ¿Qué hago para
regresar? ¿Tomo el mismo colectivo?

-Ni se te ocurra. El colectivo no sirve para regresar. Escuchá bien: debés entrar a ese bar y
tomar un café.

El hombre le señaló un bar cruzando la calle.


- Y después?

-Hace lo que te digo, solo hacelo. Y ahora vamos, el tiempo corre.

Fabián siguió, entonces, al hombre de negro.

Muchos tiempos parecían convivir en aquella Buenos Aires: gente que lucía ropas de
diferentes épocas, carretas tiradas a caballo junto a algunos automóviles, pequeños castillos
compartían medianera con casas coloniales o caserones de varios pisos. A pesar de toda esa
mezcla increíble, Fabián creía saber hacia dónde estaban yendo.

-Allí adelante... ¿no debería estar el cementerio? -se animó a preguntar.

-De este lado, mi amigo, los cementerios son barrios.

Era verdad. Acababan de llegar al sitio de su encuentro con Rufina, a los alrededores del
cementerio de la Recoleta. Salvo que, en vez de un cementerio, lo que se alzaba ante los ojos
de Fabián era un enorme complejo de casas y calles peatonales, un lugar donde bullía la vida.

El hombre de negro no dijo nada más, simplemente, se perdió en aquella ciudadela. A


Fabián no le importó. Ya sabía lo que tenía que hacer.

Caminó por los pasajes angostos de ese lugar maravilloso. De estar más atento hubiera
distinguido entre los transeúntes a antiguos presidentes, a héroes militares, a personalidades
de la historia argentina. Es que Fabián solo podía pensar en el lugar al cual se diría. Incluso,
aquel cuidador tuvo que ponerle una mano sobre el hombro para que lo reconociera.

-David...-murmuró Fabián.

-Bienvenido. Y suerte.

Cuando llegó al lugar donde, en su Buenos Aires, se hallaba la bóveda mortuoria de la


familia Cambaceres...encontró una casa, una más de aquel barrio, y a una chica con su
vestido blanco al viento, a punto de entrar girando el picaporte de la puerta.

-Rufina...-dijo Fabián.

Ella giró la cabeza hacia él.

Sí, era ella. Esta vez, sí.

Fabián temió que Rufina, en aquella posición, se convirtiera, de pronto, en piedra, imitando
su propia estatua en el cementerio de la Recoleta. Pero el terror se rompió con su voz.

-Fabián.
Ella entonces dio dos pasos hasta quedar frente a él.

Ahora, a su mente llegaron otras palabras, aquellas dichas por el hombre de negro.
La dama de blanco·11

10·Guillermo Barrantes

.. hay acciones que aceleran la partida, todo lo que te emocione... Y cuanta más emoción sientas,
más rápido tendrás que irte.
Fabián separó sus labios de los de Rufina.

-Debo irme-le dijo.

- ¿Ya?-Rufina parecía desconcertada.

-Tiene que ser así, pero volveré.

No la pierdas.

Volvía a escuchar las palabras de la tejedora, ahora.

Fabián acercó su boca al oído de Rufina. Se perdería en las delicadas vueltas de aquella oreja
pequeña, perfecta, como los que se extraviaban en el mágico Parque Chas.

-No voy a perderte -le susurró.

Y comenzó a correr.

-Sabía que podía confiar en vos-le dijo Rufina.

Al fin, podía volver a ver esos ojos, ese pelo. Al fin, podía volver a oler su aliento. Un único
verbo llenó su mente, besar, y no pudo contenerse.

La besó. Se besaron. Pasado, presente y futuro juntos, en un único tiempo sin nombre. Ahora
sí podrían ambos convertirse en piedra. Fabián hasta lo deseó para poder besar a Rufina por
siempre.

Entonces, lo inundó esa sensación, una mezcla de angustia y urgencia que le estalló en el pecho.
La dama de blanco·11

10·Guillermo Barrantes

En el bar llamado "Epilogo”

La sensación en el pecho se había transformado en dolor. Salió de aquel barrio, siguió corriendo
por las calles de esa otra Buenos Aires y llegó al bar. En una de las mesas, divisó al hombre de
negro. Todavía agitado, Fabián se sentó frente a él. Mientras revolvía un café humeante, el sujeto
le dijo:

-Ha valido la pena, no?

Él asintió con la cabeza, sonriendo.

-Diga lo que te diga, no me vas a hacer caso. Lo veo en tus ojos: vas a querer regresar. Tarde o
temprano volverás a tomar el colectivo del diablo en Parque Chas.

Volvió a asentir con la cabeza.

-Aun así, no debo dejar de advertirte-continuó el hombre de negro-. Entre más regreses aquí, a
la otra Buenos Aires, más te irás convirtiendo en lo que yo me convertí.

- Voy a empezar a vestirme con ropa negra?

-Ojalá fuera solo eso.

-Ahora elegí una mesa y pedite un café -le ordenó-. Yo debo tomar más de diez para poder
retornar. - Nos volveremos a ver?

-Seguramente, aunque no sé en cuál de las dos Buenos Aires.

Se dieron la mano. Fabián fue a la mesa de al lado y pidió su café.

- Azúcar o edulcorante? -le preguntó el mozo.

La mesa del hombre de negro ya estaba vacía.

-Azúcar-respondió.

En el reverso de aquellos sobrecitos se leía “Bar Epílogo".

Fabián se tomó de un sorbo su café. Y de repente, todo se apagó, todo se hizo... negro, y al
instante el bar volvió a estar ahí, como si el universo hubiera pestañeado.

Observó nuevamente el reverso del sobrecito de azúcar. "Bar Prólogo", decía ahora. Supo que
había vuelto a Buenos Aires, a su Buenos Aires.

Y ahí estaba de nuevo, en el bar Prólogo, después de un año y dos días de aquella noche,
después de perder la cuenta de las veces que había regresado a visitar a su amada. Fabián se
decidió y se levantó de la mesa.

En esa otra mesa, la más cercana al baño, seguían esos dos. Uno estaba con un café; el otro,
con un submarino. Dos escritores, dos investigadores de leyendas urbanas. Antes,
La dama de blanco·11

10·Guillermo Barrantes

perseguidores del hombre de negro; ahora, perseguidores de ese nuevo mito, de ese nuevo
rumor que ganaba las calles de la ciudad.

Fabián los escuchó hablar con uno de los mozos mientras él salía del bar rumbo a Parque Chas:

-Hemos escuchado que aquí suele tomar café un hombre misterioso, uno que, dicen, busca a la
mujer que ama, una mujer muerta, una dama de blanco. ¿Oyó algo así? ¿Tiene alguna sospecha?

Guiado por el gran Dante,


Fabián cumplió ya su sueño
y ahora como mito andante,
camina entre los porteños...
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10·Guillermo Barrantes
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10·Guillermo Barrantes
La dama de blanco·11

10·Guillermo Barrantes

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