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I.

En su libro La flecha del tiempo Gould muestra como el fundador mismo de la geología científica, Charles
Lyell, consideraba que la temporalidad geológica del planeta era fundamentalmente circular. Constatando una
alternancia relativa entre periodos cálidos y fríos dentro del registro geológico, llego a pensar que eso dotaba
de una estructura circular al desarrollo de los seres vivos: detrás de la aparente progresión de pez a reptil,
luego a mamífero y finalmente a ser humano, se esconde el gran año de los ciclos geológicos. Se llega así a la
curiosa consecuencia de que, en un futuro, cuando el invierno geológico en el que estamos (que demanda
criaturas de sangre caliente) de paso a un nuevo verano “podría volver aquel género de animales cuya
memoria se preserva en las viejas rocas de nuestros continentes. Podría reaparecer en los bosques el terrible
iguanodonte, y en los mares el ictiosauro, y los pterodáctilos volverían a revolotear umbrías arboledas de
grandes helechos.” Gould nos muestra cómo una conocida litografía de fines del siglo diecinueve del
naturalista y dibujante sir Henry de la Beche, que lleva por título Awful changes. Man found only in a fosil
state - Reappearance of Ichthyosaurus muestra a un ictiosauro del futuro impartiendo una clase a un nutrida
audiencia de sus semejantes, sobre los restos fósiles de los Homo sapiens extintos. El imposible reptil observa
lo siguiente sobre un cráneo humano:

‘Ustedes notaran de inmediato’, continuó el profesor Ictiosauro, ‘que el cráneo que tenemos
ante nosotros pertenecía a alguno de los órdenes de animales más bajos. Los dientes son
pequeños, el poder de sus mandíbulas es insignificante, y en conjunto parece maravilloso cómo
la criatura podría haber obtenido alimento’

Dado que llevaba a estas absurdas conclusiones, la idea de la circularidad del tiempo geológico fue
ampliamente rechazada, mientras crecía el asentimiento al modelo de las transformaciones continuas y
graduales. La linealidad del tiempo estaba compuesta por transformaciones silenciosas que operan de forma
continua en órdenes de magnitud siempre superiores a las posibilidades humanas de dimensionar cambios.
Claro que hubo detractores y voces en oposición. En el impuro medio de las nacientes ciencias biológicas del
siglo diecinueve, Cuvier ya había resaltado la importancia de las catástrofes naturales para dar cuenta del
registro fósil. Al observar el copioso cumulo de fragmentos fosilizados de criaturas de otros tiempos, salta a la
vista que lo normal es lo discontinuo, lo parcial e indeterminado. Salta a la vista que la catástrofe es la norma.
Sin embargo, Cuvier proponía que estas extinciones masivas eran obra de la voluntad divina, operada
mediante diluvios universales.

Por estar vinculada de con la idea del diluvio bíblico, la idea de que grandes catástrofes escanden el decurso
de la acumulación cuantitativa de cambios progresivos en la evolución de las especies fue rechazada hasta
fechas no muy lejanas. Pero en la paleontología, lo discontinuo se impone. No hay forma de dar cuenta de los
saltos abruptos por los cuales familias enteras de formas de vida que habían orgullosamente proliferado por
eras completas de la tierra se esfuman en un instante geológico (algunos miles o millones de años) y son
prontamente “remplazadas” por otras. Se llega así a la idea de un equilibro interrumpido. Los sistemas se
mantienen estables durante cierto tiempo. Hasta que son súbitamente desequilibrados. Y se rompen.

II.

Cuando aparecieron las cianobacterias, bacterias que liberan oxígeno al realizar la fotosíntesis, se produjo una
de las catástrofes ecológicas más importantes de todos los tiempos, la llamada Gran Oxidación. Las criaturas
anaeróbicas que no resistían el oxígeno prontamente se extinguieron en masa desde que estas particulares
bacterias fotosintéticas contaminaron todo con su mortal gas. La proliferante vida protofanerozoica fue
masacrada al tiempo que este residuo de las cianobacterias oxidaba el planeta, esparciéndose por el agua y
llegando incluso al interior de las rocas. A medida que el Bacterioceno avanzaba, la vida anaeróbica
desaparecía y era confinada a lugares marginales y acotados. Sin embargo, puede que alguno de los últimos
de estos seres anaeróbicos –que por lo demás, marginalmente, subsisten todavía hoy– desplazados por la
catástrofe, lograran sobrevivir entramándose en una verdadera maraña de vínculos simbiogenéticos (quizás
incluso con virus) hasta incorporar finalmente pequeñas bacterias consumidoras de oxigeno que hoy
llamamos mitocondrias. Y, como recordará Timothy Morton, nosotros mismos podemos leer esta oración
porque en nuestras células, las mitocondrias (aquellos pequeños seres que se alimentaban con oxígeno y que
fueron engullidos por algunos de los supervivientes a la gran catástrofe) producen la energía necesaria para
que estemos vivos. Vale decir, nuestro tiempo supone en este mismo momento la gran catástrofe inmemorial
que oxidó la tierra.

Para Benjamin, lo siempre-nuevo era indistinguible de lo siempre-igual. Todos los –cenos se acumulan e
incluso se solapan e interactúan en figuras irregulares. Constituyen en realidad, cada uno en su presunta
novedad, el carácter infernal del tiempo cuando ha caído catastróficamente en la mera iteración de extinción y
desarrollo. El Antropoceno, como mucho antes el Bacterioceno, se encuentra extinguiendo a todas las
especies que no sean compatibles con los residuos que producimos. Pues compartimos con las cianobacterias
el dudoso privilegio de movilizar fuerzas destructivas comparables a las de un gigantesco meteoro o a miles
de años de erupciones volcánicas. A esta novedad, que no es más que el eterno despliegue del siempre igual,
se contrapone una forma radicalmente distintita de interrupción. Así como la vida misma tal vez pueda verse
como una afrenta contra el carácter soberano de la entropía, así la catastrófica figura de su historia natural
puede quizás interrumpirse. La extinción puede ser interrumpida. Solo hace falta encontrar el freno de
emergencia.

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