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21/11/22, 15:29 Tipicidad y acción | Aranzadi Insignis

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PENAL: Tipicidad y acción


DOC 2021\51

Tipicidad
En el concepto analítico del delito, la tipicidad es aquella categoría con la que se alude a la
adecuación de una acción u omisión a la descripción que la ley hace de aquello que quiere
prohibir u ordenar. De tal modo, decimos que una conducta es típica cuando se ajusta a los
términos en que está descrita una determinada figura delictiva definiendo lo injusto específico de
un concreto delito. La palabra «tipo» es la traducción del vocablo alemán Tatbestand , que
significa supuesto de hecho , el cual es utilizado en nuestra disciplina por vez primera en 1906 por
Beling.
El tipo no es otra cosa que el resultado del proceso de selección de conductas antijurídicas
condensado en una descripción abstracta de los elementos comunes a una determinada clase de
hechos lesivos de los valores esenciales de la comunidad. En él se corporeiza el principio de
legalidad penal, calificándose de delictivas aquellas acciones u omisiones especialmente dañosas
para la convivencia. Constituye una especie de imagen ideal de esos hechos, recogiendo lo que
de esencial hay en todos ellos.
Existen en la doctrina diversas acepciones de la palabra tipo. La más extendida es aquella que
lo concibe como tipo de injusto , es decir, como descripción de los elementos que fundamentan la
prohibición penal de una conducta. Otra acepción lo entiende como tipo total de injusto , esto es,
como la descripción legal, expresa o tácita, de todos los elementos objetivos y subjetivos,
positivos y negativos, que fundamentan la prohibición penal de una conducta (Luzón Peña). Otro
sector doctrinal alude al tipo de garantía para referirse a todos aquellos elementos requeridos por
la descripción legal para la imposición de la pena, con inclusión tanto de los que fundamentan la
antijuridicidad como de aquellos otros eventualmente necesarios para la punibilidad.
Las relaciones entre tipicidad y antijuridicidad han pasado por las etapas de la independencia
(Beling), la fase indiciaria (la tipicidad como indicio de la antijuridicidad: Mayer), el periodo de la
dependencia (la tipicidad es la esencia de la antijuridicidad: Mezger), la de la regla-excepción (la
conducta típica por regla general es antijurídica, pero excepcionalmente puede estar justificada) y
por la etapa de los elementos negativos del tipo (Merkel y Frank, cada tipo tiene un mandato o
prohibición y un permiso excluyente del injusto).
Estructura, clases y formulación de los tipos
Estructura
No todos los tipos son iguales pero, en cualquier caso, presentan al menos la siguiente
estructura: una parte objetiva y una parte subjetiva; en la primera habrá un sujeto activo, una
acción u omisión, un sujeto pasivo y un bien jurídico protegido; en la segunda, dolo o imprudencia
o una combinación de ambos. Eventualmente, esas partes objetiva y subjetiva del tipo pueden
constar adicionalmente de otros elementos; la primera, de un resultado, de la imputación objetiva
del mismo a la acción o de determinadas circunstancias atinentes a los sujetos o a la acción u
omisión; la segunda, de ciertos elementos subjetivos del tipo.
Clases
Atendiendo a la estructura anterior pueden distinguirse las siguientes clases de tipos o delitos.
Según los elementos del tipo objetivo
Por el sujeto activo

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Tipos unisubjetivos y tipos plurisubjetivos


En los tipos unisubjetivos conceptualmente basta la presencia de un único sujeto activo, sin
que la presencia de varios les haga mudar de naturaleza, mientras que en los tipos
plurisubjetivos se exige necesariamente la concurrencia de más de un sujeto activo. A su vez
estos últimos pueden subdistinguirse en las categorías de los delitos de encuentro, en los cuales
las conductas de los sujetos intervinientes son complementarias aunque dirigidas a objetivos
distintos (p. ej., el cohecho activo y pasivo) y delitos de convergencia, en los que dichas
conductas persiguen idéntico objetivo (p. ej., las reuniones o manifestaciones ilícitas, art. 513 CP
).
Delitos comunes y delitos especiales
Una segunda clasificación dependiente del sujeto activo es la que distingue entre delitos
comunes y especiales, divididos estos últimos a su vez en propios e impropios .
Los delitos de propia mano también pueden entenderse incluidos entre los que se hallan
vinculados al elemento sujeto activo. Son precisamente aquellos en los que la acción sólo puede
ser llevada a cabo directamente por éste sin utilizar ningún intermediario (p. ej., la mujer que
produjere su aborto, art. 145.2 CP ).
Por la acción u omisión
Delitos de mera actividad (o inactividad) y delitos de resultado
Los delitos de mera actividad (o inactividad) son aquellos en los que la consumación
únicamente requiere la ejecución o inejecución de una determinada acción, mientras que en los
delitos de resultado se exige la producción de un resultado como consecuencia precisamente de
dicha acción. Por ejemplo, es un delito de mera actividad el de tráfico de drogas ( art. 368 CP ) y
de mera inactividad el de abandono de familia consistente en el impago de pensiones ( art. 227
CP). Los delitos de resultado pueden a su vez distinguirse, según el grado de concreción de la
ejecución requerido, en delitos puros de resultado, que se limitan a exigir la producción de éste
pero sin concretar cómo ha de suceder (p. ej., en el homicidio la muerte, art. 138 CP) y delitos de
acción y resultado, en los que se concreta cómo debe producirse el mismo, bien sea atendiendo
a los medios empleados (p. ej., defraudación de fluido eléctrico y análogas, art. 255 CP
[valiéndose de mecanismos instalados para realizar la defraudación o alterando maliciosamente
las indicaciones o aparatos contadores...]), al lugar (p. ej., el delito contra el medio ambiente del
art. 330 CP [ en un espacio natural protegido ]) o al tiempo [p. ej., delito ecológico por la extracción
ilegal de aguas en período de restricciones, art. 327. f) CP ].
Delitos de consumación normal y delitos de consumación anticipada
En los delitos de consumación normal ésta tiene lugar cuando, realizándose todos y cada
uno de los actos que lo integran, se lesiona efectivamente el bien jurídico protegido (p. ej., en el
delito de lesiones del art. 150 CP cuando se cause a otro una deformidad a través de cualquier
medio o procedimiento), mientras que en los delitos de consumación anticipada la
consumación tiene lugar –con anticipación de la línea de defensa– de un modo prematuro, con la
simple realización de actos que tiendan a producir dicha lesión. A su vez, los de consumación
anticipada se dividen en delitos de emprendimiento, que son aquellos en los que se equipara la
tentativa a la consumación por considerarse equivalente el emprendimiento de la acción con la
culminación de ésta (p. ej., maquinaciones para alterar los precios que habrían de resultar de la
libre concurrencia del art. 284.1.2.º CP, «ofreciendo a sabiendas datos económicos total o
parcialmente falsos con el fin de alterar o preservar el precio de cotización de un instrumento
financiero»), delitos mutilados de dos actos, que se consuman cuando el autor realiza el primer
acto con el fin de llevar a cabo el segundo (p. ej., el delito de descubrimiento y revelación de
secretos del art. 197 CP en que se produce el apoderamiento para descubrir los secretos) y
delitos de resultado cortado, que se consuman con la realización de un acto con el fin de que se
produzca un determinado resultado (p. ej., uso de documento falso para perjudicar a otro del art.
393 CP).

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Delitos simples, compuestos, mixtos y de hábito


Esta clasificación se realiza en función del número de actos que debe llevar a cabo el sujeto.
Son delitos simples los que se consuman con la realización de una única acción (p. ej., el delito
de distracción del curso de las aguas del art. 247 CP ). Son delitos compuestos aquellos cuya
consumación exige la realización de varias acciones. A su vez pueden dividirse en delitos
complejos, integrados por dos o más acciones que individualmente consideradas ya serían
delictivas por sí mismas, pero que se disipan formando el nuevo delito (p. ej., el robo en casa
habitada, art. 241 CP, que reuniría un robo y un allanamiento de morada) y delitos simplemente
compuestos, integrados por dos o más acciones que no tienen por qué ser delictivas todas ellas,
aunque alguna pudiera serlo individualmente considerada (p. ej., el robo con fuerza en las cosas
mediante escalamiento, art. 238.1.º CP , en donde primero se lleva a cabo la acción consistente
en entrar en el lugar por vía insólita o desacostumbrada y después se apodera de la cosa a
sustraer).
Son delitos mixtos aquellos que aparecen descritos bajo la forma de una pluralidad de actos
generalmente unidos por la conjunción disyuntiva «o». A su vez puede distinguirse entre tipos
mixtos alternativos, en los que se cumplimenta el delito con la realización de cualquiera de los
actos, sin que la ejecución de varios suponga mayor contenido de injusto (p. ej., la expendición de
medicamentos deteriorados o caducados o que incumplan las exigencias de composición,
estabilidad y eficacia, art. 361 CP ), y tipos mixtos acumulativos, en los que se da el delito con
la realización de varios de esos actos cuya verificación implica un mayor contenido de injusto (p.
ej., las estafas agravadas del art. 250 CP contienen ocho subtipos agravados, pero cuando
concurran los contenidos en las circunstancias 4.ª, 5.ª, 6.ª o 7.ª con la 1.ª, surge un tipo mixto
acumulativo con un contenido de injusto superior y mayor pena).
Finalmente también son incluibles en este apartado los delitos de hábito, que son aquellos
cuya verificación exige la reiteración de un comportamiento a lo largo del tiempo (p. ej., los malos
tratos en el ámbito doméstico o de género del art. 173.2 CP).
Por el bien jurídico
Delitos de lesión y delitos de peligro
En función del grado de afectación del bien jurídico se distingue entre delitos de lesión y
delitos de peligro. Los primeros son aquellos en los que su verificación comporta el daño efectivo
de dicho bien, mientras que en los segundos basta con que éste haya sido puesto en peligro; un
ejemplo de tipo de lesión es el asesinato del art. 139 CP cuando alguien mata efectivamente a
otro de modo alevoso (a su vez es también un delito de resultado) o el delito de injuria del art. 208
CP (a su vez es un delito de mera actividad). Los delitos de peligro se subdividen en delitos de
peligro concreto, que exigen una concreta puesta en peligro del bien (p. ej., el delito del art.
380.1 CP cuando se realiza la conducción de un vehículo a motor o ciclomotor con temeridad
manifiesta y puesta en concreto peligro de la vida o integridad de las personas) y delitos de
peligro abstracto, que sólo requieren que la conducta sea en general peligrosa para el bien
jurídico en cuestión, pero sin que sea necesario que éste se haya visto concretamente
comprometido (p. ej., el delito de conducción bajo la influencia de bebidas alcohólicas del art.
379.2 CP).
Delitos uniofensivos y delitos pluriofensivos
En función del número de bienes jurídicos afectados por la acción u omisión se diferencia entre
delitos uniofensivos y delitos pluriofensivos, según resulte afectado un solo bien jurídico (p.
ej., en el delito de detenciones ilegales se lesiona la libertad ambulatoria, art. 163 CP ) o varios (p.
ej., en el delito de extorsión resultan lesionadas la libertad de obrar y la propiedad, art. 243 CP).
Delitos instantáneos, permanentes y de estado
Teniendo en cuenta la perdurabilidad de la afectación al bien jurídico se distingue entre delitos
instantáneos, permanentes y de estado. Los primeros se consuman tan pronto como se realiza
la totalidad de los elementos típicos y sin que se cree una situación antijurídica duradera (p. ej., el
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tráfico de drogas del art. 368 CP ). En los permanentes, en cambio, la consumación crea una
situación antijurídica persistente de lesión para el bien jurídico cuyo mantenimiento depende de la
voluntad del sujeto activo (p. ej., el allanamiento de morada del art. 202 CP en el que decide el
sujeto cuando sale de la morada y por tanto deja de lesionar el bien jurídico intimidad).
Finalmente, en los de estado sucede lo mismo que en los permanentes, pero con la diferencia de
que el mantenimiento de la situación antijurídica no depende de la voluntad del sujeto (p. ej., el
delito de bigamia, art. 217 CP).
Por el sujeto pasivo
En función de la titularidad personal (vida, intimidad) o colectiva (medio ambiente, correcto
funcionamiento de la Administración Pública) del bien jurídico afectado por la infracción penal
merece ser destacado el afianzamiento de una importante distinción –obra de la doctrina
científica– entre delitos con bienes jurídicos individuales y delitos con bienes jurídicos
supraindividuales.
Según los elementos del tipo subjetivo
Puede hablarse de tipos dolosos y tipos imprudentes . En los delitos dolosos su parte
subjetiva está formada por el dolo, mientras que en los imprudentes falta dicho elemento, aunque
se da en ellos una inobservancia del cuidado debido.
Formulación
Es el modo en que se lleva a cabo la descripción de los elementos constitutivos de las
infracciones penales. En la formulación, que, naturalmente, se lleva a cabo a través de
proposiciones normativas, se hacen patentes tanto exigencias de índole política como de índole
técnica. La primera y gran preocupación que debe tener el legislador es el cabal cumplimiento del
mandato de taxatividad.
Para cumplir con él debe evitarse, en la medida de lo posible, la proliferación de términos típicos
abiertos o flexibles, que son aquellos que permiten múltiples lecturas, tratando de que los
empleados en la proposición normativa sean cerrados o rígidos, es decir, con un significado claro
y preciso. Ello para tratar de impedir una interpretación «a la carta» que resulta peligrosa para la
seguridad jurídica y que puede suponer una eventual aplicación desigual de la norma penal.
No siempre será posible cumplir de modo superlativo esa tendencia, puesto que en muchas
materias el recurso a términos vagos es prácticamente inevitable, como lo es, asimismo, la
utilización de leyes penales en blanco (p. ej., en materia medioambiental, tributaria o laboral),
siempre sospechosas de ambigüedad. Como señalan Rodríguez Devesa/Serrano, el legislador
dispone técnicamente de una gama de posibilidades, de menor a mayor abstracción, que oscila
entre el casuismo más extremado y los llamados tipos de caucho, no pudiendo fijarse de una
manera rigurosamente científica el límite a partir del cual se quebrantan los principios de legalidad
y de igualdad ante la Ley, porque es un problema, fundamentalmente, de habilidad y de técnica
legislativa, un problema artístico y no científico.
Los términos típicos usados en la proposición normativa pueden clasificarse en descriptivos y
normativos. En los primeros su significado es captado a través del recurso a la experiencia (p. ej.,
el término «parto» en el delito de suposición de parto del art. 220.1 CP o el término «dinero» en el
delito de apropiación indebida del art. 253 CP). En los normativos, hay que acudir a un juicio de
valor impuesto por el legislador –términos normativos ya valorados–, o dejado al criterio del
intérprete –cláusulas pendientes de valoración–. Como ejemplo de término normativo ya valorado
podemos referirnos a los vocablos «autoridad» o «funcionario», presentes en muchos tipos, cuyo
significado viene impuesto por el legislador en el art. 24 CP, o las palabras «discapacidad» y
«documento» respectivamente definidas en los arts. 25 y 26 CP y también ampliamente utilizadas
a lo largo de la Parte Especial del Código penal.
Por otro lado están las cláusulas pendientes de valoración: el término «trato degradante» del
delito contra la integridad moral del art. 173.1 CP o la expresión «material pornográfico» del art.
186 CP.

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La acción
Introducción
Aunque tradicionalmente se ha venido considerando a la acción como primer elemento del
delito respecto del cual los restantes (tipicidad, antijuridicidad, culpabilidad y –para algunos–
punibilidad) no serían sino sus predicados, no faltan sin embargo posiciones en la doctrina que
prescinden de un análisis particularizado de la misma, subsumiéndola bien en el tipo o bien en el
injusto. No obstante, parece oportuno seguir refiriéndose específicamente a ella puesto que, si
bien no tiene la trascendencia que en otros momentos se le ha querido atribuir, al menos presenta
cierta utilidad desde un punto de vista limitativo, excluyendo del Derecho penal aquellos hechos
que no merecen su atención. Por ejemplo, los protagonizados espontáneamente por los animales
–distinta es la solución si son azuzados por su dueño– o los que tienen un origen en cualquier
fenómeno de la naturaleza (rayo, inundación, huracán, terremoto, epidemia...). Por otra parte, la
importancia de la acción también deriva del papel que juega como soporte de los demás
elementos del delito que, sin su presencia, pierden todo sentido.
Este primer constituyente de la infracción puede ser entendido desde una doble perspectiva y, a
su vez, tanto en un sentido estricto como en un sentido amplio. Desde una primera vertiente y
siguiendo los postulados tradicionales, en sentido estricto consiste en una manifestación externa
de la voluntad humana expresada a través del movimiento o de la inmovilidad. En sentido amplio
es eso mismo pero añadiéndole la causación de un resultado distinto de la propia manifestación
de dicha voluntad. Expresado gráficamente, podría decirse que acción en sentido amplio = acción
en sentido estricto + resultado + relación de causalidad entre ambas.
Lógicamente es preferible manejar un concepto estricto, pues es el único verdaderamente
común a todas las infracciones, ya que hay delitos sin resultado (material) –los de mera actividad
o mera inactividad– respecto de los que el concepto amplio de acción nada puede indicar.
Desde un segundo ángulo, se suele hablar de acción en sentido estricto para referirse
exclusivamente a la que se despliega en los delitos comisivos (actividad), mientras que se emplea
el concepto en sentido amplio para aludir a la que se da tanto en los delitos comisivos (actividad)
como en los omisivos (inactividad). A veces también se reserva para esta última modalidad el
término «conducta» como pretendido supraconcepto comprensivo tanto de la acción como de la
omisión.
Principales teorías acerca de la acción
Múltiples han sido los modos de entender la acción por parte de los diferentes autores y
escuelas doctrinales. No siendo posible aludir a todos ellos, sin embargo, por su influencia en la
posterior elaboración sistemática del Derecho penal, sí vamos a referirnos principalmente a las
teorías causal, final y social de la acción aunque sin olvidarnos de las modernas construcciones
que se han ido edificando en torno –y a veces en abierta oposición– a ellas.
Teoría causal
El concepto de acción que maneja el Causalismo es, en su etapa clásica, un concepto
ontológico, descriptivo y causal. Ontológico en cuanto perteneciente al mundo del ser, al mundo
real aprehensible a través del conocimiento empírico; descriptivo en la medida en que se
circunscribe a mostrar lo que sucede, pero aún sin valorarlo en modo alguno; y causal porque es
entendido como un «impulso de voluntad» generador de un movimiento corporal que «causa» una
modificación del mundo exterior (resultado) perceptible a través de los sentidos.
Esto último se evidenciaba con mayor claridad en los delitos que consisten en la producción de
un resultado, pero con mucha menos nitidez en los de simple actividad, para los que entonces se
tuvo que considerar que el propio movimiento corporal, fruto de la voluntad, constituía de por sí
dicha modificación del mundo exterior. Ello es así porque, como apunta Luzón Peña, supone un
cambio en el estado de cosas anterior al movimiento y, por tanto, la parte externa de la propia
acción en sentido estricto es considerada como resultado causado por la voluntad.

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En la etapa neoclásica se diluye el enfoque científico-naturalista y se simplifica el concepto de


acción, renunciándose a aquellos aspectos excesivamente biologicistas-mecanicistas que no
explicaban adecuadamente los delitos espirituales. Como consecuencia de la recepción de la
filosofía neokantiana irrumpirá el concepto de «valor» en la construcción de la concepción causal
de la acción que, por consiguiente, pasará a ser una concepción valorativa. Como ha señalado
Polaino Navarrete, ya no importa sólo que el movimiento corporal que causa la modificación
exterior haya de ser dependiente de la voluntad del sujeto, sino que es preciso que el propio
hecho de la manifestación de voluntad sea valorativamente tenido en cuenta para determinar el
alcance de la acción realizada. Ahora la acción pasa a entenderse como el proceso causal que la
voluntad personal desencadena en el mundo exterior, con independencia del contenido del querer
del autor, de lo que éste haya querido o hubiera podido querer (Radbruch, Mezger). Esto fue
precisamente lo que suscitó las más aceradas críticas que le dirigió el Finalismo en boca de su
creador Hans Welzel, para quien precisamente lo esencial al concepto de acción era su carácter
final. Le reprochó también su incapacidad para explicar adecuadamente tanto los tipos dolosos
como los imprudentes; en aquéllos por desplazar el dolo o la culpabilidad y romper así tanto la
unidad interna del tipo objetivo y subjetivo, como incluso el propio tipo subjetivo; en éstos por
ignorar su propia esencia, consistente no en la producción de un resultado antijurídico, sino en la
infracción de un deber objetivo de cuidado exigible al sujeto al realizar un acto voluntario.
Teoría final
Para esta corriente doctrinal la acción humana consiste en el ejercicio de una actividad finalista,
puesto que el hombre, gracias a su saber causal, puede prever, dentro de ciertos límites, las
consecuencias posibles de su conducta, asignarse fines diversos y dirigir su actividad a la
realización de esos fines conforme a un plan. Welzel lo expresó con la siguiente frase: la finalidad
es «vidente», la causalidad «ciega». Por contraposición a la concepción causal de la acción, en el
Finalismo sí importa, y mucho, el contenido de la voluntad y no simplemente la constatación de su
mera existencia. Según esta concepción doctrinal la voluntad no será el mero reflejo subjetivo, en
la mente del autor, del proceso causal externo, sino el factor que configura y dirige el proceso
causal. Por eso la finalidad comprende: a) el fin; b) las consecuencias que el autor consideraba
necesariamente unidas a la consecución del fin, y c) aquellas otras previstas como posibles y con
cuya producción contaba.
Se ha criticado, con razón, que el Finalismo no se adecua bien a la estructura de los delitos de
omisión propia por no ser posible en ellos –por definición– un control o supradeterminación final
de un curso causal. Incluso, y ésta es una crítica dirigida al Finalismo como sistema, se ha dicho
que responde a un modelo demasiado racionalista de la conducta humana que sólo es útil para
explicar las acciones más perfectamente elaboradas, las planificadas consciente y
controladamente hacia un objetivo, siendo un concepto de acción excesivamente restringido que
deja fuera muchas formas de acciones en las que el sujeto ni se plantea ni piensa en fin u objetivo
alguno porque las realiza distraído, ensimismado o concentrando su atención en otra cosa o
porque se trata de actos automatizados. Tampoco se adapta bien la finalidad a las acciones
impulsivas (Luzón Peña).
Teoría social
En los años 30 del pasado siglo Eberhard Schmidt, poniendo al día la obra de su maestro von
Liszt, declaraba que la acción no importaba tanto como fenómeno fisiológico, sino como fenómeno
social, llegando a definirla como comportamiento social con sentido.
Lo que caracteriza al concepto social de acción –o, por mejor decir, a los conceptos sociales de
acción, pues no constituye una doctrina unitaria– es que se trata claramente de un concepto
normativo, pues se define la acción por referencia a un sistema de normas (aunque no sea
necesariamente jurídico). Ésa es también la mayor crítica que se le dirige, pues anticipa al primer
elemento de la infracción penal valoraciones pertenecientes a los venideros elementos,
destacadamente al tipo y a la antijuridicidad, perdiéndose así la neutralidad que debiera poseer la
acción.

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Dentro de esta teoría podemos hallar dos corrientes próximas respectivamente a las doctrinas
causalista y finalista: la objetivo-causal y la subjetivo-finalista. La primera, cuyos más destacados
representantes son Engisch y Maihofer, hace pivotar su construcción sobre la valoración objetiva
del resultado en su significación social, mientras que la segunda, defendida por Jescheck o
Wessels, la sustenta sobre el contenido de la voluntad del agente en la determinación del sentido
social de la acción.
Según Engisch la acción es la producción de consecuencias intencionables por un acto
voluntario. Destaca en su definición la nota de previsibilidad objetiva de la consecuencia. Por su
parte, Maihofer la definirá como toda conducta objetivamente dominable en dirección a un
resultado social objetivamente previsible, distinguiendo varios elementos: a) intelectual
(previsibilidad objetiva del resultado); b) volitivo (posibilidad de dominio de la conducta); c) objetivo
(posibilidad humana de actuación); d) social (impacto del comportamiento sobre la sociedad).
Ha dicho Welzel en sentido crítico que esta postura, más que de una teoría de la acción, se
trata de una teoría de la causalidad adecuada. También rechaza Cerezo Mir que se trate –como
debiera– de una doctrina de la acción valorativamente neutra, al ser el criterio de la previsibilidad
objetiva elemento esencial del concepto de peligro concreto, y para la determinación del cuidado
objetivamente debido, elemento del tipo de lo injusto de los delitos imprudentes. Alude, asimismo,
a la escasa utilidad del concepto debido a su carácter sumamente abstracto.
Modernas concepciones de la acción
Fruto de la evolución doctrinal han ido surgiendo a lo largo del siglo pasado diversas posturas
en torno al concepto de acción que trataron de completar a las anteriores corrigiendo con mayor o
menor acierto los defectos que se habían ido observando en ellas. De entre todas podemos
destacar, al menos, las siguientes:
Concepción negativa
Surge con la finalidad de hallar un supraconcepto que englobase tanto a la acción como a la
omisión. Pareció encontrarlo Herzberg al definirla como un no evitar evitable en posición de
garante, aplicable no sólo al comportamiento positivo sino también al omisivo. En efecto, tanto
puede evitar el resultado típico el autor de un hecho omisivo (interviniendo) como puede evitarlo el
autor de un hecho positivo (desistiendo de ejecutarlo).
Asimismo, Jakobs parece alinearse en esta postura con su concepto de acción. Para este autor
la acción –definida como causación de un resultado evitable– se entiende como unidad de sentido
socialmente relevante, debiendo el comportamiento ser susceptible de interpretación a través
precisamente de un esquema de comunicación socialmente relevante. La evitabilidad, que en los
sistemas tradicionales hallaría acomodo en la culpabilidad, formaría aquí parte de la acción en la
medida en que estaría afirmando la toma de posición del sujeto ante la realidad. Puede entonces
afirmarse que falta la acción cuando acontece la producción del resultado de forma inevitable. En
esta orientación se produce un traslado del criterio de la adecuación social desde la tipicidad a la
acción. La adecuación social determinaría, a pesar de la presunta tipicidad formal, la conformidad
con la función, impidiendo entonces calificar el acontecimiento como acción.
Estas posiciones no pueden sustraerse a la crítica, dado que poseen un carácter normativo,
adelantando a la acción cuestiones que deben ser resueltas en otros elementos del delito, como la
de la evitabilidad e inevitabilidad del resultado.
Concepción intencional
Schmidhäuser sostiene una concepción de esta clase, pero sólo en relación con los delitos
comisivos. También Kindhäuser, que la define como un hacer decidible con el que el agente está
en condiciones de provocar un suceso, se alinea en esa posición, aplicándola tanto a los delitos
dolosos como a los imprudentes.
Luzón Peña critica estas concepciones señalando que son muy restrictivas por exigir una forma
especialmente intensa de su voluntad directa, la intención, y, por otra parte, son normativas en el
sentido jurídico-penal y, por ende, inaceptables.

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Concepción personal
Roxin considera la acción como manifestación de la personalidad incluyendo todo lo que se
puede atribuir a un ser humano como centro anímico-espiritual de acción. A su juicio, se trata de
un concepto idóneo como elemento básico por abarcar todas las formas de la conducta delictiva y
todo lo que en el campo prejurídico tiene sentido calificar de acciones. También es idóneo como
elemento de enlace y como elemento límite.
Sin embargo, él mismo reconoce que se trata de un concepto normativo y, por ello, pierde la
neutralidad valorativa que debiera poseer como primer elemento del delito.
Concepción significativa
Vives Antón se muestra crítico con la concepción cartesiana de la mente como sustancia, que
en el ámbito del Derecho penal condujo a la doctrina según la cual la acción fue entendida como
un hecho compuesto, o sea, como la reunión de un hecho físico (el movimiento corporal) y otro
mental (la volición) y que permitió establecer una diferencia ontológica entre las acciones y los
demás hechos basada en la aportación de la mente. Para este influyente autor la acción ha
pasado a entenderse –tras el cambio de paradigma que modernamente se ha ido operando en el
marco de la filosofía de la acción– no como algo que los hombres hacen, sino como el significado
de lo que hacen; no como un sustrato sino como un sentido. La determinación de si se está ante
una acción ya no se lleva a cabo mediante parámetros psicofísicos, mediante el recurso a la
experiencia externa e interna, sino en términos de reglas, es decir, en términos normativos
(concepto significativo de la acción).
La acción pasa a ser definida no como sustrato conductual susceptible de recibir un sentido,
sino como sentido que, conforme a un sistema de normas, puede atribuirse a determinados
comportamientos humanos. Ya no será el sustrato de un sentido, sino el sentido de un sustrato.
Así se explica la distinción entre acciones y hechos, entre lo que hacemos y lo que nos sucede:
los hechos acaecen, las acciones tienen sentido –significan–; los hechos pueden ser descritos, las
acciones han de ser entendidas; los hechos se explican mediante leyes físicas, químicas,
biológicas, etc., las acciones se interpretan mediante reglas gramaticales.
Formas de la acción
La acción puede manifestarse en forma positiva (o activa) y en forma omisiva, dando lugar a
dos modalidades delictivas: los delitos de acción (en sentido estricto) o comisivos y los delitos de
omisión u omisivos. Esa distinción se refleja en el propio Código penal , que en su art. 10 define
los delitos como las acciones y omisiones dolosas o imprudentes penadas por la Ley. A su vez,
dentro de los delitos de omisión suele distinguirse entre delitos de omisión pura o propia y delitos
de omisión impura o impropia o de comisión por omisión.
En los delitos de acción el injusto surge por haber infringido el autor una norma prohibitiva
ejecutando un determinado acto que dicha norma pretendía evitar. Por ejemplo, golpeando a
alguien, apoderándose de un objeto de su propiedad, confeccionando un documento falso, etc.
(prohibiciones). En cambio, en los delitos de omisión pura o propia el injusto surge por haber
infringido el autor una norma preceptiva dejando de ejecutar un determinado acto que dicha norma
pretendía promover. No consiste, como a veces se ha dicho, en un «no actuar» sin más, sino en
un «no realizar algo concreto» a lo que el sujeto quedaba obligado por hallarse en una
determinada posición jurídica. En definitiva, consiste en no llevar a cabo la conducta jurídicamente
esperada de que habla Mezger (mandatos). Son pocas las hipótesis de delitos de omisión pura en
el Código penal; entre ellas, la omisión del deber de socorro ( art. 195 CP), la omisión del deber de
impedir determinados delitos ( art. 450 CP) y la omisión del deber de perseguir delitos ( art. 408
CP). En los delitos de omisión impura, impropia o de comisión por omisión se produce una
cierta hibridación de las anteriores categorías, pues aunque el injusto surge en forma omisiva, por
dejar de ejecutar el autor un determinado acto que la norma pretendía promover (mandato), lo
cierto es que en ellos se imputa al agente el resultado antijurídico producido que se quería evitar,
haciéndole responsable del mismo (prohibición). Lo característico de estas infracciones respecto a
las de omisión propia es que el sujeto tiene un específico deber de actuación derivado de su

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posición de garante frente al genérico deber de actuación propio de las omisiones puras. En
aquéllas la omisión se equipará a la acción.
Supuestos de ausencia de acción
Si lo característico de toda acción –sea cual fuere la concepción que se sustente de la misma–
es la presencia de una voluntad humana manifestada al exterior, no cabe duda de que faltará
aquélla, y consiguientemente los restantes elementos del delito que se basan en la misma, en
todos aquellos casos en que no existe dicha voluntad o, existiendo ésta, no se haya manifestado
al exterior.
Falta de manifestación al exterior
Por no rebasar los confines del mundo psíquico individual quedan excluidos del concepto de
acción las ideas o pensamientos, por perversos o abyectos que sean, e incluso los firmes y
decididos propósitos de llevar a cabo de forma inminente la ejecución de un hecho jurídico-
penalmente relevante. Es más, una voluntad de resolución delictiva comunicada a otros no puede
tampoco ser considerada como una acción. Sólo cuando se concreta en actos determinados
(positivos u omisivos) es calificable como una acción o, en su caso, omisión.
Falta de voluntad
En cuanto a los supuestos de inexistencia de voluntad, la doctrina suele referirse a tres
hipótesis: fuerza irresistible, movimientos reflejos y estados de inconsciencia.
Fuerza irresistible
Señalaba el art. 8.9.º del Código penal de 1944-73 que está exento de responsabilidad criminal
el que obra violentado por una fuerza irresistible. A pesar de que este precepto carezca de un
homólogo en el texto punitivo de 1995 , ello no impide la apreciación de la fuerza irresistible como
uno de los supuestos de ausencia de acción, pues puede perfectamente llegarse a esa
consideración simplemente derivándolo de una interpretación a contrario sensu del actual art. 10
CP . Ciertamente, si un sujeto resulta violentado por una fuerza irresistible (vis absoluta), no
puede decirse que haya llevado a cabo una acción (ni tampoco, por supuesto, una omisión). Por
ello, la doctrina y la jurisprudencia que se habían ido generando en el análisis del texto del Código
derogado son, en líneas generales, cabalmente aplicables al actual, si bien con las debidas
matizaciones.
La falta de voluntad que se da en esta vis absoluta debe ser distinguida del vicio de voluntad
que puede concurrir en la violencia moral, en la que el sujeto no despliega su violencia sobre el
cuerpo sino sobre la mente del violentado, intimidándolo. En esta segunda hipótesis aún hay
voluntad –y por tanto acción–, aunque mediatizada por la amenaza y por ello disculpable. Pero en
la primera hipótesis falta un comportamiento humano dependiente de la voluntad.
En cuanto a los requisitos que haya de poseer esa fuerza, el Tribunal Supremo ha venido
exigiendo que anule por completo la voluntad y que su origen sea personal. Así, la STS de 15-3-
1997 señala que la fuerza irresistible «requiere violencia física o material ejercida por un tercero
sobre el agente venciendo su voluntad y anulando su libertad de realización hasta el extremo de
forzarle a la ejecución de un acto, respecto del que aparece como mero instrumento de ajenas
intenciones antijurídicas», mismos términos en los que se había expresado con anterioridad la
STS de 21-2-1989 . La STS de 3-11-1989 indica –en la misma línea– que la fuerza irresistible «se
caracteriza por su carácter exógeno y se identifica por la presión que un tercero ejerce sobre el
autor del delito, de tal entidad que venza su voluntad, anulando por completo la libertad».
Rodríguez Devesa/Serrano Gómez y Mir Puig estiman, en cambio, que la fuerza indirecta
(aplicada a cosas, como los frenos de un coche que se manipulan) también constituye una
modalidad idónea de fuerza. Señalan los dos primeros autores que en tales casos la víctima de la
fuerza irresistible es una parte más del engranaje causal desencadenado dolosa o culposamente
por el tercero, a quien ha de atribuirse la acción realizada.
Naturalmente, y en ello está de acuerdo la doctrina mayoritaria, este instituto es perfectamente
aplicable a los delitos de omisión (por ejemplo, impedir a otro con vis absoluta el socorrer a
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alguien que se está ahogando).


Movimientos reflejos
En los movimientos reflejos tampoco hay voluntad, sino que se trata de impulsos debidos a
estímulos externos transmitidos desde un centro sensorial a otro motor sin intervención de la
conciencia. En su seno se deben incluir los casos de paralización momentánea por obra de una
impresión física (deslumbramiento, fuerte explosión) o psíquica (gran susto) cuando al sujeto no le
es posible reaccionar, pues de lo contrario se estaría ante un caso de imprudente retraso de la
acción (Mir Puig). Pero hay que excluir las llamadas reacciones primitivas, ya sean actos en
cortocircuito o reacciones explosivas, puesto que en ellas interviene –siquiera sea breve e
imperfectamente– la voluntad, por lo que podrán ser reconducidas a una causa de inimputabilidad.
En las hipótesis de movimientos reflejos hay que tener en cuenta la posible incidencia –como
también cabe en la fuerza irresistible– de la actio libera in causa, en el sentido de que aquel
movimiento reflejo del que se deriva una infracción penal sólo provocará la impunidad del sujeto
cuando no hubiese sido buscado de propósito para delinquir, ni fuese producto imprudente de una
conducta anterior (p. ej., no sería de aplicación si se hubiese situado un valioso objeto
perteneciente a un tercero que cae y se rompe tras haber sido golpeado en acto reflejo por la
mano del sujeto que lo había colocado –de propósito o negligentemente– cerca de una instalación
eléctrica en la que trabajaba y de la que a menudo recibía los previsibles «calambrazos»).
Estados de inconsciencia
Tres son los supuestos a los que se suele aludir bajo esta rúbrica: hipnotismo, sueño y
embriaguez letárgica.
Hipnotismo
Acerca de la inclusión del hipnotismo como un supuesto de ausencia de acción por falta de
voluntad existen dos tendencias doctrinales extremas. La primera de ellas, defendida por la
Escuela de Nancy, cree posible la sugestión de delitos en estado de hipnotismo; la segunda,
defendida por la Escuela de París, estima en cambio que ello no es viable. Entre ambas ha
surgido una tercera postura que haría depender la sugestión de delitos en estado de hipnotismo
de la personalidad del sujeto. Al margen de estas posiciones, una buena parte de la doctrina
concede al hipnotismo efectos sobre la imputabilidad, pero no sobre la acción.
Nuevamente hay que traer a colación la figura de la actio libera in causa si se buscó la hipnosis
para delinquir (responsabilidad por dolo) o se pudo prever (responsabilidad a título de
imprudencia).
Sueño
Es obvio que falta en el dormido una voluntad consciente, por lo que ni podría actuar ni podría
omitir. Sin embargo, no es infrecuente que se produzcan resultados antijurídicos en la esfera de
influencia del durmiente, por ejemplo, en el ámbito de la circulación rodada. La mayoría deben ser
tratados y resueltos a través del expediente de las actiones liberae in causa por vía del delito
imprudente. Ello es así porque en un gran número de casos obedecen a la inobservancia por el
sujeto del cuidado objetivo debido al percatarse de la inminencia del sueño y, pese a ello, seguir
conduciendo (culpa consciente) o incluso de no percatarse del advenimiento de dicho estado
debiendo haberlo hecho (culpa inconsciente). El Tribunal Supremo ha calificado como
imprudencia temeraria (hoy sería grave) la conducta del conductor en esas hipótesis. Así, la STS
de 4-5-1979 indicó que «el conductor que se sabe presa del sueño o del cansancio y continúa no
obstante la marcha, con esa notoria disminución [...] de su capacidad para dominar el vehículo [...]
incurre en una actio libera in causa culposa, esto es, se coloca culposamente, ya que no de
propósito, en una situación de extremo peligro, libre en su origen [...] de modo que, a pesar de
constarle forzosamente al conductor que tal hace, la inferioridad en que se encuentra para la
conducción, no la interrumpe hasta encontrarse descansado, y en forma, a conciencia de los
graves resultados que pueden sobrevenir, aunque tal vez confía, de manera irreflexiva, en que los
mismos no acontezcan, situación anímica propia de la culpa consciente que la jurisprudencia
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viene incluyendo [...] en la imprudencia temeraria». En el mismo sentido se pronuncian las SSTS
de 29-1-1980 y 20-4-1990 .
Embriaguez letárgica
En esta modalidad, a consecuencia de la ingestión excesiva de alcohol cesa por completo
cualquier actividad física o psíquica y el hombre es incapaz de movimiento. Será de apreciación
prácticamente imposible en los tipos de acción, pero es imaginable en los delitos omisivos,
debiendo tenerse en cuenta lo ya señalado en relación con la actio libera in causa. Cuando dicha
embriaguez no alcance tan alto grado de compromiso de las capacidades físico-psíquicas, podrán
plantearse problemas de imputabilidad o semiimputabilidad que serán analizados en su lugar.
Teorías causales
Las teorías acerca de la causalidad, aplicables exclusivamente a los delitos que consisten en la
producción de un resultado (delitos de resultado material), tratan de establecer qué
comportamiento puede decirse haya causado dicho resultado. Ha habido tantos y tan variados
intentos –muchas veces poco útiles– de clarificar la cuestión causal, que ello ha sido calificado por
Cobo/Vives de «auténtico bizantinismo».
Lo primero que hay que advertir es que la noción de causalidad no es originariamente jurídica,
sino que procede de las Ciencias de la naturaleza, aunque ciertamente ha sido incorporado y
desarrollado por la Dogmática penal. En el marco del Sistema Neoclásico del delito, Mezger
afirmó que la causalidad no es un concepto jurídico, sino lógico (relación lógica entre una acción y
un resultado), mientras que desde el Finalismo, concluyó Welzel que no es sino la mera conexión
de la formal sucesión del devenir real que puede ser aprehendida por el pensamiento (concepto
ontológico ).
Las teorías que han tratado de explicar el problema causal pueden ser divididas en dos grupos:
teorías individualizadoras y teorías generalizadoras.
Teorías individualizadoras
Existen muchas teorías de esta clase formuladas mayoritariamente entre finales del siglo XIX y
principios del XX. Su principal característica es la diferenciación que establecen entre los
conceptos de causa y condición, señalando que el resultado es fruto de la combinación de un
conjunto de condiciones de entre las que sólo una es auténtica causa del mismo. De ese modo,
toda causa es una condición, pero no toda condición es una causa.
Dentro de esta constelación doctrinal merecen ser destacadas las siguientes teorías:
Teoría de la condición preponderante
Binding, partiendo de que a la aparición de un evento la precede un estado de equilibrio entre
unas circunstancias que tienden a producirlo (condiciones positivas) y otras que impiden que
aquéllas surtan efecto (condiciones negativas), consideró que causa es el factor determinante de
la preponderancia de las condiciones positivas sobre las negativas de un resultado producido por
medio de una intervención voluntaria humana. Sin embargo, a esta teoría se le critica el ser más
una imagen que una fórmula aplicable a los fenómenos reales.
Teoría de la condición más eficaz
Birkmeyer definió la causa como la condición más eficaz desde un punto de vista cuantitativo
para la producción del resultado. «Supuesto que el evento sea igual a 12 y las condiciones iguales
a 7, 3 y 2, la condición 7 es la prevalente, la más eficaz y por ello la causa en el sentido del
Derecho penal». Sin embargo, esta teoría fracasa cuando son varios sujetos los que contribuyen a
la realización del hecho punible, pues aunque uno de ellos contribuya cuantitativamente en más a
la producción del resultado, lo cierto es que todos ellos lo han causado.
Teoría de la condición decisiva
Kohler estimó que la causa era, de entre las condiciones, el impulso cualitativo decisivo del
resultado producido, señalando que las restantes sólo poseían una significación circunstancial.

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Puso el ejemplo de la semilla en las plantas (causa) y la humedad, abonos, etc. (meras
condiciones). Sin embargo, esta construcción parece servir sólo para ejemplos como el propuesto,
pero resulta escasamente útil para resolver el problema causal.
Teoría de la condición última
Ortmann mantiene que es causa la última condición que, añadida a las anteriores, resulta la
más próxima al resultado producido por la propia operatividad de la condición. No obstante, no
parece que lo determinante para considerar que una condición sea la verdadera causa del
resultado deba radicar en el orden final de aparición de la misma.
Teorías generalizadoras
Niegan la distinción entre condición y causa porque no hacen una comparación individual de las
diversas condiciones jerarquizándolas, sino que, salvo la primera teoría que veremos (que ni
siquiera hace eso), las demás se limitan a restringir de modo general la causalidad en todas las
condiciones que no cumplen determinados requisitos. Las más destacadas son las siguientes:
Teoría de la equivalencia de las condiciones
Su formulación latina es como sigue: causa causae, causa causati (lo que es causa de la causa
es causa de lo causado). Esta teoría –obra del procesalista austriaco Glaser (1858)– fue
incorporada al Derecho penal por von Buri, quien señaló que no podía distinguirse entre
condiciones esenciales y condiciones no esenciales del resultado. El principal postulado de esta
doctrina radica en que considera que la causa es aquella condición que suprimida mentalmente
haría imposible la producción del resultado (fórmula de la conditio sine qua non ). De tal guisa,
todas las condiciones son equivalentes.
La principal objeción que se formula a esta teoría –aplicada en la inmensa mayoría de las
ocasiones por el Tribunal Supremo– es el concepto excesivamente amplio de causa que sostiene,
y que permitiría ir indefinidamente hacia atrás (regreso al infinito) buscando causas del resultado.
Por otra parte, no explicaría adecuadamente los cursos causales hipotéticos, pues aun
constatando que la acción del sujeto ha producido el resultado, la causalidad resultaría negada
porque aunque mentalmente suprimamos la acción no desaparecería el resultado, sino que se
habría producido igualmente con la acción correcta o por otra conducta ajena. Tampoco parece
adecuada para explicar las conexiones causales extravagantes (X libera en un monte una
serpiente venenosa que poseía en su domicilio la cual pica y mata con su veneno al excursionista
Y).
Teoría de la adecuación o de la causalidad adecuada
A decir de esta teoría –obra de von Bar y von Kries–, que parte de la equivalencia de las
condiciones, sólo es causa la condición generalmente adecuada para producir el resultado. En su
formulación inicial, para determinar esa adecuación se recurría al saber del autor, motivo por el
que se criticó que confundía causalidad y culpabilidad. Posteriormente se recurrió al pronóstico
posterior objetivo, de modo que para determinar si una acción es o no causa de un resultado es
preciso situarse en la posición de un observador objetivo, colocado en el lugar del autor y en el
momento en que la acción se realiza y provisto tanto de los conocimientos de la experiencia
común cuanto de los especiales que el autor pudiera poseer. Si de esa guisa se concluye que de
esa acción derivaría el resultado, entonces es su causa; en caso contrario, no lo sería.
Sin embargo, ha habido muchas más variantes que las acabadas de exponer, combinando una
serie de factores de distinto signo. Ello hizo que Engisch y otros autores reprocharan a estas
teorías una falta de unidad que introducía mucha confusión, no determinando con certeza qué ha
de entenderse por causa adecuada. Así, habría que resolver tres órdenes de problemas con
posibles respuestas dispares y combinables. En primer lugar, hay que fijar la base, es decir,
determinar qué antecedentes del resultado se han de tener en cuenta (todos los existentes, sólo
los conocidos por el sujeto, los conocidos por el hombre medio, los conocidos por el hombre más
perspicaz); en segundo lugar, hay que fijar el módulo o criterio de la adecuación (previsibles o

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calculables para el sujeto actuante, para el Juez); en tercer lugar, hay que tener en cuenta el
momento al que han de referirse la base y el módulo (antes de producirse el resultado o después).
Además de esta falta de concreción, también se le reprocha la incursión que hace en los
campos de la antijuridicidad y de la culpabilidad, prejuzgándolos en una serie de casos.
Teoría de la relevancia
Según esta teoría formulada por Mezger, a efectos penales sólo es causa la condición jurídico-
penalmente relevante. Ello requiere que sea adecuada –en el sentido propuesto por la teoría de la
adecuación– y además que sea interpretado el sentido de cada tipo para ver qué causas se
pueden considerar o no relevantes a efectos de dicho tipo.
El inconveniente vuelve a ser, como sucede con anteriores teorías, el de su inmisión en
categorías valorativas, no proporcionando por otra parte unos criterios claros y precisos para
determinar en qué casos posee relevancia típica una causa.
Causalidad e imputación objetiva
El problema causal no fue resuelto satisfactoriamente por ninguna de las teorías que se
ocuparon de él, generalmente porque fueron más allá de los estrictos límites que imponía la
causalidad para internarse en otros ámbitos del Sistema del delito. Un nuevo intento de clarificar la
cuestión que ha gozado y sigue gozando de un notable éxito tanto en la doctrina como en la
jurisprudencia es el representado por la teoría de la imputación objetiva.
Esta teoría parte de la distinción entre causalidad e imputación del resultado, como también
hacía la teoría de la relevancia, pero con la novedad de que proporciona los criterios de
determinación de dicha imputación. Es verdad que dichos criterios no son compartidos
unánimemente por todos sus cultivadores pero, al menos, al estar prefijados permiten operar con
cierta seguridad. Los que con más frecuencia se mencionan son los del incremento del riesgo y el
fin de protección de la norma.
En relación con el primero ha dicho Roxin que un resultado causado por el agente sólo se
puede imputar al tipo objetivo si la conducta del autor ha creado un peligro para el bien jurídico no
cubierto por un riesgo permitido y ese peligro también se ha realizado en el resultado concreto. La
falta de creación del peligro conduce a la impunidad, mientras que la falta de realización del
peligro en una lesión típica del bien jurídico sólo implica la ausencia de consumación, pudiendo
llegar a imponerse la pena de la tentativa.
En relación con el segundo criterio, si el resultado aparece como realización de un peligro
creado por el autor, generalmente es imputable, cumpliéndose el tipo objetivo; pero,
excepcionalmente, puede desaparecer la imputación si el alcance del tipo no abarca la evitación
de tales peligros y sus repercusiones.
En cualquier caso, para poder imputar objetivamente un resultado a una acción, dicha acción y
el curso causal deben ser adecuados, lo cual lleva de suyo que, ex ante, sea objetivamente
previsible que con dicha acción se pueda causar tal resultado en la forma en que concretamente
se produjo.
El criterio de la jurisprudencia penal
Una resumida historia de los distintos hitos que en el plano causal ha ido recorriendo el Tribunal
Supremo la hallamos en la STS de 1-7-1991 : «En la antigua jurisprudencia de esta Sala [...] fue
teoría predominante la de la equivalencia de las condiciones pasando después a adoptarse el
criterio de la causalidad adecuada; no obstante, algunas resoluciones ya intuyeron matices
diferenciales en el nexo causal cuando contraponían causalidad “material” a causalidad “jurídica”,
al distinguir los aspectos “ontológico” y “normativo” de la causalidad, o cuando preconizaban, para
restringir el ámbito de la teoría de la condición una selección entre las posibles causas con el fin
de establecer la “eficiente”, “principal”, “adecuada”, o la más “relevante” o “trascendente”. La
sentencia de 20-5-1981 separaba en distintos planos la relación causal y la llamada imputación
objetiva, acudiendo para determinar aquélla a la teoría de la equivalencia de condiciones y hacía
de la imputación objetiva del resultado una categoría independiente y separada, de carácter
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normativo e inscrita en el ámbito de la tipicidad, que elegía la condición por sus notas de
adecuación o eficiencia; una sentencia posterior, datada el 5-4-83 , insistía en esta nueva vía
jurisprudencial y mantenía la adecuación como uno de los criterios de imputación objetiva, no el
único, refiriéndose enunciativamente a la relevancia, a la realización del peligro inherente a la
acción en base al incremento o disminución del riesgo o al fin de protección de la norma, todos
ellos con el común designio de acotar objetivamente el ámbito de la responsabilidad del sujeto,
antes de actuar los criterios subjetivos inherentes al juicio de culpabilidad, que, en principio, se
utilizaron en exclusividad para restringir el amplio e insatisfactorio campo de la teoría de la
condición. Esta compendiada referencia de antecedentes invita a retomar la línea jurisprudencial
iniciada, precisando que la causalidad es el nexo que ha de concurrir entre acción y resultado para
que éste pueda imputarse al autor como hecho propio, y exige la comprobación de que el
resultado típico es producto de la acción, la cual ha de estar entre las condiciones del mismo pero
además, es necesaria una relación específica que permita imputarle objetivamente al sujeto; hay,
consiguientemente, un primer plano de la causalidad en que operan criterios derivados de las
leyes naturales y de la experiencia científica, y una primera corrección de su ámbito, de naturaleza
normativa, que constituye la imputación objetiva del resultado, para el que se vino utilizando el
criterio de la adecuación, aunque al depender de la experiencia general y de la probabilidad, sus
soluciones no eran muy limitadas y resultaban contaminadas por apreciaciones pertenecientes al
juicio de culpabilidad. Un avance de importancia decisiva, en ese designio de restringir la amplitud
de la teoría de la equivalencia de condiciones, ha sido el criterio de la relevancia jurídico-penal
que las selecciona, en cada caso, según el sentido del correspondiente tipo penal –conducta
ajustada al tipo–, y en él reside el germen o esencia de la teoría de la imputación objetiva que
toma en consideración el riesgo creado y el fin de protección de la norma, de suerte que es
objetivamente imputable un resultado que está dentro del ámbito de protección de la norma penal
que el autor ha vulnerado mediante una acción, creadora de riesgo o peligro jurídicamente
desaprobado».
En la actualidad es absolutamente dominante en el alto Tribunal la postura que en el plano que
pudiéramos llamar ontológico atiende a la equivalencia de condiciones y en el plano normativo
acude a la doctrina de la imputación objetiva, que actúa como correctivo de las teorías naturalistas
de la causalidad, tomando en consideración el riesgo creado y el fin de protección de la norma (
vid., entre otras, STS de 18-7-1994 ).
Es de destacar que la permanencia del nexo causal como necesario presupuesto de la
imputación ha sido una debatida cuestión sobre la que también ha tenido que pronunciarse el
Tribunal Supremo. Así, la STS de 4-7-1997 , haciéndose eco de una consolidada línea
jurisprudencial, señala que únicamente pueden interferir el curso causal del resultado de la acción
los llamados «accidentes extraños», debidos a comportamientos maliciosos o negligentes del
propio ofendido o a la conducta dolosa de un tercero, pero no las denominadas «concausas
preexistentes», tales como los padecimientos crónicos del ofendido, su estado de salud, su
debilidad física, etc. En el mismo sentido, la de 13-11-1991 indica aun con mayor precisión que «el
tema más concreto de la interrupción del nexo causal se gobierna en todo caso por el poderío
etiológico de las condiciones preexistentes, concomitantes o sobrevenidas al suceso, de tal modo
que las primeras son irrelevantes para el curso causal, destacando entre ellas la condición
patológica de la víctima; como son también irrelevantes las condiciones que, si bien coetáneas a
la acción, están ligadas en su eficacia a otras anteriores como la embriaguez o drogodependencia
del herido, como tampoco pueden considerarse “extrañas” a la acción las condiciones
estrictamente concomitantes, entre ellas y como destacada la ausencia de facultativos que
puedan auxiliar a la víctima con prontitud. En fin, las condiciones sobrevenidas, las de mayor
dificultad, no romperán el nexo causal, ni podrán considerarse accidente extraño, según la mayor
o menor dependencia con el hecho imputado. Se trata de aquellas lesiones calificadas de
mortales “per accidens”, es decir por falta de cuidado y auxilio facultativo originario de esa
letalidad, porque si la lesión era en sí misma mortal ( lethalitas vulneris ) prevalecerá como
causa».

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