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Transubstanciación y canibalismo

Según Calvino:
“El cuerpo del Señor una vez fue ofrecido como sacrificio por nosotros, de modo
que ahora podemos alimentarnos de él, y al alimentarnos de él podemos
experimentar dentro de nosotros la eficacia de ese sacrificio único; y su sangre, una
vez que fue derramada por nosotros, sea nuestra bebida perpetua. El cuerpo, por lo
tanto, una vez que fue ofrecido para nuestra salvación, se nos ordena tomar y
comer.”

La Eucaristía era Dios y el foco de la misa hizo visible a Dios en forma de oblea y
vino. El cristianismo había adoptado un acto de canibalismo real en el que los fieles
se comían a su dios. En el siglo X, la oblea de la Eucaristía comenzó a aparecer con
la imagen de Cristo estampada sobre ella, reforzando aún más la transubstanciación.
El cardenal Humbert en 1059 afirmó que el cuerpo y la sangre de Cristo estaban “no
solo en figura sacramental sino en realidad en forma corporal, manejados y rotos por
las manos del sacerdote y molidos por los dientes de los fieles”. En 1215, el Papa
Inocencio III declaró que “el cuerpo y la sangre de Jesucristo están verdaderamente
contenidos bajo la apariencia de pan y vino en el sacramento del altar, el pan siendo
transubstanciado en el cuerpo y el vino en la sangre”. Conforme al dogma de la
transubstanciación, acogido por la Iglesia Católica Romana en el Cuarto Concilio
Letrán de 1215 —ratificado en el Concilio de Lyón (1274) y el Concilio de Trento
(1545–1563)— en la Última Cena Jesucristo habría dado a sus discípulos su propia
carne y sangre en el pan y el vino (Juan 6: 53–56 ). El Concilio de Trento fue
categórico: no existía tropo o lenguaje figurado en el pasaje bíblico. La Iglesia
alegaba una conversio substantialis total y real de las formas eucarísticas: “declara
ahora de nuevo este mismo santo concilio, que por la consagración del pan y del
vino, se convierte toda la substancia del pan en la substancia del cuerpo de nuestro
señor Jesucristo, y toda la substancia del vino en la substancia de su sangre” (Trento,
Ses. XIII, cap. iv).

Lo que una vez fue símbolo fue firmemente reforzado como real y estar en
desacuerdo con tal dogma fue una herejía. Esto le dio a las obleas comunes un poder
increíble. Se ha informado a través de la historia de la iglesia cristiana, sobre cuentos
de transformaciones milagrosas de la Eucaristía desde su forma de pan y vino hasta
carne y sangre, muchas espeluznantes en sus descripciones. Esto hizo que la
Eucaristía fuera intensamente temida y deseada. Las mujeres religiosas medievales
vieron la ingestión de la Eucaristía como una manera de absorber a Dios hasta el
punto de perder la distinción entre los dos, lo que llevaba a la unión mística o al
éxtasis. La humanidad de Dios se convirtió en el tema principal en la Baja Edad
Media. La Eucaristía fue, para las mujeres medievales, un momento en el que fueron
liberadas en unión extática, también fue un momento en el que el Dios con quien se
unieron era supremamente humano porque era supremamente vulnerable y carnal.
Al comer la Eucaristía estas mujeres no solo se unieron a Dios, sino que también
sintieron su dolor y su sufrimiento de una manera física.

Por tanto, la comida del hombre civilizado no sólo tenía que ser natural, sino
también la adecuada de acuerdo con su condición. Para lograr esto tenía que ser el
tipo de comida correcto y debidamente preparada. La preparación de la comida
posee gran significado social para la mayoría, si no para todas, las culturas. Pero el
caso cristiano es especial, ya que la preparación de una «comida» es el fundamento
del misterio cristiano. Al nivel más elemental, la transubstanciación era un milagro
por el cual un tipo de comida se transformaba en otro: la carne de Cristo mismo. Por
tanto, los teólogos cristianos estaban muy atentos a las posibles implicaciones
espirituales que podían relacionarse con la preparación de la comida, y también
sobre el manejo de la hostia incluso antes de la transubstanciación. La conexión
entre el culto divino y la comida diaria era difícil de definir y potencialmente
peligrosa, pero explícita. La preparación para el culto divino de los que sirven a Dios
–dijo Vitoria- consiste en algo relacionado con la comida y con la bebida y por esa
razón sólo son apropiados para la misa ciertos tipos de pan. El centeno, por ejemplo,
no es apropiado para la transmutación del cuerpo de Cristo, porque el centeno «no es
comida para hombres, sino para bestias (La caída del hombre natural, Padgen, A.).

Las Casas, que se cuida de no lesionar el sacramento, apenas insinúa que el cuerpo y
sangre de Cristo reemplazan la antropofagia en una especie de relevo de la idolatría
natural por el verdadero conocimiento espiritual y físico de dios. Un fragmento de
una luneta de Paolo Farinati (1595) en Villa de la Torre, Mezzane di Sotto (Verona)
(Figura 3), expresa bien esa idea de correspondencia y relevo entre canibalismo y
comunión que Las Casas sugiere: un aborigen alegórico de América deja el festín
caníbal que aparece a su izquierda —donde un torso y un brazo humano giran en un
asador— y toma un crucifijo que está su derecha, dándole la espalda al festín.
América reemplaza la antropofagia por la Eucaristía (“El plato más sabroso:
Eucaristía, plagio diabólico, y la traducción criolla del caníbal”, Jáuregui, C.)

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