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Textos sobre libertad y determinismo

Para Leibniz, somos libres, puesto que todos nuestros actos emanan de nuestra esencia. Pero
basta que nuestra esencia no haya sido elegida por nosotros para que toda esa libertad de
detalle recubra una total servidumbre: Dios ha elegido la esencia de Adán. Inversamente, si el
cierre de las cuentas da a nuestra vida su sentido y su valor, poco importa que todos los actos
de que está hecha la trama de nuestra vida hallan sido libres: su sentido mismo se nos escapa si
no elegimos nosotros mismos el momento en que la cuenta ha de cerrarse. Es lo que sentía el
autor libertino de una anécdota de la que se ha hecho eco Diderot. Dos hermanos comparecen
ante el tribunal divino, el día del juicio. El primero le dice a Dios: “¿Por qué me has hecho
morir tan joven?” y Dios le responde: “Para salvarte. Si hubieras vivido más, habrías cometido
un crimen, como tu hermano.” Entonces el hermano pregunta a su vez: “¿Por qué me has
hecho morir tan viejo?” Si la muerte no es una libre determinación de nuestro ser, no puede
terminar nuestra vida: un minuto de más o de menos, y todo cambio, quizás, si estos minutos
se añaden o quitan a mi cuenta, incluso al admitir que los empleo libremente, el sentido de mi
vida se me escapa. (Sartre, El ser y la nada)

El hombre fue, pues, el producto de la curiosidad que Dios tuvo de sí mismo. Hábilmente,
Semael había adivinado esta curiosidad y explotándola para sus propios fines. Había llegado a
la cólera y la perplejidad; singularmente, en los casos nada raros en que el Mal se unía a una
inteligencia audaz, a una lógica combativa, como en Caín, el primer fratricida, cuya entrevista
con el Creador, una vez cometido su acto, había sido más o menos divulgada con diligencia. El
Señor no salió del todo bien parado cuando le preguntó al hijo de Eva: “¿Qué has hecho? La
voz de tu hermano grita hacia mí desde la tierra, que ha abierto la boca para recibir de tu mano
la sangre de tu hermano.” Y Caín le respondió: “Sí, maté a mi hermano y es muy triste. Pero
¿quién me creó como soy, celoso al punto que, a menudo, todo mi ser se trastorna y ya no sé lo
que hago? ¿No eres el Dios Celoso, y no me modelaste a tu imagen? ¿Quién puso, pues, en mí
el impulso funesto del acto que irreparablemente cometí? Dices que sobrellevas, solo, el peso
del mundo, ¿y no quieres sobrellevar el peso de nuestros pecados?” (Thomas Mann, José y sus
hermanos)

Dostoyevski escribe: "Si Dios no existiera, todo estaría permitido". Este es el punto de partida
del existencialismo. En efecto, todo está permitido si Dios no existe y, en consecuencia, el
hombre está abandonado, porque no encuentra ni en sí ni fuera de sí una posibilidad de
aferrarse. No encuentra ante todo excusas. Si, en efecto, la existencia precede a la esencia, no
se podrá jamás explicar la referencia a una naturaleza humana dada y fija; dicho de otro modo,
no hay determinismo, el hombre es libre, el hombre es libertad. Si, por otra parte, Dios no
existe, no encontramos frente a nosotros valores u órdenes que legitimen nuestra conducta.
Así, no tenemos ni detrás ni delante de nosotros, en el dominio luminoso de los valores,
justificaciones o excusas. Estamos solos, sin excusas. Es lo que expresaré diciendo que el
hombre está condenado a ser libre. Condenado, porque no se ha creado a sí mismo, y sin
embargo, por otro lado, libre, porque una vez arrojado al mundo es responsable de todo lo que
hace» (Sartre, El existencialismo es un humanismo).
Había en Bagdad un mercader que envió a su criado al mercado a comprar provisiones, y al
poco tiempo el criado regresó pálido y tembloroso y dijo: “Señor, hace un momento, mientras
estaba en la plaza del mercado, he sido empujado por una mujer que se hallaba entre la
multitud y, cuando me volví, vi que era la Muerte. Me miró e hizo un gesto de amenaza.
Préstame tu caballo para alejarme de la ciudad y escapar a mi destino. Iré a Samarra y allí la
Muerte no me encontrará.” El mercader le prestó su caballo y el sirviente montó en él, picó
espuelas y huyó a galope tendido. Después el mercader bajó a la plaza del mercado y,
descubriéndome entre la multitud, se acercó y me dijo: “¿Por qué esta mañana le has hecho un
gesto de amenaza a mi criado?” “No fue un gesto de amenaza -respondí-, sino de sorpresa. Me
ha extrañado verlo aquí en Bagdad, porque esta noche tengo una cita con él en Samarra.”
(Somerset Maughan, Habla la muerte).

Mas, cuando Diágoras llegó a Samotracia y un amigo le dijo: «Tú, que piensas que los dioses
no se cuidan de las cosas humanas, ¿no adviertes, pese a la existencia de tantas pinturas,
cuantísimas personas han rehuido la fuerza de la tempestad gracias a sus votos, llegando a
puerto sanas y salvas?», él respondió: «Eso ocurre porque no se pintó en ninguna parte a los
que naufragaron y perecieron en el mar». Y este mismo, cuando los tripulantes con los que
navegaba le decían, intimidados y aterrados a causa de la tempestad que tenían enfrente, que
aquello les estaba pasando y justamente, además, por haberle acogido a él en la misma nave,
les mostró otras muchas naves que estaban sufriendo durante esa misma travesía, y les
preguntó si creían que también en ellas se transportaba a Diágoras. Porque así es la cosa: en lo
referente a una suerte próspera o adversa, nada importa cómo eres o de qué modo has vivido
(Cicerón, Sobre la naturaleza de los dioses).

La preocupación por nuestra salvación es un resto de amor propio, un vestigio del


egocentrismo natural del que la vida religiosa debe arrancarnos. Mientras sólo pienses en la
salvación, le darás la espalda a Dios. Dios es Dios sólo para la persona que vence la tentación
de degradarlo y usarlo para sus propios fines (León Brunschvicg).

«Si no hay Dios, no me es necesario tomarme nada en serio», dice el teólogo. La atrocidad que
cometo, el sufrimiento que permito, continúan existiendo, tras el momento en que suceden,
solo en la conciencia humana que recuerda, y se extinguen con ella. No tiene ya entonces
sentido alguno decir que aún son verdaderos. Ya no existen, luego ya no son verdaderos:
ambas cosas son lo mismo. A no ser que sean conservados... en Dios. ¿Puede reconocerse esto
y llevar, no obstante, con seriedad una vida sin Dios? Esta es la pregunta de la filosofía
(Horkheimer, Anhelo de justicia)

¿Qué es religión en el buen sentido? El inextinguible impulso, sostenido contra la realidad, de


que ésta debe cambiar, que se rompa la maldición y se abra paso a la justicia. Donde la vida
está, hasta el más pequeño gesto, bajo este signo, allí hay religión. Y ¿qué es religión en el mal
sentido? Este mismo impulso pervertido en afirmación, en proclamación, y por tanto en
transfiguración de la realidad a pesar de todos sus flagelos; es la vana mentira de que el mal, el
sufrimiento, el horror tienen un sentido, bien gracias al futuro terreno, bien al futuro celestial.
La mentira no necesita siquiera de la cruz; ella anida ya en el mismo concepto ontológico de
trascendencia. Cuando el impulso es auténtico no necesita de ninguna apología, ni admite
justificación alguna. (Horkheimer, Anhelo de justicia)

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