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Eucaristía: el misterio del Corpus Christi

Este domingo 18 de junio, celebraremos la solemnidad del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Fiesta
de la Eucaristía. Solemnidad que nos convoca ante el misterio cotidiano del cuerpo entregado y de la
sangre derramada por nosotros. En muchos lugares se llevarán a cabo procesiones y celebraciones
que quieren recordar la importancia del misterio de Jesús en la Eucaristía y la presencia real de Dios
entre nosotros. Éste es un misterio que en el Jueves Santo tiene la fiesta de su Institución y en el
Corpus tiene una gozosa fiesta de la respuesta de fe. La edad media, de la que heredamos esta fiesta
sintió el deber de darle un realce especial, para hacer un homenaje agradecido, público, multitudinario
de la presencia real de Cristo; incluso para sacar en procesión el Santísimo Sacramento por las calles
y las plazas, para afirmar el misterio del Dios con nosotros en la Eucaristía, su compañía, que por eso
Santa Teresa lo llamaba a Cristo " compañero nuestro en el Santísimo Sacramento". Estos valores
fundamentales de la fe católica que acentúa la presencia real y personal de Cristo en la Eucaristía
siguen teniendo vigencia dogmática y pastoral. También hoy tenemos necesidad de renovar nuestra
fe en la presencia verdadera de Cristo en la Eucaristía, de manifestarla de forma pública, de sentirnos
en la procesión de Corpus pueblo de Dios en camino, presididos y precedidos por Cristo, Pastor y
guía, presencia y viático de nuestro caminar, misteriosa compañía de Dios.
La Eucaristía sigue siendo la opción fundamental de nuestra fe. Ante el misterio del pan de vida el
sacerdote tiene que renovar su adoración, el cristiano confesar que es un misterio que trasciende su
inteligencia. La Eucaristía nos pone de rodillas, confunde nuestro orgullo y nos abre a la humildad y
al gozo de la fe en la palabra y en el poder de Cristo. Solo así se convierte para nosotros en misterio
de luz y de vida. La Eucaristía es, como recuerda el Vaticano II, el bien supremo de la Iglesia, Cristo
Pan verdadero que con su carne vivificada y vivificante, por medio del Espíritu Santo, da la vida a
los hombres. O como afirma el Decreto del ecumenismo hablando de la Iglesia oriental: por medio
de la Eucaristía tenemos acceso a Dios Padre por medio de Cristo, Verbo Encarnado que ha muerto
y ha sido glorificado, en la efusión del Espíritu Santo, entramos en comunión con la Santísima
Trinidad, hechos partícipes de la naturaleza divina. O también con la Gaudium et Spes recordamos
que en la Eucaristía tenemos una especie de anticipación de la Pascua del Universo, con elementos
naturales que son transformados en el cuerpo y en la sangre gloriosos de Cristo y que son una
anticipación del banquete de la fraternidad universal en la gloria. Estos textos del Vaticano II nos
recuerdan con cuánto fervor la Iglesia de la segunda mitad del siglo XX ha confirmado su fe en la
Eucaristía, en un momento en que tendencias racionalistas querían atenuar el realismo de la presencia,
con un sutil recurso al simbolismo vacío de contenidos, no dándose cuenta que además de ir contra
el realismo de la Escritura y de la fe del primer milenio cristiano rebajaban a puro simbolismo no solo
la presencia sino en definitiva la realidad misma del sacrificio, de la comunión, de los efectos
salvadores de la Eucaristía con la cual Cristo nos promete una verdadera comunión de vida, la
santificación de nuestro cuerpo, incluso la resurrección futura. Si no hay una presencia real, no hay
acciones reales, no hay efectos objetivos. Nos quedamos en nuestra miseria, sin la compañía de Cristo,
sin el don del Espíritu, sin la comunión eclesial en un solo Cuerpo, sin el sacrificio real de la nueva y
eterna alianza. Ya san Ignacio de Antioquía veía en la negación del realismo eucarístico una negación
del realismo de la Encarnación, de la pasión salvadora, de la verdadera Resurrección de Cristo. Todo
sería apariencia. No habría realismo salvador.
Pero no es así. Las palabras de la Institución de la Eucaristía que recoge en este ciclo el primitivo
relato de Marcos nos hablan con crudeza, con realismo semítico, de la verdad del don que Jesús hace
en la Cena: Tomad, esto es mi cuerpo. Ofrece a los discípulos algo para comer, no una idea para
comprender. Y ese algo es su cuerpo, su persona misma, la que va a ser entregada; y entran en
comunión con la misma persona de Cristo. Esta es mi sangre, sangre de la Alianza, derramada por
todos. Y mientras los discípulos se pasan el cáliz, la copa de la pascua, y beben, saborean el misterio
del vino - sangre de la uva - que les permite empaparse de la sangre redentora y purificadora, la que
va a ser derramada. Es sangre del pacto, de la alianza. No hay pacto más serio que el de la sangre, el
de la vida. Y Dios en su amor hacia los hombres ha sellado su alianza con nosotros con la sangre de
su Hijo. Y como esta es la alianza nueva y eterna, cada día se hace presente el único sacrificio de la
única alianza nueva. Cristo, que en virtud de un Espíritu eterno, como zarza ardiente, se ofreció al
Padre una vez para siempre es en el cielo la víctima sagrada, el sacrificio sin mancha, y se hace
presente en la tierra, en cada altar. Es el mismo sacerdote, la misma víctima. Es el mismo sacrificio
de Cristo en el sacrificio de la Iglesia. Iglesia unida Cristo en alianza esponsal, en comunión de vida.
Ofrecida con Cristo, porque es el Cuerpo del Señor se ofrece en lo que ofrece, pues al levantar al cielo
el cuerpo y la sangre de Cristo, toda la Iglesia se eleva en el mismo gesto de ofrenda. Por eso el
Corpus es fiesta de la Alianza Nueva en la Eucaristía, el arco iris de la paz y de la reconciliación que
Dios ofrece cada día. Una alianza que pide un sí de amor, el culto del Dios vivo, una vida que prolonga
la de Jesús, hecha amor y servicio.
Pero el misterio del cuerpo y la sangre de Cristo no se limita a la presencia real de Cristo en el pan y
vino consagrados. Cuando nos alimentamos de su cuerpo y de su sangre, no sólo nos fortalecemos
espiritualmente, sino que poco a poco vamos siendo transformados en el propio cuerpo de Cristo.
Como san Agustín decía: recibe lo que eres, recibe el cuerpo de Cristo. No es que Cristo al darse
como alimento sea asimilado por nuestro cuerpo, somos nosotros que, por la gracia de nuestro
bautismo, al unirnos en la comunión (común unión) nos adherimos al cuerpo de Cristo, nos hacemos
Cuerpo de Cristo. Por tanto, nosotros somos “cuerpo de Cristo”.
Desde su inicio, la Iglesia siempre ha tenido un papel de gran relevancia en la historia, ya que, por
medio de ella, Dios habla y actúa. Más hoy todavía, Dios tiene un mensaje de salvación para el mundo
entero, un mensaje de salvación y esperanza para un mundo hueco, necesitado de amor, de tolerancia,
de aceptación, de solidaridad, de perdón. El mundo vive dividido, reina la desintegración, el egoísmo,
el hedonismo, el libertinaje, la violencia; nos quieren imponer vicios y perversiones como valores
positivos, nos empujan al reino de la “desemejanza” respecto del Creador.
Hoy Cristo quiere hacerse presente, en la humilde presencia de un trozo de pan o en la sencillez de
una sonrisa o un saludo de paz; quiere hablar al mundo a través de su cuerpo, que somos nosotros,
los que recibimos su Espíritu y su palabra salvadora, los que nos alimentamos con ese pan bendito
bajado del Cielo, que es Dios mismo; para que reine la paz, la concordia, la misericordia.
Que María Santísima, primer trono de gracia, primer sagrario, primer custodia, primera en llevarle en
procesión hasta su prima Isabel, nos ayude a penetrar en el misterio del cuerpo bendito de nuestro
Señor, hecho alimento de salvación para la vida eterna, para que recibiéndolo con devoción y
venerándolo con dulzura, nos haga ser sus manos, sus pies, su boca, su corazón, para que su mensaje
y su salvación llegue a todos los rincones de la tierra.

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