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FECHA: 26/10/21
El derecho siempre ha sido estudiado por un lado por los juristas y por otro lado, por los
filósofos, que investigan lo que debería prescribir según el derecho natural o la moral.
Durante el siglo XIX, con la crisis del derecho natural, se ha desarrollado una tercera labor
jurídica, la llamada teoría del derecho, que se encarga de estudiar el concepto y otras
palabras cruciales para la comprensión del derecho, de forma que este no puede
prescindir de la cuestión referente a la vinculación entre Derecho y moral, los cuales son
conceptos presentes en la filosofía, iusnaturalista y neoconstitucionalista.
Dicho de otra manera: desde la codificación, al menos para los juristas, no se tuvo otro
derecho más que el positivo, produciendo legislación general o especial. Cuando lo
códigos comenzaron a envejecer, el derecho natural empezó a ser retomado, recibiendo
el nombre de neoiusnaturalismo. La principal resurrección se dio después de Auschwitz,
por lo cual lo podemos llamar neoiusnaturalismo posguerra.
Es como una nueva fase del proceso histórico del constitucionalismo europeo que tuvo
comienzos a fines del siglo XVIII con características propias y diferenciales respecto a las
etapas anteriores punto De ahí el nombre de neoconstitucionalismo o constitucionalismo
contemporáneo con que se lo identifica. En todos estos casos se advierte la creciente
importancia que van adquiriendo su sistema político en la Constitución como norma
jurídica y los tribunales constitucionales como órganos que velan por asegurar su
vigencia, en especial mediante la tutela y el progresivo desarrollo de los Derechos
Humanos. El neoconstitucionalismo tiene un carácter parcial en relación al
constitucionalismo considerado como totalidad le interesa principalmente una parte de la
problemática constitucional la relacionado con la protección de los Derechos Humanos.
La constitución del ordenamiento jurídico como el núcleo del neoconstitucionalismo es
una realidad compleja que tiene aspectos diferenciales en cada uno de los países de
acuerdo con su tradición jurídica y constitucional previa su sistema jurídico y la naturaleza
y función institucional que se asignan a sus respectivos poderes judiciales y tribunales
constitucionales.
El neoconstitucionalismo también puede ser visto como la teoría jurídica que describe
explica justifica comprenden las consecuencias y alienta el proceso de transformación del
ordenamiento jurídico antes descrito. Con el neoconstitucionalismo se da un cambio
importante en el concepto de derecho en la teoría de la interpretación y en la metodología
jurídica. La Constitución, su contenido, sus principios y valores, y su función jurídica y
política; y no la ley formal en sufrido deber ser pasan a hacer el centro de la reflexión
jurídica de la teoría general del derecho del neoconstitucionalismo
Ahora bien, la discrecionalidad a la que hace referencia el positivismo, a pesar de ser una
discrecionalidad fuerte, no es una discrecional total, sino limitada que presupone, por
ende, la relativa determinación del Derecho. De cualquier forma, la comprensión del
Derecho como un sistema normativo orientado al logro del control social exige asumir este
rasgo. En relación con esta consideración, interesa adelantar que afirmar la absoluta
indeterminación del Derecho desmentiría la plausibilidad teórica y la importancia práctica
de los criterios sistemáticos de validez materiales y formales en la medida en que no
permitiría enjuiciar la validez de las normas en relación con su compatibilidad con los
contenidos de las normas superiores, pero tampoco respecto de la autoridad de los
sujetos que las emiten y el procedimiento de producción. En todo caso, la capacidad
operativa de los criterios materiales para condicionar la validez de las decisiones jurídicas
y la compatibilidad de ese condicionamiento con las premisas positivistas depende de un
modo básico de la concepción de la interpretación jurídica que se maneje y, en concreto,
de la posición que se adopte en torno al problema de la determinación del Derecho. El
rasgo de la relativa determinación del Derecho puede fundamentarse en términos
plenamente compatibles con el positivismo jurídico recurriendo a la noción de significado
literal y a los rasgos que lo caracterizan.
En todo caso, la cuestión decisiva en la justificación de la tesis del carácter mixto del
sistema jurídico, y en la demostración de su compatibilidad con el iuspositivismo, radica
en la interpretación de las palabras «morales» incluidas en las normas constitucionales.
Pues bien, esas palabras morales son también palabras y, por tal razón, poseen,
exactamente igual que otros términos, un significado literal que tampoco puede ser
absolutamente indeterminado.
En resumen, desde la concepción del Derecho como sistema mixto que aquí se maneja,
la exigencia de compatibilidad como criterio de validez material se reduce a la no
trasgresión del significado literal que las normas superiores necesariamente poseen. La
elección discrecional entre las opciones que no se enfrentan a este límite es imputable a
la creatividad del intérprete, responde a consideraciones extrajurídicas y su validez
depende, únicamente, de la competencia del órgano que escoge.
Como es sabido, la diferencia central entre las dos grandes concepciones sobre el
derecho, iusnaturalismo y positivismo, gira en torno a las relaciones entre derecho y moral.
El iusnaturalismo presenta el derecho como intrínsecamente ligado a la moral. Sea en su
versión racionalista o en otras de corte teológico, la afirmación respecto al vínculo
indisoluble entre normas jurídicas y principios, valores o normas morales va acompañada
de una concepción cognoscitivista, a menudo realista, sobre la moral. El positivismo
jurídico, por su parte, niega esta conexión entre derecho y moral, y afirma que para definir
el derecho no necesitamos involucrar apreciaciones sobre la calidad moral de las normas
jurídicas. No haría falta mostrar, por tanto, la plausibilidad de ninguna teoría metaética. El
positivismo conceptual asume una posición clara sobre cómo definir el derecho en
relación a elementos descriptivos o empíricos y sin hacer valoraciones sobre el contenido
sustantivo de las normas. Superado entonces este primer ámbito de encuentro entre
derecho y moral, podemos ver ahora las relaciones que persisten incluso si asumimos la
tesis positivista sobre el concepto de derecho. Veremos que a medida que avanzamos en
la definición de los elementos que forman ese conjunto llamado derecho, principalmente
en la medida en que avanzamos en la definición de la norma jurídica, su validez, carácter
obligatorio, legitimación y legitimidad, ese concepto que en principio aislamos de su
entorno axiológico comienza a verse cada vez más involucrado con connotaciones
valorativas. Ante todo, tal vez convenga decir que la influencia de la tesis del positivismo
respecto de la separación entre el derecho y la moral, ha hecho que a veces se olvide
que, incluso si aceptamos tal tesis, se trata de una tesis conceptual que en nada afecta a
las múltiples relaciones que existen entre el derecho y la moral en otros ámbitos. Esto ha
hecho que de ser una tesis conceptual se haya transformado a veces en una tesis
normativa desvirtuando su validez teórica y su eficacia metodológica. Puede también
entenderse que el positivismo ideológico está basado en la idea de que existiría un solo
principio moral que deberíamos atender al enfrentarnos con el derecho y tal principio sería
el que ordena hacer todo aquello que el derecho prescribe como obligatorio. En cualquier
caso, el positivismo ideológico me parece un ejemplo extremo de cómo se ha desvirtuado
la tesis de la separación conceptual, contribuyendo así a alimentar posturas que en vez
de intentar detectar y explicar la complejidad de las relaciones entre derecho y moral, han
preferido simplificar la realidad apelando a un positivismo simplista y capaz de distorsionar
el ámbito de lo jurídico. Sumadas a estas consideraciones, las últimas aportaciones al
debate en torno a la naturaleza de las normas jurídicas han acentuado aún más la
relevancia de la filosofía moral para el derecho en la medida en que se ha puesto de
manifiesto una vez más la estrecha vinculación entre normas morales y normas jurídicas.
Entre tales aportaciones una de las más influyentes ha sido la perspectiva introducida por
R. Dworkin al señalar la existencia dentro del sistema jurídico de los principios, es decir,
de un tipo de normas cuyo contenido es enteramente de índole moral y cuya incorporación
se efectúa a menudo a través de canales indirectos, difusos, en mayor concordancia con
la forma en que aceptamos las normas morales.
Todo esto, parece claro ahora, nos llevaría muy lejos de la tesis de la separación entre el
derecho y la moral, y parecería no solo reafirmar las relaciones entre derecho y moral,
sino apuntar que dichas relaciones tienen lugar incluso en el ámbito del concepto mismo
de derecho: identificar qué es el derecho, cuáles son las normas del sistema, cuál es el
derecho válido, es una tarea que no puede llevarse a cabo sin ese componente de valor
que formaría parte de la regla de reconocimiento. Esto no quiere decir que la tesis de la
separación no se conserve en algún sentido. Se conserva en lo que Coleman denomina
la tesis negativa del positivismo jurídico: puede existir un sistema jurídico que no contenga
en su regla de reconocimiento elementos morales para la determinación de las normas
válidas del sistema.
Las conexiones entre el derecho y la moral que se ponen de manifiesto a través de los
temas que se han señalado en el apartado anterior nos plantean un interrogante ulterior:
si el derecho tiene tantos y tan fuertes vínculos con la moral, entonces será relevante
determinar cuáles son los fundamentos últimos de los valores que intervienen en el
derecho. En otras palabras, no puede ser indiferente para el derecho la pregunta sobre la
fundamentación de la moral y la posibilidad de afirmar el valor de verdad de los
enunciados de valor. Como señala Waldron (1999), quienes se oponen al positivismo
normativo, debe realizarse sin apelar a juicios morales independientes– suelen reforzar
su perspectiva con la apelación al realismo moral o la tesis según la cual los juicios de
valor pueden ser clasificados como verdaderos o falsos independientemente de las
creencias o percepciones subjetivas de quien los emite.
Por otro lado, la expresión «interpretación del Derecho» haría referencia a la operación
de encontrar la regulación jurídica para un determinado comportamiento o conflicto. Esta
operación ha sido concebida históricamente de dos modos distintos: teniendo como objeto
la entidad Derecho, en cuyo caso se trata de dar un «sentido jurídico», una respuesta
desde el Derecho, al comportamiento o al conflicto que se intenta resolver; o teniendo
como objeto los documentos que constituyen las fuentes de conocimiento del Derecho.
Sin embargo, este segundo sentido de «interpretación del Derecho» vendría a coincidir
con lo que hemos denominado «interpretación de la ley», al menos si se considera que
es precisamente la ley el documento fundamental para el conocimiento del Derecho.
Centrémonos por tanto en el otro sentido de «interpretación del Derecho». Aquí nos
encontramos con una actividad más compleja que la mera atribución de significado a un
(o unos) documento(s) de las leyes; se incluyen además las actividades de
individualización de un segmento del discurso legislativo, la atribución a este segmento
de significado, la resolución de antinomias, la integración de la ley, etc.
Un primer rasgo a destacar sería la importancia otorgada a los principios como ingrediente
necesario para comprender la estructura y el funcionamiento de un sistema jurídico,
considerando además ambos tipos de normas no tanto desde la perspectiva de su
estructura lógica, sino a partir del papel que juegan en el razonamiento práctico, de modo
que a las clásicas relaciones lógicas entre las normas se le incorporan relaciones de
justificación. Ligado a ello, la validez pasa a ser entendida en términos sustantivos y no
meramente formales: para ser válida, una norma debe respetar los principios y derechos
establecidos en la Constitución. En segundo lugar, señalaría la consideración del Derecho
como una realidad dinámica, y que consiste no tanto en una serie de normas o de
enunciados de diverso tipo, cuanto en una práctica social compleja que incluye, además
de normas, procedimientos, valores, acciones, agentes, etc. Como consecuencia, la
distinción entre lenguaje descriptivo y prescriptivo se debilita, a la vez que se reivindica el
carácter práctico de la teoría y de la ciencia del Derecho, las cuales no pueden reducirse
ya a discursos meramente descriptivos. En tercer lugar, este nuevo paradigma se
caracterizaría por una tendencia hacia la integración entre las diversas esferas de la razón
práctica: el Derecho, la moral y la política. Lo que por un lado implica la difuminación de
las fronteras entre el Derecho y el no Derecho y, con ello, la defensa de algún tipo de
pluralismo jurídico y, por otro, la tesis de que entre el Derecho y la moral existe una
conexión no sólo en cuanto, al contenido, sino de tipo conceptual o intrínseco; incluso
aunque se piense que la identificación del Derecho se hace mediante algún criterio como
el de la regla de reconocimiento hartiana, esa regla incorporaría criterios sustantivos de
tipo moral y, además, la aceptación de la misma tendría necesariamente un carácter
moral. Por último, el nuevo paradigma destaca la necesidad de tratar de justificar
racionalmente las decisiones, como característica esencial de una sociedad democrática.
En conexión con ello, este nuevo paradigma asume la existencia de criterios objetivos
(como podrían ser el principio de universalidad o el de coherencia o integridad) que
otorgan carácter racional a la práctica de la justificación de las decisiones, aunque ello no
implique necesariamente la aceptación de la tesis de que existe siempre una respuesta
correcta para cada caso.
La cuestión que ahora nos queda por abordar es precisamente la de cómo se debe
interpretar en el Derecho, o, dicho de otro modo, cómo entender el papel de los clásicos
instrumentos o métodos interpretativos. Existen dos grandes teorías prescriptivas a
propósito de la interpretación jurídica. Me refiero a la clásica contraposición entre las
teorías subjetivistas y las objetivistas, que hoy se presenta –por influencia de la teoría de
Dworkin– como contraposición entre teorías intencionalistas y constructivistas. Los
intencionalistas sostienen que interpretar consiste básicamente en descubrir los motivos
o las intenciones de un autor (el modelo interpretativo que aquí estaría operando sería el
conversacional: donde al interpretar se trata de averiguar la intención del hablante, qué
nos quiere decir). Por el contrario, los constructivistas sostienen que interpretar, en el
contexto de una práctica social como el Derecho, consiste en mostrar el objeto
interpretado bajo su mejor perspectiva.
De este modo podría concluirse que los textos legislados (y lo mismo podría decirse
respecto a las otras fuentes del Derecho) sólo pertenecen al Derecho en su estado
preinterpretativo, mientras que la realidad del Derecho se encontraría en el proceso
interpretativo y postinterpretativo. El Derecho desde la perspectiva postinterpretativa, es
concebido fundamentalmente como un mecanismo de resolución de conflictos, cuyo
principal problema es cómo reconstruir los distintos materiales jurídicos (provenientes de
una diversidad de autoridades) para buscar una solución jurídica al caso. Su objetivo no
es abordar el Derecho en su totalidad, sino exclusivamente la reconstrucción que del
mismo se hace a partir del planteamiento de un determinado caso concreto problemático.
En ese sentido, creo que una forma simple, y a la vez fructífera, de investigar sobre el
sentido de la Filosofía del Derecho es partir de un muy elemental análisis etimológico del
término Filosofía del Derecho. Es decir, que si de lo que se trata es de saber de qué
estamos hablando cuando hablamos de Filosofía del Derecho, podemos apreciar, por una
parte, que la división del término en las dos palabras que lo componen nos ofrece un buen
medio de acercarnos a ese conocimiento, y, por otra, que la unión de ambas palabras
puede tener una explicación que nos aporte nueva luz sobre su significado. De esta
manera, si atendemos a la división del término en las palabras que lo componen, creo que
habría que entender que la primera palabra designa un método de estudio, reflexión y
conocimiento, y la segunda designa el objeto propio de ese estudio, reflexión y
conocimiento. Conforme a ello, lo que podemos colegir en primera instancia es que de lo
que estamos hablando cuando hablamos de Filosofía del Derecho es de una determinada
manera de estudiar, reflexionar o conocer, un determinado objeto, una determinada
materia, el Derecho, lo jurídico. Pero aquí entiendo que se nos abren, al menos, dos
cuestiones diferentes, aunque estrechamente unidas entre ellas, que no han de tener una
única respuesta si atendemos a lo que dice la doctrina, y que tienen como base los propios
límites de esta aproximación al concepto de Filosofía del Derecho.
De esta manera, entiendo que la idea que mejor explica el sentido de la Filosofía del
Derecho es que con ella hacemos referencia a una cierta forma de estudiar, reflexionar y
conocer, que responde a lo que es posible entender como una actitud filosófica a la hora
de enfrentarnos a los problemas que plantea el conocimiento de la realidad. Una actitud
que, lógicamente, constituye un denominador común a las distintas corrientes filosóficas.
Es claro que éste no puede ser el momento de debatir sobre lo que es o significa la
Filosofía como forma de conocimiento (sobre lo que también hay un debate doctrinal
inacabado por inacabable), pero creo que resulta acertada y conveniente la consabida
caracterización que al respecto ofrecía el filósofo Gustavo Bueno al entender que «La
Filosofía es una forma de totalización racional crítica universal (…) una totalización
trascendental». Y así, adaptando esos elementos para caracterizar a la Filosofía del
Derecho, cabría entender ésta como un tipo de reflexión, un saber, totalizador,
trascendental, racional y crítico.
Creo que esas características, si bien no dan una definición acabada de la Filosofía del
Derecho, sí nos ponen en la senda correcta para entender de qué tipo de reflexión
estamos hablando cuando hablamos de Filosofía del Derecho y nos permite distinguir,
pues, la actividad del filósofo del Derecho de cualquier otra actividad, como la que se
elabora estrictamente desde el ámbito científico, que tenga también al Derecho como
objeto de la misma. De esta manera, como reflexión totalizadora, la reflexión de la
Filosofía del Derecho no se correspondería con la que se pudiese realizar desde un
determinado tipo de saber, sino que ha de ser lo más abarcadora posible, a fin de poder
ofrecer sus respuestas con la mayor amplitud de miras, con una aproximación realizada
desde distintos ámbitos del saber, entre los que adquiere especial importancia la política,
la moral, la historia o la sociología.
Con la idea de que se ha de producir una reflexión trascendental, cabe entender que las
reflexiones filosóficas también han de «trascender» el objeto sobre el que se reflexiona,
estando en estrecha conexión con las otras características. Así, señalaba Elías Díaz que
«La Filosofía del Derecho en cuanto saber trascendental, expresaría, por tanto, la
totalización crítica de esa realidad jurídica de carácter empírico (Derecho vigente y
Derecho eficaz), así como de las ciencias que sobre ella trabajan (principalmente Ciencia
del Derecho y Sociología del Derecho)». En cuanto al elemento de la racionalidad, es
importante diferenciar la reflexión racional filosófica del tipo de reflexión propio de la
racionalidad científica. En el ámbito filosófico, no se trata de que exista una racionalidad
que busque la verdad racionalmente indiscutible de los problemas que se plantea. La
reflexión filosófica siempre ha de realizarse en un terreno en buena medida marcado por
la incertidumbre.
Por último, como reflexión crítica, nos encontramos con el elemento clave para determinar
la actitud con la que el filósofo del Derecho ha de afrontar los problemas a los que
pretende dar respuesta. La Filosofía del Derecho o es crítica o no existe como tal Filosofía.
La actitud crítica exige un estado de permanente enjuiciamiento de la realidad, del objeto
de conocimiento y de los propios postulados de los que se parten y de las propias
conclusiones a las que se llega. Es esa actitud crítica la que impide que se pueda dar
algún conocimiento como presupuesto indiscutido o como verdad incontrovertible, y la
que impele a dejar nuestros criterios lo más libres posibles de prejuicios a la hora de
afrontar una cuestión, a ser capaces de abandonar una teoría o un postulado si
encontramos nuevos elementos que racionalmente nos llevan a determinar su invalidez,
sin por ello condenarlos a su exclusión definitiva.
En todo caso, si la actividad a realizar desde la Filosofía del Derecho tiene al conocimiento
del Derecho como origen, como medio o como fin, resulta necesario subrayar que esa
actividad del filósofo del Derecho no puede ser una actividad neutral en sus reflexiones,
estudios y conocimientos. Y no lo puede ser debido a las características propias del
Derecho, a la formación del filósofo del Derecho y a la relación que existe entre Ciencia
del Derecho y Filosofía del Derecho. Tres consideraciones que van necesariamente
unidas, en el sentido de que la imposible neutralidad de la actividad que se puede realizar
desde la Filosofía del Derecho se deriva de la imposible neutralidad de la Ciencia del
Derecho, que es debida, así mismo, a las características propias del Derecho y a la
imposible actitud neutral del científico del Derecho. De esta manera, aunque hay que partir
de que, frente a la Ciencia del Derecho, el estudio y la reflexión propios de la Filosofía del
Derecho no tratan de ser neutrales, sino que lo que se pretende es conseguir una
comprensión de la realidad y la experiencia jurídica, así como poder valorar críticamente
esa realidad; lo que aquí pretendo subrayar es que si no existe una neutralidad en la
actividad que realiza el científico para el estudio del Derecho, de ahí se ha de derivar,
necesariamente, que no es predicable la neutralidad de la actividad propia del Filósofo del
Derecho.
La Ciencia del Derecho estudia el Derecho positivo, es decir, lo que constituye el Derecho
para el positivismo, las normas, los principios, los subsistemas jurídicos e incluso el
sistema jurídico en su conjunto. Y con ese estudio, la Ciencia del Derecho pretende
conseguir un conocimiento objetivo y, por consiguiente, real del objeto que se estudia. Sin
embargo, la claridad teórica de esa pretendida función propia de la Ciencia del Derecho
no resulta tan evidente en la realidad. Y es que hay que replantearse si es posible realizar
ese estudio, reflexión y conocimiento neutral del Derecho o, dicho de otra manera, si el
científico del Derecho puede ser neutral respecto al Derecho que estudia y conoce en el
ejercicio de su actividad conforme a ese paradigma científico de la modernidad.
Como es sabido, desde el primer positivismo jurídico se pretendió defender esa actitud
del científico del Derecho, amparándose para ello en dogmas como la omnisciencia del
legislador y que el Derecho constituye un material pleno, coherente y claro. En este
sentido, se pretendía que el científico del Derecho (como el intérprete y el aplicador del
mismo) podía estudiar y conocer el Derecho en la misma medida en que los científicos de
otras ramas del saber podían estudiar y conocer las leyes que les fuesen propias. Sin
embargo, ya en el propio siglo, y con la revuelta contra el formalismo jurídico que se
produjo, esos dogmas se hicieron insostenibles, al menos lo fue intentar mantenerlos sin
matices, en el sentido riguroso que la perspectiva científica exigía.
Y digo que esa contingencia del Derecho es un aspecto clave a la hora de atender a la
posible neutralidad del científico y del filósofo del Derecho en el ejercicio de sus diferentes
actividades, porque es precisamente por ella por la que hay que abandonar
definitivamente la pretensión de neutralidad tanto del científico como, en consecuencia,
del filósofo del Derecho. Y es que, en este sentido, la neutralidad no depende de una
actitud que consciente o inconscientemente adopte el que pretenda realizar un estudio
sobre el Derecho al iniciar su actividad, sino que esa neutralidad quiebra precisamente
porque no existe una «verdad neutral» de lo que es el Derecho positivo, una verdad que
el científico o el filósofo del Derecho puedan, pues, estudiar o conocer.
En este sentido, conviene tener presente, por una parte, que el Derecho no es un
instrumento, una técnica, neutral para conseguir determinados fines sociales, sino que
todo Derecho, como es bien sabido, responde necesariamente a unos determinados
valores, a una determinada ideología; y, por otra, que todo científico del Derecho
necesariamente ha recibido una formación jurídica que le hace tener unos valores, una
ideología, partir de ciertos principios, o incluso de simples postulados metodológicos,
adscritos a una determinada corriente de pensamiento. De esta manera, se ha de colegir
que el científico del Derecho no puede acercarse neutralmente al estudio, reflexión y
conocimiento del Derecho. Como antes señalaba, intentar hacerlo en la mayor medida
posible ha de ser un principio de acción consciente que el científico del Derecho ha de
asumir antes de realizar su labor, pero, aun así, ha de estar alerta por si las conclusiones
a las que llega son resultado, y en qué medida lo son, de sus propios valores y principios
preconcebidos.
Finalmente, conforme al plan antes apuntado, quedaría por observar si la unión de ambas
palabras, Filosofía y Derecho, puede tener una explicación que nos aporte nueva luz
sobre su significado. También aquí seré breve, partiendo de la valiosa aportación que
hiciese González Vicén en su conocido trabajo «La filosofía del Derecho como concepto
histórico». Conforme a las conclusiones de González Vicén, históricamente sólo se
empieza a hablar de Filosofía del Derecho a partir de finales del siglo, como reflejo del
cambio que se produjo respecto a la reflexión sobre el Derecho y su consideración como
concepto histórico. Y es que tanto el método como el objeto de reflexión propios del
positivismo se diferenciaban de una forma tan radical con los que eran propios del
iusnaturalismo, que hasta ese siglo había monopolizado la reflexión filosófica sobre el
Derecho en la cultura occidental, que resultaba lógico que se diferenciase incluso la forma
de referirse a las diferentes actividades, unos como iusnaturalismo o Derecho natural y
otro como Filosofía del Derecho.
Pero es que, además, también es evidente que después del siglo XIX, por una parte, se
ha seguido realizando ese tipo de reflexión filosófica del Derecho desde corrientes
filosófico-jurídicas diferentes al positivismo, y, por otra, incluso ha perdido sentido hablar
de un positivismo enfrentado al iusnaturalismo, y no sólo porque hay posiciones teóricas
que tienden al sincretismo entre ellas, sino también porque nuestro actual panorama
doctrinal muestra una gran variedad de tipos de realizar esa reflexión teórica sobre el
Derecho que caben dentro del positivismo.
Hasta aquí he tratado de justificar que el campo de la Filosofía del Derecho es muy amplio,
abarcando una pluralidad de temas, que se pueden encontrar en lo que cabe considerar
como propio de la Teoría del Derecho, de la Teoría de la Ciencia del Derecho, así como
de la Teoría de la Justicia.
Cuando afirmo que la actividad del filósofo del Derecho debe de estar también regida por
el compromiso, me refiero a una obligación que el filósofo del Derecho necesariamente
ha de adquirir respecto al resto de personas de la sociedad en la que vive y desarrolla su
trabajo, de manera que éste sea útil a aquéllas de la mejor forma posible. De esta manera,
se ha de comprender que la propia utilidad de la Filosofía del Derecho pasa por que el
filósofo del Derecho asuma que su labor ha de servir a las personas que conforman la
sociedad en la que vive y desarrolla su trabajo. Queda, pues, en las antípodas de mi
planteamiento que ese trabajo sea en servicio de una sociedad cerrada. Lo fundamental
son las personas, nunca han de prevalecer los supuestos valores identitarios de una
sociedad por encima de las personas, de las que componen esa sociedad ni tampoco de
las que no la conforman.
Todo lo cual no implica que la actividad del filósofo del Derecho tenga que estar
determinada por las exigencias prácticas inmediatas y momentáneas de la sociedad.
Precisamente la labor del filósofo del Derecho permite, y en alguna medida exige, que se
produzca un esfuerzo de abstracción, un alejamiento de los problemas más inmediatos,
para ocuparse de estudiar, reflexionar y comprender principios generales o nociones o
cuestiones trascendentes, que no tengan una aplicación práctica directa a las cuestiones
sociales más acuciantes. Sin embargo, el compromiso del filósofo del Derecho pasa
porque sea consciente, por una parte, de que sus estudios, reflexiones y conocimientos
no pueden nunca satisfacerse por sí mismos, no pueden nunca considerarse parte de un
simple juego intelectual o dialéctico, sino que siempre han de buscar ser útiles para la
sociedad, para mejorar la misma a través de la realidad y la experiencia jurídica; y, por
otra, de que sus estudios, reflexiones y conocimientos le colocan en una situación
privilegiada para poder afrontar la posibilidad de avanzar en la consecución de las
soluciones adecuadas a muchos problemas fundamentales para la sociedad y los
individuos que la componen.
En este sentido, puedo señalar que mi comprensión de ese compromiso a asumir desde
la Filosofía del Derecho supondría dar la máxima relevancia al estudio de lo que entiendo
que es el núcleo básico del contenido de Justicia de nuestras sociedades, que es
conseguir que el mayor número de personas posible desarrolle al máximo posible el plan
de vida que cada una de ellas individualmente se haya dado, lo que ha de permitir la
consecución del libre desarrollo de sus diferentes personalidades. Un objetivo que implica
el estudio de los derechos fundamentales como aquellos derechos que en una sociedad
se entiende que son los instrumentos político-jurídicos idóneos para conseguir dicho
objetivo básico; así como del Estado de Derecho, sobre todo en su hasta ahora mejor
configuración como Estado social y democrático de Derecho, como la estructura político-
jurídica que mejor permite configurar la sociedad, el Poder y el Derecho para la
consecución de dicho objetivo básico.
Señalaba al principio de este apartado que la actitud comprometida del filósofo del
Derecho ha de entenderse unida a la especial relevancia que tiene la actitud crítica del
filósofo del Derecho, por una parte, y al desarrollo de los temas propios de la Teoría de la
Justicia, por otra, veamos ahora esto un poco más detenidamente. Y lo primero que, en
ese sentido, ha de ser destacado es que es sólo a través del punto de vista crítico sobre
el Derecho que se pueden establecer unas bases teóricas sólidas que permitan avanzar
adecuadamente en la consecución de una sociedad que sea lo más justa posible. Sólo
desde un estudio, reflexión y conocimiento del Derecho que sea racional, totalizador,
trascendental y, sobre todo, crítico, se puede, no sólo comprender mejor lo que es el
Derecho, sino, lo que a mi parecer es mucho más importante, poder valorarlo y ofrecer
elementos racionales para su cambio de forma que se consiga la incorporación de las
mayores dimensiones de Justicia posible.
Y así, de acuerdo con las premisas señaladas como constitutivas de la Filosofía del
Derecho, se ha de colegir que es cuando se mueve en el ámbito de la Teoría de la Justicia
cuando el filósofo del Derecho necesariamente necesita que su labor se vea caracterizada
por todos los elementos definitorios de su peculiar método de reflexión, estudio y
conocimiento, es decir, que sea racional, totalizadora, trascendental, crítica y
comprometida.