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Autor del texto (salvo las citas): José Antonio López López (2018).
A veces hay que tocar fondo para atreverse a dar pasos gran-
des. Conocer la miseria, la tristeza, el deterioro de la dignidad,
para sacar del asco y de la desesperación las fuerzas que no
nos supo inspirar la entereza. Atravesar los infiernos para que
la angustia nos empuje, ya que no supo hacerlo la voluntad.
Sin embargo, tocar fondo es en sí un fracaso, o al menos
una pérdida: la quiebra del sentido común, la deserción del
dominio sereno, la capitulación del criterio certero y sensato.
La devastación deja la tierra yerma, y la cosecha ya nunca
volverá a ser la misma. La reconstrucción se levanta siempre
sobre ruinas.
Tal vez logremos cambiar de nuevo para mejor, pero pri-
mero tuvimos que atravesar lo peor: la violencia, la herida, la
destrucción; esos jinetes ganarán —hasta donde realmente ga-
nen— a costa de lo que se pierde y quien lo pierde. No por
creadores dejan de ser estragos. Y, por otra parte, de una pro-
fundidad muy honda no siempre se halla el camino de vuelta.
Los románticos llamaron “sublime” a esta ambivalencia,
la fascinación que nos inspira lo terrible. Les encantaban las
tormentas, en las que la inminencia de la muerte da tanta oca-
sión al heroísmo. Se suicidaban por amor, derrochando su vi-
da como arma arrojadiza ya que no habían podido cobijarla en
la dulzura del abrazo.
Podemos descubrir en nosotros mismos esas dos caras de
la hermosura y el espanto. Por ejemplo, cuando tenemos noti-
cia de desastres ante los cuales, como nos quedan lejos, pode-
mos detenernos a reflexionar. Hay en los terremotos algo bello
—la transformación, que al cabo es vida—, pero raramente
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compensa lo espantoso —las víctimas, que riegan aquella vida
con su muerte—. El terremoto que destruyó Lisboa en 1755
sacudió también las conciencias de muchos intelectuales, entre
ellos Voltaire, que lo esgrimieron contra ese ingenuo optimis-
mo filosófico que había llevado a Leibniz a proclamar nuestro
mundo como el mejor de los posibles. Y, no obstante, la New
Age ha insistido, en plena debacle de la posmodernidad, en
promover la sonrisa complaciente de millones de Cándidos.
Pero no solo las catástrofes naturales nos inspiran senti-
mientos ambivalentes. Asistimos a los grandes siniestros histó-
ricos con la misma mezcla de horror y fascinación. Y no sue-
len faltar razones para ambas cosas. La Revolución Francesa
fue una gesta épica de libertad, y a la vez una hecatombe es-
pantosa de destrucción y sangre. Tal vez fuera necesaria, sin
duda debemos agradecer mucho a su legado, pero, si somos
honestos, lamentaremos también que alumbrar el futuro costa-
ra tantas vidas. Ojalá —nos decimos, negando con la cabeza—
no hubiese hecho falta.
Solo a través de un dolor atroz, un dolor que fuera casi
penitencia, toleré que una parte de mí creciera y se emancipara
y se alejara de quien me estaba haciendo daño. Solo rasgán-
dome por dentro, hiriéndome para siempre, pude darme per-
miso sin demasiada culpabilidad para librarme de quienes me
cerraban el camino. Hube de pagar el triunfo con una inmensa
desdicha adelantada. Tuve que humillarme para concederme
el perdón por no haberme abandonado a la resignación y a la
condena. Ojalá no hubiese hecho falta.
Por eso es reconfortante saber que alguien consigue libe-
rarse sin pagar el peaje de destrozarse, aunque haya sido a cos-
ta de renuncias. Se requiere un valor casi temerario para afir-
mar la fortuna contra la costumbre, para afrontar lúcidamente
tanta soledad como impone la ruptura, sea con el trabajo, la
pareja o la tribu. Mejor no tener que tocar fondo.
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Paseo
¿Por qué nos complace ayudar a los demás? ¿Por qué nos deja
con esa sensación de satisfacción, de significado, de valía? Mi-
rado objetivamente, sin juicios previos ni sentimentalismos,
resulta intrigante: el altruismo es un trabajo añadido que no
revierte directamente en nuestro interés, que a veces en reali-
dad nos perjudica. Y, sin embargo, todos lo hacemos en algún
momento, aunque no con todos, ni en todo, y quizá sea en
esas excepciones y esos límites donde hallemos las pistas para
descifrar los motivos del gusto de ayudar.
Decir que disfrutamos ayudando a los demás porque los
queremos, o porque hemos elegido ser solidarios, es quedarse
a medias. El amor y los principios nunca son una razón últi-
ma, puesto que ellos también tienen sus causas: no amamos a
todo el mundo, y nuestra solidaridad suele plantear como
condición la expectativa de que sea mutua, o que al menos no
cueste más de lo que da. No ayudamos porque amemos, sino
que amar y ayudar van juntos, y se refuerzan mutuamente.
Además, dejamos de ayudar a quien no nos ayuda cuando
hace falta, como dejamos de amar a quien no nos ama.
En última instancia, ayuda y amor proceden de la predis-
posición humana para la empatía y la colaboración, una cuali-
dad que sin duda jugó un papel clave en la supervivencia de
nuestros antepasados. A una especie tribal como la nuestra,
que vive en hordas y que fuera de ellas cuenta con poca capa-
cidad de subsistencia, le conviene la predisposición a cooperar,
incluso sin una recompensa inmediata. De ese modo sale re-
forzado el grupo, pero ante todo se crea una red de apoyo mu-
tuo con el cual contar en caso de necesidad, red que, a modo
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de garantía, aumenta nuestra sensación de seguridad frente a
la incertidumbre del futuro.
En cambio, encararla desde los principios resulta más
complejo, y no parece que se pueda reducir a una explicación
biológica. La ética tal vez tenga una base simple —lo bueno es
lo que nos favorece, lo malo es lo que nos perjudica: este es el
esquemático punto de partida que le atribuye, por ejemplo,
Spinoza—, pero su desarrollo es enmarañado y se eleva hacia
la abstracción de los ideales de justicia y felicidad.
A la mayoría no nos basta lo bueno, aspiramos a lo mejor,
y esa aspiración la hacemos extensiva al conjunto de la huma-
nidad o, si no se quiere ir tan lejos, al menos a la comunidad
inmediata: a los nuestros. No hablamos de individuos específi-
cos: existen, obviamente, la rivalidad y la antipatía. Pero in-
cluso con nuestros enemigos somos capaces de distinguir entre
lo que es justo y lo que no lo es, y de atenernos a ello si parece
oportuno. Tal vez no lleguemos a apreciarlos, tal vez no les
deseemos una gran felicidad, pero en general tampoco que-
rremos para ellos la miseria o la muerte. Y, lo que es más sig-
nificativo: en el caso de que se encuentren en esas situaciones,
la aversión pocas veces nos impedirá ayudarlos.
En su versión ideal, el amor a los seres humanos, el ágape
griego, es la forma más avanzada de amor para muchos códi-
gos morales, entre ellos los de religiones como el cristianismo
y el budismo. Este último hace de la compasión, entendida
como amor incondicional, uno de los ejes de la felicidad pro-
pia. “Todos hemos nacido del mismo modo y todos morire-
mos —dice el Dalai Lama—. Todos deseamos alcanzar la feli-
cidad y no sufrir. Al mirar a los demás desde esa perspectiva,
en lugar de percibir diferencias secundarias..., experimento la
sensación de hallarme ante alguien que es exactamente igual
que yo”. Con esa actitud llegamos a lo más alto de lo humano:
nos gusta ayudar porque nos hace sentir menos solos.
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Curiosa penitencia
“Eso que pasé yo, no quiero que lo pasen mis hijos”. Esta épi-
ca afirmación aparece a menudo en boca de los heroicos pa-
dres de nuestra generación. Nadie duda de que la voluntad que
la inspira sea buena, pero no queda tan claro que lo sean sus
consecuencias. De entrada, ya suelta un incómodo sabor de
revancha, o, sin ir tan lejos, de menosprecio: nosotros, que
somos más modernos y más civilizados, quizás incluso más
amorosos que nuestros padres, los superaremos en nuestra ta-
rea de paternidad. ¿De veras lo hicieron tan mal, cuando pre-
cisamente de su cuidado salieron nuestras supuestas virtudes,
más avanzadas que las suyas? Pero, sobre todo, ¿realmente es-
tamos capacitados para hacerlo mejor?
Nuestro derroche de buena voluntad contrasta con el pa-
norama, más bien problemático, que hoy presenta la infancia.
Proliferan desajustes sociales y psicológicos, y los terapeutas
infantiles empiezan a no dar abasto. No digo que sea culpa de
las familias, esa sería una cínica simplificación. La sociedad
cambia, a menudo para mal, y todos vivimos en ella. Es difícil
aislar responsabilidades. Yo aquí solo quería reflexionar sobre
esa obsesión amantísima por evitarles a nuestros hijos todo lo
que pueda parecerse a incomodidad y sufrimiento. Porque me
temo que no solo resulta imposible, sino que ni siquiera parece
favorable para su madurez, que es, al fin, lo que ha de capaci-
tarles para adaptarse bien a los desafíos de la vida.
Dificultad, carencia, frustración, son experiencias que pre-
feriríamos ahorrarles a los niños: desearíamos mantenerlos en
un mundo perpetuamente grato y afable, una tierra de Jauja
donde los deseos se cumplieran fácilmente, y no hubiese lugar
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para el miedo, la crueldad o la violencia. En contraste con esa
dimensión utópica, que solo puede sostenerse creando una
burbuja artificiosa alrededor del niño —y eso ya tiene algo de
despotismo—, la vida de nuestros hijos nunca estuvo más lle-
na de violencia simbólica, en escenas de películas y tramas de
videojuegos. Los profesores no saben cómo maniobrar con las
conductas disruptivas y los conflictos de sus alumnos, y el aco-
so se extiende como una estremecedora pandemia. No está
claro que la infancia de hoy sufra más violencia que la de otras
épocas, pero sí parece que sus protagonistas cuentan con me-
nos recursos para regularla. ¿Será porque no les hemos ense-
ñado, ni siquiera les hemos dejado afrontarla por sí mismos?
Vivir al margen de las dificultades es, a la larga, una debi-
lidad. La vida es difícil, y negarlo no lo evitará: al contrario, lo
hará más traumático. Los problemas y las frustraciones lle-
garán de todos modos, solo que, en lugar de constituir oportu-
nidades para fortalecerse y crecer, significarán solo un tormen-
to para unas criaturas acostumbradas a que todo les venga
mascado, unos chavales que no han tenido ocasión de superar
el narcisismo y aún alientan fantasías de omnipotencia. Pero
un día tendrán que abrir los ojos: ¿qué harán cuando descu-
bran que no son tan buenos como pensaban, y que tampoco lo
son sus idealizados padres? ¿Cómo se emanciparán de noso-
tros, si no pueden siquiera criticarnos sin culpabilidad?
Hemos rechazado demasiado deprisa la disciplina, sin
pensar que proporciona un contexto sólido y coherente en el
que uno sabe a qué atenerse y contra el cual puede rebelarse.
Sin disciplina, el ego no tiene noción de sus fronteras, y se
desparrama por el mundo; en otras palabras: uno queda atra-
pado en un narcisismo incompetente que, al topar con sus li-
mitaciones, implosiona en frustración. Los niños no quieren
ser mimados: quieren crecer. Y para crecer también hay que
sentir el dolor y afrontar la lucha.
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Por la amistad