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para la libertad.
Introducción .................................................................................................................................. 1
1. Por el camino del existencialismo ............................................................................................. 6
Fenomenología, conciencia y ser .............................................................................................. 8
2. Ser para sí ................................................................................................................................ 12
El Ser ........................................................................................................................................ 12
La Nada .................................................................................................................................... 14
El cuerpo.................................................................................................................................. 18
Contingencia, absurdo y náusea ............................................................................................. 20
La muerte ................................................................................................................................ 21
3. La libertad................................................................................................................................ 25
La libertad de Segismundo ...................................................................................................... 27
La mala fe ................................................................................................................................ 30
¿Quién es Segismundo? .......................................................................................................... 35
4. Ser para otros .......................................................................................................................... 39
El Otro ..................................................................................................................................... 39
La mirada ................................................................................................................................. 41
¿Existe Segismundo? ............................................................................................................... 43
El ser-para-otro ....................................................................................................................... 45
Conflicto y compromiso .......................................................................................................... 48
5. Consideraciones éticas ............................................................................................................ 52
El existencialismo es un humanismo....................................................................................... 52
Absurdo y sentido ................................................................................................................... 54
¿Hay Bien y Mal? ..................................................................................................................... 57
Libertad y responsabilidad ...................................................................................................... 58
Mala fe y autenticidad ............................................................................................................ 62
El problema del inconsciente .................................................................................................. 65
Carencia y «pasión inútil» ....................................................................................................... 67
El problema de los otros ......................................................................................................... 68
Artífices del propio destino ..................................................................................................... 74
Compromiso ............................................................................................................................ 77
Invente .................................................................................................................................... 80
Conclusiones ............................................................................................................................... 83
Sartre en su contexto .............................................................................................................. 83
Contribución de Sartre ............................................................................................................ 84
Inconsistencias y objeciones ................................................................................................... 89
Sartre y las ciencias humanas ................................................................................................. 95
¿Qué hacer con la propia vida? ............................................................................................... 97
Agradecimientos ....................................................................................................................... 100
Bibliografía ................................................................................................................................ 101
Introducción
Un existencialista no daría nada por un poco de tranquilidad a menos que a cambio recibiera
algo cierto. Gary Cox (2011: 14)
1
decantación hacia el marxismo, el activismo social, el rechazo del Premio
Nobel, todo lo cual le procuró celebridad y unas cuantas amarguras, pero
después del 68 llegaron nuevos tiempos y jóvenes generaciones de pensa-
dores entre los que cada vez encontró menos sitio.
Tras su muerte, la posmodernidad líquida y el neoliberalismo pujante
relegaron su figura a un cierto ostracismo, que no obstante no ha desvir-
tuado el reconocimiento de su trabajo como una de las obras filosóficas
más destacadas de la pasada centuria. Además de textos estrictamente fi-
losóficos, escribió relatos, novelas y teatro, siempre divulgando sus re-
flexiones con precisión y belleza. Aunque no conserven la popularidad de
que gozaron en su época, las ideas de Sartre mantienen una patente actua-
lidad, y aún merecen ser exploradas y debatidas en este nuevo siglo, que
no nos llega precisamente exento de sobresaltos, incertidumbres y desaf-
íos.
2
templándose en un espejo que le devuelve más sombras que luces. Surge
así una preocupación por el ser y el sentido de esa existencia ya para mu-
chos sin Dios ni eternidad, esa materia consciente que se ha quedado sola,
desconcertada ante su destino. Destacaremos sucintamente, sin ánimo
exhaustivo, un puñado de pensadores consagrados como precursores o
afines a nuestro autor: Kierkegaard, Schopenhauer, Nietzsche, Husserl,
Heidegger.
Ya enfocados en Sartre, y antes de adentrarnos en su edificio genui-
namente ético, en el siguiente capítulo recorreremos su itinerario desde
donde él lo inició, el análisis fenomenológico de la persona en tanto que
entidad cuya existencia presenta, como principal rasgo definitorio, el
hecho de manifestarse como sujeto, como ser consciente que se proyecta en
el mundo. El punto de partida del autor es precisamente ese estableci-
miento detallado de una ontología, una caracterización del ser y del estar
en el mundo, que consiste esencialmente, según él, en una conciencia siem-
pre vacía o ser-para-sí (una Nada) y siempre eyectada hacia el mundo o
ser-en-sí (el Ser). De ahí el título de su principal obra, El ser y la nada, cuyo
eje existencial resumirá en la famosa divisa de «la existencia precede a la
esencia».
Esa fórmula sintetiza las consecuencias éticas de entender la persona
como ser-para-sí (vacío, sin sustancia acabada, siempre en proceso): de
entrada, la existencia, privada de trascendencia, se revela contingente, ab-
surda y angustiosa. Pero el principal corolario es la libertad, absoluta e
irrenunciable, de esa conciencia siempre arrojada fuera de sí, y por ello
siempre abierta a una infinidad de posibilidades entre las que debe elegir
sin tregua.
Sartre alcanza en la idea de libertad el meollo de su pensamiento, de
ahí que la hayamos destacado explícitamente en el título del ensayo. A su
análisis detallado dedicamos el capítulo 3. El ser-para-sí no nace, se hace;
y se hace en los pasos que libremente decide dar, cada uno de los cuales le
conduce a la elección siguiente, y así sucesivamente. Ese ser que se sabe
libre, si es consecuente, hará suya esa libertad, cargará con ella asumiendo
la plena responsabilidad. Se resistirá a la tentación de aligerar su peso ex-
cusándose tras supuestos determinismos, esa coartada que Sartre rechaza
tildándola de mala fe. Tenemos, pues, un ser que se despliega a medida
que es, que no está íntimamente prefigurado ni siquiera por sus condicio-
namientos y límites, pues estos no hacen más que componer el escenario
en el que la conciencia, «condenada a la libertad», tendrá que representar
su solitario drama de escoger una y otra vez.
3
Pero el drama de la persona no es tan solitario; aunque deba afrontar-
lo por sí misma, siempre deberá hacerlo entre otros, con otros y contra
otros individuos. Como desarrollaremos en el epígrafe 4, el ser-para-sí se
descubre inmediatamente como un ser-para-otros, desde el momento en que
el Otro irrumpe en su espacio y lo interpela con su presencia. Una irrup-
ción de otra conciencia, bajo cuya mirada yo me descubro objeto y me
siento objetivado. En el fuego cruzado de juicios, expectativas y deseos de
las personas frente a frente, las relaciones humanas se perfilan como una
permanente tensión, un inevitable conflicto, un estira y afloja en el que se
juegan poderes e impotencias.
Tales son, a nuestro juicio y a grandes rasgos, las líneas maestras de
la aportación de Sartre. Queda por acabar de discutir, según nos habíamos
propuesto, las principales implicaciones éticas que podemos derivar de
ellas. Ese es el objetivo del capítulo 5, al que puede acudir directamente el
lector que ya conozca bien la obra de nuestro autor. En nuestra discusión
de sus implicaciones éticas nos esforzaremos por hacer bajar a las teorías
al ruedo de la vida cotidiana, esa en la que nacemos y morimos, amamos
y odiamos, disfrutamos y sufrimos, trabajamos y luchamos, poniéndolas a
prueba y comprobando hacia dónde nos llevan. No es algo que no hiciera
el propio Sartre ni, desde luego, que no hayan hecho otros muchos tras él:
aquí pondremos nuestra modesta contribución personal.
Finalmente, discutiremos algunas conclusiones de este encuentro con
Sartre, a la luz de nuestras esperanzas y tribulaciones de ciudadanos del
siglo XXI.
4
por estas páginas, en las que esperamos haberlo acogido con la dignidad
que merece.
5
1. Por el camino del existencialismo
6
Friedrich Nietzsche dará la vuelta a esa sombría visión y propondrá
una entrega incondicional y entusiasta a la vida, por cruda y azarosa que se
presente. «No existe mundo aparente y mundo verdadero, sino el devenir
constante del ser creando y destruyendo el mundo» (Navarro y Calvo,
1980: 418). Nietzsche ve en los héroes clásicos y en los antiguos guerreros
un modelo a seguir: grandes e impetuosos personajes que afrontaban la
existencia tal como llegaba, viviendo al día, abriéndose paso sin reticencia
y, llegado el momento, sucumbiendo sin pena. Esas bestias bellas y terri-
bles habían sido sojuzgadas por la legión de los débiles a través de la reli-
gión y la moral. «La vida acaba donde comienza el reino de Dios» (citado
en ibíd., 415). Era preciso dar un nuevo vuelco a los valores, proclamar
definitivamente la muerte de Dios y preparar la llegada del Superhombre, una
minoría emancipada y dispuesta a llevar la voluntad de poder (entendido
este en el sentido spinoziano de conatus: pujanza o potencia vital) hasta las
últimas consecuencias, instaurando así una nueva era de plenitud para esa
humanidad selecta. El nihilismo vitalista de Nietzsche fue leído con
asombro, repulsa y entusiasmo, y, aunque pocos lo siguieron hasta las
últimas consecuencias, provocó un verdadero terremoto en el panorama
moral; tras él, los valores tradicionales quedaron incurablemente resque-
brajados.
7
nuestro conocimiento de ella, tal como el experimentador limpia las mues-
tras cuidadosamente recogidas antes de observarlas y describirlas. Se legi-
tima así una aproximación a la existencia explorando la vivencia que te-
nemos de ella en tanto que seres existentes y conscientes.
Tal será la tarea que se propondrá Martin Heidegger, discípulo de
Husserl, utilizando la aproximación fenomenológica para explorar la ex-
periencia humana de ser. Heidegger considera que la existencia del ser
humano se distingue de la de los otros seres precisamente en su dimensión
de conciencia. El hombre se descubre arrojado a la existencia, emplazado
en el hecho de existir (Dasein), que no es algo estático, sino que fluye a
través de las infinitas posibilidades en las que se ramifica el futuro. «Estar
en el mundo significa “estar abierto a la comprensión del ser desde una
situación, o encontrarse determinado y proyectado a un número indefini-
do de posibilidades”» (ibíd., 418). La existencia es un proceso y está siem-
pre por hacer, siempre discurriendo hacia un abierto porvenir, en el cual
solo un suceso se impone como seguro y necesario: la desaparición. De
ahí que Heidegger considere al hombre un ser-para-la-muerte, y otorgue a
esta un papel central en el significado de la propia vida.
Otro exponente destacado del existencialismo es el también alemán
Karl Jaspers. Aunque aquí no abundaremos en sus tesis, merece ser men-
cionado. Dedicó su trabajo, como Heidegger, a avanzar en una teoría de
la realidad, haciéndose eco de las aportaciones de este, y enlazando con
las que más tarde propondría Sartre: el Dasein, la conciencia, el ser del
hombre como devenir y por tanto como libertad… Sin embargo, su énfasis
en la trascendencia y en otros conceptos espirituales distancian su metafí-
sica de ese mundo del hombre y para el hombre al que se ceñirá Sartre.
8
Kierkegaard. Esto, obviamente, no es un detalle menor a la hora de afron-
tar la existencia humana. La negación, o al menos no contemplación, de
una trascendencia, se convertirá en eje esencial de las teorías de Nietzs-
che, Heidegger y Sartre. La visión del «hombre solo» constituirá en todos
ellos el cimiento de la visión de la existencia y la condición humanas, y de
ella se extraerán las consecuencias que hayan de guiar una moral autóno-
ma. Epicuro ya lo había adelantado dos mil años antes: los asuntos
humanos se dirimen en el territorio humano, esta materia efímera y febril
que es vida consciente; los dioses no existen, pero si existieran tampoco
cambiaría nada: estarían absortos en sus asuntos, por completo ajenos a la
trivialidad de nuestra existencia, como se ignora a una hormiga o a una
piedra. «El existencialismo no es nada más que un esfuerzo por sacar to-
das las consecuencias de una posición atea coherente» (Sartre, 1984: 100).
Dentro de ese marco de inmanencia radical, Sartre redacta su obra
cumbre, El Ser y la Nada, publicada en 1943. En ella se propone investigar,
desde la fenomenología y alejándose de la metafísica tradicional como
había hecho Heidegger en Ser y Tiempo, la «cuestión del ser»; pretende,
pues, elaborar una ontología, aunque inevitablemente —también como el
pensador alemán— lo que acabará componiendo es una antropología, y
particularmente un tratado sobre la existencia humana.
La primera traza del propio ser que se encuentra el hombre es, como
ya había apuntado Descartes, la conciencia, el acto de percibir y pensar.
Sin embargo, a diferencia del filósofo del Cogito, Sartre considera que la
conciencia no «pertenece» a un sujeto, a un ego trascendental, petrificado
y cosificado aparte de ella, sino que más bien consiste en un proceso, un
mirar puro y vacío que, al dirigirse hacia el mundo, se llena de él. Sartre
rechaza la consideración cartesiana de una conciencia-objeto, y enfatiza la
idea de una conciencia-acción. «El primer paso de toda filosofía —
sostiene— debe darse para expulsar las cosas de la conciencia y establecer
la auténtica relación de esta con el mundo» (Sartre, 1993: 18).
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fenomenología es el estudio de los fenómenos, no de los hechos… Por
fenómeno debe entenderse “lo que se muestra por sí mismo”, aquello cuya
realidad es precisamente la apariencia» (Sartre, 1973: 25).
La realidad se identifica con la apariencia, reside en ella, es inmanen-
te. Cabe, pues, confiar en la capacidad de la conciencia para acceder al
mundo, y no solo a través del conocimiento, sino también de las emocio-
nes y la imaginación. Por lo que respecta a estas últimas, decisivas para la
psicología, no consistirían en meras reacciones de un supuesto yo ante el
mundo, sino funciones o estados con que la conciencia se dirige al mundo
y lo aprehende; en palabras de José María Ortega en el prólogo a El exis-
tencialismo es un humanismo (1984: 21), «la función imaginante no es una
“facultad” de la conciencia, sino la conciencia entera». Aún más: hasta
que la conciencia distingue objetos, el mundo no deja de ser una masa ma-
terial indiferenciada; es la conciencia la que lo moldea y convierte en el
mundo tal como lo conocemos (Cox, 2011: 46).
Sartre señala una importante particularidad acerca del modo en que
actúa esta conciencia en su percepción del mundo. Su carácter intencional
no solo implica que está dirigida a un objeto, sino que además lo hace con
una determinada finalidad: un deseo, una aspiración, un propósito. En ese
desear, a través de la intención, la conciencia proyecta el objeto desde la
carencia actual hacia un futuro que colme lo que falta. En otras palabras:
niega el objeto tal cual es en este momento, lo nihiliza (reduce a nada),
abordándolo desde aquello que no tiene o no es, proyectándolo hacia lo
que está por ser, el reino aún vacío de las infinitas posibilidades. «Esta dis-
tancia nula que lleva el ser en su ser es la nada» (Navarro y Calvo, 1980:
465). De este modo, la conciencia se caracteriza por no residir nunca en el
ser (en el presente), lanzada siempre hacia el no ser (hacia el futuro); en
palabras del autor: «la realidad humana se constituye como un ser que es
lo que no es y que no es lo que es» (Sartre, 1993: 104).
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A continuación analizaremos con más detalle, de la mano de Sartre,
la evanescente textura de ese ser vacío que realiza su existencia llenándose
de mundo; posteriormente discutiremos su principal consecuencia para la
vida humana: la libertad.
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2. Ser para sí
El Ser
1
Aunque en muchos documentos se utiliza el adjetivo «sartreano», optamos aquí por la forma recogida
en el diccionario de la RAE.
2
Original en inglés. Las citas de esta obra son traducción propia.
12
impone, que le es ajeno. La tarea del hombre, entonces, es indagar los en-
tresijos de la vida: su reino es de este mundo.
¿Y qué se encuentra en su estar en el mundo, cuáles son los ejes que
rigen su presencia? El hombre se reconoce a sí mismo en forma de con-
ciencia en medio de una masa de entes y sucesos entre los cuales debe
moverse, pero cuya existencia acontece al margen de él, imbuida de ex-
trañeza. Ahí están esa silla, ese árbol, esa calle. No forman parte de mi,
hay un abismo entre ellas y yo, pero mi yo es entre ellas, con ellas, hacia
ellas. El ser no es en abstracto, sino dentro de unas determinadas coorde-
nadas, un contexto espacio-temporal y cultural que lo condiciona y del
cual forma parte. Es un ser en situación. Las situaciones cambian sin cesar:
el ser es la presencia, el fenómeno que se mantiene constante en medio del
devenir.
A pesar de que el hombre es en el mundo, y no puede librarse de esa
continuidad entre él y lo que le rodea, no deja de percibir la brecha de al-
teridad que se interpone entre él y lo otro. Sin duda puede observar el
mundo, incluso puede intervenir impulsado por su voluntad, pero el mun-
do siempre es algo que se le impone, que se le opone, con la viscosa con-
sistencia de su facticidad (su ser tal como es, tal como se presenta de facto).
Ese mundo ajeno, hecho, constituido de objetos y por tanto caracterizado
por la cosidad, que el hombre se encuentra y en medio del cual se encuen-
tra «arrojado» —siguiendo la terminología heideggariana—, ese medio en
el que tiene que abrirse paso, es lo que Sartre llama el ser-en-sí.
El ser-en-sí «es», «está ahí» como podría no estarlo (es contingente), en
«la forma en que es una piedra: simplemente existe» (Ibíd., 466); está lleno
de sí, inerte y opaco. Empieza y acaba en sí mismo. «Es macizo, no tiene
ningún secreto, es plena positividad, no conoce la alteridad puesto que
carece de relación con otro, es indefinidamente él mismo y se agota sién-
dolo» (Arias, 1994: 82).
13
desarrollaremos esa particular ambigüedad del cuerpo, a caballo entre la
objetividad y la subjetividad, que lo distingue del resto de facetas del ser-
en-sí.
La Nada
3
Original en francés. Traducción propia.
14
la subjetividad del cogito cartesiano: «En el punto de partida no puede
haber otra verdad que esta: pienso, luego existo; esta es la verdad absoluta de
la conciencia captándose a sí misma» (Sartre, 1984: 83; cursiva en el origi-
nal).
Sin embargo, como ya apuntamos, la coordenada fundacional de la
conciencia sartriana no coincide exactamente con lo que sugería Descar-
tes: en el momento de hacerse consciente de sí misma, la conciencia no
está pensando, no se dirige a sí misma conociéndose como objeto, como
conocería una mesa o una planta, sino que se capta como experiencia pu-
ra; se halla, según propone Sartre, en un estadio precognitivo o prerreflexi-
vo. «La conciencia es el ser cognoscente en tanto que es y no en tanto que
es conocido. Esto significa que conviene abandonar la primacía del cono-
cimiento si queremos fundar el conocimiento mismo» (1993: 18). Tiene
sentido, entonces, considerar el surgimiento prerreflexivo de la conciencia
como la aparición de un ser «para-sí». El conocimiento solo vendrá des-
pués, cuando la conciencia ya se dirige al mundo, lo observa y reflexiona
acerca de él; se convierte en conciencia reflexiva: «El mundo de las cosas
sólo aparece a la conciencia como un sistema inteligible de cosas separa-
das e interrelacionadas. Sin conciencia, el mundo simplemente existe y,
como tal, carece de significado. La conciencia constituye el significado de
las cosas en el mundo, aunque no constituye su ser.» (Stumpf y Fieser,
2003: 467).
La conciencia prerreflexiva, constituida en ser-para-sí, no es, por
consiguiente, nada en sí misma. No existe como ser-en-sí, ni siquiera con-
tiene una representación de objetos; es «pura posibilidad de ser». Es un
proceso del ser que acapara su contenido y su realización al deslizarse a
través del mundo como por un «plano inclinado», al actuar sobre la mate-
ria prima del ser-en-sí. «El para-sí es la emergencia de la nada en el ser»
(Gordillo, 2009: 20), es una nihilización4 del ser, puesto que el ser-para-sí
está vacío, es una nada, consiste en una mera, inabarcable potencialidad.
Todo en él está ocupado en la trascendencia de sí mismo hacia lo otro,
lanzándose sobre aquello que no es él y transformándolo, «nihilizándolo»
a través de sus proyectos: «El para-sí lucha por completarse trascendién-
dose, eliminando su carencia de ser de la que se hace consciente en su ser
en el mundo» (Ibíd., 21).
4
Nihilizar, que también ha sido expresado con los términos anonadar, anular, hace referencia a la nega-
ción de lo que es tal como es, implícita en un proyecto lanzado hacia lo que no es. El ser-para-sí se niega
a sí mismo para abrirse a la potencialidad, y niega el mundo al intervenir en él.
15
Vemos aquí, en el núcleo mismo de la condición humana, una con-
ciencia de nada, una ausencia que implica la nostalgia dolorosa del ser
perdido, un abalanzarse hacia el mundo en su anhelo de ser. La vida
humana, al ser relegada al lado opuesto al mundo, al lado ausente donde
no es ni puede ser mundo pero tampoco puede dejar de querer serlo, que-
da pues emplazada en una permanente «tensión: del otro lado del mundo,
pero buscando entrar, hacer parte de ese mundo» (Yepes, 2017: 100). De
manera muy gráfica, Sartre caracteriza al hombre como un «ser de aleja-
mientos», dado que «estamos siempre en la distancia, lejos de nosotros, de
lo que somos en el modo negativo. Nuestro ser está en suspenso» (Ibíd.,
101).
16
tiempo, cincelando incansablemente el monolítico en-sí, y es en ese actuar
donde realiza su esencia: «el hombre se hace, somos una totalidad en mar-
cha, en busca del ser que nos falta» (Arias, 1994: 160). El ser-para-sí es
pues una nada que se vierte en el mundo, un no-ser definido por sus pro-
yectos, que son aspiraciones, deseos, pretensiones, y que, al carecer del
espesor de la realidad, lo requiere sin cesar del en-sí, en un intento siempre
fallido de asimilarse a él, de unificarse con él. «El hombre es fundamen-
talmente deseo de ser, y la existencia de este deseo no tiene que ser estable-
cida por inducción empírica: resulta de una descripción a priori del ser del
para-sí, puesto que el deseo es falta y el para-sí es el ser que es para sí
mismo su propia falta de ser.» (Sartre, 1993: 689).
Al verterse en el mundo a través de sus proyectos, la persona (el para-
sí) se encuentra con la masa, el engrudo indefinido de lo que es (el en-sí).
Lo primero que percibe es la resistencia que ese lodo opone a sus inten-
ciones, y que le enfrenta a los límites de su libertad, pero también le da
una medida de ella. «Mi deseo me arroja en el mundo, y el mundo me lo
devuelve en forma de exigencias, ya no lo reconozco» (Sartre citado en Lo
Feudo, 2022: 34). Al mismo tiempo, es ella, la persona, la que delimita
fronteras y distingue objetos, la que funda significados y establece identi-
dades. Por consiguiente, no lo hace de un modo neutral, sino, precisamen-
te, en función de sus intenciones, diferenciando aquello que se le presenta
como un obstáculo de aquello que le ofrece alguna utilidad o responde a
alguna necesidad. «Sartre concibe que nuestra relación con las cosas es
originariamente de utensilidad (sic): “como soy mis posibilidades, el orden
de los utensilios en el mundo es la imagen proyectada en el en-sí de mis
posibilidades, es decir, de aquello que yo soy”5» (Lo Feudo, 2022: 55).
Una tendencia de la percepción que los psicólogos han llamado atención
selectiva, y que Serrat ironiza en su canción: «El escritor ve lectores, el di-
putado, carnaza; el mosén ve pecadores, y yo veo a esa muchacha»6.
El hecho de que seamos una intención permanentemente proyectada
hacia lo que no es, dota a nuestro ser no-ser de una dimensión temporal
en la que estamos, pero no somos; se trata de otra faceta de la nada del
para-sí. «La presencia en el mundo… es la nihilización radical del ser-en-sí
por un “ser” que se nihiliza rehuyendo su pasado hacia su posibilidad»
(Flajoliet, 2005: 74)7. El tiempo se convierte en paradoja para el ser dispa-
rado hacia el no ser. En efecto: no soy el pasado, puesto que lo niego en
5
Sartre, 1993: 267.
6
Serrat, J. M.: «La bella y el metro», en el álbum Versos en la boca (2002), Ariola Records.
7
Original en francés. Traducción propia.
17
mi huida hacia mi proyecto futuro; no soy el presente, puesto que lo atra-
vieso lanzado hacia el futuro, voy siempre un paso por delante de él; pero
tampoco soy futuro, puesto que aún no lo he alcanzado, puesto que el fu-
turo está hecho, precisamente, de lo que no soy. Si no me constituye mi
pasado, ni mi presente, ni mi futuro, ¿cuál es mi tiempo? Ninguno: soy
una nada.
Una nada que seguirá siendo siempre nada, y aquí reside su drama
—si cabe calificarlo así—, puesto que se vuelca hacia lo que jamás alcan-
zará. En el instante en que el proyecto parece completarse, en el punto en
que el actuar del hombre transforma el mundo, su resultado se convierte,
inmediatamente, en ser-en-sí, y por eso mismo deja de pertenecerle, pasa a
engrosar la masa de otredad del ser-en-sí. El para-sí se pierde a sí mismo al
desembocar en el en-sí, que es, inevitablemente, un terreno vedado para su
propia nada. La conciencia es un proceso imparable, una avalancha, en
vano buscaremos en ella contenidos sólidos y consistentes. «La conciencia
es algo “turbio”, no somos capaces de contemplar nuestros estados de
conciencia. Esos estados no son como las cosas» (Murdoch, 1956: 124).
En otras palabras: el para-sí, en su permanente obrar para conquistar el
ser, se encuentra con que no lo alcanza nunca; llena el mundo de inten-
ciones, pero jamás accede al reino del en-sí, permanece siempre como un
exiliado fuera de este, asediándolo con su bullir de proyectos, eyectado
hacia lo inconcluso. «El ser y la nada están el uno dentro del otro, siendo
el ser infinito ser y la nada correlativa falta infinita de ser… Y así se sacan
el uno y el otro de su inmovilidad y es posible ese constante juego de posi-
ciones variables que es la vida» (Matamoro, 1985: 128). En definitiva,
concluye Sartre, el ser-para-sí «no es lo que es y es lo que no es», y esta
contradicción hace del hombre, mal que le pese, una «pasión inútil».
El cuerpo
18
Existimos como cuerpo, y nada más que cuerpo: materia orgánica
individualizada. En el cuerpo acontece el surgimiento del ser-para-sí y se
realiza en tanto que proceso, ya que es en él y por él donde tienen lugar la
conciencia, la sensibilidad y la capacidad de actuar en el mundo. Mejor
dicho: el cuerpo se hace conciencia, luego es en él donde se encarna el ser-
para-sí. Accedo al ser corporeizado en este organismo que está percibien-
do y sintiéndose a sí mismo, experimentándose como vivencia interocep-
tiva y propioceptiva, incrustado en sí mismo como subjetividad. «De la
naturaleza misma del para-sí deriva necesariamente que el para-sí sea
cuerpo, es decir, que su escaparse nihilizador al ser se haga en la forma de
un comprometimiento en el mundo» (Sartre, 1993: 394).
Pero, al mismo tiempo, el cuerpo me convierte en objeto, me hace
formar parte de la masa del ser-en-sí: «ese objeto que el prójimo es para mí
y ese objeto que yo soy para el prójimo se manifiestan como cuerpos.» (Sar-
tre, 1993: 385). En efecto, hay en mí un cuerpo-objeto que puedo conocer
«desde fuera», distanciándome de él y observándolo como en un espejo,
del mismo modo en que lo conocen los demás. De hecho, son precisamen-
te los demás quienes ante todo me lo hacen conocer, son ellos, cuerpos
que interactúan con mi cuerpo, quienes me devuelven la concepción de mi
propio cuerpo como objeto: «La aparición del cuerpo ajeno será, por
tanto, una relación secundaria con el Otro y constituye la dimensión del
cuerpo como ser-para-otro» (Díaz, 2013: 10).
Es a través del cuerpo como me convierto en ser-en-situación. El
cuerpo se define por lo que hace, por las relaciones que establece con «el
aire que respira, el agua que bebe y la carne que come», así que podemos
afirmar que es «una totalidad de relaciones significativas con el mundo»
(Arias, 1994: 122). La cualidad corpórea es la que permite al para-sí con-
cretarse como parte de una situación: «Sartre no solo encarna la concien-
cia nombrando al cuerpo como su contingencia sino que arroja al hombre
a un mundo de situaciones» (Díaz, 2013: 10). «Mi cuerpo es la vez coex-
tensivo al mundo, está expandido íntegramente a través de las cosas, y al
mismo tiempo concentrado en este punto único que ellas todas indican y
que yo soy sin poder conocerlo» (Sartre, 1993: 404).
En conclusión, insistamos, Sartre descarta el viejo dualismo del cuer-
po y el alma, y en este sentido rechaza la idea de «tener» o incluso de «ser»
un cuerpo, concepciones que nos llevarían de regreso a una res cogitans ins-
talada en una res extensa. Más bien «sucedo» mi cuerpo, «existo» esta mate-
ria viva que me convierte en presencia y actividad para-sí, y que al mismo
tiempo, al estar inmersa entre el resto de la materia, hace de mí un objeto
19
entre objetos, me objetiva, me fija como ser-en-sí. «La facticidad del para-
sí, es decir, el en-sí del para-sí, es lo que entiende Sartre como cuerpo. Por
lo tanto, podría definirse al cuerpo como la forma contingente que la necesi-
dad de mi contingencia toma» (Díaz, 2013: 3; cursivas en el original).
20
única patria que siempre le quedará al hombre después de perderlo todo:
él mismo, su propio instinto vital, su propia voluntad de perdurar y me-
drar. El representante por antonomasia de esta última postura fue Frie-
drich Nietzsche8.
Algo de esa actitud de resistencia lúcida frente al sinsentido puede
rastrearse en casi todos los filósofos posteriores a Nietzsche, y los existen-
cialistas, a pesar de sus angustias y sus veleidades pesimistas, no son una
excepción. Antes de su compromiso político de madurez, Sartre, como el
filósofo del Superhombre, encontrará en la libertad radical de un hombre
sin Dios la oportunidad de concebir un nuevo conjunto de valores y signi-
ficados basados en el propio hombre, en su destino autónomo y solitario,
artífice de sí mismo. Cierto que para ello deberá sobreponerse a esa deses-
peración, esa náusea, que le abrumó de entrada y quizá llegó a inmovili-
zarlo en una indiferencia amarga; en esa coyuntura aún tenía esperanza,
aún reclamaba respuestas, aún se esforzaba por creer. Hay que renunciar
del todo, mirar de cara al destino con una carcajada, apropiarse del vacío
como de un hogar o un reino.
También Albert Camus, contemporáneo de Sartre, en su conocida
obra El mito de Sísifo, interrogará al hombre encarado al absurdo de su
existencia: «Lo absurdo nace de esta confrontación entre el llamamiento
humano y el silencio irrazonable del mundo» (1988: 44). Rechaza la im-
postura de Kierkegaard y otros al restituir la trascendencia, y se pregunta
si es posible «vivir sin apelación». Su propuesta es asumir el vacío metafí-
sico con entereza, sustituyendo la desesperación por rebelión: «Esta rebe-
lión es la seguridad de un destino aplastante, menos la resignación que
debería acompañarla» (Ibíd., 75). Y, como Sartre, acaba desembocando en
la libertad: «Si lo absurdo aniquila todas mis probabilidades de libertad
eterna, me devuelve y exalta, por el contrario, mi libertad de acción».
(Ibíd., 77). Contingencia, absurdo y libertad forman un continuo inextri-
cable, e inspiran esa sensación de angustia, de carencia al tiempo que ex-
ceso, de insuficiencia al tiempo que desbordamiento, que es la náusea.
La muerte
En todo este panorama del ser aún nos falta un elemento crucial: la muer-
te. ¿Acaso no es la conciencia de la propia finitud la principal fuente de
8
Se encontrarán minuciosos análisis de la decisiva huella de Nietzsche en Sartre en los artículos de
Eduardo Bello (2005) y Christine Daigle (2009).
21
angustia para el ser? ¿No es la espada de Damocles que reafirma más con-
tundentemente la contingencia de nuestro existir, envolviéndolo en un
fondo permanente de tensión y desasosiego? Pensamos, por ejemplo, en
el desgarro de Unamuno, en su aferramiento desesperado al ser que se
niega a ser negado y dislocado de sí mismo, obligado a disolverse en el no
ser definitivo. O en la reflexión más flemática, aunque no menos estreme-
cedora, de Heidegger, considerando al hombre un ser «para-la-muerte»
precisamente porque el final es el horizonte ineludible al que están aboca-
das todas sus posibilidades, y donde todas ellas se despeñan en el no ser.
Sartre les dará una vuelta a estas apreciaciones, y lo hará precisamen-
te empezando por una crítica del enfoque de Heidegger. Este consagra a la
muerte como asunto del ser, de hecho el asunto central y definitorio del
ser, en tanto que única experiencia segura que cerrará su condición inaca-
bada y suprimirá la conciencia. Sartre, en cambio, la extrae del ámbito del
sujeto, del ser-para-sí clausurado por ella, y la remite a la pura facticidad
del ser-en-sí, que le afecta pero no le pertenece como algo propio; particu-
larmente, «mi» muerte como hecho se sitúa en esa mirada del otro que
será la única que, ya en mi ausencia, culminará mi cosificación definitiva.
La muerte no concierne al para-sí. Vale la pena profundizar en el desarro-
llo de este argumento, al que el pensador dedicará varias páginas de El ser
y la nada, y que además nos aclara muchas implicaciones de las dimensio-
nes del en-sí y el para-sí. Más adelante nos detendremos a considerar sus
derivaciones éticas.
22
Pero precisamente el carácter obligado y al mismo tiempo imprevisi-
ble en sus detalles concretos (cuándo, cómo sucederá), el carácter de suce-
so que no elegimos sino que nos pasa, nos es impuesto, es lo que induce a
Sartre a considerar que la muerte no pertenece a la vida; no impregna de
significación a la vida, sino que la priva de todo sentido, es un aconteci-
miento absurdo. Lo que no podemos elegir —y aquí da igual si se debe a
causas o a azares— no nos pertenece, no es una posibilidad sino una nihi-
lización de las propias posibilidades, porque nuestra condición es elegir.
«Precisamente porque el para-sí es el ser… que reclama siempre un des-
pués, no hay lugar alguno para la muerte en el ser que él es para-sí» (Ibíd.,
660).
23
tros, forman parte de la infinidad de posibles de los vivos con respecto a
nuestra ausencia. «Hay, pues, un innegable y fundamental carácter de
hecho, es decir, una contingencia radical, en la muerte como en la existen-
cia del prójimo» (Ibíd., 666). La muerte, mi muerte, por lo que a mí res-
pecta, forma parte de la masa grumosa, ajena, opaca, de la monstruosa
facticidad.
24
3. La libertad
Una visión tan desabrida del ser podría considerarse premisa de un dia-
gnóstico pesimista de la existencia humana, al estilo del que ya había pos-
tulado Schopenhauer. Privado de trascendencia y del paraguas de Dios,
precipitado en un mundo extraño donde no puede hallar asilo ni realiza-
ción, el hombre se nos antoja un ser desnudo y desamparado, hambriento
de un sentido inalcanzable; en definitiva, como también concluirá Camus,
relegado al absurdo. Sin embargo, Sartre encuentra en esta misma indefi-
nición, esta precariedad obligada e irremediable, una oportunidad del
hombre para la grandeza y la dignidad. Ese ser inconcluso, arrojado al
mundo y cernido sobre él, se encuentra en su condición inacabada el ex-
clusivo rasgo de su libertad. «La cuestión es entonces averiguar qué debe
ser el hombre en su ser para que por él la nada advenga al ser. La respues-
ta reside en la libertad» (Barbaras, 2005: 118-119)9.
Sartre, como Nietzsche, no busca como objetivo prioritario la salva-
ción del ser humano a toda costa, sino su autenticidad, es decir, el afron-
tamiento lúcido y consecuente de la realidad que le concierne. Ambos par-
ten, así, de la renuncia a la ilusión de trascendencia, la “muerte de Dios” y
la rotunda finitud de la existencia humana. Y ambos, a su vez, conciben
un sentido de la vida ceñido sin evasivas a su fugacidad y a su soledad
frente a un mundo carente de valores prefijados. Se trata, en esencia, de
liberarse de los valores tradicionales, de los moralismos de cualquier espe-
cie que confunden y someten al hombre a puras quimeras, interesadas o
meramente temerosas. La ley elemental de la vida del hombre se halla en
sí mismo, y es a él a quien corresponde estipularla y cumplirla. Para
Nietzsche, y aquí es donde ambos pensadores divergen radicalmente, la
realización del hombre auténtico reside en la asunción activa de lo que es
por naturaleza, sus instintos, su condición de magnífico animal, la emanci-
pación autoafirmativa del Superhombre que realiza sin cortapisas su volun-
tad de poder y glorifica la vida tal como es. Sartre, por su parte, se remite
9
Original en francés. Traducción propia.
25
a constatar que todo proyecto del hombre empieza por la asunción de su
libertad; rechaza, por consiguiente, la existencia de una naturaleza intrín-
seca que delimite al hombre de antemano, y no contempla ni como metá-
fora la posibilidad de un eterno retorno. «Mientras que para el autor de
Humano, demasiado humano, la libertad es un error, para Sartre es lo que
constituye al hombre como tal» (Bello, 2005: 58).
Pero, ¿de qué libertad habla el filósofo de El Ser y la Nada? ¿En qué
sentido es libre esa persona arrojada al universo sin plan y sin meta? Co-
mo hemos visto, el para-sí, al consistir en una nada en constante proyec-
ción sobre el mundo, absolutamente contingente, se encuentra en un con-
tinuo rehacerse en el que no tienen cabida una naturaleza o un destino
prefijados. Su nada ontológica le obliga a «hacerse en vez de ser», o, si se
prefiere, a «hacerse para ser». Se sigue entonces que el ser humano, conti-
nuamente abocado hacia fuera y hacia el porvenir que le interpelan, no
puede eludir la tesitura de estar constantemente eligiendo qué hacer para
hacerse: está «condenado a la libertad». Una libertad que, recordémoslo,
emana de una negatividad: la nihilización del ser-en-sí, proyectándolo
desde lo que es hacia lo que no es. «Sartre identifica la libertad fundamen-
talmente con una posibilidad permanente, propia del ser humano, de nihi-
lizar lo dado» (Lo Feudo, 2022: 46); en otras palabras: «la libertad opera
negativamente sobre un campo infinito en el cual inscribe diferencias y
sentidos, que la van realizando, pero también la van sometiendo a sus rea-
lizaciones» (Matamoro, 1985: 122). Una libertad, en definitiva, tan des-
tructora como creadora, o mejor, destructora en la medida en que es crea-
dora.
Esta falta original de ser, que va llenándose a medida que es, Sartre la
condensa en su conocida fórmula: «la existencia precede a la esencia», que
equivale a afirmar: nada está predeterminado, todo está por hacer; el indi-
viduo decide hacia dónde orienta cada paso, abriendo la vía por la que
dará el paso siguiente, y así en una sucesión que es la que escribe su vida,
«haciendo camino al andar», como dijo Antonio Machado. «No hay natu-
raleza humana, porque no hay Dios para concebirla… El hombre no es
otra cosa que lo que él se hace» (Sartre, 1984: 60).
26
La libertad de Segismundo
10
Se discute que la voluntad forme parte de la libertad del para-sí, hablando de una libertad «involunta-
ria». (Ver, por ejemplo, el capítulo «Une liberté infinie?», de Philippe Cabestan, en Barbaras, 2005:
30ss.). Aquí solo sabemos entenderlo en el sentido de que el para-sí es libre lo quiera o no, es decir, al
margen de su voluntad; pero parece innegable que la voluntad intervendrá en sus elecciones concretas,
su libertad «en situación».
11
Ver bibliografía.
12
No precisaremos la sutil distinción que hace Sartre entre motivos y móviles, tema que excedería las
pretensiones de este ensayo.
27
—y sin entrar en las recientes teorías de la incertidumbre y del caos—,
podría contemplarse la posibilidad de que hasta el más mínimo aconteci-
miento obedezca a una constelación de causas que, aunque no podemos
captar debido a su extrema complejidad, determina implacablemente cada
detalle de lo que sucede. En definitiva, podríamos considerar que el desti-
no de Segismundo no fuese por completo contingente, sino quizá necesa-
rio y en cualquier caso ajeno a su voluntad, incluso en sus aparentes elec-
ciones.
Aun entonces, argumenta Sartre, Segismundo debería hacerse cargo
del cometido de elegir. No olvidemos que Segismundo es un ser-para-sí,
vacío de sí mismo en cuanto está volcado sobre el mundo (vale decir, so-
bre el ser-en-sí, cuya dinámica sí está sometida al determinismo). Por
atrapado que se halle en la telaraña del universo, por más que le cerquen
muros y barrotes, se percibe a sí mismo solo y exento frente al plato de
sopa que humea encima de la mesa, y es él —lo que íntimamente siente
como él— quien tiene que decidir comerlo, prolongando su insoportable
calvario, o rechazarlo, abandonándose de una vez a una muerte que le
ponga fin. Y no solo sigue teniendo la posibilidad de decidir: no puede
dejar de hacerlo. Desde el momento en que le trajeron algo de comer y él
podría negarse, Segismundo está condenado a ser libre y a hacerse cargo
de esa libertad, y es esa condena sin causa ni redención la que recae sobre
él, tan implacable como aquella otra que lo mantiene recluido en su encie-
rro.
28
la que nos es continuamente cercenada y le ha sido arrebatada cruelmente
al prisionero.
¿Qué libertad le queda, entonces? Segismundo siempre puede decidir
alinearse o no con su voluntad, asumirla, hacer el gesto de levantarse,
afirmar una vez más, por inútil que resulte, su deseo de ser fácticamente
libre, maldecir el universo que lo ha recluido, elevar su grito de angustia:
«¡Ay, mísero de mí! ¡Ay, infelice!». Es en ese punto, en el que su voluntad
orientada hacia fuera se asume conscientemente y se afirma a sí misma,
donde el reo encuentra su libertad íntima, inalienable, inexcusable. Su li-
bertad ontológica. Nos encontramos, pues, con que la libertad, en tanto
que tensión permanente entre el para-sí y el en-sí, ni se crea ni se destruye,
simplemente cambia de formas, resignificando una y otra vez los objetos
en calidad de obstáculos o utensilios, y volviendo a elegir en cada nueva
situación, una y otra vez. «“Ser libre” no significa “obtener lo que se ha
querido” sino “determinarse a querer (en el sentido lato de elegir) por sí
mismo”. En otros términos, el éxito no importa en absoluto a la libertad”
(Sartre, 1993: 595).
29
do, en tanto que en-sí, es el medio que posibilita el despliegue del para-sí,
pero por lo mismo es también su permanente entorpecimiento.
Y hay otro límite para la libertad: no se puede decidir todo a la vez.
Decidir implica escoger una posibilidad y descartar todas las otras. Elegir
incluye una afirmación y una negación (o más bien infinitas negaciones).
Segismundo no puede optar por vivir y morir a la vez. «No solo no puedo
elegir elegir, sino que además no tengo derecho más que a una única op-
ción» (Cabestan, 2005: 40)13.
La mala fe
30
al vacío? Tal vez tema el accidente de un resbalón, pero lo que realmente
me angustia es descubrir que podría ser yo quien decidiera arrojarme. Na-
da me lo impide: soy libre, y resulta que esa libertad, en esta situación, se
me presenta como una amenaza. Cada elección de nuestra vida, podemos
concluir con el autor, nos asoma a un pavoroso precipicio.
La continua, ineludible tarea de escoger nos abruma y nos cansa, nos
emplaza en un estado de tensión permanente con la existencia. Deambu-
lamos perdidos en un existir sin referencias que va cobrando forma a me-
dida que lo recorremos. «Nuestra sensación de abandono es una curiosa
consecuencia del hecho de que todo está realmente permitido y, como
consecuencia, estamos desamparados, porque no podemos encontrar nada
en lo que podamos confiar, ni dentro ni fuera de nosotros mismos»
(Stumpf y Fieser, 2003: 464-465). No es extraño que algo en nosotros pre-
fiera eludirla, encontrar un modo de escabullirse de ella, entregándose a
un rendido desmoronamiento en la facticidad que nos permita evitar invo-
lucrarnos. Pero ese estado de indolencia no está a nuestro alcance: nos
guste o no, somos seres-para-sí. Aunque eso no quita que a menudo
echemos mano de argucias para escurrir el bulto.
31
nuevas decisiones, anudando la cadena de acontecimientos que le llevaron
al trono. Podría haber concluido en otro resultado, por supuesto, ninguna
acción funda un determinismo, pero lo que es seguro es que allanó el ca-
mino de la posibilidad. Segismundo fue responsable de vivir, como lo ser-
ía, cuando se le concedió la libertad por un día, de matar a un criado, o
cuando más tarde luchó y se reconcilió con su padre.
Pero imaginemos que un día, ya viejo, Segismundo rememora aque-
lla vez en que tuvo que optar entre vivir o morir. En retrospectiva, siente
el vértigo de las consecuencias de aquella decisión: todo habría sido distin-
to, de haber elegido dejar de comer. También siente una comezón de re-
mordimiento por haberse comportado de forma tan violenta la primera
ocasión en que fue liberado. Entonces cae en la cuenta de que había una
profecía, y se tranquiliza convenciéndose, como de hecho le repetían to-
dos, que no hizo más que cumplir su destino. Se convence de que en rea-
lidad no fue él quien eligió: todo estaba escrito.
Y no solo eso. En más de una ocasión, a lo largo de la obra, se expli-
ca la reacción violenta de Segismundo por haberse criado salvaje, entre
fieras y peñascos. Se diría, incluso, que el protagonista se debate recla-
mando su libertad contra un entorno que obstinadamente se la niega, sea
por la ascendencia del hado, sea por la de su crianza. Esto lo excusa a la
vez que lo condena, y en cualquier caso le escatima su humanidad, como
vemos en estas palabras de Rosaura:
15
Jornada segunda, escena octava.
16
Jornada segunda, escena sexta.
32
Esta operación mental que disfraza la libertad atribuyendo nuestras
decisiones a fuerzas que las controlan es lo que Sartre denomina mala fe.
«Todo hombre que se refugia detrás de la excusa de sus pasiones, todo
hombre que inventa un determinismo, es un hombre de mala fe» (Sartre,
1998: 92). Segismundo también podría eximirse del asesinato del criado al
amparo de los hados; con ello se libraría de asumir la responsabilidad por
su crimen: lo maté porque así tenía que ser; yo no actuaba más que como
un instrumento del destino. Está formulando como necesario un obrar
contingente del que su decisión fue responsable; está «jugando a ser una
cosa que en realidad no es» (Arias, 1994: 103). «El acto primero de mala fe
se lleva a cabo para huir de aquello que no se puede huir, es decir, de lo
que se es» (Ibíd., 104). Segismundo estaría haciendo trampa ante los de-
más, pero sobre todo ante sí mismo.
17
Nietzsche, F. (2005) La genealogía de la moral. Madrid: Edimat. Pág. 90
33
en que achaco la responsabilidad de mis elecciones a lo que no soy yo —
se trate de una fuerza, un gen, un curso histórico o una norma social—
estoy eludiendo mi libertad radical y mi jurisdicción sobre sus consecuen-
cias. Cierto que no puedo ser el artífice de todo lo que me sucede: las cir-
cunstancias pertenecen al mundo, son el mundo tal como se me impone
con su «viscosa facticidad»; forman el ahí del ser-ahí. Sin embargo, yo las
he convocado con mis elecciones, y a mí me corresponde lo que haga al
respecto: el hombre es lo que hace con lo que hicieron de él, arguye Sartre.
La situación es el punto de encuentro entre la libertad y la facticidad: «La
situación sartriana es siempre un producto de la acción y del proyecto que
la definen… El yo y el no-yo se tocan e interpenetran, lo subjetivo se obje-
tiviza y lo objetivo se subjetiviza» (Matamoro, 1985: 124). La mala fe es,
pues, un autoengaño (Zamora, 2005: 128), una traición no solo a la verdad
como dudosa abstracción, sino ante todo a la verdad del propio individuo,
al acceso de uno a su sí mismo. Segismundo tiene que enfrentarse a su au-
tenticidad, sin excusas.
Y no solo son equívocas las componendas que justifican a nuestro fa-
vor lo que hemos hecho, sino también aquellas con las que pretendemos
dar razón de lo que no hemos hecho, achacándolo a las dificultades que
nos lo han obstaculizado. La realidad, nuestra realidad, se ciñe a lo que
efectivamente hemos logrado hacer, y al lugar donde eso nos ha llevado:
la nostalgia o el lamento por las posibilidades perdidas nos aleja de lo úni-
co existente, que es el presente tal como ha sido conformado por nuestra
acción en el mundo, y nos sume en una huida fantástica que equivale a la
mala fe: «Para el existencialismo, no hay otro amor que el que se constru-
ye, no hay otra posibilidad de amor que la que se manifiesta en el amor;
no hay otro genio que el que se manifiesta en las obras de arte» (Sartre,
1984: 79).
Así lo asume Segismundo cuando, al final de la obra, en su liberación
definitiva y victoriosa, se desembaraza de profecías y pasados y resuelve
decidir por sí mismo:
18
Jornada tercera, escena decimocuarta.
34
Comprende que tiene la opción de adueñarse del «sueño» de su vida,
y entonces elige el perdón y la compasión que nos reconcilian con los
errores propios y los agravios ajenos:
Sin embargo, hay una escena en la que esta tensión entre impulso y
libertad cobra un realce excepcional. Rosaura acude a Segismundo para
pedirle que le permita unirse a él en su lucha contra las huestes reales,
buscando la oportunidad de vengar su honor mancillado. Él, cautivado
por su hermosura, siente la tentación de aprovechar para forzarla, pero al
final decide resistirse a ese impulso y ayudarla a restaurar su honra. La
fuerza moral de la escena no reside tanto en el cumplimiento de lo con-
vencionalmente «bueno» como en la afirmación de una libertad que hasta
ahora parecía negada, por la educación o por el destino. El monólogo en
el que Segismundo se enfrenta a este dilema resulta especialmente conmo-
vedor, y consagra la transformación del cautivo en un hombre libre:
¿Quién es Segismundo?
19
Ibíd.
20
Jornada tercera, escena décima.
35
Segismundo no llega al mundo como un visitante o un turista o un
alma que se encarna, procedente de otras dimensiones; Segismundo surge
del mundo y en el mundo, brota como una concreción de él, se encuentra
a sí mismo existiendo, «arrojado» en el ser, como explicó Heidegger antes
de Sartre. Su existencia precede a su esencia, lo cual significa que será su
existir y su hacer lo que hará de él lo que sea. «Empieza por no ser nada.
Solo será después, y será tal como se haya hecho» (Sartre, 1998: 60). Es
así como en el existencialismo la libertad cobra una dimensión ontológica,
es un proceso a través del cual se constituye el ser.
Ya hemos visto que esta libertad, aunque radical, no es ilimitada; en
realidad, no solo está tremendamente limitada, sino que se define por sus
límites. El hombre, aun privado de naturaleza trascendente, tiene, como
todos los seres, una naturaleza material; está, por tanto, condicionado por
las leyes que rigen a la materia, y específicamente por las que rigen a su
materia en particular, empezando por el condicionamiento genético y am-
biental, y continuando por unas necesidades que, además del alimento o
la seguridad, incluyen el trabajo, la relación con los otros y el hecho de ser
mortal. Segismundo, además de sus actos propios y libres, es también un
conjunto de rasgos que comparte con las demás personas, por distintas
que sean, lo cual le hace comprensible a los otros y legitima el concepto de
condición humana. «Hay una universalidad del hombre; pero no está dada,
está perpetuamente construida» (Ibíd., 87).
36
fundamental, esta inacabable huida hacia delante que se renueva a cada
paso, tal vez Sartre esté adelantando esa deconstrucción posmoderna que
llevará a Foucault a afirmar que «el hombre ha muerto».
No es fácil aceptarse —ni entenderse— como un ser en proceso que
se define precisamente por no acabar nunca de ser. Tenemos tendencia a
definirnos por cualidades supuestamente cerradas, absolutas. Quizá se de-
ba a la incomodidad, a la «insoportable levedad del ser» (parafraseando a
Milan Kundera)21 que implica vivir en una permanente inconsistencia por
realizar. Nos entretenemos mirándonos al espejo, como le gustaba fanta-
sear a Sartre, y concluyendo que ese que vemos «es» activo, sincero, ren-
coroso, narigudo o profesor. Nos encanta, incluso más, sentirnos y pro-
clamarnos parte de un «nosotros», una seña de identidad que nos ensam-
bla firmemente con los otros, por el hecho de compartir un idioma, una
patria, una ideología. Y, en fin, es cierto que solo podemos manejarnos y
pensar mediante representaciones, pues el presente es un punto demasiado
estrecho y fugaz.
Pero nos engañamos —nos limitamos, nos violentamos— al asumir
que «somos» esas cualidades, puesto que, en cuanto nos hacemos una
imagen de algo, estamos reduciéndolo a su representación, estamos per-
diendo su cualidad de cadencia viva, como se desvanece la música si le
impedimos fluir. En este aspecto hace ya mucho que la filosofía ancestral
de Oriente se adelantó a Sartre: el ser no tiene contenido, el para-sí se está
realizando constantemente a sí mismo, sin alcanzar ninguna versión defi-
nitiva, sin consagrar ninguna naturaleza intrínseca. Ser contingentes nos
condena a la levedad de no acabar nunca de ser nada en concreto, de estar
siempre proyectados hacia un ser que va de un acto a otro, vale decir, de
una elección a otra. Las identidades colectivas son también un simple mi-
to, una quimera tal vez necesaria, pero que conviene tomar con cautela
para que no nos tiranice desde su pretendida trascendencia: «Ese nosotros
es su yo, criatura que le chupa la sangre (…) En lo que a mí respecta, me
aparto de ellos si puedo: no me gustan las almas habitadas» (Sartre en San
Genet, comediante y mártir, citado por Grüner, 2020: 147).
Insistamos: la idea de un yo acabado, un yo en-sí, es tan solo una ilu-
sión, y como tal hay que tratarla. Asumir la levedad no constituye solo un
movimiento de coraje y autenticidad, sino que, como contrapartida a la
angustia, conquistamos con ello una libertad que abre de pronto todas las
puertas, y nos invita a inventar una nueva versión de lo que somos, a re-
21
Kundera, M. (1985). La insoportable levedad del ser. Barcelona: Tusquets.
37
construirnos más allá de cualquier molde o etiqueta. Por muchas veces
que me haya comportado de un modo torpe, o arrogante, o cobarde, no
estoy prisionero de ese en-sí que me cosificaría, sino que la próxima vez
puedo conquistar algo distinto. A cada paso empieza todo, yo soy siempre
algo por hacer, y en esa nada del para-sí encuentro mi insustancialidad y
mi oportunidad.
Sartre, pues, nos invita a tomar las riendas de nuestra libertad. Reco-
noce que es una tarea pesada y enervante, una tarea agotadora de la que
muchas veces preferiríamos desentendernos. Pero también es la ocasión
de hacernos fuertes en la vastedad de nuestra condición libre, de convertir,
como reclamaría Nietzsche, el ejercicio de la libertad en un gozo. Segis-
mundo, como el Sísifo de Camus, se ocupa dichoso en la tarea de devenir.
38
4. Ser para otros
El hombre que se capta directamente por el cogito, descubre también a todos los otros y los
descubre como condición de su existencia. Sartre, 1998: 85.
El Otro
22
Ya vimos, al hablar de la muerte, que esta transición es algo más compleja, debido, precisamente, a la
presencia de otros. Aquí nos centramos, no obstante, en la muerte como anulación del sujeto ante sí
mismo, como clausura improrrogable del para-sí.
39
En el escenario de ese mundo por el cual transita la persona, esta, en
medio de la masa fáctica de los objetos, se encuentra con otra persona, el
Otro. En ese encuentro, según Sartre, suceden dos cosas, cada una de las
cuales plantea su propio conflicto: por un lado, el sujeto percibe al Otro
como objeto, un objeto más entre la infinidad de los objetos, puesto que su
alteridad lo distingue del para-sí y lo sumerge en el amasijo del en-sí; sin
embargo, el sujeto sabe que ese Otro es a su vez un sujeto, y que como tal
constituye un para-sí completamente autónomo y ajeno, un para-sí que le
descubre también a él y lo ve como objeto. El Otro aparece siendo lo que
yo no soy, y no siendo lo que soy; y de ese mismo modo sobrevengo yo
para él. Tenemos, en definitiva, dos sujetos que se reconocen como sujetos
pero se perciben al mismo tiempo como objetos. Cuando cobra conciencia
de ese reconocimiento, al tiempo que cosificación, que implica la mirada
del otro, el para-sí descubre una dimensión insospechada: la de que no es
solo para sí mismo, sino también para los demás, y que, como consecuen-
cia de ello, su subjetividad se ve sitiada por la objetividad.
La presencia del Otro me obliga a admitir la irrupción de una visión
que ya no es la mía, un para-sí que se abalanza sobre el mundo (y sobre
mí) al margen de mi propio proyectarme. A partir de ahora, estas dos vi-
siones, la suya y la mía, tendrán que coexistir. La situación ha dejado de
pertenecerme en exclusiva. Se ha convertido, por el mero hecho de ser
dos, en una colisión de fuerzas, donde el otro se presenta, a la vez, como
limitación y como instrumento, como incursión a la que opongo resisten-
cia y como resistencia a la aspiración que le dirijo. Esta pugna entre con-
ciencias y proyectos trasluce un elocuente pulso de poder, que evoca el
paradigma hegeliano de las relaciones humanas al que suele aludirse co-
mo «dialéctica del amo y del esclavo».
40
fo del amo en una frustración de su aspiración original. Volviendo a la
terminología de Sartre, la cosificación del otro no solo anula la opción de
aprehenderlo como conciencia, sino que fracasa debido a la imposibilidad
de apropiarse de su libertad. Más adelante veremos esto con más detalle.
La mirada
41
sos; y muy bien pudiera darse el caso de que nos viéramos tentados a
aceptar semejante valoración ajena como la nuestra propia, lo cual nos
consuela de la aparente vacuidad de nuestro autoexamen» (Murdoch,
1956: 131). Parafraseando la cita de Becerra del párrafo anterior, por la
mirada del otro tenemos el camino de acceso a nosotros mismos.
El cruce de miradas establece una intersubjetividad, un espacio com-
partido de intercambio «entre sujetos». La intersubjetividad evoca aquel
«juego barroco de las miradas», el efecto de esos cuadros en los que algu-
nos de los personajes pintados miran al espectador, como en Las Meninas
de Velázquez: sentimos que esas miradas posadas en nosotros nos abor-
dan, nos abisman en la escena. El cuadro se expande hacia el espectador,
uno casi puede respirar la atmósfera en la que le envuelve, palpar los hilos
con que lo enlazan las miradas. Es así como la mirada convierte la situa-
ción en un entramado entre dos conciencias que se descubren, se apelan,
se exploran y se atrapan, transformando irrevocablemente el modo en que
son. «La presencia de otro ante la mía en el mundo, me descubre como ser-
mirante-mirado… Al mirar me sitúo en-el-mundo al lado de otro» (Bece-
rra, 2006: 109).
Ese sobresalto paralizante que nos infunde descubrir la mirada ajena
posada en nosotros es simbolizado por la mitología en el personaje de la
Gorgona, el monstruo que convierte en piedra a quien lo mira a los ojos
(ver Ibíd., 112). Es llamativo el detalle de que la petrificación tiene lugar
como consecuencia no del mero mirar, sino del cruzar unos ojos con
otros, ver que la criatura nos está viendo. Recibimos el disparo de su con-
ciencia como un rayo que traspasa la nuestra; ya no podemos escabullir-
nos en la masa inerte de los objetos. El símbolo capta muy bien esa expe-
riencia de conmoción, que de entrada nos apresa, nos convierte en piedra,
nos cosifica al tiempo que nos está reconociendo como conciencia, tal vez
como enemigo. Esa experiencia de «ser atravesado» por una mirada, de
ser capturado por un vínculo irreversible, ha sido recogida por el habla
popular (fulminar con la mirada) y en muchos episodios del cine y de la
literatura. «El patrón se tiró los bigotes, después me mir6 de frente. Nunca
nadie me había mirado tan de frente y tan por partes», leemos en Don Se-
gundo Sombra, de Ricardo Güiraldes (citado en Ibíd., 136), y Machado lo
expresa con su lacónica sutileza:
42
es ojo porque te ve.23
¿Existe Segismundo?
Comprobamos, pues, que para el ser, la mirada del Otro constituye una
experiencia perturbadora, contradictoria y revulsiva. El ser-para-sí se des-
cubre también como ser-para-otro. Pero hay algo no menos inquietante: es
justamente esa mirada ajena la que le da consistencia al propio ser: «El
prójimo es para mí a la vez lo que me ha robado mi ser y lo que hace que
“haya” un ser que es el mío» (Sartre, 1993: 455). Sin otro que me vea, yo
23
Machado, A. (1987). Poesías completas. Madrid: Espasa-Calpe. Proverbios y cantares, pág. 268.
24
Filme de James Cameron (2009).
25
Estudiados detalladamente por etólogos y antropólogos como Irenaus Eibl-Eibesfeldt o Desmond
Morris.
43
no tengo ninguna seguridad en mí mismo, ya que mi conciencia es una
nada lanzada hacia fuera; ciertamente una nada autoconsciente, pero que
por sí misma no puede distinguir con claridad la frontera entre ella y el
mundo, entre el para-sí y el en-sí.
Solo la aparición de otra conciencia que me contemple como objeto
individualizado del conjunto me permite tener noción de mí mismo como
entidad diferenciada. «El ego sartriano implica la necesidad de la existen-
cia del otro. En el seno del Yo se encuentra el Otro como no-yo-que-soy»
(Díaz, 2013: 7). En otras palabras: puesto que no puedo verme con mis
ojos, necesito verme a través de la visión que de mí tienen otros ojos: yo
me veo en la mirada del Otro. Esto le confiere a su mirada el embarazoso
poder de avivar mi sensación de existencia o de atenuarla al retirármela,
como glosa Mario Benedetti:
26
Citado en Becerra, 2006: 134.
44
diendo la noción de sujeto que concibió al cobrar conciencia de sí mismo.
Segismundo, en fin, podría llegar a dudar de su propia existencia.
Esta es la limitación del cogito cartesiano: sin el encuentro con los
otros, se reduce a un solipsismo que acaba disolviéndose en una reducción
al absurdo. El yo consciente que piensa, luego existe, necesita troquelar su
figura contra la presencia de otro yo consciente que, no siendo él, le mues-
tre lo que es él; que, perfilando su frontera al oponérsele, rechazándole
como diferente en su diferencia, le permita concebirse como ese otro que
es para el Otro.
Segismundo yace en su camastro, sujeto por gruesas cadenas. Todo
está en silencio, ni siquiera se oye el canto de un pajarillo que se posa a
veces en su ventana. Por un instante siente el vértigo —o el alivio— de
fundirse con todo eso que le rodea, en un amasijo de existencia sin defini-
ción. De repente, rechina la cerradura e irrumpe por la puerta el centinela
para traerle la comida. Ambos se miran como asombrados, como si se vie-
ran por primera vez. Esas miradas, que descubren al otro, les devuelven la
noción de su propia condición de otros, de que son alguien para alguien.
Segismundo suspira. Al recuperar su idea de sí mismo entre otros, vuelve
a caer sobre él la conciencia de su amarga reclusión. Pero al menos ya sa-
be que no está solo.
El ser-para-otro
27
Jornada primera, escena segunda.
45
El descubrimiento de que «no soy para mí sino como pura remisión
al otro» (Sartre, 1993: 337) puede inspirar el miedo a una otredad imprevi-
sible, demandante, tal como lo describe Sartre a través de uno de sus per-
sonajes: «Desde entonces no he dejado de ser ante testigo, aun en mi habi-
tación cerrada… Qué angustia descubrir de pronto esa mirada como un
medio universal del que no puedo evadirme» (citado en Arias, 1994: 114).
Al reconocerme cosificado, como objeto que el otro mira y juzga, es
probable que, además de miedo, sienta vergüenza. «Por la vergüenza siento
que mi libertad, mi proyecto de ser, se me escapa a raudales» (Ibíd., 115),
puesto que «reconozco que soy como el prójimo me ve» (Sartre, 1993:
292). Sartre da mucha importancia a la aparición de este sentimiento, que
le parece decisivo en la vivencia subjetiva de las relaciones humanas. A
una edad avanzada aún seguía recordando cómo en la adolescencia una
muchacha que le gustaba le había humillado ante los compañeros burlán-
dose de su fealdad28. «La vergüenza no es sino el sentimiento original de
tener mi ser afuera, comprometido en otro ser y, como tal, sin defensa al-
guna…; es la conciencia de ser irremediablemente lo que siempre he sido:
“en aplazamiento”, es decir, en el modo del “no-aún” o del “no-ya”»
(Ibíd., 369). La vergüenza, así, aparece íntimamente vinculada a la expe-
riencia de ser reducido a objeto, a ser-en-sí, por la mirada del otro; particu-
larmente, soy captado y objetivado como cuerpo, en mi materia perceptible
y percibida (por mí mismo, pero sobre todo por el otro). «La objetividad
del otro es dada por la materialidad, porque es cuerpo, y… por el cuerpo
el otro me encuentra» (Becerra, 2006: 117).
Por contradictorio que resulte, esa misma cosificación conlleva a su
vez, según Sartre, orgullo y consuelo, ya que de repente he dejado de ser
una nada, he incorporado la consistencia de un sujeto frente a otro, he co-
brado conciencia de mí mismo en la situación que comparto con el otro.
«Creo sentido para mí e interpreto el mundo en el que actúo; sin embargo,
sólo a través de la intervención del Otro puedo hacer necesaria mi presen-
cia en el mundo» (Daigle, 2009: 63)29. El otro, con su mirada (que me juz-
ga, desea, rechaza, requiere…), no solo confirma mi existencia: en cierto
modo, me hace existir, y por eso me hace exclamar: «Me ven, luego soy»
(citado en Arias, 1994: 115). Es significativo el paralelismo entre esta
28
La larga retahíla de amantes que tendría a lo largo de su vida demuestra que supo reponerse bien de
su físico poco agraciado, llegando a sentenciar que «A los cuarenta años, quien es feo es porque quie-
re». Hemos extraído esta anécdota del libro La anatomía del miedo, de José Antonio Marina, Barcelona:
Anagrama. Pág. 128.
29
Original en inglés. Las traducciones de este artículo son propias.
46
afirmación y la del cogito cartesiano: en el «pienso, luego existo» hay una
conciencia que se descubre a sí misma, que cobra conciencia de sí misma en
tanto que conciencia; pero la consolidación de su existir no está completa
hasta que no se ve refrendada por otra conciencia que la reconoce como
tal al percibirla desde fuera.
47
zación de mis deseos y, en definitiva, a mi mero hecho de ser. Como con-
secuencia de esa preocupación, la persona se comporta con vistas a influir
en la valoración que se le atribuye; dicho de otro modo: se intenta ajustar
el ser-para-otro de manera que resulte lo más apropiado a los intereses de
uno. La relación es, en efecto, un esforzado y sutil juego de fachadas y
protocolos, tema de estudio de sociólogos como Erving Goffman30. Nos
encontramos, una vez más, ante una dialéctica de poderes: el poder que el
otro tiene sobre mí y el poder que yo intento tener sobre la imagen que el
otro se hace de mí; y a la inversa.
De un modo u otro, lo cierto es que no puedo evitar preocuparme por
esa imagen que doy ante los otros: está en juego mi dignidad, mi prestigio,
mi estatus, mi poder; en definitiva, mi estar en sociedad. Es más: no pue-
do evitar preocuparme del mero hecho de que los otros me miren, de lla-
mar o desviar su atención, ya que es esa mirada lo que me hace existir, lo
que me proporciona un ser-para-otros, y en ella puede alentar una oportu-
nidad o una amenaza.
Conflicto y compromiso
48
detenida, pero, para eso, es necesario que yo me apropie de su libertad
fundante» (Savignano, 2011: 4). La tensión entre voluntades, deseos y po-
deres en el ámbito de la intersubjetividad convierte los encuentros en con-
flictos, imprime en las interacciones una batalla perpetua, confusa y en
buena parte irresoluble, donde ganar es perder, dar es usurpar, y a la in-
versa; y no se puede contar en el horizonte con lograr un estado de equili-
brio. El otro es a la vez mi mentor, mi instrumento y mi condena, la fuen-
te de mis mayores placeres y satisfacciones, y al mismo tiempo —más a
menudo— de mis más dolorosas desdichas. «El opresor no reconoce en el
otro a su semejante y lo alteriza completamente» (Matamoro, 1985: 125).
De ahí que en la obra teatral A puerta cerrada, uno de los personajes acabe
concluyendo la célebre fórmula de que «el infierno son los otros».
Sin embargo, la expresión no debe interpretarse de forma reduccio-
nista, como si los demás se viesen restringidos a una mera maldición o
fuente de sufrimiento. De hecho, no deja de tratarse de un recurso estilísti-
co, una metáfora sugestiva, que recuerda a aquella otra de la «condena» a
la libertad. Sartre matizó su sentido: los otros son un «infierno» porque
plantean un problema irresoluble y al mismo tiempo ineludible, que cons-
tituye quizá la clave de las relaciones: la colisión de dos conciencias que se
perciben a un tiempo como objetos y como sujetos, como fuentes de alie-
nación pero también de identidad; en definitiva, el duelo de dos libertades
abocadas a buscarse y repelerse, como aquellos rivales de Conrad que se
pasan la vida persiguiéndose mutuamente para pelear31.
31
Conrad, J. (2008) El duelo. Madrid: Alianza.
49
pulación, fracasan también, pues todo poder es incompleto y ninguno tie-
ne capacidad para anular definitivamente la libertad intrínseca del otro.
Todo apunta a que la interacción humana está destinada a consistir, como
en los erizos de Schopenhauer, en una frustrante e inconclusa oscilación
entre dos fuerzas opuestas.
En su última etapa, Sartre se esforzó por matizar su convulsa visión
de la condición humana con una propuesta ética. En numerosos escritos,
entre los que destaca la Crítica de la razón dialéctica, además de su propia
actividad social y política, exploró los caminos en que el ser-para-otros
puede traducirse en un positivo ser con otros. Incorporó como referencia
teórica el marxismo, pero siempre lo hizo desde su propio criterio y sin
perder de vista las implicaciones éticas de sus ideas originales. Era conse-
cuente: si mi encuentro con el otro me implica necesariamente con él, si
mi libertad individual tiene que imbricarse con la de los demás, resulta
oportuno investigar las claves para hacerlo de una manera constructiva y
lo más satisfactoria posible para todos.
Es así como el pensador existencialista enfatiza cuestiones como
compromiso, reciprocidad, responsabilidad hacia los otros, ser-fuera-de-sí,
condicionamientos sociales e históricos, praxis… Si bien hay un abismo
irrebasable entre unos y otros que separa nuestros cuerpos y nuestras con-
ciencias, una brecha que nos impide la asimilación en una misma trascen-
dencia, las libertades subjetivas están implicadas en el marco del contexto
social: el encuentro con el otro no es un mero suceso que le acontezca a
un individuo de por sí aislado, sino que forma parte constituyente de él; la
conciencia es para-sí y simultáneamente para-los-otros. El ser humano
existe en intersubjetividad y se realiza respondiendo a ella en función de
unos criterios, asociándose con otros seres humanos en grupos o colectivi-
dades. «Queda definida la relación de intersubjetividad como una relaci6n
dada porque el otro es un existente concreto que es vivido en la reciproci-
dad continua de un intercambio de ser a ser» (Becerra, 2006: 125).
En definitiva, el ser-para-sí es un ser que se despliega con otros y en-
tre otros, la sociabilidad forma parte de la condición humana, y por consi-
guiente las personas vivimos en un constante establecimiento, transforma-
ción y ruptura de vínculos con otras personas. La interacción social obe-
dece a un sustrato conflictivo en cuanto representa la colisión de dos liber-
tades (léase: aspiraciones, intereses, proyectos…), pero no excluye el in-
tercambio, la reciprocidad y el compromiso con una praxis social guiada
por la ética. La aproximación humana responde a una dialéctica de cosifi-
cación; si se quiere, y evocando a Nietzsche, a un pulso de poderes. Pero
50
eso no impide que «dichas actitudes puedan estar alimentadas por el deseo
de la afirmación del otro como sujeto y por el proyecto de promoverlo en
su humanización y en la humanización de su mundo» (Ibíd., 126). Sartre,
como de costumbre, mantiene un punto de vista racional y egocéntrico, y
no contempla los procesos psicológicos de afiliación, altruismo o empatía,
más vinculados a las emociones, pero que resultan claves en los vínculos
humanos. Más adelante los comentaremos con más detalle.
De este marco conceptual creemos poder concluir, sin traicionar a
Sartre, que si los otros son el infierno es porque, en definitiva, los otros lo
son todo, porque somos seres sociales y no hay nada propiamente humano
fuera de la intersubjetividad. Y es en ese ámbito común donde el hombre
encuentra también, con todas las contradicciones, limitaciones y fracasos
que se quiera, su realización y su goce.
51
5. Consideraciones éticas
En última instancia, quizás Sartre no nos ofrece tanto una teoría filosófica desarrollada hasta
el más mínimo detalle como un ideal al que aspirar a través de una fuerza de voluntad in-
flexible y una obstinación implacable: una vida de máxima responsabilidad y mínimas
excusas. G. Cox (2011: 78).
Sartre prometió una obra centrada en la moral, pero nunca la escribió. Sin
embargo, dejó numerosos apuntes sobre el tema en sus Cahiers. De hecho,
su exhaustivo trabajo teórico sugiere siempre una motivación moral de
fondo, y en todas sus obras apunta reflexiones de las que se pueden extra-
er consecuencias éticas. No en vano consiste en una investigación ontoló-
gica, que, al indagar sobre los entresijos del ser y en particular de la idea
de libertad, apela directamente a los principios que podrían guiar la vida.
«Hay una conexión necesaria entre el nihilismo, la búsqueda de sen-
tido y la ética», opina Christine Daigle en su análisis comparativo de las
éticas de Nietzsche y Sartre (2009: 56). El hombre no es solo el ser que se
pregunta sobre su existencia, sino que además le importa hacer algo satis-
factorio con ella. Aquí comentaremos algunas de las consideraciones éti-
cas que sugieren los postulados sartrianos, ubicándolas en su contexto y
contrastándolas con las de otros autores próximos.
El existencialismo es un humanismo
52
menológico, que será referente para algunos de los más destacados exis-
tencialistas, utiliza lo subjetivo como un trampolín desde el que construir
una aproximación a la objetividad.
No se trata de un humanismo que glorifique o exalte a la humanidad,
pues no hay una naturaleza humana a la que atenerse o rendir culto. «Solo
el perro o el caballo podrían emitir un juicio sobre el hombre y declarar
que el hombre es asombroso, lo que ellos no se preocupan de hacer, por lo
menos que yo sepa» (Sartre, 1998: 98). La persona, en tanto que concien-
cia para-sí, es una nada proyectada sobre el mundo, carece de una esencia
previa a la existencia. No es, por consiguiente, un humanismo en el senti-
do clásico de «el hombre como medida de todas las cosas», sino porque lo
entiende como una legítima «medida» de sí mismo. Se trata de recordar al
hombre que «no hay otro legislador que él mismo», y que su realización en
cuanto a humano tiene lugar «buscando fuera de sí un fin que es tal o cual
liberación, tal o cual realización particular» (Ibíd., 100).32
32
Esta «deconstrucción del sujeto metafísico» es la que hace que algunos nieguen que el existencialismo
sea propiamente un humanismo, y que incluso lo vean como un antecedente de la posmodernidad. Ver,
por ejemplo, el artículo de Santiago Bellocq (2019).
53
cipio a fin. ¿Qué sentido podemos concebir, cuando todo parece apuntar
al sinsentido? ¿Merece la pena una existencia absurda?
Absurdo y sentido
Se perfila así la potencia ética que puede tener la libertad: como decía
Sartre, se realiza también al elegir lo inevitable, permitiéndonos dejar de
consumirnos en su negación y comprobar que así, de repente, podemos
apropiarnos de su afirmación. Luchar contra lo que puede cambiarse pue-
de ser una forma de rebeldía; pero la rebelión contra lo ineludible tiene
que consistir no en un estéril intento de cambiarlo, sino de resistirlo asu-
miéndolo, de amoldarnos como a un escenario en el que representar una
obra que sigue siendo la nuestra. «Entonces puede decidirse a aceptar la
vida en semejante universo y sacar de él sus fuerzas, su negación a esperar
54
y el testimonio obstinado de una vida sin consuelo» (Ibíd., 81). La afirma-
ción nos hace dueños de nuestro destino; en cambio, la negación nos lo
impondría como algo extraño, alienante. Sobre todo si la sostenemos re-
fugiándonos tras excusas y componendas, es decir, apoyándonos en la ma-
la fe.
Porque, por supuesto, el ser humano puede engañarse, puede inven-
tar sentidos o justificaciones espurios, pero al hacerlo se estará traicionan-
do, se estará estafando, distrayéndose con una fantasía que lo aparta de lo
único que realmente posee: la lucidez, la sensación de la propia y genuina
voluntad ejecutándose. «Se trata de obstinarse…, vivir sin apelación»,
apuesta Camus (Ibíd., 73-74). En esa afirmación obstinada se aprecian
claros ecos del eterno retorno de Nietzsche, y de aquel superhombre que
soñó, un ser absolutamente emancipado, dueño insobornable de sí mismo
sin abrigos trascendentes, habitante solitario, pero consciente y entusiasta,
de la vida tal como le ha sido dada. Sartre, en la misma línea, habla de
autenticidad, y resume en ella y en la responsabilidad el meollo de la tarea
ética humana. «Ambos pensadores [Nietzsche y Sartre] tienen que lidiar
con la pérdida de significado que acompaña a la desaparición de una cos-
movisión cristiana metafísica… Ambos afirman que aunque no hay un
significado intrínseco al mundo ni a la existencia del ser humano, el ser
humano aún puede infundir significado en su propia vida y en el mun-
do… [erigiendo] una ética que se apoye en la reconstrucción de los valores
humanos» (Daigle, 2009: 56-57). Unos valores que, tanto en Nietzsche
como en Sartre, no residen en aspiraciones abstractas o normas arbitrarias,
sino que giran en torno a la realización de aquello que es más propio de la
condición del hombre: la voluntad de poder (o, mejor, de potencialidad,
de ímpetu realizador) para aquel, la libertad consciente y consecuente en
el otro. Resulta significativo, como señala C. Daigle, el paralelismo entre
ambos principios rectores: «puede leerse como esencialmente lo mismo si
se observa de cerca la relación entre la voluntad de poder y la libertad»
(Ibíd., 68).
55
los demás, que nos configuran en función de su criterio, dedicándonos su
recuerdo o su olvido. «La muerte es un puro hecho, como el nacimiento;
nos viene desde afuera y nos transforma en afuera» (Sartre, 1993: 666).
Mi vida, entonces, por más que la sepa limitada por su finitud, no se
desenvuelve proyectada hacia esta, como pretendiera Heidegger; no se
remite más que a sí misma, a lo que me pertenece, que es mi libertad. Sigo
siendo, pues, rotundamente libre, sigo eligiendo por mí mismo el sentido
de mi vida, y puedo contemplar a la muerte como un suceso extraño a mí
y a todo lo mío. «Precisamente como ese “reverso” no es de-asumir como
mi posibilidad sino como la posibilidad de que no haya para mí más posi-
bilidades, la muerte no me lesiona… La muerte no es en modo alguno
obstáculo para mis proyectos; es solo un destino de estos proyectos en otra
parte» (Ibíd., 668).
¿Qué consecuencias éticas podemos sacar de esta manera de afrontar
la muerte? ¿Sirve de algo pensar que la muerte es un hecho exterior a la
vida, si vamos a morir igual? Tal vez no nos consuele mucho, desde la
perspectiva de que, como tan desgarradamente expresó Unamuno, lo que
nos aterra es dejar de ser, lo que anhelamos es seguir siendo a toda costa.
«Quiero vivir siempre, siempre, siempre, y vivir yo, este pobre yo que me
soy y me siento ser.»33 Sin embargo, a nuestro lamento Sartre podría repli-
car, dando una calada al Gitanes: No hay tal usted, tal como cree. Usted
no es más que una conciencia arrojada sin tregua a lo que no es. Puede
que a veces resulte divertido, pero no tiene nada de trascendente. Aparecer
o desaparecer no le concierne. Lo que le atañe es elegir qué hace con la
vida en la que habita ahora, en esta situación más allá de la cual no hay
nada. Mire a su alrededor: su muerte no está aquí, solo se mueren los de-
más. No, no hay lugar para ella: el mundo y usted surgieron juntos, y aca-
barán al mismo tiempo.34
El lector sin duda habrá captado los paralelismos entre la postura de
Sartre ante la muerte y la del budismo. Para Buda, el temor a la muerte
nos invade ante todo por nuestra identificación con un yo, y nuestro con-
siguiente apego a él. Pero ese yo no deja de ser un constructo imaginario,
un concepto en nuestras mentes que no posee ninguna consistencia real.
Salvando las distancias, nuestro filósofo también rechaza la presencia de
ese «pobre yo» al que se aferra Unamuno, esa esencia o alma que concebía
Platón y predica el cristianismo. Lo único que hay es una corriente de
33
Unamuno, M. (1983) El sentimiento trágico de la vida. Barcelona: Bruguera. Pág. 50
34
Se han tomado algunas palabras literales del autor, pero el redactado es exclusivamente nuestro.
56
conciencia, que no contiene nada en sí misma y se realiza en un perma-
nente arrojo sobre el mundo. Otra idea de claras resonancias budistas.
Tampoco pasará desapercibida la afinidad con aquella luminosa divi-
sa de Epicuro, que reconfortaba a sus amigos escribiéndoles: «Mientras
nosotros somos, la muerte no está presente, y, cuando la muerte se presen-
ta, entonces no existimos… El recto conocimiento de que nada es para
nosotros la muerte hace dichosa la condición mortal de nuestra vida, no
porque le añada una duración ilimitada, sino porque elimina el ansia de
inmortalidad»35
Es probable que el temor y el rechazo a la muerte no tenga cura, por-
que, como decía Spinoza, el ser siempre quiere medrar… por lo que es
natural, nos atrevemos a añadir, que no le haga ninguna gracia dejar de
ser. Pero tal vez pensar en una escisión radical entre la vida y la muerte,
unida a una buena dosis de coraje, nos ayude a reafirmarnos en nuestra
condición de seres-para-la-vida.
57
en consecuencia, más que una oposición, hay que concebir entre ellos una
dialéctica irresoluble, en el sentido de que nunca podremos considerar que
se asiente en uno de los polos.
La negación de un Bien o un Mal absolutos, ¿nos llevará necesaria-
mente al relativismo, a una renuncia a la moral? Sartre lo niega. Para em-
pezar, hay una certeza que por sí misma fundamentaría la pertinencia de
una moral y un actuar comprometido en el mundo: el ser humano sufre.
«En ciertos momentos de frialdad, Sartre analiza despiadadamente al in-
dividuo y aprehende el carácter precioso de éste solo en la oscuridad emo-
cional de un sufrimiento desesperanzado» (Murdoch, 1956: 117). Pero la
libertad, por sí misma, conlleva su propia moral: la de la responsabilidad,
la de responder asumiendo las consecuencias de mis elecciones, y atenerme
a mi propio criterio a la hora de determinar si son buenas o malas. Yo soy
el juez y el procesado, yo tengo que decidir el valor de lo que hago y si
continúo haciéndolo o invento un nuevo modo de actuar. Ni me lo van a
indicar ni me van a proporcionar una coartada. «De nada vale escudarse
en las determinaciones del Inconsciente, de la Sociedad o de la Infancia
(mucho menos, podemos agregar ahora, en las predicciones de un pleno
Bien futuro, o de un Mal sin fisuras): ellas sin duda explican, pero no nece-
sariamente justifican, el haberse transformado en un canalla, en un medio-
cre, en un cobarde, en un reaccionario, en un fascista, en un traidor, en un
opresor de cualquier especie» (Ibíd., 152).
Libertad y responsabilidad
58
Por lo que respecta a las condiciones objetivas que limitan y coartan
la libertad, ya vimos que constituyen, en el fondo, su otra cara, la inevita-
ble resistencia del mundo a través del cual se abre paso nuestro ser al rea-
lizarse. Ese es el sufrimiento que conlleva la capacidad de desear y elegir
conscientemente: de una parte, la ansiedad que despierta vivir en un per-
manente estado de carencia e incompletitud; de otra, la frustración repeti-
da a causa de todo lo que nos dificulta o nos impide alcanzar nuestras me-
tas: unas necesidades que nos vuelven vulnerables, un cuerpo que cede y
enferma, unas determinadas aptitudes, una vida entre los otros regida por
normas y mecanismos de poder… En nuestra propia mente hay mucho de
impuesto, hasta el punto que podría decirse que no sabemos quiénes so-
mos.
No tenemos más remedio que contar con todos esos condicionantes
como parte de lo que implica vivir, y de hecho eso es algo que aprende-
mos desde muy pronto y con lo que, mal que bien, estamos acostumbra-
dos a convivir. Tal vez un problema más acuciante que el de los límites de
nuestra libertad —y en última instancia irresoluble— sea el de no saber
dónde acaban unos y empieza la otra. Conocemos y asumimos que nues-
tra libertad está cercenada por múltiples condicionantes, pero no tenemos
un criterio preciso de hasta dónde llega la influencia de estos, dado que
muchas veces no resulta clara ni aparente. Esta ambigüedad, que cuando
nos conviene aprovechamos para justificarnos, introduce un importante
añadido de complejidad a la ética de la libertad, y en definitiva queda en
manos de la honestidad de cada cual consigo mismo.
59
la responsabilidad pierde todo sesgo moralista en cuanto nos desprende-
mos de los valores trascendentes, del Dios que impone y que vigila y que
deja al «libre albedrío» del hombre salvarse en el sometimiento o perderse
en la rebeldía. Ni siquiera hay, como quería Kant, valores universales que
se sustenten por sí mismos. «Todo valor que fundara sobre su propio ser
su naturaleza ideal dejaría por eso mismo de ser valor y realizaría la hete-
ronomía de mi voluntad. El valor toma su ser de su exigencia, y no su exi-
gencia de su ser» (Sartre, 1993: 82). Cuando deja de haber reglas prede-
terminadas, el hombre se queda solo frente a sus elecciones; es libre, y en
esa libertad hay un gozo, pero como contrapartida le plantea otro males-
tar, quizá más punzante que el que le provocaba el ojo de Dios: ahora tie-
ne que rendir cuentas ante sí mismo. De ahí que Sartre exonere explícita-
mente la mala fe de carga moral: «No tengo que juzgarlo moralmente, pe-
ro defino su mala fe como un error… La libertad a través de cada circuns-
tancia concreta no puede tener otro fin que quererse a sí misma» (Sartre,
1998: 93).
60
sabilidad no tiene ningún sustrato metafísico ni se corresponde exacta-
mente con las normas de convivencia, que son al cabo convenciones arbi-
trarias. La responsabilidad ante los demás es una consecuencia de la con-
dición social del hombre, del hecho de que es, necesariamente, entre otros.
Sus elecciones personales, por consiguiente, no repercuten únicamente en
él, sino que afectan a muchos de manera directa; y, de manera indirecta,
afectan a toda la humanidad, ya que en cada uno de mis pasos avanza la
humanidad entera. Así, mi libertad, de pronto, cobra una dimensión que
va mucho más allá de mí, una candente responsabilidad que no esperaba.
«El hombre se encuentra en una situación organizada, donde está él mis-
mo comprometido, compromete con su elección a la humanidad entera, y
no puede evitar elegir» (Sartre, 1984: 89).
La libertad, pues, no es un mero ejercicio arbitrario del antojo, sino
una tarea ardua en la que el sujeto se ve conminado a optar por lo mejor,
y, por más condicionantes y convenciones que tiren de él, en último
término está solo para hacerlo. He aquí el nítido sentido ético de la res-
ponsabilidad, y la similitud de la elección moral con la «construcción de
una obra de arte» (Ibíd., 89).
La irrenunciable responsabilidad de nuestras decisiones conlleva una
carga, una tensión que no tenemos más remedio que sobrellevar. En ella
consiste nuestra tarea humana, que nos plantea desafíos como la atención,
la ponderación, la prudencia y el coraje. Sin embargo, también implica un
alivio: nos corresponde aquello que está en nuestras manos, o aquello en
lo que podemos influir de algún modo, pero no más; lo que escapa a nues-
tro control, lo que no emana de nuestra libertad, hay que conocerlo y pro-
curar manejarlo, pero no hay por qué padecerlo como preocupación. «A
partir del momento en que las posibilidades que considero no están rigu-
rosamente comprometidas por mi acción, debo desinteresarme, porque
ningún Dios, ningún designio puede adaptar el mundo y sus posibles a mi
voluntad.» (Sartre, 1984: 76). Este repliegue a la jurisdicción de lo propio
puede inspirar una serenidad que ya supieron ver los estoicos muchos si-
glos antes, como leemos en Epicteto: «No dependen de nosotros el cuerpo,
la riqueza, honras, puestos de mando, y en una palabra cuanto no son
nuestras propias acciones… Si solo lo tuyo juzgas que es tuyo y lo ajeno,
como realmente es, ajeno, nadie te coaccionará nunca… pues no te de-
jarás persuadir de que haya algo perjudicial»36.
36
Epicteto (2004). Enquiridión. Rubí (Barcelona): Anthropos. Págs. 3-5.
61
Mala fe y autenticidad
Hay que enfatizar que la mala fe es también una elección. Optar por en-
gañarse a uno mismo es otra de las opciones de la libertad, emana de una
decisión libre y por consiguiente implica una responsabilidad. «La mala fe
es un proyecto de la libertad en el que esta busca suprimirse y negarse a sí
misma», concluye Gary Cox (2011: 80). Todos lo hemos hecho alguna
vez, cuando la expectativa de una responsabilidad demasiado grande nos
parecía inabordable. Asumir la responsabilidad de nuestras torpezas y
nuestras mezquindades no es fácil: afecta a nuestra imagen ante los demás
y, sobre todo, a nuestra preciada estima de nosotros mismos. La autenti-
cidad está llena de riesgos y tensiones.
«El miedo, como la mentira, es una tentación de la facilidad», arguye
V. Jankélévitch37. Las mentiras con que nos escabullimos de la autentici-
dad no son como para sentirnos orgullosos, pero merecen comprensión y
a veces son aliadas de la prudencia: la verdad se nos puede hacer dema-
siado ardua, y su precio demasiado costoso. A menudo nos vemos tenta-
dos de culpar a los padres, a la gente al gobierno o a una supuesta natura-
leza humana. Aunque en el fondo sepamos que no es cierto, una impostu-
ra solo necesita tiempo para que parezca verdad. Al fin y al cabo, la su-
pervivencia siempre está por encima de la autenticidad.
La ética es un coraje que quiere poner lo correcto por encima de lo
ventajoso. Se trata, por lo tanto, de una opción que requiere esfuerzo.
Exigirle autenticidad a una persona y que desista de la mala fe es como
exigir que un acusado diga la verdad. La verdad puede aparecer como al-
go secundario frente al interés: para el reo, lo urgente es salvarse de la pe-
na. Es probable que el que se engañe a sí mismo también esté intentando
salvarse de algo. Decida cada cual, pero sin descuidar la cautela: mentirse
tiene su propio precio; no deja de ser una traición a uno mismo, una
trampa que nos ponemos y en la que nos hacemos caer. Mal derrotero pa-
ra una vida buena sustentarla en falsedades.
Como vimos, la mala fe busca exonerarnos de lo que hemos hecho,
pero también de lo que no hemos hecho. Apela no a lo que sucedió, sino a
lo que pudo o no pudo ser, es decir, a una mera fantasía que no hace más
que alejarnos de la realidad. Se engaña igual Segismundo si se disculpa
diciendo: Si no hubiera sido porque me pasé la vida encerrado, no habría
tenido el carácter colérico que me impulsó a tirar al criado por la ventana
37
Citado por José Antonio Marina en Anatomía del miedo, op. cit., pág. 193.
62
y a intentar forzar a Rosaura; como si se lamentara añorando: ¡Qué pros-
peridad habría ganado para mi reino si me hubiesen permitido gobernarlo
antes! En ambos casos, Segismundo está refugiándose en quimeras, evi-
tando hacerse cargo de su realidad tal como es y la ha hecho ser. Y de este
modo no consigue más que ausentarse de esa realidad, impedirse a sí
mismo actuar eficazmente en ella. El gran problema de la mala fe es ese:
que nos somete a su teatro, impidiéndonos ejercer con eficacia nuestra li-
bertad. «Solo cuenta la realidad; los sueños, las esperas, las esperanzas,
permiten solamente definir a un hombre como sueño desilusionado, como
esperanzas abortadas, como esperas inútiles». (Sartre, 1998: 80).
63
tad para actuar como un autómata, un objeto. Se cosifica. Su carencia de
autenticidad, según Sartre, podría calificarse de mala fe. Obviamente, este
análisis, por sagaz que se nos aparezca, resulta discutible. El camarero in-
terpreta un papel porque está trabajando, y su objetivo es cumplir su traba-
jo del modo más eficaz posible. No escapa de su libertad, la formaliza. La
naturaleza misma del hecho social conlleva siempre algún tipo de rol, un
guion establecido socialmente al cual el sujeto tiene que ceñirse para un
correcto desempeño que él mismo es el primero en pretender, puesto que
está alineado con sus intereses. La sociología y la psicología social han
estudiado con detalle este complejo acervo de roles, guiones, escenarios y
desempeños38, una dinámica para la que los juicios de falsedad y mala fe
no resultan apropiados.
Vemos, pues, que no siempre es tan fácil distinguir la autenticidad de
la mala fe. Eso no impide que el concepto de mala fe pueda resultar útil
para infinidad de situaciones en las que la persona traiciona su libertad.
Tal vez el término abuse de una cierta connotación moral —incluso mora-
lista—, pero eso no le resta validez a su denuncia de tantas ocasiones en
que disfrazamos nuestra responsabilidad con excusas y remiendos, disi-
mulando tras un equívoco velo nuestra libertad en lugar de atenernos a
ella. Desactivamos la protesta justa del otro diluyéndola tras una graniza-
da de invectivas y reproches. Hacemos oídos sordos a una petición cam-
biando de tema o poniendo una excusa. Mantenemos a salvo nuestra au-
toestima echando la culpa de torpezas o iniquidades a una infancia infeliz,
una sociedad injusta o la presión de los instintos. Como cantaba Jeanette
hace muchos años: «Yo soy rebelde porque el mundo me ha hecho así»39.
Podemos ser aún más rebuscados. Sometemos al otro a nuestra
crueldad o nuestro arbitrio escudándonos en una supuesta franqueza: «Yo
siempre digo lo que pienso». Incumplimos nuestros deberes asegurando,
mientras nos encogemos de hombros, que nuestra intención era buena,
pero nos ha podido el desánimo o el cansancio. Nos desentendemos de las
consecuencias de lo que elegimos reformulándolas bajo la facticidad de lo
que supuestamente somos. El colmo de la sofisticación de la mala fe en
estas estrategias es llegar a creerlas, convencernos de su autenticidad,
asumiéndolas a través del autoengaño.
38
Remitimos de nuevo al clásico estudio de Erving Goffman, citado más arriba.
39
Los lectores mayores de 50 la recordarán. La produjo Hispavox en disco sencillo, en 1971.
64
El problema del inconsciente
65
quien creen que les amenaza o de molestar a los que les rodean. ¿Y qué
decir de una herencia genética que predispone a la agresividad, o de la in-
fluencia de un entorno mísero en actitudes violentas? La lista sería inter-
minable.
Así pues, la mera disposición del inconsciente pone en cuestión la li-
bertad del para-sí, lo que dificulta la evaluación de la propia responsabili-
dad. Cuando una persona deprimida afirma que no puede dejar de estar
deprimida aunque es lo que desearía, y que se comporta de determinadas
maneras aunque preferiría comportarse de otras, nos está poniendo contra
las cuerdas la consideración de su responsabilidad y su libertad. ¿Se le
puede hacer responsable de ese elemento que contamina su elección, ese
veneno que se infiltra en él y acaba convirtiéndose en él? Segismundo
puede elegir comer o suicidarse, pero, ¿es la voluntad la que elige, o es su
desesperación convertida en voluntad? ¿Hasta qué punto Segismundo es
Segismundo?
La conciencia, después de todo, quizá no esté completamente vacía,
quizá también tenga sus propias cadenas. Si hay una parte en mí que no
controlo hay una parte en mí en la que no soy libre. A este problema se le
podría replicar, con buen criterio, que los impulsos del inconsciente, como
los instintos y cualquier condicionamiento, no son un territorio de liber-
tad, sino de facticidad, y por tanto ya se sabe que están al margen del al-
bedrío del individuo y de su consecuente responsabilidad. Son un muro
más, una cadena más, una parcela más del mundo y el ser-en-sí, que esca-
pa del dominio de la voluntad y en consecuencia no atañe a la tarea de la
libertad. Sin embargo, esto nos lleva de regreso al problema: dónde acaba
lo fáctico y empieza lo libre, dónde trazar la frontera entre lo que el indi-
viduo elige y lo que le viene impuesto. Es imposible distinguir de modo
terminante lo consciente de lo inconsciente.
66
si no el único. Sin embargo, por su propia naturaleza, nos plantea un im-
pedimento insalvable: nunca sabremos a ciencia cierta si hemos conquis-
tado la lucidez o cuánto nos queda por lograr. No todo en nuestras man-
ías, miedos y arrebatos obedece a una entrega o una cesión; no todo es
mala fe: a veces es la facticidad de nosotros mismos, el ser-en-sí que nos
persigue desde el organismo y la historia.
La razón y el análisis tienen que tomar el timón; pero no bastan. Ne-
cesitamos como aliados a la intuición y el símbolo, la emoción y el cuer-
po, esos elementos que forman parte de nuestra dimensión irracional. En
esto tenían razón Pascal, Kierkegaard, Schopenhauer y Nietzsche. Y ahí
es donde el riguroso mecanismo de Sartre quizá peca de tosco o incluso
idealista.
40
En el prólogo a El existencialismo es un humanismo (1984), pág. 25, ver bibliografía.
67
en asumir las cosas como son, por perturbadoras y dolorosas que nos re-
sulten.
Podemos contrarrestar la inevitabilidad de la carencia y sobreponer-
nos a la amarga rueda del deseo mirándolas de cara y haciéndonos fuertes
en esa realidad. Probablemente, tanto Nietzsche como Sartre rubricarían
la antigua sentencia del Mahabharata: «Solo es feliz el que ha perdido to-
da esperanza, pues la esperanza es la mayor tortura y la desesperación la
mayor felicidad»41. Y convendrían, con André Comte-Sponville, en que
siempre hay una complacencia posible para el que «ha dejado de desear
otra cosa que no sea lo que sabe, lo que puede, o aquello con lo que goza.
Ya no desea nada más que lo real, de lo que forma parte, y ese deseo,
siempre satisfecho —puesto que lo real, por definición, no falta nunca: lo
real nunca escasea—, es una alegría plena.»42
68
cumbir a la cosificación; o bien puedo reafirmar mi libertad frente a la del
otro, convirtiéndome deliberadamente en cosificador del otro, en cierto
modo como veíamos en la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo. Sar-
tre concluye que ambos intentos no solo están abocados al fracaso —
ninguna de las dos personas puede evitar seguir siendo libre, ninguna de
las dos puede evitar objetivar y ser objetivada—, sino que uno conduce al
otro en un círculo vicioso sin fin.
Así, en el amor, que sería un ejemplo de la primera vía (reconocer la
libertad ajena, poniendo riendas a la propia), el amante intenta entregar su
libertad al amado, le abre las puertas para que el ser del amado inunde el
ser del amante, como se abren las murallas de una fortaleza a un ejército
extranjero confiando en que esa fuerza respetará y honrará a su guarni-
ción. Sin embargo, del mismo modo que el ejército ocupante tiene sus
propios planes que tarde o temprano aflorarán, la mirada del amado —esa
mirada en la que «me miro como en un espejo»— no me devolverá a mí
mismo, seguirá siendo la otredad que se impone a mi libertad; quizá esa
otredad, incluso, ni siquiera me ame, o en cualquier caso siempre podrá
dejar de amarme, por lo que siempre será o podrá ser invasora, siempre
será potencialmente cosificadora; siempre contendrá, potencialmente, a
un enemigo.
Pero el amante, por su parte, tampoco está exento de contradiccio-
nes. Para empezar, su entrega no es inocente: espera ser amado, proyecta
su deseo hacia el deseo del otro, forzando su libertad. Querer ser amado
tiene de por sí algo de abuso o coacción hacia el otro, puesto que pretende
«infectar al Otro con nuestra propia facticidad, es querer constreñirlo a re-
creamos perpetuamente como la condición de una libertad que se somete
y se compromete» (Sartre, 1993: 460). ¿Cómo no va a oponer el otro resis-
tencia ante ese asedio a su libertad? Es así como el amor —como todo en-
cuentro— consiste indefectiblemente en un combate, donde los armisticios
son siempre inestables y provisionales, y fácilmente se desemboca en el
odio. Mi entrega estaba desde el principio condenada al fracaso porque ni
yo puedo dejar de ser yo —una conciencia libre— ni el otro puede dejar
de ser otro.
El masoquismo plantea, para Sartre, una contradicción similar. El ma-
soquista pretende renunciar a su propia subjetividad perdiéndose en la del
otro. Sin embargo, en realidad hace lo contrario: manipula al otro, obje-
tivándolo para su propia satisfacción. El masoquista usa su actitud sumisa
como arma arrojadiza para apoderarse de la voluntad de su maltratador,
instrumentaliza su libertad (lo cosifica) en la dirección que a él le apetece.
69
A través de una supuesta renuncia a sí mismo, lo que está haciendo es in-
tentar apropiarse de la libertad del otro, aunque en definitiva fracase.
70
el odio al otro no logro desembarazarme del otro. Su muerte… tan solo
hace fijar lo que yo he sido para él» (Arias, 1994: 145); «la muerte del otro
me constituye como objeto irremediable, exactamente lo mismo que mi
propia muerte» (Sartre, 1993: 511). En definitiva, suprimir a alguien con-
creto solo confirma el hecho de que no puedo dejar de ser-para-otro, y lo
seguiré siendo mientras quede alguien más en el mundo; pero incluso
aunque consiguiera acabar con toda la humanidad, el mismo acto de ani-
quilar se estaría ejecutando dentro del marco del ser-para-otro, me habría
convertido para siempre en exterminador, y el fantasma de los muertos
me perseguiría para recordarme que jamás podré librarme de ellos.
71
Con sus hartazgos y amarguras, con toda la imperfección y la incer-
tidumbre que se quiera, los seres humanos se las arreglan para disfrutar
complicidades, habilitar colaboraciones y construir comunidades; es decir,
para compartir proyectos y llevarlos a cabo con una razonable satisfac-
ción. La empatía, la tolerancia, la reciprocidad, incluso el altruismo, pare-
cen posibles en un grado suficiente para que los otros, sin llegar a ser el
cielo, nos reporten algo más que un infierno en esa existencia que nos ve-
mos obligados a entrelazar con ellos «a puerta cerrada». Como argumenta
W. Becerra, «si hay miradas que matan, también las hay que enamoran,
que cautivan, que acercan y posibilitan la puesta en común de dos seres
iguales, de para-síes que se relacionan positivamente» (2006: 116).
Una actitud que se perfila esencial en la aproximación constructiva es
la empatía, entendida en los dos sentidos recogidos en el diccionario de la
RAE, esto es, como «capacidad de identificarse con alguien y compartir
sus sentimientos» y, sobre todo, como «sentimiento de identificación con
algo o alguien»43. La empatía es la verdadera salida del solipsismo y el ins-
trumento que permite, con todas las contradicciones y todos los conflictos
que se quiera, la construcción de un nosotros eficaz. Habilita a la persona
para ver en el otro un igual, y proyectar en él los rasgos que se atribuye a
sí mismo: deseo, angustia, satisfacción, miedo…; es decir, la condición de
para-sí y no de mero objeto. Si al inmiscuirme en la mirada del otro puedo
objetivarme y captar una imagen de mí mismo, puedo también concebirlo
y tratarlo como conciencia simétrica a la mía, puedo conocerlo y cono-
cerme en el cruce de nuestras miradas, y construir desde ahí esa red de
intercambios que constituye la intersubjetividad.
Otra herramienta de la sociabilidad humana, esta más racional y de-
liberada, es el compromiso, entendido como afirmación, como implicación
y como fidelidad, como una voluntad de entendimiento que se esfuerza
por prevalecer sobre el cambiante tropel de los afectos. La libertad, así, se
compromete no para limitarse, sino para completarse. ¿Le resta ello auten-
ticidad? No tiene por qué, si no se engaña a sí misma al obligarse en lo
que considera adecuado. «La autenticidad implica negarse a vivir según
las expectativas de otros… [aunque] adecuarse a las expectativas de otros
es precisamente la respuesta comprometida que ciertas situaciones requie-
ren.» (Cox, 2011: 132)
¿Y qué pasa cuando se engaña a los demás? Sartre parecía más pre-
ocupado por el autoengaño que por la mentira dirigida a los otros, que a
43
Consultado en https://dle.rae.es/empat%C3%ADa, septiembre de 2023.
72
veces puede cumplir una función utilitaria en la brega social. Partiendo de
una negación de valores a priori, dado que estos son fruto de la libertad de
cada conciencia, no es probable que incurriera en una condena terminante
de la falsedad, al estilo de Kant. No obstante, si cuando uno decide lo
hace en nombre de todos, cada decisión implica una responsabilidad con
respecto a las consecuencias de nuestros actos: no solo soy responsable
ante mí mismo, sino también ante los demás. Puede haber mentiras bon-
dadosas o abusivas, del mismo modo que la sinceridad se puede usar co-
mo excusa para comportamientos crueles o despóticos. El compromiso
tiene que implicar algún tipo de autenticidad con respecto a los otros. En
cualquier caso, tome uno la decisión que tome, lo que no admite duda es
que el responsable soy yo.
73
Artífices del propio destino
74
valor no es otra cosa que este sentido que ustedes eligen» (Sartre, 1984:
97). No obstante —y este criterio sí que diferencia el concepto ético de los
dos pensadores—, la persona vive siempre entre otras personas, y por eso
debe tener presente que las consecuencias de sus elecciones tendrán reper-
cusión en los otros. En otras palabras: «con cada elección que hacemos no
solo nos creamos a nosotros mismos, sino que implicamos toda una moral
(Strathern, 2014: 49).
Hay verdades existenciales que condicionan la vida entera, como «el
carácter elusivo de la satisfacción, la contingencia de la existencia, la in-
manencia de la muerte, etc.» (Cox, 130). Pero, por otra parte, cada situa-
ción interpela de un modo distinto al individuo, le plantea nuevas y es-
pecíficas disyuntivas a las que se ve urgido a responder con criterio, inteli-
gencia y honestidad, rechazando esa «ignorancia deliberada», esa «tenta-
ción de la facilidad» que es la mala fe. Cada situación conlleva su propio
desafío de autenticidad. «Ser auténtico es realizar plenamente nuestro ser
en situación…, con una profunda conciencia de que, a través de la reali-
zación auténtica del ser en situación, llevamos a la existencia plena la si-
tuación, por un lado, y la realidad humana, por otro. Esto presupone un
estudio paciente de lo que la situación exige, y luego una forma de sumer-
girnos en ella y determinar cómo es nuestro ser para esa situación». (Sartre
en Cox, 118)
75
mi propia imperfección. Prefiero hacer de la libertad una ocasión para la
alegría de vivir, no para nuevas tiranías. La libertad tiene que ser emanci-
pación, y en esto la filosofía sartriana cuenta con buenos ascendentes. Ya
hemos mencionado a Epicuro, a quien conviene no perder nunca de vista.
Los estoicos, como el budismo, se propusieron usarla para desembarazar-
se íntimamente de todo y fortalecer el propio ánimo, con una actitud dis-
puesta a aguantar en la tormenta y solazarse en el hogar; algo similar pro-
pondría Schopenhauer en sus momentos menos sombríos. Montaigne, en
la misma línea, la usó como una plataforma para el sereno, luminoso buen
vivir. Todos ellos, más algunos otros, fueron hombres emancipados, des-
entendidos del yugo de los dioses, que se hicieron fuertes en su libertad,
asumieron su responsabilidad y vertieron su pensamiento por las laderas
soleadas de la vida.
44
Nietzsche, F. (1982). Así habló Zaratustra. Barcelona: Orbis. Pág. 183
45
Nietzsche, F. La Gaya Ciencia. Recuperado de
https://www.guao.org/sites/default/files/biblioteca/La%20gaya%20ciencia%20.pdf. Epígrafe 341: «La
carga más pesada».
76
Este amor fati no debe entenderse, por supuesto, como un fatalismo:
eso iría en contra de la idea de una libertad radical que elige a cada instan-
te. Aunque cada elección abre el camino en que tendrá lugar la elección
siguiente, la persona puede cambiar de dirección y optar por algo nuevo e
inusitado. Nada está escrito, todo está por escribir para el hombre libre,
que deja atrás la facticidad del pasado y vive volcado en el futuro. El amor
fati, por lo tanto, no constriñe la libertad, sino que la apuntala: es la afir-
mación del pasado tal como sucedió, sin perder tiempo en lamentarlo, de-
dicando toda la atención y la intención a un porvenir que permanece
abierto.
Compromiso
Uno de los aspectos más polémicos, y quizá peor resueltos, del existencia-
lismo sartriano desde su formulación ha sido la cuestión del compromiso
social. Al tratarse ante todo de una reflexión sobre la libertad individual,
de la libertad solitaria del individuo frente al mundo, se le ha reprochado
una cierta veleidad de quietismo y de conformismo, su escasa utilidad
77
como herramienta para la emancipación de clases. En la época de Sartre,
este era un tema candente en los círculos intelectuales, implicados en ge-
neral con el marxismo. El propio filósofo, cada vez más inmiscuido en la
praxis marxista, a lo largo de su madurez hizo un gran esfuerzo por con-
jugar sus teorías con su acción política, fruto del cual fue, entre otras, su
obra Crítica de la razón dialéctica, monumental aunque de escasa repercu-
sión.
El Sartre maduro, comprometido con el marxismo, era consciente de
que su postulado de libertad individual chocaba con la visión determinista
del materialismo dialéctico. Este enfatizaba que «todas las estructuras y
organizaciones de la sociedad y el comportamiento y pensamiento de los
seres humanos están determinados por eventos previos. Desde este punto
de vista, la libertad de elección es una ilusión y nosotros simplemente so-
mos vehículos a través de los cuales las fuerzas de la historia se realizan»
(Stumpf y Fieser, 2003: 468). Ante tal contradicción, nuestro pensador
optó por rebajar la radicalidad de sus propuestas iniciales, admitiendo que
la libertad humana sufre un mayor condicionamiento de lo que en princi-
pio había considerado, en particular a través del contexto histórico y so-
cial. Sin embargo, siguió defendiendo, frente a las frías y mecánicas tesis
marxistas, la existencia de personas «reales», sujetos involucrados en una
libertad inalienable, más allá del mero materialismo. El esfuerzo por con-
ciliar ambas posturas quedó resumido en la conocida —aunque ambi-
gua— fórmula de que «te conviertes en lo que eres en el contexto de lo que
otros han hecho de ti» (citado así en Ibíd., 2003: 468).
78
ción social hacia la libertad adquiere, así, un carácter «humanizador», una
dimensión moral, en el marco de una praxis inmersa en los movimientos
contestatarios. «La liberación de la libertad humana de la opresión es la
única oportunidad, el único porvenir del hombre. Pero este porvenir no
está inscrito en las cosas, porque la realidad humana no es una cosa» (Sar-
tre citado por Arias, 1994: 204).
Sabemos que no siempre había pensado así. Antes de la guerra mun-
dial, el filósofo y su compañera Simone de Beauvoir vivían enfrascados en
sus disquisiciones intelectuales dentro de una torre de marfil individualista
y bohemia. Sin embargo, la guerra mundial plantó de repente el mundo
sobre la mesa en la que se diseccionaba el ser. En 1940, Beauvoir escribe:
«Sartre pensaba mucho en la posguerra; estaba muy decidido a no seguir
apartado de la vida política. Su nueva moral, basada sobre la noción de
autenticidad y que él se esforzaba por poner en práctica, exigía que el
hombre “asumiera” su “situación”; y la única manera de hacerlo era tras-
cenderla comprometiéndose en una acción: cualquier otra actitud era una
huída, una pretensión vacía, una mascarada fundada sobre la mala fe» (ci-
tado en Galster, 2009: 34). De vuelta del cautiverio, Sartre fundará el gru-
po clandestino «Socialismo y libertad», y se aproxima al Partido Comunis-
ta en la Resistencia frente a la invasión nazi y el régimen de Vichy. Inicia
así una implicación política que, con sus luces y sus sombras, mantendrá
el resto de su vida.
Al hilo de la evolución afín de ambos pensadores, el compromiso se
constata como la actitud consecuente, dado que «estoy obligado a querer,
al mismo tiempo que mi libertad, la libertad de los otros» (Sartre, 1984:
94). Sin embargo, el compromiso sigue siendo una opción individual, aje-
na a cualquier coacción o expectativa: no puedo contar con la dirección
que elija tomar cada libertad. Es posible (y de hecho, así suele suceder)
que mis objetivos no lleguen a realizarse, al menos como pretendía; no me
cabe reclamar ninguna garantía, ni siquiera del compromiso de los demás.
¿Vale la pena, entonces, comprometerse? Por supuesto: aunque no tenga
opción a esperar nada, sí puedo ser consecuente con mis propias decisio-
nes, y con aquello que considero justo, partiendo de que «no es necesario
tener esperanzas para obrar» (Ibíd., 78).
79
vimientos revolucionarios en América Latina, criticó el colonialismo
francés durante la guerra de independencia de Argelia (por lo cual fue ob-
jetivo de dos atentados con bomba), rechazó el Premio Nobel por «bur-
gués»… Pero hay que reconocer que no construyó una teoría que sirviera
como instrumento para la liberación. Se cuenta que sus arengas apenas
impresionaban a nadie.
En el fondo, tal vez haya que admitir que el existencialismo no sea
un marco apropiado para el activismo político. No es que no tenga o pue-
da tener implicaciones políticas, es que su objetivo no es ese. El existencia-
lismo se ciñe a una reflexión sobre la existencia; la política se bate en la
arena del intercambio. Del mismo modo que el existencialismo no serviría
para explicar los entresijos de la economía, puede que tampoco ilumine
los de la política. El compromiso social, por carga ética que contenga, es
solo una más entre las elecciones posibles que puede hacer el hombre en
su interacción con los otros. Cuando se adentra en él, haciendo uso de su
libertad individual, se enfrenta a otro ámbito en el que acción, libertad y
compromiso adquieren nuevos significados y afrontan nuevos contextos.
¿Significa esto que la vida humana se mueve a través de módulos y
ámbitos relativamente autónomos, compartimentados? Desde un punto de
vista pragmático, tal vez sí. Pero eso no afectaría a la libertad ni a la res-
ponsabilidad radicales de cada ser humano, sino a las características de su
acción, y del mundo —material, histórico, dialéctico— en el que esa ac-
ción tiene lugar. En cualquier caso, hay que dejar constancia de la volun-
tad de Sartre de poner la filosofía al servicio de la emancipación —llegó a
afirmar que el modo coherente de vivir según el existencialismo era la im-
plicación en la praxis revolucionaria, concretamente marxista— y recono-
cer que él mismo, a su manera, cumplió ese compromiso a lo largo de sus
últimas décadas.
Invente
80
rior que le ayudara a decidir? Nuestro teórico no tuvo que pensárselo mu-
cho: «Ninguna moral general puede indicar lo que hay que hacer; no hay
signos en el mundo». Así pues, concluye: «al venirme a ver, sabía la res-
puesta que yo le daría y no tenía más que una respuesta que dar: usted es
libre, elija, es decir invente». (1984: 74; la cursiva es nuestra).
A primera vista, la réplica del filósofo, por coherente y sincera que
resulte, choca abruptamente. Seguro que a muchos nos indigna. Es una
respuesta de la gélida razón, en una circunstancia desesperada donde es-
peraríamos la calidez del sentimiento: un gesto de compasión, una expre-
sión de consuelo, una muestra de afecto. Imaginamos al joven, atormen-
tado después de noches en blanco, descarnadamente solo, abandonado en
la cuneta de su libertad, sin una mano que lo acompañe, dirigiéndose des-
esperadamente al maestro. Nos falta el abrazo solidario, el consejo recon-
fortante. «Yo hubiera tratado de averiguar de qué era capaz, su edad, sus
posibilidades financieras, y de examinar sus relaciones con la madre» re-
procha al filósofo el sociólogo Pierre Naville en su intervención al final de
la conferencia El existencialismo es un humanismo. (1984: 125).
Sin embargo, en la pétrea réplica del maestro alienta una humanidad
que quizá no distinguimos porque es incluso más profunda, más empática
que la de los afectos. Sartre, y también el joven, saben perfectamente que
en última instancia, detrás de todas las posibles palabras consoladoras, el
muchacho está solo frente a su decisión. Cualquier orientación que el
mentor le hubiese propuesto no habría hecho más que reafirmar la soledad
de ese último instante en el que él habría tenido que optar. Es él, al final,
el que habrá de decidir, ateniéndose a las consecuencias de su elección.
Sartre prefiere ofrecerle un aliento distinto: el abrazo de la verdad, por
cruda que resulte; el camino directo a la tarea de la que, para bien o para
mal, nadie podrá eximirle; el empujón hacia su soledad irremediable. Se le
podrá reprochar la falta de ternura, el desdén frente a las lágrimas; pero el
filósofo, como un padre ante los miedos de su hijo, prefiere apelar al cora-
je. ¿No puede considerarse también un acto de amor? «Si viene a pedir
consejo, es que ya ha elegido la respuesta —replica Sartre a Naville—…
Por otra parte, sabía lo que iba a hacer, y eso es lo que hizo». (Ibíd., 126).
81
En eso estamos todos: solos y perplejos, inventando. Mientras lo ve-
mos alejarse, por un instante, nos parece que su silueta cobra proporciones
de gigante. Hay que imaginarlo dichoso.
82
Conclusiones
Sartre en su contexto
46
Christine Daigle identifica en la obra de Sartre una «ética basada en una ontología» (ver Daigle, 2009).
83
serl y la ontología existencialista de Heidegger. La primera le proporciona
el método y el paradigma de la conciencia, la segunda los temas clave y la
estructura de análisis. Ya ha quedado suficientemente claro el postulado
que guía todo el edificio teórico del parisino: la soledad del hombre con-
lleva su libertad radical, a la que debe atenerse con todas las consecuen-
cias, empezando por la responsabilidad sobre su vida, por precaria, efíme-
ra y conflictiva que esta resulte. Tal enfoque del ser humano representa la
culminación y a la vez el resquebrajamiento del sujeto moderno que había
consagrado con optimismo el cogito cartesiano, al que confiere una mayor
complejidad en sus luces y sus sombras, aunque la tarea de demolición
será completada ulteriormente por Foucault y los posmodernos.
Antes de que eso suceda y todos los grandes relatos se disuelvan en la
tolvanera de la deconstrucción finisecular, la gran aportación de Sartre —
descollando entre una pléyade de buceadores de la crisis del siglo XX, re-
ligiosos o ateos, como Jaspers, Merleau-Ponty, Camus y tantos otros teó-
ricos o literatos— es, a nuestro parecer, dotar al hombre solo, desorienta-
do ante un convulso mundo herido, de una fuente de sentido en sí mismo
y en su condición de humano entre humanos. No es extraño, pues, que la
obra de todos estos autores enfatice el interés por cuestiones psicológicas y
sociológicas, aproximándose a la vida concreta del ciudadano occidental
en medio de los estragos de un mundo dividido y frenético.
Contribución de Sartre
84
someterle. Sartre despliega esta idea usando el potente instrumental de la
fenomenología. Somos cuerpos que emanan de un mundo, con el que
forman un conjunto que simplemente está ahí, simplemente existe. Pero
estos cuerpos poseen la peculiar característica de ser conscientes. En tanto
que conciencia, no son nada en sí mismos, están vacíos, volcados sobre el
mundo que los contiene, como recabando en él el ser que a ellos les falta.
Así, le dirigen su atención, su observación, sus deseos, sus emociones…
Al no consistir en nada predeterminado ni acabado, se desenvuelven en
una rigurosa libertad; no porque no estén condicionados, sino porque
siempre tienen que elegir, siempre tienen que responder: son estrictamente
responsables.
Estos individuos se caracterizan por otro rasgo peculiar: no viven ais-
lados, no habitan universos herméticos, sino que comparten entre ellos un
mismo mundo y una misma condición. Están hechos para encontrarse,
para mostrarse, para disponerse, para organizarse los unos con respecto a
los otros. Sus intercambios son conflictivos, porque implican una colisión
entre libertades (léase, si se quiere: pretensiones, intereses…); así que nun-
ca gozan de una paz definitiva, pero también se las arreglan, están obliga-
dos a arreglárselas, para cooperar, para pactar, incluso para disfrutar jun-
tos. El marco de juego es el que es, y hay que jugar. Y al hacerlo escriben
una historia que tomarán como punto de partida los que vengan detrás.
Siempre sin garantía, siempre sobre la cuerda floja, pero, ¿acaso no es así
la vida?
85
de todo aquello que escoja, y que lo que haga influirá en la vida de los
demás, así que me conviene pensármelo bien.
¿No hay, pues, ninguna guía para mis elecciones? Soy libre: he de inventarla.
Por eso, me conviene desenvolverme con atención en cada una de las
situaciones donde me vea implicado, porque en cada situación debo in-
ventarme de nuevo.
¿Dónde acaba mi libertad y comienzan mis condicionamientos? Al avanzar
noto la resistencia que se me opone, pero en definitiva lo ignoro, porque
mi libertad está en perpetuo movimiento y mis límites se entremezclan
conmigo.
¿Qué me cabe esperar de mi libertad? Mucho trabajo, la angustia de tener
que elegir siempre, el peso de la responsabilidad. Es probable que a ve-
ces sienta zozobra o náusea, pero también tendré satisfacciones, por-
que, aunque tenga miedo, en el fondo me gusta ser libre.
¿Soy responsable de todo? De todo lo que yo elija.
¿Puedo renunciar a mi libertad? No, puesto que es el fundamento mismo
de mi ser contingente. Cierto que la gente a veces hace como que le
obligan, se guarece en la ilusión de no ser libre. Pero esa «mala fe», co-
mo todos los artificios, al final no le beneficia en nada, solo les lleva a
alejarse de sí mismos.
86
Su filosofía es una poética. Como dice Iris Murdoch, «Sartre nos invita a
que redescubramos nuestra visión. Y de pronto vemos como extrañas,
como si las viéramos por primera vez, las cosas que nos rodean y que co-
rrientemente nos parecen quietas, domesticadas o invisibles» (Murdoch,
1956: 27). Se capta el vacío del para-sí en esa nada misteriosa y creadora
que hay detrás de nuestros ojos47; se intuye la «viscosa facticidad» del en-
sí, rebosando cada rincón y entorpeciendo nuestros pasos como un barri-
zal. Sin llegar necesariamente a la náusea, se nota el vértigo de la contin-
gencia y el absurdo de todo lo que existe, empezando por uno mismo. El
vacío desesperante del para-sí nos remite a una existencia carente, siempre
en proceso y siempre inacabada, una sucesión de deseos que no se reali-
zan o que, cuando lo hacen, pierden el brillo original, como las piedras
que recogemos en la playa. Uno siente el tirón descarnado de la libertad,
la solitaria responsabilidad que nos impone, y cobra conciencia de la gran
cantidad de argucias con que intentamos disfrazarla y esquivarla. Raro
será que no se insinúe la impresión del desamparo, de caminar por ese filo
de la navaja del que habla el budismo. Hay que prevenirse con Sartre, es
muy convincente. Al leerlo hay que acostumbrarse, como aconsejan los
pocos sabios que en el mundo han sido, a aceptar y a perder.
Uno tiene también la sensación de asomarse a los entresijos de ese
carrusel aparentemente caótico que son las relaciones humanas. ¿Quién
no se ha extraviado por los laberintos del encuentro, atrapado en las con-
tradicciones del deseo y en las amarguras de la decepción? ¿Quién no ha
sentido la desgarrada ambivalencia de las miradas, buscadas y eludidas
con la misma ansia? ¿Quién no ha luchado con alguien, con tantos, cose-
chando amargos triunfos y espléndidas derrotas? ¿Quién, en fin, no ha su-
frido alguna vez las desoladoras mieles del amor? Sartre bosqueja con mi-
nuciosa valentía los mecanismos secretos de esos estragos; resulte o no
convincente, vale la pena escucharle.
El hecho de que las relaciones humanas graviten sobre un sustrato de
conflicto no tiene por qué considerarse negativo. El conflicto es la puerta
de la creatividad, umbral abierto a ráfagas de aire fresco en los aires a me-
nudo viciados de la interacción. La convivencia se basa en la cooperación
y la solidaridad, pero también en la diferencia y la lucha. El conflicto es
una consecuencia de la naturaleza dialéctica del coexistir, y vale la pena
aprovecharlo para renovarnos y avanzar.
47
Una imagen bien aprovechada en el ingenioso librito Vivir sin cabeza. Una experiencia zen, de Douglas
Harding (1994). Barcelona: Kairós.
87
Pero lo íntimo se enmarca en lo colectivo, y también con respecto a
la sociedad tiene el filósofo mucho que plantearnos. La modernidad vino
resquebrajada desde el principio por una crisis del individuo que no ha
hecho más que profundizarse, hasta estallar en mil pedazos en esa crisis
que es la posmodernidad, con el telón de fondo neoliberal. No hace falta
abundar en lo que ya son tópicos: el quiebre de los grandes relatos, la
pérdida del futuro, la erosión de lo colectivo, el repliegue en un individua-
lismo disgregador… A pesar de sentirnos en una tensión permanente, o
quizá por ello, solemos preferir cerrar los ojos, y perdemos de vista hasta
qué punto nuestra vida está lastrada de opresión, de manipulación, pero
también de renuncia y desencanto. Somos seres asustados, adormecidos,
que han dimitido de la emancipación y la lucidez. El ser humano actual
vive emboscado, alienado tras un montón de excusas que desdibujan su
responsabilidad y que le escatiman su libertad, la capacidad de hacerse a sí
mismo y de tomar las riendas de su vida. El mismo panorama político
suele disfrazarse detrás de un montón de mentiras y imposturas que justi-
fican supuestamente, pero en realidad disimulan, unas realidades muy po-
co éticas.
No se trata de ser catastrofista, pero debemos reconocer que en este
panorama hay mucho de verdad. La filosofía de Sartre es un buen espejo
para enfrentarnos a nosotros mismos. En lugar de tomar las riendas de
nuestros valores, los consumimos como el coche o el ordenador, incor-
porándolos prefabricados por la propaganda. El mismo concepto de res-
ponsabilidad es tomado con prevención, como una especie de moralina
barata o peor, como una incómoda recusación. Esto demuestra hasta qué
punto hemos desistido de hacernos cargo de nuestra vida y asumir el pre-
cio que ello conlleva. A menudo renunciamos a pensar, y sobre todo a de-
cidir, por nosotros mismos: lo consideramos un esfuerzo fastidioso e inne-
cesario. Esta falta de entereza nos hace también desconfiar más unos de
otros y dificulta la cooperación y el compromiso.
Curiosamente, nos creemos más libres y emancipados que nunca,
cuando solo somos más narcisistas e intolerantes, sujetos por ataduras
más sofisticadas. En la fragilidad de nuestros vínculos queremos ver una
mayor autenticidad, un insobornable rechazo a la cosificación; no nos
damos cuenta de que nos arrastran el prejuicio y nuestra ofuscada tenden-
cia a cosificar a los demás. Nos decepciona que no nos amen, pero igno-
ramos la incómoda cuestión de hasta qué punto amamos nosotros.
88
Teniendo en cuenta lo dicho y tanto como se queda por decir, por
más que se discrepe de Sartre, poco se puede dudar de su vigencia en
nuestros días.
Inconsistencias y objeciones
48
Rousseau, J. J. (1983). El contrato social. Madrid: SARPE. Pág. 27
89
tanto, a merced de mi propio criterio; el cual por añadidura consiste, hasta
un grado indefinido, en un arbitrio inconstante y carente de certeza, y que
no siempre coincidirá con el de los demás. Con todo, no tengo más reme-
dio que afrontarlo, puesto que la vida me urge a tomar decisiones, y esta
quizá sea la primera y más dramática de ellas. Pero no puedo evitar sen-
tirme expuesto a todas horas a un aventurado relativismo.
En cuanto a la idea de mala fe, resulte más o menos acertado el
término, hemos de reconocer que describe muchos de nuestros «trucos»
para eludir un afrontamiento íntegro de la libertad y la responsabilidad. Es
cierto que cuesta discernir cuántas de esas conductas ejercemos de manera
automática y poco consciente, y hasta qué punto la traición a nuestros
verdaderos deseos no es lo que realmente deseamos o nos conviene. Al
mismo tiempo, Sartre no supo o no quiso contemplar lo que esas «come-
dias» que representamos, por mucho que contradigan nuestra autentici-
dad, tienen de adaptación social. Es dudosa la conveniencia de un com-
portamiento escrupulosamente auténtico; no hay más remedio que nego-
ciar a cada instante con la realidad y decidir qué mostramos y cómo lo
hacemos, y qué es preferible disimular. En este sentido, nuestras «come-
dias» también forman parte de lo que somos, hasta el punto de que algu-
nas de ellas acaban por incorporarse a nuestro propio concepto de noso-
tros mismos, se convierten en parte de nuestra identidad, y puede que a
menudo ni siquiera tengamos claro lo que realmente queremos en cada
circunstancia.
Tampoco queda patente lo que cada situación nos exige, para empe-
zar porque no hay situación exenta de ambigüedades y de contradicciones
en sus significados. Lo que sin duda vale la pena es la propuesta sartriana
de «estudiar» las situaciones, es decir, afrontarlas conscientes de su com-
plejidad, en lugar de caer en fórmulas fáciles como los prejuicios y las eti-
quetas. Una vez más, el planteamiento de Sartre remite a una intención
traducida en tarea, no a un «deber» o requerimiento impuesto por adelan-
tado. Nunca llegaremos a ser absolutamente auténticos, pero es un buen
proyecto proponernos serlo todo lo posible, contemplar la autenticidad
como un valor y tomarla como un referente.
Y esto nos lleva a otro interrogante. Tal vez el compromiso con nues-
tras aspiraciones pueda ser inmediato, pero su condición de proyectos, su
complejidad, requiere la labor de una aproximación paulatina. Roma no
se hizo en un día. Detrás de todo logro hay una prolongada tarea de en-
trenamiento, de aprendizaje, de acumulación perseverante. ¿Cómo se en-
90
tiende entonces el rechazo de Sartre a la noción de progreso? ¿Y qué senti-
do tiene apelar a la coherencia o al compromiso, si cada instante se rein-
venta a sí mismo y toda teleología naufraga al desmoronarse hacia lo im-
previsible? ¿No persuade esa incertidumbre a desentenderse del futuro, a
caer en un cierto derrotismo? Y, sin embargo, el para-sí es intencional, el
hombre está proyectado hacia sus metas. ¿Se trata de una pasión ilusa,
una pretensión fallida de antemano?
Creemos que lo que Sartre cuestiona es la noción burguesa y pura-
mente economicista del progreso, el mito de un perfeccionamiento cons-
tante hacia un futuro siempre mejor. Por el contrario, replica, no hay ga-
rantía. Cualquier plan a largo plazo está sujeto siempre a los virajes de la
libertad, no hay un futuro cerrado ni aún menos necesario. «El progreso
sería una suerte de neutralización de la historia que convertiría el devenir
en un cierto curso natural de los hechos» (Matamoro, 1985: 117; cursiva en
el original). El hombre vive volcado a sus metas y a sus deseos, y trabaja y
lucha en pos de ellos, pero no puede engañarse enrocándose en una teleo-
logía ni esperando de su esfuerzo ninguna seguridad. A menudo, heridos
de decepción, nos volvemos hacia la vida y le reprochamos su injusticia:
como Segismundo, reclamamos que no nos merecíamos eso. Sin embar-
go, la vida no es una madre nutricia, la vida no está para atender a nues-
tros anhelos ni para reconocer nuestros merecimientos. La vida es una
avalancha que al caer arrasa nuestros más sólidos andamios y, en última
instancia, nuestra existencia misma. «Solo sé que haré todo lo que esté en
mi poder para que llegue; fuera de esto no puedo contar con nada» (Sartre,
1984: 78).
Pero el futuro no permanece abierto solo por la inestabilidad o la im-
previsibilidad del mundo. La libertad permanece, o debería permanecer,
intacta, renovándose a cada instante sin que la encadene el anterior. No le
corresponde someterse a la facticidad de ningún designio. Por eso no po-
demos permitir que los proyectos, ni propios ni impuestos, nos atrapen,
acabando por ponernos a su servicio. Todo se puede reformular, pues
siempre está por hacer. Eso excluye también cualquier punto de llegada,
pues cada hito alcanzado nos remite a un nuevo hito por venir. No hay fin
de la historia: la contingencia es inagotable. Las mismas utopías, cuando
se sienten consolidadas, pueden convertirse en nuevas tiranías, como la-
mentablemente nos ha enseñado la Historia. También nos ha enseñado
que ningún bien es definitivo, siempre podrá aparecer quien lo vulnere. En
esto, Sartre se nos revela radicalmente fiel a la dialéctica. Intenta preve-
91
nirnos de un totalitarismo teleológico, nos recuerda que siempre podemos
inventar.
92
«una inclinación hacia un ser-pasivo, un ser-objetivo, un ser-prohibido, un
ser-encarnado» (Savignano, 2011: 9). La gente se desea y se entrega, quie-
re sentir su cuerpo en otro cuerpo, pues «las dos corporalidades se dan jun-
tas y se hacen ser juntas... Desear es de igual forma entregarse, dejarse ob-
jetivizar, condicionarse mutuamente para hacer surgir la posibilidad de
una transgresión» (Ibíd., 8). La «dialéctica de la cosificación» parece plan-
tear inagotables complejidades.
93
sujeto se identifica con el objeto que se pierde» (citado en ibíd., 7). Sartre
también señala esa entrega voluntaria a la contingencia: «en el deseo
sexual la conciencia está como empastada; parece que uno se deja invadir
por la facticidad, deja de rehuirla y se desliza hacia un consentimiento pa-
sivo al deseo» (Sartre, 1993: 483). Tras la consumación del deseo nos in-
vaden de nuevo sensaciones contradictorias, tal vez por esa «invasión de
facticidad», o quizá debido al regreso del vacío del para-sí, justo después
de haber rozado la plenitud… Pero también ha habido satisfacción; el de-
seo se renueva; la rueda sigue girando, vivir consiste en no detenerse.
En otro ámbito, ya sabemos que Sartre exploró los recovecos de la
acción social comprometida, dedicada al interés colectivo por encima del
propio. El compromiso se nos presenta como un principio fundamental de
la ciudadanía, entendida como implicación y lucha contra la injusticia.
Con qué criterios evaluar esa injusticia y con qué praxis concreta respon-
der a ella son cuestiones complejas que están lejos de contar con una res-
puesta definitiva. Se perfila lo que el compromiso social tiene de ambi-
güedad, antagonismo y pacto. También es siempre algo por inventar.
94
zamos el caos de la vida, son recursos imaginarios que promueven direc-
ción, estabilidad y sentido. No es que la satisfacción o el afecto sean impo-
sibles, es que son difíciles, cambiantes e imperfectos.
Pongamos por caso el amor. No se puede amar al otro en tanto que
para-sí, porque no hay en él nada fijo a que aferrarse: no se puede amar
una nada. Pero tampoco se le puede amar en tanto que en-sí; en primer
lugar, porque no amamos a los objetos: los usamos; y aún menos somos
amados por ellos, y uno no suele amar si no tiene al menos la esperanza
de ser amado. Pero, por otra parte, al objetivar al otro y ser yo quien lo ha
hecho, todo en él me devuelve a mí, me es imposible acceder a él. El otro,
por mucho afecto espontáneo que me inspire, se me escapa por todas sus
facetas, pero me queda un recurso para intentar formalizar esa complici-
dad que ansío: la imaginación. Enrolarme junto a él en una travesía y
contármela como una historia de entrega y devoción.
Sartre rechazó estas componendas imaginarias, tildándolas de casos
de mala fe. No hay más que pensar en las extravagancias a las que han
llegado religiones, ideologías, leyendas o prejuicios para darle la razón. La
fantasía es un peligro para la libertad. Pero, nos atrevemos a objetar, solo
cuando se olvida que es ilusión y se la coagula confundiéndola con la rea-
lidad. Los mitos y las instituciones (los propios conceptos, a través del
lenguaje) componen ese utillaje de herramientas para manejar el mundo
que se ha dado en llamar cultura. Todo el obrar humano está imbricado
con ellos. A nuestro parecer, el filósofo se precipitó al deslegitimarlos.
95
objeto exterior» (Barbaras, 2005: 13)49. El conocimiento, paralelamente,
tampoco sería propiamente una «interiorización», sino un constante ver-
terse hacia fuera, un ir al encuentro del mundo mediante la conciencia. Al
margen del valor científico que se pueda atribuir a estas aportaciones,
abren camino en un enfoque, la fenomenología, que se ha demostrado
muy fructífero en propuestas y observaciones, al tiempo que preparan la
culminación de sus ideas en El ser y la nada.
En esta obra, la psicología recibe un interesante modelo de la moti-
vación en el análisis de la conciencia (para-sí) y su relación con el mundo
(en-sí) consistente en un continuo proceso de aproximación movido por la
carencia y el deseo. Esta misma estructura y dinámica habla mucho de la
construcción de la identidad personal, en la que conciencia y mundo cho-
can y se interpenetran; y da cuenta de tendencias como la atención selectiva:
en la visión de las cosas siempre está implicado nuestro ser. En cuanto a la
idea de libertad de decisión, por un lado, es cierto que entra en conflicto
con todas las teorías basadas en causas conductuales subyacentes, como el
inconsciente en el psicoanálisis o la asociación automática de estímulos y
respuestas en el conductismo; pero, en cambio, encaja bien con la corrien-
te de psicología humanista, al proponer una toma de decisiones reflexiva y
racional, y un aprendizaje basado en la observación, el análisis y la co-
rrección de errores. Frente a cualquier modelo mecanicista de la psique,
Sartre defiende la autonomía del individuo, insistiendo en «el reconoci-
miento de nuestra contingencia en la estera psíquica y además en sostener
la soberanía de la conciencia individual» (Murdoch, 1956: 142). Ni que
decir tiene que, de cara a la terapia, el énfasis en la libertad personal em-
podera al paciente frente a sus dificultades, y promueve su responsabilidad
a la hora de cambiar determinados comportamientos.
Los aspectos señalados no agotan, por supuesto, la riqueza de temas
y detalles que Sartre despliega en sus obras. Los personajes de sus novelas
y obras de teatro muestran un interesante friso de conflictos psicológicos,
que el escritor disecciona con afilado escalpelo. Deja el diagnóstico para el
lector, por lo que podrían servir como interesantes ejemplos de casos para
el psicólogo clínico. Y de paso nos hacen pensar en nuestros propios aprie-
tos. «Sartre, lo mismo que Freud, ve en lo anormal las formas exageradas
de la normalidad… La anormalidad psicológica debe entenderse teniendo
en cuenta el hecho de que el sujeto elige por sí mismo un modo de apro-
piarse el mundo» (Murdoch, 1956: 37).
49
Original en francés, traducción propia.
96
También la psicología social, la sociología y la antropología pueden
sacar partido de las propuestas de nuestro autor. De hecho, algunas teo-
rías de estas disciplinas son bastante convergentes con sus ideas. El ser-
para-otros enfatiza la condición social de la existencia humana, y Sartre
dedica una buena parte de su trabajo al estudio minucioso de las relacio-
nes entre las personas y los grupos50. El detallado análisis sartriano de las
contradicciones que plantea el contacto de dos conciencias (lo que él lla-
ma «dialéctica de cosificación»), con sus proyecciones, requerimientos y
prevenciones mutuos, aporta muchos elementos útiles a la teoría del con-
flicto, pero también para el estudio de la afiliación, la relación amorosa o
la dinámica de grupos. El enfoque del interaccionismo simbólico, por su par-
te, presenta muchos paralelismos con los procesos del encuentro propues-
tos por nuestro filósofo (el «yo espejo» de Mead, el paradigma dramatúrgi-
co de Goffman…). De hecho, el concepto sartriano de situación se corres-
ponde, con bastante fidelidad, con el de interacción. Y, en fin, el pertur-
bador efecto de la irrupción de una mirada ajena puede rastrearse en
fenómenos como el rechazo al extraño, el lenguaje y las convenciones re-
lativos al cruce de miradas, etc.
Claro que quizás sea en la ética y en la moral donde más fructífera puede
ser la aportación sartriana. Nosotros aquí hemos intentado esbozar algu-
nas ideas al respecto, basándonos en conceptos clave del autor, como li-
bertad, responsabilidad, valores, autenticidad, conflicto, compromiso…,
todos ellos fundamentales en el ámbito de la ética.
La fundamentación de una ética de la responsabilidad quizá sea una
de las más sólidas aportaciones de Sartre en este campo. El invente sartria-
no, aunque quizá peque de un cierto simplismo categórico, no deja de ser
una invitación a hacerse cargo consciente y consecuentemente de la pro-
pia libertad, y a hacerlo de un modo atrevido y creativo.
En este aspecto insistimos en resaltar los paralelismos entre Sartre y
Nietzsche. El autor de El ser y la nada nunca reconoció una paternidad fi-
losófica en el creador del Zaratustra, y se refirió poco a él de manera explí-
cita. Pero la transmutación de los valores de este tuvo una intensa influen-
50
Para profundizar en el análisis de las relaciones desde el paradigma de Sartre, que aquí hemos presen-
tado de forma esquemática, es interesante la obra del profesor José Ignacio Abello (2011), referenciada
en la bibliografía.
97
cia en el clima intelectual y moral en el que el francés fue dando forma a
sus ideas, y no es difícil rastrear en ellas la impronta nietzscheana.
Tanto Nietzsche como Sartre persiguen la liberación del hombre.
Forman parte de una rebelión frente a la sociedad tradicional, constreñida
por instrumentos alienantes como la religión y el patriarcado. Ambos sue-
ñan con un hombre nuevo, emancipado y dueño de su destino, superador
de los viejos prejuicios. Divergen en que Nietzsche busca la grandeza del
hombre, la recuperación de su poder; Sartre, su libertad individual.
Nietzsche piensa en una ética de la reafirmación, Sartre en la emancipa-
ción. Nietzsche quiere al hombre poderoso, Sartre lo quiere responsable.
Nietzsche glorifica al guerrero, Sartre y los existencialistas al hombre dig-
no. Pero ambos lo quieren dueño de su destino y lúcido.
En Nietzsche, el hombre alcanza su grandeza entregándose a las
fuerzas ciegas que lo arrastran, hasta las últimas consecuencias. Sartre da
un paso más y considera que, por absurda y limitada que sea la existencia,
el hombre tiene el deber ineludible de construirla, eligiendo lo que quiere
hacer de sí mismo. Nietzsche solo concibe la voluntad de poder como mo-
tivación humana, Sartre hace hincapié en la voluntad misma, en tanto que
artífice del destino del hombre.
98
La afirmación de la libertad de Sartre trasluce una poética de la dig-
nidad humana. Inspira la confianza en un mundo de personas empodera-
das y responsables, dignas y capaces; y se opone a todo aquello que, desde
dentro o desde fuera del individuo, conspira contra él y pretende someter-
lo. No es casual que esa reivindicación fuera escrita en una época de tota-
litarismos, sangrientas conflagraciones mundiales, opresiones y represio-
nes, movimientos de liberación, guerra fría… Las esperanzas en el futuro
se mezclaban con sombríos presagios: ahí tenemos las inquietantes distop-
ías de Kafka, Orwell, Huxley, previniendo de que la libertad siempre está
amenazada, y por lo tanto requiere una alerta y un esfuerzo constantes.
Sartre se rebela contra esas amenazas. Nos apremia a mantenernos lúci-
dos, críticos y autónomos frente a todo aquello que pretenda disminuir-
nos, sean absolutismos políticos o conformismos complacientes. Porque a
menudo delegamos nuestra libertad, sin darnos cuenta de que así nos
acostumbramos a renunciar a ella. La voz de Sartre es un revulsivo contra
ese cómodo empobrecimiento, y nos hace pensar que el principal com-
promiso no es con la sociedad, sino con nosotros mismos.
¿Qué hacer, entonces, con la propia vida? Ser coherente con ella,
empezando por llevar a cabo sin excusas ni trampas el ejercicio de la pro-
pia libertad. En el fondo, toda verdadera ética se reduce a eso: Sartre nos
conmina a hacernos dueños, conscientes y consecuentes, de nuestro pro-
pio destino. Nada nos obliga terminantemente desde el pasado, la existen-
cia es siempre una puerta abierta a lo nuevo: «El cobarde se hace cobarde,
el héroe se hace héroe; hay siempre para el cobarde una posibilidad de no
ser más cobarde y para el héroe de dejar de ser héroe» (Sartre, 1984: 82).
En ese horizonte abierto del porvenir, donde a cada paso se decide y se
realiza todo, se intuye la grandeza, solitaria y obstinada, del proyecto
humano.
En esas nos vemos, querido lector.
99
Agradecimientos
100
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