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A Daniel Perales,

para la libertad.

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Autor del texto: José Antonio López López (2023).

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Para contactar con el autor: alfanui@hotmail.com
Índice

Introducción .................................................................................................................................. 1
1. Por el camino del existencialismo ............................................................................................. 6
Fenomenología, conciencia y ser .............................................................................................. 8
2. Ser para sí ................................................................................................................................ 12
El Ser ........................................................................................................................................ 12
La Nada .................................................................................................................................... 14
El cuerpo.................................................................................................................................. 18
Contingencia, absurdo y náusea ............................................................................................. 20
La muerte ................................................................................................................................ 21
3. La libertad................................................................................................................................ 25
La libertad de Segismundo ...................................................................................................... 27
La mala fe ................................................................................................................................ 30
¿Quién es Segismundo? .......................................................................................................... 35
4. Ser para otros .......................................................................................................................... 39
El Otro ..................................................................................................................................... 39
La mirada ................................................................................................................................. 41
¿Existe Segismundo? ............................................................................................................... 43
El ser-para-otro ....................................................................................................................... 45
Conflicto y compromiso .......................................................................................................... 48
5. Consideraciones éticas ............................................................................................................ 52
El existencialismo es un humanismo....................................................................................... 52
Absurdo y sentido ................................................................................................................... 54
¿Hay Bien y Mal? ..................................................................................................................... 57
Libertad y responsabilidad ...................................................................................................... 58
Mala fe y autenticidad ............................................................................................................ 62
El problema del inconsciente .................................................................................................. 65
Carencia y «pasión inútil» ....................................................................................................... 67
El problema de los otros ......................................................................................................... 68
Artífices del propio destino ..................................................................................................... 74
Compromiso ............................................................................................................................ 77
Invente .................................................................................................................................... 80
Conclusiones ............................................................................................................................... 83
Sartre en su contexto .............................................................................................................. 83
Contribución de Sartre ............................................................................................................ 84
Inconsistencias y objeciones ................................................................................................... 89
Sartre y las ciencias humanas ................................................................................................. 95
¿Qué hacer con la propia vida? ............................................................................................... 97
Agradecimientos ....................................................................................................................... 100
Bibliografía ................................................................................................................................ 101
Introducción

Un existencialista no daría nada por un poco de tranquilidad a menos que a cambio recibiera
algo cierto. Gary Cox (2011: 14)

Con la obra del francés Jean-Paul Sartre (1905-1980), la filosofía alcanza


la formalización canónica de esa corriente que se ha dado en llamar exis-
tencialismo. Los pensadores existencialistas se han interesado por el conte-
nido de la vida humana en tanto que relación entre la persona y el mundo.
Tienen algo de psicólogos, de antropólogos y de sociólogos, aunque su
campo de indagación se centra en la experiencia personal y subjetiva de
cada individuo, enfrentado por sí mismo a su propia existencia, e inmerso
en el contexto material y social en el que esta se desarrolla. Para el exis-
tencialismo ateo, la cuestión es mucho más dramática; la soledad del
hombre es absoluta: no hay tutela ni abrigo sobrenaturales, no hay pro-
fundidad ni sentido trascendente, y la muerte proyecta su sombra inexora-
ble en el horizonte.
El interés de Sartre y de sus contemporáneos por estos temas no es
nuevo, pero se ve exacerbado por la convulsa realidad del tiempo que les
tocó vivir. El optimismo de los ilustrados, su radiante fe en la razón y en
el progreso, empezó a arrojar tupidas sombras ya en el siglo XIX, cuando
las revoluciones y las guerras, los nacionalismos y los colonialismos, las
luchas proletarias y la codicia burguesa, hicieron saltar por los aires todas
las certezas, tanto las tradicionales como las recién estrenadas. Pronto se
intuyó que el soñado avance de la Historia sería de todo menos pacífico y
armónico, aunque es improbable que nadie pudiera imaginar hasta qué
punto.

El siglo XX se encargó de mostrarlo, con dos guerras mundiales, la


sangría de incontables conflictos y los estragos de un mercantilismo global
que extendió sus tentáculos hasta el último rincón. El ascenso del nazis-
mo, la invasión de Francia y la sangrienta conflagración que sacudió el
mundo entero influyeron particularmente en la juventud de Sartre, que
empezó a significarse como intelectual comprometido. Lo más granado de
su obra pertenece a este tiempo de guerra y posguerra. Luego vendría su

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decantación hacia el marxismo, el activismo social, el rechazo del Premio
Nobel, todo lo cual le procuró celebridad y unas cuantas amarguras, pero
después del 68 llegaron nuevos tiempos y jóvenes generaciones de pensa-
dores entre los que cada vez encontró menos sitio.
Tras su muerte, la posmodernidad líquida y el neoliberalismo pujante
relegaron su figura a un cierto ostracismo, que no obstante no ha desvir-
tuado el reconocimiento de su trabajo como una de las obras filosóficas
más destacadas de la pasada centuria. Además de textos estrictamente fi-
losóficos, escribió relatos, novelas y teatro, siempre divulgando sus re-
flexiones con precisión y belleza. Aunque no conserven la popularidad de
que gozaron en su época, las ideas de Sartre mantienen una patente actua-
lidad, y aún merecen ser exploradas y debatidas en este nuevo siglo, que
no nos llega precisamente exento de sobresaltos, incertidumbres y desaf-
íos.

Este ensayo no se propone elaborar una estricta síntesis de las princi-


pales propuestas del filósofo francés. Remitimos al lector interesado en
ello a los excelentes trabajos que, desde monografías o historias de la filo-
sofía, han redactado especialistas más expertos. El presente texto presenta,
desde esta orilla del tiempo, una aproximación personal a las principales
propuestas del filósofo francés. En ellas seguimos encontrando una vívida
fuente de inspiración, aunque las contemplemos desde una distancia de
más de medio siglo que ha trastocado las formas de vida y, sobre todo, las
actitudes y los valores. La obra del viejo polemista de los cafés parisinos se
nos aparece trenzada de reflexiones de rica sustancia ética. En ese aspecto
nos hemos centrado: excusamos no detenernos apenas en la figura del au-
tor, su biografía y su contexto histórico, aspectos sin duda significativos a
los que haremos alusiones puntuales. Pero nuestro objetivo se dirige a las
imbricaciones de su pensamiento con la propia vida, esa que libramos en
la arena cotidiana y que es, en definitiva, la que habitamos. Esperamos
exponerlas con rigor, pero no dejaremos de discutirlas desde la reflexión y
la crítica.
Empezaremos esbozando en el primer epígrafe el marco ideológico
en el que emerge la obra de Sartre, ese racimo de navegaciones y zozobras
que ha sido etiquetado como existencialismo. La optimista fe ilustrada en la
razón y el progreso se resquebraja, bajo el humo de las fábricas y los bruta-
les enfrentamientos entre imperios, sacudido por masivas revoluciones y
guerras exterminadoras. Desacreditadas las viejas convicciones, la huma-
nidad afronta una nueva incertidumbre, descarnada y acuciante, con-

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templándose en un espejo que le devuelve más sombras que luces. Surge
así una preocupación por el ser y el sentido de esa existencia ya para mu-
chos sin Dios ni eternidad, esa materia consciente que se ha quedado sola,
desconcertada ante su destino. Destacaremos sucintamente, sin ánimo
exhaustivo, un puñado de pensadores consagrados como precursores o
afines a nuestro autor: Kierkegaard, Schopenhauer, Nietzsche, Husserl,
Heidegger.
Ya enfocados en Sartre, y antes de adentrarnos en su edificio genui-
namente ético, en el siguiente capítulo recorreremos su itinerario desde
donde él lo inició, el análisis fenomenológico de la persona en tanto que
entidad cuya existencia presenta, como principal rasgo definitorio, el
hecho de manifestarse como sujeto, como ser consciente que se proyecta en
el mundo. El punto de partida del autor es precisamente ese estableci-
miento detallado de una ontología, una caracterización del ser y del estar
en el mundo, que consiste esencialmente, según él, en una conciencia siem-
pre vacía o ser-para-sí (una Nada) y siempre eyectada hacia el mundo o
ser-en-sí (el Ser). De ahí el título de su principal obra, El ser y la nada, cuyo
eje existencial resumirá en la famosa divisa de «la existencia precede a la
esencia».
Esa fórmula sintetiza las consecuencias éticas de entender la persona
como ser-para-sí (vacío, sin sustancia acabada, siempre en proceso): de
entrada, la existencia, privada de trascendencia, se revela contingente, ab-
surda y angustiosa. Pero el principal corolario es la libertad, absoluta e
irrenunciable, de esa conciencia siempre arrojada fuera de sí, y por ello
siempre abierta a una infinidad de posibilidades entre las que debe elegir
sin tregua.
Sartre alcanza en la idea de libertad el meollo de su pensamiento, de
ahí que la hayamos destacado explícitamente en el título del ensayo. A su
análisis detallado dedicamos el capítulo 3. El ser-para-sí no nace, se hace;
y se hace en los pasos que libremente decide dar, cada uno de los cuales le
conduce a la elección siguiente, y así sucesivamente. Ese ser que se sabe
libre, si es consecuente, hará suya esa libertad, cargará con ella asumiendo
la plena responsabilidad. Se resistirá a la tentación de aligerar su peso ex-
cusándose tras supuestos determinismos, esa coartada que Sartre rechaza
tildándola de mala fe. Tenemos, pues, un ser que se despliega a medida
que es, que no está íntimamente prefigurado ni siquiera por sus condicio-
namientos y límites, pues estos no hacen más que componer el escenario
en el que la conciencia, «condenada a la libertad», tendrá que representar
su solitario drama de escoger una y otra vez.

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Pero el drama de la persona no es tan solitario; aunque deba afrontar-
lo por sí misma, siempre deberá hacerlo entre otros, con otros y contra
otros individuos. Como desarrollaremos en el epígrafe 4, el ser-para-sí se
descubre inmediatamente como un ser-para-otros, desde el momento en que
el Otro irrumpe en su espacio y lo interpela con su presencia. Una irrup-
ción de otra conciencia, bajo cuya mirada yo me descubro objeto y me
siento objetivado. En el fuego cruzado de juicios, expectativas y deseos de
las personas frente a frente, las relaciones humanas se perfilan como una
permanente tensión, un inevitable conflicto, un estira y afloja en el que se
juegan poderes e impotencias.
Tales son, a nuestro juicio y a grandes rasgos, las líneas maestras de
la aportación de Sartre. Queda por acabar de discutir, según nos habíamos
propuesto, las principales implicaciones éticas que podemos derivar de
ellas. Ese es el objetivo del capítulo 5, al que puede acudir directamente el
lector que ya conozca bien la obra de nuestro autor. En nuestra discusión
de sus implicaciones éticas nos esforzaremos por hacer bajar a las teorías
al ruedo de la vida cotidiana, esa en la que nacemos y morimos, amamos
y odiamos, disfrutamos y sufrimos, trabajamos y luchamos, poniéndolas a
prueba y comprobando hacia dónde nos llevan. No es algo que no hiciera
el propio Sartre ni, desde luego, que no hayan hecho otros muchos tras él:
aquí pondremos nuestra modesta contribución personal.
Finalmente, discutiremos algunas conclusiones de este encuentro con
Sartre, a la luz de nuestras esperanzas y tribulaciones de ciudadanos del
siglo XXI.

El discurso conceptual resulta áspero si se mantiene en la abstrac-


ción. Sartre, que era tan literato como filósofo, no dejó de ilustrar sus aná-
lisis con relatos, obras teatrales y hasta guiones cinematográficos que en-
frentaban al lector/espectador a sus principales interrogantes. En su mo-
mento gozaron de celebridad títulos como Las moscas, A puerta cerrada, El
diablo y el buen Dios, y, cómo no, La náusea o El muro. Algunas de sus esce-
nas nos servirán de apoyo en nuestra exposición. Pero, con permiso de
nuestro autor, no nos hemos resistido a buscar un referente en la literatura
española. Hemos creído encontrarlo, salvando las distancias, en ese in-
menso texto de teatro filosófico que es La vida es sueño, de Pedro Calderón
de la Barca. En los tormentos del prometeico Segismundo, como ya se ha
señalado repetidamente, cabe rastrear precedentes de las inquietudes exis-
tenciales del hombre moderno. Ha sido un honor invitarlo a deambular

4
por estas páginas, en las que esperamos haberlo acogido con la dignidad
que merece.

Y sin más preámbulos iniciamos ya el diálogo con nuestro desaliña-


do intelectual parisino. Pero no lo buscaremos en la tertulia de uno de
esos cafés que frecuentaba en la Rive gauche. Remontaremos un poco más
el río del tiempo hasta su juventud, en los albores de la Guerra Mundial,
cuando una asombrada Francia veía caer sus defensas ante el avance de la
marejada bélica alemana.
En 1941, tras las alambradas de un campo de prisioneros nazi, Sartre
se las arregla para leer a Heidegger y tomar notas. Resulta irónico el que
de esos apuntes, gestados en cautiverio, haya de salir poco después su
obra maestra, El Ser y la Nada, donde sentará las bases de la libertad radi-
cal del ser humano. Pero así es la vida, excesiva y asombrosa, y así era
Sartre, singular y extravagante. Tan perspicaz como abstraído; tan com-
prometido como ensimismado.
¿Qué estaba buscando con tanta pasión, traspasando la penumbra
con sus ojos doloridos, en los sobrecogedores insomnios de la prisión?
Daba vueltas a un interrogante que le perseguía desde la juventud: los
enigmas del sentido. ¿En qué consistiría ese suceso extraño, desconcertan-
te, que es la vida humana? ¿De qué sustancia está hecha? ¿Tiene alguna
finalidad? ¿Cuáles son sus leyes elementales? ¿Qué hacer, por tanto, de la
vida y con la vida?

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1. Por el camino del existencialismo

La existencia es, para la filosofía existencial, el fenómeno fundamental en el sentido de


que es con relación a la existencia y desde ella como se decide y establece el significado y valor
de toda la realidad. Navarro y Calvo, 1980: 458.

Las inquietudes existenciales agitaban el espíritu europeo al menos desde


el Romanticismo, cuando el hombre se mira al espejo y descubre en él a
un individuo desconocido. Soren Kierkegaard ya había dejado plantada a
su prometida para asomarse a esos abismos desde un cristianismo ator-
mentado: ¿de qué servía investigar la naturaleza, como Newton, o anali-
zar los pormenores del conocimiento, como Kant y Hegel, si se descuida-
ban los sentimientos y, en particular, el hambre de sentido del ser humano
frente al cosmos? La respuesta esquemática del cristianismo, Dios, había
apaciguado las conciencias durante siglos, pero ahora se tambaleaba fren-
te a la razón, y quizá por eso, o porque incluso la razón había mostrado
sus debilidades, Kierkegaard prefirió prescindir del raciocinio y recuperar
la fuerza del «temblor». Dio el salto y eligió regresar al cálido abrazo de la
fe. Por el camino, legó, frente a la perspectiva hegeliana de totalidad, una
comprometida afirmación de la irreductibilidad del individuo como punto de
partida y centro de la reflexión filosófica.
Su interrogante —surgido no de la mera curiosidad sino del más
íntimo desasosiego— siguió resonando, y su intuición de una filosofía de
la existencia, un existencialismo, abrió la puerta a un camino de pensa-
miento que otros recorrerían. La debilidad de Dios hacía cundir cada vez
más el presentimiento de un hombre solo, un ser humano que, Copérnico
y Darwin mediante, se adivinaba como un animal más, un intrascendente
punto de materia en la inmensidad del cosmos. Así lo encaró Schopen-
hauer, que lo concibió arrastrado por las mismas fuerzas ciegas que hacían
girar los astros, arracimadas en una misteriosa y Voluntad que lo regía to-
do ciegamente. Esa futilidad del hombre frente al devenir cósmico le hizo
concebir la existencia individual como un episodio insignificante en el de-
venir de la eternidad, desgarrado, eso sí, por la insatisfacción, el dolor y la
angustia.

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Friedrich Nietzsche dará la vuelta a esa sombría visión y propondrá
una entrega incondicional y entusiasta a la vida, por cruda y azarosa que se
presente. «No existe mundo aparente y mundo verdadero, sino el devenir
constante del ser creando y destruyendo el mundo» (Navarro y Calvo,
1980: 418). Nietzsche ve en los héroes clásicos y en los antiguos guerreros
un modelo a seguir: grandes e impetuosos personajes que afrontaban la
existencia tal como llegaba, viviendo al día, abriéndose paso sin reticencia
y, llegado el momento, sucumbiendo sin pena. Esas bestias bellas y terri-
bles habían sido sojuzgadas por la legión de los débiles a través de la reli-
gión y la moral. «La vida acaba donde comienza el reino de Dios» (citado
en ibíd., 415). Era preciso dar un nuevo vuelco a los valores, proclamar
definitivamente la muerte de Dios y preparar la llegada del Superhombre, una
minoría emancipada y dispuesta a llevar la voluntad de poder (entendido
este en el sentido spinoziano de conatus: pujanza o potencia vital) hasta las
últimas consecuencias, instaurando así una nueva era de plenitud para esa
humanidad selecta. El nihilismo vitalista de Nietzsche fue leído con
asombro, repulsa y entusiasmo, y, aunque pocos lo siguieron hasta las
últimas consecuencias, provocó un verdadero terremoto en el panorama
moral; tras él, los valores tradicionales quedaron incurablemente resque-
brajados.

Académico aunque heterodoxo, otro filósofo alemán, Edmund Hus-


serl, propondrá un método filosófico muy apropiado para la reflexión exis-
tencial. La implacable crítica epistemológica de Kant había abierto una
brecha entre conocimiento y realidad que parecía insalvable. Intentando
habilitar un compromiso entre la epistemología racionalista y la empirista,
Husserl propugna una aproximación directa, meticulosa pero en primera
persona, al fenómeno tal como es experimentado por el sujeto, «poniendo
entre paréntesis» la cuestión de la existencia real. «¡A las cosas mismas!»,
es la divisa de Husserl. La conciencia humana no es algo abstracto, se ca-
racteriza por su intencionalidad, está siempre volcada hacia otra cosa, y esa
cosa es el mundo.
La fenomenología asume que los objetos son colecciones de aparien-
cias, y propone un tipo de conocimiento que identifique y describa cómo
estas apariencias se manifiestan a la conciencia. Se toman «las cosas en su
especificidad, tal como aparecen» (Navarro y Calvo, 1980: 443). En últi-
ma instancia, rechaza el reduccionismo positivista y se basa en la confian-
za en la autenticidad de nuestras experiencias: puesto que formamos parte
intencional de la realidad, tiene sentido ir desbrozando meticulosamente

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nuestro conocimiento de ella, tal como el experimentador limpia las mues-
tras cuidadosamente recogidas antes de observarlas y describirlas. Se legi-
tima así una aproximación a la existencia explorando la vivencia que te-
nemos de ella en tanto que seres existentes y conscientes.
Tal será la tarea que se propondrá Martin Heidegger, discípulo de
Husserl, utilizando la aproximación fenomenológica para explorar la ex-
periencia humana de ser. Heidegger considera que la existencia del ser
humano se distingue de la de los otros seres precisamente en su dimensión
de conciencia. El hombre se descubre arrojado a la existencia, emplazado
en el hecho de existir (Dasein), que no es algo estático, sino que fluye a
través de las infinitas posibilidades en las que se ramifica el futuro. «Estar
en el mundo significa “estar abierto a la comprensión del ser desde una
situación, o encontrarse determinado y proyectado a un número indefini-
do de posibilidades”» (ibíd., 418). La existencia es un proceso y está siem-
pre por hacer, siempre discurriendo hacia un abierto porvenir, en el cual
solo un suceso se impone como seguro y necesario: la desaparición. De
ahí que Heidegger considere al hombre un ser-para-la-muerte, y otorgue a
esta un papel central en el significado de la propia vida.
Otro exponente destacado del existencialismo es el también alemán
Karl Jaspers. Aunque aquí no abundaremos en sus tesis, merece ser men-
cionado. Dedicó su trabajo, como Heidegger, a avanzar en una teoría de
la realidad, haciéndose eco de las aportaciones de este, y enlazando con
las que más tarde propondría Sartre: el Dasein, la conciencia, el ser del
hombre como devenir y por tanto como libertad… Sin embargo, su énfasis
en la trascendencia y en otros conceptos espirituales distancian su metafí-
sica de ese mundo del hombre y para el hombre al que se ceñirá Sartre.

Fenomenología, conciencia y ser

Resiguiendo la línea filosófica existencialista que hemos trazado, y como


prolongación de ella, podría considerarse que Sartre lleva más lejos el mo-
delo heideggeriano, profundizando en las implicaciones ontológicas y éti-
cas —existenciales— que se le plantean a un ser humano arrojado sin aga-
rraderos —sin Dios, ni destino, ni trascendencia— en un universo abierto,
un ser que se manifiesta como una conciencia que no es nada en sí misma,
constantemente vertida hacia fuera.
Conviene enfatizar desde el principio el ateísmo en la filosofía de Sar-
tre. No todos los existencialistas son ateos, empezando por sus raíces en

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Kierkegaard. Esto, obviamente, no es un detalle menor a la hora de afron-
tar la existencia humana. La negación, o al menos no contemplación, de
una trascendencia, se convertirá en eje esencial de las teorías de Nietzs-
che, Heidegger y Sartre. La visión del «hombre solo» constituirá en todos
ellos el cimiento de la visión de la existencia y la condición humanas, y de
ella se extraerán las consecuencias que hayan de guiar una moral autóno-
ma. Epicuro ya lo había adelantado dos mil años antes: los asuntos
humanos se dirimen en el territorio humano, esta materia efímera y febril
que es vida consciente; los dioses no existen, pero si existieran tampoco
cambiaría nada: estarían absortos en sus asuntos, por completo ajenos a la
trivialidad de nuestra existencia, como se ignora a una hormiga o a una
piedra. «El existencialismo no es nada más que un esfuerzo por sacar to-
das las consecuencias de una posición atea coherente» (Sartre, 1984: 100).
Dentro de ese marco de inmanencia radical, Sartre redacta su obra
cumbre, El Ser y la Nada, publicada en 1943. En ella se propone investigar,
desde la fenomenología y alejándose de la metafísica tradicional como
había hecho Heidegger en Ser y Tiempo, la «cuestión del ser»; pretende,
pues, elaborar una ontología, aunque inevitablemente —también como el
pensador alemán— lo que acabará componiendo es una antropología, y
particularmente un tratado sobre la existencia humana.
La primera traza del propio ser que se encuentra el hombre es, como
ya había apuntado Descartes, la conciencia, el acto de percibir y pensar.
Sin embargo, a diferencia del filósofo del Cogito, Sartre considera que la
conciencia no «pertenece» a un sujeto, a un ego trascendental, petrificado
y cosificado aparte de ella, sino que más bien consiste en un proceso, un
mirar puro y vacío que, al dirigirse hacia el mundo, se llena de él. Sartre
rechaza la consideración cartesiana de una conciencia-objeto, y enfatiza la
idea de una conciencia-acción. «El primer paso de toda filosofía —
sostiene— debe darse para expulsar las cosas de la conciencia y establecer
la auténtica relación de esta con el mundo» (Sartre, 1993: 18).

Para ahondar en este asunto, Sartre investigará, como el filósofo del


Dasein, desde el enfoque fenomenológico de Husserl, si bien no tardará en
adaptarlo a su propia versión. En concreto, dará especial relevancia a la
idea de intencionalidad, el hecho de que la conciencia permanezca siempre
volcada hacia algo que no es ella, que sea siempre «conciencia de algo»
que está fuera. Esto descartaría considerar un pensamiento cerrado en sí
mismo, como había hecho Descartes, sino que hay que entender el pensar
como un «verterse», un «deslizarse hacia» el mundo (Arias, 1994: 70). «La

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fenomenología es el estudio de los fenómenos, no de los hechos… Por
fenómeno debe entenderse “lo que se muestra por sí mismo”, aquello cuya
realidad es precisamente la apariencia» (Sartre, 1973: 25).
La realidad se identifica con la apariencia, reside en ella, es inmanen-
te. Cabe, pues, confiar en la capacidad de la conciencia para acceder al
mundo, y no solo a través del conocimiento, sino también de las emocio-
nes y la imaginación. Por lo que respecta a estas últimas, decisivas para la
psicología, no consistirían en meras reacciones de un supuesto yo ante el
mundo, sino funciones o estados con que la conciencia se dirige al mundo
y lo aprehende; en palabras de José María Ortega en el prólogo a El exis-
tencialismo es un humanismo (1984: 21), «la función imaginante no es una
“facultad” de la conciencia, sino la conciencia entera». Aún más: hasta
que la conciencia distingue objetos, el mundo no deja de ser una masa ma-
terial indiferenciada; es la conciencia la que lo moldea y convierte en el
mundo tal como lo conocemos (Cox, 2011: 46).
Sartre señala una importante particularidad acerca del modo en que
actúa esta conciencia en su percepción del mundo. Su carácter intencional
no solo implica que está dirigida a un objeto, sino que además lo hace con
una determinada finalidad: un deseo, una aspiración, un propósito. En ese
desear, a través de la intención, la conciencia proyecta el objeto desde la
carencia actual hacia un futuro que colme lo que falta. En otras palabras:
niega el objeto tal cual es en este momento, lo nihiliza (reduce a nada),
abordándolo desde aquello que no tiene o no es, proyectándolo hacia lo
que está por ser, el reino aún vacío de las infinitas posibilidades. «Esta dis-
tancia nula que lleva el ser en su ser es la nada» (Navarro y Calvo, 1980:
465). De este modo, la conciencia se caracteriza por no residir nunca en el
ser (en el presente), lanzada siempre hacia el no ser (hacia el futuro); en
palabras del autor: «la realidad humana se constituye como un ser que es
lo que no es y que no es lo que es» (Sartre, 1993: 104).

Este rasgo central de la presencia humana en el mundo y de su rela-


ción con él explica que las personas se hallen abocadas a no sentirse nunca
satisfechas, a sentirse siempre impulsadas hacia un mañana que nunca se
realiza del todo. Esa permanente incompletitud, que para Schopenhauer
sintetizaba el marchamo trágico de la existencia, para Sartre implica úni-
camente una dinámica que mantiene en movimiento a las personas y las
convierte en seres en proceso, seres libres precisamente porque están in-
acabados (ver Cox, 2011: 48-49).

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A continuación analizaremos con más detalle, de la mano de Sartre,
la evanescente textura de ese ser vacío que realiza su existencia llenándose
de mundo; posteriormente discutiremos su principal consecuencia para la
vida humana: la libertad.

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2. Ser para sí

La tensión del hombre contemporáneo consiste en el desplazamiento del ser a la nada.


Wilfer Yepes, 2017: 100

El ser (humano) sartriano1 —siguiendo la senda ya abierta por Heideg-


ger— no tiene trascendencia, es un ser inmanente que coincide con su
aparición a la conciencia, «absolutamente indicativo de sí mismo» y sujeto
a una «indeterminación total». Filósofos anteriores como Voltaire o Kant,
aun prescindiendo ya de Dios y de una realidad platónica superior, habían
mantenido «la noción de que las personas poseen una “naturaleza huma-
na”», una esencia que «precede a nuestra existencia individual concreta o
histórica. Sartre cambió todo esto tomando en serio el ateísmo» (Stumpf y
Fieser, 2003: 463)2. La ausencia de Dios, en la rutilante estela de Nietzs-
che y Marx, comporta que el hombre tenga que hacer frente, solitario y
desnudo, a su propia realidad material, sin ningún tipo de justificación o
ley superior.

El Ser

Sartre, distanciándose del Dasein heideggeriano, se interesa particularmen-


te por la experiencia consciente que el ser (humano) tiene de sí mismo en
ese estado de puro arrojo en el mundo, eso que el alemán había llamado
abandono. «Lo que me da dignidad [frente a un objeto como una silla o
una mesa] es la posesión de una vida subjetiva, es decir, que soy algo que
me mueve hacia un futuro y soy consciente de que lo hago» (Ibíd., 463-
464). A diferencia de Heidegger, Sartre no considera al hombre como un
ser cuya característica esencial resida en hallarse abocado a la muerte. El
francés admite que esta es la única certeza, el único horizonte ineludible
de la existencia, pero considera que al «ser» lo único que le concierne es su
propio hecho de ser: la muerte es algo que le sobreviene, algo que se le

1
Aunque en muchos documentos se utiliza el adjetivo «sartreano», optamos aquí por la forma recogida
en el diccionario de la RAE.
2
Original en inglés. Las citas de esta obra son traducción propia.

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impone, que le es ajeno. La tarea del hombre, entonces, es indagar los en-
tresijos de la vida: su reino es de este mundo.
¿Y qué se encuentra en su estar en el mundo, cuáles son los ejes que
rigen su presencia? El hombre se reconoce a sí mismo en forma de con-
ciencia en medio de una masa de entes y sucesos entre los cuales debe
moverse, pero cuya existencia acontece al margen de él, imbuida de ex-
trañeza. Ahí están esa silla, ese árbol, esa calle. No forman parte de mi,
hay un abismo entre ellas y yo, pero mi yo es entre ellas, con ellas, hacia
ellas. El ser no es en abstracto, sino dentro de unas determinadas coorde-
nadas, un contexto espacio-temporal y cultural que lo condiciona y del
cual forma parte. Es un ser en situación. Las situaciones cambian sin cesar:
el ser es la presencia, el fenómeno que se mantiene constante en medio del
devenir.
A pesar de que el hombre es en el mundo, y no puede librarse de esa
continuidad entre él y lo que le rodea, no deja de percibir la brecha de al-
teridad que se interpone entre él y lo otro. Sin duda puede observar el
mundo, incluso puede intervenir impulsado por su voluntad, pero el mun-
do siempre es algo que se le impone, que se le opone, con la viscosa con-
sistencia de su facticidad (su ser tal como es, tal como se presenta de facto).
Ese mundo ajeno, hecho, constituido de objetos y por tanto caracterizado
por la cosidad, que el hombre se encuentra y en medio del cual se encuen-
tra «arrojado» —siguiendo la terminología heideggariana—, ese medio en
el que tiene que abrirse paso, es lo que Sartre llama el ser-en-sí.
El ser-en-sí «es», «está ahí» como podría no estarlo (es contingente), en
«la forma en que es una piedra: simplemente existe» (Ibíd., 466); está lleno
de sí, inerte y opaco. Empieza y acaba en sí mismo. «Es macizo, no tiene
ningún secreto, es plena positividad, no conoce la alteridad puesto que
carece de relación con otro, es indefinidamente él mismo y se agota sién-
dolo» (Arias, 1994: 82).

El hombre, sumergido en el ser-en-sí, no resulta él mismo completa-


mente ajeno a la textura del ser-en-sí. El propio individuo se halla infiltra-
do de ser-en-sí en todo aquello que es al margen de su voluntad y que, por
tanto, la condiciona y la limita: su cuerpo, su lugar en el mundo, y sobre
todo su pasado, esa porción del tiempo monolítica, inaccesible, inamovi-
ble. Podría decirse que hay una parte de mí que no soy yo, o que es un yo
sobre el que no tengo ascendente alguno. Una parte, en cierto modo, tan
extraña y velada como el mundo «exterior». Y cualquiera de mis actos de-
berá contar con ella, partir de ella, arrastrarla y acometerla. Más adelante

13
desarrollaremos esa particular ambigüedad del cuerpo, a caballo entre la
objetividad y la subjetividad, que lo distingue del resto de facetas del ser-
en-sí.

La múltiple dimensión del cuerpo, pasiva y dinámica, nos da pie a


descubrir una nueva región o modalidad del ser. Porque, frente a la facti-
cidad grávida del mundo y de la parte «acabada» de su propio ser, el hom-
bre se caracteriza por ser conciencia y voluntad, es decir, por constituir un
ser inacabado, un ser —ya lo avanzaba Heidegger— abierto a la infinidad
de las posibilidades, lanzado hacia un futuro que deberá componer con
sus propios actos. Porque si el ser-en-sí está constituido por hechos, la
conciencia que escapa al ser-en-sí se desplegará actuando sobre él, rasgan-
do su tejido y atravesándolo. Esta parte activa, creativa, incisiva, del ser
del hombre, es lo que le pertenece genuinamente, es la dimensión en la
que él es propiamente él, abalanzado, vertido sobre el mundo —¿sobre
qué, si no?—, pero desde sí mismo, desarrollando su existencia para sí
mismo. De ahí que Sartre denomine esta dimensión, exclusivamente
humana porque es activa y consciente, el ser-para-sí.
Ser-en-sí y ser-para-sí no son dos tipos de seres, dos realidades disjun-
tas como podían serlo, por ejemplo, el alma y el cuerpo platónico-
cristianos. Son dos modalidades o «regiones» de un único hecho de ser.
Por consiguiente, el paradigma sartriano se desmarca del dualismo tradi-
cional y se atiene a un «monismo de sustancia (materialismo)» (Eshleman,
citado en Lo Feudo, 2022: 44). De hecho, el ser-para-sí surgiría del ser-en-
sí, como una brecha de potencialidad, de creación que contradice la pura
contingencia pasiva de la facticidad. «El para-sí surge [del en-sí] como re-
chazo de su contingencia y como proyecto imposible de fundar su ser; se
manifiesta rompiendo con la opacidad del ser-en-sí y puede ser aprehendi-
do como aquel por quien el ser-en-sí intenta realizarse como ser que es su
propio fundamento» (Rizk, 2005: 141)3.

La Nada

Sartre, según se desprende de lo dicho, localiza un enclave de inflexión en


ese instante íntimo, estrictamente personal, en el que el ser cobra concien-
cia de sí mismo. Ello equivale a asumir, de entrada, la validez primaria de

3
Original en francés. Traducción propia.

14
la subjetividad del cogito cartesiano: «En el punto de partida no puede
haber otra verdad que esta: pienso, luego existo; esta es la verdad absoluta de
la conciencia captándose a sí misma» (Sartre, 1984: 83; cursiva en el origi-
nal).
Sin embargo, como ya apuntamos, la coordenada fundacional de la
conciencia sartriana no coincide exactamente con lo que sugería Descar-
tes: en el momento de hacerse consciente de sí misma, la conciencia no
está pensando, no se dirige a sí misma conociéndose como objeto, como
conocería una mesa o una planta, sino que se capta como experiencia pu-
ra; se halla, según propone Sartre, en un estadio precognitivo o prerreflexi-
vo. «La conciencia es el ser cognoscente en tanto que es y no en tanto que
es conocido. Esto significa que conviene abandonar la primacía del cono-
cimiento si queremos fundar el conocimiento mismo» (1993: 18). Tiene
sentido, entonces, considerar el surgimiento prerreflexivo de la conciencia
como la aparición de un ser «para-sí». El conocimiento solo vendrá des-
pués, cuando la conciencia ya se dirige al mundo, lo observa y reflexiona
acerca de él; se convierte en conciencia reflexiva: «El mundo de las cosas
sólo aparece a la conciencia como un sistema inteligible de cosas separa-
das e interrelacionadas. Sin conciencia, el mundo simplemente existe y,
como tal, carece de significado. La conciencia constituye el significado de
las cosas en el mundo, aunque no constituye su ser.» (Stumpf y Fieser,
2003: 467).
La conciencia prerreflexiva, constituida en ser-para-sí, no es, por
consiguiente, nada en sí misma. No existe como ser-en-sí, ni siquiera con-
tiene una representación de objetos; es «pura posibilidad de ser». Es un
proceso del ser que acapara su contenido y su realización al deslizarse a
través del mundo como por un «plano inclinado», al actuar sobre la mate-
ria prima del ser-en-sí. «El para-sí es la emergencia de la nada en el ser»
(Gordillo, 2009: 20), es una nihilización4 del ser, puesto que el ser-para-sí
está vacío, es una nada, consiste en una mera, inabarcable potencialidad.
Todo en él está ocupado en la trascendencia de sí mismo hacia lo otro,
lanzándose sobre aquello que no es él y transformándolo, «nihilizándolo»
a través de sus proyectos: «El para-sí lucha por completarse trascendién-
dose, eliminando su carencia de ser de la que se hace consciente en su ser
en el mundo» (Ibíd., 21).

4
Nihilizar, que también ha sido expresado con los términos anonadar, anular, hace referencia a la nega-
ción de lo que es tal como es, implícita en un proyecto lanzado hacia lo que no es. El ser-para-sí se niega
a sí mismo para abrirse a la potencialidad, y niega el mundo al intervenir en él.

15
Vemos aquí, en el núcleo mismo de la condición humana, una con-
ciencia de nada, una ausencia que implica la nostalgia dolorosa del ser
perdido, un abalanzarse hacia el mundo en su anhelo de ser. La vida
humana, al ser relegada al lado opuesto al mundo, al lado ausente donde
no es ni puede ser mundo pero tampoco puede dejar de querer serlo, que-
da pues emplazada en una permanente «tensión: del otro lado del mundo,
pero buscando entrar, hacer parte de ese mundo» (Yepes, 2017: 100). De
manera muy gráfica, Sartre caracteriza al hombre como un «ser de aleja-
mientos», dado que «estamos siempre en la distancia, lejos de nosotros, de
lo que somos en el modo negativo. Nuestro ser está en suspenso» (Ibíd.,
101).

En efecto, todo en el para-sí está por realizarse, y es en este sentido


en el que es radicalmente libre, puesto que «nada y libertad son una y la
misma cosa» (Arias, 1994: 96). La conciencia, recordemos a Husserl, es
siempre conciencia de algo, es decir, se limita a llenarse de lo que no es
ella; paralelamente, la existencia consiste en acción, es el proceso a través
del cual el ser —nunca quieto, nunca acabado— recorre el existir, se des-
pliega en él. La trascendencia sartriana no remite a un absoluto que está
más allá del fenómeno, sino que reside en la expansión del fenómeno
mismo: «hay que entenderla en el sentido del transiens, del paso de un lado
a otro, en un contexto fenoménico» (Ibíd., 159). La trascendencia es un
salir de sí hacia fuera, hacia lo otro. Y es desde ese continuo trascenderse,
esa negación o desgarro del ser-en-sí, desde donde se comprende la con-
ciencia como «nada»: «el para-sí no es nada en general sino una negación,
una privación de un ser singular, de este ser ahí. Sartre establece que el pa-
ra-sí sin el en-sí es como una abstracción» (Díaz, 2013: 10). Así pues, «no
es una nada absoluta, es una nada fenomenológica o trascendental, es de-
cir, una nada “definida no en ella misma, sino en su relación con el ser,
caracterizada por la reducción que la despega de él y por la intencionali-
dad que la imbrica en él”» (Gordillo, 2009: 22). En otras palabras: esa na-
da que es la conciencia, al mismo tiempo que se nihiliza al vaciarse de sí
misma, busca llenarse de mundo, de todo lo que no es ella; es una nada
creadora: «La ausencia no se reduce únicamente a tensión de vaciamiento.
También lo es de creación, de auto-creación» (Yepes, 2017: 104).

El ser-para-sí, entonces, consiste en «el retroceso o distanciamiento


fundador que produce el ínfimo desnivel por el cual la nada entra en el
ser» (Sartre, 1993: 690), y como tal se lanza a través del espacio y del

16
tiempo, cincelando incansablemente el monolítico en-sí, y es en ese actuar
donde realiza su esencia: «el hombre se hace, somos una totalidad en mar-
cha, en busca del ser que nos falta» (Arias, 1994: 160). El ser-para-sí es
pues una nada que se vierte en el mundo, un no-ser definido por sus pro-
yectos, que son aspiraciones, deseos, pretensiones, y que, al carecer del
espesor de la realidad, lo requiere sin cesar del en-sí, en un intento siempre
fallido de asimilarse a él, de unificarse con él. «El hombre es fundamen-
talmente deseo de ser, y la existencia de este deseo no tiene que ser estable-
cida por inducción empírica: resulta de una descripción a priori del ser del
para-sí, puesto que el deseo es falta y el para-sí es el ser que es para sí
mismo su propia falta de ser.» (Sartre, 1993: 689).
Al verterse en el mundo a través de sus proyectos, la persona (el para-
sí) se encuentra con la masa, el engrudo indefinido de lo que es (el en-sí).
Lo primero que percibe es la resistencia que ese lodo opone a sus inten-
ciones, y que le enfrenta a los límites de su libertad, pero también le da
una medida de ella. «Mi deseo me arroja en el mundo, y el mundo me lo
devuelve en forma de exigencias, ya no lo reconozco» (Sartre citado en Lo
Feudo, 2022: 34). Al mismo tiempo, es ella, la persona, la que delimita
fronteras y distingue objetos, la que funda significados y establece identi-
dades. Por consiguiente, no lo hace de un modo neutral, sino, precisamen-
te, en función de sus intenciones, diferenciando aquello que se le presenta
como un obstáculo de aquello que le ofrece alguna utilidad o responde a
alguna necesidad. «Sartre concibe que nuestra relación con las cosas es
originariamente de utensilidad (sic): “como soy mis posibilidades, el orden
de los utensilios en el mundo es la imagen proyectada en el en-sí de mis
posibilidades, es decir, de aquello que yo soy”5» (Lo Feudo, 2022: 55).
Una tendencia de la percepción que los psicólogos han llamado atención
selectiva, y que Serrat ironiza en su canción: «El escritor ve lectores, el di-
putado, carnaza; el mosén ve pecadores, y yo veo a esa muchacha»6.
El hecho de que seamos una intención permanentemente proyectada
hacia lo que no es, dota a nuestro ser no-ser de una dimensión temporal
en la que estamos, pero no somos; se trata de otra faceta de la nada del
para-sí. «La presencia en el mundo… es la nihilización radical del ser-en-sí
por un “ser” que se nihiliza rehuyendo su pasado hacia su posibilidad»
(Flajoliet, 2005: 74)7. El tiempo se convierte en paradoja para el ser dispa-
rado hacia el no ser. En efecto: no soy el pasado, puesto que lo niego en
5
Sartre, 1993: 267.
6
Serrat, J. M.: «La bella y el metro», en el álbum Versos en la boca (2002), Ariola Records.
7
Original en francés. Traducción propia.

17
mi huida hacia mi proyecto futuro; no soy el presente, puesto que lo atra-
vieso lanzado hacia el futuro, voy siempre un paso por delante de él; pero
tampoco soy futuro, puesto que aún no lo he alcanzado, puesto que el fu-
turo está hecho, precisamente, de lo que no soy. Si no me constituye mi
pasado, ni mi presente, ni mi futuro, ¿cuál es mi tiempo? Ninguno: soy
una nada.
Una nada que seguirá siendo siempre nada, y aquí reside su drama
—si cabe calificarlo así—, puesto que se vuelca hacia lo que jamás alcan-
zará. En el instante en que el proyecto parece completarse, en el punto en
que el actuar del hombre transforma el mundo, su resultado se convierte,
inmediatamente, en ser-en-sí, y por eso mismo deja de pertenecerle, pasa a
engrosar la masa de otredad del ser-en-sí. El para-sí se pierde a sí mismo al
desembocar en el en-sí, que es, inevitablemente, un terreno vedado para su
propia nada. La conciencia es un proceso imparable, una avalancha, en
vano buscaremos en ella contenidos sólidos y consistentes. «La conciencia
es algo “turbio”, no somos capaces de contemplar nuestros estados de
conciencia. Esos estados no son como las cosas» (Murdoch, 1956: 124).
En otras palabras: el para-sí, en su permanente obrar para conquistar el
ser, se encuentra con que no lo alcanza nunca; llena el mundo de inten-
ciones, pero jamás accede al reino del en-sí, permanece siempre como un
exiliado fuera de este, asediándolo con su bullir de proyectos, eyectado
hacia lo inconcluso. «El ser y la nada están el uno dentro del otro, siendo
el ser infinito ser y la nada correlativa falta infinita de ser… Y así se sacan
el uno y el otro de su inmovilidad y es posible ese constante juego de posi-
ciones variables que es la vida» (Matamoro, 1985: 128). En definitiva,
concluye Sartre, el ser-para-sí «no es lo que es y es lo que no es», y esta
contradicción hace del hombre, mal que le pese, una «pasión inútil».

El cuerpo

El cuerpo, como apuntábamos, muestra una ambivalencia que lo sitúa


entre el para-sí y el en-sí. El dualismo tradicional, desde Platón a Descar-
tes, ha contemplado al ser humano distinguiendo su cuerpo, como sustra-
to mundano, del alma, o esencia inmaterial y trascendente. Sartre se des-
marca de cualquier tipo de dualismo, al considerar que «el hombre no es
un compuesto de dos realidades que pueden ser disociadas, sino una
totalidad, un ser encarnado» (Díaz, 2013: 12). ¿En qué sentido nos consi-
dera seres encarnados?

18
Existimos como cuerpo, y nada más que cuerpo: materia orgánica
individualizada. En el cuerpo acontece el surgimiento del ser-para-sí y se
realiza en tanto que proceso, ya que es en él y por él donde tienen lugar la
conciencia, la sensibilidad y la capacidad de actuar en el mundo. Mejor
dicho: el cuerpo se hace conciencia, luego es en él donde se encarna el ser-
para-sí. Accedo al ser corporeizado en este organismo que está percibien-
do y sintiéndose a sí mismo, experimentándose como vivencia interocep-
tiva y propioceptiva, incrustado en sí mismo como subjetividad. «De la
naturaleza misma del para-sí deriva necesariamente que el para-sí sea
cuerpo, es decir, que su escaparse nihilizador al ser se haga en la forma de
un comprometimiento en el mundo» (Sartre, 1993: 394).
Pero, al mismo tiempo, el cuerpo me convierte en objeto, me hace
formar parte de la masa del ser-en-sí: «ese objeto que el prójimo es para mí
y ese objeto que yo soy para el prójimo se manifiestan como cuerpos.» (Sar-
tre, 1993: 385). En efecto, hay en mí un cuerpo-objeto que puedo conocer
«desde fuera», distanciándome de él y observándolo como en un espejo,
del mismo modo en que lo conocen los demás. De hecho, son precisamen-
te los demás quienes ante todo me lo hacen conocer, son ellos, cuerpos
que interactúan con mi cuerpo, quienes me devuelven la concepción de mi
propio cuerpo como objeto: «La aparición del cuerpo ajeno será, por
tanto, una relación secundaria con el Otro y constituye la dimensión del
cuerpo como ser-para-otro» (Díaz, 2013: 10).
Es a través del cuerpo como me convierto en ser-en-situación. El
cuerpo se define por lo que hace, por las relaciones que establece con «el
aire que respira, el agua que bebe y la carne que come», así que podemos
afirmar que es «una totalidad de relaciones significativas con el mundo»
(Arias, 1994: 122). La cualidad corpórea es la que permite al para-sí con-
cretarse como parte de una situación: «Sartre no solo encarna la concien-
cia nombrando al cuerpo como su contingencia sino que arroja al hombre
a un mundo de situaciones» (Díaz, 2013: 10). «Mi cuerpo es la vez coex-
tensivo al mundo, está expandido íntegramente a través de las cosas, y al
mismo tiempo concentrado en este punto único que ellas todas indican y
que yo soy sin poder conocerlo» (Sartre, 1993: 404).
En conclusión, insistamos, Sartre descarta el viejo dualismo del cuer-
po y el alma, y en este sentido rechaza la idea de «tener» o incluso de «ser»
un cuerpo, concepciones que nos llevarían de regreso a una res cogitans ins-
talada en una res extensa. Más bien «sucedo» mi cuerpo, «existo» esta mate-
ria viva que me convierte en presencia y actividad para-sí, y que al mismo
tiempo, al estar inmersa entre el resto de la materia, hace de mí un objeto

19
entre objetos, me objetiva, me fija como ser-en-sí. «La facticidad del para-
sí, es decir, el en-sí del para-sí, es lo que entiende Sartre como cuerpo. Por
lo tanto, podría definirse al cuerpo como la forma contingente que la necesi-
dad de mi contingencia toma» (Díaz, 2013: 3; cursivas en el original).

Contingencia, absurdo y náusea

En un universo desprovisto de trascendencia, el ser, decíamos, resulta con-


tingente. La contingencia es lo contrario de la necesidad: es lo que sucede
accidentalmente, sin motivo; lo que podía no haber siquiera sucedido, sin
que eso cambie nada en la sustancia del universo. Es el mero estar por es-
tar: haber sido arrojado a la existencia y serlo del mismo modo a la muerte
sin que haya justificación para una cosa ni para la otra. «Todo lo que exis-
te nace sin razón, se prolonga por debilidad y muere por casualidad.» (Sar-
tre, 1983: 170). Esta contingencia brutal de la existencia implica que resul-
ta superflua, fútil, carente de propósito; en una palabra: absurda. «Soy li-
bre para nada», se lamenta Mathieu en Los caminos de la libertad (citado en
Murdoch, 1956: 82).
Según Sartre, cuando el ser humano cobra conciencia de ese carácter
contingente y absurdo de su existencia, es de esperar que reaccione inva-
dido por una sensación que denomina náusea. El autor la describe con su
habitual viveza en la novela homónima: «Existir es estar ahí, simplemen-
te… Ningún ser necesario puede explicar la existencia: la contingencia no
es una máscara, una apariencia que puede disiparse; es lo absoluto, y en
consecuencia, la gratuidad perfecta. Todo es gratuito: ese jardín, esta ciu-
dad, yo mismo. Cuando uno llega a comprenderlo, se le revuelve el estó-
mago y todo empieza a flotar… eso es la Náusea.» (Ibíd., 167).
La náusea, pues, vendría a ser el vértigo que se experimenta cuando
se descubre que la existencia es un acontecimiento plano, traslúcido, escu-
rridizo, sin consistencia ni profundidad; el asco de una vida sin relieve ni
brújula, llena de ruido y furia que no van a ninguna parte. Es un senti-
miento inapelable, inconsolable, del que no cabe reponerse; solo se puede
afrontar y aceptar, y procurar vivir con él, en esa actitud de renuncia cons-
ciente al sentido y a la esperanza que se ha llamado nihilismo.

El nihilista radical puede, abatido en el légamo del sinsentido, recha-


zar la futilidad de la existencia hasta el punto del suicidio, o bien afrontar
ese vacío con entereza, incluso con entusiasmo, plantando los pies en la

20
única patria que siempre le quedará al hombre después de perderlo todo:
él mismo, su propio instinto vital, su propia voluntad de perdurar y me-
drar. El representante por antonomasia de esta última postura fue Frie-
drich Nietzsche8.
Algo de esa actitud de resistencia lúcida frente al sinsentido puede
rastrearse en casi todos los filósofos posteriores a Nietzsche, y los existen-
cialistas, a pesar de sus angustias y sus veleidades pesimistas, no son una
excepción. Antes de su compromiso político de madurez, Sartre, como el
filósofo del Superhombre, encontrará en la libertad radical de un hombre
sin Dios la oportunidad de concebir un nuevo conjunto de valores y signi-
ficados basados en el propio hombre, en su destino autónomo y solitario,
artífice de sí mismo. Cierto que para ello deberá sobreponerse a esa deses-
peración, esa náusea, que le abrumó de entrada y quizá llegó a inmovili-
zarlo en una indiferencia amarga; en esa coyuntura aún tenía esperanza,
aún reclamaba respuestas, aún se esforzaba por creer. Hay que renunciar
del todo, mirar de cara al destino con una carcajada, apropiarse del vacío
como de un hogar o un reino.
También Albert Camus, contemporáneo de Sartre, en su conocida
obra El mito de Sísifo, interrogará al hombre encarado al absurdo de su
existencia: «Lo absurdo nace de esta confrontación entre el llamamiento
humano y el silencio irrazonable del mundo» (1988: 44). Rechaza la im-
postura de Kierkegaard y otros al restituir la trascendencia, y se pregunta
si es posible «vivir sin apelación». Su propuesta es asumir el vacío metafí-
sico con entereza, sustituyendo la desesperación por rebelión: «Esta rebe-
lión es la seguridad de un destino aplastante, menos la resignación que
debería acompañarla» (Ibíd., 75). Y, como Sartre, acaba desembocando en
la libertad: «Si lo absurdo aniquila todas mis probabilidades de libertad
eterna, me devuelve y exalta, por el contrario, mi libertad de acción».
(Ibíd., 77). Contingencia, absurdo y libertad forman un continuo inextri-
cable, e inspiran esa sensación de angustia, de carencia al tiempo que ex-
ceso, de insuficiencia al tiempo que desbordamiento, que es la náusea.

La muerte

En todo este panorama del ser aún nos falta un elemento crucial: la muer-
te. ¿Acaso no es la conciencia de la propia finitud la principal fuente de
8
Se encontrarán minuciosos análisis de la decisiva huella de Nietzsche en Sartre en los artículos de
Eduardo Bello (2005) y Christine Daigle (2009).

21
angustia para el ser? ¿No es la espada de Damocles que reafirma más con-
tundentemente la contingencia de nuestro existir, envolviéndolo en un
fondo permanente de tensión y desasosiego? Pensamos, por ejemplo, en
el desgarro de Unamuno, en su aferramiento desesperado al ser que se
niega a ser negado y dislocado de sí mismo, obligado a disolverse en el no
ser definitivo. O en la reflexión más flemática, aunque no menos estreme-
cedora, de Heidegger, considerando al hombre un ser «para-la-muerte»
precisamente porque el final es el horizonte ineludible al que están aboca-
das todas sus posibilidades, y donde todas ellas se despeñan en el no ser.
Sartre les dará una vuelta a estas apreciaciones, y lo hará precisamen-
te empezando por una crítica del enfoque de Heidegger. Este consagra a la
muerte como asunto del ser, de hecho el asunto central y definitorio del
ser, en tanto que única experiencia segura que cerrará su condición inaca-
bada y suprimirá la conciencia. Sartre, en cambio, la extrae del ámbito del
sujeto, del ser-para-sí clausurado por ella, y la remite a la pura facticidad
del ser-en-sí, que le afecta pero no le pertenece como algo propio; particu-
larmente, «mi» muerte como hecho se sitúa en esa mirada del otro que
será la única que, ya en mi ausencia, culminará mi cosificación definitiva.
La muerte no concierne al para-sí. Vale la pena profundizar en el desarro-
llo de este argumento, al que el pensador dedicará varias páginas de El ser
y la nada, y que además nos aclara muchas implicaciones de las dimensio-
nes del en-sí y el para-sí. Más adelante nos detendremos a considerar sus
derivaciones éticas.

Tradicionalmente se ha adherido la muerte a la vida, formando parte


de ella como su etapa conclusiva, la región fronteriza de lo humano en la
que la persona se asoma (y, para muchas creencias, transita) a lo no
humano. La modernidad, aun negando la trascendencia, mantiene a la
muerte como estadio y límite de la vida, aunque renuncia a verla como
una transición o un contacto: simplemente, prescinde del más allá y reclu-
ye a la vida en su territorio exclusivo; la muerte sería aquí un mero «acor-
de final», donde termina todo lo que atañe al hombre. «A Heidegger esta-
ba reservado dar forma filosófica a esta humanización de la muerte» (Sartre,
1993: 651; las cursivas son nuestras). En efecto, «la muerte se ha converti-
do en la posibilidad propia del Dasein; el ser de la realidad-humana se de-
fine como Sein zum Tode [ser-para-la-muerte]» (Ibíd., 651). Dicho de otro
modo: el sentido de la vida se resume en la muerte, esa posibilidad certera
en la que se cerrará la secuencia de todas las posibilidades.

22
Pero precisamente el carácter obligado y al mismo tiempo imprevisi-
ble en sus detalles concretos (cuándo, cómo sucederá), el carácter de suce-
so que no elegimos sino que nos pasa, nos es impuesto, es lo que induce a
Sartre a considerar que la muerte no pertenece a la vida; no impregna de
significación a la vida, sino que la priva de todo sentido, es un aconteci-
miento absurdo. Lo que no podemos elegir —y aquí da igual si se debe a
causas o a azares— no nos pertenece, no es una posibilidad sino una nihi-
lización de las propias posibilidades, porque nuestra condición es elegir.
«Precisamente porque el para-sí es el ser… que reclama siempre un des-
pués, no hay lugar alguno para la muerte en el ser que él es para-sí» (Ibíd.,
660).

Tendríamos, pues, que la muerte no pertenece en absoluto a la vida,


es una retirada de vida, de posibilidad, de sentido: un absurdo rigurosa-
mente ajeno al existir. Pero en esa caída directa del para-sí en el en-sí, cu-
riosamente, se interpone de pronto un intruso, que es el Otro. Avanzamos
aquí algunas cuestiones sobre el tema del ser-para-otro, que trataremos
con detalle en un epígrafe posterior.
¿Cómo es posible que el otro pueda inmiscuirse, de repente, en el en-
tramado mismo de mi ser, que solo a mí me pertenece y que en principio
resulta inaccesible a nadie que no sea yo? Pues justamente a través de la
muerte, que me arrebata la soberanía sobre mi ser y la deja a merced del
arbitrio ajeno, que en ausencia del mío decidirá sobre mí, en forma de re-
cuerdo o de olvido. «La característica de una vida muerta es ser una vida
de que se hace custodio el Otro» (Sartre, 1993: 661). Un muerto está anu-
lado por completo para sí mismo, pero no para los demás, que aún tienen
oportunidad de entrometerse en su en-sí y malearlo según su propia liber-
tad. «Desde este punto de vista, aparece claramente la diferencia entre la
vida y la muerte: la vida decide acerca de su propio sentido, porque está
siempre en aplazamiento y posee, por esencia, un poder de autocrítica y
autometamorfosis que la hace definirse como un “aún no”... La vida
muerta tampoco cesa de cambiar, pero no se hace, sino que es hecha»
(Ibíd., 663). Dicho de otro modo: el fallecido pierde su condición subjetiva
(el para-sí), para convertirse en un objeto (en-sí) que los otros moldean
según su propia subjetividad (su para-sí).
No somos, pues, como había postulado Heidegger, seres-para-la-
muerte, pues la muerte no forma parte de nuestras posibilidades, no es ella
misma una posibilidad, sino que las cierra y nos las arrebata todas, convir-
tiéndonos en un nuevo conjunto de posibles, sí, pero que ya no son nues-

23
tros, forman parte de la infinidad de posibles de los vivos con respecto a
nuestra ausencia. «Hay, pues, un innegable y fundamental carácter de
hecho, es decir, una contingencia radical, en la muerte como en la existen-
cia del prójimo» (Ibíd., 666). La muerte, mi muerte, por lo que a mí res-
pecta, forma parte de la masa grumosa, ajena, opaca, de la monstruosa
facticidad.

24
3. La libertad

Se es libre porque no se es suficientemente. J. A. Arias, 1994: 97

Una visión tan desabrida del ser podría considerarse premisa de un dia-
gnóstico pesimista de la existencia humana, al estilo del que ya había pos-
tulado Schopenhauer. Privado de trascendencia y del paraguas de Dios,
precipitado en un mundo extraño donde no puede hallar asilo ni realiza-
ción, el hombre se nos antoja un ser desnudo y desamparado, hambriento
de un sentido inalcanzable; en definitiva, como también concluirá Camus,
relegado al absurdo. Sin embargo, Sartre encuentra en esta misma indefi-
nición, esta precariedad obligada e irremediable, una oportunidad del
hombre para la grandeza y la dignidad. Ese ser inconcluso, arrojado al
mundo y cernido sobre él, se encuentra en su condición inacabada el ex-
clusivo rasgo de su libertad. «La cuestión es entonces averiguar qué debe
ser el hombre en su ser para que por él la nada advenga al ser. La respues-
ta reside en la libertad» (Barbaras, 2005: 118-119)9.
Sartre, como Nietzsche, no busca como objetivo prioritario la salva-
ción del ser humano a toda costa, sino su autenticidad, es decir, el afron-
tamiento lúcido y consecuente de la realidad que le concierne. Ambos par-
ten, así, de la renuncia a la ilusión de trascendencia, la “muerte de Dios” y
la rotunda finitud de la existencia humana. Y ambos, a su vez, conciben
un sentido de la vida ceñido sin evasivas a su fugacidad y a su soledad
frente a un mundo carente de valores prefijados. Se trata, en esencia, de
liberarse de los valores tradicionales, de los moralismos de cualquier espe-
cie que confunden y someten al hombre a puras quimeras, interesadas o
meramente temerosas. La ley elemental de la vida del hombre se halla en
sí mismo, y es a él a quien corresponde estipularla y cumplirla. Para
Nietzsche, y aquí es donde ambos pensadores divergen radicalmente, la
realización del hombre auténtico reside en la asunción activa de lo que es
por naturaleza, sus instintos, su condición de magnífico animal, la emanci-
pación autoafirmativa del Superhombre que realiza sin cortapisas su volun-
tad de poder y glorifica la vida tal como es. Sartre, por su parte, se remite

9
Original en francés. Traducción propia.

25
a constatar que todo proyecto del hombre empieza por la asunción de su
libertad; rechaza, por consiguiente, la existencia de una naturaleza intrín-
seca que delimite al hombre de antemano, y no contempla ni como metá-
fora la posibilidad de un eterno retorno. «Mientras que para el autor de
Humano, demasiado humano, la libertad es un error, para Sartre es lo que
constituye al hombre como tal» (Bello, 2005: 58).

Pero, ¿de qué libertad habla el filósofo de El Ser y la Nada? ¿En qué
sentido es libre esa persona arrojada al universo sin plan y sin meta? Co-
mo hemos visto, el para-sí, al consistir en una nada en constante proyec-
ción sobre el mundo, absolutamente contingente, se encuentra en un con-
tinuo rehacerse en el que no tienen cabida una naturaleza o un destino
prefijados. Su nada ontológica le obliga a «hacerse en vez de ser», o, si se
prefiere, a «hacerse para ser». Se sigue entonces que el ser humano, conti-
nuamente abocado hacia fuera y hacia el porvenir que le interpelan, no
puede eludir la tesitura de estar constantemente eligiendo qué hacer para
hacerse: está «condenado a la libertad». Una libertad que, recordémoslo,
emana de una negatividad: la nihilización del ser-en-sí, proyectándolo
desde lo que es hacia lo que no es. «Sartre identifica la libertad fundamen-
talmente con una posibilidad permanente, propia del ser humano, de nihi-
lizar lo dado» (Lo Feudo, 2022: 46); en otras palabras: «la libertad opera
negativamente sobre un campo infinito en el cual inscribe diferencias y
sentidos, que la van realizando, pero también la van sometiendo a sus rea-
lizaciones» (Matamoro, 1985: 122). Una libertad, en definitiva, tan des-
tructora como creadora, o mejor, destructora en la medida en que es crea-
dora.
Esta falta original de ser, que va llenándose a medida que es, Sartre la
condensa en su conocida fórmula: «la existencia precede a la esencia», que
equivale a afirmar: nada está predeterminado, todo está por hacer; el indi-
viduo decide hacia dónde orienta cada paso, abriendo la vía por la que
dará el paso siguiente, y así en una sucesión que es la que escribe su vida,
«haciendo camino al andar», como dijo Antonio Machado. «No hay natu-
raleza humana, porque no hay Dios para concebirla… El hombre no es
otra cosa que lo que él se hace» (Sartre, 1984: 60).

26
La libertad de Segismundo

La perspectiva de Sartre es incompatible, obviamente, con cualquier pos-


tura determinista. El determinismo afirma que los sucesos del mundo
acontecen de un modo necesario, como consecuencia de una concatena-
ción de causas y efectos. Un determinista desprecia la voluntad10 y niega
absolutamente la libertad: el hombre está rigurosamente condicionado por
las leyes y los sucesos, por la herencia genética y la educación, por las
normas sociales y la historia, incluida la suya propia, y todo lo que decide
es consecuencia de fuerzas que lo anteceden y deciden por él. El hombre,
como Segismundo en La vida es sueño de Calderón11, vive encadenado, y su
sensación de elegir no es más que una ilusión, un sueño.
Sin embargo, objetaría Sartre, incluso dentro de su sueño, incluso
dentro de su prisión, Segismundo no es un autómata puramente pasivo:
elige constantemente. El mundo impone sus muros, pero no tiene ningún
poder sobre el corazón; en el microcosmos de su celda, Segismundo sigue
siendo soberano. Puede escoger, por ejemplo, entre comer o morir, entre
mirar a través de los barrotes de la ventana o echarse en el jergón a dormi-
tar. Observado más sutilmente, incluso puede elegir, hasta cierto punto,
cómo situarse ante sus pensamientos: reconcomerse de desesperación
(«Apurar, cielos, pretendo…»), o bien soñar nostálgicamente con el mun-
do que continúa allá fuera (como aquel reo del Romancero: «Por mayo
era, por mayo…»), dedicarse a la cría de pájaros (como Burt Lancaster en
la película El hombre de Alcatraz, de John Frankenheimer), escribir una
obra de arte (como Cervantes en su celda)… El propio Sartre se las arregló
para estudiar a Heidegger en un campo de prisioneros nazi, que no sería
Auschwitz, pero tampoco precisamente un balneario.
Las elecciones de Segismundo, por supuesto, no son arbitrarias ni
aleatorias: están siempre sesgadas por una motivación12, o al menos por
un impulso emocional, y ni de este ni de aquella es el individuo dueño ab-
soluto. Nadie podría negar que el hombre es un ser cercado por inconta-
bles limitaciones, condicionamientos y precedentes. En última instancia

10
Se discute que la voluntad forme parte de la libertad del para-sí, hablando de una libertad «involunta-
ria». (Ver, por ejemplo, el capítulo «Une liberté infinie?», de Philippe Cabestan, en Barbaras, 2005:
30ss.). Aquí solo sabemos entenderlo en el sentido de que el para-sí es libre lo quiera o no, es decir, al
margen de su voluntad; pero parece innegable que la voluntad intervendrá en sus elecciones concretas,
su libertad «en situación».
11
Ver bibliografía.
12
No precisaremos la sutil distinción que hace Sartre entre motivos y móviles, tema que excedería las
pretensiones de este ensayo.

27
—y sin entrar en las recientes teorías de la incertidumbre y del caos—,
podría contemplarse la posibilidad de que hasta el más mínimo aconteci-
miento obedezca a una constelación de causas que, aunque no podemos
captar debido a su extrema complejidad, determina implacablemente cada
detalle de lo que sucede. En definitiva, podríamos considerar que el desti-
no de Segismundo no fuese por completo contingente, sino quizá necesa-
rio y en cualquier caso ajeno a su voluntad, incluso en sus aparentes elec-
ciones.
Aun entonces, argumenta Sartre, Segismundo debería hacerse cargo
del cometido de elegir. No olvidemos que Segismundo es un ser-para-sí,
vacío de sí mismo en cuanto está volcado sobre el mundo (vale decir, so-
bre el ser-en-sí, cuya dinámica sí está sometida al determinismo). Por
atrapado que se halle en la telaraña del universo, por más que le cerquen
muros y barrotes, se percibe a sí mismo solo y exento frente al plato de
sopa que humea encima de la mesa, y es él —lo que íntimamente siente
como él— quien tiene que decidir comerlo, prolongando su insoportable
calvario, o rechazarlo, abandonándose de una vez a una muerte que le
ponga fin. Y no solo sigue teniendo la posibilidad de decidir: no puede
dejar de hacerlo. Desde el momento en que le trajeron algo de comer y él
podría negarse, Segismundo está condenado a ser libre y a hacerse cargo
de esa libertad, y es esa condena sin causa ni redención la que recae sobre
él, tan implacable como aquella otra que lo mantiene recluido en su encie-
rro.

Es importante matizar bien de qué libertad estamos hablando. Se-


gismundo no puede elegir escapar de su mazmorra: las fuerzas que se
oponen a ello exceden a las suyas. En cada movimiento siente la compac-
ta presión de las argollas que lo sujetan, el peso del hierro, el macizo espe-
sor de la puerta imbatible, la certeza de los centinelas que aguardan al otro
lado. Es la aplastante hegemonía del ser-en-sí. Nuestro desolado reo quizá
ni siquiera pueda evitar querer escapar: su naturaleza le llama constante-
mente a la libertad —«¿Qué ley, justicia o razón negar a los hombres sa-
be…?»—; pero se trata de una libertad fáctica, una libertad en-sí, como
fáctico es también el instinto que lo decanta hacia ella, influyendo en sus
deseos. Es una libertad que podríamos calificar de instrumental, pues ata-
ñe a la capacidad de acción, de intervenir en el mundo, transformándolo
en función de la propia voluntad. Esa libertad, que podría asimilarse a la
idea de poder, es la que el propio mundo limita con su facticidad en-sí, es

28
la que nos es continuamente cercenada y le ha sido arrebatada cruelmente
al prisionero.
¿Qué libertad le queda, entonces? Segismundo siempre puede decidir
alinearse o no con su voluntad, asumirla, hacer el gesto de levantarse,
afirmar una vez más, por inútil que resulte, su deseo de ser fácticamente
libre, maldecir el universo que lo ha recluido, elevar su grito de angustia:
«¡Ay, mísero de mí! ¡Ay, infelice!». Es en ese punto, en el que su voluntad
orientada hacia fuera se asume conscientemente y se afirma a sí misma,
donde el reo encuentra su libertad íntima, inalienable, inexcusable. Su li-
bertad ontológica. Nos encontramos, pues, con que la libertad, en tanto
que tensión permanente entre el para-sí y el en-sí, ni se crea ni se destruye,
simplemente cambia de formas, resignificando una y otra vez los objetos
en calidad de obstáculos o utensilios, y volviendo a elegir en cada nueva
situación, una y otra vez. «“Ser libre” no significa “obtener lo que se ha
querido” sino “determinarse a querer (en el sentido lato de elegir) por sí
mismo”. En otros términos, el éxito no importa en absoluto a la libertad”
(Sartre, 1993: 595).

Pero no nos confundamos: la libertad existencial no tendría ninguna


entidad si no se tradujera en acto, o al menos en gesto, en actitud. Una
elección que se limitara a ejercicio mental no pasaría de ser una fantasía,
una intención sin contenido. El ser se orienta hacia el mundo para incidir
sobre él, para transformarlo, o más bien para crearlo, al tiempo que se crea
a sí mismo, ya que es en esa intervención donde el ser se realiza, donde el
ser es. «La acción es el eje de la relación práctica entre la conciencia y las
cosas, y el modo en que, desde el inicio, Sartre enraíza la libertad en el
mundo» (Lo Feudo, 2022: 43). La acción es intencional, lo cual, como
sabemos implica una negación de la realidad tal como es en dirección a
algo que aún no es, en un ejercicio de nihilización.
Claro que la persona no puede elegir cualquier cosa, claro que no
puede ser cualquier cosa, siempre estará constreñida por la facticidad y
tendrá que oponerse a ella, o más bien vencer su oposición. De hecho, la
libertad, para ejercerse como tal, necesita esa facticidad que se le resiste.
Como escribe Simone de Beauvoir, retomando una imagen ya propuesta
por Kant, «la resistencia de la cosa sostiene la acción del hombre como el
aire sostiene el vuelo de la paloma» (citado en Cox, 2011: 71). Segismun-
do quiere levantarse al ver abrirse la puerta, pero le faltan fuerzas y per-
manece en el camastro. Aun no logrando su objetivo, la libertad de elec-
ción se ha realizado, pues hay decisión y hay acto, sea el que sea. El mun-

29
do, en tanto que en-sí, es el medio que posibilita el despliegue del para-sí,
pero por lo mismo es también su permanente entorpecimiento.
Y hay otro límite para la libertad: no se puede decidir todo a la vez.
Decidir implica escoger una posibilidad y descartar todas las otras. Elegir
incluye una afirmación y una negación (o más bien infinitas negaciones).
Segismundo no puede optar por vivir y morir a la vez. «No solo no puedo
elegir elegir, sino que además no tengo derecho más que a una única op-
ción» (Cabestan, 2005: 40)13.

De todos modos, eso no cambia nada; solo emplaza al individuo en


el compromiso de tener que volver a decidir, únicamente se avanza un
paso más en la imparable cadena de decisiones. Es inevitable hacer algo
con lo elegido; aunque sea traicionarlo. No siempre podemos hacer lo que
queremos ni como lo queremos, pero siempre podemos tomar partido al
respecto. En definitiva, la tarea de Segismundo será ahora precisamente
esa, abrirse paso por el mundo y, ciñéndose a sus limitaciones, actuar, es
decir, seguir eligiendo. La libertad es inagotable y agotadora. Eso puede
volverla desesperante, hasta el punto de que optemos por negarla o disfra-
zarla, lo cual, lógicamente, es también una elección. El hombre no solo
sufre la libertad como consecuencia de su condición, sino que se ve em-
plazado a asumirla lúcidamente, a defenderla de sus propias tentaciones
de traicionarla: «La libertad es tanto la inestabilidad de la conciencia mo-
mentánea como la anulación disciplinada de la ilusión» (Murdoch, 1956:
108).

La mala fe

La libertad da miedo, como desarrollaría con gran perspicacia Eric Fromm


en su conocida obra14. No hace falta que nos lo digan: quién no ha expe-
rimentado esa zozobra de tener que elegir, ignorándolo casi todo: lo que
nos ha traído hasta aquí, adónde nos llevará cada opción, qué es realmen-
te lo que queremos, a qué responsabilidades tendremos que hacer frente
como consecuencia de nuestras decisiones…
Sartre, con su conspicua agudeza metafórica, ilustra muy gráficamen-
te este vértigo ante la libertad. Ninguna situación mejor para emplazarlo
que la aproximación a un precipicio. ¿Por qué siento miedo al asomarme
13
Original en francés. Traducción propia.
14
Fromm, E. (2004). El miedo a la libertad. Barcelona: Paidós Ibérica.

30
al vacío? Tal vez tema el accidente de un resbalón, pero lo que realmente
me angustia es descubrir que podría ser yo quien decidiera arrojarme. Na-
da me lo impide: soy libre, y resulta que esa libertad, en esta situación, se
me presenta como una amenaza. Cada elección de nuestra vida, podemos
concluir con el autor, nos asoma a un pavoroso precipicio.
La continua, ineludible tarea de escoger nos abruma y nos cansa, nos
emplaza en un estado de tensión permanente con la existencia. Deambu-
lamos perdidos en un existir sin referencias que va cobrando forma a me-
dida que lo recorremos. «Nuestra sensación de abandono es una curiosa
consecuencia del hecho de que todo está realmente permitido y, como
consecuencia, estamos desamparados, porque no podemos encontrar nada
en lo que podamos confiar, ni dentro ni fuera de nosotros mismos»
(Stumpf y Fieser, 2003: 464-465). No es extraño que algo en nosotros pre-
fiera eludirla, encontrar un modo de escabullirse de ella, entregándose a
un rendido desmoronamiento en la facticidad que nos permita evitar invo-
lucrarnos. Pero ese estado de indolencia no está a nuestro alcance: nos
guste o no, somos seres-para-sí. Aunque eso no quita que a menudo
echemos mano de argucias para escurrir el bulto.

Pongamos que, finalmente, Segismundo se ha comido el plato de so-


pa. Ha decidido vivir. En la obra de Calderón, nuestro prisionero había
sido encadenado por su propio padre, el rey, debido a una profecía que
aseguraba que este sería derrotado y humillado por aquel. Segismundo es
liberado provisionalmente para ponerlo a prueba, pero su comportamiento
colérico y brutal persuade a su padre de confinarlo de vuelta, haciéndole
creer que su efímera libertad ha sido un sueño. Pero las cosas han cambia-
do: el pueblo ha tenido noticia del legítimo heredero, y una facción se re-
bela para rescatarlo definitivamente; acaudilladas por este, las huestes se
enfrentan al rey y lo derrotan. La profecía se ha cumplido, los hilos invisi-
bles del destino parecen manejar la ingenua ilusión de libertad de los mor-
tales. Sin embargo, de repente lo inesperado trastoca lo que se creía fatal:
contra todo pronóstico, Segismundo se postra a los pies de su padre, el
cual le perdona y le cede el trono.
En la secuencia de los sucesos, cada episodio puede resultar decisivo.
Volvamos al dilema ante el plato de sopa. La decisión de vivir, de no ce-
jar, cuando todo inclinaba a ello, acaba convirtiendo en rey a Segismun-
do. Remontando la trama en perspectiva, comprendemos que si se hubiese
rendido, si hubiera decidido suicidarse, nada de ello habría sucedido. Su
libertad existencial se expresó en una decisión que le abrió las puertas a

31
nuevas decisiones, anudando la cadena de acontecimientos que le llevaron
al trono. Podría haber concluido en otro resultado, por supuesto, ninguna
acción funda un determinismo, pero lo que es seguro es que allanó el ca-
mino de la posibilidad. Segismundo fue responsable de vivir, como lo ser-
ía, cuando se le concedió la libertad por un día, de matar a un criado, o
cuando más tarde luchó y se reconcilió con su padre.
Pero imaginemos que un día, ya viejo, Segismundo rememora aque-
lla vez en que tuvo que optar entre vivir o morir. En retrospectiva, siente
el vértigo de las consecuencias de aquella decisión: todo habría sido distin-
to, de haber elegido dejar de comer. También siente una comezón de re-
mordimiento por haberse comportado de forma tan violenta la primera
ocasión en que fue liberado. Entonces cae en la cuenta de que había una
profecía, y se tranquiliza convenciéndose, como de hecho le repetían to-
dos, que no hizo más que cumplir su destino. Se convence de que en rea-
lidad no fue él quien eligió: todo estaba escrito.
Y no solo eso. En más de una ocasión, a lo largo de la obra, se expli-
ca la reacción violenta de Segismundo por haberse criado salvaje, entre
fieras y peñascos. Se diría, incluso, que el protagonista se debate recla-
mando su libertad contra un entorno que obstinadamente se la niega, sea
por la ascendencia del hado, sea por la de su crianza. Esto lo excusa a la
vez que lo condena, y en cualquier caso le escatima su humanidad, como
vemos en estas palabras de Rosaura:

Mas, ¿qué ha de hacer un hombre


que no tiene de humano más que el nombre,
atrevido, inhumano,
cruel, soberbio, bárbaro y tirano,
nacido entre las fieras?15

El propio Segismundo, ante tanta insistencia, acaba por asumir ese


imperativo de su naturaleza que todos le atribuyen:

Pero ya informado estoy


de quién soy, y sé que soy
un compuesto de hombre y fiera.16

15
Jornada segunda, escena octava.
16
Jornada segunda, escena sexta.

32
Esta operación mental que disfraza la libertad atribuyendo nuestras
decisiones a fuerzas que las controlan es lo que Sartre denomina mala fe.
«Todo hombre que se refugia detrás de la excusa de sus pasiones, todo
hombre que inventa un determinismo, es un hombre de mala fe» (Sartre,
1998: 92). Segismundo también podría eximirse del asesinato del criado al
amparo de los hados; con ello se libraría de asumir la responsabilidad por
su crimen: lo maté porque así tenía que ser; yo no actuaba más que como
un instrumento del destino. Está formulando como necesario un obrar
contingente del que su decisión fue responsable; está «jugando a ser una
cosa que en realidad no es» (Arias, 1994: 103). «El acto primero de mala fe
se lleva a cabo para huir de aquello que no se puede huir, es decir, de lo
que se es» (Ibíd., 104). Segismundo estaría haciendo trampa ante los de-
más, pero sobre todo ante sí mismo.

El concepto de «mala fe» parece teñir la filosofía de Sartre de un cier-


to moralismo. ¿Por qué censurarla de antemano con ese calificativo de
«mala»? ¿No era suficiente enfrentar al hombre a la ardua tarea de su liber-
tad? ¿Había que censurarle, además, el subterfugio humano, demasiado
humano, de escabullirse de la responsabilidad que conlleva, como haría
un sacerdote cristiano invocando el libre albedrío para atizar el sentimien-
to de culpa?
Sin embargo, la responsabilidad a la que se refiere Sartre no tiene na-
da que ver con el pecado ni con la culpa. Alude a la autenticidad del indi-
viduo, su congruencia consigo mismo. Si hay algo «malo» en ella no es
por sus consecuencias, ni en nombre de ningún principio universal que la
condene de antemano; lo relevante aquí es la traición a uno mismo. Esa
inconsistencia parece emparentada con el concepto de responsabilidad que
introduce Nietzsche, quien la contempla como el ineludible corolario del
hombre dueño de su destino: «la responsabilidad, la conciencia de esta
extraña libertad, de este poder sobre sí y sobre el destino, que se ha graba-
do en él hasta lo más profundo, convirtiéndose en su instinto dominan-
te»17. Declinar la responsabilidad equivale a negar ese «poder sobre sí y
sobre el destino».
Dicho de otro modo: la apelación a la autenticidad de Sartre es otro
modo de reafirmar la genuina libertad del para-sí; reconocerse responsable
no es más que una manera de mantenerse consecuente con esa libertad, de
asumirla como propia y afrontarla sin componendas. Desde el momento

17
Nietzsche, F. (2005) La genealogía de la moral. Madrid: Edimat. Pág. 90

33
en que achaco la responsabilidad de mis elecciones a lo que no soy yo —
se trate de una fuerza, un gen, un curso histórico o una norma social—
estoy eludiendo mi libertad radical y mi jurisdicción sobre sus consecuen-
cias. Cierto que no puedo ser el artífice de todo lo que me sucede: las cir-
cunstancias pertenecen al mundo, son el mundo tal como se me impone
con su «viscosa facticidad»; forman el ahí del ser-ahí. Sin embargo, yo las
he convocado con mis elecciones, y a mí me corresponde lo que haga al
respecto: el hombre es lo que hace con lo que hicieron de él, arguye Sartre.
La situación es el punto de encuentro entre la libertad y la facticidad: «La
situación sartriana es siempre un producto de la acción y del proyecto que
la definen… El yo y el no-yo se tocan e interpenetran, lo subjetivo se obje-
tiviza y lo objetivo se subjetiviza» (Matamoro, 1985: 124). La mala fe es,
pues, un autoengaño (Zamora, 2005: 128), una traición no solo a la verdad
como dudosa abstracción, sino ante todo a la verdad del propio individuo,
al acceso de uno a su sí mismo. Segismundo tiene que enfrentarse a su au-
tenticidad, sin excusas.
Y no solo son equívocas las componendas que justifican a nuestro fa-
vor lo que hemos hecho, sino también aquellas con las que pretendemos
dar razón de lo que no hemos hecho, achacándolo a las dificultades que
nos lo han obstaculizado. La realidad, nuestra realidad, se ciñe a lo que
efectivamente hemos logrado hacer, y al lugar donde eso nos ha llevado:
la nostalgia o el lamento por las posibilidades perdidas nos aleja de lo úni-
co existente, que es el presente tal como ha sido conformado por nuestra
acción en el mundo, y nos sume en una huida fantástica que equivale a la
mala fe: «Para el existencialismo, no hay otro amor que el que se constru-
ye, no hay otra posibilidad de amor que la que se manifiesta en el amor;
no hay otro genio que el que se manifiesta en las obras de arte» (Sartre,
1984: 79).
Así lo asume Segismundo cuando, al final de la obra, en su liberación
definitiva y victoriosa, se desembaraza de profecías y pasados y resuelve
decidir por sí mismo:

Pues que ya vencer aguarda


mi valor grandes victorias,
hoy ha de ser la más alta
vencerme a mí…18

18
Jornada tercera, escena decimocuarta.

34
Comprende que tiene la opción de adueñarse del «sueño» de su vida,
y entonces elige el perdón y la compasión que nos reconcilian con los
errores propios y los agravios ajenos:

…pidiendo de nuestras faltas


perdón, pues de pechos nobles
es tan propio el perdonarlas.19

Sin embargo, hay una escena en la que esta tensión entre impulso y
libertad cobra un realce excepcional. Rosaura acude a Segismundo para
pedirle que le permita unirse a él en su lucha contra las huestes reales,
buscando la oportunidad de vengar su honor mancillado. Él, cautivado
por su hermosura, siente la tentación de aprovechar para forzarla, pero al
final decide resistirse a ese impulso y ayudarla a restaurar su honra. La
fuerza moral de la escena no reside tanto en el cumplimiento de lo con-
vencionalmente «bueno» como en la afirmación de una libertad que hasta
ahora parecía negada, por la educación o por el destino. El monólogo en
el que Segismundo se enfrenta a este dilema resulta especialmente conmo-
vedor, y consagra la transformación del cautivo en un hombre libre:

¡Vive Dios! Que de su honra


he de ser conquistador
antes que de mi corona.
Huyamos de la ocasión,
que es muy fuerte.—Al arma toca.20

¿Quién es Segismundo?

La libertad va configurando al ser humano a través de sus actos, que son


consecuencia de las elecciones que hace en cada situación. Dado que no
existe un prototipo trascendente de persona, al estilo de las Formas plató-
nicas o los propósitos de los dioses, la persona se abre paso en el mundo
sin una condición predeterminada, abierta a incontables —aunque no in-
finitas— posibilidades, y serán sus elecciones las que lo convertirán en lo
que llegue a ser.

19
Ibíd.
20
Jornada tercera, escena décima.

35
Segismundo no llega al mundo como un visitante o un turista o un
alma que se encarna, procedente de otras dimensiones; Segismundo surge
del mundo y en el mundo, brota como una concreción de él, se encuentra
a sí mismo existiendo, «arrojado» en el ser, como explicó Heidegger antes
de Sartre. Su existencia precede a su esencia, lo cual significa que será su
existir y su hacer lo que hará de él lo que sea. «Empieza por no ser nada.
Solo será después, y será tal como se haya hecho» (Sartre, 1998: 60). Es
así como en el existencialismo la libertad cobra una dimensión ontológica,
es un proceso a través del cual se constituye el ser.
Ya hemos visto que esta libertad, aunque radical, no es ilimitada; en
realidad, no solo está tremendamente limitada, sino que se define por sus
límites. El hombre, aun privado de naturaleza trascendente, tiene, como
todos los seres, una naturaleza material; está, por tanto, condicionado por
las leyes que rigen a la materia, y específicamente por las que rigen a su
materia en particular, empezando por el condicionamiento genético y am-
biental, y continuando por unas necesidades que, además del alimento o
la seguridad, incluyen el trabajo, la relación con los otros y el hecho de ser
mortal. Segismundo, además de sus actos propios y libres, es también un
conjunto de rasgos que comparte con las demás personas, por distintas
que sean, lo cual le hace comprensible a los otros y legitima el concepto de
condición humana. «Hay una universalidad del hombre; pero no está dada,
está perpetuamente construida» (Ibíd., 87).

Segismundo ha comprendido que «es» en la medida en que actúa, se


constituye en el propio devenir de su acción libre. Sin embargo, esto le
intranquiliza. Cuando piensa en sí mismo, ve pulverizada su identidad en
algo disperso y escurridizo, algo que siempre se le escapa hacia su siguien-
te acto, hacia la situación consecutiva. Si cada instante surge un Segis-
mundo, ¿qué continuidad cabe hilar en la imparable sucesión de Segis-
mundos, para tejer este Segismundo que me siento ser y con el que me
identifico? ¿Acaso existe un yo?
En el paradigma de Sartre, el concepto de «yo» o «sí mismo», y la
identidad del sujeto asociada a él, se plantea más como un proceso que
como una estructura, una pura potencialidad vacía (el para-sí) que realiza
su existencia a través de su intromisión en el mundo (el en-sí), haciéndose
mundo en su perpetuo actuar sobre él. La identidad, de hecho, es siempre
algo muerto, un puro constructo o recuerdo del en-sí. El para-sí está cons-
tantemente brotando, como una fuente en el desierto, lo único realmente
creativo en el desolador yermo de la facticidad. En esta inconsistencia

36
fundamental, esta inacabable huida hacia delante que se renueva a cada
paso, tal vez Sartre esté adelantando esa deconstrucción posmoderna que
llevará a Foucault a afirmar que «el hombre ha muerto».
No es fácil aceptarse —ni entenderse— como un ser en proceso que
se define precisamente por no acabar nunca de ser. Tenemos tendencia a
definirnos por cualidades supuestamente cerradas, absolutas. Quizá se de-
ba a la incomodidad, a la «insoportable levedad del ser» (parafraseando a
Milan Kundera)21 que implica vivir en una permanente inconsistencia por
realizar. Nos entretenemos mirándonos al espejo, como le gustaba fanta-
sear a Sartre, y concluyendo que ese que vemos «es» activo, sincero, ren-
coroso, narigudo o profesor. Nos encanta, incluso más, sentirnos y pro-
clamarnos parte de un «nosotros», una seña de identidad que nos ensam-
bla firmemente con los otros, por el hecho de compartir un idioma, una
patria, una ideología. Y, en fin, es cierto que solo podemos manejarnos y
pensar mediante representaciones, pues el presente es un punto demasiado
estrecho y fugaz.
Pero nos engañamos —nos limitamos, nos violentamos— al asumir
que «somos» esas cualidades, puesto que, en cuanto nos hacemos una
imagen de algo, estamos reduciéndolo a su representación, estamos per-
diendo su cualidad de cadencia viva, como se desvanece la música si le
impedimos fluir. En este aspecto hace ya mucho que la filosofía ancestral
de Oriente se adelantó a Sartre: el ser no tiene contenido, el para-sí se está
realizando constantemente a sí mismo, sin alcanzar ninguna versión defi-
nitiva, sin consagrar ninguna naturaleza intrínseca. Ser contingentes nos
condena a la levedad de no acabar nunca de ser nada en concreto, de estar
siempre proyectados hacia un ser que va de un acto a otro, vale decir, de
una elección a otra. Las identidades colectivas son también un simple mi-
to, una quimera tal vez necesaria, pero que conviene tomar con cautela
para que no nos tiranice desde su pretendida trascendencia: «Ese nosotros
es su yo, criatura que le chupa la sangre (…) En lo que a mí respecta, me
aparto de ellos si puedo: no me gustan las almas habitadas» (Sartre en San
Genet, comediante y mártir, citado por Grüner, 2020: 147).
Insistamos: la idea de un yo acabado, un yo en-sí, es tan solo una ilu-
sión, y como tal hay que tratarla. Asumir la levedad no constituye solo un
movimiento de coraje y autenticidad, sino que, como contrapartida a la
angustia, conquistamos con ello una libertad que abre de pronto todas las
puertas, y nos invita a inventar una nueva versión de lo que somos, a re-

21
Kundera, M. (1985). La insoportable levedad del ser. Barcelona: Tusquets.

37
construirnos más allá de cualquier molde o etiqueta. Por muchas veces
que me haya comportado de un modo torpe, o arrogante, o cobarde, no
estoy prisionero de ese en-sí que me cosificaría, sino que la próxima vez
puedo conquistar algo distinto. A cada paso empieza todo, yo soy siempre
algo por hacer, y en esa nada del para-sí encuentro mi insustancialidad y
mi oportunidad.
Sartre, pues, nos invita a tomar las riendas de nuestra libertad. Reco-
noce que es una tarea pesada y enervante, una tarea agotadora de la que
muchas veces preferiríamos desentendernos. Pero también es la ocasión
de hacernos fuertes en la vastedad de nuestra condición libre, de convertir,
como reclamaría Nietzsche, el ejercicio de la libertad en un gozo. Segis-
mundo, como el Sísifo de Camus, se ocupa dichoso en la tarea de devenir.

38
4. Ser para otros

El hombre que se capta directamente por el cogito, descubre también a todos los otros y los
descubre como condición de su existencia. Sartre, 1998: 85.

Hemos contemplado a Segismundo enfrentado a sus elecciones; el prisio-


nero emplazado en su prisión, el para-sí desparramado en el légamo del
en-sí (Dasein, ser-ahí, lo definió Heidegger), entreverado con él, abriéndose
paso en él.
Pero hay otro factor que no podemos ignorar en la ecuación: el ser
humano no es un ser aislado, su existencia se define y se despliega en rela-
ción con otros. El mundo en el que vive el hombre es un mundo social,
una maraña de relaciones y vínculos. En ese escenario tiene lugar el dra-
ma de la existencia humana. Pero el encuentro de dos humanos no es co-
mo el contacto entre una persona y un objeto: se trata de la colisión entre
dos (o más) para-sí, dos libertades, dos voluntades. Como veremos, esto
tiene unas decisivas consecuencias.

El Otro

Cada cual es consciente de sí mismo y se siente como un sujeto, un ser


con voluntad y libertad, un para-sí autónomo y soberano emplazado en el
mundo y lanzado hacia el mundo. Como hemos visto, el conflicto del pa-
ra-sí consiste en su permanente proyección hacia el futuro, su imposibili-
dad de residir en un sí-mismo delimitado y acabado, y de acceder a una
satisfacción definitiva en ninguno de sus proyectos. Tal cosa solo sucede
con la muerte, que cierra el para-sí y lo congela en la facticidad definitiva
del en-sí22, pero a costa de suprimir al sujeto mismo: la conciencia, que es
una nada volcada sobre el mundo, se convierte en mundo disolviéndose
en su propia nada.

22
Ya vimos, al hablar de la muerte, que esta transición es algo más compleja, debido, precisamente, a la
presencia de otros. Aquí nos centramos, no obstante, en la muerte como anulación del sujeto ante sí
mismo, como clausura improrrogable del para-sí.

39
En el escenario de ese mundo por el cual transita la persona, esta, en
medio de la masa fáctica de los objetos, se encuentra con otra persona, el
Otro. En ese encuentro, según Sartre, suceden dos cosas, cada una de las
cuales plantea su propio conflicto: por un lado, el sujeto percibe al Otro
como objeto, un objeto más entre la infinidad de los objetos, puesto que su
alteridad lo distingue del para-sí y lo sumerge en el amasijo del en-sí; sin
embargo, el sujeto sabe que ese Otro es a su vez un sujeto, y que como tal
constituye un para-sí completamente autónomo y ajeno, un para-sí que le
descubre también a él y lo ve como objeto. El Otro aparece siendo lo que
yo no soy, y no siendo lo que soy; y de ese mismo modo sobrevengo yo
para él. Tenemos, en definitiva, dos sujetos que se reconocen como sujetos
pero se perciben al mismo tiempo como objetos. Cuando cobra conciencia
de ese reconocimiento, al tiempo que cosificación, que implica la mirada
del otro, el para-sí descubre una dimensión insospechada: la de que no es
solo para sí mismo, sino también para los demás, y que, como consecuen-
cia de ello, su subjetividad se ve sitiada por la objetividad.
La presencia del Otro me obliga a admitir la irrupción de una visión
que ya no es la mía, un para-sí que se abalanza sobre el mundo (y sobre
mí) al margen de mi propio proyectarme. A partir de ahora, estas dos vi-
siones, la suya y la mía, tendrán que coexistir. La situación ha dejado de
pertenecerme en exclusiva. Se ha convertido, por el mero hecho de ser
dos, en una colisión de fuerzas, donde el otro se presenta, a la vez, como
limitación y como instrumento, como incursión a la que opongo resisten-
cia y como resistencia a la aspiración que le dirijo. Esta pugna entre con-
ciencias y proyectos trasluce un elocuente pulso de poder, que evoca el
paradigma hegeliano de las relaciones humanas al que suele aludirse co-
mo «dialéctica del amo y del esclavo».

En un pasaje de su Fenomenología del espíritu, Hegel se ubica, como


Sartre, en el encuentro de dos conciencias, y, aunque enfatiza el enfrenta-
miento de los deseos, veremos que las contradicciones que identifica en la
situación son muy similares a las que describe el autor de El ser y la nada.
Según Hegel, mi deseo, como en el caso del para-sí en busca de ser,
me expulsa hacia fuera, en concreto como deseo del prójimo. La pugna
entre las dos conciencias deseantes se resuelve en el momento en que uno
de los dos tiene miedo y se somete al deseo del otro. Hay, pues, un vence-
dor y un vencido, un amo y un esclavo. Sin embargo, es una situación en
falso, porque el vencedor no obtiene el reconocimiento del otro desde la
libertad, sino desde su sometimiento de esclavo, lo cual convierte el triun-

40
fo del amo en una frustración de su aspiración original. Volviendo a la
terminología de Sartre, la cosificación del otro no solo anula la opción de
aprehenderlo como conciencia, sino que fracasa debido a la imposibilidad
de apropiarse de su libertad. Más adelante veremos esto con más detalle.

La mirada

El otro se nos hace presente de un modo manifiesto en la experiencia de la


mirada. Se diría más eficaz un contacto directo entre los cuerpos, y así es
muchas veces, pero sin duda resultaría demasiado comprometedor, inclu-
so arriesgado. En el desconocido late siempre un grado más o menos no-
torio de amenaza. Precisamente su cualidad de comunicar en la distancia
hace de la mirada un puente preferible para un primer encuentro.
Quizás a causa de esa función la mirada humana se ha dotado de
tanta intensidad. ¿Quién no ha sentido alguna vez la contundencia casi
arrojadiza de la mirada de otro? «Por la mirada tenemos el camino de ac-
ceso al otro» (Becerra, 2006: 138). Y es un camino que no podemos dejar
de recorrer y vigilar: de repente descubrimos que, para bien o para mal, ya
no estamos solos, la existencia ya no es un asunto entre el mundo y yo;
hay alguien más —un alguien, no un algo— entrometido ahí, alguien de
quien no puedo prescindir y ante quien no puedo evitar posicionarme.
Tras la mirada se percibe la aparición de una conciencia y una libertad
que no son las mías y que por lo tanto cuestionan (aunque también consta-
tan) mi libertad, máxime teniendo en cuenta que yo ignoro cómo el otro
me ve. «El prójimo me mira y, como tal, retiene el secreto de mi ser, sabe
lo que soy; así, el sentido profundo de mi ser está fuera de mí, aprisionado
en una ausencia; el prójimo me lleva ventaja» (Sartre, 1993: 454). Alcan-
zada por esa mirada que le tantea y le juzga, la persona, según Sartre, se
siente a merced de su juicio: «El ser mirado es, al igual que Adán en el pa-
raíso, darse cuenta de la desnudez humana» (Arias, 1994: 113).
Pero la mirada del otro no se agota en el juicio que él alberga sobre
mí: es un canal a través del cual accedo a mí mismo, viéndome desde fue-
ra, concibiéndome en el estado de ser mirado. Cuando mi conciencia,
transparente y huidiza, se detiene en el abismo de la mirada ajena, cobro
conciencia de que soy una conciencia, y de súbito siento el peso de mi ser,
turbio y masivo. Me descubro como sujeto, dotado de unas determinados
rasgos, que tal vez sean los que el otro parece atribuirme. «Vernos a través
de los ojos de otra persona es vernos súbitamente fijados, opacos, conclu-

41
sos; y muy bien pudiera darse el caso de que nos viéramos tentados a
aceptar semejante valoración ajena como la nuestra propia, lo cual nos
consuela de la aparente vacuidad de nuestro autoexamen» (Murdoch,
1956: 131). Parafraseando la cita de Becerra del párrafo anterior, por la
mirada del otro tenemos el camino de acceso a nosotros mismos.
El cruce de miradas establece una intersubjetividad, un espacio com-
partido de intercambio «entre sujetos». La intersubjetividad evoca aquel
«juego barroco de las miradas», el efecto de esos cuadros en los que algu-
nos de los personajes pintados miran al espectador, como en Las Meninas
de Velázquez: sentimos que esas miradas posadas en nosotros nos abor-
dan, nos abisman en la escena. El cuadro se expande hacia el espectador,
uno casi puede respirar la atmósfera en la que le envuelve, palpar los hilos
con que lo enlazan las miradas. Es así como la mirada convierte la situa-
ción en un entramado entre dos conciencias que se descubren, se apelan,
se exploran y se atrapan, transformando irrevocablemente el modo en que
son. «La presencia de otro ante la mía en el mundo, me descubre como ser-
mirante-mirado… Al mirar me sitúo en-el-mundo al lado de otro» (Bece-
rra, 2006: 109).
Ese sobresalto paralizante que nos infunde descubrir la mirada ajena
posada en nosotros es simbolizado por la mitología en el personaje de la
Gorgona, el monstruo que convierte en piedra a quien lo mira a los ojos
(ver Ibíd., 112). Es llamativo el detalle de que la petrificación tiene lugar
como consecuencia no del mero mirar, sino del cruzar unos ojos con
otros, ver que la criatura nos está viendo. Recibimos el disparo de su con-
ciencia como un rayo que traspasa la nuestra; ya no podemos escabullir-
nos en la masa inerte de los objetos. El símbolo capta muy bien esa expe-
riencia de conmoción, que de entrada nos apresa, nos convierte en piedra,
nos cosifica al tiempo que nos está reconociendo como conciencia, tal vez
como enemigo. Esa experiencia de «ser atravesado» por una mirada, de
ser capturado por un vínculo irreversible, ha sido recogida por el habla
popular (fulminar con la mirada) y en muchos episodios del cine y de la
literatura. «El patrón se tiró los bigotes, después me mir6 de frente. Nunca
nadie me había mirado tan de frente y tan por partes», leemos en Don Se-
gundo Sombra, de Ricardo Güiraldes (citado en Ibíd., 136), y Machado lo
expresa con su lacónica sutileza:

El ojo que ves no es


ojo porque tú lo veas:

42
es ojo porque te ve.23

La mirada del otro, en definitiva, cuestiona mi libertad al tiempo que


la reconoce, niega y afirma, duele y conforta; es ante todo una amenaza,
pero también contiene el germen de una oportunidad. Desde el momento
en que la descubro sobre mí, su presencia ya no me dejará estar tranquilo,
pero al mismo tiempo comprendo que ya no puedo vivir sin ella. Esta am-
bivalencia se manifiesta en las costumbres y las reglas de convivencia so-
cial. Suele desaprobarse entre extraños una mirada abierta y directa, que
se asocia a menudo con el desafío y la insolencia; muchos protocolos de
autoridad prohíben mirar a los ojos al superior. Pero, a la inversa, entre
conocidos mirarse directamente puede ser señal de confianza, complici-
dad y, sobre todo, reconocimiento. Los niños se esfuerzan por ser mira-
dos, y viven con angustia la «invisibilidad». En la película Avatar, el guion
se revela muy sutil al utilizar como saludo tribal la expresión: «Te veo»24.
La decisiva dimensión social de la mirada se manifiesta en su función
comunicativa, fruto de una evolución que la ha dotado de expresividad. La
mirada no solo revela la presencia del otro y su calidad de testigo de nues-
tra existencia (lo que no es poco): además, refleja intenciones, delata sen-
timientos, canaliza demandas. La mirada, que crea la intersubjetividad,
también la llena de una inmensa riqueza de matices25. Esa exuberancia le
confiere una intensidad que a veces nos abruma, hasta el punto de necesi-
tar descansar de ella. Es difícil mantener mucho tiempo un cruce de mira-
das: pronto desviamos o bajamos los ojos. Probablemente, resultaría inso-
portable un contacto permanente con el otro.

¿Existe Segismundo?

Comprobamos, pues, que para el ser, la mirada del Otro constituye una
experiencia perturbadora, contradictoria y revulsiva. El ser-para-sí se des-
cubre también como ser-para-otro. Pero hay algo no menos inquietante: es
justamente esa mirada ajena la que le da consistencia al propio ser: «El
prójimo es para mí a la vez lo que me ha robado mi ser y lo que hace que
“haya” un ser que es el mío» (Sartre, 1993: 455). Sin otro que me vea, yo

23
Machado, A. (1987). Poesías completas. Madrid: Espasa-Calpe. Proverbios y cantares, pág. 268.
24
Filme de James Cameron (2009).
25
Estudiados detalladamente por etólogos y antropólogos como Irenaus Eibl-Eibesfeldt o Desmond
Morris.

43
no tengo ninguna seguridad en mí mismo, ya que mi conciencia es una
nada lanzada hacia fuera; ciertamente una nada autoconsciente, pero que
por sí misma no puede distinguir con claridad la frontera entre ella y el
mundo, entre el para-sí y el en-sí.
Solo la aparición de otra conciencia que me contemple como objeto
individualizado del conjunto me permite tener noción de mí mismo como
entidad diferenciada. «El ego sartriano implica la necesidad de la existen-
cia del otro. En el seno del Yo se encuentra el Otro como no-yo-que-soy»
(Díaz, 2013: 7). En otras palabras: puesto que no puedo verme con mis
ojos, necesito verme a través de la visión que de mí tienen otros ojos: yo
me veo en la mirada del Otro. Esto le confiere a su mirada el embarazoso
poder de avivar mi sensación de existencia o de atenuarla al retirármela,
como glosa Mario Benedetti:

Pero él sabe vengarse


ahora
o cuando quiera
puede cerrar los ojos
s6lo cerrar los ojos
y entonces
yo
no existo.26

Encerrado en su prisión, Segismundo podría llegar a pensar que él es


la única conciencia —el único para-sí— que existe, ubicado en un mundo
que le viene dado, un en-sí que en su caso se limitaría a la mazmorra, con
sus utensilios, y a un misterioso decorado externo que puede vislumbrar a
través de los barrotes de su exigua tronera. En tal caso, Segismundo estar-
ía sosteniendo la creencia en el solipsismo, y de hecho nada en su experien-
cia cuestionaría esa convicción. Es más, nuestro aislado reo ni siquiera
podría concebirse a sí mismo como un yo, una persona, ya que nada en su
entorno le configuraría como tal, nada le serviría de reflejo o modelo de lo
que él es pero no puede ver desde dentro de sí mismo, ni como contraste
con respecto a lo cual diferenciarse. Diluido entre un conjunto de objetos,
podría llegar a sentirse objeto él mismo, una mera parte de la totalidad
existencial de su prisión, desistiendo de su experiencia de para-sí y per-

26
Citado en Becerra, 2006: 134.

44
diendo la noción de sujeto que concibió al cobrar conciencia de sí mismo.
Segismundo, en fin, podría llegar a dudar de su propia existencia.
Esta es la limitación del cogito cartesiano: sin el encuentro con los
otros, se reduce a un solipsismo que acaba disolviéndose en una reducción
al absurdo. El yo consciente que piensa, luego existe, necesita troquelar su
figura contra la presencia de otro yo consciente que, no siendo él, le mues-
tre lo que es él; que, perfilando su frontera al oponérsele, rechazándole
como diferente en su diferencia, le permita concebirse como ese otro que
es para el Otro.
Segismundo yace en su camastro, sujeto por gruesas cadenas. Todo
está en silencio, ni siquiera se oye el canto de un pajarillo que se posa a
veces en su ventana. Por un instante siente el vértigo —o el alivio— de
fundirse con todo eso que le rodea, en un amasijo de existencia sin defini-
ción. De repente, rechina la cerradura e irrumpe por la puerta el centinela
para traerle la comida. Ambos se miran como asombrados, como si se vie-
ran por primera vez. Esas miradas, que descubren al otro, les devuelven la
noción de su propia condición de otros, de que son alguien para alguien.
Segismundo suspira. Al recuperar su idea de sí mismo entre otros, vuelve
a caer sobre él la conciencia de su amarga reclusión. Pero al menos ya sa-
be que no está solo.

Viendo que el ver me da muerte,


Estoy muriendo por ver.27

El ser-para-otro

Convenimos, pues, en que el descubrimiento de la condición de ser-para-


otro resulta profundamente perturbador. «El prójimo devino el fundamen-
to de mi yo coagulado, antes consciencia traslúcida» (Savignano, 2011: 3).
No solo implica una cosificación en el para-sí, además conlleva la irrup-
ción de significados ajenos y desconocidos, sobre los que la persona no
tiene control y que le condicionan; lo involucran, entre otras consecuen-
cias, en una dialéctica de poder. El para-sí percibe esta irrupción como
una imposición, una fuerza que le convierte en objeto y le extraña de sí
mismo; pero a la vez sabemos que es ese extrañamiento el que le hace
consciente de ser un sí-mismo.

27
Jornada primera, escena segunda.

45
El descubrimiento de que «no soy para mí sino como pura remisión
al otro» (Sartre, 1993: 337) puede inspirar el miedo a una otredad imprevi-
sible, demandante, tal como lo describe Sartre a través de uno de sus per-
sonajes: «Desde entonces no he dejado de ser ante testigo, aun en mi habi-
tación cerrada… Qué angustia descubrir de pronto esa mirada como un
medio universal del que no puedo evadirme» (citado en Arias, 1994: 114).
Al reconocerme cosificado, como objeto que el otro mira y juzga, es
probable que, además de miedo, sienta vergüenza. «Por la vergüenza siento
que mi libertad, mi proyecto de ser, se me escapa a raudales» (Ibíd., 115),
puesto que «reconozco que soy como el prójimo me ve» (Sartre, 1993:
292). Sartre da mucha importancia a la aparición de este sentimiento, que
le parece decisivo en la vivencia subjetiva de las relaciones humanas. A
una edad avanzada aún seguía recordando cómo en la adolescencia una
muchacha que le gustaba le había humillado ante los compañeros burlán-
dose de su fealdad28. «La vergüenza no es sino el sentimiento original de
tener mi ser afuera, comprometido en otro ser y, como tal, sin defensa al-
guna…; es la conciencia de ser irremediablemente lo que siempre he sido:
“en aplazamiento”, es decir, en el modo del “no-aún” o del “no-ya”»
(Ibíd., 369). La vergüenza, así, aparece íntimamente vinculada a la expe-
riencia de ser reducido a objeto, a ser-en-sí, por la mirada del otro; particu-
larmente, soy captado y objetivado como cuerpo, en mi materia perceptible
y percibida (por mí mismo, pero sobre todo por el otro). «La objetividad
del otro es dada por la materialidad, porque es cuerpo, y… por el cuerpo
el otro me encuentra» (Becerra, 2006: 117).
Por contradictorio que resulte, esa misma cosificación conlleva a su
vez, según Sartre, orgullo y consuelo, ya que de repente he dejado de ser
una nada, he incorporado la consistencia de un sujeto frente a otro, he co-
brado conciencia de mí mismo en la situación que comparto con el otro.
«Creo sentido para mí e interpreto el mundo en el que actúo; sin embargo,
sólo a través de la intervención del Otro puedo hacer necesaria mi presen-
cia en el mundo» (Daigle, 2009: 63)29. El otro, con su mirada (que me juz-
ga, desea, rechaza, requiere…), no solo confirma mi existencia: en cierto
modo, me hace existir, y por eso me hace exclamar: «Me ven, luego soy»
(citado en Arias, 1994: 115). Es significativo el paralelismo entre esta

28
La larga retahíla de amantes que tendría a lo largo de su vida demuestra que supo reponerse bien de
su físico poco agraciado, llegando a sentenciar que «A los cuarenta años, quien es feo es porque quie-
re». Hemos extraído esta anécdota del libro La anatomía del miedo, de José Antonio Marina, Barcelona:
Anagrama. Pág. 128.
29
Original en inglés. Las traducciones de este artículo son propias.

46
afirmación y la del cogito cartesiano: en el «pienso, luego existo» hay una
conciencia que se descubre a sí misma, que cobra conciencia de sí misma en
tanto que conciencia; pero la consolidación de su existir no está completa
hasta que no se ve refrendada por otra conciencia que la reconoce como
tal al percibirla desde fuera.

Cada individuo, por consiguiente, consuma su experiencia de ser en


esa mirada que lo constituye como tal. La presencia del otro trastoca brus-
camente el oasis solipsista del para-sí y lo emplaza en su nueva condición
de para-otro. Esa condición, no lo perdamos de vista, se presenta como
materia en la misteriosa ambigüedad del cuerpo, que, como ya señalamos,
ejerce al mismo tiempo de ser-en-sí y ser-para-sí. Pues bien, ahora tenemos
que agregar al cuerpo una nueva dimensión, esa que en el encuentro —
que es siempre encuentro de cuerpos— lo convierte en ser-para-otro. «Mi
cuerpo entra en la esfera de pertenencia del otro porque el otro, con su mi-
rada, coarta el ejercicio de mi posibilidad» (Ibíd., 123). Y para el otro, mi
cuerpo es objeto e instrumento, pero a la vez hace presente una libertad
que le es ajena y se resiste a su pretensión de manipularlo como mera co-
sa; y eso es algo que el otro sabe y que yo sé, como también lo sabemos
ambos acerca de nuestros respectivos cuerpos.
En esa maraña de presencias y miradas, en esa bullente aproxima-
ción de cuerpos o conciencias «en situación», lanzados hacia el mundo y
constituidos en la relación con él, no solo cada individuo se contornea a sí
mismo, sino que además surge una nueva entidad, que es el conjunto for-
mado por las dos presencias entrelazadas en la trama de su intersubjetivi-
dad. «Mi ipseidad y la del prójimo son estructuras de una misma totalidad
del ser» (Sartre, 1993: 381). El ser humano es, pues, en interacción, lo cual
dará pie, por añadidura, a la comunicación; no existe el para-sí aislado. Y
cada interacción se desempeña en una situación, un conjunto de circuns-
tancias de las que forma parte y que la condicionan. Tal vez estemos tan
imbricados en las situaciones que de una a otra ya no seamos los mismos.
Tal vez lo que Sartre llamaba ser-en-situación equivalga a «ser la situa-
ción». Huelga subrayar la importancia de estas consideraciones no solo
desde el punto de vista ontológico, sino también psicológico, sociológico y
antropológico.

Reconocerse juzgado, buscado, pretendido o rechazado por el Otro


hace que sus motivos pasen a constituir una preocupación del para-sí. No
puedo permanecer indiferente a una consideración que afectará a la reali-

47
zación de mis deseos y, en definitiva, a mi mero hecho de ser. Como con-
secuencia de esa preocupación, la persona se comporta con vistas a influir
en la valoración que se le atribuye; dicho de otro modo: se intenta ajustar
el ser-para-otro de manera que resulte lo más apropiado a los intereses de
uno. La relación es, en efecto, un esforzado y sutil juego de fachadas y
protocolos, tema de estudio de sociólogos como Erving Goffman30. Nos
encontramos, una vez más, ante una dialéctica de poderes: el poder que el
otro tiene sobre mí y el poder que yo intento tener sobre la imagen que el
otro se hace de mí; y a la inversa.
De un modo u otro, lo cierto es que no puedo evitar preocuparme por
esa imagen que doy ante los otros: está en juego mi dignidad, mi prestigio,
mi estatus, mi poder; en definitiva, mi estar en sociedad. Es más: no pue-
do evitar preocuparme del mero hecho de que los otros me miren, de lla-
mar o desviar su atención, ya que es esa mirada lo que me hace existir, lo
que me proporciona un ser-para-otros, y en ella puede alentar una oportu-
nidad o una amenaza.

El ser-para-otros me conmina, entonces, a construir una figura, una


especie de avatar, que me servirá para desenvolverme en el contexto de
interacción, y que influirá, por introyección, en la propia identidad que me
atribuyo a mí mismo. En sociedad, lo que uno sea (o sienta, o piense) re-
sulta estrictamente secundario; lo que cuenta es el avatar, el cual debe res-
ponder a unos determinados requisitos, estandarizados culturalmente, que
constituyen las coordenadas de su adaptación activa a cada situación.
Cada uno de nosotros es multitud, una multitud inquieta y cambian-
te. Esa persona que te apasiona quizá no se limita a la fugaz estampa que
ves; quizá en otro momento o en otro lugar se convierta en tu fastidio o tu
enemigo. Y quizá esa persona que te ha decepcionado no sea ya aquella
de la que tanto esperabas, y estés mirándola con unos ojos que ya no le
corresponden.

Conflicto y compromiso

Ya se ha ido haciendo patente que, dentro del paradigma sartriano, las


relaciones humanas se caracterizan por un sustrato problemático. «Con el
otro surge la alternativa de concluirme e identificarme con mi existencia
30
Ver, especialmente, el libro de Goffman La presentación de la persona en la vida cotidiana (2019).
Buenos Aires: Amorrortu.

48
detenida, pero, para eso, es necesario que yo me apropie de su libertad
fundante» (Savignano, 2011: 4). La tensión entre voluntades, deseos y po-
deres en el ámbito de la intersubjetividad convierte los encuentros en con-
flictos, imprime en las interacciones una batalla perpetua, confusa y en
buena parte irresoluble, donde ganar es perder, dar es usurpar, y a la in-
versa; y no se puede contar en el horizonte con lograr un estado de equili-
brio. El otro es a la vez mi mentor, mi instrumento y mi condena, la fuen-
te de mis mayores placeres y satisfacciones, y al mismo tiempo —más a
menudo— de mis más dolorosas desdichas. «El opresor no reconoce en el
otro a su semejante y lo alteriza completamente» (Matamoro, 1985: 125).
De ahí que en la obra teatral A puerta cerrada, uno de los personajes acabe
concluyendo la célebre fórmula de que «el infierno son los otros».
Sin embargo, la expresión no debe interpretarse de forma reduccio-
nista, como si los demás se viesen restringidos a una mera maldición o
fuente de sufrimiento. De hecho, no deja de tratarse de un recurso estilísti-
co, una metáfora sugestiva, que recuerda a aquella otra de la «condena» a
la libertad. Sartre matizó su sentido: los otros son un «infierno» porque
plantean un problema irresoluble y al mismo tiempo ineludible, que cons-
tituye quizá la clave de las relaciones: la colisión de dos conciencias que se
perciben a un tiempo como objetos y como sujetos, como fuentes de alie-
nación pero también de identidad; en definitiva, el duelo de dos libertades
abocadas a buscarse y repelerse, como aquellos rivales de Conrad que se
pasan la vida persiguiéndose mutuamente para pelear31.

Entonces, ¿consisten las relaciones humanas únicamente en lucha y


desencuentro? ¿Está limitada nuestra convivencia a la agonía de aquellos
erizos que imaginaba Schopenhauer, destinados a aproximarse en busca
de calor y a distanciarse para aliviar la herida de sus púas? Ahondaremos
más en esta cuestión en el apartado sobre implicaciones éticas, pero avan-
cemos ahora algunas consideraciones desde el análisis ontológico del ser-
para-otros.
En la etapa de El ser y la nada, la respuesta de Sartre era sombría: la
aproximación humana resulta a la vez ineludible y fallida, abocada al fra-
caso de dos libertades que pretenden apropiarse mutuamente. Si intentan
hacerlo respetándose en cuanto libertades, desde el pacto y el reconoci-
miento, fracasan, ya que más tarde o más temprano surgirá la discrepan-
cia y con ella el conflicto. Si intentan someterse, desde el poder o la mani-

31
Conrad, J. (2008) El duelo. Madrid: Alianza.

49
pulación, fracasan también, pues todo poder es incompleto y ninguno tie-
ne capacidad para anular definitivamente la libertad intrínseca del otro.
Todo apunta a que la interacción humana está destinada a consistir, como
en los erizos de Schopenhauer, en una frustrante e inconclusa oscilación
entre dos fuerzas opuestas.
En su última etapa, Sartre se esforzó por matizar su convulsa visión
de la condición humana con una propuesta ética. En numerosos escritos,
entre los que destaca la Crítica de la razón dialéctica, además de su propia
actividad social y política, exploró los caminos en que el ser-para-otros
puede traducirse en un positivo ser con otros. Incorporó como referencia
teórica el marxismo, pero siempre lo hizo desde su propio criterio y sin
perder de vista las implicaciones éticas de sus ideas originales. Era conse-
cuente: si mi encuentro con el otro me implica necesariamente con él, si
mi libertad individual tiene que imbricarse con la de los demás, resulta
oportuno investigar las claves para hacerlo de una manera constructiva y
lo más satisfactoria posible para todos.
Es así como el pensador existencialista enfatiza cuestiones como
compromiso, reciprocidad, responsabilidad hacia los otros, ser-fuera-de-sí,
condicionamientos sociales e históricos, praxis… Si bien hay un abismo
irrebasable entre unos y otros que separa nuestros cuerpos y nuestras con-
ciencias, una brecha que nos impide la asimilación en una misma trascen-
dencia, las libertades subjetivas están implicadas en el marco del contexto
social: el encuentro con el otro no es un mero suceso que le acontezca a
un individuo de por sí aislado, sino que forma parte constituyente de él; la
conciencia es para-sí y simultáneamente para-los-otros. El ser humano
existe en intersubjetividad y se realiza respondiendo a ella en función de
unos criterios, asociándose con otros seres humanos en grupos o colectivi-
dades. «Queda definida la relación de intersubjetividad como una relaci6n
dada porque el otro es un existente concreto que es vivido en la reciproci-
dad continua de un intercambio de ser a ser» (Becerra, 2006: 125).
En definitiva, el ser-para-sí es un ser que se despliega con otros y en-
tre otros, la sociabilidad forma parte de la condición humana, y por consi-
guiente las personas vivimos en un constante establecimiento, transforma-
ción y ruptura de vínculos con otras personas. La interacción social obe-
dece a un sustrato conflictivo en cuanto representa la colisión de dos liber-
tades (léase: aspiraciones, intereses, proyectos…), pero no excluye el in-
tercambio, la reciprocidad y el compromiso con una praxis social guiada
por la ética. La aproximación humana responde a una dialéctica de cosifi-
cación; si se quiere, y evocando a Nietzsche, a un pulso de poderes. Pero

50
eso no impide que «dichas actitudes puedan estar alimentadas por el deseo
de la afirmación del otro como sujeto y por el proyecto de promoverlo en
su humanización y en la humanización de su mundo» (Ibíd., 126). Sartre,
como de costumbre, mantiene un punto de vista racional y egocéntrico, y
no contempla los procesos psicológicos de afiliación, altruismo o empatía,
más vinculados a las emociones, pero que resultan claves en los vínculos
humanos. Más adelante los comentaremos con más detalle.
De este marco conceptual creemos poder concluir, sin traicionar a
Sartre, que si los otros son el infierno es porque, en definitiva, los otros lo
son todo, porque somos seres sociales y no hay nada propiamente humano
fuera de la intersubjetividad. Y es en ese ámbito común donde el hombre
encuentra también, con todas las contradicciones, limitaciones y fracasos
que se quiera, su realización y su goce.

51
5. Consideraciones éticas

En última instancia, quizás Sartre no nos ofrece tanto una teoría filosófica desarrollada hasta
el más mínimo detalle como un ideal al que aspirar a través de una fuerza de voluntad in-
flexible y una obstinación implacable: una vida de máxima responsabilidad y mínimas
excusas. G. Cox (2011: 78).

Sartre prometió una obra centrada en la moral, pero nunca la escribió. Sin
embargo, dejó numerosos apuntes sobre el tema en sus Cahiers. De hecho,
su exhaustivo trabajo teórico sugiere siempre una motivación moral de
fondo, y en todas sus obras apunta reflexiones de las que se pueden extra-
er consecuencias éticas. No en vano consiste en una investigación ontoló-
gica, que, al indagar sobre los entresijos del ser y en particular de la idea
de libertad, apela directamente a los principios que podrían guiar la vida.
«Hay una conexión necesaria entre el nihilismo, la búsqueda de sen-
tido y la ética», opina Christine Daigle en su análisis comparativo de las
éticas de Nietzsche y Sartre (2009: 56). El hombre no es solo el ser que se
pregunta sobre su existencia, sino que además le importa hacer algo satis-
factorio con ella. Aquí comentaremos algunas de las consideraciones éti-
cas que sugieren los postulados sartrianos, ubicándolas en su contexto y
contrastándolas con las de otros autores próximos.

El existencialismo es un humanismo

Toda la filosofía que se ha dado en tildar de existencialista, desde Kierke-


gaard a Merleau-Ponty, puede ser considerada una filosofía humanista, en
el sentido de que su atención se centra en el hombre, la ontología humana
y la relación del individuo con el mundo. También en otro sentido más
sutil: no se duda en partir de la propia experiencia de la persona, sus in-
quietudes y sus vivencias más profundas, asumiendo explícitamente que
ese sesgo la afecte de subjetivismo. «Estamos ante una ética que es huma-
nista en cuanto favorece el florecimiento del individuo por encima de to-
do… Una ética inmanente» (Daigle, 2009: 66). El propio enfoque feno-

52
menológico, que será referente para algunos de los más destacados exis-
tencialistas, utiliza lo subjetivo como un trampolín desde el que construir
una aproximación a la objetividad.
No se trata de un humanismo que glorifique o exalte a la humanidad,
pues no hay una naturaleza humana a la que atenerse o rendir culto. «Solo
el perro o el caballo podrían emitir un juicio sobre el hombre y declarar
que el hombre es asombroso, lo que ellos no se preocupan de hacer, por lo
menos que yo sepa» (Sartre, 1998: 98). La persona, en tanto que concien-
cia para-sí, es una nada proyectada sobre el mundo, carece de una esencia
previa a la existencia. No es, por consiguiente, un humanismo en el senti-
do clásico de «el hombre como medida de todas las cosas», sino porque lo
entiende como una legítima «medida» de sí mismo. Se trata de recordar al
hombre que «no hay otro legislador que él mismo», y que su realización en
cuanto a humano tiene lugar «buscando fuera de sí un fin que es tal o cual
liberación, tal o cual realización particular» (Ibíd., 100).32

El existencialismo es, por consiguiente, una filosofía de la acción


humana. Interroga las circunstancias del hombre en tanto que sujeto de su
existencia, y lo observa minuciosamente en el desarrollo de esa tarea.
Mantener determinadas creencias o sostener ciertas convicciones cobra
significación cuando estas se traducen en actos. El ser es en la medida en
que actúa, en tanto incide en ese mundo en el que se ha encontrado y
donde despliega su existir. «Ser es hacer», afirma Sartre: en esa continua,
ininterrumpida sarta de haceres se ejecuta la libertad, y va realizándose la
identidad, la «esencia». La acción cobra así una evidente dimensión on-
tológica, pero, también y por la misma razón, ética.
Aquel vacío de partida, carente de trascendencias y absolutos, aque-
lla rigurosa soledad en la que reside el ser le confiere, como hemos visto,
una libertad radical que no resulta cómoda. El ser humano se ve obligado
a inventarse, por sí mismo y a solas, y en esa tarea no cuenta con referen-
tes ni apoyos. Es el dueño y responsable de su avance a través de una exis-
tencia que, por añadidura, sabe dolorosa y perecedera, fútil e insignifican-
te; en definitiva, como concluía Camus, absurda. Ese nihilismo absurdo
pero creativo, unido a la tarea solitaria y extenuante de la libertad, im-
pregna la existencia de una angustia de fondo que le acompañará de prin-

32
Esta «deconstrucción del sujeto metafísico» es la que hace que algunos nieguen que el existencialismo
sea propiamente un humanismo, y que incluso lo vean como un antecedente de la posmodernidad. Ver,
por ejemplo, el artículo de Santiago Bellocq (2019).

53
cipio a fin. ¿Qué sentido podemos concebir, cuando todo parece apuntar
al sinsentido? ¿Merece la pena una existencia absurda?

Absurdo y sentido

En El mito de Sísifo, Albert Camus exploraba una posible respuesta a esa


pregunta, que le parece de hecho el único «problema verdaderamente se-
rio» (Camus, 1988: 15). Como Segismundo en su calabozo, el gigante Sísi-
fo permanece prisionero en algún ignoto rincón del universo, condenado
por los dioses a remontar una enorme roca que, alcanzada la cima, verá
rodar de nuevo por la pendiente. Pocos destinos se nos antojan más de-
sesperantes, y Camus no niega la legitimidad de esa desesperación. Sin
embargo, se le ocurre que tal vez Sísifo pueda contemplar su existencia
desde otra perspectiva.
El condenado tiene la oportunidad de hacerse dueño de su espacio y
apropiarse la soberanía de una situación que, una vez implantada desde
fuera, ahora es su territorio. «Su destino le pertenece. Su roca es su co-
sa…» (Ibíd., 161) Cada ciclo de ascenso y derrumbe se cierra en sí mismo,
delinea un estar ahí tan eterno como único, tan impuesto como propio.
Sísifo se reconoce en cada detalle, y se realiza en cada movimiento. El
cuerpo contra la piedra, los músculos en tensión, el breve respiro de soltar
y dejar caer, el recorrido cuesta abajo… El laborioso titán halla un sentido
en el propio hecho de la presencia, en esa fuerza de existir donde se reen-
cuentra y se realiza. «Vivir es hacer que viva lo absurdo» (Ibíd., 74). Afir-
mar todo ello sin ambages, mirándolo de cara y sin evasivas, es su única
libertad, su genuina competencia: «El esfuerzo mismo para llegar a las ci-
mas basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo
dichoso» (Ibíd., 162).

Se perfila así la potencia ética que puede tener la libertad: como decía
Sartre, se realiza también al elegir lo inevitable, permitiéndonos dejar de
consumirnos en su negación y comprobar que así, de repente, podemos
apropiarnos de su afirmación. Luchar contra lo que puede cambiarse pue-
de ser una forma de rebeldía; pero la rebelión contra lo ineludible tiene
que consistir no en un estéril intento de cambiarlo, sino de resistirlo asu-
miéndolo, de amoldarnos como a un escenario en el que representar una
obra que sigue siendo la nuestra. «Entonces puede decidirse a aceptar la
vida en semejante universo y sacar de él sus fuerzas, su negación a esperar

54
y el testimonio obstinado de una vida sin consuelo» (Ibíd., 81). La afirma-
ción nos hace dueños de nuestro destino; en cambio, la negación nos lo
impondría como algo extraño, alienante. Sobre todo si la sostenemos re-
fugiándonos tras excusas y componendas, es decir, apoyándonos en la ma-
la fe.
Porque, por supuesto, el ser humano puede engañarse, puede inven-
tar sentidos o justificaciones espurios, pero al hacerlo se estará traicionan-
do, se estará estafando, distrayéndose con una fantasía que lo aparta de lo
único que realmente posee: la lucidez, la sensación de la propia y genuina
voluntad ejecutándose. «Se trata de obstinarse…, vivir sin apelación»,
apuesta Camus (Ibíd., 73-74). En esa afirmación obstinada se aprecian
claros ecos del eterno retorno de Nietzsche, y de aquel superhombre que
soñó, un ser absolutamente emancipado, dueño insobornable de sí mismo
sin abrigos trascendentes, habitante solitario, pero consciente y entusiasta,
de la vida tal como le ha sido dada. Sartre, en la misma línea, habla de
autenticidad, y resume en ella y en la responsabilidad el meollo de la tarea
ética humana. «Ambos pensadores [Nietzsche y Sartre] tienen que lidiar
con la pérdida de significado que acompaña a la desaparición de una cos-
movisión cristiana metafísica… Ambos afirman que aunque no hay un
significado intrínseco al mundo ni a la existencia del ser humano, el ser
humano aún puede infundir significado en su propia vida y en el mun-
do… [erigiendo] una ética que se apoye en la reconstrucción de los valores
humanos» (Daigle, 2009: 56-57). Unos valores que, tanto en Nietzsche
como en Sartre, no residen en aspiraciones abstractas o normas arbitrarias,
sino que giran en torno a la realización de aquello que es más propio de la
condición del hombre: la voluntad de poder (o, mejor, de potencialidad,
de ímpetu realizador) para aquel, la libertad consciente y consecuente en
el otro. Resulta significativo, como señala C. Daigle, el paralelismo entre
ambos principios rectores: «puede leerse como esencialmente lo mismo si
se observa de cerca la relación entre la voluntad de poder y la libertad»
(Ibíd., 68).

No se puede plantear la cuestión del sentido sin afrontar una de sus


facetas más apremiantes: la muerte y qué papel le atribuimos con respecto
a la vida. Ya vimos que Sartre consideraba la muerte como un suceso ex-
terior a la vida propiamente dicha, dado que no pertenece al universo libre
y autónomo del para-sí, sino a la esfera ajena y objetual de la facticidad.
Con la muerte dejamos de ser desde nosotros, desde nuestra subjetividad y
nuestra libertad, y solo permanecemos en calidad de objetos en manos de

55
los demás, que nos configuran en función de su criterio, dedicándonos su
recuerdo o su olvido. «La muerte es un puro hecho, como el nacimiento;
nos viene desde afuera y nos transforma en afuera» (Sartre, 1993: 666).
Mi vida, entonces, por más que la sepa limitada por su finitud, no se
desenvuelve proyectada hacia esta, como pretendiera Heidegger; no se
remite más que a sí misma, a lo que me pertenece, que es mi libertad. Sigo
siendo, pues, rotundamente libre, sigo eligiendo por mí mismo el sentido
de mi vida, y puedo contemplar a la muerte como un suceso extraño a mí
y a todo lo mío. «Precisamente como ese “reverso” no es de-asumir como
mi posibilidad sino como la posibilidad de que no haya para mí más posi-
bilidades, la muerte no me lesiona… La muerte no es en modo alguno
obstáculo para mis proyectos; es solo un destino de estos proyectos en otra
parte» (Ibíd., 668).
¿Qué consecuencias éticas podemos sacar de esta manera de afrontar
la muerte? ¿Sirve de algo pensar que la muerte es un hecho exterior a la
vida, si vamos a morir igual? Tal vez no nos consuele mucho, desde la
perspectiva de que, como tan desgarradamente expresó Unamuno, lo que
nos aterra es dejar de ser, lo que anhelamos es seguir siendo a toda costa.
«Quiero vivir siempre, siempre, siempre, y vivir yo, este pobre yo que me
soy y me siento ser.»33 Sin embargo, a nuestro lamento Sartre podría repli-
car, dando una calada al Gitanes: No hay tal usted, tal como cree. Usted
no es más que una conciencia arrojada sin tregua a lo que no es. Puede
que a veces resulte divertido, pero no tiene nada de trascendente. Aparecer
o desaparecer no le concierne. Lo que le atañe es elegir qué hace con la
vida en la que habita ahora, en esta situación más allá de la cual no hay
nada. Mire a su alrededor: su muerte no está aquí, solo se mueren los de-
más. No, no hay lugar para ella: el mundo y usted surgieron juntos, y aca-
barán al mismo tiempo.34
El lector sin duda habrá captado los paralelismos entre la postura de
Sartre ante la muerte y la del budismo. Para Buda, el temor a la muerte
nos invade ante todo por nuestra identificación con un yo, y nuestro con-
siguiente apego a él. Pero ese yo no deja de ser un constructo imaginario,
un concepto en nuestras mentes que no posee ninguna consistencia real.
Salvando las distancias, nuestro filósofo también rechaza la presencia de
ese «pobre yo» al que se aferra Unamuno, esa esencia o alma que concebía
Platón y predica el cristianismo. Lo único que hay es una corriente de

33
Unamuno, M. (1983) El sentimiento trágico de la vida. Barcelona: Bruguera. Pág. 50
34
Se han tomado algunas palabras literales del autor, pero el redactado es exclusivamente nuestro.

56
conciencia, que no contiene nada en sí misma y se realiza en un perma-
nente arrojo sobre el mundo. Otra idea de claras resonancias budistas.
Tampoco pasará desapercibida la afinidad con aquella luminosa divi-
sa de Epicuro, que reconfortaba a sus amigos escribiéndoles: «Mientras
nosotros somos, la muerte no está presente, y, cuando la muerte se presen-
ta, entonces no existimos… El recto conocimiento de que nada es para
nosotros la muerte hace dichosa la condición mortal de nuestra vida, no
porque le añada una duración ilimitada, sino porque elimina el ansia de
inmortalidad»35
Es probable que el temor y el rechazo a la muerte no tenga cura, por-
que, como decía Spinoza, el ser siempre quiere medrar… por lo que es
natural, nos atrevemos a añadir, que no le haga ninguna gracia dejar de
ser. Pero tal vez pensar en una escisión radical entre la vida y la muerte,
unida a una buena dosis de coraje, nos ayude a reafirmarnos en nuestra
condición de seres-para-la-vida.

¿Hay Bien y Mal?

La ausencia de Dios y el carácter inconcluso del para-sí llevan a Sartre a


concluir la imposibilidad de fijar un criterio definitivo sobre el bien y el
mal. Es lo que Grüner califica como ambigüedad, consecuencia lógica de
una moral caracterizada por la contingencia. En la obra teatral El diablo y
el buen Dios, el personaje de Goetz tiene una noción clara de lo que consi-
dera bueno o malo, pero duda a la hora de elegir uno u otro, y opta por
poner su decisión en manos del azar en una partida de dados. Es una ati-
nada metáfora no solo de la contingencia (actuar bien o mal es una mera
cuestión de elección), sino de cómo solemos escabullirnos ante esa presión
de la libertad, esa impostura que el filósofo llamaba mala fe.
La principal tesis que está en juego aquí es que no hay un Bien o un
Mal absolutos, escritos en unas tablas divinas, sino bienes o males concre-
tos, «situados», que cada cual delimita libremente por sí mismo, y lleva a
cabo con sus actos libres. Identificar a alguien como «Bueno» o «Malo» es
reducirle a un mero personaje, un impostor, una imagen congelada que no
tiene nada que ver con la persona viva y, por lo tanto, no posee un verda-
dero valor moral. Dicho según la nomenclatura sartriana, bien y mal —
con minúsculas— «no son un en-sí, sino un para-sí» (Grüner, 2020: 145), y
35
García Gual, C. (2011) Epicuro. Madrid: Alianza. Págs.. 141-142. Refundido de dos fragmentos de la
Epístola a Meneceo.

57
en consecuencia, más que una oposición, hay que concebir entre ellos una
dialéctica irresoluble, en el sentido de que nunca podremos considerar que
se asiente en uno de los polos.
La negación de un Bien o un Mal absolutos, ¿nos llevará necesaria-
mente al relativismo, a una renuncia a la moral? Sartre lo niega. Para em-
pezar, hay una certeza que por sí misma fundamentaría la pertinencia de
una moral y un actuar comprometido en el mundo: el ser humano sufre.
«En ciertos momentos de frialdad, Sartre analiza despiadadamente al in-
dividuo y aprehende el carácter precioso de éste solo en la oscuridad emo-
cional de un sufrimiento desesperanzado» (Murdoch, 1956: 117). Pero la
libertad, por sí misma, conlleva su propia moral: la de la responsabilidad,
la de responder asumiendo las consecuencias de mis elecciones, y atenerme
a mi propio criterio a la hora de determinar si son buenas o malas. Yo soy
el juez y el procesado, yo tengo que decidir el valor de lo que hago y si
continúo haciéndolo o invento un nuevo modo de actuar. Ni me lo van a
indicar ni me van a proporcionar una coartada. «De nada vale escudarse
en las determinaciones del Inconsciente, de la Sociedad o de la Infancia
(mucho menos, podemos agregar ahora, en las predicciones de un pleno
Bien futuro, o de un Mal sin fisuras): ellas sin duda explican, pero no nece-
sariamente justifican, el haberse transformado en un canalla, en un medio-
cre, en un cobarde, en un reaccionario, en un fascista, en un traidor, en un
opresor de cualquier especie» (Ibíd., 152).

Libertad y responsabilidad

Queda claro que la libertad es el corolario fundamental de las tesis sartria-


nas, y el eje de lo que según ellas es y debe ser la vida. La persona tiene
que asumir el hecho de que es libre y por consiguiente está sola ante su
existencia, que acabará siendo lo que ella decida que sea, dentro de los
límites y las condiciones que le impone la realidad del mundo tal como se
le presenta, al margen de la propia voluntad. La libertad no es fácil. A ve-
ces ni siquiera es grata, debido al peso que conlleva, pero en cualquier ca-
so resulta inevitable. Por fortuna, hay en las personas un deseo innato de
libertad, un sufrimiento en su restricción y un gozo en la potestad sobre el
propio destino. La Historia está escrita con luchas por la libertad y entre
libertades, y también muchos de los mitos y relatos. Es obvio que para las
personas la libertad representa una oportunidad de realización.

58
Por lo que respecta a las condiciones objetivas que limitan y coartan
la libertad, ya vimos que constituyen, en el fondo, su otra cara, la inevita-
ble resistencia del mundo a través del cual se abre paso nuestro ser al rea-
lizarse. Ese es el sufrimiento que conlleva la capacidad de desear y elegir
conscientemente: de una parte, la ansiedad que despierta vivir en un per-
manente estado de carencia e incompletitud; de otra, la frustración repeti-
da a causa de todo lo que nos dificulta o nos impide alcanzar nuestras me-
tas: unas necesidades que nos vuelven vulnerables, un cuerpo que cede y
enferma, unas determinadas aptitudes, una vida entre los otros regida por
normas y mecanismos de poder… En nuestra propia mente hay mucho de
impuesto, hasta el punto que podría decirse que no sabemos quiénes so-
mos.
No tenemos más remedio que contar con todos esos condicionantes
como parte de lo que implica vivir, y de hecho eso es algo que aprende-
mos desde muy pronto y con lo que, mal que bien, estamos acostumbra-
dos a convivir. Tal vez un problema más acuciante que el de los límites de
nuestra libertad —y en última instancia irresoluble— sea el de no saber
dónde acaban unos y empieza la otra. Conocemos y asumimos que nues-
tra libertad está cercenada por múltiples condicionantes, pero no tenemos
un criterio preciso de hasta dónde llega la influencia de estos, dado que
muchas veces no resulta clara ni aparente. Esta ambigüedad, que cuando
nos conviene aprovechamos para justificarnos, introduce un importante
añadido de complejidad a la ética de la libertad, y en definitiva queda en
manos de la honestidad de cada cual consigo mismo.

Recordemos que la principal consecuencia ética de la libertad es la


responsabilidad. Nietzsche ya lo había declarado: «Somos responsables ante
nosotros mismos de nuestra propia existencia; en consecuencia, queremos
ser el verdadero timonel de esta existencia y nos negamos a permitir que
nuestra existencia se asemeje a un acto sin sentido del azar» (citado en
Daigle, 2009: 63-64). Cada vez que elige, el hombre es el único responsa-
ble de lo que elige y de sus consecuencias. Es una idea nada fácil de asu-
mir, una verdad incómoda que puede resultar bastante turbadora. Sobre
todo si se fija un deber que cumplir, si se impone una noción predetermi-
nada y trascendente de lo que es bueno y lo que es malo. La cultura cató-
lica ha cultivado profusamente este modelo, fomentando, ante su incum-
plimiento, la opresión de la culpa.
Nuestro sustrato cultural católico nos pone en guardia contra la mo-
ralina que pueda estar supurando la idea de responsabilidad. Sin embargo,

59
la responsabilidad pierde todo sesgo moralista en cuanto nos desprende-
mos de los valores trascendentes, del Dios que impone y que vigila y que
deja al «libre albedrío» del hombre salvarse en el sometimiento o perderse
en la rebeldía. Ni siquiera hay, como quería Kant, valores universales que
se sustenten por sí mismos. «Todo valor que fundara sobre su propio ser
su naturaleza ideal dejaría por eso mismo de ser valor y realizaría la hete-
ronomía de mi voluntad. El valor toma su ser de su exigencia, y no su exi-
gencia de su ser» (Sartre, 1993: 82). Cuando deja de haber reglas prede-
terminadas, el hombre se queda solo frente a sus elecciones; es libre, y en
esa libertad hay un gozo, pero como contrapartida le plantea otro males-
tar, quizá más punzante que el que le provocaba el ojo de Dios: ahora tie-
ne que rendir cuentas ante sí mismo. De ahí que Sartre exonere explícita-
mente la mala fe de carga moral: «No tengo que juzgarlo moralmente, pe-
ro defino su mala fe como un error… La libertad a través de cada circuns-
tancia concreta no puede tener otro fin que quererse a sí misma» (Sartre,
1998: 93).

La responsabilidad ante uno mismo cobra una textura más compleja


si tenemos en cuenta que el individuo está siempre emplazado dentro de
una situación que le interpela. La conciencia elige en situación y, en cierto
modo, para la situación. «No creemos en el progreso; el progreso es un
mejoramiento; el hombre es siempre el mismo frente a una situación que
varía y la elección se mantiene siempre una elección en una situación»
(Sartre, 1998: 92). Por ejemplo, el impulso erótico plantea el dilema de
responder desplegando el cortejo sexual o bien optando por la abstinencia,
pero en cualquier caso afecta inexorablemente a los movimientos con res-
pecto a los individuos que pueden ser objeto de deseo.
«Aunque ningún valor a priori determine mi elección, esto no tiene
nada que ver con un capricho» (Ibíd., 89). La libertad responsable no pue-
de ser arbitraria, puesto que tenemos que rendir cuentas de cada decisión,
de cada acto, ante nosotros mismos; tenemos en nuestras manos no solo la
dirección en que avanzaremos nosotros, sino —y esto es lo más crucial—
el rumbo que tomará el mundo a partir de nuestro gesto. «Sartre dice que
aunque creamos nuestros propios valores y, por tanto, nos creamos a no-
sotros mismos, creamos al mismo tiempo una imagen de nuestra natura-
leza humana tal como creemos que debería ser» (Stumpf y Fieser, 2003:
464).
Por si eso fuera poco, el hombre solo no está solo: vive entre los
otros, y eso le hace, inevitablemente, responsable ante ellos. Esta respon-

60
sabilidad no tiene ningún sustrato metafísico ni se corresponde exacta-
mente con las normas de convivencia, que son al cabo convenciones arbi-
trarias. La responsabilidad ante los demás es una consecuencia de la con-
dición social del hombre, del hecho de que es, necesariamente, entre otros.
Sus elecciones personales, por consiguiente, no repercuten únicamente en
él, sino que afectan a muchos de manera directa; y, de manera indirecta,
afectan a toda la humanidad, ya que en cada uno de mis pasos avanza la
humanidad entera. Así, mi libertad, de pronto, cobra una dimensión que
va mucho más allá de mí, una candente responsabilidad que no esperaba.
«El hombre se encuentra en una situación organizada, donde está él mis-
mo comprometido, compromete con su elección a la humanidad entera, y
no puede evitar elegir» (Sartre, 1984: 89).
La libertad, pues, no es un mero ejercicio arbitrario del antojo, sino
una tarea ardua en la que el sujeto se ve conminado a optar por lo mejor,
y, por más condicionantes y convenciones que tiren de él, en último
término está solo para hacerlo. He aquí el nítido sentido ético de la res-
ponsabilidad, y la similitud de la elección moral con la «construcción de
una obra de arte» (Ibíd., 89).
La irrenunciable responsabilidad de nuestras decisiones conlleva una
carga, una tensión que no tenemos más remedio que sobrellevar. En ella
consiste nuestra tarea humana, que nos plantea desafíos como la atención,
la ponderación, la prudencia y el coraje. Sin embargo, también implica un
alivio: nos corresponde aquello que está en nuestras manos, o aquello en
lo que podemos influir de algún modo, pero no más; lo que escapa a nues-
tro control, lo que no emana de nuestra libertad, hay que conocerlo y pro-
curar manejarlo, pero no hay por qué padecerlo como preocupación. «A
partir del momento en que las posibilidades que considero no están rigu-
rosamente comprometidas por mi acción, debo desinteresarme, porque
ningún Dios, ningún designio puede adaptar el mundo y sus posibles a mi
voluntad.» (Sartre, 1984: 76). Este repliegue a la jurisdicción de lo propio
puede inspirar una serenidad que ya supieron ver los estoicos muchos si-
glos antes, como leemos en Epicteto: «No dependen de nosotros el cuerpo,
la riqueza, honras, puestos de mando, y en una palabra cuanto no son
nuestras propias acciones… Si solo lo tuyo juzgas que es tuyo y lo ajeno,
como realmente es, ajeno, nadie te coaccionará nunca… pues no te de-
jarás persuadir de que haya algo perjudicial»36.

36
Epicteto (2004). Enquiridión. Rubí (Barcelona): Anthropos. Págs. 3-5.

61
Mala fe y autenticidad

Hay que enfatizar que la mala fe es también una elección. Optar por en-
gañarse a uno mismo es otra de las opciones de la libertad, emana de una
decisión libre y por consiguiente implica una responsabilidad. «La mala fe
es un proyecto de la libertad en el que esta busca suprimirse y negarse a sí
misma», concluye Gary Cox (2011: 80). Todos lo hemos hecho alguna
vez, cuando la expectativa de una responsabilidad demasiado grande nos
parecía inabordable. Asumir la responsabilidad de nuestras torpezas y
nuestras mezquindades no es fácil: afecta a nuestra imagen ante los demás
y, sobre todo, a nuestra preciada estima de nosotros mismos. La autenti-
cidad está llena de riesgos y tensiones.
«El miedo, como la mentira, es una tentación de la facilidad», arguye
V. Jankélévitch37. Las mentiras con que nos escabullimos de la autentici-
dad no son como para sentirnos orgullosos, pero merecen comprensión y
a veces son aliadas de la prudencia: la verdad se nos puede hacer dema-
siado ardua, y su precio demasiado costoso. A menudo nos vemos tenta-
dos de culpar a los padres, a la gente al gobierno o a una supuesta natura-
leza humana. Aunque en el fondo sepamos que no es cierto, una impostu-
ra solo necesita tiempo para que parezca verdad. Al fin y al cabo, la su-
pervivencia siempre está por encima de la autenticidad.
La ética es un coraje que quiere poner lo correcto por encima de lo
ventajoso. Se trata, por lo tanto, de una opción que requiere esfuerzo.
Exigirle autenticidad a una persona y que desista de la mala fe es como
exigir que un acusado diga la verdad. La verdad puede aparecer como al-
go secundario frente al interés: para el reo, lo urgente es salvarse de la pe-
na. Es probable que el que se engañe a sí mismo también esté intentando
salvarse de algo. Decida cada cual, pero sin descuidar la cautela: mentirse
tiene su propio precio; no deja de ser una traición a uno mismo, una
trampa que nos ponemos y en la que nos hacemos caer. Mal derrotero pa-
ra una vida buena sustentarla en falsedades.
Como vimos, la mala fe busca exonerarnos de lo que hemos hecho,
pero también de lo que no hemos hecho. Apela no a lo que sucedió, sino a
lo que pudo o no pudo ser, es decir, a una mera fantasía que no hace más
que alejarnos de la realidad. Se engaña igual Segismundo si se disculpa
diciendo: Si no hubiera sido porque me pasé la vida encerrado, no habría
tenido el carácter colérico que me impulsó a tirar al criado por la ventana

37
Citado por José Antonio Marina en Anatomía del miedo, op. cit., pág. 193.

62
y a intentar forzar a Rosaura; como si se lamentara añorando: ¡Qué pros-
peridad habría ganado para mi reino si me hubiesen permitido gobernarlo
antes! En ambos casos, Segismundo está refugiándose en quimeras, evi-
tando hacerse cargo de su realidad tal como es y la ha hecho ser. Y de este
modo no consigue más que ausentarse de esa realidad, impedirse a sí
mismo actuar eficazmente en ella. El gran problema de la mala fe es ese:
que nos somete a su teatro, impidiéndonos ejercer con eficacia nuestra li-
bertad. «Solo cuenta la realidad; los sueños, las esperas, las esperanzas,
permiten solamente definir a un hombre como sueño desilusionado, como
esperanzas abortadas, como esperas inútiles». (Sartre, 1998: 80).

El propio concepto de mala fe resulta, en cualquier caso, más com-


plejo y sutil de lo que parece a primera vista. Los ejemplos que nos propo-
ne el autor plantean más interrogantes que conclusiones.
Por ejemplo, Sartre expone una escena de seducción. Un hombre se
aproxima a una mujer que le resulta atractiva desplegando todo tipo de
señales de cortejo: la hace reír con sus bromas, la toma de la mano… Ella
le deja hacer, no opone ninguna resistencia, pero en ningún tampoco con-
siente con su intención. Sartre señala aquí una contradicción: por un lado,
la mujer sigue la corriente a su pretendiente, como si estuviese dispuesta a
satisfacer su demanda en la situación que este ha iniciado; por otro, su
comportamiento es engañoso, ya que entorpece el desarrollo de la situa-
ción. La intención de ella es distinta de la de él, pero él es consecuente con
su intención y ella no. Al coquetear con disimulo, al escabullirse de esa
responsabilidad, la mujer traiciona su propia autenticidad, transige con
una secuencia engañosa y por lo tanto incurre en mala fe.
Se nos ocurren muchas objeciones a la conclusión del autor. ¿Esta-
mos seguros de que se está traicionando? ¿No será que está buscando una
manera socialmente apropiada para manejar el rechazo al cortejo del otro?
¿Tendrá sentimientos encontrados? ¿Estará, incluso disfrutando del mero
coqueteo, sin ninguna pretensión de llegar más allá? Las sutilezas de las
situaciones humanas imponen a menudo una mayor o menor ambigüe-
dad; las del deseo y el intercambio, plantean casi siempre contradicciones,
avances y retrocesos, negaciones que pueden acabar afirmando, y a la in-
versa. ¿Se puede juzgar de un modo tan esquemático el grado y el signo de
la voluntad?
Otro ejemplo sartriano muy célebre es el de la conducta del camare-
ro. Mientras toma nota, avanza entre las mesas, sirve los pedidos, el ca-
marero existe rotundamente sumido en su papel, ha desactivado su liber-

63
tad para actuar como un autómata, un objeto. Se cosifica. Su carencia de
autenticidad, según Sartre, podría calificarse de mala fe. Obviamente, este
análisis, por sagaz que se nos aparezca, resulta discutible. El camarero in-
terpreta un papel porque está trabajando, y su objetivo es cumplir su traba-
jo del modo más eficaz posible. No escapa de su libertad, la formaliza. La
naturaleza misma del hecho social conlleva siempre algún tipo de rol, un
guion establecido socialmente al cual el sujeto tiene que ceñirse para un
correcto desempeño que él mismo es el primero en pretender, puesto que
está alineado con sus intereses. La sociología y la psicología social han
estudiado con detalle este complejo acervo de roles, guiones, escenarios y
desempeños38, una dinámica para la que los juicios de falsedad y mala fe
no resultan apropiados.
Vemos, pues, que no siempre es tan fácil distinguir la autenticidad de
la mala fe. Eso no impide que el concepto de mala fe pueda resultar útil
para infinidad de situaciones en las que la persona traiciona su libertad.
Tal vez el término abuse de una cierta connotación moral —incluso mora-
lista—, pero eso no le resta validez a su denuncia de tantas ocasiones en
que disfrazamos nuestra responsabilidad con excusas y remiendos, disi-
mulando tras un equívoco velo nuestra libertad en lugar de atenernos a
ella. Desactivamos la protesta justa del otro diluyéndola tras una graniza-
da de invectivas y reproches. Hacemos oídos sordos a una petición cam-
biando de tema o poniendo una excusa. Mantenemos a salvo nuestra au-
toestima echando la culpa de torpezas o iniquidades a una infancia infeliz,
una sociedad injusta o la presión de los instintos. Como cantaba Jeanette
hace muchos años: «Yo soy rebelde porque el mundo me ha hecho así»39.
Podemos ser aún más rebuscados. Sometemos al otro a nuestra
crueldad o nuestro arbitrio escudándonos en una supuesta franqueza: «Yo
siempre digo lo que pienso». Incumplimos nuestros deberes asegurando,
mientras nos encogemos de hombros, que nuestra intención era buena,
pero nos ha podido el desánimo o el cansancio. Nos desentendemos de las
consecuencias de lo que elegimos reformulándolas bajo la facticidad de lo
que supuestamente somos. El colmo de la sofisticación de la mala fe en
estas estrategias es llegar a creerlas, convencernos de su autenticidad,
asumiéndolas a través del autoengaño.

38
Remitimos de nuevo al clásico estudio de Erving Goffman, citado más arriba.
39
Los lectores mayores de 50 la recordarán. La produjo Hispavox en disco sencillo, en 1971.

64
El problema del inconsciente

El autoengaño como herramienta para sortear escollos embarazosos nos


lleva a plantear el problema del inconsciente. Al menos desde Freud, da-
mos por sentado que hay una parte de nuestros impulsos y motivaciones
que actúa desde profundidades de la mente a las que no tiene acceso la
conciencia, y que por tanto escapan a nuestro control.
Sartre negaba esta dualidad, y por eso, a pesar de su interés por la te-
oría psicoanalítica, la rechazó de entrada. Consideraba que, para admitir
la existencia de contenidos mentales reprimidos, hay que contar con un
censor que conoce lo que está reprimiendo, lo cual nos llevaría de vuelta a
la voluntad y la responsabilidad. Cabe objetar que aquí nuestro filósofo
está pecando de simplista: los contenidos mentales inconscientes no con-
sisten únicamente en tendencias reprimidas, como si el inconsciente se
limitara a ser un vertedero en el que apartamos la basura que nos molesta.
El inconsciente —y muchos indicios apuntan a su existencia— consiste en
un conjunto de procesos automáticos que tienen lugar fuera del foco de la
atención, o, por decirlo en términos sartrianos, fuera de la conciencia. Se
trata de la arquitectura funcional de la mente, no de una estrategia delibe-
rada de una voluntad alevosa.
De hecho, el propio papel rector de la voluntad como deliberación ra-
cional y consciente fue cuestionado por el filósofo. La racionalidad estric-
ta requeriría un distanciamiento de nosotros mismos, poder juzgarnos
desde fuera, objetivamente, como hacen los otros. Sin embargo, estamos
inmersos en el torrente vital, protagonizándolo, a un tiempo pilotos y pa-
sajeros de ese hacerse a uno mismo que es la libertad. En tal proceso, aun-
que sea yo quien elige, se hace mucho más confuso identificar las razones
por las cuales elijo. «Resulta de ello que la deliberación voluntaria es
siempre un ilusionismo. En efecto: ¿cómo apreciar motivos y móviles a los
cuales precisamente yo confiero su valor antes de toda deliberación y por
la elección que hago de mí mismo?... Cuando delibero, ya el dado está
echado» (Sartre, 1993: 557).

Desde una perspectiva amplia, es difícil trazar el límite entre lo que


conlleva nuestra responsabilidad y aquello de lo que el individuo no es
responsable. Por ejemplo, a las disfunciones psicológicas se les podría
achacar absolutamente todo lo que hace una persona, eximiéndola por
tanto de responsabilidad. Los propios tribunales reconocen que el esqui-
zofrénico o el obsesivo no son (al menos del todo) culpables de agredir a

65
quien creen que les amenaza o de molestar a los que les rodean. ¿Y qué
decir de una herencia genética que predispone a la agresividad, o de la in-
fluencia de un entorno mísero en actitudes violentas? La lista sería inter-
minable.
Así pues, la mera disposición del inconsciente pone en cuestión la li-
bertad del para-sí, lo que dificulta la evaluación de la propia responsabili-
dad. Cuando una persona deprimida afirma que no puede dejar de estar
deprimida aunque es lo que desearía, y que se comporta de determinadas
maneras aunque preferiría comportarse de otras, nos está poniendo contra
las cuerdas la consideración de su responsabilidad y su libertad. ¿Se le
puede hacer responsable de ese elemento que contamina su elección, ese
veneno que se infiltra en él y acaba convirtiéndose en él? Segismundo
puede elegir comer o suicidarse, pero, ¿es la voluntad la que elige, o es su
desesperación convertida en voluntad? ¿Hasta qué punto Segismundo es
Segismundo?
La conciencia, después de todo, quizá no esté completamente vacía,
quizá también tenga sus propias cadenas. Si hay una parte en mí que no
controlo hay una parte en mí en la que no soy libre. A este problema se le
podría replicar, con buen criterio, que los impulsos del inconsciente, como
los instintos y cualquier condicionamiento, no son un territorio de liber-
tad, sino de facticidad, y por tanto ya se sabe que están al margen del al-
bedrío del individuo y de su consecuente responsabilidad. Son un muro
más, una cadena más, una parcela más del mundo y el ser-en-sí, que esca-
pa del dominio de la voluntad y en consecuencia no atañe a la tarea de la
libertad. Sin embargo, esto nos lleva de regreso al problema: dónde acaba
lo fáctico y empieza lo libre, dónde trazar la frontera entre lo que el indi-
viduo elige y lo que le viene impuesto. Es imposible distinguir de modo
terminante lo consciente de lo inconsciente.

La libertad se perfila, así, no como algo puramente intrínseco, sino


como una lucha de la voluntad por prevalecer sobre la facticidad. No es
algo acabado: es una tarea permanente. El propio Sartre fue admitiendo
que la libertad vuela con el peso de muchos lastres. Hay que conocer bien
lo que somos, los condicionamientos que nos manejan, para poder
arreglárnoslas con su influencia. Y, de todos modos, nunca sabremos a
ciencia cierta quién es ese que decide y opone, hasta qué punto no forma
parte también de otros condicionamientos aún desconocidos.
El psicoanálisis ha insistido en proponer la estrategia de la lucidez:
hacer consciente lo inconsciente. A primera vista, parece el mejor camino,

66
si no el único. Sin embargo, por su propia naturaleza, nos plantea un im-
pedimento insalvable: nunca sabremos a ciencia cierta si hemos conquis-
tado la lucidez o cuánto nos queda por lograr. No todo en nuestras man-
ías, miedos y arrebatos obedece a una entrega o una cesión; no todo es
mala fe: a veces es la facticidad de nosotros mismos, el ser-en-sí que nos
persigue desde el organismo y la historia.
La razón y el análisis tienen que tomar el timón; pero no bastan. Ne-
cesitamos como aliados a la intuición y el símbolo, la emoción y el cuer-
po, esos elementos que forman parte de nuestra dimensión irracional. En
esto tenían razón Pascal, Kierkegaard, Schopenhauer y Nietzsche. Y ahí
es donde el riguroso mecanismo de Sartre quizá peca de tosco o incluso
idealista.

Carencia y «pasión inútil»

Hay otro desafío que la persona debe afrontar, si procura no engañarse.


Como vimos, la misma imposibilidad de la conciencia para acceder al ser,
dado que está permanentemente lanzada hacia el futuro, le roba la posibi-
lidad de una satisfacción plena: la condena a un estado de carencia. El
tirón del deseo nunca cede, puesto que cada deseo realizado solo nos sitúa
ante el proyecto de un nuevo deseo por realizar. «Dado que el para-sí se
caracteriza por la carencia, el deseo obedece a esa deficiencia de ser, que
consiste en “la apetencia del para-sí de adherir el en-sí a su propio ser”»,
precisa José María Ortega40. En esto consiste la libertad radical que nos
caracteriza: la vida humana está siempre por hacer, no tiene acceso nunca
a la paz del reposo. El ser-para-sí es una fuerza que va dejando un rastro
de realizaciones, pero que nunca acaba constituyéndose como ser-en-sí.
De aquí que Sartre concluya considerando al hombre una pasión in-
útil, aunque esa futilidad no le impide, como a Sísifo, reconciliarse con su
condición y protagonizarla de un modo consciente y digno. «No es nece-
sario tener esperanzas para obrar» (1984: 78). De hecho, para nuestro au-
tor «no hay doctrina más optimista [que el existencialismo], puesto que el
destino del hombre está en él mismo» (1998: 82). Esa era la actitud que
preconizaban los epicúreos y los estoicos. Nietzsche dio un paso más y
propuso convertirla en entusiasmo: hay una alegría profunda, definitiva,

40
En el prólogo a El existencialismo es un humanismo (1984), pág. 25, ver bibliografía.

67
en asumir las cosas como son, por perturbadoras y dolorosas que nos re-
sulten.
Podemos contrarrestar la inevitabilidad de la carencia y sobreponer-
nos a la amarga rueda del deseo mirándolas de cara y haciéndonos fuertes
en esa realidad. Probablemente, tanto Nietzsche como Sartre rubricarían
la antigua sentencia del Mahabharata: «Solo es feliz el que ha perdido to-
da esperanza, pues la esperanza es la mayor tortura y la desesperación la
mayor felicidad»41. Y convendrían, con André Comte-Sponville, en que
siempre hay una complacencia posible para el que «ha dejado de desear
otra cosa que no sea lo que sabe, lo que puede, o aquello con lo que goza.
Ya no desea nada más que lo real, de lo que forma parte, y ese deseo,
siempre satisfecho —puesto que lo real, por definición, no falta nunca: lo
real nunca escasea—, es una alegría plena.»42

El problema de los otros

Ya vimos que la dialéctica del en-sí y el para-sí, vertida en el para-otros,


convierte las relaciones humanas en conflictos. No puedo dejar de rela-
cionarme con los demás, puesto que ellos son la fuente de mi identidad y
al mismo tiempo de mi realización como humano; pero tampoco puedo
evitar que esa relación me resulte contradictoria y conflictiva, ya que mi
libertad mis proyectos, mis deseos, mis decisiones— se enfrenta a la li-
bertad del otro. Estamos abocados a perseguirnos y a eludirnos, a presio-
narnos y a resistirnos, a entregarnos y a seducirnos, siempre en busca de la
plenitud y siempre incompletos, como aquellas almas gemelas que habían
sido escindidas por los dioses en el mito platónico del amor; en una per-
manente tensión que convierte al otro en fuente de mis mayores satisfac-
ciones y de mis más amargas frustraciones.

De acuerdo con este paradigma, la esencia de la conflictividad intrín-


seca de las relaciones humanas reside en que plantean contradicciones tal
vez irresolubles. Según Sartre, la contradicción básica es la de una con-
ciencia que, a través de la mirada, cosifica a otra, la presiona a ser como
ella la ve y la quiere. En esta tesitura, opina el autor, uno tiene dos opcio-
nes: puedo intentar enfocar la intersubjetividad reconociendo en el otro su
libertad, lo cual me lleva a contener mi propia libertad y por tanto a su-
41
Citado por A. Comte-Sponville en La felicidad, desesperadamente (2007). Barcelona: Paidós. Pág. 60.
42
Ibíd., pág. 60.

68
cumbir a la cosificación; o bien puedo reafirmar mi libertad frente a la del
otro, convirtiéndome deliberadamente en cosificador del otro, en cierto
modo como veíamos en la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo. Sar-
tre concluye que ambos intentos no solo están abocados al fracaso —
ninguna de las dos personas puede evitar seguir siendo libre, ninguna de
las dos puede evitar objetivar y ser objetivada—, sino que uno conduce al
otro en un círculo vicioso sin fin.
Así, en el amor, que sería un ejemplo de la primera vía (reconocer la
libertad ajena, poniendo riendas a la propia), el amante intenta entregar su
libertad al amado, le abre las puertas para que el ser del amado inunde el
ser del amante, como se abren las murallas de una fortaleza a un ejército
extranjero confiando en que esa fuerza respetará y honrará a su guarni-
ción. Sin embargo, del mismo modo que el ejército ocupante tiene sus
propios planes que tarde o temprano aflorarán, la mirada del amado —esa
mirada en la que «me miro como en un espejo»— no me devolverá a mí
mismo, seguirá siendo la otredad que se impone a mi libertad; quizá esa
otredad, incluso, ni siquiera me ame, o en cualquier caso siempre podrá
dejar de amarme, por lo que siempre será o podrá ser invasora, siempre
será potencialmente cosificadora; siempre contendrá, potencialmente, a
un enemigo.
Pero el amante, por su parte, tampoco está exento de contradiccio-
nes. Para empezar, su entrega no es inocente: espera ser amado, proyecta
su deseo hacia el deseo del otro, forzando su libertad. Querer ser amado
tiene de por sí algo de abuso o coacción hacia el otro, puesto que pretende
«infectar al Otro con nuestra propia facticidad, es querer constreñirlo a re-
creamos perpetuamente como la condición de una libertad que se somete
y se compromete» (Sartre, 1993: 460). ¿Cómo no va a oponer el otro resis-
tencia ante ese asedio a su libertad? Es así como el amor —como todo en-
cuentro— consiste indefectiblemente en un combate, donde los armisticios
son siempre inestables y provisionales, y fácilmente se desemboca en el
odio. Mi entrega estaba desde el principio condenada al fracaso porque ni
yo puedo dejar de ser yo —una conciencia libre— ni el otro puede dejar
de ser otro.
El masoquismo plantea, para Sartre, una contradicción similar. El ma-
soquista pretende renunciar a su propia subjetividad perdiéndose en la del
otro. Sin embargo, en realidad hace lo contrario: manipula al otro, obje-
tivándolo para su propia satisfacción. El masoquista usa su actitud sumisa
como arma arrojadiza para apoderarse de la voluntad de su maltratador,
instrumentaliza su libertad (lo cosifica) en la dirección que a él le apetece.

69
A través de una supuesta renuncia a sí mismo, lo que está haciendo es in-
tentar apropiarse de la libertad del otro, aunque en definitiva fracase.

Por lo que respecta al segundo método (cosificar deliberadamente al


prójimo, tratándolo como un esclavo de mi subjetividad), abundan aún
más los ejemplos de la vida cotidiana que lo ilustran. Tal vez el más ele-
mental sería la indiferencia, entendida como reducir al otro a la insignifi-
cancia relegándolo a simple objeto, perdido en la masa de objetos que
constituye el mundo en-sí; ignorando su mirada como si detrás de ella no
hubiese una conciencia. Así es, en efecto, como trata un amo a su esclavo:
como un simple objeto. Sin embargo, para hacer tal cosa tengo que enga-
ñarme a mí mismo, pues en el fondo sé que el otro es Otro, que tras su mi-
rada, lo admita o no, sigue habiendo una libertad que irrumpe en el mun-
do al margen de la mía; en definitiva, tengo que adoptar una actitud de
mala fe, que, por otra parte, solo lograré imponer al otro forzándolo me-
diante mi poder. Tras la indiferencia, por consiguiente, lo que hay en rea-
lidad es una relación de opresión, y eso es lo que puede encontrarse el
amo en la mirada recriminadora del esclavo.
La relación entre sádico y sumiso plantea la misma incongruencia: el
sumiso siempre podrá mirar al sádico desmintiendo la cosificación a la
que le ha sometido: «El sádico descubre su error cuando la víctima lo “mi-
ra”… Descubre entonces que no puede actuar sobre la libertad del Otro, ni
aun obligándolo a humillarse y a pedir gracia… Así, esa explosión de la
mirada del otro en el mundo del sádico hace desmoronarse el sentido y el
objetivo del sadismo» (Sartre, 1993: 503-504).
Algo parecido sucede con el deseo sexual. Cuando deseo al otro lo co-
sifico, puesto que lo trato como mero objeto de mi satisfacción. Sin em-
bargo, al llevar a cabo mi deseo (por ejemplo, en la caricia) me encuentro
de repente convertido yo en objeto de su deseo (o su repulsa). Mientras
reduzco al otro a mera «carne deseable» me estoy convirtiendo yo en lo
mismo a través de su respuesta: soy yo el que se está cosificando. En el
fondo, ni el otro ni yo hemos dejado de ser sujetos libres, solo hemos ju-
gado a ello, en un ejercicio de mala fe.
Harto de estos callejones sin salida en la interacción con los demás,
uno podría resolver desembarazarse del ser-para-otro anulando al otro
completamente, en un esfuerzo para que deje de obstaculizar la libertad
prístina del para-sí. Según Sartre, eso es lo que se propone el odio, en tanto
que proyecto de eliminación del otro. Y, sin embargo, afirma el autor, en
la misma naturaleza del odio está también el germen de su fracaso. «Con

70
el odio al otro no logro desembarazarme del otro. Su muerte… tan solo
hace fijar lo que yo he sido para él» (Arias, 1994: 145); «la muerte del otro
me constituye como objeto irremediable, exactamente lo mismo que mi
propia muerte» (Sartre, 1993: 511). En definitiva, suprimir a alguien con-
creto solo confirma el hecho de que no puedo dejar de ser-para-otro, y lo
seguiré siendo mientras quede alguien más en el mundo; pero incluso
aunque consiguiera acabar con toda la humanidad, el mismo acto de ani-
quilar se estaría ejecutando dentro del marco del ser-para-otro, me habría
convertido para siempre en exterminador, y el fantasma de los muertos
me perseguiría para recordarme que jamás podré librarme de ellos.

No es necesariamente pernicioso que nuestra libertad se vea impedi-


da de campar a sus anchas: hay impulsos en ella que merecen ser acota-
dos. Pero resulta mortificante que siempre haya alguien que intente apro-
piársela y someterla a su capricho. En las relaciones humanas suele estar
implicado el poder, la coacción de una libertad sobre otra. Una coacción
que, por más que no alcance a culminarse absoluta, es capaz, en mayor o
menor grado, de poner al otro a su servicio. Nos amenazan déspotas coti-
dianos y dictadores masivos. Toda esta dialéctica de la interacción, inelu-
dible e irresoluble, es lo que se sintetiza en la famosa sentencia: «El infier-
no son los otros».
Tal es el amargo diagnóstico que extrae Sartre de la condición
humana, abocada al conflicto entre el impulso de libertad del para-sí y los
condicionamientos a los que le someten los demás, vale decir, la presión
del para-otros. De ahí que la realización de la libertad sea siempre incom-
pleta y requiera una dedicación constante.
En efecto: no hay intercambio humano en el que no estén presentes
estrategias parecidas a las descritas, y cada una nos pierde en su propio
laberinto. En todas las relaciones mínimamente significativas, la aproxi-
mación al otro está cargada de una tensa perspectiva de satisfacciones y
decepciones, así como de una ambivalencia entre confianza y desconfian-
za, aspiración y ofrecimiento, simpatía y rechazo, entrega y prevención,
lealtad y traición; a veces alternándose, casi siempre superponiéndose,
dando lugar a esa dinámica de la interacción que es a veces danza y otras
combate. Y, sin embargo, ¿no estamos, hasta cierto punto, acostumbrados
a ello, no forman parte esas contradicciones, esas victorias y esos fracasos,
esas comedias y esas tragedias, del juego del encuentro?

71
Con sus hartazgos y amarguras, con toda la imperfección y la incer-
tidumbre que se quiera, los seres humanos se las arreglan para disfrutar
complicidades, habilitar colaboraciones y construir comunidades; es decir,
para compartir proyectos y llevarlos a cabo con una razonable satisfac-
ción. La empatía, la tolerancia, la reciprocidad, incluso el altruismo, pare-
cen posibles en un grado suficiente para que los otros, sin llegar a ser el
cielo, nos reporten algo más que un infierno en esa existencia que nos ve-
mos obligados a entrelazar con ellos «a puerta cerrada». Como argumenta
W. Becerra, «si hay miradas que matan, también las hay que enamoran,
que cautivan, que acercan y posibilitan la puesta en común de dos seres
iguales, de para-síes que se relacionan positivamente» (2006: 116).
Una actitud que se perfila esencial en la aproximación constructiva es
la empatía, entendida en los dos sentidos recogidos en el diccionario de la
RAE, esto es, como «capacidad de identificarse con alguien y compartir
sus sentimientos» y, sobre todo, como «sentimiento de identificación con
algo o alguien»43. La empatía es la verdadera salida del solipsismo y el ins-
trumento que permite, con todas las contradicciones y todos los conflictos
que se quiera, la construcción de un nosotros eficaz. Habilita a la persona
para ver en el otro un igual, y proyectar en él los rasgos que se atribuye a
sí mismo: deseo, angustia, satisfacción, miedo…; es decir, la condición de
para-sí y no de mero objeto. Si al inmiscuirme en la mirada del otro puedo
objetivarme y captar una imagen de mí mismo, puedo también concebirlo
y tratarlo como conciencia simétrica a la mía, puedo conocerlo y cono-
cerme en el cruce de nuestras miradas, y construir desde ahí esa red de
intercambios que constituye la intersubjetividad.
Otra herramienta de la sociabilidad humana, esta más racional y de-
liberada, es el compromiso, entendido como afirmación, como implicación
y como fidelidad, como una voluntad de entendimiento que se esfuerza
por prevalecer sobre el cambiante tropel de los afectos. La libertad, así, se
compromete no para limitarse, sino para completarse. ¿Le resta ello auten-
ticidad? No tiene por qué, si no se engaña a sí misma al obligarse en lo
que considera adecuado. «La autenticidad implica negarse a vivir según
las expectativas de otros… [aunque] adecuarse a las expectativas de otros
es precisamente la respuesta comprometida que ciertas situaciones requie-
ren.» (Cox, 2011: 132)
¿Y qué pasa cuando se engaña a los demás? Sartre parecía más pre-
ocupado por el autoengaño que por la mentira dirigida a los otros, que a

43
Consultado en https://dle.rae.es/empat%C3%ADa, septiembre de 2023.

72
veces puede cumplir una función utilitaria en la brega social. Partiendo de
una negación de valores a priori, dado que estos son fruto de la libertad de
cada conciencia, no es probable que incurriera en una condena terminante
de la falsedad, al estilo de Kant. No obstante, si cuando uno decide lo
hace en nombre de todos, cada decisión implica una responsabilidad con
respecto a las consecuencias de nuestros actos: no solo soy responsable
ante mí mismo, sino también ante los demás. Puede haber mentiras bon-
dadosas o abusivas, del mismo modo que la sinceridad se puede usar co-
mo excusa para comportamientos crueles o despóticos. El compromiso
tiene que implicar algún tipo de autenticidad con respecto a los otros. En
cualquier caso, tome uno la decisión que tome, lo que no admite duda es
que el responsable soy yo.

Los seres humanos, tan propensos a pelearse, están condenados a en-


tenderse. Por sus propios condicionamientos, y a pesar de los sueños de
Nietzsche y otros vitalistas, se necesitan entre sí, la evolución los ha mo-
delado como seres violentos y feroces, pero también carentes, desvalidos y
de una tendencia social instintiva. Al mismo tiempo, la historia sociocul-
tural de la especie se ha escrito en forma de contienda entre grupos, colec-
tividades y clases, pero para luchar hace falta unirse, y de la lucha resultan
a veces las más firmes alianzas. En conclusión, ni Hobbes ni Rousseau, o
quizá los dos: hay batallas necesarias y polaridades incompatibles, pero
todos preferimos el combate contenido de la paz.
Solo mediante la cooperación y la solidaridad se pueden tender puen-
tes a través de los cuales transitar unos y otros, unos con otros, sin aislar-
nos ni destrozarnos. Solo así, luchando pero pactando, compitiendo pero
asociándonos, tenemos esperanza de lograr, si es que es posible, una so-
ciedad más justa y satisfactoria para todos, y una supervivencia sostenible.
Sartre creía en ello, o no se habría comprometido en los movimientos
obreros y revolucionarios. Ante el triunfo global del neoliberalismo, la
persistencia de la opresión, el desvirtuarse de los derechos y la incerti-
dumbre ante el futuro, seguro que nos habría animado a resistir, a inventar
y a perseverar.
Puede que, con inteligencia y buena voluntad, los erizos de Schopen-
hauer encuentren tácticas para aproximarse haciendo tolerables las púas, o
logren mantener una distancia prudencial sin condenarse al aislamiento.

73
Artífices del propio destino

En última instancia, como se ha formulado repetidamente, la propuesta


ética del existencialismo sartriano puede resumirse en una apelación a la
responsabilidad. No se trata de una responsabilidad legal o abstracta, regida
por aprobaciones y condenas, sino una actitud exigente con uno mismo.
No hay mandamientos cincelados por dioses sobre tablas de piedra, no
nos precede una naturaleza humana que nos guíe por lo que somos. Igno-
ramos de dónde venimos y adónde vamos, lo cual también nos priva de
teleología: la travesía del hombre es un viaje a ninguna parte, o más bien
hacia la parte que él decida. Cada cual asume la dirección de su vida, de-
ntro de aquello que le es dado y le resulta posible. Es una tarea ardua que
debe ser retomada constantemente y nunca concluye, pero que tiene como
premio la satisfacción de fundarse a uno mismo y construir el propio des-
tino: en una palabra, el despliegue de la libertad. «La persona auténtica
asume la afirmación y ejercicio de su libertad como un principio básico o
valor último» (Cox, 2011: 121).
Al no disponer de valores ni preceptos establecidos de antemano, la
persona tiene que arreglárselas con lo que encuentra. Viajamos con lo
puesto y acampamos donde nos cae la noche. Sartre da pie a una ética en
situación, una moral topográfica que afronta las cosas como se le presentan
y, eventualmente, las pone en el sitio que considera apropiado, según su
propio criterio. El trabajo de la autenticidad requiere, pues, atención, y un
afrontamiento consciente de cada una de las situaciones en las que nos
encontramos. No se trata primordialmente de una tarea intelectual: el co-
nocimiento y la reflexión ayudan, por supuesto, pero lo que cuenta es, an-
te todo, la actitud. Prestar atención, ser cuidadoso, recabar sentidos, cali-
brar consecuencias. Más que lo que pensamos, lo que importa es lo que
reafirmamos, y aún más lo que hacemos.
Nietzsche decía que no hay valores, sino valoraciones, y «aboga por
una moralidad de autodominio donde el individuo hace sus propias re-
glas» (Daigle, 2009: 65); en sus palabras: «¿Qué dice tu conciencia? Te
convertirás en lo que eres» (citado en Ibíd.). En la misma línea, Sartre co-
incide en que nosotros, cada uno de nosotros, creamos nuestros valores,
que por lo mismo no son nunca definitivos, no son nunca una conclusión
acabada, sino que están constantemente actualizándose a través de la ac-
ción del para-sí. «Decir que nosotros inventamos los valores no significa
más que esto: la vida, a priori, no tiene sentido. Antes de que ustedes vi-
van, la vida no es nada; les corresponde a ustedes darle un sentido, y el

74
valor no es otra cosa que este sentido que ustedes eligen» (Sartre, 1984:
97). No obstante —y este criterio sí que diferencia el concepto ético de los
dos pensadores—, la persona vive siempre entre otras personas, y por eso
debe tener presente que las consecuencias de sus elecciones tendrán reper-
cusión en los otros. En otras palabras: «con cada elección que hacemos no
solo nos creamos a nosotros mismos, sino que implicamos toda una moral
(Strathern, 2014: 49).
Hay verdades existenciales que condicionan la vida entera, como «el
carácter elusivo de la satisfacción, la contingencia de la existencia, la in-
manencia de la muerte, etc.» (Cox, 130). Pero, por otra parte, cada situa-
ción interpela de un modo distinto al individuo, le plantea nuevas y es-
pecíficas disyuntivas a las que se ve urgido a responder con criterio, inteli-
gencia y honestidad, rechazando esa «ignorancia deliberada», esa «tenta-
ción de la facilidad» que es la mala fe. Cada situación conlleva su propio
desafío de autenticidad. «Ser auténtico es realizar plenamente nuestro ser
en situación…, con una profunda conciencia de que, a través de la reali-
zación auténtica del ser en situación, llevamos a la existencia plena la si-
tuación, por un lado, y la realidad humana, por otro. Esto presupone un
estudio paciente de lo que la situación exige, y luego una forma de sumer-
girnos en ella y determinar cómo es nuestro ser para esa situación». (Sartre
en Cox, 118)

El ideal sartriano de autenticidad y responsabilidad es una excelente


brújula para la vida, pero, como sucede con todo, quizá debamos tomarlo
con cautela. La vida es demasiado compleja para que nos convirtamos en
fundamentalistas de nuestra propia libertad. Hay que maniobrar a cada
instante, a veces con poco tiempo y poca información, siempre con nues-
tras vulnerabilidades a cuestas. Sobreponerse a las debilidades implica
contar con ellas. Puede que en esta consideración se insinúe algo de excu-
sa, pero, sin caer en la complacencia y aspirando a sobreponernos a ellas,
lo cierto es que también de excusas vive el hombre. Por otra parte, ya
hemos visto que la frontera entre la autenticidad y la impostura es ambi-
gua y porosa. Lo que creemos saber se basa a menudo en un prejuicio.
Hasta las imposturas resultan a veces acertadas. Convertirnos en talibanes
de la verdad es, en cierto modo, caer en el peor tipo de mala fe: el fana-
tismo.
Prefiero no ver en la libertad una condena, sino, al estilo de Epicuro,
una oportunidad para la alegría y la creatividad, el gozo y la satisfacción.
No me importa que sea incompleta y torpe: eso la habilita como patria de

75
mi propia imperfección. Prefiero hacer de la libertad una ocasión para la
alegría de vivir, no para nuevas tiranías. La libertad tiene que ser emanci-
pación, y en esto la filosofía sartriana cuenta con buenos ascendentes. Ya
hemos mencionado a Epicuro, a quien conviene no perder nunca de vista.
Los estoicos, como el budismo, se propusieron usarla para desembarazar-
se íntimamente de todo y fortalecer el propio ánimo, con una actitud dis-
puesta a aguantar en la tormenta y solazarse en el hogar; algo similar pro-
pondría Schopenhauer en sus momentos menos sombríos. Montaigne, en
la misma línea, la usó como una plataforma para el sereno, luminoso buen
vivir. Todos ellos, más algunos otros, fueron hombres emancipados, des-
entendidos del yugo de los dioses, que se hicieron fuertes en su libertad,
asumieron su responsabilidad y vertieron su pensamiento por las laderas
soleadas de la vida.

Pero la senda sartriana de la libertad no tiene mejor compañero de


viaje hacia las solitarias cumbres que el vehemente vitalismo de Friedrich
Nietzsche. Útil o vana, para el autor del Zaratustra la pasión humana era
ante todo gozosa. El absurdo, como más tarde propondrá Camus, no es la
mazmorra del hombre, sino el infinito territorio, sin tutelas ni cortapisas,
en el que puede disfrutar de su proyecto liberado de la opresiva custodia
de la trascendencia. El ideal nietzscheano de individuo noble, como ar-
gumenta Gary Cox, «no niega ni reprime su libertad sino que la disfruta y
es consciente de ella constantemente, algo que consigue actuando de for-
ma decidida, superando dificultades, asumiendo la responsabilidad,
negándose a lamentarse y, lo más importante, eligiendo sus propios valo-
res» (135). Un ideal muy parecido, como ya sostuvimos, al del hombre
consciente y responsablemente libre de Sartre. Ni el Superhombre ni el
hombre libre reniegan de lo que son o se desentienden de lo que hacen: lo
asumen como su propia elección, su propia responsabilidad; transforman,
como predica Zaratustra, cada «fue» en un «así lo quise yo»44, afirmando
los propios valores y actos hasta el punto de desear su eterno retorno.
«¿De cuánta benevolencia hacia ti y hacia la vida habrías de dar muestra
para no desear nada más que confirmar y sancionar esto de una forma de-
finitiva y eterna?»45

44
Nietzsche, F. (1982). Así habló Zaratustra. Barcelona: Orbis. Pág. 183
45
Nietzsche, F. La Gaya Ciencia. Recuperado de
https://www.guao.org/sites/default/files/biblioteca/La%20gaya%20ciencia%20.pdf. Epígrafe 341: «La
carga más pesada».

76
Este amor fati no debe entenderse, por supuesto, como un fatalismo:
eso iría en contra de la idea de una libertad radical que elige a cada instan-
te. Aunque cada elección abre el camino en que tendrá lugar la elección
siguiente, la persona puede cambiar de dirección y optar por algo nuevo e
inusitado. Nada está escrito, todo está por escribir para el hombre libre,
que deja atrás la facticidad del pasado y vive volcado en el futuro. El amor
fati, por lo tanto, no constriñe la libertad, sino que la apuntala: es la afir-
mación del pasado tal como sucedió, sin perder tiempo en lamentarlo, de-
dicando toda la atención y la intención a un porvenir que permanece
abierto.

En la realización de esa voluntad es en lo que debe centrarse el hom-


bre que asume y toma las riendas de su libertad, dejando de esperar que le
digan qué tiene que hacer o qué sentido tiene su vida y eligiendo por sí
mismo, convirtiendo su existencia en una deliberada creadora de esencia.
¿Será ese deber una tarea excesiva para la vulnerabilidad humana?
¿Somos capaces de soportar una labor tan exigente, tan cruda, tan des-
abrigada? Puede que no. Puede que, después de todo, el Superhombre
nietzscheano y su primo el Hombre Libre, como los héroes de los mitos,
no estén a nuestro alcance de mortales desamparados. Quizá todos viva-
mos angustiados y neuróticos precisamente porque tenemos que hacer
frente a las exigencias de una condición que nos excede. Pero esa es nues-
tra condición y no tenemos otra. En momentos de debilidad, seguramente
nos aferraremos a alguna excusa, procuraremos engañarnos, eludiremos la
responsabilidad. Lo que importa es que al día siguiente, reparadas las
fuerzas y apaciguados los temores, volvamos a hacernos cargo de nuestro
destino. El Superhombre y el Hombre Libre son modelos ideales que nos
orientan en el camino: no se trata de convertirnos en ellos, algo probable-
mente imposible, sino de aspirar a aproximarnos a ellos todo lo posible.
Vivir es caminar: al menos, sabemos hacia dónde ir.

Compromiso

Uno de los aspectos más polémicos, y quizá peor resueltos, del existencia-
lismo sartriano desde su formulación ha sido la cuestión del compromiso
social. Al tratarse ante todo de una reflexión sobre la libertad individual,
de la libertad solitaria del individuo frente al mundo, se le ha reprochado
una cierta veleidad de quietismo y de conformismo, su escasa utilidad

77
como herramienta para la emancipación de clases. En la época de Sartre,
este era un tema candente en los círculos intelectuales, implicados en ge-
neral con el marxismo. El propio filósofo, cada vez más inmiscuido en la
praxis marxista, a lo largo de su madurez hizo un gran esfuerzo por con-
jugar sus teorías con su acción política, fruto del cual fue, entre otras, su
obra Crítica de la razón dialéctica, monumental aunque de escasa repercu-
sión.
El Sartre maduro, comprometido con el marxismo, era consciente de
que su postulado de libertad individual chocaba con la visión determinista
del materialismo dialéctico. Este enfatizaba que «todas las estructuras y
organizaciones de la sociedad y el comportamiento y pensamiento de los
seres humanos están determinados por eventos previos. Desde este punto
de vista, la libertad de elección es una ilusión y nosotros simplemente so-
mos vehículos a través de los cuales las fuerzas de la historia se realizan»
(Stumpf y Fieser, 2003: 468). Ante tal contradicción, nuestro pensador
optó por rebajar la radicalidad de sus propuestas iniciales, admitiendo que
la libertad humana sufre un mayor condicionamiento de lo que en princi-
pio había considerado, en particular a través del contexto histórico y so-
cial. Sin embargo, siguió defendiendo, frente a las frías y mecánicas tesis
marxistas, la existencia de personas «reales», sujetos involucrados en una
libertad inalienable, más allá del mero materialismo. El esfuerzo por con-
ciliar ambas posturas quedó resumido en la conocida —aunque ambi-
gua— fórmula de que «te conviertes en lo que eres en el contexto de lo que
otros han hecho de ti» (citado así en Ibíd., 2003: 468).

Aunque en la actualidad posmoderna y neoliberal los movimientos


sociales ya no se manifiesten urgidos por la emancipación y la revolución,
las contradicciones y las injusticias siguen vigentes. De un modo u otro, y
a pesar del predominio de una actitud de resignación, sabemos que la in-
mensa mayoría de la humanidad global continúa sometida a opresiones
de todo tipo, y el futuro se presenta como un problema por resolver cada
vez más complejo. ¿Alienta el existencialismo a una acción comprometida
en estos aspectos, o se nos presenta bajo un sesgo más bien conformista?
Sartre abogó por el compromiso revolucionario como un proyecto
moral: «trabajar para liberar la Historia de su inhumanidad y, en conse-
cuencia, devolver al hombre a sí mismo» (Arias, 1994: 180). Consideraba
que el ser humano dedica su trabajo a una persistente lucha contra la esca-
sez, y esta motivación sería clave en la comprensión de la Historia y en la
intervención consciente, individual o colectiva, sobre ella. La transforma-

78
ción social hacia la libertad adquiere, así, un carácter «humanizador», una
dimensión moral, en el marco de una praxis inmersa en los movimientos
contestatarios. «La liberación de la libertad humana de la opresión es la
única oportunidad, el único porvenir del hombre. Pero este porvenir no
está inscrito en las cosas, porque la realidad humana no es una cosa» (Sar-
tre citado por Arias, 1994: 204).
Sabemos que no siempre había pensado así. Antes de la guerra mun-
dial, el filósofo y su compañera Simone de Beauvoir vivían enfrascados en
sus disquisiciones intelectuales dentro de una torre de marfil individualista
y bohemia. Sin embargo, la guerra mundial plantó de repente el mundo
sobre la mesa en la que se diseccionaba el ser. En 1940, Beauvoir escribe:
«Sartre pensaba mucho en la posguerra; estaba muy decidido a no seguir
apartado de la vida política. Su nueva moral, basada sobre la noción de
autenticidad y que él se esforzaba por poner en práctica, exigía que el
hombre “asumiera” su “situación”; y la única manera de hacerlo era tras-
cenderla comprometiéndose en una acción: cualquier otra actitud era una
huída, una pretensión vacía, una mascarada fundada sobre la mala fe» (ci-
tado en Galster, 2009: 34). De vuelta del cautiverio, Sartre fundará el gru-
po clandestino «Socialismo y libertad», y se aproxima al Partido Comunis-
ta en la Resistencia frente a la invasión nazi y el régimen de Vichy. Inicia
así una implicación política que, con sus luces y sus sombras, mantendrá
el resto de su vida.
Al hilo de la evolución afín de ambos pensadores, el compromiso se
constata como la actitud consecuente, dado que «estoy obligado a querer,
al mismo tiempo que mi libertad, la libertad de los otros» (Sartre, 1984:
94). Sin embargo, el compromiso sigue siendo una opción individual, aje-
na a cualquier coacción o expectativa: no puedo contar con la dirección
que elija tomar cada libertad. Es posible (y de hecho, así suele suceder)
que mis objetivos no lleguen a realizarse, al menos como pretendía; no me
cabe reclamar ninguna garantía, ni siquiera del compromiso de los demás.
¿Vale la pena, entonces, comprometerse? Por supuesto: aunque no tenga
opción a esperar nada, sí puedo ser consecuente con mis propias decisio-
nes, y con aquello que considero justo, partiendo de que «no es necesario
tener esperanzas para obrar» (Ibíd., 78).

Bien miradas, las propuestas sociales de Sartre resultan bastante am-


biguas y muy poco pragmáticas. Cierto que ejerció como un pertinaz acti-
vista, convirtiéndose en prototipo del «intelectual comprometido»: repartió
pasquines, participó en manifestaciones, intervino en huelgas; apoyó mo-

79
vimientos revolucionarios en América Latina, criticó el colonialismo
francés durante la guerra de independencia de Argelia (por lo cual fue ob-
jetivo de dos atentados con bomba), rechazó el Premio Nobel por «bur-
gués»… Pero hay que reconocer que no construyó una teoría que sirviera
como instrumento para la liberación. Se cuenta que sus arengas apenas
impresionaban a nadie.
En el fondo, tal vez haya que admitir que el existencialismo no sea
un marco apropiado para el activismo político. No es que no tenga o pue-
da tener implicaciones políticas, es que su objetivo no es ese. El existencia-
lismo se ciñe a una reflexión sobre la existencia; la política se bate en la
arena del intercambio. Del mismo modo que el existencialismo no serviría
para explicar los entresijos de la economía, puede que tampoco ilumine
los de la política. El compromiso social, por carga ética que contenga, es
solo una más entre las elecciones posibles que puede hacer el hombre en
su interacción con los otros. Cuando se adentra en él, haciendo uso de su
libertad individual, se enfrenta a otro ámbito en el que acción, libertad y
compromiso adquieren nuevos significados y afrontan nuevos contextos.
¿Significa esto que la vida humana se mueve a través de módulos y
ámbitos relativamente autónomos, compartimentados? Desde un punto de
vista pragmático, tal vez sí. Pero eso no afectaría a la libertad ni a la res-
ponsabilidad radicales de cada ser humano, sino a las características de su
acción, y del mundo —material, histórico, dialéctico— en el que esa ac-
ción tiene lugar. En cualquier caso, hay que dejar constancia de la volun-
tad de Sartre de poner la filosofía al servicio de la emancipación —llegó a
afirmar que el modo coherente de vivir según el existencialismo era la im-
plicación en la praxis revolucionaria, concretamente marxista— y recono-
cer que él mismo, a su manera, cumplió ese compromiso a lo largo de sus
últimas décadas.

Invente

Para ilustrar su ética de la libertad existencial, Sartre menciona la historia


de un alumno que vino a consultarle sobre una grave decisión que se veía
obligado a tomar. El joven tenía que decidir, en el contexto de la ocupa-
ción alemana, si marcharse a luchar por la liberación de Francia o quedar-
se a cuidar de su madre anciana. Ambas opciones contradictorias implica-
ban consecuencias difíciles, y ambas se presentaban como necesarias. Se
sentía en un callejón sin salida. ¿Podía contar con alguna orientación exte-

80
rior que le ayudara a decidir? Nuestro teórico no tuvo que pensárselo mu-
cho: «Ninguna moral general puede indicar lo que hay que hacer; no hay
signos en el mundo». Así pues, concluye: «al venirme a ver, sabía la res-
puesta que yo le daría y no tenía más que una respuesta que dar: usted es
libre, elija, es decir invente». (1984: 74; la cursiva es nuestra).
A primera vista, la réplica del filósofo, por coherente y sincera que
resulte, choca abruptamente. Seguro que a muchos nos indigna. Es una
respuesta de la gélida razón, en una circunstancia desesperada donde es-
peraríamos la calidez del sentimiento: un gesto de compasión, una expre-
sión de consuelo, una muestra de afecto. Imaginamos al joven, atormen-
tado después de noches en blanco, descarnadamente solo, abandonado en
la cuneta de su libertad, sin una mano que lo acompañe, dirigiéndose des-
esperadamente al maestro. Nos falta el abrazo solidario, el consejo recon-
fortante. «Yo hubiera tratado de averiguar de qué era capaz, su edad, sus
posibilidades financieras, y de examinar sus relaciones con la madre» re-
procha al filósofo el sociólogo Pierre Naville en su intervención al final de
la conferencia El existencialismo es un humanismo. (1984: 125).
Sin embargo, en la pétrea réplica del maestro alienta una humanidad
que quizá no distinguimos porque es incluso más profunda, más empática
que la de los afectos. Sartre, y también el joven, saben perfectamente que
en última instancia, detrás de todas las posibles palabras consoladoras, el
muchacho está solo frente a su decisión. Cualquier orientación que el
mentor le hubiese propuesto no habría hecho más que reafirmar la soledad
de ese último instante en el que él habría tenido que optar. Es él, al final,
el que habrá de decidir, ateniéndose a las consecuencias de su elección.
Sartre prefiere ofrecerle un aliento distinto: el abrazo de la verdad, por
cruda que resulte; el camino directo a la tarea de la que, para bien o para
mal, nadie podrá eximirle; el empujón hacia su soledad irremediable. Se le
podrá reprochar la falta de ternura, el desdén frente a las lágrimas; pero el
filósofo, como un padre ante los miedos de su hijo, prefiere apelar al cora-
je. ¿No puede considerarse también un acto de amor? «Si viene a pedir
consejo, es que ya ha elegido la respuesta —replica Sartre a Naville—…
Por otra parte, sabía lo que iba a hacer, y eso es lo que hizo». (Ibíd., 126).

Nos quedamos con la incógnita sobre qué resolvió finalmente el azo-


rado joven. Lo entrevemos marchando, solo y cabizbajo, hacia el erial
minado de su dilema. Pero no se nos escapa la grandeza que hay en esa
figura que se pierde entre la niebla, avanzando desolada pero firme hacia
la construcción de su destino.

81
En eso estamos todos: solos y perplejos, inventando. Mientras lo ve-
mos alejarse, por un instante, nos parece que su silueta cobra proporciones
de gigante. Hay que imaginarlo dichoso.

82
Conclusiones

El «olvido» de Sartre es un síntoma de cierta decadencia del espíritu político-intelectual en la


«posmodernidad». Eduardo Grüner (2020: 142)

Sartre en su contexto

Sartre inicia su proyecto ocupado en la ontología y la epistemología, y lo


culmina más preocupado por la moral y, específicamente, por la relación
entre pensamiento y compromiso. La mayoría de sus reflexiones, por abs-
tractas o retóricas que a ratos se nos puedan antojar, se entrelazan con in-
quietudes éticas, y tienen hondas implicaciones morales e interesantes
propuestas para la tarea de la vida. Incluso cuando nos perdemos en los
arabescos de su retórica, tenemos la sensación de que están hablando de
algo que nos concierne. «El problema ético, la “moral”, es para él la arqui-
tectura implícita, o el andamiaje, de su obra no solo filosófica sino tam-
bién —y quizá, sobre todo— literaria», sostiene Eduardo Grüner (2020:
142), quien cita a Roland Barthes: «Cuando necesitemos de nuevo una
ética, volveremos a Sartre».46
En este sentido, cabe considerar su obra un refinamiento de propues-
tas que ya habían abierto precursores como Kierkegaard, Schopenhauer y
Nietzsche, de quienes toma el interés prioritario por la experiencia del in-
dividuo, la preocupación por su soledad frente al cosmos y el sentido de su
existencia liberada de la constricción, protectora pero opresora, de la tute-
la de un ser trascendente. Como Nietzsche, Sartre asume el principio de la
inexistencia de Dios, y dedica su trabajo a explorar adónde lleva al ser
humano esa radical emancipación. «Nietzsche y Sartre coinciden, ante
todo, en aquello que hay que destruir, a saber, la moral tradicional: la mo-
ral de los ideales ascéticos…, la moral de la culpa y el remordimiento»
(Bello, 2005: 56).
Para esta tarea se basará esencialmente en dos propuestas de hondo
calado en el panorama intelectual de su época: la fenomenología de Hus-

46
Christine Daigle identifica en la obra de Sartre una «ética basada en una ontología» (ver Daigle, 2009).

83
serl y la ontología existencialista de Heidegger. La primera le proporciona
el método y el paradigma de la conciencia, la segunda los temas clave y la
estructura de análisis. Ya ha quedado suficientemente claro el postulado
que guía todo el edificio teórico del parisino: la soledad del hombre con-
lleva su libertad radical, a la que debe atenerse con todas las consecuen-
cias, empezando por la responsabilidad sobre su vida, por precaria, efíme-
ra y conflictiva que esta resulte. Tal enfoque del ser humano representa la
culminación y a la vez el resquebrajamiento del sujeto moderno que había
consagrado con optimismo el cogito cartesiano, al que confiere una mayor
complejidad en sus luces y sus sombras, aunque la tarea de demolición
será completada ulteriormente por Foucault y los posmodernos.
Antes de que eso suceda y todos los grandes relatos se disuelvan en la
tolvanera de la deconstrucción finisecular, la gran aportación de Sartre —
descollando entre una pléyade de buceadores de la crisis del siglo XX, re-
ligiosos o ateos, como Jaspers, Merleau-Ponty, Camus y tantos otros teó-
ricos o literatos— es, a nuestro parecer, dotar al hombre solo, desorienta-
do ante un convulso mundo herido, de una fuente de sentido en sí mismo
y en su condición de humano entre humanos. No es extraño, pues, que la
obra de todos estos autores enfatice el interés por cuestiones psicológicas y
sociológicas, aproximándose a la vida concreta del ciudadano occidental
en medio de los estragos de un mundo dividido y frenético.

Contribución de Sartre

El análisis de Sartre se caracteriza por un rigor y un esfuerzo de coheren-


cia que a veces se nos antojan lastrados de una excesiva frialdad racional y
una tupida verbosidad. El francés es un gran escritor, autor de vigorosas
obras teatrales y relatos, y de unos ensayos que, aun conceptualmente
densos, siempre mantienen una textura vivaz y sugerente. Hay que reco-
nocer que saben sacudir e inspirar. Sartre se esforzó en describir meticulo-
samente aspectos de la vida humana que pocos habían acometido antes.
Su mérito reside en ese esfuerzo de rigor filosófico y racional al encarar
cuestiones que la persona media ya maneja intuitivamente. No es sencillo
expresar de forma precisa las emociones y devaneos con que se urde la
trama de la vida.
Si he de resumirlo en pocas palabras tal como yo lo veo, la idea clave
de Sartre es esta: el ser humano es siempre un ser inconcluso, y en conse-
cuencia más allá de cualquier simplificación o concepto al que se pretenda

84
someterle. Sartre despliega esta idea usando el potente instrumental de la
fenomenología. Somos cuerpos que emanan de un mundo, con el que
forman un conjunto que simplemente está ahí, simplemente existe. Pero
estos cuerpos poseen la peculiar característica de ser conscientes. En tanto
que conciencia, no son nada en sí mismos, están vacíos, volcados sobre el
mundo que los contiene, como recabando en él el ser que a ellos les falta.
Así, le dirigen su atención, su observación, sus deseos, sus emociones…
Al no consistir en nada predeterminado ni acabado, se desenvuelven en
una rigurosa libertad; no porque no estén condicionados, sino porque
siempre tienen que elegir, siempre tienen que responder: son estrictamente
responsables.
Estos individuos se caracterizan por otro rasgo peculiar: no viven ais-
lados, no habitan universos herméticos, sino que comparten entre ellos un
mismo mundo y una misma condición. Están hechos para encontrarse,
para mostrarse, para disponerse, para organizarse los unos con respecto a
los otros. Sus intercambios son conflictivos, porque implican una colisión
entre libertades (léase, si se quiere: pretensiones, intereses…); así que nun-
ca gozan de una paz definitiva, pero también se las arreglan, están obliga-
dos a arreglárselas, para cooperar, para pactar, incluso para disfrutar jun-
tos. El marco de juego es el que es, y hay que jugar. Y al hacerlo escriben
una historia que tomarán como punto de partida los que vengan detrás.
Siempre sin garantía, siempre sobre la cuerda floja, pero, ¿acaso no es así
la vida?

De esta cosmovisión se extraen muchas consecuencias primordiales,


que tienen que ver con cuestiones que ya afrontaron otros pensadores an-
teriormente; Sartre les proyecta su peculiar luz, su respuesta cargada de
preguntas.
 ¿Quién o qué soy yo, en definitiva? Un impulso que se vuelca sobre el ser,
siempre activo y siempre inacabado. Una mirada que se cruza con otras
miradas y se contempla en ellas.
 ¿Existo, entonces, como un yo, este yo con el que me identifico? Soy más bien
un proceso, algo que se va haciendo en aquello que hace. Si hay un yo,
hay que vislumbrarlo en el conjunto de los actos.
 ¿Tiene algún sentido mi existencia? Ninguno, salvo el que yo quiera darle.
Soy contingente y por tanto rigurosamente libre.
 ¿Puedo aferrarme a algún valor trascendente que me oriente? No, no hay nada
escrito, yo decido. Pero no debo olvidar que eso me hace responsable

85
de todo aquello que escoja, y que lo que haga influirá en la vida de los
demás, así que me conviene pensármelo bien.
 ¿No hay, pues, ninguna guía para mis elecciones? Soy libre: he de inventarla.
Por eso, me conviene desenvolverme con atención en cada una de las
situaciones donde me vea implicado, porque en cada situación debo in-
ventarme de nuevo.
 ¿Dónde acaba mi libertad y comienzan mis condicionamientos? Al avanzar
noto la resistencia que se me opone, pero en definitiva lo ignoro, porque
mi libertad está en perpetuo movimiento y mis límites se entremezclan
conmigo.
 ¿Qué me cabe esperar de mi libertad? Mucho trabajo, la angustia de tener
que elegir siempre, el peso de la responsabilidad. Es probable que a ve-
ces sienta zozobra o náusea, pero también tendré satisfacciones, por-
que, aunque tenga miedo, en el fondo me gusta ser libre.
 ¿Soy responsable de todo? De todo lo que yo elija.
 ¿Puedo renunciar a mi libertad? No, puesto que es el fundamento mismo
de mi ser contingente. Cierto que la gente a veces hace como que le
obligan, se guarece en la ilusión de no ser libre. Pero esa «mala fe», co-
mo todos los artificios, al final no le beneficia en nada, solo les lleva a
alejarse de sí mismos.

Resultan notables los paralelismos de la perspectiva sartriana y algu-


nas filosofías orientales. También el budismo zen, por ejemplo, pone el
énfasis en cómo la atención tiende a estar permanentemente proyectada
hacia fuera de sí, especialmente hacia el futuro, lo cual le acarrea una sen-
sación de inestabilidad y angustia. El objetivo de la meditación zazen sería
detener esa sensación de constante dispararse hacia fuera, para poder así
yacer en la simpleza desnuda del instante. En esa fusión con el «todo», ese
desprendimiento del torrente mental, parece realizarse, aunque sea de
manera transitoria, aquella ansia del para-sí por abandonarse en el océano
del en-sí. Sartre, por supuesto, negaría esa posibilidad, ya que en su para-
digma la conciencia no puede congelarse en su vacío, del mismo modo
que no puede detenerse la flecha del tiempo que la impulsa hacia el futuro.
Aun así, un análisis de la experiencia de la meditación a la luz de la onto-
logía sartriana podría resultar muy sugerente. Tal vez ya se haya llevado a
cabo.
En cualquier caso, no cabe duda de que, después de leer a Sartre, uno
no puede evitar mirar con otros ojos el mundo, a sí mismo, a los demás.

86
Su filosofía es una poética. Como dice Iris Murdoch, «Sartre nos invita a
que redescubramos nuestra visión. Y de pronto vemos como extrañas,
como si las viéramos por primera vez, las cosas que nos rodean y que co-
rrientemente nos parecen quietas, domesticadas o invisibles» (Murdoch,
1956: 27). Se capta el vacío del para-sí en esa nada misteriosa y creadora
que hay detrás de nuestros ojos47; se intuye la «viscosa facticidad» del en-
sí, rebosando cada rincón y entorpeciendo nuestros pasos como un barri-
zal. Sin llegar necesariamente a la náusea, se nota el vértigo de la contin-
gencia y el absurdo de todo lo que existe, empezando por uno mismo. El
vacío desesperante del para-sí nos remite a una existencia carente, siempre
en proceso y siempre inacabada, una sucesión de deseos que no se reali-
zan o que, cuando lo hacen, pierden el brillo original, como las piedras
que recogemos en la playa. Uno siente el tirón descarnado de la libertad,
la solitaria responsabilidad que nos impone, y cobra conciencia de la gran
cantidad de argucias con que intentamos disfrazarla y esquivarla. Raro
será que no se insinúe la impresión del desamparo, de caminar por ese filo
de la navaja del que habla el budismo. Hay que prevenirse con Sartre, es
muy convincente. Al leerlo hay que acostumbrarse, como aconsejan los
pocos sabios que en el mundo han sido, a aceptar y a perder.
Uno tiene también la sensación de asomarse a los entresijos de ese
carrusel aparentemente caótico que son las relaciones humanas. ¿Quién
no se ha extraviado por los laberintos del encuentro, atrapado en las con-
tradicciones del deseo y en las amarguras de la decepción? ¿Quién no ha
sentido la desgarrada ambivalencia de las miradas, buscadas y eludidas
con la misma ansia? ¿Quién no ha luchado con alguien, con tantos, cose-
chando amargos triunfos y espléndidas derrotas? ¿Quién, en fin, no ha su-
frido alguna vez las desoladoras mieles del amor? Sartre bosqueja con mi-
nuciosa valentía los mecanismos secretos de esos estragos; resulte o no
convincente, vale la pena escucharle.
El hecho de que las relaciones humanas graviten sobre un sustrato de
conflicto no tiene por qué considerarse negativo. El conflicto es la puerta
de la creatividad, umbral abierto a ráfagas de aire fresco en los aires a me-
nudo viciados de la interacción. La convivencia se basa en la cooperación
y la solidaridad, pero también en la diferencia y la lucha. El conflicto es
una consecuencia de la naturaleza dialéctica del coexistir, y vale la pena
aprovecharlo para renovarnos y avanzar.

47
Una imagen bien aprovechada en el ingenioso librito Vivir sin cabeza. Una experiencia zen, de Douglas
Harding (1994). Barcelona: Kairós.

87
Pero lo íntimo se enmarca en lo colectivo, y también con respecto a
la sociedad tiene el filósofo mucho que plantearnos. La modernidad vino
resquebrajada desde el principio por una crisis del individuo que no ha
hecho más que profundizarse, hasta estallar en mil pedazos en esa crisis
que es la posmodernidad, con el telón de fondo neoliberal. No hace falta
abundar en lo que ya son tópicos: el quiebre de los grandes relatos, la
pérdida del futuro, la erosión de lo colectivo, el repliegue en un individua-
lismo disgregador… A pesar de sentirnos en una tensión permanente, o
quizá por ello, solemos preferir cerrar los ojos, y perdemos de vista hasta
qué punto nuestra vida está lastrada de opresión, de manipulación, pero
también de renuncia y desencanto. Somos seres asustados, adormecidos,
que han dimitido de la emancipación y la lucidez. El ser humano actual
vive emboscado, alienado tras un montón de excusas que desdibujan su
responsabilidad y que le escatiman su libertad, la capacidad de hacerse a sí
mismo y de tomar las riendas de su vida. El mismo panorama político
suele disfrazarse detrás de un montón de mentiras y imposturas que justi-
fican supuestamente, pero en realidad disimulan, unas realidades muy po-
co éticas.
No se trata de ser catastrofista, pero debemos reconocer que en este
panorama hay mucho de verdad. La filosofía de Sartre es un buen espejo
para enfrentarnos a nosotros mismos. En lugar de tomar las riendas de
nuestros valores, los consumimos como el coche o el ordenador, incor-
porándolos prefabricados por la propaganda. El mismo concepto de res-
ponsabilidad es tomado con prevención, como una especie de moralina
barata o peor, como una incómoda recusación. Esto demuestra hasta qué
punto hemos desistido de hacernos cargo de nuestra vida y asumir el pre-
cio que ello conlleva. A menudo renunciamos a pensar, y sobre todo a de-
cidir, por nosotros mismos: lo consideramos un esfuerzo fastidioso e inne-
cesario. Esta falta de entereza nos hace también desconfiar más unos de
otros y dificulta la cooperación y el compromiso.
Curiosamente, nos creemos más libres y emancipados que nunca,
cuando solo somos más narcisistas e intolerantes, sujetos por ataduras
más sofisticadas. En la fragilidad de nuestros vínculos queremos ver una
mayor autenticidad, un insobornable rechazo a la cosificación; no nos
damos cuenta de que nos arrastran el prejuicio y nuestra ofuscada tenden-
cia a cosificar a los demás. Nos decepciona que no nos amen, pero igno-
ramos la incómoda cuestión de hasta qué punto amamos nosotros.

88
Teniendo en cuenta lo dicho y tanto como se queda por decir, por
más que se discrepe de Sartre, poco se puede dudar de su vigencia en
nuestros días.

Inconsistencias y objeciones

No podemos obviar, si queremos ser rigurosos, que la compleja arquitec-


tura sartriana deja muchas aristas y no pocos espacios en sombra. Sus
afirmaciones a veces resultan lastradas de un subjetivismo, efecto tal vez
del propio método fenomenológico, que les da un cierto carácter etéreo.
Resultan convincentes, están prodigiosamente argumentadas, pero pare-
cen edificadas sin un fundamento que les confiera solidez. Se agotan en la
plausibilidad, como si no hicieran más que recorrer un camino entre otros
que no queda muy claro por qué han sido descartados. Asumen contradic-
ciones por el mero hecho de mantenerse fieles a sí mismas. Iris Murdoch
expresa con acierto esta sensación de parcialidad: «Lo que, sin duda algu-
na, Sartre nos ofrece es un autoanálisis brillante y en general instructivo.
Nos sentimos, pues, tentados a decirle: éste es un tipo de persona, sí, pero
hay otros» (Murdoch, 1956: 140).

Quizá el asunto más problemático sea, precisamente, el que el mismo


Sartre intentó resolver, con más denuedo que éxito: la articulación de una
ontología basada en una libertad individual con los condicionamientos
biológicos, sociales e históricos que la limitan. Se trata del espinoso asunto
de los límites de la libertad. Esta es la principal consecuencia de que, por un
lado, se niegue la existencia de una naturaleza humana predeterminada y,
sin embargo, sí se dé una condición humana cargada de determinaciones.
¿Hasta qué punto puede contar con autonomía y atenerse a respon-
sabilidad un individuo que, como dijo Rousseau, «ha nacido libre y, sin
embargo, vive en todas partes encadenado»48? Sin embargo, este problema
encubre otro que cabe considerar más complejo: ¿dónde fijar la frontera
entre la libertad y el condicionamiento? ¿Cómo estar seguros de diferen-
ciar lo que podemos elegir de aquello que nos viene impuesto? Máxime
teniendo en cuenta que algunos de los factores condicionantes ni siquiera
se manifiestan claramente definidos, o incluso no son conscientes. La dis-
tinción entre lo que atañe a mi responsabilidad y lo que no queda, por lo

48
Rousseau, J. J. (1983). El contrato social. Madrid: SARPE. Pág. 27

89
tanto, a merced de mi propio criterio; el cual por añadidura consiste, hasta
un grado indefinido, en un arbitrio inconstante y carente de certeza, y que
no siempre coincidirá con el de los demás. Con todo, no tengo más reme-
dio que afrontarlo, puesto que la vida me urge a tomar decisiones, y esta
quizá sea la primera y más dramática de ellas. Pero no puedo evitar sen-
tirme expuesto a todas horas a un aventurado relativismo.
En cuanto a la idea de mala fe, resulte más o menos acertado el
término, hemos de reconocer que describe muchos de nuestros «trucos»
para eludir un afrontamiento íntegro de la libertad y la responsabilidad. Es
cierto que cuesta discernir cuántas de esas conductas ejercemos de manera
automática y poco consciente, y hasta qué punto la traición a nuestros
verdaderos deseos no es lo que realmente deseamos o nos conviene. Al
mismo tiempo, Sartre no supo o no quiso contemplar lo que esas «come-
dias» que representamos, por mucho que contradigan nuestra autentici-
dad, tienen de adaptación social. Es dudosa la conveniencia de un com-
portamiento escrupulosamente auténtico; no hay más remedio que nego-
ciar a cada instante con la realidad y decidir qué mostramos y cómo lo
hacemos, y qué es preferible disimular. En este sentido, nuestras «come-
dias» también forman parte de lo que somos, hasta el punto de que algu-
nas de ellas acaban por incorporarse a nuestro propio concepto de noso-
tros mismos, se convierten en parte de nuestra identidad, y puede que a
menudo ni siquiera tengamos claro lo que realmente queremos en cada
circunstancia.
Tampoco queda patente lo que cada situación nos exige, para empe-
zar porque no hay situación exenta de ambigüedades y de contradicciones
en sus significados. Lo que sin duda vale la pena es la propuesta sartriana
de «estudiar» las situaciones, es decir, afrontarlas conscientes de su com-
plejidad, en lugar de caer en fórmulas fáciles como los prejuicios y las eti-
quetas. Una vez más, el planteamiento de Sartre remite a una intención
traducida en tarea, no a un «deber» o requerimiento impuesto por adelan-
tado. Nunca llegaremos a ser absolutamente auténticos, pero es un buen
proyecto proponernos serlo todo lo posible, contemplar la autenticidad
como un valor y tomarla como un referente.

Y esto nos lleva a otro interrogante. Tal vez el compromiso con nues-
tras aspiraciones pueda ser inmediato, pero su condición de proyectos, su
complejidad, requiere la labor de una aproximación paulatina. Roma no
se hizo en un día. Detrás de todo logro hay una prolongada tarea de en-
trenamiento, de aprendizaje, de acumulación perseverante. ¿Cómo se en-

90
tiende entonces el rechazo de Sartre a la noción de progreso? ¿Y qué senti-
do tiene apelar a la coherencia o al compromiso, si cada instante se rein-
venta a sí mismo y toda teleología naufraga al desmoronarse hacia lo im-
previsible? ¿No persuade esa incertidumbre a desentenderse del futuro, a
caer en un cierto derrotismo? Y, sin embargo, el para-sí es intencional, el
hombre está proyectado hacia sus metas. ¿Se trata de una pasión ilusa,
una pretensión fallida de antemano?
Creemos que lo que Sartre cuestiona es la noción burguesa y pura-
mente economicista del progreso, el mito de un perfeccionamiento cons-
tante hacia un futuro siempre mejor. Por el contrario, replica, no hay ga-
rantía. Cualquier plan a largo plazo está sujeto siempre a los virajes de la
libertad, no hay un futuro cerrado ni aún menos necesario. «El progreso
sería una suerte de neutralización de la historia que convertiría el devenir
en un cierto curso natural de los hechos» (Matamoro, 1985: 117; cursiva en
el original). El hombre vive volcado a sus metas y a sus deseos, y trabaja y
lucha en pos de ellos, pero no puede engañarse enrocándose en una teleo-
logía ni esperando de su esfuerzo ninguna seguridad. A menudo, heridos
de decepción, nos volvemos hacia la vida y le reprochamos su injusticia:
como Segismundo, reclamamos que no nos merecíamos eso. Sin embar-
go, la vida no es una madre nutricia, la vida no está para atender a nues-
tros anhelos ni para reconocer nuestros merecimientos. La vida es una
avalancha que al caer arrasa nuestros más sólidos andamios y, en última
instancia, nuestra existencia misma. «Solo sé que haré todo lo que esté en
mi poder para que llegue; fuera de esto no puedo contar con nada» (Sartre,
1984: 78).
Pero el futuro no permanece abierto solo por la inestabilidad o la im-
previsibilidad del mundo. La libertad permanece, o debería permanecer,
intacta, renovándose a cada instante sin que la encadene el anterior. No le
corresponde someterse a la facticidad de ningún designio. Por eso no po-
demos permitir que los proyectos, ni propios ni impuestos, nos atrapen,
acabando por ponernos a su servicio. Todo se puede reformular, pues
siempre está por hacer. Eso excluye también cualquier punto de llegada,
pues cada hito alcanzado nos remite a un nuevo hito por venir. No hay fin
de la historia: la contingencia es inagotable. Las mismas utopías, cuando
se sienten consolidadas, pueden convertirse en nuevas tiranías, como la-
mentablemente nos ha enseñado la Historia. También nos ha enseñado
que ningún bien es definitivo, siempre podrá aparecer quien lo vulnere. En
esto, Sartre se nos revela radicalmente fiel a la dialéctica. Intenta preve-

91
nirnos de un totalitarismo teleológico, nos recuerda que siempre podemos
inventar.

Un aspecto que se revela particularmente problemático es la enreve-


sada dinámica de las relaciones intersubjetivas, sujetas a tensiones entre la
subjetividad y la cosificación, entre la cesión y el poder. Sartre acierta se-
ñalando el carácter intrínsecamente conflictivo de las relaciones, pero peca
de simplista al condenarlas a un irremediable fracaso. Su descripción de
los encuentros es meticulosa, pero fría y a la postre abstracta. Por ejemplo,
el amor parece despojado de sentimiento y limitado a la batalla irresoluble
entre dos reclamos de reconocimiento. Echamos de menos el primitivo
ardor de la pasión, la oleada de bondad y de poesía que nos arrebata hacia
el ser querido. «En las consideraciones de Sartre no se sugiere siquiera que
el amor se relacione con la acción y con la vida de todos los días, que el
amor sea otra cosa que una lucha que mantienen dos hipnotizadores en
un cuarto cerrado» (Murdoch, 1956: 146).
Es dudoso que él mismo sostuviera estas convicciones a pies juntillas,
vista la intensa sociabilidad de que hizo gala a lo largo de su vida. No era
el típico filósofo solitario y displicente: aunque no mostró un particular
interés por la docencia institucional, le encantaban las tertulias, los deba-
tes, el activismo, el contacto con la gente. Consumía con fruición alcohol
y drogas, y era un consumado seductor. Disfrutó de una sociabilidad que
no se aviene con una visión tremendista de la convivencia. Su reticencia
parece más propia de un zorro viejo a quien el curtido escepticismo no le
impide bajar al ruedo del trasiego humano. Alguien que sabe que, aunque
la carencia y la frustración no tengan fin, hay en la vida humana ventanas
de satisfacción, y las personas se las arreglan para que sus intercambios no
se limiten a ser combates o desengaños. El mundo no deja de girar, las
personas se aproximan y se alejan, a veces se destruyen, pero a menudo
cooperan, se apoyan y hasta se disfrutan.
Parece probable que todo encuentro contenga una lucha, y que exis-
tan brechas insalvables entre las personas. Es plausible que toda aproxi-
mación incluya una vulneración y un presagio de fracasos. Sin embargo,
la gente se busca, se requiere, se ama; y encuentra en ello lo más valioso
de su vida, y no sabría dejar de hacerlo, aunque eso comprometa su liber-
tad y, en última instancia, se le escape. Sartre ya explicó por qué: para
huir, aunque sea en vano, de la aplastante nada del para-sí; para sentir,
aunque sea por un instante, el sereno abandono en la facticidad. Pero el
impulso de apropiación y trascendencia no lo explica todo. Hay también

92
«una inclinación hacia un ser-pasivo, un ser-objetivo, un ser-prohibido, un
ser-encarnado» (Savignano, 2011: 9). La gente se desea y se entrega, quie-
re sentir su cuerpo en otro cuerpo, pues «las dos corporalidades se dan jun-
tas y se hacen ser juntas... Desear es de igual forma entregarse, dejarse ob-
jetivizar, condicionarse mutuamente para hacer surgir la posibilidad de
una transgresión» (Ibíd., 8). La «dialéctica de la cosificación» parece plan-
tear inagotables complejidades.

Ya mencionamos la importancia crucial que en las relaciones huma-


nas de cooperación juega la empatía. Resulta sorprendente que Sartre no la
contemplara en sus reflexiones sobre la intersubjetividad, tal vez porque
en su tiempo el concepto aún no se había consolidado, o bien debido a la
perspectiva acendradamente egocéntrica de su análisis. En cualquier caso,
parece obligado incorporarla a su paradigma de las relaciones humanas y
extraer las muchas consecuencias a que puede conducirnos. La empatía
abre en el para-sí la puerta a concebir al otro como sujeto, en lugar de me-
ro objeto. Permite así asumir la libertad del otro y tratarla con la misma
dignidad con que se trata a sí mismo. Interviene por lo tanto en la germi-
nación del amor, la amistad y todos los afectos que unen a las personas.
Como contrapartida, los individuos con déficit de empatía muestran difi-
cultades para proyectar en el prójimo la condición de sujeto, tienden a
quedarse en la mera cosificación, lo cual les entorpece el acceso al otro. El
egocéntrico ha naufragado en su propio para-sí, bien porque es incapaz de
concebirlo, bien porque no logra proyectarlo. Interesante dilema.
Por supuesto, sería ingenuo pretender que la empatía suprimiera por
completo la tendencia objetivadora con respecto a otros. Sartre tenía
razón considerando que las relaciones humanas contienen siempre el
germen del conflicto. Sin embargo, paralelo a ese conflicto se da constan-
temente un flujo de reconocimiento mutuo y cooperación que solo la em-
patía puede sustentar. Coexisten así dos tendencias contrapuestas en la
relación de las personas. Por un lado la tendencia objetivadora que lleva a
tratar al otro en función de las necesidades propias, y por otra la tendencia
personalizadora o subjetivadora que promueve la empatía. Cuál de las dos
predomine en cada circunstancia es lo que decidirá el tipo de relación que
se establece.
Otra muestra de las paradojas de la intersubjetividad son las arreba-
tadas pasiones involucradas en el deseo sexual. El erotismo es el episodio
en el que la libertad se rinde y goza de poseer y ser poseída, de cosificarse
y ser cosificada: como dice G. Bataille, «el ser se pierde, pero entonces el

93
sujeto se identifica con el objeto que se pierde» (citado en ibíd., 7). Sartre
también señala esa entrega voluntaria a la contingencia: «en el deseo
sexual la conciencia está como empastada; parece que uno se deja invadir
por la facticidad, deja de rehuirla y se desliza hacia un consentimiento pa-
sivo al deseo» (Sartre, 1993: 483). Tras la consumación del deseo nos in-
vaden de nuevo sensaciones contradictorias, tal vez por esa «invasión de
facticidad», o quizá debido al regreso del vacío del para-sí, justo después
de haber rozado la plenitud… Pero también ha habido satisfacción; el de-
seo se renueva; la rueda sigue girando, vivir consiste en no detenerse.
En otro ámbito, ya sabemos que Sartre exploró los recovecos de la
acción social comprometida, dedicada al interés colectivo por encima del
propio. El compromiso se nos presenta como un principio fundamental de
la ciudadanía, entendida como implicación y lucha contra la injusticia.
Con qué criterios evaluar esa injusticia y con qué praxis concreta respon-
der a ella son cuestiones complejas que están lejos de contar con una res-
puesta definitiva. Se perfila lo que el compromiso social tiene de ambi-
güedad, antagonismo y pacto. También es siempre algo por inventar.

Resulta patente hasta qué punto el paradigma sartriano concibe la


existencia, en todas sus dimensiones, como una dialéctica, un torbellino de
fuerzas en tensión que nunca se resuelve de forma definitiva. Es una ar-
quitectura plagada de paradojas, lo cual le confiere la vibración de la cosa
viva, pero también deja a menudo la impresión de inconsistencia o de ca-
llejón sin salida. El para-sí se vacía de sí mismo y se proyecta en el en-sí
nihilizándolo hacia una especie de fusión que nunca se cumple. Los dese-
os y los fines se eyectan a través de la libertad sobre un mundo que siem-
pre se les resiste. Las personas luchan interminablemente, al tiempo que
establecen vínculos siempre frágiles, provisionales e imprevisibles. ¿Cómo
es posible que, aun así, seamos capaces de soportar y hasta disfrutar a me-
nudo la vida y las relaciones?
Una posible respuesta está en la imaginación. El hombre confiere sen-
tido a lo estéril manejándolo mediante conceptos y mitos, constructos
imaginarios que confieren estabilidad a lo inestable. Si la inconsistencia de
pasado, presente y futuro nos expulsa del tiempo, creamos una construc-
ción mental del tiempo para hacernos un sitio en él. Si el conflicto obsta-
culiza la aproximación al otro, establecemos un acuerdo de reciprocidad
al que llamamos amor o amistad, o estipulamos un pacto que, aunque no
comporte ninguna garantía, sí proclama una apaciguadora promesa. To-
das las instituciones, todos los mitos, todos los relatos con los que organi-

94
zamos el caos de la vida, son recursos imaginarios que promueven direc-
ción, estabilidad y sentido. No es que la satisfacción o el afecto sean impo-
sibles, es que son difíciles, cambiantes e imperfectos.
Pongamos por caso el amor. No se puede amar al otro en tanto que
para-sí, porque no hay en él nada fijo a que aferrarse: no se puede amar
una nada. Pero tampoco se le puede amar en tanto que en-sí; en primer
lugar, porque no amamos a los objetos: los usamos; y aún menos somos
amados por ellos, y uno no suele amar si no tiene al menos la esperanza
de ser amado. Pero, por otra parte, al objetivar al otro y ser yo quien lo ha
hecho, todo en él me devuelve a mí, me es imposible acceder a él. El otro,
por mucho afecto espontáneo que me inspire, se me escapa por todas sus
facetas, pero me queda un recurso para intentar formalizar esa complici-
dad que ansío: la imaginación. Enrolarme junto a él en una travesía y
contármela como una historia de entrega y devoción.
Sartre rechazó estas componendas imaginarias, tildándolas de casos
de mala fe. No hay más que pensar en las extravagancias a las que han
llegado religiones, ideologías, leyendas o prejuicios para darle la razón. La
fantasía es un peligro para la libertad. Pero, nos atrevemos a objetar, solo
cuando se olvida que es ilusión y se la coagula confundiéndola con la rea-
lidad. Los mitos y las instituciones (los propios conceptos, a través del
lenguaje) componen ese utillaje de herramientas para manejar el mundo
que se ha dado en llamar cultura. Todo el obrar humano está imbricado
con ellos. A nuestro parecer, el filósofo se precipitó al deslegitimarlos.

Sartre y las ciencias humanas

Desde la psicología y la sociología se pueden incorporar sugerentes apor-


taciones del enfoque existencialista sartriano. Por supuesto, aquí no se tra-
ta tanto de ciencia como de filosofía, pero la filosofía ha aportado siempre
a la ciencia una valiosa cantera de inspiraciones. No sé si Sartre estaría de
acuerdo con nuestras apreciaciones, pero de todos modos las propondre-
mos para el debate.
Sartre dedicó, de hecho, sus primeros estudios a cuestiones psicológi-
cas como la imaginación, las emociones o el ego. Con respecto a la imagi-
nación, por ejemplo, «el análisis intencional permite acabar con la idea
según la cual una imagen sería un simple contenido psíquico inmanente.
Como la percepción, la imaginación es una cierta manera de dirigirse al

95
objeto exterior» (Barbaras, 2005: 13)49. El conocimiento, paralelamente,
tampoco sería propiamente una «interiorización», sino un constante ver-
terse hacia fuera, un ir al encuentro del mundo mediante la conciencia. Al
margen del valor científico que se pueda atribuir a estas aportaciones,
abren camino en un enfoque, la fenomenología, que se ha demostrado
muy fructífero en propuestas y observaciones, al tiempo que preparan la
culminación de sus ideas en El ser y la nada.
En esta obra, la psicología recibe un interesante modelo de la moti-
vación en el análisis de la conciencia (para-sí) y su relación con el mundo
(en-sí) consistente en un continuo proceso de aproximación movido por la
carencia y el deseo. Esta misma estructura y dinámica habla mucho de la
construcción de la identidad personal, en la que conciencia y mundo cho-
can y se interpenetran; y da cuenta de tendencias como la atención selectiva:
en la visión de las cosas siempre está implicado nuestro ser. En cuanto a la
idea de libertad de decisión, por un lado, es cierto que entra en conflicto
con todas las teorías basadas en causas conductuales subyacentes, como el
inconsciente en el psicoanálisis o la asociación automática de estímulos y
respuestas en el conductismo; pero, en cambio, encaja bien con la corrien-
te de psicología humanista, al proponer una toma de decisiones reflexiva y
racional, y un aprendizaje basado en la observación, el análisis y la co-
rrección de errores. Frente a cualquier modelo mecanicista de la psique,
Sartre defiende la autonomía del individuo, insistiendo en «el reconoci-
miento de nuestra contingencia en la estera psíquica y además en sostener
la soberanía de la conciencia individual» (Murdoch, 1956: 142). Ni que
decir tiene que, de cara a la terapia, el énfasis en la libertad personal em-
podera al paciente frente a sus dificultades, y promueve su responsabilidad
a la hora de cambiar determinados comportamientos.
Los aspectos señalados no agotan, por supuesto, la riqueza de temas
y detalles que Sartre despliega en sus obras. Los personajes de sus novelas
y obras de teatro muestran un interesante friso de conflictos psicológicos,
que el escritor disecciona con afilado escalpelo. Deja el diagnóstico para el
lector, por lo que podrían servir como interesantes ejemplos de casos para
el psicólogo clínico. Y de paso nos hacen pensar en nuestros propios aprie-
tos. «Sartre, lo mismo que Freud, ve en lo anormal las formas exageradas
de la normalidad… La anormalidad psicológica debe entenderse teniendo
en cuenta el hecho de que el sujeto elige por sí mismo un modo de apro-
piarse el mundo» (Murdoch, 1956: 37).

49
Original en francés, traducción propia.

96
También la psicología social, la sociología y la antropología pueden
sacar partido de las propuestas de nuestro autor. De hecho, algunas teo-
rías de estas disciplinas son bastante convergentes con sus ideas. El ser-
para-otros enfatiza la condición social de la existencia humana, y Sartre
dedica una buena parte de su trabajo al estudio minucioso de las relacio-
nes entre las personas y los grupos50. El detallado análisis sartriano de las
contradicciones que plantea el contacto de dos conciencias (lo que él lla-
ma «dialéctica de cosificación»), con sus proyecciones, requerimientos y
prevenciones mutuos, aporta muchos elementos útiles a la teoría del con-
flicto, pero también para el estudio de la afiliación, la relación amorosa o
la dinámica de grupos. El enfoque del interaccionismo simbólico, por su par-
te, presenta muchos paralelismos con los procesos del encuentro propues-
tos por nuestro filósofo (el «yo espejo» de Mead, el paradigma dramatúrgi-
co de Goffman…). De hecho, el concepto sartriano de situación se corres-
ponde, con bastante fidelidad, con el de interacción. Y, en fin, el pertur-
bador efecto de la irrupción de una mirada ajena puede rastrearse en
fenómenos como el rechazo al extraño, el lenguaje y las convenciones re-
lativos al cruce de miradas, etc.

¿Qué hacer con la propia vida?

Claro que quizás sea en la ética y en la moral donde más fructífera puede
ser la aportación sartriana. Nosotros aquí hemos intentado esbozar algu-
nas ideas al respecto, basándonos en conceptos clave del autor, como li-
bertad, responsabilidad, valores, autenticidad, conflicto, compromiso…,
todos ellos fundamentales en el ámbito de la ética.
La fundamentación de una ética de la responsabilidad quizá sea una
de las más sólidas aportaciones de Sartre en este campo. El invente sartria-
no, aunque quizá peque de un cierto simplismo categórico, no deja de ser
una invitación a hacerse cargo consciente y consecuentemente de la pro-
pia libertad, y a hacerlo de un modo atrevido y creativo.
En este aspecto insistimos en resaltar los paralelismos entre Sartre y
Nietzsche. El autor de El ser y la nada nunca reconoció una paternidad fi-
losófica en el creador del Zaratustra, y se refirió poco a él de manera explí-
cita. Pero la transmutación de los valores de este tuvo una intensa influen-
50
Para profundizar en el análisis de las relaciones desde el paradigma de Sartre, que aquí hemos presen-
tado de forma esquemática, es interesante la obra del profesor José Ignacio Abello (2011), referenciada
en la bibliografía.

97
cia en el clima intelectual y moral en el que el francés fue dando forma a
sus ideas, y no es difícil rastrear en ellas la impronta nietzscheana.
Tanto Nietzsche como Sartre persiguen la liberación del hombre.
Forman parte de una rebelión frente a la sociedad tradicional, constreñida
por instrumentos alienantes como la religión y el patriarcado. Ambos sue-
ñan con un hombre nuevo, emancipado y dueño de su destino, superador
de los viejos prejuicios. Divergen en que Nietzsche busca la grandeza del
hombre, la recuperación de su poder; Sartre, su libertad individual.
Nietzsche piensa en una ética de la reafirmación, Sartre en la emancipa-
ción. Nietzsche quiere al hombre poderoso, Sartre lo quiere responsable.
Nietzsche glorifica al guerrero, Sartre y los existencialistas al hombre dig-
no. Pero ambos lo quieren dueño de su destino y lúcido.
En Nietzsche, el hombre alcanza su grandeza entregándose a las
fuerzas ciegas que lo arrastran, hasta las últimas consecuencias. Sartre da
un paso más y considera que, por absurda y limitada que sea la existencia,
el hombre tiene el deber ineludible de construirla, eligiendo lo que quiere
hacer de sí mismo. Nietzsche solo concibe la voluntad de poder como mo-
tivación humana, Sartre hace hincapié en la voluntad misma, en tanto que
artífice del destino del hombre.

La mayor parte de las religiones intentan redimir al hombre. Sartre,


como Nietzsche, lo prefiere libre. Libre, para empezar, porque conoce su
lugar, sabe qué le concierne y, sobre todo, qué le es ajeno. Este cuerpo,
estos proyectos, este mundo que experimento, estas relaciones con los
demás, estas normas que acato o que rechazo, todo esto me pertenece. Lo
que algunos me dicen que hay más allá, los dioses y las leyes eternas, los
espejismos que se me imponen como verdades, las entelequias sin susten-
to, las imposiciones del poder…, todo eso no es mío, y como ser humano
me desentiendo de ello.
Esa sería la libertad entendida como emancipación. Pero luego está
la libertad que se ejercita, la libertad como modo de ser, de estar y de
comportarse en el mundo. Libertad como proyecto humano y entre
humanos, personal y colectivo. Libertad responsable que es angustia,
miedo, náusea, pero también entusiasmo, gozo, amor. Libertad del hom-
bre solo y mortal, mota de polvo en un universo absurdo y sin profundi-
dad, individuo que lo desconoce casi todo y hasta se desconoce a sí mis-
mo, pero que está dispuesto a cumplir su condición sin negar nada, con
los ojos bien abiertos, soberano y responsable último de su existencia.

98
La afirmación de la libertad de Sartre trasluce una poética de la dig-
nidad humana. Inspira la confianza en un mundo de personas empodera-
das y responsables, dignas y capaces; y se opone a todo aquello que, desde
dentro o desde fuera del individuo, conspira contra él y pretende someter-
lo. No es casual que esa reivindicación fuera escrita en una época de tota-
litarismos, sangrientas conflagraciones mundiales, opresiones y represio-
nes, movimientos de liberación, guerra fría… Las esperanzas en el futuro
se mezclaban con sombríos presagios: ahí tenemos las inquietantes distop-
ías de Kafka, Orwell, Huxley, previniendo de que la libertad siempre está
amenazada, y por lo tanto requiere una alerta y un esfuerzo constantes.
Sartre se rebela contra esas amenazas. Nos apremia a mantenernos lúci-
dos, críticos y autónomos frente a todo aquello que pretenda disminuir-
nos, sean absolutismos políticos o conformismos complacientes. Porque a
menudo delegamos nuestra libertad, sin darnos cuenta de que así nos
acostumbramos a renunciar a ella. La voz de Sartre es un revulsivo contra
ese cómodo empobrecimiento, y nos hace pensar que el principal com-
promiso no es con la sociedad, sino con nosotros mismos.
¿Qué hacer, entonces, con la propia vida? Ser coherente con ella,
empezando por llevar a cabo sin excusas ni trampas el ejercicio de la pro-
pia libertad. En el fondo, toda verdadera ética se reduce a eso: Sartre nos
conmina a hacernos dueños, conscientes y consecuentes, de nuestro pro-
pio destino. Nada nos obliga terminantemente desde el pasado, la existen-
cia es siempre una puerta abierta a lo nuevo: «El cobarde se hace cobarde,
el héroe se hace héroe; hay siempre para el cobarde una posibilidad de no
ser más cobarde y para el héroe de dejar de ser héroe» (Sartre, 1984: 82).
En ese horizonte abierto del porvenir, donde a cada paso se decide y se
realiza todo, se intuye la grandeza, solitaria y obstinada, del proyecto
humano.
En esas nos vemos, querido lector.

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Agradecimientos

Este trabajo responde a un desafío. Los comentarios de un lector de mi


blog Filosofías para vivir dieron lugar a un intenso debate sobre la significa-
ción de las teorías de Sartre, en particular sus propuestas sobre la libertad
y la responsabilidad, así como la influencia de Nietzsche. Se me hizo pa-
tente la necesidad de conocer de un modo más detallado y sistemático la
obra del filósofo francés, y dedicarle una reflexión crítica que sustentara
mis propias conclusiones. Agradezco sinceramente a RDC, de quien tanto
he aprendido en sugestivos coloquios, la motivación desde la discrepancia.

Debo manifestar también reconocimiento a tantas oportunidades que mis


amigos me brindan para un intercambio de ideas siempre fecundo.

La tarea de documentación se vio facilitada por las responsables de la Bi-


blioteca Santa Oliva, de Olesa de Montserrat, y por los usuarios de las pla-
taformas Scribd y Academia.edu, entre otras, que han compartido tan ge-
nerosamente documentos y trabajos.

Siempre debo gratitud a mi familia por apoyarme con su afecto, despejan-


do el camino por donde las ideas bajan al ruedo de la vida.

Y gracias a ti, amable lector, por haber llegado hasta aquí.

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