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Autor del texto (salvo las citas): José Antonio López López (2016).
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ante el dolor. Porque el dolor siempre llegará, porque la vida es lo que
es, más allá de nuestros sueños; porque somos débiles e ignorantes, y
no siempre estamos a la altura de la alegría y de la belleza. Tenemos
que aprender por nosotros mismos ―¿se puede aprender de otra
manera?―, y eso implica pensar por nosotros mismos. Pensar y actuar,
pensar para actuar. La tarea de Sísifo: ardua, inacabable, magnífica.
De eso se trata, pues: de no dejar nunca de pensar y de
experimentar, de preguntar y de proponer, de tomar y de dar, de
indagar y de debatir. Y hacerlo con pasión, pero con suficiente
serenidad de fondo como para disfrutar de ello. Tener presente que lo
que cuenta no es tanto la meta (siempre lejana, siempre incompleta)
como el camino; hay que aprender a caminar sosegadamente,
interrogando al paisaje, pero sobre todo contemplándolo y
disfrutándolo. Imbricándonos en él. Lo importante es el amor y la
alegría, ambos dones y también voluntades, a la vez inspiración y tarea,
como cualquier arte. En este caso, el arte más importante: el de vivir.
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Ambas citas pertenecen al libro de André Comte-Sponville (2007): La felicidad, desesperadamente.
Barcelona: Paidós.
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Pilotos sabios
No hay hombre más infeliz que aquel para el que la indecisión se ha hecho costumbre.
H. Heine.
Hay personas que cuentan con una especie de ley o brújula interna, un
timón que les guía en todas las cambiantes circunstancias de la vida.
Como a todos, les zarandean las marejadas de la existencia, pero ellas
siempre acaban por seguir su rumbo, una ruta grabada a fuego como si
fuesen dueños de sus propias constelaciones. Esas personas siempre
siguen adelante, porque siempre saben a dónde van.
En cambio, otros navegan sin rumbo, a merced de los vientos y de
las mareas, dando bandazos de acá para allá sin claridad y sin destino.
Éstos vienen y van, pasan una y otra vez por el mismo sitio, se estancan
cuando no hay brisa, y en días de tempestad se estrellan contra los
arrecifes que no supieron vislumbrar. A veces avanzan a la deriva, o se
detienen en puertos extraños, o escoran con el viento de levante.
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Siempre se presentirá incompleto. Algo se ha roto o se curó mal, y así
permaneció definitivamente.
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Plantar árboles
La alegría se encuentra en el fondo de todas las cosas, pero a cada uno le corresponde
extraerla. Marco Aurelio.
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—Siempre lo han hecho, y hemos sobrevivido. Seguiremos
haciéndolo. Por nosotros mismos y, sobre todo, por los que han de
venir. Otros lo tuvieron peor, y, sin embargo, tiraron adelante.
Tuvieron la generosidad de dejarnos un legado que ellos no pudieron
disfrutar. Haremos lo que haya que hacer. Ésa es nuestra victoria, la
que ningún poderoso puede quitarnos.
—Los poderosos se ríen de nuestras victorias, y las aplastan sin
mirar, con sólo mover las posaderas.
—Los poderosos nos aplastarán, pero no podrán robarnos la
satisfacción de haber sido dueños de nuestra libertad.
—Triste consuelo.
—¡No! No es un consuelo. No necesitamos consuelo. Sólo
necesitamos sentido, y respeto por nosotros mismos. Necesitamos que,
en la hora de la muerte, podamos mirar a nuestros hijos a los ojos y
decirles: “Hice todo lo que pude por defenderte, jamás me resigné”.
—Y, mientras tanto, ¿qué pasa con la alegría?
—La alegría también nos pertenece. Como dice Serrat, hay que
defenderla.
—¿Cómo vamos a defenderla si no la tenemos?
—Apostando por ella. Inventándola, diría Sartre. Convirtiéndola
en una obstinación, diría Camus. Haciéndola existir a fuerza de creer
que existe, nos animarían los estoicos.
—¿Se puede sufrir con alegría?
—Los budistas y los estoicos nos aseguraron que sí. Se trata de
gravitar en nuestro centro, y vivir conforme a nuestra naturaleza. Ése es
el gozo. Hay que aprender a verlo más allá del dolor.
—Desconfío de tu optimismo facilón.
—Yo también, muchas veces. Pero luego me digo que, al menos,
el optimismo está de mi parte. En cambio, el pesimismo me lleva la
contraria. Y ya tengo bastantes cosas en contra.
—Pero lo que cuenta es la verdad.
—Sin duda. Pero hay verdades que están por inventar. Solo
intento darles una oportunidad. Para que valga la pena plantar árboles,
basta con que sobreviva uno. En el norte de la India hay un hombre
que, árbol a árbol, ha hecho crecer un bosque entero en una isla yerma.
Lo llaman “Forest Man”.
—He visto el documental.
—¿Y no te parece heroico?
—Más bien trágico. El Hombre Bosque es un Sísifo de la ecología.
Por cada árbol que él planta, se deforestan cientos de hectáreas en la
Amazonia. Él mismo reconoce lo destructivos que somos los humanos.
Tal vez su gesta le sirva a él, pero no veo de qué le sirve al mundo.
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—Le sirve de ejemplo. El Hombre Bosque, como Sísifo, somos
todos, luchando por lo mejor a pesar de tenerlo todo en contra. Toda la
belleza de la vida humana se resume en ese trabajo obstinado a favor de
lo valioso. Tal vez nos venzan las hachas y las sierras, pero nosotros les
entregamos la vida a las semillas: ese es su valor, y el nuestro.
—Mero idealismo.
—Sentido. Y el sentido, como el amor, marca la diferencia. Camus
vio esa grandeza, que es la única que cuenta. “Hay que imaginar a
Sísifo dichoso”.
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Tránsitos del héroe
Ha de tener, quien pueda, mujer, hijos y bienes; mas sin atarse a ellos de forma que su destino
de ellos dependa. Hemos de reservarnos una trastienda muy nuestra, libre, en la que
establezcamos nuestra verdadera libertad y nuestro principal retiro y soledad. En ella se ha de
tener ordinaria charla con uno mismo y tan privada que ninguna relación o comunicación
extraña halle en ella lugar. Montaigne.
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¿Cómo se compensan estas pérdidas, cómo se contiene la angustia
tal vez inconsciente, sin duda profunda, que alienta en estos tránsitos?
En primer lugar, las ceremonias sirven a la vez para fijarlos socialmente
y para proporcionar arropamiento a la víctima de los sacrificios. Porque
en toda iniciación hay algo que muere y algo que nace.
El primer sacrificio, el que acaba con el niño para que pueda entrar
en escena el hombre heroico, estimula el ego, lo magnifica, le da carta
blanca dentro de las normas de la tribu; permiso, incluso, para alguna
transgresión. Hasta ese momento se amó la dulce y blanda infancia, se
protegió, se permitió que el individuo viviera ignorante y libre. Ahora el
individuo se convierte en un igual, y se le conceden los privilegios de
los iniciados. El paso a la edad adulta es la iniciación por excelencia, es
una ceremonia de transmisión de poder, y en ese poder está la
compensación por la infancia perdida.
En el segundo sacrificio, la tribu asiste y contiene la demolición del
héroe, que es ahora apartado a un papel secundario en el propio relato
de su vida. Es una ceremonia centrada en la socialización. En ella, el
héroe entregará sus atributos de masculinidad y poder en beneficio del
conjunto. Simbólicamente, en el matrimonio, el hombre sucumbe y
cede el protagonismo a la hembra, que será la que traerá, alimentará y
educará a la nueva generación. De ahí, por ejemplo, el mito de Edipo, y
otras metáforas de la “muerte” del padre a manos del hijo. Para crecer
y hacerse hombre, el hijo tiene que matar al padre, es decir, sustituirle.
Tanto desde el punto de vista biológico como social, el nacimiento
de un hijo implica el cierre de un ciclo en la vida del hombre: le guste o
no, y por más que aún se le reserve un papel nutricio y protector de la
prole, el hombre ha cumplido su cometido y pasa a ser prescindible
para la especie; en cierto modo, pasa a ser un impedimento. Desde ese
momento, su historia íntima será un lento pero implacable recular, una
progresiva dimisión de sus atributos. Puede que haya una cierta
compensación en el hecho de ver cómo sus genes se expanden,
rejuvenecidos, y conquistan el futuro (un futuro que ya no cuenta con
él, pero sí con lo que de él quedará en las nuevas generaciones).
También hay un cierto reconocimiento en su papel de aprovisionador
de la familia, y, quizá, en la autoridad que dentro de ella se le confiere.
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Demasiada complejidad
Cuando hemos de estar constantemente defendiéndonos, podemos llegar a debilitarnos tanto
que ya no seamos capaces de seguir haciéndolo. F. Nietzsche.
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Amabilidad
Con palabras agradables y un poco de amabilidad se puede arrastrar
a un elefante de un cabello. Proverbio persa.
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Las trincheras del Yo
Lo que hacemos no es tan importante como tendemos a suponer; nuestros éxitos y fracasos, a
fin de cuentas, no importan gran cosa... El ego de una persona es una parte insignificante del
mundo. B. Russell.
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hecho de que los demás nos traten como una entidad diferenciada, que
nos repitan que lo somos. Al nacer se nos pone un nombre, y desde
entonces se nos considera un individuo. ¿Qué pasaría si no nos trataran
como entidades separadas, si no nos pusieran nombre, si ignoraran
nuestros reclamos, si cuando hablamos nadie nos contestara? ¿Qué
sucedería si nunca se tuvieran en cuenta nuestras decisiones y nuestros
deseos? Probablemente nos sería imposible concebir nuestro Yo, y, en
caso de entreverlo, no podríamos considerarlo convincente. Pero lo
mismo podría suceder en el extremo contrario: si siempre fueran
satisfechos nuestros deseos, si nunca se nos opusiera nada. En tal caso,
el Yo se soñaría universal y omnipotente, una especie de poder
subyacente a todo; o bien ni siquiera podría concebirse, al carecer de
límites: el Yo acabaría coincidiendo con el todo ―que es nada―, y esa
coincidencia es justamente lo que anula al Yo.
Estas contradicciones van perfilando en qué consiste la ardua tarea
del Yo: no solo fundarse, sino estar permanentemente reafirmándose,
ya que la certeza de su existencia no es nunca definitiva. Por eso el Yo
es ante todo una lucha, puesto que, como propone la filosofía oriental,
allá donde se instaura una frontera se inaugura un punto de conflicto.
Las dos amenazas, podríamos decir, “existenciales” para el Yo, y por lo
mismo sus más hondos terrores, son la ausencia de reconocimiento
propio y ajeno. El Yo, cada vez que se mira al espejo, debe encontrarse
reflejado; si un día se mirara y no se viera, habría aparecido un indicio,
una insoportable sospecha de su inexistencia. Y, puesto que los demás
son nuestro espejo, el Yo no necesita menos verse reconocido por los
otros, por miradas ajenas que lo vislumbren y lo proclamen. El Yo
requiere de una permanente confirmación de su visibilidad, que es la
prueba de su entidad. Para ello, tiene que actuar como Yo, tiene que
poner en práctica su voluntad y su poder, comprobar que son eficaces,
y notar, a la vez, la resistencia del entorno, la consistencia del límite.
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amenaza para el propio valor, y por tanto habrá menos necesidad de
competir y menos frustración por los triunfos del otro.
Algo parecido sucede, probablemente, con los gustos, las aficiones,
las preferencias… Cuando amamos nos gustaría compartirlo todo, y
para acercarnos tenemos que encontrar cosas en común. Pero si nos
parecemos demasiado, seguramente llegará un momento en que
necesitaremos cultivar la diferencia, esto es, rescatar a nuestro Yo de
una fusión que amenaza con anularlo. Convivir exige reordenar las
preferencias, y con el tiempo uno se puede sorprender de hasta qué
punto ha cambiado en direcciones inesperadas, a veces ni siquiera
deseadas, sencillamente para llevar la contraria. La persona amable y
tolerante puede volverse despótica o arisca ante un compañero sumiso,
y no solo porque le moleste la sumisión, sino porque la
complementariedad le va empujando a ello. Si al principio a los dos les
encantaba salir a menudo, es posible que poco a poco uno de los dos se
vuelva más casero y, paralelamente, el otro reivindique con más energía
que antes su necesidad de salir: armonía de opuestos, decía ya
Heráclito, o armonía gracias a que hay opuestos, como si cada uno se
situara en un polo para asegurar la tensión que, al oponerlos, los une
―¿no se tocan los extremos?―. En estos procesos a veces sucede,
incluso, que se dé un intercambio de papeles: basta con que el que era
más ordenado se vuelva descuidado para que el otro se convierta en el
centinela del orden. En cualquier caso, parece bastante recomendable
que en la pareja ―y tal vez en cualquier grupo humano― se respeten las
distancias, que no se pretenda compartir demasiado, que haya un
margen generoso para la distinción. No es fácil encontrar el equilibrio
entre la confluencia y la divergencia, y quizá por eso el intento naufraga
tan a menudo.
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En definitiva, lidiar con el Yo hace la vida más difícil, pero
también más interesante. El budismo aspira a anular la dictadura del
Yo y liberarse así de sus reclamos contradictorios e insidiosos. Es
cansado tener que estar continuamente esforzándonos por ser
reconocidos y valorados, compararnos y competir; y es amargo
comprobar que esas aspiraciones muy a menudo resultan frustradas,
sentir decepción o vergüenza cuando fracasamos, envidia o celos
cuando comprobamos que otros nos aventajan. Pero la vida se llena de
color cuando nos valoran, y sin el motivo del logro no nos
esforzaríamos por construir e inventar. Hay que contar con algo de
arrogancia y bastante ambición para embarcarse en las odiseas de la
vida, como nos enseña Ulises.
Una vez más, puede que la clave resida en el camino medio
aristotélico, en el adecuado equilibrio de cada cosa. La juventud tiene
que ser fundacional y aventurera, tiene que acometer batallas y encajar
derrotas, así que no le queda más remedio que pagar su exuberancia
con mucho esfuerzo y un sufrimiento que habrá que ir aprendiendo a
moderar. A la juventud le sobra tanta energía que incluso tiene que
encontrar modos de derrocharla. Con la madurez llega el gusto por
puertos serenos y navegaciones tranquilas, cuando nos queda un Yo
más curtido y maltrecho, más cansado y escéptico, un Yo que, si hemos
aprovechado la vida, quizá no tenga ya tanta necesidad de espectadores
y éxito. Dicen que en algunos lugares de la India existía la tradición de
que, a partir de los cincuenta años, los hombres apartaban a un lado las
obligaciones con la familia y se dedicaban a orar y meditar. El yo tiene
también sus estaciones y está bien que se vaya rindiendo en sus
episodios finales.
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Muchos en uno
El hombre es responsable de lo que es... Al elegirse elige a todos los hombres. J-P Sartre.
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Séneca decía que no hay alegría mayor que vivir conforme a nuestra
naturaleza.
—El problema es que ignoramos cuál es nuestra verdadera
naturaleza. Desde luego, no consiste solo en lo racional y lo coherente:
en nosotros también hay mucho ―quizá más― de borrasca y de locura.
Tú puedes aspirar a vivir solo, y considerar que es una aspiración buena
y elevada, pero resultar que te estás equivocando, que en realidad
habías nacido para compartir, y amar y ser amado. La soledad podría
ser tu pobreza, como decía Holderlin de la reflexión frente al ensueño.
—Ya probé el camino de la pasión, y no me llevó a buenos
puertos. Yo no estoy capacitado para el amor, soy un ser demasiado
herido.
—Lo eres, pero no más que cualquier otro. Porque la vida es, en
efecto, un exceso y una herida. ¿Hay algo más loco, más indescifrable
que existir? Preferirías apartar lo que te duele, y haces bien. Sin
embargo, cuando intentas acallar el amor, lo único que consigues es
que se te cuele por su cuenta por donde menos te lo esperas. Porque
algo en ti sigue añorándolo, y no renuncia. Porque cuando tú no lo
esperas, te busca él.
—Demasiadas voces, demasiados deseos. Cómo desearía una vida
de silencio, o al menos de armonía, en lugar de esta algarabía interior
en la que cada parte tira para su lado, y no hay manera de avanzar en
ninguna dirección.
—Sí, uno desearía poder acallar algunas voces molestas. Pero en el
fondo tal vez sea justo que no nos sea posible. ¿Cómo podríamos estar
seguros de que no estamos perdiendo un don?
—Pero hay quien lo consigue. Hay quien deja atrás rémoras que le
limitan, quien se libra de fantasmas que lo retienen. ¿De qué nos sirve
la libertad si no podemos elegir qué partes de nosotros apoyar como
aliadas?
—La libertad nos mueve a través del territorio, pero no crea el
territorio, como tampoco nos crea a nosotros mismos. La voluntad
puede aspirar a regir los actos, pero nunca podrá regir a la propia
voluntad. ¿Por qué elegimos esto y no aquello? Tal vez podamos
argumentar alguna razón, pero los argumentos son endebles y a
menudo contradictorios. Esa es la miseria de la razón.
—Llama al pensamiento miseria, si quieres; yo prefiero afinarlo
como un buen instrumento. Hay razones buenas y malas, peores y
mejores. Se puede echar mano de ellas como de un mapa pulcro y
certero: para serlo le basta un territorio, aunque no muestre los que hay
más allá de sus cuatro esquinas. Lo mismo pasa con un piano: su
música no es menos verdadera, ni menos bella, por el hecho de que las
teclas se terminen a ambos lados. Si contemplo mi interior, yo tengo
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una buena razón para acallar algunas voces: vivir en paz, dejar de
desgarrarme interiormente entre fuerzas opuestas. Optar por un camino
y seguirlo: la libertad es acotar lo posible.
—Hazlo. Nada te lo impide.
—Nada. Pero, en fin, queda la nostalgia de los caminos
abandonados.
—Aun con nostalgia, se puede seguir caminando. Hay que perder
mucho para ganar algo.
—Entonces, ¿se trata de admitir la tristeza y la pérdida?
—¿No querías ser libre?
—No puedo evitar ser libre. Sartre tenía razón: no puedo evitar
elegir.
—Hazlo entonces consecuentemente. Elegir es perder. Pero no con
resignación, sino con gozo.
—¿Gozo?
—Por lo que ganamos.
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¿Qué libertad?
Tendemos a atribuir el éxito a nuestro propio esfuerzo; el fracaso, sin embargo, se atribuye a
los terribles obstáculos y a las dificultades agotadoras. A. Howard.
Esta manera de encarar la vida nos empuja a hacer cada vez más
cosas y a disfrutarlas cada vez menos. Una actividad se sucede a otra a
ritmo frenético, y resulta imposible detenerse en ninguna para
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saborearla. El tiempo escasea y con él la satisfacción. Acontece la
paradoja de que, cuanto más libertad ―personal, no política― nos
exigimos, menos libres somos. Estamos prisioneros de un ansia que
nunca se colma. Tal vez nos convenga intentar obsesionarnos un poco
menos con la libertad y rescatar la imaginación.
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Esperas
Vivimos del porvenir: “mañana”, “más tarde”, “cuando tengas una posición”, “con los años
comprenderás”. Estas inconsecuencias son admirables, pues, al fin y al cabo, se trata de
morir. A. Camus
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los tres cuartos de hora de camino hasta la mía; llegar, abrir la puerta y
comprobar que no ha pasado nada, que todo está en su sitio —podrían
haberme robado, podría haber habido una fuga de agua que inundara el
piso, ya se sabe que siempre pueden pasar más cosas cuando uno no
está—. Y si todo está en orden, entonces sí, entonces tal vez consiga
sentarme y suspirar y pensar que el viaje ha concluido, que no quedan
deberes ni incertidumbres, que el mundo que me reclamaba queda
definitivamente fuera…, que he llegado. ¿Será así?
Por cierto que no. Siempre quedará la expectativa de los deberes
cotidianos reencontrados, un anuncio de que el mundo, más temprano
que tarde, vendrá en mi busca con reclamaciones: hay que sacar la ropa
de la maleta, hay que lavarla, al día siguiente habrá que hacer la
compra, habrá que mirar el correo electrónico por si llegó alguna
novedad importante, llamar a Argentina para comunicar mi llegada y
saludar a mi hijo; habrá que preparar los regalos para la comida
familiar del domingo, habrá que empezar a pensar en la vuelta al
trabajo el lunes… y así sucesivamente.
Así que a veces reniego del futuro, ese territorio siempre pendiente
y siempre demandante, que nos roba el presente al volcarlo hacia él
como una gravedad que nos inclina en su dirección: lo real bailando al
son de lo hipotético. Pero entonces me pregunto qué sería de nosotros
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sin ese tirón del futuro, me pregunto cómo sobreviviríamos a la
desolación del presente, repentinamente desprovisto de motivos y de
salvoconductos, desnudo a la hora de afrontar su desnudez, solo
consigo mismo. Y me doy cuenta de que somos criaturas del propósito,
seres definidos por el proyecto; que necesitamos lanzarnos en alguna
dirección para no sentirnos atrapados y vacíos, que es conveniente
tener siempre algo por hacer, para ofrecérselo como licencia al espejo
cuando venga a preguntarnos a dónde vamos.
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Lo apropiado
Hemos decidido que sería bueno que fuéramos seres dignos, e intentamos comportarnos como
si lo fuéramos ya. J. A. Marina.
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ha hecho) un animal más, y entender nuestros actos como meras
apuestas a nuestro favor? ¿Por qué nosotros no somos inocentes?
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Simplemente soy así
Yo soy yo y mi circunstancia. Y si no salvo mi circunstancia, no me salvo yo.
José Ortega y Gasset.
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Tengamos o no razón, sea moralmente buena o mala nuestra
decisión, lo innegable es que en ella siempre existe un margen de
responsabilidad. Incluso cuando somos obligados, chantajeados,
forzados o amenazados, siempre podemos negarnos, y usar como
excusa la fuerza del contexto no vale como coartada definitiva. Es lo
que Sartre llamaba mala fe, algo que le parecía despreciable. En esto, sin
embargo, el filósofo francés se ponía tan fundamentalista como su
predecesor Kant. Acababa guiando su ética según un principio tan
abstracto como el deber objetivo. ¿Qué diferencia hay entre decretar
“actúa siempre según tu deber” y “no actúes nunca de mala fe”? A
veces la vida es demasiado difícil para mirarla a la cara y admitir ante
ella todas nuestras responsabilidades. A veces necesitamos tener algo a
lo que echarle, al menos, una parte de nuestra culpa, o la vida resultaría
demasiado ardua para seguir adelante.
Así que en ocasiones hemos de tolerarnos un cierto grado de mala
fe. Eso no significa que sea bueno, simplemente es humano, lo cual sí
lo hace al menos apreciable, hasta cierto punto. En definitiva, nos
importe o no, hemos de reconocer que estamos jugando sucio. Pero,
por suerte, la mayoría de las veces nuestras elecciones no son tan
dramáticas. Al optar entre una manera cortés o soez de manifestar una
discrepancia, no solemos jugarnos aspectos clave para nuestra vida o
para la ajena. Al preferir hacer un esfuerzo de empatía o bien
despreocuparnos del otro, difícilmente correremos un grave peligro. En
esos casos, la mala fe es solo un instrumento, un modo, como
decíamos, de reducir el coste de nuestro comportamiento.
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Somos como somos (y cada vez más)
Si su vida cotidiana le parece pobre, no se queje de ella; quéjese de usted mismo, dígase que no
es bastante poeta como para conjurar sus riquezas. R. M. Rilke.
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Muchos de nuestros rasgos deben ser el resultado de este bucle que
tiende a confirmarnos a nosotros mismos. Si me considero atractivo,
será más probable que cuide mi aspecto, que me desenvuelva con
seguridad entre las mujeres: comportarme como persona atractiva hará
más probable que así se me considere, y esa valoración ajena reafirmará
mi convicción. De igual modo, si lo único que recibo (o creo recibir)
son reproches y reprimendas, es probable que acabe creyendo que las
merezco, y esa creencia hará que desista de merecer halagos, y que me
comporte en consecuencia. En cierto modo, estamos atrapados en la
valoración ajena y en el autoconcepto que concluimos de ella; ambas
cosas quieren ajustarse, como las piezas de un puzle. La disonancia
cognitiva es implacable. El que protesta por todo acabará siendo
quejoso, y el quejoso encontrará siempre ocasiones para protestar. El
optimista verá oportunidades y por eso las encontrará; el depresivo solo
atenderá a las circunstancias que confirmen su abatimiento. Somos
como somos, y, si no hacemos un esfuerzo deliberado por cambiarnos,
cada día lo somos más.
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La más violenta de las cóleras
¿Cómo preferiría Nietzsche que afrontásemos nuestros reveses? Sin dejar de creer en lo que
deseamos, incluso cuando aún no sea nuestro y acaso no llegue jamás a serlo... Luchó duro
para ser feliz pero, allí donde no logró triunfar, no se volvió contra aquello a lo que una vez
aspirara. Se mantuvo fiel a lo que se ofrecía a sus ojos como la característica fundamental de
un ser humano noble: ser alguien que “no niega ya”. Alain de Botton
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Pero ese hombre obcecado en su dolor es incapaz de reír; de reírse de sí
mismo, de su barba, de su retiro en el desierto, de su loca pretensión de
encontrar sentido a los sufrimientos que nos reserva la vida. El
sufrimiento no tiene sentido, es solo la misma vida que a veces nos
llena de gozo, cuando nos lleva la contraria. Si nos trae placer, la
bendecimos y nos entregamos a ella sin reparo; lo mismo deberíamos
hacer cuando nos trae dolor, no porque estemos de parte del dolor, sino
porque comprendemos que ahí está y siempre estará, como la sombra
acompaña a la luz y como no hay altura sin profundidad…
El ermitaño no quiere sufrir; nadie quiere. Desdeña el sufrimiento:
todos lo hacemos. Desearía redimirse: todos lo deseamos. No
juzgaremos la desesperación del ermitaño: perdió a su hijo, y
difícilmente podemos concebir un padecimiento más grande. Tan
grande que justificaría, incluso, el suicidio. Ningún padre, ninguna
madre pueden concebir el mundo sin sus hijos. Pero el pájaro acierta: el
ermitaño, en su retiro ofuscado, no está pensando en su hijo perdido;
no está inmerso en un pantano de dolor, sino de rabia. El ermitaño ha
declarado la guerra al universo que lo ha traicionado. Al comprobar
que el mundo no responde a sus expectativas, se rebela contra él; y lo
hace con lo que tiene más a mano: su propia vida, su propia lucidez.
¿Por qué el mundo debería ser como queremos? ¿Por qué debería
responder a nuestras esperanzas? ¿Por qué tendría que velar por nuestra
alegría? ¿Por qué debería recompensar nuestros esfuerzos? Esa es una
fantasía infantil, la fantasía del niño que lo espera todo de su madre. Y
que se indigna cuando los demás no hacen lo que él quiere: al fin y al
cabo, se supone que están ahí para satisfacerle. Todos somos bastante
infantiles cuando se trata de esperar cosas de la vida. Quizá por eso
inventamos a Dios: para tener alguien de quien esperarlo todo, y con
quien enojarnos cuando nos lo niega. En la tragedia de Pushkin Mozart
y Salieri, este se declara enemigo de un Dios que no ha sabido premiar
su fervor y compensar su entrega. No hay peor conjura que la del
devoto. La esperanza nos hace a menudo desalmados, y siempre
patéticos.
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El mejor de Star Wars
Para comprender a alguien tenemos que sentir como él, sufrir como él y disfrutar como él o
ella disfrutan. Thich Nhat Hanh.
En los paseos por las campiñas que rodean mi pueblo, suelo cruzarme a
mucha gente. La ruta discurre plácidamente entre olivares y almendros,
y sus repechos son llevaderos incluso para los que no vamos sobrados
de forma física. Es un camino tan transitado que popularmente se le
conoce como “la ruta del colesterol”. Saludo a un grupo de parejas (ya
maduritas) que caminan con sus hijos, y escucho a un niño de unos seis
o siete años, que le pregunta a su padre:
—Papá, ¿quién es el mejor de Star Wars?
El padre reflexiona unos instantes y le contesta:
—Las mejores son las señoras de la limpieza.
—¿Salen señoras de la limpieza? —replica el niño, desconcertado.
Ya se han alejado un poco, pero distingo las palabras del padre.
—No, ellas no salen. Pero cuando acaban las batallas y todos los
actores se van a su casa, las señoras de la limpieza son las que ponen
orden en el estropicio que han dejado.
Continúo mi camino, encandilado. Eso es filosofía. Eso es
educación.
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Frente a la dureza de su vida, yo soy un privilegiado. Eso me da un
poco de vergüenza. Es lo menos que les puedo dedicar.
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Simpatías y antipatías
Después del amor, la simpatía es la pasión divina del corazón humano.
Edmund Burke
Aceptar que hay gente a la que no le caigo bien, a la que nunca caeré
bien por más que haga por conseguirlo, ha sido una de las lecciones
más difíciles para mi ego. “Yo sé que hay gente que me quiere, yo sé
que hay gente que no me quiere”, canta Silvio Rodríguez con lúcida
melancolía, y esa es una divisa que tengo que repetirme a veces para
recordarme que jamás conseguiré que me quiera todo el mundo.
Digo que no me fue fácil, y que a estas alturas, a veces, sigue sin
serlo. De algún modo un tanto mítico y arrogante, uno desearía ser
querido por todos. Es uno de esos sedimentos de la infancia que nos
acompañan toda la vida, como el eco de una aspiración profunda e
imposible. Porque si algo enseña la vida es cuánta gente con la que nos
cruzamos no nos da precisamente la bienvenida, con cuántas personas
los encuentros son tropiezos o incluso verdaderas colisiones; a cambio,
la vida también nos enseña a encajarlos cada vez con mayor
naturalidad, a aceptarlos sin demasiado conflicto interno; en definitiva,
a admitir que así son las cosas, que incluso es probable que ni siquiera
merezcamos que todos nos aprecien. Aprendemos entonces a
frecuentar a esos prójimos lo menos posible, evitando así la
incomodidad que nos produce su evidente rechazo, el malestar de
reconocer que no somos queridos, y procuramos olvidarlos aprisa, o
convivir con ellos como si no estuvieran del todo.
Admitir que no todos nos quieran, y que muchos no nos quieran
como desearíamos, es un gran paso en el largo camino de
desmantelamiento de nuestro ego, de su hibris que le impulsa a
apropiarse de todo, incluido el cariño universal. No, no todo nos ama
ni puede amarnos en el vasto universo, y tampoco lo merecemos, tan
carentes y agrietados como somos; en realidad, para la mayoría somos
indiferentes, y esa escasez del amor y de la estima es lo que los hace tan
valiosos.
Así que las amistades tienen algo de don y algo de tarea, como
sucede con todo lo valioso. Y lo mismo sucede con los meros aprecios,
las simpatías cotidianas que, aunque más superficiales, no deberíamos
despreciar, porque forman el tapiz de los afectos de nuestras jornadas,
la liviana sustancia en la que se dibujan nuestros días. Los vecinos, el
señor que nos pone el café en el bar o la dependienta de la panadería
con la que intercambiamos una sonrisa, los compañeros de trabajo, hay
muchas presencias que configuran el escenario de nuestra vida. Es
importante que florezcan afabilidad y abrigo en esos leves intercambios,
sobre todo si nuestra existencia es más bien solitaria, porque son ellos
los que marcan la diferencia entre un devenir grato o desolado.
En esos entornos obligados, tenemos necesidad de simpatías y
complicidades. Hay que ganarlas. Hay que cultivarlas con esmero, con
paciencia, con tolerancia, con magnanimidad. Y hacerlo sinceramente,
no como un mero gesto interesado, sino como una apuesta
comprometida con lo humano. También se puede amar por convicción,
es lo que los griegos llamaban ágape y pragma. Ágape es el amor
desinteresado y universal, el afecto sinceramente conmovido por la
aventura humana; la estima basada en la solidaridad y en la conciencia
de lo que nos une; se parece a lo que los budistas llaman bodichita.
Pragma es aún más suave y más maduro: es el aprecio que da el mutuo
reconocimiento, el tiempo pasado juntos, la conciencia de lo que nos
une. Los demás son molestos a menudo; los demás son egoístas,
ridículos, histriónicos, groseros; pero no más que nosotros: ¿quién se
soporta a sí mismo todos los minutos del día? ¿Quién se atreverá, por
indignado que se sienta ante la conducta de otro, a negarle su condición
de ser mortal que persigue una felicidad que le rehúye, igual que uno?
La solidaridad que surge de la empatía ayuda mucho a tolerar, a
perdonar, a dejar que la gente viva en paz con la tarea de sus deseos y
sus defectos, que no es poca tarea. A veces, la mejor manera de
aligerarla es una sonrisa. ¿Por qué escatimarla, incluso cuando nos la
52
niegan a nosotros? Hay una sutil dignidad en devolver sonrisas por
exabruptos; no sabemos si nuestra afabilidad hará mella en el otro, pero
seguro que lo hace en nosotros. A la larga, el amable gana. Al menos
en salud.
53
Hablar claro
Acostúmbrate a escuchar con la mayor atención lo que se te dice, y, hasta donde es
posible, a penetrar en la mente del que habla. Marco Aurelio.
Así que el principio de hablar claro no puede ser más válido, pero
solo desde la razón —o desde la ética, que es un intento de elegir lo
razonable—. El principio de hablar claro implica estar dispuesto a
pagar el precio de recibir a cambio la verdad, para la que no siempre
nos sentimos preparados. O un precio aún más peligroso: dar a los
demás demasiada información sobre nosotros; sobre nuestras
necesidades y debilidades, sobre nuestros pensamientos y nuestras
esperanzas. ¿No nos hace eso más vulnerables a las malas intenciones?
Mostrar de una vez todas nuestras cartas, ¿no nos resta opciones
cuando hay que competir?
El principio de hablar claro, incluso y según cómo, puede ser un
arma arrojadiza, una componenda de la crueldad innecesaria; hay
verdades que no hacen falta, verdades que están de más: “Hoy te he
visto envejecido”. Por eso, las personas que presumen de sinceras
56
siempre me han dado miedo, porque a menudo su sinceridad no es más
que una coartada de la crueldad. “Yo siempre digo lo que pienso, y al
que no le guste que se aguante”. Con una persona así, el encuentro
siempre puede guardar un sobresalto. ¿Por qué no ahorrar disgustos
callando a tiempo? Callando, sobre todo, lo que ni hace falta ni hace
bien.
Es una pena, pero hablar claro no siempre es lo mejor, ni nos hace
mejores. Como con todo, hace falta prudencia y tacto, moderación y
don de la oportunidad. También la sinceridad tiene su camino medio
aristotélico. Las relaciones —y la comunicación es una relación, como
nos recuerdan Watzlawick y los otros teóricos del interaccionismo
simbólico— son un arte. A veces un arte dulce que mezcla la entrega
con la seducción; a veces un arte marcial.
57
Salud y felicidad
El ejercicio que había hecho por la mañana y el buen humor que le es inseparable me hacían
muy agradable el reposo de la comida. Rousseau.
“Tres cosas hay en la vida: salud, dinero y amor”, glosaba una canción
popular en mi infancia. Y la vida, a medida que avanza, nos enseña
cuánta razón tenía. Yo de mozo no la entendía; si acaso podía
parecerme razonable que se buscara amor; un amor de aquellos con los
que soñamos en la adolescencia: a la vez exuberante y cálido, hecho de
suaves caricias y de besos apasionados. El dinero, en cambio, siempre
me pareció más bien mezquino: necesario, incluso deseable, pero no
como objetivo, sino como complemento. En cuanto a la salud, me
desconcertaba que se le diera tanta importancia. ¿Para qué quería algo
que le sobraba a mi cuerpo nuevo y rebosante?
Hoy lo que me desconcierta es leer que algunos científicos opinan
lo contrario que la canción: la salud está sobrevalorada. Nadie se siente
más feliz por estar sano, y hay muchos cuerpos rozagantes que se
sumen en la depresión o se despeñan en la angustia. Esto me ha hecho
pensar, primero porque es innegable, y segundo porque entra en
conflicto con lo que me han enseñado los años: que uno, con el tiempo,
aprende a apreciar la salud en lo que vale; porque sin ella no hay nada.
Somos puro cuerpo, lo demás viene por añadidura y casi como adorno.
Si el cuerpo nos falla, ¿de qué nos sirve cualquier otra alegría?
Entonces he caído en la cuenta de que no es casual que sea la
madurez la que nos educa en lo esencial de la salud. El cuerpo gastado
hace que la salud sea un bien cada vez más escaso, y la escasez es lo
que lo hace precioso. A medida que la hipertensión o el colesterol nos
empiezan a imponer sus limitaciones, nos damos cuenta de lo mucho
que hemos ido perdiendo por el camino sin darnos cuenta, y sobre
todo, tal vez, cobramos conciencia de que a partir de ahí solo nos queda
perder y perder hasta que lo perdamos todo. Ese cuerpo que nos parecía
imbatible ahora va mostrándose cada vez más vulnerable. Y he
pensado otra cosa que siempre repetían nuestros abuelos: que no damos
valor a las cosas hasta que nos faltan. Solo nos hace felices lo que,
estando en peligro, logramos conquistar. La carencia es la que impone
el valor de las cosas. Luego, para ser felices, siempre hemos de tener
algo por conseguir, o por defender.
58
Somos realmente unos extraños animales. Para mi gata Chiqui, la
vida se reducía a unas pocas alegrías: el pienso asegurado, la comida de
lata que le ponía para cenar, la seguridad que le infundía mi entrada en
casa después de faltar todo el día, el placer de que la acariciara… y
poco más. Como no tenía que cazar, ni que aparearse (estaba operada),
ni que defenderse, se pasaba el tiempo durmiendo (a veces incluso
roncaba). No sé si era feliz, pero desde luego no era desdichada. A
menudo la increpaba reprochándole: “¡Tú sí que vives bien!” Su
existencia era un ocio puro, sin pasado ni futuro, sin viejas amarguras
ni turbias esperanzas.
Nosotros, en cambio, nunca tenemos suficiente. Lo que tenemos
lo damos por descontado, y no nos motiva. Cuando logramos algo
largamente perseguido, pronto nos acostumbramos a su presencia y nos
parece anodino. Necesitamos que algo nos falte para que nuestros
sentidos se despierten y la vida vuelva a cobrar color. Esa falta nos hace
infelices, pero es justamente el trabajo al que nos mueve esa infelicidad
lo que nos trae los mayores goces. La salud es felicidad, sí, pero solo
cuando hemos conocido su ausencia, o cuando insinúa su flaqueza, o
cuando sospechamos que durará poco. Esto nos dice bastante de lo que
da sentido a la vida: tener un objetivo y sentirse en camino hacia él. A
diferencia de mi Chiqui, que se repantigaba en un presente perfecto,
somos seres lanzados hacia el futuro, seres inquietos que no pueden
conformarse con que todo esté logrado. Hay que reavivar siempre la
hoguera de la emoción; hay que llenar siempre, una y otra vez, eso que
los orientales llaman “el pozo del sufrimiento”.
59
alimentan la esperanza de la vida eterna, la sede de la vida terrena, o
sea el cuerpo, se ha convertido en el nuevo templo.
¿Por qué habría de estar mal? Algunos piensan que a través del
requerimiento de salud se ejercen sobre nosotros nuevas opresiones. Se
nos reduce, se nos aliena, al exigirnos que hagamos de pastores de
nuestros órganos. La mala salud, en el descuidado, equivale a un
castigo merecido. El propio sistema de salud pública reprocha a los
fumadores ―y a los bebedores, y a los locos, y a todos los otros
disidentes― que le salga tan caro cuidarlos cuando enferman. Hay algo
de estigma en la enfermedad. El enfermo no produce y, encima, cuesta
dinero al erario público. Así es como un bien objetivo, la salud, se
convierte en una coartada para la persecución.
Esa salud de consumidor no nos dará la felicidad, es cierto. Pero la
otra, la salud que nos libra momentáneamente de los dolores de espalda
o de cabeza, la salud que recuperamos como un tesoro después de un
largo tratamiento contra el cáncer, la salud que mal que bien sostiene a
nuestros padres ancianos y les concede una prórroga en el mundo, la
salud de nuestros hijos después de una fiebre excesiva, esa salud sí que
nos habla de la felicidad, sí que nos enseña que la felicidad es algo en el
fondo simple y aburrido, gozosamente aburrido. Los filósofos que se
debatieron con la enfermedad y el dolor son los que más nos han
hablado de la alegría: el entrañable Epicuro, que se sobreponía a los
cólicos nefríticos; el apacible Montaigne, que sufría la misma dolencia;
el achacoso Séneca, que cometió la osadía de llegar a demasiado viejo;
el pulcro Spinoza, que murió tan joven; el apasionado Nietzsche, que
nos propuso la dignidad. Disfrutemos de la salud, y aprendamos
serenidad cuando nos falte.
60
Me río de mí
Estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros. Groucho Marx.
Pocos deportes más sanos que reírse de uno mismo ―para lo cual
nunca nos faltará ocasión―, siempre que lo hagamos sin malicia, con
una mirada a la vez picante y compasiva. Porque quien se dedica a sí
mismo risas crueles sin duda las reservará para los demás.
La gravedad dramática solo parece más verdadera porque es
pesada ―o sea, grave― y se va al fondo, como las monedas. Pero no
estamos hechos para vivir siempre en la profundidad; si no subimos en
busca de aire, nos asfixiamos. Es cierto que allá abajo hay muchos
tesoros, pero la mayoría de ellos son reliquias de barcos hundidos,
bajeles que fueron hechos para flotar y surcar los océanos, y a los que
una guerra o una tempestad interrumpieron la singladura. En
definitiva, en las profundidades encontraremos hermosos restos de lo
muerto: fantasmas.
La existencia, como dijo el otro, es grave y terrible, pero no seria.
Hay en ella mucho de humor cósmico. ¿Se puede considerar serio el
hecho de existir? Más bien parece una broma, un capricho de dioses
ebrios. ¿Podemos tildar de serio el hachazo absurdo de la muerte?
Violento, ingrato, desconcertante; pero no serio. La eternidad sería una
cosa seria. Si la ley de entropía no la contradijera.
¿Y el tremendo drama del sufrimiento? Para muchos es el
argumento definitivo que oponer contra Dios; no tanto contra su
existencia ―aunque también, de rebote― como contra su legitimidad.
Dios también sería cosa seria, si no descubriéramos pronto que no se
sostiene por ninguna parte. El que busca a Dios solo lo encuentra en su
deseo, es decir, en su profunda carencia. Existir es estar solo y vacío,
una aparente solidez agrietada por la seguridad del fin. Eso no es serio;
de hecho, contradice cualquier seriedad, ya que nos convierte en algo
bello, intrascendente y volátil, como los vilanos arrastrados por el
viento.
61
encajar como alegría ―la presencia―, sin reparar en que ese regalo nos
hubiera llegado envenenado por la vulnerabilidad y la frustración. Mi
mejor amigo, ahíto de lucidez, vivió sus últimos años y murió cargado
de tristeza, de indignación, de rencor, precisamente porque amaba la
vida y no logró sobreponerse a ese reverso que nos inspira tristeza y
odio. Siempre respeté en él su atroz coherencia, su inmensa sabiduría
amarga. El dolor es incontestable; y no merece perdón, si no fuera
porque luchar contra él, como rebelarse contra el absurdo cósmico al
modo de Dostoyevski, Kafka o Camus, es condenarse a sucumbir con
un gesto glorioso pero fútil. Como el de mi mejor amigo.
Hubiese preferido respetarle menos: que fuese menos congruente y
viviera. Que traicionara sus ideas a favor de la vida. Que prefiriera la
ligereza y la risa, que se ponen inmediatamente de nuestra parte y nos
rescatan de un exceso de profundidad. Y nos hacen flotar y bailar con
las olas, que no van a ninguna parte. La verdadera patria del ser
humano, como de cualquier ser vivo, es la superficie; quizá porque allí
no hay nada, allí ya se cumple nuestro destino de vacuidad absoluta.
Él, que tanto reía, no consiguió escapar a carcajadas de las losas a las
que se encadenaba. Ojalá hubiese reído más, o desde más adentro. La
risa habría limpiado esos grumos que se le iban formando en el alma y
en el cuerpo, que cada vez tiraban más de él hacia el fondo. Y ahora
podría escucharle reír, en lugar de toparme con los silencios de su
recuerdo.
64
Los suicidas
El espíritu llegado a los confines debe juzgar y elegir sus conclusiones. En ese punto se sitúan
el suicidio y la respuesta. A. Camus.
67
Testigos y cómplices
Cuando dos personas saben escuchar bien, entonces se puede dar ese fenómeno tan raro que es
la comunicación íntima y eficaz. A. Howard.
71
La colmena electrónica
La única gran utilidad de la tecnología para nosotros puede ser precisamente lo que nadie ve:
su simbólica inutilidad. T. Merton.
73
Prejuicios y afectos
¿Por qué supone usted que Fulano o Mengano no le comprenden? ¿Por qué supone que son
injustos con usted? Debería usted comenzar, ante todo, por comprenderles a ellos, ser justo con
ellos, darles alguna alegría. Hermann Hesse.
76
Tropiezos
Los amigos se consideran sinceros; los enemigos lo son: por ello se deben aprovechar sus
censuras para conocernos a nosotros mismos. A. Schopenhauer.
78
A estudiar inglés
La posibilidad de realizar un sueño es lo que hace que la vida sea interesante. Paulo Coelho.
83
Convicciones y debilidades
Conocer, afirmar la realidad, constituye una necesidad para el fuerte; del mismo modo que el
débil necesita, a impulsos de su debilidad, esa cobardía y esa huida de la realidad que es el
“ideal”. Nietzsche.
Muchas historias nos muestran a personas con una vida más o menos
estable, acomodadas en una cotidianidad previsible como un río calmo
que va fluyendo sin demasiados sobresaltos por el tiempo, quebrado de
pronto con la irrupción de un hecho inesperado que lo trastoca todo.
En el nítido lienzo tranquilizador ha aparecido un desgarrón, en la
límpida superficie se ha formado un remolino. Una pasión imprevisible,
una pérdida atroz, una vieja herida que supura. El viaje, desde esa
agitación, será ya inevitablemente distinto. Así es como la vida nos va
llevando de etapa en etapa, nos obliga a cambiar de rumbo y nos
recuerda la extrema fragilidad de nuestras certidumbres.
Muchas veces se trata de un seísmo, un empujón inapelable, y en
ese caso no tenemos mucho que hacer, más que sobrevivir e intentar
reconstruirnos después de la riada. Sufrimos un accidente y nuestro
cuerpo queda afectado, y entonces tendremos que aprender a vivir con
ese cambio. Muere un ser querido, y, después de un tiempo de andar
sonámbulos por un mundo que se nos ha hecho extraño, el lento
sedimento de los días va acostumbrándonos a ese paisaje nuevo en el
que siempre perdurará un hueco doloroso. En estos casos no tenemos
mucho que elegir, más que colaborar con la vida que por sí misma
tiende a reorganizarse, resignarnos a esa pérdida continua que, como se
ha dicho, es la vida. Hemos de avezarnos al dolor y a sus cicatrices, que
siempre nos merman un poco; hemos de consentir ese menoscabo
permanente que nos erosiona a través del tiempo.
84
Straight en la película de David Lynch, donde se nos presenta la
Historia verdadera ―como se tituló en España el filme― de un último
viaje en pos del reencuentro con el hermano, una peregrinación tan
simple ―Una historia sencilla, la titularon en Argentina― que adquiere
proporciones épicas, evocándonos la misma Odisea de Homero. Hay
tanta verdad, tanta valentía, tanta aventura íntima en ese rescate
obstinado de lo perdido antes de perderlo todo, que en los pequeños
avatares de Alvin Straight creemos encontrar ecos de los heroicos
sucesos del viaje de Ulises. Ambos se embarcaron en un largo y azaroso
regreso a casa, para encontrarla transformada por la inevitable
mordedura del tiempo, pero también ellos mismos cambiados en la
larga travesía.
Vivir es cambiar, vivir es perder. Muy a menudo hay que elegir, y
la endeble naturaleza humana se ve obligada a apelar a todas sus
fuerzas ocultas cuando tiene que afrontar los hechos como dilemas. En
ese punto, lo humano se hace gigante, o al menos heroico. Al tomar
decisiones, una pérdida impuesta por el destino nos obliga a precisar
qué otras cosas perderemos. Una parte de la historia futura dependerá
del camino escogido en la encrucijada. La conciencia de esa
responsabilidad nos convierte de repente en héroes, casi siempre a
nuestro pesar. Ese episodio de libertad resume nuestra naturaleza ética.
¿Contaremos la verdad o procuraremos refugiarnos tras nuevas
imposturas? ¿Nos enfrentaremos abiertamente al Cíclope o
renunciaremos a Ítaca? ¿Nos arriesgaremos a regresar en busca de los
caídos, o correremos para intentar salvar nuestro pellejo? ¿Tendremos
la sangre fría de sacrificar a la avidez de Escila a algunos de nuestros
compañeros ―que podrían simbolizar una parte de nosotros: nuestra
imagen, nuestra inocencia, nuestra entereza…― para que el resto
podamos salvarnos, o nos expondremos a pasar junto al remolino de
Caribdis, que probablemente nos engullirá a todos? En cada bifurcación
de la vida nos enfrentamos a un dilema.
87
Nuestros principios nos van perfilando en cada elección. Se diría
que son los que trazan las líneas generales de nuestra historia, la
fórmula con la que cocinamos nuestra existencia. Pero de pronto, un
día aparece lo imprevisible, algo que escapa a nuestra fórmula, una
excepción. Aparece fuera (una mujer solitaria en una noche mustia) o
dentro (la urgente necesidad de calor, de una veta de alegría en el tejido
de la tristeza); casi siempre, en ambos sitios: todo el escenario cambia,
y nosotros en él. Por un instante apartamos a un lado los principios,
nos dejamos llevar por la vida, que queda más cerca; podríamos
considerarlo una debilidad, al menos desde el punto de vista de
nuestras convicciones. Pero basta ese instante para cambiar nuestra
vida. Como le dice a Locke su mujer: “Hay una gran diferencia entre
ninguna vez y una sola vez”. En efecto: una sola vez es suficiente para
que todo pase a ser distinto desde ahí, para que nuestro camino se
adentre sin retorno en parajes inéditos.
Así que, si nuestras convicciones esbozan el rumbo de nuestra
vida, los grandes acontecimientos que la dirigen tal vez sean nuestras
debilidades. Del mismo modo que el error es la puerta de entrada de lo
inesperado, la debilidad es la aliada de lo insólito. Por una debilidad
podemos perder todo lo que teníamos, como Locke. Podemos incluso
morir.
Pero también podemos ganar algo nuevo. Y a la vida le encantan
las sorpresas. La vida no nos quiere necesariamente coherentes, sino
dispuestos a lo más extraño e insospechado, como nos avisó Rilke.
Cuando Ulises llega a casa, se la encuentra llena de pretendientes que
aspiran a casarse con su mujer, a la que suponen viuda. El viaje parecía
haber acabado y sin embargo le quedaba aún el episodio principal:
hacer limpieza en su hogar y reinventar lo propio.
En eso debe consistir la felicidad. Y por eso el final de la película
nos deja un sabor a esperanza: Locke, ya cerca del hospital, se detiene
en el arcén, tal vez dudando, a punto de sucumbir bajo el dolor de tanta
pérdida; llama a su amante ocasional y escucha por el teléfono los
gemidos de su hijo recién nacido. “¿Vienes?”, le pregunta ella. “Sí, ya
voy”, contesta él, y arranca el coche, destrozado y contento. Camus
decía que hay que imaginar a Sísifo feliz: todo se ha derrumbado para
que todo pueda volver a empezar. Dichosos los que están a la altura de
sus debilidades.
88
De danzas y de pérdidas
Baila todo lo que puedas. G. Moustaqui
93
Qué exigente llegó la primavera
Por las mañanicas del mes de mayo, cantan los ruiseñores, retumba el campo.
Lope de Vega.
Esta noche he soñado que quería tener otro hijo, pero la mujer que
supuestamente era mi pareja no estaba por la labor. Un sueño de lo más
primaveral, absurdo y hermoso: ni voy a tener pareja, ni desearía un
nuevo hijo. ¿Cuál es la verdadera inquietud que debe estar reflejando el
sueño? Tal vez los ecos del trueno primaveral: tener que regresar al
mundo y desempolvar estas cosas, yo que las tenía ya arrumbadas en el
desván. Este sueño ha sido una caminata inesperada por el barro de la
vida, el maravilloso y amenazante barro de la presencia. Esa presencia
que ya perdieron los muertos, pero que nos queda a los vivos como una
prórroga.
No hay remedio, por tanto: es primavera. La esperanza reverdece
las puntas de las ramas: “Quiere que me broten lilas en los dedos…”
95
Cierro la ventana, pero sigo oyendo el estrépito, porque está dentro de
mí. Habrá que atenderle al menos un poco. Salir más de paseo, regresar
a mis viejos andurriales de montaña y hacerles fotos a los prados
floridos. Si lo pienso desde aquí, desde mi refugio, solo noto mi cuerpo
cansado. Pero sé que allí la sangre volverá a entusiasmarse. Habrá que
abandonar los viejos puertos y salir al mar. Pero cuidado con ir
demasiado lejos, que no está el casco para galernas.
96
Te veo
El mejor tipo de afecto es recíprocamente vitalizador; cada uno recibe cariño con alegría y lo
da sin esfuerzo, y los dos encuentran más interesante el mundo como consecuencia de esta
felicidad recíproca. Bertrand Russell.
97
personas se miran a los ojos, están mirando la mirada del otro, están
concibiendo ahí delante una presencia; ven y son vistos, ahí hay otro
que me ve, que me concibe. Que también me piensa, y de ahí que los
psicólogos llamen a ese descubrimiento la “teoría de la mente”: no
estoy solo en el mundo, tengo razones para creer que detrás de esos
ojos hay una mente que rumia, desea, siente al margen de lo que yo
pienso, deseo y siento, puesto que ―puedo suponer― es como yo.
La aparición de la teoría de la mente nos permite hacer la
operación esencial de ponernos en el lugar del otro, de llevar nuestras
hipótesis más allá de la mera existencia de otro: atribuirle una
capacidad pensante y sintiente, y por tanto una dignidad. En esa
empatía naciente arranca la aventura moral. Disfunciones como el
autismo parecen relacionadas con una determinada incapacidad para la
teoría de la mente, para conjeturar el pensamiento de otro a partir de mi
propio pensamiento. El autismo extremo, literalmente, viene a consistir
en la incapacidad de ver, de salir del solipsismo universal y
omnipotente. ¿Hay alguien ahí? Parece que no. Solo estoy yo. Eso que
veo, aunque se me presente como persona, no me parece una persona,
no es alguien como yo; es más bien algo, un elemento más de ese
contexto en el que yo ―la única persona― me muevo como un
náufrago por un universo desierto.
Todos tenemos, probablemente, una parte a la que le cuesta decir
“Te veo”; todos tratamos a veces a los demás como objetos de nuestro
mundo, como si hubiesen sido puestos ahí solo para cubrir nuestras
necesidades y responder a nuestras pretensiones. Todos vivimos en
buena parte prisioneros de nuestro universo mental, atribuyendo a los
demás intenciones o motivaciones exclusivamente referidas a nosotros,
como si no tuvieran sus propios deseos y sus propias aversiones.
Esperamos que los otros vean el mundo con nuestros ojos, como si no
tuvieran su propia mirada. Creemos que hacen las cosas con respecto a
nosotros, cuando casi siempre, como nosotros, las están haciendo en
función de sí mismos. Me empeño en creer que aquel solo vive para
ponerme obstáculos, en lugar de comprender que lo que para mí son
obstáculos para él son aspiraciones. Me enojo con alguien y a partir de
ahí todo lo que hace me parece concebido para fastidiarme, como si en
el mundo del otro no hubiera nada, bueno o malo, que no estuviera
referido a mí. Nos tomamos los actos de los demás como algo
demasiado personal, porque nos cuesta entender que tienen su propia
vida, porque nos resistimos a suponer que cuentan con su propia
mente; porque no les vemos.
100
La levedad de la alegría
De todos los bienes subjetivos, el que más directamente nos hace felices es un ánimo jovial;
pues esta buena cualidad se premia a sí misma al instante. Quien es alegre tiene en todo
momento una razón para serlo: precisamente el hecho de serlo. A. Schopenhauer.
101
cada día. Un viejo amigo solía recordarme esa levedad, esa cierta
candidez de la alegría, la pequeña loca que ignora lo que no le
conviene; mi amigo era un escéptico, y siempre tenía algún mal que
evocar para llevarme la contraria3. ¿Cómo no reconocer que tenía
razón? El problema es que abusaba de la razón: la alegría también
cuenta con las suyas, pero solo echamos mano de ellas cuando nos
falta. Se puede argumentar a favor de ella, pero no vale la pena:
siempre es mejor vivirla. Y cuando la sentimos no necesitamos
reforzarla con nada. Simplemente está ahí. Si eso es ser estúpido, si es
ser simple o loco, ¿qué nos importa mientras la tenemos? ¿Por qué la
tristeza debería ser más sabia, solo es más fácil, porque nos parece más
fuerte cuando se nos impone aunque no la queramos? ¿Acaso hay algo
más loco, más absurdo y desconcertante, que la propia existencia? Y
todos nos aferramos a ella.
3
He conocido por casualidad un microrrelato que habría hecho las delicias de mi amigo. Se titula,
precisamente ―el mundo de la escritura también es un pañuelo― La levedad de la alegría. Su autora se
llama Inés Arias de Reyna. Dice así: “―Mira cómo vuelo ―exclamó Ícaro a su padre.” Lo he encontrado
en http://ladydragona.com/la-levedad-de-la-alegria/.
102
último aliento, cuando ya no quedaban fuerzas para sobreponerse a la
asfixia y el corazón reventaba. Los mordaces Monty Python usan la
risa para recalcar el espanto.
Nadie puede reír en medio de un dolor tan absoluto. Pero, por
suerte, la mayoría de nuestros malos tragos no son tan formidables, y,
de todos modos, también ese dolor acaba. Epicuro, que, igual que
Montaigne, conocía muy bien el dolor de sus cólicos nefríticos,
aprendió probablemente de ellos la dulzura de los lapsos en que el dolor
nos deja descansar. Entonces mordisqueaba un mendrugo de pan seco
y le parecía una bendición; y en un trozo de queso encontraba un
manjar. Epicuro nos enseñó lo serio que es defender la alegría. Él
enseñaba a sus discípulos que los padecimientos que duran mucho son
llevaderos, y que, en cambio, cuando no lo son, duran poco, puesto que
acaban pronto con nosotros. ¿Quién le objetará que no sabía de lo que
hablaba?
103
La banalidad del mal
Cuando veas a un hombre bueno, trata de imitarlo; cuando veas a un hombre malo,
examínate a ti mismo. Confucio.
“Somos malos por naturaleza”. Puede que así sea, pero entonces
también la tendencia al bien debería estar en nuestra naturaleza, de lo
contrario no podríamos ser conscientes del mal; así que sigue
quedándonos la posibilidad de elegir. “Somos malos porque somos
egoístas”. ¿Por qué habría de convertirnos en malos el hacernos cargo
de nosotros mismos? A menudo, el egoísta es el más capacitado para
amar, porque, cuando reconoce en el otro a un semejante, le atribuye la
posibilidad de contar con el valor que reconoce en sí mismo. Solo quien
104
no se ama a sí mismo ―y por tanto lo tiene difícil para amar a los
demás― desprecia el egoísmo ajeno. Además, decir que el egoísmo
universal nos hace malos, es lo mismo que afirmar que la maldad
universal nos hace egoístas. No hemos explicado nada.
En cambio, supongamos que “somos malos porque somos
ignorantes y sufrimos”. Eso sí es decir algo, y es el argumento del
budismo, que ha profundizado con infinita finura en estos entresijos de
la moral. En definitiva, somos malos cuando nos parece que es la
manera de ser felices; sin reparar en que esa obcecación es precisamente
la que más sufrimiento nos procurará. ¿Parece ingenuo? Puede que lo
sea. Pero no hay que olvidar que casi nunca el malo persistente se
siente malo; siempre encuentra argumentos para darse la razón, para
echarles la culpa a los demás, o a la vida misma. Puede que el que
tomamos por malo solo esté defendiéndose de lo que considera en
nosotros maldad; o, más sencillo: de lo que nuestra presencia interpone
entre él y su aspiración a la felicidad.
El que nos envidia, por ejemplo, lo hace porque instauramos en
sus pretensiones, o en su amor propio, una duda terrible: tal vez haya
otro mejor, tal vez yo no sea suficientemente bueno; tenga o no razón
―y ahí está la ignorancia―, su inquietud es real ―y ahí está el
sufrimiento―. El que nos guarda rencor, lo hace porque está
convencido de que le ofendimos o le dañamos, de que tiene que
mantenerse en guardia contra los malos, que somos nosotros. El que se
ensaña con nosotros, tal vez tenga buenas razones para considerar
agravio algo que le hicimos. ¿Exagera él, o nos falta sensibilidad a
nosotros? Cuando se practica este ejercicio de empatía, cuando le
damos una oportunidad al juicio del otro, nos acercamos a una
percepción mucho más sutil que la de mera maldad, y ya somos
capaces de implicarnos en ella desde la compasión. “Puesto que el
sentimiento original y primario del hombre es el miedo ―afirma el
Zaratustra de Nietzsche―, por el miedo se explican todos los pecados y
virtudes originales”. “¡Misericordia para todos!”, pide André Comte-
Sponville.
Así que esa maldad que creemos ver en los demás tal vez resida
ante todo en nuestros ojos; tal vez no sea más que un juicio que nos
permitimos hacer desde el egocentrismo. En definitiva, considerar a
alguien como un malo puro es una opinión primitiva, en el sentido
histórico ―nuestros ancestros lejanos tardaron en inventar las sutilezas
de la empatía― y en el sentido biográfico ―el referido a nuestra
infancia: nadie más narcisista y arbitrario que un niño, que aún se
considera el centro del mundo y se molesta cuando alguien le recuerda
que no lo es―.
105
Tal vez alguien vea en este exceso de comprensión y de compasión
un deje de paternalismo, un tufillo a mística barata. Estoy de su lado:
hay que prevenirse de la blandura a la hora de juzgar a los otros, porque
suele encubrir condescendencia con nosotros mismos. Las personas
más crueles que he conocido han sido las que daban amables golpecitos
en la cabeza de un transgresor y le ofrecían su compasión por la
ignorancia que le atenazaba, como diciendo: “Te comprendo, eres aún
demasiado simple, aún tienes mucho que aprender; algún día tal vez te
trabajes lo suficiente para ganar una mirada como la mía, capaz de
distinguir matices y sondear sufrimientos”.
No me extraña que Nietzsche odiara a quienes predican el perdón
como una coartada para la baja autoestima. A Nietzsche la pregunta de
mi amigo le habría hecho reír, porque él soñaba con una humanidad
que estuviera “más allá del bien y del mal”, un ser humano libre de
subterfugios, plenamente consciente y asumiéndose
incondicionalmente a sí mismo. Si somos malos, ¿qué importa? Lo
importante es que no pongamos trabas a lo que somos, sea lo que sea, y
que nos esforcemos por hacerlo fructificar. Este canto devoto a la
naturaleza humana es hermoso y necesario: alguien tenía que hacerlo.
Pero hay que tener cuidado con sus consecuencias: uno no puede darse
siempre la razón a sí mismo, sencillamente porque no siempre la tiene.
No somos héroes, ni siquiera Zaratustra lo era; a menudo, su
desaforado orgullo encubría una profunda tristeza: “Ésta es mi pobreza,
el que mi mano no descansa nunca de dar; ésta es mi envidia, el ver
ojos expectantes y las despejadas noches del anhelo”. Es bueno intentar
ser bueno, sencillamente porque solo en ese intento el humano
construye su dignidad.
107
Cuando somos crueles
La indiferencia hace sabios y la insensibilidad monstruos. D. Diderot.
112
La vida no es un asunto tan personal
La vida, pensé, ha de tener al fin razón siempre; y si la vida se burlaba de mis hermosos
sueños, habrán sido necios mis sueños, decía yo, y no habrán tenido razón. H. Hesse.
Tal vez lo más coherente sea vivir nuestra aventura con alegría y
sin grandes pretensiones. Seamos lo que somos, porque es bello y
valioso; pero sin dejar de tener en cuenta que al final tendremos que
entregarlo y el viento se lo llevará. Esculpamos castillos con arena,
puesto que nos hace felices; pero no nos amarguemos porque al final
suba la marea y se los lleve. Ni la arena ha sido creada frágil para que
se derrumben nuestros castillos, ni las olas la remueven con el propósito
113
de que no quede nada nuestro. Lo nuestro solo nos concierne a
nosotros, y si fuésemos un poco más sabios ni siquiera a nosotros nos
importaría. Tal vez entonces podríamos recitar con Bertrand Russell:
“Lo que hacemos no es tan importante como tendemos a suponer;
nuestros éxitos y fracasos, a fin de cuentas, no importan gran cosa... El
ego de una persona es una parte insignificante del mundo.”
No nos tomemos la vida ni sus cosas como algo personal. Es un
gozo ser amado, pero nadie ha sido puesto ahí con la misión de
amarnos: sencillamente, las personas se cruzan y a veces se aman; lo
cual es una suerte solo para ellas. Un día sucede que dejan de amarnos,
y, como se interrumpe lo que esperábamos, nos angustiamos o nos
enojamos. Deberíamos sentirnos agradecidos por el pecio que las olas
trajeron a nuestra orilla, en lugar de reprocharles que se lo lleven.
Con las aversiones pasa lo mismo: el que haya quien nos odie, o
nos parezca odioso, tampoco es algo tan personal, como no lo son los
aerolitos que caen sobre la superficie de los planetas, llenándolos de
heridas y cicatrices. Las personas se cruzan y a veces se chocan. Es
normal que duela, pero, ¿qué culpa tienen los meteoritos de ir a la
deriva por el cosmos y un buen día ser atrapados por un planeta? ¿Qué
culpa tienen los planetas de que exista la gravedad? Y la gravedad, que
es solo un rostro de la materia, ¿tiene alguna culpa? Incluso cuando una
persona nos hace daño deliberadamente, ¿sabe realmente por qué lo
hace? ¿Tiene una idea cabal de quién es ese a quien se lo hace? ¿Acaso
ha inventado ella el odio? Cierto que eligió ensañarse con nosotros,
pero lo que le empujó fue un impulso ciego, sin trascendencia, algo
dentro de ella de lo cual tal vez ni siquiera sabría dar cuenta cabal. En
cualquier caso ―y esto es lo más extraordinario― no es a nosotros a
quienes dirige su ataque, sino a un concepto de su imaginación que se
parece vagamente a nosotros. En definitiva, su inquina es algo
exclusivamente suyo, que acontece dentro del teatro de su mente, y que
se proyecta en el mundo a través de una imagen. ¿Qué tiene que ver
con ella nuestra realidad?
115
Poética del cachivache
Todos los objetos que ves, en un abrir y cerrar de ojos serán transformados por la naturaleza
que gobierna el todo, y de su materia creará otras cosas, y a su vez otras de la materia de éstas,
para que el mundo se renueve y rejuvenezca. Marco Aurelio.
―Un día tengo que hacer limpieza y tirar un montón de trastos viejos.
Cachivaches estropeados o caducos, que fueron útiles para alguien que
fui y ya no soy, por lo que ya nunca los usaré.
―Siempre dices lo mismo y no acabas de ponerte. Y si te pones,
tiras unas pocas cosas, pero con la mayoría te limitas a cambiarlas de
sitio. Los objetos te pueden.
―Pues sí, me cuesta tirar cosas. Desde pequeño soy un poco
trapero. No sé, tendré un síndrome de Diógenes crónico. He
almacenado periódicos, cajas, bolsas, aparatos inservibles… Aún
conservo muñecos y juguetes de la infancia. Ni te cuento de papeles y
libros. Recuerdo que mi madre solo lograba tirar los juguetes viejos
cuando no me daba cuenta. Le armaba un escándalo. Me dolía mucho
imaginarlos convertidos en basura, amontonados con las pieles de
naranja o las cáscaras de huevo. Era como si traicionara a un viejo
amigo, como si abandonara a un familiar lisiado. Y aun hoy, cuando
tiro los restos de comida sobre mis páginas de notas, me parece estar
cometiendo una ofensa.
―No sé si te das cuenta, pero hablas de los objetos como si se
tratara de personas.
―Sí. En un informe psicológico que me hicieron en la escuela,
creo que ponía algo parecido: “Aprecia más las cosas que a las
personas”. Me sonó al diagnóstico de un enfermo, o peor, a la condena
de un desviado.
―¿Crees que es cierto?
―No lo sé. Yo diría que no, desde luego a estas alturas de la vida
no. Pero de niño es verdad que no me sentía muy cómodo entre las
personas. Desconfiaba de ellas, sobre todo de los otros niños, con los
que no acabé de entenderme. La mayoría me parecían crueles, y desde
luego muy poco de fiar. Claro que ellos no tenían toda la culpa: yo era
demasiado inseguro, y por tanto susceptible y desconfiado. Me
acostumbré a esperar poco de la gente, como dice el protagonista de la
película Atando cabos. El mundo no tiene piedad con quien no se hace
116
valer. En fin, lo cierto es que solo me sentía a salvo en la permanencia
mineral de los objetos. De ellos sí sabía qué esperar, sabía que no
conspirarían contra mí, que no me traicionarían, que no me exigirían el
trabajoso esfuerzo de responder a ninguna expectativa.
―Pero eso es el egocentrismo en estado puro: tenerlo todo a tu
disposición incondicional, recibirlo todo sin tener que dar.
―Sí, una fantasía perfecta, ¿verdad? Creo que nunca acabé de
reponerme de que el aprecio ajeno fuese un intercambio. El egoísmo
humano fue mi primer tema filosófico, ya me atormentaba en mis
primeros diarios. Supongo que nunca me repuse del todo del
egocentrismo primitivo. Pero te diré una cosa: no sé si fue el
egocentrismo el que me hizo inseguro y receloso, o si fue la incapacidad
para hacerme valer la que me llevó a refugiarme en mi mundo, al
margen de los otros. Lo diré de otra manera: no sé si sufría tanto entre
los demás porque sentía que no tenía nada que ofrecerles para que me
consideraran valioso, o si decidí que no valía la pena el esfuerzo por
ganarlos.
―Pero con el tiempo cambiaron las cosas. La gente te apreció, y te
aprecia. Aprendiste a adaptarte.
―¡Qué remedio! Tuve que apartar a un lado mis sentimientos y
mostrar la cara que convenía. Cobré conciencia del ascendente de la
tribu, que no tiene escapatoria. Y entonces sucedió lo inesperado:
descubrí que la inmensa mayoría de la gente no tenía ninguna intención
de perjudicarme o humillarme, se limitaban a moverse según sus
intereses. Si yo les ofrecía algo de lo que buscaban, me ganaba su
amistad. Es más ―y esto fue para mí un descubrimiento insólito―:
llegaban a profesar hacia mí un afecto sincero, y yo mismo les quería,
porque entendía sus carencias y sus sufrimientos, comprendía las
dificultades de su propia lucha por abrirse paso.
―Entonces te repusiste de aquel aislamiento infantil.
―No del todo. Conseguí amar, y dejar que me amaran, pero solo
hasta una cierta proximidad. Si se me acercan demasiado, vuelvo a
reaccionar como el niño que fui, desconfiado y a la defensiva. Desde el
momento en que espero algo del otro, o sea, que me quieran, me lleno
de púas como un erizo. Me temo que ese niño sigue bastante dolido, y
por eso no ha conseguido reponerse del egocentrismo. Sigue prisionero
de la fantasía de un amor perfecto, gratuito, sin contrapartida. Y, al no
encontrarlo, se pone insoportable. Por eso no he conseguido tolerar las
relaciones íntimas. Mira que lo he intentado, de verdad, pero acabo
arreglándomelas para que se conviertan en verdaderos infiernos.
Demasiada susceptibilidad, demasiada expectativa: demasiado rencor.
Demasiado expuesto: es imposible entregarse al amor cuando uno tiene
miedo. ¡Qué le vamos a hacer! Me he acostumbrado a vivir solo.
117
―¿De verdad te has acostumbrado? ¿Sin tristeza, sin
resentimiento?
―A veces, si me paro a pensarlo, me compadezco de mí mismo y
me pongo quisquilloso con la vida. Y le reprocho el hecho de que no
me haya dotado para la calidez de las proximidades, para la ternura de
las compañías. Pero luego, cuando el ánimo se serena, me digo que, a
mi manera, he conocido el amor: el aprecio amplio con la gente, eso
que los griegos llamaban filia, y que tiene tanto que ver con la bodichita
budista, la compasión; el cariño sincero por mi familia, por mis amigos
el recuerdo agradecido de alguna de mis parejas; y, solo por una vez, el
amor deslumbrante, ardiente y a la vez fresco, arrollador y a la vez
sereno, que únicamente ha logrado inspirarme mi hijo. Con todo eso se
puede llenar de amor una vida. Soy afortunado: habrá quien tenga
menos.
―Muy bien, pero, ¿y el eros? ¿Y la intimidad, y el compartir, y la
entrega del amor cercano, el que toca y daña, el que no se guarda una
vía de escape?
―Sí, ya te digo, habría estado bien un poco más de eros. Y a
menudo siento nostalgia de la intimidad. Pero se me pasa en seguida.
La soledad sonora, la soledad que florece y quiere fructificar en
beneficio de todos, me parece un proyecto hermoso y digno, casi tan
valioso como la intimidad. Hay quien lo considera incluso más. Yo no
lo creo, al menos en mi caso: ni dedico mi tiempo a ayudar a los
necesitados, ni siento vocación de servicio, como dicen los religiosos.
Pero algo hago: trabajo duro por los niños y las familias en la escuela,
me esfuerzo por colaborar en que las cosas funcionen y que haya un
clima alegre y sano a mi alrededor, habilito lo que está en mi mano por
ayudar… Me comprometo en un proyecto personal que responda a una
ética. Pienso, escribo, y eso también lo entrego a mi manera. No creo
que mi vida haya sido en vano.
―Y llenas tu intimidad de objetos, en lugar de personas, como
ponía en aquel informe.
―Pero no de un modo compulsivo. Lo hago desde la poesía,
desde la mística de las cosas. No la invento yo. Es obvio que cada
objeto cuenta una historia; y los objetos que nos acompañan están
impregnados de una parte de nuestra vida. Las cosas tienen su poética y
su magia. Nuestros antepasados ya guardaban recuerdos, y atesoraban
amuletos; proyectaban en ellos un poder, una intensidad, que los
polinesios denominan mana. El sociólogo francés Lévy-Bruhl llamaba
“participación mística” a esta resonancia entre sujeto y objeto. D. S.
Bond, en su libro La conciencia mítica, confiesa que lleva desde hace
años una piedra en el bolsillo que, por su forma parecida a la punta de
una flecha, le transmite esa intensidad, ese mana: “¿Qué estoy tocando?
118
¿Qué es lo que tengo en mi mano? ¿Un trozo de piedra o un trozo de
alma?” Se trata, en el fondo, de nuestra capacidad simbólica, la que
resuena en los mitos, la que impregna de significados subjetivos,
proyectados, un mundo que por sí mismo no significa nada.
―¿Eso es lo que ves en los cachivaches de tu casa?
―Eso es lo que vemos todos. Ya lo sentían nuestros antepasados,
cuando erigían grandes piedras para evocar a los ancestros. Los
megalitos eran más que piedras: eran un símbolo de la eternidad. ¿Por
qué se enterraba a los muertos con sus pertenencias personales, sus
armas, sus collares de huesos y pechinas? Porque esas cosas habían
acompañado a la persona, se habían impregnado de ella. Los trastos
viejos son símbolos de un tiempo, los vestigios de un ser querido. Nos
sirven y nos acompañan. Desprendernos de ellos es perder una parte de
nosotros.
―Por eso precisamente tiene valor deshacernos de ellos. Ese
esfuerzo nos educa en que la vida es cambio, pérdida incesante. Al
desapegarnos de las cosas aprendemos a dejarnos ir a nosotros mismos,
y a todo lo que creemos que nos define y en realidad nos atrapa.
Desprenderse es liberarse de lo muerto y optar por lo vivo. Solo así
podemos caminar más ligeros.
―Pero la mayoría no queremos caminar más ligeros. La mayoría
lo que buscamos son lastres que poner en los bolsillos, para que la
insoportable levedad del ser no nos haga salir volando.
―Eso se entiende, dentro de un límite. La justa medida
aristotélica. Porque también hay que volar de vez en cuando. Y resulta
que un día uno quiere hacerlo, y se encuentra con un montón de
obstáculos que ha ido ido acumulando silenciosamente, como un limo
del pasado, que no deja sitio a lo nuevo.
―Sí, eso lo veo. Está bien llevar una pequeña piedra en el bolsillo,
pero una acumulación de menhires nos aplastaría.
―También hay una poética en el desprendimiento. La poética del
desapego, de la pérdida y la renovación, de los ciclos del tiempo y el
renacer de la vida. El prototipo del sabio occidental es el alquimista,
que vive en un caserón repleto de libros viejos y cacharros. En cambio,
el sabio oriental se retira a una choza en la montaña, y apenas tiene una
manta con qué cubrirse y una olla donde cocinar; y si se las roban
escribe, como el maestro zen Ryokan: “El ladrón se dejó la luna en la
ventana”.
―Bueno, yo soy occidental y me gustan los trastos. Pero me temo
que abuso de ellos. Creo que aún estoy a tiempo de evitar caer en un
síndrome de Diógenes severo. Este verano voy a hacer limpieza.
119
Me mezclo con la gente del mundo
No hay ningún lugar especial y seguro adonde ir, porque ya has llegado. A. Howard.
Siguiendo ríos sin nombre, perdido entre los confusos senderos de lejanas
montañas,
desesperado y exhausto, no puedo encontrar al buey.
122
Podríamos esperar que la historia terminara aquí, en la conquista
de esa paz personal donde el Yo deja de forcejear consigo mismo. Sin
embargo, para nuestro asombro, aún queda una tarea, y tal vez sea la
principal:
123
Campanas que doblan por mí
Nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti. John Donne.
127
Más allá del chismorreo
No estando yo presente, como si me quieren azotar. Aristóteles.
Recomiendan los sabios que, para una vida plácida y feliz, evitemos el
chismorreo. Los budistas insisten especialmente en ello: hablar mal de
los demás ensucia nuestro pensamiento, y alimenta los malos
sentimientos. También contradice ese amor compasivo que debería
inspirarnos el sufrimiento universal, y que nos transmite la fuerza de la
empatía. Hablar mal solo ensancha distancias, y ahonda desencuentros.
Mina nuestra dignidad y seguramente nos hace más malos. Pone en
cuestión hasta qué punto somos merecedores de confianza; “el que
chismorrea contigo de los defectos de los demás chismorrea con otros
de los tuyos”. Todo eso es cierto. Sin embargo, ¿realmente podemos
dejar de hacerlo?
¿No es verdad que a menudo los chismes nos ayudan a sobrellevar
la frustración? ¿No son un modo de suavizar lo insoportables que a
veces son capaces de hacérsenos nuestros semejantes? ¿Acaso no nos
consuela frente una angustia o una rabia que sobrellevamos en silencio?
Es más: ¿no sirve el cotilleo para tejer complicidades, para que se
tiendan solidaridades inesperadas entre las víctimas comunes de un
déspota o un dispensador de malestar? Al compartir nuestros juicios,
¿no logramos, al menos, perfilarlos y reafirmarlos? Hay gente con
mucha capacidad de hacer daño, de alterar la vida y generar molestias y
poner trabas en un grupo o en un colectivo. Compartir ese rechazo que
nos inspira, ¿no es un modo, como mínimo, de aliviarlo? ¿Y no puede
fundar un vínculo de solidaridad que inicie la respuesta colectiva a
quien perjudica a muchos?
130
Lo arduo de la libertad
¿Qué es, en realidad, el hombre? Es el ser que siempre decide lo que es. Viktor Frankl.
133
No podemos escapar a la complejidad, como tampoco a la
entropía, que es el implacable regreso a la sencillez. Como no podemos
dejar de ser mientras somos, ni evitar que lo que somos deje de ser un
día. Lo nuestro es pasar, lo nuestro es elegir: alegría de la complejidad.
134
Cuando no nos quieren
Yo sé que hay gente que no me quiere. Silvio Rodríguez.
135
Bien mirado, el que no todo el mundo nos quiera no solo es justo,
sino también deseable. Tenemos suerte: ¿qué haríamos con esa demasía
de amor? Las antipatías nos hablan tanto como las simpatías de nuestra
identidad; para poder avanzar en una dirección, no tenemos más
remedio que alejarnos de otra. Tal vez, como dicen los budistas, todos
seamos dignos de ser amados; pero en el no ser amados también hay
una dignidad: la de los que pueden reconocerse como rivales, la de los
que se respetan lo suficiente para admitir que no tienen nada en común,
o al menos no lo suficiente para caminar juntos.
Hay algo profundamente noble en una rivalidad respetuosa. Los
guerreros siempre han sabido reconocer la valía de un enemigo digno.
De hecho, ¡qué cerca está la pasión con que odiamos de la que
ponemos en el afecto! ¿Y qué sucede con los que nos desprecian, con
quienes no nos consideran dignos ni siquiera para la lucha? Pues quizá
tengan razón: admitamos lo mucho de miserable que hay a menudo en
nosotros. Aunque también puede suceder que sean ellos los que no nos
merecen, ni como amigos ni como rivales. A veces nos empeñamos en
ganar el reconocimiento de alguien, y perdemos en ello lo mejor de
nosotros mismos, o al menos la oportunidad de ganar el de otros.
Como en los amores contrariados, lo mejor que podemos hacer con
quien decide no querernos es despedirnos y seguir adelante.
En ocasiones, tal vez temamos no ser queridos precisamente
porque nos queremos poco, y entonces renunciar a esa desmesura de
nuestros deseos es un modo de aprender autoestima. Necesitamos a los
demás, pero no a todos; e, incluso necesitándolos, podemos vivir sin
ellos. Quien se ama a sí mismo no precisa ser bien recibido en todas
partes: comprende que hay lugares que no le corresponden. Aceptar las
antipatías ajenas tiene mucho de libertad: la libertad de quien sigue la
llamada de su destino, sin someterla a las condiciones de otros. Hay
una alegría en el aprecio mutuo, y un alivio en muchas despedidas.
Porque cada relación humana implica un trabajo de devoción, de
cuidado, de presencia y, muchas veces, de paciencia; reservemos
nuestras fuerzas para cuando valga la pena.
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Alguien pregunta si soy feliz
El hombre se alegra cuando hace lo que le es propio. Marco Aurelio.
138
existe, sino que nos reclama mirarlo a la cara. Vivir es difícil, y a
menudo el viento sopla en contra, y hace frío.
141
Diligente pereza
Solo hay realidad en la acción. Sartre.
La habilidad y la constancia son las armas de la debilidad. Maquiavelo.
Haz pocas cosas si quieres conservar tu buen humor. Demócrito.
145
¿Qué se puede hacer con la tristeza?
Lo mejor frente a la tristeza es aprender algo… Aprende por qué el mundo se mueve y qué lo
mueve. T. H. White.
146
oportunidad para el retiro y una llamada al fuego del hogar, donde nos
arrebujamos para contemplar el crepitar de las brasas del tiempo. Pero
no es conveniente detenerse demasiado: Saturno tiene sus propios
abusos, que pueden sumirnos en trampas de difícil salida. La tristeza
puede inmovilizarnos si se convierte en depresión, o en un gris sudario
que cae sobre nuestros días y los priva de luz. Si eso sucede, hay que
recrear la alegría como sea: inventar una lucha, articular un grito, salir
corriendo. Nadie está triste si tiene algo que hacer.
Yo me he hartado de mis tristezas súbitas y tantas veces
melodramáticas, el estéril y a menudo morboso vicio de lamerme las
heridas. Y a veces me he sentido fuerte y lúcido como para dejarlas de
lado. Ha habido tres ocasiones en que me sentí cerca de la clave:
cuando practicaba meditación, cuando enfoqué la alegría como
empeño y en algunos momentos del trabajo filosófico.
La meditación era como aligerar peso, como fluir con la vida sin
tantos tropiezos. Y la tristeza es lastre, es la pesadez de inquietudes
imprecisas, de amenazas indefinidas; el entorpecimiento de un miedo
que tiembla sin saber muy bien por qué, que tiembla por sí mismo, que
se crea a sí mismo en el puro temblor. Y la tristeza es tropiezo: querer
avanzar y encontrarse con un obstáculo tras otro, en la penumbra;
apartar telarañas en una cueva húmeda y sofocante; correr con los pies
atados.
El empeño en la alegría fue un hermoso arrebato vitalista que me
permití como un lujo alguna que otra vez. Conservo los hermosos
cuadernos que escribí en aquel verano gozoso de libertad y aislamiento,
en el que me sentía un conquistador de mí mismo, de una nueva vida
que estaba dispuesto a reinventar y a llevar a cabo. Los titulé El próximo
paso. Fue la conclusión de un doloroso año asistiendo de cerca a la
depresión de un ser querido, viéndole prisionero de sus angustias,
cociéndolas a fuego lento y hundiéndose en ellas como en un pantano.
Curiosamente, fue esa situación la que me enseñó dos cosas
fascinantes: hasta qué punto nos fabricamos nuestras propias congojas
para zambullirnos en ellas, tenazmente, morbosamente; y cómo yo
podía también hacer de defensor de la vida, de protector, de consejero
del ánimo. Creo que fue esa fuerza que tuve que sacar de las piedras,
por cariño hacia aquella persona desesperada, la que luego me sentí
capaz de aplicarme a mí mismo, traducida en un dulce entusiasmo, un
proyecto palpable, una ebriedad que me parecía lúcida. La depresión
tan de cerca me enseñó mucho sobre mis propias tendencias depresivas,
y sobre la ridiculez de tomarlas en serio, de darles tanto vuelo. Escribí
en mis cuadernos: “Quizá la principal enseñanza haya sido esta:
siempre se puede elegir la alegría, aun en las circunstancias más
147
adversas. Estar contento puede ser una decisión, un empeño, una
tozudez. Uno puede empecinarse en creer y en confiar. Si no nos ha
sido concedida la fe como don, nos queda la fe como obstinación”.
Encuentro esas palabras tan acertadas que no me parecen mías. ¡Y qué
difícil ha sido mantenerlas frente a la pereza y la compasión de uno
mismo!
Creo que en esos cuadernos estaba el embrión de lo que sería luego
una entrega ferviente a la filosofía. Llevaba muchos años devorando
libros de autoayuda; algunos me sirvieron de consuelo, o me sugirieron
ciertas ideas valiosas, pero, al final, siempre me dejaban a la intemperie,
como si su promesa de felicidad resultara hueca y poco creíble, como si
faltara algo. Creo que sé lo que faltaba: actuar y pensar menos. Uno
puede recostarse en plácidos textos de consuelo y comprobar cómo se
hunde en ellos, igual que en las buenas intenciones que languidecen al
salir a la calle. La New Age fue, y es aún, un gran mercado de la
salvación barata, en el que se mezclan elementos de terapia psicológica
con aires de misticismo. No tiene nada de malo, su intención es buena;
sin embargo, como los apósitos, alivia las heridas, pero no las cura. Al
cerrar el libro la vida sigue siendo difícil, y nosotros vulnerables; resultó
que el bálsamo infalible que nos habían vendido no era más que zumo
de naranja con vitaminas.
148
Desaprender
Desechad todos vuestros conceptos de la vida y volved a comenzar de nuevo desde el principio.
Krishnamurti.
Así que aprender tiene sus límites. Unos límites que, en buena
parte, obedecen a nuestra naturaleza innata. Para empezar a aprender
de verdad hay que mirar con nuevos ojos lo conocido; hay que ponerlo
en duda, analizarlo críticamente, y estar dispuesto al difícil ―a menudo
doloroso― ejercicio de admitir que nuestras convicciones sobre ello
sean falaces. Como ya señaló el psicólogo francés Jean Piaget, cada
nuevo conocimiento nos interpela, nos obliga a revisar el edificio,
construido a rachas, de lo que ya sabíamos, o creíamos saber; o más
bien cabría hablar de lo que creíamos, porque la mayor parte de lo que
consideramos conocimientos son, en realidad, creencias: transmitidas
por la tradición, compartidas con los que nos rodean, consolidadas
firmemente por nuestros esquemas de comportamiento, a menudo sin
ningún análisis previo.
De ahí que, como nos recomendó Descartes, todo nuevo saber
empiece por una duda; y la duda tiene siempre algo de inquietante. La
duda hace tambalearse nuestro edificio mental, que nos parecía tan
sólido y del que estábamos tan orgullosos; es comprensible que nos
disguste su aparición. Pero si tras la duda asoma la sospecha, el temor
fundado de que algo está mal, tal vez peligren los cimientos del edificio
entero, y eso puede resultarnos más angustioso de lo que podemos
tolerar. No siempre nos sentimos preparados para mirar a la cara a la
verdad, cuando esta nos contradice.
La tarea descrita requiere un esfuerzo, y nunca nos esforzamos sin
motivación: este es el otro factor, clave y difícil, del trabajo de conocer.
La curiosidad o la ambición son buenos acicates, pero su alcance es
superficial: rara vez intentamos aprender algo realmente nuevo si no
nos vemos obligados por el naufragio de lo viejo. La mayoría de la
gente está convencida de que las personas no cambian, y
probablemente tienen bastante razón, pero habría que matizar: no
cambian fácilmente; y añadir: no cambian si no se ven obligados a
hacerlo. Los budistas ya lo han señalado repetidamente: nos instalamos
cómodamente en nuestra ignorancia hasta que el dolor nos obliga a
buscar el conocimiento. Esta economía del conocimiento tiene su
sentido práctico: la vida es demasiado complicada, y si podemos
sobrellevarla con lo que tenemos mejor no buscarle tres pies al gato.
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Solo cuando el gato tropieza a menudo hay que empezar a preguntarse
si no deberá aprender a caminar de otra manera.
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