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A mi padre,

que siempre ha preferido atenerse a sus propias opiniones.

Autor del texto (salvo las citas): José Antonio López López (2016).

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Filosofías para vivir
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ÍNDICE
Prefacio ......................................................................................................................................... 1
Pilotos sabios................................................................................................................................ 4
Plantar árboles ............................................................................................................................. 6
Tránsitos del héroe ...................................................................................................................... 9
Demasiada complejidad ............................................................................................................ 12
Amabilidad ................................................................................................................................. 15
Las trincheras del Yo ................................................................................................................. 19
Muchos en uno .......................................................................................................................... 25
¿Qué libertad?............................................................................................................................. 28
Esperas........................................................................................................................................ 32
Lo apropiado .............................................................................................................................. 35
Simplemente soy así .................................................................................................................. 38
Somos como somos (y cada vez más) ...................................................................................... 41
La más violenta de las cóleras .................................................................................................. 44
El mejor de Star Wars ............................................................................................................... 47
Simpatías y antipatías ................................................................................................................ 50
Hablar claro................................................................................................................................ 54
Salud y felicidad......................................................................................................................... 58
Me río de mí ............................................................................................................................... 61
Los suicidas ................................................................................................................................ 65
Testigos y cómplices .................................................................................................................. 68
La colmena electrónica ............................................................................................................. 72
Prejuicios y afectos .................................................................................................................... 74
Tropiezos .................................................................................................................................... 77
A estudiar inglés ........................................................................................................................ 79
Convicciones y debilidades ....................................................................................................... 84
De danzas y de pérdidas............................................................................................................ 89
Qué exigente llegó la primavera ............................................................................................... 94
Te veo ......................................................................................................................................... 97
La levedad de la alegría ........................................................................................................... 101
La banalidad del mal ............................................................................................................... 104
Cuando somos crueles ............................................................................................................. 108
La vida no es un asunto tan personal ..................................................................................... 113
Poética del cachivache ............................................................................................................ 116
Me mezclo con la gente del mundo ....................................................................................... 120
Campanas que doblan por mí ................................................................................................. 124
Más allá del chismorreo .......................................................................................................... 128
Lo arduo de la libertad ............................................................................................................ 131
Cuando no nos quieren ........................................................................................................... 135
Alguien pregunta si soy feliz ................................................................................................... 138
Diligente pereza ....................................................................................................................... 142
¿Qué se puede hacer con la tristeza? ...................................................................................... 146
Desaprender ............................................................................................................................. 149
Prefacio
Desechad todos vuestros conceptos de la vida y volved a comenzar de nuevo desde el principio.
Jiddu Krishnamurti.

“¿Necesitamos la sabiduría? ―nos plantea Comte-Sponville―. La


tradición contesta que sí, pero, ¿qué nos demuestra que tiene razón?
Nuestra desgracia. Nuestra insatisfacción. Nuestra angustia. ¿Por qué
es necesaria la sabiduría? Porque no somos felices”.
Es verdad: no somos felices. Por eso nos vemos urgidos a buscar.
Una nube de preguntas nos agita. La incertidumbre duele, pero no por
sí misma —hay quien prefiere la ignorancia, y le va bien—, sino
porque, para muchos, hace más descarnado el dolor. Lo más
insoportable del dolor cotidiano es que no tenga sentido, es que nos
subyugue desde la futilidad.
Pensar alivia porque parece que poner orden en el caos. Es nuestro
modo de apropiarnos del mundo. Vivir es mejor que pensar, por
supuesto, y dichoso el que con vivir tiene suficiente. Pero para muchos
de nosotros, el ruido y la furia, el amor y la muerte, la belleza misma,
así, a palo seco, resultan una demasía. Ahí está la angustia de la que
habla Comte-Sponville. Y de ahí ese esfuerzo por dialogar, por
interpretar, por organizar. Por pensar.

Anthony de Mello explica un cuento zen en el que unos discípulos


le inquieren al maestro: si la verdad última es inalcanzable y no se
puede expresar con palabras, ¿por qué hablar sobre ella? El maestro
replica: “¿Y por qué canta el pájaro?”1 Cantar está en la naturaleza del
pájaro; en la nuestra lo está hacernos preguntas, hablar, investigar
infatigablemente en busca de ideas que nos iluminen.
Nos jugamos mucho y somos exigentes. Queremos ideas serias,
honradas, lúcidas. Los sabios nos orientan con su brújula, pero a cada
uno le corresponde hacer el viaje. La única sabiduría que puede
servirnos, si es que existe, si es que podemos acceder a ella, tenemos
que componerla con nuestro afán y nuestro compromiso,
pacientemente, al modo de los antiguos artesanos. Cada cual compone
como puede su propia lucidez, su guerra o su paz interiores, su entereza
1
Mello, A. d. (1993). El canto del pájaro. Santander: Sal Terrae.

1
ante el dolor. Porque el dolor siempre llegará, porque la vida es lo que
es, más allá de nuestros sueños; porque somos débiles e ignorantes, y
no siempre estamos a la altura de la alegría y de la belleza. Tenemos
que aprender por nosotros mismos ―¿se puede aprender de otra
manera?―, y eso implica pensar por nosotros mismos. Pensar y actuar,
pensar para actuar. La tarea de Sísifo: ardua, inacabable, magnífica.
De eso se trata, pues: de no dejar nunca de pensar y de
experimentar, de preguntar y de proponer, de tomar y de dar, de
indagar y de debatir. Y hacerlo con pasión, pero con suficiente
serenidad de fondo como para disfrutar de ello. Tener presente que lo
que cuenta no es tanto la meta (siempre lejana, siempre incompleta)
como el camino; hay que aprender a caminar sosegadamente,
interrogando al paisaje, pero sobre todo contemplándolo y
disfrutándolo. Imbricándonos en él. Lo importante es el amor y la
alegría, ambos dones y también voluntades, a la vez inspiración y tarea,
como cualquier arte. En este caso, el arte más importante: el de vivir.

Estos escritos no parten a largos viajes. Surgen de las vivencias


cotidianas y regresan a ellas, ecos de mis ocurrencias y perplejidades.
De ahí que su título se inspire en un poema de Jaime Gil de Biedma
sobre las luces y las sombras de la cotidianidad. Precisamente se titula
Lunes, y dice aquello de “Quizá tienen razón los días laborables”. En
esa razón reside todo lo que me interesa, esa razón es lo que exploro en
mis meditaciones: la extrañeza del tiempo, la intención de sentido; la
entereza, el misterio de la alegría discreta, la soledad y el amor…
Porque, en definitiva, siguiendo con Comte-Sponville: “Me contentaría
con una sabiduría de segunda fila… Una sabiduría de la vida cotidiana,
si lo prefieren, una sabiduría a la manera de Montaigne: una sabiduría
para todos los días y para todos nosotros.”2
Aquí os acerco, pues, las razones de mis días: mis preguntas y mis
pulsos con ellas. Con buena fe, como decía Montaigne. Expongo mi
tarea y también mi disfrute, desgrano mis inquietudes insistiendo
―testarudo― en el propósito de vislumbrar, más allá de ellas, la alegría
de la lucidez, la lucidez de la alegría. Si no os sirve, no perdáis el
tiempo: yo escribo como canta el pájaro. Y espero no dejar de hacerlo
mientras viva.

2
Ambas citas pertenecen al libro de André Comte-Sponville (2007): La felicidad, desesperadamente.
Barcelona: Paidós.

2
3
Pilotos sabios
No hay hombre más infeliz que aquel para el que la indecisión se ha hecho costumbre.
H. Heine.

Hay personas que cuentan con una especie de ley o brújula interna, un
timón que les guía en todas las cambiantes circunstancias de la vida.
Como a todos, les zarandean las marejadas de la existencia, pero ellas
siempre acaban por seguir su rumbo, una ruta grabada a fuego como si
fuesen dueños de sus propias constelaciones. Esas personas siempre
siguen adelante, porque siempre saben a dónde van.
En cambio, otros navegan sin rumbo, a merced de los vientos y de
las mareas, dando bandazos de acá para allá sin claridad y sin destino.
Éstos vienen y van, pasan una y otra vez por el mismo sitio, se estancan
cuando no hay brisa, y en días de tempestad se estrellan contra los
arrecifes que no supieron vislumbrar. A veces avanzan a la deriva, o se
detienen en puertos extraños, o escoran con el viento de levante.

¿Qué es lo que marca la diferencia? Creo que, ante todo, el amor.


Quien fue amado cuando aún se sentía insignificante, conoció la tierra
firme y aprendió a caminar por ella; y sabe amar, que es el alfa y el
omega del sentido. El que ha sido amado y ama ya lo tiene todo: lo
demás es una añadidura; ninguna intimidación puede hacer un daño
irreparable; ningún temor alcanza el puerto seguro; ningún deseo es
imprescindible.
En cambio, quien no conoció el amor, o lo conoció mal, creció
con un alma raquítica, presa de un hambre que no se sacia. Nunca
podrá reponerse del todo de una oquedad que amenaza con abrirse
desde el fondo de todas las cosas, minando el mundo. Por conquistar lo
que no tiene, tal vez se pase la vida combatiendo, envuelto en batallas
que no puede ganar, galopando hacia un horizonte que nunca se
alcanza. Lo más probable es que en el fondo de su alma se sienta presa
de una vulnerabilidad insoportable.
Dicen muchos psicólogos que el que en su infancia no se sintió
amado como necesitaba ya nunca podrá compensar por completo esa
carencia. Siempre se le tambalearán los cimientos, allá en el fondo.

4
Siempre se presentirá incompleto. Algo se ha roto o se curó mal, y así
permaneció definitivamente.

Sin embargo, ser cojo no significa no poder caminar. Tal vez no se


podrá correr como el que no lo es, tal vez resulte más difícil y no se
pueda llegar tan lejos —y habrá que aceptarlo—, pero avanzar aún es
posible. Uno puede, además, aprender a usar muletas. En esa
capacidad de compensar las carencias con artefactos reside el poder
humano, la oportunidad de llegar más allá de los límites que nos ha
impuesto la vida. Y por eso siempre, dentro de unos márgenes,
podemos elegir. La voluntad, aliada a la inteligencia, les abre nuevas
posibilidades a nuestros menoscabos, y a veces aprende, incluso, a
sacarles partido.
Hay muchas y estremecedoras historias del poder del tesón, y
podemos tomarlas como ejemplo. Cada cual tiene la posibilidad de ser
héroe en su territorio, por pequeño que sea. Dicen que Demóstenes, el
célebre orador ateniense, se ponía piedras en la boca para corregir sus
defectos de dicción. Sócrates tenía fama de bajito y feo; no pasó a la
historia como un gran seductor de muchachas en el ágora, pero sí como
cautivador de almas ―lo cual le costó la vida, pero esa es otra
historia―. El sabio oriental Milarepa, de joven, había sido un cruel
asesino, y en su madurez iluminó la vida de mucha gente. Montaigne
se confesaba perezoso, pero no le faltó energía para meditar y escribir.
Basta ver el penoso aspecto del físico Stephen Hawking, inmovilizado
por completo en su silla de ruedas, para sentirse abrumado de
admiración por alguien que es capaz de sobreponerse a tal estado de
deterioro, y hablar con voz sintética moviendo con la lengua un
aparato.

Hay fronteras que jamás podremos trascender, sueños que no se


cumplirán, heridas que no sanarán. Pero dentro de eso, seguimos
siendo vagabundos libres. Y a menudo resulta que el territorio es más
extenso de lo que pensábamos, y que lo que considerábamos una lacra
también podía entonar su canto de entusiasmo a la alegría. Esta es
nuestra barca, y no tenemos otra: podemos aprender a empuñar con
firmeza el timón, y a guiarlo con sabiduría.

5
Plantar árboles
La alegría se encuentra en el fondo de todas las cosas, pero a cada uno le corresponde
extraerla. Marco Aurelio.

—Uno mira el mundo, se informa de lo que cuentan los periódicos,


reflexiona, y ya no puede remediar la angustia. Parece que, como dijo
el filósofo, la única actitud lúcida y digna es el pesimismo.
—No estoy de acuerdo. El pesimismo nos inmoviliza, nos
convierte en rehenes. El optimismo, incluso cuando resulta iluso, abre
una puerta al porvenir. Y no podemos vivir sin porvenir.
—Pero las cosas van mal, e irán a peor. Sufriremos y lo
desbarataremos todo.
—Capaces somos, desde luego. Pero podemos pensar, como
Luther King: “Aunque mañana fuese a acabarse el mundo, yo igual
plantaría mi árbol”. Nuestro compromiso con los que vendrán es
esforzarnos por recomponer lo que esté en nuestra mano, como
hicieron los abuelos. ¿De qué les servirá nuestro lamento a las
generaciones futuras? Si caminas por la montaña y alguien ha tirado
una botella, no pierdas tiempo maldiciéndolo o pensando en cómo
debería actuar la gente, recoge la botella y así el que pase después verá
un campo limpio.
—Pero es poco lo que podemos hacer, y la montaña es grande. La
entropía abate nuestra tarea. Arreglar requiere tiempo y esfuerzo, para
estropear solo hace falta un gesto.
—Si somos pequeños, hagamos cosas pequeñas. Planta un árbol.
—Plantando un árbol no evitaré la deforestación. Es más, lo
probable es que mi árbol se agoste en el primer verano, o sea víctima de
un incendio, o venga alguien y lo corte. ¿De qué me sirve un esfuerzo
inútil, más que para desgastarme y acabar decepcionado?
—Le sirve a tu dignidad, a tu respeto por ti mismo, a la
satisfacción de haber hecho lo correcto. Ya que no puedes cambiar el
mundo, cambia tu mundo, tu pequeño trozo de territorio en el que
existes. Ésa es tu labor.
—Sigo creyendo que soy demasiado poca cosa, que los que hacen
daño son poderosos y deterioran a un ritmo mucho más intenso que el
de los que construyen. Nos acorralarán y nos humillarán.

6
—Siempre lo han hecho, y hemos sobrevivido. Seguiremos
haciéndolo. Por nosotros mismos y, sobre todo, por los que han de
venir. Otros lo tuvieron peor, y, sin embargo, tiraron adelante.
Tuvieron la generosidad de dejarnos un legado que ellos no pudieron
disfrutar. Haremos lo que haya que hacer. Ésa es nuestra victoria, la
que ningún poderoso puede quitarnos.
—Los poderosos se ríen de nuestras victorias, y las aplastan sin
mirar, con sólo mover las posaderas.
—Los poderosos nos aplastarán, pero no podrán robarnos la
satisfacción de haber sido dueños de nuestra libertad.
—Triste consuelo.
—¡No! No es un consuelo. No necesitamos consuelo. Sólo
necesitamos sentido, y respeto por nosotros mismos. Necesitamos que,
en la hora de la muerte, podamos mirar a nuestros hijos a los ojos y
decirles: “Hice todo lo que pude por defenderte, jamás me resigné”.
—Y, mientras tanto, ¿qué pasa con la alegría?
—La alegría también nos pertenece. Como dice Serrat, hay que
defenderla.
—¿Cómo vamos a defenderla si no la tenemos?
—Apostando por ella. Inventándola, diría Sartre. Convirtiéndola
en una obstinación, diría Camus. Haciéndola existir a fuerza de creer
que existe, nos animarían los estoicos.
—¿Se puede sufrir con alegría?
—Los budistas y los estoicos nos aseguraron que sí. Se trata de
gravitar en nuestro centro, y vivir conforme a nuestra naturaleza. Ése es
el gozo. Hay que aprender a verlo más allá del dolor.
—Desconfío de tu optimismo facilón.
—Yo también, muchas veces. Pero luego me digo que, al menos,
el optimismo está de mi parte. En cambio, el pesimismo me lleva la
contraria. Y ya tengo bastantes cosas en contra.
—Pero lo que cuenta es la verdad.
—Sin duda. Pero hay verdades que están por inventar. Solo
intento darles una oportunidad. Para que valga la pena plantar árboles,
basta con que sobreviva uno. En el norte de la India hay un hombre
que, árbol a árbol, ha hecho crecer un bosque entero en una isla yerma.
Lo llaman “Forest Man”.
—He visto el documental.
—¿Y no te parece heroico?
—Más bien trágico. El Hombre Bosque es un Sísifo de la ecología.
Por cada árbol que él planta, se deforestan cientos de hectáreas en la
Amazonia. Él mismo reconoce lo destructivos que somos los humanos.
Tal vez su gesta le sirva a él, pero no veo de qué le sirve al mundo.

7
—Le sirve de ejemplo. El Hombre Bosque, como Sísifo, somos
todos, luchando por lo mejor a pesar de tenerlo todo en contra. Toda la
belleza de la vida humana se resume en ese trabajo obstinado a favor de
lo valioso. Tal vez nos venzan las hachas y las sierras, pero nosotros les
entregamos la vida a las semillas: ese es su valor, y el nuestro.
—Mero idealismo.
—Sentido. Y el sentido, como el amor, marca la diferencia. Camus
vio esa grandeza, que es la única que cuenta. “Hay que imaginar a
Sísifo dichoso”.

8
Tránsitos del héroe
Ha de tener, quien pueda, mujer, hijos y bienes; mas sin atarse a ellos de forma que su destino
de ellos dependa. Hemos de reservarnos una trastienda muy nuestra, libre, en la que
establezcamos nuestra verdadera libertad y nuestro principal retiro y soledad. En ella se ha de
tener ordinaria charla con uno mismo y tan privada que ninguna relación o comunicación
extraña halle en ella lugar. Montaigne.

No sé dónde leí (creo que en algún escrito junguiano) que el hombre


pasa dos grandes trances en su desarrollo: primero, el abandono de la
condición de niño y el ingreso en la condición de adulto, que en las
sociedades antiguas era marcado por duras pruebas iniciáticas; y
segundo, la entrada en la condición de padre (progenitor, protector,
velador de la prioridad de la nueva generación).
El primer paso implica un tránsito espiritual de la inocencia más o
menos desentendida ―ser protegido y cuidado― a la responsabilidad de
ocupar un sitio de igual en el grupo ―lo cual implica hacerse cargo de
uno mismo y, ulteriormente, proteger y cuidar―. Los nuevos privilegios
van aparejados a nuevos deberes. La tarea básica de esta etapa es la
construcción y el apuntalamiento del ego. En el plano simbólico, uno
está llamado, compelido, a iniciar una etapa heroica. El héroe deberá
hacer frente a peligros, dedicarse a la lucha, esforzarse por hacer
aportaciones valiosas a la vida común. El héroe se quedará solo, será
puesto a prueba y será juzgado por sus logros. El resultado puede ser el
desdén o la honra.
El segundo paso parece más delicado, porque en cierto modo
implica la renuncia a lo construido en el paso anterior, al menos dentro
de la familia. Desde el momento en que llega la nueva generación, la
precedente se ve relegada a un segundo plano; la vida está siempre de
parte de los jóvenes, la nueva generación pasa a ser la prioridad. El
héroe debe declinar su aventura y establecerse: pasar de conquistador a
protector. El hombre debe abandonar poco a poco (o de repente) sus
sueños de grandeza, sus reinos conquistados, y aceptar que éstos sean
ocupados por otro que le sucederá. En este sentido, la paternidad
disminuye al hombre, y la antesala de la paternidad ―el matrimonio―
constituye un primer paso en el sometimiento del héroe. Por paradójico
que resulte, hay algo de castración socializadora en la iniciación del
matrimonio.

9
¿Cómo se compensan estas pérdidas, cómo se contiene la angustia
tal vez inconsciente, sin duda profunda, que alienta en estos tránsitos?
En primer lugar, las ceremonias sirven a la vez para fijarlos socialmente
y para proporcionar arropamiento a la víctima de los sacrificios. Porque
en toda iniciación hay algo que muere y algo que nace.
El primer sacrificio, el que acaba con el niño para que pueda entrar
en escena el hombre heroico, estimula el ego, lo magnifica, le da carta
blanca dentro de las normas de la tribu; permiso, incluso, para alguna
transgresión. Hasta ese momento se amó la dulce y blanda infancia, se
protegió, se permitió que el individuo viviera ignorante y libre. Ahora el
individuo se convierte en un igual, y se le conceden los privilegios de
los iniciados. El paso a la edad adulta es la iniciación por excelencia, es
una ceremonia de transmisión de poder, y en ese poder está la
compensación por la infancia perdida.
En el segundo sacrificio, la tribu asiste y contiene la demolición del
héroe, que es ahora apartado a un papel secundario en el propio relato
de su vida. Es una ceremonia centrada en la socialización. En ella, el
héroe entregará sus atributos de masculinidad y poder en beneficio del
conjunto. Simbólicamente, en el matrimonio, el hombre sucumbe y
cede el protagonismo a la hembra, que será la que traerá, alimentará y
educará a la nueva generación. De ahí, por ejemplo, el mito de Edipo, y
otras metáforas de la “muerte” del padre a manos del hijo. Para crecer
y hacerse hombre, el hijo tiene que matar al padre, es decir, sustituirle.
Tanto desde el punto de vista biológico como social, el nacimiento
de un hijo implica el cierre de un ciclo en la vida del hombre: le guste o
no, y por más que aún se le reserve un papel nutricio y protector de la
prole, el hombre ha cumplido su cometido y pasa a ser prescindible
para la especie; en cierto modo, pasa a ser un impedimento. Desde ese
momento, su historia íntima será un lento pero implacable recular, una
progresiva dimisión de sus atributos. Puede que haya una cierta
compensación en el hecho de ver cómo sus genes se expanden,
rejuvenecidos, y conquistan el futuro (un futuro que ya no cuenta con
él, pero sí con lo que de él quedará en las nuevas generaciones).
También hay un cierto reconocimiento en su papel de aprovisionador
de la familia, y, quizá, en la autoridad que dentro de ella se le confiere.

¿Son suficientes tales compensaciones para el héroe que ha


sucumbido? Para algunos, sí, y tienen suerte, porque son capaces de
adaptarse a su lugar secundario y disfrutar del nuevo rol, aportar su
grano de arena a la formación del vástago (también en esto secundario
con respecto a la madre) y declinar en paz hasta la muerte. Es más, un
hombre así puede incluso optar a la sabiduría, y, al completar el papel
10
nutricio de la infancia de la prole cuando esta crece, retirarse del
mundo y construir espiritualidad y cultura. Por lo visto hay lugares en
los que ese retiro de la paternidad está codificado socialmente.
Pero no es extraño que en el interior del hombre (y más en la
actualidad, cuando hemos ganado tantos años redundantes en términos
reproductivos, cuando las ceremonias han visto tan reducida su
sugestión) surjan rebeldías que reaviven el instinto heroico. El
nacimiento de un hijo es un momento muy delicado en el matrimonio,
un momento en el que el hombre puede no aceptar esa postergación a
un segundo plano y sentir la necesidad de refundar su condición
heroica, abandonando la familia y saliendo de caza una vez más. La
hembra convertida en madre ha dejado de ser un trofeo de su gloria
viril, y a partir de ahora su lecho, invadido por la prole, ya no le
pertenece (literalmente, cuando al sufrido padre le toca dormir en el
sofá). Los héroes de hoy no se resignan tan fácilmente a perder su
condición, y el matrimonio, a menudo, entra en crisis.

11
Demasiada complejidad
Cuando hemos de estar constantemente defendiéndonos, podemos llegar a debilitarnos tanto
que ya no seamos capaces de seguir haciéndolo. F. Nietzsche.

A algunos, las relaciones íntimas nos cuestan porque no acabamos de


arreglárnoslas para manejar su complejidad. Demasiadas emociones
(imperiosas, contradictorias), y sobre todo: la rabia, la decepción, el
resentimiento. O simplemente somos demasiado desconfiados para la
dependencia, para el ineludible riesgo de la entrega.
O esperamos demasiado, y ello nos aboca sin remedio a la
decepción y a sentirnos vulnerados. Hay esperanzas de amor
demasiado totalitarias: infantiles, inmaduras, primitivas.
¿Devoradoras, en el sentido del psicoanálisis?. Pongo pruebas
constantes a la otra persona, y me exhibo tan costoso que acaba
diciéndome, como aquella: “No te compro”. Boicoteo las mejores
intenciones del otro para confirmar mi hipótesis de que no merece mi
amor: “sabía que no me amabas”, podría ser la profecía autocumplida.
¿Lo sabía o lo temía tanto que prefería no arriesgarme a lo contrario?

Demasiada complejidad. Se me ocurría una manera de describirla.


Una manera al estilo de los cognitivistas, que se apoyan en la metáfora
del ordenador para explicar el funcionamiento de la mente: quizá la
complejidad solo sea una simplicidad exasperada.
Recuerdo que a menudo he tenido la sensación de estar atenazado
por contradicciones sin solución aparente, lo cual me empujaba a una
especie de “cortocircuito” mental. Así actuaría un ordenador o un
robot al cual se le plantearan ítems conflictivos, tal como explora
Asimov en sus historias de robots.

Las tres leyes de la robótica que inventó el genial escritor son:


1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que
un ser humano sufra daño.
2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser
humano, excepto si estas órdenes entran en conflicto con la Primera Ley.
3. Un robot debe proteger su propia existencia (por ser un sistema muy
costoso), hasta donde esta protección no entre en conflicto con la Primera o la
Segunda Ley.
12
Asimov aprovecha las ambigüedades en los términos de las leyes
(sobre todo en los conceptos “dañar” o “humano”) para imaginar
interesantes paradojas.
Por ejemplo, en el relato ¡Embustero!, un robot capaz de leer las
mentes miente a los analizadores para no herir sus sentimientos.
Cuando cae en la cuenta de que mintiendo los hiere de todos modos,
no encuentra salida y, ante el conflicto irresoluble, se bloquea.
Pero la mejor historia que ilustra estas fallas por términos
contradictorios en un cerebro radicalmente lógico es el relato Círculo
vicioso. En él, un robot enviado a realizar una misión entra en bucle
dando vueltas alrededor de su objetivo (un pozo de selenio). Ello
sucede como situación de compromiso entre la segunda ley (obedecer
las órdenes) y la tercera ley (autoprotección), que ha sido reforzada en
ese modelo: el robot no puede dejar de obedecer la orden de traer el
selenio, pero a la vez intenta autoprotegerse del peligro del pozo de
selenio. El resultado es caminar en círculos sin fin alrededor del pozo,
en un umbral donde se contrarrestan matemáticamente las dos leyes.

La historia de ese robot siempre me pareció angustiosa y


enternecedora, y es una metáfora de los bloqueos en los que a veces nos
encontramos inmersos los humanos (o al menos yo). Trasladándonos a
la mente humana (o a la mía), supongamos una contradicción entre
principios importantes como la que se daría, por ejemplo, entre estos:
1. No se deben tolerar las faltas de respeto.
2. Hay que ser comprensivo con las salidas de tono de los demás.
O, expresado de otra manera:
1. El que se deja llevar por la indignación es malo, y tú debes ser
bueno.
2. El que se deja humillar es un desgraciado, y tú no debes serlo.
Muy a menudo me he quedado anclado en esa contradicción entre
“ser bueno” y “hacerme valer”. O, en la misma línea, también muchas
veces he tolerado molestias ajenas (como el desorden o el no aportar
dinero) para cumplir con el principio “ser comprensivo”, pero eso iba
convirtiendo en hábito situaciones intolerables, por lo que a la larga la
insatisfacción y la indignación eran demasiado grandes y entraba en
conflictos que bien podrían calificarse de “cortocircuitos”.

Cuando entro en uno de estos cortocircuitos me quedo como el


robot minero de Asimov, dando vueltas sin encontrar solución,
abrumado de angustia e impotente, sin poder avanzar en ninguna
dirección. El correlato emocional es de angustia y rabia, que, a falta de
resolución, dirijo contra mí mismo. Finalmente, la salida del
cortocircuito es por cambio de escenario ―bendita vida que nos salva
13
sin querer de lo que querríamos salvarnos―, pero me deja frustrado, y
no me sirve para aprender a afrontar mejor la situación siguiente.
Quizá tendría que formular y reforzar una primera ley, prioritaria
respecto a todas las demás, que estableciera algo así como: “Tu objetivo
prioritario es la preservación personal”. Es justamente el principio que
estableció Spinoza para su ética. Ser bueno o ser respetado deberían
estar subordinados a esta primera ley, más o menos de la siguiente
manera: “Sé bueno, siempre que no entre en conflicto con la primera
ley”, o bien “Hazte valer, siempre que no entre en conflicto con la
primera ley”. Y como seguiría abierta la polémica entre ser bueno y
hacerse valer, habría que añadir: “Admite ese conflicto, siempre que no
entre en conflicto con la primera ley”.

En fin, así formulado, todo resulta muy inhumano y rígido. Los


seres humanos funcionamos más por intuiciones y por heurísticos, o
simplemente por impulsos, afectos y emociones. En suma, el ser
humano se diferencia del robot en la capacidad para captar y aplicar
matices, gradaciones dentro de un principio. La mayoría de las personas
renuncia a sentirse completamente bueno a cambio, por ejemplo, de la
seguridad.
La rigidez de considerar solo absolutos, como “si no se es
totalmente bueno, entonces se es malo”, pertenece a la visión primitiva
e infantil. Aprender y madurar conlleva admitir las medias tintas. Sin
embargo, el fenómeno psicológico de la disonancia demuestra que el
conflicto interno entre dos detalles contradictorios forma parte del
procesamiento mental humano. Una persona insegura, obsesiva o
simplemente cargada emocionalmente, puede quedar prisionera de un
dilema irresoluble, como el robot del cuento de Asimov.
Se trata, pues, de echar mano del sentido común, pero en
momentos emocionalmente comprometidos me cuesta mucho hacerlo,
porque no me aporta respuestas claras. ¿Qué me queda? Lo que acabo
por hacer casi siempre: retirarme.

14
Amabilidad
Con palabras agradables y un poco de amabilidad se puede arrastrar
a un elefante de un cabello. Proverbio persa.

Solemos despreciar la amabilidad forzada por lo que tiene de


artificioso, porque obedece más a una voluntad (sospechosamente
interesada) que a una espontaneidad (fruto presuntamente genuino del
reconocimiento de nuestras cualidades). Los que son amables con
nosotros porque les sale del alma nos transmiten su aprecio por nuestra
valía humana; los que se fuerzan a serlo, en cambio, lo harían de un
modo interesado, tratándonos como objetos.
Sin embargo, me parece que deberíamos poner en duda el
principio según el cual lo espontáneo es más valioso que lo deliberado.
Despertar la simpatía ajena gracias a nuestros encantos es tan necesario
como que nos quieran por lo que somos y no por lo que querrían que
fuéramos. Sin embargo, probablemente nos estemos dejando arrastrar
por un prejuicio cuando nos empeñamos en diferenciar estrictamente
una cosa de la otra. Porque las cosas humanas están siempre mezcladas
y tienen muchas caras.

Lo humano no obedece al principio de contradicción clásico, aquel


de Parménides: “lo que es, es; lo que no es, no es”. Lo humano se
aviene más a la ambivalencia que prefería ver Heráclito: “nada es, todo
fluye”. Se puede ser y no ser al mismo tiempo, puesto que fluimos,
somos un caudal de sensaciones y motivaciones, que discurren
entrelazadas, dándose la vuelta la una a la otra mientras se precipitan
entre las piedras del río de la vida. Que veamos una sola por vez
demuestra la limitación de nuestro pensamiento, demasiado lineal para
captar la complejidad arracimada de las emociones; en eso, la intuición
es más penetrante, al perder en precisión lo que gana en visión de
conjunto. Para la intuición, lo que es puede no ser tanto, o ser varias
cosas a la vez; y lo que no es, tal vez sea de algún modo indefinible, o
esté a punto de ser.
Por eso, porque el alma humana es abigarrada y multifacética,
debemos ser cautos al juzgarla. Es fácil sentir simpatía por alguien
encantador; es fácil que nos parezca encantador quien nos atrae de
algún modo. Las personas bellas, a menudo, no necesitan ser amables
15
para que se las adore: les basta con el esplendor de su belleza. En
cambio, quien cuenta con encantos limitados tiene que ganarse la
atracción a pulso, tiene que conquistar y seducir, tiene incluso que
conmover y persuadir, si no quiere quedarse siempre relegado por los
que destacan de forma natural. A menudo, los jóvenes en los grupos se
distribuyen los papeles: están, a un lado, los que se mueven con
aplomo, seguros de su atractivo físico o de su don de liderazgo; del otro
lado están los que, más titubeantes, exhiben lo que tienen procurando
sacarle todo el partido posible: los divertidos, los ocurrentes, los afables,
los bondadosos… En el mercado de las relaciones humanas, cada cual
procura venderse ofreciendo lo que tiene; a menos apariencia, más
trabajo, más necesidad de diseñar una estrategia perspicaz que
convenza. ¿Despreciaremos ese intento por forzado, por interesado?
¿No está buscando lo mismo que todos, que le quieran y le aprecien,
que le den un lugar y una significación?

La afabilidad es algo escaso y precioso; creo que hay que


apreciarla siempre, venga de donde venga y sin importar lo que
pretenda, como algo bueno en sí mismo. No hablo de la falsedad del
vendedor de seguros o del político en campaña, aunque los sagaces
saben condimentar su mero objetivo de vender o ganar con toques de
simpatía sincera; tal vez de ese modo, incluso, lleguen a apreciar
realmente, aunque solo sea un poco, a ese cliente potencial; tal vez
vislumbren la persona detrás del instrumento. Ya se sabe que a menudo
las convicciones son fruto de los actos, y menos a la inversa.
Pero no hace falta acudir a los extremos. A mí también me ofende
la cordialidad calculada, a veces burda, del mercader. O más que
ofender, me aburre, porque limita la interacción y la vacía hasta dejarla
hueca. No: pienso, por ejemplo, en la sonrisa de esa mujer que esperaba
detrás de mí en la cola del supermercado. Después de poner los
artículos sobre la cinta de la caja, me he girado un momento y se han
cruzado nuestras miradas. Éramos dos perfectos anónimos, sin ninguna
intención ni pretensiones hacia el otro. Y, sin embargo, nos hemos
visto, es decir, ha habido un instante en que el anonimato se ha
resquebrajado: eso se detecta. Luego me ha dedicado una sonrisa algo
exagerada, una sonrisa de circunstancias que era más bien un apretar de
facciones. No despreciaré ese gesto, aunque se le pueda llamar mueca.
Al fin y al cabo, podría no haber sonreído, no había ninguna razón para
hacerlo. Si lo ha hecho es, sencillamente, porque le ha apetecido. Y
como no ando precisamente sobrado de sonrisas, resulta que hasta me
ha gustado, y también yo debo haberle sonreído, aunque ni siquiera me
acuerdo, ocupado como estaba en el desconcierto ante un gesto de
cortesía tan gratuito, tan innecesario, tan bellamente injustificable.
16
Se me dirá que un detalle así no es lo mismo que la sonrisa forzada
de la cajera o de la señora que me pedía que le dejara pasar en la cola
porque solo llevaba un par de cosas. Y que la diferencia está,
precisamente, en que mi mujer sonriente no ganaba nada con su
amabilidad. Sin embargo, me parece que tal distinción no es del todo
cierta. Mi mujer sonriente ganaba en convivencia pacífica con un
desconocido, se ofrecía como destello en medio de la masa gris de la
indiferencia; conquistaba mi buena voluntad, que siempre resulta útil,
porque nos tranquiliza frente al mundo desde que vivíamos en tribus y
un enemigo podía ser un peligro mortal. Mi mujer sonriente estaba
extendiendo por el aire un perfume de serena convivencia que nos
ayudaba a todos: ¿hay algo más provechoso para nuestra entereza, para
nuestro ánimo? Su regalo hacía acopio para sí, como todos los regalos,
sin por eso entregar menos. Los budistas sostienen que es imposible no
sentir compasión por alguien que sabemos que sufre o sufrirá como
nosotros. Mi mujer sonriente me demostraba su compasión
(etimológicamente pareja a simpatía), al tiempo que despertaba la mía.
Lo forzado de su sonrisa no le quita mérito.

Porque, al final, lo que nos hace humanos y salpica nuestra vida


cotidiana de motas de felicidad son estos ínfimos gestos en los que, de
pronto, descubrimos a otros, y nos sentimos descubiertos; en los que la
simpatía y la compasión fluyen de lado a lado y nos reconfortan; en los
que vislumbramos en el otro nuestra misma naturaleza efímera,
sufriente, vulnerable, deseante.
En la escena cumbre de la película Blade Runner, el replicante
rebelde, que ha arrinconado a su perseguidor en un trance de muerte,
siente de pronto que su propia muerte es inminente; y entonces, mira a
su enemigo con ojos nuevos, comprende su anhelo de vivir, porque es
el mismo que le invade a él en ese momento desesperado por ser el
último. Podría dedicar sus postreras energías a culminar la
defenestración de su enemigo, llevárselo por delante en una debacle
común. Sin embargo, decide hacer lo contrario: morir salvando,
salvando en el otro lo que no puede salvar en sí mismo. ¿Qué gana, si
morirá de todos modos, y eso es lo único que debería importarle? Gana
la belleza de un simple gesto de amor. El mismo que prodiga el viejo
moribundo Watanabe al dedicar sus últimos meses a luchar por un
parque para los pobres, en la película Vivir de Kurosawa. Mientras se
balancea en el columpio del parque, bajo la nieve, sabiendo que morirá
esa misma noche, Watanabe está saboreando un raudal de sentido que
mana de la eternidad. Canta feliz, tal vez esté oyendo las risas y el
griterío que desparramarán los niños al día siguiente: vive en ese
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presentimiento. Ese deslizarnos al corazón de los demás es lo que nos
regala el sentido.

18
Las trincheras del Yo
Lo que hacemos no es tan importante como tendemos a suponer; nuestros éxitos y fracasos, a
fin de cuentas, no importan gran cosa... El ego de una persona es una parte insignificante del
mundo. B. Russell.

El Yo, la noción o sensación de lo que somos como individuos


diferenciados, solo puede sostenerse a fuerza de una perpetua lucha.
Todo conspira contra él, puesto que lo natural es lo indistinto, y
distinguirse equivale a crearse de la nada ―que es todo―, a configurar
una anomalía contraria al contexto. El Yo es un constructo artificial,
arduo e inevitablemente frágil, porque la frontera que lo delimita nunca
está del todo clara ni justificada, y hay que levantarla una y otra vez
frente a los embates de la existencia.
El Yo necesita demostrar sin cesar su diferencia. Su mayor
amenaza sería confundirse con lo otro, con cualquier otro. Por eso, su
seña más inmediata es el cuerpo y su frontera primigenia es la piel. Ver
y percibir un cuerpo propio que es único, irrepetible, separado del
entorno, una materia más o menos aislada que cobra forma en medio
del polvo estelar: ahí reside el fundamento originario de la idea de un
Yo. Sin embargo, no es suficiente, porque el Yo es un concepto
metafísico, y pertenece al reino de lo mental. El Yo no tiene suficiente
con descubrirse actuando, tiene que sentir que es una entidad que
actúa, que perfila su estar. En definitiva, necesita sentir que es una
voluntad y que por tanto es libre. Sin la capacidad de elegir no habría
Yo. Sin esa voz interior a la que llamamos conciencia, y que es el eco
de la actividad mental, no habría Yo. Pero como el Yo es una
construcción mental sobre esa supuesta individualidad sentida, tiene
que reafirmarse constantemente.

¿De dónde procede la noción del Yo? ¿Surge naturalmente, de un


modo mecánico, de la experiencia de percibirnos como un cuerpo, una
voluntad, un discurso mental, o ni siquiera todo eso es suficiente?
Probablemente hace falta algo más, algo que impone nuestra naturaleza
social: la noción de Yo requiere un reconocimiento por parte de los
otros, una interacción con los otros en la que se nos atribuye un Yo. Es
probable que se nos enseñe a entendernos como Yo, al interiorizar el

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hecho de que los demás nos traten como una entidad diferenciada, que
nos repitan que lo somos. Al nacer se nos pone un nombre, y desde
entonces se nos considera un individuo. ¿Qué pasaría si no nos trataran
como entidades separadas, si no nos pusieran nombre, si ignoraran
nuestros reclamos, si cuando hablamos nadie nos contestara? ¿Qué
sucedería si nunca se tuvieran en cuenta nuestras decisiones y nuestros
deseos? Probablemente nos sería imposible concebir nuestro Yo, y, en
caso de entreverlo, no podríamos considerarlo convincente. Pero lo
mismo podría suceder en el extremo contrario: si siempre fueran
satisfechos nuestros deseos, si nunca se nos opusiera nada. En tal caso,
el Yo se soñaría universal y omnipotente, una especie de poder
subyacente a todo; o bien ni siquiera podría concebirse, al carecer de
límites: el Yo acabaría coincidiendo con el todo ―que es nada―, y esa
coincidencia es justamente lo que anula al Yo.
Estas contradicciones van perfilando en qué consiste la ardua tarea
del Yo: no solo fundarse, sino estar permanentemente reafirmándose,
ya que la certeza de su existencia no es nunca definitiva. Por eso el Yo
es ante todo una lucha, puesto que, como propone la filosofía oriental,
allá donde se instaura una frontera se inaugura un punto de conflicto.
Las dos amenazas, podríamos decir, “existenciales” para el Yo, y por lo
mismo sus más hondos terrores, son la ausencia de reconocimiento
propio y ajeno. El Yo, cada vez que se mira al espejo, debe encontrarse
reflejado; si un día se mirara y no se viera, habría aparecido un indicio,
una insoportable sospecha de su inexistencia. Y, puesto que los demás
son nuestro espejo, el Yo no necesita menos verse reconocido por los
otros, por miradas ajenas que lo vislumbren y lo proclamen. El Yo
requiere de una permanente confirmación de su visibilidad, que es la
prueba de su entidad. Para ello, tiene que actuar como Yo, tiene que
poner en práctica su voluntad y su poder, comprobar que son eficaces,
y notar, a la vez, la resistencia del entorno, la consistencia del límite.

La vertiente social del Yo establece un segundo nivel de tarea, un


nivel que podríamos llamar cualitativo. Los demás no solo nos
reconocen o nos ignoran, no solo colaboran o se oponen; también nos
juzgan. Nos dicen hasta qué punto estamos o actuamos “bien” o
“mal”. La aprobación o el rechazo configuran la moral, y la moral
perfila el Yo. Este ámbito del juicio como crisol de la identidad es
fascinante, porque introduce la dimensión del valor, y abre un territorio
virtualmente infinito para la tarea del Yo: no basta con ser, además ese
hecho de ser debe realizarse según la norma, debe ser consagrado por la
aquiescencia de la tribu. Es más: hay infinitos grados en los que
podemos estar mal o bien, y eso conlleva una clasificación en medio de
los otros, concluir hasta qué punto somos mejores o peores dentro del
20
conjunto. Nuestro Yo ansía sentirse reconocido y poderoso, querido y
valorado, y para ello tiene que ser bueno; no solo bueno: tiene que ser
mejor, o al menos no estar entre los peores. Esta nueva tarea resulta
inagotable, porque siempre se puede ser mejor que alguien, o, dicho
con más propiedad, siempre puede aparecer alguien que sea mejor que
nosotros. El Yo tiene que vigilarse sin cesar a sí mismo, y vigilar al
mismo tiempo a los demás que lo vigilan; tiene que poner a prueba su
valor, medirlo con respecto al valor de los otros, esto es, compararlo. Se
instituye, pues, otra amenaza para el Yo: la posibilidad de estar mal,
con su abanico de consecuencias nefastas: ser rechazado,
menospreciado, ignorado, anulado, sometido…
Ante tal complejidad, no extraña que el Yo sea, como nos han
enseñado los orientales desde hace milenios, la mayor fuente de
sufrimiento e inquietud para el ser humano. El Yo hace que
necesitemos constantemente comprobar que somos reconocidos y
valorados, y hasta qué punto lo somos. Hay pocos elementos más
potencialmente destructivos que una baja autoestima, es decir, una
escasa valoración del Yo por parte de uno mismo. Pero la autoestima
está íntimamente vinculada con la estima que recibimos de los otros, y
con nuestra capacidad de incidir en el ambiente, de ejercer nuestra
voluntad. Por eso la valoración de los demás nos importa tanto; por eso
el amor nos reconforta, y la admiración nos satisface; por eso importa
tanto que, cuando competimos, ganemos: al menos, de algún modo, o
de vez en cuando. Hay un cierto grado de pérdida ontológica en
comprobar nuestra falta de poder; y, por el contrario, hay un
ensanchamiento del ser al vernos capaces de llevar a cabo nuestras
intenciones. Spinoza lo señaló, y a esa capacidad la llamó potencia:
“Cuando el alma se contempla a sí misma y su potencia de actuar se
alegra, y tanto más cuanto con mayor distinción se imagina a sí misma
y su potencia de actuar”; en cambio, “por el solo hecho de que el alma
imagina su impotencia, se entristece”. Nótese que el filósofo remarca la
importancia de la distinción, consciente de que no puede haber Yo (o
alma) si no se diferencia de algún modo de lo otro.
Buena parte de las interacciones sociales —quizá todas las que no
respondan a la mera supervivencia— puede entenderse a través del
prisma de estos reclamos del Yo: reconocimiento, valoración y
potencia. Algunas de ellas resultan obvias: el orgullo que sentimos
cuando se nos felicita, el agrado de ganar un concurso o de obtener
beneficios en un negocio, la satisfacción de comprobar que hemos sido
capaces de reparar un estropicio doméstico. Sin embargo, otras
circunstancias no revelan su motivación de un modo tan aparente, y a
menudo no solo nos sorprenden, sino que nos resultan desconcertantes.
Veamos algunos ejemplos.
21
Los niños tienen una necesidad dramática, no siempre entendida,
de ser vistos. El Yo del niño es aún precario y tremendamente
vulnerable, y depende rigurosamente del reconocimiento de los demás
(primero la madre, luego el resto de las personas con las que
interactúa). La sensación de no ser visto despierta la angustiosa fantasía
de no existir. Por eso tienen una necesidad permanente de llamar la
atención, de ser mirados, de que se les escuche y se les hable. Y, si no se
les dispensa esa atención mediante el amor, preferirán conseguirla
mediante el enojo o la reprensión a no tenerla. Para la economía del Yo
(y más del Yo infantil), es preferible un grito o incluso un azote a la
invisibilidad; y, si no tienen otra cosa, los provocarán por todos los
medios a su alcance. Desde muy pequeños, los niños lloran, patalean,
tiran y rompen cosas o simplemente llevan la contraria solo para
conseguir la satisfacción de que les miren y les digan algo; entonces
suelen calmarse. Algunos, lamentablemente, se enquistan en estos
roles, bien porque no se les ofrecen otros, bien porque no acaban de
arreglárselas para captar la atención de otra manera. No es exagerado
considerar que hay niños atrapados en comportamientos asociales; de
hecho, si no se les reeduca, probablemente los mantendrán de adultos,
y para entonces ya será muy difícil cambiarlos. La conclusión es
evidente: no hay mejor escuela que el amor, que no solo incluye
reconocimiento, sino también valoración y alimento para la
autoestima. Y recordemos la fragilidad del Yo: es necesario reiterarlo,
repetir las palabras amorosas una y otra vez, demostrar en cada ocasión
que lo que hace el niño nos interesa, nos importa. El amor es el mejor
bálsamo para las heridas del Yo.

La convivencia de pareja es un laboratorio de primera categoría


para las relaciones humanas, debido a su grado de proximidad e
intensidad, y a las expectativas ―sin duda excesivas― que solemos
poner en ella. Podemos soportar que se nos ignore en la calle, incluso
en el trabajo, pero no en nuestra casa. Allí necesitamos que se nos
preste atención y que se nos valore. Los conflictos ponen a prueba las
relaciones íntimas, pero nada las devasta más que la indiferencia. Todo
esto resulta bastante evidente. Pero hay otros fenómenos que no lo son
tanto.
En la pareja (y en la familia en general) se compite
constantemente, porque competir es un modo de reafirmar el Yo y de
poner a prueba su valor. Los estudios han demostrado que la pareja es
más estable si cada uno de sus miembros se especializa en algo distinto;
solo de ese modo un éxito del cónyuge no será percibido como una

22
amenaza para el propio valor, y por tanto habrá menos necesidad de
competir y menos frustración por los triunfos del otro.
Algo parecido sucede, probablemente, con los gustos, las aficiones,
las preferencias… Cuando amamos nos gustaría compartirlo todo, y
para acercarnos tenemos que encontrar cosas en común. Pero si nos
parecemos demasiado, seguramente llegará un momento en que
necesitaremos cultivar la diferencia, esto es, rescatar a nuestro Yo de
una fusión que amenaza con anularlo. Convivir exige reordenar las
preferencias, y con el tiempo uno se puede sorprender de hasta qué
punto ha cambiado en direcciones inesperadas, a veces ni siquiera
deseadas, sencillamente para llevar la contraria. La persona amable y
tolerante puede volverse despótica o arisca ante un compañero sumiso,
y no solo porque le moleste la sumisión, sino porque la
complementariedad le va empujando a ello. Si al principio a los dos les
encantaba salir a menudo, es posible que poco a poco uno de los dos se
vuelva más casero y, paralelamente, el otro reivindique con más energía
que antes su necesidad de salir: armonía de opuestos, decía ya
Heráclito, o armonía gracias a que hay opuestos, como si cada uno se
situara en un polo para asegurar la tensión que, al oponerlos, los une
―¿no se tocan los extremos?―. En estos procesos a veces sucede,
incluso, que se dé un intercambio de papeles: basta con que el que era
más ordenado se vuelva descuidado para que el otro se convierta en el
centinela del orden. En cualquier caso, parece bastante recomendable
que en la pareja ―y tal vez en cualquier grupo humano― se respeten las
distancias, que no se pretenda compartir demasiado, que haya un
margen generoso para la distinción. No es fácil encontrar el equilibrio
entre la confluencia y la divergencia, y quizá por eso el intento naufraga
tan a menudo.

La necesidad de valoración y de sentirse capaz guía muchas de


nuestras decisiones a lo largo de la vida. ¿Nos gusta lo que se nos da
bien, o nos volvemos expertos precisamente porque nos gusta lo que
hacemos? Seguramente, ambas tendencias son complementarias y
crecen a la vez. Lo que es seguro es que difícilmente sucederá lo que no
cumpla ambas condiciones: que nos guste algo en lo que no nos
sentimos capaces o que ganemos capacidad en lo que no disfrutamos.
En el primer caso, afrontar la impericia es un contratiempo para el Yo,
y mina la autoestima; yo hubiera soñado con ser una buena pareja de
baile, pero lo cierto es que daba más pisotones que pasos, por lo que no
me sentía cómodo en las discotecas. Pero solo se perfecciona lo que se
practica, y tengo que admitir que tampoco puse nunca muchas ganas al
bailar.

23
En definitiva, lidiar con el Yo hace la vida más difícil, pero
también más interesante. El budismo aspira a anular la dictadura del
Yo y liberarse así de sus reclamos contradictorios e insidiosos. Es
cansado tener que estar continuamente esforzándonos por ser
reconocidos y valorados, compararnos y competir; y es amargo
comprobar que esas aspiraciones muy a menudo resultan frustradas,
sentir decepción o vergüenza cuando fracasamos, envidia o celos
cuando comprobamos que otros nos aventajan. Pero la vida se llena de
color cuando nos valoran, y sin el motivo del logro no nos
esforzaríamos por construir e inventar. Hay que contar con algo de
arrogancia y bastante ambición para embarcarse en las odiseas de la
vida, como nos enseña Ulises.
Una vez más, puede que la clave resida en el camino medio
aristotélico, en el adecuado equilibrio de cada cosa. La juventud tiene
que ser fundacional y aventurera, tiene que acometer batallas y encajar
derrotas, así que no le queda más remedio que pagar su exuberancia
con mucho esfuerzo y un sufrimiento que habrá que ir aprendiendo a
moderar. A la juventud le sobra tanta energía que incluso tiene que
encontrar modos de derrocharla. Con la madurez llega el gusto por
puertos serenos y navegaciones tranquilas, cuando nos queda un Yo
más curtido y maltrecho, más cansado y escéptico, un Yo que, si hemos
aprovechado la vida, quizá no tenga ya tanta necesidad de espectadores
y éxito. Dicen que en algunos lugares de la India existía la tradición de
que, a partir de los cincuenta años, los hombres apartaban a un lado las
obligaciones con la familia y se dedicaban a orar y meditar. El yo tiene
también sus estaciones y está bien que se vaya rindiendo en sus
episodios finales.

24
Muchos en uno
El hombre es responsable de lo que es... Al elegirse elige a todos los hombres. J-P Sartre.

—Somos muchos en uno, muchas voces, muchos anhelos, muchas


esperanzas...
—Sí.
—Somos un destello de razón en un fulgor voluble de emociones.
¡Qué pequeña, qué débil es la fuerza de nuestro raciocinio cuando se
alza en ese vórtice de sentimientos!
—Sí.
—Lo que llamamos voluntad es sólo un intento torpe de encauzar
el río de la vida que nos arrastra.
—Sí.
—Tenemos hambre de caricias, de encuentros, de manos y de
besos. Quizá no podamos perdurar sin ellos. Quizá no podamos
controlar esa nostalgia.
—Sí.
—Hoy estoy triste. Hoy contemplo mi vida y me parece una
extensión árida y fría. Hoy me siento desértico y me estruja una
añoranza de fuentes y de arroyos. Hoy me agitan extraños encuentros y
desencuentros conmigo mismo, y no estoy bien en mí. Hoy necesitaría
que me quisieran para quererme, y todo lo demás me parece
deshabitado. Pero si lo pienso bien, me doy cuenta de que todo esto,
que me invade con tanta intensidad y parece tan real, se asemeja más
bien a un espejismo, a un despropósito, a una fiebre loca que tengo que
curar. Así que preferiría rehabilitar mi soledad sin aspavientos,
preferiría refugiarme en un baluarte de lucidez que me salvara de mis
propios delirios. Aunque ese baluarte parezca un lugar gélido y
resquebrajado. ¿Tú crees que es posible?
—Creo que es posible, incluso con nostalgias, incluso con tristeza.
Sin embargo, no tengo claro que a la larga pueda sostenerse por sí
mismo. La filosofía es una buena amiga, pero lo decisivo es el corazón.
Y esto sí lo tengo claro: no se puede vivir sin un corazón alegre y
satisfecho.
—Pero la alegría más grande debería surgir de la coherencia, de
ocupar el lugar que nos corresponde, de servir a la vida desde la razón.

25
Séneca decía que no hay alegría mayor que vivir conforme a nuestra
naturaleza.
—El problema es que ignoramos cuál es nuestra verdadera
naturaleza. Desde luego, no consiste solo en lo racional y lo coherente:
en nosotros también hay mucho ―quizá más― de borrasca y de locura.
Tú puedes aspirar a vivir solo, y considerar que es una aspiración buena
y elevada, pero resultar que te estás equivocando, que en realidad
habías nacido para compartir, y amar y ser amado. La soledad podría
ser tu pobreza, como decía Holderlin de la reflexión frente al ensueño.
—Ya probé el camino de la pasión, y no me llevó a buenos
puertos. Yo no estoy capacitado para el amor, soy un ser demasiado
herido.
—Lo eres, pero no más que cualquier otro. Porque la vida es, en
efecto, un exceso y una herida. ¿Hay algo más loco, más indescifrable
que existir? Preferirías apartar lo que te duele, y haces bien. Sin
embargo, cuando intentas acallar el amor, lo único que consigues es
que se te cuele por su cuenta por donde menos te lo esperas. Porque
algo en ti sigue añorándolo, y no renuncia. Porque cuando tú no lo
esperas, te busca él.
—Demasiadas voces, demasiados deseos. Cómo desearía una vida
de silencio, o al menos de armonía, en lugar de esta algarabía interior
en la que cada parte tira para su lado, y no hay manera de avanzar en
ninguna dirección.
—Sí, uno desearía poder acallar algunas voces molestas. Pero en el
fondo tal vez sea justo que no nos sea posible. ¿Cómo podríamos estar
seguros de que no estamos perdiendo un don?
—Pero hay quien lo consigue. Hay quien deja atrás rémoras que le
limitan, quien se libra de fantasmas que lo retienen. ¿De qué nos sirve
la libertad si no podemos elegir qué partes de nosotros apoyar como
aliadas?
—La libertad nos mueve a través del territorio, pero no crea el
territorio, como tampoco nos crea a nosotros mismos. La voluntad
puede aspirar a regir los actos, pero nunca podrá regir a la propia
voluntad. ¿Por qué elegimos esto y no aquello? Tal vez podamos
argumentar alguna razón, pero los argumentos son endebles y a
menudo contradictorios. Esa es la miseria de la razón.
—Llama al pensamiento miseria, si quieres; yo prefiero afinarlo
como un buen instrumento. Hay razones buenas y malas, peores y
mejores. Se puede echar mano de ellas como de un mapa pulcro y
certero: para serlo le basta un territorio, aunque no muestre los que hay
más allá de sus cuatro esquinas. Lo mismo pasa con un piano: su
música no es menos verdadera, ni menos bella, por el hecho de que las
teclas se terminen a ambos lados. Si contemplo mi interior, yo tengo
26
una buena razón para acallar algunas voces: vivir en paz, dejar de
desgarrarme interiormente entre fuerzas opuestas. Optar por un camino
y seguirlo: la libertad es acotar lo posible.
—Hazlo. Nada te lo impide.
—Nada. Pero, en fin, queda la nostalgia de los caminos
abandonados.
—Aun con nostalgia, se puede seguir caminando. Hay que perder
mucho para ganar algo.
—Entonces, ¿se trata de admitir la tristeza y la pérdida?
—¿No querías ser libre?
—No puedo evitar ser libre. Sartre tenía razón: no puedo evitar
elegir.
—Hazlo entonces consecuentemente. Elegir es perder. Pero no con
resignación, sino con gozo.
—¿Gozo?
—Por lo que ganamos.

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¿Qué libertad?
Tendemos a atribuir el éxito a nuestro propio esfuerzo; el fracaso, sin embargo, se atribuye a
los terribles obstáculos y a las dificultades agotadoras. A. Howard.

Luchamos por la libertad porque solo cuando elegimos tenemos noción


de ser alguien, es decir, un ser diferenciado en el océano del ser. El Yo
se materializa en sus decisiones, y aún más en los actos que las
ejecutan. Cuando se nos restringe la libertad sentimos que nos
arrebatan una parte de nuestra identidad; el sometimiento parece
hacernos más pequeños. Por eso nos rebelamos contra los tiranos, sobre
todo contra los pequeños dictadores que pretenden apropiarse de
nuestros espacios cotidianos, porque es en las costumbres y en las
pequeñas cosas donde se urde el tejido que nos compone.
Sin embargo, como todas las cosas grandes, la libertad también
nos da miedo. Ya lo señaló Erich Fromm: a menudo buscamos, de un
modo más o menos sutil, que se nos someta, para no tener que afrontar
la vastedad vertiginosa de ser rigurosamente libres. Esto es así porque la
libertad tiene dos precios muy caros: la incertidumbre y la
responsabilidad. La primera nos angustia porque nos deja sin
agarraderos firmes; una libertad absoluta equivaldría a una inseguridad
absoluta, una completa ausencia de certezas y de previsibilidades. En
cuanto a la responsabilidad, el problema que nos plantea es tener que
hacernos cargo de las consecuencias de nuestras decisiones, y no poder
echarles la culpa a otros. Se trata de una paradoja: cada elección libre
limita nuestra libertad. Tampoco soportaríamos el peso de sentirnos
completamente responsables: cada decisión se convertiría en una
argolla, y llegaría un momento en que las cadenas ya no nos
permitirían caminar.

Así que amamos la libertad, pero preferimos perseguirla a


sabiendas de que nunca la conquistaremos del todo. Esa componenda
secreta es lo que Sartre llamó mala fe, y le parecía un defecto ético que
había que extirpar. Sartre perfilaba la aspiración correcta, y una vida
lúcida es la que avanza en la dirección de asumir las propias
responsabilidades. Sin embargo, nunca podremos realizarla del todo. El
mundo y la naturaleza imponen sus leyes, y la principal de ellas es que
la vida es corta y nuestras fuerzas limitadas. Ya lo decíamos: no
28
podríamos tolerar la sensación de una libertad absoluta; nos
sentiríamos demasiado solos, demasiado desamparados, demasiado
expuestos. Necesitamos que la vida nos lleve la contraria, y es un gran
alivio saber que casi siempre nos gana y que, al final de los finales,
sucumbiremos ante ella definitivamente. Esta limitación de las
posibilidades nos ayuda a contener nuestros sueños. “Yo hubiese
querido ser mejor maestro, pero habría necesitado más tiempo, más
formación, más medios…” Nos convencemos de que, si no fuese
porque las cosas son como son, nosotros seríamos mejores de lo que
somos. Ese “si no fuese por…” ayuda a vivir. Y por eso tantas veces, si
nos falta, lo buscamos y hasta lo inventamos.
En definitiva, una vida estrictamente libre resultaría demasiado
compleja, y es el refugio de lo sencillo lo que buscamos acotando la
libertad en nuestras sumisiones más o menos voluntarias. Al casarnos,
en buena parte nos sometemos al cónyuge, o a esa abstracción que es la
pareja, y a partir de ese momento los límites se perfilan con trazo más
grueso que las libertades. Tal vez afirmemos someternos a
regañadientes, pero en el fondo nos da seguridad; nos otorga la
tranquilidad de no tener que mantener el arduo trabajo de buscar
parejas sexuales y compañías afectuosas.
Cierto que cuando la serenidad se convierte en légamo y apunta el
hastío, cuando el refugio se nos queda pequeño y se nos antoja prisión,
volvemos a escuchar los lejanos cantos que nos llaman a una nueva
aventura de descubrimientos y fundaciones. Puede que nos limitemos a
añorarlos en secreto, acariciándolos como una ilusión inconfesable. En
tal caso, habremos preferido la seguridad a la libertad, pero no
podemos culpar al otro por ello. El otro es solo lo que es siempre todo
otro, lo que siempre fue: una oportunidad y un límite. No tiene la culpa
de que al principio lo celebráramos como oportunidad, y ahora
predominen a nuestros ojos sus exigencias. Tampoco tiene culpa de
haber cambiado con el tiempo, puesto que todos cambiamos. Si
elegimos romper el contrato, si preferimos alejarnos porque la parte de
oportunidad no compensa la de límite, admitamos que somos nosotros,
y siempre lo fuimos, quienes eligen.
“Antes me decías que me querías”, increpa la mujer al marido; y
es como reprocharle al viento que cambie de dirección: o te dejas llevar
por él o asumes el esfuerzo de llevarle la contraria; tú decides, no el
viento. Otra cosa distinta es pedir: “Me gustaría que me dijeras de vez
en cuando que me quieres”. Al pedir, estamos partiendo de la base de
que el deseo es nuestro, y contamos con que el otro puede negarnos la
satisfacción. Lo malo es que muchas veces pedimos con mala fe, es
decir, reclamando como niños algo que se supone que nos deben, y
enojándonos si no nos lo dan. Es un residuo de nuestros sueños de
29
omnipotencia originarios, cuando de verdad pensábamos que el mundo
estaba ahí para satisfacer nuestros deseos, incluso para anticiparse a
ellos. Resultó que el mundo no es una gran teta materna. El mundo
acontece por su cuenta, al margen de nuestros sueños y nuestros
temores, repleto de un enjambre de sueños y temores ajenos con los que
tenemos que medirnos. El que quiera algo, tendrá que conquistarlo.

Conquistar forma parte de nuestra vertiente prometeica. Nos trae


el placer fascinante de la aventura, el reencuentro con nuestra libertad y
el ejercicio de nuestro poder. Es un viento fresco y enérgico que nos
embarca en una nueva odisea. Pero, como toda travesía, está lleno de
peligros y trabajos. El primero de ellos, y quizá el más difícil, es
quedarse solo, abandonar el abrigo de la cotidianidad, separarnos de los
que nos han acompañado más de cerca y que incluso al aburrirnos nos
estaban resguardando. Dar ese paso requiere coraje y, probablemente,
desesperación o un punto de locura. Hay que estar dispuesto a perderlo
todo antes de ganar nada. La mayoría de la gente lo evita,
especialmente con el paso de los años, y hace bien: hay un punto en la
vida en que un plato de sopa pasa a valer más que todas las aventuras.
Además, con la edad, a medida que comprendemos nuestras
fragilidades, aprendemos a ponerles coto a nuestros sueños; no
necesariamente por sabiduría, sino por mera derrota, aunque las
derrotas tienen su propia sabiduría. En definitiva, cuando queda menos
vida y empiezan a fallar las fuerzas, hay tareas que se nos hacen
demasiado cuesta arriba.
Pero esa tendencia, que en otros tiempos fue considerada sabia,
hoy en día es menospreciada. La desquiciada lógica de nuestra
sociedad nos encaja en una ecuación en la que solo vale lo nuevo, lo
que va a más, lo que siempre está explorando y actuando. El que viaja
poco, el que sale poco, el que no cambia de coche o de pareja; en
definitiva: el que consume y renueva poco, viene a ser un fracasado. Ya
no hay retiros serenos que valgan: hay que hacer muchas cosas,
comprar muchas cosas, experimentar muchas cosas; hay que ser
productivo y hacer algo útil. Para nuestra sociedad desaforadamente
prometeica, la bella, la poética inutilidad es siempre una traición, y por
tanto reprobable desde el punto de vista ético. Un paseo sosegado a
ninguna parte resulta una rareza que raya en lo estúpido. En cambio,
caminar con la intención expresa de hacer ejercicio está bien
considerado.

Esta manera de encarar la vida nos empuja a hacer cada vez más
cosas y a disfrutarlas cada vez menos. Una actividad se sucede a otra a
ritmo frenético, y resulta imposible detenerse en ninguna para
30
saborearla. El tiempo escasea y con él la satisfacción. Acontece la
paradoja de que, cuanto más libertad ―personal, no política― nos
exigimos, menos libres somos. Estamos prisioneros de un ansia que
nunca se colma. Tal vez nos convenga intentar obsesionarnos un poco
menos con la libertad y rescatar la imaginación.

31
Esperas
Vivimos del porvenir: “mañana”, “más tarde”, “cuando tengas una posición”, “con los años
comprenderás”. Estas inconsecuencias son admirables, pues, al fin y al cabo, se trata de
morir. A. Camus

Espero en el bar del aeropuerto a que sea la hora de facturar el equipaje;


después esperaré a una hora prudencial para ponerme en la larga cola
de ingreso al recinto interior. Ahí aguardaré atento a que se inicie el
embarque, y finalmente subiré al avión, me encajaré en mi asiento-jaula
y dejaré que el viaje “suceda”.
Sentiré por un instante que se me concede una pausa, descansaré
de esta alerta, esta tensa expectación del porvenir que me reclama
atención. Durante las horas de vuelo, podré olvidar el deber de cumplir
trámites y horarios, solo tendré que dejarme conducir. Sin embargo, eso
solo será una tregua; basta que me detenga a pensar para notar de
nuevo el incómodo tirón del futuro, para sentirme de nuevo incompleto
y alerta.

Cuando el avión llegue a destino, me pondré en la cola de control


de viajeros, donde esperaré pacientemente a que comprueben mi
pasaporte, partiendo del supuesto tranquilizador de que todo
transcurrirá en orden, y sin embargo consciente de la leve pero real
posibilidad de que me sorprenda algún sobresalto, que me retiren a un
lado y me interroguen, o me cacheen, y me hagan sentir como el
extraño que en el fondo soy… Luego tendré que ir a recoger mi
equipaje, atento a reconocerlo en las cintas donde podría confundirlo
con otras mil maletas parecidas, y siempre con la vaga inquietud de que
se haya perdido, que lo hayan enviado en un vuelo equivocado, que se
lo hayan dejado, huérfano, en algún rincón… Pero no hay que ser
agorero, lo previsible es que lo reconozca en la cinta, que lo recoja y
acuda, algo aturdido, a la salida.
Lo haré confiando en que mis padres me esperen fuera, que hayan
asistido sin percance y nos distingamos entre la multitud. Será un
encuentro gozoso, y uno podría pensar que al fin todo está en su sitio,
que ya ha llegado, ya puede relajarse, pero no es así: después de los
parabienes de rigor y la merienda en el carísimo bar del aeropuerto, aún
hay que viajar hasta la casa de mis padres, buscar mi coche, conducir

32
los tres cuartos de hora de camino hasta la mía; llegar, abrir la puerta y
comprobar que no ha pasado nada, que todo está en su sitio —podrían
haberme robado, podría haber habido una fuga de agua que inundara el
piso, ya se sabe que siempre pueden pasar más cosas cuando uno no
está—. Y si todo está en orden, entonces sí, entonces tal vez consiga
sentarme y suspirar y pensar que el viaje ha concluido, que no quedan
deberes ni incertidumbres, que el mundo que me reclamaba queda
definitivamente fuera…, que he llegado. ¿Será así?
Por cierto que no. Siempre quedará la expectativa de los deberes
cotidianos reencontrados, un anuncio de que el mundo, más temprano
que tarde, vendrá en mi busca con reclamaciones: hay que sacar la ropa
de la maleta, hay que lavarla, al día siguiente habrá que hacer la
compra, habrá que mirar el correo electrónico por si llegó alguna
novedad importante, llamar a Argentina para comunicar mi llegada y
saludar a mi hijo; habrá que preparar los regalos para la comida
familiar del domingo, habrá que empezar a pensar en la vuelta al
trabajo el lunes… y así sucesivamente.

¿Qué le importan al lector todos estos farragosos detalles de mi


prosaica vida? Nada, salvo en un matiz: lo mucho que se parecen a los
suyos. Me he extendido deliberadamente, de un modo un poco
enojoso, en los detalles burdos de mi quehacer —o más bien de mi
expectativa de quehacer— para remarcar esa abigarrada presión con
que nos abruma la facticidad futura. No es tanto que los sucesos
abarroten la experiencia ―en definitiva, eso es vivir―: lo que me
asombra y quiero destacar es cómo la previsión del futuro satura el
presente y, en cierto modo, lo arrebata, tira de él, se adueña de él.
Vivimos continuamente pendientes del porvenir, un porvenir que
nos arrastra sin descanso porque nunca acaba de cumplirse, siempre se
recrea como un territorio que se ensancha a medida que avanzamos por
él, pero que se extiende en balde porque en él se repite lo que ya
teníamos… El porvenir es un trabajo que está siempre por hacer, por
mucho que lo hagamos y lo hagamos, es como esa rueda en la que
corren los hámsteres sin moverse del sitio. Y de esa tarea, que también
podría confundirse con la vida misma, lo que me interesa remarcar es
su carácter de tensión ―que nos mantiene alerta, inquietos, inseguros―
y de trampa ―porque nos transmite una ilusión de avance irreal, y
sobre todo porque nos escatima la única realidad, que es el presente―.

Así que a veces reniego del futuro, ese territorio siempre pendiente
y siempre demandante, que nos roba el presente al volcarlo hacia él
como una gravedad que nos inclina en su dirección: lo real bailando al
son de lo hipotético. Pero entonces me pregunto qué sería de nosotros
33
sin ese tirón del futuro, me pregunto cómo sobreviviríamos a la
desolación del presente, repentinamente desprovisto de motivos y de
salvoconductos, desnudo a la hora de afrontar su desnudez, solo
consigo mismo. Y me doy cuenta de que somos criaturas del propósito,
seres definidos por el proyecto; que necesitamos lanzarnos en alguna
dirección para no sentirnos atrapados y vacíos, que es conveniente
tener siempre algo por hacer, para ofrecérselo como licencia al espejo
cuando venga a preguntarnos a dónde vamos.

34
Lo apropiado
Hemos decidido que sería bueno que fuéramos seres dignos, e intentamos comportarnos como
si lo fuéramos ya. J. A. Marina.

Cada día protagonizamos miles de episodios, algunos decisivos, otros


triviales; muchos de ellos, incluso, mecánicos, comportamientos
habituales que ya hemos interiorizado y que juegan un papel esencial
en nuestra vida, ya que la simplifican. Porque hay dos cuestiones que
tiñen de dificultad nuestras conductas cotidianas: la obligación de
decidir y, como premisa de nuestras resoluciones, la necesidad de
juzgar. No nos basta con actuar: precisamos hacerlo con la convicción
de que lo hacemos bien; somos seres éticos en el doble significado de la
palabra: en que aspiramos a distinguir lo que nos conviene y, además,
deseamos que nuestras elecciones sean buenas en el sentido moral, es
decir, correctas, apropiadas. Esa tarea inexcusable convierte en arduo
nuestro comportamiento y puede trocar algunas jornadas en
agotadoras.

A menudo nos escandalizamos de la inmoralidad que muestran


algunas personas —¿podríamos lanzar la primera piedra?— en algunos
de sus actos. Un marido maltrata a su mujer, una madre abandona a su
hijo, una bomba terrorista (puesta por un comando o tirada desde los
aviones de un ejército “legal”) provoca una matanza de decenas de
personas inocentes. ¿Cómo puede alguien ser tan desalmado? En esta
pregunta subyace el supuesto de que las personas somos entidades
morales, lo cual no solo implica distinguir lo bueno de lo malo, sino
también, y quizá sobre todo, actuar de acuerdo con ese juicio.
Sin embargo, si nos detenemos a pensarlo, la moralidad no es lo
natural, sino una asombrosa rareza: lo realmente excepcional es
precisamente el hecho de ser moral. La naturaleza no distingue entre lo
bueno y lo malo, y por eso consideramos a los animales inocentes; sus
impulsos obedecen a las elementales motivaciones de la supervivencia y
la progenie: no les exigimos, como hacemos con nuestros congéneres y
con nosotros mismos, que actúen según un código deontológico. ¿Por
qué con nosotros es distinto? ¿Por qué no considerarnos (y hay quien lo

35
ha hecho) un animal más, y entender nuestros actos como meras
apuestas a nuestro favor? ¿Por qué nosotros no somos inocentes?

Quienes fundan la esencia humana en algo trascendente (un dios,


un alma, una ley superior) tienen una respuesta fácil a esta pregunta: no
somos inocentes porque se nos ha reservado un destino especial. Somos
los hijos predilectos del Cosmos. Eso conlleva una misión, para la cual
se nos ha dotado de la capacidad de distinguir y el albedrío de actuar en
consecuencia; en definitiva, nuestro destino nos impone una
responsabilidad. Generalmente, el hecho de no asumirla o de no
cumplirla correctamente conlleva un castigo, que en el caso de
religiones como el cristianismo llega a la amenaza más cruel: una
eternidad de incesante dolor.
Los creyentes, además, piensan algo sorprendente: que el mero
hecho de no creer es perverso en sí mismo, y merece su propia condena.
Dante repartía a los paganos entre el Purgatorio y el Infierno, según
desconocieran o negaran el dogma católico. Tal vez haya una razón de
fondo para tal prejuicio: considerar que nada puede sustentar una
verdadera moral fuera de la trascendencia. Algunos célebres ateos,
como Sade, así lo entendieron: puesto que no hay una ley eterna ni un
valedor que la administre, no hay ninguna ley; cada cual es libre de
hacer lo que le plazca, sin más restricciones que las que le impongan los
otros al comportarse del mismo modo.
Sin embargo, esa actitud corresponde a lo que podríamos llamar
“infancia del ateísmo”: como papá no me mira, puedo hacer lo que yo
quiera. Más tarde o más temprano se comprende que una buena vida
no se puede fundar en el capricho, que es en esa libertad inesperada
donde el ser humano se topa con la exigencia de una moral. Desde un
punto de vista meramente práctico, estar expuestos permanentemente a
la lucha de todos contra todos hace insoportable la vida. Hobbes, que
nos concebía así, llegó a la conclusión de que la vida en sociedad solo
sería posible mediante un código: si no nos viene impuesto desde el
cielo por Dios, deberá ser impuesto en el mundo por una autoridad
terrena, el Leviatán de las instituciones con su monopolio de la fuerza.
Rousseau dio un paso más y consideró que podíamos ponernos de
acuerdo, establecer unos compromisos en forma de pacto social. Marx
trazó una matemática de la evolución social, basada en el conflicto
inevitable entre las clases y su necesaria disolución en un futuro en el
que la igualdad permitiría, por fin, la paz colectiva.

Pero, por lo que respecta a nuestro interrogante, ninguno de estos


autores acaba de explicarnos esa cosa extraña que es la naturaleza ética
y moral del ser humano. El hombre es un lobo para el hombre, cierto,
36
pero solo a veces; en otras ocasiones demuestra una sorprendente
capacidad para la solidaridad y el sacrificio por los demás: ¿qué es
entonces lo que le impulsa a querer actuar bien? En cuanto al contrato
social, sin duda basamos nuestro compromiso con los otros en una
expectativa de reciprocidad, pero sabemos que habrá muchas ocasiones
en las que esa expectativa no será satisfecha, que tanto los demás como
nosotros mismos incumpliremos nuestros más solemnes tratados, y
que, del otro lado, incluso en ausencia de contrato la mayoría
seguiremos intentando guiar nuestro comportamiento por un código
que lo avale: ¿por qué lo haremos? Finalmente, hoy nos mostramos
bastante escépticos con la promesa de Marx de una sociedad justa;
hemos comprobado que la división en clases cuenta con medios muy
poderosos para perpetuarse: ¿qué es lo que nos sostiene para seguir
empeñados en reclamar justicia?
Los teóricos del evolucionismo ofrecen su propia respuesta,
cargada de lucidez: procuramos portarnos bien porque a lo largo de la
evolución esa actitud es la que ha obtenido mejores resultados para la
supervivencia, o, al menos, para la perpetuación de nuestros genes
egoístas. Comportarse generosamente (a veces) favorecerá que otros lo
hagan con nosotros en algún momento; cuantos más amigos reales,
menos enemigos potenciales (en promedio). Sacrificarse por la tribu es
dar continuidad a los genes que compartimos con ellos. Los sociólogos
del aprendizaje brindan una explicación complementaria: la conciencia
(en tanto que “sentido moral o ético”, segunda acepción de la RAE
para el vocablo) sería una interiorización de las normas sociales que
favorecen la perpetuación del grupo o de la sociedad a la que
pertenecemos; nos preocupamos por portarnos bien porque ese es el
mejor modo de que los grupos tiendan a la estabilidad. Es el Leviatán
de Hobbes, pero actuando desde dentro de nosotros, en forma de
instinto.
Todos, en fin, tienen razón, pero no acaban de dar cuenta de
nuestra necesidad, cognitiva y emotiva, de ética y de moral. No acaban
de explicar por qué nos importa tanto, de dónde surge esa tendencia a
observarnos y a juzgarnos constantemente a nosotros mismos. Hay algo
urgente, dramático, que nos impele a exigirnos bondad, que necesita
angustiosamente que nos consideremos buenos, que nos interpela desde
el fondo. Aspiramos, o desearíamos aspirar, a lo apropiado. Y nos
pasamos la vida inmersos en el dilema entre esa aspiración y tantas
otras que le llevan la contraria.

37
Simplemente soy así
Yo soy yo y mi circunstancia. Y si no salvo mi circunstancia, no me salvo yo.
José Ortega y Gasset.

“Simplemente soy así, y no lo puedo evitar”. Cuántas veces hemos oído


a gente que escuda actitudes y comportamientos que sabe incorrectos
bajo esa coartada. Embozados detrás de un lema parecido, muchas
personas someten a los demás a caprichos abusivos, empellones e
incluso brutalidades, y lo hacen a un mínimo coste social (el que les
plantee el límite de paciencia de los otros) y ético (el que les dispense el
margen de su conciencia, que ya sabemos que puede ser bastante
elástico).
Hay que reconocer que la excusa de que no podemos evitar ser
como somos tiene su fundamento. Cada cual acarrea, para bien o para
mal, por la vereda que le ha tocado en suerte, muchos factores que no
domina: los cimientos del temperamento, fruto de la lotería genética;
las vivencias acumuladas por la biografía, muchas de las cuales
vinieron impuestas por causas y azares que no podíamos controlar,
sobre todo en la infancia; la sociedad en la que vivimos, con sus cargas
culturales; las exigencias de nuestras responsabilidades con la familia,
con los amigos, con el trabajo, con nuestro propio proyecto. Todos
hemos sido cocinados con unos ingredientes, y moldeados por las
posibilidades que nos ofrece la vida y los límites que nos impone. Hasta
aquí, nadie puede echarnos la culpa por ser como somos, ni por llevar
la mochila con la que cargamos.
Sin embargo, Sartre nos recordó una verdad incómoda: siempre
podemos elegir. “Un hombre es lo que hace con lo que otros hicieron
de él”. En ese punto emerge nuestra ineludible responsabilidad. Si soy
pobre y tengo hambre, se puede comprender que robe una manzana,
pero eso no me hace menos responsable de haberla robado. Robarla fue
el fruto de mi elección, y hay que apresurarse a proclamar, en contra de
Kant, que hice bien, puesto que mi supervivencia (y la de cualquiera)
vale más que el respeto a una ínfima propiedad ajena… siempre y
cuando esa manzana no sea el único alimento del que dispone el otro.
Interesante análisis que dejaremos para otra ocasión, para no perder de
vista el asunto al que íbamos.

38
Tengamos o no razón, sea moralmente buena o mala nuestra
decisión, lo innegable es que en ella siempre existe un margen de
responsabilidad. Incluso cuando somos obligados, chantajeados,
forzados o amenazados, siempre podemos negarnos, y usar como
excusa la fuerza del contexto no vale como coartada definitiva. Es lo
que Sartre llamaba mala fe, algo que le parecía despreciable. En esto, sin
embargo, el filósofo francés se ponía tan fundamentalista como su
predecesor Kant. Acababa guiando su ética según un principio tan
abstracto como el deber objetivo. ¿Qué diferencia hay entre decretar
“actúa siempre según tu deber” y “no actúes nunca de mala fe”? A
veces la vida es demasiado difícil para mirarla a la cara y admitir ante
ella todas nuestras responsabilidades. A veces necesitamos tener algo a
lo que echarle, al menos, una parte de nuestra culpa, o la vida resultaría
demasiado ardua para seguir adelante.
Así que en ocasiones hemos de tolerarnos un cierto grado de mala
fe. Eso no significa que sea bueno, simplemente es humano, lo cual sí
lo hace al menos apreciable, hasta cierto punto. En definitiva, nos
importe o no, hemos de reconocer que estamos jugando sucio. Pero,
por suerte, la mayoría de las veces nuestras elecciones no son tan
dramáticas. Al optar entre una manera cortés o soez de manifestar una
discrepancia, no solemos jugarnos aspectos clave para nuestra vida o
para la ajena. Al preferir hacer un esfuerzo de empatía o bien
despreocuparnos del otro, difícilmente correremos un grave peligro. En
esos casos, la mala fe es solo un instrumento, un modo, como
decíamos, de reducir el coste de nuestro comportamiento.

El sociólogo Helmut Schoeck argumentaba que las sociedades que


creen en la predestinación o el imperio de los dioses son menos
envidiosas que las que enfatizan la libertad del individuo para forjarse
su destino. Si uno cree que está predestinado a tener un coche de
segunda mano, probablemente no odiará a su vecino por tener un
reluciente Mercedes; sencillamente, hay que apechugar. Pero si uno
considera que se merece un coche tan bueno como el del vecino, y que
además podría estar a su alcance, es probable que se sienta muy
frustrado, y puede que encauce esa insatisfacción resolviendo que es el
vecino el que no se lo merece. La mala fe como respuesta a la
frustración. Es obvio que Schoeck era profundamente reaccionario, y
que estaba de parte de los que poseen Mercedes, pero eso no hace
menos acertada su denuncia de la mala fe tras la que se parapetan
muchos (malos) deseos.
La misma mala fe que apuntala nuestras arbitrariedades. Solo que
usada desde el extremo contrario: justificándonos a la sombra de lo que
es supuestamente inevitable. El magnate que contempla al pobre puede
39
encogerse de hombros pensando que así son las cosas, que así es la vida
y él no tiene la culpa de haber caído del lado triunfador. Y del mismo
modo, cada uno de nosotros puede encogerse de hombros después de
insultar o molestar con una salida de tono a quienes le rodean. Así son
las cosas. Así soy yo. Los demás, que apechuguen.

Pero lo cierto, lo que esas fórmulas nos permiten disfrazar de


fatalismo, es que las cosas son así porque así lo hemos decidido, y una
elección distinta habría comportado que fuesen de otra manera. El
pudiente se ha aprovechado de una sociedad en la que solo el dinero
hace más dinero, a costa de apropiarse de una parte del trabajo ajeno; el
rico vive del pobre, y en cierto modo es rico precisamente porque hay
muchos que son pobres. No puede negar esa complicidad, no puede
refugiarse detrás de la suerte, el destino o sus dotes superiores.
Lo mismo cabe decirles a quienes nos amarguen la vida. El
insolente, el cínico, el maltratador, el cruel, someten a los demás a su
capricho (aprovechando que se lo permiten); viven de su temor o su
sumisión; ejercen un poder, en el peor de los sentidos, porque es un
poder espurio, un poder tejido de la debilidad ajena. ¿Simplemente son
así? Rebelémonos contra ese fatalismo de feria; hagamos que se vean
obligados a ser de otra manera.

40
Somos como somos (y cada vez más)
Si su vida cotidiana le parece pobre, no se queje de ella; quéjese de usted mismo, dígase que no
es bastante poeta como para conjurar sus riquezas. R. M. Rilke.

Todos creemos conocernos con bastante precisión. Nos tratamos a


nosotros mismos como a seres que cuentan con una personalidad o un
carácter, es decir, un conjunto de rasgos más o menos consistentes y
persistentes. Todos nos sentimos capaces de afirmar cómo somos, y al
hacerlo estamos convencidos de estar hablando de algo realmente
existente. “Yo soy desordenado, y soy optimista, yo soy susceptible…”
Sin embargo, ¿y si esos “yo soy” carecieran de la solidez que solemos
atribuirles? ¿Y si fuesen meras conclusiones provisionales, a partir de lo
que nos hemos visto hacer a veces? ¿Realmente existe algo a lo que
podemos llamar personalidad, que nos antecede y nos define? ¿O más
bien es un esquema sobre nosotros mismos que construimos,
reconstruimos y siempre insistimos en confirmar con nuestros actos? Si
el recuerdo, como sugieren los psicólogos, es una recreación del
pasado, ¿resultará que la memoria es performativa, o sea, que nos
configura al escribirse? Al declarar que soy desordenado, ¿no me estaré
convirtiendo en desordenado? Al considerarme susceptible, ¿no estaré
promoviendo mi susceptibilidad? ¿Serán nuestras convicciones, en
realidad, confirmaciones de nuestras creencias?
“La existencia precede a la esencia”, afirmó Sartre en una célebre
máxima. Los actos crean al individuo, y no al revés. O no solo al revés:
habría que pensar en una permanente realimentación entre la idea que
tenemos de nosotros mismos y lo que hacemos. Cada vez que actuamos
en una dirección, nos estamos definiendo en esa dirección y en ese
modo de actuar. Los conceptos que establecemos al observarnos y al
expresarnos cobran entidad por sí mismos a nuestros ojos, se convierten
en convicciones, y entonces ejercen su propio poder sobre los actos
ulteriores. Se podría decir que nos vamos esculpiendo en una especie de
bucle, en el que actos e ideas tienden a confirmarse entre sí y a resultar
(o parecer) cada vez más consolidados. Cada día que mi casa está
desordenada me convence más de que el desorden forma parte de mí, a
la vez que hace más probable que continúe así, y más difícil que mi
voluntad lo transforme (puesto que tendrá más realidad, más facticidad a
la que oponerse). Cada vez que reacciono con emociones
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desproporcionadas a los más pequeños sucesos de la vida, facilito que
la próxima reacción sea igual de exagerada o más; total, así es como
soy.

Una de las teorías más brillantes de la psicología es la que su


creador, Leon Festinger, llamó disonancia cognitiva. Bajo una
denominación tan retórica se esconde una verdad a la vez sencilla y
olvidada: tendemos a procurar que los diversos ámbitos de nuestra vida
no sean contradictorios; evitamos la disonancia ―palabra que alude a lo
que nos “suena mal”, lo que rompe la armonía―. Se dirá que esto es de
sentido común: si para mí es importante ser sincero, lo lógico es que me
esfuerce en mentir lo menos posible; si mi objetivo es una vida
acomodada, es comprensible que administre bien mi dinero. Sí, es de
sentido común, pero la motivación humana no se guía, en su mayor
parte, por la lógica. A menudo somos contradictorios, muy a nuestro
pesar (o no); a menudo nos comportamos de un modo estúpido o
incoherente. Lo interesante es que tal vez esas incoherencias tengan su
propio sentido oculto, dentro de cuyo marco resultan muy coherentes.
Lo interesante es que, muchas veces, si nos esforzamos por ser
coherentes no es porque optemos por el sentido común, sino porque
tenemos una necesidad profunda de ello. Lo interesante es que a
menudo ponemos la coherencia por encima de la lucidez.
Hay muchos niveles de coherencia, y a veces entran en conflicto.
Comportarme de modo consecuente con mi principio de sinceridad
podría hacerme inconsecuente con mi principio de supervivencia, si
admito mis debilidades. ¿Qué primará entonces? Es de esperar que
prime casi siempre la supervivencia sobre la sinceridad. Pero, entonces,
¿qué hago con la contradicción entre mi imagen de mí mismo como
persona sincera y mis actos de mentiroso? La teoría de la disonancia de
Festinger predice que esa contradicción me hará sentir incómodo, y que
procuraré pensar y hacer cosas que suavicen de algún modo ese
malestar. Tal vez me justifique: “no tuve más remedio”; y de ese modo
me mienta, ahora a mí mismo. Quizá le eche la culpa a los demás: “Si
no fuera por ese tipo que me amenazaba…” Pero también puedo hacer
otra cosa: quitarle hierro, y de ese modo cambiar mi opinión: “Mentir
no tiene tanta importancia. Es normal. Todo el mundo miente”. En tal
caso, haber mentido una vez lo hará más probable en la siguiente
ocasión. Poco a poco, podría llegar a abandonar mi principio de
sinceridad, desechándolo como algo inoportuno, inútil, incluso
erróneo. Aquí cobra pleno sentido aquel viejo refrán: “Si no vives como
piensas, acabarás pensando como vives”. Porque la vida va primero; la
existencia precede a la esencia.

42
Muchos de nuestros rasgos deben ser el resultado de este bucle que
tiende a confirmarnos a nosotros mismos. Si me considero atractivo,
será más probable que cuide mi aspecto, que me desenvuelva con
seguridad entre las mujeres: comportarme como persona atractiva hará
más probable que así se me considere, y esa valoración ajena reafirmará
mi convicción. De igual modo, si lo único que recibo (o creo recibir)
son reproches y reprimendas, es probable que acabe creyendo que las
merezco, y esa creencia hará que desista de merecer halagos, y que me
comporte en consecuencia. En cierto modo, estamos atrapados en la
valoración ajena y en el autoconcepto que concluimos de ella; ambas
cosas quieren ajustarse, como las piezas de un puzle. La disonancia
cognitiva es implacable. El que protesta por todo acabará siendo
quejoso, y el quejoso encontrará siempre ocasiones para protestar. El
optimista verá oportunidades y por eso las encontrará; el depresivo solo
atenderá a las circunstancias que confirmen su abatimiento. Somos
como somos, y, si no hacemos un esfuerzo deliberado por cambiarnos,
cada día lo somos más.

43
La más violenta de las cóleras
¿Cómo preferiría Nietzsche que afrontásemos nuestros reveses? Sin dejar de creer en lo que
deseamos, incluso cuando aún no sea nuestro y acaso no llegue jamás a serlo... Luchó duro
para ser feliz pero, allí donde no logró triunfar, no se volvió contra aquello a lo que una vez
aspirara. Se mantuvo fiel a lo que se ofrecía a sus ojos como la característica fundamental de
un ser humano noble: ser alguien que “no niega ya”. Alain de Botton

En uno de los cuentos tradicionales que recoge Jean-Claude Carrière en


su logrado libro El círculo de los mentirosos, leo una frase que me
sobrecoge: “Era presa de la más violenta de las cóleras, que es la cólera
contra uno mismo”.
Carrière titula el cuento “El hombre con barba”, y es una alegoría
de la violencia sutil y a la vez brutal con que el ego puede ensañarse
con nuestra parte más inocente. Tras la muerte de su hijo, un hombre se
retira al desierto y dedica todas sus horas a encontrarle sentido a esa
terrible desgracia. Un pájaro escucha su historia y, riendo, le dice que
no encuentra la respuesta porque solo piensa en su barba. El ermitaño
se ensaña entonces con la barba y se la arranca a mechones. Pero el
pájaro no parece conmoverse ante esa violencia, y sigue riendo. “¿Por
qué te ríes?”, pregunta el ermitaño con el rostro sanguinolento. Y el
pájaro replica: “¡Porque sigues sin pensar en otra cosa que en tu barba!”
El relato admite muchas lecturas, pero todas ellas tienen que ver
con un ego desbocado, un ego que nubla nuestra mente en su
obstinación, y que nos somete a la violencia de sus ambiciones. ¿Cómo
podría ser de otra manera? Al fin y al cabo, el ego se sostiene
precisamente en esas terquedades absurdas, convirtiendo en víctimas a
todos los que encuentra a su alrededor, pero en primer lugar a nosotros
mismos, que somos los que le quedamos más cerca. “La más violenta
de las cóleras”. El ego nos convierte en seres ciegos que no pueden ver
más allá de sí mismos, atormentados porque se hallan prisioneros de la
desesperación por alimentarlo. El ego nos corta las alas, nos roba la
inocencia y la alegría, nos envuelve en una sed insaciable y una
amargura insuperable; nos roba los sueños, malogra las querencias,
corta con hachazos sombríos el manto de luz que quiere envolvernos.

El ermitaño hace mal en tomarse tan en serio lo que le dice el


pájaro. Habría tenido que reírse con él. La barba era solo una metáfora.

44
Pero ese hombre obcecado en su dolor es incapaz de reír; de reírse de sí
mismo, de su barba, de su retiro en el desierto, de su loca pretensión de
encontrar sentido a los sufrimientos que nos reserva la vida. El
sufrimiento no tiene sentido, es solo la misma vida que a veces nos
llena de gozo, cuando nos lleva la contraria. Si nos trae placer, la
bendecimos y nos entregamos a ella sin reparo; lo mismo deberíamos
hacer cuando nos trae dolor, no porque estemos de parte del dolor, sino
porque comprendemos que ahí está y siempre estará, como la sombra
acompaña a la luz y como no hay altura sin profundidad…
El ermitaño no quiere sufrir; nadie quiere. Desdeña el sufrimiento:
todos lo hacemos. Desearía redimirse: todos lo deseamos. No
juzgaremos la desesperación del ermitaño: perdió a su hijo, y
difícilmente podemos concebir un padecimiento más grande. Tan
grande que justificaría, incluso, el suicidio. Ningún padre, ninguna
madre pueden concebir el mundo sin sus hijos. Pero el pájaro acierta: el
ermitaño, en su retiro ofuscado, no está pensando en su hijo perdido;
no está inmerso en un pantano de dolor, sino de rabia. El ermitaño ha
declarado la guerra al universo que lo ha traicionado. Al comprobar
que el mundo no responde a sus expectativas, se rebela contra él; y lo
hace con lo que tiene más a mano: su propia vida, su propia lucidez.
¿Por qué el mundo debería ser como queremos? ¿Por qué debería
responder a nuestras esperanzas? ¿Por qué tendría que velar por nuestra
alegría? ¿Por qué debería recompensar nuestros esfuerzos? Esa es una
fantasía infantil, la fantasía del niño que lo espera todo de su madre. Y
que se indigna cuando los demás no hacen lo que él quiere: al fin y al
cabo, se supone que están ahí para satisfacerle. Todos somos bastante
infantiles cuando se trata de esperar cosas de la vida. Quizá por eso
inventamos a Dios: para tener alguien de quien esperarlo todo, y con
quien enojarnos cuando nos lo niega. En la tragedia de Pushkin Mozart
y Salieri, este se declara enemigo de un Dios que no ha sabido premiar
su fervor y compensar su entrega. No hay peor conjura que la del
devoto. La esperanza nos hace a menudo desalmados, y siempre
patéticos.

He conocido a personas que se envolvieron en un manto de dolor


y levantaron allí su fortaleza. Y desde entonces vivieron contra el
mundo, ese mundo que les había decepcionado. No les faltaba razón
para el dolor ―habían perdido a hijos, a padres; habían sido
maltratados en su infancia, o en su matrimonio, o en su vida entera―,
pero la perdieron al convertir el sufrimiento en sinrazón. El dolor puede
ser un pozo, una losa, una espada que nos parte en dos, una ola que se
lo lleva todo y nos convierte en muertos vivientes. Se puede morir de
dolor, y esa muerte, que en sí es absurda, funda el mayor de los
45
sentidos. Pero si nos ponemos de parte del dolor, si lo usamos como
acicate para nuestro afán, lo estamos pervirtiendo, y a nosotros con él.
Lo estamos proclamando coartada de nuestras arbitrariedades, de esa
ira que simbólicamente volcamos sobre todas las cosas al lanzarla
contra nosotros mismos. En definitiva, no estamos afrontando el dolor,
seguimos huyendo de él, pero asegurándonos que no deje de
perseguirnos; no estamos, en el fondo, proclamándonos sus enemigos,
sino sus cómplices, sus esbirros, que lo levantan como a un ídolo atroz.
En esa obcecación hay mala fe, en el sentido de trampa que le daba
Sartre.
¿Cuánta ira no habrá, pongamos por caso, en un depresivo? Basta
acercarse a él para notar la sacudida de una rabia que se nos clava
desde todos sus poros. Una rabia que, al ensañarse consigo mismo, está
agrediendo al mundo, a la vida; está negando la alegría al universo
entero, puesto que le fue negada a él. Naturalmente, no lo sabe, o al
menos no del todo, no con la claridad de los actos deliberados. Su
guerra universal se expresa en forma de lamento, y eso la hace más
devastadora que cualquier ataque. El depresivo, tal vez, se curaría si
consiguiera gritar, y renegar, y aguijonear a diestro y siniestro. De
hecho, lo hace a menudo, pero bajo el disimulo del reproche. Nadie le
atiende, nadie le quiere, nadie puede comprender su dolor que siempre
es más grande que el de los otros. Difícilmente puede concebirse una
fusión más perfecta de víctima y verdugo: el depresivo logra ser una
cosa llevando al extremo la otra. Por eso consigue desconcertarnos, y
seguir engañándose a sí mismo.
Porque ante todo es víctima; todos los somos. La vida es difícil, el
dolor ineludible. “Misericordia para todos”, pide Comte-Sponville. Sí.
Pero la compasión no debería hacernos ciegos, ni cómplices. El
depresivo cultiva una versión exquisita de mal, y por eso sufre y sufrirá
lo indecible. Y hará sufrir. “Debes haber hecho sufrir mucho”, me
espetó alguien al escuchar mis lamentos. Acertaba de lleno, y eso
habría sido una virtud si hubiera salido de sus labios embebido de
compasión; lanzado como reproche, se quedó en mera obviedad feroz:
¿quién no ha hecho sufrir mucho?
Sí, yo he sido y soy a veces depresivo, yo me he sometido a las
peores crueldades para que el universo recibiera algún daño como
respuesta al suyo. Yo he sido y soy presa de la más violenta de las
cóleras. Por eso me urge denunciarla.

46
El mejor de Star Wars
Para comprender a alguien tenemos que sentir como él, sufrir como él y disfrutar como él o
ella disfrutan. Thich Nhat Hanh.

En los paseos por las campiñas que rodean mi pueblo, suelo cruzarme a
mucha gente. La ruta discurre plácidamente entre olivares y almendros,
y sus repechos son llevaderos incluso para los que no vamos sobrados
de forma física. Es un camino tan transitado que popularmente se le
conoce como “la ruta del colesterol”. Saludo a un grupo de parejas (ya
maduritas) que caminan con sus hijos, y escucho a un niño de unos seis
o siete años, que le pregunta a su padre:
—Papá, ¿quién es el mejor de Star Wars?
El padre reflexiona unos instantes y le contesta:
—Las mejores son las señoras de la limpieza.
—¿Salen señoras de la limpieza? —replica el niño, desconcertado.
Ya se han alejado un poco, pero distingo las palabras del padre.
—No, ellas no salen. Pero cuando acaban las batallas y todos los
actores se van a su casa, las señoras de la limpieza son las que ponen
orden en el estropicio que han dejado.
Continúo mi camino, encandilado. Eso es filosofía. Eso es
educación.

Nuestro mundo impecable, el escenario en el que representamos


las comedias y las tragedias cotidianas de nuestra vida, nos parece algo
natural que se da por sí mismo. Casi siempre olvidamos que no es así,
que si disfrutamos de un cierto confort, si nuestro lugar de trabajo está
limpio y los aseos funcionan, si los detritos que generamos no se nos
amontonan a la puerta de casa ni corren por la calle aguas malolientes
como sucedía antaño, es porque un ejército invisible interviene cuando
nos marchamos, y lo pone todo en su sitio, y arregla nuestros
estropicios, y hace que funcionen las cosas que usamos. ¿Qué sería de
nosotros sin esos discretos celadores, sin su trabajo duro y casi siempre
mal pagado? Tiene razón ese padre tan lúcido: son los mejores.
A mí los que se dedican a estos servicios de limpieza y
mantenimiento me recuerdan al personaje del farolero de El principito.
Fiel cumplidor de su deber, mecánico ejecutor de la consigna a pesar de
que esta se haya vuelto superflua y fatigosa. “Resulta que ahora el
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planeta da una vuelta cada minuto… Ya no tengo ni un segundo de
descanso, enciendo y apago el farol cada minuto”. Su disciplina ciega
se nos antoja necia. Pero el Principito sabe recordarnos cuánto tiene de
poesía: “Cuando enciende su farol es como si hiciera nacer una estrella
o una flor. Cuando apaga su farol hace dormir a la flor o a la estrella.
Por eso su ocupación es hermosa”. Y al emprender la marcha,
melancólico, medita que “era el único que no le había parecido
ridículo; posiblemente porque se ocupaba de algo más que de sí
mismo”.

En mi escuela, dos señoras de la limpieza empiezan a empujar su


carro con bayetas, mopas y recogedores poco antes de que se vayan los
niños. Y se quedan allí, saludando amables a todos los que nos vamos
marchando, cumpliendo su trabajo imprescindible hasta las nueve y
media de la noche. Y al día siguiente regresan temprano a terminar, nos
dan los buenos días, con una sonrisa, a medida que entramos los
maestros, sumidos en los últimos detalles de las clases que están a
punto de empezar… No creo que reparemos mucho en su presencia, y
estoy casi seguro de que muchos niños ni siquiera las ven. Los niños tal
vez piensen que las aulas se limpian solas; o quizá consideren a las
señoras de la limpieza como los duendes del cuento del zapatero, que le
cosían los zapatos por la noche: una presencia misteriosa que actúa en
la trastienda de la vida, como la fuerza que hace crecer las plantas o que
hace salir el sol por las mañanas. Me he encontrado a más de un
alumno que, cuando le llamaba la atención por tirar un papel al suelo,
me replicaba: “Para eso están las señoras de la limpieza”. Los padres de
esos alumnos, que les han enseñado a pensar así, probablemente no las
considerarían lo mejor de Star Wars.
En un bello poema, Bertolt Brecht nos recuerda que los
trabajadores no suelen salir en los libros, aunque hayan sido ellos los
que en realidad han hecho la Historia con sus esfuerzos anónimos.
“¿Arrastraron los reyes los grandes bloques de piedra? … La noche en
que fue terminada la Muralla china, ¿adónde fueron los albañiles? …
El joven Alejandro conquistó la India. ¿El sólo? César venció a los
galos. ¿No llevaba consigo ni siquiera un cocinero? Felipe II lloró al
hundirse su flota. ¿No lloró nadie más?” Cuando leo las hazañas de los
grandes de la Historia, no puedo evitar preguntarme qué estarían
haciendo mis humildes antepasados en ese momento. ¿Sería alguno de
ellos sirviente de un conde? ¿Se hundiría alguno malherido en
Trafalgar? ¿Estarían partiéndose el espinazo arando los terrones
resecos, o golpeando, como mis abuelos, el hierro en la fragua, o
fregando, como mi abuela, los suelos de alguna casa de gente bien?

48
Frente a la dureza de su vida, yo soy un privilegiado. Eso me da un
poco de vergüenza. Es lo menos que les puedo dedicar.

Nos hemos acostumbrado a ser servidos, a que la Madre Sociedad


provea de todo lo necesario para nuestro bienestar. Damos por
sobreentendido que ese bienestar es fruto del trabajo de muchos, y no
solo no lo valoramos, sino que además nos indignamos cuando no se
nos ofrece bien hecho. Encontramos el suelo un poco sucio y no se nos
ocurre pensar que tal vez ese día la señora de la limpieza tenía dolor de
espalda, o se le presentó más trabajo del habitual en la clase que un
maestro dejó más descuidada de la cuenta. Lo mismo hacíamos con
nuestras madres de pequeños: si la comida no estaba en la mesa, o si
había verdura para comer, solo se nos ocurría protestar. ¡Qué deprisa
nos acostumbramos a ser servidos, y cuánto nos cuesta pensar que a
veces deberíamos colaborar, o ser nosotros los que sirvamos! Todos
llevamos dentro a un pequeño dictador que no se bajará del pedestal
mientras no le obliguen, y por eso es necesario que se nos eduque. Para
que así emerja ese Principito que también llevamos dentro, el que es
capaz de descubrir el mérito y la poesía de los que trabajan para todos.
Para que desarrollemos ese valor tan escaso, tan improbable, tan
necesario, que es la empatía.
Hacen falta muchos padres que consideren que las mejores de Star
Wars son las señoras de la limpieza. Porque hay que tener presente el
valor de las cosas. Y para no renunciar a que algún día todos podamos
disfrutar de la vida en plano de igualdad. Para que nadie tenga que
trabajar si le duele la espalda. Para que haya también quien nos cuide
cuando no podamos limpiar nuestra casa.

49
Simpatías y antipatías
Después del amor, la simpatía es la pasión divina del corazón humano.
Edmund Burke

Aceptar que hay gente a la que no le caigo bien, a la que nunca caeré
bien por más que haga por conseguirlo, ha sido una de las lecciones
más difíciles para mi ego. “Yo sé que hay gente que me quiere, yo sé
que hay gente que no me quiere”, canta Silvio Rodríguez con lúcida
melancolía, y esa es una divisa que tengo que repetirme a veces para
recordarme que jamás conseguiré que me quiera todo el mundo.
Digo que no me fue fácil, y que a estas alturas, a veces, sigue sin
serlo. De algún modo un tanto mítico y arrogante, uno desearía ser
querido por todos. Es uno de esos sedimentos de la infancia que nos
acompañan toda la vida, como el eco de una aspiración profunda e
imposible. Porque si algo enseña la vida es cuánta gente con la que nos
cruzamos no nos da precisamente la bienvenida, con cuántas personas
los encuentros son tropiezos o incluso verdaderas colisiones; a cambio,
la vida también nos enseña a encajarlos cada vez con mayor
naturalidad, a aceptarlos sin demasiado conflicto interno; en definitiva,
a admitir que así son las cosas, que incluso es probable que ni siquiera
merezcamos que todos nos aprecien. Aprendemos entonces a
frecuentar a esos prójimos lo menos posible, evitando así la
incomodidad que nos produce su evidente rechazo, el malestar de
reconocer que no somos queridos, y procuramos olvidarlos aprisa, o
convivir con ellos como si no estuvieran del todo.
Admitir que no todos nos quieran, y que muchos no nos quieran
como desearíamos, es un gran paso en el largo camino de
desmantelamiento de nuestro ego, de su hibris que le impulsa a
apropiarse de todo, incluido el cariño universal. No, no todo nos ama
ni puede amarnos en el vasto universo, y tampoco lo merecemos, tan
carentes y agrietados como somos; en realidad, para la mayoría somos
indiferentes, y esa escasez del amor y de la estima es lo que los hace tan
valiosos.

¿Por qué a veces es tan fácil entenderse y complementarse, sin que


apenas cueste trabajo? ¿Por qué otras, en cambio, ningún gesto puede
conquistarlo? En puridad, ¿se puede merecer la estima, como se merece
50
el respeto, la confianza o la gratitud? Cualquier cosa que hagamos por
ganarla sabe a artificio, y eso apunta a que se trata de un don. Se habla
de “tener buena química” para expresar que dos personas se avienen.
Goethe, demasiado técnico, lo llamó afinidades electivas, y lo convirtió
en el áspero título de una dramática novela de amores difíciles. Todos
hemos tenido oportunidad de sentir esas afinidades, a veces suaves
como una dulce brisa y a veces irresistibles como un vendaval; hay
quien nos es grato y quien nos atrae violentamente, con un magnetismo
irredento. Del mismo modo que hay enamoramientos súbitos, también
hay amistades o al menos atracciones repentinas, incontestables:
sencillamente, parecemos estar hechos para encajar mutuamente, como
dos piezas de un puzle, y la confluencia es algo que fluye por sí mismo,
como un influjo divino superior a nuestra voluntad.
Montaigne nos habló profusamente de la devoción que le inspiraba
el gran amigo de su vida, su alma gemela, su cómplice en el espíritu,
Étienne de la Boétie. Se conocieron al coincidir en una fiesta, y nada
más empezar a hablar se sintieron “tan seducidos el uno por el otro, tan
bien avenidos, tan ligados entre sí”, que desde ese momento se
convirtieron en inseparables. El autor de los Ensayos consideraba
aquella amistad “tan entera y tan perfecta que difícilmente se habrá
leído algo semejante… Tantas coincidencias se requieren para
construirla, que sería mucho si se diera la fortuna una vez cada tres
siglos”. Todos hemos sentido complicidades así, quizá no tan literarias,
pero no menos entusiastas. Son ese amor que los griegos llamaron
philia, y que consideraban superior a eros, el amor apasionado, porque
tenía que ver con el sentimiento, tan puro, tan sosegado, tan generoso
de la camaradería y la fidelidad mutua.
Yo he tenido grandes amigos, verdaderos compañeros de viaje con
los que he compartido paseos, confidencias, frescas charlas sin más
objeto que acompañarse y darse mutuo cobijo. Yo he tenido amigos en
cuya mirada limpia he podido contemplarme como en las aguas de un
arroyo, sintiendo que se me veía y se me reconocía, y que el mundo, a
través de aquella presencia, me consideraba valioso por mí mismo, sin
necesidad de dar ninguna medida. Amigos que han pedido poco y que
han dado mucho, con los que, después de meses sin vernos, no
asomaba ningún atisbo de extrañeza, y la última palabra dicha aún
resonaba en el aire y daba pie a la primera del nuevo encuentro.
Amigos a los que no había que explicar mucho para que entendieran, y
que se limitaban a respetar lo que no compartían. A veces alienta una
extraña unión en la diferencia.
Es cierto que, aunque tales compañías parecen gratuitas, nunca lo
son del todo, y eso también lo enseñan los años. Eso no les quita
mérito, pero es importante que comprendamos que incluso en esa
51
limpidez se esconde siempre la fragilidad de todo lo humano. “No dejes
que crezca la hierba en el camino del amigo”, dice el refrán. Las
personas cambiamos, cambian las circunstancias, y el vendaval de la
vida trae nuevas presencias y se lleva otras. Algunas las perdemos por
cuidarlas poco, por dejar que crezca la hierba; a veces no hay perdón
para ese descuido, pero en otras ocasiones quizá deba ser así. Con
algunos amigos me ha sucedido que, sencillamente, había pasado el
tiempo de la amistad. En otros casos, ni siquiera la vorágine del tiempo
se los ha llevado, y han permanecido para toda la vida, incluso cuando
las distancias han sido grandes, como hermanos del alma o partes
indivisibles de nosotros.

Así que las amistades tienen algo de don y algo de tarea, como
sucede con todo lo valioso. Y lo mismo sucede con los meros aprecios,
las simpatías cotidianas que, aunque más superficiales, no deberíamos
despreciar, porque forman el tapiz de los afectos de nuestras jornadas,
la liviana sustancia en la que se dibujan nuestros días. Los vecinos, el
señor que nos pone el café en el bar o la dependienta de la panadería
con la que intercambiamos una sonrisa, los compañeros de trabajo, hay
muchas presencias que configuran el escenario de nuestra vida. Es
importante que florezcan afabilidad y abrigo en esos leves intercambios,
sobre todo si nuestra existencia es más bien solitaria, porque son ellos
los que marcan la diferencia entre un devenir grato o desolado.
En esos entornos obligados, tenemos necesidad de simpatías y
complicidades. Hay que ganarlas. Hay que cultivarlas con esmero, con
paciencia, con tolerancia, con magnanimidad. Y hacerlo sinceramente,
no como un mero gesto interesado, sino como una apuesta
comprometida con lo humano. También se puede amar por convicción,
es lo que los griegos llamaban ágape y pragma. Ágape es el amor
desinteresado y universal, el afecto sinceramente conmovido por la
aventura humana; la estima basada en la solidaridad y en la conciencia
de lo que nos une; se parece a lo que los budistas llaman bodichita.
Pragma es aún más suave y más maduro: es el aprecio que da el mutuo
reconocimiento, el tiempo pasado juntos, la conciencia de lo que nos
une. Los demás son molestos a menudo; los demás son egoístas,
ridículos, histriónicos, groseros; pero no más que nosotros: ¿quién se
soporta a sí mismo todos los minutos del día? ¿Quién se atreverá, por
indignado que se sienta ante la conducta de otro, a negarle su condición
de ser mortal que persigue una felicidad que le rehúye, igual que uno?
La solidaridad que surge de la empatía ayuda mucho a tolerar, a
perdonar, a dejar que la gente viva en paz con la tarea de sus deseos y
sus defectos, que no es poca tarea. A veces, la mejor manera de
aligerarla es una sonrisa. ¿Por qué escatimarla, incluso cuando nos la
52
niegan a nosotros? Hay una sutil dignidad en devolver sonrisas por
exabruptos; no sabemos si nuestra afabilidad hará mella en el otro, pero
seguro que lo hace en nosotros. A la larga, el amable gana. Al menos
en salud.

Siguiendo la terminología spinoziana, la simpatía es una alegría, y


la antipatía es una tristeza. La primera —tanto recibirla como
ofrecerla— nos da fuerzas y luz, nos reconforta, nos hace flexibles al
viento, aligera el peso de la existencia y la convierte en juego como una
danza, nos ayuda a no sentirnos solos en las adversidades. La segunda,
por poco que nos importe la persona, siempre nos deja un regusto
amargo, nos hace sentirnos más pequeños y envarados, más cerrados
en nosotros mismos, y emborrona el paisaje. Ambas, decíamos, son
inevitables y en buena parte gratuitas, tienen su magia y su misterio, y
hay que aceptarlas y honrarlas.
Pero, si podemos elegir, estaremos del lado de la simpatía; porque
nos une, porque lima las asperezas cotidianas, porque hace que el
entorno resulte más llevadero, más blando, más acogedor. Guerras, las
mínimas: bastante guerra es sobrevivir, bastante guerra es el propio
tiempo, como escribió Lope. A veces, sí, son inevitables, o al menos
obligadas; que no sea porque no hayamos intentado evitarlas. Y
aprendamos a no obcecarnos demasiado en ellas, ni en las antipatías
que sentimos ni en las que otros nos dedican. Como dicen los budistas,
ningún enemigo vale lo que nuestra paz interior.

53
Hablar claro
Acostúmbrate a escuchar con la mayor atención lo que se te dice, y, hasta donde es
posible, a penetrar en la mente del que habla. Marco Aurelio.

“Pide lo que quieras, pero no lo exijas”, sugiere un conocido libro de


autoayuda como principio para una buena comunicación. Parece
razonable. ¿Por qué nos cuestan tanto comunicarnos, y aun más pedir?
¿Por qué es tan difícil hablar claro, expresar lo que sentimos y
pensamos abiertamente? ¿Y por qué, cuando por fin nos animamos a
exponer nuestros deseos, nos frustra tanto el hecho natural de que
muchas veces el mundo no esté dispuesto a respondernos? ¿Será que,
como en tantas otras cosas, la lógica y la vida tienen poco que ver?
No cabe duda de que hablando claro nos ahorraríamos muchas de
las confusiones que hacen tan endiabladamente enrevesada la
convivencia. Para quien pide o expone, hacerlo es una liberación; para
quien es requerido, conocer lo que el otro espera de él es saber a qué
atenerse. Al compartir nuestra opinión invitamos al otro a esa
ceremonia de transparencia que es recibir a cambio la suya. Así,
supuestamente, estaríamos recorriendo el camino más corto entre el
deseo y el mundo, lleve a donde lleve. En caso de que se nos responda
positivamente, habríamos ido directos a la satisfacción, en lugar de
darle mil vueltas angustiosas a la incertidumbre. Y si se nos ha de negar
lo que queremos, saberlo cuanto antes es un ahorro de esfuerzo, de
tiempo, de intentos perdidos que nos van sumando frustración. Desde
el punto de vista ético, al pragmatismo se añade un plus de valor: la
sinceridad, que es a la vez generosidad y valentía. Hablar claro,
probablemente, nos hace mejores y más dignos de confianza.
Sin embargo, el teatro de la vida humana, lamentablemente, es
mucho más complejo, y en él se juegan ganancias y pérdidas que poco
tienen que ver con ese intercambio prístino que han querido ver los
sociólogos racionalistas. El escenario humano se caracteriza por la
escasez, y eso lo condiciona todo. Escasos de recursos, escasos de
amor; nuestro estatus entre los demás es inestable, nuestra autoestima
es frágil. Somos contradictorios, somos cambiantes, y sin duda somos
diferentes de los que nos rodean. A veces nos queremos, a veces nos
odiamos, y nos necesitamos unos a otros siempre: ignoramos qué harán
con nosotros cuando nos crucemos en el camino de las necesidades
54
ajenas. A veces hay que seducir, o presionar, o competir. Eso hace que
cada paso implique un riesgo, o muchos: lo imprevisible, lo irremisible.
Puesto que hay tanto en juego, y que lo predominante es la
incertidumbre, se comprende que casi siempre lo prioritario no sea
optimizar los beneficios, sino minimizar las pérdidas; preferimos no
ganar a perder, defendernos a exponernos.

Los resultados en experimentos con el dilema del prisionero


confirman esa tendencia. A la hora de colaborar, si hay riesgo,
preferimos ser conservadores: no está claro si el otro colaborará o
procurará salir mejor parado a costa nuestra. Por eso, la mayoría de la
gente opta por minimizar el riesgo, y confiesa. Con suerte, si el otro no
confiesa, nuestra ganancia será total: él tendrá la pena máxima, y
nosotros quedaremos ilesos. En el peor de los casos, si el otro también
confiesa, ambos tendremos que pagar una pena, pero no será la pena
máxima para ninguno. Si fuésemos más colaboradores y nadie
confesara, la pena de los dos sería mínima; pero, ¿quién nos asegura
que el otro se arriesgará a que nosotros tengamos la buena intención de
colaborar, dado que nosotros no esperamos esa bondad de él?
Hablar claro se parece al juego del prisionero: si ambos somos
sinceros y transparentes, si ambos reconocemos en el otro el derecho a
exponer abiertamente lo que quiere o lo que opina, si ambos estamos
dispuestos a escuchar y a ceder para llegar al punto que más nos
conviene a los dos, entonces hablar claro nos hace ganar a todos. Pero
hay demasiadas incertidumbres acerca del otro, y no solo por lo que no
sabemos de él, sino por su propia complejidad intrínseca: el otro no es
nunca uno solo, es muchos en uno, a veces contradictorios, y siempre
cambiantes. Si lo conocemos, podemos prever un determinado
comportamiento, pero hasta cierto punto: ¿quién nos asegura que hoy,
o en este tema, no se mostrará distinto? ¿Hasta qué punto un conflicto
de intereses no lo hará cambiar? ¿Hasta qué punto esa cosa
desconcertante que son los sentimientos no tomará hoy las riendas,
relegando al sentido común? ¿Y si hay motivaciones dormidas que de
repente se convierten en prioritarias? ¿Y si nuestra propia intervención
no es bien comprendida o bien recibida?
Por eso no tenemos más remedio que mantenernos cautos.
Tanteamos, ponemos a prueba. En lugar de decirle a nuestra pareja:
“Me gustaría ir al cine”, decimos: “Hace tiempo que no vamos al cine”,
y comprobamos la respuesta. Si se muestra receptivo, tal vez nos
atrevamos a expresar más claramente nuestra propuesta. Pero resulta
que nuestro propio tanteo puede entenderse mal: por ejemplo, como un
reproche. Entonces, el otro se pone en guardia y nos replica: “Fuimos
hace dos semanas, no sé de qué te quejas”. Eso nos ofende, y
55
devolvemos otro ataque: “Siempre ves quejas en todo lo que te digo”.
La interacción ya trata de otro tema, que nada tiene que ver con
nuestro deseo de ir al cine; se ha desviado hacia nuestras querellas
silenciosas, nuestros pequeños rencores, nuestras insidiosas
frustraciones. Hemos abierto una lucha donde se mantenía una paz
relativa ―tal vez tensa, pero quizá, también suficiente―. El sociólogo
Georg Simmel veía estas refriegas cotidianas como algo natural e
incluso sano. Pero eso no les quita la parte de tirantez y de malestar que
inevitablemente nos infunden.
Llevando un poco más lejos el ejemplo: ¿realmente encajaríamos
bien una negativa directa? Pongamos que aceptamos el riesgo: “Me
gustaría ir al cine”, nos atrevemos a decir; “Hoy no, no me apetece”,
nos responden. Todo ha discurrido por la máxima racionalidad, y la
más pulcra honestidad. ¿Seremos capaces de valorar así la sincera
negativa del otro? Muchas veces una negativa nos molesta más que una
evasiva; por eso, en tantas circunstancias, preferimos no saber. “No
mires a tu marido si no te mira, y no le preguntes nunca”, aconseja
Bernarda Alba a su hija Angustias. Preguntar es peligroso, porque
algunas preguntas resquebrajan la inocencia y no dejan vuelta atrás. No
siempre sabemos qué hacer con la respuesta; o porque, según qué
respuesta, nos puede adentrar en caminos espinosos. “¿Dónde has
estado, que llegas tan tarde?” Una pregunta peligrosísima. “Hoy había
mucho trabajo”, nos responden con voz entrecortada: la sospecha se
abre camino. Pero, ¡qué atroz sería la alternativa directa!: “He estado
con mi amante, solemos vernos los jueves por la tarde”. Muchas veces
la sinceridad es un hachazo que parte en dos el quebradizo compromiso
de nuestra cotidianidad; puede que sea lo mejor, pero, ¿es lo que
podremos soportar ahora?

Así que el principio de hablar claro no puede ser más válido, pero
solo desde la razón —o desde la ética, que es un intento de elegir lo
razonable—. El principio de hablar claro implica estar dispuesto a
pagar el precio de recibir a cambio la verdad, para la que no siempre
nos sentimos preparados. O un precio aún más peligroso: dar a los
demás demasiada información sobre nosotros; sobre nuestras
necesidades y debilidades, sobre nuestros pensamientos y nuestras
esperanzas. ¿No nos hace eso más vulnerables a las malas intenciones?
Mostrar de una vez todas nuestras cartas, ¿no nos resta opciones
cuando hay que competir?
El principio de hablar claro, incluso y según cómo, puede ser un
arma arrojadiza, una componenda de la crueldad innecesaria; hay
verdades que no hacen falta, verdades que están de más: “Hoy te he
visto envejecido”. Por eso, las personas que presumen de sinceras
56
siempre me han dado miedo, porque a menudo su sinceridad no es más
que una coartada de la crueldad. “Yo siempre digo lo que pienso, y al
que no le guste que se aguante”. Con una persona así, el encuentro
siempre puede guardar un sobresalto. ¿Por qué no ahorrar disgustos
callando a tiempo? Callando, sobre todo, lo que ni hace falta ni hace
bien.
Es una pena, pero hablar claro no siempre es lo mejor, ni nos hace
mejores. Como con todo, hace falta prudencia y tacto, moderación y
don de la oportunidad. También la sinceridad tiene su camino medio
aristotélico. Las relaciones —y la comunicación es una relación, como
nos recuerdan Watzlawick y los otros teóricos del interaccionismo
simbólico— son un arte. A veces un arte dulce que mezcla la entrega
con la seducción; a veces un arte marcial.

57
Salud y felicidad
El ejercicio que había hecho por la mañana y el buen humor que le es inseparable me hacían
muy agradable el reposo de la comida. Rousseau.

“Tres cosas hay en la vida: salud, dinero y amor”, glosaba una canción
popular en mi infancia. Y la vida, a medida que avanza, nos enseña
cuánta razón tenía. Yo de mozo no la entendía; si acaso podía
parecerme razonable que se buscara amor; un amor de aquellos con los
que soñamos en la adolescencia: a la vez exuberante y cálido, hecho de
suaves caricias y de besos apasionados. El dinero, en cambio, siempre
me pareció más bien mezquino: necesario, incluso deseable, pero no
como objetivo, sino como complemento. En cuanto a la salud, me
desconcertaba que se le diera tanta importancia. ¿Para qué quería algo
que le sobraba a mi cuerpo nuevo y rebosante?
Hoy lo que me desconcierta es leer que algunos científicos opinan
lo contrario que la canción: la salud está sobrevalorada. Nadie se siente
más feliz por estar sano, y hay muchos cuerpos rozagantes que se
sumen en la depresión o se despeñan en la angustia. Esto me ha hecho
pensar, primero porque es innegable, y segundo porque entra en
conflicto con lo que me han enseñado los años: que uno, con el tiempo,
aprende a apreciar la salud en lo que vale; porque sin ella no hay nada.
Somos puro cuerpo, lo demás viene por añadidura y casi como adorno.
Si el cuerpo nos falla, ¿de qué nos sirve cualquier otra alegría?
Entonces he caído en la cuenta de que no es casual que sea la
madurez la que nos educa en lo esencial de la salud. El cuerpo gastado
hace que la salud sea un bien cada vez más escaso, y la escasez es lo
que lo hace precioso. A medida que la hipertensión o el colesterol nos
empiezan a imponer sus limitaciones, nos damos cuenta de lo mucho
que hemos ido perdiendo por el camino sin darnos cuenta, y sobre
todo, tal vez, cobramos conciencia de que a partir de ahí solo nos queda
perder y perder hasta que lo perdamos todo. Ese cuerpo que nos parecía
imbatible ahora va mostrándose cada vez más vulnerable. Y he
pensado otra cosa que siempre repetían nuestros abuelos: que no damos
valor a las cosas hasta que nos faltan. Solo nos hace felices lo que,
estando en peligro, logramos conquistar. La carencia es la que impone
el valor de las cosas. Luego, para ser felices, siempre hemos de tener
algo por conseguir, o por defender.
58
Somos realmente unos extraños animales. Para mi gata Chiqui, la
vida se reducía a unas pocas alegrías: el pienso asegurado, la comida de
lata que le ponía para cenar, la seguridad que le infundía mi entrada en
casa después de faltar todo el día, el placer de que la acariciara… y
poco más. Como no tenía que cazar, ni que aparearse (estaba operada),
ni que defenderse, se pasaba el tiempo durmiendo (a veces incluso
roncaba). No sé si era feliz, pero desde luego no era desdichada. A
menudo la increpaba reprochándole: “¡Tú sí que vives bien!” Su
existencia era un ocio puro, sin pasado ni futuro, sin viejas amarguras
ni turbias esperanzas.
Nosotros, en cambio, nunca tenemos suficiente. Lo que tenemos
lo damos por descontado, y no nos motiva. Cuando logramos algo
largamente perseguido, pronto nos acostumbramos a su presencia y nos
parece anodino. Necesitamos que algo nos falte para que nuestros
sentidos se despierten y la vida vuelva a cobrar color. Esa falta nos hace
infelices, pero es justamente el trabajo al que nos mueve esa infelicidad
lo que nos trae los mayores goces. La salud es felicidad, sí, pero solo
cuando hemos conocido su ausencia, o cuando insinúa su flaqueza, o
cuando sospechamos que durará poco. Esto nos dice bastante de lo que
da sentido a la vida: tener un objetivo y sentirse en camino hacia él. A
diferencia de mi Chiqui, que se repantigaba en un presente perfecto,
somos seres lanzados hacia el futuro, seres inquietos que no pueden
conformarse con que todo esté logrado. Hay que reavivar siempre la
hoguera de la emoción; hay que llenar siempre, una y otra vez, eso que
los orientales llaman “el pozo del sufrimiento”.

En el otro extremo, el reciente mito de la vida sana pone en la


salud la felicidad completa. Hay que comer bien, hacer mucho deporte,
descansar lo necesario; de lo contrario seremos parias deteriorados en
un mundo de cuerpos pletóricos. Un fumador como yo, por ejemplo, es
un renegado o un apóstata ante los nuevos profetas de la salud. Lo que
no se entiende, lo que no se perdona, no es que uno se haga daño a sí
mismo ―todos lo hacemos, y más nos hace la propia vida―, sino que lo
haga precisamente de esa manera. El cuerpo se ha convertido en el
nuevo dios, y no resulta admisible la inobservancia de su culto. Hay
mucho de moda y de negocio en esta nueva religión de la salud que se
nos impone a través de los medios y las costumbres. Pero tal vez los
seres humanos tengamos que vivir así, por modas, por veneraciones,
por rituales. Tal vez lo que busquemos siga siendo sentir que tenemos
al alcance la piedra filosofal, la tierra prometida, lo que, como en los
cuentos, nos hará felices “para siempre”. Hoy, cuando ya pocos

59
alimentan la esperanza de la vida eterna, la sede de la vida terrena, o
sea el cuerpo, se ha convertido en el nuevo templo.
¿Por qué habría de estar mal? Algunos piensan que a través del
requerimiento de salud se ejercen sobre nosotros nuevas opresiones. Se
nos reduce, se nos aliena, al exigirnos que hagamos de pastores de
nuestros órganos. La mala salud, en el descuidado, equivale a un
castigo merecido. El propio sistema de salud pública reprocha a los
fumadores ―y a los bebedores, y a los locos, y a todos los otros
disidentes― que le salga tan caro cuidarlos cuando enferman. Hay algo
de estigma en la enfermedad. El enfermo no produce y, encima, cuesta
dinero al erario público. Así es como un bien objetivo, la salud, se
convierte en una coartada para la persecución.
Esa salud de consumidor no nos dará la felicidad, es cierto. Pero la
otra, la salud que nos libra momentáneamente de los dolores de espalda
o de cabeza, la salud que recuperamos como un tesoro después de un
largo tratamiento contra el cáncer, la salud que mal que bien sostiene a
nuestros padres ancianos y les concede una prórroga en el mundo, la
salud de nuestros hijos después de una fiebre excesiva, esa salud sí que
nos habla de la felicidad, sí que nos enseña que la felicidad es algo en el
fondo simple y aburrido, gozosamente aburrido. Los filósofos que se
debatieron con la enfermedad y el dolor son los que más nos han
hablado de la alegría: el entrañable Epicuro, que se sobreponía a los
cólicos nefríticos; el apacible Montaigne, que sufría la misma dolencia;
el achacoso Séneca, que cometió la osadía de llegar a demasiado viejo;
el pulcro Spinoza, que murió tan joven; el apasionado Nietzsche, que
nos propuso la dignidad. Disfrutemos de la salud, y aprendamos
serenidad cuando nos falte.

60
Me río de mí
Estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros. Groucho Marx.

Pocos deportes más sanos que reírse de uno mismo ―para lo cual
nunca nos faltará ocasión―, siempre que lo hagamos sin malicia, con
una mirada a la vez picante y compasiva. Porque quien se dedica a sí
mismo risas crueles sin duda las reservará para los demás.
La gravedad dramática solo parece más verdadera porque es
pesada ―o sea, grave― y se va al fondo, como las monedas. Pero no
estamos hechos para vivir siempre en la profundidad; si no subimos en
busca de aire, nos asfixiamos. Es cierto que allá abajo hay muchos
tesoros, pero la mayoría de ellos son reliquias de barcos hundidos,
bajeles que fueron hechos para flotar y surcar los océanos, y a los que
una guerra o una tempestad interrumpieron la singladura. En
definitiva, en las profundidades encontraremos hermosos restos de lo
muerto: fantasmas.
La existencia, como dijo el otro, es grave y terrible, pero no seria.
Hay en ella mucho de humor cósmico. ¿Se puede considerar serio el
hecho de existir? Más bien parece una broma, un capricho de dioses
ebrios. ¿Podemos tildar de serio el hachazo absurdo de la muerte?
Violento, ingrato, desconcertante; pero no serio. La eternidad sería una
cosa seria. Si la ley de entropía no la contradijera.
¿Y el tremendo drama del sufrimiento? Para muchos es el
argumento definitivo que oponer contra Dios; no tanto contra su
existencia ―aunque también, de rebote― como contra su legitimidad.
Dios también sería cosa seria, si no descubriéramos pronto que no se
sostiene por ninguna parte. El que busca a Dios solo lo encuentra en su
deseo, es decir, en su profunda carencia. Existir es estar solo y vacío,
una aparente solidez agrietada por la seguridad del fin. Eso no es serio;
de hecho, contradice cualquier seriedad, ya que nos convierte en algo
bello, intrascendente y volátil, como los vilanos arrastrados por el
viento.

Pero hablábamos del dolor. Mi mejor amigo, que ya nos dejó, no


logró reponerse nunca al dolor de existir, y le indignaba que
hubiésemos sido dotados de lo que en nuestra ingenuidad llegábamos a

61
encajar como alegría ―la presencia―, sin reparar en que ese regalo nos
hubiera llegado envenenado por la vulnerabilidad y la frustración. Mi
mejor amigo, ahíto de lucidez, vivió sus últimos años y murió cargado
de tristeza, de indignación, de rencor, precisamente porque amaba la
vida y no logró sobreponerse a ese reverso que nos inspira tristeza y
odio. Siempre respeté en él su atroz coherencia, su inmensa sabiduría
amarga. El dolor es incontestable; y no merece perdón, si no fuera
porque luchar contra él, como rebelarse contra el absurdo cósmico al
modo de Dostoyevski, Kafka o Camus, es condenarse a sucumbir con
un gesto glorioso pero fútil. Como el de mi mejor amigo.
Hubiese preferido respetarle menos: que fuese menos congruente y
viviera. Que traicionara sus ideas a favor de la vida. Que prefiriera la
ligereza y la risa, que se ponen inmediatamente de nuestra parte y nos
rescatan de un exceso de profundidad. Y nos hacen flotar y bailar con
las olas, que no van a ninguna parte. La verdadera patria del ser
humano, como de cualquier ser vivo, es la superficie; quizá porque allí
no hay nada, allí ya se cumple nuestro destino de vacuidad absoluta.
Él, que tanto reía, no consiguió escapar a carcajadas de las losas a las
que se encadenaba. Ojalá hubiese reído más, o desde más adentro. La
risa habría limpiado esos grumos que se le iban formando en el alma y
en el cuerpo, que cada vez tiraban más de él hacia el fondo. Y ahora
podría escucharle reír, en lugar de toparme con los silencios de su
recuerdo.

Reírnos del mundo es optar por flotar en su viscosa facticidad,


como diría Sartre; reírnos de nosotros mismos es elegir no hundirnos en
lo espeso de nuestras razones. Hay que aprender a practicarlo con la
devoción casi religiosa de los deportistas. Ponerle una risa a cada
instante, ¡eso sí que es una suerte! Eso sí que es sabiduría.
Epicuro, que se tomaba tan en serio la filosofía, la convertía en risa
―o quizá en sonrisa― al entenderla como un adorno de la amistad.
Epicuro prefería los paseos, el cultivo de habas o un trozo de queso a
acumular pesados fardos de razones sobre razones. O más bien hacía
ambas cosas a la vez. Recomendaba la filosofía como un modo de
liberarse de la opresión de las supuestas verdades, casi siempre fútiles si
no nos hacen más felices. Epicuro entendía la vida fructífera como la de
los animales y las plantas: creciendo despreocupados en un jardín;
esperaba ser capaz de morir lanzando una sonora carcajada a todos los
miedos. Para él, pensar era liberarse, limpiarse, recorrer el camino
inverso al de las profundidades platónicas, que recluían al ser humano
en cavernas.
Montaigne se encerró en su torre, pero precisamente para buscar
esa disimulada puerta de salida que se oculta en la paradoja de la risa.
62
Sabía reírse de sí, tanto que hacía filosofía con sus necesidades
fisiológicas y sus cólicos nefríticos. Se dedicó a pensar sobre sí mismo,
pero contemplándose con la pasión y la compasión que se reserva a lo
realmente importante, es decir, lo trivial.
Spinoza, que a primera vista parece tan circunspecto postulando
las ecuaciones del alma, nos enseñó en el fondo a no tomar nada
demasiado en serio. Vivir se reduce a un apego por vivir, por medrar,
por alargar la aventura de la vida en el tiempo. Si Dios es todo, no hace
falta que nos preocupemos por él. Podemos elegir la alegría o la
tristeza: mejor la primera, está más a nuestro favor.
A Schopenhauer, como a mi amigo, le preocupaba todo. Todo le
parecía indigno y lamentable, empezando por el propio hombre. Buceó
como pocos en las profundidades adonde no llega la luz, practicó un
pesimismo militante. Pero allá abajo descubrió que no hay razón para
que consideremos tan importantes nuestras inquietudes. El mismo
viento que nos empuja y nos despeña, también acabará por
desgastarlas. “Sigue, pues, sigue, cuchillo / volando, hiriendo, algún
día / se pondrá el tiempo amarillo / sobre mi fotografía”: Miguel
Hernández le recordaba así al dolor que era al menos tan precario
como su propia existencia.
¡Y qué decir de Nietzsche! Nietzsche aprendió a reírse de su dolor,
y lo hizo con sonoras carcajadas; pero se tomó su risa demasiado en
serio. La convirtió en una convicción. No podemos usar nuestra risa
como arma sin matarla, ni pretender fundar con ella una nueva
trascendencia. Hay que reírse de la propia risa. Es una pena que
prescindiera de ello, porque eso lo dejó encastillado en su propio
dogma. Si Nietzsche se hubiese reído un poco más de sí mismo, habría
llegado a enseñarnos a desembarazarnos de todo. Y entonces su
filosofía, que es en efecto, como él mismo proclamó, un regalo para la
humanidad, habría acabado por completarse en su propia
inconsistencia.

Quien ser ríe de sí mismo no puede declararse profeta, como hizo


Zarathustra. En este sentido, Groucho Marx me parece más coherente.
Él, que se sabía un impostor, nunca pretendió disimularlo. Por eso
dedicó su obra a desmitificarse sin cesar. “Jamás formaría parte de un
club en el que me aceptaran como socio”. Una postura así nos vacuna
contra todos los fanatismos, que son las crueldades a las que la gente
demasiado seria somete a los demás. Hay que confiar en los que ríen y
desconfiar de los graves: en los primeros siempre hallaremos
misericordia, los segundos nos llevarán a la hoguera, al pelotón de
fusilamiento, al crematorio o a las bombas asesinas de inocentes.
¿Quieres ser sabio? Empieza a reír. ¿Quieres ser bueno? Sigue riendo.
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Con la risa abierta, limpia y gozosa de los que tienen compasión de esa
criatura entrañable e insignificante que es el hombre.

64
Los suicidas
El espíritu llegado a los confines debe juzgar y elegir sus conclusiones. En ese punto se sitúan
el suicidio y la respuesta. A. Camus.

Como nos sucedía de jóvenes con nuestras amantes esquivas, solemos


amar la vida incluso cuando nos hace daño. Estamos programados para
hacerlo: sin esa impronta, probablemente ni siquiera habríamos llegado
a existir, dado que a nuestros antepasados les habría faltado fuerza para
sobrevivir el tiempo suficiente para reproducirse. La evolución
seleccionó a sus amantes más fieles. Sin embargo, yo creo que hay algo
más: amamos la vida, tantas veces ingrata, sencillamente porque somos
vida, porque fuera de ella no hay nada.
Y, no obstante, a veces nos pesa el desánimo y parece que tanto
ardor no valga la pena. O, mejor dicho: no vale la pena en unas
circunstancias determinadas. Querríamos vivir, pero no así. En ese
punto clave que casi todos hemos afrontado, algunos eligen poner
punto final. Tal vez porque sucumben, o bien por rebeldía. Movidos
por una grandeza extraña o por una pequeñez insoportable. Huyendo o
plantando un último desafío. De un modo u otro, salen al paso de un
destino que nos espera a todos, como hacía el médico filósofo de la
novela de Prudenci Bertrana. Se apropian de un final que iba a
apropiarse de ellos, y así, en cierto modo, convierten una condena en
un acto libre. Pero, ¿hasta qué punto libre? ¿Hasta qué punto, si
pudieran elegir, preferirían de verdad la muerte? El suicidio contiene
siempre en su sombra un reclamo de vida. Una vida que fue negada. El
suicidio es la negación de una negación. Un reproche a las promesas
incumplidas por la existencia.
Algunos, como nos sugiere la leyenda de Sócrates, se suicidan
porque han perdido el miedo a la muerte. Pero esa valentía solo es
genuina si también se ha superado el miedo a la vida. “Prefiero morir a
seguir sufriendo por no poder vivir”, gime el desesperado. Pero hay
otros que, en circunstancias iguales o peores, encuentran un motivo
para el coraje. Sócrates, si es verdad lo que nos cuentan de él, fue un
héroe de la ética. En unas circunstancias completamente distintas, el
protagonista de Mar adentro, de Amenábar, eligió concluir su invalidez
insoportable. Sin duda manifestó valor, pero no más que el que
muestran quienes, en su situación, eligen seguir adelante y aguantar.
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Incluso si lo hacen por miedo a la muerte. Al fin y al cabo, vivir es
siempre una prórroga incierta: todo lo que podemos hacer es arrancar
un poco más, sin saber hasta dónde podremos llegar. Vivir es aguantar,
y en ese aguantar hay amor y hay miedo. La valentía también es
soportar esa paradoja irresoluble.

Pero el suicidio es un hecho, y no es serio resolverlo con


simplismos. El suicida siempre nos interpela. ¿Cómo pudo hacerlo?,
nos preguntamos, aun a sabiendas que es una pregunta retórica.
Epicuro, que amaba la vida, recomendaba acabar con ella cuando se
nos hace demasiado ardua. El suicida nos hace cuestionarnos nuestro
propio amor, nuestro propio coraje. De entrada, le rechazamos: ¿cómo
pudo hacerlo?, es decir, ¿cómo se atrevió? Tendría que haber amado
más, o haber repudiado menos. Pero en el fondo de ese rechazo hay
una duda inquietante: ¿hasta qué punto amo yo, hasta qué punto tengo
miedo? ¿Hasta dónde sería capaz de seguir el consejo de Epicuro o el
ejemplo de Sócrates, llegado el caso? Frente a mí hay alguien que se ha
atrevido.
En El club de los suicidas, el genial Stevenson imagina una
asociación en la que los que no desean vivir pueden pedir a otros que
les ayuden, asesinándoles cuando menos se lo esperen. Pero el suicidio
es un acto íntimo de desprendimiento: al convertirlo en una violación,
da una nueva razón para vivir. Es lo que le sucede al protagonista:
desde que sabe que la muerte le vendrá impuesta desde fuera sin réplica
posible, igual que la muerte universal, se rebela de nuevo contra esa
imposición. La angustia por ese asesino que nos persigue restituye el
lugar natural del terror, que al incubarse dentro nos resultaba
insoportable y en cambio al volver afuera nos permite recuperar la
noción de nosotros mismos. Tal vez el suicida no esté proclamando
motivos para morir, sino reclamando un motivo —al menos uno—
para seguir viviendo.

Me dan la noticia terrible del suicidio de un conocido. Padre de


tres niños, laborioso, entregado a su familia, luchador… ¿Cómo pudo
hacerlo? Hubiese deseado saber más, descifrar sus espasmos de coraje o
de pavor. ¿Por qué necesito saber? Si me explicaran, por ejemplo, que el
hombre sufría una enfermedad terminal, me sentiría algo más aliviado:
comprendería. Descubrir una razón me resultaría tranquilizador, el
mundo seguiría teniendo sentido. Pero, ¿y si no había ninguna razón
aparente? Ese absurdo acentúa el espanto. ¿Y si lo abrumó la depresión,
y si sencillamente un día descubrió que las convicciones en las que
había basado su vida se le venían abajo? ¿Qué terribles sufrimientos, o
expectativas de sufrimientos, le fueron asediando hasta que tomó la
66
determinación de escapar por la salida de atrás, dando el portazo
definitivo?
Y no puedo evitar que la imaginación explore ese vacío de sentido
en el que se reflejan todos mis terrores. ¿Cómo lo hizo? ¿Qué pensó
mientras se daba el último impulso? ¿Qué insistencias, qué
arrepentimientos lo atormentaron en ese segundo que pudo prolongarse
una eternidad tan interminable como la que empezaría después? ¿Cómo
se fue vaciando hasta que ya no le quedó nada? ¿Cómo se fue llenando
hasta que rebosó? Y luego todo se detuvo. O no: dicen que nuestro
cerebro tarda unos minutos en apagarse. No se me ocurre un espanto
más grande que suponerlo consciente de su propio fin irrevocable.
Toda muerte deja un vacío en nuestro espíritu; la muerte de un
suicida deja, además, el estupor. Las religiones condenan a los suicidas
por disponer a su antojo de la propia vida, que ellas consideran un don
divino y que por tanto no nos pertenece. Tal vez haya algo de cierto en
eso (ni elegimos vivir ni podemos elegir no morir), pero entonces, si la
vida no nos pertenece, tampoco tenemos ninguna obligación con ella.
El suicida devuelve a los dioses la parte de vida que le han otorgado, y
les deja el resto a los demás, que de todos modos tendrán que
devolverla a regañadientes. En esto se nos antoja implacablemente
coherente, como opinaba Camus. Si la existencia no merece la pena,
desprenderse de ella parece la consumación de la lógica.
Tal vez sea eso lo que no le perdona la sociedad al suicida: que se
adelante por su cuenta, en lugar de esperar resignadamente, como
hacemos la inmensa mayoría. En ese gesto de libertad orgullosa, pero
quizá solo en ese, podemos admirarlo. Por lo demás, no somos lógicos:
preferimos vivir, y sospechamos que él también lo habría preferido. No
pudo ser: más que libre, el suicida nos parece infinitamente vulnerable,
vencido, roto; una metáfora de nuestra propia impotencia. Más que
admiración, nos inspira pena. La misma pena que a veces nos
inspiramos nosotros mismos.

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Testigos y cómplices
Cuando dos personas saben escuchar bien, entonces se puede dar ese fenómeno tan raro que es
la comunicación íntima y eficaz. A. Howard.

¿Quién no se ha encontrado con una de esas personas que hablan y


hablan de sí mismas sin escuchar, que hablan con verdadera voracidad,
ocupando todo el espacio y sin dar cuartel a la respuesta del otro? Son
traidores del justo intercambio, parásitos del tiempo, sitiadores de la
paciencia. Nos hacen sentir objeto de un abuso, una violencia, una
anulación. Mi madre, que siempre fue una eficaz escuchadora (y de ella
debí imitarlo yo), tenía una amiga destacada en estas lides, una
profesional de la cháchara egocéntrica, que llegaba incluso a ofenderse
si se le interrumpía; un día le confió que, a sabiendas, se había pasado
horas agobiando a otra persona, pero le daba igual, porque “se había
quedado nueva”. Toda compulsión nos hace sospechosos: tal vez
hablaba para no tener que escucharse a sí misma.
Al margen del narcisismo recalcitrante y tosco que manifiestan
estas personas, al margen de la cosificación a la que nos relegan al
tratarnos como meros instrumentos de su vómito existencial, uno se
pregunta si no están llevando al escenario, de un modo extremo y
grotesco, un rasgo que nos define a todos y que siempre me ha
asombrado: nuestra necesidad de explicar, de comunicar, de
exteriorizar ante otro el diálogo interno que mantenemos con nosotros
mismos. A un nivel menor que esos casos extremos, casi todas las
conversaciones consisten en un intercambio de notificaciones
autobiográficas, y muy a menudo la respuesta a uno de esos relatos es
solo otro relato, que en ocasiones ni siquiera aporta nada nuevo ni
desde luego responde al anterior. Intercambiamos vivencias como se
intercambian cromos; nos exponemos o nos describimos
permanentemente en el espejo de los demás. Uno dice “Yo…”, y luego
suele haber alguien que responde, como un eco: “Pues yo…” ¿A qué se
debe esa necesidad de exhibicionismo? ¿Por qué precisamos que los
otros nos hagan perpetuamente de espectadores?
La mayoría de la gente jamás ha sentido el envite de hacerse esta
pregunta, y el hacérmela yo dice bastante de mis propias dificultades en
la comunicación. Cuando hay amistad y confianza, el mutuo relato
fluye de manera natural, y nadie se detiene a planteárselo, como no nos
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preguntamos sobre el amor mientras amamos o sobre el respirar
mientras respiramos. El hecho de que me interrogue sobre el sentido de
este tipo de diálogo muestra que hay en mi interior un tropiezo, que no
me abandono a él inocentemente, que siento una incomodidad que
rompe la fluidez. Y, en efecto, bajo la pregunta de por qué necesitamos
hablar de nosotros mismos alienta otra más básica, más esencial y más
incómoda: ¿por qué otra persona debería interesarse por mi historia? Y,
puesto que no tengo razones para esperar algo así, ¿por qué hacer el
esfuerzo de contársela?

Nuestra historia es una de las cosas más importantes que tenemos.


Importantes, se entiende, para nosotros, no para los demás, que ya
tienen la suya. La mayoría de nosotros somos exigentes a la hora de
confiar algo tan precioso y sensible: solo lo hacemos en determinadas
circunstancias, y cuando existe una cierta confianza. De hecho, en
nuestro fichero biográfico personal, guardamos clasificadas las historias
de las más publicables a las más secretas; es probable que incluso haya
una carpeta recóndita donde escondamos lo que no contaremos nunca,
tal vez ni siquiera a nosotros mismos, porque nos inspira demasiada
vergüenza o demasiado miedo.
Pero la mayoría de nuestros relatos son divulgables, siempre
teniendo en cuenta a quién se los contamos y cuándo lo hacemos. Los
que nos parecen más triviales sirven, como los chistes, para pasar el
rato, para la mera plática de sociedad: el sitio que hemos visitado el fin
de semana, la película que vimos en el cine… Si estamos charlando
desenfadadamente con un grupo de amigos, puede que alrededor de
una mesa, tal vez nos animemos a contar el día que resbalamos en la
calle o la travesura que nos costó una azotaina de nuestra madre.
Reservaremos para contextos más íntimos una preocupación con
nuestros hijos o una discusión con nuestra pareja. Y solo en una charla
confidencial, con un amigo íntimo, reconoceremos una fantasía, una
infidelidad o una aprensión que nos obsesiona. Lo fascinante es que, de
un modo u otro, todas nuestras vivencias piden ser comunicadas,
empujan desde dentro para salir de nuestros registros silenciosos y
exponerse ante otro. Es como si solo al salir a la luz, al brotar de
nuestros labios, al mostrarse ante un público, cobraran verdadera
existencia.

Tal vez sea eso: solo existe lo que se ve. En el exhibicionismo se


intuye una urgencia ontológica, un conjurar angustioso de la fragilidad
del vivir. El hecho de que nos percibamos como Yos conlleva esta
vulnerabilidad: puesto que el Yo es un constructo mental, nunca
estamos del todo seguros de que exista realmente. De hecho, no existe,
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más que en la medida en que lo concebimos en nuestra cabeza. Pero
nuestra cabeza es un lugar demasiado solitario, y, por otra parte,
tampoco está del todo claro que ella exista realmente. Pocas
necesidades más urgentes que ser vistos, ser reconocidos, ser
confirmados por otros. Al expresarnos en nuestros relatos, todos
estamos buscando lo mismo: quien nos escucha reafirma nuestra
existencia; es nuestro testigo. Los niños reclaman con insistencia que se
les escuche, y en ese acto están pidiendo que se les vea. Nuestros relatos
asientan los sucesos que constituyen nuestra historia (la historia de
alguien que resultamos ser nosotros), y cuando tenemos historia,
existimos. O, más que cuando tenemos historia, cuando la
representamos: somos seres teatrales y necesitamos público; cobramos
consistencia precisamente frente a una audiencia.
Pero hay algo más. Si partimos de la convicción de que nuestra
naturaleza básica es social y no individual, podemos entender que el
intercambio social, la forja de lazos, el flujo de información, constituye
la sustancia misma del encuentro, construye el espacio común en el que
nos encontramos con los otros, eso que los psicólogos llaman
intersubjetividad. Los relatos tejen una red de complicidades, son la
materia con que se urden las relaciones; los relatos crean las
comunidades, lo cual viene a ser, y volvemos a lo dicho, como crearnos
a nosotros mismos, puesto que somos en la medida en que formamos
parte de una comunidad. Podría pensarse que cualquier acto de
comunicación, incluso recitar una definición del diccionario, podría
ejercer el mismo efecto, y en cierto modo así es, puesto que existe un
emisor y un receptor, y por tanto se teje una complicidad. Pero esa es
una complicidad fría, un mero estar que no conmueve; un acto
convencional, una simple constatación: estoy y estás. No basta:
necesitamos ser. Y para ser hacen falta emociones, tenemos que
emocionarnos con nuestros propios relatos y con los relatos de los
demás.

Hablar, en este sentido, resulta curativo, y por eso, como a la


locuaz amiga de mi madre, “nos deja nuevos”. Cuando
desempolvamos nuestros archivos más secretos y se los confiamos a un
amigo íntimo, nos estamos dando una oportunidad de restañar viejas
heridas que no acabaron de sanar, que tuvimos que guardar en lo más
oscuro para que nos dolieran menos y nos permitieran dar respuesta a
las inminencias del sobrevivir. Que se hayan quedado dentro, incluso
que las hayamos olvidado, no implica que dejen de reclamar su
momento; y ese momento solo llega cuando las compartimos. El
lenguaje es muy gráfico en esto: la sensación es la de “sacar” o
“vomitar” algo que nos dolía en el vientre. Es normal que las terapias
70
intenten crear el contexto propicio para esa limpieza, y que lo hagan, en
buena parte, mediante la palabra (aunque a menudo el mero hablar
acaba por quedarse corto, por más que insistan los psicoanalistas). Está
claro que no hay curación sin rescate de los viejos fantasmas. Hablar de
ellos es empezar a afrontarlos. El hecho de que a menudo tengamos
que pagar para poder hablar retrata las carencias de nuestra sociedad
por lo que respecta a comunicación.
Así que hablar de nosotros mismos es una reafirmación; y ser
escuchados es una confirmación. De un modo simbólico ―por obra y
gracia de ese milagro que es el lenguaje―, tenemos la sensación de ser
un poco más reales. Y además nos emocionamos y sentimos la
emoción de los otros. Como en una caricia. Como en un abrazo. Las
personas hablamos no tanto porque nos importe el contenido de lo que
decimos, sino porque buscamos testigos y cómplices; porque ser
escuchados es ser queridos, y ser queridos es existir y formar parte de la
tribu. Es estar un poco menos solos. El que nos escucha nos está
otorgando un lugar, nos está dedicando un tiempo, nos está regalando
algo de importancia. En medio de un universo tan vasto y ajeno, hay
un punto en el que somos alguien; no estamos del todo perdidos. Los
que hablamos poco, ¿será que tenemos demasiado miedo de que la
indiferencia ajena nos deje solos, es decir, seremos víctimas de nuestra
propia desconfianza? Y los charlatanes, ¿será que se sienten tan
transparentes que necesitan conquistar compulsivamente algo de
existencia (escatimándosela, todo sea dicho, a los demás)? Hay una
generosidad del hablar, y otra, mejor, del escuchar.

71
La colmena electrónica
La única gran utilidad de la tecnología para nosotros puede ser precisamente lo que nadie ve:
su simbólica inutilidad. T. Merton.

No soy muy dado a las comunicaciones, tampoco a las electrónicas.


Tal vez por eso, todavía me asombro cuando veo cuánta gente va por la
calle escrutando y manoseando pantallitas de móviles. ¿Alguien mira
las casas, la gente, el paisaje? ¿O ya nadie puede escapar de ese pozo de
mensajes a través de las pantallas? Esta tarde, viendo a la gente caminar
sin mirar más allá de su mano, he cobrado conciencia de hasta qué
punto las comunicaciones electrónicas nos han convertido en
terminales de una red formidable, una infinita telaraña de palabras que
nos mantiene a todos conectados unos a otros permanentemente, como
abejas apretujadas en una colmena cibernética, construyendo entre
todos una virtualidad que acaba siendo más real que el mundo
material.
Tampoco vamos a exagerar: el mundo sigue existiendo. Seguimos
siendo un cuerpo que atraviesa el aire sobre la tierra, que choca y sufre
y goza y envejece. La gente continúa reuniéndose, conversando,
peleando y riendo; nos gusta disfrutar la buena mesa. Cuidamos
nuestra salud, procuramos comer sano, practicamos deporte (aunque
muchas veces lo hagamos conectados a unos auriculares). Nunca
hemos viajado tanto ―y viajar es trasladar nuestra materia, quemando
combustibles fósiles―, nunca hemos hecho tantas cosas. No miro con
nostalgia los tiempos en que no vivíamos pegados a los aparatos: la
tierra gira, el tiempo pasa, las cosas cambian. Más bien intento ir más
allá y preguntarme de qué estará siendo síntoma esta fijación a las
telecomunicaciones. ¿Hacia dónde vamos con ellas? ¿Acaso estaremos
huyendo de algo? ¿O simplemente usamos la tecnología para
intensificar comportamientos que forman parte definitoria de lo
humano?

No se puede negarles la gratitud a los complacientes aparatos.


Gracias a ellos, podemos avisar de nuestra tardanza a quien nos espera,
podemos transmitir información inmediatamente a quien la desea o la
necesita, podemos saludar o pedir ayuda sin visitar a nuestros amigos.
Los artefactos nos permiten arreglárnoslas mejor en el mundo; en
72
algunos aspectos nos simplifican la vida, y si en otros nos la complican
no es culpa del instrumento, sino del que lo usa.
Sin embargo, en el caso concreto de los móviles, me pregunto si al
ahondar en la cultura de lo inmediato no nos sumimos también en una
cierta superficialidad: todo sucede más deprisa, es más efímero y menos
consistente; vivimos, como ha dicho Zygmut Bauman, en un mundo
líquido, donde no parece haber un suelo fijo donde hacer pie.
Hablamos más, pero nuestras conversaciones son más frías, nuestros
mensajes más breves y esquemáticos, sin apenas espacio para el matiz.
Sabemos muchas cosas, pero la mayoría no acaban de ser nuestras: es
como si habitáramos la caverna de Platón, mirando en la pared unas
sombras aceleradas. Lo que perdemos bajo ese amontonamiento de
mensajes es, quizá, la poesía, la presencia, la profundidad; o al menos
parte de ellas.
¿A cambio de qué? ¿Qué es lo que nos atrae en ese runrún
permanente de saludos, carcajadas dibujadas y frases simplonas, hasta
el punto de zambullirnos en él constantemente y no poder imaginar ya
nuestra vida de otro modo? Es tentador pensar que en ese trasiego de
palabras virtuales estemos evitando la comunicación verdadera, la
intimidad genuina; que de alguna manera estemos creando una gran
cortina de humo que nos hace difícil distinguir a los demás, y a
nosotros mismos reflejados en ellos; que sepultemos bajo escombros
verborreicos la posibilidad misma de la conversación, que fue siempre
la gran aliada de la presencia y la compañía. Parafraseando al poeta,
creamos un mundo de ecos que nos impiden escuchar las voces.

Todo eso es verdad, pero no es toda la verdad. Mientras veía a la


gente caminar embebida en sus mundos virtuales, pensaba en nuestra
necesidad inveterada, ancestral, de sentirnos parte de un conjunto.
Recordaba nuestros tiempos de tribu, cuando lo esencial era formar
grupos compactos… ¿Estaremos construyendo un nuevo gregarismo,
estaremos inventando una nueva manera de estrechar la manada? Esta
vez en una dimensión más simbólica, menos corpórea, pero más
accesible y con la misma aspiración de fondo: salir de nosotros, estar
ahí, arrojarnos (en una versión posmoderna de lo que Heidegger
llamaba Dasein) a la esfera virtual, donde podemos sumergirnos en la
densidad de una permanente multitud, en una tribu infinita, apiñados
en una colmena electrónica.

73
Prejuicios y afectos
¿Por qué supone usted que Fulano o Mengano no le comprenden? ¿Por qué supone que son
injustos con usted? Debería usted comenzar, ante todo, por comprenderles a ellos, ser justo con
ellos, darles alguna alegría. Hermann Hesse.

Es asombrosa la habilidad que tenemos para darnos la razón a nosotros


mismos. La mayor parte de los conceptos que nos hacemos de los otros
en nuestra convivencia con ellos obedece, más que a atinadas
evaluaciones, a los meros sentimientos que nos despiertan
espontáneamente. Si a menudo no nos damos cuenta es sencillamente
porque no nos interesa, porque necesitamos reafirmarnos, y por eso
disfrazamos los afectos originarios bajo un aluvión de razones
supuestamente buenas.
Partimos de una convicción egocéntrica, primitiva, irracional, pero
tremendamente eficaz: si alguien nos cae mal es porque tiene que
merecerlo; entonces nos dedicaremos a coleccionar pruebas de sus
depravaciones. No es una tarea difícil: si se pone suficiente atención,
siempre se puede encontrar algo despreciable en cualquiera, sobre todo
si eso es lo único que buscamos, rechazando por insignificante
cualquier pista de lo valioso. El resultado final, hecho a nuestra
medida, es que invertimos el orden de los factores: no es mi antipatía la
que hace odioso al vecino; mi antipatía es la prueba de que es realmente
odioso.
Ese amontonamiento de razones, al principio improvisadas, luego
poco a poco sedimentadas en convicciones cada vez más compactas,
dan a nuestras suposiciones arbitrarias un bruñido aspecto de certezas.
En definitiva, por lo que a la gente respecta, primero fue el sentimiento;
y luego vino el trabajo, a veces largo y meticuloso, de apuntalarlo para
imprimirle una fachada de verdad. Cuando se trata del prójimo ―y
tanto más cuanto mayor es su proximidad o su significación para
nosotros―, la mayoría de nuestras valoraciones no son juicios, son
prejuicios.

Nos interesa creer que nuestros rivales son odiosos, porque de lo


contrario surgiría la inquietante sospecha de que tal vez los odiosos
seamos nosotros (al menos por empeñarnos en odiar). Incluso podemos
llegar a provocar al otro lo suficiente ―con nuestros desprecios, con
74
nuestras trampas, con nuestra mera expectativa― para que acabe por
comportarse de modos infames. Azuzando con suficiente habilidad
quebraremos hasta la paciencia de un santo. Cada vez que descubrimos
una nueva señal a favor de nuestro prejuicio, nos apresuramos a
concluir: “¿Lo ves? Ya lo decía yo…” Hemos llevado a alguien a la
exasperación con nuestra persistente insolencia, pero nos basta un
momento en que pierda los papeles para confirmar que es un
desquiciado. Supuestamente, esa vulnerabilidad lo delata: algo querrá
ocultar, algo querrá callar en nosotros, cuando grita tanto. Y con esa
conclusión tan simplona, tan tendenciosa, nos sentimos reafirmados en
nuestras certezas; por más justificaciones que pueda esgrimir el otro,
nosotros seguiremos chasqueando la lengua y concluyendo: “¡Bah!
¡Meras excusas!”
Es interesante comprobar cómo las ideas más peregrinas, una vez
formuladas, tienden a reafirmarse, y se van extremando poco a poco.
Basta con que alguien nos ofenda una vez, si esa ofensa nos afecta lo
suficiente, para que cada nuevo intercambio con él cobre los tintes de
una nueva ofensa. Uno de los métodos que apuntalan nuestro criterio
original es el ahondamiento de las distancias: cuanto más superficial y
esquemática resulte la presencia del otro, más fácil será impregnarla
con el significado que nos convenga. “Pasa a mi lado sin saludarme”, le
reprochamos mentalmente a nuestro oponente, sin pensar que nosotros
tampoco le hemos dirigido la palabra. “Me mira con odio”, gruñimos
para nuestros adentros, mientras lo fundimos con nuestra mirada. Tal
vez un día que estemos de buen humor hagamos un tibio gesto de
reconciliación, que invariablemente se verá defraudado y nos regresará
inmediatamente a la aversión que nunca habíamos abandonado. A esas
alturas, es probable que el otro esté en nuestra misma situación:
convencido de que merecemos su odio, y recopilando pruebas que lo
confirmen. De ese modo, nos hace parte de la tarea: lo hemos puesto a
trabajar para nosotros, lo hemos conducido a nuestro territorio de
antagonismo.

Leon Festinger describió genialmente esta escalada de afectos y


desafectos, mediante su teoría de la disonancia, que él llamó cognitiva
(porque es cognitiva la conciencia que cobramos de esos procesos), pero
más bien habría que considerar emocional (puesto que son los afectos
los que en realidad la mueven). Una vez establecida una convicción,
todo en nosotros conspirará para apuntalarla: nuestros sentimientos,
nuestros pensamientos, nuestros actos… Así, la persona que nos cae
bien cada vez nos caerá mejor (mientras no sacuda nuestro afecto con
una actitud demasiado contradictoria, o mientras no nos interese, por
lo que sea, cambiar la idea que nos hemos hecho de él). Nosotros le
75
ayudaremos activamente con nuestros actos: al dedicarle una sonrisa,
favoreceremos la suya; al apoyarle en público, ganaremos su
complicidad; al ofrecerle nuestra ayuda, estimularemos su
agradecimiento. No estoy diciendo que todo lo que haga el otro sea una
mera respuesta a nuestros estímulos, solo sugiero que, cuando le
queremos, le ponemos muy fácil que nos quiera; y a cada expresión de
su afecto confirmaremos que merece el nuestro. Estoy insinuando, en
definitiva, que nuestra manera de interactuar incita la respuesta del otro
y la pone a favor de nuestras creencias.
¿Por qué unos procesos arrancan y otros no? ¿Por qué unos lo
hacen con más fuerza que otros? ¿Por qué algunos llegan lejos y otros
se quedan por el camino, o acaban girando sus tornas (y el amigo del
alma se convierte en enemigo acérrimo, o a la inversa)? ¿Por qué en
ocasiones se dilatan en el tiempo, como les sucedía a los duelistas de
Conrad, mientras que en otras languidecen hasta retornar a la
indiferencia originaria? Aquí habría mucho que pensar y que decir, y
nunca lo explicaremos del todo. Spinoza dedicó su obra a inventariar
los sentimientos y a reducirlos a fórmulas casi matemáticas; pero en su
brillante edificio lógico siempre se adivinan los temblores de fondo del
sentir. Hay un cierto margen de enigma o de magia en los signos de las
relaciones, en las “afinidades electivas”, como las llamó Goethe, o en
las animosidades tenaces (¿estaremos llamando enigma o magia a la
mera complejidad?).
En cualquier caso, lo innegable es que, a veces, quedamos
atrapados en esos enclaves de la emoción, o somos arrastrados por las
riadas de la pasión, a menudo sin darnos cuenta, sin advertir que lo que
tomamos por juicios en realidad son solo prejuicios, y lo que
consideramos certezas son meros afectos. Esto, por supuesto, siempre
es más fácil verlo en los demás que en uno mismo. ¡Cómo nos cuesta
zafarnos de nuestra subjetividad, qué arduo se nos hace llevarnos la
contraria y cuestionar nuestras certezas, aunque solo sea un poco,
aunque solo sea una vez! Y, sin embargo, si en alguna ocasión nos
animamos a probarlo, ¡qué experimento más fructífero! ¿Por qué no dar
a esa persona a la que odiamos la oportunidad de ser nuestra amiga por
un día? Como dicen los budistas, no es tan difícil encontrar argumentos
a favor de la compasión: ¿no sufrimos todos, no moriremos todos?

76
Tropiezos
Los amigos se consideran sinceros; los enemigos lo son: por ello se deben aprovechar sus
censuras para conocernos a nosotros mismos. A. Schopenhauer.

Arrojados al mundo, como nos veía Heidegger, ángeles caídos de no sé


qué carruaje platónico; extranjeros como el de la novela de Camus, que
desistía de comprender y se limitaba a intentar mantenerse coherente…
Así perdidos, deambulamos sin rumbo, sin más certeza que el futuro
final de la presencia, cruzándonos unos con otros en plazas y puentes
de una tierra extraña. Como la pareja de las Noches blancas de
Dostoyevski, nos aventuramos a la cercanía, cómplices ocasionales y
tal vez fallidos; compañeros de espera, porque siempre estamos
esperando a alguien que no está: al amor de nuestra vida, al amigo
ausente, al misterioso Godot o a cualquiera que viniese a redimirnos,
que nos salvara del marasmo y nos condujera al sentido.
Pero nuestros ansiados encuentros, a menudo, son más bien
tropiezos. Lo avisaba Spinoza, para quien las colisiones eran la ley de
la vida y de la muerte. Alguien que avanza por su camino, atolondrado,
embebido en sus cosas, se inmiscuye de pronto en el nuestro como un
ave o un aerolito. Irrumpe en nuestra senda y tropezamos, impactamos
uno en otro, nos convertimos mutuamente en materia interpuesta, en
estación, en desvío, en paisaje desconocido.

El encontronazo suelta siempre algunas chispas de dolor. Un


extraño se ha entrometido en nuestra historia, y lo más punzante no es
el choque, al fin y al cabo es peor el vacío; lo más doloroso es su
extrañeza, la inabarcable penumbra de su otredad, el vasto territorio de
lo ajeno.
Pero no estamos hechos para quedarnos en la extrañeza, sino para
explorarla, para adentrarnos por sus vericuetos y sentar plaza en ellos
como temerarios conquistadores. Lo extraño deja de serlo por mera
costumbre, y entonces vendrán los desafíos de la familiaridad. Los
vagabundos rara vez nos conocemos, pero nos reconocemos con solo
mirarnos a los ojos. Estamos puestos ahí ―arrojados― precisamente
para cambiar las vidas de los otros, para demostrarles que no todo
estaba inventado, que cada paso es nuevo y guarda un nuevo enigma, y
hay enclaves desde los cuales ya todo es distinto.
77
El amor es lo más gozoso y lo más difícil, pero su calidez nos hace
olvidar que la extrañeza es más vasta y tal vez más natural. Del amor
sabemos qué esperar: el agua de un arroyo, el fuego de una cabaña.
Pero cuando nos tropezamos conocemos la verdadera piel del mundo,
que es fría y escamosa y dura como la de un dragón. Hay, en fin,
personas ―¿la mayoría?― que no vienen a prodigarnos paz ni dulzura,
sino a enseñarnos que vivir es difícil, que la vida también ―¿sobre
todo?― nos quiere recios y valientes, dispuestos a luchar y a aprender.
“Esto es en el fondo la única valentía que se nos exige ―escribe
Rilke―: ser valientes para lo más extraño, asombroso e inexplicable
que nos pueda ocurrir.” Y lo más extraño siempre es el otro, o lo que en
el otro encontramos de nosotros mismos.
Hay caminantes con los que tropezamos para comprender cuánto
podemos aguantar, para plantearnos hasta dónde somos capaces de
llegar, para obligarnos a inventar nuevos rumbos, o, mejor, a
inventarnos nuevos a nosotros mismos. Hay personas sin las cuales no
nos decidiríamos nunca a explorar lo recóndito del mundo y de nuestra
misteriosa profundidad. Personas que vienen impregnadas de preguntas
sin respuesta, que no nos harán felices, que nos enseñarán a sufrir.

Tenemos que aceptar esos tropiezos con alma agradecida. Admitir


en ellos la irrupción de lo inesperado, de la exigente vida, a la que no le
interesa nuestra satisfacción, sino nuestra disposición. Hagamos caso a
Rilke, mantengámonos dispuestos a afirmar lo más extraño, lo más
ingrato, lo más incómodo. Hay que admitir la vulnerabilidad más
frágil, pero no para hundirnos en su légamo, sino para sacar de ella
fuerzas como de la flaqueza. “¡Qué exigente llegó la primavera!”, canta
Mª del Mar Bonet, aquella isleña de voz recia y belleza abrumadora, “y
mi enfermo corazón temo que arda dentro de su hoguera, no puedo
desprenderme de su hechizo…” Qué exigente nos llega todo siempre,
qué indefensos ante los tropiezos… Y, sin embargo, sobrevivimos, nos
reponemos a la caída, y eso demuestra cuánto podemos aguantar.
Que pasen, pues, también quienes nos hacen tropezar, quienes nos
ponen contra las cuerdas y nos evocan qué poco tenemos de héroes y,
no obstante, cuánto podemos parecernos a ellos.

78
A estudiar inglés
La posibilidad de realizar un sueño es lo que hace que la vida sea interesante. Paulo Coelho.

Me he propuesto aprender inglés. A mis años, y después de toda una


vida de profesarle tan poca simpatía. Voy a hacerlo porque hace falta:
me rindo. Lo necesito para la escuela, para mis investigaciones y ya
para mi orgullo. No me gustaba: haré que me guste. Los gustos pueden
ser también cuestión de voluntad. Le he perdido el miedo: las lenguas
no son difíciles, puesto que en sus contextos las habla todo el mundo;
las lenguas solo son extrañas: aprenderlas, por consiguiente, es solo una
cuestión de familiaridad y práctica.
También de actitud, y por eso he dejado de considerarlo algo ajeno
y antipático; los idiomas, bien mirados, pueden ser como un juego: el
juego de expresarse con sonidos insólitos y palabras asombrosas. Es
divertido pensar que la gente puede comunicarse con lo que de entrada
nos parece un galimatías. Estoy con aquel humorista que preguntaba:
“Si quieren decir boca, ¿por qué dirán mouth?” A uno boca le suena a
boca, pero mouth recuerda a quejido de gato. Hay siempre una
extrañeza desconcertante en esos términos, como si pareciera
prodigioso que alguien los hubiera inventado.

Hablando de inventar, esto me recuerda las palabras que con mi


hermana inventábamos de pequeños. Supongo que todos lo hemos
hecho, y no tiene nada de particular, pero lo más divertido no suele ser
original: a mi hermana le cambié el nombre de mil formas, a mi madre
aún la llamamos a veces “Mushki”… Las palabras son un juego de
creatividad infinita. Cuando recibí mis primeras lecciones del francés,
me parecieron tan curiosas (¡era como si alguien se hubiese dedicado a
deformar y recomponer arbitrariamente las palabras de mi lengua!) que
se me ocurrió crear un idioma propio. Una especie de esperanto a mi
medida, pero al revés: si el esperanto aspiró a ser una lengua para
entenderse toda la humanidad, la mía, todo lo más, serviría para que yo
hablara conmigo mismo; proyecto nada baladí si lo juzgamos por la
calidad y no por la cantidad, aunque admito que pecaba de cierto
solipsismo.
Disfruté mucho componiendo palabras como si se tratara de
rompecabezas, tomando un trozo de aquí y otro de allá, y cambiando el
79
resultado a mi gusto. Me hice mis propios vocabularios, e incluso
recuerdo haber escrito conjugaciones de verbos. Me salió una mezcla
de argot español y algo así como portugués. El idioma se llamaba nada
menos que “vozonoevo”, que, según mi gramática (¡y aún la
conservo!), había que distinguir del “vozonoevoh”, dialecto primitivo
muy diferente. Recuerdo que “hoy” se decía “parsente-dieh”. Más
tarde he encontrado un cierto parecido en esas lenguas raras, que
parecen castellano de mentirijillas, como son el mirandés (idioma del
noreste de Portugal, próximo al ástur-leonés), el entrañable ladino de
nuestros judíos exiliados, o el curioso chabacano de Filipinas. Los
idiomas son juegos colectivos, inventados por una misteriosa
confluencia de la creatividad de la gente.
Mi afición a inventar palabrejas me llevó, ya de mayor, a pergeñar
un breve texto en otro idioma de mi invención, el protopaladino,
“lengua pastosa y algo simplona”, presentándolo como un documento
encontrado en una biblioteca polvorienta. Era mi respuesta al desafío
que una revista literaria proponía de hacer la traducción imaginaria de
un texto que calculo estaba en idioma inca, puesto que mencionaba los
viracochas, es decir, los conquistadores españoles. Yo convertí a
Viracocha en un guerrero y me divertí contando sus hazañas; me las
apañé para que más o menos se entendiera. Empezaba: “Ragaba la
trepa rodamente Viracocha el Urdo, ledo senor de la sopa, seguro.
Raspuras, rocañas travelaba. Montenudo, mas alto de estopa. „Riselad
la chamuca‟, programaba.” Aun me río de estas ocurrencias, que por
cierto, y para mi sorpresa, me publicaron en el siguiente número de la
revista.

Pero estaba en el inglés, lengua añeja cocida en unas islas donde


los romanos no acabaron de estar cómodos, y luego salpicada por el
orbe a fuerza de barcos y cañones. Lo he tomado con entusiasmo. Cada
día le dedico algún rato, con vídeos y ejercicios de internet. Es increíble
la cantidad de materiales útiles que se encuentran en la red, ese limbo
donde se amontona todo, como en el trastero de la memoria. Hay
mucha gente que ha aguzado el ingenio y ofrece ejercicios estupendos
para quienes, como yo, parten de cero. Supongo que viven de la
propaganda, que es el único precio que hay que pagar para escucharles.
¡Enseñar un idioma por tu cuenta! Tiene mérito, espero que les rinda
buenos beneficios.
Es una sensación extraña empezar a coleccionar palabras nuevas y
reconocerlas, como hacíamos con los cromos repetidos, cuando vuelves
a encontrártelas. Ya empiezo a construir, incluso, algunas oraciones
simples. La conjugación de los verbos es un gusto, porque no tiene casi
desinencias personales: todas las personas, menos la tercera y a veces la
80
primera de singular, son iguales. Claro que, por lo que voy viendo, esta
sencillez se paga con una gran cantidad de matices en función del
contexto.
De momento me dedico simplemente a traducir, que es lo que
supongo que hacemos todos cuando empezamos a enfrentarnos con
una lengua nueva. Dicen que una lengua no se domina hasta que uno
se sorprende pensando en ella. Yo creo que lo realmente mágico debe
ser sorprenderse un día entendiéndola. Ya me he llevado alguna alegría
distinguiendo fragmentos al azar en una retahíla de inglés, arrobado en
la felicidad de poder señalar el fragmento en medio de la verborrea
indescifrable e incluso de tener noción de su significado. Pero la
verdadera felicidad debe consistir en que un día la verborrea entera
tenga sentido. Supongo que será como si a uno se le destapara de golpe
un tapón en los oídos, como si se encontrara de repente percibiendo
mensajes en el sonido del viento o del mar. En ese momento florece la
naturaleza social del lenguaje, la magia de poder tender puentes entre
dos mentes, construyendo eso que llaman intersubjetividad y que viene
a ser comprobar que uno no está solo.
Borges estudió alemán para poder leer a Goethe en su lengua
original; yo no espero llegar a leer a Shakespeare, pero si puedo
entender a grandes rasgos los artículos científicos que consulto para mis
investigaciones ya me daré por satisfecho; sería un sueño (al que
renuncio de antemano) lograr traducir mis propios artículos: eso les
abriría las puertas del mundo entero. El inglés es la lengua franca de los
científicos.
También me gustaría dialogar mal que bien con mis alumnos, para
que practiquen y mejoren su propio inglés. Por lo demás, no creo
sacarle mucho partido en viajes, puesto que nunca he sido muy viajero,
y no espero serlo en el futuro. Aunque quién sabe. Una de mis mayores
inseguridades a la hora de visitar el extranjero ha sido, precisamente,
ese oscuro temor de sentirme aislado y perdido al no poder
comunicarme. Si logro ser capaz de conversar, quizá me anime a viajar
más, si es que algún día tengo el tiempo y el dinero necesarios; aunque
ese es otro asunto que no tiene nada que ver con los idiomas.

En fin, veamos a dónde me lleva esta nueva extravagancia. No


sería la primera que dejo por el camino, cuando el entusiasmo va
decayendo o la dificultad no compensa el esfuerzo. Cada actividad en
la que nos enfrascamos tiene que competir en motivación y recursos
con todas las demás, y la vida ya suele traernos suficientes
requerimientos para llenar el tiempo. Hay que elegir. Yo ahora, en un
arrebato de buena voluntad, he elegido dedicar algunos ratos a repetir
el verbo to be o a aprender el vocabulario de la granja. Puede que llegue
81
un punto en que me parezca absurdo o simplemente me canse. Como
me ha sucedido con tantas empresas peregrinas, empezando por mi
idioma personal.
¡Cuántas pequeñas locuras fueron quedándose por el camino! Ya
de pequeño empecé a dibujar cómics por mi cuenta; los dibujos eran
bastante malos, y las historias un calco de las que leía en los tebeos.
Supongo que me desanimó comprobar mi poco futuro como dibujante,
aunque más tarde, modestia aparte, no se me ha dado tan mal dibujar o
pintar. Pero me faltó constancia, como me sucedió con la guitarra, que
tantas alegrías me dio en la adolescencia, cuando no me sobraban
trucos para llamar la atención. Escribí unas cuantas canciones que no
estuvieron tan mal, y que aún recuerdan mis compañeros de entonces
cuando nos encontramos (aunque a “La cabina” haya quien la llama
“El ascensor”).
Recuerdo con qué afán ―debo reconocer que bastante ansioso y
obsesivo― sorteaba las áridas vacaciones de verano con todo tipo de
proyectos: tapas para encuadernar mis colecciones de fascículos, fotos a
los muñecos de mi hermana… Dibujé los planos detallados de un
submarino que jamás armé, y para el cual concebí un motor que se
alimentaría a sí mismo mediante una dinamo: le había explicado la
idea a algún profesor y me dijeron que era imposible que funcionara,
pero no supieron argumentarlo con las leyes de la termodinámica, se
limitaron a la burda consideración de que si algo así fuera posible ya lo
habrían inventado. Mención destacada merece la enorme maqueta de
un palacio neoclásico que empecé a construir con ladrillos de arcilla
(que mi hermana me ayudaba a fabricar, debo mencionarlo en su honor
porque siempre me lo recuerda); renuncié a ella cuando un día, al caer
agua encima de la parte que llevaba levantada, se me deshizo por
completo, quedando en un triste charco amarronado. No hay mal que
por bien no venga: usé la madera que había comprado como soporte
del colchón en mi cama, y mi espalda de hoy tiene una deuda con aquel
fracaso.
Con quince años pretendí traducir en verso la Atlántida de Jacint
Verdaguer al español. Mi admirado profesor de catalán de entonces, ese
sabio que era Mossèn T., ya me advirtió que era un proyecto
estupendo, pero que lo dejaría a medias para dedicarme a otras cosas.
A Mossèn T., furibundo catalanista que habrá ido a un cielo ornado de
estelades y con corros de ángeles bailando sardanas, siempre le molestó
un poco que yo reaccionara llevándole la contraria y reivindicando mi
orgullo de charnego. Yo, a pesar de lo mucho que lo quería, disfrutaba
sabiendo que le hacía rabiar. Nos encontramos años después y tras
saludarnos con sincero afecto lo primero que hizo fue preguntarme a
bacajarro: “¿Y sigues teniendo las mismas ideas con respecto al catalán
82
y el castellano?” Yo le repuse que sí con toda naturalidad, a sabiendas
de que le daría un disgusto, pero es que hay preguntas que no deberían
hacerse. Honra a mi buen profesor T., cerril y romántico, que me
enseñó lo que significa la cultura (la de saber y la otra), un hombre al
que los alumnos convertimos en leyenda, y de quien se contaba, por
cierto, que había aprendido inglés por su cuenta, solo con leerlo.

¿Lo aprenderé yo, que cuento con recursos que mi querido


profesor ni siquiera podía soñar? Ahora que voy siendo tan viejo como
le recuerdo a él las últimas veces que le vi, comprendo demasiado lo
deprisa que pasa el tiempo y lo efímeros que son nuestros proyectos, y
cuánto trabajo da la vida, de por sí, como para estar convencidos de
que podremos imponerle nuestros sueños.

83
Convicciones y debilidades
Conocer, afirmar la realidad, constituye una necesidad para el fuerte; del mismo modo que el
débil necesita, a impulsos de su debilidad, esa cobardía y esa huida de la realidad que es el
“ideal”. Nietzsche.

Muchas historias nos muestran a personas con una vida más o menos
estable, acomodadas en una cotidianidad previsible como un río calmo
que va fluyendo sin demasiados sobresaltos por el tiempo, quebrado de
pronto con la irrupción de un hecho inesperado que lo trastoca todo.
En el nítido lienzo tranquilizador ha aparecido un desgarrón, en la
límpida superficie se ha formado un remolino. Una pasión imprevisible,
una pérdida atroz, una vieja herida que supura. El viaje, desde esa
agitación, será ya inevitablemente distinto. Así es como la vida nos va
llevando de etapa en etapa, nos obliga a cambiar de rumbo y nos
recuerda la extrema fragilidad de nuestras certidumbres.
Muchas veces se trata de un seísmo, un empujón inapelable, y en
ese caso no tenemos mucho que hacer, más que sobrevivir e intentar
reconstruirnos después de la riada. Sufrimos un accidente y nuestro
cuerpo queda afectado, y entonces tendremos que aprender a vivir con
ese cambio. Muere un ser querido, y, después de un tiempo de andar
sonámbulos por un mundo que se nos ha hecho extraño, el lento
sedimento de los días va acostumbrándonos a ese paisaje nuevo en el
que siempre perdurará un hueco doloroso. En estos casos no tenemos
mucho que elegir, más que colaborar con la vida que por sí misma
tiende a reorganizarse, resignarnos a esa pérdida continua que, como se
ha dicho, es la vida. Hemos de avezarnos al dolor y a sus cicatrices, que
siempre nos merman un poco; hemos de consentir ese menoscabo
permanente que nos erosiona a través del tiempo.

Los psicólogos han estudiado los detalles de ese proceso de


rebeldía frente al dolor que nos arrasa y la paulatina aceptación de lo
que ya para siempre faltará. Afortunadamente, en esto, el tiempo
siempre está de nuestro lado: mientras nos desgasta, nos enseña a
perder. La luminosidad de la juventud se va atenuando, y a veces,
habitantes de territorios de penumbra, miramos atrás y dejamos que la
nostalgia nos acune con su dulce amargura. “Lo peor de envejecer es
cuando uno se acuerda de la juventud”, sentencia, lacónico, el viejo

84
Straight en la película de David Lynch, donde se nos presenta la
Historia verdadera ―como se tituló en España el filme― de un último
viaje en pos del reencuentro con el hermano, una peregrinación tan
simple ―Una historia sencilla, la titularon en Argentina― que adquiere
proporciones épicas, evocándonos la misma Odisea de Homero. Hay
tanta verdad, tanta valentía, tanta aventura íntima en ese rescate
obstinado de lo perdido antes de perderlo todo, que en los pequeños
avatares de Alvin Straight creemos encontrar ecos de los heroicos
sucesos del viaje de Ulises. Ambos se embarcaron en un largo y azaroso
regreso a casa, para encontrarla transformada por la inevitable
mordedura del tiempo, pero también ellos mismos cambiados en la
larga travesía.
Vivir es cambiar, vivir es perder. Muy a menudo hay que elegir, y
la endeble naturaleza humana se ve obligada a apelar a todas sus
fuerzas ocultas cuando tiene que afrontar los hechos como dilemas. En
ese punto, lo humano se hace gigante, o al menos heroico. Al tomar
decisiones, una pérdida impuesta por el destino nos obliga a precisar
qué otras cosas perderemos. Una parte de la historia futura dependerá
del camino escogido en la encrucijada. La conciencia de esa
responsabilidad nos convierte de repente en héroes, casi siempre a
nuestro pesar. Ese episodio de libertad resume nuestra naturaleza ética.
¿Contaremos la verdad o procuraremos refugiarnos tras nuevas
imposturas? ¿Nos enfrentaremos abiertamente al Cíclope o
renunciaremos a Ítaca? ¿Nos arriesgaremos a regresar en busca de los
caídos, o correremos para intentar salvar nuestro pellejo? ¿Tendremos
la sangre fría de sacrificar a la avidez de Escila a algunos de nuestros
compañeros ―que podrían simbolizar una parte de nosotros: nuestra
imagen, nuestra inocencia, nuestra entereza…― para que el resto
podamos salvarnos, o nos expondremos a pasar junto al remolino de
Caribdis, que probablemente nos engullirá a todos? En cada bifurcación
de la vida nos enfrentamos a un dilema.

Y ahí es donde se encuentra, cuando lo conocemos, el


protagonista de la película Locke, apasionante obra del británico Steven
Knight. Al principio lo vemos salir de la construcción en la que trabaja
como maestro de obras y subir a su coche. Todo se presenta de lo más
cotidiano: ha terminado la jornada y es hora de regresar a casa, donde
le esperan su mujer y sus hijos con todo preparado para disfrutar de un
partido televisivo. Aún ignoramos que Locke lleva en la cabeza un
dilema que ha resquebrajado su mundo.
El coche sale del recinto y se detiene en un semáforo. Mientras el
rojo obliga a esperar, algo sucede: el protagonista tiene que tomar la
decisión de la que dependerá su futuro. El semáforo abre paso y ya todo
85
ha cambiado: en lugar de seguir recto, Locke se desvía a la derecha y se
incorpora a la autopista. Ha optado por dejar que su vida, tan bien
ensamblada, tan convencional, se inmiscuya en el barro del mundo, se
desmorone al impacto de una parte intrusa de la realidad, esa que el
conductor decide afrontar cara a cara, aunque devaste todo lo demás.
Cometió un error y elige pagar, por más que el precio sea el naufragio
de todo lo valioso, conquistado pacientemente en muchos años de
modélica ciudadanía. La vida ha sumido a Locke en su estrecho de
Messina, y él ha optado… ¿por Escila o por Caribdis?
¿Qué lugar terrible era ese que le esperaba torciendo a la derecha?
Era el hospital en el que una mujer está a punto de dar a luz al hijo de
una infidelidad ocasional, un episodio ínfimo y atolondrado que no
alteró en absoluto el tejido de su existencia, pero cuya consecuencia
sacudirá el cosmos entero. Así son las cosas a veces: una sola debilidad,
un instante en el que nos dejamos llevar porque nos sentimos solos y
melancólicos, porque alguien nos dio pena, porque el entusiasmo y el
alcohol tras un trabajo bien hecho nos hicieron temerarios… y aquello,
que podía haberse diluido tras las brumas de lo insignificante, que
podía haberse hundido bajo la montaña de trastos que va arrumbando
el tiempo, crece por su cuenta y se convierte en un remolino que viene a
arrastrarnos a su sumidero. Y de pronto hay que elegir: ¿acompañar a
esa mujer frágil y sola que nos ha llamado para decirnos que está en el
hospital a punto de parir a nuestro hijo, o apagar el teléfono y renegar
de esa parte de nuestro destino? ¡Sería tan fácil…!
Todo a este lado parece más real: el trabajo, donde Locke es un
técnico cualificado y reconocido, y además a punto de encargarse de la
tarea más comprometida de su vida profesional; la familia, con su
amorosa mujer y sus hijos esperándolo para ver juntos el partido…
¿Dejar que todo eso se venga abajo por alguien que es en el fondo una
desconocida, que ni siquiera le resulta atractiva y por la que no siente el
menor afecto, un hijo al que no buscó y del que podría desentenderse?
“En todos los años que te conozco nunca, jamás, te había visto
equivocarte como ahora”, le dice un amigo por el teléfono de manos
libres, y nosotros probablemente pensamos lo mismo. Nos dan ganas
de apartarlo del volante y ponernos nosotros a conducir, para que
regrese a su casa. Pero a cada paso es más difícil. En cada conversación
telefónica ―la película entera transcurre en el viaje de hora y media en
automóvil hacia el hospital―, Locke va cerrándose una nueva salida,
convirtiendo su opción en destino irrevocable. “He tomado mi
decisión”, le replica a su amigo y compañero de trabajo. Se lo cuenta
todo a su mujer, a sabiendas que no le perdonará. Le dice a su jefe que
al día siguiente no será él quien se encargue de la colosal instalación del
hormigón, contando con que será despedido. “He tomado mi
86
decisión”. ¿Por qué lo ha hecho? Porque es lo correcto. Y también
―descubriremos― porque muchos años antes, en una situación
parecida, hubo otro hombre que tomó la decisión contraria: su padre.
La vida tiene extrañas maneras de hacer regresar a nuestros fantasmas.

Nuestra historia es una sarta de bifurcaciones que han acabado


haciendo de nosotros lo que somos. Muchas de ellas, si no todas, tienen
una carga ética: nos plantean el desafío de elegir lo correcto. Pero,
¿cómo saber qué es lo correcto? Para el religioso, la respuesta es fácil: lo
correcto es lo que establecen los mandatos del dogma. ¿Cuáles son los
criterios para los demás? ¿Puede la sola razón distinguir qué es lo
mejor? Kant creía que sí, y decretó su imperativo categórico: una cosa
es buena si pudiera serlo siempre y para todos. Es un buen punto de
partida, pero no de llegada: nos permite configurar un escenario mental
ordenado, pero descuida la inmensidad de matices de que está hecha la
realidad. Olvida, ante todo, que la ética no está nunca muy lejos de la
emoción, y que son las emociones las que se imponen a la hora de
elegir. Los científicos lo han confirmado: las personas afectadas por
alguna disfunción en los centros nerviosos de la emoción son incapaces
de tomar decisiones. Parece que el viejo Pascal acertó: el corazón tiene
razones que la razón no puede comprender.
Cuando Locke decidió acostarse con aquella mujer, nueve meses
antes, no lo hizo movido por razones, sino por la tristeza y el deseo. Es
cierto que en esa acción no hubo, que sepamos, intención ética, y de
hecho Locke la asume con un deje de vergüenza y arrepentimiento.
Pero en realidad tampoco parece sentirse demasiado culpable: la encaja
con estoicismo y solo pretende ser ético ahora, en el momento de
afrontar las consecuencias. No se juzga a sí mismo demasiado por lo
que hizo entonces —¿para qué, si ya no tiene remedio?—, prefiere
centrarse en hacer lo correcto ahora. A medida que lo vamos
conociendo, intuimos que, junto a sus convicciones, hay muchos otros
factores que le están empujando hacia el hospital: redimirse del dolor
de haber sido un hijo abandonado, tal vez la necesidad de salir de esa
rigidez convencional en la que había encerrado su vida, quizá el hastío
de una familia demasiado perfecta… Nunca hay un solo motivo, ni
siquiera somos nunca conscientes de todos los motivos, y lo que resulta
más estremecedor: muchas veces, los motivos más poderosos son los
inconscientes. Sartre nos dijo que no tenemos más remedio que elegir,
pero la verdad de esa afirmación encubre muchas incertidumbres:
¿quién es el que elige? ¿Por qué elige en realidad? ¿Qué tiene más fuerza
a la hora de elegir: la convicción o el arrebato?

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Nuestros principios nos van perfilando en cada elección. Se diría
que son los que trazan las líneas generales de nuestra historia, la
fórmula con la que cocinamos nuestra existencia. Pero de pronto, un
día aparece lo imprevisible, algo que escapa a nuestra fórmula, una
excepción. Aparece fuera (una mujer solitaria en una noche mustia) o
dentro (la urgente necesidad de calor, de una veta de alegría en el tejido
de la tristeza); casi siempre, en ambos sitios: todo el escenario cambia,
y nosotros en él. Por un instante apartamos a un lado los principios,
nos dejamos llevar por la vida, que queda más cerca; podríamos
considerarlo una debilidad, al menos desde el punto de vista de
nuestras convicciones. Pero basta ese instante para cambiar nuestra
vida. Como le dice a Locke su mujer: “Hay una gran diferencia entre
ninguna vez y una sola vez”. En efecto: una sola vez es suficiente para
que todo pase a ser distinto desde ahí, para que nuestro camino se
adentre sin retorno en parajes inéditos.
Así que, si nuestras convicciones esbozan el rumbo de nuestra
vida, los grandes acontecimientos que la dirigen tal vez sean nuestras
debilidades. Del mismo modo que el error es la puerta de entrada de lo
inesperado, la debilidad es la aliada de lo insólito. Por una debilidad
podemos perder todo lo que teníamos, como Locke. Podemos incluso
morir.
Pero también podemos ganar algo nuevo. Y a la vida le encantan
las sorpresas. La vida no nos quiere necesariamente coherentes, sino
dispuestos a lo más extraño e insospechado, como nos avisó Rilke.
Cuando Ulises llega a casa, se la encuentra llena de pretendientes que
aspiran a casarse con su mujer, a la que suponen viuda. El viaje parecía
haber acabado y sin embargo le quedaba aún el episodio principal:
hacer limpieza en su hogar y reinventar lo propio.
En eso debe consistir la felicidad. Y por eso el final de la película
nos deja un sabor a esperanza: Locke, ya cerca del hospital, se detiene
en el arcén, tal vez dudando, a punto de sucumbir bajo el dolor de tanta
pérdida; llama a su amante ocasional y escucha por el teléfono los
gemidos de su hijo recién nacido. “¿Vienes?”, le pregunta ella. “Sí, ya
voy”, contesta él, y arranca el coche, destrozado y contento. Camus
decía que hay que imaginar a Sísifo feliz: todo se ha derrumbado para
que todo pueda volver a empezar. Dichosos los que están a la altura de
sus debilidades.

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De danzas y de pérdidas
Baila todo lo que puedas. G. Moustaqui

—Hoy me acordaba de aquella imagen oriental, tan acertada, de la vida


como danza. Y, lo que es la memoria, al mismo tiempo recordaba lo
patoso que he sido siempre a la hora de bailar.
―Lo pasaste mal con eso, ¿eh?
—Pues sí. En mi juventud, las discotecas eran los lugares míticos
de encuentro sexual, allí era donde se iba a ligar. Y si uno no ligaba, se
marchaba con el sabor amargo de haber pasado el rato en balde. Daba
igual si el acercamiento acababa o no en la cama (cosa que, en realidad,
no solía suceder), y aun menos importancia tenía que de ahí saliera una
relación a largo plazo. De hecho, tomarse demasiado a pecho lo que
pasaba allí estaba visto más bien como una memez. La discoteca era el
lugar de la desinhibición, la experimentación. Lo importante era que al
menos hubiera un acercamiento, un coqueteo, alguna caricia o algún
beso arrancados al vuelo…
―Pero tú hablabas de bailar… También se iba a bailar, ¿no?
—Supongo que algunos iban a bailar, sí…
―¿Algunos?
―Quiero decir que solo algunos iban con la intención prioritaria
de bailar. La música y el baile formaban parte de ese ambiente
desinhibido y juguetón que te digo, eran como elementos del ritual de
la diversión, igual que el alcohol, la charla intrascendente… Mandaban
las hormonas, qué quieres que te diga. Pero bueno, es verdad que la
gente también disfrutaba bailando.
―¿Tú no?
―Después de un par de cubatas, cuando pasaba a importarme un
bledo lo que pensaran de mí, a veces me ponía a pegar saltos en la pista
y me lo pasaba bien. Pero normalmente sentía demasiada vergüenza.
―¿De verdad eras tan patoso?
―Yo pensaba que no lo hacía tan mal. La música me gusta, tengo
sentido del ritmo, caramba, sé tocar la guitarra y la flauta, he
compuesto canciones que gustaron entre mis conocidos, me dicen que
canto bien… Pero no sé qué se interpone entre la música y mi cuerpo,
que, a la hora de ponerlo en movimiento, o parece que tengo las
articulaciones oxidadas o cada parte va por su lado, y solo suscito
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mofas o, peor, comentarios piadosos: “Sigue practicando, seguro que lo
harás mejor”, y cosas así. Los juicios han sido unánimes, así que tiene
que ser verdad, y eso que me he esforzado mucho en observar a otros e
incorporar sus movimientos, y a veces me ha parecido que conseguía
hacerlo con una cierta gracia. Pero no convenzo. Así que un buen día
me di por vencido y me retiré del asunto.
―Lo del baile tampoco es un drama, ¿no? Hay muchas maneras
de relacionarse.
― No, si en la barra no se está tan mal, de hecho descubrí que hay
quien no se mueve de allí, serán otros poco dotados para el baile o que
sencillamente no les gusta. Pero, claro, si uno se queda en la barra al
menos ha de tener palique, y yo, después de comentar el tiempo, ya no
sé de qué hablar… Y no hay nada más patético, en una discoteca, que
ponerse a filosofar o a explicar las viejas historias de uno mismo. Lo
serio aburre, la gente quiere reír…
―No sería para tanto. Y dependería del interlocutor.
―En aquellas ocasiones, el único interlocutor válido era una chica
guapa. Y las chicas guapas, o estaban bailando, o solo les interesaba
que les dijeran lo guapas que eran. Lo último que perdona una chica
guapa es que le des un tostón trascendental. Y lo entiendo, no era el
lugar, hablar de angustias metafísicas en aquel entorno era como echar
un jarro de agua fría, la gente iba a divertirse. Pero es que a mí no me
divertía la mera diversión. Así que, como pronto llegábamos a un
callejón sin salida, ellas ponían cualquier excusa y se marchaban, o
aparecía algún tipo que era más dicharachero.
―¿Y las chicas no tan guapas? A lo mejor ellas estaban dispuestas
a ceder…
―Supongo que sí. Pero su cesión consistía en dar un poco más de
tiempo para que la conversación derivara hacia algo realmente
interesante, o sea, divertido o insinuante. Yo me daba cuenta de que las
aburría, o me aburría yo mismo, y la charla languidecía por sí misma.
Lo habitual era que también se esfumaran. Y si no lo hacían podía ser
peor, porque tal vez, con la mejor voluntad, se les ocurría proponer que
fuésemos a bailar. Y si las seguía empezaba el verdadero drama.
―Te lo tomabas demasiado a pecho.
―Es verdad, debo reconocerlo. No dejaba de observarme a mí
mismo, y cuando uno se controla demasiado suele acabar por encontrar
razones para considerarse ridículo. Con el tiempo he entendido que
bailar es un arte, no solo un don. Todo arte florece en una estrecha
franja entre la insuficiencia y el exceso, es un difícil equilibrio por el filo
de la navaja, el camino medio de Aristóteles: ni demasiada soltura ni
demasiado control. El arte es llevar lo artificioso a la altura de lo
natural, es jugar: creativamente, pero según unas reglas. Y para ello hay
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que entregarse, hay que soltarse en una calculada espontaneidad.
Imposible si uno está demasiado pendiente, si se teme demasiado, si se
vigila demasiado.
―Soltarse, sí, de un modo contenido. Así hace, por ejemplo, un
pintor. Hay una base de técnica, de disciplina, de largos ensayos, y
sobre eso uno se suelta y se deja llevar. ¿Por qué no te apuntaste a
alguna academia de baile? Me estoy acordando ahora de aquella
película francesa, No estoy hecho para ser amado. La música y el baile
pueden ser simple gozo, placer de vivir. O una manera de encontrarse,
sin que haga falta usarlos para competir con uno mismo. Esto me
recuerda aquella otra película tan simpática, El lado bueno de las cosas.
Allí el concurso de danza es una excusa, un proyecto común que
favorece el acercamiento y el mutuo conocimiento. Es divertida la
escena del final del concurso, cuando el jurado, con cara de
circunstancias, califica a la pareja solo con un 5, y se quedan
estupefactos al comprobar su entusiasmo.
―Sí, porque habían ganado la apuesta que habían hecho con
aquel vecino antipático. ¿Una academia de baile? Lo pensé alguna vez,
incluso me lo habían propuesto. Pero nunca me lo planteé en serio.
Supongo que me daba demasiada vergüenza, o pereza…
―Sí, tal vez en el fondo no te interesara tanto eso de bailar.
Aunque también podría ser que no quisieras correr el riesgo de
aprender a hacerlo.
―Ya te me estás poniendo psicoterapéutico.
―Reconoce que tiene sentido. ¿Qué habría pasado si hubieses
aprendido a bailar bien? A lo mejor entonces habrías tenido que tolerar
que algunas muchachas se interesaran por ti… A lo mejor hasta habrías
disfrutado. ¿Habrías podido soportarlo? ¿No sería esa reticencia la que
podría estar interponiéndose entre tu cuerpo y la danza? Al fin y al
cabo, siendo patoso ya tenías el guion bien claro, sabías muy bien cómo
acabaría la noche, te volverías a tu casa con el rabo entre las piernas,
compadeciéndote de ti mismo, pero a salvo. En cambio, si dejaras que
una mujer se acercase a ti…
―No habría sabido qué hacer con eso, es verdad. Para eso no
tengo guion.
―¿Recuerdas aquel lema que se nos ocurrió una vez? “Hay que
juzgar las cosas por sus resultados, no por sus apariencias”. Parecía que
se te daba mal bailar. Pero el resultado, lo que contaba, era que eso te
mantenía aislado y a salvo del peligro de vivir.
―Ahora me has recordado aquel episodio tremendo y patético en
octavo, cuando la chica más guapa de la clase me quiso sacar a bailar y
yo me resistí, y ella tiró y tiró hasta que acabé por caerme al suelo.
Todos se rieron a gusto, qué humillación… Supongo que ella lo haría
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también para humillarme. Se habría dado cuenta de que estaba
locamente enamorado de ella, que le escribía poesías y pasaba horas
fantaseando con que paseábamos cogidos de la mano…, todos esos
revuelos solitarios que se me desataban cuando me gustaba una chica.
Ahora me doy cuenta de que eran un modo de conjurar el terror que
siempre he sentido por las relaciones reales.
―La vida viene cada día a sacarnos a bailar… Y tampoco nos pide
que seamos los mejores bailarines. Basta con que aceptemos y corramos
el riesgo.
―A veces el riesgo es excesivo. No seas injusto, en algunas
ocasiones he aceptado salir a la pista. Y, por lo que respecta a las
mujeres, siempre me he arrepentido.
―Y por eso ahora te mantienes al margen, bien a salvo en tus
maneras de evitar la intimidad.
―Sí, por eso. Uno tiene que aceptar que no está hecho para
algunas cosas, que simplemente no hay manera de aprenderlas.
Después de intentarlo y de sufrir, creo que todos tenemos derecho a
renunciar.
―Pero, ¿corriste el riesgo de veras? ¿Te entregaste sinceramente, o
siempre mantuviste un pie fuera, para salir corriendo?
―Intenté entregarme, y lo hice lo mejor que supe. Y si no pude
hacerlo más, pues no pude. Y es precisamente por esa incapacidad por
lo que me he retirado de escena. Hay quien no puede bailar porque le
falta una pierna. A mí me falta alguna otra cosa: confianza, valor,
autoestima, qué sé yo. Le he dado muchas vueltas, intentando
comprenderlo; he acudido a terapia, he leído libros, he dedicado
interminables debates con mis amigos, y no he acabado de sacar en
claro cuál es mi dificultad. Sinceramente, ya me da igual. Se me ha
pasado el empeño de repararme a toda costa. Ahora solo quiero estar
tranquilo, ya he sufrido y he hecho sufrir suficiente. Le he planteado a
la vida un pacto: yo me ciño a lo que me mantiene a salvo, y ella no me
pide más. Y, la verdad, me siento mejor. Para el amor, tengo a mi hijo,
a mi familia, a mis amigos; incluso a la gente con la que me cruzo, y a
la que suelo apreciar, siempre que no se acerquen demasiado.
―¿Y no te duelen las oportunidades perdidas?
―A veces, cuando miro atrás, contemplo algunos recodos del
camino con una cierta melancolía. Se me ocurren cosas que tal vez
habrían hecho ir mejor las relaciones que fallaron, aunque no volvería
allí para comprobarlo. Hubo alguna mujer que perdí por exceso de
prudencia, o de exigencia; o por falta de atención. Esas me duelen un
poco. Pero por suerte los años me han enseñado a no apegarme
demasiado a las tristezas. ¿Ves? Ese paso del baile de la vida sí que lo
he ido aprendiendo, al menos un poco.
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―Pero yo hablaba de lo que te estás perdiendo, habiendo
renunciado a determinadas cosas. Como te decía el otro día un amigo,
¿no te arrepentirás en el momento de la muerte?
―Creo que no. Vivir es perder. Y al final hay que perderlo todo.
¡Hay tantas cosas que no han podido ser, que no podrán ser! Me siento
afortunado: he tenido más que muchos otros. Un hijo que es la luz del
mundo, y junto al cual todo lo demás languidece. Pero también una
familia disfuncional pero entrañable a su manera, un puñado de buenos
amigos, un trabajo que me ha dado la oportunidad de sentirme útil,
algunos aprendizajes que me han hecho feliz… No me ha faltado
comida, no he tenido que ir a la guerra. ¿Que no he tolerado la
intimidad, que no he aprendido o no me he atrevido a bailar? Será en
otra vida. Cada cual juega con las cartas que tiene.
―Pues venga, saca las cartas.

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Qué exigente llegó la primavera
Por las mañanicas del mes de mayo, cantan los ruiseñores, retumba el campo.
Lope de Vega.

Aquí está otra vez la vieja primavera, la gozosa y terrible, la que


siempre vuelve para zarandearnos, y recordarnos que el mundo va dos
pasos por delante de nosotros, cargado de alegrías y de penas, de vida
que se busca a sí misma lo queramos o no… La primavera cae sobre
nosotros cuando ya nos habíamos acostumbrado a las noches largas y
las tardes en casa, y toca a nuestra puerta como los amigos
inoportunos, para que salgamos al mundo y volvamos a arriesgarnos, a
exponernos, a gastarnos, a jugar puesto que estamos vivos. “Qué
exigente llegó la primavera”, exclamamos con Mª del Mar Bonet: “y mi
enfermo corazón temo que arda dentro de su hoguera, atrapado en su
fascinación”.
Con razón los chinos la llaman “el trueno”, según dicen. Lo que
dormía debe despertar, lo que se agazapaba debe salir al sol y a la lluvia
y al trabajo y a la aventura. La primavera es una sacudida que
estremece el ser de arriba abajo, que reaviva el deseo, que llama al
entusiasmo alocado, que nos reclama que volvamos a actuar con la
locura de cuando éramos jóvenes, aunque ya no lo seamos. Quiere que
desperdiciemos las fuerzas que nos queden, puesto que aún no estamos
muertos. Y si el cuerpo anda ya cansado, si le queda poca leña que
añadir a esa hoguera, tal vez naufraguemos, como le ha sucedido hace
unos días al padre de una persona querida, y no hace mucho le pasó a
la madre de otra… Así es como la vida deja atrás, sin pestañear, a
quienes ya no están a su altura, por más que hayan sido tan devotos
como lo fueron esas personas, que vivieron intensamente hasta su
último momento.

Para los adolescentes, la primavera es la revolución de las


hormonas, esas que hacen reír y llorar y tomar cualquier cosa a la
tremenda. La especie les anuncia que vayan preparándose para perder
la inocencia y enredarse en los páramos del futuro. En la adolescencia
todo está teñido de tragedia, todo parece grave y arrollador, incluso uno
mismo, que aún no ha descubierto la insignificancia. Nunca
volveremos a ser tan felices como lo fuimos de adolescentes, pero, con
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suerte, tampoco sufriremos tanto. A medida que avanza la edad, las
cosas se vuelven más simples, tal vez porque se va gastando ese exceso
de fuerzas que tiene la juventud.
Para los melancólicos y los retirados del mundo, la primavera es
un trago que, si no se sabe capear con humor, puede cargarnos de
bastante angustia. La llamada de la vida a raudales se hace
especialmente dolorosa para quien procura navegar por aguas
tranquilas. El depresivo cae en la cuenta de que continúa vivo, y que
queda en él también una vocación de aventura para la que no se siente
capaz. Lo que nos falta vuelve a doler cuando se nos reclama. “¿Para
qué quiero mayo?”, le reprochaba yo a la vida en medio de las congojas
de la juventud. “Déjame en paz, amor tirano”, escribía Góngora, que
por lo visto era bastante depresivo, olvidando cuánto le había inspirado
ese mismo amor que le amargara.
Y los que hemos firmado un compromiso de vida a medio fuego, a
cambio de una cierta serenidad, nos enfrentamos al empuje de la llama
y la quimera, a las hojas nuevas que desde dentro nos quieren brotar.
“Que en el alma me crezca una palmera… ¡Qué exigente llegó la
primavera!” Los viejos barcos que ya despedimos, que parecían haber
zarpado para siempre, vuelven a puerto cargados de promesas, y
cuando los vemos desde nuestra ventana no podemos evitar la nostalgia
del mar. Los ecos de sus canciones marineras nos recuerdan los viejos
amores, nos tientan con nuevas aventuras de las que ya nos creíamos
retirados. Por un instante, lo daríamos todo por un ápice más de esa
emoción en carne viva, y no nos importaría quemarnos en la hoguera.
“Cuando el amor os llame, seguidlo… ―escribe Kahlil Gibran en El
profeta―. Porque, así como el amor os da gloria, así os crucifica”. Y
nuestro melancólico Machado se arrobaba de añoranza ante los brotes
en un olmo seco: “Mi corazón espera también, hacia la luz y hacia la
vida, otro milagro de la primavera”.

Esta noche he soñado que quería tener otro hijo, pero la mujer que
supuestamente era mi pareja no estaba por la labor. Un sueño de lo más
primaveral, absurdo y hermoso: ni voy a tener pareja, ni desearía un
nuevo hijo. ¿Cuál es la verdadera inquietud que debe estar reflejando el
sueño? Tal vez los ecos del trueno primaveral: tener que regresar al
mundo y desempolvar estas cosas, yo que las tenía ya arrumbadas en el
desván. Este sueño ha sido una caminata inesperada por el barro de la
vida, el maravilloso y amenazante barro de la presencia. Esa presencia
que ya perdieron los muertos, pero que nos queda a los vivos como una
prórroga.
No hay remedio, por tanto: es primavera. La esperanza reverdece
las puntas de las ramas: “Quiere que me broten lilas en los dedos…”
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Cierro la ventana, pero sigo oyendo el estrépito, porque está dentro de
mí. Habrá que atenderle al menos un poco. Salir más de paseo, regresar
a mis viejos andurriales de montaña y hacerles fotos a los prados
floridos. Si lo pienso desde aquí, desde mi refugio, solo noto mi cuerpo
cansado. Pero sé que allí la sangre volverá a entusiasmarse. Habrá que
abandonar los viejos puertos y salir al mar. Pero cuidado con ir
demasiado lejos, que no está el casco para galernas.

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Te veo
El mejor tipo de afecto es recíprocamente vitalizador; cada uno recibe cariño con alegría y lo
da sin esfuerzo, y los dos encuentran más interesante el mundo como consecuencia de esta
felicidad recíproca. Bertrand Russell.

En la película Avatar, los humanos hemos iniciado la colonización de


un planeta extraterrestre habitado por una especie parecida a nosotros.
Estos humanoides se encuentran en un estadio equivalente al de
nuestros antepasados cazadores-recolectores, organizados en tribus,
poseedores de un lenguaje y una cultura apegada a la naturaleza. La
película desgrana de un modo apasionante, casi como un tratado de
antropología, la forma de vida de estos seres, y nos obliga a vernos
reflejados en su espejo, para encontrar en él cuánto de nosotros mismos
nos ha enmascarado la modernidad. La película es una reflexión sobre
esa despersonalización a la que nos ha abocado el sujeto moderno, y
una invitación a rastrear en nuestro interior una autenticidad ancestral
que tal vez permanezca más vigente de lo que creemos.
Uno de los detalles que más me impresionaron es el saludo que
estos seres se dirigen unos a otros. Simplemente se dicen: “Te veo”. Me
parece un hallazgo moral extraordinario, por parte de los guionistas. En
la sencillez de esa fórmula se condensa una demostración de aprecio,
cordialidad y respeto. Y es que decirle a alguien que le vemos es la
mayor muestra de consideración que podemos prodigarle. Afirmar “Te
veo” es aludir a todas las buenas intenciones que alguien puede
dedicarle a otro. “Te veo” significa: te presto atención, te tengo en
cuenta, reconozco tu singularidad y tu valor en medio de las cosas, y
por tanto te considero semejante. Cierto que también se “ve” lo que
odiamos o lo que envidiamos, pero incluso así estamos dando al otro la
categoría de existente y digno de nuestra mirada: no se ve aquello que
nos resulta indiferente, aquello que no apreciamos o no respetamos,
sobre todo aquello en lo que no reconocemos un valor moral.

Toda sociabilidad empieza con ese acto de verse, de reconocerse,


de identificarse destacando sobre el fondo caótico del mundo. Todo
vínculo nace con esa oportunidad para la empatía, para otorgar al otro
una naturaleza aparte de la nuestra y sin embargo equivalente a la
nuestra, para afirmar su otredad, dignificándola en tanto equivale a una
mismidad. El vínculo se funda con una mirada que ve: cuando dos

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personas se miran a los ojos, están mirando la mirada del otro, están
concibiendo ahí delante una presencia; ven y son vistos, ahí hay otro
que me ve, que me concibe. Que también me piensa, y de ahí que los
psicólogos llamen a ese descubrimiento la “teoría de la mente”: no
estoy solo en el mundo, tengo razones para creer que detrás de esos
ojos hay una mente que rumia, desea, siente al margen de lo que yo
pienso, deseo y siento, puesto que ―puedo suponer― es como yo.
La aparición de la teoría de la mente nos permite hacer la
operación esencial de ponernos en el lugar del otro, de llevar nuestras
hipótesis más allá de la mera existencia de otro: atribuirle una
capacidad pensante y sintiente, y por tanto una dignidad. En esa
empatía naciente arranca la aventura moral. Disfunciones como el
autismo parecen relacionadas con una determinada incapacidad para la
teoría de la mente, para conjeturar el pensamiento de otro a partir de mi
propio pensamiento. El autismo extremo, literalmente, viene a consistir
en la incapacidad de ver, de salir del solipsismo universal y
omnipotente. ¿Hay alguien ahí? Parece que no. Solo estoy yo. Eso que
veo, aunque se me presente como persona, no me parece una persona,
no es alguien como yo; es más bien algo, un elemento más de ese
contexto en el que yo ―la única persona― me muevo como un
náufrago por un universo desierto.
Todos tenemos, probablemente, una parte a la que le cuesta decir
“Te veo”; todos tratamos a veces a los demás como objetos de nuestro
mundo, como si hubiesen sido puestos ahí solo para cubrir nuestras
necesidades y responder a nuestras pretensiones. Todos vivimos en
buena parte prisioneros de nuestro universo mental, atribuyendo a los
demás intenciones o motivaciones exclusivamente referidas a nosotros,
como si no tuvieran sus propios deseos y sus propias aversiones.
Esperamos que los otros vean el mundo con nuestros ojos, como si no
tuvieran su propia mirada. Creemos que hacen las cosas con respecto a
nosotros, cuando casi siempre, como nosotros, las están haciendo en
función de sí mismos. Me empeño en creer que aquel solo vive para
ponerme obstáculos, en lugar de comprender que lo que para mí son
obstáculos para él son aspiraciones. Me enojo con alguien y a partir de
ahí todo lo que hace me parece concebido para fastidiarme, como si en
el mundo del otro no hubiera nada, bueno o malo, que no estuviera
referido a mí. Nos tomamos los actos de los demás como algo
demasiado personal, porque nos cuesta entender que tienen su propia
vida, porque nos resistimos a suponer que cuentan con su propia
mente; porque no les vemos.

“Te veo”. En esa declaración se abre un mundo de encuentros, de


intercambios, de vínculos, de solidaridades (también de conflictos, no
98
podría ser de otra manera), sin los cuales nuestra vida languidece,
reclusa de sí misma. Sartre, que explicó maravillosamente ese acto
fundacional del encuentro a través de la mirada, consideró a ese otro
una amenaza, una contracción inquietante de la propia autonomía.
Desde que descubro que hay otro, ya no puedo ser del todo yo, porque
a partir de ese momento debo tener en cuenta a ese otro que me ve, que
podría ser mi enemigo, que probablemente me pedirá algo, que sin
duda me juzgará, haciendo aparecer en mí la vergüenza y el temor.
Sartre tenía razón, pero solo habló de la mitad, o más bien se quedó a
mitad de camino: solo si existe otro puedo existir yo; la mirada del otro
me crea a mí. El otro, que podría ser mi enemigo, que probablemente
siempre podrá serlo o lo será en cierto modo, resulta ser mi amigo, y en
ese giro se cumple toda la felicidad.
Al vernos, la mirada del otro nos inviste de existencia y también de
dignidad. Por eso tenemos tanta necesidad de reconocimiento: de
elogio, de aprobación, de honra. El niño grita: “¡Mira, mamá, sin
manos!”, y cuando su madre le mira siente el gozo de existir, de ser
reconocido, de tener un valor (pues no existe más valor que el que nos
otorga alguien: alguien que nos ve). Todos somos niños que buscan ser
vistos, ser reconocidos, ser confirmados en el valor. Todos agradecemos
un elogio. Todos nos estremecemos ―felices, temerosos― cuando
alguien nos dice: “Te veo”.

Conocí a una persona que afirmaba no comprender esta verdad


tan elemental. Le encantaba ser halagada, pero, cuando le pedía
expectante que me dijera lo que le gustaba de mí, me miraba atónita e
incluso un poco molesta: “¿Por qué?” Es una de las preguntas más
asombrosas que nadie me ha formulado nunca, y, abrumado por un
estremecimiento de angustia, reconozco que no sabía qué contestarle.
No se me ocurría ningún argumento con el que replicarle: bien mirado,
tenía razón (una razón implacable y fría como el hierro), resultaba
trivial que yo esperara sus elogios. Mi vida, el mundo entero, seguirían
exactamente iguales si me decía que me encontraba encantador o si no
decía nada. Por eso me sumía en un silencio desconcertado, triste,
irritado, y me sentía tremendamente solo. Pero Pascal sí habría sabido
qué replicar: “El corazón tiene razones que la razón no puede
comprender”. La razón es tan espléndida como árida: si nos complacen
los halagos, como las caricias, no es porque sirvan para nada, sino
porque nos hacen sentir reconocidos, nos hacen sentir que nos ven.
Hoy seguramente me habría sentido igual, y seguiría siendo
incapaz de convencer a esa persona, pero al menos habría sabido
replicarle algo: necesito que me digas lo que te gusta de mí porque ese
es un modo de verme; de quererme, de apreciarme, de reconocerme; de
99
crearme. Es decir: por ninguna razón, solo porque soy así y espero que
eso te parezca suficiente. Solo porque necesito que me digas que me
ves. Los regalos, por ejemplo, tampoco sirven para nada, pero son
importantísimos por lo que significan. Explicarse las cosas mutuamente
tampoco cambia el mundo, pero es una fiesta de compañía. Si no
entiendes por qué me importa que me digas que me ves es que no me
ves.
“Te veo”: ¡qué rara felicidad!

100
La levedad de la alegría
De todos los bienes subjetivos, el que más directamente nos hace felices es un ánimo jovial;
pues esta buena cualidad se premia a sí misma al instante. Quien es alegre tiene en todo
momento una razón para serlo: precisamente el hecho de serlo. A. Schopenhauer.

Curiosamente, los años me han hecho más alegre. Yo esperaba lo


contrario, puesto que vivir es perder. El calendario avanza y, como uno
de esos muñequitos de los videojuegos, lo va engullendo todo a su
paso: la gente querida, la salud, el tiempo que nos va quedando… El
dolor es interminable y creciente. ¿Cómo se entiende que la felicidad de
la madurez sea más serena y más firme? Probablemente porque sufrir
nos enseña a discernir lo importante; porque la desazón languidece al
hacerse costumbre; porque el cedazo de la vida va dejándonos el poso
de lo grato. Tal vez no haya más remedio que sufrir para comprender
que la alegría es algo raro y precioso, como las gemas, y que por eso
hay que defenderlo, como canta Serrat.
La juventud es bella, pero desaforada. Anhela demasiado y
rechaza con obcecación. Por eso es fácil, e injusto, menospreciar sus
exuberancias con el tiempo, cuando ya las hemos perdido y sabemos
que no volverán. Es tan tentador como glorificarlas. Ni una cosa ni la
otra: la juventud tiene su propio genio protector, es terrible y magnífica
como un tornado; está bien que añoremos aquella fuerza desbordante,
como lo está el que nos haya dejado un poco rotos. Pero solo nos
pertenece su recuerdo, es decir, su sombra. Todo lo bueno y lo malo
que tuvo quedó atrás, en esa orilla a la que no regresaremos.
Evoquémosla agradecidos, pero con los pies bien puestos en el
presente. Y si ahora la luz ya no es tan intensa, aprovechemos para que
nos ciegue menos; ahora que el sol está gastado, tal vez podamos
mirarlo de cara sin que se nos salten las lágrimas. Alegría, pues, incluso
en la nostalgia; alegría por el amor sereno que nos inspira lo perdido.
Alegría de asumir, sin rencor, que también esto acabará, que el fuego
sigue consumiéndonos, aunque lo haga con llamas menos voraces.
Alegría porque siempre nos queda algo después de un naufragio.
Entenderé a quien, molesto, reniegue de la vejez y la tumba, y,
señalándolas, me llame ingenuo. Comprenderé que se me reprochen los
horrores del mundo, que nunca nos quedan demasiado lejos. Asentiré
al que me señale que la alegría es fácil mientras se tiene salud y se come

101
cada día. Un viejo amigo solía recordarme esa levedad, esa cierta
candidez de la alegría, la pequeña loca que ignora lo que no le
conviene; mi amigo era un escéptico, y siempre tenía algún mal que
evocar para llevarme la contraria3. ¿Cómo no reconocer que tenía
razón? El problema es que abusaba de la razón: la alegría también
cuenta con las suyas, pero solo echamos mano de ellas cuando nos
falta. Se puede argumentar a favor de ella, pero no vale la pena:
siempre es mejor vivirla. Y cuando la sentimos no necesitamos
reforzarla con nada. Simplemente está ahí. Si eso es ser estúpido, si es
ser simple o loco, ¿qué nos importa mientras la tenemos? ¿Por qué la
tristeza debería ser más sabia, solo es más fácil, porque nos parece más
fuerte cuando se nos impone aunque no la queramos? ¿Acaso hay algo
más loco, más absurdo y desconcertante, que la propia existencia? Y
todos nos aferramos a ella.

Eduard Punset explica que la felicidad es no tener miedo. Ese es,


en efecto, el verdadero enemigo de la alegría. Y nuestro miedo más
grande, como enseña el budismo, es a perder lo que tenemos; el heraldo
del miedo es el apego, el empeño en aferrarnos a los dones para que no
nos los arrebaten. Sin embargo, siempre acabamos por perderlos,
porque así es la vida y así son los sentimientos: leves e inconstantes
como la arena a la menor ventolera. Envejecer es aprender que, en
efecto, todo acaba por perderse. Y que, después de esas pérdidas, que
parecía que nos arrastrarían enteros, sorprendentemente seguimos ahí:
disminuidos, truncados, tullidos, pero aún estamos, de momento, aún
se nos concede una prórroga. Y entender en profundidad ese milagro
nos llena de agradecimiento. Los muertos, que ya no están, no conocen
ya la alegría; pero tampoco la pena. “Ya sabes, vienes de la nada,
vuelves hacia la nada. ¿Qué has perdido? ¡Nada!”, cantan los
crucificados en esa obra maestra de la parodia ―y de la filosofía― que
es la película La vida de Brian.
De acuerdo: ¿alguien, en la realidad, se habría atrevido a
transmitirle ese mensaje a la víctima de uno de los tormentos más
espantosos que ha creado la perversidad humana? En la cruz, el peso
del cuerpo llegaba a cortar la respiración y el riego sanguíneo.
Entonces, el reo apoyaba los pies y, en un esfuerzo sobrehumano, se
incorporaba lo suficiente para que volviera a circular la sangre y el
oxígeno. Al poco, el peso volvía a vencerle y se repetía el proceso.
Cuanto más robusto y sano, más duraba el torturante camino hasta el

3
He conocido por casualidad un microrrelato que habría hecho las delicias de mi amigo. Se titula,
precisamente ―el mundo de la escritura también es un pañuelo― La levedad de la alegría. Su autora se
llama Inés Arias de Reyna. Dice así: “―Mira cómo vuelo ―exclamó Ícaro a su padre.” Lo he encontrado
en http://ladydragona.com/la-levedad-de-la-alegria/.

102
último aliento, cuando ya no quedaban fuerzas para sobreponerse a la
asfixia y el corazón reventaba. Los mordaces Monty Python usan la
risa para recalcar el espanto.
Nadie puede reír en medio de un dolor tan absoluto. Pero, por
suerte, la mayoría de nuestros malos tragos no son tan formidables, y,
de todos modos, también ese dolor acaba. Epicuro, que, igual que
Montaigne, conocía muy bien el dolor de sus cólicos nefríticos,
aprendió probablemente de ellos la dulzura de los lapsos en que el dolor
nos deja descansar. Entonces mordisqueaba un mendrugo de pan seco
y le parecía una bendición; y en un trozo de queso encontraba un
manjar. Epicuro nos enseñó lo serio que es defender la alegría. Él
enseñaba a sus discípulos que los padecimientos que duran mucho son
llevaderos, y que, en cambio, cuando no lo son, duran poco, puesto que
acaban pronto con nosotros. ¿Quién le objetará que no sabía de lo que
hablaba?

Así pues, riamos mientras podemos. Defendamos la alegría, sobre


todo cuando es así como se nos presenta en el otoño de la vida, tan
calma y templada que casi no parece alegría, y que sin embargo lo es
más que nunca, porque sabemos lo que vale, porque conocemos su
levedad y la nuestra, porque la disfrutamos curtida por muchas batallas,
porque es la cosecha de sabiduría de una vida lúcida.

103
La banalidad del mal
Cuando veas a un hombre bueno, trata de imitarlo; cuando veas a un hombre malo,
examínate a ti mismo. Confucio.

Me desafía un buen amigo: “Si quieres filosofar de verdad, piensa por


qué hay personas malas”. Me parece una sugerencia acertadísima: si
todos pensáramos a menudo en ello, seguramente seríamos menos
malos. Camus afirmaba que el único problema filosófico realmente
significativo es si la vida merece ser vivida. Yo, en cambio, creo con mi
amigo que los problemas que más nos importan son los que atañen no
al vivir propiamente dicho, sino al cómo vivir. La vida se justifica a sí
misma, es un bien en sí mismo sencillamente porque no hay nada más
allá de ella. Los que reniegan de la vida son los que más la anhelan, los
que se han sentido decepcionados porque esperaban ―y siguen
empeñados en esperar― tanto de ella.
Así pues, ¿por qué hay personas malas? Es una de nuestras
preguntas eternas; se le han propuesto mil respuestas, que viene a ser no
encontrarle ninguna. Igual da decir que en el fondo todos somos
buenos que afirmar que nadie lo es. Ni Rousseau ni Hobbes, o los dos.
Los que dan cuenta de la maldad suelen hacerlo con mucha lucidez
―salvo los religiosos, que lo reducen todo al misterio de la voluntad
divina, y así lo único que hacen es diferir la cuestión sin resolverla―,
pero siempre nos dejan con el regusto de un argumento incompleto:
siempre queda algo por explicar, al menos el mismo que explica. Así
será, sin duda, con todo lo que yo pueda proponer, que además, en un
tema de este calado, resultará siempre insuficiente. Y, sin embargo, vale
la pena pensar, porque al hacerlo hago mía la incertidumbre que antes
era solo de los otros.

“Somos malos por naturaleza”. Puede que así sea, pero entonces
también la tendencia al bien debería estar en nuestra naturaleza, de lo
contrario no podríamos ser conscientes del mal; así que sigue
quedándonos la posibilidad de elegir. “Somos malos porque somos
egoístas”. ¿Por qué habría de convertirnos en malos el hacernos cargo
de nosotros mismos? A menudo, el egoísta es el más capacitado para
amar, porque, cuando reconoce en el otro a un semejante, le atribuye la
posibilidad de contar con el valor que reconoce en sí mismo. Solo quien
104
no se ama a sí mismo ―y por tanto lo tiene difícil para amar a los
demás― desprecia el egoísmo ajeno. Además, decir que el egoísmo
universal nos hace malos, es lo mismo que afirmar que la maldad
universal nos hace egoístas. No hemos explicado nada.
En cambio, supongamos que “somos malos porque somos
ignorantes y sufrimos”. Eso sí es decir algo, y es el argumento del
budismo, que ha profundizado con infinita finura en estos entresijos de
la moral. En definitiva, somos malos cuando nos parece que es la
manera de ser felices; sin reparar en que esa obcecación es precisamente
la que más sufrimiento nos procurará. ¿Parece ingenuo? Puede que lo
sea. Pero no hay que olvidar que casi nunca el malo persistente se
siente malo; siempre encuentra argumentos para darse la razón, para
echarles la culpa a los demás, o a la vida misma. Puede que el que
tomamos por malo solo esté defendiéndose de lo que considera en
nosotros maldad; o, más sencillo: de lo que nuestra presencia interpone
entre él y su aspiración a la felicidad.
El que nos envidia, por ejemplo, lo hace porque instauramos en
sus pretensiones, o en su amor propio, una duda terrible: tal vez haya
otro mejor, tal vez yo no sea suficientemente bueno; tenga o no razón
―y ahí está la ignorancia―, su inquietud es real ―y ahí está el
sufrimiento―. El que nos guarda rencor, lo hace porque está
convencido de que le ofendimos o le dañamos, de que tiene que
mantenerse en guardia contra los malos, que somos nosotros. El que se
ensaña con nosotros, tal vez tenga buenas razones para considerar
agravio algo que le hicimos. ¿Exagera él, o nos falta sensibilidad a
nosotros? Cuando se practica este ejercicio de empatía, cuando le
damos una oportunidad al juicio del otro, nos acercamos a una
percepción mucho más sutil que la de mera maldad, y ya somos
capaces de implicarnos en ella desde la compasión. “Puesto que el
sentimiento original y primario del hombre es el miedo ―afirma el
Zaratustra de Nietzsche―, por el miedo se explican todos los pecados y
virtudes originales”. “¡Misericordia para todos!”, pide André Comte-
Sponville.

Así que esa maldad que creemos ver en los demás tal vez resida
ante todo en nuestros ojos; tal vez no sea más que un juicio que nos
permitimos hacer desde el egocentrismo. En definitiva, considerar a
alguien como un malo puro es una opinión primitiva, en el sentido
histórico ―nuestros ancestros lejanos tardaron en inventar las sutilezas
de la empatía― y en el sentido biográfico ―el referido a nuestra
infancia: nadie más narcisista y arbitrario que un niño, que aún se
considera el centro del mundo y se molesta cuando alguien le recuerda
que no lo es―.
105
Tal vez alguien vea en este exceso de comprensión y de compasión
un deje de paternalismo, un tufillo a mística barata. Estoy de su lado:
hay que prevenirse de la blandura a la hora de juzgar a los otros, porque
suele encubrir condescendencia con nosotros mismos. Las personas
más crueles que he conocido han sido las que daban amables golpecitos
en la cabeza de un transgresor y le ofrecían su compasión por la
ignorancia que le atenazaba, como diciendo: “Te comprendo, eres aún
demasiado simple, aún tienes mucho que aprender; algún día tal vez te
trabajes lo suficiente para ganar una mirada como la mía, capaz de
distinguir matices y sondear sufrimientos”.
No me extraña que Nietzsche odiara a quienes predican el perdón
como una coartada para la baja autoestima. A Nietzsche la pregunta de
mi amigo le habría hecho reír, porque él soñaba con una humanidad
que estuviera “más allá del bien y del mal”, un ser humano libre de
subterfugios, plenamente consciente y asumiéndose
incondicionalmente a sí mismo. Si somos malos, ¿qué importa? Lo
importante es que no pongamos trabas a lo que somos, sea lo que sea, y
que nos esforcemos por hacerlo fructificar. Este canto devoto a la
naturaleza humana es hermoso y necesario: alguien tenía que hacerlo.
Pero hay que tener cuidado con sus consecuencias: uno no puede darse
siempre la razón a sí mismo, sencillamente porque no siempre la tiene.
No somos héroes, ni siquiera Zaratustra lo era; a menudo, su
desaforado orgullo encubría una profunda tristeza: “Ésta es mi pobreza,
el que mi mano no descansa nunca de dar; ésta es mi envidia, el ver
ojos expectantes y las despejadas noches del anhelo”. Es bueno intentar
ser bueno, sencillamente porque solo en ese intento el humano
construye su dignidad.

La banalidad del mal es una obra cumbre para la reflexión sobre la


moral. Hannah Arendt la escribió para glosar su asombro ante la
condición humana durante el juicio al exterminador nazi Adolf
Eichmann. Lo que más le impactó no fueron los crímenes de este
asesino: el mayor horror estaba en la frialdad con la que Eichmann
había cumplido las órdenes recibidas. Cuando le preguntaron si se
sentía escandalizado al comprender las dimensiones de su atroz tarea,
él, con toda naturalidad, repuso que no, que se limitaba a ejecutar de la
manera más eficaz posible la misión que le habían encomendado. El
mal de Eichmann, aun siendo horroroso, era a la vez banal: era una
maldad que él sentía más allá del bien y del mal, un mal sin
profundidad, sin consistencia; un mal mecánico que tenía sentido solo
porque había sido incluido en las instrucciones de sus jefes. Eichmann
no era un monstruo, era un burócrata (aunque eso sea lo que nos parece
más monstruoso): “El arrepentimiento es cosa de niños”, expuso
106
fríamente. No puede extrañarnos la estupefacción de los asistentes, la
misma que sintió Arendt y que nos intentó presentar como un espejo de
la banalidad de nuestros propios males, numerosos y terribles
precisamente porque nos parecen dotados de sentido. “Dostoyevski
―escribe Arendt― en una ocasión cuenta que en Siberia, entre docenas
de asesinos, violadores y ladrones, nunca conoció a un solo hombre
que admitiera haber obrado mal”. Para nuestro mal siempre
encontramos alguna coartada.
¿Por qué, pues, hay personas malas? Querido amigo, porque son
malas para los demás. Porque los seres humanos hemos decidido
inventar el bien, y al hacerlo nos ha llegado inevitablemente
acompañado por su contrapartida. Hemos decidido entregar nuestra
voluntad a la construcción de la dignidad, pero, a menudo, nuestra
dignidad choca con la de los otros. Entonces nos sentimos perseguidos,
cuando en realidad somos un mero objeto, un obstáculo en el camino
de las pretensiones ajenas. Como para Eichmann, para ellos solo somos
un objeto que hay que apartar de la manera más eficaz posible. Al
cosificarnos, nos convierten en algo insignificante, como trivial será,
desde su punto de vista, el daño al que nos sometan. Así deben
considerarlo también los terroristas, esos burócratas de la exaltación,
que acumulan cadáveres en el trastero de su odio, y así se convencen de
que están rodeados de enemigos y solo ellos son los buenos. Lo mismo
suelen pensar los resentidos, que justifican su vocación de verdugos
porque primero fueron víctimas: asunto peliagudo de juzgar. En esos
enclaves, nuestro proyecto ético ―el de la voluntad humana― patina,
se estrella contra su propia fragilidad. En puridad, no hay personas
malas. Solo personas que nos someten a la banalidad, a veces terrible,
de su mal.

107
Cuando somos crueles
La indiferencia hace sabios y la insensibilidad monstruos. D. Diderot.

A menudo somos crueles. Replicamos con un sarcasmo injustificado,


nos ensañamos en represalias desmesuradas, incluso humillamos a un
inocente (¡que podemos ser nosotros mismos!). Hay en ello un extraño
placer y una aguda tristeza. El placer de sentirnos poderosos, capaces
de dispensar el mal por pura voluntad. La tristeza de no poder hacerlo
sin presentir que en ese capricho siempre estamos echando a perder
algo valioso: el poder que nos otorga la crueldad tiene siempre algo de
impotencia.
La crueldad nos recuerda que el bien es un empeño, una tarea
nunca acabada en la que hay que insistir a cada instante, y que a veces
tenemos que realizar contra corriente. Que nuestro interior siempre
guarda extraños rincones donde se agazapan los demonios. Es lo que
Jung llamó “la sombra”, el reverso de nuestra aspiración ética. Algo en
nosotros no se siente del todo cómodo en la bondad; a veces la
impugna abiertamente, casi siempre la boicotea lanzándole
escaramuzas desde sus cuarteles clandestinos. Procuramos mirar hacia
otro lado, creer que son meras debilidades que controlamos; insistimos
en darnos la razón y en convencernos de que en realidad somos buenos;
somos maestros en echar a los otros la culpa de nuestras iniquidades.
Pero si nos examinamos con sinceridad, si somos lo bastante valientes
para escudriñar en nuestro interior, deberemos admitir que la bondad es
siempre una tarea frágil e inacabada.

Hay dos tipos de crueldad terribles, porque nos dispensan de


nuestra responsabilidad, que es el único baluarte de la ética. La peor es
la crueldad burocrática, la que nos disocia de nosotros mismos y nos
convierte en meros instrumentos de algo superior: un ideal, un jefe, un
cargo. Esta crueldad no tiene cortapisas, al deshumanizarnos (a
nosotros como ejecutores, y al otro como víctima) se convierte en una
mera transacción; es una insignificante operación ente autómatas. No
implica ni nuestros valores, ni nuestro autoconcepto, ni nuestra
conciencia. No implica, sobre todo, la noción de dignidad.
Hannah Arendt la descubrió, atónita, en el juicio al que en 1961 se
sometió a Adolf Eichmann (el dirigente nazi responsable de la muerte
108
de miles de judíos) en Jerusalén. A juzgar por las declaraciones de
Eichmann, al acusado no había afrontado el menor problema ético a la
hora de decretar deportaciones o asesinatos en masa; es más: se sentía
orgulloso de haber “resuelto” el problema del exterminio de una
manera rápida, piadosa y eficaz. En ningún momento se le planteó la
duda de si era correcta o no la aniquilación masiva de personas
inocentes: él solo estaba cumpliendo órdenes, y hacerlo constituía su
valor más elevado. Arendt llamó a esa frialdad desconcertante “la
banalidad del mal”: Eichmann era, sin duda, un carnicero, un criminal,
pero tras su crueldad no había ninguna intención, ningún ensañamiento
con las víctimas; dadas las reglas de juego (unos valores que tenía por
superiores), esa tarea le parecía tan natural como cobrar impuestos o
poner multas de tráfico. Ante un mal tan gigantesco, tan inapelable, lo
más desconcertante, se diría que lo más ofensivo, es precisamente esa
banalidad, ese pragmatismo burocrático que se limitaba a ejercer un
cometido con eficacia. Se trata, en efecto, de una interrupción de lo
humano, un comportamiento de autómata, sin profundidad emocional
ni temblor empático.
En los años 40, Adorno y Horkheimer describieron estas
tentaciones de la atrocidad en su Dialéctica de la Ilustración: la razón
tiene sus propios peligros, y, llevada hasta sus últimas consecuencias,
produce monstruos como el nazismo. No cabe duda de que la
actuación de los nazis, como la de todos los fanáticos y terroristas
―por justos que sean sus ideales―, muestra una lógica aplastante: si el
objetivo es cualquier tipo de excelencia que se halle por encima del bien
y del mal, lo propiamente humano ―incluida la dignidad― queda en
un segundo plano; resulta espantosamente lógico considerarlo un
obstáculo que hay que eliminar. En realidad, la razón tiene, por sí
misma, algo de inhumano, y esto nos confirma el peligro de tomarla
como referencia máxima, sin contar con un marco de valores que
instaure el derecho y el respeto mutuo como condición inexcusable.
Los nazis adaptaron el imperativo categórico de Kant ―“Obra de tal
modo que tu acción pueda valer como norma universal”― a su visión
del mundo: “Obra como si Hitler te estuviera observando en todo
momento”; así lo hizo Eichmann, y en ese sentido sus atrocidades
quedaban perfectamente legitimadas a sus ojos. Eichmann practicaba
una crueldad quirúrgica, y, desde su perverso punto de vista, estaba
colaborando en el desarrollo de un mundo mejor. Da escalofríos
pensarlo así, pero solo porque persistimos en observarlo desde una ética
de la dignidad universal, y no de la lógica pura. Cuando una bomba
terrorista ―sea del bando que sea― provoca la muerte de cientos de
personas, está cumpliendo a rajatabla su papel de instrumento de un
ideal superior a las propias personas: un ideal, por tanto, inhumano.
109
Otro tipo de crueldad que renuncia a lo humano es la barbarie
tribal: las matanzas durante la disolución de Yugoslavia o los choques
entre hutus y tutsis en Ruanda, por poner solo dos ejemplos más o
menos recientes. En estos casos, la anulación de los valores universales
y de la dignidad humana se efectúa desde el otro extremo: ya no se
trata de llevar la lógica hasta sus últimas consecuencias, sino de
renunciar a cualquier tipo de lucidez, entregándose a la emocionalidad
pura del odio y el terror. La guerra, de hecho, al establecer un marco de
excepción en el que quedan anulados los principios habituales, avanza
fácilmente hacia esos tipos de barbarie, en los que la crueldad deja de
ser la excepción para convertirse en la regla.

Casi todos nos escandalizamos sinceramente ante estragos tan


excepcionales, y pocos de nosotros, juzgándolos desde fuera, los
consideraríamos justificables. Desgraciadamente, están ahí para
recordarnos que son patrimonio de la condición humana (que tan
fácilmente degenera en la inhumanidad), que siempre permanecen
como una potencialidad, a la espera de las circunstancias apropiadas.
No es que la crueldad sea posible, es que está ahí, más o menos
dormida o despierta, formando parte de nosotros, de nuestras
motivaciones y nuestros actos. Lo excepcional de sus atrocidades
mayores no debería servirnos para ocultar ―como hipócritamente
pretendemos casi siempre― cuántas pequeñas crueldades jalonan
nuestros días. Y si de verdad nos proclamamos enemigos de su imperio,
hemos de empezar por descubrirla, denunciarla y corregirla cuando se
nos cuela en una de sus escaramuzas aparentemente triviales.
Porque a menudo somos crueles. El hecho de que muchas veces
no nos demos cuenta debería alertarnos contra nuestra ceguera de lo
que no nos conviene. El que otras veces nos demos cuenta y nos
parezca justificado, debería prevenirnos sobre la facilidad con que
solemos darnos la razón. Cuando en un grupo se crean sectores
enfrentados entre sí, es probable que los miembros más vulnerables de
cada lado sufran con mayor saña las consecuencias de esa guerra, tal
vez más si es larvada; como sucede entre ejércitos, los jefes suelen
mantenerse en lugar seguro, maquinando y agitando para movilizar a
sus subordinados. En todos los grupos, además, existen individuos que
se sitúan más bien lejos del centro, rozando la exclusión; estos son los
que tienen más números de que les toque hacer de carne de cañón, de
chivos expiatorios, o de víctimas de la temida exclusión. Toda guerra
tiene víctimas colaterales, que suelen ser las menos interesadas en ella;
quedan atrapadas entre dos fuegos, pereciendo en su angustioso intento
de situarse de un modo que las preserve sin obligarles a comprometerse.
No es extraño que la mayoría de la gente procure ocupar un puesto
110
aceptablemente próximo al líder (lo reconozcan o no, compartan o no
sus arbitrariedades): esos son los lugares más seguros. Los
desheredados son siempre las principales víctimas de la crueldad
grupal, Girard lo explica bien en El chivo expiatorio.
¿Y qué hay de la crueldad individual? La ejercemos a menudo
contra el amigo que no nos da la razón ―porque preferimos que nos
den la razón a que nos digan la verdad―, contra el cónyuge que no se
adelanta a los deseos que jamás formulamos ―si realmente me quisiera
habría entendido lo que necesito―, contra nuestros indefensos hijos
cuando no responden a nuestras expectativas ―eres un flojucho,
pareces una nena―… Sometemos a ella a gente con la que nos
cruzamos, simplemente porque nos molestan en alguna cosa, o porque
tenemos un mal día ―un vecino que no cierra la puerta del edificio, un
camión de la basura que nos impide pasar mientras trabaja, un
conductor que nos adelanta…―. Se la lanzamos a quienes nos caen
mal, quienes se interponen en nuestro camino, quienes hicieron una vez
algo que nos molestó y que se mantiene vivo en las catacumbas del
resentimiento… Y en todos esos casos siempre creemos tener buenas
razones para nuestra arbitrariedad: si somos crueles es porque los
demás nos obligan a serlo, no porque nosotros lo elijamos o nos
sintamos impulsados a ello.
Y somos crueles también con nosotros mismos. Dentro de
nosotros hay muchos en uno: nuestras partes soberbias, arbitrarias,
rígidas, frustradas, someten a su crueldad a ese lado de nosotros que es
blando e infantil, temeroso y vulnerable. No hay peor autoritarismo que
el de nuestros déspotas internos, que nos prohíben llorar, pedir ayuda,
equivocarnos…, o nos lo reprochan al hacerlo.

No creo que podamos extirpar la crueldad por completo, ni de


nosotros como individuos, ni de nuestras relaciones y nuestros grupos.
Quizá tampoco debamos: hacerlo podría formar parte de una nueva
crueldad, de otra dictadura de la razón o la sinrazón. Sencillamente, la
crueldad nos habita, como lo hacen la envidia, el odio, el afán de
venganza, el resentimiento… Están ahí para recordarnos que somos
humanos, es decir, animales, condicionados por eones de evolución,
expuestos a la carencia y el peligro, condenados al deterioro y a la
muerte. No hay más remedio que admitir lo que no nos gusta de
nosotros mismos, aunque haga mella en nuestra autoestima.
Pero aceptar esas sombras en nosotros no implica transigir con
ellas. No tenemos por qué ponernos de su parte. Estar prevenidos, saber
que están ahí y admitirlo, ya es mucho: al menos no nos impulsan
desde la inconsciencia. Entonces tenemos la opción de dar un paso
más: elegir. En la pequeñez humana cabe la grandeza de lo prometeico:
111
el criterio que cristaliza en proyecto, el proyecto que se despliega en
acción. La caída y la vuelta a la casilla de salida, como en el juego de la
oca. La ética nunca está en las llegadas, sino en las salidas, o más bien
en los vericuetos del camino; hay que ser obcecado en el viaje, aun sin
saber hasta dónde conseguirá llegar, aun presintiendo que no nos
llevará muy lejos. Así se reconstruye la autoestima herida:
impregnándola de voluntad. Seguiremos siendo crueles, pero no
queremos serlo, y, a veces, puede que logremos evitarlo.

112
La vida no es un asunto tan personal
La vida, pensé, ha de tener al fin razón siempre; y si la vida se burlaba de mis hermosos
sueños, habrán sido necios mis sueños, decía yo, y no habrán tenido razón. H. Hesse.

Nos tomamos la vida como algo demasiado personal. Todavía estamos


contaminados por ese egocentrismo infantil que nos convencía de que
todo el mundo gira alrededor de nosotros. Pero la vida sencillamente
sucede, el universo se expande por su cuenta, sin ninguna finalidad, y
menos la de nuestra pequeñez. Nosotros no hemos hecho más que caer
aquí, como vino a decir Heidegger, fruto del sucederse ciego de las
generaciones y la criba en el cedazo de la evolución. Somos la
confluencia fortuita de muchas causas que no nos buscaban y muchos
azares que nada sabían de nosotros. Somos una flor de primavera que
agosta el verano, o una seta de otoño que congela el invierno. El
sentido es un capricho de nuestra mente. Un empeño que, al no sernos
concedido, nos hace sufrir.
En realidad no hemos venido aquí: somos esto ―tat twam asi,
dicen los hindúes―, en un lugar y un tiempo concretos. Mañana
seremos otra cosa dentro de un conjunto que será también diferente.
Somos una ola en un mar en perpetuo movimiento. No nos
marcharemos porque jamás vinimos. Lo que se perderá con nuestra
desaparición no es más que un remolino en el río del acontecer.
Nuestro drama es que hemos cobrado conciencia de nosotros mismos y
hemos llegado a creer que esa idea se correspondía con algo real. Pero
lo único real es el fluir constante de la materia y la energía a través del
tiempo, el sucederse de formas que cambian sin cesar. A la forma le
gustaría perpetuarse, pero las mismas fuerzas que la configuraron la
van deshaciendo poco a poco, como las montañas que se elevan y se
erosionan en su escala de tiempo de gigantes.

Tal vez lo más coherente sea vivir nuestra aventura con alegría y
sin grandes pretensiones. Seamos lo que somos, porque es bello y
valioso; pero sin dejar de tener en cuenta que al final tendremos que
entregarlo y el viento se lo llevará. Esculpamos castillos con arena,
puesto que nos hace felices; pero no nos amarguemos porque al final
suba la marea y se los lleve. Ni la arena ha sido creada frágil para que
se derrumben nuestros castillos, ni las olas la remueven con el propósito
113
de que no quede nada nuestro. Lo nuestro solo nos concierne a
nosotros, y si fuésemos un poco más sabios ni siquiera a nosotros nos
importaría. Tal vez entonces podríamos recitar con Bertrand Russell:
“Lo que hacemos no es tan importante como tendemos a suponer;
nuestros éxitos y fracasos, a fin de cuentas, no importan gran cosa... El
ego de una persona es una parte insignificante del mundo.”
No nos tomemos la vida ni sus cosas como algo personal. Es un
gozo ser amado, pero nadie ha sido puesto ahí con la misión de
amarnos: sencillamente, las personas se cruzan y a veces se aman; lo
cual es una suerte solo para ellas. Un día sucede que dejan de amarnos,
y, como se interrumpe lo que esperábamos, nos angustiamos o nos
enojamos. Deberíamos sentirnos agradecidos por el pecio que las olas
trajeron a nuestra orilla, en lugar de reprocharles que se lo lleven.
Con las aversiones pasa lo mismo: el que haya quien nos odie, o
nos parezca odioso, tampoco es algo tan personal, como no lo son los
aerolitos que caen sobre la superficie de los planetas, llenándolos de
heridas y cicatrices. Las personas se cruzan y a veces se chocan. Es
normal que duela, pero, ¿qué culpa tienen los meteoritos de ir a la
deriva por el cosmos y un buen día ser atrapados por un planeta? ¿Qué
culpa tienen los planetas de que exista la gravedad? Y la gravedad, que
es solo un rostro de la materia, ¿tiene alguna culpa? Incluso cuando una
persona nos hace daño deliberadamente, ¿sabe realmente por qué lo
hace? ¿Tiene una idea cabal de quién es ese a quien se lo hace? ¿Acaso
ha inventado ella el odio? Cierto que eligió ensañarse con nosotros,
pero lo que le empujó fue un impulso ciego, sin trascendencia, algo
dentro de ella de lo cual tal vez ni siquiera sabría dar cuenta cabal. En
cualquier caso ―y esto es lo más extraordinario― no es a nosotros a
quienes dirige su ataque, sino a un concepto de su imaginación que se
parece vagamente a nosotros. En definitiva, su inquina es algo
exclusivamente suyo, que acontece dentro del teatro de su mente, y que
se proyecta en el mundo a través de una imagen. ¿Qué tiene que ver
con ella nuestra realidad?

Así que el mundo gira por su cuenta, y si nosotros lo hacemos con


él es por puro accidente. Nada, ni lo bueno ni lo malo, suele ser
concebido pensando en nosotros: bastante tiene cada ser con pensar en
sí mismo, con esforzarse en perseverar, como enunciaba Spinoza. Se
dirá que de todos modos nos afecta, y que eso es lo que cuenta. Sin
duda. Si estamos en el camino de una bala, la bala atravesará nuestro
cuerpo; si alguien nos lanza un puñetazo, nos dolerá lo mismo aunque
sepamos que aquel a quien pega no somos nosotros, sino una fantasía
en la mente del agresor. Pero para la mayoría de los conflictos
cotidianos, cuando no llega la sangre al río, ser capaz de no tomarlos
114
como algo demasiado personal nos libra de muchos sufrimientos
inútiles: los de la susceptibilidad, los de la humillación, los de la
frustración y el rencor. Los insultos pierden casi todo su poder, ya que
apenas nos implican; el bálsamo de la compasión y el perdón nos queda
más a mano para aquietar el alma. Podemos pedir sin que la negativa
nos frustre demasiado: al fin y al cabo, nadie nos debe nada, y no es a
nosotros a quienes rechaza, sino al mundo, a esa parte del mundo que
le reclama, quizá, demasiado. Podemos liberarnos de nuestra propia
fantasía de egocentrismo, salir de sus estrechos muros, minimizar
nuestros apegos y mirar el universo, al fin, con ojos limpios. Y cuando
somos capaces de hacer eso, estamos en condiciones de exclamar,
como el protagonista de American Beauty: “¡Hay tanta belleza!”

115
Poética del cachivache
Todos los objetos que ves, en un abrir y cerrar de ojos serán transformados por la naturaleza
que gobierna el todo, y de su materia creará otras cosas, y a su vez otras de la materia de éstas,
para que el mundo se renueve y rejuvenezca. Marco Aurelio.

―Un día tengo que hacer limpieza y tirar un montón de trastos viejos.
Cachivaches estropeados o caducos, que fueron útiles para alguien que
fui y ya no soy, por lo que ya nunca los usaré.
―Siempre dices lo mismo y no acabas de ponerte. Y si te pones,
tiras unas pocas cosas, pero con la mayoría te limitas a cambiarlas de
sitio. Los objetos te pueden.
―Pues sí, me cuesta tirar cosas. Desde pequeño soy un poco
trapero. No sé, tendré un síndrome de Diógenes crónico. He
almacenado periódicos, cajas, bolsas, aparatos inservibles… Aún
conservo muñecos y juguetes de la infancia. Ni te cuento de papeles y
libros. Recuerdo que mi madre solo lograba tirar los juguetes viejos
cuando no me daba cuenta. Le armaba un escándalo. Me dolía mucho
imaginarlos convertidos en basura, amontonados con las pieles de
naranja o las cáscaras de huevo. Era como si traicionara a un viejo
amigo, como si abandonara a un familiar lisiado. Y aun hoy, cuando
tiro los restos de comida sobre mis páginas de notas, me parece estar
cometiendo una ofensa.
―No sé si te das cuenta, pero hablas de los objetos como si se
tratara de personas.
―Sí. En un informe psicológico que me hicieron en la escuela,
creo que ponía algo parecido: “Aprecia más las cosas que a las
personas”. Me sonó al diagnóstico de un enfermo, o peor, a la condena
de un desviado.
―¿Crees que es cierto?
―No lo sé. Yo diría que no, desde luego a estas alturas de la vida
no. Pero de niño es verdad que no me sentía muy cómodo entre las
personas. Desconfiaba de ellas, sobre todo de los otros niños, con los
que no acabé de entenderme. La mayoría me parecían crueles, y desde
luego muy poco de fiar. Claro que ellos no tenían toda la culpa: yo era
demasiado inseguro, y por tanto susceptible y desconfiado. Me
acostumbré a esperar poco de la gente, como dice el protagonista de la
película Atando cabos. El mundo no tiene piedad con quien no se hace
116
valer. En fin, lo cierto es que solo me sentía a salvo en la permanencia
mineral de los objetos. De ellos sí sabía qué esperar, sabía que no
conspirarían contra mí, que no me traicionarían, que no me exigirían el
trabajoso esfuerzo de responder a ninguna expectativa.
―Pero eso es el egocentrismo en estado puro: tenerlo todo a tu
disposición incondicional, recibirlo todo sin tener que dar.
―Sí, una fantasía perfecta, ¿verdad? Creo que nunca acabé de
reponerme de que el aprecio ajeno fuese un intercambio. El egoísmo
humano fue mi primer tema filosófico, ya me atormentaba en mis
primeros diarios. Supongo que nunca me repuse del todo del
egocentrismo primitivo. Pero te diré una cosa: no sé si fue el
egocentrismo el que me hizo inseguro y receloso, o si fue la incapacidad
para hacerme valer la que me llevó a refugiarme en mi mundo, al
margen de los otros. Lo diré de otra manera: no sé si sufría tanto entre
los demás porque sentía que no tenía nada que ofrecerles para que me
consideraran valioso, o si decidí que no valía la pena el esfuerzo por
ganarlos.
―Pero con el tiempo cambiaron las cosas. La gente te apreció, y te
aprecia. Aprendiste a adaptarte.
―¡Qué remedio! Tuve que apartar a un lado mis sentimientos y
mostrar la cara que convenía. Cobré conciencia del ascendente de la
tribu, que no tiene escapatoria. Y entonces sucedió lo inesperado:
descubrí que la inmensa mayoría de la gente no tenía ninguna intención
de perjudicarme o humillarme, se limitaban a moverse según sus
intereses. Si yo les ofrecía algo de lo que buscaban, me ganaba su
amistad. Es más ―y esto fue para mí un descubrimiento insólito―:
llegaban a profesar hacia mí un afecto sincero, y yo mismo les quería,
porque entendía sus carencias y sus sufrimientos, comprendía las
dificultades de su propia lucha por abrirse paso.
―Entonces te repusiste de aquel aislamiento infantil.
―No del todo. Conseguí amar, y dejar que me amaran, pero solo
hasta una cierta proximidad. Si se me acercan demasiado, vuelvo a
reaccionar como el niño que fui, desconfiado y a la defensiva. Desde el
momento en que espero algo del otro, o sea, que me quieran, me lleno
de púas como un erizo. Me temo que ese niño sigue bastante dolido, y
por eso no ha conseguido reponerse del egocentrismo. Sigue prisionero
de la fantasía de un amor perfecto, gratuito, sin contrapartida. Y, al no
encontrarlo, se pone insoportable. Por eso no he conseguido tolerar las
relaciones íntimas. Mira que lo he intentado, de verdad, pero acabo
arreglándomelas para que se conviertan en verdaderos infiernos.
Demasiada susceptibilidad, demasiada expectativa: demasiado rencor.
Demasiado expuesto: es imposible entregarse al amor cuando uno tiene
miedo. ¡Qué le vamos a hacer! Me he acostumbrado a vivir solo.
117
―¿De verdad te has acostumbrado? ¿Sin tristeza, sin
resentimiento?
―A veces, si me paro a pensarlo, me compadezco de mí mismo y
me pongo quisquilloso con la vida. Y le reprocho el hecho de que no
me haya dotado para la calidez de las proximidades, para la ternura de
las compañías. Pero luego, cuando el ánimo se serena, me digo que, a
mi manera, he conocido el amor: el aprecio amplio con la gente, eso
que los griegos llamaban filia, y que tiene tanto que ver con la bodichita
budista, la compasión; el cariño sincero por mi familia, por mis amigos
el recuerdo agradecido de alguna de mis parejas; y, solo por una vez, el
amor deslumbrante, ardiente y a la vez fresco, arrollador y a la vez
sereno, que únicamente ha logrado inspirarme mi hijo. Con todo eso se
puede llenar de amor una vida. Soy afortunado: habrá quien tenga
menos.
―Muy bien, pero, ¿y el eros? ¿Y la intimidad, y el compartir, y la
entrega del amor cercano, el que toca y daña, el que no se guarda una
vía de escape?
―Sí, ya te digo, habría estado bien un poco más de eros. Y a
menudo siento nostalgia de la intimidad. Pero se me pasa en seguida.
La soledad sonora, la soledad que florece y quiere fructificar en
beneficio de todos, me parece un proyecto hermoso y digno, casi tan
valioso como la intimidad. Hay quien lo considera incluso más. Yo no
lo creo, al menos en mi caso: ni dedico mi tiempo a ayudar a los
necesitados, ni siento vocación de servicio, como dicen los religiosos.
Pero algo hago: trabajo duro por los niños y las familias en la escuela,
me esfuerzo por colaborar en que las cosas funcionen y que haya un
clima alegre y sano a mi alrededor, habilito lo que está en mi mano por
ayudar… Me comprometo en un proyecto personal que responda a una
ética. Pienso, escribo, y eso también lo entrego a mi manera. No creo
que mi vida haya sido en vano.
―Y llenas tu intimidad de objetos, en lugar de personas, como
ponía en aquel informe.
―Pero no de un modo compulsivo. Lo hago desde la poesía,
desde la mística de las cosas. No la invento yo. Es obvio que cada
objeto cuenta una historia; y los objetos que nos acompañan están
impregnados de una parte de nuestra vida. Las cosas tienen su poética y
su magia. Nuestros antepasados ya guardaban recuerdos, y atesoraban
amuletos; proyectaban en ellos un poder, una intensidad, que los
polinesios denominan mana. El sociólogo francés Lévy-Bruhl llamaba
“participación mística” a esta resonancia entre sujeto y objeto. D. S.
Bond, en su libro La conciencia mítica, confiesa que lleva desde hace
años una piedra en el bolsillo que, por su forma parecida a la punta de
una flecha, le transmite esa intensidad, ese mana: “¿Qué estoy tocando?
118
¿Qué es lo que tengo en mi mano? ¿Un trozo de piedra o un trozo de
alma?” Se trata, en el fondo, de nuestra capacidad simbólica, la que
resuena en los mitos, la que impregna de significados subjetivos,
proyectados, un mundo que por sí mismo no significa nada.
―¿Eso es lo que ves en los cachivaches de tu casa?
―Eso es lo que vemos todos. Ya lo sentían nuestros antepasados,
cuando erigían grandes piedras para evocar a los ancestros. Los
megalitos eran más que piedras: eran un símbolo de la eternidad. ¿Por
qué se enterraba a los muertos con sus pertenencias personales, sus
armas, sus collares de huesos y pechinas? Porque esas cosas habían
acompañado a la persona, se habían impregnado de ella. Los trastos
viejos son símbolos de un tiempo, los vestigios de un ser querido. Nos
sirven y nos acompañan. Desprendernos de ellos es perder una parte de
nosotros.
―Por eso precisamente tiene valor deshacernos de ellos. Ese
esfuerzo nos educa en que la vida es cambio, pérdida incesante. Al
desapegarnos de las cosas aprendemos a dejarnos ir a nosotros mismos,
y a todo lo que creemos que nos define y en realidad nos atrapa.
Desprenderse es liberarse de lo muerto y optar por lo vivo. Solo así
podemos caminar más ligeros.
―Pero la mayoría no queremos caminar más ligeros. La mayoría
lo que buscamos son lastres que poner en los bolsillos, para que la
insoportable levedad del ser no nos haga salir volando.
―Eso se entiende, dentro de un límite. La justa medida
aristotélica. Porque también hay que volar de vez en cuando. Y resulta
que un día uno quiere hacerlo, y se encuentra con un montón de
obstáculos que ha ido ido acumulando silenciosamente, como un limo
del pasado, que no deja sitio a lo nuevo.
―Sí, eso lo veo. Está bien llevar una pequeña piedra en el bolsillo,
pero una acumulación de menhires nos aplastaría.
―También hay una poética en el desprendimiento. La poética del
desapego, de la pérdida y la renovación, de los ciclos del tiempo y el
renacer de la vida. El prototipo del sabio occidental es el alquimista,
que vive en un caserón repleto de libros viejos y cacharros. En cambio,
el sabio oriental se retira a una choza en la montaña, y apenas tiene una
manta con qué cubrirse y una olla donde cocinar; y si se las roban
escribe, como el maestro zen Ryokan: “El ladrón se dejó la luna en la
ventana”.
―Bueno, yo soy occidental y me gustan los trastos. Pero me temo
que abuso de ellos. Creo que aún estoy a tiempo de evitar caer en un
síndrome de Diógenes severo. Este verano voy a hacer limpieza.

119
Me mezclo con la gente del mundo
No hay ningún lugar especial y seguro adonde ir, porque ya has llegado. A. Howard.

Nuestra vida se escribe en una sucesión de encuentros con los otros.


Por solitarios que seamos, más allá de ese encuentro no hay nada,
porque solos no somos nada, o no podemos saber qué somos. Incluso
en nuestra soledad dialogamos permanentemente con otros
interiorizados: nuestros padres, nuestros amigos, las diversas facetas de
nuestro Yo. Nuestra identidad es dialéctica, una polifonía a veces
armónica como un coro y otras veces caótica y violenta como un
tumulto. Por eso nos cuesta tanto conocernos a nosotros mismos
―cosa que, como instaba el Oráculo de Delfos, es nuestra principal
tarea―, y de hecho nunca dejamos de hacerlo. Somos multitud, y
además una multitud contradictoria y cambiante. Quizá lo que
llamamos la identidad, esa imagen con la que nos identificamos, no
exista en absoluto, y consista en una pauta que le atribuimos a un
proceso, reformulado por nuestra mente como algo consistente.
Así lo han percibido desde antiguo el budismo y otras filosofías
orientales, que cuentan con la sabiduría de haber encarado el Yo, o
Ego, no como un mero fenómeno, sino como un verdadero problema.
Problema por partida doble, ya que, por una parte, consiste en una
mera ilusión; pero por otro lado, esa ilusión es necesaria ―puesto que
así es como funciona nuestra mente― y fuente de numerosos
sinsabores ―ya que es una ilusión poderosa que rige nuestros
sentimientos y nuestros comportamientos, que lo hace de un modo
implacable, y que se nos escapa precisamente por su carácter perentorio
e inconsciente―. Aprender a capear hábilmente con el Yo,
manejándolo con destreza en lo que tiene de instrumento; y a la vez
librarse de su tiranía, denunciar su naturaleza irreal y arbitraria
―“Señor de la confusión”, lo apodan los budistas― y no permitir que
nos arrastre por su cuenta: estos son los principios que fundamentan un
comienzo de sabiduría, de ética, de felicidad.

Lo más sugestivo de esta tarea, en la que están seriamente


comprometidas todas las disciplinas orientales, del yoga a la
meditación, del budismo al taoísmo, es que resulta paradójica. Por un
lado, necesitamos un Yo fuerte y estable para afrontar la vida y sus
120
desafíos, para sentirnos seguros y alimentar esa fuente interna de
energía que es la autoestima; un Yo raquítico, agrietado, inestable, nos
deja sin suelo y sin hogar, nos convierte en seres reticentes y frágiles.
Todos hemos conocido la devastación que puede provocar en una
persona la falta de autoestima. El psicoanálisis acertó al centrar sus
esfuerzos en la reconstrucción de un Yo en el que la persona pudiera
asentarse y parapetarse. Sin embargo, a la vez, debemos mantenernos
conscientes de que el Yo es un mero constructo mental, para no
permitir que su cosificación convierta al instrumento en dueño, el
medio en fin. El diálogo con el Yo debe ser permanente; hay que
seguirlo de cerca, a la vez apuntalándolo y relativizándolo. Solo los
más sabios, o los más viejos, o los que ya están de vuelta de la vida y no
tienen nada más que conquistar, pueden liberarse del Yo por completo,
dejándolo fluir como las nubes, sin implicarse en él. Pero incluso ellos,
que han llegado más allá del Yo, saben que siguen haciéndolo,
inevitablemente, desde el Yo.
La fábula zen del campesino y el buey, que el maestro Kakuan
escribió en el siglo XII, lo ilustra con viveza. Un campesino anda
angustiado por los campos en busca del buey perdido, del mismo modo
que los caballeros del Rey Arturo galopaban por el mundo en pos del
Grial:

Siguiendo ríos sin nombre, perdido entre los confusos senderos de lejanas
montañas,
desesperado y exhausto, no puedo encontrar al buey.

Después de innumerables penalidades, sucede el hallazgo: Junto a


la orilla del río, bajo los árboles, ¡descubro sus huellas! Han aparecido las
primeras pistas, el esfuerzo no fue en vano. ¿Será que el buey, en el
fondo, quiere ser encontrado? Nuestro boyero sigue adelante con
perseverancia, y al final da con él. Pero no se trata de un manso animal,
sino de un toro bravo, que no se dejará apresar con facilidad; es un
animal poderoso, resuelto, fiel, pero a la vez terco y salvaje.

Lo atrapo tras una implacable lucha.


Su ruda voluntad y su fuerza son inagotables.
Y se lanza hacia la colina distante, tras las lejanas brumas.
O se dirige hacia un barranco impenetrable.

Si el buey es ese Ego en que consiste lo que somos, la aventura


comienza en la necesidad de domesticarlo, luchando con él, recibiendo
sus embestidas y respondiendo a ellas con nuestra entereza. Si lo
hacemos bien ―con pericia, con inteligencia, con la firme
121
determinación que nos hace persistir a pesar de las heridas―, tal vez,
solo tal vez, lleguemos a domesticarlo:

Necesito del látigo y la soga.


De lo contrario podría escapar en los polvorientos caminos.
Bien adiestrado, es de espíritu dócil.
Entonces, sin dogal, obedece a su dueño.

Al fin, domesticado el animal, el pastor regresa a casa a sus lomos,


tocando la flauta y celebrando la existencia. Es la felicidad de estar al
fin en uno mismo, de haberse encontrado y haberse asumido. Caminan
felices por los caminos polvorientos, uno junto a otro. Se retiran al final
de la jornada. Seguramente no harán nada distinto de lo cotidiano: el
animal quedará recogido en su recinto, comiendo hierba seca; el
campesino entrará en su choza, donde le esperan un viejo cuenco y un
plato de sopa; dormirán, con la perspectiva de madrugar para la
jornada siguiente.

¿Entonces no ha cambiado nada? ¿Han sido en vano tantos


caminos, tantos combates, tanto esfuerzo y tanta felicidad? Sí y no, y
esa es la paradoja de los viajes iniciáticos. Todo sigue siendo lo mismo
―la dureza de la vida, el desgaste y la perspectiva del final, la seguridad
de tener que seguir lidiando―, y todo es diferente. Porque ahora el
campesino sabe. Comprende. Ha interiorizado la verdad de sí mismo y
de su destino. El campesino es parte del buey, y el buey lo es del
campesino. Y podrá recordarlo cuando, al día siguiente, tenga que
volver, seguramente, a un nuevo pulso con el buey. Con esa verdad
impregnada en el fondo de su alma, el campesino se dormirá tranquilo
en un sueño reparador.
En este dulce reposo, en mi cabaña, dejo a un lado el látigo y la soga.
Momento maravilloso, donde el pastor y el buey logran la armonía y se
hacen uno, y en el que se concentra todo el sentido de la aventura
humana, toda su intensidad, y probablemente toda su felicidad. Es la
gran meta: el samadhi, el nirvana, la iluminación. Las contradicciones
persisten, pero se articulan en un conjunto mayor que les confiere un
nuevo significado ―podríamos pensar en una gestalt―. Ahí todo se
detiene, y a la vez fluye con más naturalidad y más energía que nunca.
Se difumina la idea y emerge el sentido. En las viñetas de la historia del
campesino y el buey, ese instante está representado por un círculo
vacío, un lugar en el que todo está cumplido pero a la vez todo se
dispone a acontecer.

122
Podríamos esperar que la historia terminara aquí, en la conquista
de esa paz personal donde el Yo deja de forcejear consigo mismo. Sin
embargo, para nuestro asombro, aún queda una tarea, y tal vez sea la
principal:

Descalzo y con el pecho desnudo, me mezclo con la gente del mundo.


Mi ropa está remendada y cubierta de polvo, y soy más dichoso que nunca.
No uso magia para alargar mi vida,
pero ahora, ante mí, los árboles marchitos se cubren de flores.

“Se mezcla con la gente del mundo”. Ese es el verdadero regreso,


el que cierra el círculo: ninguna proeza de la aventura humana tiene
sentido si no desemboca en los otros, si no nos lleva a mezclarnos con
los otros. Los budistas elogian al bodhisattva, el maestro que, después de
iluminado, decide permanecer en el mundo por compasión, para
ayudar a los demás a liberarse del sufrimiento. Nosotros, que no somos
maestros ni hemos alcanzado la iluminación, quizá podamos volver,
una y otra vez, a quienes nos rodean, para entregarles lo mejor que
tenemos. Con toda la humildad, recordando que seguimos siendo
peregrinos, que cada día tendremos que reanudar nuestra búsqueda del
buey y la lucha por domarlo, y que si tenemos la suerte de conseguirlo
regresaremos felices y exhaustos al hogar y luego iremos a “mezclarnos
con la gente del mundo”. Y solo en esa entrega completaremos el
sentido. Porque, como decía Pablo de Tarso en la Carta a los Corintios:

Aunque tuviera el don de la profecía y conociera todos los misterios y toda la


ciencia, aunque tuviera toda la fe, una fe capaz de trasladar montañas, si no
tengo amor, no soy nada.

123
Campanas que doblan por mí
Nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti. John Donne.

Las grandes noticias tienen mucho de espectáculo y no menos de


propaganda, y en la sociedad ultracapitalista los medios de
comunicación son como la pared de la cueva platónica, donde se
proyectan las sombras que mantienen hipnotizados a los ciudadanos de
Matrix. Cuando uno se compra el diario varios días seguidos, tiene la
sensación asfixiante de quedar atrapado en un extraño circo de
despropósitos: las piruetas, tantas veces criminales, de quienes nos
someten a su gobierno; las desgracias que sacuden a gentes tan lejanas
que no parecen del todo reales; la economía y los deportes, tan
parecidos en su permanente forcejeo de ganancias y pérdidas; los
sucesos morbosos protagonizados por personas desquiciadas u
oportunistas…
A mí generalmente hojear los periódicos, más que aportarme, me
vacía: de certidumbre, de lucidez, de sosiego… No digo que no sean
necesarios, que no resulten útiles si se les encara con mirada selectiva y
crítica, pero ¡qué exceso de acontecimientos, de palabras, de
publicidad, de mundo líquido...! Nuestra mente, que está hecha para lo
próximo y lo familiar, que se forjó en la atención a los vecinos de la
tribu o del poblado, se pierde abrumada en su exuberancia.

Quizá por eso, la sección de cartas al director se nos antoja un


refugio de lo humano, el rincón donde se retrata la vulgaridad
verdadera y significativa de nuestras vidas. Allí uno encuentra a
menudo lecciones cotidianas y pequeñas joyas del sentido común.
Ayer, por no ir más lejos, leí una breve reseña que me estremeció. Un
lector hablaba del fallecimiento de una anciana en la habitación de un
hospital. Era la compañera de habitación de su madre, y por eso pudo
presenciar cómo la pobre mujer había muerto sin ninguna compañía,
arrinconada en un lugar anónimo, abandonada por el mundo antes de
que ella lo abandonara. Y el testigo, conmovido, lamentaba esa soledad
tan trágica en la hora final. Se preguntaba cómo habría llegado la mujer
a tal situación, dónde estaba la familia, qué suerte la habría ido
desposeyendo del calor y la compañía: “Nadie que le tranquilizara con
palabras amorosas, nadie que le diera la mano…” Se me saltaron las
124
lágrimas. Recordé a mi abuela, que murió apretando la mano de mi
madre, oprimiéndola con tanta fuerza que sus propios dedos se le
inmovilizaron agarrotados.
Ninguno de nosotros sabemos cómo será el tránsito, qué terrores o
qué sosiegos nos recorrerán cuando todo se detenga, si nos fundiremos
de repente como una bombilla o nos apagaremos lentamente como un
anochecer; si nos sacudirá el relámpago de un último intento,
infructuoso, de latido, o si seremos capaces de entregarnos con
placidez. ¿Servirá de algo haber reflexionado, habernos entrenado en la
actitud correcta? Montaigne escribía con el designio de vivir mejor,
pero también de prepararse para una buena muerte. ¿Podemos
realmente prepararnos? Él no lo tenía claro: ante la angustia, proponía
―supongo que en el fondo recomendándoselo a sí mismo― confiar:
esperar que nuestro propio cuerpo, que ha sabido vivir, sepa también
morir y nos guíe con mano firme y afable hacia el final. Siempre he
pedido a la vida que sea benévola y tenga sus maneras de consumirnos
sin sobresalto. Dichosos, supongo, los que acaban dormidos o
inconscientes.
En cualquier caso, sea como sea el paso, su antesala es importante,
y atravesarla con compañía y consuelo no debe tener precio. Un
corolario digno para una historia breve, antes de sumirse en el olvido.
Poder despedirse sería hermoso, pero pocas veces podemos elegirlo.
Muchas historias viejas narran muertes apacibles y poco convincentes:
“Y expiró plácidamente, rodeado de todos los suyos”. Así se suele
contar que mueren los reyes y los personajes importantes. Demasiado
literario, y sin embargo se dice que hay quien lo consigue. No hace
mucho me contaban la historia de una abuela que se despidió de los
hijos y los nietos, uno por uno, y expiró poco después. Hay que
envidiar esa precisión: ¿se nos anunciará de algún modo que se acerca
el momento? ¿O, en un cierto punto, incluso podremos tomar la
decisión de rendirnos? También suceden cosas que hacen pensar en eso.

Pero quizá no necesitemos tanto. Quizá baste, como echaba de


menos el autor de la carta del diario, una voz de consuelo, una leve
caricia en la mejilla, una mano que toma la nuestra. Morir así es
quedarse un poco: así pensaban los antiguos ―a veces con temor― que
se quedaban junto a ellos sus ancestros. Y para quien viene a despedir
también es bueno: el vacío que de por vida nos dejará en el alma la
ausencia del ser querido será menor, o más llevadero; la amargura del
duelo podrá trenzarse con dulces nostalgias. Mi amigo J., cuando iba a
visitarlo en sus últimos meses, me lo avisaba: “Este tiempo que me
dedicas ahora te consolará cuando falte”. Y tenía razón, aunque el no
poder despedirme de él se me ha quedado atravesado como una astilla
125
que duele siempre que lo recuerdo. Para cuando fui a verlo ya lo habían
sumido en el pozo de la morfina. Respiraba pesadamente, entre
ronquidos, y cuando le besé en la frente se la noté ardiendo de fiebre, o
eso me pareció. P., su mujer, tan bondadosa, comprendió mi zozobra
por no poder llegar a él de ningún modo, y me dijo: “Háblale, seguro
que oye”. Y le dije adiós, hasta pronto, amigo mío, no tardaré mucho
en seguir tus pasos. Yo no creía que me oyera, pero me esforcé en
creerlo y tal vez lo conseguí un poco.
El autor de la carta al director tenía razón: aquella anciana
anónima hubiese merecido no terminar sola. “Nacemos solos y
morimos solos”, afirma el dicho popular, y, puestos a ser tan estrictos,
sin duda habría que añadir que también nos pasamos la vida solos,
puesto que existe una soledad esencial que es infranqueable, incluso
para el amor: siempre queda la distancia de los cuerpos y de las
identidades. Pero eso es precisamente lo que le da al amor tanta valía:
el hecho de que, aunque estemos irremediablemente separados, el
milagro del afecto nos une de algún modo recóndito y misterioso. La
distancia inabarcable se ve de repente superada por una mirada, por
una sonrisa, por una caricia; el corazón, que sabemos recluido en su
prisión del pecho, se recuesta en el abrazo y salta al lugar de los
encuentros. Así que podemos replicar: morimos solos, pero no tanto,
cuando nos acompaña la ternura. Todos hemos sido buenos y malos,
pero en ese momento tenemos derecho a que se nos considere buenos;
lo mismo que al nacer, nadie debería fallecer solo. Aquella viejecita
resume en su muerte todo el desamparo del mundo.

O quizá sea peor el desamparo que, unas páginas más adelante,


encuentro en el mismo diario, en la foto del cadáver de un hombre
tendido en una playa (viviremos para siempre resquebrajados por la de
aquel niño sirio, Aylan, cuya inocencia truncada es nuestra pesadilla).
El horrible drama del éxodo masivo de personas que, huyendo de la
guerra o la miseria, intentan alcanzar las orillas ―¡tan inciertas!― de la
esperanza. Los malos barcos y la mala mar acaban con muchos de
ellos, y así nuestras costas se llenan de esos testigos de una sociedad
fallida y cruel. Cada uno de esos cadáveres nos azota en el rostro y
debería remorder la conciencia y agitar la indignación.
Y, sin embargo, nos hemos acostumbrado a ellos, pasamos la
página sin apenas inmutarnos, en busca de la siguiente noticia. La foto
del náufrago vencido me estremece, pero no me hace saltar las lágrimas
como la historia de la viejecita que murió sola en el hospital. Ambos
son víctimas, pero de algún modo me he inmunizado contra el primero.
Eso me hace pensar que yo no soy menos víctima que ellos. He llegado
a olvidar que ese náufrago podría haber sido yo, que en cierto modo lo
126
soy, puesto que con él naufraga también mi dignidad, y se agrieta mi
entereza. La dignidad es algo que hay que reconstruir una y otra vez a
fuerza de empeño y memoria. Tengo que insistirme en la vergüenza
que me la rescata. Tengo que recordarme sin cesar que, como dijo el
poeta inglés John Donne, “la muerte de cualquiera me afecta, porque
me encuentro unido a toda la humanidad”; que, sea en un lecho de
hospital o en una playa, las campanas doblan por mí.

127
Más allá del chismorreo
No estando yo presente, como si me quieren azotar. Aristóteles.

Recomiendan los sabios que, para una vida plácida y feliz, evitemos el
chismorreo. Los budistas insisten especialmente en ello: hablar mal de
los demás ensucia nuestro pensamiento, y alimenta los malos
sentimientos. También contradice ese amor compasivo que debería
inspirarnos el sufrimiento universal, y que nos transmite la fuerza de la
empatía. Hablar mal solo ensancha distancias, y ahonda desencuentros.
Mina nuestra dignidad y seguramente nos hace más malos. Pone en
cuestión hasta qué punto somos merecedores de confianza; “el que
chismorrea contigo de los defectos de los demás chismorrea con otros
de los tuyos”. Todo eso es cierto. Sin embargo, ¿realmente podemos
dejar de hacerlo?
¿No es verdad que a menudo los chismes nos ayudan a sobrellevar
la frustración? ¿No son un modo de suavizar lo insoportables que a
veces son capaces de hacérsenos nuestros semejantes? ¿Acaso no nos
consuela frente una angustia o una rabia que sobrellevamos en silencio?
Es más: ¿no sirve el cotilleo para tejer complicidades, para que se
tiendan solidaridades inesperadas entre las víctimas comunes de un
déspota o un dispensador de malestar? Al compartir nuestros juicios,
¿no logramos, al menos, perfilarlos y reafirmarlos? Hay gente con
mucha capacidad de hacer daño, de alterar la vida y generar molestias y
poner trabas en un grupo o en un colectivo. Compartir ese rechazo que
nos inspira, ¿no es un modo, como mínimo, de aliviarlo? ¿Y no puede
fundar un vínculo de solidaridad que inicie la respuesta colectiva a
quien perjudica a muchos?

El chisme cumple su función, y es probable, por ello, que no


podamos evitarlo. Al menos del todo, al menos siempre. Forma parte
del hecho de vivir en sociedad. Desde el momento en que no podemos
decirlo todo abiertamente, empezamos a necesitar decirlo, siquiera a
veces, siquiera a algunos, en voz baja. Y en efecto no podemos
expresarlo todo directamente: porque es demasiado expuesto, porque
tal vez resulte inapropiado, porque puede ser que nos equivoquemos.
Porque mostrar una diferencia no siempre es bien recibido; porque una
petición puede ser encajada como una agresión; porque poner las cartas
128
encima de la mesa nos hace vulnerables. Ahí está el poder del otro, que
puede volverse en nuestra contra si nos considera enemigos. A menudo
hay que ocultar, y en ocasiones hay que mentir. Puede que la verdad
nos haga libres, pero ser libres no es siempre lo que nos conviene; la
libertad puede ser un lujo que no podemos permitirnos. Lo que nos
hace más dignos no siempre nos ayuda a vivir; y ante todo hay que
vivir.
No podemos estar a favor del chisme, como tampoco podemos ser
amigos de la mentira, ni del resentimiento, ni de la envidia. Todos ellos
nos envenenan a nosotros mismos, y son una carcoma para las
relaciones. Todos ellos se oponen al amor y a la dignidad que
intentamos construir con nuestra intención ética. Hay que rechazarlos.
Pero también hay que comprenderlos. Y no solo como meras
debilidades, con esa visión paternalista que suele reservar la religión
para lo que considera pecados. Hay que comprender que cumplen una
función, que a veces hasta en la ciénaga puede hallarse apoyo y refugio,
y que no hay bondad auténtica que no se haya templado en algún
descenso a los infiernos. El resentimiento, aun haciéndonos sufrir, o
precisamente por ello, puede ayudarnos a insistir en defendernos de
quienes nos aplastan. La envidia nos impulsa cuando creemos
quedarnos atrás. Con el chisme tal vez hallemos la fuerza de la
complicidad para defendernos cuando aún no acabamos de atrevernos.

“Pero hablar a las espaldas es cobarde y mezquino”, argumentará


la tradicional visión heroica. El héroe jamás oculta, porque su misión es
imponerse al mundo, hacer valer su ego por encima de todo. El héroe
está hecho de una pieza, y así es como se abre paso por entre la
mezquindad común. Pero los que no somos héroes vislumbramos en
todo lo puro la despótica belleza de los dioses, tan ajena como ellos a la
frágil naturaleza del hombre. Sin duda, la valentía y la entereza son
valiosas; en cambio, la mentira, la ocultación, el chismorreo, son
repugnantes. Así debemos considerarlas en nuestro proyecto ético, con
el añadido de que muchas veces nos confunden y casi siempre nos
hacen sufrir. No aspiraremos a ellas, pero sí a vivir, como decíamos. Y
los que no somos héroes tenemos que vivir con lo puesto.
Después de una sesión de chismorreo, uno se siente cansado y
tristemente sucio. Pero, muchas veces, también se percibe un fondo de
revitalización. Tal vez cuchichear nos ha servido para sentir la
solidaridad de otros; tal vez dudábamos de tener razón, y compartir las
dudas nos haya librado de algo de incertidumbre; tal vez nos
sintiéramos culpables por una aversión, y descubrir que no estamos
solos nos alivie la culpabilidad. O quizá, simplemente, necesitáramos
hablar, dejar de quedarnos solos con nuestros demonios. A veces el
129
chisme aligera esos pesos cotidianos que podrían hundirnos. Aunque
tengamos que pagar el precio de esa suciedad, esa conciencia de no
haber actuado bien, esa tristeza por haber matado un poco a la luz, a la
transparencia, a la posibilidad del amor.

Yo creo que el chisme en sí no importa tanto. Importa lo que se


haga inmediatamente después y un poco más allá. Conviene, sin duda,
que no lo practiquemos con tanta asiduidad que se convierta en una
forma de ser: el chismoso se agita en un pantano de putrefacción hasta
confundirse con él; difícilmente inspirará confianza, simpatía o
admiración. El chismoso ―como el envidioso o el resentido― es un ser
atrapado en su impotencia, un ser que se manifiesta débil y vulnerable,
y del que no se esperará nobleza, valor o fidelidad. La crítica puede ser
creadora si va seguida del esfuerzo por una alternativa. La negatividad
no sirve para construir, solo para demoler lo que estaba mal construido;
después de la maza tiene que venir el ladrillo; después del despecho hay
que forjar un plan para levantar lo nuevo.
Cuando el chisme se convierte en hábito ―o en vicio―, cuando
no hace más que desembocar en sí mismo y es incapaz de trascenderse
en proyecto, es como un légamo del que no se puede salir para hacer
otra cosa. Por eso tiene que llegar también el momento en que lo
detengamos, en que lo acallemos, en que lo rechacemos. Tal vez haya
llegado el momento de hacer las paces, de reconstruir la simpatía, de
rescatar lo positivo y enarbolarlo como estandarte de una nueva
oportunidad. Hay que sobreponerse al chismorreo, o hundirse en él.

130
Lo arduo de la libertad
¿Qué es, en realidad, el hombre? Es el ser que siempre decide lo que es. Viktor Frankl.

Vivir es un viaje abigarrado y difícil. La vida levanta la materia en un


salto improbable que se opone a todo: a la pacífica gravedad mineral, a
la escasez y al exceso, al desgaste del tiempo, al aumento universal del
desorden… Los astrónomos buscan planetas habitables, y solo esa tarea
ya es exquisitamente ardua: las estrellas, los planetas, las temperaturas,
los gases, todo tiene que haber llegado a un raro equilibrio. Y ni aun las
condiciones propicias hacen probable la vida: aún falta la concurrencia
de incontables azares, su confluencia en un punto donde el acontecer
contra corriente se haga milagro. “Lo raro es vivir”, escribe Carmen
Martín Gaite. La vida es una excepción fruto de mil excepciones, y a
cada minuto una legión de fuerzas atentan contra tanta complejidad,
reclamándole el regreso a la sencillez.
¿Y hay algo más simple que morir? Basta con esperar. Morir es el
punto de llegada ineludible del salto de la vida, allá donde se vuelve a la
horizontalidad y concluye el intento. La muerte es la interrupción de lo
excepcional, y su retorno a la línea de base. Si la vida requiere fuerza y
esfuerzo, y tal vez un cierto desquiciamiento, morir se impone por sí
mismo, sucede siempre y en paz. Todo ayuda en su camino; nada lo
cansa, nada lo contradice, nada lo impide. Eso es simpleza.
¿Cómo no va a gastarnos la vida, si es excepción y complejidad?
Una y otra vez hay que reafirmarla, y para ello tenemos que oponernos
sin pausa a lo que conspira contra ella, que es todo, incluida ella
misma. La vida tiene que reconstruirse y justificarse a cada instante:
aún tengo ganas de seguir, aún me quedan fuerzas, aún soy capaz… El
proyecto humano, versión particularmente compleja de la vida, cae y se
vuelve a levantar una y otra vez, hasta que cae definitivamente.
Mientras dura es un empeño. El mismo que el poeta francés Paul
Valéry, en su Cementerio marino, vislumbraba con gozoso asombro ante
el mar que no cesa de recrearse, las olas que irrumpen sin tregua…
¿desde dónde?

La vida humana: un empeño loco y trabajoso, lleno de ruido y


furia, pero también de luz y poesía. Cada día es una tarea, como nos
recordó Ortega y Gasset: la tarea de construirnos proyectándonos hacia
131
la nada del futuro, de ir abriéndonos paso entre la infinitud de
posibilidades (diría Heidegger), de inventarnos (diría Sartre)… ¿Puede
concebirse mayor misterio que la libertad, una expresión más pura de la
complejidad de lo humano? Todo determinismo es el sueño del regreso
a la simplicidad, que nos contradice pero a la vez nos sosiega. Cada vez
que descubrimos algo que nos condiciona nos parece descansar un
poco. “Yo soy rebelde porque el mundo me hizo así”, cantaba Jeanette
hace tantos años, conmoviéndonos con ese aire de niña triste y
desolada. Pero tras cada determinismo asoma de nuevo la posibilidad
de elegir: tal vez el mundo te hizo rebelde, pero comportarte como tal,
o no hacerlo, es una decisión tuya. Aun empujándote todo a la
rebeldía, podrías optar por oponerte a ella. “Ni siquiera concibo una
vida sin rebeldía, tan profunda fue la marca que recibí. ¿Cómo podría
elegir lo que no concibo?” Como se elige todo lo inaudito: por empeño.
Por voluntad creadora.
En esa elección a contrapelo es donde se fragua la ética. Cuando
nos dejamos arrastrar por los determinismos, asumimos la simplicidad:
dejar hacer a lo que nos condiciona. Eso es lo probable, y por tanto lo
fácil. Es el mundo eligiendo por nosotros, empujándonos en su riada.
Nuestros condicionamientos dan cuenta de buena parte de lo que
somos, por supuesto, ahí reside la base de todas las ciencias humanas,
que buscan esas regularidades previsibles de nuestro comportamiento.
Nos explican, pues, pero no nos justifican. Para justificarnos hace falta
una elección, es decir, tiene que haber consciencia y libertad. Un ser
humano predeterminado no puede justificarse, sencillamente actúa por
programación natural. Le falta aún lo más característicamente humano.
Si no puedes evitar ser cruel, por ejemplo, entonces eres literalmente
inhumano.

Pero si puedes evitarlo, si puedes optar por otra cosa, entonces


regresas al meollo de tu humanidad. A cambio, ya no puedes refugiarte
en determinismos. Sartre llamaba mala fe a ese recurso falaz tras el cual,
tan a menudo, ocultamos nuestras decisiones. “El hombre es aquello
que hace con lo que hicieron de él”, sentenció con una lucidez inédita.
Condenados a la libertad, sin posibles componendas, nos quedamos
solos con nuestra responsabilidad. Asumirla es un comienzo. Es asumir
que, definitivamente, hemos sido expulsados de la simpleza; que
nuestro patrimonio es la complejidad.
Alguien que da la vida por salvar la de otra persona es un glorioso
ejemplo de esa opción por la complejidad. Si admiramos su gesta es
precisamente porque va en contra de los determinismos. ¿O tal vez
existirá un determinismo más profundo, más secreto, más complejo,
que nos impulse a esa excepcionalidad que es el altruismo? Los
132
psicólogos sociales han sugerido la posibilidad de que llevemos el
altruismo en los genes, y explican que pudo ser una conducta que
favoreciera nuestra supervivencia como especie. Visto así, el heroísmo
no parece tan admirable. Sin embargo, nuestro héroe aún pudo elegir, y
probablemente su decisión no fue fácil: perderlo todo para que otro, tal
vez un desconocido, gane algo… Aun considerándonos una mera lucha
soterrada de genes, siempre queda la decisión que opta por ir a favor de
unos en detrimento de otros (pues los genes también tienen sus
dilemas). El valor y la cobardía son nuestras respuestas a los
condicionamientos; podemos comprender ambos, pero uno nos parece
mejor que el otro. Esa evaluación resume la ética.

¿Debemos concluir, entonces, que lo difícil es siempre mejor,


como han dicho algunos? No necesariamente. Más bien hay que
pensarlo al revés: lo mejor es siempre difícil; y probablemente, la
mayoría de las veces, lo sea más que lo peor. Una minuciosa operación
de venganza es difícil; perdonar, seguramente, lo es más. Sin embargo,
me temo que Nietzsche no estaría de acuerdo, y consideraría el perdón
una debilidad propia de pusilánimes: al fin y al cabo, al perdonar nos
exponemos menos a las represalias de nuestros enemigos, nos
decantamos por la seguridad de la avenencia. Se puede perdonar por
debilidad, pero, si somos débiles, perdonar tal vez sea lo más
inteligente. ¿Regreso a la sencillez? Tal vez sí. Pero elección, al fin y al
cabo. Algo que se gana y algo que se pierde. Eso es lo arduo, diría José
Antonio Marina, y no lo es menos porque hayamos elegido lo que nos
conviene.
La muerte es sencilla; la vida es difícil. Dentro de la vida, pensar y
elegir por uno mismo, asumiendo la responsabilidad al hacerlo, es más
difícil aún. ¿Qué pensar de la mujer maltratada que perdona y acaba
asesinada por su cónyuge agresor? Puede que para ella lo difícil hubiera
sido romper esa relación insana y marcharse. En este caso, el perdón
―quizá fruto del miedo― se le hizo más llevadero, y elegirlo fue su
perdición. Seguramente necesita ayuda, seguramente deshacer el lazo
fatídico se le hizo demasiado grande. Ella fue la víctima y por eso nos
parece que su asesino fue el verdadero responsable. Sin embargo,
ponerse en el lugar de víctima también es una elección. Comprensible,
por supuesto justificable, pero elección al fin. Se puede, se debe ayudar
a quien actúa movido por una debilidad, pero en última instancia
siempre habrá un margen al que no podemos, no debemos llegar: el de
la libertad. El margen de la complejidad que pertenece, en exclusiva, a
cada ser humano.

133
No podemos escapar a la complejidad, como tampoco a la
entropía, que es el implacable regreso a la sencillez. Como no podemos
dejar de ser mientras somos, ni evitar que lo que somos deje de ser un
día. Lo nuestro es pasar, lo nuestro es elegir: alegría de la complejidad.

134
Cuando no nos quieren
Yo sé que hay gente que no me quiere. Silvio Rodríguez.

No hay remedio: por mucho que nos esforcemos, nunca ganaremos la


simpatía de todos los que nos rodean. Para lograrlo, tendríamos que
estar en otra órbita, fuera del barro del mundo. Tal vez sea el caso de
los sabios o los santos. Para los que no somos ni lo uno ni lo otro, el
barro es nuestra patria: pertenecemos a él, vivimos en él, morimos en
él. Si no hemos logrado amar a todo el mundo, ¿cómo vamos a
pretender que todo el mundo nos ame?
En la aspiración a la simpatía universal quedan rescoldos de la
hoguera original en la que nos cocimos: el sueño de la omnipotencia, la
convicción de ser el centro del mundo. El niño es ―tiene que ser―
radicalmente egocéntrico. La madurez, si es que existe, reside ante todo
en la revolución copernicana que nos expulsa del centro del universo, y
relega nuestro hogar a un mero arrabal, en el brazo de una galaxia
espiral perdida entre otras incontables galaxias. Crecer, curiosamente,
no es hacerse más grande, sino asumir la conciencia de la propia
nimiedad. Junto al aprendizaje de lo que está en nuestras manos, hay
otro, tal vez más importante, que nos enseña pacientemente lo que no
podemos hacer. Primero son los sueños, y luego el largo camino de
discernir aquellos que son alcanzables de los que no lo son.
No, jamás conseguiremos que todos nos quieran. Pero, bien
mirado, ¿por qué habríamos de lograrlo? ¿Acaso lo merecemos? ¿Acaso
lo deseamos de veras? No lo merecemos: la mezquindad es nuestro
patrimonio, y siempre hay alguien que nos cae tirando a mal, alguien
que por mucho que nos esforcemos no logramos amar; y, ¿cómo vamos
a esperar el amor de aquellos que no amamos? ¿Cómo la simpatía de
aquellos que rechazamos, o despreciamos, o simplemente no
soportamos? A veces sucede, de modo excepcional, y todos hemos
sentido afectos no correspondidos, que nos han enseñado el lado oscuro
del amor; o hemos sido objeto de ellos, y, aunque esa veneración
unilateral complazca a nuestro ego, no va más allá de él: por eso le
damos muy poco valor; por eso, a menudo, ni tan solo la queremos, y
más bien nos incomoda como una cita a la que no tenemos ganas de
acudir.

135
Bien mirado, el que no todo el mundo nos quiera no solo es justo,
sino también deseable. Tenemos suerte: ¿qué haríamos con esa demasía
de amor? Las antipatías nos hablan tanto como las simpatías de nuestra
identidad; para poder avanzar en una dirección, no tenemos más
remedio que alejarnos de otra. Tal vez, como dicen los budistas, todos
seamos dignos de ser amados; pero en el no ser amados también hay
una dignidad: la de los que pueden reconocerse como rivales, la de los
que se respetan lo suficiente para admitir que no tienen nada en común,
o al menos no lo suficiente para caminar juntos.
Hay algo profundamente noble en una rivalidad respetuosa. Los
guerreros siempre han sabido reconocer la valía de un enemigo digno.
De hecho, ¡qué cerca está la pasión con que odiamos de la que
ponemos en el afecto! ¿Y qué sucede con los que nos desprecian, con
quienes no nos consideran dignos ni siquiera para la lucha? Pues quizá
tengan razón: admitamos lo mucho de miserable que hay a menudo en
nosotros. Aunque también puede suceder que sean ellos los que no nos
merecen, ni como amigos ni como rivales. A veces nos empeñamos en
ganar el reconocimiento de alguien, y perdemos en ello lo mejor de
nosotros mismos, o al menos la oportunidad de ganar el de otros.
Como en los amores contrariados, lo mejor que podemos hacer con
quien decide no querernos es despedirnos y seguir adelante.
En ocasiones, tal vez temamos no ser queridos precisamente
porque nos queremos poco, y entonces renunciar a esa desmesura de
nuestros deseos es un modo de aprender autoestima. Necesitamos a los
demás, pero no a todos; e, incluso necesitándolos, podemos vivir sin
ellos. Quien se ama a sí mismo no precisa ser bien recibido en todas
partes: comprende que hay lugares que no le corresponden. Aceptar las
antipatías ajenas tiene mucho de libertad: la libertad de quien sigue la
llamada de su destino, sin someterla a las condiciones de otros. Hay
una alegría en el aprecio mutuo, y un alivio en muchas despedidas.
Porque cada relación humana implica un trabajo de devoción, de
cuidado, de presencia y, muchas veces, de paciencia; reservemos
nuestras fuerzas para cuando valga la pena.

Aprendamos, pues, a valorar a quienes no queremos, y en especial


a quienes no nos quieren. Por lo que nos enseñan de nuestras
preferencias y nuestras limitaciones. Porque le otorgan valor a la
amistad, al convertirla en algo privilegiado y excepcional. “Estamos
indeciblemente solos ―escribe Rilke― y, para poder aconsejarnos uno
a otro o ayudarnos, tienen que lograrse muchas cosas, debe coincidir
toda una constelación de cosas, para que algo salga bien por una vez”.
Todos, o casi, merecen nuestro respeto, pero hay que reservar para
unos pocos lo que Montaigne le dijo a su amigo Étienne de Boétie en el
136
lecho de muerte: “Cuando yo sentía miedo, ¿quién sino tú era capaz de
quitármelo?” Hasta ahí llega nuestra naturaleza: amar un poco a
muchos y mucho a unos pocos. Y, si tenemos suerte, tal vez seamos un
poco amados por alguien: de suceder, alegrémonos de ese raro don con
que nos honra el destino.

137
Alguien pregunta si soy feliz
El hombre se alegra cuando hace lo que le es propio. Marco Aurelio.

Una señora que no conozco, al devolverle a mi madre algunos escritos


míos que le había prestado, no escatima elogios, pero al final le
apostilla: “Pero, tu hijo, ¿es feliz?” La pregunta, sobrecogedora y
colosal, me deja impactado cuando mi madre me lo cuenta. ¿Qué
impresión general se habrá llevado esa señora después de leer mis
escritos? ¿Qué estaré comunicando, sin apenas darme cuenta, para que
alguien indague sobre mi felicidad, tal vez con un punto de inquietud?
Preguntarle a alguien si es feliz es tan excesivo que casi ofende.
Más que una pregunta es un golpe bajo, una carga de profundidad. Un
laberinto en el que uno se pierde irremisiblemente, como plantear si hay
algo después de la muerte o si la vida tiene sentido. ¿Se puede
responder con un sí o un no? De hecho, ¿se puede responder? Recuerdo
que una vez, haciendo el servicio militar, en uno de esos experimentos
que me da por hacer con la gente, inquirí repentinamente a un
compañero de guardia cuál era para él el sentido de la vida. Me miró
con los ojos desencajados, como si estuviera loco, y creo que se limitó a
soltar una imprecación. La pregunta era tan desmesurada e inoportuna
que debió chirriarle como el derrape de un coche. Yo tengo a veces
estas cosas, que hacen que la gente se plantee súbitamente mi
integridad; son pequeñas pruebas, arriesgadas y entretenidas.
Tal vez a esa señora amiga de mi madre le gusten también los
experimentos. O quizá se quedó sinceramente impactada por lo que le
transmitían mis escritos. Esforzándome por ponerme en su lugar, he
releído algunos, intentando detectar el perfume de fondo, y me ha
parecido que sí dejan una cierta estela de melancolía. No me parecen
trágicos en absoluto, en el sentido en que lo serían los de Unamuno;
tampoco del crudo pesimismo que destila, por ejemplo, Cioran. Mi
tono se parece más, salvando las distancias, al de los intimistas
románticos: Rousseau, Rilke… Sí, en mis meditaciones hay congojas,
porque la vida tiene vetas tristes y circunstancias sombrías, o al menos
así es como yo la siento. No comparto el arrobamiento feroz de los
apóstoles de la autoayuda, que invitan al rechazo de todo lo
crepuscular, que prometen una vida de fiesta en fiesta. El dolor no solo

138
existe, sino que nos reclama mirarlo a la cara. Vivir es difícil, y a
menudo el viento sopla en contra, y hace frío.

Sin embargo, ni mi ánimo ni mis reflexiones se detienen ahí, y


creo que solo una lectura superficial sacaría tal conclusión. Afrontar el
malestar con lucidez y respeto es el imprescindible punto de partida
para la serenidad, como sabían bien los epicúreos y los estoicos.
Ninguna sabiduría emana de una mirada parcial: hay que empezar por
abrir bien los ojos, también a nuestro propio corazón. Y el corazón no
sería humano si no se estremeciese con las pérdidas y con los baches de
la existencia. Si murió mi mejor amigo y sé que moriremos todos, es
natural que al contemplar el mundo me sacuda el escalofrío de las
ausencias. Si soñé con el cariño y me encontré dando tumbos por los
crudos barrancos del desamor, ¿cómo no voy a contemplar con tristeza
los campos arrasados?
Y, ¿quién se atreverá a juzgarme por asumir mis límites y por
ponérselos a los asuntos con los que no acabo de arreglármelas? Habrá
quien considere mis retiradas cobardía: no se lo negaré, pero, ¿no
requiere también valor despedirse de lo que a uno le parece que ya no
está a su alcance, o que, aun estándolo, exige el sacrificio de otras cosas
no menos valiosas? La principal de ellas, el sosiego del ánimo: la
misma que buscaban Buda, Epicuro, Séneca y Montaigne. Con qué
facilidad nos ponemos apremiantes al requerir más osadía a los otros
―“Tienes que seguir adelante”, “No puedes darte por vencido”, “Sé
fuerte”…―, y, en cambio, cuando se trata de nuestras angustias, las
acogemos mucho más comprensivos y complacientes. Vivir es negociar,
y eso incluye cesiones y renuncias.
Otra cosa sería regodearse en la compasión por uno mismo.
Respeto profundamente a quienes se adentran, casi siempre a su pesar,
en las noches oscuras del alma. La depresión es a menudo una puerta
que solo se abre hacia dentro. Yo he sentido el impulso desesperado de
zarandear a personas que se sumían en tristezas morbosas,
aparentemente sin razón, como las mariposas nocturnas que se lanzan
a las hogueras por mucho que uno intente apartarlas. El tiempo me ha
enseñado a respetar esos misteriosos vericuetos del espíritu que llegan a
empujar hacia la autodestrucción. A veces incluso he creído llegar a
comprenderlos. Pero eso no significa que me parezcan deseables, ni que
considere que debamos estar de su parte. Si busco las claves del buen
vivir, tengo claro que no son las que me lleven en esa dirección. El
dolor es inevitable, pero no lo deseo, ni quiero basar mi vida en
principios que no lo rechacen. Lo he dicho a menudo y lo seguiré
diciendo: soy partidario de la alegría, en todas sus versiones, incluso las
que en apariencia resultan superficiales o ridículas. A veces un chiste
139
malo pone una mota de luz en la penumbra, y al forzar una carcajada
acabamos riendo de verdad. Porque la alegría es, precisamente, asumir,
con todo lo que dan la conciencia y la lucidez, cuánto de loco y
absurdo tiene la vida.
Y creo, honestamente, que mis reflexiones no destilan menos
sonrisas que melancolías, menos ilusión que decepción, menos
entusiasmo que abatimiento. Lloro y lloraré ―y qué bien me hubiera
hecho llorar más―, pero confío en no dejar nunca de reír entre las
lágrimas. Como Spinoza, recelo de las esperanzas, que nos emplazan
en reinos imaginarios, y prefiero la verdad cruda y algo deslucida de los
proyectos, que son trabajo en marcha para construir el futuro, aunque
su resultado sea siempre incierto y acaben tantas veces en naufragio.
Admito lo que jamás podré alcanzar, pero solo para centrarme en lo
posible, siempre más modesto pero no por ello menos valioso.

Séneca recomendaba no atender a lo que no está a nuestro alcance:


ni con el deseo ni con el rechazo, puesto que ambas cosas nos
frustrarán. Supongo que no podemos evitar acariciar a veces deseos
irrealizables, o rebelarnos en ocasiones contra las desventuras que nos
reserva el mundo; el proyecto de los estoicos es brillante, pero tan
exigente que a veces se nos antoja inhumano. Cuando Séneca escribe a
una madre, Marcia, y le insta a que no pierda la compostura por la
muerte de su hijo Metilio, puesto que la vida y la muerte no están en
sus manos, uno se pone de repente a reivindicar el desconsuelo de esa
mujer. Supongo que el maestro nos señalaba un camino por el que
transitar, no un destino al que llegar. Montaigne lo comprendió, y, por
más que tomaba a los estoicos como modelo, no tenía reparo en
quejarse de los dolores de sus cólicos o en celebrar, como Epicuro, los
pequeños placeres de la vida.
Así, modestas y comedidas, procuro yo que sean mis alegrías y mis
tristezas. ¿Soy feliz? A mi manera, y según lo que tengo, y si miro en
perspectiva lo vivido, lo logrado, lo perdido, creo que soy bastante feliz,
si es que esa es la manera de decirlo. Una felicidad sin aspavientos ni
fuegos artificiales, sin esas promesas desmesuradas que nos hacíamos
en la adolescencia, cuando todo nos parecía posible solo con quererlo.
Mi felicidad, como yo, ha envejecido; es como un perfume leve que
flota en el aire o una melodía lejana al atardecer, que está hecha de
detalles pequeños y modestas sorpresas, que se sostiene en la
obstinación de la voluntad por afirmar la alegría. Mi felicidad no se
toma a grandes tragos, sino con pequeños sorbos; pero en ellos puede
paladearse el dulce poso de lo bueno de la vida. Al menos de lo que
está a mi alcance. Y también, por supuesto, se notará en mi elixir más
de un dejo de amargura: quien la niegue, o miente o es un iluso. La
140
vida es (también) dura: proclamarlo con sencillez, aun temblando, es en
cierto modo un gozo.
Mi felicidad, en fin, es tan pequeña, tan simplona, tan sinuosa, que
ni siquiera me atrevería a considerarla un ejemplo, y desde luego no
pretendería fundar con ella una doctrina; es probable que no le sirva a
nadie más que a mí. Así que, conmovedora y conmovida señora,
podríamos decir casi que sí, que soy razonablemente feliz. ¿Y usted?

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Diligente pereza
Solo hay realidad en la acción. Sartre.
La habilidad y la constancia son las armas de la debilidad. Maquiavelo.
Haz pocas cosas si quieres conservar tu buen humor. Demócrito.

La vida pasa por sí misma; las necesidades y los requerimientos la


empujan y la van desplegando: en este sentido, la vida simplemente
sucede. Su objetivo es desplegar sus leyes fundamentales, y un buen día
nos encontramos con que el tiempo ya las ha cumplido todas. En cierto
modo, la vida no nos necesita para acontecer: no le hace falta nuestra
atención, ni nuestra complicidad, ni nuestra voluntad. De pronto
descubrimos que nos hemos hecho viejos, y nos preguntamos, atónitos,
dónde estábamos mientras pasaba nuestra existencia.
Del mismo modo que la gravedad tira de nosotros hacia abajo, la
vida nos arrastra hacia delante, nos gasta y nos consume. Ese peso del
existir es lo que Sartre llamó facticidad. Nos parece que se opone a
nuestro proyecto porque notamos su tirón cada vez que queremos hacer
algo propio, y no podemos hacer nada si no es contra el freno de su
viscosidad. Pero lo cierto es que la facticidad no es una resistencia, sino
el curso natural de las cosas. Es el proyecto humano el que se construye
rebelándose contra ella, asumiendo el trabajo ―a menudo estéril, pero
ineludible― de atravesarla contracorriente. La libertad es estar
dispuesto a replantear ―y si hace falta contrariar― lo dado, con todas
las consecuencias. La voluntad no tiene noción de sí misma si no
conspira contra la facticidad. De vez en cuando, como la paloma de
Kant, necesitamos notar la resistencia del aire en nuestra cara para
descubrir que estamos volando.

Por eso tenemos la sensación de que la aventura humana cuesta y


cansa. Por eso la pereza es un placer ―el gusto de renunciar, de
entregarse, de dejar que todo suceda por sí mismo: descansar, al menos
por un rato, de la ardua tarea de nuestra voluntad―, pero también es
enemiga de nuestro proyecto. Si quiero educar a mi hijo, tengo que
vencer la pereza de esforzarme por ponerle límites, para que aprenda a
ponérselos él mismo. Si quiero tener amigos, debo poner paciencia
cuando me cargan sus manías o sus mezquindades, debo superar los
instantes en que los mandaría a hacer gárgaras o me desentendería de
142
sus angustias, que desde fuera parecen tan simples: amar sucede por sí
mismo, pero hay que insistir en ello si no queremos que languidezca,
como señalaba sabiamente Erich Fromm. Si quiero sentir la
satisfacción de hacer bien mi trabajo, tengo que esforzarme por
cuestionarlo cada día, por recoger y clasificar cuidadosamente mis
errores como hacen los biólogos con las muestras de una charca, por
concebir nuevos intentos como hacen los ingenieros, en su guerra sin
tregua por domesticar los materiales. Si quiero sondear el enigma
mediante la reflexión, tengo que ponerme a pensar, aunque me
apetezca más seguir durmiendo.
Las necesidades de mi hijo, las contrariedades de mis amigos, las
esterilidades de mi trabajo, el espesor confuso de las ideas, todo ello
forma parte de la facticidad, y no es malo, y tampoco es malo que
sucumba a ello y le deje hacer: que consienta en caprichos, que
reniegue de personas, que cometa los errores de siempre, que apague el
despertador y me desentienda del día que me reclama. Puedo elegir
desentenderme, pero lo que no puedo, al hacerlo, es ocultarme que
estoy traicionándome, estoy descuidando mi proyecto, estoy faltando a
mis valores. No renuncio solo a un acto concreto: renuncio a lo que la
ejecución de ese acto tiene de construcción de mí mismo. Renuncio a
ejercer mi voluntad, y en cada renuncia mi voluntad queda un poco
más disminuida.

Así que la pereza no es mala, y a veces parece incluso digna de


elogio. No es mala en lo que tiene de entrega y renuncia, y es buena
porque nos enseña nuestros límites, nos ayuda a asumirlos, nos obliga a
descansar cuando estamos llevando demasiado lejos nuestras ínfulas
prometeicas. La pereza es un blando refugio para las tardes de derrota,
es el lugar en que nos reencontramos con nuestra verdadera medida,
nosotros que nos habíamos soñado omnipotentes. La pereza nos
recuerda que casi todas nuestras pretensiones tienen algo de excesivo y
de iluso, y que a la larga será siempre el mundo el que ganará, igual que
el mar, cuando sube la marea, derrumba en un instante los castillos que
habíamos levantado sobre la arena.
La pereza nos devuelve a nuestra condición de perdedores, es una
serena rendición a los límites y un cálido regreso al sosiego de las
siestas y las tertulias, del tiempo que se deja pasar en balde, dulcemente
entregado al devenir. Al quitarle hierro a nuestras aspiraciones crea una
blanda pátina de comprensión y tolerancia sobre el mundo: la pereza es
enemiga de los egos desbordados, de la desmesurada y orgullosa hibris,
del rígido despotismo de nuestras obcecaciones sobre el entorno
inocente. La pereza nos aplaca, nos hermana, nos sosiega, y por eso es
el mejor antídoto contra los fanatismos y las rabiosas arbitrariedades.
143
Así que la pereza tiene mucho de bueno, y de sabio, y de alegre.
Pero también plantea un precio: rendirnos a ella conlleva una renuncia;
y rendirnos absolutamente es renunciar por completo. Si se convierte en
hábito, corroe todos los otros hábitos y no les deja prosperar. Los
vecinos de Koenigsberg ponían en hora sus relojes cuando veían pasar a
Kant: a la mayoría puede parecernos que el filósofo se pasaba de
estricto, pero tal vez sin ese orden riguroso no habría podido crear la
obra que nos legó. Si la pereza acaba mandando, nos roba el proyecto e
instaura el imperio de la facticidad, que, decíamos, es lo contrario al
proyecto humano. Todo lo valioso cuesta trabajo, y en especial la ética,
la aspiración a elegir lo bueno, que suele ser difícil, frente a lo malo,
que tiende a suceder por sí mismo. “Debo fracasar con frecuencia para
tener éxito una sola vez”, medita Og Mandino.
Se puede hacer daño por pereza: cuando descuidamos lo que otros
necesitan o esperan, cuando incumplimos nuestras responsabilidades o
nuestras promesas. Por pereza podemos perder o hacer perder. ¿Puede
ser perezosa la madre diligente? ¿Cabe la pereza en el enamorado? “Por
pereza en limpiarme perdí dueña gentil”, sonríe guiñando un ojo el
Arcipreste de Hita en la divertida historia de los dos perezosos. Somos
seres del proyecto y la tarea, somos exploradores y conquistadores,
estamos hechos para desear y buscar y construir. “Quien no trabaja se
consume de aburrimiento”, afirmaba el severo profesor de Koenigsberg.
¿Cómo cumplir todo eso sin entusiasmo y sin esfuerzo, sin plantarle
cara a los despertadores y a las melancolías? Ultreia et suseia, cantaban
los peregrinos: más lejos, más alto; no hay viaje sin brío. La pereza es
una carcoma que mina nuestros pilares, que disuelve nuestros intentos,
que interrumpe nuestro viaje. Es bueno rendirse a ella de vez en
cuando; es malo no poder escabullirnos de ella cuando corresponde, o
cuando queremos; como dice el Arcipreste: “La pereza excesiva es
miedo y cobardía”.

“Persistí: por primera vez en mi vida tuve valor”, confiesa


Rousseau, que tenía un talante inquieto y muy voluble. Frente a la
pereza, tenemos como aliada la perseverancia, que por eso es una
virtud. Y como todas las virtudes, tiene que ser inteligente: no todo, ni
en todo momento, merece nuestro esfuerzo. Hay que aprender a hacer
esa distinción, y hasta dónde el denuedo vale la pena, y a partir de
dónde la insistencia lo único que nos dispensa es una victoria pírrica.
Esto lo saben bien los que compiten en deporte, que aprenden
pronto a economizar fuerzas en algunos momentos para tenerlas
cuando realmente hacen falta. La mayoría de nuestros proyectos son
carreras de fondo: hay que evitar arder con una llama demasiado rápida
144
y acabar retirándose, hechos cenizas. Un curioso estudio con
estudiantes universitarios encontró que los que se manifiestan más
motivados tienen una probabilidad de abandono de carrera tan alta
como los que declaran menos motivación. Se comprende: estos no
tienen ganas, aquellos no son realistas. El que “se come el mundo”
acaba indigestándose; el que pretende demasiado acaba
decepcionándose, o sencillamente no puede sostener tanta intensidad.
Para que la vida tenga color, hace falta pasión; pero un exceso de
pasión puede llevársenos la vida. Frente a la exaltación ilusa, a menudo
tiene más valor la lenta insistencia de la gota de la perseverancia. Como
suele decirse, “sin prisa y sin pausa”, o “vísteme despacio, que tengo
prisa”. Hacer lo que deba ser hecho, y hasta un poco más, pero no
mucho más. El camino medio de Buda: “Si la cuerda se tensa poco, no
suena; pero si se tensa demasiado, se rompe”.
La paciente perseverancia hará mucho más por nuestros proyectos
que una enardecida presteza: “Quien sabe dominarse a sí mismo es
como la estrella polar, que permanece en su sitio y todas las estrellas
giran a su alrededor”, arguye Confucio. En el Salieri y Mozart de
Pushkin, el italiano reprochaba a Dios no haber premiado una entrega
absoluta a la música, sin ahorrar sacrificios, durante toda su vida: no se
da cuenta de que lo que realmente perdió es lo que fue dejando por el
camino; más le hubiera valido dar de vez en cuando un paseo,
abandonarse a una dulce charla intrascendente con un amigo, cortejar a
una muchacha o dormir una siesta.
A veces hay que sacrificarse para llegar lejos, pero de poco le
servirá al que se convierte en víctima. Por otra parte, cuando las
pretensiones simplemente resultan triviales, lo prudente es abandonar.
La pereza puede ayudarnos a equilibrar esos excesos. Y la diligencia
puede rescatarnos de la pereza. La vida está hecha de ritmos, y la
sabiduría consiste en aprender a bailarlos.

145
¿Qué se puede hacer con la tristeza?
Lo mejor frente a la tristeza es aprender algo… Aprende por qué el mundo se mueve y qué lo
mueve. T. H. White.

¿Qué se puede hacer con la tristeza? Un budista diría: dejarla ahí.


Epicuro recomendaría: buscar una alegría; o mirarla de frente y
comprobar que no es tan terrible. Séneca preferiría soportarla
firmemente, desafiarla para demostrarle que no nos humilla.
Montaigne sonreiría: "No te tomes tan en serio tus altibajos; epoché".
Spinoza sugeriría cambiar las causas para que lleven a otros efectos. Un
romántico, como Nietzsche, proclamaría vivirla intensamente,
naufragando sin reticencia en sus oscuros bajíos. La terapéutica del
siglo XX se decantaría por animarnos a expresarla: Freud preguntaría
por sus causas profundas, Jung confiaría en ella como mensajera del
misterio, Perls la sometería a catarsis; Ellis, más práctico, denunciaría
sus afectaciones. A Sartre le resultaría indiferente, y nos recordaría que
somos nosotros los que elegimos estar tristes; y si no es eso lo que
quieres, pues que inventa otra cosa.
Me dejo muchas otras opciones, y seguro que las que expongo
están muy sesgadas. Todas ellas, por supuesto, aciertan, de un modo u
otro, es decir, parcialmente. Pero ninguna ofrece una perspectiva
general, quizá porque es imposible, quizá porque es algo tan íntimo
que, para acercarnos un poco a su esencia, habría que asomarse a cada
una de las tristezas de cada una de las personas. Tal vez no haya
estudio serio de la pesadumbre más allá del caso, de la vivencia
concreta, de la pura fenomenología. Creo que los que más se acercan al
núcleo de la tristeza son los poetas. Miguel Hernández escribió:

Rayo de metal sesgado,


fulgentemente caído,
picotea mi costado
y hace en él un triste nido.

En su versión leve, la tristeza resulta incluso acogedora, y nos


invita al descanso, al ensueño, a la evocación, a la nostalgia. Es la
melancolía, que pone coto a nuestros empeños heroicos y nos invita a
abandonar la lucha por un rato. Hay melancolías blandas que son una

146
oportunidad para el retiro y una llamada al fuego del hogar, donde nos
arrebujamos para contemplar el crepitar de las brasas del tiempo. Pero
no es conveniente detenerse demasiado: Saturno tiene sus propios
abusos, que pueden sumirnos en trampas de difícil salida. La tristeza
puede inmovilizarnos si se convierte en depresión, o en un gris sudario
que cae sobre nuestros días y los priva de luz. Si eso sucede, hay que
recrear la alegría como sea: inventar una lucha, articular un grito, salir
corriendo. Nadie está triste si tiene algo que hacer.
Yo me he hartado de mis tristezas súbitas y tantas veces
melodramáticas, el estéril y a menudo morboso vicio de lamerme las
heridas. Y a veces me he sentido fuerte y lúcido como para dejarlas de
lado. Ha habido tres ocasiones en que me sentí cerca de la clave:
cuando practicaba meditación, cuando enfoqué la alegría como
empeño y en algunos momentos del trabajo filosófico.

La meditación era como aligerar peso, como fluir con la vida sin
tantos tropiezos. Y la tristeza es lastre, es la pesadez de inquietudes
imprecisas, de amenazas indefinidas; el entorpecimiento de un miedo
que tiembla sin saber muy bien por qué, que tiembla por sí mismo, que
se crea a sí mismo en el puro temblor. Y la tristeza es tropiezo: querer
avanzar y encontrarse con un obstáculo tras otro, en la penumbra;
apartar telarañas en una cueva húmeda y sofocante; correr con los pies
atados.
El empeño en la alegría fue un hermoso arrebato vitalista que me
permití como un lujo alguna que otra vez. Conservo los hermosos
cuadernos que escribí en aquel verano gozoso de libertad y aislamiento,
en el que me sentía un conquistador de mí mismo, de una nueva vida
que estaba dispuesto a reinventar y a llevar a cabo. Los titulé El próximo
paso. Fue la conclusión de un doloroso año asistiendo de cerca a la
depresión de un ser querido, viéndole prisionero de sus angustias,
cociéndolas a fuego lento y hundiéndose en ellas como en un pantano.
Curiosamente, fue esa situación la que me enseñó dos cosas
fascinantes: hasta qué punto nos fabricamos nuestras propias congojas
para zambullirnos en ellas, tenazmente, morbosamente; y cómo yo
podía también hacer de defensor de la vida, de protector, de consejero
del ánimo. Creo que fue esa fuerza que tuve que sacar de las piedras,
por cariño hacia aquella persona desesperada, la que luego me sentí
capaz de aplicarme a mí mismo, traducida en un dulce entusiasmo, un
proyecto palpable, una ebriedad que me parecía lúcida. La depresión
tan de cerca me enseñó mucho sobre mis propias tendencias depresivas,
y sobre la ridiculez de tomarlas en serio, de darles tanto vuelo. Escribí
en mis cuadernos: “Quizá la principal enseñanza haya sido esta:
siempre se puede elegir la alegría, aun en las circunstancias más
147
adversas. Estar contento puede ser una decisión, un empeño, una
tozudez. Uno puede empecinarse en creer y en confiar. Si no nos ha
sido concedida la fe como don, nos queda la fe como obstinación”.
Encuentro esas palabras tan acertadas que no me parecen mías. ¡Y qué
difícil ha sido mantenerlas frente a la pereza y la compasión de uno
mismo!
Creo que en esos cuadernos estaba el embrión de lo que sería luego
una entrega ferviente a la filosofía. Llevaba muchos años devorando
libros de autoayuda; algunos me sirvieron de consuelo, o me sugirieron
ciertas ideas valiosas, pero, al final, siempre me dejaban a la intemperie,
como si su promesa de felicidad resultara hueca y poco creíble, como si
faltara algo. Creo que sé lo que faltaba: actuar y pensar menos. Uno
puede recostarse en plácidos textos de consuelo y comprobar cómo se
hunde en ellos, igual que en las buenas intenciones que languidecen al
salir a la calle. La New Age fue, y es aún, un gran mercado de la
salvación barata, en el que se mezclan elementos de terapia psicológica
con aires de misticismo. No tiene nada de malo, su intención es buena;
sin embargo, como los apósitos, alivia las heridas, pero no las cura. Al
cerrar el libro la vida sigue siendo difícil, y nosotros vulnerables; resultó
que el bálsamo infalible que nos habían vendido no era más que zumo
de naranja con vitaminas.

Nada nos cura de la vida, esa es la verdad que tenemos que


admitir, y es precisamente la que nos enseñan los filósofos. Hay que
afrontar las verdades con lucidez, y encontrar en ello un sentido que
nadie puede fundar por nosotros. Esta era la obstinación en la alegría
que yo había proclamado en mis cuadernos. Desde entonces he tenido
y tendré muchas tristezas, y no diré, como aquel maestro zen, que ya
no me importen; pero al reconciliarme con ellas, al pensarlas con más
tino, he encontrado una nueva fuerza. Ya no tengo que disimular, ya
no me escandalizo tanto. La vida es alegre y es triste, es hermosa y es
dura. La angustia viene, pero, como no le cierro la puerta, sale a ratos y
me deja en paz. Y, como no me detengo mucho a compadecerme,
como procuro ponerme a hacer algo, a veces hasta se me olvida. ¿Será
esto la madurez?

148
Desaprender
Desechad todos vuestros conceptos de la vida y volved a comenzar de nuevo desde el principio.
Krishnamurti.

Ortega y Gasset hablaba de nuestra “ilimitada capacidad de aprender”,


y cifraba en ella la esperanza de progreso, tanto personal como
colectivo. Nuestra extraordinaria predisposición al aprendizaje nos
hace más adaptables y menos rígidos que la mayoría de nuestros
primos animales. Los seres humanos inventamos instrumentos,
materiales e imaginarios; los compartimos, los imitamos, los
perfeccionamos, y su conjunto configura la cultura. Transmitida y
remodelada de generación en generación, la cultura es el dispositivo
colectivo que nos mantiene relativamente al margen de la presión
evolutiva.
La cultura es el acervo de aprendizajes heredados y actualizados
con el que organizamos, de manera más o menos eficaz, nuestra
actividad, que es siempre social. Es una amalgama de recursos,
mecanismos, recetas y convicciones que hemos ido consolidando entre
todos a lo largo del tiempo, y que configuran el marco en el que
convivimos y luchamos, sobrevivimos y morimos, sacamos partido de
la naturaleza y nos vinculamos a ella. El individuo se engarza al
colectivo mediante la cultura; todo lo que concibe de sí mismo se basa
en ella. Luego la cultura es nuestra principal fuente de identidad:
ensancha el minúsculo territorio individual y, a la vez, perfila sus
fronteras.
Lo magnífico de la cultura, por consiguiente, es su versatilidad y
su capacidad para poner en nuestras manos herramientas forjadas por
la cadena vertiginosa de nuestros antepasados. Pero, precisamente
porque se transmite de modos estereotipados, porque representa la
persistencia frente al cambio, la cultura plantea sus propias rigideces,
sus resistencias a cambiar. Y aquí la educación juega un papel clave.
La educación es de esencia conservadora, tiende a reproducir las
cosas tal como le han sido dadas, y a presentarlas como válidas por sí
mismas, por el mero hecho de proceder “del que sabe”, es decir, del que
llegó primero. Lo que se consideró útil una vez, y por tanto fue
asumido como tal, se resiste a ser revisado, por el mero hecho de que
fue tomado como válido. Incluso cuando no se sostiene o a alguien se
149
le ocurre algo mejor, incluso cuando muestra un evidente desajuste con
unas circunstancias que han cambiado. Como el borracho del chiste,
buscamos las llaves donde hay luz, no donde se nos cayeron.
Nuestra capacidad de aprender quizá no sea tan ilimitada como
quería Ortega. Aferrarse a lo que creíamos saber y cerrar los ojos a
aquello que lo contradice es humano, demasiado humano. Las
costumbres reducen la inseguridad natural del flujo de la vida, atenúan
la incertidumbre, instauran la ilusión de que las cosas pueden
mantenerse fijas y previsibles. Nos resistimos a la renovación porque
tememos perdernos en ella. Incluso mientras sobrenadamos nuestro
mundo líquido, sin tocar pie, o quizá por ello, echamos mano de los
pocos agarraderos que parecen quedarnos como herencia de nuestros
antepasados. Pero la naturaleza de las cosas ―también de las
humanas― es cambiar.

La misma aversión innata a la incertidumbre que consolida las


culturas nos impulsa, individualmente, a darnos la razón a nosotros
mismos. Si estamos o no en lo cierto es secundario: se trata de evitar a
toda costa lo que cuestione nuestras convicciones sobre el mundo, y
especialmente sobre nuestra propia identidad. Más que una coherencia
racional, nos interesa una coherencia emocional, o más bien
existencial. Si parto de la base de que yo soy bueno ―y necesito partir
de esa base, o se tambalearían todos los cimientos de mi autoestima, y
correría peligro mi estatus entre los demás―, cualquiera que colisione
conmigo tiene que ser a mis ojos, necesariamente, malo. Necesito
creerlo, y, puesto que se trata de una convicción frágil y en el fondo
arbitraria, debo apuntalarlo constantemente con nuevos argumentos.
La percepción selectiva, esa que pone todos los focos sobre lo que nos
reafirma y deja de lado lo que nos cuestiona, destacará una y otra vez el
comportamiento funesto de aquel a quien no queremos perdonar, hasta
que no nos quepa duda de que es imperdonable. Y la disonancia
cognitiva se encargará de reinterpretarlo todo a favor de nuestra
convicción, considerando insignificante o tendencioso cualquier hecho
que la contradiga.
Es más: empujaremos al otro, conscientemente o no, a ir
encajándose cada vez más en el nicho que necesitamos que ocupe. Le
reprocharemos que no nos salude, sin admitir que nosotros tampoco le
hemos saludado previamente. Descubriremos en cada uno de sus actos
malas intenciones, sin reparar en cuántas veces estamos contemplando
una proyección de las nuestras: ¿cuántas veces “me odia” es una
componenda de “le odio”, mucho más aceptable para nuestro endeble
ego? Redoblaremos nuestra indignación al comprobar que decepciona
las oportunidades que le damos, sin reconocer que esas oportunidades
150
estaban envenenadas, que obedecían solo a nuestros intereses sin tener
en cuenta los suyos. Obligaremos al cónyuge a acompañarnos a un acto
social en el que sabemos que se sentirá incómodo ―“si no vienes es que
no me quieres”―, y luego le reprocharemos que sea un aguafiestas o
que ni siquiera sea capaz de hacer ese pequeño esfuerzo por nosotros.
En cambio, cuando lo haga, a menudo no sabremos valorarlo, o
desconfiaremos de él: “Algún interés tendrá”.

Así que aprender tiene sus límites. Unos límites que, en buena
parte, obedecen a nuestra naturaleza innata. Para empezar a aprender
de verdad hay que mirar con nuevos ojos lo conocido; hay que ponerlo
en duda, analizarlo críticamente, y estar dispuesto al difícil ―a menudo
doloroso― ejercicio de admitir que nuestras convicciones sobre ello
sean falaces. Como ya señaló el psicólogo francés Jean Piaget, cada
nuevo conocimiento nos interpela, nos obliga a revisar el edificio,
construido a rachas, de lo que ya sabíamos, o creíamos saber; o más
bien cabría hablar de lo que creíamos, porque la mayor parte de lo que
consideramos conocimientos son, en realidad, creencias: transmitidas
por la tradición, compartidas con los que nos rodean, consolidadas
firmemente por nuestros esquemas de comportamiento, a menudo sin
ningún análisis previo.
De ahí que, como nos recomendó Descartes, todo nuevo saber
empiece por una duda; y la duda tiene siempre algo de inquietante. La
duda hace tambalearse nuestro edificio mental, que nos parecía tan
sólido y del que estábamos tan orgullosos; es comprensible que nos
disguste su aparición. Pero si tras la duda asoma la sospecha, el temor
fundado de que algo está mal, tal vez peligren los cimientos del edificio
entero, y eso puede resultarnos más angustioso de lo que podemos
tolerar. No siempre nos sentimos preparados para mirar a la cara a la
verdad, cuando esta nos contradice.
La tarea descrita requiere un esfuerzo, y nunca nos esforzamos sin
motivación: este es el otro factor, clave y difícil, del trabajo de conocer.
La curiosidad o la ambición son buenos acicates, pero su alcance es
superficial: rara vez intentamos aprender algo realmente nuevo si no
nos vemos obligados por el naufragio de lo viejo. La mayoría de la
gente está convencida de que las personas no cambian, y
probablemente tienen bastante razón, pero habría que matizar: no
cambian fácilmente; y añadir: no cambian si no se ven obligados a
hacerlo. Los budistas ya lo han señalado repetidamente: nos instalamos
cómodamente en nuestra ignorancia hasta que el dolor nos obliga a
buscar el conocimiento. Esta economía del conocimiento tiene su
sentido práctico: la vida es demasiado complicada, y si podemos
sobrellevarla con lo que tenemos mejor no buscarle tres pies al gato.
151
Solo cuando el gato tropieza a menudo hay que empezar a preguntarse
si no deberá aprender a caminar de otra manera.

En definitiva, la motivación que nos impulsa al aprendizaje es un


componente emocional: salir de la angustia o sentirnos mejor. Con el
cambio de siglo se nos ha desvelado la importancia de la inteligencia
emocional, y hoy la convicción ya está tan consolidada que cuesta creer
que valga la pena una inteligencia que no lo sea. Sin embargo, las
emociones, sin el temple de la razón, presentan sus propios peligros:
tanto pueden impulsarnos hacia lo nuevo como aferrarnos a una
defensa irracional de lo viejo. El resquebrajamiento de las certezas ha
impulsado a mucha gente a refugiarse ávidamente en el cálido abrazo
de las tradiciones, y ahí tenemos, alcanzando a veces lo grotesco, las
olas de nueva espiritualidad, el renacer de los nacionalismos y la
estremecedora plaga de los fanatismos neoplatónicos. Erosionada la
promesa de la razón, se apela de nuevo a instancias esotéricas, como la
religión o las naciones, que tal vez alimenten más nuestras emociones
que la simple, austera, quizás un poco fría razón.
A esa desconfianza en la razón han contribuido intensamente los
pensadores posmodernos, desde Foucault a Derrida, desde Lyotard a
Vattimo… Su trabajo de relativización de los valores y de
deconstrucción de los grandes relatos resulta una iniciativa valiosa,
imprescindible: se atrevió a instaurar la duda allá donde la convicción
se había convertido en una mecánica repetición de divisas simplistas
que muchos ya no comprendían, o no se paraban a comprender.
Había que revisar la Ilustración, cuyas luces pueden acabar
calcinando al hombre si pretenden arder por encima de él, como
denunciaron Adorno y Horkheimer; la lógica estricta, sin el matiz de
los afectos, puede convertir al hombre en un autómata al servicio de
ideales abstractos que acaban por aplastar a las personas: en última
instancia, puede conducirnos a Auschwitz. Incluso el marxismo y
cualquier otro ideal de justicia se desvirtúan si piensan en el hombre
como masa y lo someten como individuo, si no admiten dentro de sus
rígidos dogmas la sinuosidad de la naturaleza humana.
Pero con su deconstrucción, los posmodernos (que quizá no hayan
hecho más que consagrar una tendencia colectiva) han dejado al
mundo a merced del relativismo, de la sospecha permanente,
desorientado en su incapacidad de proponerse nuevas metas. No basta
con demoler, hay que hacerlo siempre con el horizonte de qué
construiremos después; de lo contrario, el hombre se queda solo, con la
presión de la incertidumbre, y frente a ella recurre a lo primitivo: el
instinto, la fantasía, el mito y la batalla; y queda a merced de los
oportunistas, que lo someten a su manipulación, aprovechando la
152
renuncia a limitarlos. Los ciudadanos del siglo XXI vagamos entre
sombras, nos peleamos, deslumbrados, por baratijas, y a veces nos
quedamos hipnotizados frente a los prestidigitadores. Añoramos
valores como la solidaridad y el entusiasmo, pero no sabemos muy bien
qué hacer con ellos. Tenemos que volver a pensar, volver a aprender.

Sobre el aprendizaje, los posmodernos nos han recordado algo


esencial de lo que aún no hemos extraído todas las consecuencias: del
mismo modo que para construir hace falta deconstruir, para aprender
también hay que desaprender, es decir, des-prenderse de lo inadecuado,
de lo que lastra nuestra conciencia y le impide contemplar lo nuevo con
mirada clara. Ahora también se habla bastante de la necesidad de
desaprender, que alude, en definitiva, a una actitud crítica y valiente,
insobornable y rigurosa. Sabidurías milenarias ya lo habían descubierto,
pero hemos tenido que dar una larga vuelta para recuperarlo: “Cuando
el ojo está limpio, el resultado es la visión”.
Hay, pues, que limpiar los ojos; hay que echar a un lado los mitos
y los dogmas y atreverse al difícil ejercicio de pensar por uno mismo.
Hay que evitar el recurso fácil de reanimar viejos prejuicios, y, si de
revolver entre los trastos del desván se trata, dirigir nuestra atención a
aquellos griegos fundadores del logos que nos enseñaron a pensar, que
no estaban dispuestos a comulgar con ruedas de molino, por
tradicionales o socialmente establecidas que estuvieran, o por
provocadoramente novedosas que pareciesen. Aprender es inventar,
ejercer la libertad desde la observación y la reflexión, pero antes hay
que estar dispuesto a poner en cuestión lo que nos parece inamovible
(que a menudo es lo que le parece indiscutible a la mayoría). Nada se
puede dar por sentado. El peligro mayor es el prejuicio. Dialoguemos:
hablemos, escuchemos, fundemos sin cesar nuevos puntos de
encuentro. Desaprendamos, pues, para aprender; con lucidez; con
persistencia; apasionadamente.

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