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Trabajo final

Daniel Quiroz Ospina


Smn. Formación VI
Profesora: Ana María Rabe
Fecha: 15/11/17

La interpretación orteguiana de Velázquez. La modernidad fantasmal

Resumen: El presente artículo quiere destacar dos aspectos fundamentales de la obra del pintor
Diego Velázquez: su “Modernidad” o su afán de mundanidad y su carácter fantasmal. Estas dos
características provienen respectivamente de dos circunstancias de la vida del pintor: haber
nacido en los albores de una época que se preocupó por no idealizar la realidad sino verla tal
como es, es decir, la Modernidad, y haber sido elegido pintor de la corte del rey Felipe IV. La
explicación de estos dos aspectos y estas dos circunstancias estará basada en la interpretación que
hace José Ortega y Gasset. Para ilustrar mejor estas dos características analizaré dos obras
velazquinas a la luz de ellas: El triunfo de Baco y Las hilanderas.

Palabras clave: Velázquez, Modernidad, Fantasmal, Mundanidad, Circunstancia.

1. Introducción.

José Ortega y Gasset analizó durante su vida intelectual un sinnúmero de temas y


personajes tales como la historia, el arte, la pedagogía, Dilthey, Husserl, Goya, Nietzsche, entre
muchos otros. Para ello tuvo siempre como base la noción fundamental de su filosofía: la vida
humana como realidad radical. El caso del pintor Diego Velázquez, tema que nos interesa aquí,
no es la excepción. Sus Papeles sobre Velázquez tratan diferentes aspectos de su obra pictórica a
la luz de las circunstancias que rodearon su vida, pues ellas contribuyeron de forma fundamental
a lo que él pensaba y hacía con su arte. Hay dos circunstancias peculiares y, respectivamente, dos
características de su arte que me interesa tratar aquí: la primera circunstancia radica en su tiempo,
principios del siglo XVII. En este tiempo, dice Ortega, hay un retorno al naturalismo producto de
un “cansancio de la belleza”. Velázquez no busca la belleza del objeto perfecto sino mostrar la
realidad tal cual es en su imperfección. El análisis orteguiano muestra que “en el arte podemos
aprender, anticipadamente, las nuevas exigencias que se van gestando en cada tiempo.”
(Larrambebere 1987, p. 175). Más adelante veremos cuáles fueron esas exigencias del tiempo. La
otra circunstancia es su elección como pintor de la corte del rey Felipe IV. Gracias a ello,
Velázquez nunca ejerció la pintura como un “oficio”, por lo cual pudo dedicarse a cuestiones de
técnica. Como producto de esta libertad, liberó a la pintura de una carga casi escultórica según
Ortega y la convirtió en mera “visualidad”. Esa fue la manera como Velázquez “desrealizó” los
objetos según Ortega, dejando de lado la desrealización digamos “tradicional” propia de esa
pintura que buscaba el objeto “bello”.
Vuelvo al “realismo” de la pintura velazquina para destacar un detalle más que Ortega
señala: hubo otro cansancio en la época de Velázquez: los cuadros religiosos. El pintor sevillano
no estuvo ajeno a este cansancio y siempre trató de “mundanizar” todo lo que pintaba. El
cansancio epocal de los cuadros religiosos llevó a la fascinación generalizada por los cuadros
mitológicos; pero como Ortega bien señala, a Velázquez nunca le interesó pintar
“fantasmagorías”. Por lo que también “mundanizó” los temas mitológicos. Me interesan
mayormente los cuadros mitológicos porque ahí se ven mejor los dos grandes motivos que me
interesa igualmente trabajar en la interpretación orteguiana de Velázquez. En cuadros como Las
Hilanderas o Los borrachos, el sevillano expresa mejor lo que he llamado en el título de este
trabajo “Modernidad fantasmal”. Considero que esa es la mejor forma de llamar su pintura desde
la interpretación orteguiana. Por esa razón, este trabajo se concentrará en desarrollar los tópicos
ya mencionados aquí y en analizar los dos cuadros nombrados en líneas anteriores.

2. Dos circunstancias. Dos rasgos de la obra velazquina.

Hablemos primero del tiempo en que vivió Velázquez. Si bien nació en España,
permaneció ahí y sólo viajó a Italia en un par de ocasiones, se vio alcanzado por el espíritu de su
tiempo. Como menciona Ortega, nació sólo tres años después que Descartes, lo cual no es para el
filósofo madrileño un dato menor, puesto que gracias a ello se impregnará en Velázquez un afán
propio de la época que le vuelve la espalda a sus antecesores. El pintor en cuestión se encuentra
en la alborada de la Modernidad, y ello le impone una mirada frente al mundo caracterizada por
no buscar que las cosas sean como “deben ser” sino conocerlas y tenerlas presentes tal como
“son”. En pintura, ello se ve reflejado en que “[l]a nueva generación está harta de Belleza y se
revuelve contra ella. No quiere pintar las cosas como ellas “deben” ser, sino tal y como son”.
(Ortega 1964, p. 624).
Esa belleza de la que está cansada la Modernidad es producto de una deformación del
objeto por parte del artista para que éste produzca más placer del que genera el objeto real. Cada
artista transforma los objetos según una forma particular que él les imprime para generar esa
“belleza”. Esas formas particulares que cada artista imprime en los objetos representados para
hacerlos bellos es lo que Ortega llama “estilo”. Hasta el comienzo de la Modernidad, la pintura
estuvo dominada por el afán de belleza, lo cual llevó a un “estilismo” que paulatinamente
comenzó a perder “efectividad” según Ortega. Esta pérdida de efectividad se dio porque el afán
de embellecimiento de los objetos llevó a una reducción casi total del objeto real. La pintura se
convertiría así en puras formas. Tal como explica Ortega: “Si el arte se aleja demasiado de él [del
objeto real], si quedan de él sólo vagos elementos apenas recognoscibles, la operación mágica de
“embellecerlo” fracasa y el arte convertido en puro estilismo se desnutre, se convierte en un
esquema sin materia.” (Ortega 1964, p. 622).
Velázquez se une al hartazgo y la posterior lucha de la Modernidad contra este excesivo
formalismo de la pintura dominante de la época. Tal como lo explica Ortega, la Modernidad es
una época que quiere sobriedad, que está hambrienta de prosa y quiere ver el mundo desde la
seriedad. La Modernidad no quiere plasmar su deseo de perfección en el mundo sino que quiere
explicarlo tal como aparece. Nuevamente apunta Ortega: “A estos nuevos hombres les parecen
los deseos en que la Belleza consiste algo pueril. Prefieren enfrentarse dramáticamente con lo
real. Pero lo real es siempre feo. Velázquez será el pintor maravilloso de la fealdad.” (Ortega
1964, p. 624). Los dos enanos que aparecen a la derecha en Las Meninas o los borrachos que
celebran junto a Baco son la mejor muestra de esa nueva visión de la pintura por parte de
Velázquez, que en el fondo sería una nueva visión de la realidad impuesta por una nueva época
que nacía en ese entonces.
Las obras velazquinas donde mejor se refleja esa ansia de sobriedad y de mundanidad
propia de la época moderna son los cuadros religiosos y mitológicos. El primer carácter de la
mundanidad de los cuadros religiosos y mitológicos de Velázquez es su escasez; como dice
Ortega: “Desde su adolescencia, Velázquez rehúsa pintar fantasmagorías.” (Ortega 1964, p. 627).
Los encargos de la realeza a la que servía hicieron surgir obras como La coronación de la virgen,
Cristo crucificado y Cristo y los peregrinos de Emaús. Pero ellas están pintadas sin ese velo de
trascendencia propio de los cuadros religiosos. En La coronación de la virgen, por ejemplo,
comenta Ortega: “El Padre Eterno y Cristo son dos cabezas de rasgos genéricos en que se huye de
toda precisión. Lo propio acontece con la Virgen.” (Ortega 1964, p. 637). En efecto, aunque el
tema del cuadro es religioso y completamente trasmundano, Velázquez se esfuerza por reducir el
nivel de “perfección” o de sublimidad del asunto, poniendo las expresiones de los rostros en la
mayor consonancia posible con lo propio del mundo terrenal, aun cuando esto lleve los mismos
rostros a una generalidad indecisa o, como dice Ortega: “Esta lucha del artista consigo mismo
para retroceder de lo individual a lo genérico e indeterminado, en suma, a lo convencional, se
percibe tan claramente que el cuadro queda flotando indeciso entre este mundo y el otro,
causándonos una sensación poco grata.” (Ortega 1964, p. 637). El mismo afán de mundanización
se nota en los cuadros mitológicos, pero trataremos este tópico más adelante cuando se comenten
las pinturas que me interesan.
Baste esto para explicar un poco la influencia del tiempo de Velázquez en su obra. Ahora
me concentraré en lo que dice Ortega sobre un suceso específico de la vida del pintor sevillano:
su nombramiento como pintor de la corte del rey Felipe IV. Tras este nombramiento, Velázquez
permaneció siempre al lado del rey y su pintura era “oficio” sólo cuando el monarca le encargaba
alguna pintura. Esto le dejó mucho tiempo libre y, gracias a ello, según Ortega, pudo dedicarse a
la pintura en tanto arte, sin depender de demandas del público ni clientes, por lo que pudo
consagrarse a nuevas cuestiones de técnica. Ortega saca dos consecuencias de este asunto: “De
aquí no sólo su poca abundancia [en la cantidad de pinturas], sino que muchos de sus cuadros
tienen que ser considerados como obra de taller, con frecuencia ni siquiera acabados.” (Ortega
1964, p. 626).
No es que literalmente haya que considerar las pinturas de Velázquez como inacabadas,
sino que dejan esa gran impresión debido a que una de sus grandes innovaciones pictóricas es la
despreocupación por el volumen. A Velázquez no le interesa dar una impresión “táctil” en su
pintura, sino que empieza a trazar las figuras con los colores mismos y con trazos que parecen
rápidos, sin demasiado detalle o esfuerzo. La consecuencia que saca Ortega de ello es la
siguiente: “Merced a ello las cosas dejan de ser propiamente cuerpos y se transforman en meras
entidades visuales, en fantasmas de puro color.” (Ortega 1964, p. 630). Velázquez quiere darle
exclusividad al ámbito visual de la pintura o, como comenta el filósofo español, quiere arrancar
de ella toda nostalgia de la escultura. Es aquí donde radica el carácter “fantasmal” (no
fantasmagórico) de la pintura velazquina según la interpretación orteguiana. El gran objetivo de
esta pintura es que el objeto encaje sólo en el ámbito visual a través del puro color, sin trazos
precisos, sin contornos, destacando unos aspectos y difuminando otros. Esta es la gran
característica de la pintura velazquina y, según opina la profesora Inmaculada Murcia en su
artículo: “La importancia de Velázquez radicaría en definitiva en haber sustituido el tradicional
carácter táctil de la pintura –especialmente de la realista española contemporánea– por el
meramente visual.” (Murcia 2012, p. 292).
Ahora que tenemos los dos grandes rasgos de la pintura velazquina que interesaba destacar
en este trabajo, quisiera analizar dos cuadros considerados por la interpretación orteguiana como
“mitológicos”, para ver cómo confluyen en ellos eso que he llamado “modernidad fantasmal”, esa
mundanización hecha con trazos meramente visuales.

3. La mitología mundanizada en dos cuadros: Las hilanderas y El triunfo de Baco.

Para Ortega, Velázquez se niega a plasmar en la pintura mitológica uno de sus caracteres
fundamentales: su “fuga más allá de este mundo” (Ortega 1980, p. 44). Esa fuga ausente, según
Ortega, es reemplazada por el sevillano por una situación real que hace analogía con la escena
mitológica. Ortega da unos cuantos ejemplos de los cuales sólo se limita a indicar la situación
real paralela a la escena mitológica: “Baco es una escena cualquiera de borrachos […]” (Ortega
1980, p. 44). Ese es el único comentario que hace Ortega del cuadro El triunfo de Baco. Pero con
los elementos que hemos desarrollado a lo largo de este trabajo tenemos manera de analizar con
más detalle este cuadro en sus dimensiones “fantasmal” y “moderna”.
En el cuadro se ve a un muchacho cuyo rostro cae en la misma indecisión de los personajes
de la Coronación de la Virgen, queda en medio de este mundo y del Olimpo. Sin embargo, la
iluminación que el artista le impregna y sus vestidos indican claramente el papel de este
personaje como Baco. Baco le impone una corona de olivo a alguien de quien no se sabe si es un
joven o un viejo. Detrás de Baco está recostado otro personaje cuyo rostro queda aún más en la
indecisión; tal rostro tiene pinta de ser campesino como los otros que rodean al dios mitológico,
pero su corona, su semidesnudez y el hecho de que tiene en su mano la mejor copa, atraen su halo
hacia una cierta divinidad que nunca se termina de concretar cuando uno lo observa. El enigma
entre la divinidad y la mundanidad no hace sino aumentar cuando observamos a ese personaje
difuminado que está en el extremo izquierdo del cuadro, delante de Baco y el personaje recostado
detrás de él. Se ve que también está coronado, parece harapiento y da la impresión de ser quien
está más alejado de los otros, sentado y encorvado. Es sin dudas el personaje más “fantasmal” del
cuadro y, por ende, quien permanece mayormente en la indecisión de la mundanidad y la
divinidad. Los otros cinco personajes son claramente campesinos, revelan esa mundanidad que
Velázquez quiso imprimir en la mitología. Están borrachos y contentos. Hacen el gran contraste
que Velázquez quiere mostrar. Este cuadro representa con toda fidelidad la “Modernidad
fantasmal” que he querido destacar de la pintura velazquina a partir de la interpretación
orteguiana, puesto que muestra a un personaje que debería encontrarse en una escena propia de su
condición de dios en medio de lo más terrenal y, si se quiere, burdo posible, sin dejar de mantener
un hálito de su divinidad que, como se ha dicho, permanece en la indecisión entre ella y la
mundanidad. La forma como está pintada, en particular el personaje misterioso de la izquierda,
revela también ese carácter fantasmal y meramente visual de su pintura.
Las Hilanderas, pintura conocida también como La fábula de Aracne, es para Ortega una
de las pinturas mejor logradas de Velázquez, una de las que mejor muestra la concepción
velazquina de la pintura. Representa la fábula de Palas y Aracne según la cual ésta última es
convertida en araña tras mostrarse desafiante con Palas (Ortega 1964, p. 628). Es la pintura donde
más se nota el carácter fantasmal de la obra velazquina. Difícilmente se reconocen con claridad
los rostros de los personajes. Aunque se supone que representa la fábula de Palas y Aracne, en
principio se ve como un taller de hilandería común y corriente. Se ve cómo trabajan en sus hilos.
Una de ellas es la más iluminada en la pintura; su trabajo en los hilos es el más notorio y se ve
como los sostiene y los enrolla. Parece ser la más hábil de ese taller terrenal. ¿Aracne
mundanizada? Podría decirse. Pero detrás de las hilanderas que se ven en primer plano aparece
una nueva escena en la que se revela solapadamente la divinidad del asunto. Hay dos mujeres que
observan un tapiz. En el tapiz se ve con los trazos más fantasmales a uno de los involucrados en
la fábula; no sabría decir si es Palas o Aracne. Por la forma como mira hacia abajo y la expresión
que da a entender una suerte de desprecio, podría decirse que es Palas vengándose de la
insolencia de Aracne y convirtiéndola en Araña. Donde debería verse al otro personaje en el tapiz
aparece un soldado y otra mujer que al parecer acompañan a las dos que observan el tapiz.
Como se ve, Las hilanderas es otra mitología mundanizada; un taller de hilandería que
parece común y corriente, en donde ya se ve en parte a Aracne en la forma de una de las
hilanderas. Y detrás de ellas la representación en el tapiz del mito en su forma divina de una
manera bastante disimulada. Los trazos de los rostros de las hilanderas y el escaso detalle del
tapiz muestran también el carácter “fantasmal” de Velásquez.
Para concluir, se puede decir que la interpretación orteguiana de Velázquez da elementos
iluminadores para comprender la obra del pintor sevillano. Muestra sus más notorias
características y éstas adquieren sentido a partir de la vida y las circunstancias del artista. Sus
trazos, superadores de un afán que pesaba ya en la pintura de la época, a saber la belleza y el
volumen, nos trasladan a la mera visión que hace de esta pintura particularmente apacible (a mi
modo de ver). Por otro lado, Ortega ha mostrado cómo el tema del propio tiempo se vuelve algo
ineludible, al punto de que hasta el arte se ve inserto en esa dinámica. El afán de prosa se ve
reflejado hasta en los cuadros que deberían ser más “trascendentales”.

Bibliografía.

1. Larrambebere, Andrés, “Arte y vida de Ortega y Gasset”, Anuario filosófico, Vol. 20, N°2,
1987, pp. 173-180.
2. Murcia, Inmaculada, “De la originalidad de Velázquez. Las interpretaciones de Ortega,
Zambrano y Gaya”, Thémata. Revista de filosofía, N°45, 2012, pp. 289-301.
3. Ortega y Gasset, José, Papeles sobre Velázquez y Goya, Revista de Occidente-Alianza
Editorial, Madrid, 1980.
4. Ortega y Gasset, José, Obras completas. Tomo VIII, Revista de Occidente, Madrid, 1964.

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