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Ezequiel Adamovsky (2010)

¿PARA QUÉ ESTUDIAR LA REVOLUCIÓN RUSA?

La Revolución Rusa es un momento crucial: fue la primera de las grandes revoluciones de la era moderna protagonizada por
clases subalternas animadas por un deseo explícito de no sólo destruir el capitalismo, sino también de construir un mundo
radicalmente diferente, reorganizar la vida social de un modo completamente distinto. Pero es un momento crucial porque fue una
revolución que no sólo condujo a lo que sus actores esperaban que condujera, es decir, un mundo comunista, sino que dio lugar al
surgimiento de una sociedad que terminó siendo incluso más opresiva que la que había reemplazado. Por este destino lamentable
que tuvo la revolución, la Revolución Rusa se presta casi “naturalmente” para narrarla a través de la estructura de una tragedia.
Como la Revolución Rusta terminó en un destino tan lamentable, es casi natural narrarla de esa manera: la voluntad de algunos
sujetos de cambiar el orden social, torcer el curso de la historia, instaurar una sociedad nueva, que sin embargo termina dando
lugar a algo que no sólo ellos no buscaban, sino que terminó devorando a los mismos que habían hecho la revolución. Justamente
esta narrativa conservadora (que conlleva la moraleja de que no importa cuánta energía, cuántos deseos de emancipación
pongamos, ya que finalmente terminaremos teniendo el destino de los personajes de las tragedias griegas) es hoy hegemónica
dentro del campo de los estudios rusos, que cuentan la revolución de esa manera: como una alteración momentánea del curso de la
historia, llevada a cabo por un grupo de personas soberbias que creían que podían cambiarla a su voluntad, y que termina siendo
de algún modo castigada en la forma del “monstruo” que surgió después. Además de este peligro que pesa sobre nuestros
ancestros (ser contados a través de una narrativa conservadora), hay otro peligro que pesa tanto sobre ellos como sobre nosotros
mismos hoy. Es que, además de esta razón conservadora, existe la amenaza de una razón instrumental, simplificadora y abstracta,
que está presente en la forma en que la izquierda tradicional ha narrado los hechos de 1917. De acuerdo a algunas narrativas
predominantes en la izquierda tradicional, la línea que conduce los acontecimientos de entonces es la línea de sucesión de modos
de producción a través de la cual se supone que lo que pasó en 1917 fue la Revolución que conduciría del modo de producción
capitalista al modo de producción socialista. El problema con esta forma de narrar los hechos de entonces, es que selecciona y
mide los hechos que protagonizaron nuestros ancestros en 1917 de acuerdo con la vara de este proceso lineal. En definitiva, se
construye desde la izquierda tradicional una narrativa que está centrada en elites, en este caso en los dirigentes de los partidos
políticos. En el mejor de los casos, las clases subalternas, los obreros y también todo el resto, son una especie de coro que enmarca
la acción de estas elites que son las que conducen la revolución. En esta operación narrativa hay una clase obrera idealizada y
abstracta que es la que se supone que organiza la revolución, y quedan de lado los obreros de carne y hueso. Si uno ve los hechos
que caracterizaron al proceso revolucionario de 1917, se encuentran cantidad de hechos protagonizados por obreros, pero también
por otros grupos sociales, como los campesinos, que fueron los que hicieron la revolución en el campo, los que incluso
protagonizaron algunas de las jornadas centrales de la revolución. También participaron una cantidad de sujetos sociales, que no
son ni campesinos ni obreros: artistas, estudiantes, trabajadores de cuello blanco, feministas, cantidad de grupos diferentes que
quedan de algún modo oscurecidos en esta narrativa que pone a la clase obrera abstracta como el eje de los sucesos, y que pone el
plano del poder político, el plano estatal, como el fundamental, el que orienta la narrativa. Cuando uno ve cuáles fueron los
motivos para participar de la revolución de estos diferentes grupos sociales, encuentra motivos muy distintos. ¿Cómo dar cuenta
de esta enorme multiplicidad de grupos, sujetos y motivaciones que hicieron esta revolución? ¿Cómo hacer para contar esta
historia, darle un sentido a esta historia, sin, al mismo tiempo, someter a toda esta diversidad sin encorsetarla, sin meterla a la
fuerza dentro del gran relato de la historia de la clase obrera, revolucionaria, consciente, que hace la revolución para cambiar el
capitalismo e instaurar el comunismo? ¿Cómo hacer para contar esta historia sin hacer de uno de los sujetos que participaron el
sujeto privilegiado de la narración, el protagonista central? Una cantidad enorme de los hechos protagonizados por todos estos
sujetos sociales estaba orientada hacia otro tipo de procesos, que no tenían que ver con lo estatal, y de hecho en algunos casos
estaban orientados en contra del poder estatal. Otra vez, en este punto la revolución no estuvo orientada a desalojar a un gobierno,
sino que estuvo orientada a poner en acto un cambio de relaciones sociales, allí mismo. La revolución, entonces, está marcada por
una cantidad de hechos que sucedieron en otro lado y no en la esfera del poder estatal, hechos que sucedieron con otra lógica y
con otros objetivos. En este sentido hay dos ejemplos a comentar. Uno es el movimiento de lo que se llamó la makhnovshina, en
la Rusia de 1918, que fue la presencia en Ucrania de un enorme ejército rebelde de campesinos, en el que combatían decenas de
miles de campesinos. Este ejército campesino combatió contra los generales “blancos” que intentaban restaurar el gobierno y el
antiguo régimen zaristas, y luego de derrotarlos combatió también contra el Ejército Rojo que intentaba volver a subordinar el área
de Ucrania al gobierno central naciente. Este ejército combatió contra unos y otros, otra vez no orientado a tomar el poder central
sino más bien orientado a mantener o a sostener la comuna emancipada que sus integrantes estaban intentando construir al mismo
momento que combatían. El otro ejemplo es el de la rebelión de los marineros de Kronstadt en 1921. Esa guarnición produjo un
alzamiento contra el gobierno de Lenin, porque consideraban que el gobierno bolchevique estaba vaciando o sometiendo a los
soviets. Para ellos, la revolución consistía en defender a los soviets, antes y después de Octubre. ¿Cómo contar estos dos episodios
dentro de una narrativa de la Revolución Rusa vista “desde arriba”? Si uno mira desde los sucesos del poder político, desde los
sucesos estatales, la revolución termina en octubre de 1917. Si uno mira “desde abajo”, ese momento no marca una bisagra tan
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claramente. Los campesinos, antes y después de Octubre, siguieron peleando por el control de sus tierras y por el autogobierno.
¿Cómo se narran estos dos ejemplos mencionados, la makhnovshina y la rebelión de Kronstadt, desde la narrativa de la izquierda
tradicional? Se narran acomodándolos de alguna manera a la narrativa protagonizada por la clase obrera, abstracta, consciente,
que se supone lleva adelante la revolución. Así, se condena a un segundo lugar a estos dos eventos, se los oscurece, se los niega o
presenta como acciones “tontas”, producidas por grupos que “no entienden” cuáles son los verdaderos motivos y razones de la
revolución. ¿Cómo hacer para contar lo que pasó en 1917 considerando el punto de vista a la vez de todos los que participaron allí
con motivos diferentes, con razones diferentes? Una opción sería no contar una historia de la Revolución Rusa, limitarnos a hacer
un inventario de la cantidad de grupos sociales que participan y qué es lo que hacen, y presentar este inventario sin tratar de buscar
un relato que los conecte y que les otorgue un sentido univoco. Esa opción no es aceptable. Algunas ideas acerca de cómo contar
esta historia, están siendo trabajadas por el autor y un grupo de estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad
de Buenos Aires. Lo primero que hicieron fue atacar la idea lineal del tiempo con la habitualmente trabajan los historiadores.
“Idea lineal del tiempo” quiere decir una idea donde todos los sucesos se ordenan de acuerdo a una línea temporal, de modo tal
que cada suceso es causa del siguiente. Esta concepción del tiempo impedía contar una historia de la revolución satisfactoria. Los
momentos insurreccionales, los momentos de revolución social, habitan en un tiempo que es diferente, que es distinto al tiempo
lineal que construyen las narrativas historiográficas dominantes. El problema con la forma lineal del tiempo, es que resulte el
tiempo del poder, porque apunta a explicar el mundo tal como existe. Frente a este tiempo lineal que apunta hacia el resultado
actual, la opción es partir de otra forma de pensar el tiempo, que es lo que Walter Benjamin llama el tiempo ahora. El tiempo
ahora es el tiempo vital de la elección, el tiempo de la praxis, el tiempo que hace “saltar” la continuidad de la historia y permite
visualizar la plenitud de ese instante presente donde uno crea y decide. Otro aspecto importante de este cambio de perspectiva
tiene que ver también con el hecho de que los historiadores suelen trabajar implícitamente sin saberlo con una idea de la realidad
muy particular. Se supone, incorrectamente, que la ciencia social trata de analizar la realidad, es decir, aquello que “existe”.
Sucede que la realidad no está compuesta sólo por aquello que existe, sino que también es parte de la realidad aquello que no
existe porque ha sido producido activamente como no existente, aquello que en el curso de la historia ha sido negado en su
momento de emergencia. Importa entonces reconstruir una imagen y una narrativa de la realidad que pueda visualizar aquello que
no existe. Sin esas dos cargas encima aparecieron una cantidad de sucesos y procesos de la Revolución Rusa que fueron
“inconducentes”, no “condujeron” a nada, sencillamente existieron como una fulguración momentánea durante la revolución y
luego desaparecieron. Se trata de pensar cómo construir una narrativa de la revolución a partir de esos sucesos o fenómenos. Así,
fueron elegidos una serie de episodios a partir de los cuales contar esta historia. Dos de ellos fueron la revuelta de los campesinos
liderados por Makhnó, y el episodio de la rebelión de Kronstadt en 1921, ambos aplastados. Otro proceso fue el de la historia de
los comités de fábrica, que fueron los que expropiaron espontáneamente a los patrones antes de Octubre, y los que en muchos
casos se negaron a devolver ese control de la producción al Estado después de Octubre, y también en muchos casos fueron
suprimidos por la fuerza. Finalmente, se tomó otro caso, la experiencia del Proletkult, la experiencia de artistas y obreros creando
en talleres autogestionarios a lo largo de todo el territorio de Rusia. Tomando estas fulguraciones que sucedieron durante la
revolución y que no “condujeron” a nada, todavía quedaba la tarea más difícil, que es contar una historia a partir de esos
fragmentos, narrar una historia que otorgue un sentido o algún tipo de unicidad a hechos que, en apariencia, son completamente
diferentes. Para encontrar el hilo que uniera toda esta multiplicidad, se trató de construir un “mapeo isomórfico”, esto es, tratar de
construir un mapa de las formas comunes que tienen los distintos procesos y eventos de la revolución, más allá de sus propios
contenidos particulares; un mapa de las formas en común que pudieran existir en las distintas experiencias, a pesar de las
diferencias de sujeto social, de intenciones, de momento, etc. A partir de este procedimiento, se hizo bastante evidente que durante
todo el período de la Revolución Rusa, entendido en sentido amplio, desde febrero de 1917 hasta 1821, existió una especie de
rumor, de contagio constante de formas y de lenguajes entre experiencias muy diferentes. Se trata de una suerte de contagio, de
imitación de experiencias, imparable, que desafiaba las barreras de clase que existían en la Rusia de entonces. Por todas partes, la
desobediencia, por todas partes el movimiento para liberarse de cualquier forma de autoridad, por todas parte la adopción de
formas de organización de tipo asamblearia, como fueron los soviets, los comités de fábrica y las comunas campesinas. También
fue muy amplia la circulación de un lenguaje revolucionario entre los distintos grupos. Lo que indica esta circulación de
lenguajes, de formas, de experiencias, de ejemplos, de solidaridades, es que todos estos sujetos que participaban en la revolución,
a pesar de las diferencias que tenían entre ellos, de algún modo estaban habitando un territorio subjetivo en común. ¿Sobre qué
terreno en común surgió o se implantó este territorio subjetivo de la revolución? Aquí hay que identificar algún sustrato social,
algún elemento social en común que ligara campesinos, mujeres, obreros, marineros, jóvenes, artistas. ¿Cuál es el sustrato social
en común entre ellos? Los paradigmas de la sociología no ayudan mucho en este sentido. Tomando el paradigma del marxismo en
sus versiones más ortodoxas, en el mejor de los casos se podría explicar por qué los obreros se comportan revolucionariamente en
ese momento, pero no por qué habrían de hacerlo también artistas, campesinos, jóvenes, mujeres, etc. Tampoco eran suficientes
las versiones más “culturalistas” del marxismo o de la sociología actual, menos ligadas a lo estructural y más preocupadas por las
construcciones de culturas específicas. Es la perspectiva de E. P. Thompson, quien trató de estudiar de qué manera un grupo
social a través del tiempo va construyendo una cultura específica, se va armando de símbolos, lenguajes, representaciones, ideas,
programas y demás, y explica por qué determinados grupos, en determinada situación, pueden llegar a comportarse como un
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grupo revolucionario. Otro paradigma es el más “discursivista”, desarrollado por autores como Ernesto Laclau y Chantal
Mouffe, que sostienen que la articulación es puramente discursiva. Para salir de este atolladero se recurrió a dos ayudas: una fue
una prueba indirecta, y otra es una teorización de clase alternativa. Partiendo por lo segundo, para pensar qué quiere decir “clase”,
que quiere decir “lucha de clases”, se toman algunas formulaciones tanto de lo que se conoce como “marxismo crítico” como de la
tradición autonomista (Werner Bonefeld, John Holloway, Paolo Virno y Antonio Negri), pensando que en realidad todo orden
social constituye un sistema de poder. Durante la historia existieron distintas formas de organizar estas relaciones de poder: en el
capitalismo esas relaciones se articulan a través del estado y el mercado. Ahora bien, estas jerarquías de poder sobre las cuales
descansa el capitalismo, producen relaciones o “regímenes de clasificación” que pueden ser muy variables en el tiempo. En
distintas sociedades, las jerarquías, la clasificación de los distintos grupos sociales, fueron diferentes. Históricamente, donde llegó,
el capitalismo se valió de las divisiones que existían previamente en cada sociedad, para armar con ellas jerarquías de desigualdad
de poder. Pero a pesar de estas divisiones, la sociedad funciona como un todo cooperante, un todo que es el que produce la vida
social. La idea de “clasificación” no niega el concepto de clase, es una formulación diferente del concepto tradicional de clase
pero que, sin embargo, reconoce el hecho de que existen clases sociales y que esas clases sociales entran en lucha entre sí. Parte de
la resistencia de clase es contra la clasificación. Volviendo al objetivo central, lo que se trata de explicar es el momento de la
Revolución Rusa como un proceso radical de “desclasificación”, un momento en el que caen, colapsan las divisiones que separan
a las clases dentro de la sociedad. No quiere decir que desaparezcan, pero las fronteras que dividen a unos de otros se debilitan, y
permiten una circulación de elementos que anteriormente era impensable. Para decirlo en una frase provocadora, durante una
revolución no hay clases sociales. Es una frase provocadora que no debe tomarse literalmente, pero una revolución consiste
precisamente en eso: no hay clases sociales precisamente porque la lucha de clases acabó momentáneamente con ellas en ese
presente, en ese tiempo-ahora de una revolución, en ese presente insurreccional. Se trató entonces de narrar o contar la historia de
la Revolución Rusa como una especie de ventana que se abre momentáneamente y que permite ver otro tiempo, permite ver la
posibilidad luego suprimida, luego aplastada, de una vida emancipada. ¿Para qué contar la historia de la Revolución Rusa de esa
manera, para qué narrar e iluminar esos eventos que suceden en un plano que habitualmente no se ve en las narrativas
tradicionales? Queremos salvar a estos ancestros porque queremos también salvarnos hoy a nosotros mismos, sostener una
voluntad política emancipatoria hoy, en el presente, para nosotros. Pensar una política emancipatoria hoy, que permita quitarnos
de encima, salirnos, librarnos de las divisiones de clase que sufrimos, de esta clasificación que hace que no podamos cooperar
políticamente.

[Ezequiel Adamovsky, “¿Para qué estudiar la Revolución Rusa?”, en Jorge Cernadas - Daniel Lvovich, en Historia, ¿para
qué? Revisitas a una vieja pregunta, Prometeo Libros- Universidad Nacional de General Sarmiento, Buenos Aires, 2010,
pp. 183-203.]

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