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1.

Problemas de memoria

Diversos estudios, en los últimos años, han hallado una relación entre el consumo
excesivo de azúcar y problemas de memoria. Ya en 2012, un trabajo de
científicos de la Universidad de California Los Angeles concluyó que “una dieta
alta en fructosa a largo plazo altera la capacidad del cerebro de aprender y
recordar información”.

Un año después, otro estudio arribó a resultados similares. En este caso, los
investigadores especificaron que el alto consumo de azúcar se asocia con daños
en la región cerebral del hipocampo.

A finales del mes pasado, en tanto, una nueva investigación –también realizada
en Estados Unidos– corroboró esos efectos sobre la memoria, sobre todo en
adultos que durante su infancia hayan comido muchos dulces. En este caso, la
hipótesis se relaciona con los cambios que el exceso de azúcar genera sobre
el microbioma intestinal.

En concreto, la presencia de dos tipos de bacterias intestinales –favorecida por el


consumo de azúcar– terminaría causando alteraciones en el hipocampo.
Aunque aún no está claro el mecanismo por el cual el azúcar propiciaría el
deterioro del hipocampo, la relación entre ambos hechos, a partir de todos estos
estudios, parece evidente.

2. Alzhéimer

La conexión entre el exceso de azúcar y un mayor riesgo de padecer alzhéimer


se explica a partir de la diabetes. Esta enfermedad aumenta las probabilidades
de sufrir un deterioro cognitivo, el cual puede derivar en algún tipo de
demencia. Y la más común de esas demencias es el alzhéimer, que representa
el 60%-70% de los casos.

Y aunque las posibles conexiones entre la diabetes y el alzhéimer “aún no se


comprenden del todo”, según explica un documento de la clínica Mayo, de
Estados Unidos, hay especialistas que han llegado al punto de proponer que el
alzhéimer sea considerado una nueva forma de diabetes: diabetes mellitus
tipo 3.

De acuerdo con esta visión, el alzheimer sería un tercer tipo de diabetes, más allá
de los dos conocidos hasta ahora. En cualquier caso, lo que sí parece claro es que
un consumo excesivo de azúcar a lo largo de la vida resulta un factor de riesgo
para esta enfermedad.
3. Ansiedad, depresión y otros problemas mentales

Con frecuencia se cree que las consecuencias negativas de una alimentación


desequilibrada son exclusivamente físicos o fisiológicos. Sin embargo, al verse
afectado el cerebro –como quedó claro en los puntos anteriores– también pueden
aparecer problemas relacionados con la salud mental.

“Las personas con trastornos del estado de ánimo suelen tener dietas de mala
calidad, bajas en frutas y verduras pero elevadas en grasas y azúcares”,
apunta un estudio sobre la ansiedad relacionada con la dieta, publicado por
científicos del Reino Unido en 2013.

Otros investigadores del mismo país se preguntaron si no podía haber una


“causalidad inversa”, es decir, si no podía ser que fuera el estado de ánimo el que
influyera sobre la dieta y no al revés. La respuesta a la que llegaron fue que no:
ni la depresión ni los trastornos mentales comunes predijeron cambios en la
alimentación.

En cambio, el mismo estudio (publicado en 2017) reveló que los hombres en el


tercio más alto de ingesta de alimentos dulces o bebidas azucaradas mostraron –
después de cinco años– un 23% más de probabilidades de sufrir un trastorno
mental.

4. Problemas en la piel

Los azúcares en la sangre, al unirse a las proteínas, llevan a cabo un proceso


conocido como glicación, y que tiene como resultado unos compuestos
llamados productos finales de glicación avanzada (conocidos como AGE, por
sus siglas en inglés). Esto es natural, pero uno de sus efectos es la muerte celular
y, por lo tanto, el envejecimiento.

Si se consume azúcar en exceso, todo este proceso se acelera, lo que provoca


que las arrugas y otras marcas del paso del tiempo aparezcan antes. La glicación
también altera la calidad del colágeno. Además de una mayor cantidad de líneas
faciales, esto contribuye con que el aspecto de la piel sea más seco y
apagado.

Más aún, los azúcares promueven la inflamación, y esto aumenta el riesgo de


sufrir trastornos dermatológicos como el acné y la rosácea, sobre todo en
personas propensas a estos problemas.
5. Dificultad para saciar el hambre

La insulina es una hormona segregada por el páncreas, que permite al organismo


aprovechar la glucosa en forma de energía. Si una persona ingiere demasiado
azúcar, el páncreas trabaja de más: genera muy elevadas cantidades de
insulina, que no solo son un factor de riesgo de diabetes, sino que también alteran
la regulación del apetito.

Esto se debe a que la hiperinsulinemia –la presencia de una cantidad de


insulina en la sangre mayor de lo normal– interviene en ese proceso, junto con
otras hormonas como la leptina (que inhibe la sensación de hambre, es decir,
estimula la saciedad) y la grelina (que hace lo contrario: induce las ganas de
comer).

Por eso, los azúcares no solo tienen efectos negativos por su ingesta en sí misma,
sino también porque animan a seguir ingiriendo. Algo que favorece el
sobrepeso y la obesidad, con todas sus consecuencias negativas derivadas, y que
además se relaciona con el siguiente, el último punto de este listado.

6. Posible adicción

No hay un consenso entre los profesionales de la salud acerca de si se puede


asegurar –aun en casos de ingesta compulsiva de algún producto– que exista
una adicción a los alimentos. Sí, en cambio, se puede considerar que algunos
productos, entre ellos los dulces (y también los muy salados, los carbohidratos,
las grasas y los ultraprocesados), son “potencialmente adictivos”.

Eso se debe a que el consumo de azúcar hace que el cerebro libere dopamina y
opioides, sustancias que también se activan cuando se realizan otras actividades
placenteras y adictivas, desde consumir drogas hasta tener relaciones
sexuales.

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