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» EL-CAMPESINO, RUBINSTEIN, *
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a7AFELTRA
Una mafiana de hace dos afios y medio aproximada-
mente, hallandome en el Covino de Milan con Gaetano
Afeltra, con quien habia salido del periddico, me
puso una mano en el hombro y me dijo, como conclu-
sion de un cambio de impresiones que habiamos teni-
do poco antes: «Voy a decirte sobre lo que debes es-
cribir: sobre los Personajes.» «Qué Personajes?», pre-
gunté. «Todas las personas célebres de nuestro tiempo,
las que lo caracterizan. Politicos y bailarinas, tenores
famosos y generales, médicos ilustres, escritores, cien-
tificos, estrellas y directores de cine... Los grandes
contemporaneos, en suma. Como se trata de persona-
jes vivos, cada uno de los cuales tiene cierta impor-
tancia en su campo, se necesita, para hablar de ellos
con absoluta falta de prejuicios, cierto valor, por no
decir inconsciencia, que es tu unica virtud. Tu eres
un irresponsable: puedes decir cualquier cosa... jApro-
véchate de ello!»
Asi nacieron los Personajes; por otra parte, asi na-
cieron también buena parte de mis precedentes ar-
ticulos, sin duda los mejores que he escrito, cuya re-
daccién me sugirié6 Gaetano Afeltra, oscuro y gran
empresario de cerebros,
El muchacho con cara de Polichinela melancélico
nacié en Amalfi hace poco mas de treinta y cinco
anos; estudié en un seminario y, segin las intencio-
nes de su padre, habfa de ser cura; siente, como Pip-
5po Naldi y Lco Longanesi, la pasion del anonimato, y
tiene vocacién de adivino. Se pasa la vida husmeando
a los hombres con la misma sajfia con que el perro
de lanas olfatea las trufas, y sugiriéndoles lo que de-
ben hacer. Descubrir un escritor o un periodista re-
presenta para él lo que para Cristébal Colén debié de
significar el descubrimiento de América y para Fle-
ming el de la penicilina, y ningun sacrificio es capaz
de desalentarle. Horarios absurdos de noctambulos,
prolijas e interminables confidencias de veteranos de
manicomio, largas paradas y correrias en los mas
repelentes chamizos de los suburbios, simonias con
ladrones y prostitutas, amistades con porteras, pa-
cientes supervisiones de manuscritos ilegibles: nada
resulta excesivamente pesado para ese incansable Li-
vingstone del alma humana que, con frecuencia, cuan-
do al término de una exploracién no encuentra el
personaje, lo inventa. Gaetano no es hombre que re-
conozca y acepte una derrota. Y su mas reciente obra
maestra ha sido el meteordélogo Santomauro, quien se
encomendo a él para que le ayudase a realizar la tni-
ca verdadera gran ambicion de su vida, ser periodis-
ta y lo ha conseguido. En su terreno, Santomauro ha
logrado cuantas satisfacciones ha querido, «pero mi
mejor recuerdo de juventud —me confié en una oca-
sidn— es el del dia que ingresé en la imprenta de un
periddico, of el zumbido de las maquinas, vi las co-
lumnas de plomo alineadas en las galeradas y me
pregunté si en plomo lograria reproducir palabras
mias, palabras que veria impresas a la mafiana si-
guiente, con el apellido Santomauro al pie». Un par-
lamento tan patético como éste debid de ser el que
enternecié a Gaetanino, que desde aquel momento no
se dio punto de reposo. Retrepado en un sillén, junto
al de Guglielmo Emanuel, director del Corriere della
Sera, aguardé durante meses el momento de Santo-
mauro, que al final Ileg6; vino con los grandes calores
del estio de 1952. «Sefior director —dijo—, he aqui
el mayor acontecimiento del dia, el que interesa de
veras y de cerca a la poblacién. No se trata del dis-
curso de De Gasperi o la revolucién de Egipto. Es
el calor, que abruma a la gente por las calles y que
todos sienten en su propia piel. jSobre el tema del
calor debemos volcarnos, si queremos que nos lean!»
Emanuel convino en ello, y pocos dfas despuésSantomauro recibié la proposicién de escribir un ar-
ticulo; por fin el plomo reproduciria sus palabras,
que veria impresas a la mafiana siguiente en el diario.
Naturalmente, Gaetanino estaba a su lado, temero-
so como un gorrién que ensefa a volar al gorrionci-
llo. En aquellos dias, un articulo sobre el calor no
podia tener éxito si no anunciaba el fin de las altas
temperaturas. Pero Santomauro no se atrevia a es-
cribir tal cosa, porque, cientificamente, nada permitia
presagiar que iba a terminar el calor. Gaetanino se
impacientaba: «Profesor, en esto la ciencia no tiene
nada que ver. Aqui lo nico que cuenta es el dar ani-
mos a la gente que nos lee, una palabra de esperan-
za...» «Pero comprenda usted... —replicaba con voz
acongojada y juntando las manos Santomauro, que,
por culpa de la maldita ciencia, veia escaparsele la
ocasién de hacer fundir en plomo un escrito suyo—.
Yo soy un hombre de estudios y de observaciones ob-
jetivas. ¢Cémo puedo anunciar el fin del calor, si to-
das las informaciones que tenemos coinciden en ha-
cernos pensar que, por el contrario, el calor conti-
nuara?» «Y, por otra parte —replicaba, despiadado,
Gaetanino—, ¢cémo podemos nosotros, el Corriere,
anunciar a un publico que anhela ansiosamente el
fresco, que el fresco no viene?»
Encerrados en el observatorio de Linate, meteoré-
logo y periodista se atormentaron mutuamente, que-
riéndose y odiandose, durante dias y noches, mientras
la canicula arreciaba sobre Milan y del Corriere lle-
gaban apremiantes llamadas telefonicas. «Profesor
—dijo una majiana, resueltamente, Gaetanino—, hay
gue decidirse. Un diario es un diario; no es, ni mu-
cho menos, una publicacién cientifica. Un periddico
debe conocer los deseos del publico, y, hasta cierto
punto, complacerlos. {Se lo digo por su bien! Si usted
no puede prever mejores temperaturas, ¢quién le dice
que en el Corriere no encuentre yo otro meteorodlogo,
dispuesto a hacerlo?» Santomauro se paseaba por la
estancia retorciéndose las manos, consultaba afanosa-
mente sus instrumentos, indagaba, escrutaba el cielo
y sudaba,
Al atardecer, capitul6, Cogié papel, pluma y tintero
y, escondiendo tras el brazo izquierdo el rostro, como
para resguardarlo de los bofetones de la ciencia, trai-
cionada y vilipendiada, escribi6 un articulo en el cual,
+cautamente pero con profunda fe, se anunciaba la
llegada, a la cuenca del Mediterraneo, de las gélidas
boras nérdicas y de refrigerantes chubascos. Derra-
maba lagrimas de amargura mientras Gaetanino, al
teléfono, dictaba al taquigrafo del Corriere con voz
triunfal la reseha metcorolégica que al dia siguiente
triplicaria la tirada del periédico y haria felices a sus
lectores.
Y se produjo el milagro. Al dia siguiente, un oscuro
nubarron envolvio el observatorio de Linate; a poco,
gruesas gotas de lJluvia empezaron a caer del cielo.
Casi a rastras, Afeltra metié en el automévil a Santo-
mauro para llevarle a gozar del triunfo en la redac-
cidn de Milan. Pero en las calles de Milan, la gente,
en mangas de camisa, chorreante de sudor, detuvo
por la fuerza el coche, mojado por la lluvia. «¢Ddénde
llueve? ¢Donde llueve?», gritaban, enloquecidos, dis-
puestos a recorrer algunos centenares de kilometros
en motocicleta o en bicicleta con tal de gozar de un
poco de aquel mana. Porque en Milan no habia Ilo-
vido lo mas minimo, y las pocas gotas de Linate se
habian quedado en el fendmeno aislado de una nube
de paso.
Hundido en el asiento, Santomauro parecia a punto
de sufrir un ataque cardiaco. Es mas, lo hubiese su-
frido con toda seguridad de no haber estado alli
Afeltra para confortarle. «Profesor, el periodismo
esta hecho de dos cosas: de inexactitudes y de recti-
ficaciones.» «E] periodismo puede que si —murmura-
ba el otro—, pero la meteorologia no.» De aquella
polémica nacié la teoria de las corrientes de aire
frio rechazadas por la barrera de los Alpes, teoria
que después extendieron los periddicos de toda Ita-
lia y que habja de salvar el prestigio de la ciencia
y de Ja Prensa. Pero Santomauro comprendio y a par-
tir de entonces se volvié algo menos meteordlogo y
un poco més astrélogo, como queria Gaetanino. El
atentado contra la ciencia vinculé desde entonces con
indisoluble complicidad a profesor y periodista, como
el apoderado al otorgante, y Afeltra ha agregado el
maduro hombre de estudio a su ya numerosa nidada
de gorrioncitos que abren las alas en su primer vuelo.
El viaje mas largo emprendido por Afeltra en su
carrera de sedentario fue el que le condujo, hara unos
quince afios, de Amalfi a Milan, de donde ya no seha movido, Comenz6 a sentirse en el extranjero cuan-
do cruz6 el Garellano, y la aventura le produjo una
impresion tan honda que le disuadié de intentar otras
durante el resto de su vida. Ni siquiera ha tenido
valor para llegarse hasta Lugano. Pero esto no le
impide saber con precisi6n lo que sus poulains deben
ver y contar de paises en los que él jamas ha estado.
Yo, que creo tener cierta experiencia en lo que a ver
mundo se refiere, me niego a salir antes de que Gae-
tanino me haya jurado llamarme por teléfono la mis-
ma noche de mi llegada a Nueva York, pongamos por
caso. He llegado al aerodromo por la manana; alquilo
habitacion en el «Waldorf», abro las maletas y me
relajo tomando un bano; y aguardo tranquilamente
la llamada de Milan para saber por qué parte he de
comenzar a explicar América, una América mia, a Jos
lectores. No tengo idea alguna en la cabeza, ni me
preocupo por tenerla, puesto que Gaetanino esta a
punto de dejar oir su voz al otro cabo del hilo.
«éOiga...? ¢Oiga...? ¢Indro...? ¢Ha ido bien el viaje?
¢No te has mareado? ¢No has tenido miedo? Aqui,
todo en orden. Dime, ¢es bonita la habitaci6n que
tienes?» «Muy bonita.» «gY cuantos botones hay?»
«Treinta y siete.» ¢Y a cada boton le corresponde un
utensilio...? jSanto Dios...! Y la camarera, ¢qué tal...?
¢Que no hay camarera...? ¢Cémo es posible que en
el primer hotel de Nueva York no haya camareras?
¢Que las han sustituido por los botones que accionan
los utensilios mecanicos? ¢Quieres decir que uno
aprieta un boton y tiene la ropa blanca lavada, por
ejemplo...? Indro, jme estas haciendo un adelanto
de tu primer articulo! Ahi esta América, ésa es: bo-
tones en lugar de criadas,.. Es un tema que entra
de lJeno dentro de tu linea; parece hecho a posta
para ti... Oh, entendamonos: todo eso visto a la ita-
liana, mds aun, a la napolitana; o sea, lo de uno
que de momento se queda maravillado ante los bo-
tones, se divierte apretandolos todos y le parece que
con eso se ha vuelto una persona verdaderamente
civilizada, que no precisa de camareras por tener a
mano y en orden todo cuanto necesita. Pero después,
poco a poco, con el transcurso de los dias, comienza
a pensar de nuevo con nostalgia en la criada... En
esas guapas criadas nuestras, ya sabes... Y cada ma-
Nana, al despertar, entre las brumas del suefo, ad-vierte que esta acariciando uno de esos treinta y sie-
te botones con el mismo gesto e idéntica voluptuo-
sidad con que en un hotel de Amalfi o de Avellino, e
incluso de Milan, ¢por qué no?, acariciaria a una
bella sirvienta... Indro, éste es precisamente tu ar-
ticulo; dentro de tu linea, un Montanelli auténtico...
Eso, eso es América. Porque, en el fondo, ¢qué es
América, sino un boton y la aforanza de aquello que
suple ese boton? Valiéndote de un boton, recons-
truyes la civilizacion de un pais donde no hay cria-
das como en el nuestro; y, naturalmente, tu, como
buen europeo, las afioras, y por ellas volveras... La
anoranza de la sirvienta... Este es el titulo: ahoranza
de la sirvienta... ¢Me has comprendido bien, Indro?
Ahora te sientas y... ¢tienes mesa? ¢O también para
eso hay que apretar un boton? Jesus, a qué pais has
ido a parar, hijo mio... Bueno, Indro, mafhana por
la noche, a estas horas, te llamo y te digo el tema
del segundo articulo. Animo, ponte a trabajar...
Asi ruedo por el mundo, desde hace afios, pegado
a un auricular telefénico; al otro lado del hilo, la voz
de Gaetano Afeltra me sugiere, como a un robot
teledirigido, cada paso, cada gesto, cada detalle que
ver y tener en cuenta, cada anotacién en la que apo-
yarme, el tema a desarrollar; y los titulares y, a ve-
ces, también las palabras. Todo, en fin.
éPor qué Gaetano no hace por si mismo lo que tan
bien sabe ordenar a los demas? Nadie podria decirlo
con certeza. Carencia de ambicién personal, acaso; o
quizas algo mas complejo: una capacidad de parti-
cipacion y de adhesién a la personalidad ajena que
le lleva a identificarse con ésta en perjuicio de la
propia. Afeltra detesta obrar en primera persona; y,
como De Sica, aun siendo un gran actor, prefiere ser
director, mostrando a los demas como desempenar el
papel que ¢I hubiera interpretado con sin igual per-
feccién. Por no abandonar a sus «muchachos», ha re-
nunciado a la direccién de dos importantes rotativos
y, caso mas unico que raro en nuestra profesién,
donde tan a menudo la rivalidad se transforma en
envidia, su alborozo no tiene limites cuando se le
pide que supervise el articulo que ha sugerido a Buz-
zati o a mi, Lee muy despacio el manuscrito, toman-
do notas, se entusiasma con él, vuelve a discutirlo
con nosotros, hace que volvamos a escribirlo con otro
10enfoque, compara las dos versiones, las desmonta,
las descompone, las analiza, agrega anotaciones per-
sonales... y, a fin de prevenir nuestra tentativa de
sustraernos a sus persecuciones, nos lleva a comer
con él a alguna tasca, donde, obsesionado por su afan
de dirigirnos, no se da cuenta de lo que come, como
tampoco del color de los lamparones con que man-
cha regularmente su traje, agitando en la punta del
tenedor el bocado que no tiene tiempo de meterse
en la boca, ocupada en modular torrentes de pala-
bras. De pronto, advierte el desastre y mira mortifi-
cado los lamparones de aceite que esmaltan su cor-
bata, la chaqueta y los pantalones. «jCamarero! —gri-
ta—. ¢Por qué no me pone siempre talco sobre la
mesa? jE] pescado, ya se sabe, se come con talco!»
Luego, una vez se ha esparcido por encima los polvos
blancos, reanuda el ataque.
Pero el interés de Gaetanino no es tan solo de tipo
técnico y limitado a la gente del oficio. gHay en Mi-
lan un marido devorado por los celos, un creyente
que siente vacilar la fe en su pecho, una amante aban-
donada, un médico sin clientela, un industrial al bor-
de de la quiebra, una madre que espera al hijo per-
dido en Rusia? Podéis tener la seguridad de que tarde
o temprano Gaetanino dara con sus huellas y, una
vez descubiertos, caera sobre ellos. Mucho mas que
las alegrias, tiene el arte de hacer suyos los sufri-
mientos ajenos, cargandolos sobre si y asumiéndolos
como propios. Pocos conocemos los solitarios paseos
dominicales de ese melancdlico Polichinela por Musoc-
co, donde ha descubierto el lecho de algunos pobres
difuntos a los que nadie va nunca a visitar. ¢Quiénes
son? Un coronel, un contable, una anciana sirvienta
que se ha quedado para siempre sin senor y un bra-
cero que fallecié soltero, Gaetanino no les conocié
nunca. Pero, como el poeta de Spoon River, a fuerza
de ir alli y meditar sobre ellos, ha reconstruido su
existencia por los epitafios esculpidos en las lapidas,
y de vez en cuando me las cuenta como un jirén
autobiografico.
Exige de nosotros, con una terquedad de mosquito,
la mas completa participacién en esa delicada dosi-
ficacién de pathos y de ironia; no nos permite el me-
nor asomo de escepticismo, y mucho menos de cinis-
mo, que en este oficio, y mas al ejercerlo durante
11décadas, contamina hasta a los mas fuertes. Afeltra
nos mantiene en perpetuo equilibrio entre sarcasmo
y emocién, impidiendo que caigamos tanto en uno
como en otra. Cuando un hecho o un personaje nos
inspira una sonrisa que amenaza degenerar en car-
cajada, él nos hace una sutil observacién que nos
muestra su melancolico reverso; cuando nuestro en-
ternecimiento nos va a llevar a la lagrima y el sollo-
zo, he aqui que lo contiene con una observacion di-
vertida. El suceso que me cuenta subrayando todos
sus matices patéticos, se lo contara majfiana a Buz-
zati, subrayandole los aspectos bufos, compensando
asi cuanto a él le falta de ironia y a mi de piedad.
«Ironia y piedad —decia Anatole France— son los
dos dones que mas agradezco al Sehor: uno porque
me hace la vida gozosa; el otro porque le conserva
lo que tiene de sagrado.» Afeltra deberia inscribir
esta frase al comienzo de su autobiografia, si algun
dia se le ocurriese escribirla. Pero no la escribira.
La hara escribir por otro cualquiera; es de imaginar
que por uno de sus «muchachos», nacido a la fama
una noche en el Corriere, cuando, retrepado en un
sillén al lado del director —incapaz, a su vez, de re-
sistirse a las sugerencias de ese implacable e incorre-
gible escendgrafo—, propone la candidatura a cual-
quier nuevo Gran Premio. O, mejor dicho, no la pro-
pone: la crea. «Sefior director, para la tercera pagi-
na harfa falta un Ojetti...» «j;Ah, ya lo sé! —exclama
el director—. Pero, ¢dénde lo encontramos?» «No
existe —concede Gaetanino—. No hay ya Ojetti en el
mundg, que es el de los senadores y cl de Eleanora
Duse: un mundo serio y amable, de frac, con su eti-
queta, con sus severas costumbres, con su aficién por
el lenguaje aulico... Se imagina usted un Ojetti, hoy,
en la época de los motoristas y de la revista? ¢Quién
le leeria? A la gente de hoy, Eleanora Duse no le di-
ria nada; prefieren a Wanda Osiris... Lo que nos hace
falta, querido director, es un Ojetti que fuese a Hugo
lo que Wanda Osiris es a Eleanora Duse. Mas que un
estilista cauto, un tanto apologetico y con calidad,
precisariamos de un conversador que esté ya de vuel-
ta y sea lo bastante inconsciente como para decir
cuanto debe decirse de un personaje vivo, sin impor-
tarle las consecuencias... Un loco, eso es lo que hace
falta: un loco habil, contradictorio, y con algo de
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