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Eca de Queiroz EL CONDE DE ABRANOS A la excelentisima seiora condesa de Abraiios. Sefiora mfa: A lo largo de quince afios tuve el envidiado honor de realizar los servicios de secretario particular de su excelentisimo esposo don Alipio Severo Abrajios, conde de Abrafios, y desde el dia pe- noso de su fallecimiento me acucia la idea de honrar la memoria de aquel hombre eminente que lo fue todo: orador, escritor, poli- tico, legista y fil6sofo. En el cementerio de los Placeres, vuestra excelencia, sefiora condesa, le est levantando en la actualidad un mausoleo conme- morativo, en el cual la noble figura del conde se hard revivir gra- cias al cincel del escultor Craveiro. Sefiora mfa, con todo respeto me atrevo a imitar el piadoso empefio de vuecencia, porque en este libro pretendo yo reconstruir el ser moral de nuestro Iorado conde, de la misma forma que el artista traté de esculpir en mdrmol su envoltura fisica. De tal suerte la estatua quedard asi completada por la biograffa. Las ge- neraciones contempordneas podrin contemplar en la piedra la nobleza de su actitud y la expresién de su faz, mientras en el libro admirardn la elevacién de su espiritu y la grandeza de su alma. Nadie mejor que yo, excelentisima sefiora, podrfa hacer que este portugués histérico fuese conocido de sus compatriotas. Yo, que fui distinguido por el lorado conde con la confidencia de sus creencias, de su manera de pensar, de su filosoffa acendradamente religiosa, de su ambicién, de su amo: a la patria, de sus profundos saberes politicos. Yo, sf, que tengo antes mis ojos su correspondencia, sus ma- nuscritos, sus borradores, escritos con aquella letra voluminosa, ancha y abierta, que tanta semejanza tenfa con su alma. Yo, que tuve el sumo cuidado de recoger durante quince afios todas las palabras que salieron de sus labios, labios, jay! , que la anemia iba consumiendo tan despiadadamente, y que después, cuando entraba en el cuarto piso de la calle del Roble, dulce hogar que su genero- sidad me hacfa disfrutar, escribfa las frases que a la hora del té, 0 después en su despacho, me habfan arrebatado de sincera admi- racién. Yo, sefiora, fui testigo de su vida, y si otros le conocieron y admiraron en el Congreso, en el seno de los ministerios, en Pala- cio o en el club, yo solo le vi, perdéneme vuecencia la familiar expresién, en pantuflas y batin. Todos conocen al gran hombre, yo conozco al hombre. Yo y vuecencia, sefiora condesa, que de vuecencia me decfa, poco antes de morir, al darle la cucharada de bromuro de potasio: «Querido Zagallo, después de la experiencia de siete afios de matrimonio, Luld (porque he de decirle que en los ratos de confidencia conmi- go por ese nombre Ilamaba a vuecencia, ya que por regla general, y ante los inferiores, decia siempre la condesa, y, ante sus iguales, dofia Catalina)... Luli, querido Zagallo, no ha sido sélo una espo- sa, jha sido un bélsamo! » (Se referia su inolvidable esposo a las dolorosas circunstancias de sus primeras nupcias, a las que aludia diciendo que le habfan resultado una laga.) De tal modo, sefiora condesa, ese deseo mio de clevarle un monumento espiritual, y por otra parte mi conocimiento {ntimo de su vida, me impulsan, tras meditada reflexién, a pergefiar esta 8 biografia del conde. No se me hurta —aunque mis escarceos literarios hayan tenido en el pafs una buena aceptacién— que me faltan calidades de es- tilo y cualidades de critica para narrar la compleja historia de este gran hombre. Pero se harfa necesario, para pintarlo tal cual fue, reencarnarse en un Plutarco o, sin remontarse tan lejos, en un Victor Cousin, figura ilustre que su esposo, sefiora, tanto admira- ba. O quizé también, y para hablar de contempordneos, en un Herculano, en un Rebello, en un Castillo o en cualquiera de esos pocos astros que relucen en nuestro cielo con serenidad propia. Tampoco dejo de saber que no son necesarios grandes alardes biogrdficos para que el pafs llegue a comprender 1a dimensién del hombre que perdié para siempre en el conde de Abrajios. Tuvo que ser muy grato a su alma el dolor de Lisboa entera. Si, excelen- tisima sefiora, tuvo que ser muy caro a su espfritu inmortal, des- plazado ya a la paz de los elegidos, comprobar cémo aqui abajo, en esta ciudad que él quiso tanto, en estas calles que tan bien co- nocfa, el imponente sentimiento de su cortejo fiinebre. No faltaba mds. E] gentilhombre que representaba a su majestad el rey; el sefior presidente del Consejo, que pese a su firme voluntad, tantas veces probada, no podia contener légrimas de dolor; Ja tierna re- presentacién de los nifios del asilo de San Cristébal, por el que el finado tenia tanto interés, ya cuyos nifios lamaba, con aque) gracejo que en las horas cordiales era el encanto de su conversa: cién, «mis pequefios polluelos»; no faltaron tampoco las comisio- nes de las dos Cémaras, haciendo marchar a su frente al gran ora- dor de la mayoria, el poeta sublime de Suefios y embrujos, que me dijo estas maravillosas palabras, que quedarin grabadas en la his- toria: «Venimos en nombre de la viuda...» Y como yo le pregun- tase asombrado si se referia a la sefiora condesa, me respondis: «No, j¢n nombre de la Tribuna, viuda del Genio! » Y al final, cerrando el cortejo, una veintena de carruajes, veinticinco de abo- no y varios de alquiler, en los que no sin asombro comprobé la presencia de algunos obreros de la agrupacién Probidad Cristia- na, a la que él tanto apoyé, y que venian a rendir postrero home- naje al hombre que, mas que ningtin otro, en Portugal, amé, pro- tegidé y educé al obrero. Vi por lo menos a cuatro, en un cochecillo de alquiler, con sus ropas domingueras, las ldgtimas en los ojos y la fe en el pecho, levando con dolor a Ia tierra a aquel que un dia grits en la Cémara de los Diputados (sesién del 15 de agosto, Diario Oficial nimero 2.758): «No podemos dar al trabajador el pan en la tierra, pero obligdndole a cultivar su fe, jle prepararemos en el cielo banquetes de luz y de bienaventuranza! » Mas no fueron ésas las tinicas pruebas de dolor oficial. Esa prensa a la que él se enorgullecié en pertenecer, y a la que deno- minaba con elevacién el portavoz del progreso, dedicé a su figura p4ginas de undnime sentimiento y, si se me permite llegar a esos minimos detalles, los tipos grandes de los articulos necrolégicos, entre grandes barras negras, recordaban los funerales de un mo- narca, Los poetas incluso le lloraron. Ya nadie podrd olvidar esa joya de la poesia lusitana que dedicé a su dbito nuestro ilustre lirico, el melodioso padre de Canticos y suspiros. jAy, sefiora condesa! Recitemos a diio, en nuestro dolor comtin, esa estrofa digna de los Hugos, de los Passos y de los Leales: Descienden tu cuerpo a la tierra tan fria... Tierra de Portugal. La tiniebla sombria ite lena y te devora! Mas no desapareceré tu genio altivo; surgirds a la historia, redivivo, ast de las sombras la aurora... Incluso la musica —para que todas las artes se uniesen al coro del dolor— rendirle su tributo, en esa inspirada composicién que se titula La civilizacién, vals dedicado al recuerdo del ilustre conde de Abrafios por el reverendo padre Abilio Figueroa. Es y, pues, hora, sefiora condesa, de que yo (que en esa gran explosién de dolor nacional me mantuve taciturno y sin querer ver a nadie, debiendo decir por demas que el cruel ataque al higado que por entonces me postré, consecuencia de las largas velas a la cabecera del enfermo, me obligé a un silencio involuntario), venga al fin a depositar sobre su mausoleo este humilde recuerdo. Todo se lo debo a él, sefiora condesa. Los dos panes, el fisico y el moral, me los dio él con amplia y noble generosidad. Jamas lo echaré en olvido. En ocasiones, cuando me vela un poco pilido, 10 © debilitado (sobre todo, cuando la bronquitis que me atacé en el invierno de 1870), él mismo se dirigfa al armario de su despa- cho y con su propia mano me servia unas copas de Oporto de la reserva del 15, Cuando tenfa gente a almorzar no se olvidaba ja- més de enviar algiin postre, para que se lo Ievase yo a mis hijos, que ademis de ese recuerdo, siempre afectuoso, le deben la edu- cacién cristiana de que gozan y que les servird, asi lo espero, para ingresar por méritos propios en las oficinas del Estado. Pero yo, excelentfsima sefiora, lo que verdaderamente debo a su llorado esposo —y soy feliz al proclamarlo— es el haber hecho de mf un verdadero ser moral. En mi juventud, sacudido violen- tamente por el influjo de lecturas perniciosas y de amigos poco recomendables, compartia esas tenebrosas ideas que la sociedad condena, Pero me vi muy pronto conmovido por el ejemplo del sefior conde de Abrafios, por sus consejos, por su elocuencia y por su proteccién. Su ilustre esposo me encontré pobre, y alimentdn- dome, por tanto, con lecturas perniciosamente democriticas, ha- ciéndome acompaiiar por jévenes de talento, no lo niego, pero to- talmente devorados por los estragos de una filosoffa materialista y de uno sociologia andrquica. Entonces me empleé como secreta- tio particular suyo, déndome un sueldo suficiente para las necesi- dades familiares, ya que por entonces me casé con mi angelical Magdalena. El conde de Abrafios puso a mi alcance los medios materiales para convertirme en conservador convicto, en acé- rtimo y fervoroso defensor de las instituciones y del orden. Po- niéndome a buen recaudo de la pobreza, puedo proclamarlo bien alto, me situé al abrigo de Ja depravacién moral, social ¢ inte- lectual. e¥ qué he de decir, excelentisima sefiora, de vuecencia? ¢Qué he de decir que no hayan dicho ya por todas partes los menestero- sos cuyos males alivia vuecencia? ¢Qué he de decir que no hayan dicho los angeles en el cielo, de quienes es vuecencia la predilecta y, a no dudarlo, la futura compafiera? Déjeme, pues, sefiora, que ponga a los pies de vuecencia este humilde trabajo, en el que he recogido la primera parte de la carrera admirable del lorado conde de Abrafios, esa carrera vertiginosa hasta las cumbres del poder, yendo de humilde hijo de Pefafiel a politico ilustre, a ministro admirado, trabajo en el que he puesto lo que de mejor, mis noble y mas perdurable hay en mi alma, es decir, mi respetuosa admira- cidn por Ia grandiosa figura del conde de Abraiios. Se proclama de vuecencia el més humilde servidor, Z. Z. Ex secretario del excelentisimo sefior conde de Abrafios. Socio de honor del casino re- creativo de Rio Grande del Sur. Calle del Roble, 108 (Lisboa) 1 de enero de 1879 Alipio Severo Abrafios vino al mundo en Pefiafiel, el dia de Navidad del afio 1826. Por un simbolo sumamente sutil y leno de justeza, la Provi- dencia hizo nacer, a aquel que en Portugal debfa ser el mas fuerte pilar y mAs elocuente defensor de la Iglesia catélica, el dia santo en que nacié Jestis de Nazaret. Frecuentemente se complacfa el conde en contar que aquella noche del 24 de diciembre de 1826, perteneciente a un invierno que habria de hacerse célebre por las grandes nevadas que cayeron, sus progenitores, rindiendo culto a la inveterada tradicién fami- liar, habfan dispuesto un Nacimiento, buena costumbre de aque- Ilos afios en que la fe portuguesa gustaba de la piadosa devocién de los altares privados. En la parte central del Nacimiento, adorna- do con mucho verdor, el Nifio Jestis sonrefa en brazos de una Vir- gen, obra primorosamente elaborada por Arturo Serrano, el gran imaginero religioso de Amarante. La Virgen y el Nifio estaban en- tre los animales de la historia evangélica, y alrededor de las figu- ras ardian las velas de sebo. En la cocina crepitaban en Ja sartén los torreznos destinados a la cena, mientras chisporroteaba con alegria la lefia himeda y, afuera, bajo la nieve que cafa, las cam- panas de Ja iglesia repicaban para la misa del gallo, Entonces, sébitamente, la madre del conde «sintié el tierno ser», como dice nuestro glorioso lirico en su poema A la madre. El parto fue muy feliz. El conde me decia a veces, refiriéndose a esta circunstancia, que segtin su viejo amigo, el doctor Flores, la buena disposicién en el nacer era 1a sefial misteriosa de un destino amable y de imprevistas fortunas. Todos los hombres providencia- les, como Napoledn el Grande, el santo papa Pio IX, o el supre- mo estilista Fonseca Magallanes, vinieron al mundo, al decir del conde con particular gracejo, «con una pierna a la espalda». La felicidad empezé para ellos en el claustro materno. Las puertas de la vida se les abrian de par en par, ensefidndoles un conjunto de épocas gloriosas, como salones engalanados para una fiesta, Hay quienes tienen que derribar con dolor esas mismas puertas, amaneciendo a un destino oscuro como los caminos del invierno. ;Providenciales antitesis de la Suerte! Queda dicho que el parto de la madre del conde fue muy feliz. Pero hasta tal punto que, media hora después de los dolores anun- ciadores del acontecimiento, el pequefio recién nacido fue levado en triunfo hasta la sala. La comadrona se habfa sentado por casua- lidad ante el Nacimiento, y los dos nifios, el que habria de ser un hombre y el que ya era Dios, se sonrefan a la claridad de las velas que festejaban la Navidad, los dos desnuditos, los dos en brazos, en tanto desde la calle Iegaban los volteos de la campana, que parecian lanzados con fuerza a través de los copos de nieve. jCuadro conmovedor! S¢ de pocos que merezcan con mayor méri- to el ser trasladados al lienzo 0 esculpidos en mérmol, sobre todo si tomamos en consideracién la gloria del conde de Abrafios. Que los padres del conde eran pobres es un hecho notorio. Ahora bien, el origen de su familia no sélo no era plebeyo, sino que bien estudiado podfa llegar a denotar una cuna tan noble como las mejores casas del norte de Portugal. Claro que esto fin- gfan desconocerlo sus adversarios en ideas. Oriundos de Amarante, los Abrafios emparientan por sus mu- jeres con la ilustre casa de Norofia, Allé en 1758, la viuda del ca- 14 pitdn Téllez Azurara, dofia Jacinta Ana de Sobral Vieira Alcanfo- rado y Norofia, sefiora ya de aiios, pero todavia de inmejorable ver, matrimonié con Manuel Abrafios, que por sus formas herci- leas y porte varonil era llamado el Apolo de Amarante. En realidad, Manuel Abrafios no era hidalgo, pero es ro- tundamente falsa la especie difundida por La Revolucién de Sep- tiembre de que era carnicero. {Hay que ver hasta qué punto estas pérfidas insinuaciones desacreditan las grandes luchas inte- lectuales de la politica! Dojia Jacinta tomé por Manuel! Abrafios una de esas pasiones increfbles que todos los grandes poetas han celebrado. Y pese a las negativas de las parentelas, que nos traen a la memoria historias de Capuletos y Montescos, dofia Jacinta se apropié del apolineo Abrafios ¢ hizo oficiar en la ceremonia de casamiento —recordé- moslo a titulo de hist6rica curiosidad— al padre Vicente Tardifio, rector de Verzelle, que habria de llegar a hacerse célebre al socaire de un resonante proceso. Digamos de pasada que ya por entonces, bajo la influencia de los vientos revolucionarios que soplaban desde Francia, habfa comenzado esa persecucién al clero que un aciago dia iba a cobrar tales dimensiones que nos recuerdan las persecu- ciones de Diocleciano, E] matrimonio, hay que consignarlo con dolor, no fue ni mu- cho menos feliz. Nunca dispuse de los documentos pertinentes para asegurar de quién fue la culpa de las crecientes discrepancias. La realidad es que el Apolo de Amarante, que como decia el conde con gracejo adorable «frecuentaba excesivamente a su amigo Baco», palizaba tan inopinadamente a dofa Jacinta que, mis de una vez, oblig6 a esta dama a buscar refugio en casa de su fami- lia... Hevando sélo sobre sus formas, que conservaban una gran serenidad aristocrética, un sayo de franela. Aun a pesar de tales palizas, la huracanada pasién de dofia Ja- cinta, a quien se puede comparar respetuosamente con la mujer de Putifar, 0 con las Fedras de la vieja leyenda, la conducia otra vez, décil y arrebatada de amor, a la casa y al lecho conyugales. Pero un dia —y aqu{ he de decir que copio textualmente una misiva que se halla en el archivo fami escrita por Segismunda Norofia, hermana de la infeliz casada—, «la paliza fue tan desconsiderada que tuvimos que ver a nuestra hermana entrar en el portal de 15 nuestra casa, sélo en camisa y con unos cardenales tan rojos, bru- tales ¢ hinchados, que el padre Simoes, nuestro capellin, hubo de compararlos con el debido respeto a las rojas magulladuras en los hombros del Redentor, después de doce horas de via crucis». Como es ldgico, la familia Norofia exigié una reparacién, mien- tras dofia Jacinta pasaba a vivir con sus hermanos. Cinco meses mis tarde dio luz un nifio, que fue bautizado a toda prisa por el capellén Simoes al creerse que no sobreviviria, Pero sobrevivid, al fin, aquél a quien se le habia impuesto el poético nombre de Flo- rido... Y al Hegar aquf nos encontramos con un hecho que, en honor de las dos familias, Abraiios y Norofias, no quiero comentar ni de pasada. Creo que el hecho es igualmente defendible, o al menos justificable, y condenable, Historiadores y bidgrafos teme- ratios podrian, acaso, dar una opinién definitiva. Pero yo me abs- tengo, y asi debieran hacer todos los historiadores honrados siem- pre que anden en entredicho aconteceres producidos por dos fami- lias ilustres que mantengan, entre sf, una disputa de intereses. No hay que olvidar que el orden social se fundamenta, precisamente, sobre estas respetuosas reticencias. En fin, el hecho, en su patetis- mo hist6rico es el siguiente: el pequefio Florido fue depositado en el torno. Sin embargo, un hermano de Apolo, quien por aquellos dias habia desaparecido de Amarante, reclamé a Florido. Y aqui doy tienda suelta a mi Idgico deseo de glorificar a los Abrafios, Ese hermano de Apolo lo adopts, le dio educacién y vio recompensado su noble proceder abnegado, ya que Florido Abrafios llegé a ser un verdadero espejo de virtudes y una auténtica flor de honradez. Acaso tengamos aquf ocasién de aclarar otro error que ame- naza con encaramarse en la historia. El hermano de Apolo, tio de Florido, que no estaba, en verdad, en lo que se dice buena posicién social, no era, ni mucho menos, lo que pérfidamente dejé deslizar en su momento La Gaceta de Portugal. No, el tio de Florido no era panadero. Como muy bien decfa el conde, con gran dimen- sidn moral, esas pesquisas, menudas y mezquinas, dirigidas a la intimidad familiar de un hombre pablico, son particularmente des- agradables. Florido, al fin y al cabo un Norofa por parte de su madre, 16 matrimonié en Pefiafiel, y su vida tuvo la plateada tranquilidad de un hermoso rio de aguas claras, que discurre entre orillas de idilica serenidad. Vivid, amé, trabajé... Et sa vieillese fut com- me le soir d'un beau jour... Dos hijos tuvo Florido: una nifia que heredé Ia belleza de su abuelo y un muchacho, que fue Antonio Abrafios, el padre feliz que en la Nochebuena de 1826, ante la alegria del Nifio Jesus, alli en su Nacimiento entrafable, apreté en sus brazos, contra su co raz6n, a su tinico hijo: Alipio Severo de Norofia Abrafios, futuro conde de Abrajios. Pertenece el conde, por todo lo que queda dicho, a la familia de los Norofias. gY qué voy a decir yo de los Norofias que no sepa la patria? El apellido figura en la historia por los grandes hechos y en la leyenda por Jos poéticos amores, ¢O es que no re- cordais esta noble cancién: Aldina alld, en la alta torre, alta torre de Algeciras, solloza de noche y de dia, porque la condend su padre ano tener ya alegria... Arrastrad su llanto, job rios! Nubes, elevad sus suspiros...? Aldina es una Norofia. Y atin quedan recuerdos de la torre de Algeciras. Por ejemplo, un muro de edificacién, a todas luces del siglo x1m1, que fue descubierto no hace mucho por nuestro distin- guido arquedlogo Macedo Garzén y del que tuvo el buen gusto de ofrecer a la familia Norofia una gran fotografia de la ruina. Hubo otra Norofia de refulgente belleza, que dio lustre a su nombre y al de su raza, compartiendo el lecho de nuestro rey don Alfonso V. Una Norofia més, dofia Violante, de semejante belleza clasica, que Ilegé a merecer el sobrenombre de Juno —en esta familia, la hermosura de las mujeres rimas con la bravura de las hombres—, goz6 de igual privilegio con nuestro rey don Pedro Il. De los hombres de esta estirpe nombraré a Fernando de No- 17 2 rofia, tan guardador de su casta, que en una ocasién, Hegando en cl momento en que un servidor repelia violentamente a su hijo Alfonso, que en inocente juego Je tiraba de los cabellos, mandé cortar la mano diestra al criado, No cabe duda de que estos actos inspiraban un miedo muy saludable. Y aunque en nuestro tiempo, mucho mis suave, po- drian ser desaprobados y el tribunal enviaria al autor, a buen seguro, hacia las costas de Africa, eran sumamente necesarios en aquella época tan gloriosa de la monarquia para sostener a las clases dentro de los justos limites conformados por el Destino. Hay que nombrar también a Camilo de Norofia, que ya en este tiempo se hizo notable como torero y barrendero de ferias. Era tal su destreza en el juego de la lucha, que al llegar a una feria asustaba y dispersaba a la multitud, abatiendo hombres de la misma forma que un nifio tira un regimiento de soldaditos de plomo. Del tal Camilo se cuentan graciosas anécdotas. Tenia en Covi- lla un caballo amaestrado, que tiraba coces cada vez que el simpé- tico Norofia se ponfa a silbar. Acostumbraba acercarlo a hidalgos y sefioras, pero preferentemente a plebeyos... Un urgente silbido, una imprevista coz, y el individuo o la sefiora eran Ilevados en brazos, en medio de la algazara general que producfan tales haza- fias entre sus amigos. Sin admitir por entero estas violentas diver- siones, sin embargo, no es posible dejar de reconocer que hay en tales tratadas una plenitud de fuerza, de vida animal y de brio que siempre agrada comprobar en jvenes nobles. Estas pequefias particularidades, recogidas al desgaire, definen a muy grandes rasgos la contextura de este linaje. En su escudo, los Norofias levan sobre campo de plata tres castillos de oro con Ia siguiente leyenda: In Christo spes mea (En Cristo deposito mi confianza), admirable divisa, la mejor, la mis noble. Y ésta fue Ja divisa del sefior conde de Abrafios, hasta que en gracia al de- creto del 1 de enero de 1860 el rey le concedié el titulo de conde. Eligidé entonces esta otra leyenda: Ex corde pro rege! ( {De cora- z6n por el rey!). Estas palabras, pronunciadas por un ser que no era cortesano, y que hasta el momento no habla mostrado un 18 afecto especial al monarca, no dejan de sonarme como un alto y maravilloso ejemplo de gratitud, en este tiempo, sobre todo, de cerriles ingratitudes y de muy superficiales lealtades. Para mf fue siempre motivo de asombro el que durante su ni fiez Alipio Abrafios no hubiese revelado su futura grandeza de espiritu y de cardcter, al modo que lo hicieron Napoleén, Chateau: brand o lord Byron, acaso fuese con una de esas raras precocidades que resultan como chispas inesperadas brotando de un fuego atin latente. Su nifiez carece de relieve. El mismo Jo reconocia modes- tamente cuando decia, con la sonrisa en los labios: «Hice lo que todos los nifios... Cogi nidos y construi cometas de papel...» Claro que el medio en que se desenvolvié su infancia y pri- mera juventud no le ofrecia ninguna ocasién para revelar sus innatos gustos o acentuar sus inclinaciones, Es rotundamente cier- to que si se hubiese educado en una de esas nobles mansiones donde sucesivas y cultas generaciones formaban ricas y sabias bi- bliotecas, habriamos contemplado al joven Alipio olvidarse de los nifios y de las cometas para ir a recogerse a cualquier rincén del silencioso aposento y hojear en solitario las viejas novelas de caba- Ierfas 0 quiz4 lo que hubiese estado mds acorde con la peculiari- dad de su espfritu: leer, entendiéndolos a medias, a los grandes filésofos del pasado. Se sabe que su padre —dicho sea sin ofender para nada su memoria— poseia una pequefia y prestigiosa sastreria y, por tanto, las unicas publicaciones que seguramente habria alli serfan los vo- Iimenes del antiguo Espejo de la moda. Hay que admitir, pese a todo, que esa ausencia de vida intelectual favorecié singularmente su desenvolvimiento fisico. Al no tener libros que le mantuviesen en casa, Alipio se pasaba las horas por las huertas, los campos y los jardines, conformindose en plena naturaleza, tostindose al sol, curtiéndose a todos los vientos, mamando hasta hartarse en los pechos de Cibeles, como muy bien dijo un poeta antiguo. Esa firme educacién rural fue Ia que le report6 aquellos sanos colores, aquel aire bien plantado, que resaltaba lo suyo entre los torsos anémicos y los semblantes palidecidos de la raza lisboeta. A aquel primitivo ensamble con Ia naturaleza debid el conde su recio espiritu, tan ponderado de suyo, al punto de amar con todas sus fuerzas el orden, el equilibrio y la sabia disposicién de las je rarquias, Mens sana in corpore sano, que tengo para m{ que las ideas falsas y andrquicas son la consecuencia de los organismos débiles. Las grandes ciudades modernas de nuestro tiempo, con sus calles més enarenadas, sus altos pisos ahogados, su ruido obse- sivo de fabricas y vehiculos, la luz blanca del gas, la alimentacién equivocada, etc., producen estas generaciones pdlidas, nerviosas, convulsas por el deseo histérico de novedad, de mentira, de des- orden y de terrible violencia. He aqui el germen del espiritu revo- lucionario. En cambio, el hombre que vive en el campo, que res- pira el aire de los enormes prados, que descansa su mirada en la amplia cenefa del horizonte y en la silenciosa serenidad de las aldeas, consigue, en un fisico fornido, un espiritu Meno de tran- quilidad. Termina odiando 1a agitacién y las convulsiones; estd perfecta y naturalmente preparado para ser respetuoso con la au- toridad, con los principios sélidos, con el orden y con toda la arménica ordenacién del Estado. ‘Aun asf tengo la certeza de que el conde, en su inmensa mo- destia, no decia completamente la verdad cuando atribuia a los nidos de pajaros y a las cometas de papel el privilegio de atraer y concitar todo su interés. jNo! Ya por entonces, y por aquel espiritu de nifio, debfan de pasar ideas, atin deshilvanadas, pero fuertemente marcadas por el sello de la originalidad. Haciendo volar por los aires sus cometas, hay que suponer que pensase en el eterno deseo del alma por llegar a las cimas azuladas de todas las gracias. Y al contemplar en los nidos huevecillos de jilguero pasaria por su imaginacién, a buen seguro, la idea inconmovible de la sagrada institucién familiar. Recuerdo que un dia, al confiar- le las suposiciones que habfan atravesado mi espiritu, el conde me respondié: « Qué cosas! {Historias de su imaginacidn de poeta! Aqui, donde usted me ve, yo era una cabra,.. No niego, de todos modos, que muy pronto me aficioné a hurgar en cuestiones so- ciales.» Cuando compruebo hoy la inexperiencia de muchos muchachos recién salidos de la universidad, si “a de la vida, del Estado ni de la administracién, y que aun ast pretenden reformar la socie- dad, jqué grande me parece la modestia de este hombre notable, que aludia a su genio filosdfico con unas palabras sin importancia: «Aficionado a hurgar en cuestiones 20 — Crecfa de esta guisa el joven Ali Abrafios, cuando un dia Hegé a Pefafiel su tia Amalia para consultar a un dentista ameri- cano muy famoso entonces por todo el norte. {Hay que ver de lo que depende el destino de los hombres y muchas veces la suerte de los pueblos! La tia Amalia, convertida en mujer providencial y en la que reaparecia la extrafia y singular belleza del Apolo familiar, habia matrimoniado de joven con un acaudalado propietario de Amaran- te. Ahora, viuda y sin hijos, vivfa sola en su quinta de los Mi- gueles. En Pefiafiel, como es ldgico, la tia Amalia vio con frecuencia @ su sobrino y no tardaron Ja gracia, viveza y disposicién del pe- quefio en cautivarla por todo lo alto, Ella, naturalmente, se sentia intimamente desventurada por carecer de prole, habiéndose visto hasta entonces en Ia necesidad de emplear su afecto maternal en las aves domésticas y en los diferentes animales de su quinta. Alipio era el hijo inesperado que se le aparecfa «en medio del camino de su vida», que hubiera dicho Dante. Sabe hoy muy bien todo el mundo que el conde de Abraiios se ocupaba en escribir un libro de «memorias intimas» cuando sur- gid la terrible enfermedad. De esas notas, tristemente interrumpi- das, draméticamente truncadas, transcribo los siguientes parrafos, en relacién con ese momento decisivo de su carrera y de su vida: «Mi tia Amalia habfa tenido la idea, jmaravillosa idea! , de Hevarme consigo a la quinta de los Migueles y ordenar que me diesen una educacién que me permitiera ocupar en sociedad el lugar elevado que en justicia me pertenecia por mi bisabuela pa- terna. En una palabra, querfa hacer de mi un Norofia digno de los Norofias. A este respecto hablé con mi padre, que, naturalmente, accedio del mejor grado, deslumbrado por la posibilidad de verme algin dia duefio de una educacién que sus medios de fortuna no le permitfan ofrecerme. Sin embargo, su decisién encontrd dificiles escollos en los Iantos de mi madre. Para ella, el hecho de sepa- rarse del hijo que criara a sus pechos le parecfa tan doloroso como Ja amputacién de un miembro de su cuerpo. Recuerdo en nebulosa verla asida a mf, diciendo bafiada en ligtimas: *jAy, Lipito, que te quieren Ievar! jAy, Lipito, que quieren hacer de ti un doctor!’ Mas mi padre, con su buen sentido, y mi tla, con sus promesas, 2} ganaron aquella resistencia, igual a la de la leona a quien el caza- dor quiere arrebatar los cachorros. Asi, una mafiana de agosto —jeémo recuerdo el fornido sol naciente clavando en Ja tierra sus flechas de oro! — salf con mi tla Amalia hacia la bonita quinta de los Migueles, en donde iban a transcurrit mi infancia y puber- tad primero, entre deliciosos juegos infantiles, y mi primera juven- tad después, ocupado en titiles estudios. Nunca volvi a visitar la quinta de los Migueles sin una enorme nostalgia de aquellos afios tranquilos y sin ir a visitar el pequefio cementerio —donde reposa mi tia Amalia en su bien cuidada sepultura, hermosamente rodeada de alhelies floridos— para arrodillarme y rezar una agradecida oracién, bajo el silencio de la tarde, por aquella alma sencilla, que supo abritme su bolsa y situarme en condiciones de acudir a las aulas de nuestra sabia universidad.» jExtraordinario pérrafo literario, en el que se nos revelan las eminentes cualidades del escritor y la bondad, realmente conmove- dora, del hombre! jQué maravillosa visién ésta, la que nos lo pre- senta ya ilustre, ya con un titulo, ya ministro, tomando el estrecho camino del cementerio en una tarde suave de otofio y doblar la rodilla sobre la hierba para descubrirse y orar! jExtraordinario parrafo, digo, lleno de grave nostalgia y con tan delicado colorido de paisaje! All, en la quinta de los Migueles, pasé el conde de Abrafios su juventud. Alli estudié gramitica y latin, bajo la direccién del abad Serzedello, anciano de grandes virtudes cristianas. Y alli pasé tam- bién sus alegres vacaciones de licenciatura. Cuando el conde fue a tratar de su eleccién a Amarante tuve ocasién de acompafarle durante una visita a la quinta de los Mi- gueles. A la entrada, una avenida festoneada de laureles conduce a la vivienda, baja y recubierta en uno de sus lados por una bonita enredadera Ilena de rosas blancas. Una anchurosa escalera de pie- dra, salpicada de antiguos jarrones azules, termina en el salén principal, decorado en tonos crema, cortinas rojas y blancas y lito- grafias de las batallas napolednicas. El conde me mostré su apo- sento. Y también el antepecho de la ventana donde, de niiio, col- gaba jaulas de grillos y verdes hojitas de lechuga. Desde alli se ve la carretera, que va sobre el viejo camino donde el conde, seguin 22. me dijo, vefa pasar con arrobo los carruajes que llevaban a Braga y Oporto a los hidalgos de los contornos. Un sentimiento difuso, quiz4 presagio de su grandioso destino, tal vez aspiracién de un espiritu refinado, le hacfa ansiar constantemente la vida de las grandes urbes. Detrds de la quinta se desliza un claro riachuelo, extrafiamente lento, cuyo rumor posce la tristeza de las aguas mansas que flu- yen entre las hierbas altas. Sus orillas estan recubiertas de sauces. En primavera, los ruisefiores saturan de nidos este lugar sombrea- do y acogedor. La noche que estuve en la quinta era sumamente tranquila. Después de cenar fuimos a pasear al Riberal, nombre que resume el rincén de un paisaje sencillamente elegiaco. Jamds olvidaré la confidencia con que alli me honré el conde. Yo habia observado: —Estoy seguro de que el sefior conde durante las vacaciones debié de pasear mucho por aqui para sentirse verdaderamente inspirado. El conde, que se arrebujaba cuidadosamente en su bufanda para preservarse de la frescura de la noche, se detuvo y me dijo, con aquel su gesto grave que tanto impresionaba a la Cémara: —wNo lo cuente usted en Lisboa, Zagallito; pero una noche compuse aqui unos versos... No me atrevi a pedirle que los recitase, pero no cabe duda de que la claridad de la luna le hizo ver en mi rostro el deseo vehe- mente de conocer aquellos versos. El conde, como siempre, bonda- doso, me tomé por un brazo y me dijo: —Era una noche deliciosa. Paseaba yo por aqui, pensando y fumando mi cigarro, ya que mi tla Amalia sentia horror por el humo del tabaco y yo no osaba fumar en casa. De repente, la luna se alzé tras los sauces y un ruisefior se puso a cantar... Sin saber cémo, compuse una cuarteta. Mire, pero no la repita nunca... La recuerdo perfectamente: jTodo prueba que bay un Dios! jLo mismo ti, orgulloso sol, que ti, ramita bumilde en que canta el ruisefior! a3. No pude reprimir un bravo, tan respetuoso como sentido. —No deja de ser bonito ese pensamiento, pero no lo repita en Lisboa, Zagallito, {Si algunos periddicos supicran que compuse versos...! Buen plato de gusto para Ia oposicién Yo, riendo, dije: —Plato de gusto para la oposicin..., jpero qué gloria para el ministerio! —No —agregé el conde—, son chiquilladas. Cualquiera de nosotros, mds o menos y de jévenes, fue poeta y republicano... Mejor es eso que estar bebiendo ginebra por los cafés o frecuentar el trato de meretrices... Mas cuando se entra en la verdadera vida politica se hace necesario echar a un lado esos tiernos senti- mientos. Yo no pude evitar el citar con todo respeto a varios de nues- tros hombres publicos que fueron, y algunos son atin, poetas de alta calidad. —Es cierto —dijo el conde—. Pero tienen su puesto deter- minado en la formacién del ministerio. {Un poeta no podria ser ministro de Gobernacién, aunque podria setlo muy bien de Ma- rina! jIrrebatible verdad politica! Cuando volvimos a la casa me atrevi a rogarle al conde que escribiese aquella admirable cuarteta en el dlbum de mi esposa, que yo levaba en mi equipaje, esperando obtener en Braga y en Oporto algunos autégrafos de poetas y prosistas de las provincias del norte. El sefior conde tomé el album, sonrié y se retiré a sus habita- ciones. Cuél no seria mi arrebato a la mafiana siguiente, cuando me lo devolvié y lef al abrir la pégin {Todo prueba que bay un Dios! iLo mismo ti, orgulloso sol, que tt, ramita bumilde en que canta el ruisefior! Estos versos, que escribi cuando Ilegaban a mi alma las tlu- 24 siones de la juventud, podria llegar a escribirlos boy, cuando la ex- periencia de la vida me ha demostrado con creces que fuera de Dios nada bay, mas que ilusién y vanidad. Conde de Abraios iQué sorpresa maravillosa cuando Ilegué a Lisboa y mostré a mi Magdalena esa admirable pégina poética! Hasta la madrugada hablamos aquella noche de la bondad del conde y de la fertilidad de su genio, He querido, al detenerme con cierta minuciosidad en este incidente {ntimo, demostrar que el conde no era un ser falto de sentimiento Irico y de fantasia idealista. En aquella cabeza privi- legiada, ocupada por la legislacién, por las reformas, por los pro- blemas de la economia politica y de los debates parlamentarios, habfa existido un instante juvenil en el que floreciera, como una violeta solitaria, pero fresca, la delicada flor del sentimentalismo. Y he querido probar también, por otra parte, que la poesfa no es, ini mucho menos! , un arte menor y propio de espiritus afemina- dos, ya que una criatura de tan poderoso genio practico como el conde no desdeiié un dia, bajo la influencia de un roméntico pai- saje, el utilizarla tan brillantemente para expresar un alto pensa- miento filosdfico. Seguro estoy de que los poetas de este tiempo —los épicos Hugo, los Tennyson delicados y los Campoamor de humorfstica melancolia— se envanecerian de la compaiifa de este colega que yo les revelo. Verdad es que si tan sélo una vez pulsé la lira, la cosa le salié con tal originalidad, fuerza y altura, que ese solo verso contiene més clevacién en las fronteras del arte que muchas majestuosas sinfonias de un libertino, cual Musset, o de un histé- rico, como Baudelaire: iTodo prueba que hay un Dios! iLo mismo ti, orgulloso sol, que th, ramita bumilde en que canta el ruisefior! Evitaré hacer una detallada relacién de la juventud del conde de Abrafios. Este libro no es exactamente una biografia, en la que se tenga que seguir, afio por afio, el curso intelectual de su vasto 25 espiritu. Este estudio lo constituyen simples apuntes, cuadros re- levantes de una noble carrera, que servirin para que una inteli- gencia mis elevada reelabore, con el debido acentuamiento de per- files, la realidad de esta soberbia figura histérica. Alipio Abrafios vivid con su tia Amalia desde los once afios, y con la sola excepcidn de las vacaciones del segundo curso, en que la enfermedad de su madre le reclamé imperiosamente a Pefiafiel, no volvié a ver a sus padres. Es facil comprender que el joven Alipio, después de haber ascendido a un medio més elevado y de habituarse en Oporto, en donde cursé parte del preparatorio, y luego en Coimbra, a las rela- ciones eruditas, rebosantes de cultura y educacién, se encontrase absolutamente desplazado en la pobre e inculta compafiia de su progenitor. Cuando se ha vivido durante mucho tiempo, al menos imaginativamente, con los héroes de la historia y de la ficcién; cuando uno se acostumbra al noble lenguaje de los Cicerones, de los Titos Livios, etc.; cuando el espiritu se habitéa a los proble- mas de la ciencia, de la légica y de la metafisica, resulta muy difi- cil soportar la conversacién de esas personas que sdlo se preocu- pan de nimios problemas locales y rumores de pueblo pobre. Es natural, pues, que una vez conocidas las amplias salas y los vastos horizontes de la quinta de los Migueles, la casucha del padre, con el suelo leno de piezas de tela y el aire sofo- cante con el acre olor de los estofados, causasen a aquel Norofia una repulsa instintiva. Porque, entre otras cosas, ademds, ya por aquel tiempo se des- pertaba en él la aficién al lujo, a las grandes habitaciones alfom- bradas y al armédnico servicio de lacayos perfectamente disciplina- dos. La pobreza, y todo lo que leva consigo, le era particularmen- te odiosa, Andando el tiempo, y mis de una vez, subiendo el conde por el Chiado de mi brazo, me vi obligado a apartar con energia a los mendigos que, a la puerta del Baltresqui o de la Casa Habanera, acudian so pretexto del hambre o de miembros lisiados a pedir limosna, El conde, si los veia de cerca, estaba todo el dia asqueado. Pero su caridad, bien es cierto, es perfectamente cono- cida. El asilo de San Cristébal, al que, en cierto modo, debid su titulo nobiliario, es una prueba gloriosa de su magnanimidad. 26 Reconocfa, ademas, que la caridad era la mejor institucién del Estado, La depauperacién la considetaba una catéstrofe social. Fue- sen cuales fuesen las reformas en este sentido, acostumbraba decir, siempre habré pobres y ricos, La fortuna piblica debia estar siem- pre en manos de una clase, es decir, de la clase culta, preparada, bien nacida, Unicamente de esta manera podrén mantenerse los Estados, formarse las grandes industrias y contar con una clase dirigente fortalecida al poseer el oro y base del orden social. Necesariamente, parte de la poblacién tenia que «tiritar de de hambre». Resultaba lamentable, y él, con su grande y admirable corazén, que se desbocaba ante todo padeci- miento, lo lamentaba sinceramente. Pero a esa clase se le debia otorgar !a limosna con método y discernimiento, y al Estado concernfa tal cosa. El conde no veia con buenos ojos la caridad privada, sentimental y esponténea. La caridad tenfa que disciplinarse, desarrollarse por amor a los des- validos y reglamentarse. Por eso queria el asilo, el recogimiento organizado de los sin fortuna, donde los pobres, una vez probada su condicién de miserables con buenos documentos, después de presentar excelentes certificados de moralidad, recibirfan del Es- tado, bajo la supervision de hombres pricticos y desprovistos de estpidas piedades, un techo contra las inclemencias del tiempo y un caldo contra el fantasma del hambre, El pobre deberfa vivir alli, separado, marginado de la sociedad, y no podia permitirse que viniera a perturbar las calles de la ciudad con su cara enfla- quecida y el exagerado relato de sus necesidades. «jAislese al pobre! », dijo el conde un dia en el Congreso de Diputados, resumiendo un proyecto genial para la creacién de los recogimientos de trabajo. Segtin aquel proyecto, el Estado suministraria espaciosos caserones divididos en celdas provistas de un jergén, donde serian recogidos los menesterosos, Para poder entrar habrian de probar ser mayores de edad, cumplir con sus deberes religiosos y no haber sido condenados por los tribunales (esto dltimo conducente a evitar que obreros de ideas disolventes, que por medio de la huelga y el libertinaje tratan de horadar los cimientos del Estado, acudiesen en dias de misetia a pedir pro- teccién a ese mismo Estado). Deber asimismo, probar la tem- planza de sus costumbres, no haber vivido jamés en amancebamien- to y no tener el hibito de maldecir y de blasfemar. Probadas estas légicas cualidades, por medio de certificados de los parrocos, al- caldes, ete., serfa sefialada a cada miserable una celda y una racién de caldo exactamente igual a las que disfrutan los presos. Alguien podria decir: «¢Entonces el Estado va a alimentar gratuitamente a los desvalidos?» « {No!», podria exclamar triun- falmente el conde ensefiando el articulado admirable de su regla- mento, por el cual establecfa, con un exquisito sentido de los deberes ciudadanos, que todo menesteroso admitido estarfa obli- gado a una fuerte suma de trabajo, siempre de acuerdo con sus aptitudes. El articulo més util de ese reglamento es, a mi entender, aquel que determina que brigadas de pobres sean obligadas a em- pedrar calles, colocar las tuberfas del gas, adecentar monumentos publicos, etc. Estos servicios, en favor, como se ve, del ayunta- miento, obligaria a éste a contribuir a los desembolsos de estos recogimientos de trabajo, aliviando de tal suerte al Estado de una buena parte de los gastos. Desde el momento en que fuesen admitidos, los acogidos per- derian todo derecho de salir, con la nica excepcién de atestiguar que iban a ser colocados de tal forma que nunca més podrfan recaer en las garras de la miseria. No conozco institucién tan justa, tan eficaz, tan hondamente cristiana y tan benéficamente social en ninguna legislacién hu- mana. Es incluso preferible a la Work House inglesa, porque alli el pobre conserva una porcién de independencia que le hace su- poner la existencia de una serie de personales derechos, hasta el punto de considerarse todavia un ciudadano con pretensiones al respeto y a la consideracién. Por eso llega a desobedecer, a suble- varse y a huir de la Work House, volviendo a caer en la depra- vacién, en el hambre, en el desorden y en el vicio. En esta admi- rable institucién no ocurriria eso, jporque el pobre queda prisio- nero de la caridad! Y hasta pierde el derecho de tener hambre. Las clases dirigentes, teniendo In certeza de que sus pobres estin alli perfectamente encerrados, con un razonable jergén y un caldo diario, podrian dormir tranquilas, sin miedo a perturba- ciones del orden 0 a reyueltas de la depauperacién. Desgraciadamente, proyecto tan perfecto, del que todos los periddicos responsables hablaron con palabras de conmovida admi- 28 racién, no consiguié nunca aprobarse en las Cémaras. Mezquinos motives gubernamentales cerruron el paso a que tan hermosa insti- in resolviese de una vez el lacerante problema de la miseria, ya que con aquellas sabias medidas ese cdncer se extirparia del seno de la sociedad y no, por supuesto, con las reformas hipécritas y sotistas de la revolucién social. Esa instintiva repulsién por la pobreza, por las maneras gro- seras y por las incémodas instalaciones fue lo que impidié al fu- turo conde, desde que gozaba en la quinta de su tia de las grandes ventajas de la educacién y de los halagos de la riqueza, visitar con frecuencia la modesta casa de sus padres. Es calumnioso decir, sin embargo —como lo hicieron ciertos libelos indecorosos—, que el conde, ya rico y ministro, «renegé de su familia», Es para mi un alto honor venir hoy ante Portugal a explicar y destruir ese error, deliberado, hostil y, por tanto, calumnioso. En cuanto el conde ascendié a la Cémara, contrajo su venta- joso casamiento y se instalé en Lisboa, su tinico pensamiento fue el de clevar como correspondia la situacién social de su padre. Pero encontré en su progenitor semejantes exigencias, que no hi- cieron posible la realizacién de tan vehementes deseos. Las con- versaciones, las negociaciones, mejor, fueron dilatadas, delicadas y secretas. Poseo toda la correspondencia sostenida con tal motivo y puedo decir que en ella y, por su parte, el conde muestra un tacto, una prudencia y una previsién verdaderamente geniales. Al principio, su padre pretendié que el conde le proporcionase los medios para abrir en Lisboa un gran taller de sastreria. La preten- sién, como es légico, resultaba inaceptable. Como el propio conde me confié muchas veces, no podia pasar, con el correo de gabi- nete detris, por la calle en donde reluciese el letrero: Abrafios, sastre. No, porque, entre otras cosas, ya no podria nunca fulminar a un adversario en la Cémara, que muy bien podria responderle: «Todo eso esté muy bien, pero lo peor es que su sefior padre me estropeé por completo estos pantalones y me robé en la tela...» Se hacia imposible esa constante tortura moral, Y hay que decir que el padre del conde lo entendié perfectamente, escri- biendo una carta en la que decia (me excuso de citar textualmente, porque ni la ortografia ni el lenguaje tendrfan cabida en un libro ; «Si no deseas que posea una tienda del oficio que tuve , que es tan honrado como el que més y me ha hecho 29 posible vivir, asf como a tu madre, entonces lo mejor es que vaya yo a vivir contigo, a tu propia casa, en donde tu madre, que es tan arregladora y habil en las tareas domésticas, puede serte una util ama de gobierno, evitando a tu mujer todos los trabajos de los aceites y vinagres» (esta expresién es textual), Como es facil comprender, el conde se negé, presa de indig- nacién, Era curiosa aquella exigencia. Venir de Pefiafiel aquel hombre y aquella mujer, con las costumbres, los modales y el len- guaje de dos trabajadores, a vivir a una casa en donde se recibia a la nobleza de Lisboa, a los embajadores de los monarcas extran- jeros, a lo mas florido de la literatura, a la mayoria parlamentaria.... jRotundamente absurdo! Como decia el conde, si él no fuese un hombre piiblico podria sactificarse a aquella compafifa soez. Mas como poiftico, la presen- cia en su casa de aquel padre de ordinarias trazas, engullendo arroz con el cuchillo, hurgdndose en los dientes con las ufias, pregun- tando a los sefiores: «¢Cémo marcha ese valor?», con su repulsivo catarro de expectoracién crénica, hubiera bastado para rebajar la autoridad moral del conde y el alto prestigio de su valer. En gracia a los altos intereses del Estado no tenia mds remedio que rechazar aquella proposicién. Porque si un dia estaba invitado a comer el representante diplomdtico de Inglaterra o el de Francia, gcémo podria impresionar a los embajadores extranjeros junto a un padre que se sacaba el cerumen de los ofdos? Escribié, pues, a su progenitor diciéndole que tinicamente le admitirfa en su casa con la condicién de que no apareciese nunca en las comidas y recepciones. El viejo, a no dudarlo mal aconse- jado por pequefios intrigantes politicos, respondié con una misiva —que por las mismas razones de antes no transctibo textualmen- te— en la que decia que desde el momento que un hijo se aver- siienza de su padre, todas las negociaciones son initiles y cada uno debe seguir su camino. «Yo —decfa—, a los cincuenta y cinco afios, no puedo cambiar mis costumbres ni mi catarro, Soy como fui siempre. No tengo los modales de un elegante, pero sf mi honor y sentimientos. {Que mi hijo coma en el comedor y me obligue a mf a hacerlo en Ia cocina! jNo! Sigue siendo el Abrafios dipu- tado, que yo seguiré como el Abrafios sastre. Pero no por ello 30 dejo de ser tan hombre, y de bien, como ti.» Ciertamente no era hombre de bien, dando motivo con su ingrata terquedad a que si un dia se Ilegaba a saber, como ocurrié, por desgracia, semejante incidencia, el conde fuese insultado en la Camara. Disgusté mucho al conde aquella carta de su padre. Pero, con una bondad infinita, tuvo arrestos para escribirle nuevamente, remitiéndole mil escudos y diciéndole que si algyin dia, por falta de trabajo o por causas de salud, llegaba a encontrarse en apuros, le avisase en seguida, porque a pesar de la carta ofensiva nunca 41, como hijo, perderfa el respeto que le debia. A carta tan noble y filial, el sastre respondié devolviendo el dinero, envuelto en un papel en cuyos dobleces habia escrito una palabra: «{M...!» No consigno el exabrupto, que, por otra parte, la fina perspicacia de los que me leen habré comprendido répida- mente, por propio respeto y porque no descargo nunca en mis libros esas obscenidades que se permitié escribir el visionario autor de Los miserables, ese enfatico épico de una democracia estéril. iM...! Semejante palabra malsonante fue para el conde el grave disgusto de su vida. Resultaba evidente que su progenitor, olvidando, por su parte, el respeto propio, propendia a la obsce- nidad, ;Buenas razones habja tenido don Alipio para no recibirle en su casa, allf donde se daba cita la sociedad més refinada de Portugal! Ya no puedo decir mas de este desagradable incidente que no conozca el pafs. Porque hoy se sabe —hasta ese punto aired el escindalo semejante episodio— que, firme en su absurda actitud, el sastre murié en la pobreza, sin haber vuelto a escribir jamés a su hijo, que sélo tuvo noticia del dbito cuando ya habfan ente- rrado al viejo. El sefior Carvallosa, diputado de la oposicién por Peiafiel, con Ia clésica perfidia que engendra el despecho politico, en cuanto supo que el viejo morfa en la miseria, corrié con toda pompa y publicidad a su casa, Hevando consigo un médico y dis- puesto a enterrarlo a su costa, ¢Que para qué? Para que se pu- diera decir en los periddicos de la oposicién que el sefior ministro habia dejado morir a su padre en una buhardilla miserable y que fue precisamente el diputado de la oposicién quien, por miseri- cordia, le acercé a los labios la postrera taza de caldo. Yo he visto al conde Horar en la soledad de su biblioteca. Eran ligrimas de rabia, ya que para otras no habia motivo. Aquella muerte terrible, solitaria y oscura era la venganza de su padre. Le legaba aquella afrenta permanente. {Hasta se dirfa que el sastre habia urdido con la oposicién toda aquella higubre escena! jCon el jergén, con la visita de Carvallosa, con la tumba de caridad! El conde me dijo abrazindome: — Ay, Zagallo, el mayor error de mi vida fue nacer de seme- jante padre! Y tenia razén. Por esa razén el conde, en su rigida justicia, dej6 que el cuerpo del sastre descansase en la sepultura adonde le Uevaron de misericordia. El decia que ante Dios se consideraba hijo de su tfa. A ella rigid ese hermoso monumento en donde el Angel solloza encima de una columna que sostiene un libro, como simbolo de la for- macién que forjé al conde, y una pequefia bolsa, que representa la fortuna en tierras que le dejé en testamento. Estas digresiones, que estimo necesarias, me llevan a los afios, no excesivamente lejanos, en que el conde de Abrafios vio, por decirlo de esta manera, Portugal rendido a sus pies (repito que yo no cuento de una manera cronoldgica los episodios de tan grande existencia, sino que limito a dar tan sdlo, y a grandes trazos, los perfiles esenciales de su contextura histérica). Retorne conmigo, pues, quien leyere a esa bonita carretera de Oporto, por donde, en una diligencia, y acompafiado del adminis- trador de su sefiora tfa, va nuestro Alipio camino de Coimbra. Los siete afios que alli pasé fueron serenos y placenteros. Me cofié el conde mds de una vez que la universidad le causé un profundo impacto no ya como edificio —aunque sea desco- munal ese monumento, situado en lo alto de un monte, severo y aislado como una inamovible fortaleza de antafiona sapiencia—, sino como institucién sobre todo. Confieso que yo no soy tal vez competente para calibrar en cuestiones docentes de educacién, La penuria econdmica de mis padres no me hizo posible el honor de ser licenciado. Pero ya que he convivido con tantos hombres ilustres me considero como aquel viejo fabricante de idolillos, que a fuerza de moverse entre 32 ellos Ilevaba en sus manos y en su ropaje un poco de su oro. Por

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