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‘Historia de Sainville | y Leonore Marqués de Sade espiral/ ficcién Introduccién SADE UTOPISTA Pierre Favre El que intenta una primera aproximacion a la obra del marqués de Sade debe, en primer lugar, liberar- se de una doble tradicién que se interpone entre él y los textos, de dos prejuicios que son otros tantos obstéculos a la hora de desarrollar libremente una apreciaci6n critica. Por una parte los escritos de Sade conllevan una reputacién de obscenidad, de pornografia, ciertamen- te justificada por muchos de sus textos, pero que @ menudo se funda menos en el conocimiento (incluso impreciso) de las obras del marqués que en el cré- dito a una fama globalmente escandalosa, regular- mente fomentada por las prohibiciones judiciales y administrativas. Para colmo, esta fama se alimenta con el uso de un apellido que ha dado su raiz a un sustantivo y a un adjetivo constantemente empleados en un ampllo sentido de crueldad gratuita y no en su sentido médico estricto, en el que designa una pa- restesia. Por otra parte, una segunda tradicién que se ha desarrollado en los medios més literarios, adoptando muy @ menudo la forma de referencias alusivas, quie- re hacer de D.-A.-F.- de Sade un paladin de la liber- i” tad, un Prometeo cuyo indémito Individualismo tiene un valor ejemplar, y al que conviene celebrar, sin por otra parte, negar una pornogratia que se juzga entonces sublimada. Esta opinién, desbordada, en- cuentra sus fuentes en algunas frases vigorosamen- te revolucionarias, en algunas demostraciones que reivindican con hermosa valentia Ja licencia de saciar todos sus Instintos, en algunas brillantes profesiones de ateismo que se citan constantemente fuera de su contexto y, sobre todo, en algunas formulas a las cuales se hace continua referencia, como aquélla, ya célebre, de Apollinaire: «El marqués de Sade, no nos engafiemos, es el espiritu més libre que ha existido nunca» (1). No obstante, rechazando estos mitos y tomando senderos menos provocativos, numerosos criticos se han sentido inclinados hacia la personalidad deslum- brante del «divino marqués» y han procedido a in- vestigaciones sisteméticas, tanto histéricas como psicoanaliticas o filos6ficas, logrando asi multiples estudios precisos y objetivos. Dejando de lado las Investigaciones blogréticas (2) estos anélisis se han llevado normalmente bajo tres dpticas. Una parte de ellos son obra de‘cientificos, a me- nudo médicos, psiquiatras y, en menor grado, psicd- logos. Tratan de explicar la naturaleza excepcional de la actividad mental de Sade, intentan comprender una obra en la que los suefios sexuales son desme- surados y en la que las pasiones criminales, escatolé- gicas 0 masoquistas se describen, se detallan y ana- lizan sin cesar. Sade es asi objeto de anélisis clinicos que aparentemente se revelan ricos en ensefianzas (1). G. Apollinaire, Voouvre du marquis de Sade, 1912, Texto recogido en 1964 on Les diables amoureux. (2) Cuyo especialista Indiscutido es actualmente Gilbert Lely. 8 a los especialistas, en la medida en la que el mar- qués, tanto por los caracteres de una vida sexual de perversas tendencias, dificultada por la reclusién, como por una imaginacién propicia para recrear fan- tasmas especiticamente literarios, ha alcanzado una originalidad psicolégica fascinante. Otros autores adoptando el punto de vista, tan di- ferente, del estudio literario, se han propuesto exa- minar el estilo de Sade, analizar su trayectoria y sus opiniones estéticas, y dar cuenta de las cualidades novelescas y poéticas que, en ocasiones, han descu- bierto. Novelista desigual, dramaturgo abundante... aflictivo y, sobre todo, a veces admirable, Sade se ha revelado poseedor de una posteridad segura; re- cupera asi un lugar en la historia de Ia literatura, que aunque le haya sido mucho tiempo negado no de menospreciar, y en el que su figura adqulere una re- levancia inesperada. Finalmente, la mayor parte de los exégetas del marqués se han sentido atraidos por los razonamier- tos filoséficos, por los discursos teéricos que la im- pregnan Incansablemente, hasta el punto de consti- tuir, aparentemente en ella, lo esencial. Los unos se han dedicado a situar a Sade en un contexto intelec- tual, a comparar su Idégica y su lenguaje con el del Siglo de las Luces y, de este modo, han denunciado claramente una falta de originalidad conceptual. Otros han creido necesario ir més lejos y han pretendido encontrar en La nueva Justine o en La filosofia en el tocador, una ensefanza filosdfica. Una tal encomien- da no podria fundarse més que sobre una apreciacién global de Sade y aunque hace suyos todos los aspec- tos de una personalidad y una obra desmesuradas, su principal alimento sigue siendo el sistema filos6- fico, a veces Implicito, que se pretende desprender de su ganga romanesca. No se podrian resumir las tesis a menudo difici- les de estos analistas, pues en muchos casos son obra de fildsofos animados por convicciones perso- nales que examinan a Sade con toda la fruicién de investigadores comprometidos en un debate que les es esencial y para los que el estudio de un sistema filoséfico pasado es sdélo un medio y no un fin en si. Sus exposiciones confrontan, exploran, profundi- zan nociones que forman las bases, més 0 menos ex- plicitas de todos los encadenamientos demostrativos tan frecuentes de Sade: ateismo materialista, filoso- fia de la todopoderosa Naturaleza, voluntad de asu- mir su propia perversidad pese a /a contradiccién fun- damental del placer sexual, dialéctica de la muerte, de! dolor, del vicio, moral de la agresividad hacia el otro con sus consecuencias en cuanto a la afirmacién de Ia propia conciencia, obsesién de !a virginidad, cul- to del egoismo absoluto del hombre «integro» que le debe, necesariamente, aportar la felicidad y la pros- peridad material, relacién de /a «aristocracia del mal» con sus victimas, etc. Un recuento tal esté despro- visto de sentido fuera del contexto en el que cada comentarista coloca sus términos y desarrolla su Propia construccién, sin embargo no resulta indtil, pues, es precisamente en este momento y sdlo en éste, cuando se plantea el problema de una dimen- si6n politica de la obra de Sade. En efecto, siguiendo todas las disertaciones filo- s6ficas que Sade pone en boca de sus personajes, como constantes justificaciones de sus actos, exami- nando todos los mecanismos precisos, infalibles, que usan los feroces libertinos del marqués para escla- vizar y anquilar a sus victimas, tomando en cuenta todos los textos en los que las nociones politicas del siglo XVIII se utilizan incesantemente, surge la idea de que la obra encierra un auténtico pensamien- to politico, acentuado por /a originalidad a veces tan 10 agresiva del marqués. Si el estudio de la obra de Sade es susceptible en el terreno filosdfico «de ayudar al hombre normal a comprenderse a si mismo, contri- buyendo a modificar las condiciones de toda com- prensi6én» (3), gno podria de la misma forma aportar al idedlogo politico ensefianzas sobre los datos y com- portamientos politicos? Todos los textos no tiene desde esta perspectiva Ja misma densidad doctrinal, va gran diferencia de las Historias o de Los Crimenes del amor a /a monumental Historia de Juliette. Se hace necesario enumerar bre- vemente los elementos concernientes de modo pre- ciso a la ideologia politica que se pueden descubrir en la obra del marqués (4). Lo cual no quiere decir que sdélo deban retener nuestra atencién las conside- raciones, muy numerosas, sobre el estado, las formas de gobierno o la igualdad de los ciudadanos; de nin- gtin modo hay que descuidar las preocupaciones pu- ramente sexuales de Sade, que sdlo de modo excep- cional pasarén a segundo plano. Se puede decir inclu- so que son estas preocupaciones las que suscitan (3) M. Blanchot, Lautréamont et Sade, pig. 265. Editions du Minuit. (Hay edicién castellana: ca del Mediodia. Buenos Aires. a) No haremos aqui mencién de la irritante cuestién de las relaciones entre Sade y dificiles y de una natur muy part part son en cierta medida extrinsicos lograficos que Ideoldégico: posiciones que llegan hasta le controversia (cf. Pierre Ki sowsk!, Sade mon prochain capitulo: «Sade ct la Revolutions; y Georges B: lle, Le secret de Sade, »parecido inicialmente en la revista Critique, nimeros 15-16 y 17, recogido después en La literature et le mal) no se trata en ningun modo de un cues- tionamiento de la ideologia politica de Sade, sino més bien de afirmaciones emitidas en virtud de una cierta visidn histérica un papel en lu ja de procesos de la designandole un destino explatorio «cn pro- culpabliidad colectivas (Klossowskl, op. eit., pag. 17). @ el debate por apasionante que compromete rente que el pensamiento politico pr ente dicho de que utilice Inc! talmente elementos de é! ‘evolucién, que plantea problemas 1 en Sade las primeras reflexiones sobre fenémenos con dimensiones politicas. En efecto el tema funda- mental, el que determina la puesta en marcha de toda su reflexion es la vida social, en toda su amplitud y en las multiples variantes, a menudo patolégicas (ho- mosexualidad, paidofilia, incluso zoofilia), que puede adoptar. Pues dicha vida sexual se organiza esencial- mente en torno a dos caracteres bésicos: por un lado su ejercicio comporta una jerarquizacién entre un In- dividuo activo, dominador, violento y un sujeto pasi- vo, sumiso, sobre el que el primero detenta toda el poder, lo que revela el sadismo propiamente di- cho (5). Este poder sédico es, en el nivel més indivi- dual, la manifestacién original de todo Poder, y, en su misma simplicidad, demuestra como la relacién opre- sor-oprimido es primordial, puesto que esté en armo- nia con el fundamento sexual del pensamiento de Sa- de. Por otra parte, el acto sexual se concibe siempre como ligado a prolongaciones colectivas, el libertino gusta de asociarse con otros en sus précticas y ro- dearse de numerosas victimas formando una pobla- cién homogénea de ilotas. Tal necesidad se concretiza mediante la constitucién de micro-socledades autér- quicas, enteramente dedicadas a la satisfaccién de los vicios de una minoria que dispone a este efecto de una coleccién de Individuos déciles (6). Esta exten- si6n social de la autoridad sexual, anteriormente in- dividual, es decisiva. Explica por si sola que la con- cepcién del Poder sea objeto de tantos tratamientos (5) En su estado puro este poder exacerbado, en su ok terrible, se glorifica en un texto intado, el discurso Introductorio del 10 de ones (Oeuvres Complet leux). Ple). Tales sociededes 20 albergen a menudo en eubterré- eos o castillos Inaccesibles, entre otros asi era el castillo del lgante entropéfago Minsk! en Historia de Jullette, o el del fals0 monedero Roland en Justine; ol prototipo restante es el siniestro castillo de Silling, teatro de Los 120 dias de Sodoma. 12 en la obra del marqués. Sade se ve conducido a re- flexionar sobre todos los aspectos correspondientes al Poder: su justificacién, sus diversas modalidades de ejercicio, las relaciones de los jefes entre si, las relaciones entre opresores y oprimidos, las posibili- dades de rebelidn de los «gobernados>, etc. Ademés este Poder sexual absoluto no es inde- pendiente del entorno, conoce una limitacién por el mero hecho de Ia presencia del Estado. Para Sade el Estado es como un dato, no irreductible, pero nece- sario al menos en un primer anélisis en el plano na- rrativo ya que es el decorado de toda descripcién que se precie de realista. Pero no puede contentarse con dar al Estado un papel meramente figurativo. Si la existencia del Estado, entendido en el sentido corrien- te de d6rgano administrador omnipresente, le lleva a ofrecer a veces numerosas discusiones anecdoticas (que se reducen, por ejemplo, a consideraciones poco originales sobre el comercio de las naciones o su de- mogratia), otras por el contrario, comprometen més intensamente la coherencia de su pensamiento. En efecto, e! hombre «integro», que ha descrito y que encuentra su felicidad en el crimen sexual, esté si- tuado en el Estado, como lo estén también las socle- dades libertinas, incluso aunque su organizacién im- plique la inexistencia de relaciones con /a autoridad estatal (7). Este Estado ha impuesto leyes que juzga indispensables para su Integridad y reprime severa- (7)_ Estas microsociedades toman a veces la precaucién de confirmar su apoliticismo. Asi rticulo 43 de los estatutos de la «Sociedad de Amigos on, club libertino en Histo- ria de Juliette, dispone que: absolutamente prohibido in- miscuirse en los asuntos goblerno. Todo discurso politico esta mente prohibido. La Sociedad respeta el gobierno bajo el que vive; y si se one por encima de las leyes es por- que por principio el hombre no poder para hacer leyes naturaleza, Pero los no deben jamés (0. C., Vill, 408). 13 mente las infracclones contra el Derecho que ha ela- borado. Entre el ser que quiere hacer recaer sobre otro un despotismo sexual ilimitado y el Estado que prohibe a tales pasiones ejercerse, hay un conflicto que Sade analiza apasionadamente, multiplicando re- flexiones que pretenden abarcar todos los aspectos de! problema: qué vale la ley ante las pasiones hu- manas? zQué relaciones mantiene el perverso con las prohibiciones legales? {Es licita la justicia de los hombres? Tantos Interrogantes clen veces plantea- dos, y otras tantas resueltos, con todo el rencor de quien tuvo que sufrir durante toda su vida un enca- denamiento sentido como injusto. Pero Sade va a intentar superar la oposicién re- sultante de esta coexistencia entre secuaces desen- frenados de un Poder sexual y un Estado representa- do, segtn la habitual imagen, como esencialmente po- liciaco. Imaginaré, por tanto, Estados utépicos donde la presencia estatal ya no pesaré, o intentaré conven- cer al goblerno de reformer el Estado en este sen- tido (8) o més sencillo adn, elevaré a estos persona- Jes a la cabeza del Estado, donde pueden gozar de una impunidad absoluta y de un poder sin limite. En este caso, las formas del Poder sexual, originalmen- te ejercitado en el seno de un grupo més 0 menos restringido, determinan, mediante ciertas readapta- clones, componentes del Poder estatal. No ba: ja con reducir el pensamiento de Sade a una dialéctica entre el Poder individual de fundamen- to sexual y el del Estado. La Iégica del marqués es mucho més dificil de penetrar. En efecto, las reflcxio- nes que dedica al Estado, a |e Justicia, a la Educa- }) La segunda parte del libelo «Franceses, un esfuerzo més 8! queréis ser republicanos+ (en La filosofia en el tocador) de- dicada a las costumbres, pretende ligar la vida sexual y forma de goblerno, tratando de demostrar que prostitucién, Incesto, violacién, sodomia, no son contrarios a «los verdaderos deberes de un republicano» (0. C., Ill, 490). 14 cién, al Contrato Social y a la Ley son incontables y, aparecen en boca de los més diversos personajes: bandidos, revolucionarios, aristécratas, jueces, reli- giosos, de los cuales su creador necesita que des- arrollen un pensamiento propio y que de hecho ex- presen los unos con relacién a los otros opiniones muy divergentes, segdn los casos. Otros elementos deberian citarse para trazar un cuadro completo de las ideas politicas del marqués, como, por ejemplo, los numerosos reglamentos detallados, articulo por articulo, de los establecimientos dedicados a la lu- Juria. En medio de estos textos dispersos, un relato ocu- pa un lugar privilegiado: la narracién que un perso- naje, Sainville, hace de un largo periplo que le condu- ce de Europa a Africa, llevandole después a recorrer el Océano Indico, en busca de su esposa, Léonore, raptada en Venecia por un noble libertino (9). Esta aventura permite a Sade describir dos Estados en fos que Sainville debe permanecer un tiempo, dos Estados pintados con precisién en sus instituciones, costumbres, vida cotidiana; dos «utopias», una feroz, situada en el reino de Butua en torno a un principe antrop6fago, la otra que hace de Tamoé una isla ma- ravillosa, ejemplo unico (pero cuya singularidad es s6lo aparente) en la obra del «divino marqués-. (9) Este relato forma ar de la a de Sade publicada en 1793 Aline y Valcour o Ia novela filoséfica, de la que consti- nye un largo episodio de mas de 200 pags. (0. C., IV, 158 a 373). 15 HISTORIA DE SAINVILLE Y DE LEONORE Gilbert Lély La vasta composici6n literaria y filos6fica, titula- da Aline y Valcour o la novela filoséfica abarca real- mente dos obras: 1.° La novela de los trégicos amores de los pro- metidos Aline y Valcour (lejos de criticar el estilo epistolar debe sefialarse que expresa con més viva- cidad la subjetividad de los personajes). Sade nos relata las fechorias de un padre cruel y disoluto, el presidente de Blamont, que para asegurarse la pose- si6n carnal de su propia hija, Aline, quiere obligarle a contraer matrimonio con el financiero Dolbourg, un viejo libertino como él. Ha entregado ya a su cémplice y mancillado él mismo a la desgraciada Sofia, a la que cree nacida de su propla sangre. Pero la verdadera hermana de Aline es Léonore, recogida por la difunta Isabel de Kerneull: este embrollo que sobrepasa en dificultades al de Heraclitus de Corneille, es el re- sultado de una doble sustitucién de nifios llevade a cabo por una nodriza Inflel. Aline, criatura dulce y vir- tuosa, ama a Valcour y es correspondida, Modelo de mujer sensible e irreprochable, la presidenta de Bla- mont, a la que sdélo los prejuicios sobre los lazos matrimoniales la retienen junto a un marido mons- 17 truoso, desea que los dos jévenes se unan, a pesar de la posicién de Valcour, que tiene como toda for- { tuna su noble origen y la pureza de sus sentimientos | (Algunos detalles de la infancia de Valcour que él mismo cuenta son autobiogréticos: es més, el amor de | Sade por las Bellas Artes se encuentra en el caréc- ter de su héroe). El presidente de Blamont intenta en vano alejar al joven, ofreciéndole una suma con- siderable, pero Valcour, que no quiere renunciar a Aline, es victima en la calle de Buci de una agresién nocturna organizada por el presidente: herido dos ve- ces por la espada, se salva gracias a la llegada de la ronda. Mientras tanto, Mme. de Blamont se afana en impedir los criminales proyectos de su marido, éste se libraré de la inoportuna esposa haciéndola enve- nener por su doncella Augustine. Desesperada por una pérdida tan querida y para escapar al deshonor inevitable en que caeria entre un padre incestuoso y un marido libertino, Aline se mata hundiendo por tres veces en su seno la cuchilla de unas largas tijeras, no sin antes haber escrito adloses desgarrador Jos manes de su madre y su querido Valcour. 2° Unidos artificialmente al argumento principal se narran el viaje alrededor del mundo de Sainville, a Ja bisqueda de su esposa Léonore (Claire de Blamont, creida Isabel de Kerneuil) y las aventuras de la joven expuesta en cada pais a la codicia de los libertinos. En el discurso siguiente Léonore recuerda algunos de los pellgros que ha corrido: «...He escapado a las trampas de un noble vene- ciano; un corsario bérbaro no se atrevid a atentar contra mi pudor; tampoco cedi ante la persecucién de un cénsul francés; la vispera de ser empalada en Senner, tras salvar la vida al precio de mi honor, en- contré la forma de guardar uno y otra; he visto a un emperador canibal postrado a mis rodillas; he salido 18 intacta de las manos de un joven portugués, de un viejo alcalde de Lisboa y de las de los cuatro mayores libertinos de aquella ciudad (...); una gitana, dos monjes y un jefe de bandidos han suspirado sin fruto. ¢Y todo esto, gran Dios, seria s6lo para que termina- se siendo la presa de un inquisidor?». Léonore es un espiritu fuerte que anticipa a veces e/ personaje de Juliette, posee un alma de hombre en un cuerpo de mujer, de complexién lasciva, con- serva su castidad s6lo por orgullo. Sade ha trazado de esta heroina un interesante retrato: «Su alma o naturalmente poco sensible 0 demasiado afectada por el infortunio, (...) rechaza lo que le conmueve y no admite, en forma alguna, las delicias de la caridad. Su pledad, su agradecimiento, su generosidad, sus facultades de entrega, excepto las que tienen por ob- jeto a su marido (...), son en ella més amaneradas que sentidas; y quizé, analizéndola en protundidad, des- prendiendo de su ser el barniz mundano que vela tan bien todos los defectos en una mujer de carécter, es posible que encontréramos mucha crueldad (...). SI antes de los dieciocho afios tiene ya un estoicismo suficiente para apagar su piedad, ziria més lejos a los cuarenta? (...) Cuando las inclinaciones del espiritu no encuentran ningun dique en las cualidades del co- raz6n y, por el contrario éste con su firme apatia deja escapar atrevidamente al otro, sobre todo lo que le irrita o le delecta, entonces una mujer puede llegar a un género de desérdenes més peligrosos que los de Teodora 0 Mesalina». Conviene atraer la atencién sobre el paraiso ético visitado por Sainville, nos referimos a la isla socia- lista de Tamoé «donde rige un goblerno hecho para servir de modelo a todos los de Europa», y que el autor ha querido describir contrasténdolo con el reino antrop6fago de Butua, cuyas atroces depravaciones se alaban en la apologia del portugués Sarmiento, fi- 19 Iésofo de la oportunidad del mal Las dos descripcio- nes son igualmente admirables, pero la primera no tiene ejemplo en la obra pesimista del marqués de Sade, porque encierra una doctrina positiva de la fe- licidad social e individual asentada sobre un conoci- miento original de la naturaleza humana y no contra- dictorio con las teorias de Justine. La exposicién de los motivos del sabio Zamé constituye un nuevo Es- piritu de las leyes, que permite la comparaciédn con Ja obra de Montesquieu, por su inspiracién generosa, en ningén momento utépica, y siempre penetrada de Ja nocién de variabilidad. Las conclusiones del autor de Aline y Valcour pueden aproximarse a las de Mon- tesquieu, tal y como las ha resumido Daniel Mornet: «Las leyes son buenas cuando realizan, no la equidad y la justicia en si, sino la parte de equidad y de jus- ticia que se acomoda con el clima, el terreno y las costumbres>. En la historia de Aline y Valcour, incrementada con el doble episodio de Sainville y Léonore, la plas- ticidad del genio de Sade ofrece al lector admirado no solamente un compendio ideolégico y pasional revelador de /a miltiple personalidad de su autor, sino también una aguda pintura de los sentimientos y usos en Francia antes de 1789; y a medio camino entre la ficcién y la ciencia de las costumbres, nu- merosas aventuras sorprendentes, entrelazadas con mano maestra en un amplio espacio geogréfico tanto en Venecia como en los estados berberiscos, en Lis- boa y Toledo como en lo més profundo del Africa negra. El autor no exagera cuando declara al princi- pio de Aline y Valcour que «nunca contrastes tan sin- gulares fueron trazados por el mismo pincel» y que «del ensamblaje de tan diferentes caracteres, sin ce- sar enfrentados los unos con los otros, debian re- sultar aventuras inusitadas». Solamente ya desde el punto de vista exdtico observaremos que incluso la 20 novela de Cleveland de! Abbé Prevost, tan fecunda en peripecias en los cuatro rincones de la tierra y que el mismo marqués elogiéd en su \deas sobre la novela, pierde interés ante la historia de Léonore y Sainville. En un reciente prefacio, Jean Fabre ha escrito: «Sade intenta hacer de Aline y Valcour no sdélo su obra mas secreta o més fuerte, sino también su obra maestra, con todo el cuidado, el refinamiento y el equilibrio que implica este término. Pensaba confun- dir a sus perseguidores, ridiculizar a sus detracto- res. revelaéndose ante el gran publico —a los que en otro tiempo se hubiesen llamado la gente bien— como el ultimo e igual de todos aquellos que admiraba, filésofos y novelistas cuya herencia habia recogido para extraerle lo que se podia encontrar de més po- sitivo, més enriquecedor y mejor. Si Aline y Valcour nos ofrece sdlo de cuando en cuando escenas tan crueles y profesiones de fe tan resueltamente sddicas como las de Justine y Juliette, los malvados de todas las especies no dejan por eso de abundar en esta obra y pese a las figuras tan con- movedoras de Aline y su madre, el problema del mal se plantea con el suficiente detenimiento como para lograr que los lectores del afio Ill se hayan conmovido. La respuesta del marqués a los reproches que se le dirigieron después de la publicacién de la novela étestimonia una hipocresia legitima, destinada a ha- cer aceptar sus inquietantes pinturas o hay que dis- cernir un reflejo de este drama dialéctico, que se- gin Pierre Klossowski ha obsesionado hasta el ultimo dia la conciencla de Donatien-Alphonse-Frangois?, «Mis pinceles —dijo—, son demasiado fuertes, cubro el vicio de trazos demasiados odiosos, gquiere saber- se por qué? No quiero que se le ame ( Siempre lo pintaré con los colores del infierno: quiero que se le conozca al desnudo, que se le tema que se le de- teste, y no conozco otro medio para conseguirlo que 21 mostrarlo con todo el horror que le caracteriza. ;Des- graciados aquellos que lo rodean de rosas! Sus opi- niones no son tan puras, yo nunca las copiaria». Cuadro de costumbres y de caracteres en el que Ja lujuria de un padre incestuoso esté trazada con singular energia, relato de aventuras heroico-cémicas entre todas las clases y todos los climas, la novela de Aline y Valcour, en la que la sociologia de un pre- cursor se entrelaza con folklores imaginarios, prefi- gura un aspecto de la sensibilidad moderna en mu- chas péginas brillantes de reinos desconocidos y de esos «viajes de descubrimientos de los que no exis- ten noticias» que evoca Arthur Rimbaud en La alqui- mia del Verbo... Si las silabas malditas del apellido de su autor no hubieran alejado a la critica universal, Ja novela de Aline y Valcour —de una expresién siem- pre decente a pesar de/ atrevimiento de las pasio- ines— estaria inscrita desde hace mucho tiempo en la lista de las ficciones universales que semejantes a? Decamerén, a/ Quijote y a Gulliver, hen abierto nue- vas dimensiones a la imaginacién de los hombres. 22 HISTORIA DE SAINVILLE Y LEONORE Como naci en la misma ciudad que Léonore y nuestras familias estaban unidas por los vinculos de la sangre y de la amistad, me fue dificil contemplai la durante largo tiempo sin amaria; cuando apenas acababa de salir de la infancia, ya sus encantos pro- vocaban gran revuelo, y yo gozaba del orgullo de ser el primero en rendirle homenaje y de! placer de- licioso de experimentar que ningtn objeto me atraia con tanto ardor. Léonore, en la edad de la verdad y de la inocencia, escuché la confesién de mi amor, de- jandome percibir que ella también era sensible al mismo; y el instante en que esa boca encantadora sonrié para indicarme que yo no era despreciado fue, lo admito, el mas dulce de mis dias. Seguimos la tra- yectoria normal, la que indica el corazén cuando es delicado y sensible. Juramos amarnos, decirnoslo y a continuacién ser siempre el uno para el otro. Pero nos hall4bamos lejos de prever los obst4culos que la suerte preparaba a nuestros destincs. Estabamos lejos de pensar que mientras nosotros os4bamos hacernos dichas promesas, padres crueles se afa- naban por contrariarlas; la tormenta se cernia sobre nuestras cabezas y |. jilia de Léonore se esforza- ba por conseguir un: juacién adecuada pi ella en el mismo momento en que la mia iba a obligarme a adoptar otra distinta. Léonore fue la primera en darse cuenta; me in- 25 formé de nuestras desdichas; me juré que si yo que- ria ser firme, fueran cuales fueran los inconvenientes que tuviéramos que afrontar, podriamos ser siempre el uno para el otro. No os sabré explicar la alegria que me produjo aquella confesién, y no os pintare mas que la embriaguez con que respondi a ella. Léonore, nacida rica, fue presentada al conde de Folange, cuyo estado y cuyos bienes deberian per- mitirla que gozara en Paris de suerte més afortuna- da; y a pesar de estas ventajas de la fortuna, a pesar de todos los dones con que la naturaleza habla pro- digado al conde, Léonore no acepté: un convento fue el pago a su negativa. Yo acababa de experimentar una parte de los mismos males: se me habfa ofrecido una de las més. ricas herederas de nuestra provincia, y yo la habla rechazado con tal dureza, exponiéndole a mi padre con tal decisién que me casaria con Léonore o no me casaria jamaés, que 6! obtuvo una orden para que tuviera que reunirme con mi compafila y no la aban- donara en dos afios. —Antes de obedeceros, sefior —dije entonces, arrojandome ante las rodillas de ese padre irritado—, sufrid que al menos os pregunte cuél es la cruel ra- z6n que os obliga a no querer concederme lo Unico que puede dar la felicidad a mi vida. —wNo hay ninguna —respondié mi padre— para no concederos a Léonore; pero hay poderosas razo- nes para obligaros a casaros con otra. La alianza con la sefiorita de Vitri —afiadi6— fue arreglada por mi hace ya diez afios; posee considerables blenes y con ella termina un proceso que dura desde hace siglos y cuya pérdida nos arruinarla infallblemente. Creed- me, hijo mio, tales consideraciones valen més que todos los sofismas del amor: siempre se tiene nece- sidad de vivir y nunca se ama més que un solo ins- tante. 26 —2zY los padres de Léonore, padre mio? —dije yo, evitando responder a lo que 61 me decia—. .Qué motivos alegan para negarmela? —El deseo de conseguir un partido mejor; aun- que yo.flojease en mis intenciones, no penséis nunca en ver cambiar las de ellos: antes la obligaran a to- mar el habito. Me conformé con eso. Por el momento sélo que- rla conocer qué tipo de obstd4culos se me oponian para decidir el partido que deberla seguir para ven- cerlos. Supliqué, por tanto, a mi padre que me con- cediera ocho dias y le prometi que después me diri- giria al lugar a donde le placiera exilarme. Obtuve el retraso deseado y podéis imaginar que sdlo lo apro- veché para trabajar en destruir todo lo que se oponia al designio que Léonore y yo hablamos forjado de re- unirnos para siempre. Yo tenia una tia monja en el mismo convento en que acababan de encerrar a Léonore; esa casuali- dad me hizo concebir los mds osados proyectos: conté mis males a dicha parienta y tuve la suerte de comprobar que era sensible a ellos; pero ella igno- raba los medios que podia emplear para servirme. —El amor me los sugiere —le dije yo—, y voy a indicdrosios... Sabéis que yo no resulto mal como chica; me disfrazaré de esa forma; vos me haréis pasar por una parienta que ha venido a visitaros des- de alguna provincia lejana; pediréis permiso para hacerme entrar algunos dias en vuestro convento... Lo obtendréis... Yo veré a Léonore y seré el mas dichoso de los hombres... En un primer momento le parecié imposible este osado plan a mi tla: vela en 61 cientos de dificulta- des; pero no habla una siquiera que se le ocurriera a su mente que mi corazén no fuera capaz de des- truir al instante, y terminé por convencerla. Una vez adoptado el proyecto —tras habernos comprometido 27 ambos mediante juramento para mantener el secre- to—: declaré a mi padre que iba a exilarme, ya que 61 lo exigia, y que, por muy dura que resultara para mi la orden a que me obligaba a someterme, la pre- ferfa sin ninguna duda al tener que casarme con la sefiorita de Vitri. Soporté adn algunas advertencias; se utilizaron todos los recursos para persuadirme; pero al ver mi resistencia inquebrantable, mi padre me abrazé y nos separamos. Desde luego, me alejé; pero estaba claro que era s6lo por obedecer a mi padre. Como sabia que habla colocado en casa de un banquero en Paris una suma muy considerable, que tenia destinada para que yo pudiera establecerme en un momento dado de acuer- do con sus previsiones, pensé que no cometia un robo apoderaéndome de antemano de los fondos que deberlan pertenecerme algun dia, y, provisto de una pretendida carta suya (creada gracias a mi culpable habilidad), me trasladé a Paris a casa del banquero y recibf los fondos, que ascendian a cien mil escudos; en seguida me vesti de mujer, tomé conmigo a una doncella habilidosa y volvi para dirigirme a la ciudad y al convento donde me esperaba la querida tia que queria favorecer mi amor. El golpe que aca- baba de dar era demasiado serio como para que se me ocurriera compartirlo; sdlo le manifesté el simple deseo de ver a Léonore en su presencia y la decisién de volverme en segulda, al cabo de unos dias, a so- meterme a las érdenes de mi padre... Pero, como 61 me crefa ya en mi destino, le dije a mi tia que con- venla redoblar la prudencia; sin embargo, en cuanto not teramos de que acababa de partir para sus tier , volvimos a sentirnos mds tranquilos, y desde se momento comenzaron nuestras mafias. Mi tla me recibe primero en el refectorio, me pre- senta hdbilmente a otras religiosas amigas suyas, ex- presa el deseo que tiene de verme con el 28 durante unos dias, lo pide, lo consigue; yo entro y héme aqui bajo el mismo techo que Léonore. Es nece- sario amar para conocer la embriaguez de esas situa- ciones; mi corazén basta para experimentarlas, pero mi espiritu no es capaz de expresarlas. No vi a Léono- re el primer dia; demasiada precipitacién hubiera lle- gado a ser sospechosa. Teniamos que guardar gran- des precauciones; pero al dia siguiente, esa encanta- dora muchacha, invitada a tomar el chocolate en la habitacién de mi tia, se encontré a mi lado sin recono- cerme; desayuné junto a otras de sus compafieras sin dudar lo mds minimo, y no salié de su error has- ta el momento en que después de la comida —ya que mi tia le habia retenido para que saliera la ulti- ma— le dijo, riendo y presentandome a ella: —He aqui una pariente mia, hermosa prima, con la cual quisiera que entablarais conocimiento: exami- nadia bien, os lo ruego, y decidme si es verdad que, como ella pretende, v2 0+ habéis visto antes en otra parte. Léonore me contempla; se turba; me arrojo a sus pies; exijo que me perdone y nos entregamos por un instante al dulce placer de estar seguros de pa- sar al menos algunos dias juntos. Mi tla se creyé en- tonces obligada a mostrarse més severa; se negé a dejarnos solos; pero yo la engatusé tan bien, la dije tal nGmero de cosas dulces, de esas que tanto agra- dan a las mujeres y sobre todo a las religiosas, que en seguida me concedié que pudiera mantener a so- las una entrevista con el divino objeto de mi corazén. —Léonore —le dije a mi querida duefia en el mo- mento en que me fue posible aproximarme a ella—. 1Oh | 6onorel Heme aqui decidido a obligaros a eje- cutar nuestros juramentos; tengo lo necesario para vivir, para vos y para mi, durante el resto de nuestros dias. No perdamos un instante; alejémonos. 29 —jFranquear los muros!— me dijo Léonore asus- tada—. No lo conseguiremos jamés. —Para el amor nada es imposible —grité—. De- jaos dirigir por 61; mafiana estaremos reunidos. La encantadora muchacha me plantea todavia algunos escriipulos, me hace visiumbrar las dificul- tades; pero yo la conjuro a no rendirse, como hago yo mismo, mas que ante el sentimiento que nos in- tlama... Tiembla..., promete y nos ponemos de acuerdo en evitarnos el uno al otro y en no volver- nos a ver més que en el momento de la ejecucién del proyecto. —Voy a reflexionar sobre ello —te dije—. Mi tia ‘os pasara un billete; vos realizaréis lo que en él se diga; nos veremos una vez mds ain para disponerio todo y luego partiremos, Yo no queria hacer participe a mi tia de una tal confidencia. yAceptaria servirnos, no nos traiciona- tla? Esas consideraciones me detenian. Sin embar- era preciso actuar. Solo, disfrazado, en una casa le, de la que no conocla apenas més que los contornos y los alrededores, sabia que todo resulta- ba dificil, pero nada me detuvo y vais a ver ahora los medios que utilicé. Después de haber estudiado profundamente du- rante veinticuatro horas todo lo que la situacién po- dia permitirme, me di cuenta de que un escultor ve- nla todos los dias a una capilla interior del convento @ reparar una gran estatua de Santa Ultrogota, pa- la casa, a la que las religiosas profesaban bia visto hacer milagros; conce- dia todo lo que se le pedia. Con algunos padrenues- tros, recitados devotamente al pie de su altar, se es- taba seguro de la beatitud celeste. Resuelto a jugar- melo todo, me acerqué al artista y, tras algunas ge- nuflexiones preliminares, le pregunté a aquel hom- 30 AABN bre si 61 tenia tanta fe como aquellas damas en el prestigio de la santa que reparaba. —Soy extranjera en esta casa— afiadi—, y me sentiria muy dichosa de oiros contar algunos de los grandes hechos de esta bienaventurada. —Bien —dijo el escultor riendo y creyendo poder hablar con més franqueza, dado el tono que yo ha- bia empleado con 6l—. gNo os dais cuenta de que son beatas que creen todo lo que se les dice? ~Cémo queréis que un trozo de madera haga cosas extraor- dinarias? El primero de todos los milagros deberia ser conservarse a si misma, y podéis daros cuenta perfectamente de que no puede hacerlo, ya que soy yo el que la restauro. iVos no creéis en todas esas mojigaterias, sefiorita! —Desde luego, no demasiado —respondi—; pe- ro es preciso hacer como las demas. Y suponienda que aquella puerta abierta bastaba para ser el primer dia, me atuve a eso. Al dia siguiente ‘a «conversacién se reanudé y continué en el mismo tono... Fui incluso mas lejos; coqueteé con él; se enardecié, y creo que si hubie- ra continuado emociondndole, el propio altar de la milagrosa estatua se hubiera convertido en trono de nuestros placeres... Cuando le vi en ese punto le cog! la mano. —Buen hombre —le dije—, no vedis en mi a una mujer, sino a un desgraciado amante cuya di- cha esta en vuestras manos. —iOh cielos! Sefior, vos vais a perdernos a ambos. —No, escuchadme; servidme, socorredme y vues- tra fortuna esta resuelta. Y al decir esto, para dar més fuerza a mi discur- 80, le deslicé una bolsa con veinticinco luises, asegu- réndole que eso no serla todo, si queria serme util. —iY bien! ,Qué exigis? 3 —Hay aqui una joven novicia a la que yo adoro; ella me ama; est4 de acuerdo en todo. Quiero Ilevar- mela y casarme con ella, pero no puedo hacerlo sin vuestra ayuda. —ZeY de qué modo puedo seros yo util? —Nada mas sencillo. Rompamos los dos brazos de esta estatua; decid entonces que esté en mal es- tado, que cuando fbais a repararla se ha mutilado sola y que os es imposible reajustarla aqui; que es indispensable que sea trasladada a vuestra casa... Lo aceptarén; estén demasiado vinculadas a ella como para aceptar cualquier cosa por conservarla... Yo vendré solo por la noche a terminar de romperla; haré desaparecer los pedazos. Mi amiga, envuelta en los ropajes que lleva esta estatua, vendré a ocu- par su sitio; vos la cubriréis con un gran pafio y, ayu- dado por uno de vuestros ayudantes, la llevaréis en cuanto amanezca a vuestro taller. Una mujer que esta con nosotros se encontrar4 alli; pondréis en sus ma- nos el objeto de mis anhelos; yo estaré en vuestra casa dos horas més tarde; alli aceptaréis nuevas pruebas de mi agradecimiento; después diréis a las monjas que la estatua ha quedado reducida a polvo cuando intentabais utilizar el cincel y que les haréis otra nueva. Mil dificultades surgieron ante los ojos de un hombre que, menos apasionado que yo, vela sin du- da con mucha mas claridad. Yo no escuchaba nada, sélo buscaba la manera de triunfar; dos nuevas bol- sas con dinero lo consiguieron y, desde ese momen- to, nos pusimos al trabajo. Los dos brazos fueron despiadadamente partidos. Una vez llamadas las monjas y aprobado el proyecto de trasladar la santa, no se trataba ya mas que de actuar. Fue entonces cuando escribi el billete convenido a Léonore; la recomendaba que se éncontrara aque- ‘la misma noche a la entrada de la capilla de Santa 32 Ultrogota con las menos vestiduras posibles, porque yo tenia otras, santificadas, que le iba a proporcionar, cuya virtud magica serviria para hacerla desapare- cer en seguida del convento. Léonore, que no me comprendié, vino al punto a reunirse conmigo en la habitacién de mi tia. Como habiamos arreglado nues- tras citas, no sorprendieron a nadie. Se nos dejé solos un instante y le expliqué todo el misterio. La primera reaccién de Léonore fue la risa. Su buen humor no se Ilevaba bien con la mojigateria y, por tanto, en un primer momento le resulté muy diver- tido el proyecto de hacerle ocupar el lugar de una estatua milagrosa; pero pronto la reflexién enfrié su alegria... Era preciso pasar alli la noche... Algo po- dia escucharse... Las monjas..., aquéllas al menos, que dormian cerca de la capilla, podrian imaginarse que el ruido que de alli procedia era ocasionado por la santa, furiosa de su cambio; solamente tenian que venir a examinar, descubrir... Estabamos perdi- dos. ~Podia acaso durante el transporte hacer un movimiento?... Y si se levantaba el trapo con que iba a ser cubierta... Si, en fin... Y mil objecio- nes cada una de ellas mas razonable que la ante- rior y que yo destruia con una sola palabra, asegu- rando a Léonore que existia un Dios para los aman- tes, y que ese Dios, implorado por nosotros, realiza- ria infaliblemente nuestros deseos, sin que ningin obstéculo turbara su efecto. Léonore se rindié; nadie se acostaba en su habi- tacién; era lo mas esencial. Yo habia escrito a la mujer que me acompafié de Paris que se encontrara a la mafiana siguiente en la casa del escultor, cuyas sefias le habla enviado, y que Ilevara vestiduras ade- cuadas para una jovencita casi desnuda que debe- ria ponérselas, y después conducirla a la posada, a donde nosotros habiamos Ilegado; que pidiera ca- ballos de posta para las nueve de la mafiana exac- 33 tamente; que a esa hora, sin ninguna duda, yo esta- rla de vuelta y que partiriamos en seguida. Como todo iba de maravillas por ese lado, no me ocupaba mas que de los proyectos en el interior; es decir, indudablemente de los mas dificiles. Léonore pretext6 que le dolia la cabeza para tener derecho a retirarse un poco antes y, cuando se la creyé acos- tada, salié y vino a encontrarse conmigo en la capi- lla, en donde yo parecia estar dedicado a la medita- cién. Se colocé como yo; dejamos que todas las monjas se tendieran en sus santas camas, y cuan- do las supusimos entregadas a los brazos del suefio, comenzamos a destrozar y a reducir a polvo la mi- lagrosa estatua, cosa que resulté muy sencilla, dado el estado en que se hallaba. Yo tenia un saco pre- parado, en cuyo fondo habia colocado unas grandes piedras. Pusimos dentro los restos de la santa y fui en segui rrojarlo todo a un pozo. Léonore, poco vestida, se disfrazé inmediatamente después con los adornos de la santa; la coloqué en la postura incli- nada en que la habla colocado el escultor para tra- bajarla. Le fajé los brazos, puse a su lado los de ma- dera, que hablamos roto la vispera, y, tras haberla da- do un beso..., beso delicioso, cuyo efecto me dio més |, fuerzas que todos los milagros de todas las santas de! cielo, cerré el templo donde reposaba mi diosa y me retiré absolutamente henchido de su culto. Al dia siguiente, a primera hora, el escultor entré, seguido de uno de sus discipulos, |levando un trapo. Lo arro- jaron sobre Léonore con tanta presteza y habilidad, que una monja que les contemplaba no pudo descu- brir nada; el artista, ayudado del muchacho, se llevé a pretendida por la mujer que la aguardaba, se encontré en la po- sada indicada, sin haber encontrado ningdn obs- taculo para su fuga. Yo habla avisado de mi partida. Nadie se extrafid. 34 ta; salieron, y Léonore, recibida | \,'s Yo simulé ante aquellas damas que estaba sorpren- dido de no ver a Léonore: se me dijo que estaba en- ferma. Con mucha calma manifesté un escaso inte- rés por aquella indisposicién. Mi tia, totalmente con- vencida de que nos habriamos dicho nuestros adio- ses misteriosamente la vispera, ni se sorprendiéd de mi frialdad, y yo no pensaba més que en volar hacia el lugar en donde me aguardaba el objeto de todos mis anhelos. Esa muchacha querida habia pasado una noche cruel, siempre entre el miedo y la espe- ranza; su agitat habia sido extrema; para colmar aun mé&s su inquietud, una anciana religiosa habla acudido durante toda la noche a despedirse de la santa; habia rezado alli mas de una hora, y eso le impedia a Léonore prdcticamente respirar, y al final de los padrenuestros la vieja beata, cubierta en |4- grimas, habia querido besarla en el rostro, pero por la mala iluminaci6n, y olvidando sin duda el cambio de posicién de la estatua, su acto de ternura se ha- bia dirigido hacia una parte absolutamente opuesta a la cabeza; al sentir que dicha parte estaba cubier- ta, e imaginando que se habla equivocado, la vieja habia palpado para convencerse ain mejor de su error. Léonore, extremadamente sensible, y cosqui- lleada en una parte de su cuerpo a la que jamés mano alguna se habla aproximado, no habla podido impedir un temblor; la monja tomé aque! movimiento por un milagro; se arrojé de rodillas; su fervor se ha- bia visto redoblado; mejor guiada en sus nuevas bus- habla conseguido dar un tierno beso sobre le del objeto de su idolatria y al fin se habla retirado. Tras haber reido durante mucho rato por esta aventura, partimos Léonore, la mujer que yo habia llevado de Paris, un lacayo y yo; a punto estuvimos de fracasar ya el primer dia. Léonore, fatigad. iso detenerse en una pequefia ciudad que se hallaba s6- 35 lo a unas diez leguas de la nuestra: descendimos en una posada; apenas entrados alli, un coche de posta se detuvo para que los viajeros cenaran como nos- otros... Era mi padre; regresaba de uno de sus cas- tillos; volvia a la ciudad con un 4nimo completamente ajeno a lo que alli estaba pasando. Todavia me estre- mezco cuando pienso en aque! encuentro: sube arri- ba, se le coloca en una habitacién completamente vecina a la nuestra; alli, creyendo que ya no podria escapar a él, estuve a punto unas veinte veces de ir a arrojarme a sus pies para tratar de obtener el per- dén de mis faltas, pero no le conocia lo suficiente como para prever sus resoluciones; con aquel paso sacrificaria por completo a Léonore. Me parecia mas conveniente disfrazarse y partir muy deprisa. Hice subir a la posadera; le dije que la casualidad habia hecho que Ilegara un hombre al que debla doscien- tos luises; y que como no me encontraba ni en situa- cién ni con ganas de pagarselos en aque! momento, le rogaba que no dijera nada y que me ayudara in- cluso a disfrazarme para escapar de ese acreedor. La mujer, que no tenia ningdn interés en traicionar- me, y a la que pagué generosamente nuestra estan- cia, se presté con todo su corazén a la broma; Léo- nore y yo nos cambiamos de vestidos, y de este mo- do pasamos descaradamente delante de mi padre, sin que le fuera posible reconocernos, aunque pare- cié poner mucha atencién en nosotros. El riesgo que acabaébamos de pasar sirviéd al menos para decidir a Léonore a prescindir de el deseo que tenia de pa- rarse en todas partes, y como nuestro proyecto era pai Italia, Ilegamos a Lyon de una tirada. El cielo es testigo de que yo habia respetado has- ta ese momento la virtud de aquella a la que queria convertir en mi mujer; hubiera creido que disminula el precio que yo esperaba de! matrimonio, si hubie- ra permitido al amor recogerlo. Una dificultad muy 36 SERS RQRET mal entendida destruyé nuestra mutua delicadeza y la grosera imbecilidad del rechazo de aquellos a los que fuimos a implorar para prevenir el crimen fue positivamente la que nos hizo caer a los dos. jOh ministros del cielo! 4No os daréis cuenta nunca de que hay miles de casos en los que vale més prestar- se a un mal pequefio para no ocasionar uno grande, y que esa futil aprobacién de vuestra parte, a la que uno quiere prestarse voluntariamente, es mucho me- nos importante que todos los peligros que pueden derivarse de una negativa? Un gran vicario del arzobispo al que nos dirigi- mos nos eché con dureza; tres curas de esa ciudad nos hicieron pasar los mismos momentos embara- zosos, y entonces Léonore y yo, justamente irritados por ese odioso rigor, resolvimos no tomar mas que a Dios por testigo de nuestros juramentos y creer- nos tan perfectamente casados invocdndole al pie de sus altares, como si todo el sacerdocio romano hubiera revestido nuestro matrimonio con sus for- malidades; es la intencién lo que el Eterno desea, y cuando la ofrenda es pura, el mediador es inutil. Léonore y yo nos trasladamos a la catedral, y alll, durante el sacrificio de la misa, tomé la mano de mi amante y le juré no ser nunca mas que suyo; ella hizo otro tanto; nos sometimos ambos a la venganza del cielo si traicionabamos nuestros juramentos; nos prometimos hacer aprobar nuestro matrimonio en el momento en que pudiéramos hacerlo, y desde aquel mismo dia, la més encantadora de las mujeres me hizo el mas feliz de los esposos. Pero ese Dios al que acababamos de implorar con tanto celo no de- seaba permitir que durase nuestra dicha; veréis aho- ra mediante qué catdstrofe terrible le placié turbar su curso. Liegamos a Venecia sin que nos ocurriera nada interesante. Yo deseaba instalarme en dicha ciudad 37 (el nombre de libertad y de repdblica seduce siempre a los jévenes), pero en seguida nos dimos cuenta que si hay alguna ciudad en el mundo que sea digna de ese titulo, desde luego no es aquélla, a menos que se le conceda al Estado caracterizado por la mas vergonzosa opresién del pueblo y la mas cruel ti- ranla por parte de los grandes. Nos hablamos alojado en Venecia en el Gran Ca- nal, en casa de un hombre llamado Antonio, que tenia un alojamiento bastante bueno: Armes de France, cerca del puente de Rialto, y desde hacia tres meses, ocupados tnicamente en visitar las bellezas de esa ciudad flotante, no habiamos pensado mas que en los placeres. jAy!, el instante del dolor se acercaba y nosotros no lo sospechdébamos. E/ rayo se gestaba ya sobre nuestras cabezas, mientras que nosotros crelamos caminar sobre flores. Venecia esté rodeada de una gran cantidad de pequefias islas encantadoras, en las que e! ciuda- dano acudtico, abandonando esas lagunas infecta- das, va a respirar de vez en cuando algunos atomos un poco menos malsanos, Fieles imitadores de aque- lla conducta —y la isla de Malamoco, mas agradable, mas fresca que ninguna de las que hablamos visto, nos atrala mas—, no pasaba ni una semana en la que no fuéramos por lo menos dos o tres veces a ce- nar en ella. La casa que preferlamos era la de una viuda, cuyas virtudes nos hablan alabado; por una Vi suma nos preparaba una comida correcta y ademas podiamos gozar durante todo el dia de su bonito jardin, Una higuera soberbia daba sombra a una parte de este encantador paseo; Léonore, a la que le gustaba mucho el fruto de dicho Arbol, en- contraba un placer singular en ir a saborearla bajo ‘sus mismas ramas y en elegir a gusto los frutos que le parecian més maduros. 38 Un dia... jOh fatal época de mi vidal... Un dia en que la vi entregada con gran fervor a esta inocen- te ocupacién, propia de su edad, llevado por la cu- riosidad, le pedi permiso para dejarla un momento, para ir a ver, a algunas millas de alli, una abadia célebre por los famosos lienzos de Tiziano y Veronés que alli eran conservados cuidadosamente. Movida por una reaccién que no pudo controlar, Léonore me mird. —iVaya! —me dijo—. Estas hecho un marido. Te consumes por disfrutar de los placeres sin tu mujer. eAdénde vas, amigo mio? ~Qué cuadro puede valer més que el original que tu posees? —Desde luego, ninguno —le dije—, y tu lo sabes perfectamente; pero sé que esos objetos te divierten poco. Es cosa de una hora, y estos presentes de la naturaleza —afiadi mostrandole los higos— son pre- feribles a las sutilezas del arte que yo deseo ir a ad- mirar durante un instante. —Vete, amigo mio; sabré estar una hora sin ti —me dijo aquella muchacha adorable, y acercéndo- se a su arbol—: jVete! jCorre a tus placeres! Yo voy a disfrutar de los mios... La abrazo, la encuentro llorando... Quiero que- darme, me lo impide; dice que es sdélo un ligero mo- mento de debilidad que le es imposible dominar. Exi- ge que me vaya a donde la curiosidad me reclama; me acompafia hasta la géndola, me ve montar en ella; se queda en la orilla mientras que yo me alejo; llora adn ante el ruido de los primeros golpes de los remos, y ante mis ojos vuelve a entrar en el jardin. jQuién iba a decirme que seria ése el instante que iba a separarnos y que nuestros placeres Iban a abis- marse en un océano de infortunios...! Mi recorrido no fue largo. Las l4grimas de Léo- nore me hablan inquietado de tal modo que me fue imposible gozar con la visita que hice. Ocu- 39 pado unicamente por ese preciado objeto de mi co- razén, no pensaba més que en volver a reunirme con ella. Llegamos a fa orilla... Me abalanzo... Vuelo ha- cia el jardin... Y, en lugar de Léonore, la viuda, la duefia de la casa, se arroja hacia mi, cublerta en |é- grimas... Me dice que est4 desolada, que merece toda mi indignacién... Que apenas me hallaba yo a unos cien pasos de la orilla, una gondola Ilena de gente se acercé a la casa; que de ella salieron seis hombres enmascarados que se Ilevaron a Léonore, la transportaron a su barca y se‘alejaron con rapidez, ganando alta mar... Lo confieso: mi primer pensa- miento fue precipitarme sobre aquella desgraciada y abatirla de un solo golpe a mis pies. Contenido por la debilidad de su sexo, me contenté con aga- rrarla por el cuello y decirle, encolerizado, que fa que devolverme a mi mujer o que la estrangularia al instante... —jExecrable pais! —grité—. jHe aqui la justicia que se hace en esta famosa reptblica! |Que el cielo me reduzca a la nada y me aplaste con ella si no consigo encontrar de nuevo a la que es mi amor}... Apenas hube pronunciado estas palabras cuan- do me vi rodeado por un tropel de esbirros; uno de ellos avanzé hacia mi y me pregunté si ignoraba que un extranjero no debe, en Venecia, hablar del Go- bierno, fuera lo que fuera lo que dijese. —iDesgraciado! —respondi fuera de mi—. ;Debe decir y pensar de 6! lo peor, cuando encuentra el derecho de gentes y de hospitalidad tan cruelmente violado...! —gnoramos lo que vos queréis decir —respon- dié e| alguacil—, pero consideraos afortunado por subir de nuevo a vuestra géndola y permanecer pri- sionero en yuestra posada hasta que la Repdblica haya decidido sobre vos. Mis esfuerzos resultaron indtiles y mi célera im- 40 potente; solo podia manifestarme mediante lagri- mas que no enternecian a nadie y con gritos que se perdian en el aire. Fui arrastrado. Cuatro de aquellos viles bribones me escoltan, me conducen a mi habi- tacién, me entregan al cuidado de Antonio y van a dar cuenta de su infamia. jAqui es cuando las pa- labras fallan para dar cuenta de mi situacién! ~Y cémo os comunicaria, en efecto, lo que yo experi- mentaba, en lo que yo me converti cuando vi aquel apartamento del que yo acababa de salir hacia sdlo algunas horas, libre y con Léonore, y al que yo vol- via prisionero y sin ella? Un sentimiento lastimoso y sombrio vino a sustituir a mi rabia... Contemplaba la cama de mi amada, sus vestidos, sus adornos, sus afeites. Mis l4grimas corrian con abundancia al apro- ximarme a todas esas cosas. A veces las observaba con la calma de la estupidez. Un instante después me precipitaba sobre ellas con el delirio de la locu- ra... Hela aqui, me decia; ella esté aqui... Des- cansa... Va a vestirse... Puedo oirla. Pero engajia- do por una cruel ilusién, que no hacia més que aumentar mi pena, rodaba en medio de la habita- cién; cubria el suelo con mis lagrimas y hacia tem- blar la béveda con mis gritos. ;jOh, Léonore! Léonore, esto es asi, ya no te veré mas... Luego, saliendo presa de furia, me arrojaba sobre Antonio, le conju- raba a que abreviara mi vida, le enternecia con mi dolor, le asustaba con mi desesperacién. El hombre, con un aire de buena fe, me obligé a calmarme; al principio rechazapa sus consuelos —el estado en que me encontraba Zpermitia acaso escuchar nada?—. Por fin consenti en escucharle. —E€stad por completo tranquilo sobre a lo que vos respecta —me dijo en primer lugar—. Supongo que todo se reduciré a una orden de que os retiréis antes de veinticuatro horas de las tierras de la Re- 41 publica; seguramente no emplearén mds severidad con vos. —iY qué me importa !o que sea de mil Es a Léo- nore a quien yo quiero, es ella lo que os pido. —No imaginéis que ella est4 ahora en Venecia; la desgracia de que es ahora victima le ha sucedido a otras muchas extranjeras e incluso a algunas mu- jeres de la ciudad. Con mucha frecuencia se cuelan en el canal barcos turcos; se disfrazan y no se les reconoce. Dirigen sus proas a los serrallos y toda precaucién que tome la Republica es poca para im- pedir esta pirateria. No os quepa duda que esa ha sido la desgracia de vuestra Léonore; la viuda del jardin de Malamoco no es culpable; la tenemos to- dos por una mujer honesta; lloraba de buena fe y quiz4 si no os hubiérais conducido de ese modo, vos mismo la hubiérais conocido mejor. Esas islas llenas de extranjeros lo estan también de espias que la Repdblica mantiene alll; vos habéis criticado: esa es la Unica raz6n de vuestra detencién. —E€stas detenciones no son naturales y vuestro Gobierno sabe perfectamente lo que le ha pasado a la que yo amo. |Oh, amigo mio! Haced que me la devuelvan y toda mi sangre es vuestra. —Sed franco. yEs una muchacha raptada de Francia? Si es asl, lo que acaba de pasar podria ser obra de las dos Cortes; esa circunstancia cambiaria por completo el cariz de las cosas... Y al verme vacilar: —No me ocultéis nada —prosigulé Antonio—. Decidme quién es ella. Yo voy al instante a infor- marme; estad seguro de que a mi regreso os podré dar noticias de si vuestra mujer ha sido raptada por orden 0 por sorpresa. —1Blen! —respondi yo con el noble candor de la juventud, que, con todo lo honorable que es, no sirve mas que para hacernos caer en todas Ia: 42 pas que al crimen le place tendernos—. jBien! Os lo confieso: es mi mujer, pero sus padres lo ignoran. —Es bastante —me dijo Antonio—. En menos de una hora lo sabréis todo... No salgéis; eso perjudi- caria a vuestros asuntos, os privaria de aclaracio- nes que tenéis derecho a esperar. Mi hombre partid y no tardé en aparecer de nuevo. —No se sabe nada —me dijo— del misterio de vuestra intriga; el embajador no sabe nada y nuestra Republica, que no tiene por qué estar pendiente de vuestra conductd, os habria dejado toda vuestra vida tranquilo a no ser por vuestras blasfemias contra su Gobierno. Léonore ha sido, por tanto, raptada segu- ramente por una barca turca; estaba aqui escondida desde hacia un mes; habia en el canal seis pequefios bajeles armados que la escoltaron y que deben ha- llarse ya a ms de veinte leguas en alta mar. Nuestras gentes corrieron, vieron, pero les fue imposible al- canzarlos. Vendrén ahora a comunicaros las érdenes del Gobierno; obedecedlas; calmaos y creed que he hecho por vos todo lo que estaba en mi mano. Efectivamente, nada mas terminar Antonio de dar- me esas crueles informaciones vi entrar al mismo jefe de los esbirros que me habla detenido; me co- municé la orden de que debia partir al dia siguiente con la aurora; afiadié que si no fuera por las razones que tenla para quejarme, seguramente no habrian actuado conmigo con tanta suavidad; que, de todas formas, queria dejar constancia para mi consuelo de que aquel rapto no habia sido realizado por ningun malthechor de la Republica, sino por algun barco de los Dardanelos, que a veces se colaban en el mar Adridtico sin que fuera posible impedir sus desér- denes, por muchas precauciones que se tomaran. Realizada su misién, el hombre se retir6é, rogandome que le entregara algunos cequies por la honestidad 43 que habia demostrado al consignarme solamente en la posada, cuando podia perfectamente haberme en- viado a la prisién. La verdad es que yo me sentia mucho mas In- clinado, lo confieso, a aplastar a aquel granuja que a darle para vino, y lo hubiera hecho, sin ninguna duda, si no fuera porque Antonio, que seguramente adiviné mis intenciones, se acercé a mi y me exhortéd a que diera satisfacci6n a aquel hombre. Lo hice, y cuando todos se hubieron retirado volvi a hundir- me en la espantosa desesperacién que desgarraba mi alma... Apenas podia reflexionar: no habia nin- gun proyecto constante que lograra fijarse en mi imaginacién; se presentaban veinte a la vez, pero eran rechazados tan pronto como eran concebidos; inmediatamente cedfan el! sitio a otros cuya ejecu- cién era imposible. Hay que haber conocido una si- tuacién asi para poder juzgarla y hay que tener mds elocuencia que la mia para poder describirla. Por dltimo, me detuve en el proyecto de seguir a L6onore, de rescatarla si lo conseguia en Constan- tinopla, de pagar con todos mis bienes al barbaro que me la habla robado y de sustraerla, a costa de mi sangre si fuera preciso, de la espantosa suerte que la habia tocado. Encargué a Antonio que me fletara una falda; despedi a la mujer que hablamos traido con nosotros y la recompensé tras haber obte- nido de ella el juramento de que jamés deberia te- mer su indiscrecién. La falda se hallaba dispuesta a la mafiana siguien- te y podéis juzgar con qué alegria me alejaba yo de aquellas pérfidas orlillas. Tenia quince hombres en la tripulacién y el viento era bueno; dos dias des- pués, a una hora temprana, percibimos la punta de la famosa cludadela de Corfu, orgullosa rival de Gi- braitar y quiz4 tan inexpugnable como esta célebre Nave de Europa; al quinto dia doblamos el cabo de 44

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