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ANTONIN ARTAUD LOS TARAHUMARA EL RITO DEL PEYOTE ENTRE LOS TARAHUMARA EL RITO DEL PEYOTE ENTRE LOS TARAHUMARA ' Como ya he dicho, fueron los sacerdotes del Tutuguri quienes me abrieron el camino del Ciguri. Pocos dias antes, el Sefior de todas las cosas me habia abierto también el ca- mino del Tutuguri. El Sefior de todas las cosas es el que rige las relaciones externas entre los hombres: la amistad, la compasién, la limosna, la fidelidad, la piedad, la gene- rosidad, el trabajo. Su poder se detiene en el umbral de lo que en Europa entendemos por metafisica o teologia, y, cambio, en los dominios de la conciencia interna llega mu- cho mas lejos que el de cualquier jefe politico de Europa. Nadie en México puede iniciarse, es decir, recibir la uncién de los sacerdotes del Sol y la marca de inmersién y de read- misi6n de los de Ciguri, que es un rito aniquilador, si pre- viamente no lo ha tocado con su espada el anciano jefe indio que manda en la paz y en la guerra, en la Justicia, en ¢l Matrimonio y en el Amor. Al parecer, tiene en sus manos las fuerzas que ordenan a los hombres amarse o que los enloquecen, mientras que los sacerdotes del Tutuguri, con la boca, hacen elevarse el Espiritu que los produce y los dis- pone en el Infinito donde el Alma deberd cogerlos y clasifi- carlos de nuevo en su yo. La accién de los sacerdotes del Sol rodea el alma entera y se detiene en los limites del yo personal adonde acude el Sefior de todas las cosas para re- coger su resonancia. Y alli fue donde el viejo jefe mexi- cano me golpeé para abrirme de nuevo la conciencia, pues yo era un mal nacido y no podia comprender el Sol; y ade- més el orden jerdérquico de las cosas exige que después de haber pasado por cl TODO, es decir, lo multiple, que es 9 las cosas, regresemos a la simplicidad del uno, que es el Tutuguri o el Sol, para después disolvernos y resucitar me- diante esa operacién de reasimilacién misteriosa. De asimi- lacién tenebrosa, digo, que va incluida en el Ciguri, como un Mito de reanudacién, de exterminio, después, y, por ulti- mo, de resolucién en la criba de la expropiacién suprema, tal como lo gritan y afirman sin cesar los sacerdotes en la Danza de toda la Noche. Porque ocupa la noche entera, desde el crepuisculo hasta la aurora, pero coge toda la noche y la concentra, como cuando se toma todo el zumo de una fruta hasta la fuente de la vida. Y la extirpacién de pro- piedades llega hasta dios y lo sobrepasa; pues dios, y sobre todo dios ?, no puede coger lo que en el yo es auténticamen- te el simismo por mucho que éste cometa la imbecilidad de abandonarse. Fue una mafiana de domingo cuando el anciano jefe indio vino a abrirme la conciencia con una cuchillada entre el corazén y el bazo: «Tenga confianza, me dijo, no tenga miedo, no le haré ningtin dafio» y retrocedié tres o cuatro. pasos muy aprisa, y, tras hacer que su espada describiera un circulo en el aire por el pomo y hacia atras, se preci- pité sobre mi, apuntandome y con toda su fuerza, como si quisiera exterminarme. Pero la punta de la espada apenas me tocé la piel y sdlo broté una gotita de sangre. No noté _ ningun dolor, pero si tuve la impresién de despertar a algo con respecto a lo cual hasta entonces era un mal nacido y estaba mal orientado, y me senti colmado por una luz que nunca habia poseido. Pasaron algunos dias y una mafiana, de madrugada, entré en relacién con los sacerdotes del Tutu- guri y, dos dfas después, pude unirme al Ciguri. «Recoserte dentro de la entidad sin Dios que te asimila y te produce como si ti mismo te produjeras, y como tu mismo en la Nada y contra El, a cualquier hora te pro- duce: s fueron las palabras del jefe indio y no hago mds que reproducirlas, no tal como me las dijo, sino tal como 10 las he reconstruido bajo las iluminaciones fantdsticas del Ciguri. Ahora bien, si los sacerdotes del Sol se comportan como manifestaciones de la Palabra de Dios, 0 de su Verbo, es decir, de Jesucristo, los sacerdotes del Peyote me hicieron asistir al propio Mito del Misterio, sumergirme en los ar- canos miticos originales, entrar a través de ellos en el Mis- terio de los Misterios, ver la figura de las operaciones ex- tremas mediante las cuales EL HOMBRE PADRE, NI HOMBRE NI MUJER, creé todo. Es cierto que no alcancé todo ello de golpe y que necesité algiin tiempo para com- prenderlo, y muchos de los gastos de la danza, muchas de las actitudes o de las figuras que los sacerdotes del Ciguri trazan en el aire, como si los impusieran a la sombra o los sacaran de los antros de la noche, ni siquiera ellos mismos los comprenden ya, y se limitan a obedecer con sus actos, a una especie de tradicién fisica, por una parte, y, por otra, a las érdenes secretas que les dicta el Peyote, un extracto del cual absorben antes de ponerse a bailar a fin de entrar en trances por métodos ya calculados. Quiero decir que hacen lo que la planta les dice que hagan, pero que lo repiten como una especie de leccién a la que sus misculos se some- ten y que dejan de comprender cuando sus nervios se re- lajan, como tampoco la comprendian sus padres 0 los pa- dres de sus padres. Ademas, sobrevaloran la funcién de los nervios. Eso no me satisfizo y, cuando terminé la Danza, quise saber mds. Pues, antes de asistir al Rito del Ciguri tal como lo ejecutan los actuales sacerdotes indios, habia preguntado a muchos tarahumaras de la montafia y habia pasado una noche entera con un matrimonio muy joven: el marido era un adepto de dicho rito y, al parecer, conocia muchos de sus secretos. De él recibi maravillosas explica- ciones y aclaraciones muy precisas sobre la forma en que el Peyote, en el trayecto completo del yo nervioso, resucita el recuerdo de esas verdades soberanas, mediante las cuales la conciencia humana, segin me dijo, recupera la percepcién del Infinito, en lugar de perderla. «No es a mi a quien co- rresponde, me dijo aquel hombre, mostrarte en qué consis- ten esas verdades, pero s{ hacer que renazcan en el espiritu de tu ser humano. El espfritu del hombre est4 harto de Dios, porque es malo y esté enfermo, y nosotros debemos revol- verle el hambre. Pero ahora resulta que el propio Tiempo nos niega los medios. Majfiana te haremos ver lo que atin podemos hacer. Y si quieres trabajar con nosotros, tal vez con la ayuda de esta Buena Voluntad de un hombre proce- dente del otro lado del mar y que no es de nuestra Raza, logremos romper una resistencia mds.» A los oidos indios no les gusta mucho ofr pronunciar el nombre de CIGURI. Llevaba conmigo a un guia mestizo, que también me servia de intérprete ante los tarahumara, y me habfa advertido que siempre les hablara de él con respeto y precaucién, porque, me dijo, les da miedo. Y, sin embargo, me di cuenta de que si algun sentimiento puede serles ajeno en relacién con dicha palabra es precisamente el miedo y que, por el con- trario, lo que hace es despertar en ellos el sentido de lo sagrado de una forma que la conciencia europea ya no co- noce, y esa es su desgracia, pues aquf el hombre ya no res- peta nada. Y la serie de actitudes que el joven indio adopté ante mis ojos cuando pronuncié la palabra CIGURI, me ensefié muchas cosas sobre las posibilidades de la concien- cia humana, en los casos en que ha conservado el sentimien- to de Dios. Efectivamente, su actitud, debo decirlo, reve- laba terror, pero no era suyo, pues le cubria como si fuera un escudo o un manto. Para sus adentros, parecia feliz . como sélo se es durante los minutos supremos de la exis- tencia, con la faz desbordante de gozo y en adoracién. Asi debian de mostrarse los Recién Nacidos de una humanidad atin en gestacién, cuando el espiritu del HOMBRE IN- CREADO se alzaba en truenos y en llamas por encima del mundo reventado, asi debfan de rezar los esqueletos de las catacumbas, a quienes, segin dicen los libros, EL HOM- BRE mismo se aparecia. 12 Junté las manos y sus ojos se encendieron. Su rostro se petrificéd y se cerré. Pero cuanto mas entraba en si mismo, mas impresién me daba de que una emoci6n insdlita y legi- ble irradiaba de él objetivamente. Se desplazé dos o tres veces. Y cada una de ellas, sus ojos, que habian quedado casi fijos, se alteraron para aislar algtin punto cercano, como si quisiera tomar conciencia de algo temible. Pero me di cuenta de que lo que podia temer era faltar por alguna negligencia al respeto que debia a Dios. Y, por encima de todo, comprobé dos cosas: la primera, que el indio tarahu- mara no concede a su cuerpo la importancia que nosotros, los europeos, le atribuimos, sino que lo concepttia de modo muy distinto. «Ese cuerpo que soy, parece decir, no soy yo en absoluto», y cuando se volvia para observar fijamente algo cercano, parecia que era su propio cuerpo lo que es- crutaba y vigilaba, «Donde estoy y lo que soy, Ciguri es quien me lo dice y me lo dicta, y ti en cambio mientes y de- sobedeces. Lo que estoy sintiendo en realidad ti nunca quieres sentirlo y me das sensaciones contrarias. Ti no quieres nada de lo que yo quiero. Y, en la mayorfa de los casos, lo que ti me propones es el Mal. No has sido sino una prueba transitoria y un fardo para mf. Algin dia te ordenaré que te vayas, cuando el propio Ciguri sea libre, pero, dijo llorando repentinamente, no deberds irte comple- tamente. Al fin y al cabo, Ciguri fue quien te hizo y muchas veces me has servido de refugio contra la tormenta, pues Ciguri moriria si no me tuviera a mi.» La segunda cosa que comprobé en medio de aquella ple- garia —pues aquella serie de desplazamientos ante si mismo y como junto a sf mismo, a los que acababa de asistir y que tardaron mucho menos tiempo en producirse del que he empleado para contarlos, eran la plegaria improvisada del indio a la sola evocacién del nombre de Ciguri—, la segunda cosa, digo, que me impresioné fue que, aunque el indio sea un enemigo para su cuerpo, también parece haber sacrificado su conciencia a Dios, y que el hdbito del Peyote 13 lo dirige en esa tarea. Los sentimientos que de él irradiaban, que pasaban uno tras otro a través de su rostro y se podian leer en él, claramente no eran sttyos; no se los apropiaba *, no se identificaba ya con lo que para nosotros es una emo- cién personal, 0, mejor dicho, no lo hacia a nuestro modo, en funcién de una eleccién y de una incubacién fulgurante, inmediata, como nosotros hacemos. De todas las ideas que pasan por nuestra cabeza, unas las aceptamos y otras no. El dia que nuestro yo y nuestra conciencia se forman, en ese incesante movimiento de incubacién queda establecido un ritmo distintivo y una seleccién natural, que hacen que nuestras ideas propias naden por la superficie del campo de la conciencia, mientras que el resto se desvanece automiati- camente. Quiz4 necesitemos tiempo para ahondar en nues- tros sentimientos y aislar de éstos nuestro propio rostro, pero lo que pensamos de las cosas en los puntos principales es como el tétem de una gramiatica indiscutible que escande sus términos palabra a palabra. Y, cuando interrogamos a nuestro yo, siempre reacciona de la misma forma: como alguien que sabe que es él siempre quien responde y no otro. En el caso del indio no ocurre lo mismo. Un europeo nunca aceptaria la idea de que lo que ha sentido y percibido en su cuerpo —la emocién que lo ha sacudido, la extrafia idea que ha tenido momentos antes y que lo ha entusiasmado por su belleza—, no era suyo, ni que otro ha sentido y vivido todo ello dentro de su propio cuerpo, 0, en caso de aceptarlo, se tendria por loco y poco le costarfa a la gente decir que se habia vuelto un enajena- do. En cambio, el tarahumara distingue sistemdticamente entre lo que es de él y lo que es del Otro en todo lo que piensa, siente y produce. Pero la diferencia entre un loco y 41 consiste en que su conciencia personal se ha enrique- cido en ese trabajo de separacién y de distribucién inter- na al que le ha conducido el Peyote y que refuerza su vo- luntad. Aunque parezca saber mejor lo que él no es, que lo que es, en cambio, sabe lo que es y quién es mucho mejor 14 de lo que nosotros mismos sabemos lo que somos y lo que queremos. «En todo hombre, dice, existe un antiguo re- flejo de Dios en el que podemos contemplar todavia la ima- gen de esa fuerza de infinito que un dia nos arrojé al inte- rior de un alma y esa alma al interior de un cuerpo, y el Peyote nos ha conducido hasta la imagen de esa Fuerza, porque Ciguri nos reclama hacia si.» De forma que lo que observé en aquel indio, que llevaba mucho tiempo sin tomar Peyote, aunque era un adepto de sus Ritos, pues el Rito del Ciguri es la culminacién de la religién de los tarahumara, me inspiré un enorme deseo de ver de cerca todos aquellos Ritos y de que me permitieran participar. Esa era la dificultad. La amistad que me habia manifestado aquel joven ta- rahumara, quien no tuvo reparos en ponerse a rezar a pocos pasos de mi, era ya una garantia de que algunas puertas se me abrirén. Y ademas, lo que me habia dicho sobre la ayuda que esperaban de mi me hizo pensar que mi admi- sién en los Ritos del Ciguri dependia en parte de las i tivas que yo tomara frente a las resistencias que el gobierno mestizo de México opone a que los tarahumara ejerzan sus Ritos. A pesar de ser mestizo, dicho gobierno es pro-indio, porque los que lo componen son muchos més rojos que blancos. Pero lo son de forma desigual y casi todos sus mandatarios de la montafia tienen mezcla de sangres. Y con- sideran peligrosas las creencias de los antiguos mexicanos. El gobierno actual de México ha fundado escuelas indige- nas en la montafia, en las que los hijos de los indios reci- ben una ensefianza calcada de la que se imparte en las es- cuelas municipales francesas, y el ministro de Educacién de México, de quien habia obtenido un salvoconducto, por me- diacién del embajador de Francia, dispuso que me alojara en los edificios de la escuela indigena de los tarahumara. As{ pues, entré en relacién con el director de dicha escue- la, el cual era ademas el encargado de mantener el orden en todo el territorio tarahumara y tenia a sus érdenes un 15 | escuadrén de caballeria. Aunque tbdavia no se habfa toma- do ninguna disposicién al respecfo, yo sabia que se estaba tratando de prohibir la proxima fiesta del Peyote, que debia celebrarse dentro de poco. Apatte de la gran Fiesta Racial en la que participa todo el pugblo tarahumara y que se ce- lebra en fecha fija, igual que’ nuestra Navidad, los tarahu- mara tienen ademas unos /cuantos Ritos particulares en torno al Peyote. Y habjan accedido a ensefiarme uno. Ademis, en la religién de Jos tarahumara existen otras fies- tas, igual que nosotros tenemos la Pascua, la Ascensi6n, la Asuncién y la Inmaculada Concepcién, pero no todas se refieren al Peyote, y, segtin creo, la Gran Fiesta del Ciguri sdlo se celebra una vez al aiio, Entonces es cuando lo to- man, de acuerdo con todos los ritos milenarios tradiciona- les. También toman Peyote en las demas fiestas, pero sdlo como un coadyuvante ocasional sin que nadie se preocupe ya de graduar su fuerza o sus efectos. He dicho que toman, pero mejor serfa decir que tomaban, pues el gobierno de México hace lo imposible para quitar el Peyote a los ta- rahumara y para impedirles que se entreguen a su accién, y los soldados que envia a la montafa tienen la misién de impedir su cultivo. Cuando Hegué a la montaiia, encontré a los tarahumara desesperados por la reciente destruccién de un campo de Peyote por parte de los soldados de México. Sobre este tema sostuve una conversacién muy larga con el director de la escuela indigena donde me alojaba. Dicha conversacién tuvo momentos animados, penosos y repug- nantes. El director mestizo de la escuela indigena de los ta- rahumara estaba mucho mas preocupado por su sexo, que le servia para poseer cada noche a la maestra de la escuela, mestiza como él, que por la cultura © la religion‘. Pero el gobierno de México ha basado su programa en el retorno a la cultura india y en cualquier caso al director mestizo de la escuela indigena de los tarahumara le repugnaba derra- mar sangre india, «CIGURI, le dije, no es una planta, es un hombre a quien usted ha cercenado un miembro al arra- 16 sar el campo de peyote. Y por ese miembro mutilado rojo, y que canta: verde, blanco, lila, todos quieren pedirle cuentas a usted. Y lo ven.» Al pasar por varias aldeas ta- rahumara me di cuenta de que, a la aparicién del miem- bro rojo, soplaba un viento de rebelién sobre la tribu. El director de la escuela indigena no lo ignoraba, pero dudaba sobre los medios que debia emplear para restablecer la calma entre los indios. «El tinico medio, le dije, es conse- guir ganarse su corazén. Nunca le perdonaran esa destruc- cién, pero deles pruebas, mediante un acto de signo contra- rio, de que no es un enemigo de Dios. Son ustedes muy pocos aquf y, si ellos se decidiesen a rebelarse, tendrian us- tedes que combatirlos y con las armas de que disponen no podrian resistir. Ademds, los sacerdotes del Ciguri tienen madrigueras en las que ustedes nunca podran penetrar. «Y, ante una guerra asi, {qué destino tendria ese regreso de México a la cultura india, cuando en realidad habria hecho usted estallar la guerra civil? Si quiere conservar la lealtad de los tarahumara, debe autorizar esa Fiesta desde ahora mismo y, ademés, dar facilidades a las tribus para que se reunan, con el fin de que comprueben que no es usted contrario a ellos. —Es que, cuando toman peyote, dejan de obedecernos. —Con el peyote ocurre como con todo lo humano. Es un principio magnético y alquimico maravilloso, con la con- dicién de que se sepa tomar, es decir, en las dosis y con la graduacién adecuadas. Y, sobre todo, de que no se tome a destiempo y sin sentido. Si los indios se vuelven como locos después de haber tomado peyote, es porque abusan de él hasta alcanzar ese punto de borrachera desordenada en que el alma ya no se somete a nada. Al hacer eso, no es a usted a quicn desobedecen, sino al propio Ciguri, pues Ciguri es el dios de la Presciencia del justo, del equilibrio y del control de uno mismo. Quien ha bebido Ciguri auténticamente, el metro y la medida auténticas de Ciguri, HOMBRE y no FANTASMA indeterminado, sabe cémo estén hechas las 7 ‘para los ritos particulares, 0, por lo menos, no en la ac- cosas y ya no puede perder la r4z6n, porque Dios est4 dentro de sus nervios y desde alli mismo los guia. «Pero beber Ciguri consiste pfecisamente en no sobre- pasar la dosis, pues Ciguri es el Infinito, y el misterio de la accién terapéutica de los remedids va unido a la proporcién en que nuestro organismo los toma. Sobrepasar la dosis necesaria equivale a ESTROPEAR su accién. «Dios, dicen las tradiciones sacerdotales tarahumara, des- aparece automaticamente, cuando se lo toca demasiado, y en su lugar aparece el Mal Espiritu. —NMaiiana por la noche va usted a entrar en relacién con una familia de sacerdotes del Ciguri —me dijo el direc- tor de la escuela indigena. Digales lo que acaba de decirme a mi y estoy seguro de que esta vez, mejor quizds que las Ultimas veces, conseguiremos que la toma del Peyote esté reglamentada y digales ademas que se autorizard esa Fiesta y que vamos a hacer todo lo que esté en nuestra mano para facilitarles todos los medios de reunirse y que les propor- cionaremos los caballos y viveres que puedan necesitar para ello.» 4 Asi pues, el dia siguiente por la noche, me dirigi al ~ pueblecito indio donde me habijan dicho que me mostrarian el Rito del Peyote. Se celebré cuando era noche cerrada. El sacerdote Ilegé con dos sirvientes, un hombre y una mu- jet, y dos nifios. Traz6 en la tierra una especie de gran se- * micirculo en el interior del cual debian producirse los mo- vimientos de sus sirvientes y lo cerré con un gran madero donde se me autoriz6 a colocarme. Por la derecha, el arco de circulo estaba limitado por una especie de refugio en forma de ocho, que, segtin comprendi, constituia el Sancta Sanctorum para cl sacerdote. A la izquierda estaba el Va- cio: allf se situaban los nifios. En el Sancta Sanctorum se colocé el viejo bote de madera que contenia las raices de Peyote, pues los Sacerdotes no disponen de la planta entera tualidad. 18 E! Sacerdote llevaba en la mano una caiia y los nifios unos bastoncillos. El Peyote se toma al final de una serie de movimientos de danza, cuando sus adeptos han conse- guido mediante el cumplimiento religioso del rito, que Ci- guri se digne entrar en ellos. Comprobé que a los sirvientes les costaba trabajo poner- se en movimiento y tuve la impresién de que no bailarian o lo harian mal, si no sabian que en el momento oportuno Ciguri iba a bajar hasta ellos. Pues el Rito de Ciguri es un Rito de creacién, que explica cémo son las cosas en el Vacio y éste en el Infinito y cémo salieron de él en la Realidad y se hicieron. Y acaba en el momento en que por orden de Dios han adquirido Ser en un cuerpo. Eso fue lo que bailaron los dos sirvientes, no sin antes haber enta- blado una larga discusién. —No podemos comprender a Dios, si antes no nos ha tocado el alma, y nuestra danza no serd otra cosa que un artificio y el FANTASMA, gritaron, el FANTASMA que persigue a CIGURI, renacera de nuevo aqui. El Sacerdote tardé mucho en decidirse, pero al final sac6é de su pecho una bolsita y derramé6 en las manos de los indios una especie de polvo blanco que absorbieron inme- diatamente. Después de lo cual se pusieron a bailar. Al ver su rostro, una vez que hubieron tomado aquel polvo de Peyote, com- prend{ que me iban a mostrar algo a lo que nunca habia asistido. Y presté toda mi atencién para no perderme nada de lo que iba a ver. Los dos sirvientes se acostaron contra la tierra donde quedaron uno frente a otro como dos bolas inanimadas. Pero también el viejo Sacerdote debia de haber tomado polvo, pucs una impresién inhumana se habia apoderado de él. Le vi tenderse y levantarse. Sus ojos se encendieron y una expresién de autoridad insdlita empezé a apoderarse de él. Dio dos o tres golpes sordos en el suelo con su bas- ton y después entré en el 8 que habja trazado a la derecha 19 | del Campo Ritual. En aquel momento los dos sirvientes pa- recieron salir de su bola inanimada. El hombre sacudié pri- mero la cabeza y golpeé la tierrd con la palma de las ma- nos. La mujer agité la espalda. Entonces el sacerdote escu- pié: no con saliva, sino con su aliento. Expulsé ruidosa- mente su aliento entre los dientes. Y bajo el efecto de aquella conmocién pulmonar en el mismo instante el hom- bre y la mujer se animaron y se levantaron completamente. Ahora bien, por la forma como se situaban uno frente al otro, por la forma, sobre todo, como ocupaban el espacio, como si estuviesen situados en los bolsillos del vacio y en los cortes del infinito, se comprendia que ya no eran un hombre y una mujer los que alli’ estaban, sino dos princi- pios: el macho, con la boca abierta, con las encias crujien- tes, rojas, encendidas, sangrientas y como desgarradas por las rafces de los dientes, translicidos en aquel momento, como lenguas de mando; la hembra, larva desdentada, con los molares agujereados por la lima, como una rata en su ratonera, comprimida dentro de su propio celo, huyendo, girando ante el macho hirsuto ; y que se iban a entrechocar, a hundirse frenéticamente el uno en el otro, de la misma forma que las cosas, después de haberse mirado durante un tiempo y de haber hecho la guerra, se entremezclan fi- nalmente ante el ojo indiscreto y culpable de Dios, al que su accién debe ir suplantando poco a poco. «Pues Ciguri, dicen, era EL HOMBRE, tal como POR Sf MISMO, EL mismo en el espacio SE construia, cuando Dios lo asesiné.» Eso exactamente fue lo que se produjo. Pero hubo una cosa que por encima de todo me sor- prendié en su forma de amenazarse, de huirse, de entrecho- carse, para al final consentir en ir a la par. Era que aque- llos principios no estaban en el cuerpo, no llegaban a tocar el cuerpo, sino que permanecian obstinadamente como dos ideas inmateriales suspendidas en el exterior del Ser, opues- tas desde siempre a EL, y que por otra parte se hacian su propio cuerpo, un cuerpo en que la idea de materia 20 queda volatilizada por CIGURI *. Al mirarlos, recordé todo lo que me habfan dicho los poetas, los profesores, los ar- tistas de todas clases que conoci en México sobre la reli- gién y la cultura indias y lo que habia leido en todos los libros que me prestaron sobre las tradiciones metafisicas de los mexicanos. —EI Mal Espiritu, dicen los Sacerdotes Iniciados del Ci- guri, nunca ha podido ni querido creer que Dios no sea de Forma accesible y exclusiva un Ser y que exista algo mas que el Ser en la esencia inescrutable de Dios. Y, sin embargo, eso y no otra cosa era lo que aquella Danza del Peyote nos estaba mostrando. Pues en aquella danza crei ver el punto en que el in- consciente universal estd enfermo. Y que se encuentra fuera de Dios. El sacerdote tan pronto tocaba su brazo como su higado con la mano derecha, mientras que con la izquierda golpeaba la tierra con su bastén. A cada uno de sus toques respondia una actitud lejana del hombre y de la mujer, tan pronto de afirmacién desesperada y altiva, como de nega- cién rabiosa. Pero ante unos golpes precipitados que dio el Sacerdote, quien ahora sostenja su cafia con las dos manos, avanzaron ritmicamente el uno hacia el otro, con los codos separados y las manos juntas formando dos tridngulos sobre Ja tierra, y algo asf como los miembros de una letra, una S, una U, una J, una V. Cifras entre las cuales aparecia prin- cipalmente la forma 8. Una vez, dos veces no se juntaron, sino que se cruzaron con una especie de saludos. A la ter- cera vez su saludo se volviéd mids claro. A la cuarta se co- gieron las manos, se volvicron el uno h el otro y los pies del hombre parecieron buscar en la tierra los puntos en que los de la mujer le habjan golpeado. Asi hasta ocho veces. Pero, a partir de la cuarta vez, su rostro, que habia adquirido una expresién viva, no cesé de irradiar. A la octava vez miraron hacia el Sacerdote, que tomé entonces posicién con aire de dominacién y de ame- naza en cl extremo del Sancta Sanctorum, donde las cosas 21 estan en contacto con el Norte. Y con su bastén dibujé en el aire un gran 8. Pero el grito que lanz6 en aquel mismo momento era como para revolucionar el parto de horrores funebres del muerto negro por su antiguo pecado, como dice el antiguo poema enterrado de los mayas del Yucatan; y no recuerdo haber ofdo en mi vida algo que indicase de forma mds resonante y manifiesta hasta qué profundidades desciende la voluntad humana a provocar su innato conoci- miento de la noche. Y me parecié volver a ver en el Infini- to, y como en suefios, la materia con que Dios ha insuflado la Vida. Aquel grito del Sacerdote estaba hecho como para sostener la trayectoria del bastén en el aire. Al gritar de aquella forma, el Sacerdote se desplazé y dibujé con todo su cuerpo en el aire y con sus pies en la tierra la forma de un mismo ocho, hasta que lo hubo encerrado del lado del Sur. La Danza estaba a punto de acabar. Los dos nifios que durante todo aquel tiempo habian permanecido a la izquier- da del circulo preguntaron si podian salir de él y el Sacer- dote les hizo con su bastén como para que se dispersasen y desapareciesen. Pero ninguno de ellos habia tomado Peyo- te. Esbozaron algo asi como un gesto de danza, pero des- pués renunciaron y desaparecieron como si volviesen a casa. Ya lo he dicho al principio de esta relacién: todo aque- Ilo no me bastaba, Y quise saber mis sobre el Peyote. Me acerqué al Sacerdote para preguntarle : —Nuestra ultima Fiesta —me dijo—, no se pudo cele- brar. Estamos desalentados. Ahora cuanto tomamos Ciguri en los Ritos es sélo como un vicio. Pronto toda nuestra Raza estard enferma. El tiempo se ha vuelto demasiado viejo para el Ser. Y ya no puede soportarnos. {Qué hacer? 22 (Qué va a ser de nosotros? Ahora los nuestros ya no aman a Dios. Yo, que soy sacerdote, no he podido dejar de notarlo. Por eso me ves tan desesperado. Le dije lo que habia quedado convenido con el director de la escuela indigena y que su préxima fiesta podria cele- brarse. También le dije que no habia venido a visitar a los ta- rahumara por curiosidad, sino para volver a encontrar una Verdad que se le escapa al mundo de Europa y que su Raza habia conservado. Ello hizo que se me confiase y me dijo cosas maravillosas sobre el Bien y sobre el Mal, sobre la Verdad y sobre la Vida. —Todo lo que digo procede de Ciguri —me dijo—, y El es quien me lo ha ensefiado. «Las cosas no son como las vemos y las sentimos la ma- yoria de las veces, sino tal como Ciguri nos las ensefia. EI Mal, el Mal Espiritu desde todos los tiempos, las toma, y sin Ciguri el hombre no puede volver a la Verdad. Al principio eran verdaderas, pero cuanto mds envejecemos, més falsas se vuelven, porque el Mal se introduce en ellas. Ahora el corazén no esta en ellas, el alma tampoco porque Dios se ha retirado de ellas. Ver las cosas era ver el Infinito. Ahora cuando miro la luz me cuesta trabajo pensar en Dios. Y, sin embargo, El, Ciguri, es quien ha hecho todo. Pero el Mal est4 en todas las cosas, y yo, hombre, ya no puedo seguir sintiéndome puro. Hay en mi algo horrible que sube y que no procede de mi, sino de las tinieblas que tengo den- tro de mi, alli donde el alma del hombre no sabe dénde comienza el Yo, ni dénde acaba, y lo que le ha permitido comenzar tal como se ve. Eso es lo que Ciguri me ha dicho. Con El dejo de conocer la mentira y de confundir lo que en todo hombre quiere verdaderamente de lo que no quiere, pero remeda el ser de la mala voluntad. Y pronto eso sera Jo unico que habrd, dijo, retrocediendo unos pasos: esa mascara obscena de quien rie irénicamente entre el esper- ma y la casa.» 23 Estas palabras del Sacerdote que acabo de transcribir son absolutamente auténticas; me parecieron demasiado im- portantes y bellas como para permitirme cambiar nada, y, aunque no se trate de su transcripcién absoluta palabra por palabra, no deben de alejarse mucho de ello, pues se comprende que me dejaran estupefacto y mis recuerdos so- bre este punto se han conservado con extraordinaria preci- sién. Por lo demas, repito, su lucidez no me sorprendié, pues acababa de tomar el Peyote. Cuando aquella conversacién acab6, me pregunté si de- seaba gustar por m{ mismo a Ciguri y acercarme as{ a la Verdad que buscaba. Yo le dije que ese era mi deseo mds ferviente y que no creia que sin la ayuda del Peyote se pudiese alcanzar todo lo que se nos escapa y de lo cual el tiempo y las cosas nos alejan cada vez mas. Derramé en mi mano izquierda una cantidad del volu- men de una almendra verde, «suficiente, dijo, para volver a ver a Dios dos o tres veces, pues Dios nunca puede co- nocerse. Para entrar en su presencia hay que ponerse por lo menos tres veces bajo la influencia de Ciguri, pero cada toma no debe sobrepasar el volumen de un guisante». Asi pues, me quedé todavia un dia o dos entre los ta- rahumara con el fin de conocer el Peyote y seria necesario un grueso volumen para comunicar todo lo que vi y senti bajo su influencia y todo lo que los sacerdotes, sus sirvien- tes y sus familias me dijeron ademds sobre el tema. Pero una visién que luve, y que me sorprendié, el Sacerdote y su familia la consideraron auténtica; al parecer, concernia a eso que debe de ser Ciguri y que es Dios. Pero no se llega a él sin haber atravesado un desgarramiento y una angustia, después de lo cual uno se siente como regresado y transportado al otro lado de las cosas y se deja de com- prender el mundo que se acaba de abandonar. Digo bien: transportado al otro lado de las cosas, y como si una fuerza terrible te hubiese concedido la gracia 24 de verte restituido a lo que existe en el otro lado. Dejas de sentir el cuerpo, al que acabas de abandonar y que te daba seguridad con sus limites ; en cambio, te sientes mucho mas feliz de pertenecer a lo ilimitado que a ti mismo, pues com- prendes que lo que era ese ti mismo procede de la cabeza de ese algo ilimitado, el Infinito, y que vas a verlo. Te sientes como dentro de una ola gaseosa y que desprende por todas partes un incesante chisporroteo. Cosas salidas como de lo que era tu bazo, tu higado, estallan en esa atmésfera que vacila entre el gas y el agua, pero que parece convocar a ella las cosas y ordenarles que se retinan. Lo que salia de mi bazo o de mi higado tenfa la forma de las letras de un alfabeto muy antiguo y misterioso masti- cado por una enorme boca, pero espantosamente inyectada, orgullosa, ilegible, celosa de su invisibilidad; y dichos sig- nos se vefan barridos en todos los sentidos en el espacio, al tiempo que me parecié que subia, pero no solo. Ayudado por una fuerza insdélita. Pero mucho mas libre que cuando estaba solo en la tierra. En un momento determinado algo asi como un viento se levanté y los espacios retrocedieron. Del lado donde es- taba mi brazo se produjo un vacio inmenso que se peind en gris y rosa como la orilla del mar. Y en el fondo de dicho vacfo aparecié la forma de una ra{z abortada, una es- pecie de J que tuviese en su cima tres ramas y sobre ellas una E triste y brillante como un ojo. Llamas salieron de la oreja izquierda de J y pasando por detrds de ella parecie- ron empujar todas las cosas hacia la derecha, del lado don- de estaba mi higado, pero mucho mis alla de ¢l. No vi nada mas y todo se desvanecié o fui yo quien se desvanecié al volver a la realidad ordinaria. En cualquier caso, habia visto, al parecer, el propio espiritu de Ciguri. Y creo que ello debia de corresponder objetivamente a una representa- cién trascendental pintada de las realidades ultimas y mas altas; y los Misticos deben de pasar por estados e imdge- nes semejantes antes de alcanzar de acuerdo con la formula 25 los supremos ardores y desgarramientos, después de los cua- les caen bajo el beso de Dios como seguramente las putas en los brazos de'su chulo. Aquello me inspiré algunas reflexiones sobre la accién fisica del Peyote *. El Peyote conduce al yo hasta sus fuentes auténticas. Al salir de un estado de visién semejante, no se puede volver a confundir, como antes, la mentira con la verdad. Has visto de dénde vienes y quién eres y desaparecen las dudas sobre lo que eres. No existe emocién ni influencia exterior que pueda desviarte de ello. Y toda la serie de libricos fantasmas proyectados por el inconsciente pierden su poder de engafiar al aliento ver- dadero del HOMBRE *, por la sencilla razon de que el Pe- yote es el HOMBRE no nacido, sino INNATO, y alerta y afianza la conciencia at4vica y personal. Esta sabe lo que es bueno para ella y lo que no le sirve; y, por lo tanto, los pensamientos y los sentimientos que puede acoger sin peligro y con provecho y los que son nefastos para el ejer- cicio de su libertad. Sabe, sobre todo, hasta dénde llega su ser y hasta dénde no ha llegado todavia O NO TIENE EL DERECHO DE LLEGAR SIN HUNDIRSE EN LA IRREALIDAD, LO ILUSORIO, LO NO HECHO, LO NO PREPARADO. Hasta donde el Peyote nunca dejar4 que te hundas es * Quiero decir que, aunque vuelven una nueva y ultima vez a imponerse a mi pensamiento, el Peyote, EN CAMBIO, no se presta a esas fétidas asimilaciones espirituales, pues la M{STICA no ha sido nunca otra cosa que una copulacién de una hipocresfa muy sabia y refinada contra la cual el PEYOTE todo entero protesta, pues con él EL HOMBRE esté solo, y tocando desesperadamente la misica de su esqueleto, sin padre, madre, familia, amor, dios o sociedad, Y sin nadie que lo acompafie, Y el esqueleto no es bueno, sino de piel, como una dermis que andase, Y andas del equinoccio al solsticio, sujetando 1G mismo tu propia humanidad’, 6 hasta esa profundidad donde los suefios se toman por rea- lidad, es decir, donde se confunden las percepciones pro- cedentes de los bajos fondos huidizos, incultos, inmaduros, informes del inconsciente alucinatorio con las imdgenes, las emociones de lo verdadero. Pues en la conciencia existe lo Maravilloso con lo que traspasar las cosas. Y el Peyote nos dice dénde est4 y a consecuencia de qué concreciones insdlitas de un soplo atdvicamente reprimido y obturado puede lo Fantastico formarse y renovar en la conciencia sus fosforescencias, su polvareda. Y lo Fantdstico es de calidad noble, su desorden es solamente aparente, en realidad obedece a un orden que se elabora dentro de un misterio, y de acuerdo con un plan al que la conciencia normal no alcanza, pero al cual Ciguri nos permite llegar, y que cons- tituye el misterio mismo de la poesia. Pero en el ser huma- no existe otro plan, oscuro éste, informe, al que la con- ciencia no ha entrado, pero que la rodea como con una pro- longacién inexplorada o con una amenaza, segtin los casos. Y que también desprende sensaciones osadas, percepciones. Son los fantasmas desvergonzados que afectan a la concien- cia enferma. La cual se entrega a ellos y en ellos se funde por completo, si no encuentra nada que la retenga. Y el Pe- yote es la unica barrera que el Mal encuentra por ese lado terrible, Yo también he tenido sensaciones, percepciones falsas y he crefdo en ellas. En los meses de junio, julio y agosto y hasta en sctiembre ultimos me cref rodeado de demonios, y me parecié percibirlos, verlos formarse a mi alrededor. No encontré una forma mejor de ahuyentarlos que la de hacer a cada instante la sefial de la cruz sobre todos los puntos de mi cuerpo o del espacio donde crefa verlos. También escribfa en cualquier trozo de papel, o en libros, conjuros, que no valfan mucho desde el punto de vista lite- rario ni desde el punto de vista m4gico, pues las cosas es- critas en ese estado no son sino el residuo, la deformacién, o, mds bien, la falsificacién de las altas luces de la VIDA. 27 A finales de setiembre pasado aquellas ideas malas, aquellas ideas falsas, aquellas percepciones obsesivas y, al mismo tiempo, no validas, comenzaron a desaparecer y, en octubre, no quedaba casi ni rastro de ellas. Desde el 15 al 20 de no- viembre ultimo senti que recuperaba mi energia y mi clari- dad. Ni rastro de sensaciones erréneas. Ni de malas percep- ciones. Ahora, de dia en dia, un sentimiento de seguridad, de certidumbre interior se va instalando de forma lenta, pero segura, en mi. Aunque en los uiltimos tiempos he Ilegado a hacer ges- tos que se parecen a los de ciertos enfermos afectados de mania religiosa, no eran otra cosa que el residuo de las cos- tumbres lamentables que habia adquirido ante esas creen- cias que no existian. Igual que el mar, al retirarse, deja un depésito confuso que los vientos vienen a barrer, desde hace varias semanas he empleado toda mi fuerza de voluntad en desembarazarme de esos pequefios restos. Y estoy compro- bando que de dia en dia se van. Ahora bien, hubo una cosa que los sacerdotes del Peyo- te en México me ayudaron a advertir y que el poco Peyote que tomé abrié en mi conciencia: que es en el higado humano donde se produce esa alquimia secreta y ese tra- bajo por el cual el yo de todo individuo escoge lo que le conviene, adopta o rechaza las sensaciones, las emociones, los deseos que el inconsciente le forma y que componen sus apetitos, sus concepciones, sus creencias auténticas, y sus ideas. Ahi es donde el Yo se vuelve consciente y despliega su poder de apreciacién, de discriminacién orgdnica extre- ma. Porque es en él donde Ciguri realiza su trabajo de sepa- rar lo que existe de lo que no existe. Por tanto, el higado parece ser el filtro orgdnico del Inconsciente. Ideas metafisicas semejantes he encontrado en las obras de los antiguos chinos. Y, segtin ellos, el higado es el filtro del inconsciente, pero el bazo es la correspondencia fisica del infinito. Por lo demas, eso es otra cuestién. Pero para que el higado pucda desempediar su funcién, 2B es necesario como minimo que el cuerpo esté bien ali- mentado. No se puede reprochar a un hombre encerrado desde hace seis afios en un asilo de enajenados, y que desde hace tres afios no come lo suficiente para saciar el hambre, un desfallecimiento oculto de la Voluntad. Paso meses sin comer un terrén de azticar o chocolate. En cuanto a la mantequilla, ya no sé cudnto tiempo hace que no la pruebo. Siempre que me levanto de la mesa tengo una sensa- cién de hambre, porque las reacciones, como sabéis, son demasiado reducidas. Y sobre todo el pan es insuficiente. Antes del trozo de chocolate que me dieron anteayer, viernes, hacia ocho meses que no comj{a chocolate. No soy un hombre que se deje des- viar facilmente del cumplimiento de su deber, pero por lo menos que no me reprochen falta de energia en una época como ésta, en la que los elementos indispensables para la renovacién de la energia ya no existen en el alimento que se nos da a todos. Y, sobre todo, que no me vuelvan a apli- car el electrochoc por fallos que bien se sabe no estén fuera del control de mi voluntad, de mi lucidez, de mi inteli- gencia propias. Basta, basta y basta ya de ese traumatismo de castigo. Cada aplicacién del electrochoc me ha sumergido en un terror que siempre duraba varias horas. Y no podfa dejar de desesperarme al ver que se acercaba una nueva aplica- cién, pues sabfa que otra vez volveria a perder la concien- cia y que durante todo un dia me iba a ver asfixidéndome en medio de m{ sin conseguir reconocerme, sabiendo per- fectamente que yo estaba en alguna parte, pero el diablo sabe dénde, y como si estuviera muerto. {Qué lejos est4 todo esto de la curacién mediante el Peyote! Por lo que yo vi, el Peyote fija la conciencia e im- pide que se extravfe, que se entregue a las impresiones fal- sas. Los sacerdotes mexicanos me mostraron el punto exacto del higado donde Ciguri, donde el Peyote produce 29 esa concrecién sintética que mantiene duraderamente en la conciencia el sentimiento y el deseo de lo verdadero y le da fuerzas para entregarse a él rechazando automdticamente el resto. «Es como el esqueleto de delante que vuelve del RITO SOMBR{O, LA NOCHE QUE ANDA SOBRE LA NO- CHE», me dijeron los tarahumara. Escribi «El Rito del Peyote» en Rodez el primer afio de mi llegada a este asilo, después de nada menos que sie- te afios de estar internado, tres de ellos completamente ais- lado, con envenenamientos sistemdticos y diarios. Represen- ta mi primer esfuerzo por regresar a mi mismo después de siete afios de alejamiento y de castracién de todo. Se trata de un envenenado de fecha reciente, secuestrado y traumati- zado, que cuenta recuerdos anteriores a su muerte. Lo que equivale a decir que el texto no puede por menos de ser todavia balbuceante. Afiado que este texto se escribid en el esttipido estado mental del convertido, a quien los embru- jos de los curas, aprovechdndose de su momentdnea debi- lidad, mantenian en estado de servidumbre. Ivry-sur Seine, 10 de marzo de 1947, Escribi el Rito del Peyote en estado? de conversién y con nada menos que ciento cincuenta o doscientas hostias recientes en el cuerpo, de ahi que de vez en cuando haya delirado a propdsito de cristo y de la cruz de Jesucristo. Pues nada puede ahora parecerme mds ftinebre y mortal- mente nefasto que el signo estratificador y limitado de la cruz, 31 nada mds erdticamente pornogrdfico que cristo, ignoble concretizacién sexual de todos los falsos enigmas siquicos, de todos los deshechos corporales pasados a la inteligencia como si no tuvieran otra cosa que hacer en el mundo que servir de materia de deshecho, y cuyas mds abyectas ma- niobras de masturbacién mdgica producen la salida eléc- trica de la carcel. Paris, 23 de marzo de 1947. DE UN VIAJE AL PAfS DE LOS TARAHUMARA Los Terabumare, 2 LA MONTANA DE LOS SIGNOS' El pais de los tarahumara esté leno de signos, de for- mas, de efigies naturales que no parecen en absoluto naci- das del azar, como si los dioses, a los que aqui se nota por todas partes, hubiesen querido significar sus poderes en esas extrafas firmas en las que la figura del hombre aparece per- seguida desde todas partes. Es cierto? que no faltan lugares en la tierra donde la Naturaleza, movida por una especie de capricho inteligente, ha esculpido formas humanas, Pero aqui el caso es diferen- te: pues la Naturaleza ha querido hablar a lo largo de toda la extensién geografica de una raza. Y lo extrafio es que quienes por alli pasan, como afecta- dos? por una pardlisis inconsciente, cierran sus sentidos para ignorarlo. En principio, se puede pensar que el hecho de que la Naturaleza, por un capricho extraiio, muestre de re- pente un cuerpo de hombre torturado sobre una roca, no es m4s que un capricho y que dicho capricho no significa nada. Pero cuando, durante dias y dias a caballo, se repite el mismo encanto inteligente y la Naturaleza manifiesta obstinadamente la misma idea; cuando cabezas de dioses conocidos aparecen sobre las rocas y un acto de muerte se desprende siempre a expensas del hombre —y a la forma descuartizada del hombre responden las menos oscuras, ms libres de la petrificante materia, de los dioses que siempre lo han torturado—; cuando todo un pais sobre la tierra desarrolla‘* una filosofia paralela a la de los hombres; 35 cuando sabemos* que los primeros hombres utilizaron un lenguaje de signos y encontramos dicha lengua formidable- mente aumentada en las rocas, realmente no podemos pen- sar que se trate de un capricho y que dicho capricho no sig- nifique nada * Aunque la mayoria de los miembros de la raza tarahu- mara son autéctonos y, segtin dicen ellos mismos, cayeron del cielo a la Sierra, podemos decir que cayeron en una Naturaleza ya preparada. Y esa Naturaleza ha querido pensar como un hombre. De la misma forma que ha evolu- cionado a unos hombres, asf también ha evolucionado a unas rocas. Aquel hombre desnudo, al que estaban torturando, lo vi clavado a una piedra, y unas sombras que el sol volatilizaba se afanaban encima de él; pero por no sé qué milagro 6ptico el hombre, debajo, segufa entero, aunque dentro de la misma luz. No puedo decir a quién visitaba, si a la montafia o a mf mismo, pero en aquel periplo a través de la montaiia, por lo menos una vez al dia vi presentarse un milagro éptico andlogo. Quiz4 nacf con un cuerpo atormentado, falsificado como la inmensa montafia, pero sus obsesiones sirven: y en la montafia me di cuenta de que de algo sirve tener la obse- sin de contar. No dejaba de contar ninguna sombra, cuan- do la sentia girar en torno a algo; y en muchas ocasiones, sumando sombras, me remonté hasta extrafios hogares. En Ja montajia vi a un hombre desnudo asomado a una gran ventana. Su cabeza era un gran agujero, una especie de cavidad circular en Ja que, sucesivamente y segin las horas, aparecian cl sol o la luna. Tenia el brazo derecho extendido como una barra y el izquierdo como una barra también, pero sumida en la sombra y enroscada. Se podian contar sus costillas, que eran seis por cada lado. En el lugar del ombligo brillaba un tridngulo esplen- dente, hecho ,de qué? No podria decirlo. Como si la Natu- 36 taleza hubiese escogido aquella parte de montafia para poner al desnudo sus silex escondidos. Ahora bien, aunque su cabeza estuviese vacia, los re- cortes de la roca a su alrededor le imponian una expresién precisa, que la luz iba matizando a medida que pasaban las horas. Aquel brazo derecho extendido hacia adelante y bordea- do por una raya de luz, no indicaba una direccién ordi- naria... ;Y lo que anunciaba era lo que yo buscaba! No era todavia el mediodfa completamente, cuando en- contré aquella visién; iba a caballo y avanzaba de prisa. No obstante, pude darme cuenta de que no se trataba de for- mas esculpidas, sino de un juego determinado de luces, que se ajiadia al relieve de las rocas. Los indios conocfan aquella figura; por su composi- cién, por su estructura me parecié que obedecfa al mismo principio al que obedecia aquella montafia troceada. En la direccién que indicaba el brazo habia un pueblo rodeado por una cintura de rocas. Y vi que las rocas tenfan la forma de un pecho de mu- jer con dos senos perfectamente dibujados. Vi repetirse ocho veces la misma roca que proyectaba dos sombras hacia el suelo; vi por dos veces la misma cabeza de animal, que llevaba en el morro su efigie y la iba devorando; vi, dominando el pueblo, una especie de diente falico enorme con tres piedras en su cima y cuatro agujeros en su cara exterior; y vi que desde el principio todas aquellas formas iban pasando poco a poco a la realidad. Por todas partes me parecia estar leyendo una historia de alumbramicntos en la guerra, una historia de génesis y de caos, con todos aquellos cuerpos de dioses cortados como hombres y aquellas estatuas humanas troceadas. Ni una sola forma estaba intacta, ni un solo cuerpo dejé de parecerme como salido de una reciente matanza, ni un solo gtupo en el que no leyese la lucha que lo dividfa. 37 Encontré hombres ahogados, medio comidos por la pie- dra, y, sobre unas rocas situadas mds arriba, otros hombres que se unian para rechazarlos. En otro lugar, una estatua de la Muerte, enorme, llevaba cogido de la mano a un nifio pequeiio. Hay en la Cébala’ una miisica de los Niimeros, y dicha miisica, que reduce el caos material a sus principios, ex- plica mediante una especie de matematica grandiosa, c6mo se ordena la Naturaleza y cémo dirige el nacimiento de las formas, que saca del caos. Y todo lo que vefa, me parecia obedecer a una cifra. Las estatuas, las formas, las sombras, daban siempre un niimero 3, 4, 7, 8, que reaparecia. Los bustos de las mujeres troceados eran 8; el diente falico, como ya he dicho, tenia tres piedras y cuatro agujeros; las formas volatilizadas eran 12, etc. Repito’, se puede decir que dichas formas son naturales, de acuerdo; pero lo que no es natural es su repeticién. Y lo que es todavia menos natural es que los tarahumara reproduzcan las formas de su pais en sus ritos y en sus danzas. Y dichas danzas no han nacido del azar, sino que obedecen a la misma matematica secreta, a la misma preocupacién por el juego sutil de los Numeros al que obedece toda la Sierra en su totalidad. Pues bien, esa Sierra habitada y que insufla su pensa- miento metafisico en sus rocas, los tarahumara la han sem- brado de signos, signos perfectamente conscientes, inteligen- tes y concertados. En todos los recodos de los caminos se ven drboles que- mados voluntariamente en forma de cruz, 0 en forma de seres, y muchas veces dichos seres son dobles y estén uno frente al otro, como para manifestar la dualidad esencial de Jas cosas, dualidad que vi reducida a su principio en un signo’ en forma de Af — cerrado por un circulo, que se me aparecié marcado con hierro al rojo en un gran pino; otros Arboles. levaban Janzas, tréboles, hojas de acanto ro- deadas de cruces; aqui y alli, en lugares angostos, en pasi- Ilos estrangulados por rocas, lineas de cruces egipcias con 38 ae 424 & “AUFRKR°HR2R EEE asas se desarrollaban en teorfas; y las puertas de las casas tarahumara mostraban el signo ' del mundo de los Mayas: dos tridngulos opuestos, cuyas puntas estén unidas entre si por una barra y esa barra es el Arbol de la Vida que pasa por el centro de la Realidad. Asf, mientras caminaba a través de la montafia, aque- llas lanzas, aquellas cruces, aquellos drboles, aquellos co- razones frondosos, aquellas cruces compuestas, aquellos tridngulos, aquellos seres "™ colocados unos frente a otros y que se oponfan para sefialar su guerra eterna, su divisién, su dualidad, despertaban en mf extrafios recuerdos. De re- pente recordé que en la Historia habia habido Sectas que incrustaron en las rocas aquellos mismos signos, esculpidos en el jade, machacados con el hierro o limados. Y se me ocurrié pensar ? que ese simbolismo disimulaba una cien- cia. Y me parecié extrafio que el pueblo primitivo de los tarahumara, cuyos ritos y cuyo pensamiento son mis anti- guos que el Diluvio, hubiese podido poseer aquella ciencia antes de que la Leyenda del Graal apareciese, mucho antes de que se formase la Secta de los Rosa-Cruz “. 39 LA DANZA DEL PEYOTE! La influencia fisica seguia notandose. Aquel cataclismo que era mi cuerpo... Después de veinte dias de espera, toda- via no habia vuelto en mi; —habria que decir: salido a mi. A mi, a aquella aglomeracién dislocada, a aquel trozo de geologia averiada. Inerte, como la tierra con sus rocas puede serlo; y todas esas grietas que corren por los pisos sedimentarios amontonados. Quebradizo, lo era realmente, no por frag- mentos, sino por entero. Desde mi primer contacto con aquella terrible montaiia, que estoy seguro habia elevado contra mi barreras para impedirme entrar. Y, desde que estuve alli arriba, lo sobrenatural ya no se me aparece como algo tan extraordinario como para que no pueda decir que quedé, en el sentido literal del término: embrujado. Dar un paso, para mi, no era dar un paso, sino sentir dénde \evaba la cabeza. {Se entiende esto? Miembros que obedecen uno después del otro y que avanzan uno tras otro; y hay que mantener la posicién vertical por encima de la tierra. Pues la cabeza, desbordante de olas y sin poder ya dominar sus torbellinos, la cabeza siente abajo todos los torbellinos de Ja tierra que la enloquecen y le im- piden mantenerse derecha. Veintiocho dias de aquella influencia pesada, de aquel ovillo de miembros mal acoplados que era yo, a cuyo es- pectéculo me daba la impresién de estar asistiendo, como al de un inmenso paisaje de hiclo a punto de desmem- brarse. 41 La influencia seguia notandose, tan terrible, que para ir desde la casa del indio hasta un arbol situado apenas unos pasos mas alld, necesitaba algo mds que valor, necesitaba recurrir a reservas de voluntad verdaderamente desespera- da, Pues haber llegado hasta tan lejos, encontrarme por fin en el umbral de un encuentro y de aquel lugar del que tantas revelaciones esperaba, y sentirme tan perdido, tan desierto, tan descoronado. jHabria conocido yo alguna vez la alegria? ,Habria habido alguna vez en el mundo una sensacién que no fuese de angustia o de irremisible desesperacién? {Me habria encontrado alguna vez en un estado diferente al de aquel dolor en grictas que todas las noches me perseguia? ,Habria algo para mi que no estuvie- se a las puertas de la agonia, y seria posible encontrar por lo menos un cuerpo, un cuerpo de hombre que escapase a mi perpetua crucifixién? Realmente necesitaba voluntad para creer que algo iba a ocurrir y todo aquello Zpor qué? Por una danza, por un rito de indios perdidos que ni siquiera saben quiénes son, ni de dénde vienen y que, cuando les preguntamos, nos res- ponden con cuentos cuya cohesién y secreto han perdido. Después de fatigas tan crueles, repito, que no puedo dejar de creer que no estuviese realmente embrujado, que aquellas barreras de desintegracién y de cataclismos, que senti subir a mi, no fuesen el resultado de una premedita- cién inteligente, habia legado a uno de los ultimos puntos del mundo donde todavia existe la danza de curacién me- diante el Peyote, el punto, en todo caso, donde dicha danza se inventé. Y, entonces ,qué? {qué falso presentimiento, qué intuicién ilusoria y fabricada me permitia esperar de él una liberacién para mi cuerpo y también, y sobre todo, una fuerza, una iluminacién en toda la amplitud de mi pasaje interior, que en aquel momento preciso sentia yo fuera de toda clase de dimensiones? Hacia veintiocho dias que habia empezado aquel inex- plicable suplicio, Y doce dias que me encontraba en aquel 42 rincén aislado de la tierra, en aquel encierro de la inmensa montafia, esperando la buena voluntad de mis brujos. &Por qué, cada vez que, como en aquel instante, sentia que me acercaba a una fase capital de mi existencia, no llegaba a ella con un ser entero? {Por qué aquella terrible sensacién de pérdida, de carencia que habia que conquistar, de acontecimiento abortado? Voy a ver a los brujos eje- cutar su rito, es cierto; pero jqué provecho voy a sacar de €1? Los veré. Serd la recompensa por esa larga paciencia a la que hasta ahora nada ha podido desalentar. Nada: ni el terrible camino, ni el viaje con un cuerpo inteligente, pero destemplado —habia que arrastrarlo y casi habia que ma- tarlo para impedir que se rebelase—; ni la naturaleza con sus bruscas tempestades que nos rodeaban con sus redes de rayos; ni aquella larga noche atravesada por espasmos, en la que vi a un joven indio rascarse en suefios con una es- pecie de frenesi hostil exactamente en los puntos en que dichos espasmos me atravesaban, y deca, él que apenas me conocia desde el dfa anterior: «Ah, que le sobrevenga todo el dolor que le pueda sobrevenir.» EI Peyote, ya lo sabia yo, no esta hecho para los blan- cos. Habia que impedirme a toda costa alcanzar la cura- cién mediante ese rito instituido para actuar sobre la natu- raleza misma de los espiritus. Y para aquellos pielrojas, un blanco es alguien a quien los espiritus han abandonado. Si yo me beneficiaba del rito, otro tanto perdian ellos, con su inteligente doblez espiritual. Otro tanto perderfan los espiritus. Otros tantos espiritus que no se utilizarian. Y ademis, existfa el problema del Tesguino, ese alcohol que necesita ocho dias de maceracién en las vasijas, y no habia suficientes vasijas, suficientes brazos, listos para mo- ler el maiz. Después de beber el alcohol, los brujos del Peyote que- dan inutilizados y se necesita una nueva preparacién. Ahora bien cuando Hegué al pueblo, hab{a muerto un hombre de 43 were aquellas tribus, y convenia que el rito, los sacerdotes, el alcohol, las cruces, los espejos, los ralladores, las vasijas y todo aquel extraordinario aparato de la danza del Peyote se utilizasen en beneficio suyo, del muerto. Pues una vez muerto, su doble no podfa esperar a que se hubieran des- membrado los malos espiritus. Y después de veintiocho dias de espera tuve ademas que soportar una comedia inverosimil durante toda una semana interminable. Consistié en un desenfrenado intercambio de emisarios, que, al parecer, enviaban a los brujos. Pero, tan pronto habian partido los emisarios, se presentaban los brujos en persona, extrafiados de que no estuviese todo pre- parado. Y comprendia que me habian engafiado. Condujeron hasta mf a sacerdotes que curan mediante el suefio y que hablan después de haber sojiado. «Los del Ciguri (danza del Peyote), no buenos, decian. Coge éstos.» Y empujaban hacia mf a viejos que de repen- te se rompian en dos haciendo resonar sus amuletos de forma extrafia bajo sus ropas. Y vi que me encontraba ante prestidigitadores, no brujos. Y supe ademds que aquellos sacerdotes eran amigos intimos del muerto. Un dia aquella ebullicién se calmé, sin gritos, sin discu- siones, sin nuevas promesas por mi parte. Como si todo aquello formase parte del rito y el juego hubiese durado de- masiado. Es cierto que no hab{a Iegado hasta el fondo de la montafia de aquellos indios tarahumara para buscar recuer- dos de pintura. Habia sufrido bastante, me parece, como para merecer que se me pagase con un poco de realidad. Sin embargo, al caer el dia una visién se impuso a mis ojos. Tenfa ante mf la Natividad de El Bosco, con su dispo- sicién y orientacién, con el viejo cobertizo de tablones dis- locados delante del establo, con los resplandores del nifio- Rey brillando a la izquierda, entre los animales, con los ca- serfos diseminados, los pastores; y, en primer plano, otros 44 =aeee animales que balan; y, a la derecha, los bailarines-reyes. Los reyes, con sus coronas de espejos a la cabeza y su man- to de ptirpura rectangular a la espalda, a mi mano derecha en el cuadro, como los reyes magos de El Bosco ?. Y, de re- pente, al volverme, dudando hasta el ultimo momento de ver llegar a mis brujos, los vi que descendian la montafia apoyados en enormes bastones, y sus mujeres con las gran- des cestas; y los servidores armados de cruces, agrupados como haces o drboles, y los espejos que brillaban como plie- gues de cielo ante todo aquel aparato de cruces, picas, palas, troncos de drbol sin ramas. Y todos iban encorvados bajo la carga de aquel insdlito aparato, y las mujeres de los bru- jos, igual que los hombres, se apoyaban también en enor- mes bastones que las sobrepasaban una cabeza en altura. De todas partes subfan fuegos de lefia hacia el cielo. Abajo, ya habian comenzado las danzas; y ante aquella belleza por fin realizada, aquella belleza de imaginaciones tadiantes, como voces en un subterrdneo iluminado, com- prendi que mi esfuerzo no habj{a sido en vano. Allf arriba, en las laderas de la enorme montaiia que descendia hacia el pueblo en escalones, habjan trazado un circulo en la tierra. Ya las mujeres, de rodillas ante sus metates (cubos de piedra) molian el Peyote con una especie de escrupulosa brutalidad. Los capellanes se pusieron a’ pi- sar cl circulo. Lo pisaron cuidadosamente y en todos los sentidos; y en medio del circulo encendicron una hoguera que cl viento de arriba aspiré en remolinos. Durante el dia habfan matado dos cabritos. Y ahora veia sobre un tronco de drbol sin ramas, cortado también en forma de cruz, los pulmones y el corazén de los animales que se estremecian con el viento de la noche. Otro tronco sin ramas estaba situado junto al primero, y el fuego encendido en medio del circulo producia en él a cada instante innumerables reflejos, algo as{ como un incen- dio visto a través de cristales muy espesos y agrupados. Me acerqué para distinguir la naturaleza de aquel hogar y vi un 45 increfble entrecruzamiento de campanillas, unas de plata, otras de cuerno, atadas a correas de cuero y que también estaban esperando el momento de oficiar. Por el lado donde el sol se alza plantaron diez cruces, de diferente tamajio, pero todas ellas alineadas en orden si- métrico, y a cada cruz ataron un espejo. Veintiocho dias de aquella horrible espera, después de la peligrosa supresién, concluian ahora en aquel circulo poblado de Seres, en este caso representados por diez cruces. Diez, eran diez, como los sefiores invisibles del Peyote, en la Sierra. Y entre ellos: el Macho-Principio de la Naturaleza, al que los indios llaman San Ignacio, y su hembra jSan Ni- colds! En torno al circulo, una zona moralmente abandonada en la que ningun indio se atreverfa a entrar; cuentan que los pajaros que en ella se extravian, caen, y que las mu- jeres embarazadas notan que su embrién se descom- pone. Hay toda una historia del mundo en el circulo de dicha danza, encerrada entre dos soles, el que baja y el que sube. Y cuando el sol baja es cuando los brujos entran en el circulo y entonces el bailarin de las seiscientas campanillas (trescientas de cuerno y trescientas de plata) lanza su grito de coyote, en el bosque. EI bailarin entra y sale y, sin embargo, no abandona el circulo. Avanza deliberadamente hacia el mal. Se sumerge en él con una especie de valor espantoso, a un ritmo que parece dibujar la Enfermedad por encima de la Danza. Y nos parece verlo emerger y desaparecer sucesivamente con un movimiento que evoca no sé qué oscuras tantaliza- ciones. Entra y sale: «salir de dia, en el primer capitulo», como dice del Doble del Hombre el Libro de los Muertos egipcio. Pues ese avance hacia la enfermedad es un viaje, un descenso para VOLVER A SALIR A LA LUZ. —Da 46 vueltas en redondo en el sentido de las alas de la Swastika, siempre de derecha a izquierda, y por arriba. Salta con su ejército de campanillas, como una aglome- racién de abejas enloquecidas, aglutinadas unas en otras, arremolinadas, en medio de un crepitante y tempestuoso desorden. Diez cruces en el circulo y diez espejos. Un madero, con tres brujos encima. Cuatro capellanes (dos Varones y dos Hembras). El bailarin epiléptico y yo mismo, para quien se hacia el rito. Al pie de cada brujo, un agujero en el fondo del cual el Varén y la Hembra de la Naturaleza, representados por las raices hermafroditas del Peyote (sabido es que el Peyo- te Heva la figura de un sexo de hombre y de mujer mezcla- dos), duermen en la Materia, es decir, en lo Concreto. Y el agujero, con una cubeta de madera o de tierra in- vertida por arriba, representa bastante bien el Globo del Mundo. En la cubeta, los brujos rallan la mezcla o la dis- locacién de ambos principios, y los rallan en lo Abstracto, es decir, en el Principio. Mientras que, por debajo, los dos principios citados, encarnados, reposan en la Materia, es decir, en lo Concreto. Y durante toda la noche los brujos restablecen las re- laciones perdidas, con gestos triangulares que cortan de forman extrafia las perspectivas del aire. Entre los dos soles, doce tiempos en doce fases. Y la marcha en redondo de todo lo que pulula en torno a la hoguera, dentro de los limites sagrados del circulo: el bai- larin, los ralladores, los brujos. Entre una fase y otra, los brujos se han ocupado de realizar, la prueba fisica del rito, de la eficacia de la ope- racién. Ahi los tenemos, pues, hierdticos, rituales, sacer- dotales, alineados en su madero, meciendo su rallador como aun nifo, {De qué idea de una etiqueta perdida procede el sentido de esas inclinaciones, de esa marcha en redondo 47 eC APOE g en la que van contando los pasos, se santiguan delante del fuego', se saludan mutuamente y salen? Asi pues, se levantan, ejecutan las reverencias que he dicho, unos como hombres con muletas, otros como auté- matas truncados. Cruzan a zancadas el circulo. Pero, resul- ta que, nada més pasar el circulo, apenas un metro afuera, dichos sacerdotes, que andan entre dos soles, se han con- vertido repentinamente en hombres, es decir, en organismos abyectos a los que hay que lavar, para lavarlos se hace ese rito. Se comportan como poceros, esos sacerdotes, como es- pecie de trabajadores de las tinieblas, creados para mear y para destaparse. Mean, se peen y se destapan con terri- bles truenos; y entonces, al ofrles, se podria pensar que han querido nivelar el auténtico trueno, reducirlo a su nece- sidad de abyeccién. De los tres brujos que allf estaban, dos, los dos mds pequefios y mas bajos, hacfa tres afios que habjan adqui- tido el derecho de manejar el rallador (pues el de mane- jar el rallador es un derecho que se adquiere; y, por lo de- més, sobre ese derecho descansa toda la nobleza de la casta de los brujos entre los indios tarahumara) y el tercero diez afios. Y debo decir que el mas antiguo en el rito era el que meaba mejor y se pefa con mds ardor y mds fuerte. Y éste mismo, con el orgullo de aquella especie de grosera purga, se puso a escupir unos instantes después. Escupié después de haber bebido el Peyote como todos no- sotros, Pues, cuando hubieron acabado las doce fases de la danza y ya apuntaba la aurora, nos pasaron el Peyote mo- lido, semejante a una especie de pisto alimonado; y delante de cada uno de nosotros se cavé un nuevo agujero para re- cibir los escupitajos de nuestras bocas, a las que el paso del Peyote habia conferido cardcter sagrado. «Escupe, me dijo, pero dentro de la tierra y tan pro- fundamente como te sea posible, pues ninguna particula de Ciguri debe volver a emerger nunca.» Y el brujo envejecido bajo el correaje fue quien escupié. 48 con mayor abundancia y con los mocos m4s compactos y mds gruesos. Y los demas brujos y el bailarin, reuni- dos en circulo, en torno al agujero, se habfan acercado a admirarlo. Después de haber escupido, me quedé dormido. El bai- larin no dejaba de pasar y volver a pasar delante de mi, girando y gritando por lujo, porque habia descubierto que su grito me gustaba. «Levdntate, hombre, levdntate» gritaba, a cada giro, cada vez més intitil que daba. Después de despertarme, me condujeron titubeante hacia las cruces, para la curacién final, cuando los brujos hacen vibrar el rallador sobre la propia cabeza del paciente. Asif pues, participé en el rito del agua, de los golpes en el craneo, de esa especie de curacién mutua que se pasa de uno a otro y de las abluciones desmesuradas. Pronunciaron por encima de mj extraiias palabras, al tiempo que me rociaban con agua; después se rociaron el uno al otro nerviosamente, pues la mezcla de alcohol de maiz y de Peyote estaba empezando a enloquecerlos. Y asf, con aquellos wiltimos actos, fue como acabé la danza del Peyote. La danza del Peyote est4 dentro de un rallador, dentro de csa madera empapada de tiempo y que ha aprovechado las sales secretas de la tierra. En esa varilla extendida y retorcida reposa la accién curativa de dicho rito, tan com- plejo, tan atrasado y al que hay que perseguir como a un animal en el bosque. Al parecer, existe un rineén de la alta Sierra mexicana donde abundan esos ralladores. Alli duermen, esperando a que el Hombre Predestinado los descubra y los saque a la luz. Cada brujo tarahumara, al morir, abandona su ralla- dor, con una pena infinitamente mayor que la que siente al abandonar su cuerpo; y sus descendientes, sus familiares, 49 se llevan el rallador y lo entierran en dicho rincén sagrado del bosque. Cuando un indio tarahumara se cree llamado a mane- jar el rallador y a distribuir la curacién, se va, por Pascua, a pasar una semana en el bosque, durante tres afios conse- cutivos. Alli es, dicen, donde el Sefior Invisible del Peyote le habla, con sus nueve asesores y le comunica el secreto. Y sale con el rallador adecuadamente macerado. Esta tallado en madera de tierras calidas, es de color gris como el mineral de hierro y lleva a lo largo unas ra- nuras, y en ambos extremos unos signos, cuatro tridngulos con un punto para el Macho-Principio, y dos puntos para la Hembra de la Naturaleza, divinizada. Tantas ranuras como aifios tenia el brujo cuando obtuvo el derecho de rallar y Ilegé a ser también encargado de apli- car los exorcismos, que cuartean los elementos, Y ese fue precisamente el aspecto de aquella tradicién misteriosa que no consegu{ desentrafiar. Pues los brujos del Peyote parecen haber ganado algo al cabo de los tres aiios de retiro en el bosque. En un misterio que los brujos tarahumara han conserva- do hasta ahora celosamente. Ningtin indio tarahumara, que no pertenezca a la aristocracia de la secta, parece tener la mds minima idea sobre lo que han obtenido, sobre lo que han —podriamos decir— recuperado. Y en cuanto a los propios brujos, guardan con respecto a ello el mds absoluto silencio. {Cudl es la palabra singular, la palabra perdida que el Sefior del Peyote les comunica? {Y por qué necesitan tres afios para llegar a manejar el rallador, que los brujos ta- rahumara —hemos de decirlo— escrutan con auscultacio- nes bien curiosas? {Qué es eso que han sacado del bosque y que éste les entrega tan lentamente? Por ultimo, {qué es lo que les ha pasado; eso que no 50 a aa ae va incluido en el aparato exterior del rito y que ni los gritos penetrantes del bailarin, ni su danza que va y viene como una especie de balanceo epiléptico, ni el circulo, ni la hoguera en medio del circulo, ni las cruces con sus espejos colgados en los que las cabezas deformadas de los brujos se abotagan y desaparecen sucesivamente entre las llamas de la hoguera, ni el viento de la noche que habla y sopla sobre los espejos, ni el canto de los brujos al mecer su ralla- dor, ese canto sorprendentemente vulnerable y contenido, pueden bastar para explicar? Me habfan acostado abajo, casi en tierra, al pie de aquel madero enorme sobre el que los brujos se sentaban. Acostado a poca altura, para que cayese sobre mi el rito, para que el fuego, los cantos, los gritos, la danza y la propia noche, como una béveda animada, humana, gire viva por encima de mi. Habia, pues, aquella béveda ro- dante, aquella disposicién material, gritos, acentos, pasos, cantos. Pero, por encima de todo, mis alld de todo, aquella impresién que se volvia a presentar de que detrds de todo aquello, y més alld, se disimulaba algo mas: lo Principal. No renuncié de una vez a aquellas peligrosas disocia- ciones que el Peyote provoca, al parecer, y que habia estado buscando durante veinte afios; no sub{ a un caballo con un cuerpo arrancado a si mismo y al que la supresién a la que me habia entregado privaba en adelante de sus refle- jos esenciales; no habia pasado por aquel estado de hom- bre petrificado que necesitaba dos hombres para montar: y al que montaban y bajaban del caballo como a un auté- mata desamparado, y, cuando iba a caballo, me ponian las manos en las bridas, y tenian, ademas, que cerrarme Jos dedos en torno a las bridas, pues estaba claro que habia perdido la libertad para hacerlo por mi mismo; no habia vencido a fuerza de voluntad aquella invencible hostilidad orgdnica, que hacia que fuera yo quien me negaba a andar, para traer una coleccién de imagenes caducas, de las que la Epoca, fiel en ello a todo un sistema, sacarfa como ma- st ximo ideas para carteles y modelos para sus modistas. En adelante era necesario que esa cosa escondida tras aquella trituracién pesada que emparejaba el alba con la noche quedase al descubierto y sirviese, sirviese precisamente gra- cias a mi crucifixidn. Sabja que mi destino fisico estaba irremediablemente | unido a ello. Estaba dispuesto a aceptar toda clase de que- | maduras y esperaba las primicias de la quemadura, con vistas a una combustién pronto generalizada. 52 Rodez, 7 de seticmbre de 19451, Mi querido Henri Parisot, Hace por lo menos tres semanas que le escribi dos cartas para decirle que publicase el Viaje al Pais de los Tarahuma- ta, pero le adjuntaba una carta que debia sustituir al su- plemento al viaje, en la que cometi la imbecilidad de decir que me habia convertido a Jesucristo, cuando en realidad cristo es lo que mds he detestado siempre, y debo decir que dicha conversién no fue otra cosa que el resultado de un espantoso embrujo que habia hecho que olvidase mi propia naturaleza y que tragase aqui, en Rodez, en forma de comunién, una espantosa cantidad de hostias destinadas a mantenerme durante el mayor tiempo posible, y, a poder ser, eternamente, dentro de un ser que no es el mio, Ese ser consiste en subir al cielo en espiritu en lugar de bajar poco a poco en cuerpo a los infiernos, es decir, a la sexua- lidad, alma de toda vida. Mientras que lo que cristo es se lleva al ser al emptreo de las nubes y de los gases, donde desde la eternidad se va disolviendo. La ascensién del lla- mado Jesucristo hace 2.000 afios no fue otra cosa que la subida en una vertical infinita en la que un dia dejé de ser y todo lo que era de él recayé en el sexo de todos los hom- bres, como fondo de toda libido. Como Jesucristo, existe también quien nunca descendié a la tierra, porque el hom- bre era demasiado pequeio para él, y permanecié en los 3

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