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COLECCION UNIVERSAL
— N11 a 13 —
. “LA ROCHEFOUCAULD
Memorias
MADRID, 1019&
Las Memortas de La Rochefoucauld son, con las
del cardenal de Retz, las mds importantes de cuantas
hacen historia de las turbulencias de la Fronda, en
las que tomé parte muy principal.
Publicdronse por vez primera en 1662, con gran
escdndalo de la corte. El autor habialas escrito para
st, para un reducido numero de amigos o, en todo
caso, para la posteridad. Envié una copia a su ami-
‘go Roberto Arnauld d’Andilly, a fin de que hiciese
#
algunas correcciones, especialmente de estilo—cosa
que preocupaba mucho a La Rochefoucauld, no obs-
tante tener en mds la gloria del gobierno que la de las
letras—, y en casa de Arnauld d’Andilly obtuvo otra
copia clandestina el conde de Brienne, que pretendio
imprimirlas en Rouen, pudiendo el autor secuestrar
la edicién antes de que estuviera acabada.
Pero no pudo evitar que un impresor de Amster-
dam las diese a luz con el titulo de Memorias de
M. D, L. R, acerca de las conjuras a la muerte
de Luis XIII, las guerras de Paris y de Guyena,
y la prisién de los principes. Las alusiones a los
personajes de la época dieron lugar a curiosos inci-
dentes: Del conde de San Simén, padre del célebre
autor de otras Memorias, se cuenta que dando, tras
de mucho buscar, con el librero donde aquéllas se
atMEMORIAS
DE
LA ROCHEFOUCAULD
PRIMERA PARTE
* (De 1624 a 1642.)
Luis XIII y Richelieu.
Esta primera parte esté escrita después de las res-
tantes.—Retratos de Lwis XIII, de Richelieu, de la
reina, de la duquesa de Chevreuse.—Conspiracién de
Chalais; el rey sospecha que la reina la conocia.—
Intriga del duque de Buckingham con la reina,
agravada ante el rey por Richelieu.—El principe de
Marcillac entra en la corte.—La reina madre intenta
hacer caer en deagracia a Richelieu.—Enfermedad del
rey.—J ornada de los Enganados.—La reina madre,
prisionera y fugitiva luego.—Otras venganzas del
cardenal.—-Marecillac abraza el partido de la reina.—
Pasién del rey por la senorita de Hautefort.—Querra
contra Lspana (1635).—Elt duque de La Rochefou-
cauld, alejado de la corte.—Nuevas intrigas contra10
Richelieu; tentativa de asesinato.—V entaja sobre los
espanoles.—La duquesa de Chevreuse, relegada a
Tours.—La Rochejoucauld vuelve a la corte con su
padre.—Comisién de la reina para la duquesa de
Chevreuse confiada a Marcillac.—Huida de la du-
quesa de Chevreuse a Esparia; torpezas del arzobispo
de Tours.—Marcillac, enviado a la Bastilla por ocho
dtas.—La reina le da muestras de estimacién.—Le
impide recibir gracia alguna del cardenal.—Conspi-
racién del caballerizo mayor (Cing-Mars).—Muer-
te de Richelieu (1642.)—Juicio acerca de este mi-
nistro.
He pasado los Ultimos afios del ministerio del
cardenal Mazarino en esa ociosidad que la desgra-
cia trae consigo por lo comin; durante ese tiempo
he escrito cuanto he visto de los disturbios de la
Regencia. Aunque mi suerte haya cambiado, no
disfruto del més pequefio descanso: que he queri-
do emplearlo en escribir acerca de lejanos sucesos
en que frecuentemente el azar me hizo tomar parte.
Hice mi primera salida al mundo algdan tiempo
antes de la desgracia de la reina madre, Maria de
Médicis. El rey Luis XIII, su hijo, de salud débil,
que las fatigas de la caza habian prematuramente
gastado, aumentados con sus dolencias el malhu-
mor y los defectos de su cardcter, era severo, des-
confiado, aborrecedor del mundo; queria ser diri-
gido y no llevaba con paciencia el que se le diri-
giera. Poseia cierto espiritu minucioso, aplicado tan
s6lo a las cosas de poca monta, y lo que de la gue-ee
1
rra sabia, més cuadraba a un simple oficial que a
un rey.
El cardenal de Richelieu, que gobernaba el Es-
tado, debia su posicién a la reina madre. Dotado
de un talento vasto’ y agudo, de cardcter 4spero y
dificil, era liberal, atrevido en sus proyectos y te-
meroso por su persona. Quiso fundar la autoridad
del rey y la suya propia sobre la ruina de los hu-
gonotes y de las casas grandes del reino, para ata-
car después a la Casa de Austria y derrocar una
potencia tan temible para Francia. Todo aquel que
no se doblegaba a su voluntad exponiase a su odio,
y no reconocia limites para elevar a sus criaturas
ni para perder a sus enemigos. La pasién que du-
rante largo tiempo tuvo por la reina habiase con-
vertido en despecho; la reina profesdbale aversién
y él crefa que no le desagradaban otras afecciones.
El rey era naturalmente celoso, y sus celos, fo-
mentados por los del cardenal de Richelieu, basta-
ron para indisponerle con la reina, aun cuando a
ello no hubiesen contribuido la esterilidad de su
matrimonio y la incompatibilidad de sus caracte-
res. La reina era personalmente atractiva, dulce,
buena y cortés; su cardcter y sus talentos, de la
mejor ley; y siendo como era extremadamente vir-
tuosa, no le ofendia sentirse amada. La duquesa
de Chevreuse estaba ligada a ella de tiempo atras
por todo cuanto puede unir a dos personas de la
misma edad y de los mismos sentimientos. Esta re-
lacién ha dado lugar a tantas cosas extraordina-
rias, que paréceme necesario referir aqui algunas12
de las sucedidas antes del tiempo de que he de
hablar.
La duquesa de Chevreuse tenia grande ingenio,
ambicién y hermosura; era gentil, despierta, atre-
vida, emprendedora; serviase de todos sus encan-
tos para triunfar en sus propésitos, y casi siempre
causé la desgracia de las personas que en ellos
participaban. Nadie ignora que, amada por el du-
que de Lorena, ella fué la causa de las desventu-
ras que este principe y sus Estados han experi-
mentado por tan largo tiempo. Mas si la amistad
de la duquesa de Chevreuse ha sido tan peligrosa
para el duque de Lorena, no lo fué menos después
para la reina. Hallébase en Nantes la corte y a
punto de concertar el matrimonio del duque de Or-
leans con la duquesa de Montpensier. Aquellos
dias, que debieron ser dedicados a la alegria, fue-
ron turbados por la condena de Chalais. Habiase
criado éste con el rey, y era a la sazén mayordo-
mo del guardarropa; su porte y sus maneras eran
agradables, y profesaba extraordinario afecto a la
duquesa de Chevreuse. Fué acusado de conspirar
contra la vida del rey y de haber propuesto al du-
que de Orleins que rompiera su matrimonio para
casarse con la reina, una vez que cifiese la corona.
Aunque semejante crimen no fué probado por en-
tero, a Chalais le cortaron la cabeza, y el cardenal,
que queria intimidar a la reina y hacerla compren-
der la necesidad de que tolerase su pasién, no tuvo
que esforzarse para persuadir al rey de que ella y
la duquesa de Chevreuse no ignoraban el propési-13
to de Chalais; y es lo cierto que el rey siguié per-
suadido de ello toda su vida.
Otros motivos animaron ain més al rey y al
cardenal contra la reina y la duquesa de Chevreu-
se: el conde de Holland vino a Francia, como em-
bajador extraordinario de Inglaterra, para concer-
tar el matrimonio del rey su sefior con Su Alteza
la hermana del rey de Francia; era joven, apuesto,
y le fué grato a la duquesa de Chevreuse. Para
dignificar su pasién concibieron el proyecto de es-
tablecer una relacién de intereses e incluso de ga-
lanteria entre la reina y el duque de Buckingham,
no obstante no haberse visto éstos nunca. Las difi-
cultades de semejante empresa no asustaron a los
que en ella tenian interés principal; la reina era
tal como la he pintado, y el duque de Buckingham,
favorito del rey de Inglaterra, joven, liberal, au-
daz, el més cabal hombre del mundo en fin, La
duquesa de Chevreuse y el conde de Holland en-
contraron cuantas facilidades deseaban de la reina
y del duque de Buckingham; hizose éste elegir
para venir a Francia a desposarse con Su Alteza
en nombre del rey su sefior, y llegé con mas bri-
llantez, grandeza y magnificencia que si el mismo
rey fuera. La reina pareciéle atin més digna de
ser amada de lo que en su imaginacién habiase
representado, y 61 le parecié a la reina el hombre
més digno de amarla. Emplearon la primera au-
diencia de ceremonia en hablar de negocios que les
tocaban mas de cerca que los de las dos coronas,
y no se ocuparon sino de los intereses de su pa-14
si6n. Tan dichosos comienzos fueron bien pronto
turbados: el duque de Montmorency y el duque de
Bellegarde, a quienes la reina hasta entonces to-
leraba, sintiéronse menospreciados, y aun siendo
tan brillante la corte de Francia, obscureciése un
punto por el esplendor del duque de Buckingham.
El orgullo y los celos del cardenal de Richelieu sin-
tiéronse igualmente heridos por la conducta de la
reina, y sugirié al rey cuantas impresiones era ca-
paz de recibir en dafio de ella; ya no se pensé mas
que en concertar cuanto antes las bodas y que par-
tiera el duque de Buckingham. El, por'su lado, re-
tardaba la marcha cuanto le era posible, aprove-
chando las ventajas de su calidad de embajador
para ver a la reina, sin soslayar el enfado del rey;
e incluso una noche que la corte se hallaba en
Amiens y la reina se paseaba con poca compa-
fifa en un jardin, entré en él con el conde de Hol-
land, y, segin la reina descansaba en un pabellén,
encontréronse solos; como el duque de Bucking-
ham era atrevido y emprendedor y la ocasién pro-
picia, intenté aprovecharse de ella con tan poco
respeto, que la reina se vié obligada a llamar a sus
camaristas, que aun vieron en llegando algo de la
turbaci6n y el desorden en que se hallaba su sefio-
ra. El duque de Buckingham partié luego, apasio-
nadamente enamorado de la reina y tiernamente
amado por ella; dejéla expuesta al odio del rey y
al furor del cardenal de Richelieu, y previendo él
que su separacién iba a ser eterna. Partié, en fin,
sin haber tenido tiempo de hablar a solas con la15
reina; pero llevado de un impulso que sédlo el
amor puede disculpar, volvié a Amiens al dia si-
guiente de su marcha, sin pretexto alguno y con
exagerada diligencia. La reina estaba en el lecho;
entré en su alcoba, y arrojaéndose de rodillas ante
ella, deshecho en lagrimas, le cogié las manos en-
tre las suyas; no estaba menos emocionada la rei-
na, cuando, aproximandose al duque de Bucking-
ham la condesa de Lannoy, dama de honor, hizo
que le trajeran un asiento, diciéndole que a la rei-
na no se le hablaba de rodillas. La condesa fué
testigo del resto de la conversacién, que fué corta.
El duque de Buckingham monté de nuevo a ca-
ballo al salir de la cAmara real y tomé otra vez el
camino de Inglaterra. Facil es colegir el efecto que
semejante conducta causé en la corte y los pretex-
tos que proporcioné al cardenal para aumentar el
encono del rey contra la reina.
A este punto habian llegado las cosas, cuando la
reina de Inglaterra partié para reunirse con el rey
su marido; acompafdbanla el duque y la duquesa
de Chevreuse. El duque de Buckingham hallé con
este recibimiento la ocasién que deseaba para os-
tentar su magnificencia y la de su reino, de que
era realmente sefor, y recibié a la duquesa de Che-
vreuse con todos los honores que hubiera podido
rendir a la reina que amaba. Pronto dejé la duque-
sa la corte del rey de Inglaterra, volvidndose a
Francia con el duque su marido; el cardenal la re-
cibié como a persona afecta a la reina y al duque
de Buckingham; intenté, sin embargo, ganarla y16
comprometerla a servirle cerca de la reina; pero no
fiaba tanto en sus promesas que descuidara el ase-
gurarse con otras precauciones. Quiso tomarlas in-
cluso por el lado del duque de Buckingham, y como
supiera que habia tenido una grande aficién por
la condesa de Carlille, aproveché el eardenal tan
oportunamente el orgullo y los celos de esta mujer,
dada la conformidad de los sentimientos e intere-
ses de ambos, que la condesa se convirtié en el mas
peligroso espia del duque de Buckingham. El de-
seo de vengarse de su infidelidad y de hacerse ne-
cesaria al cardenal la levaron a emplear todos los
medios para obtener pruebas @iertas de lo que él
sospechaba de la reina. Era el duque de Bucking-
ham, como ya he dicho, galante y magnifico; eui-
daébase mucho de ataviarse para las reuniones; la
condesa de Carlille, tan interesada en observarle,
pronto eché de ver ciertos herretes de brillantes
que ella no le conocia, y no dudé de que la reina se
los hubiese dado; pero, a fin de asegurarse avin
mas, aprovech6 la ocasién de un baile para hablar
a solas con el duque y cortarle en tanto los herre-
tes, con intencién de envidrselos al cardenal. Ei
duque de Buckingham diése cuenta por la noche
do la pérdida, y sospechando desde luego que la
condesa de Carlille le habia quitado los herretes,
comprendié las consecuencias de sus celos y que
tal vez fuese capaz de entregarle las joyas al car-
donal para perder a la reina, En tal apuro, dié
orden de que al punto se cerrasen todos los puertos
de Inglaterra y prohibié que nadie saliese de ellos,17
bajo ningin pretexto, antes de una fecha que él
sefialé; ademds, mandé fabricar con la mayor di-
ligencia unos herretes en todo semejantes a los
que le habian robado, y se los envié a la reina,
dandole cuenta de lo sucedido. La precaucién de
cerrar los puertos detuvo a la condesa de Carlille,
y vié que el duque de Buckingham habia tenido
tiempo bastante para precaverse contra su maldad.
La reina evité de esta suerte la venganza de aque-
lla irritada mujer y el cardenal perdié el medio
mas seguro de confundir a la reina y aclarar las
dudas del rey, puesto que los herretes procedian
de él, que se los habia dado a la reina.
Meditaba entonces el cardenal el proyecto de
destruir el partido de los hugonotes y poner sitio
a La Rochela. Esta guerra ha sido tan ampliamen-
te descrita, que seria indtil detenerse aqui en sus
detalles; harto sabido es que el duque de Bucking-
ham vino con una poderosa flota al socorro de
La Rochela, que atacé la isla de Re sin llegar a
tomarla, y que se retiré visto el mal éxito; pero
no todo el mundo sabe que el cardenal acusé a
la reina de haber concertado la empresa con el
duque de Buckingham, para hacer la paz con
los hugonotes, y para proporcionarle pretexto con ~
que venir a la corte y volver a ver a la reina.
Iniitiles fueron tales proyectos del duque de Bu-
ckingham: La Rochela fué tomada y asesinado
el duque a poco de su vuelta a Inglaterra. El
cardenal se regocijé con esta muerte de un modo
inhumano; aventuré reticencias mordaces acerca
218
del dolor de la reina, y volvié a cobrar espe-
ranzas,
Después de la toma de La Rochela y la ruina de
los hugonotes, fué el rey a Lyén para poner en or-
den los negocios de Italia y socorrer Casal. Por
entonces, como ya he dicho, entré en la corte, de
vuelta del ejército de Italia, donde habia sido
maestre de campo del regimiento de Auvernia, y
comencé a observar atentamente cuanto veia. El
desacuerdo entre la reina madre y el cardenal de
Richelieu era ya patente y facil prever que habia
de tener grandes consecuencias, mas no tanto que
se adivinase la ocasién en que se evidenciaria. La
reina madre advirtié al rey que el cardenal esta- —
ba enamorado de la reina su mujer; esta adver-
tencia dié su fruto, y el.rey se impresioné viva-
mente; incluso parecié dispuesto a despedir al car-
denal, y pregunté a la reina madre que a quién po-
dria ponerse en su lugar en el ministerio; la reina
dud6, sin atreverse a darle nombre alguno, ya
porque comprendiera que sus criaturas no le eran
gratas, ya porque no hubiese tomado las nece-
sarias medidas de acuerdo con el que queria co-
locar en tal puesto. Semejante error de la reina
madre fué causa de su perdicién y salvé al car-
denal; el rey, perezoso y timido, temié el peso
de los negocios pablicos y el que pudiera no en-
contrarse hombre capaz de descargarle de ellos,
y el cardenal tuvo tiempo y medios bastantes
para disipar los celos del rey y abroquelarse con-
tra la enemiga de la reina madre. Viendo que no
aid is Sian inte bo19
era tiempo atin para aniquilarla, no perdoné oca-
sién de humillarla; la reina, por su parte, fingié
que se reconciliaba sinceramente con el cardenal;
pero el odio perduré.
Cay6 el rey entonces presa de aquella peligrosa
enfermedad en que todo el mundo desesperé de
su vida. La reina madre, viéndole tan acabado,
pensé en precaverse del cardenal y decidié man-
darle prender apenas muriese el rey y encerrar-
le en la prisién de Pierre-Encise, bajo la guardia
del sefior d’Alincourt, gobernador de Lyon. Hase-
dicho que el cardenal, como supiera después por
el duque de Montmorency el nombre y los dife-
rentes propésitos de cuantos habian asistido al
consejo reunido por la reina en contra suya, ha-
bialos castigado con las mismas penas que estaba
condenado a sufrir él.
Habiendo vuelto a Paris la corte después de la
convalecencia del rey, la reina madre, harto paga-
da de su poder, rompié de nuevo contra el carde-
nal en la jornada de los Engafiados, Fué Hamada
asi esta jornada por los trastornos a que dié lugar
en los dias en que la autoridad de la reina parecia
més firme, y en que el rey, para estar més cerca
de ella y prodigarle sus cuidados, habiase alojado
en el palacio de los embajadores extraordinarios,
cercano al Luxemburgo. Cierto dia en que estaba
el rey a solas con la reina, renové ella sus quejas
contra el cardenal, asegurando que no podia sopor-
tar que continuase dirigiendo los negocios del Es-
tado; cuando la conversacién era més acalorada en-
\20
tro el cardenal; la reina, al verle, no pudo conte-
ner su célera, y reprochdndole sus ingratitudes y
traiciones, le prohibié que se presentase ante ella.
El cardenal se arroj6 a sus pies e intent6 ablan-
darla con su sumisién y sus lagrimas; mas todo
fué inatil, y la reina se mantuvo firme en su re-
solucién.
El] rumor de la desgracia del cardenal difundiése
al punto; nadie dudé de que no estuviera perdido
por completo, y la corte en masa fué a saludar a
Ja reina madre para participar del imaginario triun-
fo. Pronto se arrepintieron de semejante alborozo
cuando se supo que el rey habia ido aquel mismo
dia a Versalles y el cardenal tras él. Habia duda-
do si debia ir; pero el cardenal La Vallette se deci-
dié a no perder de vista al rey y a arrostrarlo todo
para sostenerse.
Aconsejése a la reina que acompajiase al rey y
no le dejara expuesto en tal coyuntura a su pro-
pia incertidumbre y a las artes del cardenal; pero
el temor de aburrirse en Versalles y de estar mal
alojada pareciéronle una razén invencible, y le hi-
cieron desoir tan sano consejo, El cardenal supo
aprovechar hdbilmente la ocasién y se apoderé de
tal suerte del dnimo del rey, que éste consintié en
Ja caida de la reina su madre. La reina fué presa
poco después, y sus desventuras han durado lo que
su vida. Harto sabidas son, como el gran nimero
de personas de calidad a quienes en su perdicién
envolvid.
£1 prior de Vendéme y el mariscal d’Ornano ha-21
bian muerto en la cércel algiin tiempo antes; preso
sigue atin el duque de Vendéme; la princesa de Conti
y el duque de Guisa, su hermano, fueron desterra-
dos; el mariscal de Bassompierre, encerrado en la
Bastilla; al mariscal de Marillac le cortaron la ca-
beza; despojaron a su hermano de los sellos para
darselos al sefior de Chateauneuf. La rebelién del
duque de Orleans fué causa de que el duque de
Montmorency muriese en un cadalso; al guardase-
llos Chateauneuf, que se habia criado como paje
del condestable de Montmorency, su padre, obli-
gésele a ser su juez; incluso él mismo fué preso
luego; y en cuanto a la duquesa de Chevreuse,
vidése relegada a Tours, sin que uno ni otra hubie-
sen cometido mayor crimen que su aficién a la rei-
na y el mofarse con ella del cardenal. El duque de
Bellegarde, caballerizo mayor, habia seguido al du-
que de Orleans. Mi padre viése expuesto, como la
mayor parte de la corte, a la persecucién del car-
denal, y sospechoso de afecto al duque de Orleans,
fué relegado @ una casa que tenia cerca de Blois.
‘Tanta sangre vertida y tantas fortunas trocadas
habian hecho odioso al ministerio del cardenal Ri-
chelieu; recordibase atin la suavidad de la regen-
cia de Maria de Médicis, y todos los grandes del
reino que se veian derrocados sentianse levados
de la libertad a la servidumbre, Educado yo en
estos sentimientos, me confirmé en ellos por cuan-
to acabo de decir; la dominacién del cardenal de -
Richelieu me parecié injusta, y el partido de la
reina el Gnico que dignamente podia seguirse.22
Desgraciada y perseguida, el cardenal mas pare-
cia su tirano que su enamorado; a mi tratébame
muy bondadosamente, con sefialadas muestras de
estimacién y confianza, Estaba yo en gran relacién
de amistad con la sefiorita de Hautefort, que, muy
joven y de sorprendente hermosura, virtuosisima y
fiel para con sus amigos, era especialmente afecta
a la reina y enemiga del cardenal. El rey parecié
enamorado de ella apenas salida de la infancia; pero
como este amor apenas se asemejaba al de los de-
més hombres, nunca su virtud sufrié ataque al-
guno de la maledicencia, Adquirié més reputacién
que material provecho en el curso de tal galanteo,
pues el rey le demostré su pasién més con largas
y penosas asiduidades y celos que haciéndole mer-
cedes. La sefiorita de Hautefort me hablaba de sus
intereses y sentimientos con entera confianza, no
obstante mi extremada juventud, e incluso obli-
g6 a la reina a hablarme sin reserva alguna, La
sofiorita de Chemerault, camarista de la reina, era
muy joven y en extremo hermosa; las gracias de
su espiritu no le cedian a su hermosura; alegre,
despierta, burlona, pero siempre fina y delicada en
sus burlas, bienquista de la reina, y amiga particu-
lar de la sefiorita de Hautefort y mia, contribuia
adn més @ nuestra relacién, Motivos mucho menos
poderosos bastaran para deslumbrar a un hombre,
como yo, poco experto, arrastréndole a un camino
tan contrario a su conveniencia. Mi conducta atré-
jome, pues, la animadversién del rey y del carde-
nal, y comenzé la larga serie de desgracias que han23
agitado mi vida, y que frecuentemente me han
hecho tomar mds parte en acontecimientos de im-
portancia de la que cuadra a un simple particu-
lar; pero como yo no pretendo escribir una histo-
ria ni hablar de mi sino en aquello que tiene rela-
cién con las personas con quien me han unido el
interés y la amistad, referiré sélo las cosas en que
he estado mezclado, puesto que lo demés es harto
conocido.
Declarésele la guerra al rey de Espajia el afio
de 1635, y los mariscales de Chatillon y de Brezé
entraron en Flandes con un ejército de veinte mil
hombres, para unirse al principe de Orange, que
mandaba el de Holanda; el principe era generali-
simo, y reunidos los dos cuerpos hacian més do
cuarenta mil hombres. Antes de esta unién, el ejér-
cito del rey por si solo habia ganado la batalla
de Avéne y derrotado a las tropas de Espaiia,
mandadas por Tomas de Saboya, principe de Ca-
rifiano. Muchas personas de calidad eran en esta
oeasién voluntarios, entre cuyo ntimero me conta-
ba yo. Tan hermosa victoria fué causa de los celos
del principe de Orange y de la divisién entre él y
los mariscales de Chatillon y de Brezé. En vez de
aprovechar las ventajas de un triunfo semejante y
mantener su reputacién, saqueé y quemé Tirle-
mont, deshonrando las armas del rey con la culpa
de tan innecesaria violencia; sitié a Lovaina, sin
propésito de tomarla, y de tal manera debilité al
ejéreito de Francia con las muchas fatigas y la ca-
rencia de lo més necesario, que al terminar la cam-24
pafia no estaba en disposicién de volver por el ca-
mino que habia llevado y vidse obligado a regre-
sar por mar. Yo volvi con los voluntarios y les
di mala suerte, porque todos fuimos despedidos con
el pretexto de que hablaébamos con sobrada liber-
tad de lo que en la campajia sucediera; pero la
raz6n principal fué el deseo del rey de gozarse en
el disgusto de la reina y de la sefiorita de Haute-
fort alej4ndome de la corte.
El segundo ajfio de esta guerra dié harto pretexto
a los enemigos del cardenal de Richelieu para con-
denar su conducta. Considerdbase ya de antafio la
declaracién de la guerra y el proyecto que de tanto
tiempo atrds acariciaba tan grari ministro de de-
rrocar la Casa de Austria como una empresa atre-
vida y de resultado dudoso; peroentonces parecié
loca y temeraria; veiase que los espafioles habian
tomado sin resistencia La Chapelle, Le Catelet y
Corbie, que las demas plazas de la frontera no es-
taban mejor fortificadas ni abastecidas, que eran
pocas las tropas y mal disciplinadas, que faltaban
artilleria y municiones, que los enemigos, en fin,
habian entrado en Picardia y podian marchar sobre
Paris. Causaba asombro que el cardenal hubiese
expuesto con tal ligereza la reputacién del rey y
la seguridad del Estado, sin prever tanta desven-
tura, y que no tuviese més recurso, en el segundo
afo de guerra, que el de hacer el Hamamiento a
los nobles sin feudo. Tales rumores, difundidos por
todo el reino, despertaron las intrigas, dando lu-
gar a que los enemigos del cardenal idearan pro-25
yectos contra su autoridad e incluso contra su
vida.
Marché el rey, sin embargo, a Amiéns con cuan-
tas tropas pudo reunir; el duque de Orleans iba
con él. Did el mando de su ejército al conde de
Soissons, joven y apuesto principe, de talento me-
diocre, desconfiado, orgulloso, austero y enemigo
del cardenal de Richelieu, cuya alianza habia re-
husado, como asimismo el matrimonio con su so-
brina la sefiora de Combalet. Esta negativa, mds
que las buenas cualidades del conde de Soissons,
gandéle la estimacién y la amistad de cuantos no
dependian del cardenal. Saint-Ibar, Varicarville,
Campion y Bardouville, personajes atravesados,
discolos, poco sociables y que fingian la austeri-
dad de la virtud, apoderados del 4nimo del conde,
habian tramado la estrecha unién de éste con el
duque de Orleans en contra del cardenal, por media-
cién de Montrésor, que seguian en un todo con afec-
tada imitacién las maneras y sentimientos de Saint-
Ibar y Varicarville.
Por muy poderosa que fuese esta unién del du-
que de Orledéns y del conde de Soissons, era, sin
embargo, harto débil para deshacer el valimiento
del cardenal con intrigas; asi que, recurriendo a
otros medios, resolvieron matarle cuando pudieran
hacerlo con seguridad. Bien pronto se les ofrecié
ocasién para ello: cierto dia en que el rey tuvo can-
sejo en un pequefo castillo cerca de Amiéns, en el
cual se encontraron el conde y el cardenal, como
el rey fuera el primero on salir para regresar a26
Amiéns y el cardenal se detuviera més de media
hora por algunos asuntos con aquellos dos princi-
pes, Saint-Ibar, Montrésor y Varicarville les in-
timaron a que realizaran la empresa; pero el poco
4énimo del duque de Orledns y la debilidad del
conde dieron al traste con ello; el cardenal se en-
ter6é del peligro que corria, demudésele el rostro,
y dejando juntos al duque y al conde, partié pre-
cipitadamente. Yo estaba presente, y aunque nada
sabia de sus designios, me sorprendié que el carde-
nal, siendo como era precavido y temeroso, se pu-
siera asi a merced de sus enemigos, y que éstos,
que tanto interés tenian en prenderle, dejasen es-
capar ocasién tan segura y dificil de volver a
hallar.
Pronto fueron los espafioles detenidos en sus pro-
pésitos; el rey recobr6 Corbie, y la campafia termi-
né mas felizmente de lo que habia comenzado. No
se me permitié pasar el invierno en la corte, y me
vi obligado a ir a reunirme con mi padre, que vi-
via en sus haciendas, y cuya desgracia para con el
rey duraba ain.
La duquosa de Chevreuse estaba a la sazén re-
legada en Tours, como ya he dicho. La reina le ha-
bia dado cuenta de la buena opinién que de mi
tenia, y deseosa como estaba do verme, pronto nos
unimos en grande relacién de amistad. Esta rela-
cién no fué para mi més venturosa que lo habia
sido para cuantos cone Ila habian tenido algo que
ver; al hallarme entre la reina y la duquesa de Che-
vreuse, como se me permitia ir al ejército sin con-27
sentirseme permanecer en la corte, al ir o al vol-
ver, una y otra me confiaban frecuentemente peli-
grosas comisiones.
Cesé6 al fin la desgracia de mi padre en la corte
y fui con él cerca del rey, por el tiempo en que se
acusaba a la reina de inteligencia con el marqués
de Mirabel, ministro de Espajia. Culpése a la reina
de crimen de Estado, y viése perseguida de una
manera que hasta entonces no habia en modo al-
guno experimentado; presos muchos de sus servido-
res, secuestrados sus cofrecillos, el canciller la in-
terrog6 como a una criminal cualquiera, y se pensé
en encerrarla en el Havre, en romper su matrimo-
nio, en que el rey la repudiara, en fin. En tal ex-
tremo, abandonada de todo el mundo, falta en ab-
soluto de recursos y sin atreverse a confiarse a na-
die mas que a la sefiorita de Hautefort y a mi,
me propuso que las raptara a las dos, llevandolas
a Bruselas. No obstante lo dificil y peligroso del
proyecto, puedo decir que me causé la mayor ale-
gria de cuantas habia en mi vida recibido; estaba
yo en esa edad en que se desea acometer extraordi-
narias y sonadas aventuras, y pareciame que nin-
guna mejor que la de arrebatarle al mismo tiempo
Ja reina al rey su marido y al cardenal de Riche-
lieu, que de ella estaba celoso, y quitarle al rey la
sefiorita de Hautefort, de quien estaba enamorado.
Por fortuna, cambiaron las cosas: no se hallé cul-
pabilidad en la reina, el interrogatorio del canci-
ller la justificé y la duquesa de Aiguillon ablandé
al cardenal de Richelieu; pero era necesario hacer28
saber presto todas estas cosas a la duquesa de Che-
vreuse, para evitar que se alarmase e intentara po-
nerse en salvo. Habiase hecho jurar a la reina que
no tendria relacién alguna con ella, y nadie mas
que yo podia informarla de lo sucedido. Tal me en-
comend6 la reina; pretexté tener que volver a casa
de mi padre, donde mi mujer se hallaba enferma,
y prometi a la reina que tranquilizaria a la duquesa
de Chevreuse y le haria saber todo lo que me en-
cargaba. Mientras yo le hablaba, sin que ella hu-
biese concluido de decirme cuanto queria, la sefio-
ra de Senegay, su dama de honor, que era, a mas
de parienta mia, de mis amigas, guardaba la puer-
ta de la cémara, para impedir que fuéramos sor-
prendidos. Entr6 en esto el sefior de Noyers, con
un papel que la reina habia de firmar, en el que
estaban minuciosamente prescritas las reglas de su
conducta con el rey; al ver al sefior de Noyers no
tuve ya tiempo sino de despedirme de la reina; lue-
go fui a hacer lo propio con el rey.
Estaba entonces la corte en Chantilly, y el car-
denal en Royaumont; mi padre, que se hallaba al
servicio del rey, apresuraba mi partida, por el
miedo que tenia de que mi aficién por la reina
nos acarrease nuevos tropiezos. El y el sefor de
Chavigny me llevaron a Royaumont; nada descui-
daron uno y otro a fin de hacerme ver los daiios
que mi conducta, ya tiempo hacia desagradable
al rey y sospechosa al cardenal, podia inferir a
mi casa, diciéndome adermis muy seriamente que
jamés volveria a la corte si iba a Tours, donde29
estaba la duquesa de Chevreuse, y no rompia toda
relacién con ella. Sobremanera me afligié tan pe-
nosa orden. Advirtiéronme que estaba vigilado y
que se sabria punto por punto cuanto hiciera; la
reina habiame, sin embargo, encomendado tan ex-
presamente que enterase a la duquesa de Chevreu-
se de todo lo ocurrido en la declaracién del canci-
ller, que no podia dispensarme de darle cuenta de
ello. Prometi a mi padre y al sefior de Chavigny
que no veria a la duquesa de Chevreuse, y no la
vi, en efecto; pero rogué a Craft, caballero inglés,
amigo suyo y mio, que le advirtiese de mi parte
que me habian prohibido verla, y que era necesa-
rio que enviase un hombre de confianza por quien
yo le pudiera mandar lo que no me atrevia a ir a
decirle a Tours. La duquesa de Chevreuse hizo lo
que yo deseaba, y fué informada de cuanto la reina
habia dicho al canciller y de la palabra que éste
habia dado a la reina de que ella y la duquesa
de Chevreuse no sufririan molestia alguna, a condi-
cién de que no tuvieran relacién entre si.
No les dur6é mucho la tranquilidad, a causa de
un caprichoso azar, que sumergié de nuevo a la
duquesa de Chevreuse en las desventuras que du-
rante diez o doce afios la han acompaiado siem-
pre, origen también de las mias por un encadena-
miento de sucesos que no me ha sido dado evitar.
Mientras el sefor canciller interrogaba a la reina
en Chantilly, como ella temiera mucho el resultado
del proceso, y asimismo el que la duquesa de Che-
vreuse se viera en él comprometida, convino con30
ésta la sefiorita de Hautefort que si le enviaba un
libro de «Horas» con encuadernacién verde seria se-
fial de que los asuntos de la reina iban camino de
ser apaciblemente arreglados; pero que si le envia-
ba unas ¢Horas» con encuadernacién roja, tanto val-
dria advertir a la duquesa de Chevreuse que prove-
yera a su seguridad saliendo del reino con cuanta
diligencia le fuera posible. No sé cudl de las dos
se equivocé; pero en lugar de enviar a la duquesa
de Chevreuse las «Horas» que habian de tranquili-
zarla crey6 por las que recibido habia que la reina
y ella estaban perdidas; de suerte que, sin mas con-
sultar ni acordarse de lo que yo le habia enviado,
decidié escapar a Espajia. Confié su secreto al ar-
zobispo de Tours, un viejo de ochenta aiios, que
se ocupaba de ella més de lo que a hombre de su
edad y profesién convenia, y que como natural de
Bearn que era, con parientes en la frontera de Es-
pafia, dié a la duquesa de Chevreuse un itinerario
y las cartas credenciales que creyé pudieran serle
necesarias. Disfrazése ella de hombre y partié a
caballo, sin doncellas, acompafiada de dos hombres
tan 86lo; en la precipitacién de la marcha olvidése,
al cambiar de traje, de llevar consigo las cartas
eredenciales y el itinerario que el arzobispo de
Tours le habia dado, de lo que no se dié cuenta
sino después de llevar andadas cinco o seis leguas.
Este accidente hizole mudar de propésito, y no sa-
biendo qué partido tomar, llegése en un dia, con
los mismos caballos, a una legua de Verteuil,
donde yo estaba.31
Envié uno de sus hombres a decirme su inten-
cién de irse a Espafia, y cémo habiendo perdido
el itinerario, me rogaba con grande instancia que
no fuera a verla, por miedo a ser descubierta, y
que le enviase hombres de confianza y caballos.
* Hice al punto cuanto deseaba, y fui yo solo a su
encuentro al camino, para enterarme con exacti-
tud por ella misma de la razén de su marcha, tan
contraria a cuanto yo le habia hecho saber; pero
como habia sido visto un hombre hablando a solas
conmigo, y yo no quise decir quién era, luego cre-
yeron que se trataba de un duelo, y me fué impo-
sible deshacerme de muchos caballeros que querian
seguirme, y que tal vez hubiéranla reconocido; de
suerte que no la vi, y asi fué conducida en seguri-
dad a Espafia, después de haber corrido riesgos
mil y mostrado més recato y esquivez con una
dama, en cuya casa se alojé al paso, del que los
hombres tales como ella parecia serlo acostumbran
tener. Desde la frontera me envié por uno de mi
casa piedras preciosas por valor de doscientos mil
escudos, rogéndome que las’ recibiera en donativo
caso de que ella muriese, o que se las devolviera
si enviaba a pedirmelas. Al dia siguiente de haber
partido la duquesa de Chevreuse llegé a Tours un
correo de su marido para confirmarle cuanto yo le
habia mandado a decir referente al buen fin del
proceso de la reina, e incluso estaba encargado de
saludarla de parte del cardenal. Aquel hombre, sor-
prendido de no hallarla, se dirigié al arzobispo de
Tours diciéndole que le culparia de su fuga; espan-x ze z ‘
tése el buen viejo de tales amenazas,
como estaba’por la ausencia de la duqu
vreuse, dijo al correo cuanto sabia, y le ‘
del camino que ella habia de seguir, y, lo que es
més, despach6 otros hombres en su busca, luego
de escribirle cuanto él creia que la haria volver-
se; pero el viaje, emprendido por una falsa alar-
ma, continué a causa de la pérdida del itinerario, —
de que ya he hablado; por su desgracia y la mia, »—
dej6 el camino en que hubiéranla sin duda encon
trado, y tomé el de Verteuil, encomendéndome
a destiempo su paso a Espafia. Semejante h
sorprendente en aquellos dias en que el proceso de
la reina estaba ya apaciblemente terminado, des-
perté de nuevo las sospechas del rey y del ‘carde-
nal, que se confirmaron por las muestras en que
la duquesa de Chevreuse no hubiera tomado deci-
sién tan extrema a no haberlo creido la reina ne-
cesario para la seguridad de ambas, La reina, por >
su parte, mal podia adivinar las causas de seme-
jante fuga, y cuanto mas la apretaban para que
dijese los motivos, mas temia ella que no le cum-
pliesen sinceramente lo convenido y que hubiesen
puesto a buen recaudo a la duquesa de Chevreuse
a fin de descubrir por su declaracién lo que por la
suya no habian sabido. Se despaché, sin embargo,
al presidente Vignier para hacer informacién de la
huida de Ja duquesa de Chevreuse, el cual, una vez
en Tours, siguié el mismo camino que ella, y fué
a Verteuil, donde yo estaba, a interrogarnos a mi
y a mis criados, suponiendo que yo habia raptado33
a la duquesa de Chevreuse, conduciéndola a un rei-
no enemigo. Respondi, conforme a la verdad, que
no habia visto a la duquesa de Chevreuse, que en
modo alguno era responsable de un designio lle-
vado a cabo sin mi colaboracién y que no habia
podido negar a una persona de su calidad y ami-
ga mia los hombres y caballos que me habia pedi-
do; mas, no obstante mis razones, recibi orden de
ir a Paris a dar cuenta de mis actos. Obedeci al
punto, a fin de cargar yo solo con la culpa de lo
hecho, y para no exponer a mi padre a compar-
tirla conmigo si yo no obedecia.
El mariscal La Meilleraye y el sefior de Cha-
vigny, que eran de mis amigos, habian ablandado
un tanto al cardenal; diéronle referencias de mi, no
obstante no ser cierto, como de un joven unido a
la duquesa de Chevreuse por un afecto mas fuerte
ineludible que el de la amistad, con lo que en-
cendieron al cardenal en deseos de hablar conmigo
para intentar sacarme cuanto supiera del caso. Le
vi, pues, y me habl6é muy cortésmente, no sin exa-
gerarme la importancia de mi culpa y cudn graves
podrian ser sus consecuencias si yo no la reparaba
confesando cuanto sabia; le contesté en el mismo
sentido de mi declaracién, y como le pareciese mis
reservatlo y seco de lo que otros acostumbraban
serlo con 61, 86 enojé y me dijo bruscamente que
entonces no me quedaba sino ir a la Bastilla, Alla
fui llevado, en efecto, al dia siguiente por el maris-
cal La Meilleraye, que me sirvié con grande entu-
siasmo durante todo el curso del asunto y que ob-
MEMORIAS, \334
tuvo palabra del cardenal de que yo no estaria en-
cerrado més de ocho dias.
El poco tiempo que alli permaneci me dié a co-
nocer, més a lo vivo que hasta entonces, la espan-
tosa dominacién del cardenal. Alli vi al mariscal de
Bassompierre, cuyos méritos y cualidades eran no-
torios; alli vi al mariscal Vitry, al conde de Cra-
mail, al comendador de Jars, a Fargis, a Coudray-
Montpensier, a Vautier, y a un nimero infinito de
gentes de ambos sexos y de toda condicién, des-
venturadas y perseguidas en prisién larga y cruen-
ta. La contemplacién de miseria tanta aumenté ain
mis la aversién natural que yo sentia por el go-
bierno del cardenal de Richelieu. El mariscal La
Meilleraye fué a sacarme de la Bastilla ocho dias
después de haberme llevado a ella, y con él fui
a Ruel, a dar las gracias al cardenal por habérse-
me devuelto la libertad. Le hallé frio y severo; yo
no intenté justificar mi conducta y me parecié que
ello le disgustaba; sentiame dichoso por haber sa-
lido de la carcel en un tiempo en que nadie salia
de ella, y por volver a Verteuil sin que se hubiese
descubierto que estaba encargado de las piedras
preciosas de la duquesa de Chevreuse.
En cuanto a la reina, me signifies con bondad
tanta cudn vivamente deploraba lo que por su
servicio me sucedia, y la seforita de Hautefort me
dié tales pruebas doe estimacién y amistad, que con-
sideré harto pagadas mis desgracias. La duquesa
de Chevreuse, por su parte, no les iba en zaga en
agradecimiento, y de tal manera habia ponderado35
lo que yo hice por ella, que el rey de Espafia fué
a verla al saber mi prisién y repitidle la visita
cuando se supo mi libertad. Las muestras de esti-
maci6n que recibi de personas de mi afecto y la
aprobacién que el mundo otorga con bastante fa-
cilidad a un perseguido si no es vergonzosa su con-
ducta, ayudéronme a soportar con relativa calma
un destierro de dos o tres afios. Yo era joven; la
salud del rey y la del cardenal se debilitaban; yo
tenia, pues, que cifrar mis esperanzas en un cam-
bio de las cosas. Feliz con mi familia, podia dis-
frutar a mis anchas de los placeres del campo, y
como las provincias vecinas estaban llenas de des-
terrados, nuestra suerte y comin esperanza hacian
grata nuestra relacién. Permitiéseme, en fin, ir al
ejército después de la toma de Hesdin. El resto de
tal campafia fué muy importante por el combate
de Saint-Nicolas, largo y refiido, y por la captura
de dos mil croatas cerca de Saint-Venant, en donde
veinticinco o treinta voluntarios nobles contuvie-
ron ellos solos, desde un dique, el empuje de los
enemigos, rechazdndolos cuatro 0 cinco veces a sa-
blazos, hasta las defensas de su campamento. Ha-
cia e) final de esta campaiia, durante la que ha-
blaron bien de mi al cardenal de Richelieu, co-
menz6 a apaciguarse su malquerencia, 6 incluso in-
tonté atraerme; el mariscal La Meilleraye me ofre-
cié de su parte hacerme mariscal de campo, mos-
tr4ndome un venturoso porvenir; pero la reina me
impidié aceptar tales favores insténdome mucho
a que no recibiese gracia alguna del cardenal que-— Ee ed See eee oe Te eT oe
36
pudiera quitarm@e la libertad de ir contra él cuando
ella se hallara en disposicién de declararse abier-
tamente su enemiga, Esta prueba de confianza de
la reina me hizo renunciar gustoso a todo lo que
la fortuna me ofrecia; dile las gracias al mariscal
La Meilleraye, reconocidisimo a sus buenos oficios,
y me volvi a Verteuil sin poner los pies en la corte.
Alli permaneci mucho tiempo, arrastrando una vida
inatil, que hubiérame parecido insoportable de no
haber la reina, de quien yo dependia, trazado por
si misma mi conducta, y de no haberme impuesto
obediencia con la esperanza de un cambio que ella
preveia.
Este cambio no tenia, sin duda, otro fundamen-
¥
to que la mala salud del.cardenal, pues que por lo ~
demas su autoridad en el reino y su poder sobre
el 4nimo del rey aumentaban de'dia en dia; tanto
que por el tiempo en que partié a poner sitio a
Perpifidn a punto estuvo el rey de quitarle a la
reina sus hijos para educarlos en el castillo de Vin- S
cennes, y ordend que si le sorprendia la muerte
en el viaje, se les. pusiera en manos del cardenal.
Las desventuras del caballerizo mayor Cinq-Mars
fueron causa de nuevos sucesos. El favor de que
gozaba habia llegado a ser sospechoso al cardenal
de Richelieu, a quien tal favor se debia en prin-
cipio; pronto eché de ver el error cometido al hacer
despedir a la seforita de Hautefort y a la seio-
rita de Chemerault, que ningan dao podian cau-
sarle al lado del rey, y colocar en su lugar a un
joven ambicioso, orgulloso de su encumbramiento,37
mas orgulloso atin de su noble sangre y de sus ta-
lentos, pero incapaz de detenerse a considerar los
favores que su padre, el mariscal de Effiat, y él
mismo habian recibido del cardenal de Richelieu.
E! caballerizo mayor era apuesto en extremo y pro-
metido de Su Alteza la princesa Maria, después rei-
na de Polonia, una de las personas de este mundo
mas dignas de ser amadas. Pero cuando debiasen-
tirsé més halagado en su vanidad por gustarle a
la princesa, que ardientemente deseaba casarse con
él, y mds entregados parecian uno y otro a su vio-
lenta pasi6n, el capricho habia de tiempo atrds ins-
pirado a la princesa Maria una inclinacién perso-
nal hacia ***, y el caballerizo mayor amaba con
locura a la sefiorita de Chemerault, hasta tal punto
que la persuadié de que tenia el propésito de ca-
sarse con ella, asegurandoselo en cartas que han
sido después de su muerte causa de enojo entre
Su Alteza la princesa Maria y ella, enojo de que
yo he sido testigo.
Sin embargo, el esplendor de la privanza del ca-
ballerizo mayor desperté las esperanzas de los des-
contentos; la reina y el duque de Orleéns uniéron-
se a 61; el duque de Bouillon y otras muchas per-
sonas de calidad hicieron lo propio. Prosperidad
tanta podia facilmente deslumbrar aun joven de
veintidés afos; mas no tiene perdén el que la rei-
na, el duque de Orleans y el duque de Bouillon,
deslumbrados a su vez, dejéranse arrastrar por el
~ eaballerizo mayor al funesto tratado de Espafia de
que tanto se ha hablado, La manera cémo se des-
1 =38
cubrié es atin dudosa, y sin parar mientes en las
sospechas suscitadas acerca de la fidelidad al se-
creto de quienes lo sabian, mas vale adherirse a
una opinién inocente y creer que el tratado se
encontré en la maleta del correo de Espafia, que
le abren casi siempre cuando va a Paris. El sefior
de Thou no tenia conocimiento alguno de ello cuan-
do, al ir en busca mia de parte de la reina para ha-
cerme saber su alianza con el caballerizo mayor y
que le habia prometido que yo seria de sus amigos,
me anticipé la buena acogida que aquél me reser-
vaba, y me encontré asi unido a él sin casi haberle
visto. No he de hablar aqui del mal fin, harto co-
nocido, que tuvieron sus proyectos. La muerte del
caballerizo mayor y del sefior de Thou no apacigué
la persecucién’ del cardenal contra todos los que
habjan participado en el tratado con Espafia. El
conde de Montrésor, acusado por el duque de Or-
leAns de haberlo sabido, viéndose forzado a salir
del reino, buse6 por mucho tiempo el medio de con-
seguirlo, negindole bastantes amigos suyos la ayu-
da que en tal situacién les pedia. Unidme a él es-
trecha relacién de amistad; mas como yo habia es-
tado ya en la cdrcel por haber ayudado a la duque-
sa de Chevreuse a pasar a Espaiia, era arriesgado
para con el cardenal el recaer en falta semejante,
tanto més por salvar a un hombre declarado delin-
cuente. Exponiame con ello a peligros més graves
adn que aquellos de que acababa de salir, Estas
razonos codieron, no obstante, a la amistad que
yo profesaba al conde de Montrésor, y le procuréNE a a ae:
39
una barca y hombres que le condujeran en seguri-
dad a Inglaterra. Igual ayuda teniale preparada
al conde de Béthune, que no sélo andaba mezcla-
do, como el conde de Montrésor, en el proceso del
caballerizo mayor, sino que llegaba en su desgracia
a ser acusado, si bien injustamente, de haber reve-
lado el tratado de Espafia; él estaba dispuesto a
seguir al conde de Montrésor a Inglaterra, y yo a
ganarme de nuevo el odio del cardenal de Richelieu,
s6lo por la ineludible necesidad de cumplir con mi
deber.
La conquista del Rosellén, la caida del caballe-
rizo mayor y de todo su partido, la sucesién de tan-
tos acontecimientos venturosos, tanto poder y tan-
tas venganzas, hicieron al cardenal de Richelieu
temible para Espafia y para Francia. Volvia a Pa-
ris como en triunfo; la reina temia las consecuen-
cias de su resentimiento; el mismo rey no se habia
reservado poder bastante para proteger @ sus pro-
pias criaturas; apenas le quedaban mas que Tré-
ville y Tilladet en quien tuviera confianza, y vidse
obligado a despedirlos para satisfacer al cardenal.
La salud del rey, debilitébase de dia en dia, mas
la del cardenal era tan deplorable que murié el 4
de diciembre del afio de 1642,
Por mucha alegria que recibiesen sus enemigos
al verse a cubierto de sus persecuciones, el tiempo
ha demostrado cuin perjudicial fué su pérdida
para el Estado, pues que habiéndose atrevido a
transformarlo en tan diversos modos, él solo po-
dia condueirlo Gtilmente, si su gobierno y su vida40
hubiesen sido mas duraderos. Nadie como él hasta
entonces supo cuanto era el poder del reino, ni en-
tregarlo por entero en manos del soberano. La se-
veridad de su ministerio vertié mucha sangre, los
grandes del reino fueron abatidos y los pueblos car-
gados de impuestos; pero la toma de La Rochela,
Ja ruina del partido hugonote, el derrocamiento de
la Casa de Austria, la grandeza de sus designios y
la habilidad en ejecutarlos, en fin, bastan para bo-
rrar los particulares resentimientos y tributar a su
memoria las alabanzas que en justicia merece.SEGUNDA PARTE
(De 1643 a febrero de 1649.)
La Regencia.
1643.—Luis XIII y la corte después de la muerte
del cardenal de Richelieu.—El cardenal Mazarino,
el senior de Chavigny y el sevior de Noyers, encarga-
dos del gobierno del Bstado; manejos de unos y otros
cerca del rey y de la reina.—Disposiciones tomadas
por el rey para la regencia.—La Rochefoucauld se
ocupa, por medio del conde de Coligny, en conciliar
al duque de Enghien con el interés de la reina y en
asegurar al duque de Enghien el favor real con pre-
ferencia al duque de Orledns.—El duque de Enghien
parte a tomar el mando del ejército de Flandes.—
Luis XIII indulta a algunas de las victimas del ri-
gor de Richelieu.—Bl duque de Beaufort, encargado
de velar por los injantes de Francia.—Juicio acerca
de Beaufort y del obispo de Beauvais.—La Roche-
foucauld, obediente a la voluntad de ta reina, se alia
con Beaufort y Mazarino.—Cardcter de Mazarino.—
Beaufort enoja a la reina,—l4 de mayo de 1643;
muerte del rey.—Mazarino, jefe del Consejo de la
regencia. — Desgracia de Chavigny. — Pruebas de42
amistad y confianza dadas por la reina a La Ro-
chefoucauld.—Este obtiene que no se pongan obs-
tdculos al regreso de la duquesa de Chevreuse.— For-
macion de la conjura de los Importantes contra el
cardenal.—Primeras diferencias entre el cardenal y
La Rochefoucauld.—Regreso de la duquesa de Che-
vreuse.—Quiere ésta dar a La Rochefoucauld el go-
bierno del Hawre; la reina consiente en ello y Maza-
rino se opone.—Disgusto de la duquesa de Chevreu-
8e; Mazarino la enajena el dnimo de la reina.—Ac-
titud del duque de Orledns, del principe de Condé,
del duque de Enghien y de la duquesa de Longuevil-
le.—Un agravio hecho a la duquesa de Longueville
por la duquesa de Montbazon, amante del duque de
Beaufort, ocasiona la prisién de este tiltimo y el ale-
jamiento de la corte de la duquesa de Chevreuse.—La
Rochefoucauld empieza a perder el favor de la reina
por haber querido permanecer fiel a la duquesa de
Chevreuse.—Duelo del duque de Guisa con Coli-
gny.—La Rochefoucauld esté a punto de caer en des-
gracia para con el duque de Orledns a causa del
abate La Rivitre.—Hnojado por la ingratitud de la
reina y la malquerencia del cardenal, La Rochefou-
cauld quiere significarles su resentimiento.—Hacenle
gobernador de Poitou y va al ejéreito de Flandes.—
Toma de Mardick y de Dunkerque.—Descontento ge-
neral contra Mazarino.— Victoria de Lens, de la que
se aprovecha Mazarino para vengarse de la oposi-
cién del Parlamento.—El duque de Enghien he-
reda el principado de Condé por muerte de su pa-
dre.—Detencién de Broussel y de Blanemesnil, el43
dia del «Te Deum» por la victoria de Lens.—Levan-
tamiento popular, barricadas.—El coadjutor de Pa-
ris, sospechoso a la corte.—La Rochefoucauld, rete-
nido en su gobierno por orden de la reina, reprime
algunos movimientos sediciosos.—Solicita, sin obte-
nerlo, el titulo de duque.—Entérase de que esta deci-
dido el plan de la guerra civil, y pide su licencia.—
Retratos del principe de Conti, del duque de Longue-
ville y del coadjutor.—Mazarino, de acuerdo con el
duque de Orledns y con Condé, se decide a llevar al
rey a Saint-Germain y a poner sitio a Paris, rindien-
do la ciudad por hambre.—Salida del rey y de la
corte la vispera de Reyes de 1649.—El duque de El-
beuf, general de la Fronda.—El duque de Longue-
ville y el principe de Conti, conducidos de Saint-
Germain a Paris por La Rochefoucauld, son desde
luego sospechosos a los de la Fronda, a causa de su
parentesco con Condé.—Auméntase el partido con la
adhesién del duque de Bouillon, del vizconde de Tu-
rena, del mariscal de la Motte, del duque de Beau-
fort y del duque de Luynes.—Combates en torno a
Charenton, Villejuif, Vitry, ete—En uno de estos
combates es herido La Rochefoucauld de bastante gra-
vedad (19 de febrero).—La Rochefoucauld ea ajeno
a los acontecimientos que siguen, hasta la amnistia
dz 1649.
Llegué a Paris inmediatamente después de la
muerte del cardenal de Richelieu, La mala salud
del rey y poca disposicién en que se hallaba de
confiar sus hijos y el gobierno del Estado a la44
reina hiciéronme esperar que luego encontraria so-
bradas ocasiones en que servirla. Hallé la corte agi-
tadisima, sorprendida por la muerte del cardenal
y respetuosa atin de su autoridad; tanto, que sus
parientes y favoritos gozaban de los mismos pri-
vilegios que él les habia procurado, y el rey, que
le aborrecia, no osaba desobedecer su voluntad.
Consintié que el ministro dispusiera en su testa-
mento de los principales cargos y de los mas im-
portantes puestos del reino y que nombrase al car-
denal Mazarino jefe del Consejo y primer ministro.
Sin embargo, la salud del rey disminuia de dia
en dia, y eran de prever grandes persecuciones con-
tra los parientes y criaturas del cardenal de Riche-
lieu, ya la reina tuviese ella sola la regencia, ya
la compartiera con el duque de Orleéns. El carde-
nal Mazarino, el sefior de Chavigny y el sefior de
Noyers tenian a la sazén en su mano la goberna-
cién del Estado por entero, razén por la cual el
cambio podia serles peligroso. El sefior de Noyers
fué el primero en asegurarse, dando esperanzas a
la reina de que inclinaria al rey, por medio de su
confesor, a nombrarla regente. El cardenal Maza-
rino y el sefior de Chavigny, que habian tomado
otras medidas para hacerse gratos al rey, por si
habianlo propuesto que promulgase una de-
n ostublociondo un Consejo para timitar la
autoridad de la regoncia de la reina y oxcluir de
los nogocios piblicos a toda persona sospochosa.
No obstante sor In proposicién contraria al interés
de la reina, y hecha sin su participacién, no podia
clarac