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hipótesis del hombre natural como un ser originariamente íntegro, biológicamente sano
y moralmente recto; por lo tanto, no malvado, no opresor, justo; que sólo se convertía
en malvado e injusto dentro de la historia. El desequilibrio, pues, no era algo originario
(como sostenía Pascal, siguiendo la Biblia) sino algo derivado, de cáracter social. Así,
para Rousseau, el ser humano es bueno por naturaleza (inocente, solitario, libre e
independiente), pero se hace malo porque en sociedad degenera y se corrompe. Nuestros
sentimientos primarios, nuestros sentimientos naturales no son negativos y egoístas,
sino positivos y altruistas. Para Rousseau, los dos sentimientos fundamentales del ser
humano son el “amor de sí mismo” (como una forma de supervivencia individual o
instinto de conservación que lo impulsa a conservar la vida), y la compasión (amar a
los otros), que se deriva del primero, y que consiste en una sensación espontánea de
disgusto ante el sufrimiento de sus iguales. Precisamente, este segundo sentimiento
ejercía la función de compensar el amor de sí, ya que, gracias a él, el hombre primitivo
procuraba conservar su vida sin cometer excesos contra los demás. De este modo, se
lograba la conservación de la especie sin odios sin luchas: una vida pacífica en la que
reinaba la igualdad entre todos.
Rousseau, distinguió entre “amor de sí mismo” y “amor propio”. El “amor de sí
mismo” es un sentimiento de amor originario hacía sí mismo que se relaciona con el
amor a los demás, con los actos de altruismo, con la añoranza de nuestra inocencia,
etcétera; en su obra Emilio lo expresa en los siguientes términos: “La fuente de nuestras
pasiones, el origen y principio de todas las demás, la única que nace con el hombre y no
le abandona jamás mientras vive, es el amor de sí (...). El primer sentimiento de un niño
es amarse a sí mismo, y el segundo, que deriva del primero, es amar a los otros”. En
cambio, el amor propio es un producto de la civilización, es decir, un sentimiento que
deriva de las relaciones sociales, que guarda una estrecha relación con nuestro deseo de
acumular riquezas y dominar a los demás; con el amor propio el hombre se prefiere a sí
mismo sobre los demás y exige a los demás que le prefieran. Se trata de un amor
egoísta, una sensibilidad limitada a la individualidad y, por lo tanto, desprovista de
moral. Utilizando un lenguaje moderno, podríamos decir que el “amor de sí mismo”
deriva en “empatía”, o sea, en una tendencia o capacidad para ponernos en el lugar de
los otros. Sin embargo, el “amor propio” no consistiría más que en la manifestación del
egoísmo, o sea, en una atención casi exclusiva a los propios deseos o intereses.
Cuando Rousseau describe el estado de naturaleza, anterior a la vida social, no se
refiere a una realidad que se pueda fechar históricamente, o sea, no se trata de un
período histórico, sino que lo plantea como una mera hipótesis de trabajo a la que
llega ahondando sobre todo dentro de sí mismo (introspección), y que le sirve para
criticar el actual estado de la humanidad y captar lo que el caminar a lo largo de la
historia ha ido oscureciendo y reprimiendo, permitiéndole así distinguir lo esencial y lo
originario del ser humano de lo artificial y lo desviado. En este sentido, se ha de
entender, pues, como una categoría teórica, comparativa, que facilita la comprensión del
ser humano actual y de sus defectos, y el grado de corrupción de la sociedad, y que
permite crear las bases de una sociedad justa y legítima.
En ese supuesto estado de naturaleza, anterior a la vida social, los seres humanos
eran pocos y vivían felices deambulando libremente por la naturaleza, que les ofrecía
cuanto podían necesitar, y no vivían en sociedad porque no lo necesitaban (“Un ser
absolutamente feliz es un ser solitario”). El hombre natural (“buen salvaje”) se
caracterizaba por su inocencia, bondad, soledad, igualdad y libertad, y por sentimientos
como el amor de sí mismo (que lo impulsaba a conservar la vida) y la piedad (que lo
llevaba a compadecerse de sus semejantes y colaborar con ellos). El hombre natural
carecía así de contaminación social y de todo lo perverso que hay en la sociedad, y se
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amaba a sí mismo con un amor que, sin embargo, no era obstáculo para la existencia de
los sentimientos morales más primarios, como la simpatía y la compasión. También los
deseos de ese hombre natural eran los más elementales: comer, aparearse y dormir. Y
puesto que en el estado natural la propiedad individual no existía, no había conflictos ni
rencillas entre las personas. En ese supuesto estado salvaje, el hombre era bueno,
precisamente porque no era social ni sociable (se opone, así, Rousseau a Aristóteles y a
aquellos pensadores que concebían al ser humano como un ser social por naturaleza).
Cierto que, en tal estado, el ser humano tenía un perfil bajo y primario, cercano a los
animales, carecía de lenguaje y de conceptos abstractos que le permitieran hacerse
juicios sobre las cosas. En este estado natural, el hombre no crecía ni maduraba, y no
dejaba de ser niño. Es con el advenimiento de la agricultura y de la metalurgia cuando
todo cambia y los hombres empiezan a agruparse. Si bien, las primeras sociedades eran
pequeñas, estados familiares y tribales, y conformaron la época más feliz de la historia
de la humanidad, es cierto que, por otra parte, con la agrupación social, nacerá la
desigualdad social y política, que tendrá su causa en las voluntades más poderosas; en
oposición a esta, Rousseau menciona la desigualdad natural inofensiva, que radica en
factores como la edad, la salud o la fuerza. Precisamente, nuestro autor arremeterá
contra la propiedad privada como el origen de todos los males y de la división, la
discriminación y la hostilidad entre los humanos; mostrándose así en contra de su
antecesor (Locke) que celebraba con entusiasmo la idea de la propiedad como un
derecho natural. En su Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad
entre los hombres expresa lo siguiente: “El primero que habiendo cercado un terreno se
atrevió a decir: “esto es mío”, y encontró gente tan estúpida como para creérselo, fue el
verdadero fundador de la sociedad civil. ¡Cuántos crímenes, guerras, muertes, cuántas
miserias y horrores habría ahorrado al género humano quien, arrancando las estacas o
llenando el foso, hubiera gritado a sus semejantes: “Guardaos de escuchar a este
impostor; estáis perdidos si olvidáis que los frutos son de todos y que la tierra no es de
nadie!”. Para Rousseau, por tanto, la propiedad privada es un hecho histórico no natural
que conduce al tipo de sociedad que tenemos.
Para Rousseau, el advenimiento de la civilización significa decadencia, la cultura,
las ciencias y las artes terminan por domesticar al ser humano, usando los artificios y
sutilezas de la razón, y mediante la educación eliminan cualquier resto de naturalidad en
su comportamiento.
La postura de Rousseau resultó escandalosa en su época, porque consideraba que las
letras, las artes y las ciencias, a las que los enciclopedistas atribuían la causa del
progreso, eran las responsables de los males sociales. Lo que para los enciclopedistas
era progreso, para Rousseau será retroceso y una mayor corrupción. “Todos los
progresos de la especie humana la alejan continuamente de sus estado primitivo;
cuantos más conocimientos acumulados, más impedidos nos vemos a conquistar el más
importante de todos”. Rousseau afirmaba que las artes y las ciencias habían surgido de
vicios tales como la arrogancia y la soberbia, en su obra Discurso sobre las artes y las
ciencias lo expresa así: “la astronomía nació de la superstición; la elocuencia de la
ambición; la física, de una vana curiosidad; todas las ciencias, incluida la moral,
nacieron del orgullo humano”
El error de los ilustrados, según Rousseau, es creer que el progreso de la civilización
y de la ciencia marcha paralelo al progreso de la felicidad y la moralidad del ser
humano; más bien, ha sucedido lo contrario: el progreso de las ciencias y las artes ha
contribuido a corromper las costumbres y la naturaleza humana, ha uniformizado a las
personas y deformado sus sentimientos naturales, ha despertado los instintos egoístas y
el espíritu calculador de la razón. Con la civilización, el ser humano se transforma, deja
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de ser auténtico y pone el parecer por delante del ser, porque vive de cara a los demás y
solo le importa el reconocimiento de los otros. Se muestra diferente de cómo es y
aparenta lo que otros quieren ver. En sociedad nadie se muestra tal como es. En las
sociedades civilizadas, lo artificial ha sustituido a lo natural, y los rígidos
convencionalismos ahogan la libertad. Son sociedades que distorsionan la naturaleza del
ser humano, encubriendo bajo una falsa máscara su verdadero ser. Así, mientras el ser
salvaje o natural vive encerrado en sí mismo, el ser social, el civilizado, vive fuera de sí,
en la mirada de los otros. Y justamente, ese disfraz del propio ser para caer bien y no ser
rechazado por los demás merece todo el rechazo del filósofo que durante toda su vida
estuvo empeñado en mostrarse tal como era, despreciando el sentir y la opinión general.
Para Rousseau, solo el sentimiento moral, que permanece en el fondo del corazón
humano y nos habla a través de la conciencia, le recuerda al ser humano la libertad y la
bondad naturales que ha perdido y que debe tratar de recuperar.
Ahora bien, si el ser humano no es como debe ser, ¿qué cabe hacer? La solución
parece clara: educarle, o sea, tratar de cambiar sus costumbres mediante una adecuada
educación, y de este interés surgen los temas pedagógicos de otra de sus obras, Emilio o
De la educación.
Para Rousseau, resulta ya imposible retornar a la situación de libertad, igualdad y
felicidad originarias, pero sí es posible recuperarla en parte suprimiendo las barreras que
la sociedad y la educación han levantado entre los seres humanos. Como vemos,
originalmente, la educación tiene un sentido negativo para Rousseau, pues es el
instrumento mediante el que la sociedad domestica al ser humano y lo aleja de su
bondad natural. Por ello, propone una revolución del sistema de educación que respete
la libertad del niño, evitando cualquier imposición externa, y cuyo objetivo sea liberarlo
de falsos prejuicios y de conocimientos inútiles.
Así, el primer paso para regresar a una situación de libertad, igualdad y felicidad
parecida al estado de naturaleza es la transformación del individuo mediante una
educación natural, no represiva. Consistiría en implantar un sistema educativo
alternativo encaminado a potenciar la naturaleza humana y a desarrollar los buenos
sentimientos, y que estaría basado en tres etapas: formación física, educación moral y
religiosa, y educación social y política.
La formación física correspondería al período de la infancia, y durante esta los niños
serían separados de sus familias y de la sociedad para vivir en el campo, y desarrollarse
así en armonía con la naturaleza. Entre los principios que han de guiar esta formación
Rousseau destaca la libertad de acción para el niño, con la que el infante descubrirá la
libertad física y aprenderá a disfrutarla por sí mismo. También propone tratar a los niños
como tales, y no como adultos, respetando así las etapas de su crecimiento y su
desarrollo evolutivo. Destaca igualmente la necesidad de impartir una educación no
autoritaria, basada en la ausencia de toda imposición externa, que parta de los intereses
de los infantes, y promueva la primacía de la experiencia sobre la erudición: el
aprendizaje desde su propia experiencia. El niño debe aprender de este modo a vivir
libremente, conviviendo en tolerancia con los demás seres humanos. Y para
conseguirlo, hay que liberarlo de los falsos prejuicios y de los conocimientos inútiles
que le inculca la sociedad. Y es que Rousseau comparte con otros destacados filósofos
ilustrados de la época, como Voltaire, Diderot o D`Alembert, los ideales de tolerancia
y libertad, si bien al contrario que la mayoría de ellos, que sostenía que la razón debía
controlar y encauzar los sentimientos, Rousseau va a defender la primacía de los
sentimientos sobre la razón.
Con la educación moral, que deberá arrancar a los quince años, se pretende
potenciar los sentimientos naturales (el amor de sí y la compasión), así como eliminar
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las pasiones que proceden de la vida en sociedad, que son las que acrecientan nuestros
deseos egoístas y nos someten a ellos. Considera Rousseau que en este período de
formación moral la voz de la conciencia se convierte en el criterio moral por
excelencia, o sea, la que va a establecer distinciones entre lo bueno y lo malo. Rousseau
en esta formación considera la necesidad de añadir una religión civil o del ciudadano,
en la que el Estado promoviera una profesión de fe enteramente civil, encaminada a
fortalecer el cumplimiento de los deberes cívicos. Entre los dogmas de esta religión el
filósofo ginebrino destaca el rechazo de la intolerancia.
La educación social y política pertenece a la madurez y se adquiere viajando por
diversos países; de este modo, se reflexiona sobre las distintas formas de gobierno, y se
logra ditinguir así lo natural y universal de lo particular, o sea, de lo creado por el ser
humano. En esta etapa, además, se profundiza en el origen y la constitución de la
sociedad.
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Con la institución de la propiedad privada surgió la rivalidad económica, y con la
rivalidad, la ambición y la desigualdad social. El amor de sí mismo del estado de
naturaleza se transformó en amor propio, una pasión artificial, cultural, social, que
empuja al ser humano a tratar de ser el primero en todo, fomentando sentimientos
negativos, como la envidia y el orgullo. Las relaciones del ser humano con la naturaleza
se sustituyeron por el dominio de unos individuos sobre otros y, en consecuencia,
comenzó la “guerra de todos contra todos”, y para poner fin a tal situación se recurrió
a un pacto social.
Ahora bien, dicho pacto nació viciado, ya que se trataba de un pacto impuesto por
los ricos, los cuales, mediante el mismo, añadieron a la desigualdad económica la
desigualdad política. Como consecuencia de tales desigualdades, en todas partes reina
la injusticia y la opresión; y el ser humano se vuelve ambicioso: la piedad se transforma
en rivalidad, y la libertad y la igualdad naturales son reemplazadas por el poder y la
esclavitud social. El espíritu competitivo y conflictivo es así fruto de la historia, no es
originario del ser humano. Así, para Rousseau el origen del mal en la sociedad está en
la desigualdad, que es fruto de la propiedad privada.
Así, si nuestra sociedad, en lugar de contribuir a nuestra perfección y nuestra
felicidad, nos corrompe y nos hace desgraciados, habrá que modificar sus estructuras
y sus instituciones (reformarlas) para romper las cadenas que nos limitan y
devolvernos la libertad y pueda surgir de nuevo el auténtico ser humano, y con esta
intención elabora otra de sus obras, El contrato social.
Rousseau en modo alguno desea la vuelta al estado de naturaleza, cosa que, por otra
parte, cree imposible, porque entre otras cosas ni siquiera se puede demostrar que
existió, pero la idea del estado natural le sirve para crear las bases de una sociedad justa,
legítima de acuerdo al ser humano. Su principal objetivo consiste en renovar el pacto
social, de tal modo que, en lugar de los intereses particulares de los poderosos, sirva
para defender el interés común. Así, si el primer paso para regresar a una situación de
libertad, igualdad y felicidad parecida al estado de naturaleza, tal y como recogió en su
obra Emilio, era la transformación del individuo mediante una educación natural, no
represiva, encaminada a potenciar la naturaleza humana y a desarrollar los buenos
sentimientos, el segundo paso que propone en su obra El contrato social consiste en
transformar la sociedad mediante un nuevo pacto que garantice de nuevo la libertad y la
igualdad perdidas en el estado civil del momento.
Para lograr este objetivo, propone una forma de contrato que vincula a la comunidad
con el individuo y, a la inversa, al individuo con la comunidad. Se trata de un acto de
asociación: contrato o pacto social justo, donde se pueda armonizar libertad,
igualdad y poder político. Establecer un Contrato Social en el que el pueblo sea el
soberano.
Para Rousseau, la esencia del contrato social consiste en que “cada uno de nosotros
pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad
general, y cada cuerpo se constituye como parte indivisible del todo”. Esta claúsula del
contrato establece la igualdad, la justicia y la libertad. La igualdad es la condición
primera, porque cada uno contrata con todos e incluso consigo mismo, además, según se
recoge en su obra El contrato social: “ningún hombre tiene por naturaleza autoridad
sobre sus semejantes y puesto que las fuerzas no constituye derecho alguno queda sólo
las convenciones como base de toda autoridad legítima entre los hombres”; la justicia
es que nadie tiene nada que reclamar; y la libertad porque no se obedece a la voluntad
de otro, sino sólo a la propia voluntad, que ha de coincidir con la voluntad general.
Según esto, el pacto o contrato social se caracteriza, por un lado, por la aparición de una
voluntad general a la que se han de someter todas las voluntades de los individuos y de
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los grupos que componen el conjunto social; y, por otro lado, por la consideración de
los miembros de este conjunto social como partes indivisibles del todo. Por tanto, se
puede afirmar que el contrato social produce un cuerpo moral y colectivo con vida
propia e independiente de cada una de sus partes: un yo común o “persona pública”.
Esta “persona pública” que surge del contrato social recibe diversos nombres:
“cuerpo político”, “Estado” (la unión de los ciudadanos que pertenecen a dicho cuerpo),
“Soberano” (dotado de autoridad), “pueblo” (los asociados considerados como conjunto
o colectivo), “ciudadanos” (son los asociados considerados como personas particulares),
“súbditos” (cuando consideramos a los asociados sometidos a las leyes, según
Rousseau, los ciudadanos únicamente pueden ser súbditos de las leyes y solo a ellas
pueden estar sometidos). El contrato social es un contrato libre en el que la libertad
natural del ser humano se convierte en libertad social (civil), en cumplimiento de unas
leyes que el propio individuo acepta y se compromete a cumplir, porque son la
expresión de la voluntad general; según sus propias palabras: “Renunciar a la libertad
civil es renunciar a la cualidad de hombres, a los derechos de la humanidad e incluso a
los deberes”. Por el contrato social, el hombre se transforma en ciudadano y el poder
recae en el pueblo.
El contrato social crea la voluntad general, la voluntad del conjunto de los
ciudadanos, que es colectiva, soberana (no existe una instancia superior a la que deba
someterse) e inalienable (no se delega), y tiene como objetivo el bien común. La
soberanía del pueblo o asamblea se expresa a través de la voluntad general, que
representa la razón colectiva, a la que deben someterse los intereses egoístas de los
individuos concretos, esto es, las voluntades particulares han de quedar supeditadas a la
voluntad general. Y si alguien disiente de esta, disiente contra el bien común y, por
tanto, contra sí mismo, de manera que la ley puede obligarle a obedecer la voluntad
general, es decir, puede “obligarle a ser libre”. Y precisamente este sometimiento a la
ley es lo que protege al Estado de cualquier posible tiranía procedente de algún
individuo que pretenda imponer su voluntad particular al colectivo. De este modo, la
libertad no significa otra cosa que someterse a la ley (expresión de la voluntad general
del pueblo soberano) y cumplirla. La sujeción a la ley es equivalente a la libertad. Así,
para Rousseau, la libertad no tiene nada que ver con la ausencia de obstáculos o el libre
ejercicio de la propia voluntad, sino que está asociada a la noción de autoobligación, a
la posibilidad de autolegislarse, o sea, de darse a sí mismo la ley. La ley somete a los
hombres para volverlos libres. Sólo la ley le da a los hombres la justicia, la igualdad y la
libertad.
Rousseau no admite la división de poderes, como postulaban Locke y
Montesquieu, para él la soberanía es indivisible, por tanto, el poder legislativo, el
ejecutivo y el judicial residirán en la voluntad general. En consecuencia, únicamente la
voluntad general podrá elaborar la ley. En este sentido, Rousseau hace hincapié en la
importancia de elaborar leyes justas, para lo cual sugiere la conveniencia de poder
contar con un legislador sabio que oriente e ilumine la voluntad general.
La voluntad general también decide la forma de gobierno y nombra a los
gobernantes. El gobierno elegido ha de ocuparse de ejecutar las leyes que emanan de la
voluntad general, de manera que si se opone a los designios de esta, puede ser
sustituido. La voluntad general controla al poder ejecutivo.
La voluntad general es la única que puede dirigir el Estado de acuerdo con su fin
propio: el bien común. Protege al colectivo de las tendencias que pueda tener un
individuo de imponerse a los otros, haciendo que se someta a las leyes que de ella
emanan.
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Rousseau establece una clara diferencia entre la voluntad general (que busca el
bien común) y la voluntad de todos (que busca sólo el provecho de un grupo particular
o el de la mayoría): la voluntad general subordina los bienes particulares al bien
común, o sea, al bien de la comunidad, mientras que en el caso de la voluntad de todos
el interés común se subordina a los intereses particulares, es decir, sería la suma de
intereses egoístas de cada uno de los hombres; la voluntad general es la del sujeto
colectivo, la del ciudadano que siempre pretende el bien común, y precisamente, según
Rousseau, la ley que quiero para mí es la que quiero para los otros. Así, el individuo
renuncia a sus egoísmos personales para someterse por consentimiento a las leyes que
emanan de la voluntad general. Cada uno renuncia no a la libertad, ya que el Estado
debe respetar siempre los derechos de los individuos, sino a la libertad de obrar de
acuerdo al egoísmo propio y en contra de la comunidad. La voluntad general garantiza
que el individuo no pueda promover su propio bien con el mal del otro, como ocurría
con el amor propio.
La voluntad general es inalienable, no se delega, el gobierno no es sino ejecutor de
la ley que emana de la voluntad general y puede ser sustituido.
Según Rousseau, el legislador debe esforzarse por adaptar las leyes que emanan de la
voluntad general a las características de cada pueblo concreto, lo que da lugar a
diferentes formas de gobierno: monarquía (para Estados grandes), aristocracia (para los
medianos) y democracia, o Estado republicano (para los Estados pequeños).
En Rousseau, la voluntad general es la voluntad de una comunidad determinada, a
ser posible con un número reducido de ciudadanos, asentada en un territorio pequeño,
de manera que todos los ciudadanos puedan participar en la vida pública y sin
delegación de poder en ningún monarca absoluto; ésta sería para él la mejor forma de
gobierno: una democracia o Estado republicano de dimensiones reducidas y donde
todo el pueblo legisle: “Toda ley que el pueblo no ratifica, es nula o no es ley”. En este
sentido, Rousseau defendía como forma de gobierno ideal una democracia directa, y no
representativa, ya que según él, “la soberanía no puede ser representada”.