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Pero esta visión dinámica de una creación abierta al futuro no fue la que dominó, sino
todo lo contrario. Si en el mundo científico prevaleció, hasta finales del siglo XVIII, la
idea de la fijeza de las especies vivas, a esto respondía en el plano religioso una
concepción fijista del mundo. Pero cuando en los siglos XVIII y XIX se desarrollaron
las ideas transformistas que desembocaron en el evolucionismo de Darwin (1809-1882),
la ciencia y la religión entraron en hostil conflicto basado en un malentendido que en la
mentalidad popular dura hasta nuestros días. A la hipótesis de la evolución de las
especies, incluida la humana, se le enfrentó una visión dogmatizante de la creación que
conocemos con el nombre de creacionismo.
Todo lo cual supone un creador que hace existir las cosas en un instante, tal como se
desprende de una lectura literalista del relato del primer capítulo del Génesis,
sancionada por la autoridad eclesiástica, cuyo rechazo a la hipótesis de la evolución
duró casi un siglo. Todavía en 1909, con Pío X, la Comisión Bíblica afirmaba que los
primeros capítulos de Génesis eran rigurosamente históricos, y sólo con Pío XII, en
1943, se abrió la puerta a pensamiento evolucionista. Esta lectura religiosa choca contra
la afirmación científica de que el universo tiene una edad de varios millones de años, ha
ido sufriendo cambios inmensos en su proceso de desarrollo, durante el cual incluso
surgieron nuevas estrellas y nuevas galaxias y, por supuesto, nuevas especies de vida
marina y terrestre, tanto vegetal y animal como, sobre la tierra, humana. A los
científicos no les cabía otra posibilidad, con estos condicionamientos, que declararse
ateos y proclamar que no hay Dios, que así se veían impelidos a su peculiar
dogmatismo.
Por otra parte, el documento sacerdotal o P, cuyas raíces se hunden en el siglo VI, fue
elaborado a partir de la experiencia de los teólogos, israelitas que, en el exilio
babilónico, mantenían entre los cautivos la esperanza del retorno a la patria. En
contraste con los relatos cosmogónicos del mito babilónico de la creación, Israel forjó
su propio relato calcado en el de sus adversarios, pero desmitificado. La creación sería
obra de la palabra de Dios y no una teomaquía o lucha entre dioses. Y si el autor
distribuyó la obra de la creación en seis días, de ningún modo se refiere al tiempo
necesario para una fabricación, sino que se trata de un mero esquema litúrgico, porque
lo que le interesa es el séptimo día; con el descanso sabático que Dios se toma tras su
acción creadora, intentaba reforzar el día del sábado como seña de identidad israelita en
pleno destierro, acaso como símbolo de resistencia frente al intento de desarraigo a que
los babilonios sometían a sus vencidos. Precisamente los sacerdotes exiliados, teólogos
de la esperanza, entenderán el retorno del destierro como una nueva creación.
Los relatos de la creación no son pues, como ya queda apuntado, una explicación de los
orígenes del universo, sino una proclamación de la bondad no sólo de la obra creadora,
sino, sobre todo, del creador. Paralelamente, la ciencia evolucionista tampoco tiene el
cometido ni la autoridad para definirse sobre la existencia de Dios creador. Pero nos
compete realizar un recorrido por estos dos relatos fundamentales de la creación,
exactamente para no ser víctimas de una interpretación fundamentalista de ellos.