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Evolución y creacionismo

Pero esta visión dinámica de una creación abierta al futuro no fue la que dominó, sino
todo lo contrario. Si en el mundo científico prevaleció, hasta finales del siglo XVIII, la
idea de la fijeza de las especies vivas, a esto respondía en el plano religioso una
concepción fijista del mundo. Pero cuando en los siglos XVIII y XIX se desarrollaron
las ideas transformistas que desembocaron en el evolucionismo de Darwin (1809-1882),
la ciencia y la religión entraron en hostil conflicto basado en un malentendido que en la
mentalidad popular dura hasta nuestros días. A la hipótesis de la evolución de las
especies, incluida la humana, se le enfrentó una visión dogmatizante de la creación que
conocemos con el nombre de creacionismo.

Consistente en una visión fundamentalista y literal de la Biblia, el creacionismo profesa


la creencia de la fabricación del mundo en seis días y parte de estos cinco presupuestos
que considera indiscutibles: 1) Todas las cosas fueron creadas de un modo repentino. 2)
Desde un comienzo, las diversas especies son permanentes, no cambian ni evolucionan.
3) El hombre tiene antepasados estrictamente humanos, distintos de los de los monos. 4)
Los cambios geológicos no se explican por transformación o evolución, sino mediante
catástrofes del tipo como el diluvio, que afectarían, según ellos, a la humanidad entera
en tiempos de Noé. 5) La creación del mundo es reciente y su origen se remonta a no
más de diez o veinticinco mil años.

Todo lo cual supone un creador que hace existir las cosas en un instante, tal como se
desprende de una lectura literalista del relato del primer capítulo del Génesis,
sancionada por la autoridad eclesiástica, cuyo rechazo a la hipótesis de la evolución
duró casi un siglo. Todavía en 1909, con Pío X, la Comisión Bíblica afirmaba que los
primeros capítulos de Génesis eran rigurosamente históricos, y sólo con Pío XII, en
1943, se abrió la puerta a pensamiento evolucionista. Esta lectura religiosa choca contra
la afirmación científica de que el universo tiene una edad de varios millones de años, ha
ido sufriendo cambios inmensos en su proceso de desarrollo, durante el cual incluso
surgieron nuevas estrellas y nuevas galaxias y, por supuesto, nuevas especies de vida
marina y terrestre, tanto vegetal y animal como, sobre la tierra, humana. A los
científicos no les cabía otra posibilidad, con estos condicionamientos, que declararse
ateos y proclamar que no hay Dios, que así se veían impelidos a su peculiar
dogmatismo.

Particular incidencia tuvo en la confrontación entre ciencia y religión el problema del


origen del hombre. La Biblia parecía afirmar con toda contundencia que la humanidad
había nacido de una única pareja -Adán y Eva- en un determinado lugar no precisado,
sin embargo. El problema era doble: monofiletismo versus polifiletismo por una parte,
por la otra monogenismo versus poligenismo. El primer problema es fácil de dilucidar,
puesto que lo que define esencialmente a una especie es el hecho de que sus individuos
son naturalmente fecundos entre sí y, dada la posibilidad de que los humanos de
diversas razas pueden fecundarse mutuamente, la unidad biológica de la especie
humana, procedente de un único tronco o phylum evolutivo, está científicamente
demostrada. Descartado el polifiletismo, nadie duda de que estamos ante una especie
monofilética.

Más arduo resulta el segundo problema. El monogenismo parecería la única conclusión


avalada por la Biblia, ya que, según la hipótesis adámica, la especie humana procedería
de una única pareja original. Hipótesis que no es necesariamente anticientífica, pero sí
muy improbable, ya que los biólogos abogan en general por el poligenismo, teoría
según la cual la especie humana procede, no de pareja única, sino de una población de
parejas que, desde un estadio inferior al humano, habrían evolucionado lentamente
hacia la situación actual.

En la confrontación entre el creacionismo y el evolucionismo subyacen dos equívocos


de magnitud que ahora tratamos de dilucidar. En primer lugar, en el documento J o
yahvista -uno de los cuatro que están en la base de la formación de la Biblia-, elaborado
en una sociedad agraria en la que la tierra de cultivo –adamah– tiene un valor singular,
el autor sagrado concibe a Dios como un artista de la cerámica que crea a adam, el
sacado de la tierra, el telúrico, que la tradición fue concibiendo como nombre propio,
sin que en un principio significara eso. La doctrina agustiniana del pecado original,
convertida en dogma católico en base a la carta de san Pablo a los Romanos (5,12),
llegó a formularse como transmisión directa por medio de la generación de dicho
pecado a todos los hombres, y eso parecía exigir la existencia de una pareja única inicial
con nombres propios: Adam y Eva, que, sin embargo, nunca existieron como tales.

Por otra parte, el documento sacerdotal o P, cuyas raíces se hunden en el siglo VI, fue
elaborado a partir de la experiencia de los teólogos, israelitas que, en el exilio
babilónico, mantenían entre los cautivos la esperanza del retorno a la patria. En
contraste con los relatos cosmogónicos del mito babilónico de la creación, Israel forjó
su propio relato calcado en el de sus adversarios, pero desmitificado. La creación sería
obra de la palabra de Dios y no una teomaquía o lucha entre dioses. Y si el autor
distribuyó la obra de la creación en seis días, de ningún modo se refiere al tiempo
necesario para una fabricación, sino que se trata de un mero esquema litúrgico, porque
lo que le interesa es el séptimo día; con el descanso sabático que Dios se toma tras su
acción creadora, intentaba reforzar el día del sábado como seña de identidad israelita en
pleno destierro, acaso como símbolo de resistencia frente al intento de desarraigo a que
los babilonios sometían a sus vencidos. Precisamente los sacerdotes exiliados, teólogos
de la esperanza, entenderán el retorno del destierro como una nueva creación.

Los relatos de la creación no son pues, como ya queda apuntado, una explicación de los
orígenes del universo, sino una proclamación de la bondad no sólo de la obra creadora,
sino, sobre todo, del creador. Paralelamente, la ciencia evolucionista tampoco tiene el
cometido ni la autoridad para definirse sobre la existencia de Dios creador. Pero nos
compete realizar un recorrido por estos dos relatos fundamentales de la creación,
exactamente para no ser víctimas de una interpretación fundamentalista de ellos.

X. CHAO REGO, “Creación”, en: AA.VV., 10 palabras claves en religión, 88-91.

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