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Oliva, César y Torres Monreal,

Francisco. (2002)."Natural¡smo
frente a realismo", en Historia
básica del arte escénico. Madrid:
Cátedra, 287-300 y 303-307.

C a p ít u l o XIII

Naturalismo frente a realismo

1. E l a d v e n im ie n t o d e l r e a l ism o -n a t u r a l ism o

El teatro moderno nace con el realismo, del que el naturalismo es su


inevitable acentuación. Cualquier puesta en escena actual de Ibsen,
Chejov u O ’Neill permite reconocer referencias a nuestro tiempo y a
nuestras preocupaciones, como si fuéramos sus contemporáneos. Esta
apreciación la podemos extender a sus modos de exposición dramáti­
ca, formas y técnicas, y a sus exigencias con respecto a la representa­
ción. Sin embargo, entre Ibsen y Buero Vallejo, por poner un ejemplo
de realismo actual, median más de ochenta años. No se puede decir
lo mismo del teatro precedente, drama romántico y postromántico.
A este último hemos de ubicarlo en otro tiempo, un tiempo pasado
que nos concierne bastante menos, por muchos atractivos que encie­
rre. Llevamos, pues, más de un siglo de teatro realista, y todavía man­
tienen su vigencia determinados autores y obras.
Se dice que desde el Romanticismo hasta las primeras manifesta­
ciones naturalistas en el teatro europeo se produce un lamentable ba­
che. En realidad, durante esos años la tendencia más notable es la que
prefigura la nueva estética realista. Ya en plena exaltación romántica se
propugnó la necesidad de una representación más acorde con la reali­
dad; tal era el deseo de Taima. En la mayoría de los casos, eso chocaba
con los textos: temas, historias, lenguajes, elementos descriptivos, etc.,
no conectaban con lo cotidiano, con la realidad del espectador. Es
muy significativo al respecto que las piezas consideradas intrascenden-
tes o incluso irrepresentables fuesen precisamente aquéllas que implí­
citamente reconocían la saciedad de la representación romántica. Es el
caso de algunos proverbios-comedias de Musset, de las piezas tardías de
Víctor Hugo agrupadas en su Teatro en libertad (1865-1867), de Kleist y
de los dramas sobre la historia reciente, de Büchner. Pero es muy cu­
rioso y significativo que las mejores obras de estos autores permane­
ciesen durante mucho tiempo sin representar; lo que nos hace enten­
der que cuando un dramaturgo se adelanta a la escena de su tiempo,
ésta le impondrá una larga espera, con riesgo de desfase, del que sólo
se salvan las grandes obras. Eso sucedió con las representaciones tar­
días de Lorenzaccio de Musset, o de Woyzeck y La Muerte de Danton, am­
bas de Büchner.
Durante los años de transición al realismo-naturalismo, Europa vol­
vió la vista a Francia. A falta de otros modelos, ahí estaba A u g u st in -
E u g é NE S c r ib e (1791-1861), un maestro en enredos y peripecias, que
sabe llevar las acciones al límite, antes de desenmarañar la madeja. Ese
breve esquema es el de la piece bienfaite, en expresión personal del autor,
que hará fortuna en el teatro realista. A ún en plena época romántica,
Scribe orientó la escena hacia la comedia de costumbres, pero en reali­
dad, más que a su ingenio romántico, su notoriedad se debe a los cons­
tantes estrenos que realizaba, hasta alcanzar las casi cuatrocientas obras.
Al nombre de Scribe hay que añadir el de É mide A u g ie r (1820-
1889), que se inicia en la comedia burguesa para pasar a la crítica de
la vida moderna en Elyem o del señor Poirier (1854), actualización de
E l burgués gentilhombre de Moliere. Por su lado, A le x a n d r e D umas
(1824-1895), tras el éxito de su drama postromántico L a dama de las ca­
melias, se desviará hacia un prerrealismo moralizante: E l hijo natural
(1858), Las ideas de Mme. Aubray (1867) y MonsieurAlfonso (1874). En esta
breve relación es justo mencionar igualmente a V ic t o r ie n S a r d o u
(1831-1908), que cultivó todos los géneros y tendencias, y a E u g é n e
L a b ic h e (1815-1888), cuya comedia Un sombrero depaja de Italia (1851)
—que aún hoy se sigue representando con éxito— anuncia el nuevo vode-
vil francés, en el que destacará más tarde G eo r g e s F eyd eau (1862-1921).
Estamos a las puertas del naturalismo, mas con un ir y venir de ex­
periencias que caracterizan la inconstancia realista, y afirman la difi­
cultad de establecer compartimientos estancos en arte. La primera
constatación de ello es de carácter histórico. En 1857 aparece en Fran­
cia la que la crítica considera la máxima novela realista del siglo, Ma-
dame Bovary, de Gustave Flaubert. Los pasos de la protagonista, el am­
biente que la rodea en la pequeña ciudad de provincias en que vive, los
giros todos de su alma, aparecen descritos de tal modo que resulta di­
fícil, en su lectura, no sentirse transportado al marco de la acción, y
que, aún hoy, viajeros por la Normandía de Emma Bovary, parece
como si el paisaje hubiera copiado al libro. Con Madame Bovary, varias
veces adaptada al teatro y al cine, se mostraba el arte realista, aquel que
consigue hacernos ver la realidad en la que vivimos y nos movemos,
esa realidad que por pereza o por rutina no llegamos a advertir y en la
que no llegamos a penetrar.
Pero ésa no es la única tendencia del momento. El mismo año de
Madame Bovary aparece otro libro que marcará gran parte del arte mo­
derno hasta nuestros días: Lasflores del mal de. Baudelaire. En él se con­
firma la tendencia postromántica, se anuncia el simbolismo y se pro­
fetiza el surrealismo del siglo xx. Cinco años después, en 1862, surge
el voluminoso relato de Víctor Hugo Los miserables, donde el elemento
épico, que se adelanta al socialismo naturalista de fin de siglo, queda
enmarcado en una historia melodramática. Estos ejemplos hablan cla­
ro de la imbricación de unas tendencias en otras, imbricación que po­
demos advertir desde la segunda mitad del siglo xix hasta nuestros
días, con alternados predominios de tales estilos diversos.
La segunda constatación del fenómeno antes mencionado es de ca­
rácter estético, y se refiere a la inconstancia de esos propios dramatur­
gos realistas, dentro de este marco estilístico. Flaubert necesitaba esca­
par del detallismo realista y dar rienda suelta a su fantasía e incons­
ciente. La mejor prueba de ello la tenemos en la constante reescritura
de La tentación de San Antonio, inmensa obra del teatro de la imagina­
ción, cuya realización sólo las actuales técnicas cinematográficas po­
drían abordar. O el mismo Zola, que siente la necesidad de descansar,
tras su enorme esfuerzo naturalista, para ofrecer historias, como la na­
rrada en Ensueño, en la que la criada Angélique, que ha crecido a la
sombra de la catedral de provincias, nos muestra sus sueños y fantasías
de amor por el Cristo y los santos multicolores de las vidrieras. Por
consiguiente la práctica totalidad de los naturalistas evolucionaron ha­
cia el simbolismo, de no impedirlo la muerte prematura de algunos,
como Chejov. Naturalismo y Simbolismo influirán en la mayoría de
las tendencias dramáticas del siglo XX.

2. Z o l a y l a t e o r ía d e l a r te n a tu r a lista

El advenimiento del teatro naturalista ocurre con evidente retraso


respecto de la novela. Así lo señala Zola, quien lo achaca a que el tea­
tro representa «el último bastión del convencionalismo», lo que no en­
cajaba en el científico siglo xix. Si el xvii fue el siglo del teatro, vino a
decir Zola, el xix había de ser el de la novela; y aunque así lo crea, y a
posteriori la historia lo confirme, el autor no arrojó la toalla del teatro,
antes bien propugnó la necesidad y posibilidad de una escena adecua­
da al nuevo estilo: «El teatro será naturalista o no será.»
En 1881, Zola resumiría todas estas ideas, que de tiempo atrás le
venían preocupando, en un texto cuyo enunciado, E l naturalismo en el
teatro, no podía ser más explícito. Fiel a la idea ya aplicada a la novela
de que el medio determina el comportamiento, Zola se detiene en los
elementos que, en el teatro, representan ese medio: el decorado, el ves­
tuario y los accesorios. Razonará que nuestra época no puede ya acep­
tar el escenario vacío de Shakespeare, ni los espacios convencionales y
neutros de los clásicos franceses. Se pregunta cómo puede ser creíble
una representación, dar eco de la vida cotidiana, si el medio en el que
se mueven los personajes es convencional, falso, de objetos pintados,
con actores y actrices que salían a escena maquillados y vestidos siem­
pre de gala.
Pero había que hacer mayores cambios aún para acertar con la re­
presentación objetiva. Había que desterrar los tonos declamatorios,
grandilocuentes, en la dicción de los intérpretes. Había que cambiar
los gestos si se quería desmentir a los críticos que, ironizando sobre los
intentos naturalistas, hablaban de «sus actores falsos en medio de de­
corados verdaderos». Algunos dramaturgos también solicitaban esta
naturalidad en escena. Valga como ejemplo esta acotación de Sardou:
«Los actores se sientan en torno a una mesa situada en el centro y ha­
blan con toda naturalidad, mirándose unos a otros como ocurre en la
realidad.» Pese a estos deseos, a los comediantes les era difícil suprimir
sus modos de actuar; dejar de responder a los aplausos repitiendo,
como en la ópera, sus parlamentos más celebrados; en definitiva, ceder
a los caprichos del público, otro factor de difícil cambio.
Ciertamente hubo en esta época actores de talento, intermediarios
entre el antiguo y el nuevo estilo. Actrices como Sarah Bernhardt, Ga-
brielle Réjane y la famosa Rachel pasearon su arte por Europa, justifi­
cando el culto a la vedette que denunciaría Stanislavski viendo en Moscú
a la Bernhardt. Los mejores intentos naturalistas (los Meininger, Antoi-
ne...) borrarán estos individualismos para insistir sobre la representación
como un acto colectivo.
A distancia de estos hechos, es fácil advertir hoy día los aciertos y
desaciertos de Zola. Entre los primeros está el haber roto las barreras
moralistas del público burgués, poniendo en entredicho la moral bur­
guesa y sus comportamientos sociales. También Zola abrió el mundo
teatral a la objetividad poco menos que rechazada por la tradición es­
cénica. Entre los desaciertos está, sin duda, el querer suprimir radical­
mente las convenciones del género dramático, sus denegaciones. Está
claro que, por mucho que se intente el naturalismo escénico, la reali­
dad exterior no cabe en el escenario, los personajes han de ser re-presen­
tados ofigurados, y el propio lenguaje es ya de por sí una pura conven­
ción. Todo el teatro naturalista no tardaría mucho en dejar de ser un
equivalente de la realidad, para convertirse en otra serie de convencio­
nes. El error de Zola estaba en querer aplicar a la escena las recetas de
la novela, estableciendo un sistema de imposibles transferencias de un
género a otro. Es imposible pretender que el decorado o la caracteriza­
ción de los personajes suplan las extensas descripciones y digresiones
de la novela naturalista, tal y como quería Zola. Las muestras de teatro
naturalista adaptadas de relatos, en especial de las propias obras de
Zola —a excepción de L a taberna—, no fueron del gusto de la crítica
ni del público de París. Ni lo fueron los estrenos de Los cuervos (1882)
o de L a parisina (1883), ambas de Henri Becque, considerado como el
más destacado naturalista francés según la fórmula de Zola. Porque,
además, este teatro no representaba la realidad cotidiana a fin de susci­
tar el interés del público, sino sólo aquellos casos más sobresalientes y
disparatados de la misma. Thérése Raquin, de Zola, que en 1873 no pasó
de las nueve representaciones, cuenta cómo Teresa y su amante dan
muerte al marido de aquélla. Teresa acabará suicidándose ante la mira­
da de la madre del esposo, muda y paralítica.
La teoría iba por delante de la práctica. El teatro de París no daba
con la fórmula de la representación naturalista. Pronto lo conseguirá
Antoine. En Alemania, mientras tanto, una ejemplar compañía lo es­
taba logrando: los Meininger.

3. Los M e in in g e r
Ocurrió esto cerca de Weimar, en donde Goethe había puesto las
bases de la futura afición al teatro lírico y dramático alemán. En Mei-
ningen, el propio duque Jorge II se hizo cargo de la dirección de los ac­
tores en su Teatro de Corte. Este duque era consciente de la decadencia
de la escena alemana en décadas precedentes, lo que achacaba a la in­
fluencia de la preocupación de las cortes alemanas por los problemas
económicos y políticos que habrían de desembocar en la creación del
Imperio de Bismarck, en 1871. El duque de Sax-Meiningen advirtió que
las programaciones del teatro en Alemania estaban calcadas de las del
Dos escenas de Julio César de Shakespeare.
Realización de los Meininger (arriba, 1874) y de Antoine (abajo).
bulevar parisino —operetas, piezas sentimentales...— , imponiéndose la
fantasía sobre los tan repetidos deseos de autenticidad escénica.
El entusiasmo del duque no tenía límites. Entrenaba a los actores,
los dirigía con férrea disciplina, tanto a los protagonistas como a las
comparsas, que habían de actuar como elemento ambientador y rea­
lista. Su manejo de las masas fue siempre muy ensalzado. Pero, ade­
más, prodigaba todos los detalles del decorado, para el que prefería la
habitación cerrada, incluso por el techo. Amante de la historia y de la
pintura, disciplinas que había estudiado en la Escuela de Munich, él
mismo diseñaba los decorados, buscaba originales perspectivas y dibu­
jaba el vestuario, indicando siempre los colores más apropiados. Se
dice que los tonos marrones rojizos eran los preferidos, pues sobre
ellos sobresalían vivos colores para el vestuario. Este naturalismo no era
el de Zola, sino más bien el que perseguía la fidelidad histórica y la ver­
dad absoluta en ella. Las armas, por ejemplo, tenían que ser auténticas.
De ahí que su repertorio tuviese como norma la calidad de las obras.
En este sentido, superó el debate de las reglas, sin hacer distinción ni
de tono ni de nacionalidad ni de escuela. Representó a Shakespeare, a
Moliere y a Schiller, y se interesó igualmente por autores alemanes no
estrenados, como Kleist, y jóvenes dramaturgos nórdicos, como Bjom-
son e Ibsen. De éste hizo el estreno absoluto de Espectros.
Entre 1874 y 1890, los Meininger dieron más de tres mil representa­
ciones en gira por Europa. Su campo preferido, no obstante, era la propia
Alemania, y principalmente Berlín, considerada ya como nueva capital
del imperio germano, en donde, en 1883, se fundaba el Deutscher Thea-
ter, que será el primer teatro alemán. En esas giras por Alemania los Mei­
ninger se vieron favorecidos por la infraestructura teatral existente, que
ellos supieron estimular. Es significativo que, a partir de 1870, empezaran
a florecer teatros privados junto a los viejos teatros de corte. Pero sor­
prende aún más el ritmo con que este fenómeno se propaga, pues en
quince años el número de salas pasa de doscientas a seiscientas.
En sus giras, los Meininger llegaron a los países escandinavos y Ru­
sia. Por su lado, Ibsen ya había entablado contacto con ellos en Ale­
mania, donde acudió para estudiar su arte.

4. E l tea t r o n ó r d ic o

La escasa tradición del teatro escandinavo se había contentado en


el siglo xix con las comedias de estudiantes y la aclimatación del vo-
devil francés, que florece a partir de 1830 en Copenhague y Estocol-
mo. En esa dramaturgia, el teatro de vodevil constituye el primer esca­
ño de la ascensión realista. A mitad del siglo xix, se crean dos grandes
teatros: la Escena Nacional de Bergen y el Teatro de Christiania, luego
Teatro Nacional de Oslo. La animación de este último fue confiada
primero a Henrik Ibsen, y, posteriormente, a Bjómstjeme Bjómson.
Para su propia instrucción, Ibsen recorrió Europa. A partir de 1864
vivió casi permanentemente fiiera de Noruega. En la escritura dramá­
tica se inició con obras de inspiración romántica, y comedias al modo
de Scribe. Por su lado, Bjómson admiró particularmente al Musset de
las comedias y proverbios.
En la obra de H e n r ik I b s e n (1828-1906), la crítica suele hacer va­
rios apartados. Dejando a un lado sus primeras comedias, tenemos un
primer bloque de dramas poéticos nacionales, como Bm nd(1866), ata­
que metafórico a la falta de solidaridad panescandinava ante la viola­
ción prusiana a Dinamarca en la persona del sacerdote Brand, que, por
mantener sus principios, sacrifica a su mujer y a su hijo; Peer Gynt
(1868) es un personaje radicalmente distinto del anterior, caricatura del
genio noruego. La segunda etapa la compone su época realista, con
Casa de muñecas (1879), Espectros (1881), Un enemigo delpueblo (1882) y
Elpato salvaje (1884), entre las más conocidas. Finalmente, se encuen­
tra su etapa simbolista, en la que sobresalen L a dama del mar (1888),
Hedda Gabler (1890) y Solness el arquitecto (1892).
Entre los problemas sociales que más le preocupan durante su se­
gunda época, adquiere gran relieve el de la liberación de la mujer, tema
que le proporciona excelentes desarrollos dramáticos. Se dice que ha­
bía en ello razones muy profundas, incluso biográficas, y que el dra­
maturgo se identifica frecuentemente con sus protagonistas femeninas.
Para Freud, Ibsen era el escritor más interesante de su tiempo. Pero no
conviene limitar el alcance crítico a este sólo problema. Aplicando las
mismas intencionalidades a Ibsen y a Bjómson, Maurice Gravier escri­
birá:

Conservando siempre el sentido del arte y de la medida, Ibsen y


Bjóm son evitan normalmente proponem os soluciones demasiado
concretas. Pero despiertan las conciencias, hacen salir de su letargo
las mentes propensas a satisfacerse fácilmente con las situaciones ad­
quiridas. Ibsen y Bjóm son viven en una sociedad petrificada, tirani­
zada y entristecida por el espíritu pietista. U n vicio quieren denun­
ciar antes que cualquier otro: la hipocresía. «Vivir según la verdad»,
ése es el ideal que Bjóm son propone a los espectadores de sus dra­
mas, mientras que Ibsen les pide que sigan «la exigencia ideal», que
descubran su vocación y disipen, si es preciso, la «mentira vital».
Mas decir la verdad a un pueblo que se mantiene simple y zafio no
es ciertamente nada fácil.

Cualquiera de las obras de Ibsen, y no sólo las de este periodo,


muestra la enorme dosis de autenticidad y de valor para desafiar a los
sectores denunciados. Un enemigo delpueblo puede ser propuesta como
el paradigma de tales denuncias. Por su lado, los estrenos de Ibsen se
encargaron de demostrarlo. Como anécdota podemos citar el enfren­
tamiento que hubo en Francia entre dos grandes políticos, Clemen-
ceau y Jean Jaurés, con motivo del estreno de esa obra. Aunque tuvo
mayor eco, en Noruega y en toda Europa, la polémica suscitada por
Casa de muñecas. Hace más de un siglo, el dramaturgo se convirtió en
abanderado del movimiento feminista. La obra propone la dialéctica
de estar a favor o en contra de Nora, la protagonista. Cuando el tema
salía a debate, era difícil contener los nervios. Se dice que en invitacio­
nes y tarjetas de visita se rogaba abstenerse de hablar de Nora.

Nora es la esposa gentil del abogado Helmer. Para salvar a su


marido de una grave enfermedad, Nora contrae una gran deuda con
un acreedor, viéndose obligada a falsificar su firma para mantener
este hecho en secreto. La buena de Nora va pagando poco a poco di­
cha deuda sin que el marido sepa nada de ello. Pero un buen día
todo se descubrirá: Helmer quiere despedir del banco, en el que es
director, a un empleado, que resulta ser el acreedor He Nora. Este la
amenaza con el chantaje. Para los esposos ha llegado la hora de la
verdad, la hora de actuar ante la verdad, característica del drama ib-
seniano. Helmer aparece ahora frente a Nora como un ser mezqui­
no, al que sólo le interesa su reputación. A Nora el m undo se le de­
rrumba y todo le parece sin sentido. D e pronto, descubre que aún le
queda un asidero para evitar su desesperación: su libertad. Desoyen­
do las súplicas del marido, Nora abandona la casa dando un porta­
zo, que algún comentarista ha conceptuado como el más valiente y
consecuente de toda la historia del teatro.

A Ibsen le preocupaba sobremanera la composición dramática.


Muy superior en ese terreno a los franceses, sus obras sí son modelo de
la llamada piece bienfaite. Sabe administrar el pathos dramático, mante­
ner los enfrentamientos en su cumbre, emplear el lenguaje y las fór­
mulas psicológicas adecuadas. Ese es el secreto de su pervivencia.
Durante su tercer periodo se interesa menos por lo social, cuidan­
do más la simbología de la obra y su conformación poética.
O tro nombre estelar del teatro nórdico es el del sueco A u g u st
S t r i n d b e r g (1849-1912). Dejando aparte sus inicios, en los que se
opone al drama romántico y a la comedia burguesa importada de Fran­
cia, hemos de reseñar sus dramas naturalistas: E lpadre (1886), Señorita
Julia (1888) y Acreedores (1888), En ellas ahonda en los detalles del rela­
to, de modo incluso obsesivo, y en la huella que deja en el alma de los
personajes, a veces con insistencia masoquista. Estaríamos ante una es­
critura que, partiendo de la observación minuciosa de la realidad, y de
su propia biografía, se nos presenta como el drama de las obsesiones
del yo frente a la realidad.
Pero Strindberg escapa del naturalismo para convertirse en precur­
sor del expresionismo. A la salida de una grave crisis psíquica y moral,
que dejó reflejada en sus relatos Infierno y Combate con el ángel, el dra­
maturgo escribió una extensa obra, Camino de Damasco (1898-1901), en
la que las alucinaciones crean un mundo interior en el cual simbolis­
mo y expresionismo se han aunado en diversas ocasiones para esceni­
ficarlo. Aún se podría decir más sobre su siguiente obra, E l sueño (1902),
que cabe conceptuar de precursora del teatro surrealista, pues el in­
consciente liberado se adueña de la escena, imponiendo sus esquemas
incoherentes. Esta obra puede ser considerada justamente como una
de las grandes concepciones del teatro moderno. Artaud y los surrea­
listas de entreguerras pensaron en ella como ejemplo ilustrador de sus
propias concepciones dramáticas.
La aportación de Strindberg a la escena fue más allá. A raíz de su
decepción por la ciencia, en la que tanto había confiado —e incluso
por la alquimia, pues había intentado fabricar oro— , se convierte a
una fe a caballo entre el budismo y el cristianismo. Ello explica su
concepción simbolista, la nueva estructura compositiva en la que in­
cluye himnos en latín y desarrollos litúrgicos en títulos como Advien­
to o Pascua.
En 1902 fundó en Estocolmo el Intim Teatern. El término intimo
puede aplicarse tanto a las modestas dimensiones del local, como a la
temática de las obras a las que se destina, o a su modo de representa­
ción. En ésta se procedió a la simplificación de los elementos decora­
tivos para estimular en todo momento la imaginación del espectador;
se preocupó de la creación de climas psicológicos, particularmente con
juegos de iluminación que proyectaban las sombras de los personajes.
Para algunos, esta experiencia del Intim Teatern podría ser considerada
como la cuna del expresionismo. Allí representó sus piezas íntimas o,
como él prefería llamarlas, piezas de cámara, imitando la expresión mu­
sical: Tempestad, L a casa quemada, E lpelícano y L a sonata de los espectros.
Cabe decir que todo en la obra de Strindberg fue íntimo, en el sen­
tido de que toda la realidad fue modelada en su interior, en su propia
atormentada biografía. En él están presentes casi todos los desarrollos
dramáticos vanguardistas del siglo xx.

5. E l t ea t r o l ib r e d e A n t o in e

Como hemos indicado al hablar de Zola, las piezas francesas re­


presentadas en París, adaptadas directa o indirectamente de la novela,
no convencieron. Pero las ideas de Zola tampoco cayeron en terreno
baldío. Un aficionado al teatro, A n d r é A n t o in e (1858-1943), por
quien pocos habrían apostado en un principio, quiso crear un teatro
donde todo fuese verdadero, tan real como une tranche de vie (una taja­
da de vida), expresión que define elocuentemente su idea de la puesta
en escena naturalista. Antoine había estudiado la teoría naturalista con
Taine, y conocía los escritos de Zola. Fue comparsa en la Comedie
Francaise y asistió al curso de declamación de Lainé. Vivía como em­
pleado de la Compañía de Gas, formando elgrupo galo junto a otros jó­
venes aficionados con la decisión de renovar el teatro. El 30 de marzo
de 1887, noche memorable para el arte escénico, Antoine inauguró su
Théátre Libre (Teatro Libre) en la humilde sala del Elíseo de Mont-
martre con capacidad para unas trescientas cincuenta personas. Se re­
presentaron cuatro obras breves, una de ellas Jacques Damour, de Zola,
adaptada por Léon Hennique. La visita a Bruselas, para ver actuar a los
Meininger, le confirmó en sus ideas dramáticas. De lo que fue su labor
de dirección en los años que siguen nos da cuenta otro director im­
portante, Gastón Baty:

Antoine puso al desnudo todos los artificios de las fórmulas an­


tiguas, arrojó fuera las complicaciones, los trucos, los golpes efectis­
tas, la ampulosidad, los largos parlamentos, la verborrea de la pieza
de intriga, mostrando la vanidad de las maquinarias complicadas y
las exhibiciones sensacionalistas. La obra reconstructiva de Antoine
creó el gusto por la acción simple, rápida, concisa y visual, tanto en
los gestos com o en las actitudes y en las palabras, buscando sus mo­
tivaciones en los caracteres y no en los enredos de la situación, in­
terpretando las obras sin muletillas, con naturalidad y en medio de
un marco expresivo.

Como puntos fuertes habría que subrayar dentro de su labor de co­


herencia, acorde con el realismo impuesto a los medios visuales, la re­
presentación antiteatral, es decir, la técnica de actuar como si no se es­
tuviese en un teatro, como si entre los actores y el público existiera real­
mente una cuarta pared, y uno se encontrase sólo con los otros perso­
najes, en una situación real de la vida; de ahí que importe poco, con­
trariamente a las prescripciones del cuadro plástico, hablar de espaldas,
o desde fuera del escenario visible. Insistió en la labor de conjunto de
la compañía, que nunca debía conformarse con ser una banda de com­
parsas en torno al primer actor o vedette de tumo. Por estas razones,
buscó y estimuló la escritura de obras nuevas. Se dice que estrenó más
de ciento veinte, de cincuenta y un autores, de los cuales cuarenta y
dos eran menores de cuarenta años, la mayoría en un acto y de fácil re­
presentación. Pero no olvidó por ello los grandes nombres extranjeros,
como Tolstoi, Hauptmann o Ibsen.
Por otro lado, cuidó de su público al abaratar las entradas, y se in­
teresó por el confort de la sala. Concentró la luz en el escenario, de­
jando a los espectadores en la oscuridad. Siguiendo a Zola, en escena
dio mayor importancia al ámbito de la acción sobre la acción misma,
«porque es el medio el que determina los movimientos de los perso­
najes, y no los movimientos de los personajes los que determinan el
medio». De ahí que propugnara la solidez de los elementos escénicos:
prefirió los objetos y muebles auténticos, rechazó los bastidores de tela
que imitan la madera, imponiendo que las paredes y ventanas fuesen
realmente practicables y no meramente decorativas. Este rechazo de
las convenciones escenográficas le acarreó las más duras críticas, y al­
gunos llegaron a caricaturizar sus excesos: se han citado con harta fre­
cuencia los pedazos de carne auténtica colgados en la escenificación de
la obra Los carniceros, y el desagradable olor que generó a los pocos
días; o las gallinas vivas picoteando por el escenario de L a tierra. Pero
sería injusto quedarse en estos ejemplos e ignorar lo mucho que An-
toine significaba en su momento para la evolución del arte teatral, tan­
to para los que en la fidelidad reformaron sus ideas, como para los que,
desde la oposición a las mismas, abrieron vías antinaturalistas a la re­
presentación escénica. En el mismo París, esta oposición, tan benefi­
ciosa para la escena, fue encabezada por el citado Paul Fort y su Teatro
delArte. En los epígrafes finales del presente capítulo entraremos más a
fondo en esta cuestión.
En 1906 Antoine pasó a la dirección del Odeón, en la que se
mantuvo hasta 1914. Después abandonó la dirección teatral para de­
dicarse al cine, medio que juzgó verdaderamente expresivo para mos­
trar la realidad. Como actor y director impuso también su estilo na­
turalista a montajes de textos de Zola, Hugo y Dumas. Con Antoine,
tanto en teatro como en cine, se estaba diseñando netamente la mo­
derna figura del director de escena.
6. L a «F r e ie B ü h n e » y la c o n s o l id a c ió n d e l tea t r o a lem á n ^

En 1889, el movimiento naturalista alemán fonda la Escena LibrmFreie


Bühne), dirigida por Otto Brahn. Brahn reclama para ella la mism^rerdad
que Antoine proclama en su Teatro Libre. Pero Brahn no quüp experi­
mentar con actores aficionados y, desde el principio, reclutó apores pro­
fesionales. En lo que al repertorio se refiere supo tomar b u ey n ota de los
Meininger y de los naturalistas franceses. Inició sus representaciones con Ib-
sen (Espectros), al que se unirán los nombres de Tolstoi, ZolaJKecque y Strind-
berg. Pero supo también apostar por los dramaturgosRemanes del mo­
mento. Dos nombres quedarán para la historia del t&Jao unidos al suyo:
G erhart H au ptm a nn (1862-1946), revelado por la wfek Bühne, y F rank
W e d e k in d (1864-1918), al que conoce en el DeumherTheater, en 1912.
El segundo estreno de la Freie Bühne fii^precisamente una obra
de Hauptmann, Antes del amanecer. En la línjp de Zola, el naturalismo
de Hauptmann está también imbuido d ^ in manifiesto socialismo.
Éste queda especialmente de relieve en o ro conocido texto, Los tejedo­
res, igualmente estrenado en la Freie BiMne por Otto Brahn. Cuando
éste pasó al Deutscher Theater siguió Codeándose de los mejores acto­
res. Entre ellos se encontraba Max Jeinhart, que le sucederá en la di­
rección de dicho teatro. Reinhart m convirtió en una de las más inte­
resantes figuras de la dirección es#nica de nuestro siglo, dentro de una
tendencia abiertamente antinatpalista.
Como muchos otros natuplistas, Hauptmann evolucionó hacia el
drama poético y simbolista. mS mismo le ocurría a Wedekind, que de ac­
tor pasó a consagrarse a la ^tritura dramática. Su naturalismo se vio pron­
to teñido de una extrañaj^m arga simbología, que exigía puestas en esce­
na cuyo atrevimiento chpcaba muchas veces con la sensibilidad del públi­
co de su época: ambijptes marginales y depravados, personajes asocíales,
prostitutas, crim inal^lesbianas; todo ello con los lenguajes propios de ta­
les personajes y ambientes. Lo cual le hará engrosar pronto las listas de los
repertorios expr^mistas. A Wedekind debe el teatro ese tipo turbio, sin­
cero, morbosamente atractivo, llamado Lulú, que encontramos en dos de
sus mejores dcaciones: Gnomo (1895) y L a caja de Pandora (1902).

7. E l r ^ j s m o r u s o . S ta n isla v ski

Ey$an Petersburgo, un joven entusiasmado por el teatro desde su


infamia contempló admirado a los Meininger en su gira por Rusia. Su
nombre era C o n s t a n t in S ta n isla v sk i (1863-1938). Sus padres cons-
trayeron para él dos teatros: uno en sus propiedades del campo y om>
en su casa de Moscú. Todo fue teatro en la vida de Stanislavski^Tos
Meininger, a los que citará con frecuencia a lo largo de su vidajle en­
señaron cómo la verdad del poeta, del dramaturgo, puede coi^rtirse
en la verdad hecha vida por los actores. W
En Rusia, el terreno estaba abonado cuando los Meinn^er apare­
cieron en su gira. El teatro realista ruso hunde sus raíces em el teatro de
siervos, que cubre el último tercio del siglo x v iii y la prinpra mitad del
siglo XIX. Catalina II hizo que la nobleza fuera no sóypropietaria de
las tierras, sino también de los campesinos que las irabajaban. Emu­
lando a los reyes europeos, los grandes señores rujps organizaron sus
propias cortes ilustradas, en las que el teatro consti^yó un tipo de ocio
frecuente. Cuando en 1861 fue abolido este réjpien de servidumbre,
Rusia se encontró con un elenco impresionare de actores, bailarines,
músicos y pintores provenientes de la servidumbre. Estos actores-sier-
vos, a los que se les había dado instrucció^y que habían representado
particularmente el repertorio francés ~<W Moliere al vodevil— , com­
prendieron la necesidad de crear un tey o más conectado con la reali­
dad rusa, que alguien ha descrito corwo drama sin las cofias ni los de­
lantales de las criadas francesas. Dupnte mucho tiempo, los grandes
actores eran siervos: la Semenova^Watchalov, Chtchepine...
Volviendo a Stanislavski, es remorable la conversación de más de
quince horas que mantuvo cot^ladim ir Dantchenko, autor y profesor
de arte dramático en M o sc ú .^ cree que ello fue el origen de la nueva
época realista que coincide aon la creación, en 1898, del Teatro de Arte
de Moscú. Este teatro, gradas a un mecenas entusiasta, Morozov, dispu­
so pronto de un modernwedificio, bien dotado, en el que los actores dis­
ponían por primera vejóle confortables camerinos y de un salón-biblio­
teca. Todo estaba preparado para iniciar la aventura. El Teatro de Alte
contaba con actoreOTlirectores y técnicos. Stanislavski pensó, no obstan­
te, que faltaba el djEmento esencial: los poetas, como él gustaba llamar a
los dramaturgo^Fue Dantchenko quien propuso un nombre: Chejov.
Antón Chejo^cra ya un dramaturgo conocido que había fracasado con
La gaviota, o r í 896, en el Treatro Alexandrine de San Petersburgo. Pero
ése fue el iS a de Stanislavski-Dantchenko: empezar con una obra tilda­
da de dedraente. En 1898, el Teatro de Arte invitó al público moscovita
a contemplar una nueva versión de La gaviota. Se dice que Stanislavski
consintió que el corazón hablara, que el silencio fuera elocuente, que a
los afectadores llegase la suave melancolía, aquella resignación tan rusa
d ^ > s personajes; todo un éxito que convirtió a L a gaviota en símbolo
<Jt[ Teatro de Arte de Moscú y del teatro ruso moderno.
Dos escenas de Los bajosfondos de Gorki. Teatro de Arte de Moscú.
Chejov lee La gaviota al Teatro de Arte de Moscú (1899).'Stanislavski a la derecha, sen­
tado, y Danchenko, a la izquierda, de pie.

Escena de La tierra, acto II. Teatro Antoine (París, 1902).


Según el método psicológico-realista de Stanislavski, el actor^be
reflejar los sentimientos que, en una situación dada, pueden^speri-
mentar sus personajes en razón del grado de conocimiento y Mt com­
promiso que les vinculen a dicha situación. Todo esto es lo#ue el ac­
tor, ayudado por su director, debe reconstruir para apron*rselo. Así,
comentando años más tarde la interpretación de Hamlm—cfoiií que
conceptúa como la más grande de la historia del teatro^, exige que el
actor que represente al protagonista conozca los imMlsos vitales que
animan al personaje. Ello no debe implicar una inypretación mono-
corde, pues aunque tal conocimiento dé la tó n ic ^ l actor, éste modi­
ficará su expresión según los estímulos que lepleguen desde las cir­
cunstancias de la acción, desde los otros person es con los que se en­
frenta, de acuerdo siempre con el conocimiemo progresivo que de los
demás personajes y de sí mismo vaya adquiriendo a medida que avan­
za la representación. El método Stanislaw i, considerado como el mé­
todo por antonomasia en el mundo ddfteatro, tiene como finalidad
ahondar en las leyes ocultas del p r o e jé creador, intentando, a través
de una práctica asidua, formularlas « 1 modo más objetivo posible.
Para el actor ruso los textos d^Pu propia dramática debían ser, en
un principio, los más adecuadosiya que hablaban de su realidad. Tras
el éxito de La gaviota en el Teatjyde Arte, Stanislavski y Danchenko su­
plicaron a Chejov que sigui^a escribiendo para el teatro. Ghejov les
entregó tres nuevas obras, qm siguen actualmente vivas: Tío Vania, ini­
ciada en 1896 y terminadaien 1899, Las tres hermanas (1901) y E ljardín
de los cerezos (1904). El j p t o de estos textos les llevó a desempolvar
otras anteriores, brevesJen su mayoría, que Chejov había escrito hacía
diez años, con algujps elementos de farsa y de melodrama: E l oso
(1888), E l canto del mne (1888), Lapetidón de mano (1889), Tatiana Repín
(1889), E l aniverspio (1891), etc. Por desgracia para el teatro, cuando
Chejov se encobraba en plena euforia creativa, con un gusto exquisi­
to por la esceim, murió de una afección pulmonar en 1904.
Cabe e v # ar en este epígrafe a otros dramaturgos rusos. L e ó n id a s
A n d r e ie ^ I 871-1919) se inicia en una línea realista que pronto recar­
ga de símbolos. Lo propiamente ruso se mezcla con otras dramaturgias
—MaeMrlinck en particular— y acusa influencias de concepciones vi­
tales ^#Schopenhauer y Nietzsche, sobre todo. Como en Dostoievsld,
sus j^rsonajes se debaten entre la inseguridad, la angustia y el impulso
dapa muerte. Pero Andreiev escapa incluso al primer simbolismo para
f u n d a r otras tentativas, como la del absurdo.
f M á x im o G o r k i (1868-1936) muestra un realismo más constante,
más palm ario, en el que los problemas y las reivindicaciones sociales lo
acercan a veces a lo revolucionario. Los pequeños burgueses {1%X)j ^ L os
bajosfondos (1902), estrenadas por el Teatro de Arte de M oscj^espon-
den a estas inquietudes. Gorki luchó por la revolución, c^laDoró con
el régimen leninista, aunque por diferencias id eo ló g ic^ ^ pragmáticas
dejó Rusia en 1921. Jr
La vía realista de todos estos autores había sic^^ireparada por otros
creadores a lo largo del siglo xix. Entre ellosJaffnos de citar a N ic o l a i
G o g o l (1809-1852), A l e ja n d r o O s™ d v sK i (1823-1886) e Ivan
T u r g u e n ie v (1818-1883). Gogol aboa^lesde sus inicios por un tea­
tro autóctono ruso. «¿Qué tenem o^osotros que ver con los franceses
y todas esas gentes exóticas? Qrfrse nos dé algo ruso», reclamaba. E l
inspector (1836), es una sátir^re la Rusia zarista; una dramatización de
su novela Almas m u e r t a s representada mucho más tarde por el Tea­
tro de Arte de Moscú^En Turgueniev vemos ya prefigurado el tono
chejoviano, sobrepelo en Insolvencia (1849) y en Un mes en el campo
(1850). De O sti^ski hay que señalar su gran labor en el Teatro Malí de
Moscú, y eUweve periodo, hasta su muerte, como director del Teatro
Im periaL^le la Escuela Dramática. Entre sus obras destacan La tor-
m ent^$>b§) y E l bosque (1872).

8. D e D u b l ín a L o n d r e s : a c t o r e s y d r a m a t u r g o s ir l a n d e s e s

La creación del Teatro Independiente de Londres en 1891, consti­


tuye otro intento de trasladar a Inglaterra la experiencia del Teatro Li­
bre de Antoine. Todo se debió al entusiasmo puesto en la empresa por
J. T. Grein. Grein siguió el camino de franceses y alemanes al elegir
para sus primeros estrenos a Ibsen (Espectros) y Zola ( Tbérése Raquin). El
Teatro Independiente tuvo también su dramaturgo: B e r n a r d S haw
(1856-1950), que estrenó en 1892 Casa de viudos, escrita un año antes.
A esta feliz circunstancia debemos que Shaw, entusiasta estudioso de
Ibsen, siguiese escribiendo para el teatro comedias realistas, de gran agi­
lidad de diálogo, provistas todas ellas de una buena dosis de carga crí­
tica hacia injusticias, hipocresías y tabúes de la burguesía inglesa. Esta
tendencia ha hecho que se le compare con otro dramaturgo, igual­
mente de origen irlandés: Oscar Wilde, poeta maldito para la socie­
dad puritana de Londres, a la que llegó a conocer como nadie en su
interior.
Pese a su declarado fervor ibseniano, y pese a sus manifiestos pro­
pósitos críticos, Shaw rebaja el tono realista para ofrecemos comedias
—algunas de tono tragicómico— en las que lo hiriente no va reñido
con un diálogo de fino y soterrado ingenio o manifiesto humor. De
sus primeras obras, que dividió de modo curioso en comedias agrada­
bles, comedias desagradables y comedias para puritanos, hemos de destacar
Cándida, y entre las últimas, L a conversión del capitán Brassbourd. Con
posterioridad a esta etapa, Shaw frecuentará la escritura dramática asu­
miendo la superación del naturalismo, aunque sin dejar de ser él mis­
mo en ningún momento. Subrayemos su conocido Pigmalión (1913) y
SantaJuana (1923), una de las grandes construcciones dramáticas del si­
glo XX.
Por su lado, O s c a r W i l d e (1856-1900) alterna, en la última déca­
da del siglo xix, la escritura simbolista y la comedia de costumbres
que, sin duda, podemos incluir en el realismo. Su origen —idolatraba
a su madre, de origen italiano— , formación —estudios en Dublín y
Oxford, simpatizando con el Romanticismo y Simbolismo france­
ses— , su psiquismo — excéntrico, snob, homosexual— , su conoci­
miento directo de la alta sociedad puritana londinense —las grandes
damas se lo disputaban como la mayor atracción de sus salones, en los
que era el invitado más ocurrente y divertido— hicieron posible obras
poéticas como L a duquesa de Parma (1891) o Salomé (1894) — escritapa-
ra Sara Bernhardt— , así como las comedias finas y bien construidas
E l abanico de Lady Windermere (1892) y L a importancia de llamarse Er­
nesto (1895).
Estos dos dramaturgos irlandeses universales no fueron, sin em­
bargo, los propulsores del notable movimiento escénico de este país en
el periodo que nos ocupa. El verdadero advenimiento teatral irlandés
girará en torno a dos figuras: el poeta William B. Yeats y la emprende
dora Lady Gregory. Todo partió de la institución de Dublín conocida
como el Teatro literario inglés. Poco después, en 1901, actores ingleses e
irlandeses se unieron a Yeats y Lady Gregory y constituyeron el Teatro
Nacional Irlandés. Si en un principio todo parecía indicar el naci­
miento de un teatro poético, muy pronto los hermanos Fay, que se en­
cargaron de la dirección, juzgaron conveniente seguir los consejos de
Antoine. La adopción del estilo naturalista, teñido de humor y de poe­
sía, pareció sin duda la fórmula adecuada si tenemos en cuenta la pro­
puesta inicial del Grupo: mostrar, de modo costumbrista, la realidad
social y cultural de Irlanda, sin excluir las reivindicaciones de tipo pa­
triótico dirigidas sin paliativos contra la corona británica.
Miss Horniman, una entusiasta del arte escénico de los actores ir­
landeses, les ofreció como sede el Teatro de la Abadía de Londres. To­
das estas circunstancias, en especial su sentido nacionalista, hicieron
que actores irlandeses e incluso ingleses valoraran este grupo, así como
los dramaturgos irlandeses. De estos últimos hemos de mencionar a
O’Casey y a Synge. S e a n O ’C a se y (1884-1964) participó durante esos
años de la poética naturalista, reivindicando la protesta proletaria ir­
landesa, la independencia y unidad de su país, en definitiva, la lucha
por la libertad. A lo largo de su carrera, O ’Casey siguió fiel a esta te­
mática, aunque, tras la Primera Guerra Mundial, derivó hacia una
poética que incluía elementos simbolistas y expresionistas que le valie­
ron el rechazo del Teatro de la Abadía. J o h n M. S y n g e (1871-1909)
poseía una gran formación artística. Pronto se instaló en París, donde
entró en contacto con Yeats, quien le aconsejó, felizmente para el tea­
tro, que volviera a su tierra irlandesa y conviviese con los campesinos
a fin de estudiar sus costumbres, lenguajes y problemas. Así lo hizo
Synge. Pero en él había sobre todo un poeta, más que un novelista al
estilo de Balzac, a quien estas pruebas de conocimiento de la realidad
eran enteramente necesarias. En Synge, las leyendas, mitos y usos po­
pulares irlandeses, unidas a las técnicas dramáticas modernas, justifican
para su teatro —y para el teatro irlandés de sus compañeros— la de­
nominación de poético-realista, aunque quizá también la de realista-
simbolista. Señalemos, en esta línea,Jinetes hacia el mar (1903) y E l héroe
del mundo occidental (1907), que se considera su obra maestra.
En 1911, los irlandeses, que en Londres y en Europa eran recono­
cidos ya como el mejor grupo teatral de expresión inglesa, cruzaron el
Atlántico para mostrar su arte en los Estados Unidos de América.

9. E l r e a lis m o d r a m á t i c o en l o s E s t a d o s U n id o s

Aunque el teatro en América del Norte era tan an ria^ "como la


misma colonización que lo importó, la aparición d ^ l f a dramaturgia
propiamente autóctona se sitúa en torno a la Gi^íra de Secesión. La
Guerra Civil proporcionó multitud de relatop^ífue, contados sobre las
tablas, no disimulaban un halo románti^^ügo trasnochado. Por otro
lado, la infraestructura teatral a pnndj^o del siglo xx era considerable.
Echando mano del propio estil^relos cómputos americanos, ofrece­
mos estas cifras dadas por lo^dfstoriadores: cinco mil salas de teatro en
todo el país, con una cao^cidad superior a los cinco millones de loca­
lidades. El tren hací^jlosible los necesarios desplazamientos de los ac­
tores para cubrh^Én extensa geografía. En las ciudades más importan­
tes había d^fífm ce a veinte locales de teatro. Por su parte, las univer-
sidadesa^piezan a tomarse en serio este arte. Hay un nombre que
citaj^^especto: George Pierce Baker, profesor de Harvard. Según él,

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