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Portada: Los almorávides desembarcando en la península Ibérica.

Autor Justo Jimeno Bazaga

Los almorávides en al-Ándalus


Carmen Panadero Delgado
18 diciembre, 2018

La palabra “almorávide” deriva de la voz


árabe al-murãbitũn (‫— )نوطبارملا‬plural de al-mu-
rabit, que significa en sentido estricto “el que se
ata” y en sentido figurado “el que está presto para
la batalla en la fortaleza”—, y este término, a su
vez, procede de ribãt, nombre que recibían los
castillos-conventos musulmanes que se alzaban en
las costas y franjas fronterizas para protección de
sus territorios y que eran habitados por soldados-
monjes. De ribãt proceden los términos del caste-
llano “rábida” y “rápita”.
Se cree que el nombre “almorávides” surgió en relación con
un ribat de la localidad de Aglú (cerca de la actual Tiznit),
donde recibió su formación espiritual el que sería líder al-
morávide, Abdallãh ben Yasĩn.

Según el biógrafo marroquí Ben al-Zayyat al-Tadili (s.XIII), dicho centro de


enseñanza fue conocido como Dar al-Murabitin (“La casa de los almorávides”)
y, por ello, pudo inspirar a Ben Yasĩn el mismo nombre para su movimiento, con
el significado de “perseverar en la lucha”. Lo cierto es que la denominación de
“almorávides” fue elegida por sus propios fundadores —entre ellos, Abdallãh
ben Yasĩn— con el objetivo, entre otros, de evitar identificaciones tribales e
impedir que se les pudiera asimilar con ninguna etnia en particular.

Otra denominación que se les atribuyó en sus orígenes por las gentes de su
entorno fue al-mulathimun («los velados») debido al uso que hacían del litham o
velo. En efecto, los almorávides se cubrían todo el rostro con el velo que salía de
su turbante, dejando únicamente expuestos los ojos; dicha tradición tenía su
origen en los beréberes cenhegíes y llega hasta nuestros días entre los
actuales tuaregs. Pese a que en su origen surgiese con la función de proteger de
las arenas del desierto, los almorávides eligieron cubrirse con él incluso en
ambientes urbanos, como distintivo, a través del cual hacían pública declaración
de su ideología puritana.

Tuareg

El movimiento almorávide hizo su aparición en el área comprendida entre el sur


de Marruecos y las vegas de los ríos Senegal y Níger (Mauritania, Malí, Ghana),
donde se asentaban los cenhegíes (cabila Zanhaga), cuyos principales clanes
eran los Lamtuna y los Masufa. Estos pueblos habíanse islamizado alrededor
del siglo X, mediante el contacto con los mercaderes musulmanes que, desde
Siyilmasa, recorrían las rutas caravaneras cruzando el desierto El mando de la
inicial confederación de tribus recayó en el xeque Yahya ben Ibrahim, uno de
los fundadores del movimiento almorávide.
Cuando en 1035 regresaba este jefe beréber de su peregrinación a La Meca,
conoció en Kairwán al reputado alfaquí Abũ Imran Musa ben Isa ben Abi-l-
Hachach, originario de Fez y docto en doctrina malikí, quien le aconsejó solicitar
la ayuda de Abdallãh ben Yasĩn al-Gazulĩ para la formación en la fe de sus
compatriotas. El contacto entre Abdallãh ben Yasĩn y Yahya ben Ibrahim fue
decisivo y, con el tiempo, vino a suponer una difícil y profunda reforma social
para aquella confederación de tribus, islamizadas al principio de forma
superficial.

A partir de entonces sus vidas se rigieron por un inflexible rigor ascético.


Muerto ben Ibrahim, su educador espiritual Ben Yasĩn retirose con un puñado de
adeptos a una rábida (monasterio) que había fundado en una isla costera
cercana. Las rábidas, como ya avanzamos, eran una especie de conventos
militares, ámbitos para la purificación del musulmán más riguroso. Se lograba la
mayor purificación a través de una férrea disciplina, que imbuía a los monjes-
soldados, además, de un espíritu proselitista y ardiente fervor religioso. En estos
centros musulmanes se inspirarían más tarde las Órdenes Militares cristianas
que surgieron en relación a la reconquista de Tierra Santa y también en los reinos
cristianos de la Península Ibérica.

El movimiento almorávide alcanzó mayor proyección al unírseles Yahya ben


Omar, jefe de la tribu cenhegí de los Lamtuna, y su hermano Abu Bakr. Yahya
ben Ómar ejerció como caudillo militar, mientras que Abdallãh ben Yasĩn se
mantuvo como guía espiritual. Esta división de poderes (militar y religioso)
continuó hasta la llegada de Yũsuf ben Tašufĩn. El fervoroso y dócil ben Omar
fue el brazo armado del que ben Yasĩn se valió para alcanzar el dominio
territorial por las armas. Así fueron imponiendo por la fuerza sus creencias
religiosas a las demás tribus que inicialmente las habían rechazado. La conquista
almorávide, movida por el acicate religioso más puritano, tenía también entre sus
miras, aunque de forma solapada, razones económicas y el afán de conseguir
territorios más ricos.

Entretanto, por esos tiempos del siglo XI, al-Ándalus vivía sucesos muy con-
vulsos: habíase desintegrado el Califato de Córdoba y el poder musulmán se
dispersó en múltiples reinos de taifas. Aunque se conservaba el esplendor cul-
tural, en lo político prosperaba la decadencia y la división entre los distintos
reinos. Por otra parte la taifa de Sevilla lograba su mayor apogeo durante la se-
gunda mitad del siglo, justo cuando el conjunto de reinos andalusíes avanzaba
hacia su perdición. El acoso a que eran sometidos por los reinos cristianos, en
especial por el rey castellanoleonés Alfonso VI, había forzado a varios de ellos a
convertirse en tributarios de dicho rey por medio del pago de parias anuales.
Península ibérica en 1080, antes de las campañas de Yũsuf ibn Tašufĩn.

Durante la década de 1080, al-Ándalus vive aterrorizado por el empuje castellano


y, al mismo tiempo, más desunido que nunca y con las taifas musulmanas
enfrentadas entre sí. Alfonso VI las sometía a continuas provocaciones,
adentrándose en territorio andalusí hasta llegar a Tarifa, arrebatándoles plazas
fronterizas como Coimbra y Coria, encizañando a unos contra otros, hasta que,
finalmente, en 1085 les arrebató la capital visigoda, Toledo, sentó a un rey títere
(al-Qadir) en Valencia, asedió Zaragoza y razzió por tierras de Badajoz [1].

Por todo ello, los régulos de taifas, incapaces de unirse, decidieron volver sus
ojos hacia aquellos guerreros africanos tan esforzados como fanáticos, para so-
licitar su ayuda. Pese al temor que al-Mutamid de Sevilla sentía hacia aquellas
cabilas —debido a un antiguo augurio que pronosticaba que la dinastía abbadí de
Sevilla acabaría por causa de unos guerreros africanos [2]—, al fin escribió al
emir almorávide. Sin embargo, Yũsuf ben Tašufĩn ignoró al principio sus lla-
mamientos.

Pero la situación se agravó en 1086, cuando el rey de Castilla, anhelando


desplazar la frontera hacia el sur para distanciarla de la capital, Toledo, derrotó
en aquella primavera al ejército unido de las taifas meridionales en Alarcos,
amenazando al mismo tiempo a Calatrava y a Córdoba. La frontera en Sierra
Morena sería como una espada de Damocles continua sobre al-Ándalus. Los
nuevos llamamientos desesperados a los almorávides, realizados por alfaquíes y
taifas, hallaron al fin respuesta, y aquel verano cruzaron los almorávides el
estrecho tras haberles cedido Sevilla la plaza de Algeciras, mientras que el emir
africano se comprometía a respetar la independencia de los reinos andalusíes.

Unidas todas las taifas a las cabilas africanas, al mando del caudillo Yũsuf ben
Tašufĩn, vencieron al fin con enorme mortandad a los ejércitos castellano-
leoneses en Zallãqa (Sagrajas), resultando herido de gravedad el mismo rey
Alfonso VI. [3]

Tras este gran triunfo musulmán, los almorávides retornaron a


África. Aquella victoria restableció las fronteras en sus límites
anteriores y libró por un tiempo a los reyes taifas del pago de
parias, pero no logró unirlos.

Un año después, los problemas se recrudecían. El principal foco de conflictos


habíase localizado por entonces en la fortaleza de Aledo (Murcia), donde se
encastillaron todos los mozárabes de aquella cora y otros cristianos de comarcas
vecinas, aterrorizando a su entorno en muchas leguas a la redonda.

“Aquellos adversarios corrían la tierra, talaban los campos, robaban los gana-
dos, quemaban las cosechas y los pueblos, cautivando y matando a sus infelices
moradores. Las algaras que desde allí se hacían eran más terribles que las tro-
nadoras tempestades, y por toda la tierra de Murcia llevaban los estragos, la de-
solación, la sangre y el fuego que todo lo destruían.

Cerco de Aledo en 1088 (miniatura)

Al-Mutamid pasó entonces en persona al África para solicitar a ben Tašufĩn un


nuevo retorno a al-Ándalus que otra vez les remediase. Y le decía que los
saqueos de los de Aledo y las continuas algaras del Cid Campeador, desde su
campamento de Requena, acobardaban y desalentaban a los muslimes. Tampoco
le ocultó al emir almorávide que los particulares intereses de los señores de al-
Ándalus seguían siendo causa de desunión y recelos entre ellos. Yũsuf le contestó
que volviera tranquilo a Sevilla y fuera preparándolo todo sin dilación, que él
con todas sus fuerzas pronto le seguiría. Requirió luego a los reyes de taifas su
apoyo con fuerzas y pertrechos.

Aquel verano de 1088 volvió a hollar Yũsuf suelo andalusí, desembarcando en


Algeciras. El primero en unírsele fue Tamĩm de Málaga y, poco después, su
hermano Abdallãh de Granada, e hicieron juntos el camino hasta Aledo. No
tardaron en agregárseles el señor de Almería y al-Mutamid de Sevilla. Este,
para halagar y complacer a ben Tašufín, habíase vestido de negro como un
almorávide más. Los demás soberanos andaluces se burlaron de él, diciendo que
parecía un cuervo entre palomas, aludiendo a que las tropas sevillanas que lo
rodeaban vestían de blanco.

Pusieron luego cerco a la fortaleza de Aledo, en la que habían hallado refugio


todos los mozárabes de aquella comarca, y no ahorraron medios para tratar de
someterla. Labraron torres de madera y, conducidas por bueyes, las acercaron a
los muros, y pusieron sobre ellas truenos y otras muchas máquinas de asedio:
almajaneques, algarradas, manganas, fonéboles, balistas, y hasta se vio un apa-
rato insólito que llamaban “elefante” y que traía el señor de Almería, pero que
un tizón, lanzado por el enemigo desde sus almenas, pronto incendió.
Todo fue inútil; las pocas ocasiones favorables que se les presentaron se vieron
malogradas por las desavenencias entre los señores de al-Ándalus y, finalmente,
por la llegada a las cercanías del rey Alfonso con un ejército numeroso y
descansado”.[4]

Entre tanto, en las ciudades andalusíes los pobladores negábanse a pagar la con-
tribución extraordinaria que era menester para mantener frente a Aledo aquel
ejército de tanta muchedumbre durante varios meses. “Aquel porfiado asedio se
prolongaba y era como piedra de toque en la que se distinguían los buenos de
los malos, y gracias a la cual salían a la luz los defectos de todos”. [5]

Guerreros almorávides

Cuando el Emir tuvo noticia de la llegada del ejército de Castilla, determinó que
lo más sensato era el levantamiento del cerco y la dispersión de los sitiadores,
dado que después de cuatro meses las tropas dejaban ver su cansancio y, sobre
todo, que las discordias entre los reyes de las taifas presagiaban más daño que
remedio. Todos se separaron sin ponerse de acuerdo, como si un hado nefasto se
cerniera sobre ellos. No sacaron otra ventaja de tan malhadado negocio que la
nueva ruptura entre Rodrigo Díaz, el Cid, y el rey Alfonso, que trajo consigo un
nuevo destierro del caballero y el despojo de sus títulos, señoríos y privilegios.
Tras estos sucesos, el rey de Castilla, muy crecido después del fracaso musulmán
en Aledo, exigió de nuevo el pago de parias a los régulos andalusíes, asegurando
que se le adeudaban las de los tres años posteriores a la batalla de al-Zallãqa.
En al-Ándalus, los religiosos y puritanos eran los más acérrimos defensores de
los fanáticos almorávides. Los alfaquíes los veían como revitalizadores de la or-
todoxia islámica y azote de los licenciosos monarcas andalusíes. Cuando vie-
ron que los reyes taifas de nuevo sangraban al pueblo con impuestos ilegales para
satisfacer sus tributos al rey de Castilla, dictaron una fetua, que vino a ser como
una velada invitación a ben Tašufĩn para que retornara a la península.

Alfonso VI de Castilla y León

Los africanos almorávides campearon de nuevo la tierra de al-Ándalus sin haber


sido llamados esta vez. Entró Yũsuf con deslealtad y falsía, y procurando no
alertar a los reyes taifas antes de tiempo, quiso hacer creer que venía a
enfrentarse a los reinos cristianos. Por eso puso cerco a Toledo; pero, como la
inexpugnable ciudad se le resistiera, al fin desveló sus oscuros designios y se
dirigió contra los reyes muslimes de taifas. Desde Toledo se encaminó hacia
Granada y, el 10 de noviembre de 1090, acampó a dos parasangas de la ciudad.
Pero por el camino ya le había ido ganando poblaciones de mucho alcance, como
Lucena, pues sus moradores judíos abominaban de Abdallãh de Granada y
facilitaron la entrega a los almorávides. Otras poblaciones se entregaron al emir
Yũsuf con solo mandarles cartas intimidatorias para que se rindieran. Mientras
asediaba Granada, pidió a su rey suministro de víveres para el ejército almo-
rávide y piensos para sus caballerías, e, inexplicablemente, el señor de Granada
se los proporcionó. El emir almorávide acusaba a Abdallãh de doble juego y de
colaboracionista con el rey cristiano [6].
En el interior de la capital granadina, ben Tašufín contaba además con el apoyo
de los alfaquíes, que soliviantaban al pueblo contra Abdallãh. Los religiosos no
regateaban elogios al Emir almorávide. Finalmente, Abdallãh de Granada se
dirigió al campamento de los africanos para rendírsele. El Emir le mostró su
complacencia por tan razonable resolución y le garantizó bajo juramento el
perdón para él y su familia; pero, pese a todo, lo cargó de hierros y lo mantuvo
custodiado en un pabellón hasta que le fueran entregados todos sus bienes y
tesoros. Incluso las ropas de los baúles les quitaron, dejándoles solo lo puesto.
Abdallãh y sus familiares, vistiendo unos harapos, fueron embarcados luego
rumbo a Ceuta y, desde allí, llevados a Mequínez.

Desde Granada, los almorávides pusieron rumbo a Almería y a otras comarcas


vecinas. Yũsuf ben Tašufín logró someter sin el menor embarazo el reino de
Málaga, y su príncipe Tamĩm, el hermano de Abdallãh de Granada, fue de-
portado también al norte de África.

Solo entonces consiguieron avenirse los régulos de taifas para pactar con
Alfonso VI y acordaron negar a los almorávides todo suministro de tro-
pas y víveres. Hasta ese momento los príncipes andalusíes no se perca-
taron de que en la unidad estribaba su supervivencia; pero tal vez fuera
tarde.

Después de estos acaecimientos, el Emir almorávide encomendó a sus generales


la conquista de al-Ándalus y cruzó de nuevo el estrecho para volver a sus pose-
siones norteafricanas. Pero, fatalidad de los eternos decretos, una nueva fetua de
los alfaquíes venía a legitimar las acciones almorávides y sentenciaba definiti-
vamente a las taifas andalusíes.

Al-Mutamid de Sevilla
Al tiempo que Almería continuaba soportando duro asedio, comenzaban a caer
una tras otra las plazas sevillanas. Un mes después de Granada, en diciembre de
1090, Tarifa pasaba a poder almorávide. Cuando Fath ben Muhammad ben
Abbad, hijo de al-Mutamid y gobernador de Córdoba, supo que los africanos se
acercaban a la capital califal y que no tardarían en cerrar el cerco en torno a ella,
envió correos desesperados a Badajoz y a Sevilla. En la misiva destinada a al-
Mutamid, su padre, decía:

…Si consientes que Córdoba se pierda, decaerá el ánimo de los anda-


lusíes que con tanta constancia se ha mantenido. Córdoba siempre ha sido el
corazón de al-Ándalus, a ella han estado ligados desde el albor del Islam en
nuestro suelo los destinos del resto de las provincias peninsulares. Cuando el
Califato desapareció y la capital se hundió en pavorosa guerra civil, se desin-
tegró a su vez el resto de al-Ándalus.

Por ello, te ruego que corras a defenderla, que todos ponemos en ti los ojos
como en un encumbrado monte del que esperamos seguridad y amparo. No
defraudes tan excelentes y bien fundadas esperanzas. Si Córdoba cae, el
desaliento llegará a tal extremo que Sevilla seguirá la misma suerte a no mucho
tardar.

Guerreros almorávides

Pero al-Mutamid no podía distraer tropas de Sevilla; los diferentes generales


africanos se habían distribuido distintos objetivos y podían llegar a su ciudad en
cualquier momento. Discurrían las jornadas más crudas de aquel invierno, que
eran las primeras de ese aciago año de 1091 d.C., cuando las tropas almorávides
se acercaban amenazadoras a Córdoba. Fath, desoyendo a los alfaquíes, ulemas,
sufíes y a los ciudadanos más puritanos, ordenó el cierre de las puertas y la
defensa a muerte de la ciudad.

Venían las tropas africanas al mando de un pariente de Yũsuf ben Tašufĩn, el


general Sir ben Abũ Bakr; traían los atacantes todo tipo de máquinas e ingenios
de guerra, incluso uno desconocido hasta entonces por los andalusíes, que los
africanos llaman daydabãn y que, al parecer, habían copiado de los bizantinos.

Los días y las semanas de asedio se sucedían, pero los cordobeses, que tanto
llevaban padecido y que tan habituados se hallaban a asedios, persecuciones y
todo tipo de reveses políticos, procuraban que sus vidas se vieran alteradas lo
menos posible. Cuanto más se decían que si entraban los morabitos harían piras
con sus instrumentos y prohibirían la música, tanto más cantaban, bailaban y
tañían [7].

Pese a tan loable ánimo, en su interior anidaba la preocupación porque los abas-
tos comenzaban a escasear en los zocos y porque nadie podía evitar oír las voces
agoreras de los vociferantes alfaquíes. Los sufíes se reunían en gran número para
recitar los noventa y nueve nombres de Alá, así como toda clase de letanías a la
gloria del Profeta, y luego tocaban el tambor y se lamentaban hasta caer desfa-
llecidos; algunos se provocaban lesiones y cortes en la cabeza.

El Cid Campeador
Llevaban soportados cerca de dos meses de asedio cuando las fuerzas defensoras,
mandadas por Fath, hicieron una intrépida salida, causando horrible matanza en
los almorávides, que hubieron de aguardar refuerzos. Cuando llegaron estos,
acaudillados por el general al-Batĩ, apretaron tanto el cerco a la ciudad que sus
moradores comenzaron a dar muestras de agotamiento. Los alfaquíes, que tenían
a buen número del vulgo soliviantado, lograron que los descontentos facilitaran
al enemigo la entrada en Córdoba, que no hubiera podido entrarla sin ayuda de
ellos, ya que hallábase muy bien fortificada. Los atacantes irrumpieron al fin en
las calles de la ciudad el día 3 de la luna de Šafer del año 484 de la Hégira (27 de
marzo de 1091 d.C.).

Logró Fath poner a salvo a su esposa Zaida y a las damas de su séquito bur-
lando el cerco en una embarcación que siguió el cauce del Wadi al-Qabir, mien-
tras él, junto al ejército leal, luchaba denodadamente contra los invasores y
contra los traidores que lo habían vendido. Y sucumbió con la bravura del león.
Su cabeza cercenada fue paseada por toda la ciudad en la punta de una lanza.
Entre tanto, Zaida y su séquito alcanzaban el amparo de los recios muros y las
altas torres de la fortaleza de Almodóvar. Había enviado la joven por delante un
correo a su suegro, al-Mutamid, dándole cuenta de lo que acaecía y solicitando su
venia para regresar a Sevilla. Poco después recibía la respuesta con otro correo
que llegaba reventando caballos. Contestaba al-Mutamid que, después de gana-
da Córdoba por los africanos, érale ya cosa llana sojuzgar Sevilla. Como él para
el más insignificante acaecimiento consultaba a sus augures, añadía:

…Los astrólogos anuncian el fin inmediato de mi dinastía; presto, Sevilla


correrá pareja suerte a la de la capital califal y por ello lo más cuerdo es que tú,
querida Zaida, desvíes tus pasos y los encamines a Toledo, que si alguien tiene
arrestos para torcer el agüero de los astros y las aves ese es Alfonso de Castilla
y León; te ruego y encomiendo que seas en buena hora embajadora de Sevilla,
con autoridad para entregar al rey cristiano las plazas de Cuenca, Ocaña, Con-
suegra, Amasatrigo, Uclés y los castillos del Tajo a cambio de su auxilio en
refuerzos y pertrechos. Decreto que aquesta misiva tenga validez de cédula y,
para más garantía, acompañan a mi firma las del qadí y varios de mis
visires…[8]

Bandera almorávide
Al punto, el ejército almorávide se dividió en varios destacamentos con distintos
objetivos; mientras uno de mil caballos era enviado a Calatrava para reforzar su
guarnición, otro conquistaba Úbeda, Baeza y Jaén, y otro, al mando del general
almorávide Garrur, ponía sitio a la ciudad de Ronda, a cuyo cargo se hallaba el
tercer hijo varón de al-Mutamid de Sevilla, al-Radhi, quien viose obligado a
rendir su plaza, siendo luego ajusticiado a la vista de todos.

El sábado 18 de Rabĩ` I de 484 (10 de mayo de 1091), también Carmona caía en


poder de los invasores africanos y, a partir de este momento, comenzó el asedio
de Sevilla, ciudad hacia la que confluyeron dos de los más poderosos ejércitos
almorávides que campeaban la península. Los refuerzos enviados por Alfonso VI
cediendo a los ruegos de Zaida, al mando del avezado caudillo Alvar Fáñez,
fueron derrotados en los términos de Almodóvar. Sevilla, al-Mutamid y al-
Ándalus estaban sentenciados.

Tras una heroica defensa, Sevilla cayó en poder de los invasores almorávides en
el mes de septiembre de 1091, tras ser forzado al-Mutamid a una rendición sin
condiciones. “Se entregó con sus más leales y sus familiares más cercanos. El
Alcázar fue saqueado, y ellos, desterrados al África. Jamás se olvidará aquella
alborada junto al Wadi al-Qabir cuando los embarcaron en las naves. El gentío
se apiñaba en las riberas para decirles adiós; las mujeres, sin velos, arañaban
sus rostros bañados en llanto. El poeta y visir ben al-Labbãna, uno de los leales
que quiso seguirlo al exilio, así lo escribió:

Cuando llegó el momento,


¡qué tumulto de adioses!
¡Qué de gritos, qué de lágrimas!
Partieron con sollozos los bajeles…
¡Ay, cuanto llanto se llevaba el agua!” [9]

Estandarte de Colls (andalusí s.XI)


Tras la entrega de Sevilla, fueron cayendo las demás taifas: Almería también en
septiembre, en octubre de 1091 caían Úbeda, Jaén, Murcia, Xátiba y Denia.

Mientras el Cid hallábase ausente en una expedición por tierras riojanas, Al-
Qádir fue asesinado por los insurrectos valencianos y entregada la ciudadela de
Valencia a los almorávides. A continuación, estos prosiguieron su lento avance
hacia el norte, a lo largo de la costa, y sometieron asimismo a Alpuente. En
noviembre del 1092, el Cid emprendió el regreso a Valencia y, de camino,
reconquistó algunas poblaciones estratégicas para recuperar el control de la
ciudad. Tras un largo asedio que duró desde el otoño del 1093 al 17 de junio del
1094, logró retomar finalmente Valencia. Los sucesivos intentos almorávides por
recobrar la ciudad fracasaron. Badajoz fue anexionada a principios del 1094, su
rey al-Mutawakil y sus hijos fueron asesinados. Antes de morir, al-Mutawakil
ben al-Aftas había tratado de evitarlo aliándose con Alfonso VI a cambio de
cederle Lisboa, Sintra y Santarem; todo en vano. En noviembre de ese año, ben
Abu Bakr se apoderaba de Lisboa, que el conde Raimundo de Borgoña, yerno
de Alfonso VI y esposo de la princesa Urraca, fue incapaz de defender.

Urraca I de León

Las victoriosas tropas africanas discurrían impetuosas y se apoderaban, ya sin


resistencia, de pueblos y fortalezas. Así sojuzgaron a todo al-Ándalus, de mar a
mar. A finales del año 1094, todo al-Ándalus, a excepción de la zona oriental
dominada por el Cid, había pasado a manos almorávides.
En agosto o septiembre del 1094, nuevas fuerzas almorávides cruzaron el
estrecho para sostener las conquistas en el Levante y retomar Valencia,
mandadas por un sobrino de ben Tašufĩn, Abũ Abd-Allãh Muhámmad ben
Tašufĩn. El Cid rechazó por dos veces a los almorávides: primero en la batalla
de Cuarte, y en un segundo intento los venció en la batalla de Bairén, en enero
del 1097, con ayuda de las huestes de Pedro I de Aragón. El Cid logró dominar
la cora de Valencia hasta su muerte en el año 1099, incluso a pesar de que los
muslimes valencianos colaboraban con los almorávides.

Yũsuf ben Tašufĩn, que había retornado a la península en el verano de 1097 para
reforzar a sus tropas ante la resistencia del Cid, emprendió una incursión contra
Toledo para tratar de impedir que Castilla enviara refuerzos a Valencia. Llegó a
forzar el regreso de Alfonso VI hacia el centro peninsular cuando ya se dirigía a
Zaragoza. El choque entre los dos ejércitos se produjo en Consuegra el 15 de
agosto; las huestes de Castilla resultaron vencidas por los almorávides, aunque el
cinturón de fortalezas que defendían Toledo permanecieron en manos cristianas,
salvo Consuegra, de la que se apoderaron los almorávides en el año 1099.

No obstante, esta victoria no sirvió para conquistar Valencia, pues el Cid deter-
minó no moverse de allí por temor a nuevas revueltas o traiciones que entregaran
la plaza a los almorávides si se ausentaba de la ciudad. Álvar Fáñez, entretanto,
era derrotado en Cuenca por las huestes de uno de los hijos de ben Tašufĩn,
Muhámmad ibn Aisha.

Dinar de oro almorávide, inspirador del maravedí cristiano

Muerto el Cid en el año 1099, los almorávides trataron de hacerse con Toledo en
1100. En el verano del 1101, de nuevo los ejércitos almorávides llegaron hasta
Valencia para someterla a asedio. Doña Jimena Díaz, la viuda del Cid, evacuaba
la plaza en mayo de 1102, ayudada por Alfonso VI y tras ordenar el incendio de
la ciudad. Valencia caía al fin en manos almorávides el 5 de mayo de 1102 d.C.

En 1103 se apoderaban de Castellón; de Albarracín, en abril del 1104. Algo más


tarde, de Lérida y Tortosa. Por estas fechas ya solo se les resistían la taifa
de Zaragoza y la insular de Mallorca.
Tras estos acontecimientos, ben Tašufĩn regresó a África, donde fallecería el 4
de septiembre del 1106. Las conquistas de Zaragoza y Baleares las llevaría a
cabo su hijo y sucesor, Ali. Zaragoza dejó de pagar las parias a Alfonso VI y
mantuvo por entonces cierta autonomía respecto a los almorávides, gracias a las
buenas relaciones que siempre existieron entre Al-Musta’in II de Zaragoza y el
emir Yũsuf ben Tašufĩn.

Pero, una vez muerto Al-Musta’ín, el pueblo depuso a su sucesor y Zaragoza fue
entregada al walĩ almorávide de Valencia el 31de mayo del 1110. Ya solo se
mantenía independiente la taifa andalusí de Mallorca, debido a su situación
aislada y a su flota. Pero una armada almorávide se hacía con el poder de las islas
en el año 1116.

El imperio almorávide a principios del siglo XII.

A finales de la primavera del 1111, Sir ben Abu Bakr realizó una ofensiva por
las regiones más occidentales: recuperó Badajoz —que se había sublevado— y
Lisboa, y tomó Sintra, Évora y Santarém. Esta última había sido una de las
principales plazas fuertes cristianas en la región, desde la que se había
amenazado Lisboa. En 1119, los almorávides se adueñaron de Coria.

En torno a estas fechas y apenas alcanzado su apogeo territorial, el Imperio


almorávide iniciaba su decadencia. Su máximo esplendor y su hundimiento
fueron tan rápidos que los cenhegíes solo dominaron al-Ándalus durante una
generación. La primera en perderse fue Zaragoza, una de las últimas en ganarse,
conquistada por el reino de Aragón el 18 de diciembre de 1118. Uno de los
primeros síntomas de decadencia almorávide fue el volver a gravar a la población
con impuestos ilegales —lo mismo de que acusaban a los reyes taifas andalusíes
y que fuera causa de la invasión— para poder financiar sus continuas guerras, lo
que generó indignación y desconcierto.

El imperio beréber de los almorávides venía siendo presionado por otro


movimiento también beréber —el almohade—, pero perteneciente a la cabila
Mashmuda y con sede en Tinmel, donde residía Ibn Tumart, su fundador. Al
igual que los propios almorávides en los inicios de su expansión, los puritanos y
fanáticos almohades exigían la regeneración de la moral y las costumbres, la
guerra santa, el máximo rigor y la purificación. Consiguieron con la depuración
de la ley islámica y su aplicación rigurosa —ya relajadas las vidas de los almo-
rávides, ganados por las costumbres y por la rica cultura andalusí— derrotar al
poder almorávide tras la pérdida de su capital, Marrakech, en 1147.

Bibliografía
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 “El siglo XI en primera persona. Las memorias de Abdallãh, último rey zirí de
Granada (1090)”. de E. Lèvi-Provençal y Emilio García Gómez.- Alianza Editorial,
S.A.- Madrid, 1980.

NOTAS

[1] – “El Collar de Aljófar“, novela histórica de Carmen Panadero.


[2] – Ver mi artículo anterior para Las Nueve Musas, “Al-Mutamid de Sevilla“.
[3] – Ver mi artículo anterior en Las Nueve Musas, “La Batalla de Zallãqa“.
[4] – “El Collar de Aljófar”, novela histórica de Carmen Panadero.
[5] – “El siglo XI en primera persona. Memorias de Abdallãh, último rey zirí de
Granada”, uno de los protagonistas de estos hechos.
[6] – “El siglo XI en primera persona. Las memorias de Abdallãh, último rey zirí de
Granada (1090)”, traduc. de E. Lèvi-Provençal y Emilio García Gómez.- Alianza
Editorial, S.A.- Madrid, 1980.
[7] – “El Collar de Aljófar“, novela histórica de Carmen Panadero.
[8] – “El Collar de Aljófar“, novela histórica de Carmen Panadero.
[9] – Ver mi anterior artículo, editado en Las Nueve Musas, “Al-Mutamid de Sevilla“.

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