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Otra denominación que se les atribuyó en sus orígenes por las gentes de su
entorno fue al-mulathimun («los velados») debido al uso que hacían del litham o
velo. En efecto, los almorávides se cubrían todo el rostro con el velo que salía de
su turbante, dejando únicamente expuestos los ojos; dicha tradición tenía su
origen en los beréberes cenhegíes y llega hasta nuestros días entre los
actuales tuaregs. Pese a que en su origen surgiese con la función de proteger de
las arenas del desierto, los almorávides eligieron cubrirse con él incluso en
ambientes urbanos, como distintivo, a través del cual hacían pública declaración
de su ideología puritana.
Tuareg
Entretanto, por esos tiempos del siglo XI, al-Ándalus vivía sucesos muy con-
vulsos: habíase desintegrado el Califato de Córdoba y el poder musulmán se
dispersó en múltiples reinos de taifas. Aunque se conservaba el esplendor cul-
tural, en lo político prosperaba la decadencia y la división entre los distintos
reinos. Por otra parte la taifa de Sevilla lograba su mayor apogeo durante la se-
gunda mitad del siglo, justo cuando el conjunto de reinos andalusíes avanzaba
hacia su perdición. El acoso a que eran sometidos por los reinos cristianos, en
especial por el rey castellanoleonés Alfonso VI, había forzado a varios de ellos a
convertirse en tributarios de dicho rey por medio del pago de parias anuales.
Península ibérica en 1080, antes de las campañas de Yũsuf ibn Tašufĩn.
Por todo ello, los régulos de taifas, incapaces de unirse, decidieron volver sus
ojos hacia aquellos guerreros africanos tan esforzados como fanáticos, para so-
licitar su ayuda. Pese al temor que al-Mutamid de Sevilla sentía hacia aquellas
cabilas —debido a un antiguo augurio que pronosticaba que la dinastía abbadí de
Sevilla acabaría por causa de unos guerreros africanos [2]—, al fin escribió al
emir almorávide. Sin embargo, Yũsuf ben Tašufĩn ignoró al principio sus lla-
mamientos.
Unidas todas las taifas a las cabilas africanas, al mando del caudillo Yũsuf ben
Tašufĩn, vencieron al fin con enorme mortandad a los ejércitos castellano-
leoneses en Zallãqa (Sagrajas), resultando herido de gravedad el mismo rey
Alfonso VI. [3]
“Aquellos adversarios corrían la tierra, talaban los campos, robaban los gana-
dos, quemaban las cosechas y los pueblos, cautivando y matando a sus infelices
moradores. Las algaras que desde allí se hacían eran más terribles que las tro-
nadoras tempestades, y por toda la tierra de Murcia llevaban los estragos, la de-
solación, la sangre y el fuego que todo lo destruían.
Entre tanto, en las ciudades andalusíes los pobladores negábanse a pagar la con-
tribución extraordinaria que era menester para mantener frente a Aledo aquel
ejército de tanta muchedumbre durante varios meses. “Aquel porfiado asedio se
prolongaba y era como piedra de toque en la que se distinguían los buenos de
los malos, y gracias a la cual salían a la luz los defectos de todos”. [5]
Guerreros almorávides
Cuando el Emir tuvo noticia de la llegada del ejército de Castilla, determinó que
lo más sensato era el levantamiento del cerco y la dispersión de los sitiadores,
dado que después de cuatro meses las tropas dejaban ver su cansancio y, sobre
todo, que las discordias entre los reyes de las taifas presagiaban más daño que
remedio. Todos se separaron sin ponerse de acuerdo, como si un hado nefasto se
cerniera sobre ellos. No sacaron otra ventaja de tan malhadado negocio que la
nueva ruptura entre Rodrigo Díaz, el Cid, y el rey Alfonso, que trajo consigo un
nuevo destierro del caballero y el despojo de sus títulos, señoríos y privilegios.
Tras estos sucesos, el rey de Castilla, muy crecido después del fracaso musulmán
en Aledo, exigió de nuevo el pago de parias a los régulos andalusíes, asegurando
que se le adeudaban las de los tres años posteriores a la batalla de al-Zallãqa.
En al-Ándalus, los religiosos y puritanos eran los más acérrimos defensores de
los fanáticos almorávides. Los alfaquíes los veían como revitalizadores de la or-
todoxia islámica y azote de los licenciosos monarcas andalusíes. Cuando vie-
ron que los reyes taifas de nuevo sangraban al pueblo con impuestos ilegales para
satisfacer sus tributos al rey de Castilla, dictaron una fetua, que vino a ser como
una velada invitación a ben Tašufĩn para que retornara a la península.
Solo entonces consiguieron avenirse los régulos de taifas para pactar con
Alfonso VI y acordaron negar a los almorávides todo suministro de tro-
pas y víveres. Hasta ese momento los príncipes andalusíes no se perca-
taron de que en la unidad estribaba su supervivencia; pero tal vez fuera
tarde.
Al-Mutamid de Sevilla
Al tiempo que Almería continuaba soportando duro asedio, comenzaban a caer
una tras otra las plazas sevillanas. Un mes después de Granada, en diciembre de
1090, Tarifa pasaba a poder almorávide. Cuando Fath ben Muhammad ben
Abbad, hijo de al-Mutamid y gobernador de Córdoba, supo que los africanos se
acercaban a la capital califal y que no tardarían en cerrar el cerco en torno a ella,
envió correos desesperados a Badajoz y a Sevilla. En la misiva destinada a al-
Mutamid, su padre, decía:
Por ello, te ruego que corras a defenderla, que todos ponemos en ti los ojos
como en un encumbrado monte del que esperamos seguridad y amparo. No
defraudes tan excelentes y bien fundadas esperanzas. Si Córdoba cae, el
desaliento llegará a tal extremo que Sevilla seguirá la misma suerte a no mucho
tardar.
Guerreros almorávides
Los días y las semanas de asedio se sucedían, pero los cordobeses, que tanto
llevaban padecido y que tan habituados se hallaban a asedios, persecuciones y
todo tipo de reveses políticos, procuraban que sus vidas se vieran alteradas lo
menos posible. Cuanto más se decían que si entraban los morabitos harían piras
con sus instrumentos y prohibirían la música, tanto más cantaban, bailaban y
tañían [7].
Pese a tan loable ánimo, en su interior anidaba la preocupación porque los abas-
tos comenzaban a escasear en los zocos y porque nadie podía evitar oír las voces
agoreras de los vociferantes alfaquíes. Los sufíes se reunían en gran número para
recitar los noventa y nueve nombres de Alá, así como toda clase de letanías a la
gloria del Profeta, y luego tocaban el tambor y se lamentaban hasta caer desfa-
llecidos; algunos se provocaban lesiones y cortes en la cabeza.
El Cid Campeador
Llevaban soportados cerca de dos meses de asedio cuando las fuerzas defensoras,
mandadas por Fath, hicieron una intrépida salida, causando horrible matanza en
los almorávides, que hubieron de aguardar refuerzos. Cuando llegaron estos,
acaudillados por el general al-Batĩ, apretaron tanto el cerco a la ciudad que sus
moradores comenzaron a dar muestras de agotamiento. Los alfaquíes, que tenían
a buen número del vulgo soliviantado, lograron que los descontentos facilitaran
al enemigo la entrada en Córdoba, que no hubiera podido entrarla sin ayuda de
ellos, ya que hallábase muy bien fortificada. Los atacantes irrumpieron al fin en
las calles de la ciudad el día 3 de la luna de Šafer del año 484 de la Hégira (27 de
marzo de 1091 d.C.).
Logró Fath poner a salvo a su esposa Zaida y a las damas de su séquito bur-
lando el cerco en una embarcación que siguió el cauce del Wadi al-Qabir, mien-
tras él, junto al ejército leal, luchaba denodadamente contra los invasores y
contra los traidores que lo habían vendido. Y sucumbió con la bravura del león.
Su cabeza cercenada fue paseada por toda la ciudad en la punta de una lanza.
Entre tanto, Zaida y su séquito alcanzaban el amparo de los recios muros y las
altas torres de la fortaleza de Almodóvar. Había enviado la joven por delante un
correo a su suegro, al-Mutamid, dándole cuenta de lo que acaecía y solicitando su
venia para regresar a Sevilla. Poco después recibía la respuesta con otro correo
que llegaba reventando caballos. Contestaba al-Mutamid que, después de gana-
da Córdoba por los africanos, érale ya cosa llana sojuzgar Sevilla. Como él para
el más insignificante acaecimiento consultaba a sus augures, añadía:
Bandera almorávide
Al punto, el ejército almorávide se dividió en varios destacamentos con distintos
objetivos; mientras uno de mil caballos era enviado a Calatrava para reforzar su
guarnición, otro conquistaba Úbeda, Baeza y Jaén, y otro, al mando del general
almorávide Garrur, ponía sitio a la ciudad de Ronda, a cuyo cargo se hallaba el
tercer hijo varón de al-Mutamid de Sevilla, al-Radhi, quien viose obligado a
rendir su plaza, siendo luego ajusticiado a la vista de todos.
Tras una heroica defensa, Sevilla cayó en poder de los invasores almorávides en
el mes de septiembre de 1091, tras ser forzado al-Mutamid a una rendición sin
condiciones. “Se entregó con sus más leales y sus familiares más cercanos. El
Alcázar fue saqueado, y ellos, desterrados al África. Jamás se olvidará aquella
alborada junto al Wadi al-Qabir cuando los embarcaron en las naves. El gentío
se apiñaba en las riberas para decirles adiós; las mujeres, sin velos, arañaban
sus rostros bañados en llanto. El poeta y visir ben al-Labbãna, uno de los leales
que quiso seguirlo al exilio, así lo escribió:
Mientras el Cid hallábase ausente en una expedición por tierras riojanas, Al-
Qádir fue asesinado por los insurrectos valencianos y entregada la ciudadela de
Valencia a los almorávides. A continuación, estos prosiguieron su lento avance
hacia el norte, a lo largo de la costa, y sometieron asimismo a Alpuente. En
noviembre del 1092, el Cid emprendió el regreso a Valencia y, de camino,
reconquistó algunas poblaciones estratégicas para recuperar el control de la
ciudad. Tras un largo asedio que duró desde el otoño del 1093 al 17 de junio del
1094, logró retomar finalmente Valencia. Los sucesivos intentos almorávides por
recobrar la ciudad fracasaron. Badajoz fue anexionada a principios del 1094, su
rey al-Mutawakil y sus hijos fueron asesinados. Antes de morir, al-Mutawakil
ben al-Aftas había tratado de evitarlo aliándose con Alfonso VI a cambio de
cederle Lisboa, Sintra y Santarem; todo en vano. En noviembre de ese año, ben
Abu Bakr se apoderaba de Lisboa, que el conde Raimundo de Borgoña, yerno
de Alfonso VI y esposo de la princesa Urraca, fue incapaz de defender.
Urraca I de León
Yũsuf ben Tašufĩn, que había retornado a la península en el verano de 1097 para
reforzar a sus tropas ante la resistencia del Cid, emprendió una incursión contra
Toledo para tratar de impedir que Castilla enviara refuerzos a Valencia. Llegó a
forzar el regreso de Alfonso VI hacia el centro peninsular cuando ya se dirigía a
Zaragoza. El choque entre los dos ejércitos se produjo en Consuegra el 15 de
agosto; las huestes de Castilla resultaron vencidas por los almorávides, aunque el
cinturón de fortalezas que defendían Toledo permanecieron en manos cristianas,
salvo Consuegra, de la que se apoderaron los almorávides en el año 1099.
No obstante, esta victoria no sirvió para conquistar Valencia, pues el Cid deter-
minó no moverse de allí por temor a nuevas revueltas o traiciones que entregaran
la plaza a los almorávides si se ausentaba de la ciudad. Álvar Fáñez, entretanto,
era derrotado en Cuenca por las huestes de uno de los hijos de ben Tašufĩn,
Muhámmad ibn Aisha.
Muerto el Cid en el año 1099, los almorávides trataron de hacerse con Toledo en
1100. En el verano del 1101, de nuevo los ejércitos almorávides llegaron hasta
Valencia para someterla a asedio. Doña Jimena Díaz, la viuda del Cid, evacuaba
la plaza en mayo de 1102, ayudada por Alfonso VI y tras ordenar el incendio de
la ciudad. Valencia caía al fin en manos almorávides el 5 de mayo de 1102 d.C.
Pero, una vez muerto Al-Musta’ín, el pueblo depuso a su sucesor y Zaragoza fue
entregada al walĩ almorávide de Valencia el 31de mayo del 1110. Ya solo se
mantenía independiente la taifa andalusí de Mallorca, debido a su situación
aislada y a su flota. Pero una armada almorávide se hacía con el poder de las islas
en el año 1116.
A finales de la primavera del 1111, Sir ben Abu Bakr realizó una ofensiva por
las regiones más occidentales: recuperó Badajoz —que se había sublevado— y
Lisboa, y tomó Sintra, Évora y Santarém. Esta última había sido una de las
principales plazas fuertes cristianas en la región, desde la que se había
amenazado Lisboa. En 1119, los almorávides se adueñaron de Coria.
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