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Revelación - Enciclopedia Católica

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• 1 Significado de revelación
• 2 Posibilidad de la Revelación
• 3 Necesidad de la revelación
• 4 Criterios de la revelación
• 5 La revelación cristiana

Significado de revelación

El término “revelación” puede ser definido como la comunicación de una


verdad por Dios a una criatura racional por medios que están más allá
del comportamiento ordinario de la naturaleza. Las verdades reveladas
pueden ser tales que de otro modo sean inaccesibles a la mente
humana---misterios que, aun siendo revelados, el intelecto del hombre es
incapaz de penetrar completamente---pero la Revelación no se restringe
a éstas. Dios puede juzgar conveniente utilizar medios sobrenaturales
para afirmar verdades cuyo descubrimiento no se encuentra por sí
mismo fuera de las facultades de la razón. La esencia de la revelación
radica en el hecho de que es el diálogo directo de Dios al hombre. Sin
embargo, el modo de comunicación puede ser mediato. La revelación no
deja de ser tal si el mensaje divino nos es transmitido por un profeta,
quien es el único que recibe la comunicación inmediata. Esto es
sucintamente lo que dice de la revelación el Concilio Vaticano I en su
Constitución "De Fide Catholica". El decreto "Lamenatabili" (3 de julio de
1907), condenando una proposición contraria, declara que los dogmas
que la Iglesia presenta como revelados son "verdades descendidas del
cielo" (veritates e coelo delapsoe) y no "una cierta interpretación de
hechos religiosos que la mente humana ha logrado mediante un
laborioso esfuerzo" (prop. 22). Se podrá ver que la revelación, de la
forma en que se ha presentado, difiere claramente de:

• la inspiración tal como es otorgada al autor de un libro sagrado; pues


esta, mientras conlleva una iluminación especial de la mente en virtud
de la cual el autor concibe los pensamientos que Dios desea que ponga

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por escrito, no supone necesariamente una comunicación sobrenatural


de estas verdades;

• las “ilustraciones” que Dios puede conceder de vez en cuando a


cualquiera de los fieles para exponer de manera conveniente a la mente
comprenda el sentido de alguna verdad religiosa hasta el momento
captada en forma confusa; y

• la ayuda divina, por la cual el Papa, cuando actúa como maestro


supremo de la Iglesia, es preservado de todo error en materia de fe o
moral. La función de esta ayuda es meramente negativa: no necesita
llevar consigo ningún don positivo de luz a la mente.

Gran parte de la confusión en que se sume la discusión de la revelación


en obras no católicas proviene de la negligencia en distinguirla de una u
otra de éstas.

En el siglo XIX la Iglesia debió rechazar como erróneas varias


concepciones de la revelación irreconciliables con la creencia católica.
Aquí se señalan tres de ellas:

• La opinión de Anton Günther (1783-1863). Este autor negaba que la


revelación pudiera abarcar misterios propiamente dichos, en vista de
que el intelecto es capaz de penetrar completamente toda verdad
revelada. Enseñaba, además, que el significado a ser asignado a las
doctrinas reveladas experimenta un cambio constante a medida que el
conocimiento humano progresa y la mente del hombre se desarrolla; de
manera que las fórmulas dogmáticas que ahora son ciertas dejarán de
serlo gradualmente. Sus escritos fueron incluidos en el Índice en 1857, y
sus proposiciones erróneas fueron condenadas definitivamente en los
decretos del Concilio Vaticano I.

• El punto de vista modernista (Loisy, Tyrrell). Según esta escuela, no


existe tal cosa como la revelación en el sentido de una comunicación
directa de Dios al hombre. El alma humana, en su intento de alcanzar al
Dios incognoscible, procura permanentemente interpretar sus
sentimientos en fórmulas intelectuales. Las fórmulas que construye de
ese modo son nuestros dogmas eclesiásticos. Estos sólo pueden
simbolizar lo incognoscible; no nos pueden ofrecer un conocimiento real
acerca de ello. Tal error es manifiestamente subversivo de toda creencia,
y fue condenado explícitamente por el Decreto "Lamentabili" y la
Encíclica "Pascendi" (8 de septiembre de 1907).

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• Con el punto de vista antes mencionado está estrechamente conectada


la opinión pragmática de M. Leroy ("Dogme et Critique", París, 2da ed.,
1907). Como los modernistas, él ve en los dogmas revelados simplemente
los resultados de una experiencia espiritual, pero afirma que su valor
reside no en el hecho de que simbolizan lo incognoscible, sino que tienen
valor práctico al señalar el camino por el que podemos disfrutar mejor la
experiencia de lo divino. Esta concepción fue condenada en los mismos
documentos que las anteriores.

Posibilidad de la Revelación

La posibilidad de revelación según se ha expuesto fue rechazada


enérgicamente desde varios puntos de vista en el siglo XIX. Por esta
razón la Iglesia juzgó necesario promulgar decretos específicos sobre el
asunto en el Concilio Vaticano I. Sus antagonistas pueden ser separados
en dos clases, de acuerdo a los diferentes puntos de vista desde los que
dirigen su ataque, a saber:

• Racionalistas: Bajo esta denominación incluimos tanto a autores deístas


como agnósticos. Aquellos que adoptan esta postura se apoyan
principalmente sobre dos objeciones fundamentales: o pretenden que lo
milagroso es imposible, y que la revelación implica una intervención
milagrosa por parte de la Deidad, o recurren a la autonomía de la razón,
que, según se sostiene, puede únicamente aceptar como verdades los
efectos de sus propias actividades.

• Inmanentistas. Puede asignarse a esta clase a todos aquellos cuyas


objeciones se basan en doctrinas kantianas o hegelianas acerca del
carácter subjetivo de todo nuestro conocimiento. Las perspectivas de
estos escritores suponen frecuentemente una doctrina puramente
panteísta. Pero incluso quienes repudian el panteísmo sustituyen al Dios
personal, gobernante y juez del mundo, a quien el cristianismo predica,
por la vaga noción del "Espíritu" inmanente en todos los hombres, y
consideran todos los credos religiosos como intentos del alma humana de
hallar expresión para su experiencia interior. Por lo tanto ninguna
religión, pagana o cristiana, es totalmente falsa, mas ninguna puede
pretender ser un mensaje de Dios libre de cualquier mezcla de error (Cf.
Sabatier, "Esquisse, etc.", Lib. I, cap. II) Aquí también se invoca la
autonomía de la razón como fatal para la doctrina de la revelación
propiamente dicha. En vista de estas objeciones, es evidente que la
cuestión sobre la posibilidad de la revelación es uno de los puntos más
vitales de la apologética cristiana.

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Una vez establecida la existencia de un Dios personal, al menos la


posibilidad física de la revelación es innegable. Dios, quien ha dotado al
hombre de los medios de comunicar sus pensamientos a sus semejantes,
no puede carecer de la facultad de comunicarnos sus propios
pensamientos. [Martineau, por cierto, niega que poseamos las facultades
de recibir o de autenticar una revelación divina acerca del pasado o el
futuro ("Seat of Authority in Religion", p. 311); pero tal declaración es
sumamente arbitraria y extravagante.] Sin embargo, se han planteado
numerosas dificultades sobre fundamentos distintos de los de la
posibilidad física. Para estimar su valor parece conveniente distinguir
tres aspectos de la revelación, es decir, según se nos da a conocer:

• 1. verdades de la ley natural;


• 2. misterios de la fe;
• 3. preceptos positivos, por ejemplo, respecto al culto divino.

(1) La revelación de las verdades de la ley natural ciertamente no es


inconsistente con la sabiduría de Dios. Él creó al hombre de manera de
concederle dotes ampliamente suficientes para que alcance su fin último.
Si hubiera sido de otra manera, la creación habría sido imperfecta. Si
además de esto Dios decretó que el logro de la bienaventuranza fuera
más fácil aún para el hombre al poner a su alcance un modo más simple
y mucho más seguro de conocer la ley de cuya observancia dependía su
suerte, esto es una prueba de la generosidad divina; no contradice la
sabiduría de Dios. Asumir, como ciertos racionalistas, que la
intervención excepcional de Dios sólo puede explicarse sobre la base de
que Dios haya sido incapaz de incluir su designio último en su plan
original es una mera petitio principii. Más aún, la doctrina del pecado
original proporciona una razón adicional para tal revelación de la ley
natural. Esa doctrina nos enseña que el hombre, por el abuso de su libre
albedrío, ha tornado difícil la consecución de su salvación. Aunque sus
facultades intelectuales no están radicalmente viciadas, su comprensión
de la verdad se ha debilitado; su reconocimiento de la ley moral es
oscurecido constantemente por dudas y cuestionamientos. La revelación
le otorga a su mente la certeza que él había perdido, y hasta cierto punto
repara los males resultantes de la catástrofe que le había sobrevenido.

(2) Mayor dificultad todavía ha habido respecto a los misterios. Se afirma


generalmente que un misterio es algo que repugna a la razón, y, en
consecuencia, algo intrínsecamente imposible. Esta objeción se apoya
sobre un simple malentendido acerca de lo que significa un misterio. En
la terminología teológica, una concepción supone un misterio cuando es

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tal que las facultades naturales de la razón son incapaces de ver cómo
sus elementos pueden unirse. Pero esto no implica nada contrario a la
razón. Una concepción es contraria a la razón solamente cuando la
mente puede reconocer que sus elementos son mutuamente excluyentes,
y consecuentemente, encierra una contradicción en los términos. Una
objeción más sutil es la planteada por el Dr. J. Caird, al efecto de que toda
verdad que puede ser comunicada parcialmente a la mente por analogías
es, en última instancia, capaz de ser comprendida completamente por el
entendimiento. "De todas estas representaciones, a menos que sean
puramente ilusorias, debe tenerse por cierto que, implícitamente y en
forma no desarrollada, contienen pensamiento racional y por lo tanto
pensamiento que la inteligencia puede finalmente liberar de su velo
sensorio... Nada que sea absolutamente inescrutable a la razón puede ser
conocido por la fe." ("Philosophy of Religion", p. 71). La objeción descansa
sobre una visión totalmente exagerada de las capacidades del intelecto
humano. La facultad cognitiva de cualquier naturaleza se corresponde
con el grado de esta última en la escala del ser. La inteligencia de un
intelecto finito puede penetrar solo un objeto finito; es incapaz de
comprehender el infinito. Los tipos finitos a través de los cuales el
Infinito se le manifiesta bajo ninguna circunstancia pueden conducir a
algo mayor que un conocimiento análogo.

Se alega frecuentemente, además, que la revelación de lo que la mente


no puede comprender sería un acto de violencia contra el entendimiento,
y que esta facultad puede aceptar únicamente aquellas verdades cuya
racionalidad intrínseca reconoce. Esta afirmación, basada en la alegada
autonomía de la razón, solo puede alcanzarse con la negación. La
función de la inteligencia es reconocer y admitir cualquier verdad que se
le presente adecuadamente, ya sea que esa verdad esté garantizada por
criterios internos o externos. La razón no se ve despojada de su actividad
legítima porque los criterios sean externos. Halla una amplia esfera de
acción al ponderar los argumentos para establecer la credibilidad del
hecho afirmado. La existencia de misterios en la religión cristiana fue
enseñada expresamente por el Concilio Vaticano I (De Fide Cath., cap. IV,
can. I): "Si alguno dijere que en la revelación divina no está contenido
ningún misterio verdadero y propiamente dicho, sino que todos los
dogmas de la fe pueden ser comprendidos y demostrados a partir de los
principios naturales por una razón humana rectamente cultivada, sea
anatema."

(3) La escuela ( deísta) de racionalistas más antigua negaba la posibilidad


de una revelación divina que impusiera cualesquier leyes distintas a las
que la religión natural le impone al hombre. Estos autores consideraban

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la religión natural como, por así decirlo, una constitución política que
determina el gobierno divino del universo, y sostenían que Dios podía
actuar únicamente según prescribían sus términos. Como el anterior,
este error fue proscrito al mismo tiempo (De Fide Cath., cap. II, can. II):
"Si alguno dijere que es imposible, o inconveniente, que el ser humano
sea instruido por medio de la revelación divina respecto a Dios y el culto
que debe tributársele por revelación divina, sea anatema."

Apenas puede ponerse en duda que la "autonomía de la razón" surta la


fuente principal de dificultades que se perciben contra la revelación en el
sentido cristiano. Parece conveniente indicar muy brevemente los
diversos modos en que se entiende aquel principio. M. Blondel, un
miembro eminente de la escuela inmanentista, lo explica dando a
entender que "nada puede entrar en el hombre que no proceda de él, y
que no se corresponda de alguna manera con una necesidad interior de
expansión; y que ni en la esfera de los hechos históricos ni en la de la
doctrina tradicional, ni en las órdenes impuestas por la autoridad, puede
una verdad considerarse válida para un hombre o cualquier precepto
como obligatorio, a menos que sea de algún modo autónomo y
autóctono." ("Lettre sur les Exigences, etc.", p. 601). Aunque M. Blondel en
su propio caso ha reconciliado este principio con la aceptación del credo
católico, puede verse fácilmente que abona un terreno obvio para la
negación no solamente de la posibilidad de una revelación externa, sino
de la entera base histórica del cristianismo. El origen de esta doctrina
errónea se encuentra en el hecho de que, dentro de la esfera de la razón
natural especulativa, las verdades que se reciben meramente por
autoridad externa, y que de ninguna manera están conectadas con
principios ya admitidos, difícilmente pueda decirse que formen parte de
nuestro conocimiento. La ciencia requiere la razón interna de las cosas, y
no puede hacer uso de las verdades a menos que alcance los principios
de los que estas fluyen. Extender esto a las verdades religiosas es un
error que se remonta directamente a la suposición de los filósofos del
siglo XVIII de que no hay verdades religiosas salvo aquellas a las que el
intelecto humano puede acceder por sí mismo. A veces, sin embargo, se
aplica el principio con una significación menos extensiva. Puede
entenderse meramente como que la razón no puede ser forzada a
admitir una doctrina religiosa cualquiera o una obligación moral
cualquiera solo porque poseen garantías extrínsecas de verdad; aquellas
deben ser capaces en todos los casos de justificar su validez con
fundamentos intrínsecos. De esta suerte escribe el Prof, J. Caird: "Ni las
ideas morales ni las religiosas pueden ser transferidas sin más al espíritu
humano en forma de hecho, ni pueden ser verificadas por cualquier

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evidencia fuera de o menor que ellas mismas." ("Fundamental Ideas of


Christianity", p. 31). Un significado un tanto diferente se implica en el
canon del Concilio Vaticano I en el que se niega al intelecto el derecho de
independencia absoluta (autonomía): "Si alguno dijere que la razón
humana es de tal modo independiente que no puede serle imperada la fe
por Dios, sea anatema." (De Fide Cath., cap. III, can. I). Este canon está
dirigido contra la posición mantenida, como se ha dicho ya, por los viejos
racionalistas y los deístas, de que la razón humana se basta
sobradamente para llegar a la verdad absoluta en todas las cuestiones
religiosas sin ayuda exterior (cf. Vacant, "Études Théologiques", I, 573; II,
387).

Necesidad de la revelación

¿Puede decirse que la revelación es necesaria para el hombre? No hay


lugar a duda en cuanto a su necesidad si se admite que Dios destina al
hombre para lograr una beatitud sobrenatural que sobrepasa las
posibilidades de sus capacidades naturales. En ese caso, Dios debe
revelar igualmente la existencia de ese fin sobrenatural y los medios por
los cuales hemos de conseguirlos. Pero ¿es la revelación necesaria
incluso para que el hombre observe los preceptos de la ley natural? Si se
ve a nuestra especie en su condición actual como la historia la expone, la
respuesta solo puede ser que, moralmente hablando, es imposible para
los hombres, sin ayuda de la revelación, obtener por sus facultades
naturales un conocimiento de aquella ley en la medida que es suficiente
para la recta ordenación de la vida. En otras palabras, la revelación es
moralmente necesaria; aunque no decimos que sea absolutamente
necesaria.

Según enseña la teología católica, el hombre posee las facultades


indispensables para descubrir la ley natural. Lutero, de hecho, afirmaba
que el intelecto del hombre se había opacado irremediablemente por el
pecado original, de manera que hasta la verdad natural estaba fuera de
su alcance. Y los tradicionalistas del siglo XIX ( Bautain, Augustin
Bonnetty | Bonnetty]], etc.) también cayeron en error, al enseñar que el
hombre era incapaz de acceder a la verdad moral y religiosa sin contar
con la revelación. La Iglesia, por el contrario, reconoce la capacidad de la
razón humana, y conviene en que aquí y allá pueden haber existido
paganos que se liberaron de los errores prevalecientes, y que lograron tal
conocimiento de la ley natural que les haya bastado para llevarlos al
logro de la bienaventuranza. Pero ella enseña, no obstante, que este
puede ser el caso solo de unos pocos, y que para el grueso de la
humanidad la revelación es necesaria. Que esto es así puede verse por

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los hechos de la historia y por la naturaleza del caso.

En cuanto al testimonio de la historia, es notorio que hasta las más


civilizadas de las culturas paganas han caído en los más crasos errores
acerca de la ley natural; y se puede decir sin duda que nunca habrían
emergido de ellos. Ciertamente, las escuelas filosóficas no lo habrían
hecho posible, pues muchas de ellas negaban incluso principios
fundamentales de la ley natural como la personalidad de Dios y el libre
albedrío.. Asimismo, por la naturaleza del caso en sí, las dificultades
envueltas en el logro del conocimiento necesario son insuperables. Para
que los hombres sean capaces de obtener el conocimiento de la ley
natural que les permita ordenar rectamente su vida, las verdades de esa
ley deben ser tan sencillas que la masa de los hombres pueda descubrirla
sin dilación y poseer un conocimiento de ellas a la vez libre de toda
incertidumbre y resguardado de error grave. Ningún hombre sensato
sostendrá que esto es posible para la mayor parte de la humanidad.
Hasta las verdades más vitales se cuestionan y objetan seriamente.
Separar la verdad del error es una obra que implica tiempo y esfuerzo, y
la mayoría de los hombres no tiene inclinación ni oportunidad para ello.
Sin la seguridad que otorga la revelación, se desentenderían de una
obligación tediosa e incierta. Se sigue, entonces, que una revelación
incluso de la ley natural es, para el hombre en su estado actual, una
necesidad moral.

Criterios de la revelación

El hecho de que la revelación es no solo posible sino moralmente


necesaria es en sí mismo un poderoso argumento a favor de la existencia
de una revelación, e impone a todos los hombres la obligación estricta de
examinar las credenciales de una religión que a primera vista se
presenta con señales de veracidad. Por otro lado, si Dios ha conferido a
los hombres una revelación, es razonable que haya unido a ella criterios
simples y evidentes que permitan incluso a los iletrados reconocer su
mensaje por lo que es, y distinguirlo de todos los falsos reclamantes.

Los criterios de la revelación son externos o internos:

• (1) Los criterios externos consisten en ciertas señales ligadas a la


revelación como un testimonio de su verdad; por ejemplo, los
milagros.
• (2) Los criterios internos son aquellos que se encuentran en la
naturaleza de la doctrina misma en la manera en que fue presentada

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al mundo, y en los efectos que produce en el alma. Estos se


distinguen en criterios negativos y positivos:
• (a) La inmunidad de la alegada revelación contra cualquier
enseñanza, especulativa o moral, que sea manifiestamente
errónea o contradictoria en sí; la ausencia de todo fraude por
parte de los que la transmiten al mundo, proveen criterios
internos negativos.
• (b) Los criterios internos positivos son de varios tipos. Puede
observarse uno de ellos en los efectos benéficos de la doctrina y
en su capacidad de cumplir incluso las más altas aspiraciones
que el hombre pueda forjarse. Otro consiste en la convicción
interna que siente el alma frente a la verdad de la doctrina
(Suárez, "De Fide", IV, sec. 5 n. 9).

En el siglo XIX, en ciertas escuelas de pensamiento hubo una tendencia


expresa a negar el valor de todo criterio externo. Esto se debió en gran
medida a la polémica racionalista en contra de los milagros. No pocos
teólogos no católicos, ansiosos de llegar a acuerdos con el enemigo,
adoptaron esta actitud. Aceptaban que los milagros son inútiles como
cimiento de la fe, y que constituyen por el contrario uno de los mayores
obstáculos que yacen en su camino. La fe, admitían, debe presuponerse
antes de que el milagro pueda ser aceptado. De aquí que estos autores
hayan mantenido que el único criterio de la fe radica en la experiencia
interna---en el testimonio del " Espíritu". Así, dice Schleiermacher:
"Rehusamos por completo cualquier intento de demostrar la verdad y la
necesidad de la religión cristiana. Por el contrario, asumimos que cada
cristiano antes de realizar inquisiciones de esta naturaleza está ya
convencido de que ninguna otra forma de religión sino la cristiana puede
armonizar con su piedad." ("Glaubenslehre", n. 11). Los tradicionalistas,
al negar la potestad de la razón humana de poner a prueba los
fundamentos de la fe, se vieron obligados a recurrir al mismo criterio (cf.
Lamennais, "Pensées Diverses", p. 488).

Esta posición es del todo insostenible. El testimonio provisto por la


experiencia interna sin duda no debe ser dejado de lado. Los doctores
católicos han reconocido siempre su valor. Pero su virtud se limita al
individuo sujeto de la misma. No puede ser utilizada como un criterio
válido para todos, ya que su ausencia no es prueba de que la doctrina no
es verdadera. Más aún, de todos los criterios, este es el que acarrea
mayor posibilidad de engaño. Cuando se presenta a la mente la verdad
mezclada con el error, sucede a menudo que se cree que toda la
enseñanza, lo cierto y lo falso por igual, tiene una garantía divina, toda

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vez que el alma ha reconocido y acogido la verdad de alguna que otra


doctrina, por ejemplo, la Expiación. Tomado aisladamente y sin contar
con una prueba objetiva, encierra solo una probabilidad de que la
revelación sea verdadera. De ahí que el Concilio Vaticano I condena
expresamente el error de quienes enseñan que es el único criterio (De
Fide Cath., cap. III, can. III).

La concordancia perfecta de una doctrina religiosa con las enseñanzas


de la razón y la ley natural; su facultad de satisfacer, y colmar, las
aspiraciones humanas más sublimes, su influencia benéfica sobre la vida
pública y privada, nos proporcionan una prueba más confiable. Este es
un criterio que se ha aplicado a menudo contundentemente al alegar que
la Iglesia Católica es la sola custodia de la Revelación de Dios.
Ciertamente, estas cualidades atañen en grado tan trascendente a la
enseñanza de la Iglesia que el argumento necesariamente transmite
convicción a una mente seria y que busca celosa la verdad. Otro criterio
que a primera vista guarda semejanza con este merece mención aquí. Se
basa en la teoría de la inmanencia, y fue defendido enérgicamente por
algunos de los miembros más moderados de la escuela modernista. Estos
autores insistían en que las necesidades vitales del alma demandan,
como su necesario complemento, la co-operación divina, la gracia
sobrenatural, e incluso el supremo magisterio de la Iglesia. A estas
necesidades solo corresponde la religión católica. Y esta correspondencia
con nuestras necesidades vitales es, dicen, el único criterio de verdad.
Esta teoría es del todo inconsistente con el dogma católico. Supone que la
revelación cristiana y el don de la gracia no son dádivas gratuitas de
Dios, sino algo que la naturaleza del hombre exige en forma absoluta, y
sin lo cual estaría incompleta. Esto es un retorno a los errores de Bayo
(Denz. 1021, etc.).

Aunque la Iglesia, como hemos dicho, está lejos de subestimar los


criterios internos, siempre ha considerado los criterios externos como los
más fácilmente reconocibles y más decisivos. Por ello enseña el Concilio
Vaticano I: "...para que la obediencia de nuestra fe sea conforme a la
razón, quiso Dios que a la asistencia interna del Espíritu Santo estén
unidas pruebas externas de su revelación, esto es, hechos divinos (facta
divina), y, ante todo, milagros y profecías, que, mostrando claramente la
omnipotencia y conocimiento infinitos de Dios, son signos certísimos de
la revelación divina y son adecuados al entendimiento de todos." (De
Fide Cath., cap. III). Como un ejemplo de una obra evidentemente divina
y no obstante distinta del milagro o profecía, el Concilio cita a la Iglesia
Católica, la cual, "en razón de su admirable propagación, su sobresaliente
santidad y su incansable fecundidad en toda clase de buenas obras, por

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su unidad católica y su invencible estabilidad, es un gran y perpetuo


motivo de credibilidad y un testimonio irrefragable de su misión divina."
(1. c). La verdad de la enseñanza del Concilio en referencia a los criterios
externos es clara para cualquier mente imparcial. Una vez asentida la
presencia de los criterios negativos, las garantías externas establecen el
origen divino de una revelación como nada más podría hacerlo. Son, por
así decirlo, un sello fijado por la mano de Dios mismo, autenticando la
obra como suya. (Para una exposición más completa de su valor
apologético, y para una discusión de las objeciones, ver milagro,
apologética.)

La revelación cristiana

Resta aún distinguir la revelación cristiana o "depósito de la fe" de lo que


se denomina revelaciones privadas. Esta distinción es importante, ya
que, aunque la Iglesia reconoce que Dios ha hablado a sus siervos en
todas las edades, y continúa haciéndolo a favor de unas almas
privilegiadas, ella distingue con cuidado estas revelaciones de la
revelación que le ha sido encomendada, y que propone a sus miembros
para su aceptación. Esta revelación ha sido concedida en su integridad a
Nuestro Señor y sus Apóstoles. Luego de la muerte del último de los Doce,
no sufrió incremento alguno. Era, según lo llama la Iglesia, un
depósito---"la fe que ha sido transmitida a los santos de una vez para
siempre" (Judas 3)---por el cual la Iglesia debía "combatir", pero al que no
podía añadir nada. De esta manera, siempre que ha debido definir una
doctrina, sea en Nicea, en Trento, o en el Vaticano, el punto excluyente de
debate ha sido si la doctrina se halla en la Escritura o en la tradición
apostólica. El don de la asistencia divina, confundido a veces con la
revelación por los menos informados de los escritores anticatólicos,
únicamente preserva al supremo pontífice de error al definir la fe; no
permite que le añada ni un ápice. Todas las revelaciones posteriores
otorgadas por Dios se conocen como revelaciones privadas, en razón de
que no se dirigen a toda la Iglesia sino que son meramente para el bien
de miembros individuales. Ellas pueden en verdad ser un objeto legítimo
de nuestra fe, pero esto dependerá de la evidencia en cada caso
particular. La Iglesia no nos las propone como parte de su mensaje. Es
cierto que en unos casos ha dado su aprobación a algunas revelaciones
privadas. Esto, sin embargo, solo significa:

• que nada en ellas es contrario a la fe católica o a la ley moral, y • que


hay suficientes indicios de su veracidad como para justificar que los
fieles les den crédito sin hacerse culpables de superstición o de
imprudencia.

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Se podría plantear, no obstante, si la revelación cristiana no sufre


incremento a través del desarrollo de la doctrina. Durante la segunda
mitad del siglo XIX esta cuestión del desarrollo doctrinal fue debatida
ampliamente. Debido a la enseñanza errónea de Günther de que las
doctrinas de la fe asumen un nuevo sentido conforme la ciencia humana
progresa, el Concilio Vaticano I declaró de una vez por todas que el
significado de los dogmas de la Iglesia es inmutable (De Fide Cath., cap.
IV, can. III). Por otro lado, reconoce explícitamente que existe un modo
legítimo de desarrollo, y cita a tal efecto (op. cit., cap. IV) las palabras de
San Vicente de Lérins: "Que el entendimiento de la ciencia y la sabiduría
[acerca de la doctrina de la Iglesia] crezcan con el correr de las épocas y
los siglos, y que florezcan grandes y vigorosos, en cada uno y en todos, en
cada individuo y en toda la Iglesia: pero esto solo de manera apropiada,
esto es, reteniendo el mismo dogma, el mismo sentido y el mismo
contenido." (Commonit. 28). Dos de los más eminentes escritores
teológicos del período, el Cardenal Franzelin y el cardenal Newman, han
reflexionado en líneas muy diferentes sobre el progreso y la naturaleza
de este desarrollo. El Cardenal Franzelin en su "De Divina Traditione et
Scriptura" (parte XXII VI) tiene a la vista principalmente las teorías
hegelianas de Günther. Por consiguiente, pone el énfasis principal sobre
la identidad en todos los puntos del dato intelectual, y explica el
desarrollo casi exclusivamente como un proceso de deducción lógica.

El Cardenal Newman escribió su "Essay on the Development of Christian


Doctrine" en el curso de los dos años (1843-45) previos a su admisión a la
Iglesia Católica. Le habían solicitado que se encargara de otros
adversarios, a saber, los protestantes que justificaban su separación del
cuerpo principal de los cristianos sobre la base de que Roma había
corrompido la enseñanza primitiva con una serie de añadiduras. En esa
obra él examina en detalle la diferencia entre una corrupción y un
desarrollo. Muestra cómo una idea verdadera y fértil ostenta una
peculiar energía vital y asimilativa en virtud de la cual, sin sufrir el
menor cambio sustantivo, llega a una expresión cada vez más completa,
según el paso del tiempo la pone en contacto con nuevos aspectos de la
verdad o la fuerza a enfrentar nuevos errores: la vida de la idea se
percibe como análoga a un desarrollo orgánico. Newman aporta una
serie de pruebas que distinguen un verdadero desarrollo de una
corrupción, siendo las más importantes la preservación del tipo y la
continuidad de principios; y luego, aplicando las pruebas al caso de las
adiciones de la enseñanza de Roma, demuestra que estas tienen las
señales no de corrupciones sino de desarrollos verdaderos y legítimos. La
teoría, aunque menos escolástica en su forma que la de Franzelin, está en

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Revelación - Enciclopedia Católica moz-extension://1fb3c27e-2da8-40fc-9da8-f0cdf41e2a61/read...

perfecta conformidad con la creencia ortodoxo. Newman, no menos que


su contemporáneo jesuita, enseña que la doctrina en su totalidad, lo
mismo en sus formas ulteriores que en las iniciales, estaba contenida en
la revelación original transmitida a la Iglesia por Nuestro Señor y sus
Apóstoles, y que esa identidad nos está garantizada por el magisterio
infalible de la Iglesia. Es mera ficción la pretensión de ciertos autores
modernistas de que sus opiniones sobre la evolución del dogma están en
conexión con la teoría del desarrollo de Newman.

Bibliografía

OTTIGER, Teología fundamentalis (Friburgo, 1897); VACANT, Études


Théologiques sur la Concile du Vatican (París, 1895); LEBACHELET, De
l'apologétique moderne (París, 1897); DE BROGLIE, Religion et Critique
(París, 1906); BLONDEL, Lettre sur les Exigences de la Pensée moderne
en matière apologétique en Annales de la Philos.: Chrétienne (París,
1896). Sobre las revelaciones privadas: SUÁREZ, De Fide, disp. III, sec. 10;
FRANZELIN, De Scriptura et Traditione, tesis xxii (Roma, 1870); POULAIN,
Graces of Interior Prayer, parte IV, trad. (Londres, 1910). Sobre el
desarrollo de la doctrina:. BAINVEL, De Magisterio vivo et Traditione
(París, 1905); VACANT, op. cit., II, p. 281 s.; PINARD, art. Dogme en Dict.
Apologétique de la Foi Catholique, ed. D'Ales (París, 1910); O'DWYER,
Cardinal Newman and the Encyclical Pascendi (Londres, 1908).

Entre aquellos que desde un punto de vista u otro han contradicho la


doctrina cristiana de la Revelación, cabe mencionar a los siguientes:
PAINE, Age of Reason (ed. 1910) 1 30; F. W. NEWMAN, Phases of the Faith
(4ta ed., Londres, 1854); SABATIER, Esquisse d'une philosophie de la
religion, I, ii (París, 1902); PFLEIDERER, Religionsphilosophie auf
geschichtlicher Grundlage (Berlín, 1896), 493 s.; LOISY, Autour d'un petit
livre (París, 1903), 192 ss. ; WILSON, art. Revelation and Modern Thought
en Cambridge Theol. Essays (Londres, 1905); TYRRELL, Through Scylla
and Charybdis (Londres, 1907), ii; MARTINEAU, Seat of Authority in
Religion, III, ii (Londres, 1890).

Fuente: Fuente: Joyce, George. "Revelation." The Catholic Encyclopedia.


Vol. 13. New York: Robert Appleton Company, 1912.
<http://www.newadvent.org/cathen/13001a.htm>.

Traducido por Emilce S. Fékete. L M H.

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