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Introducción

Conceptos fundamentales: Dios-Misterio-Revelación-fe-magisterio-teología

Si la Teología es la ciencia de la Revelación toda la cuestión nos remite a ver qué es lo que
entendemos propiamente por Revelación.
En principio decimos que Dios es Misterio. Esto significa dos cosas:
a) A Dios nadie, en esta vida lo ha visto “cara a cara” (1 Tim 6,16).
b) No debe confundirse a Dios con sus mediaciones. Aún lo más sublime de este mundo dista
infinitamente de la infinita perfección de Dios. Ni siquiera la Palabra de Dios en la Escritura es la
Palabra única de Dios (su Verbo eterno).

De todos modos, si bien Dios es misterio, Él mismo, de forma gratuita (no de modo necesario) ha
querido revelarse, es decir comunicarse. Pero aún comunicándose permanece escondido (intangible,
inefable, incomprensible, y oculto: Is 45,15). Obviamente estamos en las antípodas de la
comprensión hegeliana de revelación, la cual es considerada como manifestación total de lo que
estaba escondido y ahora está patente del todo, haciendo de este modo añicos el misterio.
Ahora bien, Dios como Palabra y Amor comunicativos reclama como interlocutor, un ser (el
hombre) que en cuanto imagen suya sea a su vez espiritual inteligente y amante y, por tanto, capaz
de recibir esa comunicación Divina.
Esta estructura de comunicación y recepción –de un elemento trascendente y divino y una
mediación humana– aparece clara en el caso de los profetas (cf. Ezequiel 2,1; 11,1.14;
12,1.17.21.26; etc. Ver también: 2 Pe 1,19; Heb 1,1; Hech 3,21). En suma, el profeta es quien
traduce en términos humanos la Palabra divina.

Sin embargo, no debemos creer que Dios comunica sólo verdades salvíficas al hombre (tal como lo
entendieron algunos autores pertenecientes a la neoescolástica). La revelación posee también una
estructura vital-sacramental: la Palabra resuena en las palabras; la Gracia (y la Gloria) del Espíritu
Santo vivifica los sacramentos de la Iglesia y traspasa los corazones humanos; la fe es la bisagra
entre lo divino y lo humano.
En el polo opuesto, el modernismo concibió la revelación como un sentimiento “religioso” que
aflora en la conciencia subjetiva en la que Dios está latente. Y, si bien se evitaba concebir a Dios
dictando literalmente palabras o conceptos (como creyeron algunos protestantes y católicos del
siglo XVII), reduce lo divino a la inmanencia, acercándose de este modo a la abismal realidad de
negar a Dios.
Sintetizando: lo que Dios revela no es algo aparte y fuera de sí mismo. La Revelación es
automanifestación de Dios, a través de sus mediaciones objetivas, entre las cuales, de modo
eminente ha de ser considerada la vida, muerte y Resurrección de Cristo el Señor. Estas
mediaciones tienen dos ámbitos posibles: el escenario de la Creación y el drama de la Historia.
Finalmente, la posibilidad real de la revelación de Dios supone, como dimensión antropológica, la
real apertura humana a lo divino que quiere dársele. Santo Tomás señalaba el desiderium naturale
videndi Deum (deseo natural de ver a Dios) como el estrato más profundo de la conciencia humana.
Y, los Concilios Vaticano I y Vaticano II (haciéndose eco de Sab 13, 1ss y Rom 1, 19ss) afirmarán
el conocimiento «natural» de Dios a través del testimonio que Él deja de sí mismo en las criaturas.

Nosotros, como cristianos, creemos que Dios nos ha hablado por medio de Su Palabra. Y, a fin de
que entender esta Palabra, nos ha concedido el Don de su Espíritu capaz de hacernos entrar en su
Verdad y Amor. Esta es la Trinidad manifestada o «económica», que ha movido a la fe cristiana a
creer y a expresar con un lenguaje siempre deficiente el misterio de Dios mismo. Así, la fe de la
Iglesia asciende de la trinidad «manifestada» a la Trinidad inmanente (Dios en sí mismo). La
Revelación es esta Trinidad personal dándose a los hombres en la Encarnación del Hijo, en la
2

Cruz y en la donación del Espíritu por Jesús glorioso. Al ser un acto de donación personal, la
revelación es gratuita e imprevisible. Pudo no darse.

Cristo la plenitud de la Revelación sobrenatural histórica

Si bien hemos dicho que la Revelación es la autocomunicación divina, sin embargo, en concreto,
esta ha acontecido, como un proceso histórico que va desde la Creación hasta la plenitud del tiempo
en Cristo Jesús. Él es el centro y la cumbre de la revelación. Más precisamente, la cumbre de la
Revelación es la Muerte y Resurrección de Jesucristo que incluye la Ascensión y Pentecostés.
Vista desde la antropología, la resurrección representa la participación más alta posible en la vida
de Dios que puede recibir el hombre. Por tanto, la resurrección de Cristo no es solamente
revelación, sino salvación real de los humanos. Él es el primogénito de los resucitados. Estamos
convencidos que Dios guarda en su «memoria» a sus amigos y, por tanto, su corazón divino está
lleno de nombres.
¿Pero, cómo hemos llegado a creer en el hecho de la Resurrección de Jesús? Ciertamente no por
simples razones especulativas, sino escuchando a los testigos, a los Apóstoles. De modo que
podemos afirmar que nuestra fe es Apostólica. Vemos al resucitado a través de los ojos de los
Apóstoles. Ellos son quienes nos dicen Él está vivo por el poder de Dios, he aquí la formulación
más sencilla y profunda del kerigma. Esta fe ha de ser custodiada por la Iglesia, la cual goza de la
garantía de la infalibilidad. Toda la Iglesia es infalible en la creencia “in credendo falli nequit”
(LG.12) y, algunos (el magisterio) gozan de este don que se extiende a todos los elementos de
doctrina, comprendida la moral, sin los cuales las verdades salvíficas de la fe no pueden ser
salvaguardadas, expuestas u observadas (CEC 2051). Por su parte la teología ha de profundizar la
Revelación bajo la guía del Espíritu Santo y en estrecha colaboración con el Magisterio.

Desde una aproximación al concepto de Teología hacia el concepto estricto


Hemos de tener presente que hay propiamente teología debido a dos realidades: a) porque Dios se
ha revelado y b) porque el hombre ha respondido con fe adhiriéndose a Dios que se revela. En esta
segunda realidad hay que distinguir a su vez: la acción de Dios que se revela y que es el
acontecimiento de la fe objetiva (fides quae) y la fe subjetiva (fides qua) en cuanto respuesta de los
creyentes. Pues bien, esta fe al ser narrada constituye un quehacer teológico, así como también lo
constituye el intento siempre inacabado de conceptualizar el misterio, tanto frente a la aparición de
las herejías, como a causa del dinamismo inherente al entendimiento humano. En efecto, la mente
no se detiene en el acto de creer, sino que busca entender lo que cree.
Si el cristianismo se desarrolla en la historia como acontecimiento (la entrega del Hijo y del espíritu
Santo a los hombres) y como doctrina, ésta supone un conocimiento que puede ser compartido.
Claro está que este conocimiento supone dos cosas: a) es un conocimiento en permanente
crecimiento; b) la doctrina depende del acontecimiento. Justamente en esta afirmación radica un
posible orden o Jerarquía de las verdades (UR 11). “El misterio de la Santísima Trinidad es el
misterio central de la fe y de la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí mismo. Es, pues, la
fuente de todos los otros misterios de la fe; es la luz que los ilumina” (CEC 234).
La cultura griega supo evitar las paradojas a las que se prestaban las religiones míticas paganas
dando una primacía a la razón sobre estas creencias.1 En efecto, si bien los griegos habían llegado a
un conocimiento de Dios con prescindencia de la razón, y admitían la existencia de la conciencia
moral en cada hombre, no pocas veces caían en confusiones éticas y religiosas. Pues bien ante esta
situación eran los filósofos los que tenían por deber ponerla al descubierto y purificarla con el
ejercicio racional (cf. FR 36a-b). Este enfoque crítico señala que la gran empresa histórico-cultural
del espíritu griego consistió en no quedarse en el lenguaje figurado del mito, sino buscar el logos
escondido en aquél. Esto llevó paulatinamente a distinguir lo que los hombre y los dioses son por

1
Cf. SCHÖDER, S., Geschichte und Theorie der Gattung Paian, Stuggart 1999.
3

naturaleza (physis) de lo que son por afirmación humana (thesis). Platón conoce la influencia
funesta de muchos relatos míticos y por eso intenta establecer diversos tipos de teología , es decir
modelos críticos de lenguaje sobre los dioses.2 Aristóteles por su parte identificará la teología con la
filosofía primera que habla de modo racional sobre el primer principio3 y que más tarde se
diferencia como teología natural de la teología mítica y de la teología política.4 Pues bien, mientras
la teología política y la mítica atribuyen a los dioses muchas bajezas e inconveniencias y, por ello,
han sido dejadas de lado por el cristianismo, no corrió la misma suerte la teología natural. En efecto,
«los primeros cristianos para hacerse comprender por los paganos no podían referirse sólo a
“Moisés y los profetas”; debían también apoyarse en el conocimiento natural de Dios y en la voz de
la conciencia moral de cada hombre» (FR 36a). Esta línea comenzada en el Nuevo Testamento llega
hasta Tertuliano quien, al referirse a la teología natural de la antigüedad lo haga llamándola anima
naturaliter christiana.5
En esta recepción conflictiva se expresa una nueva comprensión cristiana de la teología natural que
asume y trasciende el sentido crítico de la teología natural antigua. Por medio de estas exigencias
críticas racionales la filosofía ofrece una concepción más clara de sus creencias en la divinidad. Es
decir, «las supersticiones fueron reconocidas como tales y la religión se purificó, al menos en parte,
mediante el análisis racional» (FR 36b).
Como es obvio, el tránsito de la creencia a la racionalidad de lo creído, es el tránsito de las
tradiciones particulares a la razón universal. Tal vez esto nos haga más comprensible lo que nos
aquello que nos dice la Fides et Ratio: «los padres de la filosofía [...] dirigiendo la mirada hacia los
principios universales, no se contentaron con los mitos antiguos, sino que quisieron dar fundamento
racional a su creencia en la divinidad [...] se abría a un proceso más conforme a las exigencias de la
razón universal [...] El concepto de la divinidad fue el primero que se benefició de este camino» (FR
36b).
En este proceso de apertura de parte de la visión cristiana para con la filosofía no se desconocen
dificultades. En efecto, la controversia con el gnosticismo del mundo antiguo hizo necesaria una
reflexión fundamental sobre las relaciones de la fe con el conocimiento natural. De lo que se trataba
era de dejar en claro que el anuncio de Cristo no era una gnosis, un conocimiento superior reservado
a los perfectos, ni tampoco un mensaje que debía subordinarse a las interpretaciones de los filósofos
(cf. FR 37).
En suma, la fe no debe confundirse con el pensamiento y menos aún con un pensamiento
excluyente puesto que la buena nueva es una verdad que está destinada a todos los hombres pues
todos son iguales ante Dios. «Quedaba completamente superado el carácter elitista que su búsqueda
tenía entre los antiguos, ya que siendo el acceso a la verdad un bien que permite llegar a Dios, todos
deben poder recorrer este camino. Las vías para alcanzar la verdad siguen siendo muchas; sin
embargo, como la verdad cristiana tiene un valor salvífico, cualquiera de estas vías puede seguirse
con tal de que conduzca a la meta final, es decir, a la revelación de Jesucristo» (FR 38b). La única
condición que se reclama para el aserto que hemos señalado es que la razón se halle abierta a una
posible revelación. De este modo San Justino y Clemente de Alejandría se enfrentaron al
escepticismo filosófico.6 Ambos permanecen abiertos al pensamiento filosófico de modo que
Justino aún después de su conversión conservaba «una gran estima por la filosofía griega [y]
afirmaba con fuerza y claridad que en el cristianismo había encontrado “la única filosofía segura y
provechosa”» (FR 38c). Clemente por su parte «llamaba al Evangelio “la verdadera filosofía” e
interpretaba la filosofía en analogía con la ley mosaica como una instrucción propedéutica a la fe
cristiana y una preparación para el Evangelio» (FR 38c). «En la historia de este proceso es posible
verificar la recepción crítica del pensamiento filosófico por parte de los pensadores cristianos. Entre
2
Cf. PLATÓN, Pol. II, 379a.
3
Cf. ARISTÓTELES, Met. VI, 1026 s.
4
Cf. SAN AGUSTÍN, De civitate Dei VI, 5.
5
TERTULIANO, Apol. 17, 6.
6
Cf. BIERWALTES, W., Platonismus im Christentum, Frankfurt aM 1998.
4

los primeros ejemplos que se pueden encontrar, es ciertamente significativa la figura de Orígenes.
Contra los ataques lanzados por el filósofo Celso, Orígenes asume la filosofía platónica para
argumentar y responderle» (FR 39).7 Ciertamente el uso que se hace de los elementos filosóficos del
platonismo no es de ningún modo servil, sino que por el contrario «este nuevo pensamiento
cristiano que se estaba desarrollando hacía uso de la filosofía, pero al mismo tiempo tendía a
distinguirse claramente de ella [... incluso realizando] profundas transformaciones, en particular por
lo que se refiere a conceptos como la inmortalidad del alma, la divinización del hombre y el origen
del mal» (FR 39). En esta obra purificadora de la filosofía platónica, para ser de recibo de la fe
cristiana merecen una especial mención los Padres Capadocios, Dionisio el Areopagita y sobre todo
San Agustín. Este último llevó a cabo una valiosa síntesis del pensamiento teológico y filosófico en
la que confluyen la concepción griega y latina (cf. FR 40).
La distinción sin oposición entre la filosofía y la teología fue puesta de manifiesto tanto por los
Padres de Oriente como los de Occidente. Ellos «fueron capaces de sacar a la luz plenamente lo que
todavía permanecía implícito y propedéutico en el pensamiento de los grandes filósofos antiguos»
(FR 41a). Es claro que la filosofía con la cual buscaban dialogar tenía como característica el ser un
pensamiento no cerrado en lo mutable y fenoménico, sino que suponía una «razón purificada y
recta», la cual podía «llegar a los niveles más altos de la reflexión, dando un fundamento sólido a la
percepción del ser, de lo trascendente y de lo absoluto» (FR 41a). Este encuentro entre la filosofía y
la revelación ponía de manifiesto tanto los elementos comunes habidos entre ambas como las
diferencias. Es decir, los Padres de la Iglesia concebían la filosofía (fundamentalmente la
neoplatónica) y la tradición bíblica como dos órdenes de verdades complementarios, aunque
diferentes.
Pues bien, corresponde a San Anselmo culminar este proceso con la decisiva aportación del
intellectus fidei. Anselmo, a la par de atribuir una gran fuerza a la razón considerándola capaz de
exponer –según razones necesarias– los misterios de la fe en su necesidad intrínseca, considera que
la fuente de las verdades de la fe no es la razón, sino la revelación divina. De modo que la fe lejos
de poner trabas al conocimiento, es por el contrario, como un salvavidas que le permite lanzarse
audazmente a sondear los misterios más profundos de la esencia de Dios, de sus atributos, de la
Trinidad y de la Encarnación. Como vemos, el Arzobispo de Canterbury no quiere sustituir la fe por
la razón, porque no busca la razón para creer, sino que cree para comprender. Más aún, está
convencido de que nunca llegaría a la comprensión si antes no hubiera creído. Pero una vez
aceptada la revelación, la razón estimulada por la fe debe emplear todos los medios y toda la propia
capacidad para captar la revelación. Ella debe poder rediseñar en plena libertad cuanto la revelación
le enseña. En suma, nosotros conocemos los misterios mediante la revelación, pero todas esas
verdades luego son sucesivamente demostradas por rationibus necessariis. Aunque esto no debe
confundirnos, en efecto, el Santo distingue claramente el orden de conocimientos y por ello puede
decir: «Si con razón y verdad hemos desarrollado lo que precede, ¿cómo es inefable? O, si es
inefable, ¿ cómo puede ser tal, como la hemos descrito? ¿ No sería que hemos explicado lo que es
esta naturaleza suprema, en cuanto es posible hacerlo, y que así nada impida que todo lo que hemos
dicho sea verdad? Es pues, llamada inefable porque a pesar de nuestros esfuerzos, no podemos
comprender su esencia íntima. Se puede concluir que lo que hemos dicho es cierto, y que, al mismo
tiempo, la naturaleza suprema permanece inefable puesto que, no pudiendo expresarla por el
carácter propio e su esencia, la designamos lo mejor que podemos por alguna cosa».8
Evidentemente en este caso el enigma de la posible incomprensión acerca del modo de actuar de
Dios no implica que este mismo principio no se pueda afirmar con certeza inquebrantable, poniendo
así de manifiesto cómo la fe y la razón se mueven en órdenes distintos: «Se confirma una vez más
la armonía fundamental del conocimiento filosófico y el de la fe: la fe requiere que su objeto sea
comprendido con la ayuda de la razón; la razón, en el culmen de su búsqueda, admite como
necesario lo que la fe le presenta» (FR 42b).

7
Cf. KRÜGER, M., Ichgeburt. Origenes, Hildesheim 1996.
8
SAN ANSELMO, Monologion 65.
5

El encuentro entre la fe y la razón. Santo Tomás


Lo que encumbra a Santo Tomás sobre todos los escolásticos es el vigor y la armonía de la
construcción de sus razonamientos. No se sujeta a nadie ni pertenece a ninguna escuela; de todos y
de todas toma lo que le conviene. Pero en todo imprime el sello de su vigorosa personalidad. En su
síntesis no entra solamente Aristóteles, ni siquiera de manera preponderante, sino que da amplia
acogida a numerosos elementos platónicos y estoicos que encuentra ya asimilados al cristianismo
por una larga tradición doctrinal. Esta poderosa inteligencia ha fundido, metamorfoseado y hecho
cabalgar platonismo, aristotelismo, plotinismo y agustinismo en una síntesis tan lograda que la
mezcla de sus estratos ha llegado a ser indistinguible. A una escolástica falsamente tradicional que
se cerraba a todo progreso, sustituye una escolástica viviente y fecunda, en la que, después de
asimilarlas, introduce las nuevas aportaciones de la filosofía de Aristóteles, de los neoplatónicos, de
los musulmanes y judíos (cf. FR 43a).
A él corresponde el mérito de destacar la armonía que existe entre la razón y la fe reconociendo por
un lado que la fe «supone y perfecciona la razón» y por otro que «la naturaleza, objeto propio de la
filosofía, puede contribuir a la comprensión de la revelación divina» (FR 43b).
El fundamento de la distinción tomista entre los campos de la filosofía y de la fe consiste en su neta
distinción entre el orden natural y el sobrenatural. Son dos órdenes distintos, pero no opuestos ni
contradictorios, sino que se complementan armónicamente. En virtud de esto distingue el Santo un
doble orden de conocimiento: a) natural, que procede del trabajo de las puras fuerzas de la razón
humana al cual pertenece la filosofía y b) sobrenatural, el cual no procede de la razón humana sino
de la revelación de Dios. Este conocimiento, aunque oscuro por naturaleza, nos descubre numerosas
verdades, unas que de suyo están al alcance de la razón, y otras que exceden absolutamente sus
límites, y que el creyente acepta por la virtud sobrenatural de la fe.
Pues bien, una vez realizada la distinción Tomás vuelve a puntualizar que ambos conocimientos, el
de razón y el de fe provienen en último término de una misma fuente, que es Dios9 y, por lo tanto,
no puede haber entre ellos contradicción intrínseca ya que son distintas participaciones de una
misma verdad. En efecto, a pesar de que la revelación sea completa en su orden y que la filosofía
sea de suyo autónoma en sus procedimientos racionales, ambas pueden beneficiarse de una mutua
colaboración. Traducido en un lenguaje cultural podemos decir que «el punto capital y [...] el
meollo de la solución casi profética a la nueva confrontación entre la fe y la razón, consiste en
conciliar la secularidad del mundo con las exigencias radicales del cristianismo» (FR 43c). Tanto en
la Suma teológica como en la Suma contra los gentiles estableció las condiciones de sentido que
deben cumplir por separado la fe y la razón, con plena autonomía para ambas. Se destaca así «la
relación dialogal que supo establecer con el pensamiento árabe y hebreo de su tiempo [...] Aun
señalando con fuerza el carácter sobrenatural de la fe, [sin olvidar ...] el valor de su carácter
racional, sino que [... supo] profundizar y precisar este sentido. En efecto, la fe es de algún modo
“ejercicio del pensamiento”» (FR 43a). Ambas son complementarias, esto es, la revelación puede
servir a la razón preservándola de incurrir en muchos errores e indicándole el término a que debe
llegar o del que no se debe apartar en determinados temas de pensamiento. Y, a su vez, la razón
también puede servir a la fe, poniéndose a su servicio para aclarar, explicar y defender los misterios
de la revelación. Esta colaboración armónica de la razón y de la fe; o de la filosofía y la revelación
da por resultado una nueva figura de ciencia típicamente cristiana que es la teología. Esta ciencia
como puede apreciarse es mixta, pues, por una parte los principios de los cuales se vale para
proceder no son ni evidentes, ni demostrables para el teólogo (artículi fidei) y, por otra parte utiliza
procedimientos racionales análogos a los de las ciencias humanas. De modo que para Tomás la
sabiduría teológica necesita no sólo de la revelación sino también de la razón filosófica «basada en
la capacidad del intelecto para indagar la realidad dentro de sus límites connaturales, [... busca]
desinteresadamente [la verdad] allí donde pudiera manifestarse, poniendo de relieve al máximo su
universalidad [... Por ello] supo reconocer en su realismo la objetividad de la verdad. Su filosofía es

9
Cf. SANTO TOMÁS, Contra Gentiles 7.
6

verdaderamente la filosofía del ser y no del aparecer» (FR 44a). En suma, el Doctor Angélico ha
sido un precursor de la cultura universal donde con ahínco buscó conciliar la secularidad del mundo
con los principios universales del cristianismo.

La filosofía moderna y la separación entre fe y razón


La edad moderna se emancipó por múltiples razones de los presupuestos históricos del cristianismo.
Tras la escisión eclesial del siglo XVI y las guerras de religión que siguieron a ella, el cristianismo
no podía ser por más tiempo lazo de unión de la sociedad moderna. De modo que se debía buscar
una base que amalgame a la sociedad y que fuera religiosamente neutra. Pues bien, este nuevo
sustento se alcanza –cree la modernidad– apelando a la naturaleza y a la razón. Este modo de
proceder se debe a que ambas son instancias comunes a todos los hombres. A la luz de estos
postulados se desarrolló una nueva figura de teología natural independiente de la teología revelada.
Desde ahora en más si la teología natural era el presupuesto de la teología revelada, ahora será su
criterio. De modo que la teología revelada debía someterse al principio de servir a la causa de la
razón. Ella pasó a ser un presupuesto histórico y un vehículo de la teología natural.
La emancipación de la autonomía frente a su contexto referencial teónomo tiene también causas
teológicas. Estas causas se dieron en el nominalismo del tardío medioevo, el cual exasperó la idea
de omnipotencia y libertad divinas hasta el extremo de considerar a Dios como un ser arbitrario y
absolutista. La rebelión contra este Dios que no posibilitaba la libertad del hombre fue un acto de
afirmación humana. Los pasos que se fueron dando para terminar en la autonomía exacerbada
fueron lentos, pero firmes. En efecto, en el contexto de las guerras de religión (siglos XVI y XVII),
el concepto de autonomía suponía que como la religión dejó de ser una instancia que promoviese la
paz y la unidad ahora debía apelarse al derecho natural evidente y obligatorio para todos. La
autonomía del derecho condujo a la autonomía de la moral llegando a la afirmación de una moral
encerrada en sí misma y basada en la autorreflexión. Como es sabido se debe a Kant la
fundamentación filosófica de dicha moral. En efecto, el filósofo alemán insiste en que el hombre
«fin en sí mismo»10 y que esta autonomía encuentra su fundamento en la libertad, la cual «puede
actuar independientemente de causas ajenas que la puedan determinar».11 Por ello la única ley para
la libertad es ella misma. Sin embargo, esta autonomía no supone arbitrariedad, ya que tiene su
norma en la propia libertad así como en la libertad de los demás. Esto hace comprensible que el
imperativo categórico de Kant rece: «obra de modo que los principios de voluntad puedan ser
siempre principios de una ley universal».12 Este principio tiende a fundar la moral en la dignidad de
la persona humana, por ello no crea una ética individualista, sino una ética interpersonal dentro de
una perspectiva humana universal.
Pues bien, la emancipación del derecho y de la moral frente a la fundamentación teológica creó una
nueva situación para la religión. Es decir, si esta ya ha dejado de ser el presupuesto necesario del
orden, del derecho y de las costumbre en la sociedad entonces pasa a ser un asunto privado. Una
vez liberados los diferentes sectores profanos (incluida la filosofía) de sus referencias teónomas, la
religión se fue convirtiendo en una magnitud interior reducida al ámbito de la subjetividad (cf. FR
45a). La síntesis de este proceso puede leerse del siguiente modo: a la superficialización de la
realidad (carente ahora de un fundamento) sigue el vaciamiento de la religión.
Esta separación entre saberes, aplicado al caso específico de la filosofía y la teología provocó «una
desconfianza general, escéptica y agnóstica, bien para reservar mayor espacio a la fe, o bien para
desacreditar cualquier referencia racional posible a la misma» (FR 54a). Es decir, sólo en la edad
moderna se hicieron problemáticos los presupuestos de la fe y en consecuencia se debatieron a
fondo. Este debate tuvo lugar bajo una doble forma: en una sobrevaloración de la razón
(racionalismo) que lleva a una concepción absolutamente autonomista del hombre y del mundo y,

10
KANT, I., Fundamentación de la metafísica de las costumbres, BA 66.
11
Ibid., BA 97.
12
Id., Crítica de la razón práctica A 54.
7

como reacción a la misma, en una infravaloración de la razón, que condujo a la tesis de que Dios es
accesible únicamente en la fe (fideísmo) y a través de la tradición religiosa (tradicionalismo).
Con respecto al racionalismo hemos de decir con Juan Pablo II: «algunos representantes del
idealismo intentaron de diversos modos transformar la fe y sus contenidos, incluso el misterio de la
muerte y resurrección de Jesucristo, en estructuras dialécticas concebibles racionalmente» (FR 46a).
Esto supuso la intervención del magisterio que debió aclarar que es imposible que la razón natural
alcance lo que «es cognoscible solo a la luz de la fe». Pero también debió censurar al fideísmo y al
tradicionalismo radical «por su desconfianza en las capacidades naturales de la razón» (FR 52b).
Pero no solo el fideísmo se opuso a esta clase de racionalismo, sino también «diferentes formas de
humanismo ateo» se presentaron como alterativas a la religión (FR 46a). Por su parte «en el ámbito
de la investigación científica se ha ido imponiendo una mentalidad positivista que, no sólo se ha
alejado de cualquier referencia a la visión cristiana del mundo, sino que, y principalmente, ha
olvidado toda relación con la visión metafísica y moral» (FR 46b). Ahora bien, este cientificismo se
presenta como si fuese una parte de la ciencia, o una consecuencia necesaria del análisis de la
ciencia o de su progreso. Ahí reside su fuerza: en que es una corriente filosófica que se presenta
avalada por el prestigio de la ciencia. Sin embargo, una mirada más de cerca nos permite apreciar su
carácter circular. Es decir, niega por un lado valor de conocimiento a lo que no sea ciencia, pero por
otro lado su tesis básica no pertenece a la ciencia. En consecuencia, si se le aplican sus propios
cánones se anula a sí mismo.
Por otra parte es evidente, al menos luego de las últimas guerras, las cuales hacen un despliegue
considerable de alta tecnología, que la ciencia no sólo resuelve problemas, sino que puede crear
nuevos problemas mucho más graves que los anteriormente conocidos. Lo cual supone haya una
instancia crítica, que actuando como límite de la ciencia, le permita a esta reconocer junto a sus
límites los peligros que acarrea su aplicación incontrolada. De faltar esta instancia reflexiva y ética
puede ocurrir lo que menciona el Santo Padre: «algunos científicos, carentes de toda referencia
ética, tienen el peligro de no poner ya en el centro de su interés la persona y la globalidad de su
vida. Más aún, algunos de ellos, conscientes de las potencialidades inherentes al progreso técnico,
parece que ceden, no sólo a la lógica del mercado, sino también a la tentación de un poder
demiúrgico sobre la naturaleza y sobre el ser humano mismo» (FR 46b).
Juan Pablo II afirma certeramente que, a pesar de las críticas que se le han hecho desde la filosofía
de la ciencia contemporánea, el cientificismo está presente en nuestra cultura, muchas veces en
forma de un pragmatismo que niega validez a las instancias metacientíficas y está dispuesto a
utilizar los logros científicos sin barreras éticas de ningún tipo (cf FR 91).
Finalmente hay otra línea de pensamiento que ha cobrado entidad como consecuencia de la crisis
del racionalismo. Esta línea es el nihilismo, es decir aquella postura que teoriza «sobre la
investigación como fin en sí misma, sin esperanza ni posibilidad alguna de alcanzar la meta de la
verdad. En la interpretación nihilista la existencia es sólo una oportunidad para sensaciones y
experiencias en las que tiene la primacía lo efímero. El nihilismo está en el origen de la difundida
mentalidad según la cual no se debe asumir ningún compromiso definitivo, ya que todo es fugaz y
provisional» (FR 46c). Como diría Nietzsche el nihilismo es la creencia de que no hay ninguna
verdad, la ilusión de una verdad absoluta encuentra en la idea de Dios su última síntesis. Dios es
nuestra más larga mentira,13 parábola y ficción poética.14 Es el concepto contrario a la vida,15
expresión del resentimiento contra ella.16 Porque «el Dios en cruz es una maldición a la vida»,17 su
propuesta reza: «Dionisio contra el crucificado». El mensaje de Nietzsche sobre la muerte de Dios
encuentra su expresión clásica en La Gaya ciencia (1886).18 Para este pensador la causa del
13
Cf. NIETZSCHE, F., Gesammelte Werke vol. II, en SCHLECHTA, K. (ed), Munich 1977, p. 208.
14
Cf. Ibid., 261.
15
Cf. Ibid, 1159.
16
Cf. Ibid, 1203.
17
Ibid., vol. III, 773.
18
Cf. Ibid., vol. II, 126s.
8

nihilismo no es la muerte de Dios sino la propia fe en Dios, puesto que éste es el «no» a la vida. En
suma nihilismo es la creencia de que no hay ninguna verdad. «Es fruto de un estado de ánimo
estable, de una opción antimetafísica, de una tarea de “des-construcción” y de simple “derribo”.»19
Sin embargo, Nietzsche distingue entre el nihilsmo «cansado», que no ataca, y el nihilismo activo
de la fortaleza, que reconoce los fines precedentes como inadecuados y es lo bastante fuerte para
plantearse positivamente de nuevo, un fin, un por qué, una fe.20 Todos los dioses han muerto. Ahora
queremos que viva el superhombre.21 El superhombre es el hombre que ha dejado atrás todas las
alienaciones precedentes. No es pues un hombre del más allá, sino que permanece fiel a la tierra y
no cree en esperanzas supraterrenas.22 Rompe las «tablas de los valores», vive más allá del bien y
del mal. Es el hombre convertido en Dios que ocupa el lugar del dios desaparecido y muerto.23 En la
tercera parte de Así hablaba Zaratustra, Nietzsche, hablará de la idea del eterno retorno. Cabe
reconocer en ella una renovación crítica de la religiosidad mística, lo cual demuestra que tampoco él
había liquidado sin más la cuestión de Dios, sino que ésta reaparece bajo nuevas formas.24
En suma, Nietzsche no nos plantea solo la cuestión del teísmo o el ateísmo, sino la cuestión del ser
o no ser; de la fe en la razón y en la modernidad. La frase «Dios ha muerto» es, en cierto modo, la
abreviatura de este proceso global. Es un pensador extremadamente actual pues es el paradigma del
pensamiento que ha roto con la fe en la razón y por tanto en la modernidad. Descubre el vacío de
sentido y la falta de orientación, en suma el aburrimiento de la civilización moderna.
El panorama con el que nos encontramos es el siguiente: la filosofía ha renunciado a alcanzar el ser
en cuanto tal pasando de ser «sabiduría y saber universal » a «una de tantas parcelas del saber
humano; más aún, en algunos aspectos se la ha ido limitando a un papel del todo marginal». El
espacio vacío que ha dejado la filosofía lo han ocupado «otras formas de racionalidad», las cuales
«en vez de tender a la contemplación de la verdad y a la búsqueda del fin último y del sentido de la
vida, están orientadas —o, al menos, pueden orientarse— como “razón instrumental” al servicio de
fines utilitaristas, de placer o de poder [...] algunos filósofos, abandonando la búsqueda de la verdad
por sí misma, han adoptado como único objetivo el lograr la certeza subjetiva o la utilidad práctica.
De aquí se desprende como consecuencia el ofuscamiento de la auténtica dignidad de la razón, que
ya no es capaz de conocer lo verdadero y de buscar lo absoluto» (FR 47a-b).
En suma, la razón instrumental terminó imponiendo un dominio absoluto en el ámbito científico,
con gran perjuicio para la filosofía, que pasó a desempeñar un papel meramente marginal dando
lugar a un creciente relativismo cultural y, a consecuencia de todo ello «tanto la fe como la razón se
han empobrecido y debilitado una ante la otra. La razón, privada de la aportación de la Revelación,
ha recorrido caminos secundarios que tienen el peligro de hacerle perder de vista su meta final. La
fe, privada de la razón, ha subrayado el sentimiento y la experiencia, corriendo el riesgo de dejar de
ser una propuesta universal [... cayendo] en el grave peligro de ser reducida a mito o superstición»
(FR 48a).
A pesar de lo dicho, el Santo Padre reconoce que incluso entre «aquellos que han contribuido a
aumentar la distancia entre fe y razón aparecen a veces gérmenes preciosos de pensamiento que,
profundizados y desarrollados con rectitud de mente y corazón, pueden ayudar a descubrir el
camino de la verdad. Estos gérmenes de pensamiento se encuentran, por ejemplo, en los análisis
profundos sobre la percepción y la experiencia, lo imaginario y el inconsciente, la personalidad y la
intersubjetividad, la libertad y los valores, el tiempo y la historia; incluso el tema de la muerte
puede llegar a ser para todo pensador una seria llamada a buscar dentro de sí mismo el sentido
auténtico de la propia existencia» (FR 48a).

19
ROVIRA BELLOSO, J.M., Tratado de Dios uno y trino, Salamanca 1998, pp. 106-107.
20
NIETZSCHE, F., Gesammelte Werke III, 557.
21
Cf. Ibid., vol. II, 240.
22
Cf. Ibid., 180.
23
Cf. Ibid., 127.
24
Cf. Ibid., vol. III, 837-838.
9

Ha de realizarse permanentemente un esfuerzo de discernimiento que debe llevar al encuentro de la


fe y la razón. Pues su separación ha empobrecido y debilitado a ambas «a la parresía de la fe debe
corresponder la audacia de la razón» (FR 48b).

Pero en suma, ¿qué significa estrictamente Teología?


Para referirse al hablar humano acerca de Dios (tal como se expresa San Agustín: Sermo Dei) se
han empleado múltiples conceptos: gnosis, sophia o sapientia, o bien «sacra doctrina». Además es
un término que ha sido presentado en la historia del pensamiento de múltiples formas. Platón lo usó
para oponerlo a las teomaquias. Éstas serían fabulas míticas, mientras que aquella sería la auténtica
teoría que intenta presentar al dios tal como es. Aristóteles, emplea el término teología en un doble
sentido: a) de forma peyorativa y la considera de modo semejante a la teomaquía de Platón; b)
como ciencia que habla de Dios y que es propia de Dios (Metafísica, c.I).
Ya en el cristianismo, el término teología fue usado para contraponerlo a oikonomía. La Teología
sería el conocimiento de Dios Uno y Trino en sí mismo, mientras la «economía o dispensación» es
el conocimiento de Dios que se manifiesta en su Imagen: Jesucristo. Ahora bien, el conocimiento de
Dios supondrá un discurso sobre Dios, una respuesta al discurso de Dios y, finalmente ha de
insertarse en un discurso a Dios (oración). Como podemos apreciar, la teología no se extraña de la
oración, sino que la integra.
Los Padres de la Iglesia, desde los Apologetas griegos, empiezan a asumir el término teología como
discurso religioso (Justino, Atenágoras) estableciendo una sutil diferencia. Teología puede
significar simplemente mitología o teogonía (sentido peyorativo del término); conocmiento
precristiano de Dios; ciencia divina del Antiguo Testamento; y, con Orígenes, conocimiento
cristiano de Dios.
Con Eusebio de Cesárea se distingue la teología (conocimiento de Dios Padre – Hijo – Espíritu
Santo) de la oikonomía (divina dispensación).
Para los Padres griegos es natural realizar la teología a partir de la economía. Esto es así porque la
teología tiene un verdadero sentido cristológico y pneumatológico. Es importante destacar que
desde Justino a Agustín, la Teología surge del estudio atento de las Sagradas Escrituras.

Teología o teologías
Ya en el AT las fuentes Yahvista, Elohísta Sacerdotal y Deuteronomista nos muestran una
pluralidad de teologías. Pero, también en el NT el conocimiento de la persona de Jesús permite
distinguir diversas cristologías. Por tanto, no ha de extrañarnos que en la historia, y en el presente,
se nos ofrezcan diversas teologías.

A) Diversas Teologías: corte diacrónico

A) Teología patrística (S.II-VIII)


Empieza con la «Didajé» y con los Padres Apostólicos (Clemente Romano, Ignacio de Antioquía,
Policarpo de Esmirna, Papías de Hierápolis, la «Epístola» de Bernabé y el «Pastor » de Hermas),
sigue con los Padres Apologetas griegos (Justino, Taciano, Atenágoras y Teófilo de Antioquía), y
con el grupo de los escritores africanos (Tertuliano, Cipriano y Lactancio). Hemos de resaltar en
oriente las figuras de Orígenes (S III) los Padres postnicenos (Basilio, Gregorio de Nacianzo y
Gregorio de Nisa) y en Occidente a Hilario, Jerónimo, Agustín y León el Magno.
Muchas obras de los santos Padres nacen circunstancialmente: la aparición de una herejía o la
necesidad de aclarar una cuestión relativa a la fe.

B) Teología monástica
La mentalidad de los Padres pasó a la teología monástica y se manifestó tanto: a) en su sentido
ascensional que partía de la de la humanidad de Cristo hacia el Verbo divino; b) su mentalidad
neoplatónica; c) el valor concedido al símbolo en cuanto permite elevarse de una figura visible al
arquetipo invisible.
10

A partir del S. XI la glossa bíblica era un hecho habitual. Esto suponía redactar el texto bíblico en
medio de la página y en caracteres grandes. Luego, había glosas interlineales en letra pequeña.
Finalmente en los amplios márgenes de derecha e izquierda se realizaban glosas marginales. Estas
glosas contenían citas de los santos Padres o ideas del propio glosador.
Luego, en el S. XII, en las Escuelas bíblicas, comenzó a introducirse el uso de la dialéctica para leer
las sagradas páginas. Han de destacarse las escuelas de Laon, Chartres, Orleans y París.
Se destacan entre los cultivadores de la teología monástica (por citar algunos): Anselmo, Raúl y
Gilberto de Laón; Hugo de San Víctor, su discípulo Ricardo y Joaquín de Fiore.
Es Abelardo quien lleva el método dialéctico a su culmen. Esta consistía en el uso de la razón
humana y filosófica aplicada a dar explicaciones inteligibles acerca de las afirmaciones que
creemos.

C) Teología escolástica
En el S XIII, con Felipe el Canciller y Guillermo de Auxerre en la Europa cristiana se produce un
cambio de mentalidad en relación para con la teología que concluirá con la consideración de ésta
como una ciencia que bebe de fuentes aristotélicas. Vale la pena notar que ya en el S. XI-XII con
los seguidores del islam (Avicena, Averroes) y el judaísmo (Maimónides) había sido fecundado el
pensamiento teológico con el gran filósofo. Ahora, con San Alberto, Sto. Tomás y San
Buenaventura (entre otros) se dará también la recepción del aristotelismo, junto con un sano
equilibrio (gracias a los Comentarios al Antiguo y Nuevo Testamento) entre la Sacra Pagina y la
Sacra Doctrina. Además debe señalarse el uso del método dialéctico basado en la quaestio y
presente tanto en las Summae o en las Quaestiones disputatae.

D) Teología de controversia (S.XVI) y segunda escolástica


Surge en la Europa católica como teología destinada a combatir la herejía luterana. Hay notables
pensadores como Johannes Eck y otros que no alcanzaron gran vuelo.25
En el S. XVI, el cardenal Tomás de Vio es quien inaugurará la segunda escolástica. Éste es a su vez:
comentarista de santo Tomás; interlocutor de Lutero y un hombre de Iglesia.
Una característica de la «segunda escolástica» es que las grandes órdenes (dominicos, franciscanos
y jesuítas) continúan con sus Commentaria a la Summa Theologiae de santo Tomás pero ahora en
clave renacentista-barroca.
Entre las universidades la que resalta es Salamanca (Melchor Cano (asistente a Trento), Domingo
Soto, Domingo Báñez, Diego de Deza; Gabriel Vázquez, Molina). También deben nombrarse los
profesores del Colegio Romano (hoy la Universidad Gregoriana de Roma): Francisco Suárez, el
cardenal san Roberto Belarmino.
Luego, en los siglos XVI-XVIII la segunda escolástica comenzará su declive.

E) Teologías del siglo XIX


Han de mencionarse dos grandes escuelas: a) Escuela de Tübingen fundada por Johann Sebastian
Drey y tiene por características: valorizar la tradición (retorno a los santos Padres); contemplar a la
Iglesia como comunidad de fe centrada en Cristo vivo; y buscar superar el racionalismo presente en
la teología escolástica y en la Aufklarung; y b) La Escuela Romana que comprende nombres como
G. Perrone y Pasaglia y tenía como característica el poseer una fuerte inclinación hacia el
intelectualismo (sin caer en el semiracionalismo) valorando la función de la razón en el interior de
la fe.
Mención aparte merce el Cardenal J. H. Newman quien tiene en alta estima la razón; valora la
intuición que surge de la investigación metódica de los signos que llevan al sentido; otorga relieve
al método inductivo aplicado a la Teología y estima la Tradición en cuanto evolución del dogma.

F) La neoescolástica
25
El panfleto de Cochlaeus Adversus cucullatum Minotaurum wittembergensem es un ejemplo
de ello.
11

Con la encíclica Aeterni Patris de León XIII el tomismo fue elevado al rango de teología perenne.
Esto supuso un relanzamiento de la neoescolástica. Figuras como A. Sertillanges, R. Garrigou-
Lagrange, L. Billot, J. Maritain y E. Gilson, son quienes han de ser nombrados en este
movimiento.

G) Teologías del siglo XX


La crisis modernista llegó a la teología y se presentó como un intento que pretendía desembarazarse
de todo lo que pareciera oponerse a una libertad total, o al sentimiento subjetivo. Así se propuso un
cristianismo sin dogmas, que prescindiese tanto de la historia real del Cristo histórico, como de la fe
adorante ante el Cristo de la fe.
Como contracara de esta situación, la Nouvelle Théologie (hacia el final de la segunda guerra
mundial: 1945)— intenta situar al pensamiento teológico contextuado en su propio marco histórico
relativizándolo en relación para con la cultura de su tiempo. Además, la revelación es entendida
como historia y automanifestación que como sistema de ideas transmitidas por Dios al hombre. Otra
característica es que se vuelve a la Biblia y a los Padres. Hombres destacados son: J. Daniélou, Y.
Congar, M. D. Chénu, H. de Lubac, Hugo y Karl Rahner y Hans Urs von Balthasar.
También el S. XX conoce una teología que es denominada como de la «muerte de Dios». La
crueldad de las dos guerras mundiales repercutió en teología bajo una pregunta que bien puede
sintetizarse como: Dios ¿dónde estás? A esto ha de sumarse el crecimiento tanto de la filosofía
marxista como de la existencialista, que popularizaban el ateísmo. También en el ámbito teológico
no faltaron hombres como R. Bultmann, P. Tillich y D. Bonhoffer, quienes favorecieron a crear un
ambiente secularista en el cual se intentaba una amalgama de cristianismo y ateísmo. Se buscaba un
Cristo secularizado y abstracto, inmanente a la época.

B) Diversas Teologías: corte sincrónico

1. Teología Fundamental
La Teología Fundamental se sitúa en la frontera entre fe y razón, entre la revelación y el sujeto que
la recibe y, por tanto, ante los problemas nuevos que con relación a la credibilidad de la fe, se
suscitan a partir de la Modernidad. Asume dos dimensiones: una que es a la vez intelectual y
testimonial (martyria); otra que es una interpretación solvente de la esperanza cristiana (dimensión
hermenéutica). Busca «dar razón de la esperanza» (1 Pe 3,15).

2. Teología «positiva»
«Positiva» significa tratar un tema de estudio de forma objetiva. La pregunta que responde la
teología positiva es: qué es lo que creemos. La teología positiva abarca: la teología bíblica (la
exégesis y la teología del Antiguo o del Nuevo Testamento), la teología patrística y los estudios
históricos.

3. Teología sistemática
Es un nivel de pensamiento más sintético que analítico. Indagar en el sentido literal de textos tales
como la Resurrección del Señor es permanecer en el nivel de la teología positiva. En cambio, si me
pregunto sobre el valor revelatorio de la Resurrección o sobre las condiciones de acceso a Jesús
resucitado es ya estar en el nivel de la teología sistemática.
La sistemática se esfuerza por penetrar el sentido global e inteligible de aquellos dogmas que la
Iglesia cree, organizándolos alrededor de una síntesis racional: llamado por los antiguos Padres
«teología» (el Misterio Trinitario).
La teología sistemática posee diversos acentos: la narrativa, la kerigmática, la hermenéutica y la
reflexiva.
a) Teología narrativa
12

La teología narrativa es un primer estadio o esbozo de la teología sistemática. Es la teología


implícita en los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento que quiere expresar, con un lenguaje
intelectual y testimonial, del modo más sencillo el núcleo central de la revelación de Dios en Cristo.
b) Teología Kerigmática
Frente a la teología liberal que diluía la Revelación de de Dios en la historia, la teología dialéctica
de Karl Barth muestra la imposibilidad de hablar de Dios a no ser partiendo de la misma palabra
que Dios dirige a los humanos. Solo Dios puede hablar bien de Dios. Justamente por esto se la
llama teología dialéctica, porque aquí se juega la infinita trascendencia de Dios. Es también por
este motivo que no descansa en ninguna filosofía previa, ni en ningún presupuesto humanista, sino
que está totalmente basada y pendiente del anuncio de la fe (kerigma).

Excursus
Hay otros principios de clasificación, por ejemplo las así llamadas teologías de genitivo o
sectoriales: la teología política; teología de la liberación; teología desde la óptica del psicoanalista.
Estas teologías son distintas debido al método de trabajo y a las mediaciones que la abren al ámbito
interdisciplinar.

La Teología como ciencia

En principio hemos de decir que para que pueda darse una ciencia determinada en su especificidad,
no basta que posea un objeto material o materia de estudio, sino que es necesaria la existencia de un
objeto formal, o perspectiva específica desde la cual se contempla la realidad, y un método que
permita alcanzar su objetivo real. Además, ha de arribar a un síntesis comunicable de
conocimientos.

Santo Tomás

En la Summa Theol., I, q. 1. Santo Tomás se plantea la cuestión de la Teología en cuanto ciencia.


a. 1. En este artículo vale la pena resaltar el contraste entre la filosofía, cuyo ámbito es «lo
asequible a la razón», y la «sacra doctrina», cuyo ámbito es lo revelado. A partir de aquí Santo
Tomás postula: La existencia de una ciencia que sobrepasa el ámbito del entendimiento es necesaria
porque el hombre está ordenado a Dios como a un fin que «excede la capacidad de comprensión de
nuestro entendimiento». Pero, además, es necesario (con necesidad moral) que el hombre sea
instruido por revelación divina aun sobre aquellas mismas verdades que la razón humana puede
descubrir acerca de Dios. Así esas verdades pueden llegar a todos, con prontitud y sin errores.

a. 2. Hay dos géneros de ciencia:


— La que está basada en principios conocidos por la luz natural del entendimiento: principios
evidentes o per se notis.
— La que está basada en principios conocidos por la luz de otra ciencia superior (evidentes en el
ámbito de otra ciencia superior).

a. 3. La teología aunque posea una materia de estudio múltiple, sin embargo es una por su objeto
formal: lo divinamente revelado, es decir, Dios mismo, principio y fin del hombre.

a. 4. Es ciencia en parte especulativa y en parte práctica (teología moral).

a. 5. La teología es superior a las demás ciencias tanto por su objeto material y formal (Dios) y por
su certeza, que no procede tan sólo de la razón natural sino de la revelación
divina.

a. 6. La teología es sabiduría que ordena y juzga desde la causa primera que es Dios.
13

a. 7. Dios es el argumento central del saber teológico.

a. 8. Es argumentativa. Así como en el modelo aristotélico, en el cual la argumentación no


demostraba los primeros principios, tampoco la teología demuestra los suyos, sino que los recibe
por revelación. Y es argumentativa en cuanto «discute con quienes niegan sus principios.

a. 9. La teología usa metáforas que le permite llegar a lo inteligible por medio de lo sensible.

a. 10. La teología conoce los diversos sentidos de la Escritura: el histórico o literal, el alegórico, el
tropológico o moral y el anagógico.

Crisis del estatuto científico de la teología


Después de Kant, la comunidad científica no concede valor objetivo —científico— al conocimiento
metafísico que intenta conocer lo que está más allá de las condiciones espacio-temporales de
nuestra sensibilidad. Pues bien, a pesar de esto Kant cree que así puede «hacer un lugar a la fe»
(como tal fe que, según la tradición luterana, no debe estar condicionada por el ejercicio de la
razón). Sin embargo, tanto la filosofía como la teología, de hecho, no son valoradas como ciencias
propiamente dichas. Sólo cuentan las llamadas ciencias duras.
No obstante hay algunos científicos que aceptan las llamadas ciencias del espíritu o ciencias del
hombre (antropología, filosofía, historia)

Las fuentes de la Teología


Los lugares teológicos
Felipe Melanchton (1479-1560) es uno de los primeros teólogos que habló de los «loci theologici»,
en sus Loci comunes rerum theologicarum, de 1521, pero les atribuyó un mero contenido material,
que se correspondía con los actuales tratados teológicos: el pecado, la justificación, la gracia, la fe,
etc. Melchor Cano (1509-1560) es quien dibuja de modo genial el concepto formal de «lugar
teológico», los cuales equivalen a las fuentes de los contenidos. Como punto de partida, el teólogo
de Salamanca evoca a Aristóteles. Este define y clasifica en sus Tópicos (Loci en latín) los actos
primordiales del entendimiento: la percepción, el juicio y el raciocinio (con su instrumento: el
silogismo), como lugares comunes del conocimiento humano. Ahora, Cano quiere dar forma a diez
tópicos o lugares teológicos que abarquen, en conjunto, las diez fuentes de las que puede disponer el
teólogo
para extraer de ellas los argumentos válidos para el discurso teológico.
En cuanto a la descripción de los «loci», Cano, no piensa en los contenidos materiales del saber
teológico, sino en las fuentes que testifican las verdades de la revelación. Cano piensa en los
«lugares» que contienen los principios de la teología. Poco tiempo más tarde, Juan de Santo Tomás
coincide con Cano y nos proporciona una exacta definición de los «loci»: «Los lugares teológicos
son los principios de los que el teólogo extrae sus argumentos y pruebas».

Clasificación de los Loci


Los siete primeros lugares teológicos están basados en la autoridad: son los «lugares» donde puede
hallarse la fe católica, de acuerdo con la autoridad de los testimonios de la revelación. En
contraposición a estos siete «loci», los dos últimos «lugares» son también autoridades, pero en otro
sentido. Ellos pueden aportar las opiniones autorizadas de los filósofos y de la historia, aunque estas
opiniones no tengan la certeza teológica de los principios. Finalmente, un solo lugar, el octavo, no
puede calificarse de autoridad, pero es imprescindible, ya que está constituido por la misma razón
natural. Más que un lugar, es el instrumento que el teólogo no puede dejar de usar.
Enumeración de los «loci»:
A) En primer lugar, se hallan las «autoridades» de las que podemos extraer la fe que confiesa la
Iglesia (fides Ecclesiae):1. La Sagrada Escritura; la Tradición de Cristo y de los Apóstoles; 3. La
14

autoridad de la Iglesia Católica; 4. La autoridad de los Concilios, sobre todo los Ecuménicos o
Generales, en los que reside la autoridad de la Iglesia Católica; 5. La autoridad de la Iglesia
Romana, que, por divino privilegio, se llama y es apostólica (o, como dice Juan de Santo Tomás, la
autoridad del Sumo Pontífice); 6. La autoridad de los Padres (la autoridad de los «santos antiguos»,
dice Melchor Cano); 7. La autoridad de los teólogos escolásticos, a los que hay que añadir los
peritos pontificios; 8. La razón natural que se ejerce por el cultivo de todas las ciencias naturales
(podríamos llamar «autoridad de la razón» a este octavo «lugar»); 9. La autoridad de los filósofos
que siguen el criterio de la naturaleza, entre los cuales están los Jurisconsultos; 10. La autoridad de
la historia humana, ya sea escrita por autores dignos de crédito, ya sea transmitida de generación en
generación, pero no de modo supersticioso sino con grave y constante razón.
(tanto el 9 como el 10 son autoridades extrínsecas al quehacer teológico, que en el lenguaje
moderno las llamaríamos mediaciones legítimas de este quehacer: la mediación de la filosofía y la
mediación de la historia)

Domingo Bañez, algunos matices


Domingo Báñez, discípulo de Cano en Salamanca, mantiene la misma definición de lugar teológico
que su maestro Cano y que Juan de Santo Tomás, pero prefiere la división de Tomás de Aquino a la
de su maestro (II-II, q 1, a 10 de la Summa Theologiae). Allí santo Tomás se limita a una división
tripartita de los tópicos o lugares teológicos: 1. La Sagrada Escritura, a la cual pueden reducirse las
demás autoridades de la Iglesia (Tradición, Concilios, Papa); 2. La autoridad de los «otros doctores
de la Iglesia» (los Padres y Teólogos, que —en los casos de unanimidad— aportan un argumento
que no puede dejar de ser cierto ya que también ellos expresan la fe de la Iglesia); 3. La razón
natural y la autoridad de los filósofos.

Escritura, Tradición y el Magisterio


Lo referente a la Tradición en Cano viene a refutar simplemente la posición reformada. Esta
refutación supone cuatro fundamentos: 1) La Iglesia es más antigua que la Escritura; 2) no todas
las cosas que pertenecen a la doctrina cristiana han sido explicitadas por la Sagrada Escritura (la
virginidad de María, el descenso de Cristo a los infiernos, la legitimidad del Bautismo de párvulos,
la Procesión del Espíritu Santo del Padre y del Hijo, la igualdad de las tres personas en una única
sustancia y su distinción por las propiedades relativas, así como la conversión del pan y del vino en
el cuerpo y la sangre de Cristo (Cano quiere decir que el dogma de la transustanciación no ha sido
expresado explícitamente en la Escritura, sino por un Concilio (Trento) que, sin duda, se ha basado
en la Tradición); 3) Muchas cosas pertenecen a la doctrina y a la fe de tal suerte que ni
abiertamente ni oscuramente se encuentran en la Escritura. Aquí Cano se muestra partidario de que
existan
en la Tradición «dogmas» o verdades que no se encuentran ni siquiera implícita u oscuramente en
la Escritura; 4) los Apóstoles se expresaron por medio de la letra escrita y de viva voz.
Pues bien, a estos cuatro fundamentos le siguen cuatro vías:
1) Cano se expresa con las palabras de san Agustín: «Lo que la Iglesia universal siempre retuvo,
sin que haya sido instituido por los Concilios, creemos rectamente que ha sido transmitido por la
autoridad apostólica»; 2) si los Padres mantienen algún dogma de fe, que no está mantenido por las
Sagradas Escrituras, de modo concorde y desde el inicio del decurso de los tiempos; 3) aquello que
deriva necesariamente de la autoridad de los apóstoles; 4) Si existe el testimonio concorde (uno
ore) de los varones eclesiásticos acerca de que un dogma o una costumbre concretos han llegado
hasta nosotros por tradición apostólica: es el caso del símbolo de la fe.

La autoridad de los Padres


La santidad es signo de la autoridad —doctrinal y espiritual— en la Iglesia, de modo que: en la
exposición de las Sagradas Letras la común sentencia de todos los santos padres antiguos presta al
teólogo un argumento ciertísimo para corroborar las aserciones teológicas. Porque, entonces, el
sentir de todos los santos es el sentir del mismo Espíritu Santo. Este es el espíritu de la
15

contrarreforma en cuanto contiene el principio católico: hay una correlación profunda entre el
elemento visible de la Iglesia y su aliento invisible.

Sobre el testimonio de los teólogos


Por «teólogos» se entienden los teólogos escolásticos, como una suerte de segunda generación de
Padres. Los teólogos escolásticos habían sido desvalorizados por los autores de la Reforma, y ésta
es la razón de la vindicación que Cano hace de su pensamiento. Las conclusiones parciales, esta
vez, se resumen con fuerza en la que Cano expone como tercera: «Contradecir la sentencia
concorde de los teólogos escolásticos, en materia de fe o de costumbres, si no es herético, es
próximo a la herejía».

La razón humana y los filósofos


«La fe sola, sin doctrina ni razón, no podría defenderse». Ver Fides et Ratio.

Sobre el lugar de la historia


Es interesante analizar el concepto de historia de Melchor Cano y las razones de la utilidad de la
ciencia histórica en el quehacer del teólogo. «La historia, como Cicerón dijo con mucha verdad, al
ser maestra de la vida, es también la luz de la verdad». Este «locus» podría ser actualizado en el
sentido de incluir los famosos «signos de los tiempos» del Concilio Vaticano II.

Otros lugares teológicos presentes en la actualidad


Jared Wicks enumera tres nuevos lugares teológicos que apenas entran en el esquema de Cano. Los
dos primeros han tenido un gran predicamento en la teología actual: la liturgia y la vida de los
santos. Y en relación al tercero es: la experiencia de las Iglesias locales o regionales. Nosotros sólo
señalaremos en relación al primero que:
La liturgia «contiene» (es decir, actualiza) el acontecimiento de la fe; la confiesa, mediante la
profesión de la fe o «Credo»; la entiende, en cuanto la liturgia es lugar hermenéutico o sede de la
interpretación eclesial de la fe; y por último, indica autorizadamente la orientación práctica que ha
de seguir la fe para actuar por la caridad.

Valor y límite de los Loci en Cano


Ahora bien, la principal virtud de los «loci» consiste en subrayar el valor de la Escritura como
fundamento del saber teológico. Además, Cano afirma que la «fuerza de la teología no se halla
principalmente en contemplar (in cernendo) sino en actuar (in agendo)». Sus lugares abarcan lo
divino (los testimonios de la Escritura y de la Tradición) y lo histórico (los Padres, los teólogos, las
ciencias humanas de las que se vale la razón). Pero también es otro acierto su referencia a la historia
y a la razón, pues de este modo abre un espacio teológico propicio a la inculturación de la teología
en la historia y en la cultura de un pueblo determinado.
Sin embargo, la ausencia significativa de la Liturgia entre los lugares teológicos no hace más que
confirmar que Melchor Cano tiene una concepción prevalentemente intelectiva y deductiva de la
teología. Por otro lado, al considerar la Escritura como «locus», es decir, como depósito de
argumentos teológicos o «argumenti theologici thesaurus», abre el camino a la consideración de la
Escritura como un arsenal de dicta probantia. Finalmente, otro de los déficit es que los loci
conllevan una concepción de la teología como ciencia deductiva, la cual, partiendo de los
principios, llega a las conclusiones como los efectos de las causas. Sin embargo, la certeza no se
presenta como un ensamblaje mecánico de principios, premisas menores ciertas y conclusiones.
Hoy día se considera que una tesis teológica es cierta si está implícita o explícitamente contenida en
la Sagrada Escritura. Pero esto pide el proceso de una exégesis seria y objetiva, lo que no es fácil.
Además, hay que entender las afirmaciones bíblicas en el contexto interpretativo de la Tradición
16

eclesial. Finalmente, el teólogo habrá de proceder con sumo cuidado en el momento de ensamblar o
conectar las afirmaciones contenidas en los testimonios de la revelación con afirmaciones extraídas
de la razón natural o de las ciencias físicas, naturales, sociales, psicológicas o históricas de las que
se vale la sana razón postulada por Melchor Cano.

Las mediaciones de la teología

1. La Mediación histórica
Las cuestiones teológicas se desenvuelven en el tiempo de la Iglesia y dan lugar a un estudio
diacrónico de dichas cuestiones. Alrededor de 1940, los teólogos católicos, descubrían la historia
como lugar propio de la revelación de Dios.
Así como el método histórico-crítico se acreditó en el campo de la interpretación de la Sagrada
Escritura al ser aceptado por las Encíclicas y por los Documentos de la Comisión Pontificia Bíblica,
en cambio, el método histórico aplicado a la Teología sistemática experimentó un momento de
discernimiento y reserva, con la encíclica de Pío XII Humani generis, para ser —doce años más
tarde— asumido en el Concilio Vaticano II, puesto que en la elaboración de sus documentos
participaron los teólogos que con gran competencia
habían usado el método histórico: Rahner, Congar, Philipps, etc.

2. La mediación histórico-hermenéutica
La mediación histórica no trata tan sólo de reconstruir el pasado de forma material mediante la
explicación erudita de todos los detalles que muestren cómo se desarrollaron los acontecimientos y
las ideas. La investigación histórica, más pronto o más tarde, se ve en la necesidad de responder a
dos preguntas. Una de ellas es ésta: ¿Qué significaron los acontecimientos y las ideas que son
objeto de investigación en relación con la cultura de su tiempo: un tiempo pasado y lejano? No sólo
hay que describir hechos aislados como si de una crónica se tratara, sino que hay que situar estos
hechos en su horizonte de comprensión, que es la cultura del pasado. ¿Cuál es el significado que
tienen «hoy» los hechos y las ideas que acontecieron en un pasado? Estas son las dos preguntas que
intenta contestar la interpretación o hermenéutica. Acercar el horizonte cultural del pasado al
tiempo presente de forma que se produzca la famosa fusión de horizontes es el objetivo perseguido
por el saber hermenéutico. El concepto Hermenéutica lo entendemos como interpretación para
hallar el significado de un acontecimiento o de un texto del pasado, en su contexto cultural.

A. Hermenéutica bíblica
El judaismo trabaja históricamente con el midrash, esto es, busca la actualización de los textos: su
valor en y para la vida. Esta actualización ofrece alguna de estas tres formas: la halakah, que busca
reglas de acción, sobre todo jurídicas; la haggadah, que es el comentario doctrinal o espiritual, la
exhortación moral, etc.; sin olvidar el peser, que busca no sólo la actualización sino el modo como
en el pasado o en el presente se han cumplido los pasajes de la Escritura.
El Nuevo Testamento ofrece los dos principios básicos de toda hermenéutica: el principio
interpretativo general o global —toda la Escritura se ilumina a la luz de la Muerte y Resurrección
de Jesús, Hijo de Dios—, que garantiza la unidad de todas las interpretaciones desde el vértice del
futuro escatológico; y el principio de actualización: el Espíritu Santo actualiza la fuerza originaria
de la Escritura en el «hoy» del tiempo cronológico, convertido en tiempo de salvación (kairós.
Tanto Orígenes como Agustín formulan, al menos implícitamente, dos principios hermenéuticos
importantes: 1.° No sólo hay que expresar la letra de los textos sino la realidad espiritual que tales
textos quieren expresar; 2.° La regla de fe es normativa en la interpretación. Dicho de otra manera:
la hermeneusis no es algo exterior a la regla de fe. Su
razón de ser consiste en mostrar con la mayor claridad posible lo que esa misma regla de fe
significa.
Por eso, desde antiguo se comprendió que interpretar era dar cuenta de la letra (littera) para
manifestar la realidad cristológica y espiritual que el texto esconde (allegoria).
17

B. La hermenéutica en la exégesis protestante y el influjo de la filosofía de Heidegger


La exégesis protestante durante el siglo XX ha oscilado entre dos polos: 1) el representado por
Oscar Cullmann, quien ha mantenido el paradigma protestante —sola Scriptura— de un modo anti-
metafísico, rechazando para la interpretación de la Escritura cualquier tipo de filosofía; 2) la
mantenida por Rudolf Bultmann quien asume la filosofía del «primer Heidegger» como método
hermenéutico. Bultmann cree que la Escritura, en la presentación de las verdades religiosas, adopta
el lenguaje y las formas del «mito» y, por eso, sus formulaciones no interesan o carecen de
significado para la gente de nuestra época. Aparece entonces el programa de la desmitologización.
La Escritura debe ser interpretada en categorías existenciales, propias de la filosofía existencial, que
busca, más que la verdad metafísica o la literalidad histórica, aquello que afecta al sujeto. Pero con
Bultmann no sólo se ha llegado a una desmitologización, sino a una des-historización (una negación
de la relevancia teológica que tiene la historia real acaecida en el tiempo humano) en beneficio de
unos paradigmas existenciales interpretativos de la esperanza religiosa de los hombres de nuestro
tiempo. De ahí que la fe —el acontecimiento de la fe— no se halle en la objetividad de la historia
sino en el kerigma: en la palabra de la predicación que expresa, en categorías de la filosofía
existencial, el acontecer de la fe.
Autores posteriores (Hengel, Kasemann, Marxsen, Luz) e incluso un discípulo suyo tal como
Wolfhart Pannenberg se muestran contrarios a la hermenéutica bultmanniana, pues creen
firmemente que la revelación-salvación de Dios tiene su lugar en acontecimientos históricos
verifícables.

C. Influjo de la filosofía hermenéutica moderna en la teología


A partir de los años setenta, la teología católica perfecciona el estudio histórico enriqueciéndolo con
una consecuente dimensión hermenéutica. De lo que se trata es de acercarse a la objetividad del
texto pero descubriendo la significatividad también en el presente. La hermenéutica busca la
afinidad del intérprete con el texto interpretado. El lenguaje será el puente que une nuestro presente
y el remoto pasado. Pero hemos de tener presente dos cosas: a) el texto inmerso en una cultura y en
una concepción del mundo distintas condicionan al sujeto investigador; b) el investigador por su
parte se anticipa a entender saltando de la precomprensión subjetiva (propio de su mundo vivencial
interno) hasta el sentido objetivo del texto. A esto Gadamer lo ha llamado anticipación de sentido.
Entre la pre-comprensión como pregunta y la comprensión como respuesta final se desarrolla, como
espiral sin fin, el famoso círculo hermenéutico. Esta es la operación en virtud de la cual el
investigador entra en el texto o en el acontecimiento del pasado. Es decir, el intérprete pone algo de
sí mismo en el texto: su pre-comprensión, sus preferencias, su modo de comprender, etc;
correlativamente, el objeto pone su propio ser en la mentalidad receptiva del investigador.
Un ejemplo: para comprender adecuadamente un Conclilio hay que tener en cuenta: a) realizar una
minuciosa investigación histórica. Comprende la investigación genética de los acontecimientos
(dimensión diacrónica) y la investigación de los textos y acontecimientos culturales simultáneos al
Concilio o texto estudiado (sincronía); b) evitar anacronismos, esto supone interpretar el texto
antiguo de acuerdo con las categorías propias de su época, viendo su real alcance significativo; c)
lograr una síntesis que permite llegar a la intencionalidad del Concilio, la cual no se halla sólo en
lo que el Concilio ha dicho, sino en lo que ha hecho. Finalmente hay que hacer notar que para
alcanzar el sentido profundo de los textos, no sólo es necesaria la razón técnica del intérprete, sino
que es necesario que éste se coloque en la comunión de la fe eclesial, para poder llegar a una
interpretación espiritual de la materia estudiada en consonancia con la totalidad de la fe, dado que
la realidad de la revelación es unitaria. De este modo el intérprete podrá responder qué sentido tiene
para nosotros hoy este texto conciliar del pasado.

3. La mediación racional o filosófica


Remitirse a Fides et Ratio.
18

Simplemente aquí baste decir que el ideal en teología consiste en verter la intelección diacrónica del
método histórico en conceptos y formulaciones universalmente válidos desde el punto de vista
racional.

4. La mediación socio-analítica
Tratar de la mediación socio-analítica equivale a tratar de la Teología de la Liberación, corriente
inaugurada por Gustavo Gutiérrez en 1971. Es una Teología (fundamental y también sistemática)
cuyos caracteres epistemológicos son: la primacía de la praxis; una teoría del conocimiento ultra-
realista en la que importa más la realidad que el concepto, la cual —en Ignacio Ellacuría y en Jon
Sobrino— proviene seguramente de una inspiración zubiriana; en el nivel de la revelación, es
también prioritario el evento, p. ej. la muerte/resurrección de Cristo, sobre cualquier formulación
doctrinal; la solidaridad con los pobres es lugar privilegiado para pensar teológicamente
(importancia del Sitz im Leben del teólogo); y, como cifra de todo ello, se postula asumir la
mediación sociológica para llegar a la realidad: es la famosa mediación socio-analítica.
La cuna de la Teología de la Liberación es la teología fundamental práctica (teología política) de J.
B. Metz, aunque su linaje es indioamericano.
Claves para comprender este fenómeno teológico: a) necesidad de una teología no puramente
deductiva. La teología quiere llegar hasta la realidad social, o bien partir de los hechos
significativos de la realidad social hasta llegar a comprender su significación teológica. Este es un
primer anhelo que explica la búsqueda de una mediación sociológica
para la teología; b) el hecho brutal del contraste entre riqueza y pobreza y que demanda una
respuesta a la pregunta ¿cómo nos habla Dios a través de la asimetría de un mundo tan discorde en
sí mismo (ricos/ pobres) y tan discorde con el paradigma fundamental «Dios es
Amor»? Escribir desde la solidaridad con los pobres será el imperativo de los teólogos de la
liberación; c) la necesidad de captar la pobreza en su objetividad «científica» y en su dinámica
práxica. Esto supone que la teología asuma el análisis social como mediación para llegar
objetivamente (científicamente) a la realidad. El problema radica en ¿cuál es la mediación de las
ciencias sociales más pertinente?

Un problema particular: adecuación del marxismo como instrumento de análisis social en


teología
Frente a esta cuestión hubo dos posturas: la del P. Arrupe, con una fuerte dimensión pastoral,
cercana a asumir la mediación indicada, y la corriente formada por las dos Instrucciones de la
Congregación para la Doctrina de la Fe, de un talante más doctrinal y crítico (Algunos aspectos de
la Teología de la Liberación, de 6. VIII. 1984; Libertad cristiana y liberación, de 22.III. 1986), las
cuales coinciden en la misma reserva fundamental. Ya los documentos del Vaticano entienden que
hay un elemento «duro» en el marxismo inasumible por la doctrina evangélica. Es la lucha de clases
como motor de la historia. Vale la pena resaltar que esta no sólo se halla en la filosofía marxista
sino en la filosofía de todo competitivismo salvaje, ya sea el capitalismo igualmente salvaje, ya sea
el militarismo o el imperialismo, como señala Juan Pablo II en Centesimus annus 14.
La temática es teológica, no meramente sociológica. Esto no podemos perderlo de vista. Es decir, el
Espíritu quiere y mantiene la pluralidad, pero no como dominio del más fuerte y exclusión del más
débil, sino como convivencia de los distintos, diversos o diferentes, en el reconocimiento de esa
alteridad distinta. De esta forma, quien piense que se debe evitar el camino de la lucha de clases
violenta, no puede caer en la neutralidad que facilite la digestión del débil por el fuerte.

5. La mediación psicoanalítica
Hoy día, Francis Dolto ha aplicado el análisis psicológico para tratar de entender aspectos
recónditos del Evangelio. Pero hay que hacer notar lo siguiente: la doctora Dolto considera como
mítica la sustancia evangélica. Sin embargo, una cosa es hablar de las dramatizaciones
representativas que componen los relatos de la infancia y otra acerca de los relatos de la muerte-
resurrección de Jesús, en los cuales encontramos una densidad fáctica y real de gran densidad. No
19

debemos olvidar la existencia de los géneros literarios ni la diversidad de significados que revisten
los textos evangélicos. Esto justamente es lo que no nos permite etiquetar con el término «mito» la
sustancia evangélica, tal como hace Dolto. Otro es el caso del profesor de Teología sistemática
Eugen Drewermann. Éste ha empleado categorías psicoanalíticas para la explicación del misterio
trinitario y para la intelección del evangelio, así como para entender algo tan íntimo de la institución
eclesial como son los clérigos. En este caso, el método psicoanalítico es empleado para señalar las
contradicciones inherentes al pensamiento teológico abstracto, y para «des-construirlo», es decir,
para limpiarlo de adherencias y poderlo mostrar correctamente, según los datos más ciertos de la
antropología. Sin embargo, no puede aceptarse que la relación entre psicología y teología sea para
que la primera critique y «des-construya» todo el edificio teológico. Sí el análisis psicológico puede
ser útil para limpiar de contradicciones y de oscuridades del pensamiento teológico. Pero no se
puede admitir que su finalidad sea ejercer sobre ese pensamiento e incluso sobre las diversas
instituciones eclesiales una crítica demoledora que muestre lo inútil y nocivo del conjunto de la
institución de la fe, aunque se usen eufemismos como «des-construcción» en lugar de des-
trucción». La psicología es instrumento para entender mejor. No para demoler más a fondo.

6. ¿Otras mediaciones son posibles?


El principio de que los medios de expresión humanos no se agotan con la expresión conceptual ¿no
abre el camino al hecho de que la Teología asuma estas formas de expresión? Ya la liturgia en la
Iglesia supone una expresión teológica no-conceptual: iconos (mosaicos y pinturas), la poesía
mística, la música, todo ello puede integrarse en esa «teología primera» que es la Liturgia.
Quizá la obra de arte, la cual aunque de suyo no trata de expresar otro mensaje que su mismo ser y
estar ante los receptores que la miran o la escuchan, sea algo concreto que puede simbolizar algo
trascendente, al menos para la mayoría de los mortales.

VI. La Palabra de Dios, «alma» de la Teología sistemática –


la Tradición y los aportes del Concilio Vaticano II-
el teólogo ante el Magisterio

Acerca de la Palabra de Dios como alma de la Teología sistemática (así como de la Tradición y el
avance acerca de este tema, tal como se ha producido en el Concilio Vaticano II), y de la relación
que el teólogo ha de guardar con el magisterio, nos remitimos a lo que se verá en Teología de la
Revelación.
Aquí sólo señalaremos algunos aspectos que hacen a la Revelación e inspiración y a la Tradición.
Para las cuestiones referentes al Teólogo ante el magisterio me remito a lo dicho en la Instrucción
sobre la vocación eclesial del teólogo de la Congregación para la Doctrina de la Fe (1990).

REVELACION E INSPIRACION

La Constitución conciliar Dei Verbum al iniciar el capítulo III enseña que la revelación que la
Sagrada Escritura contiene y ofrece ha sido puesta por escrito bajo la inspiración del Espíritu
Santo. Con estas palabras y con su desarrollo a lo largo de la Constitución, el Concilio quería
abordar un tema que siempre ha estado presente en la reflexión acerca de lo que es la Sagrada
Escritura, en cuanto contiene la palabra de Dios. La inspiración, en efecto, ha sido Uno de los
puntos que han tratado de ser explicados siempre con mayor precisión, ya que de su
comprensión depende en gran parte lo que se entiende por verdad de la Escritura. Durante
mucho tiempo la inspiración escriturística estuvo ligada a una función negativa, es decir a la
especial intervención del Espíritu Santo para que la. Escritura no contuviera errores; sin
embargo, dicha concepción, siendó verdadera, no logra expresar toda la riqueza de la
inspiración. Ella va más allá, está encaminada a la transmisión de la Verdad a través de la Escri-
tura, de tal modo que por la realidad de la inspiración Dios mismo es autor de la Escritura. Así,
20

pues, revelación e inspiración van íntimamente ligadas, tal como' las ha presentado la
Constitución sobre la divina revelación. Precisamente esa unión íntima con la revelación es la
que convierte a la inspiración, Y a todo lo relativo a la verdad bíblica, en objeto de estudio de la
teología fundamental. Hasta hace unos años prácticamente era un capítulo introductivo al
estudio de la Sagrada Escritura, pero que quedaba muchas veces sin fundamento al no dar la
visión del conjunto de lo que es la revelación como tal y al mirársele únicamente dentro de una
visión reducida. a la elaboración escriturística. Hoy todavía sigue siendo un capítulo que se
presenta muy estrechamente unido a la teología bíblica, y ciertamente tiene allí un puesto
importante, pero en cuanto que la inspiración está ligada a la revelación y a su continuidad,
pertenece también a la teología fundamental. De esta manera entonces, tenemos que precisar
que lo relativo a la inspiración es un estudio interdisciplinar, que debe ser tratado desde ángulos
diversos por la propedéutica bíblica y por la teología de la revelación.
Con estas precisiones señalamos ahora los principales puntos que vamos a desarrollar en este
capítulo. En primer lugar darnos una breve definici6n de lo que se entiende por inspiración,
ligándola, para una mayor comprensión, a todo el proceso de la Encarnación; buscaremos luego
cuál ha sido el fundamento escriturístico y tradicional del concepto, para detenemos
posteriormente en un análisis de la Dei Verbum y presentar sus avances en relación con esta
doctrina. Con el objeto de comprender este ulterior desarrollo, presentaremos las líneas de
reflexión teológica que más importancia han tenido en la actualidad. Finalizaremos el capítulo
con una breve exposición acerca de la verdad bíblica.

1. La inspiración de la Sagrada Escritura


La inspiración no la podemos confundir con la revelación, pero tampoco la podemos separar de
ella. En la inspiración tenemos que reconocer una acción especial de Dios en orden a su plena
auto manifestación, de tal modo que la inspiración se presenta como un carisma en función de la
revelación, pero que no la agota, ya que la revelación salvífica de Dios va mucho más allá de un
impulso a escribir para comunicar la verdad.

a. Precisión del término


Una definición precisa de lo que es la inspiración se hace tanto más difícil, cuanto que se trata
de un fenómeno que escapa de nuestra percepción humana. En efecto, nos encontramos ante
una realidad que supone la fe para poder reconocer esa especial acción del Espíritu Santo. De
ahí entonces que tenemos que tratar de comprender dentro de la fe lo que es esta realidad de la
inspiración.
Por inspiración escriturística se entiende la especial acción del Espíritu Santo bajo cuyo
impulso y guía han sido escritos determinados libros, de tal modo que por ello tienen a Dios
como autor y contienen la palabra de Dios. Por esta razón se les considera sagrados y
normativos para la fe de la Iglesia.
La Inspiración, por lo tanto, está constituida por todo el conjunto de elementos que son
indispensables para que Dios sea el autor de la Escritura, es decir, para transformar la palabra
humana en palabra de Dios. En efecto, la "Sagrada Escritura es la palabra de Dios, en cuanto
escrita por inspiración del Espíritu Santo.

b. Inspiración y Encarnación
Para poder entender esta realidad de la inspiración es necesario en primer lugar referirla al
misterio central de la salvación, es decir, a la Encarnación, pues dada la unidad de la obra de la
salvación y de la revelación solamente así podemos iluminar esta realidad.
Esta profunda unidad viene ya presentada en el texto de la carta a los Hebreos: "En distintas
ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas.
Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo (Hb 1, 1-2). Las muchas palabras de los
profetas se orientan a la palabra definitiva del Hijo, la preparan, la prolongan, la explican. La
inspiración de la Escritura está, por lo tanto, ordenada también a la Encarnación. En el fondo,
21

estas dos realidades están Íntimamente ligadas, Pues la inspiración nos lleva a plantear algo que
está muy vecino al problema mismo de la Encarnación. En la Inspiración se pregunta ¿cómo
puede una palabra ser al mismo tiempo humana y divina? Al tratar de resolver la pregunta
encontramos que el Concilio Vaticano I, que fue el que solemnemente definió la Inspiración,
nos dice que los libros de la Escritura "la Iglesia los tiene por sagrados y canónicos, no porque
compuestos por sola industria humana hayan sido luego aprobados por ella; ni solamente
porque contenga" la revelación sin error; sino porque escritos por Inspiración del Espíritu Santo
tienen a Dios por autor, y como tales han sido transmitidos por la misma Iglesia. La Escritura,
por consiguiente, no es palabra de Dios simplemente porque la Iglesia la haya aprobado, o
porque el Espíritu Santo se hubiera apropiado de unos escritos, como tampoco Jesucristo es
Dios por la simple aceptación de esta verdad en la Iglesia, o porque el Espíritu Santo hubiera
deificado al hombre Jesús, PUes no hubo momento alguno en que ese hombre no fuera en
verdad Dios. Esto, sin embargo, no obsta para que el Espíritu Santo pudiera emplear materiales:
en la Encarnación empleó el cuerpo santificado de María; en la inspiración se vale de hombres
que escriben bajo su luz y que utilizan muchas veces materiales Pre-existentes: lenguaje,
motivos literarios, estilos, etc. Igualmente tampoco se dice que la Escritura es Palabra de Dios
porque contiene la revelación sin error, ya que una colección de definiciones infalibles de la
Iglesia puede contener y formular la revelación sin errores, pero no es por eso palabra de
Dios..El Vaticano II ligó aún más estrechamente esta realidad de la inspiración con la
Encarnación al presentarla no sólo en términos muy semejantes. a lo que siempre se ha
entendido como correspondiente a la economía del misterio de la Encarnación, a la
condescendencia de Dios, sino que la compara directamente con ella.
Sin mengua de la verdad y de la santidad de Dios, la Sagrada Escritura nos muestra la admirable
condescendencia de Dios, "para que aprendamos su amor inefable Y cómo adapta su lenguaje a
nuestra naturaleza con su providencia solícita", La palabra de Dios, expresada en lenguas
humanas, se hace semejante al lenguaje humano, como la Palabra del eterno Padre, asumiendo
nuestra débil condición humana, se hizo semejante a los hombres.

2. Fundamento escriturístico de la inspiración


Aunque son muy escasos los textos que directamente puedan referirse a esta particular acción
de Dios en su intervento revelador, sin embargo encontramos a lo largo de toda la Sagrada
Escritura una tradición bíblica que nos muestra la realidad de la inspiración.
a. Textos del Antiguo Testamento
La idea de que la Escritura está inspirada por Dios no es uno de los temas primordiales de la
religión israelita. Sin embargo, encontramos allí que se alude enfáticamente a la acción.
de Dios en la mente de los profetas; pero este influjo se expresa en términos de una
proclamación oral mediante la cual Dios les comunica su mensaje. En el Antiguo Testamento se
consigna el dato de que Dios manda a un profeta para que ponga algo por escrito (Ex. 17,14; 1s.
30,8; Jer. 30,2; Hab. 2,2) Y que dichas profecías reciben el título de libro de Yavé' (ls.34,16).
Pero ninguna de estas expresiones parece mostrar que el profeta sienta el acuciante deber de
escribir. No hay indicación alguna del influjo divino sobre el escritor profético en el sentido de
que Dios fuera considerado autor de tales escritos. La acción divina sobre los hombres queda
limitada al campo de la acción y de la expresión oral.
No obstante, se puede ver en esos testimonios lo que es la inspiración, en cuanto acción del
Espíritu Santo que toma posesión de un hombre y lo impulsa a obrar, a comportarse en un modo
tal que los gestos que realiza sean expresión de la voluntad reveladora de Dios,533 por cuanto
que el Espíritu está en él para conducirlo y consagrarlo como instrumento de la revelación en la
historia de la salvación.
Los relatos de vocación profética que encontramos en el Antiguo Testamento van íntimamente
ligados al hecho de .la inspiración por parte del Espíritu Santo. En efecto, tanto Isaías como
Jeremías (cf. Is.6; Jer. 1, 4-10) se sienten llamados a proclamar la palabra del Señor, porque El
ha, puesto sus pa-. labras en ellos, las ha colocado en su boca y los ha purificado con la
22

presencia del Espíritu. De igual manera se expresa Ezequiel, el cual más simbólicamente debe
comer el rollo que contiene la palabra, para que la pueda proclamar (Ez. 2,8-3,11).

b. Fundamentación neotestamentaria
La doctrina de la inspiración se basa fundamentalmente en algunos textos del Nuevo
Testamento, que señalamos a continuación:

Sobre esta salvación investigaron e indagaron los profetas, que profetizaron sobre la gracia
destinada a vosotros, procurando descubrir a qué tiempo y a qué circunstancias se refería el
Espíritu de Cristo, que estaba en. ellos, cuando les predecía los sufrimientos destinados a Cristo
y las glorias que les seguirían. Les fue revelado que no administraban en beneficio propio sino
en favor vuestro este mensaje que ahora os anuncian quienes predican el Evangelio, en el
Espíritu Santo enviado desde el cielo; mensaje que los ángeles ansían contemplar. (1 Pe.-1,10-
12).
Del mismo modo que en este texto se atribuyen las profecías al Espíritu Santo, en otros lugares
del Nuevo Testamento se le atribuyen los salmos de David (cf. .Me. 12,36; Act. 4,25). Así el
Nuevo Testamento nos da testimonios según los cuales el anuncio de la salvación del Antiguo
Testamento tiene como autor al Espíritu Santo. El texto igualmente muestra cómo. toda la
Escritura para ser comprendida debe centrarse en la persona de Cristo, que. es la Verdad
prometida en los profetas y anunciada ahora por los Apóstoles.
Os hemos dado a conocer el poder y la Venida de nuestro Señor Jesucristo, no siguiendo fábulas
ingeniosas, sino después de haber visto con nuestros propios ojos su majestad... Pero, ante todo,
tened presente que ninguna profecía de la Escritura puede interpretarse por cuenta propia;
porque nunca profecía alguna ha venido por voluntad humana, sino que hombres movidos por el
Espíritu Santo, han hablado de parte de Dios. (Il Pe. 1,16.20-21).
De los anunciadores del mensaje profético se dice que "hablaban movidos por el Espíritu
Santo". Este efecto del Espíritu Santo se atribuye aquí no sólo a la palabra profética hablada,
sino también a la escrita. Este texto ha sido tomado como. una de las afirmaciones explícitas en
favor de la inspiración y en el que no se hace distinción entre la profecía escrita y la hablada en
cuanto a su carácter divino. Ambas son puestas al mismo nivel y en las dos toma parte el
Espíritu de Dios. Allí se muestra que la Sagrada Escritura es la consignación escrita, accesible y
permanente de la palabra de Dios.
Tú, en cambio, persevera en lo que aprendiste y en lo que creíste, teniendo presente de quiénes
lo aprendiste, y que desde niño conoces las Sagradas Letras, que pueden darte la sabiduría que
lleva a la salvación mediante la fe en .Cristo Jesús. Toda Escritura es inspirada por Dios y útil
,ara enseñar, para argüir, para corregir y para educar en la justicia; así el hombre de Dios se
encuentra perfecto y preparado para toda obra buena (II Tim.3,14-17).
Este texto, que constituye el único caso en el que se utiliza expresamente la palabra 'inspiracion'
para explicar la particular acción de Dios en su intervento salvífico, se dirige más
concretamente a explicar la eficacia de la Escritura por cuanto que es inspirada por Dios.
Cuando la palabra reveladora y viva de Dios se convierte en Escritura, no se transforma en letra
muerta, sino que sigue siendo 'Escritura inspirada', vivificada por el hálito de Dios.
En los dos últimos textos es importante recalcar que la plasmación de la palabra de Dios en
Escritura es atribuida al Espíritu de Dios, del mismo modo que la Encarnación' de la Palabra de
Dios aparece como efecto del Espíritu divino (Lc. 1,35 ).
Al igual que en la Cristología, siempre ha habido el peligro de acentuar uno de los elementos, el
divino o el humano, a costa del otro. En el caso de la Escritura la dimensión humana es la que
más ha sufrido olvidó. Este peligro no parte de la interpretación de los textos citados, sino del
querer afirmar de manera explícita la especial intervención de Dios en la Sagrada Escritura y su
verdadero carácter de autor.
Los textos hasta ahora comentados se refieren especialmente al origen divino de los libros
sagrados del Antiguo Testamento. Es bueno, por consiguiente, ver que también hay otros textos
23

que hacen alusión al origen divino de los libros cristianos (cf. Ap. 1, 1-3; 22,7.10.18-19). El
autor de la segunda carta de Pedro (3,16) equipara las cartas de Pablo a las "otras Escrituras".
Pablo por su parte retiene que lo que los Apóstoles proclaman es palabra de Dios (11 Tes. 2,13-
15): son ellos quienes las pronuncian, pero es palabra de Dios que obra eficazmente (cf. I Tes.
1,5;Ef. 3,5).
Así, pues, la Iglesia siempre ha tenido la convicción de poseer unas Escrituras Sagradas en las
que encuentra la palabra de Dios, regla de su fe y de su conducta. Y en la conciencia que fue
tomando de que ha recibido de los discípulos de Cristo unas nuevas Escrituras, fue
descubriendo que éstas completaban las del Antiguo Testamento y daban la expresión definitiva
de la revelación.

3. Desarrollo del concepto 'inspiración'


La reflexión acerca de la inspiración bíblica apareció en época muy temprana dentro del
cristianismo, para oponerse al montanismo que reconocía una nueva inspiración profética. La
aceptación. de las nuevas Escrituras fue vista como un coronamiento de las antiguas, no como
superación: de .ellas, tal como pretendían los gnósticos y maniqueos, quienes atribuían a un
'dios inferior' las escrituras judías. De ahí entonces que la Iglesia vió la' necesidad de mantener
y proclamar la unidad de ambos Testamentos.
La comprensión del concepto inspiración tuvo una lenta evolución a lo largo de la patrística y
de la teología, que fue, sin embargo, llevando a una recta intelección de ella.

a. El autor sagrado como instrumento


En un primer momento se utilizó la analogía del 'instrumento' por medio de la cual se
comparaba al profeta y al hagiógrafo con un instrumento musical tocado o pulsado por Dios,
por la Palabra, por el Espíritu. Esta imagen fue utilizada por primera vez por Atenágoras:

Nuestros testigos son los profetas, que hablaron por virtud del Espíritu Santo.., el Espíritu Santo
movía la boca de los profetas como un instrumento... el Espíritu Santo usaba de ellos como un
flautista que toca la flauta.
Esta misma imagen se encuentra posteriormente en Teófilo de Antioquía, en Hipólito, Clemente
de Alejandría, Orígenes, Juan Crisóstomo y Jerónimo, los cuales utilizan la imagen en un
sentido más genérico. Al respecto escribe Jerónimo:
Yo debo preparar mi lengua como un estilo o una pluma, para que con ella escriba el Espíritu
Santo en el corazón y en los oídos de los oyentes. A mí me toca hacer resonar su doctrina como
por un instrumento. Si la ley fue escrita por el dedo de Dios, por la mano de un mediador...
cuánto más el evangelio será escrito con mi lengua por el Espíritu Santo".
San Agustín, en cambio, al utilizar esta imagen de la instrumentalidad, la refiere más bien a los
órganos del cuerpo humano. Su preocupación, sin embargo, se enfocaba más a demostrar la
verdad de toda la Escritura, derivante del contenido salvífico presente en ella, para combatir así
las tesis de los maniqueos, para quienes el Antiguo Testamento tenía como autor a Satanás.
Otra analogía, que se utiliza para explicar la inspiración, es la del 'dictado', aplicada a la acción
del Espíritu Santo en la confección de la Escritura (Jerónimo y Gregorio Magno) con lo que se
acentúa el carácter de autor del Espíritu Santo. Isidoro, por su parte, la expresaba de la siguiente
manera: Creemos que el Espíritu Santo es el autor de la Sagrada Escritura: pues el que dictó a
sus profetas para que escribiera, El mismo escribió.
Estas primeras aproximaciones interpretan la inspiración de manera muy mecánica, reduciendo
drásticamente el papel de los escritores sagrados. Prácticamente son simples secretarios que
copian fielmente lo que Dios les dicta. Allí. por consiguiente, se daba gran importancia a la
causalidad divina, mientras que se anulaba la causalidad humana.
b. Dios, autor de las Escrituras
A partir del siglo IV se encuentra la afirmación de que Dios es autor de las Escrituras, autor del
Antiguo y del Nuevo Testamento. No obstante, sin embargo, la expresión tuvo diferentes
24

significados ya que en un principio se la consideró como una consecuencia de la inspiración, o


como expresión del hecho de que el mismo Dios había querido esta Escritura en la historia de la
salvación para manifestar su verdad a los hombres. Esta idea de Dios-autor se fue clarificando
cada vez más hasta llegar a concebirla como autor propio de la Escritura, a partir del cual se
define el concepto de inspiración.
Santo Tomás de Aquino configuró su doctrina acerca de la inspiración basándose en una
conexión del concepto de autor con el principio de causalidad principal e instrumental y de ahí
su concepción de la inspiración como carisma profético. Revelación e inspiración, hasta cierto
punto, son dos aspectos de la profecía: la revelación es el descubrimiento de una verdad que
estaba escondida por un velo de oscuridad e ignorancia y que permite ahora al profeta la
percepción de la realidad divina; la inspiración, por su parte, es un elemento complementario de
la revelación mediante la cual el profeta viene elevado a un nivel superior por obra del Espíritu
Santo. De esta manera todo conocimiento de Dios sólo se logra por un impulso del Espíritu
Santo que permite al hombre percibir y comprender la verdad..
Esta doctrina tradicional fue largamente discutida y desarrollada y sirvió para ir clarificando
algunas posiciones en relación con el valor y la naturaleza de los libros sagrados. El Concilio de
Florencia, el primero que utilizó la palabra 'inspiración' dentro del Magisterio oficial de la
Iglesia, se refirió explícitamente a esta idea de Dios autor de las Escrituras, recogiendo así los
resultados del desarrollo teológico del concepto. Trento, a su vez, designó a Dios como autor de
ambos Testamentos y explicó que la Escritura y la Tradición han llegado hasta nosotros Espíritu
Santo dictante". En este texto algunos ven una reducción del papel de los hagiógrafos, a quienes
correspondería tan solo una función de secretarios que copian lo que dicta el Espíritu.
Como reacción a esta concepción y a una mala interpretación de la misma, algunas corrientes
protestantes, en el tiempo de la ilustración, llegaron a reducir la Escritura al nivel de un simple
libro religioso, o a concebir la inspiración como una realidad subjetiva que recae solamente
sobre el lector de aquella, pero sin concederle cualidad objetiva en la Escritura misma.
En la teología católica nunca se negó la doctrina de Dios autor, pero prevaleció la tendencia a
identificar la. Inspiración con la canonicidad y la autenticidad de la doctrina.
Ante los nuevos problemas que fueron surgiendo a partir de los descubrimientos científicos y
que ponían en duda las enseñanzas de la Biblia, la discusión se fue desplazando más bien hacia
la cuestión de los rasgos históricos específicos de cada uno de los libros, hacia los "géneros
literarios", en el intento de conjugar la inerrancia de la Escritura con su dependencia de la
historia.

c. Definición del Vaticano I


El Concilio Vaticano I al definir que "La Iglesia considera dichos libros sagrados y canónicos...
porque inspirados por el Espíritu Santo. tienen a Dios por autor y como tales fueron entregados
a la Iglesia", quería oponerse al racionalismo contemporáneo y defender con toda claridad el
origen divino de las Escrituras. Por primera vez se definió la inspiración y se la relacionó
estrechamente con la idea de Dios-autor. Prácticamente el Vaticano 1 viene a recoger la
evolución que hasta ese momento había tenido el concepto inspiración y a fijar de manera
normativa lo que la Iglesia había ido percibiendo a lo largo de tantos siglos de historia. Sin
embargo, la definición conciliar no cerró la investigación sobre el asunto, sino que más bien dió
ocasión para que se fuera cada vez más perfeccionando la comprensión eclesial acerca de la
inspiración.

d. El Espíritu Santo actúa en el autor humano


En la encíclica "Providentissimus Deus" el Papa León XII describe la inspiración diciendo que
el Espíritu Santo "con su virtud sobrenatural excitó y movió a los hagiógrafos a escribir y
asistió a los que escribían, de forma que concibieran rectamente todas y sólo aquellas cosas que
El mandaba, las escribieran fielmente Y las expresasen de modo adecuado a la verdad infalible.
De lo contrario, no sería El el autor de toda la Escritura". La encíclica subraya, pues. el alcance
25

de esta moción divina detallándola según las tres etapas sicológicas que requiere la
composición de un libro sagrado: el Espíritu Santo ha obrado sobre la inteligencia del autor
humano para que concibiera con certeza lo que Dios le ordenaba escribir; sobre su voluntad
para que se determinara a escribir con fidelidad; sobre facultades ejecutivas (operativas) para
que se expresara en un modo conveniente.
Todo este desarrollo teológico iba encaminado a explicar y defender la inerrancia. En efecto,
si Dios-autor influye en el entendimiento del hagiógrafo mediante una sobrenatural
Iluminación mueve eficazmente su voluntad y contribuye con su asistencia a la obra de
redacción, es evidente que toda la Biblia esté exenta de error.
Esta encíclica tuvo gran importancia por cuanto abrió la concepción de autor de la Escritura al
reconocer el papel que tienen los escritores sagrados. Ellos también son autores, juntamente con
Dios. Dios como causa principal, el hombre como causa instrumental. De esta manera,
admitiendo un autor divino y otro humano, se podían explicar las características históricas e
individuales de cada uno de los escritos y la diversidad de concepciones teológicas que se
expresan en ellos. Asimismo, sirvió para esclarecer que la inspiración y, la inerrancia se ex-
tienden a toda la Escritura, rechazando de esta manera las opiniones que limitaban la inspiración
solamente a algunas partes de la Escritura o a algunos contenidos.
No obstante la doctrina de León XIII planteó algunos inconvenientes al definir la naturaleza de
la inspiración en función casi exclusivamente de la inerrancia y al utilizar un concepto tan
antropomórfico, cual es el de Dios-autor-literario de la Biblia.

e. Importancia de los géneros literarios


Pio XII en su encíclica "Divino Afflante Spiritu dió una gran importancia a los géneros
literarios, a través de los cuales se puede encontrar el sentido genuino que el autor sagrado ha
querido expresar. El Papa insistió por ello en la necesidad de conocer, mediante una crítica
literaria bien informada, los modos de hablar del oriente antiguo, pues sólo así se puede discer-
nir lo que el autor ha querido decir y enseñar. De esta manera Pio XII realzó la figura del
hagiógrafo, el cual cumple un papel activo en la composición del libro sagrado.
Así, pues, el intérprete, con todo empeño y sin descuidar luz alguna que hayan aportado las
investigaciones modernas, esfuércese por averiguar cuál fue el carácter y condición de vida del
escritor sagrado, en qué edad floreció, qué fuentes utilizó ya escritas ya orales y qué formas de
decir empleó. Porque así podrá conocer más plenamente quien haya sido el hagiógrafo y qué
haya querido significar al escribir.

4. Doctrina del Vaticano II sobre la inspiración


Todo el recuento histórico del concepto "inspiración" nos ha hecho ver que se trata de una
realidad que no se puede fácilmente esquematizar por medio de una definición, y que para
comprenderla rectamente es necesario tener en cuenta su íntima conexión con la auto
manifestación de Dios en Cristo, de la cual la inspiración es un instrumento en orden a la
comunicación perenne de la palabra divina.
Precisamente en esta íntima conexión con la revelación es como la Constitución Dei Verbum
encuadra y desarrolla su doctrina acerca de la inspiración. A partir de allí se pueden entender los
distintos puntos que trata en relación con la acción de los escritores sagrados y los efectos
mismos de la inspiración.

a. Revelación e inspiración
La Constitución conciliar nos presenta la revelación como la palabra' divina mediante la cual
Dios se automanifiesta. Esta palabra se transmite por la intervención de los profetas, se recibe
en la comunidad y se comunica luego a las generaciones venideras. Para esta transmisión, Dios
dispuso de una doble vía:
La predicación oral y la consignación escrita. La inspiración en relación con la palabra de la
revelación es precisamente esta fijación y consignación por escrito, mediante la cual la palabra
26

de revelación se hace Escritura.


Revelación, pues, quiere decir todo el hablar y obrar de Dios con los hombres, una realidad de
la que la Escritura da noticia, pero que no es simplemente ella misma. La revelación trasciende
la Escritura. como la realidad trasciende la noticia de sí misma. De esta manera entonces, al
formularse la verdad de la Biblia desde la revelación, como verdad de salvación, la inspiración
se libera de la hipoteca en que la tenía la inerrancia y vuelve a centrarse en torno a la revelación.
De acuerdo con estas premisas, miremos ahora detenida mente los textos de la Dei Verbum que
nos presentan la inspiración.
La revelación que la Sagrada' Escritura 'contiene y ofrece ha sido puesta por escrito bajo la
inspiración del Espíritu Santo. La santa madre Iglesia, fiel a la fe de los Apóstoles, reconoce que
todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, con todas sus partes, son sagrados' y
canónicos, en cuanto que escritos por inspiración del Espíritu Santo (Jn 20,31; 11 Tim 3,16; 11
Pe 1,19-21; 3,15-16), tienen a Dios como autor, y como tales han sido confiados a la Iglesia.
Pues lo que los Apóstoles predicaron por mandato de Jesucristo, después ellos mismos con otros
de su generación lo escribieron por inspiración del Espíritu Santo y nos lo entregaron como
fundamento de la fe.
Estos textos reducen la descripción pormenorizad: hacía León XIII, de tal modo que sólo queda
la mención puesta por escrito, es decir, el impulso para la redacción. podemos damos cuenta en
la Dei Verbum la doctrina de la inspiración no está orientada hacia la inerrancia; su doctrina
central es la doctrina sobre la revelación, la cual tiene su plenitud en Cristo quien completa y
lleva a su perfección la revelación. Los Apóstoles recibieron esa revelación de la boca de Cristo
en el continuo trato con El y en la enseñanza obras, y -una vez enviado el Espíritu Santo por el
mismo Señor- tenían un principio de iluminación interior que les sugería todo cuanto Cristo les
había enseñado. Pero era designio de Dios que todo este depósito de la revelación permaneciera
por siempre y que se transmitiera a todas las generaciones. Esta economía de transmisión se
lleva a cabo tanto por la predicación oral, como por la consignación escrita, realizada por
inspiración del mismo Espíritu Santo, mediante los Apóstoles, y otros varones de la misma
generación apostólica.
Hay, pues, una economía de revelación y otra de conservación y transmisión; una acción del
Espíritu Santo que tiende a instruir e ilustrar internamente sobre el contenido y una acción del
mismo Espíritu ordenada a poner por escrito ese mensaje de salvación. La Constitución
conciliar mira la inspiración desde el punto de vista de la conservación y transmisión revelación
por vía escrita.
Aunque no precisa la constitución cómo se verifica el conocimiento de la verdad revelada, se
deja adivinar que se realiza por obra del Espíritu Santo como perfeccionador de la revelación de
Cristo, mediante sus internas sugerencias, pero en el ámbito del carisma de la revelación. La
inspiración es un carisma diferente, ordenado a la puesta por escrito de dicho conocimiento de
revelación, en forma análoga al carisma de la transmisi6n infalible por la predicación oral
apostólica.

b. La acción de los escritores sagrados


Una de las principales innovaciones de la Dei Verbum ha estado precisamente en la
presentación del papel positivo que le corresponde a los hagiógrafos. Al respecto dice: En la
composición de los Libros sagrados, Dios se valió de hombres elegidos, que usaban todas sus
facultades y talentos; de este modo, obrando Dios en ellos y por ellos, como verdaderos autores,
pusieron por escrito todo y sólo lo que Dios quería.
Aquí aparecen los elementos del aporte humano del escritor sagrado: la elección divina para ser
transmisor cualificado le la revelación; plenitud de sus facultades humanas que no son
menoscabadas por la actuación divina; verdadero carácter le escritor.
Esta revaloración del papel de los escritores sagrados es muy importante, ya que el texto en sí
mismo transmite la verdad divina, pero propiamente tal como fue percibid a por un escritor que
participaba de una historia y de una cultura determinada. Allí en esa experiencia de Dios es
27

donde el Espíritu Santo inspira, es decir, haciéndole vivir intensa e integralmente su propia
experiencia de fe, de tal manera que pueda transmitir la revelación en el conjunto entero de la
historia de la salvación. Al ser inspirado por Dios el hombre no queda anulado, permanece libre
y en su escrito deja percibir los rasgos propios de su personalidad. La inspiración se presenta
entonces como un carisma en orden a cumplir una misión que se inserta en el plan Salvífico y
revelador de Dios.
Así, pues, el Vaticano n no dice que los autores sean instrumentos y que Dios sea la causa
principal. Habla más bien de un obrar de Dios en ellos y por ellos, reconociéndoles así el carác-
ter de autores a los hagiógrafos. De esta manera, Dios sigue siendo el autor de las Escrituras con
la participación y la colaboración de los escritores sagrados, verdaderos autores también de la
Escritura. Esta idea había sido negada en el siglo pasado por el Cardenal Franzellin, el cual veía
una total incompatibilidad entre la idea de Dios-autor y el hagiógrafo autor. Sin embargo, la
idea ya había comenzado a hacer camino, y por ello el Cardenal Bea trató de demostrar que la
expresión tiene sentido de autor literario y que como tal había sido utilizada en los "estatutos de
la Iglesia antigua".
La Dei Verbum al darle a los hagiógrafos el carácter de verdaderos autores, planteó el problema
de la analogía con que debe tomarse el término para aplicarlo a Dios. En efecto, Dios sólo
puede ser autor en sentido propio como causa, no como escritor.

c. La verdad escriturística
De acuerdo con la Dei Verbum, el efecto primero y más propio de la inspiración es transmitir y
conservar la verdad de la salvación. Por ello la Escritura, por ser palabra inspirada, con tiene la
doctrina y la fuerza de la salvación. Ella no sólo enseña, sino que además obra sobre nosotros,
ya que contiene la revelación, la palabra de Dios. Esta palabra-revelación se transmite en doble
forma: Tradición y Escritura, constituyendo ambas la única palabra: la Escritura como palabra
escrita, la Tradición como palabra confiada a los Apóstoles y sus sucesores para su perenne
transmisión.
La verdad que transmite la Escritura es fundamentalmente la verdad de la salvación en Cristo.
Hacia esta verdad se orientan todos los escritos del Antiguo y Nuevo Testamento. De este modo
no podemos considerar la Biblia como un conjunto de verdades abstractas y metafísicas, sino
como la que nos transmite una verdad histórico-salvífica. En la Escritura encontramos todo la
experiencia vivida de esa verdad que se ha traducido en la afirmación acerca de la bondad y la
fidelidad de Dios (cf. Dt 7,9; Es 18,21), que se ha manifestado y comunicado ¡mente a nosotros
mediante la persona de su Hijo (Jn 1,17).
Como todo lo que afirman los hagiógrafos, o autores inspirados, lo afirma el Espíritu Santo, se
sigue que los Libros sagrados enseñan sólidamente, fielmente y sin error la verdad que Dios
hizo consignar en dichos libros para salvación nuestra.
La verdad de la Escritura es, por lo tanto, una verdad religiosa que nos ha sido entregada con
miras' a la salvación y impulsa a la conversión. Es una verdad que penetra el corazón y que
transforma la existencia, si la recibimos con fe y dejamos que el Espíritu obre también en cada
uno de nosotros.
Esta verdad, por consiguiente, es una verdad progresiva en su adquisición y que se encuentra de
manera complementaria en el conjunto de los datos revelados. No podemos entonces tomar los
datos bíblicos fuera de su verdad total, pues deformamos lo que allí Dios ha querido
manifestarnos. Es una verdad a la que sólo podemos llegar con la fe y la gracia, bajo la acción
del Espíritu Santo.
El término "verdad" en sentido propiamente cristiano no indica a Dios mismo, en su
trascendencia, sino la revelación de Dios, esa revelación del designio que ha encontrado su
cumplimiento definitivo en Jesucristo y que se va profundizando progresivamente en el corazón
le los creyentes mediante la obra del Espíritu Santo para hacerlos cada vez más partícipes de la
misma vida del Hijo de Dios .
Así, pues, la verdad bíblica no se limita únicamente a la revelación traída por Jesucristo, sino
28

que es necesario que el cristiano entre en posesión de la verdad. Esto es lo que Juan quiere
significar al hablar de "obrar la verdad" (Jn. 3,21; 1 1,6), es decir, hacer propia la verdad de
Cristo, vivirla de tal manera que por su presencia en el interior del creyente se llegue a amar a
los hermanos con el mismo amor con el que Dios nos ha amado (cf. 1 Jn. 2, 4-6).

5. Principales aportes teológicos recientes acerca de inspiración


La doctrina conciliar fue el fruto de una serie de avances teológicos en el campo bíblico, y
particularmente en lo referente a este tema de la inspiración. Dichos estudios estuvieron
encaminados a buscar una presentación teológica, de tal modo que la discusión pasó de la
búsqueda de conjugación de causalidades a la comprensión de la subordinación del elemento
humano al agente divino, para que el efecto producido se pudiera decir obra del uno y del
otro bajo distintos aspectos.
En el presente numeral nos limitamos a presentar dos autores, Benoit y Rahner, que
contribuyeron muchísimo en la flexión conciliar acerca de la inspiración.

a. Explicación del P. Benoit


Según Benoit, el autor inspirado ha suministrado ciertamente, de manera consciente y libre,
todo lo que hay en el libro, es decir, las ideas y su expresión literaria; pero el influjo divino le ha
movido de tal forma, soberanamente eficaz, que esas ideas y esas expresiones son en definitiva
de Dios mismo.
Para poder llegar a esa conclusión, Benoit ha partido de la distinción entre inspiración y
revelación. La primera la considera un carisma de dirección y ejecución práctica; la segunda en
cambio, un carisma de iluminación y conocimiento. Pero lo más importante es la visión amplia
dentro de la que encuadra la inspiración, siguiendo el ejemplo mismo de la Escritura, la cual
para hablar de este carisma se refiere más a la acción del Espíritu que toma posesión del hombre
para impulsarlo a hacer algo de parte de Dios, o para hablar en su nombre.
En efecto, el Espíritu aparece muchas veces impulsando al hombre para que realice una serie de
actos que estructuran la historia del pueblo escogido, por ejemplo a Moisés (Num.11, 17-25), a
Josué (Num. 27,18) a Gedeón (Jue. 6,34), a Jefté (Jue.11,29) a Sansón (Jue.14,6-9). Invade a
Saúl (1 Sam. 10, 6-10) Y cae luego sobre David (1 Sam.16,13). En todos esos textos se
encuentra una especie de "inspiración pastoral" que dirige a los pastores del pueblo escogido.
De igual modo el Espíritu también hace hablar. Los 'profetas son los mensajeros que llevan la
palabra divina a los oídos. del pueblo. Así el Espíritu invade a Ezequiel y le hace hablar (Ez.
11,5), pone las palabras de Dios 'en boca de Isaías (Is. 59,21), llena de fuerza a Miqueas, (Miq.
3,8). El mismo Espíritu es quien se da a los Apóstoles y los impulsa a predicar (Act.2, 16ss).
Benoit, por lo tanto, hace la distinción entre una 'inspiración pastoral' y una 'inspiración
oratoria', que viene a complementar aquella. Esta distinción sería, por su parte, la que explica
también el hecho de que Cristo haya ordenado a los Apóstoles predicar el Evangelio y fundar la
Iglesia con el impulso del Espíritu Santo (Act. 8,29.39; 10,19; 13;2.4; 16,6), el cual concede a
'los cristianos diversos carismas; de acción y de palabra, que estructuran la comunidad (I Coro
12,4-11).
Bajo el impulso del Espíritu Santo, tanto en el Nuevo como en el Antiguo Testamento la
Escritura fija el recuerdo de las cosas que fueron hechas y dichas. Así los Apóstoles y los dis-
cípulos ponen por escrito lo esencial del mensaje para conservarlo, preservarlo y transmitirlo a
las. generaciones posteriores. Este es como el coronamiento de la acción inspiradora que ha
precedido a los escritos.
Por esta razón, explica Benoit, la "inspiración escriturística" hay que verla dentro del gran
conjunto de la "inspiración bíblica" de la que ella forma parte, al lado y como consecuencia de
las inspiraciones "pastoral" y "oratoria". Antes de ser escrito el mensaje comenzó por ser vivido
y hablado. De esta manera, el poner de relieve la inspiración de la Tradición, al lado de la
inspiración de la Escritura, ayuda a percibir mejor su relación, como dos aspectos de expresión
de una misma corriente inspiradora .
29

Con estas aclaraciones, y dentro de una concepción análogica de lo que es la inspiración, Benoit
hace" ver el "valor social y el alcance eclesial de ésta, no porque se trate de una inspiración
colectiva a toda la comunidad, ya que Dios elige una serie de hombres, pastores, profetas,
apóstoles, escritores a quienes El dirige, sino porque la inspiración está destinada al bien de la
colectividad. Dios forma para Sí un pueblo a fin de salvar en él a sus miembros y, por medio de
él, a toda la humanidad. Dios se revela al pueblo, y esto lo hace a través de sus intermediarios.
Los escritores sagrados recogen lo esencial de todo . este proceso y lo consignan en unos libros
para transmitirlos a todas las generaciones. Al utilizar una concepción analógica de la
inspiración, Benoit puede describir la continuación de esta obra, del Espíritu Santo a lo largo de
la Iglesia. Por ello puede hablar también de una "inspiración eclesial", que a semejanza de la
"inspiración bíblica" por la cual Dios ha guiado a su pueblo inspirando los textos sagrados para
que fueran instrumento de salvación, hoy el Espíritu inspira a la Iglesia en la comprensión e
interpretación de aquellos escritos, normativos para su propia existencia. La inspiración bíblica,
sin embargo, estaría encaminada al crecimiento y desarrollo de la revelación; la eclesial, por su
parte, destinada sólo a la comprensión.

b. Aporte de K. Rahner

El aporte de Rahner también fue muy importante y se en cuadra dentro de un modelo


eclesiológico. En efecto, él plantea el problema de la inspiración a partir del Nuevo Testamento
en cuanto designio divino para la formación de la Iglesia, y sólo después analiza la inspiración
de los libros del Antiguo Testamento, ya que la Iglesia ve en ellos el testimonio, querido por
Dios y dado por el Espíritu, de su propia pre-historia. El carisma de la inspiración lo concibe
dentro de la actividad divina en la historia especial de la revelación de la salvación que conduce
a la fundación de la Iglesia como última, definitiva e irrevocable institución salvifica, que
concreta la realización de su libre, victoriosa e incondicional voluntad de sa1vación.
Dentro de esta perspectiva, Dios ha querido los libros del Nuevo Testamento como objetivación
de la fe de la Iglesia primitiva, en la cual se encuentran los elementos esenciales que permiten
vivir hoya la Iglesia. En este sentido Dios es autor, en cuanto que quiere a la Iglesia primitiva
como normativa del tiempo posterior de la comunidad eclesial, y la quiere además objetivada
por medio de un testimonio escrito. Lo que Dios pretende, al ser autor de la Escritura, es
precisamente esa objetivación de la doctrina y de la fe de la Iglesia primitiva, en cuanto fuente y
norma para los tiempos venideros. La Escritura es, por consiguiente, la palabra objetiva de la
Iglesia y, por lo tanto, la Iglesia puede interpretar esa palabra suya de manera autoritativa.
Rahner deduce de todo lo anterior que la palabra de Dios está inspirada en cuanto que se dirige
a la Iglesia. Entendida así, la inspiración no es tan solo algo que transforma unos libros
determinados en libros sagrados, sino que más bien señala una cualidad permanente de la
Escritura, en razón de la cual ella no sólo está inspirada1 sino que inspira a todo aquel que
quiere abrirse a la palabra de Dios. Así, pues, el efecto de la inspiración, más que la inerrancia,
es una cualidad permanente en virtud de la cual el Espíritu vivificador se encuentra, como
auctor primarius', detrás de la .palabra, dispuesto siempre a introducir en mayores
profundidades de la verdad divina a todo aquel que intenta comprender esa palabra sUya en el
Espíritu de la Iglesia.

Junto a las tradiciones apostólicas -que en el cauce de la Tradición apostólica se inscriben con
validez universal y que, prudentemente, Trento no quiso enumerar- se cuentan las tradiciones ecle-
siales particulares, tanto las de tipo doctrinal o celebrativo (los ritos) como las de tipo biográfico-
histórico, como la visita de san Pablo a Tarragona o la de Santiago a Galicia. Estas tradiciones,
capaces de configurar la fisonomía de un pueblo o de una cultura, gozan de la verdad teórica que
tiene su origen y fundamento y -desde el punto de vista práctico- cuentan en su haber la capacidad
de humanizar, de mantener la esperanza o de proporcionar altura ética. No se niega que algunas
30

tradiciones, con minúscula, pueden ser potencial de distorsión de las tradiciones o celebraciones
principales: por ejemplo, el «día de los cazadores» recubre, en el Tirol, el día de Pascua. Son fiestas
arraigadas como días o noches de regocijo popular: en toda Europa es famosa la fiesta de San Juan,
en el pórtico del verano.
Aquí hemos de tratar la tradición desde el punto de vista teológico. Por eso se ha distinguido con
énfasis el principio original –o autoentrega de Cristo a su Iglesia-, el gran cauce universal de las
tradiciones apostólicas como tradición viva de los Apóstoles de Cristo, y aquellas tradiciones que
no pueden apelar a un origen de
revelación divina: son particulares y humanas.

La Tradición como interpretación cierta y auténtica

No habría Tradición si no hubiera una palabra para transmitir, pero la Tradición es algo más que
pura transmisión de un mensaje. Ni siquiera puede concebirse como una pura transmisión realizada
en forma fehaciente desde el punto de vista jurídico, pero que tuviera lugar al margen de la
confesión de la fe. Una transmisión realizada de forma que garantizara técnicamente el contenido de
la transmisión pero que hipotéticamente se produjera al margen de la forma confesante, propia del
sujeto creyente que es la Iglesia, no sería lo que el cristianismo entiende por Tradición.
Quiérese con esto decir que el acto mismo de la transmisión de la fe ha de ser un hecho religioso y,
concretamente, una confesión de esa misma fe recibida. Esto se ve muy claro en los dos puntos
clave -la Eucaristía y la Resurrección de Jesús- que Pablo ha. recibido por Tradición y, por eso
mismo, los ha transmitido, continuando la traditio Evangelii.
En efecto, el hecho de definir la fe, precisando su contenido y sus límites, podría, a primera vista,
parecer un acto principalmente jurídico. Pero, en realidad, ha de ser sobre todo un acto religioso,
consistente en que los pastores del Pueblo de Dios (o el supremo pastor), como portavoces dotados
de autoridad, confiesan la fe de la Iglesia. Asimismo, toda explicitación e interpretación de la fe se
realiza principalmente por medio de la confesión creyente: y, de esta manera, se transmite.

La Tradición y la conciencia viva de la Iglesia

Se ha visto que la Tradición, en sentido estricto, es la transmisión de la fe de la Iglesia. En un


sentido más subjetivo, esta transmisión está profundamente ligada a la conciencia de los discípulos
y a la conciencia del conjunto de la comunidad creyente: «La conciencia del discípulo, se tomará
después memoria de todo lo que Jesús había enseñado y de todo lo que había pasado a su alrededor,
y se desarrollará y se precisará en la comprensión de quién era El y de qué había sido Maestro y
Autor. El nacimiento de la Iglesia y el desvelarse de su conciencia profética son los dos hechos
característicos de Pentecostés y progresarán juntos [...] Podríamos invitar, pues, a todos a realizar
un acto de fe vivo, profundo y consciente en Jesucristo Nuestro Señor».
El nexo entre Fe, Tradición y Conciencia de la Iglesia como «congregatio fidelium» es evidente: La
fe de la Iglesia se transmite en la continuidad de la conciencia que cree. Por eso Pablo VI, en la
citada encíclica Ecclesiam suam, después de preguntarse qué razón le mueve a exhortar «a este acto
de conciencia eclesial, a este acto de fe explícito, bien que interior», responde que, ante el clima del
mundo que amenaza la fe, es bueno profundizar en la conciencia de la Iglesia, en lo que ella es
verdaderamente según la mente de Cristo. Porque en esta conciencia creyente vive el mismo Cristo,
como decía ya la Encíclica Mystici Corporis. La fe de la Iglesia, que debe transmitirse de
generación en generación, tiene como lugar propio la conciencia de la comunidad de la fe. Por eso
existe un sentido de la fe de todo el pueblo (sensus fidei totius populi).
La conciencia eclesial posee, como recuerdo común, la presencia de los dichos y de los hechos de
Jesús Señor: la presencia misma de ese Jesús crucificado y glorificado que -desde el vértice de su
gloria escatológica- es entregado una vez y siempre a la congregación de los fieles que recibe al
Señor Jesús en lo más íntimo de su conciencia creyente.
31

No obstante, no se podría sin más identificar Tradición y conciencia viva de la Iglesia. El principio
Tradición es algo más objetivo. No está tanto del lado de la conciencia subjetiva como del lado de
la realidad de Cristo entregado, que marca y configura esa conciencia subjetiva:
«La conciencia viva es un elemento esencial para la tradición, pero ésta quisiéramos ponerla más
bien en todo lo que es acontecimiento objetivo (Cristo entregado a la fe de la Iglesia; predicación
expansiva de Cristo por los Apóstoles; surgimiento de la Escritura) que en el aspecto subjetivo: ya
sea este aspecto subjetivo la luz del Espíritu, ya sea la conciencia viva de la Iglesia. Lo que Ocurre
es que la luz del Espíritu es la iluminación requerida para que el principio Tradición tenga sentido.
Y la conciencia viva es la capacidad subjetiva creyente que está marcada -como por un troquel o
"pattem" original- por la transmisión o entrega de Cristo. De la misma manera que esta conciencia
viva quedará marcada, cuando aparezca la Escritura, por una "regula fidei" escrita. El principio
Tradición es, como ocurre en los seres conscientes, un elemento conformador originario que se hace
presente en todo nivel del organismo, especial mente en la conciencia viva».

Las mediaciones de la Tradición


Son los materiales de la Revelación, y, por ende, de la Tradición, que la Iglesia tiene cuidado de
recibir y de mantener «a punto»: In predicación oral, la Escritura, la Celebración litúrgica, las
profesiones de fe, las costumbres atribuidas a la Iglesia apostólica, la serie de los Concilios
Ecuménicos, la serie de los Padres griegos y latinos... y, en definitiva, la fe del pueblo de Dios. Son
a la vez el contenido y los canales transmisores de la Tradición. Aunque ninguno de estos elementos
puede pretender ser el principio de la Tradición, todos derivan sin embargo de él: todos son eco
multiforme del Cristo único transmitido y recibido por la vida de fe de la Iglesia. Más aún: sin tales
mediaciones, la Iglesia católica de Oriente y de Occidente carecería de la vitalidad y de la riqueza
que no sólo le es precisa para interpretar la Escritura o para conservar la doctrina, sino simple-
mente para ser y para vivir en la enseñanza y en la vida de Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios.

II. CUESTIONES TEOLOGICAS


l. Escritura y Tradición

He aquí una opinión sorprendente, si se tiene en cuenta que se formuló en 1546: «Es inútil buscar
tradiciones venidas hasta nosotros de palabra o por la observancia común de la Iglesia [oo.] Porque
tenemos el Evangelio, en el cual se encuentran escritas todas las cosas que son necesarias para la
salvación y para la vida cristiana».
Masarelli, el secretario del Concilio de Trento, en cuya Aula se pronunciaron estas palabras,
apostilló que el Obispo de Chioggia -que era quien las pronunciaba- era un hombre «deseoso de
cosas nuevas». Pero no era novedoso lo que en la fiase del obispo Nacchianto era afirmación -«en
los libros sagrados se contiene todo lo que pertenece a la salvación»- aunque sí era provocativo y
erróneo lo que en la misma frase sonó a negación global: «es inútil buscar tradiciones venidas hasta
nosotros...».
Tal afirmación de Nacchianto ¿equivale al principio protestante ge la sola Scriptura? Ciertamente,
no. Ese principio, como lo nota Joseph-Rupert Geiselmann, comprende tres momentos que se han
de afirmar simultáneamente: El primero es la suficiencia del contenido, que es lo que afirma el
Obispo de Chioggia. El segundo consiste en afirmar que la Escritura es intérprete de sí misma. Y,
en consecuencia, el tercero entroniza la Escritura como juez único en las causas de la fe (Scriptura,
norma normans et iudex controversarum). El primer punto puede encontrarse en la predicación de
los Padres de la Iglesia:
«En la doctrina que explícitamente aparece en las Escrituras, se encuentran todas aquellas cosas que
comprenden la fe y las formas de vida [cristiana], esto es, la esperanza y la caridad». En cambio, la
segunda proposición del principio «sola Scriptura» excluye cualquier otro principio interpretativo
que no sea la misma Escritura. Excluye el principio interpretativo eclesial constituido por la
conciencia de la Iglesia, configurada por Cristo mismo, como «fundamento de la fe cristiana». La
32

proposición tercera, finalmente, aplica a los casos de controversia el criterio de la proposición


segunda.
Hoy día, la teología católica acepta con convicción el calificativo de norma normans -norma
normativa de las demás normas- aplicado a la Escritura. Siempre y cuando se sobreentienda que, en
realidad, la suprema norma normans es Cristo mismo, el Señor, cuya expresión auténtica es la
Escritura:
«La crasa alternativa Escritura o Tradición encubre precisamente la relación de tensión de la que se
trata: la Escritura es autoexpresión de la Iglesia; más aún, es Iglesia en cuanto que se pone de
acuerdo consigo misma sobre su propia fe, cuando hace emanar de sí misma escritos canónicos. Por
su parte, la Escritura, una vez fijada, es norma suprema frente a la enseñanza magisterial de la
Iglesia, frente a sus pastores y dirigentes, y después también frente a los teólogos (norma normans
et non normata, como dice la teología posterior)».
Por eso, en el Sínodo de 1985 hizo fortuna la fórmula -sin duda debida al teólogo Walter Kasper-
«La Iglesia está bajo la Palabra de Dios» (Ecclesia sub Verbo Dei), en el doble sentido: 1º que toda
ella es discípula de Cristo, cuyo Espíritu la instruye; 2.°, que la Escritura, como expresión auténtica
de Cristo, Palabra de Dios, está configurando la conciencia viva de la Iglesia y formando parte
como norma normans de su propia Tradición.
La teología católica, actualmente con un vigor parecido al de las Iglesias del Oriente ortodoxo,
postula que el principio supremo de conocimiento religioso no es tanto la letra del libro, o el debate
histórico-crítico (puramente histórico-crítico) acerca de esta letra, cuanto un principio
interpretativo comunitario y vivo, surgido de la dinámica misma del acontecimiento original: Cristo
entregado a la comunidad de la fe.
De ahí se deriva que, hoy, católicos y protestantes estaríamos de acuerdo en dos cosas. Primera: la
comunidad de la fe es el sujeto comunitario que actualiza -interpreta en la vida- el Evangelio de
Jesús, mediante su forma de pensar, de orar y de vivir. Segunda: un principio interpretativo
constituido por la Escritura sola no interpretada, no es ningún ideal hermenéutico. Puede incluso
presentar una tendencia al fundamentalismo, o bien -por el otro extremo- a la anomía. La Escritura
es un texto para interpretar, y el intérprete ha de ser un sujeto creyente, correlativo y
complementario al hecho mismo de esos Escritos.
Este debate secular sobre Escritura y Tradición, que como veremos- fue abordado por el Concilio
Vaticano II, desemboca en lo que podemos llamar la cuestión candente: la Tradición y la Escritura
¿son fuentes independientes de las verdades de la fe?; ¿contiene la Tradición algunas verdades que
no se contengan en la Escritura?

¿ Contiene la Tradición «verdades» no contenidas en la Escritura?


La distinción entre Escritura y Tradición podía llevar a un endurecimiento excesivo. El de
considerarlas como dos fuentes de verdades distintas, conteniendo cada una verdades que la otra
podía muy bien desconocer. Masarelli, en su polémica contra Nacchianto, llega a decir: «Los
mismos Apóstoles necesitaban otra doctrina además de aquella escrita, la cual habían aprendido de
palabra del mismo Cristo o del Espíritu Santo que se la sugería».
Este es el germen de la teoría de las dos fuentes de la revelación. La Tradición vendría a ser no
tanto un marco de comprensión general y una iluminación o interpretación para entender la
Escritura, cuanto un suplemento de verdades no contenidas en los Escritos inspirados. En
definitiva, habría tradición porque convendría que hubiera «otra fuente» de verdades reveladas, ya
que la Escritura sería materialmente insuficiente.
Trento no zanjó la cuestión ni, en realidad, se la propuso. Es significativo el cambio que se produjo
antes de la redacción definitiva, la cual estableció que la verdad evangélica se contenía en los libros
sagrados y -et- en la tradición no escrita. Con anterioridad, el Proyecto de 22 marzo 1546 decía:
«Esta verdad evangélica en parte se contiene en los libros escritos y en parte en las tradiciones no
escritas». Pues bien, Agostino Bonucci, General de los Servitas, se opuso a esa formulación que
sugería el reparto de verdades entre Escritura y Tradición:
«Porque esta aserción no es cierta, ya que toda la verdad evangélica está escrita».
33

No se sabe en qué momento fue incorporada esta corrección de Bonucci, pero lo cierto es que con
esta corrección importantísima, Trento dejaba abierto y no zanjado el problema de las relaciones
entre Tradición y Escritura. Sin embargo, tanto la teología barroca como la neoescolástica se
inclinaron por la teoría de las dos fuentes. Esas teologías tenían una razón profunda para entender
que las verdades reveladas podían diversificarse en cuanto a las fuentes de procedencia, escrita u
oral. Esa razón profunda es el concepto mismo de Revelación: «Para la última generación teológica
de formación neoescolástica, la Revelación es la "locución de Dios que enseña autoritativamente"
(Tromp)».
Esta definición supone un modelo didáctico y magisterial de revejación. El «objeto» de la
revelación estaría constituido por una serie de verdades reveladas comunicadas por Dios al hombre
según un modelo magisterial. Para esta concepción es fácil imaginar unas verdades contenidas en la
Escritura y otras verdades contenidas en las tradiciones apostólicas. Es casi obvio que puede haber
verdades en una fuente que no estén en la otra: por ejemplo, los dogmas referentes a María o la
verdad del canon de las Escrituras o el bautizo de niños antes del uso de la razón, como recordaba
Melchor Cano. Para esta teoría es decisivo que tanto la Escritura como la Tradición logren la
categoría de fuentes de la revelación.
Pero las cosas cambian precisamente a partir del concepto de revelación: K. Rahner es de los
primeros en mostrar que la revelación es algo más que una “suma de sentencias”. Y que la
tradición no es sólo «una enumeración de ideas y de afirmaciones, sino que -en la presencia
constante de la realidad del cristianismo- es el principio conservador y creador de esta misma vida).
X. Zubiri precisa más todavía: «La revelación, en efecto, no es sólo, ni en primera línea, revelación
de una doctrina, sino incorporación de Dios mismo a la realidad humana, una incorporación que
culmina en la Encarnación». La revelación cristiana es el acontecer de la Palabra de Dios en la
historia, que culmina en la Encarnación Y en la Pascua. Ello equivale a concebir la Escritura Y la
Tradición no tanto como dos fuentes sino como dos modos distintos de recibir esa misma realidad
fontal que se revela: el acontecimiento de Cristo entregado a su Iglesia. Por eso, Escritura Y
Tradición nacen y manan, desde su fuente cristo lógica, profundamente implicadas: La Escritura
nace de la primera tradición apostólica de la fe en Jesús, el Hijo de Dios. Ambas tienen la misma
misión de realizar, generación tras generación, la transmisión de Cristo a la congregación de la fe.
Ambas, unidas, son los dos modos de transmisión -oral y escrito- de un único acontecimiento
revelador: Cristo que, con su Espíritu, vivifica a la Iglesia. Al llegar aquí es bueno caer en la cuenta
de que la pregunta decisiva no es ¿hay verdades en la Tradición que no están en la Escritura?, ya
que estas verdades o aserciones pueden estar tan sólo implícitas en la Escritura e, incluso, apuntadas
a través de su conexión más o menos evidente con otras aserciones explícitas en la Biblia. La
pregunta decisiva es ¿de qué fuente única dimanan Escritura y Tradición? O si se quiere: ¿Cuál es el
acontecimiento cristológico único que da lugar a los Escritos y a la Tradición? Entonces, caemos en
la cuenta de que lo más importante es concebir -en su origen la revelación como evento, y como
evento cristológico, no tanto como otorgamiento de aserciones verdaderas. Entonces, lo que se po-
drá decir es que, en cuanto a la expresión del acontecimiento original que es la misión de Cristo
donador del Espíritu, tanto la Escritura como la Tradición lo transmiten entero, si bien, por lo que se
refiere a las verdades o a los dogmas que se derivan de ese evento primordial, pudiera la Tradición
-aunque también la Escritura- expresar de forma más explícita, extensa o profunda algunas verdades
mediante las cuales la Iglesia expresa el acontecimiento original.
Por eso, junto al precursor J. H. Newman, son numerosos los teólogos que, lejos de la teoría de las
dos fuentes, afirman que todo el Evangelio de Cristo está contenido en la Escritura (al menos im-
plícitamente) y todo en la Tradición (Geiselmann, Karrer, Rahner, Urs von Balthasar, Congar,
Fries). Las verdades relativas a María están in nuce en los escritos del NT, que la presentan llena de
la gracia y de la gloria de Cristo. La celebración del domingo en vez del sábado, como día de
Pascua semanal, aparece indicada en la Escritura, pero realizada por la misma vida de la Iglesia
apostólica guiada por el Espíritu. Lo mismo hay que decir del bautismo de los párvulos.
Análogamente, el canon de las Escrituras es dado a conocer a la Iglesia por la Tradición, pero no al
margen de la misma Escritura que la Iglesia de la Tradición mantiene abierta ante sus ojos.
34

En efecto, la formación del canon es un fenómeno en el que la Iglesia guiada por el Espíritu se
constituye como criterio de selectividad, que atrae y asume tan sólo aquellos libros cuyo contenido
es totalmente homogéneo con el contenido del Evangelio de Cristo y, por tanto, con el ser de la
Iglesia. ¿Y el conocimiento del canon? Surge de un hecho probado: la Tradición y la Escritura son
como un espejo donde la Iglesia contempla a Dios. En esta mirada, la Iglesia, además de
contemplarlo a El -sin verlo todavía cara a cara-, se conoce a sí misma y conoce cuáles son los
Escritos (canónicos) capaces de hacerle recordar el misterio de Cristo, inscrito ya en su propio ser.
La teología actual posee dos elementos que hacen perder virulencia al debate: 1.° Un concepto más
vivo de Tradición, entendida como la identidad de la Iglesia apostólica con la Iglesia actual, iden-
tidad sellada por la presencia del Señor que da el Espíritu. 2.° Un concepto no fundamentalista de
Escritura, la cual se vuelve luminosa en cuanto la consideramos inscrita en el marco vivo de la
Tradición de la Iglesia, para la cual es norma normans.

La aportación del Concilio Vaticano II


Los números 7 a 10 de Dei Verbum contienen una doctrina suficiente sobre la Tradición Y sus
relaciones con la Escritura Y el Magisterio:
a) Cristo, en quien se consuma la revelación de Dios, cumplió en sí mismo y promulgó el
Evangelio, como verdad saludable Y disciplina de costumbres, Y dio el mandato a sus apóstoles de
que lo predicaran a todos. (Es la doctrina de Trento.)
b) El mandato fue cumplido por las dos formas de que se valieron los apóstoles para transmitir la
Palabra: tanto por la predicación oral como por los escritos inspirados (tum... tum).
c) Para la conservación íntegra del Evangelio los apóstoles dejaron como sucesores suyos a los
obispos.
d) La predicación apostólica -expresada de modo especial en los libros inspirados- debe conservarse
hasta el fin de los tiempos.
Para ello, no sólo se deben mantener las tradiciones, aprendidas, de palabra o por carta, sino que se
debe luchar por la fe, que ha sido transmitida de una vez para siempre: semel sibi tradita fide. Como
dirá Ireneo, la Iglesia conserva la predicación apostólica como si habitase una sola casa [...] tuviese
una sola alma [...] Y una sola boca. Esta fórmula de Dei Verbum -transmitida de una vez para
siempre-, extraída de la Epístola de Judas, es muy significativa y, desgraciadamente, pasa
inadvertida. Ella sugiere que la transmisión de la fe objetiva no es tanto un acto material que se va
realizando paso a paso a través de las generaciones que se suceden. La transmisión se ha producido
una vez para siempre, como todo lo que se refiere a Cristo. Ha consistido en la entrega -traditio - de
la Palabra hecha carne: desde Dios hasta la Iglesia apostólica. De ahí la importancia paradigmática
de la comunidad apostólica. Paradigmática, porque todavía hoy constituye la forma esencial de la
Iglesia, idéntica a sí misma a través de las generaciones, de manera semejante a la fe objetiva, que
permanece también idéntica así misma a través de los tiempos. Se comprueba una vez más que ese
acto primordial Y único de la entrega de Cristo es el principio Tradición en su sentido más estricto.

Importancia de la narración y el símbolo

El problema del lenguaje religioso es que no puede expresar su «objeto» trascendente en conceptos
ni en imágenes terrestres. ¿Esto significa que hay que callar? Alrededor de los últimos años
cincuenta y hasta el fin de los setenta, el tema del lenguaje en teología ha sido arduo. Hasta la
aparición del pensamiento débil (o pensamiento posmoderno), se tenía la impresión de que había
dos clases de lenguaje irreductibles: el lenguaje valioso y «duro» era el lenguaje científico capaz de
asumir fehacientemente la realidad, y, en cambio, el lenguaje mítico, religioso, poético, era incapaz
de dar cuenta —como el concepto— de las «cosas que pueden ser dichas». Era incapaz de constituir
«saber» alguno. A ello contribuyó tanto el proyecto «desmitologizador» (Bultmann), que ocupaba
el quehacer bíblico, como el neopositivismo lógico que durante veinte años arrasó en filosofía
(«Círculo de Viena»).
35

Como es sabido, Wittgenstein (inspirador del Círculo, aunque no participó en él) en su Tractatus
deja la puerta abierta a la mística y, en obras posteriores, aun a la ética y al lenguaje religioso más
común, mientras fuera verificado por la praxis.
En los años sesenta y primeros setenta, se produjo un verdadero debate intelectual que buscaba
tender un puente entre la lingüística de la época y la teología. En los años ochenta ya no se piensa
que exista un lenguaje estrictamente «científico» (el del Círculo) y que el resto sea material de
desecho. El lenguaje de la ciencia se había vuelto más humilde a partir de la física cuántica y del
indeterminismo físico. Desde el punto de vista filosófico, se notaba asimismo el efecto de la
revolución lingüística de Nietzsche, según la cual el concepto y la palabra que lo expresa no son en
absoluto fieles representaciones de lo real. Poco después del desconcierto se produjo un cierto
respeto para toda clase de juegos de lenguaje que la humanidad es capaz de asumir. Cabe concluir
que mientras el silencio es el camino en las religiones de Asia, la tradición judeo-cristiana ha
seguido y sigue el camino de la narración y del símbolo.

La narración
La acción de Dios, aun cuando es trascendente a las cosas del mundo, se proyecta en la persona
misma y/o en la interrelación humana, y allí deja su huella: la visibilidad de Dios resplandece en la
carne (en la persona y en la vida) de Jesús, en la sacramentalidad de la Iglesia, en la existencia de
los santos, en las energías de la fe/caridad desplegadas en el mundo. Así llegamos a formular
rectamente el principio de la Encarnación: Así como la Palabra invisible de Dios se ha expresado
adecuadamente y totalmente en la imagen y figura visible de Jesús de Nazaret, de manera parecida,
lo que es invisible de Dios tiende a manifestarse y a darse a los hombres a través de mediaciones
sensibles y humanas, que son objeto de experiencia... y de narración. Entonces es cuando lo
propiamente divino llega a manifestarse en las coordenadas espacio-temporales del mundo;
entonces logra unas dimensiones históricas y terrenales que se pueden narrar.
Narramos las consecuencias históricas del querer o de la acción de Dios, así como las consecuencias
históricas —manchadas por el mal y el pecado— de haber despreciado la voluntad de amor de Dios.
No narramos el querer de Dios en sí mismo.
El mismo lenguaje de los Evangelios es narrativo. Pues bien, esto nos enseña que antes de
conceptualizar la doctrina, previamente hay que narrar,con lenguaje descriptivo, todo lo que ha
acaecido dentro de las coordenadas de la historia y que, por tanto, es susceptible de ser contado.
Pero, además, la narración implica a los que la escuchan. Los implica en los acontecimientos
descritos por el discurso que los evoca. Porque, de alguna manera, la fuerza de la misma narración
actualiza los hechos narrados. Decir que los oyentes aparecen implicados en el acontecimiento
narrado equivale a decir lo celebran.

El símbolo
El símbolo es un signo proléptico, arraigado en la memoria que, desde nuestro presente, recuerda el
acontecimiento de salvación situado en el pasado y señala los bienes futuros del Reino de Dios, de
tal manera que anticipa en nuestro «hoy» esos bienes futuros. El símbolo, de alguna manera,
contiene lo que simboliza. Aunque no toda analogía sea un símbolo, sí es verdad que la estructura
de la analogía es semejante a la estructura del símbolo. Cuando digo «Dios es Padre» expreso una
analogía, es decir, el término humano «padre» es el símbolo del modo de ser de Dios/Padre. Pues
bien, el símbolo se refiere no sólo a la inteligencia sino al sentimiento y, muy a menudo, al
subconsciente: el recuerdo que el símbolo provoca remueve capas muy profundas de la
personalidad humana. Son características del símbolo el ser imaginativo, comparativo (analógico o
parabólico), alegórico y también dinámico, implicativo, celebrativo, religado con la experiencia
humana y con la de Jesús, el Cristo. El lenguaje simbólico se expresa no tanto mediante conceptos
precisos y adecuados a las realidades descritas (como lo haría el lenguaje conceptual), sino con
metáforas, comparaciones e, incluso, alegorías que afectan a la imaginación humana, mueven los
sentimientos y activan los resortes de la acción. Los símbolos atraen (implican),
36

dan pie para actualizar el acontecimiento simbolizado, mueven a continuarlo en una acción que
procede en la misma dirección indicada e impulsada por el símbolo.
Pero, el símbolo es algo más que una pura metáfora. Mientras la metáfora es una asociación de
ideas, el símbolo asocia su propio modo de ser al del referente: el pan tiene ontológicamente una
referencia al «pan de la vida». Por eso, la afirmación fundamental es que el conocimiento simbólico
se basa en la analogía real que hay entre los seres: pan común, pan de la cultura, pan de la Vida...
Una realidad está abierta a la otra, está inscrita en la otra, y me puede conducir hasta la otra. El
conocimiento simbólico, derivado de la analogía real entre los seres, es otro tipo de conocimiento
que el conceptual, derivado del «logos». El concepto es representativo y la unión con su objeto se
produce por medio de la representación. El símbolo es dinámico, y la unión con su referente
objetivo se produce por medio de la unión afectiva, lo que no excluye la vía del conocimiento
estricto. Por tanto, no es irracional ni lleva a un conocimiento no veritativo. Es la afirmación del
principio de acercamiento progresivo a la verdad y, aún más objetivamente, a la realidad misma: a
la
misma esencia de las cosas e, inclusive, a la misma esencia de Dios, ya que, según santo Tomás, los
conceptos humanos —que en el conocimiento de Dios funcionan como símbolos— tienen un valor
quidditativo ya que se refieren en verdad a la esencia de Dios.
En síntesis, el saber simbólico, si bien es menos representativo que el saber conceptual, puede ser
más rico y más profundo, puesto que llega a aquellos puntos más hondos donde la realidad del ser
personal se manifiesta o revela. Llega a las junturas del alma con el espíritu (cf. Heb 4,12). Además,
si el lenguaje simbólico tiene en cuenta su profunda y discontinua no-representatividad respecto de
la realidad personal o divina —si, en definitiva, tiene en cuenta que también él está sometido a la
ley de la analogía—, resulta que dicho lenguaje supera el nivel del juego metafórico: es un saber
tendencial que, en cuanto asume un método histórico o filosófico (antropológico o sociológico)
riguroso, puede catalogarse como una de las «ciencias del hombre».
La misma estructura de la fe es proléptica, como el símbolo, puesto que anticipa en el hombre
interior y en su «hoy» los bienes. Esta estructura simbólica de la fe permite afinar el método de los
estudios teológicos. La categoría del símbolo es privilegiada: ofrece una cierta clave real de
comprensión del acontecimiento de la fe y de su expresión doctrinal. El símbolo daría unidad a los
descubrimientos aportados por el método histórico y por la reflexión que intenta un mínimo de
comprensión global de los datos positivos.
Encuentro del Evangelio con las diversas culturas

Si hemos de hablar de ambos componentes y sus relaciones, es necesario tener presente qué es
aquello de «cultura» (puesto que de la verdad contenida en la Revelación ya nos hemos ocupado). A
tal fin puede sernos útil la descripción de cultura empleada por Tylor y divulgada por Castellet, ya
que nos parece no descuida ningún elemento: «la cultura es una totalidad compleja que incluye los
conocimientos, las creencias, el arte, la moral, las leyes, las costumbres y cualesquiera otros hábitos
y capacidades adquiridas por el hombre, en tanto que es miembro de una sociedad». 26 Como puede
apreciarse, en la vida humana todo es cultura,27 pues la capacidad transformadora del hombre hace
que el «mundo natural» se transforme en «mundo cultural». Esta afirmación alejada de todo
«elitismo» nos permite decir que todos los recursos culturales ayudan a vivir, son elaborados para
habitar en un ámbito de libertad, justicia y dignidad. De allí que resulten más significativos para la
consecución de estos objetivos, el campo del simbolismo expresivo formado por las artes, la
filosofía y la religión, ya que éstos tienden a descubrir el sentido de la existencia humana. En suma,
la cultura será el cultivo del hombre (lo dado) para adquirir «un nivel verdadera y plenamente

26
Castellet, J. M., Per a un debat sobre la cultura a Catalunya, Barcelona 1983, pp.18-19; cf.
Rovira Belloso, J. M., Fe i Cultura al nostre temps, Barcelona 1988, p.9.
27
Juan Pablo II, Alocución a la UNESCO de 2.VI.1980, n. 6; cf. Tomás de Aquino, In Post. Anlyt.,
n. 1.
37

humano» (lo adquirido).28 Todos los recursos que emanan de la mente humana son culturales, ya se
trate de pensamientos filosóficos o de dietas culinarias, de música, letras, ciencias o de la sabiduría
no escrita que pervive en la memoria de los pueblos. Es más, para ser matriz de libertad, la cultura
no ha de eliminar de su seno la religión pues tanto el amor como el nacimiento, la muerte, el dolor,
etc., ¿acaso no son momentos cargados de significatividad sagrada? «Las culturas, cuando están
profundamente enraizadas en lo humano, llevan consigo el testimonio de la apertura típica del
hombre a lo universal y a la trascendencia (FR 70).
En todo caso, la cultura que ha sido fecundada por la fe, no es una mera espectadora pasiva, sino
que se realiza un verdadero proceso de inculturación. «Proceso activo a partir del interior mismo de
la cultura que recibe la revelación a través de la evangelización y que la comprende y traduce según
su propio modo de ser, de actuar y de comunicarse». 29 Proceso que ha de seguir la misma lógica del
Verbo Encarnado, el cual al hacerse hombre no destruyó, sino que llevó a plenitud lo humano.
En efecto, «el término aculturación o inculturación, aun siendo un neologismo expresa muy bien
uno de los componentes del gran misterio de la Encarnación. De la catequesis, como de la
evangelización en general, podemos decir que están llamadas a llevar la fuerza del Evangelio al
corazón de la cultura o de las culturas. Por eso, la catequesis intentará conocer esas culturas, así
como sus componentes esenciales; aprenderá sus expresiones más significativas; respetará sus
valores y riquezas peculiares. De esta manera [la catequesis] podrá proponer la riqueza del misterio
escondido y ayudará a que broten, de la propia tradición viva, expresiones originales de vida, de
celebración y de pensamiento que sean cristianas».30 «El Evangelio no es contrario a una u otra
cultura como si, entrando en contacto con ella, quisiera privarla de lo que le pertenece obligándola a
asumir formas extrínsecas no conformes a la misma. Al contrario, el anuncio que el creyente lleva
al mundo y a las culturas es una forma real de liberación de los desórdenes introducidos por el
pecado y, al mismo tiempo, una llamada a la verdad plena» (FR 71). Sin embargo, este principio
«encarnatorio», según el cual «las iglesias jóvenes, radicadas en Cristo y edificadas sobre el
fundamento de los apóstoles, asumen en admirable intercambio todas las riquezas de las naciones
que han sido dadas a Cristo en herencia», 31 ha de comprenderse adecuadamente. En efecto, el
Evangelio no se identifica con ningún proyecto cultural, es metacultural (transcultural). Tiende a
ser alma inspiradora de todas las culturas32 (tiene vocación universal: Mt 28, 19), pero no es
ninguna de esas culturas. Por ello la Fides et ratio puede proclamar: «ante la riqueza de la salvación
realizada por Cristo, caen las barreras que separan las diversas culturas [...] Jesús derriba los muros
de la división y realiza la unificación de forma original y suprema mediante la participación en su
misterio» (FR 70). Pero además, a este principio «encarnatorio» ha de suceder un principio
«redentor», es decir, el Evangelio no sólo se introduce en la cultura, sino que al sembrarse en ella
ha de discernirla. Asume los valores, critica lo ambiguo, lo purifica y lo eleva y rechaza lo
absolutamente contrario a lo verdaderamente humano. Pero aquí llegamos a un problema
neurálgico: la fe nunca se transmite de manera químicamente pura. Ella se ofrece encarnada ya en
una cultura y así se presenta el problema dialéctico a resolver entre cultura dominante y cultura
dominada. Sólo podrá resolverse esta dialéctica si, en la trasmisión del Evangelio (ya inculturado)
se respetan dos realidades: 1. el respeto por los valores de la tradición, las costumbres, el genio
cultural de un pueblo, a menos que conste de que se trata de algo aberrante y dañino para el propio
hombre. Ya en el S XVII (1659), la Congregación De Propaganda Fidei enseñaba: «No pongáis
ningún celo ni presentéis ningún argumento para convencer a estos pueblos de que cambien sus
ritos, sus costumbres y sus formas de vivir, a no ser que vayan claramente en contra de la religión y
de la moral». Ahora bien, para que la inculturación respete la universalidad del espíritu humano (FR
28
Gaudium et spes, 53.
29
De Azevedo, M., Inculturación problemática, en Latourelle, R.- Fisichella, R.- Pié i Ninot, S.,
Diccionario de Teología Fundamental, Madrid 1990, 689-690.
30
Catechesi tradendae 53.
31
Gaudium et spes, 42; cf. FR 71.
32
Cf. Epístola a Diogneto, 5.
38

72) se precisa del rol mediador de la filosofía;33 2. la jerarquía de verdades,34 ya que la formulación
de la fe, o los enunciados de la misma reciben en las distintas regiones su propia impronta. Cuanto
más nos acercamos al fundamento de la fe, más debe resplandecer la unidad de las formulaciones en
la que se expresa o celebra esta fe. Y, a la inversa, cuanto más nos alejamos del fundamento de la
fe, es posible admitir el legítimo pluralismo expresado en diversas formulaciones teológicas.
Aunque, esta diversidad, no ha de suponer contradicción, pues el Espíritu que alienta purifica y
vivifica las diversas formas es el mismo. Desde aquí puede comprenderse que si bien «de hecho» la
misión evangelizadora se ha «encontrado en su camino primero a la filosofía griega, no significa en
modo alguno que excluya otras aportaciones. Hoy, a medida que el Evangelio entra en contacto con
áreas culturales que han permanecido hasta ahora fuera del ámbito de irradiación del cristianismo,
se abren nuevos cometidos a la inculturación» (FR 72). El Papa hace referencia explícitamente «a
las tierras del Oriente, ricas de tradiciones religiosas y filosóficas muy antiguas» y destaca
particularmente a la India (aunque no olvida a las grandes culturas de la China, el Japón y los demás
países de Asia, así como las riquezas de las culturas tradicionales e África, transmitidas sobre todo
por vía oral). Sin embargo, en este contacto habrá que cuidar no «olvidar lo que [la Iglesia] ha
adquirido en la inculturación con el pensamiento grecolatino». Y, el motivo de tal exigencia es
estrictamente teológico: «rechazar esta herencia sería ir en contra del designio providencial de Dios,
que conduce su Iglesia por los caminos del tiempo y de la historia». Pero justamente este mismo
criterio «vale para la Iglesia de cada época», es decir, la comunidad cristiana del mañana ha de
saber «recepcionar» «los logros alcanzados en el actual contacto con las culturas orientales y
encontrará en este patrimonio nuevas indicaciones para entrar en diálogo fructuoso con las culturas
que la humanidad hará florecer en su camino hacia el futuro» (FR 72).
Finalmente digamos unas palabras acerca de la función de la Teología en el proceso de
inculturación. El Documento Conciliar Ad gentes 22 considera a la teología cristiana como un
elemento decisivo en el proceso de inculturación. Por una parte, la fe aparece inculturada en las
expresiones teológicas de cada uno de los territorios socio-culturales distintos. En este sentido, la
teología es un elemento activo que favorece el proceso de inculturación de la fe. El Decreto Ad
gentes llega a formular una especie de programa de inculturación de la teología: «Para conseguir
este propósito es necesario que en cada territorio socio-cultural se promueva aquella consideración
teológica que someta a nueva investigación, a la luz de la tradición de la Iglesia universal, los
hechos y las palabras reveladas por Dios, consignadas en las Sagradas Letras y explicadas por los
Padres y el Magisterio de la Iglesia. Así se verá más claramente por qué caminos puede llegar la fe
a la inteligencia, teniendo en cuenta la filosofía o la sabiduría de los pueblos, y de qué forma pueden
compaginarse las costumbres, el sentido de la vida y el orden social con la moral manifestada por la
divina revelación».

33
Citado en Carrier, H., «Inculturación del Evangelio», en Diccionario de Teología Fundamental,
Madrid 1992, p. 702. Este mismo principio es citado en las encíclicas Maximum illud (1919),
Rerum Ecclesiae (1926) y Sumí Pontificatus (1939). Finalmente será asumido por el Concilio
Vatoicano II: Sacrosanctum Concilium 37 y Gaudium et spes 49.
34
Cf. Unitatis Redintegratio, 11.

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