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Introducción
Si la Teología es la ciencia de la Revelación toda la cuestión nos remite a ver qué es lo que
entendemos propiamente por Revelación.
En principio decimos que Dios es Misterio. Esto significa dos cosas:
a) A Dios nadie, en esta vida lo ha visto “cara a cara” (1 Tim 6,16).
b) No debe confundirse a Dios con sus mediaciones. Aún lo más sublime de este mundo dista
infinitamente de la infinita perfección de Dios. Ni siquiera la Palabra de Dios en la Escritura es la
Palabra única de Dios (su Verbo eterno).
De todos modos, si bien Dios es misterio, Él mismo, de forma gratuita (no de modo necesario) ha
querido revelarse, es decir comunicarse. Pero aún comunicándose permanece escondido (intangible,
inefable, incomprensible, y oculto: Is 45,15). Obviamente estamos en las antípodas de la
comprensión hegeliana de revelación, la cual es considerada como manifestación total de lo que
estaba escondido y ahora está patente del todo, haciendo de este modo añicos el misterio.
Ahora bien, Dios como Palabra y Amor comunicativos reclama como interlocutor, un ser (el
hombre) que en cuanto imagen suya sea a su vez espiritual inteligente y amante y, por tanto, capaz
de recibir esa comunicación Divina.
Esta estructura de comunicación y recepción –de un elemento trascendente y divino y una
mediación humana– aparece clara en el caso de los profetas (cf. Ezequiel 2,1; 11,1.14;
12,1.17.21.26; etc. Ver también: 2 Pe 1,19; Heb 1,1; Hech 3,21). En suma, el profeta es quien
traduce en términos humanos la Palabra divina.
Sin embargo, no debemos creer que Dios comunica sólo verdades salvíficas al hombre (tal como lo
entendieron algunos autores pertenecientes a la neoescolástica). La revelación posee también una
estructura vital-sacramental: la Palabra resuena en las palabras; la Gracia (y la Gloria) del Espíritu
Santo vivifica los sacramentos de la Iglesia y traspasa los corazones humanos; la fe es la bisagra
entre lo divino y lo humano.
En el polo opuesto, el modernismo concibió la revelación como un sentimiento “religioso” que
aflora en la conciencia subjetiva en la que Dios está latente. Y, si bien se evitaba concebir a Dios
dictando literalmente palabras o conceptos (como creyeron algunos protestantes y católicos del
siglo XVII), reduce lo divino a la inmanencia, acercándose de este modo a la abismal realidad de
negar a Dios.
Sintetizando: lo que Dios revela no es algo aparte y fuera de sí mismo. La Revelación es
automanifestación de Dios, a través de sus mediaciones objetivas, entre las cuales, de modo
eminente ha de ser considerada la vida, muerte y Resurrección de Cristo el Señor. Estas
mediaciones tienen dos ámbitos posibles: el escenario de la Creación y el drama de la Historia.
Finalmente, la posibilidad real de la revelación de Dios supone, como dimensión antropológica, la
real apertura humana a lo divino que quiere dársele. Santo Tomás señalaba el desiderium naturale
videndi Deum (deseo natural de ver a Dios) como el estrato más profundo de la conciencia humana.
Y, los Concilios Vaticano I y Vaticano II (haciéndose eco de Sab 13, 1ss y Rom 1, 19ss) afirmarán
el conocimiento «natural» de Dios a través del testimonio que Él deja de sí mismo en las criaturas.
Nosotros, como cristianos, creemos que Dios nos ha hablado por medio de Su Palabra. Y, a fin de
que entender esta Palabra, nos ha concedido el Don de su Espíritu capaz de hacernos entrar en su
Verdad y Amor. Esta es la Trinidad manifestada o «económica», que ha movido a la fe cristiana a
creer y a expresar con un lenguaje siempre deficiente el misterio de Dios mismo. Así, la fe de la
Iglesia asciende de la trinidad «manifestada» a la Trinidad inmanente (Dios en sí mismo). La
Revelación es esta Trinidad personal dándose a los hombres en la Encarnación del Hijo, en la
2
Cruz y en la donación del Espíritu por Jesús glorioso. Al ser un acto de donación personal, la
revelación es gratuita e imprevisible. Pudo no darse.
Si bien hemos dicho que la Revelación es la autocomunicación divina, sin embargo, en concreto,
esta ha acontecido, como un proceso histórico que va desde la Creación hasta la plenitud del tiempo
en Cristo Jesús. Él es el centro y la cumbre de la revelación. Más precisamente, la cumbre de la
Revelación es la Muerte y Resurrección de Jesucristo que incluye la Ascensión y Pentecostés.
Vista desde la antropología, la resurrección representa la participación más alta posible en la vida
de Dios que puede recibir el hombre. Por tanto, la resurrección de Cristo no es solamente
revelación, sino salvación real de los humanos. Él es el primogénito de los resucitados. Estamos
convencidos que Dios guarda en su «memoria» a sus amigos y, por tanto, su corazón divino está
lleno de nombres.
¿Pero, cómo hemos llegado a creer en el hecho de la Resurrección de Jesús? Ciertamente no por
simples razones especulativas, sino escuchando a los testigos, a los Apóstoles. De modo que
podemos afirmar que nuestra fe es Apostólica. Vemos al resucitado a través de los ojos de los
Apóstoles. Ellos son quienes nos dicen Él está vivo por el poder de Dios, he aquí la formulación
más sencilla y profunda del kerigma. Esta fe ha de ser custodiada por la Iglesia, la cual goza de la
garantía de la infalibilidad. Toda la Iglesia es infalible en la creencia “in credendo falli nequit”
(LG.12) y, algunos (el magisterio) gozan de este don que se extiende a todos los elementos de
doctrina, comprendida la moral, sin los cuales las verdades salvíficas de la fe no pueden ser
salvaguardadas, expuestas u observadas (CEC 2051). Por su parte la teología ha de profundizar la
Revelación bajo la guía del Espíritu Santo y en estrecha colaboración con el Magisterio.
1
Cf. SCHÖDER, S., Geschichte und Theorie der Gattung Paian, Stuggart 1999.
3
naturaleza (physis) de lo que son por afirmación humana (thesis). Platón conoce la influencia
funesta de muchos relatos míticos y por eso intenta establecer diversos tipos de teología , es decir
modelos críticos de lenguaje sobre los dioses.2 Aristóteles por su parte identificará la teología con la
filosofía primera que habla de modo racional sobre el primer principio3 y que más tarde se
diferencia como teología natural de la teología mítica y de la teología política.4 Pues bien, mientras
la teología política y la mítica atribuyen a los dioses muchas bajezas e inconveniencias y, por ello,
han sido dejadas de lado por el cristianismo, no corrió la misma suerte la teología natural. En efecto,
«los primeros cristianos para hacerse comprender por los paganos no podían referirse sólo a
“Moisés y los profetas”; debían también apoyarse en el conocimiento natural de Dios y en la voz de
la conciencia moral de cada hombre» (FR 36a). Esta línea comenzada en el Nuevo Testamento llega
hasta Tertuliano quien, al referirse a la teología natural de la antigüedad lo haga llamándola anima
naturaliter christiana.5
En esta recepción conflictiva se expresa una nueva comprensión cristiana de la teología natural que
asume y trasciende el sentido crítico de la teología natural antigua. Por medio de estas exigencias
críticas racionales la filosofía ofrece una concepción más clara de sus creencias en la divinidad. Es
decir, «las supersticiones fueron reconocidas como tales y la religión se purificó, al menos en parte,
mediante el análisis racional» (FR 36b).
Como es obvio, el tránsito de la creencia a la racionalidad de lo creído, es el tránsito de las
tradiciones particulares a la razón universal. Tal vez esto nos haga más comprensible lo que nos
aquello que nos dice la Fides et Ratio: «los padres de la filosofía [...] dirigiendo la mirada hacia los
principios universales, no se contentaron con los mitos antiguos, sino que quisieron dar fundamento
racional a su creencia en la divinidad [...] se abría a un proceso más conforme a las exigencias de la
razón universal [...] El concepto de la divinidad fue el primero que se benefició de este camino» (FR
36b).
En este proceso de apertura de parte de la visión cristiana para con la filosofía no se desconocen
dificultades. En efecto, la controversia con el gnosticismo del mundo antiguo hizo necesaria una
reflexión fundamental sobre las relaciones de la fe con el conocimiento natural. De lo que se trataba
era de dejar en claro que el anuncio de Cristo no era una gnosis, un conocimiento superior reservado
a los perfectos, ni tampoco un mensaje que debía subordinarse a las interpretaciones de los filósofos
(cf. FR 37).
En suma, la fe no debe confundirse con el pensamiento y menos aún con un pensamiento
excluyente puesto que la buena nueva es una verdad que está destinada a todos los hombres pues
todos son iguales ante Dios. «Quedaba completamente superado el carácter elitista que su búsqueda
tenía entre los antiguos, ya que siendo el acceso a la verdad un bien que permite llegar a Dios, todos
deben poder recorrer este camino. Las vías para alcanzar la verdad siguen siendo muchas; sin
embargo, como la verdad cristiana tiene un valor salvífico, cualquiera de estas vías puede seguirse
con tal de que conduzca a la meta final, es decir, a la revelación de Jesucristo» (FR 38b). La única
condición que se reclama para el aserto que hemos señalado es que la razón se halle abierta a una
posible revelación. De este modo San Justino y Clemente de Alejandría se enfrentaron al
escepticismo filosófico.6 Ambos permanecen abiertos al pensamiento filosófico de modo que
Justino aún después de su conversión conservaba «una gran estima por la filosofía griega [y]
afirmaba con fuerza y claridad que en el cristianismo había encontrado “la única filosofía segura y
provechosa”» (FR 38c). Clemente por su parte «llamaba al Evangelio “la verdadera filosofía” e
interpretaba la filosofía en analogía con la ley mosaica como una instrucción propedéutica a la fe
cristiana y una preparación para el Evangelio» (FR 38c). «En la historia de este proceso es posible
verificar la recepción crítica del pensamiento filosófico por parte de los pensadores cristianos. Entre
2
Cf. PLATÓN, Pol. II, 379a.
3
Cf. ARISTÓTELES, Met. VI, 1026 s.
4
Cf. SAN AGUSTÍN, De civitate Dei VI, 5.
5
TERTULIANO, Apol. 17, 6.
6
Cf. BIERWALTES, W., Platonismus im Christentum, Frankfurt aM 1998.
4
los primeros ejemplos que se pueden encontrar, es ciertamente significativa la figura de Orígenes.
Contra los ataques lanzados por el filósofo Celso, Orígenes asume la filosofía platónica para
argumentar y responderle» (FR 39).7 Ciertamente el uso que se hace de los elementos filosóficos del
platonismo no es de ningún modo servil, sino que por el contrario «este nuevo pensamiento
cristiano que se estaba desarrollando hacía uso de la filosofía, pero al mismo tiempo tendía a
distinguirse claramente de ella [... incluso realizando] profundas transformaciones, en particular por
lo que se refiere a conceptos como la inmortalidad del alma, la divinización del hombre y el origen
del mal» (FR 39). En esta obra purificadora de la filosofía platónica, para ser de recibo de la fe
cristiana merecen una especial mención los Padres Capadocios, Dionisio el Areopagita y sobre todo
San Agustín. Este último llevó a cabo una valiosa síntesis del pensamiento teológico y filosófico en
la que confluyen la concepción griega y latina (cf. FR 40).
La distinción sin oposición entre la filosofía y la teología fue puesta de manifiesto tanto por los
Padres de Oriente como los de Occidente. Ellos «fueron capaces de sacar a la luz plenamente lo que
todavía permanecía implícito y propedéutico en el pensamiento de los grandes filósofos antiguos»
(FR 41a). Es claro que la filosofía con la cual buscaban dialogar tenía como característica el ser un
pensamiento no cerrado en lo mutable y fenoménico, sino que suponía una «razón purificada y
recta», la cual podía «llegar a los niveles más altos de la reflexión, dando un fundamento sólido a la
percepción del ser, de lo trascendente y de lo absoluto» (FR 41a). Este encuentro entre la filosofía y
la revelación ponía de manifiesto tanto los elementos comunes habidos entre ambas como las
diferencias. Es decir, los Padres de la Iglesia concebían la filosofía (fundamentalmente la
neoplatónica) y la tradición bíblica como dos órdenes de verdades complementarios, aunque
diferentes.
Pues bien, corresponde a San Anselmo culminar este proceso con la decisiva aportación del
intellectus fidei. Anselmo, a la par de atribuir una gran fuerza a la razón considerándola capaz de
exponer –según razones necesarias– los misterios de la fe en su necesidad intrínseca, considera que
la fuente de las verdades de la fe no es la razón, sino la revelación divina. De modo que la fe lejos
de poner trabas al conocimiento, es por el contrario, como un salvavidas que le permite lanzarse
audazmente a sondear los misterios más profundos de la esencia de Dios, de sus atributos, de la
Trinidad y de la Encarnación. Como vemos, el Arzobispo de Canterbury no quiere sustituir la fe por
la razón, porque no busca la razón para creer, sino que cree para comprender. Más aún, está
convencido de que nunca llegaría a la comprensión si antes no hubiera creído. Pero una vez
aceptada la revelación, la razón estimulada por la fe debe emplear todos los medios y toda la propia
capacidad para captar la revelación. Ella debe poder rediseñar en plena libertad cuanto la revelación
le enseña. En suma, nosotros conocemos los misterios mediante la revelación, pero todas esas
verdades luego son sucesivamente demostradas por rationibus necessariis. Aunque esto no debe
confundirnos, en efecto, el Santo distingue claramente el orden de conocimientos y por ello puede
decir: «Si con razón y verdad hemos desarrollado lo que precede, ¿cómo es inefable? O, si es
inefable, ¿ cómo puede ser tal, como la hemos descrito? ¿ No sería que hemos explicado lo que es
esta naturaleza suprema, en cuanto es posible hacerlo, y que así nada impida que todo lo que hemos
dicho sea verdad? Es pues, llamada inefable porque a pesar de nuestros esfuerzos, no podemos
comprender su esencia íntima. Se puede concluir que lo que hemos dicho es cierto, y que, al mismo
tiempo, la naturaleza suprema permanece inefable puesto que, no pudiendo expresarla por el
carácter propio e su esencia, la designamos lo mejor que podemos por alguna cosa».8
Evidentemente en este caso el enigma de la posible incomprensión acerca del modo de actuar de
Dios no implica que este mismo principio no se pueda afirmar con certeza inquebrantable, poniendo
así de manifiesto cómo la fe y la razón se mueven en órdenes distintos: «Se confirma una vez más
la armonía fundamental del conocimiento filosófico y el de la fe: la fe requiere que su objeto sea
comprendido con la ayuda de la razón; la razón, en el culmen de su búsqueda, admite como
necesario lo que la fe le presenta» (FR 42b).
7
Cf. KRÜGER, M., Ichgeburt. Origenes, Hildesheim 1996.
8
SAN ANSELMO, Monologion 65.
5
9
Cf. SANTO TOMÁS, Contra Gentiles 7.
6
verdaderamente la filosofía del ser y no del aparecer» (FR 44a). En suma, el Doctor Angélico ha
sido un precursor de la cultura universal donde con ahínco buscó conciliar la secularidad del mundo
con los principios universales del cristianismo.
10
KANT, I., Fundamentación de la metafísica de las costumbres, BA 66.
11
Ibid., BA 97.
12
Id., Crítica de la razón práctica A 54.
7
como reacción a la misma, en una infravaloración de la razón, que condujo a la tesis de que Dios es
accesible únicamente en la fe (fideísmo) y a través de la tradición religiosa (tradicionalismo).
Con respecto al racionalismo hemos de decir con Juan Pablo II: «algunos representantes del
idealismo intentaron de diversos modos transformar la fe y sus contenidos, incluso el misterio de la
muerte y resurrección de Jesucristo, en estructuras dialécticas concebibles racionalmente» (FR 46a).
Esto supuso la intervención del magisterio que debió aclarar que es imposible que la razón natural
alcance lo que «es cognoscible solo a la luz de la fe». Pero también debió censurar al fideísmo y al
tradicionalismo radical «por su desconfianza en las capacidades naturales de la razón» (FR 52b).
Pero no solo el fideísmo se opuso a esta clase de racionalismo, sino también «diferentes formas de
humanismo ateo» se presentaron como alterativas a la religión (FR 46a). Por su parte «en el ámbito
de la investigación científica se ha ido imponiendo una mentalidad positivista que, no sólo se ha
alejado de cualquier referencia a la visión cristiana del mundo, sino que, y principalmente, ha
olvidado toda relación con la visión metafísica y moral» (FR 46b). Ahora bien, este cientificismo se
presenta como si fuese una parte de la ciencia, o una consecuencia necesaria del análisis de la
ciencia o de su progreso. Ahí reside su fuerza: en que es una corriente filosófica que se presenta
avalada por el prestigio de la ciencia. Sin embargo, una mirada más de cerca nos permite apreciar su
carácter circular. Es decir, niega por un lado valor de conocimiento a lo que no sea ciencia, pero por
otro lado su tesis básica no pertenece a la ciencia. En consecuencia, si se le aplican sus propios
cánones se anula a sí mismo.
Por otra parte es evidente, al menos luego de las últimas guerras, las cuales hacen un despliegue
considerable de alta tecnología, que la ciencia no sólo resuelve problemas, sino que puede crear
nuevos problemas mucho más graves que los anteriormente conocidos. Lo cual supone haya una
instancia crítica, que actuando como límite de la ciencia, le permita a esta reconocer junto a sus
límites los peligros que acarrea su aplicación incontrolada. De faltar esta instancia reflexiva y ética
puede ocurrir lo que menciona el Santo Padre: «algunos científicos, carentes de toda referencia
ética, tienen el peligro de no poner ya en el centro de su interés la persona y la globalidad de su
vida. Más aún, algunos de ellos, conscientes de las potencialidades inherentes al progreso técnico,
parece que ceden, no sólo a la lógica del mercado, sino también a la tentación de un poder
demiúrgico sobre la naturaleza y sobre el ser humano mismo» (FR 46b).
Juan Pablo II afirma certeramente que, a pesar de las críticas que se le han hecho desde la filosofía
de la ciencia contemporánea, el cientificismo está presente en nuestra cultura, muchas veces en
forma de un pragmatismo que niega validez a las instancias metacientíficas y está dispuesto a
utilizar los logros científicos sin barreras éticas de ningún tipo (cf FR 91).
Finalmente hay otra línea de pensamiento que ha cobrado entidad como consecuencia de la crisis
del racionalismo. Esta línea es el nihilismo, es decir aquella postura que teoriza «sobre la
investigación como fin en sí misma, sin esperanza ni posibilidad alguna de alcanzar la meta de la
verdad. En la interpretación nihilista la existencia es sólo una oportunidad para sensaciones y
experiencias en las que tiene la primacía lo efímero. El nihilismo está en el origen de la difundida
mentalidad según la cual no se debe asumir ningún compromiso definitivo, ya que todo es fugaz y
provisional» (FR 46c). Como diría Nietzsche el nihilismo es la creencia de que no hay ninguna
verdad, la ilusión de una verdad absoluta encuentra en la idea de Dios su última síntesis. Dios es
nuestra más larga mentira,13 parábola y ficción poética.14 Es el concepto contrario a la vida,15
expresión del resentimiento contra ella.16 Porque «el Dios en cruz es una maldición a la vida»,17 su
propuesta reza: «Dionisio contra el crucificado». El mensaje de Nietzsche sobre la muerte de Dios
encuentra su expresión clásica en La Gaya ciencia (1886).18 Para este pensador la causa del
13
Cf. NIETZSCHE, F., Gesammelte Werke vol. II, en SCHLECHTA, K. (ed), Munich 1977, p. 208.
14
Cf. Ibid., 261.
15
Cf. Ibid, 1159.
16
Cf. Ibid, 1203.
17
Ibid., vol. III, 773.
18
Cf. Ibid., vol. II, 126s.
8
nihilismo no es la muerte de Dios sino la propia fe en Dios, puesto que éste es el «no» a la vida. En
suma nihilismo es la creencia de que no hay ninguna verdad. «Es fruto de un estado de ánimo
estable, de una opción antimetafísica, de una tarea de “des-construcción” y de simple “derribo”.»19
Sin embargo, Nietzsche distingue entre el nihilsmo «cansado», que no ataca, y el nihilismo activo
de la fortaleza, que reconoce los fines precedentes como inadecuados y es lo bastante fuerte para
plantearse positivamente de nuevo, un fin, un por qué, una fe.20 Todos los dioses han muerto. Ahora
queremos que viva el superhombre.21 El superhombre es el hombre que ha dejado atrás todas las
alienaciones precedentes. No es pues un hombre del más allá, sino que permanece fiel a la tierra y
no cree en esperanzas supraterrenas.22 Rompe las «tablas de los valores», vive más allá del bien y
del mal. Es el hombre convertido en Dios que ocupa el lugar del dios desaparecido y muerto.23 En la
tercera parte de Así hablaba Zaratustra, Nietzsche, hablará de la idea del eterno retorno. Cabe
reconocer en ella una renovación crítica de la religiosidad mística, lo cual demuestra que tampoco él
había liquidado sin más la cuestión de Dios, sino que ésta reaparece bajo nuevas formas.24
En suma, Nietzsche no nos plantea solo la cuestión del teísmo o el ateísmo, sino la cuestión del ser
o no ser; de la fe en la razón y en la modernidad. La frase «Dios ha muerto» es, en cierto modo, la
abreviatura de este proceso global. Es un pensador extremadamente actual pues es el paradigma del
pensamiento que ha roto con la fe en la razón y por tanto en la modernidad. Descubre el vacío de
sentido y la falta de orientación, en suma el aburrimiento de la civilización moderna.
El panorama con el que nos encontramos es el siguiente: la filosofía ha renunciado a alcanzar el ser
en cuanto tal pasando de ser «sabiduría y saber universal » a «una de tantas parcelas del saber
humano; más aún, en algunos aspectos se la ha ido limitando a un papel del todo marginal». El
espacio vacío que ha dejado la filosofía lo han ocupado «otras formas de racionalidad», las cuales
«en vez de tender a la contemplación de la verdad y a la búsqueda del fin último y del sentido de la
vida, están orientadas —o, al menos, pueden orientarse— como “razón instrumental” al servicio de
fines utilitaristas, de placer o de poder [...] algunos filósofos, abandonando la búsqueda de la verdad
por sí misma, han adoptado como único objetivo el lograr la certeza subjetiva o la utilidad práctica.
De aquí se desprende como consecuencia el ofuscamiento de la auténtica dignidad de la razón, que
ya no es capaz de conocer lo verdadero y de buscar lo absoluto» (FR 47a-b).
En suma, la razón instrumental terminó imponiendo un dominio absoluto en el ámbito científico,
con gran perjuicio para la filosofía, que pasó a desempeñar un papel meramente marginal dando
lugar a un creciente relativismo cultural y, a consecuencia de todo ello «tanto la fe como la razón se
han empobrecido y debilitado una ante la otra. La razón, privada de la aportación de la Revelación,
ha recorrido caminos secundarios que tienen el peligro de hacerle perder de vista su meta final. La
fe, privada de la razón, ha subrayado el sentimiento y la experiencia, corriendo el riesgo de dejar de
ser una propuesta universal [... cayendo] en el grave peligro de ser reducida a mito o superstición»
(FR 48a).
A pesar de lo dicho, el Santo Padre reconoce que incluso entre «aquellos que han contribuido a
aumentar la distancia entre fe y razón aparecen a veces gérmenes preciosos de pensamiento que,
profundizados y desarrollados con rectitud de mente y corazón, pueden ayudar a descubrir el
camino de la verdad. Estos gérmenes de pensamiento se encuentran, por ejemplo, en los análisis
profundos sobre la percepción y la experiencia, lo imaginario y el inconsciente, la personalidad y la
intersubjetividad, la libertad y los valores, el tiempo y la historia; incluso el tema de la muerte
puede llegar a ser para todo pensador una seria llamada a buscar dentro de sí mismo el sentido
auténtico de la propia existencia» (FR 48a).
19
ROVIRA BELLOSO, J.M., Tratado de Dios uno y trino, Salamanca 1998, pp. 106-107.
20
NIETZSCHE, F., Gesammelte Werke III, 557.
21
Cf. Ibid., vol. II, 240.
22
Cf. Ibid., 180.
23
Cf. Ibid., 127.
24
Cf. Ibid., vol. III, 837-838.
9
Teología o teologías
Ya en el AT las fuentes Yahvista, Elohísta Sacerdotal y Deuteronomista nos muestran una
pluralidad de teologías. Pero, también en el NT el conocimiento de la persona de Jesús permite
distinguir diversas cristologías. Por tanto, no ha de extrañarnos que en la historia, y en el presente,
se nos ofrezcan diversas teologías.
B) Teología monástica
La mentalidad de los Padres pasó a la teología monástica y se manifestó tanto: a) en su sentido
ascensional que partía de la de la humanidad de Cristo hacia el Verbo divino; b) su mentalidad
neoplatónica; c) el valor concedido al símbolo en cuanto permite elevarse de una figura visible al
arquetipo invisible.
10
A partir del S. XI la glossa bíblica era un hecho habitual. Esto suponía redactar el texto bíblico en
medio de la página y en caracteres grandes. Luego, había glosas interlineales en letra pequeña.
Finalmente en los amplios márgenes de derecha e izquierda se realizaban glosas marginales. Estas
glosas contenían citas de los santos Padres o ideas del propio glosador.
Luego, en el S. XII, en las Escuelas bíblicas, comenzó a introducirse el uso de la dialéctica para leer
las sagradas páginas. Han de destacarse las escuelas de Laon, Chartres, Orleans y París.
Se destacan entre los cultivadores de la teología monástica (por citar algunos): Anselmo, Raúl y
Gilberto de Laón; Hugo de San Víctor, su discípulo Ricardo y Joaquín de Fiore.
Es Abelardo quien lleva el método dialéctico a su culmen. Esta consistía en el uso de la razón
humana y filosófica aplicada a dar explicaciones inteligibles acerca de las afirmaciones que
creemos.
C) Teología escolástica
En el S XIII, con Felipe el Canciller y Guillermo de Auxerre en la Europa cristiana se produce un
cambio de mentalidad en relación para con la teología que concluirá con la consideración de ésta
como una ciencia que bebe de fuentes aristotélicas. Vale la pena notar que ya en el S. XI-XII con
los seguidores del islam (Avicena, Averroes) y el judaísmo (Maimónides) había sido fecundado el
pensamiento teológico con el gran filósofo. Ahora, con San Alberto, Sto. Tomás y San
Buenaventura (entre otros) se dará también la recepción del aristotelismo, junto con un sano
equilibrio (gracias a los Comentarios al Antiguo y Nuevo Testamento) entre la Sacra Pagina y la
Sacra Doctrina. Además debe señalarse el uso del método dialéctico basado en la quaestio y
presente tanto en las Summae o en las Quaestiones disputatae.
F) La neoescolástica
25
El panfleto de Cochlaeus Adversus cucullatum Minotaurum wittembergensem es un ejemplo
de ello.
11
Con la encíclica Aeterni Patris de León XIII el tomismo fue elevado al rango de teología perenne.
Esto supuso un relanzamiento de la neoescolástica. Figuras como A. Sertillanges, R. Garrigou-
Lagrange, L. Billot, J. Maritain y E. Gilson, son quienes han de ser nombrados en este
movimiento.
1. Teología Fundamental
La Teología Fundamental se sitúa en la frontera entre fe y razón, entre la revelación y el sujeto que
la recibe y, por tanto, ante los problemas nuevos que con relación a la credibilidad de la fe, se
suscitan a partir de la Modernidad. Asume dos dimensiones: una que es a la vez intelectual y
testimonial (martyria); otra que es una interpretación solvente de la esperanza cristiana (dimensión
hermenéutica). Busca «dar razón de la esperanza» (1 Pe 3,15).
2. Teología «positiva»
«Positiva» significa tratar un tema de estudio de forma objetiva. La pregunta que responde la
teología positiva es: qué es lo que creemos. La teología positiva abarca: la teología bíblica (la
exégesis y la teología del Antiguo o del Nuevo Testamento), la teología patrística y los estudios
históricos.
3. Teología sistemática
Es un nivel de pensamiento más sintético que analítico. Indagar en el sentido literal de textos tales
como la Resurrección del Señor es permanecer en el nivel de la teología positiva. En cambio, si me
pregunto sobre el valor revelatorio de la Resurrección o sobre las condiciones de acceso a Jesús
resucitado es ya estar en el nivel de la teología sistemática.
La sistemática se esfuerza por penetrar el sentido global e inteligible de aquellos dogmas que la
Iglesia cree, organizándolos alrededor de una síntesis racional: llamado por los antiguos Padres
«teología» (el Misterio Trinitario).
La teología sistemática posee diversos acentos: la narrativa, la kerigmática, la hermenéutica y la
reflexiva.
a) Teología narrativa
12
Excursus
Hay otros principios de clasificación, por ejemplo las así llamadas teologías de genitivo o
sectoriales: la teología política; teología de la liberación; teología desde la óptica del psicoanalista.
Estas teologías son distintas debido al método de trabajo y a las mediaciones que la abren al ámbito
interdisciplinar.
En principio hemos de decir que para que pueda darse una ciencia determinada en su especificidad,
no basta que posea un objeto material o materia de estudio, sino que es necesaria la existencia de un
objeto formal, o perspectiva específica desde la cual se contempla la realidad, y un método que
permita alcanzar su objetivo real. Además, ha de arribar a un síntesis comunicable de
conocimientos.
Santo Tomás
a. 3. La teología aunque posea una materia de estudio múltiple, sin embargo es una por su objeto
formal: lo divinamente revelado, es decir, Dios mismo, principio y fin del hombre.
a. 5. La teología es superior a las demás ciencias tanto por su objeto material y formal (Dios) y por
su certeza, que no procede tan sólo de la razón natural sino de la revelación
divina.
a. 6. La teología es sabiduría que ordena y juzga desde la causa primera que es Dios.
13
a. 9. La teología usa metáforas que le permite llegar a lo inteligible por medio de lo sensible.
a. 10. La teología conoce los diversos sentidos de la Escritura: el histórico o literal, el alegórico, el
tropológico o moral y el anagógico.
autoridad de la Iglesia Católica; 4. La autoridad de los Concilios, sobre todo los Ecuménicos o
Generales, en los que reside la autoridad de la Iglesia Católica; 5. La autoridad de la Iglesia
Romana, que, por divino privilegio, se llama y es apostólica (o, como dice Juan de Santo Tomás, la
autoridad del Sumo Pontífice); 6. La autoridad de los Padres (la autoridad de los «santos antiguos»,
dice Melchor Cano); 7. La autoridad de los teólogos escolásticos, a los que hay que añadir los
peritos pontificios; 8. La razón natural que se ejerce por el cultivo de todas las ciencias naturales
(podríamos llamar «autoridad de la razón» a este octavo «lugar»); 9. La autoridad de los filósofos
que siguen el criterio de la naturaleza, entre los cuales están los Jurisconsultos; 10. La autoridad de
la historia humana, ya sea escrita por autores dignos de crédito, ya sea transmitida de generación en
generación, pero no de modo supersticioso sino con grave y constante razón.
(tanto el 9 como el 10 son autoridades extrínsecas al quehacer teológico, que en el lenguaje
moderno las llamaríamos mediaciones legítimas de este quehacer: la mediación de la filosofía y la
mediación de la historia)
contrarreforma en cuanto contiene el principio católico: hay una correlación profunda entre el
elemento visible de la Iglesia y su aliento invisible.
eclesial. Finalmente, el teólogo habrá de proceder con sumo cuidado en el momento de ensamblar o
conectar las afirmaciones contenidas en los testimonios de la revelación con afirmaciones extraídas
de la razón natural o de las ciencias físicas, naturales, sociales, psicológicas o históricas de las que
se vale la sana razón postulada por Melchor Cano.
1. La Mediación histórica
Las cuestiones teológicas se desenvuelven en el tiempo de la Iglesia y dan lugar a un estudio
diacrónico de dichas cuestiones. Alrededor de 1940, los teólogos católicos, descubrían la historia
como lugar propio de la revelación de Dios.
Así como el método histórico-crítico se acreditó en el campo de la interpretación de la Sagrada
Escritura al ser aceptado por las Encíclicas y por los Documentos de la Comisión Pontificia Bíblica,
en cambio, el método histórico aplicado a la Teología sistemática experimentó un momento de
discernimiento y reserva, con la encíclica de Pío XII Humani generis, para ser —doce años más
tarde— asumido en el Concilio Vaticano II, puesto que en la elaboración de sus documentos
participaron los teólogos que con gran competencia
habían usado el método histórico: Rahner, Congar, Philipps, etc.
2. La mediación histórico-hermenéutica
La mediación histórica no trata tan sólo de reconstruir el pasado de forma material mediante la
explicación erudita de todos los detalles que muestren cómo se desarrollaron los acontecimientos y
las ideas. La investigación histórica, más pronto o más tarde, se ve en la necesidad de responder a
dos preguntas. Una de ellas es ésta: ¿Qué significaron los acontecimientos y las ideas que son
objeto de investigación en relación con la cultura de su tiempo: un tiempo pasado y lejano? No sólo
hay que describir hechos aislados como si de una crónica se tratara, sino que hay que situar estos
hechos en su horizonte de comprensión, que es la cultura del pasado. ¿Cuál es el significado que
tienen «hoy» los hechos y las ideas que acontecieron en un pasado? Estas son las dos preguntas que
intenta contestar la interpretación o hermenéutica. Acercar el horizonte cultural del pasado al
tiempo presente de forma que se produzca la famosa fusión de horizontes es el objetivo perseguido
por el saber hermenéutico. El concepto Hermenéutica lo entendemos como interpretación para
hallar el significado de un acontecimiento o de un texto del pasado, en su contexto cultural.
A. Hermenéutica bíblica
El judaismo trabaja históricamente con el midrash, esto es, busca la actualización de los textos: su
valor en y para la vida. Esta actualización ofrece alguna de estas tres formas: la halakah, que busca
reglas de acción, sobre todo jurídicas; la haggadah, que es el comentario doctrinal o espiritual, la
exhortación moral, etc.; sin olvidar el peser, que busca no sólo la actualización sino el modo como
en el pasado o en el presente se han cumplido los pasajes de la Escritura.
El Nuevo Testamento ofrece los dos principios básicos de toda hermenéutica: el principio
interpretativo general o global —toda la Escritura se ilumina a la luz de la Muerte y Resurrección
de Jesús, Hijo de Dios—, que garantiza la unidad de todas las interpretaciones desde el vértice del
futuro escatológico; y el principio de actualización: el Espíritu Santo actualiza la fuerza originaria
de la Escritura en el «hoy» del tiempo cronológico, convertido en tiempo de salvación (kairós.
Tanto Orígenes como Agustín formulan, al menos implícitamente, dos principios hermenéuticos
importantes: 1.° No sólo hay que expresar la letra de los textos sino la realidad espiritual que tales
textos quieren expresar; 2.° La regla de fe es normativa en la interpretación. Dicho de otra manera:
la hermeneusis no es algo exterior a la regla de fe. Su
razón de ser consiste en mostrar con la mayor claridad posible lo que esa misma regla de fe
significa.
Por eso, desde antiguo se comprendió que interpretar era dar cuenta de la letra (littera) para
manifestar la realidad cristológica y espiritual que el texto esconde (allegoria).
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Simplemente aquí baste decir que el ideal en teología consiste en verter la intelección diacrónica del
método histórico en conceptos y formulaciones universalmente válidos desde el punto de vista
racional.
4. La mediación socio-analítica
Tratar de la mediación socio-analítica equivale a tratar de la Teología de la Liberación, corriente
inaugurada por Gustavo Gutiérrez en 1971. Es una Teología (fundamental y también sistemática)
cuyos caracteres epistemológicos son: la primacía de la praxis; una teoría del conocimiento ultra-
realista en la que importa más la realidad que el concepto, la cual —en Ignacio Ellacuría y en Jon
Sobrino— proviene seguramente de una inspiración zubiriana; en el nivel de la revelación, es
también prioritario el evento, p. ej. la muerte/resurrección de Cristo, sobre cualquier formulación
doctrinal; la solidaridad con los pobres es lugar privilegiado para pensar teológicamente
(importancia del Sitz im Leben del teólogo); y, como cifra de todo ello, se postula asumir la
mediación sociológica para llegar a la realidad: es la famosa mediación socio-analítica.
La cuna de la Teología de la Liberación es la teología fundamental práctica (teología política) de J.
B. Metz, aunque su linaje es indioamericano.
Claves para comprender este fenómeno teológico: a) necesidad de una teología no puramente
deductiva. La teología quiere llegar hasta la realidad social, o bien partir de los hechos
significativos de la realidad social hasta llegar a comprender su significación teológica. Este es un
primer anhelo que explica la búsqueda de una mediación sociológica
para la teología; b) el hecho brutal del contraste entre riqueza y pobreza y que demanda una
respuesta a la pregunta ¿cómo nos habla Dios a través de la asimetría de un mundo tan discorde en
sí mismo (ricos/ pobres) y tan discorde con el paradigma fundamental «Dios es
Amor»? Escribir desde la solidaridad con los pobres será el imperativo de los teólogos de la
liberación; c) la necesidad de captar la pobreza en su objetividad «científica» y en su dinámica
práxica. Esto supone que la teología asuma el análisis social como mediación para llegar
objetivamente (científicamente) a la realidad. El problema radica en ¿cuál es la mediación de las
ciencias sociales más pertinente?
5. La mediación psicoanalítica
Hoy día, Francis Dolto ha aplicado el análisis psicológico para tratar de entender aspectos
recónditos del Evangelio. Pero hay que hacer notar lo siguiente: la doctora Dolto considera como
mítica la sustancia evangélica. Sin embargo, una cosa es hablar de las dramatizaciones
representativas que componen los relatos de la infancia y otra acerca de los relatos de la muerte-
resurrección de Jesús, en los cuales encontramos una densidad fáctica y real de gran densidad. No
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debemos olvidar la existencia de los géneros literarios ni la diversidad de significados que revisten
los textos evangélicos. Esto justamente es lo que no nos permite etiquetar con el término «mito» la
sustancia evangélica, tal como hace Dolto. Otro es el caso del profesor de Teología sistemática
Eugen Drewermann. Éste ha empleado categorías psicoanalíticas para la explicación del misterio
trinitario y para la intelección del evangelio, así como para entender algo tan íntimo de la institución
eclesial como son los clérigos. En este caso, el método psicoanalítico es empleado para señalar las
contradicciones inherentes al pensamiento teológico abstracto, y para «des-construirlo», es decir,
para limpiarlo de adherencias y poderlo mostrar correctamente, según los datos más ciertos de la
antropología. Sin embargo, no puede aceptarse que la relación entre psicología y teología sea para
que la primera critique y «des-construya» todo el edificio teológico. Sí el análisis psicológico puede
ser útil para limpiar de contradicciones y de oscuridades del pensamiento teológico. Pero no se
puede admitir que su finalidad sea ejercer sobre ese pensamiento e incluso sobre las diversas
instituciones eclesiales una crítica demoledora que muestre lo inútil y nocivo del conjunto de la
institución de la fe, aunque se usen eufemismos como «des-construcción» en lugar de des-
trucción». La psicología es instrumento para entender mejor. No para demoler más a fondo.
Acerca de la Palabra de Dios como alma de la Teología sistemática (así como de la Tradición y el
avance acerca de este tema, tal como se ha producido en el Concilio Vaticano II), y de la relación
que el teólogo ha de guardar con el magisterio, nos remitimos a lo que se verá en Teología de la
Revelación.
Aquí sólo señalaremos algunos aspectos que hacen a la Revelación e inspiración y a la Tradición.
Para las cuestiones referentes al Teólogo ante el magisterio me remito a lo dicho en la Instrucción
sobre la vocación eclesial del teólogo de la Congregación para la Doctrina de la Fe (1990).
REVELACION E INSPIRACION
La Constitución conciliar Dei Verbum al iniciar el capítulo III enseña que la revelación que la
Sagrada Escritura contiene y ofrece ha sido puesta por escrito bajo la inspiración del Espíritu
Santo. Con estas palabras y con su desarrollo a lo largo de la Constitución, el Concilio quería
abordar un tema que siempre ha estado presente en la reflexión acerca de lo que es la Sagrada
Escritura, en cuanto contiene la palabra de Dios. La inspiración, en efecto, ha sido Uno de los
puntos que han tratado de ser explicados siempre con mayor precisión, ya que de su
comprensión depende en gran parte lo que se entiende por verdad de la Escritura. Durante
mucho tiempo la inspiración escriturística estuvo ligada a una función negativa, es decir a la
especial intervención del Espíritu Santo para que la. Escritura no contuviera errores; sin
embargo, dicha concepción, siendó verdadera, no logra expresar toda la riqueza de la
inspiración. Ella va más allá, está encaminada a la transmisión de la Verdad a través de la Escri-
tura, de tal modo que por la realidad de la inspiración Dios mismo es autor de la Escritura. Así,
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pues, revelación e inspiración van íntimamente ligadas, tal como' las ha presentado la
Constitución sobre la divina revelación. Precisamente esa unión íntima con la revelación es la
que convierte a la inspiración, Y a todo lo relativo a la verdad bíblica, en objeto de estudio de la
teología fundamental. Hasta hace unos años prácticamente era un capítulo introductivo al
estudio de la Sagrada Escritura, pero que quedaba muchas veces sin fundamento al no dar la
visión del conjunto de lo que es la revelación como tal y al mirársele únicamente dentro de una
visión reducida. a la elaboración escriturística. Hoy todavía sigue siendo un capítulo que se
presenta muy estrechamente unido a la teología bíblica, y ciertamente tiene allí un puesto
importante, pero en cuanto que la inspiración está ligada a la revelación y a su continuidad,
pertenece también a la teología fundamental. De esta manera entonces, tenemos que precisar
que lo relativo a la inspiración es un estudio interdisciplinar, que debe ser tratado desde ángulos
diversos por la propedéutica bíblica y por la teología de la revelación.
Con estas precisiones señalamos ahora los principales puntos que vamos a desarrollar en este
capítulo. En primer lugar darnos una breve definici6n de lo que se entiende por inspiración,
ligándola, para una mayor comprensión, a todo el proceso de la Encarnación; buscaremos luego
cuál ha sido el fundamento escriturístico y tradicional del concepto, para detenemos
posteriormente en un análisis de la Dei Verbum y presentar sus avances en relación con esta
doctrina. Con el objeto de comprender este ulterior desarrollo, presentaremos las líneas de
reflexión teológica que más importancia han tenido en la actualidad. Finalizaremos el capítulo
con una breve exposición acerca de la verdad bíblica.
b. Inspiración y Encarnación
Para poder entender esta realidad de la inspiración es necesario en primer lugar referirla al
misterio central de la salvación, es decir, a la Encarnación, pues dada la unidad de la obra de la
salvación y de la revelación solamente así podemos iluminar esta realidad.
Esta profunda unidad viene ya presentada en el texto de la carta a los Hebreos: "En distintas
ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas.
Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo (Hb 1, 1-2). Las muchas palabras de los
profetas se orientan a la palabra definitiva del Hijo, la preparan, la prolongan, la explican. La
inspiración de la Escritura está, por lo tanto, ordenada también a la Encarnación. En el fondo,
21
estas dos realidades están Íntimamente ligadas, Pues la inspiración nos lleva a plantear algo que
está muy vecino al problema mismo de la Encarnación. En la Inspiración se pregunta ¿cómo
puede una palabra ser al mismo tiempo humana y divina? Al tratar de resolver la pregunta
encontramos que el Concilio Vaticano I, que fue el que solemnemente definió la Inspiración,
nos dice que los libros de la Escritura "la Iglesia los tiene por sagrados y canónicos, no porque
compuestos por sola industria humana hayan sido luego aprobados por ella; ni solamente
porque contenga" la revelación sin error; sino porque escritos por Inspiración del Espíritu Santo
tienen a Dios por autor, y como tales han sido transmitidos por la misma Iglesia. La Escritura,
por consiguiente, no es palabra de Dios simplemente porque la Iglesia la haya aprobado, o
porque el Espíritu Santo se hubiera apropiado de unos escritos, como tampoco Jesucristo es
Dios por la simple aceptación de esta verdad en la Iglesia, o porque el Espíritu Santo hubiera
deificado al hombre Jesús, PUes no hubo momento alguno en que ese hombre no fuera en
verdad Dios. Esto, sin embargo, no obsta para que el Espíritu Santo pudiera emplear materiales:
en la Encarnación empleó el cuerpo santificado de María; en la inspiración se vale de hombres
que escriben bajo su luz y que utilizan muchas veces materiales Pre-existentes: lenguaje,
motivos literarios, estilos, etc. Igualmente tampoco se dice que la Escritura es Palabra de Dios
porque contiene la revelación sin error, ya que una colección de definiciones infalibles de la
Iglesia puede contener y formular la revelación sin errores, pero no es por eso palabra de
Dios..El Vaticano II ligó aún más estrechamente esta realidad de la inspiración con la
Encarnación al presentarla no sólo en términos muy semejantes. a lo que siempre se ha
entendido como correspondiente a la economía del misterio de la Encarnación, a la
condescendencia de Dios, sino que la compara directamente con ella.
Sin mengua de la verdad y de la santidad de Dios, la Sagrada Escritura nos muestra la admirable
condescendencia de Dios, "para que aprendamos su amor inefable Y cómo adapta su lenguaje a
nuestra naturaleza con su providencia solícita", La palabra de Dios, expresada en lenguas
humanas, se hace semejante al lenguaje humano, como la Palabra del eterno Padre, asumiendo
nuestra débil condición humana, se hizo semejante a los hombres.
presencia del Espíritu. De igual manera se expresa Ezequiel, el cual más simbólicamente debe
comer el rollo que contiene la palabra, para que la pueda proclamar (Ez. 2,8-3,11).
b. Fundamentación neotestamentaria
La doctrina de la inspiración se basa fundamentalmente en algunos textos del Nuevo
Testamento, que señalamos a continuación:
Sobre esta salvación investigaron e indagaron los profetas, que profetizaron sobre la gracia
destinada a vosotros, procurando descubrir a qué tiempo y a qué circunstancias se refería el
Espíritu de Cristo, que estaba en. ellos, cuando les predecía los sufrimientos destinados a Cristo
y las glorias que les seguirían. Les fue revelado que no administraban en beneficio propio sino
en favor vuestro este mensaje que ahora os anuncian quienes predican el Evangelio, en el
Espíritu Santo enviado desde el cielo; mensaje que los ángeles ansían contemplar. (1 Pe.-1,10-
12).
Del mismo modo que en este texto se atribuyen las profecías al Espíritu Santo, en otros lugares
del Nuevo Testamento se le atribuyen los salmos de David (cf. .Me. 12,36; Act. 4,25). Así el
Nuevo Testamento nos da testimonios según los cuales el anuncio de la salvación del Antiguo
Testamento tiene como autor al Espíritu Santo. El texto igualmente muestra cómo. toda la
Escritura para ser comprendida debe centrarse en la persona de Cristo, que. es la Verdad
prometida en los profetas y anunciada ahora por los Apóstoles.
Os hemos dado a conocer el poder y la Venida de nuestro Señor Jesucristo, no siguiendo fábulas
ingeniosas, sino después de haber visto con nuestros propios ojos su majestad... Pero, ante todo,
tened presente que ninguna profecía de la Escritura puede interpretarse por cuenta propia;
porque nunca profecía alguna ha venido por voluntad humana, sino que hombres movidos por el
Espíritu Santo, han hablado de parte de Dios. (Il Pe. 1,16.20-21).
De los anunciadores del mensaje profético se dice que "hablaban movidos por el Espíritu
Santo". Este efecto del Espíritu Santo se atribuye aquí no sólo a la palabra profética hablada,
sino también a la escrita. Este texto ha sido tomado como. una de las afirmaciones explícitas en
favor de la inspiración y en el que no se hace distinción entre la profecía escrita y la hablada en
cuanto a su carácter divino. Ambas son puestas al mismo nivel y en las dos toma parte el
Espíritu de Dios. Allí se muestra que la Sagrada Escritura es la consignación escrita, accesible y
permanente de la palabra de Dios.
Tú, en cambio, persevera en lo que aprendiste y en lo que creíste, teniendo presente de quiénes
lo aprendiste, y que desde niño conoces las Sagradas Letras, que pueden darte la sabiduría que
lleva a la salvación mediante la fe en .Cristo Jesús. Toda Escritura es inspirada por Dios y útil
,ara enseñar, para argüir, para corregir y para educar en la justicia; así el hombre de Dios se
encuentra perfecto y preparado para toda obra buena (II Tim.3,14-17).
Este texto, que constituye el único caso en el que se utiliza expresamente la palabra 'inspiracion'
para explicar la particular acción de Dios en su intervento salvífico, se dirige más
concretamente a explicar la eficacia de la Escritura por cuanto que es inspirada por Dios.
Cuando la palabra reveladora y viva de Dios se convierte en Escritura, no se transforma en letra
muerta, sino que sigue siendo 'Escritura inspirada', vivificada por el hálito de Dios.
En los dos últimos textos es importante recalcar que la plasmación de la palabra de Dios en
Escritura es atribuida al Espíritu de Dios, del mismo modo que la Encarnación' de la Palabra de
Dios aparece como efecto del Espíritu divino (Lc. 1,35 ).
Al igual que en la Cristología, siempre ha habido el peligro de acentuar uno de los elementos, el
divino o el humano, a costa del otro. En el caso de la Escritura la dimensión humana es la que
más ha sufrido olvidó. Este peligro no parte de la interpretación de los textos citados, sino del
querer afirmar de manera explícita la especial intervención de Dios en la Sagrada Escritura y su
verdadero carácter de autor.
Los textos hasta ahora comentados se refieren especialmente al origen divino de los libros
sagrados del Antiguo Testamento. Es bueno, por consiguiente, ver que también hay otros textos
23
que hacen alusión al origen divino de los libros cristianos (cf. Ap. 1, 1-3; 22,7.10.18-19). El
autor de la segunda carta de Pedro (3,16) equipara las cartas de Pablo a las "otras Escrituras".
Pablo por su parte retiene que lo que los Apóstoles proclaman es palabra de Dios (11 Tes. 2,13-
15): son ellos quienes las pronuncian, pero es palabra de Dios que obra eficazmente (cf. I Tes.
1,5;Ef. 3,5).
Así, pues, la Iglesia siempre ha tenido la convicción de poseer unas Escrituras Sagradas en las
que encuentra la palabra de Dios, regla de su fe y de su conducta. Y en la conciencia que fue
tomando de que ha recibido de los discípulos de Cristo unas nuevas Escrituras, fue
descubriendo que éstas completaban las del Antiguo Testamento y daban la expresión definitiva
de la revelación.
Nuestros testigos son los profetas, que hablaron por virtud del Espíritu Santo.., el Espíritu Santo
movía la boca de los profetas como un instrumento... el Espíritu Santo usaba de ellos como un
flautista que toca la flauta.
Esta misma imagen se encuentra posteriormente en Teófilo de Antioquía, en Hipólito, Clemente
de Alejandría, Orígenes, Juan Crisóstomo y Jerónimo, los cuales utilizan la imagen en un
sentido más genérico. Al respecto escribe Jerónimo:
Yo debo preparar mi lengua como un estilo o una pluma, para que con ella escriba el Espíritu
Santo en el corazón y en los oídos de los oyentes. A mí me toca hacer resonar su doctrina como
por un instrumento. Si la ley fue escrita por el dedo de Dios, por la mano de un mediador...
cuánto más el evangelio será escrito con mi lengua por el Espíritu Santo".
San Agustín, en cambio, al utilizar esta imagen de la instrumentalidad, la refiere más bien a los
órganos del cuerpo humano. Su preocupación, sin embargo, se enfocaba más a demostrar la
verdad de toda la Escritura, derivante del contenido salvífico presente en ella, para combatir así
las tesis de los maniqueos, para quienes el Antiguo Testamento tenía como autor a Satanás.
Otra analogía, que se utiliza para explicar la inspiración, es la del 'dictado', aplicada a la acción
del Espíritu Santo en la confección de la Escritura (Jerónimo y Gregorio Magno) con lo que se
acentúa el carácter de autor del Espíritu Santo. Isidoro, por su parte, la expresaba de la siguiente
manera: Creemos que el Espíritu Santo es el autor de la Sagrada Escritura: pues el que dictó a
sus profetas para que escribiera, El mismo escribió.
Estas primeras aproximaciones interpretan la inspiración de manera muy mecánica, reduciendo
drásticamente el papel de los escritores sagrados. Prácticamente son simples secretarios que
copian fielmente lo que Dios les dicta. Allí. por consiguiente, se daba gran importancia a la
causalidad divina, mientras que se anulaba la causalidad humana.
b. Dios, autor de las Escrituras
A partir del siglo IV se encuentra la afirmación de que Dios es autor de las Escrituras, autor del
Antiguo y del Nuevo Testamento. No obstante, sin embargo, la expresión tuvo diferentes
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de esta moción divina detallándola según las tres etapas sicológicas que requiere la
composición de un libro sagrado: el Espíritu Santo ha obrado sobre la inteligencia del autor
humano para que concibiera con certeza lo que Dios le ordenaba escribir; sobre su voluntad
para que se determinara a escribir con fidelidad; sobre facultades ejecutivas (operativas) para
que se expresara en un modo conveniente.
Todo este desarrollo teológico iba encaminado a explicar y defender la inerrancia. En efecto,
si Dios-autor influye en el entendimiento del hagiógrafo mediante una sobrenatural
Iluminación mueve eficazmente su voluntad y contribuye con su asistencia a la obra de
redacción, es evidente que toda la Biblia esté exenta de error.
Esta encíclica tuvo gran importancia por cuanto abrió la concepción de autor de la Escritura al
reconocer el papel que tienen los escritores sagrados. Ellos también son autores, juntamente con
Dios. Dios como causa principal, el hombre como causa instrumental. De esta manera,
admitiendo un autor divino y otro humano, se podían explicar las características históricas e
individuales de cada uno de los escritos y la diversidad de concepciones teológicas que se
expresan en ellos. Asimismo, sirvió para esclarecer que la inspiración y, la inerrancia se ex-
tienden a toda la Escritura, rechazando de esta manera las opiniones que limitaban la inspiración
solamente a algunas partes de la Escritura o a algunos contenidos.
No obstante la doctrina de León XIII planteó algunos inconvenientes al definir la naturaleza de
la inspiración en función casi exclusivamente de la inerrancia y al utilizar un concepto tan
antropomórfico, cual es el de Dios-autor-literario de la Biblia.
a. Revelación e inspiración
La Constitución conciliar nos presenta la revelación como la palabra' divina mediante la cual
Dios se automanifiesta. Esta palabra se transmite por la intervención de los profetas, se recibe
en la comunidad y se comunica luego a las generaciones venideras. Para esta transmisión, Dios
dispuso de una doble vía:
La predicación oral y la consignación escrita. La inspiración en relación con la palabra de la
revelación es precisamente esta fijación y consignación por escrito, mediante la cual la palabra
26
donde el Espíritu Santo inspira, es decir, haciéndole vivir intensa e integralmente su propia
experiencia de fe, de tal manera que pueda transmitir la revelación en el conjunto entero de la
historia de la salvación. Al ser inspirado por Dios el hombre no queda anulado, permanece libre
y en su escrito deja percibir los rasgos propios de su personalidad. La inspiración se presenta
entonces como un carisma en orden a cumplir una misión que se inserta en el plan Salvífico y
revelador de Dios.
Así, pues, el Vaticano n no dice que los autores sean instrumentos y que Dios sea la causa
principal. Habla más bien de un obrar de Dios en ellos y por ellos, reconociéndoles así el carác-
ter de autores a los hagiógrafos. De esta manera, Dios sigue siendo el autor de las Escrituras con
la participación y la colaboración de los escritores sagrados, verdaderos autores también de la
Escritura. Esta idea había sido negada en el siglo pasado por el Cardenal Franzellin, el cual veía
una total incompatibilidad entre la idea de Dios-autor y el hagiógrafo autor. Sin embargo, la
idea ya había comenzado a hacer camino, y por ello el Cardenal Bea trató de demostrar que la
expresión tiene sentido de autor literario y que como tal había sido utilizada en los "estatutos de
la Iglesia antigua".
La Dei Verbum al darle a los hagiógrafos el carácter de verdaderos autores, planteó el problema
de la analogía con que debe tomarse el término para aplicarlo a Dios. En efecto, Dios sólo
puede ser autor en sentido propio como causa, no como escritor.
c. La verdad escriturística
De acuerdo con la Dei Verbum, el efecto primero y más propio de la inspiración es transmitir y
conservar la verdad de la salvación. Por ello la Escritura, por ser palabra inspirada, con tiene la
doctrina y la fuerza de la salvación. Ella no sólo enseña, sino que además obra sobre nosotros,
ya que contiene la revelación, la palabra de Dios. Esta palabra-revelación se transmite en doble
forma: Tradición y Escritura, constituyendo ambas la única palabra: la Escritura como palabra
escrita, la Tradición como palabra confiada a los Apóstoles y sus sucesores para su perenne
transmisión.
La verdad que transmite la Escritura es fundamentalmente la verdad de la salvación en Cristo.
Hacia esta verdad se orientan todos los escritos del Antiguo y Nuevo Testamento. De este modo
no podemos considerar la Biblia como un conjunto de verdades abstractas y metafísicas, sino
como la que nos transmite una verdad histórico-salvífica. En la Escritura encontramos todo la
experiencia vivida de esa verdad que se ha traducido en la afirmación acerca de la bondad y la
fidelidad de Dios (cf. Dt 7,9; Es 18,21), que se ha manifestado y comunicado ¡mente a nosotros
mediante la persona de su Hijo (Jn 1,17).
Como todo lo que afirman los hagiógrafos, o autores inspirados, lo afirma el Espíritu Santo, se
sigue que los Libros sagrados enseñan sólidamente, fielmente y sin error la verdad que Dios
hizo consignar en dichos libros para salvación nuestra.
La verdad de la Escritura es, por lo tanto, una verdad religiosa que nos ha sido entregada con
miras' a la salvación y impulsa a la conversión. Es una verdad que penetra el corazón y que
transforma la existencia, si la recibimos con fe y dejamos que el Espíritu obre también en cada
uno de nosotros.
Esta verdad, por consiguiente, es una verdad progresiva en su adquisición y que se encuentra de
manera complementaria en el conjunto de los datos revelados. No podemos entonces tomar los
datos bíblicos fuera de su verdad total, pues deformamos lo que allí Dios ha querido
manifestarnos. Es una verdad a la que sólo podemos llegar con la fe y la gracia, bajo la acción
del Espíritu Santo.
El término "verdad" en sentido propiamente cristiano no indica a Dios mismo, en su
trascendencia, sino la revelación de Dios, esa revelación del designio que ha encontrado su
cumplimiento definitivo en Jesucristo y que se va profundizando progresivamente en el corazón
le los creyentes mediante la obra del Espíritu Santo para hacerlos cada vez más partícipes de la
misma vida del Hijo de Dios .
Así, pues, la verdad bíblica no se limita únicamente a la revelación traída por Jesucristo, sino
28
que es necesario que el cristiano entre en posesión de la verdad. Esto es lo que Juan quiere
significar al hablar de "obrar la verdad" (Jn. 3,21; 1 1,6), es decir, hacer propia la verdad de
Cristo, vivirla de tal manera que por su presencia en el interior del creyente se llegue a amar a
los hermanos con el mismo amor con el que Dios nos ha amado (cf. 1 Jn. 2, 4-6).
Con estas aclaraciones, y dentro de una concepción análogica de lo que es la inspiración, Benoit
hace" ver el "valor social y el alcance eclesial de ésta, no porque se trate de una inspiración
colectiva a toda la comunidad, ya que Dios elige una serie de hombres, pastores, profetas,
apóstoles, escritores a quienes El dirige, sino porque la inspiración está destinada al bien de la
colectividad. Dios forma para Sí un pueblo a fin de salvar en él a sus miembros y, por medio de
él, a toda la humanidad. Dios se revela al pueblo, y esto lo hace a través de sus intermediarios.
Los escritores sagrados recogen lo esencial de todo . este proceso y lo consignan en unos libros
para transmitirlos a todas las generaciones. Al utilizar una concepción analógica de la
inspiración, Benoit puede describir la continuación de esta obra, del Espíritu Santo a lo largo de
la Iglesia. Por ello puede hablar también de una "inspiración eclesial", que a semejanza de la
"inspiración bíblica" por la cual Dios ha guiado a su pueblo inspirando los textos sagrados para
que fueran instrumento de salvación, hoy el Espíritu inspira a la Iglesia en la comprensión e
interpretación de aquellos escritos, normativos para su propia existencia. La inspiración bíblica,
sin embargo, estaría encaminada al crecimiento y desarrollo de la revelación; la eclesial, por su
parte, destinada sólo a la comprensión.
b. Aporte de K. Rahner
Junto a las tradiciones apostólicas -que en el cauce de la Tradición apostólica se inscriben con
validez universal y que, prudentemente, Trento no quiso enumerar- se cuentan las tradiciones ecle-
siales particulares, tanto las de tipo doctrinal o celebrativo (los ritos) como las de tipo biográfico-
histórico, como la visita de san Pablo a Tarragona o la de Santiago a Galicia. Estas tradiciones,
capaces de configurar la fisonomía de un pueblo o de una cultura, gozan de la verdad teórica que
tiene su origen y fundamento y -desde el punto de vista práctico- cuentan en su haber la capacidad
de humanizar, de mantener la esperanza o de proporcionar altura ética. No se niega que algunas
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tradiciones, con minúscula, pueden ser potencial de distorsión de las tradiciones o celebraciones
principales: por ejemplo, el «día de los cazadores» recubre, en el Tirol, el día de Pascua. Son fiestas
arraigadas como días o noches de regocijo popular: en toda Europa es famosa la fiesta de San Juan,
en el pórtico del verano.
Aquí hemos de tratar la tradición desde el punto de vista teológico. Por eso se ha distinguido con
énfasis el principio original –o autoentrega de Cristo a su Iglesia-, el gran cauce universal de las
tradiciones apostólicas como tradición viva de los Apóstoles de Cristo, y aquellas tradiciones que
no pueden apelar a un origen de
revelación divina: son particulares y humanas.
No habría Tradición si no hubiera una palabra para transmitir, pero la Tradición es algo más que
pura transmisión de un mensaje. Ni siquiera puede concebirse como una pura transmisión realizada
en forma fehaciente desde el punto de vista jurídico, pero que tuviera lugar al margen de la
confesión de la fe. Una transmisión realizada de forma que garantizara técnicamente el contenido de
la transmisión pero que hipotéticamente se produjera al margen de la forma confesante, propia del
sujeto creyente que es la Iglesia, no sería lo que el cristianismo entiende por Tradición.
Quiérese con esto decir que el acto mismo de la transmisión de la fe ha de ser un hecho religioso y,
concretamente, una confesión de esa misma fe recibida. Esto se ve muy claro en los dos puntos
clave -la Eucaristía y la Resurrección de Jesús- que Pablo ha. recibido por Tradición y, por eso
mismo, los ha transmitido, continuando la traditio Evangelii.
En efecto, el hecho de definir la fe, precisando su contenido y sus límites, podría, a primera vista,
parecer un acto principalmente jurídico. Pero, en realidad, ha de ser sobre todo un acto religioso,
consistente en que los pastores del Pueblo de Dios (o el supremo pastor), como portavoces dotados
de autoridad, confiesan la fe de la Iglesia. Asimismo, toda explicitación e interpretación de la fe se
realiza principalmente por medio de la confesión creyente: y, de esta manera, se transmite.
No obstante, no se podría sin más identificar Tradición y conciencia viva de la Iglesia. El principio
Tradición es algo más objetivo. No está tanto del lado de la conciencia subjetiva como del lado de
la realidad de Cristo entregado, que marca y configura esa conciencia subjetiva:
«La conciencia viva es un elemento esencial para la tradición, pero ésta quisiéramos ponerla más
bien en todo lo que es acontecimiento objetivo (Cristo entregado a la fe de la Iglesia; predicación
expansiva de Cristo por los Apóstoles; surgimiento de la Escritura) que en el aspecto subjetivo: ya
sea este aspecto subjetivo la luz del Espíritu, ya sea la conciencia viva de la Iglesia. Lo que Ocurre
es que la luz del Espíritu es la iluminación requerida para que el principio Tradición tenga sentido.
Y la conciencia viva es la capacidad subjetiva creyente que está marcada -como por un troquel o
"pattem" original- por la transmisión o entrega de Cristo. De la misma manera que esta conciencia
viva quedará marcada, cuando aparezca la Escritura, por una "regula fidei" escrita. El principio
Tradición es, como ocurre en los seres conscientes, un elemento conformador originario que se hace
presente en todo nivel del organismo, especial mente en la conciencia viva».
He aquí una opinión sorprendente, si se tiene en cuenta que se formuló en 1546: «Es inútil buscar
tradiciones venidas hasta nosotros de palabra o por la observancia común de la Iglesia [oo.] Porque
tenemos el Evangelio, en el cual se encuentran escritas todas las cosas que son necesarias para la
salvación y para la vida cristiana».
Masarelli, el secretario del Concilio de Trento, en cuya Aula se pronunciaron estas palabras,
apostilló que el Obispo de Chioggia -que era quien las pronunciaba- era un hombre «deseoso de
cosas nuevas». Pero no era novedoso lo que en la fiase del obispo Nacchianto era afirmación -«en
los libros sagrados se contiene todo lo que pertenece a la salvación»- aunque sí era provocativo y
erróneo lo que en la misma frase sonó a negación global: «es inútil buscar tradiciones venidas hasta
nosotros...».
Tal afirmación de Nacchianto ¿equivale al principio protestante ge la sola Scriptura? Ciertamente,
no. Ese principio, como lo nota Joseph-Rupert Geiselmann, comprende tres momentos que se han
de afirmar simultáneamente: El primero es la suficiencia del contenido, que es lo que afirma el
Obispo de Chioggia. El segundo consiste en afirmar que la Escritura es intérprete de sí misma. Y,
en consecuencia, el tercero entroniza la Escritura como juez único en las causas de la fe (Scriptura,
norma normans et iudex controversarum). El primer punto puede encontrarse en la predicación de
los Padres de la Iglesia:
«En la doctrina que explícitamente aparece en las Escrituras, se encuentran todas aquellas cosas que
comprenden la fe y las formas de vida [cristiana], esto es, la esperanza y la caridad». En cambio, la
segunda proposición del principio «sola Scriptura» excluye cualquier otro principio interpretativo
que no sea la misma Escritura. Excluye el principio interpretativo eclesial constituido por la
conciencia de la Iglesia, configurada por Cristo mismo, como «fundamento de la fe cristiana». La
32
No se sabe en qué momento fue incorporada esta corrección de Bonucci, pero lo cierto es que con
esta corrección importantísima, Trento dejaba abierto y no zanjado el problema de las relaciones
entre Tradición y Escritura. Sin embargo, tanto la teología barroca como la neoescolástica se
inclinaron por la teoría de las dos fuentes. Esas teologías tenían una razón profunda para entender
que las verdades reveladas podían diversificarse en cuanto a las fuentes de procedencia, escrita u
oral. Esa razón profunda es el concepto mismo de Revelación: «Para la última generación teológica
de formación neoescolástica, la Revelación es la "locución de Dios que enseña autoritativamente"
(Tromp)».
Esta definición supone un modelo didáctico y magisterial de revejación. El «objeto» de la
revelación estaría constituido por una serie de verdades reveladas comunicadas por Dios al hombre
según un modelo magisterial. Para esta concepción es fácil imaginar unas verdades contenidas en la
Escritura y otras verdades contenidas en las tradiciones apostólicas. Es casi obvio que puede haber
verdades en una fuente que no estén en la otra: por ejemplo, los dogmas referentes a María o la
verdad del canon de las Escrituras o el bautizo de niños antes del uso de la razón, como recordaba
Melchor Cano. Para esta teoría es decisivo que tanto la Escritura como la Tradición logren la
categoría de fuentes de la revelación.
Pero las cosas cambian precisamente a partir del concepto de revelación: K. Rahner es de los
primeros en mostrar que la revelación es algo más que una “suma de sentencias”. Y que la
tradición no es sólo «una enumeración de ideas y de afirmaciones, sino que -en la presencia
constante de la realidad del cristianismo- es el principio conservador y creador de esta misma vida).
X. Zubiri precisa más todavía: «La revelación, en efecto, no es sólo, ni en primera línea, revelación
de una doctrina, sino incorporación de Dios mismo a la realidad humana, una incorporación que
culmina en la Encarnación». La revelación cristiana es el acontecer de la Palabra de Dios en la
historia, que culmina en la Encarnación Y en la Pascua. Ello equivale a concebir la Escritura Y la
Tradición no tanto como dos fuentes sino como dos modos distintos de recibir esa misma realidad
fontal que se revela: el acontecimiento de Cristo entregado a su Iglesia. Por eso, Escritura Y
Tradición nacen y manan, desde su fuente cristo lógica, profundamente implicadas: La Escritura
nace de la primera tradición apostólica de la fe en Jesús, el Hijo de Dios. Ambas tienen la misma
misión de realizar, generación tras generación, la transmisión de Cristo a la congregación de la fe.
Ambas, unidas, son los dos modos de transmisión -oral y escrito- de un único acontecimiento
revelador: Cristo que, con su Espíritu, vivifica a la Iglesia. Al llegar aquí es bueno caer en la cuenta
de que la pregunta decisiva no es ¿hay verdades en la Tradición que no están en la Escritura?, ya
que estas verdades o aserciones pueden estar tan sólo implícitas en la Escritura e, incluso, apuntadas
a través de su conexión más o menos evidente con otras aserciones explícitas en la Biblia. La
pregunta decisiva es ¿de qué fuente única dimanan Escritura y Tradición? O si se quiere: ¿Cuál es el
acontecimiento cristológico único que da lugar a los Escritos y a la Tradición? Entonces, caemos en
la cuenta de que lo más importante es concebir -en su origen la revelación como evento, y como
evento cristológico, no tanto como otorgamiento de aserciones verdaderas. Entonces, lo que se po-
drá decir es que, en cuanto a la expresión del acontecimiento original que es la misión de Cristo
donador del Espíritu, tanto la Escritura como la Tradición lo transmiten entero, si bien, por lo que se
refiere a las verdades o a los dogmas que se derivan de ese evento primordial, pudiera la Tradición
-aunque también la Escritura- expresar de forma más explícita, extensa o profunda algunas verdades
mediante las cuales la Iglesia expresa el acontecimiento original.
Por eso, junto al precursor J. H. Newman, son numerosos los teólogos que, lejos de la teoría de las
dos fuentes, afirman que todo el Evangelio de Cristo está contenido en la Escritura (al menos im-
plícitamente) y todo en la Tradición (Geiselmann, Karrer, Rahner, Urs von Balthasar, Congar,
Fries). Las verdades relativas a María están in nuce en los escritos del NT, que la presentan llena de
la gracia y de la gloria de Cristo. La celebración del domingo en vez del sábado, como día de
Pascua semanal, aparece indicada en la Escritura, pero realizada por la misma vida de la Iglesia
apostólica guiada por el Espíritu. Lo mismo hay que decir del bautismo de los párvulos.
Análogamente, el canon de las Escrituras es dado a conocer a la Iglesia por la Tradición, pero no al
margen de la misma Escritura que la Iglesia de la Tradición mantiene abierta ante sus ojos.
34
En efecto, la formación del canon es un fenómeno en el que la Iglesia guiada por el Espíritu se
constituye como criterio de selectividad, que atrae y asume tan sólo aquellos libros cuyo contenido
es totalmente homogéneo con el contenido del Evangelio de Cristo y, por tanto, con el ser de la
Iglesia. ¿Y el conocimiento del canon? Surge de un hecho probado: la Tradición y la Escritura son
como un espejo donde la Iglesia contempla a Dios. En esta mirada, la Iglesia, además de
contemplarlo a El -sin verlo todavía cara a cara-, se conoce a sí misma y conoce cuáles son los
Escritos (canónicos) capaces de hacerle recordar el misterio de Cristo, inscrito ya en su propio ser.
La teología actual posee dos elementos que hacen perder virulencia al debate: 1.° Un concepto más
vivo de Tradición, entendida como la identidad de la Iglesia apostólica con la Iglesia actual, iden-
tidad sellada por la presencia del Señor que da el Espíritu. 2.° Un concepto no fundamentalista de
Escritura, la cual se vuelve luminosa en cuanto la consideramos inscrita en el marco vivo de la
Tradición de la Iglesia, para la cual es norma normans.
El problema del lenguaje religioso es que no puede expresar su «objeto» trascendente en conceptos
ni en imágenes terrestres. ¿Esto significa que hay que callar? Alrededor de los últimos años
cincuenta y hasta el fin de los setenta, el tema del lenguaje en teología ha sido arduo. Hasta la
aparición del pensamiento débil (o pensamiento posmoderno), se tenía la impresión de que había
dos clases de lenguaje irreductibles: el lenguaje valioso y «duro» era el lenguaje científico capaz de
asumir fehacientemente la realidad, y, en cambio, el lenguaje mítico, religioso, poético, era incapaz
de dar cuenta —como el concepto— de las «cosas que pueden ser dichas». Era incapaz de constituir
«saber» alguno. A ello contribuyó tanto el proyecto «desmitologizador» (Bultmann), que ocupaba
el quehacer bíblico, como el neopositivismo lógico que durante veinte años arrasó en filosofía
(«Círculo de Viena»).
35
Como es sabido, Wittgenstein (inspirador del Círculo, aunque no participó en él) en su Tractatus
deja la puerta abierta a la mística y, en obras posteriores, aun a la ética y al lenguaje religioso más
común, mientras fuera verificado por la praxis.
En los años sesenta y primeros setenta, se produjo un verdadero debate intelectual que buscaba
tender un puente entre la lingüística de la época y la teología. En los años ochenta ya no se piensa
que exista un lenguaje estrictamente «científico» (el del Círculo) y que el resto sea material de
desecho. El lenguaje de la ciencia se había vuelto más humilde a partir de la física cuántica y del
indeterminismo físico. Desde el punto de vista filosófico, se notaba asimismo el efecto de la
revolución lingüística de Nietzsche, según la cual el concepto y la palabra que lo expresa no son en
absoluto fieles representaciones de lo real. Poco después del desconcierto se produjo un cierto
respeto para toda clase de juegos de lenguaje que la humanidad es capaz de asumir. Cabe concluir
que mientras el silencio es el camino en las religiones de Asia, la tradición judeo-cristiana ha
seguido y sigue el camino de la narración y del símbolo.
La narración
La acción de Dios, aun cuando es trascendente a las cosas del mundo, se proyecta en la persona
misma y/o en la interrelación humana, y allí deja su huella: la visibilidad de Dios resplandece en la
carne (en la persona y en la vida) de Jesús, en la sacramentalidad de la Iglesia, en la existencia de
los santos, en las energías de la fe/caridad desplegadas en el mundo. Así llegamos a formular
rectamente el principio de la Encarnación: Así como la Palabra invisible de Dios se ha expresado
adecuadamente y totalmente en la imagen y figura visible de Jesús de Nazaret, de manera parecida,
lo que es invisible de Dios tiende a manifestarse y a darse a los hombres a través de mediaciones
sensibles y humanas, que son objeto de experiencia... y de narración. Entonces es cuando lo
propiamente divino llega a manifestarse en las coordenadas espacio-temporales del mundo;
entonces logra unas dimensiones históricas y terrenales que se pueden narrar.
Narramos las consecuencias históricas del querer o de la acción de Dios, así como las consecuencias
históricas —manchadas por el mal y el pecado— de haber despreciado la voluntad de amor de Dios.
No narramos el querer de Dios en sí mismo.
El mismo lenguaje de los Evangelios es narrativo. Pues bien, esto nos enseña que antes de
conceptualizar la doctrina, previamente hay que narrar,con lenguaje descriptivo, todo lo que ha
acaecido dentro de las coordenadas de la historia y que, por tanto, es susceptible de ser contado.
Pero, además, la narración implica a los que la escuchan. Los implica en los acontecimientos
descritos por el discurso que los evoca. Porque, de alguna manera, la fuerza de la misma narración
actualiza los hechos narrados. Decir que los oyentes aparecen implicados en el acontecimiento
narrado equivale a decir lo celebran.
El símbolo
El símbolo es un signo proléptico, arraigado en la memoria que, desde nuestro presente, recuerda el
acontecimiento de salvación situado en el pasado y señala los bienes futuros del Reino de Dios, de
tal manera que anticipa en nuestro «hoy» esos bienes futuros. El símbolo, de alguna manera,
contiene lo que simboliza. Aunque no toda analogía sea un símbolo, sí es verdad que la estructura
de la analogía es semejante a la estructura del símbolo. Cuando digo «Dios es Padre» expreso una
analogía, es decir, el término humano «padre» es el símbolo del modo de ser de Dios/Padre. Pues
bien, el símbolo se refiere no sólo a la inteligencia sino al sentimiento y, muy a menudo, al
subconsciente: el recuerdo que el símbolo provoca remueve capas muy profundas de la
personalidad humana. Son características del símbolo el ser imaginativo, comparativo (analógico o
parabólico), alegórico y también dinámico, implicativo, celebrativo, religado con la experiencia
humana y con la de Jesús, el Cristo. El lenguaje simbólico se expresa no tanto mediante conceptos
precisos y adecuados a las realidades descritas (como lo haría el lenguaje conceptual), sino con
metáforas, comparaciones e, incluso, alegorías que afectan a la imaginación humana, mueven los
sentimientos y activan los resortes de la acción. Los símbolos atraen (implican),
36
dan pie para actualizar el acontecimiento simbolizado, mueven a continuarlo en una acción que
procede en la misma dirección indicada e impulsada por el símbolo.
Pero, el símbolo es algo más que una pura metáfora. Mientras la metáfora es una asociación de
ideas, el símbolo asocia su propio modo de ser al del referente: el pan tiene ontológicamente una
referencia al «pan de la vida». Por eso, la afirmación fundamental es que el conocimiento simbólico
se basa en la analogía real que hay entre los seres: pan común, pan de la cultura, pan de la Vida...
Una realidad está abierta a la otra, está inscrita en la otra, y me puede conducir hasta la otra. El
conocimiento simbólico, derivado de la analogía real entre los seres, es otro tipo de conocimiento
que el conceptual, derivado del «logos». El concepto es representativo y la unión con su objeto se
produce por medio de la representación. El símbolo es dinámico, y la unión con su referente
objetivo se produce por medio de la unión afectiva, lo que no excluye la vía del conocimiento
estricto. Por tanto, no es irracional ni lleva a un conocimiento no veritativo. Es la afirmación del
principio de acercamiento progresivo a la verdad y, aún más objetivamente, a la realidad misma: a
la
misma esencia de las cosas e, inclusive, a la misma esencia de Dios, ya que, según santo Tomás, los
conceptos humanos —que en el conocimiento de Dios funcionan como símbolos— tienen un valor
quidditativo ya que se refieren en verdad a la esencia de Dios.
En síntesis, el saber simbólico, si bien es menos representativo que el saber conceptual, puede ser
más rico y más profundo, puesto que llega a aquellos puntos más hondos donde la realidad del ser
personal se manifiesta o revela. Llega a las junturas del alma con el espíritu (cf. Heb 4,12). Además,
si el lenguaje simbólico tiene en cuenta su profunda y discontinua no-representatividad respecto de
la realidad personal o divina —si, en definitiva, tiene en cuenta que también él está sometido a la
ley de la analogía—, resulta que dicho lenguaje supera el nivel del juego metafórico: es un saber
tendencial que, en cuanto asume un método histórico o filosófico (antropológico o sociológico)
riguroso, puede catalogarse como una de las «ciencias del hombre».
La misma estructura de la fe es proléptica, como el símbolo, puesto que anticipa en el hombre
interior y en su «hoy» los bienes. Esta estructura simbólica de la fe permite afinar el método de los
estudios teológicos. La categoría del símbolo es privilegiada: ofrece una cierta clave real de
comprensión del acontecimiento de la fe y de su expresión doctrinal. El símbolo daría unidad a los
descubrimientos aportados por el método histórico y por la reflexión que intenta un mínimo de
comprensión global de los datos positivos.
Encuentro del Evangelio con las diversas culturas
Si hemos de hablar de ambos componentes y sus relaciones, es necesario tener presente qué es
aquello de «cultura» (puesto que de la verdad contenida en la Revelación ya nos hemos ocupado). A
tal fin puede sernos útil la descripción de cultura empleada por Tylor y divulgada por Castellet, ya
que nos parece no descuida ningún elemento: «la cultura es una totalidad compleja que incluye los
conocimientos, las creencias, el arte, la moral, las leyes, las costumbres y cualesquiera otros hábitos
y capacidades adquiridas por el hombre, en tanto que es miembro de una sociedad». 26 Como puede
apreciarse, en la vida humana todo es cultura,27 pues la capacidad transformadora del hombre hace
que el «mundo natural» se transforme en «mundo cultural». Esta afirmación alejada de todo
«elitismo» nos permite decir que todos los recursos culturales ayudan a vivir, son elaborados para
habitar en un ámbito de libertad, justicia y dignidad. De allí que resulten más significativos para la
consecución de estos objetivos, el campo del simbolismo expresivo formado por las artes, la
filosofía y la religión, ya que éstos tienden a descubrir el sentido de la existencia humana. En suma,
la cultura será el cultivo del hombre (lo dado) para adquirir «un nivel verdadera y plenamente
26
Castellet, J. M., Per a un debat sobre la cultura a Catalunya, Barcelona 1983, pp.18-19; cf.
Rovira Belloso, J. M., Fe i Cultura al nostre temps, Barcelona 1988, p.9.
27
Juan Pablo II, Alocución a la UNESCO de 2.VI.1980, n. 6; cf. Tomás de Aquino, In Post. Anlyt.,
n. 1.
37
humano» (lo adquirido).28 Todos los recursos que emanan de la mente humana son culturales, ya se
trate de pensamientos filosóficos o de dietas culinarias, de música, letras, ciencias o de la sabiduría
no escrita que pervive en la memoria de los pueblos. Es más, para ser matriz de libertad, la cultura
no ha de eliminar de su seno la religión pues tanto el amor como el nacimiento, la muerte, el dolor,
etc., ¿acaso no son momentos cargados de significatividad sagrada? «Las culturas, cuando están
profundamente enraizadas en lo humano, llevan consigo el testimonio de la apertura típica del
hombre a lo universal y a la trascendencia (FR 70).
En todo caso, la cultura que ha sido fecundada por la fe, no es una mera espectadora pasiva, sino
que se realiza un verdadero proceso de inculturación. «Proceso activo a partir del interior mismo de
la cultura que recibe la revelación a través de la evangelización y que la comprende y traduce según
su propio modo de ser, de actuar y de comunicarse». 29 Proceso que ha de seguir la misma lógica del
Verbo Encarnado, el cual al hacerse hombre no destruyó, sino que llevó a plenitud lo humano.
En efecto, «el término aculturación o inculturación, aun siendo un neologismo expresa muy bien
uno de los componentes del gran misterio de la Encarnación. De la catequesis, como de la
evangelización en general, podemos decir que están llamadas a llevar la fuerza del Evangelio al
corazón de la cultura o de las culturas. Por eso, la catequesis intentará conocer esas culturas, así
como sus componentes esenciales; aprenderá sus expresiones más significativas; respetará sus
valores y riquezas peculiares. De esta manera [la catequesis] podrá proponer la riqueza del misterio
escondido y ayudará a que broten, de la propia tradición viva, expresiones originales de vida, de
celebración y de pensamiento que sean cristianas».30 «El Evangelio no es contrario a una u otra
cultura como si, entrando en contacto con ella, quisiera privarla de lo que le pertenece obligándola a
asumir formas extrínsecas no conformes a la misma. Al contrario, el anuncio que el creyente lleva
al mundo y a las culturas es una forma real de liberación de los desórdenes introducidos por el
pecado y, al mismo tiempo, una llamada a la verdad plena» (FR 71). Sin embargo, este principio
«encarnatorio», según el cual «las iglesias jóvenes, radicadas en Cristo y edificadas sobre el
fundamento de los apóstoles, asumen en admirable intercambio todas las riquezas de las naciones
que han sido dadas a Cristo en herencia», 31 ha de comprenderse adecuadamente. En efecto, el
Evangelio no se identifica con ningún proyecto cultural, es metacultural (transcultural). Tiende a
ser alma inspiradora de todas las culturas32 (tiene vocación universal: Mt 28, 19), pero no es
ninguna de esas culturas. Por ello la Fides et ratio puede proclamar: «ante la riqueza de la salvación
realizada por Cristo, caen las barreras que separan las diversas culturas [...] Jesús derriba los muros
de la división y realiza la unificación de forma original y suprema mediante la participación en su
misterio» (FR 70). Pero además, a este principio «encarnatorio» ha de suceder un principio
«redentor», es decir, el Evangelio no sólo se introduce en la cultura, sino que al sembrarse en ella
ha de discernirla. Asume los valores, critica lo ambiguo, lo purifica y lo eleva y rechaza lo
absolutamente contrario a lo verdaderamente humano. Pero aquí llegamos a un problema
neurálgico: la fe nunca se transmite de manera químicamente pura. Ella se ofrece encarnada ya en
una cultura y así se presenta el problema dialéctico a resolver entre cultura dominante y cultura
dominada. Sólo podrá resolverse esta dialéctica si, en la trasmisión del Evangelio (ya inculturado)
se respetan dos realidades: 1. el respeto por los valores de la tradición, las costumbres, el genio
cultural de un pueblo, a menos que conste de que se trata de algo aberrante y dañino para el propio
hombre. Ya en el S XVII (1659), la Congregación De Propaganda Fidei enseñaba: «No pongáis
ningún celo ni presentéis ningún argumento para convencer a estos pueblos de que cambien sus
ritos, sus costumbres y sus formas de vivir, a no ser que vayan claramente en contra de la religión y
de la moral». Ahora bien, para que la inculturación respete la universalidad del espíritu humano (FR
28
Gaudium et spes, 53.
29
De Azevedo, M., Inculturación problemática, en Latourelle, R.- Fisichella, R.- Pié i Ninot, S.,
Diccionario de Teología Fundamental, Madrid 1990, 689-690.
30
Catechesi tradendae 53.
31
Gaudium et spes, 42; cf. FR 71.
32
Cf. Epístola a Diogneto, 5.
38
72) se precisa del rol mediador de la filosofía;33 2. la jerarquía de verdades,34 ya que la formulación
de la fe, o los enunciados de la misma reciben en las distintas regiones su propia impronta. Cuanto
más nos acercamos al fundamento de la fe, más debe resplandecer la unidad de las formulaciones en
la que se expresa o celebra esta fe. Y, a la inversa, cuanto más nos alejamos del fundamento de la
fe, es posible admitir el legítimo pluralismo expresado en diversas formulaciones teológicas.
Aunque, esta diversidad, no ha de suponer contradicción, pues el Espíritu que alienta purifica y
vivifica las diversas formas es el mismo. Desde aquí puede comprenderse que si bien «de hecho» la
misión evangelizadora se ha «encontrado en su camino primero a la filosofía griega, no significa en
modo alguno que excluya otras aportaciones. Hoy, a medida que el Evangelio entra en contacto con
áreas culturales que han permanecido hasta ahora fuera del ámbito de irradiación del cristianismo,
se abren nuevos cometidos a la inculturación» (FR 72). El Papa hace referencia explícitamente «a
las tierras del Oriente, ricas de tradiciones religiosas y filosóficas muy antiguas» y destaca
particularmente a la India (aunque no olvida a las grandes culturas de la China, el Japón y los demás
países de Asia, así como las riquezas de las culturas tradicionales e África, transmitidas sobre todo
por vía oral). Sin embargo, en este contacto habrá que cuidar no «olvidar lo que [la Iglesia] ha
adquirido en la inculturación con el pensamiento grecolatino». Y, el motivo de tal exigencia es
estrictamente teológico: «rechazar esta herencia sería ir en contra del designio providencial de Dios,
que conduce su Iglesia por los caminos del tiempo y de la historia». Pero justamente este mismo
criterio «vale para la Iglesia de cada época», es decir, la comunidad cristiana del mañana ha de
saber «recepcionar» «los logros alcanzados en el actual contacto con las culturas orientales y
encontrará en este patrimonio nuevas indicaciones para entrar en diálogo fructuoso con las culturas
que la humanidad hará florecer en su camino hacia el futuro» (FR 72).
Finalmente digamos unas palabras acerca de la función de la Teología en el proceso de
inculturación. El Documento Conciliar Ad gentes 22 considera a la teología cristiana como un
elemento decisivo en el proceso de inculturación. Por una parte, la fe aparece inculturada en las
expresiones teológicas de cada uno de los territorios socio-culturales distintos. En este sentido, la
teología es un elemento activo que favorece el proceso de inculturación de la fe. El Decreto Ad
gentes llega a formular una especie de programa de inculturación de la teología: «Para conseguir
este propósito es necesario que en cada territorio socio-cultural se promueva aquella consideración
teológica que someta a nueva investigación, a la luz de la tradición de la Iglesia universal, los
hechos y las palabras reveladas por Dios, consignadas en las Sagradas Letras y explicadas por los
Padres y el Magisterio de la Iglesia. Así se verá más claramente por qué caminos puede llegar la fe
a la inteligencia, teniendo en cuenta la filosofía o la sabiduría de los pueblos, y de qué forma pueden
compaginarse las costumbres, el sentido de la vida y el orden social con la moral manifestada por la
divina revelación».
33
Citado en Carrier, H., «Inculturación del Evangelio», en Diccionario de Teología Fundamental,
Madrid 1992, p. 702. Este mismo principio es citado en las encíclicas Maximum illud (1919),
Rerum Ecclesiae (1926) y Sumí Pontificatus (1939). Finalmente será asumido por el Concilio
Vatoicano II: Sacrosanctum Concilium 37 y Gaudium et spes 49.
34
Cf. Unitatis Redintegratio, 11.