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Religión - Enciclopedia Católica

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• 1 Derivación, análisis y definición


• 2 Religión subjetiva
• 3 Religión objetiva
• 3.1 Especulativa
• 3.2 Práctica
• 3.3 Libros sagrados

• 4 El origen de la religión
• 5 Universalidad de la religión
• 6 Influencia civilizadora de la religión
• 7 Estudio científico moderno de la religión

Derivación, análisis y definición

La derivación de la palabra “religión” ha sido motivo de controversia


desde la antigüedad; incluso hoy día no es un asunto cerrado. Cicerón en
su “De natura deorum”, II, XXVIII, deriva religión de relegere (tratar
cuidadosamente): “Los que se encargaron cuidadosamente todo lo
relacionado con los dioses fueron llamados religiosi, de relegere, opinión
que también fue apoyada por Max Müller. Pero como la religión es una
noción elemental muy anterior a la época del complicado ritual que
presupone esta explicación, debemos buscar su etimología en otro lugar.
Una derivación mucho más probable, una que se adapte a la idea de la
religión en sus humildes comienzos, es la dada por Lactancio, en su
"Divine Institutes”, IV, XXVIII. Deriva el término “religión” de religare
(atar): “Estamos ligados a Dios y unidos a Él [religati] por el vínculo de
piedad, y es a partir de esto que la religión ha recibido su nombre, y no,
como sostiene Cicerón, de la consideración cuidadosa (relegendo)”. La
objeción de que religio no se puede derivar de religare, un verbo de la
primera conjugación, no es de gran peso, cuando recordamos que opinio
viene de opinari y rebellio de rebellare. San Agustín, en su "Ciudad de
Dios", X, III, deriva religio de religere en el sentido de recuperación: "Al
haber perdido a Dios debido a la negligencia [negligentes], lo

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recuperamos (religentes) y somos atraídos hacia Él." Esta explicación, que


implica la noción de la redención, no se adapta a la idea principal de
religión. El mismo San Agustín no estaba satisfecho con ella, pues en su
"Retractions”, I, XIII, la abandonó en favor de la derivación dada por
Lactancio. Él emplea este último término en su tratado "Sobre la
verdadera religión", donde dice: "La religión nos une (religat) al único
Dios Todopoderoso." Santo Tomás, en su "Summa", II-II, Q. LXXXI, a. 1, da
las tres derivaciones sin pronunciarse a favor de ninguna. La correcta
parece ser la ofrecida por Lactancio. Religión en su forma más simple
implica la noción de estar atados a Dios; esta misma noción es
predominante en la palabra religión en su sentido más específico, tal
como se aplica a la vida de pobreza, castidad y [[obediencia, a la que los
individuos se comprometen voluntariamente por votos más o menos
solemnes. Por lo tanto, los que están obligados de ese modo se conocen
como religiosos.

Religión, en términos generales, significa la sujeción voluntaria de uno


mismo a Dios. Existe en su más alta perfección en el cielo, donde los
ángeles y santos aman, alaban y adoran a Dios, y viven en absoluta
conformidad a su santa voluntad. No existe en absoluto en el infierno,
donde la subordinación de las criaturas racionales a su Creador es una
no de libre albedrío, sino de necesidad física. En la tierra prácticamente
tiene el mismo alcance que la raza humana, sin embargo, donde no ha
sido elevada al plano sobrenatural a través de la revelación divina,
trabaja bajo serios defectos. Este artículo trata sobre la religión en la
medida que afecta la vida del hombre sobre la tierra. El análisis de la
idea de religión muestra que es muy compleja, y se basa en varios
conceptos fundamentales. Implica, ante todo, el reconocimiento de una
personalidad divina en y detrás de las fuerzas de la naturaleza: el Señor
y Soberano del mundo, Dios. En las religiones superiores, este ser
sobrenatural se concibe como un espíritu, uno e indivisible, presente por
todas partes en la naturaleza, pero distinto a ella. En las religiones
inferiores, se asocia a los diversos fenómenos de la naturaleza con una
serie de personalidades distintas, aunque es raro que entre éstas
numerosas deidades de la naturaleza no se honre a una como suprema.
Los diversos pueblos le atribuyen a sus respectivas deidades cualidades
éticas que corresponden a las normas éticas vigentes.

En todas las formas de religión está implícita la convicción de que el


misterioso, el Ser (o seres) sobrenatural tiene el control sobre las vidas y
destinos de los hombres. Especialmente en las categorías inferiores de
cultura, donde el hombre entiende sólo débilmente a la naturaleza y la
utilización de las leyes físicas, él siente de muchos modos su impotencia

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en presencia de las fuerzas de la naturaleza: es el Ser Supremo quien las


controla, quien puede dirigirlas para el bien o para el mal del hombre.
Surge así en el orden natural un sentido de dependencia de la Deidad,
una necesidad profundamente sentida de la ayuda divina. Esta es la base
de la religión. Sin embargo, no es el reconocimiento de la dependencia de
Dios lo que constituye la esencia misma de la religión, tan indispensable
como es. Los condenados reconocer su dependencia de Dios, pero, al
estar sin esperanza de ayuda divina, se alejan de Él, en lugar de
acercársele.

Junto con el sentido de necesidad está la convicción por parte del hombre
de que se puede acercar a una comunión amigable y benéfica con la
divinidad o divinidades de quienes siente que depende. Es una criatura
de esperanza. Sintiendo su desamparo y necesidad de ayuda divina,
presionado, tal vez, por la enfermedad, la pérdida y la derrota,
reconociendo que en la comunión amistosa con la Deidad puede
encontrar la ayuda, la paz y la felicidad, se dirige voluntariamente a
realizar determinados actos de homenaje destinados a realizar el
resultado deseado. Lo que el hombre busca con la religión es la
comunión con la divinidad, en la que espera alcanzar su felicidad y la
perfección. Esta perfección se concibe sólo crudamente en las religiones
inferiores. No se descuida totalmente la sumisión a los estándares
morales reconocidos, la cual es generalmente baja, pero es menos un
objeto de afán que el bienestar material. La suma de la felicidad buscada
es la prosperidad en la vida presente y la continuación de las mismas
comodidades corporales en la vida venidera.

En las religiones superiores, la anhelada perfección en la religión se


asocia más íntimamente con la bondad moral. En el cristianismo, la más
alta de las religiones, la comunión con Dios implica la mayor perfección
espiritual posible, la participación en la vida sobrenatural de la gracia
como hijos de Dios. Esta perfección espiritual, que trae consigo la
perfecta felicidad, se realiza en parte al menos en la presente vida de
dolor y decepción, pero se logra plenamente en la vida venidera. El deseo
de felicidad y perfección no es el único motivo que impulsa al hombre a
rendir homenaje a Dios. En las religiones superiores, también existe el
sentido del deber que surge del reconocimiento de la soberanía de Dios, y
por consiguiente, de su estricto derecho a la sujeción y la adoración del
hombre. A esto también hay que añadir el amor a Dios por sí mismo, ya
que Él es el Ser infinitamente perfecto, en quien se realizan plenamente
en su más alto grado posible la verdad, la belleza y la bondad.. Si bien el
motivo que prevalece en todas las religiones inferiores es una de propio
interés, el deseo de la felicidad, por lo general implica en cierta medida,

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una actitud afectuosa, así como reverente, hacia las deidades que son
objeto de culto.

De lo que se ha dicho es evidente que la religión requiere que el concepto


de deidad sea el de una personalidad libre. El error de confundir muchas
deidades de la naturaleza con el único y verdadero Dios, vicia, pero no
destruye la religión. Pero la religión deja de existir, como en el
panteísmo, cuando se declara que la deidad carece de toda conciencia.
Una deidad sin personalidad no es más capaz de despertar el sentido de
la religión en el corazón del hombre que lo que lo es el éter que todo lo
penetra o la fuerza de la gravitación universal. La religión es
esencialmente una relación personal, la relación del sujeto y criatura, el
hombre con su Señor y Creador, Dios. Por lo tanto, se puede definir el
término religión como la sujeción voluntaria de uno mismo a Dios, es
decir, al Ser (o seres) libre, sobrenatural del cual el hombre está
consciente que depende, de cuya poderosa ayuda siente la necesidad, y
en quien reconoce la fuente de su perfección y felicidad. Es un giro
voluntario hacia Dios. En último análisis, es un acto de la voluntad. En
otras palabras, es una virtud, ya que es un acto de la voluntad que inclina
al hombre a observar el orden justo, que surge de su dependencia de
Dios. Por lo tanto Santo Tomás (II-II, Q. LXXXI, a. 1) define la religión
como "virtus per quam homines Deo debitum cultum et reverentiam
exhibent" (la virtud que inclina al hombre a rendirle a Dios el culto y
reverencia que le pertenece a Él por derecho). El fin de la religión es la
comunión filial con Dios, en la que le honramos y veneramos como
nuestro supremo Señor, lo amamos como a nuestro Padre, y
encontramos en ese servicio reverente de amor filial nuestra verdadera
perfección y felicidad. Como ya se ha dicho, el fin de todas las religiones
es la comunión con Dios que da la felicidad. El budismo primitivo, con su
objetivo de asegurar el reposo inconsciente (Nirvana) a través del
esfuerzo personal independientemente de la ayuda divina, parece ser
una excepción. Pero incluso en el budismo primitivo la comunión con los
dioses de la India se mantuvo como un elemento de creencia y aspiración
de los laicos, y fue sólo al sustituir el ideal de la comunión divina por el
de Nirvana que el budismo se convirtió en una religión popular.

Así, en su sentido más estricto, la religión en su vertiente subjetiva es la


disposición a reconocer nuestra dependencia de Dios, y en el lado
objetivo, es el reconocimiento voluntario de esa dependencia a través de
actos de homenaje. Se pone en juego no sólo la voluntad, sino el intelecto,
la imaginación y las emociones. La religión no existiría sin la concepción
de deidad personal. El reconocimiento del mundo invisible aviva la
imaginación, y también se ejercitan las emociones. La necesidad de

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ayuda divina da lugar al anhelo de comunión con Dios. La posibilidad


reconocida de la consecución de este fin engendra la esperanza. La
conciencia de la amistad adquirida con un protector tan bueno y
poderoso excita la alegría. La obtención de los beneficios en respuesta a
la oración impulsa al agradecimiento. La inmensidad del poder y
sabiduría de Dios llama a los sentimientos de temor. La conciencia de
haberlo ofendido y haberse distanciado de él, y de ser así meritorios de
castigo, conduce al miedo, a la tristeza y al deseo de reconciliación. La
coronación de todo esto es la emoción del amor que brota de la
contemplación de la bondad y excelencia maravillosa de Dios. Por ello,
vemos cuán fuera de propósito están los intentos de limitar la religión al
ejercicio de una facultad en particular, o identificarla con el ritual o con
la conducta ética. La religión no es adecuadamente descrita como "el
conocimiento adquirido por el espíritu finito de su esencia como espíritu
absoluto" (Hegel), ni como "la percepción del infinito" (Max Müller), ni
como "una determinación del sentimiento del hombre de la dependencia
absoluta" (Schleiermacher), ni como "el reconocimiento de todos
nuestros deberes como mandatos divinos" (Kant), ni como "la moral
tocada por la emoción" (Mathew Arnold), ni como "la dirección seria de
las emociones y deseos hacia un objeto ideal reconocido como de la más
alta excelencia y como rectamente superior sobre los objetos del deseo
egoísta" (J.S. Mill). Estas definiciones, en la medida en que son ciertas, son
sólo caracterizaciones parciales de la religión.

La religión responde a una necesidad profundamente sentida en el


corazón del hombre. Por encima de las necesidades de la persona están
las necesidades de la familia, y más altas aún están las necesidades del
clan y del pueblo, pues el bienestar del individuo depende del bienestar
de la población. Por lo tanto nos encontramos con que la religión en su
culto exterior es en gran medida una función social. Los ritos principales
son ritos públicos, realizados en nombre y en beneficio de toda la
comunidad. Es por la acción social que el culto religioso se mantiene y se
conserva. Sólo en la sociedad con nuestro prójimo es que desarrollamos
nuestras facultades mentales y morales y adquirimos la religión.

La religión se distingue en natural y sobrenatural. Por religión natural se


entiende el sometimiento de uno mismo a Dios, sobre la base de ese
conocimiento de Dios y de los deberes morales y religiosos que la mente
humana puede adquirir por sus propios poderes sin ayuda. Sin embargo,
no excluye las teofanías y las revelaciones divinas hechas con el fin de
confirmar la religión en el orden natural. La religión sobrenatural
implica un fin sobrenatural, concedido gratuitamente al hombre, es
decir, una unión viva con Dios mediante la gracia santificante, que se

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comienza y se alcanza imperfectamente aquí, pero que se completa en el


cielo, donde la visión beatífica de Dios será su recompensa eterna.
También implica una revelación divina especial a través de la cual el
hombre llega a conocer ese fin así como los medios divinamente
designados para su consecución. Religión sobrenatural es la sujeción de
uno mismo a Dios, basado en este conocimiento de fe y que se mantiene
fructífera por la gracia.

Religión subjetiva

La religión en su aspecto subjetivo es esencialmente, aunque no


exclusivamente, un asunto de la voluntad, la voluntad de reconocer
mediante actos de homenaje la dependencia del hombre en Dios. Ya
hemos visto que la imaginación y las emociones son factores importantes
en la religión subjetiva. Las emociones, provocadas por el
reconocimiento de la dependencia de Dios y por la profundamente
sentida necesidad de la ayuda divina, dan mayor eficacia al ejercicio
deliberado de la virtud de religión. Es digno de señalar que las emociones
despertadas por la conciencia religiosa son como hechura para un sano
optimismo. Los tonos predominantes de la religión son los de la
esperanza, la alegría, la confianza, el amor, la paciencia, la humildad, el
propósito de enmienda y la aspiración hacia los ideales elevados. Todos
estos son los acompañantes naturales de la persuasión de que a través de
la religión el hombre vive en comunión amistosa con Dios. Es
insostenible la opinión de que en la mayoría de los casos el temor es el
móvil de la acción religiosa.

En la religión subjetiva se deben incluir varias virtudes, muchas de ellas


de un carácter emocional. El correcto ejercicio de la virtud de religión
involucra tres virtudes cooperantes que tienen a Dios como su objeto
directo, y por lo tanto conocidas como las "virtudes teologales". En
primer lugar está la fe. Estrictamente hablando, la fe como una virtud es
la disposición reverente de someter la mente humana a la divina, a
aceptar como de autoridad divina lo que ha sido revelado por Dios. En
sentido amplio, aplicado a todas las religiones, es la aceptación piadosa
de las nociones fundamentales de la Deidad y de las relaciones del
hombre con la Deidad contenidas en las tradiciones religiosas de la
comunidad. En prácticamente todas las religiones hay un ejercicio de la
enseñanza autoritativa en lo que respecta a la base intelectual de la
religión, las cosas que se debe creer. Los individuos no adquieren estas
cosas de forma independiente, a través de la intuición directa o del
razonamiento discursivo. Llegan a conocerlas a través de la enseñanza
de los padres y ancianos, y por la observancia de los ritos y costumbres

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sagrados. Toman estas enseñanzas sobre la autoridad, hechas venerables


por el uso inmemorial, por lo que rechazarlas sería reprobado como un
acto de impiedad. Así, mientras que el hombre tiene la capacidad de
llegar al conocimiento de los fundamentos de la religión por el ejercicio
independiente de su razón, regularmente llega a conocerlos a través de la
enseñanza autoritativa de sus mayores. La fe de este tipo es
prácticamente una base indispensable de la religión. En el orden
sobrenatural, la fe es absolutamente indispensable. Si el hombre ha sido
elevado a un fin sobrenatural especial, es sólo por la revelación de que
puede llegar a conocer ese fin y los medios divinamente designados para
su consecución. Tal revelación implica necesariamente la fe.

La esperanza es absolutamente indispensable para el ejercicio de la


virtud de religión. La esperanza es la expectativa de lograr y mantener la
comunión productora de felicidad con la Deidad. En el orden natural se
basa en la concepción de la Deidad como una personalidad moralmente
buena, que invita a la confianza. También es sostenida por los casos
reconocidos de la Divina Providencia. En la religión cristiana la
esperanza es elevada al plano sobrenatural, y está basada en las
promesas divinas dadas a conocer por la revelación de Cristo. La falta de
esperanza paraliza la virtud de religión. Por esta razón, los condenados
ya no son capaces de tener religión.

En tercer lugar, el amor de Dios por sí mismo aparece o actúa


conjuntamente con la virtud de religión, siendo necesario para su
perfección. En algunas formas inferiores de religión, está en gran
medida, si no totalmente, ausente. La deidad es honrada principalmente
en aras de la ventaja personal. Sin embargo, en tal vez la mayoría de las
religiones, se sienten al menos los inicios de un afecto filial a la deidad.
Tal afecto parece estar implícito en la oferta generosa y en las
expresiones de agradecimiento tan comunes en los ritos religiosos. En
estrecha relación con las virtudes de la esperanza y el amor, y, por tanto
íntimamente ligada a la religión según ejercida por el hombre en su
fragilidad, está la virtud del arrepentimiento. Con todo su celo por la
religión, el hombre está constantemente cayendo en pecados contra la
Deidad. Estas ofensas, ya sean rituales o morales, deliberadas o
involuntarias, se presentan como obstáculos más o menos fatales para la
comunión productora de felicidad con la Deidad, que es la finalidad de la
religión. El temor de perder la buena voluntad y ayuda de la Deidad, y de
incurrir en su castigo da lugar al pesar, que en las religiones superiores
se hace más meritorio por el dolor que se siente por haber ofendido a un
Dios tan bueno. Por lo tanto el pecador se ve impulsado a reconocer su
culpa y a buscar la reconciliación, a fin de restaurar a su integridad la

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rota unión de la amistad con Dios.

Religión objetiva

La religión objetiva comprende los actos de homenaje que son los efectos
de la religión subjetiva, así como los diversos fenómenos que se
consideran como manifestaciones de buena voluntad de la deidad.
Podemos distinguir en la religión objetiva una parte especulativa y una
parte práctica.

Especulativa

La parte especulativa abraza la base intelectual de la religión, los


conceptos de Dios y el hombre, y de la relación del hombre con Dios, que
son el objeto de la fe, ya sean naturales o sobrenaturales. De vital
importancia para la religión correcta son los puntos de vista correctos
respecto a la existencia de un Dios personal, la Divina Providencia y
retribución, la inmortalidad del alma, el libre albedrío y la
responsabilidad moral. Por lo tanto se reconoce la necesidad de
establecer firmemente los fundamentos de las creencias teístas, y de
refutar los errores que debilitan o destruyen la virtud de religión.

El politeísmo vicia la religión, en la medida en que confunde al Dios


verdadero con una serie de seres ficticios, y distribuye entre ellos el
servicio reverente que le pertenece sólo a Dios. La religión es
absolutamente apagada en el ateísmo, que trata de sustituir a la Deidad
personal con fuerzas físicas ciegas. Igualmente destructivo es el
panteísmo, que considera todas las cosas como emanaciones de un
universo impersonal e inconsciente. El agnosticismo también hace
imposible la religión al declarar que no tenemos razones suficientes para
afirmar la existencia de Dios. Casi tan fatal es el deísmo, que, lejos de
poner a Dios en el mundo visible, niega la Divina Providencia y la
eficacia de la oración. Dondequiera que la religión ha florecido, nos
encontramos con una creencia profundamente arraigada en la
Providencia Divina.

El libre albedrío---con su implicación necesaria, la responsabilidad


moral---se da por sentado en los credos de la mayoría de las religiones. Es
sólo en los grados de cultura superior, donde la especulación filosófica ha
dado ocasión a la negación del libre albedrío, que se enfatiza esta
importante verdad. La creencia en la inmortalidad del alma se encuentra
en prácticamente todas las religiones, aunque la naturaleza del alma y el
carácter de la vida futura son concebidos rudamente en la mayoría de las

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religiones. La retribución divina es también un elemento de la creencia


religiosa en todo el mundo. Uno de los errores comunes fomentado en los
últimos trabajos sobre antropología e historia de las religiones es que
sólo en las religiones superiores se halla que la conducta moral descansa
en la sanción religiosa. Aunque la norma del bien y del mal en las
religiones inferiores es a menudo grandemente defectuosa, lo que
permite la existencia de ritos impuros y crueles, no es menos cierto que
lo que es reprobado como moralmente malo se considera generalmente
como una ofensa a la divinidad, lo que conlleva algún tipo de castigo a
menos que sea expiada. Muchas religiones, incluso las de las tribus
salvajes y bárbaras, distinguen entre el destino de los buenos y el de los
malos después de la muerte. El malo va a un lugar de sufrimiento, o
perece por completo, o reencarnan en formas de viles animales.
Prácticamente todos dan testimonio de la creencia en la retribución en la
vida presente, como puede verse en el uso universal de ordalías,
juramentos, y el recurso generalizado a los ritos penitenciales en tiempos
de gran angustia.

Estos elementos fundamentales de creencia tienen su lugar legítimo en la


religión cristiana, en la que se encuentran corregidos, completados y
finalizados por un mayor conocimiento de Dios y de sus propósitos en lo
que respecta al hombre. Dios, habiendo destinado el hombre a la
comunión filial con Él en la vida de la gracia, a través de la Encarnación y
la redención de Cristo ha traído al alcance del hombre las verdades y las
prácticas necesarias para la consecución de tal fin. Así, en el cristianismo
las cosas que hay que creer y hacer para obtener la salvación tienen la
garantía de la autoridad divina. La recta creencia es, pues, esencial para
la religión, si el hombre ha de hacer justicia a sus deberes morales y
religiosos y por ende, asegurar su perfección. El clamor popular de hoy
por la religión sin dogma viene del fracaso en reconocer la importancia
suprema de la creencia correcta. Las enseñanzas dogmáticas del
cristianismo, que suplementan y perfeccionan la base intelectual de la
religión natural, no deben ser consideradas como una mera serie de
rompecabezas intelectuales. Tienen un propósito práctico. Sirven para
iluminar al hombre en toda la gama de sus deberes religiosos y éticos,
sobre el cumplimiento adecuado del cual depende su perfección
sobrenatural.

Estrechamente vinculados con los datos de la revelación están los


intentos para determinar sus relaciones mutuas, para explicarlas en la
medida de lo posible en términos de ciencia y filosofía sólidas, y extraer
de ellos sus deducciones legítimas. A partir de este campo de estudio
religioso ha surgido la ciencia de la teología. En correspondencia con esta

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en funciones, pero totalmente opuesta a ella en valor, está la mitología de


las religiones paganas. La mitología es el producto en parte de la
tendencia de la mente humana por comprender y en parte de los
intentos del hombre por explicar los orígenes de tales factores como el
fuego, la enfermedad, la muerte, y por explicar la sucesión de fenómenos
naturales en una época de ignorancia cuando una fantasiosa
personificación de las fuerzas de la naturaleza ocupaba el lugar del
conocimiento científico. De ahí surgieron las historias míticas de los
dioses grandes y pequeños, muchos de los cuales escandalizaron a las
generaciones posteriores por su absurdo e inmoralidad. La mitología, al
haber nacido de la ignorancia y de la fantasía desenfrenada, no tiene
lugar legítimo en la sana creencia religiosa.

Práctica

La parte práctica incluye:

• (1) los actos de homenaje por los cuales el hombre reconoce la


soberanía de Dios y busca su ayuda y amistad. Éstos se subdividen en
tres clases:
• (a) los actos de culto directos,
• (b) la regulación de la conducta fuera de la esfera de la obligación
moral, y
• (c) la regulación de la conducta dentro de la esfera reconocida de
la obligación moral.

• (2) las experiencias religiosas extraordinarias vistas por el adorador


como manifestaciones de la voluntad divina.

1. Actos de Culto

a. Actos de Culto: Los actos de culto propiamente dichos consisten en


aquellos que expresan directamente adoración, acción de gracias,
petición y propiciación. En estos se incluyen los actos de fe, esperanza,
amor, humildad y arrepentimiento. Toman la forma externa de la
oración y el sacrificio. La oración, como un acto externo, es la
comunicación verbal de los pensamientos y necesidades del hombre a
Dios. En las religiones inferiores las peticiones de favores terrenales son
los principales objetos de la oración; y las expresiones de agradecimiento
tampoco son desconocidas. Además de éstos, en las religiones superiores
hay oraciones de adoración, de petición por una mejoría moral, también
oraciones penitenciales.

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El sacrificio es igualmente común que la oración. Los estudiosos no están


de acuerdo sobre la idea principal que subyace al uso del sacrificio. La
opinión más probable es que el sacrificio es principalmente una señal de
respeto en la forma de un regalo. A menudo se llama un regalo u
ofrenda, incluso en la Sagrada Escritura (cf. Gén. 4,3-5; Mt. 5,23). Entre las
naciones de la antigüedad, así como en la mayoría de los pueblos de hoy,
a ningún inferior se le ocurriría acercarse a su superior sin llevarle un
regalo. Es una señal de respeto y buena voluntad. No es un soborno,
como han objetado algunos, aunque puede degenerar en tal. De igual
manera, el hombre desde la antigüedad, al rendir homenaje a la deidad,
venía a su presencia con un regalo. Además de ser una prueba visible de
respeto del hombre, el don también significaba que todas las cosas eran
de Dios. La entrega del objeto a la deidad implicaba que ya no pertenecía
al adorador, sino que se convirtió en propiedad sagrada de la deidad
(sacrificium). Siendo así eliminado del uso ordinario, se pasó a la deidad
por la destrucción total o parcial; se derramaban ofrendas líquidas en el
suelo, y generalmente se quemaban ofrendas de comida. Otras se
arrojaban a los ríos o al mar. Muy a menudo, en las ofrendas de comida
sólo se destruía una parte por el fuego y el resto era comido por los fieles,
de esta forma se simbolizaba la unión amistosa de ellos con la deidad. En
algunos casos, la idea subyacente era que el hombre es el huésped
privilegiado en el banquete divino, y que participaba de la comida
sagrada consagrada a la divinidad; tenía así una significación casi
sacramental. En la antigua religión hebrea había ofrendas de alimentos
que incluían sacrificios sangrientos de víctimas animales. Estos eran
tipos del gran sacrificio expiatorio de Cristo. En la religión católica, el
sacrificio de Cristo en la Cruz se perpetúa por el sacrificio incruento del
Sacrificio de la Misa, en la que el eterno Cordero de Dios se ofrece bajo la
apariencia de pan y vino, y es consumida devotamente por el sacerdote y
los fieles. El uso del sacrificio ha llevado al oficio del sacerdote. En un
principio, el sacrificio, como la oración, fue del tipo más simple y lo
ofrecía el individuo por sus necesidades personales, por el jefe de la
familia o clan, por sus miembros en conjunto y por el jefe o rey de todo el
pueblo.

Con el aumento en oraciones y ritos ceremoniales, el oficio del sacrificio


dio origen a la clase de sacerdotes cuyo deber era hacer las ofrendas en
estricta conformidad con el complicado ritual. La institución del oficio
del sacerdote es, pues, posterior a la de sacrificio. Al principio los
sacrificios se hacían a la intemperie sobre fogones de tierra o piedra
elevados, que se convirtieron en los altares. Luego se construyeron los
templos para la protección de los altares permanentes. Los sacrificios

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más solemnes fueron los ofrecidos a favor del pueblo para la obtención
de beneficios públicos. Para acomodar el gran concurso de fieles, los
templos se construían a menudo a gran escala, superando en
magnificencia a los palacios de los reyes. Desde los primeros tiempos la
religión fue así la gran influencia inspiradora en el desarrollo de la
arquitectura y las artes decorativas. El arte de la escultura y de la pintura
le debe mucho a la utilización de imágenes y cuadros religiosos, que
desde tiempo inmemorial se han asociado con el culto. Al adquirir
nociones de seres invisibles e intangibles, el hombre ha hecho
generalmente gran uso de la imaginación, que, si bien a menudo
malinterpreta, sirve para concretar y hacer realidad las cosas que él
reconoce, pero sólo capta vagamente. Esto ha llevado a la hechura de
formas en madera y piedra para representar a los seres misteriosos de
quienes el hombre busca ayuda. Estas formas son susceptibles de ser
repulsivas donde el arte de la escultura es rudimentario. En las naciones
más altas de la antigüedad, la realización de las imágenes sagradas de
madera, piedra y metal fue llevada a un alto grado de perfección. Su uso
degeneró en idolatría, donde prevalecía el politeísmo.

La religión cristiana ha permitido el uso de estatuas y pinturas para


representar al Hijo de Dios Encarnado, a los santos y ángeles, y estas
imágenes son una ayuda legítima a la devoción, ya que el honor que se
les da es sólo relativo, ya que se dirige a los seres que representan a
través de ellas. Es como el honor relativo dado a la bandera de la nación.

Los tiempos y lugares de culto externo merecen alguna atención. En la


mayoría de las religiones nos encontramos con ciertos días del año
reservados para los más solemnes actos de culto; algunos de éstos son
sugeridos por fenómenos recurrentes de la naturaleza (la luna nueva y
llena, la primavera, con su naciente vegetación, el otoño con sus cosechas
maduras, los dos solsticios); otros conmemoran acontecimientos
históricos de gran importancia para la vida religiosa del pueblo. De ahí la
observancia generalizada de las festividades religiosas, en las que se
ofrecen sacrificios públicos con un ritual elaborado y se acompañan con
un banquete y el descanso de la actividad ordinaria. De la misma manera
algunos lugares, hechos venerables por el culto inmemorial o por
asociación con famosas visiones, oráculos, y curaciones milagrosas,
llegaron a ser señalados como los lugares más adecuados para el culto
público. Se construyen santuarios y templos, a los que se atribuye una
santidad peculiar, y se hacen peregrinaciones anuales a ellos desde
lugares distantes.

El elemento emocional en el culto externo es una característica que no

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puede pasarse por alto. Las oraciones y sacrificios solemnes a la


Divinidad en favor de la comunidad se adornan con actos rituales
expresivos de las emociones que entran en juego en el culto religioso. El
deseo y la esperanza de auxilio divino, la alegría por su posesión, la
gratitud por los favores recibidos, la aflicción por el alejamiento
temporal de la Deidad ofendida---todas estas emociones aceleran los
actos de culto y se expresan en los cantos, música instrumental, bailes,
procesiones y majestuosas ceremonias. Estas expresiones de los
sentimientos también son poderosos medios de despertar el sentimiento,
y dar así una intensa seriedad a la religión. Este elemento emocional
entra en el culto externo de toda religión, pero su extensión y carácter
varían considerablemente, pues son determinados por el estándar
particular de propiedad prevaleciente en un cierto grado de cultura. Por
regla general, los pueblos incultos son más emocionales y más
impulsivos en la expresión de sus emociones que los pueblos de un alto
grado de cultura. De ahí que el culto en las religiones inferiores se
caracteriza generalmente por ruido, la acción extravagante y exhibición
espectacular. Esto se demuestra especialmente en sus danzas sagradas,
que son en su mayoría [[violencia|violentas, y desde nuestro punto de
vista, fantásticas, pero que se ejecutan en un espíritu de gran seriedad.

La religión hebrea primitiva, como la mayoría de las religiones de la


antigüedad, tuvo sus danzas sagradas, las cuales son una característica
popular del islamismo en la actualidad. Han sido sabiamente dejadas de
lado en el culto cristiano, aunque en muy pocos lugares, como en
Echternach, Luxemburgo, y en la catedral de Sevilla, la danza religiosa
da un color local a la celebración de alguna festividad. La música
instrumental y es un marco más apropiado para la oración litúrgica y los
sacrificios solemnes. Los inicios de la música fueron necesariamente
groseros. Bajo la influencia de la religión, los cantos rítmicos crecieron
hasta convertirse en himnos y salmos inspiradores, que dan lugar a la
literatura poética sagrada de muchas naciones. En la religión cristiana la
poesía sagrada, la melodía y la música polifónica han sido llevadas a la
cima de la perfección. Estrechamente relacionada a la danza religiosa,
sin embargo, cuando ha sido debidamente reglamentada y si no se opone
al gusto refinado, está el espectáculo de la ceremonia religiosa---el
empleo de numerosos ministros oficiantes vestidos con trajes llamativos
para llevar a cabo una función solemne y complicada, o la procesión
religiosa, en que los ministros, llevando objetos sagrados, van
acompañados de una larga fila de fieles, que marchan al son de
conmovedores himnos y música instrumental. Todo esto hace una
profunda impresión en los espectadores. La Iglesia Católica ha mostrado

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su sabiduría al tomar para su liturgia tales elementos como lo son la


expresión legítima y digna del sentimiento religioso.

b. Regulación de la conducta fuera de la esfera de la obligación


moral: Este elemento es común a todas las religiones. Se ejemplifica en
las purificaciones, ayunos, privación de ciertos tipos de alimentos, la
abstinencia, a veces, de tener relaciones conyugales, el cese de las
ocupaciones diarias en determinados días, mutilaciones y dolores
autoinfligidos. La mayoría de estos sirven como preparación, inmediata o
remota, para los actos solemnes de culto para los que generalmente se
requiere la pureza ceremonial. Por lo tanto muchos de ellos están
incorporados en ritos asociados estrechamente con el culto divino. La
mayoría de estas prácticas se basan en una sensación de idoneidad
fortalecida por la costumbre inmemorial; se cree que descuidarlas o
despreciarlas trae consigo calamidades, por lo tanto tienen una sanción
cuasi-religiosa. En la religión hebrea las prácticas de este tipo
descansaban en su mayoría en expresar los mandatos divinos. Esto fue
cierto incluso para la circuncisión, que, aun siendo una mutilación de
una especie de menor importancia (la única forma de mutilación
tolerada en la Antigua Ley), se le dio una significación altamente moral, y
fue convertida en la señal del pacto de Dios con Abraham y sus
descendientes.

El descanso sabático, transferido en el cristianismo para el domingo,


también se basa en un expreso mandato divino. A esta clase de actos de
homenaje externos pertenecen también las diversas formas de ascetismo
que prevalecen en muchas religiones. Estas son las obras de piedad
restrictivas que conllevan molestias, dolor y la abstinencia de placeres
legítimos, realizadas voluntariamente con el fin de merecer una mayor
proporción de los favores divinos y asegurar más que la santidad y la
perfección ordinarias. En las religiones inferiores la tendencia ascética a
menudo ha degenerado en formas repulsivas de mortificación sobre la
base de fines puramente egoístas. En el cristianismo las diversas formas
de negación de sí mismo, en particular los propósitos de perfección (
pobreza, castidad y obediencia) cultivadas en el espíritu del amor divino,
han dado lugar al florecimiento de la vida ascética dentro de los límites
del decoro religioso verdadera.

c. Regulación de la conducta dentro de la esfera reconocida de la


obligación moral: La clase de actos que caen dentro de este ámbito
implica que la Deidad soberana es el guardián de la ley moral. Los
deberes morales, en la medida en que son reconocidos, son vistos como
órdenes divinas. Su cumplimiento merece la aprobación y recompensa

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divinas; su violación conlleva el castigo divino. Por desgracia, la norma


moral de los pueblos en categorías inferiores de cultura ha sido por lo
general sumamente defectuosa. Ellos hacen muchas cosas impactantes
para nuestro sentido moral sin la conciencia de maldad. Puesto que
generalmente se dan a la incontinencia, la poligamia, los hechos de
violencia, e incluso al canibalismo, naturalmente les atribuyen los
mismos sentimientos y prácticas a sus dioses. La sanción religiosa así
concebida le da fuerza tanto al lado bueno como al malo de su
imperfecto estándar de conducta. Mientras les ayuda a evitar ciertas
formas graves de delito, patentes incluso para mentes de poca
inteligencia, fomenta la práctica continuada de goces viciosos que de otro
modo podrían ser más fácilmente superados. Éste es particularmente el
caso en que estos excesos se han tejido en los mitos de los dioses y las
leyendas de héroes deificados, o se han incorporado a los ritos religiosos
y se han convertido, por así decirlo, en inviolables. Esto explica como,
por ejemplo, entre los pueblos tan altamente civilizados como los
babilonios, griegos y romanos ciertos ritos lascivos podían mantenerse
en la sagrada liturgia, y también cómo, en la culto al dios azteca de la
guerra, los sacrificios humanos con fiestas caníbales pudieron prevalecer
a un grado tan chocante. En este sentido, los sistemas religiosos de las
categorías inferiores de la cultura han tendido a retrasar la reforma y el
avance hacia estándares de conducta más elevados. Ha sido la gloria de
la religión de Cristo que, a partir de los más altos principios éticos, le ha
señalado a la humanidad el verdadero camino hacia la perfección moral
y espiritual, y le ha dado las más poderosas ayudas para la consecución
exitosa de este noble ideal.

2. Manifestaciones de la Voluntad Divina

La religión es algo más que el intento del hombre para garantizar la


comunión con Dios; también es una experiencia a veces real y a veces
imaginaria, de lo sobrenatural. En correspondencia con la
profundamente sentida necesidad de la ayuda divina está la convicción
de que en numerosos casos se ha dado esta ayuda en respuesta a la
oración. Se piensa piadosamente que señales sensibles de la voluntad
divina premian los serios esfuerzos del hombre para conseguir la
comunión proveedora de felicidad con la Divinidad. Prominentes entre
estas señales están los alegados casos de comunicaciones divinas al
hombre: la revelación.

a. La revelación: La revelación (o Dios le habla al hombre) es el


complemento de la oración (el hombre le habla a Dios). Se siente
instintivamente que se necesita para la perfección de la religión, que es

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una relación personal de amor y amistad. Apenas existe una religión que
no tenga sus casos aceptados de visiones y comunicaciones divinas. Para
el teísta esto ofrece un argumento presuntivo fuerte a favor de la
revelación divina, porque Dios difícilmente dejaría insatisfecho este
anhelo legítimo del corazón humano. En efecto, se ha alcanzado
plenamente en la religión de Cristo, en la que el hombre ha sido
divinamente iluminado en lo que respecta a sus deberes religiosos, y se
le ha dado el poder sobrenatural para realizarlos y por ese medio
asegurar su perfección.

En las religiones inferiores, en las que se mantiene a la vista


principalmente el bienestar temporal, en la víspera de cada empresa
importante se busca la certidumbre divina del éxito a través de las
formas rituales de adivinación y mediante el uso de la profecía. El oficio
de profeta, el portavoz reconocido de la Deidad, es generalmente, pero
no siempre, distinto del de sacerdote. Tuvo su lugar legítimo en la
Antigua Ley, en la que los profetas divinamente elegidos no sólo
hablaban de las cosas por venir, sino también trajo a sus
contemporáneos los mensajes de Dios de advertencia y de despertar
moral y espiritual. En Cristo el oficio de profeta fue perfeccionado y
completado para siempre.

En las religiones inferiores el oficio de profeta es casi invariablemente


caracterizado por una excitación mental extraordinaria, tomada por los
adoradores como signo de la presencia inspiradora de la deidad. En este
estado de frenesí religioso, ocasionado por regla general por narcóticos,
danzas y música ruidosa, el profeta emite sus oráculos. A veces la
profecía se hace después de salir de un trance, en el que se cree que el
profeta fue favorecido con visiones y comunicaciones divinas. En su
ignorancia, los adoradores confunden estos estados patológicos con los
signos de la morada de la deidad. Su equivalente puede ser visto hoy en
las escenas de emoción salvaje, tan común en los resurgimientos
religiosos de ciertas sectas, donde los creyentes, bajo la influencia de
exhortaciones ruidosas que conmueven el almas, se convierten en presa
del frenesí religioso, la danza, gritos, caen en ataques cataléptico, y creen
ver visiones y escuchar las garantías divinas de salvación. Muy diferente
de estos trastornos mentales violentos son los pacíficos, pero no menos
extraordinario éxtasis de muchos santos, en el que experimentan
visiones maravillosas y coloquios divinos, mientras que el cuerpo yace
inmóvil e insensible. El carácter sobrenatural de estas experiencias no es
una cuestión de fe, sino que está avalado por la minuciosa investigación
y juicio de las autoridades eclesiásticas y declarado digno de aceptación
piadosa.

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b. Sanaciones extraordinarias: Hay pocas religiones en las que no se


recurra a la ayuda sobrenatural para una curación milagrosa. El
testimonio de testigos confiables y los numerosos exvotos que nos han
llegad desde la antigüedad no dejan lugar a duda sobre la realidad de
muchas de estas curaciones. Era natural que se viesen como milagrosas
en una época en que no se entendía el notable poder de la sugestión para
efectuar curaciones. La ciencia moderna reconoce que fuertes
impresiones mentales pueden influir poderosamente en el sistema
nervioso y a través de éste en los órganos corporales, llevando en
algunos casos a enfermedades súbitas o a la muerte, en otros, a
sanaciones notables. Tal es la llamada curación mental, o curación por
sugestión, la cual explica naturalmente muchas curaciones
extraordinarias registradas en los anales de las diferentes religiones; sin
embargo tiene sus límites reconocidos. No puede restaurar de repente un
órgano medio podrido, o sanar al instante una herida abierta causada
por un cáncer. Sin embargo, sanaciones como éstas y otras que
igualmente desafían toda explicación natural han ocurrido en Lourdes y
en otros lugares, y son autenticadas por el más alto testimonio médico.

c. Conversiones repentinas: En la religión cristiana hay muchos casos


de conversiones repentinas de una vida de vicio a una de virtudes, de un
estado de depresión espiritual a uno de celo entusiasta. Estas son
frecuentes en las formas calvinistas del protestantismo, donde el miedo
de estar fuera de los elegidos, agravado por caídas en el pecado, conduce
a la depresión y miseria espiritual con el anhelo correspondiente por la
garantía divina de la salvación. Tales conversiones, que vienen
súbitamente y transforman al individuo en un hombre nuevo, feliz en la
conciencia del amor divino y activo en las obras de piedad, han sido
popularmente consideradas como milagrosas en todos los casos. Que
muchas de estas conversiones pueden ser de un orden puramente
natural parece ser demostrado por la psicología moderna, que ofrece la
teoría plausible del surgimiento impetuoso a la conciencia de actividades
subliminales puesta en funcionamiento en forma inconsciente por los
anhelos intensos y persistentes de un cambio a una vida mejor y más
espiritual. Pero hay que reconocer que esta teoría tiene sus limitaciones.
La gracia de Dios puede estar trabajando en muchas conversiones que
permiten una explicación natural. Por otra parte, hay conversiones que
desafían cualquiera de tales explicaciones naturales como el trabajo de la
conciencia subliminal. No puede, por ejemplo, explicar la conversión de
San Pablo, quien de ser un enemigo rabioso del cristianismo pasó a ser
de súbito en uno de sus más ardientes campeones, un resultado que fue
la misma antítesis de su creencia de conciencia y aspiraciones previas.

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Que su visión de Cristo era real y objetiva lo demuestra la adhesión


maravillosa de conocimiento que le trajo a su mente, haciéndolo apto
para permanecer indiscutido como uno de los Apóstoles de Cristo. No hay
una explicación natural para una conversión de este tipo.

Libros sagrados

Queda una palabra por decir, a modo de suplemento, de la literatura


sagrada característica de la mayoría de las religiones superiores. Tanto el
lado especulativo como el práctico de la religión contribuyen a su
formación. Muchos elementos, acumulados a través de una larga serie de
generaciones, entran en la composición de los libros sagrados de las
grandes religiones de la antigüedad---los mitos y leyendas tradicionales,
las historias del trato providencial de la divinidad con su pueblo; los
cantos sagrados, himnos y oraciones; los grandes poemas épicos, las leyes
que rigen la actividad social y nacional; los textos de los ritos sagrados y
las prescripciones que regulan su exacto cumplimiento; las
especulaciones sobre la naturaleza de la deidad, el alma, retribución y
vida futura. En algunas de las religiones antiguas, la enorme cantidad de
tradición sagrada fue transmitida oralmente de generación en
generación hasta que finalmente fue puesta por escrito. En todas las
religiones que poseen libros sagrados, hay una tendencia a darles una
antigüedad mucho mayor de la que realmente disfrutan, y los consideran
como una expresión infalible de la sabiduría divina. Esta última
afirmación se desvanece rápidamente cuando se les compara con los
libros inspirados de la Biblia, que en lo espiritual y el valor literario está
inconmensurablemente por encima de ellos.

El origen de la religión

El origen de la religión se remonta a tiempos prehistóricos. A falta de


información histórica positiva, la pregunta sobre el origen de la religión
sólo admite una respuesta especulativa. Es la doctrina católica que la
religión primitiva fue una religión monoteísta divinamente revelada.
Esta fue una anticipación y perfección de la idea de religión, que el
hombre desde el principio fue naturalmente capaz de adquirir. La
religión, como la moral, tiene aparte de la revelación una base u origen
natural. Es el resultado del uso de la razón, sin embargo, sin la influencia
correctora de la revelación, es muy apta para ser errónea y
distorsionada.

Aplicación Moderna del Principio de Causalidad: La religión, en su


ultimo análisis, descansa sobre una interpretación teísta de la

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naturaleza. El filósofo cristiano llega a ésta por un proceso de


razonamiento discursivo, haciendo uso de argumentos extraídos de la
naturaleza exterior y de su conciencia interna (vea el artículo Dios). Sin
embargo, este es un proceso de razonamiento altamente filosófico, el
resultado de los aportes acumulados de muchas generaciones de
pensadores. Presupone una mente entrenada para el razonamiento
abstracto, y por lo tanto no es fácil para el individuo promedio.
Difícilmente puede haber sido el método seguido por el hombre salvaje,
cuya mente no estaba capacitada para la filosofía y la ciencia. El proceso
por el cual llegó naturalmente a una interpretación teísta del mundo
parece haber sido una aplicación sencilla y espontánea del principio de
causalidad.

Aplicación Primitiva del Principio de Causalidad: Con toda razón se


puede pensar que la opinión del hombre sobre la naturaleza era, en gran
medida, similar a la adoptado por pueblos que generalmente no habían
ascendido a un conocimiento científico de las leyes de la naturaleza.
Reconocen en todos los fenómenos sorprendentes de la tierra, el aire y el
cielo el agente inmediato de la voluntad inteligente. El hombre inculto no
entiende las causas mecánicas y secundarias de los fenómenos naturales.
La causa más conocida son las causas personales y vivientes, él mismo y
sus semejantes. La familiaridad con objetos inanimados, como troncos y
piedras, armas y utensilios, muestra que incluso estas cosas presentan
sólo los movimientos y fuerza que él y sus compañeros deciden
impartirles. La acción viviente está detrás de sus movimientos. El
resultado natural es que, cada vez que ve un fenómeno que muestra
movimiento y energía fuera de su limitada experiencia de causalidad
mecánica, es llevado espontáneamente a atribuirla a alguna misteriosa
forma de fuerza viva. El trueno sugiere el tronador. Se considera al sol y
la luna como seres vivos o los instrumentos de una fuerza viva invisible.
La personalidad también se asocia con ellos, especialmente cuando los
fenómenos son indicativos de un propósito inteligente.

Así que para el hombre primitivo fue fácil reconocer en y detrás de los
fenómenos de la naturaleza la agencia de una mente y voluntad. Pero no
fue una cuestión igualmente fácil discernir en la gran diversidad de estos
fenómenos la acción de sólo una personalidad suprema. No se puede
negar la posibilidad de tal deducción; pero la probabilidad no es muy
grande cuando conociéramos cuan difícil habría sido para el hombre
primitivo en su falta de experiencia coordinar los diversos efectos de la
naturaleza y derivarlos de una y la misma fuente de poder. La tendencia
más probable habría sido la de reconocer en los diversos fenómenos la
agencia de distintas personalidades, como lo hacen incluso hoy día

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pueblos incultos de todas partes. Pueblos cuya ignorancia de las leyes


físicas de la naturaleza no ha sido compensada por la enseñanza
revelada, han personalizado invariablemente las fuerzas de la
naturaleza, y, sintiendo que su bienestar dependía del ejercicio
benefactor de estos poderes, han llegado a divinizarlos.

La revelación divina salvó al hombre primitivo del peligro de caer en


una interpretación politeísta de la naturaleza. Al parecer, tal era la
filosofía simple que constituía la base natural de la religión en los
tiempos primitivos. Era teóricamente capaz de conducir a un
monoteísmo como el de los antiguos hebreos, que veían las nubes, la
lluvia, los rayos y las tempestades como signos de la actividad inmediata
de Dios. Pero, aparte de la revelación, era muy susceptible de degenerar
en un culto politeísta a la naturaleza. Su defecto fue principalmente
científico, la ignorancia de las causas secundarias de los eventos
naturales; pero se basaba en un principio racional, a saber, que los
fenómenos de la naturaleza son de alguna manera el resultado de una
voluntad inteligente. Este principio se recomienda a sí mismo ante los
filósofos y científicos cristianos.

Teoría de la Intuición: Se han sugerido otras teorías para explicar el


origen de la religión. Haremos una breve revisión de las más comunes.
Según la teoría de la intuición, el hombre tiene instintivamente una
intuición de Dios y de su dependencia en él. Para esta teoría hay varias
objeciones serias. Debemos ser conscientes de esta intuición si la
tenemos. Una vez más, como resultado de tal intuición, el hombre debe
encontrarse en todas partes con una religión monoteísta. La existencia
generalizada del politeísmo y la indiferencia religiosa de muchas
personas son incompatibles con tal intuición de Dios.

Teoría de la Percepción de Max Muller: Esta no es más que una ligera


modificación de la teoría de la intuición. Muller pensaba que la
percepción del infinito era la fuente de la religión, siendo adquirida por
"una facultad mental que, independientemente de, o mejor dicho, a pesar
de, el sentido y la razón, le permite al hombre aprehender el infinito bajo
diferentes nombres y en diferentes disfraces" ("Origin and Growth of
Religion”, Londres, 1880, p. 23). Pero la aprehensión de lo infinito o de lo
indefinido se adapta más bien a las mentes filosóficas que a las simples, y
no se encuentra en la generalidad de las religiones. Es la aprehensión de
la personalidad soberana lo que da lugar a la religión, no la simple
aprehensión de lo infinito. Esta teoría no explica cómo el hombre llega a
la noción de tal personalidad.

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Teoría del Miedo: Una teoría común entre los filósofos griegos y
romanos, favorecida por unos pocos escritores modernos, es que la
religión tuvo su origen en el miedo, particularmente el miedo al rayo,
tempestades y otros rasgos peligrosos de la naturaleza. Pero el miedo es
un sentimiento, y ningún mero sentimiento puede explicar la idea de la
personalidad, que puede o no estar asociada con un objeto peligroso o
aterrador. El miedo, como la esperanza, puede ser uno de los motivos
que llevó al hombre a la adoración de la deidad, pero tal adoración
presupone el reconocimiento de la deidad, y el miedo no puede explicar
este reconocimiento. Ya hemos visto que el miedo no es el tono
predominante, incluso en las religiones más bajas, como lo demuestra el
uso universal de los ritos que expresan alegría, esperanza y gratitud.

Teoría Animista: Una de las teorías favoritas de los tiempos modernos


es la teoría animista. Fue presentada con gran erudición por E. B. Tylor.
Según esa teoría, en consecuencia de una fuerte tendencia a personificar,
los pueblos primitivos llegaron a ver todas las cosas como con vida,
incluso los troncos y las piedras. También tenían una noción tosca sobre
el alma, derivada de sueños y visiones experimentadas al dormir y en el
desmayo. Al aplicar esta idea del alma a las cosas inanimadas, que
consideraban como vivas, llegaron a asociar a los espíritus poderosos con
grande fenómenos de la naturaleza y llegaron a rendirles culto. Los
defectos de esta teoría son tales que la desacreditan ante los ojos de
muchos eruditos. En primer lugar, no es cierto que los pueblos incultos
confundan lo vivo con lo no vivo hasta el punto de que consideren vivas
hasta las piedras. Ciertamente, sería extraño si el hombre incivilizado no
estuviese a la par al menos con la bestia en la habilidad para distinguir
entre objetos familiares inanimados y aquellos que muestran vida y
movimiento. Ahora bien, mientras que el hombre de grados de cultura
inferiores tiene una noción tosca de las almas, no necesitan ese concepto
para llegar a la idea de la agencia personal en la naturaleza. Todo lo que
necesitan es la noción de causa personal, la cual obtienen de la
conciencia de ellos mismos como fuentes de poder y acción intencional.
Hay toda razón para pensar que esta idea es anterior al concepto de alma
(vea animismo.)

Teoría del Fantasma: Esta teoría, cuyo campeón inglés prominente lo


fue Herbert Spencer, identifica la noción primitiva de religión con el
servicio o propiciación de los parientes difuntos, y le atribuye el culto a
las grandes deidades de la naturaleza a las aplicaciones erróneas del
culto a los ancestros. Se dice que las primeras grandes ofrendas religiosas
fueron ofrendas de alimentos, armas y utensilios hechos para las almas
de los muertos, cuyas ocupaciones, necesidades y gustos en la otra vida

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se pensaba eran similares a las de la existencia terrenal. A cambio de


estos muy necesarios servicios, los muertos le daban ayuda y protección
a los vivos. Una serie de disparates llevó al reconocimiento y culto a las
grandes deidades de la naturaleza. Los pueblos migratorios de más allá
del mar o de las montañas vinieron a ser conocidos como los hijos del
mar o de la montaña. Las generaciones posteriores, al confundir el
significado del término, fueron llevados a considerar al mar o a la
montaña como sus ancestros vivientes y a rendirles culto. Una vez más,
los héroes difuntos, llamados Sol, Trueno, Nube-Lluvia, luego de un
tiempo llegaron a ser confundidos con el sol real y otros fenómenos
naturales, dando así lugar a la concepción de las deidades naturales y el
culto a la naturaleza.

Los defectos de esta teoría son evidentes. Errores como estos pudieron
haber sido cometidos por un individuo estúpido de la tribu, pero no por
todos los miembros de la tribu, y menos aún por las tribus en toda la
tierra. Una serie de errores triviales y fortuitos no pueden explicar un
hecho tan universal como el reconocimiento de las deidades de la
naturaleza. Si la teoría del fantasma fuese cierta, deberíamos encontrar
que las religiones de los salvajes consistan exclusivamente de culto a los
antepasados, lo cual no es el caso. En todas las religiones inferiores,
donde se encuentran ofrendas de alimentos a los muertos, también
encontramos deidades a la naturaleza reconocidas y distinguidas
cuidadosamente de los héroes muertos. Entre los pigmeos del Congo del
Norte, considerados una de las razas más inferiores, hay un
reconocimiento reverente a una Deidad suprema, pero no hay rastro de
culto a los antepasados. Así, no hay buena base para la afirmación que el
culto a los antepasados ha sido la primera forma de religión, ni tampoco
lo necesitamos para explicar la religión, en sentido estricto, en ninguna
de sus formas. Se trata de un crecimiento paralelo que ha surgido y se ha
mezclado con la religión propiamente dicha. Este último es de origen
independiente.

Teoría del Fetiche: Esta teoría deriva la religión del uso y veneración de
fetiches. Un fetiche es un objeto (generalmente lo suficientemente
pequeño como para ser transportado) en el cual se piensa que reside un
espíritu, que actúa como un genio protector para el dueño que lo lleva, y
quien lo venera debido al espíritu que mora en él. En general, es el
curandero o mago quien hace el fetiche, y lo llena con el espíritu. Se
utiliza hasta que su ineficacia se vuelve evidente, cuando es dejado de
lado como algo sin valor, en la creencia de que el espíritu residente se ido
de él. Ahora bien, el uso de dichos objetos no puede ser la forma
principal de religión. En primer lugar, no hay forma actual de religión

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conocida en la que el fetichismo sea el único elemento constituyente.


Entre los negros de África occidental, donde llamó la atención por
primera vez, los espíritus fetiches son a lo mejor sólo seres inferiores,
pero, en general distintos del supremo cielo-dios y de las poderosas
deidades de la naturaleza asociadas con el mar y el trueno. Una vez más,
la idea de persuadir a los espíritus de que se alojen en troncos y piedras y
se conviertan en propiedad de los portadores, es la antítesis misma de la
religión, la que implica el sentido de dependencia en la Deidad. Lejos de
esta última idea derivarse de la anterior, hay muchas razones para ver
en el fetichismo una noción pervertida de la religión. (Vea fetichismo).

Teoría del Tótem: Esta teoría coloca el origen de la religión en el


totemismo, una institución semi-religiosa, semi-social que prevalece
principalmente entre las tribus salvajes. En ciertas tribus, cada uno de
los clanes componentes tiene una deidad tutelar íntimamente asociada
con una determinada especie de animal o planta, la cual es venerada por
el clan como sagrada e inviolable, y al cual se le llama el antepasado del
clan. Los individuos de las especies a menudo se consideran como
especialmente sagrados a causa de la divinidad inmanente. Por lo tanto
el animal o planta totémica normalmente no es utilizado para la
alimentación por el clan que lleva su nombre. Se dice que la unión de
clanes en tribus bajo la dirección de un clan superior ha dado lugar a la
absorción de las deidades totémicas más débiles en la del clan
gobernante, con el resultado de que surgen las deidades totémicas
superiores. No era más que un paso más para el reconocimiento de una
deidad suprema. El totemismo trabaja bajo muchas de las dificultades del
fetichismo. En ningún lugar nos encontramos con la religión del
totemismo puro. Entre los indios de América del Norte, donde el
totemismo ha florecido con el mayor vigor, los tótems son
completamente opacados por las grandes deidades del cielo, aire y agua.
La distinción entre ellos y los espíritus del tótem es absoluta. En ninguna
parte las grandes deidades llevan los nombres de animales o plantas
como una marca de origen totémico. En la mayoría de las religiones del
mundo, no hay rastros del totemismo, vestigios del cual deberían estar
diseminados si hubiese sido la fuente para todas las demás formas de
religión. El tótem, como el fetiche, presupone la misma cosa que necesita
ser explicada, la creencia en la existencia de agentes personales
invisibles.

Universalidad de la religión

A. Estudio Histórico

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De lo que ya se ha dicho, es evidente que la religión, aunque a menudo


imperfectamente concebida, en condiciones normales de la existencia
humana, es el resultado inevitable del uso de la razón. Es natural,
entonces, que la religión, al menos en alguna forma ruda, debería ser un
rasgo característico en la vida de todos los pueblos. Esta verdad fue
ampliamente cuestionada durante los últimos siglos, cuando la extensión
de los viajes a las tierras inexploradas dio lugar a varios informes que
afirmaban la ausencia de religión entre muchas tribus indígenas de Asia,
África, América y las islas del Océano Pacífico. Uno a uno, estos informes
han sido anulados por las declaraciones opuestas de los viajeros y
misioneros mejor calificados como testigos, de manera que hoy día
subsisten muy pocos pueblos de los que no se pueda decir con certeza
que poseen alguna forma, aunque degradada, de religión.

Estas raras excepciones no prueban la regla, pues son tribus


insignificantes que, en la lucha por la existencia, han sido impulsadas
por sus enemigos a regiones inhóspitas, donde las condiciones de vida
son tan miserables como para provocar su degeneración a un estado casi
de barbarie. Una degradación de este tipo puede ser fatal para el
sentimiento de la religión. Un ejemplo notable es la tribu indígena del sur
de California entre los cuales el padre Baegert, un misionero jesuita,
trabajó durante muchos años. En el relato que dio de sus experiencias,
una traducción de los cuales se publicó en el “Informe Smithsoniano” de
1864, testificó sobre la estupidez de ellos y de su absoluta falta de
religión. Sin embargo, es prácticamente seguro su descendencia de un
tronco indígena que tenía ideas religiosas bien definidas. El Padre
Baegert observó unos pocos vestigios de una creencia ancestral en una
vida futura, por ejemplo la costumbre de ponerle sandalias en los pies de
los muertos, cuya importancia los indios no podían explicar. Una
degradación mental como ésta puede implicar la pérdida de la religión.
Pero esta degradación es extremadamente rara.

Por otra parte, siempre que existan tribus en condiciones normales, se


observa que poseen algún tipo de religión. Los informes erróneos de los
primeros viajeros, que afirman la falta de religión donde la religión
existe en realidad, se han debido ya sea a una observación superficial o a
un malentendido sobre lo que debería llamarse religión. Algunos han
aceptado como religión sólo una idea elevada de la deidad, junto con
ritos bien organizados de culto público, la ausencia de los cuales ha sido
a menudo establecida como una ausencia de religión. Una vez más, los
veredictos desfavorables han sido con frecuencia sobre la base de una
estancia de sólo uno o dos días con tribus que hablan una lengua
desconocida, como por ejemplo en el caso de Verrazano y Américo

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Vespucio. Pero, aun cuando los observadores han permanecido durante


meses entre los pueblos incultos, algunas veces han encontrado
muchísimas dificultades para obtener información con respecto a las
creencias y prácticas religiosas; la sospecha de que el hombre blanco
estaba tratando de obtener alguna ventaja sobre ellos ha llevado más de
una vez a los salvajes a recurrir al engaño para ocultar su religión. Es el
juicio sereno e imparcial de los antropólogos de hoy que no hay ningún
pueblo notable que esté absolutamente carente de religión.

B. Perspectivas

Pero se puede hacer una pregunta más amplia: Si la religión ha sido


universal en el pasado, ¿tenemos alguna garantía de que persistirá en el
futuro? ¿Acaso el avance de la ciencia moderna no se ha caracterizado
por una progresiva sustitución en la naturaleza de una agencia mecánica
por una de carácter personal, con el resultado inevitable, como un
escritor lo ha expresado, de que Dios un día será retirado de su universo
al no ser ya necesario? A esto podemos responder: El avance de la
cultura científica moderna es fatal para todas las formas de religión
politeísta, en el que las causas secundarias son confundidas, por
ignorancia, con las causas personales. La bien establecida verdad
científica de la unidad de las fuerzas de la naturaleza está en armonía
sólo con la interpretación monoteísta de la naturaleza. El monoteísmo
cristiano, lejos de ser incompatible con la verdadera ciencia, es necesario
para suplementar y completar la limitada interpretación de la naturaleza
que ofrece la ciencia. Esta última, al estar basada en la observación y el
experimento, tiene como ámbito de estudio legítimo sólo las causas
secundarias de la naturaleza. No puede decir nada de los orígenes, nada
de la gran causa primera, de la cual procede el universo ordenado. Al
sustituir las leyes físicas por lo que se pensaba anteriormente que era la
acción directa de la agencia divina, no ha explicado la dirección
inteligente, con propósito de la naturaleza. Se ha limitado a rechazar la
cuestión un poco más atrás, pero la dejó con su respuesta religiosa tan
inoportuna como siempre.

Es cierto que en las naciones civilizadas modernas se ha afirmado una


notable tendencia al escepticismo y la indiferencia religiosa. Es un
síntoma de malestar, de una reacción excesiva poco saludable, de la
visión simplista de la naturaleza que prevalecía en la ciencia y la religión
en tiempos pasados. En el orden material, la ignorancia sobre las causas
naturales de los rayos, las tempestades, los cometas, los terremotos, las
sequías y las plagas, ha llevado a los pueblos incultos a ver la agencia
sobrenatural directa en su producción. Para ellos la naturaleza en sus

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aparentemente caprichosos estados de ánimo ha tenido el aspecto más


bien de ama que de sierva. Su sentido de la dependencia ha sido así
agudo y constante; su necesidad de la ayuda Divina ha sido sumamente
apremiante. Por otro lado, el amplio reconocimiento entre los pueblos
cultos del reino de la ley lleva al hombre a buscar remedios naturales en
situaciones de emergencia, y sólo cuando éstos fallan recurre a Dios por
ayuda. La civilización moderna, al eliminar muchos flagelos de la
antigüedad que fueron vistos como sobrenaturales, al disminuir
grandemente el rango de lo milagroso, al unir a la naturaleza de mil
maneras al servicio benéfico, ha tendido a crear en el corazón del
hombre un sentimiento de autosuficiencia que tiende a debilitar la
virtud de religión. Que esta tendencia, sin embargo, es un disturbio
anormal y pasajero en vez de una característica permanente, se puede
ver por la inquebrantable fe cristiana de muchos de los más grandes
exponentes de la cultura científica (por ejemplo, Clerk-Maxwell, Sir John
Herschell, Lord Kelvin, en Inglaterra, Faye, Lapparent, Pasteur en
Francia). Se muestra todavía en forma más sorprendente en la
conversión del escepticismo a la fe cristiana de distinguidos académicos
como Littré, Romanes, Brunetière, Bourget, Coppée y Ruville von. Estos y
otros pensadores profundos reconocieron que el deseo profundamente
asentado en el corazón humano por la comunión con Dios dadora de
felicidad, nunca puede ser acallado por la ciencia o por cualquier otro
propuesto sustituto de la religión.

Influencia civilizadora de la religión

La religión en sus formas más elevadas ha ejercido una profunda


influencia en el desarrollo de la cultura humana. En la reconocida esfera
de la moralidad, ha ofrecido motivos poderosos para la recta conducta;
ha sido la principal inspiración de la música, la poesía, la arquitectura, la
escultura y la pintura; ha sido la influencia dominante en la formación
de una literatura permanente. En todas las civilizaciones antiguas, los
principales representantes y transmisores de la cultura más elevada
fueron los encargados de los ritos religiosos. La religión ha sido una
fuerza poderosa en la vida de las naciones, cultivando en el corazón del
hombre una búsqueda de cosas mejores, un tono saludable de alegría,
esperanza, felicidad, resignación en las calamidades, perseverancia en
medio de las dificultades, una disposición para el servicio generoso, en
fin un espíritu de optimismo magnánimo, sin el cual ninguna nación
puede elevarse a la grandeza.

Mucho más notable ha sido la influencia del cristianismo en la


transformación y la elevación de la sociedad. Sus enseñanzas éticas

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elevadas, el ejemplo sin par de su Divino Fundador, el principio


fundamental de que todos somos hijos del mismo Padre celestial y por lo
tanto estamos obligados a tratar a nuestros semejantes, no sólo con
justicia, sino con misericordia y caridad, el espíritu de generosidad, el
servicio a costa del propio sacrificio, que surge de la devoción personal al
Divino Salvador y que impulsa a la práctica de las virtudes heroicas,
teniendo todo esto como meta la perfección espiritual del individuo y la
unión de todos los hombres a través de un vínculo común de fe y culto en
una Iglesia divinamente constituida. Todo esto ha ejercido una poderosa
influencia en el aplacamiento y el perfeccionamiento de los pueblos
bárbaros de la Europa primitiva, al derribar las barreras de los prejuicios
raciales, y al formar una sociedad común de muchas naciones, en el que
se reconoce la idea, aunque aún no alcanzada plenamente, de un reino
universal de paz, de justicia, castidad, caridad, reverencia por la
autoridad, compasión por los afligidos, una difusión general de
conocimientos útiles, y en definitiva una participación común en todo lo
que hace a la verdadera cultura.

En ninguna parte las obras de caridad florecieron en tal variedad y vigor


como en tierra de cristianos. La religión cristiana ha sido siempre la gran
fuerza conservadora, la que favorece el orden establecido y la ley, y la
que se ha opuesto a las innovaciones apresuradas destinadas a causar
una perturbación profunda en las instituciones religiosas o políticas
existentes. El valor de esa fuerza en los asuntos humanos es incalculable,
aunque en ocasiones puede retrasar por un tiempo el reconocimiento
general de algún principio de valor permanente en la ciencia, la
economía o la política.

Mientras, en la civilización moderna las instituciones estatales están


compartiendo con los hospitales cristianos, asilos y escuelas el trabajo del
ministerio de caridad que en otro tiempo dependían exclusivamente de
la Iglesia, mientras que las ciencias y las artes ya no necesitan la
influencia protectora de la religión, no es menos cierto que, en el orden
social y moral, la necesidad de la religión correcta es más urgente que
nunca. No ha dejado de ser el gran poder social que trabaja para el
mayor bien de la nación. Sólo la religión puede mantener viva en la
gente una devoción a los ideales elevados, el respeto a la autoridad
establecida, la preferencia por medidas pacíficas para garantizar las
reformas políticas e industriales, y un alegre espíritu de perseverancia a
pesar de la oposición poderosa. Religión significa optimismo generoso;
irreligión significa pesimismo sórdido. La religión es, también, la que
presenta los motivos más altos y eficaces para la edificación del carácter
en el individuo, para el cumplimiento consciente de sus deberes morales.

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El cristianismo no desdeña los fundamentos puramente seculares de la


moral, como el amor a la virtud y el odio al vicio, la autoestima, el
respeto a la opinión pública, el temor a sanciones legales; sino que las
refuerza y completa por los poderosos motivos que son el fruto de la
enseñanza de Cristo, el más grande maestro ético que el mundo ha visto
jamás---el amor de Dios, la devoción personal a Jesús, el sentido de la
presencia de Dios, y el pensamiento de la retribución divina. Estos
motivos, hechos sobrenaturales por la gracia, ejercen una poderosa
influencia en el desarrollo de una conformidad interior a la regla de la
conducta recta, que distingue el valor moral genuino de la demostración
simple de la mera exposición exterior de respetabilidad. La religión
indica y hace posible el cumplimiento de los deberes del hombre para
consigo mismo, su familia, su vecino y el Estado. En la medida que se
ajusta a la enseñanza de la religión se mostrará como un celoso promotor
y observador de la virtud cívica. En pocas palabas, dondequiera que nos
encontramos la observancia práctica de la religión correcta,
encontramos el orden social en un alto grado. La nación que intencional
y sistemáticamente rechaza la religión se priva del factor operativo más
poderoso en la construcción y mantenimiento del bienestar público
verdadero; está en la pendiente de la ruina social y política.

Estudio científico moderno de la religión

erudición moderna ha prestado mucha atención al estudio de la religión.


De este estudio multilátero han surgido las ramas modernas conocidas
como la historia de la religión, la religión comparada y la psicología de la
religión, todas las cuales se complementan y completan por la disciplina
más antigua, la filosofía de la religión.

A. Historia de la religión:

Ésta tiene como su campo de acción la exposición precisa y sistemática


de los datos positivos que van a constituir las diferentes religiones
externas del mundo---los ritos, las costumbres, las restricciones, los
conceptos de la deidad, los libros sagrados, etc. Su punto de vista es
puramente histórico. Estudia cada religión al margen de la cuestión de su
valor espiritual y el posible origen sobrenatural, simplemente como una
expresión externa de la creencia religiosa. A este estudio se adhiere un
interés comprensivo, ya que hay pocas religiones, por muy toscas que
sean, que no representan el esfuerzo sincero del hombre de acercarse a
la comunión con Dios. El trabajo realizado en este campo ha sido
inmenso. Se han acumulado datos religiosos de cientos de fuentes
diferentes, y se han traducido cuidadosamente los libros sagrados de las

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grandes religiones orientales, los eruditos tienen al alcance de su mano


un estudio muy fiable de las principales religiones del mundo.

B. Religiones comparadas:

Muy unido a la historia de las religiones, de las cuales ha crecido, es la


religión comparada. El alcance de esta disciplina es el estudio
comparativo de los muchos elementos comunes a las distintas religiones
con el fin de determinar su pensamiento y propósito subyacente, y así
descubrir si es posible las causas de su génesis y persistencia. En algunos
casos, donde se hallan semejanzas de una especie extraordinaria en dos
o más religiones, se trata de determinar si estas semejanzas implican
dependencia. También admite una comparación más amplia de una
religión con otra con el fin de estimar su valor relativo. Pero, al igual que
la historia de las religiones, los datos que utiliza, no se ocupa como una
ciencia del asunto de si cualquier religión es verdad. La religión
comparada ha contribuido a un mejor entendimiento de las diversas
fases de la religión externa; ha demostrado que ciertos ritos y
costumbres ampliamente difundidos han sido el producto natural del
pensamiento humano en grados inferiores de cultura. Nos ha capacitado
para reconocer en las religiones superiores elementos que son
sobrevivientes de etapas de pensamiento anteriores. Pero sus principios
de comparación han de ser usados con gran cuidado, pues fácilmente
pueden ser puestos al servicio de teorías contradictorias y visionarias.
Los escritos de autores como Frazer y Reinach ofrecen muchos ejemplos
de conclusiones injustificadas con el apoyo de comparaciones forzadas.

C. Psicología de la religión:

Esta disciplina estudia los diferentes estados psíquicos implicados en, y


asociados con, la conciencia religiosa. Se ocupa de lo extraordinario y lo
anormal, así como con el ejercicio normal del intelecto, las actividades
volitivas, emocionales e imaginativas puestas en marcha por la religión.
No intenta reivindicar el carácter sobrenatural de estas experiencias
psíquicas o mostrar su conformidad con la verdad objetiva. Al
visualizarlos simplemente como estados mentales, trata de averiguar en
qué medida pueden explicarse por causas naturales. En el corto período
de su existencia le ha dado mucha consideración a los fenómenos de
conversiones repentinas, el frenesí religioso, el sentido de la presencia de
Dios que experimentan los cristianos piadosos y las extraordinarias
experiencias de los místicos, católicos y no católicos. Ha tenido éxito en la
búsqueda de la explicación natural de algunas de estas experiencias,
pero, como ya se ha señalado, tiene sus limitaciones.

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D. Filosofía de la religión:

La filosofía de la religión es la corona y compleción de las diversas


disciplinas ya mencionadas. Lleva a la mente inquisitiva allá de la esfera
de la causalidad natural al reconocimiento de la gran Causa Primera
personal y fuente de todas las cosas, y muestra que una interpretación
satisfactoria del universo es posible sólo en el reconocimiento de Dios. Es
la ciencia que examina el valor de la religión, e investiga con escrutinio
cuidadoso las bases de la creencia teísta. En su modo de proceder y en la
elección de argumentos muestra una variación considerable, debida en
gran medida a las diferentes teorías del conocimiento que obtiene en el
mundo de los filósofos. Desde la crítica de Kant a los argumentos
escolásticos para la existencia de Dios, ha habido una fuerte tendencia en
muchas escuelas a descuidar los argumentos cosmológicos y teleológicos,
y a ver la evidencia de la sabiduría y la bondad divinas más bien en la
mente humana que en la naturaleza exterior; está comenzando una
reacción. Algunos de los principales exponentes de la ciencia biológica
reconocen ahora que la evolución, como una explicación adecuada de la
variedad de la vida orgánica, es necesariamente teleológica, y no vacilan
en declarar que el universo es la manifestación de una mente creativo y
controladora.

Bibliografía: Además de las obras en latín de SANTO TOMÁS, SUÁREZ,


LUGO, MAZZELLA, etc., se puede consultar a los siguientes autores: VAN
DEN GHEYN, La Religion, son origine et sa définition (París, 1891);
HETTINGER, Natural Religion (Nueva York, 1893); JASTROW, The Study of
Religion (Nueva York, 1902); BOWNE, The Essence of Religion (Boston,
1910); LILLY, The Great Enigma (Nueva York, 1892); LANG, The Making of
Religion (Nueva York, 1898); IDEM. Myth, Ritual and Religion (Londres,
1899); MILL, Three Essays on Religion (Londres, 1874); KELLOGG, The
Genesis and Growth of Religion (Nueva York, 1892); MARTINEAU, A Study
of Religion (2 vols., Londres, 1888); BRINTON, The Reliqious Sentiment
(Nueva York, 1876); DE BROGLIE, Problèmes et conclusions de l'histoire
des religions (París, 1886); VERNES, Hist. des religions, son esprit, sa
méthode, et ses divisions (París, 1887); JORDAN, Comparative Religion; its
Genesis and Growth (Nueva York, 1905); FOUCART, La méthode
comparative dans l'histoire des religions (París, 1909); JAMES, The
Varieties of Religious Experience (Londres, 1903); PRATT, The Psychology
of Religious Belief (Nueva York, 1907); AMES, The Psychology of Religious
Experience (Boston, 1910); WUNDT, Völkerpsychologie (Leipzig, 1904-07);
CAIRD, Introduction to the Philosophy of Religion (Glasgow, 1901);
CALDECOTT, The Philosophy of Religion in England and America (Nueva

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York, 1901); LADD, The Philosophy of Religion (Nueva York, 1905);


PFLEIDERER, The Philosophy and Development of Religion (2 vols.,
Edimburgo, 1894); EUCKEN, Christianity and the New Idealism (Nueva
York, 1909). Vea también las bibliogrfías de los artículos sacerdocio y
sacrificio.

Fuente: Aiken, Charles Francis. "Religion." The Catholic Encyclopedia.


Vol. 12. New York: Robert Appleton Company, 1911.
<http://www.newadvent.org/cathen/12738a.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina.

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• 1 Significado de revelación
• 2 Posibilidad de la Revelación
• 3 Necesidad de la revelación
• 4 Criterios de la revelación
• 5 La revelación cristiana

Significado de revelación

El término “revelación” puede ser definido como la comunicación de una


verdad por Dios a una criatura racional por medios que están más allá
del comportamiento ordinario de la naturaleza. Las verdades reveladas
pueden ser tales que de otro modo sean inaccesibles a la mente
humana---misterios que, aun siendo revelados, el intelecto del hombre es
incapaz de penetrar completamente---pero la Revelación no se restringe
a éstas. Dios puede juzgar conveniente utilizar medios sobrenaturales
para afirmar verdades cuyo descubrimiento no se encuentra por sí
mismo fuera de las facultades de la razón. La esencia de la revelación
radica en el hecho de que es el diálogo directo de Dios al hombre. Sin
embargo, el modo de comunicación puede ser mediato. La revelación no
deja de ser tal si el mensaje divino nos es transmitido por un profeta,
quien es el único que recibe la comunicación inmediata. Esto es
sucintamente lo que dice de la revelación el Concilio Vaticano I en su
Constitución "De Fide Catholica". El decreto "Lamenatabili" (3 de julio de
1907), condenando una proposición contraria, declara que los dogmas
que la Iglesia presenta como revelados son "verdades descendidas del
cielo" (veritates e coelo delapsoe) y no "una cierta interpretación de
hechos religiosos que la mente humana ha logrado mediante un
laborioso esfuerzo" (prop. 22). Se podrá ver que la revelación, de la
forma en que se ha presentado, difiere claramente de:

• la inspiración tal como es otorgada al autor de un libro sagrado; pues


esta, mientras conlleva una iluminación especial de la mente en virtud
de la cual el autor concibe los pensamientos que Dios desea que ponga

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por escrito, no supone necesariamente una comunicación sobrenatural


de estas verdades;

• las “ilustraciones” que Dios puede conceder de vez en cuando a


cualquiera de los fieles para exponer de manera conveniente a la mente
comprenda el sentido de alguna verdad religiosa hasta el momento
captada en forma confusa; y

• la ayuda divina, por la cual el Papa, cuando actúa como maestro


supremo de la Iglesia, es preservado de todo error en materia de fe o
moral. La función de esta ayuda es meramente negativa: no necesita
llevar consigo ningún don positivo de luz a la mente.

Gran parte de la confusión en que se sume la discusión de la revelación


en obras no católicas proviene de la negligencia en distinguirla de una u
otra de éstas.

En el siglo XIX la Iglesia debió rechazar como erróneas varias


concepciones de la revelación irreconciliables con la creencia católica.
Aquí se señalan tres de ellas:

• La opinión de Anton Günther (1783-1863). Este autor negaba que la


revelación pudiera abarcar misterios propiamente dichos, en vista de
que el intelecto es capaz de penetrar completamente toda verdad
revelada. Enseñaba, además, que el significado a ser asignado a las
doctrinas reveladas experimenta un cambio constante a medida que el
conocimiento humano progresa y la mente del hombre se desarrolla; de
manera que las fórmulas dogmáticas que ahora son ciertas dejarán de
serlo gradualmente. Sus escritos fueron incluidos en el Índice en 1857, y
sus proposiciones erróneas fueron condenadas definitivamente en los
decretos del Concilio Vaticano I.

• El punto de vista modernista (Loisy, Tyrrell). Según esta escuela, no


existe tal cosa como la revelación en el sentido de una comunicación
directa de Dios al hombre. El alma humana, en su intento de alcanzar al
Dios incognoscible, procura permanentemente interpretar sus
sentimientos en fórmulas intelectuales. Las fórmulas que construye de
ese modo son nuestros dogmas eclesiásticos. Estos sólo pueden
simbolizar lo incognoscible; no nos pueden ofrecer un conocimiento real
acerca de ello. Tal error es manifiestamente subversivo de toda creencia,
y fue condenado explícitamente por el Decreto "Lamentabili" y la
Encíclica "Pascendi" (8 de septiembre de 1907).

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• Con el punto de vista antes mencionado está estrechamente conectada


la opinión pragmática de M. Leroy ("Dogme et Critique", París, 2da ed.,
1907). Como los modernistas, él ve en los dogmas revelados simplemente
los resultados de una experiencia espiritual, pero afirma que su valor
reside no en el hecho de que simbolizan lo incognoscible, sino que tienen
valor práctico al señalar el camino por el que podemos disfrutar mejor la
experiencia de lo divino. Esta concepción fue condenada en los mismos
documentos que las anteriores.

Posibilidad de la Revelación

La posibilidad de revelación según se ha expuesto fue rechazada


enérgicamente desde varios puntos de vista en el siglo XIX. Por esta
razón la Iglesia juzgó necesario promulgar decretos específicos sobre el
asunto en el Concilio Vaticano I. Sus antagonistas pueden ser separados
en dos clases, de acuerdo a los diferentes puntos de vista desde los que
dirigen su ataque, a saber:

• Racionalistas: Bajo esta denominación incluimos tanto a autores deístas


como agnósticos. Aquellos que adoptan esta postura se apoyan
principalmente sobre dos objeciones fundamentales: o pretenden que lo
milagroso es imposible, y que la revelación implica una intervención
milagrosa por parte de la Deidad, o recurren a la autonomía de la razón,
que, según se sostiene, puede únicamente aceptar como verdades los
efectos de sus propias actividades.

• Inmanentistas. Puede asignarse a esta clase a todos aquellos cuyas


objeciones se basan en doctrinas kantianas o hegelianas acerca del
carácter subjetivo de todo nuestro conocimiento. Las perspectivas de
estos escritores suponen frecuentemente una doctrina puramente
panteísta. Pero incluso quienes repudian el panteísmo sustituyen al Dios
personal, gobernante y juez del mundo, a quien el cristianismo predica,
por la vaga noción del "Espíritu" inmanente en todos los hombres, y
consideran todos los credos religiosos como intentos del alma humana de
hallar expresión para su experiencia interior. Por lo tanto ninguna
religión, pagana o cristiana, es totalmente falsa, mas ninguna puede
pretender ser un mensaje de Dios libre de cualquier mezcla de error (Cf.
Sabatier, "Esquisse, etc.", Lib. I, cap. II) Aquí también se invoca la
autonomía de la razón como fatal para la doctrina de la revelación
propiamente dicha. En vista de estas objeciones, es evidente que la
cuestión sobre la posibilidad de la revelación es uno de los puntos más
vitales de la apologética cristiana.

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Una vez establecida la existencia de un Dios personal, al menos la


posibilidad física de la revelación es innegable. Dios, quien ha dotado al
hombre de los medios de comunicar sus pensamientos a sus semejantes,
no puede carecer de la facultad de comunicarnos sus propios
pensamientos. [Martineau, por cierto, niega que poseamos las facultades
de recibir o de autenticar una revelación divina acerca del pasado o el
futuro ("Seat of Authority in Religion", p. 311); pero tal declaración es
sumamente arbitraria y extravagante.] Sin embargo, se han planteado
numerosas dificultades sobre fundamentos distintos de los de la
posibilidad física. Para estimar su valor parece conveniente distinguir
tres aspectos de la revelación, es decir, según se nos da a conocer:

• 1. verdades de la ley natural;


• 2. misterios de la fe;
• 3. preceptos positivos, por ejemplo, respecto al culto divino.

(1) La revelación de las verdades de la ley natural ciertamente no es


inconsistente con la sabiduría de Dios. Él creó al hombre de manera de
concederle dotes ampliamente suficientes para que alcance su fin último.
Si hubiera sido de otra manera, la creación habría sido imperfecta. Si
además de esto Dios decretó que el logro de la bienaventuranza fuera
más fácil aún para el hombre al poner a su alcance un modo más simple
y mucho más seguro de conocer la ley de cuya observancia dependía su
suerte, esto es una prueba de la generosidad divina; no contradice la
sabiduría de Dios. Asumir, como ciertos racionalistas, que la
intervención excepcional de Dios sólo puede explicarse sobre la base de
que Dios haya sido incapaz de incluir su designio último en su plan
original es una mera petitio principii. Más aún, la doctrina del pecado
original proporciona una razón adicional para tal revelación de la ley
natural. Esa doctrina nos enseña que el hombre, por el abuso de su libre
albedrío, ha tornado difícil la consecución de su salvación. Aunque sus
facultades intelectuales no están radicalmente viciadas, su comprensión
de la verdad se ha debilitado; su reconocimiento de la ley moral es
oscurecido constantemente por dudas y cuestionamientos. La revelación
le otorga a su mente la certeza que él había perdido, y hasta cierto punto
repara los males resultantes de la catástrofe que le había sobrevenido.

(2) Mayor dificultad todavía ha habido respecto a los misterios. Se afirma


generalmente que un misterio es algo que repugna a la razón, y, en
consecuencia, algo intrínsecamente imposible. Esta objeción se apoya
sobre un simple malentendido acerca de lo que significa un misterio. En
la terminología teológica, una concepción supone un misterio cuando es

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tal que las facultades naturales de la razón son incapaces de ver cómo
sus elementos pueden unirse. Pero esto no implica nada contrario a la
razón. Una concepción es contraria a la razón solamente cuando la
mente puede reconocer que sus elementos son mutuamente excluyentes,
y consecuentemente, encierra una contradicción en los términos. Una
objeción más sutil es la planteada por el Dr. J. Caird, al efecto de que toda
verdad que puede ser comunicada parcialmente a la mente por analogías
es, en última instancia, capaz de ser comprendida completamente por el
entendimiento. "De todas estas representaciones, a menos que sean
puramente ilusorias, debe tenerse por cierto que, implícitamente y en
forma no desarrollada, contienen pensamiento racional y por lo tanto
pensamiento que la inteligencia puede finalmente liberar de su velo
sensorio... Nada que sea absolutamente inescrutable a la razón puede ser
conocido por la fe." ("Philosophy of Religion", p. 71). La objeción descansa
sobre una visión totalmente exagerada de las capacidades del intelecto
humano. La facultad cognitiva de cualquier naturaleza se corresponde
con el grado de esta última en la escala del ser. La inteligencia de un
intelecto finito puede penetrar solo un objeto finito; es incapaz de
comprehender el infinito. Los tipos finitos a través de los cuales el
Infinito se le manifiesta bajo ninguna circunstancia pueden conducir a
algo mayor que un conocimiento análogo.

Se alega frecuentemente, además, que la revelación de lo que la mente


no puede comprender sería un acto de violencia contra el entendimiento,
y que esta facultad puede aceptar únicamente aquellas verdades cuya
racionalidad intrínseca reconoce. Esta afirmación, basada en la alegada
autonomía de la razón, solo puede alcanzarse con la negación. La
función de la inteligencia es reconocer y admitir cualquier verdad que se
le presente adecuadamente, ya sea que esa verdad esté garantizada por
criterios internos o externos. La razón no se ve despojada de su actividad
legítima porque los criterios sean externos. Halla una amplia esfera de
acción al ponderar los argumentos para establecer la credibilidad del
hecho afirmado. La existencia de misterios en la religión cristiana fue
enseñada expresamente por el Concilio Vaticano I (De Fide Cath., cap. IV,
can. I): "Si alguno dijere que en la revelación divina no está contenido
ningún misterio verdadero y propiamente dicho, sino que todos los
dogmas de la fe pueden ser comprendidos y demostrados a partir de los
principios naturales por una razón humana rectamente cultivada, sea
anatema."

(3) La escuela ( deísta) de racionalistas más antigua negaba la posibilidad


de una revelación divina que impusiera cualesquier leyes distintas a las
que la religión natural le impone al hombre. Estos autores consideraban

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la religión natural como, por así decirlo, una constitución política que
determina el gobierno divino del universo, y sostenían que Dios podía
actuar únicamente según prescribían sus términos. Como el anterior,
este error fue proscrito al mismo tiempo (De Fide Cath., cap. II, can. II):
"Si alguno dijere que es imposible, o inconveniente, que el ser humano
sea instruido por medio de la revelación divina respecto a Dios y el culto
que debe tributársele por revelación divina, sea anatema."

Apenas puede ponerse en duda que la "autonomía de la razón" surta la


fuente principal de dificultades que se perciben contra la revelación en el
sentido cristiano. Parece conveniente indicar muy brevemente los
diversos modos en que se entiende aquel principio. M. Blondel, un
miembro eminente de la escuela inmanentista, lo explica dando a
entender que "nada puede entrar en el hombre que no proceda de él, y
que no se corresponda de alguna manera con una necesidad interior de
expansión; y que ni en la esfera de los hechos históricos ni en la de la
doctrina tradicional, ni en las órdenes impuestas por la autoridad, puede
una verdad considerarse válida para un hombre o cualquier precepto
como obligatorio, a menos que sea de algún modo autónomo y
autóctono." ("Lettre sur les Exigences, etc.", p. 601). Aunque M. Blondel en
su propio caso ha reconciliado este principio con la aceptación del credo
católico, puede verse fácilmente que abona un terreno obvio para la
negación no solamente de la posibilidad de una revelación externa, sino
de la entera base histórica del cristianismo. El origen de esta doctrina
errónea se encuentra en el hecho de que, dentro de la esfera de la razón
natural especulativa, las verdades que se reciben meramente por
autoridad externa, y que de ninguna manera están conectadas con
principios ya admitidos, difícilmente pueda decirse que formen parte de
nuestro conocimiento. La ciencia requiere la razón interna de las cosas, y
no puede hacer uso de las verdades a menos que alcance los principios
de los que estas fluyen. Extender esto a las verdades religiosas es un
error que se remonta directamente a la suposición de los filósofos del
siglo XVIII de que no hay verdades religiosas salvo aquellas a las que el
intelecto humano puede acceder por sí mismo. A veces, sin embargo, se
aplica el principio con una significación menos extensiva. Puede
entenderse meramente como que la razón no puede ser forzada a
admitir una doctrina religiosa cualquiera o una obligación moral
cualquiera solo porque poseen garantías extrínsecas de verdad; aquellas
deben ser capaces en todos los casos de justificar su validez con
fundamentos intrínsecos. De esta suerte escribe el Prof, J. Caird: "Ni las
ideas morales ni las religiosas pueden ser transferidas sin más al espíritu
humano en forma de hecho, ni pueden ser verificadas por cualquier

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evidencia fuera de o menor que ellas mismas." ("Fundamental Ideas of


Christianity", p. 31). Un significado un tanto diferente se implica en el
canon del Concilio Vaticano I en el que se niega al intelecto el derecho de
independencia absoluta (autonomía): "Si alguno dijere que la razón
humana es de tal modo independiente que no puede serle imperada la fe
por Dios, sea anatema." (De Fide Cath., cap. III, can. I). Este canon está
dirigido contra la posición mantenida, como se ha dicho ya, por los viejos
racionalistas y los deístas, de que la razón humana se basta
sobradamente para llegar a la verdad absoluta en todas las cuestiones
religiosas sin ayuda exterior (cf. Vacant, "Études Théologiques", I, 573; II,
387).

Necesidad de la revelación

¿Puede decirse que la revelación es necesaria para el hombre? No hay


lugar a duda en cuanto a su necesidad si se admite que Dios destina al
hombre para lograr una beatitud sobrenatural que sobrepasa las
posibilidades de sus capacidades naturales. En ese caso, Dios debe
revelar igualmente la existencia de ese fin sobrenatural y los medios por
los cuales hemos de conseguirlos. Pero ¿es la revelación necesaria
incluso para que el hombre observe los preceptos de la ley natural? Si se
ve a nuestra especie en su condición actual como la historia la expone, la
respuesta solo puede ser que, moralmente hablando, es imposible para
los hombres, sin ayuda de la revelación, obtener por sus facultades
naturales un conocimiento de aquella ley en la medida que es suficiente
para la recta ordenación de la vida. En otras palabras, la revelación es
moralmente necesaria; aunque no decimos que sea absolutamente
necesaria.

Según enseña la teología católica, el hombre posee las facultades


indispensables para descubrir la ley natural. Lutero, de hecho, afirmaba
que el intelecto del hombre se había opacado irremediablemente por el
pecado original, de manera que hasta la verdad natural estaba fuera de
su alcance. Y los tradicionalistas del siglo XIX ( Bautain, Augustin
Bonnetty | Bonnetty]], etc.) también cayeron en error, al enseñar que el
hombre era incapaz de acceder a la verdad moral y religiosa sin contar
con la revelación. La Iglesia, por el contrario, reconoce la capacidad de la
razón humana, y conviene en que aquí y allá pueden haber existido
paganos que se liberaron de los errores prevalecientes, y que lograron tal
conocimiento de la ley natural que les haya bastado para llevarlos al
logro de la bienaventuranza. Pero ella enseña, no obstante, que este
puede ser el caso solo de unos pocos, y que para el grueso de la
humanidad la revelación es necesaria. Que esto es así puede verse por

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los hechos de la historia y por la naturaleza del caso.

En cuanto al testimonio de la historia, es notorio que hasta las más


civilizadas de las culturas paganas han caído en los más crasos errores
acerca de la ley natural; y se puede decir sin duda que nunca habrían
emergido de ellos. Ciertamente, las escuelas filosóficas no lo habrían
hecho posible, pues muchas de ellas negaban incluso principios
fundamentales de la ley natural como la personalidad de Dios y el libre
albedrío.. Asimismo, por la naturaleza del caso en sí, las dificultades
envueltas en el logro del conocimiento necesario son insuperables. Para
que los hombres sean capaces de obtener el conocimiento de la ley
natural que les permita ordenar rectamente su vida, las verdades de esa
ley deben ser tan sencillas que la masa de los hombres pueda descubrirla
sin dilación y poseer un conocimiento de ellas a la vez libre de toda
incertidumbre y resguardado de error grave. Ningún hombre sensato
sostendrá que esto es posible para la mayor parte de la humanidad.
Hasta las verdades más vitales se cuestionan y objetan seriamente.
Separar la verdad del error es una obra que implica tiempo y esfuerzo, y
la mayoría de los hombres no tiene inclinación ni oportunidad para ello.
Sin la seguridad que otorga la revelación, se desentenderían de una
obligación tediosa e incierta. Se sigue, entonces, que una revelación
incluso de la ley natural es, para el hombre en su estado actual, una
necesidad moral.

Criterios de la revelación

El hecho de que la revelación es no solo posible sino moralmente


necesaria es en sí mismo un poderoso argumento a favor de la existencia
de una revelación, e impone a todos los hombres la obligación estricta de
examinar las credenciales de una religión que a primera vista se
presenta con señales de veracidad. Por otro lado, si Dios ha conferido a
los hombres una revelación, es razonable que haya unido a ella criterios
simples y evidentes que permitan incluso a los iletrados reconocer su
mensaje por lo que es, y distinguirlo de todos los falsos reclamantes.

Los criterios de la revelación son externos o internos:

• (1) Los criterios externos consisten en ciertas señales ligadas a la


revelación como un testimonio de su verdad; por ejemplo, los
milagros.
• (2) Los criterios internos son aquellos que se encuentran en la
naturaleza de la doctrina misma en la manera en que fue presentada

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al mundo, y en los efectos que produce en el alma. Estos se


distinguen en criterios negativos y positivos:
• (a) La inmunidad de la alegada revelación contra cualquier
enseñanza, especulativa o moral, que sea manifiestamente
errónea o contradictoria en sí; la ausencia de todo fraude por
parte de los que la transmiten al mundo, proveen criterios
internos negativos.
• (b) Los criterios internos positivos son de varios tipos. Puede
observarse uno de ellos en los efectos benéficos de la doctrina y
en su capacidad de cumplir incluso las más altas aspiraciones
que el hombre pueda forjarse. Otro consiste en la convicción
interna que siente el alma frente a la verdad de la doctrina
(Suárez, "De Fide", IV, sec. 5 n. 9).

En el siglo XIX, en ciertas escuelas de pensamiento hubo una tendencia


expresa a negar el valor de todo criterio externo. Esto se debió en gran
medida a la polémica racionalista en contra de los milagros. No pocos
teólogos no católicos, ansiosos de llegar a acuerdos con el enemigo,
adoptaron esta actitud. Aceptaban que los milagros son inútiles como
cimiento de la fe, y que constituyen por el contrario uno de los mayores
obstáculos que yacen en su camino. La fe, admitían, debe presuponerse
antes de que el milagro pueda ser aceptado. De aquí que estos autores
hayan mantenido que el único criterio de la fe radica en la experiencia
interna---en el testimonio del " Espíritu". Así, dice Schleiermacher:
"Rehusamos por completo cualquier intento de demostrar la verdad y la
necesidad de la religión cristiana. Por el contrario, asumimos que cada
cristiano antes de realizar inquisiciones de esta naturaleza está ya
convencido de que ninguna otra forma de religión sino la cristiana puede
armonizar con su piedad." ("Glaubenslehre", n. 11). Los tradicionalistas,
al negar la potestad de la razón humana de poner a prueba los
fundamentos de la fe, se vieron obligados a recurrir al mismo criterio (cf.
Lamennais, "Pensées Diverses", p. 488).

Esta posición es del todo insostenible. El testimonio provisto por la


experiencia interna sin duda no debe ser dejado de lado. Los doctores
católicos han reconocido siempre su valor. Pero su virtud se limita al
individuo sujeto de la misma. No puede ser utilizada como un criterio
válido para todos, ya que su ausencia no es prueba de que la doctrina no
es verdadera. Más aún, de todos los criterios, este es el que acarrea
mayor posibilidad de engaño. Cuando se presenta a la mente la verdad
mezclada con el error, sucede a menudo que se cree que toda la
enseñanza, lo cierto y lo falso por igual, tiene una garantía divina, toda

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vez que el alma ha reconocido y acogido la verdad de alguna que otra


doctrina, por ejemplo, la Expiación. Tomado aisladamente y sin contar
con una prueba objetiva, encierra solo una probabilidad de que la
revelación sea verdadera. De ahí que el Concilio Vaticano I condena
expresamente el error de quienes enseñan que es el único criterio (De
Fide Cath., cap. III, can. III).

La concordancia perfecta de una doctrina religiosa con las enseñanzas


de la razón y la ley natural; su facultad de satisfacer, y colmar, las
aspiraciones humanas más sublimes, su influencia benéfica sobre la vida
pública y privada, nos proporcionan una prueba más confiable. Este es
un criterio que se ha aplicado a menudo contundentemente al alegar que
la Iglesia Católica es la sola custodia de la Revelación de Dios.
Ciertamente, estas cualidades atañen en grado tan trascendente a la
enseñanza de la Iglesia que el argumento necesariamente transmite
convicción a una mente seria y que busca celosa la verdad. Otro criterio
que a primera vista guarda semejanza con este merece mención aquí. Se
basa en la teoría de la inmanencia, y fue defendido enérgicamente por
algunos de los miembros más moderados de la escuela modernista. Estos
autores insistían en que las necesidades vitales del alma demandan,
como su necesario complemento, la co-operación divina, la gracia
sobrenatural, e incluso el supremo magisterio de la Iglesia. A estas
necesidades solo corresponde la religión católica. Y esta correspondencia
con nuestras necesidades vitales es, dicen, el único criterio de verdad.
Esta teoría es del todo inconsistente con el dogma católico. Supone que la
revelación cristiana y el don de la gracia no son dádivas gratuitas de
Dios, sino algo que la naturaleza del hombre exige en forma absoluta, y
sin lo cual estaría incompleta. Esto es un retorno a los errores de Bayo
(Denz. 1021, etc.).

Aunque la Iglesia, como hemos dicho, está lejos de subestimar los


criterios internos, siempre ha considerado los criterios externos como los
más fácilmente reconocibles y más decisivos. Por ello enseña el Concilio
Vaticano I: "...para que la obediencia de nuestra fe sea conforme a la
razón, quiso Dios que a la asistencia interna del Espíritu Santo estén
unidas pruebas externas de su revelación, esto es, hechos divinos (facta
divina), y, ante todo, milagros y profecías, que, mostrando claramente la
omnipotencia y conocimiento infinitos de Dios, son signos certísimos de
la revelación divina y son adecuados al entendimiento de todos." (De
Fide Cath., cap. III). Como un ejemplo de una obra evidentemente divina
y no obstante distinta del milagro o profecía, el Concilio cita a la Iglesia
Católica, la cual, "en razón de su admirable propagación, su sobresaliente
santidad y su incansable fecundidad en toda clase de buenas obras, por

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su unidad católica y su invencible estabilidad, es un gran y perpetuo


motivo de credibilidad y un testimonio irrefragable de su misión divina."
(1. c). La verdad de la enseñanza del Concilio en referencia a los criterios
externos es clara para cualquier mente imparcial. Una vez asentida la
presencia de los criterios negativos, las garantías externas establecen el
origen divino de una revelación como nada más podría hacerlo. Son, por
así decirlo, un sello fijado por la mano de Dios mismo, autenticando la
obra como suya. (Para una exposición más completa de su valor
apologético, y para una discusión de las objeciones, ver milagro,
apologética.)

La revelación cristiana

Resta aún distinguir la revelación cristiana o "depósito de la fe" de lo que


se denomina revelaciones privadas. Esta distinción es importante, ya
que, aunque la Iglesia reconoce que Dios ha hablado a sus siervos en
todas las edades, y continúa haciéndolo a favor de unas almas
privilegiadas, ella distingue con cuidado estas revelaciones de la
revelación que le ha sido encomendada, y que propone a sus miembros
para su aceptación. Esta revelación ha sido concedida en su integridad a
Nuestro Señor y sus Apóstoles. Luego de la muerte del último de los Doce,
no sufrió incremento alguno. Era, según lo llama la Iglesia, un
depósito---"la fe que ha sido transmitida a los santos de una vez para
siempre" (Judas 3)---por el cual la Iglesia debía "combatir", pero al que no
podía añadir nada. De esta manera, siempre que ha debido definir una
doctrina, sea en Nicea, en Trento, o en el Vaticano, el punto excluyente de
debate ha sido si la doctrina se halla en la Escritura o en la tradición
apostólica. El don de la asistencia divina, confundido a veces con la
revelación por los menos informados de los escritores anticatólicos,
únicamente preserva al supremo pontífice de error al definir la fe; no
permite que le añada ni un ápice. Todas las revelaciones posteriores
otorgadas por Dios se conocen como revelaciones privadas, en razón de
que no se dirigen a toda la Iglesia sino que son meramente para el bien
de miembros individuales. Ellas pueden en verdad ser un objeto legítimo
de nuestra fe, pero esto dependerá de la evidencia en cada caso
particular. La Iglesia no nos las propone como parte de su mensaje. Es
cierto que en unos casos ha dado su aprobación a algunas revelaciones
privadas. Esto, sin embargo, solo significa:

• que nada en ellas es contrario a la fe católica o a la ley moral, y • que


hay suficientes indicios de su veracidad como para justificar que los
fieles les den crédito sin hacerse culpables de superstición o de
imprudencia.

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Se podría plantear, no obstante, si la revelación cristiana no sufre


incremento a través del desarrollo de la doctrina. Durante la segunda
mitad del siglo XIX esta cuestión del desarrollo doctrinal fue debatida
ampliamente. Debido a la enseñanza errónea de Günther de que las
doctrinas de la fe asumen un nuevo sentido conforme la ciencia humana
progresa, el Concilio Vaticano I declaró de una vez por todas que el
significado de los dogmas de la Iglesia es inmutable (De Fide Cath., cap.
IV, can. III). Por otro lado, reconoce explícitamente que existe un modo
legítimo de desarrollo, y cita a tal efecto (op. cit., cap. IV) las palabras de
San Vicente de Lérins: "Que el entendimiento de la ciencia y la sabiduría
[acerca de la doctrina de la Iglesia] crezcan con el correr de las épocas y
los siglos, y que florezcan grandes y vigorosos, en cada uno y en todos, en
cada individuo y en toda la Iglesia: pero esto solo de manera apropiada,
esto es, reteniendo el mismo dogma, el mismo sentido y el mismo
contenido." (Commonit. 28). Dos de los más eminentes escritores
teológicos del período, el Cardenal Franzelin y el cardenal Newman, han
reflexionado en líneas muy diferentes sobre el progreso y la naturaleza
de este desarrollo. El Cardenal Franzelin en su "De Divina Traditione et
Scriptura" (parte XXII VI) tiene a la vista principalmente las teorías
hegelianas de Günther. Por consiguiente, pone el énfasis principal sobre
la identidad en todos los puntos del dato intelectual, y explica el
desarrollo casi exclusivamente como un proceso de deducción lógica.

El Cardenal Newman escribió su "Essay on the Development of Christian


Doctrine" en el curso de los dos años (1843-45) previos a su admisión a la
Iglesia Católica. Le habían solicitado que se encargara de otros
adversarios, a saber, los protestantes que justificaban su separación del
cuerpo principal de los cristianos sobre la base de que Roma había
corrompido la enseñanza primitiva con una serie de añadiduras. En esa
obra él examina en detalle la diferencia entre una corrupción y un
desarrollo. Muestra cómo una idea verdadera y fértil ostenta una
peculiar energía vital y asimilativa en virtud de la cual, sin sufrir el
menor cambio sustantivo, llega a una expresión cada vez más completa,
según el paso del tiempo la pone en contacto con nuevos aspectos de la
verdad o la fuerza a enfrentar nuevos errores: la vida de la idea se
percibe como análoga a un desarrollo orgánico. Newman aporta una
serie de pruebas que distinguen un verdadero desarrollo de una
corrupción, siendo las más importantes la preservación del tipo y la
continuidad de principios; y luego, aplicando las pruebas al caso de las
adiciones de la enseñanza de Roma, demuestra que estas tienen las
señales no de corrupciones sino de desarrollos verdaderos y legítimos. La
teoría, aunque menos escolástica en su forma que la de Franzelin, está en

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perfecta conformidad con la creencia ortodoxo. Newman, no menos que


su contemporáneo jesuita, enseña que la doctrina en su totalidad, lo
mismo en sus formas ulteriores que en las iniciales, estaba contenida en
la revelación original transmitida a la Iglesia por Nuestro Señor y sus
Apóstoles, y que esa identidad nos está garantizada por el magisterio
infalible de la Iglesia. Es mera ficción la pretensión de ciertos autores
modernistas de que sus opiniones sobre la evolución del dogma están en
conexión con la teoría del desarrollo de Newman.

Bibliografía

OTTIGER, Teología fundamentalis (Friburgo, 1897); VACANT, Études


Théologiques sur la Concile du Vatican (París, 1895); LEBACHELET, De
l'apologétique moderne (París, 1897); DE BROGLIE, Religion et Critique
(París, 1906); BLONDEL, Lettre sur les Exigences de la Pensée moderne
en matière apologétique en Annales de la Philos.: Chrétienne (París,
1896). Sobre las revelaciones privadas: SUÁREZ, De Fide, disp. III, sec. 10;
FRANZELIN, De Scriptura et Traditione, tesis xxii (Roma, 1870); POULAIN,
Graces of Interior Prayer, parte IV, trad. (Londres, 1910). Sobre el
desarrollo de la doctrina:. BAINVEL, De Magisterio vivo et Traditione
(París, 1905); VACANT, op. cit., II, p. 281 s.; PINARD, art. Dogme en Dict.
Apologétique de la Foi Catholique, ed. D'Ales (París, 1910); O'DWYER,
Cardinal Newman and the Encyclical Pascendi (Londres, 1908).

Entre aquellos que desde un punto de vista u otro han contradicho la


doctrina cristiana de la Revelación, cabe mencionar a los siguientes:
PAINE, Age of Reason (ed. 1910) 1 30; F. W. NEWMAN, Phases of the Faith
(4ta ed., Londres, 1854); SABATIER, Esquisse d'une philosophie de la
religion, I, ii (París, 1902); PFLEIDERER, Religionsphilosophie auf
geschichtlicher Grundlage (Berlín, 1896), 493 s.; LOISY, Autour d'un petit
livre (París, 1903), 192 ss. ; WILSON, art. Revelation and Modern Thought
en Cambridge Theol. Essays (Londres, 1905); TYRRELL, Through Scylla
and Charybdis (Londres, 1907), ii; MARTINEAU, Seat of Authority in
Religion, III, ii (Londres, 1890).

Fuente: Fuente: Joyce, George. "Revelation." The Catholic Encyclopedia.


Vol. 13. New York: Robert Appleton Company, 1912.
<http://www.newadvent.org/cathen/13001a.htm>.

Traducido por Emilce S. Fékete. L M H.

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Canon del Antiguo Testamento - Enciclopedia


Católica

51 - 65 minutes

• 1 Visión general
• 2 El canon de los judíos palestinos (Los libros protocanónicos)
• 3 El canon entre los judíos de Alejandria (los libros
deutorocanónicos)
• 4 El canon del Antiguo Testamento en la Iglesia Católica
• 5 El canon del Antiguo Testamento fuera de la iglesia

Visión general

La forma como se ha aplicado la palabra canon a las Escrituras ha tenido


desde hace mucho un significado especial y sagrado. En su sentido más
amplio significa la lista autorizada o el número definido de los escritos
compuestos bajo inspiración divina y destinados al bienestar de la
Iglesia, utilizando esta última palabra en el sentido amplio de la sociedad
teocrática que empezó con la revelación que hizo Dios de si mismo al
pueblo de Israel y que encuentra su madurez y perfección en el
organismo católico. El canon bíblico total, por tanto, consiste del Antiguo
y del Nuevo Testamentos. La palabra griega kanon significa
primariamente una caña o vara de medición. Por analogía esa palabra
fue usada por los escritores de la antigüedad, tanto profanos como
religiosos, para denotar una regla o medida. Encontramos la primera
aplicación del sustantivo en la Escritura Sagrada, hecha por San
Atanasio, en el siglo IV. A causa de sus derivaciones, el Concilio de La
odisea, en el mismo período, habla de kanonika biblia. Atanasio usa las
palabras biblia kanonizomena. La última frase prueba que el sentido
pasivo de canon- colección definida y reglamentada- ya estaba en uso
entonces y que es esa connotación de la palabra la que ha prevalecido en
la literatura eclesiástica.

Los términos protocanónico y deuterocanónico, de uso frecuente entre


los teólogos y exegetas católicos, piden una palabra de advertencia.
Dichas palabras no son gratuitas ni se puede inferir de ellas que la Iglesia

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ha poseído dos cánones bíblicos distintos en forma sucesiva. Sólo se


puede hablar de un primer y un segundo canon en forma parcial y
restringida. “Protocanónico” (de protos, primero) es una palabra
convencional que señala aquellos escritos que han sido siempre
aceptados sin discusión. por el cristianismo. Los libros protocanónicos
del Antiguo Testamento corresponden a los de la Biblia hebrea y al
Antiguo Testamento reconocido por los protestantes. Los
deuterocanónicos (deuteros, segundo) son aquellos cuya autenticidad fue
debatida por alguna razón, pero que desde hace mucho tiempo ganaron
un lugar seguro en la Biblia de la Iglesia Católica, aunque los protestantes
consideran “apócrifos” los que quedaron incluidos en el Antiguo
Testamento. Esos libros son siete: Tobías, Judit, Baruc, Eclesiástico,
Sabiduría, I y II de Macabeos. También algunas adiciones a los libros de
Ester y Daniel.

Se debe hacer notar que protocanónico y deuterocanónico son términos


modernos que no fueron usados sino hasta el siglo XVI. Dado que son
palabras muy largas, la última de ellas (usada con mayor frecuencia) se
abreviará en su forma deutero en el presente trabajo. El objeto de un
artículo respecto al canon sagrado se puede ver ahora convenientemente
delimitado al proceso de

lo que se puede afirmar sobre el proceso de recopilar los escritos


sagrados en cuerpos o grupos tales que, desde su inicio mismo, han sido
objeto de un cierto grado de veneración;

las circunstancias y formas en que dichas recopilaciones fueron


canonizadas o juzgadas como poseedoras de una calidad singularmente
divina y autoritativa;

las vicisitudes que ciertas composiciones sufrieron en la opinión de


personas o localidades antes de que se estableciera universalmente su
carácter escriturístico.

De ese modo podemos concluir que la canonicidad es algo correlativo a


la inspiración, al constituir la dignidad extrínseca que pertenece a los
escritos que han sido declarados oficialmente como poseedores de origen
y autoridad divinos. Es muy probable que cada libro pasaba a formar
parte de una colección sagrada y alcanzaba una posición canónica de
acuerdo a la fecha temprana o tardía en que era escrito. De ahí parten las
apreciaciones tradicionalistas o críticas (sin querer con ello implicar que
los tradicionalistas no puedan ser críticos) respecto al paralelismo del
canon, que igualmente reciben influencia de sus respectivas hipótesis

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acerca del origen de los elementos que lo componen.

El canon de los judíos palestinos (Los libros


protocanónicos)

Ya se insinuó que existen un Antiguo Testamento menor, o incompleto, y


uno mayor, o completo. Ambos nos fueron transmitidos por los judíos. El
primero, por los judíos palestinos; el segundo, por los alejandrinos o
helenistas.

La actual Biblia judía está compuesta por tres divisiones, cuyos títulos
combinados forman el nombre completo de las escrituras del judaísmo:
Hat-Torah, Nebiim, wa-Kethubim, o sea la Ley, los Profetas y los Escritos.
Esta es una tríada muy antigua; se cree que fue establecida hace mucho
en la Mishnah, o código judío de leyes sagradas no escritas y que fue
escrita finalmente alrededor del año 200 d.C. Un agrupamiento
semejante es mencionado en las palabras del mismo Cristo en el Nuevo
Testamento, en Lc. 24,44: “Todas las cosas que fueron dichas respecto de
mí deben ser cumplidas, las que se encuentran escritas en la Ley de
Moisés, en los Profetas y en los Salmos”. Si vamos al prólogo del
Eclesiástico, que fue fijado en éste cerca del año 132 a.C., encontramos
que se mencionan “la Ley, los Profetas y otros que los han sucedido”. La
Torah, o ley, consiste de los cinco libros mosaicos: Génesis, Éxodo,
Levítico, Números y Deuteronomio. Los Profetas fueron subdivididos por
los judíos en Profetas Anteriores (i.e. los libros profético-históricos: Josué,
Jueces, Samuel, [Reyes I y II], y Reyes [Reyes III y IV], y Profetas
Posteriores (Isaías, Jeremías, Ezequiel y los doce profetas menores, a los
que los hebreos cuentan como un solo libro). Los Escritos, mejor
conocidos por un título prestado de los Padres Griegos, Hagiographa
(escritos sagrados), abarcan todos los libros restantes de la Biblia hebrea.
Nombrados en el orden en el que aparecen en el texto hebreo actual, son:
Salmos, Proverbios, Job, Cantar de los Cantares, Rut, Lamentaciones,
Eclesiastés, Ester, Daniel, Esdras, Nehemías, o Esdras II, Paralipomenon.

Postura tradicional del canon de los judíos palestinos.

Proto-canon.

Opuestos a las visiones más recientes de algunos estudiosos, los


conservadores no admiten que los Profetas y los Hagiographa
representen dos etapas sucesivas de la formación del canon palestino.
Según la vieja escuela, el principio rector de la separación entre los
Profetas y los Hagiographa no era de naturaleza cronológica, sino algo

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que se encuentra en la naturaleza misma de las respectivas


composiciones sagradas. Esa literatura quedó agrupada en los Ké-
thubim, o Hagiographa, ninguno de los cuales era producción directa del
orden profético, o sea, de los personajes comprendidos en los Profetas
Posteriores, ni tampoco contenía la historia de Israel interpretada por los
mismos maestros profetas: narraciones clasificadas como Profetas
Anteriores. El profeta Daniel fue relegado a los Hagiographa como si
fuera solamente una obra del don de profecía, pero no como la obra del
oficio permanente de profeta. Los mismos estudiosos conservadores del
canon- hoy día con escasa representación fuera de la Iglesia- defienden,
en lo que toca a la inclusión en la literatura israelita de los documentos
que conforman esos grupos, fechas muy anteriores a las admitidas
generalmente por los críticos. Para ellos, la terminación práctica, no la
formal, del canon palestino se ubica en la era de Esdras (Ezra) y
Nehemías, a mediados del siglo V a. C., aunque por otra parte, siempre
fieles a la autoría mosaica del Pentateuco, insisten en que la
canonización de los cinco libros sucedió poco después de su composición.

Habida cuenta que los tradicionalistas infieren la autoría mosaica del


Pentatecuco a partir de otras fuentes, pueden encontrar prueba de una
colección más temprana de esos libros en Deuteronomio 31, 9-13, 24-26,
donde se trata acerca de un cierto libro de la ley, entregado por Moisés a
los sacerdotes con el mandato de guardarlo en el Arca y de leerlo al
pueblo en la fiesta de los Tabernáculos. Pero el esfuerzo por identificar
este libro con el Pentateuco entero no convence a quienes se oponen a la
autoría mosaica.

El resto del canon Palestino-judío

Sin estar totalmente seguros del tema, quienes abogan por las posturas
antiguas consideran muy posible que se hayan hecho varias adiciones al
repertorio sagrado en el período que va de la canonización de la Torah
mosaica, descrita más arriba, al exilio (598 a.C.). Para ello citan,
especialmente, a Isaías, 34,16; II Paralipómenos, 29,1; Daniel, 9,2.
Respecto al período que siguió al exilio babilónico, los conservadores
arguyen con más seguridad. Se trata de una era de construcción, un parte
aguas en la historia de Israel. La terminación del canon judío, mediante
la adición de los Profetas y de los Hagiographa como cuerpos de la Ley, se
atribuye a conservadores como Esdras, el sacerdote-escriba y líder
religioso de ese período, apoyado por Nehemías, el gobernador civil, o al
menos a la escuela de escribas fundada por el primero. (Cf. II Esdras,
8-10; II Macabeos, 2, 13, en el original griego). Favorece mucho más
claramente la formulación hecha por Esdras de la Biblia Hebrea el

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famoso pasaje de Josefo, “Contra Apionem”, I, 8, en el que el historiador


judío, quien escribe en el año 100 d. C., deja sentada su convicción, y de
sus correligionarios- probablemente basada en la tradición-, de que las
escrituras de los hebreos palestinos formaban una colección cerrada y
sagrada que data de los días del rey persa Artajerjes Longiamanus
(465-425 a.C.), un contemporáneo de Esdras. Josefo es el más antiguo
escritor que numera los libros de la Biblia Judía. Su ordenamiento actual
contiene 40; Josefo llegó artificialmente a 22, para coincidir con el
número de letras del alfabeto hebreo, a través de combinaciones
tomadas parcialmente de los Setenta. Los exegetas conservadores
encontraron un argumento confirmativo en una afirmación del apócrifo
libro IV de Esdras (XIV, 18-47), bajo cuyo legendaria cobertura ellos ven
una verdad histórica. Ven otra más en una referencia encontrada en el
texto Baba Bathra del Talmud babilónico sobre la actividad hagiográfica
de los “hombres de la Gran Sinagoga”, y de Esdras y Nehemías.

Pero los escrituristas católicos que admiten un canon esdriano están lejos
de admitir que Esdras y sus colegas pretendían cerrar la biblioteca
sagrada para impedir cualquier futura intromisión. El Espíritu de Dios
pudo, y de hecho lo hizo, soplar en los escritos posteriores, y la presencia
de los libros deutero en el canon de la Iglesia responde a los teólogos
protestantes de la generación anterior, quienes aseguraban que Esdras
fue un agente divino elegido para determinar y sellar inviolablemente el
Antiguo Testamento. Al menos en este punto los escritores católicos
difieren del cauce del testimonio de Josefo. Y aunque existe lo que se
podría llamar un consenso de los exegetas católicos del tipo conservador
acerca de la formulación esdriana o cuasi esdriana del canon en la
medida que el material existente lo permitía, no se trata de un acuerdo
total. Kaulen y Danko, postulando una compilación posterior, son las
excepciones entre los académicos mencionados.

Visiones críticas de la formación del canon palestino.

La Ley, los Profetas y los Hagiographa, sus tres cuerpos constitutivos,


representan un grado de crecimiento y corresponden a tres períodos más
o menos extensos. Los Hagiographa se encuentran separados de los
Profetas por causas puramente cronológicas. La única división señalada
por razones intrínsecas es el elemento legal del Antiguo Testamento, o
sea, el Pentateuco.

La Torah, o Ley

Dicen los exegetas críticos que hasta el reinado de Josías y el

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descubrimiento del “libro de la Ley” en el templo, hecho que hizo época


(621 a.C.), no había en Israel ningún códice legal escrito, ni ninguna otra
obra que fuese reconocida universalmente como procedente de la
suprema autoridad divina. Ese “libro de la Ley” era prácticamente
idéntico al Deuteronomio, y su reconocimiento y canonización
consistieron en el pacto solemne echo por Josías y el pueblo de Judá,
según se describe en el IV libro de los Reyes, 23. Quedó demostrado por la
evidencia negativa de los profetas anteriores y por la ausencia de
factores debidos a la reforma religiosa decidida por Exequias (Hezekiah),
que en Israel no se conocía previamente ninguna Torah sagrada escrita,
mientras que ésta sí constituyó el motor principal de la reforma que
realizó Josías. Finalmente, también lo demostró la sorpresa y
consternación de este último gobernante al encontrar tal obra. Este
argumento, de hecho, es el pivote del actual sistema de crítica del
Pentateuco. Además, el tema va a ser desarrollado con mayor detalle en
el artículo referente al Pentateuco. Como lo será, igualmente, la tesis que
ataca la autoría mosaica y la promulgación de ese último libro en su
totalidad. La publicación de todo el código mosaico, según la hipótesis
dominante, no ocurrió sino hasta los días de Esdras, y está narrada en los
capítulos VIII-X del segundo libro que lleva ese nombre. En ese contexto,
debe mencionarse el argumento del Pentateuco samaritano para dejar
establecido que el canon esdriano no adoptó nada fuera del Hexateuco,
i.e., el Pentateuco más Josué. (Vea PENTATEUCO; SAMARITANOS.)

Los Nebiim o Profetas

No hay forma de aclarar directamente el tiempo o modo en que se


terminó la segunda etapa del Canon Hebreo. La creación del mencionado
Canon Samaritano (c. 432 a.C.) puede proporcionar un terminus a quo.
Quizás un mejor punto de referencia sea la fecha de la terminación de la
profecía cerca del fin del siglo quinto antes de Cristo. Para el otro
terminus la fecha inferior es la del prólogo del Eclesiástico (c. 123 a.C.),
que habla de la “Ley” y los “Profetas y los demás que los han seguido”.
Pero compárese el mismo Eclesiástico, capítulos 46-49 para ver una fecha
anterior.

Los Kéthubim, o Hagiographa, completan el Canon Judío.

Las opiniones de los críticos referentes a su fecha de redacción varían


desde el año 165 a.C. a la mitad del siglo segundo de nuestra era
(Wildeboer). Los estudiosos católicos Jahn, Movers, Nickes, Danko,
Haneberg, Aicher, sin compartir las opiniones de los exegetas más
avanzados, consideran que los Hagiographa hebreos no quedaron

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definitivamente terminados sino hasta después de Cristo. Es algo


indiscutible que el carácter sagrado de ciertas partes de la Biblia
palestina (Ester, Eclesiatés, Cantar de los Cantares) aún era puesto en
duda por algunos rabíes en fecha tan tardía como el siglo segundo de la
era cristiana (Mishna, Yadaim, III,5; Talmud Babilonio, Megilla, fol. 7). A
pesar de las diferencias de fechas, los críticos concuerdan en que la
distinción entre los Hagiographa y el Canon Profético es esencialmente
cronológica. Se debe a que los Profetas ya habían formado una colección
cerrada a la que no tenían acceso Rut, Lamentaciones y Daniel, aunque
pertenecieran naturalmente a ellos y, consecuentemente, tuvieron que
aceptar un lugar en la formación más nueva, los Kéthubim.

Los Libros Protocanónicos y el Nuevo Testamento

La ausencia de citas de Ester, Eclesiastés y Cántico se puede explicar


razonablemente por su poca utilidad en los objetivos del Nuevo
Testamento, y se justifica más por la ausencia de los dos libros de Esdras.
Abdías, Nahum y Sofonías, aunque no son honrados directamente,
quedaron incluidos en las citas de los otros profetas menores gracias a la
unidad tradicional de esa colección. Por otro lado, términos muy
frecuentes como “la Escritura”, las “Escrituras”, “las Sagradas Escrituras”,
aplicadas en el Nuevo Testamento a otros escritos sagrados, nos pudieran
hacer pensar que éstos ya formaban una colección fija. Pero, por su
parte, la referencia en San Lucas a “la Ley, los Profetas y los Salmos”,
aunque demuestra la fijación del Torah y de los Profetas como grupos
sagrados, no nos garantiza la misma fijación para la tercera división, los
Hagiographa judeo-palestinos. Si, como parece ser la verdad, el contenido
exacto del catálogo amplio de las Escrituras del Antiguo Testamento (el
que abarcaba los libros deutero), no puede ser establecido desde el
Nuevo Testamento, no existe razón a fortiori para esperar que reflejase
la extensión del canon judío, de menor amplitud. Estamos seguros que
todos los Hagiographa fueron en algún momento, antes de la muerte del
último apóstol, entregados en forma divina a la Iglesia como escrituras
sagradas. Claro que esto lo sabemos como verdad de fe, por deducción
teológica, no por la evidencia documental del Nuevo Testamento. Este
hecho tiene fuerza en contra de la postura protestante que afirma que
Jesús aprobó y transmitió en bloc la ya previamente definida Biblia de la
sinagoga Palestina.

Autores y estándares de canonicidad entre los judíos

Aunque el Antiguo Testamento no revela noción formal alguna de


inspiración, los judíos de los tiempos posteriores deben por lo menos

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haber poseído una idea semejante (cf. II Tim, 3,16; II Pe. 1,21). Se
menciona el caso en el que un doctor talmúdico que distinguía entre una
composición “entregada por la sabiduría del Espíritu Santo” y otra,
presumiblemente creada por la simple sabiduría humana. Pero en lo
tocante a nuestro claro concepto de canonicidad debemos decir que es
un concepto moderno, del que ni siquiera el Talmud tiene evidencia
alguna. Con el fin de definir un libro que no tenía lugar reconocido en la
biblioteca divina, los rabíes hablaban de él como “manchas en las
manos”, un término técnico muy curioso procedente quizás del deseo de
impedir cualquier tocamiento profano del rollo sagrado. Sin embargo, a
pesar de que entre los judíos no existía la idea formal de canonicidad, sí
se daba el hecho. En cuanto a la fuente de canonicidad entre los antiguos
hebreos, nos vemos forzados a asumir una analogía. Existen razones
tanto psicológicas como históricas para rechazar la suposición de que el
canon del Antiguo Testamento nació espontáneamente de una especie de
reconocimiento público de los libros inspirados. Cierto, parece razonable
pensar que el oficio profético en Israel contaba con sus propias
credenciales, y que éstas se extendían en gran medida a sus
composiciones escritas. El problema es que existían muchos seudo
profetas en el país, lo que hacía necesario que hubiese alguna autoridad
para separar los escritos proféticos genuinos de los falsos. Del mismo
modo se hacía necesario un tribunal final que pusiese su sello sobre la
variadísima y confusa literatura comprendida en los Hagiographa. La
tradición judía, según lo describen los mencionados Josefo, Baba Bathra y
los datos del seudo Esdras, indica la existencia una autoridad que
funcionaba como árbitro final de qué era escriturístico y qué no. Se dice
que el así llamado Concilio de Jamnia (c. 90 d.C.) había ya resuelto la
disputa que existía entre las escuelas rabínicas rivales en torno a la
canonicidad del Cántico. De modo que, mientras la intuición y la cada vez
más reverente conciencia del elemento de la fe de Israel podía dar- y
probablemente daba- un impulso general y una dirección a la autoridad,
debemos concluir que fue la voz de la autoridad oficial la que realmente
fijó los límites del canon hebreo, y aquí, hablando en forma muy general,
los exégetas conservadores y los avanzados encontraban un terreno
común. Sea como haya sido en el caso de los Profetas, la evidencia
favorece mayoritariamente un período posterior para el caso del cierre
de los Hagiographa. Un período en el que el cuerpo de los escribas
dominaban el judaísmo, sentados sobre la “cátedra de Moisés”, y
detentaban solitariamente la autoridad y el prestigio de tal actividad. El
término “cuerpo de los escribas” ha sido utilizado en forma precautoria,
bajo la sospecha grave y, a veces, el rechazo total de los académicos
contemporáneos, para señalar la “Gran Sinagoga” de la tradición

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rabínica, pero este asunto cae fuera de la jurisdicción del Sanedrín. La


clave para discriminar las obras canónicas de las no canónicas estaba
influenciada por la Ley del Pentateuco. Este fue siempre el canon par
excellence de los israelitas. Para los judíos de la Edad Media la Torah era
el santuario más íntimo, el Santo de los Santos, mientras que los Profetas
eran el Lugar Santo y los Kéthubim constituían únicamente el patio
exterior del templo bíblico, y esta concepción medieval encontraba su
fundamento en la preeminencia que los rabíes de la época talmúdica
daban a la Ley. Desde el tiempo de Esdras la Ley, en cuanto era la parte
más antigua del canon y la expresión formal de los mandatos de Dios,
recibió el mayor grado de veneración. Los cabalistas del siglo segundo
después de Cristo, y otras escuelas posteriores, veían en la otra parte del
Antiguo Testamento una mera expansión e interpretación del
Pentateuco. Por ello podemos estar seguros que la prueba mayor de
canonicidad, al menos para el caso de los Hagiographa, era su
conformidad con el canon par excellence, el Pentateuco. Es algo evidente,
además, que ningún libro que no hubiese sido compuesto en hebreo, y
que no poseyese las características de antigüedad y prestigio de la edad
clásica, o algo de renombre por lo menos, no era admitido. Tales criterios
son negativos y exclusivos, más que directivos. El empuje del sentimiento
religioso y del uso litúrgico deben haber sido el factor decisivo en la
decisión. Pero los criterios negativos eran parcialmente arbitrarios y la
simple intuición no puede ser prueba definitiva de certificación divina.
No fue sino mucho después que la Voz infalible habló, y fue para declarar
que el canon de la sinagoga, aunque permanecía sin adulterar, estaba
incompleto.

El canon entre los judíos de Alejandria (los libros


deutorocanónicos)

La diferencia más notable entre las Biblias católica y protestante es la


presencia en aquélla de ciertos escritos que faltan tanto en ésta como en
la Biblia hebrea, la cual se convirtió en el Antiguo Testamento del
protestantismo. Dichos escritos son siete: Tobías, Judit, Sabiduría,
Eclesiástico, Baruc, I y II de Macabeos y tres documentos añadidos a los
libros protocanónicos. Éstos son: el suplemento de Ester, del versículo 4
del capítulo 10 al final, el Cántico de los Tres Jóvenes en Daniel, 3, y las
historias de Susana y los ancianos y de Bel y el dragón, que forman los
capítulos finales de la versión católica de dicho libro. De esas obras,
Tobías y Judit fueron escritos originalmente en arameo, quizás en
hebreo; Baruc y Macabeos I, en hebreo; Sabiduría y Macabeos II fueron
definitivamente compuestos en griego. Las probabilidades favorecen al

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hebreo como lengua original de la adición de Ester, y al griego como


lengua del añadido de Daniel.

El viejo Antiguo Testamento griego conocido como los Setenta fue el


vehículo que llevó esas escrituras adicionales a la Iglesia Católica. La
versión de los Setenta era la Biblia de los judíos de habla griega, o
helenistas, cuyo centro literario e intelectual se encontraba en Alejandría
(vea SETENTA). De entre las copias existentes de esa versión las más
antiguas datan de los siglos IV y V de nuestra era, lo cual nos dice que
fueron elaboradas por manos cristianas. Sin embargo, los investigadores
generalmente admiten que tales copias representan fielmente el Antiguo
Testamento de acuerdo a como éste era conocido entre los helenistas o
judíos alejandrinos de la era inmediatamente anterior a Cristo. Los
venerables manuscritos de los Setenta varían un poco con respecto al
canon palestino, mostrando con ello que en el círculo de los judíos
alejandrinos el número admisible de libros extra no estaba determinado
puntualmente por la tradición o la autoridad. Si bien los Macabeos están
ausentes en el Codex Vaticanus (la copia más antigua del Antiguo
Testamento griego), todos los manuscritos enteros contienen todos los
escritos deutero. Donde los manuscritos de los Setenta muestran
diferencias entre si, con la excepción ya mencionada, es en ciertos
excesos que van más allá de los libros deutero. No deja de ser
significativo que en todas las Biblias alejandrinas el orden hebreo
tradicional es roto por la inserción de la literatura adicional entre los
otros libros, en forma ilegal, con lo que aseguran a los escritos extra una
importante igualdad de rango y privilegio. Conviene preguntarse acerca
de los motivos que llevaron a los judíos helenistas a canonizar,
virtualmenet al menos, esta considerable cantidad de literatura. Alguna
de ella es muy reciente y se separa muy radicalmente del canon
palestino. Algunos opinan que no fueron los alejandrinos sino los
palestinos quienes se separaron de la tradición bíblica. Los escritores
católicos Nickes, Movers, Danko y, más recientemente, Kaulen y Mullen,
han defendido la posición de que originalmente el canon judío contenía
todos los libros deuterocanónicos y que así se mantuvo hasta el tiempo
de los apóstoles (Kaulen, c. 100 d.C.) cuando, a consecuencia de que los
Setenta habían llegado a ser el Antiguo Testamento de la Iglesia, fue
prohibido por los escribas de Jerusalén, movidos por su hostilidad a la
generosidad helenista (según Kaulen, especialmente) y por la redacción
griega de nuestros libros deuterocanónicos. Esos exégetas dan mucho
realce a la afirmación de San Justino Mártir acerca de que los judíos
habían mutilado la Sagrada Escritura. Tal afirmación no descansa sobre
evidencia positiva. Aducen que ciertos libros deutero siempre han sido

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citados por doctores palestinos y babilonios con veneración e incluso


como si fueran parte de las Escrituras. Pero las aseveraciones
particulares de algunos rabíes no pueden pesar más que la constante
tradición hebrea del canon, atestiguada por Josefo- aunque él se
inclinaba al helenismo, y por el autor judeo-alejandrino del IV libro de
Esdras. Nos vemos forzados a admitir que los líderes del judaísmo
alejandrino mostraron una clara independencia de la tradición y
autoridad de Jerusalén al permitir la ruptura de los límites sagrados del
canon, fijado ya por los Profetas, al insertar un libro de Daniel ampliado
y la epístola de Baruc. Si se asume que los límites de los Hagiographa
palestinos permanecieron sin definir hasta una fecha relativamente
tardía, entonces hubo mucho menos innovación al adicionar los otros
libros, pero la eliminación de las líneas de la triple división revela que los
helenistas estaban preparados para ampliar el canon hebreo o para crear
ellos uno nuevo.

Estas innovaciones pueden explicarse humanamente a causa del espíritu


libre de los judíos helenistas. Bajo la influencia del pensamiento griego
ellos habían concebido una visión mucho más amplia de la inspiración
divina que sus hermanos palestinos y se rehusaban a restringir las
manifestaciones literarias del Espíritu Santo a un límite de tiempo y a la
forma hebrea de lenguaje. El libro de la Sabiduría, decididamente
helenista en su carácter, nos presenta una Sabiduría divina que fluye de
generación en generación santificando a las almas y a los profetas. (7,27,
en su versión griega). Filón, un pensador típicamente judeo-alejandrino,
tiene incluso una noción exagerada de la difusión de la inspiración (Quis
rerum divinarum hæres, 52; ed. Lips., III, 57; De migratione Abrahæ,
11,299; ed. Lips. II, 334). Pero aún Filón, aunque denota cierta
familiaridad con la literatura deutero, nunca la cita en sus voluminosos
escritos. Cierto que son varios los libros del canon hebreo que él no
utiliza, pero se puede suponer naturalmente que si él hubiese
considerado las obras adicionales como si estuvieran en el mismo plano
que las otras, no hubiera dejado de citar una obra tan estimulante y
agradable como es el libro de la Sabiduría. No sólo eso, sino que, como lo
han hecho notar varias autoridades en la materia, el espíritu
independiente de los helenistas no podía haber llegado tan lejos como a
establecer un canon oficial distinto del de Jerusalén sin haber dejado
huella de ello en la historia. Así que, de los datos con los que contamos,
podemos concluir en justicia que aunque los deuterocanónicos fueron
admitidos como libros sagrados por los judíos alejandrinos, siempre
tuvieron un grado inferior de santidad y autoridad que los que habían
sido aceptados desde antes, i.e., los Hagiographa y los profetas palestinos,

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que era inferiores, a su vez, que la Ley.

El canon del Antiguo Testamento en la Iglesia Católica

La definición más explícita del canon católico es la que dio el Concilio de


Trento, en su sesión IV, en 1546. Su catálogo del Antiguo Testamento es
como sigue:

Los cinco libros de Moisés (Génesis, Éxodo, Levítico, Números y


Deuteronomio), Josué, Jueces, Rut, los cuatro libros de los Reyes, dos de
los Paralipómenos, Esdras I y II (que después se llamó Nehemías), Tobías,
Judit, Ester, Job, el salterio de David (que tiene 150 salmos), Proverbios,
Esclesiatés, El Cantar de los Cantares, Sabiduría, Eclesiástico, Isaías,
Jeremías, con Baruc, Ezequiel, Daniel, los doce profetas menores (Oseas,
Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahum, Habacuc, Sofonías, Ageo,
Zacarías, Malaquías), dos libros de los Macabeos, el I y el II.

El orden de los libros sigue el del Concilio de Florencia, de 1442, y el plan


general de los Setenta. La divergencia de los títulos respecto a los que se
encuentran en las versiones protestantes se debe al hecho que la Vulgata
Latina oficial retuvo las formas de los Setenta.

A. El canon Antiguo Testamento (Incluyendo los Deuteros) en el Nuevo


Testamento

Los decretos tridentinos de los que se obtuvo la lista mencionada arriba


constituyeron el primer pronunciamiento infalible y efectivo que se
promulgó del canon dirigido a la Iglesia universal. Siendo de carácter
dogmático, implica que los apóstoles transmitieron el mismo canon a la
Iglesia como parte del depositum fidei. Pero ello no se llevó a cabo a base
de tomar una decisión formal. Será en vano que se busque señal de tal
acción en las páginas del Nuevo Testamento. El canon amplio del Antiguo
Testamento pasó tácitamente a través de las manos de los apóstoles hacia
la Iglesia a partir de su uso y de la actitud general de los fieles respecto a
sus componentes. Fue una actitud que se revela en el Nuevo Testamento,
en el caso de la mayor parte de los escritos sagrados del Antiguo
Testamento, y en el caso del resto, se debe haber manifestado en
expresiones orales o en la aprobación tácita de la reverencia especial de
los fieles. Si se reflexiona a partir del estado en el que encontramos los
libros deutero en las etapas más tempranas del cristianismo post-
apostólico, se puede afirmar correctamente que tal estado de cosas
sugiere la aprobación apostólica que, a su vez, debe haber descansado
sobre la revelación, ya sea la de Cristo, ya la del Espíritu Santo. A causa

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de la complejidad e inadecuación de los datos proporcionados por el


Nuevo Testamento, debemos recurrir a este argumento prescriptivo
legítimo por lo menos en relación con los deuterocanónicos. Todos los
libros del Antiguo Testamento hebreo están citados en el Nuevo, excepto
aquellos que han sido apropiadamente llamados antilegomena del
Antiguo Testamento, a saber: Ester, Eclesiastés y Cantar. Más aún, Esdras
y Nehemías tampoco se utilizan. La conocida ausencia de cualquier cita
explícita de los escritos deuterocanónicos no prueba, por tanto, que
deban ser vistos como inferiores a las obras arriba mencionadas para los
personajes y autores del Nuevo Testamento. La literatura
deuterocanónica generalmente no se adaptaba a sus objetivos. Se debe
recordar, incluso, que ni siquiera en su lugar de origen, Alejandría, era
dicha literatura muy citada por los autores judíos, como ya se vio en el
caso de Filón. El argumento negativo que se obtiene de la carencia de
citas de los deutero en el Nuevo Testamento se minimiza por el uso
indirecto que sí hace de ellos el mismo testamento. Este uso toma forma
de alusiones y reminiscencias y muestra de forma clara que los apóstoles
y evangelistas estaban familiarizados con el incremento alejandrino,
consideraban sus obras como fuentes merecedoras al menos de respeto y
escribieron bajo cierta influencia de ellos. Si se compara el capítulo 11 de
la carta a los Hebreos con los capítulos 6 y 7 del II Libro de Macabeos, se
manifiesta una inconfundible referencia a éste último al hablar el
primero de los mártires glorificados. Hay mucha afinidad de
pensamiento, e incluso de formas de lenguaje, entre I Pe. 1, 6-7 y Sab.
3,5-6; Heb. 1,3 y Sab.7,26-27; I Cor. 10,9-10 y Jud. 8, 24-25; I Cor. 6,13 y
Ecco. 36,20. Sin embargo, la fuerza del uso directo e indirecto del Antiguo
Testamento en el Nuevo se ve ligeramente disminuida por la
desconcertante verdad que al menos uno de los autores del Nuevo
Testamento explícitamente cita el “Libro de Enoch”, reconocido desde
tiempo atrás como apócrifo. Vea el versículo 14. Y en el versículo 9 cita de
otra narración apócrifa, la “Asunción de Moisés”. Las menciones que
hace el Nuevo Testamento del Antiguo se caracterizan por cierta libertad
y elasticidad en la forma y en la fuente, lo que tiende a disminuir aún
más su poder probatorio respecto a su canonicidad. Pero por lo menos en
lo que concierne a la gran mayoría de los Hagiographa palestinos- y a
fortiori, el Pentateuco y los Profetas-, cualquier falta de conclusividad
existente en el Nuevo Testamento queda superada por la abundancia de
sustento sobre su estatura canónica que existe en las fuentes judías, para
citar sólo unas. Estas comienzan con el Mishnah, pasando por Josefo y
Filón, y llegando a la traducción de dichos libros por los griegos
helenistas. En cuanto a la literatura deuterocanónica, solamente el
último testimonio sirve como confirmación judía. Hay signos, empero,

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que la versión griega no era vista por sus lectores como una Biblia
concluida, de sacralidad definida en todas sus partes, sino como algo que
en sus variables contenidos perdía brillantez gradualmente a los ojos de
los helenistas y pasaban desde la Ley, eminentemente sagrada, hasta
obras de cuestionable divinidad, como el III Libro de los Macabeos. Este
factor debe ser sopesado al considerar cierto argumento. Un gran
número de autoridades católicas percibe una canonización de los
deuterocanónicos en una supuesta aprobación masiva, por parte de los
Apóstoles, del Antiguo Testamento griego, de mayor extensión
evidentemente. No le falta fuerza al argumento. El Nuevo Testamento
muestra cierta preferencia por los Setenta: de los 350 textos sacados del
Antiguo Testamento, 300 prefieren el lenguaje de la versión griega al de
la hebrea. Con todo, hay consideraciones que nos invitan a dudar antes
de admitir la adopción apostólica de los Setenta en bloc. Como ya se
señaló arriba, hay razones para creer que no se trataba de una cantidad
fija en ese tiempo. Los manuscritos más antiguos y representativos que
existen no son totalmente idénticos en los libros que contienen. Más aún,
debe recordarse que al inicio de nuestra era, y durante un tiempo
posterior, era muy raro encontrar en forma manuscrita colecciones tan
voluminosas como los Setenta. Esta versión debe haberse encontrado
más comúnmente en libros separados o grupos de libros, lo cual
favorecía una cierta variación en la brújula. De modo que ni unos
Setenta fluctuantes, ni un Nuevo Testamento poco explícito nos pueden
dar la exacta extensión de la Biblia pre-cristiana que fue transmitida por
los apóstoles a la Iglesia Primitiva. Es más sostenible concluir que hubo
un proceso selectivo bajo la guía del Espíritu Santo, y que tal proceso fue
terminado en una fecha tan tardía de la edad apostólica que el Nuevo
Testamento no puede reflejar su fruto maduro respecto al número o a la
santidad de los libros admitidos de fuera de Palestina. Para poder
entender históricamente el canon apostólico de Antiguo Testamento
debemos interrogar a otros libros posteriores aunque menos sagrados,
que expresan más claramente la fe de las primeras épocas del
cristianismo.

B. El Canon del Antiguo Testamento en la Iglesia de los tres primeros


siglos

Los escritos subapostólicos de Clemente, Policarpo, el autor de la Epístola


de Barnabás, de las homilías seudo-clementinas y el “Pastor” de Hermas,
contienen citas implíctas o alusiones de todos los deutero, excepto
Baruch (que antiguamente se encontraba con frecuencia unido a
Jeremías), el I Libro de los Macabeos y las adiciones a David. No se puede
obtener ningún argumento en contra a partir del carácter implícito,

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suelto, de esas citas ya que los Padres Apostólicos citan las escrituras
deuterocanóncas exactamente de la misma manera.

Bajando a la siguiente época, la de los apologetas, encontramos a Baruc


citado como profeta por Atenágoras. San Justino Mártir fue el primero en
darse cuenta que la Iglesia poseía una versión de las escrituras del
Antiguo Testamento que diferían de las de los judíos. Fue también el
primero en insinuar el principio, que luego fue promulgado por
escritores posteriores, de la autosuficiencia de la Iglesia para establecer
el canon; su independencia de la sinagoga respecto a ese asunto. La plena
comprensión de esta verdad tomó tiempo en madurar, por lo menos en
Oriente, donde no faltan indicaciones de que por largo tiempo en algunos
frentes no se pudo evitar la influencia de la tradición judeo-palestina.
San Melitón, obispo de Sardes, fue quien primero hizo la lista de los
libros canónicos del Antiguo Testamento. Dice él que en esa tarea,
aunque mantuvo el orden familiar de los Setenta, verificó su catálogo a
base de interrogar a los judíos. Para ese tiempo, los judíos habían ya
descartado en casi todas partes los libros alejandrinos, así que el canon
de Melitón consiste exclusivamente de los protocanónicos minus Ester.
Debe subrayarse, sin embargo, que el documento al que se le antepuso
ese catálogo se pudo haber interpretado como orientado a la polémica
antijudía, en cuyo caso se entendería bajo otra luz lo del canon
restringido. San Ireneo, testigo de primera categoría dado su amplio
conocimiento de la tradición eclesiástica, afirma que Baruc fue juzgado
con el mismo criterio que Jeremías, y que las narraciones de Susana y de
Bel y el dragón se le atribuyeron a Daniel. La tradición alejandrina queda
representada por el enorme peso de Orígenes. Éste, influenciado sin
duda por el uso de los judíos alejandrinos de aceptar en la práctica los
escritos extra mientras sostenían en teoría el canon menor de Palestina,
tiene un catálogo de las escrituras del Antiguo Testamento que
únicamente contiene los libros protocanónicos, aunque sigue el orden de
los Setenta. Con todo, Orígenes utiliza todos los libros deutero como
Sagrada Escritura, y en su carta a Julio Africano defiende el carácter
sagrado de Tobías, Judith y los fragmentos de Daniel. Afirma
implícitamente, además, la autonomía de la Iglesia para determinar el
canon (vea las referencias en Cornely). En su edición Hexapla del
Antiguo Testamento encuentran lugar todos los libros deutero. El
manuscrito bíblico conocido como “Codex Claromontanus”, del siglo VI,
contiene un catálogo al que ambos, Harnack y Zahn, le atribuyen un
origen alejandrino, casi contemporáneo de Orígenes. Ese documento por
lo menos data del período que estamos examinando y comprende todos
los libros deutero, incluyendo el IV de los Macabeos. San Hipólito (m.

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236) puede bien ser considerado el representante de la tradición romana


primitiva. Él comenta sobre el capítulo de Susana, cita frecuentemente la
Sabiduría considerándola obra de Salomón y utiliza a Baruc y a los
Macabeos como Sagrada Escritura. En la Iglesia del África occidental
existen dos testigos fuertes del canon mayor: Tertuliano y San Cipriano.
Las obras de estos padres manejan bíblicamente a todos los deutero
excepto a Tobías, Judit y la adición a Ester. (En relación al empleo de
escritos apócrifos en ese tiempo vea APOCRIFOS).

C. El canon del Antiguo Testamento durante el siglo cuarto y la primera


mitad del quinto

En ese período no está tan segura la posición de la literatura


deuterocanónica como en la época primitiva. Las dudas que se
presentaron pueden ser atribuidas mayormente a la reacción en contra
de los apócrifos o de los escritos seudo-bíblicos con los que habían
inundado el Oriente los herejes y otros escritores. Por otro lado, la
situación se hizo posible debido precisamente a la falta de una definición
apostólica o eclesiástica del canon. El trabajo de definir en forma
inalterable las fuentes sagradas, como es el caso de todas las doctrinas
católicas, se le dejó a la economía divina, para que lo llevara a cabo
gradualmente bajo el estímulo de preguntas y oposición. Con sus
escrituras flexibles, Alejandría había sido desde el principio un campo
fecundo para la literatura apócrifa, y San Atanasio, el vigilante pastor de
ese rebaño, queriendo proteger a éste de influencias perniciosas, elaboró
un catálogo de libros señalando en él los valores que se le habían de dar
a cada uno. Primero, el canon estricto y fuente autorizada de verdad es el
Antiguo Testamento judío, excluido el libro de Ester. Hay, además, ciertos
libros a los que los Padres señalaron como fuente de edificación e
instrucción para los catecúmenos. Ellos son: la Sabiduría de Salomón, la
Sabiduría de Sirac (Eclesiástico), Ester, Judit, Tobías, el Didaché o
Doctrina de los Apóstoles y el Pastor de Hermas. Todos los demás son
apócrifos e invenciones de los herejes (Epístola Festal, para 367).
Siguiendo el precedente de Orígenes y de la tradición alejandrina, el
santo doctor no reconoció más canon formal del Antiguo Testamento que
el hebreo. Empero, fiel a la misma tradición, en la práctica admitió para
los libros deuterocanónicos una dignidad escriturística, como puede
verse en la forma como los utiliza. En Jerusalén se daba entonces un
renacimiento, o quizás una sobrevivencia, de las ideas judías, cuya
tendencia era claramente desfavorable para los deuterocanónicos. Desde
la misma sede episcopal, San Cirilo, quien defiende el derecho de la
Iglesia de fijar el canon, ubica estos últimos entre los apócrifos, y prohíbe
igualmente la lectura privada de cualquier libro que no sea leído en el

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templo. La actitud era un poco más favorable en Antioquia y Siria. San


Epifanio no muestra duda alguna acerca del rango de los deutero: los
estima, pero a sus ojos no ocupan el mismo nivel que los libros hebreos.
El historiador Eusebio atestigua la amplitud con la que se habían
extendido las dudas en su tiempo. Él clasifica los deuterocanónicos entre
los antilegomena, o libros en disputa, y a la par de Atanasio los coloca en
una categoría intermedia entre los libros aceptados por todos y los
apócrifos. El canon número 59 (ó 60) del concilio provincial de Laodicea
(cuya autenticidad es a veces objeto de debate) propone un catálogo de la
Escrituras que es totalmente acorde con las ideas de San Cirilo de
Jerusalén. Por otro lado, las versiones orientales y los manuscritos
griegos de ese período son más liberales. Los que aún existen contienen
todos los deuterocanónicos y, en algunos casos, a ciertos apócrifos. La
influencia del canon estrecho de Orígenes y de Atanasio se extendió
naturalmente al Occidente. San Hilario de Poitiers y Rufino siguieron sus
huellas al excluir teóricamente del rango canónico a los deuteros,
aunque los admitiesen en la práctica. El último de ellos los llama “libros
eclesiásticos”, aunque de menor autoridad que el resto de las Escrituras.
San Jerónimo echó su considerable peso hacia el lado desfavorable a los
libros discutidos. Al evaluar su actitud debemos recordar que Jerónimo
vivió por mucho tempo en Palestina, en un ambiente en el que todo lo
que no fuera parte del canon hebreo era automáticamente objeto de
suspicacia y que, además, sentía él una reverencia exagerada hacia el
texto hebreo, la “hebraica veritas”, como la llamaba él. En su famoso
“Prologus Galeatus”, o prefacio de su traducción de Samuel y de Reyes, él
declara que todo lo que no sea hebreo debe ser clasificado entre los
apócrifos. Explícitamente afirma que Sabiduría, Eclesiástico, Tobías y
Judit no pertenecen al canon. Añade que esos libros se leen en los
templos para la edificación de los fieles pero no para confirmar la
doctrina revelada. Si se analizan cuidadosamente las expresiones de
Jerónimo, en sus cartas y prefacios, acerca de los deutero, podemos ver
los siguientes resultados: primero, duda seriamente de su inspiración
divina; segundo, el hecho de que ocasionalmente los cite y que haya
traducido algunos de ellos como concesión a la tradición eclesiástica, es
un testimonio involuntario de su parte al elevado reconocimiento que
gozaban en la Iglesia en general, y a la fuerza de la tradición práctica que
prescribía su uso en el culto público. Obviamente, el rango inferior al que
autoridades como Orígens, Atanasio y Jerónimo los relegaban se debían a
una concepción muy rígida de canonicidad, que exigía que un libro, para
ser elevado a esa dignidad suprema, debería ser reconocido por todos,
tener la sanción de la antigüedad judía y ser apto no sólo para edificar
sino para “confirmar la doctrina de la Iglesia”, para utilizar una frase de

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Jerónimo.

Pero mientras eminentes estudiosos y teoréticos continuaban


despreciando los escritos adicionales, la actitud oficial de la Iglesia
Latina, siempre a favor de ellos, conservó el tenor majestuoso de su
posición. Dos documentos de importancia capital en la historia del canon
constituyen el primer pronunciamiento de autoridad papal al respecto.
El primero es el así llamado “Decretales de Gelasio”, De recipiendis et
non recipiendis libris, cuya parte esencial se atribuye hoy día al sínodo
convocado por el Papa Dámaso en el año 382. El otro es el canon de
Inocencio I, enviado en 405 a un obispo gálico como respuesta a una
solicitud de información. Ambos documentos contienen a todos los
deuterocanónicos, sin distinción alguna, y son idénticos al catálogo de
Trento. La Iglesia africana, que siempre fue entusiasta defensora de los
libros disputados, se encontró en completo acuerdo con Roma en lo
tocante a esa cuestión. Su versión antigua, Vetus latina (o, menos
correctamente, la Itala), había admitido todas las escrituras del Antiguo
Testamento. San Agustín parece reconocer teóricamente varios grados de
inspiración, pero en la práctica emplea los protos y los deuteros sin
discriminación alguna. En su “De doctrina Christiana” él enumera los
componentes del Antiguo Testamento completo. El sínodo de Hipona
(393) y los tres de Cartago (393,397 y 419), en los cuales Agustín
indiscutiblemente fue el espíritu lider, hallaron necesario tratar
explícitamente del problema del canon, y elaboraron listas idénticas, sin
excluir libro sagrado alguno. Dichos concilios basaron sus cánones en la
tradición y el uso litúrgico. Se encuentra valioso testimonio acerca de la
cuestión en la Iglesia española en la obra del hereje Prisciliano, “Liber de
fide et apocryphis”. Esta obra supone una línea divisoria bien definida
entre los trabajos canónicos y los no canónicos, y que el canon acepta a
todos los deuteros.

D. El canon del Antiguo Testamento desde la mitad del siglo quinto al fin


del siglo séptimo

Esta época deja ver un curioso intercambio de opiniones entre el Este y el


Oeste, al tiempo que el uso eclesiástico no sufría modificaciones, al
menos en la Iglesia Latina. Durante esta edad intermedia se divulgó
mucho en Occidente el uso de la nueva versión del Antiguo Testamento
de San Jerónimo (la Vulgata). Junto con el texto se incluían los prefacios
de Jerónimo en los que criticaba los deutero, y bajo la influencia de su
autoridad esa parte del mundo comenzó a desconfiar de ellos y a mostrar
los primeros síntomas de una corriente hostil a su canonicidad. Por otro
lado, la Iglesia Oriental importó una autoridad occidental que había

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canonizado los libros disputados, a saber, el decreto de Cartago, y desde


entonces se inició una tendencia cada vez mayor entre los griegos de
colocar los deuteros en el mismo nivel que los demás. Esta tendencia, sin
embargo, se debió más al olvido de la antigua distinción que a una
concesión hacia el concilio de Cartago.

E. El canon del Antiguo Testamento durante la Edad Media

La Iglesia griega.

El resultado de esa tendencia entre los griegos fue que cerca del inicio del
siglo XII ellos poseían un canon idéntico al latino, con la única diferencia
que ellos sí aceptaron el apócrifo libro III de Macabeos. El “Syntagma
Canonum” de Focio señala que, en la era del cisma del siglo IX todos los
deuterocanónicos estaban reconocidos litúrgicamente en la Iglesia
griega.

La Iglesia latina

A través de toda la Edad Media encontramos en la Iglesia latina evidencia


de dudas sobre el carácter de los deutero. Hay una corriente amigable en
su favor y otra claramente desfavorable a su autoridad y carácter
sagrado, y en medio de las dos hay un número de escritores cuya
veneración por esos libros se modera a causa de la incertidumbre
respecto a su verdadera posición. Entre ellos destacamos a Santo Tomás
de Aquino. Hay pocos que reconozcan su canonicidad en forma
inequívoca. La autoridad prevalente de los autores medievales de
Occidente es básicamente la de los Padres griegos. La causa principal de
ese fenómeno debe encontrarse en la influencia, directa e indirecta, del
crítico Prologus de San Jerónimo. La compilación “Glossa Ordinaria” era
ampliamente leída y sumamente estimada como tesoro de conocimientos
sagrados en la Edad Media y encarnaba los prefacios en los que el Doctor
de Belén había escrito de los deuteros en términos peyorativos; con ello
perpetuaba y difundía su poco amistosa opinión. Empero, tales dudas
deben ser vistas como algo más o menos académico. Las incontables
copias manuscritas de la Vulgata que se produjeron en ese tiempo, con
una excepción, muy leve, quizás accidental, abarcan uniformemente el
uso eclesiástico del Antiguo Testamento y la tradición romana se
mantuvo firme en torno a la igualdad canónica de todas las partes del
Antiguo Testamento. Hay suficiente evidencia de que durante este largo
período los textos deutero se leían en los templos del cristianismo
occidental. En lo tocante a la autoridad romana, el catálogo de Inocencio
I aparece en la colección de cánones eclesiásticos enviados por el Papa

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Adrián I a Carlomagno en el Imperio Franco. Nicolás I, en un escrito de


865 a los obispos de Francia, acude al mismo decreto de Inocencio como
campo en el que todos los libros sagrados han de ser aceptados.

F. El canon del Antiguo Testamento y los concilios generales

El Concilio de Florencia (1442)

En 1442, durante la vida, y con la aprobación, de este concilio, Eugenio IV


escribió varias bulas, o decretos, con el objeto de traer los grupos
cismáticos orientales a la comunión con Roma. Y según la enseñanza
común de los teólogos, tales documentos constituyen doctrina infalible.
El “Decretum pro Jacobitis” contiene una lista completa de los libros que
la Iglesia reconoce como inspirados, pero omite, quizás,
deliberadamente, los términos canon y canónico. El Concilio de
Florencia, por lo tanto, enseñó acerca de la inspiración de todas las
escrituras pero no tocó formalmente el punto de su canonicidad.

La definición de canon elaborada por el Concilio de Trento (1546)

Fue la exigencia de la controversia lo que primero llevó a Lutero a trazar


una línea divisoria entre los libros del canon hebreo y los escritos
alejandrinos. En su disputa con Eck en Leipzig, en 1519, cuando su
oponente defendió que el bien conocido texto del II libro de los Macabeos
era prueba de la doctrina del purgatorio, Lutero respondió que el pasaje
no tenía autoridad puesto que ese libro estaba fuera del canon. En la
primera edición de la Biblia de Lutero, 1543, los deuteros quedaron
relegados, como apócrifos, a un lugar entre los dos testamentos. Para
hacer frente a esta ruptura radical de los protestantes, así como para
definir claramente las fuentes inspiradas de las que la Iglesia Católica
toma su postura, entre los primeros actos del concilio de Trento estuvo la
solemne declaración, “como sagrados y canónicos”, de todos los libros del
Antiguo y Nuevo Testamentos “con todas sus partes, tal como han sido
utilizados para ser leídos en los templos, y como se encuentran en la
vieja edición vulgata”. Durante las deliberaciones del concilio nunca se
disputó seriamente la recepción de la escritura tradicional. Tampoco- y
esto es verdaderamente notable- hubo duda seria alguna durante los
trabajos del concilio acerca de la canonicidad de los escritos disputados.
En la mente de los Padres tridentinos esos textos ya habían sido
virtualmente canonizados por el mismo decreto de Florencia, y los
mismos padres se sentían particularmente vinculados por la acción del
sínodo ecuménico precedente. El concilio de Trento no entró al estudio
de las fluctuaciones en la historia del canon. Tampoco se cuestionó

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acerca de la autoría o carácter de los contenidos. De acuerdo al genio


práctico de la Iglesia Latina, basó sus decisiones en la tradición
inmemorial que se manifestaba en los decretos de anteriores concilios y
papas, y en la lectura litúrgica, apoyándose en la enseñanza tradicional y
en la costumbre para determinar una cuestión de tradición. Ya se dio
arriba el catálogo tridentino.

El Primer Concilio Vaticano (1870)

El gran constructor que fue el sínodo de Trento había puesto ya para


siempre fuera de la permisibilidad de la duda de los católicos la
sacralidad y la canonicidad de toda la Biblia tradicional. Por su misma
implicación había definido también la plena inspiración de esa Biblia. El
Primer Concilio Vaticano aprovechó un reciente error acerca de la
inspiración para quitar cualquier sombra de incertidumbre que pudiese
haber quedado. Formalmente ratificó la acción de Trento y
explícitamente definió la inspiración divina de todos los libros y sus
partes.

El canon del Antiguo Testamento fuera de la iglesia

A. Entre los ortodoxos orientales

La Iglesia Ortodoxa Griega preservó su antiguo canon en la práctica y en


la teoría hasta tempos recientes, en los que, bajo la influencia dominante
de su ramificación rusa, está cambiando su actitud respecto a las
escrituras deuterocanónicas. El rechazo de esos libros por los teólogos y
autoridades rusas es un desliz que comenzó temprano en el siglo XVIII.
Los monofisistas, nestorianos, jacobitas, armenios y coptos, aunque en
realidad se interesan poco por el canon, admiten el catálogo completo y
además varios apócrifos.

B. Entre los protestantes

Las iglesias protestantes continúan excluyendo de sus cánones los


escritos deuteros, clasificándolos de “apócrifos”. En general, los
presbiterianos y calvinistas, en especial desde el sínodo de Westminster
en 1648, han sido los enemigos más reacios de cualquier reconocimiento
y, a causa de la influencia de la Sociedad Británica y Extranjera de la
Biblia, decidieron en 1826 rehusarse a distribuir biblias que contuvieran
los apócrifos. Desde ese entonces ha prácticamente cesado en los países
de habla inglesa la publicación de los deutero como apéndices de las
biblias protestantes. Dichos libros aún son materiales de lectura en la

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liturgia de la Iglesia de Inglaterra, pero su número ha disminuido a causa


de la hostilidad. Existe un apéndice de apócrifos en la versión británica
revisada, en volumen separado. Los deuteros aún forman parte de
apéndices en las biblias alemanas que se imprimen bajo el patrocinio de
los luteranos ortodoxos.

Fuente: Reid, George. "Canon of the Old Testament." The Catholic


Encyclopedia. Vol. 3. New York: Robert Appleton Company, 1908.
<http://www.newadvent.org/cathen/03267a.htm>.

Traducido por Javier Algara Cossío

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ec.aciprensa.com

Canon del Nuevo Testamento - Enciclopedia


Católica

40 - 51 minutes

El Nuevo testamento Católico, definido en el Concilio de Trento, no


difiere, respecto a los libros que contiene, del de todos los grupos
cristianos actuales. Como el Antiguo Testamento, el Nuevo tiene sus
libros deutoercanónicos y partes de libros cuya canonicidad ha sido tema
de controversia en la Iglesia. Completos: Epístola a los Hebreos, la de
Santiago, la Segunda de Pedro, la Segunda y Tercera de Juan, Judas y el
Apocalipsis. En total, siete libros completos controvertidos del Nuevo
Testamento controvertidos. Los pasajes discutidos son tres: la sección
que cierra el Evangelio de Marco xvi, 9-20, sobre la aparición de Cristo
tras la Resurrección; los versos de Lucas sobre el sudor de sangre de
Jesús, xxii, 43, 44; la Perícopa de la Adúltera (Pericope Adulterae), o
narración de la mujer sorprendida en adulterio: S. Juan, vii, 53 a viii, 11.
Desde el Concilio de Trento no se permite a los católicos cuestionar la
inspiración de estos pasajes.

• 1 Formación del Canon del Nuevo Testamento (años 100 a 220 d.C.)
• 2 El período de discusión (220 – 367 d.C.)
• 3 El período de fijación 367-405 d.C.)
• 4 Historia subsecuente del Canon del Nuevo Testamento

Formación del Canon del Nuevo Testamento (años 100 a


220 d.C.)

La idea de que existió un Canon del Nuevo Testamente claramente


definido desde el principio, desde los tiempos apostólicos, no tiene
fundamento histórico. El Canon del Nuevo Testamento, como el del
Antiguo, es el resultado de un desarrollo, un proceso inmediatamente
estimulado por las disputas de los que dudaban, dentro y fuera de la
Iglesia, y retardado por ciertos puntos oscuros, las dudas naturales, y que
no llegó a su estado final hasta la definición dogmática del Concilio de
Trento.

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1. El testigo del Nuevo Testamento para si mismo: las primeras


colecciones. Los escritos que poseían con toda seguridad el sello y
garantía del origen apostólico deben haber sido especialmente
apreciados y venerados desde el principio y sus copias buscadas con
ilusión por las iglesias locales y por personajes cristianos pudientes,
prefiriéndolos a los Logia o Dichos de Cristo que provinieran de fuentes
menos autorizadas. En el mismo Nuevo Testamento hay alguna evidencia
de una difusión de los libros canónicos: II Pedro, iii,15,16 supone que sus
lectores son conocedores de algunas de las epístolas de S Pablo; El
evangelio de S. Juan supone implícitamente la existencia de los
Sinópticos ( Mateo, Marcos, Lucas). No hay indicaciones en el Nuevo
Testamento de un plan sistemático de distribución de los escritos
apostólicos como tampoco de que haya un determinado nuevo canon
legado por los Apóstoles a la Iglesia o de un autotestimonio de
inspiración divina. Casi todos los escritos del Nuevo Testamento fueron
evocados en ocasiones particulares o dirigidos a destinatarios
particulares. Pero podemos presumir de que cada una de las iglesias
líderes –Antioquía, Tesalónica, Alejandría, Corito, Roma -- intentaron
añadir a su tesoro especial todos los escritos apostólicos de los que
tuvieron conocimiento, con intercambios con otras iglesias cristianas,
para la lectura pública en las asambleas religiosas. Sin duda, de esta
manera crecieron las colecciones y llegar a completarse, dentro de
ciertos límites, aunque esto requirió un considerable número de años
(contando desde la composición del último libro) antes de que las iglesias
del primer cristianismo, tan separadas geográficamente, llegaran a tener
completa la nueva literatura sagrada. Y esta necesidad de una
distribución organizada, teniendo en cuenta la ausencia de una fijación
temprana del Canon, dejó espacio para variaciones y dudas que duraron
varios siglos. Pero se presentará aquí la evidencia de que desde los días
inmediatos a los últimos Apóstoles hubo dos cuerpos bien definidos de
escritos sagrados del Nuevo Testamento que constituyeron el mínimo
universal, firme, irreducible y núcleo de su Canon completo: eran los
Cuatro Evangelios, tal como los tiene hoy la Iglesia, y trece Epístolas de S.
Pablo, el decir, el Evangelium y el Apostolicum.

2. El principio de Canonicidad Antes de entrar en la prueba histórica de


esta primitiva emergencia de un Canon compacto y nuclear, es
pertinente examinar brevemente este problema: ¿Qué principio operaba
en la selección de los escritos del Nuevo Testamento y su reconocimiento
como divinos durante el período formativo?—Los teólogos están
divididos en este tema. El punto de vista de que la Apostolicidad era la
prueba de la inspiración durante la formación del Canon del Nuevo

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Testamento, es lo que sostienen las muchas instancias en las que los


primitivos Padres basan la autoridad de un libro, su origen apostólico, y
por el hecho verdadero de que la inclusión definitiva en el Catálogo del
Nuevo testamento coincidió con su aceptación general como de autoría
apostólica. Más aún, los defensores de esta hipótesis señalan que el oficio
de Apóstol se corresponde con el de Profeta de la Antigua Ley infiriendo
que de la misma manera que la inspiración iba unida al munus
propheticum, así los Apóstoles fueron ayudados por la inspiración divina
siempre que hablaban o escribían en el ejercicio de su vocación. Hay
argumentos positivos que se deducen del Nuevo Testamento para
establecer que los Apóstoles gozaron de un carisma profético ( ver
CHARISMATA) por una forma especial de inhabitación de Espíritu Santo
en ellos, que comienza en Pentecostés: Matth., x, 19, 20; Acts, xv, 28; I
Cor., ii, 13; II Cor., xiii, 3; I Thess., ii, 13.

Los oponentes a esta teoría alegan que los Evangelios de Marcos, Lucas y
Los Hechos no son obra de los Apóstoles (sin embargo la tradición
conecta el segundo Evangelio con la predicación de S. Pedro y el de S.
Lucas con la de S. Pablo ); que libros que corrían bajo el nombre de los
Apóstoles, como la Epístola de Bernabé y el Apocalipsis de S. Pedro,
fueron sin embargo excluidos del rango de los canónicos, mientras por
otra parte Orígenes y S. Dionisio de Alejandría, en el Apocalipsis, S.
Jerónimo en el caso de II y III Juan, aún cuestionando la autoría
apostólica de estos libros, las reciben sin vacilaciones como Sagrada
Escritura. De la misma naturaleza de la inspiración ad scribendum, se
deriva una objeción de tipo especulativo: que parece necesitar un
impulso específico del Espíritu Santo en cada caso y excluye la teoría de
que pudiera ser poseída de forma permanente como un don o carisma.

El peso de la opinión teológica católica está merecidamente en contra de


la mera Apostolicidad como suficiente criterio de inspiración. Se oponen
a esto Franzelin (De Divina Traditione et Scriptura, 1882), Schmid (De
Inspirationis Bibliorum Vi et Ratione, 1885), Crets (De Divina Bibliorum
Inspiratione, 1886), Leitner (Die prophetische Inspiration, 1895--a
monograph), Pesch (De Inspiratione Sacræ, 1906). Estos autores ( algunos
de los cuales tratan el tema más de forma especulativa que histórica)
admiten que la Apostolicidad es una piedra de toque positiva y parcial de
la inspiración, pero niegan enfáticamente que sea exclusiva en el sentido
de que no todos los escritos no- apostólicos fueran por eso mismo
excluidos del Canon del Nuevo Testamento. Mantiene la Tradición
doctrinal como el verdadero criterio. Los campeones católicos de la
Apostolicidad como criterio son: Ubaldi (Introductio in Sacram
Scripturam, II, 1876); Schanz, ein Theologische Quartalschrift, 1885, pp.

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666 ss., y A Christian Apology, II, tr. 1891); Székely (Hermeneutica Biblica,
1902). Recientemente, el profesor Batiffol, mientras rechaza las
reclamaciones de estos últimos defensores, ha enunciado una teoría
respecto al principio que presidió sobre la formación del Canon de
Nuevo Testamento que requiere atención y quizás crea un nuevo
escenario en la controversia.

Según Mons. Batiffol, los Evangelios, (i.e. las palabras y mandamientos de


Jesucristo) llevaban en sí su propia sacraliza autoridad desde el
principio. Este Evangelio fue anunciado a lo ancho del mundo por los
Apóstoles y los discípulos apostólicos de Cristo, y ese mensaje, hablado o
escrito, ya en forma narrativa de evangelio o de epístola, era santo y
supremo por el hecho de contener la palabra del Señor. En consecuencia
para la primitiva iglesia, el carácter evangélico era la prueba de la
sacralidad de la Escritura. Pero para garantizar este carácter era
necesario que un libro fuera reconocido como apostólico por los testigos
oficiales y órganos del Evangelio, de ahí la necesidad de certificar la
autoría apostólica, o al menos su sanción, en un libro que afirmaba
contener el Evangelio de Cristo. En opinión de Batiffol la noción judía de
inspiración no entró al principio en la selección de las Escrituras
Cristianas. De hecho, para los primeros cristianos, el Evangelio de Cristo,
en el sentido amplio anotado arriba, no debía ser clasificado con el
Antiguo testamento, puesto que lo transcendía. No fue hasta mediada la
segunda centuria que los escritos del Nuevo Testamento se asimilaron al
Antiguo bajo la rúbrica Escritura. La autoridad del Nuevo Testamento
como la Palabra precedía y producía su autoridad como una Nueva
Escritura (Revue Biblique, 1903, 226 sqq.). la hipótesis de Monseñor
Batiffol tiene eso en común con las posturas de otros estudiosos recientes
del Canon del Nuevo Testamento, que la idea de un nuevo cuerpo de
escritos sagrados era más clara en la primitiva iglesia a medida que los
fieles avanzaban en el conocimiento de la fe. Pero debe recordarse que el
carácter inspirado del Nuevo Testamento es un dogma católico y debe de
alguna manera haber sido revelado a los Apóstoles y enseñado por ellos.
Asumiendo que la autoría apostólica es un criterio positivo de
inspiración, dos epístolas inspiradas de S Pablo se han perdidos como
parece por I Cor, v. 9, sgs.; II Cor., ii, 4,5.

3. La formación del Tetramorfo o Evangelio Cuádruple Ireneo en su libro


“Contra las Herejías”- (182-88 dC), testifica la existencia de un
“Tetramorfo” o Evangelio Cuádruple, dado por la Palabra y unificado por
el Espíritu ; repudiar ese Evangelio o una parte de él como hicieron los
Alogoi y los Marcionitas, es pecar contra la revelación del Espíritu de
Dios. El santo doctor de Lyon afirma explícitamente los nombres de los

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cuatro elementos de este Evangelio y cita repetidamente a todos los


Evangelistas de manera paralela a sus citas del Antiguo Testamento. Por
el testimonio de S. Ireneo no cabe duda razonable de que el Canon del
Evangelio estaba ya fijado de forma inalterable en la Iglesia Católica en el
último cuarto del siglo segundo. Se pueden multiplicar las pruebas de
que los evangelios canónicos eran universalmente reconocidos en la
Iglesia, con la exclusión de todo otro pretendido Evangelio. La afirmación
magistral de Ireneo puede ser corroborada por el muy antiguo catálogo
conocido como Canon Muratoriano, y S. Hiopólito, que representa la
tradición romana; por Tertuliano en África, por Clemente en Alejandría;
las obras de gnóstico Valentino y el sirio Tessaron de Tatiana, una mezcla
de los escritos de los evangelistas, presuponen la autoridad que tenía el
evangelio Tetramorfo hacia la mitad del siglo segundo. A este período o a
un poco antes pertenece la epístola Pseudo-Clementina en la que
encontramos por primera vez, siguiendo a II Pedro, iii,16, la palabra
Escritura aplicada al libro del Nuevo Testamento. No es necesario en este
artículo presentar la fuerza completa de estos y otros testigos, pues hasta
los especialistas como Harnack admiten la canonicidad del evangelio
Tetramorfo entre los años 140 -175.

Pero, contra Harnack, somos capaces de hacer seguimiento del


Tetramorfo como colección sagrada retrocediendo hasta un período más
remoto. El Evangelio Apócrifo de S. Pedro, que data aproximadamente
del año 150, se basa en nuestros evangelistas canónicos. Y así con el muy
antiguo Evangelio de los Hebreos y Egipcios (ver APÓCRIFOS). S. Justino
Mártir (30- 63) en su Apología se refiere a ciertas “memorias de los
Apóstoles, que se llaman evangelios” y que “se leen en las asambleas
cristianas junto con los escritos de los Profetas”. La identidad de esa
“memorias” con nuestros Evangelios está establecida por ciertos restos
de los tres, sino de todos, que quedan en las obras de S. Justino, aunque
no era aún la época de las citas explícitas. Marción el hereje refutado por
S. Justino en una polémica que se ha perdido, como sabemos por
Tertuliano, instituyó un criticismo de Evangelios que llevaban los
nombres de los Evangelios y de sus discípulos, y un poco antes (c.120)
Basílides, el líder alejandrino de una secta gnóstica, escribió un
comentario sobre el “evangelio” que es conocido por las alusiones que
hay en los Padres, resumió los escritos del los Cuatro Evangelistas. En
nuestra búsqueda hacia atrás en el tiempo hemos llegado a la edad sub-
apostólica y sus importantes testigos se dividen en asiáticos, alejandrinos
y romanos:

· S. Ignacio, Obispo de Antioquía, y S, Policarpo de Esmirna, habían sido


discípulos de los Apóstoles y escribieron sus epístolas en la primera

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década del segundo siglo (100-110). Emplean a Mateo, Lucas y Juan. En S,


Ignacio encontramos la primera instancia del término ritual “está
escrito” aplicado a un Evangelio (Ad Philad., viii, 2). Estos dos Padres
muestran no sólo un conocimiento personal con “el Evangelio” y las trece
Epístolas Paulinas sino que suponen que sus lectores están tan
familiarizados con ellos que sería superfluo nombrarlos. Papías, obispo
de Hierópolis Frigia, según Ireneo, discípulo de S. Juan, escribió hacia el
año 125. Describiendo el Evangelio de S. Marcos habla de Logia hebreos
(aramáicos) o Dichos de Cristo compuestos por S. Marco, que es
razonable creer que formaban la base del evangelio canónico de ese
nombre, aunque la mayor parte de los escritores católicos los identifican
con el Evangelio. Puesto que sólo tenemos unos pocos fragmentos de
Papías, preservado por Eusebio, no se puede alegar que permanece
silencioso sobre otras partes del Nuevo Testamento.

· La llamada Epístola de Bernabé, de origen incierto, pero muy antigua


cita un pasaje del primer Evangelio con la fórmula “está escrito”. La
Didajé, o Enseñanza de los Apóstoles, una obra no canónica que data de
alrededor del año 110, implica que el “evangelios” era ya una colección
bien conocida y definida. · S. Clemente, Obispo de Roma y discípulo de S.
pablo, dirigió su Carta a la iglesia de Corinto alrededor del 97 y aunque
no cita explícitamente a ningún Evangelio, esta epístola contiene
combinaciones de textos tomados de los Evangelios sinópticos,
especialmente del de S. mateo. Que Clemente no aluda a Cuarto
Evangelio es muy natural, puesto que aún no estaba compuesto en ese
tiempo

Así pues, los testimonios patrísticos nos han levado paso a paso al divino,
inviolable Evangelio Tetramorfo que existía al final de la era apostólica.
Pero cómo se soldó en una unidad y fue entregado a la Iglesia, es una
cuestión de conjetura. Sin embargo, como observa Zahn, hay buenas
razones para creer que la tradición proveniente de Papías, de que el
Evangelio de S. Marcos fue aprobado por S. Juan el Evangelista, revela
que él mismo o un grupo de sus discípulos añadieron el Cuarto Evangelio
a los Sinópticos para formar así el compacto e inalterable Evangelio, uno
en cuatro, cuya existencia y autoridad dejó su clara impronta sobre toda
la literatura eclesial posterior, y que encontró su formulación consciente
en el lenguaje de Ireneo.

4. Las Epístolas Paulinas Paralelamente a la cadena de evidencias que


hemos trazado para los Evangelios canónicos se extiende otra para las
Trece Epístolas de S. Pablo, formando la otra mitad del meollo
irreductible del canon completo del Nuevo Testamento. Todas la

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autoridades citadas para el Canon del Evangelio muestran familiaridad y


reconocen la calidad sagrada de estas cartas. S. Ireneo, como reconoce la
crítica de Harnack, emplea todos los escritos paulinos, excepto el breve a
Filemón, como sagradas y canónicas. El Canon Muratoriano,
contemporáneo de Ireneo, da la lista completa de las trece, lo que, hay
que recordar, no incluye Hebreos. El hereje Basílides y sus discípulos
citan de este grupo paulino en general. Los copiosos extractos de las
obras de Marción diseminados por Ireneo y Tertuliano muestran que
estaba familiarizado con las trece como de uso eclesial y seleccionó su
Apostolikon de seis de ellas. El testimonio de Policarpo e Ignacio es de
nuevo capital en este caso. Ocho de los escritos de Pablo son citados por
Policarpo; S. Ignacio de Antioquía valoraba a los Apóstoles sobre los
Profetas y debe haber dado a las composiciones de los Apóstoles el
mismo rango que a las de los Profetas ("Ad Philadelphios", v). S. Clemente
de Roma se refiere a los corintios como cabeza de “del Evangelio”; el
Canon Muratoriano concede el mismo honor a I Corintios de manera que
podemos muy bien sacar la conclusión, con del Dr. Zahn, de que ya en los
días de Clemente las Epístolas de S. Pablo habían sido coleccionadas para
formar un grupo con un orden fijado. Zahn a apuntado a señales que lo
confirman en la manera en que Ignacio y Policarpo emplean esas
epístolas. A lo que tiende esta evidencia es a establecer la hipótesis de
que la importante iglesia de Corintio fue la primera en formar una
colección completa de los escritos de S. Pablo

5. Los libros restantes En este período de formación, la Epístola a los


Hebreos no obtuvo un lugar firme en el Canon de la Iglesia Universal. En
Roma no se la reconocía como canónica, como muestra el Catálogo
Muratoriano, de origen romano. Ireneo probablemente la cite, pero no
hace referencia a su origen paulino. Pero era conocida en Roma por S.
Clemente como atestigua su carta. La iglesia de Alejandría la admitió
como obra de S. Pablo y canónica. Los montanistas la aceptan y
precisamente esa facilidad con la que vi, 4-8, se adapta dentro del rigor
montanista y novacianista fue sin duda una razón por la que era
sospechosa en Occidente. Durante este período varió lo que excede al
Canon mínimo compuesto por los Evangelios y las trece cartas. Las Siete
Epístolas Católicas (Santiago, Judas. I y II Pedro y tres de Juan) aún no
habían sido reunidas en un grupo especial, y con la excepción de las tres
de Juan, permanecieron como unidades aisladas, dependiendo para su
fuerza canónica de circunstancias variables. Pero al final del siglo
segundo el mínimo canónico fue ampliado y además del Evangelio y las
Epístolas Paulinas, inalterablemente abarcaron Los Hechos, I Pedro, I
Juan (a la que probablemente se juntaron Juan II y III) y el Apocalipsis.

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Pero Hebreos, Santiago, Judas y II Pedro permanecieron flotando fuera


de los límites de la canonicidad universal y la controversia sobre ellos y
la posterior sobre el Apocalipsis forman la parte más importante de la
historia restante del Canon del Nuevo Testamento. Sin embargo, a
principios de la tercera centuria en Nuevo Testamento se formó en el
sentido de que el contenido de sus divisiones principales, lo que puede
llamarse sus esencia, fue definido muy cortantemente y recibido
universalmente, mientras todos los libros segundarios fueron
reconocidos en algunas iglesias. Una singular excepción a la la
universalidad de la sustancia del Nuevo Testamento arriba descrita fue el
Canon de la primitiva iglesia siria, que no contenía ninguna de las
Epístolas Católicas ni el Apocalipsis.

6. La idea de un Nuevo Testamento. La cuestión del principio que


dominaba la canonización práctica de las Escrituras del Nuevo
Testamento ya se ha discutido en (b). Los fieles deben haber tenido desde
el principio alguna conciencia de que en los escritos de los Apóstoles y
Evangelistas habían adquirido un nuevo cuerpo de Sagradas Escrituras,
un Nuevo Testamento escrito destinado a estar junto al Antiguo. Tan
pronto como las colecciones fijas se formaron, se dieron completa cuenta
de que los Evangelios y la Cartas eran la Palabra de Dios escrita; pero
captar la relación de este nuevo tesoro con el antiguo sólo fue posible
cuando los fieles adquirieron un mejor conocimiento de la fe. Zahn
observa con mucha verdad que el surgir del montanismo alrededor de la
iglesia cristiana, con sus falsos profetas que reclamaban para sus escritos
- el auto denominado Testamento del Paráclito – la autoridad de la
revelación, hacia un sentido más pleno, que la edad de la revelación
había terminado con el último de los Apóstoles, y que el círculo de la
Sagrada Escritura no es extensible más allá del legado de la Era
Apostólica. El Montanismo comenzó en 156. Una generación después, en
las obras de Ireneo, encontramos la idea de dos Testamentos ya
firmemente asentada y con el mismo Espíritu obrando en ambos. Para
Tertuliano (c 200) el cuerpo de la Nueva Escritura era una instrumentum
exactamente de igual rango que el instrumentum formado por la Ley y
los Profetas. Clemente de Alejandría fue el primero en utilizar la palabra
“Testamento” para los libros sagrados del nuevo designio divino. Análoga
influencia externa ha de darse al Montanismo: la necesidad de poner una
barrera entre la literatura genuinamente inspirada y la riada de
apócrifos seudoapostólicos, dio un nuevo impulso a al idea del un Canon
del Nuevo Testamento, y más tarde contribuyó no poco a la demarcación
de sus límites fijados

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El período de discusión (220 – 367 d.C.)

En este momento del desarrollo histórico del Canon del nuevo


Testamente, encontramos por primera vez una consciencia, que se refleja
en ciertos escritores eclesiásticos, de las diferencias que hay entre las
colecciones sagradas en diversos lugares del cristianismo. Estas
variaciones son atestiguadas y la discusión se estimula en dos de los más
sabios de la antigüedad cristiana, Orígenes y Eusebio de Cesarea, el
historiador eclesiástico. Un vistazo al Canon como se muestra en las
autoridades de la iglesia africana o cartaginesa, completarán nuestro
breve recorrido por este período de diversidad y discusión.

1. Orígenes y su escuela Los viajes de Orígenes le dieron oportunidades


excepcionales para conocer las tradiciones de iglesias muy separadas
geográficamente y le hicieron muy versado en las actitudes discrepantes
hacia ciertas partes del Nuevo Testamento. Dividió los libros con
reclamaciones bíblicas, en tres clases: · Los recibidos universalmente. ·
Aquellos cuya apostolicidad era cuestionada. · Obras apócrifas Un la
primera clase, los Homologoumena, estaban los Evangelios, las Trece
Epístolas de S. pablo, Los Hechos, Apocalipsis. I Pedro y I Juan. . Los
escritos cuestionados eran Hebreos, II Pedro, II y III Juan, Santiago, Judas,
Bernabé, El pastor Hermas, La Didajé y probablemente el Evangelio a los
Hebreos. Orígenes aceptaba personalmente todas ellas como
divinamente inspiradas, aunque veía las opiniones contrarias con
tolerancia. La autoridad de Orígenes parece haber contribuido a que
Hebreos y las disputadas Epístolas católicas entraran con firmeza en el
Canon de Alejandría. Donde habían estado antes de forma insegura, a
juzgar por el trabajo exegético de Clemente y la lista del Códice
Claromontanus, al que competentes investigadores asignan un temprano
origen alejandrino

2. Eusebio Eusebio, Obispo de Cesarea en Palestina fue uno de los más


eminentes discípulos de Orígenes, y hombre de amplia erudición.
Imitando a su maestro dividió la literatura religiosa en tres clases ·
Homologoumena, o composiciones universalmente recibidas como
sagradas, como Los Cuatro Evangelios, las Trece Epístolas de S. Pablo,
Hebreos, Hechos I Pedro, I Juan y Apocalipsis Hay, sin embargo alguna
inconsistencia en esta clasificación , por ejemplo al dar el mismo rango a
Hebreos que a los libro es de recepción universal, puesto que después
Admite que es cuestionada. · La segunda categoría se compone de los
Antilegomena, o escritos discutidos: estos a su vez tiene una clase
superior y otra inferior. Los mejores son: las Epístolas de Santiago, Judas,
II Pedro, II y III Juan. Como Orígenes, Eusebio quería que entrasen en el

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Canon pero se vio obligado a reflejar su situación incierta. Los


Antilegomena de la clase inferior eran: Bernabé, la Didajé, El Evangelio
de los Hebreos, Los Hechos de Pablo, el Pastor y el Apocalipsis de Pedro ·
El resto eran espurios (notha). Eusebio discrepaba de su maestro
alejandrino al rechazar personalmente el Apocalipsis como no-bíblico,
aunque obligado a reconocer la casi universal aceptación. ¿De qué venía
este desfavorable punto de vista sobre el volumen que cierra el
Testamento Cristiano?

Zahn lo atribuye a la influencia de Luciano de Samosata, uno de los


fundadores de la escuela de exégesis de Antioquía y con cuyos discípulos
había estado a asociado Eusebio El mismo Luciano había recibido su
educación en Edesa, la metrópolis de Siria oriental, que tenía, como ya se
ha dicho, un Canon singularmente abreviado. Se sabe que Luciano editó
las Escrituras en Antioquía y se supone que introdujo allí el Nuevo
Testamento más corto que más tarde S., Juan Crisóstomo y sus seguidores
emplearon – en el que no estaban ni el Apocalipsis, II Pedro , II y III Juan
y Judas. Se sabe que Teodoro de Mompsuestia rechazó las Epístolas
católicas. Y que en las amplias exposiciones de las Escrituras de S. Juan
Crisóstomo no hay ni un solo resto claro del Apocalipsis, que
explicadamente excluye las cuatro epístolas menores – II Pedro, II y III
Juan y Judas – del número de libros canónicos. Luciano, según Zahn,
había llegado a un compromiso entre el Canon Siríaco y el Canon de
Orígenes admitiendo las tres epístolas católicas más largas y
manteniendo fuera el Apocalipsis. Pero aunque admitamos el prestigio
del fundador de la escuela de Antioquía, es difícil conceder que su
autoridad personal hubiera sido suficiente para eliminar libro tan
importante como el Apocalipsis del Canon de una iglesia tan notable, en
la que había sido admitido previamente. Es más probable que una
reacción contra el abuso del Apocalipsis por parte de los Montanistas y
Quiliastas – Asia Menor era el centro de ambos errores – llevó a la
eliminación de un libro de cuya autoridad se había sospechado, quizás,
antes. De hecho es muy razonable suponer que su temprana exclusión
del la Iglesia Oriental Siria fue una oleada exterior del movimiento
extremadamente reaccionario de los Alogoi – también de Asia Menor -
que designaban al Apocalipsis y todas los escritos de Juan como obra del
hereje Cerinto.

Sean cuales fueren las influencias que determinaron el canon personal


de Eusebio, el caso es que éste eligió el texto de Luciano para las 50
copias de la Biblia que proporcionó a la Iglesia de Constantinopla por
orden de Constantino, su protector imperial. Y él incorporó todas la
Epístolas Católicas, pero excluyó el Apocalipsis, que permaneció fuera de

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las colecciones sagradas tan corrientes como las de Antioquía y


Constantinopla, por más de un siglo. Sin embargo este libro mantuvo una
minoría de sufragios asiáticos y puesto que tanto Luciano como Eusebio
podían estar contaminados de arrianismo, finalmente pareció una señal
de ortodoxia la aprobación del Apocalipsis, a la que se habían opuesto.
Eusebio fue el primero en llamar la atención de las importantes
variaciones en los textos de los Evangelios, por ejemplo, la presencia en
alguna copias y la ausencia en otras de párrafo final de Marcos, el pasaje
del la mujer adúltera, y el sudor de sangre.

3. La Iglesia Africana S. Cipriano, cuyo Canon de las Escrituras refleja


ciertamente el contenido de la primera Biblia Latina, recibió todos los
libros del Nuevo Testamento excepto Hebreos, II Pedro, Santiago y Judas.
Sin embargo siempre hubo una fuerte inclinación en este ambiente a
admitir II Pedro como auténtica: Judas había sido reconocido por
Tertuliano pero extrañamente había perdido su posición en la Iglesia
Africana probablemente debido a su cita del apócrifo Enoc. El testimonio
de Cipriano a la no-canonicidad de Hebreos y Santiago es confirmado por
Comodio, otro escritor africano del período. Un testigo muy importante
es el documento conocido como Canon de Mommsen, un manuscrito del
siglo X, pero cuyo original ha sido certificado hasta la fecha desde África
occidental alrededor del 350. Es un catálogo formal de los libros
sagrados, sin mutilaciones en la parte del Nuevo Testamento y prueba a
en su tiempo los libros universalmente reconocidos en la influyente
iglesia de Cartago eran casi idénticos a los recibidos por Cipriano un siglo
antes. Hebreos, Santiago y Judas están completamente ausentes. Las tres
Epístolas de S. Juan y II Pedro aparecen pero tras ellas hay la nota una
sola, añadida por una mano casi contemporánea, evidentemente en
protesta contra la recepción de estos Antilegomena que,
presumiblemente, habían encontrado recientemente un lugar en la lista
oficial, pero cuyo derecho a estar allí era seriamente cuestionado

El período de fijación 367-405 d.C.)

1. San Atanasio Mientras que la influencia de Atanasio en el Canon del


Antiguo testamento fue negativa y excluyente ( ver arriba) en el del
Nuevo Testamento fue muy activamente constructiva. En su “"Epistola
Festalis" ( 367 dC) el ilustre Obispo de Alejandría coloca atrevidamente
todos los Antilegnema de Orígenes, que son idénticos a los deúteros,
dentro del Canon, sin dar cuenta de ningún escrúpulo acerca de ellos. En
adelante fueron firme y formalmente admitidos en el Canon de
Alejandría. Y es muy esclarecedor de la tendencia de la autoridad
eclesiástica el hecho de que hasta libros que habían gozado de un alto

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rango en la Alejandría más liberal, por ejemplo el Apocalipsis de Pedro y


los Hechos de Pablo, Atanasio los reúne con los apócrifos, y hasta algunos
que Orígenes había considerado como inspirados -- Bernabé, El Pastor de
Hermas, La Didajé – fueron excluidos tajantemente con el mismo estilo
condenatorio

2. La Iglesia Romana , el Sínodo y S. Jerónimo El Canon o Fragmento


Muratoriano, compuesto en la iglesia romana en el último cuarto del
siglo segundo, guarda silencio respeto a Hebreos, Santiago, II Pedro. La I
Pedro no es mencionada pero debe haberse omitido por un descuido
puesto que era universalmente recibida en ese tiempo. Hay evidencia de
que este canon restringido obtuvo aprobación no solo en la iglesia
africana, con ligeras modificaciones como hemos visto, sino también en
Roma y en general en occidente hasta el final del siglo cuarto. La misma
antigua autoridad testifica que en Roma gozaron del mismo estado
favorable y quizás canónico, el Apocalipsis de Pedro y El Pastor de
Hermas. En las décadas centrales del siglo cuarto el intercambio de
puntos de vista entre Oriente y Occidente llevó a un mejor conocimiento
respecto a los Cánones Bíblicos y a la corrección del catálogo de la Iglesia
Latina. Es un hecho singular que mientras el Este, principalmente por la
pluma de Jerónimo, ejerció una influencia distorsionadora y negativa
sobre las opiniones occidentales sobre el Antiguo Testamento, la mismo
influencia, probablemente debido al mismo intermediario, ayudó a que
se completara en toda su integridad el Canon del Nuevo Testamento. El
Occidente comenzó a darse cuenta de que durante más de dos siglos las
antiguas iglesias de Jerusalén y Alejandría habían reconocido a Hebreos
y Santiago como libros apostólicos inspirados, mientras que la venerable
iglesia alejandrina, apoyada en el prestigio de Atanasio y el poderoso
patriarca de Constantinopla, con la sabiduría de Eusebio apoyando su
juicio, habían canonizado todas las Epístolas disputadas. S. Jerónimo, una
luz que surgía en la Iglesia, aunque era un simple sacerdote, fue llamado
por el papa Dámaso de oriente, donde estudiaba los conocimientos
sagrados, para que asistiera a un ecléctico, pero no ecuménico sínodo en
Roma en el año 382. Ni el sínodo del año anterior en Constantinopla ni el
de Nicea (365) habían considerado la cuestión del Canon. Este sínodo
romano debe haberse dedicado especialmente a ese asunto. El resultado
de sus deliberaciones, presididas, sin duda, por el enérgico Dámaso, ha
sido preservado en el documento llamado "Decretum Gelasii de
recipiendis et non recipiendis libris", una compilación parcialmente del
siglo sexto, pero que contiene mucho material que data de los dos que le
preceden. El Catálogo de Dámaso presenta el canon completo y perfecto
que ha sido el de la Iglesia Universal desde entonces. La parte del Nuevo

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Testamento acusa los puntos de vista de Jerónimo, que en cuestiones


bíblicas parece siempre inclinado a favor de las posturas orientales, que
ejerció una feliz influencia respecto al Nuevo Testamento, y si intentó
poner alguna restricción oriental al Canon sobre el Canon del Antiguo
Testamento, su esfuerzo fue un fracaso. El título de decreto -- "Nunc vero
de scripturis divinis agendum est quid universalis Catholica recipiat
ecclesia, et quid vitare debeat"— prueba que el concilio elaboró una lista
de apócrifos y de auténticos de la Sagrada Escritura. El Pastor y el falso
Apocalipsis de Pedro recibieron ahora el golpe definitivo. “Roma había
hablado y las naciones de occidente habían escuchado” (Zahn). Las obras
de los Padres latinos del período – Jerónimo, Hilario de Poitiers, Lucifer
de Cerdeña, Filaster de Brescia –manifiestan el cambio de actitud hacia
Hebreos, Santiago, Judas, II Pedro y III Juan.

3. Fijación en las iglesias Africana y Galicana Un poco antes de que la


Iglesia Africana ajustara perfectamente su Nuevo Testamento Al Canon
de Dámaso, Optato de Mileve (370-85) no usa Hebreos. S. Agustín que ha
recibido el Canon integral reconoce que muchos dudan de esa epístola,
pero en el Sínodo de Hipona (393) la postura del gran doctor prevaleció y
se adoptó el canon correcto. Sin embargo es obvio que encontró muchos
oponentes en África, ya que en breves intervalos, tres Sínodos – Hipona,
Cartago en 393, III de Cartago (397) y Cartago de 419 – creyeron necesario
proponer catálogos. La Introducción de Hebreos fue una cruz especial y
una reflexión sobre ello se encuentra en la primera lista de Cartago,
donde la muy discutida epístola, aunque escrita en el estilo de S. Pablo,
aun se enumera de forma separada del grupo de las Trece ya consagrado
por el tiempo. Los catálogos de Hipona y Cartago son idénticos al canon
católico actual. En Galia, algunas dudas se mantuvieron durante algún
tiempo, como sabemos por el papa Inocencio I, que en 405 envió una lista
de los libros sagrados a uno se sus obispos, Exsuperius de Toulouse.

Así pues a finales de la primera década del siglo quinto toda la iglesia
occidental estaba en posesión del canon completo del Antiguo
Testamento. En oriente donde, con la excepción de la iglesia siria de
Edesa, se había obtenido un canon completo aproximado hacia tiempo
sin la ayuda de una declaración formal, las opiniones estaban aún algo
divididas sobre el Apocalipsis. Pero para la iglesia Católica como un todo,
el contenido del Nuevo Testamento estaba definitivamente fijado y la
discusión cerrada. El final del proceso del desarrollo del Canon había
sido doble: positivo, en el aspecto de la permanente consagración de
algunos escritos que durante algún tiempo estuvieron sobre la línea
divisoria entre lo canónico y lo apócrifo; negativo, por la definitiva
eliminación de ciertos apócrifos privilegiados que habían gozado aquí y

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allí de un status quasi-canónico. En la recepción de libros discutidos una


creciente convicción de autoría apostólica tuvo mucho que ver, pero el
criterio último fue su reconocimiento como inspirado por una gran y
antigua parte de la Iglesia Católica. S Jerónimo, como Orígenes, aduce el
testimonio de los antiguos y el uso eclesial al defender la causa de la
Carta a los Hebreos (De Viris Illustribus, lix). No hay señal de que la
iglesia occidental repudiase nunca ninguno de los deúteros; aunque no
se admitieran desde el principio, avanzaron hacia una completa
aceptación allí. Por otra parte, la aparente exclusión formal del
Apocalipsis del catálogo de ciertas iglesias griegas fue una fase
transitoria y supone su aceptación primitiva. La cristiandad griega tenía
prácticamente un canon completo y puro del Antiguo Testamento
prácticamente desde el principio del siglo sexto. (ver EPISTOLA A LOS
HEBREOS, EPISTOLAS DE S- PEDRO, EPISTOLA DE SANTIAGO, EPISTOLA
DE JUDAS, EPISTOLAS DE JUAN, APOCALIPSIS)

Historia subsecuente del Canon del Nuevo Testamento

1. Hasta la Reforma Protestante. El Nuevo Testamento en el aspecto


canónico tiene poca historia entre los primeros años del siglo quinto y la
primera parte del siglo dieciséis. Como era natural en edades en las que
la autoridad eclesiástica no había alcanzado su centralización moderna
hubo divergencias esporádicas de la enseñanza común y de la tradición.
No había libro alguno que fuera contestado, pero aquí y allí había
intentos individuales para añadir algo a la colección recibida. En varios
manuscritos latinos antiguos, la espuria Epístola a los Laodicenses se
halla entre las cartas canónicas, y en unas pocas situaciones, también la
apócrifa III Corintios. La última huella de una contradicción al Canon del
Nuevo testamento en la iglesia occidental revela un curioso transplante
de dudas orientales concernientes al Apocalipsis. Un acta del Sínodo de
Toledo, de 633, manifiesta que muchos se oponen a ese libro y ordena
que se lea en las iglesias bajo pena de excomunión. La oposición con toda
probabilidad venía de los visigodos que se habían convertido
recientemente al arrianismo. La Biblia Gótica se había hecho bajo
auspicios orientales en un tiempo en el que había aún mucha hostilidad
en oriente contra el Apocalipsis.

2. El Nuevo Testamento y el Concilio de Trento (1546) Este sínodo


ecuménico tuvo que defender la integridad del nuevo Testamento, y
tambien del Antiguo , contra los ataques de los pseudos-reformadores.
Lutero, basándose en razones dogmáticas y el juicio de antigüedad, había
descartado Hebreos, Santiago, Judas y el Apocalipsis como totalmente no-
canónicas. Zwinglio no podía ver en el Apocalipsis un libro bíblico.

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Oecolampadio colocó a Santiago, Judas, II Ppedro, II y III Juan en un


rango inferior. Hasta unos pocos estudiosos católicos del tipo de los del
Renacimiento, notablemente Erasmo y Cayetano, habían arrojado
algunas dudas sobre la canonicidad de estos Antilegomena. En cuanto a
los libros completos, las dudas protestantes fueron las únicas de las que
los Padres de Trento fueron conscientes, pero no hubo la más ligera duda
con respecto a la autoridad de ningún documento completo. Las partes
duterocanónicas dieron algunas preocupaciones al concilio, por ejemplo
los doce últimos versos de Marcos, el pasaje del sudor de sangre de S.
Lucas, y la Pericope Adulteræ de Juan. El cardenal Cayetano citó
aprobándolo un comentario desfavorable de S. Jerónimo respecto a
Marcos xvi, 9-20. Erasmo había rechazado la sección de la Mujer
Adúltera como no auténtica. Sin embargo aunque hubo preocupación
por estas partes, en Trento no se expresó duda alguna sobre su
autenticidad, siendo solamente la manera en que habían sido recibidas
lo que se ponía en cuestión. Finalmente estas partes fueron recibidas,
como los libros deuterocanónicos, sin la más ligera distinción. Y la
cláusula "cum omnibus suis partibus" se refiere especialmente a estas
partes.

Para más información respecto a la acción de Trento sobre el Canon, se


invita al lector a la sección respectiva del artículo: II. El Canon del
Antiguo testamento en la Iglesia Católica.

El decreto tridentino que define el Canon afirma la autenticidad de los


libros a los que cita con sus propios nombres, sin incluir esto en la
definición. El orden de los libros sigue el de la Bula de Eugenio IV
(Concilio de Florencia), excepto que Hechos se mueve de un lugar antes
del Apocalipsis a su posición presente y Hebreos se pone al final de las
Epístolas de S. Pablo. El orden Tridentino ha sido conservado en la
Vulgata oficial y en las Biblias vernaculares católicas. Lo mismo se ha de
decir de los títulos, que como regla general son los tradicionales, tomados
de los Cánones de Florencia y Cartago ( con respecto al Concilio Vaticano
sobre el Nuevo Testamento , ver Parte II arriba)

3. El Nuevo Testamento fuera de la Iglesia. Los Ortodoxos rusos y otras


ramas de las Iglesia Ortodoxa Oriental tiene un Nuevo Ttestamento
idéntico al católico. En Siria, los Nestorianos poseen un Canon casi
idéntico al canon final de los antiguos Sirios Orientales, que excluyen las
cuatro Epístolas Católicas más cortas y el Apocalipsis. Los Monofisitas
reciben todo el libro. Los Armenios tienen una carta apócrifa a los
Corintios y dos de los mismos. La Iglesia Copto–arábiga incluye en las
Escrituras Canónicas, las Constituciones Apostólicas y las Epístolas

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Clementinas. El Nuevo testamento etiópico también contiene las


llamadas “Constituciones Apostólicas”

Con respecto al Protestantismo, los Anglicanos y los Calvinistas siempre


conservaron el Nuevo testamento. Pero durante un siglo los seguidores
de Lutero excluyeron Hebreos, Santiago, Judas y el Apocalipsis y aún
fueron más lejos que su maestro rechazando las tres deuterocanónicas
que quedaban, II Pedro, II y III Juan. La tendencia de los teólogos
luteranos del siglo diecisiete era clasificar todos estos escritos como de
autoridad dudosa o al menos inferior. Pero gradualmente los
protestantes alemanes se fueron familiarizando con la idea de que la
diferencia entre los libros del Nuevo Testamento contestados y el resto
era solamente de grado de certeza respecto al origen más que de carácter
intrínseco. El reconocimiento completo de estos libros por los Calvinistas
y los Anglicanos puso más difícil a los Luteranos excluir a los deúteros
del Nuevo testamento que los del Antiguo. Uno de sus escritores del siglo
diecisiete permitió solamente una diferencia teorética entre las dos
clases y en 1700, Bossuet pudo decir que todos los Católicos y
Protestantes estaban de acuerdo en el Canon del Nuevo testamento. La
única huella de oposición que permanece ahora en las Biblias
protestantes alemanas está en el orden: Hebreos va al final con Santiago,
Judas y el Apocalipsis; el primero no está incluido en los escritos
paulinos, mientras Santiago y Judas no están en el mismo rango que las
Epístolas católicas

4. El criterio de inspiración (menos correctamente conocido como


criterio de canonicidad). Hasta esos teólogos católicos que defiende la
apostolicidad como prueba de inspiración del Nuevo testamento (ver
arriba) admiten que eso no excluye otros criterios, como la Tradición
Católica tal cual se manifiesta en la recepción universal de las
composiciones de inspiración divina, o la enseñanza ordinaria de la
Iglesia, o los pronunciamientos infalibles de los concilios ecuménicos.
Esta garantía externa es la prueba suficiente universal y ordinaria de
inspiración. La única cualidad de los Libros Sagrados es un dogma
revelado. Más aún por su misma naturaleza, la inspiración elude la
observación humana y no es evidente pro si misma siendo esencialmente
superfísica y sobrenatural. Su único criterio absoluto, por consiguiente,
es el Espiritu Santo inspirador, testigo decisivo de Si Mismo, no en la
experiencia subjetiva de las almas individuales, como mantenía Calvino,
ni en el tenor doctrinal y espiritual del la Sagrada Escritura misma, como
Lutero, sino a través del órgano constituido y custodio de Sus
revelaciones, la Iglesia. Todas las demás evidencias se quedan cortas en
la certeza y finalidad necesarias para imponer la esencia absoluta de la

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fe. (ver Franzelin, "De Divinâ Traditione et Scripturâ"; Wiseman,


"Lectures on Christian Doctrine", Lecture ii; también INSPIRACION.)

Fuente: Reid, George. "Canon of the New Testament." The Catholic


Encyclopedia. Vol. 3. New York: Robert Appleton Company, 1908.
<http://www.newadvent.org/cathen/03274a.htm>.

Traducido por Pedro Royo

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Primeros Documentos Históricos sobre Jesucristo

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Los documentos históricos referentes a la vida y obra de Cristo pueden


ser divididos en tres clases: fuentes paganas, fuentes judías y fuentes
cristianas. Estudiaremos las tres sucesivamente.

• 1 Fuentes Paganas
• 1.1 Tácito
• 1.2 Suetonio (75-160 d.C.)
• 1.3 Plinio el Joven
• 1.4 Otros escritores paganos

• 2 Fuentes Judías
• 2.1 Filo Judeo
• 2.2 Josefo
• 2.3 Otras fuentes judías

• 3 Fuentes Cristianas

Fuentes Paganas

Las fuentes no cristianas para la verdad histórica de los Evangelios son


pocas y están contaminadas por el odio y el prejuicio. Se han propuesto
varias razones para explicar esta condición de las fuentes paganas:

• El lugar de la historia de los Evangelios es la remota Galilea;


• Se percibía a los judíos como una raza supersticiosa, si creemos a
Horacio (Credat Judoeus Apella, I, Sat., v, 100);
• El Dios de los judíos era desconocido e ininteligible para la mayoría
de los paganos de ese período:
• Los judíos en cuyo seno había nacido el cristianismo estaban
dispersos entre naciones paganas que los odiaban;
• La religión cristiana misma era frecuentemente confundida con una
de las muchas sectas que habían surgido del judaísmo, y las cuales no

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excitaban el interés del espectador pagano.

Al menos es cierto que ni los judíos ni los gentiles sospechaban en


absoluto la enorme importancia de la religión de cuyo nacimiento entre
ellos estaban siendo testigos. Estas consideraciones explican la rareza y
aspereza con que los autores paganos mencionan los sucesos cristianos.
Pero aunque los escritores gentiles no nos dan información acerca de
Cristo y las primeras etapas del cristianismo que no tengamos en los
Evangelios, y aunque sus afirmaciones estén hechas con odio y desprecio
manifiestos, aún así prueban involuntariamente el valor histórico de los
hechos relatados por los evangelistas.

No es necesario demorarse sobre un escrito titulado “Actas de Pilato”


(Acta Pilati), que debió haber existido ya en el siglo II (San Justino,
"Apol.", I, 35), y debió haber sido utilizado en las escuelas paganas para
advertir a los jóvenes contra la creencia de los cristianos (Eusebio., "Hist.
Ecl.", I.9; IX.5); ni necesitamos ahora inquirir la cuestión de si existieron
tablas censales auténticas de Quirino.

Tácito

Tenemos al menos el testimonio de Tácito (54-119 d.C.) para las


afirmaciones de que el fundador de la religión cristiana, una superstición
mortal a los ojos de los romanos, había sido condenado a muerte por el
procurador Poncio Pilato en el reinado de Tiberio; que su religión,
aunque suprimida durante un tiempo, volvió a resurgir, no sólo en Judea,
donde se había originado, sino hasta en Roma, la confluencia de todos los
ríos de maldad e impudor; más aún, que Nerón había desviado la
sospecha que recaía sobre él, acusando a los cristianos de haber
quemado Roma; que éstos no eran culpables, pero que merecían su
destino por su misantropía universal. Además Tácito describe algunos de
los terribles tormentos a los que Nerón sometió a los cristianos (Ann., XV,
XLIV). El escritor romano confunde a los cristianos con los judíos, a los
que considera como una secta especialmente abyecta. Y se puede inferir
cuán poco investigó la verdad histórica hasta de los documentos judíos,
por la credulidad con la que aceptó las absurdas leyendas y calumnias
sobre el origen del pueblo hebreo (Hist., V, III, IV)

Suetonio (75-160 d.C.)

Otro escritor romano que muestra su familiaridad con Cristo y los


cristianos es Suetonio (75-160 d.C.). Se ha notado que Suetonio
consideraba a Cristo (Chrestus) como un insurgente contra Roma que

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urdió sediciones en el reinado de Claudio (41-54 d.C.): "Judaeos,


impulsore Chresto, assidue tumultuantes (Claudius) Roma expulit" (Clau.,
XXV). En su vida de Nerón considera a ese emperador como un
benefactor público por su severo tratamiento a los cristianos: "Multa sub
eo et animadversa severe, et coercita, nec minus instituta… afflicti
Christiani, genus hominum superstitious novae et maleficae" (Nero, XVI).
El escritor romano no entiende que los problemas con los judíos
surgieron por el antagonismo judío al carácter mesiánico de Jesucristo y
a los derechos de la Iglesia cristiana.

Plinio el Joven

De mayor importancia es la carta de Plinio el Joven al emperador Trajano


(alrededor de 61-115 d.C.) en la que el gobernador de Bitinia consulta a
su majestad imperial sobre cómo tratar con los cristianos que vivían en
su jurisdicción. Por una parte sus vidas eran claramente inocentes; no se
les podía probar crimen alguno, excepto sus creencias cristianas, que
aparecían ante los romanos como una superstición extravagante y
perversa. Por otra parte no se les podía hacer tambalearse en su
obediencia a Cristo a quien celebraban como su Dios en las reuniones
matutinas tempranas (Ep., X, 97, 98). El cristianismo ya no aparece aquí
como una religión de criminales, como en los textos de Tácito y Suetonio.
Plinio reconoce los altos principios morales de los cristianos, admira su
constancia en la fe (pervicacia et inflexibilis obstinatio), que parece
retrotraer a su adoración de Cristo (carmenque Christo, quasi Deo,
dicere).

Otros escritores paganos

El resto de los testigos paganos son de menor importancia. En el siglo II


Luciano se burló de Cristo y los cristianos, de la misma manera que se
mofó de los dioses paganos. Alude a la muerte de Cristo en la Cruz, a sus
milagros, al amor mutuo que prevalece entre los cristianos
("Philopseudes", nn. 13, 16; "De Morte Pereg"). También hay supuestas
alusiones a Cristo en Numenio (Orígenes, "Contra Celsus", IV.51), a sus
parábolas en Galerio, al terremoto que ocurrió en la crucifixión en
Flegón (Orígenes, "Contra Celso", II.14). Antes del final del siglo II el
“logos alethes” de Celso, citado por Orígenes (Contra Celso, passim),
testifica que en aquel tiempo los hechos relatados en los Evangelios eran
generalmente aceptados como históricamente verdaderos. A pesar de lo
escasos que son los testimonios paganos sobre la vida de Cristo, al menos
dan testimonio de su existencia, de sus milagros, de sus parábolas de su
reclamación al culto divino, su muerte en la Cruz y de las más

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impactantes características de su religión.

Fuentes Judías

Filo Judeo

Filo Judeo, quien murió después del año 40 d.C., es muy importante por
la luz que arroja sobre ciertos modos de pensamiento y fraseología
encontrados de nuevo en algunos de los Apóstoles. Eusebio (Hist. Ecl. II.4)
ciertamente preserva la leyenda de que Filón se había encontrado con
San Pedro en Roma durante su misión al emperador Cayo; más aún, que
en su obra sobre la vida contemplativa describe la vida de la Iglesia de
Alejandría, fundada por San Marcos, y no la de los esenios y terapeutas.
Pero es apenas probable que Filón hubiera oído hablar lo suficiente de
Cristo y de sus seguidores para dar una base histórica a las leyendas
corrientes.

Josefo

El primer escritor no cristiano que se refiere a Cristo es el historiador


judío Flavio Josefo; nació el 37 d.C., fue contemporáneo de los Apóstoles y
murió en Roma el 94 d.C. Son indiscutibles dos pasajes en sus
“Antigüedades” que confirman dos hechos de los registros cristianos
inspirados. En uno de ellos informa del asesinato de “Juan llamado el
Bautista”, por Herodes (Ant., XVIII, V, 2), y además describe el carácter y
obras de Juan; en el otro (Ant., XX, IX, 1) desaprueba la sentencia
pronunciada por el sumo sacerdote Anás contra “Santiago, hermano de
Jesús que es llamado Cristo”. Es anteriormente probable que un escritor
tan bien informado como Josefo debiera estar muy familiarizado con la
historia y la doctrina de Jesucristo. Viendo, además, que recoge sucesos
de menor importancia en la historia de los judíos, sería sorprendente que
guardara silencio sobre Jesucristo. Su respeto a los sacerdotes y fariseos
no impidió que mencionara los asesinatos judiciales de Juan el Bautista y
de Santiago el Apóstol. Su intento de encontrar el cumplimiento de las
profecías mesiánicas en Vespasiano no le indujo a pasar en silencio sobre
varias sectas judías, aunque sus creencias aparecieran como
inconsistentes con las demandas vespasianas. Era de esperarse, por
consiguiente, alguna noticia sobre Jesús en los escritos de Josefo.

Las Antigüedades XVIII, III, 3, parecen satisfacer estas expectativas: "Por


estos tiempos apareció Jesús, un hombre sabio (si en verdad es correcto
llamarle hombre, porque realizaba obras sorprendentes, un maestro de
los hombres que reciben la verdad con alegría) y Él atrajo a sí a muchos

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judíos (también a muchos griegos. Este era Cristo) y cuando Pilatos, por la
denuncia de los más importantes entre nosotros, le había condenado a la
Cruz, aquellos que le habían amado primero no le abandonaron (porque
apareció vivo de nuevo al tercer día, como ya habían dicho de él los
profetas y otras muchas maravillas acerca de El). La tribu de cristianos
llamados así por causa de él no ha desaparecido hasta este día”.

Un testimonio tan importante como el anterior no podía escapar al


análisis de los críticos. Sus conclusiones pueden reducirse a tres: los que
consideran el pasaje completamente falso; los que lo consideran
completamente auténtico y los que lo consideran un poco de cada uno.

1. Los que consideran falso el pasaje: Primero están los que consideran el
pasaje como completamente falso. Las principales razones parecen ser
las siguientes:

• Josefo no podía representar a Jesucristo como un simple moralista, y


por otra parte no podía enfatizar las profecías y expectativas
mesiánicas sin ofender las susceptibilidades romanas;
• Se dice que Orígenes y los primeros escritores patrísticos
desconocían el pasaje de Josefo citado arriba;
• Es incierto el lugar exacto en que se encuentra en el texto de Josefo,
puesto que Eusebio (Hist. Eccl., II.6) puede haberlo encontrado antes
de las noticias que conciernen a Pilato, mientras que ahora está
colocado detrás.

Pero la falsedad del pasaje disputado de Josefo no implica la ignorancia


del historiador sobre los hechos conectados con Jesucristo. El informe de
Josefo sobre su propia precocidad juvenil ante los maestros judíos (Vit., 2)
recuerda la historia de la estancia del Cristo en el Templo a la edad de
doce años; la descripción de su naufragio camino a Roma (Vit., 3),
recuerda el naufragio de San Pablo tal como se relata en los Hechos.
Finalmente su arbitraria introducción de una traición practicada por los
sacerdotes de Isis a una dama romana, tras el capítulo que alude a Jesús,
muestra una disposición a explicar el nacimiento virginal de Jesús y a
preparar la falsedad de los últimos escritos judíos.

2. Los que ven el pasaje como auténtico, con algunas adiciones espurias:
Una segunda clase de críticos no ven todo el testimonio de Josefo sobre
Cristo como falso, sino que afirman que hay una interpolación, incluida
arriba en paréntesis. Las razones para sustentar esta opinión pueden
reducirse a las dos siguientes:

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• Josefo debió haber mencionado a Jesús, pero no pudo haberle


conocido como el Cristo, por lo que parte del texto de Josefo puede
ser genuino y parte interpolado.
• Y la misma conclusión se deriva del hecho de que Orígenes conocía
un texto de Josefo sobre Jesús, pero no estaba familiarizado con la
variante actual; pues según el gran doctor alejandrino, Josefo no
creía que Jesús era el Mesías ("In Matth.", XIII, 55; "Contra Cels.", I.47).

Cualquier fuerza que tuvieran estos argumentos se ha perdido por el


hecho de que Josefo no escribía para los judíos sino para los romanos, y
consiguientemente cuando dice” Este era el Cristo” no implica
necesariamente que Jesús fuera el Cristo considerado por los romanos
como fundador de la religión cristiana.

3. Los que consideran que es completamente genuino: La tercera clase de


eruditos creen que todo el pasaje que trata de Jesús, como se encuentra
hoy en Josefo, es genuino y los principales argumentos a favor son los
siguientes:

• Primero, todos los códices o manuscritos de la obra de Josefo


contienen el texto en cuestión; para afirmar la falsedad del texto
debemos suponer que todas las copias de Josefo estuvieron en manos
de los cristianos y se cambiaron de la misma forma.
• Segundo, es verdad que ni Tertuliano ni San Justino usan el pasaje de
Josefo sobre Jesús; pero este silencio se debe probablemente al
desdén con el que los judíos contemporáneos miraban a Josefo y a la
relativamente poca autoridad que tenía entre los lectores romanos.
Escritores del tiempo de Tertuliano y Justino podían apelar a testigos
vivos de la tradición apostólica.
• Tercero, Eusebio ("Hist. Eccl"., I, XI; cf. "Dem. Ev.", III, V) Sozomeno
(Hist. Eccl., I.1), San Nicéforo (Hist. Eccl., I, 39), San Isidoro de Pelusio
(Ep. IV, 225), San Jerónimo (catal.script. eccles. XIII), San Ambrosio,
Casiodoro, etc., apelan al testimonio de Josefo; no debió haber dudas
sobre ello en tiempos de todos estos ilustres escritores.
• Cuarto, el silencio completo de Josefo respecto a Jesús habría sido un
testimonio más elocuente que el que poseemos en el presente texto;
éste no tiene afirmación incompatible con la autoría de Josefo: el
lector romano necesitaba la información de que Jesús era el Cristo o
el fundador de la religión cristiana; los hechos maravillosos de Jesús
y su resurrección de entre los muertos eran tan incesantemente

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recordados por los cristianos que sin estos atributos el Jesús de Josefo
difícilmente habría sido reconocido como el fundador del
cristianismo.

Esto no implica necesariamente que Josefo viera en Jesús al Mesías de los


judíos, pero aunque hubiera estado convencido de que lo era, tampoco se
sigue que se hiciera cristiano ya que siempre hay un cierto número de
subterfugios por los que el historiador judío no se habría convencido al
cristianismo.

Otras fuentes judías

El carácter histórico de Jesucristo también es atestiguado por la literatura


judía hostil de las centurias siguientes. Su nacimiento se atribuye ("Acta
Pilati" en Thilo, "Códice apócrifo N.T., I, 526; cf. Justino, "Apol.", I, 35), a un
acto ilícito o hasta adulterio de sus padres (Orígenes, "Contra Celso," I.28
y I.32). El nombre del padre es Pantera, un soldado común (Gemara
"Sanhedrin", VIII; "Schabbath", XII, cf. Eisenmenger, "Entdecktes
Judenthum", I, 109; Schottgen, "Horae Hebraicae", II, 696; Buxtorf, "Lex.
Chald.” Basle, 1639, 1459, Huldreich, "Sepher toledhoth yeshua
hannaceri", Leyden, 1705). La última obra en su edición final no apareció
antes del siglo XIII, de manera que pudo dar al mito de Pantera su forma
más avanzada. Rosch opina que el mito no comenzó antes de finales del
siglo I.

Los escritos judíos posteriores muestran señales de conocimiento del


asesinato de los Santos Inocentes (Wagenseil, "Confut. Libr.Toldoth", 15;
Eisenmenger op. cit., I, 116; Schottgen, op. cit., II, 667), de la huída a
Egipto (cf. Josefo, "Ant." XIII, XIII), de la estancia de Jesús en el Templo a
la edad de doce años (Schottgen, op. cit., II, 696), de la llamada de los
discípulos ("Sanhedrin", 43a; Wagenseil, op. cit., 17; Schottgen, loc. cit.,
713), de sus milagros (Orígenes, "Contra Celso", II.48; Wagenseil, op. cit.,
150; Gemara "Sanhedrin" fol. 17; "Schabbath", fol. 104b; Wagenseil,
op.cit., 6, 7, 17), de su afirmación de que es Dios ( Orígenes, "Contra
Celso", I.28; cf. Eisenmenger, op. cit., I, 152; Schottgen, loc. cit., 699) de la
traición de Judas IscarioteJudas]] y su muerte (Orígenes, "Contra Celso",
II, 9, 45, 68, 70; Buxtorf, op. cit., 1458; Lightfoot, "Hor. Heb.", 458, 490, 498;
Eisenmenger, loc. cit., 185; Schottgen, loc. cit., 699 700; cf. "Sanhedrin", VI,
VII). Celso (Orígenes, "Contra Celso", II.55) trata de arrojar dudas sobre la
resurrección, mientras que Toldoth (cf. Wagenseil, 19) repite la ficción
judía de que el cuerpo de Jesús fue robado del sepulcro.

Fuentes Cristianas

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Entre las fuentes cristianas de la vida de Jesús apenas necesitamos


mencionar los llamados “Agrapha” y Apócrifos, pues si los “agrapha”
contienen “Logia” de Jesús, o se refieren a incidentes de su vida, son muy
inciertos o presentan solamente variaciones de la historia evangélica. El
principal valor de los Apócrifos consiste en mostrar la infinita
superioridad de las Escrituras inspiradas al contrastar las vulgares y
erróneas producciones de la mente humana con las simples y sublimes
verdades escritas bajo la inspiración del Espíritu Santo.

Entre los libros sagrados del Nuevo Testamento, especialmente los cuatro
Evangelios y las cuatro grandes Epístolas de San Pablo, son los más
importantes para la construcción de la vida de Jesús. Las cuatro grandes
epístolas paulinas (Romanos, Gálatas, Epístolas a los Corintios, 1 y 2,) no
pueden ser sobreestimadas por el estudioso de la vida de Jesús. A veces
se les ha llamado el “quinto evangelio”; los críticos serios nunca han
asaltado su autenticidad. Su testimonio es anterior al de los Evangelios, al
menos de la mayoría de ellos y son más valiosas porque son incidentales
e imprevistas; son el testimonio de un escritor altamente intelectual y
culto que había sido el peor enemigo de Jesús, que escribe dentro de los
veinticinco años de los sucesos que relata. Al mismo tiempo esas cuatro
grandes epístolas dan testimonio de los más importantes hechos de la
vida de Cristo: su descendencia davídica, su pobreza, su mesiazgo, su
enseñanza moral, su predicación del Reino de Dios, el llamamiento a los
apóstoles, su poder milagroso, su afirmación de ser Dios, la traición, la
institución de la Eucaristía, su Pasión, Crucifixión, sepultura y
Resurrección, sus repetidas apariciones (Romanos 1,3-4; 5,11; 8,2-3; 8,32;
9,5; 15,8; Gálatas 2,17; 3,13; 4,4; 5,21; 1 Corintios 6,9; 13,4; etc.). Pero por
más importantes que sean las cuatro Epístolas, los Evangelios lo son más,
no porque ofrezcan una biografía completa de Jesús, pero explican el
origen del cristianismo con la vida de su fundador. Cuestiones como la
autenticidad de los Evangelios, la relación entre los Evangelios Sinópticos
y el Cuarto, el problema sinóptico, debe ser estudiado en los artículos
sobre los temas respectivos.

Fuente: Maas, Anthony. "Early Historical Documents on Jesus Christ."


The Catholic Encyclopedia. Vol. 8. New York: Robert Appleton Company,
1910. <http://www.newadvent.org/cathen/08375a.htm>.

Traducido por Silvina Sironi Pisano. L H M

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