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INTRODUCCIÓN

A LA ÉTICA

Selección de apuntes y textos

Prof: Martín Susnik


El presente material es para uso único y exclusivo dentro de las cátedras de Ética y
Deontología Profesional del INSTITUTO SUPERIOR NUESTRA SEÑORA DE
LA PAZ
1

Ética... ¿qué es?


Definición etimológica y finalidad
De manera más o menos precisa todos tenemos al menos algún conocimiento del
contenido de términos como "ética" o "moral". Sabemos que hace referencia al
comportamiento humano y lo solemos relacionar con el cumplimiento de determinadas
normas, con la noción de justicia, con los conceptos del bien y del mal, con la idea de
conciencia, etc. Todos exigimos "ética" y nos escandalizamos ante la ausencia de ella; en los
cargos públicos, en las empresas, en los colegios. Tenemos incluso la sensación de que la
ética es una exigencia, una necesidad para que la convivencia sea posible.
Procuremos entonces, en un primer paso, aclarar esta noción, para comprender mejor de
qué hablamos cuando hablamos de "ética". Para ello consideramos oportuno hurgar en la
etimología de la palabra.
La etimología de "ética" tiene su particularidad, pues se trata de un vocablo de doble
raíz. Proviene de los términos griegos éthos y êthos.

Éthos: costumbre, hábito, uso.1

Según esta acepción podría llegar a pensarse que la ética ha de ser un estudio y análisis
de las costumbres de los integrantes de un grupo social determinado, en una determinada
época, o algo por el estilo. Convertiríamos así a la ética en una disciplina meramente
descriptiva, pero sin ningún poder normativo. Pero debe hacerse hincapié en la otra acepción,
que es en realidad más antigua que esta que ya hemos mencionado:

Êthos: morada o lugar habitual, habitación, residencia, patria [...] hábito, costumbre, uso;
carácter, sentimientos, manera de ser, pensar o sentir...

Con esta segunda acepción se nos ilumina más plenamente lo que puede significar la
ética. La ética apunta a la "morada" del hombre, a su modo de ser, a su "residencia" interior, a
su esencia íntima.
Desde luego que no debe desvincularse este ser de la persona con su modo de obrar,
pues es desde nuestra morada interior desde donde salimos al mundo y al encuentro con las
cosas de la realidad que nos rodea y sobre la cual actuamos. Pero sí debe tenerse en cuenta
que sería un desacierto considerar la ética como mero análisis de las acciones, de lo exterior,
olvidándose el foro interno desde el cual brotan esas acciones.
Así como lo entendieron los pensadores clásicos, la preocupación de la ética es ayudar a
mejorar el ser del hombre. No sólo su obrar, considerando los actos que el hombre realiza
como algo "suelto", sin una raíz común desde la cual surgen. Es justamente porque se apunta
al ser del hombre, que se apunta también a mejorar su obrar.
El viejo adagio filosófico señala que "el obrar sigue al ser". Claramente, primero se es,
después se actúa; nadie puede obrar sin ser. Y no sólo eso, sino que cada uno actúa según lo
que es. Su modo de ser incide en su modo de obrar inevitablemente, y esto es así en todos los
entes. Sin embargo, hemos de notar que, en el caso del hombre al menos, también se da en
cierta medida la situación inversa. El modo de obrar de una persona incide en su modo de ser.
He ahí una particular importancia que recubre a nuestras acciones, pues éstas no sólo

1
Diccionario manual Griego-Español VOX, España, 1967.
2

modifican al mundo que es exterior a nosotros sino que además nos moldean a nosotros
mismos. El ser humano tiene la invalorable posibilidad de influir sobre su propio modo de ser
ya que éste, si bien está condicionado en gran medida por factores ajenos, no está plenamente
determinado. Cada uno de nosotros es por ello, aunque de manera limitada, el autor de su
propio destino y el escultor de sí mismo. Es así que entonces el buen obrar de una persona
tiene una influencia favorable sobre la misma, mientras que el obrar malo influye sobre ella
negativamente.
Muchas veces la ética es considerada simplemente como un conjunto de normas
externas, para colmo generalmente normas negativas ("no se debe hacer esto", "no se debe
hacer aquello otro"...). Por ello no está de más insistir en la necesidad de plantear una ética
que no se limite solamente a prohibir y ejercer un "control" sobre el accionar del hombre,
sino que permita al ser humano crecer en el camino del propio desarrollo y plenitud
ofreciendo una guía para el mejoramiento de su obrar y, en consecuencia, de su ser como
persona.

Es importante para la reflexión ética mostrar que el obrar debidamente


(conforme a la naturaleza), es idéntico a la realización de las posibilidades
propias y es a su vez el camino al cumplimiento de nuestros deseos más
profundos. La ley se funda en la misma naturaleza que, en tanto no acabada,
necesita seguir un determinado orden de evolución para conquistarse a sí misma
en plenitud.2

Desde esta perspectiva es posible descubrir en la ética su rostro positivo y vivificante, y


no quedarse con aquel modo de pensar que ve en la ética algo represivo, algo anulador de las
tendencias de la naturaleza humana, algo que opaca la vitalidad de nuestra existencia. Claro
que la reflexión ética se topará con muchos "no" en su camino, pero deben entenderse estas
negativas como en función de un "sí" que apunta a nuestra propia mejora y
perfeccionamiento.3

Con demasiada frecuencia se ve la norma ética como algo que se impone desde
fuera a un hombre en rebelión; aquí el bien ha de entenderse como aquello cuya
realización es lo que de veras hace al hombre ser hombre.4

Definición real y actos humanos


Una vez que hemos utilizado la etimología para aclarar algunos puntos referentes a la
reflexión ética, pasemos a definir con algo más de precisión técnica sobre qué versa esta
disciplina.
Si bien existe una ética religiosa o teológica (habitualmente denominada teología
moral), consideraremos aquí a la Ética como una disciplina perteneciente a la Filosofía, ya
que vamos a encararla desde las posibilidades de nuestro conocimiento natural, aunque esto
en nada signifique un desprecio por los asuntos de fe. Aclarado esto podemos definir a la
Ética, como es ya clásico, como una:
2
M. Mosto, Aspectos del tiempo en la ética, Educa, Buenos Aires, 2005, pp 77-78
3
Psicólogos norteamericanos comprobaron la mayor efectividad de las órdenes positivas por sobre las negativas
mediante un estudio en el Central Park de Nueva York. En determinados sectores del parque ubicaron carteles
con la indicación "No pisar el césped", mientras que en otros ubicaron carteles indicando "Camine por la senda
peatonal". Tras las observaciones, descubrieron que la gente obedecía con mayor frecuencia y facilidad a esta
última indicación, si bien la orden en definitiva hacía referencia a lo mismo en ambos carteles.
4
R. Guardini, Una ética para nuestro tiempo, Lumen, Buenos Aires, 1994, p. 12
3

Rama de la filosofía que estudia los actos humanos en


cuanto buenos o malos.
Esta definición padece la deficiencia arriba mencionada de centrarse solamente en los
actos, pero la tomaremos igual dado el hecho de que se trata de una definición ya tradicional.
Nos será útil para aclarar algunos puntos, siempre y cuando tengamos en cuenta las
reflexiones antes realizadas y la característica importantísima de la ética de no permanecer
solamente en el ámbito del hacer del hombre, sino apuntar a su ámbito del ser.
Como rama de la filosofía, que es una disciplina teórica por excelencia, la Ética
presenta la particularidad de ser la rama más apuntada a la práctica. El saber ético no tiene
mayor sentido si uno simplemente sabe qué es lo correcto, sino que alcanza su objetivo si ese
saber se transforma en acción concreta. Sin embargo, toda buena praxis necesita de un buen
sustento teórico. Por ello la Ética no puede estar desligada de una sana visión antropológica
(es decir, de una filosofía del hombre) ni metafísica (es decir, de un estudio del ente en
cuanto tal). Debido a ello, en nuestras sucesivas reflexiones encontraremos elementos
antropológicos y metafísicos a partir de los cuales podremos debatir en torno a las cuestiones
morales.
De todas formas, lo más intrigante e interesante de la definición citada parece ser la
última parte, a saber, en cuanto buenos o malos. Allí es donde se presentan los dilemas y los
mayores debates. Permítasenos posponer unas páginas ese punto en particular y aclarar
primero una sección previa de la definición: la Ética versa sobre los actos humanos. Pues
bien, ¿qué son los actos humanos?
Si nos apresuráramos con la respuesta seguramente diríamos que se trata de los actos
que realiza un hombre. Sin embargo, en la jerga filosófica existe una distinción, que
expondremos a continuación, entre los actos humanos y los actos del hombre.

Los actos humanos son aquellos que el hombre realiza en cuanto tal, es decir con las
facultades que lo caracterizan y distinguen como ser humano. Se trata pues de las acciones
que el hombre realiza consciente y voluntariamente, haciendo uso de su inteligencia y su
voluntad libre. Para resumir abruptamente la cuestión podríamos decir que los actos
humanos con los actos que realizamos con nuestra libertad.
¿Todos los actos que realizamos son producto de nuestras decisiones libres? No todos.
Algunos actos los realizamos mecánicamente (hacemos la digestión, tosemos, roncamos) sin
haber pensado ni querido hacerlos. Pero otros surgen de nuestro interior, producto de una
mayor o menor reflexión y de una elección propia. Estos últimos son por lo tanto
denominados Actos Humanos, porque los realizamos en tanto y en cuanto somos hombres,
mientras que los demás son denominados Actos del Hombre.
Esos actos humanos son entonces, según la definición, el objeto de estudio de la Ética.
Y lo son justamente por ser actos libres.
La existencia de la libertad en la voluntad humana no es un tema de poca importancia a
la hora de reflexionar acerca de los problemas éticos del ser humano. Como señalaba Kant –
y antes de él ya muchos otros – si no hubiese libre albedrío en el ser humano no podríamos
seguir hablando de moral, ni de bien y de mal, sino que todos nuestros actos se reducirían a
ser actualizaciones de un plan prediseñado que se cumple con necesidad (tal es en efecto la
base de las posturas deterministas, que al negar la libertad humana niegan también la
moralidad del acto humano). Para poder hablar de ética es imprescindible hablar de libertad.
4

LIBERTAD
Consideraciones antropológicas
Las dos libertades

Soñamos libertad. O al menos eso es lo que nos gusta creer. La anhelamos, la


buscamos, la defendemos, luchamos por ella… Su nombre aparece en mayúsculas en muchas
de las banderas que hacemos flamear. Le dedicamos canciones, poemas y películas a montón.
Casi nadie se animaría a hablar en su contra y la usamos como fundamento y fin de muchas
de nuestras causas, sean de derecha, de izquierda, de arriba o de abajo.
Pero ¿qué es la libertad? Como suele suceder con este tipo de “palabras importantes”, la
libertad plantea algunas dificultades para una esclarecida comprensión, y además parece tener
más de un significado. Se trata, como gustan decir los filósofos, de uno de esos “términos
análogos”, que tienen significados diversos aunque en cierto punto semejantes y
relacionados. Sería desubicado pretender exponer aquí las diversas “clasificaciones” de
libertades, pero sí haremos referencia a una de ellas, que consideramos básica: la de la
libertad en el obrar y la libertad en el querer.
En el primer caso se trata evidentemente de una libertad referida a la acción. Es esta,
pues, una dimensión externa de la libertad. Una libertad tal se da en aquel sujeto que no
padece un impedimento que le prohibiera o hiciera imposible que sus deseos se vuelvan
acciones, o bien que no está obligado desde fuera a una acción que no coincida con su propia
voluntad. Se trata de un “poder hacer”, que puede ser de variada índole. Puede ser una
libertad física (cuando no hay impedimentos materiales), libertad civil (cuando no hay
prohibiciones legales), libertad de expresión, de culto, de circulación… La defensa de estas
libertades y la lucha por ellas son de no poca importancia y pelear por esta dimensión externa
de la libertad es necesario y muy loable en algunos casos, pues coincide con el respeto por los
derechos del hombre. Sin embargo, no es esta la dimensión más profunda de la libertad.
La libertad en el querer es la dimensión interna de la libertad. No se trata ya del obrar
libre, sino del querer libre, de la
posibilidad de elegir nosotros mismos
qué es lo que queremos; es decir, de la
posibilidad de que queramos lo que
queremos porque queremos. Nuestra
relación afectiva con los bienes con los
que nos topamos a diario no está
determinada de antemano. No está
predeterminado si nuestra voluntad
habrá de querer o no determinados
bienes. Si finalmente los quiere, es
porque ella misma se determina a ello.
Y esta capacidad de autodeterminación
de la voluntad es justamente su
libertad interna.
5

Esta capacidad de autodeterminación es una propiedad del ser humano y fundamento


de su particular dignidad personal, pues indica que cada uno es dueño de sus decisiones y
elecciones, dueño de sus quereres, en definitiva, dueño de sí mismo.1
En la película The Shawshank Redemption 2, Andy Dufresne (Tim Robbins), es
condenado a dos cadenas perpetuas por el asesinato de su esposa y del amante de ésta, pena
que ha de llevar a cabo en la prisión de Shawshank, donde trabará amistad con Red (el
siempre cumplidor Morgan Freeman). Como en toda película de prisión, el tema de la
libertad en el obrar sobrevuela permanentemente y uno no deja de pensar en la posibilidad de
que el condenado logre escapar finalmente del presidio. Pero no es ese el centro del
largometraje. Lo atractivo de la historia es la libertad interna del protagonista, cuyos
objetivos, convicciones y personalidad han permanecido lo suficientemente consistentes
como para no dejarse vencer por presiones ajenas ni por flaquezas propias. Lo que distingue a
Dufresne a lo largo de toda su estadía en Shawshank es que no pierde la esperanza y que no
deja de ser jamás profundo dueño de sí mismo. Dufresne nunca llega a ser un preso
institucionalizado, porque interiormente siempre ha permanecido libre, más allá de cuál
termine siendo su destino final.

Sin esta libertad interior, la posibilidad externa de pasar a la acción pierde su rasgo
humano. Podemos tener la posibilidad de obrar, podemos estar exentos de impedimentos y
obligaciones externas, pero todo ello no tiene ningún carácter personal si no elegimos
primero en nuestro foro interno, si esta acción hacia afuera no tiene su fuente en las
decisiones de las que somos capaces en el núcleo de la propia intimidad. Podemos agitar
nuestras banderas, exigir y luchar por nuestra libertad exterior, pero todo ello termina siendo
superfluo si somos incapaces de conservar nuestra libertad interna.
El sujeto que teme a su propia interioridad, que vive volcado exclusivamente hacia lo
externo por miedo al encuentro consigo mismo, no podrá mantener ni fortalecer la verdadera
libertad, pues ésta se encuentra precisamente en esa interioridad de la cual huye. Si no habita
en su interior, entonces no puede ser dueño de sí mismo pues no está parado sobre los propios
pies y su posición es demasiado débil, facilitando la manipulación externa. La moda, la
opinión ajena, la publicidad, las ideologías, las cosmovisiones le serán impuestas sin
obstáculos dado que él mismo no cuida su hogar interno y corre el riesgo de que otros se
adueñen de él. Y lo que es particularmente peligroso, en no pocas oportunidades sitiarán su
intimidad en nombre de la “liberación” convenciéndolo de hacer lo que quiera, después de
haber obstaculizado la posibilidad de un querer auténticamente libre.
Mucho se habla, incluso se grita, sobre la libertad. A primera vista la defendemos todos
y en su nombre también cada cual vende su mercancía. Sin embargo, habrá que estar atento
para no perder el cuidado de la vida interior y no huir del encuentro con uno mismo, de lo
contrario ese griterío no pasará de ser un vacuo bullicio y esas ventas se convertirán en
totalitarismos invisibles que juegan con nuestra debilidad. Tal vez no sean pocas las veces en
que somos esclavos inconscientes, de esos que incluso están satisfechos con su esclavitud,
pues la confusión impide que la reconozcan como tal.

1
Los idiomas eslavos muestran con acierto que, justamente por su libertad (“svoboda”), cada uno es “propio”
(“svoj”), soberano de sí mismo.
2
Cadena perpetua en España, Sueños de libertad en la Argentina, película de 1994 dirigida por Frank Darabont,
basada en la novela de Stephen King, Rita Hayworth y la redención de Shawshank.
6

Explicación del libre albedrío

Es cierto y por demás claro y evidente que no todo se rige en el universo según nuestras
propias decisiones. No vale la pena extenderse demasiado en eso; muchas de las cosas que
suceden a nuestro alrededor no son producto de nuestras elecciones. Sin embargo, tenemos la
firme sensación de que hay otras cosas que suceden porque así lo hemos decidido. Comemos
milanesas con papas fritas porque eso es lo que decidimos solicitarle al mozo, miramos la
película Matrix porque tomamos la decisión de alquilar esa película en el videoclub en lugar
de otra, elegimos salir una noche con nuestros amigos en lugar de quedarnos en casa mirando
televisión, optamos por estudiar una carrera determinada y no otra considerando que tenemos
capacidades para desempeñarnos en un campo determinado, etc.

Yo tengo experiencia de mi vida. Impulsos internos e influjos externos realizan en mí


múltiples procesos. En ellos se manifiesta – prescindiendo del objeto – una distinción
esencial. Unos – como las operaciones orgánicas, los movimientos involuntarios,
correspondientes a sucesos convenientes o perjudiciales; la coacción en sus múltiples
formas, todo lo que significa rutina – se realizan necesariamente. En ellos no soy “yo”
propiamente quien actúa, sino “algo” que está en mí y en torno a mí: mi sistema orgánico-
psíquico, el paisaje, el medio social, la situación histórica, todo – en suma – lo que se pone
en marcha sin intervención.
Tales acciones me “pertenecen” sólo en cierto sentido, muy limitado, desde luego.
Ciertamente que habré de soportar sus consecuencias, ya que se realizan en mi
circunstancia, en el ámbito de mi vida. Pero no puedo, ni quiero, habérmelas con ellas en
ese sentido último que funda el carácter de verdadero autor.
Además de estos, observo en mí otros procesos de sentido contrario, en los cuales soy “yo”,
con toda propiedad, quien actúo. En ellos me siento a mí mismo realmente como punto de
partida del suceso, que ahora debemos llamar ya – hablando con rigor – acción.
Esta procede originariamente de mí. No sólo como un movimiento mecánico del centro
impulsor de la máquina, o como el desarrollo de la planta del germen, o de una tensión
afectiva del sentimiento. En estos casos se trata simplemente de la transformación de
impulsos externos, del despliegue de una potencialidad orgánica, o del aflorar de una
conmoción psíquica.
Por el contrario, los procesos, a que nos referimos suponen un comienzo auténtico. Podrá tal
acción presuponer materiales, elementos, energías, instrumentos, cosas... Pero ella en sí
tiene un verdadero principio – su origen – en nosotros. Brota al exterior porque yo quiero
que brote, porque yo la produzco, porque soy su autor.
En consecuencia, la acción libre me pertenece de una manera especial y, además, mientras
la realizo, me poseo también a mí mismo de una manera igualmente especial. Tal acción no
sólo acaece a través de mí, sino que procede de mí. Y no sólo procede, sino que tiene en mí
propia y realmente su principio., de tal manera, que yo soy dueño de él. En su ejecución no
soy causa, sino autor, no un “algo” que obra, el cual remitiría, como tal a otros “algos”;
sino un “yo”, una persona que es en sí consciente de sí y poderosa por sí misma.
R. Guardini, Libertad, gracia y destino, Lumen, p. 15-16

No nos interesa aquí tanto la demostración del hecho de la libertad 3, sino que nos
preguntamos ¿cómo es eso posible? ¿cómo se explica que el hombre sea un ser que toma sus

3
Puede presentarse a favor de la existencia de la libertad la denominada “Prueba moral” que hemos mencionado
más arriba (si hay moral, hay que presuponer la existencia de la libertad), o la denominada “Prueba por el
consentimiento universal” (muchos actos que realizamos los hombres de todas las sociedades tienen sentido
solamente si presuponemos la existencia del libre albedrío; de lo contrario no tendrían razón de ser los consejos,
las exhortaciones, los preceptos, las prohibiciones, las recompensas, los castigos, los contratos, las promesas, los
7

propias decisiones, que elige entre diferentes opciones? En definitiva, ¿como justificamos la
idea de un libre albedrío?

Hay que señalar en primer lugar que no todos los bienes son iguales. Así cuando
hablamos del problemático asunto de la <Felicidad Plena> (a la cual se dedicaron Aristóteles
y Santo Tomás entre otros) estamos haciendo referencia a un Bien Absoluto al que nada le
falta y por lo tanto al que nada podría agregarse para que fuera aún mejor. Frente a este Bien
en Sí, aunque no sepamos en qué consista4, la voluntad humana no es libre de quererlo o no.
Y así podemos decir que todo hombre busca la felicidad necesariamente. Puede elegir
buscarla en este bien o en aquel otro, pero no puede elegir buscarla o no. Todos los hombres
queremos ser felices, todos los hombres tendemos necesariamente hacia lo que es bueno
absolutamente.
Sin embargo, no es difícil observar que los objetos con los que nos solemos encontrar
no son el Bien Absoluto. Son buenas, ciertamente, y por eso despiertan nuestro deseo o
nuestro amor, pero no son “El Bien”. En ellos encontramos un bien finito, limitado; por ello
la inteligencia puede juzgarlos como buenos y amables, pero también como no-buenos y no-
amables plenamente. De ahí que la voluntad no tienda hacia ellos necesariamente. Por la
mezcla de bien y no-bien que encontramos en los bienes finitos, la inteligencia los puede
considerar en uno u otro aspecto – es decir, observa que, en comparación con el Bien
Perfecto, los bienes finitos no son buenos absolutamente – y por lo tanto la voluntad puede
tender hacia ellos o no.5
La voluntad, podemos decir entonces, no está determinada de antemano a querer un
bien particular. Si lo quiere es porque se autodetermina a sí misma a quererlo. Esa
capacidad de autodeterminación es lo que llamamos el libre albedrío.

Hay pues en la libertad una cierta indiferencia (no estamos determinados a querer tal o
cual cosa), pero no una indeferencia absoluta (si las opciones me fueran absolutamente
indiferentes se seguiría una inactividad, una parálisis, puesto que la voluntad no sería movida
por bien alguno).

compromisos, etc.) que de todas maneras no es una “prueba” estrictamente hablando, puesto que la verdad no
depende de que todos – o casi todos – crean que la realidad es de tal o cual manera. También podemos
mencionar la “Prueba psicológica” según la cual la libertad es un hecho; los hombres tenemos una suerte de
evidencia interior de que somos libres.
4
En qué consiste la Felicidad Plena es justamente uno de los grandes problemas que ha preocupado a los
filósofos desde la antigüedad. Por ejemplo, es uno de los temas principales de los que trata el mencionado
Aristóteles en su Ética a Nicómaco. Al hablar del fin último de la vida, señala el filósofo, que todos están de
acuerdo en que es la Felicidad, aunque no todos estén de acuerdo acerca de en qué consista tal cosa.
5
En consecuencia se manifiesta que solamente los seres que posean inteligencia pueden ser libres, en cuanto son
los únicos que pueden concebir la idea de un Bien Perfecto y comparar con ello a los bienes finitos. “Donde hay
intelecto, hay libre albedrío” (Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, 59, 3) “Hay seres que obran sin
juicio previo alguno; v.g. una piedra que cae y cuantos seres carecen de conocimiento. Otros obran por un
juicio previo, pero no libre; así los animales. La oveja que ve venir al lobo, juzga que debe huir de él, pero con
un juicio natural y no libre, puesto que no juzga por comparación, sino por instinto natural. De igual manera
son todos los juicios de los animales. El hombre en cambio, obra con juicio, puesto que por su facultad
cognoscitiva juzga sobre lo que debe evitar o procurarse; y como este juicio no proviene del instinto natural
ante un caso práctico concreto, sino de una libre comparación hecha por la razón, síguese que obra con un
juicio libre, pudiéndose decidir por distintas cosas. En efecto, cuando se trata de lo contingente, la razón puede
tomar direcciones contrarias, como se comprueba en los silogismos dialécticos y en las argumentaciones de la
retórica. Ahora bien, las acciones particulares son contingentes, y por tanto el juicio de la razón sobre ellas
puede seguir direcciones diversas, no estando determinado en una sola dirección. Luego es necesario que el
hombre posea libre albedrío por lo mismo que es racional”. (Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I. q.
83, a.1)
8

Sería un error considerar que el acto de la decisión libre es algo que se produce sin
motivo. El motivo es siempre un bien presentado por la inteligencia al cual la voluntad
responde. Pero este motivo no es determinante en el caso de los bienes limitados.

La voluntad siempre es movida por un motivo, por la representación de un bien que obtiene
su atractivo de su relación con el Bien. Pero como este bien no es el Bien, no necesita el
querer, no es de suyo determinante. La decisión consiste, pues, en hacer determinante a un
motivo eligiéndolo. La voluntad sigue siempre al motivo más fuerte, pero es ella quien ha
hecho que este motivo sea determinante para ella. Y lo hace simplemente deteniendo el
movimiento de deliberación, es decir, fijando la inteligencia en un juicio: “Sí, esto es lo
mejor, esto es lo que hay que hacer”; mientras que la inteligencia dejada a sí misma hubiese
continuado indefinidamente examinando las cosas, sopesándolas, pasando revista a los lados
buenos y malos de cada acción posible. En otros términos, la voluntad sigue el último juicio
práctico, pero ella es la que hace que este juicio sea el último.
(R. Verneaux, Filosofía del Hombre, Herder, p. 190)

En el acto humano, como se ha dicho ya al comienzo, cooperan entonces la inteligencia


y la voluntad. La inteligencia capta la diferencia entre los bienes finitos y el Bien Infinito,
delibera y especifica el acto voluntario señalando un juicio práctico (“hay que hacer tal
cosa”) y la voluntad deteniendo la deliberación en ese juicio determinado y moviendo a las
potencias a actuar.

[...] yo solamente quiero esta cosa si pienso en ella, pero yo sólo pienso en ella si quiero. Es
pues voluntariamente como me fijo en este juicio práctico.
(R. Verneaux, Filosofía del Hombre, Herder, p. 191)

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Consecuencias de la libertad (la triple “R”)


Si alguien nos confiara que prefiere vivir en la esclavitud antes que en libertad,
seguramente nos sorprenderían sus palabras y nos resultarían difíciles de comprender. La
libertad es el fundamento de nuestra soberanía personal, es lo que nos permite ser “dueños de
nosotros mismos” y de nuestros actos y abre ante nosotros un ancho mundo de posibilidades
entre las cuales podemos elegir por voluntad propia. Le esclavitud, en cambio, asfixia en la
estrechez, aniquila la espontaneidad, convierte a los hombres en autómatas y hace de ellos
marionetas sin iniciativa propia poniendo a la propia vida bajo el poder de algo o alguien que
manipula a la persona. ¿Cómo podría entonces alguien preferir la esclavitud?
Nos equivocaríamos, sin embargo, si creyéramos que la “vida libre” es toda color de
rosa y algo exclusivamente placentero. Ser libre implica inevitablemente algunas
consecuencias que no siempre resultan atractivas para el ser humano. Como estas
consecuencias, muchas veces no placenteras, forman parte esencial de la liberad humana,
puede suceder que alguna vez rechacemos la libertad justamente por no querer aceptar esas
consecuencias.
En primer lugar: ser libre implica ser responsable. No nos referimos a aquella
“responsabilidad” que es una virtud, como cuando alguien cumple con sus tareas y
obligaciones en tiempo y forma, sino a aquella “responsabilidad” que es un elemento esencial
de la vida libre del ser humano, por más que éste haga mal uso de su libertad (también la
9

persona irresponsable en el primer sentido es, en este segundo sentido, responsable y esto
justamente porque es libre).
Que el hombre sea responsable significa que debe responder. Donde todo está
determinado de antemano no hay lugar para la responsabilidad, pero donde el hombre puede
elegir entre hacer o no hacer, entre hacer esto o aquello, allí debe también responder por qué
eligió de tal o cual manera. “Sólo un sujeto libre puede ser responsable porque solamente un
sujeto libre puede querer también la acción contraria. Sólo aquel que es libre, puede ser
responsable y sólo aquel que es responsable es y debe ser también libre. La esencia de la
responsabilidad incluye la libertad y la esencia de la libertad incluye la responsabilidad. Yo
como sujeto responsable soy libre y yo como sujeto libre soy responsable”6 Si los actos (y
también omisiones), deseos, pensamientos del hombre tienen su fuente en la elección de la
propia voluntad, si no están determinados salvo por el hecho de que la voluntad personal se
determina a sí misma, entonces la persona debe también responder por ellos y aceptar sobre
los propios hombros el peso de su cualidad y sus consecuencias.
Este llamado a la responsabilidad – a responder – manifiesta el carácter dialogal de la
vida humana. Toda nuestra vida es, de alguna manera, un diálogo. Con las cosas, con el
prójimo... Y el hombre está llamado a responderles, pues su vida es una especie de
interrogante constante que le es formulado día tras día; un interrogante abierto al cual hay que
responder, día tras día, con la vida misma. Quien acepta este hecho reconoce más fácilmente
la seriedad y el peso específico de la propia existencia.
Aceptar el peso de esta responsabilidad, empero, no es algo tan sencillo. Para algunos
pensadores incluso reside en ello la causa de la angustia que, según ellos, es esencial a la
existencia humana. Muchas veces es más fácil caer en la tentación de soltar el timón de la
propia vida y permitir que lo tome otro entre sus manos. Vencer estas tentaciones exige
valentía y madurez, por ello la verdadera libertad es algo a lo cual teme el pusilánime y no
acepta el inmaduro, ya que lo atemoriza la obligación de la responsabilidad. De ahí que
muchos, huyendo ante la responsabilidad, terminan renunciando también a su libertad.7
Segundo: ser libre implica elegir y toda elección supone una renuncia. Toda decisión
es una escisión, un corte. Quien dice “sí” a algo, también dice “no” a otra cosa. Sin embargo,
renunciar tampoco es sencillo y en muchos casos es incluso doloroso, pues mayormente no
elegimos entre algo que nos atrae y algo que no. En todas las cosas hay algo de bueno y por
eso en todas hay algo de atractivo. Las opciones a las que renunciamos no son, en
consecuencia, algo “malo” en sí mismo, sino algo “bueno” ante lo cual no somos indiferentes
y que, de hecho, podríamos también elegirlo. Pero no se puede todo, hay que elegir,
entregarse a una de las opciones y descartar el resto.
Quien no tenga fuerza suficiente para renunciar, tampoco tendrá fuerza para elegir. Su
libertad no podrá superar el estado de deliberación y desconcierto, convirtiéndose así en
indecisa, ineficaz, inútil y destinada al fracaso. Deseará todo y no obtendrá nada. Deseará
todos los caminos y será incapaz de escoger uno de ellos, por lo cual se le imposibilitará el
progreso, ya que todo progreso exige el avanzar por un camino.

6
L. Bartelj, Človek –svet – Bog, Ljubljana, 1970 (la traducción es nuestra).
7
"El hombre no se limita a existir, sino que siempre decide cuál será su existencia y lo que será al minuto
siguiente. [...] La libertad, no obstante, no es la última palabra. La libertad sólo es una parte de la historia y la
mitad de la verdad. La libertad no es más que el aspecto negativo de cualquier fenómeno, cuyo aspecto positivo
es la responsabilidad. De hecho, la libertad corre el peligro de degenerar en nueva arbitrariedad a no ser que
se viva con responsabilidad. Por eso yo recomiendo que la estatua de la Libertad en la costa Este de EE.UU. se
complemente con la estatua de la Responsabilidad en la costa Oeste." (V. Frakl, El hombre en busca de
sentido, Herder, Barcelona, 2001, pp. 179-182)
10

Quien sea incapaz de renunciar, a pesar de lo costoso que esto a veces resulta, será
incapaz de una libertad madura. Por ello, quien le escapa a la renuncia, le está escapando
también a la libertad.
Tercero: toda decisión concreta incluye una dosis de riesgo. Todo aquel que elige en
una situación concreta, realiza una suerte de salto a un futuro que para el ser humano, en
mayor o menor medida según el caso, tiene algo de incierto. Esto no justifica que nos
lancemos a decidir sin esforzarnos a tener lo más en claro posible las consecuencias de
nuestros quereres y acciones, sin que nos preguntemos lo suficiente por el acierto o no de lo
que habremos de elegir. La previsión es una posibilidad y un deber para el ser humano como
ser racional. Pero ha de tenerse en cuenta también que nuestra razón es limitada y que en
consecuencia lo son nuestra capacidad de preveer y nuestro análisis de las situaciones
concretas en las que nos encontramos y en las cuales debemos tomar decisiones. La vida no
es matemática, aunque el racionalismo pretendía que lo fuera, y por ello nuestra tendencia a
la claridad no puede exigir una seguridad absoluta y un rigor silogístico en cada elección.
Es previsible que haya imprevistos. Exigir una certeza absoluta en los casos concretos
termina acarreándonos a la angustia de la inseguridad y a la indecisión, pues el hombre que
busca exageradamente la certeza donde no le es posible hallarla y no acepta el riesgo que está
implicado en cada elección, tampoco podrá superar la deliberación y terminará no
concluyendo en decisión alguna. Por eso la vida libre exige coraje; no aquel coraje mentiroso
que es producto de la soberbia, sino el coraje auténtico que brota de la humildad, del
reconocimiento de la falibilidad de nuestro conocer. Elegimos a sabiendas de que existe la
posibilidad de que nuestra elección sea errónea. Esto naturalmente nos invita a mantener la
mayor atención posible, pero también a tomar conciencia de que somos falibles. Quien no
tenga este coraje y huya ante el riesgo, huye también ante la libertad.
En conclusión: la libertad es, como hemos dicho, el fundamento de nuestra especial
dignidad y grandeza como seres humanos. Pero ser verdaderamente hombres es una tarea
ardua y un gran desafío. A veces nos cuesta aceptar el rol protagónico que nos corresponde y
buscamos excusas para “liberarnos de nuestra libertad” y sus consecuencias. Estaríamos lejos
de acertar si creyéramos que la esclavitud es una realidad superada hace tiempo. De múltiples
maneras huimos ante nuestra libertad: cedemos, tal vez sin darnos cuenta, ante fuerzas
anónimas (o no) para no tener que soportar el peso de la responsabilidad; nos diluimos en
grupos determinados para que ellos decidan en lugar nuestro; nos encadenamos a la rutina
para evitar la incertidumbre de nuevos caminos; permitimos que desde fuera dirijan nuestros
pensamientos y deseos; aceptamos que nos conviertan en medios instrumentales para vaya-a-
saber qué fines; marchamos por senderos cuyas direcciones desconocemos y sobre las cuales
tal vez no nos preguntemos siquiera, solamente por el hecho de que hay otros que también
marchan como nosotros y así evitamos la soledad; permitimos que colonicen incluso nuestro
tiempo “libre” con diferentes opios de los pueblos que estimular la fuga de nuestra
interioridad, donde reside la libertad auténtica; nos entregamos a la mercantilización de
nuestro ser buscando la supervivencia, sin examinar si esa supervivencia nos aleja de una
vida verdaderamente humana; nos entregamos a un activismo interminable, sin reflexionar
quizás si acaso no nos es impuesto desde afuera... Muchas veces y de muchas maneras
preferimos caer en la esclavitud (visible o invisible).
La libertad es un don, pero es también una tarea. Es esencial a nuestra naturaleza
humana, pero hay defenderla y luchar por ella. Por ser el hombre un sujeto libre puede,
paradójicamente, atentar contra su libertad. Por eso la libertad exige disciplina, coraje,
fortaleza, sacrificio. La libertad es un bien arduo y si no la aceptamos en su totalidad, incluso
con sus consecuencias no siempre tan agradables, y no nos preocupamos por ella, nos puede
ser hurtada en cierta medida. Un crimen en el cual somos a la vez víctimas y victimarios.
11

------------------
¿Es cierta la teoría que nos enseña que el hombre no es más que el producto de muchos
factores ambientales condicionantes, sean de naturaleza biológica, psicológica o sociológica? ¿El
hombre es sólo un producto accidental de dichos factores? Y, lo que es más importante, ¿las
reacciones de los prisioneros ante el mundo singular de un campo de concentración, son una prueba
de que el hombre no puede escapar a la influencia de lo que le rodea? ¿Es que frente a tales
circunstancias no tiene posibilidad de elección? (...) Las experiencias de la vida en un campo
demuestran que el hombre tiene capacidad de elección. Los ejemplos son abundantes, algunos
heroicos, los cuales prueban que puede vencerse la apatía, eliminarse la irritabilidad. El hombre
puede conservar un vestigio de la libertad espiritual, de independencia mental, incluso en las
terribles circunstancias de tensión psíquica y física.
Los que estuvimos en campos de concentración recordamos a los hombres que iban de
barracón en barracón consolando a los demás, dándoles el último trozo de pan que les quedaba.
Puede que fueran pocos en número, pero ofrecían pruebas suficientes de que al hombre se le puede
arrebatar todo salvo una cosa; la última de las libertades humanas – la elección de la actitud
personal ante un conjunto de circunstancias – para decidir su propio camino.
Y allí siempre había ocasiones para elegir. A diario, a todas horas, se ofrecía la oportunidad
de tomar una decisión, decisión que determinaba si uno se sometería o no a las fuerzas que
amenazaban con arrebatarle su yo más íntimo, la libertad interna; que determinaban si uno iba o no
iba a ser el juguete de las circunstancias, renunciando a la libertad y a la dignidad, par dejarse
moldear hasta convertirse en un recluso típico.
V. Frankl, El hombre en busca de sentido, Herder, Barcelona 2001, pp. 98-99

La mayoría de la gente está convencida de que mientras no se la obligue a algo mediante la


fuerza externa, sus decisiones le pertenecen, y que si quiere algo, realmente es ella quien lo quiere.
Pero se trata tan sólo de una de las grandes ilusiones que tenemos acerca de nosotros. Gran número
de nuestras decisiones no son realmente nuestras, sino que nos han sido sugeridas desde afuera; hemos
logrado persuadirnos a nosotros mismos de que ellas son obra nuestra, mientras que, en realidad, nos
hemos limitado a ajustarnos a la expectativa de los demás impulsados por el miedo al aislamiento y
por amenazas aún más directas en contra de nuestra vida, libertad y convivencia.
[...] Podríamos seguir citando muchos otros ejemplos de la vida diaria en los que la gente parece
tomar decisiones, parece querer algo, pero, en realidad, sigue la presión interna o externa de tener
que desear aquello que se dispone a hacer. De hecho, al observar el fenómeno de la decisión
humana, es impresionante el grado en que la gente se equivoca al tomar por decisiones «propias» lo
que en efecto constituye un simple sometimiento a las convenciones, al deber o a la presión social.
E. Fromm, El miedo a la libertad, Paidós, Buenos Aires, 2004
12
13

LIBERTAD
Consideraciones éticas

LIBERTAD "DE" Y LIBERTAD "PARA"

En base a lo ya señalado anteriormente podemos percibir que la noción de libertad


encierra cierta negación. ¿Qué es lo que se niega al hablar de "libertad"? Se niega la
coacción, el hecho de que el destino de la existencia de cada hombre se encuentre ya
fatalmente determinado e impuesto por factores ajenos a su voluntad. Decir que el hombre es
libre es decir que cada uno de nosotros es dueño de sí mismo. Lo que se niega es justamente
que "otro" sea dueño de mí. Por ello la libertad es el fundamento mayor para hablar sobre la
particular dignidad del hombre y por ello toda manifestación de esclavitud, sea más o menos
explícita, es un atentado contra dicha dignidad.
Ahora bien, al hablar de esta ausencia de coacción descubrimos uno de los aspectos de
la libertad, al que llamaremos "libertad de". En efecto, yo soy libre de asistir o no a clases,
soy libre de comprar tal o cual libro, soy libre de ir al cine o quedarme en casa, soy libre de
escuchar tal o cual música, etc. Esta "libertad de" expresa esa negación de imposiciones y mi
posibilidad de elegir.
Sin embargo la cuestión no termina aquí. Quedarnos solamente con ese aspecto, con esa
cara de la libertad parece resultar incompleto, pues surge ahora un nuevo interrogante: ¿Cuál
es el sentido de esta libertad? ¿Para qué soy libre?
Inmediatamente parece surgirnos una automática respuesta que vendría a solucionar el
acertijo: yo soy libre para elegir. Y no falta en ello razón. Pero también esta respuesta parece
resultar incompleta, al menos si uno logra profundizar y preguntarse: ¿Soy libre para elegir,
o soy libre para elegir bien? ¿Cuál es la finalidad de mis elecciones? ¿Que yo simplemente
escoja, sea lo que fuere? ¿O que yo logre escoger de la mejor manera posible?
Tomemos un ejemplo, exagerado si se quiere, pero que ayudará quizás a comprender el
asunto. Un niño se aproxima a un adulto ofreciéndole una tijera y un paquete de golosinas
herméticamente cerrado, que no puede abrir con sus infantiles fuerzas. Al adulto se le
presentan varias opciones. Tomemos dos, extremas tal vez. El adulto puede, con la tijera,
abrir el envoltorio de las golosinas y, una vez abierto, devolvérselo al niño. Pero puede
también abrir el paquete, descuartizar al niño con la tijera y luego comerse las golosinas. Su
libre albedrío le permite escoger entre estas y más posibilidades.
¿Da lo mismo cualquiera de las opciones? ¿Basta sencillamente con elegir? ¿Es esa
simplemente la finalidad de nuestra libertad?
Al adentrarse uno en este asombroso mundo de la libertad humana descubre que, de
hecho, la libertad no es un fin en sí mismo, que lo importante no es simplemente elegir, sino
elegir bien, elegir correctamente. Descubre uno ese otro aspecto de la libertad del hombre:
además de ser "libres de", somos "libres para", libres para elegir el bien.1

1
Naturalmente surge ahora el interrogante sobre qué es el bien, qué es elegir bien, cómo distinguir la opción
correcta, y demás. Cuestiones sobre las cuales procuraremos reflexionar más adelante. Por ahora nos interesa
simplemente señalar que la finalidad de la libertad no se agota en el solo hecho de la elección, sin considerar
cuál fuere esta. De modo que logremos ver que la libertad es a su vez un instrumento que tiene un para qué y no
es, como muchas veces se cree, un mero fin en sí mismo.
14

Claro está que el gran desafío es lograr aplicar esto a cada elección particular de nuestra
existencia concreta. Pero es ya un gran paso descubrir esta verdad, dado que permite encarar
las cosas de otra manera.
Siguiendo por la misma línea del razonamiento, podemos también concluir ahora lo
siguiente. La libertad, aquella autodeterminación de la voluntad que todo hombre posee por
el hecho de ser racional, es más plena cuando logra su finalidad. Es decir que, en un sentido
cualitativo, el hombre es "más" libre cuanto mejor uso haga de su libertad. Es más libre el que
elige bien.2
Esa fue ya una enseñanza implícita de Sócrates. Estando injustamente encarcelado y a
la espera de su condena (que consistía en beber cicuta para morir) tuvo la posibilidad de
fugarse, tal como lo pretendían algunos de sus discípulos. Pero consideraba Sócrates que no
bastaba con vivir simplemente, sino que el hombre debía vivir dignamente, haciendo lo
correcto, y que había que evitar siempre la injusticia, incluso cuando uno padecía la injusticia
ajena. Por eso prefirió permanecer en la cárcel a la espera de su mortal condena, porque
estaba seguro que eso era lo que correspondía 3. Aunque suene paradójico, Sócrates enseñó de
esta manera que, en su caso particular, era "más libre" permaneciendo en la cárcel que
fugándose de ella. Otros muchos mártires (ideológicos, políticos, religiosos, etc.) podrían
continuar ilustrándonos con su ejemplo lo dicho en los párrafos antecedentes.

Junto con lo anterior podemos además añadir lo siguiente. Pretender alcanzar una meta
impone inevitablemente algún tipo de limitación. En efecto, si yo quiero llegar a un lugar "x",
ese deseo mío implica que no todos los caminos me serán útiles. Puedo escoger entre varias
sendas posibles; algunas me conducirán rápidamente a mi punto de llegada, otras tal vez con
más vueltas y dificultades, pero también habrá caminos que no me servirán. De modo que, si
quiero llegar a "x" las opciones se limitan. La única manera para continuar teniendo
ilimitados caminos, es que yo no quiera llegar a ningún lado.
Si la libertad, entonces y como hemos señalado, tiene una meta, una finalidad, entonces
esa finalidad implica ciertas limitaciones. No todas las elecciones conducen a esa meta que es
elegir y obrar bien. Algunos caminos me conducirán hacia el bien más rápidamente, otras
con más vueltas y dificultades, pero habrá opciones que no me servirán, si yo tengo esa meta
como fin. La única manera para continuar sosteniendo que la libertad es mejor cuando hay
ilimitadas opciones, es que yo considere que cualquier opción da lo mismo y que en
definitiva mi obrar no quiere llegar a ningún lado.
Quien pretende una libertad ilimitada tiene muy presente la "libertad de" pero olvida
por completo la "libertad para".

Desde ya, todos reconocemos sin mayores dificultades que la libertad del hombre no
puede ni debe ser ilimitada. No puede serlo porque es metafísicamente imposible, en primer
lugar. El hombre es un ser limitado y en consecuencia su libertad será limitada
indefectiblemente. Pero tampoco, más allá de lo dicho, debe ser ilimitada. Bastaría imaginar
2
Así mismo podríamos afirmar que es "menos" libre el que elige mal, como señala Gilson: "Absolutamente
hablando el hombre es libre porque puede equivocarse sobre la naturaleza de su fin o sobre los medios que lo
preparan. Sin los errores de su razón siempre sabría lo que hay que hacer, sin los desmayos de su voluntad,
jamás rehusaría a hacerlo, y tanto esos errores como esos desmayos son índices de un libre albedrío. Sin
embargo no son éstos los que constituyen la libertad. (...) Todo el mundo concederá pues, que la libre decisión
de un querer falible no debe su libertad más que a su carácter de acto voluntario, y de ningún modo a su
falibilidad. Pero, ¿no habría que ir más lejos? Si el poder de elegir mal no es sino una deficiencia en el uso de
la libertad, ¿no indica una disminución y como una mutilación de la libertad misma?" (El espíritu de la
filosofía medieval, Rialp, Madrid, 1981, p. 292 y ss.)
3
Cfr. Platón, Critón.
15

un mundo en que nadie limitase su obrar y se dejara llevar irrestrictamente por los deseos
instantáneos de su voluntad, para comprender que, en esas circunstancias, la convivencia
resultaría imposible. Por ello no nos cuesta aceptar que no es posible andar siempre haciendo
lo primero que nos viene en gana. Pero aquí se trata de divisar algo más...
Aún quienes aceptan con facilidad que la libertad debe estar limitada, muchas veces
continúan pensando en esas limitaciones como en una especie de "mal necesario" y como
algo que viene a poner un bozal a su libertad, disminuyéndola en consecuencia. Es habitual el
modo de pensar según el cual toda limitación a la libertad del hombre convierte a ese hombre
en "menos libre", aunque se reconozca esto como necesario. También en estas ideas
encontramos muy presente la noción de "libertad de", pero ausente la de "libertad para".
Si yo reconozco en cambio que mi libertad tiene una finalidad y que esa finalidad es
escoger bien, la meta propuesta –como se ha dicho– representa inevitablemente algunas
limitaciones, pero no se trata de limitaciones negativas, porque no disminuyen mi libertad,
sino que son limitaciones positivas, puesto que permiten que mi libertad sea mejor y alcance
su finalidad. Son en definitiva, y aunque a muchos esto les resulte paradójico, limitaciones
que me hacen más libre.

-------------------------

Presentamos a continuación el texto LÍMITES (de la libertad)4 que nos ayudará a continuar
profundizando en este tema:

4
M. Mosto, Quereme así piantado, Areté, Buenos Aires, 2000, pp. 1
16

LÍMITES
(de la libertad)
“Hay una puerta que he cerrado hasta el fin del mundo.”
(J. L. Borges)1

Este verso de Borges encierra una mezcla de nostalgia y virilidad que nos retiene en
cada lectura.
No sabremos ya nunca qué hay detrás de aquella puerta y a la vez somos nosotros
mismos quienes la hemos cerrado hasta el fin del mundo. Parece resumir en parte, el
sentimiento del ser humano frente al hecho de la libertad en el tiempo. El poder y el precio de
la libertad en el ser temporal. Es en este sentido que la interpretaré, esperando coincidir con el
que movió a su autor. Al menos es el que me inspira.
Nos enfrentan un sin fin de puertas para abrir y empezar a recorrer los caminos que se
despliegan tras ellas, pero no nos es dado recorrerlos todos a la vez. Entrar por una significa a
veces tirar las llaves de acceso a las demás hasta el fin del mundo. Avanzar en el camino
elegido tiene como contrapartida, dejar a las espaldas cada vez más lejanas posibilidades
nunca exploradas.
El camino elegido mismo se abre como abanico y obliga una y otra vez a realizar el
mismo proceso. En cualquier punto que nos encontremos, al mirar atrás vemos cantidades de
«ya no» cuya muerte tiene que ver de algún modo con lo que ha llegado a la vida en la
situación actual. No podernos escapar a la conjunción de límite y libertad.
Más aún: es posible que aquel sitio que suponíamos el inicio de nuestro recorrido no
fuese sino un punto intermedio de llegada en el que nos encontrábamos insensiblemente
colocados. En el que otros nos habían colocado, cerrando puertas bien o mal, en lugar
nuestro.

“Omnis determinatio negatio est.”


(“Toda determinación es una negación”. Espinoza)

Estamos habituados a considerar al límite como algo negativo y a la libertad como algo
positivo. Límite y libertad a primera vista nos resultan mutuamente excluyentes. Pero en la
práctica se encuentran finamente unidos, como la trama y el revés de un tejido. El
sentimiento de virilidad que nos transmite el verso de Borges reside en la capacidad de
aceptación de ese hecho hasta el fin.
Veamos más de cerca la relación entre límite y libertad. Por lo pronto la libertad
siempre es libertad de alguien. La libertad es la característica de ciertos actos de un sujeto. Es
un ser accidental en el sentido metafísico del término. Lo cual quiere decir que «vive en
otro», que no se para en sus propios pies.
A veces hablamos de «la libertad» como si fuera una entidad en sí misma. Por ejemplo,
nos referimos a la libertad de que podríamos gozar en una situación política ideal, como si
pudiera constituir una especie de «espacio absoluto», abstracto, cuya presencia garantizara el
libre albedrío. En el mejor de los casos podríamos alcanzar un sistema que fomentara la
1
Del poema Limites, publicado en El Hacedor, Emecé, 1989, p. 105
17

libertad interior y apoyara nuestro derecho a la libertad externa impidiendo obstáculos no


legítimos para su ejercicio. El sistema podría proteger la libertad pero nunca ser el sujeto de
la libertad. El sujeto es cada ser humano y fundamentalmente la interioridad de cada ser
humano.
Aquí tenemos un primer límite: la libertad es libertad de un sujeto. La libertad es «de un
ser» con tales y cuales características, que vive una situación determinada y no otra, que
encarna tales posibilidades y no otras. Es la libertad de un «yo» con nombre y apellido, que
tiene una identidad definida y sólo desde allí puede abrirse al mundo, tomar postura y orientar
su modo de obrar en él.
En segundo lugar podemos afirmar que hay un limite anterior que moviliza al yo desde
dentro sin su consentimiento. El yo libre es un yo que «quiere algo», al que no le da lo mismo
el resultado de sus opciones, sobre todo las de aquellas que implican encrucijadas serias de la
vida propia y de la de los seres que ama. Es un yo que busca algo concreto, para sí y para sus
seres queridos, que aspira a su bienestar.
El marco de la libertad esta construido por la tendencia que intenta satisfacer y por la
identidad de quien encarna esa tendencia. Y finalmente, por el modo de ser de la realidad en
que habita.
He ahí tres grandes límites para la libertad. ¿Son negativos? No lo creo. Intentemos
negarlos y se verá que con ellos se niega la libertad misma.

II

Neguemos la identidad del sujeto. Esto ya fue probado por el idealismo alemán. El
idealismo es heredero de aquella “omnis determinatio negatio est” de Espinoza y la lleva a
sus últimas consecuencias: la negación de la determinación, del límite que define a los seres,
o sea de la consistencia ontológica de los seres finitos2. Para este modo de ver lo
indeterminado coincide con lo más excelente del ser, con lo que de veras es. Las
determinaciones, los seres que contemplamos incluyendo a nosotros mismos, son una
negación pasajera que el ser Infinito se autopone. Desde el punto de vista metafísico se
concluye en que no hay más que un ser ilimitado. No hay «otro». Sólo hay un ser Infinito y la
finitud es «negación» e instrumento del ser Infinito3. Su existencia depende de los intereses
que persigue el Infinito al proyectarse en ella y termina con el cumplimiento de aquellas
finalidades. Pero aquí ya no se puede hablar de «libertad» más que para el Infinito que es lo
único verdaderamente existente. Los seres finitos, entre ellos el hombre, no son sujetos de su
actividad más que en sentido figurado.
El límite de la identidad de un ser, ese «ser así» y no de otra manera, su nombre propio,
es una frontera absolutamente positiva. Impide que nuestro ser se disuelva, que nuestro rostro
personal se desfigure, que el yo se extermine en el género. Nos hace ser alguien y no nadie.
Si la libertad no es de «alguien concreto» es de «nadie», luego no es. Ulises lo sabía
bien cuando engañó al cíclope con aquel juego de palabras. Aquí se ve con claridad cómo
límite y libertad no se excluyen sino que uno posibilita a la otra en el seno del ser humano.

2
"El idealismo de la filosofía no consiste más que en esto: no reconocer lo finito como verdadero existente. "
Hegel, Lógica, ed Mondolfo, p.136
3
"...éstos –los hombres- en relación con el contenido sustancial de su trabajo, son instrumentos y su
subjetividad que es lo que es su yo propio, es la forma vacía de actividad." (Hegel, Enciclopedia de las ciencias
filosóficas, Juan Pablos Editor, Méjico, 1974 parág.551)
18

En segundo lugar habíamos mencionado el límite de la tendencia al bien o a lo bueno


para sí que impulsa al sujeto. Creo que en este punto encontramos una unanimidad en la
historia de la filosofía. Existen diferencias acerca de en qué consista el contenido de eso que
se busca, o de si la tendencia es una estafa pues nunca llegará a termino, por lo tanto una
pasión inútil. Pero es raro encontrar quien la niegue, quien haya podido, sin suponerla,
deconstruirla. La tendencia a una vida plena la padecemos —en el sentido literal del término
—, no la elegimos. Ella enmarca el «para qué» de la libertad.
Si miramos más de cerca la libertad es un cierto instrumento de esa tendencia en la vida
de un sujeto. Somos libres «de», no estamos determinados. Pero, ¿podríamos permanecer es
esta situación como punto de llegada? G. Vattimo piensa que en eso consiste la verdadera
emancipación o utopía de la libertad4. Es como si frente a todas aquellas puertas que
imaginábamos al principio, nuestro destino fuera quedarnos frente a ellas sin abrir ninguna.
Nada nos obliga a abrir una en especial, pero nosotros tampoco. En realidad Vattimo nos
contestaría, —si he en tendido bien su pensamiento—, que no hay puertas demasiado serias
para abrir; ni camino irreversible tras ellas y que por lo tanto Borges no debe sentir nostalgia
ni orgullo por su fortaleza. Finalmente que la tendencia a la vida plena ha llegado a destino
pues esa indeterminación es el con tenido objetivo de lo que buscábamos. La indeterminación
absoluta es la utopía del sujeto que en sí es indeterminado, inconsistente, débil. Por lo tanto
hemos vuelto a expulsar a la libertad. Sólo hablamos de ella en sentido figurado.
Si la libertad es instrumento de un sujeto ha de tener un «para qué». Imaginemos un
instrumento hecho por el hombre que no tuviera un «para qué»: dejaría de ser tal. ¿Qué
hacemos con una lapicera que ya no escribe, con una computadora rota, con un reloj sin
pilas? ¿No han dejado de ser lo que naturalmente eran? ¿No han perdido su nombre propio y
sólo lo conservan ya en sentido figurado? ¿Podemos seguir llamando libertad a alguna
característica del hombre que no le permita elegir o que consista justamente en poder no
elegir? Pienso que tendríamos que empezar a redefinir todos los términos con que nos
manejamos habitualmente. No en vano esa es la propuesta de J. Baudrillard.5
El límite de la tendencia, que la libertad tenga un «para qué» también forma parte de su
identidad propia como ser accidental e instrumental. No vivimos la libertad como un punto de
llegada sino como una cualidad de ciertos actos que realizamos y todo acto tiende
naturalmente a un fin6.
Entiéndase bien, no forma parte de nuestro interés con estas reflexiones refutar a la
posmodernidad como concepción general del mundo. Simplemente hacemos un análisis
fenomenológico de la libertad y sus condiciones de osibilidad. Si dentro de la negación de
todo límite se sigue hablando de libertad, la conclusión será que libertad es entonces un
término equívoco que puede mentar realidades distintas según el punto de partida metafísico
del sujeto que lo pronuncie.

III

Finalmente nos referimos a un tercer límite: la realidad en la que el sujeto habita. La


suya propia, natural e histórica y la realidad natural e histórica de quienes lo rodean, así como
la realidad geográfica e histórico universal.

4
G. Vattimo, La sociedad transparente, Paidós, Barcelona, p. 84-87 5
J. Baudrillard, Cultura y simulactro, ed. Kairós, Barcelona, p. 19-21 6
Aristóteles, comienzo de la Ética a Nicómaco
19

Podríamos decir que este es el lugar en que nos encontramos, el yo y su tendencia. ¿Es
positivo o negativo?
Por lo pronto nos lleva a afirmar que la libertad siempre se ejerce entre alternativas
concretas y no otras, que la realidad presenta. El terreno de la libertad humana es lo que es
posible dentro de lo real: la potencialidad. No puedo elegir entre lo que no es posible. Esa
puerta se me cierra hasta el fin del mundo. Quizás han sido otros quienes la han cerrado, o la
han venido cerrando desde hace mucho tiempo. Alea jacta est! —la suerte está echada—,
dirían los antiguos romanos.
La libertad puede llevarse a cabo dentro de las posibilidades reales propias y ajenas, no
en otro lado. Sin posibilidad o «ser en potencia» no hay lugar para la libertad. Tanto es así
que cabría preguntarse si el sentido metafísico de la potencia, de la temporalidad en último
análisis -siguiendo la vinculación que Aristóteles hace en la Física, entre tiempo y
potencialidad- , no es ser condición de posibilidad para la libertad humana.
El límite de la realidad propia y ajena, al ser el habitáculo de la potencia permite el
ejercicio de la libertad. Por lo tanto en sí no es un límite negativo, sino condición de
posibilidad.
Por otra parte hay que tener en cuenta también lo que afirma Cornelio Fabro cuando
dice que la existencia es libertad en acto7. Esto significa que lo que existe - y la posibilidad es
un modo de ser según la metafísica clásica - es fruto de la libertad. De una libertad humana
que ha llevado a la existencia lo que sólo era posibilidad y de la libertad divina que ha puesto
en existencia de la nada a los seres y sus posibilidades. Por lo tanto el «estado actual de la
cuestión» sería el resultado de un entramado de libertades que lo han ido dibujando. Al orden
del ser creado se ha sumado el orden y el des-orden de la actividad humana.
Aquí sí encontraremos límites positivos y negativos para la libertad. Su positividad o
negatividad podría medirse en función de las finalidades, del «para qué» de la libertad, de
aquello que ayude o no a la fecundidad de la libertad. Lo negativo será lo que se presente
como un obstáculo y lo positivo como un canal de salida a la tendencia humana.

IV

Volvamos al verso de Borges, “Hay una puerta que he cerrado hasta el fin del mundo”.
Aquí se alude más bien al límite que nos hemos puesto a nosotros mismos, pero que nos lo
hemos puesto a nosotros mismos porque la realidad nos muestra que no puede ser de otra
manera. No que «no puede ser» porque «no debe ser», sino que no puede ser simplemente
porque ontológicamente no puede ser. Toda elección importante implica necesariamente
dejar de lado muchas posibilidades. A veces la elección de una posibilidad excluye otras
posibilidades, «no puede convivir» con otras posibilidades.
Hay que aclarar algo todavía. En la misma poesía dice Borges “Hay una línea de
Verlaine que no volveré a recordar, / Hay una calle próxima que está vedada a mis pasos, /
Hay un espejo que me ha visto por última vez"8. Estos versos apuntan más bien a la
conciencia del límite que la temporalidad impone al ser humano. La temporalidad, la

7
C. Fabro, esta idea perteneece a un Corso di Filosofia Teorética, Essere e Libertá, dictado en la Universitá
degli studi di Perugia, 1967-1968, p.18
8
El poema completo es el siguiente: "au una línea de VErlaine que no volveré a recordar, / Hay una calle
próxima que está vedada a mis pasos, /Hay un espejo que me ha visto por última vez, / Hay una puerta que he
cerrado hasta el fin del mundo. / Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos) / Hay alguno que ya nunca
abriré. / Este verano cumpliré cincuenta años; /La muerte me desgasta, incesante." ed. cit.
20

sucesión, la realidad de la muerte —tarde o temprano—, si bien es el marco de «lo posible»,


como dijimos más arriba, también lo es del fin de lo posible. Chronos sigue devorando a sus
hijos a pesar del triunfo de Zeus.
Pero no es eso a lo que nos queremos referir principalmente. En el verso, “Hay una
puerta que he cerrado hasta el fin del mundo”, parecería que la posibilidad perdida depende
de una elección del sujeto. No puedo —en el sentido ontológico del término— elegir
realidades excluyentes entre sí. Si elijo la amistad no puedo elegir a la vez la traición, porque
la traición termina con la amistad. La amistad no persiste luego de la traición. No puedo tener
las dos a la vez. No por un problema cronológico como en el párrafo anterior, sino por una
mutua exclusión de ambas realidades: es más bien un problema metafísico. Si elijo la
paternidad no puedo elegir a la vez el abandono. No puedo ser padre, en el sentido profundo
del término, sin estar frente al hijo como un padre.
Si, siguiendo a San Agustín, "todo lo que existe es bueno"9, al definirme en una
elección, dejo de lado siempre cosas buenas: esa es la raíz de la nostalgia que nos transmite el
verso. Pero, ¿cómo -pensará mi torturado lector-, acaso la traición y el abandono son
realidades «buenas»? Pongamos el caso que traiciono a un amigo seduciendo a su mujer o
que abandono a mis hijos por un exceso de intereses extrapaternales. La mujer de mi amigo
es «algo bueno», aquellos intereses también son «buenos» en sí mismos. Lo que ocurre es
que son incompatibles con mis elecciones anteriores: la amistad y la paternidad. No puedo
elegirlos a ellos y a la vez conservar mi elección anterior, la aceptación de esta realidad es la
raíz del aire de virilidad que nos transmite el verso.
A veces nuestro gran problema es la falta de esa virilidad. No somos conscientes de
todo lo que estamos eligiendo cuando elegimos algo, sino sólo de una parte. Y luego
al pasar el tiempo la nostalgia por aquello que ya no es posible convierte nuestra fuerza
en capricho.
“Hay una puerta que he cerrado hasta el fin del mundo”. Quizás uno de los límites más
negativos de la libertad sea la falta de conocimiento de lo posible. El engaño sobre lo posible
es uno de los mayores obstáculos para la fecundidad de la libertad.

Esta precaria descripción del dinamismo de la libertad estaría incompleta si no


buceamos en las profundidades hasta llegar a la fuente de que brota la vida de nuestra
virilidad. Lo que nos lleva abrir una puerta y no otra y lo que nos hace ser fieles a esa
elección no es otra cosa que el amor. El amor es en primera instancia quien nos mueve a
alejarnos de todo aquello que nos aparta de lo elegido.
Optar por alguien o por algo es amarlo con preferencia a lo demás. A menudo las
complicaciones y enredos de la vida nos hacen perder de vista ese movimiento original. Es
por eso que es importante recrear en nosotros, volver a tener presente la pureza de esa
intención que puso en marcha una cantidad de realidades y nuevas posibilidades. En el amor
por el fin incluimos el amor por los medios que nos llevan al fin y allí radica la fuerza que
sostiene la virilidad de mantener cerrada la puerta o de volver a cerrarla cuando la confusión
nos ha hecho abrirla sin quererlo, poniendo en juego nuestros amores más profundos. O
quizás también cerrar la puerta equivocada y abrirnos a una nueva esperanza.

9
De natura boni, 1
21

EL DEBER SE FUNDA EN EL SER


La ética y el orden natural

Lo bueno ha de hacerse
La vida de cada uno de nosotros es una cosa seria. Es verdad que a veces no lo
tomamos así, que tomamos para con ella una cierta actitud de ligereza, de superficialidad.
Pero si nos detenemos a pensar un poco, vamos a descubrir que nuestras vidas son algo de
gran importancia. Este carácter serio de nuestra existencia de ninguna manera va en desmedro
de la alegría que en ella seamos capaces de alcanzar. Más bien, todo lo contrario; las más
profundas alegrías aparecen en los momentos en que hemos tomado nuestra estadía en este
mundo con profunda seriedad, y esto, puede decirse, vale incluso para los momentos lúdicos
de nuestras vidas.
Tratándose de algo tan importante es lógico que busquemos para nuestras vidas lo
mejor. Ahora bien, no sólo es importante que uno viva sin más sino que es de suma
trascendencia cómo uno vive. No nos basta con existir simplemente, sino que en el fondo del
ser humano está la ineludible necesidad de que nuestra vida tenga sentido. Como bien
señalaba Sócrates en la Atenas antigua, lo importante no es sólo vivir, sino vivir dignamente.
La vida es en principio un bien, pero no alcanza con eso. Puede nuestra existencia
transformarse en algo vacío, carente de contenido, en algo falto de rumbo, en algo tedioso.
¡Cuántos rostros con los que nos encontramos a diario esconden o bien manifiestan esta carga
angustiante para el ser humano! Rostros sin rumbo, miradas perdidas, tristeza y falta de
vitalidad. No se trata aquí de erigir un tribunal sobre las vidas de los demás, pero lo cierto es
que son casos lamentablemente fáciles de encontrar. Nadie, sin embargo, busca eso
deliberadamente; al contrario, necesitamos que nuestra vida esté “llena”, que sea lo más plena
que se pueda. No queremos estar muertos en vida. Pero para ello no bastará con vivir de
cualquier manera.¿Qué es pues lo que se ha de hacer con la propia vida?
Entrar a analizar detalladamente todos y cada uno de los recovecos que implicaría una
respuesta exhaustiva a esta pregunta sería una empresa imposible de realizar. Pero podemos
sin embargo realizar un cierto acercamiento al problema, asomarnos humildemente al umbral
de esta compleja temática para intentar ganar algo de luz.
Lo primero que salta a nuestra inteligencia en su función práctica es aquel primer
principio del obrar humano: “lo bueno ha de hacerse, lo malo ha de evitarse” o “haz el bien
y evita el mal.” Es este, como hemos dicho, un “primer principio”, lo cual significa que no es
algo que exija una demostración para darlo por verdadero o correcto. Los primeros principios
no se demuestran pues no necesitan demostración; son evidentes por sí mismos. Así, por
ejemplo, si yo afirmo que “es imposible que una cosa sea y no sea al mismo tiempo y en el
mismo sentido” o que “el todo es mayor que las partes” la inteligencia no solicita una
demostración de lo dicho. Basta que capte el contenido de lo que se enuncia e
inmediatamente dichos enunciados se nos revelan como verdaderos. Lo mismo ocurre con el
principio antes mencionado, según el cual hay que hacer lo que está bien y no hacer lo que
está mal. Quien pide una demostración de este primer principio manifiesta no entender de lo
que se está hablando. El bien hay que hacerlo porque es el bien, y punto.
Es claro, empero, que tampoco alcanza con saber eso. La pregunta que inmediatamente
surge es ¿qué es lo que está bien y qué es lo que está mal? Y la otra pregunta que subyace
aquí es ¿de dónde saco yo la “información” para saber lo que es bueno y lo que es malo?
¿Cómo sé yo lo que está bien y lo que por lo tanto debo hacer?
22

Ética y realidad
Podría pensarse en un primer momento que lo que se debe hacer es “lo que uno quiera”.
Pero bastaría remitirse brevemente a la experiencia personal y ajena para descubrir que no
siempre la primera voz de la voluntad personal dictamina correctamente. Si siempre fuese
correcto hacer lo que a uno le viniera en ganas, entonces jamás hubiera existido error alguno,
lo cual es a todas luces falso. ¿Acaso alguien podría con auténtica sinceridad jactarse de no
haberse equivocado nunca? Sin duda que de los errores puede rescatarse siempre algo
positivo, que nuestras equivocaciones nos enseñan muchas cosas y que los desvíos que el ser
humano comete le pueden proporcionar un importante aprendizaje. Pero eso no quiere decir
que el error no haya sido error, sino más bien lo contrario. Cuando aprendemos de nuestros
errores el aprendizaje consiste justamente en descubrir que la próxima no se debe hacer lo
mismo, es decir que lo hecho, en cuanto se trató de un error, no fue algo bueno.
De modo que nuestras “ganas”, nuestra voluntad librada ciegamente a sí misma no
ofrece garantías de que el obrar vaya a ser el correcto, por lo tanto fiarse solamente de lo que
quiero hacer no parece una solución óptima. La toma de conciencia acerca del carácter falible
de nuestros deseos es en consecuencia algo de no poca importancia.

Por lo dicho resulta entonces claro que el deber no se funda en la propia voluntad. ¿No
podríamos decir entonces que obrar bien es obrar así como obra la mayoría? ¿La norma
moral no es lo que la mayoría hace? Es esta una idea muchas veces tentadora y bastante
común, pero no por eso acertada. Nada impide por lo pronto que la opinión o las costumbres
de la mayoría sean a la vez erróneas.

La norma no es la norma estadística sino el ideal. Por ejemplo, la muela normal


es la que cumple con la norma, o sea, una muela bien calcificada que cumple con
su función que es la de romper los alimentos y prepararlos para que puedan
llegar bien al estómago sin perturbarlo en su digestión. Pero sucede que
estadísticamente las caries tienen amplia mayoría y si tomáramos la norma
estadística como patrón, lo normal sería la caries. Sin embargo, a pesar de que
hay mucha caries, hay que luchar en la medida de los posible por mantener y
conservar la muela ideal, es decir, la normal.1

La mayoría de las muelas, como señala el ejemplo, no es como debería ser. Y a veces
tampoco la mayoría de los hombres se comporta como debería. Si pensamos que lo que hay
que hacer es lo que hace la mayoría corremos el riesgo de caer en el error, en el caso de que
la mayoría esté equivocada.2
Ahora bien, si el obrar bueno no se fundamenta en la propia voluntad de cada uno ni en
la opinión de la mayoría, porque ambas son falibles, ¿en qué se fundamenta entonces? La
filosofía clásica ofrece al respecto una respuesta tan simple como rica a la vez: EL DEBER

1
E. Komar, La verdad como vigencia y dinamismo. Ed. Sabiduría Cristiana, p. 14.
2
Esta refutación, llamémosle “fáctica”, de la postura consensualista no es la única. Podríamos además
preguntarnos lo siguiente: si lo que es verdad y lo que está bien es lo que decide la mayoría en un lugar y épocas
determinados, ¿quién decide a su vez que lo que es verdad y lo que está bien es lo que decide la mayoría?
¿También la mayoría? La entrada a un círculo vicioso que impide una buena fundamentación se hace aquí
evidente. Cabría además señalar el carácter implícitamente totalitario que implica semejante postura pues
conduce a la anulación de la libertad del individuo, que se ve empujado a coincidir con la opinión de quienes
son más. De modo que, si bien a primera vista parece ser esta una postura “democrática”, abre las puertas a
diversos tipos de esclavitud y violencia.
23

SE FUNDA EN EL SER. Lo que yo debo hacer, lo que es bueno en casa caso, debe estar
fundamentado en la realidad misma. Veamos a qué hacemos referencia con esto:

[L]a realización del bien presupone el conocimiento de la realidad. Sólo aquel


que sabe cómo son y se dan las cosas puede considerarse capacitado para obrar
bien. [...] en modo alguno basta la llamada “buena intención” ni lo que se
denomina “buena voluntad”. La realización del bien presupone la conformidad
de nuestra acción a la situación real – esto es, al complejo de realidades
concretas que “circunstancian” la operación humana singular – y, por
consiguiente, una atenta, rigurosa y objetiva consideración por nuestra parte de
tales realidades concretas.3

El ser humano se encuentra con una realidad dada. Nos encontramos con cosas que son
y son de un modo determinado. Y el ser o el modo de ser de las cosas con las que nos
encontramos no depende en principio de nosotros, por eso decimos que la realidad es “dada”.
Ahora bien, por más que esta realidad no dependa en principio de nosotros eso no quiere
decir, desde luego, que no tengamos con ella relación alguna. Muy al contrario, toda nuestra
vida implica un relacionarse con la realidad. Con la naturaleza en general, con la sociedad en
la que nos ha tocado vivir, con los otros con quienes convivimos e incluso con nuestra propia
realidad, que en buena medida tampoco depende de lo que nosotros deseamos que sea.
Puesto que esta realidad posee ya en sí misma un modo de ser independiente de nustro
capricho, la relación con ella debe ser en primer momento contemplativa, es decir una
relación de conocimiento profundo, silencioso, respetuoso.

3
J. Pieper, Las Virtudes Fundamentales, Rialp, Madrid, 1997, p.42.
24

Adoptar esta actitud ante lo real no siempre es fácil, acaso hoy en día menos que nunca,
ya el ajetreado ritmo de la vida humana contemporánea dificulta el tomarse el tiempo
necesario para conocer y saborear las cosas en profundidad.

“[...] a veces exige muchísimo trabajo y cualquiera que se dedicó un poco a la


psicología o la psicología profunda sabe bien cuán difícil es, en ciertas personas
débiles, conseguir que estén atentas a la realidad objetiva, que les interese lo
real en cuanto real, el ser en cuanto ser, la verdad pura. Y sin embargo, sin
cierta objetividad no hay salud, ni ninguna rectitud; a menudo nuestra actividad
práctica y poiética fallan porque no se apoyan sobre la realidad objetiva, y no se
apoyan porque falta aquel primer momento teorético, es decir, el ver las cosas
como son.”4

De modo que si bien no siempre es fácil saber hacer silencio ante el sentido de lo real,
es sin embargo absolutamente imprescindible.
Pongamos un ejemplo muy sencillo: si alguien quisiera dirigirse de un punto a otro de
la ciudad, para poder lograrlo ha de preocuparse antes que nada en conocer la ubicación del
sitio al que desea llegar y el camino que pueda conducirlo a tal meta. Claro que puede hacer
uso de diferentes medios para ello: consultar un mapa, preguntar a alguien que ya conozca,
etc. Pero tanto el mapa como el conocimiento ajeno están en este caso en función de nuestro
conocimiento del camino. Sin este conocimiento del estado de las cosas en sí mismas nuestro
personaje no habrá de llegar jamás al objetivo. En esta tan sencilla ejemplificación salta a la
luz la importancia central del conocimiento como condición para el obrar correcto, mientras
que la ignorancia resulta siempre un obstáculo.
Primero ver, después obrar. Esa es la clave de toda ética realista. La razón práctica (es
decir, la parte de nuestra inteligencia que nos indica cómo debemos obrar) implica y depende
en primer lugar de una razón teórica5, una razón que contempla la realidad y se deja penetrar
por ella. He ahí el rol central que en nuestras vidas cumple la inteligencia 6. La razón práctica
no está, pues, a la deriva y dirigida solamente por los caprichosos deseos y ganas del sujeto
que obra, sino que es guiada e iluminada por el conocimiento de una realidad objetiva que
nos enseña cómo hemos de comportarnos en la vida o, mejor dicho, cómo sería mejor para
nosotros que nos comportáramos.

Es en las cosas mismas, en la realidad que sale a nuestro encuentro, donde los seres
humanos podemos encontrar la norma de nuestro obrar. Es en el SER donde encontramos el
fundamento del DEBER. Si es verdad que debemos respetar al otro ser humano es porque es
verdad que en el ser de todo hombre se encuentra una dignidad que exige nuestro respeto. Si
es verdad que no debo entrometerme con la propiedad privada ajena es porque es verdad que
4
E. Komar, El tiempo humano, Ed. Sabiduría Cristiana, Buenos Aires, 2003, p. 132.
5
La misma razón teórica <<al ensancharse>> per extensionem, se hace razón práctica. <<La razón práctica
conoce la verdad como la especulativa, pero ordenando la verdad conocida a la acción>> (I, 79, 11 ad 2); al
ampliarse el conocer al querer y al obrar, la razón teórica se hace práctica. (J. Pieper, El descubrimiento de
la realidad, Madrid, Rialp, 1974, p. 48)
El término “teórico” ha perdido su prestigio y hace referencia a veces a unos pensamientos abstractos y
sistematizados desligados de la realidad concreta. Pero originalmente la palabra theoría significa en griego
contemplación, es decir un conocimiento directo, mirante de la realidad; en modo alguno es entonces un
alejamiento de lo cotidiano, sino una profunda enraízación en ello.
6
Un hombre inteligente no es aquel que sólo sabe sacar conclusiones correctas, sino aquel cuyo espíritu se
halla abierto a la percepción de contenidos objetivos, aquel que es capaz de dejar que actúen sobre él sus
estructuras esenciales y conferirles un lenguaje humano. (T. Adorno, Crítica de la razón instrumental, Bs.
As., Sur, 1969, p. 65)
25

esa propiedad es de alguien que no soy yo. Si es verdad que hay que procurar que los
pensamientos y los sentimientos trabajen en el hombre de manera conjunta y no
contradictoria es porque el hombre es en principio unidad. Si es verdad que un gobernante no
debe utilizar el poder para el propio enriquecimiento es porque ser un verdadero gobernante
consiste en otra cosa.

Sólo si es valioso en sí el pensamiento, podemos defender la libertad de


expresión; sólo si la vida humana es valiosa en sí podemos calificar al maltrato,
la miseria, el desempleo, el analfabetismo, la tiranía, la tortura y cualquier
forma de agresión de ilegítimos. El espanto que causa en nuestro interior la
noticia acerca de una beba de seis meses agonizante a causa de la golpiza que le
diera la pareja de su madre, no es atribuible al hecho de que el personaje en
cuestión haya transgredido las costumbres o una ley positiva <consensuada>,
sino a la misma niña de seis meses cuya dignidad ha sido ultrajada.7

La objeción relativista
Lo dicho hasta aquí supone la adecuación de nuestra inteligencia y nuestro posterior
obrar a la verdad objetiva de las cosas. Pero, ¿no sería mejor pensar que cada uno tiene su
verdad? ¿Acaso la verdad no es relativa a cada uno? Si la verdad es relativa a cada uno,
también la valoración de las cosas lo es. Ahora bien, ¿esto no ensancha la libertad del sujeto,
que desde esta perspectiva es absoluto e independiente regente de sí mismo, sin tener que
amoldarse a algo distinto de sí, supuestamente objetivo? ¿No sería mejor plantear una
permisividad que defendiera la idea del hombre plenamente libre? Podría parecer en primera
instancia que nuestra libertad sale aventajada en semejante perspectiva. Tal vez eso explique
el éxito de tales ideas en el hombre medio de nuestros días y de la filosofía relativista en el
mundo contemporáneo.
Sin embargo, y sin introducirnos en las contradicciones teóricas de tal planteo,
detengámonos a observar cuáles son las consecuencias para la vida concreta del hombre. Si
las cosas no son verdaderas en sí mismas, si no son en sí mismas buenas o malas, sino que su
valor o dis-valor depende de mí, ello quiere decir que las cosas en sí mismas están vacías de
contenido. El trasfondo de este planteo es por ello nihilista. Ahora bien, ¿qué motivación
puede encontrar el sujeto a la hora de tener que tratar y relacionarse con cosas que en sí
mismas no tienen valor ni sentido alguno?

Permisividad significa que no debe haber prohibiciones, ni territorios vedados,


ni impedimentos que frenen la realización personal, ya que todo depende del
criterio subjetivo de cada uno. Por eso, nada es bueno ni malo. Esta se sustenta
sobre una tolerancia absoluta, dando casi todo por válido y lícito, con tal de que
a esa instancia subjetiva le parezca bien. Se ha dicho que la época moderna está
marcada la desustancialización, ya que la mayor parte de lo que hay a nuestro
alrededor está rebajado, diluido, cada vez con menos contenidos, y se va
impregnando por la lógica del vacío.
¿Por qué tiene un trasfondo nihilista el hombre permisivo? La respuesta es que
un hombre hedonista, permisivo, consumista y relativista, no tiene referentes ni
puntos de apoyo, y acaba no sabiendo a dónde va, envilecido, rebajado,

7
M. Mosto, Quereme así piantado, Areté. Buenos Aires, 200, p. 140
26

cosificado... convertido en un objeto que va y viene, que se mueve en todas las


direcciones, pero sin saber adónde se dirige. Un hombre que en vez de ser
brújula, es veleta.
De este modo, vienen a la mente un conjunto de estados anímicos engarzados por
el tedio, el aburrimiento, la desolación, una especial forma de tristeza, todo
consecuencia de la permisividad. Es una nueva pasión la que aflora: la pasión
por la nada.8

Profundidad
Quien conoce el ser conoce a su vez el bien. Sólo quien conoce las cosas como son en
sí mismas puede obrar adecuadamente con ellas. Así se establece una especie de diálogo
entre mi yo y la realidad que me es dada. La realidad tiene, como diría Guardini, un carácter
dialogal porque manifiesta (“dice”) un sentido al que sabe escucharla atentamente, y espera a
la vez de nosotros una respuesta. El hombre también tiene un carácter dialogal (que no se
reduce al mero ámbito de lo vocal) pues es capaz de captar, de penetrar en el sentido de las
cosas y obrar en consecuencia y en sintonía con ellas (he ahí su “responder”).

Entre estos dos polos, el centro en mí y el mundo en torno de mí, actúa mi vida.
[...] Así, ambos dominios se relacionan mutuamente. Lo que ocurre fuera es
orientado y enjuiciado desde dentro; lo interior está llamado, despertado y
nutrido desde fuera. Si preguntamos qué persona ha de verse en este aspecto
como bien dispuesta, la respuesta es: aquel en cuya vida estos dos polos
producen efectos en relación correcta; que no se pierde fuera ni se enreda
dentro; sino en cuya vida, más bien, ambos dominios se determinan y completan
mutuamente en equilibrio.9

Cabe aclarar aquí una cosa más que se encuentra implícita en lo que hemos venido
diciendo. La relación entre el hombre y la realidad dada puede ser más o menos profunda. Y
esto depende en buena medida de cada uno de nosotros. “Lo que se recibe, se recibe al modo
del recipiente” ha dicho Aristóteles. Es decir que para que el ser humano logre captar con
profundidad la realidad que lo rodea y su sentido, él mismo debe tener cierta profundidad.
Tanto mayor contenido podrá percibir el ser humano, cuanta mayor capacidad de recepción
tenga. La persona meramente superficial no podrá tener más que una relación superficial con
el mundo y con los otros. He ahí la suma importancia de la concentración. Cuando hablamos
de “concentración” no estamos haciendo referencia a un esfuerzo cerebral, a un forzar casi
muscular de nuestro entendimiento, como suele entenderse. “Concentración” quiere decir
originariamente “estar centrado” y es lo contrario a la “distracción”. No se trata tampoco de
pasarse el día razonando, sino de mantener una inteligencia abierta al sentido de las cosas. El
hombre que está centrado es aquel que permite que las cosas que le rodean lleguen al
“centro”, al núcleo íntimo de su persona. Sólo quien recibe a las cosas en su “centro” (que es
sólo aquel que está interiormente centrado), puede responder adecuadamente a las exigencias
que el mundo exterior le plantea. Y sólo quien está en su “centro” puede ser además
auténticamente libre, pues es verdaderamente dueño de sí mismo.

8
E. Rojas, La conquista de la voluntad, Ed. Temas de Hoy, Madrid, 1994, pp. 60-61
9
R. Guardini, Una ética para nuestro tiempo, Lumen, Buenos Aires, 1994, p. 218
27

Como señala Edith Stein: “El alma tiene en razón de su yo, de su autonomía individual,
la facultad de moverse en sí misma. El yo es en el alma aquello por lo que ella se posee a sí
misma y lo que en ella se mueve como en su propio campo. Su centro más profundo es
también el centro de su libertad: el centro, donde, por decirlo así, puede concentrar todo su
ser y señalarle una determinada orientación. Ciertas decisiones de menor importancia podrán
en cierto modo ser tomadas desde un punto situado mucho más al exterior; pero serán
decisiones superficiales; será pura casualidad el que una decisión así sea la adecuada, porque
únicamente partiendo desde el centro más profundo hay la posibilidad de medir todo con la
regla exacta y suprema; y, después de todo, tampoco ser una decisión libre, porque el que no
es dueño absoluto de sí mismo no puede obrar sino inducido, no puede disponer de nada con
verdadera libertad. El hombre está llamado a vivir en su interior y a ser tan dueño de sí
mismo como únicamente puede serlo desde allí; solo desde allí es posible un trato
auténticamente humano aun con el mundo; solo desde allí puede hallar el hombre el lugar que
en el mundo le corresponde.”

El hombre “ético” es aquel que, correctamente “ubicado” en su interior, logra ubicarse


correctamente en la realidad.

El <yo> personal se encuentra en lo más íntimo del alma de veras como en su


casa. Si él vive aquí, entonces dispone de todas las fuerzas y las puede emplear
libremente. Entonces se encuentra también en la posición más adecuada para
captar el sentido de todo el acontecer, de manera más inmediata y más abierta
para medir las exigencias que se le aproximan, su significado y sus alcances. Se
dan pocos hombres que viven de manera tan <recogida>. En la mayoría de los
casos, en cambio, el <yo> tiene su lugar de ubicación en la superficie: si bien los
<grandes acontecimientos> pueden ocasionalmente sacudirlo y llevarlo a la
hondura y a hacer después que trate también de responder al acontecimiento con
una actitud adecuada dado un lapso mayor o menor de tiempo, el <yo> suele
volver a la superficie. [...] Pero quien vive recogido en la profundidad, ve
también las <pequeñas cosas> en un contexto grande; sólo él puede apreciar su
importancia, medida con criterios últimos en la justa dirección y regular su
actitud conforme a esto. Sólo en él el alma se encuentra en el camino hacia la
última perfección y el acabamiento de su ser. Quien sólo ocasionalmente vuelve a
la profundidad del alma, para después de nuevo pasar a la superficie, en él la
profundidad queda sin formación y hasta puede no desarrollar su fuerza
formadora para las nuevas ocasiones que se brindan desde afuera.10

Cuando la vida interior se anula, cuando nuestra relación con el mundo es de mera
superficialidad, nuestro obrar se entorpece, no es armónico con respecto a lo que la realidad
solicita de nosotros. Se hace muy dificultoso obrar lo bueno porque en nuestra “des-
concentración” nos hemos hecho incapaces de conocer el bien y de obrar de acuerdo con él.

10
E. Stein, Ser finito y ser eterno, pp. 404-405, citado en La pasión por la verdad, Bonum, Argentina, 2004,
pp. 189-190.
28

Orden en el amor
Muchas veces ocurre que, cuando uno habla de “ética” o de “moralidad”, la sensación
que nos agarra es que se trata de algo pesado, aburrido, denso. Esto se debe a que muchas
veces entendemos a las normas éticas como algo opresivo, que le quita espontaneidad a
nuestras vidas. Ya antes habíamos dicho que el obrar humano no se puede basar en un simple
“haz lo que quieras”. Parecería entonces que el deber va en contra de nuestro querer.
Al respecto hay que decir lo siguiente. Es cierto que a veces nuestro querer no coincide
con el deber, pero no es esa la finalidad del desarrollo ético de la persona. Si así fuera
efectivamente la ética sería algo represivo para el ser humano, algo que viene a amargar su
existencia. La ética kantiana con su rechazo de las inclinaciones del hombre ha dejado esta
impresión de modo muy marcado. Pero en realidad, la ética bien entendida no está en contra
del hombre.
En última instancia la ética apunta al crecimiento y perfeccionamiento de nuestra
afectividad. No se trata de reprimir, anular el querer, sino de encauzarlo, mejorarlo. No se
busca, como hemos dicho, una afectividad ciega, una afectividad descarriada, sino una
afectividad en consonancia con el orden natural de las cosas. Cuando nuestra afectividad es
ciega se torna desordenada; en ese caso sí hay que realizar unos ajustes a una espontaneidad
salida de su cauce. Pero el objetivo no es que nuestra vida pierda toda espontaneidad, sino
que esa espontaneidad se vuelva ordenada.
Si bien es cierto que “hacer lo que se me da la gana” no es siempre lo mejor para mí, la
ética no consiste en reprimir esas ganas, sino en orientarlas correctamente. El objetivo del
crecimiento moral del ser humano cosiste justamente en eso: lograr un ordo amoris (orden en
el amor) para que nuestra relación con el mundo que nos rodea sea más plena. Esa plenitud en
nuestra relación con lo otro redunda finalmente en la plenitud de nuestra propia existencia.

Si desde el corazón descubrimos el genuino sentido de las cosas, desde allí


experimentamos también los valores, esto es la bondad atractiva de las cosas. Y
dado que la voluntad humana no se mueve ella misma, sino que es movida por el
bien (Santo Tomás, De divinis nominibus, 439), al corazón abierto a lo real no le
faltarán energías volitivas y afectivas: por eso, el corazón resulta ser también
sede de la vida fuerte.11

--------------------------------------------
Todo ser humano desea alcanzar su propio bien, ni siquiera Kant podía negar eso por
mucho que se esforzara. Nacemos con esta tendencia y es una inclinación que no podemos
negar ni rechazar. Pero el ser humano es también un hombre libre que puede decidir si le hará
caso a esta tendencia o no. Los demás entes naturales no “padecen” este modo de ser;
naturalmente se dirigen hacia su propio fin. En el caso del hombre es distinto. Nuestros actos
pueden ajustarse (y ser “justos”) o no ajustarse a la realidad. Puesto que somos libres,
podemos también equivocarnos, y de hecho nos equivocamos. Todos hemos cometido errores
alguna vez. Pues, para tratar de cometer la menor cantidad de errores posibles es necesario
ver claro. Sólo si vemos el camino podremos caminar en él como corresponde. Quien camina
con los ojos cerrados se desvía fácilmente.
Este es el llamado para el ser humano. Abrir los ojos, descubrir lo que la realidad tiene
para decirnos y obrar en consecuencia amando ordenadamente. Para esto está la ética; para
obrar y amar en consonancia con el orden natural y para alcanzar el propio bien.

11
E. Komar, Orden y Misterio, Fraternitas/Emecé, Buenos Aires, 1996.
29

EL LLAMADO A LA EIDOPÓIESIS
Los seres de la naturaleza estamos sometidos al paso del tiempo, es decir, pertenece a
nuestra realidad la inevitabilidad del cambio. No podemos no cambiar, no somos libres de
obedecer o no a esta ley natural. El cambio y el paso del tiempo, sin embargo, manifiesta
un doble rostro: tiene algo de negativo (implica desgaste, envejecimiento, corrupción…)
pero también algo de positivo (posibilita la maduración, el crecimiento, el progreso). Los
entes no-racionales (sean éstos causa de su cambio, como los entes vivos, o dependan para
cambiar exclusivamente de factores externos, como los entes inertes) están encadenados al
proceso de cambio siguiendo leyes relativamente fijas. El “proyecto” de su existencia en
devenir se hall predeterminado por normas que escapan a su iniciativa. En cambio, en el
caso del hombre las modificaciones que se producen tienen lugar de manera muy distinta.
Si bien el hombre tampoco tiene libertad para decidir cambiar o no (y algunos de sus
cambios también obedecen a layes naturales sobre las cuales no tiene dominio), el hombre
sí tiene libertad para direccionar algunos de sus cambios en base a las propias decisiones.
El ser humano, por su libertad, tiene en sus manos el timón de su propia existencia y es, en
consecuencia, artífice de su propio destino, en buena medida. Claro está que muchas cosas
le suceden sin que él intervenga con su elección, pero el hombre tiene la particularidad de
ser dueño de sí mismo y la posibilidad de elegir qué es lo que quiere hacer de sí mismo a lo
largo de su cambiante existencia. Esto es lo que brinda al ser humano un valor y una
dignidad especial, pero implica también el peligro de acertar o no en las decisiones que
dirigen sus cambios.
Por la ya mencionada libertad, este proceso de cambio adquiere en el hombre algunas
particularidades de relevancia moral. Intentaremos señalarlas haciendo referencia a dos
modos distintos de encarar los cambios en el caso del hombre: parállaxis y eidopóiesis.

Parállaxis (del griego pará, “hacia” y allo, “otro”). Es el cambio hacia otra cosa, hacia
algo distinto; es el cambio de tipo alterativo (del latín alterum, otro). Supongamos el caso
de alguien que continuamente cambia de rumbo en algún aspecto: en sus amores, en sus
estudios, en sus intereses, en sus ocupaciones… A primera vista podría parecer que hay allí
mucha vitalidad, mucho movimiento y dinamismo, incluso podría parecer que hay mucho
avance, pues siempre encara alguna cosa nueva, desechando lo anterior, sin estancarse en
ninguna cosa en particular. Pero si se piensa detenidamente, se observará que esa supuesta
dinamicidad es más bien un engaño; está más ceca de la quietismo de lo que se
sospecharía en un principio. Quien da un paso en una dirección, luego otro en otra, luego
vuelve a cambiar de rumbo, y luego vuelve a cambiar… ¿hacia dónde se dirige en
definitiva? ¿Ha habido allí verdadero avance? Más bien parecería que el sujeto casi no se
ha alejado del punto cero de su camino (puesto que, en realidad, no hay “camino”) y que,
por cambiar alterativamente a cada paso, lo suyo es un incesante tener que volver a
empezar una y otra vez desde el principio. Casi no se ha alejado del punto de partida y casi
no podría en este caso hablarse de progreso alguno. En el cambio permanente hacia otra
cosa parece haber mucha vitalidad, pero en realidad se produce una curiosa forma de
estancamiento. Por ejemplo, quien en sus relaciones continuamente pasa a “otro” podrá
parecer portador de una vida afectiva muy dinámica, pero sus relaciones y difícilmente
superen los pasos iniciales y alcancen la madurez y profundidad que se adquiere a través de
la permanencia y la fidelidad. Quien continuamente cambia el tema de sus estudios, podrá
juntar información muy diversa, pero difícilmente logre profundizar y encontrar un
conocimiento sólido sobre algún tema.
30

La parállaxis pone en evidencia que no hay verdadero cambio si no hay


permanencia. Solemos pensar cambio y permanencia como realidades opuestas, pero de
hecho están íntimamente relacionados: sólo puede cambiar y progresar algo que, a través
del cambio, ha permanecido de alguna manera el mismo.
En el hombre reviste esto una importancia radical, en especial en lo que a su relación
consigo mismo se refiere. El ser humano es, en la naturaleza, el que corre el peligro de no
ser fiel a sí mismo, de querer convertirse en otro, de ir ad alterum y por tanto adulterarse,
es decir, de querer ser algo o alguien que no es. Evidentemente aquí es imposible el
progreso e inevitable el fracaso. Filosóficamente hablando, el cambio es actualización de
una potencialidad, es decir la adquisición de una perfección que antes no se tenía. Pero si
bien previamente no se poseía esa perfección, sí se estaba ya en “posibilidad de adquirirla”.
El paso de esta posibilidad a su realidad (paso de estar en potencia a estar en acto) es en lo
que justamente consiste el cambio. Pero uno no puede actualizar otras potencialidades que
no sean las propias. Éstas pueden ser muchas, sin duda, pero que sean muchas no quiere
decir que sean infinitas ni que sean todas. Como ser finito que es, el hombre posee
potencialidades limitadas; no puede serlo todo ni puede ser todos. Solamente puede llegar a
ser él mismo, solamente puede avanzar si es coherente consigo y fiel a sí. Pero para eso
hay que buscar una vía distinta de la parállaxis.

Eidopóiesis: (del griego eidos, “esencia” y póiesis, “realización”, “desarrollo”) A


diferencia del cambio paraláctico, el cambio eidopoiético consiste en el movimiento de
realización de la propia esencia (kínesis eidopoiós). Es el cambio de aquel que se mantiene
fiel a sí mismo, de aquel que verdaderamente crece puesto que no busca ser quien no es,
sino que conociendo sus potencialidades se preocupa por llevarlas a la actualización y así
logra ser él mismo cada vez más, creciendo en identidad, integridad y consistencia. No es
estancamiento, porque hay cambio; pero no un cambio alterativo que adultera y falsea,
llevando al fracaso y a la frustración, sino el cambio perfectivo que implica permanencia.
Así, quien permanece fiel a sí mismo y crece siendo cada vez más el que es, se mantiene
también fiel a las cosas que son “lo suyo” (intereses, ocupaciones, amores, estudios),
profundizando en ellas, encontrando siempre algo novedoso dentro de lo mismo en lugar
de cambiar de rumbo a cada paso. Y, a su vez, eligiendo una y otra vez lo que es “lo suyo”
se elije cada vez más a sí mismo. Aquí hay progreso porque hay camino, y hay camino
porque la marcha mantiene una misma dirección.
Cada uno de nosotros no solamente es, sino que es de un modo que le es propio.
Cada cual tiene su modo de ser, único e irrepetible. Ese modo de ser es la esencia de cada
uno, que nos impone un límite (nos hace ser hasta-aquí), pero un límite positivo, ya que es
gracias a ese límite que somos quienes somos y no otros, ni nos diluimos en una totalidad
impersonal. Ahora bien, esta esencia no está ya plenificada desde un comienzo, sino que
necesita trabajo. Un trabajo que ha de respetar ese límite, pero ha de procurar desarrollar
todo lo que se pueda desarrollar dentro del marco que éste impone.12
12
“El hombre, en efecto, nunca «es», sino que «deviene»; el hombre nunca puede decir «yo soy el que soy»,
sino «yo soy el que llega a ser», o «yo llego a ser el que soy»: llego a ser actu (en realidad) el que «soy» en
potencia (posibilidad). Sólo Dios puede decir «yo soy el que soy»; sólo él puede llamarse así. Porque Dios es
actus purus, es potencia actuada, posibilidad realizada. En Dios hay una congruencia de existencia y modo de
ser, de existencia y esencia. Pero en el hombre el ser, por una parte, y el poder y el deber ser, por otra, discrepan
siempre entre sí. Esta discrepancia, esta distancia entre la existencia y la esencia, es lo propio del ser humano. Si
el sentido del ser humano estriba en reducir esta discrepancia, en acortar esta distancia, en una palabra: en
aproximar la existencia a la esencia, no se puede olvidar que nunca se trata de «la» esencia, como sería una
esencia «del» hombre que el hombre tuviese que realizar o representar, sino de la esencia propia de cada uno; se
trata de la realización de la posibilidad axiológica reservada a cada individuo. La máxima «llega a ser el que
31

No podemos no cambiar, decíamos al comienzo. Pero de nosotros depende si hemos


de cambiar para ser cada vez más plenamente nosotros mismos, o si hemos de adulterarnos
intentando ser alguien que en realidad no somos, ni seremos.

En la frustración hay ante todo un engaño, es decir, que la realización de un


impulso, de un deseo, de una volición está vinculada estrechamente al acierto y
que, si no hemos acertado, nos hemos frustrado. Entonces no es solamente un
problema de impulso, de energía, de tendencia, sino también de adonde va este
impulso, si va al centro, si está acertado o está desacertado.
La frustración tiene mucho de desacierto. El desacierto es absolutamente
inevitable si la realidad acerca de mí no me interesa, pues de esta manera pierdo
de vista lo que me conviene. La elección entre varios valores, su comparación, es
posible si tengo claro qué es aquello que de veras quiero. Si no conozco la verdad
acerca de mí mismo, no puedo decidir bien. El conocimiento de sí mismo es una
sólida valla contra la frustración, contra las críticas extremas y produce no ya
insensibilidad, pero sí una cierta independencia frente al qué dirán. [...]
Toda la vida ética está marcada entre dos principios. Uno es el “Conócete a ti
mismo”, inscripto en el Oráculo de Delfos, en Grecia, y del cual hizo un
programa de filosofía Sócrates. Hay que entenderlo dinámicamente: conocerme
siempre más y mejor. Es el punto de partida de toda vida ética, de toda
realización personal. El segundo dice: “Sé lo que eres”. Es del poeta griego
Píndaro. Sé actualmente lo que ya eres potencialmente. En la medida en que nos
estamos conociendo como somos, tenemos que realizarnos. [...]
El hombre bueno es un hombre perfecto. El concepto de lo perfecto ha quedado
recubierto de polvo y olvido en los últimos siglos. Es muy difícil decir qué
significa “perfecto”, qué es la perfección moral. Todo esfuerzo ético es un
esfuerzo de perfección. Los términos que significan virtud moral significan en el
fondo perfección, son términos positivos, de realización. [...]
El hombre necesita llegar a lo alto, pero no puede ser perfecto si no lo es en su
línea. Tiene que elaborar su rostro, explicitar sus posibilidades, no las de su
vecino.
E. Komar, La verdad como vigencia y dinamismo, Sabiduría Cristiana, p. 24-25

He de querer ser el que soy: querer ser yo realmente, y sólo yo. Debo ponerme en
mi yo, tal como es, asumiendo la tarea que con eso me está propuesta en el
mundo. La forma básica de todo lo que se llama “oficio”, “vocación”; pues
desde ahí me acerco a las cosas, y hacia ahí asumo las cosas.
[...]
Debo renunciar a tener cualidades que me están rehusadas; debo reconocer mis
límites y mantenerlos. Esto no significa la renuncia al esfuerzo de elevarse. Eso
puedo y debo hacerlo; pero en la línea de lo que se me ha dado... Tampoco puedo
sucumbir al resentimiento, esa actitud que revela que no he aceptado realmente

eres» no significa sólo «llega a ser el que puedes y debes ser», sino también «llega a ser lo único que puedes y
debes ser». No se trata sólo de que yo sea hombre, sino de que llegue a ser yo mismo.” V. Frankl, El hombre
doliente, p. 118
32

ni he renunciado de veras, y que consiste en hacer malo lo que se me ha


rehusado.
En la raíz de todo está el acto por el cual me acepto a mí mismo. Debo estar de
acuerdo con ser el que soy. De acuerdo con tener las propiedades que tengo. De
acuerdo con estar en los límites que se me han trazado.

R. Guardini, La aceptación de sí mismo, Lumen, p. 19-23

EL PROBLEMA DEL MAL


Algunas breves consideraciones

El mal es, sin lugar a dudas, uno de los temas que más envueltos en misterio están a la
hora de la meditación filosófica, y es además un tema que cala profundamente en la realidad
existencial del ser humano y cuya gravedad es indudablemente relevante.
El mal se nos revela en la cotidianeidad de nuestra existencia: a diario podemos
observar injusticias, sufrimientos y dolores de diversa índole, errores de todo tipo, mentiras
propias y ajenas, padecimientos y enfermedades, etc. El mal está a la vuelta de la esquina... o
ni siquiera tan lejos, a decir verdad. Para encontrarlo seguramente no haría falta alejarse de
uno mismo.
Sin embargo, a pesar de su evidente existencia en el mundo y del hecho de que tenemos
que vérnoslas con él a diario, no siempre nos detenemos a pensar en la naturaleza del mal en
cuanto tal. Pues bien, comencemos entonces por el principio: ¿qué es, en definitiva, «el
mal»?

Si procurásemos dar una definición clara del mal, seguramente habría una respuesta
sencilla que de modo casi inmediato surgiría en la mayoría de nosotros. Si alguien nos
pregunta qué significa que algo esté «mal», rápidamente responderíamos que significa que
«no está bien». A primera vista puede resultar una explicación simplista, sin embargo puede
ser una buena fuente para reflexiones ulteriores (en muchas ocasiones las definiciones
simples logran resumir lo esencial de algunas cuestiones y permiten que las reflexiones
avancen por los carriles del sentido común).
En primer lugar queda claro que la noción de mal implica de alguna manera la noción
de bien, a la cual se contrapone. De modo que si no hubiera «bien» tampoco podría haber
«mal». Si por ejemplo una labor técnica es realizada de manera incorrecta (mala) es porque
evidentemente había otra manera de realizarla que era la correcta (buena) y que no se dio en
este caso. Si, en cambio, no existiera manera correcta (buena), no existiría tampoco una
manera incorrecta (mala), de la misma manera como no existiría el error si no existiese, al
menos virtualmente, el acierto verdadero al cual el error se contrapone. No existirían acciones
malas, si es que no considerásemos que hay otras, las contrarias, que son buenas. «Todo mal
está fundado en algún bien y todo lo falso en algo verdadero.»13

13
I, 17, 4 ad 2. Una ética de corte relativista (si es que puede denominarse «ética») encuentra en consecuencias
grandes dificultades para hablar sobre el mal moral. Si cada uno inventa sus propias reglas, entonces no habría
ningún bien objetivo, por oposición al cual algo pudiese ser considerado malo.
33

El mal entonces supone el bien y a él se contrapone. ¿De qué manera? Volvamos sobre
lo ya dicho: lo que está mal es lo que NO está bien. Podemos señalar entonces que el mal es
la ausencia de bien. Si profundizamos un poco más y continuamos nuestra reflexión por el
mismo carril, podremos encontrar alguna idea más que logre iluminar el asunto. Al
conceptualizar al mal como «ausencia de bien» no sólo estamos diciendo aquí que lo malo se
contrapone a lo bueno (y que, en consecuencia, lo presupone), sino que descubrimos además
que el mal es ausencia, es decir una suerte de nada. Pensemos por ejemplo en un caso de mal
físico, como la ceguera. ¿Cómo la definiríamos? Como «ausencia de visión» parece ser una
definición satisfactoria. Pues bien, la ceguera entonces, rigurosamente hablando, no es algo
que efectivamente «esté ahí», sino que es más bien el «no estar» de algo. El mal, en
consecuencia, no se inscribe en la línea del ser, sino en la línea del no-ser, como falta. Todo
lo que es, por el sólo hecho de ser, tiene algo de bueno, y por ello «el ente y lo bueno son
convertibles». El mal, en cambio, está más bien vinculado con la ausencia de ser, como si se
tratase de un agujero insertado en el ser de las cosas.

Pero precisemos un poco más: ¿toda ausencia es ya un «mal»? Ciertamente no parece


ser así. Si observamos a los seres inanimados, por ejemplo, notaremos que en ellos tampoco
se da la visión, y sin embargo no lo señalaríamos como un mal (y por eso no decimos que los
minerales sean «ciegos»). La no-visión en una piedra no es un mal, puesto que la visión no es
algo que a la piedra le corresponda por su naturaleza. En el caso de determinados animales o
en el ser humano, por ejemplo, a cuya naturaleza sí corresponde el tener la capacidad de ver,
podemos considerar que la ausencia de visión es en efecto algo malo. De modo que no todo
tipo de ausencia es por sí un mal, sino sólo la ausencia de algo que debería estar y no está.
Este tipo de ausencias es lo que, rigurosamente, se denominan «privaciónes». Las
privaciones son ausencias de lo debido, y el mal es entonces una privación del bien, es decir
el «no estar» de un bien que debería estar.

Avancemos un poco más: si el mal es el no estar de algo que debería estar, significa
entonces que el mal es contingente (no necesario). Si fuera necesario, ya no podríamos decir
que es otra cosa la que debería o correspondería darse, puesto que lo necesario excluye de por
sí las otras posibilidades. Si hay una única opción (que, en rigor, no sería verdaderamente
“opción” en consecuencia), ya no podemos tildarla de mala, justamente porque es la única
posible. Para que algo sea malo debe suponerse otra posibilidad que sea mejor y que,
justamente, no se haya dado.

Y si el mal es contingente, significa entonces que es fruto de la libertad. Podría no


haberse dado, debería no haberse dado, pero se dio (como ausencia) porque un ser personal
así lo decidió. ¿Significa esto que siempre que hay libertad hay también mal? ¿O incluso que
el mal nos hace más libres? Ciertamente no. Ya hemos señalado que la libertad tiene como
finalidad el bien y que una libertad que elige correctamente es más eficiente y más plena; en
consecuencia, una libertad que elige de modo deficiente no logra alcanzar su finalidad y se ve
por lo tanto empobrecida, empobreciendo en consecuencia también al sujeto.

El mal es fruto de la libertad, pero no es válida la conclusión inversa. La libertad no es


fruto del mal, aunque sí su condición de posibilidad (no podría hablarse de “mal” si la
libertad no existiera). En una cosmovisión determinista, en la que se niega la libertad del
hombre, no hay lugar para hablar del mal. Pues no podríamos escoger la opción desacertada
si no fuéramos libres. En consecuencia, la libertad le es esencial al mal, lo cual no significa
que el mal le sea esencial a la libertad.
34

Se presenta aquí, sin embargo, una nueva dificultad. Si la voluntad libre del hombre
tiende por naturaleza al bien y si admitimos que toda vez que elegimos algo es porque hemos
visto algo bueno en ello (de lo contrario nuestra voluntad no sería atraída hacia eso) ¿cómo es
posible que elijamos algo que no es bueno? Es más, si sostenemos que todo ente tiene algo
bueno, ¿cómo explicar el mal? Con este interrogante luchó, entre otros, San Agustín de
Hipona, llegando a la siguiente conclusión: “Pecado o iniquidad no es el deseo de
naturalezas malas, sino el abandono de otras mejores.”14
La causa del mal está, en consecuencia, en la libre voluntad del hombre, que no elije el
mal en cuanto tal –puesto que por naturaleza tiende hacia el bien– sino que elije mal los
bienes. El mal es fruto de la libertad (de una libertad deficiente) pues a veces ésta elige
opciones buenas (pues todas incluyen algo bueno en sí) cuando en realidad podría (y debería)
elegir otras opciones que son mejores.
El mal nace en la libertad del hombre cuando este no respeta un orden que la antecede y
este no-respetar es justamente su privación, su no-ser o “agujero”, esa falencia, esa ausencia
de algo que debería estar. Por eso, el mal es una especie de des-orden, una falta de acierto en
el diálogo con el ser de las cosas y su valor intrínseco.

En su desordenada relación con lo otro (con los demás, con la realidad) el hombre
potencia también su desorden interno, o para decir mejor, daña su ordenada disposición,
desde la cual sale al encuentro con el mundo. Fácil resulta entonces ver que las malas
decisiones no potencian la libertad, sino que la debilitan. Una voluntad que actúa en contra
del hombre, que es su sujeto, y boicotea su tendencia natural, que es hacia el bien, se boicotea
a sí misma, por más que esto lo haga libremente. Claro que el mal no anula la libertad del
todo – siempre queda la posibilidad de seguir eligiendo y reencausar los pasos – pero sí la
debilitan en un sentido cualitativo, hiriendo su eficiencia. El ser humano es ese misterioso ser
que, justamente por ser libre, puede obrar libremente en contra de su propia libertad. Con el
mal daña no sólo a los que lo rodean, sino también su propia naturaleza y su disposición
interna en vista a futuras decisiones y acciones, favoreciendo un desorden que entorpece la
capacidad de ser firmemente dueño de sí mismo y habitar en su centro interior, ya que es
difícil habitar donde hay desorden.

14
San Agustín, De. Nat. Boni 34
35

NOCIONES ÉTICAS BÁSICAS


Ya hemos hablado sobre la sindéresis, el hábito de los primeros principios en el orden
práctico, según el cual hay que hacer el bien y evitar el mal. Hemos mencionado ya también
la importancia de una mirada intelectualmente lúcida de la realidad objetiva, para armonizar
el obrar humano con las exigencias que el mismo orden natural le plantea. Obrar bien es, en
definitiva, vivir según la razón, vivir en diálogo con el ser de la realidad, alcanzando un orden
en el amor (ordo amoris) que dialogue con el valor de las cosas favoreciendo una existencia
de mayor plenitud.
Es turno ahora de mencionar un poco más en detalle algunos criterios de moralidad a
tener en cuenta a la hora de analizar la bondad de los actos. Comenzaremos por los criterios
objetivos (las denominas “Fuentes de la Moral”) y luego haremos alguna mención sobre el
aspecto subjetivo, sobre el juicio moral que el hombre mismo realiza sobre sus actos (la
“Conciencia Moral”).

Fuentes de la Moral:
El análisis objetivo de un acto humano implica tener en cuenta tres aspectos que lo
envuelven

 OBJETO: Es la materia en la cual consiste el acto, el “¿qué se hace?” (ayudar a un


amigo, cometer un homicidio, realizar donaciones, robar). Es, de hecho, la parte
visible del acto, que puede ser buena o no.

 INTENCIÓN: Es la finalidad que persigue el sujeto con la realización del acto, el


“¿para qué?”. Es la parte menos visible del acto, la parte interior, que también puede o
no ser buena.

 CIRCUNSTANCIAS: Son los aspectos accidentales que rodean al acto: ¿cómo?,


¿cuánto?, ¿dónde?, etc.

Muchas veces se ha centrado la atención en la intención del acto, suponiendo que una
buena intención convierte en buena la acción realizada (“lo que importa es la intención”). Sin
embargo, ha de tenerse en cuenta que para que el acto sea bueno, han de ser bueno no sólo la
intención sino también el objeto; una buena intención no basta para que el acto sea justo.
La buena intencionalidad del sujeto no es suficiente para convertir en bueno un objeto
que no lo es. Alguien puede tener la buena intención, por dar un caso, de alimentar a la
familia a su cargo. Sin embargo puede recurrir a métodos delictivos para conseguirlo, en cuyo
caso, el objeto de la acción es éticamente desacertado. La buena intención, en ese caso, no
convierte en bueno el acto, puesto que el objeto no es bueno.
También puede suceder el caso inverso: alguien puede ir en auxilio de un necesitado,
pero con la finalidad de sacar un provecho personal posterior (un político, por ejemplo, que
brinda ayuda a los indigentes con la finalidad de obtener mayor cantidad de votos en las
próximas elecciones). En ese caso observamos un objeto bueno del acto (ayudar a alguien
que lo necesita) pero que es llevado a cabo con una intención defectuosa, convirtiendo a otro
ser humano en un mero medio, en un instrumento para el beneficio propio. Tampoco aquí
estamos ante la presencia de un acto bueno, si bien ha sido bueno el objeto.
36

En definitiva, como hemos expresado arriba, para que el acto humano sea
moralmente bueno, deben ser buenos tanto el objeto como la intención.
Las circunstancias no alcanzan por sí solas para definir la moralidad de un acto, pero sí
pueden acentuar o disminuir el mérito en el caso de los actos moralmente buenos, o bien
agravar o reducir la gravedad en el caso de los actos moralmente malos. No es lo mismo por
ejemplo robar $ 50.- a robar $ 50.000, si bien el robo es un acto malo; lo que varía entre un
ejemplo y otro es la circunstancia (en este caso, la cantidad) que convierten al segundo
ejemplo en algo de mayor gravedad. No es lo mismo cometer un acto violento en un arrebato
pasional, que llevar a cabo la misma acción con una fría planificación.
Rara vez las circunstancias llegan a modificar la moralidad de un acto en particular,
pero podrían analizarse casos en ese sentido, como por ejemplo un homicidio cometido en
legítima defensa.

Conciencia moral:
La conciencia juzga nuestro funcionamiento como seres humos; es (como lo indica la raíz de la
palabra con-scientia) conocimiento de uno mismo, conocimiento de nuestro éxito o fracaso en el arte
de vivir.
E. Fromm, Ética y Psicoanálisis, Méjico, FCE, 2004, p. 173.

La conciencia revela cómo los actos están arraigados en la profundidad del alma, y retiene el yo –a
pesar de su libre movilidad- es esta profundidad: la voz que sale de lo profundo lo llama sin cesar a
su lugar para responder allí de su acción y para comprender lo que produjo su acción, porque los
actos dejan sus huellas en el alma: enseguida el alma se encuentra en un estado diferente del
anterior. (...) En su interioridad el alma experimenta lo que ella es y cómo es, de una manera oscura
e inefable que le presenta el misterio de su ser en cuanto misterio, sin descubrírselo enteramente. Por
otra parte, ella lleva en su quid la determinación de lo que debe llegar a ser: por medio de lo que
recibe y lo que hace. Siente la compatibilidad o incompatibilidad de lo que acoge en sí con su ser
propio, si le es provechoso o no, si sus acciones van o no en el sentido de su ser.
Edith Stein, Ser finito y Ser eterno, Méjico, FCE, 1996, p. 455

Nos resta considerar cómo juzgamos la moralidad de nuestros actos. Para ello hacemos
referencia a la noción de la conciencia.
Muchas veces se oye hablar de la “voz de la conciencia”, o de los “cargos de
conciencia”, o de alguien que manifiesta estar “con la conciencia tranquila”. Para hablar con
un poco más de rigor, aclaremos que la conciencia no es un ente (como sí lo es un hombre) ni
tampoco una facultad (como sí lo es la inteligencia). Pero sí son actos que el hombre realiza
con su inteligencia; se trata más precisamente de juicios realizados por la razón práctica
sobre la moralidad de los actos.
Estos juicios son, de alguna manera, inevitables. Puesto que el hombre sabe que debe
obrar el bien y evitar el mal (sindéresis), lo que debe hacer es aplicar esa norma general a
cada acto concreto que realiza. Por lo tanto es natural que se convierta en juez de sí mismo y
juzgue sobre la bondad o maldad de las acciones que lleva a cabo. Mediante estos juicios
indagamos sobre las cosas que habremos de hacer o que es preferible no hacerlas, sobre las
cosas que hemos hecho y si hemos acertado o no al realizarlas, etc.
Mencionaremos a continuación algunas distinciones que se pueden realizar en la
conciencia moral del hombre.
37

 En cuanto a su adecuación con la realidad, la conciencia moral puede ser:

- Verdadera: Cuando coincide con la realidad, juzgando como bueno un acto que lo
es de hecho, o como malo un acto que es objetivamente malo.

- Falsa: Cuando no coincide con la realidad, al juzgar como bueno un acto que es
malo o viceversa.

En el caso de la conciencia falsa hay una ignorancia debido a la cual nuestra


inteligencia no logra ver la realidad objetiva. Cabe señalar sin embargo que la
ignorancia puede ser “invencible” (cuando no se sabe algo y no hubo modo de que
uno lo supiera) o “vencible” o “culpable” (cuando el sujeto ignora algo por propia
decisión, porque, pudiendo conocer la verdad, no quiso conocerla). La ignorancia
culpable es inexcusable, ya que se trata de la ausencia de un conocimiento debido en
un sujeto capaz.
Dentro de la conciencia falsa podemos encontrar también dos extremos desfavorables:
la conciencia escrupulosa, que consiste en considerar como malos todos los actos
que uno realiza, y la conciencia laxa, que es la conciencia “relajada”, que consiste en
juzgar todos los actos realizados como buenos.

 En cuanto a su intención de objetividad, puede ser:

- Recta: es la conciencia que busca sinceramente la objetividad del conocimiento.

- Mala: es la conciencia arbitraria, el “intelecto caprichoso” que no tiene interés por


conocer las cosas tal como objetivamente son.

Una conciencia recta no es necesariamente una conciencia verdadera, puesto que, aún
con intención auténtica de conocer la verdad, se puede caer en el error. Tampoco, en
consecuencia, una conciencia falsa es necesariamente una conciencia mala, salvo en
el caso ya mencionado de que se trate de una “ignorancia culpable”.

 En cuanto al grado de certeza, la conciencia puede ser:

- Cierta: Cuando hay total evidencia de la bondad o maldad de un acto, posibilitando


un juicio con plena certeza.

- Dudosa: Cuando la inteligencia no encuentra razones para inclinarse por una u otra
opción. En consecuencia se produce una suspensión del juicio.

- Probable: Cuando la inteligencia se inclina por una de las posibilidades, sin que
haya una plena evidencia.

Pasando de estas clasificaciones teóricas a la vida práctica, lo ideal sería desde luego
poder obrar siempre con conciencia verdadera, recta y cierta. Sin embargo, en la
mayoría de las oportunidades obramos con conciencia probable, dada la dificultad
para alcanzar una certeza absoluta en el análisis de lo concreto; por ello la mayoría de
nuestras acciones implican un cierto grado de riesgo.
38

Debe tratar de evitarse obrar con conciencia dudosa, salvo en los casos que sea
necesario para evitar un mal mayor.

 En cuanto al aspecto temporal, la conciencia puede ser:

- Antecedente: el juicio moral se realiza antes que el acto, es decir, es una valoración
sobre las acciones que habremos de realizar, sobre el acierto de realizarlas o no.

- Concomitante: el juicio se realiza mientras se está realizando el acto en cuestión, es


decir, se juzga moralmente lo que se está haciendo es ese momento.

- Consecuente: el juicio versa sobre los actos ya realizados en el pasado. Es en estos


casos que a veces sucede el arrepentimiento, el habitualmente denominado “cargo de
conciencia”.

Naturalmente, el arrepentimiento no tiene ninguna posibilidad de modificar lo ya


sucedido. El sentimiento de culpa puede incluso llegar a ser nocivo, paralizando la
capacidad productiva futura. Sin embargo, sería un desacierto considerar por ello al
arrepentimiento como algo a evitar a toda costa. Tiene la importancia de lograr ver los
errores cometidos (y todos cometemos errores, demás está decirlo) y procurar la no
repetición de los mismos en ocasiones venideras. Además planta al hombre ante la
ocasión, no siempre fácil de lograr, de perdonarse a sí mismo.

Más allá de estas distinciones, el ser humano tiene el deber de obrar siempre en
conciencia, es decir (suponiendo el caso de que se trate de una conciencia recta), ha de hacer
lo que su conciencia le indique, aunque se trate de una conciencia falsa. Si, supuesta la
sincera intención de objetividad, la conciencia indica que se debe hacer esto o aquello, pues
bien, adelante.
Sin embargo, junto con este derecho (y deber) de obrar en conciencia se debe tener
también presente el deber (y el derecho) de educar la conciencia. Como todas las acciones
del hombre, también los juicios morales sobre los propios actos son susceptibles de mejora,
por eso a la conciencia hay que formarla, entrenarla, capacitarla, instruirla, para que
paulatinamente esté facultada de hacer mejor los juicios correspondientes. No alcanza
simplemente con juzgar, sino que hay que intentar hacerlo bien.
El ritmo agitado del habitual estilo de vida contemporáneo tiende a desfavorecer la
formación de una conciencia moral lúcida. Para que esta formación sea posible es
imprescindible la mirada contemplativa, la reflexión detenida, de lo contrario se hace
dificultoso el juicio de los propios actos a través del diálogo consigo mismo 1. El hombre
corre el peligro de estar ausente ante sí, de no estar centrado en su interior y, en consecuencia,
de perder la posibilidad de ser una fuente idónea de las propias acciones.
1
Fromm señala la dificultad de comprender los mensajes de la propia conciencia y da como una de las razones
para dicha dificultad la incapacidad del hombre de nuestra cultura de escucharse a sí mismo: “Prestamos
atención a cualquier voz y a cualquier persona, pero no a nosotros mismos. Constantemente nos hallamos
expuestos a las opiniones e ideas que martillean sobre nosotros desde todas partes: las películas
cinematográficas, los periódicos, la radio, la charla. Si hubiésemos planeado intencionalmente impedirnos el
prestar atención a nosotros mismos no lo podríamos haber hecho mejor.” Señala además el autor que la
dificultad que encontramos para escucharnos a nosotros mismos estriba en el hecho de que el hombre
contemporáneo no sabe estar solo consigo mismo y ha desarrollado una fobia de estar solos (Ética y
Psicoanálisis, p. 176-177).
39

Esta educación de la conciencia, debe aclararse, no se produce exclusivamente en el


diálogo que la persona realiza consigo misma. El hombre no es un ser aislado, sino que su
vida se desarrolla desde el mismo comienzo en contacto con otros hombres. Desde la misma
concepción el ser humano depende de otros, no sólo para sobrevivir, sino también para
desarrollarse física, intelectual, volitiva, afectiva y moralmente. De modo que los demás
indudablemente influyen en la propia conciencia. La mirada que uno tenga sobre sí mismo y
sobre las cosas que uno hace se ve influenciada por la familia, la educación, la cultura, los
medios, la religión, el ámbito social en general. Sin embargo, si consideráramos que esta
influencia es absolutamente determinante, terminaríamos negando la libertad de la persona
concreta y pasaríamos a verla simplemente como un instrumento de sus influencias socio-
culturales.
Afirmar que el hombre es un ser libre no quiere decir, naturalmente, que esté exento de
influencias y que sea un ente absolutamente independiente. Como todo ente finito, su
existencia depende en gran medida de lo otro, de lo distinto de él. Pero el hombre sí tiene la
libertad para que esas influencias no determinen completamente su modo de ver la realidad y
su obrar.
Algunas influencias son sin duda positivas, y como tales favorecen el crecimiento del
ser humano, en todos los aspectos de su persona. Otras influencias pueden ser negativas,
dificultando el buen desarrollo.2 Está en las manos de cada hombre procurar tener una mirada
crítica, progresar en la capacidad de poner en tela de juicio dichas influencias, discerniendo
cuáles son o han sido positivas y cuáles no. La misma aceleración del mundo contemporáneo
que mencionamos arriba hace dificultosa también esta mirada crítica de la persona concreta,
que no se detiene en analizar los influjos recibidos, todo lo cual promulga nuevas formas de
esclavitud de las cuales el hombre es muchas veces incapaz de darse cuenta siquiera.
Insistimos en la importancia de lograr y mantener una vida interior fuerte y atenta, para
agudizar la mirada y mejorar paulatinamente en la mirada de qué es lo correcto, qué no,
cuáles fueron los errores cometidos, cuáles los aciertos. Sólo una interioridad sólida puede
relacionarse sólida y libremente con la realidad.

2
Véase al respecto el análisis que Fromm realiza sobre la “conciencia autoritaria” y su comparación con la
“conciencia humanista” en Ética y Psicoanálisis, pp. 157-172.
40

Aristóteles: la Felicidad
Fragmentos de la Ética a Nicómaco
1- Todo arte y toda investigación e, igualmente, toda acción y libre elección parecen
tender a algún bien; por eso se ha manifestado, con razón, que el bien es aquello hacia
lo que todas las cosas tienden. [...] Pero
como hay muchas acciones, artes y ciencias,
muchos son también los fines; en efecto, el
fin de la medicina es la salud; el de la
construcción naval, el navío; el de la
estrategia, la victoria; el de la economía, la
riqueza. Pero cuantas de ellas están
subordinadas a una sola facultad (como la
fabricación de frenos y todos los otros arreos
de los caballos se subordinan a la equitación,
y, a su vez, ésta y toda actividad guerrera se
subordinan a la estrategia, y del mismo
modo otras artes se subordinan a otras
diferentes), en todas ellas los fines de las
principales son preferibles a los de las
subordinadas, ya que es con vistas a los
primeros como se persiguen los segundos.

2- Si, pues, de las cosas que hacemos hay algún fin que queramos por sí mismo, y las
demás cosas por causa de él, y lo que elegimos no está determinado por otra cosa [...]
es evidente que este fin será lo bueno y lo mejor [...] ¿cuál es el bien supremo entre
todos los que pueden realizarse? Sobre su nombre, casi todo el mundo está de
acuerdo, pues tanto el vulgo como los cultos dicen que es la felicidad, y piensan que
vivir bien y obrar bien es lo mismo que ser feliz. Pero sobre lo que es la felicidad
discuten y no lo explican del mismo modo el vulgo y los sabios. Pues unos creen que
es alguna de las cosas tangibles y manifiestas como el placer, o la riqueza, o los
honores; otros, otra cosa; muchas veces, incluso, una misma persona opina cosas
distintas: si está enferma piensa que la felicidad es la salud; si es pobre, la riqueza; los
que tienen conciencia de su ignorancia admiran a los que dicen algo grande y que está
por encima de ellos.

3- Ahora bien, al [fin] que se busca por sí mismo le llamamos más perfecto que al que se
busca por otra cosa, y al que nunca se elige por causa de otra cosa, lo consideramos
más perfecto que a los que se eligen, ya por sí mismos, ya por otra cosa.
Sencillamente, llamamos perfecto lo que siempre se elige por sí mismo y nunca por
otra cosa. Tal parece ser, sobre todo, la felicidad, pues la elegimos por ella misma y
nunca por otra cosa. [...] Consideramos suficiente lo que por sí solo hace deseable la
vida y no necesita nada, y creemos que tal es la felicidad. Es lo más deseable de todo,
sin necesidad de añadirle nada; pero es evidente que resulta más deseable, si se le
añade el más pequeño de los bienes, y, entre los bienes, el mayor es siempre más
deseable. Es manifiesto pues, que la felicidad es algo perfecto y suficiente, ya que es
el fin de los actos.
41

4- El vivir, en efecto, parece también común a las plantas, y aquí buscamos lo propio
[del hombre]. Debemos, pues, dejar de lado la vida de nutrición y crecimiento.
Seguiría después la [vida] sensitiva, pero parece que también ésta es común al
caballo, al buey y a todos los animales. Resta, pues, cierta actividad propia del ente
que tiene razón.

5- En cuanto a la vida de negocios, es evidente que la riqueza no es el bien que


buscamos, pues es útil en orden a otro.

6- Ocuparse y trabajar por causa de la diversión para necio y muy pueril; en cambio,
divertirse para afanarse después parece, como dice Anacarsis, estar bien; porque la
diversión es como un descanso, y como los hombres no pueden estar trabajando
continuamente, necesitan descanso. El descanso, por tanto, no es un fin, porque tiene
lugar por causa de la actividad.

7- [...] algunos identifican la felicidad con la buena suerte [...] Pero confiar lo más
grande y lo más hermoso a la fortuna sería una gran incongruencia. [...] Porque está
claro que, si seguimos las vicisitudes de la fortuna, llamaremos al mismo hombre tan
pronto feliz como desgraciado, representando al hombre feliz como una especie de
camaleón y sin fundamentos sólidos.

8- No es sin razón el que los hombres parecen entender el bien y la felicidad partiendo
de los diversos géneros de vida. Así el vulgo y los más groseros los identifican con el
placer, y, por eso aman la vida voluptuosa – los principales modos de vida son, en
efecto, tres: la que acabamos de decir, la política y, en tercer lugar, la contemplativa-.
La generalidad de los hombres se muestran del todo serviles al preferir una vida de
bestias [...]

9- [Algunos] creen que el bien son los honores, pues tal es ordinariamente el fin de la
vida política. Pero, sin duda, este bien es más superficial que lo que buscamos, ya que
parece que radica más en los que conceden los honores que en el honrado, y
adivinamos que el bien es algo propio y difícil de arrebatar.

10- Si la felicidad es una actividad de acuerdo con la virtud es razonable [que sea una
actividad] de acuerdo con la virtud más excelsa, y esta será una actividad de la parte
mejor del hombre. [...] Y esta actividad es contemplativa (pues el intelecto es lo mejor
de lo que hay en nosotros); también es la más continua, pues somos más capaces de
contemplar continuamente que de realizar cualquier otra actividad. Y pensamos que el
placer debe estar mezclado con la felicidad, y todo el mundo está de acuerdo en que la
más agradable de nuestras actividades virtuosas es la actividad en concordancia con la
sabiduría. [...] El sabio, aun estando solo, puede teorizar, y cuanto más sabio, más;
quizá sea mejor para él tener colegas, pero, con todo, es el que más se basta a sí
mismo. Esta actividad es la única que parece ser amada por sí misma, pues nada se
saca de ella excepto la contemplación, mientras que de las actividades prácticas
obtenemos, más o menos, otras cosas, además de la acción misma.

11- Lo que es propio de cada uno por naturaleza es lo mejor y lo más agradable para cada
uno. Así, para el hombre, lo será la vida conforme a la mente, si, en verdad, un
hombre es primariamente su mente. Y esta vida será también la más feliz.
42

12- Consideramos que los dioses son en grado sumo bienaventurados y felices, pero ¿qué
género de acciones hemos de atribuirles? [...] La actividad divina que sobre pasa a
todas las actividades en beatitud, será contemplativa, y, en consecuencia, la actividad
humana que está más íntimamente unida a esta actividad, será la más feliz. [...] Pues,
mientras toda la vida de los dioses es feliz, la de los hombres lo es en cuanto que
existe una cierta semejanza con la actividad divina. [...] El sabio será el más feliz de
los hombres.

13- [L]as cosas que son por naturaleza agradables son agradables a los que aman las
cosas nobles. Tales son las acciones de acuerdo con la virtud, de suerte que son
agradables para ellos y por sí mismas. Así la vida de estos hombres no necesita del
placer como de una especie de añadidura, sino que tiene el placer en sí misma.

"HACÉLE CASO A TU SED"1


(REFLEXIONES SOBRE LA FELICIDAD)
Agustín Echavarría y Christián Carman

(La felicidad consiste en el dinero)

CHRISTIÁN: El drama de la felicidad es uno de los más terribles desde lodos los tiempos. El drama es
ton simple como dramático: Todos deseamos ser felices, pero no todos lo logramos.
Todos buscamos la felicidad, pero no todos la encontramos. El objetivo de esta pequeña
contribución es decirles a Uds. dónde está la felicidad y así solucionar el gran drama...
AGUSTÍN: Poco pretencioso lo tuyo... .
C: ... sigo después de esta inoportuna interrupción. Normalmente cuando los individuos de una
especie tienen una necesidad, es el mismo objeto el que la colma. Por ejemplo: los hombres tienen
sed, el agua es el objeto que la colma. Es evidente que pueden ser más de uno el objeto (un jugo
de naranja, alguna gaseosa), pero todos tienen que tener alguna característica en común que sea la
responsable de calmar esa necesidad. Así, podría haber muchos objetos que colmen la sed de
felicidad, pero deben tener alguna característica en común e intentaremos encontrarla. Así
llegaremos al objeto que colma el deseo de felicidad del hombre.
A: ¿Qué derecho tenés vos a decirnos dónde tenemos que buscar la felicidad?
C: No, no tengo ningún derecho. Todos tienen el derecho de buscarla donde quieran, pero ese derecho
implica el riesgo de no encontrarla. Trataremos de encontrar el objeto que nos hace felices, para que
cada uno pueda trazar su plan para conquistarlo. Cuando alguien tiene sed, nunca rechaza el agua.
Busquemos algo, entonces, que cuando el hombre tiene sed de felicidad, nunca rechazará. Es más:
como el hombre siempre tiene deseos de ser feliz, tiene que ser algo que jamás se rechace. Y no hay
que buscar mucho: Nadie rechazaría ganarse la lotería. Evidentemente todos buscamos el dinero.
Podríamos afirmar, entonces, que la felicidad consiste en el dinero. Por eso esa famosa frase: "El
dinero no hace a la felicidad" es muy cierta...
A: ¿¡cómo!?
C: Claro, el dinero no hace la felicidad, el dinero es la
felicidad. A: Por eso vos estudiaste filosofía, para llenarte de
dinero...
C: Ah, claro, porque vos estudiaste marketing...
1
El presente texto pertenece a las actas de la primer Jornada de Filosofía Para No Filósofos organizada por
Boethium. El trabajo está inspirado en Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II , 2. Respetamos aquí
la versión original del texto con el único cambio de la actualización de algunos ejemplos, con autorización de
los autores.
43

A: No. Pero yo no digo que la felicidad consista en el


dinero. C: ¿Y por qué no?
A: En primer lugar: vos dijiste que la felicidad tiene que ser algo que lodos deseen, pero no es cierto
que lodos desean el dinero.
C: ¿Ah no? ¿Quien no? A ver, un sólo ejemplo, un sólo ejemplo y me callo.
A: Bueno, uno sólo: Cuando un periodista, viendo lo fatigosa y difícil que era la obra que realizaba la
Madre Teresa de Calcuta, le dijo que él no haría eso ni por un millón de dólares...
C: ¡Y ahí está!, ¿ves? El periodista piensa que el dinero es la felicidad, es lo que él más valora.
A: Sí, pero espera, déjame terminar: La Madre le respondió: yo tampoco lo haría por un millón de
dólares.
C: Me pusiste un ejemplo, me callo. ¡No, no me callo nada! Es obvio que la Madre Teresa no era feliz; y
no era feliz porque no tenía dinero.
A: Y además, hay infinidad de santos que han repartido sus fortunas entre los pobres o que
simplemente han renunciado a ellas para buscar la felicidad, pensá en Francisco de Asís o en San
Juan. Bautista De La Salle. No es cierto, entonces, que todos buscan el dinero, pero tampoco es cierto
que todos los que tienen dinero son felices.
C: Sí claro, seguro: Bill Gates está llorando todo el día.
A: No pero Maradona, Monzón, Gatica, Mike Tyson... ¿te acordás lo que dijo Rockefeller segundos,
antes de morir?
C: No, ¿y vos te acordás lo que dijo Einstein antes de morir?
A: No, ¿que dijo?
C: No se sabe porque lo dijo en alemán y la enfermera no sabía alemán.
A: Hablemos en serio. Rockefeller dijo: "He cometido el error más grande que un hombre puede
cometer en la vida: no he sido feliz". Es claro, entonces, que no todo el que tiene dinero es feliz.
C; Te hago una pregunta a vos que sabes tanto: Si yo deseo algo y no lo tengo, ¿soy plenamente feliz?
A: Y, no, no sos feliz...
C: Entonces, se podría decir que la felicidad consiste en tener todo lo que uno desea. Y con el dinero,
obviamente, uno puede obtener todo lo que desea. O sea que el que tiene dinero tiene todo lo que
desea, es decir que el dinero es la felicidad.
A: Es cierto que se pueden comprar muchas cosas, pero no
todo. C: Ah ¿no? ¿qué no se puede comprar? Todo tiene un
precio...
A: No, no es cierto, lo espiritual no puede comprarse, no tiene precio: ¿Cuánto dinero necesita
Britney Spears para recuperarse de su adicción?, o ¿cuánto necesitás vos para poder parir una sola
idea?
C: Sí, podría no ser inteligente, pero con dinero puedo comprar el título que quiera.
A: El título es lo de menos. Podes comprar el papel que es material, pero no el conocimiento. Podes
comprar una noche de placer pero ni un segundo de amor.
C: Yo me conformaría con la noche de placer. Pero sigamos: ¿estás de acuerdo en que la felicidad es lo
que uno más quiere?
A: Sí.
C: Y también en que cuanto más dinero tiene uno, más dinero quiere.
A: También.
C: ¡Entonces estás de acuerdo en que la felicidad consiste en el dinero!
A: ¡No! A ver cómo te lo hago entender. Cuando uno toma agua salada, ¿qué pasa? Tiene más sed. ¿Y
por qué? porque el agua que toma no le quita la sed.
C: Sí, ¿y?
A: Que lo mismo pasa con el dinero. Uno desea más justamente porque lo que tiene no lo llena, como
el agua salada. El dinero no colma la sed de felicidad, por eso uno nunca está conforme con lo que
tiene.
C: No, no estoy de acuerdo. Yo no compararía mi dinero con agua salada sino con una mujer que amo. Yo
quiero mi dinero cada vez más como uno quiere cada vez más a quien ama. La quiero cada vez más
no porque no me llena, sino justamente porque me llena.
A: Parece un argumento un poco infantil. ¿Así que vos cada día querés más al billete de dos pesos que
tenés en el bolsillo?
C: No, es distinto.
A: Es obvio que no querés más el dinero que tenés sino que querés más dinero del que tenés. Y si
querés más es porque el que tenés no te llena. Tu ejemplo se parece al que busca otras mujeres porque
la suya no lo llena, y si busca otras es porque evidentemente no encuentra la felicidad en ella.
C: No. Yo no digo que este billete me hace feliz y por eso lo quiero cada vez más. Sino que "el dinero"
me hace feliz y por eso lo quiero cada vez más.
A: No, insisto: no lo querés cada vez más, querés cada vez más, que es distinto.
44

C: De todas maneras, yo me conformo con una caja fuerte llena.


A: ¿Así que sos feliz con una caja fuerte llena?
C: Llena de plata, claro está.
A: Pero suponete que pierdas la llave o te olvides la combinación: ¿seguís siendo tan feliz como
antes? C: No.
A: ¿por qué? Si seguís teniendo el mismo dinero.
C; Sí, pero no puedo disfrutarlo.
A: Y ¿cómo lo disfrutas?
C: ¡Gastándolo! ¿Para qué quiero la plata si no puedo gastarla?
A: ¡Allí está! El dinero está para gastarlo. Lo que te hace feliz no es el dinero sino lo que comprás con
el dinero. ¿De qué te sirve tener la billetera llena en medio de un desierto? De nada. El dinero no
vale en sí mismo, es un medio. Y la felicidad no te la da el medio sino el fin. La felicidad tiene que
ser un fin en sí mismo, no puede ser buscada por otra cosa y vos al dinero lo buscas por otra cosa, para
comprar...
C: Sí, estoy de acuerdo: una característica de la felicidad es que es un fin que se busca en sí mismo.
A: Por eso si el dinero sirve para adquirir otras cosas, es evidente que esas otras cosas son más
importantes que el dinero.

(La felicidad consiste en los bienes materiales)

C: ¡Uy! gracias. Me avivaste. Entonces la felicidad consiste en tener una buena camisa, una Ferrari, un
piso en Libertador... y no en el dinero que sólo me sirve para comprarlas. Gracias, gracias.
A: Ay Dios, Dios... A ver. Suponete que tengas una enfermedad que le postre en una cama por el resto
de tus días, ¿de que te sirve lodo eso?
C: Bueno, si tengo plata por lo menos puedo comprar Direct T. V.
A: No, porque la enfermedad te va dejando ciego, también. En serio: es evidente que todo eso carece
de valor si uno no puede conservar su vida.

(La felicidad consiste en la salud)

C: ¡Tus palabras son luz para mi alma! Siempre tenés razón: la felicidad no tiene que estar en las
cosas materiales sino en la salud. Ya lo dicen los hombres del campo: "lo primero es la salú". Es
más, reconozco que no todos buscan tener más dinero, pero sólo un "desequilibrado" puede no
desear la salud; Todos desean la salud, hasta tu amiga, la Madre Teresa de Cancún.
A: "Calcula", querido, "Calcuta". Y no es cierto lo que decís: mira los
chicos... C; ¿Que pasa con los chicos?
A: Los chicos prefieren estar enfermos a ir al colegio. Ahí es claro que no ponen la salud por encima
de todo, prefieren perderla para ganar otro bien.
C; Sí, bueno, pero no es lo que yo digo. Es obvio que cuando decimos que la felicidad consiste en la
salud no decimos en una salud perfecta sino en un mínimo de salud, suficiente para disfrutar los
bienes. Seguro que el chico prefiere tener un poco de fiebre porque eso no evita que pueda disfrutar
de haber faltado al colegio, pero no prefiere tener una enfermedad que le evite disfrutar cualquier
cosa (como la que vos me descaste hace un rato).
A: Bueno, ¡basta de hablar de estas pavadas! Después de todo se podría argumentar que los chicos no
saben donde está la felicidad... lo importante es que la felicidad es, se supone, algo que se va
conquistando con el tiempo, de hecho es el sentido de la vida. Para eso estamos vivos, para
conquistar la felicidad. Uno es feliz si cada día es un poco más feliz, si mi felicidad va
disminuyendo día a día no puedo considerarme feliz...
C: Sí, de acuerdo, pero...
A: y la salud parece ir en sentido contrario: se va perdiendo paulatinamente. SÍ la felicidad consistiera
en la salud, cada vez seríamos menos felices y entonces seríamos infelices. Y además hay muchos
muy sanitos que no son felices. Como vos, ¡infeliz!
45

(La felicidad consiste en el placer)

C: Bueh... en el fondo tenés razón: yo solo quiero la salud para disfrutar de la comida en Madero, la
Ferrari y las cosas que puedo comprar, por lo tanto la salud es sólo un requisito de la felicidad, pero
no la felicidad misma. Un requisito como tantos otros: tampoco se puede ser feliz si no respiramos,
y nadie dice que la felicidad sea el aire. Por lo tanto la felicidad consiste en...
.4: No, ¡para!...
C; Sí, sí, no te preocupes. No soy tan estúpido como para pensar que la felicidad esta en la Ferrari
porque la Ferrari es un medio y ya me enseñaste que la felicidad tiene que ser un fin. La Ferrari me
sirve porque gozo con ella, es medio para el placer. Ergo: en el placer está la felicidad. Y por eso es
ridículo preguntar a alguien por qué desea gozar. Quiere gozar porque sí, el placer es un fin.
A: ¡Bien, bien! Veo que estás mejorando. La felicidad consiste en el placer. Por lo tanto, un placer
puro seria la felicidad perfecta ¿de acuerdo?
C: De acuerdo. Nos vamos entendiendo.
A: Entonces la felicidad consiste, por ejemplo, en la droga, que lo único que proporciona es
placer. C: No, no. Porque la droga te quita la salud.
A: Bueno, ese es tu problema, no el mío. Vos dijiste que querías la salud para gozar de los placeres y
resulta que los placeres te quitan la salud. Esto me muestra que la felicidad no consiste ni en el
placer ni en la salud.
C: A mí, en cambio, me muestra que la felicidad consiste en los placeres que no te quitan la salud;
comer bien, dormir cuando uno está cansado, tomarse un buen tinto, con los amigos, asado de por
medio; por qué no algunas amiguitas y un partidito de fútbol, sol, pileta, buena música... Todo eso
es muy sano, para mi esa es la felicidad. ¿Qué te parece? La felicidad consiste en aquellos placeres
que no afectan la salud ¿Estas de acuerdo?
A: No.
C: ¿Cómo que no? ¿No habíamos llegado a eso?
A: Si, pero no estoy de acuerdo en que eso sea la felicidad.
C: ¿Y por qué no?
A: ¿Te acordás como se llamaban los filósofos que sostenían lo que vos afirmas?
C: Sí, los epicúreos.
A: Ellos pensaban igual que vos: Primero creían que la felicidad consistía en todos los placeres,
después vieron que muchos placeres se oponían a la salud, y prácticamente todos si se los explota
en forma desmedida, por eso los fueron reduciendo.
C: Se ve que eran unos genios.
A: Puede ser, pero la historia no termina acá. Se fueron dando cuenta que casi todos los placeres
proporcionan luego momentos de displacer, por lo tanto se quedaron con muy, muy pocos. En
realidad, sólo con los elementales, los que se producen al satisfacer las necesidades básicas; con los
que compartimos con los animales: ir al baño cuando se tienen ganas, comer con moderación, tomar
agua mineral sin gas. Ellos que querían disfrutar de todos los placeres, se quedaron con lo mínimo
indispensable.
C: Reconozco que yo esperaba disfrutar un poco más pero ¿cuál es el problema?
A: Que no llena todas las aspiraciones. Te pongo un ejemplo: supongo que sabrás que Suecia, que es
el país con mayor nivel de vida, es también el que mayor índice de suicidios tiene...
C: Y eso que demuestra...
A: Que ellos, que pueden gozar moderadamente de todos los placeres, sin embargo no son felices.
Siempre el hombre aspira a algo más. Un asado con amigos es muy poco como fin de la vida, como
sentido de la vida.
C: Sí, creo que tenés razón.
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(La felicidad consiste en la fama)

A: Es más, entre los personajes famosos que admiramos, no hay ninguno que lo sea simplemente por
comerse unas achuras con los amigos... siempre tenemos como modelos personas que han hecho
algo más de sus vidas.
C: ¡Ah! Es cierto: ¡cuando admiramos a alguien es porque tiene algo que nos gustaría
tener! A: ...pero lo que nos gustaría tener es la felicidad...
C: ...por lo tanto admiramos más a los que son felices. ¿Y quiénes son felices? Los que admiramos.
Luego para ser felices hay que ser admirado, entonces la felicidad consiste en la fama, en ser
admirado. ¡Sos un genio! La felicidad no consiste en el dinero, tampoco en lo que con dinero
podríamos comprar, tampoco en la salud ni en el placer. Consiste en ser famoso. Y es obvio, hay un
montón de ejemplos: todos los famosos son felices: Ricky Martin, Marcelo Tinelli, Adrián Suar,
Susana Giménez...
A: ¡¡Pará!!
C: Es más: Te pregunto: si alguien es feliz por algo que sabe que corre el peligro de perder, ¿es menos
feliz?
A: Sí, pero que tiene que ver.
C: Que, de alguna manera la fama inmortaliza. La fama no se pierde ni aún después de muerto, es una
forma de seguir feliz incluso después de muerto; pensá en Carlos Gardel, John Lennon, Gandhi, y
por qué no Rodrigo y Gilda, que ahora viven en nuestros corazones.
A: No es cierto: la fama se puede perder. Es más, es muy fácil perderla. Basta un rumor. ¿Quien se
acuerda ahora del grupo Las Primas, o de Parchís? ¿Quién compra hoy en día los CDs de Mambrú?
Además, es claro que muchas veces uno obtiene fama sin merecerla o por cualquier pavada: basta
hojear el libro Guinness de los Récords para ver una infinidad de gente que se ha hecho famosa por
estupideces: hay uno que toma leche por la nariz y la escupe por el ojo, otro que hace más de
cincuenta años que no se corta las uñas, otro que hacía girar más de treinta pelotas de básquet al
mismo tiempo, el que se mete en una caja de 10 cm. cuadrados...
C: Está bien, me parece que entiendo...
A: María Amuchástegui fue mucho más famosa después de aquel ruidoso episodio que antes. ¿Te
parece que la felicidad puede consistir en eso? ¿Te parece que la felicidad puede consistir en
aquello que hizo famoso a John Bobbit? ¿Dirías que el señor Blumberg es más feliz ahora que antes
de lo que lo hizo famoso?
C: De acuerdo, yo no digo que todos los famosos son felices (cuántos se hacen famosos justamente
por sus tragedias...) lo que digo es que nadie admira a alguien que sea un infeliz.

(La felicidad consiste en el honor)

A: Sí, de acuerdo, pero no es lo mismo entonces tener fama que ser admirado o ser honrado.
C: Está bien, pero entonces, todos los que admiramos son felices.
A: Y sí, si los admiramos por ser felices, todos los que admiramos son felices. No es un gran
descubrimiento...
C: Entonces todos buscamos ser admirados porque eso implica que somos felices. Por lo tanto si al
buscar ser admirados logramos ser felices, en el honor está la felicidad.
A: No. Está bien que uno busque la honra. Pero la busca porque eso es efecto de la felicidad y no su
causa, porque muestra que vos ya sos feliz.
C: No termino de entenderte...
A: No me extraña. A ver, te pongo un ejemplo: ¿Te parece que a una mujer enamorada que quiere
casarse le gustaría tener su vestido de novia?
C: Supongo que sí
A: Pero ¿por qué le gusta tener el vestido?
C: Y, creo que porque es un signo de que está por casarse.
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A: ¡Ahí está! Quiere el vestido porque es signo de que está por casarse. El que busca la honra la busca
porque es signo de que es feliz. Pero la honra no causa la felicidad, como la compra del vestido no
causa su casamiento. Porque decidió casarse se compra el vestido pero no se lo compra para
decidirse (aunque en algunos casos no saben qué inventar con tal de casarse...).
C: Entiendo, el honor acompaña a la felicidad, pero no es su
causa. A: Creo que estamos de acuerdo...

(La felicidad constate en el poder)

C: Entonces debemos ver que tienen las personas que honramos que las hace felices para imitarlos y
ser felices.
A: ¡Exacto!
C: ¿Y qué tienen?
A: Qué se yo, contéstalo vos.
C: No, se supone que acá vos sos el genio.
A: ...
C: Bueno, parece que por este camino no llegamos a ningún lado. Pero ahora se me ocurre otra cosa.
Recién hablábamos de la fama, pero no dijimos que el famoso, además de fama tiene poder. Y el
poder es mucho más que el dinero.
A: ¿Por qué?
C: Porque, como ya me mostraste, el dinero sirve sólo para cosas materiales, pero el poder consigue
también las espirituales. Un poderoso puede hacer que lo amen o le teman, puede dominar lo
espiritual, puede determinar por ejemplo las decisiones de las personas. Por lo tanto la felicidad
consiste en el poder, porque con él si puedo obtener todo.
A: Uy, otra vez con lo mismo! Pensé que habías mejorado. El poder es un medio, no un fin. Uno tiene
el poder para hacer tal cosa, es esa otra cosa la que estás buscando.
C: O.K., acepto. Pero entonces: la felicidad no consiste en el poder, sino en tener todas las cosas y el
poder es el medio para ser feliz, ¿qué te parece?
A: No. La felicidad no consiste en querer tener todas las cosas. Primero porque no las vas a poder
tener...,
C: Depende del poder que tenga.
A: En ese caso, la felicidad podría alcanzarla uno
solo. C: Y bueno, yo ¿cual es el problema?
A: que no podrías ser plenamente feliz porque estarías constantemente amenazado por los demás que
también quieren ser felices y por lo tanto quitarle poder.
C: Es cierto, y ya habíamos visto que un requisito de la felicidad es que no pueda perderse. Pero si la
felicidad no consiste en tener todas las cosas, debe consistir en tener algunas, pero ¿cuáles?

(La felicidad consiste en la virtud)

A: Y, muy simple: te hago una pregunta. Si un chico desea meter los dedos en el enchufe ¿te parece
que será feliz si lo obtiene?
C: Más bien me parece lo contrario, que va a ser más feliz si no los mete.
A: ¿Y si una adolescente, como suele pasar, se enamora perdidamente de alguien que claramente no
1e conviene, supongamos un depravado?
C: Tampoco le conviene.
A: En general: ¿te parece que alguien que desee algo malo va a ser feliz al obtenerlo?
C: Más bien me parece que será feliz si no lo obtiene.
A: Entonces es claro: la felicidad consiste, por lo menos, en querer las cosas buenas. En no querer
nada malo. La felicidad excluye todo mal.
C: Es más, también es cierto que, de entre las cosas buenas, el que quiere las mejores va a ser más
feliz que el que quiere sólo las buenas.
A: Si, parece claro, entonces la felicidad consiste en querer lo mejor.
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C: Ahora sí podemos ir terminando. Hicimos un largo recorrido: la felicidad no consiste en el dinero


ni en las riquezas, salud ni placeres, fama, honor ni poder. La felicidad consiste simplemente en
querer el bien, en querer lo mejor y hacerlo, en ser un hombre virtuoso.

(La felicidad consiste en Dios)

A: No, un momento. No es cierto. Hay algo que no cierra. La felicidad no consiste en querer lo
mejor. C: ¿Cómo que no?
A: No, porque si alguien quiere lo mejor pero no lo tiene, más que feliz es el más infeliz del planeta.
Y no es cierto que puedan tener todo lo bueno. ¿Te acordás las cuatro características que fuimos
sacando para la felicidad?
C: Si: que sea un fin y no medio, que llene todas las aspiraciones del hombre, que no se pueda perder
y que no esté mezclada con ningún mal...
A: Bueno, puede ser que desear lo mejor sea un fin y excluya todos los males, y que llene todas las
aspiraciones, pero las llena si lo obtiene, no con sólo desearlo. ¿Quien dice que el hombre bueno,
por el solo hecho de serlo, es feliz? Nadie puede negar que a los buenos les va mal y a los malos
bien. ¿Es feliz un pobre pero honrado obrero que le violaron a sus cuatro hijas, a la mujer, a la
madre, y a él lo dejaron cuadripléjico después de incendiarle la casa...? ¿Fue feliz Favaloro que fue
un gran medico y un gran hombre...? No. Me parece que no hay forma de ser feliz. ¿Fue feliz Job, el
de la Biblia, que perdió el ganado, se le incendió la casa, murieron los hijos, y se enfermó
terriblemente? ¿Te parece que cuando dijo: ¡Ojalá no hubiera nacido! estaba expresando su
felicidad? ¿te parece la expresión de una persona feliz? Podrá haber sido muy virtuoso, pero eso no
lo vuelve feliz. Ni mucho menos.
C: ¡Uyl Ahora sí que se complico lodo.
A: No hay nada en esta vida que nos pueda hacer felices. Es un deseo sin objeto. El hombre tiene ese
estúpido deseo de ser feliz, y es sólo ese deseo el que lo vuelve un infeliz. Ojalá pudiéramos
olvidarnos de ese deseo, ojalá pudiéramos sacárnoslo de encima. Pero no podemos llenarlo ni
podemos taparlo. Somos sedientos en un desierto, varones heterosexuales en un mundo lleno de
hombres. La muerte juega con nosotros, nos llena de ilusión y nos desilusiona constantemente. Pero
nos hace poner la ilusión en otra cosa y vuelve a desilusionarnos.
C: ¡Para, loco! No te alteres.
A. Pero nosotros seguimos luchando, estúpidos, mintiéndonos, tratando de convencemos que esa
preciada "felicidad" la encontraremos en algún lado. Nada nos hace felices. Nada. Somos fruto de
un aborto, nadie nos quiso, nadie nos pensó, somos un error, un insufrible error.,. Somos como un
amante desterrado. Amamos y sufrimos porque lo que amamos no está a nuestro alcance.
C: Esa imagen me gustó: ¿somos amantes desterrados?
A: Es lo que acabo de decir.
C: ¿Y por qué sufre el amante desterrado?
A: Porque no tiene a la persona que ama.
C: ¿Y por que no la tiene?
A: Porque está en un lugar inalcanzable para el amante. Supongamos que porque los separa un océano
y además no tiene plata para el pasaje.
C: Pero, si es completamente infeliz, ¿por que el amante sigue amando? ¿Por qué no renuncia al
sufrimiento renunciando al amor?
A: Porque tiene la vana ilusión de reencontrarse algún día.
C: ¿No tiene ni siquiera unos míseros momentos de felicidad?
A; Sí, pero son justamente eso: ¡míseros! Cuando sabe algo de ella, cuando ella le escribe o
simplemente cuando recuerda momentos pasados de felicidad. Pero esos momentos, terminan
aumentando el dolor porque inflaman la ilusión.
C: ¿Pero, por qué está tan seguro el amante de que el amado
existe? A: Y, porque ya estuvo con él, lo conoció y lo amó.
C: Sí, pero acá el ejemplo tiene un límite, al menos que quieras reconocer que hemos sido felices
antes de nacer (como hacía Platón).
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A: No. Claro que no. Pero hay otra forma de mostrar que
existe. C: ¿Cómo?
A: No parece razonable que exista una necesidad y que no exista el objeto que la llene. Tenemos sed y
existe el agua, tenemos hambre y existen las vacas, deseamos conocer y existe la verdad...
C: Si, pero acá está el problema: deseamos ser felices y no existe el objeto. ¿O no es eso lo que
pensás?
A: No. Lo que pienso es que existe pero es inalcanzable, eso es lo terrible. La situación del hombre se
parece a la de alguien que, supongamos, vivió en una isla desierta toda su vida, sin conocer a
ninguna mujer. No sabe que existen, pero siente el deseo. Él puede creer que no existe el objeto que
colma su deseo, porque nunca lo vio, pero en realidad existe, sólo que él no está en situación de
conseguirlo.
C: Entiendo. Ésa es la situación del hombre: jamás conoció al objeto de la felicidad, pero tiene que
existir, aunque sea inalcanzable. Pero te pregunto: Entiendo que el amante no está en posición de
alcanzar a la amada. Pero ¿por qué la amada no cruza el océano?
A: O porque no quiere o porque no puede.
C De acuerdo. Pero para saber si quiere o no y puede o no ¿qué sabemos del objeto amado?
A: Y sabemos lo que habíamos demostrado: que tiene que ser fin en sí mismo, que no puede tener
ningún mal, que tiene que llenar todas nuestras aspiraciones y que una vez conseguido no podremos
perderlo.
C: Bien, empecemos por la segunda: ¿Cómo se llama algo que no tiene mezcla de ningún mal?
A: Y... completamente bueno.
C: Por lo tanto el objeto de nuestro deseo tiene que ser completamente bueno.
A: Tenés razón.
C: Bien, vamos ahora con la tercera: ¿Cuáles son las aspiraciones que tiene que llenar?
A: Y, las que no logramos llenar con otros objetos y justamente por eso no somos felices. No nuestro
apetito, no nuestra sed, ni nuestro deseo sexual.
C: ¿Y qué queda?
A: Y los espirituales, el deseo siempre insaciable de amar y ser amado, aunque no es el único.
C: O sea que el objeto tiene que poder ser amado infinitamente y amar infinitamente.
A: ¡A la flauta!
C: No, a nosotros. O sea que el objeto amado, no sería bueno si pudiendo hacemos un bien, no lo
hiciera.
A: Claro que sí.
C: Pero ¿no es un bien que colme nuestras aspiraciones o sea que nos ame y permita que lo amemos?
A: Ciertamente.
C: Por lo tanto tiene que amarnos, porque es completamente bueno.
A: Y nosotros amarlo porque la felicidad estaba en desear lo bueno.
C: Sí, todo empieza a cerrar. Y queda claro que no es posible que no quiera cruzar el océano .
A: ...pudiendo hacerlo. Pero no hemos demostrado que pueda.
C: A ver. Si el objeto de la felicidad, queriendo amarnos, no puede hacerlo y queriendo ser amado no
lo logra. ¿Te parece que es feliz?
A: Y, no. Por todo lo que hemos visto no puede serlo. Triste ironía no sólo no somos felices nosotros,
sino tampoco aquel que podría hacernos felices. Somos todos infelices.
C: No. Porque nadie da lo que no tiene.
A: Entiendo. Aquello que es capaz de hacer feliz no puede ser infeliz. Si fuera infeliz ¿cómo sería
capaz de dar felicidad?
C: ¡Perfecto!: Tiene que querer amamos (porque esa es nuestra aspiración y tiene que colmarla).
A: porque es completamente bueno...
C: Y tiene que poder, porque si no él sería infeliz.
A: Pero no puede serlo porque es la causa de la felicidad.
C: Es cierto, entonces, que el hombre es un amante desterrado, pero con la esperanza de que el Objeto
que ama y causa su felicidad se las ingeniará de alguna manera, para unirse con él. Cruzará el
Océano y le enseñará al hombre a cruzarlo.
50

NATURALEZA DE LA VIRTUD
Definición de virtud
El término virtud, si bien no ha caído en desuso, ha perdido hasta cierto punto su
significado original. Esto no es solamente una cuestión lingüística, sino un hecho relacionado
con la naturaleza de la cosa misma. El concepto de virtud, que ocupaba un lugar central en la
ética clásica, fue perdiendo terreno y cayeron en cierto olvido su esencia y su importancia.
Por eso nos detendremos en el concepto de virtud para ver de qué se trata y cuál es la
relevancia que las virtudes tienen para la ética.

En el uso popular la noción de virtud señala, si bien de modo a veces confuso, algo
positivo del sujeto. Se la suele oponer a los “defectos”, señalando con estos últimos aspectos
negativos o falencias de la persona. Si bien hace falta precisar más y mejor, al menos
podemos rescatar del lenguaje común esta idea central: las virtudes de alguien son aspectos
positivos de su persona, perfecciones que en ella se dan. Pero para ganar claridad, ¿qué tipo
de aspectos positivos son las virtudes? Pues bien, siguiendo la clásica definición, hemos de
señalar que una virtud es un hábito operativo bueno. Sin embargo, también esto merece
algunas precisiones:

- La virtud es un hábito: solemos identificar el concepto de “hábito” con el de “costumbre”,


pero hay entre ambos una diferencia importante. La costumbre es la repetición externa de
acciones (tengo la costumbre de levantarme temprano, tengo la costumbre de pagar mis
impuestos, tengo la costumbre de no comer más de lo necesario, etc.), mientras que el hábito
hace referencia al modo de ser del sujeto (soy madrugador, soy una persona justa, soy un
hombre moderado, etc.). Claro está que ambos aspectos (el obrar y el ser) están íntimamente
relacionados (ya lo hemos mencionado en páginas anteriores y volveremos a insistir sobre
ello), sin embargo no son lo mismo. La costumbre está relacionada con un aspecto externo,
mientras que los hábitos moran en el interior del sujeto formando parte de su manera de ser y,
si se quiere, podríase relacionarlo más bien con la actitud que predispone al sujeto a realizar
una serie de actos de manera estable. Por eso a los hábitos se los suele denominar también
“segundas naturalezas”: a nuestra “naturaleza primera”, con la que venimos al mundo,
nuestra esencia original (somos seres humanos y, en particular, cada uno es un ser único e
irrepetible con sus características y modo de ser propio) se añaden otras características que
vamos adquiriendo con el paso del tiempo y que se edifican sobre la naturaleza originaria. Un
hábito es, en consecuencia, una

“Disposición firme y estable que determina el ser o las potencias a obrar en un


sentido determinado.”

- La virtud es un hábito operativo: los hábitos pueden ser de distinto tipo. Pueden ser
entitativos (hábitos que no radican en una potencia determinada sino que disponen a todo el
ser del sujeto, como por ejemplo la salud) u operativos (hábitos que radican en las potencias
operativas del sujeto). Estos últimos, a su vez, pueden clasificarse en teóricos o especulativos
(relacionados con el conocimiento, afectan la inteligencia, como por ejemplo la ciencia, la
sabiduría) o prácticos (relacionados directamente con el obrar del hombre), los cuales pueden
ser poiéticos (hábitos relacionados a la técnica y el arte, mayormente aplicados a la
transformación de la materia distinta del sujeto, como por ejemplo saber cocinar, tocar la
51

guitarra, ser un buen cirujano, etc.) o morales (hábitos relacionados con el crecimiento del
hombre como persona).1

- La virtud es un hábito operativo bueno: no todo hábito perfecciona al sujeto. Lo hace la


sabiduría, pero no la ignorancia; lo plenifica la honestidad, pero no la irresponsabilidad. Claro
está, entonces, que no todo hábito es virtuoso, sino aquellos que hacen al hombre mejor y que
por tanto lo inclinan a obrar mejor también. Las virtudes son hábitos buenos, que hacen la
existencia del hombre más plena. Son perfecciones internas del sujeto que colaboran para que
las tendencias lleguen mejor a lo que es su objeto, como si fuesen “canales” sobre los cuales
se guía la acción humana para acertar mejor. Los hábitos operativos malos, que dañan al
sujeto y entorpecen su vida y su relación con el mundo, son denominados vicios.

La virtud está en el término medio


[C]uando comemos o bebemos en exceso, o insuficientemente, dañamos la salud
mientras que si la cantidad es proporcionada la produce, aumenta y conserva.
Así sucede también con la moderación, virilidad y demás virtudes: pues el que
huye de todo y tiene miedo y no resiste nada se vuelve cobarde; el que no teme
absolutamente a nada y se lanza a todos los peligros, temerario; asimismo, el que
disfruta de todos los placeres y no se abstiene de ninguno, se hace licencioso, y el
que los evita todos como los rústicos, una persona insensible. Así pues, la
moderación y la virilidad se destruyen por el exceso y por el defecto, pero se
conservan por el término medio.2

Todo conocedor evita el exceso y el defecto, y busca el término medio y lo


prefiere, pero no el término medio de la cosa, sino el relativo a nosotros. [...]
Tanto el exceso como el defecto destruyen la perfección, mientras que el término
medio la conserva [...] el exceso y el defecto pertenecen al vicio, pero el término
medio, a la virtud.3

Sin embargo, no toda acción ni toda pasión admiten el término medio, pues hay
algunas cuyo solo nombre implica la idea de perversidad, por ejemplo, la
malignidad, la desvergüenza, la envidia; y entre las acciones, el adulterio, el
robo y el homicidio. Pues todas estas cosas y otras semejantes se llaman así por
ser malas en sí mismas, no por sus excesos ni por sus defectos. Por tanto, no es
posible nunca acertar con ellas, sino que siempre se yerra.4

La virtud consiste, como hemos dicho, en una perfección del sujeto, por tanto ayuda a
conformar su acción de manera armónica para con el mundo, salvaguardando su integridad.
1
“La virtud moral hace, pues, al hombre bueno pura y simplemente. Un buen cirujano es un buen cirujano, pero
puede ser un mal hombre y emplear su saber y su técnica operatoria para obrar mal. Pero un hombre moralmente
bueno, cirujano también, sólo se servirá de sus conocimientos para fines verdaderamente humanitarios, no para
el mal. La virtud moral aparece, pues, como un dominio del hombre sobre sí mismo.” R. Simon, Moral, Herder,
Barcelona, 1987, p. 333.
2
Aristóteles, Ética a Nicómaco II, 1104 a 16
3
Aristóteles, Ética a Nicómaco II, 1106 b 5
4
Aristóteles, Ética a Nicómaco II, 1107 a 6
52

El bien moral consiste en esa relación armónica justamente, mientras que el mal consiste en
el desorden y la discordia. La discordia puede darse de dos maneras, por exceso o por
defecto. La valentía, por ejemplo, es una virtud, mientras que la cobardía es un vicio por
defecto y la temeridad un vicio por exceso.

Adquisición de la virtud
[D]e todas las disposiciones naturales, adquirimos primero la capacidad y luego
ejercemos las actividades. Esto es evidente en el caso de los sentidos; pues no
por ver muchas veces u oír muchas veces adquirimos los sentidos, sino al revés:
los usamos porque los tenemos, no los tenemos por haberlos usado. En cambio,
adquirimos las virtudes como resultado de actividades anteriores. Y éste es el
caso de las demás artes, pues lo que hay que hacer después de haber aprendido,
lo aprendemos haciéndolo. Así nos hacemos constructores construyendo casas, y
citaristas tocando la cítara. De un modo semejante, practicando la justicia nos
hacemos justos; practicando la moderación, moderados, y practicando la
virilidad, viriles. [...] En una palabra, los modos de ser surgen de las operaciones
semejantes. De ahí la necesidad de efectuar cierta clase de actividades, pues los
modos de ser siguen las correspondientes diferencias en estas actividades. Así, el
adquirir un modo de ser de tal o cual manera desde la juventud tiene no poca
importancia, sino muchísima, o mejor, total.5

Tanto la virtud como el vicio están en nuestro poder. En efecto, siempre que está
en nuestro poder el hacer, lo está también el no hacer, y siempre que está en
nuestro poder el no, lo está el sí, de modo que si está en nuestro poder el obrar
cuando es bello, lo estará también cuando es vergonzoso, y si está en nuestro
poder el no obrar cuando es bello, lo estará asimismo, para obrar cuando es
vergonzoso. Y si está en nuestro poder hacer lo bello y lo vergonzoso e,
igualmente, el no hacerlo, y en esto radicaba el ser buenos o malos, estará en
nuestro poder el ser virtuosos o viciosos. [...] Si alguien a sabiendas comete
acciones por las cuales se hará injusto, será injusto voluntariamente. [...] En
efecto, nadie censura a los que son feos por naturaleza, pero sí a los que lo son
por falta de ejercicio y negligencia. E igualmente ocurre con la debilidad y
defectos físicos: nadie reprocharía al que es ciego de nacimiento o a
consecuencia de una enfermedad o un golpe, sino que, más bien, lo
compadecería; pero al que lo es por embriaguez o por otro exceso todo el mundo
lo censuraría.6

Hemos señalado más arriba que los hábitos – y, por tanto, las virtudes – son “segundas
naturalezas” que la persona adquiere con el paso del tiempo. Pues bien, ¿cómo se adquiere
una virtud? No hace falta decir que hay un importante factor genético y que tiene que ver con
las predisposiciones que cada cual tiene de modo natural (algunos están más predispuestos a
ser pacientes que otros, algunos tienen una mayor inclinación a la solidaridad, etc.). Tampoco
hay que olvidar el factor mimético, es decir la imitación que hacemos de aquellos que nos
rodean (uno está más inclinado a comportarse de modo responsable si se halla en un entorno
5
Aristóteles, Ética a Nicómaco II, 1103 a 27
6
Aristóteles, Ética a Nicómaco II, 1113 b 8
53

donde priman actitudes de ese tipo). Pero más allá de eso, debemos mencionar una vez más la
íntima relación que hay entre el ser y el obrar. El obrar sigue al ser, repetían los escolásticos,
pero –en cierta medida, a nivel accidental– también el ser sigue al obrar. Obramos según
cómo somos, pero también según cómo obramos vamos moldeando nuestro modo de ser
(enriqueciéndolo o empobreciéndolo, según el caso) a lo largo del tiempo. “El pasado,
nuestro obrar libre pasado, no cae en el vacío, sino que se inscribe en nuestro ser. De no ser
por el hábito, cada día sería un continuo recomenzar desde cero. A la inversa, nuestro pasado
goza de un «perpetuo presente» gracias a los hábitos.”7
Así como la virtud perfecciona los actos humanos, así también se adquiere mediante
ellos. La virtud es adquirida mediante la repetición de los actos que corresponden a esa virtud
(es cocinando como se aprende a cocinar, es realizando actos de valentía como se logra ser
valiente, y es ejercitando la paciencia como se logra adquirirla). No se trata, sin embargo, de
una repetición mecánica, pues ello no lograría calar en la profundidad de la persona. No
alcanza con la mera costumbre, sino que debe tratarse de una repetición que vaya
acompañada de una sincera actitud interior del sujeto, siempre perfectible, de querer
perfeccionarse.8

Ventajas y finalidad de la virtud: la espontaneidad ordenada


La virtud perfecciona los actos del sujeto ayudando a que las potencias acierten en la
relación con su objeto, y así perfecciona al sujeto mismo. La finalidad de la virtud entonces
es lograr una relación ordenada con las cosas, pero sin perder la espontaneidad. Orden y
espontaneidad suelen ser concebidos como términos opuestos; creemos comúnmente que, o
bien somos espontáneos y hacemos lo que queremos, pero de manera desordenada, o bien
somos ordenados, hacemos lo que debemos y cómo debemos, pero perdemos en ello libertad.
Sin embargo, no hay necesaria oposición entre estos dos conceptos. Lo que permite superar la
aparente contradicción es justamente la virtud.
El hombre que posee una virtud goza de una múltiple ventaja: hace las cosas
correctamente, como hay que hacerlas, pero no sufre ese acierto, justamente porque posee el
hábito, porque esa manera de obrar adecuadamente forma parte de su modo de ser. El que
posee el hábito realiza lo correspondiente a ese hábito con rapidez, facilidad y placer. No
sólo hace lo que hay que hacer, sino que lo hace sin demoras, le resulta sencillo hacerlo y, por
tanto, no lo sufre sino que experimenta gozo al realizarlo. En ese caso hay orden, pero
también espontaneidad. Simplemente “le sale” hacer lo que hay que hacer y como hay que
hacerlo.
Claro que esta espontaneidad ordenada (o “madura”) no se consigue de un día para el
otro. La rapidez se adquiere lentamente y la facilidad y el placer están al final de un trecho
que debe pasar por la disciplina, las dificultades y el esfuerzo. Sin embargo, al avanzar por el

7
M. Mosto, Aspectos del tiempo en la ética, Educa, Buenos Aires, 2005, p. 69
8
“El ejercicio consiste esencialmente en la reiteración de actos. Mas si a la simple reiteración de actos no se
agregase la intencionalidad, difícilmente se habría iniciado el proceso educativo. El puro ejercicio conduce con
frecuencia a la rutina, antieducativa por esencia. Puede una facultad repetir indefinidamente el mismo acto sin
que educativamente se vea en lo más mínimo afectada. (…) En todo caso, con la reiteración de los actos, el
principio activo imprime paulatinamente en el elemento pasivo un modo de ser, modificándolo y habituándolo a
obrar en determinado sentido. Que este sentido tenga carácter de perfeccionamiento, depende de la
intencionalidad involucrada en el ejercicio.” A. González Álvarez, Filosofía de la Educación, Ed. Troquel, Bs.
As., 1977, p. 104.
54

camino el sujeto va creciendo en su desarrollo hacia una meta que es a la vez acertada y
gratificante.

Una vida sin espontaneidad, que carece de naturalidad, es pesada, falsa, inhibe y
aplasta. Algunos recomiendan a este tipo de personalidades, desahogos
espontáneos, pero en este caso de espontaneidad primitiva. Un psicoterapeuta no
muy evolucionado recomienda: ¡Tire el plato señora! ¡Grite! ¡Enójese! Así sale la
tensión. Pero el resultado es nulo después. A la larga el desarrollo de la
espontaneidad primitiva inhibe también. Lo que verdaderamente busca el hombre
no es desahogarse, sino desarrollarse, expandirse, crecer, madurar. [...] El
hombre busca llegar a ciertos resultados estables que le permitan vivir en
espontaneidad. Aquí estamos dentro de otro concepto de espontaneidad que es la
espontaneidad madura. Y para aclarar su concepto, tocamos el tema de los
hábitos. Los hábitos hacen fácil lo que de suyo es arduo. Constituyen una
segunda naturaleza y son el resultado de un entrenamiento, de una formación.
Solamente una persona formada puede tener una cierta espontaneidad madura.
El que domina un instrumento musical, por ejemplo, puede tocar con
naturalidad, pero el que no está formado, es duro, rígido, no por estar inhibido
frente al instrumento sino porque le falta crecimiento, desarrollo en esa línea.
No hay espontaneidad sin madurez. La espontaneidad primitiva siempre es
inhibidora, porque el hombre sabe que debería haber crecido y no creció. Un
desahogo momentáneo no hace crecer y por más que alivie, jamás soluciona lo
que es el problema fundamental: la conciencia dolorosa de no haber crecido.
Es significativa para este tema, la conclusión de la psiquiatría, acerca de que los
conflictos a veces se producen por problemas de formación. De ahí que si se
soluciona un conflicto, luego puede volver a repetirse por la mala formación de
base de la persona. Y una buena formación es algo que requiere mucho tiempo.
De ahí que crear hábitos buenos es la única verdadera salida a determinados
conflictos. [...] Quien tiene un hábito obra con cierta naturalidad en ese orden de
cosas. Este rasgo es el que nos hace diferenciar una persona formada de otra sin
formación: le sale espontáneamente lo que en otras circunstancias hubiera sido
llevado a cabo con dificultad, con tensión y rigidez. De este modo la vida se hace
más fácil y llevadera (aunque de por sí, el hábito no sea fácil de adquirir). La
facilidad no establece al hombre definitivamente en un nivel determinado, sino
que lo empuja a desarrollarse aun más y a vencer ulteriores dificultades. La
adquisición de hábitos es así la conditio sine qua non del progreso humano.9

Importancia de la virtud
El hombre es un ser temporal. Su vida transcurre en la duración y, en consecuencia,
sólo puede alcanzar plenitud a lo largo del tiempo. Pero también puede suceder lo inverso,
que en lugar de crecer, decrezca. Lo que no puede suceder es que no cambie. No cambiar, no
modificarse no es una opción para los que vivimos en este mundo. Lo que sí puede optarse es
la dirección en la que habrán de producirse esos cambios.

9
E. Komar, La Vitalidad Intelectual, Ed. Sabiduría Cristiana, Buenos Aires, 2007, pp. 34-35
55

Si, además, tenemos en cuenta que mediante las acciones que realizamos vamos
formando los hábitos correspondientes a esas acciones, y siendo obvio que el hombre obra sí
o sí (así como no podemos no cambiar, tampoco podemos no obrar), resulta claro que no
podemos no formar hábitos. Tampoco esa es una opción. Lo que sí se puede es elegir los
hábitos que habernos de formar, eligiendo las acciones que realizamos.
“Si el hábito se forma por la resonancia de las obras sobre la naturaleza y como el
hombre no puede no actuar, pues su modo de ser es «en la sucesión», entonces, el hábito se
obtiene necesariamente, lo cual se traduce en la necesidad de progreso o regreso, de grandeza
o miseria.”10 El que no crece, decrece. El que no avanza, retrocede. El que no evoluciona,
involuciona. El que no forma virtudes, forma vicios.

En este proceso varía nuestra capacidad de elegir con cada acto, con nuestra
práctica de la vida. Cada paso de la vida que aumente la confianza que tengo en
mi mismo, en mi integridad, en mi valor, en mi convicción, aumenta también mi
capacidad para elegir la alternativa deseable, hasta que al fin se me hace más
difícil elegir la acción indeseable que la deseable. Por otra parte cada acto de
rendición y cobardía me debilita, prepara el camino para nuevos actos de
rendición.11

Así, mediante los actos que elegimos y que realizamos, elegimos también qué
hábitos formamos y de esta manera elegimos qué llegamos a ser nosotros mismos:

Hay algo, además del medio ambiente y de la herencia, que constituye al


hombre: lo que el hombre hace de sí mismo; el hombre, es decir, la persona; «de
sí mismo», es decir, del carácter. Por eso la fórmula de Allers: el hombre «tiene»
un carácter, pero «es» una persona, admite un complemento: y «deviene» una
personalidad. La persona que alguien «es», dialogando con el carácter que
«tiene», adoptando una posición ante él, lo configura y se configura ella
constantemente, y «llega a ser» una personalidad. Pero esto significa que yo no
actúo únicamente con arreglo a lo que soy, sino que llego a ser lo que soy con
arreglo a lo que hago. El hombre «se» decide; como ser decisivo que es, el
hombre no se limita a decidir algo, sino que se decide a sí mismo. Toda decisión
es autodecisión, y la autodecisión es autoconfiguración. Mientras configuro el
destino, configuro la persona que soy, el carácter que tengo, y «se» configura la
personalidad que llego a ser. (…) Si, como decíamos, el ser humano «se» está
decidiendo en todo momento, si cada decisión, es en este sentido, autodecisión,
otro tanto cabe decir, y con más razón, sobre la decisión primordial. La bondad
del obrar da como fruto, a la larga, la bondad del ser. Sabemos que la acción es
en definitiva la transmutación de una posibilidad en realidad, de una potencia en
acto. Pero en lo que respecta a la autoconfiguración, el agente no puede
conformarse con la unicidad de una acción; hace algo más: fija el acto en un
hábito. Lo que era acción, pasa a ser actitud. Pero su valor no es ahora menor,
sino más elevado.12

10
M. Mosto, Aspectos del tiempo en la ética, p. 71
11
E. Fromm, El corazón del hombre, Méjico, F.C.E., 1980, p. 160
12
V. Frankl, El hombre doliente, p. 121-122
56

PRUDENCIA
Madre de todas las virtudes

Así como sucede con las nociones de hábito, virtud y vicio, también en cuanto a la
prudencia debemos decir, en primer lugar, que se ha desvirtuado su significado original, lo
cual no es solamente un problema lingüístico sino un síntoma de la posible desfiguración de
algunos conceptos éticos básicos en la realidad cotidiana y la vida concreta del hombre. En
nuestros días la palabra prudente parece inclinarnos a pensar en alguien más bien timorato,
que prefiere no meterse en problemas y trata de evitar todo conflicto, alguien que teme al
riesgo y se refugia en una seguridad precalculada, etc. Es cierto que la cautela pertenece a los
elementos característicos de la prudencia en su sentido originario, lo mencionaremos luego,
sin embargo su concepto es más profundo que eso y también lo es su importancia. A
continuación intentaremos señalar ese sentido y el rol protagónico que la prudencia tiene en
la vida buena del ser humano.
Podemos definir a la prudencia como “recta razón en el obrar”. Esto quiere decir que
lo que caracteriza al hombre prudente es que sabe lo que hay que hacer en cada caso y lo
hace. No nos referimos al saber hacer de tipo técnico (la técnica y el arte también consisten
en saber cómo realizar una acción, pero cuando ésta a apunta a la transformación de la
materia distinta de sí, en cambio la prudencia apunta a la propia realización – la obra que de
ella resulta somos nosotros mismos), sino al saber hacer moral, es decir, el prudente es el que
ve lo que en cada caso es lo correcto, lo bueno, y lo realiza.
Podemos observar entonces que la prudencia tiene un doble aspecto: es una virtud
intelectual (pues el prudente sabe qué es lo que corresponde, lo que hay que hacer en el caso
concreto) y a la vez una virtud práctica, moral (pues lleva a cabo esa acción correspondiente).

Como virtud intelectual


El primer conocimiento de tipo ético que tenemos son los primeros principios
referentes a estas cuestiones, también llamados sindéresis, cuya formulación primordial
podríamos expresar de la siguiente manera: lo bueno hay que hacerlo, lo malo hay que
evitarlo. Respecto a eso no se presentan mayores dificultades, ya que se trata de algo evidente
que todo el mundo sabe. Pero claro está que no alcanza con tener presente este primer
principio para saber obrar correctamente. Otro tipo de conocimiento referido al obrar bueno y
malo es el que puede brindarnos la ética o ciencia moral, señalando algunas leyes generales
de tipo universal (“debe respetarse la vida humana”, “no se debe pasar por alto los derechos
del prójimo”, etc.). Esto ya plantea algunas polémicas, por un lado, pues no todos estamos de
acuerdo en cuáles son esas leyes éticas universales, y además, aún suponiendo que nuestro
conocimiento de la ciencia moral fuera óptimo, tampoco con él alcanza ya para obrar
acertadamente, puesto que las leyes generales pueden ser iluminadoras, es cierto, pero
subsiste aún la cuestión de ver cómo se aplica una ley universal a un caso concreto. Por
ejemplo, uno puede tener presente la norma general de respetar a los demás, pero en un caso
particular todavía hay que ver qué es lo que exactamente hay que hacer (por ejemplo, si hay
que señalarle al otro un error o no, cómo hacerlo, en qué momento, con qué tono, hasta qué
punto, etc.) Allí, a la hora del caso puntual, es donde entra en juego la prudencia.
57

La acumulación de reglas abstractas no permitirá jamás llegar al caso singular


en lo que tiene de concreto y de vivo. La ciencia no hace la virtud. Por esto la
prudencia tiene una función insustituible: la de un conocimiento concreto en el
que las disposiciones afectivas y esta especie de conocimiento por
connaturalidad, son más importantes que la ciencia más elaborada.13

El hombre prudente es el que tiene, en el caso concreto y particular con toda su


complejidad, la mirada lúcida para encontrar el acertado término medio y ver, en la
particularidad de ese caso, qué es lo ha de hacerse.
En esta faz intelectual de la virtud de la prudencia encontramos dos actos propios:

- Deliberación: es el análisis de las diferentes opciones. El prudente debe sopesar los


diversos caminos posibles para ver cuál es el más adecuado (el correcto), teniendo en cuenta
las circunstancias particulares.

- Juicio práctico: es la elección. El prudente desde luego no sólo analiza las diferentes
opciones, sino que esa deliberación apunta a elegir la mejor de ellas.

Como virtud moral


El aspecto intelectual de la prudencia es fundamental; como ya hemos dicho, para obrar
bien primero hay que ver, hay que saber lo que está bien. Sin embargo, no alcanza con esto.
No basta con saber, sino que además hay que hacerlo, y esto también caracteriza al hombre
prudente: no se limita al conocimiento (requisito necesario, pero no suficiente), sino que
además pasa a la acción. En este sentido, el acto que caracteriza a la prudencia es el

- Imperio: el mandato, la orden que la inteligencia envía a las demás potencias para que la
acción buena –analizada mediante la deliberación y elegida mediante el juicio práctico– sea
llevada a cabo. La prudencia determina la forma en que se han de ejecutar los actos.

En su condición de <recta disposición> de la razón práctica, la prudencia


ostenta, como dicha razón, una doble faz. Es cognoscitiva e imperativa.
Aprehende la realidad para luego, a su vez, <ordenar> el querer y el obrar. Pero
el conocer constituye el elemento anterior y <mensurativo>; el imperio, que
mide por su parte al querer y al obrar, toma su <medida> del conocimiento, al
que sigue y se subordina. [...] Sin embargo, la prudencia no es sólo conocimiento
o saber informativo. Lo esencial para ella es que este saber de la realidad sea
transformado en imperio prudente, que inmediatamente se consuma en acción.14

La prudencia no conoce por conocer, sino para dirigir y mandar. No se


contenta con pasar por encima de la acción; se compromete y opina: está ahí
para dirigir efectivamente la acción. Es la virtud de las iniciativas y, cuando las
circunstancias lo exigen, de la audacia.15

13
R. Simon, Moral, Herder, Barcelona, 1987, p. 335
14
J. Pieper, Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid, 1997, p. 44
15
R. Simon, Moral, p 353
58

Prudencia: madre de las virtudes


En base a lo dicho se comprende fácilmente por qué la prudencia ocupa, en el listado de
las virtudes cardinales, el primer lugar y es llamada “la madre de las virtudes”. Si los buenos
hábitos se forman en la persona mediante los buenos actos (nos hacemos justos realizando
actos de justicia, nos hacemos fuertes con actos de valentía, etc.) y para llevar a cabo las
buenas acciones es preciso en primer lugar ver qué es lo bueno en cada caso, resulta claro que
se necesita de la prudencia y de la lucidez de su mirada para obrar bien y así formar hábitos
operativos buenos, es decir, virtudes.
El olvido y la confusión en la que ha caído la virtud de la prudencia es, por otra parte,
señal de hasta qué punto ha sido olvidada la importancia del ver en el ámbito de la ética
(Kant, entre otros, ocupa en este sentido un papel muy importante) y también del olvido del
primordial lugar que ocupa el ser a la hora de la consideración moral de nuestras acciones.

La primacía de la prudencia sobre las restantes virtudes cardinales indica que la


realización del bien presupone el conocimiento de la realidad. Sólo aquel que
sabe cómo son y se dan las cosas puede considerarse capacitado para obrar
bien. El principio de la primacía de la prudencia nos enseña que en modo alguno
basta la llamada <buena intención> ni lo que se denomina <buena voluntad>.
La realización del bien presupone la conformidad de nuestra acción a la
situación real – esto es, al complejo de realidades concretas que
<circunstancian> la operación humana singular – y, por consiguiente, una
atenta, rigurosa, y objetiva consideración por nuestra parte de tales realidades
concretas.16

[L]a doctrina clásica de la virtud de la prudencia encierra la única posibilidad


de vencer interiormente el fenómeno contrario: el moralismo. La esencia del
moralismo [...] consiste en que disgrega el ser y el deber; predica un <deber>,
sin observar y marcar la correlación de este deber con el ser. Sin embargo, el
núcleo y la finalidad propia de la doctrina de la prudencia estriba precisamente
en demostrar la necesidad de esta conexión entre el deber y el ser, pues en el
acto de prudencia, el deber viene determinado por el ser. El moralismo dice: el
bien es el deber, porque es el deber. La doctrina de la prudencia, por el
contrario, dice: el bien es aquello que está conforme con la realidad.17

La prudencia no es astucia
Una vez que el hombre descubre los fines hacia los cuales dirigir su obrar, es trabajo de
la prudencia indicar cuáles son los medios en cada situación particular, indicar cual es el justo
medio aquí y ahora. Subrayamos lo del justo medio, pues no sólo el fin de la acción debe ser
bueno, sino también los medios que se utilizan para alcanzarlo. En eso se distingue la
prudencia de la astucia, a la que podríamos considerar una “falsa prudencia”.

También se puede llegar a un fin recto por caminos falsos y torcidos. Pero el
sentido propio de la prudencia es cabalmente que no sólo el fin de las

16
J. Pieper, Las virtudes fundamentales, p. 42
17
J. Pieper, Las virtudes fundamentales, p. 17
59

operaciones humanas, sino también el camino que a él conduzca, han de ser


conformes a la verdad de las cosas reales. Lo que a su vez implica un nuevo
supuesto: el que los <intereses> egoístas del sujeto sean llamados al silencio, a
fin de que deje sentir su voz la verdad de las cosas reales y, merced al informe
brindado por la propia realidad, se precisen con nitidez los contornos del camino
adecuado.18

El problema del astuto radica en su mirada egocéntrica, ya que mira las cosas solamente
en cuanto le convienen, en cuanto le resultan “útiles”; por tanto, en el fondo, se mira a sí
mismo y con ello entorpece su mirada de la realidad. Su visión es estrecha, ya que sólo
recurre a la realidad en busca del propio “provecho”, lo cual, a la larga, resulta
paradójicamente poco provechoso.

Un resultado de la psicología, o mejor dicho, psiquiatría moderna, que a mi


parecer nunca ponderaremos demasiado, hace resaltar cómo un hombre al que
las cosas no le parecen tal como son, sino que nunca se percata más que de sí
mismo porque únicamente mira hacia sí, no sólo ha perdido la posibilidad de ser
justo (y poseer todas las virtudes morales en general), sino también la salud del
alma. Es más: toda una categoría de enfermedades del alma consisten
esencialmente en esta <falta de objetividad> egocéntrica. A través de estas
experiencias se arroja una luz que confirma y hace resaltar el realismo ético de
la doctrina de la superioridad de la prudencia.19

Requisitos de la prudencia
Con lo expuesto hasta aquí es posible que surja la pregunta “¿y cómo se hace para ser
prudente, para ver con lucidez y decidir de modo acertado?” No es sencillo responder a este
tipo de interrogantes y no es nuestra intención lograr una respuesta abarcativa. Pero podemos
al menos mencionar algunos requisitos importantes para lograr la prudencia.

Docilidad: No nos referimos a la sumisión y el dejarse manipular por otros (una autoridad, la
presión social, la propaganda, etc.). Eso sería una “mala docilidad” que obstaculiza el
ejercicio de la libertad personal y lejos está de conducir al ser humano a su crecimiento, que
es a lo que apuntan las virtudes. Nos referimos a la docilidad en el sentido de dejarse
enseñar. ¿Por quién? ¿Por los demás? Si su consejo es bueno y uno lo acepta porque es capaz
de ver que lo es, bienvenido sea (no como aquel que no acepta el buen consejo de otro
simplemente porque viene de “otro” y cree que siguiéndolo estaría siendo “menos libre”).
Pero principalmente nos referimos a la docilidad del que se deja enseñar por la realidad, es
decir, por lo que las cosas son, por lo que cada situación plantea y exige de parte nuestra.
Para poder ser prudente y poder ver con lucidez, lo primero necesario es que uno quiera ver.
Este querer ver es la “buena docilidad”, requisito de la prudencia.
Lo dicho puede parecer una nimiedad, sin embargo bastaría hacer un pequeño trabajo
introspectivo para darse cuenta de que la cuestión generalmente no resulta tan sencilla.
Querer ver implica acallar los propios caprichos, los prejuicios, las posibles desfiguraciones
subjetivas, para alcanzar la mayor objetividad posible. Implica ser capaz de un silencio
18
J. Pieper, op. cit., p. 54
19
J. Pieper, op. cit., p. 17
60

interior para poder escuchar lo que la realidad tiene para decir. Alcanzar ese silencio, acallar
los propios caprichos y lograr una mirada objetiva y profunda no es, ciertamente, cosa tan
fácil ni sencilla.

Memoria: Respecto al pasado, el hombre prudente se caracteriza por tener una buena
memoria. No nos referimos aquí a la capacidad de retener datos y saber guardar mucha
información, sino a esa memoria que implica haber aprendido de las experiencias ya vividas,
haber sabido formarse a través de la propia historia transcurrida. Ayuda a la reflexión
prudente y a la decisión acertada el saber reconocer similitudes con situaciones por las que ya
hemos pasado y tener en cuenta cómo hemos obrado, por qué, qué cosas nos motivaron, qué
dificultades han aparecido, cuál fue el resultado, de qué nos arrepentimos, de qué nos
orgullecemos, etc.
También es de importancia radical que la memoria sea sincera y que la soberbia de la propia
subjetividad no entorpezca la manera en que recordamos lo vivido (evitando excusas,
justificaciones, racionalizaciones, por ejemplo), de lo contrario no resultará posible aprender
adecuadamente de ello. La memoria ha de ser objetiva, ha de procurar no falsear los
recuerdos según la propia conveniencia, ha de recordar – en la medida de lo posible – las
cosas tal como fueron y sucedieron (e incluso es aconsejable profundizar reflexivamente en
nuestro conocimiento del pasado, ya que hay cosas que uno logra ver recién después de un
tiempo) si es que realmente ha de ayudar al hombre a ser más prudente.

Previsión: Así como la prudencia necesita una visión enseñante del pasado, así exige
también una mirada previsora del futuro. Este elemento es a tal punto esencial que incluso el
nombre mismo de la virtud lo lleva incluido en su raíz etimológica (prudentia proviene, en
efecto, de pro-videntia, “ver hacia adelante”). El hombre prudente debe ser capaz de tener en
cuenta las consecuencias de sus acciones, los riesgos que implica un acto determinado, la
posibilidad de que se alcance el fin propuesto, etc.
Sin embargo, debe tenerse en cuenta también que nuestro conocimiento del porvenir no
puede ser absoluto, completamente claro ni abarcativo. Mirar hacia el futuro significa
siempre estar un poco a tientas, pues no podemos preverlo todo con total precisión. La
nebulosidad puede ser mucha o poca, y el objetivo de la previsión es justamente ayudar a que
disminuya para que la persona no se arroje a obrar “a ciegas”. Pero también es sano (incluso
un signo de salud mental) no pretender seguridades absolutas y reconocer nuestras
limitaciones a la hora de procurar ver lo que habrá de suceder. Es completamente previsible
que haya imprevistos; pretender sortearlos a toda costa es una empresa no sólo inútil, sino
además enfermiza y enfermante.

Solertia: Este requisito hace referencia justamente a los sucesos que ocurren súbitamente y
que no hemos podido prever. La solertia es la capacidad de mantener la calma y la mirada
lúcida ante lo imprevisto, y es un requerimiento de la prudencia ya que permite evitar que se
obnubile la mente cuando sucede lo inesperado, evitando así tanto el lanzarse a ciegas a una
acción como la fuga y la imposibilidad de afrontar la situación.

Cautela: Por lo dicho hasta aquí sobre la naturaleza de la prudencia, es por demás obvio que
el prudente no es apresurado ni atolondrado en sus análisis ni en sus decisiones. Desde luego,
hay ocasiones en las que el tiempo apremia y algunas decisiones deben tomarse con
celeridad. Pero el prudente ha de tener la capacidad de apresurarse cuando es necesario y no
hacerlo cuando no hay para ello necesidad alguna. La mirada profunda exige generalmente
tiempo y calma. Sin ellos no se puede ser cauteloso a la hora de la deliberación y el juicio
61

práctico. La cautela brinda la precaución necesaria para evitar errores y se opone a la


negligencia.
Sin embargo, hay que subrayar que ser cauteloso no significa ser temeroso ni querer evitar
cualquier peligro. Ser cauteloso es tener cuidado para saber elegir bien; el temeroso, en
cambio, termina siendo indeciso ya que su temor lo arrastra hacia la dificultad para ejercer su
libertad, y el que evita cualquier peligro muchas veces termina decidiendo mal, pues el bien
exige coraje y valentía en no pocas ocasiones.

Firmeza: Consiste en no vacilar en exceso a punto tal de no decidirse nunca y no llegar a la


realización del acto. Junto con la cautela (rectamente entendida), que afecta particularmente
el aspecto intelectual de esta virtud, el hombre prudente debe tener la firmeza para pasar del
conocimiento a la acción. No se trata de rigidez u obstinación, pero sí de la fuerza que es
necesario tener para ser fiel a lo visto y lo decidido. Como señalábamos al hablar sobre la
conciencia moral, conviene tomarse todo el tiempo necesario (o posible) a la hora de la
deliberación, pero convine no demorarse a la hora de pasar a la acción.

Prudencia y eidopóiesis
Al hablar sobre el bien del hombre como “vivir según la razón”, mencionábamos la
importancia de la eidopóiesis como cambio de realización y plenificación de la propia
esencia; el bien de cada persona es llegar a ser cada vez más él mismo, desplegando sus
capacidades y actualizando su potencial. En relación con ello la prudencia cumple un rol
fundamental. Eligiendo acertadamente, eligiendo bien y haciendo buen uso de la propia
libertad, el hombre no sólo elige actos a realizar, no sólo elige cosas como objetos de su
querer, sino que también se elige a sí mismo. La buena elección permite reforzar el buen
camino y acrecienta la fidelidad de la persona consigo misma, estimulando el poder ser el que
uno es.
La prudencia es, en palabras de Paul Claudel, la <inteligente proa> de nuestra
esencia, que en medio de la multiplicidad de lo finito pone rumbo a la perfección.
La virtud de la prudencia cierra las líneas rotundas del anillo de la vida activa
que tiende a la propia perfección: partiendo de la experiencia de la realidad, el
hombre dirige sus operaciones sobre la propia realidad de que parte, y de forma
que, a través de sus decisiones y acciones, se va realizando a sí mismo.20

20
J. Pieper, op. cit., p. 57
62

JUSTICIA
Virtud social

La prudencia, como virtud simultáneamente intelectual y moral, ocupa un lugar


fundamental pues es, como hemos señalado, la “madre de las virtudes morales”. Entre todas
ellas, sin embargo, hay una primacía de la justicia, ya que el hombre “bueno”, el hombre que
obra rectamente es el hombre “justo”, cuya acción se ajusta a lo que la situación exige en el
aquí y ahora en que se lleva a cabo el obrar.
Pero, ¿en qué consiste la virtud de la justicia? ¿Qué es lo que la caracteriza y diferencia
de las demás virtudes? Pensemos, a fin de ganar luz y llegar a una definición satisfactoria, de
qué hablamos cuando hablamos de actos justos o injustos. Si analizamos cualquier caso que
nos venga en mente, podremos observar que en todos los actos de justicia el elemento común
a ellos consiste en que se respeta a alguien en lo que es lo suyo propio, ya sea no privándolo
de ello, ya sea devolviéndoselo en caso de habérselo quitado, ya sea retribuyéndole de alguna
manera por algo que se le debía. Así, por ejemplo, es justo que no me sea quitada alguna
propiedad que he conseguido honradamente, o que se me retribuya en una medida adecuada
si presto un servicio o entrego algo bajo el marco de un contrato de prestación y
contraprestación. Por contrapartida, los casos de injusticia tienen lugar cuando uno no obtiene
(o no puede retener) algo que es legítimamente suyo o algo que haya merecido de alguna
forma (es injusto, por ejemplo, que se me injurie, es injusto que mi trabajo no sea remunerado
en tiempo y forma, es injusto que un crimen quede impune, etc.)
Como venimos señalando, el concepto de justicia está íntimamente relacionado con el
concepto de “lo propio”, lo que es de cada uno, lo que a cada cual corresponde, o mejor, lo
que cada uno tiene derecho a reclamar como lo suyo. Podemos entonces señalar una
definición (sorprendentemente sencilla tal vez, pero sobre la que habernos de profundizar) de
la virtud de la justicia: “Voluntad firme y constante de dar a cada uno lo suyo.”

- Voluntad firme y constante…: la definición hace referencia a la justicia como virtud y no


al acto aislado de justicia. Ambos están estrechamente vinculados, claro está (ya hemos dicho
que nos hacemos justos realizando actos de justicia), pero el acto no deja de ser, considerado
en sí mismo, un hecho puntual; la virtud, en cambio, es un modo de ser relativamente estable
(hábito). El hombre justo no sólo realiza actos propios de la justicia, sino que tiene una
disposición interna, una inclinación habitual (una “voluntad firme y constante”) de
realizarlos.

- …de dar a cada uno lo suyo: he aquí lo específico de la justicia, respetar lo que es lo
“suyo” de cada cual. Los romanos llamaban a esto ius, de donde proviene iustitia. Lo “suyo”,
el ius, es lo que en castellano denominamos derecho. Un derecho es algo que una persona
puede reclamar como propio, como suyo. Respetar estos derechos es en lo que consiste
precisamente la justicia. Por ello podemos señalar que el objeto de la justicia es el derecho.

El derecho
El concepto de derecho tiene sus complejidades y podemos hablar de distintos tipos de
derechos. Sin afán de entrar minuciosamente en el tema, debemos sin embargo distinguir al
menos dos tipos de derechos:
63

 Derechos fundados en acciones: algunos derechos se generan como consecuencia de


alguna acción, algún acuerdo, algún contrato entre partes. Por ejemplo, un trabajador
tiene derecho a un salario que lo retribuya por el trabajo que realiza. Pero para tener
derecho a la paga de este salario hay una acción que el trabajador debe realizar, a
saber, trabajar. Debe además cumplir con su trabajo en tiempo y forma,
responsablemente, etc. Si esa acción no es llevada a cabo, el derecho no se genera.
Otro ejemplo: si un alumno da un examen excelente, tiene derecho a reclamar como
propia una buena calificación, pero si no da el examen no llega a ser sujeto de derecho
a calificación alguna, y si la evaluación es de bajo nivel, no puede reclamar como
propia una calificación elevada.

 Derechos naturales: hay otro tipo de derechos cuyo fundamento no es ninguna acción
ni contrato, sino que se fundan en la naturaleza humana y que son, por tanto,
derechos naturales (podemos, sin querer entrar en polémicas de tipo político,
llamarlos también “derechos humanos”). Para ser sujeto de tales derechos no hay que
hacer nada, sino que basta con ser persona, es decir un individuo racional y libre.21
El concepto de los derechos naturales – debe aclararse – genera no poca polémica. Lo
defienden los que adhieren al iusnaturalismo (el nombre mismo señala el núcleo de su
postura), mientras que es negado por los partidarios del positivismo jurídico (quienes
consideran que no existe el derecho natural, sino que toda ley es expresión solamente
humana y no algo que tenga su fundamento en la naturaleza misma de las cosas, en
unas supuestas normas naturales no escritas que estuvieran más allá de la subjetividad
y el consenso entre legisladores humanos). Para el positivismo jurídico no hay
ninguna acción que de suyo, es decir, independientemente de la ley positiva, sea
antijurídica, a la vez que toda ley positiva, incluso si fuera infame, crea derecho. La
discusión, de fondo, estriba entre aquellos que defienden y aquellos que niegan la
existencia de un orden natural, de modo que vuelve a ser un debate entre dos posturas
filosóficas antagónicas: realismo y nihilismo.
Para quienes están a favor de los derechos naturales, el fundamento de éstos es, como
hemos dicho, la naturaleza personal del ser humano. De ahí que se desprendan de
estos derechos las siguientes características:

- son UNIVERSALES: se dan en todos los hombres, ya que derivan de la naturaleza


humana, que es la misma en todos los seres humanos. Este es el fundamento más
sólido contra todo tipo de discriminación injusta. Los derechos naturales, por tanto,
son aquellos derechos que poseen todas las personas sin distinción de raza,
nacionalidad, edad, sexo, religión, condición social, etc.

- son INALIENABLES: los derechos naturales no se pierden, ya que un hombre no


pierde la naturaleza humana, que es su fundamento. Así como no hay que realizar
ninguna acción para ser sujeto de tales derechos, tampoco hay ninguna acción que
haga que uno deje de serlo. Son por tanto también irrenunciables (nadie puede ser
obligado a renunciar a un derecho natural) e imprescriptibles (no se pierden con el
paso del tiempo).
21
“La razón de que algo le sea debido a un hombre se encuentra unas veces en el establecimiento de pactos,
contratos, promesas, disposiciones legales, etc., mientras que otras hay que buscarla en la naturaleza misma de
la cosa.” J. Pieper, Las Virtudes Fundamentales, p. 93
64

- son INVIOLABLES: no pueden ni deben ser negados.

Para quienes están en contra de la existencia del derecho natural, consecuentemente, no


hay derechos que reúnan estas tres características. Si se sostiene, por ejemplo, que los
derechos son establecidos por consenso y que ese es su único fundamento, habrá que sostener
que estos derechos pueden cambiar eventualmente, ser modificados o incluso dejar de ser
derechos algún día, ya que tranquilamente puede cambiar el consenso sobre el cual,
únicamente, estarían sustentados.

Tipos de justicia
La justicia, en cuanto apunta a que el sujeto esté dispuesto a respetar los derechos de
cada cual, es una virtud eminentemente social. Regula las relaciones del sujeto para con los
demás, ya que la problemática de los derechos supone siempre la referencia entre varios. El
derecho hace referencia a otro (el hombre no tiene derechos frente a sí mismo) y la justicia,
como virtud, tiene como rasgo peculiar ordenar al hombre en su relación con el otro. 22 Como
toda virtud, apunta al perfeccionamiento de la persona, pero la justicia perfecciona al ser
humano en su relación con los demás.
Estas relaciones entre los seres humanos pueden ser de diverso tipo, de ahí que
también haya diversos tipos de justicia:

 JUSTICIA CONMUTATIVA: regula las relaciones entre particulares, entre individuos. Si


yo llevo a cabo un contrato de compra-venta con mi vecino, por ejemplo, la relación es
entre dos sujetos individuales, es decir, entre iguales. Con la entrega de un bien se genera
un derecho (para el vendedor) y un deber (para el comprador). El acto de justicia consistirá
en que se salde la deuda generada a través del pago proporcionado, por ejemplo, o la
entrega de otro bien en concepto de permuta, o la contraprestación de un servicio, o de
alguna otra manera similar. En este caso, ambos – vendedor y comprador – están, digamos
así, en un mismo plano, pues se trata de dos seres individuales, y por ello solamente en la
situación de justicia conmutativa se logra la igualdad de derechos.
Lo característico de la justicia conmutativa es la restitutio (restituir al otro lo que le
pertenece, lo que se le debe – no más, tampoco menos) buscando un equilibrio de
intereses, es decir un equilibrio entre la prestación y la contraprestación, favoreciendo a la
vez la afirmación de uno mismo y el reconocimiento del otro.

 JUSTICIA DISTRIBUTIVA: regula las relaciones del todo para con las partes, es decir,
de la comunidad para con los miembros que la integran. El sujeto del derecho, en este
caso, es el miembro del grupo social; el sujeto del deber es la comunidad de la que forma
parte. Ahora bien, ¿qué es lo que se debe al individuo en la justicia distributiva? No algo
de su exclusiva pertenencia, sino la justa participación en lo que pertenece a todos: el bien
común. Es el bien común lo que ha de distribuirse entre los miembros de una sociedad.
En el caso de la justicia distributiva no conviene la “igualdad aritmética” que sí es válida
para la justicia conmutativa. Es verdad que el bien común, para ser verdaderamente
22
“El distintivo peculiar de la virtud de la justicia es que tiene por misión ordenar al hombre en lo que dice
relación al otro.” Santo Tomás, S. Th., II-II, 57, 1
65

común, debe ser participado por todos, sin embargo esto no significa que a todos se les ha
de dar lo mismo ni que tengan que participar de él de la misma manera, y esto por varias
razones:
a) No todos aportan al bien social lo mismo, por tanto una distribución
igualitaria del bien común entre todos los miembros de la sociedad derivaría
en injusticia.
b) No todos los miembros tienen las mismas necesidades (algunas sin duda son
universales, pero no lo son todas). Distribuir a todos lo mismo pasaría por alto
las particularidades de cada individuo y sus necesidades especiales.

La justicia distributiva obliga sobre todo a quienes detentan el poder en una sociedad (en
una familia, en el Municipio, en el Estado). Sin embargo no regula la relación entre el
individuo que detenta el poder y el individuo-miembro del grupo, porque en ese caso, se
trataría de una relación entre individuos, regulada por la justicia conmutativa.

 JUSTICIA LEGAL: regula las relaciones de los individuos para con la comunidad, es
decir, de las partes para con el todo. Es la contrapartida de la justicia distributiva. En este
caso, el sujeto del derecho es la comunidad, mientras que el individuo que forma parte de
ella es sujeto del deber.
El ser humano, como miembro de una sociedad, tiene que cumplir con determinadas
obligaciones, ya que para la consecución del bien común, cada uno de los individuos debe
cumplir determinados roles (funciones sociales) y aportar su parte para el bien de todos
(bien que, como señalaremos en otro apunte, redunda a su vez en el bien personal de cada
individuo).
El gobernante y el legislador cumplen los deberes de la justicia legal administrando y
legislando correctamente. El ciudadano cumple con el deber de justicia legal obedeciendo
las leyes.

Algunas consideraciones
- Si bien la justicia es una virtud social, esto no significa que solamente puedan considerarse
justos o injustos los actos “públicos”, mientras que los actos “privados” estarían exentos de
tal consideración. En última instancia, toda acción moral hace referencia al otro. El ser
humano, por su naturaleza social, tiene un natural compromiso para con los demás y está
naturalmente ligado a la búsqueda del bien común. Pero el bien común necesita de la
“bondad” de los individuos. Aunque, a primera vista, parecería que en las esferas privadas no
habría una referencia social, debe tenerse en cuenta que estos campos “privados” (en el
ámbito del pensamiento, del dominio de los apetitos, por ejemplo) inciden, más o menos
indirectamente, en el ámbito social. El buen funcionamiento del grupo social necesita del
buen “funcionamiento” de sus integrantes. En este sentido podemos decir que todas las demás
virtudes pertenecen a la justicia y que todo vicio hace a la injusticia, ya que el empeoramiento
de una parte tiende a producir el empeoramiento del todo.

- Puesto que la justicia hace referencia al otro, resulta obvio que una acción injusta perjudica
a los demás, que son las víctimas del que comete la injusticia. Sin embargo, ha de tenerse en
cuenta, que también el injusto es víctima de su propia injusticia, y de un modo que bien
podría considerarse “más grave” en cierto sentido. Por lo ya explicado sobre la interrelación
entre el ser y el obrar del hombre, quien comete una injusticia está obrando mal y con ello
está vulnerándose también a sí mismo, atrofiando su propio ser como persona.
66

Aquel que en lugar de dar a otro lo que a éste se debe lo retiene o lo roba, se
vulnera y desfigura a sí propio: él es el que pierde y el que en extrema instancia
consuma su propia destrucción; en ningún caso deja de acontecerle algo
incomparablemente peor que lo experimentado por el que sufre la injusticia. [...]
La justicia pertenece al recto ser del hombre.23

Quien comete injusticia es, a la vez, víctima y victimario. Por eso enseñaba Sócrates:

Es necesario morir en calma y sufrir cualquier otra cosa antes que cometer
injusticia. Afirmamos que obrar mal es siempre malo y vergonzoso para el que
obra mal. Así pues, de ninguna manera se debe obrar injustamente. Quien recibe
injusticia no debe, pues, responder con injusticia, como piensa la mayoría, ya
que en ningún caso se debe ser injusto. [...] No se debe devolver injusticia con
injusticia ni hacer mal a ninguno de los hombres, aunque se hubiere padecido
por culpa de ellos.24

- La justicia (como virtud, es decir, como modo de ser de la persona) es aquella cuya ausencia
es más fácil de disimular. O, para decirlo de otra forma, es relativamente sencillo disimular el
vicio de la injusticia. Esto se debe a que bien puede realizarse un acto externo justo (por
ejemplo, pagar los impuestos – acto perteneciente a la justicia legal) sin que haya una
disposición interna a realizarlo (es decir, sin que se dé la “voluntad firme y constante”). A
nivel jurídico, las leyes positivas sólo pueden hacer referencia al acto externo, pero no pueden
obligar in foro interno. Por tanto uno puede realizar (¡incluso siempre!) los actos a los que
obliga la ley – por temor a represalias – sin que haya en el sujeto un verdadero hábito que se
correspondiese con esas acciones. En definitiva, se puede parecer justo sin serlo.

- El ser humano y la sociedad no pueden alcanzar una justicia total y definitiva. No sólo
porque las injusticias existen y es muy probable que sigan existiendo. Si no que, aun
suponiendo el caso de que los seres humanas obráramos justamente, hay razones por las que
la justicia no puede ser acabada e inalterable. Una de ellas es que, para que algo fuese
inalterable de modo definitivo, debería estar más allá de los cambios y el tiempo. La vida
humana, empero, está signada por el devenir, de modo que siempre surgen deudas nuevas que
exigen restituciones nuevas. No es posible pretender, para la justicia, un estado de las cosas
tal que se pudiera dejar “tal cual está”. Sería algo, sin dudas, utópico y a la vez inhumano. La
otra razón que nos interesa señalar es la siguiente: hay deudas que, por su misma naturaleza,
son impagables y uno, por mucho que se esfuerce, no podrá jamás alcanzar una restitución
que fuera rigurosamente justa. El creyente sabe que ha recibido su ser (con todo lo que eso
implica) por el acto creador de Dios, por ejemplo. Pues bien, eso es algo que nunca se podrá
“devolver”, ni hay posibilidades de ofrecer algo “a cambio” que tuviera como efecto alguna
especie de equilibrio, puesto que la relación es por su mismo origen desequilibrada. Tampoco
podrá uno “devolverle” la vida a los padres, de quienes la ha recibido. Esto no significa que
no haya nada para hacer al respecto, pero sí que por mucho que uno haga, la deuda no llegará
jamás a ser estrictamente saldada.

23
J. Pieper, Las Virtudes Fundamentales, p. 92
24
Platón, Critón
67

FORTALEZA
Saber afrontar y padecer

Hacer el bien está lejos de ser cosa siempre fácil y sencilla. Es cierto que la posesión de
la virtud brinda, entre sus ventajas, la facilidad, sin embargo sería ingenuo suponer que obrar
correcta y justamente no implica dificultad alguna. Hay veces en que el bien es algo arduo; es
necesario el esfuerzo, el sacrificio, la mortificación, la renuncia, la “fuerza de voluntad” para
poder mantenerse fiel al bien afrontando la propia pereza, las posibles injusticias, las heridas
o incluso, en el caso más extremo, la misma muerte. La vida buena es por momentos un
camino escarpado. Ahí es donde se revela la importancia de la virtud de la fortaleza.
Muchas veces el hombre no es capaz o tiene dificultades para hacer el bien por temor.
La fortaleza es la virtud que justamente permite superarlo. Podemos definirla como la “virtud
que da valor al ánimo para afrontar los riesgos en el cumplimiento del bien.” Sin ella se
engrandece el riesgo de no encarar el camino hacia esos “bienes arduos” por las dificultades
que implica su búsqueda, o bien que por debilidad abandone el camino antes de alcanzar el
bien propuesto como fin.
Debemos, sin embargo, aclarar que afirmar que la fortaleza permite superar el miedo no
significa decir que la fortaleza consista en no temer. Ser fuerte o valiente no consiste en no
tener miedo (el temerario no es valiente) sino en conocer el miedo y lograr que, a pesar de
ello, el temor no nos paralice. El que nada teme, nada ama; no conoce el temor porque nada
le importa, pero eso está más bien lejos de ser una virtud. El objetivo de la fortaleza no es
ignorar el temor, sino tener la valentía para no dejarse vencer por él, para que el sujeto pueda,
a pesar del miedo, encarar los caminos hacia el bien.

Ser fuerte o valiente no es lo mismo que no tener miedo. Por el contrario, la


virtud de la fortaleza es cabalmente incompatible con un cierto género de
ausencia de temor: la impavidez que descansa en una estimación o valoración
erróneas de lo real. Pareja impavidez, o bien es ciega y sorda para la realidad
del peligro o bien es resultado de una perversión del amor. Porque el temor y el
amor se condicionan mutuamente: cuando nada se ama, nada se teme; y si se
trastorna el orden del amor, se pervierte asimismo el orden del temor.25

Y así como la fortaleza no consiste en no temer, tampoco consiste ser incapaz de sufrir.
Pretender eso sería apuntar a un imposible contrario a la naturaleza del hombre. La apatía y la
insensibilidad no se condicen con la esencia humana. El hombre es un ser vulnerable
(físicamente, anímicamente, emocionalmente, espiritualmente…), es decir puede ser herido.
Es justamente porque podemos sufrir – y probablemente habremos de hacerlo – que la
fortaleza tiene una particular importancia dentro del edificio de las virtudes.

Sin vulnerabilidad no se daría ni la posibilidad misma de la fortaleza. (…) Ser


fuerte o valiente no significa sino esto: poder recibir una herida. Si el hombre
puede ser fuerte, es porque es esencialmente vulnerable.26

25
J. Pieper, Las virtudes fundamentales, p. 197
26
J. Pieper., Las virtudes fundamentales, p. 184
68

Por último, aclaremos también que la fortaleza no consiste en sufrir por sufrir ni en
buscar el sufrimiento por sí mismo. Lo que importa no es el padecimiento ni el sufrimiento.
Lo que importa es que se haga lo que está bien y el padecer ha de estar, si fuera necesario el
caso, en función del bien. Por eso, para ser fuerte y valiente hay que saber qué es el bien en
cada caso (el valiente ha de ser a la vez prudente); no se trata de negar o desvirtuar la
realidad, de lanzarse a ciegas a la acción, de ignorar los peligros o pasar por alto los posibles
riesgos.
El valiente tiene conocimiento de la realidad, de los peligros, de las eventuales heridas,
pero eso no le impide obrar bien. No porque nada le importe, no porque sea indiferente, sino
al contrario, porque sabe de la importancia de las cosas, las ama acertadamente, y por ese
amor es capaz de padecer. En definitiva, ser fuerte es ser capaz de sufrir, cuando el orden de
las cosas así lo exige, y es el amor ordenado, subordinado libremente a ese orden de las cosas,
el manantial del cual brota la fuerza del valiente.

Actos de la fortaleza
Decíamos que la fortaleza se especifica por el valor para afrontar las dificultades en el
cumplimiento del bien. Podemos señalar que este “afrontar” implica dos actos, que son los
propios del hombre fuerte: atacar y resistir.
 Atacar: Consiste en tener fuerza para hacer frente a los obstáculos que se presentan en la
práctica del bien. Implica cierta agresividad (que no es lo mismo que violencia) para
poder incluso modificar las situaciones. Al atacar, el fuerte se abalanza contra el mal, de
modo tal que hasta hace uso del enojo en pos del bien.
 Resistir: No se trata de insensibilidad ni de resignación, sino de la capacidad de
mantenerse fiel al bien cuando no queda otra opción que soportar. Es mantenerse firme a
pesar de las heridas, ser capaz de soportar, cuando no hay otra posibilidad que la
resistencia (como, por ejemplo, cuando las circunstancias no habrían de cambiar incluso
a pesar del esfuerzo).
A primera vista podría parecer que es más meritorio el atacar que el resistir, ya que el
primero da la sensación de ser implicar una actitud más activa, mientras que el segundo acto
nos suena a mera pasividad. Sin embargo es en la resistencia donde se cumple de modo más
pleno la fortaleza y, lejos de implicar una actitud meramente pasiva, implica una tremenda
energía anímica y una valerosísima adhesión al bien. Las personas de carácter meramente
pasivo son justamente las que encuentran enormes dificultades para poder resistir y
mantenerse fieles a lo justo. En cambio los que saben resistir dan señales de una gran fuerza
interior.

Virtudes anexas
MAGNANIMIDAD: Etimológicamente proviene de magna anima (alma grande). Esta virtud
consiste en ser capaz de llevar a cabo grandes empresas, de realizar cosas importantes y
valiosas. Implica una dosis de confianza en sí mismo para animarse a ello y un cierto rechazo
de la mediocridad y las pequeñeces carentes de importancia. “La virtud de la magnanimidad
o grandeza del alma es, pues, esta firmeza mesurada en la búsqueda de la grandeza
humana.”27
27
R. Simon, Moral, p. 381
69

¿Qué quiere decir magnanimidad? Es el compromiso que el espíritu


voluntariamente se impone de tender a lo sublime. Magnánimo es aquel que se
cree llamado o capaz de aspirar a lo extraordinario y se hace digno de ello. El
magnánimo es en cierto modo caprichoso; no se deja distraer por cualquier cosa,
sino que se dedica únicamente a lo grande, que es lo que a él le va. (…)
Características del magnánimo son la sinceridad y la honradez. Nada le es tan
ajeno como callar la verdad por miedo. El magnánimo evita, como la peste, la
adulación y las posturas retorcidas. No se queja, pues su corazón no permite que
se le asedie con un mal externo cualquiera. La magnanimidad implica una fuerte
e inquebrantable esperanza, una confianza casi provocativa y la calma perfecta
de un corazón sin miedo.28

Los vicios opuestos a la magnanimidad pueden ser:


Por defecto: a) Desinterés: se opone a la magnanimidad desde un punto de vista objetivo. No
hay nada que al sujeto importe, ningún objeto o meta que lo convoque con
suficiente fuerza, por lo cual todo le da lo mismo y es incapaz de llevar a cabo
grandes emprendimientos.
b) Pusilanimidad: se opone a la magnanimidad desde un punto de vista
subjetivo. La falta de fuerza no se debe a una indiferencia objetiva, sino a la
poca confianza subjetiva de la persona en sí misma. El pusilánime cree que no
es capaz él de hacer algo importante.
Por exceso: c) Presunción: La persona cree que es capaz de hacer cosas que, en realidad,
están más allá de sus propias fuerzas y posibilidades.

PERSEVERANCIA / CONSTANCIA: Consiste en ser capaz de mantenerse fiel en la


práctica del bien y no dejarse vencer por cualquier dificultad. Los vicios opuestos pueden ser:

Por defecto: la molicie, es decir, la “blandura”, la debilidad del ánimo que lleva a desistir ante
cualquier dificultad. En consecuencia se imposibilita la consecución de muchas metas
importantes, ya que es habitual que estas impliquen dificultades y escollos que exigen
perseverancia.

Por exceso: la pertinacia, es decir la obstinación, el endurecimiento del ánimo que no permite
el cambio cuando es necesario realizarlo (testarudez, terquedad).

PACIENCIA:

Originalmente, el nombre mismo de paciencia está referido al padecer. Pero, como


hemos dicho, no se trata de padecer porque sí, sin huir del mal. La paciencia no consiste en
una irreflexiva aceptación del padecimiento, sino en el no dejarse arrastrar a un estado de
tristeza del ánimo por la presencia del mal, es decir “no dejarse arrebatar la serenidad ni la
clarividencia del alma por las heridas que se reciben mientras se hace el bien.”29

28
J. Pieper, Las virtudes fundamentales, pp. 277-278
29
J. Pieper, Las virtudes fundamentales, p. 201
70

En el uso popular actual, el concepto de paciencia se opone además al apuro, al deseo


de que se produzca con inmediatez algo que de hecho lleva su tiempo. Transcribimos a
continuación unas líneas de Romano Guardini al respecto:30

¿Puede ser impaciente el animal? Evidentemente, no; Ni impaciente ni paciente. Está


adaptado en el contexto de la naturaleza, vive como debe vivir y muere cuando ha pasado su
tiempo. La impaciencia sólo es posible para un ser que tenga la capacidad de elevarse por
encima de lo real inmediato y querer lo que todavía no es: para el hombre. Así, sólo a él le
cabe la decisión, si es capaz, de dejar su tiempo al devenir.
Y esto siempre, una y otra vez, pues en esta existencia de tiempo y finitud constantemente
vuelve a presentarse la tensión entre lo que es el hombre y lo que querría ser; lo que ya ha
realizado y lo que todavía le queda por lograr. La paciencia es lo que sobrelleva la tensión.
Sobre todo, la paciencia con lo que se nos da y nos toca en suerte, con el “destino”. La
circunstancia en que vivimos nos está impuesta: nacemos dentro de ella. Los acontecimientos
de la historia marchan sin que podamos cambiar en ellos nada esencial, y cada cual ha de
notar sus efectos. Día tras día nos sale al encuentro, en forma personal, lo que acontece
históricamente. Podemos defendernos, podemos arreglar muchas cosas conforme a nuestra
voluntad; en el fondo hemos de aceptar lo que viene y nos es dado. Comprenderlo y
conducirnos conforme a ello es paciencia. Quien no quiere está en perpetuo conflicto con su
propia existencia.
[...] También debemos tener paciencia con las personas con quienes estamos
vinculados. Sean los padres o cónyuges, o hijos, o amigos, o compañeros de trabajo o lo que
sea: la vida responsable, mayor de edad, empieza aceptando al hombre como es.
Puede ser muy difícil estar vinculado con una persona a quien poco a poco se conoce de
memoria: de quien se sabe cómo habla, cómo piensa, cómo se sitúa ante todo. Se querría
eliminar a esa persona y tomar otra. Aquí la fidelidad es ante todo paciencia: con lo que esa
persona es, con cómo es y se comporta y cómo lo hace. Donde no se aplica, todo se rompe y
falla la posibilidad que había en esa relación.
Pero también hemos de tener paciencia con nosotros mismos. Sabemos –por ejemplo, en
forma de un deseo más o menos claro– cómo querríamos ser. Nos gustaría perder tal
cualidad, adquirir aquélla, y tropezamos con que, pese a todo, somos precisamente como
somos. Es duro deber seguir siendo quien se es; es humillante tener que sentir siempre los
mismos defectos, mezquindades, debilidades.
El hastío de sí mismo, ¡cuántas veces ha invadido precisamente a los mayores espíritus!
Aquí otra vez hay que poner en juego la paciencia, aceptarse a sí mismo y sobrellevarse. No
dar por bueno en la propia imagen lo que no es bueno; no contentarse consigo mismo, eso
sería el modo del filisteo. Debe permanecer despierta una cierta insatisfacción ante la
defectuosidad e insuficiencia de uno mismo: si no, se perdería esa autocrítica que constituye
el supuesto previo de toda maduración moral. Pero no apartándose de uno mismo con
fantaseos, sino que toda sana crítica debe ponerse en juego desde lo dado y continuar
actuando desde ahí, y sabiendo que será cosa lenta, muy lenta. Pero esa misma lentitud
constituye la garantía de que la transformación no se realiza en la fantasía, sino en la
realidad.
¿Cómo ocurre la transformación moral? Por ejemplo, uno ha reconocido: Me falta
domino propio. Debo dominarme mejor, hablar con más sosiego, actuar con más prudencia.
Eso está reconocido y afirmado, pero al principio sólo está en la imaginación, pensado,
planeado. Sin embargo, debe entrar en la realidad, y ésta es tenaz. También puede uno
30
Romano Guardini, Una ética para nuestro tiempo, Lumen, Bs.As. 1994, pp. 62-70
71

adelantar en sueños en una virtud, y ¡cuántos sueños de deseo consisten en virtudes


fantaseadas! Pero los sueños vuelan, y todo vuelve a estar como antes. No; ha empeorado,
pues en el fantasear se consume energía moral, aun prescindiendo del embuste que hay en él.
¡Cuántas veces, bajo la impresión de una hora sublime o de una decisión flamante, se
piensa: ahora ya estoy! Pero en la siguiente ocasión se nota cómo nuestra propia realidad,
que parecía haber recibido la acuñación de lo nuevo, de lo reconocido como justo, vuelve
rápidamente a lo viejo, y todo está como estaba.
[...] el tener esa paciencia que siempre que siempre empieza de nuevo es el supuesto
previo para que ocurra realmente algo. [...] “¡Empieza siempre!” En principio, una
paradoja, pues en sí el comienzo está precisamente en el comienzo, y después se va más
adelante. Pero eso sólo es verdad en lo mecánico. En lo vivo, el empezar es un elemento que
constantemente ha de hacerse operante. Nada va adelante si no “empieza” a la vez. Quien
quiera adelantar, pues, debe empezar siempre de nuevo. Siempre debe sumergirse en el
origen interior de lo vivo y elevarse desde él en nueva libertad, en “iniciativa”, en “potencia
iniciadora”, para hacer real lo antes pensado: la prudencia, la mesura, la superación de sí
mismo y todo lo que haya de llegar a ser.
Paciencia consigo mismo –naturalmente, no dejadez ni blandura, sino sentido realista–
es el fundamento de todo esfuerzo.
[...] no es posible ninguna paciencia sin comprensión: sin saber el modo como va la
vida. Paciencia es sabiduría, comprensión de lo que significa: tengo esto, y nada más; soy
así, y no de otro modo; la persona con que estoy vinculado es así y no como todos los demás.
Cierto que me gustaría que fuera de otro modo, que también se podrá cambiar mucho con
tenaz esfuerzo; pero, en principio, las cosas están como están, y tengo que aceptarlo.
Sabiduría es comprensión del modo como tiene lugar la realización: de cómo un
pensamiento se hace real en la sustancia de la existencia partiendo de la imaginación; de
qué lento es el proceso y en cuántos sentidos puesto en riesgo; de qué fácilmente se engaña
uno a sí mismo y se va de la mano.
La paciencia comporta fuerza, mucha fuerza. [...] Sólo el hombre fuerte puede aplicar
una paciencia viva, recibir en sí, una y otra vez, lo que es; empezar de nuevo, una y otra vez.
La paciencia sin fuerza es mera pasividad, superficial tolerancia, habituamiento a ser cosa.
Y el amor forma parte de la auténtica paciencia, amor a la vida. Pues lo vivo crece
despacio, tiene sus horas, va por muchos caminos y rodeos. Por eso requiere confianza, y
sólo el amor confía. Quien no ama la vida no tiene paciencia con ella. Entonces vienen las
vehemencias y rebeldías, y hay heridas y roturas.
[...] La paciencia viva es la persona entera, que está en tensión entre lo que querría
tener y lo que tiene; lo que habría de hacer y lo que es capaz de hacer; lo que desea ser y lo
que realmente es. El soportar esa tensión, el concentrarse siempre de nuevo en la posibilidad
de cada hora, eso es paciencia. Así, se puede decir que la paciencia es la persona en devenir
que se entiende adecuadamente. También sólo de la mano de la paciencia prospera la
persona que nos está confiada. Un padre, una madre que no tienen paciencia en ese sentido
nunca harán más que daño a sus hijos. El educador que no toma con paciencia a los que se
le confían los asustará y les quitará la sinceridad. Dondequiera que se nos pone vida en las
manos, el trabajo en ella sólo puede prosperar si lo hacemos con esa fuerza profunda y
silenciosa.
72

TEMPLANZA
Orden interior del hombre
La necesidad de la fortaleza se hace evidente frente a los “bienes arduos”, aquellos que
implican valentía, esfuerzo y sacrificio. La templanza, en cambio, entra en juego cuando
tenemos que vérnoslas con los “bienes placenteros”, es decir, aquellos bienes que causan
deleite. En este caso, la dificultad y los peligros son de otra índole (lo cual no quita que sea
necesaria también la fortaleza para poder tener templanza). En principio, la consecución del
bien placentero no reporta dificultades ni sacrificios, sino más bien lo contrario. Hay una
notoria inclinación hacia ese tipo de bienes, a punto tal que algunos pensadores incluso
creyeron que la búsqueda del placer es el motor originario de la vida humana. Sin embargo,
aparece el interrogante: ¿cómo comportarse adecuadamente frente al placer? ¿Hay que dar
rienda suelta a la búsqueda del mismo, por sobre todas las cosas? ¿Hay que refrenarse,
reprimir esa búsqueda por las posibles consecuencias negativas que pudiese acarrear?
Mencionaremos primeramente dos actitudes extremas respecto a esta problemática e
intentaremos señalar las razones por las que ninguna de las dos parece ser la más adecuada:
Hedonismo: (del griego hedoné, “placer”) El hedonismo ha adoptado múltiples y variadas
formas a lo largo de la historia, pero unificando el núcleo de esta postura podemos decir que
se trata de una doctrina filosófica y también una actitud de vida que ubica al placer como
meta principal de la existencia. Para el hedonismo el hombre ha de buscar el placer y evitar el
dolor.
Sin embargo, considerar la búsqueda de lo placentero como lo principal acarrea algunas
dificultades. La primera y más evidente estriba en que dejarse llevar por lo que en el
momento resulta placentero muchas veces no es lo mejor para la persona; el sujeto termina
cayendo en errores de los cuales se arrepiente luego, en tentaciones que a la larga resultan
perjudiciales, etc. Si bien la “liberación” de los instintos vitales parece atractiva en primera
instancia, muchas veces termina llevando a la anulación de la vitalidad. En segundo lugar,
quien está habituado a dejarse llevar siempre por el placer, se ve imposibilitado de renunciar
a ello cuando le haga falta, por ausencia de entrenamiento. Cuando llegue el momento, por
alguna razón, de renunciar al placer en vistas a otro bien, no estará capacitado. En tercer
lugar, la posible caída en los excesos del hedonista, en lugar de aumentar su capacidad de
disfrute, paradójicamente, la termina disminuyendo, por lo cual surge la necesidad de caer en
excesos cada vez mayores, ya que el desorden interno desde el cual se acerca a lo placentero
hace que, lo que resultaba deleitable en un principio, luego deje de serlo. Pasarse de la raya,
por decir así, obliga a ir corriendo paulatinamente más esa misma raya, para poder seguir
pasándola. Por último, la sola búsqueda del placer, obnubila y paraliza también la
inteligencia. La mirada de la realidad deja de ser franca y transparente, porque el hedonista
busca en las cosas solamente el motivo de su disfrute. De esta manera hay toda una serie de
aspectos de la realidad que quedan vedados a su visión.
Racionalismo: Si bien el racionalismo es principalmente una postura gnoseológica (según la
cual la única fuente de verdadero conocimiento es la razón), tiene consecuencias
antropológicas y éticas. Al considerar al hombre principalmente como “mente” o “razón”,
tiene cierto desinterés por lo corporal, con lo cual tiende a desprestigiar lo físico y también lo
pasional, lo instintivo, lo animal. Éticamente hablando, el racionalismo tiende a la represión
de los impulsos, de las pasiones, de los apetitos. Propone más bien un dominio de la razón en
la vida del hombre, dominio de tipo despótico por sobre lo pasional. En ese sentido parece la
contrapartida de la actitud hedonista. Sin embargo, no resulta una solución satisfactoria al
73

problema que venimos planteando. Por un lado, la actitud represiva para con lo pasional lleva
al hombre a estar en batalla consigo mismo; la persona se siente “partida en dos”, dividida, en
un conflicto interno (inteligencia versus afectividad, razón versus pasión, deber versus placer,
etc.). Además, arrastra hacia una muerte afectiva del sujeto, hacia una actitud signada por la
frialdad, que termina resultando antinatural para el hombre. La actitud represiva, por último,
consiste en “hacer como si no existieran” las tendencias pasionales, pero eso no significa
lograr su efectiva inexistencia. Simplemente se las expulsa del nivel consciente, sin embargo
esas tendencias siguen operando en las sombras. Esa ebullición reprimida probablemente
termine haciendo explosión en algún momento y estallando por algún lado, y habitualmente
lo hace de modo muy poco “racional”.
Ninguna de las dos alternativas extremas parece satisfactoria. El hombre no es ni ángel
ni bestia, decía Pascal. Los racionalistas pecan de angelismo, mientras que los hedonistas
tienden a reducir al hombre solamente a su aspecto animal. Subsiste por tanto la pregunta
¿qué hacer con las pasiones? ¿qué hacer con la búsqueda del placer? ¿Cuál sería una solución
verdaderamente humana al problema?

¿Qué pasa con la vida de la naturaleza? […] ¿Cómo transcurre la “vida”?


¿Cómo crece y se desarrolla un animal sano? Siguiendo sus tendencias. Entonces
todo va bien, pues exactos instintos velan para que no entre por caminos falsos.
Cuando el animal está harto, no come más. Cuando está descansado, no se tumba
sin necesidad. Cuando apremia el instinto de reproducción, lo satisface, pasado su
tiempo, calla el instinto. El modo, el tipo, si así se quiere decir, conforme al cual se
realiza la vida de la naturaleza es la sencilla realización hacia fuera: lo que está
dentro, sale viviendo.
[…] Todo lo que se llama tendencia trabaja en el hombre de otro modo que en el
animal. El espíritu sitúa los impulsos vitales en una peculiar libertad. [..] En el
animal, la tendencia construye el mundo circundante correspondiente a su especie,
pero con ello mismo lo ajusta a sus condiciones y límites. En el hombre lleva a un
libre encuentro con la amplitud, la riqueza del mundo, pero con eso mismo queda
también en riesgo. Se hace posible todo lo que se llama exageración, excesivo
refinamiento, antinaturalidad, posible y atrayente.
[…] De ahí surge para él [para el hombre] una necesidad que no existe para el
animal, a saber, mantener sus tendencias en ordenación libremente querida y
superar la propensión a la desmesura o a la mala realización. No como si las
tendencias fueran malas en sí. Forman parte de la esencia del hombre y actúan en
todos los dominios y formas de su vida Forman parte de la esencia del hombre y
actúan en todos los dominios y formas de su vida. Forman su provisión de energía.
Debilitarlas sería tanto como debilitar la vida. […] La motivación del auténtico
ascetismo no reside en tal combate contra la vida de las tendencias, sino en la
necesidad de ponerlas en el orden adecuado. Éste está determinado por los más
diversos puntos de vista: las exigencias de la salud, la atención a los demás
hombres, las obligaciones respecto a la profesión y el trabajo. Cada día se
presentan nuevas exigencias de mantenerse en orden a sí mismo, y eso es
ascetismo. Esa palabra – del griego áskesis – significa ejercicio, entrenamiento,
ejercicio en la correcta orientación de la vida.31

31
R. Guardini, Una ética para nuestro tiempo, Bs. As. Lumen, 1996, pp. 120 y ss.
74

Lo evidente es que hay en el ser humano un desorden. Las cosas que están destinadas a
conservar, edificar y perfeccionar nuestro ser, y que generalmente resultan deleitables para la
persona (comida, bebida, sexo…), terminan muchas veces produciendo el efecto contrario.
Esto indica que esas cosas no son malas en sí mismas, pero sí que en muchas oportunidades
hacemos mal uso de ellas. La solución no puede consistir en dar rienda suelta a las pasiones,
pero tampoco en anularlas. Lo que hay que lograr es un orden interior, una armonía
gobernada por la razón (por una razón que ordene, que gobierne y no que anule, niegue,
reprima).
No se trata, por tanto de obrar ex passione (desde la pasión), porque las pasiones por sí
mismas son ciegas y no son capaces de dirigir eficazmente el obrar del hombre. Tampoco se
trata de obrar sine passione (sin pasión), porque eso significaría mutilar un aspecto esencial
del ser humano. Se trata, en cambio, de obrar cum passione (con pasión), haciendo uso de la
energía pasional, aprovechando el empuje que estas tendencias brindan, pero no de manera
descontrolada, sino ordenada, favoreciendo el obrar eficaz y la unidad interna de la persona.
Podemos definir entonces a la templanza como “virtud que apunta al orden interior de
la persona en la búsqueda de los bienes placenteros.” El orden interior al que apunta la
templanza se traduce en una relación ordenada con las cosas, y entrenarse a su vez en
establecer una relación armónica con la realidad ayuda a crecer en armonía interior. Ambos,
orden interior y relación ordenada con lo otro, hacen posible una vida más llena de sentido
para el hombre.

Aplicaciones de la templanza
La templanza afecta primeramente el apetito concupiscible del ser humano, es decir, su
tendencia hacia los bienes sensibles que causan placer. Sin embargo, también puede aplicarse
a otras facultades humanas. Mencionamos a continuación algunas de estas aplicaciones.
 En el apetito concupiscible: La templanza afecta primordialmente la tendencia hacia
aquellos bienes sensoriales que buscamos porque nos resultan deleitables y a la vez
favorecen nuestro propio desarrollo como individuos y la subsistencia de nuestra especie
a. En cuanto a lo primero (desarrollo individual) se relaciona con la alimentación:
aplicada a las tendencias alimenticias la templanza se convierte en ABSTINENCIA
(en relación con la comida)32 y SOBRIEDAD (en relación con la bebida). El vicio
opuesto a la templanza en relación con la comida es la gula, que consiste en la
apetencia desordenada en el comer33, y en relación con la bebida es la embriaguez.34

32
“La abstinencia, por su mismo nombre, indica sustracción de alimento. Por ello, podemos tomar el nombre de
abstinencia en dos sentidos. En primer lugar, en cuanto que indica una sustracción total de alimento, y tomada
así no indica virtud ni acto virtuoso, sino algo indiferente. En segundo lugar, puede tomarse en cuanto que está
regulada por la razón, y entonces significa el hábito o el acto virtuoso.” II-II, 146, 1
33
Como es sabido, la gula pertenece en la teología cristiana al listado de los pecados capitales. Respecto de ella
dice Santo Tomás de Aquino: “ No es gula toda apetencia de comer o beber, sino sólo la desordenada. Y
llamamos apetencia desordenada a la que se aparta del orden de la razón, en el cual consiste el bien de la virtud
moral. Por eso llamamos pecado a lo que se opone a la virtud. Así, es evidente que la gula es pecado. (…) el
vicio de la gula no consiste en la sustancia del alimento, sino en deseo del mismo no regulado por la razón. Por
ello, si alguno se excede en la cantidad de alimento, no por deseo del mismo, sino por creer que es necesario, no
podemos decir que esto sea gula, sino falta de cálculo. Y sólo comete pecado de gula quien se excede en la
cantidad de comida conscientemente, llevado por el placer producido por los alimentos.” II-II, 148, 1
34
También puede considerarse a la gula como vicios referente a la alimentación en general, ubicando a la
embriaguez como una especie de gula.
75

b. Aplicada a los placeres sexuales, la templanza es CASTIDAD (orden pasional


respecto a los placeres relacionados con el deleite venéreo). El vicio opuesto a la
castidad es la lujuria. El problema central de la lujuria estriba en su carácter egoísta,
tanto a nivel del conocimiento como de la afectividad. Dice Pieper: La lujuria
destruye de una manera especial esa fidelidad del hombre a sí mismo y ese
permanecer en el propio ser. Ese abandono del alma, que se entrega desarmada al
mundo sensible, paraliza y aniquila más tarde la capacidad de la persona en cuanto
ente moral, que ya no es capaz de escuchar silencioso la llamada de la verdadera
realidad, ni de reunir serenamente los datos necesarios para adoptar la postura justa
en una determinada circunstancia. (…) Lo destructivo del pecado contra la castidad
viene de que por ella el hombre se ha hecho parcial, se insensibiliza para percibir la
totalidad de lo que realmente es. El hombre no casto quiere, pero de forma referida
inmediatamente y en exclusiva a sí mismo; siempre se halla distraído por un interés
ilusorio, que no es real. La obsesión de gozar, que lo tiene siempre ocupado, le
impide acercarse a la realidad serenamente y le priva del auténtico conocimiento.
(…) La forma de buscar el propio interés en la lujuria lleva sobre sí la maldición de
un egoísmo estéril. Ese abandonarse al mundo sensual no tiene nada que ver con la
auténtica entrega a la realidad total del mundo buscando el verdadero conocimiento,
ni con la entrega del amante a la amada. La lujuria no se entrega, no se da, sino que
se abandona y se doblega. Va mirando la ganancia, corre tras la caza del placer.
Una entrega limpia no conoce precios ni entiende de recompensas. 35

 En la valoración de sí mismo: aplicada al afán de sobresalir, de mostrar superioridad,


categoría, preeminencia, la templanza es HUMILDAD y su vicio opuesto es la soberbia.
Sin embargo, debe tenerse en cuenta que la humildad nada tiene que ver con una baja
autoestima, con una actitud de constante reproche de sí mismo, con un complejo de
inferioridad. La humildad se basa en el conocimiento profundo de sí mismo y la toma de
conciencia de las propias capacidades y del propio “lugar” en el mundo. Humildad es,
como decían los griegos, enaletheia (estar en la verdad). Por ello no hay oposición, sino
mutua implicación, entre humildad y magnanimidad.

 En los movimientos de la ira: la templanza, en esta aplicación, es MANSEDUMBRE y


DULZURA (o clemencia). Debe aclararse que la ira o el enojo no son algo negativo en sí
mismo, muy por el contrario, es algo positivo y útil si se usa de ello según el orden de la
razón para que sirva al fin verdadero del hombre. La falta de capacidad para irritarse está
lejos de ser algo virtuoso y sin cierta agresividad no se llega a ningún lado. Sin embargo,
es fácil observar que lo difícil es lograr que la ira se dé en la medida justa; ésta puede
arrebatar el corazón del hombre, hacerle perder el control de sí mismo (es acertada la
expresión que a veces se utiliza para describir a la persona encolerizada, al decir que “está
sacado”, como si no estuviera en posesión de sí), obnubilar la inteligencia, transformarse
en un enojo desmedido, o sin razón suficiente, o contra personas equivocadas, convertirse
en crueldad. La mansedumbre, por tanto, tiene como objetivo apaciguar la pasión de la ira,
haciendo al hombre dueño de sí mismo. La dulzura o clemencia es la mansedumbre
aplicada a los demás, con el fin de evitar el mal del prójimo mediante la moderación del
castigo.

35
J. Pieper, Las virtudes fundamentales, pp. 240 y ss.
76

 En el afán de conocimiento: hay en el hombre una tendencia natural hacia el conocimiento


y, de hecho, saber es algo que resulta placentero al ser humano. Sin embargo, también este
afán puede darse de manera desordenada, por lo que es importante la aplicación de la
templanza a la inteligencia y su tendencia natural. La templanza aplicada al conocimiento
es STUDIOSITAS, es decir la virtud de la inteligencia que apunta a un saber profundo,
contemplativo. Su vicio opuesto es la curiositas, que degenera el conocimiento haciéndolo
superficial, frívolo, rápido, meramente instrumental, a veces plagado de mucha
información pero poca formación para el sujeto. La curiositas acarrea la fuga, la
dispersión y debilita la verdadera presencia del hombre ante lo que las cosas son.

Consideraciones finales
Muchas veces se hace hincapié en el carácter moderador de la templanza, en el aspecto
refrenante de ésta, en la necesidad de reducciones en cuanto a la cantidad de placer, etc. Es
indudable que la moderación pertenece a la esencia de esta virtud, pero este es sólo un
aspecto. Si la consideración de la templanza se limita sólo a esto, la virtud queda mal
comprendida y termina pareciendo más bien algo negativo, no deseable, limitador y
represivo. Lo central de la templanza no es el freno, sino la potenciación de la capacidad de
placer del ser humano. La templanza apunta a un mayor gozo de la belleza y, si bien a veces
implica límites en la cantidad, su finalidad es lograr un placer que sea mejor en calidad y
profundidad.
Buscar el placer de modo libertino e ilimitado termina llevando al hombre a la
desesperación, ya que en su afán desordenado, el hombre no templado no logra dar nunca
plenamente con su objeto. La plenitud de la vida, objetivo natural de la persona, es posible
cuando nos relacionamos adecuadamente con el mundo y las demás personas. Para que esta
relación sea adecuada y armónica, el sujeto debe estar en situación de armonía interior y
pureza interna, que es a lo que en definitiva apunta la virtud de la templanza. De modo que la
templanza no va “en contra de la vida”, sino a favor de su mejor desarrollo, a favor del
crecimiento del hombre y de una vida llena de sentido.

La virtud entonces no reprime las pasiones, sino que las ordena. La ordenación
evidentemente no procede sin cierta disciplina y mortificación, pero significa
también expansión, liberación, realización, siendo en cambio el desorden el
mayor impedimento para la expansión también en el nivel de las pasiones. […]
El virtuoso no es el reprimido, no es aquél que sólo se contiene y abstiene, sino
aquél que encauzó sus energías pasionales según el orden de la verdad objetiva,
según el sentido profundo de las cosas, realizando así una vida llena de sentido,
puesto que una vida sin sentido no es vida para el hombre.36

36
E. Komar, Orden y Misterio, Bs. As., Emecé, 1996, pp. 42-43
77

Interrelación de las virtudes

El hombre concreto que desea un progreso moral podría preguntarse ¿por dónde
empezar? No hay respuestas universales al respecto, ya que cada uno ha de observarse a sí
mismo para ver dónde residen sus mayores flaquezas, cuáles son las debilidades que más
dificultades acarrean, etc. Alguno se sentirá falto de fuerza, o perezoso, otro se notará injusto,
otro falto de moderación. Sin embargo, debe tenerse presente que el crecimiento moral de la
persona ha de ser un crecimiento global, si es que quiere ser auténtico crecimiento. No se
puede ser un hombre justo, si no se es a la vez moderado, ni se puede ser moderado si no se
es a su vez fuerte. Por tanto, las virtudes están todas ellas en íntima vinculación unas con
otras.

Hay que recordar siempre que toda virtud está en conexión con las demás y que
no puede emprenderse la formación de una sin procurar al mismo tiempo y de
una manera más o menos inmediata la adquisición equilibrada del conjunto.
Vemos, pues, en qué sentido es exacto decir que educar una virtud es educar
todas las demás. Es verdad con la condición de no volver esta virtud sobre ella
misma; de no concederle un predominio deformador sobre las demás; sólo
conseguiríamos, como hemos dicho, obtener la apariencia de una virtud, pero no
su realidad.37

Creciendo globalmente, las virtudes permiten y fortalecen aquello que en páginas


anteriores señalábamos como el objetivo de todo progreso ético: el ordo amoris (orden
en el amor), para amar cada cosa según su valor, respondiendo eficaz y acertadamente
ante las exigencias que las situaciones concretas de nuestra vida plantean a cada
instante, en continuo crecimiento y cada vez mejor, logrando un paulatino mejor uso de
nuestra libertad y permitiendo así que sea cada vez mejor también nuestra propia
existencia.

Para formular brevemente y en general la noción que tengo de virtud por lo que
atañe a la vida honesta, la virtud es la caridad con que se ama aquello que se
debe amar. Esta es mayor en unos, menor en otros, nula en algunos, y en ninguno
es tan perfecta que no sea susceptible de aumento mientras vive en este mundo.38

Verdad es que también en esta vida la virtud no es otra cosa que amar aquello
que se debe amar. Elegirlo es prudencia; no separarse de ello a pesar de las
molestias es fortaleza; a pesar de los incentivos, es templanza; a pesar de la
soberbia, es justicia.39

37
R. Simón, op. cit., p 361
38
San Agustín, Epístola 167,15
39
San Agustín, Epistola 155, 13
78

EL HOMBRE LIGHT
Así como en los últimos años se han puesto de moda ciertos productos ligth –el tabaco,
algunas bebidas o ciertos alimentos–, también se ha ido gestando un tipo de hombre que
podría ser calificado como el hombre light.
¿Cuál es su perfil psicológico? ¿Cómo podría quedar definido? Se trata de un hombre
relativamente bien informado, pero con escasa educación humana, muy entregado al
pragmatismo, por una parte, y a bastantes tópicos, por otra. Todo le interesa, pero a nivel
superficial; no es capaz de hacer la síntesis de aquello que percibe, y, en consecuencia, se ha
ido convirtiendo en un sujeto trivial, ligero, frívolo, que lo acepta todo, pero que carece de
unos criterios sólidos en su conducta. Todo se torna en él etéreo, leve, volátil, banal,
permisivo. Ha visto tantos cambios, tan rápidos y en un tiempo tan corto, que empieza a no
saber a qué atenerse o, lo que es lo mismo, hace suyas las afirmaciones como “Todo vale”,
“Qué mas da” o “Las cosas han cambiado”. Y así, nos encontramos con un buen profesional
en su tema, que conoce bien la tarea que tiene entre manos, pero que fuera de ese contexto va
a la deriva, sin ideas claras, atrapado – como está – en un mundo lleno de información, que le
distrae, pero que poco a poco le convierte en un hombre superficial, indiferente, permisivo,
en el que anida un gran vacío moral.
Las conquistas técnicas y científicas – impensables hace tan sólo unos años – nos han
traído unos logros evidentes: la revolución informática, los avances de la ciencia en sus
diversos aspectos, un orden social más justo y perfecto, la preocupación operativa sobre los
derechos humanos, la democratización de tantos países y, ahora, la caída en bloque del
comunismo. Pero frente a todo ello hay que poner sobre el tapete aspectos de la realidad que
funcionan mal y que muestran la otra cara de la moneda:
a) materialismo: hace que un individuo tenga cierto reconocimiento social por el único
hecho de ganar mucho dinero.
b) hedonismo: pasarlo bien a costa de lo que sea es el nuevo código de comportamiento, lo
que apunta hacia la muerte de los ideales, el vacío de sentido y la búsqueda de una serie
de sensaciones cada vez más nuevas y excitantes.
c) permisividad: arrasa los mejores propósitos e ideales.
d) revolución sin finalidad y sin programa: la ética permisiva sustituye a la moral, lo cual
engendra un desconcierto generalizado.
e) relativismo: todo es relativo, con lo que se cae en la absolutización de lo relativo;
brotan así unas reglas presididas por la subjetividad.
f) consumismo: representa la fórmula posmoderna de la libertad.
Así, las grandes transformaciones sufridas por la sociedad en los últimos años son, al
principio, contempladas con sorpresa, luego con una progresiva indiferencia o, en otros casos,
como la necesidad de aceptar lo inevitable. La nueva epidemia de crisis y rupturas
conyugales, el drama de las drogas, la marginación de tantos jóvenes, el paro laboral y otros
hechos de la vida cotidiana se admiten sin más, como algo que está ahí y contra lo que no se
puede hacer nada.
De los entresijos de esta realidad sociocultural va surgiendo el nuevo hombre light,
producto de su tiempo. Si aplicamos la pupila observadora nos encontramos con que en él se
dan los siguientes ingredientes: pensamiento débil, convicciones sin firmeza, asepsia en sus
compromisos, indiferencia sui generis hecha de curiosidad y relativismo a la vez...; su
ideología es el pragmatismo, su norma de conducta, la vigencia social, lo que se lleva, lo que
79

está de moda; su ética se fundamenta en la estadística, sustituta de la conciencia; su moral,


repleta de neutralidad, falta de compromiso y subjetividad, queda relegada a la intimidad, sin
atreverse a salir en público.
No hay en el hombre light entusiasmos desmedidos ni heroísmos. La cultura light es
una síntesis insulsa que transita por la banda media de la sociedad: comidas sin calorías, sin
grasas, sin excitantes... todo suave, ligero, sin riesgos, con la seguridad por delante. Un
hombre así no dejará huella. En su vida ya no hay rebeliones, puesto que su moral se ha
convertido en una ética de reglas de urbanidad o en una mera actitud estética. [...]
El hombre light es frío, no cree en casi nada, sus opiniones cambian rápidamente y ha
desertado de los valores trascendentes. Por eso se ha ido volviendo cada vez más vulnerable;
por eso ha ido cayendo en una cierta indefensión. De este modo, resulta más fácil
manipularlo, llevarlo de acá para allá, pero todo sin demasiada pasión. Se han hecho muchas
concesiones sobre cuestiones esenciales, y los retos y esfuerzos ya no apuntan hacia la
formación de un individuo más humano, culto y espiritual, sino hacia la búsqueda del placer
y el bienestar a toda costa, además del dinero.
Podemos decir que estamos en la era del plástico, el nuevo signo de los tiempos. De él
se deriva un cierto pragmatismo de usar y tirar, lo que conduce a que cada día impere con
más fuerza un nuevo modelo de héroe: el del triunfador, que aspira – como muchos hombres
lights de este tramo final del siglo XX – al poder, la fama, un buen nivel de vida..., por
encima de todo, caiga quien caiga. Es el héroe de las series de televisión americanas, y sus
motivaciones primordiales son el éxito, el triunfo, la relevancia social y, especialmente, ese
poderoso caballero que es el dinero.
Es un hombre que antes o después se irá quedando huérfano de humanidad. [...] Se trata
de un hombre sin vínculos, descomprometido, en el que la indiferencia estética se alía con la
desvinculación de casi todo lo que le rodea. Un ser humano rebajado a la categoría de objeto,
repleto de consumo y bienestar, cuyo fin es despertar admiración o envidia.
El hombre light no tiene referente, ha perdido su punto de mira y está cada vez más
desorientado ante los grandes interrogantes de la existencia. Esto se traduce en cosas
concretas, que van desde no poder llevar una vida conyugal estable a asumir con dignidad
cualquier tipo de compromiso serio. Cuando se ha perdido la brújula, lo inmediato es
navegar a la deriva, no saber a qué atenerse en temas clave de la vida, lo que le conduce a la
aceptación y canonización de todo. Es una nueva inmadurez, que ha ido creciendo
lentamente, pero que hoy tiene una nítida fisonomía.
[..] nunca ha sido tan abundante y prolija la información y nunca, sin embargo, ha
habido tanta ignorancia. El hombre es cada vez menos sabio, en el sentido clásico del
término.
En la cultura nihilista, el hombre no tiene vínculos, hace lo que quiere en todos los
ámbitos de la existencia y únicamente vive para sí mismo y para el placer, sin restricciones.
¿Qué hacer ante este espectáculo? No es fácil dar una respuesta concreta cuando tantos
aspectos importantes se han convertido en un juego trivial y divertido, en una apoteósica y
entusiasta superficialidad. Por desgracia, muchos de estos hombres necesitarán un
sufrimiento de cierta trascendencia para iniciar el cambio, pero no olvidemos que el
sufrimiento es la forma suprema de aprendizaje; otros, que no estén en tan malas
condiciones, necesitarán hacer balance personal e iniciar una andadura más digna, de más
categoría humana.
Enrique Rojas, El hombre light, Buenos Aires, Planeta, 1992, pp.13-18.
80

BIEN COMÚN
Algunas consideraciones acerca del bien del grupo social y su importancia

Naturaleza del bien común


Cada decisión que realiza el hombre, eligiendo un acto en concreto, está dirigida a un
bien. Ya es famosa aquella frase de Aristóteles: “el bien es aquello hacia lo cual todos
tienden”. Esto no quiere decir que a veces (o muchas veces) no elijamos mal; eso sucede sin
duda y nuestra experiencia personal, si hemos reflexionado alguna vez sobre nuestros actos,
nos podría dar una buena lista de errores cometidos. Pero aún cuando elegimos mal, lo
hacemos por un bien. Aquello hacia lo cual se dirige nuestra decisión personal es algo que
atrae nuestra inteligencia, y a través de ella a nuestra voluntad, gracias a un bien que
encontramos en ello. Incluso cuando elegimos algo malo, lo elegimos porque hemos
descubierto en ello al menos algo de bueno. Tendemos hacia el bien, hacia lo que tiene al
menos alguna pequeña perfección y que por lo tanto, así lo creemos, puede perfeccionarnos,
ayudarnos a encontrar un placer, una alegría, la propia realización personal, etc.
No es difícil de observar, empero, que si queremos realmente crecer personalmente
(desarrollar nuestra esencia, según uno de los sentidos de “vivir según la razón”), no
podremos lograrlo solos. El ser humano tiene una naturaleza social. El hombre no fue hecho
para estar solo, para encerrarse en sí mismo. El que se encarcela en su propia soledad se
“seca”, se va “pudriendo” paulatinamente, al igual que una semilla encerrada en una caja
jamás llegará a crecer debido a que está aislada del mundo que la rodea. En resumen, el
hombre es un ser indigente, necesita de los demás. Por su propia esencia humana necesita del
contacto con lo otro y especialmente del contacto con los otros.
Esto es muy fácil de comprobar ya desde los primeros años de vida. ¿Acaso un recién
nacido puede arreglárselas por su cuenta? No, necesita de un entorno familiar, de gente que
cuide de él, que lo alimente, que vele por su salud, etc. ¿Puede un niño aprender solo? No;
aunque el que aprende es él, necesita de gente que le ayude en los diferentes procesos de
aprendizaje: los padres, los maestros, etc.
Hay bienes hacia los cuales tiende naturalmente el hombre, pero no puede alcanzarlos
solo, con sus propias fuerzas, aisladamente. Imaginemos, a modo de comparación, a un
jugador de fútbol; jamás podrá ganar un partido él solo. Para poder obtener un triunfo (y para
poder jugar siquiera) necesita estar en compañía de otros jugadores, es decir, formando un
equipo. Para poder ganar entonces, el equipo deberá trabajar como un cierto “todo”, con
cierta unidad (no puede jugar cada integrante como si los demás no existieran) y con cierto
orden (no pueden jugar todos de delanteros, ni todos de defensores, ni todos al arco, sino que
cada uno debe ocupar un lugar determinado y cumplir una determinada función).
Así es que el hombre forma parte de diferentes “grupos sociales”: la familia, los grupos
de amigos, una clase, un club social o deportivo, un municipio, una Nación. La constitución
de estos grupos sociales es totalmente natural al hombre, puesto que, como hemos dicho, el
hombre es naturalmente social.
Y ¿cuál es el fin de estos grupos sociales? ¿a qué clase de objetivos se dirigen? Como
señalamos al comienzo, toda acción humana se dirige hacia algún bien. También en estos
casos, pero con el siguiente matiz: los grupos sociales se dirigen hacia bienes que han de
perfeccionar a todos y a cada uno de los miembros de ese grupo social. No se trata ya de
81

bienes privados, de bienes que perfeccionan a uno solo y hacia los cuales tiende uno solo,
sino de bienes que perfeccionan a muchos y hacia los cuales tienden muchos, aunque unidos
(como un equipo de fútbol). A esta clase de bienes es la que se llamamos BIENES
COMUNES.
El BIEN COMÚN, por ser común, no puede ser el bien de algunos pocos o de la
mayoría de un grupo social determinado, sino que es el bien de todos sus miembros, unidos
ordenadamente en la persecución de este bien común. Es, digamos así, aquello que es bueno
para toda la sociedad.
No es tampoco la simple suma de los bienes individuales, sino que es otra clase de bien.
Es un bien que atañe a muchos (a todos, como hemos dicho) al mismo tiempo. Siguiendo el
ejemplo dado arriba, el triunfo de un equipo de fútbol no es la suma de los triunfos de sus
jugadores. El triunfo es un bien que perfecciona a muchos, los cuales muchos han debido
unirse y ordenarse para poder alcanzarlo.
Así los integrantes de un grupo social deben aportar cada uno lo suyo, según el puesto
que le corresponda en el grupo (familia, municipio, Nación) para que dicho grupo alcance su
bien común. Los miembros aportan a la sociedad para que esta consiga el bien común que
terminará redundando en beneficio de los mismos miembros de la sociedad.

¿Bien personal vs. bien común?

El problema de las ideologías modernas


Muchas veces ocurre que se contrapone el bien personal al bien común, como si se
tratase de dos realidades antinómicas. Entonces surge el viejo debate: ¿el hombre debe
preocuparse por su propio bien o por el bien de la sociedad de la cual forma parte?
Dentro de la ideologías socio-político-económicas de los últimos siglos podemos
encontrar dos respuestas opuestas a esta pregunta. Para el liberalismo (cuya concreción
histórica es el capitalismo) el individuo ha de perseguir solamente su propio provecho,
preocuparse por su bienestar individual. Lo central es dedicarse al bien privado, y de ahí
surgirá mágicamente el bien común. Para el marxismo-comunismo, sin embargo, el hombre
deberá procurar todo lo necesario para el bien de la totalidad, más allá del bien de cada uno
de sus integrantes. Lo central es el bien común, el bien del todo y no de las partes.
La historia ha demostrado (y ya antes lo había hecho la filosofía clásica, aunque no se
le ha prestado atención) que ambos sistemas llevan a situaciones desfavorables. El
capitalismo crudo, fundado sobre una concepción individualista de la persona, lejos de haber
proporcionado esa solución mágica que llevaría al bien de todos, llevó a la concentración de
bienes en manos de unos pocos y a la pobreza de muchos. La libre competencia ha conducido
al favorecimiento de un grupo reducido. El comunismo por su parte, fundado en una
concepción colectivista de la persona (para la cual importa lo genérico y no cada uno de los
individuos concretos), ha llevado a un supuesto “bien común” (del Estado) que no se traducía
en bienes para los integrantes de la sociedad (pretender que todo sea de todos lleva, a la larga,
a la dura realidad de que nada es de nadie).
¿Dónde radica pues el error de estas dos posiciones? En un mal entendimiento, en una
visión parcial, reducida e incompleta de la naturaleza humana. El liberalismo capitalista ve la
importancia de la persona individual, pero es ciego para ver al mismo tiempo su naturaleza
social. El comunismo ve el carácter social de la persona pero la reduce a esto mismo, sin
82

considerar su importancia como individuo. Acaso una visión más profunda y completa del ser
humano (y su relación con el grupo social al cual pertenece) nos haga posible entender mejor
también esta problemática entre los bienes personales y el bien común.

Visión no reducida del hombre


En primer lugar hay que tener en cuenta que el hombre es, en vocabulario filosófico,
una sustancia, es decir un ente que tiene su ser en sí. No es simplemente una parte de algo,
sino un ente que tiene su importancia en sí mismo y es ontológicamente independiente. Por
esto es lógico también que cada hombre tenga y busque bienes privados, de los cuales gozará
él de modo particular. De esta radical importancia de la persona individual se deduce que el
hombre no existe para la sociedad, sino que es la sociedad la que existe para el hombre.
Sin embargo, al mismo tiempo, hay que tener presente la naturaleza social del hombre,
tal como lo hemos expuesto al comienzo. El hombre no puede crecer, realizarse,
perfeccionarse solo, de manera aislada. Somos hechos para vivir junto con otros, es decir,
para con-vivir, y buscar junto a los demás los bienes que exceden las fuerzas que uno es
capaz de tener de modo solitario. Si tenemos presente esta naturaleza social del hombre
podemos comprender que la convivencia no es (o no debería ser) una carga, algo que limite y
estorbe al ser humano, sino un camino para el propio perfeccionamiento.
En resumen entonces, es evidente que el hombre busca bienes privados (no comunes)
que son bienes para su persona. Pero esto no quiere decir que el bien común no sea también
un bien personal. El bien común es también un bien para la persona individual, puesto que
esta por naturaleza corresponde a diversos grupos sociales. La búsqueda del bien común por
lo tanto no es algo que perjudique al individuo sino justamente todo lo contrario.
Pongamos otro ejemplo sencillo. Una orquesta sinfónica se dispone a interpretar la
Sexta Sinfonía de Beethoven. Cada uno de los músicos habrá de cumplir con una función:
uno será el director, otros tocarán los violines, otros los trombones, otros los timbales, etc. El
fin que persiguen en común es la buena interpretación de la obra. Si alcanzan ese fin común,
esto será bueno para todos y cada uno de los músicos que hayan participado de la
interpretación. No es que este bien común sea “de nadie”, como a veces se cree, sino, insisto,
de todos y cada uno. Es un bien para la orquesta sinfónica, pero esta está compuesta de seres
humanos, por lo tanto es un bien para ellos. Ciertamente no se trata de un bien privado (no es
bueno solamente para el primer violinista, solamente para el primer viloncellista, etc.) pero el
hecho de que no sea privado no significa que no sea personal. El bien común, todo verdadero
bien común, es a la vez un bien personal. El bien común de un grupo social es un bien para
cada uno de sus integrantes.
Por eso podemos señalar que la contraposición que se planteaba entre bien personal y
bien común en realidad no es tal. El fin, el objetivo de una sociedad es el bien común, pero la
sociedad existe para el hombre (que es sustancia propiamente, la sociedad en cambio no), por
lo tanto el bien común es bien del hombre concreto, individual, existente y no de una cosa
etérea, inexistente. Renglones arriba nos preguntábamos: ¿debe el hombre preocuparse por su
propio bien o por el bien de la sociedad de la cual forma parte? Pues, el hombre, además de
preocuparse por sus bienes privados, debe preocuparse por el bien común de la sociedad,
porque este bien común es también un bien para el hombre.
El hombre debe buscar el beneficio de todos, de la sociedad. Y como la sociedad se
orienta al hombre, al buscar el bien de todos el hombre está al mismo tiempo en camino hacia
su propio bien.
83

Claro que los bienes que necesita una persona exceden al bien común. No estamos
diciendo que haya que suspender la búsqueda de bienes privados (sean económicos,
materiales, culturales, intelectuales, espirituales, etc.), pero lo que sí debemos destacar es que,
llegado el caso de una incompatibilidad, estos bienes privados no deben ir en desmedro de
la consecución del bien común. Por eso es preciso que a veces el ser humano deba
“sacrificar” algunos bienes privados (por ejemplo, un monto de su riqueza personal) en favor
del bien común (por ejemplo, pagando los impuestos que le corresponden). No porque esto
perjudique al individuo, sino porque lo favorece, puesto que el bien del todo redunda en el
bien de las partes que lo integran.

Principios referentes al bien común


Como cierre de lo dicho hasta aquí podemos señalar algunos principios en referencia a
la temática del bien común.

El BIEN COMÚN es algo análogo: Hay diversas clases de bienes comunes. Todos tienen la
característica de ser un bien procurado por muchos que beneficia a los integrantes de un
grupo social. Pero depende de qué tipo de grupo social se trate, tal ha de ser también el bien
común. No es lo mismo el bien común de una familia, que el de un equipo de fútbol, que el
de una sociedad de fomento, que el de una nación. El analogado principal (su principal
acepción) del término “bien común” es justamente este último, el de ser el bien de una
sociedad nacional.

Gradualidad del BIEN COMÚN: El bien común debe beneficiar a todos los ciudadanos (o a
todos los integrantes de un grupo social determinado), pero beneficia a cada uno en diversos
grados. No todos participan del bien común del mismo modo. El igualitarismo excesivo
termina siendo injusto. La justa participación de las partes en el bien común está en manos de
aquel que tiene a su cargo la comunidad. (ver Unidad 3, Justicia Distributiva)

El BIEN COMÚN debe perfeccionar al hombre todo: No se trata solamente de los bienes
materiales y económicos. Estos sin duda son imprescindibles y más urgentes, pero no por ello
los más importantes. El bien común debe perfeccionar también los otros aspectos de la
persona humana (educación, valores culturales, valores éticos, etc.).
84

YO SOY YO CONTIGO
…para que sean uno, como nosotros somos uno.
Jn 17, 11

Si bien muchas veces puede parecernos innecesario o incluso tedioso, no es mala idea que
nuestras reflexiones retornen de vez en cuando a los mismos tópicos con el fin de profundizar en
ellos. Esto vale especialmente cuando se trata de cuestiones diarias y cotidianas, de palabras o
conceptos que utilizamos con frecuencia, pero de cuyo significado no sabríamos en realidad decir
mucho si alguien nos sorprendiera con el pedido de que lo hagamos. El intelecto del hombre no
necesita de cosas constantemente nuevas y transitorias para su reflexión; de hecho, los asuntos
perennes le resultan siempre novedosos, si sabe acercarse a ellos correctamente.
La realidad ante la cual quisiéramos detenernos en esta ocasión es la »PERSONA«. Todos
sabemos aproximadamente de qué se trata. Todos hablamos de las »personas«, tenemos relaciones
»interpersonales« de la noche a la mañana, incluso pertenecemos al grupo de las »personas«, es decir,
cada uno de nosotros mismos es una de ellas. Aun así, empero, a más de uno le resultaría dificultoso
si tuviera que señalar qué es precisamente una »persona« o qué hace que una persona sea
efectivamente tal.
En estas líneas no nos internaremos demasiado en este punto en particular. Mucho puede
decirse al respecto, sin duda, pero nos limitaremos a algunas breves ideas en torno a las propiedades
de esta clase tan particular de ente, que nos incluye también a nosotros.
Una definición clásica de de »persona« nos ha sido legada, junto con otras célebres
definiciones1, por el filósofo Boecio (480-524). En su obra De Duabus Naturis señala que la persona
es la »substancia individual de naturaleza racional«. De esta manera el pensador identifica a la
persona como aquel ente que, por su capacidad intelectual, se distingue del resto de las substancias
individuales. La segunda parte de la definición (»…de naturaleza racional«) es posiblemente la parte
más destinada al debate y a la polémica. Es también a primera vista la parte más importante, puesto
que señala la diferencia específica que, justamente, especifica a la persona en cuanto tal. Sin embargo,
nos detendremos aquí en la primer parte de la definición. ¿Qué nos dice esto de que la persona es una
»substancia individual«?
Con ello Boecio señala, que la persona es un ente concreto que posee su propia existencia, que
tiene el ser en sí mismo (sin que esto signifique que lo tiene de sí mismo), que no es un mero
accidente que tuviese su ser en otro como su sujeto (si bien puede tener su ser de otro). Es decir que la
persona tiene cierta independencia ontológica, que es un ente de alguna manera cerrado, con
consistencia propia. No es simplemente parte de un ente mayor, de modo que su importancia se
redujera justamente al hecho de ser un elemento constitutivo de otro, sino que se trata de algo que no
entra en confusión con una totalidad, puesto que ella misma es en sí una suerte de totalidad. De ahí
que cada persona tenga importancia como individuo y no es un mero momento del desarrollo de un
Todo que lo supere.
Esta caracterización de la persona como algo individualmente importante, ontológicamente
independiente, consistente en sí mismo, es probablemente más o menos aceptada en la mentalidad del
hombre promedio de nuestro mundo occidental contemporáneo. Mientras en el mundo oriental la
mentalidad muchas veces se inclina hacia el monismo (el ente finito como mera parte de un Ente
Infinito), en occidente estamos más inclinados al respeto de la individualidad en cuanto tal.
No enumeraremos aquí todas las posibles causas de ello, pero podemos mencionar por ejemplo
la influencia de la perspectiva metafísica de la filosofía creacionista, según la cual Dios se distingue
de la creación, es decir le es trascendente, mientras que el monismo es la filosofía del Dios inmanente,
es decir de la identificación de lo divino con lo mundano (panteísmo). Si Dios no es la creación,

1
Célebres son también sus definiciones de »eternidad« (»Posesión total y perfecta de una vida simultánea«) y
de »felicidad« (»Estado perfecto por la posesión de todos los bienes«), que se encuentran en su conocida obra
La consolación de la filosofía.
85

entonces es posible conceptualizar a cada ente finito como algo importante en su misma
individualidad; si Dios y el mundo son el mismo ser, entonces los entes individuales no son otra cosa
que olas transitorias de este mar divino que se despliega en la historia y que se sirve de aquellos para
su propia subsistencia.
Además de lo dicho, podemos señalar también el modo de vida capitalista extendido en el
mundo de hoy, el cual es dependiente de esta valoración de lo individual, y a la cual al mismo tiempo
parecería fomentar. En efecto, la ideología del liberalismo, cuya materialización en lo económico es
el capitalismo, se apoya originalmente en la importancia del individuo y su libertad. La meta es el
crecimiento económico individual, la propiedad privada es vista como un derecho humano intocable y
sagrado, el bien común es entendido como la suma de los bienes individuales, toda limitación y
control externos son indeseados, etc. El capitalismo está edificado sobre la piedra fundamental de la
individualidad, a punto tal, que su base antropológica conduce al individualismo (el prójimo es visto
como competencia y amenaza a mi éxito personal) y al egoísmo (cada uno que se preocupe por sí
mismo y una »mano invisible« se encargará de que de todo ello resulte el bien de todos). Nosotros,
que vivimos inmersos en la cultura occidental actual, podemos observar este individualismo y este
egoísmo sin mayores dificultades.
En su momento se opuso a ello la ideología socialista, entre cuyos ejemplos tiene el marxismo
un reservado lugar como prototipo. Sin embargo, este estuvo condenado a muerte desde el primer
instante, pues no respetaba esta verdad humana esencial, a saber, que el hombre como persona es una
»substancia individual«. Así impedía (y aún impide en algunos distritos del planeta) el respeto por
aquello que da al hombre su especial dignidad: la libertad personal. Esta es también una de las razones
por las cuales la Doctrina Social de la Iglesia siempre se opuso a dicha ideología. »El comunismo
despoja al hombre de su libertad, principio normativo de su conducta moral, y suprime en la persona
humana toda dignidad y todo freno moral eficaz contra el asalto de los estímulos ciegos. Al ser la
persona humana, en el comunismo, una simple ruedecilla del engranaje total, niegan al individuo,
para atribuirlos a la colectividad, todos los derechos naturales propios de la personalidad humana.«2
»El error fundamental del socialismo es de carácter antropológico. Efectivamente, considera a todo
hombre como un simple elemento y una molécula del organismo social, de manera que el bien del
individuo se subordina al funcionamiento del mecanismo económico-social.«3
El derrumbamiento de la mayoría de los muros comunistas sobre el cierre del siglo pasado nos
invita a pensar que la importancia personal del individuo y junto con ella su independencia resulta hoy
por hoy más clara. Pero cuando llegamos a este punto surge una interesante pregunta: si es esto cierto,
¿por qué entonces observamos hoy tan frecuentes fenómenos de masificación? La masificación
justamente consiste en la pérdida del rostro personal, el debilitamiento de las propiedades personales
de cada uno, la fundición del individuo en el grupo, la ausencia práctica de individualidad y de
libertad en el hombre. ¿Cómo es entonces posible que este fenómeno social, mediante el cual la
persona se hunde en una masa informe, se manifieste con tanta frecuencia al mismo tiempo que se
manifiesta el individualismo? ¿Acaso la masificación y el individualismo no son contradictorios entre
sí? Si hemos logrado hoy una mayor conciencia de nuestra propia individualidad, ¿cómo es entonces
posible que, por ejemplo, la moda gobierne con tanta facilidad en los deseos de muchos? ¿Cómo
poder explicar la ausencia de pensamiento crítico in la sumisión a la opinión de la mayoría? ¿En
verdad nos hemos vuelto más libres o, creyéndonos tales, en realidad nos hemos rendido
inconscientemente a la manipulación hipnótica de totalitarismos invisibles? ¿Lo que yo, como ente
único e irrepetible en el universo, deseo es en realidad lo que deseo yo? ¿O me amoldo sin defensas a
los deseos de otros? ¿Son mis opiniones en verdad mías, u opino lo que se opina, disfruto con lo que
se disfruta, leo lo que se lee, etc.? ¿Por qué el hombre, en tiempos en que pensaríamos que tiene en
claro su valor individual, cae con tanta presteza en una actitud de fuga de sí mismo apenas tiene algo
de tiempo libre? El psicólogo Erich Fromm sostiene que en la mayoría de los casos la sensación de
individualidad es en la gente apenas una ilusión...4

2
Pío XI, Divini Redemptoris, 10. (1937)
3
Juan Pablo II, Centesimus Annus, 13. (1991)
4
»[...] podemos tener pensamientos, sentimientos, deseos y hasta sensaciones que, si bien los experimentamos
subjetivamente como nuestros, nos han sido impuestos desde afuera, nos son fundamentalmente extraños y no
86

Parece ser que en realidad el individualismo y la masificación no son contradictorios entre sí,
como uno podría pensar en primera instancia, sino que más bien el primero conduce a la segunda.
Acaso el núcleo de ello estribe en que el individualismo no manifiesta un verdadero respeto por la
individualidad.
Si bien la concientización de la substancialidad de la persona conduce al respeto de la misma
como algo individual y hasta cierto punto independiente, sería un error si concibiéramos a la persona
como algo totalmente cerrado. Mi ser, como substancia, se distingue del ser de mis vecinos, eso es
cierto. Yo soy algo y tú eres algo distinto de mí, y él es a su vez otra cosa distinta, y cada uno de
nosotros es más que un mero elemento de una unidad englobadora; cada uno de nosotros es una
unidad en sí mismo. Sin embargo, esta independencia ontológica exige, para su propio crecimiento y
realización, del contacto con otras substancias independientes. Si las personas, por reconocernos como
individuos y como una totalidad cada uno en sí mismo, nos conformáramos y cayéramos en la
tentación del auto-encierro, esto sería esencialmente perjudicial para nuestra individualidad. Vale
decir, la apertura hacia el otro (sea este otro la naturaleza, el prójimo, el Creador) no amenaza nuestra
consistencia como personas, sino que, al contrario, es algo imprescindible en vistas a esa consistencia.
En este sentido es que podemos decir que no es la persona algo »cerrado«.
La apertura hacia el otro es una exigencia de nuestra naturaleza. Es por ello que el egoísta no
sólo perjudica a los demás, de quienes se ha olvidado, sino que con su actitud se perjudica también a
sí mismo. Es de vital importancia que, al captar nuestra propia substancialidad e independencia, no
olvidemos tener presenta a la par nuestra naturaleza social, que nos distingue como seres humanos.
Cuando esta naturaleza social es olvidada y no respetada – lo cual sucede en las sociedades de
tendencia individualista – surge en el hombre, consciente o inconscientemente, la angustia de la
soledad y la sensación de aislamiento. Esta se manifiesta tarde o temprano, puesto que, como hemos
dicho, el auto-encierro no le es connatural al hombre (y la naturaleza siempre se encarga de manifestar
la fuerza de sus normas). Es entonces cuando el hombre busca la salida de esta angustia en actitudes
de sociabilidad inauténtica. Nuestro yo, habiéndose tornado débil por no haberse alimentado con un
contacto auténtico con el otro, se desliza en la fusión en la masa para perder de vista esa sensación de
aislamiento y la insatisfacción que ella le provoca. 5 Pero este tipo de actitudes, que pueden en
principio parecernos muy »sociales«, en realidad no lo son, puesto que la verdadera vida social surge
a partir de personas fuertes y consistentes en sí mismas, y sólo ellas son capaces de actos
correspondientes a tal vida.
No es posible pretender una vida social fortalecida, si no están fortalecidos los miembros que
conforman un grupo social. Así mismo, tampoco es posible lograr una vida personal fortalecida sin
una vida social auténtica. La sociedad – el grupo social, del tipo que fuese – y el individuo no son
realidades contrarias que chocan entre sí (como intentan señalar perspectivas como la de Hobbes y
otros), sino realidades íntimamente relacionadas y mutuamente necesarias y complementarias. No hay
la primera sin la segunda, ni la segunda sin la primera.
El amor es, al respecto, el mejor ejemplo, dado que en los casos de verdadero amor la entrega
que una persona realiza de sí misma a otra no anula sus propiedades individuales, sino que las supone,
las necesita y les ayuda a su perfeccionamiento. Tomemos como una sencilla imagen de lo expresado
el canto coral: en él, la polifonía no anula las diversas voces, sino que es ocasión para que ellas
adquieran su mejor expresión.
El carácter mágico del amor auténtico, en cualquiera de sus diferentes tipos, acaso resida
justamente en el hecho, de que dos o más se hacen uno sin que eso signifique desdibujamiento alguno
de sus individualidades; al contrario, los rasgos de cada individuo se ven favorecidos. La unidad que
nace a partir del amor no borra la unidad personal de los amantes. Y, si bien esta entrega al otro
muchas veces viene acompañada de cierto temor (incluye, por cierto, una cuota importante de riesgo y
el resultado bien puede terminar siendo el sufrimiento), no hay otra salida si en verdad anhelamos el

corresponden a lo que en verdad pensamos, deseamos o sentimos.« Erich Fromm, El miedo a la libertad,
Paidós, Buenos Aires 2004, p. 186.
5
»La persona que se despoja de su yo individual y se transforma en un autómata, idéntico a los millones de
otros autómatas que lo circundan, ya no tiene por qué sentirse solo y angustiado. Sin embargo, el precio que
paga por ello es muy alto: nada menos que la pérdida de su personalidad.« Erich Fromm, op. cit., p. 184.
87

crecimiento personal. Cuando ese temor prevalece a punto tal de imposibilitar la apertura al otro, la
persona se va disecando paulatinamente en la oscuridad de su propio encierro. En un principio
podemos sentirnos muy »seguros« en nuestra soledad, pero no hay nada más seguro que el hecho de
que esta seguridad de la soledad nos conduce a la agonía.
Si por miedo yo no soy capaz de entregarme a ti, entonces tampoco yo no seré más yo. Sólo una
auténtica relación contigo, posibilitará y facilitará que yo sea cada día yo de modo más pleno. Y si yo
soy en verdad yo, y tú eres en verdad tú, podré tener una auténtica relación contigo. En cambio, si
ambos renunciamos a nuestra individualidad y nos enmascaramos en yo-s inauténticos, yo ya no seré
yo, ni tú serás tú, y lo que haya entre nosotros no será jamás una auténtica relación, sino apenas un
infructuoso intento de fuga hacia la transitoria inconciencia de nuestras sendas alienaciones.
88

El trabajo
El trabajo como necesidad:

Si interrogásemos a un grupo de personas, en un auditorio por ejemplo, por qué los allí
presentes van a trabajar, la respuesta más numerosa y casi inmediata sería seguramente que lo
hacen «por necesidad». Es una respuesta que merece diferentes análisis, pero lo que no se
puede poner en duda es que es una respuesta verdadera. Parcial, posiblemente, pero
verdadera al fin.
En efecto, si el ser humano quiere subsistir y prolongar dentro de sus posibilidades su
estadía en este mundo, el trabajo es para ello un medio imprescindible. Buscar la satisfacción
de nuestras necesidades básicas implica que debamos hacer algo para lograr dicha
satisfacción.
Lo expuesto no necesita mayor análisis. Nuestra constitución física nos obliga a
alimentarnos, a vestir nuestro cuerpo, a tener un techo bajo el cual resguardarnos de las
diferentes inclemencias del clima. Y nada de ello resulta sencillamente donado, sino que
debemos conseguirlo mediante el uso de nuestras facultades y habilidades. Ya sea a través de
algún tipo de manufactura, armando nuestra quintita para tener qué comer, edificando nuestro
hogar o tejiendo nuestra propia vestimenta, ya sea mediante el hoy más habitual sistema de
ofrecer nuestra mano de obra a cambio de una remuneración que nos permita adquirir esos
urgentes bienes, o que consista directamente en esos bienes, como en el caso del pago en
especias. En definitiva, los sistemas pueden ir variando a través del tiempo y las culturas,
pero lo que no varía de nuestra humana situación es que debemos poner algo de nuestra parte
si queremos obtener aquello que nos permita subsistir. Todo esto resulta de lo más evidente y
quizás por ello el «por necesidad» sea la respuesta más inmediata y generalizada cuando uno
pregunta sobre el por qué del trabajo.
En todo caso, lo que puede importar es que nos preguntemos si es esa la única razón, el
único por qué que justifique nuestra dedicación de –generalmente– al menos un tercio de
nuestra existencia cotidiana al trabajo. ¿Es esa en verdad la única explicación? ¿Trabajamos
solamente para poder subsistir? Contestar afirmativamente a estos interrogantes parece
dejarnos con el sabor amargo de la insuficiencia. No negamos aquí que muchos podrían
responder que sí a esas preguntas sin mentir en lo más mínimo, pero nos interesa detenernos a
pensar si, humanamente hablando, alcanza con eso o si, más bien, podemos descubrir en el
trabajo humano otros aspectos que complementen este rasgo de necesidad dirigido
meramente a la subsistencia.

El trabajo como capacidad de transformar el mundo:

Además de ser, indudablemente, una necesidad, el trabajo es, para el ser humano,
también una posibilidad. Por lo pronto, una posibilidad de transformar el mundo.
Encontrarse con algo dado y modificarlo mediante la propia actividad es algo propio del
ser vivo. El abanico de estas posibles modificaciones y su importancia se amplían a medida
que uno asciende en los diferentes niveles de vida. Cuanto mayor sea el grado de vida, mayor
posibilidad de operar transformadoramente sobre el mundo que nos rodea. Esa posibilidad se
magnifica notoriamente en el caso del hombre gracias a su capacidad racional y su
consecuente libertad, con todos los riesgos que esto implica.
89

El ser humano es sin duda un ente perteneciente a la naturaleza, pero, a diferencia de los
demás entes, tiene respecto de ella también cierta independencia. El hombre pertenece al
mundo, pero a su vez logra trascenderlo, logra mirarlo desde una particular lejanía, con una
perspectiva y una autonomía que no encontramos en otro ser vivo. Por eso, el ser humano, sin
dejar de pertenecer a la naturaleza, es a la vez, para bien o para mal, un dominador de la
misma.
A lo largo de millones de años hemos estado inventando, construyendo, mejorando
nuestras herramientas, nuestras «garras artificiales», poniendo a nuestra merced el mundo con
el que nos topamos. Aún aquellos que no miren con agrado la tesis de que el planeta haya
sido hecho «para nosotros» no podrán negar que mayormente nos comportamos con si
realmente así fuera.
Esto se ha hecho especialmente notorio en los últimos siglos; el avance de nuestras
capacidades técnicas ha sido tan abrumador como fascinante, y hoy por hoy ya es el progreso
tecnológico una moneda tan corriente que a las nuevas generaciones no parecen resultar tan
sorpresivos los incesantes adelantos. La mayoría de las cosas con las que tenemos trato a
diario son en efecto producidas por la mano del hombre y paralelamente a los avances
tecnológicos nos vamos acostumbrando a vivir en este mundo repleto de artefactos, a punto
tal que ya no sólo la rueda y los cuchillos, sino también los motores de diversa índole y la
misma tecnología digital es cosa de todos los días.
Pues bien, toda esta transformación del mundo la hemos llevado a cabo los hombres
mediante nuestro trabajo. En nuestra actividad laboral está inscrita esencialmente esta
posibilidad de transformar. Transformamos, sin duda, ámbitos distintos de la realidad y lo
hacemos de diversas maneras. El cambio que produce sobre el mundo un metalúrgico no es
igual al que produce un docente, y un cocinero no modifica la realidad de la misma manera
que un economista, y estos a su vez se distinguen del trabajo transformador del artista. Las
variantes son incontables, pero todos podemos, en cuanto hombres y en cuanto trabajadores,
causar una variación sobre nuestro entorno.
Si el trabajo visto como necesidad manifiesta claramente la indigencia de los que
pertenecemos a la especie humana, el trabajo visto bajo esta otra perspectiva, como
capacidad de transformación del mundo manifiesta con claridad la riqueza potencial del ser
humano. Si el trabajo en cuanto necesidad deja en claro hasta qué punto pertenecemos y
dependemos de la naturaleza, nuestra capacidad técnica revela a su vez que estamos, de
alguna manera, por encima de ella.
Este poderío, sin embargo, encierra un riesgo que ha de tenerse en cuenta. El poder, de
cualquier tipo que fuese, no es un fin último, no encuentra en sí mismo la última explicación.
Quien tiene poder lo tiene para algo, para dirigirlo a fines ulteriores. Estos fines, como
dejamos entrever más arriba, pueden ser sumamente beneficiosos pero pueden también no
serlo. Ese es el riesgo. Nuestras manos pueden edificar hospitales, pero también construir
cámaras de gas; nuestro trabajo puede potenciar los ofrecimientos que nos brinda nuestro
ambiente, pero puede ejercer una labor perjudicial sobre el mismo; nuestra manipulación de
la naturaleza puede estar al servicio de la solidaridad, pero también ser utilizada para la
destrucción masiva.
El hombre a lo largo de su historia ha olvidado muchas veces esta verdad tan elemental
y, embriagado en su capacidad técnica, especialmente en el período moderno, creyó que
bastaría con hacer uso de su poder para que eso se tradujera en inexorable progreso.
Enceguecido por su capacidad de fabricar instrumentos novedosos, se olvidó de preguntarse
para qué los utilizaría, de manera que el mismo dominio que brinda al hombre una indudable
supremacía por sobre otros seres lo ha convertido en la mayor amenaza. La autoridad del
hombre y su jerarquía se han alejado numerosas veces de la senda del recto gobierno para
90

transformarse en dominación despótica y contraproducente. Y así nuestra enceguecida mirada


ha convertido al mundo en mero objeto de dominio y desvirtuado incluso la relación con
nuestros semejantes, para con los cuales muchas veces no tenemos más que una mirada
instrumentalizante.
Esto debe ser tenido en cuenta no sólo a la hora del análisis histórico y la reflexión
teórica, tampoco solamente a la hora de valorar críticamente el progreso tecnológico al cual,
por su magnitud, parecemos habernos acostumbrado ya. Sino que ha de tenerse en cuenta
también a la hora de hacer uso, cada uno de nosotros y en nuestras personales circunstancias,
de nuestra capacidad transformadora mediante nuestro trabajo.
Tal vez sea esta una de las necesidades más imperiosas del hombre de nuestro tiempo:
dejarse iluminar por el orden de las cosas, por las exigencias mismas de la realidad que nos
rodea, sobre la cual hemos de ejercer nuestro natural dominio, pero teniendo siempre presente
que este dominio no ha de consistir en un despotismo arbitrario, sino en un verdadero
gobierno, prudente y justo, que respete a lo otro (las cosas, las personas) en lo que lo otro es,
y favorezca su crecimiento, para beneficio de todos.

El trabajo como camino de crecimiento personal:

Es habitual que, en algunos ámbitos, se relacione el concepto de lo laboral con el


concepto de vocación. Y si bien es cierto que el concepto de vocación es en realidad más
amplio y que delimitarlo al campo laboral significaría empobrecerlo, ya que la vocación tiene
que ver con la existencia toda del hombre, puede resultar fructífero tener en cuenta que la
vocación está indudablemente ligada (también) a esa parcela específica de nuestro existir que
es nuestro trabajo laboral.
El término vocación significa etimológicamente «llamado» (del latín vocare: llamar,
convocar). La vocación de cada uno es un llamado a ser el que cada uno es, con sus propios
talentos, capacidades, aptitudes; una convocatoria a ser actualmente lo que cada uno es
potencialmente.
En la elección de la propia profesión laboral (si es que la elección resulta posible, lo
cual no siempre sucede) influyen indudablemente diversos factores, muchos de los cuales
están relacionados con lo económico y la posibilidad de alcanzar éxito en ese campo, o al
menos garantizar la subsistencia y el nivel de vida deseado. Sobre su importancia ya hemos
hablado al reflexionar sobre el trabajo como necesidad. Pero, sin restarle jerarquía a este
punto, debemos señalar que existe el peligro de que esos factores adquieran un protagonismo
exclusivo y le resten valor a este otro factor, que también reviste importancia, y no poca por
cierto: el llamado a ser uno mismo y plenificarse en el camino de lo propio. Este peligro debe
ser considerado seriamente, dado que conlleva efectos graves a largo plazo: la posible
inautenticidad de la propia existencia y la consecuente frustración.
He aquí que resulta de suma relevancia el profundizar a su debido tiempo, silenciosa y
sinceramente en el conocimiento de uno mismo –como insistía ya el amigo Sócrates– para
poder descubrir de la manera más luminosa posible quién es uno, para qué está hecho y qué
es lo que uno en definitiva puede y quiere llegar a ser. Sólo sobre la base de un
autoconocimiento sólido será posible una auténtica libertad y un verdadero crecimiento, con
la profunda satisfacción que acarrea el hecho de saber que uno está «en el lugar que le
corresponde» y no yendo a la deriva. Esa es la base de la vocación: poder captar el llamado y
responder a él adecuadamente.
91

En relación con este tema del crecimiento personal y la propia plenificación cabe
mencionar algo más: el verdadero crecimiento se da a través de la formación de buenos
hábitos. El tema de la adquisición y fortalecimiento de la virtudes es, en consecuencia, un
tema central en lo referente al propio progreso.
El ámbito laboral es un ámbito en el que inevitablemente formamos nuestros hábitos y
moldeamos con ellos nuestro modo de ser, para bien o para mal. El tiempo dedicado
diariamente al trabajo e incluso el carácter repetitivo que a veces adquiere la ocupación
laboral, la cotidianeidad con la que uno se enfrenta a las propias obligaciones, pueden resultar
un espacio de lo más propicio para que las virtudes surjan, crezcan y se impregnen en la
propia personalidad con una fuerza creciente. Es este un ámbito oportuno para desarrollar la
propia capacidad de responsabilidad, la seriedad en el modo de encarar las cosas, la
sociabilidad, el respeto y la preocupación por el otro, el temple para enfrentar las
adversidades, la paciencia, la confianza en sí mismo, e innumerables cualidades más que nos
permiten crecer como seres humanos.
Recordemos que el hombre no puede no cambiar, por ser un ente sujeto al paso del
tiempo, y tampoco puede no formar hábitos. En consecuencia es esencial, también en el
ámbito laboral, el aprovechamiento de esta posibilidad de formar hábitos buenos (virtudes),
de lo contrario se irán formando inevitablemente hábitos negativos (vicios) que entorpecerán
nuestro desarrollo. El que no es responsable, crece en su irresponsabilidad; el que no progresa
en su fortaleza, alimenta sus debilidades; el que no se abre a los demás, se cierra cada vez
más en sí mismo, etc.

El trabajo como servicio:

El ámbito laboral no solamente favorece la formación de hábitos para el desarrollo


propio, sino que también brinda la oportunidad para aportar al desarrollo de los demás, en
diferentes formas.
El ser humano no puede crecer y desarrollarse solo. Esto vale tanto para el ámbito de lo
corpóreo como para los ámbitos intelectuales, volitivos, afectivos, morales y demás.
Necesitamos del otro (desde nuestra misma concepción, y de ahí en más) para alcanzar los
bienes más urgentes, para ampliar nuestros conocimientos, para afrontar momentos adversos
y compartir momentos favorables, para conducirnos por el camino del bien y la virtud. El ser
humano no está hecho para existir en soledad.
No sólo tenemos la necesidad, debido a nuestra natural indigencia, de recibir de parte
de los demás, sino que también estamos llamados a experimentar la alegría de poder dar, de
brindar a cada uno lo que podamos según la propia idiosincrasia.
Podemos entender entonces nuestra existencia como un constante «diálogo»
interpersonal, en el cual entretejemos el dar y el recibir y nos ayudamos así mutuamente, o al
menos podríamos hacerlo.
Esto puede aplicarse también al modo de pensar nuestra labor profesional. Con nuestro
trabajo no sólo nos procuramos los bienes que necesitamos personalmente, sino que también
aportamos nuestra parte para el bien de todos, es decir, para el bien común (ver apunte
correspondiente).
La consecución del bien común implica que exista una diversidad de actividades y
roles, distintas «funciones sociales». La combinación de las mismas permite el beneficio de
los miembros de un grupo social, ya que cada uno de nosotros, librado a su suerte, no lograría
procurarse individualmente los bienes necesarios para la vida y para una vida auténticamente
humana. La «función social» que a cada uno le toca desempeñar es en consecuencia un
92

servicio, el propio aporte para el bien de la comunidad y, en consecuencia, de los miembros


que la componen.
Esto puede ser, y lamentablemente es, entendido por muchos como una carga, como si
en el hecho de dar a los demás uno se viese privado de algo o perjudicado de alguna manera.
A tal punto nos han hecho creer que el egoísmo es la actitud primigenia y natural del ser
humano, que ese modo de pensar se ha impregnado en nuestra forma de ver las cosas, y
entonces entendemos el servicio como una obligación contraria a nuestros verdaderos
intereses. Pero el servicio no es en realidad una «pérdida», sino la esencia misma de nuestro
poder. Sólo el que tiene, puede dar. El que no tiene, se ve imposibilitado de dar a otros. Por
eso señala Erich Fromm que: «El malentendido más común consiste en suponer que dar
significa “renunciar” a algo, privarse de algo, sacrificarse. La persona cuyo carácter no se
ha desarrollado más allá de la etapa correspondiente a la orientación receptiva, experimenta
de esa manera el acto de dar. El carácter mercantil está dispuesto a dar, pero sólo a cambio
de recibir; para él, dar sin recibir significa una estafa. La gente cuya orientación
fundamental no es productiva, vive el dar como un empobrecimiento, por lo que se niega
generalmente a hacerlo. Algunos hacen del dar una virtud, en el sentido de un sacrificio.
Sienten que, puesto que es doloroso, se debe dar, y creen que la virtud de dar está en el acto
mismo de aceptación de sacrificio. Para ellos, la norma de que es mejor dar que recibir
significa que es mejor sufrir una privación que experimentar alegría. Para el carácter
productivo, dar posee un significado totalmente distinto: constituye la más alta expresión de
potencia. En el acto mismo de dar, experimento mi fuerza, mi riqueza, mi poder. Tal
experiencia de vitalidad y potencia exaltadas me llena de dicha. Me experimento a mi mismo
como desbordante, pródigo, vivo, y, por tanto, dichoso. Dar produce más felicidad que
recibir, no porque sea una privación, sino porque en el acto de dar está la expresión de mi
vitalidad.» (El arte de amar, Paidós, Buenos Aires, 1998, pp. 31-32)
93

SER MAESTRO
por Joaquín Migliore
Publicado en "Vida llena de Sentido", Fundación BankBoston, Bs. As. 1999.

“Por lo cual, en las cosas percibidas con la mente, inútilmente


oye las palabras del que ve aquel que no puede verlas; a no ser porque
es útil creer, mientras se ignoran, tales cosas. Mas todo el que puede
ver, interiormente, es discípulo de la verdad”.[1]

Mayéutica.

“Estaba divinamente previsto y Sócrates mismo lo comprendió, que Dios le prohibiera dar a
luz (Teeteto, 150); pues entre hombre y hombre la mayéutica es lo supremo, dar a luz le corresponde
a Dios.”[2] Esta idea luminosa de Sócrates, la de que toda verdadera enseñanza es mayéutica,
constituye sin duda una de las afirmaciones centrales de la tradición filosófica de Occidente.

“Pero los que me frecuentan -afirma Sócrates- al principio parecen ignorantes, pero después
(...) como asistidos por el dios, obtienen un provecho admirablemente grande, tal como les parece a
ellos mismos y a los demás. Y sin embargo, es evidente que nada han aprendido nunca de mí, sino
que ellos han encontrado por sí mismos, muchas y bellas cosas que ya poseían”.[3] No existe para él
conocimiento que no sea al mismo tiempo alumbramiento interior, visión del propio sujeto que
conoce y, en este sentido, recuerdo.

Por ello es que, heredero de esta tradición, dirá San Agustín en De Magistro que enseñar es
ante todo significar, mostrar, conducir la visión del que interroga hacia el objeto (“el signo lleva
nuestro espíritu hacia la cosa significada”)[4], que por su propia naturaleza trasciende tanto la mirada
del discípulo como del maestro.

Porque el lenguaje y los signos tienen sólo valor instrumental. De aquí que el verdadero
esfuerzo radique en el centrarse en lo real. “Es de más valor el conocimiento de las cosas que los
signos de las mismas”.[5] Únicamente este conocimiento de lo que las cosas son da sentido a las
palabras escuchadas. “Es por el conocimiento de las cosas por el que se perfecciona el conocimiento
de las palabras, y oyendo palabras, ni palabras se aprenden”.[6] No se trata de enseñar lo que los
hombres han pensado, sostiene Agustín, sino lo que las cosas en realidad son (“non quid homines
senserint, sed quid veritas rei sit”).

No es pues la mera repetición de las palabras del que enseña la causa de que aprendamos, sino
el acto personalísimo de contacto con la realidad. ¿Acaso pretenden los maestros que se conozcan y
retengan sus pensamientos, y no las disciplinas que piensan enseñar cuando hablan? Porque ¿quién
hay tan neciamente curioso que envíe a su hijo a la escuela para que aprenda qué piensa el maestro?
Mas una vez que los maestros han explicado las disciplinas que profesan enseñar, las leyes de la
virtud y de la sabiduría, entonces los discípulos consideran consigo mismos si han dicho cosas
verdaderas, examinando según sus fuerzas aquella verdad interior. Entonces es cuando
aprenden...”[7].

El difícil arte de ser partera.

Y sin embargo, es difícil este arte de ayudar en el alumbramiento. Cuántas veces no hemos
experimentado como dolor de la tarea docente los límites de nuestro lenguaje, nuestra impotencia al
señalar. Así consuela San Agustín, en el año 400, al Diácono Deogracias de la insatisfacción que le
producían sus falencias al enseñar: “Por lo que se refiere a tu propia experiencia, no quisiera te
94

preocuparas de que con frecuencia tu discurso parezca pobre y aburrido (...) Tampoco a mí me
agradan casi nunca mis discursos. En efecto estoy deseando que el que me escucha entienda todo
como yo lo entiendo, y me doy cuenta de que no me expreso del modo más apto para conseguirlo.
Esto es debido, sobre todo, a que lo que yo comprendo inunda mi alma con la rapidez de un rayo; en
cambio, la locución es lenta, larga y muy diferente, y mientras van apareciendo las palabras, lo que
yo había entendido se ha ya retirado a su escondrijo”.[8]

Una docencia fecunda requiere, ante todo, que quien señale vea. Sólo podrá transmitir aquél
que primero haya contemplado. “Frecuentemente hemos experimentado –dice San Agustín- tanto en
nosotros como en otros, que no se emiten palabras correspondientes a las cosas que se piensan (…)
cuando los labios del que piensa otras cosas pronuncian palabras aprendidas de memoria.” [9] Y le
escribe a Deogracias: “a veces ni siquiera intuyes las cosas como desearías” [10] Despojado de su
sentido interior, el lenguaje se vacía de su función de signo.

Por eso es que progresar en la pericia didáctica es avanzar en el dominio del propio saber.
Penetrar cada vez más hondamente en el sentido de lo conocido. Únicamente así seremos capaces de
“grabar en los sentidos de los oyentes, mediante el sonido de la voz, las huellas que la intuición ha
dejado en la memoria...”[11]. Como afirmara Gentile, el secreto de la elocuencia esta en la “palabra
llena de alma”.

“Un enseñante novel da una mala lección, de la que los alumnos se retirarán, como las ovejas
dantescas, apacentadas con viento, porque él no posee aún ese mismo saber del veterano. Admitiendo
que el uno trate el mismo tema que el otro, o lo que se dice el mismo tema, y que se pueda haber
taquigrafiado con precisión todo lo que ambos digan, la más superficial comparación de las dos
lecciones (de las cuales no se habrá podido taquigrafiar sino las abstractas palabras, que sin embargo
suenan diferentemente y con diversa eficacia según la vida espiritual que circule dentro de ellas) nos
haría descubrir en seguida que la lección del mejor maestro tiene otro contenido que la otra, aunque el
tema se diga idéntico. ¡Cuánta mayor determinación en los detalles y cuánta más evidencia en el paso
de una idea a otra, y cuán diversas por lo tanto cada una de todas esas ideas que están como apretadas
en su compacto sistema! Son más profundas, más luminosas, más transparentes…” [12].

Entender bien, organizar la propia cultura, vivir dentro de ella es, pues, el verdadero ‘secreto’
del maestro.

Pero algo más: si es cierto que, como lo sostuviera la tradición platónica, el eros es necesario
para el conocimiento, si consideramos que la verdad se nos revela plenamente sólo cuando quién la
contempla se abraza y se compromete con ella, la encarna, la interioriza, la personalidad moral del
maestro se convierte entonces en decisiva a la hora de ayudar en el alumbramiento. Sólo un discurso
que no consista en “palabras aprendidas de memoria”, pleno de un saber real, no nocional (la
verdad, decía Kierkegaard, es la subjetividad), puede tener eficacia como signo, puede ayudar a poner
a quien escucha en contacto personal con la verdad.

“Se nos propone a la consideración -se interroga el Cardenal Newman, en uno de sus
sermones Universitarios, al preguntarse sobre la importancia del testimonio como medio de propagar
la verdad- si la influencia de la Verdad en el mundo, en general, no brota de la influencia personal,
directa e indirecta, de aquellos que tienen el encargo de enseñarla”.[13] Y contesta de manera
categórica: “Yo respondo que en el mundo la ha sostenido, no un sistema ni los libros ni los
argumentos, ni el poder temporal, sino la influencia personal de tales hombres, que son al mismo
tiempo maestros y modelos”.[14]

A este contemplar la verdad, y comprometerse con ella, San Agustín agrega un tercer
requisito: la preocupación del que enseña por aquellos que le escuchan. “Ahora bien: si nos aburre
repetir muchas veces las mismas cosas (...) unámonos a nuestros oyentes con amor fraterno, paterno
o materno, y fundidos a sus corazones, esas cosas nos parecerán nuevas también a nosotros. En
95

efecto, tanto puede el sentimiento de un espíritu solidario, que cuando aquellos se dejan impresionar
por nosotros que hablamos, y nosotros por los que están aprendiendo, habitamos los unos con los
otros: es como si los que nos escuchan hablaran por nosotros, y nosotros, en cierto modo,
aprendiéramos en ellos lo que les estamos enseñando”.[15]

La docencia se transforma así en una forma peculiar de preocuparse por el que aprende. Sólo
la fuerza de la philía permite el habitar los unos con los otros y son innumerables los discípulos que
dan testimonio de esta eficacia de la amistad. “No puedo yo referir ahora las palabras como éstas que
prodigaba incitándonos a abrazar la filosofía ... acudimos heridos como por un dardo, que era su
palabra, desde el primer día (y era así que estaba condimentada con suave gracia, persuasión y
fuerza)”, agradece San Gregorio Taumaturgo a Orígenes al despedirse de la escuela de Cesarea de
Palestina; pero sobre todo, señala, “nos hincó el aguijón de la amistad, y no un aguijón fácil de
arrancar, sino agudo y eficacísimo. (...) Así, pues, como una centella, caída en medio de nuestra
alma, se encendió e inflamó el amor al Logos mismo sagrado y amabilísimo, que, por su inefable
hermosura, lo atrae todo, y el amor a este hombre amigo e intérprete suyo.”[16]

Mayéutica, realismo y libertad.

Conocimiento de la verdad, compromiso con la verdad y preocupación por el discípulo, son


exigencias respecto de la persona del docente. La mayéutica será posible, además, si metafísicamente
afirmamos la trascendencia del objeto, tanto respecto del sujeto que conoce como del maestro que
enseña, y la posibilidad de que la inteligencia se ponga en contacto con lo que las cosas en realidad
son. Únicamente así el acto de enseñar podrá permitirse ese infinito respeto de la libertad personal que
la mayéutica supone. Somos nosotros los que vemos, e inmunes a toda forma de coacción, nuestra
evidencia no puede ser forzada. La verdad brota de la presencia de la realidad en el pensamiento
(adaequatio rei et intellectus), como manifestación de su sentido en la inteligencia de aquel que
conoce, pues, si la verdad se encuentra en el entendimiento, en tanto descubre las cosas tal como son,
reside, sin embargo, principalmente en ellas. Y esto porque, señala la tradición filosófica de occidente,
son ellas, las cosas, las que se adecuan al pensamiento divino: “veritas invenitur in intellectu
secundum quod apprehendit rem ut est, et in re secundum quod habet esse conformabili intellectui.
Hoc autem maxime invenitur in Deo. Nam esse suum non solum est conforme suo intellectui, sed
etiam (...) suum intelligere est mensura et causa omnis alterius esse, et omnis alterius
intellectus...”[17].

Ha sido el nietzscheanismo contemporáneo el que pusiera de manifiesto las consecuencias a


que lleva el abandono de este realismo. Toda la filosofía occidental -dice Foucault- consideró a Dios
como el garante de la inteligibilidad del mundo. “En efecto, ¿qué aseguraba en la filosofía occidental
que las cosas a conocer y el propio conocimiento estaban en relación de continuidad? (...)
Ciertamente, desde Descartes, para no ir más allá, y aún en Kant, Dios es ese principio que asegura
la existencia de una armonía entre el conocimiento y las cosas a conocer.” [18] Por ello, al eclipsarse
Dios como fundamento, si el sujeto crea el objeto, si produce el sentido en vez de descubrirlo, el
conocimiento se transforma en un puro acto de dominación. “Según Nietzsche no hay en realidad
ninguna semejanza ni afinidad previa entre el conocimiento y esas cosas que sería necesario conocer
(...) entre el conocimiento y las cosas que éste tiene para conocer, no puede haber ninguna relación
de continuidad natural. Sólo puede haber una relación de violencia, dominación, poder y fuerza, una
relación de violación”.[19]

Desaparece de este modo toda posibilidad de considerar a la verdad como adecuación. “La
filosofía occidental -y esta vez no es preciso que nos refiramos a Descartes, podemos remontarnos a
Platón- siempre caracterizó el conocimiento por el logocentrismo, la semejanza, la adecuación, la
beatitud, la unidad, grandes temas que se ponen ahora en cuestión” .[20] Y con ello, queda también
brutalmente transformada la relación entre discípulo y maestro. No se trata de señalar, porque la
realidad carece de significado por sí misma. Únicamente existen relaciones de poder, de dominación.
96

Someter al discípulo para que reproduzca nuestra mirada. “Para Sócrates no vale la pena hablar si no
es para decir la verdad. Para los sofistas, hablar, discutir y procurar conseguir la victoria a
cualquier precio valiéndose hasta de las astucias más groseras, es importante porque para ellos la
práctica del discurso no está disociada del ejercicio del poder. Hablar es ejercer un poder (...) Allí
hay algo muy interesante que el socratismo y el platonismo alejaron completamente: el hablar, el
logos, a partir de Sócrates no es más el ejercicio de un poder, es un logos que no es más que un
ejercicio de la memoria. Este pasaje del poder a la memoria es algo muy importante”.[21]

Y sin embargo, entre hombre y hombre la mayéutica es lo supremo. Pero es tan sólo gracias a
la confianza platónica en la posibilidad de trascender las apariencias que resulta posible conciliar
verdad con libertad. Nuevamente Foucault nos señala, como pocos, la enorme vigencia de esta
afirmación: “Con Platón se inicia un gran mito occidental: lo que de antinómico tiene la relación
entre el poder y el saber, si se posee el saber, es preciso renunciar al poder; allí donde están el saber
y la ciencia en su pura verdad jamás puede haber poder político. Hay que acabar con este gran mito.
Un mito que Nietzsche comenzó a demoler al mostrar (...) que por detrás de todo saber o
conocimiento lo que está en juego es una lucha de poder”.[22] Sólo esa fe milenaria, “esa fe cristiana
que estaba ya en Platón, de que Dios es la verdad y de que la verdad es divina” [23] permite declarar
antinómica la relación entre poder y saber. Sólo entonces nos es dado afirmar que “la verdad no se
impone de otra manera, sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra suave y fuertemente en
las almas”.[24]

“Estaba divinamente previsto y Sócrates mismo lo comprendió, que Dios le prohibiera


dar a luz; pues entre hombre y hombre la mayéutica es lo supremo, dar a luz le corresponde a Dios”
La revelación nos permite dar un paso más aún, ya que nos ha dicho que incluso en este caso extremo
en que al discípulo, por no poseer la verdad, no le sea dado alcanzarla por sí mismo; que aún cuando
por ser él la no verdad le esté vedado el ejercicio de la memoria, es Dios mismo quien ha elegido dar a
conocer su misterio mediante su abajamiento, dando así un último testimonio de lo que significa ser
Maestro. “Cristo, que es Maestro y Señor nuestro, manso y humilde de corazón, atrajo e invitó
pacientemente a los discípulos. (...) Renunciando a ser Mesías político y dominador por la fuerza,
prefirió llamarse Hijo del hombre, que ha venido a servir y dar su vida para la redención de muchos
(...) Finalmente, al consumar en la cruz la obra de la Redención, con la que adquiriría para los
hombres la salvación y la verdadera libertad, completó su revelación. Dio, en efecto, testimonio de la
verdad...”[25] .

Joaquín Migliore

[1]
SAN AGUSTÍN, El Maestro, 1971, Madrid, B.A.C., p. 632.
[2]
SOREN KIERKEGAARD, Migajas filosóficas, 1997, Valladolid, Editorial Trotta, p. 28.
[3]
Teeteto, 150.
[4]
SAN AGUSTÍN, El Maestro, 1971, Madrid, B.A.C., p. 610.
[5]
SAN AGUSTÍN, El Maestro, 1971, Madrid, B.A.C., p. 616.
[6]
SAN AGUSTÍN, El Maestro, 1971, Madrid, B.A.C., p. 626.
[7]
SAN AGUSTÍN, El Maestro, 1971, Madrid, B.A.C., p. 636.
[8]
SAN AGUSTÍN, De Catechizandis Rudibus, 1988, Madrid, B.A.C., pp. 449/450
[9]
SAN AGUSTÍN, El Maestro, 1971, Madrid, B.A.C., p. 633.
[10]
SAN AGUSTÍN, De Catechizandis Rudibus, 1988, Madrid, B.A.C., p. 452.
[11]
SAN AGUSTÍN, De Catechizandis Rudibus, 1988, Madrid, B.A.C., p. 451.
[12]
GIOVANNI GENTILE, Sumario de pedagogía como ciencia filosófica, 1946, Buenos Aires,
p. 210.
97

[13]
JOHN HENRY NEWMAN, La fe y la razón, Sermones Universitarios, 1993, Madrid,
Encuentro, p. 135.
[14]
JOHN HENRY NEWMAN, La fe y la razón, Sermones Universitarios, 1993, Madrid,
Encuentro, p. 146.
[15]
SAN AGUSTÍN, De Catechizandis Rudibus, 1988, Madrid, B.A.C., pp. 479-480.
[16]
ORÍGENES, Contra Celso (Apéndice: Discurso de acción de gracias de San Gregorio
Taumaturgo), 1967, Madrid, B.A.C., p. 597.
[17]
S.Th., q.16,a.5, c. “La verdad se encuentra en el intelecto en cuanto aprehende la cosa
como ella es; y en la cosa, en cuanto ésta tiene un ser conformable al intelecto. Y esto
máximamente se encuentra en Dios. Pues su ser no solamente es conforme a su intelecto,
sino que también su entender es medida y causa de todo otro ser, y de todo otro
intelecto”.
[18]
MICHEL FOUCAULT, La verdad y las formas jurídicas, 1990, México,p. 25.
[19]
MICHEL FOUCAULT, La verdad y las formas jurídicas, 1990, México, pp. 23/24.
[20]
MICHEL FOUCAULT, La verdad y las formas jurídicas, 1990, México, p. 28.
[21]
MICHEL FOUCAULT, La verdad y las formas jurídicas, 1990, México, p. 156.
[22]
MICHEL FOUCAULT, La verdad y las formas jurídicas, 1990, México, p. 59.
[23]
FEDERICO NIETZSCHE, El eterno retorno, Libro V n.344, 1974, Buenos Aires, Aguilar.
[24]
Concilio Vaticano II, Declaración sobre la libertad religiosa “Dignitatis Humanae”, 1.
[25]
Concilio Vaticano II, Declaración sobre la libertad religiosa “Dignitatis humanae”, 11.
98

Revista Con-Textos, ISNSLP


Nº 2, Agosto 2014

Pedagogía del corazón

Educación y actualidad

Si de algo parece estar segura la opinión generalizada de nuestros días es de que “los
tiempos han cambiado”. Hay en ello un cierto pleonasmo, pues el tiempo y el cambio son dos
realidades indisolublemente unidas. Pero lo que tal vez caracterice a “nuestro tiempo” es, por
un lado, el rol protagónico que el cambio ha adquirido en la cultura contemporánea y, a la
vez, la fuerte toma de conciencia de estos cambios, cuya evidencia resulta indiscutible. Los
tiempos siempre han cambiado, al fin y al cabo, pero pareciera que el cambio incesante
resulta ser una de las notas esenciales más destacadas de la tardomodernidad, a punto tal que
la novedad y la transformación, la movilidad y la velocidad suelen ser especialmente
valorados, mientras que la permanencia, la estabilidad, la quietud suenan a estancamiento y
quien opta por ellas corre el riesgo de ser considerado alguien que “se quedó” en el tiempo.
Esta conciencia y valoración de los cambios suscitan no pocas reflexiones en el ámbito
educativo, tanto en las situaciones concretas de enseñanza, como en aquellos círculos en los
que se teoriza sobre cuestiones educacionales. En ellos surgen interrogantes sobre las
modificaciones que la época actual solicita o incluso exige que se lleven a cabo en educación.
“Hay que adaptar la educación a los tiempos que corren” se oye con frecuencia, y no falta en
ello algo de verdad. Una educación planteada desde apriorismos y abstracciones
desconectadas de la realidad concreta y sus características no tendría mayor sentido y sería
seguramente incapaz de cumplir con su finalidad: favorecer el desarrollo del hombre
concreto, real. Sin duda, nuestra época brinda algunas novedades y posibilidades (se
destacan, por ejemplo, las relacionadas con lo tecnológico, la comunicación, el acceso a la
información…) que sería desacertado desaprovechar.
Sin embargo, hay que andar con cuidado y estar alertas. La educación no puede correr
tras lo novedoso simplemente por ser novedoso, ni adaptarse a los cambios (cada vez más
vertiginosos) por el hecho mismo del cambio. Por ser educación, justamente, y apuntar al
crecimiento y perfeccionamiento del hombre (no sólo como trabajador, como científico,
como técnico… sino – y especialmente – como hombre) tiene también la ineludible misión de
someter a crítica y valoración las características de la época dentro de la cual desarrolla su
tarea. En este sentido, no sólo hay que actualizar la educación, sino también educar la
actualidad; no sólo se trata de modificar algunos aspectos de la educación en base a las
“exigencias” de los tiempos que corren (¡y vaya que corren!), sino también modificar algunos
aspectos de estos tiempos en base a las exigencias de una educación auténtica que se ocupa y
preocupa por la persona humana.
No escapa al observador común de la cultura contemporánea que ésta, así como brinda
nuevas posibilidades, facilidades y oportunidades, impensadas para los educadores de antaño,
presenta también ciertas dificultades y obstáculos (algunas vienen de larga data y otras
parecen propias de la actualidad). Es fácil escuchar toda una lista de quejas a la que
recurrimos con frecuencia los educadores: la falta de interés de los alumnos, dificultades
crecientes en la comprensión, el aburrimiento, la ausencia de entusiasmo y de sentido del
deber, la facilidad para la dispersión, la crisis de valores, y la lista sigue… No faltan quienes
incluso señalan que estas dificultades tienen su causa en los nuevos avances (“¡cómo van a
entender, si están todo el tiempo tiqui-tiqui con el celular!”, “¡qué van a leer, si se pasan la
tarde frente a la computadora!”) y/o quienes añoran tiempos pretéritos en los que las
99

ocasiones de distracción no estaban tan al alcance de la mano, o no se recurría a ellas por un


sentido del deber fundamentado en una autoridad a la que no era siquiera imaginable poner
en tela de juicio.
Los cambios invitan a repensar las cosas. Pero repensarlas no sólo para encontrar
soluciones “nuevas” que estuvieran a tono con las modas y usos vigentes, sino repensarlas
también para volver a lo esencial, para ganar profundidad en la mirada y desde una visión
purificada de la esencia de la educación poder encontrar respuestas (que no siempre tienen
que ser “inéditas”, sino que a veces son las siempre novedosas respuestas de siempre) a las
problemáticas de hoy. Desde esta última perspectiva retomaremos aquí algunas enseñanzas
del filósofo Emilio Komar sobre la “pedagogía del corazón”6.

El corazón, centro de la persona

El significado del término corazón merece algunas aclaraciones esenciales. Si bien en


el uso popular actual parece referirse generalmente a la afectividad, a las emociones y
sentimientos del sujeto, desvinculándolo de lo cognoscitivo o incluso oponiéndolo a esto
último (v.g. el “corazón” como opuesto a la “razón”), no es ese el sentido con el cual Komar
utiliza el vocablo. Que “corazón” sea utilizado para referirse a una afectividad ajena y/o
contradictoria a lo racional se debe a la influencia del Romanticismo, que a su vez fue una
reacción de oposición-subordinación al Racionalismo moderno, que idolatraba una
racionalidad ajena a la afectividad y contradictoria con ésta. En el pensamiento de Komar, en
cambio, tiene “corazón” un significado más originario que se remonta al texto bíblico y al uso
que de él hicieron los autores clásicos de inspiración cristiana, especialmente en el período
patrístico, y que es también la manera en que lo utilizó, ya en la edad moderna, Pascal. El
término “corazón” hace entonces referencia no sólo a lo sentimental, sino al núcleo mismo de
nuestro ser personal, a la interioridad profunda7, al centro interior de reflexión e iniciativa 8,
sede de las primeras intenciones y de la honda afectividad 9 y lugar de las opciones
fundamentales que comprometen a la persona toda.10 Es lo que Francisco de Sales
denominaba “la punta fina del alma”, donde puede llevarse a cabo una manera profunda de
conocer, de sentir y de querer. “El corazón para Pascal significa algo muy completo. El
corazón de Pascal es el corazón de San Bernardo de Claraval, el corazón de San Agustín, que
es el gran teólogo y filósofo del corazón; este corazón de San Agustín es el corazón de la
Biblia. (…) El corazón significa el núcleo de la personalidad, el centro de iniciativa, lo más
íntimo. No solamente es la sede de la afectividad, sino la sede de la iniciativa personal, de la
libertad, de la vida personal.”11

6
El Dr. Emilio Komar nació en Ljubljana, Eslovenia, en 1921. Residió en Argentina desde 1947 desarrollando
una vasta obra como investigador y docente y destacándose como representante del realismo clásico en nuestro
país. Fue nombrado Caballero de la Orden de San Gregorio Magno por Juan Pablo II en 1994. Falleció en San
Isidro en 2006. “Paedagogia cordis” fue el título del curso que el Dr. Komar dictara en los años ochenta en el
Sagrado Corazón de Almagro, cuyo contenido ha llegado hasta mí a través de algunos asistentes, especialmente
el Dr. Héctor Delbosco y el Dr. Alberto Berro, a quienes expreso mi gratitud. Las citas que utilizaremos, sin
embargo, no pertenecen a ese curso, sino a otras obras y cursos de Komar, salvo que se indique lo contrario.
Mientras escribíamos este artículo nos anoticiamos de una próxima publicación de un curso de Komar sobre
“Enseñanza y vida interior”, cuyo contenido seguramente reforzará lo que exponemos en estas páginas.
7
Orden y Misterio, Fraternitas/emecé, Buenos Aires, 1996, p. 154
8
Ibidem, p. 39
9
Curso de Metafísica, Ed. Sabiduría Cristiana, Buenos Aires, 2008, Tomo II, pp. 69 y 113
10
Orden y Misterio, pp. 38 y 130
11
Modernidad y Postmodernidad, Ed. Sabiduría Cristiana, Buenos Aires, 2001, p. 14
100

Puesto que, como decía Aristóteles, lo que se recibe, se recibe al modo del recipiente,
sólo desde lo profundo de la propia interioridad – desde el corazón – es posible penetrar en la
interioridad de las cosas; no es posible llegar al centro de lo otro, ni intelectual ni
afectivamente, si no es partiendo desde el propio centro y abriéndose desde la propia
profundidad al encuentro que, sólo así, puede ser entonces profundo. “Es en el recogimiento
que acogemos otras realidades, otros valores, otros seres, etc., y hay una correlatividad
estricta entre el recogimiento y el acogimiento. (…) La condición para que yo capte lo otro es
que esté en lo mío. Este es el punto de partida: que todo acogimiento de lo otro se hace en el
centro del recogimiento. Si yo no estoy en ningún lugar para recogerme, entonces no puedo
acoger al otro.”12 Y a su vez, todo recogimiento, toda presencia en sí mismo es una apertura al
otro, un vivir estando abierto a lo que está presente con todo lo que uno es. Es estar todo ahí
presente a lo que me viene al encuentro.

El corazón, por tanto, no excluye la inteligencia, sino que la implica. En su aspecto


cognoscitivo, el corazón es también la sede de la intuición intelectual. No se trata de la
inteligencia en su función discursiva, calculadora, resolutiva, para la cual la filosofía clásica
reservaba el término ratio (razón, en griego diánoia, en alemán Vernunft), sino del intellectus
(intelecto, en griego nous, en alemán Verstand), es decir, de la capacidad intelectual de ver,
de captar el sentido de las cosas, de penetrar en el interior de la realidad dada. 13 Como señaló
Edith Stein, en lo más íntimo del alma el «yo» personal se encuentra “en la posición más
adecuada para captar el sentido de todo el acontecer, de manera más inmediata y más abierta
para medir las exigencias que se le aproximan, su significado y sus alcances.” 14 Si bien lo
propiamente humano es el conocimiento de la ratio, eso no niega que se dé en él no sólo la
posibilidad del intellectus, cuya jerarquía es superior ya que todo razonar parte de un ver y a
ver también apunta15, sino que es una “exigencia de la naturaleza humana, que siendo dotada
de inteligencia, tiene indestructible vocación de entender en profundidad” 16, de leer adentro,
en hondura (intus-legere). Una mentalidad racionalista, negadora del intelecto, no puede
concebir este concepto de corazón como “órgano de profundidad”. El racionalista sólo
reconoce en la inteligencia la razón discursiva. Pero “el corazón tiene razones que la razón no
conoce.”17 No es que no tenga razones, como suele creerse por influencia del mentado
pensamiento romántico, sino que son razones profundas a las que la mera ratio no logra
acceder, pero sí son accesibles al intellectus, es decir, al corazón.

12
Curso de Metafísica, Tomo II, pp. 154, 166.
13
Cfr. Orden y Misterio, pp. 21, 34; Curso de Metafísica, Ed. Sabiduría Cristiana, Buenos Aires, 2008, Tomo
III, pp.14-21. Cfr. J. PIEPER, El Ocio y la Vida Intelectual, Rialp, Madrid, 1998, pp. 21 y ss. Encontramos una
interesante coincidencia con esta distinción entre ratio e intellectus que realiza la filosofía de inspiración
escolástica en un autor de diferente inspiración como Erich Fromm, cfr. E. FROMM ¿Tener o Ser? Fondo de
Cultura Económica, Argentina, 2006, pp. 53-55 y 145, Psicoanálisis de la sociedad contemporánea, Fondo de
Cultura Económica, México D.F., 1962, pp. 61-63, 145-147.
14
E. STEIN, Ser finito y ser eterno, pp. 400-405, citado en La pasión por la verdad, Bonum, Argentina, 2004, pp.
189-190.
15
“La razón es lo que caracteriza al hombre, pero el intelecto hace posible un tipo de conocimiento más perfecto
y de mayor jerarquía que el discursivo de la razón. La razón está subordinada al intelecto. El razonamiento
discursivo parte de la visión simple del intelecto y termina en ella. El punto de llegada puede constituir un nuevo
punto de partida del discurso. Podríamos decir que el discurso racional es mechado por momentos de mirada
simple del intelecto. Quien no se detiene y corre siempre, no es inteligente ni racional.” Curso de Metafísica,
Tomo III, p. 15. Sobre la desvalorización del corazón en el pensamieno racionalista-iluminista cfr. Orden y
Misterio, pp. 38 y ss.
16
Orden y Misterio, p. 129
17
B. PASCAL, Pensamientos, 277 .Cfr. Orden y Misterio, p.130
101

Desde el punto de vista afectivo, hablar de “corazón” implica hablar de un sentir


también profundo. El encuentro íntimo con lo otro y con los otros permite descubrir su valor
intrínseco, su bondad (no en el sentido moral, sino ontológico). El descubrimiento de los
valores rompe nuestra indiferencia (expresión de Lavelle que resultaba cara a Komar18),
brinda al sujeto una energía siempre renovada gracias al alimento motivacional que
encontramos en la vigencia de las cosas y llena la vida de sentido, abriéndole paso a la
fecundidad que sólo es posible como consecuencia de un íntimo encuentro. “Si desde el
corazón descubrimos el genuino sentido de las cosas, desde allí experimentamos también los
valores, esto es la bondad atractiva de las cosas. Y dado que la voluntad humana no se mueve
ella misma, sino que es movida por el bien (Santo Tomás, De divinis nominibus, 439), al
corazón abierto a lo real no le faltarán energías volitivas y afectivas: por eso, el corazón
resulta ser también sede de la vida fuerte.”19 En cambio, cuando la afectividad no logra ese
encuentro profundo con lo real, porque el hombre sale al mundo desde una ubicación en la
superficie de su yo, la relación con la realidad no puede ser más que superficial, y lo
superficial no conmueve, no motiva, no entusiasma, sino que causa indiferencia,
aburrimiento y las consecuentes fuga y dispersión (que, en su círculo vicioso, entorpecen aún
más la posibilidad de encuentro profundo). Cuando la afectividad de la persona se
desentiende del bien intrínseco al ser de las cosas y se transforma en una afectividad
inmanentista que busca en el sujeto mismo la fuente única de sus emociones y sentimientos,
tarde o temprano termina resultando forzada y desgastante. La afectividad del corazón está
entonces en íntima relación con el intelecto. El amor necesita del conocimiento, ya que “sin
verdad no hay amor genuino. El que ama busca el bien verdadero del ser amado, no algo
distinto de él. Por eso el amor genuino es un amor puro, veraz, que discierne bien lo que es el
bien del ser amado y lo que no lo es.” 20 Y también el conocimiento se ve potenciado por el
amor, “lo que amamos lo queremos conocer mejor, y al conocerlo mejor, lo podemos amar
más.”21 “El corazón es un conocimiento que siente o un sentimiento que ve lúcidamente”22
enseñaba Komar.
El “corazón” es también sede de las opciones fundamentales de la persona, pues al
experimentar los valores el sujeto está llamado a responder con su decisión y sus acciones.
En esas decisiones profundas, tomadas desde lo más íntimo de la persona, desde el corazón,
es donde reside y se juega la libertad. Sólo aquel que habita en el centro de su interioridad,
puede verse sacudido por los valores y llamado a responder con su personalidad toda. Y sólo
el que habita en su interioridad puede ser verdaderamente amo de sí mismo, pues como
señala Edith Stein, “el «yo» personal se encuentra en lo más íntimo del alma de veras como
en su casa. Si él vive aquí, entonces dispone de todas las fuerzas y las puede emplear
libremente.”23 Si el hombre, en cambio, no habita en su centro, en su corazón, no puede ser
el centro de su propia iniciativa, pierde seguridad y queda más expuesto a la manipulación

18
Orden y Misterio, p. 149
19
Orden y Misterio, p. 131
20
Curso de Metafísica, Tomo III, p. 19. Cfr. LaVitalidad Intelectual, p. 57
21
Ibidem
22
Curso de Metafísica, Tomo II, p. 69
23
E. STEIN, Op. cit. Komar, que era de origen esloveno, señalaba que en los idiomas eslavos “la palabra
svoboda (libertad) está compuesta por una doble raíz: svoj (suyo, propio) y bod, que la encontramos también en
la palabra gos-pod (amo, señor), en la palabra griega des-pot-es (déspota), en la palabra latina pot-is (potente,
poderoso), de donde provienen las palabras posse (el verbo “poder”), potior (adueñarse), potentia (fuerza, poder,
capacidad). El que es libre (svoboden), tiene poder sobre sí, es amo de sí mismo.” La salida del letargo, Ed.
Sabiduría Cristiana, Buenos Aires, 2013, p. 59, nota 22.
102

externa, explícita o solapada, que la propaganda o la opinión pública pudieran intentar sobre
él.24
Estos tres aspectos del corazón – el conocimiento, la afectividad y la libertad – están
entonces íntimamente entrelazados. Sólo aquel que logra un conocimiento profundo por
medio del intelecto puede también descubrir el valor de las cosas y vincularse con ellas desde
una afectividad lúcida y llena de sentido.
“Lo real inspira interés intelectual pero a la vez estimula nuestra capacidad de amor. Por eso
las cosas hondamente conocidas terminan por ser amadas y las cosas de veras amadas,
terminan por ser bien conocidas, porque el amor postula la luz y la luz, el amor. Se trata de una
común raíz porque el ser, lo que hay, lo existente, incluye en sí la actualidad que lo hace
existir y repercute sobre nuestra capacidad afectiva, sacudiéndola y estimulando el amor; y
repercute sobre nuestra capacidad cognoscitiva, iluminándola. La raíz es común pero también
lo es la finalidad, el destino, porque todo lo que se nos impone cognoscitivamente, en el fondo
también busca imponérsenos afectivamente.”25

Así como la verdad (sentido) y el bien (valor) coinciden con y en el ser, así también
inteligencia (conocimiento) y voluntad (afectividad) coinciden con y en el corazón, desde el
cual el sentido y el valor son experimentados. Esto a su vez está relacionado con la libertad,
pues la honda apertura a lo real sólo puede darse en aquel que está en verdadera posesión de
sí y solicita de él una respuesta personal. Esta posesión de sí, a su vez, encuentra la senda
para su expansión en el contacto profundo con lo real. “No podemos encontrar la expansión
sin el contacto con la realidad. (…) Sin la presencia de lo otro y sin la participación en lo otro
no hay expansión. Esto plantea una exigencia de interioridad y profundidad.” 26 Pues la
libertad no consiste en la absoluta independencia, que sería desvinculación e implicaría el
para nada liberador encierro del solipsismo, sino en la dependencia vivificante que quien ama
de veras y se abre con sinceridad a la posibilidad del encuentro enriquecedor logra
experimentar.27 Ese encuentro se da justamente en el corazón, donde la libertad del hombre
no sólo queda garantizada, sino que incluso es capaz de crecer y fortalecerse:
“Luego hay una libertad más profunda que resulta de la coincidencia siempre mayor de uno
consigo mismo, es la libertad interior que resulta del buen ejercicio del libre albedrío, porque
en las decisiones que tomamos, no sólo elegimos este valor y no otro, sino que al elegir un
valor, si la elección es buena, elegimos el valor más conveniente y de esa manera nos
elegimos. El acto de decisión es un acto de autoafirmación, es decir, robustecemos nuestro ser
real. (…) El consentimiento al ser en nosotros es libertad. (…) En la medida que encontramos
más sentido en las cosas, encontramos más sentido en la interioridad y es posible una mayor
libertad interior.”28

Educar el corazón
24
Cfr. La verdad como vigencia y dinamismo, Ed. Sabiduría Cristiana, Buenos Aires, 2000, pp. 27-29
25
La Vitalidad Intelectual, Ed. Sabiduría Cristiana, Buenos Aires, 2000, p. 49
26
Curso de Metafísica, Tomo II, p. 112
27
Cfr. G. THIBON, Retour au réel, Lyon, Editions Universitaire, Les Presses de Belgique, 1946, p. 140-143.
“Definir la libertad por la independencia encierra un equívoco peligroso. No existe para el hombre
independencia absoluta (un ser finito que no dependiese de nada, sería un ser separado de todo, es decir,
eliminado de la existencia). Pero existe una dependencia muerta que oprime y una dependencia viva que
expande. La primera de estas dependencias es servidumbre, la segunda es libertad.”
28
Ibidem, p. 165-166. Por contraposición, la relación superficial con la realidad debilita la libertad: “Si nuestra
adhesión es superficial nuestro afecto o decisión por la cosa no es pleno, y lo que falta de adhesión en este
sentido tiene que estar en otro lugar. En esto consiste precisamente la falta de libertad interior. La gente no
procede libremente porque adentro está trabada en la medida en que no alcanza una coincidencia consigo
mismo.”
103

Si el corazón es el núcleo de la persona, toda educación que no se conforme con ser


entrenamiento de conductas superficiales o de facultades aisladas, toda educación que
pretenda ser auténticamente personal (de la persona y para la persona) ha de ser una
educación del corazón. Esta educación que apunta a lo interior no excluye el aspecto exterior;
el educador del corazón atiende lo externo, pero apuntando siempre a lo interno. Komar
sostenía sin vacilaciones que cualquier educación (familiar, escolar, cívica, intelectual, moral,
religiosa…), para ser verdadera, debe ser educación del corazón.
En su aspecto intelectual, en base a lo que hemos señalado en párrafos anteriores, la
educación no debe limitarse entonces a la formación de la ratio, sino que debe educar el
intellectus, la capacidad contemplativa de ver y admirar las cosas. Las consecuencias de la
primacía de la ratio por sobre el intellectus a lo largo de la historia han dado suficientes
muestras de su desacierto al convertirse en una primacía de la “razón instrumental”, dando
por resultado efectos nocivos para la naturaleza y el hombre mismo, quien también termina
siendo instrumentalizado. Además de estas perjudiciales consecuencias prácticas (que,
paradójicamente, son producto de una primacía de la praxis por sobre la theoría –
contemplación, en griego – que sólo puede darse en y desde el corazón), el mismo
conocimiento sale desfavorecido al limitarse a ser instrumental y utilitario. La mirada
utilitaria siempre es parcial y soslayante; recorta la realidad para ver en ella solamente lo útil,
por lo tanto no es una mirada de apertura, sino la mirada de alguien que no logra olvidarse de
sus caprichos y que no logra superar una actitud de dominio. 29 La mirada verdaderamente
abierta es la mirada desinteresada y silenciosa, mientras que la mirada utilitaria impide que la
inteligencia se alimente con el ser y su orden, pues no sale de sí y sus intereses. Así, incapaz
de descubrir el logos de lo real, buscará imprimir sobre la naturaleza un orden artificial que
sin embargo es eco de un vacío de fondo, pues el orden artificial que no se apoya en un orden
dado (natural) implica la negación de ese orden. Esa vacuidad, esa negación del orden dado,
como todo vacío, arrastra hacia el aburrimiento, consciente o inconsciente. Cuando el
educando se topa con el vacío no puede no aburrirse y es comprensible que opte por la fuga y
la distracción. Y esta sensación de vacuidad e insipidez es inevitable si las cosas no le hablan
al corazón. Cuando, en cambio, cada disciplina académica, cada una desde su especificidad,
ayuda al alumno a ver, admirar y escudriñar la realidad para descubrir su sentido, allí se
despierta el entusiasmo y el conocimiento logra ser sabroso (de eso se trata la sapientia –
sabiduría – que es sapida scientia – ciencia sabrosa).30
En el aspecto moral (que incluye el aspecto disciplinario, pues los problemas
disciplinarios son, en última instancia, problemas morales), una educación verdadera ha de
ser también una educación del corazón. Educar éticamente no consiste solamente en reprimir
lo que está mal o en adiestrar conductas formalmente aceptables. Todo ello genera rebeldía y
desorden, o bien un orden artificial sumiso falto de espontaneidad. La educación del corazón,
en cambio, apunta a que el otro sea capaz de descubrir los valores desde el núcleo de su
propia interioridad, al modo de la mayéutica socrática. En ese caso es posible la docilidad
ante el bien y la encarnación de los valores experimentados en el centro de la persona, dando
lugar a una espontaneidad ordenada con la que logra superarse una supuesta (pero falsa)
oposición entre libertad y obediencia.31 La persona cuyo corazón vibra y es conmovido por la
experiencia profunda del valor, se ve naturalmente inclinada a comprometerse con él, siendo
libremente obediente a las cosas y a la vez experimentando esta obediencia como liberación.

29
Cfr. Modernidad y Postmodernidad, p. 38, La Vitalidad Intelectual, p. 54 y ss.
30
Cfr. La Vitalidad Intelectual, pp. 41-49
31
El tema de la espontaneidad ordenada o madura está intrínsecamente relacionado con el tema de los hábitos,
que no desarrollaremos aquí. Cfr. La Vitalidad Intelectual, pp. 34-40.
104

Así, vivir desde el corazón no sólo es la manera firme de salvar el ejercicio de la libertad y
ganar seguridad y unidad psíquica, sino también el requisito para que esa libertad sea ejercida
en diálogo fecundo con la realidad y cumpla con su finalidad, que es la de elegir bien y amar
lúcida y ordenadamente.32
La educación del corazón también fortalece la vida social. La importancia de una
“instrucción cívica” se disipa cuando se desentiende del corazón. Si la cuestión social se
reduce a una serie de normativas resulta inevitable que lo relacionado al estado sea
experimentado como algo anónimo, ajeno al sujeto, pues lo logra tocar las fibras íntimas del
ciudadano. Cuando, en cambio, se plantea desde el corazón se posibilita que el ciudadano
descubra en su propia interioridad su pertenencia a la Patria y a la Nación, estimulando su
compromiso y despertando su sentido de responsabilidad para con la cosa pública. “El estado
somos nosotros”, afirmaba Romano Guaridini,33 pero eso sólo puede ser intensamente
comprendido y vivido si se lleva a la Patria verdaderamente en el corazón, sin
sentimentalismos demagógicos sino en el sentido en que lo venimos planteando. Vivir en y
desde el corazón, fortaleciendo la existencia individual, de ninguna manera significa apuntar
a una sociedad individualista en desmedro de lo social. Muy por el contrario, sólo puede
haber vida social fuerte donde hay fuerte vida individual, pues la sociedad es siempre
sociedad de seres humanos, de personas. Donde la vida personal es débil, el individuo
termina diluyéndose en lo social y esto queda entonces sin su fuente de vida; en lugar de
verse fortalecido, se transforma en masa y se encamina hacia su agónica muerte. “Donde todo
es «social» no hay sociedad. Esta es una evidencia que se desprende de la tremenda
experiencia de la masificación. En la masificación lo social se llevó al extremo produciendo
la muerte de lo social.”34

Cor ad cor loquitur 35

El educador que no llega al corazón, diría Komar, no es educador. Será un entrenador


de conductas que se contenta con el efecto exterior, o un seductor que conquista al alumno
para sí mismo, para su propia autoestima y no para la verdad, la justicia, la belleza. O, en
todo caso, se limita a ser un mero informador, un transmisor impersonal de datos, tarea que
en nuestro tiempo parece estar destinada a la desaparición en la labor docente debido al fácil
acceso que las nuevas tecnologías brindan a casi toda información necesaria (y también a
mucha otra, innecesaria, es justo decirlo).
Ahora bien, para llegar al corazón hay que partir del corazón. La propaganda, el
adoctrinamiento, la manipulación no pueden calar en lo hondo de la persona que se educa
(por eso están destinados al fracaso, por más que puedan jactarse de un éxito efímero). Sólo
el corazón habla al corazón. Por eso el educador está llamado a vivir en y desde el corazón y
poner todo su corazón en su tarea. La experiencia áulica lo confirma a diario. Sólo desde una
profunda vida interior se puede llegar a la intimidad del otro, sólo desde la propia
contemplación se puede estimular la mirada contemplativa del alumno, sólo desde el propio
entusiasmo se puede entusiasmar al educando, sólo con el propio compromiso es posible
despertar el compromiso de los demás y sólo con la propia encarnación de los valores es

32
Cfr. La Vitalidad Intelectual, p. 47
33
R. GUARDINI, Cartas sobre autoformación, Lumen, Buenos Aires, 1997, pp. 139-165
34
Modernidad y Postmodernidad, p. 36. Cfr. La verdad como vigencia y dinamismo, pp. 40-42
35
“El corazón habla al corazón”, lema cardenalicio del Cardenal J. H. Newman (1801-1890)
105

posible que éstos resulten atractivos para el que está junto a nosotros o a nuestro cargo y para
que él también quiera vivirlos en carne y sangre.36
No desconocemos las múltiples dificultades que surgen a la hora de llevar a cabo esta
misión: personales, sociales, culturales, temporales, institucionales… Sin embargo, no se
trata de una utopía irrealizable. Según Komar, al maestro que transmite al alumno el sentido
profundo de lo que enseña, en virtud de su misma profundidad no le pueden faltar energías
afectivas y volitivas para conducir al alumno al corazón de la verdad y del bien. “Operación
ésta que es demasiado sublime como para ser fácil y alcanzable con medios baratos. Hace
falta mucha energía, pero esta energía está, no falta, para quien la busca donde hay que
buscarla.”37

36
Cfr. Orden y Misterio, pp. 149-161
37
Orden y Misterio, p. 31

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