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P. Amadeo Tonello
¿Qué es la ética?
Con cierta frecuencia oímos en el lenguaje cotidiano las expresiones “ética” y “moral”.
Más allá de los usos que puedan tener en diferentes autores, son prácticamente sinónimas.
“Ética” viene del griego “ethos” que se puede escribir de dos maneras: con “eta” (= e larga)
significa carácter o modo de ser de algo, particularmente de una persona; en cambio, con
“épsilon” (= e breve) significa costumbre o modo habitual de obrar. La palabra “moral”
proviene del latín “mos”, que significa igualmente “costumbre”.
En una primera aproximación, podemos definir la ética como “el estudio filosófico-
práctico de la conducta humana”. Al decir “estudio filosófico” queremos señalar que se
trata de una indagación de índole reflexiva y sapiencial, que busca las raíces o causas
últimas de la realidad. Se contrapone a una consideración “científica” (que busca
comprobar leyes a través de procedimientos experimentales) porque en la ética los
resultados no surgen de experiencias de laboratorio o de campo. Igualmente, la ética
filosófica trasciende una consideración espontánea, inmediata o vulgar de las cuestiones
referidas al obrar humano. Es decir, la ética es conocimiento “filosófico”, no “científico” ni
“vulgar”.
Por otra parte, existe una tensión entre los actos singulares y la conducta en su
conjunto. Los actos singulares son importantes, en la medida en que configuran al sujeto en
su dimensión moral; por ejemplo, si una persona comete un robo se convierte en un ladrón,
mal que le pese. Pero la ética debe tener en cuenta no sólo los actos en su dimensión
puntual, sino también el conjunto de la conducta, que es en última instancia la que
determina al hombre como tal; pues un acto aislado puede ser revertido por otros y de esa
manera la conducta puede quedar orientada en una dirección distinta. En el ejemplo que
pusimos, si el que robó una vez se arrepiente de ese acto y desarrolla una conducta
totalmente opuesta, ya no podrá ser considerado ladrón.
Señalemos también que la ética, como toda disciplina de estudio, tiene un objeto
material y un objeto formal. Objeto material se llama a la realidad que estudia cada
disciplina o ciencia: en el caso de la ética, es la conducta humana. Pero ese objeto le es
común, como veremos, con otras disciplinas. Objeto formal es el aspecto específico del
objeto material o el punto de vista bajo el cual se lo estudia. En el caso de la ética, se trata
de la moralidad de la conducta humana, es decir, la cualidad de la conducta que la hace
buena o mala en orden a la realización integral de la persona.
En ese sentido, hay que distinguir el bien ético del bien técnico. La bondad técnica se
refiere a algún fin particular muy restringido: desde el punto de vista técnico, el cuchillo es
bueno porque sirve para cortar. En cambio, la bondad ética se refiere al fin último de la
persona y a su plena realización. Es así que algo muy bueno desde el punto de vista técnico
puede ser malo o nocivo desde el punto de vista ético: por ejemplo, usar una bomba
atómica implica un enorme desarrollo y capacidad técnica; pero por la destrucción que
provoca, merece una valoración moral totalmente negativa.
Desde que tenemos uso de razón, la dimensión ética se hace presente en nuestra vida.
Recibimos una educación moral que nos permite distinguir lo bueno y lo malo, lo debido y
lo prohibido, lo conveniente y lo perjudicial. Esa educación moral suele estar ligada a los
ámbitos de la familia y de la sociedad, que transmiten el “ethos” de una cultura. Por “ethos”
cultural entendemos el conjunto de criterios, valores, prácticas, actitudes y virtudes que
configuran las acciones y la vida de un grupo social y de las personas singulares que lo
componen.
Frente al “ethos” recibido, las actitudes pueden ser diversas: podemos asumirlo
pasivamente, o profundizar en sus presupuestos para vivirlo más conscientemente;
podemos criticar sus manifestaciones o sus principios implícitos; podemos incluso
abandonarlo y reemplazarlo por otra configuración de valores y de vida.
La pregunta ética surge entonces desde la práctica moral de cada una de las personas.
No se trata, como quieren algunas corrientes, de que existan “hechos” morales que deberían
ser estudiados desde una perspectiva científica, neutral y externa, así como existen hechos
físicos, hechos astronómicos, etc. Más bien, en la práctica moral que cada uno de nosotros
desarrolla, surgen las preguntas éticas en las que siempre estamos involucrados en primera
persona. Por eso, una característica de la pregunta moral es que en todos los casos incluye
al mismo que la formula; no puede ponerse de una manera puramente neutral, y los valores
y virtudes del que intenta responderla siempre están implicados en el enfoque y en las
soluciones que se proponen. Ejemplos: una persona muy honesta repudiará vivamente una
propuesta injusta; una persona que miente habitualmente tenderá a considerar que la
mentira no es algo muy grave, que en algunos casos se justifica, etc.
Ética y metafísica
La ética es disciplina práctica: procura dar las normas para componer las buenas
acciones que configuran la conducta adecuada del sujeto. La metafísica, en cambio, es una
disciplina especulativa o teórica, porque su fin es la contemplación de las realidades más
elevadas. Ya por eso mismo se establece claramente una distinción entre ambas. Sin
embargo, existe una relación importante. Pues la metafísica implica una visión del mundo y
de la realidad que no puede dejar de influir en la respuesta ética a las cuestiones más
trascendentes. En este sentido, aun aquellos que niegan la metafísica tienen una metafísica
implícita; por ejemplo, quien afirma que la vida no tiene ningún sentido y que por ello hay
que vivir sólo el momento presente, ya nos ofrece una concepción de la realidad, o sea, una
metafísica. Y como es natural, este tipo de visión influye en las respuestas que se dan a los
interrogantes éticos. Asimismo, una metafísica materialista u otra espiritualista, una
metafísica personalista u otra individualista, marcarán direcciones muy diferentes en el
enfoque y en la resolución de los problemas éticos.
Ética y antropología
La antropología, estudio del hombre, puede abordarse desde diversos enfoques. Existe
una antropología filosófica, que estudia los principios y dinamismos propios del hombre
desde el punto de vista filosófico; hay una antropología cultural, que describe las formas y
las direcciones del desarrollo humano y social según las diferentes culturas; la antropología
teológica, por su parte, medita sobre el hombre en tanto que ha sido creado a imagen y
semejanza de Dios, y caído por el pecado, ha sido redimido y renovado en Cristo.
La ética presupone sin duda una antropología filosófica, y se vale de los datos que
proveen los otros enfoques antropológicos. Pero se diferencia de la antropología en tanto
que el objeto propio de la ética es el obrar humano considerado desde su moralidad y por lo
tanto va más allá de la descripción y la reflexión sobre el hombre y sus actos para emitir
juicios valorativos e incondicionales. Por ejemplo: por más que en una cultura determinada
una conducta resulte habitual o se considere normal, ello no implica, desde el punto de vista
ético, que sea incondicionalmente (moralmente) buena. Antes bien, desde la ética se puede
criticar las culturas y sus manifestaciones, evitando todo tipo de relativismo cultural.
Los principales presupuestos antropológicos de los que se vale la ética son: el carácter
personal del ser humano, la composición del hombre como unidad de cuerpo y alma, el
análisis de las facultades humanas de inteligencia y voluntad, la condición social del
hombre, la libertad como fenómeno humano originario e insoslayable, etc.
Ética y psicología
Además, la ética es una disciplina normativa, que indica lo que debe hacerse, en tanto
que la psicología es una ciencia descriptiva, un saber positivo que parte de una base
empírica y resuelve sus conclusiones de manera experimental.
La relación entre ética y sociología es análoga a la que existe entre ética y psicología.
La ética es disciplina normativa, en tanto que la sociología describe, clasifica y mide los
hechos sociales mediante métodos empíricos: estadísticas, encuestas, etc., y los interpreta
de acuerdo a ciertos modelos de análisis.
La ética ha de tener en cuenta los datos ofrecidos por la sociología, sobre todo en dos
dimensiones. Primero, como fuente de información acerca de lo que las personas creen,
piensan y sienten sobre algunos aspectos de la conducta relacionados con la vida en común
de los hombres; pues Aristóteles nos recuerda que el método de la ética parte de las
“apariencias”, en el sentido de las opiniones comunes de los hombres sobre lo que está bien
y lo que está mal. En segundo lugar, los datos sociológicos son útiles a la hora de establecer
una pedagogía de la moral: pues los condicionamientos sociales de la conducta humana
pueden hacer más fácil o más difícil el poner en práctica las normas que la ética establece, y
ello puede orientar en una dirección u otra la pedagogía ética.
Ética y derecho
El derecho es el conjunto codificado de las normas que rigen la vida humana en sus
diversos niveles. En ese sentido, hay amplias coincidencias de objeto y de ámbito entre
ética y derecho. Ambos se ocupan de la conducta humana, ambos son normativos y no
meramente descriptivos, ambos involucran la racionalidad, la libertad y la responsabilidad.
No obstante, es necesario establecer algunas diferencias. Ante todo, la ética se ocupa
de la conducta humana en su integralidad, asumiendo lo interior y lo exterior, lo personal y
lo social. En cambio, el derecho sólo se ocupa de la conducta en su dimensión externa y
social. Por ejemplo, la ética puede reprender conductas como guardar rencor al vecino o
emborracharse en casa, pero el derecho no puede establecer normas o penas por ese tipo de
acciones.
Por otra parte, el derecho está constituido en gran parte por una codificación positiva,
establecida por las leyes humanas. La ética, por su parte, presta mayor atención a las
normas que emanan de la misma naturaleza humana, que establece unos parámetros
generales de lo que es digno y conveniente a la persona como tal. Por eso, hay muchas
conductas que no son éticamente correctas, y sin embargo no están penadas por la ley. Pero
eso implica, nótese bien, que no basta que algo no esté penado por la ley para que sea
éticamente bueno.
Debe rechazarse el positivismo jurídico, que considera que las normas del derecho son
establecidas por la sola voluntad del legislador; si fuese así, el derecho adquiriría una
autonomía indebida respecto de la ética; terminaría por ser la expresión de una mayoría de
opinión, política o sociológicamente establecida. El derecho, en cambio, debe establecerse
en concordancia con las normas objetivas de la moral, que tienen su última fuente en la
naturaleza humana personal y trascendente. En caso contrario, las normas del derecho
serían injustas y no obligarían en conciencia. Ejemplo: una ley que permita o incluso
obligue a realizar el aborto en ciertos casos, por más que haya sido legalmente aprobada por
el Parlamento, no legitima éticamente esa conducta.
Ética y economía
La economía estudia cómo las personas y los grupos usan sus medios de producción
para conseguir, administrar y distribuir bienes y servicios. Como es natural, la economía no
puede ser simplemente una técnica de la administración o de las finanzas, puesto que detrás
del manejo de los bienes y los recursos están las personas y su dignidad.
La economía como ciencia tiene unos principios y una metodología propios; sin
embargo, no puede eximirse de las normas éticas, en tanto que regula una actividad humana
que puede contribuir o no a la realización más plena de la persona. Por eso, en la valoración
de un análisis o una decisión en el área de la economía, no es suficiente considerar su
calidad desde el punto de vista técnico; es preciso también considerar si ese tipo de decisión
respeta la dignidad humana en toda su integridad, tanto en el que realiza la acción como en
quienes reciben sus consecuencias. Ejemplo: una inversión debe ser considerada no sólo
desde la perspectiva de las posibles ganancias que dará a quienes realicen, sino también si
respeta y promueve la justicia para con todos los que de alguna manera se ven involucrados
en ella, y también si contribuye, aunque sea de manera indirecta, al bien común.
En este sentido se suele decir que la economía debe subordinarse a la política, como
arte que se propone realizar en la sociedad humana el bien común, y la política a la ética,
para evitar que aquella se convierta en una mera búsqueda del poder sin límites.
Ética y teología
Entre la ética y la teología moral, como es natural, hay estrechas relaciones, pues como
se afirma en teología, la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona. Es decir,
que la conducta moral cristiana supone la rectitud ética desde los parámetros de la
naturaleza, y lleva esa rectitud natural a un grado superior de realización, sólo concebible
desde la Revelación cristiana. Por ejemplo: el respeto debido a todo hombre, principio de la
ética natural, es el fundamento de la realización del amor cristiano, y se proyecta en el amor
a los enemigos, o en un amor hasta dar la vida a ejemplo de Cristo.
Sin embargo, son muchos los puntos en que la ética y la teología moral difieren. Ante
todo, la ética toma sus principios de la observación y la reflexión racional sobre la
naturaleza humana; en cambio, la teología moral se fundamenta en la Palabra de Dios y en
el conjunto de la revelación, conocida y aceptada por la fe. Además, en la ética, el
protagonista es el sujeto humano, autor de su propia conducta y de su biografía moral; en la
perspectiva de la teología moral, quien tiene la iniciativa es Dios, que en Cristo salva a los
hombres y los llama a su amistad; la acción del hombre, por tanto, es siempre una respuesta
al obrar divino. Por otra parte, en la ética, el sujeto humano es visto como ser racional que
se autodetermina a partir de sus actos; en la teología moral, el hombre es considerado como
imagen y semejanza de Dios, caído por el pecado y renovado en Cristo, y por ello dotado
por la gracia de capacidades superiores a las de la mera naturaleza racional. Finalmente, en
la ética, la conducta humana se contempla en el horizonte de la vida presente; en la teología
moral, sin descuidar esa perspectiva, la mirada se ensancha hasta alcanzar la vida eterna.
También debemos decir que la ética tiene autonomía respecto a la teología moral. Es
cierto que, desde una perspectiva creyente, no es suficiente para ordenar la conducta el
cumplir los dictados de una ética racional. Así como la filosofía en general es una búsqueda
de la verdad que nunca se acaba, así la ética nunca podrá dar una respuesta definitiva a las
preguntas que se formulan en el ámbito del obrar humano. Sin embargo, así como es
legítimo filosofar sin tener en cuenta las verdades reveladas, así también se pueden plantear
y responder las principales cuestiones éticas sin hacer referencia a la teología moral.
Distinta es, en cambio, la cuestión de si la pregunta moral por el destino del hombre se
puede responder sin referencia a Dios. Dado que la razón filosófica puede alcanzar, aun
cuando con grandes limitaciones, el conocimiento de la existencia y de la esencia de Dios,
se puede admitir que la ética, en algún momento de su preguntar, debe plantearse si el
último fundamento de las normas morales puede hallarse en una consideración meramente
inmanente, o si debe remitirse a un Absoluto trascendente. Ejemplo: ¿qué es lo que hace
que la vida humana sea indisponible, es decir, que no pueda someterse al arbitrio o al
cálculo de ganancias o pérdidas, sino que sea un valor absoluto? ¿Puede fundarse ese valor
sólo en una consideración intramundana o debe remitirse a la condición del hombre como
dependiente de una causa primera, que es Dios?
Es claro que la ética es personal, puesto que su ámbito está constituido por las acciones
libres de las personas. Pero dado que el hombre es un ser naturalmente social, la ética tiene
también una ineludible dimensión pública; todo comportamiento ético tiene una
repercusión social.
Una manera inadecuada de plantear estas relaciones es la de pensar que la ética pública
debe reflejar exactamente la ética personal. Ello sucede en ciertos regímenes totalitarios, en
los que por las leyes se pretende imponer coercitivamente todas las normas morales. Esto
da lugar a un control e injerencia del Estado sobre los asuntos privados que resulta lisa y
llanamente insoportable.
Por todo esto, no es viable la propuesta de una “ética de mínimos”. Esta consiste en
establecer un mínimo común de valores morales compartidos por todos los miembros de
una sociedad para que la vida común sea posible. La propuesta parece seductora, en tanto
que establece algunos valores consensuados, y a la vez tolera las diferencias, que se dejan
al criterio individual. No obstante, esta posición no es sostenible por su trasfondo
relativista. Tres razones lo prueban: ante todo, no hay un criterio normativo para establecer
los valores mínimos, con lo cual estos se fijarían arbitrariamente; además, ese mínimo sería
variable, o peor aún, tendería a ser progresivamente menor, pues al no haber valores
morales absolutos todo se iría relativizando a los deseos individuales; por último, la idea de
una ética mínima se sustenta en una visión de la naturaleza humana como fuente de deseos
egoístas e ilimitados, que en última instancia provoca permanentemente nuevos conflictos y
por lo tanto amenaza de continuo la vida en común.
Frente a esta posición, parece más conveniente recuperar el concepto de ley natural,
que tradicionalmente expresa los valores humanos que todas las personas son
espontáneamente capaces de reconocer como constitutivos de la vida humana digna en
común, y que se abren a realizaciones que trascienden su expresión mínima. Por ejemplo: el
respeto a la persona y a su integridad, expresado en el mandato “no matar” como norma
mínima, es la base de la mutua valoración, de la apertura a la relación interpersonal, de la
amistad social. O la norma de “no mentir” es el mínimo (insoslayable) que hace falta para
la comunicación y la cooperación mutua entre las personas. La diferencia con la “ética de
mínimos” radica en que en ésta, el mínimo moral es cada vez menor y siempre se puede
reducir, de acuerdo con los dictados de la individualidad relativista; en la ética de la ley
natural, por el contrario, el mínimo no es negociable, y se constituye en la base para
alcanzar realizaciones más excelentes de la vida humana personal y social.
Modelos éticos
Un modelo ético puede definirse como un modo de relacionar e integrar los diferentes
elementos de la experiencia moral, en orden a explicarlos coherentemente en su conjunto.
Dentro de un determinado modelo ético podemos encontrar diversos autores cuyas
opciones varían en ciertas cuestiones, pero que aplican un esquema común a la hora de
componer el conjunto de la experiencia moral, dando relevancia en ella a unos elementos
más que a otros. Ejemplo: la ética de Aristóteles y la de Santo Tomás, si bien difieren en
muchos aspectos importantes, tienen en común la consideración de la moralidad desde las
categorías fundantes del fin último, la felicidad y la virtud, y por eso pueden considerarse
como pertenecientes a un mismo modelo ético.
Es el modelo que considera que la ética debe explicar la conducta humana desde la
perspectiva de su bondad integral: ¿cómo debe ser el obrar humano para que la persona sea
buena en todas sus dimensiones? En otras palabras, el tema de la ética es determinar cuál es
el mejor género de vida que debe ser llevado por las personas. Esa “vida buena” se
consigue a través de las propias obras, que son el medio a través del cual las personas se
cultivan a sí mismas interiormente. Sus representantes más destacados son Aristóteles y
Santo Tomás de Aquino.
Aristóteles considera que en la ética los fines de la acción ocupan el lugar que tienen
los principios en la filosofía especulativa. Puesto que, así como en el razonamiento teórico
partimos de los principios para llegar a las conclusiones, en el orden práctico partimos de
los fines que queremos alcanzar para determinar las acciones que debemos realizar.
Ejemplo: si quiero ir a Buenos Aires (fin) a partir de esa intención decidiré comprar el
pasaje de ómnibus o avión (determinación de las acciones para alcanzar el fin: “medios”).
Pero la vida humana, más allá de los fines particulares, tiene un fin último. Y si hay un fin
último de toda la vida humana, ese será el principio supremo de la ética, lo que determina el
obrar humano en su conjunto. Ese fin último es lo que todos los hombres llaman
“felicidad”. Todos coinciden en buscar la felicidad, pero no todos están de acuerdo en qué
consiste la felicidad ni en cuáles son las acciones que conducen a ella. Determinarlo será el
objeto de la ética.
Aristóteles analiza diversos posibles fines últimos, para llegar a la conclusión de que ni
el placer, ni el dinero, ni otros bienes que comúnmente se buscan en la vida, producen la
felicidad. Pues aquello que sea el fin último del hombre debe procurarle una plenitud
interior y exterior, en una palabra, integral, y no una mera satisfacción parcial o
momentánea. Para Aristóteles, el sujeto alcanza la felicidad (plenitud de la vida humana) en
la contemplación de la verdad (acto más perfecto de la potencia más perfecta, el intelecto) y
en una vida virtuosa. El fin último o felicidad, entonces, se alcanza a través de las buenas
obras, que a la vez provienen de las virtudes y las engendran y fortalecen; las virtudes
hacen integralmente bueno al hombre que actúa. La vida virtuosa es el principio de la
convivencia armoniosa en la vida común, y por eso para Aristóteles la ética se prolonga
naturalmente en la política.
Para Aristóteles, como para Santo Tomás de Aquino, el punto de vista de la ética es
entonces el del sujeto agente, que realiza su propia biografía moral a través de sus buenas
acciones. Por eso, en este modelo ético, la concepción del bien moral es amplia: incluye la
rectitud interior del sujeto, o sea, la rectitud de su voluntad; la armonía de sus diversas
potencias, que implica la recta ordenación de sus pasiones; y también la realización exterior
de buenas obras. Ejemplo: si la justicia es una de las virtudes esenciales, hay que tener la
recta intención de hacer acciones justas, ordenar interiormente la afectividad para no torcer
la rectitud de la voluntad (quitando, por ejemplo, la ambición, la pereza, etc.), y ejecutar
efectivamente las obras de justicia.
Por eso, en este enfoque ético el papel de las virtudes es principal y decisivo. Las
virtudes, como dice Aristóteles, “hacen bueno al hombre y buena su obra”. Son hábitos
operativos buenos que cualifican nuestras potencias y rectifican nuestra conducta. Sin ellas,
es imposible la rectitud moral. Es decir, que no basta con hacer puntualmente actos buenos
(pues estos pueden provenir del interés, del azar o de otras causas), sino que es preciso
poseer las virtudes, en particular, las que llamamos “cardinales”: prudencia, justicia,
fortaleza y templanza: ellas son el origen de los actos buenos.
Sin embargo, este modelo ético presenta (como todos) algunos puntos débiles. En
particular, se ha señalado que presupone que la felicidad como fin último es el resultado de
las acciones virtuosas. Ahora bien, esto no siempre se verifica en la experiencia: no se da en
todos los casos que los virtuosos sean felices, al contrario, muchas veces los buenos tienen
que sufrir y los malos parecen cosechar éxitos. Aristóteles procurará resolver esta objeción
expresando que para alcanzar la felicidad se requieren también otras cosas, como una cierta
buena fortuna, la compañía de los amigos, etc. Santo Tomás, desde la perspectiva cristiana,
distinguirá entre la felicidad tal como se puede alcanzar en esta vida, que es siempre
imperfecta, y la felicidad perfecta, que sólo se logra en la vida eterna con la visión de Dios.
La ética como búsqueda de las normas que han de cumplirse: Ética de la “ley moral”
En este modelo, el tema fundamental de la ética está constituido por las normas
universales que los sujetos deben cumplir por obligación. Para Kant, principal representante
de este ordenamiento ético, lo incondicionalmente bueno en el hombre es la buena
voluntad, y ésta es la voluntad que obra por deber, para cumplir la obligación, con absoluta
independencia de cualesquiera otros fines o inclinaciones que tenga el sujeto. Determinar lo
ético por el fin, o por la ganancia que obtiene el sujeto que obra, o por normas impuestas
desde afuera, sería para Kant “heteronomía” (literalmente, ser regido por otro). Por el
contrario, la ética, como expresión de la dignidad del sujeto racional, debe basarse en su
autonomía. Es decir, lo central de la ética no es ya la rectitud interior por las virtudes, o la
conducta como orientación hacia la felicidad (como en el modelo anterior), sino el
cumplimiento de la ley.
La ética, en este caso, tiene como objetivo el determinar cuáles son las normas
obligatorias y cuáles son los criterios de su obligatoriedad. Por lo tanto, el punto de vista es
el del legislador, que determina las normas que se deben cumplir.
Ilustremos lo dicho con un ejemplo. En una situación determinada, decir una mentira
se me presenta como beneficioso. ¿Puedo decirla? Si mi máxima (decir una mentira aquí y
ahora) se universalizara (todos podemos mentir siempre que queramos), la comunicación y
la convivencia entre los seres humanos se verían muy dificultadas; no es entonces una
máxima que pueda ser universalizada, y por lo tanto, no debo mentir.
Este modelo ético tiende a presentar la moral en una perspectiva formalista (interesa
sólo cumplir la ley) y minimalista (pues la libertad entra en conflicto con la ley y tiende a
reducir al mínimo la exigencia de las normas). Además, no tiene en cuenta la rectificación
de la afectividad y de las disposiciones interiores. Pues como la ley sólo puede mandar
actos exteriores, cuyo cumplimiento o no se pueda verificar, la rectitud interior del sujeto
termina por ser irrelevante desde el punto de vista moral, a pesar de que Kant buscaba
exactamente lo contrario. Ejemplo: si el sujeto cumple la ley, eso basta, sin importar si lo
hace por miedo al castigo, por búsqueda de una ganancia, o por rectitud e integridad
personal. Este rasgo de la ética de la ley es una grave limitación, pues desconoce la
dimensión interior e integral de la conducta que los sujetos morales perciben en su propia
experiencia moral (es decir, sentimos que no basta una bondad exterior si no hay a la vez
rectitud interior; en caso contrario, la ética tendería hacia la hipocresía).
Éticas empiristas
El filósofo escocés David Hume nos presenta una ética empirista, concebida como
explicación de la conducta humana al modo de las ciencias naturales. En efecto, para Hume
la filosofía moral se convierte en ciencia de la naturaleza humana.
Para dar cuenta del comportamiento humano, Hume se vale del modelo explicativo de
la física de Newton. Por ello la racionalidad práctica inmanente al comportamiento humano
no se puede explicar mediante el recurso a los fines normativos que guían el recto
razonamiento; sino más bien recurriendo a las causas, que mueven a las acciones humanas.
Así su ciencia de la naturaleza humana no es normativa, sino descriptiva y explicativa.
Igualmente, el recurso al método experimental le permite a Hume construir una filosofía
moral independiente de la metafísica y de la religión. Vale decir que ya no son los fines los
que determinan la acción dirigida por el mismo sujeto, sino que hay que buscar las causas,
al modo mecánico, que las determinan.
Para Hume hay dos tipos de virtudes: naturales y artificiales. La utilidad de las
primeras no depende de ningún artificio o convención, en tanto que las segundas valen en
tanto sirven a un determinado sistema de vida (por ejemplo, la vida social en una
organización más compleja). Así el segundo tipo de virtudes (las artificiales) es el más
importante, por cuanto es más útil a la vida social.
En este modelo ético podemos observar como grave problema la concepción de una
razón puramente instrumental, que tiene la única función de servir al desenvolvimiento
ordenado de las pasiones y sentimientos morales. Ello conduce a una ética donde se
desconocen ciertos elementos esenciales de la experiencia moral: la santidad, el heroísmo;
y tiende al relativismo moral, por la variabilidad de la simpatía que puede asumir diversas
direcciones y así establecer diferentes patrones de comportamiento según los tiempos y
lugares.
Éticas utilitaristas
Por utilitarismo se entiende la corriente ética iniciada por el filósofo inglés Jeremy
Bentham y perfeccionada posteriormente por John Stuart Mill. Podemos rastrear sus
antecedentes en la Edad Antigua, especialmente en las éticas hedonistas (de hedoné, en
griego placer) que buscaban maximizar el placer y minimizar el dolor, como el caso de los
epicúreos (de Epicuro, referente principal de esta escuela). Sin embargo, el utilitarismo es
un producto típicamente moderno y lo encontramos, bajo diversas formas, como modelo
ético dominante en nuestros días.
Frente a estas objeciones fue Stuart Mill quien se encargó de la defensa del
utilitarismo. Ante todo, propuso una valoración no sólo cuantitativa, sino cualitativa, de los
placeres y dolores y además, integró otros puntos de vista, que permitieron en muchos
casos llegar a los mismos resultados que la moral tradicional. Por ejemplo: para la ética de
la “vida buena” matar es malo porque va contra la virtud de la justicia; para la ética de la
“ley moral” matar es malo porque va contra el deber, expresado por el imperativo
categórico; para el utilitarismo matar seguirá siendo malo, pero no por las razones
anteriores, sino porque, a la larga, produce más pérdidas que ganancias al sujeto que lo
hace. Lo mismo podría decirse de los otros preceptos morales básicos, como no robar, no
mentir, etc. El principio de utilidad se modificó: es bueno lo que procura el máximo bien,
no para uno solo, sino para el mayor número de personas.
Éticas contractuales
El artificio contractual consiste en mostrar que cada uno, en tanto agente racional,
puesto en una cierta situación originaria, elegiría ciertos principios de justicia como
equidad. Para eso es necesario que los agentes racionales partan de premisas éticas
“débiles” para que puedan ser compartidas: es decir, sólo lo que Rawls llama “bienes
principales” (derechos y libertad, oportunidades y poderes, rédito y riqueza). En una
hipotética “posición originaria” los agentes se hallan en situación de igualdad moral y
deben pactar dejando de lado los elementos que les aseguren ventajas respecto a los demás
(es lo que Rawls llama “el velo de ignorancia”); es decir, el pacto no se puede hacer en base
a lo que me favorece, ello debe ser “ignorado”, sino en base a lo que asegura la “equidad”.
El objeto del pacto es la cooperación social entre iguales con el objetivo del beneficio
recíproco. Lo que los agentes racionales deben decidir son los principios de la justicia
distributiva. Lo que se define como justo debe ser universal, público y definitivo. Así
Rawls pretende establecer reglas éticas de convivencia justa en una sociedad como la
actual, caracterizada por un gran pluralismo. Esas reglas se basan en una concepción
mínima del bien, y ello exige dejar de lado la concepción “completa” del bien que cada uno
tiene. Por eso algunos critican a Rawls por presentar agentes racionales ficticios, dado que
en la realidad todos procuramos obrar de acuerdo a nuestra concepción “completa” del
bien.
La versión rawlsiana de la ética de Hobbes intenta dar una respuesta al problema típico
de las modernas sociedades pluralistas. Las teorías de este tipo coinciden en que: a) el
pluralismo conflictual de valores es irreducible, lo cual impide basar la colaboración en una
concepción compartida de bien; b) es imposible resolver racionalmente el conflicto entre
las diversas concepciones del bien; c) la ética se reduce a ética pública mínima.
Apel y Habermas inician en los años 1970-80 una nueva figura de ética, llamada “ética
del discurso”; se presentan como alternativa a Rawls, cuyo enfoque fundamental sin
embargo comparten.
En la ética del discurso las normas son válidas en tanto provienen de un apropiado acto
de comunicación lingüística, que se llama justamente “discurso”. Para Habermas el
discurso tiene ciertas reglas universales (son las condiciones que de hecho se encuentran en
todo acto de comunicación discursiva). Hay cuatro pretensiones de los interlocutores en un
discurso: a) sentido o inteligibilidad de sus declaraciones; b) verdad; c) veracidad; d)
corrección. La comunicación discursiva, para poder desembocar en un legítimo consenso
racional, debe ser abierta a todos los que se sienten involucrados en el proceso de
establecimiento de normas, y no debe excluir ningún factor: poder, riqueza, tradición,
autoridad. Obviamente una tal situación discursiva es ideal; pero no utópica, dado que los
discursos son sensatos sólo en la medida en que satisfacen estos requerimientos. El discurso
no es un contrato, sino una práctica efectiva y dialógica; no es el sujeto racional quien
monológicamente juzga si una máxima puede ser válida (como en Kant o los utilitaristas),
sino los participantes en el discurso quienes consienten racionalmente a las normas que se
han revelado válidas según los principios de la ética del discurso. Toda norma válida
entonces debe ser tal que pueda ser aceptada con todas sus consecuencias por todos los
interesados, y que pueda ser preferida a otras normas alternativas.
Pese a sus intentos de superar los límites del utilitarismo (interés individual,
minimalismo, relativismo ético) las éticas contractuales terminan derivando hacia las
mismas dificultades. El punto de vista es el de los sujetos racionales que negocian las reglas
de la convivencia. Por eso la razón es meramente negociadora, e instrumental: sirve a los
deseos individuales y al diálogo por medio del cual estos deseos son moderados. Las
virtudes se reducirían a las condiciones del diálogo o del discurso, según Habermas. Y lo
bueno quedaría reducido a lo que se determina por un acuerdo o consenso entre las partes
que negocian. El diálogo y el consenso son de por sí valores muy necesarios para una
sociedad pluralista, marcada por profundos desacuerdos; sin embargo, en este tipo de ética
lo bueno es lo que se determina por un acuerdo leal entre las partes interesadas en la
negociación, y por lo tanto, no se sale de una concepción utilitarista del bien. No sólo la
ética aristotélico-tomista, sino también Kant, habían marcado el carácter incondicional del
bien moral; en la ética utilitarista esa incondicionalidad se diluye en el cálculo, y en las
éticas contractuales, en la negociación. Además, las condiciones del diálogo, tanto en la
versión de Rawls como en la de Apel-Habermas, son utópicas: lo que sucede en la realidad
es que la negociación es un permanente conflicto de intereses. ¿Cómo resolver ese conflicto
si no tenemos principios morales absolutos a los que apelar?
Freud y Nietzsche, junto a Marx, han sido llamados los “maestros de la sospecha”, por
su capacidad para cuestionar algunos de los fundamentos más importantes de la cultura
occidental. Por eso merece la pena que nos detengamos, aunque sea brevemente, en las
objeciones a la ética que provienen de ellos.
Es conocida la formulación que Freud hace del “complejo de Edipo”, el cual consiste
en un conjunto de ideas y recuerdos ligados a sentimientos muy intensos por el cual el niño
concentra en la persona de su madre los deseos sexuales y ve como rival a su padre. Dada
la imposibilidad de satisfacer su deseo, el niño se somete a su competidor y éste se
transforma en su amo interior, se interioriza como censor, y surge de esta manera el
“superyó” o la instancia moral. Este es la sede de la conciencia moral y del sentimiento de
culpa, la interiorización de la autoridad familiar, y también de las autoridades sociales. El
“yo” tiene que mediar entre las pulsiones agresivas y egoístas del “ello”, y las prohibiciones
del superyó, que impone las restricciones de la moral y la civilización.
En cuanto a Nietzsche, es sabido que somete toda la moral a una crítica muy profunda.
Para él, la pretensión de la moral de establecer lo que está bien y lo que está mal es
infundada. La “genealogía de la moral” (título de uno de sus libros) es la búsqueda de los
mecanismos psicológicos que iluminan el origen de los valores. Estos no tienen un origen
trascendente; para Nietzsche, la moral es una máquina construida para dominar a los
demás, es decir, un montaje al servicio de la “voluntad de poder”. Además, debemos
distinguir la moral de los señores y la moral de los esclavos. La moral aristocrática surge de
una triunfal afirmación de sí mismo, es la moral del “superhombre” que transmuta todos los
valores, colocándose “más allá del bien y del mal”. La moral de los esclavos, en cambio, es
el fruto del resentimiento contra la fuerza, la salud y el amor a la vida; y ese resentimiento
convierte en valores morales a la humildad, el sacrificio y la sumisión. Para Nietzsche esta
moral de esclavos es el fruto de la filosofía griega y del cristianismo. El rechazo de la moral
desemboca naturalmente en el nihilismo: pues cuando cae la máscara que oculta las
ilusiones, no queda nada, sólo el abismarse en el sinsentido.
Frente a esto, se puede decir que una cosa son las distorsiones de la moral, y otra la
moral misma, que es ineludible. Con su idea de la transmutación de todos los valores lo que
Nietzsche no puede negar es que existan escalas valorativas; lo único que hace es
trastocarlas radicalmente. Y su crítica de la moral de los esclavos en última instancia es una
crítica ética: a él le parece inmoral (aunque no lo diría así) defender los valores
tradicionalmente asociados a la ética y al cristianismo. Lo mismo pasa con la voluntad de
poder: si la ética es una máscara de la voluntad de poder, en el fondo lo que estoy diciendo
es que es antiético usar un disfraz honorable para propósitos deshonestos. Nietzsche se
revela así, una vez más, muy agudo como crítico y muy lúcido como profeta, pero provee
escasas alternativas para responder a las preguntas fundamentales: ¿cómo debemos vivir
para alcanzar una vida humana plena? ¿Cómo encontrar y defender la dignidad humana
incluso en las experiencias, cada vez más inevitables e ineludibles, del dolor, de la
injusticia y el fracaso? ¿Cómo vivir una vida consciente de los propios límites y abierta a
los otros, que supere la ilusoria e inauténtica existencia del aristócrata y vitalista
superhombre?
La mirada dirigida a los modelos éticos ha puesto de manifiesto sus divergencias. Por
ello, cabe ahora preguntarse cuál es la fundamentación adecuada que se debe dar a la ética,
o sea, cuál es el modelo ético que mejor responde a nuestra experiencia moral.
Ante todo, hay que encontrar un modelo en el cual la moral permita a los sujetos
agentes dar razón de sus propias acciones, es decir, de encontrar un orden que las justifique.
Pero toda razón que se dé tiene una pretensión de verdad; la acción que se juzga buena o
no, debida o no, lo es en base a ciertos criterios normativos que deben ser compartidos por
todo agente, deben ser razones independientes de la pura subjetividad. Si una razón
encontrara su validez en una decisión radical o en una preferencia sin razones, no sería en
realidad una razón. Una moral que permita a los sujetos agentes dar razones que justifiquen
las acciones debe basarse sobre criterios normativos previos a decisiones o preferencias.
Sin embargo, la moral es ineludible. Pues los principios morales cuentan como razones
desde el inicio, son diversos de los criterios puramente interesados, son razones válidas de
por sí para todos, son razones en las que cada uno puede reconocerse e identificarse, son
razones de valor absoluto. Varios argumentos inclinan a considerar que una moral así
entendida sea ineludible para todo agente humano: a) muchas veces la acción humana está
motivada por razones de justicia; la razón última de la justicia es la igual dignidad de todos
los seres humanos; y esta igualdad de dignidad no puede ser justificada simplemente por
convención o por el recíproco beneficio; b) ciertos males deben evitarse absolutamente,
ciertos bienes deben promoverse absolutamente. Ahora bien, a esto se puede objetar que en
ese caso se está imponiendo la propia concepción del bien. Esta objeción proviene de la
visión politizada de la ética inaugurada por Hobbes. Pero quien pide a los otros renunciar a
la propia concepción de bienes absolutos, defiende a su vez como bien absoluto la
tolerancia. Entonces, en realidad, la cuestión es sobre qué bienes o fines cada uno reconoce
como absolutos. Por otra parte, una adhesión incondicionada a ciertos bienes no tiene por
qué ser juzgada como ciega. Pedir una absoluta indiferencia como alternativa a la adhesión
incondicionada a bienes absolutos, es un requerimiento arbitrario, ya que no puede ser
justificado por ninguna razón, pues aducir en favor de la indiferencia alguna razón, es ya
violar la indiferencia. Por tanto es ineludible reconocer algún fin absoluto en la vida
humana. Pero, ¿cuál fin absoluto puede constituir el principio regulador de una moral en la
que se respeta la igual dignidad de los sujetos humanos? c) Se podría admitir que las
sociedades humanas no se regulan por la moral, sino sobre la base de lo que el hombre es
efectivamente: un ser egoísta que persigue la satisfacción de sus propios deseos, pasiones e
intereses. Una ética de la colaboración sería la que pone en orden el estado de lucha de unos
contra otros en esa situación. Pero Marx y Nietzsche han mostrado que tales sujetos
simplemente enmascaran detrás de la ética su búsqueda de beneficio y de poder; por ello,
según el marxismo, la moral no es otra cosa que ideología al servicio del poder, o según
Nietzsche, un engaño de quien lucha por un poder que no tiene. Si los sujetos humanos
fueran puramente utilitarios, sería imposible denunciar aquí un “engaño”; más bien se
trataría de la condición natural de los humanos. Así, las denuncias de Marx o Nietzsche en
cierto modo reivindican a la moral. Si la moral, en efecto, se critica como una impostura,
ello significa que al menos el crítico no es o no quiere ser un mero buscador de ventaja o
poder; o bien se le puede contra-criticar diciendo que él mismo, con su crítica, enmascara
su propia búsqueda de poder. La crítica, en última instancia, parte del presupuesto de que la
ficción es mala, y que ello es compartido por su propio auditorio, lo cual sólo es posible si
se supone la moral como instancia válida y reconocida. Estos argumentos nos llevan a
reconocer que la referencia a la moral es ineludible, con necesidad de criterios normativos
supremos sobre lo que hay que hacer o evitar.
Una tal moral ineludible o se basa sobre un fin normativo o no tiene razón de ser. Pues
si los fines perseguidos son puras preferencias o deseos fácticos, no hay razón para
seguirlos o no seguirlos. De los fines perseguidos los sujetos no pueden dar razones en
tanto que tales fines sean considerados meramente como valores subjetivos. Pero la moral,
con sus razones específicas, es ineludible. Por ello sus criterios normativos se basan sobre
fines que son de por sí razones para obrar y que funcionan como fin normativo. Ello porque
la acción humana opera siempre en una situación práctica en la que la realidad se impone.
Estas realidades son buenas en la medida en que alcanzan una perfección conforme a su
naturaleza, y por ello pueden constituir bienes sustanciales deseables para el sujeto humano.
Con estos bienes sustanciales el sujeto entra en contacto mediante operaciones (o “bienes
operables”). Ambos tipos de bienes (sustanciales y operables) funcionan como fines que de
por sí son razones para obrar. En función de ellos el sujeto debe regular sus propios deseos
y pasiones. Estos modos de regulación son bienes propiamente morales, son fines y razones
para obrar; son los fines de la virtud. Esta compleja composición de bienes sustanciales,
bienes operables y excelencias virtuosas la llamamos “el bien de los sujetos humanos” o
“bien humano”, que es el fin normativo del obrar. Para describir adecuadamente la
situación práctica de los agentes morales conviene recurrir entonces al concepto de los
“bienes”, y por cuanto concierne a la regulación del deseo, a las “virtudes”. Las “normas”
toman su sentido de los bienes y las virtudes que promueven o de los males y vicios que
prohíben.
Entonces, ¿cuál es el modelo ético que mejor explica la experiencia moral? Aquel que
entiende la moral como la que ordena y regula el deseo humano en vistas del bien humano
personal y común. Sólo esta moral cuenta con criterios normativos que son razones
originales y originarias para obrar, irreductibles a la prudencia entendida como interés
egoísta, y previa y lógicamente independientes de deseos, preferencias, decisiones o
convenciones. Si sólo la moral del bien humano da razones que justifiquen nuestras
acciones, sólo el poder apelar a la moral nos constituye como agentes racionales. Sólo si
aplicamos la moral y nos convertimos en agentes virtuosos, llegamos a ser perfectamente
racionales. Si sólo somos agentes utilitarios, calculadores de nuestros intereses, la razón
queda en un nivel instrumental y no somos plenamente racionales. Así, el modelo ético de
la moral como búsqueda del mejor género de vida que debe llevarse, o sea el modelo de la
“vida buena”, queda como el más adecuado para explicar nuestra experiencia moral con
todos sus componentes.
La palabra “naturaleza” significa la esencia, o sea, “lo que hace que algo sea lo que
es”. La persona es tal porque tiene una naturaleza propia, la de un ser corporal, espiritual y
racional, libre y social. La naturaleza es el principio dinámico e interior de las operaciones
humanas. Por eso, la naturaleza humana (sobre la que volveremos) es uno de los principios
fundamentales de la ética.
Entre las notas que caracterizan al ser personal, las que tienen más relevancia para la
ética son las siguientes:
Ante todo, la intimidad. Toda persona es un núcleo de vitalidad y riqueza espiritual que
configura un mundo interior, irreductible a cualquier explicación mecanicista. El “yo”
personal expresa esa dimensión profunda y al mismo tiempo es capaz de velarla; los
fenómenos de la vergüenza y el pudor nos hacen ver que el fondo del ser personal queda
siempre como algo oculto, que sólo se comunica a aquellos con quien se tiene una relación
íntima, y aun a veces ni siquiera a ellos. La intimidad de cada persona es también el
manantial de donde brota su creatividad y sus decisiones más profundas, su subjetividad o
carácter propio (que no debe confundirse con la arbitrariedad del subjetivismo, que reduce
todo a los deseos u opciones individuales). Alcanzar esa intimidad es esencial para conocer
de verdad a alguien, para sanar sus heridas, y para entenderlo como un ser irrepetible e
irreemplazable.
Por eso, con frase muy adecuada dice el filósofo español X. Zubiri: “el hombre es un
absoluto relativo”. Es absoluto porque su dignidad es inalienable e innegociable, pero
relativo porque sólo se constituye plenamente como persona en relación con los demás, y
particularmente desde su relación con Dios que hace de cada uno un centro de libertad y
amor.
Persona y naturaleza
¿Una naturaleza así concebida va contra la libertad? No, porque la libertad no puede ni
debe concebirse de manera absoluta. La naturaleza humana provee de orientaciones
fundamentales a la persona, que después cada una realizará de los modos que elija
libremente. La misma naturaleza humana, que incluye la corporalidad y la espiritualidad, la
racionalidad y la afectividad, la individualidad y la sociabilidad, es el fundamento de la
cultura, producto típicamente personal. En una palabra, los fines esenciales de la persona
humana están dados por naturaleza, pero no los modos en que estos fines deben realizarse.
Por eso, la naturaleza no debe entenderse como un mero material disponible a ser
plasmado de cualquier manera. Tampoco es un límite o un estado inicial que deba ser
superado por el ejercicio de las acciones libres. La naturaleza es más bien un proyecto que
incluye la apertura a la trascendencia, o, si queremos dar un paso más aún, una llamada que
exige una respuesta: desde una fundamentación teísta de la persona, la naturaleza es el don
originario de Dios a la persona, que la interpela en lo más profundo de su propio ser y le
exige dar una respuesta con sus acciones y con su propia vida. Considerar la existencia en
una perspectiva vocacional ayuda a la adecuada resolución de muchos interrogantes éticos.
Antes que nada, es preciso mencionar dos errores contrapuestos, que se deben evitar
cuidadosamente. En primer lugar, el monismo (del griego monos = uno) que reduce la
realidad humana a una sola dimensión: la física. Según ese modo de ver las cosas, el
hombre no es más que una estructura material compleja, cuyo funcionamiento y
comportamiento se reduce a los mecanismos y procesos propios de la materia. La biología
y aún la psicología terminarán por reducirse a procesos físico-químicos; de igual manera, la
ética, sus normas, sus imperativos, se resolverán en la mecánica de la materia. Para el
monismo, lo que llamamos alma no es otra cosa que la misma materia en sus funciones más
complejas y sofisticadas.
En el extremo opuesto del monismo está el dualismo, que a lo largo de la historia del
pensamiento y de la cultura ha asumido gran cantidad de formas, que no podemos
detenernos a desarrollar aquí. Baste saber que el dualismo antropológico sostiene que el
alma y el cuerpo son dos sustancias unidas de manera accidental o artificial; y, dada la
mayor dignidad del alma, muchas veces las posturas dualistas han tendido a menospreciar
el cuerpo. El hombre sólo lograría su plena realización por medio de una ascesis (palabra de
origen griego que significa entrenamiento) por la cual el alma pudiera desvincularse lo más
posible del cuerpo y de sus necesidades y exigencias.
Como la persona humana es una, el alma es también una. Sin embargo, siguiendo a
Aristóteles y a Santo Tomás, pueden distinguirse en ella tres niveles.
El alma sensitiva es la propia de la vida animal; permite a los animales realizar sus
actos vitales de conocimiento, tendencia y movimiento. En la esfera del conocimiento, el
alma sensitiva dispone de los sentidos externos e internos. Los primeros son vista, oído,
olfato, gusto y tacto. Los sentidos internos, por su parte, elaboran los datos que nos vienen
a través de los sentidos externos: el sentido común presenta una experiencia unificada de las
percepciones exteriores; la imaginación es capaz de reproducir en ausencia las sensaciones
o de crear otras nuevas; la estimativa valora los objetos percibidos como buenos o malos
para el animal; la memoria reproduce las percepciones pasadas, localizándolas en el tiempo.
En el ámbito de las tendencias, encontramos en la sensibilidad el apetito concupiscible,
que se dirige a los objetos percibidos como buenos o se aleja de los malos: a él pertenecen
las pasiones del amor y el odio, el deseo y la aversión, el placer o gozo y el dolor o tristeza.
Y también al apetito irascible, que se dirige a los bienes arduos o busca superar los males
que se interponen entre el sujeto y el bien: sus pasiones son la esperanza y la desesperación,
el temor y la audacia, y la ira. Las pasiones son movimientos del apetito sensitivo y
desempeñan un papel muy importante en la vida moral, dado que muchas veces pueden
impedir o dificultar los actos libres; o, por el contrario, reforzar afectivamente las
decisiones u opciones.
La voluntad, por su parte, es la potencia del alma por la cual tendemos al bien
universal, sin restricciones. Quiere el bien que le presenta la inteligencia pero no está atada
a ningún bien particular. Por eso es libre.
Según Aristóteles, el papel que juegan los principios en las disciplinas teóricas, lo
juegan los fines en el saber práctico. Cuando nos proponemos alguna cosa como meta, todo
lo que hacemos está orientado a la consecución de ese objetivo, lo cual se puede probar con
varios ejemplos. En el caso de un viaje, llegar a destino es el fin que determina la elección
del camino, del medio de transporte, de la fecha y hora del desplazamiento. Si se trata de
una batalla, vencer al enemigo es el fin que determina las estrategias y las acciones del
comandante del ejército. Cuando queremos construir una casa, la casa misma es la que
determina la compra de los materiales y el proceso que seguirá la edificación. Por eso,
siempre según Aristóteles, la ética, como disciplina práctica que dirige el obrar humano,
debe tener en cuenta los fines de la acción y en particular el fin último que el hombre se
propone. Afirma Aristóteles: “Si de las cosas que hacemos hay algún fin que queramos por
sí mismo, y las demás cosas por causa de él, y lo que elegimos no está determinado por otra
cosa […] es evidente que este fin será lo bueno y lo mejor” (Et Nic 1094 a 18-23). El fin es
el bien que se persigue, y el bien se puede caracterizar como “aquello a lo que todas las
cosas tienden”. El fin último o bien supremo será entonces el principio fundamental que
dirige todo el razonamiento práctico de la ética, y todo el desarrollo de la conducta humana.
Antes de avanzar en esta línea, es preciso recordar que no todos los planteamientos de
la ética siguen en esto a Aristóteles. Hay éticas que rechazan el enfoque finalista: pues más
bien consideran la acción humana como la consecuencia de “mecanismos” de índole
psicológica, sociológica y aun biológica. En otros casos, las reglas de la conducta son el
resultado de procesos que brotan desde la pura autonomía de la persona y su libertad, como
sucede con Kant.
La percepción aristotélica de la ética como saber práctico es, sin embargo, la más
adecuada a la experiencia moral de las personas. La ética aristotélica concibe al sujeto
moral como autor de conducta, como aquél que es capaz de “escribir su propia biografía
moral”, dirigiendo su obrar hacia una meta u objetivo. Ahora bien, ¿cuál es ese fin último
que el hombre busca?
El bien supremo o fin último del hombre debe ser uno solo; precisamente en tanto que
es el que mueve a todos los demás fines y acciones de la vida humana, debe ser uno, porque
en última instancia, todo lo que el hombre quiere, lo quiere por el último fin. Ese fin último
debe ser un bien perfecto (al que nada le falte), completivo (que llene todas las aspiraciones
de la naturaleza humana), apetecido naturalmente (pues si fuera querido libremente, sería
querido por alguna otra causa y no sería verdaderamente último), y principio de unidad de
todo lo que se quiere.
“¿Cuál es el bien supremo de todos los que pueden realizarse? Sobre su nombre, casi
todo el mundo está de acuerdo, pues tanto el vulgo como los cultos dicen que es la
felicidad, y piensan que vivir bien y obrar bien es lo mismo que ser feliz” (Et Nic 1095 a
15-20). Para Aristóteles, es claro que la felicidad es el fin último del hombre; pero es
igualmente patente que no hay acuerdo entre los hombres sobre el objeto en que la felicidad
consiste. Unos piensan que la felicidad está en el placer, otros en las riquezas, otros en los
honores; y aun una misma persona puede pensar cosas distintas sobre la felicidad, por
ejemplo, si está enfermo, pondrá la felicidad en la salud, o si es pobre, la colocará en la
riqueza.
Antes de analizar los méritos de estas distintas opiniones, es necesario tener en cuenta
que el fin último puede considerarse de dos maneras. La primera, que llamaremos fin
último “dominante”, implica que este fin consiste en una sola cosa última a la cual todas las
demás cosas se subordinan. La segunda, que se puede nombrar fin último “inclusivo”,
expresa que el fin último del hombre no puede consistir en una sola cosa, dado que la vida
humana es compleja y sujeta a muchas necesidades, y por ello el fin último debe incluir diversos
tipos de bienes.
Según esta consideración, los fines sectoriales y parciales de la persona (por ejemplo,
lograr los propios objetivos en el ámbito familiar, laboral, deportivo, cultural, etc.), se
articulan en la perspectiva del fin último y se miden por él. No son meros medios, porque
de alguna manera son constitutivos del último fin.
Esta distinción nos permite ver que la felicidad es algo que trasciende al hombre,
porque éste se siente radicalmente incompleto y necesitado de algo que desde fuera de él
mismo venga a colmarlo, pero a la vez, es el resultado de una actividad humana, la meta de
una búsqueda que está inscripta en el corazón de toda persona y que moviliza
continuamente su conducta.
Entre los bienes internos, santo Tomás considera en primer lugar a) la salud; pero si
bien ella es condición para alcanzar la felicidad, podemos tener salud corporal y faltarnos la
plenitud en nuestra dimensión más estrictamente espiritual y personal. b) Las virtudes y la
sabiduría son bienes también muy elevados, pero no son fines en sí mismos, nos permiten
alcanzar algo que trasciende al mismo hombre. c) El placer, por su parte, no puede ser la
esencia de la felicidad: puesto que es pasajero, deja muchas veces detrás de sí una profunda
insatisfacción, y desde el punto de vista antropológico es una consecuencia de una actividad
previa plena; por lo tanto, una consecuencia de la plenitud y no el constitutivo de la misma.
La conclusión de santo Tomás es que sólo Dios, el bien increado, puede colmar las
aspiraciones humanas, pues el objeto al que se dirige nuestra voluntad es el bien universal,
sin restricciones ni limitaciones, algo que no se puede encontrar en ninguno de los bienes
de este mundo. Esto concluye en que la felicidad es inalcanzable en esta vida; lo cual
llevará al Aquinate a distinguir entre la bienaventuranza perfecta, tal como solo se puede
alcanzar en el cielo y por gracia, y la bienaventuranza o felicidad imperfecta que se puede
conseguir en esta tierra, de manera relativa. Con esta distinción no sólo se salva la
posibilidad de alcanzar de algún modo la plenitud humana, sino que se da cuenta de la
relatividad y limitación que presenta toda felicidad terrena, algo que el más sencillo análisis
de la existencia pone de manifiesto claramente. Sin embargo, la obtención de la felicidad
plena queda sujeta a la donación gratuita que Dios hace de sí mismo.
En cuanto a la felicidad subjetiva, ¿de qué modo o por qué acto se alcanza a Dios,
objeto de la felicidad? La respuesta de santo Tomás se basa en presupuestos aristotélicos y
puede, a primera vista, parecer decepcionante. Dice el de Aquino que la felicidad subjetiva
consiste esencialmente en el acto más perfecto de la potencia más perfecta sobre el objeto
más perfecto. De tal manera, la esencia de la felicidad es la visión intelectual de Dios, que
sólo se puede alcanzar por la gracia en la vida eterna. Uno se puede preguntar si la mera
visión intelectual produce la felicidad, o si no será más bien el amor de Dios y de los demás
lo que hace felices a las personas, y en ese caso santo Tomás no habría dado en la tecla.
En realidad, para santo Tomás la felicidad consiste en la visión, pero requiere
necesariamente la rectitud antecedente de la voluntad, es decir, el amor, y produce como
consecuencia, de manera necesaria, el gozo. No se puede alcanzar la visión de Dios como
Sumo Bien sin una rectitud previa de la voluntad. Y además, “no puede haber
bienaventuranza sin delectación concomitante, porque la bienaventuranza no es otra cosa
que la consecución del bien sumo” (I-II, 4, 1). De este modo Tomás asume la perspectiva
inclusiva, dado que la rectitud de la voluntad, el amor, el gozo, la compañía de los seres
queridos y aun nuestro cuerpo, en la resurrección, contribuirán a la felicidad perfecta del
hombre.
En efecto, una comprensión distorsiva o parcial de la felicidad nos llevaría a una serie
de paradojas que parecen no tener solución.
Una visión hedonista (es decir, concebir la felicidad como una mera acumulación de
placeres) es evidentemente inadecuada para fundamentar la ética. El eudemonismo (del
griego “eudaimonía”, felicidad) de Aristóteles o santo Tomás es radicalmente diverso del
hedonismo (del griego “hedoné”, placer) en cualquiera de sus versiones. La felicidad es
realización plena de la persona, y ello implica la superación de la mera perspectiva del
placer o la utilidad; e incluso implica una cierta distancia de los propios deseos, en tanto
que estos se revelen contrarios a la inclinación más profunda del espíritu al bien. Por eso,
no tiene lugar la crítica que Kant hace a la fundamentación aristotélica de la moral: para
Kant la moralidad solo debe basarse en la incondicionalidad de las normas, pero esta
incondicionalidad gira en el vacío de su formalismo moral, cuando en realidad debe
fundamentarse en el carácter absoluto del bien como objeto de la voluntad.
El hombre, como sujeto moral, se dirige hacia su fin, se acerca o se aleja de él, por
medio de sus actos. Al establecer el objeto de la ética, hemos explicado la diferencia entre
los actos de hombre (aquellos que simplemente se dan en él, sin su intervención personal) y
los actos humanos (que comprometen su voluntad libre). Todo ente puede actuar, pero las
acciones pueden revestir caracteres muy diferentes: pueden ser acciones automáticas, como
las que hace una calculadora, o meramente mecánicas, como una máquina cualquiera;
pueden ser instintivas, o fruto de un entrenamiento, como las que aprenden por medio de
reflejos condicionados los animales. De todas estas acciones se distingue la acción humana,
que es acto de la persona. El hombre pone en juego su libertad, y por ello mismo se
compromete como persona en cada acto que realiza: por medio de nuestros actos somos
“autores” de nuestra biografía, o como decían los antiguos, “padres de nosotros mismos”.
Cuando hacemos algo, nos hacemos a nosotros mismos. La acción humana implica
entonces la autoposesión de la persona, pues ella dispone de sí misma en sus actos; su
autodominio, porque es capaz de conducirse a sí misma en una cierta dirección; y su
autodeterminación, porque por sus actos se configura de una manera determinada.
La acción humana voluntaria puede definirse como la acción que procede de un
principio intrínseco con conocimiento formal del fin. Que provenga de un “principio
intrínseco” significa que no es algo producido por coacción o violencia: la acción humana
voluntaria es libre, y no obedece tampoco a ningún tipo de determinismo, si bien siempre se
encuentra sujeta a condicionamientos. Defender la voluntariedad de las acciones humanas
sin querer reducirlas al desencadenamiento mecánico de ciertos influjos es esencial tanto
para la fundamentación de la ética como para la del Derecho. La referencia al
“conocimiento formal del fin” diferencia la acción voluntaria de otras actividades
espontáneas que vienen de principios intrínsecos, como todas las funciones vitales de los
organismos animados; en el caso de la acción humana hay un fin (es decir, un bien que se
busca y se persigue) que es conocido como tal y que el hombre se propone a sí mismo
como objetivo de su acción: “quiero hacer (y hago) esto”. Por eso la acción humana no
podría ser descripta meramente como un “hacer externo” separado del propósito interior del
que procede y que lo inspira. Por ejemplo, “apretar un botón rojo” no es la descripción
adecuada de una acción humana, dado que ese acto puede materialmente significar muchas
cosas. Ahora, “dar la alarma de incendio” o “arrojar una bomba” sí serían descripciones de
acciones humanas que se realizan por medio del acto de apretar el botón rojo.
a) Son acciones conscientes: es decir, hay conciencia refleja de lo que estoy haciendo y
por qué lo hago. Encierran un juicio intelectual en su estructura íntima: “yo estoy haciendo
esto” (o sea, se hacen con conciencia psicológica).
b) Son actos guiados y ordenados racionalmente. Es decir, obedecen a un propósito
elaborado, valorado y dirigido por la razón (o sea, están sometidos a la conciencia moral).
c) Son (valga la redundancia) activas y no pasivas: no se refieren a una mera reacción
del sujeto a un estímulo, como las emociones o pasiones. Sin embargo, estas últimas, en la
medida en que se las consiente, pasan a ser activas también.
d) Son autorreferenciales, revierten sobre el sujeto personal y por ello implican
responsabilidad y autodeterminación. Toda determinación de la voluntad es a la vez
autodeterminación. Cada uno se convierte en lo que hace: el que roba se convierte en
ladrón, el que miente, en mentiroso…
Actos elícitos son aquellos que realiza directamente la voluntad (querer, amar, odiar).
Nunca pueden ser sometidos a coacción, dado que la voluntad permanece radicalmente
libre, aunque ciertamente pueden encontrarse, en ciertas situaciones, bajo el influjo de
condicionamientos muy poderosos.
Actos imperados son aquellos que se realizan inmediatamente por otra facultad
diferente de la voluntad, ya sea una potencia interior (como la inteligencia y la
imaginación), o por un órgano exterior corporal. Los actos imperados pueden ser total o
parcialmente impedidos por la violencia, y en este último caso, en tanto que son menos
libres, están sujetos a menor cuota de responsabilidad.
Los actos elícitos son el fundamento de los imperados. Por medio de la actividad elícita
propia de la voluntad, la persona entera acepta o rechaza un objeto, y luego pone en juego
sus capacidades para conseguir lo que quiere, es decir, moviliza las potencias operativas.
Un acto elícito puede consistir tanto en el querer como en el no querer o querer que algo no
sea. Por lo tanto, las omisiones también pueden estar sujetas a responsabilidad, sobre todo
cuando son voluntarias y cuando la acción que se omite cae de alguna manera bajo las
obligaciones del sujeto que deja de hacerla.
Veo una oferta de vacaciones en la playa (1) y digo: “¡qué bueno sería ir a esa playa!”
(2). Si no paso de allí, seguramente no haré nada, pero cuando pienso ya concretamente en
mis vacaciones y veo que es posible ese plan (3), luego me propongo ir a esa playa (4).
Aquí está la intención, acto importantísimo que versa sobre el fin. Para ir a ese lugar, puedo
hacerlo en auto, avión u ómnibus, o haciendo dedo como algunos amigos (5), pero desecho
esta última opción porque no me parece prudente. Queda, entonces, el auto, el avión o el
ómnibus (6). El análisis de estos medios me revela que lo mejor es el avión (7), y elijo
entonces ese medio (8). La inteligencia dice: ¡a buscar un vuelo conveniente! (9). Para ello
la voluntad mueve (10) a la misma inteligencia, a mi memoria y todas mis potencias hasta
comprar el pasaje y viajar en la fecha establecida (11). Conseguido el objetivo, ya en mi
lugar de descanso, puedo disfrutar del fin conseguido (12).
La intención y la elección
En ética llamamos fin a aquello que en el momento de obrar se presenta como un bien
deseable en sí mismo. No todo bien es fin. Puesto que el bien se divide en honesto (el que
hace buena a la persona), deleitable (el que le procura placer o gozo) y útil (el que sirve
para obtener otra cosa). Sólo el bien honesto y el bien deleitable tienen razón de fin, el bien
útil es meramente medio.
Ello nos muestra que nuestras intenciones no están aisladas, y que tendemos a muchas
cosas a la vez. Pero ello es posible sólo en la medida en que esas diversas intenciones están
ordenadas las unas a las otras, y por eso es importante conocer el orden establecido por la
razón en la conducta de cada uno.
Ello mismo nos permite analizar el dicho: “El fin justifica los medios” y valorar su
moralidad. En principio, el querer del fin es diferente del de los medios: se puede querer un
mismo fin a través de diversos medios, como hemos visto en el ejemplo en que exponíamos
los doce pasos de la acción humana. Sin embargo, el acto de querer el fin, si el éste es
moralmente recto, debe incluir la rectitud de los medios, pues el acto que quiere a estos
depende del primero; y por ello, no se puede perseguir un fin bueno por medios malos; es
decir, en última instancia, el fin no justifica los medios.
Como dijimos, las intenciones que tenemos no se presentan aisladas, sino que se unen
y ordenan entre ellas. Así se configuran nuestros proyectos (en plural), y más aún, el
proyecto unificado de nuestra vida, que es el que da sentido a nuestra libertad. La libertad
sin proyecto se vuelve trivial, inconsistente.
En el proyecto de vida se incluyen, de una manera u otra, las influencias que provienen
de nuestra historia personal y de la comunidad a la cual pertenecemos. También se
encuentra allí el bagaje personal de nuestras inclinaciones, capacidades, deseos,
intenciones. En el proyecto se debería poder discernir una intención u opción fundamental,
junto a otras intenciones conexas; los medios más importantes y necesarios, y los otros que
no lo son tanto.
Un buen proyecto vital debe estar abierto a reformulaciones, aun cuando se conserve
siempre las intuiciones fundamentales que lo sostienen. La esperanza actúa como motor del
proyecto. Encontrar el sentido de la vida muchas veces depende de tener un buen proyecto
existencial, aunque el sentido de la vida no es de por sí algo disponible en todos los casos o
manipulable a voluntad, sino que debe ser encontrado a veces a través de trabajosas luchas.
Una persona madura sabe también integrar los fracasos en su propio proyecto,
reconociendo que siempre queda abierta la dimensión fundamental: es decir, que la persona
pueda realizarse a sí misma en el amor y en la vida virtuosa. La historia nos muestra casos
de personas que, en circunstancias humanamente muy adversas (persecución por sus ideas
políticas o religiosas, enfermedades, soledad, muerte de los seres queridos, etc.) han sido
capaces de encontrar un sentido a su existencia y realizar ese sentido a pesar de esas
limitaciones. Para ello es necesario emprender un camino de permanente reinterpretación
de la propia existencia (es lo que en filosofía se llama “hermenéutica”) que se hace desde el
propio horizonte de valores y tiende siempre a la realización renovada de los mismos.
Por su parte, la elección es el acto elícito de la voluntad que tiene por objeto lo
inmediatamente operable en vista de un fin intentado. La intención se refiere al fin; la
elección, a los medios (que no se deben confundir con los instrumentos). Hay que tener en
cuenta que algo puede ser fin bajo un punto de vista y medio bajo otro. Por ejemplo, tengo
la intención de tomar vacaciones y debo elegir entre ir a la montaña o a la playa; pero
también puedo decir que tengo la intención de ir a la montaña y debo elegir cuándo o cómo
hacerlo. Los medios son bienes no últimos que, sin embargo, a veces forman parte esencial
de la buena acción. Ejemplo: da lo mismo que vaya a un lugar por un camino o por otro,
con tal de que llegue a tiempo; puedo ir por el camino más corto para llegar más rápido o
por el camino más agradable para recrearme un poco. Pero no da lo mismo que obtenga de
cualquier modo el dinero que necesito para un fin honesto; debo obtenerlo también por
medios honestos, pues, en caso contrario, mi fin queda viciado.
Pero también puede ser la voluntad misma la que efectúe la acción con una cierta
mezcla de querer y no querer, frente a la complejidad de los objetos que se le proponen, que
frecuentemente presentan facetas ambivalentes. Puede haber una acción que es querida por
ser beneficiosa, pero que a la vez cuesta porque es dolorosa, como someterse a una terapia
para recuperar la salud. Se puede querer algo en tanto se presenta como placentero, pero a
la vez no dar enteramente el consentimiento en la medida en que se percibe que ese placer
es inmoral. Se puede adherir a una conducta que se percibe ventajosa desde el punto de
vista material, y a la vez sentir remordimiento por hacerlo porque se sabe que es
positivamente injusta. En general, se habla en estos casos de consentimiento imperfecto, y
la acción permanece imperfectamente voluntaria. No obstante, en los casos en que se pasa a
la acción externa es difícil ya hablar de consentimiento imperfecto. Por ejemplo: si deseo
matar a alguien puedo pensar que no ha sido un acto perfectamente voluntario en tanto que
no pase de un mero deseo; pero si llego a ejecutar esa acción, ¡es muy difícil hablar de
consentimiento imperfecto!
Finalmente, una acción se llama mixta cuando hay en ella una mezcla de voluntario e
involuntario, lo cual puede darse en diversos grados, que establecen, análogamente,
diferentes niveles de responsabilidad. El clásico ejemplo de Aristóteles es el de los marinos
que arrojan la carga de la nave en medio de una tempestad para evitar el naufragio; perder
la carga es, bajo un cierto punto de vista, voluntario, y bajo otro, involuntario. Dado que en
los asuntos morales lo que se considera definitivo es lo concreto, en última instancia, esa
acción es más voluntaria que involuntaria.
Como para querer es preciso previamente conocer, consideremos primero los factores
que pueden alterar el normal uso de la inteligencia: la falta de advertencia y la ignorancia.
Las pasiones
Los seres humanos estamos dotados de una rica afectividad sensible, que interactúa
permanentemente con la inteligencia y la voluntad. Las pasiones son naturales y pertenecen
a la vida moral plena. Contra esto, en la filosofía antigua hubo corrientes éticas que
propusieron como ideal la anulación de la vida afectiva, considerada fuente de desviaciones
morales, intranquilidad y obstáculo para la felicidad y la paz del espíritu. Ciertamente, el
desorden de la afectividad impide que la persona lleve una vida integralmente buena. Pero
la vida afectiva no se puede anular, porque con ello se quitaría una dimensión fundamental
del ser humano.
Para Santo Tomás, las pasiones son movimientos del apetito sensible que van
acompañados de una cierta alteración corporal. Reconoce once pasiones fundamentales,
que se articulan de la siguiente manera:
La ética estudia las pasiones desde el punto de vista moral, es decir, cuál es su
influencia en la acción voluntaria, y cómo debe trabajarse sobre ellas para que se integren a
la conducta libre y se ordenen rectamente. Por ello hay que atender siempre al papel que
juegan en relación con la libertad. Las pasiones de por sí son buenas, porque pertenecen a la
naturaleza humana; se hacen malas cuando no guardan el orden de la razón. Por eso las
virtudes educan (no anulan) las pasiones. Es cierto que la vehemencia de algunas pasiones
puede disminuir la lucidez del razonamiento o la firmeza de la voluntad en su adhesión al
bien. Pero también es verdad que obrar el bien sin pasión es una manera imperfecta de
realizar el ideal moral, que incluye la bondad de la persona en todas sus dimensiones,
incluso la afectiva.
Es necesario aclarar que una cosa es que la pasión se dirija a un bien o mal como su
objeto propio y otra, que sea buena o mala moralmente. Por ejemplo, desear a la mujer del
prójimo es una pasión que se dirige a un bien como objeto propio, pero es contraria al orden
de la razón y por lo tanto, moralmente mala. Y así sucede con las otras pasiones: una
esperanza puede ser vana y por lo tanto moralmente mala; una ira puede ser justa y por lo
tanto moralmente buena. Esta aclaración es importante porque muchas veces se justifican
inadecuadamente conductas moralmente malas por el simple hecho de que provienen de
alguna pasión cuyo objeto es bueno.
No es posible infligir violencia en el ámbito de los actos elícitos: nadie puede querer si
no quiere voluntariamente. Pero sí es posible ejercerla en el nivel de los actos imperados, y
también es posible condicionar de tal manera el nivel más interior de la voluntad que se
pueda hablar de violencia moral o psicológica. Por ejemplo: ante una grave amenaza, una
persona puede consentir a algo que no haría en pleno uso de su libertad, y en ciertas
circunstancias, si eso puede probarse, el acto así realizado puede no tener validez jurídica y
verse muy disminuido en su imputabilidad moral.
Por último, algunas enfermedades físicas, o sobre todo mentales, pueden impedir el uso
de la razón y la libertad, y en casos extremos quitarlas totalmente. Pero se debe evitar, por
un juicio apresurado, eximir fácilmente de responsabilidad en todos los casos a las personas
que se encuentran en esta situación.
Especificación moral de las acciones
Los actos humanos voluntarios son objeto de la ética desde el punto de vista de su
moralidad, es decir, de su bondad o maldad en relación con el fin último de la existencia
humana. Por eso, es una cuestión de capital importancia preguntarnos cómo se determina la
especie moral de una acción humana, es decir, cuáles son los criterios que nos permiten
calificarla como buena o mala.
La especie moral, entonces, puede definirse como el concepto por el cual se determina
la condición moral de una acción. Dar a una acción su especie moral es semejante, en
muchos aspectos, a la tarea que hace el médico cuando diagnostica o el juez cuando juzga.
En efecto, el médico se encuentra con un conjunto de síntomas y a partir de ellos debe
diagnosticar una enfermedad; y sabe bien que síntomas aislados a veces pueden producir un
diagnóstico errado o confuso. Igualmente, el juez recoge lo más ordenadamente que sea
posible los hechos, para emitir un dictamen de absolución o culpabilidad que se ajuste lo
mejor posible al derecho y a los mismos hechos. Del mismo modo, cuando juzgamos
moralmente una acción, debemos saber qué vamos a hacer (o estamos haciendo), cómo se
relaciona eso con las normas, las virtudes, la dignidad de la persona, etc., y en base a ello
emitir un dictamen, que juzgue la acción como buena o mala, independientemente de otras
consideraciones (su carácter placentero, su utilidad, su eficacia para conseguir fines
particulares, la ganancia que reporte, etc.).
Tenemos que hacer algunas aclaraciones. Ante todo, el objeto moral no es el objeto
físico (en este caso el automóvil). El objeto moral es la acción que realizamos, responde a
la pregunta: “¿qué estoy haciendo realmente?” Si protesto a los gritos por algo que no está
bien, puedo pensar que estoy reclamando justamente mis derechos, pero tal vez, si esa
protesta es exagerada o desproporcionada, lo que realmente estoy haciendo es perturbar la
paz de los demás.
2) La intención del fin es el segundo criterio que permite juzgar las acciones morales.
Es el fin subjetivo de la acción, el “¿para qué?” se la hace. El fin del sujeto o fin del que
obra, finis operantis en latín, añade una ulterior cualificación moral al acto, porque ninguna
acción se realiza de modo absoluto, sino siempre en dependencia de otra.
Por ejemplo, si “doy una limosna para que me alaben”, la buena acción “dar una
limosna” queda desviada del recto orden moral por el mal fin que persigo, la vanagloria.
Por eso, dijimos antes que para que una acción sea moralmente buena, debe serlo bajo
todos los puntos de vista, y basta que sea desviada en uno de los criterios para que no pueda
ser moralmente buena. Igualmente, entonces, una acción hecha por un buen fin, pero que en
sí sea moralmente desviada, será siempre mala, pues “el fin no justifica los medios”. Por
ejemplo, “robar para dar a los pobres”.
3) Finalmente, las circunstancias son las diversas situaciones, contextos, matices, que
inevitablemente colorean la acción humana. Normalmente, las circunstancias no cambian la
valoración moral de una acción, sino que la acentúan o la disminuyen; es decir, si es buena,
la hacen más o menos buena, y si es mala, más o menos mala. No entran dentro de las
circunstancias aquellos factores que modifican el objeto moral. Por ejemplo, en la acción:
“robar 1000 pesos”, el hecho que los 1000 pesos sean ajenos no es una circunstancia, pues
ese es uno de los factores que hacen que la cosa sea robo; pero que sean 1000 pesos y no
solamente 10, es una circunstancia que agrava la maldad moral de la acción.
Podemos preguntarnos si todos los actos morales son necesariamente buenos o malos,
o si existen algunos indiferentes. La respuesta incluye una distinción. En abstracto, pueden
existir actos indiferentes como pasear, hablar, etc., que de por sí no son ni buenos ni malos.
Pero la ética apunta siempre a lo concreto, y allí, todos los actos son buenos o malos, si no
por el objeto, al menos por el fin al que tienden y por las circunstancias en que se realizan.
Los actos humanos nunca se dan de modo aislado, sino que se presentan en una rica
complejidad de relaciones y matices. Por eso, a veces en la ética se hace difícil valorar una
acción, porque puede tener algunas facetas buenas, y otras que no lo sean tanto. Ello nos
lleva a la pregunta sobre la valoración de las consecuencias de la acción. ¿En qué medida
debemos tenerlas en cuenta?
Ante todo, es necesario decir, siguiendo a Santo Tomás, que los efectos o
consecuencias del acto externo añaden bondad o malicia a ese acto en la medida en que
fueron previstos o debían haber sido previstos. Los efectos previsibles también forman
parte de lo que el sujeto ha elegido. Por ejemplo: si provoco un accidente por conducir un
vehículo habiendo bebido, no puedo decir que yo no quería eso, porque es sabido que al
beber se pierde la concentración para conducir y es altamente probable que el sujeto
provoque un accidente en ese caso.
Pero, ¿qué sucede cuando los efectos negativos son previstos, pero no queridos y a la
vez inevitables? Es lo que configura lo que se llama “voluntario indirecto” o “acción de
doble efecto”. En ese caso, hay que considerar que se trata de una situación infrecuente,
aunque posible, en la que realizando una obra buena, inevitablemente produzco a la vez
otras consecuencias malas. Para que esas acciones sean lícitas, es necesario establecer
algunos criterios.
En primer lugar, la acción que se realiza debe ser en sí misma buena o al menos
indiferente, es decir, no puede ser mala por su objeto. Asesinar, robar, mentir, nunca se
justifican, por más que puedan tener algunos efectos eventualmente buenos.
En tercer lugar, la intención del agente debe ser buena, como hemos visto al afirmar la
necesidad de la rectitud del fin para que el acto sea moralmente bueno.
La cooperación al mal
La cooperación formal al mal es siempre ilícita, pues posee la misma malicia que la
acción del otro. Por ejemplo, quien actúa de cómplice en un robo, es partícipe de la
culpabilidad del robo. En cambio, la cooperación material al mal, aunque en general no es
buena, puede ser, en algunos casos, excusable. Ello se da en los casos en que la cooperación
no corresponde a una libre iniciativa del sujeto, sino a la necesidad de obtener otro bien a
través de la acción con la que se coopera. Por ello, se aplican en este caso normas análogas
a las del voluntario indirecto. Ellas son: a) que la acción del cooperante sea en sí misma
buena o indiferente; b) que el fin del sujeto sea honesto; c) que el efecto malo advenga
accidentalmente a la acción del cooperante; d) que exista una causa proporcionalmente
grave para obrar y que se evite el escándalo. Por ejemplo, si mi trabajo consiste en vender
bebidas, puedo sospechar que con ellas mis clientes se emborracharán. Si viene un
conocido del barrio ya en estado de ebriedad a comprarme más bebida, no debería
vendérsela: estaría cooperando material, pero injustamente, al mal. Si, por el contrario,
viene una persona sobria a comprar bebida, no debo yo plantearme cuáles puedan ser las
consecuencias, aun cuando luego se diera de hecho una cooperación material al mal.
Libertad: concepto
Uno de los conceptos filosóficos más importantes para la ética es el de la libertad, que
ha llamado la atención de los pensadores de todos los tiempos y encuentra en ellos las más
variadas explicaciones. Sea cual sea la manera de entenderla, siempre resulta cierto lo que
Santo Tomás de Aquino afirma: si negásemos la libertad, no tendría sentido la educación
moral, la corrección, y en definitiva, la ética entera como disciplina intelectual.
Así concluimos también que la libertad se tiene pero al mismo tiempo se conquista, se
puede ganar y aumentar, así como puede disminuirse y en algunos casos perderse.
Libertad: niveles
De esto se sigue que la libertad no es una realidad unívoca, sino que reconoce diversos
niveles de realización. Podemos sistematizarlos de la siguiente manera.
Es claro, no obstante, que la persona no vive esta dimensión de la libertad desde una
posición absoluta desde la cual pueda hacerse a sí misma: la libertad es siempre una
libertad situada, con límites que el sujeto reconoce en su constitución biológica, en su
historia familiar, en su contexto social, en su valores culturales y éticos. Todas estas
realidades pueden ser interpretadas, aceptadas o rechazadas, modificadas en parte o en
todo, pero no pueden ser soslayadas. No es posible aceptar la pretensión de una autonomía
absoluta del sujeto racional o una existencia que se hace a sí misma desde la carencia de
toda esencia: la libertad fundamental arraiga en la constitución natural, existencial y
concreta de cada persona.
De tal manera, cuando se dice que la libertad consiste en elegir entre el bien y el mal,
se expresa una verdad a medias. Es cierto que en el nivel de la libertad de elección se puede
dar una opción equivocada, y en ese sentido hablamos de “elegir el mal”; pero propiamente
hablando, siempre elegimos un bien. Lo que puede suceder es que el bien elegido no sea
acorde al orden establecido por la razón, y ese desorden es lo que precisamente se llama
“mal moral”. Por ejemplo: si elijo robar no lo hago porque quiera el robar cono tal, sino
porque deseo hacerme fácilmente con algún bien que es de otro.
La libertad moral se realiza así en las virtudes morales, que no son meras rutinas o
repeticiones de actos buenos, sino cualificaciones interiores que acrecientan el espacio de la
propia libertad. Por ejemplo, una persona insensata podrá tener la capacidad de elegir lo
que quiera, pero su propia insensatez la llevará a elegir a menudo lo que la perjudica; en
cambio, una persona que tiene la virtud de la prudencia sabrá elegir lo mejor en cada caso.
O bien, una persona que no controla sus deseos podrá creerse muy libre, pero a la larga
terminará por quedar esclavizada de algún vicio o adicción; en cambio, la persona que
cultiva la virtud de la templanza podrá dominar su propio cuerpo y sus deseos y concentrar
sus energías espirituales en la consecución de los bienes más importantes para su proyecto
de vida.
Si la libertad no es algo dado automáticamente, sino que está en horizonte del proyecto
personal de cada uno, tienen que estar dadas las condiciones para poder vivirla y realizarla.
Es la última dimensión de la libertad, la (4) libertad social y política. La libertad social
consiste entonces en ese marco que permite el ejercicio de la libertad, y que a veces se
expresa como “libertades”, en plural: libertad de expresión, de asociación, etc. La libertad
social requiere que el Estado asegure las condiciones para que cada uno pueda ejercer su
libertad, pero a la vez implica también los límites que cada libertad debe aceptar, para no
usurpar el espacio que le pertenece a los demás. Está claro que, siendo la libertad una
facultad y a la vez una tarea de índole moral y personal, no es suficiente multiplicar las
opciones de elección (nivel 2) ni facilitar las iniciativas individuales (nivel 4) para que haya
verdadera libertad. La libertad se define y decide propiamente en el nivel moral (3).
Por el contrario, una libertad basada en las virtudes sería una libertad de calidad, así
llamada porque busca obrar con calidad y perfección el bien. Ella es dada en germen en las
inclinaciones naturales del sujeto y reúne los actos en el conjunto de la conducta. No se
opone a la ley, sino que ésta le sirve de ayuda, marcándole el camino para la mejor
realización del propio proyecto vital. Esta libertad de calidad corresponde a la ética de la
vida buena, cuya realización hemos visto sobre todo en Aristóteles y Santo Tomás.
Determinismo y libertad
El hecho de que la libertad sea situada, condicionada, de que esté siempre enmarcada
en un contexto dado, plantea la siguiente pregunta: ¿hasta qué punto somos realmente
libres?
Por ejemplo, puedo decir que elijo algo en vez de otra cosa simplemente porque quiero.
Pero es claro que esa respuesta no es suficiente, y que siempre puedo establecer un motivo
de mi elección: elijo tal cosa porque me conviene, porque me gusta, porque me sirve para
otro fin. Con lo cual se observa claramente la combinación, en el acto libre, de iniciativa
personal (yo elijo) y dependencia (lo elijo movido por algo).
Elijo algo y al elegirlo pongo un esfuerzo que brota del núcleo personal e íntimo del
yo, por ejemplo, cuando elijo seguir una carrera difícil. Pero el yo que elige no es una pura
actualidad de elegir y está dotado de poderes (habilidades preformadas, emociones, hábitos)
que lo capacitan y lo inclinan en la línea de esa elección.
Al elegir consiento libremente que algo se incorpore a mi vida, por ejemplo, cuando
elijo ser abogado en vez de arquitecto. Pero ese consentir no es algo que esté exento
absolutamente de ciertas necesidades: mi carácter, mis condicionamientos de herencia, de
edad, las dinámicas de mi inconsciente (tan estudiadas por el psicoanálisis) afectan e
inclinan mi decisión en un determinado sentido.
En general, puede decirse que los factores que inclinan la elección de la persona en un
cierto sentido afectan más a la forma que al contenido y no quitan la libertad, sino que la
presentan como realmente es: no la autoposición absoluta del sujeto, sino una libertad
encarnada, limitada, contingente.
Libertad y responsabilidad son dos caras de una misma moneda. Si la persona, por su
libertad, es dueña de sus actos, a la vez debe ser responsable de su conducta y de su vida.
Sólo quien es libre puede asumir responsabilidades y sólo quien es responsable conserva la
capacidad de ser cada vez más libre.
La imputabilidad significa que los actos realizados libremente son atribuibles al sujeto
que los realizó. Esos actos son suyos, le pertenecen; de allí deriva el mérito o demérito
consiguiente. Puede ser premiado o sancionado por ellos, desde la perspectiva moral y
jurídica.
Hoy en día nos encontramos con la situación un tanto paradojal de que por un lado, se
pretende afirmar la libertad a toda costa, rechazando todo aquello que parece coartarla;
pero, por otro lado, no se afirma igualmente la responsabilidad, sino que se la elude,
buscando circunstancias atenuantes o excusantes, o endosando a los diferentes
determinismos (en especial el psicológico y el sociológico) la responsabilidad de las
propias acciones. Una tal manera de pensar (que se traduce después en leyes, estrategias
educativas, etc.) no ayuda a la maduración moral de las personas.
Por ejemplo, si decimos que una persona que consume drogas lo hace como
consecuencia de condicionamientos negativos de su entorno, de su historia personal, etc.,
puede ser que estemos alcanzando parte de la verdad; pero si nos detenemos en ese punto,
no sólo no llegaremos a la raíz profunda de su conducta, sino que tampoco encontraremos
el camino adecuado para revertirla. Poder “responsabilizar” a la persona de sus malas
acciones es en muchos casos la mejor estrategia para que ella descubra que también está en
sus manos cambiar, por el ejercicio de su libertad, esa conducta equivocada. Lo cual no
quita que los condicionamientos de toda índole que ciertamente influyen en esa conducta
deban ser tratados por las disciplinas científicas y terapéuticas correspondientes, a lo cual se
debe sumar también el apoyo de una comunidad comprometida con los valores que se
intenta promover y con el trabajoso camino de crecimiento de las personas en las virtudes.
Concepto de ley
¿Qué es la ley? Ante todo, es necesario decir que nos encontramos aquí con el
concepto de “ley moral”, diferente de la ley jurídica o científica. La ley, desde el punto de
vista jurídico, se caracteriza por su carácter coercitivo y extrínseco, en tanto que la ley
moral se presenta a la libertad, no siempre se ha de imponer coercitivamente y se
experimenta en el interior de la conciencia. Mucho mayor es la diferencia entre la ley moral
y la ley en sentido científico: ésta última no es otra cosa que la expresión de ciertas
regularidades empíricamente constatables que expresan sólo una necesidad fáctica, en tanto
que la ley moral señala lo que debe hacerse, desde el punto de vista de la plena realización
libre de la persona.
Tomemos la definición de ley que nos ofrece Santo Tomás de Aquino (Suma
Teológica, I-II, q. 90, a. 4): ordenación de la razón, dirigida al bien común, promulgada por
quien tiene a su cargo la comunidad. En esta definición encontramos las cuatro causas
aristotélicas. Pues “ordenación de la razón” se refiere a la causa material; la ley es un
ordenamiento racional, pero no de cualquier tipo, sino de índole moral. “Dirigida al bien
común” expresa el objetivo de la ley, o sea, su causa final. “Promulgada” indica la
formalidad por la que la ley es ley; aún en el orden jurídico, la promulgación de una ley es
condición sine qua non para su vigencia. Finalmente, “por quien tiene a su cargo la
comunidad” señala la causa eficiente de la ley, es decir, quién es el que efectivamente la
instituye.
La ley es, también según santo Tomás, una realidad analógica, es decir, que se presenta
de diversas maneras que coinciden parcialmente entre ellas. Es de esa manera que se puede
establecer diferentes tipos o “analogados” de la ley.
Diferentes analogados de la ley: ley eterna, ley natural, ley humana, ley nueva
Ante todo, tenemos la ley eterna. Según la doctrina de Santo Tomás, se trata de la
misma razón divina en tanto que ordena todas las cosas hacia su fin. Pues la razón divina
es la fuente de todas las cosas y también de la racionalidad que las hace comprensibles y
del dinamismo que interiormente las mueve. El hecho de que Dios, por su ley eterna,
ordene todas las cosas, no implica desconocer la naturaleza propia de cada una de ellas; al
contrario, Dios es el autor de la naturaleza de cada cosa, por la cual, como dice el Concilio
Vaticano II, “todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de
un propio orden regulado, que el hombre debe respetar con el reconocimiento de la
metodología particular de cada ciencia o arte” (Concilio Vaticano II, Constitución Pastoral
Gaudium et Spes, n. 36). Ello no implica, como dice poco más adelante el mismo
documento, que la realidad creada sea independiente de Dios y que los hombres puedan
usarla sin referencia al Creador, pues “la creatura sin el Creador desaparece”. Estos
principios son particularmente importantes a la hora de considerar las cuestiones que se
plantean actualmente en el ámbito de la ecología, particularmente en relación con el
cuidado del medio ambiente: la naturaleza tiene sus reglas propias, si no las respetamos, el
daño que provoquemos se volverá contra nosotros mismos.
La ley positiva es la ley que promulga Dios (ley divina positiva) o los hombres (ley
positiva humana) como parte del gobierno de los distintos ámbitos de la vida del hombre.
Normalmente debe desarrollar las consecuencias de la ley natural, cuyas prescripciones
hace descender a las circunstancias concretas. Por ejemplo, es de ley natural que el culpable
de una falta deba ser castigado, pero cómo deba hacerse eso en concreto varía según los
tiempos, lugares y otras circunstancias, y eso lo establece la ley positiva en cada caso.
El positivismo jurídico es una doctrina que afirma que la ley es ley por su sola
promulgación, sin que deba someterse a ningún otro ordenamiento superior. Es decir, que
una ley, para ser legítima, sólo debe atenerse a las condiciones formales necesarias para su
promulgación, pero no tiene que ajustarse a ninguna referencia moral. Por ejemplo, si en un
país se aprueba la realización del aborto por los mecanismos legislativos correspondientes,
con mayoría en ambas cámaras y promulgación, esa ley tendría plena validez y no podría
hacérsele ningún tipo de objeción desde el punto de vista de la ética. Es claro que esta
posición no es sostenible, porque la mera mayoría legislativa puede en muchos casos
legitimar conductas que desde el punto de vista moral son equivocadas y dañosas (en el
caso del ejemplo, por ir contra el derecho a la vida que corresponde a todo ser humano).
Por eso, el orden jurídico positivo debe apoyarse en el orden moral. En caso contrario,
la legislación positiva sólo será el reflejo de las relaciones de fuerza que se dan en la
dinámica política, sin ninguna referencia al verdadero bien de los hombres.
Las dos últimas referencias de Santo Tomás se enmarcan en el ámbito teológico. La ley
nueva es la gracia de Dios que actúa en el interior de los que han sido redimidos. Esa gracia
es un principio interior de sus acciones; es decir, el hombre ha sido renovado y
transformado en el Bautismo desde adentro y por eso puede vivir una vida moral superior,
en el seguimiento de Cristo, que nos mandó amarnos unos a otros y dar la vida por los
demás, como él mismo lo hizo. A diferencia de la ley antigua, la ley nueva es una gracia
interior y no una mera instrucción exterior.
Por último, la ley del pecado hace referencia a una constatación de san Pablo: “Hago el
mal que no quiero, y dejo de hacer el bien que quiero” (Rm 7, 19-23). Es decir, que en el
interior de cada hombre hay una inclinación al mal, producto del pecado original y de los
pecados personales, que frecuentemente condiciona su libertad y la inclina al mal, como
una fuerza o coerción interior que sólo puede ser vencida con la gracia.
La ley natural
Platón (427-347 a.C.) y Aristóteles (384-322 a.C.) retoman la distinción realizada por
los sofistas entre las leyes que tienen origen en una convención o pura decisión positiva y
aquellas que son válidas por naturaleza. Las primeras no son ni eternas ni válidas en modo
general y no obligan a todos; las segundas son admitidas por todos. Para Platón esto es
posible en la medida en que se supere la idea estrecha de naturaleza que tienen algunos
sofistas, reducida a su componente físico. Por su parte, sin desarrollar este concepto de ley
natural, la ética aristotélica argumenta habitualmente desde la naturaleza. Por ejemplo, la
visión aristotélica de la felicidad como ejercicio de la actividad contemplativa echa sus
raíces en la naturaleza del hombre. De igual modo, las virtudes se atendrán al equilibrio o
justo medio que corresponde tanto a la naturaleza del hombre en general así como a la
naturaleza concreta de cada individuo (Aristóteles, Etica a Nicómaco I, 7; X, 7; y todo el
libro II).
En Roma, estas ideas hallaron acogida en los escritos de Cicerón (106-43 a.C.). Para este
autor, el principio del derecho ha de buscarse no en el edicto del pretor ni en ninguna otra
fuente positiva sino en la naturaleza del hombre, que nos muestra a éste como ser racional.
Esta ley suprema e inmutable existe con anterioridad a toda ley escrita y a la constitución
de cualquier Estado; es algo eterno, que gobierna la totalidad del universo con la sabiduría
de sus mandatos y prohibiciones. La ley en última instancia se identifica con la razón recta
y suprema que proviene de la voluntad divina y es inherente a la naturaleza. Esa razón se
convierte en ley cuando reside en la mente humana; es eterna, inmutable, universal, y
precede en el tiempo a todas las legislaciones escritas, que sólo pueden llamarse leyes en la
medida en que son justas y concuerdan con aquélla. El fundamento del derecho es la
tendencia natural que lleva a amar a los hombres, de la cual nacen las virtudes.
Por lo que se refiere al judaísmo, si bien las “Diez Palabras” (cfr. Ex 20, 2-17; Dt 5, 6-
21) son un elemento esencial de la singular experiencia religiosa de Israel, sus
mandamientos se reconocen válidos de modo universal. En este sentido, al inicio de
la Carta a los Romanos el apóstol Pablo manifiesta tanto la posibilidad de un conocimiento
natural de Dios (cfr. Rm 1, 19-20) como la existencia de una ley moral no escrita
exteriormente sino en el corazón de todos los hombres. Por ella aún los paganos,
desprovistos de la revelación del Sinaí, son capaces de discernir el bien y el mal, de acuerdo
con el testimonio de su conciencia (cfr. Rm 2, 14-15).
Las tradiciones hindúes reconocen un orden o ley fundamental (el dharma). Entre los
preceptos de estas tradiciones hay varios que son afines a los mandamientos del Decálogo u
otras prescripciones contenidas en la revelación veterotestamentaria. En el budismo
encontramos reglas éticas que pueden ser reconducidas a la ley natural, como no matar, no
mentir, no tener conductas sexuales desordenadas. En la civilización china es fundamental
la búsqueda de la armonía con la naturaleza, que se obtiene con una ética que busca
conscientemente el equilibrio de la vida. En las tradiciones africanas, profundamente
vitalistas, la actitud ética pasa por favorecer las fuerzas naturales de la vida. En el Islam,
aunque la ética es entendida fundamentalmente como obediencia a las leyes divinas
positivas, algunas corrientes admiten que el hombre puede espontáneamente descubrir lo
bueno y lo malo que se encuentra en la misma naturaleza.
Tomás afirma también que los contenidos de la ley natural se disciernen por medio de
las inclinaciones naturales. Todo aquello a lo que el hombre tiene una inclinación natural,
pertenece a la ley natural. Sin embargo, no se habla aquí de las inclinaciones naturales
individuales, lo que cada individuo lleva como su configuración natural existencial
concreta, dado que bajo ese punto de vista, cada uno está inclinado a cosas diversas, y
además, algunas de esas inclinaciones pueden ser patológicas o perversas. Tampoco se
habla de inclinaciones meramente “animales”: instintos que serían comunes al hombre y a
los animales y que en los seres humanos se encontrarían “sometidos” a la actividad
racional. Se trata, más bien, de verdaderas inclinaciones humanas radicadas en la voluntad.
Pues la voluntad humana está dotada de una inclinación natural radical hacia el bien en
cuanto tal, y además se inclina naturalmente según un orden racional a todos los objetos de
las potencias sensibles.
Todo esto aparece más claro en aquellas inclinaciones que para Santo Tomás son las
más específicas del hombre: la inclinación a la búsqueda de la verdad sobre Dios y a la vida
en sociedad. Ellas configuran germinalmente las virtudes de la vida social, de modo
particular la justicia en todas sus formas, y las más altas realizaciones del espíritu humano
en las ciencias, la filosofía y la cultura, así como su apertura a la trascendencia.
A partir de lo dicho es posible comprender una afirmación de Santo Tomás que expresa
que todos los actos de las virtudes están incluidos en la ley natural [Santo Tomás de
Aquino, S. Th. I-II, 94, 3, c]. Se puede decir que ésta incluye los actos virtuosos en el
sentido en que establece una dirección y un impulso hacia la realización de los fines
virtuosos ideales, en los que las diferentes potencias se actualizarán plenamente para
realizar el bien de manera perfecta, fácil y habitual. Ciertamente, la ley es una ordenación
general que no puede prever la variedad y contingencia de las situaciones particulares en las
cuales toca al hombre actuar. Pero el mínimo de la ley natural es un mínimo dinámico y
orientado a la plena realización de los bienes auténticamente humanos, que son objeto de
las inclinaciones.
Además, para Santo Tomás la ley natural es dinámica también bajo otro punto de vista:
pues ella puede cambiar, no por sustitución o mutación de sus principios radicales, sino por
adición. Ello se entiende en el sentido de que puede y debe ser complementada por la ley
divina y las leyes humanas, que trazan de manera más detallada, para las situaciones
concretas, el camino que a los seres humanos conviene seguir para el pleno desarrollo de su
ser moral. Es decir que no se debe esperar de la ley natural que nos dé el todo de la
racionalidad moral, sino más bien las semillas de la plenitud humana. Para Tomás, dichas
“semillas” son la ordenación de la razón y la voluntad a nuestro bien connatural, u otras
veces, son los mismos preceptos de la ley natural. El cambio de la ley natural “por adición”
está a la base de la continuidad entre ley natural y ley positiva.
Tomás se plantea también el tema de la unidad de la ley natural para todos los hombres;
o, dicho de otra manera, si la ley natural es naturalmente accesible a todos, ¿por qué no se
da unanimidad en la aceptación de sus preceptos? ¿No es ello una objeción contundente
contra la pretensión de validez universal de la ley natural?
Pese a esto, Tomás llega a una conclusión optimista: la ley natural nunca puede ser
totalmente borrada de la inteligencia humana, al menos en sus indicaciones más universales
y generalísimas. Sin embargo, las conclusiones que derivan de esos principios
generalísimos sí pueden ser desconocidas.
Conviene ahora reseñar brevemente algunas de las dificultades que se suelen plantear
para aceptar el concepto de ley natural y el modo posible de resolverlas.
Ante todo, quienes defienden la existencia de una ley natural válida para todos caerían
bajo la acusación de intolerancia, pues pretenderían imponer a los demás sus propias
posiciones. Ello resulta grave, dado que la tolerancia se ha convertido en uno de los más
altos valores éticos. En efecto, solamente por medio de la tolerancia sería posible vivir la
libertad en una sociedad democrática y plural, en tanto que la doctrina de la ley natural, con
sus normas rígidas e inmutables, sería un resabio de épocas pasadas que ya no puede seguir
imponiéndose al conjunto de la sociedad.
Sin embargo, es preciso desmitificar el valor absoluto que parece concedido hoy a la
tolerancia y a la libertad. Hay males objetivos que nadie puede ni debe tolerar, justamente
por el mismo respeto que merecen las personas. Parece importante, entonces, que el
discurso de la ley natural en el contexto de una sociedad muy celosa de la libertad personal
se presente como propuesta de diálogo sobre lo auténticamente humano más que como
mera imposición externa. En efecto, muchas personas son capaces de ver sólo las
“semillas” de los principios morales naturales, sin llegar a extraer de ellos todas las
consecuencias prácticas. Esta presentación de la ley natural como “propuesta” de diálogo
no significa convertir en “optativos” sus mandamientos; más bien implica encontrar los
caminos a través de los cuales dichas prescripciones puedan ser comprendidas por todos. Es
así que la doctrina de la ley natural debe situarse en una perspectiva de diálogo donde ella
tiene la posición más ventajosa, pues defiende los auténticos valores humanos. De tal
modo, quitadas las exageraciones y deformaciones de los principios de tolerancia y libertad,
la ley natural aparece, justamente, como la fundamentación última de la dignidad humana y
por consiguiente de la misma tolerancia y libertad.
Para Santo Tomás de Aquino, la “naturaleza” a veces significa una fuente de dinamismo
que no proviene de la razón y la libertad. La naturaleza, en ese sentido, sería para muchos
lo que debe ser plasmado por la libertad del hombre o bien lo que debe ser superado por la
racionalidad, para llegar a lo auténticamente humano. Pero el sentido genuino y último de
naturaleza no es para Tomás el de un mero dinamismo irracional, o simplemente animal. La
naturaleza humana es para el Aquinate el constitutivo último del ser y de la dignidad del
hombre. Por ello la naturaleza aludida en la “ley natural” abarca necesariamente la razón y
la libertad; se trata de un concepto inclusivo de naturaleza, que engloba lo corporal y lo
espiritual, lo racional y lo biológico, lo físico y lo libre. La ley se dice “natural” no
meramente por referencia a la naturaleza física, pero tampoco prescinde de ella, porque la
naturaleza física y sus dinamismos biológicos pertenecen, en este caso, a la integridad del
ser humano y a la plena realización de su existencia. El hombre en su integridad unitaria,
psico-física-espiritual: tal es la naturaleza que cualifica a la “ley natural”. De esta manera,
la naturaleza no se opone a la persona. Antes bien, la persona sólo puede decirse (en el
ámbito intramundano) por referencia a la naturaleza humana; no hay una contraposición o
superación que haga que la realización personal anule los supuestos naturales.
De tal modo, no se trata de que las regularidades naturales, como meros hechos,
determinen los preceptos de la ley natural, sino más bien que el hombre como ser unitario y
complejo se halla situado en un dinamismo inevitable hacia un bien que lo trasciende, y que
incluye ciertos bienes de manera necesaria. Es así que por su inteligencia y su voluntad se
hace capaz de formular ciertas normas como necesariamente vinculantes. Ello se da, no
obstante, de una manera general, dado que la ley natural no establece el detalle
circunstanciado de las obras que hay que realizar, sino los bienes que se han de promover y
las virtudes que han de perfeccionar las diferentes potencias humanas, trazando así el
espacio de la libertad.
Otra objeción importante contra la ley natural es la que afirma que la pluralidad de las
culturas humanas parece excluir la existencia de normas universalmente válidas. En efecto,
toda normativa humana se constituye y se descubre como vinculante en el contexto de unas
determinadas prácticas sociales y morales; no sería posible, entonces, determinar normas
morales válidas “a priori” para todos y cada uno de los momentos de la historia y para
todas y cada una de las culturas humanas.
La conciencia (del latín cum scire, conocer con) es una de las modalidades del
conocimiento moral particular. En efecto, la formación recibida, el discernimiento y
aprendizaje personal y la misma ciencia ética nos enseñan los principios de acuerdo con los
cuales se debe obrar y que juzgan nuestras acciones, sean ya realizadas o por realizar. Pero
el conocimiento moral no puede quedar en el horizonte de los principios generales y
universales, porque se trata de un conocimiento práctico, que siempre apunta a lo particular
y concreto y que se refiere a las acciones puntuales. La conciencia es entonces la aplicación
del conocimiento moral general a los casos particulares, el puente que une los principios
morales con las acciones. Por eso, Santo Tomás afirma que no es una facultad ni un hábito,
sino un juicio: acto puntual de la inteligencia que expresa la concordancia o discordancia de
la acción con el bien moral percibido como fin de los actos realizados o por realizar.
Tipos de conciencia
La primera regla dice: sólo la conciencia cierta es norma de moralidad. Esto significa
que las personas deben obrar con certeza racional acerca de la bondad de lo que hacen.
Frecuentemente, el obrar irreflexivo o poco considerado lleva a cometer errores que luego
se lamentan o cuyas consecuencias son muy negativas. Es de notar que esta primera regla
dice que hay que obrar según la conciencia cierta (no necesariamente recta): es decir, una
vez que el juicio de conciencia se ha formado, es obligatorio seguirlo. Veremos que esto
vale incluso en el caso de error o ignorancia invencible.
Pues la segunda regla dice: la conciencia, además de cierta, debe ser verdadera, o al
menos invenciblemente errónea. En sentido estricto, sólo la conciencia verdadera puede ser
norma de conducta, pero se da el caso especial de la conciencia invenciblemente errónea,
en la cual hay una rectitud subjetiva, una buena fe del sujeto que lo obliga a seguir su
conciencia. Es evidente que si la persona adquiere nuevos elementos que le ayuden a salir
del error, debe hacerlo y modificar su decisión y su conducta. Ejemplo: si yo estoy
convencido de que no debo pagar cierto impuesto, porque los expertos contables me han
asesorado (erróneamente) en ese sentido, si he puesto los medios suficientes para formar mi
criterio y he llegado a esa conclusión, mi conciencia es norma válida de acción. Pero si,
mejor informado, o advertido por alguien que sabe más, concibo una duda al respecto,
entonces debo reformular mi juicio de conciencia y actuar en consecuencia.
La última regla expresa: no es lícito obrar con conciencia dudosa. La duda debe ser
eliminada antes de obrar, pues, en caso contrario, estaríamos obrando con conciencia
venciblemente errónea. Pero, ¿qué sucede en un caso extremo, en el que no hay tiempo u
oportunidad de consultar o resolver la duda, y la situación urge a la acción? En ese caso, la
regla es seguir la posición más probable, sabiendo que en caso de error, la presión de las
circunstancias servirá como atenuante de la responsabilidad moral.
Una última pregunta se refiere a la conciencia perpleja: aquella que se encuentra en una
situación en la que no sabe cómo obrar, o que juzga que, haga lo que haga, obrará mal. En
muchas ocasiones de la vida, las personas pueden experimentar la sensación de que no hay
camino posible hacia el bien, y de que cualquier curso de acción que elijan los hace
culpables. Estas situaciones surgen muchas veces de la complejidad de la vida, donde el
mal está arraigado en estructuras sociales, políticas, económicas, etc., en las que el
individuo necesariamente debe participar y de las que no puede escapar. Ante esto, se
puede decir que muchas veces el mal no puede ser vencido o eliminado rápidamente; sin
embargo, siempre se puede adoptar estrategias o realizar pequeñas acciones que permitan
avanzar en la línea del bien. Ejemplo: una persona que trabaja en una estructura pública
donde se realizan actos de corrupción, a veces deberá cooperar materialmente al mal en
esos casos, pero podrá también articular estrategias para ir saliendo del mal, como ser,
unirse a otros que no quieran ser corruptos, dificultar lo más posible la realización de esos
actos, recoger discretamente pruebas que luego puedan servir para hacer una denuncia, etc.
En varias ocasiones hemos señalado que la ética, como disciplina práctica, tiene como
principios a los fines de la vida humana, y en particular, al fin último: la felicidad. Ahora
bien, hemos visto también que el fin se alcanza por medio de las acciones voluntarias. Los
actos nos van llevando hacia el fin. Pero los actos también generan los hábitos, que son a la
vez principio de operaciones buenas y cualificación estable de la persona. Por eso,
Aristóteles dice que las virtudes hacen bueno al sujeto y buena su obra. Por lo tanto, los
hábitos son a la vez fines y medios: son fines en cuanto que ellos constituyen la bondad
moral de la persona (como quien tiene el hábito de la justicia, de la honestidad, etc.) y son
medios en cuanto que de ellos brotan las buenas acciones (justas, honestas) que realizan el
fin de la existencia humana, la bondad humana integral.
Hábito (en latín “habitus”, en griego “héxis”, literalmente: “lo que se tiene”) no es una
rutina o una costumbre, sino una cualidad interior, estable y permanente de la persona. Los
hábitos pueden ser entitativos (referidos al ser), como la salud o la gracia, u operativos
(referidos al obrar), como son las virtudes o los vicios. Por eso, una primera y rápida
caracterización de la virtud es “hábito operativo bueno”.
Los vicios, por su parte, son hábitos operativos que conducen al mal. No debemos
restringir la significación de la palabra “vicio” a lo que popularmente se conoce como tal,
por ejemplo, el alcoholismo, el tabaquismo, la drogadicción. En sentido moral, “vicio” es
todo hábito arraigado en el sujeto por el que este se hace malo y obra mal. Así, son vicios la
injusticia, la intemperancia, la cobardía, y muchos más.
Podemos ahora intentar una definición de virtud, y en el análisis de sus partes descubrir
algo más acerca de su naturaleza. Siguiendo a Rodríguez Luño, se puede afirmar que la
virtud moral es “un criterio racional de regulación de bienes, y de los deseos, sentimientos
y acciones a los que esos bienes se refieren, poseído, no sólo bajo la forma de convicción
racional, sino también como disposición estable de la afectividad y de la voluntad”.
Una segunda definición (en realidad primera desde el punto de vista cronológico) es la
que se debe a Aristóteles: “la virtud es un hábito electivo que consiste en un término medio
relativo a nosotros y que está regulado por la recta razón en la forma en que lo regularía el
hombre verdaderamente prudente”. Analicemos los elementos de esta definición.
Resulta interesante el análisis que Aristóteles hace en el libro VII de la Ética del sujeto
que él llama “incontinente”. Este es el que sabe y conoce dónde está el bien, y lo hace
objeto de su elección, pero sucumbe ante la fuerza de la pasión, todavía no suficientemente
dominada o combatida. El incontinente está a medio camino entre el virtuoso y el vicioso.
Allí se ve el carácter totalizante de la virtud, que lleva a su perfección la inteligencia, los
afectos, la voluntad y las facultades operativas.
Por lo dicho, resulta clara cuál es la necesidad de las virtudes en la vida humana.
Podemos establecer para ello al menos cuatro razones. En primer lugar, las virtudes son
necesarias por la indeterminación de las potencias, que de por sí no están orientadas hacia
un solo fin (ad unum, en latín): la inteligencia puede ordenar de múltiples modos los
conocimientos, la voluntad puede tender a infinitos fines, la afectividad sensible se dispersa
a menudo en una multiplicidad de objetos no ordenados. En segundo lugar, por la
contingencia de la vida: una de las grandes limitaciones de la ética de la ley radica en que
es imposible consignar normas que contemplen todas las situaciones que se pueden llegar a
dar en la existencia humana; son entonces las virtudes las que permiten componer la acción
correcta en cada caso. En tercer lugar, por las diferencias entre las personas: cada uno tiene,
como vimos, inclinaciones naturales que lo orientan hacia la verdad, el bien, la belleza,
pero luego están también las inclinaciones individuales, que son como los talentos o dones
personales que deben cultivarse por medio del ejercicio para llegar a ser virtudes y dar
plenitud a la vida personal; unos necesitarán más unas virtudes, y otros, otras. Finalmente,
las virtudes son necesarias porque ellas armonizan la dimensión interior del querer recto y
del orden de los afectos con la dimensión exterior del obrar, cosa que no sucede en las
éticas que sólo se interesan por el cumplimiento exterior de la ley o por la eficacia de las
acciones para obtener fines externos.
Así también queda claro que las virtudes son intrínsecas a la dinámica de la libertad.
En una concepción reductiva, la libertad consiste simplemente en hacer lo que se quiere a
cada momento, sin que haya un camino de cualificación y de crecimiento interior del sujeto
en el bien. En cambio, en una concepción que entiende la libertad como capacidad de hacer
decisiones de calidad, las virtudes perfeccionan la libertad en tanto que le abren
perspectivas para hacer más plenamente el bien, y la libertad perfecciona a las virtudes pues
éstas, por los actos libres, se van generando y afianzando en el sujeto.
De tal modo, queda claro que el obrar virtuoso reviste las siguientes características: es
fácil (relativamente: pues las virtudes ayudan a encarar cosas más difíciles, y por ello son
tan importantes para el proyecto de vida; se podría decir que las virtudes hacen fácil lo
difícil); estable o permanente; deleitable; y firme.
Dentro del conjunto de las virtudes, hay algunas que tienen como fin cualificar y
perfeccionar a la inteligencia en orden al conocimiento de la verdad. Son las virtudes
intelectuales, que no aseguran de por sí la bondad de las acciones del sujeto, con la
excepción de la prudencia. En efecto, conocer la verdad es una condición necesaria pero no
suficiente para obrar el bien.
Resulta claro que las virtudes intelectuales no hacen necesariamente bueno al sujeto
que obra. Pues fácilmente podemos hallar ejemplos de personas que poseen una brillante
ciencia o grandes capacidades técnicas, pero que no son moralmente buenas, e incluso, que
ponen esa ciencia o esa técnica al servicio del mal, causando daños más graves. De nuevo
se verifica aquí el principio: “no todo lo que es técnicamente posible es éticamente bueno”.
Como hemos dicho, una tradición muy antigua y extendida habla de cuatro virtudes
llamadas “cardinales” o principales: la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza.
Como toda virtud perfecciona una potencia y habilita para ejecutar algún tipo de acto
excelente, el siguiente cuadro nos permite entender de manera general las virtudes
cardinales:
En nuestra vida moral hay una relativa facilidad para conocer los fines de la conducta y
los preceptos morales más importantes, desde un punto de vista general. La dificultad más
frecuente consiste en hacer descender ese conocimiento al terreno de los medios, y esa es la
tarea de la prudencia: conectar los principios con las acciones concretas, los fines con los
medios, realizar lo universal en lo particular. Un ejemplo permite entenderlo mejor: un
padre o una madre sabe que debe educar a su hijo en la justicia; ello implica poner normas,
premiar conductas buenas, castigar transgresiones; pero, ¿cómo hacerlo en lo concreto?
¿Hasta qué punto un castigo es un acto de justicia, o más bien se convierte en un desahogo
de la ira del padre? Es tarea de la prudencia establecer el punto exacto de la severidad y la
indulgencia, de la rectitud y de la flexibilidad.
En este sentido es importante la relación que existe entre prudencia y experiencia. Esta
reduce el número virtualmente infinito de posibilidades a lo que sucede en la mayoría de
los casos, y así marca el camino probable a seguir. Sin embargo, la prudencia no es una
técnica; ésta última puede identificarse más fácilmente con un algoritmo de operaciones, en
tanto que la prudencia siempre implica una sensibilidad, una finura de la percepción moral
para hallar el mayor bien en lo concreto.
Por eso, lo prudente no puede ser reducido a un elenco de casos, e incluso puede haber
una gran variabilidad de lo prudente según la situación y las circunstancias. Lo que fue
prudente en una situación no lo es necesariamente en otra análoga.
Los actos de la virtud de la prudencia son tres: la deliberación, el juicio y el imperio.
La deliberación consiste en considerar de manera adecuada las diferentes opciones o cursos
de acción que se pueden adoptar para realizar algún bien práctico. El juicio es la
determinación del mejor de esos caminos posibles. El imperio es el mandato a poner por
obra el camino elegido. Por ejemplo, en el caso de tener que hacer un viaje a un lugar
determinado, una persona falla en la deliberación si no sabe ponderar adecuadamente las
diferentes formas para viajar, como si considerara adecuado ir caminando a un lugar que
queda muy lejos; falla en el juicio si no determina, si analiza mucho y no decide, si se
debate en la inseguridad y la duda; falla en el imperio si no se mueve para poner por obra lo
deliberado y juzgado.
Santo Tomás de Aquino concibe las virtudes cardinales de una manera dinámica, de tal
forma que encuentra en ellas diferentes “partes” que no son sino actos y movimientos de
cada una de ellas. Para santo Tomás, hay tres tipos de partes. Partes integrales de una virtud
son los diferentes actos, dinamismos o elementos que la componen; como si de una mesa
dijéramos que sus partes integrales son el tablero y las patas. Partes subjetivas de la virtud
son las especies en las que se puede dividir; como de la mesa podríamos decir que hay
mesas de cocina, mesas de jardín, mesas de planchar, escritorios, etc. Partes potenciales,
finalmente, son aquellas virtudes anexas que realizan solo parcialmente la razón o esencia
de la virtud principal, pero se le asemejan; como si dijéramos que un tablón es mesa aunque
le falten las patas, porque cumple con varias de las funciones o fines de la mesa.
Justicia
Sin embargo, aquí nos corresponde analizar la justicia como algo interior al sujeto,
como una cualidad del alma, una virtud en todo el sentido de la palabra. En ese sentido, la
definición clásica nos dice que la justicia es la firme y constante voluntad de dar a cada uno
lo suyo. Vale decir, que más allá de la compleja y difícil determinación de lo que es justo
en cada caso, se trata de descubrir cómo una persona se hace justa ella misma, en tanto que
reconoce, respeta y promueve lo que es de lo demás, no solamente en un sentido exterior
(sus cosas, sus legítimas propiedades), sino en lo íntimo y constitutivo: su ser personal.
Así es que la justicia, virtud cardinal que regula las operaciones externas y que
perfecciona la voluntad, es la que establece el apropiado orden entre las personas. Por eso
afirma santo Tomás: “La justicia es el hábito por el cual un hombre, movido por una
voluntad constante e inalterable, da a cada uno su derecho” (Suma Teológica, II-II, 58, 1).
Es decir, que lo que llamamos lo “suyo”, lo “propio” de cada uno, que le debe ser dado o
devuelto, es el “derecho”, objeto de la justicia. Ese derecho (o en plural, derechos) de cada
uno, le corresponde por su misma naturaleza personal. Más allá de las perspectivas actuales
que pretenden fundamentar un discurso sobre derechos de los animales o de otras entidades,
sólo las personas son sujetos de derechos, porque tales han sido constituidas por su creación
y solo ellas gozan de una dignidad trascendente e inalienable. Y como la condición
personal es irrevocable, también lo son los derechos fundamentales, que no son conferidos
por las leyes positivas ni tampoco pueden ser quitados por estas. Por ejemplo: una
legislación positiva (o una sentencia judicial) puede quitar a alguien el derecho a ejercer un
cargo público (en el caso de una sanción por un delito cometido); pero lo que nunca podría
quitarle es el derecho a la vida, a su dignidad y a todo lo que inmediatamente se refiere a
ellas.
La justicia como virtud presenta algunas características particulares. Una de ellas es
que siempre se refiere “a otro”. Propiamente hablando, no hay justicia para con uno mismo.
Ser justo significa respetar al otro en cuanto otro, reconocer el límite del yo personal; hay
otro que no se confunde conmigo y que tiene derecho a lo suyo. Otro rasgo importante de la
justicia es que el “justo medio”, típico de las virtudes, es en este caso un medio objetivo o
real, que en algunas ocasiones incluso se determina estrictamente por ley (como el monto
de algunos impuestos o de algunos salarios), a diferencia de las otras virtudes, en las que el
medio es variable de acuerdo a la condición del sujeto.
Respecto de la justicia social, se puede decir que es una exigencia vinculada con la
cuestión social, que hoy se manifiesta, en la globalización, en una dimensión mundial. La
justicia social se refiere a los aspectos sociales, políticos y económicos y, sobre todo, a la
dimensión estructural de los problemas y las soluciones correspondientes. De más está
decir la importancia que este tipo de justicia tiene en la situación social contemporánea.
Es importante investigar también las partes potenciales de la justicia, que son, como
decíamos más arriba, aquellas virtudes en las que no se da perfectamente la razón de la
justicia por falta de algunas de las características esenciales de la relación de justicia.
Entre ellas, podemos destacar la virtud de la religión, que es la que regula las
relaciones del hombre con Dios. Allí existe la alteridad y la exigibilidad pero no la
igualdad, dado que el hombre nunca puede establecer relaciones de igual a igual con el
Absoluto. La religión como virtud natural no debe confundirse con las virtudes teologales
de fe, esperanza y caridad: estas son infundidas por Dios y tienen por objeto a Dios mismo,
en tanto que la religión tiene por objeto los actos apropiados para rendir el culto adecuado a
Dios. La religión es la virtud que nos coloca en el justo medio entre la impiedad o la
indiferencia, por un lado, y la superstición, por otro.
Otras virtudes anexas a la justicia como partes potenciales suyas son: la piedad (que
regula lo debido a los padres o superiores que no son “iguales” a nosotros), la gratitud
(agradecer los favores o beneficios recibidos no es algo estrictamente exigible pero es
necesario para el orden adecuado de la vida humana), la veracidad (en la que se respeta el
fin de toda relación comunicativa, compartir la verdad), la obediencia, etc.
Finalmente, es preciso considerar una virtud que supera y perfecciona la justicia y que
se conoce por su nombre griego: la epiqueya. No consiste, como a veces se cree, en la
libertad para excusarse o eximirse a uno mismo de las leyes en situaciones determinadas,
sino en la capacidad de ir más allá de la ley, cumpliéndola más perfectamente. Pues las
leyes escritas no pueden prever todas las contingencias que se pueden dar en la vida
humana concreta, y por eso hay situaciones en las que si se cumpliera estrictamente lo que
dice la letra de la ley, a la larga se iría contra la intención del legislador y contra el bien. Un
ejemplo del ejercicio de esta virtud es lo que hizo el General Manuel Belgrano, que, en
1812 recibe la orden de replegarse hasta Córdoba, pero decide permanecer en Tucumán
para dar batalla a los realistas y de ese modo asegura la causa independentista de las
Provincias Unidas.
Fortaleza
Así como la justicia es una virtud que regula las operaciones, la fortaleza y la
templanza regulan las pasiones. Estas, como hemos visto, son movimientos del apetito
sensitivo que comportan una modificación corporal, y que deben entrar en la composición
de las acciones rectas en su justo orden y medida. Por eso es necesario que sean reguladas
por ciertas virtudes. El apetito irascible (que incluye las pasiones que se refieren al bien
arduo) es regulado por la virtud de la fortaleza.
El papel específico de la fortaleza es sostener la opción por el bien sin retraernos ante
las dificultades. Es decir, la fortaleza reconoce la presencia del mal en el mundo y aún en la
propia interioridad de cada uno; ese mal es lo que hace que el bien sea “arduo”, es decir,
difícil, no inmediatamente accesible, esquivo. Y la fortaleza en su sentido más propio se
refiere al máximo de esos males, el peligro de muerte, que por el temor que infunde puede
torcer la conducta y desviarla del bien verdadero.
Hay que evitar, por lo tanto, una idea de la fortaleza reducida sólo a la fuerza física.
Esa concepción se vio favorecida por una comparación de Platón, que asignaba las
diferentes virtudes a distintos estamentos sociales, y en particular, la fortaleza a los
guerreros, que son quienes deben afrontar los mayores peligros y vencer el temor a la
muerte para cumplir su deber. No obstante, la fortaleza puede existir sin fuerza física. Y
una persona fuerte, físicamente hablando, puede carecer de la virtud de la fortaleza; porque
ésta, como toda virtud, es ante todo una cualificación interior, una actitud, un estilo de ser y
de obrar. Un violento no tiene la virtud de la fortaleza, precisamente porque le falta el
autocontrol interior, que es lo más propio de esta virtud. De hecho, es el cristianismo el que
amplió el concepto de la fortaleza, dado que la extendió a todas las personas, y
especialmente reconoció en el martirio su acto supremo. Y los mártires cristianos fueron
personas de toda edad, sexo y condición que superaron el miedo a la muerte que se les
infligía, para mantener firme el testimonio de Cristo.
La persona fuerte realiza sus acciones en un justo medio entre la cobardía (que la lleva
a huir de los peligros por temor) y la temeridad (que la mueve por audacia a arriesgarse en
lo que no debe). El justo, como dice una acertada expresión, “no se fía de sí mismo”, es
decir, pondera sus fuerzas para hacer aquello de lo que es capaz y no emprender lo que lo
supera.
Es importante destacar que como los temores y audacias (igual que las otras pasiones)
dependen de la representación previa de sus objetos que hace la imaginación y regula la
razón, es necesario purificar y objetivar esas representaciones. Hay personas que tienen
miedos irracionales a cosas que en realidad no pueden hacerles daño, o no saben afrontar
riesgos razonables; les falta fortaleza. Pero hay otros que no saben medir el peligro y se
lanzan a aventuras irresponsables; también les falta fortaleza porque son audaces en exceso.
Por ejemplo, si un estudiante deja que su imaginación le presente una materia como difícil
en exceso, un profesor como muy malo, y a él mismo como incapaz, seguramente por
miedo dejará de presentarse al examen, aunque objetivamente estuviera en condiciones de
hacerlo. Por el contrario, si minimiza las dificultades y riesgos, se lanzará al examen sin
estar en condiciones con las previsibles consecuencias.
Los actos de la virtud de la fortaleza son dos: resistir y atacar. Este último parecería ser
el más importante; pero, por el contrario, el acto de resistir es el principal y más propio de
la fortaleza. Santo Tomás lo explica de la siguiente manera: resistir se refiere a moderar el
temor, en tanto que atacar se relaciona con moderar la audacia, y lo primero es más difícil
que lo segundo. Resistir es más difícil que atacar, porque se resiste ante el que es en
apariencia más fuerte; y atacar, se ataca al que en apariencia es más débil. Además, el que
resiste tiene encima el peligro, y en cambio el que ataca puede prever su acción y
proyectarla al futuro. Por otra parte, la resistencia implica normalmente un tiempo
prolongado, que a veces no se sabe cuánto ha de durar, en tanto que el ataque puede surgir
de un movimiento repentino. Estas consideraciones acentúan, una vez más, el carácter
interior de la virtud de la fortaleza.
Debemos ahora exponer las partes potenciales de la fortaleza, que como sabemos, son
aquellas virtudes que tienen algo de la fortaleza, aun cuando no se refieran directamente a
los mayores peligros, ni al peligro de muerte. Podemos mencionar cuatro virtudes. A) la
magnanimidad: de “magna anima”, alma grande; es la virtud de la grandeza del alma, que
lleva a proponerse metas altas, ideales que van más allá de lo trivial o lo habitual. Es la
generosidad de alma, cuyo opuesto es la mezquindad de corazón. B) La magnificencia: es
la capacidad de proyectar y hacer cosas grandes (magna-facere) desde el punto de vista
material. Implica la capacidad económica de hacer obras materialmente grandes. C) La
paciencia: es la virtud que permite resistir al mal y a la tristeza que produce, cuando ese mal
es prolongado y no se divisa su término. D) La perseverancia o constancia: es la virtud que
ayuda a persistir en el bien aunque los resultados esperados tarden en llegar.
En este horizonte más amplio de la fortaleza es posible distinguir también los vicios o
hábitos malos que se le oponen. A la fortaleza como tal se oponen la cobardía, o exceso de
temor; la temeridad, o audacia excesiva; y también la impavidez o falta total de temor; con
esto se ve que el miedo es humano y natural, y tenerlo en su justa medida forma parte de la
perfección moral. A las virtudes anexas se les oponen, entre otros, los vicios de la
mezquindad, la impaciencia, la inconstancia, la pertinacia u obstinación, etc.
Templanza
Es de notar que decimos que la templanza no “suprime” los placeres, sino que los
regula, y cuando decimos que se trata de poner en ellos la debida moderación, no
necesariamente significa disminuirlos, sino alguna vez puede ser también aumentarlos. En
efecto, la templanza establece un justo medio de los placeres sensibles entre el defecto de la
insensibilidad y el exceso de la intemperancia.
Las partes subjetivas o especies de la templanza son tres, dado que tres son los placeres
sensibles de más intensidad, cuyo desorden puede alterar toda la conducta moral: los goces
de la comida, la bebida y la sexualidad. Los nombres que reciben en latín pueden
inducirnos a confusión: abstinencia, sobriedad y castidad, respectivamente. Vale la pena
detenernos especialmente en ésta última.
Los apetitos sensibles vinculados al comer, al beber y al placer sexual son los más
vehementes, pero no son los únicos que deben ser regulados. Por eso existen las partes
potenciales de la templanza, que dan su justa medida a otros impulsos igualmente
significativos para la vida humana. Entre ellos la humildad (virtud que modera el apetito
desordenado de la propia grandeza), la mansedumbre (que regula la ira, aun sabiendo que
muchas veces ésta es necesaria), la estudiosidad (que no consiste solo en “ser estudioso”,
sino que tiene como fin la moderación del apetito desordenado de conocer, que
frecuentemente desemboca en el vicio de la curiosidad).
Como hemos tenido ocasión de ver, las virtudes forman parte esencial de la vida moral
de las personas y ellas mismas son dinamismos vitales, son algo “vivo” que se engendra, se
desarrolla y crece, o por el contrario se enferma, disminuye o muere. A la vez, las
diferentes virtudes se hallan conectadas entre sí, como ocurre con los aparatos y sistemas de
los organismos vivos. Por eso es necesario considerar ahora la adquisición y la conexión de
las virtudes.
Por eso los hábitos, como hemos dicho, se distinguen de las meras costumbres. Un
hábito implica siempre un principio interior, una valoración interior del bien, en tanto que
una costumbre o rutina a lo sumo puede ser fruto de un adiestramiento exterior. Por eso,
cuando se dice que los hábitos, o las virtudes en particular, se adquieren a través de la
repetición de actos, es preciso considerar que esos actos tienen que ser de una calidad moral
tal que permitan engendrar la virtud; es decir, se trata de actos interiores en los que la
persona se encuentra comprometida.
Los hábitos pueden “crecer” desde dos puntos de vista. En primer lugar, cuando se
hacen más intensos: por ejemplo, cuando alguien tiene más justicia o templanza es porque
interiormente tiene un sentido más vivo de esas virtudes y está mejor predispuesto a todos
sus actos. En segundo lugar, un hábito crece cuando se aplica a mayor cantidad de objetos y
acciones. Una persona que es prudente no sólo para el gobierno de su propia vida sino
también para conducir grupos o empresas de cualquier tipo, tendrá más prudencia que el
que solo la tiene para sí mismo.
Por último, las motivaciones para adquirir una virtud pueden ser de dos tipos. Unas son
extrínsecas: la ley, las órdenes recibidas, la expectativa del premio o del castigo. Estas
motivaciones no son muy fuertes, salvo al inicio del camino moral de las personas. En
cambio, las motivaciones intrínsecas, como la belleza de la virtud que despierta el amor de
la persona, la imitación de modelos, las inclinaciones naturales que llevan a cada uno a
cultivar un determinado tipo de personalidad, caracterizado por ciertas virtudes, etc., son
más poderosas, pero siempre deben ir acompañadas por el esfuerzo personal y la
perseverancia, pues adquirir las virtudes es cosa que lleva tiempo y nunca pueden darse por
definitivamente conquistadas.
Las razones para entender la conexión de las virtudes son varias. En primer lugar, la
persona, que es el sujeto de las virtudes, es una sola; por eso, para ser integralmente buena,
tiene que tener virtudes conectadas entre sí. Luego, hemos visto que las virtudes son
cardinales en tanto que cada una se encuentra de modo general en los actos de las otras; así,
la prudencia debe ser fuerte, justa, etc. De modo particular, la virtud de la prudencia da la
“forma” a las demás virtudes, y así actúa como vínculo de unión de todas. Además, los
actos buenos generalmente exigen más de una virtud; por ejemplo, la fidelidad matrimonial
requiere el amor, pero también la justicia y la templanza. Por último, a veces se comete una
falta contra una virtud por un vicio que corresponde a otra, por ejemplo, la falta de
templanza puede llevar a la injusticia o a la mentira, etc.
Finalmente, es preciso destacar la importancia que tienen las condiciones externas para
la adquisición de las virtudes. Ante todo, la educación moral es fundamental, tanto en
contenidos concretos que se transmiten como sobre todo en la persona del maestro o
educador moral, que comunica su saber sobre todo con su ejemplo de vida. El clima
afectivo positivo, las buenas costumbres adquiridas desde la infancia, la explícita enseñanza
moral, son elementos esenciales en la educación virtuosa. Para ello es preciso que la
persona se encuentre inserta en una comunidad humana virtuosa, donde se haga vida una
tradición que sostiene e incrementa de manera existencial los valores virtuosos a lo largo
del tiempo. Esa comunidad virtuosa puede ser de índole moral, estética, religiosa, cultural,
etc. La misma sociedad política tiene una responsabilidad en este sentido, en tanto que con
sus leyes ejerce una acción educativa y marca rumbos para las nuevas generaciones en la
línea de las virtudes o contra ellas.
Según hemos visto, la ética es una disciplina práctica, y por ello su eficacia y utilidad
aumentan cuando llega al nivel de las situaciones concretas. Los principios generales son
necesarios, pero no suficientes; es preciso poder aplicarlos adecuadamente a las diferentes
situaciones que se presentan en las vidas de las personas. Dichas situaciones hoy en día son
más complejas y difíciles que antes, entre otras causas, por los avances de la ciencia y de la
técnica, que generan nuevos desafíos, y por la complejidad de la vida contemporánea en
general, donde muchos factores pueden incidir en el planteo de una decisión o en el juicio
práctico acerca de una coyuntura. Por eso es difícil establecer reglas de ética aplicada,
particularmente en el caso de la ética profesional.
Por eso es preciso conocer los códigos éticos que existen en la gran mayoría de las
profesiones y descubrir la relación de los principios morales más generales con el propio
trabajo. Con ello se podrá asumir las implicancias de esos códigos de una manera más
consciente y crítica, e incluso contribuir a establecerlos donde no existan, o mejorarlos. La
prudencia profesional, es decir, las prácticas usuales que están sostenidas no sólo por la
costumbre sino por la solvencia moral de los profesionales más ejemplares, es también un
punto de referencia importante. Lo que sin embargo resulta claro es que no se pueden
aplicar automáticamente en todos los casos las mismas soluciones a los problemas, aunque
sí hay principios que no se pueden dejar de tener en cuenta: por ejemplo: la necesidad de
adquirir o poseer una suficiente preparación técnica para ejercitar la tarea que a uno le es
encomendada, pedir consejo o asesoramiento en los casos en que no resulta claro el camino
a seguir, conocer y cumplir las leyes que regulan la propia actividad, no buscar el lucro o el
éxito a cualquier precio, respetar el trabajo y los logros ajenos, cooperar con los otros
profesionales donde razonablemente las circunstancias lo exijan en orden al bien común,
realizar siempre el propio trabajo con sentido de responsabilidad social, respetar el medio
ambiente y prestar atención a la cuestión ecológica.