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Proyecto de texto para Formación Humanística II

P. Amadeo Tonello

Capítulo 1: Ética. Introducción

¿Qué es la ética?

Con cierta frecuencia oímos en el lenguaje cotidiano las expresiones “ética” y “moral”.
Más allá de los usos que puedan tener en diferentes autores, son prácticamente sinónimas.
“Ética” viene del griego “ethos” que se puede escribir de dos maneras: con “eta” (= e larga)
significa carácter o modo de ser de algo, particularmente de una persona; en cambio, con
“épsilon” (= e breve) significa costumbre o modo habitual de obrar. La palabra “moral”
proviene del latín “mos”, que significa igualmente “costumbre”.

En una primera aproximación, podemos definir la ética como “el estudio filosófico-
práctico de la conducta humana”. Al decir “estudio filosófico” queremos señalar que se
trata de una indagación de índole reflexiva y sapiencial, que busca las raíces o causas
últimas de la realidad. Se contrapone a una consideración “científica” (que busca
comprobar leyes a través de procedimientos experimentales) porque en la ética los
resultados no surgen de experiencias de laboratorio o de campo. Igualmente, la ética
filosófica trasciende una consideración espontánea, inmediata o vulgar de las cuestiones
referidas al obrar humano. Es decir, la ética es conocimiento “filosófico”, no “científico” ni
“vulgar”.

La ética es filosofía “práctica” porque su objeto es establecer las buenas acciones; en


ello se distingue de otras disciplinas filosóficas, llamadas especulativas o teóricas (del latín
“speculare” y del griego “theorein”, que significan observar, mirar), que se limitan a
contemplar sus objetos sin modificarlos. Como dice Aristóteles: estudiamos ética no para
saber lo que es bueno, sino para obrar bien.

Su objeto es “la conducta humana”. Respecto de esto, es necesario distinguir,


siguiendo a Santo Tomás de Aquino, los actos humanos y los actos del hombre. Actos
humanos son los que provienen de la voluntad deliberada y por ello están en manos del que
los ejecuta: como por ejemplo pensar, querer, estudiar, trabajar. Actos del hombre son los
que suceden sin intervención de la voluntad libre: como la circulación de la sangre, la
digestión o el enrojecimiento del rostro.
La conducta humana, objeto de la ética, está constituida por los actos humanos. Hay
que considerar la vida humana como una totalidad de la que el hombre mismo es sujeto y
autor. Por eso se suele decir que el enfoque correcto de la ética es el de la primera persona,
es decir, el del hombre que configura su propia conducta como un todo, o (dicho de otra
manera) es autor de su propia biografía moral. Es decir que con la ética tocamos
directamente la dimensión personal de los seres humanos; no es posible reducir a la ética a
un sistema de condicionamientos o a “mecanismos” de actuación, de acción y reacción, que
desconocerían la racionalidad y la libertad de las personas.

Por otra parte, existe una tensión entre los actos singulares y la conducta en su
conjunto. Los actos singulares son importantes, en la medida en que configuran al sujeto en
su dimensión moral; por ejemplo, si una persona comete un robo se convierte en un ladrón,
mal que le pese. Pero la ética debe tener en cuenta no sólo los actos en su dimensión
puntual, sino también el conjunto de la conducta, que es en última instancia la que
determina al hombre como tal; pues un acto aislado puede ser revertido por otros y de esa
manera la conducta puede quedar orientada en una dirección distinta. En el ejemplo que
pusimos, si el que robó una vez se arrepiente de ese acto y desarrolla una conducta
totalmente opuesta, ya no podrá ser considerado ladrón.

Señalemos también que la ética, como toda disciplina de estudio, tiene un objeto
material y un objeto formal. Objeto material se llama a la realidad que estudia cada
disciplina o ciencia: en el caso de la ética, es la conducta humana. Pero ese objeto le es
común, como veremos, con otras disciplinas. Objeto formal es el aspecto específico del
objeto material o el punto de vista bajo el cual se lo estudia. En el caso de la ética, se trata
de la moralidad de la conducta humana, es decir, la cualidad de la conducta que la hace
buena o mala en orden a la realización integral de la persona.

En ese sentido, hay que distinguir el bien ético del bien técnico. La bondad técnica se
refiere a algún fin particular muy restringido: desde el punto de vista técnico, el cuchillo es
bueno porque sirve para cortar. En cambio, la bondad ética se refiere al fin último de la
persona y a su plena realización. Es así que algo muy bueno desde el punto de vista técnico
puede ser malo o nocivo desde el punto de vista ético: por ejemplo, usar una bomba
atómica implica un enorme desarrollo y capacidad técnica; pero por la destrucción que
provoca, merece una valoración moral totalmente negativa.

Entonces, el bien ético o moral es el que se dirige a la realización de la persona en


todas sus dimensiones. Por eso, el bien moral verdadero se distingue también del bien
aparente, que se presenta como objeto deseable de la acción pero no lleva a la plenitud
personal. Por ejemplo: mentir puede aparecer como algo bueno para obtener una ventaja
inmediata, y así ser un bien aparente; pero desde el punto de vista moral es siempre malo.
Origen de la pregunta ética

Desde que tenemos uso de razón, la dimensión ética se hace presente en nuestra vida.
Recibimos una educación moral que nos permite distinguir lo bueno y lo malo, lo debido y
lo prohibido, lo conveniente y lo perjudicial. Esa educación moral suele estar ligada a los
ámbitos de la familia y de la sociedad, que transmiten el “ethos” de una cultura. Por “ethos”
cultural entendemos el conjunto de criterios, valores, prácticas, actitudes y virtudes que
configuran las acciones y la vida de un grupo social y de las personas singulares que lo
componen.

Frente al “ethos” recibido, las actitudes pueden ser diversas: podemos asumirlo
pasivamente, o profundizar en sus presupuestos para vivirlo más conscientemente;
podemos criticar sus manifestaciones o sus principios implícitos; podemos incluso
abandonarlo y reemplazarlo por otra configuración de valores y de vida.

La pregunta ética surge entonces desde la práctica moral de cada una de las personas.
No se trata, como quieren algunas corrientes, de que existan “hechos” morales que deberían
ser estudiados desde una perspectiva científica, neutral y externa, así como existen hechos
físicos, hechos astronómicos, etc. Más bien, en la práctica moral que cada uno de nosotros
desarrolla, surgen las preguntas éticas en las que siempre estamos involucrados en primera
persona. Por eso, una característica de la pregunta moral es que en todos los casos incluye
al mismo que la formula; no puede ponerse de una manera puramente neutral, y los valores
y virtudes del que intenta responderla siempre están implicados en el enfoque y en las
soluciones que se proponen. Ejemplos: una persona muy honesta repudiará vivamente una
propuesta injusta; una persona que miente habitualmente tenderá a considerar que la
mentira no es algo muy grave, que en algunos casos se justifica, etc.

Ética filosófica y experiencia moral

No todas las personas hacemos filosofía o reflexionamos en el nivel de la ética


filosófica. Sin embargo, todos tenemos experiencia moral. La experiencia moral puede
definirse como el conjunto de situaciones, vivencias, reflexiones, cuestionamientos,
decisiones que de una forma u otra inciden en la integridad de nuestro ser, es decir, en lo
que nos hace, cabalmente, buenas personas o malas personas.

La experiencia moral es el punto de partida de la ética filosófica. Pues desde la vida


concreta es posible preguntarnos cómo y porqué ciertas acciones, conductas, decisiones o
estilos de vida, llevan a nuestra plenitud como personas, o por el contrario, nos alejan de
ella. Y desde esa pregunta surge la elaboración filosófica, como búsqueda de los principios
o razones últimas y decisivas que configuran rectamente nuestra conducta.
La experiencia moral es rica y variada. Entre otros elementos, podemos encontrar en
ella: la conciencia de obrar bien o mal; la ley y la obligación; las prohibiciones y su
carácter, en ocasiones, absoluto; la responsabilidad personal de las acciones y sus
implicaciones sociales; la libertad y sus límites; la angustia ante decisiones difíciles que
son, a la vez, inevitables; el gozo del bien realizado; el remordimiento por el mal cometido;
las virtudes como capacidades de obrar el bien; los vicios como cadenas que nos quitan
libertad; el ideal del bien como factor movilizador de la esperanza.

La ética filosófica implica poner en palabras la experiencia moral; expresar en


conceptos generales la vivencia personal y los principios morales que la configuran. Esa
elaboración implica el análisis crítico de la experiencia y el desarrollo de categorías
morales, que, si bien se basan en las concepciones espontáneas del sujeto, deben
establecerse de manera más reflexiva y completa. Ejemplo: espontáneamente se suele decir
que la libertad consiste en elegir entre el bien y el mal; un análisis crítico nos llevará a un
concepto más elaborado de libertad como autodeterminación de la persona, en el cual la
elección del mal aparece como una consecuencia accidental y no verdaderamente
constitutiva de la libertad, dado que, en realidad, al elegir el mal perdemos dignidad y
frecuentemente nos atamos y esclavizamos a aquello que elegimos.

Distinción de la Ética y otros saberes: metafísica, antropología, psicología, sociología,


derecho, economía, teología

La Ética se relaciona y a la vez se distingue de otras disciplinas filosóficas y


científicas. En el análisis de estas relaciones y distinciones podremos ir perfilando mejor su
carácter propio.

Ética y metafísica

La metafísica es, en la concepción clásica, la parte más importante de la filosofía. La


metafísica tiene una mirada sapiencial, que se dirige a las causas determinantes y últimas y
a los principios más universales y primeros de toda la realidad: el ente, la esencia, el acto, la
potencia, la sustancia. Y su punto más alto está en el reconocimiento o la prueba de la
existencia de Dios. Pero en la época moderna la metafísica se ha visto fuertemente
desacreditada, en parte por el influjo del empirismo (que pretende prescindir de todo
aquello que no tenga apoyo o comprobación directa en los datos de la experiencia sensible),
en parte por la crítica de Kant (que considera la metafísica como una ciencia imposible,
porque sus objetos, el alma, Dios, no pueden demostrarse experimentalmente), y más
recientemente por las tendencias nihilistas que niegan todo saber de fundamentos y se
limitan a establecer direcciones provisorias y aproximaciones relativas a las cuestiones más
decisivas.

La ética es disciplina práctica: procura dar las normas para componer las buenas
acciones que configuran la conducta adecuada del sujeto. La metafísica, en cambio, es una
disciplina especulativa o teórica, porque su fin es la contemplación de las realidades más
elevadas. Ya por eso mismo se establece claramente una distinción entre ambas. Sin
embargo, existe una relación importante. Pues la metafísica implica una visión del mundo y
de la realidad que no puede dejar de influir en la respuesta ética a las cuestiones más
trascendentes. En este sentido, aun aquellos que niegan la metafísica tienen una metafísica
implícita; por ejemplo, quien afirma que la vida no tiene ningún sentido y que por ello hay
que vivir sólo el momento presente, ya nos ofrece una concepción de la realidad, o sea, una
metafísica. Y como es natural, este tipo de visión influye en las respuestas que se dan a los
interrogantes éticos. Asimismo, una metafísica materialista u otra espiritualista, una
metafísica personalista u otra individualista, marcarán direcciones muy diferentes en el
enfoque y en la resolución de los problemas éticos.

No obstante, la ética conserva su relativa autonomía de la metafísica, pues tiene un


objeto y una metodología que la sitúan netamente en el ámbito de las disciplinas prácticas.

Ética y antropología

La antropología, estudio del hombre, puede abordarse desde diversos enfoques. Existe
una antropología filosófica, que estudia los principios y dinamismos propios del hombre
desde el punto de vista filosófico; hay una antropología cultural, que describe las formas y
las direcciones del desarrollo humano y social según las diferentes culturas; la antropología
teológica, por su parte, medita sobre el hombre en tanto que ha sido creado a imagen y
semejanza de Dios, y caído por el pecado, ha sido redimido y renovado en Cristo.

La ética presupone sin duda una antropología filosófica, y se vale de los datos que
proveen los otros enfoques antropológicos. Pero se diferencia de la antropología en tanto
que el objeto propio de la ética es el obrar humano considerado desde su moralidad y por lo
tanto va más allá de la descripción y la reflexión sobre el hombre y sus actos para emitir
juicios valorativos e incondicionales. Por ejemplo: por más que en una cultura determinada
una conducta resulte habitual o se considere normal, ello no implica, desde el punto de vista
ético, que sea incondicionalmente (moralmente) buena. Antes bien, desde la ética se puede
criticar las culturas y sus manifestaciones, evitando todo tipo de relativismo cultural.

Los principales presupuestos antropológicos de los que se vale la ética son: el carácter
personal del ser humano, la composición del hombre como unidad de cuerpo y alma, el
análisis de las facultades humanas de inteligencia y voluntad, la condición social del
hombre, la libertad como fenómeno humano originario e insoslayable, etc.

Ética y psicología

Aunque la ética y la psicología tienen muchos puntos de acercamiento, sin embargo


son disciplinas netamente distintas. La psicología estudia la naturaleza y el dinamismo de la
conducta humana desde sus leyes naturales, según las cuales podemos considerar una
personalidad humana normal o patológica. La ética, por su parte, como ya lo hemos
expresado repetidamente, considera la moralidad de dicha conducta, es decir, su ajuste o no
a lo que hace integralmente bueno al hombre.

Además, la ética es una disciplina normativa, que indica lo que debe hacerse, en tanto
que la psicología es una ciencia descriptiva, un saber positivo que parte de una base
empírica y resuelve sus conclusiones de manera experimental.

No obstante, hay importantes puntos de contacto entre ambas disciplinas. La ética


necesita de la psicología para establecer hasta qué punto una conducta errada proviene de
una desviación de la voluntad, y por tanto es imputable al sujeto que la realiza, o si más
bien procede de condicionamientos más o menos intensos que quitan responsabilidad e
imputabilidad. Pensemos en el ejemplo del suicidio: desde el punto de vista ético, es claro
que se trata de una conducta reprensible; sin embargo, entre las causas que llevan a una
persona a tomar esa decisión puede haber algún tipo de patología que disminuya
notoriamente o aun quite la responsabilidad. Del mismo modo, otros condicionamientos
psicológicos pueden dificultar la educación moral de una persona, como por ejemplo, la
dependencia del alcohol o de las drogas, que produce graves desórdenes en la vida humana:
en ese caso, para rectificar la conducta moralmente errada será preciso antes sanar el
psiquismo gravemente condicionado.

La ética, sin embargo, conserva su plena autonomía frente a la psicología. No es


acertado decir, por ejemplo, que el universo de la moral y de las normas sea simplemente
una construcción derivada de ciertos mecanismos psicológicos. Una tal afirmación
implicaría confundir la dimensión moral de la persona con las condiciones de posibilidad
psicológicas de dicha dimensión. Ejemplo: una persona puede tener un sentido de las
normas, de la culpa, etc., más o menos desarrollado de acuerdo a ciertos elementos de su
estructura psíquica; puede ser rigorista o legalista o laxista; pero ello no implica que la
dimensión moral surja de dicha estructura. Ella es tan sólo su condición de posibilidad. A
quienes dicen que la moral es una superestructura producida por la psiquis, cabría
retrucarles que su teoría parece ser una construcción destinada a negar la evidencia
palmaria de la dimensión moral.
Ética y sociología

La relación entre ética y sociología es análoga a la que existe entre ética y psicología.
La ética es disciplina normativa, en tanto que la sociología describe, clasifica y mide los
hechos sociales mediante métodos empíricos: estadísticas, encuestas, etc., y los interpreta
de acuerdo a ciertos modelos de análisis.

La ética ha de tener en cuenta los datos ofrecidos por la sociología, sobre todo en dos
dimensiones. Primero, como fuente de información acerca de lo que las personas creen,
piensan y sienten sobre algunos aspectos de la conducta relacionados con la vida en común
de los hombres; pues Aristóteles nos recuerda que el método de la ética parte de las
“apariencias”, en el sentido de las opiniones comunes de los hombres sobre lo que está bien
y lo que está mal. En segundo lugar, los datos sociológicos son útiles a la hora de establecer
una pedagogía de la moral: pues los condicionamientos sociales de la conducta humana
pueden hacer más fácil o más difícil el poner en práctica las normas que la ética establece, y
ello puede orientar en una dirección u otra la pedagogía ética.

Lo que no es aceptable es pensar que la moralidad de la conducta humana tenga que


decidirse por la opinión o la praxis de la mayoría. La ética es, como dijimos repetidamente,
una disciplina normativa, y por eso su dictamen no depende de la cantidad de las personas
que en un determinado contexto pongan en práctica una norma moral. Por ejemplo: la
difusión de la corrupción en la administración pública o de la pornografía no hacen a estas
prácticas moralmente buenas, ni siquiera tolerables.

También es necesario distinguir la sociología como ciencia, en sí perfectamente


legítima, de sus adherencias ideológicas que ya pertenecen al ámbito de la opinión y que no
siempre son válidas. Por ejemplo: una cosa es constatar algunas relaciones desde la
sociología empírica, como la relación entre la acumulación de capitales en pocas manos y
el sometimiento de ciertas clases sociales; y otra cosa muy distinta, aceptar por ello la
validez del análisis marxista de la sociedad, que incluye una ideología materialista que
desconoce la trascendencia de la persona y su dimensión espiritual.

Ética y derecho

El derecho es el conjunto codificado de las normas que rigen la vida humana en sus
diversos niveles. En ese sentido, hay amplias coincidencias de objeto y de ámbito entre
ética y derecho. Ambos se ocupan de la conducta humana, ambos son normativos y no
meramente descriptivos, ambos involucran la racionalidad, la libertad y la responsabilidad.
No obstante, es necesario establecer algunas diferencias. Ante todo, la ética se ocupa
de la conducta humana en su integralidad, asumiendo lo interior y lo exterior, lo personal y
lo social. En cambio, el derecho sólo se ocupa de la conducta en su dimensión externa y
social. Por ejemplo, la ética puede reprender conductas como guardar rencor al vecino o
emborracharse en casa, pero el derecho no puede establecer normas o penas por ese tipo de
acciones.

Además, el derecho mira la conducta desde la ley, y las consecuencias de su


cumplimiento o incumplimiento; en tanto que la ética, como considera al hombre en su
integridad, se ocupa de las virtudes y su papel perfectivo de la conducta en su totalidad.
Ejemplo: al derecho le interesa sólo el cumplimiento o no cumplimiento de una norma,
como pagar los impuestos; a la ética le interesa también si la persona los paga por simple
temor a una pena o porque tiene arraigada en su corazón la virtud de la justicia.

Por otra parte, el derecho está constituido en gran parte por una codificación positiva,
establecida por las leyes humanas. La ética, por su parte, presta mayor atención a las
normas que emanan de la misma naturaleza humana, que establece unos parámetros
generales de lo que es digno y conveniente a la persona como tal. Por eso, hay muchas
conductas que no son éticamente correctas, y sin embargo no están penadas por la ley. Pero
eso implica, nótese bien, que no basta que algo no esté penado por la ley para que sea
éticamente bueno.

Debe rechazarse el positivismo jurídico, que considera que las normas del derecho son
establecidas por la sola voluntad del legislador; si fuese así, el derecho adquiriría una
autonomía indebida respecto de la ética; terminaría por ser la expresión de una mayoría de
opinión, política o sociológicamente establecida. El derecho, en cambio, debe establecerse
en concordancia con las normas objetivas de la moral, que tienen su última fuente en la
naturaleza humana personal y trascendente. En caso contrario, las normas del derecho
serían injustas y no obligarían en conciencia. Ejemplo: una ley que permita o incluso
obligue a realizar el aborto en ciertos casos, por más que haya sido legalmente aprobada por
el Parlamento, no legitima éticamente esa conducta.

Ética y economía

La economía estudia cómo las personas y los grupos usan sus medios de producción
para conseguir, administrar y distribuir bienes y servicios. Como es natural, la economía no
puede ser simplemente una técnica de la administración o de las finanzas, puesto que detrás
del manejo de los bienes y los recursos están las personas y su dignidad.

La economía como ciencia tiene unos principios y una metodología propios; sin
embargo, no puede eximirse de las normas éticas, en tanto que regula una actividad humana
que puede contribuir o no a la realización más plena de la persona. Por eso, en la valoración
de un análisis o una decisión en el área de la economía, no es suficiente considerar su
calidad desde el punto de vista técnico; es preciso también considerar si ese tipo de decisión
respeta la dignidad humana en toda su integridad, tanto en el que realiza la acción como en
quienes reciben sus consecuencias. Ejemplo: una inversión debe ser considerada no sólo
desde la perspectiva de las posibles ganancias que dará a quienes realicen, sino también si
respeta y promueve la justicia para con todos los que de alguna manera se ven involucrados
en ella, y también si contribuye, aunque sea de manera indirecta, al bien común.

En este sentido se suele decir que la economía debe subordinarse a la política, como
arte que se propone realizar en la sociedad humana el bien común, y la política a la ética,
para evitar que aquella se convierta en una mera búsqueda del poder sin límites.

Ética y teología

La teología es la ciencia de Dios; es el esfuerzo de la razón, iluminada por la fe, de


penetrar los misterios sobrenaturalmente revelados y alcanzar, en la medida limitada de las
fuerzas humanas, una inteligencia de sus contenidos. La teología es una, pero dentro de ella
se distinguen diversas partes, entre las cuales se encuentra la teología moral. Ésta se ocupa
de la vida y la conducta del creyente como respuesta al llamado de Dios en Cristo,
respuesta que se hace posible por la gracia que transforma el ser y el obrar del hombre.

Entre la ética y la teología moral, como es natural, hay estrechas relaciones, pues como
se afirma en teología, la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona. Es decir,
que la conducta moral cristiana supone la rectitud ética desde los parámetros de la
naturaleza, y lleva esa rectitud natural a un grado superior de realización, sólo concebible
desde la Revelación cristiana. Por ejemplo: el respeto debido a todo hombre, principio de la
ética natural, es el fundamento de la realización del amor cristiano, y se proyecta en el amor
a los enemigos, o en un amor hasta dar la vida a ejemplo de Cristo.

Sin embargo, son muchos los puntos en que la ética y la teología moral difieren. Ante
todo, la ética toma sus principios de la observación y la reflexión racional sobre la
naturaleza humana; en cambio, la teología moral se fundamenta en la Palabra de Dios y en
el conjunto de la revelación, conocida y aceptada por la fe. Además, en la ética, el
protagonista es el sujeto humano, autor de su propia conducta y de su biografía moral; en la
perspectiva de la teología moral, quien tiene la iniciativa es Dios, que en Cristo salva a los
hombres y los llama a su amistad; la acción del hombre, por tanto, es siempre una respuesta
al obrar divino. Por otra parte, en la ética, el sujeto humano es visto como ser racional que
se autodetermina a partir de sus actos; en la teología moral, el hombre es considerado como
imagen y semejanza de Dios, caído por el pecado y renovado en Cristo, y por ello dotado
por la gracia de capacidades superiores a las de la mera naturaleza racional. Finalmente, en
la ética, la conducta humana se contempla en el horizonte de la vida presente; en la teología
moral, sin descuidar esa perspectiva, la mirada se ensancha hasta alcanzar la vida eterna.

También debemos decir que la ética tiene autonomía respecto a la teología moral. Es
cierto que, desde una perspectiva creyente, no es suficiente para ordenar la conducta el
cumplir los dictados de una ética racional. Así como la filosofía en general es una búsqueda
de la verdad que nunca se acaba, así la ética nunca podrá dar una respuesta definitiva a las
preguntas que se formulan en el ámbito del obrar humano. Sin embargo, así como es
legítimo filosofar sin tener en cuenta las verdades reveladas, así también se pueden plantear
y responder las principales cuestiones éticas sin hacer referencia a la teología moral.

Distinta es, en cambio, la cuestión de si la pregunta moral por el destino del hombre se
puede responder sin referencia a Dios. Dado que la razón filosófica puede alcanzar, aun
cuando con grandes limitaciones, el conocimiento de la existencia y de la esencia de Dios,
se puede admitir que la ética, en algún momento de su preguntar, debe plantearse si el
último fundamento de las normas morales puede hallarse en una consideración meramente
inmanente, o si debe remitirse a un Absoluto trascendente. Ejemplo: ¿qué es lo que hace
que la vida humana sea indisponible, es decir, que no pueda someterse al arbitrio o al
cálculo de ganancias o pérdidas, sino que sea un valor absoluto? ¿Puede fundarse ese valor
sólo en una consideración intramundana o debe remitirse a la condición del hombre como
dependiente de una causa primera, que es Dios?

Ética personal y ética pública

Es claro que la ética es personal, puesto que su ámbito está constituido por las acciones
libres de las personas. Pero dado que el hombre es un ser naturalmente social, la ética tiene
también una ineludible dimensión pública; todo comportamiento ético tiene una
repercusión social.

¿Cómo se relacionan la ética personal y la ética pública? Es decir, ¿cómo se influyen


recíprocamente estas dimensiones de la vida humana? ¿Dicha influencia es decisiva, o debe
ser reducida a una mínima expresión, de tal modo que lo que es éticamente relevante desde
el punto de vista personal tenga escasa o nula importancia en el nivel de la ética pública?

Una manera inadecuada de plantear estas relaciones es la de pensar que la ética pública
debe reflejar exactamente la ética personal. Ello sucede en ciertos regímenes totalitarios, en
los que por las leyes se pretende imponer coercitivamente todas las normas morales. Esto
da lugar a un control e injerencia del Estado sobre los asuntos privados que resulta lisa y
llanamente insoportable.

Pero el otro extremo consistiría en considerar que la ética pública es el mínimo de


normas morales que deben respetarse en una sociedad para que sea posible la vida en
común, y que la ética personal no debe exigir nada más allá de estas normas mínimas. Es
decir, que sólo caería bajo el ámbito de la ética aquello sin lo cual es imposible la vida
social, y lo demás sería meramente objeto de las preferencias personales, en las que cada
uno toma sus propias opciones. La tolerancia sería el valor supremo; pues cualquier
elección ética en el orden personal debería limitarse a la vida del individuo, sin ninguna
pretensión de imponerla a los demás. Esta posición es igualmente insostenible, porque en la
práctica reduciría la ética a una “ética mínima pública” de perfil relativista, que no se
condice con la incondicionalidad de las normas éticas que se percibe en la experiencia
moral.

¿Cuál es entonces el modo adecuado de relacionar ambas dimensiones? En primer


lugar, hay que decir que la ética personal se ocupa de las acciones realizadas por la persona
individual en cuanto tal; en tanto que la ética pública o política se ocupa de las acciones
realizadas por la sociedad política y también por el individuo, en la medida en que tienen
repercusión pública o afectan directamente al bien común. Por ejemplo: una disputa
familiar debe ser juzgada por la ética personal; pero una acción administrativa realizada por
un gobernante en el ejercicio de sus funciones, o el cumplimiento o la violación de una ley
por parte de un ciudadano, deben ser juzgadas tanto por la ética personal como por la ética
pública.

De ello surgen algunas consecuencias. Ante todo, un mismo comportamiento no puede


recibir una valoración moral distinta en la ética personal y en la ética pública. Por ejemplo:
un acto de corrupción, que va contra la ética personal, no puede ser justificado desde el
punto de vista político por la obtención de otros beneficios para el partido o la persona que
lo realiza. Por ello, no se puede emitir un juicio adecuado sobre un comportamiento en el
ámbito público, sin considerar el dictamen de la ética personal en el mismo caso. Por
ejemplo: si la prostitución tiene una calificación moralmente negativa en el ámbito de la
ética personal, la ética pública tendrá que tener esto en cuenta a la hora de establecer leyes
respecto a la materia. Hoy en día, por ejemplo, la tradicional tolerancia de las leyes respecto
a la prostitución parece haberse endurecido al verse más claramente su vinculación con la
trata de personas y otras prácticas contrarias a la dignidad humana. La ética pública
entonces debe reconocer una dependencia de la ética personal; pero para que una ley
prohíba un comportamiento determinado, no basta que sea éticamente malo, sino que
además debe perjudicar significativamente al bien común. Ejemplo: la comercialización de
estupefacientes no puede ser aprobada o despenalizada, dado que no sólo perjudica al
consumidor individual, sino que implica daños significativos para la sociedad en general.

Por todo esto, no es viable la propuesta de una “ética de mínimos”. Esta consiste en
establecer un mínimo común de valores morales compartidos por todos los miembros de
una sociedad para que la vida común sea posible. La propuesta parece seductora, en tanto
que establece algunos valores consensuados, y a la vez tolera las diferencias, que se dejan
al criterio individual. No obstante, esta posición no es sostenible por su trasfondo
relativista. Tres razones lo prueban: ante todo, no hay un criterio normativo para establecer
los valores mínimos, con lo cual estos se fijarían arbitrariamente; además, ese mínimo sería
variable, o peor aún, tendería a ser progresivamente menor, pues al no haber valores
morales absolutos todo se iría relativizando a los deseos individuales; por último, la idea de
una ética mínima se sustenta en una visión de la naturaleza humana como fuente de deseos
egoístas e ilimitados, que en última instancia provoca permanentemente nuevos conflictos y
por lo tanto amenaza de continuo la vida en común.

Frente a esta posición, parece más conveniente recuperar el concepto de ley natural,
que tradicionalmente expresa los valores humanos que todas las personas son
espontáneamente capaces de reconocer como constitutivos de la vida humana digna en
común, y que se abren a realizaciones que trascienden su expresión mínima. Por ejemplo: el
respeto a la persona y a su integridad, expresado en el mandato “no matar” como norma
mínima, es la base de la mutua valoración, de la apertura a la relación interpersonal, de la
amistad social. O la norma de “no mentir” es el mínimo (insoslayable) que hace falta para
la comunicación y la cooperación mutua entre las personas. La diferencia con la “ética de
mínimos” radica en que en ésta, el mínimo moral es cada vez menor y siempre se puede
reducir, de acuerdo con los dictados de la individualidad relativista; en la ética de la ley
natural, por el contrario, el mínimo no es negociable, y se constituye en la base para
alcanzar realizaciones más excelentes de la vida humana personal y social.

Capítulo 2: La Ética en la historia del pensamiento y la cultura

Como es natural, quienes abordamos el estudio de la ética debemos tener en cuenta lo


que diferentes autores y escuelas han pensado a lo largo de los siglos. Como no es posible
hacer aquí una historia de la ética, nos limitaremos a presentar algunos de los principales
modelos éticos, teniendo en cuenta los que han realizado aportes más significativos.

Modelos éticos

Un modelo ético puede definirse como un modo de relacionar e integrar los diferentes
elementos de la experiencia moral, en orden a explicarlos coherentemente en su conjunto.
Dentro de un determinado modelo ético podemos encontrar diversos autores cuyas
opciones varían en ciertas cuestiones, pero que aplican un esquema común a la hora de
componer el conjunto de la experiencia moral, dando relevancia en ella a unos elementos
más que a otros. Ejemplo: la ética de Aristóteles y la de Santo Tomás, si bien difieren en
muchos aspectos importantes, tienen en común la consideración de la moralidad desde las
categorías fundantes del fin último, la felicidad y la virtud, y por eso pueden considerarse
como pertenecientes a un mismo modelo ético.

A continuación analizaremos brevemente algunos de esos modelos, estableciendo sus


fortalezas y debilidades.

La ética como búsqueda de la bondad integral de la conducta humana: ética de la “vida


buena”

Es el modelo que considera que la ética debe explicar la conducta humana desde la
perspectiva de su bondad integral: ¿cómo debe ser el obrar humano para que la persona sea
buena en todas sus dimensiones? En otras palabras, el tema de la ética es determinar cuál es
el mejor género de vida que debe ser llevado por las personas. Esa “vida buena” se
consigue a través de las propias obras, que son el medio a través del cual las personas se
cultivan a sí mismas interiormente. Sus representantes más destacados son Aristóteles y
Santo Tomás de Aquino.

Aristóteles considera que en la ética los fines de la acción ocupan el lugar que tienen
los principios en la filosofía especulativa. Puesto que, así como en el razonamiento teórico
partimos de los principios para llegar a las conclusiones, en el orden práctico partimos de
los fines que queremos alcanzar para determinar las acciones que debemos realizar.
Ejemplo: si quiero ir a Buenos Aires (fin) a partir de esa intención decidiré comprar el
pasaje de ómnibus o avión (determinación de las acciones para alcanzar el fin: “medios”).
Pero la vida humana, más allá de los fines particulares, tiene un fin último. Y si hay un fin
último de toda la vida humana, ese será el principio supremo de la ética, lo que determina el
obrar humano en su conjunto. Ese fin último es lo que todos los hombres llaman
“felicidad”. Todos coinciden en buscar la felicidad, pero no todos están de acuerdo en qué
consiste la felicidad ni en cuáles son las acciones que conducen a ella. Determinarlo será el
objeto de la ética.

Aristóteles analiza diversos posibles fines últimos, para llegar a la conclusión de que ni
el placer, ni el dinero, ni otros bienes que comúnmente se buscan en la vida, producen la
felicidad. Pues aquello que sea el fin último del hombre debe procurarle una plenitud
interior y exterior, en una palabra, integral, y no una mera satisfacción parcial o
momentánea. Para Aristóteles, el sujeto alcanza la felicidad (plenitud de la vida humana) en
la contemplación de la verdad (acto más perfecto de la potencia más perfecta, el intelecto) y
en una vida virtuosa. El fin último o felicidad, entonces, se alcanza a través de las buenas
obras, que a la vez provienen de las virtudes y las engendran y fortalecen; las virtudes
hacen integralmente bueno al hombre que actúa. La vida virtuosa es el principio de la
convivencia armoniosa en la vida común, y por eso para Aristóteles la ética se prolonga
naturalmente en la política.
Para Aristóteles, como para Santo Tomás de Aquino, el punto de vista de la ética es
entonces el del sujeto agente, que realiza su propia biografía moral a través de sus buenas
acciones. Por eso, en este modelo ético, la concepción del bien moral es amplia: incluye la
rectitud interior del sujeto, o sea, la rectitud de su voluntad; la armonía de sus diversas
potencias, que implica la recta ordenación de sus pasiones; y también la realización exterior
de buenas obras. Ejemplo: si la justicia es una de las virtudes esenciales, hay que tener la
recta intención de hacer acciones justas, ordenar interiormente la afectividad para no torcer
la rectitud de la voluntad (quitando, por ejemplo, la ambición, la pereza, etc.), y ejecutar
efectivamente las obras de justicia.

Por eso, en este enfoque ético el papel de las virtudes es principal y decisivo. Las
virtudes, como dice Aristóteles, “hacen bueno al hombre y buena su obra”. Son hábitos
operativos buenos que cualifican nuestras potencias y rectifican nuestra conducta. Sin ellas,
es imposible la rectitud moral. Es decir, que no basta con hacer puntualmente actos buenos
(pues estos pueden provenir del interés, del azar o de otras causas), sino que es preciso
poseer las virtudes, en particular, las que llamamos “cardinales”: prudencia, justicia,
fortaleza y templanza: ellas son el origen de los actos buenos.

En este modelo el papel de la razón es hegemónico, es decir, ella es la que gobierna


toda la vida moral, descubriendo los fines y estableciendo los patrones de conducta. Ella es
capaz de discernir el bien, y, de acuerdo con los fines de las virtudes, puede ponerlo en
práctica por medio de las acciones buenas, determinadas por la virtud que dirige todo el
proceso de la razón práctica: la prudencia, que es la “recta razón del obrar”.

Sin embargo, este modelo ético presenta (como todos) algunos puntos débiles. En
particular, se ha señalado que presupone que la felicidad como fin último es el resultado de
las acciones virtuosas. Ahora bien, esto no siempre se verifica en la experiencia: no se da en
todos los casos que los virtuosos sean felices, al contrario, muchas veces los buenos tienen
que sufrir y los malos parecen cosechar éxitos. Aristóteles procurará resolver esta objeción
expresando que para alcanzar la felicidad se requieren también otras cosas, como una cierta
buena fortuna, la compañía de los amigos, etc. Santo Tomás, desde la perspectiva cristiana,
distinguirá entre la felicidad tal como se puede alcanzar en esta vida, que es siempre
imperfecta, y la felicidad perfecta, que sólo se logra en la vida eterna con la visión de Dios.

La ética como búsqueda de las normas que han de cumplirse: Ética de la “ley moral”

En este modelo, el tema fundamental de la ética está constituido por las normas
universales que los sujetos deben cumplir por obligación. Para Kant, principal representante
de este ordenamiento ético, lo incondicionalmente bueno en el hombre es la buena
voluntad, y ésta es la voluntad que obra por deber, para cumplir la obligación, con absoluta
independencia de cualesquiera otros fines o inclinaciones que tenga el sujeto. Determinar lo
ético por el fin, o por la ganancia que obtiene el sujeto que obra, o por normas impuestas
desde afuera, sería para Kant “heteronomía” (literalmente, ser regido por otro). Por el
contrario, la ética, como expresión de la dignidad del sujeto racional, debe basarse en su
autonomía. Es decir, lo central de la ética no es ya la rectitud interior por las virtudes, o la
conducta como orientación hacia la felicidad (como en el modelo anterior), sino el
cumplimiento de la ley.

La ética, en este caso, tiene como objetivo el determinar cuáles son las normas
obligatorias y cuáles son los criterios de su obligatoriedad. Por lo tanto, el punto de vista es
el del legislador, que determina las normas que se deben cumplir.

Para Kant, el legislador es la razón humana misma; la concepción de la autonomía


moral del sujeto no admite dependencia de otros factores que establezcan las normas. Para
este autor, en efecto, el ámbito de lo moral es el de la obligación incondicionada, o
“imperativo categórico”: es decir, no aquello que depende de una condición o hipótesis (por
ejemplo, cuando decimos, “si quieres esto, debes hacer aquello”); sino lo que tiene validez
por sí mismo como norma obligatoria (“debes hacer esto”, independientemente de los fines
que persigas, de tus gustos, etc.).

¿Cómo determina Kant la validez incondicional de las normas morales? Para


entenderlo conviene considerar las tres formulaciones que Kant da al “imperativo
categórico”. La primera afirma: “Obra de tal modo que la máxima de tu conducta (esto es,
el principio de tu acción aquí y ahora) pueda ser al mismo tiempo principio de una
legislación universal”. Es decir, la obligatoriedad de una norma es establecida por la razón
autónoma a partir de su capacidad para ser universalizada. La segunda formulación dice:
“Obra de tal modo que tu voluntad pueda ser principio de una legislación universal”: es casi
idéntica a la primera, con el solo añadido de la voluntad como legisladora. La tercera
formulación afirma: “Obra de tal modo que siempre trates a la humanidad, tanto en tu
persona como en la de los otros, siempre como un fin, y nunca como un mero medio”. En
este caso, el criterio moral es la dignidad de la persona humana. Quizá sea este el mayor
aporte de Kant a la ética.

Ilustremos lo dicho con un ejemplo. En una situación determinada, decir una mentira
se me presenta como beneficioso. ¿Puedo decirla? Si mi máxima (decir una mentira aquí y
ahora) se universalizara (todos podemos mentir siempre que queramos), la comunicación y
la convivencia entre los seres humanos se verían muy dificultadas; no es entonces una
máxima que pueda ser universalizada, y por lo tanto, no debo mentir.

No obstante, es posible observar ciertas limitaciones en este enfoque. Por ejemplo, lo


bueno se identifica con lo mandado por la misma razón autónoma, lo cual implica una
reducción de la bondad a lo obligatorio; cuando hay cosas que son buenas aunque no sean
obligatorias. Otro límite de este modelo es el concepto algo contradictorio de una
autolegislación o mandato sobre uno mismo: en sentido estricto, dar normas o legislar es
algo que supone al menos dos sujetos, el que manda y el que recibe la orden. Las virtudes,
por su parte, quedan reducidas a un papel meramente instrumental: ayudan a cumplir las
leyes, pero no son estrictamente imprescindibles. La razón, por su lado, actúa como
principio formal que da obligatoriedad a las normas pero no discierne sus fines o
contenidos. Es decir, una norma es obligatoria si la razón la establece como tal, no por los
valores que promueve o permite realizar.

Este modelo ético tiende a presentar la moral en una perspectiva formalista (interesa
sólo cumplir la ley) y minimalista (pues la libertad entra en conflicto con la ley y tiende a
reducir al mínimo la exigencia de las normas). Además, no tiene en cuenta la rectificación
de la afectividad y de las disposiciones interiores. Pues como la ley sólo puede mandar
actos exteriores, cuyo cumplimiento o no se pueda verificar, la rectitud interior del sujeto
termina por ser irrelevante desde el punto de vista moral, a pesar de que Kant buscaba
exactamente lo contrario. Ejemplo: si el sujeto cumple la ley, eso basta, sin importar si lo
hace por miedo al castigo, por búsqueda de una ganancia, o por rectitud e integridad
personal. Este rasgo de la ética de la ley es una grave limitación, pues desconoce la
dimensión interior e integral de la conducta que los sujetos morales perciben en su propia
experiencia moral (es decir, sentimos que no basta una bondad exterior si no hay a la vez
rectitud interior; en caso contrario, la ética tendería hacia la hipocresía).

Éticas empiristas

El empirismo es una corriente filosófica que tiene sus antecedentes en la antigüedad


griega; pero se desarrolla especialmente en la Edad Moderna, y en particular en las Islas
Británicas. Para el empirismo, sólo puede conocerse aquello que se capta por los sentidos, y
que por lo tanto se puede verificar en la experiencia o a través de experimentos. El
empirismo de la época moderna entró en colisión con el racionalismo, que afirma la
primacía de la razón en el conocimiento de la realidad y desconfía de los datos provistos
por los sentidos, que suelen ser variables y poco seguros.

El filósofo escocés David Hume nos presenta una ética empirista, concebida como
explicación de la conducta humana al modo de las ciencias naturales. En efecto, para Hume
la filosofía moral se convierte en ciencia de la naturaleza humana.

Para dar cuenta del comportamiento humano, Hume se vale del modelo explicativo de
la física de Newton. Por ello la racionalidad práctica inmanente al comportamiento humano
no se puede explicar mediante el recurso a los fines normativos que guían el recto
razonamiento; sino más bien recurriendo a las causas, que mueven a las acciones humanas.
Así su ciencia de la naturaleza humana no es normativa, sino descriptiva y explicativa.
Igualmente, el recurso al método experimental le permite a Hume construir una filosofía
moral independiente de la metafísica y de la religión. Vale decir que ya no son los fines los
que determinan la acción dirigida por el mismo sujeto, sino que hay que buscar las causas,
al modo mecánico, que las determinan.

El comportamiento humano, según Hume, tiene tres componentes: a) intelecto, b)


pasiones, c) sentimientos y juicios morales. El intelecto es incapaz de motivar la acción.
Para Hume sólo las pasiones pueden ser principio del comportamiento humano. Su
equilibrio da al comportamiento humano los rasgos que lo hacen socialmente confiable. Así
la razón es y sólo puede ser “esclava de las pasiones”. La razón, sin embargo, provee
elementos a las pasiones, bajo la forma de juicios morales, que se basan en sentimientos
morales y estéticos. Por eso, para Hume, el hombre es autor de su propia conducta en un
sentido más limitado que para Aristóteles, Tomás de Aquino o Kant; sólo puede obrar en el
ámbito de las pasiones. En las pasiones (que son no-morales), Hume descubre algo que
permite el paso a lo moral: la simpatía. Ella permite al individuo salir de su aislamiento y
comunicar con las pasiones de los demás. Pero la simpatía no es aún suficiente para que
pueda surgir el comportamiento moral.

El punto de vista moral, según Hume, requiere ponerse en el lugar de un espectador y


no en el del agente (como en Aristóteles o S. Tomás) o el del legislador (como en Kant).
Serán aprobadas como reglas morales, por un observador desinteresado, aquéllas que
tienden al bien de los otros o de la sociedad. La prudencia queda fuera de la conducta moral
y toma su sentido típico de cálculo racional del propio interés. Las impresiones morales
actúan sobre las pasiones a través de los juicios morales; así el juicio moral no motiva, sino
que guía las pasiones, que son las únicas motivadoras.

Para Hume hay dos tipos de virtudes: naturales y artificiales. La utilidad de las
primeras no depende de ningún artificio o convención, en tanto que las segundas valen en
tanto sirven a un determinado sistema de vida (por ejemplo, la vida social en una
organización más compleja). Así el segundo tipo de virtudes (las artificiales) es el más
importante, por cuanto es más útil a la vida social.

En este modelo ético podemos observar como grave problema la concepción de una
razón puramente instrumental, que tiene la única función de servir al desenvolvimiento
ordenado de las pasiones y sentimientos morales. Ello conduce a una ética donde se
desconocen ciertos elementos esenciales de la experiencia moral: la santidad, el heroísmo;
y tiende al relativismo moral, por la variabilidad de la simpatía que puede asumir diversas
direcciones y así establecer diferentes patrones de comportamiento según los tiempos y
lugares.

Éticas utilitaristas
Por utilitarismo se entiende la corriente ética iniciada por el filósofo inglés Jeremy
Bentham y perfeccionada posteriormente por John Stuart Mill. Podemos rastrear sus
antecedentes en la Edad Antigua, especialmente en las éticas hedonistas (de hedoné, en
griego placer) que buscaban maximizar el placer y minimizar el dolor, como el caso de los
epicúreos (de Epicuro, referente principal de esta escuela). Sin embargo, el utilitarismo es
un producto típicamente moderno y lo encontramos, bajo diversas formas, como modelo
ético dominante en nuestros días.

Frente a la diversidad de propuestas éticas, Bentham cree haber encontrado un criterio


decisivo para determinar lo bueno y lo malo: el principio de utilidad. La naturaleza ha
puesto al hombre bajo el dominio de dos señores, el placer y el dolor; por ello, todo lo que
promueva el placer y/o disminuya el dolor será bueno; y lo contrario, será malo. Para
determinar si una acción es buena, entonces, basta calcular si produce más placer o evita
más dolor que su contraria. Por ejemplo, tomar un medicamento amargo produce un cierto
dolor o molestia, pero el placer de recuperar la salud es mayor, y por eso es una acción que
debe ser realizada. Lo que expresamos por placer y dolor también puede decirse como
ganancia o pérdida: con lo cual pasamos desde el punto de vista más subjetivo del placer al
punto de vista más objetivo de la utilidad. En definitiva, lo que determina la bondad moral
de una acción son sus consecuencias, los efectos, los resultados.

Este principio, aparentemente tan simple, se presenta vulnerable a muchas objeciones.


Una de ellas está en que elimina del horizonte ciertos elementos típicos de la experiencia
moral, como la generosidad, el altruismo, el deber incondicionado, reduciéndolo todo a
cálculo y ventaja del individuo. Otra objeción importante es la que plantea si es posible
comparar placeres y dolores de diverso género, o, en otras palabras, si pueden equipararse
los placeres más bajos y carnales con el gozo de los bienes espirituales y trascendentes.
Otra pregunta que surge es cómo armonizar este cálculo individualista con la necesidad que
tenemos todos de convivir en sociedad. Además, está la dificultad de calcular todas las
posibles consecuencias de una acción; por ejemplo, hay acciones que reportan ganancias
inmediatas pero a la larga son perjudiciales, y ello no siempre se ve claramente desde el
principio.

Frente a estas objeciones fue Stuart Mill quien se encargó de la defensa del
utilitarismo. Ante todo, propuso una valoración no sólo cuantitativa, sino cualitativa, de los
placeres y dolores y además, integró otros puntos de vista, que permitieron en muchos
casos llegar a los mismos resultados que la moral tradicional. Por ejemplo: para la ética de
la “vida buena” matar es malo porque va contra la virtud de la justicia; para la ética de la
“ley moral” matar es malo porque va contra el deber, expresado por el imperativo
categórico; para el utilitarismo matar seguirá siendo malo, pero no por las razones
anteriores, sino porque, a la larga, produce más pérdidas que ganancias al sujeto que lo
hace. Lo mismo podría decirse de los otros preceptos morales básicos, como no robar, no
mentir, etc. El principio de utilidad se modificó: es bueno lo que procura el máximo bien,
no para uno solo, sino para el mayor número de personas.

Con el paso del tiempo el utilitarismo adoptará, en algunas propuestas, el nombre de


“consecuencialismo”, es decir, una doctrina ética que juzga la bondad o maldad moral de
las acciones según las consecuencias que estas tengan. El consecuencialismo parece partir
de un principio simple y obvio: toda acción buena debe minimizar el mal o maximizar el
bien (es decir, más allá del placer o dolor del individuo, provocar un mejor estado de cosas
en el mundo). Sin embargo, se le han dirigido numerosas críticas, que son análogas a las
que se dirigen al utilitarismo; por ejemplo, la de proponer una neutralidad del sujeto agente,
que no existe en la realidad (pues todos partimos de valoraciones morales previas); la de
ignorar los problemas de la justicia distributiva (pues sigue siendo una concepción
fuertemente individualista); la de no respetar normas absolutas (pues éstas se relativizan, y
el único criterio que vale son las ganancias o pérdidas); la de dejar de lado la integridad del
sujeto agente (pues sólo interesa maximizar el bien desde el punto de vista exterior, no la
rectitud interior del que obra).

Este tipo de ética es dominante en la cultura contemporánea, caracterizada por los


criterios de la ganancia y la eficiencia. Sin embargo, son notorias sus limitaciones. El punto
de vista ético es meramente el del sujeto utilitario, que procura realizar lo más posible sus
deseos individuales y egoístas. Por eso la idea del bien moral se reduce a maximizar las
ganancias y minimizar las pérdidas desde un punto de vista meramente material, con el solo
añadido de que ello sea “para la mayor parte de los individuos”. Las virtudes son puramente
instrumentales, sirven sólo para la obtención de ciertas consecuencias sociales o materiales.
Y la razón es calculadora, no reconoce normas absolutas, sino lo que asegure la mayor
utilidad en cada caso. La pobreza de su concepción del bien parece encubrir una hipocresía
moral: el bien que yo haga, las normas que cumpla, los valores que promueva, sólo son
medios para mi mayor satisfacción y los dejaré de lado cuando ya no me reporten utilidad o
placer.

Éticas contractuales

Muchos autores explican el origen de la sociedad en un contrato realizado libremente


por los individuos que la componen. El representante más conocido de estas ideas es quizá
el filósofo francés Jean Jacques Rousseau. Sin embargo, antes de Rousseau este modelo fue
aplicado a la ética por Thomas Hobbes, y luego, ya en el siglo XX, por John Rawls y
Jürgen Habermas.

Hobbes propuso su teoría moral y política como una revisión antiaristotélica de la


racionalidad práctica. Según Hobbes, la racionalidad práctica debe asimilarse a la
racionalidad de las matemáticas y las demás ciencias. Conociendo las pasiones, que
provocan el comportamiento humano, se puede prever y/o producir ciertos efectos en dicho
comportamiento. Pero los hombres están en permanente lucha entre sí (Hobbes dice: “el
hombre es un lobo para el hombre”), y por ello la pasión dominante es el miedo. Así, para
Hobbes, si por naturaleza los hombres están en guerra todos contra todos, se debe encontrar
leyes o reglas que aseguren la colaboración mutua y la paz. El principio de estas reglas no
puede ya ser el sumo bien o la búsqueda de la perfección individual, sino las pasiones en
conflicto; y la raíz de la solución es el mismo temor de la muerte, que paradójicamente se
convertirá en el fundamento de la colaboración social.

La razón aparece como calculadora eficiente al servicio del deseo de autoafirmación y


del temor de ser matado. De ello se deduce que la afirmación de sí sólo puede darse en la
colaboración y por eso se procede a buscar las reglas de esa colaboración. Esas reglas
constituyen la ley moral, a la que sólo se llega mediante un contrato. Pues un medio
necesario para la paz es un realizar un cierto contrato por el que se instituya un poder
soberano que dicte las leyes necesarias para la colaboración social. Entonces, los individuos
pactan entre sí, renunciando al deseo de venganza para controlar el temor a la muerte, y
delegan el poder de castigo en un “Leviatán” (nombre de un monstruo mítico que se
menciona en la Biblia) o dios mortal, el soberano, que dicta las leyes para que la vida social
sea posible.

El soberano legislador toma entonces el lugar de la razón práctica en la ciencia moral


hobbesiana. El sujeto singular no es el autor de sus propias acciones; la razón del legislador
realiza un cálculo para prever el resultado del conflicto de los apetitos y enderezarlo hacia
fines de paz social. Así la ética resulta construida desde el punto de vista de la tercera
persona (el legislador). En la versión hobbesiana la moralidad es una institución o
convención establecida por cálculo racional para mejorar la condición humana a través de
la colaboración según ciertas reglas de justicia.

Esta concepción aparece perfeccionada en las teorías de Rawls y Habermas. Para


Rawls, el contrato social no es un hecho real, sino un artificio lógico para estudiar las
intuiciones comunes sobre la justicia que tienen los ciudadanos de las sociedades
democráticas occidentales modernas. El fundamento efectivo de la moral son dichas
intuiciones. La justicia es el beneficio recíproco de la colaboración que se basa en la
igualdad moral de todos los hombres, a los que corresponde igual dignidad y respeto. Son
objeto del acuerdo originario los principios que personas libres y racionales aceptarían en
una posición inicial de igualdad, para definir los términos fundamentales de su asociación:
a ello corresponde la justicia “como equidad”.

El artificio contractual consiste en mostrar que cada uno, en tanto agente racional,
puesto en una cierta situación originaria, elegiría ciertos principios de justicia como
equidad. Para eso es necesario que los agentes racionales partan de premisas éticas
“débiles” para que puedan ser compartidas: es decir, sólo lo que Rawls llama “bienes
principales” (derechos y libertad, oportunidades y poderes, rédito y riqueza). En una
hipotética “posición originaria” los agentes se hallan en situación de igualdad moral y
deben pactar dejando de lado los elementos que les aseguren ventajas respecto a los demás
(es lo que Rawls llama “el velo de ignorancia”); es decir, el pacto no se puede hacer en base
a lo que me favorece, ello debe ser “ignorado”, sino en base a lo que asegura la “equidad”.
El objeto del pacto es la cooperación social entre iguales con el objetivo del beneficio
recíproco. Lo que los agentes racionales deben decidir son los principios de la justicia
distributiva. Lo que se define como justo debe ser universal, público y definitivo. Así
Rawls pretende establecer reglas éticas de convivencia justa en una sociedad como la
actual, caracterizada por un gran pluralismo. Esas reglas se basan en una concepción
mínima del bien, y ello exige dejar de lado la concepción “completa” del bien que cada uno
tiene. Por eso algunos critican a Rawls por presentar agentes racionales ficticios, dado que
en la realidad todos procuramos obrar de acuerdo a nuestra concepción “completa” del
bien.

La versión rawlsiana de la ética de Hobbes intenta dar una respuesta al problema típico
de las modernas sociedades pluralistas. Las teorías de este tipo coinciden en que: a) el
pluralismo conflictual de valores es irreducible, lo cual impide basar la colaboración en una
concepción compartida de bien; b) es imposible resolver racionalmente el conflicto entre
las diversas concepciones del bien; c) la ética se reduce a ética pública mínima.

Apel y Habermas inician en los años 1970-80 una nueva figura de ética, llamada “ética
del discurso”; se presentan como alternativa a Rawls, cuyo enfoque fundamental sin
embargo comparten.

En la ética del discurso las normas son válidas en tanto provienen de un apropiado acto
de comunicación lingüística, que se llama justamente “discurso”. Para Habermas el
discurso tiene ciertas reglas universales (son las condiciones que de hecho se encuentran en
todo acto de comunicación discursiva). Hay cuatro pretensiones de los interlocutores en un
discurso: a) sentido o inteligibilidad de sus declaraciones; b) verdad; c) veracidad; d)
corrección. La comunicación discursiva, para poder desembocar en un legítimo consenso
racional, debe ser abierta a todos los que se sienten involucrados en el proceso de
establecimiento de normas, y no debe excluir ningún factor: poder, riqueza, tradición,
autoridad. Obviamente una tal situación discursiva es ideal; pero no utópica, dado que los
discursos son sensatos sólo en la medida en que satisfacen estos requerimientos. El discurso
no es un contrato, sino una práctica efectiva y dialógica; no es el sujeto racional quien
monológicamente juzga si una máxima puede ser válida (como en Kant o los utilitaristas),
sino los participantes en el discurso quienes consienten racionalmente a las normas que se
han revelado válidas según los principios de la ética del discurso. Toda norma válida
entonces debe ser tal que pueda ser aceptada con todas sus consecuencias por todos los
interesados, y que pueda ser preferida a otras normas alternativas.
Pese a sus intentos de superar los límites del utilitarismo (interés individual,
minimalismo, relativismo ético) las éticas contractuales terminan derivando hacia las
mismas dificultades. El punto de vista es el de los sujetos racionales que negocian las reglas
de la convivencia. Por eso la razón es meramente negociadora, e instrumental: sirve a los
deseos individuales y al diálogo por medio del cual estos deseos son moderados. Las
virtudes se reducirían a las condiciones del diálogo o del discurso, según Habermas. Y lo
bueno quedaría reducido a lo que se determina por un acuerdo o consenso entre las partes
que negocian. El diálogo y el consenso son de por sí valores muy necesarios para una
sociedad pluralista, marcada por profundos desacuerdos; sin embargo, en este tipo de ética
lo bueno es lo que se determina por un acuerdo leal entre las partes interesadas en la
negociación, y por lo tanto, no se sale de una concepción utilitarista del bien. No sólo la
ética aristotélico-tomista, sino también Kant, habían marcado el carácter incondicional del
bien moral; en la ética utilitarista esa incondicionalidad se diluye en el cálculo, y en las
éticas contractuales, en la negociación. Además, las condiciones del diálogo, tanto en la
versión de Rawls como en la de Apel-Habermas, son utópicas: lo que sucede en la realidad
es que la negociación es un permanente conflicto de intereses. ¿Cómo resolver ese conflicto
si no tenemos principios morales absolutos a los que apelar?

Objeciones y negaciones de la ética: Freud, Nietzsche

Freud y Nietzsche, junto a Marx, han sido llamados los “maestros de la sospecha”, por
su capacidad para cuestionar algunos de los fundamentos más importantes de la cultura
occidental. Por eso merece la pena que nos detengamos, aunque sea brevemente, en las
objeciones a la ética que provienen de ellos.

Es conocida la formulación que Freud hace del “complejo de Edipo”, el cual consiste
en un conjunto de ideas y recuerdos ligados a sentimientos muy intensos por el cual el niño
concentra en la persona de su madre los deseos sexuales y ve como rival a su padre. Dada
la imposibilidad de satisfacer su deseo, el niño se somete a su competidor y éste se
transforma en su amo interior, se interioriza como censor, y surge de esta manera el
“superyó” o la instancia moral. Este es la sede de la conciencia moral y del sentimiento de
culpa, la interiorización de la autoridad familiar, y también de las autoridades sociales. El
“yo” tiene que mediar entre las pulsiones agresivas y egoístas del “ello”, y las prohibiciones
del superyó, que impone las restricciones de la moral y la civilización.

Si estas ideas se entienden en la línea de explicar empíricamente el origen de ciertas


categorías éticas, y se usan para curar las neurosis relacionadas con ellas, nada hay que
objetar. Por ejemplo, si una persona presenta una neurosis con rasgos de obsesiones
culpables o represivas, el psicoanálisis puede ayudarla a la superación de esa patología,
indagando en las causas inconscientes y reprimidas que la provocan. Pero si la teoría
psicoanalítica pretendiera erigirse en una explicación única y definitiva de la experiencia
ética, sería pasible de numerosas objeciones. Fundamentalmente, cometería el error de
reducir la ética al juego de mecanismos entrelazados de lo consciente y lo inconsciente,
cuando sólo la referencia a las dimensiones trascendentes de la persona puede explicar la
realidad de lo moral. Una cosa es que la “conciencia de culpa” se distorsione
patológicamente en neurosis, y otra muy distinta explicar las experiencias reales del bien,
del mal, de la norma, de la culpa, que conectan con la estructura espiritual de la persona. Si
desde Freud se pretendiera decir que la ética no es más que una construcción represiva de
normas, se podría retrucar que la explicación psicoanalítica de la ética no es más que una
escapatoria a hacer frente a la incondicionalidad de la experiencia moral; si desde una
explicación psicoanalítica se pretendiera decir que lo espiritual es una mera superestructura
psíquica, desde la filosofía se podría responder que el psicoanálisis no es más que una
explicación mecanicista (y por lo tanto reductiva e inapropiada) del espíritu y de la persona.

En cuanto a Nietzsche, es sabido que somete toda la moral a una crítica muy profunda.
Para él, la pretensión de la moral de establecer lo que está bien y lo que está mal es
infundada. La “genealogía de la moral” (título de uno de sus libros) es la búsqueda de los
mecanismos psicológicos que iluminan el origen de los valores. Estos no tienen un origen
trascendente; para Nietzsche, la moral es una máquina construida para dominar a los
demás, es decir, un montaje al servicio de la “voluntad de poder”. Además, debemos
distinguir la moral de los señores y la moral de los esclavos. La moral aristocrática surge de
una triunfal afirmación de sí mismo, es la moral del “superhombre” que transmuta todos los
valores, colocándose “más allá del bien y del mal”. La moral de los esclavos, en cambio, es
el fruto del resentimiento contra la fuerza, la salud y el amor a la vida; y ese resentimiento
convierte en valores morales a la humildad, el sacrificio y la sumisión. Para Nietzsche esta
moral de esclavos es el fruto de la filosofía griega y del cristianismo. El rechazo de la moral
desemboca naturalmente en el nihilismo: pues cuando cae la máscara que oculta las
ilusiones, no queda nada, sólo el abismarse en el sinsentido.

Frente a esto, se puede decir que una cosa son las distorsiones de la moral, y otra la
moral misma, que es ineludible. Con su idea de la transmutación de todos los valores lo que
Nietzsche no puede negar es que existan escalas valorativas; lo único que hace es
trastocarlas radicalmente. Y su crítica de la moral de los esclavos en última instancia es una
crítica ética: a él le parece inmoral (aunque no lo diría así) defender los valores
tradicionalmente asociados a la ética y al cristianismo. Lo mismo pasa con la voluntad de
poder: si la ética es una máscara de la voluntad de poder, en el fondo lo que estoy diciendo
es que es antiético usar un disfraz honorable para propósitos deshonestos. Nietzsche se
revela así, una vez más, muy agudo como crítico y muy lúcido como profeta, pero provee
escasas alternativas para responder a las preguntas fundamentales: ¿cómo debemos vivir
para alcanzar una vida humana plena? ¿Cómo encontrar y defender la dignidad humana
incluso en las experiencias, cada vez más inevitables e ineludibles, del dolor, de la
injusticia y el fracaso? ¿Cómo vivir una vida consciente de los propios límites y abierta a
los otros, que supere la ilusoria e inauténtica existencia del aristócrata y vitalista
superhombre?

¿Cuál es el modelo ético más adecuado a la experiencia moral?

La mirada dirigida a los modelos éticos ha puesto de manifiesto sus divergencias. Por
ello, cabe ahora preguntarse cuál es la fundamentación adecuada que se debe dar a la ética,
o sea, cuál es el modelo ético que mejor responde a nuestra experiencia moral.

Ante todo, hay que encontrar un modelo en el cual la moral permita a los sujetos
agentes dar razón de sus propias acciones, es decir, de encontrar un orden que las justifique.
Pero toda razón que se dé tiene una pretensión de verdad; la acción que se juzga buena o
no, debida o no, lo es en base a ciertos criterios normativos que deben ser compartidos por
todo agente, deben ser razones independientes de la pura subjetividad. Si una razón
encontrara su validez en una decisión radical o en una preferencia sin razones, no sería en
realidad una razón. Una moral que permita a los sujetos agentes dar razones que justifiquen
las acciones debe basarse sobre criterios normativos previos a decisiones o preferencias.

Si la moral fuese sólo el producto de una convención en vistas a la colaboración social,


ella no daría razones aptas o criterios normativos independientes de decisiones y
preferencias. Pues una convención que no se basara sobre criterios normativos previos a la
misma convención sería una “decisión radical”, sin razón previa, y por ello revocable.
Tampoco tiene sentido la auto-obligación por parte de una voluntad radicalmente libre, en
el sentido kantiano, porque una tal voluntad podría vincularse o desvincularse sin ser
criticable. Por tanto, o la moral es irreductible a la pura convención, o no existe ninguna
moral.

Sin embargo, la moral es ineludible. Pues los principios morales cuentan como razones
desde el inicio, son diversos de los criterios puramente interesados, son razones válidas de
por sí para todos, son razones en las que cada uno puede reconocerse e identificarse, son
razones de valor absoluto. Varios argumentos inclinan a considerar que una moral así
entendida sea ineludible para todo agente humano: a) muchas veces la acción humana está
motivada por razones de justicia; la razón última de la justicia es la igual dignidad de todos
los seres humanos; y esta igualdad de dignidad no puede ser justificada simplemente por
convención o por el recíproco beneficio; b) ciertos males deben evitarse absolutamente,
ciertos bienes deben promoverse absolutamente. Ahora bien, a esto se puede objetar que en
ese caso se está imponiendo la propia concepción del bien. Esta objeción proviene de la
visión politizada de la ética inaugurada por Hobbes. Pero quien pide a los otros renunciar a
la propia concepción de bienes absolutos, defiende a su vez como bien absoluto la
tolerancia. Entonces, en realidad, la cuestión es sobre qué bienes o fines cada uno reconoce
como absolutos. Por otra parte, una adhesión incondicionada a ciertos bienes no tiene por
qué ser juzgada como ciega. Pedir una absoluta indiferencia como alternativa a la adhesión
incondicionada a bienes absolutos, es un requerimiento arbitrario, ya que no puede ser
justificado por ninguna razón, pues aducir en favor de la indiferencia alguna razón, es ya
violar la indiferencia. Por tanto es ineludible reconocer algún fin absoluto en la vida
humana. Pero, ¿cuál fin absoluto puede constituir el principio regulador de una moral en la
que se respeta la igual dignidad de los sujetos humanos? c) Se podría admitir que las
sociedades humanas no se regulan por la moral, sino sobre la base de lo que el hombre es
efectivamente: un ser egoísta que persigue la satisfacción de sus propios deseos, pasiones e
intereses. Una ética de la colaboración sería la que pone en orden el estado de lucha de unos
contra otros en esa situación. Pero Marx y Nietzsche han mostrado que tales sujetos
simplemente enmascaran detrás de la ética su búsqueda de beneficio y de poder; por ello,
según el marxismo, la moral no es otra cosa que ideología al servicio del poder, o según
Nietzsche, un engaño de quien lucha por un poder que no tiene. Si los sujetos humanos
fueran puramente utilitarios, sería imposible denunciar aquí un “engaño”; más bien se
trataría de la condición natural de los humanos. Así, las denuncias de Marx o Nietzsche en
cierto modo reivindican a la moral. Si la moral, en efecto, se critica como una impostura,
ello significa que al menos el crítico no es o no quiere ser un mero buscador de ventaja o
poder; o bien se le puede contra-criticar diciendo que él mismo, con su crítica, enmascara
su propia búsqueda de poder. La crítica, en última instancia, parte del presupuesto de que la
ficción es mala, y que ello es compartido por su propio auditorio, lo cual sólo es posible si
se supone la moral como instancia válida y reconocida. Estos argumentos nos llevan a
reconocer que la referencia a la moral es ineludible, con necesidad de criterios normativos
supremos sobre lo que hay que hacer o evitar.

Una tal moral ineludible o se basa sobre un fin normativo o no tiene razón de ser. Pues
si los fines perseguidos son puras preferencias o deseos fácticos, no hay razón para
seguirlos o no seguirlos. De los fines perseguidos los sujetos no pueden dar razones en
tanto que tales fines sean considerados meramente como valores subjetivos. Pero la moral,
con sus razones específicas, es ineludible. Por ello sus criterios normativos se basan sobre
fines que son de por sí razones para obrar y que funcionan como fin normativo. Ello porque
la acción humana opera siempre en una situación práctica en la que la realidad se impone.
Estas realidades son buenas en la medida en que alcanzan una perfección conforme a su
naturaleza, y por ello pueden constituir bienes sustanciales deseables para el sujeto humano.
Con estos bienes sustanciales el sujeto entra en contacto mediante operaciones (o “bienes
operables”). Ambos tipos de bienes (sustanciales y operables) funcionan como fines que de
por sí son razones para obrar. En función de ellos el sujeto debe regular sus propios deseos
y pasiones. Estos modos de regulación son bienes propiamente morales, son fines y razones
para obrar; son los fines de la virtud. Esta compleja composición de bienes sustanciales,
bienes operables y excelencias virtuosas la llamamos “el bien de los sujetos humanos” o
“bien humano”, que es el fin normativo del obrar. Para describir adecuadamente la
situación práctica de los agentes morales conviene recurrir entonces al concepto de los
“bienes”, y por cuanto concierne a la regulación del deseo, a las “virtudes”. Las “normas”
toman su sentido de los bienes y las virtudes que promueven o de los males y vicios que
prohíben.

¿Cómo se justifican los absolutos morales? Si el fin normativo consistiese solamente


en producir un buen estado de cosas, o en la colaboración social, o en la libertad de acción,
no se justificarían los absolutos morales. Si el fin es en cambio el bien humano, dicho bien
constituye la razón por la cual los sujetos humanos tienen una dignidad inviolable, y tal
dignidad es identificable como la capacidad de los sujetos humanos de perseguir el bien
humano, de reconocer y de adherir a él libremente. Verdad y bondad son criterios
insuperables del pensamiento y de la acción voluntaria, y están de por sí abiertos a la
posibilidad de que haya una Verdad primera y una Bondad absoluta, identificables como
Dios personal. Por este camino, el bien humano provee las razones a la justicia, a la
colaboración, a la benevolencia, al respeto de los sujetos humanos.

Entonces, ¿cuál es el modelo ético que mejor explica la experiencia moral? Aquel que
entiende la moral como la que ordena y regula el deseo humano en vistas del bien humano
personal y común. Sólo esta moral cuenta con criterios normativos que son razones
originales y originarias para obrar, irreductibles a la prudencia entendida como interés
egoísta, y previa y lógicamente independientes de deseos, preferencias, decisiones o
convenciones. Si sólo la moral del bien humano da razones que justifiquen nuestras
acciones, sólo el poder apelar a la moral nos constituye como agentes racionales. Sólo si
aplicamos la moral y nos convertimos en agentes virtuosos, llegamos a ser perfectamente
racionales. Si sólo somos agentes utilitarios, calculadores de nuestros intereses, la razón
queda en un nivel instrumental y no somos plenamente racionales. Así, el modelo ético de
la moral como búsqueda del mejor género de vida que debe llevarse, o sea el modelo de la
“vida buena”, queda como el más adecuado para explicar nuestra experiencia moral con
todos sus componentes.

Capítulo 3: Presupuestos antropológicos de la Ética

Más arriba afirmábamos que es necesario tener en cuenta algunos presupuestos


antropológicos para abordar adecuadamente las cuestiones que se plantean en la reflexión
ética. Este capítulo estará dedicado a desarrollar dichos presupuestos.

El ser humano como persona. Definición de persona


Cualquier presentación adecuada de la ética debe partir de una visión del ser humano
como persona. Por ello conviene detenernos a considerar qué es la persona.

La palabra persona proviene del griego “prósopon” (literalmente “delante de la vista”)


que alude al personaje representado en una obra teatral, o a la máscara que el actor utilizaba
para encarnar al personaje. En latín “persona” parece remontarse al verbo “personare”, que
significa “resonar” y hace referencia al eco que la voz del actor producía al hablar con la
máscara colocada. En el uso jurídico de los romanos (los grandes codificadores del
derecho) las “personae” se contraponen a las “res” o cosas, y son sujeto de derecho.

En el S. V un filósofo cristiano llamado Boecio ofrece una definición de persona


adaptada al uso de la teología, que sin embargo, nos permite establecer algunos rasgos
esenciales. Dice Boecio que la persona es “sustancia individual de naturaleza racional”.
Vale la pena examinar cada una de las palabras.

“Sustancia” significa que la persona es algo permanente que subsiste en sí mismo, a


diferencia de los accidentes, que son transitorios y subsisten en otro. Ejemplo: si digo
“hombre sano”, “hombre” es sustancia y “sano” un accidente, que puede perderse sin que el
hombre deje de ser hombre. “Sustancia” se relaciona también con la capacidad de
“subyacer” a los cambios. El ser sustancial de la persona es muy importante porque implica
que no se pierde con los cambios accidentales, como ser, una enfermedad, incapacidad, etc.
La dimensión personal es subsistente y ontológica; somos siempre personas y nada nos
hace perder la personalidad.

“Individual” significa simultáneamente algo “dividido (o separado) de los demás” e


“indiviso en sí mismo”. La individualidad de la persona no implica “individualismo”, sino
la condición intransferible del ser personal. Cada persona es única. Algunos dicen que es
“incomunicable”, es decir, que lo que yo soy es algo intransferible, irreductible a lo común:
singular. “Incomunicable” no significa que las personas no puedan comunicarse entre sí,
pues, al contrario, este es un rasgo principal del ser personal; sino que subraya su
singularidad y unicidad, su carácter irrepetible, y en cierto modo, irreemplazable.

La palabra “naturaleza” significa la esencia, o sea, “lo que hace que algo sea lo que
es”. La persona es tal porque tiene una naturaleza propia, la de un ser corporal, espiritual y
racional, libre y social. La naturaleza es el principio dinámico e interior de las operaciones
humanas. Por eso, la naturaleza humana (sobre la que volveremos) es uno de los principios
fundamentales de la ética.

Por último, “racional” significa un ser espiritual dotado de inteligencia y voluntad,


abierto constitutivamente a la verdad y el bien, capaz de trascender las impresiones
inmediatas y sensibles, dotado de libertad, y capacitado para entrar en contacto con otros
seres libres y con el Absoluto. La racionalidad implica la capacidad de autodirigirse hacia
la propia plenitud, y por ello es también un principio fundamental de la ética.
Pese a sus limitaciones, la definición de Boecio sigue siendo adecuada. Pero debe ser
complementada con otros puntos de vista que desarrollaremos a continuación.

Notas del ser personal

Entre las notas que caracterizan al ser personal, las que tienen más relevancia para la
ética son las siguientes:

Ante todo, la intimidad. Toda persona es un núcleo de vitalidad y riqueza espiritual que
configura un mundo interior, irreductible a cualquier explicación mecanicista. El “yo”
personal expresa esa dimensión profunda y al mismo tiempo es capaz de velarla; los
fenómenos de la vergüenza y el pudor nos hacen ver que el fondo del ser personal queda
siempre como algo oculto, que sólo se comunica a aquellos con quien se tiene una relación
íntima, y aun a veces ni siquiera a ellos. La intimidad de cada persona es también el
manantial de donde brota su creatividad y sus decisiones más profundas, su subjetividad o
carácter propio (que no debe confundirse con la arbitrariedad del subjetivismo, que reduce
todo a los deseos u opciones individuales). Alcanzar esa intimidad es esencial para conocer
de verdad a alguien, para sanar sus heridas, y para entenderlo como un ser irrepetible e
irreemplazable.

Pero la intimidad se complementa con la manifestación. Las personas son naturalmente


expresivas y comunicativas. Esa expresión se da, ante todo, a través del cuerpo y
particularmente del rostro: allí se condensa de una manera física y a la vez psíquica lo
propio de cada uno. También el lenguaje es un medio privilegiado de comunicación, así
como las acciones, el modo de vestir, etc. La comunicación interpersonal asume diferentes
niveles y las acciones morales siempre son comunicativas: lo que hacemos nos configura y
a la vez expresa lo que somos.

La persona tiene individualidad, pero a la vez e irrenunciablemente se caracteriza por


la intersubjetividad. No tiene sentido pensar una persona absolutamente sola. La persona es
un absoluto (en la medida en que su valor no es negociable) pero a la vez es siempre
relativa a otras personas. Por eso afianza su ser propio en la comunicación interpersonal, en
el vivir y obrar con otros; como suele decirse, todo yo implica necesariamente un tú. La
intersubjetividad es el fundamento último de la vida social; es decir, vivimos en sociedad
no sólo porque necesitemos unos de otros en el orden material, sino porque sencillamente
no podemos realizarnos plenamente como personas sin la vida en común.

Por eso, con frase muy adecuada dice el filósofo español X. Zubiri: “el hombre es un
absoluto relativo”. Es absoluto porque su dignidad es inalienable e innegociable, pero
relativo porque sólo se constituye plenamente como persona en relación con los demás, y
particularmente desde su relación con Dios que hace de cada uno un centro de libertad y
amor.

Persona y naturaleza

La dimensión personal de los seres humanos raramente se discute. No sucede lo


mismo, sin embargo con la idea de una naturaleza humana como esencia inmutable que
todos los hombres comparten. Para muchos, la idea de una naturaleza humana fija va contra
la individualidad y libertad que son características de la persona.

Sin embargo, el carácter personal de los seres humanos no puede fundarse si no es en


su naturaleza. La naturaleza, según la filosofía clásica, se entiende como la esencia de algo,
como principio dinámico de operaciones y orientación hacia un fin. Aristóteles afirmaba
que así como de un capitán de barco se espera que realice las tareas y funciones propias de
un capitán de barco, así el ser humano tiene funciones propias y entre ellas una descollante,
que es la búsqueda de la verdad por medio de la inteligencia. De allí que la ética debe
construirse desde la consideración de los fines esenciales que la naturaleza ha dotado a la
persona humana, que pueden sintetizarse su apertura a la verdad, al bien, a la belleza, al
amor interpersonal.

¿Una naturaleza así concebida va contra la libertad? No, porque la libertad no puede ni
debe concebirse de manera absoluta. La naturaleza humana provee de orientaciones
fundamentales a la persona, que después cada una realizará de los modos que elija
libremente. La misma naturaleza humana, que incluye la corporalidad y la espiritualidad, la
racionalidad y la afectividad, la individualidad y la sociabilidad, es el fundamento de la
cultura, producto típicamente personal. En una palabra, los fines esenciales de la persona
humana están dados por naturaleza, pero no los modos en que estos fines deben realizarse.

Por eso, la naturaleza no debe entenderse como un mero material disponible a ser
plasmado de cualquier manera. Tampoco es un límite o un estado inicial que deba ser
superado por el ejercicio de las acciones libres. La naturaleza es más bien un proyecto que
incluye la apertura a la trascendencia, o, si queremos dar un paso más aún, una llamada que
exige una respuesta: desde una fundamentación teísta de la persona, la naturaleza es el don
originario de Dios a la persona, que la interpela en lo más profundo de su propio ser y le
exige dar una respuesta con sus acciones y con su propia vida. Considerar la existencia en
una perspectiva vocacional ayuda a la adecuada resolución de muchos interrogantes éticos.

La existencia de una naturaleza humana permite fundamentar la igualdad esencial de


todos los hombres, pues más allá de las diferencias individuales, todos tienen la misma
condición humana. Además, da lugar a la fundamentación de una ética universal, pues si la
naturaleza es común a todos, los principios éticos también tienen que serlo. Por otra parte,
permite sostener la existencia de imperativos morales absolutos: hay acciones que siempre
deben hacerse u otras que siempre serán malas, en tanto que promuevan o dañen la
naturaleza humana. Por último, hace posible una fundamentación trascendente de la
persona: pues el hombre es libre pero hay algo que antecede a su libertad, la naturaleza
humana, que es algo dado y que se remite en última instancia a Dios que la ha fundado.

Hombre como cuerpo y alma

La persona humana es una y en sí misma indivisible. Sin embargo, dos dimensiones se


pueden distinguir claramente en ella: la física y la espiritual. O, dicho de otro modo, el
cuerpo y el alma.

No es éste el lugar para desarrollar la difícil problemática de las relaciones y la unidad


entre el cuerpo y el alma. Nos limitaremos a algunos puntos esenciales para la
fundamentación de la ética.

Antes que nada, es preciso mencionar dos errores contrapuestos, que se deben evitar
cuidadosamente. En primer lugar, el monismo (del griego monos = uno) que reduce la
realidad humana a una sola dimensión: la física. Según ese modo de ver las cosas, el
hombre no es más que una estructura material compleja, cuyo funcionamiento y
comportamiento se reduce a los mecanismos y procesos propios de la materia. La biología
y aún la psicología terminarán por reducirse a procesos físico-químicos; de igual manera, la
ética, sus normas, sus imperativos, se resolverán en la mecánica de la materia. Para el
monismo, lo que llamamos alma no es otra cosa que la misma materia en sus funciones más
complejas y sofisticadas.

El error principal del monismo es el desconocimiento de la dimensión espiritual y


trascendente de la persona. Fenómenos como el amor, las relaciones interpersonales, el
pensamiento filosófico o aun científico, la libertad, no se pueden reducir al componente
material de la persona.

En el extremo opuesto del monismo está el dualismo, que a lo largo de la historia del
pensamiento y de la cultura ha asumido gran cantidad de formas, que no podemos
detenernos a desarrollar aquí. Baste saber que el dualismo antropológico sostiene que el
alma y el cuerpo son dos sustancias unidas de manera accidental o artificial; y, dada la
mayor dignidad del alma, muchas veces las posturas dualistas han tendido a menospreciar
el cuerpo. El hombre sólo lograría su plena realización por medio de una ascesis (palabra de
origen griego que significa entrenamiento) por la cual el alma pudiera desvincularse lo más
posible del cuerpo y de sus necesidades y exigencias.

El error del dualismo radica en que desconoce la unidad sustancial de la persona


humana. Por el contrario, según enseña Aristóteles, el alma es “forma” del cuerpo, lo que le
da el ser y lo sostiene en él, es decir, que el alma no se da sin el cuerpo ni el cuerpo sin el
alma. Y en el obrar humano alma y cuerpo están íntimamente unidos: por eso cualquier
acción humana en la que esté involucrado el cuerpo cualifica también al alma. Nunca
“usamos” meramente del cuerpo, pues éste no es un instrumento exterior a nosotros.

Conviene entonces expresar en qué sentido hablamos de “alma” y de “cuerpo”.

El alma, ante todo, ha de entenderse como el principio interior de animación, es decir,


lo que hace que algo esté vivo. Además, llamamos “alma” a la sede de los fenómenos
psíquicos, como si fuese el “lugar” (hablando impropiamente) del pensamiento, de los
afectos, de las sensaciones. También se alude con “alma” a la dimensión espiritual más
profunda, donde la persona se relaciona con Dios. Y “alma” también significa el “yo
personal”, centro y fuente de las acciones personales y libres.

Respecto del cuerpo, podemos atribuirle los siguientes significados.

Ante todo, el cuerpo es expresión de la persona. Es la persona misma en cuanto se


expresa y se realiza visiblemente en el mundo. Por eso tiene tanta importancia nuestra
presentación exterior: el exterior habla del interior. Pero además, el cuerpo es medio de
presencia en el mundo y a los otros. Por eso, las posibilidades que brinda la tecnología son
sólo sucedáneas de la presencia física, que es la forma más personal de presencia. El cuerpo
es también medio del lenguaje verbal y no verbal. Además, aunque dijimos que el cuerpo
no es un instrumento, en el sentido de algo separado de la persona, es principio de
instrumentalidad porque permite a la persona relacionarse con el mundo material por medio
del trabajo. Finalmente, el cuerpo expresa los límites ineludibles de la existencia personal,
puesto que a través del cuerpo experimentamos la enfermedad y la muerte, horizonte último
(al menos desde un punto de vista natural) de la existencia humana.

La sexualidad humana se manifiesta visiblemente en el cuerpo pero no se reduce a la


dimensión física: somos varones o mujeres también en nuestra psiquis y aún en la esfera del
espíritu. La sexualidad es constitutiva de la persona y por eso no puede ser manipulada ni
instrumentalizada. La ética debe integrar las diferentes dimensiones de la sexualidad: la
complementariedad entre los sexos, el amor y el placer, el sentimiento y la emoción, la
procreación y el cuidado de los hijos, la fidelidad y la promoción del cónyuge en todos sus
aspectos.

Dimensión individual y social

Igualmente importante para la ética es señalar el justo equilibrio entre la dimensión


individual y la social. Ambas son imprescindibles para la existencia humana integralmente
buena. Hay ideologías, como el liberalismo, que exacerban la dimensión individual de la
vida humana: parten del falso supuesto de que el individuo puede concebirse aisladamente
de los demás como fuente de iniciativa y libertad virtualmente ilimitada. Con ello se
desconoce la dimensión relacional, que es inherente a la persona, y además, se reduce la
dimensión social a la mera conveniencia: las personas se vinculan entre sí no porque ello
sea esencial a su modo de ser, sino porque con ello es posible realizar mejor los propios
impulsos y deseos egoístas. No es difícil descubrir que este tipo de ideologías exacerban la
conflictividad e impiden la realización de muchas capacidades humanas que sólo se pueden
dar plenamente en la interacción interpersonal a niveles profundos. No es extraño que estas
ideologías conciban a los demás seres humanos como objetos que pueden ser eliminados
cuando no cumplen una función útil: es la “cultura del descarte” que denuncia el Papa
Francisco.

Otras ideologías, como el marxismo y todos los colectivismos, acentúan excesivamente


la dimensión social en perjuicio de la individual. El individuo queda reducido a un
engranaje del sistema, a una mera pieza de la sociedad; se pierden la dignidad personal y la
libertad en sus múltiples manifestaciones (de expresión, de iniciativa, de intervención en la
vida política). El mismo progreso económico, social, tecnológico, que normalmente es fruto
de la iniciativa personal, se ve muchas veces gravemente retardado en las organizaciones
políticas que responden a estas ideologías.

La persona humana es a la vez inviolable en su individualidad, y constitutivamente


relacional y social. La interacción con los otros, la constitución de unidades relacionales
estables, cuando se fundan en la libertad y en la naturaleza de las cosas, siempre promueven
la plena realización de la personalidad.

Inteligencia, voluntad y pasiones

Como la persona humana es una, el alma es también una. Sin embargo, siguiendo a
Aristóteles y a Santo Tomás, pueden distinguirse en ella tres niveles.

El alma vegetativa es el principio más elemental de la vida y cumple las funciones de


nutrición, crecimiento y reproducción. La compartimos con todos los seres vivientes,
vegetales y animales.

El alma sensitiva es la propia de la vida animal; permite a los animales realizar sus
actos vitales de conocimiento, tendencia y movimiento. En la esfera del conocimiento, el
alma sensitiva dispone de los sentidos externos e internos. Los primeros son vista, oído,
olfato, gusto y tacto. Los sentidos internos, por su parte, elaboran los datos que nos vienen
a través de los sentidos externos: el sentido común presenta una experiencia unificada de las
percepciones exteriores; la imaginación es capaz de reproducir en ausencia las sensaciones
o de crear otras nuevas; la estimativa valora los objetos percibidos como buenos o malos
para el animal; la memoria reproduce las percepciones pasadas, localizándolas en el tiempo.
En el ámbito de las tendencias, encontramos en la sensibilidad el apetito concupiscible,
que se dirige a los objetos percibidos como buenos o se aleja de los malos: a él pertenecen
las pasiones del amor y el odio, el deseo y la aversión, el placer o gozo y el dolor o tristeza.
Y también al apetito irascible, que se dirige a los bienes arduos o busca superar los males
que se interponen entre el sujeto y el bien: sus pasiones son la esperanza y la desesperación,
el temor y la audacia, y la ira. Las pasiones son movimientos del apetito sensitivo y
desempeñan un papel muy importante en la vida moral, dado que muchas veces pueden
impedir o dificultar los actos libres; o, por el contrario, reforzar afectivamente las
decisiones u opciones.

El alma intelectiva es específicamente humana. Está dotada de la inteligencia, por la


cual podemos conocer la realidad trascendiendo los datos de los sentidos. La inteligencia
alcanza los conceptos universales y las realidades espirituales. Sus operaciones son: la
simple aprehensión, por la cual captamos las esencias de las cosas en conceptos o ideas; el
juicio, que vincula conceptos y expresa la verdad; y el razonamiento, donde se encadenan
lógicamente los juicios para obtener nuevas verdades a partir de otras ya conocidas. El
intelecto puede ser teórico o práctico: este último, aplicado a la acción, es el principio del
obrar y su consideración tiene gran importancia para la ética.

La voluntad, por su parte, es la potencia del alma por la cual tendemos al bien
universal, sin restricciones. Quiere el bien que le presenta la inteligencia pero no está atada
a ningún bien particular. Por eso es libre.

El intelecto práctico concibe el bien y se lo presenta a la voluntad como algo operable


(es decir, que puede ser realizado). El intelecto práctico debe alcanzar entonces la verdad
moral, es decir, lo que debe ser puesto por obra para que el sujeto realice su vida de una
manera plena y digna a través de los actos concretos.

Capítulo 4: Fin último y felicidad

El fin último en general y su importancia ética

Según Aristóteles, el papel que juegan los principios en las disciplinas teóricas, lo
juegan los fines en el saber práctico. Cuando nos proponemos alguna cosa como meta, todo
lo que hacemos está orientado a la consecución de ese objetivo, lo cual se puede probar con
varios ejemplos. En el caso de un viaje, llegar a destino es el fin que determina la elección
del camino, del medio de transporte, de la fecha y hora del desplazamiento. Si se trata de
una batalla, vencer al enemigo es el fin que determina las estrategias y las acciones del
comandante del ejército. Cuando queremos construir una casa, la casa misma es la que
determina la compra de los materiales y el proceso que seguirá la edificación. Por eso,
siempre según Aristóteles, la ética, como disciplina práctica que dirige el obrar humano,
debe tener en cuenta los fines de la acción y en particular el fin último que el hombre se
propone. Afirma Aristóteles: “Si de las cosas que hacemos hay algún fin que queramos por
sí mismo, y las demás cosas por causa de él, y lo que elegimos no está determinado por otra
cosa […] es evidente que este fin será lo bueno y lo mejor” (Et Nic 1094 a 18-23). El fin es
el bien que se persigue, y el bien se puede caracterizar como “aquello a lo que todas las
cosas tienden”. El fin último o bien supremo será entonces el principio fundamental que
dirige todo el razonamiento práctico de la ética, y todo el desarrollo de la conducta humana.

Antes de avanzar en esta línea, es preciso recordar que no todos los planteamientos de
la ética siguen en esto a Aristóteles. Hay éticas que rechazan el enfoque finalista: pues más
bien consideran la acción humana como la consecuencia de “mecanismos” de índole
psicológica, sociológica y aun biológica. En otros casos, las reglas de la conducta son el
resultado de procesos que brotan desde la pura autonomía de la persona y su libertad, como
sucede con Kant.

La percepción aristotélica de la ética como saber práctico es, sin embargo, la más
adecuada a la experiencia moral de las personas. La ética aristotélica concibe al sujeto
moral como autor de conducta, como aquél que es capaz de “escribir su propia biografía
moral”, dirigiendo su obrar hacia una meta u objetivo. Ahora bien, ¿cuál es ese fin último
que el hombre busca?

El pensamiento cristiano se mueve en el horizonte de la creación divina de todas las


cosas. Según esto, todo procede de Dios como de su fuente, y todo tiende a Él, como a su
fin. Sin embargo, esta afirmación no es suficiente desde el punto de vista de la ética, puesto
que es preciso encontrar el fin tal como se lo propone el hombre, ser de naturaleza racional.
Pues los seres de naturaleza no-racional obran ciertamente por un fin, pero movidos por
otros (como el animal o la planta realizan las acciones correspondientes a su naturaleza,
pero sin proponérselas como tales); en cambio, el hombre es capaz de determinar el fin de
todas sus acciones por sí mismo, y en esto radica la grandeza de su dignidad.

El bien supremo o fin último del hombre debe ser uno solo; precisamente en tanto que
es el que mueve a todos los demás fines y acciones de la vida humana, debe ser uno, porque
en última instancia, todo lo que el hombre quiere, lo quiere por el último fin. Ese fin último
debe ser un bien perfecto (al que nada le falte), completivo (que llene todas las aspiraciones
de la naturaleza humana), apetecido naturalmente (pues si fuera querido libremente, sería
querido por alguna otra causa y no sería verdaderamente último), y principio de unidad de
todo lo que se quiere.

La felicidad como fin último humano

“¿Cuál es el bien supremo de todos los que pueden realizarse? Sobre su nombre, casi
todo el mundo está de acuerdo, pues tanto el vulgo como los cultos dicen que es la
felicidad, y piensan que vivir bien y obrar bien es lo mismo que ser feliz” (Et Nic 1095 a
15-20). Para Aristóteles, es claro que la felicidad es el fin último del hombre; pero es
igualmente patente que no hay acuerdo entre los hombres sobre el objeto en que la felicidad
consiste. Unos piensan que la felicidad está en el placer, otros en las riquezas, otros en los
honores; y aun una misma persona puede pensar cosas distintas sobre la felicidad, por
ejemplo, si está enfermo, pondrá la felicidad en la salud, o si es pobre, la colocará en la
riqueza.

Antes de analizar los méritos de estas distintas opiniones, es necesario tener en cuenta
que el fin último puede considerarse de dos maneras. La primera, que llamaremos fin
último “dominante”, implica que este fin consiste en una sola cosa última a la cual todas las
demás cosas se subordinan. La segunda, que se puede nombrar fin último “inclusivo”,
expresa que el fin último del hombre no puede consistir en una sola cosa, dado que la vida
humana es compleja y sujeta a muchas necesidades, y por ello el fin último debe incluir diversos
tipos de bienes.

Estas dos consideraciones se complementan. En la física se suele decir que la luz a


veces se comporta como ondas y otras veces como partículas; y ambas visiones, aunque
aparentemente contradictorias, deben mantenerse, pues en algunos casos resulta más
adecuada una, y en otros casos la otra. Con el fin último sucede lo mismo. Si lo
consideramos desde un punto de vista dominante, tenemos la ventaja de poder identificar
claramente el objeto o la acción al que se refiere toda la vida de la persona. Como cuando
Aristóteles dice que el fin último del hombre es la contemplación de la verdad, o Santo
Tomás afirma que ver a Dios es la felicidad del hombre. Pero también es cierto que la
plenitud del hombre requiere de muchas cosas, debido a la complejidad de la vida: así el
mismo Aristóteles acepta que la vida virtuosa en la sociedad (algo ciertamente con muchas
facetas diversas) es el fin que llena todas las aspiraciones humanas, y Santo Tomás admite
que además de la visión de Dios la felicidad incluye accidentalmente otras cosas.

Para entender mejor la importancia de la felicidad desde el punto de vista de la ética


adoptemos momentáneamente la perspectiva del fin último en sentido inclusivo. El obrar
humano deliberado siempre mira a un fin último, pero no debemos pensar que ese fin sólo
se alcance al término de la vida, dejando de lado como meros medios prescindibles, una vez
usados, todos los actos y vivencias previos. La estructura intencional de toda acción
humana es finalista, unitaria y totalizante: en cada acción (al menos en aquellas que superan
el horizonte de lo trivial) está puesto en juego todo lo que somos. Existe una totalidad, un
horizonte del deseo que algún modo contiene todos los fines intermedios. La vida se
concibe así (y esta es la perspectiva moral que hemos caracterizado como “ética de la vida
buena”) como una grande y continua acción. Por ejemplo, supongamos que una persona
decide aceptar una nueva propuesta de trabajo. En esa acción, que en apariencia es puntual,
la persona está incluida en todo su ser: sus deseos y proyectos en el ámbito laboral, sus
valores morales y técnicos, las capacidades adquiridas, la armonía que debe lograr entre el
nuevo trabajo y las demás obligaciones familiares, sociales, culturales, religiosas, etc.; en
una palabra, en esa decisión se realiza (o no) su vida como una integridad moral, su fin
último. Así, “alcanzar la felicidad” como fin último equivale a “ser una buena persona” o
“ser bueno en sentido integral”, lo cual condice con la consideración que más arriba
hacíamos de la bondad ética, que abarca la integridad de la persona, a diferencia de la
bondad técnica que es relativa a una determinada perspectiva de la realidad.

Según esta consideración, los fines sectoriales y parciales de la persona (por ejemplo,
lograr los propios objetivos en el ámbito familiar, laboral, deportivo, cultural, etc.), se
articulan en la perspectiva del fin último y se miden por él. No son meros medios, porque
de alguna manera son constitutivos del último fin.

Felicidad objetiva y subjetiva

Antes de considerar en qué consiste propiamente la felicidad, es importante que


retomemos una distinción que propone santo Tomás. Es posible considerar la felicidad
como el objeto que llena totalmente las aspiraciones de la voluntad humana; en ese caso
hablaremos de “felicidad objetiva” o finis cuius. O bien, podemos ver la felicidad en la
acción con la que alcanzamos ese objeto que nos colma; es la “felicidad subjetiva” o finis
quo. Como ejemplo, podemos decir que si para dos personas la felicidad (objetiva) consiste
en el dinero, sin embargo, para uno puede ser que consista en acumular dinero, y para otro,
por el contrario, en gastarlo (felicidad subjetiva).

Esta distinción nos permite ver que la felicidad es algo que trasciende al hombre,
porque éste se siente radicalmente incompleto y necesitado de algo que desde fuera de él
mismo venga a colmarlo, pero a la vez, es el resultado de una actividad humana, la meta de
una búsqueda que está inscripta en el corazón de toda persona y que moviliza
continuamente su conducta.

¿En qué consiste la felicidad?

Si adoptamos el punto de vista inclusivo, no nos resultará difícil determinar en qué


consiste la felicidad objetiva, aunque esto será variable para cada persona. Será un conjunto
de bienes que consideramos esenciales para nosotros y que normalmente podemos ordenar
en una escala: personas, actividades, bienes del cuerpo o del espíritu. Sin embargo, es
inevitable que nos planteemos también cuál de todas esas realidades ocupa el lugar más alto
y en algún modo determina nuestro modo de relacionarnos con las demás (perspectiva del
fin dominante). La filosofía clásica se ocupó en muchas oportunidades de este problema; a
modo de síntesis, podemos ofrecer el análisis de santo Tomás, que se puede resumir de la
siguiente manera.
Los bienes creados que son candidatos a ser el máximo bien que llena todas las
aspiraciones humanas pueden ser externos o internos. Entre los bienes externos,
encontramos ante todo a) los bienes materiales o riquezas: buscadas afanosamente por
muchos, no pueden ser el fin último porque siempre son medios para alcanzar otras cosas, y
además, hay muchas cosas que no se pueden comprar con ellas, como la salud en caso de
grave enfermedad, o la amistad sincera de los que nos rodean. También puede ponerse la
felicidad en b) la fama o gloria, o los honores que recibimos de los demás: pero se trata de
bienes que son cambiantes, pasajeros, y que muchas veces no responden a la verdad, pues
podemos ser honrados falsamente, o más de lo que realmente merecemos. Otro bien
exterior que moviliza fuertemente el apetito de la voluntad es c) el poder; igual que en el
caso anterior, es siempre limitado, puede perderse, y puede ser usado para el mal: no puede,
por lo tanto, ser el constitutivo del sumo bien.

Entre los bienes internos, santo Tomás considera en primer lugar a) la salud; pero si
bien ella es condición para alcanzar la felicidad, podemos tener salud corporal y faltarnos la
plenitud en nuestra dimensión más estrictamente espiritual y personal. b) Las virtudes y la
sabiduría son bienes también muy elevados, pero no son fines en sí mismos, nos permiten
alcanzar algo que trasciende al mismo hombre. c) El placer, por su parte, no puede ser la
esencia de la felicidad: puesto que es pasajero, deja muchas veces detrás de sí una profunda
insatisfacción, y desde el punto de vista antropológico es una consecuencia de una actividad
previa plena; por lo tanto, una consecuencia de la plenitud y no el constitutivo de la misma.

La conclusión de santo Tomás es que sólo Dios, el bien increado, puede colmar las
aspiraciones humanas, pues el objeto al que se dirige nuestra voluntad es el bien universal,
sin restricciones ni limitaciones, algo que no se puede encontrar en ninguno de los bienes
de este mundo. Esto concluye en que la felicidad es inalcanzable en esta vida; lo cual
llevará al Aquinate a distinguir entre la bienaventuranza perfecta, tal como solo se puede
alcanzar en el cielo y por gracia, y la bienaventuranza o felicidad imperfecta que se puede
conseguir en esta tierra, de manera relativa. Con esta distinción no sólo se salva la
posibilidad de alcanzar de algún modo la plenitud humana, sino que se da cuenta de la
relatividad y limitación que presenta toda felicidad terrena, algo que el más sencillo análisis
de la existencia pone de manifiesto claramente. Sin embargo, la obtención de la felicidad
plena queda sujeta a la donación gratuita que Dios hace de sí mismo.

En cuanto a la felicidad subjetiva, ¿de qué modo o por qué acto se alcanza a Dios,
objeto de la felicidad? La respuesta de santo Tomás se basa en presupuestos aristotélicos y
puede, a primera vista, parecer decepcionante. Dice el de Aquino que la felicidad subjetiva
consiste esencialmente en el acto más perfecto de la potencia más perfecta sobre el objeto
más perfecto. De tal manera, la esencia de la felicidad es la visión intelectual de Dios, que
sólo se puede alcanzar por la gracia en la vida eterna. Uno se puede preguntar si la mera
visión intelectual produce la felicidad, o si no será más bien el amor de Dios y de los demás
lo que hace felices a las personas, y en ese caso santo Tomás no habría dado en la tecla.
En realidad, para santo Tomás la felicidad consiste en la visión, pero requiere
necesariamente la rectitud antecedente de la voluntad, es decir, el amor, y produce como
consecuencia, de manera necesaria, el gozo. No se puede alcanzar la visión de Dios como
Sumo Bien sin una rectitud previa de la voluntad. Y además, “no puede haber
bienaventuranza sin delectación concomitante, porque la bienaventuranza no es otra cosa
que la consecución del bien sumo” (I-II, 4, 1). De este modo Tomás asume la perspectiva
inclusiva, dado que la rectitud de la voluntad, el amor, el gozo, la compañía de los seres
queridos y aun nuestro cuerpo, en la resurrección, contribuirán a la felicidad perfecta del
hombre.

Podemos preguntarnos de qué manera incide esto en el planteamiento concreto de


nuestra vida moral. La respuesta es clara: la vida moral no es la búsqueda de la felicidad de
manera hedonista o utilitarista (enfoques éticos que hemos refutado más arriba) sino que la
misma moralidad surge de una tensión fundamental y constitutiva del hombre hacia el
sumo bien, hacia el último fin. La realización concreta de este fin se da en la búsqueda
humana de la felicidad, que sólo puede ser entendida como una plenitud total del hombre y
no como la mera satisfacción de deseos particulares: como una vida integralmente buena y
plena, que sólo halla su aquietamiento en la presencia del bien sin restricciones ni
limitaciones, objeto al que el hombre en su totalidad aspira por medio de su voluntad, y al
que se va acercando por sus acciones buenas y virtuosas. Sólo así se puede entender
adecuadamente la conexión entre felicidad, virtud y moralidad.

Visiones parcializadas de la felicidad

En efecto, una comprensión distorsiva o parcial de la felicidad nos llevaría a una serie
de paradojas que parecen no tener solución.

Una visión hedonista (es decir, concebir la felicidad como una mera acumulación de
placeres) es evidentemente inadecuada para fundamentar la ética. El eudemonismo (del
griego “eudaimonía”, felicidad) de Aristóteles o santo Tomás es radicalmente diverso del
hedonismo (del griego “hedoné”, placer) en cualquiera de sus versiones. La felicidad es
realización plena de la persona, y ello implica la superación de la mera perspectiva del
placer o la utilidad; e incluso implica una cierta distancia de los propios deseos, en tanto
que estos se revelen contrarios a la inclinación más profunda del espíritu al bien. Por eso,
no tiene lugar la crítica que Kant hace a la fundamentación aristotélica de la moral: para
Kant la moralidad solo debe basarse en la incondicionalidad de las normas, pero esta
incondicionalidad gira en el vacío de su formalismo moral, cuando en realidad debe
fundamentarse en el carácter absoluto del bien como objeto de la voluntad.

Por lo mismo, la aspiración a la felicidad como fundamento de la ética no tiene nada de


egoísta, en tanto que la plena realización de la persona implica el amor y la vida en común
con los otros, no desde la perspectiva de la utilidad de las relaciones humanas para la vida
corporal (es decir, porque me conviene no estar solo para poder satisfacer mejor mis
necesidades materiales) sino desde la complementariedad espiritual (es decir, porque sólo
me realizo como persona en la sincera comunión interpersonal).

El pluralismo, valor tan apreciado en la cultura contemporánea, parece también


indicarnos que habrá tantas concepciones de la felicidad como personas, y que todas son
igualmente válidas; lo cual justificaría el relativismo moral, cada uno tendría sus valores y
sus normas. La unidad del fin último como motor de la vida moral, no obstante, no queda
anulada por un pluralismo irreductible de ideas sobre la felicidad. Es claro que cada
persona vive su vida personal desde sus intereses, deseos y proyectos; pero si esa vida ha de
tener algún sentido y ser moralmente valiosa, deberá encarnar y realizar de alguna manera
la tensión existencial e inevitable hacia el sumo bien, sin excluir, en todas las diversas
formas en que esto pueda darse, la búsqueda del Absoluto. En síntesis, puede decirse que
la felicidad consiste en la plena realización del bien, de la verdad, del amor, de todos los
valores verdaderos, en la vida de las personas; en la múltiple variedad de formas en que ello
puede hacerse efectivo en cada existencia concreta.

Capítulo 5: Actos humanos y libertad

Acción humana voluntaria

El hombre, como sujeto moral, se dirige hacia su fin, se acerca o se aleja de él, por
medio de sus actos. Al establecer el objeto de la ética, hemos explicado la diferencia entre
los actos de hombre (aquellos que simplemente se dan en él, sin su intervención personal) y
los actos humanos (que comprometen su voluntad libre). Todo ente puede actuar, pero las
acciones pueden revestir caracteres muy diferentes: pueden ser acciones automáticas, como
las que hace una calculadora, o meramente mecánicas, como una máquina cualquiera;
pueden ser instintivas, o fruto de un entrenamiento, como las que aprenden por medio de
reflejos condicionados los animales. De todas estas acciones se distingue la acción humana,
que es acto de la persona. El hombre pone en juego su libertad, y por ello mismo se
compromete como persona en cada acto que realiza: por medio de nuestros actos somos
“autores” de nuestra biografía, o como decían los antiguos, “padres de nosotros mismos”.
Cuando hacemos algo, nos hacemos a nosotros mismos. La acción humana implica
entonces la autoposesión de la persona, pues ella dispone de sí misma en sus actos; su
autodominio, porque es capaz de conducirse a sí misma en una cierta dirección; y su
autodeterminación, porque por sus actos se configura de una manera determinada.
La acción humana voluntaria puede definirse como la acción que procede de un
principio intrínseco con conocimiento formal del fin. Que provenga de un “principio
intrínseco” significa que no es algo producido por coacción o violencia: la acción humana
voluntaria es libre, y no obedece tampoco a ningún tipo de determinismo, si bien siempre se
encuentra sujeta a condicionamientos. Defender la voluntariedad de las acciones humanas
sin querer reducirlas al desencadenamiento mecánico de ciertos influjos es esencial tanto
para la fundamentación de la ética como para la del Derecho. La referencia al
“conocimiento formal del fin” diferencia la acción voluntaria de otras actividades
espontáneas que vienen de principios intrínsecos, como todas las funciones vitales de los
organismos animados; en el caso de la acción humana hay un fin (es decir, un bien que se
busca y se persigue) que es conocido como tal y que el hombre se propone a sí mismo
como objetivo de su acción: “quiero hacer (y hago) esto”. Por eso la acción humana no
podría ser descripta meramente como un “hacer externo” separado del propósito interior del
que procede y que lo inspira. Por ejemplo, “apretar un botón rojo” no es la descripción
adecuada de una acción humana, dado que ese acto puede materialmente significar muchas
cosas. Ahora, “dar la alarma de incendio” o “arrojar una bomba” sí serían descripciones de
acciones humanas que se realizan por medio del acto de apretar el botón rojo.

Las acciones voluntarias presentan, entonces, ciertos caracteres:

a) Son acciones conscientes: es decir, hay conciencia refleja de lo que estoy haciendo y
por qué lo hago. Encierran un juicio intelectual en su estructura íntima: “yo estoy haciendo
esto” (o sea, se hacen con conciencia psicológica).
b) Son actos guiados y ordenados racionalmente. Es decir, obedecen a un propósito
elaborado, valorado y dirigido por la razón (o sea, están sometidos a la conciencia moral).
c) Son (valga la redundancia) activas y no pasivas: no se refieren a una mera reacción
del sujeto a un estímulo, como las emociones o pasiones. Sin embargo, estas últimas, en la
medida en que se las consiente, pasan a ser activas también.
d) Son autorreferenciales, revierten sobre el sujeto personal y por ello implican
responsabilidad y autodeterminación. Toda determinación de la voluntad es a la vez
autodeterminación. Cada uno se convierte en lo que hace: el que roba se convierte en
ladrón, el que miente, en mentiroso…

Actos elícitos e imperados

Los actos humanos dependen esencialmente de la voluntad. Pero esa dependencia


puede darse de dos modos. Es la distinción que corresponde a lo que llamamos actos
elícitos e imperados.

Actos elícitos son aquellos que realiza directamente la voluntad (querer, amar, odiar).
Nunca pueden ser sometidos a coacción, dado que la voluntad permanece radicalmente
libre, aunque ciertamente pueden encontrarse, en ciertas situaciones, bajo el influjo de
condicionamientos muy poderosos.

Actos imperados son aquellos que se realizan inmediatamente por otra facultad
diferente de la voluntad, ya sea una potencia interior (como la inteligencia y la
imaginación), o por un órgano exterior corporal. Los actos imperados pueden ser total o
parcialmente impedidos por la violencia, y en este último caso, en tanto que son menos
libres, están sujetos a menor cuota de responsabilidad.

Los actos elícitos son el fundamento de los imperados. Por medio de la actividad elícita
propia de la voluntad, la persona entera acepta o rechaza un objeto, y luego pone en juego
sus capacidades para conseguir lo que quiere, es decir, moviliza las potencias operativas.
Un acto elícito puede consistir tanto en el querer como en el no querer o querer que algo no
sea. Por lo tanto, las omisiones también pueden estar sujetas a responsabilidad, sobre todo
cuando son voluntarias y cuando la acción que se omite cae de alguna manera bajo las
obligaciones del sujeto que deja de hacerla.

Tipos de actos humanos

En la filosofía escolástica se suele analizar los actos humanos distinguiendo en ellos


doce movimientos posibles. Podemos tomar como referencia ese análisis, haciendo la
salvedad de que se trata de una “disección”, que, análogamente a lo que sucede cuando
examinamos la anatomía de un animal, nos da una visión analítica que luego debe ser
complementada por una mirada sintética, pues, en efecto, en los actos humanos estas
dimensiones o movimientos se dan unificados.

Seis de esos movimientos corresponden a la inteligencia (o a otras potencias) y seis a la


voluntad. Los movimientos intelectuales preceden a los volitivos. Los más importantes de
estos doce actos o pasos son la intención y la elección. Presentémoslos en un cuadro:

Actos de la inteligencia u otras potencias Actos de la voluntad


Simple aprehensión (1) Simple querer (2)
Juicio sobre el fin (3) Intención (4)
Deliberación sobre los medios (5) Consentimiento a los medios (6)
Juicio de elección (7) Elección (8)
Imperio (9) Uso activo (10)
Uso pasivo (11) Gozo o fruición (12)

La simple aprehensión (1) es la simple captación de un bien, por medio de la


inteligencia, que provoca una resonancia afectiva en la voluntad o simple querer (2).
Cuando ese bien se me presenta como fin posible de la acción (3), puedo entonces
proponérmelo como fin, querer alcanzarlo, y eso es la intención (4). Al querer el fin, debo
razonar sobre los medios para alcanzarlo (5), pero no todos los medios son apropiados u
honestos; sólo acepto los que sean convenientes (6). Pero debo juzgar sobre ellos (7) para
elegir el que mejor me lleve al fin (8). La inteligencia manda (9) poner en movimiento (10)
las demás potencias, en orden a ejecutar el o los medios necesarios para alcanzar el fin (11).
Al conseguir el fin se da el disfrutarlo como algo ya tenido (12).

Expongamos ahora en un ejemplo el significado de cada uno de estos pasos:

Veo una oferta de vacaciones en la playa (1) y digo: “¡qué bueno sería ir a esa playa!”
(2). Si no paso de allí, seguramente no haré nada, pero cuando pienso ya concretamente en
mis vacaciones y veo que es posible ese plan (3), luego me propongo ir a esa playa (4).
Aquí está la intención, acto importantísimo que versa sobre el fin. Para ir a ese lugar, puedo
hacerlo en auto, avión u ómnibus, o haciendo dedo como algunos amigos (5), pero desecho
esta última opción porque no me parece prudente. Queda, entonces, el auto, el avión o el
ómnibus (6). El análisis de estos medios me revela que lo mejor es el avión (7), y elijo
entonces ese medio (8). La inteligencia dice: ¡a buscar un vuelo conveniente! (9). Para ello
la voluntad mueve (10) a la misma inteligencia, a mi memoria y todas mis potencias hasta
comprar el pasaje y viajar en la fecha establecida (11). Conseguido el objetivo, ya en mi
lugar de descanso, puedo disfrutar del fin conseguido (12).

La intención y la elección

Como dijimos, la intención y la elección son como la columna vertebral de toda


nuestra conducta. Conviene que nos detengamos un momento a analizarlas.

En ética llamamos fin a aquello que en el momento de obrar se presenta como un bien
deseable en sí mismo. No todo bien es fin. Puesto que el bien se divide en honesto (el que
hace buena a la persona), deleitable (el que le procura placer o gozo) y útil (el que sirve
para obtener otra cosa). Sólo el bien honesto y el bien deleitable tienen razón de fin, el bien
útil es meramente medio.

La intención es el acto elícito de la voluntad que consiste en el querer eficaz de un fin,


que en su realidad fáctica está distante de nosotros, de modo que se quiere como algo que
ha de ser alcanzado por medio de otras acciones. La intención, como hemos visto, está
precedida por el conocimiento del bien y su ponderación como un fin posible; si falta esto
último, estamos en presencia de lo que se llama “veleidad” o querer ineficaz del fin.
Conocer y discernir las intenciones es esencial para saber qué es lo que hacemos realmente.
Por ejemplo: “tomar un medicamento”, en sí, no me dice nada decisivo respecto de la
acción; ahora si ello se enmarca en la intención de recuperar la salud, resulta claro qué es lo
que estamos haciendo, como también (por el contrario) si se enmarca en la intención de
producirnos un daño haciéndolo fuera del orden debido.

Ello nos muestra que nuestras intenciones no están aisladas, y que tendemos a muchas
cosas a la vez. Pero ello es posible sólo en la medida en que esas diversas intenciones están
ordenadas las unas a las otras, y por eso es importante conocer el orden establecido por la
razón en la conducta de cada uno.

Ello mismo nos permite analizar el dicho: “El fin justifica los medios” y valorar su
moralidad. En principio, el querer del fin es diferente del de los medios: se puede querer un
mismo fin a través de diversos medios, como hemos visto en el ejemplo en que exponíamos
los doce pasos de la acción humana. Sin embargo, el acto de querer el fin, si el éste es
moralmente recto, debe incluir la rectitud de los medios, pues el acto que quiere a estos
depende del primero; y por ello, no se puede perseguir un fin bueno por medios malos; es
decir, en última instancia, el fin no justifica los medios.

Como dijimos, las intenciones que tenemos no se presentan aisladas, sino que se unen
y ordenan entre ellas. Así se configuran nuestros proyectos (en plural), y más aún, el
proyecto unificado de nuestra vida, que es el que da sentido a nuestra libertad. La libertad
sin proyecto se vuelve trivial, inconsistente.

En el proyecto de vida se incluyen, de una manera u otra, las influencias que provienen
de nuestra historia personal y de la comunidad a la cual pertenecemos. También se
encuentra allí el bagaje personal de nuestras inclinaciones, capacidades, deseos,
intenciones. En el proyecto se debería poder discernir una intención u opción fundamental,
junto a otras intenciones conexas; los medios más importantes y necesarios, y los otros que
no lo son tanto.

Un buen proyecto vital debe estar abierto a reformulaciones, aun cuando se conserve
siempre las intuiciones fundamentales que lo sostienen. La esperanza actúa como motor del
proyecto. Encontrar el sentido de la vida muchas veces depende de tener un buen proyecto
existencial, aunque el sentido de la vida no es de por sí algo disponible en todos los casos o
manipulable a voluntad, sino que debe ser encontrado a veces a través de trabajosas luchas.

Una persona madura sabe también integrar los fracasos en su propio proyecto,
reconociendo que siempre queda abierta la dimensión fundamental: es decir, que la persona
pueda realizarse a sí misma en el amor y en la vida virtuosa. La historia nos muestra casos
de personas que, en circunstancias humanamente muy adversas (persecución por sus ideas
políticas o religiosas, enfermedades, soledad, muerte de los seres queridos, etc.) han sido
capaces de encontrar un sentido a su existencia y realizar ese sentido a pesar de esas
limitaciones. Para ello es necesario emprender un camino de permanente reinterpretación
de la propia existencia (es lo que en filosofía se llama “hermenéutica”) que se hace desde el
propio horizonte de valores y tiende siempre a la realización renovada de los mismos.
Por su parte, la elección es el acto elícito de la voluntad que tiene por objeto lo
inmediatamente operable en vista de un fin intentado. La intención se refiere al fin; la
elección, a los medios (que no se deben confundir con los instrumentos). Hay que tener en
cuenta que algo puede ser fin bajo un punto de vista y medio bajo otro. Por ejemplo, tengo
la intención de tomar vacaciones y debo elegir entre ir a la montaña o a la playa; pero
también puedo decir que tengo la intención de ir a la montaña y debo elegir cuándo o cómo
hacerlo. Los medios son bienes no últimos que, sin embargo, a veces forman parte esencial
de la buena acción. Ejemplo: da lo mismo que vaya a un lugar por un camino o por otro,
con tal de que llegue a tiempo; puedo ir por el camino más corto para llegar más rápido o
por el camino más agradable para recrearme un poco. Pero no da lo mismo que obtenga de
cualquier modo el dinero que necesito para un fin honesto; debo obtenerlo también por
medios honestos, pues, en caso contrario, mi fin queda viciado.

La elección, como la intención, es un acto de la voluntad. No obstante, está precedida,


como hemos visto, de un acto del entendimiento. En términos tomistas, es un acto de la
potencia apetitiva que recibe su forma de la razón, por la deliberación previa acerca de los
medios. Por ello, Santo Tomás le llama “apetito intelectivo” o “intelecto apetitivo”. Así, la
elección versa sobre lo que es posible según el juicio de la razón, se trata de algo que
podemos o esperamos poder hacer. En la elección es donde experimentamos la libertad: la
voluntad humana solo es determinada por el bien universal, y la elección versa sobre bienes
particulares; por eso, toda elección está exenta de determinación tanto en el orden de la
ejecución (puedo elegir o no elegir algo) como en el de la especificación (puedo elegir esto
o lo otro). La elección del mal, no obstante, no pertenece, como veremos, a la esencia de la
libertad, sino que sólo es un signo de ella, puesto que esta halla su plena realización en el
bien. No hay, propiamente hablando, elección del mal en cuanto mal, sino de bienes más
perfectos o de bienes defectuosos o desordenados. Ejemplo: cuando elijo robar para
conseguir el dinero que necesito para vivir, mi elección se refiere a la intención de un bien
(adquirir el dinero) pero por el desorden del medio con que se lo busca la acción se
convierte en moralmente defectuosa, o sea, mala.

Normalmente, intención y elección son dos momentos inseparables del mismo


movimiento voluntario. Pero como el bien está en la acción concreta, la elección matiza a la
intención, haciéndola realidad, o relegándola al nivel de la “veleidad” o querer ineficaz. Por
ejemplo: si digo que tengo la intención de ser un profesional y no elijo estudiar para
alcanzar ese objetivo, puede llegar el momento en que me pregunte: “¿quiero realmente ser
un profesional?” Por eso dice un viejo dicho: “El camino de infierno está tapizado de
buenas intenciones”.

La elección conserva el significado ético de la intención y la presupone, y a la vez le da


realidad y manifiesta su solidez y coherencia. Al elegir algo, elijo también qué clase de
persona quiero ser; por eso, nuestras elecciones deben orientarse hacia los fines de las
virtudes.
Niveles de voluntariedad

La voluntariedad es el constitutivo formal de los actos humanos, y por ello, de acuerdo


con los diferentes niveles de implicación de la voluntad, tendremos acciones perfecta o
imperfectamente voluntarias.

La imperfección en la voluntariedad puede darse por factores de índole intelectual.


Dado que la inteligencia es la que muestra el objeto a la voluntad, en cierta manera
podemos decir que la mueve, en tanto le ofrece aquello a lo que la voluntad tenderá como a
su fin. La somnolencia, la ebriedad parcial, una emoción violenta, y otros factores
semejantes pueden oscurecer el uso de la inteligencia y de esta manera quitar voluntariedad
plena a lo que se está haciendo.

Pero también puede ser la voluntad misma la que efectúe la acción con una cierta
mezcla de querer y no querer, frente a la complejidad de los objetos que se le proponen, que
frecuentemente presentan facetas ambivalentes. Puede haber una acción que es querida por
ser beneficiosa, pero que a la vez cuesta porque es dolorosa, como someterse a una terapia
para recuperar la salud. Se puede querer algo en tanto se presenta como placentero, pero a
la vez no dar enteramente el consentimiento en la medida en que se percibe que ese placer
es inmoral. Se puede adherir a una conducta que se percibe ventajosa desde el punto de
vista material, y a la vez sentir remordimiento por hacerlo porque se sabe que es
positivamente injusta. En general, se habla en estos casos de consentimiento imperfecto, y
la acción permanece imperfectamente voluntaria. No obstante, en los casos en que se pasa a
la acción externa es difícil ya hablar de consentimiento imperfecto. Por ejemplo: si deseo
matar a alguien puedo pensar que no ha sido un acto perfectamente voluntario en tanto que
no pase de un mero deseo; pero si llego a ejecutar esa acción, ¡es muy difícil hablar de
consentimiento imperfecto!

Además de los actos perfecta e imperfectamente voluntarios, se suele distinguir la


acción no voluntaria, la acción involuntaria y la acción mixta.

La acción no voluntaria es aquella que está privada de voluntad. Por ejemplo, si


mientras disparo para hacer puntería a un árbol, hiero accidentalmente a una persona que
pasaba por allí, en tanto que esta situación no haya podido razonablemente haber sido
prevista, se trata de una acción no voluntaria porque no existía ninguna intención de herirla.
Como es claro, distinto es el caso de si por negligencia estuve disparando en un lugar en el
que razonablemente debí haber pensado que alguien pasaría.

La acción involuntaria es la que no solo se realiza sin quererlo, sino contra la


inclinación positiva de la voluntad. Ello puede darse por imposibilidad física, violencia (en
cuyo caso no hay ninguna voluntariedad y por tanto, tampoco hay responsabilidad) o por
ignorancia (en tal caso, hay que considerar si la ignorancia fue inevitable o se debió a la
propia negligencia en buscar conocer mejor lo que estaba en juego en ese caso). Por
ejemplo: cuando una persona falta a un compromiso importante por imposibilidad física de
asistir o porque fue retenida de manera violenta por otro.

Finalmente, una acción se llama mixta cuando hay en ella una mezcla de voluntario e
involuntario, lo cual puede darse en diversos grados, que establecen, análogamente,
diferentes niveles de responsabilidad. El clásico ejemplo de Aristóteles es el de los marinos
que arrojan la carga de la nave en medio de una tempestad para evitar el naufragio; perder
la carga es, bajo un cierto punto de vista, voluntario, y bajo otro, involuntario. Dado que en
los asuntos morales lo que se considera definitivo es lo concreto, en última instancia, esa
acción es más voluntaria que involuntaria.

Impedimentos del conocimiento e modificaciones de la voluntariedad

Detengámonos un poco más en las situaciones, condiciones o circunstancias que


pueden impedir que una acción sea plenamente voluntaria. En la medida en que impidan o
disminuyan la voluntariedad, anulan o reducen la responsabilidad del sujeto por la acción
realizada y la imputabilidad moral (y jurídica).

Como para querer es preciso previamente conocer, consideremos primero los factores
que pueden alterar el normal uso de la inteligencia: la falta de advertencia y la ignorancia.

La advertencia es la conciencia psicológica, el darnos cuenta de lo que estamos


haciendo, y también incluye la capacidad de emitir un dictamen moral (conciencia moral).
La advertencia puede ser: a) plena, cuando la persona se da perfecta cuenta de lo que hace y
de la calificación moral de su acción; b) semiplena, cuando la advertencia es parcial e
imperfecta; c) hay ausencia de advertencia cuando la persona no se da cuenta de lo que está
haciendo y por lo tanto su acción es no voluntaria.

La ignorancia, por su parte, implica la carencia de un conocimiento debido. A ella se


asimila el error, que es la inadecuada captación de la esencia de una acción o de su
calificación moral (por ejemplo, no sé que hacer esto es robar; o no sé que robar es malo).
El adjetivo “debido” es sumamente importante en este caso, dado que las limitaciones de
nuestra vida y de nuestra capacidad cognoscitiva hacen que carezcamos efectivamente de
muchos conocimientos, pero esa carencia no siempre nos perjudica moralmente. Sólo lo
hace cuando hay algo que debíamos saber y no sabemos, cuya ignorancia nos lleva a obrar
mal.

La ignorancia o el error pueden ser de derecho o de hecho. De derecho, cuando se


ignora que existe una determinada ley o norma; de hecho, cuando no se advierte que una
cierta acción va contra una norma. La ignorancia afecta la imputabilidad moral, pero no en
todos los casos de la misma manera, pues hay diversas clases de ignorancia.
a) La ignorancia invencible es la que se da cuando el sujeto no puede salir de ella,
habiendo hecho todo lo que está a su alcance para conocer la verdad. La ignorancia o el
error invencible quitan la responsabilidad moral, pues el sujeto no es ni puede ser
consciente de su error.
b) La ignorancia vencible es la que, como su nombre lo indica, podría ser superada por
el esfuerzo del sujeto en conocer mejor la situación, aconsejarse, etc. Son signos
característicos de que la ignorancia es vencible: la duda acerca de la decisión tomada, una
cierta intranquilidad de conciencia, la certeza de no haber puesto todos los medios para
saber la verdad. En ese caso la responsabilidad moral no se pierde, dado que al menos
causalmente el sujeto es responsable de las faltas que comete por su ignorancia: se trata de
una ignorancia que depende de la voluntad y por eso mismo es culpable.
c) La ignorancia se llama afectada cuando es buscada a propósito por el sujeto, para
eludir obligaciones; es el no querer conocer lo que se debe saber. En este caso, la gravedad
moral de las acciones es mayor, sobre todo cuando lo que se debería saber corresponde al
estado u oficio de la persona: el docente que ignora la ciencia que enseña, el confesor que
desconoce la teología moral, el comerciante que no está al tanto de las leyes que regulan su
actividad, el juez o abogado que no sabe el derecho, etc.

Las pasiones

Los seres humanos estamos dotados de una rica afectividad sensible, que interactúa
permanentemente con la inteligencia y la voluntad. Las pasiones son naturales y pertenecen
a la vida moral plena. Contra esto, en la filosofía antigua hubo corrientes éticas que
propusieron como ideal la anulación de la vida afectiva, considerada fuente de desviaciones
morales, intranquilidad y obstáculo para la felicidad y la paz del espíritu. Ciertamente, el
desorden de la afectividad impide que la persona lleve una vida integralmente buena. Pero
la vida afectiva no se puede anular, porque con ello se quitaría una dimensión fundamental
del ser humano.

Para Santo Tomás, las pasiones son movimientos del apetito sensible que van
acompañados de una cierta alteración corporal. Reconoce once pasiones fundamentales,
que se articulan de la siguiente manera:

Ante todo, tenemos el apetito concupiscible, rama de la afectividad que se dirige al


bien (o se aleja del mal) en cuanto tal. Si se trata del bien en general, tenemos las dos
primeras pasiones, el (1) amor y el (2) odio. Si se trata de un bien o mal ausente, tenemos el
(3) deseo y la (4) aversión. Si el bien o mal están presentes, tenemos el (5) placer y el (6)
dolor (o, considerados más desde el alma y menos desde el cuerpo, la alegría o gozo y la
tristeza).
Luego se encuentra el apetito irascible, por el cual tendemos a los bienes arduos o
difíciles. Si se trata de un bien ausente, en el caso de que sea considerado posible,
tendremos la (7) esperanza, o si es imposible, la (8) desesperación. Si se trata de un mal
ausente: en el caso de que se lo considere insuperable o muy difícil de superar, tendremos
el (9) miedo o temor; si es superable, la (10) audacia. Y cuando tenemos un mal presente
que ya ejerce su acción sobre nosotros, la pasión que brota es la (11) ira.

La ética estudia las pasiones desde el punto de vista moral, es decir, cuál es su
influencia en la acción voluntaria, y cómo debe trabajarse sobre ellas para que se integren a
la conducta libre y se ordenen rectamente. Por ello hay que atender siempre al papel que
juegan en relación con la libertad. Las pasiones de por sí son buenas, porque pertenecen a la
naturaleza humana; se hacen malas cuando no guardan el orden de la razón. Por eso las
virtudes educan (no anulan) las pasiones. Es cierto que la vehemencia de algunas pasiones
puede disminuir la lucidez del razonamiento o la firmeza de la voluntad en su adhesión al
bien. Pero también es verdad que obrar el bien sin pasión es una manera imperfecta de
realizar el ideal moral, que incluye la bondad de la persona en todas sus dimensiones,
incluso la afectiva.

Para entender el influjo de las pasiones en la moralidad de los actos humanos, es


necesario distinguir entre pasión antecedente, consecuente y concomitante.

La pasión antecedente es la que se da previamente a la acción de la razón y de la


voluntad. En ese caso, la pasión obnubila la inteligencia y disminuye la voluntariedad y por
tanto la moralidad, tanto para el bien como para el mal; si doy limosna por lástima es
menos bueno que si la doy por la convicción de mi caridad; si insulto a alguien por un
enojo repentino es menos malo que si lo hago fríamente, con la intención razonada de
lastimarlo.

La pasión consecuente es la que es provocada voluntariamente y aumenta la moralidad


de los actos, tanto para bien como para mal. Por ejemplo, si fomento la ira voluntariamente
contra alguien, mi rechazo a esa persona será moralmente más grave; pero si hago el bien
no sólo por cumplir una ley, sino con fervor y pasión, mi buena acción será más meritoria.

Por último, la pasión concomitante, que se da simultáneamente con la acción, no


aumenta la responsabilidad, sino que expresa la intensidad del querer.

Es necesario aclarar que una cosa es que la pasión se dirija a un bien o mal como su
objeto propio y otra, que sea buena o mala moralmente. Por ejemplo, desear a la mujer del
prójimo es una pasión que se dirige a un bien como objeto propio, pero es contraria al orden
de la razón y por lo tanto, moralmente mala. Y así sucede con las otras pasiones: una
esperanza puede ser vana y por lo tanto moralmente mala; una ira puede ser justa y por lo
tanto moralmente buena. Esta aclaración es importante porque muchas veces se justifican
inadecuadamente conductas moralmente malas por el simple hecho de que provienen de
alguna pasión cuyo objeto es bueno.

¿Cuáles son, entonces, las reglas para la ordenación moral de la afectividad? El


movimiento de la afectividad es el primer signo de la bondad o maldad de una cosa. Pero
es, como hemos visto, un signo insuficiente: la bondad del objeto de una pasión no asegura
la bondad moral del acto. La pasión es particular, el orden de la acción es el orden de la
razón que mira a todas las dimensiones de la vida humana. Es por eso que una educación
afectiva tendrá siempre en cuenta el adecuado “orden del amor”, pues el amor ordenado da
plenitud al hombre, pero el amor desordenado daña y hasta destruye. La razón debe
examinar, entonces, los movimientos pasionales, para eliminar su ambigüedad ética, para
interpretar, valorar, corregir, reprimir o potenciar las pasiones según el caso. La voluntad,
estrechamente unida a la razón práctica, quiere el bien de una manera plenamente humana y
no como la pasión aislada o absolutizada.

Otros factores que inciden sobre la voluntariedad

La violencia, en general, va contra la voluntariedad, de tal modo que se establece entre


ellas una proporción inversa: donde hay violencia no hay voluntario, y donde hay
voluntario no hay lugar a la violencia. Pero es cierto que las acciones humanas pueden tener
mezcla de voluntariedad y violencia, y en esa medida deberá juzgarse su responsabilidad.

No es posible infligir violencia en el ámbito de los actos elícitos: nadie puede querer si
no quiere voluntariamente. Pero sí es posible ejercerla en el nivel de los actos imperados, y
también es posible condicionar de tal manera el nivel más interior de la voluntad que se
pueda hablar de violencia moral o psicológica. Por ejemplo: ante una grave amenaza, una
persona puede consentir a algo que no haría en pleno uso de su libertad, y en ciertas
circunstancias, si eso puede probarse, el acto así realizado puede no tener validez jurídica y
verse muy disminuido en su imputabilidad moral.

El temor o miedo se relaciona con lo que acabamos de decir. Se trata de una


perturbación emocional producida por la amenaza de un peligro. Si este es grave, la persona
puede llegar a un oscurecimiento de la inteligencia y perturbación de la voluntad tales, que
la voluntariedad de los actos se vea muy disminuida o directamente eliminada.

Por último, algunas enfermedades físicas, o sobre todo mentales, pueden impedir el uso
de la razón y la libertad, y en casos extremos quitarlas totalmente. Pero se debe evitar, por
un juicio apresurado, eximir fácilmente de responsabilidad en todos los casos a las personas
que se encuentran en esta situación.
Especificación moral de las acciones

Los actos humanos voluntarios son objeto de la ética desde el punto de vista de su
moralidad, es decir, de su bondad o maldad en relación con el fin último de la existencia
humana. Por eso, es una cuestión de capital importancia preguntarnos cómo se determina la
especie moral de una acción humana, es decir, cuáles son los criterios que nos permiten
calificarla como buena o mala.

La especie moral, entonces, puede definirse como el concepto por el cual se determina
la condición moral de una acción. Dar a una acción su especie moral es semejante, en
muchos aspectos, a la tarea que hace el médico cuando diagnostica o el juez cuando juzga.
En efecto, el médico se encuentra con un conjunto de síntomas y a partir de ellos debe
diagnosticar una enfermedad; y sabe bien que síntomas aislados a veces pueden producir un
diagnóstico errado o confuso. Igualmente, el juez recoge lo más ordenadamente que sea
posible los hechos, para emitir un dictamen de absolución o culpabilidad que se ajuste lo
mejor posible al derecho y a los mismos hechos. Del mismo modo, cuando juzgamos
moralmente una acción, debemos saber qué vamos a hacer (o estamos haciendo), cómo se
relaciona eso con las normas, las virtudes, la dignidad de la persona, etc., y en base a ello
emitir un dictamen, que juzgue la acción como buena o mala, independientemente de otras
consideraciones (su carácter placentero, su utilidad, su eficacia para conseguir fines
particulares, la ganancia que reporte, etc.).

La especificación moral de las acciones se da en base a tres criterios: el objeto, el fin y


las circunstancias. Para que una acción sea buena, es necesario que estos tres elementos
sean buenos; basta que uno de ellos sea desordenado, y la acción será mala. Pero es preciso
definir cada uno de ellos.

1) La especificación moral se da para las acciones voluntarias (no meramente físicas).


Aquí cuenta lo que algunos filósofos llaman la “adecuada descripción de la acción”.
Ejemplo: “disparar un arma”, “cortar un brazo” no son descripciones de acciones morales,
sino que están aún en el nivel físico. Puesto que puedo disparar un arma para matar a
alguien o para hacer puntería al blanco; o puedo cortar un brazo porque soy médico y debo
hacerlo para salvar la vida de una persona amenazada por la gangrena, o como acto de
tortura.

El objeto moral, entonces, es ese propósito deliberado, concebido y valorado por la


razón, que puede medirse según los fines morales. Pongamos otro ejemplo para ver la
necesidad de describir de manera completa las acciones: “apropiarse de lo ajeno” no es una
descripción de un acto moral, porque puedo hacerlo en diversos contextos que hagan a la
acción moralmente muy distinta; por ejemplo, será bueno cuando confisco las armas a los
terroristas, será malo cuando quito sus legítimas pertenencias a alguien. Continuando con
los ejemplos, si queremos definir el objeto moral “robo de un automóvil”, diremos:
“apropiación injusta y sin permiso del dueño, de la cosa material ‘automóvil’”. No será
robo, entonces, cuando tomo el automóvil en caso de extrema necesidad para llevar a un
enfermo grave al hospital o cuando la autoridad lo retiene conforme a derecho. Por eso, el
objeto moral consiste en una relación establecida por la razón, y dicha relación es buena o
mala en tanto está de acuerdo o no con los fines de las virtudes. En el ejemplo, el robo es
malo porque contradice directamente a la virtud de la justicia.

Tenemos que hacer algunas aclaraciones. Ante todo, el objeto moral no es el objeto
físico (en este caso el automóvil). El objeto moral es la acción que realizamos, responde a
la pregunta: “¿qué estoy haciendo realmente?” Si protesto a los gritos por algo que no está
bien, puedo pensar que estoy reclamando justamente mis derechos, pero tal vez, si esa
protesta es exagerada o desproporcionada, lo que realmente estoy haciendo es perturbar la
paz de los demás.

Otra aclaración importante es que la que se refiere a la “bondad” que en principio


tienen todas las acciones. Como dijimos, toda acción persigue un bien; pero eso no basta
para que la acción sea moralmente buena. Tener intimidad con la mujer ajena o apropiarse
injustamente de los bienes ajenos son acciones que tienen como objeto un bien, pero son
moralmente malas porque no se da en ellas el orden recto de la acción y de la búsqueda del
bien. Es importante tener esto en cuenta, puesto que muchas malas acciones pretenden
justificarse por el hecho de que se refieren a algo que de por sí es bueno, como en los
ejemplos anteriores.

2) La intención del fin es el segundo criterio que permite juzgar las acciones morales.
Es el fin subjetivo de la acción, el “¿para qué?” se la hace. El fin del sujeto o fin del que
obra, finis operantis en latín, añade una ulterior cualificación moral al acto, porque ninguna
acción se realiza de modo absoluto, sino siempre en dependencia de otra.

Por ejemplo, si “doy una limosna para que me alaben”, la buena acción “dar una
limosna” queda desviada del recto orden moral por el mal fin que persigo, la vanagloria.
Por eso, dijimos antes que para que una acción sea moralmente buena, debe serlo bajo
todos los puntos de vista, y basta que sea desviada en uno de los criterios para que no pueda
ser moralmente buena. Igualmente, entonces, una acción hecha por un buen fin, pero que en
sí sea moralmente desviada, será siempre mala, pues “el fin no justifica los medios”. Por
ejemplo, “robar para dar a los pobres”.

3) Finalmente, las circunstancias son las diversas situaciones, contextos, matices, que
inevitablemente colorean la acción humana. Normalmente, las circunstancias no cambian la
valoración moral de una acción, sino que la acentúan o la disminuyen; es decir, si es buena,
la hacen más o menos buena, y si es mala, más o menos mala. No entran dentro de las
circunstancias aquellos factores que modifican el objeto moral. Por ejemplo, en la acción:
“robar 1000 pesos”, el hecho que los 1000 pesos sean ajenos no es una circunstancia, pues
ese es uno de los factores que hacen que la cosa sea robo; pero que sean 1000 pesos y no
solamente 10, es una circunstancia que agrava la maldad moral de la acción.

Entre las principales circunstancias podemos mencionar: a) las características o


cualidades de la persona que obra (no es lo mismo que obre mal una persona común que
una que tiene autoridad o debe dar ejemplo); b) la cualidad o cantidad del objeto (como los
1000 pesos del ejemplo anterior); c) el lugar (si hago algo malo en una iglesia, puede ser
más grave que hacerlo que cualquier otro sitio); d) los medios empleados (no es lo mismo
matar con un cuchillo que con una ametralladora); e) el modo moral (no es igual matar a
sangre fría que en un arrebato de pasión, etc.); f) la calidad y cantidad de tiempo: si la
acción duró mucho o poco, si fue en tiempo de guerra o de paz, etc.

Podemos preguntarnos si todos los actos morales son necesariamente buenos o malos,
o si existen algunos indiferentes. La respuesta incluye una distinción. En abstracto, pueden
existir actos indiferentes como pasear, hablar, etc., que de por sí no son ni buenos ni malos.
Pero la ética apunta siempre a lo concreto, y allí, todos los actos son buenos o malos, si no
por el objeto, al menos por el fin al que tienden y por las circunstancias en que se realizan.

Finalmente, es destacable señalar algunas consecuencias que tiene la calificación moral


de los actos humanos, y que santo Tomás expone en la Suma Teológica (I-II, q. 21). En
primer lugar, los actos humanos tienen razón de rectitud o pecado, en cuanto coinciden o no
con el orden de la razón. Además, son laudables o culpables en tanto que, por estar bajo el
dominio del sujeto, le son imputables. Por otra parte, son meritorios o demeritorios en
cuanto merecen una retribución o un castigo. Y son meritorios o demeritorios ante Dios, en
tanto que Él rige el universo, y el hombre, por su dignidad tiene una relación directa con su
Creador.

Valor moral de las consecuencias: el voluntario indirecto o acción de doble efecto

Los actos humanos nunca se dan de modo aislado, sino que se presentan en una rica
complejidad de relaciones y matices. Por eso, a veces en la ética se hace difícil valorar una
acción, porque puede tener algunas facetas buenas, y otras que no lo sean tanto. Ello nos
lleva a la pregunta sobre la valoración de las consecuencias de la acción. ¿En qué medida
debemos tenerlas en cuenta?

Ante todo, es necesario decir, siguiendo a Santo Tomás, que los efectos o
consecuencias del acto externo añaden bondad o malicia a ese acto en la medida en que
fueron previstos o debían haber sido previstos. Los efectos previsibles también forman
parte de lo que el sujeto ha elegido. Por ejemplo: si provoco un accidente por conducir un
vehículo habiendo bebido, no puedo decir que yo no quería eso, porque es sabido que al
beber se pierde la concentración para conducir y es altamente probable que el sujeto
provoque un accidente en ese caso.

Pero, ¿qué sucede cuando los efectos negativos son previstos, pero no queridos y a la
vez inevitables? Es lo que configura lo que se llama “voluntario indirecto” o “acción de
doble efecto”. En ese caso, hay que considerar que se trata de una situación infrecuente,
aunque posible, en la que realizando una obra buena, inevitablemente produzco a la vez
otras consecuencias malas. Para que esas acciones sean lícitas, es necesario establecer
algunos criterios.

En primer lugar, la acción que se realiza debe ser en sí misma buena o al menos
indiferente, es decir, no puede ser mala por su objeto. Asesinar, robar, mentir, nunca se
justifican, por más que puedan tener algunos efectos eventualmente buenos.

En segundo lugar, el efecto bueno debe seguir inmediatamente a la acción; o sea, el


efecto bueno no debe ser obtenido a través del malo, pues en ese caso se pretendería que el
fin justificase los medios. El efecto malo debe advenir accidentalmente a la acción.

En tercer lugar, la intención del agente debe ser buena, como hemos visto al afirmar la
necesidad de la rectitud del fin para que el acto sea moralmente bueno.

Y por último, y esta es la condición decisiva, debe haber una causa


proporcionadamente grave para obrar de esa manera. Por ejemplo, para salvar la empresa
de la quiebra debo reducir la producción y eso implica la pérdida de trabajo para algunas
personas; pero debe ser realmente grave el peligro de quiebra para que sea lícito obrar en
esa línea. Si se trata meramente de una ligera reducción en las ganancias de la empresa,
debería considerarse si realmente es justo dejar sin trabajo a los empleados. Otro ejemplo:
si una mujer embarazada tiene un cáncer de útero que obliga a su extirpación (con la
consecuente pérdida del bebé), hay que considerar si el cáncer realmente es tan grave y si el
feto es viable. Si el cáncer avanza lentamente y el feto está cerca de ser viable, lo mejor es
esperar para salvar al niño; si el cáncer avanza rápidamente y el feto no es viable, se deberá
practicar la extirpación del órgano enfermo, con el efecto no deseado aunque previsto de la
pérdida del niño.

La cooperación al mal

La operación humana no es nunca obra de uno solo, sino que habitualmente es


cooperación, obrar con otros. Está claro que para el hacer el bien es necesario cooperar con
los demás, y que el bien sólo puede realizarse plenamente en la medida en que diferentes
personas ponen sus esfuerzos y talentos al servicio de un objetivo común. Pero también
puede plantearse la pregunta sobre la cooperación al mal, en el sentido de que una persona,
aun buscando obrar con honestidad, puede estar accidentalmente ayudando a que se
realicen acciones moralmente malas.

Por cooperación se entiende el concurso en la obra de otro, es decir, la ayuda a lo que


otro ha decidido y ejecuta como autor principal. Básicamente, existen dos formas de
cooperación: la cooperación formal, en la que uno participa de la intención del otro y
aprueba lo que él hace, y la cooperación material, en la que no necesariamente se da una
comunión de intenciones sino sólo una participación en el acto ajeno, sin que eso implique
aprobarlo.

La cooperación formal al mal es siempre ilícita, pues posee la misma malicia que la
acción del otro. Por ejemplo, quien actúa de cómplice en un robo, es partícipe de la
culpabilidad del robo. En cambio, la cooperación material al mal, aunque en general no es
buena, puede ser, en algunos casos, excusable. Ello se da en los casos en que la cooperación
no corresponde a una libre iniciativa del sujeto, sino a la necesidad de obtener otro bien a
través de la acción con la que se coopera. Por ello, se aplican en este caso normas análogas
a las del voluntario indirecto. Ellas son: a) que la acción del cooperante sea en sí misma
buena o indiferente; b) que el fin del sujeto sea honesto; c) que el efecto malo advenga
accidentalmente a la acción del cooperante; d) que exista una causa proporcionalmente
grave para obrar y que se evite el escándalo. Por ejemplo, si mi trabajo consiste en vender
bebidas, puedo sospechar que con ellas mis clientes se emborracharán. Si viene un
conocido del barrio ya en estado de ebriedad a comprarme más bebida, no debería
vendérsela: estaría cooperando material, pero injustamente, al mal. Si, por el contrario,
viene una persona sobria a comprar bebida, no debo yo plantearme cuáles puedan ser las
consecuencias, aun cuando luego se diera de hecho una cooperación material al mal.

Libertad: concepto

Uno de los conceptos filosóficos más importantes para la ética es el de la libertad, que
ha llamado la atención de los pensadores de todos los tiempos y encuentra en ellos las más
variadas explicaciones. Sea cual sea la manera de entenderla, siempre resulta cierto lo que
Santo Tomás de Aquino afirma: si negásemos la libertad, no tendría sentido la educación
moral, la corrección, y en definitiva, la ética entera como disciplina intelectual.

Podemos caracterizar a la libertad, ante todo, de una manera negativa. La conducta


libre es la que no está determinada por ninguna necesidad interior o exterior, es decir, la
que se da de manera tal que no está definida por factores externos o dinamismos internos.
Aquí es necesario distinguir entre determinación y condicionamiento. La libertad excluye la
determinación de la conducta por factores ajenos a la misma inteligencia y voluntad de la
persona que actúa. Pero ello no quita que haya gran cantidad de condicionamientos, que
orientan e inclinan las opciones y decisiones en ciertas maneras que son características en
los distintos lugares, tiempos y culturas.

De manera positiva, podemos decir que la libertad es la verdadera expresión de la


autodeterminación humana. El obrar libre es que el que brota de la esencia interior de la
persona, por más que atienda a distintas influencias y factores. Es el que el yo decide desde
su interior, y así trasciende el determinismo de la naturaleza e introduce en la realidad su
propio e insustituible aporte. En su obrar libre el sujeto asume de manera intransferible sus
propias decisiones y las consecuencias de éstas.

Se puede también afirmar que la libertad tiene su raíz en la inteligencia y su sujeto en


la voluntad. Esto significa, ante todo, que para obrar libremente es necesario que
conozcamos el bien; la ignorancia, como hemos visto, quita o disminuye la libertad. Por
otro lado, la voluntad es sujeto de la libertad en tanto que es ella la que mueve a toda la
persona hacia aquello que la misma persona se propone como fin. Por eso, conviene afirmar
que la libertad es una propiedad personal de los seres humanos. De lo dicho resulta, no
obstante, que el insuficiente desarrollo de los hábitos intelectuales o la falta de firmeza o de
autonomía en la voluntad impiden que la libertad se desarrolle en sentido pleno en la
existencia personal. Y con ello se ve claro que la libertad es una cualidad dinámica, que no
se da de la misma manera o con la misma intensidad en todas las circunstancias; no es una
magnitud unívoca, sino que conoce diversas formas, más plenas o menos plenas, de
realización.

Así concluimos también que la libertad se tiene pero al mismo tiempo se conquista, se
puede ganar y aumentar, así como puede disminuirse y en algunos casos perderse.

Libertad: niveles

De esto se sigue que la libertad no es una realidad unívoca, sino que reconoce diversos
niveles de realización. Podemos sistematizarlos de la siguiente manera.

Ante todo, se encuentra la (1) libertad fundamental, que es característica de la persona


en cuanto persona. Se la llama también constitutiva o trascendental. El ser humano en
cuanto tal está abierto a la realidad en su totalidad. En este nivel, la libertad no es tanto una
propiedad de los actos que realizamos, sino de nuestro ser en su totalidad.

En ella la persona dispone de sí misma, se hace a sí misma. Al elegir un objeto o una


obra, me elijo a mí mismo. Ejemplo: si elijo estudiar medicina, me elijo como médico. La
libertad fundamental implica estar “en manos de uno mismo”.

Es claro, no obstante, que la persona no vive esta dimensión de la libertad desde una
posición absoluta desde la cual pueda hacerse a sí misma: la libertad es siempre una
libertad situada, con límites que el sujeto reconoce en su constitución biológica, en su
historia familiar, en su contexto social, en su valores culturales y éticos. Todas estas
realidades pueden ser interpretadas, aceptadas o rechazadas, modificadas en parte o en
todo, pero no pueden ser soslayadas. No es posible aceptar la pretensión de una autonomía
absoluta del sujeto racional o una existencia que se hace a sí misma desde la carencia de
toda esencia: la libertad fundamental arraiga en la constitución natural, existencial y
concreta de cada persona.

La (2) libertad psicológica o libre albedrío es la segunda dimensión de la libertad. Ella


arraiga en la libertad fundamental pero implica la capacidad de elegir entre diferentes
bienes, por eso se llama también libertad de elección. Parte importante de esta forma de la
libertad radica en que los bienes estén efectivamente disponibles para el sujeto; pues en
caso contrario, éste no puede realmente elegir. La libertad psicológica implica la ausencia
de necesidad interior e incluye la autodeterminación característica del anterior nivel, pues
cada vez que elijo algo (al menos algo que supere lo meramente trivial) a la vez me elijo a
mí mismo. Por ello, es radicalmente equivocado pensar que puedo elegir cualquier cosa sin
que ello tenga consecuencias para mi vida personal. La libertad psicológica implica libertad
de ejercicio; esto significa que la voluntad es la única causa eficiente de sí misma, y está en
su poder elegir o no elegir, obrar o no obrar. También incluye la libertad de especificación,
porque es la inteligencia la que presenta a la voluntad su objeto, que es siempre un bien
pero que no la determina nunca: ella permanece siempre abierta a una opción u otra, a una
posibilidad o a su contraria. Cualquier objeto que se presente a la inteligencia puede ser
elegido o rechazado: nada determina a la libertad.

De tal manera, cuando se dice que la libertad consiste en elegir entre el bien y el mal,
se expresa una verdad a medias. Es cierto que en el nivel de la libertad de elección se puede
dar una opción equivocada, y en ese sentido hablamos de “elegir el mal”; pero propiamente
hablando, siempre elegimos un bien. Lo que puede suceder es que el bien elegido no sea
acorde al orden establecido por la razón, y ese desorden es lo que precisamente se llama
“mal moral”. Por ejemplo: si elijo robar no lo hago porque quiera el robar cono tal, sino
porque deseo hacerme fácilmente con algún bien que es de otro.

Que la libertad no incluya necesariamente la posibilidad de elegir el mal puede verse


claro en el paso al nivel superior de la libertad, que llamamos (3) libertad moral. Esta
consiste en la realización de un proyecto personal, vital, que se concreta en valores vividos
e incorporados a la propia existencia. La diferencia con el nivel anterior radica en que la
libertad de elección parece perderse en cierta forma cuando se elige algo; por ejemplo, si
elijo casarme ya no podré disfrutar las ventajas de la vida de soltero; pero, en cambio, con
las opciones rectas la libertad moral se acrecienta; en el mismo ejemplo, al casarme
comienzo a llevar adelante un proyecto que solo no podría ejecutar, y que implica la
realización de una serie de bienes (formar una familia, madurar como persona en la
convivencia conyugal) que acrecientan el espacio de mi libertad. Aristóteles afirma que
podemos hacer no solo lo que está al alcance de nuestras fuerzas, sino también lo que
podemos hacer por medio de nuestros amigos; en ese sentido, la libertad moral implica el
establecimiento de vínculos, que a primera vista parecen quitarnos ciertas opciones y así
disminuir la libertad de elección, pero que a la larga enriquecen nuestra libertad moral y
nuestra vida personal. Los ejemplos pueden multiplicarse; quien se somete a una disciplina
(como puede ser un entrenamiento deportivo, el estudio de una carrera, la práctica de un
instrumento musical) parece perder autonomía pero después acrecienta el horizonte de su
libertad (pues, a diferencia de otros, podrá practicar competitivamente un deporte, ejercer la
profesión o ejecutar en un buen nivel el instrumento).

La libertad moral se realiza así en las virtudes morales, que no son meras rutinas o
repeticiones de actos buenos, sino cualificaciones interiores que acrecientan el espacio de la
propia libertad. Por ejemplo, una persona insensata podrá tener la capacidad de elegir lo
que quiera, pero su propia insensatez la llevará a elegir a menudo lo que la perjudica; en
cambio, una persona que tiene la virtud de la prudencia sabrá elegir lo mejor en cada caso.
O bien, una persona que no controla sus deseos podrá creerse muy libre, pero a la larga
terminará por quedar esclavizada de algún vicio o adicción; en cambio, la persona que
cultiva la virtud de la templanza podrá dominar su propio cuerpo y sus deseos y concentrar
sus energías espirituales en la consecución de los bienes más importantes para su proyecto
de vida.

La libertad de elección a veces parece quedarse en la perspectiva de una “libertad de”:


me libero de condicionamientos, de la ignorancia, de reglas y prohibiciones, etc.; pero
necesita ser complementada por una “libertad para”, porque la libertad no es un fin en sí
misma. Y ¿cuál es el “para qué” de la libertad? La libertad, en última instancia, es para el
amor. Y el amor, que es la afirmación libre del bien, conoce básicamente dos modalidades.
La primera es el así llamado “amor de concupiscencia”, en el que se quiere algo para uno
mismo; en el fondo es un amor a uno mismo, que puede derivar fácilmente en egoísmo. Por
ejemplo, si yo dijera: “amo el vino”, no es el vino lo que amo, sino el placer que el vino me
produce. La segunda forma es el “amor de benevolencia”, que se dirige a las personas y se
quiere su bien. El amor de benevolencia está en el principio de las relaciones
interpersonales que son en última instancia el sentido de la libertad.

Si la libertad no es algo dado automáticamente, sino que está en horizonte del proyecto
personal de cada uno, tienen que estar dadas las condiciones para poder vivirla y realizarla.
Es la última dimensión de la libertad, la (4) libertad social y política. La libertad social
consiste entonces en ese marco que permite el ejercicio de la libertad, y que a veces se
expresa como “libertades”, en plural: libertad de expresión, de asociación, etc. La libertad
social requiere que el Estado asegure las condiciones para que cada uno pueda ejercer su
libertad, pero a la vez implica también los límites que cada libertad debe aceptar, para no
usurpar el espacio que le pertenece a los demás. Está claro que, siendo la libertad una
facultad y a la vez una tarea de índole moral y personal, no es suficiente multiplicar las
opciones de elección (nivel 2) ni facilitar las iniciativas individuales (nivel 4) para que haya
verdadera libertad. La libertad se define y decide propiamente en el nivel moral (3).

En este sentido, se puede contraponer dos concepciones de la libertad que a la larga


resultan excluyentes. Una libertad basada solo en la elección sería en definitiva una libertad
de indiferencia, que se caracteriza por la indiferencia del sujeto entre contrarios. Su esencia
sería elegir entre el bien y el mal y se juega toda entera en cada elección, no necesita de las
virtudes, y considera a la ley como una mera constricción exterior y limitación. Termina
por encerrarse en la reivindicación del yo y no es difícil ver cómo corresponde al modelo de
las éticas de la ley, caracterizadas por el permanente conflicto entre ley y libertad.

Por el contrario, una libertad basada en las virtudes sería una libertad de calidad, así
llamada porque busca obrar con calidad y perfección el bien. Ella es dada en germen en las
inclinaciones naturales del sujeto y reúne los actos en el conjunto de la conducta. No se
opone a la ley, sino que ésta le sirve de ayuda, marcándole el camino para la mejor
realización del propio proyecto vital. Esta libertad de calidad corresponde a la ética de la
vida buena, cuya realización hemos visto sobre todo en Aristóteles y Santo Tomás.

Determinismo y libertad

El hecho de que la libertad sea situada, condicionada, de que esté siempre enmarcada
en un contexto dado, plantea la siguiente pregunta: ¿hasta qué punto somos realmente
libres?

Por ejemplo, puedo decir que elijo algo en vez de otra cosa simplemente porque quiero.
Pero es claro que esa respuesta no es suficiente, y que siempre puedo establecer un motivo
de mi elección: elijo tal cosa porque me conviene, porque me gusta, porque me sirve para
otro fin. Con lo cual se observa claramente la combinación, en el acto libre, de iniciativa
personal (yo elijo) y dependencia (lo elijo movido por algo).

Elijo algo y al elegirlo pongo un esfuerzo que brota del núcleo personal e íntimo del
yo, por ejemplo, cuando elijo seguir una carrera difícil. Pero el yo que elige no es una pura
actualidad de elegir y está dotado de poderes (habilidades preformadas, emociones, hábitos)
que lo capacitan y lo inclinan en la línea de esa elección.

Al elegir consiento libremente que algo se incorpore a mi vida, por ejemplo, cuando
elijo ser abogado en vez de arquitecto. Pero ese consentir no es algo que esté exento
absolutamente de ciertas necesidades: mi carácter, mis condicionamientos de herencia, de
edad, las dinámicas de mi inconsciente (tan estudiadas por el psicoanálisis) afectan e
inclinan mi decisión en un determinado sentido.
En general, puede decirse que los factores que inclinan la elección de la persona en un
cierto sentido afectan más a la forma que al contenido y no quitan la libertad, sino que la
presentan como realmente es: no la autoposición absoluta del sujeto, sino una libertad
encarnada, limitada, contingente.

Sin embargo, en la historia del pensamiento se plantea permanentemente una paradoja.


Sobre todo desde la Edad Moderna hay un fuerte impulso a la afirmación de la libertad,
pero a la vez, proliferan los determinismos de toda índole, que se caracterizan justamente
por negar la libertad. Por eso es necesario identificar algunas de las principales formas de
determinismo, y así evitar que afecten una recta idea de la libertad.

Ante todo tenemos el determinismo metafísico, que es característico de ciertas


posiciones filosóficas, sobre todo de la Antigüedad. Es el que considera que el conjunto del
Universo está determinado por la Naturaleza, cuyo orden es inmutable. De allí deriva el
fatalismo: todo está sometido al hado (fatum) al que nadie puede escapar. Se puede pensar
en los ejemplos que aparecen en la tragedia griega, particularmente en el “Edipo” de
Sófocles.

Otra forma es el determinismo teológico, que surge de la dificultad de conciliar la


omnisciencia y omnipotencia divinas con la libertad humana. Si Dios lo sabe todo de
antemano, si nada se hace sin que Él sepa y quiera, ¿qué espacio queda para la libertad?
Algunas posturas incluyen aquí una idea errada de la predestinación (predestinacionismo, al
modo de Calvino) según la cual los hombres están predestinados al bien o al mal, a la
salvación o a la condenación, y hagan lo que hagan, no pueden modificar ese destino.

El determinismo físico se apoya en el materialismo, según el cual no existe una


realidad espiritual independiente de la materia, y por lo tanto los procesos mentales (entre
los que se incluye la libertad) están determinados por los procesos físicos que están a su
base. Esta posición se renueva periódicamente: algunos estudiosos de las neurociencias
opinan que en realidad los procesos intelectuales y volitivos (en última instancia la libertad)
se reducen a factores meramente materiales.

El determinismo epistemológico quiere reducir toda explicación de la libertad a la


metodología de las ciencias naturales, y en última instancia representa una variante del
anterior.

El determinismo psicológico confunde la fuerza de los motivos con la determinación


de la libertad; es cierto que las motivaciones (aun las inconscientes) pueden jugar un papel
muy importante en la composición de nuestras acciones libres, pero los motivos no son
determinantes. Por ejemplo: una persona viciosa tiene la capacidad de cambiar sus
elecciones a pesar de sus condicionamientos y abandonar su conducta adictiva. En caso
contrario, caeríamos en la visión pesimista según la cual el sujeto no es responsable de sus
decisiones.
El determinismo sociológico considera que la libertad está determinada por factores
sociológicos. Análogamente al caso anterior, esos factores condicionan, pero no determinan
la conducta de una persona. Ejemplo: si alguien nació en un barrio marginal, donde en la
vida social no se viven valores de honestidad, trabajo, etc., eso no significa que no pueda
llegar a incorporarlos a su vida.

Finalmente, el determinismo histórico considera que la historia tiene leyes necesarias


que se cumplen inexorablemente, y que el progreso del tiempo implica necesariamente el
progreso de la humanidad como tal. Es la posición del materialismo histórico y de otras
ideologías del progreso. Frente a ello, hay que decir que el hombre siempre permanece libre
y que no hay una ley necesaria de progreso en la historia: aunque podamos apoyarnos en la
experiencia y en los logros de las generaciones anteriores, la tarea moral es propia e
insustituible de cada una de las épocas y de las personas.

Las tensiones de la libertad. Libertad, responsabilidad, imputabilidad.

Libertad y responsabilidad son dos caras de una misma moneda. Si la persona, por su
libertad, es dueña de sus actos, a la vez debe ser responsable de su conducta y de su vida.
Sólo quien es libre puede asumir responsabilidades y sólo quien es responsable conserva la
capacidad de ser cada vez más libre.

La imputabilidad significa que los actos realizados libremente son atribuibles al sujeto
que los realizó. Esos actos son suyos, le pertenecen; de allí deriva el mérito o demérito
consiguiente. Puede ser premiado o sancionado por ellos, desde la perspectiva moral y
jurídica.

Hoy en día nos encontramos con la situación un tanto paradojal de que por un lado, se
pretende afirmar la libertad a toda costa, rechazando todo aquello que parece coartarla;
pero, por otro lado, no se afirma igualmente la responsabilidad, sino que se la elude,
buscando circunstancias atenuantes o excusantes, o endosando a los diferentes
determinismos (en especial el psicológico y el sociológico) la responsabilidad de las
propias acciones. Una tal manera de pensar (que se traduce después en leyes, estrategias
educativas, etc.) no ayuda a la maduración moral de las personas.

Por ejemplo, si decimos que una persona que consume drogas lo hace como
consecuencia de condicionamientos negativos de su entorno, de su historia personal, etc.,
puede ser que estemos alcanzando parte de la verdad; pero si nos detenemos en ese punto,
no sólo no llegaremos a la raíz profunda de su conducta, sino que tampoco encontraremos
el camino adecuado para revertirla. Poder “responsabilizar” a la persona de sus malas
acciones es en muchos casos la mejor estrategia para que ella descubra que también está en
sus manos cambiar, por el ejercicio de su libertad, esa conducta equivocada. Lo cual no
quita que los condicionamientos de toda índole que ciertamente influyen en esa conducta
deban ser tratados por las disciplinas científicas y terapéuticas correspondientes, a lo cual se
debe sumar también el apoyo de una comunidad comprometida con los valores que se
intenta promover y con el trabajoso camino de crecimiento de las personas en las virtudes.

Capítulo 6: Ley y conciencia

En la “ética de la ley”, una de las figuras de la moralidad que estudiamos en el capítulo


2, la ciencia moral se reduce al estudio de las normas que deben cumplirse necesariamente.
Como estamos viendo a lo largo de nuestro estudio, la ética incluye mucho más que eso;
pero no puede dejar de estudiar la ley como uno de los elementos fundamentales que
constituyen la experiencia moral y este es el momento de hacerlo.

Concepto de ley

¿Qué es la ley? Ante todo, es necesario decir que nos encontramos aquí con el
concepto de “ley moral”, diferente de la ley jurídica o científica. La ley, desde el punto de
vista jurídico, se caracteriza por su carácter coercitivo y extrínseco, en tanto que la ley
moral se presenta a la libertad, no siempre se ha de imponer coercitivamente y se
experimenta en el interior de la conciencia. Mucho mayor es la diferencia entre la ley moral
y la ley en sentido científico: ésta última no es otra cosa que la expresión de ciertas
regularidades empíricamente constatables que expresan sólo una necesidad fáctica, en tanto
que la ley moral señala lo que debe hacerse, desde el punto de vista de la plena realización
libre de la persona.

Tomemos la definición de ley que nos ofrece Santo Tomás de Aquino (Suma
Teológica, I-II, q. 90, a. 4): ordenación de la razón, dirigida al bien común, promulgada por
quien tiene a su cargo la comunidad. En esta definición encontramos las cuatro causas
aristotélicas. Pues “ordenación de la razón” se refiere a la causa material; la ley es un
ordenamiento racional, pero no de cualquier tipo, sino de índole moral. “Dirigida al bien
común” expresa el objetivo de la ley, o sea, su causa final. “Promulgada” indica la
formalidad por la que la ley es ley; aún en el orden jurídico, la promulgación de una ley es
condición sine qua non para su vigencia. Finalmente, “por quien tiene a su cargo la
comunidad” señala la causa eficiente de la ley, es decir, quién es el que efectivamente la
instituye.
La ley es, también según santo Tomás, una realidad analógica, es decir, que se presenta
de diversas maneras que coinciden parcialmente entre ellas. Es de esa manera que se puede
establecer diferentes tipos o “analogados” de la ley.

Diferentes analogados de la ley: ley eterna, ley natural, ley humana, ley nueva

Ante todo, tenemos la ley eterna. Según la doctrina de Santo Tomás, se trata de la
misma razón divina en tanto que ordena todas las cosas hacia su fin. Pues la razón divina
es la fuente de todas las cosas y también de la racionalidad que las hace comprensibles y
del dinamismo que interiormente las mueve. El hecho de que Dios, por su ley eterna,
ordene todas las cosas, no implica desconocer la naturaleza propia de cada una de ellas; al
contrario, Dios es el autor de la naturaleza de cada cosa, por la cual, como dice el Concilio
Vaticano II, “todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de
un propio orden regulado, que el hombre debe respetar con el reconocimiento de la
metodología particular de cada ciencia o arte” (Concilio Vaticano II, Constitución Pastoral
Gaudium et Spes, n. 36). Ello no implica, como dice poco más adelante el mismo
documento, que la realidad creada sea independiente de Dios y que los hombres puedan
usarla sin referencia al Creador, pues “la creatura sin el Creador desaparece”. Estos
principios son particularmente importantes a la hora de considerar las cuestiones que se
plantean actualmente en el ámbito de la ecología, particularmente en relación con el
cuidado del medio ambiente: la naturaleza tiene sus reglas propias, si no las respetamos, el
daño que provoquemos se volverá contra nosotros mismos.

Esta referencia a la ley eterna no implica necesariamente la asunción de la fe cristiana,


dado que en todas las culturas, particularmente las antiguas, siempre se ha reconocido la
existencia de normas “no escritas”, anteriores a cualquier razonamiento o convención
humana, que se consideran vinculadas a un ordenamiento superior al de las leyes humanas.
Así lo testifican, entre otros filósofos antiguos, Heráclito, Platón, Aristóteles y Cicerón.

La ley natural es la participación de la ley eterna en la creatura racional. Dice el mismo


documento del Concilio Vaticano II: “En lo más profundo de su conciencia descubre el
hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer,
y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que
debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Pues el
hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la
dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente” (GS 16). La ley natural tiene
diversas características y presenta varias dificultades que examinaremos poco más adelante.

La ley positiva es la ley que promulga Dios (ley divina positiva) o los hombres (ley
positiva humana) como parte del gobierno de los distintos ámbitos de la vida del hombre.
Normalmente debe desarrollar las consecuencias de la ley natural, cuyas prescripciones
hace descender a las circunstancias concretas. Por ejemplo, es de ley natural que el culpable
de una falta deba ser castigado, pero cómo deba hacerse eso en concreto varía según los
tiempos, lugares y otras circunstancias, y eso lo establece la ley positiva en cada caso.

El positivismo jurídico es una doctrina que afirma que la ley es ley por su sola
promulgación, sin que deba someterse a ningún otro ordenamiento superior. Es decir, que
una ley, para ser legítima, sólo debe atenerse a las condiciones formales necesarias para su
promulgación, pero no tiene que ajustarse a ninguna referencia moral. Por ejemplo, si en un
país se aprueba la realización del aborto por los mecanismos legislativos correspondientes,
con mayoría en ambas cámaras y promulgación, esa ley tendría plena validez y no podría
hacérsele ningún tipo de objeción desde el punto de vista de la ética. Es claro que esta
posición no es sostenible, porque la mera mayoría legislativa puede en muchos casos
legitimar conductas que desde el punto de vista moral son equivocadas y dañosas (en el
caso del ejemplo, por ir contra el derecho a la vida que corresponde a todo ser humano).

Por eso, el orden jurídico positivo debe apoyarse en el orden moral. En caso contrario,
la legislación positiva sólo será el reflejo de las relaciones de fuerza que se dan en la
dinámica política, sin ninguna referencia al verdadero bien de los hombres.

Las dos últimas referencias de Santo Tomás se enmarcan en el ámbito teológico. La ley
nueva es la gracia de Dios que actúa en el interior de los que han sido redimidos. Esa gracia
es un principio interior de sus acciones; es decir, el hombre ha sido renovado y
transformado en el Bautismo desde adentro y por eso puede vivir una vida moral superior,
en el seguimiento de Cristo, que nos mandó amarnos unos a otros y dar la vida por los
demás, como él mismo lo hizo. A diferencia de la ley antigua, la ley nueva es una gracia
interior y no una mera instrucción exterior.

Por último, la ley del pecado hace referencia a una constatación de san Pablo: “Hago el
mal que no quiero, y dejo de hacer el bien que quiero” (Rm 7, 19-23). Es decir, que en el
interior de cada hombre hay una inclinación al mal, producto del pecado original y de los
pecados personales, que frecuentemente condiciona su libertad y la inclina al mal, como
una fuerza o coerción interior que sólo puede ser vencida con la gracia.

La ley natural

En la fundamentación de la ética, la idea de la existencia de una ley natural tiene una


importante gravitación desde hace más de dos mil años. A pesar del descrédito de las éticas
basadas en la naturaleza, este concepto continúa vigente, aunque no predominante, en el
debate contemporáneo. Razones históricas y culturales explican esa sorprendente
permanencia. Una de ellas es la necesidad de recurrir a principios éticos superiores a los
ordenamientos legales positivos en ciertas circunstancias de la historia reciente, como los
juicios de Nuremberg: los criminales de guerra nazis no podían ser juzgados sólo con las
leyes vigentes internacionalmente en el tiempo de la Segunda Guerra Mundial. Otra razón,
sin duda, es la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, refrendada en el año
1948, que establece derechos fundamentales para todos los hombres, que no se pueden
basar ni en la voluntad de personas individuales, ni de los Estados signatarios, ni de
cualesquiera leyes meramente positivas. A pesar de esto, el concepto de ley natural recibe
fuertes contestaciones desde diferentes ámbitos de la filosofía. A ello se suma el hecho de
que es la Iglesia Católica quien lo utiliza con mayor frecuencia para sentar posición en
ciertas cuestiones fuertemente debatidas en la cultura contemporánea -el aborto, la
homosexualidad, la regulación de la natalidad, etc.- con lo cual frecuentemente se produce
o se provoca la confusión de pensar que los argumentos basados en la ley natural son
meramente teológicos y válidos sólo para los creyentes.

La idea de que existan leyes no escritas anteriores a las determinaciones jurídicas


positivas se encuentra ya en la tragedia Antígona, de Sófocles (495-406 a.C). El hermano
de Antígona, Polínices, muerto en guerra civil, es condenado por su rebeldía a permanecer
insepulto. Pero Antígona, para cumplir sus deberes de piedad con el hermano muerto, apela
“a las leyes no escritas e inmutables” contra la prohibición de sepultura pronunciada por el
rey Creonte. A la recriminación del rey por haber violado su prohibición, ella responde:
“No era Zeus quien me la había decretado, ni Dike, compañera de los dioses subterráneos,
perfiló nunca entre los hombres leyes de este tipo. Y no creía yo que tus decretos tuvieran
tanta fuerza como para permitir que sólo un hombre pueda saltar por encima de las leyes no
escritas, inmutables, de los dioses: su vigencia no es de hoy ni de ayer, sino de siempre, y
nadie sabe cuándo fue que aparecieron” (Sófocles, Antígona 449-460).

En el mundo griego, la expresión “leyes no escritas” se aplica en primer término a


ciertos principios morales tenidos por universalmente válidos. Sus autores son los dioses, y
ninguna infracción de estas leyes puede quedar sin castigo. Están estrechamente vinculadas
al mundo de la naturaleza. En contraste con estas ordenaciones celestes, cada país tiene sus
propios nómoi. Pero esas leyes no tienen fuerza en otros lugares y pueden ser alteradas.
En general, es bueno y justo observar esas leyes, pero no tienen la misma fuerza que las
leyes divinas o naturales.

Platón (427-347 a.C.) y Aristóteles (384-322 a.C.) retoman la distinción realizada por
los sofistas entre las leyes que tienen origen en una convención o pura decisión positiva y
aquellas que son válidas por naturaleza. Las primeras no son ni eternas ni válidas en modo
general y no obligan a todos; las segundas son admitidas por todos. Para Platón esto es
posible en la medida en que se supere la idea estrecha de naturaleza que tienen algunos
sofistas, reducida a su componente físico. Por su parte, sin desarrollar este concepto de ley
natural, la ética aristotélica argumenta habitualmente desde la naturaleza. Por ejemplo, la
visión aristotélica de la felicidad como ejercicio de la actividad contemplativa echa sus
raíces en la naturaleza del hombre. De igual modo, las virtudes se atendrán al equilibrio o
justo medio que corresponde tanto a la naturaleza del hombre en general así como a la
naturaleza concreta de cada individuo (Aristóteles, Etica a Nicómaco I, 7; X, 7; y todo el
libro II).

En el estoicismo el concepto de ley natural abre la puerta a un cosmopolitismo ético. Lo


bueno y debido es lo que corresponde a la naturaleza, entendida en un sentido tanto físico
como racional. Todo hombre, sea cual sea la nación a la que pertenece, debe integrarse
como una parte en el Todo del universo. Debe vivir según la naturaleza. Este imperativo
presupone que existe una ley eterna, un lógos divino, que está presente tanto en el cosmos,
impregnándolo de racionalidad, como en la razón humana: pues en el hombre, ser de
naturaleza racional, se manifiesta el lógos. Este se presenta como ley moral y jurídica
rectora de la conducta humana, dado que las acciones se consideran buenas o malas de
acuerdo con su conveniencia o no conveniencia con el eterno lógos. Las nociones
de phýsis y nómos convergen en el lógos que se nos exhibe como recta razón que domina el
universo. Así, la naturaleza y la razón constituyen las dos fuentes de la ley ética
fundamental, que es de origen divino.

En Roma, estas ideas hallaron acogida en los escritos de Cicerón (106-43 a.C.). Para este
autor, el principio del derecho ha de buscarse no en el edicto del pretor ni en ninguna otra
fuente positiva sino en la naturaleza del hombre, que nos muestra a éste como ser racional.
Esta ley suprema e inmutable existe con anterioridad a toda ley escrita y a la constitución
de cualquier Estado; es algo eterno, que gobierna la totalidad del universo con la sabiduría
de sus mandatos y prohibiciones. La ley en última instancia se identifica con la razón recta
y suprema que proviene de la voluntad divina y es inherente a la naturaleza. Esa razón se
convierte en ley cuando reside en la mente humana; es eterna, inmutable, universal, y
precede en el tiempo a todas las legislaciones escritas, que sólo pueden llamarse leyes en la
medida en que son justas y concuerdan con aquélla. El fundamento del derecho es la
tendencia natural que lleva a amar a los hombres, de la cual nacen las virtudes.

Por lo que se refiere al judaísmo, si bien las “Diez Palabras” (cfr. Ex 20, 2-17; Dt 5, 6-
21) son un elemento esencial de la singular experiencia religiosa de Israel, sus
mandamientos se reconocen válidos de modo universal. En este sentido, al inicio de
la Carta a los Romanos el apóstol Pablo manifiesta tanto la posibilidad de un conocimiento
natural de Dios (cfr. Rm 1, 19-20) como la existencia de una ley moral no escrita
exteriormente sino en el corazón de todos los hombres. Por ella aún los paganos,
desprovistos de la revelación del Sinaí, son capaces de discernir el bien y el mal, de acuerdo
con el testimonio de su conciencia (cfr. Rm 2, 14-15).

Ya en la época cristiana, los Padres de la Iglesia retoman ciertos elementos estoicos, en


particular, la idea de que la naturaleza y la razón son puntos de referencia válidos para
determinar los deberes morales del hombre. Sin embargo, no se limitan a adoptar la moral
estoica sin cambios, sino que la completan con la idea bíblica del hombre como imagen de
Dios, cuya plena verdad es manifestada en Cristo. El lógos eterno remite ahora a la
trascendente sabiduría divina. Así puede decir San Agustín (354-430): «La ley eterna es la
razón divina o la voluntad de Dios, que manda conservar el orden natural y prohibe
turbarlo» (San Agustín, Contra Faustum, 22, 27). Además, para Agustín de Hipona la ley
natural está comprendida en el ámbito de una historia de la salvación que conduce a
distinguir diversos estados de la naturaleza (naturaleza original, naturaleza caída, naturaleza
redimida). En ellos la ley natural se realiza en modos diversos: como armonía de las
potencias, dirigida por la razón, como dictamen que naturalmente indica el bien y el mal a
pesar de las tendencias desviadas de la naturaleza, como señal indicadora de las
obligaciones del hombre, que sólo pueden ser cumplidas plenamente con la ayuda de la
gracia.

También se encuentran elementos que corresponden a la ley natural en las diversas


culturas no occidentales. A pesar de sus diferencias, sus tradiciones manifiestan la
existencia de principios morales compartidos más allá de las fronteras geográficas o
culturales. Más aún, dichos principios a menudo se fundamentan en la naturaleza misma del
ser humano.

Las tradiciones hindúes reconocen un orden o ley fundamental (el dharma). Entre los
preceptos de estas tradiciones hay varios que son afines a los mandamientos del Decálogo u
otras prescripciones contenidas en la revelación veterotestamentaria. En el budismo
encontramos reglas éticas que pueden ser reconducidas a la ley natural, como no matar, no
mentir, no tener conductas sexuales desordenadas. En la civilización china es fundamental
la búsqueda de la armonía con la naturaleza, que se obtiene con una ética que busca
conscientemente el equilibrio de la vida. En las tradiciones africanas, profundamente
vitalistas, la actitud ética pasa por favorecer las fuerzas naturales de la vida. En el Islam,
aunque la ética es entendida fundamentalmente como obediencia a las leyes divinas
positivas, algunas corrientes admiten que el hombre puede espontáneamente descubrir lo
bueno y lo malo que se encuentra en la misma naturaleza.

Tomás de Aquino (1225-1274) alcanza una síntesis lograda de la tradición precedente en


el tema de la ley natural. Sin embargo, para Tomás la ley natural no es el tema principal de
la moral, sino el fin último (felicidad o bienaventuranza) y las virtudes.
Como hemos visto, la ley eterna es como el proyecto en la mente del artífice divino; la
ley natural es como ese proyecto o racionalidad intrínseca de la creación puesta en el
mismo hombre. Según Santo Tomás, los preceptos de la razón práctica son conocidos por sí
mismos y juegan el papel de primeros principios en el orden moral; son el contenido de la
ley natural. El primer principio práctico es: “Hay que hacer y perseguir el bien, y evitar el
mal”, del cual dice Tomás: “Sobre él se fundan todos los otros preceptos de la ley natural;
es decir, que pertenecen a los preceptos de la ley natural todas las cosas que se deben hacer
o evitar en tanto que la razón práctica las capte naturalmente como bienes humanos” (Santo
Tomás de Aquino, S. Th. I-II, 94, 2, c).

Lo bueno no es sólo naturalmente entendido, sino también naturalmente querido; la


intelección de lo bueno incluye inseparablemente la inclinación natural de la voluntad al
bien. El hábito por el que son tenidos los primeros principios prácticos se llama
“sindéresis”.

Tomás afirma también que los contenidos de la ley natural se disciernen por medio de
las inclinaciones naturales. Todo aquello a lo que el hombre tiene una inclinación natural,
pertenece a la ley natural. Sin embargo, no se habla aquí de las inclinaciones naturales
individuales, lo que cada individuo lleva como su configuración natural existencial
concreta, dado que bajo ese punto de vista, cada uno está inclinado a cosas diversas, y
además, algunas de esas inclinaciones pueden ser patológicas o perversas. Tampoco se
habla de inclinaciones meramente “animales”: instintos que serían comunes al hombre y a
los animales y que en los seres humanos se encontrarían “sometidos” a la actividad
racional. Se trata, más bien, de verdaderas inclinaciones humanas radicadas en la voluntad.
Pues la voluntad humana está dotada de una inclinación natural radical hacia el bien en
cuanto tal, y además se inclina naturalmente según un orden racional a todos los objetos de
las potencias sensibles.

Además de la inclinación radical al bien, Tomás establece tres ámbitos de inclinaciones


naturales: la inclinación a la conservación del ser, la inclinación sexual, y las inclinaciones
a la vida social y a la búsqueda de la verdad.

En cuanto a la inclinación a la conservación del ser, no se trata simplemente del “instinto


de conservación” por el que los animales rehúyen los peligros que atentan contra la propia
vida; tampoco es un mero límite psicológico que fundamenta la prohibición moral del
suicidio. La inclinación natural a la conservación del ser implica el impulso profundo que
todo ser humano tiene a la plena realización de sí mismo en un continuo proceso de
perfeccionamiento moral. No es sólo constitutiva de ciertas normas morales básicas
(respetar la propia vida, cuidar la salud, evitar el consumo de sustancias nocivas, etc.), sino
que constituye un llamado al desarrollo en plenitud de las semillas morales que cada uno
tiene en su propia e irrepetible configuración psicológica, moral y social. Se trata, no sólo
de “conservar” la vida, sino de “realizar el ser” que germinalmente está puesto en cada uno
en el comienzo de su andadura moral.

Por su parte, la inclinación natural a la unión entre los sexos no es meramente un


dinamismo biológico-fisiológico que ordena la unión sexual a la reproducción; ni tampoco
un impulso instintivo sexual que se encuentra en la vida animal y que en el hombre es
moderado y coloreado por la racionalidad y las costumbres sociales. La inclinación sexual
es más bien una inclinación humana, que deriva de la razón y la voluntad, a la
complementariedad personal entre varón y mujer, que incluye toda la riqueza de la
complejidad psico-física de ambos. Por ello, la inclinación sexual está a la base de las
normas que regulan la realización de las virtudes del amor matrimonial y familiar, y de la
justicia. Incluye entonces toda una serie de bienes que se articulan escalonadamente: la
apertura a la procreación, la complementariedad y ayuda mutua entre los cónyuges, la
estabilidad y fidelidad; e incluso, para los cristianos, la capacidad de significar la alianza
entre Dios y los hombres, entre Cristo y la Iglesia.

Todo esto aparece más claro en aquellas inclinaciones que para Santo Tomás son las
más específicas del hombre: la inclinación a la búsqueda de la verdad sobre Dios y a la vida
en sociedad. Ellas configuran germinalmente las virtudes de la vida social, de modo
particular la justicia en todas sus formas, y las más altas realizaciones del espíritu humano
en las ciencias, la filosofía y la cultura, así como su apertura a la trascendencia.

A partir de lo dicho es posible comprender una afirmación de Santo Tomás que expresa
que todos los actos de las virtudes están incluidos en la ley natural [Santo Tomás de
Aquino, S. Th. I-II, 94, 3, c]. Se puede decir que ésta incluye los actos virtuosos en el
sentido en que establece una dirección y un impulso hacia la realización de los fines
virtuosos ideales, en los que las diferentes potencias se actualizarán plenamente para
realizar el bien de manera perfecta, fácil y habitual. Ciertamente, la ley es una ordenación
general que no puede prever la variedad y contingencia de las situaciones particulares en las
cuales toca al hombre actuar. Pero el mínimo de la ley natural es un mínimo dinámico y
orientado a la plena realización de los bienes auténticamente humanos, que son objeto de
las inclinaciones.

Además, para Santo Tomás la ley natural es dinámica también bajo otro punto de vista:
pues ella puede cambiar, no por sustitución o mutación de sus principios radicales, sino por
adición. Ello se entiende en el sentido de que puede y debe ser complementada por la ley
divina y las leyes humanas, que trazan de manera más detallada, para las situaciones
concretas, el camino que a los seres humanos conviene seguir para el pleno desarrollo de su
ser moral. Es decir que no se debe esperar de la ley natural que nos dé el todo de la
racionalidad moral, sino más bien las semillas de la plenitud humana. Para Tomás, dichas
“semillas” son la ordenación de la razón y la voluntad a nuestro bien connatural, u otras
veces, son los mismos preceptos de la ley natural. El cambio de la ley natural “por adición”
está a la base de la continuidad entre ley natural y ley positiva.

Tomás se plantea también el tema de la unidad de la ley natural para todos los hombres;
o, dicho de otra manera, si la ley natural es naturalmente accesible a todos, ¿por qué no se
da unanimidad en la aceptación de sus preceptos? ¿No es ello una objeción contundente
contra la pretensión de validez universal de la ley natural?

Es posible responder a esta objeción de la siguiente manera: en las disciplinas prácticas,


las conclusiones se refieren a acciones particulares y contingentes, y por eso aplicar los
principios en los casos concretos es una tarea difícil que no todos llegan a realizar de la
misma forma. Sin embargo, los principios permanecen siempre verdaderos y no pueden ser
violados. Por otra parte, las malas inclinaciones oscurecen el juicio de la inteligencia
práctica y pueden hacer que incluso en amplios sectores de una sociedad algunos valores
fundamentales queden opacados.

Pese a esto, Tomás llega a una conclusión optimista: la ley natural nunca puede ser
totalmente borrada de la inteligencia humana, al menos en sus indicaciones más universales
y generalísimas. Sin embargo, las conclusiones que derivan de esos principios
generalísimos sí pueden ser desconocidas.

Dificultades de la ley natural

Conviene ahora reseñar brevemente algunas de las dificultades que se suelen plantear
para aceptar el concepto de ley natural y el modo posible de resolverlas.

Ante todo, quienes defienden la existencia de una ley natural válida para todos caerían
bajo la acusación de intolerancia, pues pretenderían imponer a los demás sus propias
posiciones. Ello resulta grave, dado que la tolerancia se ha convertido en uno de los más
altos valores éticos. En efecto, solamente por medio de la tolerancia sería posible vivir la
libertad en una sociedad democrática y plural, en tanto que la doctrina de la ley natural, con
sus normas rígidas e inmutables, sería un resabio de épocas pasadas que ya no puede seguir
imponiéndose al conjunto de la sociedad.

Sin embargo, es preciso desmitificar el valor absoluto que parece concedido hoy a la
tolerancia y a la libertad. Hay males objetivos que nadie puede ni debe tolerar, justamente
por el mismo respeto que merecen las personas. Parece importante, entonces, que el
discurso de la ley natural en el contexto de una sociedad muy celosa de la libertad personal
se presente como propuesta de diálogo sobre lo auténticamente humano más que como
mera imposición externa. En efecto, muchas personas son capaces de ver sólo las
“semillas” de los principios morales naturales, sin llegar a extraer de ellos todas las
consecuencias prácticas. Esta presentación de la ley natural como “propuesta” de diálogo
no significa convertir en “optativos” sus mandamientos; más bien implica encontrar los
caminos a través de los cuales dichas prescripciones puedan ser comprendidas por todos. Es
así que la doctrina de la ley natural debe situarse en una perspectiva de diálogo donde ella
tiene la posición más ventajosa, pues defiende los auténticos valores humanos. De tal
modo, quitadas las exageraciones y deformaciones de los principios de tolerancia y libertad,
la ley natural aparece, justamente, como la fundamentación última de la dignidad humana y
por consiguiente de la misma tolerancia y libertad.

Otra objeción se refiere a la oposición entre “naturaleza” y “persona”. En apariencia,


la “naturaleza” como principio ético vale mucho menos que la “persona”; la defensa de la
ley natural parece obedecer a un planteamiento de índole “naturalista”, en el que no queda
muy claro cuál es el concepto de naturaleza que está a la base. La naturaleza parece
asociada a lo fijo, a lo estático, a lo determinista; se vincula a la regularidad de lo
estadístico, o a la impersonalidad de lo común. En tanto, la ética parece hallar desarrollos
más atrayentes cuando promueve la realización de un proyecto personal de vida, o en la
valoración de las relaciones interpersonales de respeto y amor, o bien en la respuesta
personal a los desafíos y solicitaciones que a cada uno le vienen de su existencia concreta;
la naturaleza sería materia prima que debe ser interpretada desde la persona. Por eso es
preciso determinar con claridad cuál es la noción de naturaleza que permite hablar
correctamente de una ley natural.

Para Santo Tomás de Aquino, la “naturaleza” a veces significa una fuente de dinamismo
que no proviene de la razón y la libertad. La naturaleza, en ese sentido, sería para muchos
lo que debe ser plasmado por la libertad del hombre o bien lo que debe ser superado por la
racionalidad, para llegar a lo auténticamente humano. Pero el sentido genuino y último de
naturaleza no es para Tomás el de un mero dinamismo irracional, o simplemente animal. La
naturaleza humana es para el Aquinate el constitutivo último del ser y de la dignidad del
hombre. Por ello la naturaleza aludida en la “ley natural” abarca necesariamente la razón y
la libertad; se trata de un concepto inclusivo de naturaleza, que engloba lo corporal y lo
espiritual, lo racional y lo biológico, lo físico y lo libre. La ley se dice “natural” no
meramente por referencia a la naturaleza física, pero tampoco prescinde de ella, porque la
naturaleza física y sus dinamismos biológicos pertenecen, en este caso, a la integridad del
ser humano y a la plena realización de su existencia. El hombre en su integridad unitaria,
psico-física-espiritual: tal es la naturaleza que cualifica a la “ley natural”. De esta manera,
la naturaleza no se opone a la persona. Antes bien, la persona sólo puede decirse (en el
ámbito intramundano) por referencia a la naturaleza humana; no hay una contraposición o
superación que haga que la realización personal anule los supuestos naturales.

Otra objeción proviene de lo que se ha dado en llamar la “falacia naturalista”. Quienes


denuncian esta supuesta falacia en la que incurriría la ley natural dicen que del ser al deber
ser no hay consecuencia, no se pueden deducir normas del ser de las cosas; pues “bueno”,
que es el adjetivo fundamental con el que se califican las acciones morales, no se refiere a
una propiedad natural de las cosas, sino a algo que deriva de una relación establecida por el
sujeto que obra. Por lo tanto, resultarían inválidas (por inconsecuencia lógica) todas las
doctrinas morales que procuraran derivar las normas éticas de premisas factuales. Entre
esas doctrinas la principal sería la ley natural, pues ella, desde la constatación de ciertas
regularidades o constancias de la naturaleza humana, pretendería establecer deberes
morales absolutos.

La “falacia naturalista” ha constituido una verdadera cruz para las diferentes


formulaciones de la ley natural. ¿Cómo se fundamenta, entonces, la ley natural en la
naturaleza humana? ¿Hay una conexión lógica legítima entre la naturaleza humana y las
normas morales? La ley natural se constituye en el hombre merced al dinamismo natural de
las potencias humanas, especialmente de la inteligencia, la voluntad y los apetitos sensibles.
Tales potencias se dirigen necesariamente (o sea naturalmente) hacia ciertos bienes básicos,
que por ello mismo son espontáneamente conocidos y queridos de manera inevitable, es
decir, objetivamente obligatoria. Por esta razón, la transgresión de las normas que protegen
esos bienes provoca el remordimiento de conciencia, a no ser que la conciencia se halle
deformada u oscurecida por los malos hábitos. Entonces, la ley natural se constituye en la
inteligencia y la voluntad humanas de acuerdo al proceso natural de su funcionamiento. Lo
cual provee a la libertad su situación auténticamente humana, que no es absoluta, sino
relativa a ciertos bienes esenciales que el hombre no puede dejar de reconocer como
obligatorios.

De tal modo, no se trata de que las regularidades naturales, como meros hechos,
determinen los preceptos de la ley natural, sino más bien que el hombre como ser unitario y
complejo se halla situado en un dinamismo inevitable hacia un bien que lo trasciende, y que
incluye ciertos bienes de manera necesaria. Es así que por su inteligencia y su voluntad se
hace capaz de formular ciertas normas como necesariamente vinculantes. Ello se da, no
obstante, de una manera general, dado que la ley natural no establece el detalle
circunstanciado de las obras que hay que realizar, sino los bienes que se han de promover y
las virtudes que han de perfeccionar las diferentes potencias humanas, trazando así el
espacio de la libertad.

Otra objeción importante contra la ley natural es la que afirma que la pluralidad de las
culturas humanas parece excluir la existencia de normas universalmente válidas. En efecto,
toda normativa humana se constituye y se descubre como vinculante en el contexto de unas
determinadas prácticas sociales y morales; no sería posible, entonces, determinar normas
morales válidas “a priori” para todos y cada uno de los momentos de la historia y para
todas y cada una de las culturas humanas.

La objeción parece tener un punto de verdad. Efectivamente, el ser humano no nace ni se


constituye en sujeto moral a partir de una abstracta situación de vacío de su inteligencia y
su voluntad; al contrario, el descubrimiento de las normas morales se hace en dependencia
del “ethos” cultural, que puede dar relevancia a ciertos valores y excluir otros, proponer
ciertas normas como absolutas y no considerar como tales a otras. Entonces, toda normativa
sería relativa a la cultura en la que ha surgido y de la cual depende vitalmente, lo cual
llevaría a la aceptación de criterios historicistas y perspectivistas en la moral. No habría
normas absolutas; a lo sumo se podrían dar ciertos “absolutos” temporales o
circunstanciales, que, con la evolución de la cultura, podrían cambiar. Es cierto también
que una consideración racionalista de la ley natural ha llevado a “canonizar” ciertas normas
que en realidad no eran más que concreciones de un determinado “ethos” cultural.

La respuesta a la objeción debe articularse en dos partes. La primera consiste en el


desenmascaramiento de la falacia historicista. Pues es cierto que el hombre conoce la
verdad y la expresa desde una situación histórico-cultural concreta; pero ello no impide el
auténtico acceso a la verdad. Y prueba de ello es la inevitabilidad de la experiencia moral y
de sus componentes básicos. El griego y el medieval, el moderno y el hombre del S. XXI
experimentan la obligación, la libertad, la tendencia, el remordimiento, la sanción y la
alabanza interiores, y otros elementos constitutivos de la experiencia moral.
Darán explicaciones diversas de esas experiencias, pues las viven de diferente manera; pero
son esencialmente las mismas experiencias. Si no fuera así, sería imposible el
acrecentamiento de la cultura y el pensamiento humanos a lo largo de los siglos, pues la
cultura y la filosofía no son otra cosa que el diálogo permanente y progresivo sobre las
mismas experiencias fundamentales. En ese sentido, investigaciones antropológicas
desapasionadas deberían reconocer que, más allá de las enormes y evidentes diferencias
entre las diferentes culturas, hay ciertos valores y prácticas que permanecen constantes: el
respeto por la vida humana, la colaboración social, la institucionalización de las relaciones
hombre-mujer, etc. Y dichos valores, que son justamente los que constituyen la ley natural,
no se basan en el consenso o el cálculo.
Y aquí nos encontramos con la segunda parte de la respuesta. La ley natural no es un
código detalladamente formulado de manera rígida, sino que, por la peculiar forma de su
conocimiento, está constituida por principios y valores que son como las semillas de la
moralidad. Así llama Tomás de Aquino a los preceptos de la ley natural y a sus
correspondientes inclinaciones naturales. Por eso, los valores son siempre los mismos, pero
la manera de vivirlos, de formularlos y de defenderlos son diferentes. Es lo que vio
Maritain al decir que la ley natural está constituida por “esquemas dinámicos” de moralidad
que se van descubriendo y constituyendo de diferentes maneras según los tiempos, lugares
y culturas. Con lo cual la ley natural incluye valores generales y fundamentales, pero
dinámicos: es decir, no provee una detallada regulación de la vida humana, pero sí marca
las direcciones inevitables de su auténtica realización. Dichas direcciones incluyen, dentro
de su necesidad, un amplio margen de indeterminación que queda disponible para la
libertad personal y la diversidad cultural.

La conciencia: definición y caracteres

La conciencia (del latín cum scire, conocer con) es una de las modalidades del
conocimiento moral particular. En efecto, la formación recibida, el discernimiento y
aprendizaje personal y la misma ciencia ética nos enseñan los principios de acuerdo con los
cuales se debe obrar y que juzgan nuestras acciones, sean ya realizadas o por realizar. Pero
el conocimiento moral no puede quedar en el horizonte de los principios generales y
universales, porque se trata de un conocimiento práctico, que siempre apunta a lo particular
y concreto y que se refiere a las acciones puntuales. La conciencia es entonces la aplicación
del conocimiento moral general a los casos particulares, el puente que une los principios
morales con las acciones. Por eso, Santo Tomás afirma que no es una facultad ni un hábito,
sino un juicio: acto puntual de la inteligencia que expresa la concordancia o discordancia de
la acción con el bien moral percibido como fin de los actos realizados o por realizar.

Debemos distinguir entre conciencia psicológica y conciencia moral. La primera es el


juicio por el que me experimento en pleno uso de mis facultades y sé que estoy haciendo o
dejando de hacer alguna cosa. La conciencia psicológica es condición previa de la
conciencia moral, que le añade el juicio sobre la moralidad de la acción que se está
ejecutando. Una persona sonámbula o desmayada no tiene conciencia psicológica de lo que
hace o deja de hacer; pero no basta estar despierto y mentalmente sano para tener una recta
conciencia moral, ésta implica un juicio moralmente adecuado sobre el acto que se realiza.

También es importante relacionar y distinguir la conciencia, la ley y la prudencia. La


conciencia es juicio particular sobre la moralidad de un acto, en tanto que la ley es
expresión general de lo obligatorio. La conciencia aplica (correctamente o no) la ley a un
caso particular. Por su parte, la prudencia es la virtud que hace recta a la razón para juzgar
los asuntos morales, “la recta razón de lo operable”, como lo expresa la definición clásica.
En tanto que la conciencia no es virtud, sino acto; el recto juicio de conciencia es acto de la
virtud de la prudencia. Pero la prudencia, como virtud, siempre es buena; la conciencia, en
cambio, como veremos, puede ser recta o errónea.

Tipos de conciencia

La conciencia, en relación con el acto, puede ser:

a. Antecedente: cuando juzga sobre un acto que se va a realizar para mandarlo,


permitirlo, aconsejarlo o prohibirlo.
b. Consecuente: cuando juzga sobre un acto ya realizado para aprobarlo, si fue bueno,
y esto da paso al gozo, o bien para reprobarlo, y esto genera la tristeza y el
remordimiento.

Si consideramos su conformidad con la ley moral, la conciencia puede ser:

a. Verdadera o recta, si su juicio coincide con la norma moral;


b. Falsa o errónea, si su juicio es contrario a la ley moral. Al igual que sucedía con la
ignorancia, puede ser venciblemente errónea, si el error hubiera podido ser
superado; o invenciblemente errónea, en caso contrario. En tensa síntesis, dice al
respecto el Concilio Vaticano II: “No rara vez […] ocurre que yerre la conciencia
por ignorancia invencible, sin que ello suponga la pérdida de su dignidad. Cosa que
no puede afirmarse cuando el hombre se despreocupa de buscar la verdad y el bien
y la conciencia se va progresivamente entenebreciendo por el hábito del pecado”
(GS 16).

Según la fuerza del consentimiento, la conciencia puede ser:

a. Cierta, si adhiere firmemente al juicio que expresa.


b. Probable, si no tiene plena certeza pero sí se apoya en indicios suficientes para
juzgar.
c. Dudosa, si no hay elementos suficientes para emitir razonablemente un juicio.

Según el modo habitual de juzgar, otras distinciones se proponen:

a. Conciencia delicada es la que juzga habitualmente de manera correcta.


b. Conciencia laxa es la que se excusa fácilmente de las normas y todo lo justifica.
c. Conciencia escrupulosa es la que, por el contrario, ve pecado o falta en donde no lo
hay.
d. Conciencia cauterizada se dice a la que ya no es capaz de discernir el mal por el
prolongado influjo de hábitos malos y juicios desviados.
Normas para seguir la conciencia. Objeción de conciencia

La conciencia es el juicio más inmediato sobre la acción que ha de realizarse, por lo


cual resulta claro que a la hora de obrar hay que seguir la conciencia. Pero, podríamos
preguntar, ¿cuál conciencia? Hemos visto que el juicio de la conciencia puede revestir
diversas modalidades. Por eso es preciso establecer una serie de reglas o principios para
seguir la conciencia.

La primera regla dice: sólo la conciencia cierta es norma de moralidad. Esto significa
que las personas deben obrar con certeza racional acerca de la bondad de lo que hacen.
Frecuentemente, el obrar irreflexivo o poco considerado lleva a cometer errores que luego
se lamentan o cuyas consecuencias son muy negativas. Es de notar que esta primera regla
dice que hay que obrar según la conciencia cierta (no necesariamente recta): es decir, una
vez que el juicio de conciencia se ha formado, es obligatorio seguirlo. Veremos que esto
vale incluso en el caso de error o ignorancia invencible.

Pues la segunda regla dice: la conciencia, además de cierta, debe ser verdadera, o al
menos invenciblemente errónea. En sentido estricto, sólo la conciencia verdadera puede ser
norma de conducta, pero se da el caso especial de la conciencia invenciblemente errónea,
en la cual hay una rectitud subjetiva, una buena fe del sujeto que lo obliga a seguir su
conciencia. Es evidente que si la persona adquiere nuevos elementos que le ayuden a salir
del error, debe hacerlo y modificar su decisión y su conducta. Ejemplo: si yo estoy
convencido de que no debo pagar cierto impuesto, porque los expertos contables me han
asesorado (erróneamente) en ese sentido, si he puesto los medios suficientes para formar mi
criterio y he llegado a esa conclusión, mi conciencia es norma válida de acción. Pero si,
mejor informado, o advertido por alguien que sabe más, concibo una duda al respecto,
entonces debo reformular mi juicio de conciencia y actuar en consecuencia.

La tercera regla dice: la conciencia venciblemente errónea no es regla válida de


conducta. Si el error es culpable, por negligencia o por la causa que sea, todo lo que se haga
siguiendo ese tipo de conciencia será moralmente cuestionable. La diligencia en formar
adecuadamente el juicio de la conciencia es entonces una condición fundamental del obrar
recto.

La última regla expresa: no es lícito obrar con conciencia dudosa. La duda debe ser
eliminada antes de obrar, pues, en caso contrario, estaríamos obrando con conciencia
venciblemente errónea. Pero, ¿qué sucede en un caso extremo, en el que no hay tiempo u
oportunidad de consultar o resolver la duda, y la situación urge a la acción? En ese caso, la
regla es seguir la posición más probable, sabiendo que en caso de error, la presión de las
circunstancias servirá como atenuante de la responsabilidad moral.
Una última pregunta se refiere a la conciencia perpleja: aquella que se encuentra en una
situación en la que no sabe cómo obrar, o que juzga que, haga lo que haga, obrará mal. En
muchas ocasiones de la vida, las personas pueden experimentar la sensación de que no hay
camino posible hacia el bien, y de que cualquier curso de acción que elijan los hace
culpables. Estas situaciones surgen muchas veces de la complejidad de la vida, donde el
mal está arraigado en estructuras sociales, políticas, económicas, etc., en las que el
individuo necesariamente debe participar y de las que no puede escapar. Ante esto, se
puede decir que muchas veces el mal no puede ser vencido o eliminado rápidamente; sin
embargo, siempre se puede adoptar estrategias o realizar pequeñas acciones que permitan
avanzar en la línea del bien. Ejemplo: una persona que trabaja en una estructura pública
donde se realizan actos de corrupción, a veces deberá cooperar materialmente al mal en
esos casos, pero podrá también articular estrategias para ir saliendo del mal, como ser,
unirse a otros que no quieran ser corruptos, dificultar lo más posible la realización de esos
actos, recoger discretamente pruebas que luego puedan servir para hacer una denuncia, etc.

En este sentido se entiende también la “objeción de conciencia”. Esta consiste en la


negativa por parte de un inferior a seguir órdenes o directivas superiores, cuando en
conciencia considera que son objetivamente malas. La objeción de conciencia se hace cada
vez más necesaria en un mundo en el que, bajo la capa de un supuesto relativismo que
respeta todas las opiniones, se impone conductas que van contra la dignidad humana. Por
ejemplo, en los países donde el aborto es legal y se realiza en hospitales públicos, un
médico que trabaje en uno de esos lugares tiene derecho a poner objeción de conciencia y
no realizarlo, por fidelidad a sus convicciones morales e incluso religiosas. Perseguirlo por
esta decisión implicaría una actitud totalitaria y violatoria del íntimo núcleo de su dignidad,
es decir, de su conciencia.

Capítulo 7: Las virtudes

Los hábitos. Las virtudes y los vicios

En varias ocasiones hemos señalado que la ética, como disciplina práctica, tiene como
principios a los fines de la vida humana, y en particular, al fin último: la felicidad. Ahora
bien, hemos visto también que el fin se alcanza por medio de las acciones voluntarias. Los
actos nos van llevando hacia el fin. Pero los actos también generan los hábitos, que son a la
vez principio de operaciones buenas y cualificación estable de la persona. Por eso,
Aristóteles dice que las virtudes hacen bueno al sujeto y buena su obra. Por lo tanto, los
hábitos son a la vez fines y medios: son fines en cuanto que ellos constituyen la bondad
moral de la persona (como quien tiene el hábito de la justicia, de la honestidad, etc.) y son
medios en cuanto que de ellos brotan las buenas acciones (justas, honestas) que realizan el
fin de la existencia humana, la bondad humana integral.

Hábito (en latín “habitus”, en griego “héxis”, literalmente: “lo que se tiene”) no es una
rutina o una costumbre, sino una cualidad interior, estable y permanente de la persona. Los
hábitos pueden ser entitativos (referidos al ser), como la salud o la gracia, u operativos
(referidos al obrar), como son las virtudes o los vicios. Por eso, una primera y rápida
caracterización de la virtud es “hábito operativo bueno”.

Virtud (en latín “virtus”, literalmente: fuerza; en griego “areté”, literalmente:


excelencia) es un término clave de la ética cuya significación ha ido evolucionando. En el
mundo griego clásico, el de los héroes homéricos, “areté” es cualquier excelencia que
pueda tener algo (sea o no una persona), como la firmeza de la roca, la velocidad del
caballo, la fuerza del guerrero o la sagacidad del sabio. En Sócrates la virtud se va
perfilando más como una excelencia de tipo moral. Es clásica la enumeración de las cuatro
virtudes llamadas “cardinales” (de “cardo”, en latín, gozne o bisagra), sobre las cuales gira
toda la vida moral: prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Aristóteles y el estoicismo
darán mucha importancia a las virtudes en el conjunto de la vida moral, y si bien las éticas
basadas en la ley o las éticas utilitaristas las relegan a un segundo plano, su valor en la
reflexión moral permanece siempre vigente. En la ética de la “vida buena” ocupan, como
hemos visto, un papel insustituible y central.

Los vicios, por su parte, son hábitos operativos que conducen al mal. No debemos
restringir la significación de la palabra “vicio” a lo que popularmente se conoce como tal,
por ejemplo, el alcoholismo, el tabaquismo, la drogadicción. En sentido moral, “vicio” es
todo hábito arraigado en el sujeto por el que este se hace malo y obra mal. Así, son vicios la
injusticia, la intemperancia, la cobardía, y muchos más.

Podemos ahora intentar una definición de virtud, y en el análisis de sus partes descubrir
algo más acerca de su naturaleza. Siguiendo a Rodríguez Luño, se puede afirmar que la
virtud moral es “un criterio racional de regulación de bienes, y de los deseos, sentimientos
y acciones a los que esos bienes se refieren, poseído, no sólo bajo la forma de convicción
racional, sino también como disposición estable de la afectividad y de la voluntad”.

De acuerdo con esta definición, podemos distinguir en las virtudes:

a) Una dimensión intelectual y normativa: pues la virtud aparece como un criterio


racional de regulación de bienes. Es decir, que la misma virtud comienza por un
componente racional que permite de manera estable y habitual juzgar sobre los
bienes que se presentan a nuestra consideración y no como un mero juicio
indicativo, sino como una norma (esto o aquello es debido, o está prohibido).
b) Pero hay también una dimensión afectiva: la virtud no es mera intelectualidad, sino
que educa los deseos y los sentimientos. Es decir, no basta con saber lo que está
bien, sino que es necesario desear y amar en la línea del bien discernido
intelectualmente. Esto hace que la virtud se distinga de la rutina, o de la mera
costumbre, en las que sólo hay un adiestramiento exterior; la virtud educa la
afectividad y la canaliza hacia el bien moral. Por eso Aristóteles distingue al
virtuoso del meramente continente, que sería quien obra bien exteriormente aunque
en su interior conserva todavía deseos o tendencias desordenados.
c) Reconocemos también una dimensión que podemos llamar “disposicional”: la
virtud genera, en las potencias interiores, una disposición, un direccionamiento
hacia el bien, que permite realizar efectivamente las buenas acciones. Por ejemplo,
una persona que tiene el vicio del alcoholismo y decide salir de él, puede tener el
criterio racional, puede desear no beber más y superar el vicio, pero todavía debe
luchar contra las disposiciones interiores que a veces se experimentan como más
fuertes que la propia voluntad y que la hacen recaer.
d) Finalmente, está la dimensión operativa. La virtud es un principio de regulación de
las buenas acciones, por las cuales estas se realizan efectivamente, con facilidad y
prontitud, y con un compromiso afectivo y personal. Por eso, no puede decirse que
haya alcanzado la plena realización de la virtud quien realiza las buenas acciones
con poco amor, empeño o convicción interior. También sucede que si uno tiene una
virtud y no la ejercita, esta termina por disminuir o incluso perderse.

Una segunda definición (en realidad primera desde el punto de vista cronológico) es la
que se debe a Aristóteles: “la virtud es un hábito electivo que consiste en un término medio
relativo a nosotros y que está regulado por la recta razón en la forma en que lo regularía el
hombre verdaderamente prudente”. Analicemos los elementos de esta definición.

a) “Hábito electivo”: es decir, se trata de una disposición estable de elegir. Ello


implica que la virtud no es un automatismo o una rutina, como ya hemos visto; la
elección es su acto principal, la libertad está en el corazón de su dinamismo. Y por
esto mismo, la virtud incluye la rectificación interior de las potencias y de los
afectos, y la realización exterior de obras buenas.
b) “Justo medio”: es uno de los elementos con los que popularmente se caracteriza a
las virtudes. Se trata de un medio que establece la razón entre dos extremos (exceso
y defecto). Ese medio lo establece la razón porque no es igual o matemático en
todos los casos. Por ejemplo, la templanza establece el justo medio en comer y
beber, pero la cantidad podrá variar según la condición de las personas u otras
circunstancias. La justicia establece el justo precio de una cosa, pero será posible
que haya variaciones por más o por menos según los casos. Se suele decir que la
fortaleza y la templanza, que regulan el apetito irascible y el concupiscible,
respectivamente, reciben su medio de la razón, en tanto que la justicia, que rectifica
la voluntad, recibe un medio objetivo o real. La prudencia es la que establece el
medio, y así se entiende la tercera parte de la definición:
c) “Según lo haría el hombre verdaderamente prudente”. La prudencia no se entiende
aquí como cautela o precaución que hace retroceder; sino que es la razón
rectificada que compone adecuadamente el criterio y la acción en cada caso. El
hombre prudente es el que tiene entonces la capacidad de obrar según todas las
virtudes, y por eso la prudencia se llama “madre de las virtudes”, y no puede existir
sin las otras tres ni estas sin la prudencia.

En las virtudes encontramos, entonces, una dimensión intencional y una dimensión


electiva, es decir que los dos actos principales de la voluntad se encuentran insertados en su
dinamismo. La dimensión intencional de las virtudes se refiere a que en ellas y por ellas se
realizan los fines de la existencia humana integralmente buena, que santo Tomás de Aquino
llama justamente los “fines de las virtudes”; las virtudes existen no sólo para hacer cosas
buenas, sino para que el hombre se haga bueno haciéndolas, y alcance el ideal de la
prudencia, de la justicia, de la fortaleza y de la templanza. La dimensión electiva hace
referencia a que los actos por los que estos fines se alcanzan no son indiferentes, sino que
ellos mismos forman parte del fin que se busca alcanzar. De esta manera se ve claro que los
fines virtuosos son los principios de la razón práctica y que la última fuente de la
normatividad ética se encuentra en ellos y no en reglas impuestas exteriormente por razones
meramente formales o utilitarias.

Resulta interesante el análisis que Aristóteles hace en el libro VII de la Ética del sujeto
que él llama “incontinente”. Este es el que sabe y conoce dónde está el bien, y lo hace
objeto de su elección, pero sucumbe ante la fuerza de la pasión, todavía no suficientemente
dominada o combatida. El incontinente está a medio camino entre el virtuoso y el vicioso.
Allí se ve el carácter totalizante de la virtud, que lleva a su perfección la inteligencia, los
afectos, la voluntad y las facultades operativas.

Por lo dicho, resulta clara cuál es la necesidad de las virtudes en la vida humana.
Podemos establecer para ello al menos cuatro razones. En primer lugar, las virtudes son
necesarias por la indeterminación de las potencias, que de por sí no están orientadas hacia
un solo fin (ad unum, en latín): la inteligencia puede ordenar de múltiples modos los
conocimientos, la voluntad puede tender a infinitos fines, la afectividad sensible se dispersa
a menudo en una multiplicidad de objetos no ordenados. En segundo lugar, por la
contingencia de la vida: una de las grandes limitaciones de la ética de la ley radica en que
es imposible consignar normas que contemplen todas las situaciones que se pueden llegar a
dar en la existencia humana; son entonces las virtudes las que permiten componer la acción
correcta en cada caso. En tercer lugar, por las diferencias entre las personas: cada uno tiene,
como vimos, inclinaciones naturales que lo orientan hacia la verdad, el bien, la belleza,
pero luego están también las inclinaciones individuales, que son como los talentos o dones
personales que deben cultivarse por medio del ejercicio para llegar a ser virtudes y dar
plenitud a la vida personal; unos necesitarán más unas virtudes, y otros, otras. Finalmente,
las virtudes son necesarias porque ellas armonizan la dimensión interior del querer recto y
del orden de los afectos con la dimensión exterior del obrar, cosa que no sucede en las
éticas que sólo se interesan por el cumplimiento exterior de la ley o por la eficacia de las
acciones para obtener fines externos.

Así también queda claro que las virtudes son intrínsecas a la dinámica de la libertad.
En una concepción reductiva, la libertad consiste simplemente en hacer lo que se quiere a
cada momento, sin que haya un camino de cualificación y de crecimiento interior del sujeto
en el bien. En cambio, en una concepción que entiende la libertad como capacidad de hacer
decisiones de calidad, las virtudes perfeccionan la libertad en tanto que le abren
perspectivas para hacer más plenamente el bien, y la libertad perfecciona a las virtudes pues
éstas, por los actos libres, se van generando y afianzando en el sujeto.

De tal modo, queda claro que el obrar virtuoso reviste las siguientes características: es
fácil (relativamente: pues las virtudes ayudan a encarar cosas más difíciles, y por ello son
tan importantes para el proyecto de vida; se podría decir que las virtudes hacen fácil lo
difícil); estable o permanente; deleitable; y firme.

Las virtudes intelectuales

Dentro del conjunto de las virtudes, hay algunas que tienen como fin cualificar y
perfeccionar a la inteligencia en orden al conocimiento de la verdad. Son las virtudes
intelectuales, que no aseguran de por sí la bondad de las acciones del sujeto, con la
excepción de la prudencia. En efecto, conocer la verdad es una condición necesaria pero no
suficiente para obrar el bien.

Las virtudes intelectuales se ordenan de diversos modos. Podemos adoptar la siguiente


clasificación:

a) Virtudes de la razón especulativa. Entre ellas tenemos, en primer lugar, la


inteligencia de los primeros principios, hábito que según santo Tomás adquirimos
natural y espontáneamente en nuestro primer contacto con el ser de las cosas y que
se halla a la base de todo razonamiento. Los primeros principios especulativos son:
“algo no puede afirmarse y negarse de lo mismo al mismo tiempo y bajo el mismo
respecto”, “el ser es, el no ser no es”. A pesar de su aparente obviedad, estos
principios y el hábito por el que se los posee son imprescindibles para toda
actividad intelectual. Luego está la ciencia, hábito intelectual por el que conocemos
un sector de la realidad por sus causas próximas; y la sabiduría, por su parte, nos
permite acceder al conocimiento de la realidad por sus causas últimas.
b) Virtudes de la razón práctica. En primer lugar, la sindéresis o hábito de los
primeros principios prácticos: “Hay que buscar y hacer el bien y evitar el mal”. De
nuevo, a pesar de su evidencia, este principio resulta fundamental, porque sustenta
todos los razonamientos prácticos que hacemos. Luego tenemos las artes o
técnicas, que rectifican el hacer externo en orden a fines inmediatos que se refieren
a cosas que están fuera del mismo sujeto; y finalmente la prudencia, que da la recta
razón del obrar y es la única virtud moral e intelectual a la vez.

Resulta claro que las virtudes intelectuales no hacen necesariamente bueno al sujeto
que obra. Pues fácilmente podemos hallar ejemplos de personas que poseen una brillante
ciencia o grandes capacidades técnicas, pero que no son moralmente buenas, e incluso, que
ponen esa ciencia o esa técnica al servicio del mal, causando daños más graves. De nuevo
se verifica aquí el principio: “no todo lo que es técnicamente posible es éticamente bueno”.

Virtudes cardinales en general

Como hemos dicho, una tradición muy antigua y extendida habla de cuatro virtudes
llamadas “cardinales” o principales: la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza.
Como toda virtud perfecciona una potencia y habilita para ejecutar algún tipo de acto
excelente, el siguiente cuadro nos permite entender de manera general las virtudes
cardinales:

Virtud Acto que realiza Potencia que perfecciona


Prudencia Establece orden de la razón Razón práctica
en vistas a la acción recta
Justicia Aplica ese orden a las Voluntad
operaciones
Fortaleza Sostiene orden de la razón Apetito irascible
frente a pasiones que retraen
de realizarlo
Templanza Reprime pasiones que se Apetito concupiscible
oponen al orden la razón

La principalidad de las virtudes cardinales, entonces, puede entenderse de dos modos.


En primer lugar, en tanto que son virtudes que permiten a las diversas potencias realizar las
obras más excelentes de manera específica. En ese sentido, se dice que la fortaleza modera
temores y audacias, que la templanza se aplica a los placeres del comer, el beber y la
sexualidad (que son los que más pueden perturbar el orden de la razón), etc. Pero en
segundo lugar, son virtudes generales que se hallan de manera implícita o subyacente en
toda obra buena: toda buena acción tiene que tener la razonabilidad de la prudencia, la
rectitud de la justicia, la firmeza de la fortaleza, la moderación de la templanza.
Prudencia

La prudencia es la primera de las virtudes cardinales, llamada “madre” de todas las


virtudes porque es la que permite que las demás tengan su forma esencial, el orden recto de
la razón práctica. Su definición más concisa es “la recta razón del obrar”, es decir, de las
acciones humanas que cualifican moralmente al sujeto humano (a diferencia de las artes,
que son “la recta razón del hacer”, o sea de las acciones que terminan en una obra material
externa).

Es importante corregir una mirada equívoca y parcializada sobre la prudencia, que


desde una perspectiva utilitarista equipara esta virtud con una actitud calculadora, que
escapa a los peligros y que se identifica con una especie de mezquina cautela que retrae de
los riesgos de la acción. Por el contrario, la prudencia es el fundamento, la causa, la
“madre” de las virtudes en tanto que implica la primacía del ser, de la verdad y el bien en la
acción moral; el bien moral, percibido por la inteligencia y establecido como norma
general, se aplica a la situación concreta por medio de esta virtud. Por eso, la prudencia es
una virtud intelectual y moral a la vez; intelectual porque perfecciona a la inteligencia en el
conocimiento; moral, porque ese conocimiento no es teórico sino que se aplica a hacer la
acción moralmente recta.

En nuestra vida moral hay una relativa facilidad para conocer los fines de la conducta y
los preceptos morales más importantes, desde un punto de vista general. La dificultad más
frecuente consiste en hacer descender ese conocimiento al terreno de los medios, y esa es la
tarea de la prudencia: conectar los principios con las acciones concretas, los fines con los
medios, realizar lo universal en lo particular. Un ejemplo permite entenderlo mejor: un
padre o una madre sabe que debe educar a su hijo en la justicia; ello implica poner normas,
premiar conductas buenas, castigar transgresiones; pero, ¿cómo hacerlo en lo concreto?
¿Hasta qué punto un castigo es un acto de justicia, o más bien se convierte en un desahogo
de la ira del padre? Es tarea de la prudencia establecer el punto exacto de la severidad y la
indulgencia, de la rectitud y de la flexibilidad.

En este sentido es importante la relación que existe entre prudencia y experiencia. Esta
reduce el número virtualmente infinito de posibilidades a lo que sucede en la mayoría de
los casos, y así marca el camino probable a seguir. Sin embargo, la prudencia no es una
técnica; ésta última puede identificarse más fácilmente con un algoritmo de operaciones, en
tanto que la prudencia siempre implica una sensibilidad, una finura de la percepción moral
para hallar el mayor bien en lo concreto.

Por eso, lo prudente no puede ser reducido a un elenco de casos, e incluso puede haber
una gran variabilidad de lo prudente según la situación y las circunstancias. Lo que fue
prudente en una situación no lo es necesariamente en otra análoga.
Los actos de la virtud de la prudencia son tres: la deliberación, el juicio y el imperio.
La deliberación consiste en considerar de manera adecuada las diferentes opciones o cursos
de acción que se pueden adoptar para realizar algún bien práctico. El juicio es la
determinación del mejor de esos caminos posibles. El imperio es el mandato a poner por
obra el camino elegido. Por ejemplo, en el caso de tener que hacer un viaje a un lugar
determinado, una persona falla en la deliberación si no sabe ponderar adecuadamente las
diferentes formas para viajar, como si considerara adecuado ir caminando a un lugar que
queda muy lejos; falla en el juicio si no determina, si analiza mucho y no decide, si se
debate en la inseguridad y la duda; falla en el imperio si no se mueve para poner por obra lo
deliberado y juzgado.

Santo Tomás de Aquino concibe las virtudes cardinales de una manera dinámica, de tal
forma que encuentra en ellas diferentes “partes” que no son sino actos y movimientos de
cada una de ellas. Para santo Tomás, hay tres tipos de partes. Partes integrales de una virtud
son los diferentes actos, dinamismos o elementos que la componen; como si de una mesa
dijéramos que sus partes integrales son el tablero y las patas. Partes subjetivas de la virtud
son las especies en las que se puede dividir; como de la mesa podríamos decir que hay
mesas de cocina, mesas de jardín, mesas de planchar, escritorios, etc. Partes potenciales,
finalmente, son aquellas virtudes anexas que realizan solo parcialmente la razón o esencia
de la virtud principal, pero se le asemejan; como si dijéramos que un tablón es mesa aunque
le falten las patas, porque cumple con varias de las funciones o fines de la mesa.

En el caso de la prudencia es especialmente significativo el análisis de las partes


integrales. Entre ellas encontramos, ante todo, la inteligencia o conocimiento de los
principios éticos, porque ellos son las premisas de todo razonamiento moral correcto. A ello
se suma la razón o capacidad de razonar adecuadamente, aplicando los principios de
manera correcta. La memoria implica recoger selectivamente y recordar las experiencias
significativas y/o relevantes para el caso del que se trata. La solercia consiste en la
celeridad del razonamiento que cada caso requiere; pues la deliberación no se puede
prolongar indefinidamente. La docilidad implica la disposición de dejarse conducir, y de
pedir y aceptar consejo de quien conoce mejor el tema que nosotros. La providencia es la
consideración de las consecuencias futuras del curso de acción que se elige, para prever los
siguientes pasos que se darán, un poco al modo del ajedrecista que es capaz de prever los
movimientos futuros de su contrincante. La circunspección implica, como la misma palabra
lo dice, la capacidad de inspeccionar adecuadamente las circunstancias y distinguir las que
son especialmente relevantes a la hora de componer un curso de acción. La precaución es la
percepción de los peligros potenciales o futuros que pueden arruinar una buena decisión o
una buena obra.

En cuanto a las partes subjetivas o especies, se puede dividir la prudencia en tantas


partes cuantas áreas diferentes de la vida humana deban ser reguladas rectamente. Así,
tradicionalmente se habla de una prudencia personal, por la que cada uno gobierna su
propia vida; de una prudencia familiar, para dirigir la vida de la casa; la prudencia política
es la virtud del gobernante, en orden a buscar el bien común; y se podrían multiplicar
ejemplos.

Finalmente, en cuanto a las partes potenciales, santo Tomás, siguiendo la tradición


aristotélica, reconoce la virtud de la buena deliberación, en griego eubulia; la del buen
juicio, llamada en la misma lengua synesis; y una cierta perspicacia que algunos tienen para
los casos especialmente difíciles, que recibe el nombre griego de gnome.

Justicia

La justicia se analiza frecuentemente como un estado de cosas objetivo, es decir, una


situación de igualdad o de respeto de los derechos de todas las personas. Cuando eso no se
da (lo que lamentablemente es muy frecuente), surgen diferentes formas de “lucha por la
justicia”, entendida desde esta perspectiva externa.

Sin embargo, aquí nos corresponde analizar la justicia como algo interior al sujeto,
como una cualidad del alma, una virtud en todo el sentido de la palabra. En ese sentido, la
definición clásica nos dice que la justicia es la firme y constante voluntad de dar a cada uno
lo suyo. Vale decir, que más allá de la compleja y difícil determinación de lo que es justo
en cada caso, se trata de descubrir cómo una persona se hace justa ella misma, en tanto que
reconoce, respeta y promueve lo que es de lo demás, no solamente en un sentido exterior
(sus cosas, sus legítimas propiedades), sino en lo íntimo y constitutivo: su ser personal.

Así es que la justicia, virtud cardinal que regula las operaciones externas y que
perfecciona la voluntad, es la que establece el apropiado orden entre las personas. Por eso
afirma santo Tomás: “La justicia es el hábito por el cual un hombre, movido por una
voluntad constante e inalterable, da a cada uno su derecho” (Suma Teológica, II-II, 58, 1).
Es decir, que lo que llamamos lo “suyo”, lo “propio” de cada uno, que le debe ser dado o
devuelto, es el “derecho”, objeto de la justicia. Ese derecho (o en plural, derechos) de cada
uno, le corresponde por su misma naturaleza personal. Más allá de las perspectivas actuales
que pretenden fundamentar un discurso sobre derechos de los animales o de otras entidades,
sólo las personas son sujetos de derechos, porque tales han sido constituidas por su creación
y solo ellas gozan de una dignidad trascendente e inalienable. Y como la condición
personal es irrevocable, también lo son los derechos fundamentales, que no son conferidos
por las leyes positivas ni tampoco pueden ser quitados por estas. Por ejemplo: una
legislación positiva (o una sentencia judicial) puede quitar a alguien el derecho a ejercer un
cargo público (en el caso de una sanción por un delito cometido); pero lo que nunca podría
quitarle es el derecho a la vida, a su dignidad y a todo lo que inmediatamente se refiere a
ellas.
La justicia como virtud presenta algunas características particulares. Una de ellas es
que siempre se refiere “a otro”. Propiamente hablando, no hay justicia para con uno mismo.
Ser justo significa respetar al otro en cuanto otro, reconocer el límite del yo personal; hay
otro que no se confunde conmigo y que tiene derecho a lo suyo. Otro rasgo importante de la
justicia es que el “justo medio”, típico de las virtudes, es en este caso un medio objetivo o
real, que en algunas ocasiones incluso se determina estrictamente por ley (como el monto
de algunos impuestos o de algunos salarios), a diferencia de las otras virtudes, en las que el
medio es variable de acuerdo a la condición del sujeto.

En síntesis, en una relación de justicia se requieren: a) la alteridad, es decir que haya


una relación entre dos sujetos distintos; b) la igualdad, o sea que esa relación sea entre dos
que están al mismo nivel; c) la exigibilidad, es decir que aquello que constituye el objeto de
la relación sea algo debido en el más estricto y fuerte de los sentidos, y no solo por una
razón de conveniencia o decoro. Por eso, como veremos, hay virtudes que se asemejan a la
justicia sin identificarse con ella, porque adolecen de alguna de estas características: son las
que más arriba llamábamos “partes potenciales”.

En cuanto a las especies de la justicia, o partes subjetivas, se pueden distinguir tres,


como tres son las relaciones fundamentales que se pueden establecer en la vida social. En
primer lugar, la relación del individuo a la sociedad está regulada por la llamada justicia
legal: son los deberes del individuo hacia la sociedad y el Estado, normalmente regulados
por las leyes. Cumplir las leyes es la primera obligación de toda persona hacia el conjunto
de la sociedad. En segundo lugar, la relación del todo de la sociedad (y particularmente del
Estado), o de una entidad colectiva, hacia el individuo, se regula por la justicia distributiva,
por la cual todo lo que hace al bien común se distribuye proporcionalmente entre los
particulares. Como el Estado en cuanto tal es impersonal, quienes ejercen la justicia
distributiva son aquellos que están constituidos de un modo u otro en autoridad: un
funcionario en el ámbito de sus atribuciones, un docente en la comunicación del saber, un
administrador o responsable del que dependen otras personas, son sujetos de justicia
distributiva. Finalmente, las relaciones de los particulares entre sí son reguladas por la
justicia conmutativa, llamada así porque su función principal es regular las transacciones
entre los singulares y sus precios y condiciones justas. No obstante, hay que recordar que
las tres clases de justicia se refieren no sólo al ámbito de los bienes materiales, sino que
incluyen también los valores culturales, espirituales, sociales, políticos, etc. De modo
general, se puede decir que en la justicia legal y en la justicia distributiva el parámetro es
una igualdad proporcional (por ejemplo, lo justo es que pague más impuestos quien más
tiene o gana, o que reciba más beneficios sociales quien está menos favorecido); en tanto
que en la justicia conmutativa la regla es una igualdad aritmética (tanto debo pagar por
algo, cuanto ese algo realmente vale).

Respecto de la justicia social, se puede decir que es una exigencia vinculada con la
cuestión social, que hoy se manifiesta, en la globalización, en una dimensión mundial. La
justicia social se refiere a los aspectos sociales, políticos y económicos y, sobre todo, a la
dimensión estructural de los problemas y las soluciones correspondientes. De más está
decir la importancia que este tipo de justicia tiene en la situación social contemporánea.

Es importante investigar también las partes potenciales de la justicia, que son, como
decíamos más arriba, aquellas virtudes en las que no se da perfectamente la razón de la
justicia por falta de algunas de las características esenciales de la relación de justicia.

Entre ellas, podemos destacar la virtud de la religión, que es la que regula las
relaciones del hombre con Dios. Allí existe la alteridad y la exigibilidad pero no la
igualdad, dado que el hombre nunca puede establecer relaciones de igual a igual con el
Absoluto. La religión como virtud natural no debe confundirse con las virtudes teologales
de fe, esperanza y caridad: estas son infundidas por Dios y tienen por objeto a Dios mismo,
en tanto que la religión tiene por objeto los actos apropiados para rendir el culto adecuado a
Dios. La religión es la virtud que nos coloca en el justo medio entre la impiedad o la
indiferencia, por un lado, y la superstición, por otro.

Otras virtudes anexas a la justicia como partes potenciales suyas son: la piedad (que
regula lo debido a los padres o superiores que no son “iguales” a nosotros), la gratitud
(agradecer los favores o beneficios recibidos no es algo estrictamente exigible pero es
necesario para el orden adecuado de la vida humana), la veracidad (en la que se respeta el
fin de toda relación comunicativa, compartir la verdad), la obediencia, etc.

Finalmente, es preciso considerar una virtud que supera y perfecciona la justicia y que
se conoce por su nombre griego: la epiqueya. No consiste, como a veces se cree, en la
libertad para excusarse o eximirse a uno mismo de las leyes en situaciones determinadas,
sino en la capacidad de ir más allá de la ley, cumpliéndola más perfectamente. Pues las
leyes escritas no pueden prever todas las contingencias que se pueden dar en la vida
humana concreta, y por eso hay situaciones en las que si se cumpliera estrictamente lo que
dice la letra de la ley, a la larga se iría contra la intención del legislador y contra el bien. Un
ejemplo del ejercicio de esta virtud es lo que hizo el General Manuel Belgrano, que, en
1812 recibe la orden de replegarse hasta Córdoba, pero decide permanecer en Tucumán
para dar batalla a los realistas y de ese modo asegura la causa independentista de las
Provincias Unidas.

La justicia, tanto en su dimensión objetiva (estado de cosas justo), como subjetiva


(disposición interior de la persona a hacer lo justo), es esencial para el orden de la sociedad.
Sin embargo, ella sola no puede constituir una sociedad perfecta sin el amor, que se
manifiesta antes que nada como amistad social. Asimismo, la estricta justicia tal como se
establece en las leyes se manifiesta insuficiente para asegurar la paz y el bienestar de todos.
Por esto mismo, santo Tomás afirma que la justicia debe ser complementada por la
misericordia, dado que “la justicia sin misericordia es crueldad, pero la misericordia sin
justicia es la madre de la disolución” (Com. a s. Mateo, 5, 2).

Fortaleza

Así como la justicia es una virtud que regula las operaciones, la fortaleza y la
templanza regulan las pasiones. Estas, como hemos visto, son movimientos del apetito
sensitivo que comportan una modificación corporal, y que deben entrar en la composición
de las acciones rectas en su justo orden y medida. Por eso es necesario que sean reguladas
por ciertas virtudes. El apetito irascible (que incluye las pasiones que se refieren al bien
arduo) es regulado por la virtud de la fortaleza.

La fortaleza, al igual que la templanza, presupone tanto la complejidad de la naturaleza


humana como su condición dañada o desordenada. En cuanto a lo primero, hay que decir
que si bien todo apetito se dirige a un bien, sólo la razón determina el bien total del hombre;
por ejemplo, querer un placer o esperar un éxito son en sí bienes, pero será la razón quien
determine si ese placer o ese éxito, aquí y ahora, forman parte del bien humano como tal
que el sujeto debe realizar. Puede ser que el placer sea excesivo, desordenado, perjudicial a
la salud; puede ser que la esperanza sea vana, desproporcionada, irreal. Además, la razón,
la voluntad y los apetitos sensitivos comparten “fuerzas” vitales, de tal modo que las
pasiones de vehemencia excesiva pueden disminuir la fuerza de la voluntad o empañar la
mirada de la razón. Por otra parte, es un hecho de experiencia que la naturaleza humana no
se ordena automáticamente hacia el bien, muy por el contrario, muchas veces experimenta
una inclinación al mal que debe ser corregida por las virtudes. En la teología cristiana esto
se explica por el dogma del pecado original y sus consecuencias.

Como las otras virtudes cardinales, la fortaleza ostenta el carácter de “cardinal” o


“principal” por dos razones. Primero, porque le corresponde como virtud específica
moderar las pasiones del apetito irascible, especialmente los temores y las audacias, que
intervienen de modo principal en la composición de la acción buena. Y en segundo lugar,
como virtud general da firmeza al buen obrar y en ese sentido todos los actos de la virtudes
son, en cierta manera, fuertes.

El papel específico de la fortaleza es sostener la opción por el bien sin retraernos ante
las dificultades. Es decir, la fortaleza reconoce la presencia del mal en el mundo y aún en la
propia interioridad de cada uno; ese mal es lo que hace que el bien sea “arduo”, es decir,
difícil, no inmediatamente accesible, esquivo. Y la fortaleza en su sentido más propio se
refiere al máximo de esos males, el peligro de muerte, que por el temor que infunde puede
torcer la conducta y desviarla del bien verdadero.
Hay que evitar, por lo tanto, una idea de la fortaleza reducida sólo a la fuerza física.
Esa concepción se vio favorecida por una comparación de Platón, que asignaba las
diferentes virtudes a distintos estamentos sociales, y en particular, la fortaleza a los
guerreros, que son quienes deben afrontar los mayores peligros y vencer el temor a la
muerte para cumplir su deber. No obstante, la fortaleza puede existir sin fuerza física. Y
una persona fuerte, físicamente hablando, puede carecer de la virtud de la fortaleza; porque
ésta, como toda virtud, es ante todo una cualificación interior, una actitud, un estilo de ser y
de obrar. Un violento no tiene la virtud de la fortaleza, precisamente porque le falta el
autocontrol interior, que es lo más propio de esta virtud. De hecho, es el cristianismo el que
amplió el concepto de la fortaleza, dado que la extendió a todas las personas, y
especialmente reconoció en el martirio su acto supremo. Y los mártires cristianos fueron
personas de toda edad, sexo y condición que superaron el miedo a la muerte que se les
infligía, para mantener firme el testimonio de Cristo.

La persona fuerte realiza sus acciones en un justo medio entre la cobardía (que la lleva
a huir de los peligros por temor) y la temeridad (que la mueve por audacia a arriesgarse en
lo que no debe). El justo, como dice una acertada expresión, “no se fía de sí mismo”, es
decir, pondera sus fuerzas para hacer aquello de lo que es capaz y no emprender lo que lo
supera.

Es importante destacar que como los temores y audacias (igual que las otras pasiones)
dependen de la representación previa de sus objetos que hace la imaginación y regula la
razón, es necesario purificar y objetivar esas representaciones. Hay personas que tienen
miedos irracionales a cosas que en realidad no pueden hacerles daño, o no saben afrontar
riesgos razonables; les falta fortaleza. Pero hay otros que no saben medir el peligro y se
lanzan a aventuras irresponsables; también les falta fortaleza porque son audaces en exceso.
Por ejemplo, si un estudiante deja que su imaginación le presente una materia como difícil
en exceso, un profesor como muy malo, y a él mismo como incapaz, seguramente por
miedo dejará de presentarse al examen, aunque objetivamente estuviera en condiciones de
hacerlo. Por el contrario, si minimiza las dificultades y riesgos, se lanzará al examen sin
estar en condiciones con las previsibles consecuencias.

Los actos de la virtud de la fortaleza son dos: resistir y atacar. Este último parecería ser
el más importante; pero, por el contrario, el acto de resistir es el principal y más propio de
la fortaleza. Santo Tomás lo explica de la siguiente manera: resistir se refiere a moderar el
temor, en tanto que atacar se relaciona con moderar la audacia, y lo primero es más difícil
que lo segundo. Resistir es más difícil que atacar, porque se resiste ante el que es en
apariencia más fuerte; y atacar, se ataca al que en apariencia es más débil. Además, el que
resiste tiene encima el peligro, y en cambio el que ataca puede prever su acción y
proyectarla al futuro. Por otra parte, la resistencia implica normalmente un tiempo
prolongado, que a veces no se sabe cuánto ha de durar, en tanto que el ataque puede surgir
de un movimiento repentino. Estas consideraciones acentúan, una vez más, el carácter
interior de la virtud de la fortaleza.

Debemos ahora exponer las partes potenciales de la fortaleza, que como sabemos, son
aquellas virtudes que tienen algo de la fortaleza, aun cuando no se refieran directamente a
los mayores peligros, ni al peligro de muerte. Podemos mencionar cuatro virtudes. A) la
magnanimidad: de “magna anima”, alma grande; es la virtud de la grandeza del alma, que
lleva a proponerse metas altas, ideales que van más allá de lo trivial o lo habitual. Es la
generosidad de alma, cuyo opuesto es la mezquindad de corazón. B) La magnificencia: es
la capacidad de proyectar y hacer cosas grandes (magna-facere) desde el punto de vista
material. Implica la capacidad económica de hacer obras materialmente grandes. C) La
paciencia: es la virtud que permite resistir al mal y a la tristeza que produce, cuando ese mal
es prolongado y no se divisa su término. D) La perseverancia o constancia: es la virtud que
ayuda a persistir en el bien aunque los resultados esperados tarden en llegar.

En este horizonte más amplio de la fortaleza es posible distinguir también los vicios o
hábitos malos que se le oponen. A la fortaleza como tal se oponen la cobardía, o exceso de
temor; la temeridad, o audacia excesiva; y también la impavidez o falta total de temor; con
esto se ve que el miedo es humano y natural, y tenerlo en su justa medida forma parte de la
perfección moral. A las virtudes anexas se les oponen, entre otros, los vicios de la
mezquindad, la impaciencia, la inconstancia, la pertinacia u obstinación, etc.

Templanza

La templanza es la cuarta de las virtudes cardinales. Su objeto es la regulación de los


placeres sensibles que son objeto del apetito concupiscible. Es claro que la regulación de
los placeres no significa que estos sean malos, sino que simplemente a veces pueden tener
tanta fuerza que impiden el recto uso de la razón y hacen que ella se retraiga de los bienes
verdaderos.

Es de notar que decimos que la templanza no “suprime” los placeres, sino que los
regula, y cuando decimos que se trata de poner en ellos la debida moderación, no
necesariamente significa disminuirlos, sino alguna vez puede ser también aumentarlos. En
efecto, la templanza establece un justo medio de los placeres sensibles entre el defecto de la
insensibilidad y el exceso de la intemperancia.

La templanza es la virtud del orden interior de la persona; es el reaseguro de una


personalidad madura y capaz de tener señorío de sí misma. El desenfreno de las pasiones no
sólo es nocivo por las consecuencias externas que produce (por ejemplo, cuando comemos
en exceso, nos enfermamos, cuando bebemos en exceso, podemos producir un accidente de
tránsito, etc.) sino también porque implica un desorden interior, un desequilibrio de las
fuerzas más íntimas y vitales de la persona. Por eso la falta de templanza produce ceguera
de la mente, debilidad de la voluntad, pérdida de decisión y energía para hacer el bien, falta
de respeto hacia las demás personas, y muchos otros efectos nocivos; tal como lo reconoce
la tradición moral y espiritual cristiana, así como muchas otras corrientes filosóficas y
religiosas.

Las partes subjetivas o especies de la templanza son tres, dado que tres son los placeres
sensibles de más intensidad, cuyo desorden puede alterar toda la conducta moral: los goces
de la comida, la bebida y la sexualidad. Los nombres que reciben en latín pueden
inducirnos a confusión: abstinencia, sobriedad y castidad, respectivamente. Vale la pena
detenernos especialmente en ésta última.

La castidad se entiende, de manera reductiva y equivocada, como la abstención total de


la actividad sexual. En realidad, la finalidad de esta virtud es la regulación del uso de la
sexualidad y de los placeres unidos a ella. La sexualidad es un valor humano que tiene
distintas dimensiones, que deben ser tenidas en cuenta a la hora de valorar moralmente las
diversas conductas. Esas dimensiones son básicamente tres: a) la dimensión física, que se
expresa en la complementariedad de los cuerpos sexuados del varón y la mujer y su
capacidad de procrear; b) la dimensión psicológica, que habla de la complementariedad de
los rasgos de carácter masculinos y femeninos, que generan la atracción mutua; c) la
dimensión personal o espiritual, que implica la complementariedad a nivel del proyecto
personal; es decir, es el nivel en el que dos personas se unen íntimamente para establecer un
proyecto de vida que se institucionaliza en el matrimonio y se desarrolla en la familia, a
través de la procreación y educación de los hijos. La virtud de la castidad tiene como
finalidad regular el uso de la facultad genital de acuerdo con el estado y condición de vida
de cada una de las personas: casado, soltero, célibe. Cumple una función integradora de las
diferentes dimensiones de la sexualidad en orden a una vida moralmente íntegra. Y si bien a
una mentalidad liberal esto puede sonarle poco convincente y hasta ridículo, los resultados
de la desintegración de la sexualidad están a la vista: violencia sexual de todo tipo (incluso
potenciada por los medios tecnológicos actuales), manipulación de las personas a través de
su sexualidad, sexo sin amor con consecuencias psicológicas y existenciales negativas,
hijos no deseados con grandes carencias afectivas, desórdenes de todo tipo. Muchas
situaciones de injusticia o desorden social de la actualidad tienen en su raíz un desorden
afectivo y sexual.

Los apetitos sensibles vinculados al comer, al beber y al placer sexual son los más
vehementes, pero no son los únicos que deben ser regulados. Por eso existen las partes
potenciales de la templanza, que dan su justa medida a otros impulsos igualmente
significativos para la vida humana. Entre ellos la humildad (virtud que modera el apetito
desordenado de la propia grandeza), la mansedumbre (que regula la ira, aun sabiendo que
muchas veces ésta es necesaria), la estudiosidad (que no consiste solo en “ser estudioso”,
sino que tiene como fin la moderación del apetito desordenado de conocer, que
frecuentemente desemboca en el vicio de la curiosidad).

Adquisición y conexión de las virtudes

Como hemos tenido ocasión de ver, las virtudes forman parte esencial de la vida moral
de las personas y ellas mismas son dinamismos vitales, son algo “vivo” que se engendra, se
desarrolla y crece, o por el contrario se enferma, disminuye o muere. A la vez, las
diferentes virtudes se hallan conectadas entre sí, como ocurre con los aparatos y sistemas de
los organismos vivos. Por eso es necesario considerar ahora la adquisición y la conexión de
las virtudes.

Las virtudes se adquieren por la presencia de dos tipos de principios. La razón y la


voluntad operan como principios activos; la razón presenta el ideal del bien y la voluntad se
lo propone para adquirirlo. Las potencias en general (sobre todo los apetitos concupiscible e
irascible) se comportan como principios pasivos, pues son como la materia que es
modelada por las virtudes. Es preciso recordar, de acuerdo con una afortunada metáfora de
Aristóteles, que la razón y la voluntad tienen dominio “político” y no “despótico” sobre las
pasiones, es decir, que éstas no obedecen mecánica o automáticamente, sino más bien a
través de una cierta persuasión.

Por eso los hábitos, como hemos dicho, se distinguen de las meras costumbres. Un
hábito implica siempre un principio interior, una valoración interior del bien, en tanto que
una costumbre o rutina a lo sumo puede ser fruto de un adiestramiento exterior. Por eso,
cuando se dice que los hábitos, o las virtudes en particular, se adquieren a través de la
repetición de actos, es preciso considerar que esos actos tienen que ser de una calidad moral
tal que permitan engendrar la virtud; es decir, se trata de actos interiores en los que la
persona se encuentra comprometida.

Los hábitos pueden “crecer” desde dos puntos de vista. En primer lugar, cuando se
hacen más intensos: por ejemplo, cuando alguien tiene más justicia o templanza es porque
interiormente tiene un sentido más vivo de esas virtudes y está mejor predispuesto a todos
sus actos. En segundo lugar, un hábito crece cuando se aplica a mayor cantidad de objetos y
acciones. Una persona que es prudente no sólo para el gobierno de su propia vida sino
también para conducir grupos o empresas de cualquier tipo, tendrá más prudencia que el
que solo la tiene para sí mismo.

El crecimiento de las virtudes se da por medio de actos interiores de igual o mayor


intensidad al nivel de la virtud ya alcanzado. Por ejemplo, una persona que no tiene mucha
fortaleza pero hace actos para afianzarse en el bien venciendo sus miedos, crece en la virtud
de la fortaleza. Una persona ya muy fuerte que hace actos no muy intensos de la virtud, que
no le comportan una decisión y un compromiso destacables, no crecerá en la virtud por esos
actos. Los actos de menor intensidad disminuyen y aún pueden llevar a la corrupción de
una virtud. También produce el mismo efecto, como es claro, la cesación de los actos
virtuosos.

Por último, las motivaciones para adquirir una virtud pueden ser de dos tipos. Unas son
extrínsecas: la ley, las órdenes recibidas, la expectativa del premio o del castigo. Estas
motivaciones no son muy fuertes, salvo al inicio del camino moral de las personas. En
cambio, las motivaciones intrínsecas, como la belleza de la virtud que despierta el amor de
la persona, la imitación de modelos, las inclinaciones naturales que llevan a cada uno a
cultivar un determinado tipo de personalidad, caracterizado por ciertas virtudes, etc., son
más poderosas, pero siempre deben ir acompañadas por el esfuerzo personal y la
perseverancia, pues adquirir las virtudes es cosa que lleva tiempo y nunca pueden darse por
definitivamente conquistadas.

Las virtudes pueden ser “perfectas”, cuando se poseen en un grado elevado, o


imperfectas. En el primer caso, se da de una manera notoria una fuerte conexión entre ellas;
no se puede ser prudente sin ser a la vez justo, fuerte y templado, etc. Cuando las virtudes
se poseen en un grado imperfecto, puede suceder, por el contrario, que se encuentren
relativamente desconectadas. Pero en general se da entre ellas lo que sucede en los
recipientes con vasos comunicantes; cuando sube el nivel de una, suben las otras, y cuando
alguna baja, bajan las demás.

Las razones para entender la conexión de las virtudes son varias. En primer lugar, la
persona, que es el sujeto de las virtudes, es una sola; por eso, para ser integralmente buena,
tiene que tener virtudes conectadas entre sí. Luego, hemos visto que las virtudes son
cardinales en tanto que cada una se encuentra de modo general en los actos de las otras; así,
la prudencia debe ser fuerte, justa, etc. De modo particular, la virtud de la prudencia da la
“forma” a las demás virtudes, y así actúa como vínculo de unión de todas. Además, los
actos buenos generalmente exigen más de una virtud; por ejemplo, la fidelidad matrimonial
requiere el amor, pero también la justicia y la templanza. Por último, a veces se comete una
falta contra una virtud por un vicio que corresponde a otra, por ejemplo, la falta de
templanza puede llevar a la injusticia o a la mentira, etc.

Finalmente, es preciso destacar la importancia que tienen las condiciones externas para
la adquisición de las virtudes. Ante todo, la educación moral es fundamental, tanto en
contenidos concretos que se transmiten como sobre todo en la persona del maestro o
educador moral, que comunica su saber sobre todo con su ejemplo de vida. El clima
afectivo positivo, las buenas costumbres adquiridas desde la infancia, la explícita enseñanza
moral, son elementos esenciales en la educación virtuosa. Para ello es preciso que la
persona se encuentre inserta en una comunidad humana virtuosa, donde se haga vida una
tradición que sostiene e incrementa de manera existencial los valores virtuosos a lo largo
del tiempo. Esa comunidad virtuosa puede ser de índole moral, estética, religiosa, cultural,
etc. La misma sociedad política tiene una responsabilidad en este sentido, en tanto que con
sus leyes ejerce una acción educativa y marca rumbos para las nuevas generaciones en la
línea de las virtudes o contra ellas.

Apéndice: Elementos de Ética profesional y aplicada

Ética general y ética profesional

Según hemos visto, la ética es una disciplina práctica, y por ello su eficacia y utilidad
aumentan cuando llega al nivel de las situaciones concretas. Los principios generales son
necesarios, pero no suficientes; es preciso poder aplicarlos adecuadamente a las diferentes
situaciones que se presentan en las vidas de las personas. Dichas situaciones hoy en día son
más complejas y difíciles que antes, entre otras causas, por los avances de la ciencia y de la
técnica, que generan nuevos desafíos, y por la complejidad de la vida contemporánea en
general, donde muchos factores pueden incidir en el planteo de una decisión o en el juicio
práctico acerca de una coyuntura. Por eso es difícil establecer reglas de ética aplicada,
particularmente en el caso de la ética profesional.

Sin embargo, no podemos renunciar a plantear aunque sea de modo esquemático


algunas de las implicancias que los principios que hemos establecido tienen para la
profesión.

La profesión, en el ámbito personal, se caracteriza por un sentido vocacional que hunde


sus raíces en una elección del individuo. Ella implica una cualificación, lograda tal vez
luego de un tiempo importante de preparación y estudio; pero a la vez incluye una
proyección social, que significa un servicio al resto de los hombres, una entrega al bien
común de la humanidad, al menos en la parte concreta de ella en la que cada uno se
encuentra inserto. El trabajo profesional (como todo trabajo) tiene una dimensión objetiva
(trabajo objetivamente bien hecho) que es esencial para el cumplimiento de su fin y para el
logro de las metas que la organización o empresa, o uno mismo individualmente, se
proponen a nivel económico, político o técnico. Pero también es importante la dimensión
subjetiva, con la cual la persona se cualifica mediante la realización del trabajo, y en él
ejercita y adquiere las virtudes que lo llevan a la plenitud personal que es el objetivo último
de la vida moral.

La moralidad tiene un carácter integrador, pues permite que la dimensión técnica, y la


dimensión personal, el horizonte vocacional-individual y la proyección social se unan
armoniosamente. Por ello, desde esta perspectiva, no basta con poseer las capacidades
técnicas correspondientes al trabajo o profesión que se realiza, sino que es preciso plantear
una deontología profesional (del griego “deon” = deber), que establece los principales
parámetros éticos que han de tenerse en cuenta en el ejercicio de una determinada
profesión. Esos parámetros dependen de los principios éticos generales que hemos ya
considerado, pero se concretan de acuerdo con cada una de las profesiones.

Por eso es preciso conocer los códigos éticos que existen en la gran mayoría de las
profesiones y descubrir la relación de los principios morales más generales con el propio
trabajo. Con ello se podrá asumir las implicancias de esos códigos de una manera más
consciente y crítica, e incluso contribuir a establecerlos donde no existan, o mejorarlos. La
prudencia profesional, es decir, las prácticas usuales que están sostenidas no sólo por la
costumbre sino por la solvencia moral de los profesionales más ejemplares, es también un
punto de referencia importante. Lo que sin embargo resulta claro es que no se pueden
aplicar automáticamente en todos los casos las mismas soluciones a los problemas, aunque
sí hay principios que no se pueden dejar de tener en cuenta: por ejemplo: la necesidad de
adquirir o poseer una suficiente preparación técnica para ejercitar la tarea que a uno le es
encomendada, pedir consejo o asesoramiento en los casos en que no resulta claro el camino
a seguir, conocer y cumplir las leyes que regulan la propia actividad, no buscar el lucro o el
éxito a cualquier precio, respetar el trabajo y los logros ajenos, cooperar con los otros
profesionales donde razonablemente las circunstancias lo exijan en orden al bien común,
realizar siempre el propio trabajo con sentido de responsabilidad social, respetar el medio
ambiente y prestar atención a la cuestión ecológica.

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