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Introducción
De la mano de la agudeza clínica y habilidad de conceptualización de
pioneros como Kraepelin y Bleuler, el modelo biomédico se volvió la manera
dominante de aproximarse a las enfermedades mentales desde finales del s. XIX.
Aunque este modelo proveía de bases científicas cada vez más robustas a una
cuestión que hasta hace unos siglos era dominada por el discurso religioso y las
supersticiones, los primeros tratamientos eran poco efectivos y, bajo una mirada
contemporánea, crueles. El internamiento prolongado, la terapia electroconvulsiva
y la lobotomía se han convertido en símbolos de los peores excesos de la
psiquiatría. Fue hasta la década de 1950 que la terapéutica de las enfermedades
mentales tomó el rumbo que mantiene hasta la actualidad. Un hecho casi fortuito
detonó una auténtica revolución psicofarmacológica: el uso de la clorpromacina —
una sustancia originalmente diseñada como sedante para potenciar el efecto de
los anestésicos usados en procedimientos quirúrgicos— en pacientes psicóticos. A
partir de entonces, y tras sucesivos descubrimientos, el uso de fármacos se ha
erigido como el método por excelencia para combatir distintos trastornos mentales.
Pocos objetarían que la administración de psicofármacos es una mejora
considerable con respecto a los antiguos tratamientos de la psiquiatría, más
próximos a una cámara de tortura que a un hospital moderno. Sin embargo, no
son pocos los detractores que señalan los efectos adversos de varias de estas
sustancias, frecuentemente ignorados o subestimados por médicos y la industria
farmacéutica. El caso de los antipsicóticos resulta especialmente llamativo, por
dos motivos. En primer lugar, por su uso en el tratamiento de la esquizofrenia, esa
indescifrable enfermedad a la que Thomas Szasz llamó “el símbolo sagrado de la
psiquiatría”, un mal que asume las características típicamente asociadas a la
locura: los susurros imaginarios, las ideas inverosímiles, el comportamiento
errático. En segundo lugar, porque no suele admitir alternativas; mientras que los
cuadros menos graves de depresión o ansiedad, por nombrar un par de ejemplos
conocidos, son tratados con psicoterapia, al margen del uso de medicamentos, los
trastornos psicóticos como la esquizofrenia reciben invariablemente un tratamiento
farmacológico. La atención psicológica aparece, en el mejor de los casos, como un
complemento. A juzgar por las decrecientes cifras de hospitalizaciones y recaídas,
los antipsicóticos deberían calificarse como una victoria más en el imparable
avance de la medicina. Restan, no obstante, algunas preguntas incómodas.
¿Deberíamos preocuparnos por los efectos a largo plazo de este tratamiento?
¿Cómo es la experiencia subjetiva de los pacientes? ¿Representan los
antipsicóticos, realmente, una mejora a la salud? El presento texto no puede
ofrecer, dentro de sus limitadas aspiraciones, respuestas definitivas, pero sí
esbozar algunos argumentos relevantes.
Moncrieff, J., Cohen, D., Mason, J. (2009). The subjective experience of taking
Moncrieff, J., & Leo, J. (2010). A systematic review of the effects of antipsychotic