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Entre el solipsismo y la cultura: una reflexión sobre el carácter colectivo

del delirio

Luis Muñoz Martínez

Facultad de Psicología, Universidad Nacional Autónoma de México

Lenguaje, sentido y acción social

Dr. José Adrián Alfredo Medina Liberty

6 de diciembre del 2021


Entre el solipsismo y la cultura: una reflexión sobre el carácter colectivo del delirio

“Antes —no sé por qué— todo parecía cubierto por cierta neblina. Esto se debe, creo yo, a
que la gente piensa que el cerebro se encuentra en la cabeza de cada persona. ¡Para nada! El
cerebro es arrastrado por los vientos del mar Caspio.” Esta disparatada reflexión marca el
descenso a la sinrazón de Porprischin, protagonista de Diario de un loco, uno de los relatos
más recordados de Nikolái Gógol. Es evidente que el cerebro, en cuanto que conjunto de
tejidos, se encuentra en la cavidad craneal; no obstante, resulta más difícil señalar la
ubicación del pensamiento, su misteriosa emanación. La ocurrencia de Porprischin, vista
así, quizá no sea del todo errada: el pensamiento puede concebirse no sólo como una
facultad individual, sino como una construcción colectiva que aglutina culturas y abarca
continentes enteros; no sólo como un brote de actividad neuronal —confinado a la corteza
cerebral—, sino como una serie de nociones compartidas por medio del lenguaje, que se
esparcen como si el viento las arrastrase. Las palabras citadas son evidencia de la locura de
Porprischin no por su contenido, sino porque las expresa como aseveración y no como
metáfora. Para un esquizofrénico —así podríamos describir al protagonista del relato,
aunque Gógol lo escribió antes de que Bleuler bautizase a este trastorno—, se desdibuja la
frontera entre realidad e imaginación, entre significados colectivos e individuales. En ese
pantanoso terreno, en el que conviven construcciones colectivas —religión, historia,
lenguaje— con expresiones idiosincrásicas, aflora el pensamiento delirante.
Una de las imágenes estereotípicas del esquizofrénico es la del sujeto aislado que
vive en un mundo que sólo él puede ver, poblado por sus fantasías. Se suele ignorar, no
obstante, que la fuente de esas fantasías es, en muchas ocasiones, de carácter colectivo.
Relatos históricos, religiosos, mitológicos o literarios pueden revestir al delirio y dotarlo de
puntos de referencia: roles definidos, una estructura narrativa, símbolos reconocibles. En el
cuento de Gógol, el protagonista se identifica como legítimo rey de España. La idea no
surge de la nada, se desarrolla a raíz de que Porprischin lee un artículo sobre el trono
vacante. Otro ejemplo de las fuentes colectivas del delirio es el famoso caso de Schreber,
cuyo extravagante sistema de creencias se basaba, parcialmente, en la teología persa. El
esquizofrénico, como cualquier otra persona, está inmerso en un mundo de historia,
creencias y significados compartidos.
Vygotsky enfatizaba que facultades como el pensamiento, antes de pasar al plano
individual, surgen en un espacio de interacción social. El lenguaje, la construcción de
significados y la confección de narrativas son ejemplos de la cualidad fundamentalmente
interindividual de las así llamadas funciones psicológicas superiores. La cristalización de
todas esas expresiones interindividuales es la cultura, sin la cual es imposible comprender
al ser humano. Desde esta perspectiva, todo pensamiento es, de alguna forma u otra,
resultado del carácter colectivo de la naturaleza humana. ¿Cómo se explica, entonces, el
delirio? Parece ser una expresión de individualidad contumaz, una especie de lente que
distorsiona la realidad compartida para imprimirle un carácter sumamente personal. Podría
compararse al egocentrismo infantil en el que el yo no está diferenciado de todo lo que lo
rodea: abarca la totalidad de la experiencia. Piaget describía las conversaciones de los niños
antes de los siete u ocho años como una serie de soliloquios intercalados, en los que existe
poco diálogo real. De forma similar, el discurso del esquizofrénico asume la forma de
monólogo. La construcción de significados, una actividad que normalmente es colectiva y
requiere negociación, se torna individual. Aunque las fuentes del delirio pueden ser
compartidas —historia, mito, dogma—, y su manifestación puede ser pública y estridente,
se trata, en el fondo, de un acto privado. Sólo quien lo experimenta tiene acceso a su
significado.
Conviene expandir esa analogía inspirada en Piaget. En el desarrollo humano típico,
se fragua una transformación. Un organismo cuya percepción se centra en sí mismo pasa a
ser un ente cultural, es decir, que interactúa con otros sujetos y que accede a un mundo con
una dilatada historia y una serie de conocimientos compartidos. Formar parte de ese
entorno cultural requiere, en primer lugar, de un proceso de imitación. Una vez que el
lenguaje ha sido adquirido, el sujeto pasa a participar activamente de la cultura. Dicha
participación es, ante todo, un diálogo, pues sólo tiene sentido si hay receptores que la
aprehendan y devuelvan. En el esquizofrénico, parece que la transformación antes descrita
tiene un paso adicional que le otorga cierta circularidad. El organismo cuya percepción se
centra en sí mismo se convierte en un ente cultural, dialógico. Cuando se manifiesta el
trastorno, vuelve a cerrarse sobre sí mismo. Del solipsismo a la apertura; de la apertura a un
nuevo solipsismo.
El lenguaje y la capacidad para construir significados son, aparentemente,
condiciones necesarias para la aparición de la esquizofrenia. En este sentido, se trata de un
trastorno radicalmente humano. Mientras que síntomas de depresión o ansiedad han sido
observados en otros animales, la esquizofrenia parece afectar exclusivamente a nuestra
especie. Y es que el humano, además de formar parte de la biósfera junto al resto de los
seres vivos, ha construido una semiósfera: un ambiente de signos que se expresan e
interpretan colectivamente. Para participar en la semiósfera, se requiere de una capacidad
para identificar patrones, pues sólo así pueden asociarse los signos con sus respectivos
significados de forma consistente. Es posible que en el núcleo del pensamiento delirante se
encuentre esta facultad.
El psiquiatra alemán Klaus Conrad nombró apofenia a la propensión a confundir
coincidencias triviales con conexiones significativas. Pensemos, por ejemplo, en una
persona que sufre un delirio paranoico. Mientras camina por la calle, lo invade la angustia.
Siente que alguien lo quiere atrapar. Cuando un desconocido dobla la esquina pocos
segundos después que él, asume de inmediato que éste es su perseguidor. Una coincidencia
trivial, la de una persona caminando en la misma dirección, es procesada como prueba
inequívoca de la idea delirante. Parece, entonces, que la apofenia es la magnificación de la
capacidad de detección de patrones. Podría argumentarse que un fenómeno similar se
encuentra detrás de otras actividades humanas, tales como la construcción de metáforas, la
elaboración de teorías conspirativas o la sobreinterpretación de análisis estadísticos. La
creatividad, en general, es análoga a la apofenia, pues el hallazgo de algo novedoso pasa
por el reconocimiento de vínculos inadvertidos entre elementos existentes. A la luz de esta
reflexión, queda claro por qué la esquizofrenia se ha relacionado con figuras como la del
oráculo o el artista incomprendido.
Así como las ideas delirantes beben del abrevadero de la cultura, la manera en que
las ideas de esta índole son interpretadas también varía culturalmente. Cuando usamos
términos como esquizofrenia, es pertinente recordar que no se trata de un descriptor
universal de un aspecto de la condición humana. Es, más bien, una de tantas formas de
comprender el fenómeno, que cobró relevancia durante el último par de siglos, de la mano
de la psiquiatría moderna. Eso que Kraepelin describió como dementia praecox y que
Bleuler bautizó definitivamente como esquizofrenia ha tenido, en distintas épocas y
latitudes, significados varios. Los delirios y alucinaciones que en el occidente
contemporáneo se caracterizan como patológicos también fueron señales divinas o fruto de
una terrible maldición.
La reducción del delirio al síntoma de una patología ha provocado que se ignore su
significado. Para la psiquiatría, poco importa la peculiaridad de la idea delirante, su
conciencia histórica, sus matices religiosos, su carácter eminentemente cultural. Del mismo
modo en que la psicología cognitiva abandonó el significado y la cultura en favor del
modelo de la mente como computadora, la psiquiatría (y, por extensión, buena parte de la
psicología clínica) ha recurrido al árido lenguaje de la neuroquímica y la genética para
desterrar de la esquizofrenia el contexto cultural y la elaboración de significados. Las
irregularidades en la síntesis de ciertos neurotransmisores o la anomalía de una determinada
cadena de aminoácidos son, probablemente, el mecanismo biológico del delirio. No
obstante, la mera descripción de este mecanismo resulta insuficiente para comprender el
fenómeno en cuestión. Ignora que el ser humano, además de biológico, es cultural.
Una comprensión cultural del delirio podría dar paso a otras formas de tratamiento
para la esquizofrenia. Actualmente, el tratamiento por excelencia es farmacológico. Los
antipsicóticos funcionan, a grandes rasgos, como sedantes. Se ha asumido que los delirios y
alucinaciones son síntomas “impermeables” a la terapia psicológica, que no merece la pena
ahondar en su contenido, en la red de significados en la que se insertan. Es probable que la
terapia no pueda erradicar dichas manifestaciones; no obstante, quizá provechoso intentar
comprenderlas y no sólo erradicarlas.
Lo anterior podría leerse como una romantización de la esquizofrenia. Recuerda,
quizá, a la anécdota de Deleuze en la clínica de La Borde. En sus textos, el filósofo francés
describía la esquizofrenia como un nuevo horizonte de posibilidades para el ser humano,
más allá de las restricciones de la razón. En la práctica, se sintió horrorizado al ver a los
pacientes con esquizofrenia de la clínica que dirigía su colaborador Félix Guattari. Cabe
aclarar, entonces, que nuestra defensa de la interpretación del delirio no pretende plantear
que estas ideas contienen una sabiduría oculta. Se trata, simplemente, de reconocer que, al
igual que otras formas de pensamiento, el delirio implica la construcción de significados, y
que dichos significados, por idiosincrásicos que sean, pueden interpretarse. Evidentemente,
habrá ideas delirantes más crípticas que otras, y algunas permanecerán completamente
indescifrables.
A modo de resumen, puede decirse que el delirio entraña una contradicción. Aunque
se trata de una manifestación idiosincrásica, sumamente personal, se nutre de contenidos
colectivos, tales como la religión, la historia y las narraciones populares. El pensamiento
delirante, además, implica la construcción de significados. A diferencia de los significados
convencionales, la idea delirante no es negociada frente al colectivo, por lo que permanece
como una expresión individual, usualmente incomprensible. Es posible que surja de la
misma capacidad de reconocer patrones que le permite al ser humano, en general, asociar
de forma consistente significantes y significados. Bajo el paradigma de la psiquiatría
contemporánea, el delirio se reduce a una disfunción fisiológica o a una predisposición
genética. Esta concepción no toma en cuenta que la naturaleza humana va más allá de lo
biológico; en palabras de Clifford Geertz, “no existe una naturaleza humana independiente
de la cultura”. Por ello, conviene que los psicólogos recuerden que, en el tratamiento de un
trastorno como la esquizofrenia, no puede soslayarse la dimensión cultural. Ni siquiera la
idea más extravagante es ajena a la cultura.
Bibliografía

Bruner, J. (2006). Actos de significado. Alianza editorial. (Originalmente publicado en 1991).

Gogol, N. (2006). Gogol: the collected tales. Everyman’s library.

Piaget, J. (1964). Seis estudios de psicología, Editorial Labor.

Vygotsky, L. (2013). Pensamiento y lenguaje. Paidós. (Originalmente publicado en 1934).

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