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La búsqueda de sentido en el sinsentido: un análisis del dadaísmo desde la

psicología colectiva

Luis Muñoz Martínez

Facultad de Psicología, Universidad Nacional Autónoma de México

Psicología social de lo colectivo

Dr. José Adrián Alfredo Medina Liberty

22 de junio del 2021


La búsqueda de sentido en el sinsentido: un análisis del dadaísmo desde la psicología
colectiva

La noche agota sus últimos momentos en un cabaret en Zúrich. Del jolgorio, sólo quedan
las ruinas: vasos apilados, el runrún de los últimos comensales y un concentrado aroma a
tabaco que no termina de disiparse. En ese estado de lucidez que aparece entre los excesos
de la noche anterior y las obligaciones del día siguiente, un hombre clava un cuchillo en un
diccionario. Acto extraño, sin dudas. Digno de análisis. ¿Cómo lo explicaría, por ejemplo,
un riguroso conductista? ¿Repararía, acaso, en lo inusual del gesto, en la atmósfera
enrarecida en la que ocurrió, en las misteriosas intenciones de aquel hombre?
Probablemente no. Abstraería la situación hasta volverla compatible con el elegante
minimalismo de sus formulaciones. Ese cabaret trasnochado pasaría a ser un “medio
ambiente con alto grado de incertidumbre”, y el hombre apuñalando el diccionario, un
“agente” ejecutando una “conducta” a partir de un “estímulo”, recibiendo, quizá, un
“refuerzo”. La dificultad radicaría en encontrar los estímulos y refuerzos de una acción
aparentemente inverosímil, pero aun encontrándolos, este análisis no parece del todo
esclarecedor. Ignora la trama de significados en que el acto está inserto, todas esas
cualidades inasibles que le confieren sentido. Para comprenderlo, convendría situar al acto
en su contexto histórico, considerar las relaciones sociales de las que su protagonista es
partícipe, valorarlo como símbolo cargado y no como conducta hermética. A un acto
simbólico, parafraseando a Geertz (1973/2003), no hay que estudiarlo en busca de leyes de
causa y efecto, como haría la ciencia experimental, sino en busca de significaciones. Se
trata de una labor interpretativa, en la que resulta fundamental conocer los detalles el acto
en cuestión. Comencemos, entonces, a describir el contexto de tan peculiar escena.
El hombre que tuvo a bien clavarle un cuchillo a un inofensivo diccionario era
Richard Huelsenbeck, escritor y psicoanalista alemán. Se encontraba en el célebre Cabaret
Voltaire, cuna del dadaísmo. Cuenta la leyenda que, mientras hojeaba aquel diccionario al
azar, la punta del cuchillo atravesó la palabra “dada”, que en francés denomina al caballo
balancín y que, a partir de ese momento, daría nombre al movimiento artístico que se
gestaba en Zúrich. El excéntrico bautizo del dadaísmo admite múltiples lecturas y prefigura
varios de sus motivos recurrentes. Acuchillar un diccionario es, pese al humor del que
seguramente estaba envuelta la escena, un acto violento. Se pretendía abrir un abismo al
interior de ese compendio de significados legítimos (si es que tal cosa existe), o, visto de
otra manera, asesinar al significado mismo. Ésta era, quizá, la función metafórica del acto,
que a la vez servía como declaración de intenciones: los artistas que se reunían en el
Cabaret Voltaire querían abrazar lo absurdo, deshacerse de las interpretaciones, ser
expresión visceral. Resulta irónico que ese ataque frontal al significado fuese, de forma
inevitable, una tentativa repleta de significados. Porque el humano, como animal cultural,
es una criatura eminentemente significadora. El presente ensayo no pretende examinar
pormenorizadamente la historia del dadaísmo, ni hacer una valoración estética. Su
intención es, más bien, desentrañar las múltiples significaciones que se esconden detrás del
aparente sinsentido de este movimiento, usando algunas de las herramientas analíticas del
interaccionismo simbólico y la psicología colectiva.
Aunque éste no es un texto de historia del arte, conviene partir de una breve
presentación del dadaísmo. El dadaísmo fue un movimiento de vanguardia artística que
surgió alrededor de 1916 en Zúrich, antes de florecer internacionalmente en ciudades como
Berlín, París y Nueva York. En el contexto de la Primera Guerra Mundial, el dadaísmo se
oponía a la razón, estética y moral de una civilización cuyo avance había desembocado en
la más brutal de las barbaries. Como respuesta, los dadaístas se refugiaron en la
irracionalidad y el rechazo a los valores de la época: practicaban un arte anti-burgués y,
paradójicamente, anti-artístico. Emplearon técnicas novedosas como el collage, la escritura
a partir de recortes y el ruidismo, distanciándose así de las formas del arte convencional.
A decir verdad, no existe una versión definitiva sobre el origen del término dada. La
anécdota del cuchillo y el diccionario es tan sólo la más llamativa. Otras fuentes afirman
que se trataba de una muletilla frecuentemente pronunciada por el poeta Tristan Tzara, o un
intento deliberado de reproducir el balbuceo de un niño. El hilo conductor de todas las
versiones parece ser una actitud de franca desconfianza con respecto al lenguaje. En su
búsqueda del sinsentido, los dadaístas debían huir del lenguaje, pues éste es el código de
códigos, la piedra angular de la labor significadora del humano. Nombrar, desde esta
perspectiva, es constreñir: sujetar el objeto a un significado, introducirlo al mundo de la
razón, trazar su contorno. Para un movimiento que se proclamaba irracional, era necesario
encontrar un nombre que desafiase al lenguaje, ya fuese acuchillando un diccionario,
recurriendo a un par de sílabas arbitrarias o aludiendo a los sonidos del niño preverbal. No
es casualidad que los poemas de Hugo Ball, cofundador del Cabaret Voltaire, contengan
versos como “gadji beri bimba clandridi” o “e glassala tuffm I zimbra” (Stravrinaki, 2011).
Si el lenguaje era el principal mediador de significados, había que intentar olvidarlo (o,
según se vea, mutilarlo). Pero esa era sólo otra forma de resaltar su importancia.
Si bien otros movimientos de vanguardia como el posimpresionismo, el cubismo y
el expresionismo ya habían desafiado el carácter figurativo del arte europeo, el dadaísmo
fue el primero en cuestionar radicalmente qué tipo de objetos podían recibir el estatus de
arte. Es de sobra conocido el trabajo de Marcel Duchamp, representante del dadaísmo
neoyorquino, que tomó objetos de la vida cotidiana —una rueda de bicicleta o un orinal,
por ejemplo— y los presentó como obras de arte. Sus ideas sobre lo artístico y lo mundano
(y lo arbitrario de esta distinción) aún causan resquemor, pero han sido aceptadas, en mayor
o menor medida, por instituciones de prestigio y ciertos sectores del público. Hoy en día, si
uno encuentra un pañuelo tirado en una galería o museo, dudará antes de recogerlo, pues
bien podría ser parte de la exposición. Este cambio en la noción de lo que puede o no ser
arte es posible porque que el significado no es intrínseco a los objetos, tal como señalaron
los teóricos del interaccionismo simbólico. Una pintura, por más bella que sea, no es
considerada arte por su perfección técnica o sus méritos estéticos, sino porque un
determinado grupo de personas ha llegado (tácitamente, en muchos casos) a ese consenso.
Lo mismo ocurre con los “ready-made” de Duchamp: el significado de objeto artístico se
los confiere un colectivo. Ese colectivo, en un principio, era pequeño, integrado por el
autor, sus colaboradores más cercanos y un puñado de críticos. Eventualmente, el
significado fue aceptado por la élite cultural (coleccionistas, directores de museos y
galerías, críticos de publicaciones prestigiosas, etc.), cuyos recursos e influencia
contribuyeron a que el público general se familiarizase con la nueva noción.
Si la propuesta artística de un movimiento de vanguardia es rechazada inicialmente
por críticos, público y otros artistas, resulta fundamental la cohesión interna del grupo para
dotarla de sentido. En contraste con el mito del artista como genio solitario, está la noción
del movimiento artístico como ente colectivo. Becker (1982), desde la perspectiva del
interaccionismo simbólico, señaló que alrededor de la obra de arte existe toda una red de
relaciones sociales que permite el intercambio de recursos materiales, ideas y valoraciones.
Sólo por medio de la interacción, un objeto recibe la significación de arte. Cualquier
creación artística, en cuanto depende de un lenguaje compartido, de expectativas estéticas
determinadas socialmente y de la enseñanza de técnicas, es colectiva.
Para comprender el dadaísmo, como cualquier otro fenómeno humano, hay que
consultar su historia, pues “toda forma es histórica, conque el proceso mediante el cual se
fue gestando es parte de esa forma, y es en esta historia donde aparece el carácter colectivo
de las formas” (Fernández Christlieb, 2006). El propio Richard Huelsenbeck, protagonista
de la anécdota del cuchillo y el diccionario, reconoció en su Manifiesto Dadaísta que “el
arte, en su ejecución y dirección, depende del tiempo en el que surge. Los artistas son
criaturas de su época. El arte más elevado será aquel que presente el millar de problemas de
la actualidad, aquel que esté visiblemente destrozado por las explosiones de la semana
pasada” (Huelsenbeck, 1916, citado en Stavrinaki, 2011). Lo más obvio sería discutir el
peso asfixiante que la Primera Guerra Mundial ejercía sobre el espíritu colectivo de Europa
en 1916, señalarla como causa próxima y definitiva del dadaísmo. No obstante, la
psicología colectiva se encarga de “un pensamiento muy largo y muy lento, que tarda años
y siglos en gestarse y cambiar” (Fernández Christlieb, 2006). Habría que retroceder un
poco, entonces, mirar desde lejos para advertir los cambios graduales que habían
desembocado en ese momento histórico. De poco sirve aludir a la Primera Guerra Mundial
si no la reconocemos como una explosión provocada, en parte, por casi dos siglos de
acelerado progreso tecnológico. Europa, tras un par de revoluciones industriales, avanzaba
a un ritmo frenético y amenazaba con descarrilarse en cualquier momento. Podría
argumentarse que el vértigo y la velocidad que definieron a la época también se
manifestaban en el mundo del arte: la aparición de vanguardias respondía a la valoración de
lo novedoso, lo rompedor. Ya no era admisible la larga gestación de tradiciones; una
sociedad apresurada requería un flujo constante de nuevos estímulos.
Otra lectura, quizá contradictoria, es posible, según la cual, el dadaísmo representa
un rechazo al ritmo vertiginoso de las primeras décadas del s. XX. De forma análoga a los
románticos que querían huir de un presente iluminado (o deslumbrado, mejor dicho) por la
razón, los dadaístas pretendían escapar de la barbarie sofisticada y ultratecnológica de sus
días. Mientras que los románticos se refugiaban en la acogedora bruma de una Edad Media
imaginaria, los dadaístas parecían buscar un pasado más remoto, casi anterior a la
civilización. De ahí los trazos bruscos, los poemas ininteligibles, los golpes de tambor: era
una forma de aproximarse a lo que aquellos artistas europeos concebían como sociedades
primitivas, más pacíficas y puras. Con un balbuceo, “dada”, regresar a la infancia de la
historia.
Para algunos, resultará ridículo plantear que la psicología puede estudiar un tema
como el dadaísmo. ¿Qué tiene que ver con el comportamiento, la cognición o el desarrollo
de facultades mentales? Buena parte de la psicología actual, centrada en procesos
individuales, se ha olvidado de que el humano es “un animal inserto en tramas de
significación que él mismo ha tejido” (Geertz, 1973/2003). Y esas tramas de significación
no son estáticas ni fueron creadas ex nihilo: responden a un proceso histórico. Así, puede
comprenderse a los filósofos del romanticismo alemán cuando afirmaban que la historia es
la psicología (Fernández Christlieb, 2006). Dicho en otras palabras, el ser humano es una
criatura cultural e histórica, y un movimiento artístico sirve como escaparate de la cultura y
la historia. Analizar el dadaísmo, por tanto, da cuenta de varios aspectos relevantes para la
psicología. Confirma, en primer lugar, la importancia del lenguaje como soporte del
raciocinio y herramienta de representación; para un grupo de artistas que buscaba la
irracionalidad, era fundamental prescindir del lenguaje en medida de lo posible. Sirve como
ejemplo, además, de la construcción colectiva de los significados: los objetos mundanos,
poemas absurdos e imágenes grotescas que producían los dadaístas eran definidos como
arte por ellos mismos. Era en ese consenso, y no en las propiedades intrínsecas de los
objetos, donde residía el significado. Finalmente, muestra que en las manifestaciones
colectivas uno puede vislumbrar las ambiciones e inquietudes de una época. El desgaste
sufrido tras dos siglos de avance tecnológico sin precedentes se aprecia con más claridad en
un movimiento como el dadaísmo que en las páginas correspondientes a 1916 del diario de
algún ciudadano europeo. Con un dejo de ironía que a buen seguro disfrutarían los
dadaístas, hallamos que el arte del sinsentido, de lo absurdo, está repleto de significados.
Bibliografía

Becker, H. S. (1982). Art Worlds. University of California Press.

Blumer, H. (1969). Symbolic interactionism. University of California Press.

Férnandez Christlieb, P. (2006). El concepto de psicología colectiva. UNAM.

Geertz, C. (2003). La interpretación de las culturas. Gedisa. (Originalmente publicado en

1973).

Stravrinaki, M. (2011). Dada presentism: an essay on art and history. Stanford University

Press.

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