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METODOLOGIA E HISTORIOGRAFIA (UNICAN)

APUNTES DE METODOLOGÍA E HISTORIOGRAFÍA

SAAVEDRA ARIAS, REBECCA 16-17


Advertencia antes de que comiences a leer.

Estos apuntes tienen tres partes:

Historias de la Historia, extraído de https://goo.gl/HD87kD; la evolución de la historiografía desde


los orígenes hasta la actualidad, extraído de “El oficio de historiador”, de Enrique Moradiellos; y
por último apuntes de clase.
Recomiendo leer todas las partes y no saltar directamente a los apuntes para hacerse una mejor
idea de la historiografía y aprender a parte de memorizar.

El autor no está de acuerdo con algunas de las cosas que se dicen en la parte de los apuntes y, por lo tanto, que se
impartieron en clase. Por suerte o por desgracia para ti, lector, el sistema educativo nos obliga a memorizar ciertas cosas
con las que no estamos de acuerdo para vomitarlas en el examen, por lo que he decidido incluirlo.

Suerte y espero que apruebes, porque por eso estás aquí leyendo esto.
Historias de la Historia
(Extraído de https://goo.gl/HD87kD)

La historiografía así, a primera vista, parece algo aburridísimo. Además, la propia palabra suena
fatal. Tira para atrás. Pero hay factores de fuerza mayor que nos hacen acercarnos a ella. Sólo un
poco. De refilón. Y, afortunadamente, de la mano de uno de los grandes. A alguien que una vez
escuchamos en la UNED, coincidiendo, seguramente, con el setenta aniversario de la Guerra Civil
Española. No recordamos exactamente de qué habló, pero sí de la excelente impresión que nos
causó. Hablamos de Enrique Moradiellos. Y, en lo sucesivo, en partiular, de su obra Las caras de Clío.
Antes de nada, una aclaración: la historia que nos gusta es la de las gentes que la sufren; no la de
los generales, nobles y reyes. La historia que nos atrapa es, por ejemplo, la que cuenta Ramiro Pinilla
en Antonio B. El Ruso, ciudadano de tercera. Esta novela es, dice en la contraportada, “un retrato
agudísimo de la vida durante la posguerra, de las penurias y calamidades, de los odios y revanchas,
de la miseria y la lucha por salir adelante y escapar de la represión y la humillación permanente”,
una historia de España, añadimos nosotros, contada a través la vida de una persona como hay
cientos, miles, que nunca salen en los libros de la Historia oficial, aunque son los que de verdad la
padecen en sus carnes.
Pero, si no nos gustan las narraciones sobre quienes hacen la historia, sino la de quienes la sufren,
¿cómo nos ha podido encandilar la historiografía a través de la obra de Moradiellos? Esta última es
la ciencia que estudia el modo en que los historiadores abordan su tarea de contar los
acontecimientos del pasado. No nos debería gustar, porque nos parece que siempre son los
ganadores los que se encargan de escribir la historia. O que son sus interpretaciones las que logran
pasar al imaginario colectivo. O que sólo se ocupan de los grandes nombres, de los que siempre se
escriben en mayúsculas, de aquéllos a los que se dan calles, estatuas, cuadros...
Por fortuna nos hemos dado cuenta gracias a Moradiellos de que no siempre se ha contado la
historia de la misma manera y que es necesario conocer cada escuela de historiadores, cada manera
de repasar el pasado, al servicio de quién, de qué intereses, estaba esta labor, para poder extraer
mejor la esencia de cada tiempo. El modo en que se ha contado la historia en cada época nos da
mucha información respecto al modo de hacer ciencia en cada momento, la manera de entender el
transcurso del tiempo y sobre cómo se interpretaban los acontecimientos.

De Mesopotamia a Grecia y Roma, pasando por China.


En Mesopotamia, los relatos entretejían y combinaban mitos legendarios, actos e intervenciones
divinas y hechos humanos. En Egipto, los hechos históricos más antiguos son las listas de reyes
establecidas por los escribas y los sacerdotes, cuyo objetivo de reflejar la gran antigüedad de la
monarquía y legitimar el poder real, garante del orden social y político que regulaba el
aprovechamiento de las crecidas fluviales, tan esencial para la supervivencia de la civilización.
Además, como escribe Moradiellos, la civilización egipcia parecía y creía vivir en un eterno presente
siempre igual a sí mismo en su estructura profunda y pese a sus variaciones epidérmicas. La historia
que se escribía en Egipto era extremadamente conservadora. Incluso reaccionaria.
En Grecia, la construcción de la historia fue un continuo enfrentamiento del logos para anular al
mito. La razón contra las explicaciones fantásticas en las que siempre se involucraba a los dioses. La
historia era allí fruto de la investigación del autor, que pretendía contar algo verdadero y no
imaginario. Contra Homero y Hesíodo nacieron Heródoto y Tucídides: “Con ellos quedó constituida
la Historia como una categoría y género literario racionalista y contradistinto del relato mítico y
fabuloso, enfrentado a él en la voluntad de búsqueda de la 'verdad' de los acontecimienots humanos
en el propio orden humano, sin intervención sobrenatural y apelando a una inmanencia causal en
la explicación de los fenómenos”.
Con los griegos, el término “Historia” hizo honor a su origen etimológico (ístor, el que ve), porque
se limitaban a contar aquéllo de lo que habían sido testigos directos. ¿Eran los historiadores griegos
periodistas en realidad? ¿Fue Heródoto nuestro padre fundador?
La historia de los romanos fue parecida a la de los griegos. Y en una y otra civilización, la disciplina
cumplía una triple función social, según enumera Moradiellos: constituía una fuente de instrucción
moral, tanto cívica como religiosa; contribuía a la educación y formación de los políticos y
gobernantes, sobre todo en Roma, dadas la mayor potencia y ubicuidad del Estado romano en
comparación con las polis helénicas; y proporcionaba un entretenimiento intelectual para los cultos,
para los pocos que sabían leer.
¿Y en China? Los historiadores eran funcionarios del tiempo. La prioridad de estos "profesionales"
era colocar los sucesos en el eje temporal con precisión y rigor. De ahí que no se diera tanta
importancia a la profundización y a la búsqueda de causas de los acontecimientos históricos, sino
sólo a su ordenación.

El salto atrás y el gran paso adelante


En la Edad Media se dio un paso atrás: “El historiador (…) entenderá la Historia no como una
investigación secular, causal, inmanente y racionalista de los hechos humanos, sino como 'la
contemplación alegórica de la voluntad divina', como la realización del plan preparado por Dios para
la salvación de los hombres desde la Creación y hasta el Juicio Final”.
Simplificando, podríamos decir que todo lo que ocurría era premio o castigo de Dios a las acciones
humanas. O, en su defecto, respondía al plan ideado por Dios que incluye premios o castigos a las
decisiones de las personas. Un plan que, además, es muy lineal, secuencial, lo que, como en la
historia china, provocó un gran interés por la cronología. La crónica, pues, fue un género muy
trabajado en la época, aunque el más popular de la historia medieval fue la hagiografía, es decir, el
relato de las vidas de los santos para perpetuar su memoria como inspiración y ejemplo.
A partir del siglo XII, la manera de contar la historia comenzó a cambiar. El nacimiento de las
ciudades y la tranformación económica, sobre todo el desarrollo del comercio, llevaron consigo un
proceso de secularización notable. La historia, que estuvo al servicio de Dios, se rindió a los nuevos
poderes, sobre todo a los de los nuevos Estados modernos que nacían por esos años.
La modernización económica que comenzó a atisbarse a partir del siglo XII, así como la génesis del
Estado moderno, culminó en los siglos XV y XVI. Pero, además, los humanistas renacentistas
redescubrieron la cultura clásica, recuperaron la tradición grecolatina, la contrapusieron con la Edad
Media y generaron una nueva conciencia histórica. Parecida perspectiva a la que los pintores de la
época usaron para reflejar la realidad visual en sus obras, aplicaron los historiadores a sus
narraciones: no se pueden analizar los acontecimientos aislados, sino en su contexto histórico, tanto
temporal como espacial. También hay leyes de la perspectiva en el análisis de la realidad. Algunos
llamarán a esto, deespectivamente, “relativismo”. Pero es el gran hallazgo del Renacimiento. Y a
caer en la cuenta de ello, de que hay que analizar cada suceso en su contexto, con perspectiva,
contribuyó el descubrimiento de nuevas tierras. En ellas, sus gentes tenían otras tradiciones, otras
maneras de organizarse y otros dioses a los "nuestros".
El otro gran hallazgo de la época fue la crítica documental, es decir, el análisis de los documentos
históricos para detectar su carácter verdadero o fraudulento. Con este paso, la historia era más
ciencia. En la Ilustración, además de la idea de perspectiva y la de verificación, cundió la del tiempo
como vector de progreso: la cronología sería una cadena causal de cambios irreversibles en la
actividad humana.
Pero no será hasta el siglo XIX cuando la historia llegue a cristalizar como verdadera ciencia. Ocurrirá
en Alemania y, sobre todo, con Leopold Von Ranke. Pero eso lo dejamos para la segunda parte de
este repaso por la historiografía, que puede ser objeto de nuestra próxima entrada en el blog, pero
puede que no.

De la Historia "pura" a la que crea naciones


Antes, volvemos a justificarnos: el sentido de ir cronológicamente explicando someramente cómo
se ha contado la historia en cada época está en saber un poco más de cada momento histórico, de
cómo pensaban quienes se ocupaban de escribir las crónicas, de qué concepción del tiempo tenían,
de para quién, con qué objetivo y respondiendo a qué intereses narraban los hechos pasados y
presentes. Porque, en gran medida, lo que hoy conocemos de cada era está influido por el modo en
que se escribieron los acontecimientos en el momento en que ocurrían, porque ése es material que
utilizan los historiadores contemporáneos.
No es algo que explícitamente muestre Enrique Moradiellos, nuestro sherpa en la Historia de la
Historia, en Las caras de Clío, pero le hemos encontrado esa utilidad a su narración.

Y, ahora sí, retomamos la historia donde la dejamos. En el siglo XIX y en Alemania. Ese país fue
escenario del surgimiento de la moderna ciencia de la Historia como resultado de la fusión de la
tradición histórico-literaria y la erudición documental. Era una historia bien narrada y rigurosa, muy
pegada a los archivos, a los documentos. Además, esta historia ya no es una mera sucesión
cronológica de acontecimientos, sino un proceso racional en el que unos acontecimientos están
ligados de alguna manera, por ejemplo, sobre todo, causalmente. El objetivo del historiador iba más
allá de narrar detalles del pasado, sino que buscaba reconstruir lo que sucedió estableciendo
conexiones entre acontecimientos y estructuras sociales.

“Reconstruir lo que sucedió”


“Reconstruir lo que sucedió”. No hemos escogido esas palabras por casualidad: ése era el cometido
que se “autoencargó” Leopold von Ranke, prácticamente el padre fundador de la forma de hacer
historia contemporánea. La suya, dice Moradiellos, “era una concepción deudora de la ilusión de
que el uso fiel y contrastado de la documentación legada por el pasado permitiría eliminar,
neutralizar, la subjetividad del historiador, que actuaría como una suerte de notario y ofrecería un
relato histórico que fuese una reproducción conceptual, científica, del propio pasado, libre de juicios
valorativos, independiente y ajena a las opiniones y creencias particulares del profesional”.

Ésas fueron las grandes aportaciones de Ranke: la defensa del principio de actitud imparcial, así
como la concepción empirista de su trabajo. Llevó tan al extremo esto último que defendió que
cualquier hecho o situación es único e irrepetible y no puede analizarse en virtud de categorías
universales.
Esta última concepción chocó con las ideas de Auguste Comte, el que se considera padre de la
sociología. Porque Comte había propugnado el estudio de la sociedad “con el mismo espíritu que
los fenómenos físicos” para descubrir las leyes generales que regulaban la evolución histórica y
social y permitirían predecir su curso futuro.

“Soy mil veces más un patriota que un profesor”


Pronto, los discípulos de Ranke abandonarían las tesis de la imparcialidad absoluta del historiador.
Y lo harían radicalmente. Se pasarían al otro extremo. Hubo alguno que propugnó abiertamente la
necesidad de que el historiador hiciera pedagogía política.

Los miembros de la escuela histórica prusiana, por ejemplo, dedicaron sus esfuerzos a la formación
de una conciencia histórica alemana que potenciara la unión nacional en torno a Prusia. Heinrich
von Treitschke, como recoge Moradiellos, afirmó: “Soy mil veces más un patriota que un profesor”.
Por lo tanto, de acuerdo con sus principios, la labor esencial del historiador alemán era “sentir en
mí mismo y saber cómo excitar en el corazón de los lectores (…) el gozo de la patria”. Por tanto,
como continúa Moradiellos, la sacralización del Estado nacional, con tonos cada vez más racistas, y
el culto a las virtudes militares que potenció esta corriente historiográfica recibieron sanción oficial
durante la Alemania de Guillermo II, que acabó en 1918, con el fin de la Primera Guerra Mundial.
Una historia contada al servicio de una nación cuadraba perfectamente con un Estado autoritario,
industrializado y que se resistía a la democratización política.

Los historiadores alimentaron el crecimiento del nacionalismo alemán, que engordó con la derrota
sufrida en la Gran Guerra y, sobre todo, con las excesivas sanciones impuestas por los vencedores.
Luego llegaría 1933 y el triunfo de Hitler. Y, después, 1939, con las invasiones alemanas que
provocaron la Segunda Guerra Mundial.
En las escuelas británica y francesa hubo manifestaciones este estilo, aunque quizás no tan
exageradas. El siglo XIX es el del romanticismo y el de las luchas nacionalistas. Y el de la construcción
de las grandes naciones europeas. Este devenir fue paralelo a la redacción de historias nacionales
fundamentales en la creación de conciencia colectiva, de conciencia nacional. “En el proceso de
construcción de las nuevas identidades nacionales, las historiografías correspondientes cumplieron
una función socio-política y cultural inexcusable: 'la necesidad de dar razón, a través de una historia
nacional escrita ordenadamente, de un pasado coherente y dotado de sentido que presta
significación al momento contemporáneo' (en palabras de Jover Zamora)”, escribe Moradiellos. Las
burguesías de cada nación crearon su identidad nacional y la divulgaron al resto de clases sociales
al compás de los procesos de escolarización.
En el Reino Unido, incluso la corriente más progresista juzgaba los procesos históricos con el
optimismo propio de la época: liberal, próspera, segura, complaciente... Uno de sus representantes,
Thomas Babington Macaulay, llegó a escribir: “La Historia de nuestro país durante los últimos ciento
sesenta años es básicamente la historia de un perfeccionamiento físico, moral e intelectual”.

Marx, deudor de la burguesía francesa

En Francia, la historia se utilizó para legitimar el triunfo revolucionario de la burguesía. Pero


inauguró el análisis de las luchas políticas como procesos directamente relacionados con la
existencia de grupos sociales definidos por su condición económica y cuyos intereses eran
antagónicos en grados diferentes. ¿A que suena mucho a Marx? Efectivamente. Carlos Marx confesó
ser deudor de la tradición historiográfica francesa. Moradiellos recoge las palabras del alemán: “No
es mérito mío haber descubierto la existencia de clases en la sociedad moderna ni la lucha entre
ellas. Mucho antes que yo, los historiadores burgueses ya habían descrito el desarrollo histórico de
esta luchas de clases y los economistas burgueses habían trazado su anatomía”.
Y de Marx hablamos a continuación, porque tuvo una gran influencia en el modo de escribir la
historia. Suyo es el materialismo histórico, llamado así porque, de acuerdo con su fundador, el modo
de producción existente en cada época condiciona la vida social, política e intelectual en general. Y
la historia de Marx está llena de conflicto porque cualquier desarrollo de las fuerzas productivas que
haya ocurrido en la historia, sobre todo desencadenado por las nuevas tecnologías, viene a
desbaratarlo todo, especialmente las relaciones de producción, las relaciones inter-clasistas, hasta
que se establece un nuevo modo de producción con el que se llega a un nuevo equilibrio, a unas
nuevas reglas de juego.
Lo que ocurre es que, según Marx, con la sociedad industrial se ha llegado a un especie de final de
la historia, porque ha nacido por primera vez una clase universal, el proletariado, que habría de
hacerse con las riendas de la historia aboliendo la sociedad de clases. La descripción en Marx pasaba
a un segundo plano una vez se ponía prescriptivo y voluntarista, como apunta Moradiellos.
La historia de Marx, podríamos decir, es un poco bipolar. Por un lado, es analítica y descriptiva,
aunque crítica, de la realidad. El Capital, su obra más ambiciosa es una gran radiografía del
capitalismo. Pero, por otro lado, su labor crítica le lleva a ser un visionario disfrazado de científico.
Desde nuestro punto de vista, en el mejor sentido de la expresión.
Durante años, Marx se olvidó. Pero, a partir de 1917, por razones evidentes, se volvió a hacer muy
presente. Pero vamos a dejar la tercera parte, y esperemos que última, para otro momento, que
podría no ser el próximo en que nos volvamos a leer aquí.

De la justificación del racismo al relativismo histórico.


A principios de siglo, dominaba el modelo empírico, el de Ranke, es decir, los historiadores actuaban
bajo este presupuesto: “No soy yo el que hablo, es la Historia la que habla a través de mí. La Historia
es pura ciencia, una ciencia como la física o la geología”. Aunque pronto surgieron dudas. Por esa
presunta manera objetiva de escribir la historia. Y, también, por los temas que eran objeto de su
interés: la política y la diplomática. ¿Es que no había que prestar atención también, por ejemplo, a
la cultura? Así, respecto a lo primero, por la influencia de Darwin y el salto de sus teorías de las
ciencias naturales a las sociales, se comenzó a pensar que era posible e incluso necesario hallar en
los humanos leyes de evolución social similares al principio biológico de selección natural de las
especies animales. Y, respecto a lo segundo, se llegó a la conclusión de que ningún ámbito de la vida
social podía comprenderse aislado de los demás, por lo que habían de tenerse en cuenta todas las
esferas de la actividad del ser humano.

Darwin y el racismo.

No podemos ocultar que hubo una perniciosa consecuencia de la aplicación del darwinismo a las
ciencias sociales: “El reduccionismo biologicista que implicaba esa tesis ofreció un fundamento
pseudocientífico a las nuevas teorías racistas que se extendieron por Europa y el mundo occidental
durante la expansión imperialista de la segunda mitad del siglo XIX y que alcanzaron su dramática
plenitud en el XX. A tenor de las mismas, el dato clave de la evolución histórica era la existencia de
razas biológicas definidas como grupos humanos diferenciados por caracteres anatómicos y rasgos
somáticos transmitidos sólo por herencia natural e irreversible”.
Los teóricos racistas del siglo XIX sostuvieron que los rasgos físicos raciales determinaban las
características culturales y las virtudes morales e intelectuales de cada grupo. Sobre estas teorías
creció el mito de la superioridad de la raza aria.
Por estas perversiones, surgió la sensación de que, quizás, el conocimiento histórico no podía ser
tan científico como el de las ciencias naturales. Quizás no era posible neutralizar al historiador, sus
convicciones, su ideología, su criterio, como narrador de los acontecimientos históricos. Además,
nació la preocupación sobre una creciente tendencia en los historiadores a “superespecializarse” en
pequeñísimos hechos pasados “únicos e irrepetibles”.

La historia al servicio de la democracia.


Entonces nacieron la Cambridge Modern History y la Revue de synthèse historique. Combatieron la
superespecialización. Superaron el énfasis en los aspectos políticos y militares, para vincular la
narración de los acontecimientos con la sociología y la economía contemporáneas, porque se
entendía la historia como la ciencia amplia y global de los fenómenos humanos. Y, sobre todo,
intentaron que en la historia narrada se conectara el pasado con el presente, aunque con una
intencionalidad muy clara: al servicio de una sociedad democrática.

La vinculación de la historia con la sociología y la economía suponía un baño de marxismo a la forma


de contar los acontecimientos. Y es que el atractivo y el reto del marxismo era, precisamente, ése:
intentar dar cuenta global y racional del curso de los hechos. El marxismo situaba las causas de las
transformaciones en los cambios de los modos de producción dado que éstos, a su vez,
condicionaban todo lo demás, desde la cultura hasta la forma de gobierno. Por lo tanto, se llegó a
legitimar la concepción materialista de la historia.

Historia social e historia económica.

La influencia del marxismo no sólo influyó de esa manera, sino que, por sí mismo, justificó el
surgimiento de nuevas especialidades históricas: la historia económica y la historia social. La primera
se ocupaba de magnitudes cuantificables en series estadísticas a partir de las que realizar
generalizaciones empíricas. De esta manera, se supera la singularidad del hecho irrepetible e
individual y se puede determinar la existencia de estructuras constantes o regularidades en el
comportamiento económico de las sociedades a partir de esos documentos primarios, a través de
esas estadísticas transformadas en gráficos y tablas.
La historia social, en su inicio no dejaba de ser una traducción de la economía en la sociedad, en
cómo la economía configura la sociedad en diferentes grupos sociales y en las relaciones que éstos
mantienen entre sí.
Éstas son las líneas básicas, las preocupaciones, las innovaciones, con las que arrancaba el siglo XX
la ciencia histórica. Pero si sistematizamos, nos encontramos con que, justo después del trauma que
ocasionó la Primera Guerra Mundial (1914-1918), surgió la Escuela de los Annales. Su propósito
original era justo ofrecer una alternativa a la práctica histórica dominante, superando el estrecho
enfoque político y militar, a favor de la apertura en otros campos de investigación y aportando los
avances metodológicos de la sociología, la demografía o la economía. La historia económica y social
tomó el relevo de la denostada historia política. En la época, los historiadores sentían una gran
hostilidad hacia la política, porque había sido ésta la que había empujado al mundo a una guerra
cruel.

La Segunda Guerra Mundial o, mejor, el triunfo de los aliados en ella, hizo posible que este tipo de
historia sobreviviera frente a la que desarrollaban los Estados fascistas, siempre al servicio de sus
respectivas naciones. Las directivas de Adolf Hitler, dice Moradiellos, reflejan ese envilecimiento de
la Historia en aras de un mito racial y social-darwinista fanáticamente doctrinario.

Fernand Braudel y la historia de las mentalidades.


La derrota del fascismo en la Segunda Guerra Mundial, pues, hizo posible que continuara la tradición
histórica liberal. Uno de sus principales exponentes fue Fernand Braudel, miembro de la escuela de
los Annales. Una de sus principales aportaciones fue la división de la historia en tres niveles
diferentes: la larga duración, que se corresponde con las relaciones humanas con el medio, la
geohistoria, en la que se respira una especie de determinismo geográfico, casi como el alemán
Friedrich Ratzel (“El suelo regula los destinos de los pueblos con ciega brutalidad”; la historia de
duración media, la coyuntura, que estudia los procesos sociales; y, por último, el acontecimiento, la
historia episódica, la historia política tradicional.
El mayor peso de la geografía y la historia de larga duración frente a la de los acontecimientos hace
surgir una gran paradoja, que es la que expresa Gertrude Himmelfarb: “En los años posteriores a la
guerra, a medida que los historiadores trataban de asimilar la enormidad de los individuos e ideas
responsables por aquellos 'acontecimientos de breve duración' (conocidos como Segunda Guerra
Mundial y Holocausto), la teoría de la Historia que minimizaba a individuos, ideas y, sobre todo,
acontecimientos ganaba influencia creciente”.

Afortunadamente, Braudel no se quedó ahí. También impulsó la llamada Historia de las


mentalidades, entendida la mentalidad, según Theodor Geiger, como un complejo de opiniones y
creencias colectivas inarticuladas, menos deliberadas y reflexivas que las ideologías y más
populares. Así, a partir de ahí, una parte de los historiadores de los Annales comenzó a estudiar el
nivel inconsciente de las prácticas sociales y las representaciones colectivas.
El método que predominaba, tanto en la historia de larga duración como en la de las mentalidades
fue la cuantificación estadística. Interesaban, sobre todo, la evolución de la producción, de la renta,
de los nacimientos, de las defunciones, los matrimonios... Pero también las actitudes respecto a
todos estos hechos demográficos, además de los hábitos de consumo, los usos religiosos y sexuales,
la locura, el ocio...

Gordon Childe y Hosbawm recuperan el marxismo


Mientras todo esto ocurría en la historia francesa, en la británica se recuperaba el marxismo, con al
menos dos grandes exponentes, Childe y Hosbawm, a los que todos alguna vez hemos leído. La suya
no era la historia a la soviética, es decir, aquélla que, a medida que la URSS se burocratizaba, se iba
subordinando a los intereses y las directrices de Stalin. Moradiellos pone como ejemplo la obra La
formación histórica de la clase obrera en Inglaterra, de Edward Palmer Thompson, que actualizó por
completo los conceptos de “clase” y “lucha de clases”.
La historiografía marxista británica fue, por tanto, una historia crítica. También lo fue luego la
historiografía marxista francesa, en la que sobresale Pierre Vilar y sobre la que ejerció una gran (y
perniciosa, según Moradiellos) influencia Louis Althusser, un marxista estructuralista que también
dejó su impronta en América Latina. Moradiellos no tiene una gran opinión de él. Tampoco de Marta
Harnecker. Un libro de ésta, un “catecismo”, lo califica Moradiellos, Los conceptos elementales del
materialismo histórico, resume, continúa Moradiellos, los presupuestos de Althusser. “En él se
encuentran afirmaciones tan dogmáticas y paralizantes para la investigación histórica como las
siguientes: 'El materialismo histórico es una teoría científica', 'es un estudio científico de la sucesión
discontinua de los diferentes modos de producción'; 'en las sociedades de clase no es el hombre o
los hombres en general los que hacen la historia, sino las masas, es decir, las fuerzas sociales
comprometidas en la lucha de clases, las cuales son el motor de la historia'”.
Moradiellos, en su libro, muestra muchos más ejemplos de los que podemos recoger en este
espacio.

La Historia que llegó de Estados Unidos.


La última gran escuela aparecida después de la Segunda Guerra Mundial nació en Estados Unidos.
Se trata de la “Nueva Historia Económica”, también llamada Cliometría o Historia cuantitativa. Como
explica Moradiellos, “la investigación cliométrica consiste meramente en la utilización exhaustiva
de un método cuantitativo y la aplicación de unos modelos teóricos matemáticos explícitos en el
tratamiento de los datos recogidos y elaborados”. Hay quien establece su fecha de nacimiento en
1958, porque fue en ese año cuando Alfred H. Conrad y John R. Meyer publicaron su estudio La
economía esclavista en el Sur prebélico. “En él, las fuentes estadísticas disponibles eran sometidas
a distintas y exhaustivas técnicas de análisis matemáticos mediante ordenadores para obtener los
resultados sobre los que fundamentaban su conclusión: en el momento de iniciarse la guerra de
Secesión en Norteamérica (1861), el esclavismo sureño era rentable económicamente, pero su
mantenimiento exigía la expansión del sistema hacia los territorios del sudoeste”.
Desde entonces, los estudios de tipo cliométrico se han ido expandiendo en todos los campos donde
existen las mínimas fuentes estadísticas, tal es así que hay quien alerta de un creciente fetichismo
por el número y la cuantificación.
Historia racista, liberal, marxista, cuantificadora... En eso se resume, básicamente, la historia del
siglo XX. Aunque cabría por añadir otras microtendencias, como la que quiere reorientar la historia
hacia la narración de la cultura popular, la microhistoria. No es baladí decir que justamente esto
hizo posible la creciente atención hacia el papel de las mujeres anónimas y no tan anónimas en la
historia. Y que a esta manera de contar lo que le sucede a la humanidad influyó el proceso de
descolonización en África y Asia. Esos pueblos aportaron recursos olvidados en Occidente, como la
historia oral.
La crisis de la Historia.
En los últimos años todas estas escuelas han entrado en crisis. Quizás por una especie de
extremismo relativista que considera que todo, o cualquier cosa, es historia. ¿Contribuyó a ello el
boom de las novelas históricas?, ¿y el revisionismo histórico?, ¿o fue Fukuyama y su conocida
sentencia de que la Historia había terminado porque, aunque no todos los países de la tierra fueran
ya capitalistas y democráticos, estaban abocados, indefectiblemente a serlo? También pudo ser por
culpa de la enfermedad que sufrieron, y pueden seguir sufriendo todas las ciencias sociales: la
posmodernidad, el pensamiento débil.
No sabemos la causa, pero parece que Moradiellos ha dado en el clavo con el diagnóstico: “La crisis
de la disciplina por disolución atomista del campo histórico y la trivialidad temática”.
Hemos resumido las principales corrientes históricas. Con ello, ni mucho menos agotamos el
contenido del libro de Moradiellos. El historiador da muchísimos más detalles que hemos pasado
por alto, muy especialmente, respecto a la coyuntura actual (o la encrucijada) de la ciencia histórica.
Y responde a preguntas en las que ni nos hemos detenido, como ¿Para qué la historia?, ¿qué es la
verdad científica?, ¿cuál es la peculiaridad de las ciencias históricas? Y una bibliografía esencial para
continuar con el estudio de esta ciencia y todas sus corrientes.
La evolución de la historiografía desde los orígenes hasta la actualidad.
(Extraído de “El oficio de historiador”, de Enrique Moradiellos)

La mayoría de manuales sobre Historiografía (esto es: la historia de los relatos históricos y sus
autores) suelen situar los orígenes de la disciplina histórica en la Grecia del siglo VI y V a. C. con los
logógrafos jonios, con Heródoto y Tucídides. Algunos manuales comienzan señalando la existencia
de relatos de contenido histórico en civilizaciones previas como la egipcia, la mesopotámica, la
hebrea o la hindú del segundo y primer milenio antes de nuestra era. Y aún hay otros que afirman
la existencia de relatos históricos desde el mismo momento en que surgen comunidades humanas,
aunque estos fueran solo cuentos, cantos y poemas orales que, debido al desconocimiento de la
escritura, se han perdido para siempre en el olvido.
No obstante, casi todos los especialistas coinciden en señalar que a finales del siglo XVIII y principios
del XIX la actividad de investigación y redacción de los relatos históricos experimento una
transformación notable, de grado y calidad. A partir de ese momento, el ejercicio de la historia paso
a convertirse en una disciplina científica, bien diferente de la historia artística y literaria que se había
venido practicando hasta entonces. En palabras del historiador norteamericano Harry Rittler:
“Durante el siglo XVIII la antigua tradición de historia como narración se fusionó con el iteres erudito
por los hechos y, alrededor de 1800, el concepto moderno de historia científica cobró forma”.
En efecto, la distancia entre la “historia” contada y relatada antes y después de Leopold von Ranke
(por utilizar su persona como símbolo de transformaciones operadas), es de tal grado que obliga a
distinguir ambos tipos de actividad: la primera sería una categoría o género literario narrativo
peculiar; la segunda, una autentica ciencia humana o social.
Todas las sociedades tienen necesariamente una conciencia temporal de su pasado. El hombre es
siempre un ser gregario y el grupo social es por naturaleza heterogéneo en su composición:
coexisten en él individuos de diversas edades y con distintas vivencias. Por esta razón, todos los
componentes de cualquier grupo humano saben que hubo un periodo temporal anterior al de su
propia experiencia biográfica individual. Todos son conscientes, por sumaria que pueda ser esa
conciencia, de la acción del tiempo y de la diferencia entre el presente y lo previo y posterior a él.
La concepción de tal pasado comunitario constituye un elemento inevitable y esencial de sus
instituciones, valores, tradiciones y relaciones con el medio físico y con otros grupos humanos
circundantes. Aquí reside la necesidad de tener una conciencia del pasado colectivo y la función
social de esa misma conciencia en el seno de grupo, como factor de identificación, legitimación y
orientación dentro del contexto natural y social donde esté emplazado el grupo.
En las sociedades ágrafas (desconocedoras de la escritura), esa necesidad funcional de una
conciencia de pasado se satisface mediante la recitación de la genealogía familiar y tribal o por
relatos míticos y religiosos transmitidos por tradición oral. Como afirman todavía hoy los aborígenes
australianos sobre sus mitos de origen: “Nuestros padres nos los enseñaron a nosotros como sus
padres les enseñaron a ellos”. No en vano, del pasado proceden las técnicas, los saberes y las
tradiciones que permiten la supervivencia y reproducción del grupo comunitario. Y por eso mismo,
el conocimiento del pasado es “un elemento crítico de toda la vida social” y con frecuencia “se
convierte a menudo en un discurso político”.

El origen de la historiografía en la antigüedad.


A partir del III milenio a. C., el surgimiento de las civilizaciones urbanas y literarias en el Creciente
Fértil (Egipto y Mesopotamia) fue acompañado de la aparición de un relato escrito (en papiro, cera,
madera o piedra) donde se registraban los mitos, las intervenciones divinas y los hechos humanos
seculares del pasado. Es entonces cuando propiamente se construyó la Historia, la literatura
histórica, “como una forma de narración de acontecimientos pretéritos”, como una categoría de
género literario y narrativo particular. Porque la escritura permitió superar la fragilidad de la
memoria y dejar un registro de los hechos comunitarios permanente y transmisible a generaciones
sucesivas, sin los riesgos olvidos o deformaciones voluntarias o involuntarias que estaban presentes
en la transmisión oral.
En Egipto y Mesopotamia aparecieron por primera vez las listas de reyes (como la Estela de Palermo
egipcia, del 2350 a. C. aproximadamente), las inscripciones votivas y conmemorativas en templos y
obeliscos, os anales y las crónicas (“narración de sucesos políticos o religiosos de ordenados
cronológicamente y fechados según los años de reinado de un monarca”). En todos esos casos, su
función parece haber sido básicamente dual: servir como elemento de legitimación y apología del
poder real benefactor y también como sistema de datación temporal en la práctica administrativa.
Para el antiguo pueblo de Israel, la conciencia del pasado era incluso un precepto de su religión
inscrito en su libro revelado, donde Moisés exhorta a los hebreos: “Trae a la memoria los tiempos
pasados, atiende a los años de todas las generaciones; pregunta a tu padre, y te enseñará; a tus
ancianos y te dirán.” (Deuteronomio, XXXII, 7).
Precisamente, fue en Israel donde parece surgir por primera vez una obra histórica de sucesos
genuinamente seculares, en el sentido de que no interviene en el relato la divinidad: la llamada
“narrativa de sucesión”, sobre la rebelión de Absalón contra su padre el rey David, redactada hacia
el siglo VI a. C. e incorporada en la Biblia (Samuel, libro segundo, 9-20).
La aparición de este género de literatura histórica israelita es contemporánea del surgimiento de un
tipo similar de relato histórico en Grecia, también a lo largo del siglo VI y V a. C. La floración de la
historiografía clásica griega fue consecuencia de la eclosión cultural que dio origen a la filosofía, la
geometría y la aritmética, la tragedia y la comedia, etc. Dicha eclosión fue precedida y originada por
la generalización de la economía monetaria y mercantil, la crisis del gobierno aristocrático, el
surgimiento de las tiranías y democracias en las ciudades-estado, y los cambios religiosos y rituales
consecuentes. En definitiva, la difusión del racionalismo critico intelectual y de la nueva conciencia
cívica de la polis griega fueron auténticos parteros de la historiografía griega.
Bajo la rúbrica de logógrafos se agrupa un conjunto de escritores del Asia Menor griega que
anticipan a Heródoto con sus relatos de acontecimientos pasados en los que quiere estar ausente
el mito y la leyenda. El más conocido de ellos, Hecateo de Mileto (fines del siglo VI a. C.), exponía
así su propósito: “Escribo estas cosas en la medida que me parecen verídicas; de hecho, las leyendas
de los griegos son numerosas y ridículas, por lo menos en mi opinión”. Ciertamente, la subsecuente
historiografía griega va a caracterizarse por ese enfrentamiento al mito en aras de un relato
racionalista, critico, secular, resultado de la investigación y averiguación personal por parte del
autor, que pretende ser “verdadero” y no fabuloso ni ficticio.
Heródoto de Halicarnaso (circa 480-425 a. C.), con sus Historias (sobre las guerras medicas), y el
ateniense Tucídides (circa 460-400 a. C.), con su Historia de la guerra del Peloponeso, son los
exponentes más notables y representativos en la historiografía clásica helénica. Ambos continuaron
y acentuaron el respeto a las dos exigencias del relato histórico establecido por Hecateo: la forma
narrativa y la pretensión de veracidad. Y con ellos quedo construida la Historia como una categoría
y género literario racionalista y contradistinto del relato místico, enfrentado a él en la voluntad de
búsqueda de la “verdad” de los acontecimientos humanos (sobre todo políticos y militares) en el
propio orden humano, sin intervención sobrenatural y apelando a una inmanencia casual en la
explicación de los fenómenos. Ello sin mengua de que el relato histórico-literario sea más verosímil
que verdadero, como demuestra el gusto por la transcripción de discursos supuestamente
pronunciados por los protagonistas históricos en momentos clave.
La tradición historiográfica griega enlazó con la romana a través de Polibio (circa 200-118 a. C.),
autor de las Historias sobre la expansión imperial de Roma, y Plutarco (45-123 d. C.), cultivador del
genero biográfico con sus Vidas paralelas. Dicha tradición historiográfica clásica cumplía
básicamente una triple función social: constituía una fuente de instrucción moral, tanto cívica como
religiosa; contribuía a la educación de los gobernantes en su calidad de magistra vitae y espejo de
lecciones políticas, militares y constitucionales; y proporcionaba un entretenimiento intelectual
para los cultos (los pocos que leían) y servía de apoyadura y soporte para el aprendizaje de las artes
retoricas y oratorias, claves para la vida grecorromana.
Los cuatro historiadores romanos perpetuaron finalmente los rasgos definitorios y las funciones de
la historiografía griega: Julio Cesar (100-44 a. C.) con sus relatos biográficos sobre La guerra de las
Galias y La guerra civil; Cayo Salustio (87-34 a. C.) con su narración sobre la crisis de la Republica en
La conjuración de Catilina y La guerra de Yugurta; Tito Livio (59 a. C.-17 d. C.) con su historia de
roma desde la fundación de la ciudad hasta el reinado de Augusto, Ab Urbe Condita; y Cornelio
Tácito (circa 52-120 d. C.) con su narración truculenta de los primeros emperadores en los Anales y
las Historias.

La literatura histórica en la Edad Media.


La tradición historiográfica sufrió una ruptura radical con la desintegración política del Imperio
Romano en el siglo IV y con el ascenso del cristianismo como religión oficial del estado. Y ello porque
el historiador cristiano, casi siempre un clérigo u hombre de Iglesia, entenderá la historia no como
una investigación secular, casual y racionalista de los hechos humanos, sino como “la contemplación
alegórica de la voluntad divina”, como la realización del plan preparado por Dios para la salvación
de los hombres desde la Creación hasta el Juicio Final, pasando por el momento clave de la
Encarnación del Hijo de Dios. Esa conexión entre el curso humano y la voluntad divina abrió el
ámbito de la historia a la intervención sobrenatural, tanto milagrosa como maléfica, y así quebró el
principio clásico de inmanencia casual racionalista del relato histórico.
Durante la Edad Media, a tono con el poder temporal e intelectual asumido por la Iglesia, las
funciones sociales de la historiografía clásica pasarían a ser cumplidas por una teología de
contenidos históricos para la cual el speculum historiale mostraba simplemente el desenvolvimiento
de la Divina Providencia: “la acción del hombre bajo la mirada vigilante de Dios”, en palabras de
Émile Mâle. El gran sistematizador de esa teología seria San Agustín (354-430), obispo de Hipona,
en su influyente obra La Ciudad de Dios. Pero el modelo historiográfico indiscutido fue Eusebio (circa
260-340), obispo de Cesarea, autor de una Crónica, el griego, donde resumía toda la historia
universal hasta el triunfo del cristianismo, empezando por el relato bíblico e incorporando la historia
mesopotámica, egipcia y grecorromana. San Jerónimo, obispo de Milán, la tradujo al latín en una
pieza canónica de la cronografía e historia cristiana. Fue utilizada como modelo y base de datos de
los Siete libros de historia contra los paganos del clérigo Paulo Orosio (418) y en la muy extendida
Chronica Mundi de San Isidoro (560-636), prolífico obispo de Sevilla.
Al margen de los reinos medievales posibilito la aparición de otro género histórico: la crónica
particular sobre los nuevos estados en el marco de una concepción cristiana y providencialista de la
historia. Tal fue el caso de la Historia de los francos del obispo Gregorio de Tours (530-594); la
Historia de la Iglesia y el pueblo de Inglaterra del monje Beda el Venerable (673-735); la Historia de
los lombardos de Paulo el Diacono (fines del siglo VIII), etc. Ya en la plenitud de la Edad Media, se
elaborarían obras similares en lenguas vernáculas, como la Crónica General de España compuesta
bajo la dirección del rey Alfonso X el Sabio entre 1270 y 1280.
El Renacimiento y la aparición de la crítica histórica.
A partir el siglo XIV y durante el siglo XV, las transformaciones históricas que dieron origen al
Renacimiento en Europa posibilitaron una recuperación gradual de la practica historiográfica al
estilo grecorromano. No en vano, la expansión de la economía mercantil, la formación de los Estados
modernos, los grandes descubrimientos geográficos, la invención de la imprenta (1455) y la
recepción de nuevas obras clásicas tras la caída de Constantinopla ante los turcos (1453),
contribuyeron a reducir el poder terrenal del Papado y a debilitar el control eclesiástico sobre el
universo intelectual en Europa.
En este nuevo contexto de oscurecimiento de la tutela teológica, los humanistas renacentistas
redescubrieron la cultura clásica en su forma original y, entregándose a su estudio, interpretación y
traducción, generaron una nueva conciencia histórica: “un sentido de la perspectiva temporal (…)
nacido a la par que los pintores italianos comenzaban a representar las figuras de acuerdo con las
leyes de la perspectiva espacial”. Desde Petrarca (1304-1374), la conciencia de anacronismo, de un
“sentido de la discontinuidad histórica”, de necesaria atención a las circunstancias de tiempo y lugar
como magnitudes significativas, fue abriéndose paso entre los humanistas al compás de una
periodización profana de la historia: Antigüedad, Medievo y Modernidad.
Los historiadores florentinos fueron los primeros que reactualizaron el modelo clásico de relato
racionalista e inmanentista, bajo la nueva conciencia de perspectiva temporal y sentido del
anacronismo: Leonardo Bruni (1370-1444); Nicolás Maquiavelo (1469-1527); y Francesco
Guicciardini (1483-1540). En consonancia con la naturaleza de sus autores (políticos y funcionarios)
y con la influencia de los modelos clásicos, su obra era básicamente política, militar y diplomática,
sin pretensiones moralizantes o religiosas (de ahí el llamado realismo amoral “maquiavélico”), pero
con intención de enseñar lecciones políticas a los gobernantes y de legitimar derechos ejercidos o
pretendidos por la Republica. A la par, estaba escrita con esmero literario, preocupación estilística
y apoyatura en la documentación archivística oficial.
Ese modelo historiográfico tuvo su eco y reflejo entre los historiadores humanistas del resto del
continente. En España, el descubrimiento y conquista de América genero una producción
historiográfica muy parecida a la de Heródoto y los logógrafos por su incorporación de temas
geográficos, naturalistas y etnográficos en la narración histórica: la llamada “Cronística de Indias”
(Bernal Díaz del Castillo; Pedro Cieza de León; Gonzalo Fernández de Oviedo, etc.)
La nueva conciencia temporal de los humanistas renacentistas fue cristalizando a medida que
coleccionaban y estudiaban los textos de autores clásicos redescubiertos y solucionaban los
problemas planteados por su interpretación y traducción a lenguas vernáculas. Y de esta labor de
análisis filológico comparativo fue desprendiéndose la disciplina histórica que habría de estar en el
origen de la historia científica del siglo XIX: la erudición critica documental.
El primer gran triunfo en esa roturación racionalista del material histórico fue el descubrimiento del
fraude de la supuesta “Donación de Constantino”, según la cual el emperador había entregado al
papa Silvestre y a sus sucesores la autoridad sobre Roma y todo el Imperio de Occidente. Lorenzo
Valla (1407-1457), humanista al servicio del rey de Nápoles (enfrentado a las pretensiones políticas
del Papado), descubrió la superchería mediante una demoledora crítica interna del documento,
mostrando su anacronismo respecto al latín del siglo IV y sus errores e inexactitudes gramaticales,
jurídicas, geográficas y cronológicas. No cabe minusvalorar la importancia de estos hechos: por vez
primera, la crítica documental lograba una verdad histórica, aunque fuese negativa, demostrando
el carácter fraudulento de unos documentos; es decir, se destituía a los mismos de su condición de
reliquia histórica.
La Reforma y las consecuentes disputas religiosas entre católicos y protestantes acentuaron
enormemente los avances en las técnicas de estudio critico filológico y documental. Así, un equipo
de historiadores luteranos emprendió la tarea de redactar una historia eclesiástica basándose en la
edición crítica y exegesis de textos originales cristianos: las Centurias de Magdeburgo (1539-1546),
donde el relato se vertebraba sobre periodos de cien años: origen de la periodización secular. Su
intención era recuperar la tradición cristiana primitiva, antes de su supuesta corrupción por la Iglesia
romana, y demostrar la falta de base histórica de las pretensiones políticas y dogmáticas del Papado.
Para responderles, los historiadores católicos asumieron las mismas técnicas críticas documentales,
generando una historia eclesiástica que había perdido su carácter sacro y había devenido en relato
racionalista, erudito al modo renacentista y conscientemente demostrativo y polémico.
Los historiadores jesuitas, dirigidos por Jean Bolland (de ahí su apodo de “bolandistas”), comenzaron
a editar las Acta sanctorum en 1643: biografías de santos basadas en un examen crítico de las
fuentes disponibles y descartando los aspectos legendarios y documentos fraudulentos. Por su
parte, los benedictinos parisinos de la congregación de Saint-Maur (los “mauristas”) iniciaron una
empresa similar de biografías de santos de la orden benedictina en 1668. Y sería un maurista, Jean
Mabillon (1632-1707), quien daría un impulso crucial al método histórico critico hasta el punto de
ser llamado “el Newton de la historia”. En 1681, Mabillon publicó su famosa De Re Diplomática,
estableciendo las reglas de la disciplina encargada de analizar, verificar y autentificar los
documentos históricos (los “diplomas”) y descubrir interpolaciones y modificaciones en los mismos,
atendiendo a sus características gráficas, estilísticas y formales, y a sus modos de datación, rubrica
y sellado. Es decir, las reglas semánticas para analizar un conocimiento verdadero sobre el carácter
histórico o fraudulento de ese material documental.
A partir de 1681, la erudición critica, pertrechada de reglas de análisis filológico, paleográfico,
diplomático, cronológico, numismático y sifilográfico, prosiguió su roturación racionalista del
material y reliquias históricas y abrió el camino para la transformación de la historia en una disciplina
científica a finales del siglo XVIII. Para ello, durante esa centuria hubo de superarse la tajante división
previa entre la tradición del género literario histórico basado en los modelos clásicos y la nueva
tradición de erudición y critica documental. A este respecto, es un lugar común recordar la anécdota
del abad de Vertot (1655-1735), quien, habiendo escrito el relato del sitio de Rodas por los turcos
en 1565, vio que le aportaban documentos nuevos y los rechazó diciendo: “Mi historia del sitio ya
está hecha”. También refleja el divorcio entre ambas tradiciones el episodio protagonizado por el
padre Daniel, historiógrafo oficial de Luis XIV, a quien se le pidió una historia del Ejército francés:
fue introducido en la biblioteca real para mostrarle miles de volúmenes que podrían serle de útiles
y, tras consultar algunos de ellos durante una hora, declaró finalmente que “todos esos libros eran
papelería inútil que no necesitaba para escribir su historia”.

Los efectos de la Ilustración.


El maridaje final entre ambas tradiciones (literaria y erudita) que daría origen a la historia científica
tuvo lugar a la par que la idea de Providencia fue siendo paulatinamente sustituida por la idea de
Progreso al compás de la expansión del movimiento intelectual europeo conocido como Ilustración.
Este complejo fenómeno cultural, con su apelación a la razón humana como único criterio de
conocimiento y autoridad, era el resultado de la difusión del método científico experimental
practicado en la centuria anterior por Galileo y Newton. También reflejaba el impacto de las grandes
transformaciones históricas coetáneas: extensión de la colonización europea en Asia y Oceanía,
crecimiento demográfico y urbano continental, expansión económica agraria y mercantil,
enriquecimiento de las burguesías, ampliación del público lector y de la producción bibliográfica,
reformismo institucional de los déspotas ilustrados, inicio de la crisis política del Antiguo Régimen,
etc.
En efecto, de la mano de los filósofos iletrados alemanes (Leibniz y Kant) y franceses (Turgot,
Concordet y Voltaire), la difusión de una concepción del tiempo como vector de evolución y
progreso (progredior: caminar adelante, avanzar) hizo posible la consideración de la cronología
como una cadena casual y evolutiva de cambios significativos e irreversibles en la esfera de la
actividad humana. Y al desarrollar así la conciencia temporal inaugurada por el humanismo
renacentista, los ilustrados hicieron que el tiempo pasara a convertirse en la práctica historiográfica
en un instrumento identificado con la cronología, principio de medida y clasificación por excelencia
contra el cual el mayor delito y falta habría de ser el anacronismo y la ucronía.
Precisamente la aplicación de esa novedosa concepción temporal a un relato-narración racionalista,
que se construye sobre la crítica de las reliquias materiales existentes, sería lo que habría de fundar
la moderna disciplina de la historia científica. Así pues, la filosofía de la historia ilustrada contribuyo
poderosamente a destruir la idea de Providencia Divina en favor de la idea de Progreso inmanente
y, de ese modo, favoreció el surgimiento de las ciencias históricas. Basta recordar la siguiente
exhortación de Voltaire para darse cuenta de la modernidad de su planteamiento historiográfico:
“Se exige hoy a los historiadores modernos mayores detalles, hechos comprobados, fechas exactas,
mayor estudio de los usos, de las costumbres y de las leyes, del comercio, de la hacienda, de la
agricultura y de la población”.

El surgimiento de la ciencia histórica: La Escuela Alemana del siglo XIX.


En los primeros años del siglo XIX Alemania fue escenario del surgimiento de la moderna ciencia de
la historia sobre la base del maridaje de la tradición histórico-literaria y de la erudición documental,
al abrigo de una concepción del fluir temporal humano y social como proceso casual racionalista e
inmanente y ya no solo como mera sucesión cronológica de acontecimientos. La historia razonada
y documentada comenzó a suplantar a la mera crónica de mayor o menor complejidad compositiva,
narrativa o erudita.
Desde finales del siglo XVIII, los juristas de la Universidad de Gotinga (Hannover) habían comenzado
a reunir y depurar críticamente datos (económicos, demográficos, etc.) sobre los Estados alemanes
para redactar sus obras históricas. Según afirmaba uno de ellos, A. L. Schölzer: “La historia ya no
puede ser meramente la biografía de reyes, notas cronológicas exactas sobre las guerras, batallas y
cambios de gobierno, ni tampoco informes sobre alianzas y revoluciones”. Este novedoso
planteamiento historiográfico fue potenciado por la nueva concepción del tiempo y la historia que
posibilitaron las hondas transformaciones de Europa durante más de veinticinco años, entre el inicio
de la Revolución Francesa de 1789 y la caída del imperio napoleónico en 1815.
Barthold Georg Niebuhr (1776-1831), profesor desde 1810 en la Universidad de Berlín, fue pionero
en el uso del nuevo “método histórico crítico” en sus trabajos: el examen y análisis crítico, filológico
y documental, de las fuentes históricas materiales y su posterior utilización semántica como base
de una narración que “debe revelar, como mínimo con alguna probabilidad, las conexiones
generales entre los acontecimientos”. Su Historia Romana (1811-1812) por primera vez dejaba de
reproducir el relato de Tito Livio y los clásicos, en favor de los descubrimientos de la crítica filológica
y documental sobre fuentes literarias y epigráficas latinas, relatados en un estilo sobrio y exhaustivo.
Se ha dicho con propiedad que su obra significo la transición de la erudición a la ciencia histórica,
dado que “va más allá del interés erudito por los detalles notables del pasado en favor de una más
amplia reconstrucción de aspectos de la realidad pretérita sobre la base de pruebas convincentes
[…] a fin de establecer conexiones significativas entre acontecimientos y estructuras”.
La senda abierta por Niebuhr fue recorrida y ampliada por Leopold von Ranke (1795-1886), cuya
influencia sobre el desarrollo de las ciencias históricas, en Alemania y fuera de ella, es bien
reconocida. Ranke, profesor en Berlín desde 1824, fue especialista y autor de una ingente obra sobre
historia política y diplomática europea de los siglos XVI y XVII: Historia de los pueblos latinos y
germánicos desde 1494 hasta 1535 (1824), Historia de los Papas (1834), Historia de Alemania en la
época de la Reforma (1839-1843), etc. Sin embargo, su nombre es recordado sobre todo por sus
afirmaciones teóricas y metodológicas, entre las cuales descolla con brillo propio la siguiente (del
prefacio a su obra de 1824): “A la historia se le ha asignado la tarea de juzgar el pasado, de instruir
el presente en beneficio del porvenir. Mi trabajo no aspira a cumplir tan altas funciones. Solo quiere
mostrar lo que realmente sucedió”.
Para cumplir ese cometido, Ranke practicó y propugnó la búsqueda exhaustiva de documentos
archivísticos originales, su verificación, autentificación y cotejo mutuo, y su utilización como base
fundamental, y en la medida de lo posible exclusiva, de la narración histórica. Esta metodología
empirista, de naturaleza positivista en su apego fidedigno al documento (lo positum: lo dado), era
solidaria de una concepción “descripcionalista” de la ciencia histórica: el esfuerzo metódico de
investigación archivística permitiría establecer los hechos y proceder a reconstruir una imagen real
y verdadera, objetiva, del pasado tal y como “realmente sucedió”. En otras palabras, era una
concepción deudora de la ilusión de que el uso fiel y contrastado de la documentación legada por
el pasado permitiría eliminar, neutralizar, la subjetividad del historiador, que actuaría como una
suerte de notario y ofrecería un relato histórico que fuese una reproducción conceptual, científica,
del propio pasado, libre de juicios valorativos, independiente y ajena a las opiniones y creencias
particulares del profesional.
Esa concepción empirista de la practica historiográfica se fundamentaba en una filosofía de la
historia llamada historicismo, a tenor de la cual “los hechos y situaciones pasadas son únicos e
irrepetibles y no pueden comprenderse en virtud de categorías universales sino en virtud de los
contextos propios y particulares”. Es decir, se basaba en la idea de la historicidad radical de todos
los fenómenos humanos, fueran individuos privados o instituciones culturales. Todos ellos unidos e
irrepetibles en el tiempo y el espacio, evolucionaban de acuerdo con sus propios principios y debían
ser comprendidos hermenéuticamente (por interpretación) en su singularidad, y no explicados
mediante leyes universales: eran resultado de la razón histórica y no de una razón atemporal
ilustrada que concebía erróneamente el tiempo histórico como una magnitud equivalente al tiempo
físico. Por esto es falso considerar a Ranke un “positivista”, dado que el positivismo de Augusto
Comte (1798-1857) predicaba el estudio de la sociedad (la sociología) “con el mismo espíritu que
los fenómenos astronómicos, físicos y químicos”, tratando de encontrar las leyes generales que
regulaban la evolución socio-histórica para predecir el curso futuro.
La llamada a la investigación archivística sobre fuentes primerias lanzada por Ranke fue secundada
de inmediato en Alemania (donde Theodor Mommsen, en su Historia romana (1854), combinó la
crítica filológica y epigráfica con la numismática y la incipiente arqueología) y en el resto de los países
occidentales. Y dados sus notorios éxitos en el rescate de datos y hecho caídos en el olvido de los
archivos y bibliotecas, esta práctica historiográfica fue arrumbando paulatinamente a los meros
cultivadores de la historia literaria erudita.
En otro apartado hemos visto la debilidad de los fundamentos gnoseológicos de la concepción de la
ciencia histórica predicada por Ranke. Sobre todo, su vana pretensión de “reconstruir el pasado”
como “realmente sucedió” y su utópica premisa de eliminar totalmente al sujeto, al historiador y
sus valores, del proceso interpretativo de construcción del relato histórico sobre la base de las
reliquias-documentos. En la actualidad podemos apreciar los motivos políticos e ideológicos por los
que la escuela histórica alemana concentro sus considerables esfuerzos en el ámbito de la historia
política y diplomática, tanto romana como moderna. Niebuhr y Mommsen consideraban que había
un paralelismo histórico entre Roma y Prusia: la segunda estaba llamada a realizar la unidad
alemana, así como la misión de la primera había sido unificar Italia. De igual modo, el privilegio
otorgado por Ranke y sus discípulos a la investigación en archivos diplomáticos y estatales no era
ajeno a la convicción general entre los historiadores “de que su tarea era contribuir a la construcción
de un Estado nacional alemán” y que dicha tarea era esencialmente un asunto de orden político y
diplomático.
Dicho lo que precede, debe añadirse que la apreciación de ese contexto socio-político operante
detrás de esos estudios en nada disminuye la valía de los resultados positivos, científicos, que fueron
logrados en esas investigaciones. Si no hubiera sido así, deberíamos concluir que se trataba de
nuevas leyendas más sofisticadas fabulas y mitos más sutiles, o menos panfletos políticos prusianos.
Y es evidente que no son tal cosa y que hay una diferencia fundamental, de orden, grado y calidad,
entre esos relatos y los mitos. Aunque sus autores pretendiesen esos fines políticos y sus obras
contribuyeran poderosamente a fomentar y extender el nacionalismo alemán, no cabe duda que en
ellas había también conocimiento histórico verdadero sobre la historia romana y moderna. Y que
ese conocimiento, en virtud de su racionalidad y apoyatura documental, instauraba un nivel de
critica autónoma y regresiva (es decir: independiente de las intenciones del historiador) y
potencialmente destructiva de los mitos y falacias históricas, de las construcciones ideológicas
interesadas (incluyendo las pretensiones del propio trabajo histórico).
Ahí residía la nueva practicidad social de la moderna ciencia histórica y su valor para las restantes
disciplinas humanísticas: a partir de entonces sería imposible hablar sobre el pasado sin tener en
cuenta los resultados de la investigación histórica positiva, bajo pena de hacer pura metafísica
pseudo-histórica y arbitraria. Haber alcanzado ese nivel de conocimiento histórico crítico, autónomo
y regresivo es un mérito indudable de la escuela alemana y es el que permite precisamente, hoy en
día, discriminar en ella lo “verdadero” y aun valioso y lo “ideológico” y prescindible. En este sentido,
cabe afirmar que Niebuhr y Ranke, pese a su nacionalismo y conservadurismo, siguen siendo colegas
predecesores de un modo que no puede predicarse de Heródoto o Tucídides.

La formación del gremio profesional de historiadores.


La expansión de la practica historiográfica basada en la investigación archivística fue correlativa al
proceso de institucionalización y profesionalización de los estudios históricos, completando el eje
pragmático que está siempre presente en la cristalización de una ciencia. A partir de Niebuhr y
Ranke, la premisa de que la historia es una disciplina científica cuyo método ha de ser enseñado de
modo regulado a los aprendices (básicamente a través del seminario de investigación tutelado por
un profesional) sirvió de plataforma para la creación de cátedras y departamentos de historia en las
universidades europeas: en Alemania desde 1810, en Francia desde 1812, y en Gran Bretaña desde
1850. Durante el último cuarto del siglo XIX, el seminario de tipo rankeano fue importado en las
universidades de Estados Unidos como método de enseñanza y formación de historiadores, junto
con las reglas metodológicas de la escuela alemana.
A la par que la historia se asentaba en las universidades, se generalizaba la apertura o creación de
los archivos (Archivo Histórico Nacional español, fundado en 1866) y de las bibliotecas, repositorios
de la materia prima del trabajo histórico. La tendencia a la profesionalización derivada del
surgimiento de puestos en las universidades, institutos y escuelas dio origen al gremio profesional
de los historiadores, bien configurado en casi toda Europa a partir de mediados del siglo XIX. Al final
de la centuria, Alemania contaba con 175 cátedras de Historia y Francia con 71. Ese gremio fue
cristalizando a medida que se regulaban los mecanismos de acceso a la función, las convenciones
técnicas sobre la edición de libros y documentos, las reglas de citación y referencia bibliográfica, los
criterios mínimos de cientificidad, las sucesivas especialidades dentro de la disciplina, etc.
Sobre esa base sociológica surgieron las primeras revistas especializadas destinadas a la profesión:
la alemana Historische Zeitschrift (1859), la francesa Revue Historique (1876), el Boletín de la Real
Academia Española de la Historia (1877), la English Historical Review (1886) o la American Historical
Review (1895). Ya sólidamente constituida la profesión, fueron apareciendo los primeros manuales
docentes de introducción al trabajo histórico. De la mano de ellos, generaciones de estudiantes
universitarios fueron entrenados en las tareas de investigación histórica y, en algunos casos,
incorporados al gremio. El primer manual influyente, del alemán Gustav Droysen, Elementos de
historia, apareció en 1868. El segundo fue obra del británico Edward Freeman (Los métodos de
estudio histórico, 1866), autor del memorable aforismo: “La historia es la política pasada, y la política
es la historia del presente”. A él le siguieron los franceses Charles Langlois y Charles Seignobos
(Introducción a los estudios históricos, 1898), cuyo dictum aún resuena en las aulas: “La historia se
hace con documentos (…) Nada suple a los documentos, y donde no los hay, no hay historia”.
Finalmente, casi al termino del siglo (1898) comenzaron a celebrarse los primeros congresos
internacionales.

Nacionalismo e historia en el siglo XIX.


Si bien la profesionalización de la historia es un fenómeno general en Europa y Norteamérica
durante el siglo XIX (“el siglo de la historia”), también es cierto que ese proceso y la expansión del
método documental-positivista no dejo de ser paralelo al surgimiento de nebulosas escuelas
nacionales de historia. Basta comparar a Ranke con las figuras más notables de la historiografía
inglesa o francesa: Thomas Babington Macaulay (1800-1859) y Jules Michelet (1789-1874). En
ambos casos, la predica rankeana del objetivismo y la neutralidad no fueron totalmente asumidas y
se mantuvo la tesis de la participación interpretativa del historiador en la construcción del relato
histórico.
Aun cuando sus relatos estuvieran basados en una exhaustiva investigación archivística, Macaulay
no desatendió nunca el aspecto retorico heredado de la tradición literaria y fue sobre todo un
excelente narrador. Esa preocupación por el efecto literario continuara siendo una cualidad
distintiva de la historiografía británica en el contexto europeo. De igual modo, Macaulay, que fue
diputado liberal, es el mayor exponente de la llamada interpretación “whig” (liberal) de la historia,
que juzgaba los procesos históricos desde el metro ofrecido por el presente tolerante, próspero y
complaciente de la Inglaterra de su época y de la reina Victoria. Unos procesos que no se reducían
a la historia política y diplomática al modo germano, sino que se extendían a lo que hoy llamaríamos
“historia social y cultural”, procurando abarcar todo el campo de las actividades humanas: “(…) el
progreso de las artes utilitarias y ornamentales, el ascenso de sectas religiosas y los cambios del
gusto literario, las costumbres de las sucesivas generaciones, sin olvidar por negligencia las
revoluciones que han tenido lugar en el vestuario, el mobiliario, la cocina y las diversiones públicas”.
Macaulay llevó a la práctica ese programa historiográfico en su popular Historia de Inglaterra desde
la entronización de Jacobo II, publicada en 1849. No cabe olvidar la presencia de esta tradición
cuando se contempla el florecimiento de la historia social y cultural británica y anglófona en el siglo
XX y, especialmente, después de 1945.
En la obra de Jules Michelet se encuentra también la conexión entre una investigación archivística
exhaustiva (desde 1830 fue director de los Archivos Nacionales franceses) y una participación
consciente (y en su caso emotiva y romántica) en la construcción del relato histórico. En línea con
la escuela histórica francesa posterior a la revolución de 1789 (Augustin Thierry, François Guizot,
Alexis de Tocqueville), Michelet elaboró una obra histórica donde la presentación de los conflictos
políticos e ideológicos se entretejía y conectaba con las condiciones sociales y económicas
imperantes en cada coyuntura. Por esta razón, Karl Marx declaró que había “descubierto” la lucha
de clases leyendo a los historiadores franceses. En el caso de la popular Historia de la Revolución
Francesa (1847-1853), Michelet combinó ese entretejimiento con un explícito compromiso
republicano. Y a tono con este y su ardiente nacionalismo romántico, otorgó el protagonismo
revolucionario a un agente histórico que se configuraba como “el pueblo de Francia”, el sector
laborioso de la población opuesto a los privilegios acomodados. El asalto a la cárcel real de Paris el
14 de julio de 1789 significaría la primera irrupción de este protagonista popular en la historia
nacional de Francia: “El asalto a la Bastilla no fue razonable en modo alguno, fue un acto de fe. Nadie
lo propuso, pero todos creyeron y todos actuaron. A lo largo de las calles, de los puentes y de las
avenidas, la multitud gritaba a la multitud: ‘¡A la Bastilla! ¡A la Bastilla!’. Y en medio del toque a
rebato, todos oían: ‘¡A la Bastilla!’ Nadie, repito, dio la orden… ¿Quién lo hizo?: Los que tenían la
devoción y la fuerza para hacer cumplir su fe ¿Quién?: El pueblo, todo el mundo”.
El nacionalismo romántico apreciable en Michelet contribuyó asimismo a fomentar el desarrollo de
historiografías nacionales en casi toda Europa a lo largo del siglo XIX. De hecho, la redacción de
historias nacionales fue una pieza clave en la configuración de esa novedosa conciencia de grupo
“nacional” desarrollada con la industrialización, el crecimiento demográfico urbano, y la
alfabetización de una población hasta hacia poco rural e iletrada. Tal fue la función de la historia de
la Bohemia de Palacky (1836), el Sommario della Storia d’Italia de Cesare Balbo (1845), la Historia
General de España de Modesto Lafuente (1850), etc. A su amparo, y con el concurso de mitos
históricos y ceremonias conmemorativas ad hoc (el culto francés a Juana de Arco, la leyenda inglesa
del sajón libre de nacimiento, Numancia y la unificación peninsular visigoda en España), las
diferentes burguesías europeas fueron creando su propia identidad nacional y divulgando esa
doctrina entre los demás grupos sociales.

El impacto del Marxismo.


La segunda mitad del siglo XIX, a la par que se iban construyendo las diversas escuelas
historiográficas nacionales, fue también escenario de la aparición y difusión de la obra del filósofo
revolucionario alemán Karl Marx (1818-1883).
El marxismo, como cuerpo de escritos elaborados por Marx, solo o en colaboración con su
compatriota Friedrich Engels, es una filosofía materialista de implantación política y vocación
revolucionaria. Lenin apunto las tradiciones intelectuales que se combinaron en la génesis del
pensamiento marxiano: “la filosofía clásica alemana, la economía política inglesa y el socialismo
francés, unido a las doctrinas revolucionarias francesas en general”. En el contexto de la
industrialización europea, con la escuela de cambios económicos, migración y desarraigo de masas
campesinas, extensión de la miseria urbana y generación de una nueva clase obrera industrial (el
proletariado), Marx abordo la crítica de esas transformaciones pertrechado por su formación
filosófica (se había doctorado en la Universidad de Berlín bajo la influencia del fallecido filosofo
Hegel). Su análisis crítico fue extendiéndose desde el plano intelectual y político (como redactor de
un periódico democrático de 1842 a 1843) hasta el ámbito de los fundamentos económicos y las
consecuencias sociales de la implantación del nuevo orden burgués capitalista.
En dicho proceso de análisis crítico, Marx acabo formulando una filosofía de la historia que
denomino “concepción materialista de la historia” (conocida luego como “materialismo histórico”).
La mejor exposición sintética de la misma se recoge en el prefacio a la Contribución a la crítica de la
economía política, publicado en 1859 en Londres, donde Marx había fijado su residencia tras el
fracaso de la revolución de 1848 en el continente: “Mis investigaciones dieron este resultado: que
las relaciones jurídicas así como las formas de Estad, no pueden explicarse ni por sí mismas, ni por
la llamada evolución general del espíritu humano; que se originan más bien en las condiciones
materiales de la existencia (…); que la anatomía de la sociedad hay que buscarla en la economía
política (…) El resultado general al que llegué y que, una vez obtenido, me sirvió de guía en mis
estudios, puede formularse brevemente de este modo: en la producción social de su existencia, los
hombres entran en relaciones determinadas, necesarias, independientes de su voluntad; estas
relaciones de producción corresponden a un grado determinado de desarrollo de sus fuerzas
productivas materiales. El conjunto de estas relaciones de producción constituye la estructura
económica de la sociedad, la base real, sobre la cual se eleva una superestructura jurídica y política
y a la que corresponden formas sociales determinadas de conciencia. El modo de producción de la
vida material condiciona el proceso de vida social, política e intelectual en general. No es la
conciencia de los hombres la que determina la realidad; por el contrario, la realidad social es la que
determina su conciencia.”
Esa perspectiva crítica materialista y dialéctica de los fenómenos históricos se concebía como un
instrumento para la acción revolucionaria, para la intervención consciente al lado de los explotados
en la lucha de clases que resultaba de la existencia de la propiedad privada de los medios de
producción y de la división de la sociedad en grupos definidos por su relación con esos medios. A
juicio de Marx, las transformaciones acarreadas por la industrialización estaban generando por vez
primera una clase universal, el proletariado, que podría y habría de ser el agente y el sujeto histórico
de una revolución que diera al traste con la organización capitalista y el dominio de la burguesía,
aboliendo la propiedad privada y permitiendo el fin de la sociedad de clases y la explotación
humana.
La faceta dual que se advierte en la obra marxiana es la base del desarrollo alternativo que puede
hacerse (y se hizo) del mismo: o bien acentuar el aspecto critico-descriptivo, subrayando el carácter
material de las estructuras productivas y de la dialéctica objetiva entre relaciones de producción y
fuerzas productivas (origen de la interpretación del marxismo como “determinismo y reduccionismo
economicista”); o bien subrayar el carácter activo de los agentes sociales, de la lucha de clases, en
cuyo caso se tiende a contemplar el proceso histórico bajo el prisma de la lucha política clasista y a
concebir esta como “el motor de la historia”. En términos generales, ésa es la sobre faceta que se
advierte en el propio Marx, que escribe tanto El manifiesto comunista (1848) como El Capital (libro
I, 1867). No cabe olvidar este dualismo fehaciente al examinar el desarrollo multiforme y
heterogéneo de lo que habrá de ser la escuela historiográfica marxista.
En todo caso, la influencia de Marx sobre la práctica de la profesión histórica fue mínima durante la
segunda mitad del siglo XIX. Solo en las primeras décadas del siglo XX, y sobre todo tras la Primera
Guerra Mundial y la revolución bolchevique de 1917, el marxismo penetró e influyó con fuerza en
el gremio profesional de los historiadores.

Retos y respuestas de la ciencia histórica en los albores del siglo XX.


Al comenzar el siglo XX, la practica histórica de los profesionales estaba firmemente asentada sobre
el modelo empírico-positivista (con su principio de objetivismo y neutralidad) e historicista (con su
pretensión de comprender lo “único e irrepetible”) que había surgido en Alemania cien años antes.
Incluso en Francia, pocos se habrían atrevido a contestar el dictum de Fustel Coulanges (1830-1889):
“No soy yo el que hablo, es la historia la que habla a través de mi” y “la Historia es pura ciencia, una
ciencia como la física o la geología”. También en Inglaterra, Lord Acton era capaz de poner en
marcha en 1902 la gran empresa colectiva que fue The Cambridge Modern History en confianza de
que “(…) nuestro Waterloo deberá satisfacer por igual a los franceses y a los ingleses, a los alemanes
y a los holandeses; que nadie pueda decir, sin examinar la lista de autores, donde dejo de escribir el
obispo de Oxford y si le sustituyó Fairbairn o Gasquet, Liebermann o Harrison”.
Y, sin embargo, ya entonces apuntaban serias dudas dentro de la profesión y fuera de ella sobre la
validez de las premisas teóricas y los resultados prácticos del método rankeano. Es cierto que desde
mediados del XIX habían surgido críticos notables a esa tradición. En 1872 el suizo Jacob Buckhardt
(1818-1897) había rechazado suceder en la catedra a su maestro Ranke en desacuerdo con su
metodología “fría” y su pretensión de haber eliminado al sujeto en la construcción de un relato
histórico ajeno al arte literario. Además, frente a la concentración abusiva en la historia política y
diplomática de la escuela alemana, Buckhardt retomo la idea de una historia de la cultura y publicó
La civilización del Renacimiento en Italia (1860). En los Estados Unidos, Frederick Jackson Turner
(1861-1932), se alejaba también del campo político diplomático y abría la joven historiografía
norteamericana a la influencia de otras ciencias sociales recién cristalizadas: “debe tenerse en
cuenta todas las esferas de actividad del hombre”. Su fructífero ensayo histórico sobre El significado
de la frontera en la historia americana (1893) reflejaba por igual el interés de la geografía y su
familiaridad con las doctrinas del darwinismo social contemporáneas.
Por otro lado, desde 1883, el filósofo Wilhelm Dilthey había puesto en cuestión las pretensiones
rankeanas de que el conocimiento histórico era tan científico como el logrado por las ciencias
naturales y que era posible neutralizar al historiador en el proceso de investigación y en la narración
resultante. Las dudas sembradas crecieron a la par que comenzaba a cuestionarse la validez social
de una pléyade de monografías históricas exhaustivas sobre minúsculas parcelas de hechos pasados
(“únicos e irrepetibles”), escritas en una jerga incomprensible para el lego y destinadas al consumo
de los colegas de especialidad. En gran medida, la Cambridge Modern History fue tanto síntoma de
una insatisfacción profesional con esa tendencia a la especialización aislacionista como un intento
de combatirla mediante un esfuerzo colectivo para lograr una síntesis histórica comparativa, de
calidad y destinada al público general.
Al mismo tiempo, la expansión del movimiento obrero y socialista desde el último cuarto de siglo
en Europa y el mundo occidental fue ampliando la influencia del marxismo sobre el conjunto de las
ciencias humanas. Bien sea porque asumieran las premisas filosóficas y políticas del marxismo o
porque las rechazaran, los mejores cultivadores de la sociología, la economía política y la historia no
pudieron seguir manteniéndose ajenos a sus tesis y a su concepción de la historia y de la
implantación política de las ciencias humanas.
En no poca medida, el atractivo y reto intelectual del marxismo provenía de su capacidad para dar
cuenta global y racional del curso efectivo de los procesos históricos: las causas de las
transformaciones en la estructura económica, la moralidad de su conexión con los conflictos sociales
y políticos coetáneos y la manera cono ello se reflejaba y condicionaba el universo intelectual y
cultural correspondiente. Aparecía, así como un verdadero modelo interpretativo para iniciar la
investigación en las ciencias humanas, superando el agotamiento del modelo descriptivo empírico-
positivista. En calidad de tal perspectiva materialista de análisis de la historia humana su influencia
desbordo considerablemente a los pocos profesionales marxistas declarados. Es bien sabido, por
ejemplo, la importancia que tuvo el marxismo en el desarrollo del pensamiento sociológico de Max
Webber, en la filosofía e historia de Benedetto Croce, y en la sociología política de Vilfredo Pareto,
Gaetano Mosca y Robert Michels, aunque solo fuese como contrafigura frente a la cual tallaron sus
propias ideas. Todos ellos aceptaban “la legitimidad relativa de la concepción materialista de la
historia”, aunque rechazasen las proposiciones políticas derivadas por Marx.
Una de las más claras influencias indirectas (y en algunos casos directas) del marxismo en la
historiografía puede apreciarse en la cristalización de dos disciplinas históricas especializadas en los
albores del siglo XX: la historia económica y la historia social.
Por supuesto que siempre había habido una sección económica en los estudios históricos previos a
esa época (o secciones históricas en las obras de economistas: Adam Smith, La riqueza de las
naciones). Pero solo desde los años finales del XIX, con el desarrollo universal de las
transformaciones capitalistas y la difusión de las tesis económicas marxistas en el ámbito cultural,
el estudio de la economía de tiempos pretéritos paso a constituirse en disciplina autónoma y
reconocida dentro del gremio. Hitos claros en este proceso fueron la publicación de las famosas
Lecciones sobre la Revolución Industrial de Arnold Toynbee (1884) y el libro La organización
industrial en los siglos XVI y XVII (1904) de George Unwin. En Estados Unidos, la creciente atención
por las realidades económicas que operaban detrás del comportamiento socio-político dio origen a
una obra clásica de la escuela histórica progresista, heredera de Turner: en 1913 vio la luz el libro
Una interpretación económica de la Constitución, de Charles Beard, señalando claramente la
tendencia a la aproximación a las ciencias sociales que va a caracterizar a la historiografía
norteamericana en lo sucesivo.
Por su propia naturaleza, la historia económica fue un correctivo al modelo historiográfico rankeano
(sobre todo, a la tesis de la comprensión hermenéutica de hechos singulares, únicos e irrepetibles).
En primer lugar; porque la historia económica se ocupaba de precios, producción, nacimientos,
defunciones, etc.: magnitudes cuantificables que reflejaban fluctuaciones temporales de largo
plazo, con curvas y ciclos, y que permitían descubrir constates o hacer generalizaciones empíricas.
Además, el material de la historia económica se presentaba como estructuras y procesos anónimos
y masivos, donde la individualidad humana quedaba subsumida y recogida en configuraciones
sociales reflejarles en cuadros y gráficos estadísticos. En definitiva, la historia económica
demostraba que la subida de los precios en un periodo pretérito había sido un fenómeno, un suceso,
historiable con tanta propiedad como la batalla, el tratado diplomático o el episodio político
privilegiado por la historiografía tradicional.
La especialidad de historia social como “estudio de grupos sociales, sus interrelaciones y sus
funciones en las estructuras y procesos económicos y culturales” surgió también en el periodo de
cambio de siglos, sobre el mismo sustrato que la historia económica (la formación de la economía
mundial y de las sociedades de masas propias de las economías industriales). Previamente, durante
el siglo XIX, el termino se había aplicado a los relatos históricos que trataban de “los pobres” y de
las “clases bajas y laboriosas”.
La conexión de esta disciplina con el movimiento socialista de entresiglos (marxista o no) es aún más
apreciable que en el caso de la historia económica. En Gran Bretaña, el matrimonio socialista
Beatrice y Sidney Webb iniciaron en 1894 el estudio de las nuevas organizaciones obreras con la
publicación de su obra Historia del sindicalismo. Otro matrimonio, John y Barbara Hammond fueron
autores de la trilogía clásica y pionera sobre el efecto de la industrialización británica en las clases
populares: El trabajador del campo, editado en 1911, El trabajador urbano (1917) y El trabajador
artesanal (1919). La tradición abierta en Francia por Jean petuó como historia social de la mano de
Georges Lefebvre (Los campesinos del Norte en la revolución francesa, 1924) y de Ernest Labrousse.
En Bélgica, la historia económica y social se consolido plenamente con los trabajos de Henri Pirenne
sobre el origen mercantil del renacimiento urbano medieval (Las ciudades de la Edad Media, 1927)
y sobre la ruptura de la unidad mediterránea clásica bajo el impacto de la expansión musulmana
(Mahoma y Carlomagno, 1937).
La escuela francesa de Annales.
Dentro de esa evolución que experimenta la historiografía en las primeras décadas del siglo, y tras
el trauma que significo la Gran Guerra de 1914-1918, tuvo lugar el nacimiento de la revista francesa
que habría de aglutinar a la llamada “La escuela de Annales”. En 1929 Lucien Febvre (1878-1956) y
Marc Bloch (1886-1944) fundaron los Annales d’histoire économique et sociale (desde 1945,
Annales. Économies, Sociétés, Civilisations; a partir de 1991, Annales. Histoire-Sciences Sociales). Su
propósito era ofrecer una alternativa practica a la historiografía dominante, superando el enfoque
político-diplomático y militar. De hecho, la renovación historiográfica de Annales se basó en la
enorme ampliación de los campos de trabajo y en el uso de métodos de investigación tomados de
otras disciplinas: el análisis sociológico y demográfico, el trabajo de campo geográfico y etnológico,
la estadística, el estructuralismo lingüístico, la arqueología, el método comparativo, etc. Sus
fundadores ofrecieron buena prueba de la valía de los resultados de tal renovación: Bloch con Los
caracteres originarios de la historia rural francesa (1931), y Febvre con El problema del
descreimiento en el siglo XVI: la religión de Rabelais (1942).
Sin embargo, el verdadero triunfo de la escuela historiográfica de Annales sólo tuvo lugar después
de la Segunda Guerra Mundial, cuando su modo de entender la práctica de la historia se generalizó
en Francia y se exportó a buen número de países europeos (entre los que se encontraba España) y
extraeuropeos (notablemente, América Latina). Dicho triunfo fue incontestable a partir de 1956,
cuando Fernand Braudel (1902-1985) asumió la dirección de la revista a la muerte de Febvre.
Desde la publicación de El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II (1949),
Braudel había sido el sistematizador del “modelo ecológico-demográfico” (o “paradigma estructural
geo-histórico”) que caracterizaría el trabajo investigador de los integrantes de Annales. Su libro
estudiaba ese amplio espacio geográfico en el siglo XVI atendiendo a tres tiempos/niveles distintos:
en la base, el tiempo de la “larga duración” que corresponde con las “estructuras” de la historia
(“ciertos marcos geográficos, ciertas realidades biológicas, ciertos límites de productividad, y hasta
determinadas coacciones espirituales”); por encima, el tiempo de la duración media que
corresponde con la coyuntura, entendiendo por tal los procesos sociales, económicos y culturales
que se revelan en ciclos: “una curva de precios, una progresión demográfica, el movimiento de
salarios, las variaciones de la tasa de interés”, etc.; finalmente, en “el tercer nivel”, el tiempo corto
y breve del “individuo y el acontecimiento”, la historia “episódica” que básicamente era una historia
política tradicional. Esa jerarquía de tiempos y planos tendía, por su propia naturaleza, a privilegiar
el estudio de los dos primeros ordenes, a prácticas una “historia estructural” o “coyuntural” y
despreciar la “historia episódica” y los acontecimientos (meras “espumas superficiales”, “crestas de
ola que animan superficialmente el potente movimiento respiratorio de una masa oceánica”).
Siguiendo este modelo (basado en “férreas limitaciones de maltusianismo y ecología”, según
Lawrence Stone), los historiadores de Annales se volcaron a estudiar, con métodos innovadores,
procesos de larga y media duración sobre marcos geográficos precisos y asuntos poco tradicionales
y metapolíticos. En el plazo de dos décadas, el fenómeno había producido, como mínimo, dos
consecuencias.
En primer lugar, los “analistas” acudieron a la estadística para penetrar en la “larga duración” y la
“coyuntura” y así crearon la “historia serial”, definida por Pierre Chaunu como “una historia
interesada menos por los hechos individuales (…) que por los elementos que pueden ser integrados
en una serie homogénea”. El resultante fetichismo del número y la serie fue bien expresado por
Emmanuel Le Roy Ladurie: “la historia que no es cuantificable no puede llamarse científica” y “el
historiador del mañana será programador (de computadoras) o no será nada”. Por otra parte, se
redescubrió el temario de la historia cultural bajo la rúbrica de “historia de las mentalidades” y se
abordó su estudio siempre con un aparato metodológico que tenía en la cuantificación estadística
su medio y objetivo máximo. Con estas orientaciones teóricas y metodológicas tan discutibles,
desde principios de la década de los sesenta la importancia e influencia de Annales en el ámbito
historiográfico internacional fue decreciendo en favor de corrientes renovadoras procedentes del
área anglófona.

La historiografía marxista británica.


En paralelo al relanzamiento de Annales después de 1945, la historiografía de tradición marxista
comenzó una brillante expansión en Gran Bretaña. El hito clave de ese proceso fue la fundación en
1952 de la revista Past and Present, en plena época de la Guerra Fría. Detrás de la empresa estaban
un grupo de historiadores de inspiración marxista (el arqueólogo Vere Gordon Childe, el
medievalista Rodney Hilton, el modernista Christopher Hill, el contemporanista Eric J. Hobsbawm,
el economista Maurice Dobb) e historiadores profesionales de las ciencias sociales que no temían
asociarse con tal compañía: Geoffrey Barraclough, R. R. Betts y A. H. M. Jones, por ejemplo. Sobre
la apertura de miras que revelaba ya esa misma colaboración, la revista paso a convertirse en el
adalid de la renovación de los estudios históricos británicos.
Ciertamente, la tradición historiográfica marxista en Gran Bretaña estaba entonces muy alejada del
anquilosamiento que había llegado la única historiografía marxiana de importancia cuantitativa: la
generada en la Unión Soviética a partir de 1917 como ideología de Estado, cuya alma había sido
Mijail Pokrovski (1868-1932). Desde finales de los años veinte, a la par que se aceleraba el proceso
de burocratización que había de conducir al estalinismo, la historiografía soviética había ido
subordinando (de grado o por fuerza) sus investigaciones a las directrices políticas del Partido
Comunista de la Unión Soviética. Y ello porque, en palabras de Kruschev todavía en 1956: “los
historiadores son peligrosos, son capaces de poner todas las cosas patas arriba. Hay que vigilarlos”.
En otro orden, la historiografía marxista de Francia, bien representada en los estudios sobre la
revolución de 1789 (Albert Soboul) o la historia social y económica europea (donde sobresale Pierre
Vilar y su monumental Cataluña en la España moderna, 1962), fue seriamente limitada en su
crecimiento y renovación por el influjo teórico del filósofo Louis Althusser. Bajo su amparo, una
forma escolástica de marxismo estructuralista se difundió por toda Europa occidental y América
latina, dañando seriamente el valor de las investigaciones históricas emprendidas sobre sus
presupuestos.
La falta de unos contextos políticos y culturales similares, junto con la existencia de una vigorosa
tradición de historiografía social autónoma, contribuyen a explicar el contraste que supone la
vitalidad de los historiadores marxistas británicos a partir de 1952. Sus contribuciones más
destacadas se sitúan en el ámbito de la historia social y cultural británica y europea desde la Edad
Media hasta la época contemporánea. En marcado contraste con la escuela de Annales, sus
investigaciones combinaron la aplicación de los métodos disponibles de otras ciencias humanas con
el tratamiento de asuntos “estructurales” tanto como “episódicos”, restituyendo a la política un
lugar central en la evolución histórica al considerarla como el plano en el que se resuelven las
tensiones y proyectos antagónicos que están latentes en toda sociedad de clases. Y esa elección
metodológica, en palabras posteriores de Hobsbawm, tenía como base la premisa de que: “No hay
nada nuevo en elegir la contemplación del cosmos mediante un microscopio en vez de un telescopio.
Mientras sigamos estudiando el mismo cosmos, la alternativa de microcosmos o macrocosmos es
cuestión de elegir la técnica apropiada”.
A la nómina de historiadores británicos debe añadirse con derecho propio Edward P. Thompson,
cuyo estudio sobre La formación histórica de la clase obrera en Inglaterra (1963) renovó por
completo el sentido de los conceptos de “clase” y “lucha de clases” en la investigación histórica,
superando su mera definición en términos económicos mecanicistas para resituarlos en contextos
sociales y culturales forjados en la propia experiencia y práctica política de los respectivos grupos
de la sociedad. El mismo Thompson, entendiendo el marxismo como filosofía crítica e implantada
políticamente, arremetió contra el estructuralismo althusseriano y sus efectos esterilizantes en la
práctica histórica con su Miseria de la teoría (1978). En este sentido, el conjunto de la obra de estos
autores británicos es una impugnación a la idea misma de que el marxismo es “una ciencia” en el
sentido althusseriano, retornando a la concepción de una filosofía critica, una cosmovisión
materialista, que no conlleva el uso preceptivo de unos términos acuñados (“modo de producción”,
“formación económica-social”) ni la aceptación de unas leyes universales de evolución histórica
fijadas en algún texto canónico de los maestros.

La cliometría norteamericana.
La última de las grandes corrientes de investigación histórica aparecida después de la Segunda
Guerra Mundial tuvo su origen en los Estados Unidos. Se trata de la “Nueva Historia Económica” o
Cliometría, que se define más por el método utilizado que por el campo o material al que se aplica
(ya que se ejerce igualmente en historia económica, social, demográfica, familiar o política). En este
sentido, la investigación cliométrica consiste en la utilización exhaustiva de un método cuantitativo,
en la aplicación de unos modelos teóricos matemáticos explícitos, y en el tratamiento informático
de las ingentes cantidades de información estadística recogida y elaborada. Por lo que respecta a su
prescripción del uso exclusivo de la cuantificación, es fácil percibir que una de las últimas tendencias
de Annales tiende a confluir (o confundirse) con las premisas de la escuela cuantitativa.
La fecha fundacional de la cliometría podría ser 1958, cuando Alfred H. Conrad y John R. Meyer
publicaron su estudio sobre “La economía esclavista del Sur prebélico”, en el que las fuentes
estadísticas disponibles eran sometidas a exhaustivos análisis matemáticos para obtener esa
conclusión: antes de comenzar la guerra de Secesión americana (1861), el esclavismo era rentable
pero su mantenimiento exigía la expansión hacia el sudoeste. Robert W. Fogel utilizó técnicas
análogas, incluyendo la construcción de modelos contrafactuales, en su libro Los ferrocarriles y el
crecimiento económico americano (1964), donde concluía el efecto dinamizador de este medio de
transporte sobe la economía norteamericana del XIX había sido menor de lo afirmado por los
primeros historiadores económicos. Diez años más tarde, el mismo autor, en colaboración con
Stanley L. Engermann, presentaban otra polémica obra cliométrica, Tiempo en la cruz: la economía
de la esclavitud negra americana, concluyendo no solo que la esclavitud había sido rentable, sino
que las condiciones materiales de los esclavos sureños no habían sido peores que las de los
asalariados libres del Norte.
Desde entonces, los estudios de tipo cliométrico se han ido expandiendo en todos los campos donde
existen las mínimas fuentes estadísticas susceptibles de tratamiento informático. Y en paralelo, se
han incrementado las llamadas de alarma sobre los riesgos de esa aplicación “inmoderada y sin
juicio del uso de la cuantificación” (L. Stone), basándose sobre todo en la falta de fiabilidad de las
estadísticas históricas existentes y los problemas de verificación y contraste de la inmensa cantidad
de datos informáticos empleados. En cualquier caso, no cabe duda de que “la búsqueda de la
cantidad”, el decir de Barraclough, es “la más poderosa de las nuevas tendencias en historia, el
factor supremo que distingue las actitudes históricas de la década del sesenta”.
Renovación y desarrollo en la historiografía reciente.
Al margen y a la par de las tres grandes corrientes que hemos señalado, desde la década de los
cincuenta se fue produciendo una renovación notable en los presupuestos y métodos de las
especialidades historias que más habían sufrido el embate contra el llamado positivismo
decimonónico: la historia política y diplomática. Ciertamente, ambas especialidades habían seguido
practicándose en el gremio histórico con gran dedicación y éxito público, aun cuando no se vieran
afectadas por las tendencias de la vanguardia historiográfica. Finalmente, a lo largo de los años
cincuenta, la conexión con los métodos y los modelos teóricos de las restantes ciencias sociales
también alcanzo a estas disciplinas. La historia política dejo de ser la difamada historia elitista y
belicista “del tambor y la corneta”, al igual que la historia diplomática supero el nivel de relato de
“los entresijos de las cortes y las cancillerías”.
Por ejemplo, la Storia della política estera italiana dal 1870 al 1896 de Federico Chabod (1951) y la
obra de Arno J. Mayer sobre la crisis de 1917, Los orígenes políticos de la nueva diplomacia (1959),
arrumbaron la tesis tradicional que concebía la política exterior como ámbito autónomo y
demostraba el modo en que su formulación y ejecución dependía no solo de los intereses del Estado
en el escenario internacional sino también y fundamentalmente de las tensiones y correlación de
fuerzas socio-políticas que se daban en el interior del propio Estado. En el mismo sentido, en 1961
aparecía Los objetivos de guerra de Alemania en la Primera Guerra Mundial, de Fritz Fischer. El
trabajo revelaba que las elites dirigentes germanas habían decidido recurrir a la guerra en 1914
porque la expansión en Europa central y oriental parecía el único medio de preservar el orden social
establecido frente a las presiones democratizadoras de las clases populares alemanas (la
“controversia Fischer”, prefiguradora de la “querella de los historiadores” de 1986-1987) sino que
asesto un certero golpe a la tesis rankeana del “primado de la política exterior”.
A partir de los trabajos de Chabold, Mayer y Fischer, la historia política y la diplomacia, renacida
esta última como historia de las relaciones internacionales, retomaron su lugar en la vanguardia de
la renovación teórica y metodológica de las disciplinas históricas.
Un renacimiento “modernizante” similar tuvo efecto en el ámbito de la historia cultural. En realidad,
la tradición “disidente” de Buckhardt se había perpetuado en la mano de cultivadores tan fecundos
como el holandés Johan Huzinga (El otoño de la Edad Media, de 1919). Sobre esta base de historia
intelectual y de “alta cultura”, las corrientes surgidas después de 1945 se reflejaron en la disciplina:
el impulso de la cuantificación y el ensanchamiento de su campo hasta incluir las manifestaciones
de la cultura de masas. En ese proceso de reorientación hacia la “cultura popular”, la obra del
italiano Carlo Ginzburg, El queso y los gusanos: el cosmos según un molinero del siglo XVI (1976), fue
un hito clave. No en vano, la historia del proceso inquisitorial contra el molinero hereje informaba
más sobre el ambiente y sociedad renacentista italiana que las historias repletas de largas series de
datos cuantitativos. Además, la obra de Ginzburg daba carta de naturaleza a una práctica
historiográfica llamada “microhistórica”, consistente en la “reducción de la escala de observación,
en un análisis microscópico y en un estudio intensivo del material documental” (según Giovanni
Levi).
De igual modo, la expansión temática de la historia de la cultura popular posibilito la creciente
atención hacia el papel de la mujer en la historia, al compás de su progreso civil y laboral en las
sociedades occidentales de postguerra. Prueba de esa conexión es que el trabajo pionero en este
campo fuera obra de la norteamericana Mary Rittler Beard, autora en 1946 de La mujer como una
fuerza en la historia.
El desarrollo de la historia de la cultura popular fue propiciado en gran medida por la expansión de
la historiografía en las nuevas naciones del Tercer Mundo que iban surgiendo del proceso de
descolonización iniciado en 1945. Esta expansión de la historiografía académica en nuevos ámbitos
geográficos donde la tradición archivística era muy tenue o inexistente promovió una gran
innovación metodológica: el recurso de la historia oral, a las fuentes orales, como medio principal
para la elaboración del relato histórico. En los nuevos estados africanos, por ejemplo, la tradición
oral, junto con la arqueología, constituían el único deposito disponible para reactualizar su historia
pre-colonial y aun colonial. La consecuente recogida sistemática de testimonios de ancianos, de
cuentos, leyendas y genealogías conservadas por tradición oral fomentaron, por su misma
naturaleza, una historia de la cultura popular cuyos métodos fueron paulatinamente asimilados por
la historiografía occidental. Y ese mismo método y sus materiales fueron acercando la historia
cultural a la antropología y a la crítica literaria y cultural.
De hecho, el ultimo rasgo que ha caracterizado recientemente (en el tramo intersecular que se abre
en la década de 1990) el desarrollo de la historiografía ha sido el acercamiento a los métodos y
técnicas de los estudios antropológicos y literarios. En cierta medida, la influencia de la Antropología
(en particular, de la antropología simbólica auspiciada por Clifford Geerzt y su técnica de la
“descripción densa”) y de la crítica literaria (sobre todo, la “deconstrucción” postulada por Jacques
Derrida y los proponentes del “giro lingüístico”) parecen haber desplazado el influjo que tuvieron la
sociología y la economía sobre la practica historiográfica de las décadas previas. Ese cambio de
referentes preferidos ha traído como consecuencia modificaciones sustanciales: la “macrohistoria”
privilegiada por las tendencias sociológicas y económicas ha devenido en “microhistoria” para los
historiadores-antropólogos retrospectivos e historiadores-literarios; el estudio de estructuras y
procesos globales y mensurables ha dejado paso a una perspectiva centrada en el actor individual y
en el estudio de sus acciones y concepciones culturales; la búsqueda analítica de causas del cambio
histórico en contextos sociales y políticos materiales y supraindividuales ha cedido el terreno a la
narración de la vida cotidiana y de las experiencias privadas de los protagonistas históricos.
Sin embargo, esos procesos de acercamiento a la Antropología y a la Crítica Literaria, como los
habidos con anterioridad a otras ciencias, no han sido regulares ni afectan por igual a todas las
especialidades que hoy existen dentro del campo genérico de la ciencia de la Historia: la militar,
política, económica, social, religiosa, de la ciencia y de la tecnología, de las mujeres, del arte,
intelectual y de las ideas, diplomática e internacional, de la cultura popular, del pasado reciente o
del Tiempo Presente, etc. En todas ellas y dentro de cada una, impera un variado pluralismo
metodológico que se les permite, no obstante, seguir cumpliendo su inexcusable función social y
cultural. Eso sí y como siembre: algunas historias e historiadores lo hacen mejor que otros.
¿Qué es la historia?
(Apuntes)

La palabra “historia” se cree que viene de la palabra griega histor, que a su vez viene de la palabra
indoeuropea wid. La palabra, a lo largo del tiempo, tendrá un significado y un matiz diferente hasta
alcanzar el término historiae, historia como testimonio de algo o persona que examina a los testigos
y es capaz de conseguir la verdad. En el siglo V a. C. se define la historia como los acontecimientos
del pasado. En ese momento se dejará de ligar al testigo.
Es a partir de este siglo cuando la palabra duplicará su significado entre res gestae o el devenir de
los acontecimientos e historian rerum gestarum o relatos que se narran sobre el devenir de los
acontecimientos.
El primer término, según Enrique Moradiellos, se presenta como un proceso evolutivo de las formas
de la sociedad humana sobre el espacio terrestre, como una sucesión de cambio y continuidades en
las estructuras sociales de los grupos humanos a lo largo del tiempo y en determinados espacios
habitados. El segundo término tiene como objetivo estudiar la disciplina que se ocupa del estudio
de la historia, aunque también es el estudio bibliográfico y crítico de los escritos de la historia y sus
fuentes, a parte de los autores que han tratado estas materias. Este segundo término tiene un
especial interés para nosotros, ya que nos sirve para conocer la evolución de las ideas teóricas y
filosóficas proyectadas en la práctica historiográfica.
Esta doble significación se fortalecerá en el siglo XIX, siendo clave para entender la historia y la
metodología científica como la conocemos hoy.

El siglo XIX fue muy importante para la fijación de la historia como disciplina académica. Se produjo
debido a un desarrollo y consolidación de las ciencias gracias a la doble revolución (política e
industrial) que se produce en esta época. La burguesía va a poner un gran interés en el desarrollo
de las ciencias y la técnica, debido a que estaba en juego su prestigio por invertir mucho en
investigación industrial. Toda esa investigación llevará a un desarrollo de la ciencia, la tecnología y
la educación.
Este desarrollo técnico y científico va a estar relacionado con la secularización de las disciplinas
científicas. El caso específico del desarrollo de la historia proviene del estudio de los estados nación
en el siglo XIX. Estos buscaran diferentes orígenes con una serie de estudios que derivaran en las
disciplinas histórica y lingüística. Es en este momento cuando se empiezan a desarrollar los archivos
públicos y se realizaran las grandes recopilaciones de información.
El siglo XIX es el siglo de las ciencias naturales y las ciencias humanas o sociales. Lo que trae consigo
un enorme debate sobre la diferencia entre estas ciencias. Estos debates en torno a la cientificidad
de las ciencias humanas o sociales se dan porque hay una serie de métodos que no se corresponden
con la cientificidad pura de otras ciencias, cuestionando si las ciencias humanas son realmente
ciencias.
Según Enrique Moradiellos las ciencias son una actividad humana social y constructiva que produce
un tipo particular de conocimiento con las siguientes características: critico racional, objetivo,
necesario, universal, sistematizado, transmitido y desarrollado históricamente.
La principal diferencia entre las ciencias humanas o sociales y las ciencias naturales es el punto de
subjetividad que existe para las primeras y no puede ser evitado. Un historiador construye el relato
del pasado a partir de las evidencias que nos han llegado a nosotros, para lo que tendremos que
ponernos en el lugar de las personas que protagonizaron esos hechos, lo cual difícilmente podremos
separar de nuestra visión y ser objetivos. Siempre veremos el pasado desde nuestro punto de vista.
La subjetividad de las ciencias humanas o sociales reside en la importancia de reproducir las
operaciones realizadas por los sujetos en el pasado, la necesidad de interpretarlos, la óptica propia
del científico social y el grado de veracidad de los resultados. Es por esto que el historiador no puede
dejar de ser subjetivo y, por ello, su análisis tiene que ser riguroso, apoyándose en la mayor cantidad
de fuentes posibles.

Los debates en torno a la cientificidad de la historia llevaran a la constitución de la historia como


“ciencia” y a su consolidación como disciplina académica y profesional. Los aspectos que permiten
la constitución como ciencia son la localización (heurística o método para aumentar el
conocimiento), el análisis de las fuentes y la interpretación de las mismas (hermenéutica) como base
fundamental del conocimiento del pasado; el abandono del mito y las creencias para cimentar una
disciplina plenamente académica; y la profesionalización de la historia con una metodología propia,
estudios reglados, la creación de centros de investigación, etc.

El campo de estudio de la historia son los vestigios del ser humano. Las fuentes pueden ser textuales
o escritas (documentos, epigrafia, etc.), iconos o imágenes (pictogramas, fotografías, etc.) orales
(directas o grabaciones), números (tratados matemáticos, registros económicos, etc.), materiales
(arte, numismática, etc.)
La labor del historiador es construir un pasado en forma de relato narrativo sustentado en una serie
de fuentes, evidencias y pruebas del pasado que sean verificables y que deben ser recopiladas,
analizadas e interpretadas (desde la subjetividad, con sistemas de valores y experiencias del
presente) como paso previo a dicha construcción.
Los principios de la historia son la importancia de las pruebas sobre las que se sustenta el contenido
de la narración histórica y que estas sean verificables; la imposibilidad de que valores insondables,
incognoscibles o incomprobables intervengan en el desarrollo de la historia humana; y la necesidad
de respetar la naturaleza lineal del tiempo sin valorar la posibilidad de que se produzcan círculos o
bucles temporales y fijar una cronología.
El pasado es, según Herman Paul en La llamada del pasado. Claves de la teoría de la historia, “la
realidad histórica o cómo era el mundo en un momento anterior y, se crea o no, existió”. Dentro de
la imaginación del historiador existen diferentes tipos: el pasado cronológico, el pasado concluso, el
pasado extraño y el pasado presente. Estos tipos de pasado solo existen en función de las reflexiones
realizadas por los historiadores. Son construcciones o modelos irreales.
La diferencia entre pasado y presente responde a una serie de convenciones que dependen del
contexto. El mundo de la historia no escapa de su visión cronológica, es decir un orden y unas fechas
que permiten analizar y explicar los sucesos históricos. La periodización de la historia. La
problemática viene con la historia contemporánea, ya que se necesita fijar cronológicamente qué
pasado se puede estudiar y mantener una “distancia histórica”, es decir, analizar y comprender las
causas y las consecuencias de un hecho o proceso histórico y una “distancia afectiva” que facilite al
historiador distanciarse de su objeto de estudio, evitando así implicarse, identificarse o sentir
rechazo hacia éste.
El pasado concluso tiene dos posibles interpretaciones: como una serie de épocas homogéneas, es
decir, periodos que se suceden unos a otros, ideas que se reemplazan por otras cerrando periodos
históricos finalizando el pasado (Leopold von Ranke) o bien como un conjunto de capas
superpuestas y parcialmente complementarias, es decir, una acumulación de capas, algunas
conclusas y otras no (Fernand Braudel y sus procesos a largo, medio y corto plazo).
El pasado extraño, por su lado, es el tipo de pasado que se diferencia del presente por su alteridad,
lo que hace que el historiador lo tenga tan lejano que no se reconozca y reafirme la diferencia.
El pasado presente habla de la problemática de identificar cuando acaba el pasado y comienza el
tiempo presente. Esto entra en especial debate con los estudios de historia del tiempo presente, ya
que en ocasiones se considera que no se tiene perspectiva histórica para analizarlo todo.
Cuando se establece una relación política con el pasado, lo que se busca por parte de historiadores,
políticos, periodistas, etc. es que sirva para conservar o cambiar el estado actual de las cosas, ya sea
en el ámbito social, cultural, político, económico, etc. En este sentido las interpretaciones del
pasado pueden servir para legitimar transformaciones o para justificar permanencias en la
actualidad. Esta relación política la puede establecer el historiador de forma consciente o
inconsciente y puede estar explicita en el texto o no.

Ejemplos de ello son el uso de la primera persona y de “nosotros” para abordar un tema. La
enseñanza de la historia a nivel obligatorio, lo cual da lugar a polémica porque hay alguien que elige
que se enseña y que no de acuerdo a un discurso que se elige desde el estado, y depende del
pensamiento del gobierno para enseñar una cosa u otra. En España, cada vez que un partido político
llega al poder cambia el sistema educativo de acuerdo a su pensamiento. Otro ejemplo es la elección
del objeto de estudio, la metodología de trabajo o el tipo de relato.
Conviene diferenciar entre los compromisos políticos inevitables y la toma de partido político
consciente, destinada a legitimar a través de una interpretación interesada del pasado una opinión
política. ¿Es legítimo el compromiso político en el trabajo del historiador?, existe un debate sobre
la labor del historiador y las normas que definen una investigación histórica, sólida y rigurosa.

Conocer y comprender el pasado es la mayor labor del historiador, con el objetivo de conseguir
cada vez más conocimientos. La razón de ser de la labor investigadora es aumentar el conocimiento
y la comprensión para aportar luz a los debates actuales y a aspectos que no se conocen o no han
sido estudiados.
Esta investigación se basa en cuestionarse el pasado, plantear una hipótesis, buscar respuestas en
las fuentes, hacer deducciones o injerencias en el análisis (estadísticas, síntesis, generalizaciones) y
argumentar sobre el pasado aportando pruebas sólidas.
Esta tarea estará influida por una serie de factores. Cuando el historiador comienza una
investigación comienza con una hipótesis. No siempre el contacto con las fuentes tiene que estar
después de la hipótesis. Planteada esta, el historiador comienza la investigación, abordando fuentes
tanto primarias como secundarias.
La imposibilidad de alcanzar la verosimilitud obliga al historiador a establecer criterios alternativos
para valorar el grado de veracidad de los argumentos utilizados y de los resultados a los que llega
cualquier investigación histórica. Estos criterios no suplen la verdad, pero contribuyen a
aproximarse a ella. Estos criterios estarán establecidos por la comunidad de historiadores, con los
que se juzga la verosimilitud y la solidez de una investigación histórica.
Habitualmente, los criterios fundamentales son: la exactitud (cuando leemos una obra y vemos que
no hay contradicción entre las fuentes utilizadas), coherencia, amplitud de fuentes, originalidad
(capacidad para aportar algo nuevo), fecundidad (capacidad de que una investigación de lugar a
otras nuevas o ayude en otras investigaciones) y transparencia (capacidad del autor para exponer
su argumentación de forma clara, para que un lector sea capaz de entender la obra y que además
esta sea verificable).
La relación moral por el pasado es la que se establece cuando se busca que el pasado sea una fuente
de lecciones morales y/o valores para el presente. Los debates académicos sobre la correlación
entre pasado y presente presentan distintas posturas. Hay quienes critican las lecciones del pasado
para aplicarlas en el presente, y en este sentido hay quien argumenta si existen cuestiones de tipo
moral si se pueden rastrear a lo largo de la historia. Hay algunos que sabiendo que pasado y presente
son distintos, se pueden obtener lecciones del pasado para aplicar al presente. Otros consideran
que el estudio del pasado nos permite establecer juicios fundamentales en hechos históricos a partir
de los cuales podemos analizar problemas actuales. También hay quien lo plantea desde el punto
de vista de que a partir de una realidad histórica dos personas saquen lecciones históricas y
dependiendo de la persona que analice el pasado pueden llegar a conclusiones diferentes. Esto nos
lleva al debate público sobre la cuestión: ¿para qué sirve la historia si no ofrece conocimientos
morales útiles para el presente?
Es necesario que el conjunto de las comunidades tenga un pasado colectivo y una “memoria social”,
porque marca una serie de rasgos identitarios. La historia como elemento de comprensión, análisis,
explicación y critica de las sociedades, identidades y tradiciones es útil.
La teoría de la historia es una tradición rica y dinámica de reflexión sobre la forma en la que los
seres humanos se relacionan con el pasado. Esta tradición se transforma, evoluciona y crece con el
paso del tiempo y tiene dos vertientes fundamentales estrechamente relacionadas con los dos
significados de la palabra historia desde la antigüedad: La reflexión sobre el planteamiento histórico
(cómo se estudia el pasado), la reflexión sobre la realidad histórica (¿cuál es el destino del proceso
histórico? ¿Qué tipo de ritmo o patrones se pueden percibir en este proceso? ¿Cuáles son las fuerzas
motrices del proceso histórico?) y los aspectos relacionados que se han dado en las últimas décadas
entre los teóricos de la historia, como lenguaje, discurso, experiencia o memoria y las diferentes
formas en las que el hombre se relaciona con el pasado.
El hombre es un ser social con conciencia de un pasado común. El ser humano requiere tener un
pasado colectivo: el pasado comunitario como elemento clave para entender sus instituciones,
valores, tradiciones y relatos y el pasado colectivo como fuente de identificación, legitimación y
orientación.
Evolución de la historiografía.
En la antigüedad, los primeros relatos escritos de los que tenemos constancia de hechos humanos
del pasado son los mitos fechados en el IV y III Milenio a. C. de Mesopotamia y Egipto. Los podemos
encontrar de diferentes maneras, en distintos soportes. Estos relatos no eran relatos históricos
como lo conocemos actualmente, sino literatura histórica en la que se recreaban acontecimientos
pasados en forma narrativa. Los primeros escritos que encontramos de este tipo suelen ser listas de
reyes e inscripciones votivas.
Por lo general, este tipo de escritos tenían una clara función didáctica. Eran vistos como elementos
de legitimación y apología del poder real. Un ejemplo es la Estela de Palermo, una estela donde
tenemos una lista de reyes y los hechos más importantes del reinado de alguno de ellos, ya que en
Egipto se nombraba el año según los hechos importantes que acontecían en él.
La literatura histórica seguirá desarrollándose a partir de determinadas experiencias y la difusión de
estas. Obviamente, con el paso del tiempo, esta se ira volviendo más compleja, no solo en
Mesopotamia y Egipto sino en toda el área de cultura grecorromana. Las historias más famosas de
esta forma son las distintas epopeyas que se escriben en la antigüedad, como puede ser el Poema
de Gilgamesh en Mesopotamia; el Majábharata y Ramaiana en la India; la Ilíada, la Odisea, las
Argonauticas (de Apolonio de Rodas) y las Posthoméricas en Grecia; y la Eneida, la Farsalia, la Punica,
las Argonauticas (de Valerio Flaco) y la Tebaida en Roma.
En el siglo VI a. C. se desarrolla en Israel una literatura histórica, la narrativa de sucesión (que aborda
la rebelión de Absalón contra el rey David). Será la primera vez que una narración de carácter
histórico no tenga la intervención de una divinidad, dando los primeros signos de interpretación del
pasado en base a la razón.
En paralelo a esta creación, en Grecia se desarrollará la historiografía clásica griega en los siglos VI
y V a. C. La eclosión cultural y la difusión del racionalismo critico intelectual, como consecuencia de
una serie de transformaciones económicas y políticas como la crisis del gobierno aristocrático, el
surgimiento de las tiranías y democracias en las ciudades-estado los cambios religiosos, etc.
En los siglos anteriormente mencionados destacan una serie de escritores conocidos como
Logógrafos, que pertenecen a la zona de Asia menor. Estos recogen todos los testimonios de los
navegantes de la zona que viajan por el Mediterráneo. Estos recogían los aspectos de diversos
pueblos por los que iban dichos navegantes, recogiendo las historias que allí se cuentan. Destaca
Hecateo de Mileto.
Este fenómeno influirá en Heródoto y Tucídides. Una de las principales preocupaciones era la
cuestión de llegar a la verdad, y parte de sus reflexiones les van a llevar a hacer una distinción entre
la verdad y lo que no es verdad. Hecateo llega a la conclusión de que se debe llegar a una realidad.
También se encuentra su preocupación por construir relatos en los que, en los acontecimientos no
intervengan mitos, fabulas o leyendas. El objetivo último de su trabajo es lograr un conocimiento
seguro y útil.

Las características de la historiografía clásica helénica son la forma narrativa, la pretensión de


veracidad a partir de la utilización de pruebas (testimonios) y evidencias y el relato de los
acontecimientos humanos, fundamentalmente políticos y militares, sin ningún tipo de intervención
sobrenatural y contextualizados en un tiempo y espacio determinado. Sus máximos representantes
son Heródoto de Halicarnaso (480-425 a. C.) con su obra Historias, Tucídides (460-400 a. C.) con su
obra Historia de la Guerra del Peloponeso y ya dentro de la influencia romana, Polibio (208-122 a.
C.) con su obra Historias.
Heródoto nace en Halicarnaso, aunque se exilió y pasó el resto de su vida viajando y viviendo por el
Mediterráneo, asentándose al final de su vida en Atenas. Su principal obra es Historias, compuesta
por 9 libros que abordan la historia de la hegemonía persa sobre el mundo griego y los pueblos
barbaros. La perspectiva del autor es de carácter universalista, ya que quiere abordar el mundo
griego, el persa y otros, es decir, todos los pueblos conocidos. Por otra parte, con su trabajo busca
abordar todos aquellos aspectos que puedan interesar a sus contemporáneos y buscar las causas
de estos. Quiere dejar de lado todas aquellas explicaciones sustentadas en lo sagrado y sustentarlas
en torno a conocimientos verdaderos alcanzados mediante la razón. Su método es su propia
experiencia y los testimonios sin contrastar.
Tucídides era un general militar y político ateniense que tuvo que exiliarse como resultado de un
fracaso militar durante la Guerra del Peloponeso. Su obra, de hecho, trata esta guerra. Historia de
la Guerra del Peloponeso estudia el enfrentamiento entre la liga de Delos y la liga del Peloponeso,
centrándose en lo político y militar de este tema, lo que caracteriza su obra a diferencia de
Heródoto. El objetivo de su trabajo era aclarar lo sucedido con exactitud, coherencia y organización.
Su método fue hacer una crítica rigurosa de las fuentes para reconstruir el relato de la guerra,
dejando implícita la crítica al uso de las fuentes y los métodos tradicionales de estudio para ordenar
los hechos del pasado.
Polibio es el último gran historiador helénico. Hijo de una familia aristocrática griega, con varios
puestos de relevancia en Grecia y con una buena educación desarrollará su obra Historias en Roma,
a donde se tiene que desplazar como rehén a los 17 años. Esta obra se centra fundamentalmente
en Roma, analizando su expansión por el Mediterráneo desde la segunda guerra púnica hasta la
caída de Cartago. La perspectiva que dará Polibio combina por un lado la metodología de Heródoto
y por otro la de Tucídides. Dará la visión universal de la historia (dando importancia a la geografía)
extraída de Heródoto y prestara atención a los aspectos militares y políticos, tal como hizo Tucídides.
El objetivo de su trabajo es aclarar lo sucedido en este periodo con exactitud, coherencia y
organización. El método que utilizará será la crítica de hechos y fuentes, dando una especial
atención a la cronología, además de tratar de obtener el máximo de información para sustentar su
argumentación. Su trabajo se apoya en el testimonio directo (propio y ajeno). El resultado de su
obra es el desarrollo de una teoría política, describiendo las distintas formas de gobierno y
explicando cuales son las causas de su auge y decadencia.

La tradición historiográfica romana proviene de los nexos con la tradición griega a partir de las obras
de Polibio y de Plutarco (46-125) con su obra Vidas Paralelas. Los objetivos de la historia eran que
fuese una instrucción personal, cívica y moral; una fuente para la formación de los gobernantes a
los que ofrecía lecciones políticas, militares y legislativas; una fuente de entretenimiento intelectual
para las clases altas; y una base para el aprendizaje de la retórica y la oración. Todo esto con una
forma narrativa, una pretensión de veracidad a partir del análisis de las fuentes, un relato de
acontecimientos humanos lejos de leyendas y mitos y una buena fe interpretativa.
Sus máximos representantes fueron Julio Cesar (100-44 a. C.) con sus obras La Guerra de las Galias
y La Guerra Civil; Cayo Salustio (87-34 a. C.) con sus obras La Conjuración de Catilina y La Guerra de
Yugurta; Tito Livio (59 a. C. – 17) con su obra Ab Urbe Condita y Cornelio Tácito (52-120) con sus
obras Anales e Historias.
En el siglo IV la historiografía experimentó una ruptura con respecto al periodo grecorromano como
consecuencia de la desintegración político-social del Imperio Romano y del imparable ascenso del
cristianismo como religión oficial. La historia deja de ser secular, basada en principios causales y
racionalista para pasar a ser algo de hombres de iglesia, poniendo su obra bajo los parámetros
establecidos por la doctrina religiosa.

Esta literatura histórica medieval estaba interpretada como el resultado de un plan establecido por
Dios (divina providencia) en la que se acepta que lo sobrenatural interviene en el devenir histórico
cuya interpretación se da totalmente desde una perspectiva religiosa y en clave teórica. Su estilo
narrativo es más sencillo, directo y comprensible que el de la historiografía antigua. Se empiezan a
reproducir documentos y textos de autores anteriores de los que se señala la procedencia.

Los ejemplos más claros de este tipo de historiografía son Eusebio de Cesarea (260-340) con su obra
Crónica y San Agustín de Hipona (354-430) con su obra La Ciudad de Dios.

Eusebio de Cesárea escribe originalmente en griego, pero debido a su difusión será traducido al
latín, lo cual permitirá que su obra sea conocida en el Imperio Romano. Su obra pretende ser un
resumen de la historia universal hasta el triunfo del cristianismo. La obra va a fijar la manera en el
que la historia cristiana se va a realizar durante la Edad Media y cuál va a ser la cronología de los
hechos fundamentales. Será un ejemplo para las posteriores historias cristianas. Fue usado como
fuente para Paulo Orosio y San Isidoro de Sevilla. Las características fundamentales de la literatura
histórica medieval tienen su base en la obra de este autor.
San Agustín de Hipona es un modelo de interpretación histórica. La historia humana era el reflejo
de los modelos del bien y del mal, siendo Babilonia el ejemplo del mal y Jerusalén el del bien. Los
hombres viven la historia de esas dos ciudades hasta que dios viene a separar y dar triunfo al bien,
es decir, a Jerusalén. Progresivamente la historia humana va a ser interpretada en paralelo a la
historia de la iglesia fundada por Dios para asociar a los hombres y conducirlos a la felicidad. Es una
visión de la historia que subyace una idea de progreso en la que el devenir de los acontecimientos
y las generaciones está previsto por un plan divino que está destinado a cumplirse.
Hay diferentes tipos de literatura histórica que se produce durante la Edad Media. Estos son la
crónica universal, la crónica religiosa (historia de la iglesia y la historia de los santos o hagiografía) y
la crónica particular de los nuevos estados. Ejemplos de esta última son Gregorio de Tours (530-
594), Beda el Venerable (673-735) y San Isidoro de Sevilla (560-636) en latín y Alfonso X el sabio
(1221-1284) con su obra Crónica General de España y la elaboración de los monjes de Saint-Denis
en el siglo XIII de Grandes Chroniques de France en lenguas vernáculas.
Durante el siglo IV y el siglo XV la historiografía medieval experimentó nuevos cambios. La crisis del
papado y la necesidad de legitimación política de reyes y príncipes favorecieron la aparición de
“historiadores oficiales”. Los historiadores vivirán bajo la protección de monarcas y príncipes dentro
de las ciudades. La finalidad de la historia para los gobernadores es que sirva de fuente legislativa o
de medio por el cual la nobleza pueda legitimar su poder. De la misma forma, el desarrollo de otras
disciplinas como la cartografía o la jurisprudencia impulsaron la “profesionalización” progresiva del
oricio de historiador.

Durante el renacimiento, es decir, los siglos XV y XVI, se produjo la expansión de la economía


mercantil y la formación de los estados modernos. La invención y difusión de la imprenta, la caída
de Constantinopla y los descubrimientos geográficos provocarán la reducción del poder de la iglesia,
una apertura en el ámbito del pensamiento, el redescubrimiento de la cultura clásica a partir de las
fuentes originales (que serán estudiadas, interpretadas, copiadas y traducidas) y la recuperación de
algunas prácticas historiográficas del estilo grecorromano.
Las grandes aportaciones a la historiografía son la preocupación por evitar el anacronismo o la
importancia del tiempo y el espacio como magnitudes significativas de la historia. A parte de eso es
en esta época cuando se periodiza la historia en antigüedad, medievo y modernidad.
Los historiadores florentinos marcaran la pauta de la historiografía renacentista en toda Europa.
Estos recuperarán el modelo clásico de relato racional, pero aplicando las nuevas visiones sobre la
periodización histórica y el sentido del anacronismo, con una preocupación literaria y estilística,
apoyándose sobre el estudio riguroso de las fuentes documentales conservadas y el
redescubrimiento de los clásicos. Tratarán temas políticos, militares y diplomáticos por inspiración
clásica, pero sin pretensión moralizante o religiosa. Sus obras servían para educar a futuros
gobernantes y legitimar los nuevos gobiernos. Los ejemplos más característicos de la historiografía
renacentista son Leonardo Bruni (1370-1444), Nicolas Maquiavelo (1469-1527) y Francesco
Guicciardini (1483-1540).
Dentro de este marco se desarrollará otro estilo nuevo dado el descubrimiento, colonización y
conquista de América por España y Portugal. Esto dará lugar a la aparición de las crónicas de Indias,
un tipo específico de literatura en la península Ibérica.
La enorme difusión de estas obras gracias a la imprenta, la traducción de las obras a otras lenguas y
el interés por conocer el nuevo mundo dará éxito a este modelo literario. Sus características a veces
concuerdan con la literatura renacentista, pero se diferencian en que prestan atención a elementos
geográficos, naturalistas y etnográficos. Las crónicas de indias serán una historia más global que la
historia europea de esta época. Los ejemplos más representativos son Bernal Diaz del Castillo (1492-
1584), Pedro Cieza de León (1520-1554) y Gonzalo Fernández de Oviedo (1478-1557).

Entre los siglos XVI y XVII se desarrolla un nuevo modelo critico de investigación con el objetivo de
buscar en el pasado aquellos aspectos a través de los cuales se puede explicar la modernidad, como
nuevos cánones de belleza, el origen del estado, las razones de los conflictos, etc. Este modelo refuta
las mentiras defendidas por la historia de la iglesia.

Los antecedentes de este nuevo modelo critico provienen de la historiografía florentina, pero el
punto de inflexión que caracteriza este modelo es el descubrimiento del fraude de la Donación de
Constantino por parte de Lorenzo Valla. Lorenzo Valla fue un humanista italiano que demostró la
falsedad del documento a través del análisis lingüístico del documento, el cual contenía expresiones
que no existían en el momento en el que supuestamente estaba escrito. Este documento había
hecho que la iglesia controlase territorios de manera fraudulenta. Según dicho documento,
Constantino donó a Silvestre I, papa de Roma, la soberanía sobre Roma y las provincias de Italia con
el mismo poder que un emperador y la capacidad de intervenir en los asuntos políticos del resto del
imperio romano de Occidente, Grecia, Judea, Tracia, Asia Menor y África. Este descubrimiento
marcó un antes y un después sobre todo lo que tiene que ver con la unidad de la cristiandad.
La reforma y las disputas religiosas impulsaron al desarrollo de la técnica del análisis crítico y
lingüístico de los documentos, transformando totalmente la historia de la iglesia. Ejemplos de esto
son Acta sanctorum ordinis sancti Benedicti (1688-1701), una obra colectiva de nueve volúmenes
que aborda la vida de los santos benedictinos con perspectiva crítica y De Re Diplomática (1601),
escrita por Jean Mabillon (1632-1707), quien fija las reglas del análisis crítico documental.
Jean Mabillon establece las reglas para analizar, verificar y autentificar los documentos históricos y
descubrir posibles modificaciones basándose en el análisis detallado de la grafía, el estilo, la forma,
el sellado, etc.

De este análisis nacen y se desarrollan algunas de las ciencias auxiliares de la historia como:

• Diplomática: estudio científico de los diplomas, es decir, despachos, bulas, privilegios o


cualquier otro instrumento autorizado con sello y armas de un soberano, cuyo original queda
archivado y, por extensión, cualquier documento importante.
• Paleografía: disciplina que estudia las escrituras antiguas, su evolución, su datación,
localización y clasificación.
• Numismática: disciplina que estudia las monedas y medallas (piezas de metal batidas o
acuñadas, comúnmente redondas, con alguna figura, inscripción, símbolo o emblema).
• Cronología: disciplina que tiene por objeto determinar el orden y la fecha de los sucesos
históricos.

A partir de esta metodología se empiezan a publicar recopilaciones de fuentes y ediciones criticas


de documentos. Mejora el conocimiento general de las lenguas vernáculas gracias a los diccionarios.
Es a partir de este momento cuando existe una necesidad de que existan pruebas verificables sobre
las que sustentar las afirmaciones históricas.

Como contexto, la ilustración es uno de los principales movimientos que va a destacar el siglo XVIII.
Esto no quiere decir que no hubiese otros movimientos que defendiesen lo mismo. En el ámbito del
pensamiento influirá hasta el siglo XIX. Esta es una época de optimismo racionalista y autoconfianza,
un momento en el que las elites tienen fe sobre el futuro por la expansión del comercio y la
navegación con importantes avances científicos, con la existencia de relativa paz en Europa o con la
progresión continua de la civilización europea, la cual estaba ampliando su control fuera del
continente.
Los ilustrados difundieron el modelo científico experimental desarrollado en el siglo XVIII por Galileo
Galilei, Francis Bacon e Isaac Newton. Defendieron el uso de la razón como único criterio de
conocimiento y autoridad y sostuvieron la idea de progreso frente a la de providencia como base
sobre la que explicar la historia. Esta idea, unida a la crítica documental y a las transformaciones
historiográficas experimentadas durante los siglos XV-XVII, influyeron en las formas en las que se
reflexionaba e interpretaba el pasado.
Las características fundamentales de la historiografía ilustrada fueron la concepción temporal lineal
del devenir histórico (la idea de que la humanidad está en constante evolución hacia el progreso);
la idea del progreso inmaterial y natural; el relato o narración racionalista, elegante y comprensivo
que favorece las visiones globales de la humanidad; la fusión de la historia literaria y la erudita,
basada en la obsesión de hacer un estudio detallado de las fuentes; la independencia política y
profesional de los historiadores ilustrados (bien formados jurídica, literaria y filosóficamente) y su
ruptura con las servidumbres teológicas y eclesiásticas; y el conocimiento de historia como una vía
en favor de la libertad y el progreso de la civilización (orientación útil y didáctica de la historia).

Durante el siglo XVII se desarrollará la revolución científica, lo que hará que en diferentes campos
se establezcan leyes para explicar fenómenos naturales, sociales, etc. Esto hará que se intente
explicar la historia a través de leyes generales. Otra de las ideas eje de la ilustración será la idea de
civilización, que indica por una parte la visión de civilización como el estadio más avanzado y por
otra parte el proceso a través del cual se llega hasta este estadio. Este proceso no es solo de un
pueblo, sino del desarrollo humano.

En los primeros años del siglo XIX Alemania fue escenario del surgimiento de la moderna ciencia de
la historia sobre la base del maridaje de la tradición histórico-literaria y de la erudición documental,
al abrigo de una concepción del fluir temporal humano y social como proceso casual racionalista e
inmanente y ya no solo como mera sucesión cronológica de acontecimientos. La historia razonada y
documentada comenzó a suplantar a la mera crónica de mayor o menor complejidad compositiva,
narrativa o erudita. (Enrique Moradiellos. El Oficio del Historiador. Página 76)
Un grupo de juristas de la Universidad de Gotinga (Hannover) creará la escuela histórica alemana
al dedicar buena parte de sus esfuerzos en analizar las leyes e instituciones que existían en los
Estados y principados alemanes y, como resultado de este trabajo, pusieron en entredicho el
derecho natural al señalar que esa diversidad se basaba en las costumbres y el carácter de cada
pueblo.
Se separan las leyes y la historia como disciplina académica, lo que permite que los profesores de
historia se dediquen en exclusiva a recopilar y analizar críticamente documentos de diversa
naturalidad sobre los que cimentar sus obras de carácter histórico. A partir de este instante las obras
estaban bien delimitadas geográfica y cronológicamente y podían confluir los objetivos de progreso
en las distintas naciones.
Johann Gottfried von Herder (1774-1803) afirma la especificidad de cada pueblo como un todo
original, espiritual, singular e irrepetible con cualidades propias e incomprensibles racional o
científicamente. Fue uno de los precursores del romanticismo alemán, ya que sobre sus reflexiones
se sustenta el movimiento prerromántico alemán y buena parte de las teorías nacionalistas
posteriores.
El Volkgeist o espíritu del pueblo, convertido en categoría histórica, ayuda a comprender su
desarrollo como nación al constituirse como un conjunto de individuos que comparten lengua,
formas artísticas y literarias, instituciones, etc., que los caracterizan como grupo.
Junto con la obra de Herder, las de Fichte (1762-1814) y Hegel (1770-1831), fueron claves en el
desarrollo del principio de nación-pueblo/nación-ultra en contraposición a la concepción francesa
de nación-Estado bien delimitado geográfica e históricamente. La procedencia, lengua y cultura
serán las categorías comunes que vincularán a los pueblos y sobre las que aspira a una soberanía
particular, que rompa con los imperios supranacionales definitorios de la Europa Central durante la
Edad Moderna.
Desde la Universidad de Berlin (Prusia) se sientan las bases de la escuela historiográfica alemana a
partir de los trabajos de Niebuhr, Ranke y Theodor Mommsen (1871-1903).
Barthold Georg Niebuhr (1776-1831) fue filólogo y profesor de historia, siendo uno de sus primeros
trabajos académicos aplicar los métodos propios de la historia critica a sus trabajos. Sus trabajos se
caracterizan por la realización de un análisis crítico, filológico y documental de las fuentes, las cuales
constituyen el núcleo del desarrollo de sus argumentaciones filológicas. Estas argumentaciones
trataban de mostrar las posibles conexiones entre unos acontecimientos y otros con un estilo sobrio
y exhaustivo por la obsesión de ir al dato y a la información detallada. Su trabajo más destacado fue
Historia Romana, logrando actualizarla. Su obra se centra en el estudio empirista de aspectos
políticos y diplomáticos, estando al servicio de la enseñanza patriótica y se enmarca en el contexto
romántico en el que se fragua la unificación alemana.
Leopold von Ranke (1795-1886) fue filólogo, profesor de historia en Berlin y es considerado el
verdadero padre del historicismo. La producción historiográfica de Ranke fue muy extensa: Historia
de los pueblos latinos y germánicos desde 1494 hasta 1535, Historia de los papas e Historia de
Alemania en la época de la Reforma. Sus aportaciones teóricas y metodológicas fueron tan
importantes que acabaron creando la escuela, y en buena medida la escuela historiográfica
alemana, se crea a partir del impulso de Ranke. Su metodología se basaba en la idea de que la
historia puede ser reconstruida a partir de las fuentes siempre y cuando estas fueran originales,
verificables y pudieran ser contrastadas. Los datos obtenidos del análisis crítico y minucioso de las
fuentes documentales debían conformar el núcleo de la narración, de esta forma se eliminarían los
elementos subjetivos ya que el historiador se limitaría a mostrar la historia a través de los datos.
Con su trabajo impulsó la investigación archivística y, paradójicamente, su obra contribuyó en el
fomento de la conciencia nacional alemana.
Los trabajos de Niebuhr, Ranke o Mommsen deben ser contextualizados en el marco del desarrollo
del movimiento nacionalista alemán. Los miembros de la Escuela alemana abordaron objetos de
estudio relacionados con la historia política y diplomática principalmente de Roma y Prusia.
El fin de dichas investigaciones era establecer paralelismos entre ambas (si la misión de Roma era
impulsar la unificación italiana, la de Prusia era la de unificación alemana). Sus motivaciones eran
contribuir a la constitución del estado nacional alemán. Sin embargo, a pesar de las razones políticas
tanto en la elección de los temas como en el impulso a la investigación archivística, sus trabajos
siguen teniendo valor para los investigadores actuales porque son estudios basados en un trabajo
racional que se sustenta en una base documental solida a partir de una critica autónoma y a pesar
de los propios fines de los autores, ya que estos contribuyeron a conocer mejor la historia y destruir
ideas cimentadas sobre mitos, construcciones o discursos no contrastables. Con ello se sentaron las
bases de lo que se conoce como historia científica.

El historicismo aboga por la individualidad intrínseca de cada identidad nacional, con el Estado como
el “gran dios” en el que se fundan pueblos y naciones. (José Sánchez Jiménez. Para comprender. P.
124.)
El historicismo es una doctrina filosófica que se sustenta sobre la importancia capital que se le
otorga a los supuestos metodológicos y epistemológicos de la historiografía clásica para el estudio
de las ciencias humanas (historia, derecho, teoría política o filosofía). Dentro de esta doctrina, la
historia es el eje del conocimiento.
En el año 1835 se crea la Escuela Histórica Alemana, poniéndose en marcha los seminarios que
permiten la profesionalización de la historia, perfeccionándose la metodología y todo lo relativo a
la formación de historiadores. Se acelera la publicación de fuentes y colecciones de documentos, se
crean revistas históricas especializadas y nacen las primeras cátedras de historia en el siglo XIX en
prácticamente todas las universidades alemanas y más tarde en el resto de Europa.
En 1821 se funda la École des Chartes en Francia, destinada a la formación de archeros,
bibliotecarios y paleógrafos. Proliferan así las sociedades científicas, académicas e históricas,
multiplicándose las publicaciones de cartularios, crónicas, etc.

Jules Michelet (1798-1874), profesor de historia de filosofía, aborda su trabajo a partir de la


minuciosa investigación archivística, al igual que Ranke, aunque a diferencia de él, participa
conscientemente en la elaboración del relato histórico. Su obra más conocida es Historia de la
Revolución Francesa. El pueblo de Francia cobra todo el protagonismo en la obra, llegando a
suplantar la acción de los grandes hombres. Michelet presentaba conflictos políticos e ideológicos
conectados con las condiciones sociales y la coyuntura.

El positivismo considera la ciencia como el sustituto de las religiones tradiciones, viendo en ella el
instrumento del nuevo culto; un culto al progreso, en cuya conquista se halla la felicidad del hombre,
que depende de la edificación aquí en la tierra de un paraíso; mediante el triunfo de la organización
técnico-industrial que va ligada al desarrollo de la ciencia. (José Sánchez Jiménez. Para comprender.
P. 128.)
El positivismo constituyó uno de los grandes paradigmas interpretativos desarrollados durante el
siglo XIX. Su máximo representante fue Augusto Comte. La ciencia será fundamental para el
desarrollo y para conseguir alcanzar cualquier tipo de saber. También va a ser fundamental porque
a través de los descubrimientos científicos y los avances de la industria se va a mejorar todo lo
relativo al ámbito social de la humanidad. Se cree que, llegado un momento de desarrollo, se va a
conseguir un paraíso. Confían en el poder de la ciencia como base del desarrollo, entendiéndolo
como el resultado de la revolución industrial.
Augusto Comte (1798-1857) constituye sus teorías a partir de la idea de que los fenómenos sociales
están sujetos a una serie de leyes naturales predecibles. En función de ello, considera que hay que
elaborar una física social que haga factible el estudio positivo de dichos fenómenos (sociología). La
observación de los hechos históricos y su verificación tienen como fin la formación de leyes
científicas que contribuyan a entenderlos y explicarlos. Por otro lado, la historia, según su
interpretación, se entiende como el resultado de un progreso necesario y continuo.
Las teorías sobre la existencia de leyes naturales parten del evolucionismo como ley y causa
fundamental del progreso afectaron al modo de pensar la historia. Los evolucionistas más
relevantes fueron John Stuart Mill (1803-1873), Herbert Spencer (1820-1903) y Charles Darwin
(1809-1882).
Fue en el siglo XIX cuando se establece la historia como institución académica y objeto de
investigación. Hasta este siglo no se enseñaba historia. Esta disciplina tiene sus cimientos en el
anteriormente mencionado positivismo. Hasta el siglo XIX se conocía la sociedad, pero no se veía
como algo peligroso, pero es en esa época cuando se empieza a descubrir el poder de las masas,
por lo que la sociología empieza a estudiarla.
El método positivista está basado en la neutralidad y la objetividad. Es solo cuando la historia se
institucionaliza cuando aparecen los primeros historiadores neutrales. Tras la escuela histórica
alemana había residuos de romanticismo y nacionalismo, en el positivismo hay residuos de la
escuela histórica alemana.
El historicismo tiene buena parte de su base en la historia nacional, es decir, en la idea de que la
nación constituye un sujeto histórico, lo cual causa un conflicto entre positivismo e historicismo.
Para los positivistas la nación es una referencia didáctica, teniéndola como base, pero siendo mucho
más críticos con ella.
El positivismo trajo una historia sin importarle tanto la nación, una historia con elementos de
sociología, sin mitos, leyendas o supercherías. Para los positivistas, estudiar a las clases bajas tiene
tanto valor como estudiar los altos cargos. Hay una reacción contra el dominio de la escuela histórica
alemana.

Émile Durkheim (1858-1917) y Maximilian Weber (1864-1920) fueron los pioneros en el aspecto de
juntar sociología e historia, aunque hay otros importantes como Vilfredo Pareto (1848-1923),
Gaetano Mosca (1858-1941), Robert Michels (1876-1936), etc. También surge una historia social y
económica de manos de John Harold Clapham (1873-1946), Charles Beard (1874-1948), Beatrice
Webb (1858-1943), Barbara (1873-1961) y John Hammond (1872-1949), Jean Jaurés (1859-1914),
etc.
En Alemania el positivismo no triunfa tanto como en Francia. Wilheim Dilthey (1833-1911) se
plantea algo que hará superar el problema: si el positivismo implica objetividad y la escuela histórica
usa fuentes muy contrastadas, entre las ciencias totalizadoras y particularizadoras (sociología e
historia), la clave es darle a las ciencias humanas un estatus propio. Incide en el hecho de que no es
lo mismo explicar que interpretar la historia.

En España la historia se empieza a institucionalizar a partir del último tercio del siglo XIX, que
empieza con labores de documentación. El origen está mucho más vinculado a la aparición de
museos, archivos y el cultivo de documentos que a la disciplina académica educativa. A finales del
siglo XIX, cuando llega el impacto del positivismo, al ser un país católico, se rompe con el relato
bíblico, trasladándose el origen del hombre al punto de vista de las teorías del evolucionismo. Esto
generó polémica ya que en España dominaba el historicismo y el positivismo se superpone a este.
El verdadero cambio llega cuando se funda la primera catedra de sociología, que provoca un cambio
de método de estudio.
En España hay una corriente krausiana (movimiento cultural que tiene base en el pensamiento de
Karl Christian Friedrich Krause (1781-1832) que defiende la tolerancia académica y la libertad de
catedra frente al dogmatismo), lo que hace una síntesis entre el idealismo alemán y el positivismo.
Podemos afirmar que el positivismo español era krauspositivista. El objetivo político de los
krauspositivistas es llegar a una reforma del método científico, pero especialmente de la sociedad
española a través de la educación. Esto sucede tras la pérdida de las colonias y el surgimiento de la
idea del regeneracionismo.
Este fenómeno ocurre en el Centro de Estudios Históricos (CEH), el cual tiene una trayectoria entre
1910 y 1936 (con fin en la guerra civil donde se creará el Consejo Superior de Investigaciones
Científicas sin relación con el CEH) y sus objetivos eran la recopilación de fondos de estudio e
investigación histórica y la publicación de los resultados. De 1910 a 1919 se fomenta la investigación
y la enseñanza de las ciencias humanas, algo bastante novedoso en el momento. De 1919 a 1922 se
dedican a la labor archivística, es decir, la localización y compilación de fuentes dispersas que no
estaban compiladas ni guardadas. De 1922 a 1939, su etapa final, será la etapa estable donde se
realizarán los principales estudios.
Este centro hará hincapié en la Edad Media, la arqueología y el arte en esta época. Se estudia el
arabismo (Asin Palacios (1871-1944)) y las instituciones musulmanas (Casto María del Rivero (1873-
1961)), ya que la historia medieval española se vio influida por la conquista árabe y la posterior
reconquista de los territorios árabes. Otros campos son la metodología historia y la historia del
derecho (Rafael Altamira (1866-1951)), el origen de la lengua española (Ramón Menéndez Pidal
(1869-1968)), el arte medieval (Elías Tormo (1869-1957)), los estudios semíticos (Abraham Shalom
Yahuda (1877-1951)) y renacentistas y la filosofía comparada (José Ortega y Gasset (1883-1955)).

En Norteamérica se da la nueva historia americana. En una sociedad de inmigración y


heterogeneidad como es la estadounidense, pero a su vez moderna e industrializada que no
responde a los parámetros europeos, se empieza a construir el famoso mito del país de las
oportunidades.
La escuela histórica alemana no solo tiene influencia en Europa, sino también en Estados Unidos.
Aun siendo una sociedad distinta, se reafirma también en el positivismo (al igual que España). La
generación de los New Historians tiene una influencia de la sociología y la economía en la forma de
hacer historia, ya que su sociedad tiene una economía muy dinámica. Se va a estudiar de manera
sistemática todo aquello relacionado con la desigualdad social, las diferencias entre las clases
sociales, etc. Hay un planteamiento de ruptura con el pasado, con una dificultad en la identidad
común, ya que no existe como tal porque en Estados Unidos se mantienen muy claras las
identidades culturales y su procedencia (chinos, irlandeses, africanos, etc.)
La relación entre historia y ciencias sociales cambia. La fe en el progreso, el optimismo sobre la
modernización y la democratización de la sociedad americana (la idea de que con trabajo y esfuerzo
tienes una oportunidad) es lo que hace que los historiadores progresistas americanos (Frederick
Jason Turner (1861-1932), Charles Beard, James Harvey Robinson (1863-1936), Vernon Louis
Parrington (1871-1929), Carl Becker (1873-1945), Perry Miller (1905-1963)) cambien la manera de
ver la historia. Esa idea de movilidad social choca con la idea de clases tradicional europea. A partir
de la tesis de la frontera de Turner en su obra The significance of the frontier in America, la
historiografía americana se interesa en la geografía, la sociología (por influencia del positivismo) y
el alejamiento político y lo diplomático.
Esta historia es más científica y pretendidamente rigurosa que el historicismo. El positivismo es una
“cura” para muchos historiadores como verdadero cientifismo, por lo que van cayendo poco a poco
y con matices del lado del positivismo. Esta tendencia tuvo enorme impacto en la sociedad
norteamericana.
Según la tesis de Turner, las peculiares circunstancias de la frontera americana aceleraron la
asimilación de los inmigrantes y consolidó la “nacionalización” de una joven América, aunque Turner
solo se refiera a aquellos procedentes de Europa central e Inglaterra. El efecto de una historia
científica que se basa en decir que son mejores repercute enormemente en la sociedad. La
experiencia de la frontera se basa en la abundancia de tierra libre (free land, empty land), las grandes
oportunidades para los colonos, e hizo que los indios nativos fuesen un peligro común, que será lo
que les expulsará y exterminará. Esto llevó a la “invención” de la frontera, como termino real o
figurado, que hizo que los Estados Unidos representasen la civilización y la democracia, dando
fundamento al mito del oeste, sus tópicos, sus héroes de leyenda y sus antagonistas, ocultado otras
realidades muy diversas del pasado americano, de la historia de las tradiciones internacionales y de
la historia colonial.
El espíritu de nación americana viene de la noción de Ranke del “espíritu de la nación” (volkgeist),
que había planteado para su historia de los pueblos romanos y germánicos, lo cual no resulta
funcional para los progresistas americanos, ya que ellos estaban convencidos de que la historia de
los Estados Unidos era diferente en base a la riqueza natural de su territorio con todo tipo de
recursos naturales, la dotación de un sistema político abierto y que ellos no tienen historia medieval
y no habían pasado por el feudalismo.
El hecho de que estas obras estuviesen realizadas desde el método científico y no desde el
historicismo daba una importancia superior al mensaje, con una clara afirmación nacional, casi
nacionalista. Esto dio a la sociedad americana de aquellos años una gran confianza en su futuro.
Como señala Richard Hofstader (1916-1970), a pesar de las diferencias entre las obras de Beard y
Turner, todas tenían en común la suficiencia del liberalismo americano y su inclinación hacia el
método de las ciencias sociales, ya que le daba legitimidad científica a su discurso.

La escuela francesa de Annales surge tras la I Guerra Mundial con un programa científico que pone
en cuestión el método del positivismo por parte de Lucien Febvre (1979-1956) y Marc Bloch (1886-
1944). La sociedad, como masa, es consciente de que puede modificar el mundo con su poder hasta
cierto punto, pero es una época donde quedan definitivamente atrás los elementos políticos del
siglo XIX y se centra en una nueva era, la del siglo XX. Esta escuela es la escuela historiográfica
europea por excelencia. Se consagra en 1929 con el nacimiento de la revista Annales d’Historie
Économique et Sociale, que logra cátedras en las universidades, estudios de historia, etc.

Esta escuela presenta un soplo de aire fresco con influencias de otras disciplinas (geografía humana
de Paul Vidal de la Blanche (1845-1918), la síntesis histórica de Henri Berr (1863-1954), la sociología
de Durkheim, Marcel Mauss (1872-1950), Maurice Halbwachs (1877-1945), François Simiand (1873-
1935), etc.)
Esta escuela aporta un desarrollo de la historia social, que se incorpora a la historia académica; una
interdisciplinariedad e interés por la dimensión cultural, las ideas y la psicología histórica, ya que se
da uso a otras disciplinas para extender los conocimientos de historia; da uso a la historia problema
y a la historia total, es decir, plantear preguntas para ser contestadas con las fuentes del pasado y
la construcción de la historia total de la humanidad sin los puntos específicos que se dedicaban en
las anteriores escuelas. Esta escuela tiene un auge e influencia internacional después de 1945.
Sin esta escuela probablemente no podríamos entender la historiografía actual, ya que hasta el
momento el concepto de fuente histórica estaba reducido a documentos y el concepto de
metodología histórica a la base documental. La escuela de Annales quiere ir más allá, ya que ve a
esto como una limitación, ampliando el concepto de fuente histórica, que se sigue ampliando hasta
la actualidad. Estamos ante un modelo totalmente moderno, lejos del modelo del siglo XIX.
Tanto Bloch como Febvre se centran en la sociedad, en por que se mueve, que le interesa, su
mentalidad, etc. Sus estudios se centran más en la historia medieval y moderna que en otras épocas.
Ambos se comprometen con una historia social científica, libre de prejuicios patrióticos de historias
nacionales, enfrentada al método positivista y planteada en términos de preguntas y respuestas o
historia-problema.

Los estudios que realizaron fueron de procesos de larga duración, de las estructuras sociales de
forma total y global, las fluctuaciones económicas y las mentalidades en el tránsito de la edad media
a la edad moderna. No fueron ajenos a la realidad de su tiempo y no rechazaron el compromiso
político.
A partir de la II Guerra Mundial se alcanza el apogeo de la escuela de Annales. El asesinato de Bloch
deja a Febvre solo ante la revista. Posteriormente se llegue a la segunda generación de esta escuela
historiográfica con Fernand Braudel (1902-1985) y Ernest Labrousse (1895-1988), que estudian las
estructuras y sus ciclos.
Con estructura se refieren a algo que dura mucho tiempo y el tiempo lo va erosionando. Cuando
hablamos de estructuras hablamos de elementos fijos y estáticos que cambian ligeramente con el
tiempo. Braudel dice que hay tres tiempos: el tiempo largo (estructura), el tiempo medio (ciclos) y
el tiempo corto (acontecimiento). Labrousse introduce elementos como las mediciones
cuantitativas. Estas mediciones significan la consideración, dentro de los tiempos, donde el
historiador debe comprobar series sociales, demográficas o económicas. Serán sus sucesores, Pierre
Chaunu (1923-2009) y Emmanuel Le Roy Laudrie (1929-) quienes continúen con la historia
cuantitativa y social.
La retirada de Braudel representó la privación de cohesión en la escuela de Annales. Esta escuela
dispersó y diversificó sus métodos, influida por distintas tendencias que llegaban a la historia desde
otras disciplinas. Algunos adoptaron el método marxista, como Labrousse o, especialmente, Pierre
Vilar (1906-2003), creciendo su impacto en países como Italia, España y los países de Europa del
este.
No obstante, Annales seguía siendo una tendencia que potenciaba lo social frente a lo político, pero
con una preferencia en la edad media y la edad moderna frente a la prehistoria, la antigüedad y la
edad contemporánea. A pesar de la influencia del estructuralismo y la etnología, el uso cuantitativo
del método acabará dando prioridad a la antropología frente a la historia social de las primeras
etapas. La historia de las mentalidades (una de las grandes aportaciones de la escuela) dio impulso
a una historia sociocultural influida por la antropología, que representa lo mejor de la tercera y la
cuarta generación de Annales.
El materialismo histórico como método historiográfico surge cuando se introdujo este en la
academia, antes era imposible que se diese como escuela o tendencia historiográfica. Las influencias
de Karl Marx (1818-1883) provienen de la filosofía clásica alemana, de la economía política británica
y de las corrientes revolucionarias europeas. La alternativa de Marx es el objetivismo y materialismo
frente a lo que él considera que es subjetividad e idealismo alemán. Para Marx la historia es una
materia básica de análisis, siendo el motor de la historia la lucha de clases. Lo que trata Marx es de
hacer del método dialectico un instrumento de acción revolucionaria, es decir, hacer real el cambio.

La dialéctica marxista esta forjada sobre unas piezas argumentales que se desgranan una tras la
otra. Se plantea sobre la realidad dual: explotados y explotadores. Cada periodo representa un
modo de producción (comunismo primitivo, esclavismo antiguo, feudal medieval y capitalista
moderno). El modo de producción es una realidad histórica concreta y al mismo tiempo una
categoría teórica, ya que cuando las relaciones de producción y las fuerzas productivas entran en
contradicción, surge el conflicto que da lugar al cambio histórico.
El materialismo histórico, como método, es algo propio de los años 20 o 30 del siglo XX, quedando
anteriormente como filosofía genérica o política considerada revolucionaria. Desde la teoría
general, se desnaturaliza la tesis y se fosiliza el dogma del marxismo, formulando nuevas tesis en el
periodo de entreguerras por parte de Georg Lukács (1885-1971), Karl Korsch (1886-1961) y Antonio
Gramsci (1891-1937). Sin el estadio intermedio de las reformulaciones del materialismo histórico
no podríamos entender la escuela de los renovadores británicos de los años 60, todos los miembros
del partido comunista que se acaban independizando del mismo. Estos son Cristopher Hill (1912-
2003), Robert Hilton (1916-2002), Eric Hobsbawm (1917-2012) y Edward Palmer Tompson (1924-
1993).
No constituyeron una escuela en sí misma, ya que no tenían revista como Annales y no colaboraban
entre ellos, aunque si se conocían. Además de ello, las especialidades de cada uno son diferentes y
tampoco comparten universidad. Solo comparten el que todos o casi todos formasen parte del
partido comunista británico y la idea de la función social de la historia.
Rechazan el dogmatismo conceptual y la determinación económica en los fenómenos sociales. Ellos
reivindican una reformulación de la teoría cuando ven la mala práctica que se está haciendo del
comunismo, y lo que hacen es un materialismo histórico flexible y humanista, es decir, los nuevos
protagonistas o la historia “desde abajo”. Hobsbawm plantea que hay que ir de la historia social a
la historia de la sociedad. E. P. Thompson plantea cuestiones metodológicas de gran interés y una
posición ultracrítica al marxismo, ya que este había pasado del modelo de estudio del poder de
derecha al poder de izquierda, planteando una vía culturalista del materialismo histórico y buscando
estudiar la formación de clase como construcción social, la clase en sí y la conciencia de clase.
E. P. Thompson tuvo un enorme impacto social, considerado el más importante de todos ellos, tanto
en Europa como en Estados Unidos. Su obra marcó un antes y un después de manera centrada. En
la España de la renovación, el debate historiográfico sobre la historia social llega en los años 80,
aunque el impacto de estos historiadores comienza en los 70 en forma de traducción de algunas
obras. Fue un historiado atípico. Su principal obra es The Making of the English working class, la cual
tiene varias ediciones y ha sido traducida a varios idiomas. Fue activista en pro de la paz y de la
educación, logrando una gran popularidad entre la sociedad británica de los años 80. Se mantuvo al
margen de los puestos académicos para ejercer la crítica. Fue militante del partido comunista desde
joven y polemista dentro y fuera de la organización.
En torno a los años 30 o 40 surge el empirismo moderno, neoempirismo o neopositivismo. Las
escuelas historiográficas anteriores habían eliminado la rigidez de Ranke. La historia está en una
fase dinámica y, casi en el umbral de la II Guerra Mundial surge la tendencia filosófica analítica que
tiene que ver con un cambio radical en la ciencia, recuperando el rigor y la objetividad del siglo XIX.
La base se encuentra en el rechazo a la metafísica frente a la lógica como reacción a sus “falsos”
problemas y categorías. Ellos creen que, con rigor y exhaustividad, la historia podría ser tan rigurosa
como las ciencias, pudiendo formular leyes de valor universal. El planteamiento surge de la base de
que la lógica es un instrumento de razonamiento, y la verdad o la falsedad de sus enunciados no
garantiza la verdad o la falsedad de la realidad, mientras que la lógica simbólica aporta una
investigación científica y la falsación como prueba.

Como todas las ciencias humanas, el problema de la historia es que el objeto de estudio y el sujeto
cognoscente es el mismo. Tanto la obra de Karl Popper (1902-1994) (el contexto: la cuestión lógica
de la investigación científica y la falsación como prueba como la obra de Carl Hempel (1905-1997)
(la historia a examen: la cuestión de la función de las leyes generales en la historia) proporcionaron
una base a esta escuela historiográfica. La covering law, es decir, la retirada a la probabilidad y los
modelos hipotético-deductivos de la historia; y la criometría y el uso de los contrafactuales fueron
los nuevos elementos añadidos por esta escuela.
La función de las leyes generales de la historia es la explicación casual, que se coloca en el centro de
toda discusión sobre la cientificidad de la historia en Hempel, que tuvo gran influencia del circulo
de Viena y el tratado lógico-filosófico de Ludwig Wittgenstein (1889-1951). Sus implicaciones para
el método histórico fueron el problema de la causalidad, la explicación y las generalizaciones en
Historia.

Aquí se introducen dos operaciones básicas en la manera de hacer historia, que son operaciones
que se realizan en la vida diaria: el procedimiento inductivo y deductivo. El procedimiento inductivo
consiste en que, a partir de leyes conocidas, dadas unas condiciones iniciales en las que se cumplen
tales leyes, se obtiene la explicación por inducción. El procedimiento deductivo consiste en que,
describiendo las condiciones iniciales en las que se produce un determinado hecho y deduciendo
de una o más leyes universales, la conclusión en la que las cosas se suceden de una determinada
manera, da como resultado una explicación por deducción.
Según el procedimiento inductivista, si en una amplia variedad de condiciones se observa una gran
cantidad de tipo A, y si todos los enunciados observacionales particulares tienen, sin excepción, la
propiedad B, puede concluirse que todos los A tienen la propiedad B. Cuando el científico dispone
de leyes y teorías generales puede sacar de ellas conclusiones que le sirven como explicaciones y
predicciones. En este caso su razonamiento es deductivo. La deducción como procedimiento lógico
implica que de la verdad de dos premisas se extrae la verdad de la conclusión. El problema reside
en que la lógica no garantiza la verdad o falsedad de los enunciados, sino solo la corrección del
argumento.
El neoempirismo gobierna la observación, la contrastación y la explicación, de acuerdo a los
parámetros del cientifismo. El investigador observa la realidad y de cada observación extrae un
conocimiento sobre el que formula un enunciado observacional particular. A partir de sucesivos
enunciados observacionales particulares, comprobados y contrastados entre sí, constituye una
deducción de carácter general. Esa deducción es el cuerpo de la teoría, siempre y cuando ningún
enunciado observacional contradiga el enunciado de la ley general sobre la que se asienta la teoría.
Según la explicación tipo covering law, considerando un argumento conocido como, por ejemplo, el
agua se congela a 0ºC (ley general), el radiador de mi coche tiene agua (enunciado observacional),
si la temperatura baja a 0ºC, el radiador de mi coche se congelará. Se puede afirmar que la
explicación y la deducción tienen la misma estructura lógica. Esta estructura supone 3 pasos: 1º. Se
formulan leyes generales. 2º. Se dan las condiciones generales comprobadas y contrastadas. 3º. Se
proporcionan conclusiones explicativas y predictivas.
Tomando esta referencia, Hempel se planteó “explicar” mediante enunciados históricos el ascenso
de Hitler al poder en Alemania en los años 30. Partiendo de una hipótesis universal (las condiciones
económicas criticas favorecen el extremismo político), y admitiendo que en Alemania en esos años
había tales condiciones, se podía deducir que el poder era susceptible de ser conquistado por un
movimiento extremista. Hempel demostró que la posibilidad de establecer predicciones hacia el
pasado quedaba abierta, ya que la única diferencia está en el “tiempo” en que ocurre lo que se
enuncia en las premisas de la explicación. Este procedimiento constituye la base de los
“contrafactuales”, como modelos hipotético-deductivos válidos y útiles para la investigación
histórica.

La New Economic History o nueva historia económica se da en América y es la expresión del


cuantitativismo y las mediciones matemáticas aplicadas a la investigación histórica. La aplicación de
modelos retóricos del análisis histórico bajo los supuestos de la existencia de “leyes” que
determinan el curso de la economía en cualquier época, el crecimiento constante de la economía
capitalista, la modernización económica que implica modernización política y que el método
cuantitativo es aplicable, no solo a los fenómenos de tipo económico, sino también a los de tipo
social.

Los precedentes de la cliometría vienen de los estudios de Alfred Haskell Conrad (1924-1970) y John
Robert Meyer (1927-2009) sobre la economía de la esclavitud. El éxito llega con el uso de
contrafactuales por parte de Rober William Fogel (1926-2006) y sus estudios sobre los ferrocarriles
como factor dinamizador de la economía norteamericana (1964). La polémica viene cuando Fogel y
Stanley Engerman (1936-) con obras sobre la historia de la esclavitud americana, ya que la sociedad
llevaba tiempo planteándose y culpabilizándose de la guerra civil y del problema de la esclavitud,
con una obra que afirma que económicamente esto no fue tan malo. Una serie de historiadores
sociales y culturales cuestionaron estas obras.

En los años 60 ocurre la revolución cultural. En esta década el mundo cambia lo suficiente para
hablar de cambios en sociología, psicología, antropología, etc. lo cual cambia el modelo educativo.
La universidad deja de ser un lugar de élite y se masifica. Esto tendrá una repercusión en la
producción historiográfica e histórica. La investigación sufre una expansión por el interés de la
gente. Bajo este contexto, los historiadores se abren a la sociedad, a los medios de comunicación, a
la prensa, a la radio y a la televisión, entrando plenamente en una historiografía actual presentada
frente a una opinión pública. Esto constituye un desafío para los historiadores. En paralelo también
surge una revolución por el surgimiento del libro de bolsillo y la monografía, es decir, el
conocimiento histórico al alcance del gran público.
Proliferan las asociaciones profesionales de historiadores de diferentes disciplinas: arqueología,
historia política, historia económica, etc. Esto trae consigo el fenómeno de la especialización y la
sectorialización de los estudios históricos, perdiendo interés por las grandes síntesis de la historia y
ganando interés la especialización de campos concretos de historia.
Esto cambia los modos de comportamiento que le afectan y crean un escepticismo ante la noción
clásica de progreso, es decir, que las etapas históricas siguen un guion prescrito de progreso. Surge
el relativismo y la incertidumbre ante la ciencia y se abandona el eurocentrismo por los efectos de
la descolonización, la guerra de Vietnam, los conflictos étnicos y la noción del “tercer mundo”.
Cambia la agenda de los historiadores, siendo las principales tendencias desde este momento:
• Afirmación de los valores tradicionales occidentales.
• Rechazo de esos valores y relativismo cultural radical.
• Relativismo cultural moderado y apelación a valores universalistas por encima de grupos,
clases, religiones, etc.
• El tercer mundo como objeto de conocimiento.
• El “aislamiento” de la historiografía de los países comunistas respecto de la historiografía
occidental.
• La pérdida de cohesión de las “historias nacionales” por países.
Los nuevos enfoques metodológicos serán la crítica de los modelos interpretativos del marxismo y
la sociología, es decir, la interpretación de la historia por etapas. Aparece una nueva forma de
escribir historia en forma de “relato”, es decir, una vuelta a la hermenéutica, pero planteándose el
problema de las relaciones entre realidad y representación de manera muy compleja. Se descubre
el lenguaje como un instrumento de construcción de la realidad, es decir, la diferencia entre el
significante (continente) y el significado (contenido) y el debate de si cambia el continente cambia
también el contenido. Esto es influencia del estructuralismo y el análisis estructural del discurso.
El giro lingüístico es un instrumento para la comprensión de los contextos históricos. Este dice que
la noción de la naturaleza discursiva de la realidad no existe, sino que es lo que se dice de ella. Va
de los conceptos rígidos y estructurales a las representaciones de la realidad.
La relación entre historia y antropología resulta más cómoda y flexible que la relación entre historia
y sociología, ya que la antropología posee una rama de antropología histórica o etnohistoria como
análisis de costumbres, siendo esto más cómodo para los historiadores que los estudios
sociológicos, ya que estos no encajan tan bien con la historia. Nos encontramos pues ante una época
de interdisciplinaridad o pluridisciplinaridad. Se amplía la noción de documento y nace una
complicación del análisis de las fuentes y las metodologías. La fuente ha pasado de ser el simple
documento a ser esto más la historia oral, los conceptos, etc.

Surge un nuevo concepto de cultura según Clifford Geertz (1926-2006) y se comienza a diferenciar
entre cultura material (productos materiales, artefactos, tecnología, etc.) y cultura mental o
inmaterial (creencias, valores, normas, etc.). Se pretendía llevar esta enorme cantidad de
información sobre cultura inmaterial al terreno histórico. La antropología corrobora lo que era una
tendencia entre los historiadores materialistas. Esta es una época de revolución filosófica, de
ruptura con lo anterior y de cambio de mentalidad.
Así surge la postmodernidad, que aún está vigente hoy en día. La crisis del paradigma historiográfico
moderno fue base de la condición postmoderna y la postmodernidad historiográfica. Surge una
crítica a la antropología cultural por parte de Roger Chartier (1945-) y Pierre Bourdieu (1930-2002).
No podemos ignorar la historia y la teoría literaria de Hayden White (1928-) (con influencia de
Michel Foucault (1926-1984)) y Dominick LaCapra (1939-) (con influencia de Jacques Derrida (1930-
2004)).
A partir de estos momentos podemos ver historias alternativas como planteamiento, es decir,
argumentos para la defensa de los nuevos enfoques metodológicos frente a los enfoques
precedentes. El método histórico positivista entra en crisis. El historiador ahora necesita analizar los
textos en contextos determinados (historia intelectual, microhistoria, antropología cultural, etc.).
Le interesa el lenguaje más que la experiencia de los agentes históricos dada la naturaleza
esencialmente textual y lingüística de la realidad, cuestionando la objetividad histórica y tratando
de distinguir entre discurso histórico y ficción, lo cual es prácticamente imposible.

La historia de las mujeres y de género tiene su origen en varias fuentes. En primer lugar, la obra de
Virginia Woolf (1882-1941), que reivindica la historia de las mujeres y un relato distinto al
convencional en el que la mujer es un suplemento. A partir de los años 60 hay un antes y un después
en el feminismo. En España hay una correlación en el feminismo español con el internacional,
aunque no hay una movilización o fenómeno social como en Inglaterra debido al régimen franquista.
Aparece una cuestión y una forma de hacer historia emergente que reclama el sujeto “ausente”
desde la concepción de la historia masculina (his-story) y de la reivindicación de la historia de las
mujeres (her-story), pero aparece el problema de la deconstrucción y el suplemento, es decir, incluir
una breve historia de las mujeres dentro de la historia masculina. Un poco más allá llega el concepto
de género (gender) como criterio diferencial y categoría para el análisis histórico. Destaca en este
aspecto Joan Wallach Scott (1941-), historiadora dedicada a la historia de la mujer y el feminismo.

La historia oral o historia con fuentes orales llega con el cambio paradigmático de la historia en el
que se comienza a dar el concepto de “dar voz a las personas silenciadas”, es decir, escribir historia
sobre la gente sin historia. El concepto clásico es que sin fuentes no hay historia, pero el concepto
moderno dice que la historia se puede hacer, de forma legítima, con fuentes orales teniendo en
cuenta el concepto de memoria colectiva del pasado y la relación entre el pasado y el presente.
El primero en plantear la vía oral como fuente es Paul Thompson (1935-). Su obra se divulgó de
forma masiva, haciéndose muy popular. Esta técnica debe ser usada con mucho rigor y cautela, de
manera complementaria a las fuentes tradicionales. La información debe implicar las tradiciones
orales y el recuerdo personal, teniendo tanto valor el recuerdo como el olvido. Por otro lado, se dan
las historias de vida, es decir, la experiencia como fuente histórica. Esto también se da en la historia
del género. La técnica de la encuesta es una de las claves del método histórico oral. En España llegó
con fuerza en los años 80, alcanzando su fuerte en los 90 y estabilizándose hoy en día.
Algunos de los criterios mínimos de la técnica de la fuente oral son la claridad en la definición de
objeto de estudio; una revisión exhaustiva de fuentes estudiando bien el contexto, sin improvisar;
rigor en el planteamiento de la hipótesis y plan de trabajo; elaboración de cuestionarios base; un
buen diseño de las muestras; una selección rigurosa de informantes; la realización técnicamente
limpia de las entrevistas; el cuidado en la transcripción de las mismas; la contrastación de los
resultados con otras fuentes y la valoración de las conclusiones.
El plan de trabajo implica proyecto, entrevista, almacenamiento y criba. No toda la información vale
y el historiador debe servir como filtro para escoger la información válida y la información inválida.
Hay que tener en cuenta de que en esta técnica prima lo subjetivo, por lo que el historiador debe
convertirlo en algo objetivo afinando el material y dando importancia al grado de representatividad
de la información recogida. El número de entrevistas es importante, ya que con una cantidad mayor
se puede lograr una mayor posibilidad de alcanzar la mayor objetividad posible.

La historia de los conceptos o begriffsgeschichte es una renovación de la historia de las ideas y del
pensamiento político. No es historia de las ideas, sino que tiene otro estatus justificado desde otro
punto de vista teórico. Surge en Gran Bretaña y se inclina hacia la historia intelectual y los conceptos
políticos. En Alemania esta metodología arranca de la filosofía de los conceptos y se adentra como
instrumento de análisis para la historia social precedente, ya que incorpora la historia material y la
“experiencial”, es decir, la historia de las experiencias.

Para Reinhart Koselleck (1923-2006), su máximo representante, “la historia de los conceptos se
concentra en el estudio de la evolución de las palabras particularmente significativas en un largo
periodo de tiempo”.

La microhistoria o alltagsgeschichte forma parte del gran elenco de historia cultural. Bajo el libro
El queso y los gusanos de Carlo Ginzburg (1939-), la microhistoria va de lo particular a lo general,
reduciendo la escala del objeto de investigación a su mínima expresión. Por otro lado, la
alltagsgeschichte es una historia “con semblante humano” de los comportamientos sociales.
El interés de la historia social “renovada” por los efectos del poder y los comportamientos sociales,
a partir de indicios, signos y síntomas para “recrear” los contextos del pasado produce la fusión
entre factualismo y ficción. El regreso de Martin Guerre de Natalie Zemon Davis (1928-) es un
ejemplo de cómo una película basada en hechos reales inspira una investigación. La historia de
Martin Guerre ha sido llevada al cine en su adaptación “El regreso de Martin Guerre”, película que
ha llevado a su vez a una investigación profunda sobre el personaje para llevar a cabo toda la historia
con la mayor fidelidad posible.
El contexto de El queso y los gusanos, escrito en 1976, se encuentra en la historiografía post-68. Este
libro trata de exponer una historia o una experiencia individual como materia histórica. En esta
época los sujetos históricos han cambiado. El título del libro es una metáfora de como los gusanos
fermentan el queso. El libro tiene herencias de Bloch y Braudel, con énfasis en lo social (ya que es
una historia sociocultural), teniendo relación con la “nouvelle historie” de Robert Mandrou (1921-
1984) y la historia de las mentalidades. El libro es digerible para el público. En esta obra hay una
crítica a todos los modelos metodológicos precedentes y contemporáneos, planteando un enfoque
alternativo mas allá de la historia de las mentalidades y del cuantitativismo.
Por otro lado, hay una crítica a la categoría univoca de cultura, es decir, rechaza la noción de
“cultura” como producción de las elites, y la de “cultura popular” como el excedente de la cultura
elitista para las clases bajas. Este historiador plantea el “trans-clasismo” de la cultura hegemónica,
lo que abre el camino para el estudio de las llamadas “clases subalternas” y los cultural studies. La
historia cultural ha estado, desde esta época, dentro de todos los estudios de la historia en mayor
o menor medida.
La historia ambiental o historia ecológica se inscribe en la tradición del ambientalismo y la
modernización por las evidencias del cambio climático, el calentamiento global, las emisiones de
CO2, la deforestación, etc. Es considerada, desde la conciencia ciudadana global, una “revolución”
conceptual y no una simple sectorialización historiográfica.
Las premisas metodológicas de las que parte son: interdisciplinaridad frente al análisis puramente
empirista con ciencias que no estaban presentes en la historiografía hasta el momento: geología,
geografía, climatología, etc. Tiene una vocación transnacional sin interés en el marco nacional,
aunque se da en algunos casos. Da uso a perspectivas biocéntricas como la salud, la energía, el aire,
la tierra, el agua, los recursos, etc. y considera central lo que se relaciona entre todos esos factores.
Da importancia a la dimensión temporal, ya que los estudios ecológicos en el momento los
proporcionan otras ciencias. Es una historia con aspiraciones totalizadoras, es decir, todo enfoque
de historia ambiental cruza entre lo social, lo político, lo cultural y lo natural, aunque también
podríamos fusionarla como historia de la biología fundida con historia política, social, cultural,
moral, natural, etc.
La sociología y la cantidad de nuevos estudios en los años 60 producen una ruptura entre la
historiografía anterior y la actual. Entendiendo anterior de los 60 como los viejos movimientos
sociales y posterior como los nuevos movimientos sociales. En Europa hay una mayor colaboración
entre la política y los estudios, lo cual no significa que estos apoyen a los gobiernos.
Es importante el desarrollo de la historia forestal y de la conciencia ambiental en Gran Bretaña y
Australia en los años 90. En Norteamérica prolifera el ambientalismo y su orientación al servicio de
la protección oficial y la sostenibilidad. La historiografía ambiental europea tiene una distinta
orientación. Por un lado, predomina la historia regional y localizada sobre la historia general, más
extendida en Estados Unidos. Por otro lado, hay una influencia de la realidad del mundo
Mediterráneo. Hay muchos estudios de los agrosistemas en Italia, interés por los cambios del
paisaje; en España hay interés por los agrosistemas, la alimentación y las cuestiones energéticas.
Hubo mucha influencia de los conflictos ambientales en India, Brasil, México, Argentina, etc.
La historia ambiental trata una nueva agenda de trabajo para el siglo XXI y es un ejemplo de la
función social de la historia.

Los cultural studies o estudios de la historia cultural se plantean desde los años 50 en el marco de
la historia social renovada en Inglaterra, aunque su “boom” se produce en los 80 y 90 cuando se
desarrolla en Estados Unidos. Se considera, más que una corriente historiográfica, un “movimiento”
o “red”, siendo objeto de constante polémica.
El concepto de cultura popular, como cultura impuesta desde arriba, con influencia teórica del
concepto de hegemonía de Gramsci y del concepto de superestructura ideológica de Louis Althusser
(1918-1990). Su interés es la interacción de la “cultura” con el poder, es decir, hasta qué punto la
cultura es reactiva con la sociedad y el poder, y desvelar las interrelaciones entre poder y sujeto
(deconstruccionismo de recursos). Su sujeto son las clases o grupos subalternos partiendo de la
interdisciplinaridad como premisa metodológica, reivindicando las miradas heterogéneas como
fusión de lo cultural, aunque no tienen una metodología precisa.

Sus temáticas son variadas, dispersas y diversas, ya sea el género, la sexualidad, las identidades, la
raza, los discursos, la ecología, el colonialismo, el postcolonialismo, etc. Los cultural studies tenían
como referente a Stuart Hall (1932-2014), Richard Hoggart (1918-2014) y Raymond Williams (1921-
1988). El Centro de Estudios Culturales Contemporáneos de la Universidad de Birmingham es un
centro prolífico de estos estudios. En Estados Unidos se trata de dar voz al postcolonialismo y al
orientalismo. Los cultural studies son criticados por la trivialización del análisis histórico.

La historia del tiempo presente o zeitgeschichte se basa en la historia, la memoria y la identidad


como los tres pilares sobre los que se construye el pasado desde el presente. Hay una nueva noción
de memoria colectiva debido a que lo que interesa ya no es lo que realmente ocurrió, sino la
interpretación del conjunto de todas las historias parciales.
La noción renovada de la memoria colectiva en relación con la historia nos hace desarrollar la idea
entre memoria individual, colectiva y social. La memoria individual tiene presencia del pasado en el
sentido más simple del termino; la social, es el nivel más bajo de interiorización de la memoria
colectiva; por último, la memoria colectiva es la conservación de recuerdos comunes a todo un
grupo de personas y su recepción y transmisión hacia el futuro (de carácter incompleto, selectivo y
reelaborado del “recuerdo”). La memoria colectiva ha sido utilizada políticamente silenciando a
unos y amplificando a otros.
La memoria histórica es la experiencia vivida (o mitificada) por una colectividad viva y en cuya
identidad está el sentimiento del pasado. La memoria no es historia, la historización de la
experiencia pervierte el uso de la memoria. La historia del tiempo presente requiere una
metodología diferente y precisa.
La cuestión terminológica del tiempo presente es un debate que no llegó a consenso, aunque se
identifica con el termino alemán zeitgeschichte. Los términos que se manejaron fueron la historia
del tiempo presente, la historia inmediata, la historia actual y la historia vivida. El concepto “tiempo
presente” está vinculado a la conciencia de “contemporaneidad” como un terreno de grandes
cambios, rupturas, saltos y discontinuidades, ya que es el periodo, hasta el momento, en el que hay
una mayor cantidad de cambios en un corto espacio de tiempo. Además, es una época que se
combinan y coexisten temporalmente todas las culturas del mundo, ya sean tribales, complejas, etc.

En el tiempo presente está el acontecimiento, la memoria, el testigo y la memoria social. Hay un


debate entre los conceptos “acontecimiento” y “proceso”. ¿Es el acontecimiento un suceso dentro
de una serie de acontecimientos o un proceso que rompe la normalidad? El concepto de
acontecimiento es clave. La historia no es un depósito o contenedor del pasado, sino la conciencia
de la temporalidad de lo vivido y no solo de lo heredado. Es indudable que un acontecimiento abre
un proceso. La temporalidad de lo vivido recupera lo que nos sucede en el tiempo de la historia. La
historia no solo viene dada por lo que nos han contado, sino que además viene con la construcción
temporal del tiempo presente.
La historia del tiempo presente tiene sus principales centros europeos especializados en Múnich
(Institut für Zeitgeschichte München – Berlin o IFZ), Viena (Institut für Zeitgeschichte der Universität
Wien) y París (Institut d'histoire du temps présent o IHTP). En España fue importante la influencia
del IHTP.
Todas las instituciones dedicadas al tema desarrollan una intensa labor de recuperación documental
y divulgación: recopilación documental de series hemerográficas dispersas, colecciones personales,
dossiers, revistas, memorias, correspondencias, fotografías, videos, etc., muy lejos del modelo
clásico de archivo. La promoción de los equipos de investigación tuvo una agenda determinada
sobre la historia social, política, económica, cultural, de prensa, relaciones internacionales, etc.
capaces de interrelacionarse y trasvasar resultados. En un principio estos grandes temas se
centraron en la II Guerra Mundial en base a la memoria histórica de los supervivientes.
Los orígenes teóricos de la memoria histórica en la sociología provienen de las obras de Halbawchs
y Karl Mannheim (1893-1947). Marc Bloch, Jacques Le Goff y Pierre Nora (1931-) tienen la idea de
memoria colectiva en las tres generaciones de Annales. Nora representa la memoria como
experiencia de vida, expuesta al recuerdo y al olvido, a la manipulación y a la utilización. La historia
es una construcción “problemática” de lo vivido, como una representación del pasado a partir de
análisis críticos y operaciones intelectuales desmitificadoras de lo analizado. Tiene influencia de Paul
Thompson y The voice of the past.
Las tipologías historiográficas de memorias se dan en torno a los conceptos de clase, pueblo, nación,
genero, memoria familiar, popular, obrera y política.

A partir de aquí se incorpora el recuerdo al mismo nivel que el olvido: la construcción de los
“lugares” de la memoria. El patrimonio, los museos y las conmemoraciones dan un doble juego del
pasado y presente con la teatralización, los símbolos y la reescritura de la historia, con un criterio
de discriminación de unos aspectos sobre otros, siendo aquí donde se puede manipular la historia.
La memoria es un recurso para la sociohistoria: se supera la oposición de individuo-sociedad,
subjetividad-objetividad y “democratización” del conocimiento científico de la historia.
Los lugares de la memoria son el resultado de múltiples procesos y el producto de diversas tensiones
y acuerdos entre diversos agentes que no siempre son evidentes en los emplazamientos de la
memoria. La construcción de lugares de la memoria puede ser interpretado como una articulación
entre el pasado y el presente, en permanente movimiento, a pesar de su carácter aparentemente
“petrificado”.
De esta relación surge su sentido y su poder comunicador. De su transcendencia se desprende la
complejidad de las intenciones primeras sobre las que estos lugares se construyen y nos permiten
problematizar los contextos de emergencia de una determinada política de memoria. Los lugares
de conmemoración funcionan como soportes y anclajes materiales de las practicas memoriales, en
los que se articulan problemáticamente las diversas tramas que los construyen. Los memoriales
permiten “leer” a través de la memoria que aspira a dar significado al pasado resignificándolo
(visualizan denuncias sobre el pasado, ritualizan el recuerdo y lo multiplican distanciándolo del
monumento tradicional).
La “guerra de memoria” es un debate sobre el “deber de la memoria”. Tzvetan Tódorov (1939-2017)
es quien más trabaja este concepto: ¿es la memoria una obligación ética?, según él, el deber de la
memoria es ético y sería la sociedad quien tiene que reclamar al Estado una parte de la memoria.
Marx fue siempre crítico con la memoria, porque la idea de memoria que se tiene a mediados del
siglo XIX era de conmemoración, memorial, estatuas, celebraciones, etc. de los héroes reaccionarios
y revolucionarios, siendo esto una distracción mientras se mitifica el héroe y se ignora la historia.
Mitos que habría que erradicar.
Gramsci, en los años 20 y 30 del siglo XX, escribe admitiendo que el recuerdo colectivo es
significativo, pero proponía tratarlo con el rigor de la crítica para “resignificarlo”, sacándolo del mito
y la leyenda, es decir, contarle a la gente quienes fueron esos héroes míticos.
Walter Benjamin (1892-1940) acepta la memoria y la redefine en términos de imperativo ético, en
la línea de Todorov. Benjamin lo hace por la visión y la cuestión del holocausto.
En cuando a las guerras de memoria, los temas más recurrentes han sido el holocausto (la “querella
de los historiadores” en Alemania), la resistencia antifascista en Francia, Italia, etc., la Guerra Civil
Española y el franquismo, las dictaduras militares latinoamericanas de Argentina, Chile, Uruguay,
etc. las diferentes vías de transición democrática en Europa del Este, etc. Por otro lado, se dan temas
más pasados como la colonización, la esclavitud, etc.

La historiografía española durante el franquismo se basa en el Consejo Superior de Investigaciones


Científicas, creado expresamente por un decreto franquista en el que se plantea de manera explícita
la impronta católica a la ciencia. Estudiar las vertientes del krauspositivismo y las posteriores del
CSIC es importante para ver la diferente cientificidad entre una y otra. Hay que partir de que, en la
España de Franco, la historia es parcial, censurada, interpretada y utilizada en favor del régimen.
Esta visión “menendezpelayista” de la historia por parte del franquismo caracteriza el catolicismo
de esta.

Esto coloca a España de espaldas a la metodología e historiografía internacional de tendencia liberal.


Las excepciones en la tendencia historiográfica española que el régimen acabo “aceptando” fueron
las de autores como Ramón Carande (1887-1986), Luis García de Valdeavellano (1904-1985),
Carmelo Viñas y Mey (1898-1990), Melchor Fernández Almagro (1893-1966), Manuel Ballesteros
Gaibrois (1911-2002). Por otro lado, los “expulsados” o exiliados fueron Rafael Altamira (1866-
1951), Pedro Bosch Gimpera (1891-1974), Antonio Ramos Oliveira (1907-1975), Francisco González
Bruguera, Manuel Núñez de Arenas (1886-1951), Ferran Soldevila i Zubiburu (1894-1971), José
Deleito y Piñuela (1879-1957), etc.

Los “nuevos” historiadores españoles no tienen propiamente una “nueva” historia, sino casos
aislados de historiadores interesados en renovar sus métodos y ampliar sus enfoques. Jaume Vicens
Vives (1910-1960) fue en los años 70 una autoridad de referencia española. Su tesis está presentada
en catalán con una actitud desafiante y enfoques atípicos, muy transversal ya que tocaba diferentes
temas.
La influencia de Annales en España trajo consigo la historia-problema, la interdisciplinaridad, la larga
duración, las estructuras/coyunturas, el interés por la dinámica social y la introducción de nuevas
fuentes. Por otro lado, tenemos los historiadores “inclasificables” (por no ser de derechas ni de
izquierdas pudiendo coexistir con el franquismo sin demasiados problemas) como José Antonio
Maravall (1911-1986) o Antonio Domínguez Ortiz (1909-2009) entre otros.
Entre los “contemporaneistas”, con base en la recuperación de los siglos XIX y XX como objeto de
estudio tenemos a José María Jover Zamora (1920-2006) (historia social y las relaciones
internacionales), Manuel Artola Gallego (1923-) (historia política) y Manuel Tuñón de Lara (1915-
1997) (movimiento obrero en la historia de España). No todos son hispanistas propiamente. El caso
de Tuñón de Lara es especial, ya que desde Francia anima una serie de estudios de España entre los
franceses. Los contemporaneistas recuperan el estudio de los siglos XIX y XX, lo cual tenía cierto
carácter de aventura durante el régimen. Jover tuvo en 1955 un primer contacto con Annales,
habiendo en él una influencia de la escuela histórica alemana que quiso ocultar por la relación con
el nazismo que tenía dicha escuela en esos años. Los hispanistas tuvieron diferentes tradiciones y
un mismo interés por la historia de España.

Las influencias externas y las renovaciones externas (ya que España dependía del exterior),
provienen de Francia con Annales con su cuantitativismo, estructuralismo e historia de las
mentalidades. Dentro de esta influencia están los hispanistas y el hispanismo con historiadores
como Pierre Vilar (1906-2003), Bartolomé Bennassar (1929-) o Joseph Pérez (1931-) entre otros. Por
otro lado, hubo influencia anglosajona y germánica, y con ellos hubo una renovación en la historia
política, introduciéndose la sociología electoral, el sistema de partidos, etc. La historia económica
creció y se desarrolló y hubo una demanda social de nuevos temas y enfoques.
Los temas que trataron los hispanistas fueron el Imperio, los Reyes Católicos, la Segunda República
y la Guerra Civil, impulsando la historiografía y acercándola a la gente. Esto fue tratado por Gerald
Brenan (1894-1987), Raymond Carr (1919-2015), Paul Preston (1946-), Hugh Thomas (1931-2017),
Edward Malefakis (1932-2016), Geoffrey Parker (1943-), John Elliott (1930-) y Stanley George Payne
(1934-).

La cuestión sobre la historia local y regional da lugar a debate sobre la moda o el enfoque
metodológicamente justificado. El localismo es algo negativo, ya que busca una historia local por el
hecho de que la consejería de turismo va a pagar la cuestión, entre cualquier otra causa de este
tipo.

Hoy en día hay una normalización historiográfica en España. Una de las ramas que más se ha
desarrollado es la historia contemporánea y la historia social, desarrollándose también la historia
económica construida como una historia independiente, en muchos casos inscrita a las carreras de
economía.
Si lo planteamos en términos de fortalezas y debilidades, en cuanto a fortalezas tenemos el
desplazamiento de la metodología “tradicional” y la generalización de los nuevos enfoques: nueva
historia cultural, microhistoria, vida cotidiana, historia del género, historia ecológica, prosopografía,
etc. con un enfoque moderno. Surge un empuje de historiadores jóvenes por la ruptura con el
pasado, viendo este como la historia del fracaso colectivo de la historia de España. De forma
historiográfica hubo un cuestionamiento sobre la “excepcionalidad” (la consideración de que la
historia es peculiar, en clave pesimista en el caso de España) y “meridionalidad” (la consideración
de que las naciones vivas con las septentrionales y las moribundas las meridionales). En cuanto a
debilidades se da la persistencia de los métodos importados y la falta de escuelas historiográficas
autóctonas, la falta de tradición en historia comparada y en historia internacional, la dependencia
historiográfica de las reglas del “mercado” historiográfico internacional y la amenaza de la falta de
financiación pública para la investigación en ciencias sociales y humanidades, ya que puede truncar
los avances hechos hasta hoy.
En el siglo XXI se plantean las siguientes preguntas:

• Después del “giro lingüístico” y la “posmodernidad” ¿queda algo de la antigua historia total?
• ¿Es posible pensar en una historia global que no sea una mera recreación de la vieja “historia
total”?
• ¿Es posible una historia más allá del marco nacionalista?
• ¿No hay nada útil para los historiadores en el análisis del lenguaje?
• ¿Las historias sectoriales son incompatibles con los enfoques globalizadores?
• ¿Ha acabado la historia cultural con las categorías “macrohistóricas” del Estado, Mercado,
Estructura social, etc.?
• ¿Sigue vigente el dialogo interdisciplinar?
• ¿Tiene sentido hoy una historia basada en la relación hombre/naturaleza/sociedad?
• ¿Sigue teniendo la historia una función social?

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