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TEMA II.4 ILUSTRACIÓN Y ROMANTICISMO

1. El siglo XVIII. La crisis del Antiguo Régimen. La revolución burguesa.


Los nuevos conceptos de literatura, estética y géneros. Las nuevas funciones del
escritor y los intelectuales

El siglo XVIII

Desde el punto de vista histórico y cultural, el s. XVIII es uno de los períodos más
interesantes de nuestra historia. Ello contrasta, sin embargo, con el escaso interés que la
literatura de este tiempo ha despertado y despierta entre la crítica: el s. XVIII es la centuria
menos estudiada de nuestras letras.
Es cierto que, con respecto al s. XVII y a algunos autores del s. XIX, el s. XVIII no
ha producido figuras comparables: no hay un Cervantes, un Lope o un Galdós. Sin
embargo, escritores como el Padre Feijoo o como Moratín desempeñaron un papel muy
importante en el desarrollo de géneros como el ensayo y el teatro. Además, el registro
literario de la prosa culta del s. XVIII es el modelo que se impone hasta la actualidad.
¿Por qué, entonces, este olvido? En gran medida, a causa de diversos prejuicios
combinados. Por una parte, los Románticos, al irrumpir en la escena cultural y literaria del
s. XIX, se presentaron como innovadores revolucionarios por oposición a las letras del s.
XVIII, que consideraron poco originales. Hoy, en pleno s. XXI, seguimos compartiendo
algunos prejuicios románticos, como la originalidad artística como principal mérito de una
obra. Pero no es justo evaluar una época literaria como el s. XVIII con criterios estéticos
posteriores.
Además, la crítica decimonónica de la escuela de Menéndez Pelayo condenó las
novedades del s. XVIII como herejías «afrancesadas». Como es notorio, el s. XVIII
europeo está marcado por la Ilustración francesa y, en general, europea los ilustrados
ingleses e italianos también influyen en España. El movimiento, además de extranjero, es
marcadamente laico, incluso anticlerical. En el s. XVIII, los defensores de la ortodoxia
religiosa, y de la cultura y las letras tradicionales, ancladas en los modos del Barroco, se
opusieron a las innovaciones llegadas de Europa. Pero incluso en el s. XIX, Menéndez y
Pelayo enfoca la cultura desde un punto de vista marcadamente cristiano escribió, de
hecho, una Historia de los heterodoxos españoles, sobre la evolución de las ideas religiosas
ibéricas, en donde heterodoxo vale por ‘hereje’; por eso, no ve con buenos ojos el s. XVIII
hispano, que importa ideas liberales y laicas ajenas al tradicionalismo español. El resultado
es que, por este prejuicio religioso-moral, la crítica decimonónica condenó el arte literario
del s. XVIII, de manera notablemente injusta.

La crisis del Antiguo Régimen. La revolución burguesa

Desde finales del s. XVII, el sistema de creencias del Antiguo Régimen había
entrado en crisis: la concepción aún marcadamente religiosa de la realidad sobre todo en
los países de la Contrarreforma como España y el absolutismo monárquico empiezan a
ser discutidos con creciente resistencia.
En este contexto, la burguesía, hasta ese momento solo poder económico,
comienza a disputar a la aristocracia los puestos de gobierno. De este modo, la sociedad
estamental, basada en la nobleza de sangre, es poco a poco reemplazada por una sociedad
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de clases, basada en la riqueza. En líneas generales, el impulso burgués renueva los


conceptos de sociedad, política y cultura.
Antes que en Dios, se confía en la Razón: se intenta reducir toda la experiencia
humana a principios lógicos, racionalistas. Si los humanistas confiaron en la cultura antigua
para mejorar el mundo, en el s. XVIII se reivindica la razón humana como principio rector
de todas las cosas: la razón ilumina el llamado «Siglo de las Luces» europeo, cuyo punto de
referencia es Francia.
La mayoría de los ilustrados españoles se declara profundamente católica —desde
luego, el Padre Feijoo o el Padre Sarmiento, pero también Jovellanos—; sin embargo,
incluso estos autores defienden una separación más nítida entre el mundo espiritual y la
naturaleza, entre la fe y la ciencia. En una postura más osada, como alternativa al
cristianismo tradicional, una simple y vaga creencia en Dios, el deísmo, cada vez cuenta con
más adeptos en Europa. En este contexto, los Jesuitas, reaccionarios enemigos de las
Luces, son expulsados sucesivamente de Portugal (1759), Francia (1764) y España (1767).
Como resultado del escepticismo religioso, se postula la separación entre la Iglesia y el
Estado, desde entonces base de los estados modernos.
Nace también una nueva forma de gobierno, el Despotismo ilustrado, desde cuyo
lema «Todo para el pueblo, pero sin el pueblo» se constituye un absolutismo renovado que
idealmente pretende defender a los ciudadanos sin considerar sus opiniones, pues en
Europa no se concibe aún la democracia como modelo político viable —la primera
constitución democrática moderna surge en América algo después: la carta magna de los
Estados Unidos (1787)—. Por la vía del Despotismo se pretende reformar la realidad para
hacerla más «razonable» y beneficiosa para la población: se fundan industrias públicas,
academias, museos y se estimula la enseñanza. En la práctica sigue instaurada una
monarquía dinástica y autoritaria, aunque sus ministros son a menudo burgueses que
defienden los intereses de su clase.
Todo este nuevo estado de cosas culmina en Europa con la Revolución Francesa de
1789, que supera el Despotismo Ilustrado: la nueva ideología revolucionaria e igualitaria se
sintetiza en el lema «Libertad, igualdad, fraternidad», que, frente al viejo «Todo para el
pueblo, pero sin el pueblo», reivindica los derechos y la voz de la ciudadanía. Como cabía
esperar, la novedad tendrá detractores reaccionarios en países como España.
El s. XVIII español se abre con la instauración de una nueva dinastía: los Austrias
son reemplazados por los Borbones con Felipe V (1700-1746). La nueva dinastía francesa
favorece la incorporación de las novedades sociopolíticas y culturales del país vecino. De
entrada, se impone una organización centralizada a la manera de Francia: España deja de
estar constituida por reinos y se convierte en estado único.

Cronología de los reinados

Felipe V (1700-1746).— A la muerte sin descendencia de Carlos II, sube al trono el


duque de Anjou, el borbón Felipe V, pero la disputa entre los partidarios de los borbones y
de los austrias provoca una guerra civil (1707-1713). El cambio de dinastía supone la
pérdida de las posesiones españolas en Italia y los Países Bajos. Desde el punto de vista
organizativo, los borbones imponen el fuerte centralismo francés, con lo que en el s. XVIII
desaparecen definitivamente los reinos de Castilla y Aragón.
Fernando VI (1746-1759)—. Superada la fase de aclimatación de la monarquía
borbónica, el reinado de Fernando VI es un período brillante de reformismo ilustrado,
sobresaliente prólogo del reinado de su sucesor.
Carlos III (1759-1788)—. Es el período más beneficioso para el país, con
importantes reformas económicas y sociales en la más perfecta esencia ilustrada. El
monarca adopta también decisiones polémicas. Así, en 1765 se prohíbe la representación
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de autos sacramentales y en 1788 de comedias hagiográficas, no por anticlericalismo


como entendieron los reaccionarios, sino por tratarse de un género inverosímil,
agotado, que no enseñaba ideas nuevas, pero también por lo indecoroso de sus
representaciones —por ejemplo, actrices de agitada vida sexual interpreban el papel de la
virgen María, ante los chistes soeces del público—. Más revuelo representó la expulsión de
los Jesuitas en 1767, enemigos de la Ilustración y de las reformas sociopolíticas de los
borbones.
Carlos IV (1788-1808).—. El nuevo gobierno constituyó una dura regresión
respecto de los avances de su predecesor, en gran medida como reacción defensiva contra
del carácter antimonárquico de la Revolución francesa. En España se produce una
involución conservadora, aunque también resiste la ideología liberal que, poco después,
cristalizará en las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812. Uno de los políticos más
influyentes de la época, Manuel Godoy, es nombrado primer ministro en 1793.

Los nuevos conceptos de literatura, estética y géneros. Las nuevas funciones


del escritor. Los intelectuales

Como veíamos en el Tema I, hasta mediados del s. XVIII, cuando se pretende


designar el actual concepto de literatura, se emplean términos y expresiones como letras,
bellas letras, letras humanas, elocuencia, verso y prosa, o poesía, esta voz abarcadora del verso y la
prosa.
En las primeras décadas del s. XVIII, el sentido de literatura solo había variado
ligeramente: el término, que en un principio se refería al ‘arte de leer y escribir’, pasa a
designar también la cultura de la gente de letras y, sobre todo, el resultado de la actividad
del letrado. Hacia 1775 aparece el concepto de literatura nacional, la producción escrita
asociada a un pueblo y una lengua; y, pocos años después, la idea de literatura en abstracto,
como fenómeno estético general. Simultáneamente, la noción de ciencia, inicialmente más
amplia —en la Edad Media, por ejemplo, uno de los nombres de la poesía era gaya ciencia—,
cobra el sentido actual, ceñido a las ciencias exactas, fisicoquímicas y naturales.
En la base del proceso de restricción del concepto de literatura hasta significar
‘literatura poética’ está la teoría estética de Kant expuesta en su Crítica del juicio (1790), según
la cual el arte es una finalidad sin fin concreto. La esencia de la literatura poética, entonces,
es notablemente distinta de la matemática, pero también de la historiografía o de la ética. El
principio sienta las bases del divertimento y la ficción como pilares literarios. Sin embargo,
el planteamiento de Kant tendrá repercusión en el s. XIX: en el s. XVIII aún se asocia la
literatura al didactismo, como consecuencia del pensamiento ilustrado.
Los intelectuales del s. XVIII advirtieron el estado de postración de la cultura
española con respecto a los países avanzados de Europa, como Francia e Inglaterra. Este
estado de cosas venía de atrás, ya del s. XVI, cuando Felipe II cerró las fronteras culturales
de España y prohibió, por ejemplo, que se estudiase en universidades extranjeras. En un
país contrarreformista, las ciencias, que discutían dogmas y creencias cristianas por
ejemplo, la vieja teoría geocéntrica, se vieron con recelo, con sospechas de herejía, de ahí
que la ciencia española quedase descolgada respecto de Europa.
En el s. XVIII, para reconducir a España a la altura de los tiempos, los escritores
entienden su labor en función utilitaria. Se recupera, así, aunque por distintas razones, el
afán didáctico que había caracterizado a la literatura medieval: en la Edad Media primaba
un didactismo religioso-moral; en el s. XVIII, en cambio, es característico un didactismo
práctico laico y reformista. El escritor del s. XVIII, especialmente en la primera mitad de la
centuria, busca la utilidad, el aprovechamiento, de ahí que apenas se cultive la literatura
recreativa de ficción. Por el contrario, las letras se convierten en un campo de estudio de
los problemas del tiempo. Se cultiva el ensayo la gran novedad dentro de los géneros
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literarios, desarrollado en Europa desde el s. XVI, la poesía didáctica y el teatro de


formación. En el s. XVIII, los vínculos entre la literatura y la sociedad, la política y la vida
son más intensos que en cualquier otro período.

2. El Siglo de las Luces: Ilustración y reformismo dieciochesco. La


transición postbarroca. Rococó, Prerromanticismo y Neoclasicismo. Las «escuelas»
salmantina y madrileña

El Siglo de las Luces: Ilustración y reformismo dieciochesco

El movimiento cultural que alienta el imperio de la razón es la Ilustración, que se


constituye en Europa desde Francia, especialmente, pero también Inglaterra e Italia, como
principales abanderados. Entre 1751 y 1772 se edita la magna obra que fundamenta la
Ilustración: la Encyclopedie francesa, dirigida por Diderot y D’Alembert, que en treinta y siete
volúmenes intenta recopilar todos los saberes humanos basándose tan solo en principios
racionalistas.
En España, a principios del s. XVIII, la situación de las letras, las artes y, sobre
todo, las ciencias es lamentable: se persiste en los viejos esquemas de las centurias
anteriores, desfasados frente a los países europeos más avanzados. Con todo,
paulatinamente, las ideas ilustradas van entrando en España por caminos diversos:

 A través de traducciones, sobre todo de obras francesas.


 Mediante la difusión de la filosofía racionalista de la Enciclopedia o del inglés
John Locke.
 Gracias a la publicación de los primeros periódicos, en la línea de los diarios y
semanarios europeos, que discuten problemas de actualidad el Diario noticioso (1758) es el
primer periódico diario español—.
 A la labor pionera de ilustrados como el Padre Feijoo o su discípulo el Padre
Sarmiento.

Pero las nuevas ideas difícilmente se habrían asentado sin el beneplácito de la


corona. Lentamente, con el apoyo de los Borbones se imponen reformas decisivas en todos
los ámbitos de la vida, frente a la hostilidad de los sectores aristocráticos, que tachaban a
los reformistas de afrancesados y herejes.
La mejora de las condiciones de vida propicia el aumento de la población: de 7,5
millones de habitantes se alcanzan los 10 millones a finales de centuria. En un principio,
por la gran abundancia de aristócratas, eclesiásticos y mendigos, solo el 25% de la
ciudadanía es laboralmente activa: como herencia medieval que pervivió en la época de los
Austrias, el trabajo se consideraba aún una maldición divina, aunque a finales del s. XVIII
la proporción de población trabajadora española empieza a acercarse a niveles europeos.
La cultura resulta extraordinariamente beneficiada de esta nueva actitud reformista.
En este contexto, destaca la fundación de bibliotecas, academias y museos, todavía
fundamentales en la cultura actual:

 La Biblioteca Nacional (1712), con libros procedentes de la Biblioteca Real y


muchos otros comprados para nutrir sus fondos, sobre todo franceses.
 La Real Academia Española (1713), constituida por un grupo de intelectuales
presididos por Juan Manuel Martínez Pacheco, marqués de Villena. Entre 1726 y 1739 la
Academia publica el Diccionario de Autoridades, en donde cada palabra va «autorizada» por la
cita de un autor canónico —sobre todo del s. XVII—, aún hoy un instrumento
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imprescindible para el estudio de las letras del Siglo de Oro. En 1741, la Academia publica
su primera Ortografía y en 1771 la primera Gramática.
 La Real Academia de la Historia (1735), cuya misión es proteger el pasado
histórico y documental de España.
 La Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (1752).
 En diversas ciudades españolas, desde 1774 se fundan Sociedades de Amigos
del País y Juntas de Comercio, que alientan de forma especial las ciencias naturales y las
disciplinas técnicas.
 El Museo del Prado (1785).

La transición postbarroca

El movimiento más característico de las letras europeas del s. XVIII es el


Neoclasicismo, manifestación literaria de los principios racionalistas. En España, sin
embargo, su instauración es más lenta que en Francia, Inglaterra o Italia, por lo que
tradicionalmente se considera una etapa previa de aclimatación de las letras, cuya esencia es
la crítica del barroco y una primera toma de contacto con el neoclasicismo francés.
Esta primera fase antibarroca llega hasta mediados del s. XVIII. El principio
intelectual y literario rector es la crítica ‘juicio, análisis, evaluación razonada’, que da lugar a
obras utilitarias y reformistas en géneros como el ensayo y la sátira, sin apenas interés por la
literatura de ficción y recreativa. Frente a la complicación barroca, el estilo se hace llano,
más próximo al registro del habla culta.
Con todo, la estética barroca, asumida y reiterada mecánicamente por autores de
tercera fila que no aportan novedades, todavía entra en el s. XVIII. Si acaso, Diego de
Torres Villarroel (1693-1770), imitador del Quevedo picaresco, es un autor de relativo
interés, especialmente por su curiosa autobiografía Vida del doctor don Diego de Torres
Villarroel.
Frente a estos escritores barroquizantes, se alza, desde el punto de vista de la teoría
poética, un tratadista capital, Ignacio de Luzán (1702-1754), autor de una Poética (1737) en
donde intenta regular la literatura con los nuevos preceptos recuperados en Francia por
Boileau, a su vez inspirado en los tratadistas neoaristotélicos italianos de los ss. XV y XVI,
a los que Luzán también conoce de primera mano.
La personalidad literaria más destacada de este período es el orensano fray Benito
Feijoo y Montenegro (1676-1764), conocido como el Padre Feijoo, benedictino formado
en Salamanca y catedrático de Teología en Oviedo. Feijoo cultivó un género literario
asentado en Europa desde el s. XVI —a imitación de Michel de Montaigne (1533-1592)—,
que en España apenas había tenidos ecos: el ensayo, al que si acaso se pueden buscar
precedentes ibéricos en la miscelánea del Siglo de Oro la Silva de varia lección de Pero
Mexía o el Jardín de flores curiosas de Antonio de Torquemada.
Los ensayos de Feijoo están recopilados en dos voluminosas obras:

— Teatro crítico universal (1726-1740), ocho gruesos tomos en donde trata los
asuntos más diversos —filosofía, literatura, arte, física, ciencias naturales, leyendas y
tradiciones populares...—. Teatro significa aquí ‘panorama, visión de conjunto’, sin relación
con el arte dramático, con un subtítulo no deja lugar a dudas: Discursos varios en todo género de
materias para desengaño de errores comunes.
— Cartas eruditas y curiosas (1742-1770), de cinco tomos, en donde trata estas
mismas cuestiones en molde epistolar.

Escritas en un estilo llano y elegante, las obras de Feijoo resultan aún hoy de lectura
amenísima. En líneas generales, su objetivo primordial es desterrar los errores, los embustes
y la superstición de la vida española. Valiéndose de su sólida formación cultural pero
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también del sentido común, Feijoo reflexiona críticamente sobre la realidad: niega el
principio del argumento de autoridad y reclama la comprobación empírica de las cosas.
Feijoo, fraile benedictino y teólogo, desliga perfectamente la religión de la
naturaleza, confusión característica de la Contrarreforma. Con los instrumentos de la razón,
reivindica la necesidad de estudiar la naturaleza al margen de la religión, lo cual le reportó
diatribas furibundas por parte de los sectores más inmovilistas. El rey Fernando VI, con un
decreto que ejemplifica bien la esencia del Despotismo Ilustrado, salió en su defensa y
prohibió oficialmente que se le atacase.
La actividad reformadora de Feijoo demuestra algo que vale para todo el s. XVIII
español: que es un período crítico, pero no heterodoxo ni revolucionario. No se niegan los
dogmas cristianos, aunque se discute el poder absoluto de la religión sobre la sociedad, la
política y el pensamiento.
La obra completa de Feijoo puede consultarse en línea en la Biblioteca Feijoniana
[http://www.filosofia.org/feijoo.htm].
Discípulo directo de Feijoo fue el padre fray Martín Sarmiento (1695-1771), cuya
obra tuvo menor repercusión por haber permanecido inédita casi en su totalidad:
Sarmiento manuscribía principalmente para los miembros de su comunidad benedictina y
su círculo intelectual —el mismo de su maestro—, y renunció a a imprimir sus obras para
escribir con libertad, al margen de los polemistas que tanto importunaron a Feijoo. No
obstante, en el s. XVIII, poco después de su muerte, se estampan sus Memorias para la
historia de la poesía y poetas españoles (1775), hito fundamental en la naciente historiografía de la
literatura española. Otra de las más apreciadas líneas de investigación de Sarmiento fue la
defensa y estudio de la lengua gallega, tarea en la que también fue pionero.
En este período antibarroco, destaca también otro sacerdote, el jesuita Francisco de
Isla (1703-1781), que ridiculizó el barroquismo en la oratoria sagrada con su narración
satírica Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas, alias Zotes, quien «aún no sabía
leer ni escribir, y ya sabía predicar».

Rococó, Prerromanticismo y Neoclasicismo

Tras esta fase antibarroca de adaptación a los nuevos esquemas de las letras
ilustradas, en donde la crítica predominó sobre la creación literaria, la fase más
característica de la Ilustración europea es el Neoclasicismo. Por ello, hasta hace unas
décadas, en nuestra historiografía literaria fue usual emplear este término para caracterizar
toda la literatura del s. XVIII. Sin embargo, conviene considerar asimismo el Rococó y,
sobre todo, el llamado Prerromanticismo.
La etiqueta menos empleada en sentido literario es Rococó, que en principio
designa una corriente de las artes figurativas desarrollada en Francia a partir de 1725, que se
caracteriza por el exotismo y la sensualidad, con temas galantes y amorosos e interés por la
naturaleza como enclave de los placeres mundanos. Pero su aplicación a nuestra historia
literaria es tardía y no está muy generalizada, en referencia a un tono menor, elegante y
frívolo de cierta poesía dieciochesca, como actualización de la antigua poesía bucólica y
anacreóntica —de Anacreonte, el poeta griego célebre por su poesía amorosa de corte
hedonista, en exaltación de los placeres cotidianos y elementales—. Este enfoque se
advierte en la lírica menor de José Cadalso, y tiene un excelente exponente tardío en Juan
Meléndez Valdés.
Con simultaneidad a los caracteres más obvios del Neoclasicismo, dominado por la
razón, desde el último cuarto del s. XVIII un conjunto de autores exploran otras vetas.
Este movimiento se caracteriza por:

 Tendencia hacia el sentimentalismo.


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 Defensa de la libertad del ser humano, en donde se engloba la creación literaria.


 Frente a las realidad perfecta y contenida, se prefiere lo irracional y misterioso:
la tormenta, la noche, las ruinas, los cementerios, las apariciones de ultratumba...

En Europa, la nueva sensibilidad se difunde desde Inglaterra, por influjo de poetas


como James Macpherson (1736-1796), y en Suiza, de la mano del pensador Jean Jacques
Rousseau (1712-1778).
Tal corriente se conoce con el discutible rótulo de «Prerromanticismo», porque sus
características se consideraron precursoras del movimiento romántico del s. XIX —en
efecto, las anteriores serán notas esenciales del Romanticismo, como veremos—. La
etiqueta tiene dos problemas. En primer lugar, basarse en un movimiento que aún no existe
para denominar una época literaria anterior es una entelequia. Además, en el caso
hispánico, hay una curiosa secuencia histórica: el Prerromanticismo se apaga pronto y, ya
en el s. XIX, el Romanticismo pleno tarda en aclimatarse con respecto al resto de Europa.
Si el Prerromanticismo fuese un verdadero Protorromanticismo —es decir, un
Romanticismo temprano—, ¿cómo explicar esta carencia de vínculos directos, y el hecho
que el Romanticismo ibérico partiese de cero, sin reconocer una tradición previa?
En realidad, estudiosos como Caso González han explicado las características
«prerrománticas» como emanadas de la propia Ilustración, que tuvo en la razón su primer
estandarte, pero no el único, pues las luces también defendieron caracteres como el
sentimentalismo, la crítica social o el impulso de libertad.
Esto explica que algunas de las figuras clave del Neoclasicismo español, como
Cadalso (Noches lúgubres) o Jovellanos (El delincuente honrado y la Memoria histórico-artística del
castillo de Bellver) (vid. infra). Pero los más puros representantes de esta tendencia son los
poetas Nicasio Álvarez Cienfuegos (1764-1809) y Manuel José Quintana (1772-1857), que
constituyen una segunda escuela de Salamanca, y los también poetas Manuel María de Arjona
(1771-1820) y José Marchena (1768-1821) el famoso abate Marchena, así como el
prosista y poeta Alberto Lista (1775-1848), que integran una escuela sevillana (vid. infra).
En definitiva, el término Prerromanticismo es poco apropiado, pero, a falta de otra
alternativa, se sigue empleando en la historiografía literaria. Conviene, sin embargo, tener
en cuenta las anteriores prevenciones.
La etapa del Neoclasicismo pleno llegó tarde a España, y fue breve, pero afrontó
con fuerza el problema de la renovación de la estética literaria en el teatro y la lírica. Su
esencia definitoria se encuentra en la aplicación de preceptos de antigua raíz grecolatina a la
creación artística y literaria, con honda preocupación formal en ese intento de emular a los
clásicos. A los neoclásicos les interesa poco la épica, considerada decadente, y por el tiempo
apenas se cultiva la narrativa de ficción en la línea de la picaresca e incluso el Quijote, por
carecer de referentes clásicos. En este marco, el jesuita Pedro Montengón (1745-d. 1824)
resulta una relativa excepción, aunque sus novelas, entre las que destaca Eusebio —marcada
por el Emilio de Rousseau, un tratado sobre la educación—, tienen una marcada carga
didáctica y moralizante. Y es que el Neoclasicismo, de modo en parte coincidente con el
Humanismo, reaccionó contra las letras previas volviendo la vista a los patrones clásicos,
considerados más humanos, menos artificiosos, más naturales, es decir, más razonables.
En el dominio teatral, se recuperan los preceptos neoaristotélicos, frente a las
convenciones barrocas:

— Separación de lo trágico y lo cómico.


— Respeto de las tres unidades de acción, lugar y tiempo.
— Proscripción de los elementos misteriosos y fantásticos. La verosimilitud
propicia las acciones y personajes contemporáneos en la comedia —aunque en la tragedia
sigue predominando el drama histórico— y el uso de la prosa: por más que el verso no
desaparece, se mitiga mucho la polimetría barroca.
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— Introducción de la «unidad de estilo», según la cual los personajes deben


expresarse en un registro adecuado a su condición social y cultural.

No se vuelve a estos planteamientos por puro afán de clasicismo, como en el s.


XVI, sino porque estos principios se consideran más «razonables», pues, en la práctica
escénica anterior, las libertades de lugar, tiempo y acción en manos de dramaturgos
mediocres daban lugar a obras disparatadas. La contención de las reglas neoaristotélicas, en
cambio, se acomodaba mejor al espíritu ordenado del s. XVIII.
En cuanto a la poesía, tiende a los temas filosóficos y morales, cuya utilidad se
considera más provechosa y razonable que los asuntos amorosos. Formalmente, se
rechazan los excesos barrocos: la lengua poética se torna más llana, un tanto prosaica.

Las «escuelas» salmantina y madrileña

Tradicionalmente se han establecido dos núcleos simultáneos entre los neoclásicos


españoles: la escuela salmantina y la escuela madrileña. Como se ha dicho a propósito de las
«escuelas» del Siglo de Oro, estos útiles pueden servir como aproximación pedagógica, pero
en sentido estricto estos autores se influyen recíprocamente e incluso viven en ambas
ciudades.

La escuela salmantina

Dentro de la escuela salmantina, así llamada por la vinculación estudiantil de sus


integrantes a la Universidad de Salamanca, destacan José Cadalso, Gaspar Melchor de
Jovellanos y Juan Meléndez Valdés.
José Cadalso (1741-1782). Nacido en el seno de una familia burguesa comerciante,
recibió una esmerada educación, tanto en España de manos de los jesuitas, de quienes
más tarde renegaría como fuera, en Francia e Inglaterra, circunstancia poco habitual en el
tiempo. Militar de carrera, su vida profesional estuvo marcada por la frustración, pues el
carácter crítico y liberal de Cadalso no encajaba en el tradicionalismo del ejército.
En líneas generales, como ilustrado, concibe la literatura primordialmente como
instrumento de regeneración social. Cultivó tanto la poesía como el teatro, y se relacionó
con otros importantes autores del tiempo, como Jovellanos, Moratín padre y Meléndez
Valdés. Pero su faceta más interesante la demuestra en el marco de la prosa. En este
dominio, su obra más célebre en su tiempo fue Los eruditos a la violeta (1772), una diatriba
satírica contra los sabios aparentes, ineptos que pretenden ser tomados por eminencias con
tan solo un débil barniz, sin verdadero fundamento erudito. La crítica del s. XIX apreció
especialmente sus Noches lúgubres, en donde se advierte elementos «prerrromáticos»: el
punto de arranque de la obra es la muerte de la amada y el estado de desolación en que se
sume el protagonista. Sin embargo, actualmente, su obra más apreciada es las Cartas
marruecas, cuya primera redacción data de 1774, aunque Cadalso hubo de revisar su texto
para evitar problemas con la censura y poder editarla.
Las Cartas marruecas se inspiran en una obra de Charles Montesquieu, las Lettres
persanes (1721). El planteamiento de ambas obras es característico de los ilustrados del s.
XVIII: un extranjero visita otro país y, con una perspectiva distanciada, se asombra de las
costumbres del lugar, unas costumbres totalmente asumidas como naturales por sus
habitantes, pero en el fondo absurdas otro ejemplo son los Viajes de Gulliver (1726-1735)
de Jonathan Swift. Este perspectivismo, pues, es el hilo conductor de la obra. En molde
epistolar, las Cartas marruecas están constituidas por las epístolas entrecruzadas entre un
personaje español, Nuño Núñez, y dos marroquíes, el ingenuo Gazel y su maestro Ben-
Beley. Sin malicia, Gazel se extraña de muchas costumbres españolas, que Nuño Núñez y
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Ben-Beley, en efecto, reconocen y condenan como estúpidas la forma de hablar, las
modas en el vestir, la literatura inútil, etc.. Como obra ilustrada, en las Cartas marruecas el
objetivo es la crítica social, de ahí los problemas de Cadalso con la censura. No se hace, en
todo caso, una crítica demoledora del sistema; simplemente se censuran usos concretos.
Desde el punto de vista estilístico, las Cartas marruecas encarnan perfectamente el estilo llano
pero cuidado característico de los ilustrados.
Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811). Político ilustrado y escritor reformista, es
una de las grandes personalidades del s. XVIII. De familia hidalga, alcanzó un lugar
influyente en la corte de Carlos III, en donde detentó el cargo de Alcalde de Casa y Corte
de Madrid una especie de concejal de obras y fomento. Como parte de su
contribución política a la reforma española, desempeñó una labor cultural de primer orden
dentro de las Academias de la Lengua y de la Historia. Al morir Carlos III, su heredero
Carlos IV frena el reformismo ilustrado, con lo que Jovellanos cae en desgracia; fue
destinado a Asturias, su tierra natal, y, pese a una efímera vuelta a escena en 1797 incluso
fue nombrado ministro de Justicia, pronto regresó a Gijón, acosado por los
tradicionalistas y la Iglesia: denunciado por hereje, fue encarcelado en el castillo de Bellver
de Palma de Mallorca. José Bonaparte quiso nombrarlo ministro en su reinado, pero
Jovellanos se negó y, tras ciertos titubeos, participó en la guerra de la Independencia contra
los franceses.
De acuerdo con nuestros criterios actuales, la obra específicamente literaria de
Jovellanos es escasa: dos dramas (El Pelayo y El delincuente honrado) y varios poemas de tipo
amoroso de los que pronto renegó, moral como la epístola poética de «Jovino a sus
amigos salmantinos» y satírico así, sus dos sátiras A Arnesto, estos dos últimos
subgéneros más afines a los planteamientos ilustrados. Pero lo mejor de su producción
pertenece al ámbito de la prosa de tipo didáctico-reformista: escritos políticos, económicos,
filológicos y de temas variados. En este marco destacan su Memoria para el arreglo de la policía
de espectáculos y diversiones públicas (1790), una propuesta de reforma de las fiestas populares y
espectáculos como la tauromaquia, contra la que Jovellanos se manifiesta implacable —de
hecho, Carlos III prohibió los toros—, y el teatro, en particular contra las lamentables
costumbres del público durante las representaciones. En Madrid había tres teatros y dos
compañías principales, enemigos acérrimos: los partidarios de unos, a menudo dirigidos
por frailes, acudían a boicotear las representaciones de los rivales, interrumpiendo o incluso
agrediendo a los actores, usos intolerables para un ilustrado. Otros de sus escritos más
notables son el Informe sobre el expediente de la Ley Agraria (1794), en donde defiende la
reforma de la propiedad agrícola con la expropiación de las posesiones de la Iglesia; y la
Memoria histórico-artística del castillo de Bellver, descripción de la fortaleza gótica en donde
estuvo encarcelado, con atención a otros monumentos mallorquines, la flora, la fauna y la
historia de la isla.
Juan Meléndez Valdés (1754-1817). Es ante todo poeta, el poeta más destacado de
su tiempo, aunque cultivó el teatro con menor éxito. Se formó en la Universidad de
Salamanca, en donde fue profesor de letras antes de dedicarse al oficio de jurista, desde
1789. Tras la invasión napoleónica, titubea entre ambos bandos, pero finalmente apoya a
José Bonaparte, por lo cual al acabar la guerra se ve obligado a huir a Francia, en donde
moriría.
Buen conocedor de las letras francesas, inglesas e italianas, fue amigo de Cadalso y
Jovellanos, que también influyeron en su modo de concebir la poesía. Inicialmente,
Meléndez escribe una poesía ligera amorosa, de asunto pastoril a la manera de Anacreonte,
con estilo elegante y preciosista, en la línea del Rococó: asuntos ligeros de aire bucólico con
planteamientos hedonistas; formalmente, versos cortos y variedad métrica. Paralelamente,
Meléndez Valdés también adopta temas más graves, típicos de las preocupaciones de la
10

poesía filosófica ilustrada, aunque esta parte de su producción hoy nos resulta menos
interesante.

La escuela madrileña

En cuanto a la escuela madrileña, sus principales integrantes son Nicolás Fernández


de Moratín (1737-1780), poeta lírico y dramaturgo; los fabulistas Tomás de Iriarte (1750-
1791) y Félix María Samaniego (1745-1801); y los dramaturgos Vicente García de la Huerta
(1734-1787) y Ramón de la Cruz, el creador del sainete castizo.
Pero el más destacable del grupo es Leandro Fernández de Moratín (1760-1828),
hijo de Nicolás. De familia burguesa, no cursó estudios superiores, pero, como autodidacta,
su cultura excedía con mucho la que se generaba en las universidades españolas de su
tiempo. De hecho, fue su propio padre quien le prohibió estudiar en la Universidad,
reducto de saberes anquilosados y reaccionarios el Padre Feijoo, habiendo sido profesor
universitario, era de la misma opinión. En la práctica, la carencia de un título
universitario fue un lastre en su vida, pues era necesario para el ejercicio de diversos cargos
públicos que Moratín pretendió sin éxito. Protegido por Jovellanos, en 1787 se trasladó a
París como secretario el conde de Cabarrús: en la capital francesa, entró en contacto directo
con la Ilustración y fue testigo de la Revolución. Más tarde, entre 1792 y 1796, viajó por
Inglaterra e Italia, otros importantes focos ilustrados. Protegido también por el primer
ministro Godoy, a su regreso detentó diversos puestos oficiales. Durante la invasión
francesa, apoyó al bando bonapartista y mantuvo sus cargos, pero, tras la Guerra de la
Independencia, tuvo que huir a Francia. Años más tarde, en 1820, regresó a España, pero
pronto volvería a Francia, en donde murió.
Como poeta, cultivó tanto la lírica como la sátira. En el segundo dominio, en torno
a los veinte años de edad compuso una célebre Sátira contra los vicios introducidos en la poesía
española, obra premiada por la RAE, en donde defiende los postulados neoclásicos frente al
barroquismo aún vivo en la literatura de su tiempo. En prosa, con similar enfoque, destaca
La derrota de los pedantes, una sátira menipea contra los malos literatos, que, en la ficción,
intentan asaltar el Parnaso para escándalo del dios Apolo y las Musas.
Pero su principal aportación a nuestras letras es su teatro, cinco piezas neoclásicas
todas comedias: no escribió tragedias en donde combina la instrucción moral con el
deleite. Uno de los temas recurrentes de su teatro es la crítica de los matrimonios de
conveniencia, en donde defiende la libertad de la mujer a la hora de tomar marido así, El
sí de las niñas (1801, estrenada en 1806), su obra más famosa, además de El viejo y la niña y El
Barón; y es que una ley de 1776 (Carlos III) obligaba a los menores de veinticinco años a
solicitar permiso paterno para el casamiento, uso duramente censurado por Moratín. De
carácter satírico y metaliterario es otra de sus comedias más celebradas, La comedia nueva
(1792), en donde critica ferozmente a los malos dramaturgos, anclados torpemente en las
convenciones barrocas, como su coetáneo Luciano Comella, que intentó que se prohibiera
la representación al sentirse injuriado en la obra. Con todo, pese a su calidad dramática, el
teatro de Moratín no alcanzó, ni mucho menos, una popularidad comparable a Lope o
Calderón en su tiempo.

3. El siglo XIX. El Romanticismo. Poesía, teatro y costumbrismo. Otros


géneros

El siglo XIX

La historia de España en el s. XIX, como la historia de Europa, es uno de los


períodos más agitados desde el punto de vista político y social.
11

El siglo comienza con la Guerra de la Independencia contra Francia (1808-1814).


En 1812, la resistencia española proclama en Cádiz la Constitución de 1812, la primera
constitución democrática española. Sin embargo, tras la independencia, el reinado de
Fernando VII (1814-1833) resulta especialmente nefasto por reaccionario: se deroga la
constitución, se vuelve a un absolutismo férreo e incluso se reinstaura la Inquisición, activa
hasta 1834. Los desmanes del borbón provocan una revolución liberal, el pronunciamiento
de Riego, que derroca la monarquía y establece un trienio liberal (1820-1823), que recupera
la Constitución. Pero, por poco tiempo, porque la intervención de las monarquías absolutas
europeas, la Santa Alianza, encabezada por Francia, supone el regreso de Fernando VII,
considerado como el peor monarca de nuestra historia. La decadencia de España es
imparable. Hacia 1826, la mayor parte de las colonias en América han alcanzado la
independencia, a excepción de Cuba y Puerto Rico, y de las Filipinas en Asia.
Fernando VII muere dejando una sola hija menor de edad, la futura Isabel II (1833-
1868), pero el hermano del rey, Carlos de Borbón, aspira también a la corona amparándose
en la vieja ley sálica, que privilegiaba a los varones en la sucesión. Tras las regencias de
María Cristina y el general Espartero progresista, el reinado de Isabel II se ve
ensombrecido por las llamadas guerras carlistas, guerras civiles que enfrentan a los
partidarios de Isabel y de Carlos de Borbón. En 1835, el ministro Mendizábal promueve la
desamortización de los bienes eclesiásticos, que, antes que beneficiar al pueblo, favorece la
aparición de una burguesía latifundista con ínfulas de nobleza. En 1868, una nueva revuelta
democrática, la Gloriosa, derroca la monarquía. Sigue la regencia de Serrano (1869-1870) y
el corto reinado de Amadeo I (1871-1873), prólogo de la también breve I República (1873-
1874); después, la jefatura de transición de Serrano (1874) abre paso a la Restauración
borbónica con Alfonso XII (1875-1885), período en que terminan las guerras carlistas.
Muerto el rey, su esposa María Cristina asume la regencia hasta 1902, cuando Alfonso XIII
alcanza la mayoría de edad.
Los conflictos sociales y políticos son constantes y extremadamente tensos. Las
clases conservadoras defienden sus privilegios contra liberales y progresistas. El laicismo,
asentado en el s. XVIII, es cada vez más pujante, ahora influido por la masonería. Las
clases proletarias se rebelan en movimientos socialistas y anarquistas; en 1879 Pablo Iglesias
funda el PSOE; en 1888 se constituye la UGT. En este contexto, el país aún no ha asumido
su decadencia, y muchos se imaginan anclados en los tiempos imperiales de Carlos I y
Felipe II.
Durante el s. XIX, el 65% de la población vive aún en el campo. A mediados de
siglo, España tiene unos 15 millones de habitantes, que se convierten en 19 millones en
1911. Se comienza a construir la red de ferrocarriles: en 1859 hay 1120 km, que llegan a
5.400 km. en 1868. Galicia, como en la actualidad, es el pariente pobre del progreso
ferroviario: la primera línea, entre Cornes (Santiago) y Carril (Villagarcía), no se abre hasta
1873. En 1850 se estampan los primeros sellos de correos. Entre 1854 y 1857 se instala el
telégrafo. En 1852 comienza a funcionar el alumbrado eléctrico en Barcelona, pero hasta
finales de siglo seguirá dominando la luz de gas en la mayor parte de las ciudades españolas.
En la industria, España queda descolgada con respecto a los principales países de Europa.
La cultura y la educación españolas son asimismo paupérrimas, pese a las tímidas
reformas. En 1845, para evitar el monopolio eclesiástico de la educación, se crean los
primeros institutos de enseñanza media, de espíritu secular. Una ley de 1857, la llamada ley
Moyano, impone la escolaridad obligatoria entre los 6 y 9 años. Pero poco consigue: en
torno a 1800, el 94% de la población era analfabeta; hacia 1877, el 75% sigue en la misma
situación; aún en 1901 el 63% de los españoles no sabe leer ni escribir.
En el último tercio de siglo, sin embargo, nace la Institución de Libre Enseñanza,
que desempeñará un papel fundamental en las futuras generaciones de intelectuales, artistas
y poetas. Su fundador fue Francisco Giner de los Ríos, discípulo de Julián Sanz del Río,
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introductor del krausismo en España. El krausismo es una doctrina filosófica de origen


alemán que propugnaba la importancia de una educación liberal y laica, en la que era
prioritario desarrollar las aptitudes naturales del individuo. Este será el principio docente de
la Institución de Libre Enseñanza, que funciona hasta los primeros años del s. XX, y es aún
fundamental en la formación de la Generación del 27.
Si el público lector era escaso a causa del analfabetismo reinante, en la práctica fue
aún menor por la gran carestía de los libros. Sin embargo, dos novedades del tiempo
intentan paliar el problema: los «gabinetes de lectura», embrión de bibliotecas públicas, y la
literatura «por entregas», que ofrece el libro por fascículos en cuadernillos de papel barato.
Desde la segunda mitad de siglo, la mujer burguesa se incorpora paulatinamente a la
lectura, pero, en líneas generales, el número de lectores sigue siendo muy inferior a la media
europea.

El Romanticismo

Con la etiqueta Romanticismo se nombra un movimiento artístico, literario y cultural


característico de la primera mitad del s. XIX. Pero, en el fondo, el Romanticismo también
tuvo raíces sociopolíticas. El término español deriva del francés Romantisme, voz acuñada
por Stendhal en 1823, a partir del francés romantique ‘novelesco’, el inglés romantic
‘pintoresco, sentimental’ y el alemán romantisch ‘anticlásico’.
Estas notas semánticas revelan ya que, en esencia, el Romanticismo es una reacción
en contra de la razón ilustrada del s. XVIII. Como hemos visto, ya en esta centuria hubo
brotes precursores, a menudo en autores también racionalistas, como son los casos de
Cadalso o Jovellanos. El nuevo movimiento nace en Alemania es capital el grupo Sturm
und Drang ‘tormenta e ímpetu’, al que pertenece Goethe, Inglaterra y Francia: los
intelectuales ponen en duda la pertinencia de la razón pura como medio de interpretación y
mejora del mundo, pues los resultados prácticos de la Ilustración no eran del todo
satisfactorios. Por ello, los románticos reivindicaron los sentimientos, la fantasía, la
imaginación, la ruptura de las reglas, la irracionalidad.
Aunque el legado del Romanticismo ha perdurado en relación con las artes y la
literatura, en sentido estricto el movimiento pretende vincularse a la sociedad y a la política
de su tiempo. El Romanticismo proclama la libertad en todos los órdenes, empezando por
el sociopolítico. Sin embargo, si los ilustrados habían entendido el culto a la razón de un
modo notablemente uniforme, la interpretación romántica del principio de libertad fue muy
variada, coherentemente con la ruptura de normas que los románticos propugnaron.
Algunos entendieron el Romanticismo como reacción anti-ilustrada, y defendieron
las ideas tradicionales que la razón del s. XVIII había combatido; y, así, muchos románticos
defienden la restauración de los valores ideológicos y religiosos anteriores al s. XVIII: el
cristianismo, la monarquía, el imperio... Es este el llamado Romanticismo tradicional o
conservador, uno de cuyos representantes en España es José Zorrilla.
Frente a esta tendencia se sitúa el Romanticismo liberal o revolucionario. El término
liberalismo, de gran fortuna en la Europa del tiempo, es de origen español: los liberales fueron
los impulsores de la Constitución de 1812, contrarios al absolutismo de Fernando VII. El
pensamiento liberal se caracteriza por estos principios:

 Las leyes se establecerán por sufragio universal de los ciudadanos; la misión del
Estado es velar por que se respeten las leyes, con el menor intervencionismo posible.
 Individualismo: el ciudadano determina sus propios objetivos; el Estado solo
ordena los intereses individuales, para evitar ilegalidades o conflictos de intereses que
perjudiquen al colectivo.
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 Afirmación de los derechos humanos, que, en esencia, se concentran en la


libertad de conciencia, de reunión y de expresión.
 Fe en el progreso técnico, que se logrará gracias a la libre competencia sin
intervención del Estado. Este liberalismo económico sienta las bases del capitalismo.

En España, el más eminente representante del romanticismo liberal es Espronceda.


No obstante, la realidad habitual es que en un mismo autor se manifiesten
características de ambos modelos, bien sea por evolución personal así, el Duque de
Rivas, de liberal a conservador, bien porque, pese a sus diferentes planteamientos, el
romanticismo tradicional y liberal comparten una base esencial de características comunes:

Creación literaria no reglada.— Frente a los neoclásicos, los románticos derriban los
preceptos literarios:

 Los géneros literarios, que los ilustrados habían perfilado con límites definidos, ahora
se mezclan y confunden híbridamente. Así, lo trágico y lo cómico vuelven a combinarse, como
durante el Barroco.
 En teatro, se rechazan las tres unidades neoaristotélicas.
 Se mezcla el verso con la prosa.
 Los temas literarios, que los neoclásicos habían reducido a asuntos razonables,
contenidos, guiados por el buen gusto, son renovados con atención a elementos muchas veces
sórdidos, tétricos, morbosos: la prostitución, el verdugo, los ahorcados, los fantasmas, los
muertos, la locura... se convierten en nuevos motivos.
 Ruptura con el principio de imitatio, desplazado por la radical originalidad del creador.
Esta es la teoría, porque, por ejemplo, la poesía de Espronceda está claramente inspirada por el
inglés Lord Byron.

Subjetivismo.— El yo del individuo se convierte en el centro de la creación artística y


literaria: los sentimientos personales de un espíritu exaltado e insatisfecho frente a un mundo
que coarta al ser humano. Las ansias son de tipo amoroso, de protesta social, de fervor
patriótico. Frente a los neoclásicos, poco interesados por la Naturaleza, los Románticos la
convierten en reflejo del estado de ánimo. Este planteamiento arraiga en todos los géneros
literarios, pero especialmente, y por lógica, en la poesía lírica.
Nacionalismo.— En contraste con el internacionalismo del s. XVIII, que propugnaba la
hermandad universal, los románticos prefieren los rasgos diferenciales, autóctonos, que
distinguen a los pueblos. En gran medida, es una reacción en contra del imperialismo
napoleónico. Así, se revalorizan las tradiciones épicas y populares, y el folclore, antes
despreciado por vulgar, alcanza un nuevo rango de aprecio.
Evasión del mundo cotidiano.— Los románticos desprecian lo anodino de la realidad;
frente al aburrimiento cotidiano, cantan a la desmesura, que, frente a la vida infeliz, invita
incluso al suicidio. La evasión de lo circundante conduce a preferir tiempos exóticos en
especial, la Edad Media y lugares remotos con querencia por Oriente. Curiosamente,
para los románticos europeos España se considera un marco exótico. Por esta razón, los
estudiosos europeos comienzan a estudiar nuestro romancero, considerado como arquetipo
del arte literario romántico. Asimismo, el delirio de don Quijote y las libertades de nuestro
teatro del Siglo de Oro se convierten en modelos románticos, reivindicados desde Alemania.

Pese a esto último, paradójicamente el Romanticismo tarda en entrar en España, y


cuando entra, su apogeo es efímero. El breve paréntesis liberal de 1820 a 1823 propicia la
tímida llegada de los nuevos planteamientos europeos, pero, tras la reacción absolutista,
muchos políticos e intelectuales liberales parten al exilio por ejemplo, Espronceda. En
países como Francia, Inglaterra y Alemania, estos escritores, formados en el neoclasicismo,
toman contacto directo con la obra de los románticos europeos. Desde 1833, a raíz de la
muerte de Fernando VII, estos autores regresan a España con las novedades románticas.
14

Sin desterrar por completo el neoclasicismo, entre 1835 y 1840 el Romanticismo


español alcanza su cénit. Pero, por ese tiempo, una nueva moda literaria nacida en Francia,
el Realismo, con sus pretensiones objetivas y la atención al mundo contemporáneo, se
opone a los patrones románticos, y poco a poco los irá desplazando.

Poesía, teatro y costumbrismo. Otros géneros

Poesía

La poesía romántica defiende la originalidad, la inspiración y la sinceridad como


fundamentos de la creación. Teóricamente, el poema se gesta en un impulso, sin
planificación previa ni retoques posteriores. El resultado es, en el mejor de los casos, una
poesía directa, desprovista de artificios tradicionales, pero también con frecuencia prosaica,
torpe y vulgar.
Se prefieren los tonos melancólicos, pesimistas, exaltados, la protesta y la rebelión.
El tema amoroso es el principal, normalmente desde la subjetividad del yo, pero muchas
veces inspirado en materiales históricos y legendarios. Aquí hay una cierta incoherencia
entre originalidad y tradición, pero la incoherencia es también un signo romántico.
Todos estos contenidos irracionales se manifiestan en la forma del poema:
polimetría, polirritmia, recuperación de moldes medievales como el romance e invención
de nuevas combinaciones estróficas.
El mejor representante de la lírica romántica es José de Espronceda (1808-1842),
que tanto por su vida como por sus versos encarna los ideales del romanticismo
revolucionario, en la línea del inglés Lord Byron.
Así, a los quince años, a raíz de la ejecución del antiabsolutista Riego, funda, medio
en serio, medio en broma, la sociedad secreta Los Numantinos para luchar contra la
monarquía borbónica, por lo cual es encarcelado por un breve tiempo. Aunque Espronceda
se formó en el neoclasicismo, sus constantes viajes por Europa lo ponen en contacto con
las nuevas modas románticas. A los dieciocho años huye a Portugal con otros exiliados
liberales; al arribar a puerto, protagoniza un gesto efectista muy del gusto romántico: tira
por la borda sus pocas monedas por considerarlas indignas del país que lo acoge. Viaja
después por Inglaterra, Bélgica y Francia, viviendo una vida anárquica en todos los
sentidos. En Francia participa en las intrigas que derrocan a Carlos X, por lo cual desde
entonces los borbones lo considerarán un peligroso revolucionario. Obtiene un cargo
diplomático y, de regreso a España, es elegido diputado por Almería (1836) y después por
Badajoz (1838). Durante la regencia de Espartero, se hace republicano y su actividad
política es cada vez mayor. Pero, cuando está a punto de casarse, muere de forma
inesperada. Su entierro es un acontecimiento nacional.
Espronceda cultivó el teatro (Blanca de Borbón) y la novela histórica (Sancho Saldaña),
pero su reputación la alcanza como poeta lírico. Reunió sus poemas en el libro Poesías
(1840), colección donde alternan composiciones juveniles de planteamiento aún neoclásico
con otras decididamente románticas. Sus obras maestras son dos extensos poemas lírico-
narrativos, el Estudiante de Salamanca y el Diablo Mundo.
El Estudiante de Salamanca (1839) refiere la historia de don Félix de Montemar, un
personaje donjuanesco e impío. El arranque del poema nos sitúa ya en un marco onírico y
fantasmal, tono que presidirá la composición:
Era más de media noche
—antiguas historias cuentan—,
cuando en sueño y en silencio
lóbrego envuelta la tierra,
los vivos muertos parecen,
los muertos la tumba dejan...
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Cuando Elvira, amada de don Félix, engañada y abandonada, muere de pena, su


fantasma se aparece en Salamanca y persigue al protagonista, a quien hace contemplar su
propio entierro: en la casa de los muertos, don Félix se desposa con el esqueleto de Elvira,
y muere desafiante, sin arrepentimiento. Formalmente, el Estudiante de Salamanca está
integrado por unos 2000 versos polimétricos, distribuidos en cuatro cantos.
Más ambicioso es el Diablo Mundo, aunque este poema quedó inconcluso a causa de
la prematura muerte del autor: Espronceda llegó a escribir unos 8000 versos, también
polimétricos, en una introducción y siete cantos, el último ya incompleto. Se trata de un
poema filosófico sobre el mundo y la vida humana. El protagonista, Adán, lucha con la
realidad, es perseguido, abraza el mal y rechaza la injusticia de la muerte. La segunda
sección del poema, sin aparente conexión con este planteamiento inicial, es el famoso Canto
a Teresa, en donde, con base autobiográfica, Espronceda recrea su desgraciado amor por
Teresa Mancha, dibujándose literariamente a sí mismo como uno de sus personajes,
donjuanesco y satánico.
Espronceda es el mejor poeta español desde Calderón. Su obra supone una
reivindicación de la subjetividad. Aunque la lírica, por esencia, se apoya en el yo, desde la
Antigüedad al s. XVIII, los poemas líricos desarrollan a menudo asuntos universales: el
amor, el desamor, la esperanza, los celos... Con Espronceda, el lirismo se hace más
personal, más íntimo, más cercano a la propia vida —sin serlo del todo—, una línea que
desde entonces la lírica nunca abandonará. Además, sus poemas se construyen a menudo
en torno a la dialéctica de ilusión y realidad, un choque que conduce al pesimismo y la
desesperanza destaca especialmente «A Jarifa en una orgía», planteamiento común en
la poesía hasta la Generación del 27 que está también en Bécquer y Rosalía de Castro.
Aunque hoy Espronceda sea un poeta infravalorado su «Canción del pirata», tal vez su
composición más popular, es un poema ciertamente ingenuo, hay que juzgarlo
convenientemente en su contexto como un renovador de la poesía española.
Además de Espronceda, tradicionalmente se había incluido dentro del
Romanticismo a dos poetas tardíos, Bécquer y Rosalía. Es cierto que ambos comparten
ciertos aspectos del Romanticismo, pero su poesía, tanto por cronología como por esencia,
es notablemente distinta de la obra de Espronceda, marcada por corrientes postrománticas.
Por esta causa se estudiarán en el Tema II.5.

Teatro

Como señalamos a propósito de Moratín, el teatro neoclásico había alcanzado un


éxito limitado entre el público. A principios del s. XIX siguen representándose comedias
del Siglo de Oro, o las torpes imitaciones de José de Cañizares o Luciano Comella. Cuando
irrumpe el teatro romántico, que, como el Barroco, vulnera las reglas neoaristotélicas, el
espectador se reencuentra con planteamientos afines a los gustos populares desde el año
1600.
El teatro romántico, en efecto, presenta ciertas similitudes de contenido y forma
con el teatro barroco. Sin embargo, aporta también elementos novedosos:

 Ruptura de la regla de las tres unidades.


 Mezcla de lo trágico y lo cómico.
 Gusto por los temas medievales, más o menos históricos, y las aventuras
caballerescas.
 Frecuencia de escenas misteriosas, fantasmagóricas, con cuadros nocturnos y
sepulcrales, duelos y suicidios.
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 Se evita el didactismo, la formación del espectador; solo se pretende


conmoverlo mediante situaciones y personajes marcadamente patéticos.
 Habitual división de la obra en cinco actos.
 Marcada polimetría e incluso, en ocasiones, mezcla de verso y prosa.

Nuestro primer dramaturgo romántico destacable fue Francisco Martínez de la


Rosa (1794-1865), quien, exiliado en Francia, había conocido de primera mano el teatro
romántico francés. En su línea, estrenó con notable éxito La conjuración de Venecia (1834) y
Abén Humeya (1836).
El estreno más sonado de la época fue del Don Álvaro o la fuerza del sino (1835) de
Ángel Saavedra, duque de Rivas (1791-1865), una escandalosa agitación de la escena
española que dejó perplejos a muchos espectadores: mezcla se acciones y personajes nobles
y plebeyos, hibridismo tragicómico, escenas costumbristas al lado de cuadros sublimes,
combinación de verso y prosa, duelos y desafíos, suicidios, tormentas desatadas... Aunque
el día de su estreno la obra recibió más pitos que aplausos, veinticinco años después se
celebraba como un referente estético, tanto nacional como internacional una de las
óperas más famosas de Giuseppe Verdi, La forza del destino (1862), es una adaptación del
Don Álvaro—. Saavedra, formado en el neoclasicismo, había escrito dramas neoclásicos
antes de partir al exilio, en donde entraría en contacto directo con el Romanticismo francés.
El Don Álvaro, obra ambientada en el s. XVIII, presenta la historia de un amor imposible,
entre el protagonista y doña Leonor, que provocará un baño de sangre, con la truculencia y
efectismo típicos del Romanticismo.
Otra figura importante del teatro romántico fue Antonio García Gutiérrez (1813-
1884), que alcanzó un gran éxito con El trovador (1836) obra también adaptada por Verdi
y sus libretistas en la ópera Il trovatore (1853), éxito fulgurante desde el día de su estreno:
el autor, por primera vez en la historia de nuestra escena, tuvo que salir al escenario entre
aclamaciones.
Aunque la obra más célebre de nuestro teatro romántico es Don Juan Tenorio (1844)
de José Zorrilla (1817-1893), la pieza es más conocida por el mito que desarrolla, ya
anticipado por Tirso de Molina, que por sus valores literarios y dramáticos, más bien
escasos.
En general, el auge de nuestro teatro romántico fue breve, la década que va de 1834
a 1844. Después, García Gutiérrez y el Duque de Rivas dejan de escribir, y Zorrilla se
marcha de España. Por el tiempo, los gustos del público teatral del s. XIX eran muy
variados: teatro del s. XVII, comedias neoclásicas de Moratín o imitaciones; comedias «de
magia» al estilo de José de Cañizares, melodramas lacrimógenos —moda traída de
Francia—, traducciones de dramas románticos franceses o incluso la ópera italiana. En tal
contexto, la desaparición de teatro romántico español no dejó ningún hueco en la escena.

Costumbrismo

En la primera mitad del s. XIX, la literatura oscila entre la repetición de los


esquemas neoclásicos y el nuevo patrón romántico. Pero al margen hay un grupo de
escritores que defienden una literatura castiza, arraigada en la tradición del Siglo de Oro:
son los llamados costumbristas, autores de «cuadros de costumbres», breves escenas en
prosa que reflejan usos y tradiciones populares.
En España, el apogeo del género tiene lugar entre 1820 y 1870, por influjo de las
letras francesas, aunque ya en nuestro s. XVII tiene antecedentes en Juan de Zabaleta o el
mismo Cervantes. El gusto romántico por lo autóctono, por los rasgos nacionales
característicos, explica en parte este renacer del costumbrismo. Sin embargo, los
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costumbristas españoles se declararon antirrománticos, y ridiculizaron como pueriles el


gusto por las tormentas, los cementerios, las pasiones desatadas y el Medievo.
Los dos autores más representativos del costumbrismo son Ramón Mesonero
Romanos (1803-1882), cuyos artículos de costumbres, compuestos desde 1832, se recogen
en Panorama matritense y Escenas matritenses; y Serafín Estébanez Calderón (1799-1867), autor
de unas Escenas andaluzas (1848).
Según veremos, la veta costumbrista será una de las direcciones de la novela realista
de la segunda mitad de siglo.

Otros géneros

Dentro de la narrativa, el subgénero de la novela histórica, en la línea del escocés


Walter Scott (Rob Roy, 1818; Ivanhoe, 1819), despierta un gran interés entre los lectores
españoles, que reclaman tanto traducciones de obras extranjeras por ejemplo, entre 1825
y 1850 hay ochenta traducciones castellanas de obras del antedicho Scott como obras
originales, aunque no haya ningún autor español especialmente relevante. Si acaso, cabe
mencionar a Enrique Gil y Carrasco (1815-1846), autor de El señor de Bembibre (1844).
Pero, en la prosa del s. XIX, cabe destacar el artículo periodístico como una de las
modalidades más interesantes. El periódico es una invención de los ilustrados, que
paulatinamente alcanza una sobresaliente difusión y, a veces, un notable valor literario. Por
este tiempo, nuestro articulista por excelencia será Mariano José de Larra (1809-1837), un
curioso personaje cuya vida ha empañado la justa evaluación de su obra.
Nació en 1809, hijo de un médico afrancesado que tras la guerra de la
Independencia tuvo que exiliarse a Francia. Allí se educó Larra hasta los nueve años; de
regreso a Madrid, continuó sus estudios con los Escolapios. Su pasión, desde temprana
edad, fue el periodismo. En los tiempos más absolutistas de Fernando VII, solo estaba
permitida la prensa de ideología monárquica, un medio de propaganda borbónica. Con
diecinueve años, burlando la censura, Larra publica el folleto El duende satírico del día, si bien,
férreamente vigilado por los absolutistas, el proyecto fracasa solo se imprimen cinco
números. Larra se gana la vida con traducciones de dramas franceses. Se casa a los veinte
años, pero el matrimonio fracasa. Entabla relaciones con diversas amantes, y lo marca
especialmente Dolores Armijo, una mujer casada, con la que mantiene un romance repleto
de crisis. En 1832 publica otra serie de folletos, El pobrecito hablador, en un ambiente de
mayor libertad: alcanza los catorce números. Colabora con otros medios de prensa, en su
época más productiva desde el punto de vista literario. Desde unos planteamientos
ideológicos ilustrados, Larra evoluciona lentamente hasta postulados liberales e incluso
revolucionarios. En 1836, es elegido diputado liberal por Ávila, pero el Parlamento no llega
a constituirse al anularse las elecciones. La situación lo aboca a una fuerte depresión. Tras la
ruptura definitiva con Dolores Armijo, Larra se suicida en 1837, a los 28 años.
Su credo liberal de última hora, su carácter apasionado y su suicidio parecen
presentar a Larra como un romántico revolucionario. Y esta ha sido, en efecto, la
evaluación tradicional de su obra, una evaluación errada: en el fondo, por su trayectoria
intelectual y literaria, Larra es sobre todo un reformista ilustrado, que muere antes de la
eclosión del Romanticismo en España. Conoce el Romanticismo francés, pero lo juzga con
severidad, al entender sus libertades literarias como un disparate formal. En todo caso,
hacia el final de su vida, sus postulados ideológicos no tanto los estéticos se acercan al
romanticismo revolucionario.
En su producción literaria, destaca una novela histórica, El doncel de don Enrique el
Doliente, historia basada en la vida legendaria del poeta Macías el Enamorado poeta de
18

cancionero de mediados del s. XIV, gallego, tal vez de Padrón, asunto que Larra trató
también en forma teatral en su drama Macías. En realidad, la triste vida amorosa de Macías
le sirve a Larra para recrear aspectos autobiográficos. Además de un ramillete de poesías
satíricas, Larra cultivó especialmente el artículo periodístico, su gran aportación a las letras
españolas.
Dentro del género, en un principio Larra es un periodista de tintes costumbristas y
satíricos, que también se aplica con frecuencia a la crítica literaria. En su concepción del
costumbrismo, está implícita la crítica sociopolítica, que se convirtió en objetivo en sí
mismo en sus últimos años, en sus artículos políticos. En su tiempo, Larra fue considerado
poco más que un escritor ingenioso y mordaz, pero ligero, sin profundidad. Pero el juicio
es injusto, pues Larra afronta con hondo espíritu crítico los problemas de España, en la
estela de Feijoo y Jovellanos y antecediendo a la Generación del 98. En cuanto a su estilo
prosístico, asombra aún hoy por su modernidad.

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