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Los tiempos del llano

Leí la gran novela de Federico Falco, Los llanos, en el momento y lugar adecuado: unas
vacaciones en el campo. La casa donde pase navidad y año nuevo se ubicaba en el medio de la
“nada”. Abría la puerta, daba un paso adelante y lo que tenia enfrente mío eran metros y metros
de pasto y árboles, y ocasionalmente algún rebaño de ovejas que, extrañamente, transitaba aquel
llano.

Durante esa semana tuve una rutina muy estricta. Me levantaba, me metía a la pileta y durante 30
o 40 minutos, que se sentían in nitos, miraba un árbol. Lo miraba casi religiosamente, como un
cura que mira la gura de Cristo en una Iglesia pidiéndole perdón. Nada de particular tenia aquel
árbol solo lo miraba. Luego, debajo del mismo leía mientras esperaba que mi cuerpo se secara.
Cuando el sol ya estaba despidiéndose dejando atrás un cielo color naranja, mi perro y yo
paseamos por una calle de tierra hasta un camino que se bifurcaba: nunca tome ninguno camino,
solo volvía sobre mis pasos hasta la casa.

El campo produce que tengas rutinas y eso es porque, o por lo menos así lo creo, el tiempo es
extraño. Y es mucho más extraño cuando viviste toda tu vida en la ciudad y ya tenes incorporado
su ritmo particular. Un ritmo acelerado que, como diría Luciano Concheiro en su maravillo ensayo
Contra el tiempo. Filosofía práctica del instante, se debe a la propia aceleración del capitalismo.

Cuando escribí que leí la novela en el momento justo es porque la misma recoge todo esto. En
Los llanos Falco produce idas y vueltas entre la vida en el campo, la vida en pareja y su infancia
en Córdoba. Es una novela que podemos pensarla como heterogénea y a su vez como uniforme.
Al momento de enfrentarnos con las hojas del libro encontramos fragmentos y anécdotas, que a
su vez, producen un eco en todas las otras tramas e historias que atraviesa la novela.

El libro puede pensárselo como un diario intimo y como un cuaderno de notas agrícolas en donde
todas sus hojas están mezcladas. Es decir, pasamos de un momento plenamente privado del
autor a un conteo de las semillas que está plantando. El pasado, el presente y el futuro se
mezclan y se vuelve un mismo tiempo.

El campo y su circularidad son un lugar de escape y de regreso. El personaje se va de Cabrera


para atrapar una felicidad posible. En estos lugares de espera y lejanía irse es salirse de sí mismo
para buscar la promesa de encontrarse en la ciudad.

El regreso domina el texto, el viaje de vuelta no sólo al campo sino a la soledad elegida, a la
huerta como tarea, a la inmersión en un tiempo donde el presente se parece a la eternidad pero
también a la percepción del vacío que sacude toda la arquitectura de la novela. La convicción de
volver a un espacio que parece propio y reconocible, la ilusión de a rmar la existencia en la
quietud y el trastocamiento del ritmo urbano colisionan con la conciencia del vacío, del campo
como abismo, de la existencia misma.

Ese tiempo circular se desvanece cuando el esfuerzo de “atarse” o “anudarse” se fatigan ante el
viento pampeano, y se transforma en tiempo vacío o, mejor dicho, tiempo sin fondo del vacío
inevitable.

Cuando en la novela leemos: “Contar historias para llenar el vacío que dejó la casa.”, allí aparece
la experiencia de la escritura, la sensación física de contar, decir “desde afuera” para componer el
silencio del texto, el vacío como presencia en el campo llano, y eso es el gran logro de la novela.

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