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La escritura cuando se la ejerce con contumacia no traba vínculos con los afanes de la
edición, es decir, con la necesidad de ajustarse a la probabilidad de un lector. No cabe allí
la noción de libro, ni gravita sobre ella la intención de rendirla a las exigencias de un
volumen, con tapas, título, capítulos, índice, presentación, etc. Cuando escribir se torna un
hábito poco importan los motivos o las intenciones para hacerlo. Se escribe como se
respira y, por tanto, no se lo hace bien ni se lo hace mal, necesariamente.
Comienza su andadura Antillano hace más de media centuria, con títulos asociados a una
cierta educación sentimental, nunca dicho con más sentido. Allí están ‘Perfume de
gardenia’ o ‘Dime si adentro de ti no oyes tu corazón partir’ para probarlo, títulos
resonantes de una época acaso inocente y rosa, que nos enamoraba también de la
literatura.
Tras una larga serie de publicaciones, poemas, novelas, relatos –mucha literatura para
niños–, nos alcanza ‘Me haré de aire’, una selección de 14 cuentos preparada por Monte
Ávila Editores en versión impresa y digital (descargable de manera gratuita desde su
página ‘web’), contraviniendo la idea de una obra producida para acompañar la existencia
y no para compartir con una masa lectora. La hipótesis surge, entre otras razones, del
acopio multitemporal de esos textos, que el lector comprende le son dictados a la
escritora por una misma necesidad a lo largo de cinco décadas.
El editor, que luego entra en escena –no importa si la propia autora o un investido
custodio–, hurga entre esos papeles y encuentra, solo entonces, el libro que es ‘Me haré
de aire’, un manuscrito hallado en una botella cuyas claves, no todas, se van descifrando a
lo largo del tiempo. La hipótesis hace suponer la introducción de arcanos aquí que se
complementan en otro(s) tomo(s), aún por editar entre el caudal de literatura generado
por Antillano.
Los cuentos que conforman este libro, habría que advertir al potencial lector, son
extraídos de ese universo y suponen por tanto la instantánea de un momento. El
contexto, en todo caso, es innecesario, aunque bien se cuida la autora de inventariar con
manía sus infinitos elementos. De todos ellos es “Manuscrito perdido” una suerte de
fractal, el relato que contiene a los demás, y, por supuesto, al cosmos que llevamos dicho,
su alegoría perfecta:
“El personaje intenta pensar en otra cosa sin conseguirlo. Aquellas tapas
azules como el mar, como el cielo, del tamaño justo para resguardar las
cuartillas escritas en noches y días de delirio, ocupan el centro de su ser y de
su pasión por estos días”.
En “Cuando la arena se levanta” lo verificamos sin disimulo –la historia concreta de una
despedida–, y con el auxilio de la metáfora el elemento persiste en “Un imposible
espinoso horizonte marino”, Renacimiento”, “El traje blanco con bordes azules” y “El
primo”, narraciones que cierran ciclos a la vez que honran nostalgias. Este podría haberse
configurado, por tanto, una suerte de “libro de los adioses”, del que mana la melancolía
pero también el regusto por lo vivido.
¿Será este desconcierto por tener que apegarse a una sola vida, finita y juiciosa, la razón
para recrear –recrearse– infatigablemente la de otros?