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Manuscrito hallado en una botella

‘Me haré de aire’, Laura Antillano

La escritura cuando se la ejerce con contumacia no traba vínculos con los afanes de la
edición, es decir, con la necesidad de ajustarse a la probabilidad de un lector. No cabe allí
la noción de libro, ni gravita sobre ella la intención de rendirla a las exigencias de un
volumen, con tapas, título, capítulos, índice, presentación, etc. Cuando escribir se torna un
hábito poco importan los motivos o las intenciones para hacerlo. Se escribe como se
respira y, por tanto, no se lo hace bien ni se lo hace mal, necesariamente.

Cuando se escribe como Laura Antillano, se escribe mucho y se escribe siempre. Se


domina el tiempo aunque se agota el papel. Vocación alimentada en la ansiedad por las
letras, no es el único tipo de escritor que existe aunque sí probablemente el más natural.
Y, desde luego, es un destino al que se llega pero que no se busca.

Comienza su andadura Antillano hace más de media centuria, con títulos asociados a una
cierta educación sentimental, nunca dicho con más sentido. Allí están ‘Perfume de
gardenia’ o ‘Dime si adentro de ti no oyes tu corazón partir’ para probarlo, títulos
resonantes de una época acaso inocente y rosa, que nos enamoraba también de la
literatura.

Tras una larga serie de publicaciones, poemas, novelas, relatos –mucha literatura para
niños–, nos alcanza ‘Me haré de aire’, una selección de 14 cuentos preparada por Monte
Ávila Editores en versión impresa y digital (descargable de manera gratuita desde su
página ‘web’), contraviniendo la idea de una obra producida para acompañar la existencia
y no para compartir con una masa lectora. La hipótesis surge, entre otras razones, del
acopio multitemporal de esos textos, que el lector comprende le son dictados a la
escritora por una misma necesidad a lo largo de cinco décadas.

El editor, que luego entra en escena –no importa si la propia autora o un investido
custodio–, hurga entre esos papeles y encuentra, solo entonces, el libro que es ‘Me haré
de aire’, un manuscrito hallado en una botella cuyas claves, no todas, se van descifrando a
lo largo del tiempo. La hipótesis hace suponer la introducción de arcanos aquí que se
complementan en otro(s) tomo(s), aún por editar entre el caudal de literatura generado
por Antillano.

Los cuentos que conforman este libro, habría que advertir al potencial lector, son
extraídos de ese universo y suponen por tanto la instantánea de un momento. El
contexto, en todo caso, es innecesario, aunque bien se cuida la autora de inventariar con
manía sus infinitos elementos. De todos ellos es “Manuscrito perdido” una suerte de
fractal, el relato que contiene a los demás, y, por supuesto, al cosmos que llevamos dicho,
su alegoría perfecta:
“El personaje intenta pensar en otra cosa sin conseguirlo. Aquellas tapas
azules como el mar, como el cielo, del tamaño justo para resguardar las
cuartillas escritas en noches y días de delirio, ocupan el centro de su ser y de
su pasión por estos días”.

En cuanto a sus temáticas –sus obsesiones–, coincide en estos cuentos la noción de la


despedida, lo que a la vez declara su notoria intención poética. Los personajes de ‘Me
haré de aire’ tienen deudas pendientes con su pasado, con su memoria del pasado, y por
eso tornan en el tiempo por algún tipo de reivindicación.

En “Cuando la arena se levanta” lo verificamos sin disimulo –la historia concreta de una
despedida–, y con el auxilio de la metáfora el elemento persiste en “Un imposible
espinoso horizonte marino”, Renacimiento”, “El traje blanco con bordes azules” y “El
primo”, narraciones que cierran ciclos a la vez que honran nostalgias. Este podría haberse
configurado, por tanto, una suerte de “libro de los adioses”, del que mana la melancolía
pero también el regusto por lo vivido.

El cuento que da nombre al libro, de ejecución más evocadora, es a su manera también


una despedida en la medida en que una última carta siempre lo es. La protagonista
declara aquí su inconformidad por leerla a destiempo y, en consecuencia, por haber
renunciado a otro destino:

“La carta, el recuerdo despertado en mi memoria, ha hecho que una


avalancha de dolor interior, dolor de alma, me invada sin remedio. Es como
si una oleada gigantesca de aves volando, entrara y sacudiera todo mi
espacio, y me borrara la sensación antaña de que hay algo en mi presente
que valga la pena”.

¿Será este desconcierto por tener que apegarse a una sola vida, finita y juiciosa, la razón
para recrear –recrearse– infatigablemente la de otros?

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