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Cuando en 2015 aparecía O último día de Terranova de Rivas aún resonaba entre su

público el eco de su anterior entrega narrativa, As voces baixas (2012), y -en cierta
forma- son esas voces las que también nos hablan en esta nueva novela: nos hablan
desde los libros y también por boca de esos personajes casi anónimos que, a fuerza de
discretos, se arriesgan a hacerse invisibles. Seres como Expectación, como la enfermera
Sara, como Zas y Viana; todos ellos están destinados a ser, como mucho, notas a pie de
página en el libro de la Historia. Pero es Rivas quien ejerce de médium y permite que
sus voces -apenas un susurro- lleguen hasta nosotros a través de las páginas de esta
novela que, por muchas razones, podemos considerar como fruto del desarrollo del
proyecto literario iniciado en la magna Os libros arden mal (2006), una novela de la que
a Rivas -en palabras del propio autor- le costó salir. Algo de ese mundo continuaría
fermentando en su interior y el resultado es O último día de Terranova. Difícil de
etiquetar, la crítica se ha apresurado a poner el foco en lo que esta obra tiene de
denuncia del acoso consumista a la cultura, encarnada por una pequeña librería de barrio
que se ve obligada a colgar el cartel de “liquidación final de existencias por cierre”.
Pero, en mi opinión, como sucede siempre con las grandes obras artísticas, esta no es
más que una de las lecturas posibles y, para mí, no necesariamente la más inspiradora.

Desde luego, O último día de Terranova es una novela de ciudad, como lo era también
Os libros arden mal: ambas elevan A Coruña a la categoría de capital gallega de la
cultura, un lugar donde es posible la supervivencia de esas especies protegidas en las
que, a lo largo del siglo XX, se han ido convirtiendo los libros. Nada será igual en la
elaboración literaria del espacio coruñés después del tratamiento exhaustivamente
metafórico aplicado por Rivas en estos dos textos. Pero esta novela es también un nuevo
capítulo de aquella “historia dramática de la cultura” que en Os libros arden mal
escribía obstinadamente aquel misterioso doctor Montevideo, convencido como estaba
de que “toda obra literaria debe ter o propósito consciente dunha apertura de
dilixencias” (Os libros arden mal, p. 569). A quien y porque se le abren ahora es algo
que debemos decidir cada una de nosotras.

Muchas son las pistas que nos avisan, ya desde el título y por si queremos tenerlo en
cuenta a la hora de la lectura (aunque no es imprescindible hacerlo), de que Os últimos
días de Terranova es una prolongación del mundo y las inquietudes que inspiraron Os
libros arden mal. Desde luego, si Terranova es para cualquiera un topónimo cargado de
simbolismo -esa isla perdida en los mares del norte, que podemos imaginar como un
espacio virgen, reducto de libertad-, mucho más lo es para el público gallego pues
durante mucho tiempo la isla era un destino natural de los barcos pesqueros que pasaban
allí largas mareas de las que volvían con los barcos cargados de bacalao. Tierra de
promisión, como la librería a la que se alude en el título que daría alimento espiritual
durante décadas a la ciudadanía coruñesa. Pues bien, el nombre de la librería no es otro
que el de uno de los personajes de Os libros arden mal, aquel Luís Terranova de voz
prodigiosa que –entre otras cosas- cantaba tangos, esos tangos que nos vienen a la
memoria cada vez que en Os últimos días de Terranova aparece el personaje de Garúa,
una mujer “surrealista” e inquietante, tan inquietante como la Chelo Vidal de Os libros
arden mal donde, por cierto, se la define como “futurista” y su rostro como “cubista”.
En cuanto al personaje de Eliseo, a quien el crítico César Lorenzo ha considerado en su
blog Biosbardia “o máis interesante, o máis imborrable dos personaxes da novela”, es
ya desde su nombre un homenaje al geógrafo anarquista Elisée Reclus, al que tanto le
gustaba leer a Polca, otro de esos personajes inolvidables de Rivas, aunque este
adquiriese ese estatuto en Os libros arden mal. Y que decir del caballo pinto al que
Vincenzo temía de niño y que quizá era pariente de aquel que Hércules paseaba por A
Coruña de Os libros arden mal. Claves para iniciados, guiños que nos dan la
bienvenida, una vez más, a los asiduos del universo Rivas.

En ese universo impera una mitología propia, que eleva a la categoría demiúrgica
lugares y objetos dotados de poderes sobrenaturales ya desde los primeros relatos del
autor. No puedo dejar de recordar, por ejemplo, el poder consolador de la televisión en
el cuento “A luz da Yoko” (uno de los menos conocidos de ¿Que me queres, amor?),
por no citar el todopoderoso lápiz de Herbal en la novela O lapis do carpinteiro. Aquí
será la Pedra do Lóstrego, una bifaz prehistórica, de esas que según cuentan las leyendas
fueron fecundadas por un rayo al penetrar en la tierra y dotada por tanto del poder de
proteger a quien la tenga en sus manos. O el Pulmón de Aceiro, un aparato opresor pero
que le permitirá a Vincenzo vivir otras vidas (y no solo físicamente). O la Cámara
Estenopeica, alfa y omega, esa estancia de Terranova que es para Amaro lo que para
Gabriel era en Os libros arden mal aquella recámara en la que lo escribía “todo”. Y, por
supuesto, los libros. Porque esta es una novela sobre esos seres humanos que, como los
habitantes de Terranova, no viven de los libros sino para los libros. Tal es su
protagonismo que por momentos quien lee puede sentirse sobrepasado por tantas
referencias culturales, muchas de ellas desconocidas para el público medio. Pero no hay
que dejarse impresionar, no siempre hay un significado oculto ni un mensaje a descifrar.
Los libros en Terranova simplemente forman parte de un ecosistema que la novela nos
invita a habitar.

Hay en la práctica creativa de Rivas una suerte de ritmo de leixaprén (aunque él prefiere
hablar de una escritura en círculos concéntricos) que vincula de forma dinámica
nombres, conceptos e imágenes que reaparecen en evolución constante a lo largo de su
ya extenso corpus narrativo, sin ser nunca los mismos pero reexistiendo en cada texto.
Sin duda, el más importante en la novela que nos ocupa es Dombodán, aquel grandullón
inquietante que conocimos en Un millón de vacas y con el que nos reencontramos en
Os comedores de patacas. Aquí, en cierta forma, se cierra el círculo de su historia: no
importa si lo que descubrimos en Os últimos días de Terranova acerca de Dombodán
sucedió antes o después de lo que ya sabíamos por las obras anteriores, ni si acaba o no
sus días como cuidador de mascotas en un trasatlántico de lujo. Lo que importa es la
manera en que estas páginas nos ayudan a comprender, también retrospectivamente, el
personaje.

Dombodán pertenece a esa estirpe de seres diferentes a los que la mirada de Rivas les
concede el don de la re-existencia: son niños, ancianos o personas discapacitadas. Casi
siempre desvalidos, solitarios, condensan en su existir la profunda vulnerabilidad de
nuestra condición humana. No podemos dejar de reconocernos en ellos y por eso nos
impactan tanto. También a esa estirpe pertenece Vincenzo, el protagonista de la novela a
quien, como al Gabriel tartamudo de Os libros, su minusvalía lo dota de una
ultrasensibilidad que acaba por convertirlo en una especie de pararrayos o antena en la
que converge toda esa vida invisible que palpita en su entorno: las corrientes
subterráneas y las voces bajas. Llegados a este punto, y como decíamos antes, no
podemos dejar de abrir diligencias: la historia de Vincenzo es una de las más
vergonzantes y menos conocidas del franquismo, la de la epidemia de poliomelitis que
asoló la España cutre de finales de los 50 y que países como Estados Unidos
consiguieron frenar con campañas masivas de vacunación. Pero aquí esas campañas no
llegaron a ponerse en marcha porque los intereses económicos de las distintas facciones
del régimen franquista fueron incapaces de acordar a que suministrador habría que
comprarle las vacunas. Hoy, en la Galicia de 2016, no es la literatura la que abre
diligencias, sino la Justicia, a causa de las muertes de personas afectadas por hepatitis C
a las que los recortes sanitarios les impidieron el acceso a un tratamiento que el
gobierno autonómico consideraba excesivamente caro. ¿Alguien dijo que la historia no
se repite?

La narrativa de Rivas no se puede entender sin tener en cuenta su condición primigenia


de poeta. Él, como Vincenzo, el protagonista de esta novela, está convencido de que
“unha malla de rede poética protexe da caída á humanidade” y por eso se dedica,
infatigable, a tejer esa red, una red que nos atrapa en un universo particular -el universo
Rivas- que se mueve a su propio ritmo: el de un texto que avanza no gracias a la acción
sino a causa de la respiración de las palabras y el palpitar de las frases. La escritura
rivasiana es un organismo que tiene su propio ciclo vital y es por eso que a veces lectura
y diégesis parecen no encajar, impulsadas a golpe de sístole y diástole, de contracción y
expansión, debatiéndose entre lo micro y lo macro en una estructura necesariamente
-por poemática- fragmentaria. La lectura nos impone así un tempo que nos deja
flotando, como en suspenso, en una cierta acronía pues Rivas parece escribir en un
tiempo que no es futuro, ni presente, ni pasado, siendo todo ello a la vez. De ahí que,
simulando una cierta preocupación por la precisión cronológica (pues muchos de los
capítulos, como sucedía en Os libros, se inician con indicación del lugar y fecha de
transcurso de lo narrado), no haya tal sino un ir y venir por la historia, desde 2014 a
1936, con especial atención a las décadas de los 70 y 50. El aparente desorden de la
diacronía de esta y otras novelas de Rivas, así como los pequeños anacronismos que una
lectura detectivesca puede apreciar, son irrelevantes para una praxis escritural basada
en la convicción de que la mejor literatura siempre es profética precisamente porque,
como ya se comentó, en el Universo Rivas la historia si se repite. Es por eso que la
violencia, la muerte, las dictaduras, así como el miedo y la osadía feroz que generan,
parecen clonarse a una y otra orillas del Atlántico, siempre iguales y siempre distintas.
Por eso para Rivas -como para el Shakespeare de The Tempest, tal y como Eliseo y
Vincenzo nos recuerdan en la novela- la memoria siempre es un prólogo, un ejercicio
diastólico de expansión hacia el futuro.

Llegados a este punto, no podemos dejar de abordar el hecho de que, como escritor,
Rivas ha jugado un papel protagónico a la hora de introducir la cuestión pendiente de la
memoria del golpe de 1936 y la guerra civil en los debates de la esfera pública española
de los 90. Sin duda, ha actuado como lo que la socióloga argentina Elizabeth Jelin
llama un ‘emprendedor de memoria’, es decir, un agente social que –muy a menudo
sobre la base de sentimientos humanitarios- moviliza sus energías en función de una
causa, en este caso la causa de la recuperación de la memoria de las víctimas de la
guerra. El cuento “A lingua das bolboretas” y su versión fílmica, así como la novela O
lapis do carpinteiro y su adaptación a la gran pantalla, fueron determinantes para la
divulgación del debate, de tal forma que Rivas podría haberse conformado con seguir
explotando un modelo creativo cuyo éxito no fue ajeno a la sencillez técnica con que
están construidos ambos relatos, lo que que facilitó enormemente la masiva difusión de
estos entre los más diversos públicos. Lejos de ello, el autor se embarcaría con Os libros
arden mal en un ambicioso viaje por la ya aludida historia dramática de la cultura que
tendría como aparente punto de inflexión la quema de libros en la dársena coruñesa en
agosto de 1936. Pero realmente, más allá de lo concreto, la novela es una alegoría
acerca del poder mutante de las palabras y su capacidad para transmigrar y sobrevivir a
lo largo del tiempo.

De la misma forma, O último día de Terranova es también mucho más que una
denuncia de la especulación inmobiliaria, o de la frágil condición de la cultura y la
necesidad de proporcionarle hábitats de supervivencia (las librerías como Terranova
serían uno de esos hábitats), igual que es mucho más que un ejercicio de memoria
histórica. Desde luego, es una novela sobre la memoria y la inutilidad de zafarnos de
ella, sobre su poder para bloquear el absurdo existencial cuando nos encontramos de
repente carentes de respuestas ante los desafíos que nos lanza, implacable, el paso del
tiempo. Y es, por supuesto, también una novela sobre la historia: Rivas descorre con
cautela la cortina del tiempo para que por ella podamos entrever el brillo deslumbrante
de aquellos 70 en los en España todo parecía aún posible, o para que podamos
asomarnos unas décadas antes al vértigo atlántico de un exilio aún por recuperar. O para
que se nos encoja el estómago de miedo y nos sintamos acorralados por la complicidad
entre dictaduras. Quizá es para compensar la densidad de todos estos elementos
históricos por lo que Rivas opta por un desenlace pseudopolicial y tan actual que podría
ser noticia de portada periodística cualquier día de estos; con la resolución un tanto
apresurada de una compleja trama subyacente (una mafia que traficaba con arte sacro
para blanquear beneficios), se frena el inminente deshaucio de la librería Terranova en
un final que es a un tiempo climático y anticlimático.

En el fondo, poco importa el como, el para que o el porqué. Lo verdaderamente singular


de esta novela es que, con todos esos materiales que parecen restos del naufragio de la
historia en las playas del presente, Rivas consigue que germine en nosotros una
inquietud que se parece mucho a una cierta nostalgia de futuro. Por ello, quizá, el último
capítulo de la novela se titula “A orixe do mundo” y la novela se cierra con un deseo: el
de ver “quien anda hoy por la Línea del Horizonte”. Ese lugar donde la memoria se
convierte en utopía.
DOLORES VILAVEDRA

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