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Combinación sutilmente equilibrada de poesía, de historia, de humorismo, de

amistad, de erudición, de ingenio, en la que queda encerrada, mágicamente


una época trascendental del arte moderno, desde Apollinaire hasta el humor
negro, Ismos es un libro clásico en el que aún no se ha apagado la subversiva
efervescencia de las vanguardias.

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Ramón Gómez de la Serna

Ismos
ePub r1.0
Titivillus 09.09.2023

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Título original: Ismos
Ramón Gómez de la Serna, 1931

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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INDICE DE TEXTO

Advertencia preliminar

Prologo

Apollinerismo

Picassismo

Futurismo

Negrismo

Luminismo

Klaxismo

Estantifermismo

Toulouselautrecismo

Monstruosismo

Archipenkismo

Maquinismo

Lhoteismo

Simultaneismo

Jazzbandismo

Humorismo

Lipchitzmo

Tubularismo

Ninfismo

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Dadaismo

Charlotismo

Surrealismo

Botellismo

Riverismo

Novelismo

Serafismo

Ducassismo

Daliismo

Notas

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ADVERTENCIA PRELIMINAR

Se podría decir que este libro es el libro clásico de lo no clásico, por lo


cual llegó a ser inencontrable.
Gómez de la Serna ha dejado el texto en su puro estado juvenil, con los
datos directos que él vivió como precursor atrapando los primeros secretos
de todos los “ismos”.
Durante más de un cuarto de siglo, Ramón ha propagado en diarios,
revistas, folletos, libros y conferencias, su esperanza en el arte nuevo que hoy
triunfa plenamente en el mundo.
Ismos, es la síntesis de esas confidencias y revelaciones, cuando los
héroes consagrados eran sólo fuerzas de choque.
Por eso, para que continúe siendo un libro precursor y no informativo a
posteriori, sólo ha añadido un capítulo sobre Dalí y algunos datos supletorios
que le han puesto al día, un día que no es el de hoy, pues siempre rebasó la
fecha el espíritu profético, sino el día de mañana en un futuro cuya fecha
sería vano escribir.

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PICASSO. Mujer sentada. 1925. Tate Gallery. Londres.

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PROLOGO

HE vivido antes de que naciesen, y en estrecha confidencia con ellas después,


con las nuevas formas del arte y de la literatura. Por eso puedo poner un poco
de orden en lo que todo eso ha significado, y puedo cerner al fin lo que hay de
perenne en todo lo que ha sucedido.
En este libro hago justicia a los más destacados precursores y hago algo
por que quede claro su itinerario sobre las divagaciones.
Voy a hacer lo más prohibido por ciertos absolutistas teóricos, que es
mezclar el nuevo arte y la literatura; pero del conjunto de esta herejía brotará
una idea general de cómo es más verdad de lo que parece esta influencia
recíproca.
Picasso dice que los literatos van detrás de los pintores; pero leyendo la
historia de Apollinaire el precursor, se verá que todo nació en la invención
literaria, y cuando vi por primera vez a Picasso, éste me enseñó los libros de
Max Jacob como sus libros de cabecera, y en la secuencia de Max Jacob está
más firme la subversión y la arbitrariedad de Apollinaire y de sus antecesores.
Conde de Lautréamont, Aloysius Bertrand, Arthur Rimbaud, Mallarmé y
Saint-Pol Roux, que ya definió el arte moderno en su máxima: “Huir de los
hombres para acercarse a la humanidad; acercarse a la naturaleza, para
conseguir huir de ella a fuerza de tratarla, y después, entre huidas y
aproximaciones, centralizarse como en un punto de intercesión por una
sobrecreación amanecida de un olvido que aun se acuerda”.
Otro pintor, Albert Gleizes, reaccionando contra esa verdad inconcusa, ha
dicho: “Un árbol es ingrediente de literatura; pero literatura no es ingrediente
de árbol. Un cuadro nuevo será ingrediente de literatura; pero literatura no
será ingrediente de cuadro nuevo”.
De la mescolanza de unos con otros y sus doctrinas brotará la palingenesia
del arte nuevo, el horóscopo para entenderlo; entendiendo por arte nuevo esa
mezcla de literatura, pintura y demás músicas.
Influyó en el arte nuevo desde la figura escuálida y pálida, con largos
guantes negros, de la Yvette Guilbert, hasta las muecas de ancha boca de la
Polaire.

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Lo que yo llamo “Ramonismo”, anduvo cruzando sus fuegos con todos
los atisbos, y en España mantuve siempre la posición impar en mi tugurio de
imparidades; pero he dejado fuera ese capítulo por verdadera modestia y
porque en mi amplia autobiografía, que publicaré algún día, irá mi estética y
mi persona en conjunto de minucias pintorescas, que harán perdonar esa tiesa
vanidad que pudiera haber en el recuento de las propias hazañas.
No van al azar los ismos de este libro. Entre todos completan cierta clave
del arte contemporáneo, y el lector quedará menos confuso en antecedentes.
Como Apollinaire es un poco la primera letra capitular de todo lo que
sucede, va en cabeza su biografía, que he tenido el verdadero honor de que
figure, traducida al francés, como prólogo a su libro inédito, titulado Il y a,
publicado por la editorial “La Phalange”, de París, reputándome Jean Royère,
que fué su entrañable amigo y que dirige esa colección literaria, como justo
biógrafo que ha resumido con imparcialidad lo que significó Apollinaire.
Yo entré por casualidad en aquella Exposición de los Independientes que
se celebró en agosto de 1910 en París; un agosto caluroso en que se buscaban
las orillas del Sena para respirar.
Era un barracón largo lleno de luz, más natural dentro que fuera. Se sentía
que allí estaba la barricada y trinchera del porvenir.
Entonces se entraba siempre, por casualidad, en los sitios vanguardiales.
Era instinto de perro que atisba la caza lejana el que nos conducía a ciertos
rincones.
Tenía el suelo de tierra removida algo de plaza de toros en que va a haber
hule. Se era embestido por los cuadros y había que saber usar la capa en
capeo ágil y rápido.
Yo me acuerdo que sonreí aquel día con la sonrisa que mejor venía a mi
espíritu.
Confieso que creí más en una barraca de feria que en lo que aquello era;
pero si algo entre las sensaciones que llenan nuestra alma se puede llamar
puro sentido del descubrimiento, fué aquello lo que gocé.
Verdadera playa de las nuevas Américas era aquélla, pues para ser más
playa, el pavimento era la tierra libre, la tierra próxima al río, tierra de orilla
de río, que es como tierra de orilla de mar.
Desde entonces entré en el caos febriciente de la pintura moderna y su
interés.
Quisiera haber dado toda la historia del anecdotario del arte de esos
tiempos, sus frases sueltas, sus suicidios “con el sable turco de un cometa”,
sus libros con hojas transparentes de papel de distinto color, con la mano del

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poeta pintada de negro e improntada en la primera página de la guarda, y
hasta dar un anecdotario de los rusos, con sus sopas hechas con manos
humanas que asoman como cangrejos sobre el líquido humeante; pero he
preferido destacar unas cuantas figuras y maneras, las que limitan lo
aplastante y lo delicado de todos los ismos.
El libro de Guillermo de Torre, Literaturas europeas de van guardia, es
un bello libro con todos los esquemas, escrito con juventud, con justicia,
sobreponiéndose a todo. Es la guía de ferro carriles que debe acompañar a
este libro más monográfico.
Primero creí que las escuelas eran una cosa complicada y pitagórica; pero
después he ido viendo que sólo eran “una figura”, la figura creadora, solitaria
y personal.
Personalismo que se disolverá como todo, pero no porque todo haya
podido ser en vano no vamos a tener nuestras discusiones de presente.
Ya sabemos la afición a disolverse que tiene todo, y que la disolución es
el sueño de amor de todo lo creado; pero eso mismo da más valor a los seres
disolventes que se adelantaron al rapto natural, siendo por eso los seres de
mejor calidad de la naturaleza.
Otros escogen estas materias para hacer juegos de enrevesamiento.
Yo les he escogido para hacer juegos de verdad clara.
Estamos saliendo de una época y hay que dejar explicado nuestro tiempo.
A través de todo este libro se me verá en mi interminable posición de
rebeldía, pero rebeldía con un fondo dramático y emocionado, apasionado de
la construcción noviestructurada, lírico del soborno humano que sufre en la
plena deshumanización, las vísceras palpitantes, sacando la mano por entre lo
diversificante, desfoliando lo virgíneo con verdadera pasión.
Siempre para mí las academias no tienen que ver nada con el arte y siguen
siendo los mismos recintos tétricos, llenos de jefes de negociado de la lengua.
He sido tiroteado en la vanguardia y he dado el pecho y la respuesta siempre
como vanguardista, siendo en la actualidad porvenirista, que es situación
menos guerrera y también menos retórica que futurista, pues el futuro es
mucho más lejano y engolado que el porvenir.
La posibilidad y sugerencia literarias, su prolificación de materias y
remas, su superposición de imágenes es incomparable con la del arte de la
pintura, por ejemplo:
¿Quién podría pintar ese ruido de los remos sobre el barco; ese
almadreñeo que viene del mar; ese ruido de coyundas removidas que pasa
sigiloso en la noche como un vivo desvencijamiento que viene como de los

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mares de los siglos? Todo está oscuro; la barca no lleva luz; sólo ese eco de
un lecho de madera de la noche, de una cuna nocturna, febril, inquieta, como
gran atado de maderas crujientes.
Y quien dice eso dice lo más indecible, lo que ni siquiera es recuerdo, lo
que ni siquiera es color.
El misterio de que una cosa literaria resulte es que estén bien hallados los
ángulos… Todo estriba en saber apreciar qué ángulo es el interesante… Hay
que enfocar las cosas en ángulo, no demasiado de frente o demasiado a todo
lo ancho, y ¡de ninguna manera! en panorama.
En cada asunto o escena hay que hallar el ángulo intencionado, lo que
basta para el resto, lo que tía a cala la novedad de cada episodio.
Aquella costumbre antigua de cuadrar las cosas, de darles des usada
perspectiva o mostrarlas en políptico, es una costumbre perniciosa que va
contra lo nuevo. Aquel sobrante de las cosas es hoy inadmisible, y empuerca
una obra literaria actual si repite el ejemplo.
La asepsia es otro valor que se opone al de la belleza y que no tiene que
ver con ella, sucediendo que la belleza que no sea aséptica bajará mucho en el
concepto de los nuevos aprecios o de la nueva estimativa, como dicen los
profesores.
Lo aséptico es algo más que lo limpio: es lo que ha acabado con ciertos
microbios misteriosos que están no sólo en lo exterior de un rasgo del
espíritu, sino en lo interior y en su aliento.
Sobre el sentimiento rigurosamente moral que se exigía a la belleza, es
necesaria ahora la persuasión aséptica.
Lo que se dice ha de estar, no sólo no manoseado, sino ni siquiera tocado,
y sobre todo, en absoluto tocado de cierta manera.
Lo aséptico es lo que no incordia la mente, que es sensible a lo nuevo; lo
que se puede paladear y mirar sin repugnancias ingénitas.
A cada mirada de ahora hay que darle una exposición de menos segundos
que a las miradas antiguas.
Toda la vida está plastificada por estas influencias, y la mujer que pasa, va
ya vestida de un modo surrealista, y las películas que aceptamos mejor son las
que están influidas por las rarezas de los nuevos disparatarlos, aunque la
realidad mezclara siempre demasiada agua al vino muy graduado de lo
novísimo.
Lo más extraño del tiempo es que es él mismo, sobre todas las hipocresías
y rémoras, el que va preparando su fantasía y su renovación y suele contestar
con viveza a todas las encuestas. Será el tirano de los tiranos.

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Sobre lo anecdótico está lo fecundativo de las Exposiciones, máximas
intérpretes de la inquietud contemporánea, maquetas de lo que es y será
silueta de las Grandes Vías y prorrupción en los gran des espectáculos, por
más que ahora lo que se ve sólo sea martirizado embrión de lo futuro y como
toda belleza embrionaria tenga tipo fetal e infusorio.
Es un misterio, pero tiene realidad verdadera el cómo corrigen al Mundo
sus involucraciones y sus delirios, de tal modo, que si no existiesen esos
delirios e involucraciones permanecería inmóvil y entontecido. Más que las
propagandas morales, ha influido en la vida y sus costumbres —lo que es más
urgente liberar— la novedad en las telas, en las luces, en los muebles, en los
cuadros, en los géneros literarios. Es como si con la espantada que se produce
se llevase a la vida hacia otros horizontes.
A veces la estilización parece vencida, pero no lo está. Es lo único
invencible. Es lo único que se sobrepone al mundo en el mundo. Las
revoluciones políticas pueden detenerse, duermen a veces, se eclipsan; pero la
revolución del arte es permanente, abre su oficina con cada nuevo sol.
El que se haya industrializado y hecho objeto comercial parece que la
compromete; pero no, en seguida realza de nuevo su soledad, su impavidez, y
espera el mañana con tan virgen esperanza como siempre.
En todos los escaparates hay estilización y, sin embargo, ella da un salto y
se salva. ¿Qué importa que la perfumería esté llena de frascos estilizados? Su
alma pueril de perfume y el que sean objetos útiles —¡envases!—, borra esas
estilizaciones y las devuelve al caos de que brota lo estilizado.
No debe dudarse de que hay que seguir estilizando, por mucho
amaneramiento que sufra la palabra y el hecho. No debe dejarse nada en lo
que es; hay que estilizarlo, entiéndanlo o no los chabacanos.
Todo el arte nuevo da vueltas al dementir. Busca en los objetos y en las
imágenes desplazadas como objetos la suprema distracción, una especie de
idolatría última que le compense de mayores incredulidades.
Antes los artistas querían ser modernos y, además, de todos los tiempos.
Ahora sólo se quiere ser modernos, y por eso es mayor la evidencia y la
descortesía del presente.
Yo diría que no se está preparando arte alguno, sino la libertad del hombre
y su monstruosidad última, cosas que si quizá no podrá vivir nunca en vida
declarada, las podrá vivir en la mente.
Llegaría hasta decir: se está preparando la libertad idiota, que, después de
todo, bien mirado, es el colmo de la libertad.

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Claro que toda la historia de la política, de las religiones, de la filosofía,
de la estética, de la retórica, ha sido evitar la eclosión de esa libertad, y se
inventaron todas las maneras de contemporización para evitar esa libertad
suprema, protuberante, empedernida. Debemos adelantar los tiempos en
nuestros corazones. Quien no haga eso no es nadie.
Por lo que fué interesante y digno de vivirse el primer tiempo de los
tiempos es porque fué nuevo. Si hubiera sido antiguo no hubiera podido
comenzar la vida, no hubiera tenido la curiosidad de su primer arranque.
Lo nuevo, en su pureza inicial, en su sorpresa de rasgadura del ciclo y del
tiempo es para mí esencia de la vida.
Lo nuevo nace más veloz. Hay que emplear hoy dos imágenes cada cinco
segundos de escritura para emplear mañana tres en los mismos cinco
segundos.
Si el nuevo día dijese en que consiste su
novedad, nadie lo comprendería. Lo mejor
que tiene es que es nuevo. Esto es lo que
revelan las nuevas imágenes.
Lo nuevo son distancias que se
recorren. No hay otra forma ni concepto de
la distancia en Arte que el in novar. Así
como el que camina, si ha de avanzar ha de
recorrer espacios que no estaban detrás de
él, sino delante, el artista está parado y da
vueltas alrededor de su noria si no innova.
Hay que haber devorado lo nuevo para
tener derecho a la publicidad. Hay que
haberlo devorado, porque así no volverá a
reaparecer como nuevo, sino que dará lugar
a otras calorías de novedad. Y en seguida a
devorar lo nuevo nuevo sin piedad ninguna,
y a otra novedad.
Dibujo del autor.
Lo nuevo no es más que lo nuevo. Lo
nuevo tiene que sorprender hasta al renovador.
Ya que se contrae el mundo gracias a la telecomunicación, lo tenemos que
ensanchar por la invención. El papel de la invención es cada día más
importante.
Debemos tener al oído los auriculares que nos ligan con todo el presente
para no repetir ninguna de sus notas cotidianas. El oído puede estar unido al

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presente mientras las notas que se toman van al porvenir para formar un
tiempo más profundo.
Lo viejo ha podido quedar, pero no se debe hacer nada nuevo con hipo
viejo. Contra eso es contra lo que reaccionamos.
Cada día debe dedicarse al uso y consignación de su novedad. No se debe
perder un día con su matiz especial. Se suprimen horizontes en la vida si la
amplitud que da el pasado reciente adosado al pasado antiguo no amplifica el
infinito de cada existencia cuyo más profundo termino está en el pasado, pero
añadiéndole el por venir nuevo de cada día que pasa.
La invención debe ser incesante. Se adeudará a los demás esa invención
que no se realizó. Perder tiempo es perder invención. Es un robo que se hace a
los que necesitan moverse en tiempos cada vez más amplios. Repetir un
concepto, una manera, una composición de arte es redundar en la redundancia
que acorta la vida, que suprime la diversidad de espectáculos que es su única
eternidad.
El vicio de empequeñecimiento lo da el no entregarse de lleno a la
renovación, a labrar cada año con caracteres de siglo.
La magia de la vida, el gran engaño de la muerte, la caja de múltiple
fondo con que se fantasmagorizan los mares de espacio en que nada el
hombre, está en el arte siempre renovado, renovado por más que lloren los
apegados a lo antiguo, lo antiguo que, por bueno que sea, es monstruoso en la
repetición.
Los que ofendieron a lo nuevo serán eternamente escarnecidos y todo el
porvenir cuidará de desagraviar a lo nuevo, tanto como de agraviarles a ellos.
Si lo nuevo se vuelve contra lo antiguo es porque lo antiguo repudia lo
nuevo, pues de otro modo lo nuevo es tan comprensivo que admitiría lo
antiguo en su tiempo, y más si lo antiguo supuso renovación en su época,
cualidad que es lo que únicamente lo legitima en el pasado.
El deber de lo nuevo es el principal deber de todo artista creador. Lo
nuevo no es sólo lo diferente a lo anterior, sino lo que se asienta de modo
especial sobre tierra fértil y asume la verdad despejada de la vida, teniendo
condiciones asimilables en los pulmones nuevos.
Pero para remachar esta idea, nada como repetir lo nuevo tantas veces
como los Bancos repiten su nombre en los cupones.
Aquella damita que un día opinó que el arte es como hacer jersey, se
convencerá de que tiene un intríngulis mayor y que es más trágico que el
amor. Aunque estas nuevas fórmulas del arte también se convertirán algún día
en un ex voto, como ya sólo es 1111 ex voto lo grecorromano.

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En estos estudios se verá que lo halagüeño no vale. Que así como un disco
con campanas de cristal es un mal disco, un cuadro o una página sólo llena de
resonancias y suavidades no vale nada.
El apotegma de Wilde diciendo que la naturaleza debe imitar al arte es de
Pompilio y fué escrito en latín, “Natura imita artifex”, antes de ser escrito en
inglés. Por primera vez sucede eso, y cafés y ciudades están paridos por el
nuevo estilo.
El Arte es juego de los siglos y el último jugar ha sido a quien
escamoteaba más la realidad.
Se sospecha que varias veces los hombres, cansados del repetido decir de
la vida, han recurrido a esta estratagema, y varias veces ha sido enterrada esa
manifestación de arte sin que dejase rastro.
Hay cosas que se rebelan contra la monotonía social y así evitan que se
vuelva a la primera adoración del hombre, que fué una piedra erecta, monda y
lironda, en medio del primer valle del mundo.

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APOLLINERISMO

PARTEN de un cansancio de las formas antiguas en un corazón


internacionalista, los primeros conatos francos de una inspiración nueva.
Es importantísimo Guillaume Apollinaire, porque bautiza a los
catecúmenos, alienta la insurgencia pictórica y promueve la primera
disconformidad y la primera vacilación.
Ya asentado en el nuevo siglo, comprende que no se puede continuar la
monotonía de imitaciones y copias.
Voy a hablar de Apollinaire porque me corresponde y no porque haya
sido su discípulo ni su primer lector.
Muy a última hora de su vida tuve el gusto de estrechar la mano de
Apollinaire, y asistí en París a aquel banquete accidentado en que el hombre
de la cabeza vendada como con un casco de aviador de los hospitales, se
levantó a lanzar un discurso violento contra aquellos de sus amigos que no
habían sabido respetar a la dama rubia y crédula que había querido hablar.
Recuerdo que los avisados llevábamos unos fuelles para pulverizar a
posibles enemigos que habrían dejado en el Palais d’Orléans las tropas
coloniales que habían sido sus huéspedas. ¡Qué lleno de ídolos negros,
evocados por las oraciones de los que fueron sus alojados, estaba el palacio!
Todo puede haber sucedido cuando la guerra. Parece mentira que una
edad que nos pareció a veces monótona y como inexistente e impracticable,
fuese la que remocionase todas las cosas y nos diese a conocer las verdaderas
relaciones y asociaciones entre el hombre y el mundo.
Nos ocupamos en clasificar bien las cosas durante ese asueto que fue la
guerra para los que no peleamos. Nos dedicamos a reconocer muchas cosas y
escuchamos lo que nos decían. De antes teníamos el impulso innato y los
saltos de saltamonte que no sabe donde cae.
Todas eran confraternizaciones con Apollinaire a mi alrededor.
“Este despacho, ¡cómo se parece al de Apollinaire!”, exclamó suspirando
madame Laurencin, que durante una época fué muy amiga del escritor, al
entrar en mi escritorio.
“Es el Apollinaire español”, decía con cierta sorna Delaunay.

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Yo confieso que sentí el escalofrío de las coartadas, de las circunstancias
que condenan un poco, de las amistades sospechosas con señores que, bien
sabe Dios, no ha visto uno nunca.
De algún modo resultábamos gemelos que no hubiesen estado nunca en el
mismo vientre. (Después me había de pasar lo mismo con Max Jacob, que
siempre ha de ser para mí el mejillón des conocido).
Guillaume Apollinaire de Kostrowitzky nació en Roma durante el mes de
agosto de 1880. Era nieto de un general polaco, y, si le creyésemos a él, hijo
de un cardenal italiano.
Su madre le llevó muy niño a la Costa Azul, donde vivió los mejores años
de su infancia, y en cuyo suave y libre azulismo se despertó al mundo y al
consentimiento de todos los gustos. Si fuese yo muy cursi diría: “En la valva
nacarada de aquel rincón se sedimentó la perla”. No iría mal ese pensamiento
a aquella cuna ideal, en cuyo paraje he visto sonreír, como en ningún sirio, las
joyas de las joyerías. Mi recuerdo de Niza es una joyería en plena felicidad,
en el más bello día de su emoción. ¡Cómo ebullían las perlas y sentían su
domingo ideal las amatistas, reverberándonos la alegría de los brillantes!
El desbordamiento pagano de Apollinaire, sus excesos, su plenitud
dichosa se deben a aquella infancia pictórica en la costa iridiscente.
Aquella tarde de vacaciones repletas en el gran mundo libre y derrochador
tenía que encalabrinar el alma de un colegial extra ordinario.

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MARIE LAURENCIN. La asamblea. Retrato de Gertrude Stein, Fernande Olivier, un ángel,
Guillaume Apollinaire (en el centro). Picasso, un ángel, Cremnitz y Marie Laurencin.

Sus estudios en Mónaco, la ciudad en que pensar en lo que se quiera, la


ciudad paradisíaca que no se puede tomar nunca en serio, como no sea por
una hipocresía social que no puede abandonar el campo, le hicieron fantástico
y dichoso en la invención.
Ya entraba en el colegio con la cartera llena de periódicos y libros que
guardaba con reserva.
Sus correrías de juventud en la Niza suave han sido contadas por su amigo
de liceo A. Toussaint-Luca: tal escapatoria, tal atrevimiento, cuando
conocieron a un poeta amigo de Verlaine que tocaba toda la orquesta en una
barraca de Montecarlo, y al que después creen reconocer en Charles Morice
un día que lo encuentran en el Vachette con Moréas, y otras varias anécdotas
de una infancia alegre, llena de cigarrillos furtivos.
“Ni el espíritu ni la carne —dice en una biografía de Apollinaire su más
completo biógrafo, el gran Royère— se valen allí de subterfugios. Todo es
natural y todo parece lícito en Niza, y si el carnaval es allí festejado, es
porque sólo durante esa corta tregua se disfraza allí la desnudez”.
En el colegio de San Carlos trabó amistad con Rene Dupuy —el futuro
René Dalize—, del que después el autor de Alcools habla con gracia y efusión
en su poema Zona y del que también, cuando murió heroicamente en el
campo de batalla, hizo el panegírico en casa de madame Aurel.
En el Liceo de Niza, el joven Kostrowitzky —a quien sus discípulos
llamaban Kostro— se convirtió en el inseparable de Toussaint-Luca, poeta
ingenioso, ameno escritor y erudito modesto, que acababa de publicar una
hermosa obra: Los que han hecho América.
Los dos condiscípulos escandalizaban a su profesor, M. Dousset; en sus
disertaciones trataba Apollinaire con irreverencia a los clásicos, pero citaba a
Henry de Régnier, Viclé-Griffin, Francis Jammes y Manuel Signoret.
Redactaba a veces sus temas en versos franceses o latinos o imitando el estilo
de Rabelais. El y Luca estaban suscritos al Mercure de France, y allí leían a
escondidas Los caballos de Diomedes, de Remy de Gourmont. Ambos amigos
redactaban además un diario manuscrito, El Vengador, que dejaban leer a sus
compañeros mediante el pago de diez céntimos. Más tarde. El Vengador se
llamó El Transigente, para molestar a Rochefort, y sus redactores exaltaban a
Kropotkin y la literatura simbolista.
Kostro se ganó un día un grave castigo por haber sido sorprendido
leyendo la Agonía, de Lombard.

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En viajes que hizo para completar sus estudios recorrió toda Alemania,
prefiriendo la Alemania del Sur a la rígida Prusia.
Se le ve perdido en esos viajes de los que se moquer —no hay palabra
como ésa para decir lo que es eso— en calles de ciudades cuyas
conglomeraciones fisga.
Se ve al errante personaje del mundo un poco marcado de cosas, porque
no comete la avilantez de clasificarlas y de creer que —hélas— las ha pillado.
Es transeúnte anónimo en calles en que se pierde, y de las que no sabe
cuál es la cabeza y cuál es la cola.
Después de esos viajes de juventud y con veinte años escasos aceptó un
empleo en casa de un banquero, por cuenta del que Apollinaire redactó un
periódico financiero, acercándose así a los goces y martirios de la publicidad.
En esa época publica su primer trabajo, L’Hérésiarque, en La Revue Blanche,
y todos miran hacia aquella ventana, sorprendidos del tipo renovador que por
ella se asoma.
Su madre es la que in fluye en él, reteniéndole cerca de la tierra. Si no, se
hubiese fugado del mundo como un globo hacia lo absurdo.
La quería, pero ella no le comprendió nunca, y quería más a su otro hijo, a
Albert —que más tarde murió en América al saber que su madre había muerto
—. Madame Kostrovvitzkv no había leído de Apollinaire más que
L’Hérésiarque, que adquirió en una librería por curiosidad, y cuya obra
encontraba idiota.
Su amigo Luca lee su nombre en el sumario de La Revue Blanche, y le
busca, lográndole encontrar. Entonces fundan Le Festin d’Esope, revista que
sólo publicó nueve números, y en la que se publicaron los primeros atisbos de
una juventud que después había de conseguir puestos muy aventajados en la
literatura, como André Salmon. John-Antoine Nau, Max Jacob. “No era un
imaginativo, en el verdadero sentido de la palabra”, dice Luca. Y Royere
comenta esta idea diciendo que, en efecto, la idea le afectaba más que la
imagen y la sensación. Recibía su impulso de la inteligencia, pero las ideas
huían en él, temblaban y se convertían en cosas, en seres. Le encantaban, y
por eso mismo lo verdadero le parecía inocente. Sentía todo lo que pensaba y
casi tan pronto como lo pensaba. He ahí la realidad especialísima de su
lirismo surrealista”.
Eran los tiempos heroicos del gramófono, y Apollinaire tuvo la timidez y
el engolamiento del primer asomarse a la alquimia del dejar la palabra en
pozos del porvenir.

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Apollinaire se hizo un aseo fotográfico para ir a hablar, y se nota en el
disco ese cuello de pajarita que puso a su palabra aquel día.
Ya llega la época en que se destaca en la vida del arte con las tres estrellas
en la bocamanga, y en que su precursión se hace efectiva. ¿Es el 1903? Sí, el
1903 o principios de 1904.
Es cuando se encuentra con André Salmón en el sótano en que se
celebraban las Soirèes de la Plume, como misa funeral del simbolismo
expirante, pues todos estaban impacientes por dedicarse a un arte más libre,
capaz de prolongaciones ilimitadas. Es la época azul de Picasso y, en tan
temprana fecha, Apollinaire publica en La Plume el primer estudio sobre el
jefe cubista.
Fué el alegre camarada de los últimos representantes del simbolismo, y en
1907 se le ve en uno de los banquetes de los Catorce, pedir, un poco
embriagado, agua de Apollinarie (célebre agua de mesa francesa), gritando:
“¡Es mi agua! ¡Es mi agua!”.
Es la alegre época en que se dedica a mil cosas, falta a mil citas y llega
tarde a otras mil. El mismo lo ha dicho, poetizando cínica mente su
informalidad en las citas:
“Un día.
“Un día yo me esperaba a mí mismo.
“Yo me decía: «Guillermo, ya es hora de que llegues»”.
Vive sus mejores horas en los cabarets en que se bebe la vida, como en el
de la Dernière Chance o en el de los Asesinos, llamado más tarde Le Lapin
Agile, y que ha definido con maravillosa frase Mac Orlan: “Un cabaret
asentado en el suelo como una linterna roja a la entrada de un garage”.
En el despacho de Apollinaire se reúnen. Derain, Marie Laurencin, Henri
Matisse, etc., toda la vanguardia de la pintura llamada cubista un poco
después. Allí reciben el insufle sedicioso. Apollinaire, siempre mediador,
recibía al mismo tiempo las visitas de Flémir Bourges, Octave Mirbeau y
otros escritores de ese tipo.
Dirige la más monumental biblioteca pornográfica de obras maestras, y de
esa labor le queda esa sabiduría en el libertinaje que figurara en sus obras
dándolas un fondo de Aretino renovado.
No era un mixtificador, sino un hombre entusiasta que amaba la paradoja
pura, por el contrario de los demás, que en todo lo que aman en el mundo
aman la paradoja, siempre la paradoja —aunque no lo notan— pero la
impura, la convencional, la admitida.

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Una vez el gran Royére dio una conferencia sobre los poetas jóvenes de
entonces, y al hablar de Apollinaire, que en aquella época comenzaba, dijo
que era un mixtificador. Apollinaire pro testó, diciendo que él no era un
mixtificador: “¡Todos sois mixtificadores, menos yo!”. Royére le contestó:
“Lo cual resulta lo mismo”, y quedó flotando en el ambiente la ineficacia letal
de la opinión lanzada en un sentido o en otro.
El pintor Rousseau va a hacer su entrada solemne en casa de Apollinaire,
descubriendo con la admiración que va a provocar en el escritor lo que
después ha hecho que sus obras adquieran precios fabulosos, pues su fama se
debe a Apollinaire, que, a pro pósito de Rousseau, dió una lección sobre el
valor que tiene el que aparezcan con todo su carácter las cosas que tienen
mucho carácter.
En pago a esa admiración, el aduanero Rousseau retrató al poeta y su
musa de ese modo genial que resulta de lo más inefable entre lo inefable. Si
alguna musa no ha sido falsificada, ésa es la verdadera, con toda su
ingenuidad propia.

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HENRI ROUSSEAU. Retrato de Guillaume Apollinaire,
titulado también “La musa inspirando al poeta”.

Rousseau, mientras pintaba el retrato de Apollinaire, le tomaba las


medidas, a la manera de los sastres, y en su casa, con aquellas cifras
apuntadas en un cuaderno, pintaba de memoria. Un día el poeta recibió una
carta del pintor, diciéndole: “He perdido la medida de tus espaldas; ¿podrías
pasarte un momento por casa?”.
Mientras le hacía posar, en las últimas sesiones, para hacerle el tiempo
agradable, cantaba canciones de su juventud:
Moi je n’arw pas les grands journaux
Qui parl’ de politique
Qu’est-c’ que ça m’fait qu’ les Esquimaux
Aient racagé l’Afrique?
Ce qui mi’faut à moi c’est l’ P’tit Journal.
La Gazett’ la croix d’ma mere:

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Tant plus qu’y a d’noyes l’canal
Tant plus qu’c’est mon affaire.

Apollinaire vive alegre.


La vida se desliza bohemia y apodíctica para él. Es aún el incontestado
por la Fama.
Espera a sus amigos en su buhardilla, una de esas buhardillas sin
abuhardillar de Francia. Veía desde su despacho, por un agujero abierto en un
ángulo de la pared de la escalera, quién había llamado a su puerta, y, según
quién fuese, decía que estaba o no. Un día un pícaro inoportuno, temiendo no
ser recibido si Apollinaire se daba cuenta de quién era, puso un tapón en el
agujerito antes de llamar.
Es la mejor hora de las veladas del Lapin Agile, cabaret de poetas en que
hay una Pierrette amiga de los poetas que decía de uno de ellos: “Hace versos
que no se lavan los pies”.
Es la hora de su “Bestiario” en que define al pulpo:
Arrojando su tinta al cielo,
sorbiendo la sangre de aquel a quien ama
y encontrándola deliciosa,
este monstruo inhumano soy yo mismo

En la juerga cubista se divirtió muchísimo y tomó parte en todos los


festejos, entusiasmándose con Savino, hermano de Chirico, por que había
estropeado varios pianos en el curso de un recital.
A Picabia le dijo en verso:
Y si tú danzas el tango
Noli me tangere.

En septiembre de 1911, Apollinaire es detenido como supuesto autor del


robo de La Gioconda y conducido por dos guardias a la cárcel. Le ha
comprometido su amistad con un gracioso aventurero: el barón de Ormcsan,
del que cuenta pintorescas aventuras en Hérésiarque et Compagnie, y que,
apiadado de él en un momento en que se le presentó con hambre, le hizo su
secretario.
Conducidas las interpretaciones del robo hasta lo inverosímil, y después
de recordar que Marinetti había escrito hacía poco recomendando la
destrucción de los museos y de las obras de arte, se busca al representante en
Francia de las doctrinas más nuevas, y se le encarcela, recordando que
después de publicar una de sus más bellas novelas con el relato del robo de
unas estatuas en el Louvre, confió esas estatuas —de verdad robadas por el

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barón de Ormcsan— al escaparate del Paris-Journal, que las tuvo expuestas
para escarmiento de los robos futuros, devolviéndoselas al Louvre de nuevo.
Sus amigos, entre ellos Toussaint-Luca, trabajan por salvarle y llevan la
convicción de la inocencia de Apollinaire a los jueces, escribiendo una bella
carta a los periódicos en defensa de quien hizo restituir las estatuas robadas
antaño por el propio barón de Ormesan.
Todos creían ver en él “el hombre que ha robado La Gioconda”.
Sus amigos, entre ellos Billy, con gran entusiasmo, se esfuerzan para
sacarle de la cárcel, y recogen firmas. Recurren hasta a algún caracterizado
personaje oficial, como M. Frantz-Jourdain, que les responde: “¡Cómo! ¿Mi
firma para que suelten a Apollinaire? ¡Nunca, jamás! Para que continúe en la
cárcel, siempre que ustedes quieran”.
De aquella revuelta contra él le quedó un terror grande.
¡Cómo sale a la luz Apollinaire en aquel otoño de 1911! Se le ve ávido en
el Salón de Otoño, donde André Germain, arrebatado por la injusticia que se
ha cometido contra él, propone “que por toda detención injusta se encierre en
prisión al magistrado que la haya ordenado, tantos días como estuvo preso el
que sufrió la arbitrariedad”.
Su época cubista se acentúa.
Sonnia Delaunay le regala unos visillos simultaneístas, detrás de los que
él trabaja desde por la mañana muy temprano.
Una gata le acompaña.
Usa una corbata pintada también por Sonnia, que sólo se pone cuando
tiene invitados.
Es la época en que Apollinaire escribe Las ventanas.
¿Cómo escribió este poema para el catálogo de Delaunay, que ha
escalfado en sus telas las ventanas más luminosas y polarizadas que se
conocen?
Delaunay sostiene que lo escribió en su casa durante los días de refugiado
en ella. El crítico Henry Bidou, que quiso dogmatizar a propósito de este
poema, lo cree también hijo de una inspiración en estado de tránsito.
Yo me inclino a creer en la versión fresca, irónica, y al mismo tiempo
verdadera, “no quita lo verdadero a lo humorístico”, corroborando así la
opinión de Salmón, que dice que Apollinaire “no escribió en esa poesía nada
que no fuese genuinamente suyo”.
“El, Dupuy y yo —dice Billy— estamos sentados en casa de Crucifix, en
la calle de Daurion, con tres vasos de vermut delante. De pronto Guillaume se
echa a reír; se le ha olvidado por completo escribir para el catálogo de Robert

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Delaunay el prefacio que se
comprometió a enviar por correo, último
plazo, aquel día mismo. ¡A ver, mozo,
papel, pluma, tinta! Entre los tres, pronto
estará hecho… No recuerdo ya
exactamente todos los detalles de tan rara
colaboración; mas puedo afirmar que el
prefacio para el catálogo de Robert
Delaunay salió entero de ella. Guillaume
llamaba poemas-conversaciones a los
poemas de este género”.
Después, en una versión más
detallada, Billy relata la trama, que había
dado por olvidada. Dice:
“La pluma de Guillaume escribe:
HENRI ROUSSEAU. Felicitación 1892. Du rouge au vert tout le jaune meurt.
Colección Charles Laughton, Londres.
“Después se detiene. Y Dupuy diera:
Quand chautent dans les foréts natales.

“La pluma continúa transcribiendo la frase fielmente, y añade:


Abatis de pihis.

“Se detiene de nuevo. Y yo dicto a mi vez:


Il y a un poème à faire sur l’oiseau qui n’a qu’ une aile.

“Reminiscencias de Alcools que la pluma reproduce sin dubitación.


“—Lo que estaría bien —digo yo entonces— es enviárselo, puesto que es
urgente, en un mensaje telefónico, y de ahí el verso siguiente:
Nous l’enverrons en message téléphonique”.

Todo tiene en ese relato sabor de veracidad; además de que es


espontaneísmo lo que distingue la poesía de Apollinaire.
Tenía gusto en hacer sus mejores versos con un aire francachelista. Sus
más vivas imágenes surgieron en él después del suculento plato del día, que
es el que mejor y más caliente sale del horno de los restaurantes.
Para mayor prueba del aserto de su modo de improvisar, cabe decir que
uno de los más sinceros poemas suyos fué leído en la boda de André Salmón,

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y lo improvisó en el imperial de un ómnibus. ¡Magnífico sitio para la alta
inspiración!
Su alegre musa se alegra de verle tan alborotado y tan bon vivant. Era un
erudito del Brillar Savarin, y tan gourmand era, que quizá fuese uno de los
pocos franceses que conocían las cajas de mazapán, de las que decía que
“eran muy bonitas de color”.
Comía suculentamente. Subía a su casa cargado de frioleras. Bebía toda
clase de vinos y alquimias en pequeñas copitas.
—Después de la comida —me confesaba un amigo su yo— era más
simpático que antes.
En su menú siempre había, según me contaba Delaunay, bistec y cebollas
fritas, y después de cosas muy dulces, se comía un limón con piel y todo, o
una naranja también con la pie!
En el café de Flore surge la idea de Les soirées de Paris, donde él traza las
leyes del cubismo.
Es tiempo jovial. Pero el 1914 va a llegar. Unas últimas vacaciones
alegres se preparan, las de julio y agosto de 1914. Ahora que vemos correr al
revés el film de esa fecha vemos que la efervescencia de aquellos días se
debía a que todos pasaban el último verano antes de las separaciones
definitivas, de la vida el uno, de una mujer el otro, de una época todos.
Marie Laurencin está aún a su lado, con su sombrero convertido en cesta
de flores al brazo, vestida de las batistas más bellas, estampadas con sólo
haberlas dejado reposar sobre las praderas llenas de flores biográficas.
Después, hasta la fina y arcangélica María había de seguir rumbos
desesperantes, aunque siempre con su espíritu en flor, y cantando entre sus
cabellos rubios el pájaro artificial de Le Paradis des enfants.
Vive las mañanas delicadísimas y tiernas, las mañanas que son como
“ricas herederas” en la playa de moda.
Rouveyre, que ha relatado este verano en Deauville, cuenta cómo se
tendía sobre la arena con los pies desnudos.
Pero de pronto, en los relojes de pulsera sonó la hora histórica.
Es el día primero de agosto de 1914, y algunas personas que acaban de
llegar de París hablan de la movilización. Los “luises” de oro se retraen ya, no
brotan libres y fastuosos sobre los tapetes verdes. (¡Pensar que la bella
galantería francesa ya no se paga en “luises”! Pagada en “luises”, no había en
ella ni pecado, ni suciedad, ni humillación, porque la moneda aurisona no
denigra).

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De vuelta rápida hacia París, en automóvil, Apollinaire escribe en
Fontainebleau su poesía La Fête manquée.
Ya siente un cosquilleo de todos los ejércitos en él; algo así como si el
hormigueo ávido remontase su alma.
A todo el mundo le estropeó la guerra un veraneo rico, espléndido, en el
que todos se habrían atrevido a ir más allá que ningún veraneo. (¡Lo véis! La
guerra tenía que venir).
Es como si un día fúlgido de verano se hubiera convertido en noche y los
trenes de socorro hubieran comenzado a llegar, y a los discos de las señales
ferroviarias se les hubiese puesto el ojo negro con el puñetazo de la noticia.
La guerra le envuelve, le lleva, le ofusca. (Comprende desde el principio
que es una fatalidad terrible contra la que le sería inútil volverse. Se le ve en
el torbellino que tiene virajes misteriosos, zonas en las que se pierde.
Se sabe y no se sabe de él. Llega a mis manos, precisamente por conducto
de Marie Laurencin, Case d’Armons, multicopiada sobre la cureña de un
cañón en una máquina de gelatina. Las nuevas imágenes de la guerra están
allí enteras, perpetuables, perfectas. Todos los estallidos, toda la original
pirotecnia de la guerra euro pea la recoge Apollinaire en ese libro.
Ningún parte ni ninguna novela efectista y dramática, han podido dar la
sensación de la guerra. Sólo sus imágenes llenas de frenética alegría
sintetizaron el valor de la guerra, que es el arte llevado a suprema y terrible
conclusión, el arte desesperado:
“La artillería destapa sus botellas ardientes”.
“Aquel viñedo de hombres”.
“¡Ah, señor, que bella es la guerra
con sus cantos y sus largos descansos!”.
“Tus senos son los únicos obuses que yo amo”.

Pasa de la Artillería a la Infantería por ascenso, y un día, estando leyendo


un número del Mercure de France en la trinchera, un pedazo de obús se le
clava en la cabeza. “No me creí alcanzado —ha dicho él—, y ya iba a
continuar mi lectura cuando la sangre comenzó a caer sobre la revista”. (Le ha
herido la metralla en el sitio mismo que y a estaba señalado por una extraña
predicción de la suerte en un relieve en madera que le representaba).
Es llevado al hospital, donde le curan en la esperanza de que se salve por
sí mismo, pues, como ha dicho Lejars, “intervenir no significa trepanación”.
Pero su cabeza no tuvo la tolerancia que la medicina espera en estos
casos.

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Poco después una pierna y un brazo se le paralizaron. Hubo entonces que
decidir la trepanación. Su amigo Duvernois, que asistió a aquella segunda
operación, habla de la serenidad de Apollinaire, que al recibir el aviso de que
iba a ser operado, lo acogió como “aquel a quien dicen que el peluquero está
ahí”.
Cloroformizado de nuevo y destapado su cráneo por el doctor Baudet, a
los pocos momentos estaba conseguida la reparación, y la mano paralítica
tamborileaba sobre la mesa de operaciones con la alegría de volver a
funcionar.
Parece que va a entrar en una época de reposo y de reanudación.
Pinta un cuadro en que aparece un
brigadier enmascarado, cuy a cabeza
rompe un casco de obús y de entre cuya
sangre brota una Minerva triunfante.
Se burla del aparato que ha quedado
en su cabeza como cierre para mucho
tiempo: “Este aparato telefónico que
llevo a perpetuidad”.
Casado con la rusa Jacqueline, cuida
su hogar, ya más reservado y con un
comedor mejor puesto.
Pero en eso la gripe le atraviesa y
muere de una congestión pulmonar el 9
de noviembre de 1918, el gran día del
armisticio, el día que, como ha dicho
Soupaulr, los niños daban mue ras a su
nombre —pues fué día de abominar
Caricatura de Apollinaire, por Picasso.
estentóreamente a Guillermo II—, los
mismos niños a los que él se había
dirigido diciéndoles:
“Hombres del porvenir, acordaos de mí. Yo vivía en la época en que
acabaron los reyes”.
Ha escogido, parece, el día álgido para que su muerte no se note y no
quede mucho tiempo en las calles el rictus que queda en las ventanas después
de haber contemplado un entierro.
Es el poeta que menos murió al morir.
Por eso, como poeta vivo, las ofrendas sobre su rumba no son unas flores.
Me he complacido en anotar los regalos que llevan sus amigos: el uno le

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ofrece un cesto de fruta variada, de los dulces frutos que maduran llenos de
felicidad en Niza, el invernadero en que jugó y sobre el que se sospechan los
cristales de las estufas; el otro, un bastón de aquellos que él esculpía con
encanto en las trincheras; el otro, una botella de buen vino borgoñés.
Y en ese día alegre y luctuoso, alguien supone que el ruido estrepitoso que
lanzan los Jazz-Band del armisticio se debe a la impulsión poderosa de
Apollinaire.
Se podría decir que es el hombre que no ha muerto. Porque sólo depende
el no haber muerto, de lo claro y alegre que se haya sido. Cocteau le supone
fundando en el cielo el eternismo (nueva escuela), y muy divertido, pues las
gentes del cielo lo encuentran simpático y les gusta comer y pasearse con él.
De todos modos deja enlutada a la juventud, y el mismo Cocteau, en el
discurso necrológico que lanza en la galería de Rosenberg, exclama
dirigiéndose a su deudor más entrañable:
“Corra a tu musa los cabellos, Picasso”.

SU SITUACIÓN ESTÉTICA

No queramos hacerlo derivar todo de Mallarmé. No emparejemos las


cosas incomprendidas como si fuesen gemelas.
Apollinaire es más bien lo contrario que Mallarmé. Es de esos hombres
que son tan geniales en relación con el pasado, que por lo incomprensible que
resulta el contraste parecen idiotas. En vez de buscar el tono raro, prestigioso,
el término que destella solo, en una palabra, todo lo que deshace el clisé,
dando a su prosa y a su verso el aspecto de una lengua creada por él.
Apollinaire procuró llenar su obra de las frases corrientes, de los epítetos
usados hasta estar ya un poco estropeados, de palabras que los periodistas
usan constantemente. Después es cuando hace el juego difícil con todo este
conjunto de cosas concretas y vivas.

Su poesía, como ha dicho Jean Royére, que no confunde nunca a uno con
otro, “merece ser insultada por los admiradores de Jules Romains”, y el
mismo Royére ha dicho también de él con palabras videntes: “Su lirismo es
un lirismo vivo, humano, a veces satírico, tierno, brillante; pero nunca
místico, incapaz de cristalizarse ni de desazonar con ambiciosos símbolos”.
La inducción de sus obscuridades alarga el pensamiento y parece que lo
lanza como un cohete cuyo itinerario se marca en el aire, sin que nadie pueda
decir cuál ha de ser, ni después de visto cuál ha sido.

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Se le ve pasar por la tristeza de la vida, divirtiéndose con divertimiento
vengativo.
Exprimió la esponjosa bola encefálica con desesperación de infusorio
enterado. Yo noté en él que era el primer artista abrumado por toda la falsa
verdad y que veía todas las salidas posibles con un golpe de vista leal.
En Apollinaire ha reaparecido también, en medio de la confusión de los
que no se acaban de decidir a ser literatos, el hombre entregado a su obra con
singular fe, ese tipo de magnífico rango que he encontrado en un Villiers y en
un Barbey, a los que nunca me cansaré de recordar.

Esa confianza radiante con la vida a que llega Apollinaire es cosa


desacostumbrada hasta él. Se siente en su prosa, sobre todo, una familiaridad
valiente que hasta él no existe. ¡A qué entonación confianzuda no habría
llegado si hubiese seguido escribiendo!

Además, era el teorizador con esa decisión y esa convicción de que sobre
la absurda tierra todas son teorías.
Para rematar ya el título que merece, habría que llamarle “el teorizador
humorístico”.

“Una facultad infinita de desear, una gran inquietud del espíritu, una
tiránica curiosidad, una gran pasión de comprender, he aquí los secretos de su
temperamento”, me ha dicho confidencial su gran amigo Royere.

Condensa esa literatura que hace guardar un mayor silencio para ser
comprendida. La otra se puede comprender cantando o durmiendo.
Sus relatos tienen, al mismo tiempo que su vorágine modernísima, una
sombra de relatos medievales. El orgullo medieval francés surge en ellos, yo
era él de esos que una noche de luna se quedan sin antepasados.
¿Quizá es un trovador dorado de valentía lírica y de ese jugo bebido en las
fuentes encastilladas que nutrieron a los trovadores importantes?

¡Irradiada nostalgia la de Apollinaire! Reunía al mundo, se acordaba del


mundo, tenía una alusión para el mundo, hasta en sus más pequeñas bagatelas,
hasta cuando bostezaba todas las Ierras y las palabras juntas.
La escena siempre está dividida en sus cosas, y las acciones se
entrecruzan y los personajes siempre están en un amplio “bar” ideal.
El sinmltaneísmo del mundo es en Apollinaire en quien consigue antes
que en nadie más realidad, aunque dejase desgarrada la obra de arte frente a

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los gustos antiguos.

HENRI ROUSSEAU. Retrato de Pierre Loti.


Colección Lotte von Mendelsohn-Bartoldi.

Comprendía ante todo como verdad inconstatable que el arte de escribir es


el arte de contar. Su sortilegio era hacer brillar la frase y conseguir con todo
eso y la absurdidad voluntaria la expresión vital.
Agradar al lector es conducirle a un lugar agradable a donde no le llevó
nadie, y no al jardín público en que no hay ya bancos libres ni para sentarse.
“Lejos de considerar como a poetas menores —me escribía Royere en una
hermosa carra confidencial a propósito de Apollinaire— a los artistas con
lenguaje de narradores, yo los envidio. Ellos llegarán más seguramente que
los otros al lirismo esencial y con más comodidad, más certeza y más alegría.
Ellos no tendrán jamás la angustia de la impotencia, el temor de la esterilidad

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que Mallarmé ha sabido expresar tan bien. Ellos saben que si la poesía es una
lengua concreta, es también un pensamiento verbal o vital, y que el objeto de
todas nuestras pesquisiciones, el fin de nuestra ascensión, es la idea”.

La demostración de que estamos hechos tarumbas en la vida, es de las


más francas demostraciones que se pueden formular. Nada de poner en
ordencito las cosas cuando se quiere dar la sensación de la vida caudal.
Entre noticias contradictorias y diferentes, entre matices de color, de calor
o de sigilación que se le presentaban al mismo tiempo como a un hombre sin
prevenciones, Apollinaire quería describir esa diversidad, y de ahí su obra de
arte, conjuntiva, tartamuda, y más elocuente que las más líricas y diestras.

Así como lo que diferencia al cubismo de la antigua pintura es que no es


un acto de imitación, sino de concepción, que puede elevarse hasta la
creación, la nueva literatura de Apollinaire se diferenciaba de la otra por las
mismas razones.
El suspicaz Royere ha dicho “que hay en el modo de pensar de
Apollinaire una ingenuidad que tiene repugnancia a las simples intuiciones.
Su idea le posee siempre; pero él se evade de los lagos silogísticos gracias a
su imaginación temeraria y segura de sí y a su buen gusto”.
De vez en cuando se veía en lo que iba escribiendo como en aquel espejo
de palabras que él trazó en una de sus mejores páginas; pero generalmente se
polarizaba, como una agencia de grandes viajes; había despachado en una
velada billetes para todos los trenes y todos los caminos.
La monstruosidad incongruente y superpuesta de la vida, sus casas que
paren adúlteras y sus clavicordios que vomitan vencejos, todo estaba en sus
alteraciones poéticas.
(¡Un abrazo por decir la verdad entremezclada!).

Tuvo siempre su prosa de buzón de revista, con alusiones cifra das y


publicaciones intencionadas. No sólo quería que le entendiesen y que se
diesen cita en sus ideas los demás, sino que quería entenderse él mismo y
citarse “como desconocido que estaba pensando en los ventiladores cuando él
llega”.

Un metabolismo de tierra filtrante y floreciente hubo siempre en


Apollinaire, fantástico y escolbutador. (Esta palabra no sé lo que significa ni
si existe, pero la he necesitado aquí).

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En Apollinaire, descreído y amoroso, se repetía el gesto de Remy de
Gourmont. Dos eruditos, dos iniciadores que vivían en la ciudad galante. Eran
los moradores empedernidos. ¡Cómo trotaban por los tejados de París! Paisaje
mejor que el del ciclo, como comprenderán nostálgicos si están en el ciclo.
¡Blasfemia máxima, tendenciosa y verdadera!

A un ser tan vivo, tan mono humano de la incongruencia, da pena el


saberlo desaparecido, una pena mayor que la que producen todos esos señores
crédulos que merecieron entrar en el estado trascendental de la muerte.
Menos mal que alcanzó el funcionamiento de los archivos de la palabra, y
si pudiéramos sorber el rapé de sus cenizas mientras oímos el gramofonismo
de su palabra, volveríamos a obtener su presencia en la tierra, su presencia
que no ha sabido aún explicarse su ausencia absoluta.
En un disco de gramófono queda el rescoldo de aquella mañana en que
Paul Fort le llevó a la Sorbona para un experimento de recitado. “Apollinaire
—según las crónicas— estaba contento como un muchacho cuando le llevan
al circo. ¿Su voz en el fonógrafo? ¿No se realizaba así una de sus previsiones
más queridas? ¿No predijo que tiempo había de llegar en que los poetas
abandonaran el libro por el disco y el rollo?”.
Amó lo difícil y lo que hay que animar con esfuerzo personal. Para él
muchas veces el mundo fué un motivo para “ventriloquear”, y el gran retablo
que escogió fue la obra del aduanero Rousseau.
La invención del caligrama y del ideograma —en los que están ya todos
sus derivados— le hacen el precursor.
El violó la novela, dama apetitosa que como está mejor es en su
desarreglo y cayendo.
En el Poeta asesinado, que es su más hermosa novela, la juerga no velera
llega al delirio, y disfrutamos como viendo desde un puente el arrebato y el
disloque de las aguas que se destrenzan en las cascadas.
Murió después de haber dado permiso para lo imposible, después de haber
aconsejado y escrito sobre la posibilidad de lo arbitrario que quedó
desencadenado en el mundo, e influyó en todos los des tinos del arte
contemporáneo.

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PICASSISMO

I
NACE Pablo Ruiz Picasso en Málaga el 25 de octubre de 1881. Su padre,
D. José Ruiz Blasco, es profesor de la Escuela de Artes y Oficios, de Málaga,
y gran aficionado a pintar orlas de pared o de abanico en que volaban palomas
blancas. Su madre es de origen italiano.
Su infancia transcurre en Málaga oteando la bullanga de la luz de la bella
ciudad y asomándose a los escaparates de la vida que después dejan tan
Honda huella en los niños, escaparates de tiendas de guitarras, escaparates de
pañuelos de color. (Por el mundo se habla de Málaga como del portal de
Belén de la Pintura).
A los diez años va a la Coruña, donde su padre ha sido nombrado profesor
de la Escuela de Bellas Artes, y allí parece que se celebra la primera
exposición del artista precoz en el portal de una paragüería.
Por los ascensos de que goza su padre es trasladado el hogar, primero a
Barcelona, cuando Pablo tiene unos catorce años, y, por fin, a Madrid, a la
Escuela de San Fernando, entre los quince y dieciséis del clarimensor artista.
Poco tiempo está en Madrid, pues el destino le lleva de nuevo a
Barcelona, desde donde hace su primer viaje a París, hospedándose en el
estudio que Isidro Nonell —el de “yo pinto y basta”— posee en Montmartre.
¡Gran gitanería del Arte!
Con ansias nuevas, con deseo de fundar y reformar, vuelve a España, y en
Madrid vive y se trata con los de la generación del 98, siendo como el artista
que necesitaban en el grupo, pues aun no se destacaba en él Ricardo Baroja,
influido por Picasso, que fué el primer descubridor, con acartonada factura,
del Madrid lleno de carácter de entonces con sus por tales suspectos y sus
bohemios perdidos.
Un señor Soler, que es el revendedor del “Cinturón eléctrico” en Madrid,
se presta a hacer una revista de arte y literatura que se llama Juventud y de la
que es director artístico, según reza la portada, D. Pablo Ruiz Picasso.

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(Después apare ce otra Ju ven tu d que no
es ésta, de la que sólo aparecieron dos
números).
Picasso deambula por el emborrillado
Madrid de entonces, penetrando le por la
suela de las botas lo que ha de ser
después principal base de sus
renovaciones, la plasticidad de lo visible,
que emborrillará de grises senos las telas
de la primer pesadilla cubista.
Picasso va con Azorín, Baroja,
Palomero y los innominados caballeros
que se perdieron, en busca de las tabernas
de moda, donde la abnegación de un
tabernero —distinto cada año— da
inmejorable condumio por muy poco
dinero.
PICASSO. Autorretrato. El juramento de poder que se inculca
Picasso para ser victorioso y no caer en esa interminable pobreza que
llevamos todos en Madrid, le hace recoger con voracidad todas las incidencias
de la realidad, bromeando con los interiores burgueses, pintando a las señoras
elegantes —que ahora resultan tan cursis— y que llevaban como sombrero
una cornisa de telas y alambres que era como aureola en forma de paleta en
los promontorios de su cabellera.

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PICASSO. La madre. 1901.
Colección Chester Dale, Nueva York.

En Madrid sufre el horror de las exposiciones oficiales, que propone ir a


quemar en sus conciliábulos de café.
Del desengaño de España que tiene aquella generación del 98, él se escapa
porque goza de la lengua internacional de la pintura que no poseen sus
compañeros de callejeo patético.
Ve el clarear del principio de siglo sobre las lomas maravillosas de
Madrid, de las pocas capitales establecidas en altameseta y algo atisba en esa
luz que le lleva ya en fiebre constante hacia horizontes lejanos.
En la revista, que dirige artísticamente, se publican trabajos de Nesi, de
Baroja, de Azorín y de Maeztu. Todos fueron retratados quizás por Picasso en

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aquella redacción llena de luminosos cinturones eléctricos; pero casi todos
debieron perder después los apuntes del precursor.
En esos veinte años de Picasso prendió la voracidad genial que se
despabila con los cafés de la revelación y se sintió calentado por Goya y
presenció la bifurcación de dos siglos, lo que hizo también tan buena mejora
sobre Goya que vió, en el mismo caballete de Madrid, luz de otros dos siglos,
del XVIII que acababa y del XIX que comenzaba. En ese mismo filo de siglos,
del XIX al XX, Picasso recapacita las nuevas rutas.
Durante algún tiempo no rompe con la vida familiar española, cuyas
cotidianeces pinta en cuadros grises y negruzcos que aun no saben que van a
formar los principios de una colección de amateur, la colección Huelin.
El tema realista e inmediato le agriede como a verdadero español. ¡No
vale la pena de reaccionar contra los hogares tristes pintando los hogares
tristes!
En 1901 vuelve a Barcelona y se va a París, donde dibuja vagabundos,
cocottes y ladrones a la manera de Steinlen, inaugurando en primavera su
primera exposición junto a aquel gran Iturrino, el picador en la cuadrilla, gran
puyero de la verdadera pintura; pero siempre con esa mala suerte de les
picadores que, después de su mejor puyazo, han de ser desmontados por el
toro en un percance de derrumbamiento.
Influyen entonces en Picasso, Toulouse-Lautrec el jorobadete, y Gauguin
el desesperado, el que quiso hacer de Rimbaud de la pintura, aunque no lo
logró por la parre decorativa que puso en sus cuadros.
Es la hora de los cafes-concerts, de los Cristos miseria, de los apóstoles de
taberna, de las mujeres bravias y adorna das de alcohol, sífilis y nicotina.
Utiliza Picasso sus re cuerdos de España, toros mácabrizados y revueltos,
pesadillas del recuerdo en cartones sucios, sin querer fijar el color de nada, re
pugnándole la contextura excesiva de lo copiado.
Es el dibujante que ha ce su bohemia sentimental, esa bohemia entre al las
chimeneas de las que muchos volvieron cansa dos demasiado pronto
(Bartolozzi, mezcla española e italiana, “toulouselautreano” en las cosas que
vende en París con la firma de Batlle, hubiera sido otro Picasso, si no le
hubiera asustado aquel dramático y largo alentar hacia la gloria entre hollines
tristes).
En la Navidad de 1901 vuelve a España —¡qué gran importancia tenían
entonces las tres estaciones!
Es su época de pobreza y está preocupado por la miseria y el reflejo
galante del mundo visto desde lejos. Está en plena época azul (guaches,

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pasteles, acuarelas).
Al final de 1902 vuelve a París.
Vende todo lo que tiene por 200 francos
para alimentar su Nochebuena, para
encandilar su pequeño chuibesqui, que es
el motor de los artistas desvalidos de
entonces.
En los primeros días del 1903 torna a
España, huido de la dura labor en la mina
de la gloria. Todo el 1903 lo pasa en
España, cada vez más cierto de sus
exploraciones, ya maestro en el fijar la
realidad inconcebible, creador de El
Ciego, la obra cumbre de esa época.
París le atrae tanto que, en la
primavera de 1904, vuelve a su torreón
de París.
La época azul entra en la hora PICASSO. Cupletista.
Museo de Arte de Cataluña, Barcelona.
circense, clowns adolescentes, púgiles en maillot azul, saltimbanquis que
llevan un hermoso caballo blanco, riqueza de la troupe, Banco de las
aspiraciones de todos, mármol de templo.
Sugiere sagradas familias vigiladas por la ironía del mono, matrimonios
desnutridos, sentados en el baúl de los equipajes, dando el biberón del dolor y
la alegría a un simpático niño.
¡Muestras prodigiosas de lo grotesco y lo sensiblero! ¡Gran hallazgo ése
de la titiritera que da de mamar al niño, mientras el arlequín la mira en
éxtasis! ¡Efectismo que por original y excepcional no es de los prohibidos!
En su bella e interesante biografía de Picasso, Merli cuenta que
refiriéndose a esos períodos azul y rosa, con afectado desdén ex clamaba:
—¡Bah! ¡Todo eso no es más que sentimentalismo!
El ajenjo se mezcla en la palera de Picasso y logra el arlequín mágico,
temblante, vaga cosa de espíritu, que es la galvanización poética.
Aun fluye en él su fondo italiano, y el circo de los saltimbanquis funciona
en su obra y sus arlequines llegan a la perfección seráfica. Todo tiene aire
anunciativo.
Va a pasar la época en que junto al Circo Medrano, el tío Soulier, antiguo
atleta que tenía una tienda de compraventa de metales, le daba 20 francos por

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un apunte, y Max Jacob disfrutaba de los festines modestos que se propinaban
con esos 20 francos.
Ya los señores de Stein comienzan a coleccionar “Picassos”, y ya se
aproxima el señor Reber de Lausana, que ha de ser uno de sus Mecenas, y
Vollard y Tschoukine y Morozoft, que con su colección Picasso darán más
tarde corazón moderno a los museos soviéticos.
En las paredes de su estudio hay clavadas fotografías de El Greco, y aun
queda en él una lejana influencia languidescente de Puvis de Chavannes.
En medio de esa época tiene sacudidas sísmicas, que se notan en sus
esculturas, entre las que se destaca “el picador de la nariz rota”.

PABLO GARGALLO. Retrato de Pablo Picasso.


Museo de Arte de Cataluña. Barcelona.

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En 1905, después de un viaje a Holanda que le serena y le aclara, en el
pueblo de Schooredam, donde todos sus habitantes se dedican a dar rouge a
los quesos de bola, sale de la época azul y camina hacia la época rosa o color
carne, época de desnudos aurorales, en que lo que no se sabe aún se anuncia
con esos heraldos de belleza.
En 1906, el período “carne” llega a su cúspide. Picasso y a ha pintado
tantas obras que va a comenzar a arquitecturizar, a sacar de sí la columna que
lleva cuajada en sí.
En 1907, Picasso vuelve al desconcierto, a la nada, al arte negro, y llena
su estudio de los Tikis y Sibiris de Oceanía, y él, que ya adoraba las
esculturas egipcias, encuentra las fuentes más intrincadas.
Adorador de los perfiles primigenios caza ídolos en el África en
marañada. Quiere oponer el arte negro al arte griego.
En sus cuadros aparece la pura plástica de las carátulas simples y
genuinas. Penetra en los bosques negros, enamorado de la inocencia plástica.
Su alma de camaleón está en otro árbol y toma otro tono.
De los temas de emoción personal va a pasar a la consideración inefable
de la plástica y del color.
La palabra cubismo va a sonar.
De la cópula de la negra y el blanco va a nacer un hijo blanco. (Pero
matará a la madre negra).
Picasso comete cada uno de sus bellos crímenes con la particularidad de
borrar todas las huellas. Así, cuando se atraca de arte negro y come todos los
días ídolos con paratas, al sentirse harto, dice: “¿El arte negro? ¡No lo
conozco!”.
Yo, que he visto el colegio de ídolos que tenía en su casa, he sonreído ante
esta admirable desfachatez, preguntándome: “¿Cómo habrá podido matar y
hacer desaparecer tantos dioses?”.
Los fauves, las “fieras” rugen por otro lado, exaltando la visión del
explorador idólatra.
Los fauves más unidos a la evolución académica han dado por fallido el
neoimpresionismo, y se sirven de la naturaleza para fines arbitrarios. Están
aclarando las ventanas de los cuadros, pero de un modo amorfo y pervertido.
Vuelve a ser maestro de todos el cazador de leones que fué Cézanne, que
trató a sus modelos con la valentía de considerarlos “naturalezas muertas”, es
decir, como modelos plásticos con significación escuetamente pictórica,
tratando así hasta el paisaje.

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Los fauves, fatigados del conjunto demasiado visto de los elementos de un
cuadro, quisieron distribuirlos de otra manera, y empezaron por deformar las
imágenes conocidas, sometiéndolas solamente a ciertas leyes estéticas. Se
ocuparon del cuadro, pero olvidaron la realidad.

PICASSO. Los dos hermanos. (Detalle).

Con la tendencia cubista se pueden construir esos conjuntos tan adorados


por los fauves, sin sacrificar por ello la realidad. Se puede y se debe expresar
sobre el plano vertical de la reía ese plano horizontal donde la vida se agita, y
que es el símbolo de la realidad.
En grupo iban dándose luz para un alumbramiento, y hasta era inútil la
compañía del aduanero Rousseau, gran alma de portero virgen, blanco-negro
que perfilaba las imágenes con netitud de negro-blanco.

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El jefe de las “fieras” era Henri
Matisse junto a Derain, los dos
declarados enemigos del decorativismo a
que habían llegado los impresionistas.
Una sensualidad desquiciada penetra en
ellos.
El “fierecismo”, o “ferocismo”, es la
insurgencia libre sin haber logrado una
nueva representación, y por eso marca el
momento en que aparece el Napoleón-
Picasso.
En el Salón de Otoño de 1908. Henri
Matisse —otros dicen más vagamente
que “un miembro del jurado”—, al ver
PICASSO. Naturaleza muerta. 1907. pasar un cuadro de Braque, exclamó:
“Pero, ¡esto es cubismo!”.
En otras versiones fueron varios los paisajes con caseríos como
elementales cuadriláteros que vió el señor X, barnizador de la es cuela, todos
ya clavados en las paredes de la exposición, y ante uno de los cuales, ya
saturada su paciencia, exclamó: “¡Todavía más cubos! ¡Demasiado
cubismo!”.

II
En seguida se pergeña la estética “cubista” que muchos han vivido
engañados creyendo que fué una liberación literaria, cuando ha sido la mayor
refriega entre la pintura y la literatura, la lucha del orden con el libre arbitrio.
Toda la estética se encrespa en el primer momento, como tifón que ha
levantado el cubismo.
Vuelven a hacerse preguntas tan develadoras como: ¿qué es lo bello? A lo
que el más descarado contesta que “una cuestión de ciegos”, y Leibnitz que
“no hay nada en lo bello que no esté en la naturaleza, más que lo bello en sí”.

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PICASSO. Mujer en camisa.
National Gallery, Londres.

En esa gran ola que levanta el cubismo flotan las grandes frases que
sostienen que el arte es el gran testigo del mundo, el más sin cero, el más
bello y hasta el más verídico.
El hombre de ese momento parece haberse escapado a la emoción estética
y vivir el robinsonismo de la nueva alacridad; pero el arte es la amenaza de
cada tiempo, lo que le hace entrar en cintura.
Una nueva liberación sucede; pero aunque el arte vuelve a ser “anterior a
la estética” —como ha dicho Gourmont—, la estética le persigue siempre de
cerca en sus nuevos avatares; de vez en cuando una generación intenta la
nueva creación del mundo, o por lo menos su vuelta del revés, esa vuelta
necesaria que da el arado a las tierras; pero es vano que el artista quiera hacer

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perder sus huellas al crítico planchando con su pie la huella de las pisadas que
va dejando detrás de sí hasta que la borra, porque lo único que no perdona el
esteta es que se pretenda revelar que el arte no tiene principios trascendentes.
El policía no tiene la ferocidad del sacerdote persiguiendo al ateísmo. Un
frenazo brutal ha sacudido a la pintura, pero el orgullo de otros chauffeurs
toma el mando para llegar a una disciplina más exacta. En el fondo, la
aspiración del cubismo es disciplinaria, procurando que hubiera en pintura
algo más que rebeldía, algo construido sobre la rebeldía.
Huyen de la naturaleza como de un gran hospital, como si todo en ella
fuese tumefacto. El cubismo había lanzado ya esa idea que es toda la audacia
de lo moderno: el arte debe “crear”, no “imitar”.
Después de oído lo de “crear” en vez de “imitar”, un nuevo optimismo
rompió las fuentes, con nuevo apetito, acabó con las viandas y las
guarniciones del arte antiguo, y después salió al campo vacío de la nueva
inspiración.
Se mezclan a su programa escueto máximas contradictorias que liberan al
arte más cortamente encadenado.
“La vista deforma la visión. Así, parados en el nacimiento de dos railes,
los vemos converger en el horizonte cuando no dejan de ser paralelos”.
Sostienen que la verdad del espíritu ha sido siempre opuesta a la de los
sentidos, y que el arte es una necesidad de crear, no de imitar.
De sus hábitos seculares de imitación notarial salen a la especulación.
Como toda juventud, esa juventud cubista amaga con una subversión del
mundo. Hay un nuevo mesianismo en cada generación. Amenaza con el
redentor.
Para asustar a todos los que viven entre árboles y empapelar con una
emoción nueva las paredes del mundo, el arte se despierta animoso, joven
muchas veces. Así se despertó en ese principio de siglo, que si
matemáticamente comienza en 1900, no se inicia hasta 1908.
Frente a los escaparates de las tiendas de los empapeladores de
habitaciones he meditado en la tragedia del arte. No he visto tiendas más
tristes para la religión cotidiana con sus piezas de casullas de papel para los
oficios eterna mente renovados.
Universalizando y elevando esas tiendas se entra en las de arte, y se ve al
artista, como al papelista, queriendo renovar la emoción de los muros y de los
andenes de la vida, en cuyas paredes da miedo un cuadro eternizado.
En verdad, el encargo de la pintura debe hacerse diciendo: “Pínteme usted
el mundo de otra manera”.

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Al principio, lo que procuraron los
profesores de la nueva estética fué
despistar, y decían: “El objeto de un
cuadro cubista está en él y no fuera de
él”, o “un cuadro cubista no representa
más que lo que es él mismo”, o “el
objeto, más que mirado, es
transubstanciado”.
A veces, entre bromas y veras,
confesaban lo que querían hacer, pero
era tan simple, que se llamaban a engaño
los públicos. “No queremos sino hacer
cosas que no imiten nada, que creen
nuevos tapices geométricos y
constructivos”.
Por no quererse conformar el público GEORGES BRAQUE. Naturaleza muerta
con esa palmaria confesión, no se del juego de cartas. 1914.
entendía el cubismo. Se pasaba de listo el
espectador.
Había que reprocharle más bien lo poco que se proponía que lo mucho
que se le achacaba. No se puede aguantar una época de penitencia y
didactismo en las ventanas de la decoración. Más bien había que recriminarles
por su austeridad que por sus delirios.
Se buscaron todos los procedimientos para evitar la interpelación.

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HENRI MATISSE. El baño. 1906.
Museo de Arte Moderno Occidental, Moscú.

Al crítico que decía: “La verdad es que no repugnan estos cuadros a mi


retina; pero como no los entiendo, no pueden gustarme”, se le oponía el
siguiente diálogo:
—¿Qué comió usted en el almuerzo?
—Ostras.
—¿Y le gustan las ostras?
—Con delirio.
—¿Y entiende usted a las ostras?
Matisse, a uno que le preguntaba si cuando comía un tomate lo veía tal
como solía pintarlo:
—No. Yo cuando como un tomate, lo veo como todo el mundo.
Otras veces, a los que decían “no entendemos”, se les respondía con
ingenio:
—Pues hay que aprender a entenderlo… Yo tampoco entiendo el latín, y
no por eso aseguro que el latín no existe. Hay que entender ante todo.

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En este punto de la morfogénesis del cubismo, hay que bajar el telón y
comenzar el tercer acto de este drama que va a tener nueve.

HENRI MATISSE. La orquesta.


Museo de Arte Moderno Occidental, Moscú.

Es necesario ver la plasmación de la pintura consciente, la evolución del


arte moderno, que, como otras veces se dió en Italia o en España, esta vez se
cuaja en Francia.

III
David aparece revolucionario, tirando su piedra contra el concepto de la
pintura antigua.
Sin embargo, aun no hay en él, como en Ingres, esa información de lo real
que penetra en los conceptos preestablecidos, pues sólo Ingres se escapa de
“pintar la estatua”, y así liberta de nuevo al arte.
Más tarde, Lhote dirá, explicando por qué escogieron a In gres como
indicador: “la deformación expresiva, sensible, se hizo necesaria, y es por
esto por lo que los pintores nuevos eligieron como Gran Maestre al más
grande de los deformadores realistas, al pintor de Odalisca, con dos vértebras

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de más, de Tetis, la de las formas inventadas del natural, a Ingres, el gran
pintor dibujante”.

HENRI MATISSE. La danza. 1910.


Museo de Arte Moderno Occidental, Moscú.

Ingres, el gran dibujante y el “caracterizador” que dijo: “es necesario


caracterizar hasta la caricatura”, es aceptado por sus sucesores, añadiéndole el
color que le falta y abandonando aquella blandura en los contornos que le
caracterizaba.
En Ingres ya se ve que va a pasar algo. Aspira al clasicismo, piensa en
Rafael, pero ya hay en él una pura ingenuidad. De algún modo eso deja libres
sus miradas.
Sus Odaliscas se ven en el estudio de casi todos los jóvenes.
Tratado de revolucionario por David, que pudo ser más eternal pintor si
no hubiera tenido la grandilocuencia revolucionaria, In gres dibuja de un
modo extraordinario, y sin el respeto de David por el asunto, pondera formas
y color con ansia de pintor.
Delacroix, que viene detrás de Ingres, es el revolucionario de barricada.
Siente el fervor rebelde más que el fervor pictórico. Necesitando combatir y
disparar, se olvidó de otras cosas, entre otras, de esa gran tesitura personal, sin
ulterioridades ni nada, en que debe colocarse el artista.

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Es el disparador, el valiente, el que se crece ante la injusticia que impera
en la pintura de su tiempo.
Con su pintura divisionista es el precursor del impresionismo.
Delacroix no pinta frente al modelo. Le hacía desnudarse, trazaba un
croquis rápido y le despedía. “Yo sé mi cuadro de memoria antes de pintarlo”,
solía decir con frase romántica. Era un manojo de nervios pictóricos en pleno
delirio.

PICASSO. Mujer leyendo. 1923.


Museo de Grenoble.

Delacroix llega a decir que la naturaleza es sólo un diccionario en que ir a


buscar las palabras.
Courbet representa lo suyo en la pintura que continúa ascendiendo, pero
podemos pasar de prisa sobre él para llegar a Manet.

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Manet, que ha reflexionado frente a Courbet, abre más ventanas en casa
de aquel Balzac de la pintura, junto al que Manee es un Zola.
Manet asimila también y con tal desenvoltura, que mezcla los maestros
españoles a los maestros franceses, Goya a David.
Manet, con su Almuerzo en el campo, que es la primera salida a la
naturaleza sin media paleta de negro y la otra media de blanco, in fluye en la
falange impresionista, en Berthe Morizot, en Renoir, en Claude Monet, en
Pisarro, en Sisley, en el propio Cézanne.
En 1874 todos ellos hacen una exposición en los salones del fotógrafo
Nadar —el que retrató a Baudelaire—, y en esa exposición, y por el cuadro de
Claude Monet titulado Impresión: Sol saliente, surge su título de
impresionistas que les propina un crítico mediocre en el periódico Charivari.
(Un viaje a Holanda es el que había puesto a Monet sobre la pista, así como
otro viaje de Picasso a Holanda despierta en él la nueva novedad).
Como ha dicho Duret, los impresionistas han sitio los primeros que han
mirado la naturaleza de frente, sin interponer entre ellos y sus modelos los
dogmas, los principios y las recetas escolásticas. “Los pintores impresionistas
pintan en la luz”.
Los impresionistas encontraron el numen de la luz.
Los impresionistas descubren la luz como motivo propio, como elemento
rutilante, como chiribitismo del color.
Es como un nuevo elemento intermedio, material, exigente que disuelve la
apariencia estereotipada de la antigua pintura. Tiene la luz una palpitación
independiente que hay que consignar.
Se había ido construyendo una realidad pictórica ficticia, aunque con
perfecciones indelineables dentro de la ficción, pero esta nueva consideración
a la luz del impresionismo desbarataba el tópico.
Gauguin, al margen de ellos, no acaba de saber lo que quiere, pe ro algo
presiente. En su escuela de Pont-Aven enseña las teorías de la simplificación
genial a que hay que someter la naturaleza; pero un día, cansado hasta de su
propia rebeldía, huye a Tahití para olvidar técnicas y supercherías. Es el
primero que va materialmente hacia los ídolos antes de traerlos a París, con
rebeldía de ausencia, a la manera de Rimbaud, aunque después se vuelve
1111 decorador de paredes tahitianas.
Vincent Van Gogh es el loco, y por lo tanto, toca horizontes inalcanzados
entonces.
Su mirada fija de loco alcanza ya la perspectiva agarrotada, y se lanza a
descomposiciones del color en que se abre la granada del color compacto y

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sordo.
Su patetismo enseña a hombres más
cuerdos, pe ro hay que hacerle figurar
entre los precursores ciertos. Barbariza
como loco que es, pero balbuce verdades
que sólo los locos adelantan. Llena la
cabeza de girasoles, y después de haber
pintado su casa d el color delirante, grita
como un portaestandarte: “¡El amarillo!
¡El amarillo!”.
Renoir se dedica más a una obra
personal y espontánea; no tiene, como
Cézanne, la sagacidad política de quien
se pro pone un cambio de régimen y ha
de gobernarlo como presidente.
En la espontaneidad de Renoir habrá
momentos en que se distancie de su
misión, del tipo clarividente que se hace PICASSO. Mujer sentada. 1909.
de él; por el contrario. Cézanne, sabe Colección Georges Salles.
cuál es su dura obligación, lo que ha de
pronunciar con carácter de violencia.
Renoir participa de la función impresionista y del desgajamiento hacia los
abismos del porvenir en que incurre Cézanne.
Renoir mezcla todas las tradiciones francesas: Delacroix, Ingres, Corot,
Daumier, mientras Cézanne sólo los grandes maestros mundiales, recordando
Italia y España.
El aire de la vida y sus merendolas y francachelas triunfan en Renoir.
Su El baile y su Moulin de la Galette son algo maravilloso, elocuente y
lleno de una atmósfera intensa.
El ceramista de Limoges llegó a París con un pincelito medio japonés y
medio para otra cosa que para pintar cuadros. En París sintió toda la sed del
placer y de la diversión en contraste con su hambre. Era ese momento de la
tercera parte del siglo XIX, en que todo un siglo había adquirido una madurez
inconfundible de belleza fatal. Renoir, desde su ingenuidad de ceramista, vio
con más transparencia que nadie el gesto que hacía la época en medio de la
luz boreal de la vida evoluta, y en el límite del progreso pintó, bajo un sol de
más bujías que aquel con que se había pintado hasta entonces, esa sensualidad
un poco solemne y seria de esa impresionante tarde del siglo…

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Pero Cézanne es el Maestro, el que
primero da plasticidad genial a las masas
libres en Delacroix, demasiado
academizadas en Courbet y Manet. Por
eso se ha dicho que Cézanne fué a la
pintura lo que Bonaparte a la revolución.
Ya hay en Cézanne un arlequín, el
primer arlequín picassiano, es decir, el
primer tipo en el traje de etiqueta del
poeta.
El carácter lo recoge Cézanne como
nadie y crea una nueva tabla de valores
plásticos.
Todo está situado en Cézanne, y no
gracias a aquellos garfios con que los
GEORGES BRAQUE. fotógrafos fijaban a sus modelos y que
La botella de ron. 1918. parecían ir a estrangularles por detrás.
El quiso construir oponiéndose al
realismo copista y meramente visual de su época. A los análisis minúsculos y
ruines él opuso las concentraciones y los equivalentes plásticos de las cosas.
Cézanne es el verdadero padre del movimiento cubista a la manera de
Courbet, que en 1850 trae otra cosa frente a las disputas de los clásicos y
románticos. Nacido en 1849 dura hasta 1906.

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ANDRÉ DERAIN, La toaleta. 1908.

Es justo con Delacroix, al que olvidan los otros; conoce a todos los
pintores de su época y le da la fuerte preocupación del color su amistad con
Van Gogh.
Huérfano y rico a la mitad de su vida —su padre le lega una fortuna de
dos millones—, se dedica a la invención y puede vivir en independiente
sinceridad.
El impresionismo no le conmueve, pues ya encuentra que le falta algo
cuando dice que hay que “hacer del impresionismo una cosa durable como el
arte de los museos”.
Cézanne se tomó el primer tazón de leche pura con que se había
desayunado el arte después del Giotto.

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Los lecheros del mundo habían traído leche adulterada durante todas las
mañanas de cientos de años —no se puede decir literal mente cuántos litros
—.
Cézanne fué el que dijo las frases que son como el secreto de la nueva
escuela: “Tratar la naturaleza por el cilindro, la esfera, el cono, el todo
desarrollado en perspectiva, o sea que cada lado de un objeto o de un plano se
dirija hacia un punto central”.
(Ya Ingres había dicho: “Para llegar a las bellas formas es necesario
modelar en redondo y sin detalles interiores”, y añadió: “que sean las piernas
como columnas”).
“Dibujad el tubo de vuestra estufa”, dijo Cézanne.
(“Aprended a dibujar vuestra chistera”, había dicho también Ingres).
Cézanne tiene ideas peregrinas como la de ese azul que hay que mezclar
al cuadro —contra la que vendrá el cubismo que no cree en el ambiente, sino
en el concepto del objeto en el vacío del conocimiento—. Así Cézanne decía
cosas tan preambulares como ésta: Toda pintura es ceder al aire o resistirle.
Ceder al aire es negar los colores locales; resistirle es dar a los colores locales
su fuerza, su variedad”. Y a en una de sus carras escrita desde Aix, en 1904,
dice: “La luz no existe para el pintor”.
A última hora aparece Seurat, como puente fatal.
Seurat destaca la ley del contraste y solidifica más que nadie el
impresionismo, ya con la preocupación de la geometría y de los
complementarios.

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HENRI MATISSE. Desnudo acostado.
Colección Mrs. Victor Rothschild, Londres.

IV
Después de Seurat queda eslabonada la historia verídica del cubismo con
la llegada de las “fieras”.
Ya es hora de volver a las razones puras de la nueva escuela, las que en
cónclave de urgencia traman todos para evitar que se pierda el hallazgo.
Después, en el quinto acto, brillarán las razones personales de Picasso, y
después continuarán las historias de sus épocas en los actos finales. Las reglas
de su convento cubista fueron rígidas. Temieron ver entrar una avalancha de
convertidos; pero ya en su soledad y en su austerismo comenzaron los
festejos, las glotonerías, las pasiones exuberantes, la declaración de lo
inaudito.
A esa piadosa mentira, que es el arte, se mezclan nuevos engaños, nuevos
problemas hasta el número próximo, nuevos alicientes para vivir.

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PICASSO. Segadores descansando. 1919. (Lápiz).

La pintura soporífera, en que todo era vaga nube, ha quedado postergada


por esta otra en que todo está aclarado.
Los impresionistas daban las cosas en su ley momentánea, todo adornado
con efímeras azaleas de color. Fueron la ofuscación de luz de una puerta que
se abre hacia la libertad.
A la transición morbosa del color fuerte al color leve, los impresionistas
contestan sin atenuación pintando claro sobre claro.
No podía ser el arte origen de una frase como aquella de Berthe Morizot,
diciendo que ante las obras de Monet sabía de qué lado tenía que colocar la
sombrilla”.
Ya había, además de realidad, luz; pero eso lo hay en la naturaleza, y lo
que hay que buscar en el arte es la naturaleza inteligida, sometida a un prisma
especial.
“Esto parece un cielo derritiéndose!”, dijo una zumbona dama ante otro
lienzo de Claude Monet.
Se asistía a otra manera de nombrar la realidad, y por eso se perdía la
nemotecnia aprendida, la capacidad retrasada, para la que la nueva facultad es
como una nueva ignorancia.
La realidad para los cubistas era una realidad de conocimiento, una
realidad de potencia: “el arte —como dijo Apollinaire— de pintar conjuntos

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nuevos con elementos tomados no de la realidad de la visión, sino a la
realidad de la concepción”.
Sin otro elemento que el de la semejanza es como se pinta en los ojos y en
el alma de los animales el paisaje y las cosas. ¿Vale eso la pena de sostener la
altivez del artista?
A la sensibilidad liberada en el impresionismo añade el cubismo el triunfo
de la inteligencia.
El cubismo pronuncia frases impronunciadas hasta él, como esa que habla
de los “juegos de las fuerzas del paisaje”.
¡Qué angustias pasa pensando en el espacio!
No nos engañemos; el cubismo no es una fantasmagorización, si no “una
vuelta ofensiva de lo que se llama escuela y disciplina”.
“¡Técnica! ¡Técnica!”, decían los artistas, sin saber que hay unos técnicos
hundidos y fracasados, mucho más técnicos que los artistas, pero nada
artistas.
Hay palabras a las que se apela para conseguir mayores confusiones. Así
entonces se decía: “¡Esto es pintura!”. Como ahora se dice de todo lo
incomprensible y batallador: ¡Esto es poesía!”.
“¡Pintura! ¡Pintura!”, pide Picasso, y por eso ante un cuadro impresionista
llega a exclamar: “¡En este cuadro hay lluvia, hay árboles, hay casas, hay todo
menos pintura!”.
Es el cubismo una reacción contra lo sensible o sensorio. Quiere la
escuela que el entendimiento conceptúe lo que sólo se ha visto, se sobreforme
en el espacio lo que sólo se ha visto en perspectiva.
Braque, que es el teorizante de la doctrina, dijo: “Los sentidos deforman,
pero el espíritu forma”.
Se trata de una de las más bellas rebeliones del hombre contra las
apariencias.
Cuenta el cubismo con más medios de expresión que la perspectiva
ordinaria, pues posee la dimensión constructiva como toda pintura, y la
perspectiva espiritual como los primitivos, además del color en el sentido de
materia como los antiguos, y los colores cromáticos como los impresionistas,
aunque con otra significación.
Ese clavarse la línea falaz entre las variaciones de color y sin sentido
plástico, está corregido en el cubismo, que sólo admite relaciones de color,
grandes síntesis, ideas luminosas.

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PICASSO. Composición.

El impresionismo educó los ojos, el cubismo educaba el espíritu.


El principal problema que se propuso el cubismo fue el terrible de la
animación de una superficie plana, estrechando su conciencia hasta utilizar las
leyes de la perspectiva sólo en relación a esa superficie y no aplicándose
sobre ella para proyectar la representación que pudiera espejear. Para el
cubista la tela fue negra y sobre ella se exigió el elevar las figuras y las
demostraciones como teoremas que, por primera vez, no contaron con lo que
pudiera tener el cuadro de luna azogada.
En esta reconstrucción de lo representado había que sacrificar, según el
mismo Braque ha dicho, “la humanidad” existente en el espíritu y que es lo
que separa al hombre de la perfección. (Así se comprende lo admirable que
estuvo Ortega al decir lo del arte deshumanizado).
El pintor no quiere engañar con la imitación de las tres dimensiones
cuando la pintura puede disponer únicamente de dos. Quiere ser sincero por
primera vez y sólo desdoblar la realidad sobre una superficie plana. Todo se
va a iluminar con otra luz interior y con una plástica desglosada.
Querían respetar ante todo la superficie intacta, otro término puritano del
cubismo, y así el cono representado en una superficie que se quiere conservar
intacta, tiene que ser representado por un circulo y un triángulo, únicas

Página 59
alusiones que permite la superficie intacta, imposible de considerar como
hornacina.

PICASSO. Naturaleza muerta. 1909.


Galerías Demotte Inc. Nueva York.

No quieren nada de lo que no pueden tener y, por lo tanto, no quieren


dinamismo, sino un buen equilibrio puro.
Ya los colores son diferentes cualidades, contrastes puros, diferencias de
materia, no copia servil de los colores representados. El respeto a la
aspiración superficial se pierde definitiva mente.
Los cubistas quieren acogerse a una ley simple y de apariencias rigurosas.
Tenían un gran miedo a las divagaciones pictóricas que no se sabe a que
decadencia pueden llevar.
Para los cubistas la pintura “es la representación de un fragmento de
realidad sobre una superficie y bajo un aspecto determinado”.
En efecto: el hombre no conoce el mundo exterior más que gracias a su
facultad de traslación y movimiento. La inmovilidad absoluta condenaría al
hombre a no tener noción ni conocimiento de la profundidad. El espacio sería
para él un solo aspecto, una imagen plana.
Hay que declarar que esta pintura para paralíticos carecía de interés como

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ideal pictural.
En la hora cubista se trataba de ordenar una gran cantidad de hallazgos
conseguidos por los pintores más sobresalientes, hallazgos que la facultad de
movimiento les había revelado. Se trataba de saber moverse para poder
construir un cuadro como Uccello había enseñado a saber mirar.
Se considera el objeto como causa única del hecho plástico, sin tener en
cuenta el ambiente.
Todos los escorzos, prominencias, detalles marcados en la contemplación,
pueden agruparse alrededor de una idea central del objeto. La anatomía que
logra el tacto y la vista en un objeto que sirve de modelo podía ser exaltada
por el artista.
En la distribución de lo que debía ser la base central del cuadro y cómo y
en qué proporción debían distribuirse los detalles, estuvo la originalidad o la
fuerza personal de cada uno de los que se lanzaron a la conjugación de las
formas.
Dos fuerzas de concepción luchan y se dinamizan, una vertical a la tela y
otra horizontal, y en medio de eso se tiene en cuenta leyes de equilibrio y de
balanceamienro con las que no se había contado antes.
“El arte —han dicho Ozenfant y Jeaneret— es el momento en que el
hombre no debe tener en cuenta la naturaleza, sino sólo a sí mismo; no hay
ningún comercio obligado con la naturaleza; ésta cuando parece bella, no lo
es más que en relación con el hombre y porque se pone a imitar fortuitamente
los dispositivos geométricos que impresionan al animal geométrico que
somos”.
Los objetos se prefieren unos a otros, tienen leyes propias, se agrupan, no
según una ilusión óptica, sino según sus cualidades plásticas y sus analogías.
En cuanto a su plasticidad pura no podía sostenerse que era más plástica
una mesa trapezoidal que una mesa de forma rectangular.
Los cubistas prescindieron de las apariencias divertidas de las cosas, y
como torneros geómetras crearon el objeto según un concepto más absoluto.

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PICASSO. La mesa delante de la ventana. 1919.

En el mundo del pensamiento la forma se denota por su calidad y por su


dimensión, aunque a veces puede ocurrir que la calidad muy acentuada de una
forma haga olvidar su exacta dimensión.
En apoyo de la nueva ley, los cubistas solían citar el siguiente ejemplo:
“Un fragmento de la Torre Eiffel puede expresarse más alto que la torre
entera. En efecto, este fragmento que hemos visto de cerca nos ha
impresionado por su magnitud, y este volumen se ha fijado en nosotros por su
dimensión exacta, mientras que la torre entera existe en nosotros por la
calidad tan conocida de su forma y puede vivir en nosotros con una dimensión
ficticia”.
Lo inverso podía asegurarse de otros objetos que, como el fragmento de la
torre, no tienen una calidad de forma muy definida y fijan en el espectador su
dimensión. Aun cuando entonces nos refiramos a una piedra que hemos visto,

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estamos siempre rentados de hacer un gesto con las manos para decir: “Así de
grande”.
A esos objetos se estableció que se les podía dar una calidad de forma
imaginaria.
Como el conocimiento es el resultado de una serie de observaciones, estas
formas del pensamiento no podrán existir en un momento determinado, es
decir, en una cierra iluminación momentánea.
El cubismo estableció que sería un contrasentido querer expresar un
mundo de formas, con una coloración debida solamente al efecto más o
menos durable de un foco luminoso.
Como un vaso es redondo en la luz del pensamiento, aunque in finitas
veces lo hayamos percibido más o menos elíptico, la cara de una persona es
color de carne, a pesar del efecto de luz, y el muro de cal de la iglesia será
blanco, a pesar del sol poniente que la dore.
Matisse y los fauves habían deshecho los tradicionales aspectos del
cuadro, pero habían incurrido en un amorfismo, contra el que reaccionaron los
cubistas. Querían dar la reflexión en movimiento, cuando lo que había que dar
era el objeto ante el que reflexionar.
Los cubistas salvaron no sólo la forma de cada cosa, sino su color local —
es decir, el tono que un objeto tiene según la luz de la verdad, aun no
participando del ambiente luminoso—, color local que los impresionistas
habían sacrificado a los efectos de luz momentáneos.
A esos inmutables colores locales los pintores cubistas los llamaron
materias, y su axioma nuevo fué éste: la “materia existe en el pensamiento
como la forma en la luz”. Para el cubista, iluminar es revelar; colorear es
especificar la calidad de lo revelado.
Como de observación visual en observación visual, las imágenes se han
emparentado hasta formar la perspectiva primitiva o cavalière, hasta reunirse
en el Renacimiento por me dio de un centro viral (punto de vista), así las
actuales imágenes del espíritu tienden a reunirse y a ordenarse en una
perspectiva más, que algunos han llamado perspectiva del espíritu.
Al contrario de la perspectiva italiana, que tiende a hacer de un cuadro
una cavidad, la perspectiva nueva parte de la tela, considerada como base para
edificar el motivo.
Es muy posible, y hasta necesario, indicar en un cuadro ciertas superficies
de una manera visual, pero aplicar sobre estas imágenes las llamadas
“materias”, sería darles un valor mera mente visual que no deben tener. Sobre
las formas inevitables no pueden existir más que colores.

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Cuando a un alumno de una escuela
de pintura le han enseñado la perspectiva
italiana y le han dicho que el relieve no
se expresa más que por un contraste más
o menos acentuado con el claroscuro, por
el contraste de los tonos fríos y calientes
de los diversos colores, sólo el trabajo y
la sensibilidad del alumno le salvarán:
Las enseñanzas, tanto de la perspectiva
antigua como de la nueva, tienen que ser
breves.
Sólo después de cuatro siglos dé
existencia, la perspectiva cónica
encontró sus colores en los
impresionistas. Antes de los
impresionistas, los pintores no ponían en
el cuadro más que colores eternos, con PICASSO. Naturaleza muerta. 1913.
los que querían expresar los aspectos Colección Mérie Callery. París.
momentáneos.
Los impresionistas encontraron los colores momentáneos de estos
aspectos. Fueron los pintores de la instantaneidad.
Los impresionistas, sin embargo, se equivocaron al querer expresar
siempre el momento de una materia, puesto que la materia tiene un lugar
inmóvil y una expresión permanente.
Por contraste, los colores, o por mejor decir, el color de la perspectiva
cubista no deberá querer expresar la materia en su apariencia momentánea,
puesto que la materia tiene un invariable signo. El empleo de los colores por
los cubistas obedecerá a una gama cromática que se desarrollará en el sentido
de profundidad.
También se pueden considerar los colores como sometidos a las formas
que expresan. Un color puede tener, como una forma, una significación por su
calidad o por su dimensión. Su calidad es su lugar cromático, y su dimensión
es su intensidad: si desciende hacia su negación es negro, o si va hacia su
infinito es blanco.
Se podría establecer casi matemáticamente esta proporción: La calidad de
una forma es a un color determinado como la dimensión de esta forma es a su
intensidad.

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Así nacieron en el cubismo los estados de sombra pura que fueron los que
más valor plástico le añadieron. Las cosas no tienen que irse acentuando en
gris para llegar al contraste. El blanco de la pureza de una arista debe caer
sobre la negrura de otra. Las esquinas de las cosas conseguirán así su
dramática plasticidad, diferenciándose las materias.
Se buscaron sensaciones ópticas que obedeciesen a leyes psicológicas tan
profundas como la que hace que el toro no se excite más que con el rojo.
Como se va viendo, el cubismo fué un arte de especulación. Metzinger,
que fue uno de los primeros definidores, ha dejado dicho: “Sin usar ningún
artificio literario, alegórico o simbólico, nada más que por inflexiones de
líneas y colores, un pintor puede mostrar en el mismo cuadro una ciudad de
China, una ciudad de Francia, y montes, mares, fauna y flora, pueblos con sus
deseos y su historia, y, además, todo lo que en la realidad exterior les separa,
distancia o tiempo, cosa concreta o puro concepto, nada se opone a ser dicho
en la lengua del pintor”.

ANDRÉ DERAIN. Paisaje de Collioure. 1905.

Así cree el cubismo que los elementos obtenidos por el conocimiento


serán los que lleven a la mejor representación del motivo. Las verdades del

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intelecto son más fijas que las verdades aparentes de la vista. Los cubistas
sintieron que algo se rebelaba en lo profundo de su ser cuando veían en un
cuadro una calle que convergía hacia el horizonte o un vaso ovalado. (Va los
egipcios balbucieron esto colocando un ojo de frente en un rostro de perfil).
Las invenciones de los cubistas pueden considerarse en dos categorías:
invenciones de perspectiva e invenciones de ética.
Las primeras son esas convicciones indestructibles del espíritu que van,
una vez organizadas, a construir el cuadro. Las segundas son todos los
fenómenos de orden plástico que van a ayudar a expresar los elementos del
cuadro, corroborándolos o rectificándolos.
Una de las cuestiones que más se debatían a la llegada del cubismo era el
eterno pugilato entre la forma y el color. Los pintores más puramente cubistas
han dado la preponderancia a la forma, diciendo que la forma tiene para los
humanos una existencia más establecida que el color, puesto que lo que la
vista enseña puede estar rectificado por el tacto. La sensación de color no
puede tener, pues, control ninguno. Sólo sirve para revelarnos la existencia de
una forma que inmediatamente toma preponderancia sobre él.
Bernstein dice que quizá tengan otra sensación del blanco los venideros.
Es muy probable que lo inexplorado sea extensísimo. La evolución es
intensísima. Según Geiger, en los himnos del Veda no se distingue el rojo del
blanco. Hoy distinguimos muchos más colores, y en el porvenir, así como los
físicos encontraron que en las regiones obscuras del espectro solar, fuera del
rojo, el termómetro marcaba que había rayos calóricos, y más allá del violeta
también, descubriéndose los ultravioletas y los infrarrojos, los pintores
encontrarán nuevas sorpresas.
Todo lo que colinde con la fotografía es repugnante, porque la fotografía
es un ojo prehistórico. El ojo debe ser pensante; le es simpática la calidad, la
profundidad, la proporción, el carácter.
No sólo es interesante la fisonomía de las cosas, sino su materialidad, su
duro concepto, que debe hasta ensañarse con nosotros.
Todo eso debe ser tratado fuera de la abstracción de la antigua
perspectiva, más en la implacable realidad.
Hay que contar con las masas, hay que traducir los objetos; hay que
encontrar las vivas oposiciones que existen entre unas cosas y otras.
Como se ve en toda la conceptuosidad cubista, reunida por mí con todo
trabajo y dificultad, por un lado era estrecha la regla, y por el otro aspiraba a
conseguir la mayor visión, inmovilizando el máximo de espacio,
representando actos sucesivos en el espacio.

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Por un lado sólo dos dimensiones le interesaban al artista, y por otro
aprovechaba el bautismo casual que había llamado cubista a la escuela y
quería cubicar las cosas expresando las tres dimensiones del espacio
desglosado, sin expresar la profundidad con una dimensión ficticia, como
hace la vieja perspectiva.
Unos, los más austeros, quieren reducir la naturaleza a sus proporciones.
Los otros, en vez de presentar lo que la “naturaleza les ha mostrado”, quieren
“enseñar a la naturaleza” y mostrarle la innovación.
Y, a pesar de todo esto, las imágenes del cubismo no son imágenes frías,
por más que operen con compases y conviertan a los pince les en tiralíneas,
sino que todo lo que hace es de un idealismo des esperado, arrebatado,
malogrado por su pura y excesiva desesperación, por su fanática austeridad.

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PAUL CÉZANNE. Martes lardero. 1888.
Museo de Arte Moderno Occidental, Moscú.

V
A propósito he dejado aparte de la estética del grupo cubista —toda ella
inspirada por Picasso— la rectitud y agudeza de algunas de sus ideas.
Frente a toda estética cubista que preconizan los diez o doce apóstoles del
cubismo, está la de Picasso, que es la más sobria.
Severini llega a decir: “El verdadero pintor crea antes el objeto, y después
lo busca a su alrededor”. Y Braque: “No hay que imitar aquello que se quiere
crear”.
Picasso ata al pintor a más duros bancos, y un día dice: Si a mí me
preguntase un pintor lo primero que necesitaba hacer para pintar una mesa, yo
le diría: medirla”.
Juan Gris dice: “La pintura es una especie de arquitectura plana y
coloreada”.
En Picasso el cubismo reivindica su tradición española. Ninguna escuela
de pintura ha tenido tan en cuenta el espacio como la española. Alguien ha
dicho que las tendencias de la pintura oscilan entre dos polos: España y
Oriente. Si en España la profundidad fué siempre la obsesión de los pintores,
en Oriente fué la decoración del plano de la tela. En España la pintura fué
siempre construcción; en Oriente, composición. Entre esos polos, el
Renacimiento italiano sintió, en su fuga de la decoración, la necesidad del
espacio, y para poder expresar las tíos tendencias tuvo necesidad de crear la
perspectiva del ojo.
Picasso, creador del Renacimiento francés y como un eco del español, ha
sido el que más gigante paso dió en la perspectiva del espacio.
Picasso, en sus paseos por los palacios y los museos de España, vió esas
mesas hechas con piedras duras, y que tenían algo de terrazas aun dentro ele
los recintos cerrados.
La imaginación andaba descalza sobre aquellas mesas, en que las
mandolinas sonaban en el fondo del mármol, y en que dormían en
perspectivas, debidas sólo a la calidad de las piedras, planos olvida dos por el
imaginero y sus escuadras y cartabones.
En los mármoles de aquellas mesas figuraban ya esas láminas de papel de
música que aparecen en los cuadros cubistas, y esos retazos de una cédula o
de un periódico doblado, con todo lo cual el artista acababa de componer la
ideal mesa revuelta.

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Quizá, además de pasar por las terrazas de esos mármoles, ¿es que hubo
algún abuelo trabajador de piedras duras, en la ascendencia de Picasso, y eso
se quedó grabado en su instinto?
El público no ve más que una mixtificación de Picasso en todo el
cubismo; pero como ha dicho Cocteau: “Bien puede encontrarse la
mixtificación en el origen de un descubrimiento”.

PAUL CÉZANNE. Paisaje de L’Estaque. 1883-86.


Colección Paul Cézanne, hijo.

Ni siquiera se aplaca ante la maravilla de que este arte haya encontrado la


divisa ele una época y ponga la nueva corbata al mundo y dé un quiebro a su
cabezonería.
Picasso marca una cosa que tiene una cifra nunca tenida, otra época.
Número pictórico desconocido en el reloj de los siglos.
Picasso fué impertérrito y así consiguió dar un nuevo marchamo al
mundo, estampando su retina con un nuevo recorte de todo, en cifras de
nuevo almanaque, en superposiciones de los espectros de lo real.
Picasso no parte nunca de una idea, sino de un objeto que crea su razón de
descubridor y al que da un organismo físico superior a su forma y puede decir

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“el arte soy yo”, como dijo con menos razones Delreil.
En todo objeto ve Picasso un reloj complicado y lleno de piezas.

GEORGES BRAQUE. Botella y vaso. 1930.

Pero él deja que todo se vaya como caudal incontenido a los mares del
olvido o al mar fracasado y muerto del pasado. Su manantial está en el
porvenir. “El —ha dicho Cocteau— no diseca nunca las palomas que salen
volando de sus mangas”.
Picasso dice: “Yo hago los objetos tal como los pienso, no tal como los
veo”.
El atrevimiento, la subversión de Picasso es tal que podríamos decir que
nos vuelve a hacer salvajes, pero salvajes con veinte siglos de cultura.
“A nadie se le ha ocurrido —ha dicho Picasso— pedir a un químico que
de sus mezclas salga una reacción o un precipitado bonito”.
Picasso no ha engañado al motivo y puede estar tranquila su con ciencia
porque nunca simuló el alto simbolismo.
No pecó. Tocó los más raros instrumentos de chiva, pero no se le ocurrió
tocar el órgano.
Cuando se le exigen muchas responsabilidades y demasiada lógica,
responde con leyes superadas:
“El arte no evoluciona, sino que marcha”.

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No quiere verse esta obligada diversidad temporal a que están obligados
los días que pasan, pero él tiene la suerte de encontrar la manera de lo nuevo y
como se ha dicho a su propósito frente a los que sólo logran tentativas: “Tiene
poco mérito buscar un reloj por la calle. La cuestión es encontrarlo”.

GEORGES BRAQUE. Polca. 1920.

“¿Sabemos —se pregunta Cocteau— el milagro íntimo que nos reserva un


cuadro de Picasso cuando hayan pasado treinta años de silencio?”. Puede ser
que el rico coleccionista tenga que contar en su Círculo: “¿Sabéis lo que me
ha ocurrido con mi Picasso? Pues que desde esta mañana habla”.
Hasta un surrealista como Aragon, dice de él: “Por lo menos su pintura es
la única que no me produce dolor de cabeza”.
De lo que tiene más miedo Picasso —miedo de valiente— es de
comunicar su secreto.
No quiere hablar nunca de su arte y todo él se distrae en su condición de
creador. Se meteoriza en otras conversaciones y espectáculos para que esa
mereorización recaiga en favor de su arte.
Picasso huye de tener que decir y pone el más gracioso ges to de señor
con el que no va el asunto cuando le preguntan por su arte. Sabe en secreto
cuál es la inquietud humana de cada momento, la que sin que se explique
aparece en cada proyección de su arte.
No da razones, pero recoge el fantasma de cada aprensión; no duda, no
pregunta.
El ha probado todas las maneras de resolver el gran rompecabezas de la
representación de las imágenes y ha creado los grandes jeroglíficos en el
almanaque de la vida.

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El ha encontrado las posturas más conmovedoras de las cosas, sus rubores
ajedrezados y todas esas calidades llenas de carácter que por sí solas merecen
un cuadro.
Todo motivo que él elige es un motivo creador, con un valor milagroso y
fecundo, engranaje de aficiones, anatomía de las cosas, valor pictórico del
muestrario de cada día.
El hombre, cuando quiso inventar un objeto que corriese, no imitó la
pierna, sino que creó la rueda. Así, lo más distante en apariencia da
performancia a los sentimientos y crea el estímulo de la pasión dé ver, la
velocidad de apreciar el mundo plástico y en juicioso.
Frente a Picasso queda la sospecha de si todo había sido picassismo, y ya
lleva vividas esas dos o tres generaciones que dan te en la supervivencia de un
pintor.
Gertrude Stein ha dicho: “Lo moderno es en España, viejo, con varios
siglos”.
El siempre será un apóstata, es decir, aquel que lo hunde todo en el eterno
e incognital abismo.

VI
Un pintor, la pintura, el arte, son temas “desesperados”, y “la crítica del
arte es tan imbécil como el esperanto”, según frase de Cendrare; pero hay que
continuar la historia de ese gran clown pictórico.
Pasa rápidamente la primera época ingrata del cubismo, cuando aun no
dominan los nuevos colores de la forma y de la calidad, y con tonos neutros
mezclan los exvotos de todas las plasticidades, mil senos de las cosas, mil
grisáceos “buches de perdiz”, mil embarazos de la materia, mil muelles
contenidos. ¡La heroicidad en el desierto!, se gritaría ante los héroes.
Enreda en sus telas esos grafitos en que el artista crea nuevos laberintos,
según su magnífico deber.
Es el 1909 (un año que pudo ser muy grande en el mundo, pero que se
estrelló contra todos los intereses creados y la negativa de los más).
Picasso está en España durante el verano. Todos queremos estallar.
Marinetti me envía el manuscrito de su rebelde manifiesto a los españoles.
Picasso retrata a Braque (fatalizando a Braque con este retrato).
Es el momento de las naturalezas muertas y de los violines disociados.
Grises y marrones hacen mezcla de cemento y ladrillo, como nuevo
relieve en la ventana del tiempo. La mandolinista se asoma a esa ventana.

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Es ya 1911 y 1912.
Como elementos neutros sobre los que
realzar lo esquematizado y conocido,
comienzan a pegar en los cuadros hule,
papeles pintados, espolvoreos de arena y
periódicos, destacándose la letra menuda de
la impresión como abismo, margen y
aislación de lo representado; hacen gran
propaganda al Journal, mezclando sus letras
de obsesión plebe ya en todos los cuadros,
como pretexto del contraste de lo
indubitable y fácil, para mayor importancia
de los problemas.
Las “naturalezas muertas” se convierten
en “panoplias”, y se pinta la madera de los
zócalos y parquets, que representan la
“cochina realidad” en los cuadros, con el
mismo “peine” con que la pintan los que JUAN GRIS.
trabajan al por mayor la imitación de madera para elNaturaleza
comercio, así 1912.
muerta. como para
imitar las landas marginales de lo elegido pegan playas de papel de lija.
Tienen muy presente lo que es inimitable en pintura, es decir, lo que debe
ser inimitable.
“¿Es necesario que con toda minucia se pinte un periódico muy conocido
o es mejor pegarlo en el mismo lienzo?, se preguntaban, contestándose con
las mesas revueltas.

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JUAN GRIS. Vaso y compotera. 1916.

Querían ser más que esos pintores de puertas, tan hábiles, que pin tan la
veta del mármol y de la madera a la perfección.
Le molesta el concepto antiguo de hermosura, y así una vez que alguien
dice ante un lienzo de Picasso que “aquello era muy hermoso”, el pintor
exclamó:
—¿Hermoso? ¿Con el trabajo que me he tomado para que no lo sea?
Entre las cosas más representadas en ese momento por Picasso figuran las
botellas de anís del Mono, que adquiere en Francia una propaganda
extraordinaria, pues todos los pintores cubistas ingurgitan anís del “mono”,
como lo pronuncian los franceses. (Los destiladores del Mono debían enviar a
Picasso un cajón de botellas todas las Navidades).
Para que se note bien el doble sentido sincero de Picasso, basta estudiar
este encararse con la botella de anís del Mono losangeada de pequeños
cuarterones de cristal; no es un detalle baladí ni españolista, sino última
evocación de sus arlequines y respuesta plástica al losangeado colorista de
aquel modelo que copió tanto, última estilización delirante, podríamos decir,
muy parecida a la que también hace que el clarividente artista portugués
Aliñada, con una sola hoja de “Gillette”, con sus tres ranuras como botones
negros, diese la impresión pictórica de la postrera e insobrepasable

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estilización de Pierrot, su obsesión de capricho frente a la obsesión
arlequinesca de Picasso.
Es la época en que Picasso impone también la guitarra española en el arte
mundial. Hasta los que quieren hacer desaparecer las huellas de Picasso se
dejan influir por la sugerencia de ese tema tan es pañol y aparecen guitarras
en todos los cuadros, en vez de las simples mandolinas de la época anterior.
En los pintores que siguen una escuela hay una cosa fatal de imitación de
monos.
Picasso no quiso meter en sus cuadros el desnudo, que ponía anécdota de
reservado en los cuadros, y, no queriendo prescindir de la cifra del desnudo
femenino en sus obras, usó la guitarra para poner en ellas la curva pura de los
hombros y la cadera de la mujer.
Se pegan al lienzo pedazos enteros de marmita de castañera, con ese gris
perlado y enfogarado que sólo tienen esos pucheros que han sufrido las brasas
en largas jornadas, traspasados por ellas gracias a sus agujeros. (Sólo faltó
que pegasen pedazos de cadáver como culminación del asesinato, verdaderos
rojos de asesinación, como elemento de bel arte).
Es cuando construye guitarritas de cartón, después de deshacer las
guitarras, como niño que las hubiese convertido en cajas. En sus cuadros
aparecen guitarras que parecen bidets entreabiertos.
En 1913 llega el cubismo de Picasso a su grado máximo, y es el tiempo de
sus cuadros más optimistas y bravos, con admirables absoluteces de color y
forma.
Suena el año 14, y sobre el cubismo cae la plaga de la guerra, y entonces
viene la época caótica. Los enemigos viles de lo nuevo inventan que es una
cosa boche, es decir, inspirada por el enemigo, internacionalista, judía.
En ese momento llevan a la mujer de Braque a la Comisaría y le
preguntan:
—¿Su marido, qué es?
—Pintor —responde ella.
—Miente usted —le dijo severamente el comisario—; es cu-bis-ta.
Le habían tomado a Braque por espía al no comprender los dibujos
cubistas que llevaba en su equipaje.
Aunque Guillermo II había protestado contra el impresionismo francés
porque sostenía que era pernicioso para el arte alemán, los academistas, que
aprovechan toda posibilidad de asesinato, es entonces cuando dijeron que el
cubismo era una cosa germana.

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Picasso, porque ya está más allá en sus efloraciones, rompe con el
cubismo, como escuela cerrada, y Braque, que ha ido a la guerra, vuelve del
frente con otra visión del porvenir.
Picasso camina hacia nuevas soledades y reverdece su arte con un nuevo
verdor especial, como si volviesen las cosas a macerarse en la Naturaleza.
En esta fecha —1915— dibuja retratos realistas a la moda de In gres y
deja plantados a sus seguidores. No ha podido tener un gesto más elusivo de
antiguos compromisos. El capeador español ha he cho de las suyas dándoles
un quite valiente y ceñido.
En 1916 vive en un pequeño hotel de la me Víctor Hugo, donde voy a
visitarle. Es cuando me encaro por primera vez con su figura, y por eso he
dejado para este momento su descripción personal.
Picasso tiene tipo de ese mecánico que está pronto, a la puerta del taller,
para hacer el milagro de la compostura, de la pieza nueva, de la charnela que
haga andar de nuevo el coche: ese tipo de mecánico español que nunca forma
una oficina ni un taller completo, sino que es él sólo a la puerta del sotabanco,
esperando al mundo para herrarle, para conseguir con su solo ingenio lo que
no realizan las juntas técnicas.
Picasso está a la puerta de ese taller, arremangado, mañanero, con los
brazos cruzados, viendo pasar el mismo paisaje como si fuese diferente, como
si pasara frente a ese éxtasis todo el tren del mundo movedizo, huidizo,
desplegado.
Automovilizó la pintura, la vió correr, presentarse, atropellar, volver en
panne a su chamizo para, después de haber arreglado su avería de siglos,
encargarse de las nuevas catástrofes.
Sin desesperar, sin negarse, dió con todas las formas y elementos nuevos
que necesitaba la velocidad en la velocidad.
Su mono azul no estaba manchado de pintura como el de otros pintores.
Debía tener a su servicio ángeles que limpiasen sus pince les, que les
apretasen la supuración en paños litúrgicos o quizá era que agotaba cada
pincelada con todo el color del pincel, sin sobrarle nada, con precisión de
tatuaje quirúrgico.
(Era el mecánico que toca en “su” sitio y los motores que pare cían
muertos se aceleran. Sus pinceles eran como limpios destornilladores o como
punzadores eléctricos).

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GEORGES SEURAT. El modelo. (Detalle.)
Foundation Barnes, Meryon.

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Esa emoción de mecánico fué la primera que me produjo y por eso la he
complicado un momento con el concepto general de su invencionario.
El tipo recuadrado y atlético —gracias a su gimnástica de levantar
motores en reparación como pesas arrugadas— tenía la fisonomía del español
guasón y cortés, rostro franco con un momento de torvedad, sólo un momento
cada muchos momentos. Sobre su fisonomía de hombre moreno un mechón
marcaba toda la voluntariedad y rebeldía.
De más altura que aquel cómico italiano al que se llamó “Toribio” en
España, se parece a ese héroe del cinematógrafo que fué el precursor de
Charlot, la cebolla de que Charlot brota y que ya tenía los saludos
cinematográficos por excelencia, los gestos náufragos de unos brazos corros,
y, si no las botas largas y rotas de Charlot, las botas larguísimas en que el
fantoche cinematográfico se echaba hacia delante y hacia detrás, haciendo
ángulos cerrados con la punta de sus pies. Picasso, fatalizado por sus dos eses,
es el único héroe español del cinematógrafo que hemos tenido.
Picasso, que había hecho callar al perro ladrador que salió a recibirme, se
decidió a mostrarme todo el secreto de su casa. Pasamos al comedor: un
comedor burgués de la más fina especie, en cuyas paredes colgaban algunos
cuadros de sus épocas pasadas, uno con un Arlequín de los suyos y otro con
unas violetas muy suyas, y otro en el que había pintado un carrete y unas
tijeras y que era algo así como el cuadro que resume ver coser a la querida en
las horas sen cillas en que no se hace sino mirar con una retentiva suprema
que sólo entonces se tuvo.
El detalle más importante del comedor, el que le devolvía a su pasado de
España, era uno de esos fruteros de mármol muerto, de alabastro, de esa
materia mantecosa y dura que recuerda ancestrales fuentes y que era centro de
mesa de aparador o de comedor en la niñez de Picasso.
Sabía Picasso el poema carnal que hay en el alabastro, su gran deseo de
ser carne de mujer, carne de “Doña Inés del alma mía”.
Lo llevó de España a París. Indudablemente procedía de la fábrica de la
China de Madrid, aquella fábrica que se elevaba en el Retiro y en la que se
fabricaba “loza”, grueso mosaico y alabastro.
Aquel frutero de Picasso era como la pila del agua bendita de la casa
privada, la pila que elevaba el ambiente, que hacía carnosos los siglos.

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GEORGES SEURAT. El baño. (Detalle). 1883-84.
Tate Gallery. Londres.

(El alabastro además da ganas de acariciar. A las queridas de Picasso —


aquellas queridas que un día él mató— les gustaba acariciar ese alabastro, y
en aquellas horas de sobremesa en que se que daban solos en el comedor, se
quedaron mirando con blandicia esa especie de taza de surtidor con tritones
de la mesa de yantar).
Después de un rato en el comedor hicimos la ascensión al estudio y a las
antesalas anexas del primer piso, sorprendiéndome ver en la caja de la
escalera un enorme Cristo de talla clavado en su cruz, pavoroso, como en
descanso de su paseo en andas de cofradía, más agravada allí la sombra del
crimen que Cristo evoca siempre.

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GEORGES SEURAT. El circo. 1890-91.
Museo del Luxemburgo.

Todo el piso de arriba estaba lleno de ídolos pegados a la parte baja de las
paredes, como niños negros en un colegio de ídolos infantiles. Picasso
adelantó hacia mí algunos de los mejores, como maestro que presenta a sus
alumnos más aventajados.

Página 80
HENRI MATISSE. Dibujo.

En las paredes había pegados retazos de todo, juguetes de niño y aparatos


de música hechos con una caja de cartón, hilos y una caña; puros
dermatoesqueletos de los instrumentos de cuerdas puros. (Cocteau ha
confesado que él querría aprender la música de esas guitarras absurdas de
Picasso).
Picasso, que aun enseñaba sus cuadros, fué volviendo de la pared los
lienzos, que estaban como enfadados de cara a ella, escondidos del visitante,
no queriendo que se les reconociese, como máscaras metidas en rincones del
baile.
Con algo de circo al poner sobre el caballete los aros del arte nuevo,
decorados con los arco iris de lo moderno, Picasso ponía jalones de obstáculo
a la inteligencia. Fué un bonito número que no olvidare, y que no se pareció al
acto de Rosenberg —años más tarde, cuando también Rosenberg abría su
bodega—, que sacó Picassos y Picassos para que yo los viese, como botellas
florecidas en embriagueces completas, en cocktails añejos. Rosenberg
colocaba los cuadros en bajo y los sacaba de detrás de una inmensa cortina de
terciopelo. No se pareció su acto de mostrar los cuadros de Picasso, en

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ejercicio de peligro sobre el caballo blanco que no dejaba de correr,
colocando sus lienzos sobre el sostén mágico con un élan vital incomparable.
—¿Y esto? —preguntaba Picasso
mostrando otra perspectiva, dotada de
esa cinemática con que sólo logran
impresionar las velas latinas que pasan
entre dos casas quietas, cuando el barco
transcurre por detrás de la lengua del
malecón que avanza sobre el mar,
adornada de garitas.
Pero el momento culminante de
aquella visita fue cuando Picasso me
mostró ese cuadro en que se superponen
rectangulares retazos de telas de distinta
calidad, fisonómicamente telas inglesas
de aquella época, interpuestas de
“cuchillos” de sombra que en aquel
momento iniciaban por sus formas de
Retrato de Henri Matisse
en su taller
cartabones y de escuadras la
“escuadromanía” que había de venir
después con los Chiricos y Compañía.
Sólo dos puntos luminosos, como dos agujeros, lucían en uno de los
recortes negros de aquella tela alta, y en todo el cuadro había un misterio
superdetectivesco.
Picasso, entonces, cogió una gorra de viaje y la colocó sobre el cuadro,
quizás —no me acuerdo bien de ese detalle— sobre el ta blón claro en que se
inicia un perfil y todo el cuadro se centró y adquirió novela de realidades.
Picasso sólo me dijo en aquel breve momento de taumaturgia:
—¡Vea la vida que adquiere!
Aquel inglés de todas las ventanillas y con todas las inflexiones del viaje
en su multifigura, y que para más señales fumaba en pipa, me hizo apuntar
una ley manuable importante: “A todo cuadro hay que saber ponerle la gorra
de viaje en su sitio, pues sólo podrá ser anticotidiano y extenso gracias a lo
que tenga de jeroglífico”.
Así, un día, enseñando a Picasso el libro de un neurópata sobre el cubismo
o algo por el estilo, éste contempló lentamente las dobles páginas en que
reproducciones tendenciosas querían establecer comparaciones entre cuadros

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de Gris, Chagall, Braque, Miró, Ernst, y dibujos de locos. Al cerrar el libro.
Picasso dejó escapar esta exclamación:
—¡Ya está! ¡Ahora resulta que hemos curado a los locos!

VII
La rareza de las cosas es madre
de la admiración.
FRANCISCO DE ROJAS.

Vuelvo a ver a Picasso en la primitiva Rotonda, modesto bar para


cocheros, donde entraban a tomarse su copa los aurigas municionados con la
pipa de yeso blanco, que cuando se chupa por primera vez es como estreno de
alcoba en casa nueva.
Modigliani, borracho y con su amiga de rubios tortillous, armaba un
escándalo feroz, y Ortiz de Zárate, con su cara de monstruo, le escudaba
cercano. Picasso, bajo su sombrero hongo, procuraba tener tranquilidad y
sonreía en las discusiones; ya se veía que iba allí en última temporada para no
ser llamado ingrato.
Alguna noche aparecía con una bella mujer vestida con verde de máscara
y que lucía en el medallón, que era péndulo de su descote —se miraba en él la
hora como en un reloj extasiado—, uno de los arlequines de Picasso, el más
pequeño de los arlequines, como el retrato del hijo más querido del pintor.
Todo tenía aire de Montparnasse; fué como ha dicho Apollinaire: “el asilo
de la simplicidad de los pintores y poetas”.
Después pasan unos años de guerra ensañada en que Picasso crea
numerosos cuadros de todos los estilos, que van a parar a la gruta de
Rosenberg, que espera con fe que el día claro de la postguerra todos los muros
de la nueva vida no se podrán decorar sino con Picassos.
Al final de esa época sombría en que los pintores pintan sin eco,
cubriendo de noche sus grandes ventanales con espesas cortinas para no
denunciar París a los bombardeos, llega un día Cocteau al café de la vieja
bohemia de Picasso, como ángel anunciador de una nueva vida.
Cocteau le propone unirse a Diaghilew y a su troupe; Picasso compren de
que aquél es el circo de los nuevos tiempos y la liberación expeditiva que sólo
se consigue viviendo un gran teatro con todas sus intrigas y sus amores, y se
va detrás del gran director de escena con la cabeza en forma de martillo pilón,
y ni que su compañía llama “el padrecito” y los de fuera “el domador”.

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Ha encontrado los saltinbanquis del
comienzo de otra época y viaja en sus
trenes con función de polichinelas en las
ventanillas.
Va a realizar en grande sus proyectos
chicos, y llevará a la escena al hombre
rascacielos.
Picasso fue el primer bailarín de
bailes rusos que se conoció en Europa, y
comprendió lo que de espectáculo de
baile del pintor mismo tiene la pintura,
necesitando renovar el espectáculo y sus
decoraciones.
Es hora de venganza y Picasso cena
el triunfo con Satie, el músico que hacía
PICASSO. Retrato de Strawinsky. 1920.
“aires para huir”, “trozos en forma de
pera”, y que decía a sus discípulos:
“caminad completamente solos. Encontrad muy mal lo que yo hago y, sobre
todo, haced lo contrario”.
Es cuando Picasso va a Roma y, con calumnia descarada, se le supone en
el Vaticano visitando las estancias de Rafael, como si aquello fuese “lo suyo”.

Para presenciar el estreno de su Parade —que salva con su injerto


occidental al decoracivismo demasiado oriental de los ballets—, Picasso
viene a Madrid, y es cuando yo le doy en Pombo un rosco banquete de
antiguos recuerdos, como queriendo reivindicar el Madrid ciego de su primera
juventud.

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ALBERT GLEIZES. Los jugadores de fútbol. 1912.

Picasso departe con todos como un antiguo camarada y sabe sentarse en el


rincón de los divanes con el gesto de sus primeros Tiempos, afondado y sin
ditirambos.
Aunque se buscaron comensales urgentemente, no se encontraron muchos
para aquella cena, que no podía ser sino aquella noche, por que Picasso se iba
al día siguiente.
El mal artista, al que buscábamos para que hiciera bulto de maniquí con
cabeza parlante, preguntaba:
—¿A Picasso? Y ¿quién es Picasso?
Picasso fumaba su pipa apagada y se regodeaba en verse huésped de sólo
una noche en un Madrid que era el mismo de siempre, con sus cuatro

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bohemios que se descerebran en el esfuerzo de matizar de intelecto un rincón
de la ciudad.
Brindé al final por Picasso, aprovechando para emoción de todos aquel
contraste del triunfador del mundo en la caverna española de Pombo, único
sitio de resguardo de lo nuevo en aquel año.
Picasso habló después, emocionado, en su español de siempre, como si
fuese el emigrante de la gloria que, indiano afortunado en el más extranjero
de los países que es el de la gloria, volviese a la casucha de su aldea.
Hasta se sentó en el suelo en esa hora de las fotografías en que los
banquetes más solemnes de España se convierten en final de merienda en los
Viveros.
Al día siguiente se volvió a París y siguió la noche “alhambrilla” de los
ballets rusos.
El caminar con aquellas bellas bailarinas, recién desmontadas de la corona
rusa, le hace elegir por esposa a una de las más bellas, y un día, en la iglesia
eslava de la calle Daru, Cocteau, Apollinaire y Max Jacob son testigos de su
matrimonio.
Por ese tiempo, Picasso vive en el rumbo del destino optimista que no ha
de acabar, porque le protege Francia, que es leal y constante con el éxito.
Como buen español influyen en él sus veraneos, y muchas veces deja para
el verano el recambio de su atrezzo de Frégoli.
En el verano de 1918 dibuja en Biarritz retratos de mujeres. En 1919
veranea en el San Rafael francés y se deja influir por esas simples antesalas
de la casa alquilada en que una mesita con cosas cursis se entiende con el
paisaje frente a un balcón de luz chocante. Mucho in fluye en él esa sorpresa
de entrar desde el pasillo obscuro en la habitación llena de una luz
sorprendida y de un felpudo olor a toallas.
En 1920 inicia en las anchas playas el período grecorromano, como si se
abriesen las arenas en excavación de vida y escapasen a sus grandes hoyos
esos seres acromegálicos y elefantiásicos que estaban pidiendo los anfiteatros
de las playas donde la figura humana es in digna del inmenso solio. ¡Se
levantaron de las arenas y de los campos en siega como trombas de arena y
trigo!
Tenían que nacer a la evo lución de la pintura esos seres gigantescos de
Picasso, puntos de referencia en el pensar heroico de los panoramas, en la
evocación de los valles. En Bacon se encuentra una justificación de esta
manera cuando dijo: “Toda belleza tiene alguna desproporción”.

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Con un descaro supremo realiza las mujeres de las manos más enormes y
de los pies más magníficos que se han conocido. (Grand es bofetadas a los
jurados pusilánimes, las que despachan esas manoplas humanas).
Pero ¿es que son estas figuras de la
nueva manera de Picasso una arma para
reaccionar contra el medio más que una
verdad? No. Son una verdad sobre todo;
son una especie de abstracción
impepinable; son un concepto de
humanidad que, se quiera o no, tiene que
soportar la humanidad.
¡Qué gran hallador, qué gran
encontradizo es Picasso! Parecen estas
nuevas cosas, cosas encontradas en las
minas del mundo, en los sótanos de la
estatuaria del universo, o quizá en la
costa, como fauna humana persistente,
pura y definitiva, existente en el fondo de
las grandes cuevas marinas.
Retrato de Georges Braque
¡Qué grandeza sin la afectación de en su taller.
Miguel Angel tienen estas nuevas
mujeres con que Picasso ha
engrandecido su arte!
Picasso acoge las realidades superiores, las idealidades moluscadas,
madreporizadas.
Esas nuevas mujeres de sus cuadros que han aumentado, sin salirse del
uno y uno y medio por dos, la extensión del lienzo, en vez de carecer de
realidad la tienen aumentada porque son fósiles, gran des fósiles de la
imaginación, habitantes tanto de la luna, como de la tierra, como del
trasmundo.

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PICASSO. Las metamorfosis de Ovidio. (Punta seca).

Raynal ha dicho: “Picasso no ve en los objetos motivos de experiencia, no


intenta únicamente desprender de ellos su forma morral, no busca, en
definitiva, sino proveerlos del alma de la forma eterna”.
Y mucho de eso hay en estos últimos cuadros, pues son parejas del gran
monumento a Mausoleo, algo de esa grandeza que no sólo ha dado
perennidad a un rasgo de orgullo, sino a un tipo que se nos aclara, más que
nada, en ese monstruoso monumento.
En la época del veraneo en Juan-les-Pins, que es la playa en que se
conflagran las fuer/as nuevas y donde se retratan en traje de baño todos los
innovadores, recoge en sus cuadros elementos de vida familiar, porque ya el
hijo ha aparecido. Hay siluetas de pinos como caballetes de cuadros
estilizados.
Continúan las fuertes matronas en 1921 y en 1922; en Dinard vuelve a
echar a cara o cruz lo que ha de ser su pintura en lo próximo; si cara, el lado
llano de las cosas; si cruz, el embruzado. Pero la moneda se queda de canto y
son las dos cosas.

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PICASSO. Retrato de Jean Cocteau, señora Picasso. Erik Satie y Clive Bell.

En 1923 viste de un arlequinismo nuevo a su hijo, que se vuelve a llamar


como él, Pablo Picasso, y lo pinta con la inquietud del modelo, sobre trazos
de otra silueta y otra pintura.
En París, mademoiselle Koholova, ahora madame Picasso, dirige el sólido
Salón Picasso, y hace los honores de los tés con brioches cubistas.
En 1924 y 1925 hace excursiones por todos los caminos que des cubrió,
ya que tiene el automóvil confortable para surcarlos todos, para volver de lo
distante a lo distante.
En 1926 pasa de arlequines a mujeres modernas, y de mujeres modernas a
su cubismo, ya tan logrado, que tiene algo de azulejo. Durante el verano de
ese 1926, en el arraigado y llanote Juan-les-Pins, se dedica al grafismo como
Leonardo se dedicaba a dibujar laberintos; es como niño que hace dibujos en
la arena para despistar. Es época de bromas sanas, como las que gasta a la
verdulera del mercado de Cannes, a la que, a cambio de unos bellos platos de
cartón —que él venderá a los americanos en muchas libras, avalados con
grafitos—, pinta allí mismo uno, le da color con el pastel natural que

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encuentra en los pistilos de un ramo de flores, y lo firma como con firma de
rey.
En 1927 el grafismo se traslada de los papeles a los lienzos, con aire de
pesadilla, sobre sombras sembradas de ojos, ombligos y algún seno suelto,
como si la pintura fuese creación de jeroglífico sin solución, pues lo que
deshace el alma en los jeroglíficos es que tengan solución.
Ya desde esa fecha hasta nuestros días el artista se dedica al juego
absoluto, llevando el grafito cavernario a la suprema elegancia, con distancia
de siglos entre las dos cosas que se parecen. Psicodramas, líneas ideográficas,
obsesión de las formas, superposiciones que quisieran decir lo que no puede
decirse, situaciones de asociación que crean por su propio ensamblaje un
objeto nuevo.
Como en su mejor composición de estos tiempos, hace lo que ese pintor
barbudo que aparece pintando en el lienzo de su caballete a la mujer que hace
media, y que no la reproduce, sino que la grafita en líneas de suposición, en
cábalas de madeja, en hilos de vida, en geometría de vencer la repugnancia
que produce el modelo. ¡Escapadas geniales al testigo que exige su parecido!
Ya en adelante sus arrancadas serán hacia la exploración pura en el
aeroplano de su propiedad. El color y la forma sólo darán la cadera de su
empuje.

VIII
Este tipo extraño que es sólo un pintor —“tú no eres ni hombre ni dios, tú
eres un pintor”, ha dicho el gran Gourmont— y que nos hace burla desde las
ventanas de la vida, ha llegado a entrar en las mitologías después de sus
diferentes aventuras de barraca teratológica, de ejercicios de burla académica
en que hacía a punta de lápiz el parecido cuidadoso y, por fin, de una resuelta
apoteosis; ¡la apoteosis! —como dicen los chulos—. Gracias a su taumaturgia
categorizó al pintor, al que no sabemos admirar bastante cuando sólo ha
perpetuado una merienda en un paisaje o se ha merendado una mujer.
Las banderas de la Rusia nueva están como pintadas por él, y en la
remontación que de él se hace, llega a decirse que en los muscos de los
Soviets los soldados hacen guardia de honor a sus cuadros.
Picasso ha sido la gloria de una época.
“Después de Picasso —ha dicho Cocteau— no se puede pintar como antes
de Picasso”.

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Se ve que el arte, como todo, es sólo
confiar de vez en cuando en un hombre,
es que haya nacido alguien con
encarnadura de capitán.
Ha vencido a una época que se le
resistía, por que sus cuadros echaban
abajo todo el conjunto de la decoración.
Algunas mujeres gazmoñas, les hubiesen
cubierto con una cortina de cretona como
en algunas casas y hoteles se cubren con
una muñeca los aparatos del teléfono, los
bellos aparatos del teléfono, sugeridores,
maquinistas, con el tipo metálico,
encajonado, ebonito de los gnomos
modernos.
Introducidos en los salones los
primeros cuadros cubistas, luchaban con JEAN METZINGER. El pueblo. 1912.
Colección Léonce Rosenberg.
toda la decoración, con las grandes
lámparas y los tapices, oponiéndose hasta a que se tomase el té de la manera
tradicional.
Picasso se mantiene tanto porque es bazar de sí mismo y es la colección
de sellos más importante y más variada que ha habido en la historia del arte.
Picasso se renueva porque sabe que el obrar por escuelas en pin tura es la
cosa que más cansa en la vida.
Picasso encuentra los retales más bellos de los días claros que aun no
aparecieron siquiera.
Frente a todos los que buscan síntomas de algo en él, Picasso sonríe,
camina, se deja ir por caminos desconocidos que dan a desvariaciones de
color fantásticas, a estructuras insuperables o al encuentro con las lavanderas
despechugadas del estío de la realidad.
No es que pinte la aleluya infantil, no es que vuelva a esa ingenuidad, sino
que inventa toda una manera con móviles propios y con posible explicación.
¡Picasso no ha caído nunca solo en el arabesco escueto!
El mundo entero hace la nueva mueca y la caleología —explicación
estúpida de la belleza reflejada y gustada en espejos— queda trastornada y
destituida para siempre. Y a el placer estético tiene más profundidades que la
superficial contemplación, ya hay que recomponer la emoción para darle más
plasticidad y más fondo.

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Se da cuenta de que de año en año no se quiere lo que se acaba de ver,
sino un objeto nuevo. Por eso todos los almanaques son cosa caducada por
bella que sea su estampa.
Ese aire de no poder meterle el diente que tiene el español, hace que no le
puedan atajar o seguir los franceses, pues además cambia el terreno
constantemente al toro de la pintura.
Opera en una época de que convenía no fijar el perfil, que no merecía
trazos de conservación, sino que le echasen fuera sus tripas de color, los
secretos de sus nuevas instalaciones tubulares, el feto estupendo que en ella se
plastificó y que, como feto de otra época, pasaba por sucesivas
transformaciones de mes en mes.
Picasso es una gran lección y por eso viven en él preocupaciones
perpetuamente contrarias. Su secreto es que es polilingüe y que utiliza la
lengua figuratriz o la lengua cubista, según le conviene, como habla el francés
o el español, según convenga a la frase, según se pueda decir mejor lo que se
quiera en uno u otro idioma.
Ha vivido de no volverse inmóvil, en multiplicidad angustiosa,
descubridor de veinte mares.
Vence la filosofía de corro alcance del cubismo porque lo sobre pasa en
seguida.
La época del cubismo no fué más que una época de penitencia, de voto
temporal en el claustro de la razón.
Si no hubiese reaccionado pronto, Picasso se hubiera quedado entre los
“matemáticos del aburrimiento”, según se les llamó.
Picasso es el individualista español y va huyendo de los que le siguen y
dejándoles en las esquinas de la desorientación.
Picasso huye y se esconde. Yo le he visto buscar la calle de las
carbonerías y aprovechar su negrura para disimularse.
Tan en esa actitud está Picasso que a veces el hotel en que vive cambia de
calle y no sólo no se le encuentra en él, sino que no se encuentra el hotel. En
su lugar hay un solar que silba haciéndose el disimulado, y hasta ha pintado
Picasso un pobre antiguo en la valla recién puesta.

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GIORGIO DE CHIRICO. Gran interior metafísico. 1917.
Colección James T. Soby, Hartford.

Lo más hermoso de la vida, que es huir, descomprometerse y sentirse


libre, es lo que caracteriza a la vida de Picasso. ¡Feliz inventor!
Por eso Picasso está en la época de reserva y secreto en que el hombre
célebre llega a miro porque está cansado de sufrir al amigo embozado,
hipócrita, que camina sigilosamente junto a él, entre alabanzas y zalemas,
hasta ese día en que en la sobremesa alegre y un poco embriagada del
restaurante italiano, cuando el Asri espumoso da una vuelta de campana en su
aparato escanciador, le hace la pregunta capciosa:
—Confiéseme ahora. Lo que usted se propone, ¿es épater?
Que es español no puede negarlo, pues el español es el que primero se
cansa de las formas de arte.

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Su rebeldía desobedece toda apariencia, y ya puesto a desobedecer,
desobedece la apariencia de sus propios cuadros y se aparta de lo que se va
haciendo tópico en ellos.
Picasso varía la estampa de los billetes que lanza cuando ya los encuentra
falsificados.
El va más de prisa que nadie en sus despertares.
La vida va tan de prisa, que Finstein, el crítico de Arte, ha piulido decir
que un avión de hace cinco años es sólo un viejo autobús que se podía tomar
por una máquina de coser Luis XV."
Amanece más solo de lo que se cree en las casitas que toma, y se sabe
atendido por el mundo en todos sus dictados. Toma por eso los pinceles como
un creador, y recrea o rehace o contrahace el mundo.
Nada más dispuesto a la invención y a la novedad que sus pince les. Lo
que no quieren es copiar tontamente. Y en esa palera que se desayuna todos
los días con nuevos colores, se celebra la ruleta de la nueva invención.
Y esa diversidad suya no es nada cautelosa, explicativa, con tartamudeos
de evolución artística, sino cosa heroica, de hombre que se ahorca de su
último caballete, de prisionero que se evade de ro das las prisiones, de
grumete que salta de barco en barco mientras los capitanes se hacen los
saludos de rúbrica.
Picasso avanza por sorpresa, y va dejando sus cuadros como funciones del
pasado en teatros sucesivos, de los que cada tempo rada varía el estilo y que
serán los “comestibles” de los nuevos poetas.

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GIORGIO DE CHIRICO. Los árboles en la habitación. 1927.

El pasea en puertos distintos con su traje de mecánico de las renovaciones,


y sencillamente encuentra el espectáculo distinto sin esfuerzo ni
preocupación. Sólo se salva así de la repelencia que hay en continuar una
manera y hacer la réplica de cada cosa cien veces más después de la primera.
Picasso se ha hecho traje y arte distinto todas las temporadas y por eso no
ha perdido el encanto de vivir y es el que no puede me nos de figurar en la
historia del arte y, sin embargo, hace temblar los museos con sus
subversiones, mostrando a todos los otros cuadros lo que han podido ser,
cómo pudieron libertarse escapándose a ese tipo de hombres vulgares sin
ninguna clase de monstruosidad ideal.
Conocedor del sistema nervioso de la pintura, sabe distribuir sus tejidos
variados, rutilantes, latigueadores.

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Sabe todas las bisectrices del cuerpo humano y de su alma con sus
diversiones y sus aburrimientos y crea los mapas más variados gracias a eso.
La misma policía de los críticos de arte no osará seguirle, y los perros
policías que tienen algunos de ellos no logran dar con él.
¿Picasso debe dejar un testamento? ¿Estaría bien que divulgase su secreto
al final? De ningún modo debe hacer eso. Que se sos tenga, como algo aparte
de lo visto y de lo que se verá, en esa libertad plena del pintor que no quiso
ser trivial, que quiso responder al mundo, más que con una réplica, con la más
absoluta indiferencia, lleno de arrebato en la disrracción, en la desvariación,
en el “yo pienso en otra cosa” salvador, con el gran problema de la monotonía
representado con apasionamiento.
En este momento en que la pintura se ahoga, él se dota de una escafandra
personal para respirar y vivir en medio del naufragio.
Ya no se pintará sin que esté dentro de lo que se pinte la razón picassiana,
como mejor apresto del arte. De todo jacobinismo queda una lección de
libertad. Y a la seguridad borrical de los pintores, que sólo miran y copian y
miran y copian, se habrá intranquilizado para siempre.
“En la encrucijada de todos los caminos —ha dicho de él el gran pintor y
escultor Bissière— se le encontrará siempre irónico y negando que un camino
sea preferible al otro. Los que le sigan de ben tener la fuerza de alma
necesaria para saludar y escoger el mejor camino conducente al fin que se han
propuesto, sin querer olvidar los enigmas que les proponga el demonio y a los
que sólo él puede responder… si por lo menos puede creer que una respuesta
vale más que otra, bajo la mirada de lo absoluto”.
“Un cuadro de Picasso —ha dicho también Raynal— nos emociona, sin
que sepamos por qué, y sin que tengamos que preocupar nos por buscarlo. Yo
no necesito saber si ha estudiado la Naturaleza o si ha observado lo que nos
presenta. Sólo interesa a nuestra sensibilidad la ciencia y la imaginación, con
las que ha combinado en sus cuadros el dibujo y el color. Una obra de Picasso
representa a nuestra vista una especie de objeto que ha salido de sí mismo con
plena vida”.

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GIORGIO DE CHIRICO. Gladiadores luchando con un león.
Colección The Detroit Institute of Arts.

En la revista rusa Ogoniok el mismo Picasso ha dicho las dos o tres cosas
teóricas de su vida, aunque parece que no las ha acabado de dar por dichas:
“Pintores hay que transforman al sol en una mancha amarilla, pero hay
otros que con la ayuda de su arte y de su inteligencia transforman una mancha
amarilla en un sol”.
“Lo cierto es que admiro mucho las cartas astronómicas. Me parecen
bellas, aparte de su significación ideológica. Así, un buen día me propuse
hacer un dibujo formado por un número de puntos unidos por líneas y de
otros puntos que parecían colgados del cielo. Pensaba utilizarlos después,
introduciendo el asunto en mis composiciones como simple elemento
gráfico”.
“La realización de un cuadro parece con frecuencia haber sido generada
espontánea, incalculablemente. Las gentes hablan del naturalismo en
oposición al arte moderno. Pero ¿ha visto alguien una obra de arte «natural»?
La naturaleza y el arte son dos fenómenos perfecta mente disímiles”.
“¿Qué es el arte? Si lo supiera tendría buen cui dado de no revelarlo. Yo
no busco, encuentro”.

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Es arte nuevo sólo aquel que como el
cubista ha merecido que el Supremo
Creador haya dicho guiñando un ojo:
—¡Vamos! Esto no es lo mismo. Ya
hacen algo más que repetir me y
repetirse… Y a han salido de la rutina
que no me distraía.
Y el Creador, alegre, dominguero,
con su monóculo triangular en el ojo
azul, ha currado con curiosidad en las
exposiciones cubistas.
Por primera vez ha vuelto a la tierra.

IX
Picasso. Fotografía. (ACTO EPILOGAL)

En todos los momentos del nuevo


arte se repite la axiomática de Apollinaire justificando el que no se debe
buscar en la imitación lo que se quiere crear, porque cuando el hombre tuvo
necesidad de hacer moverse a las cosas inertes, no recurrió a imitar las piernas
o las patas, que era lo único que andaba en el mundo, sino que creó esa cosa
tan distante y tan estrambótica que es la rueda.
No acaba de encajar esta teoría de la rueda en el cubismo pasa do, pero yo
veo en un salón moderno un tipo que se parece a Picasso y que dialoga, en
smoking, con una fina dama rubia.
El hombre vestido con intachable elegancia y con un monóculo
inquisitivo, merece las miradas de todas las damas que preguntan,
comprobando el parecido en la cámara oscura de sus ojeras:
—Pero ¿es él?
—El mismo.
—¿El propio Ducco?
—El propio gran Ducco.
—¡Qué poca distancia —dice otra rubia alegre— entre gran duco y gran
duque!
Ese juego de palabras en francés, que es en la lengua en que hablan estas
damas, resulta mucho más verdadero.
Las bellas damas, a las que parece habérseles desgarrado la espalda de los
trajes enganchándose con una falleba, van adelantando pasos hacia ese

Página 98
caballero que tanto las impresiona con su cara de moreno expresivo. Se
mueven como hay que moverse en un salón, nunca directamente y en largas
rectas, sino así como si jugasen al ajedrez.
El caballero que absorbe la voluptuosidad del mirar, aguanta sobre sus
anchos hombros el peso de su destino, confiado en que lo va a poder llevar
hasta el fin.
La dama rubia con la que habla apasionadamente el hombre moreno no
quiere ceder a lo que él le pide, pues está ya un poco cansada y desconfía de
la nueva violencia del amor.
Ducco, el gran Ducco insiste, sigiloso, queriendo avivar las lucecillas de
sus ojos.
—¡Bueno! —ha dicho por fin ella—. ¡Todo con tal de que me pinte usted
una carrocería nunca vista!
El caballero moreno ha dejado caer su monóculo, como si ese llavero de
las miradas no le sirviese después de haber abierto aquel corazón difícil.
Colgante de un hilo de seda, es como péndulo de las más íntimas
confidencias.
Todos envidian a la fina dama rubia que puede hablar con Ducco, el gran
carrocero, el que sabe unir musgos con grises insospechados, con piaras de
amanecer en los puerros de tierra adentro, todo en combinaciones
maravillosas que dan alegría hasta a los viajes por las latidas y que imponen
un cuadro digno de mirarse mientras se come en la cuneta, o que en el largo
interregno de la compostura decoran el ingrato salón de la naturaleza.
Ese gran carrocero es el continuador de Picasso, que así ha influido en la
cinta corretona de la vida.
Se pagan las genialidades de ese Ducco discreto, a la par que
concepcionador de las novedades y de los contrastes, como nunca se pagaron
los cuadros de Picasso.
Sabe de colores complementarios, de verdadera técnica, de fusión de
materias, de gestos de los fileteados y los fondos en los caminos, lo que no
supo nunca el pintor.
Ya la aspiración a rueda y velocidad que flechaba los dinamismos y
extravagancias del cubismo había encontrado su blanco.
Y ahora, como rápido resumen del último momento de este pintor que
según Gertrude Stein parece haber pintado la tierra desde un avión y que tiene
“las cualidades raras de un mundo como jamás se ha visto y de cosas
destruidas como jamás lo habían sido”, veámosle en nuevos remolinos,
escultor, pintor de perfiles y frentes, profético de la revolución en Málaga que

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fué una revolución cubista que dejó un
cuadro de pare des de distinto color y
cajas de la escalera al aire,
divorciándose, sobrepasando los sesenta
años, escribiendo poemas como este:
Lengua de fuego abanica su cara en la flauta la
copa
que cantándole roe la puñalada del azul
tan gracioso
que sentado en el ojo del toro
inscrito en su cabeza adornada con jardines
espera que hinche la vela el trozo de cristal
que el viento envuelto en el embozo del
mandoble
chorreando caricias
reparte el pan al ciego y la paloma color de lilas
y aprieta con toda su maldad contra los labios del
limón ardiendo
el cuerno retorcido que espanta con sus gestos de
Retrato de Picasso hecho en adiós la catedral
una pieza del Hotel Ritz que se desmaya en sus brazos sin un olé
de Barcelona en el año 1934. estallando en su mirada la radio amanecida
que fotografiando en el beso una chinche de sol
se come el aroma de la hora que cae
y atraviesa la página que vuela
deshace el ramillete que se lleva metido entre el ala que suspira
y el miedo que sonríe
el cuchillo que salta de contento
dejándole aún hoy flotando como quiere y de cualquier manera
al momento preciso y necesario
en lo alto del pozo
el grito del rosa
que la mano le tira
como una limosnita

Enamorado de la artista y fotógrafa Dora Marr, pintando en su atelier


inmenso del Pont Neuf su cuadro sobre la España destrozada, y por fin quiero
en su París de siempre —“seré el último que salga”— y siempre el mudéjar
mezclado a morisco sin perder lo que tiene de universal romano ni de español
inconcebible, cuatro genes luchando y estimulándose en el fondo de su ser.

Página 100
FUTURISMO

MARINETTI es mi antiguo amigo y, además, cada vez le comprendo mejor,


pues veo con más claridad cómo fué la suya una adolescencia despotricante y
terrible; esa enorme adolescencia que después se ha calmado y se ha echado
sobre la espalda del mundo para que descansase su vida en la vida. Fué
Marinetti en Italia ese hombre que aparece en un país y que no es ni su gran
poeta, ni su gran dramaturgo, ni su gran político, ni su gran novelista, sino
una cosa que, sin ser nada de eso, puede equivaler a todo eso.
Marinetti ha sido en Italia el “gallo nacional”, el gallo cacareante y
peleador que no cuenta en la hora de su eclosión con el acicate y la sabiduría
que da la idea de la muerte.
Ya hasta han prescripto muchas cosas prohibidas y combatidas por
Marinetti, pues, por ejemplo, fué hace catorce años cuando prohibió durante
“diez” que se utilizase en pintura el desnudo de la mujer… ¿Cómo iba a
pensar que sobre no hacerle ningún caso los pintores iba a prescribir tan
pronto su orden higiénica?
Marinetti quiso salvarse a su herencia italiana, pero no pudo y cantó a las
estrellas, y su libro da con rumbo al infinito ultrasensible.
Hombre rico, viajó por Oriente; hizo su carrera en París; su obra de
cabecera fué la Astronomía de Aratusly, y en su despacho tenía un telescopio
mirando al ciclo. La lírica tuvo en él desplantes inauditos.
También fué el cantor del mar, “el único símbolo de libertad, el gran
anarquista, la sola vía abierta, la necesidad de llegar a la popularidad
universal, que es algo que excita a cometer los más grandes chantajes”.
Entonces nace en él el ansia futurista, indignado de que Italia fue se la
alcoba del inundo cosmopolita y aconsejando que quemasen las góndolas,
“esos ridículos columpios de los cretinos”.
El que conoce también el corazón, el que vivió el entusiasmo lírico y
romántico, persigue en sí mismo todas las sentimentalidades, porque “el
corazón debe ser en cierto modo una especie de estómago del cerebro que se
nutra metódicamente para que el espíritu pueda entrar en actividad”.

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Marinetti, rubio, enjuto, con automóvil y cuello muy alto, con pañuelos de
seda saliéndosele en cascada por el bolsillo del pecho, con puños grandes y
muy almidonados, en cuyos ojales destellan gemelos de brillantes, se pasea
por el mundo con un Tratado sobre las salsas, en el que estudia la cuestión
social y la génesis de su Rey Bombance.
Marinetti se dedica a las conferencias vestido con un largo frac de hombre
largo, y habla después de una declaración de Sarah Bernhardt, y discursea a
los ingleses en Lyceum Club, y entre otras impertinencias que les lanza a la
cara, está la de que son, durante su juventud, unos invertidos que después
abominan de los invertidos.
Preconiza la voluptuosidad de ser silbado, llama a Ruskin el deplorable, y
en medio de sus anarquismos sostiene que “la guerra es la única higiene del
mundo”, y azuza a su patria contra los austríacos.
Lanza prospectos electorales —para unas elecciones que no se celebrarán
nunca— desde los altos campaniles italianos, aunque D’Annunzio después
lanzará sus prospectos desde los elevados aviones y sobre las bocas de los
cañones, para atragantarles con papel.
Los italianos ya conocen una lluvia que se llama lluvia de prospectos, y
que de pronto anubla el sol de Italia, como una bandada de palomas muertas
por un solo tiro.
Pronto… se usarán en Italia los paraguas contra los prospectos caídos del
cielo.
En uno de esos prospectos Marinetti define la danza del aviador, la danza
del shrapnell y la danza de la ametralladora.
Siempre Marinetti quiere, en medio de todo, encontrar el antecedente
lógico de sus novedades, y por eso habla del origen de todas las danzas
orientales, javanesas, pasando por el ballet italiano, por la zamacuca de China
y por la santafé del Paraguay, hasta llegar a los bailes rusos.
“Es necesario sobrepasar la posibilidad muscular y rematar en la danza
este ideal del cuerpo multiplicado por el motor que nosotros hemos soñado.
“Es necesario imitar con el gesto los movimientos de los motores, tener un
tacto asiduo con los volantes, las ruedas, los émbolos, preparar la fusión del
hombre y la máquina, y llegar así al metalismo de la danza futura”.
Esta danza futura no será acompañada por la música tan nostálgica
siempre, sino por ruidos organizados y por la orquesta de ruidosos, inventada
por Russolo.
La danza futurista será inarmónica, desgraciada, asimétrica, dinámica,
verbolibre”.

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La danza del aviador se bailará sobre un gran mapa
(cuatro metros cuadrados) vivamente coloreado… La
danzarina debe ser una palpitación continua de velas
azules. Sobre el pecho, a guisa de flor, una hélice de
celuloide… La bailarina, echa da sobre el suelo boca
abajo, tendrá movimientos de aeroplano… Después
sacaran un tarjetón, en que se leerá, impreso en
caracteres azules: “300 metros, tres torbellinos”. Y
después otro tarjetón: “500 metros, evitar la montaña”.
Así hasta que, ya de noche, esparza sobre el suelo, al
rededor de ella, montoncitos de estrellas de oro (irónica,
alegre, indiferente).
La danza de shrapnell quiere expresar la fusión de
las montanas con las parábolas de Shrapnells: fusión de
la canción humana con el ruido mecánico y destructor.
Síntesis de la guerra: un soldado alpino que canta,
indiferente, bajo la bóveda interrumpida que forman los
shrapnells… La bailarina hará con los pies el tum-tum Estatuilla de Marinetti,
que sale de la boca del cañón… Después sacará también tallada tarjetones en por
en madera que
Enrico Prampolini.
pondrá: “A lo largo, a la derecha”. “300 metros al descubierto”. “15 grados
bajo cero”, y procura imitar la explosión argentada y fiera del shrapnell:
paak… Hasta el eco tendrá que imitarlo, dando la sensación de los
movimientos excéntricos y concéntricos del eco entre las montañas, acabando
por imitar el cip-cip-cip de los pájaros en la Naturaleza.
La danza de la ametralladora es la más salvaje, porque quiere ¡mirar con
ella los gritos delirantes y patrióticos de su Italia, deshechos en pedazos, bajo
el laminatorio mecánico geométrico del fuego de las ametralladoras.
Primero la bailarina, con los pies (los brazos extendidos hacia delante),
imitará el martilleamiento mecánico del tap-tap-tap-tap-taptap de la
ametralladora… La bailarina mostrará un tarjetón, que dirá: “Enemigo a 500
metros…”. Después la bailarina, en cuatro patas, imitará la forma de la
ametralladora, con su cinta-cinturón de carruchos, y se agitará febrilmente.
Estas son las tres danzas nuevas descritas por Marinetti, dan zas
imitativas, patrióticas, epilépticas, para que las baile el niño sobre la alfombra
de la sala, voluptuoso de tontería, de ingenuidad, de alegre locura de jueves
por la tarde. ¡Pero un hombre o una mujer!
Marinetti fué procesado por la publicación de su expresiva novela
Mafarka el Futurista, en la que el Tribunal encontró lúbrico el capítulo

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titulado Stupro delle negre. Le defendió Luigi Capuana, el venerable
novelista, profesor de la Universidad de Catania, celebrándose la vista entre
aplausi fragorosi, y apareciendo testigos favorables a Marinetti, como
Inocencio Cappa, que dice en un momento de su discurso, evocando los senos
femeninos: “i seni, i capezzoli, signori del Tribunale, queste punte rosse
deliziose”. El final de aquella causa fué la absolución.
El manifiesto de la cocina futurista fué debido al cocinero Masircave,
muerto en la guerra e inventor de la “chuleta de ataque” y la “chuleta de
resistencia”.
Entre sus papeles se ha encontrado ese manifiesto, en que predica las
viandas verdaderamente nuevas que den al paladar el relieve de las cosas y los
sabores.
Leyendo el manifiesto me he defraudado, porque, después de todo, lo que
preconiza es una cocina retórica con esencias de licor y perfumería,
abundando el ron mezclado al aceite y las chuletas mezcladas a la menta.
Ya se podría mezclar la farmacia a la cocina, y encontrar el pescado al que
le va bien el yodo, las magras a las que les va bien el benzoato y la rica fruta
al mentol.
Para mí el Marinetti esencial es el que comenzó a dar gritos des aforados
hace muchos años —en 1908—, y que hace también lo suyo —el año 1910,
número XX de la revista Prometeo— me envió una proclama inédita a los
españoles en su letra combativa, como trazada con una astilla más que con
una pluma.
Yo le saludé en mi revista con palabras de energúmeno: “¡Futurismo!
¡Insurrección! ¡Algarada! ¡Violencia sideral! ¡Pedrada en un ojo de la Luna!
¡Conspiración de aviadores y chauffeurs! ¡Saludable espectáculo de
aeródromo y de pista desorbitada! ¡Ala hacia el Norte, ala hacia el Sur, ala
hacia el Este y ala hacia el Oeste! ¡Simulacro de conquista de la tierra, que
nos la da!”. (Hoy, a mí mismo, me dan no sé qué estas palabras, porque me
las he encontrado repetidas demasiadas veces durante los años fenecidos y
que son como un nuevo tópico, deleznable como todos los tópicos).
Marinetti dijo a los españoles en aquella proclama:
“¡He soñado un gran pueblo: es el vuestro, sin duda, españoles!
“Lo he visto caminar de época en época conquistando las monta ñas, cada
vez más alto, hacia la gran hoguera que resplandece al otro lado de las cimas
inaccesibles.
“Desde lo alto del cénit he contemplado en sueños vuestros innumerables
barcos cargados, que formaban largos cortejos de hormigas en la verde

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pradera del mar, enlazando las islas a las islas como a otros tantos
hormigueros, sin pensar en los ciclones, puntapiés formidables de un Dios que
no temíais.
“Y vosotros, soldados y trabajadores, creadores de ciudades, marchabais
con tan firme paso, que vuestra huella construía caminos y arrastrabais una
nutrida retaguardia de mujeres, de niños y de trailes pérfidos”.
Después, Marinetti hacía la descripción de una monstruosa catedral,
contra la que aconsejaba todas las rebeldías con una profusión de imágenes
tan subversivas que, para el que las reprodujo y comentó en Barcelona, pidió
el fiscal ocho años de prisión.
Por fin, después de elocuentes conminaciones, trazaba Marinetti unas
conclusiones de político avezado:
“El engrandecimiento de la España contemporánea —decía textualmente
— no podrá llevarse a cabo sin la creación de una riqueza agrícola y de una
riqueza industrial.
“¡Españoles! Llegaréis infaliblemente a este resultado por la autonomía
municipal y regional, hoy indispensable, y por la instrucción popular, a la cual
debe consagrar el Gobierno los cuarenta y dos millones de pesetas anuales
destinados a culto y clero.
“Es preciso para esto extirpar de un modo definitivo y totalmente el
clericalismo y destruir su corolario, su colaborador y defensor, el carlismo.
“La Monarquía, hábilmente orientada por Canalejas, está en vías de
realizar esta hermosa operación quirúrgica”.
Aquel Marinetti movió al mundo contra lo que se estatificaba demasiado
en la vida, y arrojó proclamas rojas desde los altos campaniles de la Italia
pasatista, y lanzó el grito más subversivo de aquellos tiempos: “¡Matemos el
claro de luna!”.
De aquel tiempo es un manifiesto en que enfrentaba a los jóvenes con las
máquinas:
“Sabed que el esplendor del mundo se ha enriquecido con una belleza
nueva: la belleza de la velocidad. Un automóvil con su cofre ornado de tubos
parecidos a serpientes explosivas; un automóvil rugiente que parece correr
sobre la metralla, es más bello que la Victoria de Samotracia… Cantaremos
los motores, las multitudes, la vibración nocturna de los arsenales, las
fábricas, los puentes, los vapores aventureros, las locomotoras, el vuelo de los
aeroplanos… Queremos traducir en literatura la vida del motor, esa nueva
bestia cuyos instintos generales nos serán familiares cuando lleguemos a
conocer los instintos de las diferentes fuerzas que lo componen…

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También en esta época dice palabras que hoy le pudieran ser fatales:
“¡Adelante los buenos incendiarios de dedos carbonizados! ¡Aquí! ¡Aquí!
¡Quemad con fuego de vuestros rayos las bibliotecas! ¡Desviad el curso de los
canales para inundar los sótanos de los museos! ¡Que naden aquí y allá los
lienzos gloriosos! ¡Mano a la piqueta y a los martillos! ¡Socavad los
cimientos de las ciudades venerables!
Los más viejos de nos otros tienen treinta
años. Tenemos, pues, diez años para llevar a
cabo nuestra obra. Cuando rengamos cuarenta
años, que nos echen los más jóvenes y
valerosos al cesto de los papeles como
manuscritos in útiles…".
Todo lo quiere renovar: música, pintura,
escultura, política, cinematógrafo. Se asomó a
los escenarios para sentir la voluptuosidad de
ser silbado, y acabaron tan mal muchas de
aquellas batallas que los oradores aparecían
en la tribuna con sus recios garrotes en la
mano.
Se suceden griteríos y exposiciones que
responden al manifiesto de Marinetti.
“Un caballo que galopa, no tiene cuatro
patas, tiene veinte, y sus movimientos son
triangulares. Para pintar la figura humana no
CARLO CARRA.
hay que representar precisamente su forma, Galería di Milano. 1912.
sino todo el ambiente que le rodea. El espacio no existe. Los pintores,
ciñéndose a una estúpida tradición, nos han mostrado siempre las cosas
coloca das delante de nosotros. Nosotros colocamos al espectador delante del
cuadro. Pero no es que consideremos al hombre centro del universo; la
tristeza de un hombre no es para nosotros más interesante que la tristeza de
una lámpara eléctrica que sufre de una interrupción de corriente y llora con
agonizante expresión de dolor”.
Quería Marinetti reemplazar la psicología agotada del hombre por “la
obsesión lírica ele la materia”. Presente a la vida industrial de Milán, gritaba
contra Venecia, entusiasmado con el amanecer de la velocidad, que ya
Kipling divisó, dando la fórmula del momento con aquello de transportes-
civilización.

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En Marinetti nacen muchas cosas que después se han reformado con más
martingala y dejando menos rastro de lirismo —huellas del crimen—. El es
exúbero, copioso, inundante, desarreglado, dispendioso. Es su defecto, pero es
d efecto de creador, de verdadero original, de precursor.
Se da el caso que, después de ese romanticismo de Marinetti, brota el
clasicismo como reacción a él y nace el cubismo, tergiversando esto tanto la
aparición lógica de las cosas que inmediatamente después tiene que aparecer
el dadaísmo, otro romanticismo, en el fondo, el mismo futurismo con una
juventud más a la moda, más blindada, toda con guantes de goma.
Cientos y cientos de manifiestos son lanzados por Marinetti (ya les he
cortado por dos veces las márgenes amarillas), y un día se va a la gran guerra,
que ya había presagiado en sus notas sobre la batalla de Trípoli, predicándola,
al igual de Nietzsche, como única higiene del mundo. Dos poetas exhiben, en
lo más duro de la batalla, sobre la mesa de las cureñas, imágenes
extraordinarias y explosivas: Apollinaire y Marinetti.
El futurista está enamorado, sobre todo, de una ametralladora:
“Tap-rap-tap-rap, taptaptaptap. Nuestra linda y loca ametralladora sacude
su pacifisco por encima de todo; los flautines de las balas la talonean… tzin-
tzin…, tzin, tzin, zi tzin zi y züüüü ¡buuuum!”.
Pasa la guerra. Marinetti ha sido herido después de por los silbidos y los
puñetazos, por la metralla verdadera. Y a es el héroe, y en calidad de tal se
pasea ahora por el mundo diciendo cosas más especulativas, las palabras
conservadoras de la heroicidad consagra da, que cuenta con indulgencias
oficiales.
Admiremos y aplaudamos al héroe primero de toda una revolución, que
ya llega a nosotros cubierto de cruces y habiendo rectificado plausiblemente
el odio a la mujer, objeto de su violenta proclama “contra el amor tiránico”,
pues se presenta unido a una bellísima dama.
Un día Marinetti, el enemigo de la mujer y del matrimonio, recibió la
sonrisa de una estatua de carne y cayó en sus redes.
El poeta había escrito dramas en que el hombre, al sentir que se
atravesaba en su camino el feroz enemigo de la mujer, salía por el balcón, en
evasión feliz, porque el piso desde el que el protagonista se tiraba no era un
decimoquinto piso.

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GINO SEVERINI. El tren blindado. 1915.
Colección Mrs. Charles J. Liebman. Nueva York.

Benedetta reguló al poeta, le hizo viajar hacia países dorados, mezcló su


ropa de encaje a su ropa de hombre y en el maletín un perfume mal cerrado se
derramaba sobre los secos adminículos varoniles.
La mujer que domina a estos poetas italianos que se quisieron escapar al
ritmo clásico de la vida nacional, es generalmente una escultura en mármol de
las que se ven en los museos de Roma o de Nápoles. Ahora Bontempelli
pasea por París con su bella dama, que es como una mujer de líneas y
palideces de mármol desenterrado en Herculano y que parece llevar a sus pies
al poeta, siempre inclinado como ante un zócalo.
Benedetta tiene, además de un rostro de clara regularidad, una figura alta
y esbelta, envuelta en túnicas, por más de que vista a la última moda. En las
naves en que ha ido junto al poeta era como la Victoria de Samotracia —con
cabeza—, aplacando a los vientos en la proa y adornándose con ellos.
Marinetti ya tiene una mirada de soslayo que busca siempre a su mujer.
Ese olvido del alrededor que busca sólo la estrella magnética de la

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inspiración, y que caracteriza al poeta solitario, ya no lo puede tener
Marinetti. Desvía esa dirección pura la interferencia de su esposa, el
involuntario gesto de su cabeza preguntando “dónde está?”, buscando
inquieto el sitio en que ella conversa.
Después, la poseedora, para afirmar más el sentido de la Tierra y
encadenar más al poeta díscolo al sentido instintivo del mundo, le ha dado un
hijo.
Marineni, debatiéndose contra las fuerzas nuevas que le sojuzgan, tiene
que hacer un esfuerzo bárbaro para declamar sus poesías de juventud, como si
a esa locomotora que él imita lanzando sobre su cabeza ráfagas de humo y
asmatismos ruidosos le hubiesen añadido más vagones que los que soportaba
cuando sólo era ágil loco motora de exploraciones y marchaba por vías libres,
en ejercicios de prueba siempre.
Benedetta, como sacerdotisa de otros cultos del presente, se ha enterado
de ellos al lado de su esposo. Ha oído las disquisiciones, las promesas, los
proyectos. Se ha ido saturando de misión, y así como ha quedado encinta de
un hijo, ha quedado encinta de unas ideas.
Ella pintaba. Quería situarse en el paralelo artístico del poeta, no distraerle
ni competir con él, y para eso nada como el cuadro que aproxime la mujer al
escritor.
Marinetti, cuando lanzaba sus conferencias con proyección, llegaba a
veces a la reproducción en cristal gris de un cuadro de su esposa; marinas en
que el mar quería ser futurista y latía con regularidades de gran efecto
maquinista, y entonces Marinetti, con un tornavoz que la buscaba a ella en el
fondo de la sala obscura, decía con noble orgullo y afecto:
—De Benedetta.
En las noches de recepción en los salones castizos de Madrid, en que se
cantaba flamenco, Benedetta aparecía en espléndido traje de noche, desgajada
de telas como una estatua, canalizando la lluvia pertinaz del tiempo por el
canalillo de su espalda y de su descote.
Cantares de playa que lamían su plinto resultaban los cantares de “cante
jondo”, y ella solía estar alegre y resplandeciente ante ese juego popular de la
gitanería rozando la forma intacta en perfección plástica.
Supo que yo era autor de un libro sobre los senos, y tuvo la son risa
desafiadora de la que los guarda de mármol.
De asistir con su marido a fiestas y tertulias fué cuajando en ella el deseo
de un libro que definiese a su manera los misterios que iba viendo, y por fin,

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orgullosa de sus interpretaciones, lanzó ese libro que se llama La fuerza
humana.
La mujer parece conocer el revés del piano, el fondo de las fuer zas
vitales, la madeja madejable del misterio.
Se atienden todas las palabras de Benedetta como si descubriesen el juego
de los nervios al entrefilarse, pero vemos que con su pudor de madre del
hombre no acaba de decir toda la verdad, no quiere aclarar el secreto, deja
todos los nidos de sombra en el corazón humano.
Se presiente que es la mujer que lo podría aclarar todo, pero sólo pone en
su obra esos destellos del rayo que nunca se espera lo bastante en su luz para
que veamos el trascielo.
No ha meditado Benedetta esas cosas que dice con la distraída
imaginación del escritor, sino que para que fuese más eficaz su meditación ha
creado en sus entrañas aparatos de cristal más sutiles que los de los
laboratorios, y en ellos ha hecho sus experiencias. En esos finos alambiques,
en que ha metido las almas para deducir sus substancias, hay reflejos,
estrellificaciones, quejidos de luz que angustian el libro. La Sibila aparece en
Benedetta cuando más profundiza en las almas humanas y las hace cacarear.
Ante todo libro nos colocamos frente a una tertulia, sentimos el diálogo,
nos sentamos en el sillón del escuchar. Ante el libro de Benedetta estamos
insituados, en vorágine de limbos, metidos en el armario secreto de la mujer,
como esos amantes que se ahogan en donde les escondieron.
Todo el mundo lleva el pensamiento lleno de grafitos, pero durante toda
su vida tiende a regularizarlos, a convertirlos en ringo-rrango, en caligrafía de
colegio. Pero esos grafitos no son regulares, su verdad es abstrusa, quieren
decir lo que no se sabrá qué quieren decir, se enguizcan sobre sí mismos,
tantean un dibujo como si un artista dibujase con los ojos cerrados.
Benedetta se ha atrevido a dibujar esos grafitos amorfos, diseños de los
espiralismos del alma, gráfico de las fuerzas en contradicción que se
presentan en todo deseo, lucha atlética de lo lineal que tiene sus combates en
el fondo del ser.
Ante el lirismo que creía que todos los sentimientos son palabras,
promesas, ilusiones, juramentos. Benedetta opone el sentido cargado de
fuerzas del sentimiento, lo dinámico limpio de retórica, el rizo de voluntad
que es vértice de las pasiones.
El Arte para Benedetta ya no es una contemplación, sino, según su plano,
una dirección, una flecha plástica, un laberinto impetuoso, algo como la
pungencia de un órgano secreto, de una especie de hígado del alma.

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El dolor para ella no es una letanía de cierras palabras, una elegía, una
mujer llorosa como estatua de panteón, sino una fórmula enrevesada en que se
abisma la vida, en que se empotra y embota la flecha del vivir.
Es un esfuerzo de creación y documentación este libro, en que no se ve al
personaje siempre preparándose para la excursión y la confesión, sino metido
en remolinos de rima, atravesando por la estrella negra de su rebelión,
subrayado de geometrías, en un lío de haces.
Marinetti queda un poco revelado por esta batalla espiritual que descubre
su esposa en el hombre y en el gráfico de la fuerza masculina. Se le ve
intrincado, batallador, angulizado de deseos, tal como fué siempre. Yo, que le
he conocido flaco, pomulado, con unos bigotes rígidos a lo Kaiser, he
reconocido su retrato de juventud, el que interesa a las mujeres, el que copian
siempre al representarse al hombre que tienen al lado.
Al representar a la mujer, es cauta Benedetta, y respecto al tópico de la
seducción femenina, dibuja con excesiva sobriedad las líneas insinuantes del
vals femenino, el abrazo de tentación que siempre ha sido. Es lástima que no
se confiese más, que no descubra lo que hay bajo las redondeadas costillas,
que sólo revela la cinemática de película corriente apelando a tan sencillas
rúbricas.
Esperemos los nuevos libros de Benedetta en este camino de
autoinspección indiscreta, de fórmula dibujadas, de energética de las turbinas
interiores. La rosa de los vientos interior resultará alguna vez aclarada.
Ella vendrá a renovar a su esposo que está ya un poco desusado, con su
sombrero hongo y con unos puños de camisa de aquellos de gran vuelo, en
cuyos gemelos se veía la cabeza desmelenada en elegantes espirales de una
mujer modernista.
Esto lo he pensado al leer el manifiesto que acaba de lanzar, y cuya
primera impresión es que se trata de un manifiesto antiguo que ha tardado
mucho en llegar por correo, algo así como aquellas llaves certificadas que
habían tardado treinta años en llegar a su destino.
Marinetti ha fundado la religión, la religión de la velocidad.
Marinetti considera que “si orar quiere decir comunicarse con la
divinidad, correr a gran velocidad es orar”. Los automovilistas, según esto,
son los primeros catecúmenos de esta religión.
Los lugares habitados por la Divinidad, según Marinetti, son las
estaciones, las de Norteamérica sobre todo, cuyos trenes consiguen una
velocidad de 140 a la hora; los puentes, los túneles, las películas, las carreras
de automóviles, etc.

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Todo es inadmisible y falso en esta religión, pues llega a decir Marinetti
que la motocicleta es divina”, inaguantable aseveración, pues la motocicleta
es de lo más blasfemo que se ha inventado.
Por fin, Marinetti ha sido nombrado por Mussolini académico de la Regia
Academia Italiana con algunos miles de liras anuales, uniforme, sombrero de
tres picos y un espadín, que Marinetti empuña como Don Juan cuando,
empujando hacia abajo el pomo de mi espada atada al cinto, le daba el gesto
de rabo enguizcado de su osadía.

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NEGRISMO

DESDE hace años, desde antes del cubismo, que ha sido el iniciador del gusto
por el arte negro, yo tenía ensalzados en mi despacho los más hermosos
ídolos negros. Los había capturado en las selvas africanas del Rastro, en la
región de los lagos del Rastro, allá abajo, donde, en la que yo llamo la
plazoleta central, la tierra se encara con el ciclo y le acerca a las narices
mismas sus lacerías.
Cuando era aún reciente la creación del cubismo, y Rivera y Lipchitz
aparecieron por Madrid, adoraban a mis ídolos, rezándoles para que no les
diesen las enfermedades que matan; Rivera rogaba por su riñón
transverberado, y Lipchitz por su pulmón abierto.
Después, en uno de mis viajes a París durante la guerra, me encontré
aquello inundado de ídolos negros. Había exposiciones y fiestas negras en la
Galería X y en la C. En una de ellas, M. Paul Guillaume, antes de que las
músicas, los cantos y los bailes negros que debían exaltar los ídolos y su
venta, dijo:
“Vamos a pasearnos esta tarde por el país de las ciudades lacustres y de
las fiebres, entre ese mundo extraño de las brujas, de los grandes jefes, de los
fetichistas, de los guerreros, de los N’gils, de toda esa magistratura misteriosa,
de la que hemos extraído la esencia pintoresca. Vamos a asistir a fiestas
prestigiosas en el hogar de esos pueblos puros, únicamente interesados por los
fenómenos sobrenaturales, y cuyo tiempo se pasa en cultivar la simpatía de
los espíritus bien nacidos porque son temerosos de Dios.
“Vosotros soñaréis con las maravillosas historias de estas tribus fie ras,
con las bellas leyendas de su raza que se cuentan de padres a hijos, tales como
la leyenda sorprendente de Niguranguran, el hijo de Ombures, el fabuloso
cocodrilo gigantesco, el primer jefe de los Faug”.
Lipchitz tenía también una colección perfecta, y se podía sospechar si
eran debidos a sus manos, ya que es un gran conformador del espacio a una
nueva plástica de ídolos blancos similares a los ídolos negros; pero después
de ser pasados por el agua de cien siglos.

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Desde entonces el ídolo negro in
fluye declarada mente en el arte, y son es
quejes de escultura negra los que
cultivan en sus tiestos de ciudad europea
los expresionistas.
¿Banalizarán tanto el ar te negro que
tenga yo que echar mis ídolos al fuego de
la chimenea del invierno? ¿Se
convertirán en kirikis vulgares los dioses
primeros del mundo? ¿Llegarán a tener
ese insoportable gran lazo que mima la
cabeza de los muñecos cuando llegan a
culminar en la moda?
Yo me quedaré en el fondo del alma
con la creencia de esos conceptos,
porque conozco todos los ídolos habidos,
Escultura del Gabón (País Pahouin).
desde el que no fué construido por nadie
porque fué conformación natural de un
tronco viejo y pavoroso hasta Papanti, dios del sol.
Los ídolos negros representan lo que no está representado, toda esa parte
oscura de la vida que no acaba de ser misterio ideal, sino el bandidaje de las
sombras, su acechanza real, la materia amenazadora.
¿Cuáles de estos ídolos que voy colocando en el vasar de mi parador son
los buenos y cuáles los malos? No se sabe. Eso es lo penoso, porque de pronto
estamos teniendo toda clase de consideraciones por el malo, y en vez de
dedicarle las preces malditas le dedicamos las cariñosas. Y que los unos son
malos y los otros son buenos es indudable, porque en la negrura de esa
habitación oscura en que entramos siempre notamos que brota, de una
esquina, el enemigo, pero de la otra también brota el enemigo del enemigo,
que lucha con sus mismas armas, que es de su raza, que le cono ce, que por lo
menos le contiene.
El ídolo negro es el dios embrionario, pero tiene ya en su tipo, en su
plástica, en sus ojos y en su boca voluntariosa y aferrada la síntesis primitiva
del poder.
La civilización negra es la más antigua, aunque no esté contenida en
libros, pues no ha querido que se corrompa ni que se limite. Toda esa
antiquísima experiencia es como una confidencia silenciosa que se trasmite a
través de sus ídolos y de unas generaciones a otras.

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Cansado el arte, buscando algo por otro
camino que por esos que ya han alcanzado
los límites definitivos, ha ido a los negros
para dar los primeros pasos de nuevo, y ya en
la plazoleta inicial tomar otros de los
caminos que sólo parten de ella, plaza central
de las selvas del mundo.
Me parece bien en principio esa decisión;
pero que no se prodiguen; que no falsifiquen
la verdad; que no se sirvan de los ídolos para
dar un tipo esotérico a su tontería; que no se
queden en los ídolos.
Además, los ídolos negros se vengarían,
porque es a ellos a los que les es más fácil
provocar la muerte, dueños como son de la
magia negra que da la fiebre, sobre todo de la
fiebre que es su cetro, su gran elemento
patentado, y no una sola clase de fiebre, sino Ídolo del Gabón.
to das y las de más altos grados.
¿Quién nos dirá, como hijo de los negros y de su tradición, el secreto de
los ídolos? Aquellos descendientes de negros, como el gran Terencio, como
Alejandro Dumas, como Puchkin, se han callado lo referente a su raza
interesantísima, quizá porque la con signa de silencio debe ser atroz en el
corazón del negro. Todo le impone silencio en la negrura en que piensa y
pensará siempre.
¿Eres tú —pregunto yo a veces a mi ídolo— el que necesita sacrificios
humanos y el que me sugieres debería matar a mi hermanito con la gran daga
de los sacrificios y ofrecértelo?
Yo siento que tienen sed de todo en mi despacho. Su inactividad no les
conviene, y todos se agrietan en grietas como heridas, largas heridas que les
recorren desde la frente a la curcusilla.
Me quieren magnetizar con sus ojos fijos, ahuevados, de cejas
entrecruzadas, con la frente cayendo sobre la mirada y apoyándola con su
alianza en sus ímpetus.
Yo les debo muchas inspiraciones, y más que nada, esa netitud que a
veces consigo. Ellos están de cara a la primera alba, y en su obscura forma
parece que reflejan, como en un espejo de obscuro bronce bruñido, numerosos

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albores del primer día y numerosos atisbos y principios que no han sido
continuados.
Si es eso lo que ven en los ídolos negros los nuevos artistas, si
francamente contrastan sus cosas frente al caos primitivo con sus formas
simples y definitivas de trazo, entonces está bien el que los tomen por guías y
por inductores.
El hieratismo, la dignidad firmemente creída, el no dejarse llevar de las
formas redondeadas que se pierden vanamente en seguida en la ondulación
del propio ambiente, es lo que está en los ídolos como gran ejemplo: Ese
modo de encararse serio y autoritario que tienen los ídolos, sin necesidad de
conseguir ninguna belleza banal ni supletoria, es algo muy digno y que debe
ser eje del arte nuevo. Toscos, rígidos, desnudos, de franca armazón, deben
ser la dorsal del arte moderno.
Sus estilizaciones son maestras y subrayan el aburrimiento de las formas,
dando a los perfiles su gesto tremebundo y encontrando las lubricandeces del
desnudo.
Como se duda de los fenómenos del espiritismo, hay veces que se duda de
que los negros hayan podido tramar imágenes tales en que está suprimido
todo lo que sobra en la expresión.

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PICASSO. Bañista. 1908.

En todos los momentos apetece una sinceridad mayor que la que se dice.
Se clama por volver al primer vagido. Se comprende obscuramente,
secretamente, profundamente que bajo todos los artificios del presente se
oculta el ansia primera.
En el cubismo, el modo de reaccionar ha sido más violento y acendrado
que nunca, y ha tomado el doble aspecto de grito primero y grito último. Los
dos aspectos vagamente imitados, pues del primero sólo le queda vaga
memoria y confusa idolatría, y del segundo sólo podían recoger la más
periférica imitación del maquinismo moderno y de las elucubraciones
geométricas y espectrológicas, que sin brillo ni fantasmagoría ocupan a los
hombres de laboratorio.
¡Complicado grito mezclado de salvajismo y de última civilización!

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Apollinaire se da cuenta de que “la
evolución de la escultura fetichista de los
negros, con forme a las probabilidades
que es permitido considerar, se ha
efectuado según ritmos infinitamente
más extensos que aquellos que han
presidido la evolución del arte europeo y
el arte chino, por ejemplo”.
Pero sus secuaces creen que va a
traer un nuevo esnobismo, y Cocteau
dice: “La crisis negra se ha tornado
aburrida como el japonesismo
mallarmeano”.
Lipchitz comprende la influencia del
arte negro; pero dice que sería erróneo
creer que por esto nuestro arte se haya
GEORGES BRAQUE. Desnudo. 1907. vuelto mulato. Es bien blanco”.
Pocas palabras y divagaciones se
pueden emplear sobre el negrismo. No las necesita. Es tan capacitado su
hecho, que sólo hay que consagrarse a él y encontrar que ha dado pura
expresión humana al mundo, sin las redundancias, cada vez más repugnantes,
del que algunos llaman arte eterno.
Claro que de él fluye la tinta negra de las divagaciones.
Por eso el cubismo acepta el arte negro con pasión y así persiste en el
primer vagido de las selvas.
Nacido el arte negro del drama de la obscuridad —la obscuridad que no es
ni el tiempo ni el espacio, sino algo más vagoroso, y que de alguna manera se
sale de ellos—, es la crudeza de lo real, el otro camino qué nace de la
desviación de las modosidades y morbideces plásticas. Arranque hacia fuera
de la copia.
Entre otras perfecciones que caracterizan al arte negro está la variedad. Es
un arte de tribus distintas que parecen escoger el hombre más feo o más
obsesionante, atendiendo al carácter, que es lo único que merece mover la
mano del artista y escoger su modelo, cuando no se hacen retratos oficiales
más o menos para las galerías de los misterios.
Alguno de esos artistas negros son artistas que han hecho su es cultura
encima del árbol, en el estudio de la alta copa.

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Los dioses negros mantuvieron la verdad del carnaval de la vida y la
capacidad elemental y suprema que había que dar a sus más caras.
Despreciaron la pobre cara humana con sus pequeños parecidos, con los
detalles sobrantes y buscaron sólo el eje fisonómico, la cruz plástica de cada
carácter.
Fueron tan frenéticos sus gritos en la noche que llegaron a ser verdaderos.
Me acordaré siempre de ellos como los sinceros espantapájaros del carnaval
de la vida, como cometedores de crímenes y rematadores del miedo, tipos que
dieron los brincos y los gritos sinceros, terribles, los ¡alalás! macabros.
Se distraen como insuperables salvajes y cuentan a lo mejor con lo que es
necesario para señalar bien la interrupción espacial que conviene a los demás
rasgos concentrados y capitales del escultorizado.
Esa mezcla que de lo decorativo hacen los negros, mezclándolo a la
propia figura del representado como tatuaje singular que señala mejor lo que
de macabramente fisonómico hay en el modelo, es algo admirable, audaz,
rasgo inencontrable como no sea en el salvaje puro, que es lo más difícil que
se puede ser en el mundo, mucho más difícil que ser civilizado.
En esa obscuridad de su raza y de su
ignorancia han resuelto los problemas
escultóricos de un modo que yo llamaría
terrible. Encarados con la plástica
humana, sin la coquetería que se podría
llamar europea y que lo prejuzga siempre
todo, han hallado los rasgos espantosos
del ser humano y sus descaros y sus
terribles cataduras y la base simiesca de
su armazón. Han llegado a una
sinceridad y una verdad tan grande en el
descubrimiento de los tipos humanos,
que son verdaderos ejemplos de
exaltación del carácter.
Están construidos estos ídolos en el
frenesí del mundo por seres que conocen
la profunda voluptuosidad telúrica.
PICASSO. Dos mujeres desnudas. 1908. Además, por muy huma nos que sean
sus ídolos, siempre son dioses. Para
hacer bustos de políticos no debe servir el arte.

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Sus dioses pueden ser abyectos, morderse las unas, haber entre ellos el
dios del que mata a su padre y su madre. Dos museos han dejado en mí huella
de secreta doctrina politeísta. El Museo de Filipinas, al que iba de la mano de
la niñera, con sus dio ses de ébano y sus seres humanos reducidos al humo
que aparecían con el cordón umbilical de la muerte enhebrado en la nariz, y
más tarde el Museo de Basilea, que es donde está la colección más rica, en
teatro estático y formidable, en mascarada embotellada, en miedo de morir.
¡Fantoches estupendos! ¡Primeros premios del carnaval de la historia!
Les salvará el ser dioses, que siempre serán superiores a nosotros, porque
los dioses nos contemplan, ya cadáveres, como nosotros mismos
contemplamos a los insectos de una noche. No es nada saber que a la mañana
todos van a estar muertos, gracias a la medida superior del tiempo que
poseemos.
Por eso los dioses nos dejan hacer y
sonríen. Si no, muchas veces nos
pararían el brazo o nos tirarían fuerte
mente de la nariz. Por eso también los
dioses merecen la inmortalidad de la
representación y que en ella el arte se
sobrepase.
Han vaciado todos sus miedos y sus
procacidades sin timidez.
Todos sus dioses se han movido
hacia su expresión capital, embisten en la
ple na evolución de su gesto, sacan la
cabeza, las tetas, el erecto ombligo de los
limites del copismo artístico.
Merecen el abrazo esos dioses de las
serpientes que se les enroscan como PICASSO. Cabeza.
premio a su prestancia en la noche del
bosque.
Las serpientes reconocen en ellos lo que tienen de árboles que se han
elevado a dioses. Los primeros miedos de los niños al pasar de la mano de la
vida por los bosques están anidados en imagen para los valientes adultos.
Había que devolver a eso su primer prestigio y todo lo que ha andado
alrededor del cubismo lo ha hecho. Desde luego no ha negado su primer
antecedente en las progenies.

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Había que reivindicar esos dioses cagones, siempre como en el retrete de
las plazoletas naturales del bosque.
Hay que acabar de salvar esa lección. El bolcheviquismo podría elevar a
la gotiquez suprema esa religión de los dioses negros.
Hay que salvarlos de la purpurina con que les recubren los que se los han
traído de las colonias. Yo he salvado a algunos de ese oprobio purpurinesco, y
entre los que he salvado el mejor ha sido ese que hoy se eleva sobre la mesa
de Oliverio Girondo y en lo alto de cuya cabeza, como si a través de una
trepanación se viese el cerebro, hay un pequeño espejo. ¿Habrá habido una
síntesis interpretativa del pensamiento como ese espejito craneal?
Profesemos admiración al arte negro,
porque es inclasificable y no nos
amenaza con su distribución por épocas e
influencia. Es autóctono en cada sitio en
que aparece, y cada máscara es un
esfuerzo natural en que se “cumple un
acto hierático sexual”, como ha dicho
Paul-Guillaume, o quizás otra vaga
aprensión. En los akka o los tikki-tikki
que representan, repercute siempre un
antropomorfismo libre sin ayer, sin hoy,
sin mañana.
Los ojos de los negros dan al abismo
de la vida, a la ventana de la noche.

PICASSO. Estudio. 1907. En la sonrisa de los negros se sonríe


la media luna de las noches de cielo
asfaltado.

La bizquera de los negros es bizquera sobrehumana, es la bizquera en que


se pone bizco Dios.

Ante la mujer negra no hay engaño. Es como es. La mujer blanca oculta
una mujer negra y la disimula, creando el único vicio, el vicio de la
hipocresía.

Un pantalón de encaje sobre una belleza negra es el taparrabos ideal y le


sale toda la verdad inefable que llevaba en sí.

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Hay que ver el gesto de la hembra blanca ante la
negra, para comprender que lo que más la sorprende
en ella es un fenómeno de sinceridad, como si aun
llevase al aire las confidencias perdidas, retocadas y
encubiertas por las cremas y nieves de perfumería.

Las negras tienen sobre sus bellezas el que son el


triunfo de la tintorería natural, o sea el color que no
pierde nunca. ¡No es na da eso!

Tienen también una cosa de no drizas de un


reconstituyente máximo, mezcla de nuez de cola,
cacao, mantillo primitivo y humo fértil. Nodrizas
para las miradas y las siestas.

Se les ve queriendo dar una fiesta tan grande que


apague todos los miedos.

Una palmada de una negra en el relieve de su PICASSO. Desnudo. 1907.


muslo nos con cita a todos como a camareros rendidos ante el llamamiento
inaplazable.

Uno de los encantos frescos de las bailarinas negras es que aprovechan el


baile o el amor para desperezarse, desperezamiento máximo, verdadero
secreto de la danza y del amor.

Tienen dioses en cuya ara depositar la abyección, que es una lástima y una
injusticia que vaya siempre de regalo al diablo.

Lo que no me he explicado nunca es cómo siendo los seres que nacen con
guantes tienen esa predilección feroz por los más feroces guantes amarillos.

Un negro con sombrero de copa es siempre un virrey o un gobernador. Un


blanco con sombrero de copa es un hombre que va a un entierro o a una boda.

Las piernas de las negras son siempre piernas de colegialas de los ríos o
de los maniguales.

Si se ha inventado el automóvil con ruedas especiales para recorrer el


desierto ha sido para descubrir la belleza negra y hacerle una fotografía.

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Desde entonces nuevas caravanas recorren el desierto sólo para ver la belleza
negra de la fotografía, y los colegiales ahorran en sus huchas con el mismo
objeto.

Magnolias negras son los virginales senos negros, y largos mor teros de la
canela del amor los otros, los que tienen forma de mitra invertida.

¡Grandes y magnánimas lavanderas del instinto!

Se ve que son seres aislados y personalísimos. Los blancos se funden unos


en otros. Los negros, por el contrario, viven encerrados en sí mismos, dueños
de sí, martirizados y problemáticos, re cortándose bajo cualquier luz. Se
comprende que los esclavos tenían tanta vida propia y tal personalidad que
por eso pudieron ser esclavos. A un blanco le hubiera absorbido y apagado la
esclavitud.

Eva debió ser negra. Esa presencia y esa naturalidad de Evas auténticas
que tienen las negras que se retratan, no la puede imitar ninguna blanca ni en
las postales clandestinas. Se comprende esta tesis porque la greda más
escultórica, la greda de todo escultor, es oscura, y así debió ser la que utilizó
el Creador. La Eva blanca está más lejos de la Eva primera que la Eva negra.

¿Que se comen algún aviador cuando cae en sus selvas? Están


disculpados, porque, ¿quién les ha podido enseñar que no sea un pájaro, un
ser que cae del cielo y lleva alas? Además, los aviadores deben saber a pájaro.

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PICASSO. Tres desnudos. 1907.

¡Qué ojos serpeantes cuando miran a la tierra y qué ojos místicos cuando
miran al ciclo! El cristianismo tuvo que inventar alguna virgen negra para dar
a los ojos fascinación, y en las iglesias españolas tenemos vírgenes de oscuro
rostro en que los ojos reverberan.

La mujer negra está siempre emboscada y nos mira detrás del biombo de
su belleza o de su fealdad.

El grito de los negros es inimitable; es el grito de los primeros niños al


sentir el primer vagido y la primera meningitis del vivir. En ese grito se
reconoce más su autenticidad de primeros pobladores de la tierra.

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La mano más expresiva es la mano negra y es la que señala los mapas, los
caminos, los bosques inexplorados, la salida del mundo y la salida para casos
de incendio. Mano cansada de llevar la carrerilla, el cetro y el basto, toma en
el baile acritudes cerradas y solemnes de gran política.

Se había creído que las inedias de seda trasparente se habían he cho para
las mujeres blancas, y ahora resulta que a las que mejor les sienta es a las
mujeres de color.

El frac y el smoking es a los hombres de color a quienes mejor les van,


tanto que se puede sospechar que hayan sitio sus inventores.

En el Brasil escribió un distinguido periodista que Jesús fué negro.

Lo que es una arbitrariedad inhumana es que con el cuero cabelludo de los


negritos niños nos hagamos cuellos de astracán.

Al bailar los negros tienen un aire de pesados pájaros caídos que se


abanican con sus alas. Siguiendo la misma teoría que cambia las teogonías y
las primigenias, quizá deben ese torpe vuelo a que son los ángeles relapsos
caídos en la tierra —y no más abajo—, y ahora resulta que los ángeles son
negros para no resultar ni tan fríos ni tan sosos en la luz vivísima de los
cielos. ¡Acertaron los que fundieron en bronce al Angel Caído!

En toda la piel de las negras burbujean los peces inmersos, los peces de
los besos ansiosos de las burbujas contradictorias.

Y además de todo eso las negras sirven para estudiar la geometría del
amor, la geometría del espacio más plástica que se conoce, trazando las
circunferencias con cuerda y pizarrín. Ellas serán la pizarra viviente para tirar
todas las líneas de esa geometría y también para estudiar la matemática,
cuidando las multiplicaciones, pues tan fecundas podrían ser las cifras escritas
con tiza en ese encerado, que se puede temer que brotase de ellas un pueblo
como un hormiguero.

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LUMINISMO

NO hemos cambiado de luz; pero como no podían continuar siendo las


mismas lámparas ya que la moda es placable, se ha cambiado la forma de las
tulipas.
El cubismo ha influido en una cosa más y ha envuelto a las luces,
cubriéndolas con alas de avión, encerrándolas en cubos y poliedros, cortados
por cuchillos de cristal.
Las nuevas lámparas lo renuevan todo, variando el plano único de la luz,
monumentalizando sus rayos, poniendo escalas de cristal, babeles de tulipas.
No se está lo mismo en una habitación con una araña que en estas
habitaciones en que los nuevos aviones de la luz provocan las ilusiones
nuevas.
Los pensamientos cachazudos, monótonos y grisáceos, que anidaban en
las lámparas antiguas y las llenaban de moscas muertas, huyen de estas
lámparas, que son como acicates de otros pensamientos más rápidos, más
decididos, prontos a quebrar su vuelo ante las aristas inesperadas de las cosas,
atentos a los salientes y entrantes complicados de la vida nueva.
El diálogo bajo las lámparas nuevas ha de ser diálogo sin Tradición,
diálogo pronto a admitir la réplica, diálogo rectificante asomado al porvenir.
La burguesía puede estar amparada y bendecida bajo esas campanas; pero
ya debe prever el futuro, y por lo menos, ver todas las derivaciones de las
ciudades nuevas. Bajo esas lámparas hay que ser más tolerante, más
dilettante, más providente.
El mundo está lleno de ellas, y ya no se inventa un café por ahí lejos que
no tenga la luz, en los cucuruchos rotos, retorcidos y re prismáticos de las
nuevas lámparas. Esa variedad de facetas en que discordiza la luz, es la
variedad que bajo sus reflejos tienen las conversaciones modernas,
multilaterales, nada asustadizas, buscadoras de caminos inexplorados.
El restaurante o cafe soñarrón se despierta gracias a estas lámparas que
espuelan la renovación, el buscar maneras y estilos nuevos, obligando a hallar
asuntos sin des florar y músicas distintas. Las antiguas ideas están rotas,
desvariadas, polarizadas en sentidos distintos. No hay más que renovarse,

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sustituyendo hasta lámparas que ayudan
a entender los tiempos que corren, no
enervándose junto a lámparas demasiado
pacíficas, en las que no hay este estímulo
que es encontronazo de los ojos siempre
que se las mira.
Las lámparas nuevas son como la
recomposición con gracia de las
lámparas rotas, reflejo de las
arquitecturas de las calles recientes,
evocación del desarrollo en velocidad de
toda cosa nueva, terrazas de
trasatlánticos de luz, sentido de las rectas
valientes que no buscan simetrías de
adorno, sino que se cortan en escalones
de distinta proporción, para que ande
alerta siempre el que las escale.
Una verdadera cortina de cristal, ¡Compremos lámparas nuevas que
echen abajo la de luz…
premiosa in justicia que se pueda albergar en los gabinetes, y la
incomprensión, que gusta de los interiores opacos y con una comodidad
idiotizante!
Aprovechemos la primera materia insustituible, la más suprema y difusa
de todas las inquietudes, la vida.
Hagamos que se polifurque, y así se ensanche y se complique, evitando el
morir con riquezas no gastadas, con visiones no vistas, con pensamientos no
pensados.
Todo el éxito de la arquitectura moderna está también en las ventanas, que
se abren a más anchas luces, que desfondan las casas y las destaponan hacia
los cielos y los horizontes.
La casa de antes, blindada contra todo evento, aun castillo contra vientos
y saetas, guardaba del mismo cielo el secreto del hogar, y sólo abría a la calle
mirillas para atisbar al que llamase.
Muchas veces sólo un balcón central daba luz a toda la casa, y la
habitación con más agujero de luz era como sagrario del señor tradicional del
caserón o palacio.
El egoísmo, el oscurantismo, la sistemática reacción contra la vida se
guarecía en esos interiores, y toda una época de psicología reservona y oscura
fué anidada en esas habitaciones.

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Reja tras reja y celosía tras celosía cubrían esas ventanas y balcones del
pasado, y eso que parecía un capricho u orden arquitectórico, respondía a todo
un sistema de vida y era el compendio de unas ideas y de unos temores
seculares.
La luz eléctrica, que trajo una intensa luz interior, alargó la vida de esa
arquitectura sombrosa y cejijunta.
El momento presente es completamente contrario a todo eso, y está
caracterizado por una gran avidez de luz exterior, de luz sideral. de cielos y
amplitudes en qué escribir las ideas o hallarlas escritas con verdadera
adivinación de lo que dice cada día del presente en sus anchos pliegos.
La construcción actual tiende a ser sólo el soporte de las ventanas, y el
momento en que las casas en construcción resultan más perfectas es cuando
aun no tienen fachada y son sólo aireados clasificadores de la vida. ¡Qué
estupendo sería el arquitecto y el dueño que en ese momento gritase: “Déjenla
así… Nada más… A reforzar la calefacción central y a alquilar los plúteos
abiertos!”.
Con esas casas de enormes ventanales queda aclarado el paisaje como
nunca se aclaró al reflejarse en los ojos chicos de las antiguas casas.
Andalucía, la meridiana, adquirirá otro concepto y será menos estrecho su
casticismo cuando los largos ventanales en ángulo reciban su saludo.
La vida entera se comprende, más que por la descripción de los
explicadores, por la capacidad de sus claraboyas y sus objetivos, por la
anchura de sus órbitas visionales.
No es el propagandista el que intensifica la vida y la despuebla de
prejuicios —no se lee ni se oye apenas—, sino la luz, la luz nueva, lo que
parece no impresionado ni con huellas impresas, y que, sin embargo, tiene
improntadas todas las querencias relativas y todas las liberaciones de la
conciencia colectiva, que no hay tamiz que evite.
El que exista una humanidad menos solapada, menos escondida, menos
pertrechada de egoísmos sórdidos en rincones opaquizados, hará que el
sentido público de la vida gane mucho más y todos sean más comprensivos
del espectáculo de los días, que quiere decir mu cho más que lo que hace años
se creía que quería decir.
Equivale a una nueva interpretación filosófica o literaria de la vida la
adquisición de la ventana corrida por la arquitectura del porvenir.
De esos habitantes de las casas que se abren como frontones de los
paisajes y las luces se pueden esperar mejores amores, mejores aficiones,

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mejores avideces espirituales y mejor audacia que la que tuvieron sus
antepasados.
Peceras de luz, esas casas modernas lo desproblematizan todo, y hasta los
mismos celos han de quedar en ellas completamente des airados, infundados,
nulos.
La arquitectura moderna no ha necesitado ganar un nuevo adorno, pues
con sólo ganar la ventana en vuelta de la casa ha ganado más que con todos
los adornos imaginables.
La ventana anchurosa —avergonzadora de las conciencias mezquinas—
da también un impulso cinemático a la casa y la hace avanzar en aires
diáfanos con intrepidez de trasatlántico, pues el nuevo barco de los mares
renovados es el que mostró primero el balcón pasarela y las galerías que
prorrumpían en mayores alaridos de luz inaudita ante el sol poniente.

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KLAXISMO

UNA de las últimas escuelas literarias —nunca se puede decir la última— que
pegar en el álbum de los Ismos es el klaxismo.
Una revista, Klaxon, que aparece en el Brasil, recoge las aspiraciones de
la escuela y sus ditirámbicas imágenes. Todas las páginas de Klaxon están
llenas de los taponazos de champagne de las frases.
Klaxon, que evoca la bocina de la ronquera que todos conocemos y hemos
oído con gran inquietud a nuestra espalda muchas veces, es el símbolo de esta
escuela como de carraspeos literarios.
Los mejores klaxistas debían ser esos chicos que imitan tan bien el croar
del klaxon, que nos hacen volver la cabeza con la misma alarma que si fuese
un automóvil de verdad el que avanzase hacia nosotros. Por lo menos, podían
ser esos klaxistas rápidos los botones de la nueva revista de la nueva escuela.
El programa del klaxismo no debe leerse, porque aclara demasiado el
sentido inesperado que debiera tener, sentido infundado de esta carraca
moderna que especia y sazona la calle actual.
Mario de Andrade, que es su fundador, inventó ya antes el desvarismo, o
sea la escuela del desvarío libre, anunciando en el libro en que la creaba que
en el próximo fundaría otra.
La redacción del klaxismo debía estar en un automóvil, y así el klaxon
simbólico no estaría atado a la mesa del director en la redacción sedentaria.
El klaxismo pasará por etapas muy diversas, como le sucedió al
clasicismo, y quizá en el futuro, después de olvidado durante una temporada
el klaxon, surja el neoklaxismo.
El klaxon con manivela es el fonógrafo enlutado, lúgubre, especie de
aparato de medicina para la asepsia de la vía pública.
La gran máquina de moler nuestra atención, que es el klaxon, muele el
pensamiento que íbamos pensando, y ya, cuando la mano molesta e
impertinente del lacayo deja de accionar, no podremos dar con el pensamiento
que íbamos emplasteciendo con cuidado.
El klaxon es el aparato tonto de remate para el vehículo de las velocidades
tontas. Es el aparato disparatado para el esperpento, para ese coche feo que se

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ha inventado ahora.
“¡Rabie usted! ¡Rabie usted!”, dice el klaxon de mala intención y
chinchorrero. Lanza limaduras de si mismo sobre el que pasa y se destroza en
su mismo roce y rechinamiento de peines, cuyas púas se rompen. Detritos,
más que sonidos o ruidos, salen de esa bocina.
Recordemos que es el ruido más callejero de la calle, su ruido más
entrometido de ruleta violentada, ruleta seca de ballena dura que suena a
rigidez al pasar por la verja circular en que insiste y que circunvala.
Al soñar con la vida, cuando ya seamos vagos cadáveres, sólo se
puntualizará de pronto, con más precisión que otros recuerdos, el recuerdo de
la vida pasada, el sonar del klaxon como síntesis del espacio de la calle, como
ruido de sus grandes fauces, como resoplido de su laringe encallejonada entre
casas.

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ESTANTIFERMISMO

AL variar el decorado de una habitación no se tiene en cuenta lo que con eso


va a variar el tipo del que la habita.
Se es un poco hijo del ambiente de cosas en que se vive y si se tuvieron
ciertos rostros en el pasado es que los cuadros y los espejos mantenían la
misma fisonomía nativa y heredada.
Todos los retratos de la habitación tenían rostros acostumbrados, y los
espejos que descansaban en las consolas reflejaban esos mismos rostros.
Introducido el cubismo en el arte, interpretados los rostros según a lo que
propende la inteligencia y evitados los espejos, el habitante de esas
habitaciones es incitado a variar de fisonomía, y ya no tiene ninguna
contención para trastornar su rostro.
Ahora los muebles han comenzado a variar y toman actitudes quebradas,
habiendo muchas casas en que ya no hay ni cuadros ni espejos, sino sólo
estantes.
Yo ya he comenzado a ver variar las fisonomías de esos dueños de
estanterías que se vuelven retorcidas, entrantes y salientes, haciendo escaleras
de expresión.
—Llevo diez días sin salir —me dice el amigo que posee uno de esos
decorados, en los que se presiente la línea quebrada y antojadiza del porvenir.
Yo entonces le miro fijamente, y encuentro en esa fisonomía la huella de
su encerrona entre bibelots y estantes complicados. Su nariz está como
retorcida, y la asimetría de sus ojos ha aumentado, ahondándose un lado del
óvalo más que el otro.
Si sigue así de viva la influencia de los estantes y bibelots modernos sobre
los rostros, dentro de varios años habrá aparecido una fisonomía nueva
desemejante en todo a las antiguas.
Lo que hay que preguntarse es si no está bien el variar con cada época y
ser del tiempo que se haya sido, debiendo librar a la vida de monotonías y
semejanzas.
¿No dará la nueva fisonomía nuevas entendederas y se podrá entrar en los
complejos de la vida moderna con más dominio de su sentido?

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Yo creo en lo abocado a nuevas comprensiones y nuevos atisbos que está
el propietario de los muebles de nuevo estilo; pero llamo la atención de los
que incurran en ellos de cómo pueden ir variando sus fotografías bajo el
imperio de los intrincados plúteos, y no es cosa que, sin saberlo, un día llamen
a la criada y no les reconozca, y cuando vayan a verle esos primos carnales,
que son los que más aclaran sus parecidos y desmejoramientos a través del
tiempo, les encuentren desconocidos.
Bajo el imperio de los muebles se intuye mejor el mundo actual; pero se
intrincan las narices y se va adquiriendo una especie de cara de boxeador
contra las ideas y los problemas. Los gestos enrevesados que exige la
contemplación de la desvariada vida moderna, unidos al ejemplo arquitectural
de los muebles y las cosas recién creadas, van a crear al que yo propongo
llamar el estantifermo.
El estantifermo es un ser hijo de la nueva conformación de la Naturaleza,
y al que no le importa la fealdad si tiene cierto aspecto novísimo, y a pronto a
los matraqueos de lo sorprendente cotidiano, como si el que adquiere ese tipo
hubiera pasado todas las viruelas del escepticismo y de la comprensión del
presente.
Comprendamos, pues, a nuestros amigos los estantifermos, y
sospechamos de nosotros mismos, por si ya estuviésemos un poco
estantirreformados.
El creador de seres nuevos compone sus monstruosidades en su estudio,
lleno de chatarra. Es la competencia más vital que tiene Picasso.
El creador de reclamos extraordinarios amontona objetos. Pone una
cabeza suelta en una palmera de metal que ha encontrado en una prendería;
envuelve al todo en una túnica. Toma un maniquí antiguo y lo remata con una
piña de cristal azul. Riza unos flejes de hierro y les pone cabeza de cactus.
Estira, ahila, onduliza, amasa la figura de pastelina que le sirve de experiencia
para sus fantasías.
Un mundo aplastado, laminado, esparragado, teratológico va surgiendo.
Los seres nuevos tienen repugnancia de los seres antiguos, y se habrá notado
que esos nuevos maniquíes ni siquiera miran a la Humanidad que los
contempla.
Esa señorita estilizadísima que escucha la radio en el escaparate de la
nueva invención es la señorita consumida por el oír, retorcida de posturas
caseras, alimentada sólo de ondas a la parrilla. No podía ser de otra manera
que así, un ser entre madeja de seda y niña larga y con la médula en punta.

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Una mujer de cera, como las de siempre, tocada de auriculares, hubiera
comprometido el invento.
Cabezas de oro, cabezas de caracol, cabezas de galena, cabezas de remate
de violín, todo sirve de cabeza a esos nuevos seres que hacen ver cómo
pueden convertirse en seres pensantes las cosas más absurdas. Pero el
conflicto pavoroso es que la vida quiere imitar a esos seres nuevos y hay una
Humanidad esnobística que busca en la noche los escaparates y hace muecas
de interpretación frente a los nuevos maniquíes.
El charlotismo de la imitación de los esperpentos de escaparate invade la
vida, la escorza de otra manera, y paraliza en gestos incomprensibles a los que
contemplan los carteles de las vallas anunciadoras o a las damas que bajan de
un automóvil, y un momento, entre el espacio irreal del auto y el de la vida, se
desperezan y se alargan con un gesto nuevo, gesto tornado a los seres recién
inventados.

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TOULOUSELAUTRECISMO

UNOS artistas de categoría aparte cumplen la misión de liberar al arte. Son


como escritores de la palabra, como taquigrafeadores de lo que los otros
plasman con más paciencia.
Estos artistas son los dibujantes. Yo siempre los he querido a mi lado.
Ellos siempre estuvieron al lado de los innovadores y sirvieron a la
propaganda…
Hay un dibujante que no llega a destacarse lo bastante en los orígenes de
las maneras modernas y que, sin embargo, ha influido definitivamente en el
porvenir: Henri de Toulouse Lautrec. Es un artista menor, si se le clasifica
con el clasificador oficial; pero atisba la despeñada verdad de la vida como
casi ningún otro. De vez en cuando se cita su nombre; pero muchas veces se
le olvida entre los precursores.
Hijo de un padre aficionado a la pintura, pudo recibir su afición,
trasladándose a París en 1883. Iba con el deseo entusiasta de elevarse y de
crecer sobre sí mismo, porque Lautrec era enano.
Esto de su enanismo lo va guardando la crítica de por vida. Todos evitan
que se sepa, y así, si no se supiese el día de la resurrección de los muertos,
cuando buscásemos a Toulouse Lautrec para saludarle, no le querríamos
reconocer en jibajo y nos reiríamos del falsario, porque gran falsedad suya de
todos modos resultaría el ocultar su pequeñez, cuando él se debía a sí mismo
la gran verdad. ¿Qué artistas habrán sido deformes y no lo sabemos? En el
primer paso hacia el arte de la pintura influye mucho la imposibilidad de
dedicarse a otras cosas y el deseo de merecer una grande admiración que
mejore la figura, que no puede cubrirse de la elegancia mundana que la
perfeccione, que la presente erguida y orgullosa en la imaginación de todos.
Este gran hombre, que fue un enano, resulta más gran hombre aún sobre el
pedestal de su alta silla de niño, sobre la que se engalgaba para alcanzar a su
pupitre de dibujante.
Hombre de barba y de gran cabeza, hubiera engañado a la posteridad si no
hubiese habido ese soplo inevitable de la verdad. Le vemos por eso más
desesperado buscando la originalidad para merecer hasta esa sonrisa de las

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mujeres que en París, sin dejar de ser jóvenes, bonitas y sin impertinencia,
comprenden al artista, por feo que sea.
El grotesco que adquiere Lautrec, enano y loco más tarde, es el grotesco
del genio. Nos explicamos así más y mejor su locura y esa muerte temprana
en el castillo de Albi. ¿No moriría envenenándose?
Lautrec estudió en el atelier de Carmón, al que ha inmortalizado,
extrañándonos ya la primera vez que vimos aquel cuadro que pusiese en él
como lema: “Carmón y sus discípulos”, habiendo sólo uno que no era Lautrec
con el maestro. ¿Cómo sus discípulos? ¿Y el otro? Al saber el defecto del
gran pintor nos explicamos esa ausencia de su autorretrato, y cómo sugiere
una idea trascendental metiendo en el cuadro esa presencia suya que ha
quedado muerta y enfrente de la vida.
El triunfo espiritual sobre la muerte lo he visto conseguido más que nada
en ese estar y no estar en un cuadro plural y singular. Él estaba enfrente el día
en que pintaba, el día en que tenía el caballete precisamente de espalda a
ellos, y, por tanto, no podían estar solos ellos dos. Hubiera mentido si no
hubiera dicho que estaban los tres.
El problema de la cuarta dimensión en que se está después de la muerte,
como si ése fuese un espacio verdadero, queda planteado en ese cuadro. Él
siempre habrá estado y estará sugerido de este lado del cuadro, en un espacio
real, perfectamente real, absolutamente real, pero que no es el nuestro. Es el
espacio en el mundo de aquel día en que pintó el cuadro y en que está situado
el cuadro, aunque nosotros lo podamos ver desde nuestro otro día.
Lautrec tenía una voz de enano, estrafalaria, desproporcionada como todo
él, aguda como la de un niño, y a la vez estridente como la de un hombre de
gran cabezota. Acompañaba siempre su voz con ademanes de muñeco de
feria, ese muñeco empotrado en la embocadura de las barracas, y en el que
mete la cabeza un hombre moviendo descompasadamente brazos y piernas
para hacer ver que es un gnomo vivo.

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TOULOUSE-LAUTREC. La clownesa Cha-u-ka-o sentada. 1896.
Colección Marie Harriman Gallery, Nueva York.

¿Que influyó en él? Hay hombres que se puede decir que no reciben
influencia de nadie, porque vencieron la influencia y la merecieron. Quizá
Degas influyó en él, ese Degas en el que cada vez veo más lo que tiene de
hombre sesudo, de espíritu antiguo, aunque joven de procedimiento, y que
fuera de la fotografía que hace más deshecha su pintura de lo que es en
realidad, ante sus cuadros se ve que cuando no se sabe arrancar del lienzo lo
recarga, porque tiende a un final acabado. El éxito quizá le marcó su camino
más que una verdadera determinación espiritual.
Toulouse, que se emplea en obras más de bagatela, tiene completa
seguridad en lo que desea.

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Sus retratos de Bruant pintan perfectamente a ese dueño de cabaret,
opulento, desafiador de gracia, burlón, sin ninguna censura en su taberna de
Montmartre. ¿Qué ha dicho de nosotros en un argot incomprensible todas las
veces que hemos ido a verle? Algo muy gracioso y terrible ha debido ser,
porque siempre nos han mirado los asistentes con piedad y con alegría.
Lo que se asoma al espíritu de los demás de cada fisonomía, lo más
singular de cada expresión, es lo que buscaba y lo que encontraba Toulouse
Lautrec. Así se encaran con nosotros como supervivientes sus figuras, sus
“clownesas” —así parecen condesas en vez de payasas— sus bailarinas del
Moulin Rouge y, sobre todo, la Yvette Guilbert, que hemos conocido con sus
guantes negros siempre y su aguda expresión de fina dardeadora desde las
candilejas.
En el techo de mi despacho, antes de colocar las redondas y brillantes
estrellas de mi cielo emponzoñadas de tan viva luz sideral, he tenido clavado
uno de esos carteles de Lautrec arrancado a la valla de París, costroso de
engrudo, embadurnado de miradas canallas.
Sus carteles provocaban la obsesión. Todos los que aparecían en ellos
mostraban toda su máscara, lo que en la expresión es verdadera e insólita
máscara. Su deber de galantería para con las mujeres no era el de los guapos,
pues él les debía lo que en ellas es caricatura sin ser caricatura, lo que ellas,
descontentas siempre de la belleza que tanto les alaban, saben que llevan
debajo y que les sale en el alba o hasta dentro del mismo engaño de la fiesta
cuando se miran de verdad en los espejos de la noche, por brillantes y
aderezados de aderezos que estén.
En caballos de circo fue Lautrec el maestro, pues su primera infancia de
artista se la pasó dibujando y pintando caballos, domándolos para el arte, que
es quizá lo más difícil que puede hacerse. Así, el cartel de Luna Barrison
sacando su caballo blanco a la pista, seguida del domador de ella y del
caballo, es de lo más importante que ha hecho el gran enano.
Los tipos excéntricos, los tocadores de los acordeones largos como
serpientes o como laringes de jirafas, los que bailan sobre las mesas, como
aquel negro que se titulaba Chocolate, los que matan después de bailar, las
que tienen una elegancia rancia y falsa que jamás ha sido moda de soirée y,
sin embargo, es lucida en la gran soirée de los teatros; los clowns como
mujeres y las mujeres como clowns, todo eso lo vio Lautrec como nadie.
Tanto amaba al circo que cuando lo encierran en una clínica, dibuja su
célebre álbum El Circo.

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La noche de París la recogió como un
cazador de mariposas desde la oscuridad
de su alma. Fue la cabeza de metal con
rostro de hombre en que guardan las
rodillas los mozos de restaurantes, una
cabeza de ésas como aquella que vio
Villiers la noche en que cenó con el
verdugo de París. Lautrec, casi sin
cuerpo, fue una de esas cabezas en el
reservado de los grandes restaurantes de
antaño, y vio con desinterés humano toda
la grotesca verdad de la galantería.
Degenerado en contraste con su
genio, con los labios gruesos y violados
como llenos de mosto agrio en vez de
TOULOUSE-LAUTREC. Miss Dolly.
sangre, casi miope, con unos lentes de Col. Walter P. Chrysler, Jr., Nueva York.
largas y gruesas cintas que hacían más
patente su cabeza, viviendo frente a un
cementerio, cosa que no es rara sabiendo que en París hay cementerios que se
han ido quedando dentro de sus barrios principales, su alma tenía una
desesperación sorda, enconada, sarcástica, y un día dio la carcajada final, el
¡Ja!… ¡Ja!… ¡Ja!…
definitivo y genial frente a la claridad del gran golpe de magnesio con que
se anuncia la aparición del gran espejo espacial de la locura.

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MONSTRUOSISMO

YA que el siglo está preparado para lo monstruoso y lo arbitrario, porque los


catedráticos de todos los ismos, desde el futurismo al ultraísmo, han sabido
prepararle, el doctor L. Chauveau ha abierto en París una Exposición inaudita
en que todo lo monstruoso tiene su asiento.
El doctor Chauveau ha recogido las verdaderas cosas absurdas de la
Naturaleza, aprendiendo, sobre todo, monstruosidad y plasticidad macabra en
los fetos de animales y en los animales recién nacidos con caras feroces y
mirada prístina.
El doctor Chauveau ha buscado, vigilante, en los laboratorios y en todas
las faunas los entes naturales más increíbles, los esperpentos más fantásticos,
los gorgojos más absurdos, y con todos ha hecho esa sorprendente Exposición
de cosas lógicas, hijas directas de la Naturaleza, y, sin embargo, increíbles.
¿Con qué derecho se les va a suponer una belleza contradictoria a esos
seres de extraña caradura?
Con el derecho que les da su vida y sus ojos llenos de miradas, oponen su
negación a las bellezas que les denigran y son revolucionarios sus gestos
contra lo preestablecido.
El doctor Chauveau, que no es un doctor legendario, sino auténtico —
¡cómo le hubiera gustado a Poe conocerle!—, parece algo así como un
comadrón de la monstruosidad, y parece haber arrancado a entrañas distintas,
a diferentes cuevas y a la matriz de distintos mares, estos infundiosos seres
que protestan de la belleza.
Ante los ojos del que se entera de esa Exposición aparece el doctor
Chauveau manchado de monstruosidad, con su gran mandil blanco de
bocamangas plegadas, con cuajarones que ven, que miran, que persiguen, que
quieren ser también ellos. ¡Todo quiere ser! ¡Es la gran apetencia de la
Naturaleza, pues ser en ese concepto a que aspiran a ser las cosas es algo que
no sucede en el mundo más que en muy pequeña proporción, y eso por
chiripa.
El doctor Chauveau no ha puesto prólogo al catálogo de su exposición. Él
sólo expone sus monstruos y sus criaturas singulares e hipotéticas, dejándolas

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destacarse con su desnudez, dejando que tengan y mantengan el imperio de su
aseveración natural y equilibren con su presencia los excesos de la belleza
oficial, sus pudibundeces y sus excesivos rigores.
Los que apuntan el nombre de todos los especialistas ya saben que existe
el doctor Chauveau, el expositor de las esculturas más macabras de la
naturaleza.

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ARCHIPENKISMO

ARCHIPENKO, de nombre tan “resalao”, es como cochero extraño de carricoche


presuroso, de carro de las vistas nuevas.
Lo femenino que está en las molduras, en los bibelots, en los lavabos, en
los conos de piedra, en los troncos extraños, en las certidumbres de lo que se
almacena en los desvanes, es Archipenko el que lo ha recogido, le ha dado
fuerza y le ha engarzado ojos de harén.
¿Cómo es Archipenko? No lo conozco.
En una mujer, eso de “Archipenko” sería terrible, y de todas maneras
tiene ese nombre para nuestros oídos, enviciados por la chulería, una cosa
grosera, descarada, cuya pronunciación influye tanto en nosotros que nos
sentimos al pronunciar ese nombre como insultadores de ese artista.
Cada vez que diga Archipenko en este trabajo sépase de antemano que lo
digo con pena, con reparo, sin mala intención, con todos los respetos debidos,
pidiendo perdón al decirlo y repitiendo, por si llega a oídos del artista ése,
“mejorando lo presente”, que siempre he evitado decir, porque me parece de
una ordinariez y una baja cortesanía que escalofrían. ¡Pero después de decir
Archipenko todos los “mejorando lo presente” son pocos!
Archipenko —con perdón sea dicho— es un escultor cuyo rostro me es
desconocido, pero que seguramente se parece a una silla y a un lavabo,
teniendo por nariz el remate de una percha, y por pies, los pernitos de las
botas en vez de las botas. Con esas cosas y otras como ésas no es que se haya
hecho una caricatura, sino un tipo muy humano, un tipo de ser evocado por
las cosas, superior, sin duda, a un hombre como todos los hombres, a un
hombre más…
La escultura de Archipenko es una escultura con la completa
desvergüenza de lo nuevo. Sus Venus de Médicis no se tapan siquiera con la
concha de la mano. La escultura de Archipenko es la escultura cínica del todo,
despotricada, hija del carpintero genial, pero que no pierde, por mucho genio
que tenga, su cosa de carpintero, su primera ingenuidad de artesano, que amó
por primera vez la pierna de la mujer en el torneado de una pata de una silla
de gran estilo y no quiere olvidar nunca, por muy rico que sea o por muy alta

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que sea su posición, aquella revelación
que fue para él el encuentro con esa
noción en que amó un símbolo que,
pudiendo parecer tan distante a lo que
simbolizaba, estaba tan cerca de ello.
Archipenko —ídem de ídem— es el
escultor que ha construido los más
admirables bolos, los bolos con trazas de
ídolos sin tener que serlo, o sea sin tener
que representar una idea religiosa
salvaje, primitiva, negra. Los bolos de
Archipenko son las imágenes puras, y ya
sentía yo admiración por este escultor
cuando sólo lo presentía y miraba
extasiado en los bazares las cajas de
bolos, y a veces encontré algo tan
ALEXANDRI ARCHIPENKO. proporcionado, tan estilizado, tan bien
Mujer caminando. 1912. concebido dentro de lo humano en los
bolos, que compré su caja y exalté y tengo aún exaltado sobre las cornisas de
mi cuarto algún bolo suelto, como muñeco ideal de un garbo y de una altivez
inimitable…
Archipenko ha deshecho todos los
muebles en que se ve un retazo humano,
y con eso y con todo lo que era un
motivo expresivo en el juego de las
cosas, ha procurado componer con nueva
y recusable lógica nuevas figuras y
suposiciones, nuevas sugerencias y
realidades más fuertes que la realidad.
La nueva realidad no tiene que ser
parecida a la realidad. Hay que fijarse en
que su tipo de nueva realidad excluye
precisamente la realidad, lo que se
entiende por la realidad. La realidad —
hay que acostumbrarse a pensar en esto
— puede ser completamente distinta a la
realidad. ARCHIPENKO. Escultura. 1914.

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Archipenko, que es un escultor eminentemente realista, ha compuesto
cosas que nos obseden precisamente por su realidad. Nada más real, más
sólido, más con toda la monstruosidad con que se destacan sólo “algunas
partes” del todo en la vida cotidiana, que esa mujer con la toilette que ha
construido el archimagnífico escultor.
Poco a poco, en el asombro que produce este escultor, vamos perdiendo el
temor a su nombre y el creerlo una cosa denigrante. Pasamos a sentirlo como
el adjetivo brutal, entero, extraño, que merece tan ultravertebrada escultura.
—¡Qué Archipenko es Archipenko!
—¡Archipenkísimo!

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MAQUINISMO

ANTE las fotografías de las grandes turbinas o de los transformadores que


dejan a los hombres más pequeñitos de las pirámides, pienso siempre en lo
que de guerrero tienen esos aparatos.
Una gran esclusa en construcción en Norteamérica debía ser contestada
por otra gran esclusa en Europa. Ha pasado, sin duda, la época de oponer un
acorazado a otro y con sólo eso afrontar el porvenir. Ahora los grandes
superdreadnougths son las fábricas, con sus arquitecturas extrañas en que los
cañones son chimeneas inmensas u obeliscos en los que asienta el eje de algo
o el puente del obrero vigilante que observa esos relojes despertadores de las
fábricas, de cuyas manecillas hay que estar pendientes, como el médico que
pulsa lo está del segundero.
¿Qué caracol es comparable, joyeleros poéticos y ruines sensibleros que
os entusiasmáis con una conchita o un caracolito y que os pasáis la vida
buscándolos a través de las playas inhóspitas, a una gran turbina que es un
maravilloso caracol del artificio y un rizo formidable que forma la espiral
poderosa e hija del hombre?
La turbina acaracolada y potente provoca la emoción del corazón y lo
mueve, lo mueve con voluptuosidad nueva en forma de rizo fatal.
Conmovido ante los nuevos hechos del mundo, tengo que comentar los
formidables conciertos que se celebran en Moscú para festejar los
aniversarios de la revolución bolchevique.
Las locomotoras y las sirenas de fábrica se conciertan en un conjunto
altisonante y vivaz. Como elefantiásicos profesores de música, las
locomotoras forman esos semicírculos en que se reúnen al carbonear en los
depósitos de máquinas que hay en los aledaños de las grandes estaciones. A
gran presión tocan en solos de pito, piezas tan conmovedoras como El túnel,
La partida, El miedo de los trenes en el bosque, La petición de auxilio
después del descarrilamiento, etc.
Los viejos maquinistas, ennegrecidos por los viajes, abren los escapes y
entrelazan los pitidos como cuando en el inmenso valle se cruzan unos trenes
con otros.

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Las sirenas de las fábricas también interpretan piezas escritas para ellas
solas. Evocan bosques de chimeneas, unidas como se reúnen los altos y
pingorotudos cráteres en la región del fuego central. Entablan la competencia
que siempre se plantea entre unas y otras fábricas, y entran en los trémolos
culminantes del trabajo fabril.
¡Qué Marsellesa la que interpretan las locomotoras y las sirenas de fábrica
en coro colectivista! Se oye en todos los contornos, y tan sugerente y
perforante es esa Marsellesa interpretada por los finos y encanutados labios
de las máquinas, que la nieve de las estepas rusas queda ranurada y picada
como el albo papel de los rollos de pianola, quedando fijada en el paisaje esa
música, capaz de conmover, no sólo los hombres, sino a los panoramas.

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LHOTEISMO

ESTE pintor cubista ¿es de los primeros, de los segundos, de los últimos en su
género?
Lo más delicado en el cubismo es colocar a las gentes por categorías, y
¡guay del que no coloque en su fecha a cada creador! Ninguno procede de
nadie. Cada uno es hijo de su fecha, pero no de la siguiente; eso no, ¡mucho
cuidado! Ni un día ni una hora después de la de su nacimiento. La partida de
bautismo sin raspadura ni error.
Lhote me ha parecido de los más sólidos prestigios de las nuevas escuelas,
con Rivera, con el pobre Modigliani, que se tiró por un balcón y detrás de él
su amada, matándose los dos sobre las losas funerarias de la acera.
Recuerdo que fui a ver a Lhote en su estudio de gran puerta, sobre la que
se abría el pericón del montante.
Lhote estaba trabajando, porque es un formidable trabajador y que —lo
que no se ve en casi ninguno de los de la escuela—, edifica lo que hace, y en
vez de perderse, se encuentra. En el terrible juego de azar del cubismo él es el
que gana, el que acierta, el que amontona una fortuna, el que recupera lo que
los demás pierden.
Me dio una significativa lección de entereza. Pintaba en aquel momento
unos jugadores de fútbol y era él, el pintor, el que había hecho más tantos, el
que llevaba ganada la partida. El pintor había visto lo que de grupo de
guerreros que se embisten tienen esos hombres en calzoncillos cortos, cada
una de cuyas rodillas es un balón jugando con el parcheado balón de verdad y
cuyas botas son las botas cubistas por excelencia. Los ángulos rotos, agudos,
rudísimos, de las piernas de los jugadores, estaban resueltos en el cuadro de
Lhote con singular clarividencia. Su estudio reflejaba su tranquilidad y su
asentamiento en el nuevo arte. Era el estudio burgués del cubismo. Parecían
colgar de su techo jaulas de loros de papel, falsas jaulas de cartón sostenidas
por cadenetas de papel de seda. Algunos loros del color de los que he visto
volar vivos y juguetones en los estudios cubistas, volaban por el estudio de
Lhote y marcaban un poco la vista. Eran loros particulares que hacían la rueda

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como pavos reales, sino que sin la tristeza dorada y de sedas viejas de los
pavos reales, esos animales empurpurinados por la naturaleza. ¡Horror!
Los loros del cubismo, como meciéndose en los columpios del aire,
alegraban aquel estudio. De vez en cuando caía una pluma de color, pluma
viva y con el cañón aun caliente.
Sobre los armarios había muñecos cándidos, bonachones, con tipos de
niños inocentes recién salidos del internado en sus colegios. ¡Nada de
pervertidos muñecos de ventrílocuo que saben todas las picardías y todas las
chulerías!
La esposa de Lhote, con tipo de española, apareció en la visita. Yo
recuerdo que bajé los ojos porque el pintor me acababa de enseñar un cuadro
en que estaban él y su esposa, su esposa en la más negligente toilette, con los
senos al aire, y yo no esperaba ver tan pronto al natural dentro de la realidad
auténtica, pesando sobre la misma plataforma, con su encarnadura de cubana
suave. Se veía que la esposa bajita y redondilla vivía optimista en aquel
invernadero del color.
Viendo los cuadros de Lhote se veía que él no ponía en ellos sensualidad,
sino sinceridad, dando la nota clara y fresca de la vida con su verdura plástica,
abriendo los abanicos de la sensibilidad con verdadero descoco, pero más
para refrescar que para acalorar. La ropa blanca daba a los cuadros de Lhote
una desvergüenza blanca que no resultaba escandalosa y que, sin embargo,
era fresca y escarolada como la mejor aliñada ensalada.
Lhote había conseguido la vivacidad naturalista dentro de las reglas y las
libertades cubistas. Estaba la calidad de cada hora y de cada espacio,
conseguida en el lienzo, gracias a la pintura, sólo a la pintura.
Inventor del “totalismo”, su pintura tuvo siempre un aire totalizador, que
él separó un poco de los intransigentes, pero le reintegró al ancho río de la
pintura que pasa bajo los grandes puentes.

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ANDRÉ LHOTE. El juicio de Paris. 1912.

En esa terraza, que es uno de los cuadros más importantes, los abanicos de
la luz desplegaban sus colas, y todo en la escena era perezoso, sestero, de un
andalucismo francés que quitaba la cabeza. Dando movimiento al cuadro,
desenvolviendo su simpática pereza, figuraba el desperezamiento en él, como
sacudiéndole, como alargando las finas piernas de seda negra y los brazos de
bíceps femeninos levantados, mórbidos, pero sin fuerzas ni para asentar bien
el moño en su cocorota, ni para clavar las horquillas en su pelo.
Una verdad más juvenil y más saliente se destacaba en los cuadros de
Lhote. La escena de cada cuadro tenía más sonrisa, más placidez y más bulto.
Lo serio y lo bromístico —no lo humorístico— se mezclaban en sus cuadros,
y las pequeñas observaciones —dos o tres, suficientes— se mezclaban a las

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grandes observaciones de conjunto, que eran las verdaderamente importantes,
las paredes maestras del cuadro.
Lhote tiene la originalidad de los gestos desenvueltos, al desgaire, que
rompen completamente el convencionalismo del cuadro, que rompe lo que
puede tener de espejo en que se ha dejado fijada la expresión y los colores
superficiales y neutros, eso que era antes el ideal del arte. ¡Terrible ideal
cuando por no ver esa verdad, ya conseguida por los limpios y luminosos
espejos de los armarios de luna de los hoteles, tan enfrente de nosotros
siempre y tan acosadores de nosotros mismos, los tapamos con una manta o
los dejamos entreabiertos para ladear su luna y no vernos.
Lhote parecía un maestro de obras de sus pinturas. Era un hombre
bonachón, muy plantado frente a su caballete y como teniendo entre los
atributos de su pintura y colganderos del formidable dedo gordo que sostiene
la paleta, la escuadra y la plomada de los constructores.
Su pintura también está llena de un modo simple, de senos y cosenos y de
parábolas y elipses combinadas.
Lhote se hace el distraído para pintar, y así sorprende de reojo, mucho
mejor que de frente, el momento de soledad y sin amaneramiento de cada
cosa, que si a veces resulta también amanerado, es con un amaneramiento
espontáneo y hasta gracioso.
El arte nuevo tiene que darnos lo que hemos visto, con visos de verdad.
Pero con la verdad elevada, destilada, hilarante y de algún modo exaltada.
Tenemos que admirarnos en el arte nuevo de la persuasión del pintor, que
debe ser un hombre superior, persuadido, es decir, un colector que haya
recogido con cierta simplicidad muy escogida el valor de las estructuras y lo
que debe figurar en primer término y lo que se define con una idea dejando el
resto numeroso y engorroso a la estúpida visión directa.
Hay que elevar esa mezcla de recuerdo, de crítica y de mínima visión
directa de las cosas, a la digna síntesis atrevida y avanzada. ¡Lo demás es
bagatela para que se lucren con los marcos las tiendas de marcos!
Hay que saber apreciar quién es un verdadero Lhote entre los incontables
falsos Lhotes, tan parecidos a él, y, sin embargo, tan inciertos, tan fácilmente
agriables, tan chocarreros y tan desesperantes.

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ANDRÉ LHOTE. La negra ingenua.

La pintura no es una cosa manual, embaucadora de los ignorantes, digna


de los aplicados retocadores de fotografías, sino una cosa a la que podemos
mirar transportados, lejanos de la visión mediocre o idiotizada del vis a vis,
transportados a las horas en que fuimos más conscientes y más soñadores, sin
salirnos de la vida.

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SIMULTANEISMO

ANDÉN de novedades es siempre en París la casa de los Delaunay. Pasan los


años. Hemos entrado muchas veces por esta misma puerta y, sin embargo, el
ambiente del salón al que vamos a parar es siempre distinto, está cuajado de
una nueva intención, no se contagia del alma gris de París.
Los Delaunay se acostaron anoche pensando otra cosa, soñando otra
creación.
Primero los Delaunay planeaban sus cosas en esos papeles maculatura en
que los pintores al temple prueban el color. Iban dejando detrás de ellos
muestras de sus ilusiones de arte nuevo, de sus gayas escarapelas, de sus
floripondios para la verbena futura.
Llenaron el mundo como de prospectos de sus invenciones del porvenir,
como si las manos en las que los hubiesen depositado los hubiesen dejado
revolotear y caer.
Hubo domingos de aquel tiempo que estuvieron alfombrados de retazos
Delaunay, como quedan sembrados los billetes de las apuestas en el terreno
de la feria o en los alrededores del hipódromo en que se celebró la rauda
carrera.
Los Delaunay pintaban los búcaros desnudos como cebollas de una
floración que había de llegar, y ponían ventanas de su arte en las casas de los
primeros atisbadores.
El matrimonio de la rusa y el francés se daba ánimos en la noche y se
juramentaba para la persistencia. Sobre sus luchas diarias estaba la fe en el día
de mañana.
Visionarios de los tiempos por venir, adquirían con certeza cuadros del
aduanero Rousseau por 10 y 50 francos, cuadros que un día habían de vender
en más de trescientos mil francos.
No he visto nadie que haya vivido en proyección futurista como estos dos
seres de excepción, atrabiliarios de tanto reservarse para después, de tanto
hacer jugadas sin dejar ver sus cartas ni a los más íntimos, sin dejar entrever
sus triunfos hasta no mostrar la carta gananciosa en la hora oportuna.

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Quizá lo que no saben muy bien todos es que él fue un auténtico precursor
de las cosas nuevas, del que en el número de Le Temps del 12 de octubre de
1912 decía Apollinaire en su célebre artículo sobre los comienzos del
cubismo: Delaunay, por su parte, inventó en el silencio un arte del color
puro.
Robert Delaunay, con su cuadro La Villa, con sus cuadros sobre la torre
Eiffel y, sobre todo, con sus ventanas, se ganó una reputación y la roseta
multicolor de fundador y comendador del arte nuevo.
Alto, con gran tipo francés, nervioso como una araña, impertinente como
un tigre, reñidor, siempre como un jugador que tira las cartas por alto porque
no está conforme con el juego, con manos pinzantes, cuyos cinco dedos
parecen los cinco pinceles saliendo del ojo de la paleta; Delaunay se ha
movido mucho con una nerviosidad desesperada, sin creer en las
conversaciones de los demás —no he visto hombre que menos comprenda al
otro que interviene en el diálogo—, lanzando definiciones y principios nuevos
y haciéndolo bueno a todo con la obra de su pincel, que realmente encuentra y
realiza todo lo que en su labio es vago, desdeñoso y apenas coercible y
coherente.
El título de simultaneismo es una bella palabra indiscreta, aunque bella.
Las “ventanas” de Delaunay fueron su gran truco, su número de fuerza.
Son unas ventanas en las que se ha escarchado el color, componiendo uno de
esos arlequinismos del color que dan una alegría inusitada a lo que se adorna
de esa manera.
Por esas ventanas de Delaunay se ve un arco iris fantástico que las cubre,
y se ve que les ha llovido color y se ha estrellado sobre los cristales.
Esas ventanas optimistas operan causando una descomposición del prisma
del ojo en el que las mira, sucediendo lo que sucede cuando se mira a través
de un diamante físico.
Cendrars comparó el simultaneismo a una materia como el cemento
armado de la luz y los colores.
En Delaunay el color no está mezclado a su estrangulante clarooscuro.
Todo evoluciona con el arte de Delaunay hacia el color viviente.
Esa lengua universal de los colores de Delaunay, muy vocalizada, es el
cartel de la luz y de la novedad del presente.
Madame Sonnia Delaunay, la esposa de Robert, es una artista oriental
supeditada a las teorías francesas que alimenta su marido y le alimentaron a
él. Esas dos cosas fundidas han reaccionado ese arte entremezclado y de un
simultaneísmo de gama más amplia, que es el que usa Sonnia.

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Sonnia cree, como una beata, en su arte y usa las grandes palabras de las
solemnidades nuevas: Mire qué bien de color está esto… Mire qué
movimiento tiene ese decorado de almohadón.
Sonnia también tiene una larga vida artística, pues comenzó a ex poner en
1908, y después, sin interrupción, ha continuado su exposición hasta
exponerse a todo, saliendo con el primer traje simultaneísta, hecho con
retazos de colores simpáticos entre sí y frenéticos, dedicándole Blaise
Cendrars un poema que comenzaba:
Sobre la copa Ella tiene un cuerpo.

Y que acababa:
Y sobre la cadera la firma del poeta.

Sonnia se ha divertido con esa tristeza que caracteriza a su pueblo y ha


agorado la gran infidelidad de la mujer en la variedad enorme de sus
creaciones. ¿Cuántos bolsillos, encuadernaciones —admirables
encuadernaciones en que triunfan dos o tres papeles de bombones de
chocolate—, bastones, almohadones, copas encantadas, lámparas de Aladina
—no se lea de Aladino— habrá hecho esa mujer?
Sonnia es la autora del primer libro simultaneísta. El Transiberiano, de
Blaise Cendrars, y que fue expuesto simultáneamente en París, Berlín,
Londres, Nueva York, Petrogrado, y que es un libro largo que se abre como
aquellos acordeones de vistas que, al distenderse, arrastraban por el suelo
como si fuesen libros con cola los que guardaban esa serpentina. En el largo
poema que hay que leer de arriba abajo valiéndose de una escalera. Sonnia ha
puesto en los claros una línea azul o un toque verde, breves matices que, sin
embargo, dan toda la sensación del viaje que hizo Cendrars en ese tren
fantástico.
Hoy Sonnia se dedica más que nada a decorar habitaciones, y es autora
del Prisma eléctrico, que expuso en el Salón de los Independientes; mezcla la
electricidad a sus cosas, ha inventado el biombo eléctrico, la pecera eléctrica
y la re pisa eléctrica que pone en los objetos que hay sobre ella esa luz de las
candilejas que anima a los cómicos…
Como ha dicho Delteil a propósito de Sonnia: “No es verdad que Dios
crease la mujer desnuda”; le quitó el traje cuando pecó, un traje de seda, que
podemos suponer simultaneista.
Un día Sonnia decora la casa de poemas y a mí me pide uno. Mi
castellano iba a lucirse, junto a otras lenguas: francés, ruso, alemán, chino y
zaoum, una lengua poética nueva que

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acaban de inventar en Rusia, y en la que
aun no ha sido escrita ninguna carta
comercial ni lo será nunca.
Dando vueltas a la idea, y después de
comprar dos grandes pliegos de papel
que encolé por la mitad, inventé el
Abanico de palabras, bonito regalo para
la entrada de año, regalo propio para una
señora, medio abanico de plumas, medio
abanico de viento, de viento puro y
susurrante.
Escogiendo mis mejores palabras
para varillaje y poniendo como cinta de
su eslabón mi firma, envié a Sonnia este
Abanico de palabras que el autor regaló a abanico para que lo estampase en su
Sonnia Delaunay. pared, y los que hagan una larga antesala
un día de sofoco, se abaniquen con sus
palabras y aprendan unas cuantas bellas palabras españolas, que son como
nácares de su varillaje.
Después se lanza Sonnia a los trajes poemáticos. Han aparecido en la
Opera, se han paseado por las carreras con alusiones al jockey ideal, y en las
reuniones francesas, a cada nuevo toque de timbre, se espera una gran
novedad en la toilette de la que entra; ya son proverbiales los trajes
poemáticos, que saludan con el candor de una frase original, a la que se
mezcla una gran malicia indescubrible al mismo tiempo que transparente.
Lo único que pasa con esos trajes poemáticos es que los poemas son
cortos, y más que poemas son suspiros poemáticos, pensamientos de álbum
con cierto ritmo en su brevedad, con cierta gracia con centrada en su
distribución.
Para poder disfrutar de más terreno para el poema, yo escribiría el poema
en espiral, envolviendo y ciñendo como una serpentina de palabras la figura
de la interfecta. El tener que mostrarse para que la curiosidad de los salones
pueda descifrar ese poema, obligaría a las protagonistas a dar dos o tres
vueltas cadenciosas y pausadas que formarían lo que se podría llamar la
danza del poema.
Todavía se puede pensar en un poema más completo, cuyo largo texto
exigiera dos o tres trajes superpuestos y desplegables, acabando el poema en
el límite inexorable y, hasta es posible, para un poema mayor y de mucho

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asunto, que al final del traje, en su zócalo, pudiese escribirse el se continuará
socorrido de los folletones, haciendo esperar a la reunión de los jueves el
próximo jueves en que en la próxima robe se podría leer la interesante
continuación.
En modas flamencas, en los trajes de los justadores con divisa, en algunas
escarapelas de época, en las faltriqueras portuguesas, en los quimonos
auténticos, en algunas batas árabes, en los baberos de los niños, etc., ya
apuntaba esa propensión a dar un sentido espiritual al traje, a escribir con él el
versículo ideal que le diese la altura votiva a que todo aspira. Sólo que todo
eso era indeciso, refranero, coplero, lemático —es decir, con lema—, y
todavía no se había atrevido a tener la ilusión suprema del poema o del
sugerimiento inquietante.
Inventa otro día la barraca de los poetas. En la barraca de los poetas la
idea genial adquiría proporciones magníficas y eran cincuenta bocinas o
trompas de fonógrafo las que se proyectaban sobre el espectador como
amplificadoras de los poetas, como sirenas del barco poético, detrás de las
que bien podían estar las almas de los poetas como almas que se produjesen
en una paradoja del embudo, desde lo más estrecho a lo más ancho.
Se soltaban los grifos poéticos según el deseo del consumidor.
En la barraca de la moda, después exhibía sus maniquíes con la cara
violeta y los ojos enormes, verdaderos maniquíes del tiro al blanco ideal, con
numerosos corazones del blanco para el tiro al blanco del amor.
Las paredes, con los grandes círculos en color de que es inventora Sonnia,
ofrecían aureolas de situación a los maniquíes de la soirée desconcertante.
Gran bulla la de la noche de las barracas desusadas. El célebre Ball
Bullier estaba decorado en sus columnas con poemas largos como prospectos
de teatros de aficionados; los palcos, por extraordinarios artistas, que habían
hecho de cada uno de ellos caja mágica ideal o caja de los sombreros de
señora que en ellos se hospedaba.
En los corredores estaba la tienda de las máscaras, el gran prestidigitador
en la barraca del prestidigitador, la compañía trasatlántica de pick-pockets, la
fotografía de fotos cóncavoconvexas, el salón de las danzas de vientre inéditas
y la orquesta-decoración.
Todo esplendía, y en el jazz-band sonaban aparatos ortopédicos, carracas,
todos los reclamos de paro, codorniz y abubilla que guardan en sus cajas los
que venden objetos de caza.
Al final, los artistas rusos, completamente borrachos, entablaron
acaloradas discusiones en ruso con los artistas franceses, que no sabían una

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palabra de ruso, y todos los klaxons de la reunión que habían permanecido
secretos durante la primera parte de la feria, comenzaron a sonar
ruidosamente, apagando el baile, yéndose cada klaxon con su pareja en el
automóvil de su ilusión, el automóvil dorado sólo de esa bocina ronca que es
el klaxon.
Ahora los Delaunay están en el momento de prodigarse, y ya aquellas
maculaturas de su obra entran en rotativa de estampaciones sobre sedas y
telas preciosas, y Sonnia muestra las casullas de su retalería procedentes de su
fábrica.
Tienen obreros, cajero, empleados que escriben las entradas por partida
doble en los libros de coro del negocio, y el salón de las iniciativas se abre
como un muestrario de obra positiva, esparcida a los cuatro vientos, flameante
en banderolas, revistiendo a toda una época.
Ya está en la calle la influencia Delaunay, pero no abandonada como
prospecto del que no se hace caso, como en aquellos domingos pretéritos,
sino en las vallas, erigida en los escaparates y las fachadas, triunfante en las
redacciones de las nuevas revistas.
La industria que desdeñó al principio las iniciaciones del que pintó los
primeros tiros al blanco para la puntería de las miradas ávidas del presente, ha
tomado ahora con solapería ladrona las reglas del iniciador, y sus anuncios, y
sus muebles, y sus cortinas, están trazados según la norma de que se burló
tanto.

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ROBERT DELAUNAY. La torre Eiffel. 1912.
Colección de Amaral, Sao Paulo.

El salón de los Delaunay se enciende en veladas de haber llegado, y allí se


encuentra al autor dramático alemán que acaba de estrenar, y al judío que es
dueño de la publicidad, y a Chagall con su esposa y a todos los que triunfan
en el mundo y no sabían que habían coincidido en París.
Me decía Cocteau, que es justiciero como un príncipe desgraciado, como
Conradino, por ejemplo:
—Los que más han influido en la calle son los Delaunay… Ellos han
modificado y traspintado lo urbano.
Ahora los Delaunay se afanan por construir casas de níquel y cristal, y en
las proximidades de París están comprando todo un panorama para ese barrio

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lleno de luz en que piensan que se cobijen los artistas en período de crear,
desde Arp a Delteil.
Han llegado a la hora de los planos y enseñan esos espectros de las casas
futuras como estrategas de un paisaje aun virgen.
Se presiente ante esos planos, en que las líneas hacen ángulos y se cortan
para señalar la suposición de las puertas y hay abanicos de escaleras, que lo
que va a nacer va a ser una ciudad, la ciudad bien hecha, la ciudad a la que
trasladarán sus muebles y sus lechos los más selectos habitantes de las viejas
ciudades.
Calculan ahora en piedra, en cemento, en grandes lunas de cristal, en
rieles que la tijera del cortafrío convertirá en vigas y viguetas.
Bajo la impresión de este sueño arquitectónico, las habitaciones de este
cuarto piso del boulevard parisiense han disminuido, han perdido
importancia, y las telas de muestra parecen esconder, como en la escena del
ilusionista, toda una aportación de mayores cosas, de un mundo de
apariciones monumentales que no caben en el escenario.
Primero montaron la obra, llenaron las calles y las playas con sus trajes de
paseo, de soirée y de baño, que saltan por las playas, vivos como peces de
colores, dando visualidad a los veraneos escondidos, y ahora van a hacer el
teatro para una caracterización que se ha implantado en h vida.
Todo ha nacido en aquellos vasos de barro blanco que decoraron un día, y
es extraordinario ver que el vaso se convierte en salón, después en casa y
después en ciudad. Hay algo de Mefisto en todo esto.
Se les habla más tímidamente que otras veces, porque la conversación no
puede pararse en detalles y es inútil en este momento el hablar de futesas de la
forma y el color de los cuadros, o del escalonado arbitrario de los poemas.
Ya las revistas de arte están como muertas sobre el velador abarrotado de
ellas, y si antes se abrían como buscando un paralelismo a lo que se hablaba,
ahora están llenas como de pequeñas canciones inútiles, de detalles nimios
junto a la villa de cristal que se prepara y en la que se verá a las gentes vivir
sus vidas en baile cotidiano.
—Así que su simultaneísmo pictórico —le dije a Robert Delaunay— va a
ser ahora simultaneísmo vital, viéndose a través de las grandes ventanas
transparentes el escorzo de las mujeres ritmadas en el gesto de darse barra de
carmín en los labios.
El simultaneísmo será total —me responde Robert— y se verá el
desperezo hacia las estrellas, que es el mejor gesto de los seres en su
desesperación de vivir.

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—Las bañeras —me dice Sonnia— serán también de vidrio y así la
porcelana no matará el espectáculo de piscina que tía el ser humano al
bañarse.
—¡Basta de interpretaciones! —dice Robert—. ¡Que la vida se
transparente, que no haya que leer las confidencias, que el poema teatral sea
diáfano y verdadero!
—Su ciudad —digo yo— será una exposición social, un conjunto de
vitrinas sinceras.
He cobrado alientos como siempre en la mansión de estos tíos artistas
unidos por algo más grande que el amor, por el deseo de superar la vida gris
de su alrededor, convencidos de que hay que salir de esa cerrazón de piedras
obscuras que es París.
Así, cuando he vuelto a la calle y he visto los edificios opacos y me he
metido por los viales amurallados, he sentido con más fuerza la esperanza de
ver algún día esa urbe, en que sobre el espectáculo de la arquitectura triunfará
el espectáculo de los hogares abiertos a la indiscreción, como si todas sus
gentes estuviesen en terrazas claras y la vivacidad de la conversación y la
presencia humana substituyesen a la cornisa y a la gárgola, y galerías de
optimismo brillasen a la luz del día.
Cuando el automóvil pase por las calles de esa ciudad que preparan los
Delaunay, los ojos gozarán de los coros de toilettes femeninas y las bellezas
de brazos desnudos serán como funámbulas en los trapecios de los sillones de
tubo de acero curvado y en pie frente a los grandes ventanales parecerán hacer
anillas suspendidas del aire diáfano de sus casas.
Todo estará obligado a mayor propiedad, a mayor limpieza, a mayor
armonía.
Y saludaremos al pasar con un saludo largo y tendido.

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JAZZBANDISMO

FECHA del nacimiento del jazz? ¿Qué importa el origen, si se ha adaptado a la


época y ha roto la enervadora música de los halagos mustios?
¿Qué importa que esa sucesión del viejo charivari —gran charivari el de
toda época— nos venga de Norteamérica y se sostenga que procede de una
orquesta que había en el café Schiller en 1915, y en la que el negro Jasbo
Brown en la hora más excitada por las avispas de los cocktails, era
interpelado con gritos de “¡Otra vez, Jasbo!”, y, por fin, en abreviatura: “¡Otra
vez. Jazz!”?
Poco importa también que se vea confundido su origen con el ragtime o
los coon songs y que se cite el nombre de Irving Berlin como su verdadero
padre, por ser el autor de un cake-walk en que estaban ya todos los rumbos
del jazz.
Alguna vez se trazarán los mapas de la emigración y nacimiento del jazz,
mapas escondidos en el portamantas del libro, y que sólo se abren a la hora
del sueño.
En 1918 es cuando llega el jazz-band a Europa, siendo servido en el
Casino de París bajo el feliz auspicio de Gaby Deslys y M. Pilcer.
El jazz-band define la mezcla libertaria, y por eso no hay que buscarle
fuentes obscuras, sino aceptar lo que tiene de la Nigricia y lo que ha tomado
prestado de los klaxons que trazan la línea de las aceras en la calle moderna.
Mucha rebeldía hay en el jazz cuando hasta el instrumento que más se
destaca en sus conciertos, como el tenor de un conjunto, el saxofón, fue
perseguido cuando lo inventó Adolfo Sax, al que se llegó a querer asesinar
por cómo verborreaba su aparato y porque, según dieron en decir, volvía
tísicos a los que lo tocaban.
¿Continúa imperando en el jazz el sentido religioso de la música africana,
o no tenemos ya que ver con eso y la hemos aceptado por otras razones muy
distintas a las que inspiraron su nacimiento?
Yo creo que podemos dejar a un lado, por inútiles al secreto de su
hilaridad, los antecedentes afroespirituales y plásticos de esta música. Allá los
críticos musicales y su historiografía con ellos.

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Nosotros hemos encontrado otra cosa en el jazz, y esto es lo que nos
interesa en sus notas.
En los spirituals afroamericanos nosotros hemos encontrado otra cosa, y
ésa es la que rueda a nuestra vista.
¿Qué más nos da, en cuanto a su origen, que el babalnaije coincida con
nuestro espíritu de zambra bulevardiera? ¿Qué más nos da, también, que los
blues, que significan tedio y aburrimiento angustioso africano, coincidan con
los bines de nuestra vida europea?
Son nuestros, por otras razones que son de ellos.
Al blue titulado Tristeza de la tabla de lavar corresponde nuestro blue,
Tristeza de la cuartilla en blanco.
Las incorporaciones negras han venido a satisfacer algo que queríamos
que sucediese en la música, corriendo sus ritmos, transformando sus laralás,
combinados por contrastes demasiado iguales e isócronos.
Triste persecución la de todo precursor, que hoy debe congregarnos,
lanzando compensativos: “¡Vivan los saxofones!”, en gritería que añada:
“Duro con los ragtimes, que engañan; con los fox-trots, llenos de sustos, y los
shimmys, llenos de saltos! ¡Vivan los trombones, ricos en grandes burbujas
como globos musicales de gran bazar! ¡Y viva el susto que nos da la trompeta
cuando su pistón se ha disparado!”.
Todo nos entusiasma en el jazz, hasta esa cosa negra que tiene, y en cuyos
sones profundos se siente la nostalgia de los zambombazos en la matriz
sonora de los inmensos troncos vaciados y con vertidos en tambores
milenarios, nostalgia que pasa a través de los negros civilizados de los
Estados Unidos.
El intento del jazz es el de sacar el mundo a la superficie. Las otras
músicas tienen un sentido más recóndito, más subterráneo y más religioso, un
sentido introspectivo y letal.
La música del jazz pone en circulación al mundo, hace bailar las palmeras,
despierta el apetito del ja-ma-la-já y danza sobre el gran sandwich de la
realidad.
Aparece en todo momento mezclado de lo selvático y de lo moderno, y
por eso sus pitos no son pitos cuales quiera, no son piros de verbena, ni pitos
tranviarios, sino los pitos de los referees en los grandes estadios, y piros del
director de esclusas del Canal de Panamá. ¡Así que no es nada! El pito que
sirve nada menos que para unir dos mares que se abracen como dos inmensas
morsas liqueificadas es el que pi tea en el jazz.

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El jazz ha inventado también una voz
humana, que no es voz humana, que es la
voz que resuena en los bosques y con la
que parece que nos llaman, cuando en
verdad es voz de pájaro y de viento en
las flautas vivas de los cañaverales,
flautas con tantas virginidades como
nudos tienen; voz humana de parque
zoológico, limpia de sufrimiento, hija del
roce de los instrumentos raros, audaces
de sincopaciones.
No es lo importante estudiar a los
chocolate en su alma negra para entrar
en el jazz, puesto que le basta la última
razón que le asiste, la de sincopar con El negro del jazz-band.
sus notas la emulación de la vida
contemporánea y ser el estimulante que
nos arranca de los mareos de la circulación y la vorágine.
Parece que de lo que se trata es de que va llegando el europeo a la
sinceridad de los negros. De ahí que los mismos ritmos le sirvan.
Una reacción como la del jazz es antigua en la historia, y los romanos,
cansados de la dulzura de las flautas, inventan los címbalos, y lo que es más
decisivo, el verbo cimbalizar, cimbalizándose con todo, hasta con las ásperas
conchas de las ostras, que eran restregadas unas con otras.
En España el jazz ha estado siempre en todas las rondas de noche que
solemnizaban algún motivo de estrepitosa alegría y en las comparsas del
Carnaval y de despedida de los años.
Pero no es lo principal del jazz su historia ni sus razones, sino su
sinhistoria y sus sinrazones, y una cosa valiosa sobremanera, “que es
simpático”.
Los negros que viniesen a Europa saliendo de su país con los oídos
tapados, al llegar al cabaret jazzbandático, oirían con sorpresa el guirigay del
jazz y les parecería música de metrópoli, como a los chinos cuando oyen la
música nuestra, siempre, hasta al oír un vals, creen que es música guerrera.
¡Qué hipotético es eso de las influencias! En Hawai, por ejemplo, todos
los que van a disfrutar de la isla exótica, consideran su música autóctona,
cuando ha sido influida enormemente por el fado, que llevaron allí los
portugueses cuando tomaron cuenta de la isla, de tal modo que el banjo es la

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guitarra portuguesa redondeada, y la agudeza metálica que le caracteriza la he
oído maullante y quejisonante en las noches atufaradas de Lisboa.
La música ya no tiene el aire mecedor de ciertas músicas que ale graban la
vida fuera de los conciertos. Ahora suena en esa vida marginal a los
conciertos otro estampido, otro zambombazo, mezcla de nostalgias exóticas y
de lo que es exótico y nuevo en las Grandes Vías modernas, movida la vida
con un ritmo más disparatado y precipitado y mezcladas a él las venas azules
de la calle, que muestran su pulso en los anuncios del Gas Neón.
El jazz y, por tanto, la oratoria de jazz, ya no se promiscua con la
melifluidad terne.
Lo barroco se vuelve a encontrar en el jazz.
Lo que no es amanerado, ni dinguilandero, ni sobón, sino lo que tiene
arranque y siempre pretende destacaciones altas, concepciones poderosas, sin
halago a lo que es flaqueza de los demás.
En el jazz sentimos el abrazo de dos civilizaciones, la negra de la época en
que éramos sapos aguanosos y la época de las Grandes Vías y los
sorprendentes escaparates. ¡Qué abrazo de emigrantes más estupendo!
Entra en conmoción toda la tarima del estrado. Pasa el camión de los
bosques. El elefante de la música trota.
En el jazz se dan un abrazo todas las razas y completa el abrazo el tango,
que tiene madre también africana, la “tangana”.
La alta frecuencia civilizada gusta de mezclarse así a los ritmos lentos y al
relenti.
Sabio e ignorante al mismo tiempo, el jazz-band sabe mezclar los nuevos
gallos, y los glisandos, y los trémolos neuropáticos. No rechaza ningún ¡ay! y
saca exóticas resonancias de la caja china y de los quejidos que los negros
lanzan para que no se note su olor.
Todo el desplante de la vida moderna, con su particular meningitis bien
soportada, tiene entrada en el jazz, y el veraniego atorrante, con su sombrero
de paja sobre la nariz y su puro de brea de La Habana en la boca, puede hacer
una equis de cake-walk, y el que ha perdido en el juego puede dar el aullido
del arruinado, y el turista que no sabe adonde va puede lanzar el bostezo
definitivo de su in decisión, y las almas de los suicidas pueden agarrarse a las
cuerdas del banjo y lanzar un suspirillo desacordado.
Por el jazz-band se rompe la hipocresía social, y el hombre importante y
enlevitado que está deseando dar el grito intempestivo del magistrado loco,
tiene consignado su grito en el conjunto.

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El jazz-band está muy bien en los grandes hoteles, cantando por la nariz y
tarareando como borracho que recuerda una música oída durante su lucidez
rítmica. En los grandes hoteles sirve para los saltos y contorsiones de los algo
desmedulados, tapa lo que se dicen de mesa a mesa los un poco dérraqués, y
el jaleador del jazz-band —empleado de Banco recién echado— lanza los
latigazos de sus desplantes como domador del público que boxea con él a
gritos.
Busquemos el sitio en que el jazz esté más corrompido y donde su
fermentación dé más alcoholes; ese jazz entre cuyos bardales de notas y gritos
de pisotón y del peritoneo hay hasta una comadre que irrumpe con
desgañiramienro de mujer a la que han robado su hija.
En el jazz, y sin darles importancia, como los novelistas sensible ros,
lloran y ríen las cabaretieras, ahogadas entre voces de caballeros con la voz
tomada, que en la tertulia nocturna representan a los que han salido de juerga,
aunque debieran estar en la cama y haber llamado al médico.
¿Cómo suprimir este desahogo de la vida moderna, como han in tentado
algunos americanos puritanos, mientras algún compatriota pagaba diez mil
dólares a la mejor orquesta del jazz sólo por tocar una noche en un baile de
multimillonarios?
Imposible; además de que el jazz estaba ya en el vals, como en la dosis
pequeña con que comienza su vicio el cocainómano está la fatalidad de la
dosis grande en que acabará.
En el jazz-band está la chacota de la vida moderna, su absurdidad, su
incoherencia, su deseo de jolgorio continuo, y en él se mezclan todas las fugas
de los amores tristes, de las patosidades desesperadas y el desteñido de las
bocas, siempre como heridas sin restañar, mezclados a otros mil ingredientes,
como tecleos de máquinas de escribir lejanas, reclamos de pato y de perdiz y
estallidos de pulgas de elefante, una tropelía de sangres sucias.
A veces me siento yo mismo músico de jazz-band y estoy dispuesto a
escribir música de carcajadas sobre los papeles pautados de los compositores,
uyuyuyáis jay-jay ondulantes que se mezclan al sonar de los matasuegras
musicales, que se estiran y se encogen en su propia tubería, y al inacabable
piporro del saxofón, que hace sonar su cachimba sultánica, lanzando grandes
bocanadas de humo sonoro.
Es tan pretensioso todo que bien merece esa trituración y mezcolanza que
promueve el jazz amalgamando sentimentalismos, colillas de ideas, amores
que se acaban de romper, todo mezclado en uno de esos barriles en que el
cemento danza la danza del vientre.

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Las notas del jazz machacan toda nuestra lexicografía, nuestra ideología,
toda nuestra sentimentalogía.
El martillo pilón de la orquesta jazbandista deshace las piedras de nuestra
alma, que son más difíciles de disolver que las de nuestro hígado.
La sabiduría principal del jazz es la de adornar una melodía con trinos,
arpegios, trémolos, variaciones, cadencias, todo a lo que da tiempo la
infrecuencia del ritmo, todo lo que llena la vida de chaco ta, de absurdo, de
jolgorio, de trivialidad, de incoherencia, de cabaretismo, mezclándose música
y vida como dos mares a través de anchísimo estrecho.
Sólo una introducción de jazz puede abrir ciertas almas y que vayan a
buscar ciertos libros y comprendan ciertas ideas. El jazz es lo único que hace
variar de sitio los prejuicios depositados en un caletre.
¿Qué ha sucedido ahora? ¿Qué atiplación es ésa después de un
zambombazo? Que el bombo ha tenido un niño, el niño que no había tenido
nunca después de estar hecho un bombo desde siempre.
Sólo el jazz exprime a la vida hasta la última esencia. Los instrumentos
del jazz son de dos clases.
Los de percusión o de batería (a los que se puede asimilar el banjo), que
sirven para subrayar la medida, y los de viento, que son la imagen de la voz
del negro, es decir, glisantes, ligeros, sensuales, extrañamente dulces. El
saxofón está cerca de nuestra sensibilidad como antes, en la orquesta de
cíngaros, el violoncelo. Esa perpetua conversación de los instrumentos del
jazz, enzarzados en ella sobre un ritmo dado, tiene también preciosas
distracciones, que son los calderones premeditados de la antigua orquesta.
Lo que hay en el jazz de música coral protestante —de los viejos coros
sabatinos— es tomado por su negrura y añaden abismos a lo religioso y lo
hacen más profundo y ponen un frenesí rafagueante en sus notas, unas veces
flojos de piernas hasta caer prosternados y otros altisonantes, entregados al
salto del deliquio.
Yo he visto tocar y bailar a una troupe de la Luísiana, y entre sus bromas
de imitar con el trombón el aeroplano y de hacer sonar al piano como a unos
baldosines movedizos, brotaba un sentir la religión como una religión de
diluvios y tormentas.
¿Qué es eso que ha sonado ahora?
Un grito de polichinela.
Ese caballero que medio canta unido al jazz es un doctor loco.
Aplausos que completan el jazz, liberación de los aparatos, aplausos de los
gorilas en sus jaulas.

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Risa negra xilofónica y aguda.
Hay un momento genial que es necesario recoger, y es cuándo se cae toda
la vajilla o se hunde la cama.
Ojos desviados. Con uno miran a los palcos impares y con el otro a los
pares.
Voces de marineros borrachos. Más voces de empleados de Banco que
han perdido su timidez en el día del santo del patrón, del patrón oro.
De vez en cuando es un dios negro que sortea aplausos sin objeto, de
alegría cuadrumana, de comedor de gran hotel.
En medio de ese jazz aparece una máscara con la voz tomada.
Hay en el jazz sonidos sospechosos que, a veces, se producen con una
oreja o con la nariz.
Los patos y a había yo notado que llevaban en el pico un pito de feria que
se les había olvidado quitarse de la boca; pero sólo al ver el saxofón he visto
que tiene pitorro de pato.
Yo injertaría un clarinete en un saxofón y saldría un aparato mejor y más
completo, unida laringe y esófago en la perpetración del nuevo vertebrado
musical.
El jazz-band monumental, el estrepitoso y retumbante es el que tocan los
elefantes las noches de luna, en el cabaret de la plazoleta.
Se puede sostener también que la música del jazz da masaje.
Estridencias de la trompera amarilla. Medias voces delicadas. Un negro da
besos sonoros al bombo.
Trompetas nuevas tocadas sin malicia.
Todo sin el amaneramiento del gorgorito, el más repugnante de los
amaneramientos.
El jazz es el asombro de todo entre tarariras y zalagardas.
En sus “aleluyas” hay ese aire de ariston antiguo que le da de pronto
fondo sensiblero.
El banjo ha vencido al arpa, con su traje de color antiguo, tercio pelo oro y
polvo. El banjo tiene el pelo cortado a lo garçon y enseña bastante las piernas
y tiene bastante descote. ¡El arpa llevaba una larga cola inadmisible, que sólo
dejaba ver algo cuando la mujer romántica se tiraba por el balcón! ¡Y no era
cosa de estar esperando siempre ese preciso momento!
El saxofón es el gran piporro musical que se fuma soplando por fuera. A
los tocadores de saxofón había que preguntarles: ¿Se traga usted la música?
Claro que ellos nos contestarían: “El que se la traga es usted”.
Fuma mientras mira al público por encima de las gafas de la música.

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He aquí una frase de carey. Apúntenla los que tengan carnet en su carnet.
Con el saxofón parecen sonar las narices de la orquesta apretadas con los
dedos, como si esa apretazón interpusiese en esas grandes na rices que suenan
el papel de seda de la nasalidad.
El jazz no puede olvidar el rugido, que es el primer rasgo de altisonancia
de la vida y que será, probablemente, el último.
Ese sonido de maderas nudilleadas que hay en el jazz, ya lo había en ese
intercalado digiteo a la puerta de la guitarra, discreta llamada a la amante
dormida.
Mae-Orlan ha dicho que la dinámica del jazz “podría poner en marcha una
fábrica de acero”.
Todos se vuelven locos en el bruabú de la orquesta y acaban dan do una
zurra a las mujeres ideales del jazz.
Los diablos funcionan y tocan el jazz como ninguna otra orquesta.
¡Cómo piafan esos hombres!
¡Tienen el estómago imposible e irredimible!
Ensayo balumbante es el salvajismo que nos salvó de la música
academizada.
Todas las curiosidades de las revistas, todas las novedades, todo cabe en
el ja-ma-la-já del jazz.
Todas las curiosidades quedan desmentidas y es la hora de los hombres
sin falacia que no tienen oído.
El jazz-band nos caza más que nos seduce.
El jazz-band es la música del presente, bocinante, laminante y comiscante.
No es ser hombre de nuestro tiempo no comprender el jazz-band con sus
abismos de encanto y sus montañas rusas de voluptuosidad.
El parlamento moderno de la música está en el jazz-band, silencioso como
un nido de amor, y de pronto con un tren en lo alto, ese tren que cruza las
grandes ciudades que tienen metropolitanos por arriba y por abajo.
Vemos el sofoco de la música, y comprobamos frente a este chocolate
musical lo que hemos leído en un tratado medico: que el chocolate aviva la
epilepsia por su fuerza epileptógena.
Tiene cada pieza del jazz-band una cosa de viaje alrededor del mundo,
haciendo escala en Groenlandia y en la isla de lava.
Es giratoria la música del jazz-band, y gracias a un sinhilismomo viente
nos damos una vuelta en el carroussel del Zodíaco, y yo monto piscis y tú
escorpio.

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En los diplomáticos que salen a bailar se nota más la dualidad del salvaje
y del civilizado, sobre todo si en sus facciones se anuncia un poco el negro:
bailan con finura diplomática y con aire de guateque.
En el jazz-band se dejan en libertad y se les da prestigio a esos gritos que
antes tenían que aprovecharse de los grandes barullos o del cataplaneo de las
grandes máquinas para ser lanzados. ¡No es nada ver cómo agrada el grito
espontáneo sin tenerse que meter entre los ruidos que lo borran todo!
Todos los que oímos el jazz-band parecemos víctimas de una buena
noticia. Nos han traído, con su cola azul, un telegrama notificándonos algo
muy bueno.
¡Ahora que descorchen el bombo! ¡Y que en ese aparato que se mete y
saca preparen el cocktail de la hilaridad!
Sacad toda la cristalería y todas las compotas y los aguardientes del
aparador del jazz-band.
¡Se nos ocurren gansadas de bautizo y gritos de ¡viva la novia! en una
supuesta boda!
Aparece el que pisa las bocinas que gritan como perros a los que ha
pillado el tranvía.
Hay latas de foiegras de música… ¡Camarero, otra lata!
También las hay de caviar. ¡Camarero, otra de caviar!
Tantanes lejanos están llamando a cenar siempre.
¡Cómo abunda el candombe! ¡Cuánto candombe!… Ya pasó el candombe.
Ahora un rato de letanía.
Los metales del jazz-band son los metales de mejor clase del mundo, y
hay todo un ruido de cacerolas entre sus notas… ¡Ah, en la cocina nos
preparan una mayonesa! ¡Eso es que hay langosta con sus ricas desnudeces!
Los jazz-band son como la risa en las barbas de la seriedad del pasado,
que queda en el presente y que no se quiere dar cuenta. En él aparece ese
hombre muy solemne, cuanto más solemne mejor, y mejor si tiene barbas
negras y gafas con marco de concha, pues así resultarán más intempestivos e
inesperados sus gritos carcajeantes y su interrupción parlamentaria.
¡Oh, si tuviese tipo de naturalista!
Pero dejemos que el jazz-band zarandee de lo lindo la seriedad del mundo
y demuestre, a ratos, que él también tiene su corazoncito, y escribamos al
dorso de los menus ya comidos, y sobre los que hay impresas lágrimas de
vino, los pensamientos que la vorágine del jazz-band nos sugiere, y después,
como náufragos marineros del jazz-band, echemos al lector con la botella
vacía del champaña los últimos pensamientos de la tempestad.

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¡Qué quejidos de policlínica!
¡Oh! ¿Qué es eso? Los antiguos sonajeros… ¡Qué gusto! ¡El tiempo que
hacía que no oíamos uno de aquellos magníficos sonajeros de los rorros de
Carnaval!
¡Bien por ese negro que da con los palillos en las estrellas, y, después, en
el platillo petitorio!
El jazz es una orquesta para las grandes cataratas, para las grandes selvas
en silencio, cuyos músicos no conocían el papel pautado ni las no tas, y de ahí
el desorden y desmemoria que reina en cada partitura.
Ruido de colleras… Ya sabemos de qué amigos y enemigos nos
acordamos en seguida.
Ese caballero que medio canta unido al jazz es un tipo de caballero
perdido desde la Navidad pasada, un doctor del que se celebra el beneficio esa
noche y al que se le ha subido el champaña a la cabeza.
—¿Qué hace aquél?
—Pues toca una zapatilla.
Los seres mecanógrafos y cautivos hallan en el jazz su inyección, su
cargar de nuevo los acumuladores, rehaciéndose los agotados.
Los ukeleles precipitan los ¡alalay! macabros y las sensaciones de
trepidación se intensifican con una especie de tifón de ruidos.
Tocad jazz en una reunión de sombreros de copa y el jazz soplará todos
los sombreros, los que sin él se hubiesen entronizado y nos hubieran
engañado a todos.
El baile del jazz es el baile del bosque corrigiendo el amaneramiento de
los petimetres. Es un baile en que figuran los negros moviéndose según un
ritmo de ciénaga voluptuosa, avanzando con en gaño de baile, siendo los
contrafantasmas que, gracias a sus arrumacos, logran meterse en casa.
Los omóplatos se mueven como alones desplumados.
Todos los aspavientos de sus bailes son aspavientos del camino, gestos de
sorpresa en la plazoleta de la tribu, siendo quizá su baile más típico, el que
representa los movimientos del que pasa el río con pisadas inciertas,
temblando de meter el pie en abismos sospechosos, de sentir escalofríos de
agua, de saltar un pozo sobre arenas, unas ve ces flojas y otras duras.
¿Para qué decir en inglés todos esos pasos y danzas de peregrineantes
salvajes? Así, sólo se consigue desorientar lo que esto significa de natural, esa
grotesquería de las selvas vírgenes, ese gesto exagerado del desperezarse
procaz al mismo tiempo que del balancearse ele gante.

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Burla de todo lo imposible, meningitis de una hora, paroxismo de juego
de empolisonados, aire de marcha solemne descompuesto por los gestos
exagerados de las mandíbulas, las piernas demasiado en flexión y las curvas
anteriores y posteriores enarcadas y pomposas, imitación del canguro y del
avestruz, descenso de las posaderas azules y gesto retrospectivo del mono,
etc.
Todos los negros parece que se sienten en una nochebuena euro pea, en
francachela de hacer el ganso aprovechando todos los recursos a mano: el
plumero, el traje de la niña de la casa, los zorros, en fin, todo eso que se
complica en las bromas caseras.
Lo que tienen aún de nadadores de la época diluviana les hace bracear en
el aire, cortándole con cuchillos de dedos, como quien corta el mar con gestos
de irse abriendo camino en un queso más es peso que el de la atmósfera,
avanzando con ímpetu de través en un aire más caliginoso y enmarañado que
el nuestro, desperezando todo su cuerpo en cada movimiento y sacándole de
enervaciones que le envaran entre inervaciones que le pungen.
Baile de ver a una serpiente o de recibir en la pantorrilla el golpe de la
primera ola, combinándose muchas veces con el gesto de ver los primeros
exploradores blancos o con esa cosa eterna que tienen los negros de estar
bailando con su sombra, imitando y proyectando sobre las paredes blancas de
sol o de luna el gesto burlón de dejar con un palmo o dos de narices a sus
perseguidores y la rigidez aspa ventada que es el sarcasmo y la elegancia de
las sombras.
Todo es movilidad en el jazz. Me acuerdo de la gran orquesta de Jack
Hylton, uno de los mejores jazz de Norteamérica, presentándose con sus
sesenta músicos sentados; pero poco a poco todos se levantan de su asiento,
se adelantan al proscenio, saxofonizan bailando, dicen dos palabritas
sentimentales en el inglés más engañoso y terne del mundo, y después se
sientan.
Movimiento, movimiento… El director es el culpable, pues ya es el
director sin batuta, el director que dirige bailando, febril, multiplicando sus
brazos y sus pies, tomando el saxofón de uno de sus músicos, envidioso de
tocar él también con el frenesí y la llantina sentimental con que suena el
saxofón.
¡Todos saxofonizaban bailando, porque la música del jazz es traslaticia y
escéptica!
¡Qué bien interpretados esos cake-walks que nos dan unas suelas
descosidas!

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La Baker interpreta como nadie la movimentación desaforada de la nueva
movilidad, al kiukaju del presente.
La Baker, pintada de negro, ya que no es bastante negra, y con el pelo
mantecoso, como si fuesen a asar su cabeza, interpreta el patinado de la vida
moderna, y resulta un estupendo muñeco que sabe lo que hace. Lo malo es
que en su excesivo embadurnamiento, y al hacer gestos con la boca en
interpretación del saxofón, enseña su lengua, y el contraste la muestra tan
alarmadoramente Manca qué da gana de gritarle: “¡Púrguese! ¡Cuatro onzas
de aceite de ricino en cuanto dejé de trabajar!”.
El jazz, sin embargo, no puede ser lo último; habrá nuevas generaciones
de sonidos, sonidos vibrantes superiores al aparato auditivo, y de los que ya se
han hecho algunas experiencias matando con su sola percusión extrasutil a un
camello en el parque zoológico y a un pez en una pecera.
Esos sonidos no habrá que oírlos, y, sin embargo, traspasarán to dos los
tímpanos y atravesarán todas las porosidades.
Las matracas, los marimbáfonos, los vibráfonos y los tribáfonos quedarán
postergados, y los doctores, que ya han llamado al jazz “afección cardíaca y
locura puestas en música”, no sabrán qué decir.
El jazbandismo cambia la ilusión del fin del mundo y habréis de saber que
cuando llegue su último día no serán trompetas las que suenen, sino el más
enorme jazz, el jazz triturante y resurrectante, a cuyo son caerán las ciudades
y se despertarán los muertos.
Se oirá de pronto un tan-tan que llamará a la última comida, ésa en que
Dios nos llamará a todos después de lanzarnos al baile de la vorágine.
Y para acabar, un último consejo a las madres lactantes sobre todo:
No acostéis a los niños sin que hayan oído una pieza de jazz, pues ellos,
como todo hombre nuevo, deben acostarse con esa última impresión
cotidiana.
Y añadiré que si podéis les deis ese alimento, no en el chocolate
condensado del gramófono, opiáceo y retestinado, sino en la fuente directa del
cabaret.
Amo de tal modo el jazz que voy a contar mi salida entre sus notas de
legión extranjera.
Fué en un banquete literario que celebraba en la terraza de un gran hotel
en honor de Díaz Fernández.
El banquete de intelectuales llegaba a los postres, y entre siseos de
silencio, que no compartía el resto del público, se levantaba a hablar el primer
orador.

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El jazz-band, que no puede oír lo que pasa a su alrededor, atacaba sus
notas impulsado por el director, que las recogía en la batuta como ese
floretista de circo que ensarta todos los bemoles de las pararas en su florete.
—¡Esa orquesta! ¡Que se calle la orquesta!
El maitre d’hotel intervenía en la cuestión y hablaba como a sor dos de
solemnidad a los de la orquesta.
La orquesta se callaba y entonces era lanzado el primer discurso.
Aplausos.
Y de nuevo el jazz-band.
—¡Fuera! ¡Fuera! —gritaban los literatos, y entonces surgía una de esas
comisiones españolas a la que caracteriza la impulsividad y se levantaba para
comerse los hígados de los músicos.
Otra vez el maitre d’hotel conminaba a la orquesta y se oía en silencio el
segundo y el tercer discurso.
En uno de esos momentos yo pedí que tocase el jazz-band mientras
discurseaba, con lo cual quise intentar romper esa hostilidad que hay entre el
mundo y los escritores, y que es lo que más les separa del público viviendo en
un divorcio por mutuos malos tratos y desdenes.
“Puesto que estamos mezclados al mundo —dije— tenemos que hacer las
paces con él y hacernos compatibles con los que han ve nido a buscar música,
entremezclando nuestro espectáculo al su yo… Lo único que hay que lograr
en estos brindis lanzados en los dominios del jazz es levantar tanto la voz que
venza a la orquesta…
Para eso, generalmente, será necesario que los oradores tengan gran
ímpetu de tenores y si no, que deleguen en otros parlantes más estentóreos o
utilicen el megáfono… Lo que no es posible es ir a los concurridos perímetros
de la publicidad y querer suspender el pulso acelerado de la vida actual…
“Todo triunfo moderno tiene que tener formidable música y formidables
oradores… La ópera de las solemnizaciones tiene que contar, como ya quería
Wagner, además de con la música con la voz humana”.
Así planteé el problema que quedó en pie, pues la escena se ha de repetir
y la palabra morirá impopularmente entre esos públicos si no se impone al
jazz-band como yo me impuse a él aquella noche en que vencí sus notas y se
contaron los minutos de la pausa entre pieza y pieza como se le cuentan al
boxeador desmayado.
Al ir a la vida los intelectuales tenemos que contar con su ritmo propulsor,
bastante extraño a nosotros, pero entre el cual se puede intercalar nuestro

Página 173
escándalo, lo que debe despertar al presente, lo que puede añadirle estímulo y
acicate.
¡Que nos obligue el jazz a levantar el gallo, a estridenciar la atmósfera, a
despertar lo que de dormido y enervado hay en la vida mundana!

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HUMORISMO

I
SIN querérsele reconocer del todo, el humorismo inunda la vida
contemporánea, domina casi todos los estilos y subvierte y exige posturas en
la novela dramática contemporánea.
No es una cosa concreta, sino expansiva y diversificada, que ha de
merecer concesiones en toda obra que se quiera sostener en pie sobre el
terreno movedizo del terráqueo actual.
Hay que recordar, en principio, el valor que se dió a la vida humo tal para
comprender, por su misma etimología, el significado de humorismo.
Hipócrates y Praxágoras sostenían que el equilibrio de la vida se debía,
principalmente, a que los humores estuviesen compensados, y toda
enfermedad creían que procedía de una perturbación de algún humor.
El humorismo dista de ser un síntoma directo de esos humores físicos,
pero se puede decir que cuenta con ellos, y se estimula gracias a ellos y los
estimula a la vez.
Todo el fondo humoral del ser se complace en el humorismo, se solaza en
él.
Hoy parece volver a imperar la teoría de los humores mantenida por los
médicos, desde Marañón, que preconiza la inyección de alegría, a Pittaluga,
que prejuzga el sentido del humorismo al definir el temperamento como algo
que “surge del conjunto de las correlaciones bioquímicas humorales,
dependientes, a su vez, de la actividad trófica y glandular, o diastásica, de las
células que integran nuestros órganos, muy en particular los órganos de
secreción interna. Ejercen éstos directa y continua acción sobre el sistema
nervioso vegetativo; y por medio de este último y del plasma sanguíneo,
otorgan al sis tema nervioso central las cualidades específicas de nuestra
sensibilidad”.
Todas las teorías endocrínicas y metabólicas vienen a intrincar de nuevo
la teoría humoral de Galeno.

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Se sabe la influencia en la alegría de un buen endocrinismo y
metabolismo, y espero que pronto se encuentre la glandulilla basamental del
humorismo, y que a los hipohumoristas les podrá compensar una inyección de
preparado humorístico.
Definir el humorismo en breves palabras, cuando es el antídoto de 1<>
más diverso, cuando es la restitución de todos los géneros a su razón de vivir,
es de lo más difícil del mundo.
Conocidos los glóbulos blancos y los glóbulos rojos en la intimidad
latente del ser, yo supondría unos terceros glóbulos, que quizá se podrían
llamar amarillos y que son los glóbulos humorísticos, que vienen a dar un
sentido superior a la circulación, redimida de su crudeza, consolada de su
seriedad, cohonestada su rigurosa fórmula.
En el momento de girar la épica hacia otro avatar, surge lo humorístico
como la fiesta más eternal, porque es la fiesta del velatorio, de todo lo falso
descubierto y de todo lo que estuvo implantado, y a lo que le llega la hora de
la subversión.
Cuando suena el momento de la restitución a la sensatez, lo humorístico
entra a gobernar, como momentánea restitución de la cordura a la locura,
como pacífica tregua en el mismo andén.
De nuevo, en cuanto se formen otras grandes mentiras para otra etapa,
parecerá que lo humorístico se esfuma, pero es lo único que reaparece como
alba sagaz sobre los campos de batalla.
La actitud más cierta ante la efimeridad de la vida es el humor. Es el deber
racional más indispensable, y en su almohada de trivialidades, mezcladas de
gravedades, se descansa con plenitud.
Se sobrepasa gracias al humor, esa actitud por la que sólo se es un
profesional del vivir, en toda la sumisión que representa ese profesionalismo.
El humor ha acabado con el miedo, debe acabar aún más con él. Cosa
importantísima, porque sabido es que el miedo es el peor consejero de la vida,
el mayor creador de obsesiones y prejuicios.
El humorismo es una anticipación, es echarlo todo en el mortero del
mundo, es devolvérselo todo al cosmos un poco disociado, macerado por la
paradoja, confuso, paras arriba.
Cuando más confunda el humorismo los elementos del mundo, mejor va.
Que no se conozca si es objetivo o subjetivo su plan. Que cometa el dislate de
reunir dos tiempos distintos o repetir en el mismo tiempo cosas remotas entre
sí.

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Hay que desconcertar al personaje absoluto que parecemos ser, dividirle,
salimos de nosotros, ver si desde lejos o desde fuera vemos mejor lo que
sucede.
Sólo a través de esas disipaciones del humorismo se entreabre una raja en
la bóveda del ciclo que deja transparentar el piélago inmenso del vacío, que se
sonríe por la hendidura.
El humorismo no es más, muchas veces, que una evolución, que una cosa
dicha dando al mundo por desengañado de sus etiquetas y prejuicios.
La comprensión elevada del humorismo que acepta que las cosas puedan
ser de otra manera y no ser lo que es y ser lo que no es. El acepta que en la
relatividad del mundo es posible lo contrario, aun que eso sea improbable por
el razonamiento.
No se propone el humorismo corregir o enseñar, pues tiene ese de jo de
amargura del que cree que todo es un poco inútil.
Casi no se trata de un género literario, sino de un género de vida, o mejor
dicho, de una acritud frente a la vida.
El humorismo ha de tener una nobleza improvisadora del poeta. ¡Qué feo
es ese humorismo sistemático de sota, caballo y rey, sin la feracidad sentida
del artista! La tremulancia que necesita el humorismo no se encuentra jamás
en esos humoristas de ajedrez, verdaderos simuladores del humor, que
realizan su papel como actores repetidos del humorismo.
Hay cosas que encuentra perfectamente serias el humorista y que acaricia
como tales, pero sin considerar esa seriedad más que como actitud
momentánea que tiene que rematar un acto de humor, un resumen jocoso o
arbitrario, algo que pruebe que todo eso tan serio y tan emocionante puede
tener un desmentís completo, en ultima concomitancia con lo vacío y con lo
incoordinable.
El humor muestra el doble de toda cosa, la grotesca sombra de los seres
con tricornio y lo serio de las sombras grotescas.
El humor hace pariente de la mentira a la verdad, y a la verdad de la
mentira.
El humor parece que va excitar a la risa, y después aduerme en lo
sentimental. Presenta a su héroe como un dislocado y acaba por conmoverse
con él y hacer cierta y profunda su tragedia, al parecer, grotesca.
El humor, por ser tan extenso de significado, no puede ser considerado
como un tropo literario, pues debe ser función vital de las obras de arte más
variadas, sentido profundo de toda obra de arte.

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El humor es ver por dónde cojea todo, por dónde es efímero y
convencional, de qué manera cae en la nada antes de caer, de qué modo está
ligado con lo absurdo, aunque no lo crea, cómo puede ser otra cosa o ser de
otra manera, aunque esté muy pagado de cómo es.
El humor abaja las alcurnias y hace soportable el hecho de la autoridad.
Sólo se puede soportar el tinglado de lo social gracias al humor, que
desface idealmente lo que es irritante que esté tan hecho, tan unificado, tan en
estrados de entronización.
El humor es que rezonguen las palabras con un deje de más ente radas de
lo que parecen y como dando a entender que puede estar la verdad en todo lo
contrario de lo que dicen o en la paradoja que proclaman.
El humorismo tiene que tener genialidad y estar aquilatado, equilibrado y
sopesado como nada. Lo serio es una simpleza a la que le falta el revés, el
darse cuenta, el volver, el contraste con todo lo que es alegre y disparatado en
el mundo.
El humorismo es una situación sui géneris y superior para juzgar la vida
que pasa, para desarmar lo alevoso. Es el intermedio entre el enloquecer de
locura o el mediocrizarse de cordura.
En el humor se mezcla todo lo inconcluso, lo que sólo puede lanzarse
como hipótesis o en vía de ensayo, y todo con una última duda sonriente, con
un último horror a que pueda ser o pueda no ser unida a la visible indiferencia
de que sea o no sea.
El humorista es el gran químico de disolvencias, y si no acaba de ser
querido y a veces se oponen a él duramente los autoritarios, es porque es
antisocial y al decir antisocial, antipolítico.
Pero él se debe a sus impasibles mixturaciones, a mezclar lo que repugna
con el sentimiento de repugnancia, pues de esa mescolanza resultan sus
mejores composiciones.
El humorismo es lo más limpio de intenciones, de efectismos y de trucos.
Lo que parece en él truco es, por el contrario, la puesta en claro de los trucos
que antes se quedaban escondidos y sin delación, y que por eso eran más
responsables y graves. Lo que se muestra a las claras y por delante, no engaña
a nadie.
El humorismo sobre la necesidad de apelar al juego de distribuciones y
contrastes que es toda obra literaria, aclara precisamente lo que de verdadero
hay alrededor de ese juego, el anhelo, el descontento y el vacío que hay en la
vida, la limpia desesperación de reír, que es en lo que más vida adquiere la

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inteligencia desengañada, es decir, sin engaños, en el máximum de su
refocilamiento.
En el humorismo se falta a esa ley escolar que prohíbe sumar cosas
heterogéneas, y de esa rebeldía saca su mayor provecho.
Vive de poner en espectáculo lo menos espectacular, y consigue con sus
dislates una nueva movimentación de la vida, una particular aceleración de su
ritmo, un salirse de sí por montañas rusas que dirigen a mundos lunares y
como marginales al mundo.
En el humorismo está la fraternidad de todas las cosas, y los absurdos que
tienen una sed pavorosa de realizarse, se realizan al fin, tienen una especie de
vida sobrenatural.
El humorismo no es cinismo. Cuando el alma más blanda y en confianza
está, cuando el alma se dice: “Voy a oír, por fin, el comentario que merece el
mundo”, es cuando más humorista se siente.
El ha de sostener la escena, ha de reconocer lo patético en medio de ella y
que resulte rezo de la vida lo que se va diciendo. Lo que tiene es que, en
medio de lo que declara, da un salto y se pone fuera, del otro lado del
patetismo, reconociendo su trampa estrecha.
Más que un género literario es una manera de comportarse, es una
obligación de alta mar en los siglos, es una condición de superioridad.
Que los pastores que tienen la obligación perentoria de conducir los
ganados por las cañadas aprovechen los viejos motivos. El humorismo no es
un incentivo para pastores, sino para tipos señeros, que hablan a lo que se ha
evadido del pastoreo, que preconizan otras épocas, que no tienen el papel de
mezclarse a las luchas del momento, a las consignas perentorias de los
comicios, al mercado del día.
No hay que creer que el hombre creado por el humorista es un hombre
ficticio, creación abstracta del intelectual frente al hombre real, que es
creación del novelista. Lo ficticio del personaje del humorista va circunscrito
al hombre real, y lo que hace es sobrepasarle, y llevarle a más, corrigiendo su
garrulería y su tozudez.
Gracias al humorismo se salvan los remas y se hacen perdonar su calidad
de obsesión, su siempre simple intriga, sus pasadas pasiones.
En este momento de transición, en que se ve lo que va a desaparecer y ya
está de algún modo como desaparecido, y no se ve aún lo que aparecerá de
nuevo en toda su rotundidad, el humorismo es puente ideal.
Convencido el artista de que toda pasión tiene un valor temporal, procura
remontar esa decadencia temporaria, que llevaría en sí el apasionarse, y se

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salva de ese modo más que se salvaría si se encerrase en su obscura obsesión.
Gracias al humorismo, el artista evita el creer resolver problemas que son
insolubles y que tal vez ni problemas son, sino la vida mal planteada, defectos
de la vida confinada en pequeños círculos. Gracias a ese recurso de elevación
se pone en extremos de luz el margen en que estará el porvenir con respecto a
muchas cosas y deja abierto el círculo en vez de cerrarlo de esa manera que ha
vuelto insoportable muchas obras literarias por atosigación de su seriedad y
de su calidad de genero cerrado.
Es fácil hacer sospechoso al escritor al señalarle como humorista, como
las formas de una avanzada política se logran hacer suspectas sólo con
denunciar su nombre titular.
Pero nosotros hablamos, o debemos hablar, más allá de los medios
alevosos de la oposición fácil, y en ese terreno el humorista es un
propugnador de nuevas libertades, el primer heraldo de nuevas revanchas, de
nuevos géneros desenlazados, en mayor libertad de acción.
Toda obra tiene que estar ya descalabrada por el humor, calada por el
humor, con sospechas de humorística; y si no, está herida de muerte, de
inercia, de disolución cancerosa.
Todo lo que no tenga humorismo se convierte en un cuento de miedo que
no mete miedo a nadie.
Aun se defienden viejos géneros que no tienen humor, porque hay una
convivencia literaria entre retardados y críticos; pero el lector, que a veces
hasta agota los libros alabados, se divorcia, cada vez más de la literatura, por
desengaño de su monotonía, de su autoinspección, llena de vanos conflictos
sentimentales.
Los más grandes escritores son los humoristas; y téngase por los más
grandes escritores, no los que se reputan por tales, sino los que son leídos, los
que vibran en el presente, los que pueden vivir la inquietud de nuestros días,
los que no están en los museos con sus grandes esqueletos, admirados por un
público de los domingos, aquellos ante quienes no se dice sólo: “¡Oh, sí!”,
sino que se les puede alternar con todo lo moderno.
El lector de hoy tiene ojos de humorista; y hasta lo que no es humorista se
lee en humorista, se le añaden sonrisas a través de las páginas.
Si es importante la imagen, sólo se la perdona y se la resiste si está
lanzada con gesto humorístico, si está entregada con cierta sonrisa.
Toda literatura en que no haya humorismo tendrá un defecto de tiesura, un
defecto declamatorio que la hará no curada y sólo cuadro episódico del

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escenario del mundo, monstruosidad en una sola dirección, aislación de un
crimen sobre el conjunto del vivir.
Si no se hace abstracción de un motivo y no se obliga, por disciplina
antinatural, a que todos hagan esa abstracción, ese motivo caerá sobre el mar
vital del humorismo, y al entrar en el conjunto del mundo tendrá fondo
humorístico.
En este momento de desobediencia radical para las abstracciones
literarias, todo se reintegra a su fondo humorístico, y por eso se descompone
el arte y la literatura de escuela y se habla de crisis, cuando sólo se trata de la
disolución del arte concebido en grandes pedruscos.
El humor entra en las cosas por el lado por el que no existen, y que es el
que las revela más.
Lo que de mastodóntico y aplastado tiene el mundo, sólo lo compensa la
mirada humorística. Todo es montaña para el hombre si el hombre no es
humorista.
Frente al humorismo, que debe ser una maravilla de dosificación —y en
eso entra el estro poético del humorista y su verdadera vocación—, está el
amarguismo.
El humorista debe cuidar, por eso, de que ni lo cómico ni lo amargo
dominen su creación, y una bondad ingénita debe presidir la mezcla. Al
humorista ha debido conmoverle lo que ha escrito, aunque a los otros les haga
reír o les anonade con su burla.
El amarguismo hace doloroso y antipático el humorismo, y es obra del
mal genio, en vez de ser obra del mejor genio; un genio tan bueno, que debe
ser de algún modo desgraciado.
Hay que rechazar toda forma del amarguismo y denunciarlo como tal,
pues se disfraza de humorismo en sus réplicas, en su desagradabilidad, en su
fondo aguafiestas.
En el humorista se mezclan el excéntrico, el payaso y el hombre triste, que
los contempla a los dos.
Es la tragicomedia sin crimen ni sangre, con baile de cosas, seres y hechos
en medio de su acción.
La mejor pintura que se ha hecho del humorista es la que le representa en
pos de remedio a su hipocondría, pidiendo consejo para curar su melancolía a
médicos, a sabios y a amigos; hasta que tropieza con uno que le recomienda
que vaya a ver al escritor hilarizante que está más en boga; y el pobre
humorista responde:
—¡Imposible, inútil!

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—¿Por qué?
—Porque soy yo.
Una objeción que se hace al humorismo es que no suele ostentarlo la
mujer, que la mujer no es humorista.
No es objeción seria ésa; porque es que a la mujer se la ha acostumbrado
demasiado a llorar, y el humorismo es una nueva fórmula para evaporar las
lágrimas. Todavía se necesita algún tiempo para que aprenda a sonreír de lo
que le hacía llorar.
Si la mujer no puede ser clown es porque su coquetería se opone a ello,
pero no por una razón antihumorística. Ese impedimento de ser la que ha de
agradar con sus gracias, mantenidas en un solo sentido de armonía, es lo que
evita que entre en la gran experiencia dé las contorsiones ultra vertebradas.
No se puede mezclar a las disolvencias humorísticas, porque tiene una misión
enquistada de cómica del amor.
Solo una mujer muy excepcional puede comprender a los humoristas. La
mujer nunca sabe cuándo habla el humorista y cuándo el hombre trágico.
La mujer llega a comprender lo cómico y lo dramático; pero lo que la
irrita, lo que la descompone y saca de sus casillas es ese no saber cuándo es
dramática una cosa ni cuándo es cómica, situación del humorismo que es el
estado especial en que son vencidos los dos elementos y convertidos en una
tercera complacencia, que no abusa de lo cómico ni de lo dramático, que
sacrifica las ventajas de las dos situaciones.
La mujer que abusa de las escenas trágicas y que saca también mucho
partido de las cómicas, se ve en una situación desinteresada del juicio, que
acaba con su coquetería dramática y su coquetería jocosa y se siente
desacorde.

II
Estudiemos como químicos los ingredientes que entran en el humorismo y
que después se diversifican en él, formando algo que no tiene nada que ver
con los elementos sueltos.
Lo grotesco entra en un tanto por ciento imprecisable en lo humorístico.
De lo grotesco apenas dice nada el diccionario español, y el italiano le
aplica cierta gracia, calificando así a lo que es pintado de un modo libre y
ornamentalmente barroco, porque no le conviene pintura más noble y
regulada.

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El vicio al juzgar lo grotesco está en creerlo indigno, poseído de
indignidad. Claro que inspira este desprecio toda la cursilería social que no
sabe apreciar sino sus categorías y a las otras les aplica juicio negativo.
Lo grotesco es excelso y tiene un sentido formidable por como se hace
imponente lo humano al conseguir ese grado. Pero hay que desconfiar de lo
grotesco industrializado, barato, con marcado as pecto decorativo.
El sarcasmo, que quiere decir en su primera etimología, mordedura, es el
mordiente que debe entrar en su composición, mezclado de socarronería para
rebajar el exceso del mordiente en que pueda incurrirse.
Lo bufo debe pasar como una sombra, y en huida, por la imaginación
humorística, pues lo bufo es lo grotesco en calzoncillos.
Lo patético debe perder su color en la mezcla, pero debe estar dentro de
ella.
A ese total se le añadirá un grano de la especia épicoburlesca, mezclando
al todo elementos inclasificables de incongruencia pura, de expectación de
ojos abiertos.
Como se ve, quedan fuera del humorismo las substancias con que se le
imita: el chiste, que es el humorismo que se arrastra; el retruécano, que es una
cosa mecánica; la tomadura de pelo, que es una cosa de barrio bajo; el choteo,
que es una cosa chulesco-matónica, y la burla, que no cree en lo que dice y
que cuenta con lo ridículo, impiedad de que carece el humorismo.
Lo satírico se irroga una misión moralizadora, y hay por eso en la sátira
un elemento moral impertinente, una crítica rigurosa que no merece la vida.
Lo satírico es una “crítica reflexiva y didáctica” sin el lado de libre
inspiración que hay en lo humorístico y es en los mejores casos la oposición
del poeta a la realidad, cuando en el humorismo se hace que la realidad haga
la oposición a la misma realidad y es, por decirlo así, la contienda de dos
realidades, una supuesta y otra cotidiana, si no es una única realidad vista de
dos maneras o quimerizada y resuelta para que se encienda más de su propio
sentido.
Esa moraleja latente que hay en la sátira no debe concurrir en el
humorismo, que no debe hacer propaganda de nada ni propugnación de
ninguna nueva mentira civil de renacimiento. Si un nuevo renacimiento se
inicia con formidables afirmaciones con que congregar de nuevo la vida
social, el humorismo debe hacerse a un lado y permanecer en su puesto,
porque le llegará la hora de eslabonarse en otra época con el de la época
anterior, pues es la única posición altiva y flotante que se eslabona cuando los

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renacimientos pierden su eficacia, ya que son mucho más falaces de lo que les
pareció a los humoristas al iniciarse.
Arquiloco iba tan lejos en sus sátiras, que a veces se suicidaron los que
fueron satirizados por él.
El humorismo es incapaz de ese ensañamiento.
El humorismo acaba en sí mismo, se completa en sus propios cuadros, se
satisface en sus escenas.
El epigrama y lo epigramático es lo más episódico del humorismo y su
sentido es de retorsión sobre una agudeza, redondeado por un trallazo
ingenioso, círculo cerrado de una opinión zumbona, epitafio de un ser o de un
sucedido —los primeros epitafios se llamaron en realidad epigramas—,
soneto en prosa que sintetiza una escena cómica, un carácter puesto al
descubierto, un acontecimiento dilatado en sus vicios y pecados, una
fisonomía revelada en su bisojez o en su mueca con melladuras y chirles.
La ironía es flaca y el humorismo es recio, y en ella no se comprende la
inspiración calenturienta, la efusión de medios.
La ironía, según Littré, “es un perro que no puede morder y enseña los
dientes”, y Pelayo González dice: “que es una hiel que cristaliza en agujas”.
La ironía está llena de un entrometimiento que dislacera la obra literaria y
tiene un chirrido que ataca los nervios al subrayar las cosas.
La ironía es una intervención un tanto procaz.
La ironía es una paradoja artificial y petimetra, mientras que el
humorismo es una paradoja vital y solemne.
La ironía implica otro hombre en el secreto de su doblez, y el humorismo
no incurre en cómplices, sino que se entrega a lo que dice, sin miradas de
soslayo, sin buscar al otro, en esa soledad fervorosa —de solo en el mundo—
con que se construyen las obras de arte, las páginas imperecederas.
La ironía se apoya muchas veces sólo en las palabras y es con
descendiente con aquel que se espera que condescienda entendiendo la
traslación de la propia significación de una cosa a la opuesta, mientras que el
humorismo juzga las cosas sobreponiéndose a que el mundo entero se hunda
en su comentario y quede tergiversado por su contagio.
La ironía tiene un deje francés y un tonillo ofensivo. Es un humorismo sin
curar, al que falta la nota grave y profunda que hace perdonar el agravio.
Complicando más el asunto se ha dicho que entre la concepción estética y
la ética el término es la ironía, y entre la ética y la religiosa, es el humorismo.
Ese disamble de la ironía no va con España. Lo que no ha hecho arraigar a
Anatole France, lo que ha revuelto contra el escritor francés algunas de las

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plumas más representativas de España, lo que ha dejado corta su obra es ese
fondo de supercategoría que enorgullece a la ironía, es que en la ironía no está
todo echado a barato y el ironizador no entra en el baile de las contorsiones en
que da por metido a lo que ve. No torea en el mismo revolotum. Se queda al
pairo y como secreteando con alguien al que cree tan superior como él y tan
ajeno a la gárrula feria.
La creación humorística admite entusiasmo y credulidad, mientras que la
creación irónica siempre mantiene al autor desplazado, frío, directorial
deslabazando la creación por causa de la ironía.
En lo humorístico hay locura. Esopo, que fué el primer humorista, pues
reinó su ironía 605 años antes de Jesucristo, se llamaba a sí mismo
“morósofo”, o sea loco sabio.
La ironía que quiere dar a entender lo contrario de lo que dice, entra ya así
en un amaño frío, con algo de juego de sociedad.
Es la ironía reticente con sus ocultaciones del pensamiento en coquetería
de dejar y no dejar ver.
La ironía tiene malignidad, y aunque revela refinamiento, revela también
mezquinería.
Lo cómico se verá siempre que ha sido un abuso y que ha aprovechado la
indefensión y el azora miento del que se ríe. Contra lo cómico se puede volver
vengativo el que pudo ser logrado por su efecto, pero contra lo humorístico no
cabe esa reacción, y si ha sido acertado su golpe, se comprenderá cada vez
mejor.
Hay quien ve el ridículo como base del humorismo, pero ni lo ridículo ni
lo cómico son base del verdadero humorismo, de ese humorismo que se abre
como una sombra última sobre las cosas.
El humorista es un ser enlutado por dentro que hace sufrir la alegría. Ama
los clowns y no tiene que ver nada con ellos, pues también ama los
enterradores y no tiene tampoco que ver nada con esos lúgubres oficiantes.
Tampoco hay que confundir al humorista con el bufón. Ese se ría un
crimen de lesa majestad, pues el humorista es el rey sobrehumanado, es el rey
con facultad de juicio y de ironía.
El buen humorismo no exige que se ría, porque la risa, después de todo, es
un acto tan esporádico como el estornudar.
No debe tener el tono chocarrero del chiste.
Es una característica de él “provocar la risa pero sin tomar parte en ella”.
Últimamente se cruzó, en una revista, esta pregunta: “¿Se acabará la risa
algún día?”. La respuesta es afirmativa porque Clarence Finlayson ve en la

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risa un fenómeno que nació con el pecado original y terminará con la
resurrección de la carne. “La risa es pues un fenómeno del tiempo. El hombre
aparece en su trágico viaje con templando las pequeñas desproporciones y
debilidades que contras tan con su destino y por eso ríe”.
Si la risa de lo cómico supone una ausencia de la emoción, el humor hace
que la emoción no se disuelva en lo cómico.
Nuestro Séneca ha dicho “ríete, pero sin carcajada”, y con eso corregía ya
la malicia de lo cómico. Nosotros iremos más lejos en la prescripción, que
atañe directamente al humorismo y deja atrás la ironía: “Ríete, pero sin
sonreír siquiera”.

III
Con paciencia he reunido varias definiciones del humorismo, por que el
entrechoque de todas añade matices a su concepto.
Lipps lo ha definido como “sublimación de lo cómico a través de lo
cómico mismo”.
Juan Pablo Richter ha dicho “que es como el pájaro mérceps, que sube al
ciclo con la cola hacia las nubes, o como un juglar, que bebe danzando sobre
su cabeza”.
Revilla dice “que es el punto más álgido del lirismo, su exageración, el
momento en que el poeta afirma con energía su pura subjetividad; poniéndose
a veces hasta en contra de la sociedad entera”.
Taine, con acierto dentro de su garrulería, dice del humorismo:
“Como procedimiento artístico, confunde todos los estilos, mezcla todas
las formas, acumula alusiones paganas a reminiscencias bíblicas,
abstracciones germánicas a términos técnicos, la poesía al argot y los
arcaísmos a los neologismos. La libertad subjetiva que degenera en
arbitrariedad, varía indefinidamente la perspectiva del humorista, mirando lo
grande desde lo pequeño y viceversa, y convirtiendo lo sublime en ridículo y
lo ridículo en sublime. Toca de esta suerte en el límite del absurdo, hace
núcleo de su inspiración el contraste, y con él la parodia y la paradoja para
llegar a una risa triste o ironía sublime que conserva un dejo cariñoso o
simpático hacia lo mismo que se zahiere y censura. Audacia e impotencia
juntas, anhelo que no se cumple, ideal que se presiente y no se concibe,
síntesis que se anuncia y no se realiza, mesianismo igual al de la teología
judaica: tal parece ser el humorismo, nube preñada de auroras. El humorismo
es lex inversa, que introduce lo serio en lo jocoso y convierte al diablo en

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bufón. A su vez el humorista es un Diógenes o un Sócrates; demente que
posee, según dice Schlegel, una genialidad fragmentaria, en cuanto se desvía
del medio social que constituye su atmósfera nutritiva. Hijo pródigo de su
propio talento, lo derrocha el humorista, protestando contra un orden
aparatoso, cuya medula es un desorden que a su vez busca normalidad dentro
de síntesis superiores. Con excesiva preferencia hacia los contrastes, vistiendo
las ideas más serias con la casaca del arlequín y produciendo irrupciones de
locas alegrías en mundos de tristeza, cual eco lejano de una eterna danza
macabra, el humorista aparece ante todo como un escritor autónomo, y el
humorismo como una poesía equívoca, por que el autor y la obra, sumergidos
en el fuego de la sensibilidad, se ven asfixiados por el humo”.
Pirandello, más cercano a la listeza moderna para comprender lo que es
humorismo, dice:
“El humorismo no es más que una lógica sutil. Los humoristas son lógicos
que viven en medio de los absurdos de la retorica y de la visión unilateral de
la vida”. Y para probar que el humorismo es una lógica sutil y pacífica, cita
Pirandello dos frases de Aliáis, la que dijo en respuesta a la suposición de
Pascal, según la cual si Cleopatra hubiera tenido la nariz un centímetro más
corta, se hubiera cambiado la faz del mundo: “No; si Cleopatra hubiera tenido
la nariz un centímetro más corta, se habría cambiado la faz de Cleopatra”. Y
la otra frase: “No dejes para mañana lo que puedas dejar para pasado
mañana”.
Con más seriedad, Pirandello ha dado otra definición del humorismo que
hay que estampar aquí: “El humorismo es el sentimiento del contrario, un
Hermes bifronte, una de cuyas caras se ríe de las lágrimas que vierte la otra”.
Jean Paul ha dicho: “El humor es lo cómico del pesimismo; un cómico
más fino y más profundo que el de la comicidad ordinaria”.
Bergson ha dicho que el humorista es “un moralista que se disfraza de
sabio”, y con incomprensión despectiva quiere explicarse lo cómico por
rigideces, fenómenos de distorsión, apariencia de cosas que toman los seres,
conversión en tipos mecánicos de los tipos humanos, ¡qué sé yo cuántos más
falsos síntomas!
Como esos pensadores que creen que lo cómico es la simple degradación
de presentar una idea elevada como mediocre, no sospechan que esa clara
exhalación que produce la risa es comprensiva de que lo elevado es
verdaderamente mediocre y que hay una moral práctica frente a la moral ideal
y el humorismo es el conflicto de las dos morales.

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Los poetas han acertado más con las definiciones difíciles, y así Gautier
dice que “Lo cómico extravagante es la lógica de lo absurdo”.
El misterio de la risa es un misterio mucho mayor que el del dolor, tanto
que cuando un dolor llega al paroxismo acaba en risa.
La risa, según Baudelaire, es satánica y por lo tanto hondamente humana.
Revela la superioridad del hombre, su grandeza infinita y miseria infinita, —
la una en comparación con los animales y la otra en comparación con Dios—
y del choque perpetuo de esos dos instintos se desprende la risa.
A los filósofos se les escapa el secreto del humorismo. Spencer dice que
“la risa es el indicio de un esfuerzo que de pronto se encuentra en nada”, y
Kant, de modo parecido, cree que “procede de algo que se esperó y que
inesperadamente se resuelve en nada”.
Con humorismo, Mac Sennett contesta a estos menosprecios, cuando dice:
“A cualquiera puede hacérsele llorar con una cebolla; pero aun no se ha
descubierto legumbre ninguna que haga reír”.
“Risa en la niebla” se ha llamado también al humorismo, y con
redundancia pedagógica: “Disposición del espíritu que permite des cubrir y
expresar la alegría de las cosas tristes y la tristeza de las cosas alegres, o un
matiz del talento irreductible a concepto”.
Pawlowski ha dicho “que el humor es el sentido exacto de la relatividad
de todas las cosas, es decir, la crítica constante de lo que creer ser definitivo,
la puerta abierta a las nuevas posibilidades sin las que ningún progreso del
espíritu sería posible. El humor no puede llegar a conclusiones, puesto que
toda conclusión es una muerte intelectual, y es precisamente este lado
negativo del humorismo el que disgusta a muchas gentes, aunque él indica el
límite en nuestras certidumbres y es la mayor ventaja que se nos puede
conceder”.
“El humor —añade el mismo autor— no es la risa. El reír es un tribunal
social que juzga y condena las ridiculeces, comparándolas con la verdad
admitida que hace la ley. El humor no está al servicio de la sociedad, sino de
los dioses, y se dedica a mostrarnos o a que atisbemos el encuentro de lo
conocido con lo desconocido”.
“El humor no tiene nada que pueda agradar a los que se sacian de orgullo
encerrándose en sus certitudes, ya que, por el contrario, es el nerviosismo de
una inteligencia que quiere volar, nerviosismo siempre doloroso, pues al abrir
sus alas, el espíritu se martiriza contra los barrotes de su jaula”.
Lo humorístico siempre será más alto sentimiento que lo cómico porque
no cometerá nunca el exceso de lo cómico que considera al mundo en

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liquidación cuando el mundo hay que considerarlo en creación.
El humorismo precisamente por su sublimidad no ofende a quienes pinta.
La gracia regional de lo cómico no puede competir con la gracia
humorística que es cósmica y universal, pero Bergson que era el hombre
mejor vestido de profesor que he conocido y que por lo tan to era el menos
indicado para definir lo cómico, ha dejado enredadas las ideas de lo cómico y
lo humorístico mezclando lo ridículo a la risa.
El humor en “lata” filosófica colinda con la “bromatología”, la broma más
seria que se puede gastar, pues es la ciencia de descubrir la “botulina”, el más
activo veneno de intoxicación que está en el fondo de las latas de conserva.
En el humorismo no está el resorte burdo del juguete mecánico de la
broma, sino que su mecanismo es el libre albedrío humano.
El humorismo es el juicio desinteresado por excelencia y lo inactual
aunque esté hecho de actualidad.
Es lo terrible sublime y lo burlón sublime y no tiene desarmonía ni es la
antítesis de lo estético, pues cree como nadie en la estética suprema, más allá
de la estética, entre-visión sólo a través de los cielos rotos.
No acaba de tener mucho que ver con la risa pero oigamos algo más de lo
dicho sobre la risa.
Hobbes dice que: “La pasión de la risa no es otra cosa que un sentimiento
brusco de triunfo que nace de la concepción súbita de alguna superioridad en
nosotros, por comparación con la inferioridad de otros o con una inferioridad
nuestra anterior”.
Reproduzcamos lo que nada menos que Renato Descartes dice dé la risa:
“La risa consiste en la sangre que procede del ventrículo derecho del
corazón, por medio de la arteria, e hincha de repente los pulmones en varias
repeticiones, obligando al aire que contienen a salir de ellos con ímpetu por la
tráquea, formando un sonido inarticulado e interrumpido; tanto se dilatan los
pulmones, que el aire, al pasar, hace presión contra los músculos del
diafragma, de la caja torácica y de la garganta; y a su in flujo se mueven los
del rostro que tienen conexión con aquéllos; constituyendo esta acción del
rostro, junto con el sonido inarticulado e interrumpido, lo que se llama risa”.
En su mezcla de definición de lo cómico y lo humorístico con viene
conocer algunas teorías.
Así la de Gauckler, que dice:
“Lo cómico nace de la falsedad de las situaciones, en que los sentimientos
y los pensamientos están en desacuerdo con los hechos, las acciones en
contradicción con las palabras o las intenciones de los hombres”.

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Benedetto Croce ha intervenido también diciendo:
“Lo cómico se ha definido como el desagrado que despierta la percepción
de un entuerto, seguida de un placer mayor procedente del cansancio de
nuestras fuerzas psíquicas, pendientes de la expectativa de una percepción
que se creía importante. Al escuchar un relato que, por ejemplo, nos describe
el propósito magnífico y heroico de una persona determinada, anticipamos
con la fantasía la realización de una acción heroica y magnífica, y nos
preparamos para acogerla, tendiendo a ello nuestras fuerzas psíquicas. Pero,
de pronto, en cambio de la acción magnífica y heroica que los antecedentes y
el tono del relato nos anunciaban, sobreviene una acción pequeña, mezquina,
necia, desproporcionada a sí misma. Nos hemos engañado y el
reconocimiento del engaño lleva consigo la impresión del desagrado… Si el
hecho desagradable nos hiere viva mente en nuestros intereses, no surgirá el
placer… Si, por el contrario, no surgen tales graves percepciones, si todo el
daño consiste en un pequeño engaño de nuestra previsión, tan leve desagrado
se compensará en seguida con el sentimiento posterior de nuestra riqueza
psíquica”.
Siempre les aventaja en definiciones Juan Pablo Richter, que dijo:
“El Humor, como destrucción de lo sublime, no hace desaparecer lo
individual, sino lo finito en su contraste con la idea. Para él no existe la
tontería individual, ni los tontos, sino la tontería y un mundo tonto. Diferente
de lo cómico vulgar, no pone en evidencia las locuras individuales. Rebaja la
grandeza y levanta la pequeñez, pero, diferente también de la parodia y de la
ironía, lo hace colocando al mismo tiempo al grande al lado del pequeño, y al
pequeño al lado del grande, en mentida y supuesta igualdad, reduciendo así a
la nada al uno y al otro, porque ante lo infinito todo es igual y todo es nada”.
“El satírico vulgar, por el contrario —continúa en otro lugar precisando su
idea—, sólo observa y pone en evidencia en la vida ordinaria y en la de los
sabios, rasgos abderíticos y aislados, que le son extraños, que son ajenos al
sentimiento estrecho y egoísta de su superioridad; cree ser un hipocentauro en
medio de onocentauros, y desde la mañana a la noche, en este manicomio del
globo terráqueo, predica desde lo alto de su caballo con una especie de furor,
su sermón de capuchino contra la locura. ¡Cuánto más modesto es el que se
contenta con reírse de todo, sin salvar de su risa al mismo hipocentauro!”.
El Diccionario de autoridades dice del humorismo:
“Estilo literario en que se hermanan la gracia con la ironía, y lo alegre con
lo triste”.

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Está en lo español de tal modo que el viejo Diccionario dice que el humor
“se toma también por genio, índole, condición o natural”, y entre las citas en
que se apoya hay una clásica que dice:
“Dejóse el maestre persuadir fácilmente, por frisar con su humor aquel
dislate”.
El humorista prepara el mundo para el futuro, pues las ideas
trascendentales y serias y pacifistas no han dado resultado y la humanidad se
ha lanzado sin contrafreno a la más sanguinaria contienda.
Sólo por el humorismo, si hay más humorismo en la sangre de los
humanos, se logrará detener una nueva contienda.
Entre las promesas que debían abundar en el momento, debía figurar la
primera:
—Si salgo de esta catástrofe voy a practicar más el humorismo y voy a
enseñar a ser humoristas a todos mis hijos.
En la oposición al humorismo anterior a la guerra se llamaba titiritero al
humorista. Parecía que el humorista era el que podía despeñar a los hombres
tétricos, pero al fin ha resultado que los hombres tétricos han despeñado al
humorista y se han despeñado ellos en una guerra que era lo que imaginaba su
seriedad.
El humorismo universal —se ve que la caricatura política no sirve sino
para enzarzar más las cosas— arreglará el mundo.
Los que han lanzado a la actual guerra a los hombres hicieron primero una
experiencia contra-humorística, es decir, se presenta ron con un atuendo bufo,
haciendo gestos absurdos, componiéndose una carátula que hubiera dado risa
si sus pueblos hubieran sido más humorísticos.
Así, descubrieron que su época no era época de humor, que estaba en
situación negativa y entonces se atrevieron a todo.
Si hubiesen estado sus pueblos en situación positiva, exuberante de
humorismo, no hubieran prosperado porque les hubieran exigido más rigor
intelectual, más versación, más ingenio en las oposiciones al usufructo del
poder.
Demostrado que las ideas fanáticas y torvas llevan a la catástrofe, hay que
hacer una propaganda humorística que dé a los pueblos un aire sarcástico,
haciéndoles capaces de detener a tiempo la ira de la guerra.
Hasta la utopía que parecía algo bondadoso y soñador se ha impacientado
tanto que quiere llegar a su consecución gracias a la sangre derramada. Así la
idea que brillaba en lo remoto y que era como una fantasía del pensamiento se

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ha tornado urgente pretensión, loca desalterada que quiere imponerse al
tiempo presente y nada más que al presente.
El humorismo entona a los seres, les hace ver lo desproporcionado y les
hace desconfiar de los seres levitudos, nada más que levitudos.
A una multitud humorística le será difícil creer en el demagogo y en vez
de rodearle con el proselitismo inconsciente y apresurado de siempre le
mirará calándole hasta en sus peores intenciones.
La humorística verdadera no es burla sino comprensión y permite el
fervor por las grandes ideas y los grandes sentimientos. Lo único que no
permite es el abuso de esos guerreros resortes y se da cuenta de cuándo por
ese camino natural se la lleva hacia malos fines.
El humor esparcido en la atención por la conferencia, la conversación o el
libro es un seguro humano que va a ser el más inoxidable, el más seguro.
El humorismo no es estrépito, chiste, francachela, sino lo profundo dado
con sorna, más asimilable gracias a la concomitancia con la burla.
Cosas que entren en uno y pasen y se vayan hay muchas. Lo necesario es
que lo que penetre en uno se retenga, sea fósforo que se organice en el ser
humano, sirva como ingrediente para defenderse con una sonrisa, para
desconfiar, para tener instinto de vivir, el instinto de la cierta alegría, porque
el instinto de la cierta tristeza, es instinto de morir. Sólo los dos instintos
aglutinados —el humorismo— dan la máxima defensa.
En mis recuerdos de la Universidad figuran como profesores que hacían
recordar las más difíciles materias sólo los que las explicaban con gracia,
aclarándolas con cierto humorismo.
El humorismo que tiene tan difícil definición como el romanticismo es lo
inconcebible, mejor dicho el osado deseo de concebir lo inconcebible que de
algún modo queda esbozado.
No por eso el humorismo es una aberración, pues la aberración es el límite
nefasto del verdadero humorismo.
Tan importante es el humorismo que es el único género hermano de lo
sublime, el hermano desgalichado de lo sublime, el hermano incrédulo que lo
echa todo a perder, en cuyo rasgo si hay desilusión también hay cierto magno
consuelo para la humanidad abrumada por las glorias y las disputas.
En el humorista entra como en nada el azar que es un elemento viral, el
preponderante en la vida y que despeja el agobio humano.
“El azar —ha dicho el modernista Max Ernst— es el maestro del humor”.
Menéndez Pelayo que tan genialmente se dió cuenta de todo, ve en el
humorismo “lo cómico romántico”, es decir, la inclusión en lo cómico del

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carácter de infinitud propio de la musa romántica, la manifestación de lo
finito en lo infinito.
El humorismo logra realizar con arte el mundo ilógico —ese gran mundo
que está inmediatamente detrás de nuestro pequeño mundo— y es el
libertador por un momento de la vida y de la muerte.
Logra una verdad posible más alegre que la verdad evidente y ya más que
posible, realizada.
Es la más espontánea expresión, la menos metodizada, pero la más poética
y la de más alcance, del asombro que produce el mundo.
Federico Hebbel dijo del humorismo: “es la única creación completa de la
vida”.
Elige el humorismo entre las posibilidades del mundo, la posibilidad más
hipotética, la que quizá no podrá realizarse pero la que sería más divertida que
se realizase y siempre la acaricia la imaginación y la subconciencia que anida
en el alma. Por eso el humorismo es como el cumplir un ideal medio grotesco
medio super-idealizado, lo soñado entre ciclo y tierra.
No tiene fanatismo ni escepticismo y en ese sentido sólo representa lo
ecléctico, un eclecticismo excepcional que lucha con las mayorías confusas y
confusionistas.
Por eso lo que más le hace sufrir al humorista es cuando en carnaval se
dice que la multitud “derrochó humorismo”, cuando es el período de mayor
calvario para el humorista.
Pero el gran intríngulis del humorismo es su esencial contraste, el cómo
juega con el dolor y con la alegría.
El humorista toma a lo trágico lo cómico y a lo cómico lo trágico, o quizá
llega a un más allá, a tomar lo trágico y lo cómico como igualmente trágicos.
Frente al lema de Beethoven de ascender a la alegría por el dolor, el
humorismo traza un laberinto toral por el cual va por la alegría al dolor y por
el dolor a la alegría, es decir, un juego de escaleras de caracol, la una para
bajar y la otra para subir, unidas en el mismo eje ascendente y que después
igual sirven para subir o bajar las dos.
Como se ve el humorismo es una cosa intrincada y seria, tan seria que el
humor es bromear en serio o sea reír con seriedad.
“El humor —dice un refrán inglés— es más que ingenio”.
Desde luego, con todos esos ingredientes que tiene es lo único que
imagina la vida como la guerra, pero incruentamente y por eso es lo único que
se podrá oponer a futuras guerras.

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El pobre humorista es el bombero último de la humanidad, al que se llama
cuando ya el incendio se ha apoderado de la vida.
El humorista vestido con traje amiantado y haciendo de bombero salvador
sube al piso séptimo, donde está lo poético y en esa atmósfera, encuentra a la
loca de amor y plena de belleza, y la salva bajándola indemne por la larga
escalera.
Es su misión una vez más en los momentos de gran crisis humana, y
cuando cualquier otro ser destacado está comprometido en la causa del fuego,
el humorista es el que tiene la hermosa neutralidad del bombero.
Ahora se comprenderá de este modo y después de mis palabras
aclaratorias por qué hace tanta gracia el bombero, sobre todo el bombero de
los teatros con el que siempre han tenido que hacer los auto res cómicos,
porque el bombero representa en último término, en ésta su posición de
humorista, risueño, tranquilo, sin compromisos, el espectador n.º 1 y sin
embargo es el que en los momentos graves representa el máximo auxilio, el
eficaz medio de salvar el teatro.
Pero si todas estas razones no abonaran el gran papel del humorista,
recordemos que lo que fundamentalmente es nuestra arquitectura más
permanente es una arquitectura humorística, pues el esqueleto en el que se ríe
definitivamente la calavera, con la más perenne risa, es la suprema humorada
del hombre.
Como un incidente en medio del humorismo, hay que escribir sobre el
“seriecismo”.
Es asunto delicado éste del seriecismo, pues hay seriedades respetables y
seriedades sobrantes.
La seriedad sobrante e inoportuna es la que hay que ir corrigiendo, pues
puede resultar burlesca y lo malo es que se burla de lo serio. Burlarse de la
burla, reírse de la risa, es bueno que suceda, es algo triunfal. Pero que se rían
de nuestra seriedad es un fracaso.
Hay sin embargo una risa en serio que es otra risa diferente a este regocijo
por la seriedad inoportuna.
Nos hemos reído de pronto de un modo extraño y provocamos la
desconfianza de la risa porque la risa es muy grave si es risa en serio.
—¿En serio te ríes?
—No… Me río en broma porque no hay nadie que se ría en serio.
En América hay que reaccionar un poco contra el seriecismo que no es
precisamente la seriedad.

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El seriecismo es ponerse grave y compungido de pronto, sin venir a qué,
agostando todas las posibilidades de ingenio y chachara que podían traslucirse
en una reunión.
El seriecista toma a mal la teoría paradójica, el paso adelante del
pensamiento, la eutrapelia que no es más que un suave intento de gracia.
Un día estaba yo inventando el diagnóstico por la nariz.
—Ahí me tienen ustedes —decía hasta con cierta seriedad— la nariz
avergonzada, presentable, evidente… ¿Por qué diagnosticar por el iris?
Diagnostiquemos por la nariz… Es muy importante… Los italianos tienen la
nariz inclinada a la derecha, los españoles a la izquierda, los franceses muy
centrada y los ingleses tan pronto la tienen hacia la derecha como hacia la
izquierda, como al centro.
Cuando estaba en ese punto de mi improvisación, vi que el serie cista se
arrebataba, tomaba su sombrero y se iba.
Después me contaron que el seriecista había dicho al salir que aquello era
intolerable, que no se podía admitir lo del diagnóstico por la nariz.
En otra ocasión, al salir de una conferencia mía un grupo de seriecistas
dijeron que yo era un humorista poco serio. ¡Querían que el humorista fuese
serio! Lo peor que le puede pasar al humorismo, por que el humorismo puede
ser hasta fúnebre pero no serio.
Pero volvamos a los serios fondos del humorismo que no están en el
fondo vacío del “seriecista”.
Como se sabe, el epigrama comenzó siendo el epitafio, la inscripción
fúnebre a la que se llamaba así.
Un modelo de epigrama tumbal fué el que figuró en la lápida de los caídos
en las Termopilas:
“Extranjero, ve y di a los lacedemonios que estamos aquí tumbados,
dóciles a la palabra que ellos habían dado”.
Después de muchos solemnes epigramas vino el epigrama agudo y jovial
que según la ley clásica:
“A la abeja semejante
para que cause placer
el epigrama ha de ser
pequeño, dulce y punzante”.

Entre esos dos significados oscila el humorismo cuyo sentido está


sintetizado en otro epigrama descriptivo y anónimo que viene de Grecia:
"Como lo hiciste, mientras existías,
llora, Heráclito, llora
sobre la humana vida:

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más miserable aún en nuestras horas…
Tú, Demócrito, ríe
más de esta vida que de la de antaño,
pues ella no fue nunca tan risible.
Yo, al miraros, vacilo…
y no sé si llorar, contigo, Heráclito,
o si, Demócrito, reír, contigo”.

El humorista está en esa posición del epigramático anónimo y por lo tanto


participa de la tristeza y de la alegría siendo tan sincero que no sabe a qué
carta quedarse.
El viejo estafermo que es el seriecista, si no es un joven ambicioso y
solapado, lo involucra todo y quita eficacia a lo solemne y verdaderamente
serio.
Así como el hombre serio tiene por norma la rotundidad, el equilibrio y
una dramática veracidad, el seriecista cuando se destapa juega seriamente con
las ideas, no es más que un retórico que aprovecha para la sensiblería la
sensibilidad y eso es lo que no está permitido, pues si se juega
humorísticamente con las ideas, no engaña, pero jugar con ellas so capa de
seriedad, es una falsificación.
El seriecista es un fracasado, así como el hombre serio es un hombre
triunfante que puede saludar al humorista sin que le desdore cambiar una
sonrisa con él.
El seriecista busca la pared del fondo de la polémica y se apoya en ella
simulando tristeza. Nadie se mueve, todos quieren vivir, encontrar la
orientación, vivir con pasión y fe, pero el seriecista proyecta sobre todos su
rostro desabrido.
No es que tenga el seriecista humor negro, porque ello ya sería
humorismo, y André Breton plumeó una vez la Antología del Humor Negro.
El seriecista sólo tiene imitada compunción.
Hay que entrar más en el secreto del humor, hay que saber soportar los
dolores y las catástrofes humanas con lo único que las cura un poco, que no
las irrita, con la socarronería del humor.
Ese juicio desinteresado que es, según Fisher, el juicio del humorista,
debe dar serenidad al espectador de catástrofes y comprender que no se ríe del
dolor sino que consuela al dolor.
Thackeray dijo que “el humorista no sólo pone de relieve el ridículo de las
cosas sino que además provoca a la piedad”.
Freud creía, como Taine, que el elemento sublime le es inherente al
humorismo y que así sobrepasa las formas inferiores de lo cómico.

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El humorista llega al absurdo pero hay que acompañarle porque a lo mejor
se desprende una gran lección de su absurdidad.
¿Habrá más fino humor que el que desembolsa el maestro del humour que
fue Shakespeare cuando encara al Rey Claudio con Hamlet después ele la
muerte de Polonio?
“Rey. —¿Dónde está Polonio?
“Hamlet. —De comida.
“Rey. —¿De comida? ¿Dónde?
“Hamlet. —De un banquete muy particular en que en vez de comer, se es
comido”.
El humorista se deja llevar por el azar y lo contempla místicamente. El le
dicta muchas cosas.
El humorista considera de cierto modo que todo es milagro en la vida y
que todo podría suceder de otro modo al que ha sucedido, sorprendiéndonos o
maravillándonos.
Como ha dicho Picasso “y a es un milagro que no nos derritamos en el
baño como un terrón en un vaso de agua”.
Gracias al humorismo todo eso que hay en la vida y que parece engendro
vuelve a enquiciarse en lo humano.
El seriecista debe dejar en paz al humorista, comprenderle en su
absentismo, verle como ausente porque está buscando el contraste entre las
cosas diametralmente opuestas para después encontrar la semejanza. ¡No
lleva eso poco tiempo!
Aquí estoy yo que voy a decir para que el seriecista se dé cuenta de que lo
trágico tiene beligerancia en la prosa al parecer desquiciada del humorista:
Que estamos en vísperas de la zarabanda postrera, ese galop que cerraba
los bailes de París en 1900.
Mientras no aparecía ese cartel último que decía
GALOP FINAL

no se daba por terminada la baraúnda pasional de la noche.


Hasta que no se realice ese galop final que no está reñido pon la idea de la
danza de la muerte, no vendrá el día nuevo de la civilización reintegrada a su
paz y a su orden.
Eso dice el humorista con aire zumbón, como si no hubiese dicho nada y
espera que el seriecista vea cómo sin corromper el estilo del humor se puede
decir algo trascendental y augural.

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Un enemigo del humorismo ha dicho “que el arte compone y el
humorismo descompone”, sin tener en cuenta esa otra composición que hay
en lo humorístico, que aunque no es un sistema de aplicaciones y armonías,
sino de situaciones extremas, también tiene su alcurnia creadora y
confeccionadora, que sólo al tirar contra él con bala rasa puede desconocerse.
Otros creen que es una forma catastrófica del arte y que lleva al
desequilibrio, pero en ésos está más clara su condición de no entender.
Para imaginarse un ser que haya pasado por toda la civilización, ya en la
hora final del mundo, hay que imaginárselo convertido al humorismo,
supremo humorista.
Macedonio Fernández ha dictaminado admirablemente sobre el
Humorismo cuando dice que no se propone dar una “teoría de la humorística
como cultura del momento de «nada intelectual», no como realística de
sucesos de chasco, diré que así como los personajes tienen aquel destino
nuevo y único que yo les señalo, así en Humorística los sucesos, el suceso
mínimo necesario, no se proponen la creencia en el sucedido sino sostener
una expectativa de entender y derivarla instantáneamente a un segundo de
creencia en lo absurdo”.
“El mundo —ha dicho Horacio Walpole— es a la vez una comedia y una
tragedia: una comedia para el hombre que piensa y una tragedia para el
hombre que siente”.
El humorista reúne a esos dos hombres en uno solo.

IV
Lo que se apoya en el aire claro de España es lo humorista; lo que
responde al ambiente es lo humorista. Por eso hasta sus mayo res políticos,
los que por más tiempo la han dominado, han sido los que han tenido mayor
sentido humorístico.
Sin embargo, como España es una contradicción con su propia verdad, la
literatura podrá tener otras apariencias y hasta las teorías propugnar otras
cosas.
Sin ese fondo humorístico, que es lo que hace barroca toda la literatura
española, quedan despreciables guirnaldas, adornismo que no merece mirarse,
cosas sin zarpar en el ambiente.
Se podría decir que todo lo que no se corrige por esa nota no adquiere
carta de naturaleza, es como si no existiese; entra sólo en archivos de cortesía,
en los falsos “¡oh, sí, muy hermoso!”, superficiales.

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En España se prepara sólo el guiso de la verdad, del sentido puro del vivir,
sin ambiciones de ninguna clase.
Todo el mundo vive en España como en un estado preagónico exquisito,
como si todos, en medio de su alegría, estuviesen gozando el último día al
sentirse por dentro como en plena peritonitis. Así, al preguntarle a Quevedo
cuál es el momento más feliz de la vida, respondió: “el penúltimo”. Y Valle,
cuando le preguntan: —Y usted, —qué quisiera ser?— contesta: difunto. Y en
su momento final ex clamó: “¡Cómo tarda esto!”.[*]
Por eso sólo espera el español morir congraciado con la verdad, tener un
atisbo último de lo que ha sido la vida de deleznable y la muerte no le
amedrenta, pues sabe recibirla como un torero, dándola un pase de pecho, en
alegría de ruedo taurino.
Gracia sin rictus no es gracia para nosotros. Tiene que hacerse daño el
gracioso, que quejarse, que hacernos daño. ¿Qué es eso de la descarada
alegría sin aprensiones últimas?
El español siempre está haciendo contraproposiciones, y es maestro en el
morir habemus; aunque con tono de Carnaval conteste: “Ya lo sabemus”.
En España sólo se cree en Dios, pero de una manera muy difícil de
comprender; tanto, que así como el ateo español dice: “Soy ateo, gracias a
Dios”, el creyente podría decir: “Creo en Dios, gracias al diablo”.
No hay modas en España, sino el sentido pleno de la raza, y en medio de
todo desparpajo y del ludibrio de todo, como única manera de coordinar la
realidad y su insolencia, acepta el humor.
España sólo se desfanatiza gracias a Dios.
El humorismo español está dedicado a pasar el trago de la muerte, y de
paso para atravesar mejor el trago de la vida. No es para hacer gracias, ni es
un juego de enredos.
Es para transitar entre el hambre y la desgracia. Así se aclaran las almas, y
no se ponen sobre ellas pesados panteones de trascendencia.
El mayor reactivo de la vida, lo que la ataca en lo entrañable es este
contraste entre la risa y el llanto, entre la vida y la muerte.
En China, ante la hora del entierro, todo es algazara y risa, hasta que el
pariente más próximo dice: “¡Ha llegado la hora de llorar!”, y todos lloran
hasta que de nuevo dice: “¡Basta!”, y comienzan de nuevo las risas. Con esta
escena humorística dedican al muerto toda la gama intensa de la vida y le
hacen homenaje de la doble verdad del corazón.
Nuestros velatorios, para dar también todo el sentimiento entrañable al
acto, son a menudo juergas, momentos en que toda la vida adquiere sincero

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ensamble.
El humorismo debe ser esa explosión de realidad inevitable que surge en
las fiestas y en los funerales, como comentario definitivo del vivir, como
preparando al mundo para bien morir.
El Figaro francés dice: “A le apresuro a reír de todo… por temor a verme
obligado a llorar por todo”.
Este susto sobre ascuas, este nerviosismo sobresaltado, esta chulería del
reír para avasallar el llorar, es lo que se manifiesta de modo álgido en la
literatura española.
El éxito del humorismo está en que no brote ni de lo muy cómico ni de lo
muy fúnebre, que se mueva en ese trozo de calle que va del teatro a la
funeraria.
El gráfico de la danza de la muerte cuando llega a España tiene un gran
éxito y se convierte en papel de aleluyas del país, reproduciéndose por todas
partes ese baile cómico y macabro que es la venganza contra reyes, obispos y
buhoneros.
La gente veía el políptico sonriendo de esa especie de teatro de
polichinelas profundo en que la muerte es el polichinela de garrotazo y tente
tieso que dispersa las altiveces y arrogancias. Aquellos públicos gozaban al
ver convertida en farsa teatral con elementos de auto sacramental la historieta
espeluznante y divertida.
Los momentos de supremo humorismo han sido al borde de la tumba. No
hay nada que los supere.
Algunos grandes hombres dieron ya ejemplo de esa actitud magna ante la
muerte.
Sócrates es el más sereno retozón ante el morir y se acuerda del gallo que
debe, y a su esposa, que le llora como a inocente, le replica: “¿Es que
hubieras querido que muriese culpable?”.
Rabelais dice como sus últimas palabras: “¡No tengo nada, debo mucho
y… el resto se lo dejo a los pobres! ¡Ahora bajar el telón, que el sainete ha
terminado!”.
Cuando a Molière moribundo le anuncian que ha llegado el médico,
exclama:
—Díganle que estoy muy enfermo y que por eso no le puedo recibir.
La Fontaine, cuando ya estaba poseído por el hipo final, exclama:
“¡Como escape de ésta, vaya una sátira que voy hacer contra el hipo!”.
Sir Walter Raleigh, examinando el hacha del verdugo: No me causa
miedo. Es una fuerte medicina que va a curarme de todos mis males”.

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Pavlova: “Tráiganme el traje de la Danza del Cisne”.
Corot: “Espero de todo corazón que se pueda pintar en el ciclo”.
Robert Louis Stevenson no podía hablar, y escribió para su es posa: “No
tengas miedo. Si esto es morir, es bien fácil”.
De Montmorency: “¿Creéis que quien ha sabido vivir con dignidad
ochenta años no va a tenerla un cuarto de hora para morir?”.
En España este humorismo final se repite mucho.
Cuando en el lecho de muerte instaba a Quevedo el vicario de Villanueva
para que subsanase un olvido que había en su testamento, no consignando el
bastante dinero para que su entierro fuese lujoso y con asistencia de músicos,
el gran humorista respondió:
—La música páguela quien la oyere —y púsose a morir al punto.
El suicidio de Larra es un rasgo de humorismo mudo.

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JERÓNIMO BOSCH. La tentación de San Antonio, (Detalle.)
Museo de Lisboa.

Luis Taboada —un humorista injustamente olvidado—, cuando llegó la


hora de pedir los santos óleos, encargó a quien iba a avisarlos:
—Di que los traigan de los mejorcitos, que son para mí.
Un escritor farfullero y pícaro de estos tiempos, contaba a los amigos el
entierro de su hijo, llevado por él bajo la capa al lejano cementerio del Este,
de Madrid, y para explicar su borrachera fúnebre, contaba que era el cadáver
del niño que le decía al pasar junto a la puerta de cada taberna: “¡Bebe, papá,
bebe!”.
Un caballero español de gran ingenio iba a morir cuando llegó a verle un
amigo pesadísimo, de esos que no se van nunca y alargan las visitas con su
charla anodina. MI moribundo resistió todo lo que pudo, pero hubo un
momento final en que le dijo: “¡Con el permiso de usted voy a entrar en el
período agónico!”, y se volvió hacia la pared para fallecer.
Un granadino, no hace mucho, al ir a morir, dijo a los presentes:
“¡Colorín colorao, este cuento se ha acabao!”.
Hay muchos suicidas españoles que se matan porque les “da la gana”,
según dejan escrito en el papel final. El doctor Marañón me contaba el caso
de un caso perdido de encefalitis letárgica, que cuando él dictaminaba que su
muerte sería segura, ante los alumnos que rodeaban al que estaba debajo del
sueño fatal, éste respondió, desde el fondo de su sueño: “¡Que te crees tú
eso!”.
Verhaeren, en su viaje por España en compañía del pintor Regoyos, ve
este contraste entre la vida y la muerte que caracteriza el espíritu de España,
juerguista sobre esos conceptos, y le choca encontrar que en las funerarias
vendan, muchas veces, guitarras.
En realidad, la broma más grande es el morir. Por eso el cantaor, con el
humor suficiente y con serena incongruencia, dice en dos coplas sueltas:
Cuando estaba en la agonía
me dijo mi padre:
—Cierra la puerta. García:

El verduguillo apretó,
mi padre sacó la lengua,
mi madre se impresionó.

Casi todos los cantares de juerga apelan a la muerte y al cementerio, y, sin


embargo, se está cantando para disfrutar, para estar alegre, para beber.

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El borracho español siempre está repitiendo la frase del poeta: “Despierta
y bebe, que para dormir tienes siglos”; y así, entre can tares y sentencias, lo
que se ingurgita va más hondo.
El español, como sabe que del epigrama salió el epitafio, de vez en
cuando hace que del epitafio vuelva a salir el epigrama. He aquí una muestra:
EPITAFIO

—En esta piedra yace un mal cristiano.


—Sin duda fué escribano.
—No, que fue desdichado en gran manera,
—Algún hidalgo era.
—No, que tuvo riquezas y algún brío.
—Sin duda fue judío.
—No, porque fué ladrón y lujurioso.
—Ser ginovés o viudo era forzoso.
—No, que fué menos cuerdo y más parlero.
—Ese que dices era caballero.
—No fué sino poeta el que preguntas,
y en él se hallaron estas panes juntas.

Un viejo revistero de toros, al ir a morir, recordó ese momento en que el


matador, al encararse con la suerte suprema, manda que se retiren todos los
peones, y dijo a sus deudos, con concisa frase taurina: “¡Dejarme solo!”.
Animador de la muerte, un aragonés que entra en los últimos momentos
de su compadre, le dice: “Con que se agoniza, ¿eh?”.
Los toreros han tenido muchas veces rasgos de humor ante la muerte; y
conocida es la frase de aquel matador que al ir a matar a un negro y bravo
cornúpeto, dijo al espada, que iba de luto por una tía:
—¿Quiere usted algo para su señora tía?…
Los duelos de los entierros madrileños se han despedido, durante mucho
tiempo, en la plaza de la Alegría, creando así la paradoja máxima.
Este contraste de alegría y tragedia no está mal, porque no viste al
amarillo ir en mejor compañía que con el negro; de tal modo que se convierte
en galones de oro, en alcurnia del negro.
Baudelaire ha dicho: “Los españoles están muy bien dotados en lo que
afecta al sentimiento cómico. Pero fácilmente caen del lado de lo cruel, y sus
más grotescas fantasías contienen cierta dosis de horror”.
El español sabe que lo más enemigo de la vida es el gusanillo, y todo lo
que hace es para contrarrestarlo; desde por la mañana, que toma su
aguardiente de muchos grados para matar el gusanillo, hasta la noche, en que
oye cante jondo y bebe para acabarlo de matar.

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Todo lo que es solemne trata de corregirlo el español, gracias a como lo
roma con aire humorístico; y si se fotografiase la expresión con que atisban
los más listos las grandes paradas, se vería dominar el gesto humorístico.
Cuando un español recibe un álbum para escribir algo en él, se venga del
empaque del álbum y corrige su osadía de posar de autografiado, plantando
un humorismo en la plana rutilante que se le ofrece.
El vagabundo español se compensa de sus hambres y dolores gracias a un
golpe de humor; y así no se me olvidará que un pobre vagabundo madrileño
que yo bauticé con el nombre de Pirandello, sustituía el refrán español de
“Dios aprieta, pero no ahoga”, por otro que lanzaba a la risa de todos, y en el
que ponía él una jovialidad triturada: “Dios ahoga, pero no aprieta”.
El miserable español corrige lo que de indigno pueda haber en su pobreza,
gracias al humorismo con que pide o con que cuenta sus desgracias. Se burla
de sus dolamas, y así consigue mejor dádiva de los demás.
Casi todos los humorismos internacionales son un juego, un trucaje, y
frente a ellos el humorismo español tiene un sentido entrañable y es como la
pesadilla de las entrañas retorcidas.
Este pueblo puro, que sólo vive su humanidad y su rectitud como si se
hubiese encerrado en sus fronteras sólo para eso y para bien morir, propugna
su humorismo como una solución verdadera del ánimo, como un consuelo de
lo problemático invariable, como una salida de las más profundas congojas.
El humorismo español es la manera trascendente de suspirar sin incurrir
en la cobardía del suspiro, curándose en lo que de ironía hay en lo
humorístico.
Todos los que tomaron demasiado en serio su obra y la en volvieron en
solemnidad retórica figuran en las antologías, es obligado escolarmente
recordar su nombre, no se empeña el hombre culto en denigrarlos, pero la
verdad verdadera es que están olvidados.
España es el sitio en que un literato dice en su lecho de muerte a sus
deudos, como secreto último de su vida: “Ahora que voy a morir os diré
que… me revienta el Dante”, es que en el Dante no hay resquicios de
humorismo.
Juvenal no es el primer humorista español, porque aun hay demasiada
claridad ingenua y meridiana sobre la tierra para que pueda ser otra cosa que
satirícense y zumbón, con una epigramática retórica.
El Arcipreste es un placentero dado al dicharacheo, pero ya pone fondos
de mueca y contrastes de escarnio a lo que zambonibea.

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La Celestina y la picaresca española es el humorismo con poso rusticano,
pero ya con la nota acerba que merece la vida que pasa y sus espectáculos de
señorío atrabiliario.
Así Cervantes, Hurtado de Mendoza y, por fin, Quevedo, que lleva al
laberinto de la ciudad, al baile de la Corte, el humorismo verdadero,
enjundioso, con espesura, con profundidad.
Quevedo se arrastra por la vida y luce su gesto de humorista, su arraigado
punto de vista de gusano que está en lo cierro, lo cual no evita que se empine
con altivez y se crea más gallardo que el que más.
Azorín, en su hora mejor, encontró a Baltasar Gracián, que tiene zumba
humorística y que por sólo eso estaba embalsamado. Gracián exhumado
resultó como esos seres que al abrir el sepulcro se muestran incorruptos. Con
su enjundia de moralista y de disquisidor filosófico hay muchos otros grandes
hombres literarios y, sin embargo, no son resucitables como Gracián, que
unió a su estilo el humor.
Los mismos grandes poetas españoles, destacándose entre ellos Góngora,
dan un sentido humorístico a su poesía, la intercalan de un ligero desplante
irónico, dejan caer un verso entre sus versos con desgaire y desfachatez
humorística, salvan lo barbilindo que pueda haber en su poesía con gestos y
contracciones en que aparece el garabito del humor, el desplante que debe
haber como remate del saludo más rendido, como castigo que debe
pronunciarse en la galantería, alevosa a la par que exquisita. Venganza en el
amor. Herida en el lirismo. La imagen atada a su muerte. La conceptuosidad
ahorcada en el último giro. Veneno en la rutilante sortija del verso. Fría
sonrisa en la declamación. Suicidio en el soneto.
Góngora es el poeta que se salva entre culteranos y eglógicos, porque
pone en todas sus cosas guasa poética, displicencia llena de desfachatez, burla
en la sutileza, broma última en la galantería y retuerce el cuello del cisne
poético en un último garabato que es esencialmente humorístico.
Tuvo Góngora la reticencia que salva al verso de su engolamicnto y le
hace perdonar la solemnidad el lado por donde cae, y lo que se requinta hace
guiño de ironía, y el saludo parsimonioso tiene un retoque de exceso que es ya
humor puro.
Ese su rivalizar de un verso con otro y de una galantería suprema con otra
más suprema, es verdadero humor.
Goya pone en toda su obra un sentido humorístico, en sus cuadros de
carnaval, en la familia del re y, pintada como en antesala de fusilamiento de
honor y de humor.

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Las paredes de su vivienda en la ribera del Manzanares las pintarrajea de
comadrería y juerga macabra, poniendo en esos negros cuadros
desgarramiento de aquelarre, con algo de velatorio y de boda espúrea.
En sus aguafuertes está el léxico y el estilo del humorismo español con
fuerza inusitada, en sobrias leyendas.
Bajo esa dama que vuelve el hombro con desdén a la vieja que se le
aproxima como a pedirle caridad, escribe: ¡Dispense, hermana!, y era su
madre.
Bajo ese cadáver, que levanta la losa de su tumba, escribe: “¡Nada!”.
Bajo las mujeres que llevan las sillas sobre sus cabezas locas pone:
“¡Ahora tendrán asiento!”.
Pero más está su humorismo en ese sentido que no logra agorarse, en las
rayas de sus aguafuertes, en la trama de burla muchas veces humorística con
que hiere sus cobres.
Quedó zumbando después de Goya un sentido desdeñoso, sonreidor y
acerbo, que Figaro recoge admirablemente y que culmina, precisamente, en
su artículo sobre el día de difuntos en Madrid, repasándolo todo, desde
palacio a la cárcel, y leyendo en todos sitios los más sardónicos “aquí yace”.
Dichoso aquel a quien la mujer dice “no te quiero”, porque es el único que
oye la verdad.
Silverio Lanza, que era un puro humorista, dividía a los seres como a las
almendras, en amargas y dulces, en agradables y desagradables, abogando por
el imperio y la categoría de los agradables, los únicos que pueden intentar el
humorismo.
Silverio Lanza gasta las primeras bromas humorísticas a la vida después
de un cuarto de siglo retórico, y se pone el sombrero de copa para que le
distinga el ahijado que lleva de la mano por si por casualidad se pierde, y
describe la vida de un ministro español que no sabe leer y por eso lleva gafas
ahumadas, y cuando tiene que jurar jura sobre el descote de las mujeres y todo
lo ve con duda, tolerancia y sarcasmo, llegando a comprender las vibraciones
del amor como si hubiese sido un amoroso empedernido.
Después de Miguel de los Santos Alvarez y Silverio Lanza, no hay quien
lea a Pereda, porque no tiene humorismo, sino sorna en entretelas de
rusticanería. Galdós está en otro rango, porque mezcla lo cómico a su obra,
aunque le faltó también la comprensión del humorismo.
Azorín practicó el humorismo en to das sus andanzas, y está en el tono de
su estilo y en sus enfoques de la realidad.

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Baroja se amontona porque no es avizor del
humorismo más que en esas ocasiones en que produce
sus mejores páginas. Unamuno sería un mazorral si no
hubiese encontrado sus nivolas y sus paradojas
humorísticas.
Cuando Valle Inclán adquiere su mayor triunfo es
cuando deja su línea de elegancia de parque italiano y
mima lo grotesco y se lanza al esperpento y a la bibria.
Sin que se decida a teorizar su estética. Valle
reconoce ya en su vejez, que el camino español es el de
esa contradanza que desbarajusta el ritmo, que desdibuja
con muecas descompuestas.

V
El humorismo sin hache de Italia —umorismo—
tiene siempre una composición de come dieta de arte y
cuenta con las categorías como todo en Italia. Siempre El humorista
hay en él composición y decoración, sin perder nunca el tonoG.heroico
B. Shaw. ni la
disciplina de las clásicas perspectivas.
El humorismo norteamericano, fuera de ese caso remoto a los siglos que
es Poe —apóstol humorístico de la Creación en el Sinaí de su primera
declaración humorística—, es un humorismo sano y cívico que hace decir a
Tackcray: “Escritor humorista es el que despierta y dirige nuestro amor,
nuestra compasión por los débiles, nuestro desprecio por la mentira y por la
hipocresía, nuestra misericordia por los pobres, por los oprimidos, por los
desgraciados”; y a Twain: “El humor es nuestra salud. Cuando aparece, toda
dificultad se vence, todo rencor se evapora. Y la tempestad de nuestras
cóleras se abre a un alegre sol”.
Tiene un aspecto deportivo, con que se preparan demasiado sus gracias,
estudiados todos los pros y contras del tema y todas sus interferencias limpias
de fondo humano.
El humorismo francés, fuera de las excepciones —más abundantes que en
ningún sirio en Francia, tanto que lo que la eleva es lo excepcional sobre el
ambiente—, vive de ponerse a tono humorístico, a juego de humor, con un
tono de fingimiento, de creación al por mayor, de final de banquete entre
compadres.

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El humorista francés se recobra luego de ser humorista y se con vierte en
un probo señor que cree en todas las categorías.
Por eso el humor francés no se suele remontar sobre la ironía o si aparece
es mezclado a cosas de otra naturaleza y en una visible falta de vocación. No
puede el humorista luchar contra un medio francamente antihumorístico, así
como el norteamericano se prevalece de que el medio es francamente
humorístico.
El humorismo inglés aplica lo flemático del hombre a la contemplación de
los más fuertes problemas de la vida, y por eso ha podido ocurrírsele a un
humorista inglés que “la solución de la cuestión irlandesa era comerse con
coles a los niños irlandeses”.
También consiste el humorismo inglés en añadir como razonamiento
convincente en una cuestión seria una apoyatura completamente falsa, aunque
aparentemente verdadera. Así, Bernard Shaw, para probar que el
vegetarianismo en último extremo es ventajoso, dice: “Además, la fruta es tan
maravillosa que tiene pepitas y bastará que sembréis una para que crezca un
árbol. ¡Sembrad un hueso de cordero y no nacerá nada!”.
El único contacto que hay en el humorismo inglés con el humorismo
español está en lo más grande de su literatura, en esos locos melancólicos de
Shakespeare, y se podría decir que Yorik y que mucho de Hamlet es español y
ha estado en sus príncipes rebeldes y en sus bufones reconcentrados.
El humorista inglés se puede preparar a ser humorista, puede perfeccionar
su profesión, hasta se podría dar una Universidad de Oxford para humoristas.
El español es espontáneo y no admite el humorismo como artificio ni
género colectivo, pues se ofendería grandemente el humorista español si se
supusiese que premeditaba la degradación de las cosas, que no era confesional
su humor.
El humorismo inglés es el que merece el premio —aunque eso no quiera
decir que cumpla ese deber barroco e inconcursable que debe tener el
humorismo—; pero hay en él, en medio de su perfección, un aire autoritario y
un deseo de última salvación de la sociedad que le hacen algo superfluo.
No agota los extremos, no juega lo bastante a la tragedia, se penetra de
cuento demasiado y tiene el rictus displicente e impasible del inglés llevando
a cabo la acción más absurda con toda impasibilidad. De todos modos, es
admirable.
Uno de los más perfectos humorismos que ha habido ha sido el de Oscar
Wilde.

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Las grandes mentiras humorísticas de su arte de hablar tenían esa moral
sobrepuesta a todo el humorismo que se propone desvelar y sobrepasar la
agonía de la vida, oponer a las verdades que se dan por seguras las verdades
supuestas, confundiendo al mundo.
Cuando Wilde dice que “la única manera de quedar en la memoria de las
clases comerciales es no pagando sus facturas”, pone una amarga sonrisa
frente a todas las posibilidades de gloria.
El humorismo alemán tiene un sentido exterior y gráfico de caricatura,
generalmente, y es incisopunzante como él solo. Otras veces tiene la melodía
sentimental del más exquisito humorismo, como en Heine, que sintoniza el
humor y que lo hace tan penetrante en el corazón.
Lo mejor de la literatura rusa, lo que la salva sobre su estructura
monótona, afondada, de raza difícil, es el humorismo, que la levanta sobre la
tierra, que la arranca a la fuerza de gravedad.
El mismo Dostoiewski en casi todas sus obras, pero, entre otras, en El
idiota y en El eterno marido, coloca en medio de todo, en las situaciones
trágicas, junto a mujeres que no comprenden sino el dolor y la pasión, seres
con aspecto de protagonistas que danzan en toda la obra como seres
humorísticos, de comportamiento extraño, con raras siluetas, en contraste de
un bufo trágico sobre el fondo obscuro de todas las obras, sobre la aciaga
resaca de la calle.
El humorismo ruso sale demasiado en medio de vientos, acribilla de
reticencias a sus víctimas, se ensaña en sus situaciones. Se le conoce por lo de
pronóstico reservado que es y porque empuja, a la vorágine, a la plataforma
de la risa de la plaza pública o del centro del salón de reuniones, a los seres
objeto de la befa.
Lo cómico y lo dramático entran en disputa homicida en la obra rusa, y las
crestas de los personajes quedan sangrando como en una alborotada riña de
gallos.
Tiene una hilaridad lo humorístico ruso, en que suenan destempladas, con
guirigay funesto, todas las teclas de la burla.
En fin, casi todos los escritores contemporáneos se salvan por su
humorismo, y gracias a él quitan a los conflictos lo que tienen de irresistibles.
Ya no se atreve nadie a entrar en un tema con solemnidad, con demasiada
credulidad, sin el control del humor.

VI

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En la misma poesía nueva campea el humorismo. Los nuevos poetas de
España, al intentar el surrealismo, incurren en el humorismo más alterado, en
el superhumorismo. Las últimas imágenes dichas con todo empaque poético
tienen dislate humorístico, entremezclas de imposible.
Es lo que les era necesario hacer bajo las luces exigentes de España, que
necesitan rebeldía para todo amaño de arre, burla en la línea, guasa en medio
de la recitación, remate cínico en la filigrana. El mismo toreo se queda con
gesto de haberse burlado cuando ter mina la suerte trágica.
La categoría, la ínfula, el orgullo español no pueden lucirse sin contrapeso
como esas mismas altiveces de Francia, por ejemplo.
El que ha recibido la condecoración necesita sonreírse de ella, y el que ha
sido investido necesita descomponer con un gesto su investidura.
En el cubismo, en el dadaísmo, en el surrealismo y en casi todos los ¡sinos
modernos hay un espantoso humorismo que no es burla; ¡cuidado!, ni estafa,
ni es malicia callada, sino franca poesía, franca imposición, franco resultado.
La burla es no creer en lo que se dice, distanciarse de ello, no amarlo
apasionadamente, encontrarlo ridículo, y en todos esos humorismos del nuevo
arte hay solaz que termina en su propia obra, y están sus artistas unidos
espiritual y carnalmente a sus remas, encontrándolos gallardos y dignos,
pudiéndose decir que los lloran con emoción al mismo tiempo que los ríen.
Por eso cuando el público, ante las cosas modernas, cree que el autor es
un guasón, es que no comparte la complacencia interior de otros motivos que
los que a ese público le complacen, es que no ve que como objetivo de
contemplación el artista actual siente otras cosas divergentes, rotas,
sugerentes de otros mundos.
Cuando a mí me dicen: liso del alma y expresión de los faroles o de las
chimeneas lo habrá dicho en guasa”, yo me revuelvo, pues he sentido el
contraste de esas cosas de la noche y ese sentimentalismo me ha parecido
menos amanerado, menos cargante que otros sentimentalismos que atraen la
atención de los que no comprenden la poesía que se levanta sobre lo
cotidiano.
Lo que no puede el arte contemporáneo es delatar su humorismo y
disociarlo de su intrínseca seriedad.
Un gran sigilo para callar que es humorismo necesita el humorismo de la
poesía y del arte actuales. Nadie debe despertar la ingenuidad con que se
presentan. Nadie debe decirlo. Necesita como la farsa escénica, que nada
descubra la farsa, que todos entren en ella, y que se llegue a creer que se está
ante una seriedad de la vida idéntica a sus otras seriedades.

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Por esa necesidad de guardar el secreto de que es humorismo puro, es por
lo que el arte contemporáneo tiene que llegar a des mentir que lo sea y hasta a
matar a quien lo suponga. Como sabe muy bien que todas son convenciones
en la vida, quiere que se entre en su convención con la cortesía y el arrebato
sincero con que se entra en las otras. No hay derecho en querer desenmascarar
lo nuevo, que por lo menos tiene la supremacía de lucir una máscara sin
monotonía, cuando se respetan las otras máscaras degradadas por el uso.
El arte tiene, agotada la representación, una amargura ante la fijeza
escénica y como idiotizada de las formas que le hace rebelarse. Su deseo de
originalidad y de inventiva no es un deseo de imitación, y por eso recurre a la
paradoja y al humorismo.
El arte contemporáneo se ha dado cuenta de que, para variar las formas,
llega un momento en que no hay otro remedio que desvariar, que cambiarlas
radicalmente, que evocarlas desde parecidos lejanísimos.
Los nuevos autores presentan cosas que el humorismo ha desentrañado, ha
destrozado, ha hecho viables, ha hecho divertidas, ha aclarado, ha
comprendido.
Los artistas modernos no presentan una caricatura o un engaño, sino una
cosa fijada, desproblematizada, descubierta.
¿Que den más razones y explicaciones? No pueden. El entusiasmo que les
ha merecido cada hallazgo se desplazaría, se borraría, se en flaquecería si
diesen demasiadas explicaciones, si volviesen sobre lo que han hecho. El
descubrimiento debe ser sobrio y un poco al azar. Su alma no les perdonaría
la revelación y sería menos inaudita en sus próximas creaciones.
Picasso mezcla humorismo y pintura pura, pero que nadie se lo diga.
Una gran lección de humorismo contemporáneo ha sido el cinema. La
vida ha influido en la gran sábana de la pantalla, pero también la pantalla ha
influido de un modo redoblado en la vida y ha creado en ella muchos millones
de Charlots.
En el espejo del cinema se han mirado las gentes más serias y se han
afeitado rostro y alma según la imagen interior de ese espejo.
Ya nadie lleva un bigote fastuoso y erizado, sino bigotes de forma
humorística. El solemne alemán va contrarrestado en lo que tiene de
imponente gracias a su bigote humorístico.
El humorista se ha adelantado al gran contraste que será la tierra caliente,
y con sentido humano junto a la tierra al cabo de la consumación de los siglos
fría y con una sonrisa desdentada frente a otros mundos vivos y lejanos.

Página 211
El humorista se puede decir que adivina el final del mundo y obra ya un
poco de acuerdo con la incongruencia final.
El humorismo de hoy será la seriedad de mañana, pues la vida se venga de
lo disolvente casándole con la nueva burguesía; pero, al final, la nueva
enciclopedia será el último diccionario del humor.
En futuros Parlamentos despuntará el partido humorístico, que primero se
discutirá, como cuando apareció el socialista, si es legal o ilegal, pero al fin
será el que conduzca el gobierno de la vida con el único aire soportable.

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LIPCHITZMO

I
ESTE hombre genial, que es ruso y se llama Lipchitz, ¿a qué se parece? Tiene
su rostro una belleza varonil y exótica, y lo que es muy raro, bajo eso hay
unos rasgos de araña vieja. Tiene una palidez de recién resucitado. Toda su
fisonomía es de una gran finura espiritual, y parece que nació príncipe, último
príncipe, y ya no lo es, aunque resultará siempre el representante incógnito y
único de la casa Lipchitz, la más gastada del mundo, la que comenzó en
Egipto, y desde entonces se ha ido puliendo, seleccionando, limándose hasta
llegar a este tipo final.
Lipchitz es de una bondad y de una inteligencia inagotables. Por España
pasó como el emigrado, que sólo por unos días, los días de su forzosa
emigración, entró en un país extraño y en sirios modestos que no le podían
esperar, no habiendo soñado nunca con gloria tan excesiva.
Allí lo comprendió todo, pero necesitó irse de nuevo a París. Allí le vi otra
vez.
No olvidaré aquella casita de París, iluminada por un quinqué de pantalla
de larga visera, donde Lipchitz estaba reunido entre cachivaches
extraordinarios con una bella escritora rusa, hecha para él como idealmente,
mujer de una voz dulcísima que saludaba y despedía de un modo inefable.
Junto a aquella casita, en el mismo patio —un patio lóbrego que quizá se
parecía a los parios de Rusia—, estaba la capilla de la casa, el estudio de
planta baja de los escultores, afondados por el peso de sus obras, lejanos a esa
luz y ese ciclo en que entran los de los pintores. En aquel patio había un
desgraciado taller de fotograbado, y al fondo algo así como un
guardamuebles.
Cuando sonaba la campanilla de su estudio aparecía Lipchitz, o desde la
ventanita de su casa nos respondía su mujer. (Es muy de notar que la
campanilla del estudio de Lipchitz era una de esas lar gas campanillas de
mango colgante, con un contrapeso en el extremo; una de aquellas
campanillas que se removían como un aspa de molino, oscilando vio

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lentamente; pobres campanillas
serviciales, emprendedoras, turbulentas,
que no sólo tocaban, sino que hacían en
el interior de las casas vivos gestos de
llamada, angustiosos gestos en las casas
vacías).
¡Qué hermosas cosas en aquel
estudio! Las últimas, sobre todo, me
dieron la impresión del ideal resuelto,
como ideal sin seducciones de mujer,
sino con puras seducciones de idea,
porque para Lipchitz la escultura es una
fórmula, un A + B + C de una sutileza
trigonométrica, lejana, tanto de lo bonito
como de lo bello, tan vicioso y tan hecho
JACQUES LIPCHITZ. Naturaleza muerta. 1918.
Fondation Barnes, Méryon. solamente de alardes, como lo bonito.
Lipchitz consigue sólo cosas verdaderas
y altas, de dimensiones verdaderas y
esencia les. La única realidad que existe para Lipchitz es lo que ya es en
realidad otra obra de la realidad, super-realidad, obra del milagro, aunque
todos sus rasgos estén tomados, sin embargo, de la naturaleza. Sus doctrinas,
verdaderamente puras, dan a los bloques de piedra en que trabaja una
auténtica espiritualidad natural. La escultura para Lipchitz es una
construcción. Plasmar gestos plásticos como escultura es una estupidez y un
tópico, como lo es también recoger las formas triviales y aparentes que son
roturas, quebraduras, parcialidades en las que falta mucho.

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JACQUES LIPCHITZ. Concertista. 1915.

Al lado de las estúpidas y pretenciosas opiniones de otros escultores,


opiniones profanas de quienes soban y soban a sus creaciones, a sus hombres
y sus mujeres como a hombres y a mujeres que son, ¡qué suprema y lejana es
la de Lipchitz, tan remota a esa abyección de hozarse estúpidamente en la
materia! La concepción de Lipchitz, la inmaculada concepción de su escultura
es el verdadero renacimiento que surge después de los siglos mil de
contemplaciones vanas, de círculos vicio sos, de torpes tratos con la materia
escultórica.
Viendo las cosas de Lipchitz en su piedra amarilla, aparentemente como
hecha de intercesiones de tejas con chaflanes, cartabones, reglas y largos
listones de piedra; viendo su austero —completamente austero— medio de
representar, yo me asombraba de ver la heroicidad del hombre que va por

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toda la alta categoría sin fijarse en la
asombrosa incomprensión de las gentes y en el
deseo de lincharle que su obra provocará en las
multitudes.
—Con un plano que se levanta o que crece
y que se rodea de sus adherencias necesarias,
de sus aristas de proporciones justísimas, se
puede dar la tristeza humana o el sentimiento
que se desee —me decía él un día.
—Yo quiero ser el maestro de mi materia
—me decía también él—; y, en efecto, la
madera, la piedra, todos los elementos los trata
como un gran artesano de un gremio único.

JACQUES LIPCHITZ.
Guitarrista. 1918.

HENRI LAURENS. Guitarra. 1917.

—Para mí una pirámide es lo mejor que existe —me decía otro día.

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También suele decir: “Estuve triste hasta el día en que la Providencia me
inspiró esas cosas «aéreas, transparentes», que pueden verse y pueden
conmovernos con todos sus aspectos presentes a la vez. Hoy vuelo con ese
avión más pesado que el aire, que es la escultura”.
¡Cómo he visto frente a la obra de Lipchitz que las formas escuetas,
airosas, sobrepujadas, pueden ir al cielo, a buscar su paraíso! Tiene razón
Lipchitz, ¡cuántas se pueden sacar del cuerpo!
Alma santa de Lipchitz que sale de esa tontería que da vueltas alrededor
de sí misma en los maestros y que en él va hacia orientaciones luminosas y
cuenta con la luz, con la que nunca se había contado en escultura como no se
había contado con el espacio íntegro en pintura, y comprende que la escultura
es una cosa que centra y coge la luz por su cuenta. ¡Cuándo se os hubiera
ocurrido eso, ilustres papanatas! ¡Cómo es verdad que viendo las mismas
esculturas maestras, se ve que las descompone la luz y que no están
preparadas para inteligir la luz!
Las últimas obras de Lipchitz, aun siendo algo que no se levantaba mucho
sobre el suelo, son como rascacielos elevadísimos, que se elevan por la
gallardía incesante hasta los cielos.
La escultura es playa o acantilado en que muere el arte.
Yo se que esta frase me ha de costar represiones como el que lanza el
grito regicida; pero lo digo con la misma fe anarquista en otro ideal.
En ese mausoleísmo del arte se levanta Lipchitz.

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TUBULARISMO

DENTRO del cubismo, uno de los hombres de más originalidad es Léger. Léger
representa, sobre todas las cosas, lo que con el mayor de los descaros se
puede llamar “personalidad”.
Son admirables los rasgos decididos de este pintor que encuentra la vuelta
de las cosas, su más ceñida calidad, su redondez pura, su elástica tubularidad,
su muslo, su muñeca.
Llega hasta parecer verdadero este mundo cilíndrico en que piensa Léger,
y llega a parecer verdadero porque hay esa verdad en el fondo de la vida y
alguien, descomponiendo la vida con nuevos reactivos, tenía que hallarla.
Ese espectralismo de radiadores, de innumerables circunvoluciones de
tubos, es el que Léger descubre con sin igual ligereza, dando a esa apariencia
tan material y tan chocante la correspondiente inmaterialidad. ¡Qué difícil
proyecto, casi irrealizable y sin embargo realizado, el suyo!
¡Que añada algo a la vida el Arte, que la supere, que la procree, que la
ilusione, que la conduzca hacia noveleros delirios con cierta sabiduría, con
recia convicción, sin dudar, sin temblar, sin esbozar!
En el arte de Léger se desperezan todos los radiadores y todas las tuberías
de la gran máquina de la vida. Pinta Léger lo que hay en la vida de
relacionado, por medio de tuberías correspondientes, lo que hay en la vida de
acoplado, porque sólo así el equilibrio de la vida persiste.
Podemos suponer, no debemos tener repugnancia en suponer e inventar
esa complicada máquina tubular con tubos de todos los tamaños. Léger
resulta así una especie de fabricante, una especie de rico siderúrgico que
vende su especialidad tubular porque es él el único en el mundo, el único,
sobre todo, que ofrece su cilindrismo en cortes tan elegantes, en sectores tan
puros, en trozos tan maravillosos de color.

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FERNAND LÉGER. Dos mujeres.

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FERNAND LÉGER. El almuerzo. 1921.

Esas especies de guerreros con lonchas que pinta Léger, esos codos de
chimenea, esas barras espirituales que él anima, esas T intencionadas en cuya
cavidad redondeada se oculta el viento o el desahogo del espíritu, todo eso
mezclado, por exceso de riqueza del gran pintor, en las guardillas de sus
cuadros, apretado todo como se aprieta en los luminosos sota bancos de las
casas pictóricas de cosas y a las que no basta ese pobre desahogo de las
buhardillas aunque las den la buhardilla 1 y la 2, y la 3, y la 4, y la 5, y la 6,
hasta la mil y pico de las buhardillas de los rascacielos. Trabajosos cuadros,
cuadros de inventor, cuadros edisonianos, éstos de Léger. El aire comprimido
les tía un vigor grande, y el aire suelto que se escapa por todas las salidas de
aire sin ningún tapón, les da esa agilidad, esa volandera agilidad que los
distingue. ¿Cómo ha podido este pintor encontrar tan gran variedad y tan gran
dignidad con elementos de apariencia monótona y simple? Ese es su secreto,
pero nosotros ya podemos ir pensando en aceptar en los museos estas ruedas,
volantes, hélices y motores enrevesados.

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En las reproducciones grisáceas no se
puede calcular la belleza de color que
acompaña a estas lucubraciones y cómo
se destaca cada cosa con arlequinesco
sentido, en una grata coloración
mañanera, de colores para tomarlos con
el desayuno…
La que ensaya Léger es la pintura
multiplicativa.
Con sus contrastes multiplicadores,
haciendo que formas similares se
opongan a agrupaciones de formas
contrarias, y colores de una clase se
opongan a colores opuestos, todo
alrededor de un tema que lo centre, se
encontrarán contrastes-disonancias que
producirán el máximo de expresión. Retrato de Fernand Léger
en su taller de París.
Léger, cuyo arte necesitaba llegar a
mostrarse en la instalación de las grandes fábricas rarificadoras, en la creación
de películas o en el montaje de calefacciones espirituales, ha logrado su
laboratorio de El Inhumano, en el que reaparece el laboratorio Faustiniano.
Por fin, el arquitecto y decorador de lo moderno, el que ha logrado en la vida
la librería ideal en que el libro se luce en su piscina de luz más viva y más
rodeada de sombras arquitectónicas que ninguna otra, ha hecho una fachada
de laboratorio en que se despierta la inquietud plástica asimétrica,
entrecruzada de la nueva psicología de los habitantes de las viviendas de
nuestros días.
En sus últimas telas ha dado fuerza al engranaje de esas llaves que le
sirven de palancas y discos para abrir las cerraduras difíciles. Se le ve
queriendo abrir la última puerta.

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NINFISMO

MARIE Laurencin pinta como con pinturas de tocador, con cremas, con
barritas para los labios, y diluye las pinturas en esencias de las más caras, y
con las más suaves polveras da los últimos toques, fijando lo que sale de esa
encantadora mezcla con pulverizadores que barnizan sus cuadros como
ningún barniz. Todos los pintores habían luchado por alcanzar la femineidad
y sólo Marie Laurencin la ha encontrado. Ella ha descubierto los secretos de
las mujeres en enaguas, en otras enaguas más sutiles que las que ven los que
las pintan en enaguas. Marie Laurencin ha estudiado a todas esas honestas o
difíciles señoritas que se componían y se vestían frente a ella sin desconfiar y
a las que ella miraba sentada sobre la cama de su alcoba.
¡De qué pura aristocracia del espíritu resulta Marie Laurencin! Ha visto su
espíritu fuera de ella, asomándose a los balcones de los palacios con ancha
balaustrada de piedra o mármol; ha visto lo que de femenino se esconde
detrás de los biombos, detrás de las puertas en que está tapado el ojo de la
llave, en los baños en que ni la don cella puede entrar a ayudar a vestirse a la
señorita. El alma elegante, suave y linda de Francia a nadie la ha dado más
esencialmente, salvándola a esa actualidad precipitadora que los otros no
saben resolver.
Con ella se me apareció en el Madrid de 1918 su gran amiga Nicole
Groult, la gran modista francesa, la íntima artista del traje frente a las
industriosas y públicas modistas, tales como madame Paquin. Llegó vestida
con un traje admirable, corto, bajo cuya falda se veían las botas de montar de
caña acordeonada, esas botas que fueron durante aquellos años una moda
atrevida y airosa. Xicole Groult, con la mirada de los ojos muy redondos —
grandes cabujones de su mejor sortija— en su cara ancha, tenía ese cutis
satinado, pulido de tanto haber sido limpiado con las mejores pomadas y las
más celestiales aguas, afinado también por haber traspirado los ambientes más
artificiales y más elegantes, y también por vivir en su casa de París, cuyos
rincones nos ha enseñado, y cuyas alfombras blancas no nos hemos atrevido a
pisar en nuestras visitas a París. (¡Habría que ver una reina francesa siglo XX:
¡Qué medias caladas y esplendorosas! ¡Qué traje para cegar!).

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Era la modista que interpretaba los
trajes ultramodernos que necesitaban las
figuras de madame Laurencin. Tan
íntima era su compenetración, que
madame Laurencin se había cortado sus
largas trenzas rubias y se las había
regalado a Nicole Giroult para que se
hiciese una peluca. ¡Peluca gloriosa!
¡Préstamo de un poco de la aureola de la
graciosa pintora!
Sobre los cabellos, de un rojizo rubio
veronés de Nicole Groult, aquella peluca
viva y llena de pensamientos fascinará
con la doble gracia de Marie Laurencin y
de Nicole Groult. Se fue contenta con su
nueva peluca, con los cuadros del gran
Picabia y con aquella vela rizada que la
FERNAND LÉGER. El acordeón.
Colección Walter P. Chrysler, Jr., Nueva asombró en mi despacho y que yo le
regalé. (¡Qué graciosa
York. con la vela frágil en la mano como con un ramo de
flores delicadísimas, hasta llegar a su habitación número 565 del Palace, y
después con ella en la mano hasta llegar a París!).
A esa amiga orquídea le dedicó Marie Laurencin estos versos en que se
acordaba de España:
—Ne crois pas Nicole
que le zébre est un animal
comme le cheval.
Le zébre est un danseur espagnol.

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MARIE LAURENCIN. Mujeres a caballo.
Colección Mrs. Solomon R. Guggenheim, Nueva York.

Difícil mujer esta mujer y difícil artista Marie Laurencin. Le molestan las
formas, odia el mundo como si fuese algo demasiado grosero y rosco para su
sensibilidad. El mismo Fragonard le parece un ejemplo de estulticia, de
violencia, de apretar el lápiz y apretar las pinturas.
¡Admirable mujer a la que da jaqueca todo, a la que se ve estar jaquecosa
de todo! ¡Con qué mimo, con qué espera de sus palabras, con qué cautela
debe tratarla hasta un extraño! No es la ridícula y meliflua voz baja la que ella
necesita, ni la dulzura en la voz ni en los ademanes, sino que no se hable, que
no se exista, que uno se disimule hasta más allá de la muerte ya. La ofenden
—se podría decir— todas las cosas que se le presentan, que se destacan en la
vida.

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Sólo los contornos más soporíferos de la vida, y eso con irritación de
obsesionada, y eso porque no tiene más remedio, es lo que recoge Marie.
—Marie, ¿cómo está usted? —le digo a través de los años cuando la
vuelvo a ver, cuando me honro visitándola, y tengo una gran timidez al
decirle esas palabras y no tengo la osadía de esperar la respuesta aunque ella
me la otorgue.
No se me olvidará el día que subí a su buhardilla, imitación de buhardillas
como las reinas de Francia imitaban masías en sus Versalles.
Sobre su cama estaba el traje nuevo de la anunciación de la moda, aun
tendido como salió de la caja de la modista, sin haber levantado aún la cara a
la vida.
Allí, entre objetos de una finura suprasensible, habiendo tirado por la
ventana los innumerables objetos que se podría sospechar que ella ha
necesitado alguna vez, pero que no necesitó nunca —lacas, porcelanas,
cristales—, Marie Laurencin pinta sus cosas desjugadas, sutilizadas, de las
que borra todo lo que se podría llamar pintura, todo lo que no es espectro
inmaterial.
Ella me ha dejado penetrar en el secreto de su pintura y yo puedo asegurar
cómo es hijo de su pura alma, dada a todas las impurezas sólo por investigar.
Ella dibuja en un papelito el recuerdo en lo que tiene de más imprescindible,
en lo que tiene de más imposible de no conservar, y después ese dibujo
fabricado con todo el desgaire y la displicencia de un alma que odia los
contornos, es lo que ella agranda en sus cuadros.
Lo que de más supremamente trivial encuentra en las mujeres, esa cosa de
corderas sensuales que tienen, es lo que apunta Marie Laurencin. Llega a los
abismos de la pasión y del hastío para encontrar sólo eso, buscando sólo eso.
¡Qué sabia! ¡Qué inaudita! Nunca complicó su espíritu. Su desprecio, su
visión en el vacío femenino ¡llena de qué náusea imprecisa, vaga y
delicadísima está!…
—Comprendo en tus cuadros ese secreto que lanzas con toda suavidad,
muy empolvado, muy vago, entusiasmando con eso al mundo… El vértigo
que siente la mujer en la mujer es el que sientes y descubres a los que miran
por el ojo de la cerradura. ¡Pero qué gran mueca de desdén, de comprensión y
de puerilidad la tuya! Por lo menos, de tu gran aprendizaje, de tu gran
experiencia osada y esforzada has sacado esas deducciones sencillas, simples,
dibujadas como quien no hace la cosa y que son el mayor descubrimiento
femenino que se conoce… ¡Magnífica indiscreción la tuya! ¡Indiscreción de
fin del mundo!

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Midinette suprema, supremización de la señorita ideal que se ha visto en
un restaurante modesto, estilización de la dama sola que se ha visto en la más
predilecta silla de los circos.
Como nuestro supremo ideal hubiera sido ser parisiense de París, esta
mujer, que tiene la magia de prolificar lo que se entrevé de lo femenino de
París, es nuestra más fina seducción.

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DADAISMO

LA historia del dadaísmo tiene que comenzar por la historia de Tzara,


intrépido, creador definitivo, lanzando su grito de postguerra cuando aun no
había acabado la guerra en aquel Zurich que yo visité mientras el cañón ponía
un pinar de cañonazos negros alrededor de Suiza.
Estaba lleno de vísperas aquel Zurich tan cerrado, que me explico a Tzara,
al que no encontré en mi paseo por la ciudad impresa ya con letras de la
Alemania moderna, pero cargante como un catálogo de Gans.
Zurich me dió la impresión de esos frascos de cristal en que los
presidiarios logran meter numerosas figurillas, árboles, hasta, a veces, un
Calvario con todos sus símbolos.
Vi una especie de Exposición de independientes en que simpáticos
triángulos de color subían al ciclo. Había pelouses de baile absurdo y albergue
de jugadores de tenis, y vitrinas delirantes que ya esperaban que se abriesen
las fronteras en cuanto acabase la guerra, para que los traidores del arte nuevo
no se aprovechasen llamando boche a todo lo anticlásico.
Pero pronto acabó la guerra y aquella improvisación juvenil que había
estado contenida en el café Voltaire, de Zurich, durante tanto tiempo, tenía
fuerza de explosivo.
Tristan Tzara da los gritos de introducción, liberándose de todo, porque,
como él dice, “si la ausencia de sistema es todavía un sistema, por lo menos
es el más simpático”.
“¡Dadá, dadá!” —le gritan los espíritus de carbón gastado.
El gran poeta que alienta bajo todos los cinismos de hombre perseguido
por todos va llenando de imágenes poéticas el mundo, “se tapizan los parques
con mapas geográficos”, “arco distendido de mi corazón, máquina de escribir
para las estrellas…”.
En innumerables manifiestos especifica Tzara lo que significa el
dadaísmo: “Dada no significa nada, y, sin embargo, la primera idea que se
revuelve en las cabezas es de orden bacteriológico: encontrar un origen
etimológico, por lo menos. Así se anuncia en los periódicos que los negros
Krou llaman a la cola de una vaca santa DADA. El cubo y la madre en cierra

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región de Italia: dada; el caballo en madera, el ama de cría, en ruso y en
rumano: dada. Los sabios periodistas ven en esto un arte para los niños, y
otros santos jesusesquesellamanasimismoslospequeñosniños —esto estaba
unido como una sola palabra alemana, en el original francés— del día, la
vuelta a un primitivismo seco y brillante, brillante y monótono”.
Otros retazos sueltos de este primer manifiesto son:
“Este mundo, que no está ni especificado ni definido en la obra, pertenece
en sus innumerables variaciones al espectador. Para su creador, la obra no
tiene ni causa ni teoría”.
“Yo os digo: no existe el comienzo y no temblamos, no somos
sentimentales. Nosotros desgarramos, vientos furiosos, la ropa blanca de las
nubes y de las oraciones, y preparamos el gran espectáculo del desastre, el
incendio, la descomposición”.
“Yo estoy contra los sistemas: el más aceptable de los sistemas es el de no
tener principio ninguno”.
“Desposado con la lógica, el arte vivirá en el incesto, jamándose,
zampándose su propia cola y su cuerpo, fornicándose él mismo, y el
temperamento resultará una pesadilla embreada de protestantismo, un
monumento, un montón de intestinos parduscos y pesados”.
“Yo proclamo la oposición de todas las facultades cósmicas a esta
blenorragia de un sol pútrido que ha salido de las fábricas de la idealidad
filosófica, la lucha encarnizada con los elementos del
TEDIO DADAÍSTA”.

Abolición de la memoria: DADA. Abolición de arqueología: DADA.


Abolición de los profetas: DADA. Abolición del futuro: DADA”.
“Libertad: DADA, DADA, DADA. Guirigay de los colores crispados,
entrecruzamientos de los contrarios y de todas las contradicciones, de las
cosas grotescas, de las inconsecuencias: LA VIDA”.
En el manifiesto que se titula “Manifiesto según San Juan Clysopompe”,
se dice: “Vuestro maldecir después de numerosos insultos y de hablar de la
merde de cuervo, viene de vuestra alimentación: la prueba se verá en vuestras
entrañas si de un puntapié algún curioso abre la masa. Meterá el pie en una
materia blancuzca, residuo de vuestros ideales, vuestras bellezas, vuestros
éxtasis abstractos, cual digeridos como la leche de una vaca enferma… Nos es
necesario desembarazarnos de este espectáculo repugnan te a nuestra gracia,
nuestra suavidad, nuestra inteligencia. Es eso lo que enrarece nuestro aire y se
pega a nuestras botas… Vuestra enfermedad es un libro. Es el catálogo de la

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comprensión universal… No hay más
que una sonoridad sin principio,
convertida en piedra y hierro de cartón
para la construcción de vuestras
catedrales y de vuestros surtidores. Idos
a paseo. Las palabras os salen
turbulentas fuera del ombligo. Se cree
rían un ejército de arcángeles de nalgas
blancas como la candela. Es con el
ombligo con el que habláis, los ojos
vueltos hacia el cielo. Pues bien: está
prohibido hablar y prohibido escribir. Y
cuando vuestras palabras, los afrentosos
signos de vuestra inteligencia sean HANS ARP. Composición. 1931.
vuestros, os dejaremos hablar y cantar.
“Pero yo tengo miedo que a vuestra
vez no os arrojéis sobre nos otros, con deseos criminales. Ribemont-
Desaignes”.
El señor Aa. el antifilósofo, escribió otro manifiesto que firma Tristan
Tzara.
“¡Vivan los enterradores! —comienza—. Todo acto es un pistoletazo
cerebral… La mentira es éxtasis —lo que pasa de la duración de un segundo
—, no hay nada que no cumpla esa medida. Los idiotas empollan el siglo, los
idiotas recomienzan algunos siglos, los idiotas se balancean en el cuadrante
de un año —yo (idiota), sólo permanezco cinco minutos”.
Este manifiesto de Tzara acaba:
“Meted la placa fotográfica del rostro en el baño ácido”.
“Las conmociones que se sensibilizan se tornarán visibles y os
sorprenderán”.
“Propinaos vosotros mismos un puñetazo en la cara y caed muertos”.
Evocando esas biblias que nunca se escribieron hay un “Resumen de
Jesucristo rastacuero”, del cual son estas cláusulas:
“El más bello descubrimiento del hombre es el del bicarbonato de soda”.
“No hay desconocidos, excepto para mí”.
“Estamos metidos en un tubo digestivo.
“Agua de colonia vertebral”.
“Espinoza fué el único que no había leído a Espinoza”.
“El sátiro de cola de rata”.

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Francis Picabia, que es el que practica desde más antiguo estos deportes,
publicó este trabajo:
EL OJO FRÍO

“Después de nuestra muerte se deberá meternos en una bola: esta bola


será de madera de varios colores, y se la hará rodar para conducirnos al
cementerio, y los enterradores encargados de ese cuidado llevarán guantes
transparentes a fin de recordar a los amantes el re cuerdo de las caricias. Para
aquellos que deseen enriquecer su mueblaje del placer objetivo del ser caro
habrá bolas de cristal a través de las que se advertirá la desnudez definitiva de
su abuelo o de su hermano gemelo”.

“Hay gentes que tienen la cabeza abajo, como las plantas, y que miran con
los pies”.

“El conocimiento y la moral no son más que papel para las moscas…”.

“Todo es veneno, excepto nuestros hábitos”.

“Es necesario comulgar con chewing-gum”.


Tzara, además de emplearse en mil actos que remueven el mundo, publica
libros en que se descompone a la tierra. Así el titulado La aventura celeste, de
Mr. Antipyrine, entre cuyos personajes figura la mujer encinta y en cuyo libro
se ensordece el diálogo mocosonante con estampidos de prehistoria, como
éstos:

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MR. CRICRI crocrocrocrodil
LA FEMME ENCEINTE crocroerocrocrodrel
PIPI crocrocrocrocrocrodrol.
MR. ANTIPYRINE crocrocrocrocrocrocrodal.

MR. ANTIPYRINE

et nous chantons
oi oi oi oi oi oi oi oi oi oi oi oi oioi oi oi oi oi oi oi oi oi oi oi oi oi oi

Y en una especie de acotación, dice:


“La mujer construida con balones en disminución comenzó a gritar como
una catástrofe ouiiiiiiiiiiiiiiiii”.

En la hora mejor de dadá es cuando está en sus huestes Soupault, al que


entonces no le había crecido tanto la S de su apellido y era siempre
minúscula.

Es cuando Soupault dice cosas tan grandes como esta: “un sobre
desgarrado agranda mi cuarto”, y de ese momento son sus célebres letanías:
Andrés Breton no está enfermo.
Felipe Soupault ha sido internado.
Luis Aragon está loco.
Teófilo Fraenkel está enfermo.
Andrés Breton está enfermo.
Francisco Picabia se parece a Francisco Picabia.
Pablo Eluard está enfermo.
Felipe Soupault ha muerto.
Aragon (Luis) no está muerto.
Eluard ha perdido su reloj.
Tzara está en París.
Andrés Breton no saldrá de viaje.
Teófilo Fraenkel es Teófilo Fraenkel.
Andrés Breton no ha dicho nunca merde.
Pablo Eluard bebe algunas veces.
Felipe Soupault es un barbero.
Aragon (Luis) no está en París.
(El habita Neuilly-sur-Seine).
Tzara ha perdido su reloj.
Tzara ha perdido su reloj.
Soupault ha perdido su reloj.
Breton ha perdido su reloj.
Eluard ha perdido su reloj (bis).
Fraenkel ha perdido su reloj.
Breton no es mozo de café.
Soupault no es mozo de café.

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Fraenkel no es mozo de café.
Luis Aragon no es mozo de café.
Breton no es indiferente.
Soupault tiene buena colocación.
Luis Aragon pregunta la hora que es.
Eluard lee dulcemente.
Fraenkel ha dicho bastante.
Breton ve mejor sin lentes.
Francisco Picabia no tiene avariosis.
Fraenkel no gasta lentes.
Soupault no gasta lentes.
Aragon (Luis) no gasta lentes.
Fraenkel no gasta lentes.
Fraenkel no gasta lentes.
Tristan (Tzara) tiene necesidad de un doctor.
Breton olvida su portamonedas.
Y después,
después,
Merde.

PHILIPPE SOUPAULT.

Es la única escuela en que no puede haber falsificaciones. “No puede


haber falso dada”, dice uno de sus sacerdotes; pero la frase definitiva es:
“¡Después de nosotros, la blenorragia!”.

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FRANCIS PICABIA. “Yo veo en mi recuerdo a mi querida Udnie”. 1913

He aquí otra breve escritura de pared:


“Yo me llamo ahora t
Tzara, loco, virgen”.

Y debajo escribió Picabia:


“Tristan Izara es un idiota virgen”.

Por primera vez se confabulaban en el insulto, llenos de buen humor.


Siguen viejas fórmulas perdidas, como esas de Stern de “que coda
comparación poética debe ser concisa como una declaración de amor de rey”.
El uno titula a unas lágrimas, “lágrimas de níquel”; el otro, “la idiotez es
el saturnismo de los matemáticos”; el otro, “la cola del diablo es una

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bicicleta”; el otro, “las más magníficas puertas son aquellas detrás de las que
se dice: abrid en nombre de la ley”.
Dicen como Descartes: “No quiero saber siquiera si ha habido hombres
antes de mí”.
Hay un momento en que todos los dadaístas se desperdigan: unos,
nutriendo el surrealismo próximo; otros, nutriendo ya directamente las casas
editoriales. Tzara, solo.
Tristan Tzara, que es el creador, se queda solo y se construye una hermosa
casa en París con las piedras que le tiraron.
Yo he estado en esa bella morada del rumano creador y he cenado en su
mesa, servida con los mejores vinos, y en la que los pollos en cacerola no eran
una mixtificación.
En el gran salón, con bar a la moderna y libros de luz entreabiertos contra
la pared, todo es de una riqueza solemnemente nueva.
El poeta se dedica al largo poema; sólo quiere escribir ya libros de mil
páginas, y su esposa, una fina y bella sueca millonaria, está confabulada con
él en todas las inquietudes, existiendo un hijo, un niño que nunca aparece en
las reuniones. Ese niño al que no se ve en los hogares exquisitos de París,
pero que juega en habitaciones de Delfín.
Tipos extraños, judíos de barba blanca, alemanes que trazan teorías
elípticas, astrónomos, mujeres con trajes de noche como planetarios
brillantes, se reúnen en esa casa, de nueva arquitectura, en que Tzara sabe
vivir con toda la soltura que le dió dadá, con doble apetencia de la vida que el
más apetente de los mortales. Salido con bien de aquel suicidio del a e i o u,
ha resuelto en un poema de esplendidez las imágenes del primer destrozo.

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CHARLOTISMO

YO diría que el charlotismo ha sido una especie de patosidad de la época,


cansada de la compostura solemne a la par que graciosa y de la formalidad en
la ironía. El infantilismo desgarrado a que se decidió la vida hace años, como
nueva crisis de niñez de sus vejeces, lo encarnó Charlot como otros muchos
pollos y horteras, que correteaban por la vida.
Charlot apareció como el hortera rey, como el hortera atrevido, bailarín y
contumaz; un hortera que era al mismo tiempo que hortera titular de una
carrera corta, quizá farmacéutico o ingeniero agrónomo.
El charlotismo ha sido una ráfaga de fantochada de la época, la época del
humorismo extravasado y de la quiebra de la seriedad de burro que
caracterizaba al mundo y ahora aun le caracteriza en gran parte.
El charlotismo es algo así como el baile de un hombre solo en me dio de
las vanidades y las fiestas engoladas del mundo. Con ese baile ha conseguido
hacer un hombre solo una revolución de gran tribuno, una revolución que
comienza ahora a ser interpretada y que se reanudará y seguirá su obra en los
cuadros de un nuevo pintor, en las obras de un autor menos cazurro que casi
todos los que nos rodean; en las pantomimas de una compañía inédita.
Ese bailarín solitario como un polichinela modern-style que se siluetea en
la noche de nuestro tiempo ha dejado su hongo puesto en los arbolillos de
todos los viveros, en las altas veletas, en casi todos los percheros de la vida y
en la cabeza que sale con lentitud gusanil del claustro materno de las que
parieron Charlots numerosos.
El charlotismo es la burla rauda de nuestro tiempo sobre las plataformas
que se mueven en las cómicas subidas a los autobuses que no pueden
detenerse más de dos segundos y en las desopilaciones de los tés danzantes.
“Se acabó ese tipo”, quiere decir Charlot; y entrega a la quema, por medio
de la ironía, su tipo de optimista mediocre y presumido.
El charlotismo es el baile y desenlace en la cuarta dimensión del ser más
adocenado y cursi de la época.
Esa gracia de Charlot estaba inscrita en los boticarios, en algunos
empleados de notaría, en la juventud de todo magistrado empedernido. Nadie

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se había vuelto contra su configuración, seria y patosa, y había sacado de ella
la gracia. Todo s esos hombres con tipo absurdo, todos esos horteras de
distinta categoría, todos esos zancones que no comprenden la vida, parecieron
salvarse cu el baile creciente de Charlot y asomar inteligentes y rebeldes por
su gracia.
Charlot vió y distinguió en la vida, cuando era un pobre mucha cho
perdido en las calles tristes de Londres, las cosas que no tienen gracia y
quieren tenerla, los tipos de humor abortado, todas esas cosas que se debaten
en la grisúra de una gran ciudad.
Charlot vió en Londres el cierto humorismo de los carreros, de los que
descargan bultos, de los que entran un momento en una taberna con gesto
atrevido pero mudo. De esa gracia incapaz, que no se atreve a estallar porque
no la favorecen las circunstancias, es de la que se apoderó Charlot.
De Charlot, que es señorito al que tiene gana de cornear el pueblo y al que
abuchean al verle tropezar con la cuerda que aisla la obra que revocan, se
podría decir con una frase un poco lapidaria “que es como un domingo por la
tarde”.
Charlot es también la seriedad que hace burla seria a espaldas de la risa,
cuando generalmente lo que suele pasar es que la risa hace ademanes a la
espalda de la seriedad, aunque las dos maneras con siguen provocar —por
contrarias y extremas que parezcan— la misma risa sofocada y desgarradora.
Charlot recoge, por decirlo así, la gracia absurda de unos tipos azarados,
tímidos, a los que nunca favorecen las circunstancias cuando se deciden a ser
graciosos y a los que la burla pone la levita del revés.
Charlot distinguió la gracia cohonestada por la vida, la gracia aplastada, la
gracia sin atrevimiento, y realizó con toda desfachatez los movimientos
incongruos que nadie se hubiera decidido a realizar, aunque estaban en un
hormigueo especial que corría por todo el cuerpo.

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Charlot según lo vió Fernand Legér en su film abstracto “Ballet Mecanique”, en 1924.

Bueno, ese pisaverde, ese lechuguino anticuado y deteriorado, ¿es muy


gracioso?… ¿En qué consiste su gracia?
Es que ha encontrado en toda su nitidez, con toda justeza, ese tipo
elemental, el tipo elemental de toda una época, el hombre que ya no es un
bufón, porque está muy sobre sí, muy cuidadoso del qué dirán; pero que por
azoramiento, por casualidad, por un error hace la gracia de los bufones. Esa
gran dignidad en el desacierto que si mula Charlot es el gran éxito de sus
peripecias de desgraciado, de atrabancado, de nervioso del bastón.
Charlot, con su gran seriedad de hombre temeroso, intimidado, que se
equivoca, da traspiés, y queriendo ser tan caballero se apoya por distracción
en el seno de la señora con que habla; es el transeúnte gracioso más que el
cómico divertido, es un cualquiera más que un profesional, es ese falso
espectador sobre el que cae el clown en los circos y cuya turbación divierte
más que todo el espectáculo. Es el truquista mayor que ha habido; truquista
más que cómico.
Es la máscara de un señorito de los domingos, del hortera que quiere ser
elegante y del elegante que lo es realmente. Todo esto junto.
Charlot, además de esto, es como ese señor que se distrae mirando un

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pájaro y que en la acritud que toma haciendo un acto tan sencillo, hace reír.
Sabe lo injusta que es la risa, y cómo quiere víctimas, desgraciados, gente que
entre por sorpresa en la trampa del desaire o de la ridiculez.
Charlot es como el hombre con el que hace sus carambolas de gracia la
vida. Aparece en la película en el momento mismo en que la vida, tan
desacertada por lo general y tan que no hace ni una carambola siquiera,
consigue sus tantos, hace seguidas sus treinta y cuarenta y tantas carambolas.
Cuando más hemos visto a Charlot en la calle del mundo ha sido de blusa
a la puerta de una tienda de ultramarinos o muy negro y mirándose en el
espejito incrustado en la pared de la trastienda, como carbonero auténtico,
carbonero asustadizo, juvenil, galante, dorado de una coquetería
incomprensible en el hombre negro y con traje de pana. Tipo gracioso desde
lejos; pero que, sobre todo. Jas criadas saben hasta qué punto lo es.
Su tipo es tan sencillo como todo esto, y él mismo ha explicado su
hallazgo diciendo que lo adoptó “pensando en todos los ingleses que había
visto con pequeños bigotes negros, ropas holgadas y bastón de bambú”.
El mismo ha escrito: “Cuando me encuentro con gentes que me piden que
les explique el secreto de hacer reír a mi público, me sien to embarazado por
la pregunta y procuro desentenderme de ella. No hay ningún misterio en mi
comicidad sobre el telón blanco, que no haya en cualquier otro actor que
tenga gracia. Se trata sólo de que los tíos sabemos algunas verdades simples
sobre el carácter del hombre y nos servimos de ellas, pues, dígase lo que se
quiera, en el fondo de todo éxito no hay más que conocimiento de la
naturaleza humana, ya sea uno comerciante, hotelero, editor o actor”.
Charlot ha expuesto al mundo formado por gentes paradas y secas, sus
gestos aturullados, cohibidos, los gestos de los que se aprovechan de los
descuidos y de las distracciones de los demás para meter bulla y para meter el
cuezo en las cosas.
Charlot es el gran niño mañoso de la humanidad, el niño que se retrasa en
los hombres, el niño embarazoso que vuelve a surgir en las fiestas de la vida,
en los bautizos, en los bailes, entre el público de las cenas.
Todas las gentes del domingo se han agolpado, aun lloviendo, junto a las
taquillas en que se despachan localidades para ver a Charlot, y bajo los
paraguas han estado esperando largo rato a que saliesen los que le estaban
viendo. ¡Charlot fue el domingo, todo el domingo de 1920!
¡Qué esfuerzo hace ese público de fuera para que acabe la película, que ya
parpadea demasiado de prisa en el fondo del cine!

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Ese público que se congrega fuera, ¡cómo mastica los entremeses de los
anuncios!
Después, sobre esa culminación de su tipo de la época y sobre la grisura y
la inmovilidad de lo que no acierra a tener gracia, es el excéntrico de los
circos aplicado al largo viaje del cinematógrafo.
Busca la gracia con su bastoncito mágico —dorsal de serpiente— debajo
de los armarios y saca gestos de clown antiguo y balones con trajes de
arlequín.
Charlot ha destapado la botella que ha llenado de espuma el mundo, y el
pobre azarado, verdaderamente azarado, sigue con su botella entre las manos
viendo cómo se descuelga la espuma, cómo mana, cómo se sale de todas las
copas y cómo todos ríen y siguen riendo y a las señoritas se les salen de sus
corpiños sus frutos maternales de tanto como ríen.
Esa es la risa del mundo. Risa del champaña que se desparrama, que de un
modo incontinente fluye de la botella gordinflona, en la que nadie podría
haber creído nunca que hubiese tanto champaña Condensado.
Pero la opinión sobre Charlot no puede ir seguida y lógica como un
estudio cualquiera. Para definirlo hay que encender el cohete de las imágenes
y que estallen en mil lucecitas desperdigadas. Veamos cómo:
¡Fu!…
Charlot guardia de paisano, ambulante de Correos en Carnaval, genio de
brazos corros, escritor en la noche del aniversario antes de vomitar de
entusiasmo.
Silbante. Gracia farádica. Electricidad crónica de corriente alterna.
Saltamontes cinematográfico.
Gran pálido, pálido de mala educación, pálido de escepticismo, pálido de
una gran comilona entre amigos la noche de un sábado, pálido de sobar
mujeres, palillo de marco de autobús.
Muñeco de la calle dorado de gomas súbitas.
Está siempre pensando cómo pasará a la acera de enfrente, y pone el gesto
de los clowns que han de subirse a una silla como si fuese el Himalaya.
(Acabará dando un terrón a sus zaparos para que se decidan a remontar la
altura de la silla o de la escalera).
Es el gran distraído, distraído sumo, el distraído en libertad, el distraído
feroz. Charlot es el pendoncete siempre en las playas de la vida dejándose los
pies entre la arena, echando la carrera difícil en los momentos más enarenados
de la existencia, cuando la etiqueta es más obligada en el salón, cuando el

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parquet está más encerado y brilla con una luz interior de candilejas para la
vida privada.
Charlot cúspide de los domingos, mandolina loca, colchoneta
desternillada, cobrador de tranvías loco, viajero a pie detrás de los trenes que
ya han salido, ultramarinero descompuesto porque se ha bebido las hotel liras
de muestra, máscara retrasada, zangolotina y última de todos los carnavales;
otra vez hombre pálido pintado con carboncillo, estrafalario mamarracho,
guardia de paisano que hace reír a las criadas, lacayo de gracia pretenciosa
que es el enamorado platónico de la vieja marquesa.
En fin, rana galvanizada que un día se quedará sin corriente, y ese día
desaparecerá el charlotismo.
Se puede sospechar de la existencia del héroe cinematográfico. Se puede
sostener más fácilmente que nada, que Charlot no ha existido.
Charlot, por eso de que no ha existido, no desaparecerá, no se no tará
cuando haya desaparecido, no señalará ese día nada, y sus mis mas películas
serán largas lombrices de tierra que buscarán el misterioso y anonimado
centro de la tierra.

Pero Charlot el desaparecido, el que se eclipsa, el que parece que “no


existió”, reaparece de nuevo.
Se ha ido, se ha ido como por escotillón por la boca de los que arreglan
alcantarillas, pero reaparece.
Aquí está y como añadido a la silueta que tracé de él voy a dar unos
últimos alcances que completan su figura.

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Charles Chaplin, Charlot, en una pose característica.

Se empeña en hacer una película de pre-guerra.


Chaplin persiste en hacer su película de broma sobre las dictaduras, pues
opina que si a él le han plagiado el bigotito, él puede imitar otras cosas del
plagiario.
Y en vista de eso se cierne a su alrededor un espeso complot y el
espionaje trascendental da vueltas a su casa.
Guardaespaldas profesionales, policías secretos y detectives
internacionales rodean a Charlot, y todos los cristales del cottage son cristales
a prueba de bala, siendo por eso que los deja abiertos constantemente ya que
no los romperá el portazo de la tormenta o del viento.
Charlot vive sin embargo con su inconsciencia natural y ensaya discursos
de gritos ante los falsos micrófonos del estudio, cayéndosele el bigote en el
frenesí de las proclamas.

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Charlot se divierte, saluda con estilo torero a las masas que le aclaman —
¡su dinero le cuestan!— y va impresionando el celuloide con un noticiario
interminable, el noticiario biográfico más largo de los noticiarios que le
persigue con sus micrófonos y objetivos, los “oídos y los ojos del mundo”.
Para defenderse del complot que amenaza a su vida, hace que pruebe su
comida una hora antes de sentarse él a la mesa su fiel criado, y cada semana
hace que se reconozcan sus propias huellas dactilares para saber que sigue
siendo, él mismo, el legítimo Charlot.
pues se le ha amenazado con sustituirlo con otro Charlot idéntico que sólo
se diferenciará del verdadero en que desistirá de hacer esa película que
prepara.
Todo Hollywood está sobresaltado por el amenazante complot contra
Charlot y le llaman constantemente por teléfono, y se ha creado una guardia
especial de admiradores que le protegen de un modo invisible contra los
supuestos enemigos, esos pagados “estrellicidas” que han sido escogidos
entre los agentes provocadores y los incendiarios de barcos.
La novelería hace que este complot imaginario —quizá pura publicidad—
que rodea al célebre mimo, sea el complot más grande de la historia, mayor
que el que se fraguó contra ningún rey.
Pero el bastoncito de Charlot se abrirá paso entre todas las acechanzas y
convertirá en flor, en sorprendente girasol, el bulbo de la bomba.
Y la película se proyecta.
Ya hemos podido ver todos una imagen de Charlot en su nueva película
“El Dictador” y se da el caso de que como Hitler había imitado su bigotito y
su actitud lívida y encarada de ojos atónitos, parece que Charlot se imita a sí
mismo, se plagia escandalosamente.
No se podrá reclamar contra su disfraz porque le pertenece y sólo ha
necesitado colocarse la gorra militar, con dos aspas en el lugar de los
atributos, para ser una especie de generalísimo airado.
Charlot, siempre con un vivero de micrófonos delante de su tribuna, lanza
gritos en que muestra su dentadura por dentro al odontólogo de la Historia.
El solo, en su estudio secreto, rodeado de precauciones, con cepos para los
espías, ha ido inventando los episodios para torpedear las tiranías, la burla con
que contraponerse a la gloria mal ganada de los forzudos.
En su gran soledad leía los telegramas, veía impertérrito las variaciones de
la guerra, persistía en su propósito sin arredrarse, sin considerar que ningún
acontecimiento torcía su película, última bandera de rebelión en un mundo
vencido.

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Ha vivido como un valiente, metido en su estudio, bajo bombardeos
constantes, heroico en su misión de guasa y humorismo.
Cuanto más horrores, descalabros y destrucciones, Charlot se sen tía más
el solitario vengador y entraba más en la epilepsia de su burla.
Quería lograr lo macabro que es que lo cómico se vuelva destructor sin
derecho que lo asista, pues lo grotesco no puede ser arrasador.
¿Cómo podía su bigote cómico, construido para ironía y diversión del
mundo, atacar sangrientamente a la humanidad? El mismo se asusta del hecho
y por eso pone ese gesto de espanto cómico en la trágica parodia.
Cada vez más único y más viviente Chaplin, porque no ha surgido
después de él quien levante la esfera inmensa del cine cómico, a pulso,
solitariamente, sin cómplices, sin hermanos, sin excesiva tramoya.
Espera, descansa, observa, se renueva y no sólo reaparece como algo
nuevo y sorprendente —elegía cómica de las máquinas o de la guerra— sino
que trae de su brazo una jovencita enamorada que será célebre en cuanto se
enciendan los focos.
Ya se quieren atrever con él los vermes glosatorios, pero Charlot es la
maravilla del genio paseándose por la vida y gozando de la inmortalidad que
nunca gozarán los perros.
El gran bufo descendiente de los bufones, gloria del género bufonesco,
sabe que el mundo es el Teatro de los Bufos —pagan media entrada niños y
buzos— y se acomoda en sus asientos con derecho propio.
Charlot es el ser que desconcierta porque no ha querido engalanarse con la
lujosa comicidad del Augusto, sino que ha querido imponer su silueta de
pobre, de neurasténico, de tímido, de verdadero claudicante, pues fué el
primero que usó el bastón blanco de los ciegos.
Podría llegar a decirse de él que es el nuevo Quijote.
Siempre recaba su independencia y su modestia y dice que sólo ha
querido representar un hombrecito tropezando con las paras de las sillas y las
patas que los malos de la vida extienden cuando pasa junto a ellos.
Ha sido inventor de muchas cosas que después se han extendido por la
vida, en pantallas, teatros, bodas alegres, habiendo sido plagiado hasta en el
bigotín, acento circunflejo de su fisonomía. Por inventar, él fué el inventor del
hipo con pito, ese hipo hilarante del que bebió y que ha sido truco de
innumerables películas ya que no se puede patentar un hipo.
—Lo más saludable de la vida —ha declarado él— es reírse hasta de las
cosas más trágicas; si es posible debemos reírnos hasta de la misma muerte.

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El nuevo caballero de la triste figura con algo de parado perpetuo que se
mueve perpetuamente, quiere enternecer al mundo para que tenga más caridad
y provoca la misericordia desternillante.
Un escritor español —que fué mi amigo— Germán Gómez de la Mata,
dijo de él algo que merece puesto especial en la colección de “sellos” Charlot:
que “Chaplin fué un milagro”.
Caracteres de ese atisbo de la mano blanca, luminosa e inmensa de Dios,
hay en este polichinela conmovedor. La mano de Dios lo ha sacado por la
embocadura del gran Guiñol del mundo.
Charlot como milagro, no puede envejecer además de que tiene siempre
su peluca negra, y su palidez de viejo se parece tanto a la de joven, que
poniéndose esa trufa que es su bigotito bajo la nariz, siempre será el mismo
debutante turbado, moviéndose como un juguete de cuerda, con la lombriz
juncosa de su bastoncito vibrátil como los bastoncitos del sistema nervioso
vistos por el gran micros copio del lente proyector.
Charlot no desea sino ser un infusorio en un mundo gigante y por eso le
gusta ser una hormiga con sombrero hongo en una inconmensurable sala de
máquinas.
Quiere elevar al pigmeo, al pobre hombre visto desde lo alto de un
rascacielos en la acera de la calle, al hombre que no ha comido en medio de
una sociedad de burgueses atareados y gananciosos. Se pega a una esquina
para que no le atropellen, para que no le pignoren, para que no le pongan el
último en el fajo de billetes de sus especulaciones.
Solitario, temeroso, mirando a un lado y a otro para que no le pase por
encima un ómnibus o se lo lleve detenido la policía por vagabundo, Charlot
compone sus películas como si fuese un cirujano de sí mismo. “¡No me
llamen para operarme demasiadas veces, piensen que se trata de mí y que me
desuello como una rana a la que va a galvanizarse sobre el tablero de la
disección!”.
Pero a través de sus andanzas y sus intervenciones, lo que más le ha hecho
sufrir a Charlot son las mujeres, sus amores aciagos. Mildred Harris, Edna
Purviance, Lita Grey y ahora Paulette Goddard.
A lo que ha tenido verdadero horror ha sido a los divorcios, a actuar frente
a la mesa alta del juez y acercándose a la butaca de la declarante oír que le
tachaban de crueldad y de avaricia.
Lo que le quema en su carnet último es esa lista de mujeres y la suma de
las indemnizaciones y los “alimentos” que les asignaron los tribunales.

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A veces grita otra cosa por no gritar la verdad y a una la acusa de querer
dedicar sus hijos al cine:
—¡No, no! —grita—. Mi padre fue cómico de la legua, mi madre, actriz
de music-hall. La madre de mis hijos, actriz de teatro y cine… ¡Basta!
¡Prohíbo que mis hijos se dediquen al cine!
Sólo hablaba en esos actos porque en las películas era como el hijo de la
muda que es mudo, dedicándose a la pantomima ya que su madre fue
pantomimera.
Paulette Goddard iba al divorcio como sobre patines. Charlot es un gran
celoso y ella empleaba su coquetería en cintas que él no podía perdonar.
Charlot no quería suicidar ese amor, se resistía, esperaba una enmienda, pero
cuando supe las locuras de Paulette en la Plaza de Toros de Méjico y cuando
vi una fotografía de la actriz en el estudio de Diego Rivera, desayunándose en
toilette de modelo, recordando que en el comienzo de su vida posó para
pintores en los estudios revueltos, pensé que estaba próximo el nuevo
divorcio que acaba de suceder.
El complejo de Charlot se ha vuelto más complejo y por salir de él va a
filmar una nueva versión de la gran leyenda de Barba Azul.
Un sentimiento interior de represalia incumplida va a hacerle mimar esa
parodia del cuento celebérrimo.
La obsesión de sus mujeres puestas en fila siempre frente al sofá en que se
recuesta, le ha hecho pensar en realizar un sentimiento insatisfecho, el de
asesinarlas una tras otra como lo logró hacer Barba Azul.
No tuvo atrevimiento para hacerlo realmente en la vida, además de que las
leyes castigan eso muy rigurosamente, pero lo va a realizar en el campo de la
simulación donde hay vigas imaginarias para colgar imaginariamente, cinco,
seis, siete mujeres, más, si es necesario.
Cuando abría su largo ropero lleno de gabanes y “completos” ahorcados
en sus cruces de madera, siempre se imaginaba Charlot que allí estaban las
mujeres que eran sus separadas, sus alegres divorciadas.
Con lo de Paulette Goddard ha llegado a la saturación del tema ansiado y
más que Paulette le había enseñado a reír y ahora le deja caer desde lo alto de
la risa en su negra melancolía.
No fue la niña ingenua —no hay que olvidar que ya era divorciada del
millonario Edgar James— pero era la novia de “Tiempos Modernos”,
devuelta a su virginidad por el candor del film.
Aparecerá en venganza con la nueva, con la mujer que se salvará a su
terrible sarracina satánica y en el fondo espera que esa última esposa sea la

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que merezca no morir y le sea muy moralizante el ver el ropero trágico en el
que el Barba Azul frustrado le mostrará las otras esposas “pendidas”.
El gran bufo trágico realizará esa película de un modo admirable, por eso,
por el complejo interior que le lleva a desahogar su corazón por fin y después
descansará como un Barba Azul afortunado en su último amor, el que ya sólo
tendrá la indemnización de la herencia.
Ha sido el primero de los “hombres perdidos”, era el extraviado que
tropezaba con todo y comenzó a tantear la vida con un bastón blanco de
ciego.
Era una pantomima claudicante y tímida en un mundo cínico, pero a veces
tropezaba con una mujer bella. ¡Y el público se reía de un hombre perdido!
Se nos pegó la palidez desconcertada de Charlot, su huir de la señorita
adinerada, su perdición.

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SURREALISMO

EL fenómeno más curioso de la literatura actual es el surrealismo.


La puerta que han abierto los surrealistas —aunque no me gusta ver la
barbarie de las dos erres tan mal casadas en la palabra surrealismo, encuentro
mejor esa palabra que super-realismo— da a una luz fúlgida y no habrá quien
pueda cerrarla.
Breton y Paul Eluard son los presidentes constantes de esa revolución
pura, de este estado frenético de búsqueda, de esa crisis de conciencia sin
derivativo.
Cada vez despejan más su campo los promotores, y no vale nada la
colección de su revista, Révolution Surrealiste, porque fuera de lo que dicen
los profetas lo otro que llena los textos se vuelve suspecto, ya que a cada
nuevo número tiran por la borda a sus antiguos colaborado res y denuncian su
moralidad y su literatura. Quizá algún día quede sólo sobre cubierta Breton,
aguantando el fuego de todas las escuadras.
En cada repulsa de Breton quedan visibles todos los pecados y vicios que
descubre, y es innegable que se aprende en qué estado la tente y suspenso está
la virtud. No podrán todos sus enemigos juntos burlar la clarividencia del
anatema y cerrar la herida de luz abierta en los cielos de la nada.
La verdad es que queda su voz y su lección colgada de las estrellas.
En lo que de almanaque de una época tiene el Arte, el surrealismo señala
la fecha del día.
Hecho añicos el movimiento Dada, primera fase de la futura revolución
surrealista, el 15 de octubre de 1924 lanzó André Breton su primer
manifiesto. El francés iba a encerrar en un orden mayor al desordenado
dadaísmo.

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ANDRÉ BRETON. Sueño-objeto.

La palabra surrealismo nace en Apollinaire, que ya llamó drama


surrealista a Les Mamelles de Tirésias. Pierre Albert-Birot ha dicho: “En la
primavera de 1917 redactábamos el programa de Les Mamelles, bajo cuyo
título habíamos escrito «drama». Yo le propuse a Apollinaire que
añadiésemos alguna cosa a esa palabra. El me dijo: —En efecto, añadamos
«surnaturalista»; pero yo me rebelé contra la adjetivación, que no convenía
por varias razones. Apollinaire no me dejó decir más, y dándose cuenta de la
impropiedad de su primera proposición, dijo: «Entonces digamos surrealista».
La palabra conveniente estaba hallada”.
“Está hecho de una costilla de Dada”, dijo Ribemont-Dessaigne cuando lo
vio nacer.
André Breton lo definió primero: “automatismo psíquico puro, en función
del cual uno se propone expresar el funcionamiento real del pensamiento.
Dictado del pensar con ausencia de todo control ejercido por la razón y al
margen de toda preocupación estética o moral”.

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ANDRÉ BRETÓN. Poema-objeto. 1935.

André Breton recibió la revelación del surrealismo en estado de videncia


pura. “Una noche, cercano al sueño, se impuso tiránica mente a mi atención
una frase absolutamente extraña a los acontecimientos en que me encontraba
conscientemente mezclado. Era, de un modo aproximado, la siguiente: «Hay
un hombre partido por la mitad en la ventana». En seguida, en cuanto le hube
dado cierto crédito, apareció en mi mente una multitud de frases que poseían
el mismo carácter, frases dotadas de una riqueza de sugestión y de color tales
que superaban con mucho a las que se suelen escribir”.
Aragon, que siempre revolotea alrededor del surrealismo, lo ha definido
así: “El vicio llamado surrealista consiste en el uso apasionado e inmoderado
del narcótico de la imagen, o mejor dicho, de la provocación sin control de la
imagen por sí misma y por todo lo que supone, en el dominio de la
representación, de perturbaciones imprevisibles y de metamorfosis; porque
cada imagen obliga a revisar cada vez más todo el Universo y cada hombre
puede encontrar una frase que destruya todo el Universo”.
Para justificar más el nuevo arte, dice el mismo Aragon: “El principio de
autoridad será ajeno a todos los que practiquen este vicio superior”.
Ya en Tristan Tzara hubo en principio la ilusión de esta libertad extrema,
puesto que llegó a confesar que siempre había pensado que la escritura
carecía, en el fondo, de control, aunque se tu viese o no la ilusión de él y hasta

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había propuesto en 1918 la “espontaneidad dadaísta” que debía aplicarse a los
actos de la vida.
Breton añade a su definición que “el surrealismo reposa sobre la creencia
en la realidad superior de ciertas formas de asociaciones desdeñables hasta la
lecha, en la omnipotencia del sueño y en el juego desinteresado del
pensamiento”.
Ya Saint-Pol-Roux, cuando iba a acostarse, colocaba a la puerta de su
alcoba un cartel que decía: “El poeta trabaja”.
Sin embargo, no hay que empeñarse en empequeñecer el movimiento,
clasificando prolijamente sus antecedentes.
“En materia de rebeldía, para ninguno de nosotros es necesario tener
antepasados”.
A esta opinión concluyente pone la pluma de Breton algunas notas:
“Quiero precisar que, según mi opinión, hay que defenderse del culto a los
hombres, por muy grandes que aparenten ser, pues, excepción hecha de
Lautreamont, no creo que hayan dejado ninguna huella inequívoca de su
pasaje por el mundo. Inútil discutir todavía sobre Rimbaud: Rimbaud se ha
engañado y ha querido engañarnos. Es culpable ante nosotros de haber
permitido, de no haber hecho imposibles cierras interpretaciones deshonrosas
de su pensamiento, al estilo de los Claudel. A paseo también Baudelaire
(«Satán»), que pudo hacer «regla eternal» de su conducta, «hacer todos los
días mi oración a Dios, depósito de toda fuerza y toda justicia, a mi padre, a
Mariette y a Poe, como intercesores». ¡El derecho a contradecirse no le
disculpa! ¿Adiós a Poe? Poe que en las revistas policíacas recibe hoy el justo
título de maestro de los policías científicos (de Sherlock Holmes a Paul
Valéry). ¿No es una vergüenza presentar bajo una luz seductora de
intelectualidad a un tipo policíaco, completamente policíaco, que ha dado al
mundo un método policial? Escupamos sobre Edgar Poe y a otra cosa”.
Breton ha dado algunos consejos de situación para hacer literatura
surrealista:
“Después de haberos instalado en un lugar lo más favorable posible al
recogimiento del espíritu sobre sí mismo, haceos servir recado de escribir.
Entrad en el estado más pasivo o receptivo que podáis. Haced abstracción de
vuestro genio y de vuestro talento y del genio y el talento de los demás.
Repetíos que la literatura es uno de los más tristes caminos que conducen a
todas partes. Escribid rápida mente sin asunto preconcebido, tan rápidamente
que no recordéis lo escrito ni os sintáis tentados a releerlo. La primera frase
vendrá por sí sola, tan cierro es que a cada instante hay una frase extraña a

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nuestro pensamiento consciente, que lo único que le falta es que la
pronunciemos”.

JOAN MIRÓ. Paisaje con un burro. 1918.

Como a Breton no se le podía escapar la idea de la responsabilidad de una


obra así creada, sugiere toda una importante doctrina de derecho al aconsejar
al que pueda ser llevado a los tribunales por un libro concebido en esa
extrañe/,a del mundo y sus rigores:
“El acusado se limitará a asegurar que no se considera autor de su libro,
ya que éste es un producto surrealista que excluye toda cuestión de mérito o
demérito, ya que el que lo ha escrito se ha limitado a copiar un documento sin
dar su parecer, y es tan extraño al texto incriminado como el presidente del
Tribunal”.

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En los primeros números de la Révolution Surréaliste se nota un estado de
pesimismo que ellos aceptan como un estado de gracia y dignificación por
evitar el cristalizar y degenerar en un solo objetivo.
“La organización del pesimismo” es la consigna más eficaz del alma
insumisa de la escuela.
Dan las noticias diarias de suicidios
que publican los periódicos bajo el tirulo
encogido de hombros de “Los
desesperados”, y a la luz de ese nuevo
laboratorio adquieren una proporción
insospechada los nombres y las cifras de
esos suicidios cotidianos.
Una de las primeras en cuestas que
lanzan, pregunta: «¿Es una solución el
suicidio?», y las contestaciones
sobrepasan la idea de suicidio, van más
allá. Así Artaud contesta: “No, el
suicidio es todavía una hipótesis”. Y
Naville: “La vida no tiene soluciones”. Y
Breton, ateniéndose a una frase de
Jouffroy: “El suicidio es una palabra mal
hecha. Lo que mata no es igual a lo que JOAN MIRÓ. Cuerda y personaje.
muere”. Colección Pierre Matisse, Nueva York.
Alguna vez se acogen a la voz de un
suicida como Gerard de Nerval y recitan algunos de sus versos:
—Je suis le ténébreux —le veuf— l’inconsolé,
le prince d’Aquitaine à la tour abolie:
Ma seule étoile est morte —et mon luth constellé
porte le soleil noir de la Mélancolie.

En los primeros momentos del surrealismo actúan los surrealistas como


un colegio de ciegos que fuesen médiums. Aun vive la amistad de Breton con
Soupault. “En esa época estaba preocupado por Freud y muy familiarizado
con los métodos de análisis que había empleado con los enfermos durante la
guerra y me determiné a obtener de mí mismo lo que se les pedía a ellos, a
saber: un monólogo de elocución rapidísimo, sobre el cual el espíritu del
sujeto no interviniese en sus juicios. En esta disposición, Philippe Soupault, a
quien participé mis primeras conclusiones, y yo, nos pusimos a emborronar
papel, con un loable desprecio de lo que resultase literariamente… Al acabar

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el primer día pudimos leernos cincuenta páginas obtenidas por este medio y
comparar sus resultados. En general, los de Soupault y los míos presentaban
una notable analogía: los mismos vicios de construcción, pero también la
ilusión de un verbo extraordinario, mucha emoción y una colección
considerable de imágenes de gran calidad”.

MARC CHAGALL. La Primavera. 1918.

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JOAN MIRÓ. Objeto. 1932.
Museum of Living Art. Nueva York.

Comienza la época de los sueños tomados taquigráficamente, calcados, no


dibujados, y le entran sospechas como ésta: “¿Quién me dice que el ángulo
bajo el cual se presenta esta idea, lo que el espíritu ama en los ojos de esta
mujer, no es precisamente aquello que la en laza a su sueño y la encadena a
daros que ha perdido?”.
Llega Breton a creer en la soldadura de vigilia y sueño, “en la re solución
futura de esos dos estados, en apariencia tan contradictorios, unidos sueño y
realidad en una especie de realidad absoluta, de surrealismo”.
¡Qué superadas resultan ya las palabras del doctor Epstein: “Lo real es lo
real interior!”.
Lo inconsciente, que es la referencia culminante y trémula de to das las
modernas obras de análisis, se decide a sacar la cabeza y a actuar por su
propia cuenta. En vez de esperar a que lo adivinen o lo descubran en el fondo
de todo acto humano, se decide por primera vez a elucubrar por su cuenta, a
hacer literatura, oelpersonaje fundamental de toda psicología, la clave de todo
complejo.
Para hacer entrar en la nueva escuela el muestrario vital, inauguró el
surrealismo el “Bureau des Recherches Surréalistes” y fijaron en un anuncio
este aviso: “Que no se engañe nadie; nuestra acción re viste un carácter
experimental y aventurado que no tiene nada de común con el de las vulgares
especulaciones literarias y artísticas que otros han querido bautizar con el

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mismo vocablo. Aquellos que quieran prestarse a las experiencias y
consultaciones que les proponemos que sean bienvenidos”.
Nadie nos ha hecho aún la reseña de lo que pasó en la calle de Grenelle
durante las horas de consulta y despacho del laboratorio de investigaciones
surrealistas. ¿Fué alguien? ¿No fue nadie?
Los surrealistas estaban creando la mitología moderna que es la liberación
de la mitología, el baile mitológico por excelencia, el ¡al fin humanos! de los
mitos reencontrados en la descerebrada zarabanda.
En el Pez soluble alcanzó Breton mares nuevos del pensamiento con
menciones de diafanidad pura.
“A aquella hora el parque rendía sus rubias manos sobre la fuente mágica.
Rodaba por la superficie de la tierra un castillo sin significado. Cerca de Dios
estaba abierto el cuaderno de aquel castillo, sobre un dibujo de sombras, de
plumas, de iris. El beso de la Joven Viuda era el nombre de la posada
acariciada por la velocidad del automóvil y por las suspensiones de hierbas
horizontales. Las ramas del pasado año no osaban moverse a la aproximación
de las persianas, cuando la luz precipita las mujeres al balcón. La joven
irlandesa turbada por las jeremiadas del viento Este escuchaba reír en su seno
a las aves marinas”.
Como lemas escritos con estrellas en el cielo, campean en el amanecer
surrealista —antes de recusar al precursor— estas dos frases de Rimbaud: Je
ne suis pas prisonnier de ma raison y Et je finis par trouver sacré le désordre
de mon esprit.
Para dar fuerza gráfica a su actitud ante la vida se retratan en orla de ojos
cerrados y una mujer desnuda y púdica en medio de la orla.
Se enlazan en actos de asistencia al genio, y, como propugnan otra
declaración de los derechos del hombre de la que defiende esa Liga
burocrática que funciona en el mundo, firman una protesta contra la esposa
tiránica de Charlot que le persigue ante los Tribunales norteamericanos.
Realizan actos revolucionarios sin miedo ni atrinchera miento, y un
surrealista, al descubrir sus sueños, pinta el asesinato del general Gouraud,
prestigioso y viviente, cazándole de cinco tiros, y otro insulta al ejército, y
aun cuando por influencias de su padre sólo se le castiga a gritar: “Viva
Francia!” en la escuela militar, prefiere huir a Suiza a dar ese grito.
Un surrealista, interpretando el odio general a los alienistas, dice que si él
fuese loco asesinaría fríamente al director del manicomio por la manera con
que los directores de manicomio sacrifican fría, mente el alma humana. El
doctor Janet se querella contra ese concepto, pero de nada le sirve.

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Breton construye su Nadja, la novela
sin límites, cuya interpretación adelanta
el mismo autor, diciendo: No me
propongo relatar al margen de la
narración que voy a emprender sino los
episodios más salientes de mi vida, tal
como puedo concebirla fuera de un plan
orgánico, y en la misma medida en que
ella está sometida a los azares, al más
pequeño como al más grande, en que se
substrae pasajeramente a mi influencia,
me hace penetrar en un mundo casi
vedado como es el de los acercamientos
bruscos, de los petrificantes coincidentes,
de los reflejos propios a cada individuo,
de los acordes plasmados como en el Retrato de Joan Miró
piano, relámpagos que harían ver, pero en su taller de París.
ver, si no fueran aún más rápidos que los
otros. Se trata de hechos cuyo valor intrínseco no es apenas fiscalizable, pero
que, por su carácter absolutamente inesperado, violentamente incidental, y el
género de asociaciones de ideas, de ideas sospechosas que despiertan,
haciéndoos pasar del hilo de la virgen a la telaraña, es decir, a la cosa que
sería la más rutilante y la más graciosa si no fuera porque en un ángulo o por
allí cerca está la araña; se trata de hechos que pueden ser del orden de la
comprobación pura, pero que presentan cada vez que se dan todas las
apariencias de una señal, pero sin que pueda decir se qué señal, lo que hace
que goce en completa soledad de inverosímiles complicidades que me con
vencen de mi ilusión, cuando me ha ocurrido creer me solo en el timón del
barco."
Breton y todos los suyos ansían la evasión, palabra llena de anhelo que
presenta a una juventud ahoga da en un mundo estúpida mente burgués. Para
ellos el sentido valeroso de una poesía, su máximo triunfo, está en lo que
tenga de poesía evadida y en lo que sirva para que el alma humana se evada.
La pesadilla de la vida se muestra confusa y trágica en ellos. Van a besar
unos labios que se les ofrecen y la niebla oculta su figura, y en lugar de la
virgen —“todas las vírgenes son diferentes”— encuentran un pozo abierto.
Todo en su obra son fugas, cosas que se evaden, mujeres que dicen
medias palabras, la incertidumbre suma.

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¿Se puede mezclar a alguien en un
suicidio personal? Parecía que el suicidio
era la cosa más personal e intransferible
que había, pero ahora va resultando que
se nos intenta meter en el suicidio de
otros.
El surrealismo tiende a dar una
extensión en la moral y en las
costumbres a la promesa que es sólo
política de la revolución.
La rebeldía contra los llamados
buenos sentimientos rompe con ellos de
un modo crudo y sin consideración, no
merecen menos.
Descubren el falaz sentido de la
abnegación, su irritante mentira que es la
JOAN MIRÓ. Cabeza de hombre. 1931.
mayor enemiga del verdadero sentido
abierto de la justicia, que se debe a la
vida obligatoriamente, perentoriamente, no abnegadamente.

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MAX ERNST. Dos niños perseguidos por un ruiseñor.

Quieren elevar lo que siempre ha fallido en la vida, lo que nos tiene tan
descontentos y desesperados, desviando así que la cuestión sea o no una
cuestión de dinero, como han creído los más torpes.
Llegar a los amores imposibles y a una superación por la escalera del
sueño y del paranoidismo voluntario. Enloquecer de un ideal confuso que
tropiece con las puertas secretas que dan a la suprema luz.
Dar al azar el valor que tiene sobre la especulación encadenada de
logicismo, entronizar la seducción mayor de la vida, que es la seducción del
azar.
“Yo pido —dice Breton en su último manifiesto— que se observe bien
que las búsquedas surrealistas tienen una notable semejanza con las de los
alquimistas: la piedra filosofal no es más que lo que debe permitir a la

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imaginación del hombre tomar una revancha sobre to das las cosas. Así
comenzaremos de nuevo después de una absurda domesticación del espíritu y
de la resignación, a intentar llevar esa imaginación redimida por el largo,
inmenso, razonado desorden de todos los sentidos y por todo el resto”.
Breton, huyendo de todo libro de retórica o de filosofía aplicada, recurre a
los libros de magia.
“Todo hombre que, deseoso de llegar al estado supremo del alma, parte
para ir a pedir oráculos —léese en el Tercer libro de la Magia— debe
despojar su espíritu de las cosas vulgares, debe purificarlo de toda
enfermedad, debilidad, malicia u otras lacras parecidas y de to da condición
contraria a la razón, porque la penetra como la herrumbre al hierro”.
Preconiza también Breton con textos del Cuarto libro de la Magia que la
revelación “necesita un lugar puro y claro, completamente entorchado de
blanco”, y llama la atención sobre el hecho de que los libros de los malos
espíritus estén escritos con “un papel muy pu ro, que no ha servido jamás para
otro uso”.
Sobre el deseo palpitante del artista de recrear el mundo y recrear se a sí
mismo sintiéndose pequeño, dice que hay en esta doctrina un plan de
desesperación social, de rebeldía del interno en el abomina ble internado
urbano.
Muchas de esas cosas tienen escatología de atentado, suspicacias
agresivas. Los amigos de nuestros amigos son cementerios”.
Saben que el porvenir no se crea solo, sino que hay que crearlo y están en
la calle reclutando cuadrillas para la elevación del por venir.
Para depurarse reaccionan tanto contra las críticas positivas como contra
las negativas.
El estilo había llegado a ser inaguantable y a querer operar por su cuenta.
¡Monstruosidad repugnante!
Sólo esa hipertensión y esa libertad del espíritu en el surrealismo podrá
deformar el infralingüe estilismo.
“Todo lo anterior a nos otros —ha dicho Birot— no eran más que
ejercicios prosódicos”.
Hay en ellos una enemistad por Dios que estalló frenética y poderosa en
Lautréamont, su único guía sibilesco. “Dios, el eterno tormento de los
hombres”, ha dicho Marcel Arland. “Yo no creo en Dios —ha dicho Desnós
—, pero tengo el sentimiento de lo infinito”.
Cada vez son más frenéticos en su propaganda. En uno de sus últimos
manifiestos ha escrito Breton: “El acto surrealista más simple consiste en

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bajar a la calle con el revólver en la
mano y disparar al azar todo el tiempo
que se pueda contra la muchedumbre”.
Un odio por la masa cretina se
especifica en esta frase. No son disparos
de borracho, sino de impaciente máximo,
de indignado contra el mundo que no se
rebela contra los cinturones que le
oprimen.
“Hay que exigir a los ricos que se
arruinen”, escribe Tirión.
No olvidan en el camino de su
rebeldía el arreglo de la nueva estética.
Sus leyes son breves y terminantes.
Breton y Eluard escriben: “Perfección, o
sea pereza”.
“El lirismo es el desenvolvimiento de MAX ERNST. Dos figuras ambiguas. 1919.
una protesta”.
“¡Qué audacia y qué dicha escribir sin saber lo que son las lenguas, el
verbo, las comparaciones, los cambios de ideas y de tonos; ni concebir la
estructura de la duración de la obra, ni las condiciones de su fin y sin nada del
porqué ni nada tampoco del cómo!”.
“Dignidad o indignidad del verso: una sola palabra que falta lo salva
todo”.
Por primera vez hemos tocado los senos blandos de lo subconsciente,
novedad que vuelve a meternos en otra época de las cavernas, cavernarismo
íntimo que un día estará descubierto bajo la luz de nuevas civilizaciones.
Todo el arte y todo el modo de decir entra en un nuevo primitivismo
balbuciente, pues ha de agradar a elementos íntimos nuevos que desean su
advenimiento expresivo.
El rupestrismo nuevo tiene la misma obscuridad del pasado, pues no se
sabe aún bien cómo interpretar esos deseos profundos.
Parece haberse vuelto a la pintura y xilografía de esas cuevas prehistóricas
en que el arte se utiliza hasta no ser sino signo entre escrituras y jeroglíficos.
Pero entre los dos coincidentes extremos hay toda la complejidad de muchos
siglos de divagación y civilización.
El hombre liberado de nuevo quiere aplacar el misterio y lo imposible con
oraciones más complicadas.

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Como el arte primitivo, este nuevo arte solo quiere que entren en sus kivas
los iniciados para que así las miradas profanas no destruyan la eficacia del
acto propiciatorio.
Por primera vez también la adolescencia encontró su fórmula libertaria.
Obran como médiums entre el vivir y el vivir más, dando los complejos
sin analizar ni disolver, sin rubor a desnudar lo que junto al simple sexo es de
una complicación inmoral y portentosa.
Había que superar la realidad y no la gratuidad de la ilusión.
Si el principio de la creación es ciego, toda novedad creadora tiene que
tener aparentes fuentes de ceguera. El surrealismo es la nueva puesta en
marcha del arte parado.
No le interesa sino lo subconsciente inédito, escogiendo lo subconsciente
que tiene que decir algo de primer orden.
Descubre la hipocresía humana, revelando por medios brutales el fondo
sádico de la humanidad, que por poco vitalista se vuelve sádica.
No es el surrealismo ya sólo una doctrina artística o literaria, sino
subversiva y premonitora en un sentido pasional.
El sistema de crudeza y de fuerte disparate a que recurre la literatura
nueva obedece a que sabe que para operar desde la escena profundamente hay
que recurrir a la tragicomedia.
Si la tragedia depuraba las
costumbres, el surrealismo cruel y
desopilante depurará las costumbres
limitadas para llegar a costumbres más
amplias.
Quieren llegar a otra verdad en
estado paranoico, suponiéndose que la
realidad es el más simple producto
paranoico.
De la lección de Keyserling se
desprende que lo más importante es tener
la facultad de metamorfosearse.
Cumpliendo esta condición más allá del
consejo, el surrealismo es una completa
metamorfosis, sin eslabón de transición
MAX ERNST. La bella jardinera. 1923
entre su forma y las otras. ¡Verdadera
metamorfosis!

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Este valor que se da al instinto y a la intuición en el surrealismo,
evitándoles todo control y logrando su expresión en el automatismo puro, sin
intervención de la razón y sin preocupación estética o moral, produce un
estado de lirismo inspirado superior a toda belleza estereotipal que ya es
incapaz de producir ese frenesí.
Van contra los llamados “buenos sentimientos”, que son los más procaces
y los que más presa han tenido a la vida.
Un español, Salvador Dalí, ha dado un valor pictórico inapreciable e
inenarrable al contenido surrealista, sacrificando el arte de agradar en que fué
maestra la pintura de su primera época. Con Miró —el más San Francisco del
movimiento— ha hecho que despunte el alba de la nueva escuela sobre los
horizontes pasmados de las telas.
Dalí ha dicho. “Mirar es inventar”, y en su célebre conferencia del Ateneo
barcelonés trazó con rotundidad llena de talento la fresca mañana de la nueva
doctrina, anunciando de un modo heroico la crisis moral más grave de las
épocas.

MAX ERNST. La leona de Belfort y un antiguo combatiente. 1935.

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Acusado por el cuadro en el que escribió varias veces “yo escupo a mi
madre”, dijo en su lengua catalana contra quienes habían visto en la
inscripción un simple insulto privado, una simple manifestación cínica:
“Inútil de dir que aquesta interpretació és falsa i treu tot el sentit realment
subversiu a la tal inscripció. Es tracta, al contrari, d’un conflicte moral d’ordre
molt semblant al que ens planteja el somni, quan en ell assassinem una
persona estimada; i aquest somni és general. El fet que els impulsos
subconscients siguin sovint d’una extremada crueldat per a la nostra
consciència, és una raó de més per no deixar de manifestar-los on són els
amics de la veritat”.
Sirvan esas palabras del mismo autor como contricción superior que le
salva del sambenito que todos le quieren colgar.
Los surrealistas son unos seres puros y tenaces, que devuelven a la
realidad, por otro camino que el de siempre, su sentido religioso, escatológico
y esotérico.
La observancia de la puridad es tan grande en Breton que rompe con un
amigo porque le ha visto preguntando a un guardia dónde está una calle, con
esa excesiva y repugnante cortesía con que se pide orientación a la policía, y
también es capaz de romper una botella en la cabeza de su hermano por
haberle visto mirar con demasiada complacencia el anuncio de un teatro del
bulevar.

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ANDRÉ MASSON. Metamorfosis de los amantes. 1938.

Los surrealistas se sortean para ir a insultar a quien les denigra, y no hace


mucho pusieron un enorme martillo en la mano de uno de sus amigos para
que fuese a romper las “formas” de la Nouvelle Revue Française.
Son artistas que están dispuestos a la cárcel y al martirio y que quieren
hacer la revolución desde la interferencia de la poesía, como un milagro del
arte, como un soplo sutil y misterioso.
Odian las costumbres burguesas de la Francia cristalizada, y con la
química del estilo y la imagen surrealista quieren trasmutar la cristalización,
entreabrir las durezas. Sobre los políticos de toda condición tienen la
invencibilidad de artistas.
Son franceses subversivos que se sienten rusos y están perseguidos por la
policía como verdaderos rusos. En sus conversaciones secretas sólo se habla

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de esas persecuciones, de la huida de fulano, de la próxima guillotinación de
tal otro. El cenáculo se depura así de mezquindades, de cobardías, del
exasperado círculo vicioso del arte por el arte.
Es difícil encontrarles en actitud serena para saber el intríngulis de su
estética, y no vale confundir sus respuestas dadas en plena reacción contra el
que pregunta, con sus verdaderas respuestas confesionales.
Así no quiere decir nada que hayan respondido a ese señor que se ha
atrevido a preguntar indiscretamente: “¿Por qué ha hecho usted eso?”. “Pues
para que vomite todo el que lo vea”.
La verdad es que lo que es vicioso en arte sólo se ve en los cuadros que
aparentan virtud gracias al contraste con las escuelas avanzadas. Desde luego,
está con ellas la verdadera virtud, aunque se revista de rocas incomprensibles.
Toda gran virtud lleva un velo sobre la cara.
Los restos de las conversaciones surrealistas aclaran el arte y echan abajo
concepciones redundantes.
A mí no me ha enseñado nada tanto como la conversación con un joven
nuevo.
Así, frente a la pintura de máquinas y a la copia de las bombillas de la luz
nueva, ellos reaccionan diciendo:
“No vale usufructuar cierras cosas, especular con ellas… Nosotros, ante
una máquina, admiramos lo que hace, su velocidad o su practicidad, pero no
la reproducimos. Recogemos lo que se lanza bien hecho, como al baño le
sacamos el partido de bañarnos y al automóvil el de montarnos en él…
Llevarlo al arte es una redundancia inadmisible”.
Estudiando bien sus leyes se las ve claras, apercibidas de los engaños,
estimuladoras de la invención, sobrepasadoras del mundo.
Para explicar gráficamente y de un modo más socorrido que por medio de
las teorías, hay que apelar al libro de estampas de Max Ernst, titulado La
mujer de cien cabezas.
Max Ernst, que ya colaboró en las primeras revistas avanzadas e ilustró
algún libro de Paul Eluard, ha recortado, para formar ese libro, viejos
grabados de libros, revistas, catálogos y prospectos, y con todos ellos, en
sabia operación digna de un doctor Curel, ha formado sus nuevas estampas.
Con tan sencillos elementos ha creado nuevas sombras chinescas, nuevos
mapas de lo que se había pensado, extraordinarios desates de la lengua en lo
indecible.
En grandes cartones y con la distinta calidad de los papeles, unos blancos
y otros amarillos, de las viejas revistas, ha vuelto multiparlantes los trazos

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inocentes de los grabados de Julio Verne
y la vieja Illustration Française.
Esos cartones no sólo han servido
para crear este libro trastornador, sino
para que el vizconde de Noailles, que es
hoy el Creso y Mecenas del arte nuevo,
los haya adquirido a gran precio por el
solo gusto de tener los originales de esa
composición hecha en el lecho del niño
con meningitis, meningitis
convaleciente, pero aun con la fiebre de
ANDRE MASSON. Jaula de pájaros.
una infancia de cuarenta y tantos años.
Sobre las mesas de los mayores el tal
libro, subvertidor de las estampas y desvariador de la inocencia, se entreabre
constantemente con maligna mirada, queriendo entretener la turbación del
presente.
Cansada la gente de este mundo cosmopolita y complicado, de las
imágenes simplotas de los libros y sin embargo, ansiosos de contemplarlas, ha
encontrado en esta corrupción —más que corrupción, superación— la
posibilidad de entrar en el doble paisaje de los graba dos y las
representaciones.
Si hubiera sido una cosa nueva no hubiera habido en ella esta “corrupción
de menores” que coexiste en esta perturbación de los grabados escolares y
bobalicones gracias a la intervención maravillosa de la Venus de la
Perturbación.
El mismo autor en los breves pies que pone a sus grabados, todo lo lleva a
su último grado de expresión bajo luces de ultramundo.
Detrás de las cortinas de los viejos grabados sabíamos que había algo, y
en el ambiente rayado y ensombrecido de su fondo sabíamos que flotaba
alguna figura que quería mostrarse, que nos quería decir algo, pero no
habíamos acabado de verla.
Max Ernst, el artista de la Renania, que, redimido de todo alemanismo y
manumitido por su arte, ha mostrado lo que había en las alcobas de sueño del
grabado en dulce.
Su estilo mesiánico y breve da tonos de apocalipsis o naufragio de unas
cosas en otras y quedan retiñiendo el espacio del oír frases como éstas:
“Preguntad a este mono: ¿Qué es la mujer de cien cabezas? Y a la manera
de los padres de la Iglesia os responderá: Es cosa que se sabe con solo mirar a

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la mujer de cien cabezas, pero es lo
bastante que me pidáis una explicación
para que ya no la sepa”.
“Cuerpos sin cuerpos se colocan
paralelamente a un cuerpo ca yendo del
lecho y de las cortinas cual fantasmas sin
fantasma”.
“Sabed que la mujer de cien cabezas
no ha tenido nunca relación con el
fantasma de la repoblación”.
Pero la invención suprema del libro
es la de Loplop, el ser inconcebible que
en forma de pájaro fluorescente
ANDRE MASSON. El encuentro. 1929.
desciende del cielo a encender los faroles
de las plazas públicas.
Loplop no se sabe quién sea, pero es
gustoso verle citado con leyendas como éstas: “Loplop y el horóscopo de la
rata”, “Loplop es el simpático anonadador”.

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J. BATLLE PLANAS. Radiografía paranoica. 1936.

El libro en que están corruptados —no me gusta decir ni corrompidos ni


corruptos los grabados virginales acaba por donde ha comenzado, por la
repetición del mismo grabado de la primera página, que se titula “Crimen o
milagro”: un enigma completo en que numerosos hombres tiran de un globo,
del que pende el hombre estatua.
Nadie sabrá nunca quién es la mujer de cien cabezas, que guarda su
secreto, ni quién es ese Loplop, que vuelve al estado salvaje en las últimas
páginas del libro.
Otro de los aclaradores de la doctrina surrealista es Luis Buñuel. Luis
Buñuel, el autor de los admirables films de vanguardia El perro andaluz y La
bestia andaluza.

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El mecénico vizconde de Noailles le dió un millón de francos para que
realizase en plena libertad la caza de la gran bestia que, según la cábala, es la
burguesía de costumbres irremovibles y asfixiantes.
Luis Buñuel, como todo el surrealismo, va ante todo contra el agobio
social de las costumbres.
Cuando se dió en España El perro andaluz, yo interpreté aquello como
venganza y realización en la vida de los deseos incumplidos, y ahora Buñuel,
en París, me ha cerciorado de que ésa fué su intención: dar satisfacción a esa
tragedia en el mismo hecho del vivir, y de ningún modo en la atmósfera de los
sueños.
Como digo al hablar de la novela que su principal deber es compensar a la
vida de lo que no sucede en la vida debiendo suceder, Buñuel, capitán de un
elemento plástico y vital de tan superior calidad a la novela como es el film,
intenta realizar eso con superada valentía.
Su película va contra todo, y en ella los deseos son llevados a su
culminación. Su película, que se iba a titular La bestia andaluza, pero que
después se ha estrenado con el nombre de L’Age d’Or, es más realista que El
perro andaluz, pero evitando el lado “freudiano”, que sólo aparentemente
rozaba “el perro”. Es un acto de subversión, que bien vale un millón de
francos, porque el mayor lujo del mundo es intentar otro mundo distinto.
Sale en ese film Jesucristo en una forma enteramente nueva, junto a un
obispo con bigotes retorcidos, y en su “cintaje” sucede lo que se piensa, y un
caballero da una bofetada porque sí a una señora irresistible.
Por primera vez se intentó en esta
película lo que no había intentado
ninguna película hablada: que como es
una redundancia que la imagen se una a
la palabra, toman dos direcciones
diferentes: la palabra y la imagen, y esa
pareja que habla al parecer parsimoniosa
y equidistantemente en un jardín,
pronuncia palabras íntimas, como si
estuviese en el lecho: “¿Quieres que te
tape más con el edredón, vida mía?”. Así
ha opuesto Buñuel en el mismo plano y
sólo gracias a la inversión de la palabra
el término bosque y el término alcoba.
J. BATLLE PLANAS. El Ampurdán. 1942.

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El caso es que un creador sin malicia, un inventor puro, rodeado de
mecanógrafos y realizadores, ha procreado en su estudio lleno de luces y de
aparatos la nueva suplantación del mundo y el atisbo de lo inesperado,
violando hipocresías, cogiendo in fraganti de luces, micrófonos y placas lo
que late en el fondo desesperado de la vida.
En medio de esta atmósfera de creación se suceden los escándalos
públicos del surrealismo, siendo el último el que se realizó en el cabaret
“montparnassiano” titulado “Maldoror”.
El brazo sangriento y encadenado que colgaba a la entrada de “Maldoror”
tenía que desencadenar una tragedia allí dentro. No se apela a un símbolo del
estrago sin que los diablos de la revuelta no acudan a la cita.
Las tarjetas de “vampiro permanente” que circulaban entre los asiduos de
“Maldoror”, en el que el barman se llama Isidoro en recuerdo del célebre
Isidoro Ducasse, conde de Lautréamont, hacían que se cerniesen sobre el
cabaret los juerguistas negros, los que están obsedidos por la violencia, y
muchas noches, cuando se crea que ha sido destapada una botella de
champaña, una bala habrá roto un espejo, y otra, el aparente grito de juerga de
una mujer como pellizcada por un borracho será el grito de la asesinada.
Los disidentes del grupo surrealista,
los que acababan de publicar un panfleto
titulado Un cadáver, y en el que Breton
sufre muerte supuesta, hacían repartir el
cadáver del jefe surrealista, con la cuenta
de las consumiciones, en el mismo
platillo en que mueren los billetes de
cien francos.
Por todo eso, una noche, Breton, a la
cabeza de los suyos, penetró en el
cabaret maldito y antropofágico y
destrozó copas y vajilla.
Una princesa daba una cena a sus
amigas —siendo de rigor el pijama—, y
en la lucha que se armó, la princesa y sus
invitadas chorreaban vino y agua, pues
en la contienda se rompieron botellas y
los cubos de champaña lanza ron por el
J. BATLLE PLANAS. El Tíbet. 1942.
espacio todos sus témpanos (por las

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espaldas, y siguiendo la espina dorsal como a través de billares roma nos,
corrían los carambanitos).
El dueño del cabaret, unido a sus camareros y a la policía, inició una
contraofensiva última y logró reducir al grupo rebelde, al frente del que se
destacaba un mocetón desconocido en el mundo de las letras, reclutado para
la agresión.
Casi todo el grupo de Breton quedó herido en el rostro.
Sin embargo, la historia del surrealismo sigue su curso.
No obstante —ha dicho Dalí en su última perorata—, en un cierto plano
de relatividad, el innoble acto de la conferencia puede ser utilizado con miras
altamente desmoralizadoras y confusionistas. Confusionistas porque,
paralelamente a otros procedimientos (que cabe considerar como buenos
siempre que sirvan para arruinar definitivamente las ideas de familia, patria,
religión), nos interesa igualmente todo lo que puede contribuir a la ruina y
descrédito del mundo sensible e intelectual, que en el proceso entablado a la
realidad pueda condensarse en la voluntad rabiosamente paranoica de
sistematizar la confusión, esa confusión tabú del pensamiento occidental que
ha acabado reducida cretinamente al no ser de la especulación o a la vaguedad
o a la bestialidad”.
El miedo a que este estado de conciencia con la boca abierta desaparezca,
le hace decir a Breton en letras grandes:
“PIDO LA OCULTACIÓN PROFUNDA Y VERDADERA DEL SURREALISMO”.
No quiere más concesiones ni gracia para el mundo y exclama: ¡Abajo
esos que dan el pan maldito a los pajaritos!"
Montados en el más alto andamio, tienen la embriaguez de encontrar la
relación de lo que se sabe con lo que no se sabe, y para permanecer en este
estado de gracia tienen rápidas contrarreacciones de velocidad inaudita en la
oposición vuelta a lo más absurdo de lo olvidado para evitar el
amaneramiento en linea recta.
Es en arte el movimiento artístico frente al que menos se puede sonreír.
Todo el aire de la revuelta estudiantil, los suicidios y las cosas más temerarias
de la juventud actual son actos de surrealismo. Deben serlo en su mayor
pureza y por eso no deben dejarse coger en el juego del cambio político que
intentan burguesías contradictorias, radicalismos ramplones.
En la obscuridad de los fines se contagiaron estos jóvenes de ese sueño
incierto, de esa sobrerrealidad. En el dormir de las alas obscuras vió ya esa
juventud el salto de trampolín que había que dar desde estados de sombra
hasta estados de luz en que estuviese rota la moraleja.

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La vida está demasiado aplastada y está debajo de los hombres sentados.
Todo el arte quiere penetrar en la vida, depositar en ella sus huesos, gozar
de la superfecundación.
Por eso, a los que preguntan “¿qué va a ser del arte?”, se les puede
contestar que va a estar en la vida, que se va a mezclar a ella, que de imitativo
se va a volver insuflado, urgente, en actuación directa sobre el amor, en
inyección de film.
Este es mi resumen del surrealismo, aunque he de confesar que, según iba
entrando en sus secretos, iba sintiendo más pánico, sobre todo más horror de
París, pues si en lo mejor del surrealismo había un hueso de nueva
especulación que iba a roer en valles de luz, en ciudades menos espantosas, en
las que no había la torticolis de París, el dolor de la ciudad de la peste, los
gritos de deseo de superación que se oyen en una calle de muerte y de sórdido
trabajo, como gritos de asesinato.
En lo que tiene de ensañado el surrealismo, estoy seguro que entra por
mucho la emoción triste de París, su desesperación, su indiferentismo
tentacular, su burguesía estrangulados.
Algo puro se puede desgajar de esas agravaciones, pero hay que
abandonar lo que en ello hay de vivido en la ciudad sombría y suicida, que
produce la locura de querer afilarse los dedos, de querer afilar la sensibilidad
hasta lo imposible, de querer colgarse de un farol.
Ellos están cansados de París como Chirico de todas las ruinas de Italia.

Todo ha hecho que coincida este añadido a mi ensayo sobre el


Surrealismo, con las fechas de la nueva guerra.

No hubiera querido esa coincidencia, pero cualquiera podía evitar la Gran


Guerra que ha estado latente y exclamativa durante tanto tiempo. También era
inevitable el círculo pequeño de este ensayo concéntrico del gran círculo.

¿Y por qué este miedo a opinar sobre el arte nuevo en estos momentos?

Porque estas formas de arte que coinciden con las grandes guerras están
en el momento de perinclitar y de convertirse en nuevos y más evolucionados
sistemas.
En la guerra del 14 el cubismo estaba en auge, y como hemos visto en el
capítulo dedicado a Dada, en un café de Zurich, en tertulia presidida por el

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rumano Tristan Tzara surgió el Dadaísmo y del Dadaísmo se pasó al
Surrealismo.

La guerra precipita el estado adulto de las estéticas imperantes y señala su


muerte precoz o por lo menos su madurez y su vejez prematura.

Estar a solas con un asunto en su agonía me impresiona, y sobre todo


cuando tan difícil me ha sido interpretar el ritmo de lo que entra en su período
agónico, o por lo menos en su parálisis definitiva, quedando vivo en su gesto
anterior e inmortal.
El surrealismo es ahora, cuando tenía toda su presencia completa y
marcaba la imprescindible originalidad del momento.
El surrealismo es lo que ha entrado en el túnel fecundo, germinal,
germinador y germinativo de la guerra. ¿En qué saldrá convertido, pasado el
túnel?
Comenzábamos a comprender su rareza, esa condición de la que un
clásico como don Francisco de Rojas dijo hace siglos: “La rareza es madre de
la admiración”.
Era lo inesperado, lo que traía en sus
redes el Surrealismo y ya se sabe que la
expectación del ar te es la espera
permanente de esa especie, pues la di
versión mayor de cada tiempo es lograr
lo inesperado.
Heráclito, muchos siglos antes que
Rojas, había dicho: “Si no esperas lo
inesperado no lo hallarás”.
El mayor lujo del mundo es intentar
otro mundo distinto, y hasta en las
exposiciones caninas se va a presenciar y
se busca la modificación de los perros
conocidos.
La misma naturaleza hace en la YVES TANGUY. Final de la pendiente. 1934.
orquídea constantemente una variación
de estilos, absolutamente nuevos, que
buscan por las sel vas los cazadores de orquídeas.
El niño Tzara, con su fe en el misterio, en la revelación de la parte no
revelada de nuestro ser, fué el primer vagido del surrealismo, su llanto

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infantil. (El futurismo que explotó en 1910 no tenía nada que ver con esta
iniciación cíclica).
Según Tzara había que meter las palabras en un sombrero y sacarlas al
azar para formar así el poema dadaísta.
El aventurero que era Tzara no podía decir más, pero ya había dicho lo
bastante.
Escritores con la conciencia más atormentada y responsable, tenían que
lograr sistematizar ese atisbo.
He sido amigo de Tzara en aquellos lejanos tiempos en que el joven sin
afeitar llevaba un monóculo que cortaba las ideas, como si fuese una hoja de
afeitar de cristal.
Se le veía satisfecho de su destino, y se sentía que había cumplido una
misión tan seria como la de ese soldado al que se le hace cruzar el campo de
batalla para que lleve el parte urgente que ha de variar toda la contienda. Ya
Chirico, del que no se desprenden los surrealistas hasta el año 30, había dicho
en 1913: “Las sensaciones extrañas que puede sentir un hombre, reproducidas
fiel mente por éste, pueden producir en una persona sensible e inteligente un
género de alegría nueva”.

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FRIDA KAHLO DE RIVERA. Lo que el agua me ha dado. 1938.

El cubismo no tenía salida. Era una disciplina técnica —que apretaba los
tornillos de la técnica— sobre los pintores. Había que dar el grito subversivo
y Tzara fué el encargado de gritar el grito desconcertante: “¡Dada! ¡Dada!”.
El cubismo sintió el grito en el corazón, pero aun se defendió algún
tiempo, porque la escaramuza dadaísta no traía doctrina consigo.
El dadaísmo era sólo el principio de una reacción, el principio de una
fiebre sin sentido.
Marcel Duchamp, que si se fuesen a estudiar con más rigor los indicios,
sería el primer síntoma antes de Tzara, con su elevación del objeto surrealista
al entronizar el aparato “seca botellas”, pinta unos bigotes a la Gioconda y
enuncia la “ley de condescendencia”, según la cual por condescendencia la
carga es más pesada a la bajada que a la subida.

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El cubismo, que se sentía muy serio,
no encuentra serio todo eso y las bromas
del español gracioso del movimiento,
Picabia, son las que más le irritan.
Pero la corriente queda dividida y los
que se quedan en el delta comienzan a
atraer más que los otros, así Chirico con
su nostalgia de infinito y de ruinas
itálicas y Harp, gran pintor de islas como
bocas, como riñones y como ojos.
¿Y Picasso? Picasso va a continuar
siempre con ellos porque no quieren que
en él se repita el caso tantálico de Moisés
y porque él es el poste indicador en el
cruce que les fué favorable y lo llevarán
PAUL KLEE. Grupo de Ballet. 1923.
siempre consigo como recuerdo de aquel
día de indecisión en que el aspa
indicadora, pintada como señal caminera en el cuadro picassiano, les dió la
suerte de la orientación.
En esa hora subversiva del dadaísmo,
se exageran los insultos al movimiento,
prodigados por los mismos creadores,
como adelantándose a todo lo que les
pueda decir la escritura a ciegas, es decir,
el dejarse guiar en estado de trance por la
inspiración retenida en los sueños.
Ese es otro paso; pero en seguida se
convencen de que no es el definitivo y
que hay que gobernar los sueños y poner
en ellos algo de la vigilia y toda esa otra
dimensión que sugirió Macedonio
Fernández, el recóndito argentino,
cuando dijo que “no sólo es vigilia la de
OSCAR DOMÍNGUEZ. los ojos abiertos”.
Peregrinaciones de Georges Hugnet. Los viejos y verdaderos principios
del Arte se van reincorporando a la
nueva estética y se oye la voz de Van Gogh que sostenía que “el Arte es el

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hombre añadido a la naturaleza”, no dándose cuenta —porque estaba loco—
que también hay otro añadido de locura que le va bien.
Añadidos los sueños y las absurdidades de ese hombre genial que se
supone que es el colector y a esa naturaleza que es la realidad, brotará la
verdad con una significación y un carácter que el artista hace resaltar, libera e
ilumina. La riqueza de posibilidades puebla y mejora el mundo.
En ese gran atrevimiento, en que se cuenta con lo arbitrario que hay en el
espíritu, vuelve a estar el llamado estro como si no hubiese gastado nada de su
tesoro en la obra ya almacenada en las bibliotecas y en las pinacotecas.
El literato, que es el gran asimilador, ha estudiado mientras a Bergson y a
Freud y ha aprovechado sus doctrinas y sus secuencias.
El surrealismo ya está sobre el otero de la surrealidad y sin embargo, que
no se crea que su resultado es artificial e irreal. Neruda, que es uno de los
hijos más preclaros del siglo surrealista, ha dicho en medio de su poesía al
parecer disparatada e incongruente:
“Hablo de cosas que existen. Dios me libre
de inventar cosas cuando estoy cantando"

Como podría ser un engaño el subconsciente, lo controla la realidad y el


dominio presidencial del artista.
Precisamente como hay que creer al inconsciente por su palabra, las
garantías son ciertas señales vagas pero seguras que dan la legitimidad a lo
subconsciente.
La llamada inspiración siempre nació de la subconsciencia, pero el mal
poeta se equivocaba y en vez de sacarla del lóbulo misterioso, la sacaba del
lóbulo de los lugares comunes, del resquicio vulgar. Es esta acogida de lo
subconsciente como buena inspiración, una persuasión profunda como la que
hacía creer a Henri Rousseau que pintaba según el dictado de su mujer
difunta.
Por eso la crítica del surrealismo es difícil y casi no hay medio de
entenderse si no se sobreentiende uno con los demás. Sólo puede alabarse lo
que abre las claves secretas, pero es casi imposible aclarar el porque de la
aceptación. No se puede preguntar, porque no se puede responder. Por eso es
una infamia abusar de su mudez cuando la clarividencia está en sus ojos. Los
mismos creadores del grupo tienen que recurrir a un procedimiento
paranoico-crítico para juzgar y ultimar su obra después de haberla pensado y
re pensado. Así revelan que son los locos que no incurren en la locura fatal —
la única que no tiene aseguración— ya que simulan el estado paranoico para
espiar si es verdadero el ingrediente exaltado y esquizofrénico que debe entrar

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en la aleación creadora. La actividad paranoico-crítica, según Dalí, es un
método espontáneo de conocimiento irracional, basado en la asociación
interpretativo-crítica de los fenómenos delirantes.
En otro de sus manifiestos Breton ha dicho: “que no se trata tan
esencialmente de producir obras de arte, sino de esclarecer la parte no
revelada y por lo tanto revelable de nuestro ser en donde toda belleza, todo
clamor, toda la virtud que apenas conocemos, lucen de un modo intenso”.
Paul Eluard, el más fino poeta del
movimiento, añade aclaraciones
preciosas anotando todo lo que cabe en
el surrealismo: “La alucinación, el
candor, la furia, la memoria, este Proteo
lunático, las viejas historias, la mesa y el
tintero, los paisajes desconocidos, los
recuerdos inopinados, las
conflagraciones de ideas, de
sentimientos, de objetos, las empresas
sistemáticas con fines inútiles tornándose
de primera utilidad, el trastorno de la
lógica hasta el absurdo, el uso del
absurdo hasta la razón, es eso y no el
conjunto más o menos sabio, más o
menos feliz de las vocales, de las
OSCAR DOMÍNGUEZ. “Le chasseur”. consonantes, de las sílabas, de las
palabras, lo que constituye la armonía de
un poema. Es preciso hablar de un pensamiento musical que no necesita
tambores, violines, ritmos ni rimas del terrible concierto para orejas de asno”.
Van saliendo ingredientes. Ahora no es lo onírico sólo, como en la hora
entusiasta de la escritura automática se dijo. Es todo lo que voy citando en la
almoneda, más los sueños vueltos a encontrar, corroborados, y el todo llevado
a la realización por la voluntad, una voluntad nueva que cree en su justicia,
una justicia llena de gratuidad, pero de calidad justiciera en el fondo. Vive
todo eso en la seriedad con que se trata el motivo sin aclararlo ni recalcarlo.
Van a atender ya al consejo antiguo de Novalis, según el cual no había
que abandonarse sin control a las aspiraciones inconscientes. El encerrarse en
un puro subjetivismo, por el contrario quería que el hombre en posesión del
secreto del universo que él va a buscar a las profundidades de sí mismo,
vuelva a la vida y la mire con una mirada nueva, una mirada enriquecida con

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todos los hallazgos. La conciencia perfecta, obtenida en nosotros por una
transformación interior, transformará al mismo tiempo al universo. Eso que
aun es un sueño para los seres actuales, será un día la conciencia total.
Pero el azar existe como la mayor lontananza
en el surrealismo, perturbando toda la
escolástica que se pueda volver pólipo interior
de la nueva doctrina. Un azar cauda loso que
ellos han definido como “el encuentro de una
casualidad externa con una finalidad interna”.
Es un misterio nuevo, es una realidad
superada, es la irrealidad lograda y también es
un lirismo nuevo, pues para ellos el lirismo es el
descubrimiento de una protesta”.
Ese arte naciente que es actividad, no acto
consolidado y cristalizado, se produce cuando el
espíritu des echando la aparente injusticia de la
alteración, reconoce como su yo un aporte del
azar. Dejándose tentar en la circunstancia se
entiende a si mismo para responderse. Entonces
abre las esclusas de la escritura.
Connaturalizarse con el objeto y sin embargo
OSCAR DOMÍNGUEZ.
odiarle, empujar su trivialidad hacia desiertos y
Llegada de la bella época.
playas, combinándolo con el resto del universo y así llegar a la ruptura entre
el buen sentido —que es lo anquilosado— y la imaginación, llegando por ese
ensayo de tergiversis del mundo a una profundización mayor de lo humano y
a imágenes sin amaneramiento.
Breton ha dicho en El Amor Loco: “El hombre sabrá dirigirse el día en
que como el pintor (Leonardo de Vinci) acepte reproducir, sin cambiar nada,
lo que una pantalla apropiada pueda indicarle como presagio de sus actos.
Entonces —si su interrogación vale la pena— todos los principios lógicos,
precipitados en derrota, conducirán a su encuentro las potencias del azar
objetivo que se pagan de la verosimilitud. En esa pantalla, todo lo que el
hombre quiere saber, está escrito en letras fosforescentes, en letras de deseo”.
Todo en el arte nuevo quiere decir velocidad, no pararse en barras, siendo
su secreto ése, que ha conseguido la velocidad en el recorrido desde los
parajes profundos a los parajes superficiales. Cuanto más len to es el
razonamiento más se enceguece lo que se quiere razonar. Hay que aceptar lo
que rápidamente suba con una velocidad que puede estar lle na más que de

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inconsciencia: “Se acabaron los límites
—ha dicho Breton a propósito de
Lautréamont— dentro de los cuales las
palabras entraban en relación con las
palabras y las cosas con las cosas”.
La alucinación viene como apoteosis
de todos los aportes o el espectador tiene
que tener la abnegación de entrar en las
alucinaciones de los demás. Ya había
dicho Rimbaud: “Yo me habitué a la
alucinación simple”.
El surrealismo está formado,
consolidado, y ha llegado a esa
exquisitez de concepción que sólo puede
dar la fórmula hallada por ellos del
“cadáver exquisito”. El cadáver exquisito
K. SELIGMANN. El fuego fatuo. 1938.
se hace así: Se roma un papel, que se
dobla en cinco pliegues de tal manera
que, cuando se escribe sobre un pliegue no se puede ver lo que se ha escrito
con anterioridad. Cada uno de los cinco participantes escribe al mismo tiempo
que los demás la parte de la oración que le corresponde: cada uno escribe,
digamos, un calificativo, un verbo, un complemento y el calificativo de éste.
El resultado, no siempre admirable, suele sin embargo ser extraordinario por
su belleza o por su humorismo. Ya descubierto este camino no queda más
remedio que seguirlo, porque otra cosa seria retroceder, pues como ha dicho
Reverdy —otro de los precursores, el verdadero creador del creacionismo—,
“no se puede dormir tranquilamente cuando se han abierto los ojos alguna
vez”.

A medida que pasa el tiempo se selecciona más el grupo y van en parca


caravana unos franceses y unos españoles, entre ellos esos dos hombres
fundamentalmente modernos y sanos, los dos buenos amigos a los que he
reconocido en largas conversaciones, el cineasta Buñuel y Miró, el pintor
catalán.
Miró es la manzana del grupo, el fruto sin dubitaciones y trae de su pueblo
lleno de luz y de candor —Cadaqués—, las mejores cosas surrealistas. En su
exposición del año 28 en París encuentro a Gertrude Stein, el gran topo de la
lucidez, que ya hace años había sido la primera en descubrir a Picasso.

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El grupo pictórico que comienza en Picasso y que siempre se queda con el
Chirico de la primera época, lleva a Dalí, Tanguy y Max Ernst en el pescante.
El gran poema sintético de la escuela, el poema hecho a gusto y con la
certeza tranquila del que realiza por fin la larga hilada de versos de la
inspiración, es el titulado “Unión Libre” de Breton y que quiero dar íntegro
como obra maestra, para que con la influencia de todas las explicaciones de
este libro, se logre penetrar en la estética difícil del surrealismo:
UNIÓN LIBRE

Mi mujer con la cabellera de fuego de los bosques


Con pensamientos de relámpago de calor
Con su talle de reloj de arena
Mi mujer con su talle de nutria en los dientes del tigre
Mi mujer con la boca de escarapela y de ramillete de estrellas de un ínfimo tamaño
Con dientes de huellas de ratones blancos en la tierra blanca
Con la lengua de ámbar y vidrio frotados
Mi mujer con la lengua de hostia apuñalada
Con la lengua de muñeca que abre y cierra los ojos
Con la lengua de piedra increíble
Mi mujer con pestañas de palotes de escritura de niño
Con sus cejas de borde de nido de golondrina
Mi mujer con sus sienes de pizarra en un techo de invernadero
Y de vaho en los vidrios
Mi mujer con hombros de vino de champaña
Y de fuente con cabeza de delfines bajo la nieve
Mi mujer con muñecas de fósforos
Mi mujer con dedos de azar y de as de copas
Con sus dedos de heno coreado
Mi mujer con axilas de marta y de bellotas
De noche de San Juan De alheña
Con sus brazos de espuma de mar y de esclusa
Y de mezcla de trigo y de molino
Mi mujer con piernas de cohete
Con sus movimientos de relojería y desesperación
Mi mujer con pantorrillas de médula de saúco
Mi mujer con sus pies de iniciales
Con pies de manojo de llaves con pies de canarios blancos que beben
Mi mujer con cuello de cebada imperlada
Mi mujer con su garganta de Valle de Oro
Que se cita en el lecho mismo del torrente
Con sus senos de noche
Mi mujer con senos de albergue marino de topos
Mi mujer con senos de crisol de rubíes
Con sus senos de espectro de la rosa bajo el rocío
Mi mujer con vientre del despliegue del abanico de los días
con su vientre de garra gigantesca
Mi mujer con espalda de pájaro que en vertical escapa
Con espalda de plata viva
Con espalda de luz.
Con la nuca de canto rodado y de tiza mojada

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Y de caída de un vaso donde se acaba de beber
Mi mujer con caderas de barquilla
Con caderas de araña y de rabo de flechas
Y de tallo de plumas de pavo real blanco
De balanza insensible
Mi mujer con nalgas de arenisca y amianto
Mi mujer con nalgas de lomo de cisne
Mi mujer con nalgas de primavera
Con sexo de espadaña
Mi mujer con sexo de arenal de oro y de ornitorrinco
Mi mujer con sexo de alga y de viejo bombón
Mi mujer con sexo de espejo
Mi mujer con ojos llenos de lágrimas
Con ojos de panoplia violeta y de aguja imantada
Mi mujer con ojos de sábana
Mi mujer con ojos de agua para beber en la cárcel
Mi mujer con ojos de bosques siempre bajo el hacha
Con ojos de nivel de agua de nivel de aire de tierra y de fuego.

Extraña y elocuente poesía de la que va a recordarse en seguida el


antecedente con sólo evocar una imagen de Apollinaire:
tu lengua, pez
rojo en el bocal de tu voz

Observemos con atención la madrépora poética, porque va a ser de mucha


utilidad para encontrar sus consecuencias.
Aprendamos la netitud de esta nueva manera del arte para no dejarnos
engañar por sus malas imitaciones, porque esto que pare ce lo más imitable
del mundo es lo más inimitable del Cosmos. Solo educada la sensibilidad con
ingenuidad en el ver y en el leer surrealismo se llega a percibir cuál es lo
verdadero y cuál es lo falso.
Lo falso es el mestizaje más repugnante, pues no significa nada en la
vaciedad de la nada. Entonces frente al falso surrealismo siempre significa
más una botella y dos zanahorias realistas con el estupendo título de
“Naturaleza Muerta”. El surrealismo falso es tan espantoso como esos
engendros de cordero y hombre en que la bestia ha sido bestializada por el
abrazo del hombre. Gran pecado de bestialidad.
El surrealismo necesita una atormentación y una serie de contraseñas que
en lo amañado no existen. Frente a los falsos cuadros surrealistas es ante lo
que tiene cierta razón lo que los malos críticos dicen a veces ante los buenos,
equivocándose de parre a parre, “que se arrojan en la facilidad de lo
arbitrario”.
El surrealismo verdadero está en el cauce eterno del Arte, en la
continuidad lógica y numerada de unas escuelas con otras en el fluir de los

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siglos. Aun no se ha bifurcado. Por eso el Expresionismo fué una mentira, el
Realismo-Mágico otra mentira, y el Neo-Humanismo otra mentira y mentiras
sin sutileza, sin ninguna gracia los intentos rusos “el Suprematismo” y “el
Constructivismo”.
El cronista fiel de los ismos legítimos tiene que pararse por ahora en el
surrealismo, ¡ah!, eso sí, con ciertas reservas, sobre todo reservas políticas.
¿Con qué derecho han llevado el arte a los comicios?
Eso iba a arruinar la liberación de esta estética en su mejor credo y por eso
la fatalidad ha metido al surrealismo en el túnel de la guerra.
Últimamente Breton estuvo en
Méjico en casa de Diego Rivera,
coincidiendo con su maestro político,
con el auténtico Trotsky, en la casa del
pintor cubista. Va en esa paz americana
de la casa de Diego, rodeada de
agresivos cactos. Breton ha dictado un
artículo en el que dice: “Creo poder
sostener, sin ninguna parcialidad, que el
surrealismo conserva en Francia todo su
imperio sobre la poesía. Es bastante decir
que la imagen, la metáfora, constituye
aquí la verdadera piedra de to que. Se
ROLAND PENROSE. El viaje del capitán Cook.
1936. trata, ante todo, de sentir y de hacer
sentir el poder de la liberación del
espíritu, que lleva en sí misma toda
imagen valedera, de descubrir el medio, de amplificar ese poder, de hacer a la
liberación más inmediata y más completa. Técnicamente se puede observar
que es ta necesidad domina hoy sobre todas las otras y que desde ahora ha
hecho rechazar como trabas todas las «reglas» (rima, regularidad del metro,
etc.) a las cuales la poesía tradicional pretendía que debía someterse”.
No doy más que este párrafo, porque el resto es propaganda política.
Es increíble que la poesía más difícil se quiera amparar de un mundo sin
categorías. Si recuerdan como justificación que Lautréamont dijo: “La poesía
debe ser hecha por todos, no por uno solo”, no se dan cuenta de qué remota
esperanza de un mundo civilizado (según las reglas de la exquisitez) suponía
ese “todos” para tan refinado e inaudito artista.
Es una transgresión que les va a costar quizás perder su inmortalidad
personal, pero el arte, la natural evolución del arte, seguirá su cauce alejado

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de toda componenda, como torrente de aguas nuevas, todos los días, siempre.

VICTOR BRAUNER. Entre el día y la noche.

Porque el arte imperante y operante no es lo que le interesa a tal o cual


persona y puede querer ostentar según su estética personal, sino lo que es
interesante y singular en medio de la monotonía del tiempo, o sobre la
confusión de lo anodino de cada tiempo, y eso, quiérase o no, está ahora en el
surrealismo o en lo que tenga cierta relación con él. Todo lo demás es de
algún modo regresivo.
Desde luego la creación y la imaginación tienen más velocidad en el
surrealismo que en cualquier otro proyector literario.
Lautréamont ya hablaba del desarrollo extraordinariamente rápido de sus
frases.
Los que se contentan con la lentitud de cualquier vulgaridad no tienen por
qué embarcarse en la velocidad y originalidad del surrealismo, pero los
espíritus inquietos y modernos sólo llegarán a atisbar una salida a sus
inquietudes en las lontananzas surrealistas.

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La ortodoxia y las leyes de la escuela surrealista son lo de menos, pues el
deber de la revolución incesante del arte hace que sean rebasadas
inmediatamente después de fijadas hasta por sus mismos secuaces.
¿Es el reflejo de lo onírico —ese pajarraco que ahora da nombre a los
sueños— o la escritura automática el caudal del surrealismo? Sería inocente
creerlo. El mismo retoque de sueños y automatismos es lo más genial de lo
que les va saliendo. Es más un estado de inspiración que un credo.
Es lo arbitrario en plena gloria, y peor para los que no lo comprenden,
esos razonadores vulgares incapaces de elevarse a la lógica de lo absurdo,
según aconsejaba Baudelaire.
La Venus de la perturbación, el ángel de la resurrección, la mujer de cien
cabezas, anda siempre entre los surrealistas.
A veces encuentran una “greguería” estupenda como ésta: “el agua fría
tiene las piernas desnudas”.
¿Pero qué es en definitiva el surrealismo?
En el Diccionario del surrealismo, en la S hay una especie de definición
de André Breton que dice: “Todo lleva a creer que existe cierto punto del
espíritu donde la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, el pasado y el
futuro, lo comunicable y lo incomunicable, lo alto y lo bajo, cesan de ser
percibidos contradictoriamente. Es en vano que se busque a la actividad
surrealista otro móvil que la esperanza de poder determinar ese punto”.
¿Está claro? ¿Es que adelantaríamos algo con que estuviese claro cuando
sólo de la nebulosa se puede crear un mundo nuevo?
Precisamente para que no esté claro, en el Apéndice de ese Diccionario se
repite la palabra surrealismo y su significado: “antiguo cubierto de estaño
antes de la invención del tenedor”.
André Breton últimamente, a propósito de algunas biografías que ha
trazado su pluma, se ha atrevido a hablar del humorismo que late en la
extravagancia y la superrealidad, y hay que tener muy en cuenta que es humor
lo que se mezcla muchas veces a las manifestaciones más serias del delirio
surrealista.
La mezcla surrealista es inaudita y por lo tanto complejísima, y así vemos
en este diccionario que muchas veces recurren a Heráclito, que nació 576
años antes de J. C. —aunque dijo cosas tan estupendas como que “el rayo es
el que dirige el destino de las cosas” y que “el agua es una llama mojada”— y
también recurren al buen Novalis o al viejo Jarry, aquel escritor humorístico y
singular que estando en el período agónico, al pedirle el doctor Saltas que le

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dijese, para dárselo, lo que le pudiese producir mayor placer, le pidió un
escarbadientes.
Pero entremos de una vez en este curioso y divertido diccionario y
repasemos algunas palabras.

ABURRIMIENTO: “El aburrimiento es hambre”. (Novalis).


ARTE: “Un a almeja en un cubo con agua”.
CENIZA: “Enfermedad del cigarro”. (Benjamín Peret).
CHIMENEA: “Los gatos enroscándose sobre ellos mismos han formado las
chimeneas sobre los tejados”. (André Breton).
DIENTES: “Nadie conoce el origen dramático de los dientes”. (Paul Eluard
y Max Ernst).
ELEGANCIA: “La elegancia es un progreso”. (Jarry).
EROTISMO: “Ceremonia fastuosa en un subterráneo”.
ESCRIBIR: “Yo escribo para abreviar el tiempo”. (Knut Hamsum).
HABLAR: “Hablar por hablar es la fórmula de la liberación”. (Novalis).
NADA: “Después de haber bebido la gota de la nada que falta en el mar”.
(Mallarmé).
OCÉANO: “Viejo océano, rú eres el símbolo de la identidad, siempre igual
a ti mismo”. (Lautréamont).
OJO: “Los ojos son los locos del corazón”. (Shakespeare). “El blanco —
leche o esqueleto— de los ojos”. (Jarry).
ORQUÍDEA: “Cuando las piernas de la mujer se contraen y lasrodillas se
pliegan a la altura de los senos”. (André Breton y Paul Eluard).
PÁJAROS: “Los pájaros perpetúan los bosques”. (Paul Eluard).
PARAGUAS: “Pájaro azul que se ha vuelto negro”.
PÁRPADO: “Sus párpados sobre los ojos como flor sobre flor. Mis párpados
sobre mis ojos como fuego sobre fuego”. (Swinburne).
PRECIOSO: Un bonzo preguntaba un día al bonzo Sozan Daishi: “¿Qué es
lo más precioso del mundo?”… “Cualquier cosa, una carroña, la cabeza de un
gato muerto”, respondió Sozan Daishi. “¿Y por qué eso?”. “Porque son cosas
que no se pueden valuar”.
RAZÓN: “Nube comida por la luna”.
SANGRE: “El cisne de mi sangre ha comido todas las grosellas del mundo”.
(Benjamín Peret). “La sangre es el azogue del espejo”. (Henri Pastoureau).
SENO: “El seno es el pecho elevado al estado de misterio, el pecho
moralizado”. (Novalis).

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SUEÑO: “El sueño no es otra cosa que poesía involuntaria”.
(L. H. V. Jakov).
TABACO: “Yo llamo tabaco a lo que es oreja”. (Benjamín Peret).
UNIVERSO: “El poema desensibiliza el universo al solo provecho de las
facultades humanas”. (Paul Eluard).
VIERNES: “Viernes, cuando se ama, es el día de los deseos”. (Benjamín
Peret).
VIOLACIÓN: “Amor de la velocidad”.
VIOLETA: “Mosca doble”.
VIVIR: “No vivimos más que cataclismos”. (Jarry).

Para muestra bastan estos botones, en que el azar está en conserva como
quería el surrealista Duchamp.
Y a ellos lanzan sus definiciones con toda tranquilidad, porque pueden
decir lo que dijo Rimbaud: “Yo no son prisionero de mi razón” y porque
como ha escrito Breton en Los vasos comunicantes, los poetas —estos poetas
— “y a no proclamarán un milagro cada vez que por una mezcla más o menos
involuntariamente dosificada de esas dos sustancias incoloras que son la
existencia sumisa a la concepción objetiva de los seres, y la existencia que
escapa concreta mente a esa conexión, hayan conseguido obtener un
precipitado de un hermoso color durable”.
El lirismo que sienten como el desenvolvimiento de una protesta y la
ruptura del buen sentido y de la imaginación que les empuja en la inspiración,
les hará siempre encontrar —tanto a los pintores como a los poetas del grupo
— las cosas más desparejas y extraordinarias, las burlas en que lo tragicómico
se sublima. El arte no es prorrateos e intrigas sino sorpresas que nos
convenzan o nos anonaden a los puros lectores.
¿Que no es real ese mundo? Si lo real es lo real interior, puede haber
muchas realidades diversas y nadie tiene derecho a querer que sea la suya la
única.
¿Qué le vamos a hacer si el tono divertido del tiempo presente es por lo
menos algo surrealista?
¿Que alguien no lo entiende? Pues adquiera el diccionario para la
intelección del arte prematuro y ultradicente de nuestra época, porque como
ha dicho von der Gabelentz “el lenguaje no sirve solamente al hombre para
expresar alguna cosa, sino también para expresarse él mismo”.
La verdad es que puesto a decir es un rema de selección en la hipnótica y
fresca dimensión del delirio.

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El surrealismo es ya un concepto
universal y desde luego una palabra
eficaz y señaladora.
El más remoto a su percepción dice
sin darse cuenta: “Parece una cosa
surrealista” o más rotundamente: “Eso es
surrealista”.
Es una palabra que hasta los críticos
más negados tendrán que repetir miles de
veces.
No es necesario saber fijamente lo
que es “surrealismo” porque la verdad es
que no es un punto en un mapa sino un
tren que corre, que hoy estaba aquí y
mañana estará mucho más lejos, no se
sabe dónde. GIUSEPPE ARCIMBOLDO. El verano, 1563.
Gemäldegalerie, Viena.
Es la idea en movimiento, el nuevo
transportador mecánico, el puente
flotante y corriente en que embarcarse hacia la otra orilla, hacia la eterna y
diferente otra orilla, otra orilla en el espacio y en el tiempo.
Todos recurriremos a esa palabra de socorro y de alivio, nuevo valor al
que jugar en Bolsa.
Como pasó con la palabra “modernismo”, nunca se supo bien qué fué lo
que quiso decir. Todo era modernismo, todos éramos modernistas, como un
día anterior todos eran románticos y todo era romanticismo y, sin embargo,
según pasa el tiempo menos se sabe lo que fue romántico, lo que es
romántico, lo que no puede dejar de ser romanticón.
Quedará de esta época —las épocas son muchas y muy corras, siendo un
error creer que tienen que tener un siglo— el arte y la literatura surrealista y,
mal que les pese a algunos, en los archivos del tiempo se verá un legajo en
cuyo tejuelo se leerá la palabra “surrealismo”.
Así de cierta época medieval entre feudalismo y goticismo, quedó un arte
que se llamó el “arte trovador” y que tiene características de estilo que no
pueden ser más que de ese tiempo.
Los precursores de este momento en que nace fatal y revelado el
surrealismo, ya lo habían predicho con palabras vagas y augúrales. Saint-Pol-
Roux había explicado el sentido de lo que hace el artista moderno: “Huir de
los hombres para acercarse a la humanidad; acercarse a la naturaleza para

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conseguir huir de ella a fuerza de tratarla, y después, entre huida y
aproximaciones, centralizarse como un punto de intersección gracias a una
superfetación amanecida de un olvido que aun se acuerda”.
Todo es un esfuerzo para evitar que el arte repita lo parecido, para volver
a lo auténtico. Lo más repugnante en arte es la repetición, y por eso su tema
más imprescindible, como los que se re piten por higiene en los tranvías, es
“Todo, menos la repetición”.
La copistería no vale porque, como ha dicho Paul Valéry: El arte es la
acción de lo artificial sobre lo natural”.
Los surrealistas, para conseguir el logro de la novedad, buscan las
analogías secretas entre las cosas, ya que las analogías propaladas todos las
sabemos y estamos cansados de verlas reproducidas.
Frente a la crisis de la realidad, que cada día avanza más, el surrealismo
mostró otro camino de salvación que, como todo nuevo camino hacia el
porvenir, no estaba trazado y primero sólo fué una señal indicadora que decía:
“Por ahí al surrealismo”.
Llena la conciencia de lugares comunes que se salían ya de ella sin
posible cabida, descubrieron los surrealistas la subconsciencia al lado de la
que la conciencia es un elemento simplicísimo.
Hay que confesar que ellos fueron los más arrojados inauguradores de lo
que iba a estar después de moda.
Jung llega a suponer que si se pudiese personificar lo inconsciente
tendríamos un ente colectivo colocado más allá de las particularidades
genéricas, más allá de la juventud y de la vejez, del nacimiento y de la
muerte, y que dispondría de una experiencia prácticamente inmortal, de uno a
dos millones de años.
En ese baúl sin fondo revuelven los surrealistas y han de profundizar los
literatos y artistas que quieran hallar lo inencontrable, objetivo supremo del
arte.
Hay que nadar en esas profundidades para conseguir aflorar con la
amenidad en la mano.
Se podría decir para sublimar ese acto temerario y valiente: que lo que se
busca ahora por ese camino es lo que se ha buscado siempre por otras cimas y
congostos: la quimera; eso que es el último y definitivo aliciente del aspirante
artista, eso que es algo más que lo que dicen los diccionarios cuando definen
la palabra quimera como “lo que propone la imaginación como posible o
verdadero, no siéndolo”.

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¿No siéndolo? Ese es el cegarrutismo del diccionario. Siéndolo y
pudiendo llegar a sobreserlo.
Es menester la desfachatez de esos reporteros que quieren dárselas de
vivos y de enterados para no saber que ellos son los que viven ciegos, los que
sienten sus problemas como lutos que caen sobre sus almas.
Yo que he vivido en la parte de adentro del vallado junto a los incipientes
surrealistas conozco sus temblores íntimos, sus cavilaciones, habiendo hecho
lo que han hecho como lo más que pudieron hacer, exagerando la superación.
No quieren dar explicaciones y sobre todo si el que pregunta lo hace con
frívola curiosidad y aire burlón, pero jamás se reirán ellos de lo que hacen ni
dejan de creer fervorosamente en ello.
El periodismo internacional los confunde y pinta a Dalí, por ejemplo, ante
un cuadro que es un supuesto que se intitula “Desechos de un automóvil que
da a luz un caballo ciego, el cual muerde un teléfono”.
Una señora —según el periodista— pregunta a Dalí:
—¿Qué significa el teléfono?
Y según el periodista (cuando Dalí no contestaría nunca a una pregunta
tan impertinente), Dalí responde:
—Madame, el teléfono representa los ennegrecidos huesos de mi padre
que pasan entre las figuras del hombre y la mujer, en el Angelus de Millet.
Y el lector que no quiere comprender se solaza como si fuese una juerga
el martirologio del nuevo arre.
Yo que les he visto complejizarse, variar de color, tener los ojos
extraviados, ir más lejos de cada rema en cada conversación, ultradelirar, para
estar más allá a la tarde de cada día, comprendo la mentira de la indiscreción
periodística.
El surrealismo es una doctrina completa, porque es tan literario como
pictórico.
Así como el cubismo quiso evitar a los literatos, en el surrealismo se
mezclan las dos artes.
Las frases sueltas de los títulos de los cuadros se entrelazan con las frases
de las poesías y entrambas producen el escándalo.
El cuadro ése se titula “Preconcepción de la violeta”, y el poema ése de
Benjamín Peret “La sangre derramada”.
Asomémonos al poema:
La ceniza que es la enfermedad del cigarro
irrita a los porteros bajando la escalera
cuando su escoba caída del cuarto piso ha matado al empleado del gas
este empleado parecido a un insecto sobre una ensalada

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El pájaro acecha el insecto y la escoba te ha matado empleado
Tu mujer tendrá cabellos blancos como el azúcar
y sus orejas serán letras impagadas
impagadas porque tú has muerto
Pero este empleado porque no tenía los pies en forma de v
porque no tenía la mirada lúcida de un almacén de guantes
porque no tenía pendiente del abdomen el seno exhausto de su madre
porque no tenía moscas en los bolsillos de su americana
Hubiese pasado humilde y frío como un jarrón roto
y sus manos hubieran acariciado los cerrojos de su prisión
pero el sol de su bolsillo tenía puesta su gorra.

Bromean con tan alta broma, que hay que comprender su altura para
entender su sentido y son paralelos en sus descubrimientos.
A los cuadros que se titulan “El sueño pone su mano sobre la espalda del
hombre” o los “Atavismos del Crepúsculo” o “Nacimiento del amueblado
paranoico” o “¿Por qué razón no estornudar?”, responde con lo escrito el
poema de Paul Eluard “La frente cubierta”.
El latido de un reloj como un arma rota
la conmovida chimenea donde de amor desfallece la cuna
de un árbol último iluminado
Con el habitual vaso cerrado los desastres
de los malos sueños
me fusiono
De las ruinas del reloj
surge un animal salvaje desesperanza del caballero
Al alba se doblará por el cangrejo clavado
sobre la puerta de este refugio
Un dia más y yo estaría salvado
no se me quebrarían los dedos
ni el amarillo ni el negro ni el blanco ni el Índigo
Se me dejaría hasta la mujer
para distinguir entre los hombres
Se me abandonaría fuera
sobre un navío de delicias
hacia países que son los míos
porque los desconozco
Un día más y yo respiraría ingenuamente
en mares y cielos volátiles
Eclipsaría con mi silueta
el sol que me habría seguido
Aquí tengo mi parte de tinieblas
cámara secreta sin cerradura sin esperanza
Remoto el tiempo hasta las peores ausencias
Cuántas noches de súbito sin confianza
sin un bello día sin horizonte
Que gavilla roída
Un gran frío de coral
sombra del corazón
oscurece mis ojos que se entreabren

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sin poder plegarse a la mañana fraterna
no quiero más dormir solo
no quiero más despertar
tullido de sueños y de ensueños
sin reconocer la luz
y la vida al primer instante.

¿Que están dejados de la mano de Dios?


No, el Dios lejano aunque presente a todo, la Suprema Jerarquía, se solaza
con este creacionismo de sus hijos, aburrido de que le recopien los paisajes,
entretenido sólo con la gracia de la estilización, con la sorpresa de las
invenciones originales de sus criaturas preferidas.
¡Y a la humanidad ha llegado a un tiempo adulto en que no puede ser sólo
copiona!
¡Abajo los copiones, y arriba los estilizadores!
Los pobres surrealistas se lanzan como los paracaidistas sin saber si la
imagen se abrirá en flor y les salvará, o se quedará cerrada y malogradora,
matándoles.
Se exponen, pero son felices, sobre todo Dalí, gran colonizador del
mundo, metido en su estudio tapizado por completo de pieles de astracán gris
y junto a su bella Gala —“femme violente et sterilisée”—, esa mujer de piel
extraña, como él nos ha hecho saber en ese poema que tiene este repetido
estribillo:
Como el tisú epitelial de mi bella Gala
su tisú epitelial chocarrero y lamparista.

Ahora, como final aclaratorio, una especie de novela que he compuesto


sobre el adolescente surrealista.

I
El interior de la familia Kloz —monsieur Pierre Kloz, madame Magda
Kloz y el jovencito Henri Kloz— era un interior que parecía una prendería,
con bambalinas que habían tejido las arañas en sus horas de “clase de
adorno”, con porcelanas en cuyo fondo debía haber lágrimas sucias del
tiempo y cuadros en que estaba pintada la tristeza del pasado.
Ese vivir en armarios, que es el vivir en París, se confinaba más en aquella
casa en que se aglomeraba la grisura sucia de las calles, el detrito abrumador
de otoños e inviernos.
Estaban ennegrecidas las habitaciones por el hollín del tiempo, y el cuajo
burgués de lo que se estratifica llenaba los rincones. Respondía aquel piso al

Página 292
eco fraterno de innumerables interiores esparcidos por la ciudad y en los que
la vida se remansaba de igual modo, dejando pasar una época en plena
esterilidad de iniciaciones.
Monsieur Kloz era un empleado del Ayuntamiento, cuya mayor
aspiración consistía en que París fuese inmodificable, para lo cual retenía
todos los expedientes en que se trataba de derruir cualquier callejón
carbonero.
Madame Kloz, dedicada siempre a su labor de ganchillo, había hecho
desde los siete años hasta los cincuenta y tantos una rede cilla capaz de
envolver al terráqueo durante la noche para que no se le constipase la
fontanela.
Henri no podía parar en su casa y se pasaba los días jugando a los dados
en el café y mirando el pasar de las gentes que parecen ir a reunirse en algún
sirio para bailar en zarabanda libre.
No podía resignarse a aquella vida de encierro y repetición. La angustia de
los pasillos martirizaba su adolescencia y hubiera arrancado de un tirón de
campanilla alguna de aquellas cortinas.
Le parecía que su padre le hacía expedientes de encierro, y su madre, con
aquella hipocresía pacífica con que movía las agujas de caramelo, le
preparaba camisas de fuerza.
El no sabía si sería verdad y posible todo lo que pensaba, pero su juventud
le impulsaba a creer en ello como si el mundo no tuviese más ocasión
propicia que la que pasa por el meridiano de cada juventud, resultando inútil
todo lo que sucede antes o después.
No era como los jóvenes de otros tiempos.
Había visto en los cinematógrafos la gran boca del mundo llena de luz, y
de desenvoltura. No era como los otros adolescentes que sólo habían visto
libros de estampas. ¡Va no hay frentes cándidas!
La mujer se había destacado ante sus ojos, libre como si ya viviese en el
porvenir, como una audacia suelta ele otro tiempo, pero sugeridora de todas
las libertades sólo con la pobre libertad que se toma.
En la propia luz del mundo había una verdad que se proclamaba en letras
inviolables, moviéndose una serie de telepatías cruzadas.
Ponía a las cosas y a las personas nombres que nadie había oído en
francés.
—¡Ese es un triburburtien!
—¡Eso es un volticon!
—¡Esa es una gromard!

Página 293
Su risa también desconcertaba a los suyos.
—¿Dónde has aprendido esa risa?
Nadie de la familia ha reído nunca de ese modo.
Su padre insistía, empleando ese cebarse en el hijo a que son dados
generalmente los padres y las madres.
—Tu madre tiene razón… Esa es una risa indigna de los Kloz y de los
Geraud.
Asistido por una razón suprema e indecible, veía que sus profesores eran
unos brutos, brutos de otra época. ¡Cómo se ponían los lentes para ver el
programa! Y a con aquel gesto parecían salir de la vida y penetrar en los
sombríos espacios intercostales del vaniloquio.
“No se debe dejar nunca la vida como del otro lado”, pensaba Henri.
Sentía ganas de insultar a los profesores por su aire ele otra especie, como
si se hubiesen quedado en mastodontes cuando él era adolescente de una raza
superior.
Del fondo de su juventud salía un grito airado que no quería tener freno,
como si ésa fuera la única manera de vivir.
Dos cuadros de su casa le merecían mayor odio: uno que había sido tercer
premio en el salón de 1891 y que representaba una familia en francachela de
bautizo, y otro en que Moliere estaba dando la lata a Corncille leyéndole una
obra.
Con verdadero terror a aquellos cuadros se quedaba a cenar fuera muchas
noches, escribiendo el neumático del no voy desde cual quier sucursal de
Correos.

II
El primer disgusto serio entre los Kloz y su hijo sucedió aquella mañana
en que el portero subió a anunciar a monsieur Kloz que su hija había tenido
un niño y que, al sentirse morir en la hora del parto, había declarado que su
hijo era del señorito Henri.
El padre, convertido en abuelo por sorpresa, abrió con iracundia las
ventanas de la alcoba de su hijo y dejó su sueño con los párpados arrancados.
Una barbaridad que no se le ocurre más que a un padre.
—El portero dice que el hijo de su hija es tu yo —le espetó sin darle
tiempo a que naciese a la vida con calma.
—No es mío… Es de su hija… Es un botones… Yo he podido fabricar un
botones, pero no un hijo mío… El hijo de la hija de una portera es un

Página 294
mandadero.
—¿Es eso humanitario?
—Los porteros no merecen ningún humanitarismo, porque son abortos de
burgueses… Esa chica, por su educación y su alma, no tenía más que buena
presencia… Además están en un escaño tan fácil las hijas de las porteras, que
no se es responsable de atropellarlas.
—¿Pero no has encontrado otra mujer en que fijarte?
—No he encontrado otra… La vida está llena de imposibles… Todos
tenéis la culpa de estos desaguisados… Las mejores mujeres son las que ya
han escogido mis amigos y que todavía no he podido quitárselas.
—Eres un cínico… Tú no eres digno de ser mi hijo.
—Ni tú, entonces, digno de ser mi padre.
—¡No respetas a los viejos!
—Ni a las viejas… No se consigue el perdón por seguir viviendo sino
gracias a la tolerancia… Los que tienen el mayor deber de ser nuevos son los
viejos… Sólo poniéndose al día, admitiendo y haciendo pública admisión de
toda modernidad, podrán ser perdonados… Si no, habrá que matarlos… Son
loros con la psitacosis, que es de tan mortal contagio.
—En la China…
—Ya sé lo que me vas a decir, y a eso re contestaré que por eso la China
es un pueblo confuso, avejentado, insoluble. Pero no hay teorías ni razones
contra lo que yo digo… No hay más que procurar ensanchar la vida,
modificarla para la libertad, arreglar lo que más repugna tener que arreglar.
—Fíjate que de ese modo vas contra lo social.
—Sea lo que fuere, si lo social es esa cosa repugnante, quieta e
irrespirable, voy contra lo social; pero ¿por qué lo social no va a ser otra
cosa? Tiene que ser otra cosa.
—No nos comprenderemos nunca.
—Pues tú debes comprenderme a mí aunque yo no pueda comprenderte.
La única verdad atendible es la verdad más actual.
—¡A tu padre esas palabras!
—Y a mi madre… Porque no se trata de tu hijo, sino de una juventud que
ve que todos los problemas más agudos son escamoteados, y los viejos se
hacen los sordos y procuran ganar tiempo para retrasar todas las cosas.
Queremos mañana mismo la substitución de una cosa por otra, y que no se os
ocurra llamarnos a la guerra para distraer así el problema íntimo de la vida.
—Relajas toda la moral del mundo… No comprendes que el enemigo nos
acecha.

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—A mí no me acecha más que el portero, que cree que le he robado la flor
de su hija, esa flor de té que cuidaba para la Comedia Francesa.
—¡Eres un sinvergüenza!
—Soy un surrealista.
El padre, al oír aquello de surrealista, se quedó pálido de ira, con los
lentes temblantes como los cristales de una ventana cuando ha pasado por la
calle un camión lleno de flejes de hierro.
—¡Un surrealista! ¿Y re atreves a confesarlo?
—¡Con toda el alma, y ante el Tribunal Supremo; porque, por surrealista,
son capaz de ir a la cárcel y al patíbulo!
—¡Si supieses siquiera lo que es ser surrealista!
—Es el espíritu de la revolución permanente, que no se deja engañar por
ninguna política, que propugna siempre un más allá de programas
desconocidos.
Como la discusión había subido de tono, apareció la madre, con una
dignidad de confesionario balumbante.
—¿Sabes lo que se ha atrevido a decirme que es?
Madame Kloz abrió los ojos desmesuradamente como si los fuese a dejar
caer en la alfombra.
—¡Surrealista!
Madame Kloz dijo entonces:
—Yo ya lo sabía, pero no había querido darte un disgusto que re pudiese
costar la vida… Tienes un principio de diabetes, y una cosa así te puede
añadir una barbaridad de azúcar.
Los dos progenitores, con un aire de gran dignidad, salieron de la alcoba,
y Henri comenzó a vestirse sin arrepentirse de sus violencias, pues sólo la
agresión paternal se aprovecha de que el hijo esté entre los vendajes de las
sábanas para darle un disgusto en condiciones tales de inferioridad.

III
Henri pertenecía a la nueva humanidad, que improvisa su vida corriendo y
que considera que carece de importancia todo lo que es rápido, admitiendo
que nada se agrava si vive sólo su momento.
Tenía mañanas tristes y mañanas radiantes. Su balcón estaba unas veces
hundido y otras sobrenadaba en cielos altos.
Esta mañana, al asomarse al cielo de París, centineleado de chimeneas,
vió un día alegre, y sintió la fluxión rebelde de la alegría, lo contrario de la tos

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en un sentido feliz.
¿De qué noticia, envuelta en globos de luz, se había enterado aquella
mañana, que estaba tan alegre?
Nadie, ni él mismo lo sabía aún del todo, pero al abrir los balcones que
daban al bulevar con árboles, había sentido la misiva hecha grumo de luz.
—¡Ah! —gritó, con un grito inconexo que asustó a toda la casa e hizo que
su madre apareciese en su cuarto para saber qué significaba aquel grito.
—¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! —seguía gritando Henri, con el mismo tono frenético.
Iba a ser aquél un gran día de rebeldías.
Lo que había pensado era una genialidad surrealista.
Tomó los taxis seguidos de las grandes ocasiones. Fué a casa de su amigo
Prenia —perito químico—, y de allí se llevó un frasco de ácido sulfúrico, con
el pretexto de que iba a dedicarse a hacer unos experimentos.
Otro taxi le condujo al Museo Grévin.
Subió las escaleras del Museo del Silencio y la Cera, trémulo, entusiasta,
como si sonase una música de circo mientras ponía el pie en cada tramo.
No había nadie en aquel internado de los espectros solidificados. Su
iconoclastia sentía un frenesí disparado, como si todos aquellos seres fuesen
bolos para su deseo atentatorio.
Se sentía en el desván del mundo, atosigado por aquellos tipos conocidos,
cuyos trajes olían al polvo picante del desuso. Se veía lo pequeños que eran
los grandes hombres cuando todos, al llegar allí, sólo tenían pensamientos de
muñecos de cera.
Se dejaba tan solo al visitante porque todo allí es falso: coronas,
pendientes, broches y hebillas.
Henri sentía la alegría de la impunidad, y le devolvían su sonrisa,
convertida en hilaridad, todos aquellos rostros importantísimos e imponentes.
Iba eligiendo los más solemnes: San Luis, rey de Francia; Boileau,
madame de Staël, María Estuardo, Luis XIV, Gambetta, el general Golard,
Robespierre, Napoleón…
Volvió a perderse en la multitud de grandes hombres y grandes mujeres,
que atestaban el saloncillo de la anteinmortalidad; con gran des precauciones,
en rociada rápida, fué arrojando a sus rostros el líquido corrosivo. La
fisonomía se fundía en una mancha blancuzca, y las facciones quedaban
comidas por el cáncer mágico.
Napoleón se quedó como un jeroglífico con su sombrero proverbial y
operado el rostro por completo.
Del encerado plástico iba borrando seres y más seres simbólicos.

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Sólo quedaban los ojos colganderos en sus rostros de rana.
Henri no se atrevió a ir más allá, porque podía encontrarse cortada la
retirada por alguien que se diese cuenta de la desaparición de las caras más
célebres, vitrioladas por el surrealista. Volvió sobre sus pasos admirado del
fenómeno grotesco de aquella conversión en nadie de los seres célebres. Iba
orgulloso de haber vengado estulticias coronadas o sólo renombradas.
Le exaltaba de palpitaciones su delito de veinte lesas majestades y de
numerosos genicidios. Había borrado media historia de la Francia oligárquica
y altanera.

IV
La opinión reaccionó contra aquel vergonzoso atentado, como si en un
solo día se hubiera ofendido a todas las glorias nacionales. En todo el público,
las entrañas coléricas —corazón, hígado y riñón— se habían estrujado,
hechas una pelota de indignación.
Todos los periódicos atacaban al surrealismo, porque el atentado tenía la
marca inconfundible de ese grupo pernicioso.
En casa de monsieur Kloz había sospechas y discusiones. El padre y la
madre miraban al hijo como si pudiese ser el culpable, pero él miraba su
cuchillo y su tenedor con una extraña sonrisa.
En la sobremesa, el padre, en actitud de magistrado, provocaba al hijo:
—La representación de los grandes hombres es el ejemplario mejor para
las futuras generaciones.
—Con eso sólo se forma un pueblo enfático y provocador… Nosotros los
surrealistas salvaremos a Francia.
—Id al campesino con vuestras cosas.
—Al campesino hay que darle enseñanza obligatoria de surrealismo… El
que las ciudades de provincia sean tan aburridas es lo que crea el monstruo de
las grandes capitales… Como no se iluminen con mejor luz del espíritu las
pequeñas ciudades, estaremos perdidos… Espero que un día haya una
inundación de París por el Sena y el río lleve a todos los sitios por los que
pasa, los libros que guardan en sus cofres de la Edad Media los bouquinistes.
—Eres un salvaje con esos deseos.
—Si me los realizas por otro medio menos violento, estaré contigo.
—Eres un desnaturalizado.
—En vez de citar a una conferencia internacional para precisar los aviones
armados que debe tener cada país, habría que citar a una conferencia

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internacional para educar los ríos y que transporten civilización a las regiones
por las que pasan… En vez de maderos navegando a la deriva sobre las aguas,
libros y libros flotantes…
La Policía apareció en casa de los Kloz. Llevaba orden de registrarlo todo.
—¡Lo que nunca ha pasado en mi casa! —exclama el padre paseando por
el pasillo.
—No puede la Policía —contestó Henri— dedicarse a visitar tocias las
casas… Ese es un honor que concede a muy pocos… Hay que ser surrealista
para merecerlo.
El registro se verificó con encantadora parsimonia como si los policías
buscasen entre los papeles retratos de novias olvidadas.
Al buscar entre los frascos de la casa, dieron con un par de ellos llenos de
un líquido que les escamó.
Monsieur Pierre dijo que contenían el doble líquido para hacer
desaparecer lo escrito, y que él lo tenía para borrar algunos errores cometidos
en los expedientes y ahorrarse así el copiarlos de nuevo.
En otro armario encontraron otro líquido infernal, y la pobre madame
Kloz tuvo que confesar que era un líquido que usaba para teñirse el pelo.
Henri sonreía viendo la ceguera de la Policía que no se encaraba con él y
mirándole en los ojos no adivinaba quién había sido el autor del mayor
atentado que se conocía en la Historia.
Por fin se fueron los policías y Henri se preparó a sufrir el sermón de su
padre.
—Jamás hubiera yo podido pensar que podría sucederme esto. Todos los
papeles de mis gavetas han quedado deshonrados.
—¡Como que los registros de la Policía debían hacerse con guante blanco,
como los de las aduanas!
—Ironías, no, hijo desnaturalizado… Como otra vez penetre en mi
sagrado hogar la Policía, te echaré a la calle…
—Voy a llamarla y a confesarme el autor del atentado más hermoso del
mundo… —dijo Henri, poniéndose en pie y yendo hacia la puerta.
—¡Loco! —dijo el padre, cogiéndole de un brazo.
—Nada de loco… Yo soy el que ha virriolado a todas las glorias de
Francia… Yo…
—Calla, calla…
—Y tú eres mi cómplice, puesto que no me dejas ir a denunciar el hecho.
—Calla… calla…

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—Callaré porque ahora te veo más humano que nunca al ayudar me a
encubrir la verdad… Comienzo a tenerte simpatía como a padre que es capaz
de soportar la complicidad del mayor de los crímenes que registra la Historia.
Monsieur Kloz soltó del brazo a su hijo y se dejó caer anonadado en un
sillón. Desde su asiento, dijo en tono balbuciente:
—¿Pero has sido tú solo, sin contar con nadie, o ha sido por insinuación
de los malos amigos?
—Mía ha sido la iniciativa y no lo sabes más que tú, pues ni a mis amigos
surrealistas se lo he dicho… Ahora vas a saber ser padre, compartiendo la
responsabilidad del hijo.
—¡Vete, vete!… Déjame solo…
Henri salió a la calle con una preocupación de trascendencia surrealista: el
haber cumplido su deber de hijo al soliviantar a su padre y obligarle a una
superación de conducta, a una inmortalidad de plano elevado que variase su
parsimonia de vivir, su pacatería terrible.

V
Todas las noches pasaba Henri junto a los muros del Instituto de Francia,
y al acercarse a las puertas primeras veía aquel muestrario de medallas de
premio que se habían acomodado como en un escaparate detrás de la celosía
de hierro de las mamparas portaleras.
Por allí cerca andaba el Museo de la Legión de Honor, que crispaba a los
surrealistas más que ningún otro Museo, pero Henri comprendía que era el
Museo más salvaguardado de Francia. No podía ser objetivo de sus rebeldías,
pero, en cambio, en el mismo trecho, un poco más abajo, se le ofrecían
aquellas puertas aprovechadas para escaparates de galardones oficiales.
Poderosa tentación a su agresividad de salvador de la vida era el ver el
anverso y el reverso de aquellos relieves vanos.
Eran troqueles amanerados en que estaban representados al detalle todos
los trofeos de la vida con gran lujo de categorías. Se veía al artista académico
de Bellas Artes creyendo imponer a la existencia los límites de la
consagración, creyendo dotar a los mejores de un distintivo de mérito que
dejase chicos a los no enmedallados.
Sentía deseos de arrancar de todas las solapas las medallas que convierten
en perruna a la humanidad, sintetizando en un recorte de oro la inmovilidad
de los méritos o de las conmemoraciones.

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Sentía ansias de distraer de aquel engaño a todos los que entran en él sin
darse cuenta y quedan encerrados como una aleación en los discos de oro.
El atentado era fácil, pues a aquella hora no pasaba casi nadie por allí, y
tal era la ostentación de las medallas que permanecían iluminadas en la
soledad de la noche.
Preparó su acto proveyéndose de un cortacristales y de un juego de pinzas,
y una noche, como curioso de las glorias nacionales, se detuvo largo rato
frente a la vitrina en manipulación circunstanciada por el raro pasar de los
transeúntes, y fue llenando sus bolsillos de un botín pesado, como si fuese
dinero hinchado, al que hubiese agravado una maldición, dinero cargado de
presunciones.
Quedó un fondo blanco y sin péndolas detrás de la celosía de la puerta, y
Henri se dirigió al Sena para depositar en su fondo todo aquel tesoro de
conmemoraciones.
Le fue grato entretenerse en depositar en el colchón del légamo el tejo de
cada medalla como despojándose él mismo de todas las imposiciones de
premio que había sufrido en su vida.
A cada nuevo montón de medallas que arrojaba al Sena se sentía ascender
como si fuese un globo y se libertase de un lastre inaguantable más pesado
que el arrepentimiento, porque lo más abrumador del mundo son las
condecoraciones oficiales.
Cumplido su cometido, volvió a su casa orgulloso de haber realizado un
acto de surrealismo puro como el del Museo Grévin.
Había satisfecho su odio a los premios amonedados y había vengado la
complacencia ciega del repugnante escultor de medallas.

VI
Sus dos crímenes públicos le hacían poder resistir la atmósfera de su casa,
en que el padre no era generoso para ceder ni una sola idea de su tiempo. El
crimen secreto es lo único que compensa de la virtud ostentosa de los demás.
Se reunía con jóvenes de todos los países y se sentían convencidos de la
misma verdad, unificados en el mismo ideal.
No era muy concreto aquel ideal, pero todo ideal de juventud tiene que ser
vago y sin demasiada doctrina.
Iba consiguiendo un raro prestigio y le sucedían cosas inverosímiles.
Así, había recibido la camisa de novia de la esposa de uno de sus amigos,
convertida en una gran flor de seda.

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Una niña le había ofrecido su amor y tenía con ella una correspondencia
digna del siglo.
“Yo te llevaré mujeres herniosas cuando estemos casados. No me
importará que ames otras bellezas” —le decía ella.
Henri temía a aquella niña y la adoraba. Era la mujer del por venir, de la
que desconfiaba su fondo, hecho de hombres de otras épocas. Tendría que
luchar con ella desde el primer día de vivir juntos, y sus insultos le abrirían
nuevas ventanas en la costra dé los días.
La adolescente no ocultaba que sus ambiciones eran absurdas y por eso, a
veces, decía en un rincón de sus cartas cosas como ésta: “Necesito besos de
hombre”.
Con sus diecisiete años, le daba lecciones de asco al medio social. Ella no
podía aguantar las habitaciones con techo y le proponía, en el delirio de la
adolescencia, subirse a un aeroplano y tirarse desde lo alto.
Estaba escapándose con él desde el primer día que le conoció, y Henri
había admirado aquella facilidad sin aceptarla, aunque no de jaba de
comprender que así debía ser la mujer nueva: sin reservas ni miedos.
Era un espectáculo en que se espejeaba la vida, una miniatura de la tierra
libre.
Sería curiosa aquella niña afanándose por todo y traicionándolo todo; pero
Henri temía los hijos que le naciesen de ella, la única preocupación
insubsanable de la vida.
El único problema que no sabía resolver surrealistamenre era el de los
hijos, los futuros enemigos. Le daba miedo de ellos como de sí mismo
renovado.
Tenía que implantarse en la vida un automatismo que los recogiese y los
educase hasta los catorce años.
Pero el problema de la vida total e intensa no podía estar sometido a ese
otro problema insoluble de momento.
Henri se lo quitaba de la cabeza como quien se espanta las moscas,
retirando los pelos de su frente, aquellos dos flecos del tupé que le molestaban
como una rebeldía indómita de sí mismo.
No quería ya razones y prudencias para obrar. Le parecían una
impedimenta que no debía sobrecargar a las nuevas generaciones.
Exaltado por el caso de aquel amor a la niña que, sin ninguna
repugnancia, le proponía las más vivas perversiones, escribió una carta
terrible al presidente de la República, firmándola con su verdadero nombre y
sus verdaderas señas.

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Quería salir de aquella incertidumbre de la vida gracias a un rasgo fuerte
que turbase todo su vivir.
En que aquella carta estallase bien, estaba su salvación, y por eso metió en
ella los más grandes insultos:
“Regís el emponzoñamiento de los estanques, una repugnante vida en
conserva que huele a zapatos viejos.
“Sois el responsable máximo, porque podíais jugar a sugerir leyes nuevas,
y en vez de eso, preferís jugar a las damas.
“Los grandes cornudos de los escritores consagrados os ayudan en vuestra
labor de inmovilizar la vida y de que no salga de la copia de sí misma.
“Cada nuevo amanecer de París debía ser diferente. Impongamos aire de
renovación —¡gran proxeneta!— al turismo y a los que vi ven hundidos en
los baúles obscuros de la ciudad imbécilmente llamada luminosa.
“Podéis decir a vuestros generales que si yo supiese dónde está el jardín
en que crecen los tulipanes sonoros de La Marsellesa, iría allí para segarlos
todos.
“A presidentes de la República como vos, los guillotinaría en el alba, en
substitución de esos pobres aventureros que mataron a su padre para
destaponar la vida, la pobre vida que no queda destapo nada hasta realizar ese
acto, que yo pienso realizar también algún día”.
¡Con aquella carta al presidente de la República se salvaría, entre otras
cosas, del horrible compromiso de hacer caso de aquella niña encantadora que
quería abrochar su vida!

VII
Otra vez su padre abrió los balcones de su cuarto, haciéndole nacer al día
súbito del Apocalipsis.
Mientras le daba la puñalada de correr los visillos, monsieur Kloz
enarbolaba una revista como si fuese una sentencia. Henri se dió cuenta de
que era un número de La Anticipación.
—Pero ¿es que ha podido escribir esto un hijo mío?
Y Monsieur Kloz comenzó a leer:
“Frente a todos los mutilados de la guerra es cuando la Virgen de Lourdes
ha podido hacer su mejor milagro. Por no haberlo hecho ha quedado
ensombrecida en su gruta de llanto”.
“Salgo con las cartas sin abrir a la calle, porque abrir los sobres mirando a
las mujeres que pasan substituye el tener que poseerlas”.

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“Se debían reprisar los mejores crímenes de la humanidad como se
reprisan los dramas de Shakespeare”.
“Hay que dejar al tiempo y al honor como a cangrejos comidos”.
Monsieur Kloz dejó de leer y le preguntó, iracundo:
—¿Cómo has podido escribir esto firmándolo con el apellido de tu padre?
—No tengo otra manera de firmar para que sepan quién soy… No quiero
ser el ama de cría de un seudónimo.
—¿Dónde vas a parar con todo eso?
—A agriar la vida… La vida tiene que ser agria… No dejará ya ningún
día de serlo… Hay que encontrar en eso una más arriesgada vitalidad… Hay
que dejar de ser unos convalecientes o unos aspirantes a la jubilación. Vivir y
morir son dos cosas terribles, y no bellas como vosotros os creíais.
—¡Pero eso es la revolución!
—La revolución permanente… Nuestra imaginación es tan cobarde que
no comprende que la revolución dure siempre, no cese ni un día.
—¡No sabes lo que dices!
—No podéis prohibir la diversión del mundo cuando se muestra desnudo,
sin telón de ninguna clase…
—Siempre hemos sabido que existía esa diversión.
—Pero nunca estuvo tan proclamada en la calle… Todo hace propaganda
de ella… El no tener dinero en el bolsillo no puede evitar el deseo urgente.
Empleados, médicos y profesores, os queréis poner delante de lo que se ve, en
pie y desnudo, detrás de vos otros…
—Quítate de mi vista… No quiero oírte más.
Monsieur Kloz rompió la revista que había capturado, y Henri dió un
porrazo cañón con que epilogaba las discusiones con sus padres.
Como compensación a aquel mal rato familiar. Henri se fué a ver a Lied,
la amada precoz.
Temblaba como siempre al ir hacia ella, pues como mujer tenía aún más
sensibilidad que él para el horror de la cautividad que es la vida social.
Tenía aquella niña la locura que da la confinación de la vida, la
prohibición del placer, lo único que justifica el vivir y que merece la muerte.
Al estarle todo prohibido, encontraba en secreto bellas amigas, en las que
hallaba al hombre mutilado que es la mujer.
No podía ser la jovencita de otras épocas, y tenía osadías por las que
alcanzaba casi todo el secreto de la vida. Así había hecho, antes de nada, lo
que la mujer antigua no llegaba a hacer nunca.

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Estaba Lied metida en el secreto que nadie podía adivinar, ni él mismo,
porque en ese secreto se cuajaban las justas infidelidades que le
correspondían.
El ya no sabía cómo abrazarla, para abrazarla de un modo nuevo.
—¿Para qué has venido si no es para llevarme?
—Tienes razón… Pero el mundo no está preparado para las más
justificadas huidas…
Se habían sentado juntos, y, en la pausa, ella inclinó la cabeza sobre sus
piernas; pero Henri cometió la suprema galantería que es levantar la cabeza
de la que se inclina así, sacándola de su desmayo hasta la altura de los labios.
Por influjo del gesto que acababa de hacer Lied, se había desmelenado
todo su sistema nervioso, esa cabellera que llega hasta los pies de los hombres
y de las mujeres.
—¡Quiero irme contigo en el barco del placer!
—¿Qué barco es ése?
—Tú debes saberlo… Yo sé que sale de Norteamérica lleno de gentes que
quieren divertirse y beber… ¡No ir solos en la aventura! ¡Hacer un crucero en
ese barco sería la ilusión mayor de mi vida!
—Pero, amor, ¿cómo encontrar el puerro del que sale ese barco?
—Tienes que buscar… Necesito que estemos solos en medio de la
inmensidad del mar y junto a otros tan apasionados como nos otros… No te
digo que no te engañe con otro que se haya cansado de su mujer, aunque
también sé que en un barco así tu crueldad sería insoportable.
—Y si soy yo el que se cansa de ti?
—Pues entonces la cruel seré yo aprovechándome de que no puedes huir
tampoco…
—Veo tu ilusionado barco como la experiencia más bella del amor…
Debería ser ese barco en alta mar, sin tocar en ningún sitio durante muchos
días, el preámbulo de toda unión… Algo más te mido y peligroso que la tonta
luna de miel.
Los dos se quedaron callados ante aquel barco con su tertulia de
enloquecidos por el placer.
Henri no sabía qué hacer con aquella muchacha que quería comenzar en él
su lista de infidelidades, sus subversiones de mujer.
Acariciaba su cabeza como si así pudiera reducir su testarudez y su
ambición; pero como era surrealista, sonreía mientras la acariciaba.

VIII

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Llegaban constantemente a su casa las citaciones por escándalo público, y
su padre había roto todos los bastones de su colección dando grandes palos de
cólera contra las paredes y las mesas.
Entre las últimas cosas que había hecho Henri, estaba el haber roto un
cochecito de porcelana que asomaba por un balcón de chaflán en su camino
de todos los días.
—Pero ¿es que vas a atentar hasta contra la propiedad privada?
—No podía resistir más el alarde público de ese cursilísimo bibelot… No
se puede asomar a la calle una cosa que ofenda al gusto del público… Para
cubrir vuestros amanerados interiores se han inventado los visillos.
A un viejo amigo de su padre, que iba a verle todos los días des de hacía
muchos años, le quiso hacer comprender que había muerto en 1900.
Era un pobre músico que había compuesto un vals que tuvo gran éxito.
Desde aquella fecha de su triunfo vagaba perdido, con la misma forma de
melena rizada, viviendo de la venta de su vals en el mundo y pasándose el día
en los cafés cambiando dinero por platillos blancos con una cifra en el borde.
El desgraciado músico contó a monsieur Kloz padre lo que le había dicho
monsieur Kloz hijo, y de resultas de aquel dolor compuso su nuevo vals El
dolor de haber muerto.
—¿Ves a lo que has dado lugar? —le reconvino su padre.
—¡Ya lo creo que lo siento! ¡Ser el eterno responsable de un nuevo vals
del músico peor del mundo!
Henri presentía que se acercaba la catástrofe y por eso estaba más
descomedido que nunca.
Por fin, una tarde llamó a la puerta de su casa un comisario de Policía al
frente de dos gendarmes y de dos peritos calígrafos.
—Ante todo —dijeron los peritos calígrafos— escriba usted lo que le
dictemos.
—No escribiré de ninguna manera lo que ustedes me dicten… Escribiré lo
que quiera…
Henri se puso a escribir y después firmó lo que había escrito.
Los peritos calígrafos se reunieron en el quicio de un balcón y
comenzaron a estudiar el papel.
—No es la misma letra —concluyeron los dos.
—¿Y cómo está firmado el documento por usted?
—Porque yo lo he escrito, pero en estado de lucidez ultraterrena, en el
momento de irresponsabilidad en que se cometen los grandes actos… Esa es
la mayor prueba de lo providencial de mi cometido.

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—Pues nosotros no podemos prenderle no siendo suya la letra… No nos
autoriza la ley a cometer un acto arbitrario.
—Lean lo que he escrito en el otro papel.
Los peritos leyeron:
“Me ratifico en todo lo dicho en el documento de cu va legitimidad se
duda.
“La única venganza contra la seguridad del Poder es sobresaltarle.
“No sería decente dejarle holgar tranquilo. Siendo un paseante por las
aceras de la ciudad, se pueden no tener iniciativas sociales; pero siendo
presidente de la República, es obligatorio el ser genial”.
Como despedida y antefirma. Henri había estampado un terrible insulto.
—Caballero, es usted un loco vesánico… Si no, no se comprende el
insulto que ha escrito contra el más alto magistrado de la nación.
—Lo que siento es que no hay otro mayor.
Monsieur Kloz, que asistía atónito a toda la escena, intervino airado:
—¡Digan al señor presidente que yo repudio a mi hijo! ¡Que desde hoy no
vivirá más en esta casa!… ¡Que como jefe de negociado del Ayuntamiento
hace muchos años me avergüenzo de tener un hijo así!
—Por tratarse de su hijo —dijo el comisario— no nos lo llevamos
preso… Y a que no es suya la letra del documento, y siendo posible que su
segunda declaración sea sólo manía de ostentar lo que no hizo, caso que ya se
conoce en los estudios de policía criminal con el nombre de “acto ostensorio”,
lo dejamos en libertad para que sólo usted le pueda castigar…
Los cinco personajes que se movían en racimo se despidieron de monsieur
Pierre Kloz y desaparecieron.
Cuando el padre y el hijo estuvieron solos, monsieur Pierre Kloz señaló la
puerta a Henri, y le dijo:
—¡Vete!
Como Henri no usaba sombrero, no tuvo que descomponer el vuelo de su
liberación acercándose al perchero, y huyó raudo como una cervatana.

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BOTELLISMO

LA persistencia en llamar naturaleza muerta al bodegón, elevó hacia lo


abstracto esa categoría de cuadros, y los pintores, en vez de bodegoneros, se
convirtieron en disecadores especulativos.
El comedor moderno estaba lleno de otras preocupaciones que el comedor
antiguo, y sus cuadros tenían que ser, más que solaz redundante de
sobredigestión y de sobregula, superior de los objetos, capacidad espacial
mayor, que cultivase la superior persuasión de lo creado.
Al arribo de esa nueva interpretación del mundo de las cosas como
naturaleza muerta, algo se resistió en nosotros. Veíamos cómo muchos vitales
objetos de esas naturalezas muertas, y las frutas que se presentaban en ellas
tenían aún vitalidad para repugnar ese título, y en la botella de ron había una
escondida fulminación, también vital.
Sólo cuando nos fuimos penetrando del valor de geometría del espacio y
del color que tenía la nueva corriente, nos fuimos dando cuenta del valor
sobre-anecdótico que tenían esos cuadros.
En ese escalofrío moral que hay en leer “naturaleza muerta” había una
lección, que sólo dan los objetos de composición y esos cuerpos estructurales
en que se revela la pedagogía de lo poliédrico.
Por fin nos dispusimos a entrar en una era de ascetismo pictórico,
encarándonos constantemente con nichos de naturalezas muertas. Ninguna
época como la nuestra, y nadie como algunos de nosotros, que hayan sido tan
sufrientes y resignados, reconociendo la necesidad de ser mártires para lograr
ser más modernos, resistiendo todos los ejercicios de sugestión para ver si
pasamos a mejores segundos términos. Hemos estado mirando las estampas
cubistas durante años para obtener las imágenes de la sugerencia.
En esas naturalezas muertas, más que la mesa servida del bodegón,
aparecía la sobremesa, la mesa con las últimas copas de licor, quizá una taza
de caté, un periódico a medio leer, el más expandido. Le Journal, por ser el
que tenía más carácter, y a veces una guitarra descompuesta, con su ombligo
entre hilos de pentagrama, con sus caderas como una incitación plástica.

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Las mesas revueltas, que parecían no poder reivindicarse nunca, se
reivindicaron de hecho, y adquirieron el prestigio jeroglífico que las
sobrepujaba.
Pero poco a poco se vio que la botella ganaba preeminencia entre las
demás cosas y había un pugilato de botellas estilizadas; siempre una botella
en medio, como torreón destacado.
La botella había comenzado a ser en el arte una constatación fuer te e
indudable de la realidad, y la dejaron bien plantada los pintores clásicos en
sus cuadros.
En las primeras botellas aparece el juego de luz en su fondo, todo el
prurito de matices que descompone su rotundidad geométrica, haciéndola
objeto anecdótico de reflejos y ventanismos lejanos.
Los flamencos primitivos pintaron el cristal como si pintasen el bocal del
alma, el recipiente místico de las horas fervorosas de su tiempo.
Los viejos pintores castellanos buscaron la transparencia verdosa, como si
pintasen la vidriera de la catedral cotidiana y casera; y hay en una hostería de
Toledo un cuadro antiguo que sirve de contrastación al yantar de encargo,
cuando salen los mismos vasos y el mismo botellón, más de farmacia que de
restaurante, que hay en el cuadro.
En los pintores retrasados a Cézanne, la botella aparece con sus etiquetas;
pero ya Cézanne la desnuda un poco de su anecdotismo y deja a la botella
tiesa y pareja en medio de las otras cosas que llenan su bodegón, purificadas
en su estructura.
En el cubismo, la botella y el cristal internan a los artistas en el
manicomio de lo vítreo; misterio de angustia en que la materia quiere ser otra
cosa que la que puede ser.
El vidrio es conocido desde la más remota antigüedad, y Ramsés II
poseyó un cetro de tan espiritual materia.
En la tumba de Beni-Hassan, de la dinastía egipcia, que reinó quince
siglos antes de Jesucristo, se ve la representación pictural de dos obreros que
soplan vidrio para fabricar una botella.
Los etíopes hacían sus ataúdes de vidrio.
Todas las edades litúrgicas están llenas de ungüentarios, lacrimatorios,
balsamados, “ampullas”, drogarios, clepsidras y cálices de vidrio.
En una pintura de Pompeya se ve la acrobacia del vaso sobre la botella,
como en las mesillas de noche de los hoteles.
El cristal es más moderno —del siglo XVI—, y se debe a la pura
casualidad de que un vidriero, al substituir la leña por el carbón mineral,

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mezcló minio a la mezcla, y se encontró
con la suma calidad de la transparencia.
El alma de Merlín está en las botellas
de cristal.
En las casas reales se les da tal
importancia, que hay un botellero, un
sotabotellero y varios botelleros comunes
o aprendices.
El que sopla ya la botella de cristal es
un verdadero creador, que hace el gesto
divino de infundir alma a lo creado; el
mismo gesto que hizo Dios cuando,
hecha la botella carnal del hombre, sopló
en ella el espíritu. AMÉDÉE OZENFANT. Pintura Mural. 1926.
Esa condición de extenderse la forma
con uniformidad por el soplado, hace al
cristal conciencia de la forma, concepto propio de la ampolla, perpetuación de
la burbuja conceptual.
Otra maravilla del cristal, compacto y transparente, entre lo material y lo
inmaterial, es que nace de la arena, y que, convertido en el más frágil
elemento, “formado a soplos, un soplo lo rompe”.
Enterradas las botellas en el claustro de la tierra de que nacieron, salen
con irisaciones de misterio.
Alguien se esconde en la botella y nos mira como un Papús misterioso,
quizá el burlón éter, en defensa del resto del espacio que queda fuera, regido
el pobre por las ráfagas de fatalidad que lo desplazan. El éter de la botella se
hace fuerte dentro de ella, y lanza sonrisas al resto gregario de la atmósfera.
Es un espacio categorizado el que se mete en la botella a sabiendas de lo
que le sucede, pensando en absoluteces con sosiego filosófico.
Novia del sifón, vive parajes eleusíacos.
La sonoridad del cristal le añade elocuencia misteriosa, y es la palabra
larga, la palabra más larga de las palabras, la que lo dice todo sin
interrupciones de pequeños trechos, como en las palabras ca si monosilábicas
de los hombres.
“La botella, como ente de razón”, es el planteamiento que da el cubismo a
esta botella que habla con interminable palabra, que va del tintinear al
silencio, en puente entre el hablar y el irse silenciando lo sonado, por la puerta
de la clausura del habla.

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En la botella se verifica un misterio religioso, cuando los hombres
pacientes meten en ella el Calvario con todos los atributos de la Pasión. ¡Que
sirvan las del arte para meter todo el calvario de la especulación artística!
Hecho generalmente por los presos, ese trabajo de paciencia y de evasión,
resulta que embotellan en el receptáculo de la botella parte de su cadena
perpetua, siendo por eso como botellas de prisión redimida.
Cuando es un barco el que hay dentro de esas botellas, significa un
recuerdo de salvación en el naufragio del tiempo, como si en el ahogarse de
las horas se hubiese salvado algo de ellas, algo más que esa última misiva que
va escrita en el papelito de las botellas flotantes.
Tiene una cosa tan seduciente la botella, que siempre nos preocuparon las
botellas de Leiden y de Laic por lo que tenían de botellas, sobreponiéndose a
todas las máquinas eléctricas de más prestigio, por cómo subvertían el aparato
eléctrico y lo hacían componente de la bodega del diablo con su lanzachispas
en la punta.
La botella de Fausto tiene un fondo ilusionista que transmuta la vida
caduca en elixires de inmortalidad.
Las botellas maravillosas de Poe, con lo que tienen de cebo para la muerte
emparedada, son las botellas más cargadas de alcohol secreto.
La botella de Stevenson, haciendo conseguir avances en la vida, adelantos
de porvenir, saltos en la impaciencia de llegar a consumaciones felices, es una
botella que hace temblar y que no se olvidará nunca.
Sobre todos esos relatos sobre lo legendario está lo que la botella tiene en
sí de Venus aciaga, de aparato corruptor, de cepo de otra dimensión.
Siempre ha habido un misterio en la botella, puesto que en ella estaba la
embriaguez contenida.
Por eso, sin necesidad del nombre de un físico o de un poeta en su
bautizo, una botella de mil años es un encantamiento.
En la torre de esa iglesia madrileña, sobre la vetustez de sus campanas y
de sus capiteles, está el que, bajo el emplomado de su torre, hay escondida
una botella, que dejaron los plomeros antiguos para que se la beban los
plomeros últimos. Está en esa botella un campanil del tiempo, un toque del
cielo, una tangencia con lo argentino de una mañana de otra época contenido
en su ahorro.
Aquellas botellas eran como fantasmas negros que ensombrecían el
cuadro. En uno de los cuadros de Picasso de la época anterior a su evasión, en
el cuadro El ciego, hay una de esas botellas dramáticas que son pisapapeles

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del mantel y del cuadro, verdadera palmatoria encandilante de la borrachera
desolada del ciego flaco.
Lo que la botella tiene de compañera única del hombre, está
elocuentemente en ese cuadro de Picasso.
Si en un momento de la cena queda la botella delante del plato, su sombra
dará un algo sombrío al yantar. Entonces es cuando se ve el acento tétrico que
es la botella sobre el condumio, su cosa de gnomo sombrío, lo que tiene de
cuervo en pie, acompañándonos con docilidad para mayor in flujo de su
tentación.
Esa cosa aveagorera y gatuna que tiene la botella vulgar —tan invulgar
por otra parte— es lo que, sin entrar en explicaciones, para que no se diga,
han hecho insistir en sus cuadros los pintores modernos.
Con la botella alta de hombros comenzó a emborracharse el cubismo,
sorprendiéndola como si fuese el gato de las cosas entre las cosas, como la
señal de la juerga abstracta sobre la partida de defunción de los cuadros,
defunción que declara su remoquete de “naturaleza muerta”.
Redomas de arte, frascos de la botica del arte, son las guardianas entre la
plasticidad material y la inmaterial.
Amasan el espacio y cometen el acto mágico de encerrarlo en ellas,
convirtiéndole en veneno de emulaciones.
La botella es el objeto más puro de proporciones mórbidas y ro tundas.
La botella de a litro es el arquetipo, y es no sólo creación industrial, sino
creación fervorosa y fatal, dependiendo de un centro y ajustándose a sus
fuerzas interiores en su forma total, como se ajustan al mismo fatalismo las
estrellas. Es el esfuerzo perfecto de acomodación entre destino, objeto, forma
y pesadez, respondiendo a la gravitación de su oficio y su significado.
Al final de los banquetes, los comensales se han doblegado, todo queda en
plena deserción, y entonces se ve que algo se mantiene en pie sobre el plano
de lo deshecho: las botellas.
Sobre todo lo que ha decaído y se ha aflojado, la botella mantiene la idea
de la permanencia, la invariabilidad del tema.
Yo vuelvo la cabeza hacia ellas después de los brindis porque son lo único
que no huye, dando por acabado el acto de la persistencia en la actitud,
quedando como los mojones de lo que se aventuró en un momento de fervor.
Reconocedor voluntario de cuevas con bodega, he descubierto botellas
como cadáveres de santos en las catacumbas, momias empolvadas de lo que
mejor se supervive con vida dentro y la forma sin desuavizar.

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He descubierto botellas no sabidas en los nichos desconocidos, como
almas en un limbo aun no abierto y declarado o, más bien, como justos sin
despertación, a los que alguien debía sacar de su encerrado destino.
Centros de otro tiempo, se ha hecho bálsamo su contenido, caza dos los
éteres por el cepo de la forma recipiendaria de la botella.
Tengo apuntadas en mi carnet de futuridad algunas de esas botellas en
que se sedimentó el tiempo y su cuajadura. Las iré agotando en días de fiesta,
ya que no puedo agotar las botellas carísimas del arte, pero ante todos sus
cascos, en pie durante su onomástico, rezaré la oración a la botella
entronizada, reconstruyendo el cata falco del espacio conflagrado alrededor
de ella.
El pensamiento también se siente bien disponiéndose alrededor de esas
torres del momento, con rotundidad de obelisco en medio de su trivialidad.
Cuando todo bulle demasiado, con una insensatez manifiesta, la botella
congrega su silencio y se venda los ojos.
“No quiero esta noche la botella blanca… Dadme la botella negra de la
ceguera”.

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AMÉDÉE OZENFANT. Cristales, 1923. Museo de Chicago.

En ella sola está toda la independencia del vivir, y no se entrega sino al


que la gana, siendo el capital del premio.
Necesita ser desoladora una época para que el arte moscardonee alrededor
de la botella, el último refugio de las miradas, el búcaro de las desolaciones
sin flor.
La botella precinta el alma atmosférica y es bala de capacidad.
Se ve, ante ella, que no damos la suficiente importancia de lo erigido en la
maravilla de las distancias, ofuscándonos con inquietudes y nerviosismos, que
lo hacen temblar todo y distraen del éxtasis que merece la aislación de un
objeto perfecto, en plena conciencia de la foroesfera que lo subraya.
En el desengaño sumo nos hemos vuelto adoradores de la botella, siendo
ese culto menos fortuito de lo que parece, siendo como el aferrarse a la última

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evidencia.
La serenidad redondea la botella, punto de mira en la contemplación
escéptica. Recuerda que la forma emergente salva a toda in quietud de
contradicciones.
Somos peces de las botellas próximas, y nuestra alma se baña en ellas.
Hay un nirvana que se realiza en ese trasiego del alma a la botella como en el
féretro provisional de las miradas perdidas.
Todo esto ha estimulado inconscientemente al pintor, que se ha puesto a
dar vueltas alrededor de la botella, como el magnetizado al rededor de la bola
magnetizadora. En la botella veía claro el pintor su destino de pinturante.
La indiferencia de la forma erigida en ídolo, tentaba a no buscar algo en lo
desértico de su inspiración desdeñosa de las Giocondas.
El ánima de las cosas está en la botella, que es la cosa patronímica, sin la
anécdota del relieve sobre sí, bañista desnuda de los aires.
Es la única cosa con categoría de especie, como si hubiese fundado un
género, el género botella, con vida propia y repetida.
No tiene vitalidad moviente, es sólo una especie hierática, pero ha
conseguido esa repetición en generaciones y generaciones, que permite su
ontomologuización.
Se podría decir que nace como corola del fondo amasado de que nacen las
demás cosas, sin tanta precisión, sin estar conformadas con la matriz ovárica,
como la botella.
La emoción de vivir está procreando la botella como su más precario
argumento de vivir.
El pintor de chocarrerías y de viandas femeninas buscó la depuración y el
ascetismo en la botella, esqueleto de la plástica del ambiente, elevación sin
infidelidad ni coquetería del objeto en pie.
Como cuando el místico, cansado de tentaciones, pone todos sus
pensamientos frente a una calavera, así el pintor puso frente a él una botella
girando en baile solitario, en función latente de geometría del espacio.
El cubismo recogió a la botella en esquema, con sus elipsis, con su
atirabuzonamiento compacto, quedando demostrado su desarrollo en el
espacio.
Si se hubieran roto todas las botellas después de representadas a la antigua
usanza, no se hubiera podido reconstruir lo que significaban.
Así, los cubistas hicieron del cuadro un torno ideal y no un panorama, y
les sirvió la botella de andamiaje de toda su concepción.

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En la botella del arte hay vino para toda sed, siendo frasco para los que
sienten la sed de tocar algo seguro de forma y concepto, sin que tenga forma
pedagógica, sino esencial y de en medio del mundo.
Frente a la frase de Lhote, que preconiza el pasar del plato al círculo, la
concepción pura de la botella del arte nuevo es el pasar de la botella al
cilindro.
La botella cubista es mucho más transparente que el cristal, y es como un
punto más en la evolución de lo transparente.
En el crisol de la concepción surge la botella sobria, el espectro de la
botella frente a las odiosas botellas amaneradas.
Junto a la botella, como su secundación, está la copa, que también figura
en el cubismo como flor de espiralidad.
Nada más bello y capacitado de luz, espacio y tiempo que un aparador
lleno de copas.
Parece estar esperando una fiesta y ser de antemano un bosque de cristal
en fiesta.
Hay en esos aparadores una especie de sacristía de solemnidades con
rayos de luz, como gradación militar de las copas, cuanto con más biseles,
más importantes.
Hay mañanas de otro tiempo reunidas a mañanas de hoy, como si la
química del tiempo hubiese sido cazada en recipientes de seducción.
La copa tiene importancia porque primero, en su creación, fue una
ampolla como la de la botella, y el copólogo le quitó el cierre y cortó su
huevo.
Toda copa tiene, además, algo de pátera, y por como es el cuévano
prístino para la elevación, los cálices comenzaron por ser de cristal.
Aunque la copa sea el misterio abierto, hay que conocer la embriaguez
pura que es verter espacio de botellas vacías en copas limpias de todo.
Comprendemos ese simbolismo de una liturgia ideal cuando, sin darnos
cuenta de que la botella ya no tiene nada dentro, la inclinamos sobre la copa
vacía. En esos momentos de equivocación, hemos comprendido que en la
copa hemos echado ilusión de espacios intercostales al espacio, y hemos
sonreído a la copa mercurizada de aire. Por eso, el copero es un sacristán de
botellas con algo de transmutador químico.
La copa vacía frente a nosotros tiene algo de columnilla de la entelequia
sobre el pie corto de la elevación y de la consagración del pensamiento.
Como encarnizados del botellismo y de su acolita copa, surgen entre todos
los cubistas, Jcanneret y Ozenfant, que crean el “purismo”.

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Así como Lamannais hacía que todas las artes procediesen de la
arquitectura, Ozenfant y Jeanneret, tomando por base la esfera, el cubo, el
cilindro y el polígono en sus interferencias con la recta, el punto, el triángulo
y la circunferencia, escogen la botella porque es un objeto claro que procede
del cilindro y de la esfera, siendo a la vez un objeto de una familiaridad
fraterna.
Elevan el proceder del artista ante lo factible, porque “el que al pintar una
botella piensa en expresar su materia en vez de representar un conjunto de
formas coloreadas, merece ser vidriero más que pintor”.
El color, para estos puristas, es una compensación de la forma, un número
más que una apariencia.
Todo hay que crearlo de nuevo en cada época, y mostrar como primera
letra abrillantada el punto de partida neto.
Esta parada de Ozenfant ante la letra que es la botella en medio del
alfabeto de las cosas, ha enseñado precisión al arte, dando primeros términos
en una atmósfera circunvolucionada.
Ante sus cuadros había que pensarlo todo con otro aire y otra
significación, replanteado por modo novísimo.
“Hacia el cristral” titula el mismo Ozenfant este caminar hacia las
sensaciones prir arias por medio de las formas constantes y purísimas, y poco
a poco se ha quedado solo, sin esa sombra de Jeanneret, que nunca acabamos
de saber del todo lo que significaba.

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AMÉDÉE OZENFANT. Fuga. 1921.
Colección Power, Londres.

Ha sido el arte de Ozenfant una introducción al objeto standard que


aparece en los escaparates nuevos, en las salas blancas de las tiendas de
baños, en los escaparates en que sólo hay un objeto y un chal, como si ese
único chal fuese con el que se abriga el objeto cuando se siente destemplado.
La ley de selección mecánica e industrial que preside la vida dé la
creación moderna, entra en el torneado de este arte de Ozenfant que quisiera
meter bujías de automóvil en el fondo de sus cuadros.
Pero la aclaración de esta doctrina de Ozenfant está en su persona y en su
trato, en ese aire de fúlgido representante de automóviles que tiene, sabiendo
precisar las características de lo que corre con más celeridad que todo lo que
corría.

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Yo ya le había visto en España y le había oído reaccionar frente a nuestras
cosas. Fue una sola noche y le llevé en un automóvil blanco por todas las
afueras, viéndonos rodeados en la carretera de Extremadura por una manada
de toros que fueron a nuestro alrededor como un mar de olas rojas sobre las
que sobresalían unos peces en guizgados y córneos, que palpitaban
amenazadores fuera del oleaje.
Aquella noche acabamos a las cinco de la mañana en una cervecería
cerrada, en que un torero viejo, que había acabado por ser matarife en el
matadero, cantaba cante jondo, contaba historias y lloraba emoción por los
ojos y por la calva, que se enjugaba con un gran pañuelo rojo.
Después he visto a Ozenfant en su casa de París, construida según los
modelos de su estética, y en la que vibraba el cristal y el acero cuando pasaba
un automóvil por la calle.
Mientras cenábamos hubo un momento solemne: cuando yo pregunte por
sus botellas y sus copas y Ozenfant, levantándose, abrió su aparador lleno de
cristales.
Allí estaban las botellas de su emoción, sus primeras novias y las últimas,
su pura botellería.
Todas se llenaron de luz como si se hubiesen iluminado de electricidad y
de rayos de sol.
Ozenfant, con una botella en la mano, exclamó:
—Aquí tiene usted el objeto más inocente de la creación. En to das las
demás cosas hay algo que se interpone entre ellas y nosotros.
Después tomó una copa y me la mostró, con orgullo:

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AMÉDÉE OZENFANT. Bañistas. 1930.

—Esta es mi copa de todos los días… Hoy, mi esposa, por venir usted, ha
querido dar a la mesa un aire más elegante, y ha sacado esas copas,
demasiado industrializadas… Fíjese qué diferencia… Esta es una creación
casual del genio de la sencillez… Fíjese cómo esta equilibrada la pesantez del
cuévano sobre la proporción del pie…
Iba a devolverla al armario cuando, dirigiéndome a su esposa para
conseguir su venia, le dije:
—Beba en su copa descabalada y pura… Hágame el favor.
Ozenfant miró a su mujer buscando su aquiescencia, y como ella se la
otorgase, se sentó, alegre, y echando vino en su copa querida, dio más
expresión a sus palabras, hablando de España con entusiasmo y
confesándome cómo le recreaban las sardanas de la Cobla. ¡Bebía elocuencia
en su pátera familiar!
Es su última concomitancia con el pasado esa copa, que él mismo limpia
después de la libación, como el sacerdote su cáliz, pues ya no pinta botellas ni
copas.

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Lo penúltimo que ha construido son unos grandes panneaux para las
paredes de los nuevos palacios, en que los gigantes del boxeo capitalista
boxean con colores tramados, como en una salsa mayonesa muy espesa,
espatulado el color en masas gordas, en jerseys espesos, con petos de color,
con pezones de óleo coagulado y repujado por el pincel.
Y lo último que hace Ozenfant en este mil novecientos treinta y uno son
cuadros de playa, viéndose a los que se bañan, sumergidos la mirad en la
transparencia del agua y la otra mitad jugando fuera, siluetados sobre los
horizontes.
Biombos de un japonesismo occidental, parece que tiene el estudio como
lleno de peceras humanas por influencia del paramento de esos cuadros de
sinoptismo escolar, con algo de colegio de bañistas al borde del mar.

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RIVERISMO

I
EL primer mejicano caracterizado que llegó a Pombo, fue Diego María
Rivera. ¡Qué tío!
Yo le había conocido hacía años (en la Exposición que prepararon en
1907 los discípulos de Chicharro, que fué donde presentó sus primeras cosas),
pero era la hora de la plenitud de su erupción cuando llegó a Pombo,
plenamente monumental como portador de Méjico a la espalda, todo él como
un mapa de bulto y en una escala aproximada a la realidad.
Diego María Rivera, el íntegro, el ciclópeo, fue en Pombo algo colosal,
que daba de todo explicaciones definitivas e inolvidables. Se sentaba como
sobre un pedestal ancho y fuerte y emergía como la figura de un Buda
auténtico, vivo, con esa gordura suntuosa de Buda. Siempre con un bastón
grande como un árbol —el árbol que le daba sombra cuando era el Buda y
estaba a la orilla de un camino del bosque mirándose el ombligo—. Diego se
apoyaba de vez en cuando en él como un hombre que ve el espectáculo cómo
y con algo con qué protestar ruidosamente.
En sus ojos un poco estrábicos había un punto de dolor de su hígado, ese
hígado por el que hacía pasar constantemente un manantial de agua mineral.
El estrabismo de sus ojos quizás procedía de la terrible mirada de uno de sus
antepasados de raza brutal, de aquella raza tan llena de instintos, que los
instintos desviaban sus ojos y los abortaban y los desorbitaban un poco al dar
salida a los deseos espantosos.
Su risa era la auténtica risa siniestra. Daba pánico haberla provocado, aun
cuando fuese para bien y representase algo así como un aplauso y una
hilaridad de sus multitudes interiores, las multitudes que llenaban su alma. Es
que era la misma para la alegría que para la cólera y había en ella algo así
como el silbido de su tremendo bastón zarandeado en el aire. ¡Qué risa!
También silbaban en ella los latigazos de la gran serpiente. Por su risa se veía
que podía llegar al homicidio, impulsado y frenético por ella. Se comprendía
que, cuando estuvo en Toledo, surgiese en el pueblo le vi rico la leyenda de

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que Diego se alimentaba con huesos de niños y hasta llegasen a apedrearle un
día.
¡Qué largas y tremendas noches aquellas en que apareció D. Diego María
de Rivera, gran volumen del que las ideas salían con volumen, sobre todo las
que se referían a su arte, al arte de la pintura, tan convincentes cuando
atacaban a la perspectiva falsa y a la pin tura superficial! ¡Qué certitud la del
cubismo saliendo de su peñón interior! Nos contaba también cosas de Méjico,
de las arañas con largos cabellos, la entrada en los cuerpos de las más sutiles
solitarias, a las que hay que sacar gracias a la música con paciencia extrema,
pues ha de salir entero su largo cordón parasitario, ya que al romper se
vuelven a desarrollarse de nuevo. Con él siempre aparecía Angelina.
Angelina Beloff, incógnita, silenciosa, bajo un delicado velo casi siempre
—un velo que iba muy bien a su espíritu—; Angelina Beloff era la delicadeza
trabajando la materia más dura y viril, en contras te con la labor de
acuarelistas de casi todas las pintoras. Ante ella se hace necesario fijar bien
este contraste de su obra con su ser dulce y débil, de voz delicada —a la que
da un tono herido el que la emanación de los ácidos que trabajaban las
planchas del aguafuerte le haya atacado la garganta—, de ojos azules, de
perfil fino y suavemente aguileño, toda ella delgada y vestida de azul —jersey
azul en la casa, y en la calle traje azul de líneas resueltas—, tan azul todo en
ella, tan envolventemente azul que por eso, además de por su perfil, se la
podría llamar “el pájaro azul”.

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DIEGO RIVERA. El arquitecto. 1914.
Colección Genaro Estrada, Méjico.

Ella me dio la clave de su legitimidad un día en que parecía hablarme


desde sus tierras nevadas, alboreantes y lejanas. Recuerdo que en medio de la
seguridad de estar en Madrid surgió en mí una turbación como de estar entre
dos paisajes distintos, entre dos temperaturas, frente a cúpulas de dos
ciudades distintas y bajo un cielo con dos colores diversos, cosido el uno al
otro como las franjas dispares de una bandera. Ella había hablado mucho de
allí; de que allí “son tan diferentes las estaciones, que parece que uno vive
más por que cada estación tiene su vida propia y diametralmente opuesta”; de
aquellos días de allí “en que no hay sol, pero todo es claro”; de “aquellos
edificios en gran número, del tiempo de Catalina la Grande, de un estilo
severo que va tan bien a aquel clima y a aquella luz; unos pintados de rojo y

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otros de blanco y amarillo”; de “el almirantazgo” “con su flecha alta y fina,
sobre la que en la luz del alba brilla el navío de oro”; aquellas “noches
blancas, en que cuando apenas queda un crepúsculo azul en el poniente, el
claro de la nueva aurora aparece en el Oriente”, y muchas más notas sueltas,
hasta que me dijo legitimándose:
—¡Quién sabe si no es a esas noches blancas del Norte, noches de poco
color y de mucho claroscuro, a las que yo debo mi predilección por el
aguafuerte, predilección acentuada por los paisajes severos de Finlandia, en
donde pasaba los veranos y donde una amiga mía, pintora, llena de una gran
sensibilidad para los colores, decía que no hallaba colores, que lo hallaba todo
gris!
Diego está tan lleno de sí, tan lleno de ambiente, de dimensiones, de
valuaciones, de matices y de saciedad, que se basta a sí mismo. Por eso
D. M. R. anda como ebrio, siendo abstemio en verdad, embriagado por las
cosas que además hacen a sus ojos un poco estrábicos de tanto como las mira,
de tanto como las penetra en toda su sinuosidad, en sus conjunciones, en su
espiralidad…
Cuando pinta, Diego parece un magnífico y firme marinero sobre un
barco, olvidado de todo, dentro de una soledad marina, remo viendo así su
sensatez, oscilando a uno y otro lado; una oscilación con que parece pesar,
balancear y contrabalancear sus juicios; un vaivén que, aun cuando después
de dejar el trabajo anda por la tierra firme, no deja de tener. Por su rostro es
también un marino norteamericano, o, si no, holandés, pareciendo hasta su
pipa vacía algo así como una inhaladora formidable, por la que le entran en el
espíritu saludables y espiritosas ráfagas. ¡Marinero solitario y seguro rodeado
como de un elemento fluido, extraño, ubérrimo, lleno de plásticos oleajes!
En la figura de Diego hay una flojedad rara y suntuosa, como si todo
pesase sobre él; como si, pudiendo con todo, lo llevase todo colgado
tranquilamente de sus hombros; como si llevase insistiendo sobre él las más
grandes ideas; como si reposase sobre él la responsabilidad de la creación;
como si en el fondo de su alma y en el fondo pro fundo de sus grandes
bolsillos, llevase cosas materialmente muy grandes, monstruosas, compactas
y macizas.

II
Yo tengo en mi despacho mi retrato cubista, pintado por Diego Rivera —
éste que va reproducido en este libro—, y cada vez no to que me parezco más

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a él, y, sin embargo, me parezco menos cada vez a una mascarilla que me
hicieron sobre mi mismo rostro, enterrado en yeso como un muerto, durante
un cuarto de hora.

DIEGO RIVERA. Retrato de Ramón Gómez de la Serna. 1915.

¡Estas son las paradojas del arte burlándose de la propia realidad! ¡Viva el
novirretratismo!
Así, por causa de este retrato, no me escribirán esas señoritas banales que
escriben al escritor por sus retratos ofreciéndole ¡una unión para toda la vida!
Este retrato cubista es para provocar sentimientos más profundos y menos
comprometedores y amenazantes.
Ahí está mi anatomía completa. Heme ahí después de la autopsia que se
puede sufrir antes de morir o suicidarse, la autopsia maravillosa y aclaratriz.

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El retrato que me hizo Diego es un retrato verdadero, aunque no sea un
retrato con el que concursar en los certámenes de belleza. Con ese retrato me
siento seguro y desahogado.
La pintura cubista, que ante todo ama el espacio, no me ha embotellado y
me ha dejado libre y desenvuelto.
Cuando el gran mejicano pintó mis ojos, por ejemplo, no con templó estos
ojos castaños que tengo, y cuya apariencia normal es para los “ritratistas”,
pero no para un gran pintor como él, sino que los observó como un técnico,
como un “óptico” y se dio cuenta de los ojos que necesitaba en el retrato, y
que eran complementarios y aclaratorios de los otros. En el ojo redondo está
sintetizado el momento de deslumbramiento, y en el ojo entornado y largo, el
momento de comprensión.
Así como en los ojos, el pintor se guió en todos los demás detalles por un
sentimiento científico de pintor mas que por un ingenuo fiarse de las
apariencias. Siempre el óptico prodigioso.
Así como el paisajista frente al cartógrafo empequeñece el mundo, pues el
cartógrafo completa el paisaje que es sucesión de paisajes, camino de largos y
variados paisajes, así los pintores cubistas son los cartógrafos de cada
individuo que es en sí un mapa con esos colores, con contorno de puzzle, que
tan simpáticos nos fueron siempre en los mapas.
Para hacernos encarnar con nuestra carne no necesitamos del re trato. Lo
necesario es dar nuestra línea más pensativa y más fija.
Tenía algo de proxenetismo la creación del antiguo retrato buído, galante
y superficial.
Era absurdo e incapaz que el retrato de un señor que por comodidad lee de
perfil no se presentase en toda su capacidad, con los ojos levantados sobre la
lectura según la franqueza de su naturalidad.
Wilde ha preestablecido esta salida del arte en este diálogo:
—Pero ¿qué me dice usted de los retratos modernos ejecutados por
pintores ingleses? Se parecen indudablemente a las personas que representan.

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DIEGO RIVERA. Fragmento de pintura mural en Chapingo. 1921.

—Sí, es verdad; se parecen de tal modo a los modelos, que dentro de cien
años nadie creerá en ellos.
En los retratos del cubismo los hombres aparecen con su máscara ideal, la
máscara del porvenir que ha de preservarles en esas variaciones de medio que
son causa del ahogo en la anticuación.
Bajo el aspecto cubista se está dotado de la escafandra para pasar por las
diferencias de tipo y de patillas de las épocas intermedias.
Sólo vestidos de buzos inmortales se podrá penetrar en el aire renovador
de la inmortalidad. Todos morirán antes de entrar en el espacio enrarecido si
no se lleva la escafandra especial de los cuadros cubistas.
Para el pintor cubista el carácter no depende del modelado. Está por
encima de los accidentes, y tras eso va el pintor, teniendo en cuenta, más que
la figuración de ningún plano, las cantidades, las calidades, lo que le interesa,
lo que él siente al tacto de las cosas, los contrastes de la luz y la sombra, el
que si hubiera pintado toda la corbata roja le hubiera quitado potencia e
interés, y por eso busca el complemento, que es el negro absoluto, y el que
para fijar la nariz le basta con la cifra lineal, y el que para hacer la boca le

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basta con un cruce proporcionado, y el que para sugerir el perfil basta con un
leve claroscuro.
Ellos no hacen obras en que lo menos importante del parecido, lo que
hasta desconocemos de nosotros mismos dado con esa profusión, lo que
pasamos por alto de las cosas, es lo que triunfa opaca mente en ellas,
cubriendo la vía clara. Ellos no nos abotargan de materia sobrante, de materia
estúpida y pegajosa, de todo eso que es vegetación impersonal y que no
encubre del todo los retratos usuales porque nos miramos a los ojos y al rictus
reconocible. Sin embargo, ¡qué gran desazón sentimos algunas veces
queriéndonos quitar la careta sofocante, encarada como todas! Los cubistas,
llenos de sensatez, evitan a sus modelos esa falsa semejanza, sin transpiración
y sin ideas, que les haría parecerse demasiado a la especie vergonzosa. Ellos
saben que las cabezas son iguales a las cabezas porque hay demasiados
elementos deleznables que las asemejan, y tienden a prescindir de ellos e
intentan el frente, el perfil y la espalda. Afirman la idea del cráneo, y en vez
de dar la superficialidad, consagran con su reciedumbre y su rotundidad el
carácter. Intentan dar la cifra del parecido, la cifra personal e intransferible,
siendo, quizás, el retrato lo más hermético de su arte, porque quizás no se
debe conocer a quien no se ha revelado antes ante nosotros, por más que este
apotegma vaya contra la vanidad del retratado y, sobre todo, contra los
hombres que tienen muchas condecoraciones y una banda de muaré. Sus
retratos no se encaran sin distinción ninguna con todo el mundo; están llenos
de delicadeza y de reservas, no dando gusto a la muchedumbre que quiere
retratos animales, de cuya representación y cuya semejanza se pagan algo
todos. ¡Sus retratos no serán nunca, además, como esos retratos anónimos
cuyo personaje se des conoce y que se quedan idiotizados, mirones, absurdos,
teniendo la fácil y grave mirada que quieran los turistas o los dilettanti suaves
y melindrosos!
Esa consideración palpable, amplia, completa, de mi humanidad, dando
vueltas alrededor de su eje, es lo que más me complace en este cuadro
desgarrado y mapamundial. Si algo hay en nosotros que se pueda llamar
alegoría, eso está en estos retratos cubistas. Como un cuadro no es un espacio
puro, sino un espacio convencional, establece alguna confusión el que para
mostrar las cosas que hay detrás o a un lado se tengan que mostrar buscando
en el cuadro los sitios que queden al margen del centro, ocupando un lugar
que no es el lugar puro en que debieran estar, sino el que les permite ocupar la
imposibilidad de dar al cuadro un valor plástico de otro modo.

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DIEGO RIVERA. Fragmento de decoración mural. México.

Yo, ¡qué queréis!, estoy muy satisfecho de ese retrato, que tiene la
condición de que es de perfil y de frente al mismo tiempo, y tengo el gusto de
explicarlo con un puntero, como quien explica Geografía, pues somos
verdaderos mapas más que trozos de paisaje.
Al hacerme ese retrato, Diego María Rivera no me sometió a la tortura de
la inmovilidad o a la mirada mística hacia el vacío durante más de quince
días, como sucede con los demás pintores, ni me puso ese aparato que tanto se
parece al garrote vil y que en las fotografías colocan detrás de la nuca. Yo
escribí una novela mientras me retrataba, fumé, me eché hacia delante, me
eché hacia atrás, me fui un rato de paseo, y siempre el gran pintor pintaba mi
parecido; tanto, que cuando volvía del paseo —y no es broma— me parecía
mucho más que antes de salir.

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El pintor tampoco se estaba inmóvil. A veces pintaba de espaldas a mí, y,
sin darme importancia, miraba con más interés que al modelo el paisaje del
balcón, o leía un libro como si copiase párrafos de sus páginas con colores de
su paleta. Todo el cuadro estaba rebatido sobre el horizonte, hacia la
distancia, sin limitar el espacio, sin que el pintor se hiciese el sueco ante
ningún problema y sin que dejase de ser peripatético. El no me podía tratar
como a una momia inmóvil ni como quien, por verme de frente, pudiera
hacerse el ignorante de que me conocía de perfil.
Este retrato es el más estupendo retrato mío. Sus colores me animan, y
todo él me aparra de lo que de estampa podría haber en mi rostro.
El gran pintor, que tantos triunfos ha tenido en París, donde tuvo su puesto
a la derecha de Picasso por derecho propio, llegaba por las tardes a mi casa
con su pipa apagada como si sólo le sirviese para respirar, o como si fuese la
cachimba de brea, así como hay el puro y el pitillo embreados.
—¡Hola! —me decía a través del “teléfono-trompetilla” de su pipa.
—¡Hola! —le contestaba yo; y se ponía a trabajar en un ángulo de la
habitación, pensando como yo en la realidad, con el mismo encogimiento de
hombros para toda otra aspiración.
Me ponía a solas con mis pensamientos y mis gestos, permitiéndome los
bostezos de sentirme solo. No estaban excluidos tampoco esos pequeños
gestos de delirio, esos cambios de miradas con los objetos, las cosas y las
paredes que se tienen en la soledad con un vivo juego de ojos y de
torcimientos de cabeza.

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DIEGO RIVERA. Fiesta en Tehuantepec.
Colección Mrs. James B. Murphy. Nueva York.

No me martirizó con esa mirada inquisitiva y abrumadora de los pintores


fotográficos, la misma —aunque ¡mucho más continuada!— que nos lanza la
policía cuando escribe en nuestro pasaporte eso de:
Cejas: al pelo.
Nariz: dorso convexo.
Ojos: castaños.
Pelo: oscuro.
Boca: regular.
Color: sano.
Señales particulares: patillas y barbilla cuadrada.

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Es absurdo tratar la oreja como un parecido. La oreja se desprende, es una
forma que hay que simplificar como arabesco y agujero.
El pensamiento vive en los ojos y toda la figura coincide en el entrecejo.
¡Y cuántas más cosas observaba y apuntaba Rivera, de esas que halla, más
que la fijeza en el modelo, la intensidad del talento que descifra! Así apuntó
mi ojo redondo, con pestañas en forma de estrellificación de la luz en una
estrella negra; mi ceja en forma de tilde rabiosa, exaltada, zigzagueante de
una ñ (quizá la ñ de pestañas); mi otro ojo apaisado, entornado, rasgado, ojo
con el que nivelo —como con un nivel de agua— lo que el otro ve con locura,
con deslumbramiento y embriaguez (de mi otra ceja no hablemos, por que
está caída y disimulada, ya que lo digno es no tener más que una ceja elevada
y disparatada como los augustos de circo); mi nariz tonta, y mi boca, que
aunque es un poco tumefacta, se salva de su tumefacción gracias a ese gesto
que ha recogido Rivera y que es como una X de aspas curvas. ¡Cuántas cosas
resueltas!
Todo es acierto en este retrato, hasta la posición de la mano que tiene la
pipa al fumar en sus tres momentos: primero, el de llevarse la pipa a la boca;
segundo, el de tenerla en la boca, y tercero, el de reposar la pipa en el cuenco
de las manos; los tres instantáneos, se guidos, casi simultáneos, en amalgama
que él consiguió casi sin el punto muerto del guión entre el uno y el otro,
porque era el primer pintor que se daba cuenta de que el arte de pintar es un
acto de movimiento.
La pesadez de una parte de mi cuerpo necesitó un color más os curo y con
cierta espesura, así como la levitación de la otra parte es dituminación y color
vivo, más vivo de lo que en apariencia es. Los colores no son mezclas
estúpidas y naturalistas, no.
Así como una sensación que es ruda e inexplicable en el espectador
vulgar, en el literato es una descomposición en palabras distintas y
cambiantes, y se vuelve lenta y descifradora alargando y desarrollando el
concepto, así sólo es digna de recogerse una apariencia en un concepto
artístico cuando la desglosa de un modo extraordinario, sabio, fecundo,
desentrañado y auténtico.

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DIEGO RIVERA. Casahuatl. Guerrero-Tasco. 1938.

Dar la autenticidad manifiesta sin la divulgación de los secretos íntimos y


profundos de la cosa es hacer algo inferior a lo que exige la declaración
excepcional de lo que merece los honores de la publicidad.
En el retrato de Rivera estoy rotativo.
Cuando lo acabó Diego, se expuso en el escaparate de un sirio céntrico, y
tanto público acudió a verle, tan amenazadora era su acritud frente a la luna
del escaparate, tan estorbante era aquella muchedumbre para la circulación de
la calle, que el gobernador ofició conminatoriamente al dueño de la tienda
para que lo retirase.
Entre los comentarios que hacía el público abundaba el de que aquél era el
historial de un crimen, crimen que había yo cometido matando a mi víctima
—cuya cabeza quedaba a mi espalda— con la browning que tenía a mi lado y

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degollándola después con esa gran espada con cabellera en el colodrillo del
puño, que también se ve en el cuadro.

III
Después, en el París de la guerra, les volví a ver a él y a Angelina, que
seguía actuando a su lado como la intercesora que recomienda al Buda
poderoso piedad para los hombres, siendo la fuente de dulzura que él se bebía
tan incontinentemente como bebía agua mineral.
Allí, en París, le temían todos. Yo le vi en una ocasión reñir seriamente
con Modigliani, borracho; reñir temblando de risa, pero todo su rostro lleno
de una amargura terrible que entrecruzaba más sus ojos y aspeaba toda su cara
con rictus revueltos.
Fue en el pequeño bar en que consistía la Rotonda en aquel tiempo.
Algunos cocheros oían la discusión sin dejar de mover el azúcar de su café.
Modigliani quería excitar a Diego, que tenía en la mano su bastón, que era
como el árbol que no pudieron abarcar seis soldados de Hernán Cortés.
La joven blonda, con tipo prerrafaelista, que acompañaba a Modigliani,
estaba peinada con dos tortillons sobre las sienes como dos girasoles o dos
auriculares para oír mejor la discusión.
Picasso, en medio de la disputa, tenía la actitud de un señor que espera un
tren, el hongo metido hasta los hombros y apoyado en su bastón como si fuese
un paciente pescador de caña.
Bajo la guerra en París, Diego pintaba como quien gana batallas, como
quien se dedica con encarnizamiento a un problema tan agudo como el de la
guerra.
Visitando aquel estudio con grandes cortinas negras me pareció estar en
otra clase de trinchera que las trincheras del frente.

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DIEGO RIVERA. Troncos de árbol. 1938.

Allí se contaban de él leyendas fantásticas: que tenía la facultad de dar de


mamar con sus pechos búdicos (o de gran murciélago humano) a los niños;
que estaba cubierto de pelos, cosa que debía ser verdad, porque en la pared de
su estudio, en efecto, dibujado por una rusa. Marionne, que pintaba allí en
traje de hombre, con botas de domadora de tigres y con una pelambrera de
león, estaba su retrato, desnudo, con las piernas cruzadas y acorazado de pelos
anilla dos. ¡Qué seria obscenidad la de aquel dibujo encarnizado y verdadero!
Diego estaba entre colores y botellas de Vich y para su hígado voraz, el
reloj malo de todos los que problematizan la vida.
En la noche seguía buscando invenciones a la luz de una vela, mientras
París lucía somormujo con todos sus faroles dotados de pantallas de ala
ancha.
Diego aprendía frente a todos los eslavismos de la pintura que le rodeaban
y pensaba y a en su tierra de promisión, en su Méjico cuajado de luz y color.
Su pensamiento rodeaba, valuaba y centraba la tela, alcanzando esa
justificación extraordinaria que sólo consigue lo que se nos da un poco en
jeroglífico y en simpatía de descomposición y reforma. Todo se nos debe dar

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así, además de dársenos tanto en concepción como en composición y como en
capricho; tanto en un juego directo, demasiado directo, como en una lejanía
irreparable que indique la perspectiva del espíritu.
Daba puros los opuestos. Los impresionistas creyeron que había que dar
los componentes e hicieron puntitos de color, bastardeando así la materia.
El pintor cubista, en vez de trazar los colores con pigmentos, ha
necesitado del contraste de valores gracias al blanco y el negro y del contraste
de colores gracias a todo el resto de la paleta.
Donde coinciden los planos resulta la materialidad cual se la ve y hay que
tener en cuenta también la pesadez.
En medio del relámpago que provoca el cubismo se entrevén las
sitibundeces de lo pasado.
Se pueden lanzar todas las extrañezas sobre el otro arte. Pueden exclamar:
¡Valiente cosa pintarse a sí mismo como quien se afeita!
Sabiendo que con sólo una mirada no se abraza sino un aspecto, ¿por qué
ha de ser el cuadro, que es producto de una larga meditación, sólo una mirada
sin parpadeo?
Recuerdo aquella hora de Rivera cuando, como un verdadero in ventor,
aplicaba sus descubrimientos a los cuadros.
Estaba pintando el hombre con la nariz de caucho sin imitar la nariz más
que en su geometría para que no pareciese nariz de carnaval superpuesta a la
tela.
Resultaba aquel retrato como reloj de sol de la expresión humana, el
gnomon de la fisonomía.

IV
A veces pregunto a los que vienen de Méjico:
—¿Aun fuma en su pipa sin tabaco?
—Aun —me responden.
Diego María de Rivera va encontrando su raza en las excavaciones de su
mente, arqueripándola con respecto a si mismo.
Subido en altos andamiajes, un día se cae de uno como si ése fuese el
bautizo de aviador que recibe el pintor importante.

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DIEGO RIVERA. Detalle de la pintura mural del Junior College de San Francisco.

En el Méjico renovado por la revolución se agrupan con Rivera artistas


como Orozco, Siqueiros, Carlos Mérida, guatemalteco, y Jean Charlot,
francés.
Ese alto sentido moral de trabajo y arte que caracteriza a Rivera le pone
en lo alto del Gólgota, defendiéndose a tiros de ser mártir. Así logra ser
creador que redime con su creación de un modo in cruento.
Viste el traje mundial del trabajador, el overall, y en esa Humildad de
traje de mecánico se resiste al oro norteamericano y ha pegado su pintura a
los muros para que no puedan desprenderla de ellos los dólares.
Diego trabaja de doce hasta veinticuatro horas seguidas. Su menú se
compone de plátanos, tlacoyos, mangos, peras, manzanas y un vaso de agua.
Compra su comida fruitariana en los pintorescos mercados mejicanos.

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Diego lleva en Méjico una vida heroica.
Se cuentan de él sucedidos valientes.
—¿A qué debemos el honor de verle por la Academia de Bellas Artes?
—Vengo a mear —respondió el pintor.
Alguien, vengativamente, le acusa de incendiario en una ocasión.
Diego desprecia a los burgueses y a los políticos de mediocre ideología.
—El día en que los pendejos estén de acuerdo —suele decir—, se acabó el
mundo.
Se habla mucho de la terrible pistola que Rivera lleva al cinto y que él
dice que le sirve para orientar a la crítica. Con esa pistola amenazó un día a un
poeta que tardaba en leerle sus poesías: “O me lee, o disparo”.
Conoce todas las gamas, desde los más delicados colores a los que sólo
llamean en los cráteres.
Con todas las gamas de los frescos del zodíaco mejicano ha pintado
peluquerías, juguetes de los niños, cancioneros ambulantes, cacharros de la
época precolombiana, industrias del país.
Adquiere cada vez más a la vista de todos, aquella figura colosal que yo
encontré en él desde el primer momento. Lo que realmente ha fundado en
Méjico es un nuevo renacimiento que se da la mano con el sano nacimiento
del arte azteca. Ha hecho en realidad lo que en pintura se puede asemejar a la
pirámide escultórica.
Es un amigo de los indios, de los agrarios, del pueblo de perfiles
acusados, y por eso en las estaciones de su país se indigna con los “coches
especiales” que llevan los trenes.
Coros de figuras cantan los corridos burlones, revolucionarios, esas
estrofas octosílabas que nacen en la improvisación de los corros en medio de
una melodía “corrida” que sostiene la guitarra dejando oír al rapsoda:
Dan la una, dan las dos
y el rico siempre pensando
cómo le hará a su dinero
para que vaya doblando.

V
Ahora, como final de esta silueta, un breve resumen cronológico.
Nace en Méjico, en la ciudad de Guanajuato, en 1886, y se establece con
sus padres en la ciudad de Méjico en 1891. En 1897 comienza a aprender
dibujo, siguiendo su aprendizaje hasta que en 1907 va a España, donde
estudia y trabaja mucho.

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En 1908 y 1910 viaja por Francia, Bélgica, Holanda e Inglaterra, y en
octubre de 1910 vuelve a Méjico, donde permanece hasta junio de 1911,
asistiendo al movimiento zapatista.
En 1911 vuelve a París, donde recibe influencia de Seurat y de Cézanne,
apareciendo en 1914 dentro del grupo cubista, aunque siempre lleva
influencias exóticas mejicanas a sus cuadros.
En 1921 viaja por Italia y se dedica a copiar los primitivos cristianos,
volviendo a Méjico en septiembre del mismo año, para decorar el anfiteatro
de la Escuela Nacional Preparatoria, siendo del 1923 al 1926 cuando acaba
los decorados murales de la Secretaría de Educación Pública y Escuela
Nacional de Agricultura de Chapingo, obra monumental que comprende 168
frescos.
Después hace un viaje a Europa. Ya no pasa por España, cuya temporada
toledana fue en él ejemplarizado™ de heroicidades montuosas, de planos a lo
Greco, de alpinismos espirituales.
En ese viaje a Europa pasa por la Rusia de los Soviets, donde quieren
contratarle para que ornamente los muros de la nueva República.
Rivera sale encantado del color rojo que tiene todo en Moscú y encuentra
un peregrino parecido entre la capital rusa y Sevilla.
Apenas toca en París y vuelve a su Méjico prodigioso a pintar auroras,
frutas y hombres.

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NOVELISMO

HAY las novelas cortas y las novelas largas.


Las novelas cortas son las novelas de la lealtad, las novelas en que el
lector se divorcia del asunto cuando el divorcio es ya conveniente.
Las novelas largas sólo por excepción dejan de ser un largo matrimonio.
Pudieron ser cortas y hubieran sido perfectas, pero hay muchos lectores
aunque quieren cosas interminables.
Por las novelas cortas se asoma el que lee —y el que escribe también se
asomó— a ventanas distintas, a amores variados, a viajes todo lo diferentes
que necesitan ser en la vida moderna.
Yo, en cada novela corta, emprendo con fe una nueva vida, pero no voy
tan lejos que asesine de cansancio al que me siga. La vida queda vista pronto
y a otra vida.
Pero ante la novela corta o la novela larga hay que estudiar la esencia de
la novela, género inmortal porque es el que se produce viviendo y el que deja
al lector vivir, porque el lector lee muchas veces los libros, no para aprender,
sino para seguir viviendo, para vivir más, para animar con la lectura la
inconciencia.
Sin la trivialidad del detectivismo, debe seguir la novela la ruta de lo
inesperado, pues el lector de hoy, mucho más sagaz que el de antaño,
comprende a dónde va a parar la novela y qué caminos seguirá en cuanto se
esboce cualquier conflicto tópico.
Lo que hay que hacer es distribuir bien la magnitud de cada episodio
inesperado y encontrar la armonía y la lógica de lo inesperado.
Todo, hasta lo más inverosímil y arbitrario, debe portarse con naturalidad,
teniendo en cuenta que la naturalidad cambia según las épocas, y la
naturalidad de estos días no es de ninguna manera la de anteayer.
No se debe recoger en la novela nada más que lo que nos ha instigado
mucho y, por lo tanto, no es ajeno a las vertientes que nos rodean a todos en el
valle de la inspiración. De ahí que en todos pueda reconocerse lo que vamos
diciendo.

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Labor de justicia que no podría hacer ningún tribunal es la que hace la
novela, suprema justicia liberal. No hay más justicia aquilatada en el mundo
que la que realice esa novela del hombre justo y liberal y la que se puedan
conceder unos cuantos amigos entre sí en la tertulia del desinterés. ¡Cosa que
compensa el gran vacío de fuera!
La novela, aunque digan otra cosa los viejos augures, está en el momento
de abrir sus páginas a luces que alegren sus salones. Aunque por lo pronto no
cumplan por completo el programa las novelas que se inician, hay ya en ellas
los primeros desgarrones hacia otros espacios, y así como las novelas pasadas
martirizan y ensombrecen el tiempo presente, en toda novela nueva hay un
traslucimiento central que puede convidar a leer su capítulo X, o XXIV, pues
habrá en ellos una meseta de contemplaciones desde la cual puedan verse los
nuevos hipódromos de las horas futuras. En esa condición de la novela actual
está su primera condición de más respirable y conllevable en medio de la
discontinua vida moderna, entremezcladora de imágenes y cosas, con grandes
claros, a lo mejor, en su circulación, con altas y bajas frecuencias subitáneas.
Mientras no sea libre la vida, tan libre como se puede fantasear, es grato
hacer triunfar el espíritu libre sojuzgado y hacerle locuaz en el ambiente de la
novela.
Reunido todo lo que pasa en la vida con lo que debiera pasar, de ese
contraste brotará un poco del porvenir, del porvenir que no podemos ver ni
vivir y que es lo único que puede ser un regalo futurista.
Yo no engaño a la vida ni con la Vida ni con el Arte.
En este mundo en que todo lo que sucede, sucede limitado, confinado en
plena asfixia, debía de haber novelas en que la vida estuviese resuelta con
mayor amplitud, en mayor libertad de prejuicios, en imágenes audaces y
claras.
Yo cuando vivo plenamente es en las novelas, en su vida suelta, por sus
caminos libres.
¡Habrá más hermosa misión que hacer la novela libre, que fabricar el
mundo que no podremos alcanzar por mucho que vivamos!
Hay que agitar la vida, mezclarla con verosimilitud a circunstancias
inverosímiles e inconvencionales, agitar todo eso, dar las contestaciones
descaradas que son difíciles en la vida o quedan sofocadas bajo su
burguesismo o su conservadurismo.
Los grandes descaros rebeldes no son los latiguillos de las novelas
republicano-sindicalistas. Son algo más profundo y que puede vivir, son
anarquismo puro.

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La única anticipación del porvenir está en las novelas de expedita lengua,
y el que primero vive esa libertad en un mundo lleno de ella es el escritor.
Por vivir y extraviarme en mis novelas, cuya libertad interior ha anotado
con sagacidad el crítico Edmond Jaloux como su más viva cualidad, escribo y
seguiré escribiendo, porque los polidreísmos del mundo y sus combinaciones
libres me encantan por su diversidad insupuesta. En mis novelas vamos a las
afueras más respirables del vivir. La novela debe ser el sitio ideal en que unos
cuantos sintamos la libertad.
Se han de encontrar en la novela reafirmaciones de la vida, palabras que
se esperaban, situaciones en que a uno le hubiera gustado estar, ingenuidades
abrumadoras. Combinaciones y conflictos en que el Creador no ha caído en su
tejer los destinos; lo que verdaderamente falta en el tapiz del mundo.
Ha de ser también la novela castigo de la vida pública y resalte de la vida
privada, dando un valor escandaloso a sus conflictos económicos y políticos,
a sus ambiciones de momento.
Lo que bolcheviquiza la vida es la realidad sin orientación y sin acogida, a
la que nadie muestra caminos y orientaciones.
Por no haber orientado todo el realismo de la vida moderna nos cercan y
nos suplantan esos realismos homicidas.
Hay que recoger y escultorizar ese realismo de la vida con arbitrariedad
de renacimiento, si no se quiere ser aplastado por él.
La realidad necesita ser libertada en la fantasmagoría, dando un sentido
superior a lo que sucede y señalando sus nuevas formas.
El arte debe ser por algún lado puramente realista. Porque si no, ¿cómo
vamos a consolar en la realidad el acto de morir?
La literatura es el consuelo del mundo, y por eso debe mimar con la
ilusión y la fantasmagoría la piel áspera de la realidad, en contacto de caricia
próxima.
Lo único que pide molde y amparo es la realidad. Lo que puede
sobreponerse a nosotros, lo que puede arrollarnos en este momento en que
está más visible, evidente y sensata que nunca, es la realidad.
Con la convicción de la realidad podemos ir a cualquier parre, pero sin
ella todo es imposible. Sobre otros subterfugios ideales es cada vez más
palmario el triunfo de lo real.
La novela para mí, desde hace muchos años, ha sido este superrealismo,
esta suposición atestiguada de la libertad en la tierra.
El novelista tiene que involucrar el mundo pintando el cuadro de sus
costumbres contrastado con la libertad suprema y poniendo el escepticismo

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como vacío alrededor de lo que ha de brillar eléctrica mente.
Hay que desenglobar todos los disparates.
En la novela a la antigua usanza el tema se va muriendo, se va tornando
cadáver y se hincha, se hincha.
La vida moderna aventa todo lo sobrante y hace desvariar al tema para
superarlo.
Ese largo y matrimonial sentido de la novela antigua es inútil en esta
época de divorcios rápidos.
Hay que dedicarse a lo increado. En la novela grande se puede llegar al
final de muchas cosas, explorar, subir por todas las escaleras interiores, amar
a mujeres que de otra manera no hubiéramos encontrado nunca.
Esa obligada duda de la realidad que debe estarle acometiendo al filósofo
para afanarse en sus demostraciones, no es obligatoria en el novelista que,
como el poeta y más anchamente que el poeta, vence todas las dudas y las
compensa en el momento de la creación.
Así como al filósofo hay que pedirle que lo pruebe o lo abstraecione todo
con lógica, al novelista no, porque él puede llegar a los mayores atisbos de
realidad gracias a lo improbado.
Quisiera yo dar con lo fantasmagórico, que es algo real aun que
inexistente, y que da más diafanidad al barro originario y más convivencia en
atmósferas que sólo vivirán en un remoto porvenir.
El secreto es que se haya encontrado la réplica de ciertos sensibilismos del
alma en otras almas.
Ha habido un momento, no hace mucho, en que el artista sólo
representaba el alma propia, con sus arbitrariedades y su obscuridad, sin
contar para nada con el alma de los demás.
Ahora hay que buscar la coincidencia con algunos seres más puros que el
común de los morrales. Esas incalculables coincidencias de la curiosidad con
el argumento son las que hay que acertar.
Lo que no podía yo creer es que se buscase la publicidad sin cifra alguna
para el público, es decir, sin descifración y clave de lo que se dice.
Hay que evitar esa cosa machacona de la novelística y obrar por
momentos interesantes, diciendo verdades urgentes y sobre-pasadoras de la
historia.
No debe asustarnos que no sea de la realidad lo escrito, pues preferible es
pintar lo que debía suceder, lo que debió suceder, que lo que sólo sucede.
Hay que conseguir, en un tiempo angosto y retrasado como el que siempre
se vive, figuraciones más anchas, límites superiores.

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El principal deber del novelista es ser un poco desgalichado y conseguir
dar unidad a la novela desunida del mundo. Se trata sólo de eso.
Todo debe estar distribuido en la novela, con gran cuidado, sin exagerar
dentro de la exageración, pues sólo por dar un paso más resulta imperdonable
lo que ya era una audacia que casi no se podía perdonar.
“No hagáis sufrir al espíritu —replicó Jorge Kaiser a sus jueces— porque
ya el espíritu es por sí solo una herida”.
Se ha de ser el sonámbulo hasta de lo más realista, que todo haya podido
aparecer en pleno sonambulismo.
¿Y el estilo? Novelista con mucha estética de la novela, mal novelista. No
se trata de estilo, ni de asuntos, ni de nada; lo que hay que saber es conducir.
Bastante diálogo, ya que el diálogo es el verso de la novela.
¿Crisis de la novela? ¿Decadencia? Cuando se hacen mejores novelas es
ahora, y las hacen hasta los malos novelistas. El jalón del pasado está
sobrepasado en tantos codos y codos, que lo que sucede es que el ideal de la
novela es ya tan claro, tan concluyente, caen sobre él de tal modo los faros del
presente, que el desdén por las novelas sólo buenas es más colérico que
nunca.
Estamos en momentos de la ascensión de la novela, aunque reconozcamos
que aun puede ascender mucho más.
Hay que reaccionar contra la novela a la antigua, hasta contra la novela a
la manera stendhaliana. Los críticos que nunca pudieron escribir una novela
dan de ella definiciones solemnes cuando en realidad no admite otra
definición que la que dio de ella Mr. L. M. Forster: “cualquier relato
imaginario en prosa de más de 50.000 palabras” o como alguien ha dicho “la
obra que sale después de estar sentado hasta que se rompe el pantalón contra
la silla”.
No hay que hacer ninguna de las novelas que se hicieron, ni ninguna de
las que se dejaron de hacer, pudiéndose haber hecho, y en todas hay que
presentar, en estado de paroxismo del decir y del ser, al hombre siempre
antediluviano en los valles inmensos de un tiempo, a la vez primero y último.
Siempre sale la novela a plaza porque hasta el filósofo cuando no tiene
nada que hacer se atreve con la novela.
Todos los que escriben sobre novelística piden que se cumpla una especie
de lección escolar y no la levantan el castigo de dos o tres prescripciones
cuando novela es lo indefinido e indefinible y que irá por un camino cuando
el genial o el semigenial quieran que vaya por ese camino o virará según su

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renovación porque el alma legada no es el alma en sí, ni su obrar y variar en
in concebibles saltos.
La crítica de la novela, es pura divagación, y en la novela, en la novela
que de algún modo triunfará, es el sitio en que no se divaga.
Unos dicen que no debe figurar el yo”, otros que debe ser el “él” y la
historia literaria está llena, y lo estará, de buenas novelas con el “yo” como
monosílabo capitular y otra con “él” con la misma viñeta inolvidable en la
entrada.
Paul Valéry que cree que hablar aun de la novela es algo “inconcebible”,
teme tener que escribir lo que él asegura que no podrá escribir nunca: “La
marquesa salió a las cinco”.
Eso de creer que el novelista hace trajes de en cargo para los grandes
almacenes, es una equivocación, pues ésa es otra misión en cargada a los
“cortadores” novelísticos, y es una misión comercial tanto en los trajes como
en las novelas.
El discutidor de la novela con exceso o el que la quiere dar por muerta o,
quiere prefigurarla si no es un novelista probado es que lleva un novelista
fracasado en el fondo de su alma.
Este género literario, que es por todos sus lados margen de escape y que
obliga menos que el teatral y sólo pone a contribución la más voluntaria de las
adhesiones, no merece esa crítica que el teatro exige por su enlace con los
públicos y por cómo los influye.
A la novela se la puede dejar sin crítica, ni alabanciosa ni persecutiva,
pues no obra por coacción más que cuando es pornográfica.
Así como puede disculpar el afán o la irritación de la razón el que algún
ser pensante se crea obligado a entrar en la filosofía, el polemista de la novela
se precipita de un modo agresivo e inopinado sobre lo que no tiene
concepción obligada ni indispensable y es un ensayo sin responsabilidad que
puede intentar todo el que quiera, para ver si da con el sentido de su tiempo.
Las estrellas iluminan la mesa del novelista y le dan una inspiración
distinta oscilando al soplo de su mirada pedigüeña.
Siempre, todos los días, escríbase lo que se escriba, esas estrellas
renovadas de tiempo y de luz a través de los días, se le pueden antojar al
novelista índice de una posible novelería.
Pero la novela es el resquicio entre cielo y tierra por el que se ve cada
tiempo y es bu en a si ese tiempo que pasó o que está pasando puede ser
imaginado en todos los tiempos.

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Así no es que la épica no fuese novela. La épica fué la novela de un
tiempo que necesitaba el estilo épico para ser descripto, un tiempo mitológico
y heroico.
Hay que hacer la novela desobsesionante más que evadiente: una cosa
soñada que se realiza, una cosa entrevista que se ve, una cosa ni entrevista ni
soñada que se presenta.
La vida no es más que un concurso emulativo de figuraciones y la novela
debe llegar a todas las figuraciones posibles, entendiendo por figuraciones
una forma más viva que la hipótesis.
Hay que evitar el amaneramiento que donde es más bárbaro es en los
cuentos de niños, pero que en la novela también se hace presente.
La novela tiene que representar el drama del conflicto del azar, del arte y
de la vida, al tropezar con las costumbres y coaligaciones de cada época.
Lo que debe caracterizar al novelista es una cosa de sonámbulo que anda
por tejados de extrema verdad, regalando así al lector moderno lo que él más
necesita: lo in esperado y lo definido en mezclado tad a de una nueva lógica.
Entre polos contradictorios debe oscilar el reloj creador del novelista entre
lo evidente y lo inverosímil, entre lo superficial y lo abismático, entre lo
chabacano y lo extraordinario, entre lo infantil y lo viejísimo, entre el circo y
la muerte.
Ha llegado un punto en los tiempos que corren que no se puede considerar
artístico nada de la realidad que no alcance su desvanecimiento en lo irreal, su
muerte en el idéntico absurdo.
Todo es chabacano, todo resulta cada vez más chabacano por no ser más
que real, por quedarse en la realidad, por su poner sólo la fiel transcripción.
En las novelas de la nebulosa todo —cada capítulo— se esparcirá en su
más allá y en un más acá que desmienta las credulidad es excesivas del
presente.
La vida sólo se desaloja gracias a este procedimiento de in congruencia y
azar. Por ahí se pierde su forma fija, su candidez crédula, lo que ha de pasar
como una ingenuidad ridícula de cada tiempo.
El verdadero secreto del arte, según mi opinión es desvariar la realidad,
perderla en lo in sondable, desmoronarse en el deliquio o en la fría
estratagema.
En esa máquina anatómica de chocolatines que tiene luz o espejo o
aparato televisor en la noche, están los círculos de los dioses como en el
cuadro del Tintoretto sobre los siete cielos. Puede inspirar como refugio del

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tesoro mágico de la ciudad, como máquina de sacar la mente, como absoluto
ultramundo del hombre sin cero que camina por este paraje sublunar.
Contra las ideas de gremio, partido o cualquier pamema de idóneos, el
novelista perdido que se va a ganar para él, que ve su última coyuntiva, el
espacio salvador, el refugio insomne en esa máquina automática que
distribuye chocolatines, introduce una moneda en su ranura, o en otro
trasespacio cualquiera como ése, como en el río sequerizo en el lugar que
queda detrás de los juncos y las espadañas.
En esa entrega a la realidad supuesta detrás de las cosas y en la mentira
que inventan los deseos está lo que se puede llamar novela, sobrepasando lo
que se suele llamar trasunto.
Con esta clase de ensayo literario quiero minar varios engaños que crean
los fanatismos homicidas, la idea política que se irroga una facultad o un
dominio sobre los hombres y les ciega y les atosiga mientras el lector vive la
trivial fantasía en que consiste la vida, aunque abierta la trivialidad por uno de
sus lados, por el lado del fondo, hacia parajes de posibilidad solitaria,
verdaderos milagros de la realidad misma.
No salir de dónde vivimos, de cómo vivimos y sin embargo elevar nuestra
vida, supremizarla, divertirla con algo que no es lo consabido ni el teatro, ni el
cabaret, ni el cine, ni la corriente aventurera de amor.
Como abriendo la serie de esas novelas de la Nebulosa, que creo que son
las que hay que escribir de hoy en adelante para no engañar ni engañarse,
estoy escribiendo la novela titulada “El hombre perdido”, titulada así porque
de ese modo queda ya situado el personaje que no he querido que sea un
personaje, sino el hombre cuando no está engañado ni busca la verdad sino
que está en la verdad que si pudiera recordar después de muerto sería la que
formó en realidad su conato de vida, aquel breve momento en que apareció
sobre la tierra y tocó, olisqueó y probó los objetos, los miedos y las
aprensiones de su alrededor.
Todos intentamos una teoría o una hipótesis. Esta es la mía que creo,
después de mucho vivir, leer y escribir, que es la que conduce de los tiempos
antiguos a los tiempos nuevos, que otra vez devueltos a la primera nebulosa
vuelven a rejuvenecerse.

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SERAFISMO

PARA arrojar luz sobre el arte contemporáneo hay que iluminar hasta la
transparencia la figura de Cocteau.
Hasta en la literatura española su antecedente es indispensable, pues es el
que ha lanzado de nuevo los ángeles, estando amparado su estro bajo el signo
querúbico, siendo el fundador de lo que podría llamarse el Serafismo en
poesía.
El que nos trajo los ángeles es algo tan importante como el que “nos trajo
las gallinas”, y no se nos diga que los ángeles siempre es tuvieron cercanos a
nosotros, porque los ángeles que Cocteau vuelve a traer al mundo son unos
ángeles originales, en que vuelven a volar en el cielo los ángeles primeros y
recién nacidos.
Es su principal acto, pues ha dejado llenos los espacios de ángeles nuevos,
cándidos y mecánicos, en contraste poético con los seres achabacanados y
terrenos que llenaban las poesías.
Cocteau vuelve a bordar los ángeles en nuevos cañamazos.
Les anges, quelquefois, taches d’encre et de neige,
car ils fout leur journal à la polycopie,
leurs ailes sur le dos, s’échappent du college,
volant un peu partout, plus voleurs que des pies.

Con un destino angélico él mismo, hay que contar su biografía con


cuidado, pues es la envidia del mundo de los poetas y de los escritores.

Nace Cocteau el 5 de julio de 1892 en Maisons-Laffitte, ese pueblo de


Francia con nombre de fábrica. Es hijo de un notario pascalino, volteriano.
Colegial externo en París, es un mal estudiante, y si tiene algún premio es
en lo más inesperado, por el modo que tiene de lavarse con jabón cuando las
clases acaban.
Comienza siendo un niño prodigio, tanto que él suele exclamar a veces:
“¡Yo que era célebre en París a los quince años!”.

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Recitaba sus versos en los principales salones, y los sofaes se des
mayaban oyéndole, convirtiéndose en divanes.
Pero él se salva a aquel engatusamiento del gran mundo, a aquel ser el
más bello pez en las peceras iluminadas.
Se evade del éxito mundano y hasta de los editores.
—¡Prefiero escribir según el mandato de Dios más que según el mandato
de un editor!
Todo el momento actual está lleno de nombres recientes e imberbes, pero
entre todos se nota, como fenómeno extraño e inverosímil, la madurez
espléndida de los que han de ser consagrados en el mundo. ¿Qué quién
preside ese rejuvenecimiento del cielo de Francia? Siempre veré la
adolescencia de los fenómenos futuros en los juegos de ese genial niño de
Francia, que es Cocteau.
Cocteau diavoliza —de diávolo no de diablo— en los jardines de Francia,
poniendo en lo más alto la taba de su diávolo, como si fue se la estrella
primera de la tarde.
En 1911, a los diecisiete años, después de algunos libritos de versos
publica Prince Frivole.
En 1913 aparece un libro más grave, titulado La danse de Sophocle.
Tiene la primera enfermedad incomprensible, crisis de sus nervios, al
enredarse nervios y alma en la primera confusión del ovillo íntimo, y
descubre que la poesía no es un juego ni un medio de alcanzar la gloria, “sino
una bestia que os devora, un ángel conminativo, el mensaje de aquellos que
viven a aquellos que mueren…”.
Aparece en él una sinceridad que al servirle de método hará que le devore
su obra. Es como el vehículo de una fuerza extraña, a la que se dedica en
cuerpo y alma, mecánicamente. Sus obras quieren vivir y se sirven de él,
atravesándole, acabando con su salud, haciendo de él un desollado vivo.
Le Potomak (1913-14) refleja esta crisis pintando el alma de una madre
llena de sensibilidad que llega a las más puras adivinaciones. En Potomak se
destacan Los Eugenios, microbios del alma, en cuya combinación hay ya
complejos psicoanalizados.

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Marc Chagall. Arlequinada. 1936. Colección del artista.

La guerra estalla. Se le declara reformé, pero él se va al frente


fraudulentamente, por aburrimiento de estar lejos de la batalla.
Convive con los fusileros marinos en Nieuport y vive en parte su Thomas
l’Imposteur, que aparecerá en 1922.
Funda con Paul Iribe el periódico Le Mot (1914).
En esa época en que el espíritu del mundo se revuelve y en París vuelan
todas las hojas de los libros movidas por el desvarío de un viento de
desarraigo, sólo los muy sagaces vieron que todo iba a variar, y por eso se
reúnen y se reconocen en esa hora Cocteau, Picasso, Satie y los más jóvenes
músicos.
En mis biografías de Picasso y Apollinaire está pintado ese momento;
pero este adolescente rutilante pone los puntos sobre las íes de aquellos
minutos.
Llega, en 1917, la hora de su alegría apoteósica con Parade, en
colaboración con Picasso y con Erik Satie, donde presenta una farsa de circo
con acróbatas ágiles y pobres, “que quisimos revestir de la melancolía que
tienen los circos el domingo por la noche, cuando la sinfonía final obliga a los
niños a meter un brazo por la manga de su gabán mientras echan una última
mirada a la pista”.
Nació, en efecto, la idea de Parade en una representación de circo, en que
Cocteau vio cómo un enorme elefante de pega se hinchaba.

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Como es un volador fue breve en su visita y en seguida se marchó hacia
las TTTTTTTTT[*] de la tarde.
La impresión que me dejó fue la de u no de los pocos jóvenes que no
amañan su arte, que todo lo que decía le era anunciado de verdad por un
especial ángel de la Anunciación dedicado sólo a su servicio.
Toda la obra de Cocteau responde a esa genialidad que no acaba de
creerse, porque todos se suelen preguntar ante cada cosa de las suyas: “Es
posible que haya en esto tanta intención como parece?”. “¿Es posible que se
haya dicho con sentido esta frase que parece imposible de bien definida que
está?”.
Cocteau lanza poemas paradójicos, pero certeros como el Poema para
leer en un espejo, que va a litografiado y escrito al revés.
Siempre me había parecido al ver los espejos sobre las mesas que tenían
cierto deseo de actuación poética.
Esos espejos cuadrados y del tamaño de una cuartilla querían actuar como
cartabones poéticos o algo por el estilo.
Yo me he complacido en aplicar el aparato del espejo a esos versos, y he
notado, subrayado y dorado de un sentido más remo to, el poema de Cocteau,
el joven poeta de tupé de fuego y de poesía.
En ese segundo término del espejo, que devolvía toda su derechura al
poema escrito del revés, el artificio de la poesía se prolongaba, adquiría su
escenario, y la poesía se dedicaba a una coquetería práctica, sincera, de mujer
que se contempla de cerca y enseña los blancos e iguales dientes al espejo.
Jean Cocteau ha consentido así a su musa un placer nuevo, el placer que
esperaba con ansiedad.
—¡Narcisismo decadente! —exclamarán los que nunca entienden nada.
Pero no hay nada de narcisismo espurio en esta reconstrucción de la
poesía en el espejo, y, sin embargo, gracias a este procedimiento ha quedado
desplazada en un ambiente fantasmagórico y evocador.
¡Con qué gusto la leerán las mujeres en su tocador, orientando el espejo
sobre la poesía, como cuando lo orientan hacia su nuca y miran si está bien
ese último caracolillo de su pelo que las interroga por detrás, cerrando su
interrogante!

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JEAN COCTEAU. Autorretrato.

¡Que difícil es encontrar páginas que se puedan someter a la prueba del


espejo!
No es que todo se escriba del revés para volverlo del derecho en los
espejos; pero las páginas excelsas, los pensamientos en que lo nuevo se
destaca del resto de lo dicho en el mundo, bien podrían someterse al espejo.
Para las puras delectaciones, para los poemas en que no haya brutalidad,
deberíamos tener el espejo junto al abre-papeles harakirizante, el espejo para
desdoblar el acto de encontrar demasiado directamente la maravilla.
En 1920 conoce a Raymond Radiguet —al que llama Cocteau el milagro
del Marne, porque al borde de ese río habitaba con sus parientes— y le ayuda
a la publicación de sus poemas, consiguiendo que aparezca en 1922 su obra
Le diable au corps.

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Radiguet dice cosas hermanas de las cosas de Cocteau.
“Nos prometimos no ocultarnos nada de nuestros pensamientos secretos,
compadeciéndola un poco a causa de que ella creía eso posible”.
Cocteau escribe mientras novelas como todo el mundo, en reacción contra
el modernismo, que comienza a muequear, a divinizar las máquinas, a
volverse un sistema, un truco.
Es el momento en que funda la Liga antimoderna con Max Jacob, Derain,
Picasso, Braque, etc., etc.
Se estrena su obra Le boeuf sur le toit (1920) en el teatro de los Campos
Elíseos.
En Le boeuf sur le toit transporta a escena un bar en que todo sucede al
ralenti.
Aparece un bar americano, con su alto andamiaje, vestidos los actores de
autómatas, con grandes cabezas de cartón, bajo cuya exageración resultaba
más curioso el movimiento de los brazos cortos. Un marido ofendido por los
amores de su dama con el negro del bar, enarbola su bastón muy lentamente
sobre el negro, que enseña sus dientes blancos, y lo deja caer como en una
película que se le hubiera acabado la cuerda, hasta que tropieza con su cabeza,
y lo deja muerto. Un guardia entra, pero el ventilador le secciona la cabeza. El
guardia se la vuelve a poner y se va.
Cocteau utilizó en esta obra todo lo que encontró a mano, desde la
cocktelera hasta el pistón y el trombón, esos instrumentos que “hacen reír,
pero que están llenos de melancolía”.
ET LE PISTON RISQUE UN APPEL L’IDEAL
(Jules Laforgue)

Una música de danzones brasileños instrumentada por Milhaud y la


presencia de los Fratellini, los mejores clowns de París, dieron al Buey en el
tejado un aire precipitado y delirante, en que se fundieron todas las lámparas
y las luces de aquel momento.
Después de este estreno funda Cocteau su bar Le boenf sur le toit, donde
se embriaga en jazz ese dios de muchos brazos que él llama el Dios del ruido.
El bar se llena de gente.
“Una especie de chauvinismo nos amenazaba —dice el mismo fundador
—. Nos volvimos personas que se contradicen, farsantes, clowns. Se contaba
y se cuenta que yo tenía un dancing. Estaba comprometido y perdido para
siempre. Pero nos habíamos sal vado…”.

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A continuación (1921) estrena Les Mariés de la Tour Eiffel, composición
con tipo de affiche en que son rehabilitados muchos lugares comunes. Esta es
la obra en que dos fonógrafos se producían sin imagen que les personificase
—detrás de una de las bocinas leía el papel del fonógrafo número 1 el mismo
autor— mientras los personajes acartonados y el fondo se movían según un
mecanismo genial inventado por Jean Víctor Hugo. La música era del grupo
de los Six, y todas las noches había un motín en la sala.
Aparece Le Secret professionnel (1920), libro en que Cocteau muestra sus
ilusionismos, pero sin dejar vislumbrar el secreto de su ejecución.
Sigue Le Grand Ecart (1922), falsa autobiografía, con su historia de amor
dicha con palabras rápidas, llena de anécdotas, que dan un relieve coloreado a
lo que va sucediendo, como una restauración pintoresca de un relieve antiguo.
Tiene treinta años. No los esperaba, y exclama un poco quemado ante los
que se los achacan: “¡Treinta años! ¿Os burláis cuando ésa es la gracia de los
mármoles?”.
Thomas l’Imposteur (1922) es una novela blanca, “como la sal, la menta y
la nieve”. Una novela en estilo cursivo. Novela de penumbras, entre el sueño
y la realidad, entre la tierra y el cielo, entre la vida y la muerte.
Plain-Chant (1922), presenta lo que en Cocteau hay de medio muerto, de
tísico de oído fino y telescópico.
Radiguet comienza su Bal du comte d’Orgel, esa novela que es a la
Princesse de Clèves lo que los relojes eléctricos de cristal son a los gruesos
relojes de oro hechos con encaje de ruedas.
Crea Cocteau en 1922 Ode a Picasso y Paul & Virginie, librero de una
ópera cómica, que en colaboración con Radiguet debía musicar Satie, que
habiendo muerto sin cumplir el encargo deja a Francis Poulene esa misión.
Antigone (1922), primer ensayo de Cocteau para rejuvenecer los
viejísimos temas, arrancándoles la pátina que Gide llama “la recompensa de
las obras maestras” y Cocteau el fardo de las mediocridades”.
Más tarde perfecciona Antigone con Œdipe roi, y en 1924 re presenta, en
medio de tinieblas, sin que se atisben apenas algunas líneas de las
balaustradas y de las ventanas, un Romeo novísimo, en que vendimió las
guirnaldas que sobrecargaban la obra de Shakespeare y no dejaban ver la
desnudez pasional de sus blancos huesos.
En 1923 muere Radiguet, golpe terrible para Cocteau, que llora como un
niño y se pone luto de niño, el único luto que puede llevar colgadas cintas
negras de corona.

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Cocteau decide no volver a escribir hasta nueva orden, dando a esa
palabra el sentido grave de no volver a escribir hasta que le señale la hora una
de esas apariciones que se presentan en la puerta que abre el aire misterioso
de los pasillos.
“Su corazón de diamante —ha dicho Cocteau de Radiguet con el estilo de
los recordatorios— no reaccionaba al menor contacto, si no que necesitaba
fuego y otros diamantes”.
Por fin, en 1926, entra en el alivio de su luto y escribe Orphée, en que es
el mismo Radiguet el que aparece como Orfeo. Representan la obra los
Pitoëff y el mismo autor representa en el estreno el papel de “ángel vidriero”.
Cocteau entrega al público esos dibujos suyos que están dibujados con
pluma estilográfica y tienen mucho de rúbricas organizadas y vertebradas.
Sus dibujos sobre España responden a aquel concepto que trazó él mismo
con su escritura altibajante: “Marinero, ¡arriba la Geografía! España, tinta
china y «corrida» de tinta roja. España, jaula de loros. España que besa a la
muerte por debajo de la pierna. España, guitarra que recibe telegramas.
España, persiana del cielo. España, abanico del mar”.
Le Christ couché dans la cripte
est un cheval de picador.

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JOAN MIRÓ. El verano. 1918

Picasso es el que le aconsejó reunir en un magnífico álbum esos dibujos


dispersos que ha habido que llevar al fotograbado delineados en los menús y
en el revés de las páginas de las listas de vinos.
Se celebró una exposición de esos dibujos y Cocteau decía a un amigo la
víspera de inaugurarse:
—Me da la sensación de haber muerto y de que mis amigos han
organizado una exposición retrospectiva en recuerdo mío.
Y es que son tan espontáneas esas líneas, tan recuerdo de un pulso vivo,
tan anecdóticas de un gran escritor, que al mismo autor le resultaba raro
verlas en una exposición.
“El virtuosismo —ha declarado Cocteau— lleva al lugar común”.

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El es un intuitivo rosífico que da sus rosas sin artificio, pues como él ha
dicho con palabra evangelista, “el horticultor no perfuma sus rosas”.
En los dibujos de Cocteau se mezcla la ironía y la observación, marcando
la camisa de los tiempos que corren, con la marca digna de ellos, la marca
eventual e ingrávida, libre del adornismo de las marcas que figuran en las
partituras para el cañamazo.
Todo en la obra de Cocteau necesita una velocidad especial de
contemplación.
“La gente lee muy ligero —ha dicho él—. Ha adquirido la mala
velocidad, que consiste en comprender un escenario de film lo más
rápidamente posible y no la buena, según la cual se ha de poder ver de una
ojeada todo cuanto encierra una de las imágenes que en el film se desarrollan
y que se detienen muy poco ante nosotros”.
Las únicas palabras de estética pura y soportable que se han pronunciado
después de Oscar Wilde son de Cocteau.
“El reverso de una tela bordada excita la envidia de las apetencias ruines”.
“Ha llegado de China con todo el reverso de oro puro para que por el
derecho sólo aparezcan algunos hilos dorados sobre sedas mates, de un negro
de tinta. Es raro que nuestras damas no la usen por el revés”.
Así es cómo el romanticismo lleva la poesía.
Ese falso lujo finge a veces la verdadera riqueza; pero si se impone al
vulgo, la mirada experta sufre su contrasentido.
La poesía debe tener un aire pobre para aquellos que no conocen el
verdadero lujo. Un poema es el sumo lujo, es decir, el ápice de la reserva, lo
contrario de la avaricia.
Su estética es complicada, pero clara.
“Las máquinas y las construcciones americanas se parecen al arte griego
en el sentido de que la utilidad les confiere una seque dad y una franqueza,
despoja das de lo superfino. Pero esto no es arte. El papel del arte consiste en
captar ese sentido de la época y en extraer del espectáculo de esta sequedad
práctica un antídoto contra la belleza de lo inútil que favorece lo superfluo”.
A veces ahoga por la “reaparición de la rosa, única reacción posible contra
las flores del mal y las máquinas”.
“¿La poesía moderna? La palabra moderna es absurda. Decir: «Yo soy
moderno» equivale a decir: «Nosotros, caballeros de la Edad Media». No hay
tal poesía moderna. Hay la poesía que es de siempre, como la electricidad,
que, como ella, obra sobre las masas por fuera del arte, y hay personas que le
fabrican pequeños vehículos. Son los artistas”.

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Este mismo concepto lo repite con
estas palabras:
No se puede decir que Mallarmé era
mallarmeano, como no se puede decir
que Picasso es cubista… La poesía de
Mallarmé le pertenecía a él
exclusivamente, como el cubismo es
exclusivamente de Picasso”.
“La poesía es una partida de cartas
ejecutada por el alma. Reside en las
rupturas de equilibrio y en la divinidad
de los juegos de palabras”.
“Una escuela poética es un hospital”.
Para apoyar sus tesis encuentra esas
JEAN COCTEAU. El arte académico.
palabras terribles de los gran des
hombres que nunca subrayaron los
eruditos, así ésa de Goethe: “Lo contrario de la realidad, para obtener el
colmo de la verdad”.
Su obra es como la segunda creación de la vía láctea, y a los que dudan de
él como si fuese un mixtificador se les podría contestar lo que contestó
Picasso a unos que le dijeron “que se quería quedar con el público”.
“El arte ha sido siempre quedarse con los otros, burlarse de ellos… Eso
hizo El Greco, eso hizo Goya en su San Antonio de la Florida y en sus
Proverbios, y eso hizo Miguel Angel”.
De vez en cuando dice con volubilidad axiomas irremovibles:
“El futuro no pertenece a nadie. No hay precursores; sólo existen
retardatarios”.
“Una obra de arte debe satisfacer a todas las musas. Es lo que yo llamo la
prueba por nueve”.
“Un hombre joven jamás debe adquirir valores seguros”.
“El ruiseñor canta mal”.
“Lo que el público re reprocha, cultívalo: eres tú”.
“Hay un tiempo para burlarnos y otro para que se burlen de nosotros,
como hay un tiempo para beber cocktails y otro para vomitarlos”.
“La cordura es la locura vuelta del revés”.
“Cuando los demás nos creen comprometidos es que estamos sal vados”.
“Una cosa permitida no puede ser pura”.

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Los Museos son como la Morgue, a la que va uno a reconocer a los
amigos”.
Al entrar en un salón decorado a la manera moderna, es decir, sin nada en
las paredes, como si esperasen, cual todos los muros actuales, una nueva
pintura con la que aun no se atreven, exclama Cocteau:
—¡Qué bien está esto; pero qué lástima que les hayan robado! Define a
los hombres sin negar su naturaleza.
Así contesta a los que le preguntan por qué le gusta Tzara, que mete las
palabras en un sombrero y las saca al azar:
“Tzara es un creador. Es incapaz de obscurecer las cosas. ¿Qué hace? Lo
inverso. Da sentido a lo que no lo tiene. El simple hecho de que su mano
dirija el azar hace que ese azar le pertenezca y se le parezca. Saca de la nada
una criatura a su imagen. ¡Que le imite cualquier otro y las palabras que saque
del sombrero saldrán mal! Tzara moverá el sombrero y sacará maravillas”.
Como exacta silueta de Proust, escribe:
“Una mala noticia para los amateurs de desastres: Marcel Proust deja una
obra completa, hasta el punto final. Eso lo sabíamos, y se leía en su rostro
muerto. El mundo, no entrando más en aquel rostro, no lo atormenta más. Los
que han contemplado aquel perfil tranquilo, de orden y plenitud, jamás
olvidarán el espectáculo de un increíble aparato registrador inmovilizado
trocado en obra de arte: una obra magistral de reposo junto a una pila de
cuadernos en los que el genio del amigo continuaba palpitando, cual el reloj
pulsera de los soldados muertos”.
Del pintor Chirico ha dicho:
“Chirico o el lugar del crimen”.
“Chirico o la hora del tren”.
Y anotando lo que tienen de ciegas sus telas, añade: “Pero ninguna es
ciega”.
Cuando llega al máximum en la biografía es cuando dice “que Víctor
Hugo fue un chiflado que se creía Víctor Hugo”.
Gracias a su agilidad ha pasado su espíritu como un rayo descubridor de
colores a través de opacidades.
Procura poner junto a esa frivolidad celerosa una gravedad de enfermo, de
moribundo, de enlutado por sus mamas renovadas.
Se podría decir que tiene la suerte de la muerte y el velo de luto oportuno
cuando su coquetería irrita al mundo demasiado lerdo.
Cocteau tiene frases de decepción y desesperación que le hacen perdonar
su pasado.

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Después de esa época central de su vida en que fija su estética y lanza sus
mejores metáforas, colecciona sus mejores poemas bajo el título de Poésie y
sus críticas bajo el título de Le rappel a l’ordre.
Aparecen sus Visites à Barrès, la Lettre a Maritain y Le Mystère Late
(1928), obra en que ensaya llevar a su última conclusión ese desorden sagrado
que él cree que es el orden puro.
Sufre dos intoxicaciones de opio, que fuma para calmar sus pesadillas
nerviosas, y en el despertar de la segunda escribe, en diecisiete días, sus
Enfants terribles (1929), que llevaba en el corazón desde los diecinueve años,
y que siendo la obra más objetiva del poeta se halla mezclado a ella como
cómplice de un crimen en el que no tomó parte.
La protagonista de la novela dicen que se suicidó por ser lógica con la
novela de Cocteau, y en París, en una exposición de Miró, conocí al hermano
de la muerta, pálido, tímido como un colegial, con la sombra de su hermana a
los pies, diciendo que se suicidaría también en cuanto desapareciese su madre.
Recuerdo que una elegante dama me propuso preparar una cena para que le
conociese; pero a mí me dió miedo ver moverse en la misma mesa unas
manos invisibles que manejarían cubiertos de cristal. Lo suprasensible mata
en su aproximación.
Cada breve decir de Cocteau, cada poesía disparada como una cerbatana,
es como una ráfaga viva, pues las obras atléticas son un resultado de fatigas,
de tristezas, de pésames y de enfermedades.
En 1925 trae de su veraneo en Villefranche-sur-Mer, como Picasso de sus
playas, una serie de objetos hechos con limpiapipas, alambres, plomos de
botella, etc., que con cierto aire de obras de arte del presidio sostiene Cocteau
que “se lanzan a vivir en cuanto se vuelve la cabeza” con una vida criminal y
sangrante. Busca en estas experiencias las relaciones secretas de lo humano y
lo inhumano, lo invisible y lo material.
Convierte sus poemas en discos parlantes, encantado con colaborar con
los gramófonos y oír su voz convertida en una voz que no es la suya, una voz
que parece salir de una máscara griega.
Quand tu ris de courir sur l’herbe de la terre,
En plein soleil d’avril,
Et de tomber sans te faire du mal,
Songe que sous la place étroite.
Il y a de la terre,
Et encore de la terre,
En ligne droite,
Et de la roche et du minéral
Et de la lave,
Et des incandescences,

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Et le fen central.
Songe, en continuant la descente,
Qu’il y a du fen et encore du feu,
Puis, des laves incandescentes,
Puis de la roche et du minéral,
Puis de la terre.
Et encore de la terre,
Et peu à peu,
De la terre où pénétre de l’air,
Et du gazon,
Et de la nuit sur une saison,
Et une femme qui dort à la Nouvelle-Zélande,
Avec l’abime au-dessous d’elle.
Au-dessous de son toit.
Et songe que pour elle il est pareil pour toi.

En 1930 nos encontramos varias veces en París.


Primero estuve con Cocteau, junto a la duquesa de Dato, en una cena con
que nos obsequió la fina y preclara madame Víctor Hugo.
En el saloncillo, lleno de dibujos del abuelo Hugo y exquisitado por
bibelots hallados en playas desconocidas, el verbo de Jean Cocteau se sentía
suelto, como en otro rincón de su mundo, ese mundo entre submarino y
celeste en que vive siempre el poeta.
Los ceniceros de espejo hacían que las colillas se volviesen narcísicas, y
en los búcaros había, en lugar de flores, pipas nuevas de yeso.
En lo alto se vislumbraba una cabeza de toro de mimbre, que regaló
Morand.
En todos los rincones había cosas creadas por la exquisita dama, que ha
metido tripas de cristal de laboratorio en los jarrones y las peceras.
Estaba Cocteau recién salido de su último colegio de niño prodigio, del
sanatorio de la desintoxicación, donde le han hecho sufrir mucho al
desenredarlo del opio, la droga más difícil de sonsacar, pues figuran en ella
alcaloides misteriosos, sombras de humo de un veneno casi religioso.
—¿Y ha vuelto usted a fumar alguna pipa de ese polvo, que sólo los
faquires pueden resistir sin caminar a la muerte?
—Ninguna… Si hubiese vuelto a fumar lo diría… Una de las cosas
hermosas que pueden dignificar el pecado es la sinceridad de no ocultarlo
cuando se comete… ¡Y eso que el perfume del opio es inolvidable! Picasso ha
dicho que los tres perfumes máximos que se encuentran en la vida son el del
opio, el del circo y el de los puertos…
Hay ya ligeras arrugas en su cara de adolescente flaco; pero parecen
arrugas que él ha dibujado en su rostro con difuminos, aparentando la edad
que debiera tener, según los otros, para que los otros no se irriten con él.

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Cocteau, que siempre ha sido un “Greco”, quizá su Juan Bautista, aunque
con los ojos más pequeños, es ahora un “Greco” desmejorado.
—Sobre cubierta de un barco japonés en Marsella, en la hora nocturna de
fumar opio, todos en corro alrededor del capitán, se alzaban las siluetas de
aquellos hombres flacos, sarmentosos y re torcidos, como si fuesen un vivo
olivar.
—¿Y que prepara ahora? —le pregunté.
—Voy a estrenar una cosa en la Comedia Francesa… La titulo La voz
humana. Una contraposición al escándalo de Hernani, cuyo centenario se
celebrará estos días en la misma Comedia Francesa… Me dirijo al corazón de
la sala por encima de la cabeza de los intelectuales.
—¡En la Comedia Francesa! ¡Qué dirán sus enemigos! ¿Y todas las
estatuas con peluca que llenan los pasillos?
—Lo que digan los enemigos no me importa, y en cuanto a las estatuas,
todas me saludan con familiaridad.
Al decir eso hizo Cocteau un gesto de picardía, como suponiendo que los
grandes comediógrafos del pasado le dirigiesen un “¡Adiós, ninchi!” puesto
en francés.
—He resucitado los viejos telones de la Comedia Francesa, los telones en
que las holgadas cortinas se pliegan sobre otras cortinas… Espero que bajo
aquel marco de oro y de respeto las palabras adquieran su verdadera
proporción, su justo sentido… Abomino de la luz de los nuevos teatros y no
quiero que la actualidad deforme mi obra. Todo en mi drama es el recuerdo de
una conversación sorprendida por teléfono… Huyo de las palabras amo rosas
tan insoportables como las palabras de los niños…
Después de aquella conversación fui al ensayo íntimo de la obra de este
poeta, que ya tocaba prodigiosamente el piano de la poesía a los ocho años.
Toda la Comedia Francesa estaba inquieta al ver llegar a los invitados al
ensayo de Cocteau, pues no eran los que son asiduos a su prócer salón, sino
los tipos que sólo se ven en los teatros de ensayo, en los estudios teatrales,
construidos con biombos superpuestos y enlaberintados.
La sala del teatro tenía la media luz de las iglesias, y junto al telón del
lecho dramático —las cortinas con grandes senos de misterio— las luces del
proscenio eran como candelabros de piano con arandelas de cristal, que son
los pañuelos para las lágrimas talladas.
Como detalle chocante del gran teatro burocrático de París, nos sorprendió
la presencia de un viejo jefe de negociado que bajo una lámpara de oficina
sobre un pupitre establecido en la tercera fila de butacas lee una

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comunicación y, en la hora de comenzar el ensayo sensual, telefonea la orden
de levantar el telón por el receptor de mesa colocado en la butaca de al lado.
Con sencilla solemnidad de toma de posesión del escenario clásico por la
vanguardia, se levantó el telón sobre la única escena de la comedia de
Cocteau.
La protagonista estaba tirada en el suelo a los pies de su cama, como una
sombra blanca embarullada de enaguas y de saltos de cama.
El teléfono sonaba, y la sombra blanca comenzaba la escena nerviosa y
angustiosa, con las moderaciones de la agonía que quiere ser noble, del amor
que aun tiene una última esperanza.
El poeta, digno, subrayaba sólo la gran sencillez de la voz humana en su
juego de escalas.
Lograba Cocteau que se notasen en su obra contrastes de pureza tales
como el que se pudiesen ver los dos papeles de la actriz cuando habla y
cuando está muda frente al teléfono, además de la “eternidad de los
silencios”.
Se veía que el mundo no es más que un mundo de despedidas, y por eso
estaba tan bien cogida la despedida.
Sólo hubo una intervención impertinente en la sala, debida a un enemigo
de Cocteau, el poeta Paul Eluard, que gritó a la actriz que telefonea:
—Est-ce à Jean Desbordes que vous téléphonez?
La sala protestó vivamente y la policía se llevó al interruptor que así había
lanzado una insinuación maligna, pues Jean Desbordes es el joven novelista
amigo íntimo de Cocteau que, según dicen, iba con él vestido de marinero a
los Ballets Russes.
Pronto se reanudó el silencio.
“Le oigo con tal avidez que tengo ojos en los oídos”, decía la protagonista
con inflexión de voz que quería morir confesando su pasión.
La actriz era flexible, dúctil, maestra. No dudaba ni un instante, y daba
toda la serpiente de su monólogo en vivo e incesante cimbreo —¿no estaría
oyendo al apuntador por el auricular?—, envolviéndose en la cinta de las
palabras como si fuese a ahorcarse con la sarta de ollas, como hay un
momento en que materialmente parece ir a suceder ron el hilo del teléfono,
que se enrosca a su cuello como lazo de nudo corredizo, el lazo que hubiese
disparado desde lejos el hombre que se evade de su amor a través de la línea
telefónica.

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Jean Cocteau con el cigarrillo en alto, junto a Salvador Dalí,
Mlle. Chanel, la señora Gala Dalí, y Samosa.

La larga conversación patética no era más que eso: conversación, ovillo


de palabras; pero así reaccionaba el teatro contra las bambalinas exageradas,
contra ese juego de cajones superpuestos que era el otro extremo en que se le
quería hacer caer, y el “habla” adquiría su proporción suprema.
Eran emocionantes los detalles, como cuando la dolorida mujer, cansada
de oír mentir, dejaba hablar al aparato en el vacío…
La peripecia no suponía apenas nada: es un corte inesperado que hace que
la protagonista vuelva a llamar a casa del amante para reanudar la
conversación y enterándose entonces por el viejo criado de que el señor no
está en casa, o sea que la ha llamado desde otra parte, desde la casa de la
nueva invasora, que quizás es la que en un momento dado pone el dedo en el
ganchillo que guillotina la conversación; unos guantes por los que pregunta el
que huye, y que ella dice no encontrar, aunque ahoga los sollozos en sus
velludos nidos, y al final, acostada sobre el periódico, que suena a hojas secas,
un admirable vómito de lágrimas.

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Los invitados aplaudieron largamente; pero Cocteau no salió a escena,
porque cuando llaman los aplausos de la invitación, el autor no debe salir de
la alcoba de las reflexiones.
Todos, al final, comenzamos a bajar las escaleras, con una sonrisa
especial, como si hubiésemos asistido a la primera amonestación de la boda
entre el joven de la calle y la dama de abolengo.
Las estatuas de todas las supuestas chimeneas de los pasillos y de los
rellanos de la escalera estaban hieráticas, enfurruñadas, rompiendo con
encono el aire de sus cumbres. Dos, tres, cuatro bustos de Víctor Hugo hacían
presente el mal humor del presidente del Tribunal Supremo de la Poesía.
Una señora salía diciendo a otra:
—Yo he tenido diez veces esa misma escena por teléfono. ¡Qué verdad es
la comedia!
Picasso, mientras, le decía al oído a Cocteau, refiriéndose al gesto que
hace la actriz en camisón, simulando calentarse en un radiador que imagina
junto a las candilejas, como si un muro cerrase la comunicación de la escena
con la sala:
—¡Qué bien ha estado eso! Los espectadores no debían ver nada, puesto
que se supone una pared entre ellos y el escenario y debían irse… Eso he
estado yo pretendiendo con mi pintura, que se fue sen, que dejasen de
pretender ver lo que había, y no he conseguido nunca que se marchen.
Algún tiempo después de ese estreno vi a Cocteau en una cena que dio en
sus salones de París. Victoria Ocampo, y en la que reunió a madame de
Noailles, a Cocteau, a José Ortega y Gasset y a mí.
La entrada de la condesa de Noailles tuvo esa cosa de gran mariposa de
gasas y sedas negras que era la poetisa ideal. Venía acompañada de su
doctora, que siempre la vigila de cerca para estar atenta a su pulso cuando
pueda desfallecer.
Al sentarse en el sofá la condesa, se levantaban por detrás sus faldas como
la faldilla de linón de las bailarinas, y sus brazos, enguantados con largo
guante negro, recitaban al moverse poemas de abanicos japoneses.
Cocteau, en traje claro —porque tiene el permiso del poeta de dejar el
smokig para los días de luto—, dió los primeros trompetazos de lirismo.
Pasamos después al comedor.

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MAX JACOB. Plaza de la Opera. París.

Cenamos entre bromas a los candelabros y desprecios al frío de la calle, y,


acabada la cena, volvimos al salón.
La condesa de Noailles pidió que se apagasen luces para encontrar ese
reposorio de silencio de penumbras que ella necesita, y se acostó sobre el sofá
para hablar de rosas blancas y rendijas de luz en las siestas de Grecia.
Cocteau era el que consumía más turnos, saltando de unas cosas a otras.
—Max Jacob sostiene que su bisabuelo fue el que inventó las costumbres
bretonas.
—Los museos, como ha dicho Picasso, están llenos de cuadros que fueron
malos y que de pronto resultaron buenos.
Hay que defenderse de los salones que están llenos de una luz que no hace
sombras como la de las candilejas.
Ortega, de pie en el salón, se situaba con pocas y certeras palabras en el
panorama de los grandes hombres, mientras encontraba en Cocteau esa
maravillosidad espiritual que substituye su tupé rubio por la lengua de fuego
del verbo sagrado y frívolo de la época.
Cocteau volvía a flotar en la conversación:
—Cuando se milagriza una cosa es de aquel que la milagriza…
Victoria ponía su nuca y su espalda en el espejo como un magnífico reloj
de seducción sobre el abaco de la chimenea, distribuyendo los lazos del

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premio entre las cosas más difíciles y mejores que se iban diciendo.
Los brazos enmascarados de la de Noailles recitaban palabras, Ortega
elevaba los asuntos como si su rostro cetrino mirase a los soles que
olvidábamos en una atmósfera de demasiado artificio.
—Me ha llamado Rothschild por teléfono —insistía Cocteau— para que
me encargue del teatro Pigalle… Yo he respondido que no se acuerdan de los
poetas sino en los naufragios, pero que los poetas no tienen las mismas
obligaciones que los ángeles de la guarda. También me han escrito hoy de
Los Angeles ofreciéndome una gran cantidad para que vaya a dar soluciones
mágicas a los asuntos, pero yo abomino la luz de allí abajo…
—No hay que hacer caso a ese señor mezquindoso que dice: “No hay que
mirar a la Victoria de Samotracia. Lo que tiene valor es una figurita que hay
junto a ella…”. ¡Mentira! Lo que vale como uno de los pocos hallazgos de la
humanidad es la Victoria de Samotracia…
Hay una época de ángeles, otra de mariposas, otra de ojos…
—Cada obra corresponde a un doctor diferente.
—Ese algo misterioso que tiene la pintura. Esa poesía incomprensible y
triunfadora que se envuelve en la pintura y que hace que un Seurat valga hoy
quinientos mil francos y un Rousseau cerca del millón.
Yo hablaba buscando las palabras inauditas del francés para espantar al
salón. Cocteau me comprendía, y la condesa, alegre como una niña, aceptaba
mis paradojas.
Victoria, como la reina de la pampa, tomaba más gravemente las cosas y
desafiaba al espejo con la esbelta cascada de su espalda.
La de Noailles, llegadas las doce y media, se puso en pie para irse.
—Je vous défends de toucher le français de Ramon… Ne le corrigez
jamais!… Son français est un français plastique que j’aime.
Cocteau, con esa extraña fraternidad que hay entre él y yo —como sí yo
fuese el hermano gordo y él el flaco— defendió también mi francés,
sosteniendo, ya en la puerta, que mis palabras francesas eran como esas bolas
de colores que tiran todos los bolos que encuentran a su paso, con una
divertida iconoclastia para las palabras demasiado tiesas del francés.
Se fué en el coche de la condesa.
Ortega, que siempre ha repetido frases de Cocteau con admiración, se
quedó encantado de su espiritualidad inconfundible —estrella en la frente— y
terminó la velada despidiéndonos los dos de Victoria Ocampo, que había sido
la reina americana que había ofrecido a dos españoles los mejores indígenas
de París.

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Después de esa entrevista, Cocteau, cada vez más en candelero, repite sus
poemas en bellas ediciones a sesenta mil francos cada ejemplar; escribe obras
de teatro para el escenario de la fábula, como La belle et la bête, y se produce
cada vez con más deseo de ser amado, poseído por la locura de la exactitud,
pues como él ha dicho: “Yo soy un mentiroso que dice siempre la verdad”.
Al salir del sanatorio de Saint Cloud, donde le han extirpado su afición al
opio, escribe Opium y lo ilustra con unos dibujos esfigmográficos que
responden a la maravillosidad del libro.
Su última creación ha sido una creación cinematográfica, pues Cocteau,
sin ninguna novifobia, cree que el cinc es “la única arma de precisión que
permite matar a la Muerte”.
Subvencionado por los vizcondes de Noailles, su film ha sido el escándalo
de los salones de París, y en esos círculos cerra dos a la moda de Londres se
ha querido expulsar al aristócrata audaz, dando eso lugar a las más divertidas
hablillas de la aristocracia.
Cocteau, que había filmado su obra en retazos contradictorios, proyectaba
dos palcos proscenios junto al escenario en que des corazonan un niño, y,
como la escena, había sido construida por partes, primero un palco, después el
otro y por fin el sadismo del escenario, lo extraordinario era ver reunidas las
tres cosas con isocronismo, y contemplar un palco lleno de prostitutas en
camisa frente a un palco enlucido por los más alcurniados aristócratas de
Francia, aplaudiendo la atrocidad propiciatoria del drama.
¡Admirable estratagema!
¡Cuántas cosas como ésas hay que hacer en el mundo, pasmado de
tontería y de mojigatería!
¿Cómo resumir el valor de una figura literaria como la de Cocteau? Sólo
diciendo que Cocteau es único, o apelar a esa definición que de él hizo el gran
Oliverio Girondo diciendo que es “un ruiseñor mecánico al que ha dado
cuerda Ronsard”.
No se le puede mezclar a otros nombres literarios, aunque el afán de dar la
lección completa de su momento haga que a veces se le ligue a Max Jacob,
Giraudoux, Breton y Radiguet.
En contestación a este afán defectuoso ha dicho Cocteau:
“Las estrellas que forman la Osa Mayor no saben cómo están colocadas,
no saben que la Tierra las ve componiendo ese dibujo”.

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DUCASSISMO

HE dejado para cuando amaneciese la biografía de este hombre. La noche me


enredaba más su biografía. Todos los datos resultaban inverosímiles y en
desorden. Parecían muchos y en el alba he visto que son apenas ninguno.
Ni lo que se sabe, se sabe como se ha sabido.
Lo único que realmente le pinta, es su libro, siendo su otra obra literaria
un Prefacio a unas poesías que no le aclaran tanto.
Parece que el prefacio a sus poesías fue una manera de desprenderse, de
dar un fusta/o a los que le seguían por demoníaco más que por lo de
liberación, capricho y trivialidad de hombre verdadero, que había en sus
Cantos de Maldoror.
Arrepentimiento no hay en ese prefacio que han reproducido las ediciones
Au Sans Pareil, porque aún hay en él el bastante ingenio, la bastante
acrimonia, el suficiente desdén y el más burlón y domeñado de los estilos.
Es poderoso Ducasse y da una lección de poder o sea de arbitrariedad a
los que le han leído. Acrecienta la duda y dilata el desconcierto hablando de
moralidad y de orden.
Poco se sabe de su vida pero algo se ha ido sabiendo.
Isidore Lucien Ducasse nació en Montevideo el 4 de abril de 1846. Su
padre, canciller de la Legación francesa en esta ciudad nació en Tarbes.
Ducasse fué a París en 1867 para seguir los cursos de la Escuela Politécnica.
En esta época ocupaba una habitación en un hotel situado en el número 23
de la calle de Notre-Dame-des-Victoires.
“En este hotel bebía mucho café” —dicen todos sus biógrafos con gran
seguridad—. ¿Cómo saben esto? Y si saben esto que es una cosa tan íntima,
¿cómo es que no saben más cosas? Desde luego parece eso una cosa
inventada y pena es que ya que inventan, sea tan poco.
Ducasse dejó la calle de Notre-Dame-des-Victoires y se instaló en el
número 15 de la Rué Vivienne. En esta casa comentó el prefacio de ese
volumen de poesías que trató de lanzar en el año 1870.
Con esto y con que en 1868 fue remitido al impresor el manuscrito de los
Cantos de Lautrèamont, inacabados, pues ese libro admitía las proporciones

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dantescas que él había soñado, acaba casi su biografía.
Ultimamente se ha añadido a esa somera nota una carra, venida de no se
sabe dónde como todas las cosas de este hombre endiablado y sereno, dueño
del volante de la vida y del albedrío redento, como no lo había logrado ser
ningún otro escritor antes que él.
Es esa carta, una carta dirigida a su banquero en la hora poética.

"París, 12 de marzo de 1870.


Señor:
Déjeme reanudar el epistolario con cierta altura, he conseguido que me
impriman una obra de poesías en la Casa Editorial de M. Lacroix (Boulevard
Montmartre, 15). Pero una vez que ha estado impresa se ha negado a darla a
la publicidad porque la vida está pintada con colores demasiado amargos y
temía las iras del fiscal. Es algo en el género del Manfredo, de Byron, y del
Konrad de Misckiwckz, pero sin embargo, es bastante más terrible. La
edición ha costado 1.200 francos, de los que he entregado 400. Pero, en
resumidas cuentas, es un libro tirado al agua. Esto me ha abierto los ojos. Me
he dicho que puesto que la poesía de la duda (de los libros de hoy día no
quedarán nada más que 150 páginas), ha llegado así a un punto tal de triste
desesperación, es que es radical mente falsa. Con motivo de esto que se
discutan los principios que no es necesario discutir: es más que injusto. Los
gemidos poéticos no son más que sofismas odiosos. Cantar el aburrimiento,
los dolo res, las tristezas, las melancolías, la muerte, la sombra, etc., es
obcecarse en no ver nada más que el pueril revés de las cosas —Lamartine,
Hugo, Musset, se han metamorfoseado voluntariamente en mujercillas. ¡Estas
son las Grandes Cabezas reblandecidas de esta época! ¡Siempre gimoteando!
He aquí por qué he cambiado radicalmente de método, dedicándome a cantar
exclusivamente la esperanza, la calma, la felicidad, el deber. Así es como he
empalmado con los Corneille y los Racine la cadena del buen sentido y de la
sangre fría, bruscamente interrumpida después de Voltaire y Juan Jacobo
Rousseau. Mi libro no estará acabado sino dentro de cuatro o cinco meses.
Pero en espera de eso, quisiera enviar a mi padre el prefacio, que contiene 60
páginas editadas por Lemere. Así verá que trabajo y me enviará la suma total
del libro que quiero imprimir en seguida.
Le ruego me diga, señor, si mi padre le ha dicho que me dé dinero fuera
de la pensión a partir de los meses de noviembre y diciembre. En este caso,
me harían falta 200 francos para la impresión del prefacio, que con eso podía
enviar el 22 a Montevideo. Si no hubiese dicho nada, espero que tenga usted
la bondad de escribírmelo.

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Tiene el honor de saludarle.
L. Ducasse.

15, Rue Vivienne”.

Es un hombre hipotético este Ducasse. Llegaría a creer que es un hombre


inventado si no me lo hubiese encontrado en París. Se van encontrando las
noticias poco a poco. Rubén Darío decía en su silueta del Conde de
Lautrèamont: “Su nombre verdadero se ignora”.
André Alalraux últimamente ha lanzado algunas noticias sobre
Lautrèamont, cuyos detalles biográficos, dice en una nota, han sido tomados
de unas cartas de Ducasse, que “su poseedor actual, M. D. B., ha puesto a
nuestra disposición con cierras reservas”.
Siempre esa referencia indecisa, con iniciales, sin depurar: ¿Quién es ese
señor D. B.? ¿Por qué tenía qué hacer reservas sobre esas cartas?
“El primer canto de Maldoror, en su primera forma (1868) —dice también
Malraux—, es un poema en el que el espíritu del mal (Maldoror), después de
no dejarse salvar por Dazet, el espíritu del bien, es maldecido por él. El amigo
más íntimo de Ducasse antes de su ida a Montevideo, se llamaba Georges
Dazet. Logra los efectos gracias a la trasposición en un plano superior de
sentimientos que ha observado en él y en sus camaradas”.
De cualquier modo que sea —fuera insidias preparadas con la
comparación del primer original con el segundo—, el caso es que en
definitiva Lautrèamont consiguió encerrar en un lirismo más seco que todos
los otros —¡gran cosa ya!— algo original, sin tópicos, con una crueldad
entera y pura, en la que el efectismo es corregido por la virilidad del
escepticismo verdadero que posee el escritor.
¿De dónde ha salido ese mismo retrato que dibuja Vallotton en El libro de
las Máscaras, de Gourmont y que es el que después copia todo el mundo?
Nadie nos lo dice.
Parece ese diseño inspirado por Gourmont que le dijo: “Mire usted el
daguerreotipo que existe de Poe, y con la inspiración que recoja de él
convierta ese tipo en un tipo francés”.
No es tampoco ese el retrato que evoca la realidad por medio de las
comunicaciones inalámbricas. No fué Ducasse ese tipo fuerte, ancho, más
bien bello.
Ducasse desde luego fue feo, aunque tenía el aire noble del poeta.
¿Y por qué no plantearse la biografía del conde de Lautrèamont frente a la
suposición sincera que surge ante mí en esta aurora que he escogido para

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aclarar su biografía?
Con su cara consumida y rara, con sus ojos pequeños y hundidos, un poco
echado hacia delante, Isidore Ducasse vivía en el cuarrito de un hotel francés.
Los Cantos de Maldoror son como la venganza de vivir en ese cuchitril y en
medio de las casas llenas de confort de los burgueses, junto a esta humanidad
que suena a oro y que pasa con opulento gesto por las calles de París.
Isidore se sentía pobre, maltrecho y sentenciado a la tisis de la modestia y
corregía con sus cantos lacerados y cáusticos cierto dolorcillo que callaba a
todos y que era como una herida que se abría y se volvía a cerrar y se volvía a
abrir en el vértice del pulmón.
En los días de frío y lluvia de París. Ducasse en su habitación con la cama
deshecha hasta la noche, escribía y pensaba. Exaltaba sus pensamientos para
entrar en reacción.
Hasta el frío le era grato cuando encontraba una imagen verdadera y
genial. Eran sus imágenes como ovoides al rojo arrojados a la chimenea y que
le producían el doble placer de sentir el frío, el desamparo, la encantadora
adustez del cuarto del hotel y al mismo tiempo una tibieza y un regalo
encantador en el salón hiperbólico. ¡Qué bello vivir de una riqueza propia en
el contraste de la pobreza! Eso no lo consigue nadie más que el escritor.
Isidore tenía la mirada que domeña el verbo, que lo aculebrina como se
aculebrina el hierro si el brazo le somete a la precisa torcedura en el fuego
candente. Y domeñado el verbo, tenía domeñada la vida.

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Facsímil de la escritura de Ducasse.

Isidore, tenía unos cuantos libros —pocos porque su pensión no alcanzaba


para vivir— ¡pero para que necesitaba más, si él era el creador de un libro
para todas las bibliotecas y del que las ediciones probables ocuparían de abajo
arriba los inmuebles de alrededor!
Isidore tenía un piano alquilado. Era todo su lujo y en él recordaba las
grandes partituras y esas que acompañan al cuplé sentimental, el fruto de cada
otoño, el fruto de cada invierno, el crimen literario y musical, emocionante y
sangriento, crimen como un crimen, de cada estación.
En esos cuartos de hotel en que hay un piano se espanta la abrumación de
las cortinas y de los estores que no acaban de regir, y de los que siempre
queda la bambalina demasiado caída en la parre alta. Los amigos y las amigas
sólo en la chambre con piano no dicen el terrible:

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—Je m’ennui.
que es una especie ele verdad cortes que se puede lanzar y que se está
lanzando constantemente en el día francés, cuando en los demás sirios del
mundo, no se dice en los momentos solemnes.
En esa habitación, como todas las de los hoteles parisienses, habitación
crepuscular de la mañana a la noche, sentía la congelación del espejo del
armario de luna y por eso le enternece el mismo y tiene lamentaciones para si
mismo en sus cantos crueles.
En ese cuarto pequeño, ahogado, atufado de sí mismo, fraguó
Ducasse la refutación elocuente —sino la más fundamental—, la
refutación magnífica y gratuita del mundo y de Dios.
La cama del hotel, como una mujer que se muere, presidía su cuarto. Las
sábanas tenían ese color cerebral que da tanta tristeza a los juegos de cama
mus usados y de hilo frío y duradero de los hoteles.
A veces parecía la cama del que se ha muerto, del que se llevaron.
El integérrimo, animoso, componía esas páginas intensas, doblegadas, en
las que lo que está, está conseguido. Eso, de tan difícil que es, se puede decir
que no le pasa más que al afortunado. Habría que asegurar lo que el esfuerzo
vale porque se hallan numerosos seres haciendo el esfuerzo y nada, no puede
ser; ni comienzan ni comenzarán nunca a acertar.
¡Gran hombre encerrado para siempre en la habitación número tantos de
cualquier hotel, sin éxito ni repercusión alguna!
Mucho infernillo fué su holocausto, el propio y modesto holocausto, es
decir, muchas aguas cocidas en que echaba unas veces café y otras té.
Esa garra, esa mano que se quema del infernillo, ese gesto gafo y
requemado del infernillo, presidía el cuarto bohemio del señor conde.
El pobre, en las horas doblegadoras del hastío de que nadie supiese leer ni
de cerca en el original de su libro inédito, se hacía el té de los aburrimientos y
se asomaba siempre el espectáculo, un poco poético de que las hojas creciesen
tanto en el fondo de la tetera.
Hombre de mucho infernillo para despejar las brumas de otoño era el
señor Lautrèamont, que meditaba los comienzos de sus poemas mientras
miraba arder el alma del alcohol, verdadera imagen de cómo iba a arder la
suya en los infiernos, ya sin palabras con que poder blasfemar, sólo
expresándose con esos largos desmelenamientos y esas ráfagas exclamativas
con que arde el alcohol en los infernillos.
La cosa más expresiva del cuarto de Lautrèamont era ese infernillo
renegrido, con su pancita colgandera, dispuesto siempre a caldear todo el

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invierno. ¡Araña metálica!
Y a todo eso, el que estaba en el
modesto hotel, el hombre del paraguas
roto, que dejaba la llave con chapa en el
llavero de fábrica de muchos obreros,
que es el casillero ese que hay en los
bajos de los hoteles, era un conde, el mas
conde de los condes, el conde
imperecedero. Como rey y caballero al
mismo tiempo, se había concedido ese
título cualquier día, sin previa audiencia,
según se peinaba con el peine triste.
Siempre, de nacer otra vez y otras
veinte veces más, pediríamos eso: nacer
para una alegría parecida, nacer para las
más modestas e inconfundibles alegrías Retrato de Lautrèamont, inventado por Félix
interminables. Vallotton, al cual, según su autor, “Las
circunstancias han terminado por darle cuerpo
¡Qué envidiable ese momento en que y pose generalmente por verosímil”.
Isidore Ducasse se instituyó conde de Lautrèamont, sin alcurnia, sin sueldo,
sin tratamiento, sin publicidad, junto al lavabo, que huele deplorablemente a
humedad, la humedad con olor de panteón, que aviva y anima la mañana y la
tragedia del modesto hotel parisién!
Algunos días salía a resucitar, a darse una vuelta por las calles, a comer en
los restaurantes que son como tabernas con mantel. Marcó en las piedras de
las calles de París unas huellas que no se encontrarán, pero que están.
De pronto, yendo por París, escuchando al que va detrás por las calles por
las que no va nadie, y esperando verle en el fondo de espejo para retratar a
esos seres, que es el cristal oscuro de los escaparates, he visto al conde, pobre
conde satisfecho de ser humano hasta el delirio, avieso, buen muchacho, que
no fabricó más que ese poema de la pereza cruel, del instinto malo
galvanizado como una rana.
Ha corrompido para siempre la imbecilidad del demasiado inédito por el
que pasan los años en vano sin que varíe su tontería. Aunque ya en estos
tiempos no podría haber un inédito como él, porque todas las puertas le están
abiertas al inédito si no trae los lugares comunes, siempre se creerán que vaga
dentro de ellos un conde tan ruinoso y miserable, pero tan genial. ¡Ah, pero se
pillan los dedos, porque cuando les presentan los álbumes familiares, escriben
la tontería monda y lironda!

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Se le ve a ese conde apócrifo, pero con el alfiler de corona de conde en la
corbata —el alfiler que se vende para los cocheros— sentarse como un gran
señor en los bancos públicos enseñando la puntera de pato, con el pico abierto
y roto, de sus botas.
Siempre con el agua de acabarse de peinar en la cabeza, esa agua que
tarda en secarse y que está como reciente largas horas en los noctívagos, a
cuyo enfurruñamiento de dormilones por el día y cuyas toilettes no seca ni
plancha el sol, conservando toda la noche las plegaduras y los rocíos de la
toilette del atardecer.
—¡Isidore!… ¡Isidore! —le llamaban desde la otra acera, y él no
contestaba, porque se sentía el conde Lautrèamont, ese conde misterioso de
paso por París, yendo desde un castillo de los suplicios a otro castillo de los
suplicios. (Nadie se podría quejar en sus castillos de la hipocresía de su trato.
Su trato era sincero y leal).
¡Isidore! ¡Isidore!… —volvían a llamarle, y entonces se juntaba a la
pandilla de los que no sabían quién era, la pandilla de los pan talones
bombachos, la pandilla de los carboneros del arre, los que dondequiera que se
reúnan provocarán la idea de una fosa común y anónima, los pobres
mediocres que sienten la voluptuosidad del arte y viven una mísera pereza ya
que la vida se lo consiente.
Isidore iba con ellos y se reclinaba en los árboles del Luxemburgo como
los que nunca escribirán un poema como él ni pintarán un cuadro admirable.
Era para el extranjero y para el público del barrio, el febriciente poeta. Pero
él, con su silla convertida en mece dora se recostaba en el árbol y la cabeza en
esa antena de todo lo que se oye por el mundo, miraba de alto a bajo a los que
pasaban, y les insultaba por lo bajo con insultos elocuentes.

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Cielo del nacimiento de Lautrèamont.

La sombra del conde de Lautrèamont no correspondía a la silueta natural


de su figura, era una sombra más larga y con los dientes salidos. Ducasse la
miraba, riéndose de aquellos hombros puntiagudos, de aquellos pies con la
punta afilada, enguizcada y revuelta contra el empeine como la de los
coturnos antiguos.
La sombra de Ducasse era la verdadera sombra del conde de Lautrèamont,
con su sombrero de copa siempre puesto, de tal modo, que a veces, para ver si
era una deformación de la sombra, lo que hacía que su sombrero despuntase
en lo alto, se quitó el sombrero y, sin embargo, en la sombra perduraba el alto
sombrero de copa.
Aún París no era el París demasiado eléctrico y electrizado. Era el París
claudicante de gas, el París del que todos los escaparates tenían algo de

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escaparates de farmacia, ese tipo de acuario de las cosas de utilidad y de
fantasía que debían haber conservado los escaparates.
Las piedras de las aceras, en vista de eso, resultaban más grises al
atardecer, y toda la ciudad tenía el aspecto mate, penetrante, suficiente, de la
carne cruda.
El señor conde a esa hora salía de paseo. Tomaba su chambergo de alas de
vuelo cansado y su bastón, la única prenda de conde, un bastón con el puño en
forma de sello para lacre, y con sus iniciales grabadas en él, un bastón de palo
de bosque, con los nudos hincha dos por el reuma, peor, con un tipo, gracias a
su puño con apariencias de puño de bastón de mando, capaz de dar una gran
fachenda al que lo llevaba. Los bastones de la bohemia he notado siempre que
son lo único grande, magnífico, de gran alcurnia de la bohemia. Además, el
bohemio coge el bastón como un Faraón.
Tuvo que oír la conversación de los demás mientras él resultaba
incomprendido. ¡Qué por encima de todos sus contemporáneos resultaba él!
¡Cómo se arrepentirían los que le confundieron con el aficionado!
El no podía darse a conocer, pero escribía el libro en que se vengaba de
todo silencio y de todo anónimo.
¡Qué gran paseo después de haber escrito cada capítulo!
Todos se sorprendían de ver al muchacho un poco astroso pasear con aires
de majestad por la larga Avenida del Conservatorio, por que no sabían que los
papeles que sobresalían de su bolsillo eran cuartillas de inteligencia.
Tiene, por lo tanto, esa maestría modesta, del que aún no ha dejado de
hacer vida de estudiante y fabrica la obra madura. Es más fino y sencillo su
procedimiento, y aunque su entonación es poderosa, brota del medio sencillo
del escritor solitario, independiente, acrecido por esa especie de ruina
sostenida que hay en su habitación de hotel. Realmente, Dante o Víctor Hugo
o Byron toman desde más lejos y desde más alto sus cosas y salen al sol o a
plena naturaleza a despotricar.
Este libro, por el contrario, está hecho en el fondo del refugio humano e
independiente, en el alma sencilla y en la habitación simple, ¿para qué más?
Parten del huésped de la vida todas las palabras de Lautrèamont. Y con eso
rivalidó su título de Conde ante todo el porvenir.
Suscitó de tal modo la otra personalidad, la creó con tal alcurnia que, sin
dejar de ser aquel perdido personaje que encontró los mejores juegos de
palabras y de imágenes en la cámara oscura del hotel meublé francés, fue el
conde fantasioso y altivo, el otro, el que no permite que se le discuta, el que
no está para nadie ciertos días, el conde de Lautrèamont.

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Su obra, siempre Los Cantos de Maldoror, que yo diría que son su única
obra, tienen la rijosidad de una adolescencia pálida, nocturna, perezosa.
No se olvidarán muchas cosas de esta obra, como esa risa de los otros que
él se representa hiriéndose y buscándola en la herida de labios desplegados
que se ha hecho con la navaja.
El mismo lector siente agrietadas las plantas de los pies, heridas por el
cortaplumas con que hiere esta lectura. (No saquéis punta a un lápiz durante
la lectura de este libro, porque os llevaréis la yema de un dedo, y tampoco
abráis este libro con un instrumento con punta porque os lo clavaréis).
No sé por qué me parece esa obra hecha mientras el joven siente que su
corazón y su pulmón se deshacen, se desgarran como las esponjas muy
usadas, colgando ese pedazo de miga de esponja, de miga de pulmón, de miga
de corazón que se ha desgarrado irreparable mente.
Estos cantos están cantados desgarradoramente bajo el apremio y la
amenaza de la muerte. Tienen una risa que quiere borrar la fatalidad.
Indagando mucho en ellos se podría encontrar el bacilo terrible. Es
probablemente Ducasse el tuberculoso que en vez de apocarse encuentra en la
combustión precipitada y voraz de su vida, la exaltación generosa de las
crueldades humanas, de las más privadas angustias, del pavoroso instinto de
estrangulación con que nos contagia la muerte que nos estrangula.
Una tuberculosis sin fiebre es lo que acosa a esta alma que no quiere
engañar al género humano, ni quiere engañar a Dios, al que no puede querer
de ninguna manera.
Ante este libro se plantea va con más tranquilidad que en ninguna época el
caso de la blasfemia, y se reconocen las nuevas blasfemias, que ya no son
trágicas, sino irónicas, dotadas de sarcástica naturalidad.
Ya no son las blasfemias retóricas, en que son maestros los franceses,
aquellas entonadas y elevadas invocaciones al Señor, como la que tiene el
gusto de esbozar Gérard de Nerval en estos versos inéditos en castellano:
Cuando el Señor alzaba al cielo flacos brazos,
bajo árboles sagrados como hacen los poetas,
largo tiempo perdido en sus dolores mudos,
se juzgó traicionado por ingratos amigos.
Y se volvió hacia aquellos que abajo le esperaban
soñando con ser reyes, o sabios, o profetas…
Y a los que al torpe sueño de bestias se rendían,
dijo Cristo gritando: “¡No existe Dios, no existe!”.
Dormían. “Oíd, amigos, ¿sabéis la buena nueva?
Esa bóveda eterna yo toqué con mi frente.

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¡Yo, ensangrentado y roto, sufriré muchos días!…
Yo os engañaba, hermanos: ¡todo es abismo, abismo!
Falta el dios en el ara de que voy a ser hostia.
¡Dios no está! ¡Dios no existe!. Mas ellos duermen, duermen…

Las blasfemias de Lautrèamont como las blasfemias más graciosas, que


lanzan los cubistas, deben haber impresionado a Dios y haberle hecho más
mella que ninguna otra blasfemia. La intromisión, la barbaridad lanzada a
Dios antiguamente, era caballerosa, romántica, desesperada, con la fuerza de
los insultos que se sienten y en los que se pone gran ímpetu.
La que resulta inaguantable es la de Paul Morand, cuando dice:
"Puede oírse la misa desde el lecho,
gracias a la invención jesuita del Teófono.
La hostia es el plato del día”.

Las blasfemaciones de Ducasse participan en algo de la antigua factura y


también de la ironía nueva, y serían inadmisibles si no se hubiese demostrado
que la blasfemia es como una apasionada adhesión al Dios que quiere
ofender.
Es un libelista contra el Creador. Parece como si el Creador le hubiese
quitado un empleo que le había dado. De algo parece vengarse este hombre
que por lo menos, murió vengado.
¿Se vengó quizás por adelantado de que iba a morir demasiado pronto?
¿Quizá llevaba a cuestas una enfermedad secreta que se produjo en él en
forma espantable?
Y al mismo tiempo tiene su obra una cosa sagrada, ímproba, de rebelión
sensata, de revolución por el insulto, que le hace aparecer el segundo redentor
que aún está en los infiernos.
Esa obsesión de ese pelo de Dios visto con el más potente microscopio,
ese pelo de bulba aovada y enorme, la llevaremos clavada como una flecha en
nuestra memoria.
Por un pelo se puede decir que Lautrèamont ha entrado para siempre en el
infierno. Eso del pelo es imperdonable hasta en el concilio íntimo de Dios.
Ha sido este libro una tentación a la paciencia de Dios, tanto, que sobre la
última parte de él se cernió la tormenta con un vivo olor a las buhardillas del
cielo. Dios tuvo abierta la puerta para intervenir, pero considerando que mejor
era despreciarle, la volvió a cerrar.
Sólo el día en que apareció en el Supremo Tribunal tuvo que oír muchas
cosas.
—¡Con que yo me emborracho! —fue lo primero que le dijo Dios al verle,
dándole la primera bofetada.

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¿En qué departamento del infierno está
Lautrèamont? Está en la celda de castigo y
sufre el baño más fuerte, sulfuroso y caliente.
Se lo prepara un diablo como un ayudante de
los balnearios graves, metiendo la mano para
ver cómo está el agua. ¡Cuántas veces la saca
de prisa, porque él mismo, que está tan
acostumbrado, se ha escaldado!
También se ensaya en las carnes de
Lautrèamont la más complicada de las
navajitas americanas con numerosas hojas
distintas, que clavan en él una a una.
Entre los castigos que parece sufrir en la
eternidad está el de copiar sin dejarlo, hora
tras hora siempre, “el final del canto
tercero”. “Escriba usted una eternidad de
veces, señor conde, el final del canto
tercero”, parece que le dijo Dios con Casa n.º 7 del Faubourg-Montmartre,
austeridad de maestro de escuela que manda copiarencien la queveces el verbo haber.
murió Isidore-Lucien
Ducasse a la edad de 24 años
¡Espantosa penitencia!
el día 24 de noviembre de 1870.
Y Lautrèamont escribe y escribe desde entonces el final del canto tercero
y presenta sus copias inútiles al Creador y el Creador las rasga y espera las
otras.
Pero él no pudo evitarlo. Sus cantos fueron fatales. El siente piedad por sí
mismo. “Los gemidos graves del Montivedeano” —dice en sus poemas.
Es terrible jugarse la eternidad, porque no vale toda la eternidad el utilizar
este breve derecho a la protesta.
Tiene el orgullo fiero y sostenido que es el que puede poner tregua y
orden entre los hombres. Que todos sean tan orgullosos como él y eso evitará
que tomen nada de lo de los otros, eso les hará independientes en la vida,
buscando el medio, sin rebajamiento y conspiración, de vivir de sí mismos y
así hasta en la posición humilde, pero suya y bien preparada por ellos, podrán
ser orgullosos.
Su canto incontinente y personal no es peligroso. Prepara una moral
íntima que desdeña el mal, la pereza, la hipocresía, la vanidad tonta, prepara
la madurez del hombre bueno, consciente de su fin, que no molesta al
prójimo, ni lo desprecia sin razón, ni lo despoja de nada suyo. Tuvo el gran
desprecio que respeta sus prendas y por eso desprecia el acto de arrebatarlas.

Página 382
Eso le condujo a ser original en un mundo en que el orgullo vive faltando al
orgullo, es decir, vive a expensas del otro o del latrocinio venal.
Todo su orgullo salvó su personalidad, pero es que su orgullo se basaba en
la obra, en la que el tópico no existe y en el pensar a todas horas en el
pensamiento que le correspondía escoger, que convenía encontrar. No en
pensar por pensar como los orgullos vanos.
Debió ser prudente, bondadoso y fiel, porque no necesitaba la bruta
impudicia de un talante necio y bronco, ya que tenía lo más difícil del mundo,
la seguridad, la sensatez que brilla como moraleja en medio de la insensatez
engañosa de sus cantos. Le obedecía el mundo sin que necesitase hacerse
obedecer.

SALVADOR DALÍ. Grabado para


“Los cantos de Maldoror” de Lautrèamont.

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Aprendamos en Lautrèamont, más que una declamación, la virilidad
evoluta, no la virilidad seca y garañona de la que es dueño el animal más que
el hombre. En eso nos da un ejemplo hasta el carnero. Aprendamos en
Lautrèamont la exaltación humana ascendiendo a esas exageraciones, viendo
cómo en ellas hace gimnasia la personalidad.
¿Qué terrible desprecio le hicieron o qué engaño de amor sufrió en su
vida?
Parece amargado… es decir: no parece amargado por nada, sino
desengañado por algo y frente a ese desengaño ha trocado una alegría por
otra, la alegría buena por la alegría mala.
Quien infundió ese espíritu en Ducasse por la traición con que le ofendió,
no pudo jactarse de haberle despeñado en el dolor. En lo que le arrojó fue en
una alegría frenética, desesperada, en esa risa del epiléptico que parece que
cuelga de sus labios como miel, pero que es algo que con el mismo tono
ambarino de la miel, es el acíbar.
Parece que al entrar un día en su cuarto se encontró al amigo con su
amada, las cabezas juntas en un beso incomprensible de amor. Ducasse,
convertido en Maldoror por efecto del encuentro se fué a otro aposento y
escribió esos cantos profundos en que por el desengaño sufrido, tortura todas
las cosas, tortura toda la humanidad.
Muy bella debió ser aquella mujer que dejo en el cuarto sola, mientras él
iba al Luxemburgo. Pálida, de ojos grandes, opulenta, alta, envuelta durante
todo el día en el quimono que deja los brazos al aire, se alimentaba de noche
como él, para conservar su palidez y las dos ojeras violentas, transversales,
que de violentas que son, son como heridas que agrandan los ojos y la boca.
Isidore Ducasse adoraba en ella y sobre todo lo que le descompuso más
fué que volvía del jardín ideal de adorarla idealmente, que venía lleno de
romanticismo, cuando la encontró bebiendo besos distintos en otra boca.
Volvía indudablemente del jardín paradisíaco y de la soledad dulcísima,
cuando recibió el gran desengaño, porque en su obra hay eso; la conversión
en un veneno de los peores, de una dulzura de las mejores.
León Bloy dice de él: “el signo incontestable del gran poeta, es la
inconsciencia profética, la turbadora facultad de proferir sobre los hombres y
el tiempo, palabras inauditas cuyo contenido ignora él mismo. Esa es la
misteriosa estampilla del Espíritu Santo sobre las frentes sagradas o profanas.
Por ridículo que pueda ser hoy descubrir un poeta y descubrirle en una casa
de locos, debo declarar en conciencia que estoy cierto de haber realizado el
hallazgo”.

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“No sería prudente —dice Rubén Darío— a los espíritus jóvenes
conversar mucho con ese hombre espectral, siquiera fuese por bizarría, o
gusto de un manjar nuevo. Hay un juicioso Consejo de la Kábala: «no hay que
jugar al espectro, porque se llega a serlo»”.
¿La estética de este libro? La estética de los grandes creadores, es la
creación. De ella se deducen las leyes que se quiera, pero ella no fué hecha
según ninguna ley deducida.
Haber sabido bien lo que es distinto, plenamente distinto a todo lo demás,
y haber sabido dar a ciertas cosas su razón, esa razón parecida a todas las
razones y, sin embargo, igual —que sea todo lo atrevido que debe ser el
pensamiento— a las paradojas más estrepitosas, ésa fué sil maravillosa
facultad.
Todo en esta obra roma caracteres de verosimilitud y de sinceridad en
medio de su originalidad. ¿No son esas las condiciones supremas? En arte
todo el mundo debe tener su originalidad y su razón distinta, porque sólo en
ese equilibrio y en esa certeza está la personalidad.
Se podría decir que es una de las obras más conscientes de la creación
hasta que no se haga otra cosa con locura tan determinada como la que aquí
abunda.
Hay eso y MÁS + en el corazón humano después de todo.
Se ve al hombre que ha pasado el mar y todo lo mide ya por ese rasero,
con esa irritante unidad de reacción.
El mismo Gourmont al hablar del Conde cree en la locura, habla
demasiadas veces de la locura, y aunque se ve que la comprende, no le basta
eso para ahorrarse esa palabra falsa, ya que Lautrèamont es el único hombre
que ha sobrepasado la locura. Todos nosotros no estamos locos, pero
podemos estarlo. El, con este libro, se sustrajo a esa posibilidad, la rebasó.
Para dulcificar su suposición, pero a contrapágina de ella, seña la
Gourmont que puede ser un “ironista superior” y señala una cualquiera de sus
ironías, cuando todo se ve que está escrito entre la ironía y la verdad, todo
monstruoso y supremamente consciente.
Se sabe además que no estuvo nunca loco, pero si no se supiese se debería
tener la seguridad. En su gran libro están ordenadas las partes en el todo y
están proferidas las cosas con toda conciencia y frialdad. Vibra, se apasiona,
es tempestuosa la palabra, pero el hombre que la conduce, permanece sereno,
impasible, seguro.
Esa oración larga, ese poema seguido, en que no hay vaivenes ni saltos,
tiene una lógica en la frase que revela la inteligencia dotada de esas ruedas

Página 385
dentadas en sentido contrario al movimiento constante, que son los frenos
más formidables del mundo.
Cada canto y cada trozo de canto se ve que termina cuando él
verdaderamente quiere, y se oyen los frenos con los roces terribles con que
tienen que ir disminuyendo y rematando el delirio con verdadera lógica y con
el paso de luces que hay en los ponientes, lo que siempre llega a tonos de gran
intensidad.
No es que haya ningún loco capaz de estas cosas, es que no hay alienista
que conozca la entrada, el trayecto y la salida de las circunvoluciones más
difíciles de la inteligencia, y de sus razonamientos más absurdos, como los
conocía Lautrèamont. Todo alienista es un loco al lado del señor conde de
Lautrèamont.
¿Y cómo murió?
En el canto cuatrocientos de sus vómitos de sangre.
¿Cuándo? A los veinte y cuatro años de estar pasmado ante la vida y de
gastarle la broma de la comprensión, que siempre es una broma tan trágica
como lo fue en Ducasse.
Murió el 24 de noviembre de 1870, en el Faubourg Montmartre,
matándole en pocos días una fiebre maligna.
Se le enterró el 25 de noviembre en una concesión temporal del
cementerio del Norte.

Después de escrito hace muchos años lo que hasta aquí he dicho sobre
Lautrèamont, el nombre del conde ha sido llevado y traído y últimamente ha
sido popularizado hasta el delirio por el arte nuevo porque es el único escritor
que admiten de todo el pasado.
Traducido mi trabajo en el número especial que dedicó a Lautrèamont Le
Disque Vert hace más de quince años, in fluyó en la manera con que encaró a
Lautrèamont con Dios un escritor francés.
Se descubrió un poco tarde que Los Cantos de Maldoror eran los
precursores de toda la poesía nueva, pues fueron anteriores en publicación —
se publicaron en 1868— a “Une Saison en Erfer” de Rimbaud que la publicó
cinco años después.

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MAN RAY. Homenaje a Lautrèamont. 1933.

Desde ese momento todo fue metamorfoseado y transformado de acuerdo


con el gran arquetipo y Delteil escribe: “Conde sí, y de toda eternidad y con
plena posesión, por derecho del espíritu. Conde orgullosamente y, bien
entendido, no sin alguna sangrienta ironía. Es conde como el águila es águila,
y es una manera bastante clara de marcar de vasallaje a la humanidad. Si uno
de los peores vicios del hombre es la humildad, el conde de Lautrèamont está
indemne de ese vicio”.
Breton ha dicho en sus Cabezas de tormenta palabras tan bellas sobre
Lautrèamont, como estas que voy a reproducir:
“Apocalipsis definitiva es la obra en que se pierden y exaltan las grandes
ondas intuitivas del contacto de una jaula de amianto que encierra un corazón
calentado al blanco. Las cosas más audaces que se pensarán y se emprenderán
durante siglos lograron formularse por anticipado en una ley mágica. El
verbo, no ya el estilo, sufre con Lautrèamont una crisis fundamental, marca
un nuevo comienzo. Se acabaron los límites dentro de los cuales las palabras
entraban en relación con las palabras y las cosas con las cosas. Un principio
de mutación perpetua se ha apoderado tanto de los objetos como de las ideas
y tienden a darles una libertad completa que implica la del hombre. A este
respecto el lenguaje de Lautrèamont es a la vez un disolvente y un plasma
germinativo sin igual”.
Breton y Aragon han encontrado el ancla del nuevo buque delirante en
una frase del conde Lautrèamont, el falso conde uruguayo-francés, que
acabará por ser el único maestro absoluto del grupo ya que a Poe le arrojan
porque es el inventor de la novela detectivesca y en Baudelaire encuentran
claudicaciones y ternezas de creyente. Esa frase-ancla del movimiento, el
principio que fija su estética es la definición del arte que dió Lautrèamont

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hace muchos años: “El arte es el encuentro fortuito de una máquina de coser y
de un paraguas sobre una mesa de disección”.
Mucho he meditado sobre esta frase temática y he tenido pegada en mi
pared la reconstrucción gráfica de su absurdidad.
Un día llevé mi cuadro sinóptico a “Amigos del Arte”, en Buenos Aires, y
di una conferencia sobre el Surrealismo con ese telón de fondo.
Lo peor que se puede hacer con un principio nuevo de fe, con el apotegma
primero de una nueva estética, es rechazarlo. Eso es cegarse.
¿Quiere decir efectivamente esa frase y al pie de la letra, que el arte sea el
hecho de ese encuentro casual de una máquina y un paraguas sobre la artesa
lisa y con desaguadero de sangre y humo res, que es una mesa de disección?
De ningún modo. Detrás de esa asquerosa definición está un permiso y una
invocación tan anchurosos que hay que llegar a comprenderlos para darse
cuenta de su extensión.
El Arte, quiere decir esa licencia del paraguas, la máquina y la mesa, es la
unión de lo más dispar en mezcolanza dramática, en coincidencia inesperada,
saludando esa conflagración con el más ingenuo y desesperante fervor, como
si el amador coincidiese con su esposa y además con la amante en un mismo
acto revelador, de pronto, en el momento más impensado, sin conocimiento
previo de que el gran encuentro pudiese suceder, después de todo, el barajar
esqueletos que es la muerte.
Nada más diverso que una máquina de coser, un paraguas y una mesa de
disección, pero en la posibilidad de llegar a ese encuentro, sin previa
premeditación, hay un patetismo inmenso.
La rotundidad del ejemplo no podía ser discreta en aquel gran poeta que
descubrió los “pulpos de mirada de seda”; tenía que ser radical, estrafalaria,
tremenda.
Maestro intemperante, Lautrèamont no podía poner más que un ejemplo
perentorio, de largo alcance, que supusiese todas las innumerables
combinaciones del azar en que consiste el Arte.
El azar es la gracia del mundo y si el jugador se vuelve empedernido es
porque goza en bruto del azar. La perfección del Arte es el azar
perfeccionado, laborado, desinteresado, logrado en regiones serenas y sin
coima alguna.
Dalí ha dibujado las más interesantes ilustraciones para la edición de lujo
del célebre poema.
Leedlo con cuidado, con lentitud como viendo en él una con fabulación de
posibilidades, como el contraste en América del Sur de lo que supuso Poe en

Página 388
América del Norte.
Para mí es de una esencial importancia que haya nacido Lautrèamont en
Montevideo, porque reputo que representó el primer encuentro al volver a
Europa del alma poética y libre del blanco nacido en América —la misma
revulsión y el mismo paroxismo que se dió en el alma de Poe al ir a Londres
—, contando con la medición del enorme mar como exaltación suprema,
como pulpo tembloroso, como abismo verde y amedrentador.
¡Poeta atormentado y fervoroso! Resucita para respeto de todos un
temblor que ya no se tiene ante Dios, porque sólo los hipócritas detestan la
verdad.
Su obra del Arte y pese a sus apariencias, arderá en la última grada del
altar y siempre para MAYOR GLORIA DE DIOS.

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DALIISMO

EL fenómeno nuevo que concreta y diversifica como un magnífico


espectáculo todos los secretos del surrealismo ha sido milagreado por otro
español, por Salvador Dalí.
Puramente catalán, pleno de esa mañana rumbosa que sólo hay en
Cataluña y que yo he saboreado muchas veces con admiración y fraternidad,
hay que tener en cuenta ese dato porque de ahí sale en gran parte esa pasmosa
juventud que hace prolífico ante el asombro del mundo, a este jovencito
genial que momentos antes de cerrarse la actualidad universal con la entrada
de Norteamérica en la guerra, llenaba el escaparate del mundo, movía las
grúas y las jirafas de Nueva York, influía en la pictórica capital de la
civilización.
Dalí, con esa gran dignidad española que no admite el plagio, no tiene que
ver nada con Picasso como modelo y sólo recibe la natural influencia de todo
lo moderno sobre la renovada originalidad.
Dalí es el niño de una nueva especie.
Nace en Figueras (Cataluña), el 11 de mayo de 1904.
Estudia en Madrid y se deja llevar de sus efusiones nítidas y no oculta que
admira a Meissonier y huele las malvas reales de Mariano Fortuny, delirante
pintor del siglo XIX.
El gran instinto de Dalí es el de no menoscabar sus impresiones de infante
lleno de clarividencias, rápido en agarrar y soltar las cosas que le atraen, más
rápido y franco que nadie al minuto, cien mil revoluciones de veces más que
nadie.
Dalí fué un adolescente único que sigue siendo un adolescente.
En el capítulo del surrealismo le hemos visto andar con los apóstoles de la
escuela, pero ahora vamos a aislar su caso.
Tengo que insistir al hacer la silueta de Dalí como jovencito avizorador,
mojado en claras mañanas catalanas, de vuelta de una excursión con sus
padres por París.
Un día, después de una exposición en que se presenta lo incomprensible,
su padre viudo le pregunta qué extraño simbolismo hay en un cuadro en que

Página 390
se burla de su familia.
—No hay simbolismo… Es tal cual.
El padre entonces se despide del hijo, y Dalí entra en su calvario, solo y
como huérfano, como prestándose a cumplir por entero su destino de redimir
de prejuicios al ser humano que está queriendo rebelarse.
No tiene miedo puesto que ya le ha sucedido lo más que le puede suceder
y entonces da escándalos en la pacífica y hermosa Barcelona y la Junta
Directiva del Arenco Barcelonés dimite en pleno y Corominas me cuenta
consternado, en un banquete al que asisto esos días en la ciudad condal, todo
el motivo de la contienda.
Yo no sé qué decirle y sonrío porque veo que hacia el porvenir no se
camina sino así, rebasando con atropello el horizonte visible.
Dalí está en plena inquietud y bromea con España. Aparece en Málaga
con un collar de jazmines y Gala tiene a gala bañarse sin traje de baño en la
playa pudibunda. Unos días más, mientras los malagueños se dan cuenta de
que es verdad lo que han visto sus ojos y Dalí ya está frente a las ventanas de
sus cuadros en París, revelando las placas de lo supervisto.
Va más de prisa que nadie, con más derroche de osadía, con más técnica
anatómica pictórica y botánica. No se imagina sólo sus monstruos sino que
los pinta con buena pintura haciendo plásticos sus muñones y consiguiendo la
calidad reblandecida de su tiempo.
Se ve que son los nuevos jóvenes, y el animador séptico pero diestro
como él solo es Luis Buñuel, el autor del Perro Andaluz. Ese aragonés, con
cara de estatua de excavación y anchos hombros —el doctor Sacristán se dió
cuenta de que se abrochaba la chaqueta cruzada, en sentido inverso a como
suele abrocharse o sea que ya tenía la premeditación al revés— y en todas sus
palabras y sobre todo en su acción, es osado y de una rara inteligencia. (Yo
compuse para él un escenario que se tituló Chiffres y cuyo guión se publicó
en una revista de París).

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SALVADOR DALÍ. Arrabal de pueblo. 1936.

El Vizconde Noailles protege a Dalí con carta blanca: compra sus


cuadros, da dinero para un film del que después se asusta, pues los círculos
aristocráticos le amenazan, pero siempre tiene su chalet abierto a todos ellos,
pero en una forma original de dar hospedaje sin ver a sus huéspedes si
prefieren estar independientes en sus habitaciones y la piscina libre a todas
horas.
Esas prebendas envalentonan al arte que se derrama en plena libertad y
Dalí realiza todas las experiencias como en un mundo fácil y de hecho,
redimido.
Son días muy bellos de París en que todos aportan su descubrimiento, su
colonización de los espacios secretos, sus nuevas fórmulas expansivas.
Vive con los poetas y entre ellos con ese admirable poeta autor de la Rosa
Pública y que se llama Paul Eluard. Tanto intiman que la amada de Dalí, su
Gala elegante y extrasutil era la que había sido ideal de Paul Eluard.
Nada rompe la amistad y la admiración de estos artistas que viven
sonámbulos, atraídos por algo más trascendental que las escaramuzas
corrientes de la vida.
Sólo camina por el boulevard un antecedente suyo, el de Marcel
Duchamps, dotado de esa originalidad absoluta que, como recuerda
Breton, lleva a la conclusión de Rimbaud: “soy mil veces el más rico,
seamos avaros como la mar”.
Duchamps es el inventor de los ready made, o sea objetos manufacturados
promovidos a la dignidad de objetos de arte por la elección del artista.

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Célebre es su seca botellas como un puerco espín de raza superior y férrea y
más célebre como creación y punto de partida —después de su “molinillo de
café” de 1911— “La mariée mis a nu par les célibataires”, mecanismo que
entusiasma a Breton por cómo ha equilibrado, equitativamente, lo racional y
lo irracional.
Dalí quiere “idealistas que no participen en ningún ideal” y con eso
integra lo que el surrealismo dice: “La salud no está en ninguna parte”.
Como todos los días arma una temática nueva, no importa que un día
dijese que su escuela era “metafísica”.
(Siempre que se anuncia un tomo con el título de “¿Qué es la
metafísica?”, se suele agotar, por lo que se puede llegar a la conclusión
definitiva de que, cuando nadie se puede trasmitir la res puesta de lo que es
eso, ni prestándose el libro, es que la metafísica es sólo un “negocio
editorial”).
René Crevel —el que se suicidó en vísperas de un congreso comunista—
el autor de “¿Estáis locos?”, es el que ha escrito el mejor ensayo sobre Dalí,
“Dalí o el antioscurantismo” y el que sugirió la idea del “realismo
extravagante”.
Vió la vitalidad diversificada de Dalí porque él iba hacia la muer te
atraído por el “impulso morral” que Crevel oponía al “impulso vital”.
El subraya las palabras que escribe Dalí en la Mujer invisible: “Yo creo
que se acerca el momento en que por un proceso de carácter paranoico y
activo del pensamiento, sea posible (simultáneamente al automatismo y a
otros estados pasivos) sistematizar la confusión y contribuir al descrédito toral
del mundo de la realidad”.
René Crevel ha visto las “lavas liberadas” que hay en Dalí y en sus
panoramas.
Dalí comprende la belleza “terrorífica y comestible” de la arquitectura
modern style.
El es el que se extasió ante las creaciones neorrománticas de Antonio
Gaudí —el viejo artista siempre de rodillas ante Dios al lado de Dalí siempre
de pie en el templo— y que sorprendió casas, adornos, atributos extraños del
“subterráneo” de París. ¡Qué gran plato de arquitecturas diferentes encontraría
en Buenos Aires! Se volvería loco al encontrar las cariátides de ensueño y las
fachadas de encaje inglés en piedra y las cabelleras de cemento, ere.
La disparidad de gustos y reivindicaciones de Dalí es lo que le da más
grandeza y así tiene de pronto una súbita admiración a Böcklin al que yo he
visto en sus lienzos originales en Basilea y aun recuerdo la inquietud

Página 393
desorientada, la suposición de paisajes irreales entre luganeses y plutonianos
que Dalí con su gran cariño legitima ahora.
Dalí ha devuelto la esperanza al arte y el arte es lo capital en la vida que
pasa.
Así como al carbón se le ha llamado luz fósil, lo único que queda
fosilizado de la luz espiritual y del aire y la fiesta de otro tiempo, es el arte.
Lo único que si no existiese Dios iba a poner en el compromiso de Dios a
la creación, es el arte con sus creaciones y sus signos amontonados.
Del conjunto del arte y la poesía, sería complejizada la gran su posición
de Dios. Es la única trampa que se pone al tiempo para meterlo en una idea
máxima.
Dalí, por esa liberación de los prejuicios y por no dejar que ninguna
bruma contamine su neta visión llega a la creación de la “imagen doble”, es
decir “la representación de un objeto, que con la menor modificación
figurativa o anatómica, sea al mismo tiempo la representación de otro objeto
completamente diferente, libre también él de todo género de deformación o
anormalidad que pueda descubrir cualquier artificio”.
La imagen doble es el hallazgo técnico plástico de Dalí y gracias a ella —
un caballo que es al mismo tiempo la imagen de una mujer— se puede llegar
prolongando coincidencias y pretextos, continuando ese proceso paranoico
voluntario, a la existencia de otra y otra idea obsedante y alucinatoria —la
imagen de un león, por ejemplo— aclaradora de instintos, logradora de deseos
solidificados, hasta un número de imágenes limitado solamente por el grado
de capacidad paranoica del pensamiento.
Gracias a Dalí y el surrealismo, vencida la estrechez del concepto
demencial y por ese camino logrado por túneles de luz, habría un nuevo
redescubrimiento del mundo y un nuevo ensanchamiento y proliferación de
sus playas.
El surrealismo logra en Dalí su más simpática liberación, su salida
divertida y multípara.
“Los excesos conducen a la sabiduría” —ha dicho Blake—, y por eso los
excesos surrealistas conducen a una mayor superación de la paragüería del
mundo.
Eleva el juguete a cosa trasportadora, necesaria para trasformarse,
consolarse, luchar y vivir.
Logra lo que según Maurois daba Joyce, “el estremecimiento de lo
ininteligible”.
Es el sueño antes de la locura —la locura que no llega—.

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Todo es tributario de todo y esa litiasis del riñón está ligada con esa
mancha que cubre la pared medianera de esa casa y que tiene círculos de
especial gangrena en el espectáculo de los vecinos.
Eso o cosas como ésas sólo que poetizadas y ateniéndose a la idea de
poetizar que lanzo Hebbel “poetizar no significa descifrar la vida sino
crearla”.
Creación en lo absurdo, alegría, felicidad, todo fuera del razona miento
para lo que conviene recordar la definición de belarte por Macedonio
Fernández: “Sólo es belarte aquella obra de la inteligencia que se proponga
no un tópico o faz de la conciencia, sino la comunión de la certeza del ser de
la conciencia en un todo y que para eso no se valga de raciocinios”.
Nada de bailarinismo —el bailarinismo sólo con tomate— sino el
marsupialismo, lo entrañable saliendo de cuevas, el nacimiento de la imagen
por el agujero de la propia entraña marsupial.
Esa idea cumbre de Dalí que es lo marsupial —realizada entre otros
cuadros en los centauros marsupiales—, revela una posibilidad en que la
entraña abierta arroje sobre la vida homúnculos, homosapiens, niños nuevos y
delirantes.
Yo añadiría a lo marsupial algo que está en el misterio de lo impar, lo
ornitodelfo.
Los últimos descubrimientos de la ciencia en genética y en evolución es
que el tipo nuevo de una especie a otra no puede ser preconizado, sino que es
una aparición súbita, una metamorfosis inédita y original que aparece súbita e
inesperadamente.
De acuerdo con eso, Dalí supone sus marsupiales humanos o centáuricos
teniéndose en cuenta como elemental explicación que marsupial es en
zoología el didelfo, que es el mamífero cuya hembra tiene las mamas y
guarda sus crías como el canguro y la zarigüeya.
En esa entraña hueca, en esa hornacina en el pecho del marsupial supuesto
habrá tesoros de misterios nuevos.

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SALVADOR DALÍ. El gran paranoico. 1936.

Mientras Duchamps viaja de incógnito con Tanguy que podría ser otro
antecedente de un momento, Dalí avanza, retrocede, tiene ecos de nostalgias y
nostalgias de ecos, se mueve a la derecha, a la izquierda, desciende a todos los
infiernos, remonta todos los cielos, realiza todas las suposiciones de él y de
los otros, pero con más variedad y gracia que nadie, jugándose la vida a cada
nuevo cartel de feria.
Sus calamares en su propia tinta, su pulpo vareado, sus poliperos, sus
cabezas madrepóricas, su mundo moluscar y conchífero —ostrícola es poco—
se va esparciendo por las exposiciones.
El español es la diablura, la picardía, la inquietud inusada, el infantilismo
puro, y eso hace que se evite que tomadas ciertas teorías por otros pueblos, se
vuelvan académicas y sórdidas.

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El español es así pero sin embargo París es la ciudad cosmopolita que
concentra un gas inencontrable en otros sitios y que provoca en las cabezas
privilegiadas las génesis de las nuevas teorías.
Dalí encuentra allí sus espectros del sex-appeal, sus persistencias de la
memoria, sus acomodaciones del deseo, sus conquistas de lo irracional, sus
vértigos, sus dramas paranoicos, sus ondulaciones convulsivas, sus arcos de la
histeria y su obsesión del Palladio y del Angelus de Millet.
Ivan Goll me va a ayudar a pintar unas escenas de su vida y a decir otras
cosas sobre él:
Dalí visita a Freud en Londres, trazando de él un retrato más exacto de
todos lo que podemos imaginar, y he aquí la frase que de él pudo recoger:
“Por ahora se trata de buscar el consciente en los surrealistas y el
inconsciente en Rafael”.
Ese día fija la conversión de Dalí. El vuelve hasta la pura tradición de los
pintores españoles: Violencia y pasión. Después del Greco y Goya, después
de Juan Gris y Picasso, va a mezclar en su paleta la sangre del Señor y el rojo
de su tierra catalana.
Realismo extático que recuerda el de Valdés Leal, de la Iglesia de la
Caridad en Sevilla que no se arredra al pintar los gusanos y el muermo de los
cadáveres. En el Rostro de la Guerra, los cráneos de muerte engendran a su
vez infinidad de cráneos, ciegos o tuertos, en los ojos horrorizados de su
progenitura.
¿Acaso va Dalí a convertirse en el siervo, en el cómplice o en el disfraz de
la realidad? Helo aquí que se atreve a pintar después de Van Gogh, y con un
fervor centuplicado, un par de zapatos que expresan toda la desesperanza de
la fatiga humana, toda la usura de la vejez. Pero que al mismo tiempo lucha
victoriosamente contra la bajeza de la realidad y le opone abiertamente su
auto vacuna: ¡el amor! Puesto que es una idea genial la de colocar junto a los
dos zapatos condenados para siempre al pie vivo y luminoso, la gracia triunfal
de su diosa Gala. Y de la misma hebilla, deliciosamente mordida por la
serpiente de la gloria, emana la seducción que va a salvar al más humilde de
los humildes.
De antemano Gala y el amor son el simple secreto final de Dalí: desde que
se trata de dibujarla con el lápiz, o más bien con la espuma de leche el carbón,
él crea esa especie de hada, tras de la cual languidece toda su vida.

Página 397
SALVADOR DALÍ. Impresión de África. 1938.
Colección Edwar James. Nueva York.

Es por otros caminos por los que Dalí realiza la busca incesante de la
quimera, lo que en el fondo es el amor y la gloria. Nuevas leyes rigen el arte,
¿por qué empeñarse en que lo rijan leyes que no por viejas estaban ungidas de
eternidad?
“En lo inconsciente, ha dicho Freud, todo pensamiento está unido a su
contrario”. Esa hermandad de lo contradictorio —cuando en el pasado
siempre se tendía a deshermanarlo—, es la gran empresa surrealista.
Los que ven a estos artistas de lo incomprensible desde fuera, los creen
escépticos de su arte y sostienen que no entienden lo que han hecho.
Dalí sabe lo que hace y lo entiende.
Este hombre que sueña despierto y que ve una realidad tan exúbera que ha
inventado las horquillas —como las de la parva— para sostener su
prepotencia, va y vuelve al campo y como Miró y como un día Picasso, en el
maravilloso campo catalán concibe sus damnaciones del arte, como si la
Naturaleza quisiera ser otra Naturaleza, salvarse de ser siempre esa cosa
saludable y monótona que se llama la Naturaleza.

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Dalí es incansable en teorías y entre un viaje y otro lanza su teoría del
huevo y la perla.
En arte hay que oponer la perla al huevo.
Según Dalí, en el huevo la idea se entrega enteramente y sin condiciones a
la luz, mientras que en la perla pasa exactamente lo contrario: es la luz la que
se entrega en cuerpo y alma hasta la última gota de su iridiscencia. Oponer la
perla al huevo es como oponer a la idea contemplativa platónica de la
escultura la idea paranoica crítica del objeto espectral.
Ve Dalí en la perla la forma dulcemente abollada de los cráneos, teniendo
como ellos la marca lúgubremente irregular de la presión de los dedos del
creador y siendo precisamente sobre este miniatural cráneo, sobre este
diminuto bucéfalo de la perla, sobre el que brilla de un modo irresistible la
más paralizante de las sonrisas, la sonrisa luminosa, la irisación, el espectro.
Hay que elevar esa condición de la perla, que es, según Dalí, el espectro
mismo del cráneo, “de este cráneo que al final de la putrefacción afrodisíaca y
vermicular queda redondo, neto y pelado, como el residuo y la concreción de
la enlodada, nutritiva, magnífica, pegajosa, oscura y verdosa ostra de la
muerte”.
Esa luz de la perla, que no está dispuesta a dejarse contemplar ni tocar por
el pensamiento escultural”, como lo deseaba Platón, es lo que hace delirar a
Dalí que, como él confiesa, no se alimenta de las llamadas ideas luminosas,
corrientes, porque las ideas luminosas puras ya no tienen sol sino el luor
medusiano del fondo del mar.
Como se ve, en Dalí palpita lo extraordinario, y su estilo tiene algo de un
Shakespeare de nuestros días. Eso es teorizar y esa comparación de la perla
con el cráneo y su impronta, en la que queda el toque de los dedos de Dios, es
una imagen admirable.
Al margen de sus cuadros, en los papeles que sobran en los blocs
inagotables, escribe versos que av en tajan en detalle y suposición a los de los
poetas de su misma escuela (por eso se pudo casar con Gala que era la esposa
de Paul Eluard).
FOLLETO ACUNADO
CUNA EN RÚSTICA

Folleto perdura
al mismo tiempo declinando
una taza
una taza portuguesa cualquiera
que se fabrica hoy
en una fábrica de vajillas
pues una taza

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se parece por su forma
a una dulce antinomia municipal árabe
montada al final del alrededor
como la mirada de mi bella Gala
la mirada de mi bella Gala
olor de litro
como el tisú epitelial de mi bella Gala
su tisú epitelial chocarrero y lamparista
sí, yo lo repetiría mil veces.

Folleto perdura
al mismo tiempo declinando
una taza
una taza portuguesa cualquiera
que se fabrica hoy en una fábrica de vajillas
pues una taza
se parece por su forma
a una dulce antinomia municipal árabe
montada al final del alrededor
como la mirada de mi bella Gala
la mirada de mi bella Gala
olor de litro
como el tisú epitelial de mi bella Gala
su tisú epitelial chocarrero y lamparista
sí, yo lo repetiría mil veces.

Todo lo que pinta se vuelve enigmático y prodigio claro.


Los nuevos mitos solo la pintura, su pintura, los va dando como un
alimento imprescindible para algunos.

Página 400
SALVADOR DALÍ. Grupo de mujeres imitando velas henchidas. 1940.
Colección Mrs. Harold McCormick.

Sus paisajes se vuelven antropomorfos, angélicomorfos fantasmales —el


fantasma sólo es un cacharro caído en medio de su planicie—.
Dalí es el artista que vive fu era del tiempo y en el tiempo a la par como
nadie.
De su sueño y de su vigilia, que también es sueño, salen muchas cosas
porque el dormido se vuelve todo poderoso física y espiritualmente.
Es el momento en que Federico García Lorca le dedica un poema:
ODA A SALVADOR DALI

Una rosa en el alto jardín que tú deseas.


Una rueda en la pura sintaxis del acero.
Desnuda la montaña de niebla impresionista.
Los grises oteando sus balaustradas últimas.

Los pintores modernos, en sus blancos estudios.


cortan la flor aséptica de la raíz cuadrada.
En las aguas del Sena un ice-berg de mármol
enfría las ventanas y disipa las yedras.

Página 401
El hombre pisa fuerte las calles enlosadas.
Los cristales esquivan la magia del reflejo.
El Gobierno ha cerrado las tiendas de perfume.
La máquina eterniza sus compases binarios.

Una ausencia de bosques, biombos y entrecejos


yerra por los tejados de las casas antiguas.
El aire pulimenta su prisma sobre el mar
y el horizonte sube como un gran acueducto.

Marineros que ignoran el vino y la penumbra,


decapitan sirenas en los mares de piorno.
La Noche, negra estatua de la prudencia, tiene
el espejo redondo de la luna en su mano.

SALVADOR DALÍ. Medusa, Apolo y San Sebastián.

Página 402
SALVADOR DALÍ. Familia de centauros marsupiales. 1941.
Colección del artista.

Un deseo de formas y límites nos gana.


Viene el hombre que mira con el metro amarillo.
Venus es una blanca naturaleza muerta,
y los coleccionistas de mariposas huyen.

Cadaqués, en el fiel del agua y la colina,


eleva escalinatas y oculta caracolas.
Las flautas de madera pacifican el aire.
Un viejo dios silvestre tía frutas a los niños.

Sus pescadores duermen, sin ensueño, en la arena.


En alta mar les sirve de brújula una rosa.
El horizonte virgen de pañuelos heridos,
junta los grandes vidrios del pez y de la luna.

Una dura corona de blancos bergantines


ciñe frentes amargas y cabellos de arena.

Página 403
Las sirenas convencen, pero no sugestionan,
y salen si mostramos un vaso de agua dulce.

¡Oh, Salvador Dalí, de voz aceitunada!


No elogio tu imperfecto pincel adolescente
ni tu color que ronda la color de tu tiempo,
pero alabo tus ansias de eterno limitado.

Alma higiénica, vives sobre mármoles nuevos.


Huyes la oscura selva de formas increíbles.
Tu fantasía llega donde llegan tus manos,
y gozas el soneto del mar en tu ventana.

El mundo tiene sordas penumbras y desorden,


en los primeros términos que el humano frecuenta.
Pero ya las huellas, ocultando paisajes,
señalan el esquema perfecto de sus órbitas.

La corriente del tiempo se remansa y ordena


en las formas numéricas de un siglo y otro siglo.
Y la Muerte vencida se refugia temblando
en el círculo estrecho del minuto presente.

Al coger tu paleta, con un tiro en un ala,


pides la luz que anima la copa del olivo.
Ancha luz de Minerva, constructora de andamios.
donde no cabe el sueño ni su flora inexacta.

Pides la luz antigua que se queda en la frente,


sin bajar a la boca ni al corazón del hombre.
Luz que temen las vides entrañables de Baco
y la fuerza sin orden que lleva el agua curva.

Haces bien en poner banderines de aviso,


en el límite oscuro que relumbra de noche.
Como pintor no quieres que te ablande la forma
el algodón cambiante de una nube imprevista.

El pez en la pecera y el pájaro en la jaula.


No quieres inventarlos en el mar o en el viento.
Estilizas o copias después de haber mirado,
con honestas pupilas sus cuerpecillos ágiles.

Amas una materia definida y exacta


donde el hongo no pueda poner su campamento.
Amas la arquitectura que construye en lo ausente
y admites la bandera como una simple broma.

Página 404
SALVADOR DALÍ. Acomodaciones del deseo. 1929.
Colección Julien Levy.

Dice el compás de acero su corto verso clástico.


Desconocidas islas desmiente ya la esfera.
Dice la línea recia mi vertical esfuerzo
y los sabios cristales cantan sus geometrías.

Pero también la rosa del jardín donde vives.


¡Siempre la rosa, siempre, norte y sur de nosotros!
Tranquila y concentrada como una estatua ciega,
ignorante de esfuerzos soterrados que causa.

Rosa pura que limpia de artificios y croquis


y nos abre las alas tenues de la sonrisa.
(Mariposa clavada que medita su vuelo).
Rosa del equilibrio sin dolores buscados.
¡Siempre la rosa!

¡Oh, Salvador Dalí, de voz aceitunada!


Digo lo que me dicen tu persona y tus cuadros.
No alabo tu imperfecto pincel adolescente,
pero canto la firme dirección de tus flechas.

Canto tu bello esfuerzo de luces catalanas,


tu amor a lo que tiene explicación posible.
Canto tu corazón astronómico y tierno,
de baraja francesa y sin ninguna herida.

Canto el ansia de estatua que persigues sin tregua,


el miedo a la emoción que te aguarda en la calle.
Canto la sirenita de la mar que te canta

Página 405
montada en bicicleta de corales y conchas.

Pero, ante todo, canto un común pensamiento


que nos une en las horas oscuras y doradas.
No es el Arte la luz que nos ciega los ojos.
Es primero el amor, la amistad o la esgrima.

Es primero que el cuadro que paciente dibujas


el seno de Teresa, la de cutis insomne,
el apretado bucle de Matilde la ingrata,
nuestra amistad pintada como un juego de oca.

Huellas dactilograficas de sangre sobre el oro


rayen el corazón de Cataluña eterna.
Estrellas como puños sin halcón te relumbren,
mientras que tu pintura y tu vida florecen.

No mires la clepsidra con alas membranosas,


ni la dura guadaña de las alegorías.
Viste y desnuda siempre tu pincel en el aire,
frente a la mar poblada con barcos y marinos.

A veces parece un hombre cruel y sin embargo es el hombre que no quiere


olvidar nada de lo que le enterneció y lo quiere encontrar sin confusiones en
lo más verdadero, no en lo que le predicaban “que le debía gustar”, sino en lo
que le gustó a él solo.
Eleva al cubo lo imaginario, lo obsedante, el gallo, el paraguas, la mesita
de luz, la mesa de noche.
Dalí practica la realización sublimada de sus deseos, tribulaciones y
delicias infantiles. (Lo que más hubiera querido ser es canguro y más siendo
pintor que no sabe cómo llevar sus cajas y cartapacios).
Ha descubierto y proclamado un mundo, ha expansionado las estalactitas
del deseo y aun que se dé un valor escatológico a su juego de llaves —las
llaves que aparecen constantemente en sus cuadros— la verdad que significan
su gran facultad de hombre llavero para todas las ideas, las asociaciones de
imágenes, las insinuaciones.
Yo que conozco su primera obra de pintor naturalista perfecto, sé que su
trasfiguración voluntaria ha sido como si Velázquez se hubiera prestado al
cubismo. Por eso añade pintura lograda al tema como cuando el poeta añade
al tema dramático verso y verso bueno.
Pero esta biografía sería in terminable porque se en racima
constantemente de problemas.

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SALVADOR DALÍ. Dibujo. 1938.

Una visión de su última época y se acabó.


Los noticiarios periodísticos ayudarán a pintar su zarabanda última,
momentos antes de que la guerra meta a todo en su silencio y sus truenos.
Dicen:
En la galería Julien Levy, de Nueva York, realizó una exposición de sus obras el pintor
surrealista, Salvador Dalí. Algunos periodistas que lo visitaron lo encontraron examinando algunas
fotografías que se propone utilizar en una obra auto biográfica concebida con fines de propaganda.
Salvador Dalí enseñó a los periodistas sus últimas celas, explicándoles que seis de ellas habían
sido pintadas en Virginia y las dieciséis restantes en Arcachon, Francia. Su actual exposición, según
Dalí, denota su regreso a las influencias clásicas y señala el ascendiente de Ribera y Leonardo, entre
otros. Y les mostró un lienzo titulado “Familia de Centauros Marsupiales” que, en opinión de sus
observadores, lleva muy bien su título.

Se habla de cuando se presentó de buzo y de cuando se presentó vestido


de esgrimista y cuando recibe a los periodistas norteamericanos mete su
cabeza en las quijadas de un animal fósil.
Otro diario dice:
Dalí realizó su descubrimiento de Cristóbal Colón en relación con el Taxi a Pleuvoir (“Auto de
alquiler para llover”), cuadro que figuró en su exposición surrealista, El sueño de Venus de Dalí, en
la Feria Mundial de Nueva York. Sin embargo, hay una serie de cuadros que tuvieron más éxito que
la de Colón: son 17 sirenas vivas, que llevan aletas y colas surrealistas, y además de eso casi nada:
todas juegan en una sala, dentro del agua de un acuario. En la habitación, hay un piano cuyo teclado

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tiene la forma de un cuerpo de mujer, teléfonos, máquinas de escribir, una chimenea y una vaca.
Todos los muebles están hechos de goma y se agitan tumultuosamente, mientras las jóvenes “las
señoritas líquidas”, como prefiere llamarlas Dalí, nadan, tocan el piano, hablan por teléfono,
escriben a máquina, encienden fuego en la chimenea y, de cuando en cuando distraídamente y como
sin darle importancia, ordeñan la vaca. En sus ratos de ocio, una de las sirenas lee el libro de Julien
Levy sobre el surrealismo y dice: “Me gusta saber exactamente lo que estoy haciendo”.

Otro reportaje comunica:


Los críticos de Nueva York están todos de acuerdo en ponderar su gran habilidad de dibujante y
su sentido del color, pero también todos en coro se lamentan de que su gran talento esté consagrado
a la exploración “artística” de lo irreal. A pesar de todo, Dalí es en la actualidad uno de los pintores
jóvenes más ricos. Durante una de sus exposiciones recientes vendió 21 cuadros, de 27 que exponía,
en 25.000 dólares (100.000 pesos), y actualmente se halla escribiendo un libro titulado La vida
secreta de Salvador Dalí, que nos ofrecerá una nueva serie de enigmas que nadie podrá desentrañar,
¡ni siquiera Dalí!
El principio freudiano que rige a un surrealista consiste en liberarse de sus terrores
subconscientes expresándolos por medio de la pluma, la palabra o el pincel, hasta que se vuelvan
inofensivos. En su niñez, Dalí parece haber sido aterrorizado por un sin fin de cosas y está aún
convencido de que el único objeto de cualquier cosa o ser viviente es aterrorizarle.

Así llegamos al estreno de su ballet titulado Bacanal y de la gran


explosión del subterráneo de la Ducamalia.
Preocupado de antiguo con Wagner y con el inquietante Luis II de
Baviera, se apoya en Tannhauser y crea una coreografía misteriosa y llena de
paraguas.
Contra psicología opone psicoanálisis y con la última nota de Wagner se
abre el paraguas más pequeño de la serie, en esa procesión que fue la
murcielagomanía del enloquecido Luis II.
Hasta llega a influir en las películas.
Así en una película última, el protagonista al pedir una mujer ideal para el
amor, la pide “con hormigas”. “¡Que tenga hormigas!”.
Las hormigas representan el nerviosismo, la inquietud graciosa e
incesante, el anhelo amoroso exacerbado.
Frente a la mujer estacionaria, apática, “frígida”, congelada, hay que
desear la mujer con hormigas pero que no sea hormiguita, es decir, ahorratiz a
espaldas nuestras, económica a expensas de nuestro optimista menú.
Claro que se corre peligro de que la mujer “con hormigas” se vuelva
demasiado “hormigosa” y se exceda en su coquetería.
—¿No la quería usted “con hormigas”?
—Sí, ¡pero no tanto! Este es un hormiguero salido de madre.
—Actúe usted de oso hormiguero.
—Hay que haber nacido para eso.
—¿Entonces que va usted a hacer?

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—Emplear un hormiguicida.
—Le llamarán uxoricida y le meterán
en la cárcel.
La imagen de la hormiga como
excitación, aparece constantemente en
los cuadros de Dalí donde hay relojes
con hormigas y orejas hormigadas.
En realidad la sensación vital es que
nos recorren hormigas —y los glóbulos
rojos son como hormigas— así como la
sensación última de que la vida se nos
va, es la que el hormiguero nos deja y
busca su primitivo cobijo en el fondo de
la tierra. Salvador Dalí en su mesa de trabajo. 1942.
Mientras tan gran comprendedor
sorprende las nuevas formas de la
inconsciencia en la nueva playa del tiempo, pues el tiempo trae nuevos
mundos, nuevos mares y por ende, nuevas playas, vivamos confiados.
Si el arte futuro se va a man tener a sorpresa diaria —¡qué mejor que las
sorpresas, base de todo espectáculo nuevo!— se deben a un pintor español, a
otro pintor español: Dalí.
Nos llegan su obra y la imitación de su obra mucho más en creces,
sembradora de la nueva especie en todos los mundos.
Dalí ha puesto a la pintura en el camino de los hallazgos, de las nuevas
revueltas, de los mundos revueltos, de los sueños, de lo subconsciente
llevando a la pintura adonde no se la llevó nunca.
En este parecer que no se hace nada durante la guerra, se está fraguando el
puro surrealismo, como cuando se firmó el armisticio fué cubismo lo que
señaló el arco iris de la nueva época.
Todo se va juntando en una nueva línea del nuevo Art nouveau.
Esperemos. Estamos en una parada de la procesión del arte, una de esas
paradas que parece que van a ser eternas pero que como el tiempo es largo y
sin impaciencias, en seguida se resarce y vuelve a ponerse en marcha.
El arte español ha visto siglos de gloria y siglos de silencio y siempre ha
continuado impertérrito construyendo, esculpiendo, pintando, jalonando las
épocas.

Página 409
INDICE DE REPRODUCCIONES

Láminas en color fuera de texto:

I. Picasso. Mujer sentada. 1925. Tate Gallery, Londres.


II. Joan Miró. El Verano. 1938.
III. Marc Chagall. La Primavera. 1938.
IV. Salvador Dalí. Medusa, Apolo, San Sebastián, (?) 1942.

Dibujo del autor.


Marie Laurencin. La Asamblea. Retrato de Stein, F. Olivier,
G. Apollinaire, Picasso, Cremnitz y M. Laurencin.
Henri Rousseau. Retrato de G. Apollinaire, titulado también “La musa
inspirando al poeta”.
Henri Rousseau. Felicitación 1892. Colección Charles Laughton,
Londres.
Picasso. Caricatura de Apollinaire.
Henri Rousseau. Retrato de Pierre Loti. Colección Lotte von Mendelsohn-
Bartoldi.
Picasso. Autorretrato
Picasso. La madre. 1901. Colección Chester Dale, Mueva York.
Picasso. Cupletista. Museo de Arte de Cataluña, Barcelona.
Pablo Gargallo. Retrato de Pablo Picasso. Museo de Arte de Cataluña,
Barcelona.
Picasso. Los dos hermanos. (Detalle).
Picasso. Naturaleza muerta. 1907.
Picasso. Mujer en camisa. National Gallery, Londres.
Georges Braque. Naturaleza muerta del juego de cartas. 1914.
Henri Matisse. El baño. 1906. Museo de Arte Moderno Occidental,
Moscú.
Henri Matisse. La orquesta. Museo de Arte Moderno Occidental, Moscú.

Página 410
Henri Matisse. La danza. 1910. Museo de Arte Moderno Occidental,
Moscú.
Picasso. Mujer leyendo. 1923. Museo de Grenoble.
Picasso. Mujer sentada. 1909. Colección Georges Salles.
Georges Braque. La botella de ron. 1918.
André Derain. La toaleta. 1908.
Henri Matisse. Desnudo acostado. Colección Mrs. Victor Rothschild,
Londres.
Picasso. Segadores descansando. 1919. (Lápiz)
Picasso. Composición
Picasso. Naturaleza muerta. 1909. Galerías Demotte Inc., Nueva York.
Picasso. La mesa delante de la ventana. 1919.
Picasso. Naturaleza muerta. 1913. Colección Mérie Callery, París.
André Derain. Paisaje de Collioure. 1905.
Paul Cézanne. Martes lardero. 1888. Museo de Arte Moderno Occidental,
Moscú.
Paul Cézanne. Paisaje de l’Estaque. 1883-86. Colección Paul Cázanne,
hijo.
Georges Braque. Botella y vaso. 1930.
Georges Braque. Polca. 1920.
Juan Gris. Naturaleza muerta. 1912.
Juan Gris. Vaso y compotera. 1916.
Georges Seurat. El modelo. (Detalle). Fondation Barnes, Meryon.
Georges Seurat. El baño. (Detalle). 1883-84. Tate Gallery, Londres.
Georges Seurat. El circo. 1890-91. Museo del Luxemburgo.
Henri Matisse. Dibujo.
Retrato de Henri Matisse, en su taller.
Picasso. Retrato de Strawinsky. 1920.
Albert Gleizes. Los jugadores de fútbol. 1912.
Retrato de Georges Braque, en su taller.
Picasso. Las metamorfosis de Ovidio. (Punta seca).
Picasso. Retrato de Jean Cocteau, señora Picasso, Erik Satie y Clive Bell.
Jean Metzinger. El pueblo. 1912. Colección Léonce Rosenberg.
Giorgio de Chirico. Gran interior metafísico. 1917. Colección James
T. Soby, Hartford.
Giorgio de Chirico. Los árboles en la habitación. 1927.
Giorgio de Chirico. Gladiadores luchando con un león. Colección The
Detroit Institute of Arts.

Página 411
Picasso. Fotografía.
Retrato de Picasso hecho en una pieza del hotel Ritz de Barcelona, en el
año 1934.
Enrico Prampolini. Estatuilla de Marinetti, tallada en madera.
Carlo Carra. “Galería di Milano”. 1912.
Gino Severini. El tren blindado. 1915. Colección Mrs. Charles
J. Liebman. Nueva York.
Escultura del Gabon. (País Pahomin).
Ídolo del Gabon.
Picasso. Bañista. 1908.
Georges Braqlue. Desnudo. 1907.
Picasso. Dos mujeres desnudas. 1908.
Picasso. Cabeza.
Picasso. Estudio. 1907.
Picasso. Desnudo. 1907.
Picasso. Tres desnudos. 1907.
Una verdadera cortina de cristal, de luz.
Toulouse-Lautrec. La clownesa Cha-u-ka-o sentada. 1896. Colección
Marie Harriman Gallery, Nueva York.
Toulouse-Lautrec. Miss Dolly. Colección Walter P. Chrysler, Jr. Nueva
York.
Alexander Archipenko. Mujer caminando. 1912.
Alexander Archipenko. Escultura. 1914.
André Lhote. El juicio de Paris. 1912.
André Lhote. La negra ingenua.
Abanico de palabras que el autor regaló a Sonnia Delaunay.
Robert Delaunay. La torre Eiffel. 1912. Colección De Amaral, Sao Paulo.
El negro del jazz-band.
Jerónimo Bosch. La tentación de San Antonio. (Detalle). Museo de
Lisboa.
El humorista G. B. Shaw.
Jacques Lipchitz. Naturaleza muerta. 1918. Fondation Barnes Meryon.
Jacques Lipchitz. Concertista. 1915.
Jacques Lipchitz. Guitarrista. 1918.
Henri Laurens. Guitarra. 1917.
Fernand Léger. Dos mujeres.
Fernand Léger. El almuerzo. 1921.
Retrato de Fernand Léger, en su taller de París.

Página 412
Fernand Léger. El acordeón. Colección Walter P. Chrysler. Jr. Nueva
York.
Marie Laurencin. Mujeres a caballo. Colección Mrs. Solomon
R. Guggenheim, Nueva York.
Hans Arp. Composición. 1931.
Francis Picabia. “Yo veo en mi recuerdo a mi querida Udnie”. 1913.
Charlot según lo vió Fernand Léger en su film abstracto “Ballet
Mecanique”, en 1924.
Charles Chaplin, Charlot, en una pose característica.
André Bretón. Sueño-objeto.
André Breton. Poema-objeto. 1935.
Joan Miró. Paisaje con un burro. 1918.
Joan Miró. Cuerda y personaje. Colección Pierre Matisse, Nueva York.
Joan Miró. Objeto. 1932. Museum of Living Art. Nueva York.
Retrato de Joan Miró, en su taller de París.
Joan Miró. Cabeza de hombre. 1931.
Max Ernst. Dos niños perseguidos por un ruiseñor.
Max Ernst. Dos figuras ambiguas. 1919.
Max Ernst. La bella jardinera. 1923.
Max Ernst. La leona de Belfort y un antiguo combatiente. 1935.
André Masson. Metamorfosis de los amantes. 1938.
André Masson. Jaula de pájaros.
André Masson. El encuentro. 1929.
J. Batlle Planas. Radiografía paranoica. 1936.
J. Batlle Planas. El Ampurdán. 1942.
J. Batlle Planas. El Tibet. 1942.
Ives Tanguy. Final de la pendiente. 1934.
Frida Kahlo de Rivera. Lo que el agua me ha dado. 1938.
Paul Klee. Grupo de Ballet. 1923.
Oscar Domínguez. Peregrinaciones de Georges Hugner.
Oscar Domínguez. “Le chasseur”.
Oscar Domínguez. Llegada de la bella época.
K. Seligmann. El fuego fatuo. 1938.
Roland Penrose. El viaje del capitán Cook. 1936.
Victor Brauner. Entre el día y la noche.
Giuseppe Arcimboldo. El verano, 1563. Gemäldegalerie, Viena.
Amédée Ozenfant. Pintura Mural. 1926.
Amédée Ozenfant. Cristales. 1923. Museo de Chicago.

Página 413
Amédée Ozenfant. Fuga. 1921. Colección Power, Londres.
Amédée Ozenfant. Bañistas. 1930.
Diego Rivera. El arquitecto. 1914. Colección Genaro Estrada, México.
Diego Rivera. Retrato de Ramón Gómez de la Serna. 1915.
Diego Rivera. Fragmento de pintura mural en Chapingo. 1921.
Diego Rivera. Fragmento de decoración mural. México.
Diego Rivera. Fiesta en Tehuantepec. Colección Mrs. James B. Murphy,
Nueva York.
Diego Rivera. Casahuatl. Guerrero-Taxco. 1938.
Diego Rivera. Troncos de árbol. 1938.
Diego Rivera. Detalle de la pintura mural del Junior College de San
Francisco.
Marc Chagall. Arlequinada. 1936. Colección del artista.
Marc Chagall. Yo y el pueblo. 1911. Colección Gaffé, Bruselas.
Jean Cocteau. Autorretrato.
Jean Cocteau. El arte académico.
Jean Cocteau, Salvador Dalí, Mlle. Chanel, la señora Gala Dalí, y Samosa.
Max Jacob. Plaza de la Opera. París.
Facsímil de la escritura de Ducasse.
Retrato de Lautrèamont, inventado por Félix Vallotton.
Ciclo del nacimiento de Lautrèamont.
Casa en la que murió Isidore-Lucien Ducasse.
Salvador Dalí. Grabado para “Los cantos de Maldoror” de Lautrèamont.
Man Ray. Homenaje a Lautrèamont. 1933.
Salvador Dalí. Arrabal de pueblo. 1936.
Salvador Dalí. El gran paranoico. 1936.
Salvador Dalí. Impresión de África. 1938. Colección Edwar James, Nueva
York.
Salvador Dalí. Grupo de mujeres imitando velas henchidas. 1940.
Colección Mrs. Harold McCormick.
Salvador Dalí. Familia de centauros marsupiales. 1941. Colección del
artista.
Salvador Dalí. Acomodaciones del deseo. 1929. Colección Julien Levy.
Salvador Dalí. Dibujo. 1938.
Salvador Dalí en su mesa de trabajo. 1942.

Página 414
Notas

Página 415
[*]
En mi libro Los Muertos y las Muertas, de Espasa Calpe, he repetido estas
anécdotas: la concepción de la muerte que allí se plantea in extenso hizo
necesario este traslado. <<

Página 416
[*] Chimeneas de París. <<

Página 417

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