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La lavandería: la pedagogía al servicio de una sátira

El cine también puede funcionar como un vehículo que se pone en marcha para desnudar
secretos ocultos. Sin embargo, La lavandería arranca con una placa en negro que es un
guiño que pretende ser gracioso, pero al mismo tiempo tiene una contradicción: “Basada
en secretos reales”, se lee. ¿Cómo puede ser real algo que no se confirmó, un rumor que
hace algunos años apenas pululaba pero la respuesta la ocultaban los poderosos? Es ahí
cuando puede entrar en juego el poder del cine: es capaz de señalar con el dedo lo que
está bien y lo que está mal, educarnos en el comportamiento humano y promover una
reflexión final. Sin embargo, en la fallida comedia dirigida por Steven Soderbergh (Traffic,
La gran estafa, Erin Brockovich) sale casi todo, todo mal; y el atisbo a ser rescatada del
ahogo aparece gracias al oficio de sus actores.

Ellen (Meryl Streep) es una señora que ya atravesó gran parte de su vida. No plantó un
árbol ni escribió un libro, pero ya tuvo hijos, una familia y vive en Nueva York. Nunca
sospechó que un plan que había organizado para pasar la tarde le arrebataría a su
marido: durante un viaje por Lake George, una ola sacude el barco en el que navegaban y
queda viuda. Tras la tragedia -de la que sobreviven Ellen y pocas personas más-,
descubre que no recibirá la indemnización prometida por la empresa aseguradora. Y esta
es la gota que rebalsa el vaso: hay muchas razones detrás por las que ella no recibiría ni
un centavo de los que debería. Sin ser una experta ni mucho menos, decide arreglárselas
sola para descubrir qué es lo que hay detrás de todo esto. Soderbergh y el guionista Scott
Z. Burns desacralizan los eventos al mezclar ficción (toda la historia de Streep) con un
trabajo de investigación periodística de Jake Bernstein sobre las empresas Off Shore,
especialmente con ese gran escándalo que se conoció en la Argentina de la mano del
presidente Mauricio Macri conocido como los Panama Papers. En aquel entonces,
también figuraron en las listas Héctor Magnetto, Daniel Angelici y el empresario Claudio
Belocopitt. En un momento, incluso, la película se remonta al escándalo brasileño de
Odebrecht.

La Lavandería se apoya en un tono absurdo y farsesco para contar la historia, que en casi
toda la película remite al cine de Adam McKay; pero en Soderbergh se convierte en una
replica desgarbada y esquemática, sin demasiada gracia ni frescura. Y ese es el mayor de
los problemas: si bien elige optar por un registro no tan convencional, durante los 97
minutos de duración se ve un esfuerzo por adueñarse de un estilo que no lo pertenece ni
con el que tampoco se siente cómodo. El cine de Adam McKay, como esta película, está
acompañado -además de un tono irónico y burlón- de un gran didactismo: aquí los dos
“villanos” -el abogado alemán Jürgen Mossack (Gary Oldman) y su socio panameño
Ramón Fonseca (Antonio Banderas), los dueños de la firma Mossack Fonseca- rompen la
cuarta pared y hablan a cámara -siempre vestidos de gala- para explicar, martini en mano,
las dimensiones de las estafas, los procedimientos de lavado de dinero y las creaciones
de empresas inexistentes. Aquí hay una búsqueda particular en esa bajada a tierra, de
hacerlos lucir como dos personajes atorrantes pero simpaticones; aunque no desligados
de haber sido autores de abusos que hicieron estragos en algunos inocentes, como el
personaje de Streep. Soderbergh los hace hablar a cámara desde la primera escena y
pasan por diferentes escenarios, desde un desierto, hasta una playa y un supermercado.
De la misma manera lo hizo Adam McKay en The Big Short: Margot Robbie, desde una
bañera rebosante de burbujas, explicaba al espectador lo que eran la bolsa financiera, los
bonos y los agentes mientras bebía una copa de champagne. Guste o no, McKay lo hacía
con una combinación de liviandad y profundidad que en La Lavandería no aparece. Y
cuando no aparece, a pesar de querer escaparse constantemente de la solemnidad,
termina condenada al peor de los pecados: aburrir.
El elenco podría considerarse de lujo, incluso en los papeles más secundarios: Meryl
Streep vuelve a demostrar su capacidad de desligarse fácilmente de personajes que en
manos de otras actrices, no tan inspiradas ni tan expertas como ella, serían un papelón. Y
Antonio Banderas, que este año se lució como hacia años no lo hacía en Dolor y Gloria,
confirma que sin Pedro Almodovar es un navío con destino incierto. Gary Oldman, en
tanto, aporta corrección con su caricatura alemana a una película que abarca mucho y
aprieta poco. A los ya mencionados se suman Sharon Stone como una vendedora
inmobiliaria de Las Vegas, David Schwimmer (el famoso Ross de Friends) y Robert
Patrick.

En resumen, La Lavandería contiene un grado alto de “didactismo cinematográfica” y un


espíritu critico hacia el capitalismo más salvaje; basta para eso ver el largo y
autorreflexivo monólogo final de Meryl Streep. “Hay que ponerle fin a la inmensa y
omnipresente corrupción”, dice, al mismo tiempo que va desvistiéndose para pasar a ser,
ahora sí, la actriz quien nos habla. “Llegó el momento de actuar en serio”, convoca al
público para acabar con los delitos financieros y agarra una bandera casi militante -
aunque siempre escudada en la ironía- sobre lo que se debería hacer o no. Aquí es
cuando la película se termina de convertir directamente en un ensayo, una declaración
panfletaria sin vuelo cinematográfico. Se sabe que la corrupción no es un acto noble. Pero
para denunciarla hacia falta un poco de chispa, de ritmo. Cosas que La Lavandería
parecería desconocer.

Kevin Carbajal - Gastón Cuneo


N1 - FUC
Prof. Nicolás Bermúdez

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