Está en la página 1de 4

LINGDOH Y EL TIGRE

Por G. D.

Lingdoh se sentó en el pasto a la sombra de un árbol, moviendo las hojas caídas con sus oscuros y
desnudos dedos de los pies. El hato de vacas de su padre rumiaba apaciblemente cerca de él. Era
una hermosa escena. Si un artista la hubiera pintado, le habría puesto el título de “Idilio de Verano”.

Era tarea diaria de Lingdoh llevar las vacas a pastar y cuidarlas hasta poco antes de la puesta de sol,
cuando las conducía de vuelta a la casa paterna. Era ésta una manera aburrida de pasar las horas
del día, pero este niño khasi no conocía otro modo de vida. Carecía de libros para leer, no tenía
lecciones que estudiar ni juegos para jugar. Sencillamente se sentaba y vigilaba a las vacas que
comían pasto. Nadie puede decir lo que pasaba por su cabeza.

Las sombras de los árboles comenzaban a alargarse, y Lingdoh supo que debía comenzar a reunir
las vacas para llevarlas al establo. Miró alrededor en busca de piedras para arrojarlas a los animales
si se desviaban del camino.

Repentinamente se sobresaltó.

Algo andaba mal. La vaca que estaba más cerca se paró torpemente y miró hacia el borde de la
espesura, a cincuenta metros de distancia. Los demás animales también se habían levantado y
miraban fijamente en la misma dirección, inactivo el babeante morro.

Lingdoh se volvió para ver qué sucedía. El corazón le dio un vuelco y un estremecimiento recorrió
su cuerpo. Contra el verde oscuro de la selva se destacaba un manchón rojizo. ¡Un tigre! ¡Era un
tigre que acechaba a las vacas! Durante varios segundos Lingdoh
permaneció como petrificado, demasiado aterrado para moverse
o hablar. Pero no tardó en reaccionar, y lanzó un desesperado y
penetrante alarido de terror. El tigre desapareció como rojiza
llamarada entre los matorrales. Ahora el muchacho pudo
conducir sin dificultad a sus animales, montando en el lomo de la
vaca más grande.

—¡Papá! ¡Hay un tigre en la selva! –gritó cuando llegó al campo


donde trabajaba su padre—. Las vacas lo vieron primero y
después lo vi yo con mis propios ojos.

Su padre masculló en su entrecortado dialecto Khasi:

—Entonces será mejor que vigiles bien, y que mañana traigas de


vuelta las vacas mucho antes de la puesta de sol.

EL AMIGO DE LOS NIÑOS (The Children’s Friend). Publicaciones Interamericanas de la Pacific Press Publishing Assn.
1350 Villa Street, Mountain View, California 94041, U.S.A. 1er. Trimestre de 1963
No pareció preocuparse mucho. Los leopardos y los tigres, aunque no eran un acontecimiento
común en las montañas Khasi, tampoco eran conocidos, y a menos que una de esas fieras se
convirtiera en devoradora de hombres, los pobladores se creían capaces de mantenerla a raya.

Lingdoh no tenía muchas ganas de llevar las vacas a pastar al día siguiente. Pero no había otra
alternativa. De modo que las mantuvo alejadas en todo lo posible de la selva, y las trajo de vuelta
mucho antes de que el sol descendiera en el horizonte.

Pasaron varios días sin que nada aconteciera. Pero los aldeanos se sobresaltaron otra vez cuando
un niño informó que un tigre había saltado sobre una vaca, y que ésta había escapado por milagro.
Los gritos del niño y los mugidos de los animales habían ahuyentado a la fiera. Llegaron noticias
adicionales a la aldea, y los hombres comenzaron a inquietarse.

Salieron a relucir las armas. Se probaron los arcos y las puntas de las flechas se cubrieron de metal.
Las lanzas fueron pulidas y adornadas con plumas. El fusil que poseía un opulento jefe, fue aceitado
y limpiado, cargado y vuelto a cargar, hasta que su propietario se aseguró que podía dar en el blanco.
Todos, especialmente los que trabajaban cerca de la selva, se mantuvieron alerta. Pero durante una
semana no hubo más noticias del tigre. Los tensos nervios gradualmente se relajaron.

—¿Qué les pasa hoy, animales testarudos? –gritó Lingdoh–. ¿No saben que ya es de día? ¿No ven
que ya salió el sol? Vengan, y vayan saliendo.

Lingdoh había entrado temprano en el establo para sacar a los animales y conducidos a pastar. Abrió
la puerta para que las vacas salieran como acostumbraban, deseosas de ir en busca de alimento.
Pero esta vez estaban todas arrinconadas en el fondo del establo.

Procuró hacer salir a la primera, porque esperaba que las demás la seguirían. Pero el obstinado
animal agachó la cabeza y escarbó en el suelo y rehusó salir. Lingdoh perdió la paciencia. Tomó un
palo y lo golpeó hasta hacerlo salir. Repartió golpes a diestro y siniestro, y consiguió que las demás
vacas avanzaran hacia la puerta. Cuando él salió alcanzó a ver un bulto rojizo que caía sobre la vaca
que había hecho salir primero. El pobre animal cayó vencido por el peso, y en contados segundos el
tigre la había descogotado y la arrastraba hacia la espesura.

Lingdoh corrió a su casa para contar lo sucedido e indicar la dirección seguida por el tigre. Los
aldeanos se reunieron apresuradamente, y decidieron que el jefe que tenía el fusil y el padre de
Lingdoh, que había sufrido el perjuicio, vengaran a la vaca muerta. Siguieron los rastros sin dificultad
y no tardaron en descubrir al tigre que todavía estaba comiendo. Se detuvieron sin hacer ruido. El
jefe apuntó cuidadosamente. El estampido repercutió en la selva, y los dos hombres gritaron de
gozo cuando vieron caer el tigre.

Sin ninguna precaución, el padre de Lingdoh corrió hacia la fiera. Casi había llegado cuando, sin aviso
previo, la fiera se levantó, y saltó sobre él. Al ver esto, el jefe se detuvo y disparó al aire, por temor
de herir a su amigo. El estampido surtió efecto, y el tigre dejó de maltratar al pobre nativo, y
desapareció en los matorrales.

EL AMIGO DE LOS NIÑOS (The Children’s Friend). Publicaciones Interamericanas de la Pacific Press Publishing Assn.
1350 Villa Street, Mountain View, California 94041, U.S.A. 1er. Trimestre de 1963
Los gritos del jefe atrajeron a los aldeanos, quieres condujeron a la aldea al padre de Lingdoh, que
había sido malamente herido por los colmillos y las garras de la fiera. Esas heridas se infectan en
pocas horas, de modo que los aldeanos ya daban por muerto al pobre hombre.

—En menudo aprieto nos hallamos ahora –dijo el jefe–. Este hombre morirá con toda seguridad, si
no lo llevamos inmediatamente al hospital. El tigre está herido, y si no lo matamos lo antes posible,
se convertirá en un “tigre cebado” o devorador de hombres, si es incapaz de atrapar animales.

Los aldeanos se estremecieron de terror. A nada temían más que a una fiera “cebada”.

—De manera que –prosiguió el jefe–, Uds. vayan al camino y detengan al primer vehículo que pase,
para llevar al herido al hospital de la misión. Los restantes –ordenó, recorriendo el gripo que
afortunadamente todavía no había salido para trabajar en los campos –traigan sus armas y síganme.
Debemos acabar con el tigre. Y asegúrense, esta vez, de que esté bien muerto antes de acercarse.

Poco después de un abigarrado grupo de hombres armados salía de la aldea rumbo a la selva. El jefe
empuñaba su preciado fusil, y los demás llevaban arcos, flechas, lanzas y puñales. Con paciencia
siguieron las huellas del tigre. El animal estaba herido, y de trecho en trecho veían manchas de
sangre, que no escapaban de los experimentados ojos de los cazadores. El tigre no había sido
perseguido antes de ahora, y aunque tenía mucha astucia natural, no había adquirido la habilidad
diabólica de las fieras que son muy perseguidas por el hombre.

Después de horas de cansadora búsqueda, los cazadores descubrieron al tigre cerca de una
corriente de agua. Con grandes precauciones siguieron las indicaciones del jefe, y rodearon al
animal. A una señal dada, cada uno arrojó sus armas sobre el tigre. Se oyó el estampido del rifle y el
silbido de lanzas y flechas. El tigre trató de incorporarse, pero cayó vencido. Los hombres esperaron
uno minutos; luego el cabecilla tomó una piedra y la arrojó a la bestia. El tigre no se movió.

—Creo que esta vez está muerto –dijo uno, y los demás asintieron.

Se prepararon para desollar la fiera mientras el cuerpo estaba caliente. El jefe extendió la cola del
animal y solemnemente midió el cuerpo. Desde la cabeza hasta la cola medía cerca de cuatro
metros. Era el tigre más grande que hubieran visto. Trabajaron diligentemente y el animal quedó
despojado de su magnífica piel listada, si bien no valía nada debido a las cortaduras y desgarrones
causados por las diferentes armas. Sin embargo pensaron que por lo menos un taxidermista les
daría algunas rupias por ella. Los buitres y chacales no tardarían en dar cuenta del cadáver, y pronto
los huesos blanquearían en el lugar. Sería lo único que quedaría del rapaz depredador que pocas
horas antes aterrorizaba a la pequeña comunidad.

Mientras tanto, el padre de Lingdoh, quejándose de dolor a causa de las terribles heridas, fue
cargado en un jeep que pasaba por el camino y conducido al hospital de la misión. Fue atendido
prestamente y se aseguró que viviría, pero durante día estuvo entre la vida y la muerte, y su vida se
salvó sólo gracias al atento cuidado y las oraciones del personal del hospital. A los dos meses de
ocurrir esto, el padre de Lingdoh estaba de regreso en su aldea, y sólo las cicatrices de sus heridas
que desaparecían poco a poco le recordaban este incidente. Esta historia habría terminado en forma

EL AMIGO DE LOS NIÑOS (The Children’s Friend). Publicaciones Interamericanas de la Pacific Press Publishing Assn.
1350 Villa Street, Mountain View, California 94041, U.S.A. 1er. Trimestre de 1963
diferente y trágica de no haber mediado la buena asistencia médica dada en el hospital de la misión
adventista.—

EL AMIGO DE LOS NIÑOS (The Children’s Friend). Publicaciones Interamericanas de la Pacific Press Publishing Assn.
1350 Villa Street, Mountain View, California 94041, U.S.A. 1er. Trimestre de 1963

También podría gustarte