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EL TÍO MOISÉS

Por F. T.

La joven vestida de seda azul dio un codazo a su vecina y dijo:

—¿Quieres ver algo gracioso?

Y le ofrecieron un paquete de fotografías.

—¡Oh!

Los ojos de Mariana se abrieron desmesuradamente. Miró en seguida hacia sus padres que estaban
sentados, con la cabeza inclinada, mientras que el pastor seguía orando. Tomó las fotografías y las
miró.

Isabel se inclinó un poco más y dijo:

—Esta fue sacada en el vestíbulo de nuestra casa. ¿No te gusta este vestido? Mamá acababa de
terminarlo. Esta otra foto fue sacada detrás de la casa.

Mariana miró en dirección a su madre y dijo:

—No hables tan fuerte.

—¿Qué importa? Los adultos tienen todos la cabeza agachada y escuchan lo que dice el pastor, de
manera que no oyen lo que nosotras decimos.

Durante el regreso a casa, la madre dijo:

—Mariana, me avergoncé al oírte hablar y reír durante la


oración.

—¿Qué mal hay en ello? Además era culpa de Isabel. Ella


insistía en mostrarme las fotos que sacó últimamente.

—Mariana, me causas pena. No sólo es un acto de


irreverencia, sino de mala educación el de quedarse con los
ojos abiertos durante la oración y mirar en derredor suyo
mientras el pastor ora.

Esperando desviar la atención de su mamá de lo que había


sucedido, Mariana preguntó:

—Papá, ¿qué quiere decir “mala educación”?

Fue la madre quien contestó:

EL AMIGO DE LOS NIÑOS (The Children’s Friend). Publicaciones Interamericanas de la Pacific Press Publishing Assn.
1350 Villa Street, Mountain View, California 94041, U.S.A. 4to. Trimestre de 1960.
—Lo sabrás si recuerdas que los niños educados no conversan, ni se ríen ni miran en derredor suyo
mientras alguien habla con Dios.

—¿Por qué? –insistió la niña.

Su padre le contestó dirigiéndole una pregunta:

—¿No escuchas a tus padres con atención cuando ellos te hablan?

—Sí.

—Así también conviene que escuches cuando Dios quiere hablarte en la iglesia.

Pero Mariana no estaba convencida y se necesitó toda una serie de acontecimientos para hacerla
cambiar de parecer.

A la semana siguiente, llegó muy contenta a la casa, agitando en el aire una carta:

—Mamá, ¿puedo invitar a Susana a que me visite? Ella dice que puede venir inmediatamente, y que
su madre le ha dado permiso para ello.

—¿Quieres decir esa pequeña aristócrata que vive en la ciudad, a quien conociste durante el
congreso de jóvenes el año pasado?

—Sí, la que tenía trenzas rubias y hermosos vestidos.

—No puedo darte una respuesta inmediatamente. Es mejor esperar y hablar del asunto con papá.
Ya sabes que esa joven no es cristiana, es decir en el sentido en que entendemos nosotros esa
palabras.

A Mariana le costaba aguardar la decisión de sus padres. Estaba, sin embargo, más o menos segura
de que le permitirían extender la invitación. Y efectivamente, no se equivocaba. Los padres
autorizaron a Mariana a invitar a la joven con la esperanza de que una semana en el seno de una
familia cristiana la beneficiaría.

Mariana acompañó a sus padres hasta la estación en el carricoche de la granja para esperar a
Susana, la joven se manifestó encantadas de volver a ver a Mariana y de subir en un vehículo tirado
por caballos. Nunca había viajado en un coche así ni había vivido en una granja.

Llegó el viernes de tarde y quería ver lo que le parecía nuevo o extraño. Por ejemplo, nunca había
visto vacas ni gallinas, sino en forma de carne en el refrigerador de sus padres o sobre la mesa. Le
gustaron enseguida los corderos y los pollitos, y se trepó por la escalera para ir a juntar los huevo
entre el heno. Bombeó agua para las gallinas.

Hizo mil preguntas a fin de saber por qué había tanto trabajo el viernes. Su mamá cocinaba y hacía
bizcochos el sábado y ese mismo día una señora venía a limpiar la casa, pero no hacían eso el viernes
antes de la puesta del sol. Sin embargo, le gustaba todo lo nuevo e interesante, y ayudó a Mariana
a cumplir sus tareas antes del sábado, cualesquiera que fuesen.

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Todo le causaba mucha gracia, pero no quiso herir a quienes la habían recibido, sobre todo, la
divertía la idea de ir a la iglesia el sábado. ¿Qué cosas extrañas le tocaría ver?

Se despertó temprano el sábado por la mañana. En la ciudad, donde circulan vehículo toda la noche,
no se fijaba en los ruidos que se oían. Pero en el campo era diferente. Ella no sabía que los pájaros
se despiertan con los primeros rayos del día; y ella misma estaba también despierta.

Estaba tan emocionada que le costó tragarse el desayuno por la impaciencia que sentía al pensar
que tenía que ir nuevamente en el carricoche de la granja para asistir a la iglesia.

La mamá recordó a Mariana que no se olvidase de portarse como cristiana a fin de dar buen ejemplo
a su amiga, que nunca antes había estado en una iglesia adventista.

El coche no había recorrido mucho trecho cuando Susana se deslizó sobre su asiente, en la parte
trasera del coche y dijo, señalando con el dedo:

—Mira Mariana, aquel viejecito raro allí en el jardín al lado del camino.

—¡Cállate! Siéntate.

Y Mariana asiendo a su amiga por el brazo, añadió:

—No hay que burlarse del tío Moisés; es un anciano demasiado bueno.

Susana volvió a su asiento y dijo:

—No me burlaba de él. Pero parece muy viejo y bastante raro. Nunca he visto una casita tan
pequeña. ¿Es allí donde vive? ¿Y es de veras tu tío?

—No es mi tío; es el tío de todos. Su casa es bastante grande para él, y posee muchísimas cosas que
la gente de la ciudad no ha visto jamás.

—¿Quieres decir que vive solo? ¿No tiene familia?

—Dime, mamá ¿tiene familia el tío Moisés?

El papá dio un chasquido en el aire con su látigo, a fin de que el caballo se apresurase y dijo:

—El tío Moisés vive en esta región desde hace muchos años y nadie ha visto jamás que alguien lo
visitase, fuera de los vecinos. Este debe significar que no tiene parientes en este mundo.

—Yo creía que cada uno tiene una familia –dijo Susana. —¡Pobre anciano!

Cuando el coche pasó delante de la casita, las niñas notaron que el anciano arrojaba puñados de
trigo a las gallinas coloradas que se precipitaban hacia él. Un enorme gato negro se restregaba
contra sus piernas, mientras que un perro con manchitas estaba acostado en el vestíbulo. Mariana
y sus padres saludaron amistosamente al anciano, quien les devolvió el saludo.

El coche continuó bajando por el camino cuyas piedras sacudían bastante a los pasajeros, y
finalmente cruzaron éstos un río mediante un puente.

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Las dos niñas se dieron vuelta en su asiente para ver al ancianito que se dirigía hacia el corral, con
un balde colgado del brazo.

—¿Adónde va? –preguntó Susana.

—Sin duda va a ordeñar su vaca –contestó Mariana.

—¡Oh! –exclamó la pequeña forastera —¡Cuánto me gustaría verle hacer eso! Nunca he visto
ordeñar una vaca.

—Entonces, ¿de dónde creías que se obtenía la leche? ¿De un grifo? Esta noche podrás ver a papá
ordeñar media docena de vacas y hasta podrás ordeñar tú misma la vieja Jersey.

—¿Qué suerte! Me alegro de poder ver cómo se ordeña, pero no tengo intención de probarlo yo
misma.

Pronto el coche se detuvo delante de la pequeña iglesia blanca. Susana la miró con sorpresa. Las
pocas veces que había ido a una iglesia, había sido siempre en grandes catedrales, pero era
demasiado cortés para expresar algún juicio. A su mamá le gustaban los lugares elegantes, aun en
lo que concerniese a las iglesias. Pero por lo general, prefería lugares más alegres que las iglesias.

Susana se sorprendió aún más cuando entró en la iglesia y notó que un buen número de personas
vestidas sencillamente ya habían tomado asiento en los bancos y observaban el silencio más
respetuoso. Ni una sola llevaba joyas y ella lamentaba no haber dejado en casa sus anillos y pulseras.
Pensó que se trata de personas bastante extrañas. Observó que Mariana inclinaba la cabeza cuando
fue el momento de orar: ella también lo hizo pero miró en derredor suyo a través de sus dedos y vio
que toda la asamblea mantenía los ojos cerrados durante la oración. Un poco más tarde, los
conocimientos de Mariana en lo que se refería a la lección, la asombraron. Ella nunca había leído
una sola palabra en la Biblia. Por otra parte, ¿para qué leería la Biblia? Ni su padre ni su madre la
leían. ¡Cuántas cosas tendría para contar cuando volviera a su casa!

Durante el regreso, se volvieron a cruzar con el tío Moisés. Él estaba arando con la ayuda de dos
caballos negros. Esa vez, Susana se unió a la familia para saludarlo con la mano al cruzar.

El domingo de tarde, Susana y Mariana fueron hasta la orilla del arroyo para buscar flores silvestres.

—Las madreselvas y las margaritas deben estar floreciendo –dijo Mariana.

—Pero deberán cuidarse mucho de las víboras –recordó la mamá.

Protegidas del sol con sus lindas capuchas rosadas atadas debajo del mentón, y habiendo prometido
de recordarían todas las recomendaciones que se les habían hecho, Mariana se precipitó hacia el
camino que Susana la seguían con dificultad, caminando como pollito que tuviese las patas heladas.
Eso se debía a que los pies descalzos de Susana no estaban acostumbrados a los caminos del campo.

A pesar de su insistencia por examinar la casita cercana al puente, las niñas no vieron al tío Moisés.
Susana dijo:

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—Tal vez descanse porque es domingo.

—Dudo mucho de que descanse alguna vez durante el día –contestó Mariana. —Está tal vez en la
granja.

El tiempo transcurrió con mucha rapidez. Con los brazos cargados de flores, las niñas decidieron que
era hora de volver a casa. Apenas habían hecho la mitad del recorrido cuando Susana oyendo un
toque de campana se detuvo y preguntó:

—¿Qué es esto?

—Es la campana que nos llama a cenar. Mamá la toca para hacernos saber que debemos volver.

De vuelta en la casa, Mariana dio a su mamá el ramo de flores que había juntado, para que lo
pusiese en un jarrón grande, luego dijo:

—Mamá, no vimos al tío Moisés ni a la ida ni a la vuelta. ¿Crees que podría estar enfermo? Nos
proponíamos dejarle flores, pero cuando oímos que sonaba la campana para la cena, no nos
atrevimos a perder tiempo.

Susana no había comido jamás un manjar tan delicioso como las papas nuevas, los tiernos guisantes
y los dorados biscochos cuyo sabor hacía resaltar la mantequilla fresca, y para terminar había una
torda de fresas con crema fresca batida. Durante la cena, todos olvidaron al tío Moisés.

A la mañana siguiente, durante el desayuno, Susana preguntó:

—¿Pudieron saber si el tío Moisés está bien?

—Me había olvidado completamente de informarme –contestó la mamá.

—Tal vez podríais ir a verlo y llevarle algunos biscochos calientes y un jarro de mermelada de
ciruelas.

Con presteza, las dos niñas lavaron la loza y se pusieron en camino llevando los manjares destinados
al anciano. Habiendo llegado a la casa, lo buscaron en vano. El perro iba y venía por el patio triste
como un alma en pena, y las gallinas hambrientas vinieron al encuentro de las niñas.

Mariana las echó y se fue a llamar a la puerta. A no obtener respuesta, sintió un estremecimiento.
Llamó de nuevo y continuó el silencio.

—Tengo miedo –dijo Susana en un susurro.

A Mariana le costaba caminar, pero dijo:

—Ven. Debemos entrar, pues mamá nos mandó para ver si está enfermo.

Abrió la puerta, pero el interior estaba demasiado obscuro para poder distinguir cualquier cosa. El
brillo del sol le había enceguecido. Mariana llamó:

—¡Tío Moisés!

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Nadie contestó. Las dos niñas entraron en el pequeño dormitorio. El tío Moisés estaba enfermo,
porque no podía moverse ni hablar. Inmediatamente las niñas corrieron en busca de la mamá de
Mariana.

Se llamó al médico, pero el tío Moisés había sufrido un ataque y no podía restablecerse. Murió
durante la noche. ¿Tendría parientes? Se realizó una búsqueda entre sus cosas y finalmente se halló
una carta escrita por la hermana del tío Moisés. Que vivía a unos sesenta kilómetros de allí.

Cuando se le telefoneó, ella contestó que se sentiría muy agradecida hacia los vecinos si podían
atender a los arreglos para el entierro. Procuraría estar presente para el servicio fúnebre, pero aún
eso le resultaría difícil. Hacía más de veinte años que no había visto a su hermano.

El servicio fúnebre se celebró en la casita donde el tío Moisés había vivido durante mucho tiempo.
Asistieron a él solamente los vecinos más cercanos. Por fin, a último momento, llegó la hermana.
Todos la miraron con sorpresa. Estaba vestida de seda, y llevaba un sombrero extravagante, anillos
en todos los dedos, y collares.

Susana y mariana quedaron muy sorprendidas, porque esa dama elegante no parecía manifestar el
menor pesar por la muerte de su hermano. Durante el regreso, Mariana se secó las lágrimas que le
quemaban los ojos y dijo:

—Mamá, esa mujer horrible no agachó la cabeza ni cerró los ojos cuando el pastor hizo la oración.
¿Cómo pudo ser tan insensible?

La mamá miró a Mariana y preguntó:

—Dime, ¿acaso mi hijita cierra siempre los ojos durante la oración?

Mariana se sonrojó y recordó el día en que hasta se había puesto a charlar mientras el pastor hacía
la oración.

—Yo … yo no sabía que era tan feo…

—Esto es lo que papá quería decir cuando recalcó que es señal de mala educación conducirse así.

—¿Quieres decir que no es mal criado cuando se porta como la hermana del tío Moisés? ¡Qué
horror! Puedes tener la seguridad de que siempre cerraré los ojos durante la oración.—

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